El cumpleaños iba a ser una sorpresa. Más que nada para mi hermano. Porque yo ya la sabía y era el que organizaba todo. Pero también iba a ser un poco de sorpresa para mí porque al igual que él, yo nunca había festejado mi cumpleaños. Ese día le pedí a mi hermano que no se fuera lejos ni desapareciera por ahí. Que se quedara dando vueltas por la casa porque los dueños iban a invitar a muchos chicos y teníamos que estar listos. Dicho y hecho, esa tarde la casa era un banquete: había niños por todas partes. De todos los tamaños y colores. A mi hermano se le hacía agua la boca. −¡Quietito ahí! −Le tuve que decir antes de que se abalanzara−. ¡Ahora se mira pero no se toca! Vamo s a esperar a que lleguen todos los invitados… Sabía que si mi hermano se ponía a hacer monstruosidades antes de tiempo, los chicos empezarían a correr, a gritar como locos y lo es tropearían todo. Mi plan necesitaba que cada cosa estuviera perfectamente en su lugar, como para la foto. Por fin llegó el momento: Se apagaron las luces y los invitados empezaron a cantar y aplaudir alrededor de la mesa principal. Le dije a mi hermano que cerrara sus cuatro ojos y nos escabullimos entre las sombras. Me fijé que estuvieran listas las guirnaldas, los globos, el papel picado, la piñata, varias gaseosas, algunas matracas y por supuesto ¡la torta con la velita! −Ahora abrí los ojos −le pedí y grité−: ¡Feliz cumpleaños!