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VASILI ZÁITSEV MEMORIAS DE UN FRANCOTIRADOR EN STALINGRADO
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MEMORIAS DE UN MEMORIAS DE UN FRANCOTIRADOR EN … · 2020. 11. 12. · La guerra en las sombras Cómo la CIA se convirtió en una organización asesina Laurence Rees Auschwitz Los

Feb 18, 2021

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  • Memoria CríticaÚltimos títulos publicados

    Peter KornbluhPinochet: los archivos secretos Mark MazzettiLa guerra en las sombrasCómo la CIA se convirtió en una organización asesina Laurence ReesAuschwitz Los nazis y la «solución fi nal» Wendy Lower Las arpías de HitlerLa participación de las mujeres en los crímenes nazis Guido KnoppSecretos de la segunda guerra mundial David TalbotLa conspiraciónLa historia secreta de John y Robert Kennedy Heriberto Araújo y Juan Pablo Cardenal El imperio invisibleEl éxito empresarial chino y sus vínculos con la criminalidad económica en España y Europa

    David FinkelGracias por sus serviciosEl retorno de los soldados

    Vasili Záitsev (1915-1991) fue cazador en los Urales antes de enrolarse como

    voluntario en el ejército ruso en 1937. Su maestría como

    francotirador llegó a ser legendaria y sus servicios en

    el ejército fueron recompen-sados con varias medallas,

    incluida la codiciada Estrella de Oro de Héroe

    de la Unión Soviética.

    Realización de cubierta: Jaime Fernández, 2013

    VASILI ZÁITSEV

    MEMORIAS DE UN

    FRANCOTIRADOR

    EN STALINGRADONacido en los Urales y habituado a la caza, Vasili Záitsev era un tirador excepcional, como lo demostró en la batalla de Stalingrado, donde, según sus propias palabras, «maté a 242 alemanes, incluyendo más de diez tiradores enemigos». Este libro es el relato personal de su experiencia en la guerra, sin las manipulaciones con que la falseó el cine en Enemigo a las puertas. Lo que da un valor excepcional a este relato es el hecho de que nos ofrece el testimonio de alguien que vivió perso-nalmente el salvajismo de la que ha sido considerada como la batalla más sangrienta de la historia: una «guerra de ratas» entre las ruinas, donde la esperanza de vida de un nuevo com-batiente no pasaba de las 24 horas, y que acabó cobrándose de tres a cuatro millones de bajas. Las Memorias de un francotirador en Stalingrado de Záitsev, que consiguen transmitirnos la expe-riencia del combate tal como la vive un soldado, son un auténtico clásico de la literatura de guerra.

    www.ed-critica.es

    PVP 20,90 € 10037562

    VASILI ZÁITSEV

    MEMORIAS DE UN FRANCOTIRADOREN STALINGRADO

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    VASILI ZÁITSEV

  • VASILI ZÁITSEV

    MEMORIAS DE UN FRANCOTIRADOR EN STALINGRADO

    Edición de Neil Okrent

    Traducción del inglés de David Paradela López

    CRÍTICABARCELONA

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  • 1

    Infancia y juventud

    Todo el mundo recuerda su infancia. Algunos rememoran aquellos días con amargura, otros con sentimiento y orgullo: «¡Ah, qué infancia la mía!». Sin embargo, nunca he tenido ocasión de oír a nadie tratando de definir cuándo empieza o acaba la juventud. Por lo que a mí respecta, lo ignoro. ¿Por qué? Probablemente porque damos nuestros primeros pasos en el territorio de la infancia sin percatarnos y sin que de ellos quede rastro en la memoria, y porque el paso de la infancia a la juventud se produce de forma espontánea y pueril, sin una visión reflexiva sobre el mundo. No por nada hablamos de «niños mayo-res». Se hace difícil decir a qué edad empezamos a llamarlos así. En ocasiones, incluso, nos encontramos con «niños» que pasan de los veinte años, aunque difícilmente se puede presumir de ese tipo de infancia.

    En mi recuerdo, el final de la infancia está marcado por las palabras de mi abuelo Andréi, que un día me llevó con él a cazar y, tras ponerme un arco y unas flechas de factura casera en las manos, me dijo:

    —Dispara apuntando con firmeza y mira a los ojos de tu presa. Ya no eres un chiquillo.

    A los niños les gusta jugar a ser mayores, pero aquello no era un juego. En los bosques habitan animales salvajes de verdad, bestias hábiles e inteligentes, no como las de las fantasías. Pongamos que queremos echarle un vistazo a una cabra — para ver qué clase de orejas, de cuernos o de ojos tiene—; para ello, hay que camuflarse de tal modo que el animal nos mire como si fuéramos un arbus-to o una brizna de heno. Hay que permanecer inmóviles, sin respirar ni pesta-ñear. Si lo que queremos es acercarnos a la madriguera de un conejo, tendre-mos que reptar en la dirección del viento, para que bajo nuestro peso no cruja ni una sola hebra de hierba.

    Debemos ser uno con el suelo, pegarnos a él como una hoja de arce y avanzar en silencio. Al conejo hay que cazarlo de un flechazo certero. Debe-

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  • 14 Memorias de un francotirador en Stalingrado

    mos arrastrarnos lo más cerca posible; de lo contrario, podemos errar el dis- paro.

    Los abuelos quieren a los nietos aún más de lo que los padres quieren a los hijos. El motivo de ello solo puede explicarlo quien sea abuelo. El mío, Andréi Alexéievich Záitsev, pertenecía a una larga estirpe de cazadores, y yo era su fa-vorito, como lo había sido su primogénito, Grigori, mi padre, padre de una niña y dos varones. Yo era el mayor, y crecí muy despacio. Mi familia creía que siempre sería un niño bajito y enclenque, un alfeñique. Pero mi abuelo nunca me hizo sentir mal por mi estatura y me enseñó sirviéndose de su amplia expe-riencia como cazador. Mis errores casi lo hacían llorar. Y cuando me di cuenta de cuánto se preocupaba por mí, se lo compensé haciendo todo cuanto me pe-día y exactamente como quería.

    Aprendí a interpretar las huellas de los animales como quien lee un libro, a buscar las guaridas de lobos y osos, y a construir escondrijos tan bien camufla-dos que ni el abuelo podía encontrarme hasta que yo lo llamaba. Esos logros hacían muy feliz al abuelo, que era un cazador curtido. Un día, como agrade-ciéndome mis esfuerzos, el abuelo se puso en una situación de terrible riesgo: mientras perseguíamos a un lobo, esperó a que el animal se le acercara lo sufi-ciente como para matarlo con un mazo de madera. Era como si me dijera: «Observa, pequeño, y aprende cómo al adversario feroz se le vence con coraje y calma». Luego, con la piel del lobo ya a mis pies, dijo: «¿Has visto lo bien que ha salido todo? Hemos ahorrado una bala y la piel está intacta. Será una piel de primera categoría».

    Poco tiempo después, logré echarle el lazo a un macho cabrío. ¡Si hubie-rais visto cómo se puso a correr cuando le lancé la cuerda a los cuernos! Me arrancó de mi escondite y me arrastró por los arbustos, intentando arrancarme de las manos el extremo de la cuerda. ¡Pero no! Me aferré a un arbusto y resistí como si en ello me fuera la vida.

    La cabra corrió de izquierda a derecha, dio una vuelta al arbusto, luego otra, hasta que por fin cayó de rodillas. El abuelo estaba encantado. Yo estaba tan feliz que se me derramaban las lágrimas, pero él me las secó besándome las mejillas.

    Al día siguiente, delante de mi padre, mi madre, mi abuela, mi hermana y mi hermano, el abuelo me regaló un arma: una escopeta de cañón único del calibre 20. Era un arma de fuego de verdad; con ella iba un cinturón con cartu-chos militares de postas y perdigones para cazar urogallos. Me puse firmes y el abuelo me la colgó al hombro. Yo era tan bajito que la culata de la escopeta tocaba el suelo, pero por lo menos ya no era un niño. A los niños no se les per-mitía tocar armas de verdad como esa.

    Por aquel entonces, apenas tenía doce años. De un día para otro, me había hecho mayor. Quien quisiera podía seguir llamándome alfeñique, pero ahora llevaba un arma al hombro. Corría el año 1927 y estábamos en casa de mi

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  • Infancia y juventud 15

    abuelo, a orillas del río Saram-Sakal, en el selsóviet de Yelenovskoie, en la óblast del Bajo Ural.

    Me hice adulto, o mejor dicho, me convertí en cazador independiente. Mi padre, recordando sus días de soldado a las órdenes del general Brusílov, me decía:

    —Usa cada bala a conciencia, Vasili. Aprende a disparar y no yerres nun-ca. Mi consejo te será útil, y no solo para cazar cuadrúpedos.

    Junto con la escopeta, mi abuelo me había regalado su conocimiento de la taiga, el amor a la naturaleza y su experiencia del mundo. A veces se sentaba sobre un tocón y, mientras fumaba tabaco de cosecha propia con su pipa favo-rita, se quedaba mirando fijamente un punto del suelo. Gracias a su paciencia, aprendí a ser un cazador.

    —Imagina que entras en el bosque persiguiendo a un animal — decía—. Quítate el gorro para poder oír todo cuanto ocurre a tu alrededor. Escucha al bosque; escucha el trino de los pájaros. Si las urracas hablan, señal de que tie-nes compañía. Algún animal grande, así que atento. Busca un buen emplaza-miento, guarda silencio y espera: el animal vendrá hacia a ti. Échate totalmente inmóvil y no muevas ni un músculo.

    Antes de continuar, el abuelo daba una chupada a la larga pipa.—Cuando vuelvas de una cacería, asegúrate de llegar a casa después de

    que anochezca, para que nadie te vea con las piezas. Y que nunca se te suban los triunfos a la cabeza, deja que hablen por sí solos. Así te acordarás siempre de esforzarte más la próxima vez.

    El abuelo sabía muy bien cómo inculcarnos sus convicciones.Las piezas que cazábamos las llevábamos a una isba, una cabaña de caza-

    dores. Nuestra isba era un pabellón de tamaño considerable. Solo los hombres podían entrar en ella. La isba estaba dividida en dos partes, separadas por una pared de troncos. Dormíamos en una de las partes y reservábamos la otra para almacenar la carne. Durante el invierno, la zona de almacenamiento se llenaba de caza congelada. Del techo colgaban cientos de pájaros, conservados por el frío.

    El abuelo, mi primo y yo dormíamos sobre unos bancos de madera cubier-tos con pieles de lobo. Debajo de los bancos guardábamos las pieles de otros animales. También había una cama en la que el abuelo echaba la siesta durante el día.

    En vísperas de fiestas religiosas, la regla que prohibía la entrada a las mu-jeres quedaba temporalmente derogada y toda la familia se reunía en la isba.

    El abuelo tenía una serie de figuras y dioses a los que rendía culto. No creía en los santos ortodoxos rusos ni en el Dios al que adoraba la abuela, pero le permitía tener iconos en la casa, de modo que en la familia coexistían ambas fes. La fe de la abuela decía: «No matarás, no robarás, honrarás y obedecerás a tus mayores; Dios, en su gracia, lo ve todo desde los cielos». Según Duna, mi

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  • 16 Memorias de un francotirador en Stalingrado

    abuela, habíamos nacido para la vida eterna: «Cuando el alma se separa del cuerpo, el cuerpo cumple penitencia, mientras que el alma vuela como una pa-loma para ser juzgada en el cielo. Ahí, todos tendremos que rendir cuentas de cómo hemos vivido y de los pecados cometidos. Vuestra vida en el otro mundo depende de cómo os comportéis en la tierra. De lo que hagáis en la vida terre-nal depende que ardáis en el infierno o que os regocijéis en el paraíso».

    Evidentemente, mi primo Maxim y yo intentábamos hacer siempre lo co-rrecto, para que nuestras almas fueran admitidas en el cielo. El abuelo, en cam-bio, veía las cosas de otra manera.

    —Nada vive dos veces — nos decía—, ni los hombres ni los animales. Hoy, por ejemplo, habéis cobrado una cabra y la habéis desollado con mucha torpeza, habéis estropeado la piel con dos grandes cortes. — A veces el abuelo se ponía furioso y se perdía en digresiones—. ¡Como volváis a hacerlo, os daré una tunda que cuando seáis tan viejos como yo todavía se os verán las cicatrices!

    Maxim y yo nos sentábamos en un rincón conteniendo el aliento, porque conocíamos el carácter del abuelo. Daba una chupada a la pipa y volvía a las razones de su rechazo de las creencias religiosas de la abuela.

    —Luego habéis colgado la piel de la cabra y todos los pájaros del bosque han acudido a picotear la carne. ¿Habéis visto el alma?

    Nosotros seguíamos sentados en silencio, pestañeando como dos ratonci-llos. El abuelo Andréi empezaba a ponerse verdaderamente colérico.

    —¡Ahora se os ha comido la lengua el gato! Escuchadme: esa alma de la que habla la gente, ¿alguna vez habéis visto alguna?

    Yo decía que nunca la había visto.—Bien — concluía el abuelo—, si no la has visto, significa que no existe.

    Existen la piel, la carne y las entrañas. La piel está colgada ahí fuera, la carne está en la sopa y los perros se han comido las entrañas para cenar. Así que re-cordad, muchachos: eso del espíritu, es una patraña. No hay espíritus que te-mer. Un cazador de verdad no le teme a nada. Y como alguna vez vea miedo en vuestros ojos, ¡os daré una buena zurra en el trasero!

    El primo Maxim llevaba gafas y bizqueaba todo el tiempo. Era cinco años mayor que yo, pero cuando peleábamos yo nunca me dejaba ganar, y si iba perdiendo, la emprendía a arañazos y dentelladas, y entonces Maxim se retiraba. Al abuelo le encantaba ver que sabía defenderme. Ocurriera lo que ocurriera, yo siempre era el favorito del abuelo. En la familia, nadie más que él tenía derecho a casti-garme. Si presumía, decía mentiras, hacía de chivato o me portaba como un cobarde, él me pegaba.

    Mi hermana Polina solía quejarse de que apestábamos como animales. Y tenía razón. En invierno pasábamos más tiempo en compañía de animales salvajes que de personas. Nuestras manos, la cara, la ropa, las armas, las trampas,

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  • Infancia y juventud 17

    todo lo embadurnábamos con aceite de tejón. Hasta el hierro cambiaba de olor cuando lo untábamos con aceite. Olíamos a animal, y por eso los animales del bosque no se asustaban al olernos.

    Las mañanas empezaban con los consejos del abuelo, que siempre nos de-cía cómo debíamos comportarnos en el bosque:

    —Si alguna vez capturáis tantos conejos con las trampas que no podéis llevároslos en un solo viaje, colgad el resto de un árbol.

    Naturalmente, Maxim y yo habíamos aprendido a hacer eso hacía tiempo, pero estaba terminantemente prohibido interrumpir al abuelo.

    Salíamos de casa al alba, con la salida del sol. La nieve fresca crujía bajo los esquís, y el aire era puro y helado. Como todavía no habíamos estirado las pier-nas, esquiábamos a paso lento, y los perros, siempre a punto, tiraban de las co-rreas. Querían que los soltásemos, pero primero teníamos que comprobar las trampas. Así pasaban los días en la taiga.

    Una mañana, mientras comprobábamos las trampas, descubrimos que un lobo había caído en una y se la había llevado. Atamos a los perros, y Maxim volvió a casa a buscar una escopeta mientras yo iba a por el resto de las trampas.

    El sol estaba saliendo y el arcoíris relucía a los lados de la roja bola del sol, formando anillos de colores brillantes. El frío era implacable, y los perros se pusieron a aullar porque el viento helado les congelaba las patas.

    Cuando volvió Maxim, partimos en busca del lobo y la trampa. Soplaba un viento furioso. En días como ese, la gente de los Urales dice: «No hay que preocuparse por un poco de frío, pero mejor no quedarse quieto». Maxim sen-tía molestias en los ojos, que le lloraban por culpa de aquel viento glacial, así que decidimos que yo dispararía primero.

    Estudiamos las huellas del lobo y, al ver que caminaba a tres patas, con-cluimos que una de las patas delanteras debía de haber caído en la trampa. El lobo no era estúpido; sabía que irían tras él y por eso se había dirigido hacia una zona donde la capa de nieve era más fina. Si el soporte de la trampa se engan-chaba con algo, el lobo volvía sobre sus pasos para borrar las huellas, y luego seguía caminando en la misma dirección que antes. Se había ido hacia la parte más recóndita del bosque y los pantanos helados, y durante el trayecto no se le había caído una sola cerda de pelo.

    Maxim y yo estábamos tan enfrascados en la persecución que no nos di-mos cuenta de que estaba oscureciendo. Yo estaba cansado, me dolía la espalda y necesitaba comer algo.

    Maxim sacó el hacha e hizo unas muescas en los árboles para no perdernos a la vuelta. Todavía no habíamos conseguido nada, y eso me desmoralizaba y me irritaba. Sin darme cuenta, me aparté del sendero. Los perros percibieron algo y de repente se pusieron a tirar de las correas. Los calmé y agarré la esco-peta. A menos de cincuenta pasos de mí, de pie entre unos arbustos, había una cabra montesa. Estaba de espaldas a mí, lo que me impedía apuntar bien. Es-

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  • 18 Memorias de un francotirador en Stalingrado

    peré a que el animal se diera la vuelta para tener mejor ángulo, pero, como para fastidiarme, se quedó quieto masticando la hierba que asomaba entre la nieve. Apunté con cuidado y apreté el gatillo. La cabra dio un salto en el aire, corrió unos metros, se tambaleó y cayó de rodillas. Solté los perros y corrí tras ellos empuñando el cuchillo.

    Cuando los perros alcanzaron a la cabra, le saltaron encima. El animal era fuerte y astuto y se defendía con los cuernos. Peleó valerosamente, pero estaba herido y no tenía escapatoria. No quería gastar una segunda bala, pero no tenía elección: no podía acercarme lo suficiente al animal como para usar el cuchillo. Así que volví a disparar; esta vez le di en la cabeza y se desplomó sobre la nieve.

    Maxim había oído el furioso balido de la cabra y el ladrido de los perros y nos había encontrado. Estaba impresionado por el tamaño de la pieza.

    —Cielos — dijo animado—, ni entre los dos podríamos cargar con una bestia así. La colgaremos de un árbol.

    Luego empezó a darme instrucciones.—Despeja un poco el terreno, esta noche tendremos que dormir aquí.

    Reúne toda la leña que puedas, tenemos que mantener el fuego encendido toda la noche.

    Así que preparé el campamento, recogí leña y me pasé un buen rato inten-tando obtener una chispa con estaño y acero. Los frotaba uno contra el otro, pero tenía las manos entumecidas por el frío y a cada momento tenía que volver a empezar. Por fin logré que prendiera la yesca y la hoguera ardió con ganas, sol-tando rojas lenguas de fuego que bailaban sobre los leños encendidos.

    Para entonces, Maxim había terminado de desollar la cabra. Los primeros en saciar el apetito fueron nuestros amigos de cuatro patas: Maxim les arrojó las vísceras, todavía humeantes. Luego, utilizando la baqueta de limpiar la es-copeta como varilla, asamos la carne de la cabra. Ambos nos moríamos de hambre.

    Tras aquella suculenta cena, lo único que me apetecía era echarme a dor-mir. Me até las correas de los perros al cinturón, me tapé la cara con la gorra y me quedé dormido como si estuviera en la cama de casa.

    Maxim alimentó el fuego, se echó a mi lado y a los diez minutos ya estaba roncando. El campamento se sumió en un sueño apacible, a excepción de Da-mka, la pequeña husky siberiana, que aunque se hizo un ovillo mantuvo las orejas erguidas, custodiando el campamento.

    Dormíamos profundamente cuando Damka se puso a ladrar. En pocos segundos, Maxim, los perros y yo estábamos en pie y en alerta. A juzgar por la cantidad de leña que quedaba en el fuego, no habíamos dormido mucho.

    Maxim tomó un ascua y la arrojó a la oscuridad. Saltaron unas chispas ro-jas, pero no hubo respuesta. Los perros callaron. Me aparté del fuego para ver mejor en la oscuridad. A unos cien metros, dos pares de ojos parpadearon en mi dirección.

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  • Infancia y juventud 19

    —¡Lobos! — grité.—Habrán olido la barbacoa. ¿Estás asustado? — dijo Maxim para moles-

    tarme.La pregunta ofendía mi orgullo.—Por supuesto que no — respondí.Su insinuación me había irritado. Caminé hacia donde había visto esos

    ojos relucientes. Tenía que caminar despacio porque la nieve me llegaba a las rodillas. De pronto, una fuerza instintiva me dijo: «¡Detente! ¡Dispara!». Le-vanté la escopeta y disparé.

    El disparo retumbó entre los árboles y los lobos desaparecieron. Me quité la gorra de piel y escuché atentamente, conteniendo la respiración, pero en el bosque reinaba un silencio absoluto. Volví a ponerme la gorra y regresé junto a la hoguera. Maxim estaba tan tranquilo, cortando un trozo de carne y pinchán-dolo en la varilla. El fuego se había convertido en un montón de rescoldos. Me pregunté por qué Maxim no me preguntaba si le había dado a alguno de los lobos, aunque en realidad no había motivo de duda. Después de todo, había sido un disparo al azar en plena oscuridad. Por fuerza tenía que haber fallado. Pensando esto, volví a dormirme.

    A la mañana siguiente, Maxim me despertó dándome golpes en el costado.—Arriba, cazador, hora de desayunar.Mientras Maxim cocinaba, decidí echar un vistazo hacia el lugar donde

    había disparado la noche anterior.—¿Adónde demonios vas? — preguntó Maxim.—Quiero ver cuántos lobos había ahí — respondí.—Muy bien — dijo—, pero vuelve antes de que se te enfríe el desayuno.En la nieve se veían huellas de lobo mezcladas con sangre. Al principio no

    podía creer lo que veía, pero a medida que fui siguiendo las huellas se despeja-ron mis dudas: el disparo había dado en el blanco.

    Maxim vino corriendo, casi sin aliento.—Entonces ¿qué? ¿Le diste? Ven, echemos una ojeada.Desde donde yo estaba, parecía que el miope de Maxim seguía el rastro

    con el olfato más que con la vista. Entonces se enderezó y me miró sorprendi-do, como si fuera una aparición.

    —Buen trabajo, primo. Ese lobo no irá muy lejos.Subimos una cuesta, siguiendo el reguero de sangre. Cuando llegamos a lo

    alto de la cuesta, vimos al lobo. Era viejo y sangraba por el pecho. Estaba ten-dido, inmóvil. Por seguridad, Maxim soltó los perros antes de acercarnos al animal herido. Damka se puso a darle vueltas ladrando, pero el lobo no reac-cionaba. Maxim agarró un palo y lo golpeó en el hocico con fuerza; el animal dio una sacudida y quedó tendido del todo.

    Faltaba encontrar al otro lobo, el que había caído en la trampa. Soltamos los perros y en cuestión de un par de minutos empezamos a oír ladridos. Al

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  • 20 Memorias de un francotirador en Stalingrado

    principio creímos que los perros estaban peleándose con una manada de lobos; algo extraño ocurría. ¡Los perros nos estaban llamando, como pidiéndonos que fuéramos a ayudarlos! Corrimos. Maxim tenía las piernas más largas y llegó el primero. Cuando me acerqué, no pude creer lo que veían mis ojos. Maxim te-nía en la mano una cuerda cuyo extremo se perdía en el interior de una madri-guera.

    —¿Qué puede significar esto? — pregunté.—Es la cuerda de la trampa; el lobo se ha escondido en la madriguera con

    la trampa en la pata. Lo haremos salir con humo.Al cabo de media hora, el lobo estaba tendido a nuestros pies. Lo mata-

    mos sin la escopeta, sin malgastar balas y sin dañar la madriguera. Lo hicimos todo tal y como el abuelo nos había enseñado.

    Volvimos a casa con el botín: dos pieles de lobo, una docena de conejos y un lobezno que los perros habían cobrado solos. Curiosamente, nadie de la fa-milia — ni el abuelo, ni mi padre, ni mi madre, ni la abuela, ni mi hermana— pareció sorprenderse lo más mínimo. Para ellos, nuestra aventura no había sido más que otro episodio en la vida de dos cazadores. Habíamos pasado la noche entera en el bosque bajo un frío glacial, habíamos matado dos lobos y había-mos vuelto a casa; nada extraordinario. A pesar de que uno de los cazadores era un «pequeño alfeñique», era buen tirador, y eso bastaba para considerarlo un cazador.

    Y así fue como, sin darme cuenta, con una escopeta al hombro, traspuse el umbral que separa la infancia de la juventud.

    Había aprendido el arte de rastrear la taiga. Con el tiempo, esa habilidad me serviría para luchar contra esos otros depredadores bípedos que llegaron sin que nadie se lo pidiera a invadir nuestra patria.

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    Camiseta de marinero, armas de soldado

    La abuela me enseñó a leer y escribir. A los dieciséis años, me fui a Magnito-gorsk como trabajador de la construcción. Durante mi estancia ahí, terminé la educación básica y empecé a estudiar contabilidad.

    En 1937 me llamaron a filas. Pese a mi estatura, me aceptaron en la flota de la Armada en el Pacífico, lo cual me dio una gran satisfacción. Las franjas blanquiazules de la camiseta, o telniashka, siempre se han considerado símbolo de valor y coraje. El marinero que la viste destaca a la legua, no pasa desaperci-bido, ni siquiera en el mar embravecido o en medio de una multitud. Las fran-jas parecen moverse con vida propia, como si el marinero llevara el océano en el pecho.

    Por supuesto, la camiseta de marinero no es más que algo externo, un mero objeto, pero basta ponérsela para sentir el impulso de erguir la espalda sacando pecho. A menos que uno sea un afeminado o un ser de natural enfer-mizo, algo lo incita de inmediato a probar su fuerza, a echar unas flexiones o levantar mancuernas. La camiseta ejerce un efecto sobre la persona, y no por nada se dice que quienes visten la telniashka no conocen el miedo, le escupen a la muerte a la cara y jamás piden clemencia al enemigo.

    Telniashka, telniashka... Tuve la suerte de ponerme una por primera vez en otoño de 1937, en Vladivostok. Yo y el resto de marineros de agua dulce — miembros del Komsomol— llegamos ahí tras un largo viaje por los Urales para servir en la flota del Pacífico. Durante cinco años, lucí la telniashka con orgullo. Me prepararon para combatir en mar abierto... aunque finalmente me destinaron a luchar en tierra firme. Como no podía deshacerme sin más de la telniashka, me la dejé puesta bajo el nuevo uniforme.

    Dicho en breve, en septiembre de 1942 mis compañeros de la Armada y yo tuvimos que quitarnos el atuendo de marinero y sustituirlo por el de solda-dos de la 284.ª División de fusileros.

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