MONOGRAFÍA DEL DISTRITO DE URRAO HOMENAJE A los tenaces y valerosos taladores de las selvas vigorosas; a los domeñadores constantes de una naturaleza primitiva y fecunda; a los exploradores atrevidos de una topografía vasta y misteriosa, caídos anónimamente en las primordiales etapas de la lucha por el progreso y civilización de Urrao, recuerda agradecida y emocionada, en esta efemérides, la sociedad urraeña.
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MONOGRAFÍA DEL DISTRITO DE URRAO
HOMENAJE
A los tenaces y valerosos taladores de las selvas vigorosas; a los domeñadores constantes de una
naturaleza primitiva y fecunda; a los exploradores atrevidos de una topografía vasta y misteriosa, caídos
anónimamente en las primordiales etapas de la lucha por el progreso y civilización de Urrao, recuerda
agradecida y emocionada, en esta efemérides, la sociedad urraeña.
RELATO HISTÓRICO DEL MUNICIPIO DE URRAO,
EN EL DEPARTAMENTO DE ANTIOQUIA,
DESDE LA CONQUISTA HASTA NUESTROS DÍAS
Contribución espiritual a la conmemoración
del primer centenario de mi pueblo, que con
unción dedico:
A la memoria de mi madre,
como ofrenda a mi esposa
y recuerdo para mis hijos.
“Sólo donde se halla un progreso en el conocer y obrar,
donde se muestre la diversidad y elevación de caracteres
individuales, aparece la Historiografía, y según la bella frase de
Hegel recoge lo que fluye rápidamente para consagrarlo a la
inmortalidad en el templo de Mnemósyane. La Historia es, de
esta suerte, la imagen de la humanidad en su desenvolvimiento”.
J. BTA. WEISS
La marcha interminable, ordenada y rítmica que los cuerpos celestes ejecutan en sucesión indefinida
alrededor de sus órbitas, obedece a las leyes de gravitación, porque mediante la fuerza de atracción que los
unos ejercen sobre los otros, se mantiene el equilibrio universal. Por eso titilan en la bóveda azul del
firmamento los rutilantes planetas y constelaciones en luminosos puntos diseminados en el espacio límite,
describiendo signos o cifras de misteriosa leyenda, de incomparable belleza y magnificencia que deslumbran
la vista, pero que la imaginación no comprende. Viajero y partícula en el conjunto sideral, el globo terrestre
cumple también con exactitud matemática la misión que le concierne, y es a la vez el teatro de desarrollo de
asombrosos acontecimientos, hundidos unos en la noche de olvido, marcados otros con jalones de
imperecedera memoria; y en tanto que la naturaleza, en su sagrada función de madre, crea, vivifica y
sustenta, devora y consume su propia obra, mientras en el cosmorama se destacan mudos e impotentes
testigos encargados de testimoniar a las generaciones el tránsito de una a otra edad, las legendarias
tradiciones o características de los pueblos con sus razas, las portentosas hazañas de quienes actuaron en
cada etapa, y en último término, la rueca del tiempo destructor, va hilando sostenida y pausadamente, con
exquisita puntualidad los días, los meses, los años, los lustros, los siglos y los evos, que se pierden en los
recuerdos los que se alejan y se aguardan con su enigmático porvenir los que han de llegar.
Si en alas de la fantasía vagamos por los memorables campos del Viejo Mundo, el ánimo se sorprende
incesantemente con los vestigios y señales del pretérito, ostensibles en diferentes formas. Tras la mudez
adusta del dormido lago donde yacen sumergidos bajo el peso de sus iniquidades, las bíblicas ciudades de la
Pentápolis de Palestina, se extienden por las sinuosidades del terreno, las fortalezas de la gran muralla
China, levantadas para contener las frecuentes incursiones de los Hunos. Cerca de la enhiesta figura que,
semejante a un colosal centauro inerte, perfila la esfinge de Gizeh, representación egipcia de los monarcas de
la Creación, símbolo del poder espiritual y la dignidad real, unión entre la sabiduría y la fortaleza, y expresión
lapidaria de los más caros y hondos sentimientos de la vida de un pueblo que amaba el arte, las pirámides de
Cheops de la misma arquitectura, muestran sus grandiosas moles de granito, urnas veneradas de sarcófagos
para depositar las momias de los soberanos del hermoso valle del Nilo. Junto a los monumentos megalíticos
de la edad de piedra, constituidos por menhires, a manera de obeliscos de una sola y levantada pieza para
perpetuar la memoria de personajes o sucesos destacados, los dólmenes con signos indescifrables, postrer
refugio de quienes segaba la muerte, y los cromlec, de gigantescos pilares en círculos como interrogantes
inexplicables, cuyo solitario centro, considerado como santuario, es también depósito de sepulturas
humanas, junto, repito, está el Partenón en el propio corazón de la metrópoli helénica, grandiosos templo
dórico, de mármol pentélico, decorado por los genios y destinado al culto de la diosa de las ciencias.
Trasladados a la dilatada comarca de la Península Ibérica, genitora en parte considerable de la raza, las
creencias, la cultura y las costumbres de varios países americanos, deslumbra el espíritu de la grandeza,
conocimientos, fortaleza, idiosincrasia emprendedora y gustos artísticos que allí imprimió la civilización
oriental, patentizados en el Palacio de la Alhambra en Granada, formidable en su exterior y delicioso en su
interior; la Mezquita en Córdoba, de estilo árabe, con variedad de materiales preciosos, hermosas columnas
gigantescas que semejan un áspero bosque, con diez y nueve naves, cruzadas por veintinueve avenidas que
terminan en otras tantas capillas, con su respectivo nombre; el puente de Alcántara, con seis formidables
ojos, por donde pasa el Tajo, y una elevada torre en el centro; la Giralda, estatua de la fe, que gira como una
veleta en la cúspide del campanil de la gran catedral de la ciudad de Sevilla; restos de acueductos romanos
de singular significación, pregonadores de la habilidad de quienes los construyeron, así como el deseo de
prosperidad, ingénito en ellos, y en fin, obras innumerables que la brevedad impone callar.
Retornando a la América descubierta por Colón, cuyo origen de población en objeto de conjeturas,
recojo para transmitirla a los lectores una versión, por la cual se asigna origen chino a la raza que le ocupaba
antes de la Conquista, basada en la leyenda que los sacerdotes del Emperador Tsin – Schihoangti le
transmitieron acerca de que en las islas opuestas crecía la hierba de la inmortalidad, y entonces éste para
adquirirla preparó una armada de jóvenes y doncellas y la envió en su búsqueda, pero en la travesía una
tormenta dispersó las naves, excepto una que regresó y del resto nunca se volvió a tener noticia. De aquí se
refiere que las embarcaciones extraviadas atracaron en algunas de las costas del Nuevo Mundo, y sus
tripulaciones esparcidas en los cuatro puntos cardinales de las tierras que las acogieron, fueron
conquistadas, colonizadas y pobladas por ellas. Este continente, huérfano de monumentos prehistóricos
como los que se levantan en el ultramar, es sin embargo, asiento de abundantes bellezas naturales, y las
riquezas del suelo y subsuelo, útiles para exportar sobre los lomos de sus gigantes arterias y la inmensidad
de los océanos que lo circundan, en cambio de la civilización que importa, son los únicos atractivos para
ofrecer al artista y al empresario extranjero. Las soberbias cordilleras y cadenas de montañas que, como
severa combinación de las murallas chinas y las pirámides egipcias, se levantan altaneras y orgullosas, nidos
son de águilas y cóndores, y en ellas, al igual del monte Helicón, han bebido inspiración los poetas y
pensadores que en brotes espontáneos de su imaginación apasionada han traducido en hermosos poemas e
idílicos cantos; los guerreros que brotaron de sus entrañas escribieron con los filos de sus espadas, en
memorables campos de batalla, la grandiosa epopeya de la libertad de un mundo, el más glorioso galardón
de pueblos jóvenes. Cuando todavía en los dominios de la antigua Europa predominan los regímenes
monárquicos, despóticos y tiránicos, azote y baldón de la humanidad durante siglos, en los amplios
horizontes del hemisferio descubierto por el genovés, flamea el pendón de la democracia, que es
personificación de la justicia, igualdad y confraternidad predicadas desde la cima del Monte Calvario, y esto
por si solo es grandeza y elevación de sentimientos e ideales.
Un examen sobre las características de las tribus indígenas que poblaron a Colombia antes de la
Conquista, demuestra que los chibchas y muiscas no tenían el grado de cultura de sus vecinos los incas y
aztecas, pero en materia de cerámica, capaz de emular con la de Tánagra y orfebrería, poseían
conocimientos asombrosos, demostrado con las piezas y joyas labradas que se han encontrado, en los
patios y sepulturas, y en cuanto a arquitectura, el Templo del Sol de Sogamoso no podría equipararse al
palacio de Uxmal en Méjico, ni a la casa de las Vírgenes en el Perú, pero establecidas las proporciones, era
sin duda la mejor construcción en mucho espacio, y servía para la educación inicial del mancebo, escogido
como víctima para celebrar el ciclo de quince años en que se igualaban las diferencias del tiempo pasado y
se conmemoraba el curso del astro y el ocaso del dios.
Al penetrar por último, al rincón del suelo colombiano, nuestro sueño dorado, donde se hallan nuestros
más caros afectos, y relicario de recuerdos dulces y amargos, se estrecha la visión, porque absolutamente no
hay en él monumentos artificiales como testificadores de los hechos y hazañas de nuestros pasados
aborígenes, pero no obstante algunos lugares culminantes legados por la naturaleza y proezas desarrolladas
en ellos, dan margen para asegurar que su panorama no le va en zaga a muchos del país, admirados y
cantados, y que los naturales que los escogieron para rendir culto a su dioses tutelares, supieron defender y
mantener en alto la dignidad adquirida al aire libre, en medio de la selva perfumada y bravía, sin límites que
señalaran su heredad ni quien impidiera su peregrinaje en conquistas eróticas, única ambición que poseían.
Cuando el corcel de los invasores holló su suelo, se sintieron despojados ignominiosamente de su patrimonio
y entonces temerarios, arrojados y valientes, se enfrentan a sus huéspedes, en lucha sostenida y tenaz, y
antes que la rendición, prefirieron la muerte, como los moradores de Numancia cuando Escipión el africano
los sitió.
El Distrito de Urrao, cuyo nacimiento a la vida civil bajo el régimen republicano nos ocupamos en
celebrar en estos momentos, ha vegetado en condiciones desfavorables durante un siglo, al vaivén de las
vicisitudes, sin apoyo para levantar al igual de sus semejantes y mostrar de todo cuanto puede ser capaz,
pues ha vivido como algunas regiones de las islas Baleares, incomprendidas y abandonadas de los poderes
centrales, de sus propios recursos, pero en general sus habitantes pasan mejor que la mayoría de las
ciudades, donde el favor oficial y las grandes empresas y fábricas imprimen animación y calor. El primer
período secular nos encuentra en estado incipiente, con escaso material histórico para transmitir a nuestros
contemporáneos, pero no obstante, bajo el límpido cielo que nos cobija y el pedazo de tierra que nos
sustenta, se han realizado acontecimientos dignos de rememorar, y ellos con los episodios que conservan en
los infolios de vetustos pergaminos, desfilarán por estas páginas, sin galas de erudición, pero con su prístina
exactitud, a la manera que la fotografía copia con sus más nimios detalles los objetos que retrata.
Política y administrativamente pertenece el Municipio al Departamento de Antioquia, pero, en sentido
riguroso, constituye más bien su apéndice, porque está aislado del interior por la cordillera de los Andes, y
las corrientes de aguas que brotan de ésta y sus derivaciones en territorio urraeño, van a confluir en el
caudal hidrográfico que forma el sistema chocoano, de donde resulta desvinculado geográficamente del
sector que integra, y mientras se pregona que está al occidente de él, mantiene sus mejores relaciones
comerciales e industriales con los pueblos que formaron la antigua Provincia del Suroeste.
Perfilan su lindero occidental la cordillera andina y el cordón del Atrato, hasta donde desagua el Murrí,
conductor de la mayor parte de las aguas que bañan el Distrito, porque el Arquía lleva el resto. De las
márgenes de las dos primeras nombradas arterias, húmedas e hirsutas, se levantan gradualmente, de modo
caprichoso, innumerables colinas de variado aspecto que mueren indistintamente, cortadas por la naturaleza
o por las adherencias a sus vecinas mayores, y todas en ascensión curvilínea, formando prominencias,
desfiladeros, hondonadas y pampas, se incrustan en la masa principal relacionada y forman el perímetro o
hemiciclo que describe el Distrito a manera de principesco o artístico abanico. Existen allí las eminencias de
Ocaidó, Nicasio, Mojauro, Zumbáculo, Plateados, Horquetas, San José y Frontino. Este último, que ostenta en
su formación los fenómenos causados en las rocas por los ventisqueros que cubrieron el páramo, y una
laguna de origen glacial, con altura de 4.100 metros sobre el nivel del mar, cubierto a menudo de blancos
penachos de nubes, constituye con su arrogancia, enorme y respetable atalaya que, a no dudarlo, hizo
desviar al licenciado Juan Badillo y compañero de expedición, la ruta que seguían, cuando por primera vez los
conquistadores se atrevieron a internarse en persecución de los tesoros de El Dorado y Dabeibe, y es para
nosotros lo que los Alpes para Europa, la montaña más querida. Si la cima del Mongó, donde termina el
cabo de San Antonio en las costas de España, es famosa en la historia de la Geodesia, porque en ella
verificaron las primeras operaciones relativas a la medición del tiempo los sabios Michain, Biot, y Arago, en la
dilatada de nuestro morro, cubierta de pastos naturales y un vasto horizonte desde cerca de las fronteras
ecuatorianas hasta las azuladas aguas del Pacífico que están al frente, pusieron también sus plantas en
observaciones científicas el sabio Coronel de ingenieros italiano. Agustín Codazzi y el no menos ilustre
geólogo alemán doctor Roberto Scheibe.
De las entrañas de las rocas y el fondo de las cordilleras salen infinidad de límpidos manantiales, que
retozones y bullangueros se deslizan por campiñas y praderas, adhiriendo unos a otros en forma de árboles
movibles creadores de los grandes ríos, que impetuosos y turbulentos, se lanzan por abruptas sierras y
desfiladeros atronadores torbellinos hasta llegar a las llanuras que recorren lenta, pausada y calladamente,
con severidad augusta, y penetrar en el Atrato, que los conduce a perderse juntos en el gran mar de las
Antillas. Así es la vida del hombre: sale de la nada, pasa a la niñez, y a la juventud, poseído de deleites y
ensoñaciones de fecundas o prometedoras esperanzas, se precipita por los desfiladeros de sus pasiones y
debilidades, hasta que al fin, cargado de años y desilusiones, se reclina a ver pasar el día, mientras se acerca
la noche interminable, y penetra en sus arcanos a confundirse en el infinito.
El sistema hidrográfico, como ya se dijo, los constituyen, las hoyas de Arquía y Murrí, a las cuales
concurren las corrientes menores de Ocaidó, Ocaidocito, San Miguel, Chibugadó, Chibugando, Pacurucundo,
Partadó, Jarapetó, Nendó, Nendocito, Mandé, Mandecito, dos Quiparadó, Gengamecodá, Venados, San
Pedro, La Encarnación, Urrao, Pavón, y Penderisco. Este es nuestro río sagrado como lo es el Ganges para
el país del Indostán, y nace en una de las prominencias de la cordillera andina, recorre largas llanuras
cubiertas de pastos color de esmeralda, que aquerencian hatos de ganados, nuestra principal riqueza,
serpentea frente a la ciudad, imitando al Elba delante de Dresde, en elegantes curvas de minué, como dijera
galanamente don Jesús del Corral, circunda con respetuoso recogimiento la colina que sustenta la necrópolis
sombría, musita su oración por los muertos y prosigue su marcha de eterno e incansable peregrino, para
fecundar luego las tierras de la agricultura, y atravesar oculto la selva milenaria y rendir la jornada en el
Atrato con el nombre de Murrí.
Cada corriente de agua de las nombradas forma un valle con el mismo nombre, y los de Urrao, Pavón y
Penderisco fueron seguramente los escogidos por los primeros colonizadores para ejercitar su músculo y su
brazo. En sus pampas evocadoras de las argentinas, y las estepas rusas, sin castillos feudales ni moradas
druídicas, esos bravos luchadores “vestidos todos de calzón de manta y de camisa de coleta cruda” hacían
retumbar en el espacio de las galgas preparadas con el filo de sus hachas en los árboles seculares, mientras
lanzaban gritos alegres o entonaban coplas del cancionero antioqueño o los romances zamoranos.
La raza que hoy puebla esta comarca está mezclada como la bábara, pero no con sangre eslava y
céltica, sino con indígena, española y africana, y por eso ostenta la graciosa tez morena del trópico, célebre
ya de modo destacado en los concursos mundiales de belleza femenina. Si la raza blanca hasta en sus
orígenes más puros está mezclada, según Reclus, es evidente que la de América no puede alegar origen ario
por razones obvias.
El título con que se presenta ante propios y extraños se caracteriza por su singularidad mundial, y su
etimología es netamente indígena, no obstante las alteraciones que haya podido sufrir en el tránsito de una a
otra generación, porque Curadó traduce, río de cera de abejas, y no se conoce otra semejanza por estos
lados.
Hay testimonios que acreditan que un indio llamado Gaspar Urrado habitó muchos años las playas de la
corriente así denominada, y esta es la razón de su nombre y el de la población, y la justificación, además del
gentilicio que le deduce el doctor Antonio José Restrepo en uno de sus más famosos y eruditos estudios. El
señor Benjamín Tejada Córdoba en un cálido brote de entusiasmo dijo que ese nombre provenía del hurra!
Lanzado por los conquistadores al descubrir este hermoso panorama, y el eco prolongado de ese grito.
Las grandes naciones como las aldeas más diminutas, tienen sus leyendas y “La historia sólo tiene
atractivos que embelesen cuando aquélla le presta sus consejas”. La de este valle de ensueño la trazó la
diestra y galana pluma del doctor Roberto Botero Saldarriaga, en una amena conversación, dialogada al
viajar en compañía de Cayetano Restrepo, a quien llamaban el loco, por los desequilibrios mentales que
padecían por tiempos, pero que en realidad era hombre de mucha inteligencia. La leyenda se refiere al
hallazgo que unos exploradores enviados de la ciudad de Antioquia por don Juan Pablo Pérez de Rublas,
hicieron con sus perros de caza en el paraje de “La Venta” de un feroz animal que unas veces parecía un
colosal marimondo y otras un temido mohán, trepado en un árbol. Como los cazadores extrañaron la figura
del animal, no quisieron apuntarle con sus escopetas, y optaron por derribar el palo donde se hallaba
encaramado éste, visto lo cual por la fiera principio a bajar, y cuando estuvo al alcance de las manos,
lograron cogerla y sujetarla no obstante los enormes alaridos que daba y el forcejeo que hacía para
libertarse, empleando los dientes y las uñas. El extraño personaje fue conducido a la ciudad de las palmeras
y tamarindos, donde los Alcaldes y Regidores tomaron la determinación de depositar en el seno de una
honorabilísima familia de la época, porque resultó ser una negra muy crecida y desarrollada.
Cuidadosamente la educaron y atendieron, y cuando recobró el uso de la palabra, refirió que había sido la
única sobreviviente de una espantosa tragedia de sangre que había tenido lugar en este valle, en la
confluencia de los ríos Penderisco y Pavón, cuando los indios del Chamí atacaron inesperadamente al
bachiller Lozano y su familia en ese lugar donde se hallaba radicado, y a quien ella servía de esclava. Ocurrió
que este peninsular habitaba la ciudad de Cartago, y como resolviera cambiar de domicilio, emprendió una
verdadera peregrinación Cauca abajo, con su familia, esclavos y ganados, hasta que al fin, al cabo de
muchos días de penosa marcha, llegó al edénico punto que escogió para radicarse. Construyó una gran
vivienda sobre sólidos troncos de comino, con dos pisos, el alto para albergar a los propietarios, y el bajo
para la servidumbre y animales domésticos. Pero como entre tal servidumbre había un indiecito, recogido
mal herido y agonizante por el bachiller, en su marcha, y un día lo azotó, cruelmente, el chico se escapó, y
meses después, inesperadamente, en una noche de luna, cuando a la sazón había acabado de pasar una
fuerte tempestad acompañada de una grande avenida de los ríos, y el bachiller se paseaba tranquilamente
por el corredor de su casa, fumándose un cigarro, de repente se llevó las manos a la garganta, dio unos
pocos pasos hacia el interior y se desplomó moribundo en brazos de su mujer. El grito de angustia y de
terror de la familia fue ahogado por las voces guturales de los chamíes, que asaltaban el edificio y
atravesaban con sus flechas de macana a todos sus habitantes, bajo la dirección del indio flagelado antes
por el bachiller. En medio de la matanza general, una negrita, de siete a ocho años de edad, logró ocultarse
entre un grupo de vacas de su mismo color y de esta manera pudo escapar del asesinato, y desde ese
momento empezó para ella una vida extraordinaria. Andaba siempre con las vacas, mamaba de ellas como un
ternero, de noche se albergaba entre sus patas, buscaba calor entre sus tibios vientres, y en las
menguantes, cuando el ganado ocurría a los abrevaderos de fuentes saladas conocidas, la negrita lo
acompañaba en su viaje hasta que se le capturó en la forma descrita.
Documentos relacionados con la conquista de las Indias occidentales y Tierra Firme aseveran que
Pedrarias Dávila, victimario de Nuñez de Balboa, visitó la parte norte del territorio urraeño, o al menos cruzó
sus inmediaciones, y ello lo deducen otros conquistadores del hallazgo posterior entre los aborígenes de
aves domésticas, y aparece que allí mismo que el Gobernador don Pedro de Heredia hizo una acometida a
esa región para explorarla, pero con tan mala suerte, que al desembarcar en la población indígena llamada
Oromira, situada en la desembocadura del río Murrí, tuvo un fuerte encuentro con sus moradores, en uno de
los deltas del río, y allí fue herido su hijo Antonio.
Más tarde, el licenciado don Badillo, persuadido de que se le había acusado y sería juzgado a
semejanza de los Heredias, porque se había tomado título de Gobernador y otros cargos, para conseguir
benignidad con la Real Audiencia, decidió acometer el descubrimiento del tesoro del Dabeibe, tan perseguido
como ignorado, y en efecto organizó una expedición con 350 hombres y Francisco Cesar por Teniente
General. El 5 de octubre de 1539 salió el convoy de la Ciudad Heroica, y en su travesía subió a la sierra de
Abibe, descendió a los llanos de Murrí, se encaminó a Buriticá, con nulos resultados de su intento. Durante
la marcha tuvo algunos encuentros con los naturales, y en Nore, primer asiento de la ciudad de Antioquia,
venció el cacique Nabuco. Siguió Cauca arriba, y después de muchas fatalidades, entre ellas la muerte del
valiente Capitán Cesar, salió por Buenaventura.
De las tierras conquistadas por esta expedición, se hizo en la ciudad de Antioquia un reparto, y a Pedro
de Frías le correspondió la porción comandada por el cacique Toné, situado en lo que hoy comprende el
Distrito de Urrao, y quizá algo más. Dicho cacique pagaba con puntualidad y sumisión el tributo que
periódicamente le exigía el conquistador. Fiado éste en la sinceridad de las manifestaciones de su
contribuyente, entre alguna ocasión con 9 o 10 soldados a cobrar, pero cuando estaban sentados en la
mesa a comer, vieron caer de lo alto del bohío, sobre el mantel, cinco gotas de sangre viva, que produjeron
en los circunstantes grande asombro y turbación, y un presagio de catástrofe, por lo cual los españoles
ocurrieron inmediatamente a sus armas, pero ya era tarde porque estaban totalmente encerrados por un
ejército indígena, uniformado bizarramente con penachos, equipados y dotados de armas y elementos de los
que ellos usaban, y los atacaron con tal bravura y valor, que dieron muerte a toda la expedición, excepto al
mestizo Juan González, porque huyó. Este, avergonzado de su cobardía, regresó al campo de combate a
desfilar e insultar a sus victoriosos enemigos, y después de una lucha, en el cual perecieron varios indios,
éstos le dieron muerte.
Hubo un interregno de calma de aquí en adelante, pero más tarde el Capitán Gómez Fernández
(Hernández lo trae el historiador Fray Pedro Simón), poblador y vecino de Anserma, fundador de la villa de
Caramanta y persona de algún caudal, noticiado de las riquezas que por estas comarcas existían, decidió
descubrirlas y para el efecto el correspondiente permiso de la Real Audiencia, la cual de le otorgó de buen
grado, por el conocimiento que poseía de su valor y pericia y sus demás cualidades, capaces para la leva de
soldados y pertrechos para la campaña. Le otorgó el título de Gobernador del Chocó y le exigió allanar los
obstáculos que había prestado el cacique de los catíos, Toné, bravo de condición y de ánimo sedicioso, por
cuanto desde que el Mariscal Jorge Robledo fundado en la ciudad de Antioquia, estaba en rebeldía, no
obstante la pacificación que allí habían hecho otros Capitanes del Adelantado Sebastián de Belalcázar. El
trágico acontecimiento ocurrido a Pedro de Frías y sus compañeros, a más de otros hechos consumados por
el cacique, tenían exasperados a los peninsulares y atribuían a ellos la destrucción y ruina de la ciudad de
Antioquia. Recibida por Gómez Fernández la orden en Caramanta, recogió en los pueblos vecinos soldados,
caballerías, indios y esclavos, y con 80 hombres de los primeros, entre los cuales se contaban algunos
nobles, entre ellos Bernardino de Mojica Guevara, radicado después en Tunja, y Gobernador de Timaná y los
pijaos, emprendió la marcha a ejecutar su mandato y deseo, en el año de 1557. Toné, por su parte, tenía
destacamentos de gente, a trechos, para su defensa, pero éstos fueron rotos por los invasores, sin el mayor
inconveniente. La fortaleza del cacique para defenderse de sus enemigos fronterizos y de quienes le
acometieran, consistía en una enorme casa construida sobre grandes horcones de madera de cuatro estados
de altura, que equivalen cuatro veces la talla de un hombre ordinario, y donde terminaban se hallaba el
primer piso. De aquí subían otros horcones a recibir el techo pajizo, y para sostener el piso atravesaban
fortísimos maderos de un extremo a otro. Sustentaban el edificio, clavados sin interrupción en el alrededor,
gruesos palos que llegaban hasta la gotera, y sólo a trechos había algunos agujeros, capaces apenas para
disparar la flecha y quedar salvaguardado el disparador.
Guarnecían el cercado, colocadas a cortos espacios y sueltas, otras monstruosas vigas, y el interior
estaba provisto de todos los elementos bélicos necesarios para la defensa, consistente en flechas, dardos,
largas, lanzas, gruesos y largos estacones de aguzada punta tostada que infundían pavor, lo mismo que una
gran cantidad de piedras. Los víveres suficientes, vasos con abundante cantidad de vino, agua de manantial
recogida en canoas, y llovediza en tarros de guadua que luego se trasladaba a tinajones, complementaban el
equipo de campaña. Los caminos que conducían a este original castillo y los llanos aledaños estaban
sembrados de afiladas puntas tostadas, y en diversos lugares se hallaban huecos cubiertos maliciosamente,
pero la pericia del Capitán Gómez Fernández sustrajo a su ejército de los peligros que de manera semejante
se le ofrecían. Toné que era poseedor de fuerzas monstruosas, atrevido desaforadamente, suelto, de
buenas disposiciones, con antecedentes de valor y buen éxito que le hacían confiar en la victoria, ocupaba la
fortaleza con cien aguerridos y disciplinados soldados, sus mujeres, hijos y familiares, porque de otro lado su
posición sobre la cumbre de una loma, con extensión de cien pasos de ancho por doscientos de largo,
barrancos y pendientes a los frentes y a los lados, de tanta inclinación que difícilmente podía sostenerse en
sus pies una persona.
Los españoles se situaron a corta distancia del bohío, en una ceja de monte y lo rodearon
completamente, con el fin de evitar la entrada de provisiones y contingentes, y cuando ya se encontraron en
esa situación, amonestaron cortésmente, por repetidas ocasiones, con el propósito de llegar a un amistoso
avenimiento en nombre del Rey de España y la formal promesa de no vengar anteriores agravios, pero a
estos argumentos respondieron los sitiados con amenazas y fieros, mientras el Jefe les replicaba de esta
manera:
“Allegaos un poco más, cristianos, y llevaréis el tributo que llevó Pedro de Frías y sus compañeros;
dejaremos las armas de las manos para ponéroslas en las cabezas y yo os cortaré la cabeza pieza por pieza
vivos para que queden las amistades más fijas”.
Visto esto por los soldados de Gómez Fernández, decidieron emprender un sostenido ataque,
distribuido en la siguiente forma: unos disparaban la arcabucería por los orificios para atajar el empuje de los
indios y el disparo de sus flechas, mientras los mosqueteros, con sus rodeleros, cubiertos con mantas de
maderas, trepaban hasta la cumbre de la fortificación, desde la cual llovían dardos, flechas, lanzas, piedras,
agudos estacones, uno de los cuales cayó sobre el rodelero Diego de Ardila, le pasó la rodela y el cojín, así
como el brazo; a Bernardino de Mojica, rodelero del célebre mosquetero Arce por la muerte que había dado
al tirano Lope de Aguirre, le acertaron una piedra en el costado, y el golpe le hizo vacilar algunos pasos,
pero tornó con bravura a su puesto, y como en este instante viera su compañero que sobre ellos venía una
gran viga, le dio un fuerte empellón, lo arrojó atrás y brinco velozmente, evitando la muerte, porque la viga
cayó en el propio punto donde ellos estaban. Con esto concluyó la jornada de aquel día, y la noche la
emplearon los españoles en custodiar el fuerte para evitar la fuga de los ocupantes, por lo inmediato del
monte, y los últimos a su vez disparaban constantemente al acaso contra sus enemigos, por lo cual les
impidieron acercarse a poner fuego.
Al amanecer del día siguiente se intensificó el ataque de arcabucería a tiempo que García de Arce
colocaba en el cañón de su mosquete flechas encendidas que arrojaba sobre la cubierta pajiza para provocar
el incendio, pero los indígenas apagaban ingeniosamente las llamas. Esta tarea se repitió seis días
consecutivos, durante los cuales todos los españoles, excepto dos, fueron heridos, aunque sin consecuencias
apreciables, porque los catíos no acostumbraban veneno o al menos allí no lo emplearon. Cada vez más los
indígenas se mostraban más valerosos y resueltos y no cejaban en su actitud defensiva, por lo cual el
séptimo día los sitiadores resolvieron poner fuego al edificio, y lo lograron con precauciones tomadas de
antemano, estratégicas, como fue el hecho de arrojar ligeros haces encendidos al pie de los gruesos, muchos
y mal dispuestos troncos, con la diestra, mientras con la siniestra sujetaban las rodelas que escudaban sus
personas. Ante la densa columna de humo que aumentaba considerablemente, comprendió Toné que le era
inútil continuar la resistencia y vio perdidas sus esperanzas, y por lo cual se mostró por un agujero para
implorar clemencia de sus enemigos y suplicarles en nombre de Dios la suspensión de hostilidades hasta allí
realizadas, en sustitución de su entrega pacífica y la terminación total de toda rebeldía, así como la formal
promesa de continuar al servicio de ellos. Cuando estas conferencias se verificaban, algunos soldados
españoles se acercaron, y a uno de ellos le atravesaron las entrañas, causándole la muerte días después. Al
mismo tiempo por el lado menos rodeado de la casa, algunos vasallos del cacique abrían troneras para que
escaparan las mujeres y chusma, quienes penetraban al monte inmediato por el arcabuco, junto a una
quebrada que estaba cercana. El Capitán, en nombre del Rey, hizo las concesiones que se le pedían y
ofreció olvido de los agravios recibidos por las muertes que se le habían hecho en el ejército. En esos
momentos el portugués Juan Fernández observó lo que pasaba, y lo puso en conocimiento de su
Comandante, por lo cual se suspendió la conferencia y en seguida Toné se descolgó por un portillo para
colocarse a la defensa de los fugitivos. Estaba provisto de una espada, adquirida como botín en pasadas
contiendas, la cual manejaba diestramente, y lleno de valor y bríos, hizo frente a todos los que le
acometieron, rebatiéndolos a uno y a otro lado, con ligereza de pies y maestría, hasta que consideró que su
familia no corría peligro. Temeroso de que al dar la espalda a su más temible atacante, Fernández, lo heriría,
buscó la oportunidad de llevarlo a tierra hasta que la encontró, pero con tanta habilidad que nadie pudo
darse cuenta de los medios empleados; en seguida lo asió de una pierna, comenzó a arrastrarlo con
ligereza, cuesta abajo, pero los compañeros que acudieron prontamente se lo arrebataron y lo tomaron
desfallecido, atónito, sin sentido y los huesos quebrantados. Bernardino de Mojica, con algunos soldados
persiguió a Toné, pero éste, al verse acosado, abandonó la familia y se ocultó. Los que habían quedado
custodiando la fortaleza pretendieron penetrar a ella convenientemente armados para recoger el botín de
guerra, pero fracasaron en su intento, porque los ocupantes no sólo les opusieron resistencia, sino que les
causaron varias bajas, hasta obligarlos a retroceder, y entonces éstos avivaron el fuego. Las llamas subieron
hasta lamer los aleros de la casa, abrasaron ésta, y en tan supremos y angustiosos momentos se oían en el
interior ruidos sordos, voces terribles, gritos y lamentaciones, pero tanto era el valor y el coraje de quienes
allí quedaron, pues ya algunos se habían entregado, que antes de vencidos, prefirieron su reducción a
cenizas, como aconteció, y si sus mujeres, hijos o compañeros intentaban huir, ellos con mano ruda y frente
altiva los volvían al fuego a perecer en él. De los prisioneros, unos fueron colgados, otros mutilados en sus
miembros superiores, como venganza de los españoles, a quienes habían dado muerte, “pero es tan fiera
esta Nación –dice Fray Pedro Simón- que tenía por afrenta mostrar un sentimiento porque los mataran,
aunque fuera destrozados vivos, y antes, cuando les cortaban las manos, metían el brazo en el fuego para
quemar fuertemente la herida, lo que hacían con más bestial afecto, como gente indomable y fiera, pues ni el
castigo que habían recibido, era capaz de impedirles que cuando escapaban lo hicieran diciendo cien mil
blasfemias, vituperios, afrentas y amenazas.” Así concluyó la jornada guerrera de esta casa que llamaron del
Valle de Penderisco.
Los vencedores avanzaron luego dos leguas, hasta un asiento llano y apacible, donde plantaron tiendas
por el tiempo necesario para curar y restablecer los heridos, y cuando lo hubieron logrado, pasaron a
Nobobarco, o mejor Nongobarco, donde los bravos naturales se hallaban atrincherados en un fuerte más
inexpugnable que el anterior, colocado en la cumbre de una cuchilla, con más dificultosas y empinadas
laderas. Tenían mayores proporciones, materiales y pertrechos de las mismas clases y condiciones de las
que se emplearon en Penderisco, pero con la diferencia de que aquí sólo se hallaba el personal guerrero,
pues el resto se hallaba internado en la espesura de la montaña. Con trincheras y baluartes contra las
espesas nubes de flechas y dardos, que a noche y día llovían sobre los atacantes, quienes en su mayoría
fueron heridos en las piernas y cabezas, inclusive Mojica, en la mejilla, que tardó mucho para curarse, sin que
por esto evitara la cicatriz para eterna memoria, estos cercaron por dos partes la fortaleza, sin resultado
favorable sobre los atacados. Aquéllos entonces, para buscar efecto a la arcabucería, construyeron con
levantados maderos ciertas garitas, sin los resultados apetecidos, porque cuando alzaban los palos la
puntería enemiga hacía blanco en ellos. Apelaron de nuevo a las mantas de tablones, y con ellas
acometieron muchas veces, sin éxito tampoco, porque los indios les impelían a retroceder con gruesas picas
de madera de cincuenta pies de largo, de agudas puntas que manejaban con habilidad, y por eso los herían y
aporreaban en los pies. García de Arce arrojaba tiros por las troneras, los cuales aprovechaba, pero las
bajas que ocasionaba eran cubiertas inmediatamente. Baldelomar Manchego de la Membrilla, mozo robusto,
fuerte y valeroso, con una celada borgoña y otras armas, en una media burra de madera, intentó entrar a la
fortaleza por el reventón, pero una grave contusión acusada con piedra, arrojada de lo alto, que le abolló la
celada y destrozó la máquina, se lo impidió, pues rodó casi muerto, y fue preciso que sus compañeros
ocurrieran a socorrerlo y sacarlo aturdido, y para curarse duró no pocos días.
Como los medios empleados hasta aquí habían resultado infructuosos, por la bravura y decisión de los
naturales, no les quedó más recurso que el del fuego, que tan buenos resultados les produjo en Penderisco,
por lo cual allegaron muchos haces de madera encendidos, pero sin resultado, porque los sitiados, con
largos hurgoneros los desbarataban y arrojaban por la pendiente. Durante treinta y nueve días con sus
noches se repitieron inútilmente estas hazañas, al cabo de las cuales ambos ejércitos estaban totalmente
fatigados, manifestación observada en primer término en los aborígenes por la suspensión de las continuas
algazaras que mantenían, entonces los soldados Francisco Barco y Cristóbal González se propusieron
aprovechar la pausa que sobrevino para tomarse el campamento enemigo, confiados en su juventud, bríos y
ligereza y armados de escaupiles, ceñidas sus espadas y dagas, las rodelas a las espaldas y poseídos de
entusiasmo, tomaron la parte más oculta, gateando por los estantes que caían fuera, y cuando se disponían
a dar el golpe, los sitiados levantaron tremenda algarabía, les precipitaron troncos y les acometieron
furiosamente con piedras y flechas, hasta que los obligaron a retroceder con mayor precipitud que la
empleada para acometer. Siguieron repitiéndose las bullas anteriores, con oprobios y amenazas, entre las
cuales merece mención la realizada por un indio aljamiado y ladino, en el idioma castellano, al colocarse
todas las noches en determinado punto alto de la casa, a lanzar sobre los españoles desvergüenzas y
deshonestidades, hasta que García de Arce disparó su escopeta en la dirección de la voz, y lo atravesó por el
pecho, desplomándose en seguida por los estertores de la muerte, dando valientes gemidos y excitando a
sus compañeros y sobrevivientes a ejecutar venganza con la destrucción total de los cristianos, y para que
éstos no se enteraran de lo ocurrido, los que allí había levantaban la voz para ahogar los ayes del
moribundo. Redoblóse la defensa con cuartos de ronda por las noches, al favor de la oscuridad, que salían
por ciertos agujeros secretos en dirección al campo enemigo, donde a menudo causaban daño, no obstante
la activa y permanente vigilancia que allí se ejercía, sin que por esto se descuidaran los enfermos y heridos.
El cansancio en las huestes españolas no se hizo esperar, y lo exteriorizaron con el deseo de continuar la
marcha en busca del tesoro que era su objetivo, por ser más provechoso. Enterado de esto el Capitán
Francisco Moreno, viejo militar, fundador de la ciudad de Antioquia, muerto después por Gaspar de Rodas en
un desafío, a pesar de hallarse mal herido en la cama, recobró sus fuerzas, se levantó con energía e increpó
duramente a sus compañeros por semejante proceder, indigno de la raza, y lo pernicioso que resultaba,
porque de no acabar en aquella ocasión con los Catíos que diariamente los injuriaban, saldrían a inquietar la
tierra, si no se pacificaba con su destrucción. El Capitán Gómez Fernández, por su parte, prohijó estas
razones, a las cuales agregó otras de mayor significación, a la vez que amenazó de muerte a quien rehuyera
el mandato que le daba de reducir a pavesas la fortaleza en que se ocupaban. Este se encaminó luego a una
roza cercana, de los indios, donde había mucha leña menuda cortada, y se dio a la tarea de trasladar de ella,
en cuya operación fue imitada por sus súbditos.
Recogieron y amontonaron leña en gran cantidad, que colocaron hasta dos estados de altura, pero ese
día fue imposible poner en ejecución su idea, por la llegada de la noche, la cual fue de enorme expectativa en
los dos frentes, y durante ella los indios arrojaban sobre sus enemigos armas de toda broza y vasos con
materias inmundas y asquerosas. No había despuntado bien el alba del siguiente día cuando el Capitán
Gómez Fernández hizo llamar a grandes voces los atrincherados para pedirles en nombre del Rey de España
su entrega pacífica, a fin de evitar que allí perecieran con sus mujeres e hijos, más estas exhortaciones
cayeron en el vacío, porque los interpelados respondieron con la misma rudeza de antes y haciendo usos de
sus armas con su brío anterior. El fuego no se hizo esperar en semejantes circunstancias y prontamente
llegó a la cubierta de la casa en forma sofocante, hasta obligarlos a entregarse, no sin mostrar su
arrogancia, pues decían:
“Ya cristianos, sabéis, casi tanto en astucias y ardides guerreros como los catíos”.
Otros bajaron del bohío, para entregarse, pero como entre los invasores había algunos agraviados, y
esclavos y otros, ultimaron inmisericordemente a muchos de los vencidos. Algunos de éstos permanecieron
firmes en su posición, peleando denodadamente, hiriendo de nuevo a don Bernardino de Mojica. Algunos de
los prisioneros fueron colgados y uno de éstos cuando oyó el pregón en que se decía que el rey mandaba a
hacer justicia, dijo a su vez con desprecio y rabia: “¿qué Rey es ese que manda?, “con lo cual el Capitán,
demasiado colérico por tan enorme desacato a Su Majestad Real, le mandó soltar un ferocísimo perro
adiestrado en carnicerías, y éste hincó en el instante sus dientes en la víctima, comenzó a despedazarla con
crueldad y ella sin una queja, ni un ¡ay! decía al animal: “aprisa, come, come.” A los más viejos y obstinados
de los prisioneros les cortaron las narices y las orejas, y a los menos culpados les dieron libres,
obsequiándoles cruces y encargándoles ‘participaran a los demás de lo que había pasado, encareciendo la
conveniencia de estar a paz y salvo los cristianos. Entre los últimos estaba Toné, quien se comprometió a
dar y propagar la nueva.
Después García de Arce y Mojica, con algunos soldados, se internaron en la comarca, en donde
destruyeron otras barbacoas y barracas de menor importancia, y por último, regresaron a cumplir el mandato
de reedificar la ciudad de Antioquia. De aquí continuo Gómez Fernández su marcha en busca del tesoro de
Dabeibe, atravesando provincias indígenas de tres y cuatro mil habitantes, hasta que llegó a Cartagena,
después de muchos trabajos y penalidades, de donde regresó a Antioquia por Oromira. Se dirigió en seguida
a Anserma, de aquí a Santafé, a dar cuenta a la Real Audiencia de la comisión que se le había impuesto;
después de un juicio en que se le formaron cargos como Teniente Gobernador, pasó a España y cuando
regresaba a encargarse de la Gobernación de los chocoes, murió en Cartagena.
Más tarde el 11 de julio de 1578, el Gobernador y Capitán General de estas provincias y Popayán, don
Sancho García de Espinal, expidió el primer título sobre adjudicación de baldíos a favor del Capitán Juan
Taborda, en pago de los servicios prestados por éste a Su Majestad en esta Provincia y parte de Indias, en
todo lo que al servicio se había ofrecido, como leal vasallo e hijo de otro Capitán del mismo nombre, el cual
es del tenor siguiente: “Vos doy y señalo, a vos Juan Taborda, en términos y jurisdicción de la dicha Villa de
Santafé de Antioquia, una estancia y caballería de tierras para ganado y labor, que legua de largo y otra de
ancho, la cual es, y se entiende en el camino que va de Noque al pueblo de Urrao, desde la salida del
arcabuco hasta el río de Urrao, que nace del pueblo de Penderisco, y desde la quebrada de Aná hasta la
entrada del arcabuco de Nongobarco, en todas las cuales s tierras y estancias vos doy y señalo según
derecho en con todas sus entradas y salidas, aguas y arbolados; y los que más le perteneciere para ser
servidos y en alguna remuneración de los dichos vuestros servicios, para que sea vuestra, propia e de
vuestros herederos e la podáis dar, donar, trocar y cambiar, y hacer de ella como cosa vuestra propia,
habida y adquirida por vuestros méritos y servicios, sin perjuicio del señorío y patrimonio real e de otro
tercero que mejor derecho a ella tenga, y mando a mi lugarteniente, Alcaldes Ordinarios, y otras cualesquiera
justicias de dicha Villa de Santafé de Antioquia, que os metan y amparen en la tenencia y posesión de las
dichas tierras, y no consientan de ellas seáis removido ni quitado primero ser oído y vencido por fuero y por
derecho, so pena de quinientos pesos de buen oro para la Cámara de Su Majestad- Fecho en Popayán a
once días del mes de julio de mil quinientos y sesenta y ocho- Sancho García del Espinel- Por mandato del
señor Gobernador, Francisco Tonizá.”
Los puntos que demarcan esta primera adjudicación de baldíos, identificados convenientemente por los
lectores conocedores del terreno, puesto en relación con los lugares donde se realizaron los dos combates
que se relataron antes, lo llevan a señalar éstos siquiera por aproximación. Acerca de tal concesionario, hay
los siguientes datos biográficos: Leonor y Juana, la primera de las cuales fue esposa del Capitán Juanes de
Zafra, compañero de Robledo, y la última fue casada tres veces, así: la primera, con el Capitán Francisco
Moreno, de quien se ha hablado; la segunda, con el Capitán Hernández de Zafra Centeno, compañero de los
anteriores, quien se traslado con su familia a vivir a Tunja, donde murió, y la tercera, con Damían de Silva.
Este tuvo un hato de ganados en Urrao, el cual pasó a sus hijos Diego y Pedro de Silva, de éstos a sus
descendientes y don Juan Jaramillo de Andrade, esposo éste de doña Juana Centeno, hija del Capitán Zafra
Centeno y doña Juana Taborda. El Capitán Juan Taborda, hijo, se distinguió en varias campañas contra los
indios, y fue encomendero de las parcialidades de Peque y Noque, a órdenes de los caciques don Julián y
don Juan, respectivamente. Casó con una dama de Popayán, llamada Jerónima de Torres, de la cual refieren
los cronistas que para contraer matrimonio fue trasladada desde su ciudad natal, con una escolta de cerca
de 200 hombres, a Santafé. De este matrimonio no existe más noticia de familia que de una hija llamada Ana
Taborda y Torres, esposa que fue del Capitán Miguel de Urnieta y Lezcano, otro de los famosos pobladores
de Antioquia. Los esposos Zafra Centeno y Taborda, tuvieron otras dos hijas, llamadas Catalina, esposa del
Capitán Andrés Arias y la famosa doña María Centeno, como su madre, casada tres veces, con Antonio
Machado, García Jaramillo y don Fernando del Cossio Salazar.
Como entre los compañeros del Gobernador Gaspar de Rodas en la conquista de Zaragoza había un
mestizo de nombre Pedro Martín Dávila, quien había obtenido alguna fortuna en el laboreo de las minas del
Nechí y la notaba disminuir por su prodigalidad, resolvió emplear la que le restaba en nuevas conquistas,
especialmente en las provincias que no habían sido visitadas por el Gobernador, de cuya determinación dio
participación a éste, y por cuanto le fuera otorgado permiso y se le concediera el título de Teniente General
de las Provincias de Nitama, Caribana, Panzezú, Maritúe, Guazuze, Tuango, Urabá y Urabaibe, con facultad
para poblar en ellas, a su costa, mas encargo especial para entrar y conquistar el río Darién, las Provincias
de Funucuna y casa del Dabeibe, se dio a la tarea de hacer leva de gente en la Gobernación de Antioquia y
juntó 200 soldados baquianos. Un año duró la preparación del viaje, la cual se redujo a conseguir
pertrechos de guerra, fragua, herreros, carpinteros, etc., en todo lo cual gastó $20.000 de 23 quilates.
Llevó dos sacerdotes, entre ellos el Padre Chaves, fraile después de San Diego de Bogotá, señaló sus
oficiales; maese de campo a Gonzalo de Bolívar; Tesorero perpetuo de cuanto se poblase, consejero en paz y
guerra don Jerónimo Garavito; concertó sobre 300 indios e indias de servicio que fueron causa de muchas de
sus desgracias, y al fin salió la expedición en dos compañías de a 100 hombres cada una, en junio de 1596,
con muchos caballos de carga y camino, vacas, cerdos y otros animales, para cría y habiendo llegado a los
valles de Norisco y Penderisco, tomó 80 soldados, se dirigió con ellos por un atajo a coger por sorpresa a
los indios de Nitama, donde tuvo un encuentro y algunos heridos, porque los naturales estaban listos a su
defensa. De aquí siguió a Urabá, donde realizó proezas y adquirió alguna buena cantidad de oro.
No continuaré sin consignar que los primeros mineros que hubo en territorio urraeño lo fueron doña
Clemencia Caicedo, herederos de José Rentería y don Lorenzo de Córdoba, Antonio Esteban y Luisa de
Córdoba, quienes se radicaron en la desembocadura del río Murrí además empresas de plátano y caña de
azúcar. En el interior por la ribera del río había una población compuesta de indios y libres, con setenta
casas, llamadas San José de Murrí, gobernada por un sacerdote de la Orden de San Francisco y el Corregidor
de indios. Esto Lo informó don Fernando de Morrillo a mediados del segundo tercio del siglo XVII.
El segundo adjudicatario de tierras baldías en este valle fue el Capitán Francisco de Guzmán, por tres
estancias, pero como el primitivo título desapareció, su nieto, el licenciado y presbítero don Antonio de
Guzmán, solicitó ratificación, y en efecto don Juan Gómez de Salazar, Gobernador y Capitán General de la
Provincia de Antioquia, en atención a que el peticionario era benemérito por los servios prestados por sus
padres a su Majestad, accedió el 9 de marzo de 1661.
El 11 de enero de 1687 otorgó testamento Pedro de Silva, y declaró en él que el ganado cimarrón que
había en el valle de Urrao pertenecía a él y a su hermano Diego, y como se confesó deudor de su cuñado
Juan Jaramillo, por cuenta suya y de su padre Damián de Silva, dispuso que el acreedor tomara en pago de la
deuda la mitad del ganado que le pertenecía. Como el Supremo Consejo de Indias condenó a Jaramillo al
pago de una cantidad de oro, los Jueces Oficiales de la real Hacienda de Su Majestad de la ciudad de
Antioquia y su Provincia, Capitán Antonio Eyzaguirre, Tesorero y Juan Antonio de Porras, Contador,
dispusieron que el referido ganado y tierras del sitio de Urrao y Penderisco pertenecieran por adjudicación al
Rey, porque así constaba en las actuaciones de sus antecesores, en que aparecía promulgada la prohibición
a golpe de caja por las calles de la ciudad, con graves sanciones de matar esos ganados. Por estos motivos
se negó en resolución fechada el 8 de abril de 1687, a Juan Mena Ibañez Garcés para sí y sus cuñados, la
autorización que solicitó para matar tales ganados.
Años después, Luis Valderrama, vecino de la ciudad citada y residente en este valle, exigió merced de
un pedazo de tierra de pan en el valle, hacia la otra banda del río Penderisco, frente a la que poseía de
caballería transmitida por Juan Garcés, bisnieto de Juan Taborda, donde a la sazón poseía rocerías y
sembrados, por cuanto soportaba una enorme carga, en su mujer e hijos que lo habían obligado a
trasladarse a vivir a esta comarca, distante de la capital cuatro días de camino, y carecía de una parcela para
trabajar. Alegó además que esa concesión beneficiaba a Su Majestad en la vigilancia de los conatos de
rebelión que pudieran presentarse, procedentes del Chocó. Aceptadas estas razones, don Manuel de Mena
Felices, Contador Oficial de la Real Hacienda de Su Majestad y Juez privativo de tierras por comisión real, de
la ciudad y Provincia antedichas, le hizo la adjudicación en el punto señalado, desde el desemboque del río
de Urrao hasta el amagamiento del Salado, que desagua en Pavón, con cargo de servir puntualmente el
derecho de composición con cinco pesos de oro de veinte quilates, entregados al encargado señor
Francisco de J. Foronda, lo que tuvo lugar en resolución datada el 20 de febrero de 1724.
A pesar de las adversas circunstancias de la época para la marcha ordenada y acelerada de una región
primitiva, sin embargo antes de 1789 don Francisco Silvestre, Gobernador de la Provincia, llamó por
conducto del Cura y Vicario doctor José Salvador Cano, a los señores José Manuel Montoya, su hijo Sebastián
y su yerno José de Vargas, para pactar con ellos la apertura de un camino que diera acceso a la región del
Chocó, y en efecto, por mutuo consentimiento, así fue acordado en cambio de una legua de tierras realengas
de las existentes en el valle, útil para labores agrícolas y cría de ganados, a más del amparo que les daría
sobre las minas que descubriesen. Previos los preparativos del caso, Vargas, con tres de sus hijos, su
suegro y sus cuñados, y dos peones cargueros de bastimentos, emprendieron la apertura del camino y
señalamiento de sendas o trochas para elegir la ruta definitiva, y con penalidades y trabajos sin cuento, por
lo fragoso del terreno, lo abrupto del monte, las malezas, abrojos y capotales, donde se hundían hasta la
cintura, trepando árboles a menudo para observar cordilleras, abras y llanuras y escoger la dirección de la
vía, subiendo y bajando lomas en cuatro pies, aferrados a las hierbas y raíces, constantemente mojados,
porque no cesaba de llover, hasta el punto de serles imposible encender candela de noche, comiendo frutos
silvestres, por agotamiento total de las provisiones y dilación en llegarles, lograron acercarse con un camino
pedestre, expuesto a la luz solar, traficable con tercio de tres a cuatro arrobas, recorriendo el trayecto en
nueve días para entrar, y siete para salir, a la población chocoana de Bebará. En esta empresa emplearon
un año de trabajo, durante el cual abandonaron totalmente sus casas y labores. En virtud de lo convenido
de antemano, José de Vargas, en su propio nombre y en el de sus compañeros, solicitó, el 8 de enero de
1789, una legua de terreno desde las juntas de Pavón y Penderisco, ambas abras, hasta sus cumbres, y las
otras dos abras de Mandé y Nendó, para poblar el camino y sus hijos tuvieran donde rozar, y para que de
otro lado se facilitara el trato y comercio con el Chocó, de grande utilidad para la ciudad capital. El señor
Vicario citado testificó de conformidad, pero los herederos del Capitán de Guzmán se opusieron,
formulándole reparo a esa pretensión, por cuyo motivo se exigió el complemento de la prueba, lo que
hicieron con las deposiciones de Pedro J. Varela, Antonio Gómez y otros quienes confirmaron las
aseveraciones hechas por Vargas, pero agregaban que las condiciones del camino no permitían el tránsito
por él de las acémilas. Al fin el Gobernador Francisco Silvestre Baraya y la Campa, ante el escribano
Francisco Toro Zapata, el 10 de julio de 1793, en atención a la Real Cédula de 2 de agosto de 1780, que
concede a los súbditos de Su Majestad tierras baldías del real patrimonio, con el sólo interés de ser
cultivadas en provecho propio, en consideración también a las fatigas y penalidades de los aspirantes en la
ejecución de la obra que realizaron, a su condición laboriosa e incrementadora de la población, puesto que a
la sazón tenían capilla paramentada, les concedió legua y media de tierras baldías en el río Pavón y sus
vertientes, desde donde comenzaron los excedentes de las concedidas a don Francisco de Guzmán, donde
tenían derecho los presuntos concesionarios, bajo la condición de sí solicitar de la Real Audiencia pretorial
del reino la confirmación correspondiente, y con la obligación de cultivarla conforme a las piadosas
intenciones del Monarca.
Aparece que el español don Bernardo González Cossio, en su carácter de Administrador de la Renta de
Tabaco, tuvo un alcance, y por eso le embargaron y licitaron sus bienes, consistentes en derecho y medio de
tierras, indivisas ubicadas en este Distrito y adquiridas de los herederos del Capitán Guzmán, treinta y ocho
reses, ocho yeguas y dos potros. En casa del Gobernador y Comandante General, siendo pregonero Félix
Rave, se llevó a cabo la licitación por el Regidor don Juan P. Pérez de Rublas, el 14 de octubre de 1791, por
285 castellanos de oro, cuando habían sido avaluados en 428 castellanos.
Resulta también que el cacique indígena don Mateo Tauchiguí, de la parcialidad de este Distrito, y los
indios Manuel Jaiperá, Francisco y Pedro, acompañados de don Manuel Montoya, como mentor e intérprete,
ocurrieron ante el Gobernador don Cayetano Buelta Lorenzana suplicándole amparo en algún paraje cómodo
para establecer y formar una población en territorio de su mando donde pudieran vivir a cubierto de las
persecuciones de los caciques y autoridades del Chocó, y a la vez para que se les instruyese y educase en la
doctrina evangélica que con ansia deseaban, tanto ellos como otros congéneres dispersos en las montañas,
sin Dios ni ley, en las mismas condiciones. En atención al beneficio para la Religión y para el Gobierno
español, esta conducta fue aplaudida, y se dispuso que mientras se acordaban las condiciones para
repartimiento de tierras, se comisionara al mismo José Manuel Montoya para instruir a los naturales en la fe
cristiana, ampararlos y protegerlos contra las invasiones que sobre ellos se pretendiera, al mismo tiempo que
se les tratara con piedad y amor, en asocio de los demás vecinos del lugar, a fin de reducirlos
paulatinamente a la vida civilizada, y para rocerías y labranzas se les señalaría provisionalmente una porción
de terreno. Estas medidas se tomaban el 18 de junio de 1780, y el 14 de mayo del año siguiente, el citado
mandatario, en presencia del expediente creado y el informe favorable del Vicario y Juez Eclesiástico don José
Salvador Cano, en nombre de Su Majestad y en virtud de la facultada que le confería los Reales Poderes,
decretó la fundación del pueblo indígena San Carlos de la Isleta, en la desembocadura de la quebrada Urrao
al río Penderisco, hacia la parte de abajo, por ser terreno apropiado para el efecto, sano, fértil para la
siembra de legumbres y platanares, aparente para la cría, y de buen clima, extendiéndose la merced al lado
opuesto del río, frente a la fundación. En memoria y obsequio del Rey Carlos III se le señaló como patrono a
San Carlos Borromeo, y como resguardo se les adjudicó una porción de tierras realenga, de legua y media de
extensión, con sus sabanas, sobresabanas, quebradas, montes altos y bajos, abrevaderos y demás
aprovechamientos propios para labranzas, pastos de ganado y maderas, desde la quebrada de las Juntas
hasta la del Espinal, conforme seguía el camino que venía de la ciudad de Antioquia, a una y otra banda de la
mentada quebrada de Urrao, por cuanto esas tierras nunca habían sido cultivadas, y el uso que de ellas
hicieran los concesionarios, beneficiaría a Su Majestad en el aumento de los dos novenos de diezmos y otros
aprovechamientos. Como Corregidor del pueblo creado y los demás indígenas del Chocó que quisieran
acogerse al pueblo de Antioquia, dispersos en el río San Juan, se nombró a José Manuel Montoya, con
encargo de instruirlo a los diez y ocho que constaba la parcialidad, en la fe cristiana, tratarlos con piedad y
amor, y conducirlos nuevamente al lugar expresado. Se ordenó que ninguna persona, cualquiera que fuese
su condición y calidad, molestase, inquietase, turbase o hiciese daño o perjuicio a los naturales, y quien
contraviniese ese mandato incurría irremisiblemente en la multa de doscientos pesos de buen oro, aplicados
en la forma ordinaria, sin prejuicio de otras sanciones mayores, de acuerdo con la contravención. El
Corregidor quedó con facultad de oír a los pobladores en justicia, ampararlos en sus derechos, ponerlos en
posesión de tierras, determinar sus causas criminales y contenciosas, corregirlos con medios prudentes en
sus vicios y costumbres de gentilidad, y finalmente, hacer cumplir al cacique y Alcalde la promesa de sacar de
las cimarronas que las habitaban a los demás indígenas a fin de poder descubrir los ricos minerales de oro
que según documentos guardados en los archivos, existían en esta región. Por esta obra, y la apertura del
camino, se remuneraría a Montoya su celo y trabajo, a proporción de los adelantos que resultaran. Se
mandó a expedir el respectivo título, sin perjuicio de la aprobación del supremo Gobierno del reino, al cual
se daría cuenta, y se firmó por el señor Buelta Lorenzana en su calidad del Capitán del Regimiento de León y
Gobernador de la Provincia, ante Simón Robledo E., Escribano Público y de Cabildo. Más Tarde el Oidor y
Visitador Juan Antonio Mon mandó agregar esta parcialidad a Cañasgordas, pero los indígenas, disgustados
con tal determinación, por antiguas rencillas, pidieron al Gobernador Baraya y la Campa su derogatoria, y la
consiguieron por Resolución de 15 de abril de 1789, en atención a la posibilidad de que pudieran regresar a
los montes a sus antiguas idolatrías, si se les comprometía a trasladarse a un lugar que no era de su agrado.
Se les permitió pues congregarse dentro de los términos y señalamiento que se les había hecho, se les
nombró como Corregidor a don José Vargas, por su arreglada conducta, a Manuel Caiperá, como
Gobernador o cabeza de dicho pueblo, y a Salvador Niamaná como Alcalde, para que portándose con honor y
vergüenza, ayudaran a su Corregidor en cuanto fuera necesario en la y dirección de los moradores de la
población.
En enero de 1795 fue elevado el caserío a la categoría de partido con el nombre de Urrao, que antes
tenía.
El 6 de mayo de 1796 un número considerable de vecinos constituyó apoderado a don José de Vargas
para conseguir la erección de la parroquia, con Cura propio, señalando como demarcación de ella la
siguiente:
“Por esta parte, el páramo de Frontino, corriendo río abajo por el Gengamecodá y cortando por su
derecera hasta los linderos de la jurisdicción del Chocó; del páramo para arriba se sigue la cordillera del
Cauca hasta dar en las cabeceras del río Penderisco y el Pavón, cortando por su derecera a lindar con la
expresada jurisdicción del Chocó.”
Las gestiones del apoderado y su resultado con la consecución del Curato se hallan en otra parte de
este libro, y por eso es inútil repetirlas, pero de esas labores parece que el Gobernador don José Felipe de
Inciarte, Teniente Coronel de infantería de los Reales Ejércitos, de acuerdo con don Pantaleón Arango, por
decreto de 18 de julio de 1796 asignó al partido de Urrao la categoría de parroquia por la delimitación
señalada por don José de Vargas, y le puso por nombre el de San José de Urrao, con el cual quedó sustituido
el de San Carlos de la Isleta que hasta entonces llevaba.
Los nombramientos de Alcaldes principian en los libros capitulares de Antioquia en diciembre de 1784,
con José Larrea, como único, quien había venido desempeñando y era concuñado de don Bernardo González
Cossio. En 1787 ratificaron este nombramiento; en 1788 fue designado en primer término José Montoya, en
segundo, José Montoya, hijo y en tercero, José de Vargas. En diciembre de 1789, primero Manuel Aguirre, y
segundo, José Montoya. En 1790, en diciembre, primero, José de Vargas y segundo su hijo Santos de
Vargas, y tercero José Vallejo. En 1793, Nicolás Varelas, Santos de Vargas y Pío Montoya. En 1794,
Salvador Vargas, Pedro Sepúlveda y José de Florez. En 1795, Cayetano Urrego, Manuel de Rueda y Pedro
Sepúlveda. En 1796, Pedro Vallejos, Manuel de Rueda e Ignacio Franco. En 1797, Luis de Rueda, Ignacio
Franco y José Montoya. En 1798, José Montoya, Santos de Vargas y Mateo Cossio. En 1799, Pedro Manuel
Sepúlveda y Hermógenes Fernández. En 1800, Fernández Manuel y Pedro Sepúlveda
En los primeros días del mes de marzo del año que se acaba de citar, se reunieron los señores José y
Pedro de Rublas, doña Rita Martínez, Hermógenes Hernández, José Antonio de Larrea, José Hermenegildo y
Sebastián Montoya, Gerardo Urán, Marcelo Durango, Santos de Vargas, José María y Manuel Aguirre y
convinieron en ceder las tierras necesarias para la erección de la nueva parroquia y señalaron los siguientes
linderos, donde definitivamente debería quedar la población: “por el marco comprendido entre las dos
quebradas nombradas el Canalón, la de abajo, Sabaneta, la de arriba, el río y pie de la loma por los lados. El
5 de junio de 1800 el Gobernador don Víctor Salcedo y Somo de Villa ratificó la erección de su antecesor de
partido en parroquia, con el mismo nombre que se le había dado y la alindación que se le había hecho.
El 25 de junio de 1805 los doce donantes de tierras para la población, ratificaron de nuevo el convenio,
con el propósito de arreglar el plan de urbanización, porque ya se había dado principio a la construcción de
casa y a la iglesia, que era sólida y capaz, pero las calles se habían trazado con defectos, lo mismo que los
cuadros para el ensanche, y como consideración que aún era tiempo de arreglar y corregir las anomalías,
acordaron ceder para las calles cien varas de ancho y cien para las cuadras, las cuales debían dividirse en
cuatro solares de a cincuenta varas en cuadro, para vender a diez castellanos cada solar, a quien quisiese
poblar en el término de cuatro años, sin otra condición que la de entregar el valor al señor Juan Esteban
Martínez para la fábrica de la iglesia.
El 7 de agosto de 1805 el Gobernador don Francisco de Ayala nombró Juez de este partido al señor
José María Argotes por ausencia al Chocó del titular, y como encontró arruinada la cárcel existente, como
podía testificarlo el Alcalde don José Pardo, pedía autorización para derramar una contribución que a lo sumo
ascendería a tres reales para cada contribuyente, con el ánimo de concluir el edificio, y así le fue otorgada.
A pesar de la insipiencia del caserío y de las desventajosas condiciones de la época, sin embargo los
padres de familia se preocupaban por la educación de los hijos, y por eso los Jueces Pedáneos Cayetano
Urrego y don Pedro Vallejos en 1796, proveyeron a la creación de una escuela y nombraron maestro a don
José María Aguirre y Mena, con aprobación del Coadjutor don Manuel de Villa. Este establecimiento fue de
muy efímera duración, porque el sostenimiento estaba a cargo los vecinos favorecidos y ellos no cumplieron
la promesa hecha de antemano, en relación con el sostenimiento. Al año siguiente Santos de Vargas celebró
un contrato con Leandro y Martín de la Cuesta, hijos del presbítero don Ignacio de la Cuesta, ungido
sacerdote después de que enviudó, para la enseñanza de sus hijos y otros parientes. Surgieron entonces
rivalidades profesionales entre estos señores y el otro director, que tuvieron resonancia en las altas esferas
sociales, y de ellas resultó una orden al Alcalde de prestar protección al señor Aguirre y ponerlo en posesión
de la escuela, expedida en el año de 1798. La controversia originada por ese motivo continuó, pero al fin
Martín de la Cuesta hizo dejación de su puesto y se dirigió a Ansermaviejo, donde su padre ejercía su
ministerio, y en junio del mismo año lo imitó su hermano Leandro. Luego se reunieron muchos vecinos y
propusieron como Director al señor don Nicolás Ramírez de Lara, con aquiescencia del Juez del partido don
José de Larrea y Llanos, español de cepa, y el presbítero don Manuel de Villa y Franco, porque lo
consideraban competente para el oficio, en octubre de 1799 y el 3 de noviembre los padres de familia
signaron un solemne compromiso para sostener la asistencia de sus hijos al plantel. Entonces Hermógenes
Hernández formuló acusación contra Ramírez, por faltas contra el orden social, a la vez que de motu propio
ordenó a éste la desocupación del pueblo en el perentorio término de tres días, y exigió amparo para
Aguirre, porque conservaba su derecho. A su turno, Ramírez acusó a su rival, por educador inescrupuloso e
incumplido, porque abandonaba su puesto para irse al Chocó a negociar, por cuya razón el Gobernador
Salcedo ordenó a Aguirre permanecer en su puesto, con serias amonestaciones, y éste ofreció cumplir
religiosamente, siempre que el personal asistente no faltara y los padres cejaran en su resistencia. La lucha
continuó, y el 18 de enero de 1800 el Procurador General don Antonio Escudero, a quien se pidió concepto,
lo emitió favorable a Ramírez, por lo cual se restableció a éste en su empleo el 25 de ese mes y año, y se le
dieron normas para la enseñanza.
El año de 1797 formó Luis Rueda el censo de la población, del cual resultaron los siguientes
habitantes: casados en la clase primera, 87; solteros en la misma, 82; casados en la clase pardos, 72;
solteros en la misma, 80; total, 321. En 1801 el Alcalde del partido, don Pedro Sepúlveda hizo igual cosa
con una cifra de 449 personas de resultado, entre los cuales figuraban como españoles don José de Larrea y
Llanos, casado con doña Juana de Herrera, y sus hijos Francisco, Antonio, Alejo, Felipe y Micaela y 15
blancos nacidos en la tierra; mestizos casados había 192; solteros, 216; y esclavos, 19. Es pertinente hacer
saber que Alejo, cuando venía en dirección a esta tierra, contrajo matrimonio en Bebará, legalizándolo
después aquí, con doña Mercedes Caicedo. De este enlace sobreviven como descendientes los señores
Francisco Antonio, Pedro Pablo, Anselmo y Nazario, hijos de don Salvador, un venerable patricio fallecido no
ha mucho tiempo a edad avanzada, y una respetable y numerosa prole. En 1805, el censo levantado por el
Juez José María Rueda, dio un total de 626 almas así: blancos, 30; mestizos, 356; mulatos, 213; y esclavos,
27.
Acerca de los fundadores de la población, existen los siguientes datos: José Manuel Montoya, casado
con Luisa Sepúlveda; José de Vargas, casado con Tomasa Montoya, hija de los anteriores de cuyo matrimonio
fueron hijos los señores Francisco, Baltasar, Tomás, José María y María Bruna Vargas, solteros en 1797.
José Hermenegildo Montoya, hijo de José Manuel, fue casado con Manuela Urrego, y en 1797, tenían hijos
solteros a Manuela y Petrona; en su testamento cita además como hijos suyos a Julián, Francisco, Vicencio,
Faustino, Valentín, Pío, Antonio, Fermín, María Antonia, María Matías y Rudesindo. Luis Rueda fue casado con
Juana Sepúlveda, y de allí salieron como hijos Francisco y Lorenzo. Sebastián Montoya fue casado con
Toribia Yarce, y tuvieron por hijos a Esteban, Roso, Abdón, Gumersindo, Saturnino, Hermenegildo, Paula y
Elena. Salvador Vargas, casado con María de la Cruz Vargas, fue padre de Florentina. Saturnino y Eulalia,
Santos de Vargas, esposo de María Pérez, fue padre de Casiano, Agustina y Lucía, José María Rueda, casado
con María Manuela Montoya, fue padre de José Lope y María Manuela. José Faustino Montoya, tuvo por
esposa a Manuela Holguín, e hijos a Silverio, Nicolás e Inés. Pedro Vallejos, casado con María Antonia
Morales, no tuvo descendencia. Diego Jiménez, casado con Josefa Aguinaga, tuvo por hijos a Antonio,
Nicolás, Francisco, Angel, Mauricio, María y Vicenta. Nicolás Varela, viudo, tenía por hijos a Juan Francisco y
Felipa. Cayetano Urrego, casado con María Antonia Vargas, tuvo por hijos a Facundo, Santiago, Manuel,
María Ignacia y Mercedes. Hermógenes Fernández casado con Anselma Vargas, fue hijo de don Solano
Fernández: éste fue casado con doña Francisca de Herrera, hija de don José de Herrera y doña Salvadora de
Hoyos. Julián Flórez, casado con Saturnina Urrego. Don José de Larrea se radicó aquí en 1801, y en 1807
se establecieron, entre otros, don Francisco cano, casado con doña Josefa Arango, padres de Alejo, María de
Jesús, Simona, Francisca y Francisco, y José Giraldo, con su esposa Estefa Fernández, padres de Isidro y
José.
Un pacto firmado en la ciudad de Antioquia el 6 de mayo de 1809 por los señores doctor José de
Rublas, José María Hoyos, José Antonio de Larrea, Hermógenes Fernández, Santos de Vargas, José María
Aguirre, Esteban Montoya, Manuel Aguirre y sus cuñados Santos Becerra y Gerardo Urán, Hermenegildo
Montoya y Gabriel Layos, éste comprador de Rublas, dueños de dos leguas de terreno de las que pertenecían
a los Guzmanes, designó a don José Manuel Cossio para la liquidación de la comunidad, exceptuando por
supuesto, la porción demarcada por el sitio. El 15 de junio de 1809 procedió el Juez arbitro a ejecutar lo
acordado ante los agrimensores y testigos a la vez, Manuel Pérez y Matías Moreno, principiando desde el río
Urrao, a la linde con el presbítero Mauricio de Lora y José Ignacio Martínez hasta la Quebradona.
En 1808 hizo levantar otro censo el Virrey, y entonces resultaron como habitantes 582, libres; 18
esclavos, 62 casas de paja y un templo cubierto del mismo techo.
En el lapso corrido del principio del siglo al año citado últimamente fueron designados para el ejercicio
de la Alcaldía los siguientes ciudadanos, en el orden siguiente: 1801, Pedro y Manuel Sepúlveda y Mateo
Cossio; 1802, Manuel Sepúlveda, Mateo Cossio y Gerardo Urán; 1803, Santos Vargas, Lorenzo Rueda y
Raimundo Sepúlveda ; 1804, Raimundo Sepúlveda, Bonifacio Jiménez y Faustino Montoya; 1805, José M.
Rueda, Bonifacio Jiménez y José M. Vargas; 1806, José Larrea, Francisco J. Cano y José Argote; 1807, Santos
Vargas, Pedro Sepúlveda y Hermógenes Fernández; 1808, José M. Vargas, Faustino Montoya y Salvador
Vargas; 1809, José Faustino Montoya, Hermógenes Fernández y Lorenzo Rueda, y 1810, Raimundo
Sepúlveda.
Como la situación política en ese año era apremiante por los arrestos bélicos de los patriotas a favor de
la emancipación, difundidos por el eximio repúblico Antonio Nariño con la publicación de los Derechos del
Hombre, que tuvieron su cuna en la revolución francesa, que había sepultado los últimos baluartes de la
monarquía, el Jefe Político, de la cabecera exigió de este partido un contingente de cinco hombres, pero se
ignora si concurrió con tal número de soldados. Entretanto llegó a conocimiento del Gobierno el hecho de
que los transeúntes por el camino de Bebará derribaban los tambos, con perjuicio para los negociantes, y
entonces el Gobernador Presidente, don José A. Gómez, ordenó castigar con tres días de arresto a quienes
cometieran esa falta en lo adelante, y encargó para dar el aviso correspondiente a Luis Rueda, residente en
el caserío que a la sazón existía en el paraje de Ocaidó, de alguna importancia, pero el aislamiento y los
rigores del clima lo hicieron desaparecer.
El 16 de noviembre de 1810 la Junta superior gubernativa, en atención a que las quejas de los pueblos
distantes llegaban tardíamente, y sin vigor, en todas las nuevas poblaciones apartadas que necesitaban
reedificarse, un Juez poblador, con jurisdicción ordinaria, delegado de caminos, privativo de agricultura,
promotor de industrias y educación y circunscritas sus funciones a los límites de la administración espiritual o
beneficio curado, sin perjuicio del nombramiento de pedáneos, y para el nuevo sitio de Urrao eligió por
término de dos años, prorrogables por la Junta, a Pedro Arrublas, con la sola exigencia del papel y
amanuense, en obsequio de la población, por la alta consideración de los objetos de la Provincia, y dispuso
además hacer saber esta determinación de los cuatro Cabildos del Departamento. Firmaron, Francisco de
Ayala, Juan Elías López, Manuel A. Martínez, Luis de Villa, José María Montoya, Nicolás Hoyos y Carlos José de
Garro, Secretario.
En 1812 fueron elegidos Hemógenes y Pedro Sepúlveda y Bonifacio Jiménez, en 1814, Julián Flórez,
Bonifacio Jiménez y Bonifacio Benítez; en 1815, Benigno Rivera, Raimundo Sepúlveda y Antonio Jiménez; en
1817, Gabriel de Layos; en 1818, José M. Vargas, Faustino Montoya y Raimundo Sepúlveda; en 1819, Gabriel
de Layos, Lorenzo Rueda y José M. Vargas; en 1821, el mismo Rueda, Ignacio Fernández y Julián Flórez; en
1822, Antonio Rivera, José M. Vargas y Francisco Larrea; en 1823, José M. Vargas y Julián Flórez, y en 1824,
José María Montoya y Juan A. Gómez.
En el año1813 los donantes del suelo donde debían levantarse la, ocurrieron a don José Antonio
Londoño, Regidor del ilustre Ayuntamiento, Alcalde Ordinario de primer voto, suplicándole ordenara retirar a
los vecinos poseedores radicados, que hacían cercas y chambas dentro de la demarcación del sitio y
oposición a lo convenido para lustre y aumento de la población, y el solicitado resolvió de conformidad.
Firmaron Hermógenes Hernández, Gerardo Urán, José Serna, Francisco Sepúlveda, José María Vargas, Pedro
J. Sepúlveda, Pedro Castro, Pedro Gómez, Zoilo Gómez, Toribio Arroyave, Fermín Montoya, Fernando Benítez,
Manuel Sepúlveda, Francisco Montoya, Manuel Pérez, Raimundo Sepúlveda, Francisco A. Larrea, Isidro Pérez,
Tomás Vargas, Pedro San Martín, Francisco Jiménez y José M. Moreno, a más de otros que lo hicieron por
ruego de algunos peticionarios.
En este mismo año Santos de Vargas levantó el censo que arrojó una cifra de 664 habitantes, así:
eclesiástico, 1; hombres casados, 88; mujeres íd, 88; varones solteros, 268; mujeres íd, 219. En 1815 se
repitió el empadronamiento, y ya el monto fue de 802 personas.
El nunca bien lamentado Francisco José de Caldas, gloria de la ciencia y patriota eminente, salió de la
ciudad capital en excursión científica, por el Cauca y el Ecuador, y cuando regresaba le escribió a su esposa
doña Manuelita Barahona una carta fechada en Cartago el 4 de febrero de 1813, en la cual expresaba la
esperanza de verse con su familia en Rionegro, le hace algunos encargos respecto a sus hijos, y le significa
que a su regreso de Urrao arreglaría con Vicenta un asunto que tenía pendiente con ella. Las impresiones y
observaciones del ilustre varón, si en realidad estuvo por acá, son desconocidas todavía, no obstante que
alguno de nuestros hombres nacionales hizo pública la especie de que el eminente sabio, arrebatado en hora
aciaga alevemente a la ciencia y a la patria, había dicho en uno de sus escritos que aquí debía estar la capital
de la República.
Como es bien sabido, los primeros esfuerzos de los héroes de la emancipación se dirigieron a
consolidar la nacionalidad, y por eso desde los comienzos de la rebelión establecieron la confederación bajo
el título de Provincias Unidas de la Nueva Granada, y como en 1814 desempeñaba el Poder Ejecutivo don
Antonio Nariño, poder que vino a quedar a fines del año en manos de un triunvirato que se turnaba en el
ejercicio de las funciones, cada cuatro meses, compuesto por Nariño, Manuel Rodríguez Torices y Camilo
Torres, el 6 de julio del citado año apareció en decreto expedido por el Excelentísimo señor Presidente de la
República, en el cual después de considerar que había muchas colonias de nombres disonantes e ingratos,
dictados quizás por la barbarie o conservados del rústico y primitivo idioma indígena, o puestos al capricho
de los primeros pobladores, sin elección ni discernimiento alguno, el Gobierno, deseoso de conservar las
denominaciones de algunas aldeas y lugares de Grecia, que al mismo tiempo participan de la dulzura de
aquella lengua culta, recordaban la memoria de unos lugares que fueron la escuela del género humano en
todos los ramos de la civilización, y el teatro del patriotismo y del valor, dispuso que en lo sucesivo se
llamara la colonia de Abejorral, Misenia; la de Bahos, Larisa; la de Guarne, Elida; la de Urrao, Olimpa; la de
Canoas, Camppe; la de Titiribí, Pylos, y la de Angostura, Amicla.
Este mandato se ordenó publicar y enviar a los Cabildos por el Secretario Francisco A. Ulloa desde la
sala electoral de Antioquia, que funcionaba en la ciudad de Rionegro. El ilustre geógrafo y geómetra Agustín
Codazzi, a fuer de predecirle a esta tierra un magnífico centro comercial, por su situación topográfica y por
hallarse en el camino señalado por la naturaleza parea salir al Atrato, afirma que este valle fue en época
remota un gran lago, cuyas aguas se levantaron 495 metros sobre el plano actual del pueblo, la que luego
abrieron brecha por entre la roca para abrirse paso y precipitarse por otro lago más pequeño. También el
valle de Tempe en Tesalia, entre el Olimpo griego y el Ossa, regado por el Selembría, fue un lago, y al corte
de Likostomo, algo falto de luz, se le consideró por los antiguos helenos y latinos, como el punto más
hermoso de la tierra. Esplendoroso traduce el Olimpo, y éste servía de corte a los dioses eternamente
jóvenes, bebedores de ambrosía y el valle descansa sobre cuarenta y dos colinas. De las cuales la más alta
tiene 2972 metros en la desembocadura del Peneo, y en uno y otro caso se encuentra similitud entre este
valle y el primoroso de Grecia, de manera que la elección del mandatario en el cambio de nombre no estuvo
desacertada.
En el año 1815 el Alcalde poblador Santos de Vargas solicitó del Ordinario de Antioquia deslinde y
posesión de los solares destinados a la fundación, y como accedió a ello y designó como partidor al señor
don José María Barcenilla, éste se trasladó a este lugar a desempeñar su cargo a principios de agosto del
citado año, y el 26 de ese mes, asociado a los testigos José Luis Vidal y Faustino González, reunió los dueños
de las tierras de esta comprensión y les dio posesión por los mismos linderos que al hacer la donación
habían fijado, pero como en le acto manifestara descontento Gabriel de Layos, por cuanto en el plan
acordado se le había perjudicado al incluir en él un cerrito inmediato al río que tenía cercado con chambas, el
comisionado, en atención a que esta colonia no había dado hasta entonces motivo de queja, propuso como
medida de conciliación que Layos conservara el cerrito, a cambio del derecho que tenía en el resto del lote
de la población, y así lo aceptaron los demás condueños, que eran los señores Pedro de San Martín, Pedro J.
Sepúlveda, Faustino Montoya, Santos de Vargas, Raimundo Sepúlveda, Salvador Vargas, Manuel Sepúlveda,
Francisco Montoya, Francisco Vargas, Hermógenes Hernández, Valentín Montoya, Gerardo Pudán, Manuel
Aguirre, José M. Aguirre y Francisco A. Larrea.
En el año de 1816 el Alcalde poblador concedió a Mateo, Bonifacio, Dámaso y Narciso Jiménez y
Germán Castro, cinco cuartos de legua de terreno, en nombre del Rey, en la confluencia del río Encarnación
con el Penderisco, alindado por el Sur, con Fernando Benítez, en cuyo terreno ejercitó su músculo y su hacha
de colonizador el señor Manuel A. Madrid, y hoy es una empresa de respetables proporciones de caña de
azúcar que explotan los señores Nicanor y Ramón Madrid. A continuación de este fundo quedaba la
propiedad de don Sacramento Hoyos, padre del doctor Ramón de Hoyos, nacido aquí y bautizado el 31 de
marzo de 1816.
Conduce recordar que en este año las fuerzas realistas habían alcanzado algunas ventajas sobre las
republicanas, y que el Alcalde del partido, Hermógenes Fernández, excitaba a los ciudadanos por medio de
un manifiesto a jurar fidelidad al Rey, ordenaba celebrar misa en acción de gracias por semejante
acontecimiento, mandaba iluminar las calles, y concedía cuatro días de regocijos públicos, en tanto que la
cuchilla del verdugo tronchaba para siempre la existencia meritoria del sabio Francisco José de Caldas.
Por la Ley de 8 de octubre de 1821, expedida en la Villa del Rosario de Cúcuta, sancionada por el
libertador, se dividió el territorio de la Gran Colombia en los Departamentos de Orinoco, capital Cumaná,
Venezuela, capital Caracas; Zulia, capital Maracaibo; Boyacá, capital Tunja; Cundinamarca, capital Bogotá;
compuesto de las provincias de Bogotá, Antioquia, Mariquita y Neiva; Cauca, capital Popayán, y Magdalena,
capital, Cartagena, con Intendentes como Jefes, Gobernadores en las provincias, dependientes de aquéllos,
Alcaldes Ordinarios en la cabecera de cada Cantón, y en las parroquias dependientes de los Cantones
nombrados por el Cabildo de éstos, dos Alcaldes Pedáneos. En 1824 se reformó este estatuto en el sentido
de crear los departamentos de Apure, Panamá, Ecuador, Azay y Guayaquil. Quedaron como Cantones de las
Provincias de Antioquia, esta ciudad, Medellín, Rionegro, Marinilla, Santa Rosa de Osos, y Remedios, cabecera
del Nordeste. Por ley de 18 de abril de 1826, fue designada la villa de Medellín como capital de la Provincia
de Antioquia, pero lo que propiamente se llamaban Municipalidades existían únicamente en las cabeceras del
Cantón. En las parroquias había juntas de policía, compuestas de dos Alcaldes y un Síndico, y cuando la
población excedía de mil almas, se aumentaba con dos Comisarios parroquiales. El 17 de noviembre de
1828 quedaron suspendidas todas las Municipalidades por el tiempo necesario para la reorganización y
examen de los arbitrios fiscales. Síguese de aquí que Urrao, desde la Conquista hasta la época que nos
ocupamos, perteneció indistintamente a Cartagena, Popayán, Cundinamarca y Medellín.
No parece corriente hacer a un lado la circunstancia de que en el año de 1823 fue restablecida la
escuela costeada por los padres de familia, y que como Director fue nombrado don Miguel M. Cano.
En 1826 se formó censo de la población, incluyendo el partido de Noque, el cual formaba parte de este
Municipio, y el resultado fue el siguiente: hombres en Urrao 480; mujeres, 504; hombres en Noque, 20;
mujeres, 32; esclavos, 4 hombres y 3 mujeres, todos los cuales formaban un total de 1.043. En este mismo
año los señores Benigno Rivera y Juan de Herrera rindieron un informe sobre los temas que enseguida se
compendian, así: hubo en el año 12 matrimonios, 55 nacimientos y 11 defunciones; en Urrao, había 370
cabezas de ganado vacuno y en Noque 25, a $3 cada una; 36 mulas aquí y 13 en Noque, a $10; burros, 5
en Urrao10; burros, 5 en Urrao y 1 en Noque a $10; 70 caballos aquí y 8 en Noque, a $6; en esta población
había 63 casas, y en los campos 113, por 20 en Noque. Como animales existentes citan casi toda la fauna y
como productos de la agricultura, el maíz y la menestra, aquél en cantidad de 1,400 y ésta en 100; en
Noque: maíz 100 fanegas y la menestra 80. No había minas en laboreo, no obstante las versiones que
llegaron a las esferas oficiales sobre la existencia de minerales auríferos de alguna consideración. En el
punto denominado El Volcán, y en otros algunos parajes aledaños existen todavía los vestigios de trabajos
de mineros, pero se ignora la época en que ellos tuvieron lugar y las personas que los ejecutaron. Por el
mismo tiempo desempeñaba la Jefatura de Política de la ciudad de Antioquia don Sacramento de Hoyos, y en
ese cargo ordenó la apertura del camino de esta cabecera hacia la capital, y encargó de la dirección de
trabajos a Juan Herrera, con encargo especial de construir un puente sobre el río Urrao.
La normalidad republicana principiaba a establecerse con visos de estabilidad porque ya las armas
americanas habían alcanzado sobre las españolas las victorias que le concedieron fisonomía democrática, y
por eso se encaminó hacia estos lados, con sus peones y esclavos, don Manuel del Corral, bravo luchador
contra las huestes monárquicas, a quienes había acabado de vencer en el combate de Majagual el 20 de
mayo de 1820, y con la naturaleza en estas dilatadas comarcas, donde descuajó montes y sentó las bases
de la fundación de las grandes dehesas de ganado que hoy constituyen la riqueza principal de este Distrito.
Era don Manuel de noble estirpe castellana e hijo del héroe de la emancipación, el dictador don Juan del
Corral. Al par que colonizador y creador de riquezas por su propio esfuerzo, fue don Manuel un espíritu
comprensivo y sagaz, de quien se refieren muchas anécdotas que han tenido resonancia en todas partes.
Las mejores haciendas de ganado que han existido y existen en estos valles, como Guapantal, El Espinal, El
Volcán, La Unión y San Dimas, obra fueron de su ingenio y de su brazo. Casó con doña María de los Santos
Martínez, linajuda dama de la memorada ciudad de Antioquia, y fue progenitor de eximios varones
continuadores de su obra, como don Juan de Dios, don Mariano, don Ramón, don Carlos, don Manuel
Romualdo y don Juan Pablo, todos los cuales han desaparecido de la escena de la vida, y el último exteriorizó
con hechos, y lo consiguió, el deseo vehemente de dormir su sueño postrero en el hermoso panteón que
forma nuestra sombría necrópolis, con su vista hacia la hacienda de El Espinal; arrullado y abrazado por
perenne cántico del Penderisco. Descendientes de éstos fueron los señores don Germán, don José María,
don Juan de D., don Juan Luis, don Manuel Dimas, don Jesús, don Manuel Antonio, don Luis y el doctor
Rafael del Corral. Generalmente recibieron todos estos esclarecidos ciudadanos una esmerada y exquisita
educación y varios de ellos y otros que no han sido nombrados, escalaron y escalan puestos de distinción. El
último ha sido Senador de la República, Representante al Congreso, Ministro de Despacho Ejecutivo, Diputado
en varias ocasiones a la Asamblea de Antioquia, Secretario de Gobernación, Gobernador del actual régimen
parlamentario, hábil abogado de altas ejecutorias y servidor constante de los intereses de este pueblo. Don
Jesús, desaparecido recientemente, fue un escritor galano, ameno contertulio, cuyos salerosos cuentos
divertían y animaban, Ministro del Ejecutivo, y progenitor, entre otros jóvenes de sustantivo mérito, de
nuestro estimado amigo don Mario, literato y periodista de altos quilates, que en sus permanencias aquí y en
la misma capital de la República le ha prestado su contingente al progreso de esta tierra. El doctor Martín
del Corral, de la misma estirpe, también ha laborado con interés en el mismo sentido. Don Luis es todavía
más fervoroso entusiasta de nuestro adelanto, y ya tendremos ocasión de ocuparnos de su personalidad
más adelante.
Cuando se asentaban los cimientos de la vida republicana, fueron surgiendo al escenario público
muchas entidades, pero para este Distrito no hubo decreto especial, lo que indica claramente que las
características con que figuró en la colonia, las conservó en la República, y de este aserto da confirmación la
Ley de 28 de julio de 1824, la cual manda a aprobar todas las erecciones que sobre curatos hicieron los
Intendentes y Prelados eclesiásticos en cualesquiera de las Diócesis de Colombia, con anterioridad de
manera que las creaciones, modificaciones y antiguas denominaciones en los términos territoriales,
conservan su estructura o fisonomía política, y al expedirse la ley de 19 de mayo de 1834, se autorizó a las
Cámaras de Provincia para crear Consejos Comunales en las villas, Distritos parroquiales o ciudades en que
fuera practicable. Entonces se expidió un decreto, firmado por Manuel A. Jaramillo y Joaquín Gómez como
Secretario, en virtud del cual se establecieron Consejos Comunales en las ciudades de Medellín, Antioquia
Rionegro y Remedios, en las villas de Santa Rosa y Marinilla, y en las parroquias de Envigado, Itagüí, Amagá.
Titiribí. Fredonia, Copacabana, Sopetrán, San Jerónimo, Urrao, Abejorral y Sonsón. Este acto tiene como
fecha la del 22 de septiembre del citado año, y fue sancionado por Juan de Dios Aranzazu, en su calidad de
Jefe del Poder Ejecutivo. De allí arranca la existencia de este pueblo con entidad libre, bajo el imperio de la
democracia, y este acontecimiento histórico, que constituye un jalón de indiscutible valor para las
generaciones contemporáneas y las que han de seguir la brecha, se conmemora en la actualidad con
indecible júbilo, porque nuestro pueblo y nuestra raza, a pesar de los medios desfavorables en que le ha
tocado actuar, sabe apreciar y valorar el inefable bien de la libertad.
En 1837 el eminente Prelado doctor Juan de la Cruz Gómez Plata visitó este beneficio curado y dio
instrucciones a las autoridades civiles y eclesiásticas para la construcción del templo. Asimismo estuvo en
misión oficial el Prefecto de Provincia, Jorge Martínez, quien también proveyó sobre el funcionamiento de la
nueva entidad.
De aquí en adelante siguió un período de calma y laboriosidad entre los colonizadores radicados ya y
los emigrados, en tala de montes para la agricultura y plantación de dehesas de ganado, de halagüeño
porvenir, sin que por esto descuidaran el engrandecimiento del terruño, pues la generalidad de los
moradores se preocupaban ostensiblemente por él. Poca es, por consiguiente, la historia en un respetable
intervalo, pero no obstante se relacionaran algunos de los hechos culminantes.
De Itagüí penetraron a esta colonia los señores José Antonio Vélez y su esposa doña María Ignacia
Amaya y don Francisco Gaviria con su esposa doña María Josefa Vélez, donde se establecieron
definitivamente, dedicándose a extraerle a la tierra el jugo que les daba la riqueza y sustento digno y
honorable. Don Venancio Vélez, hijo del primer matrimonio citado, fue también el progenitor de los señores
José María, Salustiano, y Anacleto Vélez, y éstos dejaron, como sus descendientes, imitadores suyos en el
patriotismo y el trabajo entre otros, a los señores Venancio, Ramón A., Félix A., Emiliano, Rafael, Joaquín,
Domingo, Justiniano, Juan de D., Marco A., Antonio J. y Aureliano Vélez, este último graduado en agronomía y
veterinaria.
Suscitada en el país, en el año de 1841, una contienda intestina, el Gobierno hizo expropiar todas las
mulas existentes en este Distrito, exigió contingente para soldados, e impuso un comparto por la cantidad de
$400, el cual fue sufragado casi en su totalidad por los señores presbítero Angel J. Montoya, Joaquín Escobar
y Joaquín Ruiz, al mismo tiempo que para vigilar el Chocó situó aquí un destacamento al mando del Oficial
Gabriel Restrepo, porque allá había una conspiración capitaneada por Nicomedes Conto y Pedro Varona, con
cuya Provincia suspendió comunicaciones y relaciones comerciales.
A pesar del estado de guerra que reinaba y la intranquilidad que consigo lleva, no fueron obstáculo
para suspender actividades, y por eso se veían en este sitio disensiones entre los ciudadanos Francisco
Montoya, Froilán Vargas, y Miguel Giraldo por el remate de las rentas, para conseguir el cual inventaban
recursos y ardides propios de esta clase de industrias. La de licores era anhelada por sus pingües
rendimientos, especialmente en las fiestas patronales que precedían a las profanas, en las cuales se
consumían gran cantidad de bebida y se fomentaban las carreras hípicas, los originales bailes con tambor y
guache, a semejanza de los que todavía imperan en la región del Chocó urraeño, juegos de toda índole, y
mascaradas, en los meses de febrero y junio, por espacio de hasta catorce días consecutivos. Esta
prolongada diversión hizo que el señor Gobernador amonestara al Prefecto para que prohibiera con
sanciones fuertes semejante extralimitación.
En el tiempo mencionado contaba el Municipio con 1.646 habitantes, entre los cuales había siete
esclavos, y se registraba un movimiento anual de 125 nacimientos, 9 matrimonios y 17 defunciones, con
excedente en favor de la población.
Existían tres fracciones, con funcionarios elegidos por el Cabildo de Antioquia, a saber: Noque, Ocaidó y
la Encarnación.
El Cabildo Comunal de 1843 estaba integrado por los señores Juan Antonio Gómez, Alcalde; Manuel
María Herrera, Juez Parroquial; Antonio Montoya, suplente y Miguel Giraldo, Tesorero Parroquial.
Por estos mismos tiempos, el señor Simeón Serna, antioqueño, quien tuvo un acto de atrevimiento con
el General José María Córdoba, por motivo de un comparto, del cual dudaron escapara, remató como baldíos
los terrenos comprendidos en el abra de Santa Ana, pertenecientes en la actualidad a los señores J. Emilio
Escobar, Ramón Arroyave, Saturnino Sepúlveda, Román Montoya y otros, que son un emporio de riqueza en
maderas de comino y dehesas de inestimable valor.
Digna de mención y recordación a las nuevas generaciones es la actitud de don Sacramento de Hoyos
frente a los problemas educativos y viables, en su calidad de autoridad superior no sólo fomentó las escuelas
y las obsequió con útiles y muebles de su peculio particular, sino que hizo abrir caminos que comunicaran
esta región con otras.
Pausada y serenamente transcurría la vida entre los moradores de este suelo, en medio del aislamiento
y que aún perdura y su única ocupación la constituía la tala de los bosques y las diversiones de que atrás se
ha hecho mérito. No obstante, en el año de 1851 lograron obtener el integérrimo Gobernador doctor José
Justo Pabón permiso para que ante el Secretario del Cabildo se otorgaran escrituras de transmisión del
dominio de propiedades, y otros contratos, y en efecto, principió a funcionar ese organismo en manos del
señor Fruto Urán, en presencia de testigos actuarios juramentados.
El 25 de marzo de 1854 estuvo en visita oficial el aludido mandatario en esta población, y con esa
fecha dictó un decreto, autenticado por su Secretario Francisco a: Gónima y Llano, en el cual disponía la
apertura del camino provisional a los límites con el Chocó, por la ruta de la loma, desde el mes de abril
siguiente, en forma de contratos que serían celebrados ante los señores Angel J. Montoya, Antonio Pérez y
Antonio María Restrepo. Dos meses largos más tarde, caía asesinado en la plaza de Sopetrán aquel
Magistrado de limpias ejecutorias y de un pasado glorioso. Coetánea con esta visita, fue la excursión
científica del Coronel Codazzi, quien pudo admirar el panorama y predecir para este lugar un puesto
prominente en los destinos de Colombia, y para el efecto se produjo en los siguientes términos:
“Si nos situamos al Sur, preséntasenos desde luego un valle hermoso por su altura sobre el nivel del
mar, por sus ricos pasteles, por los variados picos de las cordilleras que parecen encerrado por todas
partes y de las cuales salen algunos ríos y quebradas en medio de una vegetación siempre en primavera.
Las montañas realzan la hermosura del ancho y prolongado valle por el cual corre mansamente el río
Penderisco, a cuyos bordes está el pueblo de Urrao, llamado a representar un papel importante por su
situación topográfica en esta serranía todavía salvaje... donde se fomentará una ciudad populosa, porque
vendrá a quedar en el camino que conduzca al Atrato, tan abundante en oro. Qué transformación la que
experimentarían estas selvas vírgenes y solitarias de la Provincia de Antioquia, en cuya descripción nos
estamos ocupando! Atónito quedará el viandante al descubrir el valle de Urrao, bien poblado y con grandes
almacenes de mercancías, las que afluirán a este depósito ocupado por los ricos comerciantes y propietarios,
y en que se disfrutará de una temperatura suave de 20°, 5’ del termómetro centígrado, y del que se podrá
pasar en pocos días en vehículos de ruedas al Atrato por el camino que ha preparado la naturaleza por
medio de la serranía, hoy apenas conocida. Los vapores que surcarán entonces este hermoso río, en menos
de cuatro jornadas podrán conducir los pasajeros al gran canal, llevándolos así cómodamente del uno al
otro lado del mar.”
Dice también el ilustre geógrafo que en 1852 la población era de 2.204 habitantes; había 4.000
cabezas de ganado vacuno, 50 lanar, 60 caprino, 1.000 de cerda, 1.000 caballar, 100 mular y 10 asnal.
Por primera vez se estableció el servicio de correos en el año de 1857, en forma quincenal, y el primer
Administrador fue Antonio Pérez, a quien sucedió José María Ibarra, por haber pasado aquél al servicio de
suplente del Veedor para levantar el censo, que era don Sixto Ruiz. Hoy hay servicio trisemanal con la capital
del Departamento, recientemente establecido, merced a los buenos oficios del Administrador principal don
Andrés E, Londoño, una línea semanal a Suroeste y otra quincenal a Puerto Arquía.
Como de los documentos examinados aparece que en la época en mención estaba otra vez
revolucionado, el Secretario de Estado del Despacho de Gobierno constituyó aquí una guardia formada por
tres compañías, pertenecientes al batallón número 1°, del cual era Comandante interino Mercedario Vélez, y
Sargento Mayor Tomás Gómez, con sendos Capitanes, Tenientes, 1° y 2°, y Alféreces 1° y 2°,
desempeñados respectivamente por los señores Deogracias Arango, Reyes Urrego y Manuel Montoya
Benítez; Santos Hernández, Vicente Montoya y Marco Antonio Montoya; Sebastián Cossio, Pedro Gómez y
Guillermo Herrera, Nicolás Durango, José M. Herrera Castro y José M. Herrón; y Benedicto Montoya, Juan
Argáez y Bernabé Montoya Rueda.
La importancia comercial de la salida hacia el Atrato ha sido palpada desde la colonia, porque por allí
hay la facilidad de establecer relaciones con la importante plaza de Cartagena, y por eso en la época en
mención se formó una compañía para conducir mercaderías a la ciudad de Antioquia por el camino que por
aquí existía, de la cual fueron socios los señores don José M. Botero Arango, don Manuel del Corral, don
Segundo Castro, don Leoncio y don Carlos Ferrer, don Manuel Díaz y don Juan Junca, pero su duración no
podía prolongarse demasiado por las pésimas circunstancias en que actuaba, ya en cuanto a la vía, ora en lo
relativo a medios de transportes, etc.
La estrechez en que se hallaba el tren administrativo era proverbial, pues la escuela de varones y las
oficinas públicas que había en el Municipio funcionaban en un solo edificio, el que hoy presta servicio a la
escuela de niñas y en el año de 1861 fue roto y saqueado en los archivos y expedientes que allí se
custodiaban.
En el mismo año visitó la población el Prefecto y Comandante General de Occidente, don Abraham
García, con su Secretario Antonio Hernández, y aunque expidió un decreto que eximía contribuciones de
guerra a los habitantes de este Municipio, porque habían sido muy pagadores y gravados, dispuso establecer
el monopolio de carnes para el abasto público con ganados suministrados por los desafectos al régimen,
excepto a los señores Antonio M. Restrepo y Manuel del Corral, y en efecto gravó para el suministro a los
señores María de la Cruz Serna, Vicencio Urrego, Fruto Urán, Pastor y Antonio Montoya, Tomás Gómez,
Hilario Sepúlveda e hijos, José Concepción Serna, sucesión de Juan N. Restrepo, José M. Gaviria, José M.
Cossio, José Quiceno. José M. Quiceno, Marcelino Restrepo, sucesión de Benedicto Aguirre, Silvestre Urrego y
Alejo Durango. Dispuso también que el señor Sotero Escobar penetrara a la región del Chocó comandando
una fuerza gobiernista, pero como le fue imposible proveerse de todos los bagajes necesarios, desistió su
empresa, y entonces lo sustituyó Miguel Celedón, quien la llevó a cabo.
En el tiempo relacionado, el expendio de víveres se verificaba en las casas particulares, y para
establecerlo en la plaza, las autoridades tuvieron que apelar a los apremios, y aún así no pudieron conseguir
que las mujeres concurrieran a dicho lugar, providencia tomada por el Alcalde José A. Gaviria, en asocio de su
Secretario José León Montoya, la cual también le correspondió ejecutar con energía al señor José Ignacio
Palacio, pero en 1854 la Municipalidad había expedido un Acuerdo sobre el particular.
Los hados favorecieron por entonces la vía hacia la capital de la Provincia, y para llevar adelante su
apertura, se destinó una sección del presidio a trabajar bajo la dirección de los señores Manuel Murillo,
Protasio Gómez, Juan Manuel López y otros que ejercieron indistintamente los cargos de capataces.
También don Manuel del Corral realizó esfuerzos loables, en los mismos intervalos, por impulsar la
industria de la sericicultura, pues repartió semillas de morera a los señores Buenaventura Aguirre, Francisco
Vargas, José L. Montoya, Gregorio y Leonidas Restrepo, Wenceslao Rivera, Francisco A. Larrea y otros, e igual
cosa hizo con semillas de algodón, pero tales industrias de gran porvenir, parece que no prosperaron.
En octubre de 1871 se creó por los padres de familia una escuela de niñas, y dos años más tarde se le
asignó carácter oficial con una asignación anual de $240 para la Directora.
El espíritu público iba aumentando en proporciones y de allí se organizara una sociedad bajo la
Presidencia de don Antonio M. Restrepo, de mutua protección, y los propósitos, además de impulsar la
minería, agricultura, educación pública, vías de comunicación, beneficencia y mantenimiento del orden y
compostura en el templo, en tanto que el Prefecto nombrara otra Junta de Fomento, compuesta por los
señores Leonidas Restrepo, Salustiano Vélez, Dimas y Faustino Montoya, Dimas M. Sanmartín, José M.
Urrego, Concepción Madrid, José A. y Antonio M. Restrepo, Marco A. Durán, Gregorio Restrepo y Práxedes
Vélez, las cuales laboraron de consuno, y entre las medidas importantes que adoptaron, una fue la solicitud
al Presidente del Estado para la apertura del camino al Atrato, en respuesta de la cual manifestó el
mandatario que esa vía estaba comprendida en la Ley 305, y que si alguna compañía particular quería
construírla, se tendrían presentes las indicaciones que se les daban, al mismo tiempo que destinó una
sección del presidio a trabajar en ella, pero ésta fue retirada en el año de 1876 para verificar reparaciones
en otros caminos.
Como el patrono Señor San José poseía una extensión de área urbana, donada por algunos
propietarios, a las autoridades civil y eclesiástica, de común acuerdo, resolvieron repartirlas a pobladores y
en efecto adjudicaron sendos solares a los señores Prudencia Varela, Lorenzo Moreno, Domingo Holguín,
Toribio Vargas, presbítero Francisco A. González, Esteban Montoya, Buenaventura Herrera, José Reyes
Urrego, Timoteo Varela, José Manuel Rodríguez, Vicencio y Roque Sanmartín, Santiago Fernández, Bonifacio
Bravo, Juan Manuel Larrea, Juan Francisco y Nemesio Madrid, Mamerto Durango, Manuel Félix, Cupertino y
Gregorio Urán, y para trazado de calles y ordenada urbanización fue contratado un ingeniero que debió ser el
doctor Nugen.
Característica de este pueblo, desde sus comienzos, ha sido la preocupación por la educación popular,
hasta la intolerancia para con los maestros incompetentes o abandonados, de manera que en el año de
1874 el Gobernador clausuró transitoriamente la escuela de varones, porque el descontento con el Director
llegó hasta la violencia. Después el señor Juan Manuel Mejía, quien regentaba ese plantel, se esmeró por
satisfacer los anhelos de los padres de los educandos, y entre otras cosas, organizó una legión especial para
la enseñanza de determinadas materias con los alumnos Hipólito Gaviria, Froilán Montoya C., Juan de la C.
Restrepo. Fabricio Sepúlveda, Manuel M. Aguirre, Horacio Urrego, Vicente Giraldo y Quintiliano Cossio.
En el año 1879 una revolución intestina ensombrecía los horizontes patrios, pero en esos confines un
acontecimiento extraordinario atraía las miradas de propios y extraños. Se trataba de la aparición en
persona de San Antonio a una niña pequeña, en un charco del arroyuelo de El Saladito, y por ese motivo las
romerías y peregrinaciones se sucedían sin cesar, hasta de personas de lejanas latitudes, en busca de
alivios para sus males, consecución de prendas, perdidas, curación de las enfermedades, en los milagros del
santo, en los milagros del santo. La aglomeración de peregrinos era incesante y se condenaba como
heréticos o faltos de la gracia divina a quienes no vieran en el lugar señalado la figura del beatífico
taumaturgo. De un santuario, donde la piedad pretendió levantar un templo, idea en cuya realización se
adelantaron algunos pasos, surgió un verdadero Montecarlo, con los juegos de toda clase, día y noche,
ofrendas constantes al Dios Baco, danzas y diversiones de todo orden, hasta que el ilustrísimo señor Obispo
de la Diócesis, doctor Jesús M. Rodríguez, en una visita pastoral condenó esa leyenda, dando al traste con el
andamiaje que a su alrededor se había formado, la cual fue motivo para que el ático escritor don Jesús del
Corral ironizara, fina y galantemente, en un folleto que publicó al respecto.
Estas orgías sirvieron con todo, para entrar a considerar la necesidad de levantar un edificio adecuado
para la iglesia en la cabecera del Distrito, porque la existencia era impropia e incapaz. La escogencia del
lugar para la edificación ocasionó una fuerte división social, porque una parte considerable del vecindario la
quería en el punto denominado La Sabaneta, mientras que otro grupo pugnaba porque fuera en la plaza
principal. La controversia la decidió en forma plebiscitaría y original el presbítero Felix A. Moreno, de acuerdo
con sus simpatías, pues hizo construir sendas banderolas para que se condujeran a los puntos citados, con
el fin de que la que más séquito tuviera, indicara el campo preferido por el pueblo para el nuevo templo, pero
como la que se dirigía al de su agrado estaba acompañada de música, ésta se llevó la preeminencia, y
consiguió su objetivo. El solar para la realización del proyecto lo donó entonces el señor José Rivera, en el
costado sur de la plaza, donde a la sazón se encuentra el templo; se organizaron e iniciaron los trabajos,
pero tan lentamente y con tan mala fortuna, por falta de técnica en su dirección, que pasmaba la labor
constructora, y después, porque la efectuada por un oficial no satisfacía al que le sucedía, hasta que en el
año de 1912, en que la Municipalidad hizo venir al notable y competente arquitecto doctor Horacio M.
Rodríguez para contratar la construcción de la fuente pública, examinó y estudió la obra, y después levantó
un plano del interior, el cual se complementó después del frontispicio y se estableció la armonía o normalidad
científica en la dirección de trabajos y adelanto de la obra, hasta el estado en que se encuentra en la
actualidad, terminada, puede decirse, porque los detalles que le falten no comportan mayor importancia.
Pero es de observarse que es insuficiente para contener el número de fieles que hay en la parroquia, y para
salvar en algo la deficiencia, al adquirir los señores doctor Emiro A. Trujillo, Marco y Ramón Rivera, un predio
en el punto La Sabaneta, cedieron un lugar para la capilla, condicionalmente a iniciar trabajos en
determinado tiempo, y como la condición no se cumplió, ellos recuperaron el dominio del terreno. Allí mismo
cedieron dichos señores otra extensión para plazuela y parque, la primera de las cuales lleva el nombre de
Uribe Uribe, y ha recibido algunas mejoras del Municipio.
Los pueblos, como los individuos, a medida que avanzan van creando necesidades que por fuerza de
las circunstancias tiene que satisfacer a la hora oportuna, y de aquí hasta el año de 1886 no principiara a
funcionar en esta cabecera el Juzgado Municipal, con los señores Froilán Montoya C., y Rosendo Lora, como
primeros funcionarios, y con toda regularidad ha funcionado hasta la época en que nos encontramos, pero
pronto tendrá que dividirse, porque el volumen de negocios así lo impone. Allí han actuado varios y
honorables conterráneos, con todo acierto y escrupulosidad, hasta el punto de que no se registra una queja.
Hoy laboran en esa oficina los señores Eliseo Acosta y Luis Mariano Quiceno.
Los grandes y los pequeños conglomerados mantienen sus rivalidades y diferencias por cuestiones
territoriales o de fronteras, y por eso no es extraño que entre el Municipio de Urrao con el de Frontino
hubiera existido una litis sobre el particular, desde el año de 1886, originado por un errado informe
administrado por el Alcalde, señor José Domingo Escobar, que tuvo su períodos de recrudecimiento, y en esa
lucha trabajaron con decisión, interés y patriotismo sin igual, recogiendo documentos, formulando
alegaciones, creando pruebas, etc., los señores Tomás M. Correa, Rafael Herrón S., Nemesio Madrid,
Demetrio Gómez, Joaquín M. Urán U., Pedro A., Andrés A. y Francisco Javier Montoya, junto con algunos de
otros ciudadanos. Se formó un voluminoso expediente, el cual fatigó por no corto espacio de tiempo las
mentes de abogados, altos funcionarios de la Gobernación, Diputados de las Asambleas, hasta que, mediante
la intervención amistosa del señor Carlos Villegas, comisionado del Gobierno para el arreglo de los antiguos
resguardos de indígenas de San Carlos de Cañasgordas, se llegó a un cordial y satisfactorio arreglo, el cual
se legalizó por medio de la Ordenanza número 28 de 1916. Considerada la cuestión desde el punto de vista
territorial, desde luego que ambos Distritos son dueños de extensiones incultas, ella merece el calificativo de
baladí, pero medidas sus proyecciones en lo que atañe a relaciones entre pueblos de aspiraciones similares e
ideales comunes, representan un problema de no escasa magnitud. El tiempo, sin embargo, ha venido a
darnos la razón, pues como puede verse en esta relación la delimitación correspondiente a este Distrito se
señaló por donde pretendían nuestros representantes desde la colonia. También en el año 1848 hubo una
pendencia igual con el Municipio de Bebará, por el caserío de La Isleta, el cual vino a integrar este Distrito y
el Departamento de Antioquia, en el régimen llamado del Quinquenio, mediante la intervención de don Juan P.
del Corral, quien logró obtener del General Rafael Reyes la expedición de un decreto por medio del cual se
hacen llegar los linderos de ambas entidades hasta la margen derecha del río Atrato, desde el brazo del
Inglés, así llamado, porque durante la conquista dos buques piratas que surcaban el mencionado río, se
dividieron en ese punto, y al encontrarse después no se reconocieron, y entonces se trabó entre ellos un
serio combate, donde pereció un súbdito de la Imperial Corona británica, Posteriormente, en el año de 1909,
se cercenó otra porción a Urrao, de la cordillera hacia el occidente, para la erección del Distrito de Caicedo, el
cual figuró siempre en nuestra jurisdicción con el nombre de Noque.
Ya que se ha tocado el asunto alusivo a los resguardos indígenas, bueno es consignar que entre su
delimitación quedó comprendida una porción del perímetro de este Municipio, y como muchos de sus
primitivos dueños habían desaparecido, el comisionado adjudicó a éste algunas considerables porciones, en
calidad de vacantes o mostrencas, y aunque en el pasado se ha hecho caso omiso de la región donde se
hallan, hoy han tomado un giro contrario las cosas en ese sentido, pues están ubicados en tierras auríferas y
adaptables a empresas agrícolas e industriales de varios géneros. Por tales motivos el cabildo del período
pasado expidió un acuerdo sobre colonización, vías de comunicación y fundaciones en esa zona, y el actual
creó un Corregimiento que ya está funcionando. Por su parte el Gobierno Departamental se ocupa en
romper el camino de penetración hacia Mandé, con el fin de estimular la minería y la agricultura, que tienen
allí un porvenir incalculable. En su totalidad no ha quedado extinguida la raza indígena, porque en esos
mismos lugares hay vástagos de esa familia, compuesta en su mayor parte de los apellidos Bailarín, Sapias,
Domicó, Majoré, Jarupia, Casamá y otros. Sus antepasados no merecen, por ningún concepto, el calificativo
de atrasados, puesto que sus cualidades de guerreros valerosos e indomables, y un camino que
construyeron desde la desembocadura del río Murrí a llegar al Cauca por las pampas y laderas del
Penderisco y el Pavón, con especificaciones y trazado de la ingeniería moderna, cuyas huellas o vestigios
pueden observarse aún, se encargan de testimoniar la calidad, cantidad y capacidad de los naturales que por
estos lados residieron.
La densidad de la población y el espíritu humanitario de los señores Leonidas y Juan de la C. Restrepo,
hicieron pensar en la construcción de un edificio para hospital de caridad, y para el efecto éstos donaron un
solar en el costado septentrional de la plaza, pero luego se le destinó para casa cural, y ese servicio está
prestando. En estos mismos tiempos se acometió la construcción de casa consistorial, en el punto en que se
halla, y respecto a forma y condiciones surgieron diferencias entre los dirigentes de entonces, porque unos
querían que contuviera un solo piso, mientras que otros, con buenas razones, aspiraban a que llevara dos,
hasta que al fin triunfó la corriente que sostenía la última tesis, encabezada por el señor Pedro A. Montoya.
Con motivo de la creación del Juzgado del Circuito, en el año de 1912, y mediante los esfuerzos del señor
Ramón Arroyave E., se le agregó la casa contigua, que perteneció al señor José Horacio Urrego, y en ella
funcionan muchas oficinas y cárceles, y se trata de acondicionar ésta sobre los planos levantado por el
arquitecto departamental doctor Dionisio Lalinde.
Aunque parezca demasiado nimio o detallista, no puedo seguir adelante sin reconocer siquiera la obra
de don Pedro Luis Botero, en pro del adelanto de esa tierra, entre ellas, la de la Sabaneta, y como tal cedió
gratuitamente el agua de uno de los arroyos que cruzaban su finca para conducir a la cabecera, y aunque la
fuente pública tuvo por largo espacio muchos contratiempos por la manera empírica y desadaptada como se
acometía su construcción, al fin levantó la artística y elegante que hoy existe el arquitecto mencionado.
Además hay que recordar que en los tiempos aludidos, las calles eran peligrosas por el fango que contenían,
y el Alcalde señor Pedro A. Montoya, en lucha abierta con los elementos, el medio y los hombres, se propuso
empedrarlas y lo consiguió.
Tocó a su ocaso el siglo XIX, y como balance a favor del progreso de este pueblo, sólo le quedó la
subdivisión de la escuela de varones, por el mucho personal educando que había, llevada a cabo en el año
de 1898, siendo nombrado Subdirector don Adolfo Tobón, cuya permanencia fue efímera e ingrata, porque
los métodos de enseñanza y los castigos de que se valía no eran los más aconsejables, pero la labor del
Director de entonces, doctor Jesús Jaramillo E., sí dejó marcada una huella de grata recordación entre
quienes fuimos sus discípulos, en términos tales, que a pesar de la guerra que sobrevino luego, regresó
después a continuar su tarea. Quedó también como mejora, la instalación del telégrafo, llevado a cabo el 9
de marzo de 1899, con el señor Leonidas Arango, como primer jefe de ese servicio. Sobrevino, como ya se
dijo, la revolución de los mil días, con su cortejo de zozobras, persecuciones, vejámenes, atropellos y toda
clase de calamidades que consigo lleva un estado semejante, y los ejércitos de uno y otro bando se cruzaban
en todas direcciones. En los albores del siglo XX, las fuerzas revolucionarias, en número de 5,000 hombres
al mando del General Cándido Tolosa, ocuparon esta posición por algún tiempo, luego siguieron hacia el Sur,
y en el punto de Aguacatal, del Distrito de Betulia, sufrieron una gran derrota. Acompañaban a las tropas,
entre otras, las personalidades de los doctores Fidel Cano, Jorge E. Delgado y Jorge Rodríguez, quienes
después de la derrota se refugiaron en el paraje La Quebrada Arriba, con algunos compañeros de campaña
más, en un escondite que algunos amigos les señalaron. Allí los sorprendió y aprisionó el General Francisco
Jaramillo y los condujo a la capital del Departamento. Si las islas normandas adquirieron celebridad por
haber acogido en su seno, en calidad de proscrito, al gran Víctor Hugo, no hay menos motivo para que el
vecindario de Urrao y la intelectualidad colombiana no consagren a la veneración del varón excelso que aquí
padeció la nostalgia de quien ve oscurecerse el más caro ensueño de toda su vida y acercarse la tumba, sin
contemplar el resplandor de la ansiada libertad por quienes fueron sus desvelos, es decir, al patriota sincero,
al ciudadano sin tacha, don Fidel Cano, gloria altísima del periodismo suramericano y exponente digno de
imitación.
Para reanudar la trunca cadena de las personas que actuaron en este escenario en el siglo pasado, es
del caso citar las que no han sido nombradas y presentarlas como acreedoras a la recordación porque ellas
ayudaron a colocar las bases de la actual organización y que pueda surgir en lo adelante, a saber: de la
ciudad de Antioquia se trasladaron aquí los señores Juan Francisco, Nicolás y Nemesio Madrid, Pedro N.
Gómez, Manuel y Miguel Hernández, Miguel y Jesús M. Durán, Daniel A. y Elías Vargas, Idelfonso Holguín y
otros; de Rionegro vinieron los señores Jesús Escobar, con su esposa doña Petronila Molina, don Tomás
Arcila, quien se casó con doña Bárbara Escobar, don Julián Escobar y su esposa, Lorenzo Echeverri y su
esposa, y doctor Jesús Jaramillo E., con su esposa Camila Uribe; de Entrerríos, don Epifanio y don Arsenio
Arroyave, quienes contrajeron matrimonio con las hermanas doña Mercedes y doña Bárbara Escobar; de
Titiribí, don Rafael Escobar, con sus hijos don Francisco y don Nicanor, los últimos de los cuales se unieron a
las señoras doña Teresa Restrepo y doña María Josefa Navarro; don Manuel Quintero Lopera, con su esposa,
hermana de don Tomás Arcila; Antonio M. Restrepo (alias Antoñito), don Avelino y don Marcelino Trujillo, don
Lope Restrepo, don Rafael Hoyos y muchos más, de quienes descienden las familias que hoy constituyen un
conglomerado social respetable.
Los señores Wenceslao Rivera, Tomás M. Correa, Marco A. Durán, Cayetano Figueroa, Deogracias,
Cerbeleón, Heliodoro, Julio, Bernabé y Antonio Jesús Arango, Joaquín M. Urán U., Daniel y Francisco Javier
Montoya, Nicanor Quiceno, Manuel M. Correa, Aquilino Cossio, Pedro M. Arango, José Horacio Urrego,
Salustiano y Epifanio Herrera, Pedro M. Montoya, Quintiliano Cossio, Santiago Durango, , Sixto Cartagena,
Nemesio Madrid, Pedro, Félix, Justo y Juan de J. Vargas, Pedro J. Durango y muchos otros, cuya enumeración
resultaría prolija, pertenecen a esa era de la vida del Municipio, y como buenos hijos de su patria chica le
labraron el porvenir, y son por esto acreedores siquiera al recuerdo de gratitud de sus conterráneos.
Propietarios que no han resistido aquí, lo han sido los señores don Pedro Luis y don José Miguel
Botero, don Francisco Villa, importador de la mejor raza de bestias que se han conocido en estos contornos,
don Eulogio, don Fabricio, don Joaquín Mariano y doctor Sotero Escobar, don Guillermo y doctor Germán
Jaramillo Villa y herederos de Don Carlos de este apellido, muerto inesperadamente cuando realizaba un viaje
por la ciudad de Cartagena, beneficioso para esta tierra, don Sixto Ruiz, quien si residió por algún tiempo en
este valle, donde fue rematador de rentas, empleado público e impulsador del adelanto colectivo, como lo
hace en la actualidad su hijo don Ramón. Estaba casado con doña Ascensión Layos, y fue progenitor del
doctor Luis M. Ruiz, graduado en medicina en la Universidad Nacional, quien ejerció su profesión en este
Distrito por largos años, donde se le estimaba y respetaba.
Los estudios profesionales de manera seria, sólo principiaron para los jóvenes urraeños el año de
1890, con el ingreso a los claustros universitarios antioqueños del inteligente estudiante Juan Bautista
Herrera; de aquí se trasladó al Seminario hasta coronar con éxito augurador de triunfos seguros, si la muerte
no le troncha tan temprano el hilo de la existencia, su carrera sacerdotal; lo imitaron posteriormente los
señores David Arroyave, Ramón A. Vélez y Juan P. Cartagena, pero éstos prefirieron consagrarse a otras
actividades, y no llegaron a conseguir cartón ninguno.
Con el advenimiento de la paz de la República, vino para este terruño un nuevo y halagador alborear en
sus aspiraciones de antaño, porque sus habitantes principiaron a despertar de su letárgico sueño, e
inspirados en una orientación de reivindicaciones, el eximio General Rafael Uribe Uribe, a su paso por esta
población en abril de 1904, cuando a la sazón verificó una jira por varios pueblos de Antioquia, fue quien los
empujó a acometer la apertura del camino hacía el río Atrato, porque palpó la apremiante necesidad de esa
empresa comercial y estratégica, por los recientes acontecimientos de Panamá. Arengó brillantemente
sobre el particular como sabía hacerlo, y en la prensa de Medellín libró una campaña de éxito completo,
puesto que inmediatamente después se constituyó en la capital de Antioquia una Junta autónoma para el
fomento de esta vía y otra por Frontino, compuesta de los señores General Marceliano Vélez, Carlos C.
Amador, Carlos Restrepo C., Jorge Bachman y Carlos de la Cuesta, y a continuación don Juan P. Del Corral, en
su condición de apoderado del doctor Roberto Botero Saldarriaga, acordó el correspondiente contrato con el
Poder Ejecutivo sobre apertura de la vía en forma de privilegio. Los trabajos no tardaron en iniciarse, y a
esa empresa vincularon sus nombres, no sólo muchos urraeños con las suscripciones de acciones, sino los
notables ingenieros doctores Pedro Restrepo Uribe, Pedro Luis Jiménez y Jorge L. White, con los señores
doctor Germán Jaramillo Villa, don Antonio J. Luján don Carlos R. Restrepo, don Joaquín M. Urán U., don
Demetrio Gómez, don Francisco Javier Montoya y algunos otros. El eminente repúblico, con la clara visión de
los problemas nacionales que lo caracterizaban, contempló el asunto, no sólo por los puntos de vista
anotados, sino por otros aspectos, como la posibilidad de las sequías del Magdalena, dificultades de tránsito
por esta vía, alza de las tarifas de las compañías fluviales, que dificultarán los transportes, y condenaba,
como error sustancial de Antioquia, su conformidad con una sola salida forzada, porque se exponía a
padecer los quebrantos de quienes quisieran explotarla, comparando la diferencia en ambos casos, como en
el servidumbre que paga tributo y la emancipación que se basta a sí misma.
Las inmejorables extensiones de terrenos propias para el cultivo del cacao, el café y otros frutos
exportables; el caucho, la tagua, las maderas preciosas y demás productos abundantes, la conocida riqueza
del Chocó, donde las arenas de todos los ríos contenían oro y platino y sus criaderos casi todos por
descubrir, de cuya opulencia era indicio el fabuloso producto de los veneros de Dabeiba que daban oro por
arrobas, eran otros tantos incentivos aducidos por el coloso del pensamiento y de la acción, en pro del
consabido proyecto. Argüía además que ya nada había desconocido dentro de los límites de Antioquia que
pudiera constituir una sorpresa, porque todo formaba un presente, cuando no un pasado, que el porvenir
ignoto, pero no remoto, estaba hacia el occidente en el Chocó, donde las selvas guardaban secretos
reservados a los hombres de espíritu inquieto e investigador que quisieran descubrirlos, porque todas las
cualidades de la raza podían tener allí útil ejercicio: el montador andariego, los cazadores, los caucheros, los
mineros, los barequeros, los tumbadores de monte, los rescatantes, los guaqueros, los terciadores, los
arrieros, los cultivadores, en una palabra, las formas todas de la actividad. Deseosa la compañía
concesionaria de extender su radio de acción, adquirió los buques Kate e Ilse para establecer navegación
mercantil en el Atrato e importar, por su cuenta, ganado de Bolívar y el Sinú, pero el hundimiento del primero
y la prematura muerte de don Carlos Jaramillo Villa, hicieron fracasar el proyecto.
Las reformas de acuerdo con el grado de civilización de la época principian entonces a invadir todos los
sectores, y por eso vemos que en lo adelante se cambian sustancialmente la dirección y trazado de los
caminos públicos, suprimiendo las fuertes pendientes y contrapendientes, por suaves gradientes que hacen
agradable al viajero su marcha y facilitan el transporte del comercio y los productos autóctonos. Esta
reforma vial se inició por los señores Eliseo Arroyave, Nemesio Madrid, Jesús M. Figueroa y Juan P.
Cartagena.
La urbanización se inició al mismo tiempo con caracteres de transformación, con la construcción de
varios edificios, y en esa obra tienen la mejor parte los señores Eugenio y Rafael Arroyave.
En el año de 1905, en sus postrimerías, el Gobierno del General Reyes asignó a esta cabecera la
categoría de Circuito Notarial y de Registro, con Anzá, Betulia y Caicedo. El primer puesto de Notario le
correspondió al señor don Antonio J. Luján, al que sucedieron los señores Angel J. Ruiz, Jesús Jaramillo E.,
Francisco Javier Montoya, General Jesús M. Martínez y Ramón Ruiz, y el de Registro a los señores Joaquín M.
Urán U., Manuel F. Hoyos, Severiano Arenas, Francisco J. Herrera, Julio C. Chavarriaga, Eduardo Villa M., José
M. Vélez, David Arroyave, Antonio J. Vélez H. y Manuel Arango R.
Como homenaje de gratitud a la memoria del insigne ciudadano inglés don Juan Enrique White, son
dignos de rememorar los estudios, informes y sugestiones que repetidamente esbozó sobre esta región, sus
necesidades y conveniencias, si ajustaba sus procederes a ciertas normas. De aquí que la Municipalidad le
hubiera tributado honores a su muerte y que haya dejado imborrable huella en el corazón y la mente de
quienes le conocimos a fondo. Don Jorge, su hijo, radicado aquí desde que unió su existencia a la de la
distinguida dama doña Carmen Gutiérrez, donde está su simiente y don Enrique E., nuestro huésped de
honor por breve tiempo, con su familia han sido continuadores de la obra excepcional del patriarca, su
progenitor, y de aquí la historia les prepare un puesto prominente en sus fastos.
En el año de 1907 el doctor Jesús Jaramillo E., de grata recordación, fundó un colegio particular de
varones, con la fundación además de una biblioteca, a donde acudimos la mayor parte de jóvenes de
entonces, a instruirnos, pero la muerte de su hijo José Vicente, la necesidad de dedicarnos a la consecución
del sustento para la vida y otras circunstancias, obligaron a la institución a extinguirse, no obstante los
esfuerzos que para su conservación hizo don Rafael Hoyos y otros padres de familia, y de que al frente del
plantel se puso don Daniel Vélez Vélez como Director, de capacidades indiscutibles.
Los negocios ya iban cambiando de giro, con rapidez vertiginosa, y su volumen y extensión del
Municipio, impusieron la creación de una feria semestral, la que luego se trocó en mensual, como está hoy, a
donde acuden los negociantes de los pueblos y lugares circunvecinos. Para su funcionamiento hubo
necesidad de elegir una plaza especial, la cual está para concluirse y tendrá muy buenas condiciones y
capacidad.
El señor don José Antonio Gómez, espíritu de alto patriotismo y humanitario, al otorgar su testamento,
dejó una pequeña cantidad para hospital de caridad y esta fue la piedra angular de esa institución, puesto
que obligó a la entidad Municipal a la inversión de acuerdo con el pensamiento del testador. Se adquirió un
local para su iniciación, en el centro de la ciudad, después se trasladó a otro lugar retirado, y por último se
hizo a un cómodo y apropiado edificio levantado por el señor don Eugenio Arroyave, donde se halla al
presente.
En 1910 se le creó Junta Directiva, la cual ha venido funcionando regularmente, ha recibido auxilios de
los Tesoros Nacional y Departamental, y mediante contrato del Concejo que actuó el período pasado está
administrado por las Hermanitas de los Pobres Sor María Graciela, Sor Casta Sor Hersilia, Sor Eduvigis y Sor
Trinidad, de las cuales es Superiora la Reverenda Madre Sor Dolores de San José, pertenecientes a la
congregación de San Pedro Claver.
También hubo urgencia de trasladar al Matadero Público a un campo aparente y que no ofreciera
peligros para la salubridad, y en realidad se situó en el que funciona.
Como continuación del colegio de varones de que ya se ha hablado se creó una escuela superior anexa
a la de varones, y de ella fueron Directores los señores doctor Francisco Molina, don Miguel Chica, don
Antonio J. Arenas, don Gabriel Gaviria y don Abraham González.
A iniciativa del presbítero Efrén Montoya, se fundó desde el año de 1915 el Colegio de señoritas de la
Candelaria, del cual fueron institutoras, en su orden, las señoritas Sara Granda, señora Claudina Restrepo de
B., Lola Gómez, María Josefa Escobar, Elena Figueroa y Ana María Guzmán, y duró hasta 1926.
El 1° de julio de 1916 empezó a funcionar también el Colegio de señoritas de la Sagrada Familia, bajo
la dirección de las Hermanas Terciarias capuchinas y su funcionamiento, desde su fundación, ha sido así:
Directoras, Reverendas Madres Sor Elena, de Barranquilla; Sor Pilar de Jesús, de don Matías; Sor María Rosa,
de santo Domingo, y Sor Felisa, de San Vicente; profesoras: Sor Purificación, de San Andrés; Sor Luisa, de
Medellín; Sor Candelaria, del Fresno; Sor Amparo, de Yarumal; Sor Consuelo, de Amalfi; Sor María Josefa, de
Yarumal; Sor Fidela, de Medellín, Sor Bernardina, de La Ceja; Sor María Teresa, de Concepción; Sor Benigna,
de Santa Rosa; Sor Manuela, de Sonsón; Sor Martina, de Santa Rosa; Sor Delfina, de Belén; Sor Elena, de
Yarumal; Sor Teresa de San Roque; Sor Oliva, de Fredonia; Sor Justiniana, de Don Matías; Sor Joaquina María
de Bolívar; Sor Inocencia, de Santa Rosa; Sor Rosa, de Caramanta, y Sor Natividad de Fredonia. . Ha existido
una sección infantil, y cuando era oficial la regentó la Reverenda Hermana Dominga, de Belén. Este
establecimiento le hace honor a este pueblo y a varios de los vecinos les ha prestado servicios de
enseñanza, a quienes han ocurrido a él. Como alumnas de allí que han seguido la carrera religiosa, se
cuentan las siguientes señoritas urraeñas: Ana Arroyave, Honorata Restrepo, Filomena Montoya, Margarita
Herrera, María Restrepo Gallo, Mercedes Arcila, Elena Arroyave, María Teresa Restrepo, Graciela Cossio,
Josefina Carmona, Rosana Tirado, Catalina Carmona, Rosa Trujillo M., Laura Vélez, Delfalina Durán, Eulalia
Sepúlveda, Domitila Restrepo, Bárbara Posada, Leticia y Luisa White, Clara Rosa Higuita y Lucila Giraldo. A
desempeñar el magisterio han salido del mismo establecimiento las señoritas: Concepción Durango, María
Josefa Durán Graciela Restrepo, Elvira Durán, Rosa Aguirre, Silvana Sepúlveda, Carmen Guzmán, Teresa