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311 Pintura y poética de lo real en Juan José Saer: a partir de La mayor Miguel Dalmaroni, Universidad Nacional de La Plata–CONICET I Entre los últimos años del siglo pasado y los primeros de éste, re- cuerdo haber escuchado varias veces de boca de Susana Zanetti—quien desde hace un par de décadas recorre asiduamente el subcontinente y va- rios países de Europa dictando cursos sobre literatura latinoamericana— una insistencia entre enfática y entusiasta: “afuera [de la Argentina] no tienen la menor idea de quién sea Saer”. Zanetti exageraba, por supuesto, porque la exageración es un recurso usual de esa clase de interpelaciones. Pero, se estuviese más o menos de acuerdo, más o menos en desacuerdo con su ocurrencia, era difícil no prestarle atención. En efecto, se trataba de la directora general de la segunda edición de Capítulo, la historia de la literatura argentina que el Centro Editor de América Latina había lanzado en fascículos semanales apenas iniciados los años 80 y que durante aquellos días del terror dictatorial y la censura, los argentinos podíamos encontrar en los quioscos callejeros de diarios y revistas; en el contexto de ese mismo emprendimiento editorial, además, Zanetti había propiciado no sólo la reedición de los primeros e inhallables relatos de Saer sino además las pri- meras ediciones argentinas de dos libros principales del santafecino que, editados hasta ese momento solo una primera y única vez en Barcelona, casi ni habían circulado en Buenos Aires: El limonero real (1974) y La ma- yor (1976). Se trató de la inclusión de Saer en un par de colecciones que se presentaban la primera como una “Biblioteca argentina fundamental”, la siguiente como “Las nuevas propuestas”. La serie se inició en diciembre de 1981 con El limonero real, en octubre de 1982 agregó La mayor (que abría la colección “Las nuevas propuestas”), Cicatrices en enero de 1983, y en mayo de ese mismo año dos tomos de Narraciones (que incluían Responso y una selección de los tres primeros libros de cuentos de Saer). En aquellos mo- mentos, por supuesto, adentro, en la Argentina, casi nadie tenía idea de The Colorado Review of Hispanic Studies | Vol. 8– 9, Fall 2010–11 | pages 311–326
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Miguel Dalmaroni, Saer Pintura y Poética de Lo Real

Jul 14, 2016

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Miguel Dalmaroni, Saer, pintura y poética de lo real, The Colorado Review of Hispanic Studies, n° 8-9, 2010-11
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Pintura y poética de lo real en Juan José Saer: a partir de La mayor

Miguel Dalmaroni, Universidad Nacional de La Plata–CONICET

IEntre los últimos años del siglo pasado y los primeros de éste, re-cuerdo haber escuchado varias veces de boca de Susana Zanetti—quien desde hace un par de décadas recorre asiduamente el subcontinente y va-rios países de Europa dictando cursos sobre literatura latinoamericana—una insistencia entre enfática y entusiasta: “afuera [de la Argentina] no tienen la menor idea de quién sea Saer”. Zanetti exageraba, por supuesto, porque la exageración es un recurso usual de esa clase de interpelaciones. Pero, se estuviese más o menos de acuerdo, más o menos en desacuerdo con su ocurrencia, era difícil no prestarle atención. En efecto, se trataba de la directora general de la segunda edición de Capítulo, la historia de la literatura argentina que el Centro Editor de América Latina había lanzado en fascículos semanales apenas iniciados los años 80 y que durante aquellos días del terror dictatorial y la censura, los argentinos podíamos encontrar en los quioscos callejeros de diarios y revistas; en el contexto de ese mismo emprendimiento editorial, además, Zanetti había propiciado no sólo la reedición de los primeros e inhallables relatos de Saer sino además las pri-meras ediciones argentinas de dos libros principales del santafecino que, editados hasta ese momento solo una primera y única vez en Barcelona, casi ni habían circulado en Buenos Aires: El limonero real (1974) y La ma-yor (1976). Se trató de la inclusión de Saer en un par de colecciones que se presentaban la primera como una “Biblioteca argentina fundamental”, la siguiente como “Las nuevas propuestas”. La serie se inició en diciembre de 1981 con El limonero real, en octubre de 1982 agregó La mayor (que abría la colección “Las nuevas propuestas”), Cicatrices en enero de 1983, y en mayo de ese mismo año dos tomos de Narraciones (que incluían Responso y una selección de los tres primeros libros de cuentos de Saer). En aquellos mo-mentos, por supuesto, adentro, en la Argentina, casi nadie tenía idea de

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quién fuese Juan José Saer, y esas reediciones del Centro Editor fueron las que comenzaron a ganar lectores para su literatura, especialmente a partir de 1984 y entre estudiantes y profesores de las Universidades públicas, al iniciarse el proceso de democratización de la vida cultural y académica tras las elecciones presidenciales de octubre de 1983.

Todavía en agosto de 2005, en la nota que publicó en ocasión de la muerte de Saer, Beatriz Sarlo comenzaba anotando: “Ha muerto. Es cu-rioso que se lo llame uno de los grandes escritores de la Argentina, atándolo a una geografía que es la de su ficción y la de su lengua, claro está, pero no la de su valor” (1). Por supuesto, el activismo saeriano de Zanetti perdió hace tiempo su urgencia. En Francia sobre todo, en México pero también en los Estados Unidos y más recientemente en Brasil—donde se lo tradujo mucho—los trabajos críticos y las tesis sobre Saer ya no son escasos ni es-porádicos. Arcadio Díaz Quiñones ha sostenido una labor regular de pro-moción de los estudios saerianos en el ámbito académico latinoamericano y nordhemisférico. En noviembre de 2005, se llevó a cabo en El Colegio de México un coloquio internacional sobre Saer y Ricardo Piglia, cuyos resultados se publicaron en 2007 (Corral). En 2006 se conoció el libro de Gabriel Riera, Littoral of the Letter: Saer’s Art of Narration, resultado de una investigación apoyada por Princeton University. En 2009, la Susan Sontag Foundation concedió el primer premio a la mejor traducción literaria del español al inglés a Roanne Sharp, una joven tesista estadounidense que se postuló para ese galardón con su versión de La mayor. En el volumen 8–9 de esta misma revista, se incluye un texto de Laura Gandolfi, tesista de Princeton University, sobre La ocasión. Estas pocas referencias que, por supuesto, están lejos de reunir siquiera las principales iniciativas críticas más recientes, alcanzan sin embargo para advertir que la primera década del siglo XXI correspondería a una fase de la recepción de la obra saeriana en la que su valor parece desprenderse ya de ataduras y fronteras interiores o nacionales.

Si se incluye un examen de esa última fase en una revisión del conjunto de la labor de la crítica que se ha ocupado de Saer, es posible que algunos aspectos poco atendidos de su poética comiencen a cobrar ante nuestros ojos—los de sus lectores—una importancia que hasta hace poco no alcan-zábamos a advertir. En una serie de trabajos a la que sumamos ahora éste, hemos procurado llamar la atención acerca de uno de esos aspectos. Se trata de la importancia que las copiosas y decisivas vinculaciones de la es-critura saeriana con la pintura tienen para reconsiderar y reconfigurar una lectura del conjunto de su proyecto y de su obra (Dalmaroni “El empaste”, “Notas”, “La vuelta”). En “Transgresión”, uno de los cuentos de su primer libro (En la zona, 1960), vemos ya la reproducción de la tela de Vincent Van Gogh Campo de trigo de los cuervos sobre la pared del cuarto de Tomatis, el poeta de la saga y uno de sus principales personajes (Cuentos 498 y 492);1

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en “En la costra reseca”, en La mayor, se retrocede al momento en que, con la ayuda de Barco, veremos a Tomatis colgar el cuadro allí mismo (207). A partir de ese comienzo, la relación entre su literatura y los problemas de la experiencia se traman con la pintura: tomas de posición, preferencias de gusto o proposiciones teóricas; invención ficcional de pinturas y pintores; símiles descriptivos explícitamente pictóricos. Recordemos algunos mo-mentos de esa conjunción: el epígrafe de Muir en Cicatrices, donde se avisa que la novela es “Imaginary picture” y se anticipa, entonces, la importancia que tendrá The Picture of Dorian Grey en el relato (7); el negro pleno de esa especie de mancha suprematista que ocupa la mareada ensoñación de Layo en El limonero real (139); el expresionismo abstracto en Glosa, en cuyo curso es central el encuentro de Leto con los drippings de Rita Fonseca, una especie de Jackson Pollock santafecina (214–217); la mordaz benevolencia de Tomatis hacia el realismo candoroso de un pintor oficial en Lo imborra-ble (28–29); la analogía entre las maneras pictórica y literaria de componer en “Línea contra color” (Trabajos 29–33); la mención de Pollock en El río sin orillas para ilustrar ese efecto visual singularísimo, previo incluso a la primera lectura, que permite reconocer como suyo y sólo suyo un poema de Juan L. Ortiz y otorgarle, así, “ese estatuto envidiable de objeto único que es la finalidad principal del arte” (228 y 236); el comienzo y el final de La grande. Al mismo tiempo, hay que señalar que entre las preferen-cias de Saer se contó siempre el arte abstracto, tanto en su variante geomé-trica—Rothko, Kandinsky, Malevich, Mondrian—como en la afiebrada de los regueros aleatorios de Pollock, las tintas de Henri Michaux, las témpe-ras y gouaches de Mark Tobey. Al mismo tiempo, se interesó por Giorgio Morandi, y en Francia frecuentó al español neofigurativo Eduardo Arroyo. Esa perspectiva ecléctica o, mejor, profana, se completa con los pintores ar-gentinos con quienes Saer se vinculó desde su primera juventud. Fernando Espino (Santa Fe, 1931–1991), autor de la geometría que ilustra la portada de Palo y hueso (1965), fue para Saer, desde que lo conoció hacia 1957, un artista ejemplar. Entre fines de los 50 y su partida a Francia en 1968, Saer parece haber frecuentado también a los jóvenes plásticos antiacademicistas de Rosario y de Santa Fe: los modernistas de su ciudad que se reunían en “El Galpón”, el informalismo y los derrames tempestuosos de Celia Schneider, entre otros. Más tarde se interesaría en los relieves constructivistas de su amigo Adolfo Estrada, argentino residente en España. Pero a la vez, Saer nunca desdeñó las experiencias de pintores argentinos de generaciones anteriores, como Leónidas Gambartes y Juan Grela, y es muy improbable que no se haya interesado en la figuración formalizada y puesta en fuga de artistas de “la zona” como Ricardo Supisiche. Es posible que una clave para entender esa galería esté en la estrecha amistad que desde mediados de los 60 mantuvo Saer con Juan Pablo Renzi (1940–1992), el conceptua-lista de Rosario que protagonizó algunos de los momentos más combativos

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durante la emergencia de las neovanguardias argentinas, algunas de cuyas obras ilustran varias portadas de libros de Saer. Lo que el autor de nadie nada nunca no podía sino ver en las obstinaciones y búsquedas de Espino, de Renzi, de Estrada, era una adiestrada intimidad con el espesor de lo real, que comenzaba en la consideración sin complacencias de la materia y de las posibilidades de apropiación artística que ofrecían no sus atributos sino sus texturas, sus contornos, sus densidades, su lugar en el espacio, la resistencia muda de una sensorialidad no hablada ni vista por la civilización en todo aquello que la civilización, para sustraérnoslo, nos entrega hablado y mos-trado hasta el hartazgo.

Por supuesto, la crítica se ha ocupado de toda una serie de problemas estrechamente conectados con el que señalo; entre los principales están la percepción y las relaciones entre lo sensorial y el recuerdo, los vínculos bio-gráficos y artísticos con el cine, la importancia de lo visual y lo vocal en la insoslayable jerarquía que el proyecto de Saer otorga a la poesía. La dimen-sión espacial de los efectos buscados por el arte de Saer—uno de los temas críticos más próximos al que propongo aquí—ha sido establecida de modo inicial pero a la vez preciso por María Teresa Gramuglio. Cuando se estu-dia el papel ineludible que la pintura y las artes plásticas juegan en la tra-yectoria saeriana, la reflexión retoma necesariamente esos y otros tópicos pero al mismo tiempo puede, creemos, resignificarlos. Intentamos avanzar aquí en esa perspectiva, concentrándonos en una relectura de La mayor, el volumen de relatos que Saer publicó por primera vez en 1976.

II “El fluorescente, que titila, imperceptible, hunde y saca de lo negro, alter-nadamente, en el atardecer, la cocina” (125). Es la primera imagen lumí-nica y cromática escrita en “La mayor”, el texto que encabeza y da título al volumen. Está prefigurado allí el movimiento de la escritura saeriana de la sensorialidad visual, y la de este libro en particular: nos anticipa por un lado la figura del semiciego, central en el último de los relatos, “Carta a la vidente”, pero además la alternancia misma entre las dos plenitudes de la ceguera o de la nada: el blanco puro, el negro más cerrado. Apurando una conclusión que es tributaria de incontables momentos del resto de la obra de Saer, puede decirse que el extremismo negativista de esos dos es-tados—que van del exceso máximo de la luz a su ausencia completa—se antepone a cualquier despliegue de los colores y de las líneas, a cualquier intento de profusión cromática del grafismo. Pero es esto último, sin em-bargo, lo que ocurre todo el tiempo en la escritura de Saer, danzando el mismo movimiento que, tras desautorizar de modo severo la más mínima confianza en la narración, la recomienza y la varía una y otra vez. Incluso en “La mayor”, son los colores y las líneas los que se imponen como pro-

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blemas luego de que la malicia cómica de la narración le hace confesarse a Tomatis su fracaso en el intento literal de replicar la experiencia proustiana de la magdalena ensopada en el té. En efecto, lo que sigue tras la compro-bación inicial de que, “decididamente” (125), nada puede sacarse ya de la gran lección literaria de la memoria proustiana, es una especie de relevo: de la literatura a las artes visuales, de Proust a Van Gogh, de un relato del tiempo (“antes”, “atardecer”, “invierno” (125)) a la escritura de una visión intermitente: la mirada del narrador sobre la materia de las “manchas” de Campo de trigo de los cuervos y sus colores (127). Ahora bien, entre En busca del tiempo perdido y la tela de Van Gogh, entre la primera página y la se-gunda, el texto de Saer entabla un pasaje, inserta una mediación entre un arte y el otro, cuando menciona las letras como grafemas, las líneas y colo-res de una escritura leída pero sobre todo vista: nos referimos a “la carpeta verde, cerrada, donde dice, en tinta roja, en grandes letras de imprenta, irregulares, rápidas, PARANATELLON”, y próximo a la carpeta “un vaso lleno de lápices, de lapiceras, de biromes […] rojas, negras, verdes, azules” (126). La palabra remite obviamente al río de “la zona” saeriana, el Paraná, pero desde su significado en la astronomía antigua, y en un escritor como Saer, pone a resonar además la imagen mallarmeana de la escritura como cielo estrellado y red de constelaciones, y también—en este texto—los cie-los estrellados de Van Gogh.

Una relectura de ese comienzo de “La mayor” como la que sugiero, per-mitiría retomar el campo más amplio del arte saeriano de lo visual, co-menzando por este asunto de detalles vacilantes: los colores y los trazos de las tintas, las que usaba Saer pero, a la vez, las que se usan en sus ficcio-nes para escribir, pintar o dar cuenta de algún atributo de lo real. El pri-mer aspecto—ese tenor material del trabajo del escritor por la vista y por la mano—se pierde por supuesto en la visualidad de la edición impresa, aunque retorna a su manera en los objetos y mundos imaginados por la escritura. Sobre el final de la entrevista que concedió en 1981 a Gerard de Cortanze, Saer nos hacía ver su microfísica de la escritura como un trance del cuerpo y como “traspaso” entre los cuerpos del que escribe y de quienes lean:

[...] para el primer flujo la escritura a mano es, en mi caso, esencial. […] La punta de la lapicera sostenida de esa manera deja sobre la página blanca trazos de nuestro propio cuerpo (porque en definitiva todo sale de ese cuerpo), más inclinado, en su intimidad, a librar su secreto. El cuerpo es un paradigma del mundo y por decir así, lo contiene. Cuando levanto la cabeza para echar una mirada alrededor, si quiero describir lo que veo, el paso por el cuerpo de los elementos de mi visión es ineludible, porque es a través de este pasaje que el cuerpo puede hacerlos descender, trans-formados por su alquimia, en la pluma. […] Al mismo tiempo un cuerpo imaginario, inerte, interno, enturbia continuamente a las imágenes que la

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escritura trata de dar forma; muchos cuerpos, fragmentarios, fugaces, se presentan a la conciencia, a la memoria o a la imaginación, sin haber obe-decido, aparentemente, a ningún llamado y como aparecieron desaparecen. La escritura, en el sentido grafológico, perfectamente individualizada, lleva las marcas del cuerpo que la ha sembrado en la página. Y ese cuerpo, cuyos innumerables signos pueden seguirse en los trazos de lo escrito, se deposita poco a poco, a lo largo de los años, en la obra que es, según la vieja denominación latina, también ella, un corpus. Escribir es así una especie de traslado en que lo vivido pasa, a través del tiempo, de un cuerpo al otro. (Por una literatura 44–46)

Desde allí se podría explorar una comparación entre las costumbres gráficas y plásticas de Saer, su modo manual de escribir y de vincularse con la materialidad de las superficies, los colores y las líneas, y el papel sin du-das decisivo y característico que juegan los trazos y fluidos de tintas y pin-turas en la física saeriana de los objetos y las cosas, en esa zona de su “an-tropología especulativa” en que el sentido de la vista se inclina una y otra vez ante los atributos materiales de cada unidad de lo real (El concepto 16). Pero por lo mismo, a la vez, se torna necesaria una descripción crítica de lo que llamaremos la ambición tridimensional de la poética de Saer: junto a lo visual, sus narraciones involucran a menudo el olfato, el gusto, el oído, pero en lo que respecta al modo particular de concebir la literatura como obra y resultado, sobre todo el tacto. Cuando Saer explica o figura lo que pretende su trabajo de escritor, no compromete solo las dimensiones de lo imaginado, lo recordado o lo narrado, ni únicamente una óptica del plano, sino además la búsqueda de un arte de la escritura que se aglomere en “ob-jeto”, que se sueña y se persigue obra “espesa”, “rugosa”, volumétrica; que encuentra su analogía interartística, en fin, en la escultura. Por supuesto, es decisiva al respecto la decisión temprana que toma Saer cuando hace que Tomatis cuelgue de la pared de su cuarto de la terraza esa reproducción de Van Gogh, no solo un caso de la carga espesa de la pintura al óleo sino, como se sabe, un clásico contemporáneo de esa textura en fondo—fuga tri-dimensional del plano de la tela, precisamente—que enfatizaron impresio-nistas y posimpresionistas. El cuadro de Van Gogh será mirado y vuelto a mirar de un título a otro, desde En la zona hasta La mayor, como una aná-fora y un emblema que Tomatis—poeta que teoriza sobre la novela—no parece haber descolgado nunca de delante de sus ojos.

A este respecto, conviene recordar el símil pictórico que utilizó Saer en un escrito que suele reconocerse como uno de los principales entre sus poéticas. Nos referimos a “Razones”, donde el escritor compara su trabajo narrativo con la tarea no tanto del pintor en general, sino más bien con la de una clase particular de pintor cuya insatisfacción con los resultados lo conduce no tanto a reemplazar ni a recomenzar como, sobre todo, a su-perponer y agregar, insistente, una y otra vez, de tal modo que (en el resul-

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tado material del arte-facto) lo visual supera las fronteras bidimensionales del plano:

[…] consiste en revivir lo vivido con la fuerza de una visión, en un proceso instantáneo […] Más que con el realismo de la fotografía, creo que el procedimiento se emparienta con el de ciertos pintores que emplean capas sucesivas de pintura de diferente densidad para obtener una superfi-cie rugosa, como si le tuviesen miedo a la extrema delgadez de la superficie plana. (18)

III

Volvamos entonces a “La mayor”. ¿Para qué están allí—entre el Proust parodiado en el fracaso, y la tela disolvente de Van Gogh—los trazos y colores de la carpeta, de las letras, las biromes? Por supuesto: Tomatis es poeta, debe estar editando un Parnaso del Paraná. Esa atribución realista de sentido, esa verosimilización, la proporcionan otros relatos incluidos en el volumen, especialmente “Amigos”. Allí es Ángel Leto, “un viejo amigo” de Tomatis y de otros personajes de saga saeriana, quien abre la carpeta y lee la portada con las tres alternativas del título (“PARANATELLON, PARANATELLERS o PARANASO”) y debajo la inscripción en minúsculas que reza “antología comentada del litoral” (Cuentos 191).2 Esa lectura rea-lista, digamos, es inevitable, pero insuficiente. Conviene combinarla con una lectura pictoricista, matérica o—en síntesis—poética. Porque habría que reparar en el hecho de que—con la misma marginación centrada que los títulos precedentes en mayúsculas—el sustantivo propio “Litoral” cae en la elección de las minúsculas que el texto se ocupa de poner ante la vista del lector. Iniciado con ele minúscula, “litoral” no deja de ser el topónimo que incluye la región y la zona, pero se da de leer además como sustantivo común: costa, orilla, borde. En el subtítulo del libro de poemas que, su-ponemos, Tomatis está eligiendo e incluyendo en la carpeta, “del litoral” se lee entonces no solo como genitivo de pertenencia (digamos, escritores nacidos o residentes en el Litoral argentino) sino también como comple-mento de asunto: una “antología comentada” de textos o poemas acerca de la orilla, la costa, los márgenes. Los trazos irregulares de las letras rojas de la carpeta de poemas anticipan el paso a la tela de Van Gogh, a su vez tes-tificación física y cromática del borde, puesta en objeto y ensanchamiento del límite, ya no en las dimensiones caligráficas de la línea sino en la uni-dad no menos irregular de la mancha: en el modo de mirar del narrador y por tanto en su modo de narrar—que es el de un Van Gogh que hubiese escrito como pintaba—, cada mancha de la tela es agente de una reveladora descomposición de la totalidad.

En otro de los relatos del libro, “En la costra reseca”, Barco y Tomatis pasan juntos un día de excursión, remando por “el río sin orillas” hasta una

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de las incontables islas de la zona, donde enterrarán una botella lacrada que lleva en su interior un papel en que han decidido dejar escrita una le-yenda (nada más que la palabra “mensaje”) para algún sujeto imaginario que pudiera encontrarlo en un futuro no menos conjetural. El gesto con-ceptualista de esa escritura mínima que los dos amigos introducen en la botella arranca primero de lo indistinto el blanco de la hoja de papel sobre el que Tomatis escribe con tinta negra la palabra “mensaje”, y marca así un primer borde; a la vez, ya vuelta puro grafema, objeto visual, la escritura segrega, revela y resguarda únicamente el carácter cósico de la “cinta rígida” de papel con la palabra inscripta en ella, al separarla de sus posibles signi-ficados y de los sujetos que la eligen, la enuncian, la escriben y la encierran dentro de una botella enterrada y no lanzada a las aguas:

Tomatis consideró que aun cuando hombres capaces de comprenderlo encontraran el mensaje, ellos, Barco y Tomatis, no estarían en él, así como no estaban tampoco las orillas que cabrilleaban, los sacudones lentos de la canoa a cada golpe firme del remo, el bar iluminado que divisaron desde el

muelle, engastado en la oscuridad azul, […] (210).

El episodio sucede “en la costra reseca”, es decir en ese objeto mineral y muerto con que los textos de Saer figuran el planeta, pero al borde de la costa, en el magma proteico de ese humedal interminable que forman el Paraná y sus brazos y afluencias: un espacio donde solo parece perdurar el miasma indistinto de la materia sin sentidos, mientras que las identida-des dichas o escritas por los humanos están siempre, como ellos mismos, a medio borrarse. Pero conviene notar, al mismo tiempo, que las estrategias descriptivas del texto y sus insistencias procuran concentrar y hacer volver las miradas de los personajes y la imaginación del lector a la mudez de esa cinta de papel y al dibujo de la palabra que lleva escrita. Es esa insistencia la que hace vacilar y vuelve opaca e incierta, hasta casi vaciarla, la reserva de sentido de ese discurso enterrado que deja de ser tal y únicamente se con-serva sin el rastro de nadie y para nadie.

El título de la carpeta escrito también a mano y con tintas de colores articula, así, una especie de solución o, más bien, la posibilidad de pasar del fracaso de la narración literaria de “algo”, a una voz que dice una y otra vez, y en todas las variantes sintácticas posibles, que mira y que insiste en mirar. Las letras rojas de “PARANATELLON” escriben, en ese punto de “La mayor” donde el relato podría concluir, en cambio, la posibilidad de pasar de la negación drástica (nadie puede nunca, nada, lo que se dice nada) a la interrogación. La “Carta a la vidente”—última pieza del volumen—presenta el mismo movimiento mediante la conjetura aleatoria que sigue a la insistencia escéptica: “Que el mundo resplandezca” en esos fragmen-tos entrevistos, dice el escribiente, “si uno de los modos del mundo es el resplandor” (211). Es la última frase del libro. Pero antes, a su manera, ha sido muy semejante la conclusión conjetural, vacilante y provisoria a que

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ha arribado el narrador en principio antiproustiano del primer relato del libro: después de haberse metido en la cama y apagado la luz, mientras se duerme “en lo negro”, se le presentan, empastadas pero vívidas, sobre todo dos manchas de entre sus recuerdos del ajetreo callejero durante la mañana soleada de ese día: el café negro que, sin verlo, ha imaginado que tomaban los clientes del bar Gran Doria, y la bufanda amarilla de un transeúnte que sí ha visto y que retorna, nítida, aunque acaso tenga ahora, ya mero recuerdo, el mismo estatuto infundado que el café (algo semejante a lo que sucedía con la botella enterrada, cuando al final del día narrado en “En la costra reseca” Tomatis, también ya acostado, la recuerda). Se trata de un recuerdo “móvil” y hecho de “manchas” y de “astillas”, que regresan en ese intervalo entre la vigilia y el sueño o—no podemos estar seguros—ya entre un sueño y el que le seguirá; pero aunque vaya y venga, regrese y desapa-rezca, es un recuerdo que “vuelve, empecinado, victorioso, a subir” y que “titila, patente” (143). La voz que narra conjetura que esa epifanía nimia pero efectiva—algo insignificante, pero algo y no meramente nada—po-dría estar insinuando la “negación de la negación” de que haya habido ese paseo matinal por el centro soleado de la ciudad (144). Por eso, para la frase final de “La mayor” Saer escribe una interrogativa: esa bufanda amarilla de la que habría nacido el recuerdo flota desintegrándose “¿en qué mundo, en qué mundos?” (144). Anticipa así la última frase del libro, esa condicional irónica e inquietante con que termina la “Carta a la vidente”, concediendo que acaso haya un mundo, uno de cuyos modos sea el resplandor del arte, aun si ese resplandor no es más que el recuerdo ya borroso de unas pocas marcas de tinta negra sobre un papel encerrado bajo tierra en una bote-lla, aun si ese resplandor no es más que el titilar de un fluorescente que apenas saca, para volver a perderlo, “de lo negro”, algo. En “A medio bo-rrar”, el segundo relato de La mayor, el poeta y maestro venerado de la saga, Washington Noriega, enuncia para el grupo de jóvenes que protagonizan las ficciones de Saer la triple verdad del budismo Tendai: “primera propo-sición: el mundo es irreal; segunda proposición: el mundo es un fenómeno transitorio; tercera proposición, y, atención, la fundamental: ni el mundo es irreal ni es un fenómeno transitorio” (172). Si la terna es una figura de lo que se compone en La mayor, es decir si cabe leer esos aforismos como una poética, no como una lógica, podría decirse que la tercera proposición se produce porque un sujeto que escribe lo que mira, se apega a la repetición con mil variantes de las dos primeras proposiciones.

IVLa estética de Saer reside, entonces, en esa denegación de la negación de lo real. El dispositivo de esa estética, su instrumental, digamos, procede al mismo tiempo de las artes plásticas y de la poesía; de una disposición que,

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como la pintura o la escultura, la poesía produce: la detención. Arte conde-nado a la sucesión lineal y a la temporalidad no simultánea de las palabras, la literatura sabe sobre todo por la poesía que la repetición y las variaciones, y la repetición de la repetición y las variaciones de las variaciones, corroen la vida normal del discurso, cortan el discurrir regular del decir y entorpecen el trueque establecido entre palabras y sentidos disponibles (para decirlo de otro modo: la poesía no necesita acotarse a sus tradiciones concretistas para saber que lo que persigue es siempre eso que el pintor o el escultor puede efectuar en quien mira o toca la obra: detener, precisamente, su curso). En verso o en prosa, la poeticidad se demora y nos demora hasta dejarnos la palabra plantada ante la vista en estado de interrogación o de enigma. El procedimiento en apariencia contrario, es decir el poema en medio de la página como unidad visual breve insistiendo en sí, produce la misma clase de efecto. La mayor es un libro experto en la detención poética, y reinventa de hecho varias de sus posibilidades, según la ley del dispositivo: a mayor reincidencia del texto sobre sí—sea por el regreso de la repetición, sea por la fijación de la brevedad-, más incertidumbre y más fuga de lo sentido y sig-nificado. “Capas sucesivas” con las que es posible obtener, sobre la página como sobre la tela, “una superficie rugosa”: un cuerpo. Las diferentes voces que en el libro repiten infatigables que no sacan nada, que no sienten nada o que del recuerdo tenemos nada, nomás por esa enunciación insistente dejan escrito un deseo de realidad; de “un poco más de realidad” que la que pre-tenden las “narraciones realistas” que “cuentan una historia del principio al fin como si sus autores poseyeran las leyes del recuerdo y de la existencia”, según protesta el narrador de “Recuerdos”, uno de los “Argumentos” del libro (200).

La detención es entonces el dispositivo poético que propicia estrechos parentescos entre literatura y artes plásticas. La mayor, que es una inves-tigación artística extrema del dispositivo de detención, es un libro pictori-cista. Las voces que inventa Saer aquí, han entregado su lengua a la mirada, y en particular a la mirada no de un connoisseur sino de un “profano” que mira cuadros espesos, o que mira parcelas de mundo como si mirase cua-dros. En los primeros relatos resulta evidente: es la insistencia de la vista sobre ese Vincent Van Gogh lo que configura y activa las flexiones de la voz tras el fracaso del experimento proustiano. La mirada hace esa voz. Por supuesto, se trata a la vez de que la pintura—parcela de manchas cuya posibilidad de representar alguna totalidad, es decir “algo”, está comple-tamente fuera de la materia del cuadro—le sabe al lenguaje la falsedad de sus propias ilusiones realistas (“¿Dónde empieza la costa?” […] ¿Hay algún límite…?” (185)). Pero la efectuación literaria del texto reside sobre todo en que su versión del dispositivo de detención es la que, digamos, hubiesen es-crito las manos del artista que compuso ese cuadro, en caso de que hubiese sido narrador o poeta en lugar de pintor. En “A medio borrar”, la voz de

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Pichón parece hecha de una subjetividad completamente constituida por los efectos de la tela enteramente blanca que pinta Héctor, una cita del céle-bre Cuadrado blanco sobre fondo blanco del suprematista Kasimir Malevich (uno de los pintores preferidos de Saer). En “Pensamientos de un profano en pintura”, el narrador nos confiesa una extravagancia: el ordenanza del museo municipal lo cree loco, porque “me la paso mirando la pared vacía”.3 “Parece blanca en el sentido del rojo blanco—prosigue—: el rojo” que “se vuelve invisible a fuerza de abundancia y de exceso […]. Todo cuadro se me presenta como una pared blanca que ha sido atenuada, disminuida”. Por eso, para el narrador “el arte de la pintura” es “el arte de la reducción”, y así como mira más la pared que los cuadros, reflexiona “más sobre los marcos que sobre la pintura” (174–175). De tal modo, su predilección pic-tórica son “los retablos y el Vía Crucis” (174), reducciones extremadamente definidas, obligadas por el marco inmediato a dejar ver, entre una estampa y la otra, la pared vacía (aquí es inevitable pensar en la admiración que Saer profesaba por la obra del santafecino Fernando Espino, en la que abundan retablos: telas, cartones o tablas de hasta unos treinta centímetros de lado). Sobre el final del relato, esa superficie blanca—pura abundancia y exceso de lo real sin significados—tiene su equivalente inverso y simétrico en “los brazos de una noche” que—ya disuelto el arco iris del atardecer—es “más negra y más pareja que el fuego” (175). El texto sugiere, así, que las repre-sentaciones enmarcadas que nos da el arte figurativo, al mismo tiempo que impiden que el sentido “se derrame por los bordes hacia el mar de aceite de lo indeterminado” (174), nos imponen—a su lado—la visión enceguece-dora de ese magma indistinto de “lo uniforme” (175). Esa alternancia entre el sentido y el blanco, entre la distinción cromática del arco iris y la noche completa donde todo se desdibuja, perturba la continuidad articulada de lo que tomamos por realidad. Como decíamos: un asunto de luces titilantes y negruras que se alternan, de litorales, orillas, marcos, líneas y trazos siem-pre vacilantes, suspendidos por la interrogación.

Pero en el curso del libro—como sobre los finales de “La mayor” y de “Carta a la vidente”—hay al menos dos momentos de esa mirada escrita o de esa escritura detenida en mirar. Por una parte, está esa pérdida de la inocencia y la credulidad de la lengua por movimientos que van y vienen de la disgregación a la condensación: negro pleno pero mudo del grumo condensado de lo indistinto, blanco enceguecido de una pared que no con-serva ni dice, de nosotros, nada; o movimiento de la descomposición, en cuyo curso aquello que la lengua pretendía tejido en una malla firme de lazos y de sentidos se dispersa, y lo que suponíamos un mundo se fuga, impúdico, de sí, y nos deja desnudos y ciegos. Por otro lado, ese primer momento va siendo interrumpido, o desemboca a veces, en un canto de lo visible, testificación “radiosa” o resplandeciente del “movimiento continuo descompuesto” (La grande 193). La poética de Saer traza así un itinerario

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selectivo por la pintura contemporánea: su procedimiento inicial y nega-tivo está entre Van Gogh y Malevich, su consecuencia productiva entre Espino, Renzi y Pollock. Se trata siempre de “manchas” que primero tes-tifican la “catástrofe” pero luego, cuando terminan por aglomerarse en el libro, dan el destello de “un fragmento perfecto” de real (180). Y entonces, ya no parece sensato—visualmente hablando—decidir si lo que se disgrega en la tela es ahora fuga o reunión, disolución o, en cambio, “aglomera-ción sensible que le añade, liberadora, a lo existente, delicia y radiaciones” (Glosa 217).4

En “El parecido”, otro de los breves “Argumentos” de La mayor, hay—también por intervención de una pintura—una variación de ese momento en que la experiencia de lo visible ya no es sólo testificación de la nadería de las identidades y de la catástrofe, sino ocurrencia azarosa pero efectiva en que la experiencia de lo perceptible resulta recobrada. El narrador recibe por correo una reproducción del retrato de Sibylla Sambetha, el cuadro del pintor flamenco Hans Memling. Es la primera vez que ve la obra, pero ese rostro le resulta demasiado familiar: “la cara de la que me hacía acordar, aún cuando yo no supiese exactamente de quién era, crecía en mí desde la amplia y rígida mancha de rosa marmóreo” del rostro del cuadro (182; énfasis nuestro). Capturado por ese “parecido” con no sabe quién, el na-rrador asegura haber tenido la revelación de ese recuerdo, la identidad de ese rostro “en la punta de la lengua” (183), es decir allí mismo donde lite-ralmente—en el episodio proustiano—la magdalena mojada en el té se de-tiene un momento pero sin que nada se recobre. A los ojos del narrador, la luz solar convierte ese rosa del rostro del retrato “en un resplandor dorado” cuando, al subir al colectivo, vuelve a ver a una muchacha de la costa con la que suele cruzarse, idéntica al retrato (183). Como en el arte, el “recuerdo” no es la mera cosa —aquí, el cuerpo vivo de la muchacha—, pero se reco-bra cuando la cosa particular y única—y no un sustituto—se presenta a nuestros sentidos. El “parecido” hace notar lo diverso, y la diversidad de cada cosa la hace única: el retrato de Sibylla no termina de “hacer subir” el recuerdo de la muchacha de la costa sino hasta que esta aparece y ocupa el espacio con su cuerpo. Por eso, el episodio—anota el narrador—le ha hecho pensar mucho

en la infinidad de las piedras y de los árboles, de las caras, de los pájaros, de los excrementos, de las raíces, cada uno irrepetible y solitario, único; experimenté el lugar común de las impresiones, la de las infinitas olas del mar y la de la arena innumerable […] y de golpe […] eufórico, deseé por un momento ser una clase especial de cantor, el cantor del mundo visible, el cantor de todas las cosas, considerándolas una por una […] con una voz ecuánime que las iguale y las recupere […] para mostrar un mundo com-pleto en el que estén presentes todos los paraísos y todas las hojas de todos los paraísos y todas las nervaduras de todas las hojas de todos los paraísos,

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para que el mundo entero se contemple a sí mismo en cada parte y en el honor de la luz y nada quede anónimo. (183–184)

El texto, por supuesto, discute aquí una cierta noción del realismo ar-tístico asociada usualmente al Borges de “El Aleph”, de “Funes el memo-rioso” o de aquella imagen del “Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él” (Obras 847). Incluso en térmi-nos de una burla más mordaz aun que la de “El Aleph”, hay que pensar en relatos como “Una tarde con Ramón Bonavena” y algunos otros de las Crónicas de Bustos Domecq que Borges escribió con Bioy Casares. Allí la mofa se dirige, drástica, al ideal artístico vanguardista (de linaje no obs-tante romántico), según el cual el escritor—como un pintor no figura-tivo—se permite la grotesca y candorosa pedantería de soñar ni más ni menos que con agregar algo al mundo, en este caso el libro como resultado de un descripcionismo hiperdetallista, literal, fotográfico. Pero hay que ad-vertir también que Saer, en el mismo tono cómico, supo prevenirse contra eventuales efectos que una relectura de esas repugnancias de Borges pu-diese desatar contra su poética (el chiste se lee en Lo imborrable, cuando se narra que un pintor de academia, “Bueno padre”, arranca de cuajo un árbol del jardín de su propia casa luego de haberlo suprimido de la tela realista que acaba de pintar copiando el mismo jardín [28–29]). Pero antes de eso, conviene advertir que la poética del “cantor de todas las cosas” que leemos en “El parecido” retoma una controversia seria, célebre, prolongada y me-nos local en la que, a su manera, también Borges estuvo enfáticamente in-volucrado, especialmente en su rechazo regular hacia la proliferación inane de la empiria de las cosas o, en su revés, la graforrea infinita del exceso de palabras que el autor de Ficciones identificaba en la novela contemporánea. Porque “El parecido” cita un lugar bastante conocido de la Correspondencia de Marcel Proust, donde el novelista francés transcribe el juicio de uno de sus detractores:

Cette satisfaction organique que nous procure une œuvre dont nous em-brassons d’un regard tous les membres, il [Proust] nous la refuse obstiné-ment. Le temps qu’un autre eût employé à faire du jour dans cette forêt, à y ménager des espaces, à y ouvrir des perspectives, il le donne à compter les arbres, les diverses sortes d’essences, les feuilles aux branches et les feuilles tombées. Et il décrira chaque feuille, différente des autres, nervure par ner-vure et l’endroit et l’envers. Voilà son amusement et sa coquetterie. Il écrit des “morceaux”. (29)

Es que si lo que hay no es más que—nervadura por nervadura—“cada cosa” única y diversa, nada es más que fragmentos, nada hay sino man-chas. El realismo de las narraciones de Saer se quiere materialista y poético en grado máximo: como una radicalización del mandato de Mallarmé, se trataría aquí no de “donner un sens plus pure aux mots de la tribu” (154; énfasis nuestro), sino de suprimir, lisa y llanamente, los universales (“pie-

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dra” dice todas las piedras, “cara” dice todas las caras), para que en cambio cada cosa única sea en nosotros el puro trazo—el puro cuerpo, visible y táctil—de la palabra singular e insustituible que la pinte, es decir que—en efecto—la haga. Estamos, así, ante una ambición de objeto por parte de las palabras, ambición abierta tras una repetida comprobación materialista ejecutada por el trabajo de la prosa contra nuestras ficciones de realidad: como en las telas de Van Gogh, como en la inconmensurabilidad entre los derrames del expresionismo abstracto y lo culturalmente figurable, “lo que se presenta realmente […] siempre es discontinuo”. Para decirlo con esa figura de linaje freudiano que Alain Badiou atribuye a Lacan, no hay más que “granos de real” (pero los hay) (141).

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Notas1 Citamos aquí por la edición de los Cuentos completos (1957–2000), más accesible aun para lecto-

res especializados que la primera, y contrastada previamente con ésta. No incluimos apellido de autor en las referencias entre paréntesis cuando se trata de Saer.

2 La provincia argentina de Santa Fe, campo de referencias culturales que Saer ha utilizado para construir “la zona” donde se ubica la mayor parte de su ficción, forma parte de la geografía co-nocida como “el Litoral”, topónimo que reúne las regiones bañadas por los ríos de la cuenca del Plata: el Uruguay y especialmente el Paraná y el Delta del Paraná.

3 La figura de la pared blanca reaparece en otro de los relatos de La mayor, “El intérprete” (lo mismo que la orilla y el borde, en este caso entre la playa y el mar).

4 Véase también el ensayo admirativo de Saer sobre el pintor santafecino Fernando Espino, “Una deuda en el tiempo”.

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