1 Texto de la ponencia presentada en la Jornada de sobre María Victoria Atencia, Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca, 20 de mayo de 2015 (Traducción de la autora y revisión ampliada de la introducción en inglés a las traducciones de MVA, Legend of Myself (Oxbow Books 2014) María Victoria Atencia´s World: Del yo y sus lugares En el último poema de su libro El umbral (2011) María Victoria Atencia se erige en lectora de sí misma para recapacitar sobre el significado de cuanto lleva escrito : Qué decía esta tinta, ya desvaída antes de que yo fuese el huésped que me acosa, mi habitante al que escribo cuando ya tengo el alma tan pequeña que apenas si me cabe en su espacio tan propio y tan pequeño. La tinta, el curso azul y sus insignias, Como una vena que me recorriese y tiño y escribo y leo y sufro su latido. (p. 47) Con la metáfora del ´curso azul´ la poeta plantea otro modo de leer el conjunto de su obra, no como una trayectoria —lo que implicaría un punto de origen y un destino, al cabo de una línea recta— sino como signos que circulan. No puede el sujeto poético imaginar el no escribir, por más que este ejercicio ha dado a luz otro ser, medio cómplice, medio enemiga, de la que la lectora se siente tan sólo el
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María Victoria´s World: Del yo y sus lugares (texto de una ponencia de 2016, Universidad de Salamanca)
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Texto de la ponencia presentada en la Jornada de sobre María Victoria Atencia, Facultad de
Filología de la Universidad de Salamanca, 20 de mayo de 2015 (Traducción de la autora y
revisión ampliada de la introducción en inglés a las traducciones de MVA, Legend of Myself
(Oxbow Books 2014)
María Victoria Atencia´s World: Del yo y sus lugares
En el último poema de su libro El umbral (2011) María Victoria Atencia se erige en
lectora de sí misma para recapacitar sobre el significado de cuanto lleva escrito :
Qué decía esta tinta, ya desvaída antes
de que yo fuese el huésped que me acosa,
mi habitante al que escribo cuando ya tengo el alma
tan pequeña que apenas si me cabe
en su espacio tan propio y tan pequeño.
La tinta, el curso azul y sus insignias,
Como una vena que me recorriese y tiño
y escribo y leo y sufro su latido. (p. 47)
Con la metáfora del ´curso azul´ la poeta plantea otro modo de leer el conjunto de su obra, no
como una trayectoria —lo que implicaría un punto de origen y un destino, al cabo de una línea
recta— sino como signos que circulan.
No puede el sujeto poético imaginar el no escribir, por más que este ejercicio ha dado
a luz otro ser, medio cómplice, medio enemiga, de la que la lectora se siente tan sólo el
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‘húesped.’ Así como Borges reflexionaba en ´Borges y yo´ sobre el otro yo literario, el que tenía
fama y que había usurpado su apellido, Atencia reflexiona sobre el personaje que se ha
engendrado en su poesía y que vive ahora dentro de ella, y al que ella se dirige. No es la
primera vez que reflexiona sobre quién se enuncia en su poesía ni es la primera vez que nos
advierte sobre cómo se ha de leer ese yo. En un poema titulado ´La rama dorada´ (Compás
binario, 1984) ha insistido en que su poesía no es sino la ‘leyenda’ de sí misma, de la que
implícitamente se separa la autora de carne y hueso.
La metáfora del curso azul apunta a dos vertientes de su poesía que son ineludibles.
Primero que quien lo ha escrito se imagina implicada en una dialéctica entre el leer y el
escribir, y en el azaroso juego de aceptar que al escribir, al objetivarse, se vuelve otra, incluso
para sí misma. Este proceso se puede entender en un sentido teórico como el que subyace en
general a cómo el sujeto poético se va insertando en una tradición. Pretende leer el mundo y
leerse a sí misma a través de otros textos, sean estos visuales o verbales. En segundo lugar
quiere decir que la poeta no ha ido dejando atrás a lo largo de los años aquellos temas u
objetos que han merecido su reflexión, sino que estos vuelven y circulan.
¿Cuáles son los temas que suscitan su atención una y otra vez? Hablando propiamente
no son temas sino configuraciones de sentido: configuraciones que son a su vez fruto de la
contemplación de figuras y lugares a partir de los cuales la poeta ha construido un mundo
propio, y desde los cuales surge una voz que es suya y al mismo tiempo ‘trascendida’ (como
ella misma dirá acerca de la voz que se oye en Trances de Nuestra Señora). Sirven de escenario
jardines, casas, museos, paisajes domésticos o extranjeros, lugares descubiertos a lo largo
de una vida rica en viajes, lecturas y reflexión, y a través de los cuales la poeta se busca, se
interroga. Y se interroga sobre todo por el sentido del yo en el tiempo. El tiempo la despoja
pero es también lo que la purifica.
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Muchos de los objetos de su contemplación--hasta los naturales--han provocado
exégesis y teoría en abundancia (desde Lady Godiva a Paulina Bonaparte o la Virgen María).
De ahí que la poesía de María Victoria se vea implicada en juegos de intertextualidad o de
écfrasis. Por esta última figura, se recordará, se entiende la representación de lo pictórico por
lo verbal. Ni más ni menos que de eso se trata cuando se habla del culturalismo en conexión
con su obra. Se vale paradójicamente de un diálogo con los objetos en el que la poeta busca
analogías para hablar de sí misma.
El yo que emerge en esta poesía es un yo que se ha dicho ejemplifica una ‘póetica
´débil´. Pero voy a defender que se trata más bien de un yo que se ha despojado a voluntad y
de una poeta que ha comprendido que paradójicamente es esto lo que exige la poesía: la
entrega a algo más grande que uno mismo…
Empecemos por un núcleo temático que es el punto de partida de su obra: la
transitoriedad de la vida. Es uno de los temas que más se ha comentado en la poesía de María
Victoria, sin duda porque viene de muy atrás y sitúa a la autora en un largo linaje de poetas, el
de Jorge Manrique. Pero María Victoria Atencia no fabrica alegorías ni pretende inculcar
moraleja. En su planteamiento más sencillo el tema emerge como fruto del contraste entre lo
que se contempla y plasma en imágenes visuales estáticas y la repentina conciencia por parte
de la observadora de que la inmovilidad de lo que atrae su mirada no es más que una ilusión y
que podría disiparse en cuestión de segundos.
En ´Campo de Villanueva´, por ejemplo (De la llama en que arde, 1988) el poema
entero gira en torno al contraste que el sujeto lírico evoca entre el inmóvil manto de retazos
con que representa al paisaje —un paisaje donde sólo el vuelo del zorzal altera,
momentáneamente, la quietud del cuadro— y el doble sentido en que la observadora y
caminante se descubre como ´transitoria’: como persona que pasa y persona cuya vida pasará.
He empleado la palabra ‘cuadro’ en sentido metafórico para referirme al paisaje que se
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describe en el poema; quisiera de ese modo llamar la atención sobre una poética plástica que
caracteriza a su poesía y que consiste en representar la realidad como si fuese una pintura.
Para determinado número de teóricos es este el sentido más básico de la écfrasis: el de una
técnica descriptiva que los griegos llamaban enargeia, una descripción visual particularmente
viva. Otros insistirían en que sólo se da esta figura cuando se trata de representar
verbalmente algo que ya ha quedado plasmado en pintura o escultura. Pero sea esto como
fuere, en la poesía de Atencia el paso de lo verbal a lo pictórico parece que sirve para llamar la
atención sobre lo que la pintura o la imagen visual no puede captar: la fragilidad, la ´condición
de arena´ del sujeto poético (como la poeta ha dicho de sí). Así que la apuesta por la écfrasis
en ‘ El mundo de Cristina’ , poema basado en el famoso cuadro de Andrew Wyeth, no atenúa
la conciencia de su mortalidad por parte del hablante sino que le permite postular detalles
íntimos acerca de la protagonista que no se pueden atribuir a la chica que contemplamos en la
pintura y que no figuran en la obra de Wyeth: el sujeto poético de Atencia se imagina a las
enaguas quardadas en el armario de la chica roídas por la polilla, y tiene la certeza al final de
que en esa granja de Maine vendrán los gansos a morderle la nuca:
Me he vuelto,
Confundido mi nombre, para salvar mi casa,
Aunque siga en un cuadro donde tan sólo espero
Que irán a dar razón de mi nuca los ánsares. (Compás binario, 1984).
Pero por muy consciente que sea la poeta de que lo humano es transitorio, y de que lo
son en igual medida los lugares que los seres humanos construyen e interpretan, encontramos
otro impulso contrario en su poesía, y ese es el impulso por salvar el mundo y cumplir el curso
del tiempo, junto a lo que venga requerido por él, como si se tratase de observar lo prescrito
por un calendario litúrgico. Esa sensibilidad –y esta dualidad en su pensamiento --aproxima a la
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poeta a lo barroco. Y el ejemplo más claro de esto es acaso el poema titulado ’Retiro de Fray
Alonso’. El retiro al que se refiere es, al igual que El Retiro de Madrid, un jardín que le servía a
su primer propietario —un obispo de Málaga, Fray Alonso de Santo Tomás— como refugio del
calor y trajín de su mundo. La ornamentación que ha quedado y de la que da cuenta el poema
(con sus ninfas, ánforas y glorietas) hace pensar que —a pesar del oficio eclesiástico de su
primer dueño— el jardín fue pensado y dispuesto después como marco para el galanteo. Hoy
en día encuentra la hablante del poema que son los pájaros los que ejecutan esos ritos
primaverales de cortejo. Los terrenos acusan el abandono, del que las hojas que llenan las
fuentes son signo inconfundible. A la poeta el aspecto de ese jardín le ha traído al recuerdo
algo —no nombrado— que prefiere olvidar. Y tanto es así que los últimos versos se pueden
leer como una exhortación a borrar algo caduco que le venía entristeciendo:
Démosle media vuelta a la llave olvidada
que colma las albercas y hace saltar las fuentes:
dejemos que las aguas se atropellen y corran;
que arrastren hojas, sombras, palabras y recuerdos. (El mundo de MVA, 1978)
El lector atento de Góngora notará, sin duda, que se cierra este poema —el jardín simbólico—
haciéndose eco de cómo el poeta barroco cerraba uno de sus sonetos más célebres, dedicado
al motivo del carpe diem. Allí Góngora le advierte a la hermosa joven a la que el poema va
dirigido, que disfrute sus encantos antes de que estos se esfumen, antes de que
No solo en plata o viola truncada
se vuelva, mas tú y ello conjuntamente
en tierra, en humo, en sombra, en nada.
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Pero el sujeto poético de María Victoria Atencia, a diferencia de Góngora, no despide o tacha
de irreal lo que antes merecía su alabanza--la belleza de una joven en flor, su ‘cuello, cabello,
labio y frente’--condenándolo al olvido, sino que abjura de todo lo que impide la restauración
del jardín del obispo a su antiguo esplendor: no se trata sólo de borrar todo rastro de una
(indefinida) pena personal sino de colaborar en la dispersión de las hojas secas del invierno y
de esa manera dejar que el jardín y el curso de las estaciones vuelvan a resplandecer.
Buen ejemplo este, creo, de cómo la conciencia por parte de la poeta del paso del
tiempo se templa con el deleite que experimenta ante la belleza y que le hace ceder a un
impulso a favorecer el curso natural del mundo.
Esta dualidad encontramos que recorre todo lo barroco: por un lado la atracción por lo
bello y el deseo de renovar y continuar el mundo afirmado por los sentidos, y por otro la
constatación de que ese mundo es efímero y llamado a desaparecer. La poesía de María
Victoria Atencia surge, como vemos, de una tensión que comparte con los grandes poetas de
la Edad de Oro. Y eso significa que por muy consciente que sea de lo transitorio de la vida, se
muestra en su poesía apegada a lo terrenal, como una mujer que desea, ama y acepta
participar en la reparación y repetición de la vida – conforme ella ha entendido esta tarea-- sea
a través de pequeños rituales femeninos o a través de su experiencia como madre de familia.
Característicamente el sujeto poético no permanece quieta sino que se representa
como quien ha penetrado en un recinto y luego se ha detenido ante lo que ve para dar paso al
poema. (Entre otros ejemplo se podrían citar ‘Los Jerónimos´, ´Peñafiel´, Él río’, ´Lavadero
viejo´). Tras entrar a ese espacio -- casa, jardín, iglesia-- sigue transitando hacia un espacio
todavía más adentro: hacia el mundo de los sueños, la imaginación, o la esperanza. Y puede
luego desde ese mundo interior volver a proyectarse hacia fuera, dejando vislumbrarse el mar
o el cielo. Se trata, pues, de ir entrando en lugares simbólicamente liminares que marcan el
paso de un estado a otro, y en distintos momentos de la obra el proceso promete cosas muy
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distintas. La emoción que se experimenta dentro de los recintos que va acotando esta poesía
no es sencilla sino que puede mezclarse allí el placer con el olvido (como en ´Mar´, donde la
cama se convierte en tinaja o barco que la lanza a la deriva, soñando) o con un extraño
presentimiento de peligro o muerte. Los lugares liminares acaban apuntando
retrospectivamente a un concepto del sujeto poético como quien está y ha estado
esencialmente desde el principio volcada a la transformación. Como si fuese alguien, para ser
más exacta, cuyo deseo estuviera cada vez más depositado en ese proceso como su
esperanza. Si esto implica un deseo de salirse del tiempo y de sí, también lleva implícito
aceptar que la belleza y los modos de plenitud en que se cifra ese deseo de trascendencia
están sujetos al curso temporal. Poéticamente se trata de encontrar un modo de transmitir el
necesario equilibrio entre un deseo de plenitud –a través de la búsqueda de la metáfora o el
símbolo-- y la conciencia de que la plenitud no está a nuestro alcance.
En ‘Castellar’ (Compás binario, 1984) el sujeto poético explora el interior de un castillo
derruido, cuyo aspecto externo –todo menos su aire de abandono y su exposición al aire— se
deja a la imaginación. Dos frases ayudan al lector a imaginarse dónde la hablante se encuentra:
‘mi morada suspensa’ o ‘mi castellar cegado’. Hacen pensar en un recinto elevado y en una
orientación puramente interior, ya que un castellar es propiamente dicho un lugar donde
hubo pero ya no hay castillo.
Los lectores de Santa Teresa y de su célebre tratado sobre la oración no tardarán en
identificar ese recinto con el alegórico castillo del que se vale Teresa para retratar al alma. Así
como la narradora de Las moradas mide y reconoce el progreso del alma por las distintas
estancias interiores a las que tiene acceso, la hablante del poema de MVA se mueve por un
edificio abierto al cielo en el que la arquitectura del alma es reconocible. Teresa ha explicado
que en una de esas moradas del simbólico castillo –la más bella – se halla Cristo. Aunque no
tenemos la certeza de que en el poema de María Victoria, la ‘última estancia’—a la que se
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siente llamada la hablante --lleve a Dios, la poeta se imagina que fue en donde tuvo su origen;
dónde Dios ´me tuvo entre sus dedos’. Una araña que ‘teje el hilo dorado del crepúsculo’
habla al mismo tiempo de abandono y de esperanza. Al final el sujeto poético se representa
‘en suspenso´, apoyada sobre un vacío que sólo desafían los pájaros ´que cruzan´ en silencio.
La poesía de Atencia no lleva cifrada en ella una práctica mística (a diferencia de la
poesía de su querido San Juan de la Cruz) pero a menudo se celebra en sus versos un
momento privilegiado que recuerda la ciencia de los místicos. Y se acusa una paradoja que
caracteriza a esta: la del ser que se siente engrandecido por algo que le sobrepasa al mismo
tiempo que humillado, anonadado.
Se diría que Atencia ha interiorizado uno de los principios fundamentales de la mística:
es preciso vaciarse —y con esto, de nuevo, no me refiero a ningún impulso ascético o de
empobrecimiento sino a la necesidad de desprenderse de todo lo que no deje espacio en la
personalidad para una experiencia más alta de la que se puede alcanzar con los sentidos: una
experiencia trascendente. Bajo esta perspectiva va quedando claro que la experiencia de la
‘nada’ o de la ceguera al encontrarse el sujeto poético frente a frente con lo bello es en sí un
momento deseado y sublime, capaz de otorgar a quien lo experimenta poderes
extraordinarios. En el poema ‘Esa luz,´ por ejemplo, aunque el primer verso es una
amonestación al alma a retirarse ante lo bello, se insinúa que ese gesto es el adecuado para
comprender que la experiencia del anochecer sobre el mar (la experiencia empírica recogida
en el poema) es el preludio de otra experiencia que requeriría reconciliarse con la noche:
Recógete, alma mía. Es sólo la belleza
que viene y tiñe el cielo y te vislumbra y pasa.
Conserva aún en tus manos esa luz que decae.
Algo trama la noche; también ciega lo oscuro
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y tiene un cielo propio para acosar las aguas.
Peces errantes palpan un légamo de muerte.
En la terraza el viento quiebra el tallo a los áloes. (Paulina o el libro de las aguas, 1986)
Con todo, esos versos no dejan de ser enigmáticos. ¿Cómo puede sonar a consuelo o
explicación pensar que no sólo nos ciega la luz sino la oscuridad también? ¿Acaso es positivo
el estar ciego, al igual que si se estuviera deslumbrado? El instinto del ser humano es de
aferrarse a la luz -- o a la memoria de la luz— cuando posiblemente, según queda implícito, lo
nocturno, presagiando tormenta e incluso muerte para las criaturas, debe aceptarse con
serenidad.
En ´La llave´ (Paulina o el libro de las aguas) encontramos un momento de tintes
místicos más pronunciados, aunque en este caso se trata de una experiencia que atañe más
directamente al concepto de sí misma que posea el sujeto poético. El escenario es la Alhambra
de noche y en concreto el Patio de las Albercas con sus arrayanes en flor. Apenas si hay más
descripción que esa, y la acción verificable en este nuevo escenario es igual de mínima; tras
ganar el sujeto poético entrada al recinto, todo el énfasis recae en lo que ocurre dentro de la
observadora, mientras por fuera se apunta tan sólo –mediante una metonimia—la caída de
una flor, que ´sacude´ la superficie de la alberca. Pero el poema ya ha ido dejando claro que la
personalidad del sujeto, su emoción, sus circunstancias e incluso quizá el sentido del privilegio
que disfruta al conseguir acceso a ese lugar a esa hora, todo se ha ido quedando atrás, como
ropajes de los que se desembaraza. Surge una paradoja. La sensación de pérdida que provoca
lo bello —la sensación de que se está quedando despojada – ha provocado a la vez una
extraordinaria sensación de poder-- y dice: ‘Podría untarme las yemas, dar luz a un ciego´
como si pudiera obrar un milagro . Y aunque se trata de un hipotético poder del que no hace
uso ni propiamente dispone – no se unta los dedos, ni pretende curar a ningún ciego— es
posible inferir que incluso el imaginar haber dispuesto de ese poder es extraordinario. De esa
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manera se hace hincapié en el poder de la renuncia, que es lo que prevalece en el poema.
Pues los últimos versos insisten en que el sujeto lírico, despojado de sí, se ha hecho uno en su
pensamiento con la noche y que, aunque los cipreses, símbolo tradicional de la muerte, ´se
alzan’ a su alrededor, ha alcanzado un estado deseado. El lugar donde el poema acaba y
donde su sentido se corona es uno y el mismo. ‘Soy el vacío ya. Ni una voz me sostiene.’ La
negación de sí misma para unirse a la noche y a la hermosura acaba pareciendo un gesto
magnificador.
Volvamos los ojos atrás un momento. Se ha comentado que la obra con la que María
Victoria iniciaba su segunda andadura -- Marta & María de 1976—se caracterizaba por una
tensión entre el apego a lo material y la búsqueda de la trascendencia. ¿No resultaba
evidente por el título que la autora tenía el alma escindida entre lo espiritual y lo cotidiano?
De las dos hermanas del Evangelio que seguían a Cristo, según se lee en Lucas (10: 38-42),
Marta acaso representaba a la ama de casa y María a la intelectual, a la mujer que deseaba
para sí una vocación más profunda. De ahí que un crítico norteamericano ( W. Michael
Mudrovic ) haya acabado arguyendo que el último poema del libro, a pesar de llevar el título
de ‘Marta & María’, es una velada apología de la mujer que rechaza lo doméstico y que vive
en otro plano, favorable a la creación literaria. El poema, por cierto, se vierte en la voz de
María, a la que Jesús defendía.
En entrevistas, no obstante, la poeta ha insistido en que ella no admitía contradicción
entre las dos hermanas. Y que las distintas posturas de éstas se pueden entender como las
dos caras de una sola vocación poética. Una vocación que atiende tanto a lo inmanente como
a lo trascendente. Quisiera sugerir que donde se encuentra una armonía entre las dos
orientaciones tradicionales de la mujer es en la figura de la Virgen María. Hacia mediados de
los ochenta la poeta empieza a ordenar y recopilar los poemas que ha ido componiendo y
enviando cada Navidad a sus más allegados. Y así nace Trances de Nuestra Señora, libro que
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hace su primera aparición en 1986 y que luego se verá ampliado en el 1997. Se trata de un
proyecto que ha ocupado un lugar aparte en su producción –no sólo por la rara unidad
temática que la caracteriza— sino por la huella que ha dejado--como veremos --en su poesía
posterior. Y es que de todas las figuras femeninas de las que María Victoria Atencia se ha
ocupado la única que ha sostenido su reflexión a lo largo de los años es la Virgen María.
Hasta aquí he insistido en acercarme al mundo de María Victoria desde dentro pero es
necesario abrir aquí un paréntesis que nos permite contemplar su proyecto desde fuera y a la
luz de la historia literaria y la escritura de las mujeres. Bajo esta perspectiva se aprecia lo que
los Trances de Nuestra Señora tienen de singular. Y se da el caso que el libro es singular desde
varios ángulos. En los trances la poeta habla de los momentos más gozosos de su propia
maternidad, desde el noviazgo hasta el alumbramiento del hijo y su primer aprendizaje. ‘Está
la Virgen […] Pero también estoy yo.’ Lo ha dicho con la sencillez de quien se declara devota de
María. Pero poéticamente la cuestión no es sencilla. Y los motivos de celebración son varios.
Porque entre otras cosas, como comentaba Paul Valéry a propósito de Gabriela Mistral, casi
nunca se había poetizado ´la producción del ser vivo por el ser vivo´. Y es eso precisamente lo
que logra de una manera sostenida María Victoria Los Trances se pueden leer primero, pues,
como una poetización de la maternidad. También se pueden leer como un intento audaz de
dar voz a una figura femenina destinada, al parecer, a guardar sus secretos para sí o a no tener
voz apenas en los Evangelios. Siguiendo el impulso que llevaba a San Lucas a poner en boca de
María el Magnificat, Maria Victoria hace de la Virgen una poeta. Luego cabe una lectura más
atenta a la experiencia de la que la Virgen se ocupa, que entraña ni más ni menos que el
misterio más fundamental del cristianismo: se nos invita a ver en el libro el proceso por el que
Dios se hace humano.
Pero poéticamente –y ahora vuelvo a un acercamiento más interno, más próximo a la
lógica de la poesía de la autora, los Trances son donde María Victoria Atencia ha podido
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resolver la tensión en su poesía entre lo materno y lo poético, entre la materia y el espíritu. Ya
no urge elegir entre Marta y María o a justificar a ésta última. Ha imaginado a una madre
meditativa, que atiende a lo material, a la creación en su cuerpo del hijo al tiempo que,
enardecida, lo contempla como el futuro Cristo. Puede que San Agustín sirviese de apoyo a
ese nuevo modo de pensar en la maternidad de María. Pues él estaba seguro de que la Virgen
había concebido a Cristo en su mente antes de que lo concibiera en su cuerpo. Dice el poema
‘Trance’ que la palabra de Dios llega a fruición en el vientre de María y que entre madre e hijo
se entabla una conversación:
En tanto que en mi vientre se cumple su palabra,
escucho a mi Señor y mi Señor me escucha. (Trances de Nuestra Señora, 1986)
Ese diálogo íntimo entre madre e hijo es de un carácter trascendente (aunque no es el
clásico diálogo entre el alma y Dios). Se ha señalado que los trances suponen una literalización
de la experiencia mística de la unidad del sujeto con su Creador. Bajo ese punto de vista el
embarazo de la Virgen la engrandece de una manera que no le será permitida a ningún otro
mortal. Hace acaso que la experiencia de María se convierta en el máximo bien deseado por
místicos. Y así ha sido, por ejemplo, para Meister Eckhart para quien Cristo ha de nacer en su
alma como si esta fuera simbólicamente la Virgen María.
No obstante, cuando María Victoria vuelve a asumir la voz de la Virgen es para hacer
hincapié en la voz de una mujer mortal que mide sus progresos por la grandeza del ser que
alumbró, como en el poema titulado ‘Destino’:
Año tras año, pero los suficientes
fue alzando su estatura:
era al principio un verde palmo tierno
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prendido a su semilla. ¿Quién lo recuerda ya?
‘Destino’ remite posiblemente a otro poema de ese título, célebre, de Angela Figuera, de 1950,
en el que la poeta, asumiendo la voz de María, se lamenta de que su hijo le crece ajeno y que
le será robado—en una clara alusión a su sacrificio. Pero en el poema de Atencia, no hay ni
asomo de esa patética protesta maternal. Ni en ninguno de los trances se alude siquiera al
sacrificio de Cristo. En ´Destino ´ se limita a imaginar que el hijo crece para
Que una tarde apoyase en su tronco mi espalda
para medir en él su vocación de altura. (El umbral, 2010)
Confundida la voz de la Virgen con la de la poeta, comprobamos que hay un vínculo
íntimo, mítico en la poesía de María Victoria Atencia entre lo materno y lo poético. Y que dos
poemas podrían yuxtaponerse para dar cuenta de cómo en el mundo de María Victoria se ha
contrastado la poesía (esencialmente de raigambre materna) con la música (el coto vedado del
padre).
El vínculo de la poesía con lo materno es de carácter simbólico y se viene configurando
en la imaginación de la poeta como un mito que ha posibilitado su poesía. Esto se manifiesta
con toda claridad en un momento de crisis: de nuevo estamos en el libro Marta & María,
cuando una pena personal parece que hace tambalearse la fe de la poeta en lo que ha escrito y
sido. En `Dejadme´ el sujeto poético desea deshacerse de todo lo que le es más caro para
poder regresar a sus orígenes. Deseando ser infans de nuevo (sin palabras) y sin categoría
social (sin zapatos), quiere volver a un estadio previo a la palabra:
Dejadme como cuando nací desnuda y sola,
vacía de palabras, sólo aire en el pecho
[…]
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Dejad que sin zapatos siga andando y regrese
de muy lejos al pecho caliente de mi madre. (Marta & María, 1976)
En ese estado anterior al habla y a la identidad que se adquiere entre los hombres, confía en
que volverá a empezar. Y en que las palabras recuperarán su pureza.
En el poema titulado ´La música´, por otra parte, comprobaremos que el sujeto poético
siente que fue desterrado de las estancias donde aprendía la música y que esas estancias
pertenecían al Padre Händel:
Yo, la desterrada ahora, la del exilio mudo por hastío de ti,
desdeñado el antiguo amor y su oficio
Bajo el ardiente arco del verano y su caliente insinuación:
bien venida al silencio. (La pared contigua, 1989)
Fue por ´hastío’—dice la hablante -- por lo que abandonó el estudio de la música. Se desterró a
sí misma, pues. Lo que se interponía entre ella y las estancias del Padre era el verano y la
insinuación del eros.
La poeta cae entonces en la poesía, y aquella ‘caída’ es en un mundo intermedio,
entre la carne y el espíritu, donde las palabras se agotan por su uso (‘La palabra ‘) y donde los
pronombres más personales –como el mismo yo--son vacios:
Que no, que no me busquen ni me vayan
A dar razón de mi existencia. Soy
Sólo eso: yo (‘El aire’, El hueco, 2003)
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Sólo el mito puede salvar las palabras. Recuperarán su primer resplandor cuando se hace un
esfuerzo porque vuelvan a los orígenes, salvándolas del flujo del tiempo. Es difícil no
sospechar entonces que las palomas de las que habla Atencia en el poema que lleva por título
‘Jorge Manrique’ no sean a la vez palabras que se purifican en el río manriqueño, que es
evocado como un río de luz:
A esa luz que nos crea y nos destruye a un tiempo
bajan desde sus nidos a abrevar las palomas:
abaten en la orilla su cuello hasta las aguas
y lo yerguen, y el río que se lleva su imagen
viene a dar en la mar, en tanto que ellas vuelan,
desnudas ya de sombra, hacia sus columbarios. (´Jorge Manrique’, Compás binario,
1984).
En última instancia los orígenes llevan a Dios, que no es ni materno ni paterno finalmente, sino
ambas cosas a la vez.
Quisiera resumir lo que hemos sacado a la luz en este repaso a la poesía de María
Victroia Atencia. Su mundo es el de la paradoja y los lugares que el sujeto poético frecuenta le
dan pie a que medite sobre fuerzas y realidades en tensión. El personaje creado en su poesía
es despojado por el tiempo –el tiempo es su ´salteador´ (como había dicho en ‘San Juan’) --
pero al mismo tiempo su flujo trae al sujeto poético paso a paso a un punto de fruición que
sólo se alcanza dedicándose de lleno al curso de las estaciones. Así es que la poeta se compara
alguna vez con los bulbos desecados de los jacintos, guardados en invierno en lo más oscuro
de una alhacena: ‘Yo, jacinto también que ignoro los renuevos’ (Las contemplaciones, 1997).
Despejemos cualquier posible ambigüedad: ignorar que llegará la primavera con sus renuevos
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no es cuestionar que llegue sino demostrar un peculiar modo de fe en que eso sucederá y la
alcanzará la primavera. Su escritura la acompaña en este propósito–como cómplice y enemiga
a la vez. Porque escribir es aceptar el anonimato que imponen los signos --la necesidad de
apostarlo todo a palabras gastadas o ´desvaídas´, aunque sea lo único con que uno se
defiende. Escribir es saber que la literatura no inmortaliza a la persona sino al personaje que
el poeta y sus lectores construyen a partir de los textos. Pero al mismo tiempo escribir se
convierte en un ritual por el que la poeta afirma y lleva a cabo la búsqueda de un rumbo. La
María Victoria que habla en ´La tinta’, el poema con el que hemos iniciado este repaso a su
obra, nos ha dejado con la sensación de que está suspensa entre lo que ha vivido –lo que está
a sus espaldas --y lo que espera le tenga aguardado su Creador.