INDICE
1. LA COMUNIDAD DE SAN ANDRE
2. FORASTERAS EN EL PUEBLO
3. EL RECIBIMIENTO DE GERTRUDIS
4. LA MANSION DE LA HECHICERA ZARNIA
5. LA VIDA EN SAN ANDRE
6. Y LLEGARON LAS CALABAZAS
7. UN LIBRO Y UN ANILLO
8. UN GENIO Y UNA ALFOMBRA
9. LA ALFOMBRA MAGICA DE BATUM-AL-BUR.
10. LA LLEGADA A EISEMBAUM
11. LEONARDO, EL MAGO
12. EN VISPERAS DE LA FIESTA
13. LA VENGANZA DE DUPRINA
14. LA VUELTA A SAN ANDRE
15. EL OTRO LIBRO Y LOS GUARDIANES
16. LA MUERTE DE FILOMENA
17. LA PROPUESTA DE ELIAS FARFAN
18. LA APARICION DE ZOROASTRO
19. LA REVUELTA
20. LA HUIDA
21. EL DESENLACE
22. LA DESPEDIDA
1
LA COMUNIDAD DE SAN ANDRE
-La magia vino en camello –así respondí a la
pregunta de Lato, uno de los magos del Tribunal Supremo
de Hechicería de Eisenbaum, experimentando el vago
presentimiento de que las cosas no iban bien. La turba de
magos indignados apilada en las tribunas enarbolaba sus
puños al aire, y sus báculos, en continuo golpeteo contra la
superficie empedrada de la sala, mandaban un incesante y
exasperante repiqueo que retumbaba por todos los
rincones y regresaba torturante a mis oídos. La expresión
desencajada del rostro enardecido del inquisidor se
azuzaba con cada una de mis respuestas. Yo,
insurreccionada, amotinada, sola ante el cadalso, separada
de mis hermanas que me observaban en la distancia
sentadas sobre un fornido banquillo y aprisionadas por dos
guardias, reflexioné sobre los últimos eventos ocurridos.
¿Fue allí donde comenzó todo? A ciencia cierta, no
podría decirlo, tendría que remontarme a algunos meses
atrás, antes de mi llegada a San André para vivir con mi
abuelastra Gertrudis, cuando aún no era aprendiz de bruja
ni tenía intenciones de serlo, cuando aún no había
encontrado el nefasto anillo que trastornaría cada minuto
de mi existencia, o todavía más lejos, a la ominosa muerte
de mi adorado abuelo, Genaro, quien se alejó de este
mundo como se alejan las almas sin pecado, en paz y con
la conciencia reposada y mansa. Debo confesar, sin lugar a
dudas, que fueron estos dos últimos acontecimientos los
que precipitaron la serie de eventos que me llevaron hasta
aquel mundo escondido, inadvertido, misterioso de la
magia, del que solo escuchaba hablar en susurros, bajo la
seguridad de una puerta cerrada y al claror de un puñado
de velas; para emerger, luego de largos años de estudio,
como un mundo sobrenatural, todopoderoso, omnipotente,
capaz de desafiar las más refinadas leyes, naturales y
divinas, en las manos de aquellos pocos a quienes revelaba
sus secretos. Así comenzó todo, yo por mi parte,
ignorándola, mirándola desde lejos, indiferente en la
distancia, pendiente más de las vicisitudes de este mundo
espacial, aturdidor de los sentidos, que de aquel otro que
se insinuaba, prometedor y desafiante, como un
enamorado en espera de la ocasión propicia para acercarse
y desnudar sus maravillas.
Comenzaré mi relato desde el día en que viajé a
San André, en compañía de mis hermanas, Beatrice y
Mariana, cuando lo único que conocía de la magia eran
aquellos trucos baratos de ilusionistas de circo que,
enfundados en un traje de capa negra y forro escarlata,
rociaban sobre abultados sombreros con silueta de hongo
una suerte de polvos mágicos que hacían aparecer los más
rollizos conejos, que por una extraña coincidencia siempre
eran blancos!.
Esa mañana el autobús remontaba la encrespada
cuesta a duras penas. Piedras, troncos, arroyos eran
obstáculos recurrentes que tuvimos que sortear para
ascender al Monte Glaslo, por el único caminito
serpentino que llegaba estrecho hasta la cima para
descender después, abruptamente, casi en caída libre, hasta
el inhóspito Valle de San André, y cuando digo
“inhóspito” no me refiero en modo alguno a la calidad del
terreno o a las riquezas naturales del pueblo, no, me
refiero al despectivo trato que sus habitantes nos
dispensaron desde el primer momento en que pisamos su
valle.
El sol de mediodía torturaba los cuerpos sudorosos,
que aferrados a los asientos luchaban para no rebotar y
estrellarse contra alguna ventana de la unidad. La radio
emitía retazos de sonidos transmitidos desde la ciudad
pero que a nosotros nos llegaban intermitentes, sin sentido,
como una maraña de acordes imposible de identificar.
Desde muy temprano, mi aristocrática hermana Beatrice
había comenzado a destilar indignaciones. Así, a cada
minuto, y a todo el mundo, le tocó su pedacito de
indignación. Se indignó con el chofer por manejar tan
bruscamente un autobús tan destartalado y con tan poca
ventilación, se indignó con la señora rolliza y pintoresca
que se hallaba sentada al frente porque abrió la ventana
que la despeinó, se indignó, además, con un mozo
rubicundo sentado detrás de ella por cerrar la ventana que
la acaloró pero, sobre todo y aún con mayor relevancia,
estaba indignadísima por las circunstancias que nos
hicieron abandonar las comodidades de nuestra casa en la
ciudad y transportarnos en un vehículo tan deshonroso
hasta aquel desolado pueblito cundido de campesinos y
vacas, y quien sabe qué otras criaturas rastreras. El
conductor parecía asustado y desesperado por llegar a su
destino, no solo por las necedades de mi hermana que
exasperarían hasta al más manso de los monjes, sino por la
figura fantasmagórica que había abordado el vehículo en
el terminal. Su cuerpo encorvado, piel ceniza, ojos aciagos
dentro de un rostro enfermizo salpicado de verrugas era
conocido por todos los habitantes de la aldea, no en vano
ostentaba el nada envidiable apodo de “El Verdugo”.
Había abordado el autobús poco después que nosotras y se
había instalado en los asientos del fondo, manteniendo
dominio visual sobre todos los pasajeros. Mi hermana
continuó con su distribución equitativa de indignaciones,
inmune al acoso del tétrico personaje.
La espesa vegetación bloqueaba a ratos los
cercenadores rayos de sol procurándonos pequeños oasis
de frescura y sombra. A través de los cristales de la
ventana empañados de una densa capa de barro, miraba
ensimismada el imponente y grandioso espectáculo de las
cumbres verdosas picoteando la ventolera de nubes
algodonadas sobre la alfombra celeste del cielo. Un silbido
de brisa alborotaba mis crespones que saltaban remolones
por lo abyecto del camino y por la embriaguez del viento.
Un bullicio que fue subiendo poco a poco en intensidad,
me hizo salir de mi letargo y darme cuenta de que
habíamos llegado al pueblo. Desembarcamos de la unidad.
Era el terminal una procesión de fardos y paquetes
que parecía cobrar vida, iban y venían en todas
direcciones, los había de todos los tamaños y colores,
¡Que ajetreo! fardos gordos y oscuros, como señoras
obesas, acinturados con mecate, arrastrados por pasajeros
famélicos y ojerosos; señoras incrustadas en amplias
faldas unicolores, coronadas con pañoletas que terminaban
con un pequeño lazo ribeteado al cuello; fardos largos y
puntiagudos, envueltos en papel manila o plástico para
ocultar su contenido a las miradas curiosas que se
asentaban a lo largo de la plataforma de desembarque,
fardos pequeños engalanados con delicados papeles de
colores, lazos y cintas, escondiendo, sin duda, alguna
rutilante joya o fastuoso reloj, para una novia, prometida o
esposa.
Lo primero que advertí, además de la actividad
febril incongruente con el tamaño del pueblo, fue la
hostilidad de sus moradores, que nos miraban como si un
platillo volador se hubiera posado bruscamente en su
querida Plaza San Isidro. Nos miraban de frente, sin
disimulo y con tanta insistencia que empezó a ser molesto.
Para los pobladores de este minúsculo pueblito, el mundo
se circunscribía a los cuatro puntos cardinales que
delimitaban su geografía, es decir, al norte y este la cadena
montañosa formada por el Monte Glaslo, al oeste la
Cordillera Negra, llamada también el Cinturón del Diablo,
y al sur, un puñado de colinas más pequeñas conocidas
como Las Mininas. Lo siguiente que advertí fue que nadie
había ido a recibirnos y este primer desaire debió bastarme
como indicio de lo que sería el tratamiento que
recibiríamos de nuestros parientes políticos cuando
llegáramos a la residencia.
La comunidad de San André no estaba
acostumbrada a los grandes cambios. Su extenuante
monotonía era exactamente como sus residentes querían
que fuese, y seguirían queriendo por muchos años. La
panadería de Doña Tula, era exactamente la misma que su
tatara-tatara abuela fundara a principios de siglo y
continuaba vendiendo los mismos bollos horneados de
entonces, con sus rosquitas de anís en forma de círculo y
sus melcochas de papelón forradas con celofán. La Botica
de Don Antonio tenía los mismos frascos con jarabes
acuosos y pastillitas de colores, arrumados bajo la
estampita de José Gregorio Hernández colgada sobre la
pared, junto al letrero escrito a mano de “Hoy no se fía”,
que su abuelo Domingo había clavado sesenta años atrás y
la Pulpería de Don Eustaquio ostentaba el mismo y ruñido
mueble de cuero, gastado y desinflado, donde sus clientes
esperaban sentados los pedidos de solomo de cuerito y
puerco, retorcidas sus patas por el peso de los años y de
Don Ramón, el zapatero.
Además de su notabilidad por la monotonía, San
André era notable por sus pretensiones. Así que ante el
oprobio de la naturaleza de mendigarle riquezas naturales
de las cuales pudiera vanagloriarse, se vengó utilizando el
ominoso recurso de la exageración, para exaltar lo que la
misericordia de Dios y del hombre le había negado. De
esta forma, gracias a la magia de la hipérbole, el arroyito
de agua cristalina de La Vaquera, quedó bautizado con el
rimbombante nombre de “Rio Grande”, a pesar de la
delgadez de su caudal y de que no era rio ni era grande;
por otra parte, el milagro de la multiplicación llegó
también a las cuatro paredes de la iglesia del Padre Tobías,
bautizada como “Catedral de la Santísima Virgen María de
la Concepción de San André”, con el subsiguiente
problema que cuando fueron a colocar el apelativo en
doradas letras de aluminio, les faltaba pared y les sobraba
nombre.
Aquellas casas pintadas con los mismísimos
colores terrosos que usaron los fundadores en tiempos de
la colonia, miraban al firmamento con la simplicidad y la
nostalgia de las cosas de otro tiempo; con sus claveles
rojos de cabecita rizada que brotaban sedosos en racimo,
bien de macetas, bien del subsuelo, en los jardines repletos
de setos cortados en forma de esfera, enfilados y mirando
todos siempre hacia el oeste, como soldados guardianes a
la espera de una invasión. Las calles empedradas, los
faroles de luces moribundas y hasta el aire fatigoso eran
los mismos, y jamás hubiera pensado que en aquella
remota localidad se sucedieran los hechos que nos
pusieron en contacto con la magia.
Nos resignamos, pues, a esperar sentadas sobre uno
de los bancos colocados a lo largo de las salas de abordaje.
Allí, Mariana, mi hermana menor, ojerosa por los embates
del cansancio y la incertidumbre, posó con delicadeza su
cabeza sobre mi hombro y suspiró; ¡Ah! ¡Ese suspiro!
¡Qué significación! ¡Qué suspiro! La exhalación cálida y
emotiva expresó lo que mil palabras no hubieran podido
decir. Mariana era tímida y recatada, jamás efusiva, ni con
las frases ni con las emociones, ¡Ah! pero qué maravillas
hacía con los gestos y con los monosílabos. Su suspiro,
henchido de carácter y significación, marcaba el final de
un ciclo y el comienzo de una nueva vida para nosotras,
llena de desasosiegos y desencantos. En contraste,
Beatrice era toda efusividad y dramatismo. En ella, los
vocablos adquirían matices insospechados, inventaba
palabras jamás vistas por la Real Academia Española, con
pronunciaciones tan estrafalarias como rebuscadas, dignas
de algún dialecto africano. Esta inventiva sonora parecía
aflorar en sus conversaciones cotidianas, siempre que se
equivocaba en la utilización de algún término o palabra, y
antes que reconocer su equivocación, aludía al vocablo
inventado, atribuyéndole su origen al latín o a algún
idioma extranjero que el interlocutor de turno ignoraba, no
quedándole más remedio que aceptar su elocuente retórica.
Mientras esperaba, traté de recordar la fisonomía
de mi abuelastra Gertrudis, habían pasado unos cuantos
años desde la última vez que nos vimos y aun en esos
tiempos su trato había sido parco y desabrido, pero todo lo
que venía a mi mente era su imagen como una masa
amorfa inverosímil, sin rasgos humanos conocidos, por lo
que desistí de la idea y decidí esperar a que llegara la
versión original. Mi abuelo Genaro nunca habló de su ex
mujer, salvo en ciertas contadas ocasiones en las que
recibía correspondencia y, a medida que la iba leyendo, su
cara se iba tornando más y más escarlata ¡Qué descaro! –
exclamaba - ¡Qué insensatez! ¡Qué desfachatez! … y
después de proferir acaloradamente una colección de
palabras que terminaban en “ez”, se quedaba quieto y
pensativo, sin comunicarnos jamás la causa de su
infortunio. Cuando nos fuimos a vivir definitivamente con
él, a raíz de la muerte de nuestros padres, ya se había
separado de ella; por lo que, tanto su imagen como su
colección de desfachateces, se fueron desdibujando en el
tiempo.
Muchas horas transcurrieron sin que la abuelastra
se dignara a aparecer en el terminal, así que, exhaustas,
decidimos tomar un taxi que nos llevara hasta La
Borrascosa. Era el campo una extensión vegetal
amarillenta, salpicada de manchurrones claroscuros y
sobre los arboles un vendaval de tordos retozaba
aprovechando la sombra de los pocos arbustos que aun
tenían hojas. Ni una brizna se movía, solo quietud y sol,
un calor infernal brotaba de las entrañas de la tierra
chamuscando el insulso pasto y enmudeciendo los cauces
de las riachuelos circundantes, y más quietud y sol. Los
vapores que brotaban del suelo regurgitaban un olor
familiar a pasto y bosta de ganado, diluido, apenas, por la
escasa brisa que se colaba por la ventana del carro en
movimiento.
La mansión estaba alejada del pueblo y formaba
parte de un puñado de casas, que salpicaba las espaciosas
campiñas, marchitas ahora por el fogoso verano. Luego de
algunos minutos de recorrido, divisamos al fin los
irregulares picos del tejado característico de la estructura
arquitectónica de La Borrascosa.
Debo aclarar que antes de ese momento infame en
que el abuelo murió y el posterior viaje a San André,
estábamos convencidísimas de que el mundo giraba
alrededor de nosotras, así lo sustentaban los hechos, así las
acciones y mimos del abuelo, así las atenciones y mimos
del séquito de cuidadoras. De este modo, puedo decir con
propiedad y sin temor a la vergüenza, que hasta ese
instante éramos unas muchachas engreídas y malcriadas.
Pero no por ser engreídas y malcriadas carecíamos de un
legado mínimo de virtudes, no. Por mi parte, poseía el don
de la palabra fácil y elocuente, y a la prolijidad de las
palabras uníase el arte de los gestos; así que en el éxtasis
de mis conversaciones me hacía acompañar siempre del
concurso de las manos, entrenadas con la maestría de una
bailarina de ballet, muletilla útil cuando se requería la
aclaración de algún concepto y cuando el castellano no era
suficiente. Beatrice, por su parte, paseaba su belleza por
las calles de la vida y por tantos centros comerciales como
fuera posible, con la solemnidad de una reina sin reino, sin
pedir otra cosa más que una sumisión aduladora, y cuando
esta fantasiosa aspiración no era alcanzada, cosa que
ocurría con frecuencia, se conformaba con la silenciosa
admiración que producía en los súbditos de turno.
Mariana, en cambio, libre de toda ofuscación y vanidad,
volcaba sus apetencias en sus tres grandes pasiones: los
animales, la comida y el arte, y en este estricto orden. Ni
San Francisco en toda su gloria había salvado tantos
perritos, gaticos y loritos como Mariana en su ministerio.
Sus habilidades para la pintura afloraron a muy temprana
edad. Contaba con tan solo tres años cuando los gritos
despavoridos de la nana alertaron a nuestro abuelo de que
algo muy grave estaba ocurriendo. Los alaridos provenían
del estudio, donde Genaro había apilado algunos objetos
religiosos que esperaban el transporte hasta la iglesia;
entre estos se incluía un óleo del reconocido artista
español Mateo Santander, recibido en calidad de préstamo
y llevado a la casa por las propias manos del pintor. Las
diminutas manos de Marianita en el éxtasis de una
desbordada creatividad habían transferido al lienzo una
amplia variedad de “muñequitos” y “animalitos”,
decorados con los tonos pasteles de una acuarela. No
obstante, insatisfecha con esto, había despojado también
de sus sagradas vestiduras a la santísima virgen de
Coromoto, quien desde su pedestal miraba apenada a la
perpetradora, en su nuevo papel de Venus del Olimpo.
Desde entonces, hemos tenido que moderar los ímpetus de
su arte hacia formas más creativas de expresión.
Arribamos pues como a las tres de la tarde, la casa
parecía desierta; sin rastros de Gertrudis ni de su nieta
Leticia. La fachada se parecía mucho a la de mis
recuerdos, aunque mostraba ya los estragos de las
embestidas del tiempo. Sobre la superficie empedrada de
la entrada había crecido entre las juntas un grueso musgo
verduzco dándole al frente un aspecto alfombrado sedoso.
Afiné mis nudillos y toqué con fuerza el portón, mis
hermanas, a mi lado, me miraban impacientes, con cara de
fastidio y con la colección de maletas derrumbadas por el
porche. La puerta lucía reseca y avejentada. Un “toc-toc”
seco retumbó del otro lado y unos pasos apresurados se
acercaron. El ama de llaves, Ño Josefina, acudió a nuestro
encuentro. Nuestra primera impresión no fue buena, tenía
proporciones descomunales y terroríficas; lo más
resaltante del rostro era una inmensa crineja de cabello
sorprendentemente negro que le daba varias vueltas a su
cabeza, como si una corona de serpiente descansara en su
apacible frente, y una nariz achatada convincentes
delatoras de sus raíces africanas: su delantal blanco estaba
demasiado almidonado y se levantaba en las puntas
dándole un aire de novicia voladora. Una cabeza llena de
ricitos azabaches se asomó detrás de ella, después salió el
cuerpo. La niña, como de doce años, tenía una medialuna
por sonrisa, con dientes tan grandes que parecían los
granos de una mazorca y abarcaban la mitad de su rostro,
la otra mitad la adornaban dos grandiosas paraparas por
ojos.
-Ustedes deben ser las nietas de la Sra. Gertrudis –
dijo en tono conciliador dando muestras de que nos
esperaban y abriendo la puerta de par en par, instándonos
a que entráramos. Sin embargo, no ofreció ninguna
explicación del por qué no nos habían ido a buscar al
terminal y nosotras tampoco la demandamos.
-Mi nombre es Ño Josefina y esta niña –dijo
señalando a la dueña de los ricitos azabaches y de los
dientes de mazorca- es mi hija, la negrita Salomé –la niña
adelantó dos pasitos y con una gentil reverencia saludó sin
dejar de sonreír. Ese pequeño gesto de simpatía tejería
irremediablemente el telar de la amistad que
compartiríamos por el resto de los días. Y así, risita y todo,
volvió a esconderse con timidez detrás de la mole que era
su madre.
-Deseo expresarles mis condolencias. Lamenté
mucho la muerte de su abuelo, por estos lares era muy
apreciado, por lo menos por los miembros de la
servidumbre –dijo con pesar la mulata mientras recostaba
su voluminosa figura al borde de la puerta. Su expresión
parecía sincera.
–Pero lamento mucho más que hayan tenido que dejar las
comodidades de su hogar para venir hasta acá. ¡Un lugar
tan lejano como este, donde hasta el gato perdió los
calzones¡ -buscó en nuestros rostros alguna señal de
asentimiento pero al no hallar ninguna prosiguió con su
rebuscado monologo- ¿Pero quién diría que alguien podía
morirse de un simple catarro, verdad? ¡Qué bueno que les
legó ese montón de dinero, así la Sra. Gertrudis podrá
hacer frente a todos los gastos que supone tenerlas aquí!
¡A decir verdad –dijo bajando el tono de voz, casi en
susurros- estaba un poco escasa de fondos! Tuvo suerte de
que su abuelo se muriera y no la hubiera declinado como
tutora de ustedes en el testamento, después de ese asunto
tan desagradable del divorcio. ¡Caramba¡ -dijo en extremo
apenada- ¡No quise decir que fuera bueno que Don Genaro
falleciera¡ ¡Lejos de mi semejante pensamiento¡ -
seguidamente hizo algunos intentos para explicar su
razonamiento pero lo único que conseguía era enredar más
el entuerto, así que al final remató.
-¡Olviden lo que dije! Después de cierta edad los
viejos comenzamos a desvariar! ¡Por eso es que nos
depositan en asilos!
La sola mención del abuelo levantó una polvareda
de nostalgia en mí. Don Genaro, como le decían sus
empleados, era un viejito chiquitico y juguetón, con la
cara pecosa de los andaluces y la barriga redondeada a
fuerza de los chorizos y las morcillas que desaparecía con
extrema satisfacción de las bandejas populosas de su
almuerzo, y de su cena, y de su desayuno. Vestía de kaki
siempre, con un convincente sombrero de alerón gris con
las puntas enroscadas hacia arriba, y unos mocasines
negros que chirriaban cuando caminaba por los elegantes
salones de la casa y que delataban su presencia mucho
antes de que llegara su cuerpo. Su pantalón y su camisa,
perennemente almidonados, le otorgaban un toque
crujiente a sus abrazos. Su falta de ilustración lindaba a
veces con la ignorancia, pero a falta de letras compensaba
con astucia y con corazón. La fortuna le vino casi por azar,
en la figura de un francés con una veintena de barcos y
ninguna maña para los negocios, y Genaro con su veintena
de mañas y ningún barco para los negocios. Así, en
acordada simbiosis, formaron una asociación que les
permitió amasar una considerable fortuna con la
importación de especies exóticas y a éstas le siguieron los
granos, los chocolates, los adornos y los
electrodomésticos. Según parece, en cuestiones de negocio
Don Genaro era muy capaz, el éxito fue instantáneo y
pronto se encontró disfrutando de las bondades de la clase
privilegiada. Pero a pesar de los placeres que le proveía el
dinero, nada se equiparaba con el gran placer que le
proveía la manifestación de nuestros afectos, el cual
devolvía él con creces, y en el caudal de sus cariños y
ternuras, venía incluido su ración de sabiduría, su poquito
de anécdotas y su montón de principios. ¡Y es que todo el
amor que conocimos de este mundo vino a través de su
persona! ¡Tanto amor para tan poquito cuerpo! - pensé
con nostalgia.
Me unía a Beatrice, además del parentesco, una
relación de mutuos desencantos. Y es que Beatrice era
necia, y necia con “N” mayúscula. Y su necedad venía
siempre acompañada de rebeldía. De allí, nuestra eterna
lucha, yo tratando de arrastrarla hasta el terreno de mi
racionalidad y ella jalando con igual fuerza en la dirección
contraria; solo el alma mediadora de la apacible y dulce
Mariana lograba situarnos en un punto medio de tensa
convivencia. ¿Nos odiábamos? ¡Sí! ¿Nos amábamos?
¡Obviamente! razón por la cual nos veíamos mutuamente
como un mal necesario, que debíamos soportar hasta que
las circunstancias dispusieran lo contrario.
El ama de llaves seguía con su diatriba diáfana de
frases y oraciones. Yo, que tenía el alma abierta para la
retórica y las indagaciones y el corazón cerrado para los
reproches, buscaba con la mirada atenta de un policía la
figura de Gertrudis o Leticia, pero ni la una ni la otra
aparecieron en el horizonte. Así que mientras Ño Josefina
y su hijita terminaban el ritual de bienvenida,
permanecimos incólumes y hambrientas junto al umbral.
Cumplidas las presentaciones, pasamos el resquicio de la
puerta y, ya dentro, me sentí con la suficiente confianza
como para hablar:
-¡Quisiéramos refrescarnos, si no hay problema!
-¡Y comer! –agregó Beatrice precipitadamente y
con impaciencia.
El cansancio me había drenado las frases
estereotipadas de cortesía que se acostumbran decir en
estos casos, por lo que contestaba con monosílabos a las
preguntas que nos dirigía nuestra interlocutora, en un afán
por transmitir lo exhaustas que estábamos, tras casi quince
horas de viaje.
-¡Ay! ¡Pero qué encantadoras criaturitas! –dijo
pellizcándome el cachete en tono cantarín. Iba a replicar
diciendo que no era “criaturita”, ya que pronto cumpliría
los dieciocho y mis hermanas me seguían con edades de
dieciséis y doce años, pero me reservé el comentario para
no parecer demasiado impertinente en el primer encuentro.
Un débil “gracias” salió de mis labios.
-Síganme, criaturitas (otra vez la bendita palabra) –
dijo- Alcen sus maletas, a la Sra. Gertrudis no le gusta que
le rayen el piso – y comenzó a mover su exagerada
humanidad con el paso cadencioso de un elefante, la
negrita Salomé la seguía tratando de emular sus pasos pero
en menor grado. Mariana no dejaba de observar la crineja
de serpientes que se movía sobre su cabeza, como si fuera
a atacar en cualquier momento.
El vestíbulo y el salón eran grandísimos,
atiborrados de muebles y obras de arte de diferentes
tamaños y estilos; valiosas sin duda, pero colocadas de
forma tan incongruente que alteraban notablemente la
armonía general del conjunto. Olía a encierro y a humedad
y este extraño olor manaba de todos los objetos de la casa.
Enormes ventanales de hierro forjado soportaban el peso
de pesadas cortinas de terciopelo rojo, en un intento quizá
de darle a la sala un estilo francés. Una escalera también
afrancesada ascendía al piso superior donde se hallaban las
habitaciones de la familia; ya nos disponíamos a subirla
cuando vimos que la mulata se enrumbaba hacia un
costado donde un corredor largo y sinuoso, apartado del
resto de la casa, terminaba en un desnivelado portón de
roble del siglo quince.
-La Sra. Gertrudis lamenta que no haya
habitaciones disponibles –continuó diciendo- y las
acomodó temporalmente en el sótano mientras encuentra
un mejor lugar para ustedes.
¿El sótano? Nos miramos extrañadas. ¿Qué había
pasado con nuestras habitaciones? Aunque hacía años que
no visitaba La Borrascosa, recordé que la mía se hallaba
en el piso superior, con vista a los exuberantes jardines
que rodeaban la residencia, y a los lados, las de mis
hermanas. Enfilados, paralelo al inmenso pasillo, se
hallaba el resto de los cuartos que completaban diez,
coronando al final del corredor con una pequeña salita tipo
estudio, donde el abuelo solía reunirnos para jugar y tomar
la merienda de la tarde, con chocolate, jugos y galletas de
almendras y pasas. Fueron aquellas tardes las más
placenteras de mi vida. La diversión era el orden del día.
Bajo techo, jugábamos los más conocidos juegos de mesa:
monopolio, bingo y ludo, donde Beatrice, a fuerza de
constantes y tenaces esfuerzos, logró hacerse de una solida
reputación de tramposa. En las afueras, entre las floridas
campiñas y los encorvados peñascos que sobresalían de la
corteza vegetal, drenábamos nuestras burbujeantes
energías infantiles en juegos de carreras, escondidas y
todo un amplio repertorio de entretenimientos propio de
varones. Ignorábamos, en esos tiempos remotos y como
nos enteramos más tarde, que las actividades tenían
género, así existían juegos para uso exclusivo de señoritas
y otro tanto para caballeros. Nosotras, que nos hallábamos
en la prehistoria de nuestra infancia, ignorantes de esta
excelsa verdad, nos sumergíamos con todo el ímpetu de
nuestra ignorancia en tales actividades sin que la carga del
género nos produjera el más leve indicio de
remordimiento o culpabilidad.
En la pared opuesta a las habitaciones un largo
ventanal recorría de extremo a extremo todo el pasillo,
engalanando el ambiente con las tonalidades verdosas de
los pinos y acacias que pululaban en la espesa arboleda
circundante y que se reflejaban en los espaciosos cristales.
No era posible que todas las habitaciones estuvieran
ocupadas. ¡El ama de llaves mentía, y mentía
descaradamente, y podría asegurar que lo hacía con la
anuencia de nuestra maquiavélica abuelastra!
-¿Las diez habitaciones están ocupadas? ¿Por
quién?–pregunté con incredulidad. Mariana y Beatrice
dejaron caer las maletas en señal de desaprobación y, con
las manos en la cintura, esperaban una explicación.
El nerviosismo era evidente en la mujer, caminaba
rápidamente como para no dar tiempo a más preguntas.
Ciertamente no esperaba ser encarada por tres de
adolescentes con cara de pocos amigos.
-Me temo que tendrán que esperar por su abuela
para hablar del asunto. ¡Seguro les explicará! Yo solo sigo
sus instrucciones –dijo evasiva.
¡Qué desfachatez! ¡Qué descaro! ¡Qué insensatez!
Ahora venían a mi mente todas aquellas palabras que mi
abuelito exhalaba cada vez que leía las incisivas misivas
que recibía de Gertrudis, y que ahora aparecían,
oportunísimas, en la punta de mi lengua. Esta vez era yo
quien destilaba las indignaciones, esta vez era yo la
portadora de las palabras con “ez”, pero frené mi
elocuencia y traté de amainar en gran medida las protestas
de mis hermanas en aras de preservar el buen trato y las
buenas costumbres con el personal de servicio de La
Borrascosa, que a fin de cuentas no tenían nada de culpa
por los mandatos de su matrona. Beatrice esperaba alguna
explosión de mi descontento o desaprobación, sin embargo
se sorprendió cuando me mantuve muda como una ostra y
caminé detrás de la anciana como una autómata, por lo
cual no le quedó otro remedio que retomar la maleta y
seguirme junto con Mariana.
Ño Josefina parecía no tener edad; cuando alcanzó
los cincuenta, dijo, se negó a seguir añadiendo años a su
ser y de esta forma se hizo inmortal; y que el tiempo se
había estacionado a sus espaldas y su cuerpo dejado de
producir canas y arrugas. Beatrice me miró con
incredulidad y aunque no escuché lo que dijo ya que sus
labios se movieron sin emitir sonido, reconocí el gesto que
indicaba que la señora estaba loca de remate.
El corredor era enorme y al final remataba con un
pesado portón que sellaba la entrada al lugar. Aquella
enorme puerta enclaustrada entre dos columnas de madera
temperaba el paso de dos mundos; los de arriba y los de
abajo, tan eficazmente como si se hubieran trazado una
línea imaginaria que separara, por rango de posesiones, a
los más ricos de los más pobres. Así, “los de arriba”, o sea,
Gertrudis y Leticia, señoreaban sobre “los de abajo” como
dioses omnipotentes del Olimpo, con la misma rudeza y
desatino que sus congéneres mediterráneos. En esta
clasificación arbitraria, nosotras quedamos
irremediablemente embutidas en el grupo de “las de
abajo”, a ras del conjunto de seres rastreros que habitaban
La Borrascosa, a saber, mayordomo, jardinero, mucama,
Ño Josefina, Juancho, negrita Salomé, animales de corral,
ratas e insectos; todos agrupados bajo un mismo sello
genético, como si un travieso gen de “pobreza” se hubiera
escurrido en nuestras cadenas de ADN, confiriéndonos a
todos un mismo destino.
Sobre la superficie de la puerta separadora de
mundos, había un pestillo de hierro en forma de serpiente
enroscada y más arriba dos incrustaciones con las cabezas
de unos querubines alados, que en su momento debieron
tener los rostros limpios y pulidos, propios de los seres
celestiales, pero que ahora, cubiertos como estaban por
una gruesa capa de hollín, semejaban a dos decapitados
angelitos negros en busca de sus mutilados cuerpos por los
arrabales del cielo o del infierno.
-Solo falta la gárgola –susurró Beatrice en mi oído.
Carraspeé para ahogar el comentario mordaz de mi
hermana. Beatrice, ajena a las sutilezas que la educación y
la femineidad exigen, decía siempre lo que pensaba, sin
ambages, y esta peculiar característica de su personalidad
parecía florecer en los momentos más inoportunos, así, si
una persona era conocida por su poca disposición para
sacar dinero de su bolsillo, su delineada boquita le
adjuntaba el calificativo peyorativo de “pichirre”, en lugar
de “ahorrativo”, y ante la vista de una mujer poca
agraciada, la promulgaba a los cuatro vientos como
“horripilante” en lugar de “desmejorada”. El ama de llaves
pareció no escuchar el comentario, y si lo escuchó no se
dio por enterada. Mariana ahogó un gritico que atajaba su
risa.
Logramos abrir la puerta con dificultad. Una
oscuridad profunda nos atacó. Mariana apretó mi mano al
momento que la anciana buscaba a tientas el interruptor,
cuando se encendió la luz apenas si iluminaba el recinto.
Eché un breve vistazo al tenebroso sótano. Una escueta
escalerita bajaba hasta aquel mundo de trastes y cajas,
donde un olor rancio denotaba falta de limpieza o poca
ventilación. El mismo olor a humedad que cabalgaba en la
sala, se acentuaba allí con mayor contundencia. En el
centro había un claro donde se habían apilado tres
colchones poco mullidos y unas cobijas descurtidas de
lana azul. Al fondo, casi pegada del techo, se podía ver un
rectángulo de ventana ennegrecido por la suciedad, donde
apenas tres anémicos rayos de sol habían sorteado el
camino para reflejarse en prisma sobre la superficie
mojada del piso. El insistente sonido de una gota cayendo
denotaba el rompimiento de alguna tubería.
-Pónganse cómodas –dijo el ama de llaves con
pena- Después que termine mis labores, volveré por
ustedes y les traeré algo de comer.
Parecía una buena mujer y se veía muy afligida
por la situación por la que estábamos pasando. Bajamos
con extremo cuidado la escalerilla, aferradas a la
barandilla que se balanceaba sin cesar y arrastrando las
pesadas maletas por los húmedos peldaños que parecían
blandirse a nuestro paso. Ya abajo, Beatrice y Mariana
recorrieron primero visualmente el amplio espacio y
después se aventuraron entre las cajas para una inspección
más detallada.
-¿Cómo podemos estar cómodas en esta pocilga? –
vociferó Beatrice remolona detrás de una gabinete que
ocultaba su silueta.
Yo seguía plantada al lado del ama de llaves,
tratando de obtener más información sobre mis parientes.
-¿Cuando nos verá la ...- iba a decir la abuela pero
la palabra se me trancó en la garganta- la Sra. Gertrudis?
La mujer titubeó. Realmente desconocía las
intenciones de su ama con respecto a las muchachas.
Mucho le había extrañado su renuencia a acomodarlas en
las habitaciones principales, habida cuenta de que muy
pocos de los cuartos superiores estaban ocupados, y los
que lo estaban resguardaban solo viejos muebles o
artefactos lisiados, descompuestos, fuera de uso, que la
doña prefería arrumbar en las alturas, en su pequeño
cementerio mobiliario particular, que botarlos o donarlos a
la beneficencia, donde podrían, con uno que otro
acomodo, continuar, resucitados, prestando sus valiosos
servicios. Se acomodó el delantal al tiempo que respondía:
-No lo sé. Hoy es tarde de bridge y la señora suele
ausentarse por mucho tiempo –contestó cerrando la puerta
y llevándose a la negrita a la fuerza.
Este mundo indefinido de privación y escasez que
ahora nos abría sus puertas con rudeza abrumadora,
contrastaba enormemente con la esnobista opulencia que
hasta el momento habíamos disfrutado, para embarcarnos,
como turistas perdidos, en una excursión de pobreza que
duraría exactamente seis meses, tiempo estipulado por los
abogados para hacerme entrega de nuestros bienes tan
pronto cumpliera la mayoría de edad.
-Esto huele horrible –dijo Beatrice con
vehemencia, con su insufrible aire de superioridad, con su
rostro perfecto enmarcado en un manantial de cabellos
castaños que parecían flotar acompañando cada uno de sus
movimientos. Su espíritu terrenal poco aguantaba los
embates de la injusticia. Y es que esta injusticia era la
primera que hubiéramos sufrido alguna vez. Quizá por
eso, la encontrábamos tan fulminante y atroz. No es lo
mismo la injusticia de otros, aquella vista en la distancia,
tolerada por cuerpos ajenos a los nuestros y que nos
arranca, sin duda, nuestras más compasivas expresiones de
conmiseración y entendimiento, que la propia, aquella que
se incrusta como una piedrecita molesta en el zapato y nos
golpetea con insistencia la causa del desafuero. Frunció el
ceño, arrugó la boca y levantó una ceja; envuelta en esa
expresión que precedía sus más sarcásticos comentarios
cuando algo la incomodaba.
-Y como pretenden que vivamos en esto? –dijo
acompañando sus palabras con una mirada escéptica y un
gesto de manos abiertas que reflejaban claramente la
exaltación de su espíritu.
Retuve mi carcajada, mucha gracia me hacía
observar las expresiones de asco de Beatrice ante tanta
inmundicia, considerando que, ciertamente, la costra de
mugre que se extendía por todo lo que a la vista se
mostraba debía medir como cinco centímetros. Sin
embargo, tuve el buen tino de abstenerme a la profusión
de mi risa, segura como estaba que este evento
complicaría el asunto más allá de lo deseable, así que
dándole un tono optimista a mis palabras, me contenté con
expresar:
-¡Por lo pronto es todo lo que tenemos!
¡Limpiemos esta madriguera y tratemos de verle el lado
positivo a la situación!
Beatrice rezongó entre dientes como si quisiera
contener las palabras que pulsaban por salir. Luego,
adaptándose más a los dictámenes de su temperamento
que de su sociabilidad, lo pensó mejor y manifestó:
-¡No hay nada de positivo en esta situación,
querida hermana! – lo dijo con exasperación, arrastrando
las palabras, como se dicen aquellas cosas que envenenan
el alma y que compartidas envenenan, también, el alma de
los otros. Después, abstraída en sus consideraciones, ubicó
con la mirada alguna silla que estuviera moderadamente
limpia para sentarse y seguir descargando sobre mi
persona el ponzoñoso veneno de su malestar y
descontento.
Mi otra hermana, la dulce, la que no se entromete
en nada que pudiera parecer parcialidad para uno u otro
bando, la que con los ojos azules de afabilidad y
rebozados de espíritu conciliatorio se había adjudicado
desde los tempranos días de su infancia el ingrato papel de
árbitro de sus conflictivas hermanas, ajena al drama, se
había acercado a una vitrina que dejaba traslucir a través
de los cristales terrosos las figuras de unas miniaturas. Las
siluetas torcidas de duendes, hadas y brujas llamaron
mucho su atención. Llevada por la curiosidad, abrió una
de las hojas de la puerta y un fuerte olor le salpicó el
rostro. Arrugó la cara.
-Esto está todo mohoso –repuso Mariana también
con asco- ¡y huele muy mal! -dijo apretándose la naricita.
Beatrice se acercó y de un jalón arrancó un manojo
de hilos blancos que se hallaba suspendido en una de las
esquinas del mueble.
-Y con telarañas –recalcó Beatrice sosteniendo
entre sus manos la sutil tela blanca que aún sostenía a su
única habitante: una milimétrica arañita atrapada que
luchaba por salir del revoltijo.
-¡Déjala ir! -dijo Mariana abogando por el
animalito.
El arácnido, una bolita roja aguijoneada de patas,
clavó la mirada en su captora, y al menor descuido de ésta,
rompió a correr con todo el furor de sus ocho patas,
desapareciendo por la hendidura de un viejo gabinete,
inundado por sus parientes, las termitas. La joven se
volvió hacia su hermana y comentó:
-Ese animalito me miró con ojos de odio.
-El cansancio del viaje te está haciendo alucinar –
contesté.
Siempre dispuesta a la acción acertada y rápida,
asumí con voz de mando la desagradecida tarea de la
limpieza de aquel mugroso lugar. Juzgué por los indicios
que pasaríamos un largo tiempo enclaustradas en aquella
pieza. Afortunadamente, debajo de la escalera encontré
una pileta, y una llave de agua, y algunas escobas y unos
tobos viejos. Enseguida me embarqué en una actividad
febril disparando órdenes con la misma animosidad de un
mariscal en pleno campo de batalla: ¡Empujen esas cajas!,
¡Sacudan el polvo!, ¡Limpien la ventana!, ¡Coleteen el
piso!
Nos movimos con tenacidad, sacudiendo polvos y
arrimando pesadas cajas que se deshacían en nuestras
manos tan pronto como tratábamos de ubicarlas en un
mejor lugar. Perseguimos bichos rastreros que, apuñalados
por zapatos, mostraban sus entrañas destripadas haciendo
que Beatrice profiriera los más alucinantes gritos. En fin,
ordenamos todo lo que se podía ordenar, para otorgarle a
aquel antro un aire prestigioso y recatado como de
habitación.
-¿Por qué tienes que ser tú la que da las órdenes? –
preguntó Beatrice desconfiada.
-¡Porque soy tu hermana mayor! -contesté
sacudiendo un almohadón que contenía todo el polvo de
los siglos.
-¡Esa no me parece razón suficiente! – ripostó con
el ceño fruncido y continuó barriendo el piso con
desagrado. Así era Beatrice, gruñona y remolona, pero aún
bajo todo ese costal de resistencia verbal con que acogía
mis órdenes, me otorgaba una cierta dosis de respeto, por
lo que terminaba haciendo lo que se le pedía, no sin antes
lamentarse, enérgica y consecutivamente, y durante todo
el tiempo que durara la acción de la desafortunada tarea
que estuviera ejecutando. Y es que las protestas de
Beatrice eran vanas y superficiales, protestaba por
protestar, sin justificaciones ni razonamientos que
sustentaran la causa de sus lamentos, de esta forma sus
protestas quedaban revestidas con el toque insustancial de
un cascarón al que le han sustraído la pulpa.
Inesperadamente, el estruendo de una puerta
chirriante que se abría retumbó por todos los rincones y
gritamos al unísono, agrupándonos de un salto en el centro
del salón. Así, abrazadas, nos encontró la silueta abultada
que se agolpó en el umbral eclipsando toda la luz que
provenía del corredor. Reconocimos la figura de Ño
Josefina que sostenía una bandeja con alimentos en sus
manos y a la negrita Salomé que traía una jarra con un
líquido amarilloso. Nos relajamos y comenzamos a reír
histéricamente.
-¡Vaya! –dijo la anciana- ¡Qué recibimiento tan
triunfal!
Subimos la escalerilla para alcanzar los alimentos,
ya que no estábamos muy seguras que ésta soportara el
peso de la mulata y el ama de llaves tampoco hizo el
intento de bajar, seguramente por el mismo pensamiento.
Sin embargo, la negrita Salomé sí fue bajando, con pasitos
corticos como los de una japonesa, un escalón por vez, y
asiendo la jarra en las alturas, como si de un trofeo
deportivo se tratara, desembocó con el líquido tintineante
por los hielos y corrió hasta ubicarse en el claro destinado
a comedor donde se auto-invitó a comer. Desde la escalera
Ño Josefina se disculpó:
-Es todo lo que puedo darles, ¡en esta casa la
servidumbre no come muy bien!
-¿La servidumbre? –repitió Beatrice con los ojos
tan grandes que pensé que se saldrían rodando por el suelo
como canicas. Se creía muy aristocrática y no había nada
peor para sus finos oídos que escuchar que la estaban
incluyendo en el populacho, o sea, en “los de abajo”.
–¡Pero si somos las dueñas de esta casa! –profirió
procurando rescatar un poco de la dignidad y el orgullo
que le había sido arrebatado desde el momento en que
pisamos la casa.
La atajé antes de que le recitara a la anciana la
retahíla de razones que nos hacía las auténticas dueñas y
herederas de La Borrascosa. A pesar de mi juventud e
inexperiencia, conocía lo suficiente de las vicisitudes de la
vida como para comprender que Gertrudis debía estar
orquestando algún plan para quitarnos lo que
legítimamente nos pertenecía y que debíamos prepararnos
para confrontarla en el momento en que se dignara a
atendernos; y dadas las circunstancia, ese momento
parecía estar bastante lejos.
-¿Podemos salir a dar una vuelta? – preguntó
Mariana con su voz angelical - ¡Quiero ver el jardín!
Beatrice gruñó:
-¡No tenemos por qué pedir permiso, niña! ¡Que yo
sepa no somos prisioneras!
-No hay problema – contestó la mulata ignorando
el comentario de mi hermana - la Sra. Gertrudis y la Srta.
Leticia salieron y no llegaran hasta bien entrada la noche –
y diciendo esto retomó el camino de regreso a la cocina
para continuar con sus oficios.
Tan pronto se fue, dejando a la negrita Salomé que
desde ese momento se adhirió a nosotras como los hongos
al sucio, destapamos la bandeja que consistía de un
abundante plato de verduras, cuatro rodajas de jamón con
huevos, seis trozos de pan y una jarra de limonada, con
más agua que limón y poca azúcar. Todas teníamos apetito
pero al ver el famélico platillo, las punzantes llamaradas
del hambre amainaron en gran medida. A Beatrice le
estaba dando un soponcio, no podía entender cómo de sus
acostumbradas cenas de croissants de chocolate y
“strawberry juice” cayó en las verduras con limonada. Era
un cambio demasiado brusco para ser entendido. Mariana
decidió rendirse a los clamores del hambre y no
molestarse por lo escueto del plato, la negrita Salomé
parecía estar acostumbrada al menú y a mí, me importaba
un bledo como vinieran presentados los alimentos,
siempre y cuando fueran “alimentos”.
-Debemos hacer algo –reclamó Beatrice lanzando
una desdeñosa mirada sobre una patata- ¡No podemos
vivir así!
El conjunto de verduras apiladas en el plato se
mostraba inocente al desgano general producido en sus
comensales por motivo de su humilde presencia. Les
faltaba colorido, sazón y textura. No obstante siendo estos
rústicos manjares la única fuente de nutrición disponible
en ese momento, no hubo más remedio que recatar el
apetito en pos de la supervivencia. Beatrice hizo el intento
de comer, pero al pinchar con el tenedor un tubérculo
sancochado en exceso, se desparramó por el plato
convirtiéndose en puré. El espectáculo de la patata con las
entrañas abiertas, debo decirlo, no era nada suculento, por
lo cual desistió concentrando todas sus atenciones en las
rosadas lonjas del jamón.
Por mi parte, me abstuve de comer el fiambre y
condensé mis apetencias en una desteñida coliflor que
yacía desolada como último habitante del cuenco. Allí,
desprestigiada por el poco colorido de su linaje, esperó
agradecida hasta que pude clavarle un diente.
2
FORASTERAS EN EL PUEBLO
En el pueblo, nadie sabía quiénes éramos ni con
qué propósito nos habíamos instalado en aquel rincón tan
remoto. Doña Tula había sido una las primeras personas
en divisarnos en el terminal; de un vistazo había decretado
que éramos maniquíes de ciudad. Desde la muerte de su
marido, Don Tomás, su única actividad había sido
recobrar trozos de conversaciones perdidas de las personas
que pasaban bajo su ventana. Ya ni a la panadería iba,
siendo ésta atendida por su hermana, Felipa y sus hijos, los
cinco mocosos con que la había dejado su marido antes de
marcharse a la ciudad en busca dizque nuevas emociones.
Aparentemente, las viejas emociones que suscitaban
Felipa y sus muchachos no tentaron mucho a Joaquín
porque tan pronto dejó el pueblo no se volvió a saber más
de él, y de esto hacía ya cinco años. Doña Tula, flaca
como un bambú, se apostaba todas las tardes en un viejo
sillón que había colocado ingeniosamente al lado del
ventanal que daba a la calle principal. La ubicación de su
casa, frente al hotel, puso en apuros a más de un marido
infiel. Estos trataban de pasar inadvertidos por el frente de
su puerta con la conquista de turno en brazos. Se dice que
fue ella quien le fue con el chisme a Doña Petra de que su
marido le montaba los cachos con la fulana de la farmacia
y la espectacular golpiza que la Doña le propinara a su
cónyuge había alimentado las habladurías del pueblo
durante semanas y había inoculado al pobre señor contra
cualquier otra futura tentación.
A la mañana siguiente a nuestra llegada, Doña Tula
se levantó muy temprano, no podía dejar de pensar en las
forasteras, por la vestimenta estaba convencida de que
éramos citadinas. Comenzó sus oficios matutinos sin
alejarse mucho de la ventana, siempre pendiente de
avistarnos de paseo por la calle o en alguna tienda, como
correspondería a cualquier turista que estuviera de
vacaciones. Sin embargo, cerca de las doce, viendo que no
había señal de nosotras en el pueblo, no pudo contener
más la curiosidad y se dispuso a llegarse hasta el hotel que
era el lugar por excelencia para enterarse de los
acontecimientos más recientes acaecidos en la comunidad.
Corrió hasta su cuarto, ubicado al final del zaguán, y
buscó en el viejo armario su acostumbrada camisa negra
de encajes y su falda de gabardina, negra también, que le
llegaba hasta los tobillos, se las puso sin dilación, alisó los
pliegues con sus arrugadas manos, buscó su cartera de
cuero belga y salió corriendo hacia la puerta principal. El
familiar bullicio de vendedores ambulantes entretejido
con los aromas dulzones de la panadería y la frutería
adyacente la atajaron en el umbral. Por un instante, se
detuvo, se cuestionó lo arrebatado de su acción, pero los
aguijonazos de la curiosidad prevalecieron sobre sus
consideraciones, y después de unos segundos, continuó
sus avances sin arrepentimientos. Cruzó la calle mirando
hacia todos lados hasta llegar subrepticiamente a la puerta
del hotel.
El Lobby estaba atestado, un contingente de
personas se agolpaba en la recepción, otro tanto se hallaba
disperso en el amplio espacio. El moderno hotel, El Gran
Prince, había sido un caserón abandonado resucitado a
finales de los ochenta gracias a los aportes de la familia
Farfán, que lo adquirió a precio de gallina flaca para
convertirlo en el único alojamiento de lujo de la zona.
Poseía un amplio terreno que fue aceleradamente poblado
con otras estructuras que se adosaron a la construcción
original bajo las miradas resentidas de los moradores que
veían al mamotreto como una perturbación a la legendaria
calma del lugar. Se podría decir que era la única
construcción moderna de San André y resaltaba tanto
como un elefante en un baile de hormigas.
Una señorita ubicada detrás de un elegante mueble
de cedro en la recepción se dirigió a ella:
-¿La puedo ayudar? – dijo lanzándole una mirada
evaluativa y sarcástica. Se notaba de cualquier modo que
no estaba muy contenta con la presencia de la señora en su
Lobby; era un pueblo pequeño, por tanto la fama de
cascarrabias que ostentaba Doña Tula la precedía donde
quiera que fuera.
En el momento en que iba a contestar otra voz a
sus espaldas la distrajo.
-¡Caramba! Doña Tula en persona, ¿Usted por
aquí? –saludó el Prefecto Farfán, hombre de rostro severo
y regordete cuyo principal rasgo consistía en unos bigotes
aguijoneados desproporcionadamente grandes para el
tamaño de su cara aguileña. De todos los hijos de
Leónidas Farfán, Elías, el prefecto, era el más habilidoso
en los negocios y el único que aún permanecía en el
pueblo. El resto de sus hermanos, siete en total, tres
mujeres y cuatro hombres, o se habían marchado, o se
habían casado o se habían muerto, dejándolo como único
administrador de los cuantiosos bienes de la familia.
Mucho se decía de la supuesta honorabilidad del caballero
y de los chanchullos amañados a los que solía recurrir para
salirse siempre con la suya. Se había embarcado
recientemente en un proyecto para desarrollar un centro
hotelero cuyos frutos irían a parar directamente a su
bolsillo. Los habitantes de San André, muy recelosos con
sus recursos naturales, sabían que semejante desarrollo
afectaría seriamente la proverbial quietud del
emplazamiento. Sin embargo, el Prefecto, hombre
habilidoso y sin escrúpulos, se había procurado el visto
bueno del Padre Tobías, de la Iglesia de la Concepción,
cuyos sermones dirigidos a los habitantes advertían de la
perdición eterna y el crujir de dientes que les esperaba en
el infierno de no acogerse a dicho proyecto. Según las
propias palabras del clérigo, solo bajo la guía divina (léase
del Prefecto Farfán) podría el pueblo alcanzar un estado de
dicha y bienestar permanente. Incluso se llegó al extremo
de retirar del oratorio la imagen de San Cipriano, donada a
principios de 1930 por el entonces fundador, Barrabás
Contreras, con el pretexto de realizarle trabajos de
restauración. A los pocos días una nueva imagen fue
colocada en la Capilla, con rasgos sospechosamente
semejantes a los de Farfán. La barbilla y los pómulos del
santo fueron barridos y sustituidos por la quijada cuadrada
del susodicho, amén del bigote aguijoneado. ¿Pero a quien
se le ocurriría pensar que los santos tienen bigotes? Es una
convención sine qua non que las imágenes celestiales
adolecen de la muy mundana condición de crecimiento de
bello en sus partes. Toda la literatura y artes clásicos nos
ofrecen figuras imberbes, lampiñas, con caras al borde del
éxtasis del sufrimiento. Ningún artista de la época se
hubiera atrevido siquiera a recrear algún indicio de placer
sobre los rostros empíreos; semejante aberración se
hubiera considerado como un acto de insubordinación de
la fe, pecaminoso, y sin duda, fuera de consenso. De nada
valieron las protestas de las viejitas del pueblo ante el cura
recalcando que la mirada lasciva del santo las hacía sentir
incómodas y que la sonrisa repleta de dientes era impropia
para la solemnidad de Cipriano. Y es que esta nueva
apariencia nada tenía de divina, y con la extirpación del
“San” y la subsiguiente degradación del santo al reino de
lo mundano, comenzaron a llamarlo simplemente
“Cipriano”. Al no obtener respuesta a sus súplicas no
tuvieron otro remedio que trasladar su devoción a otro
mártir, San Antonio, de apariencia más divina.
El Padre Tobías acostumbraba a aderezar sus
sermones con detalles de todas las calamidades que
podrían ocurrirle a los fieles de dejarse seducir por lo
sobrenatural; como si el tormento eterno no fuera
suficiente, sus alegorías de los suplicios del infierno
detallados con acuciosa minuciosidad, parecían tener el
efecto deseado dada la cara de terror que exhibían sus
feligreses durante los sermones domingueros. Sin embargo
este temor no se extendía hasta el Prefecto Farfán, quien
asistía a las misas solo por su afán de conseguir apoyo
para su próxima postulación como alcalde.
Doña Tula se recuperó de la sorpresa.
-Estaba paseando y se me ocurrió venir a ver las
remodelaciones que le ha hecho al hotel – dijo recalcando
el comentario con la mirada - De verdad se nota el buen
gusto. ¡Se ve su mano metida en todo el asunto, pues! –
comentó aduladora.
El Prefecto se hinchó de orgullo. Nada más
alentador para un político que los comentarios
almibarados de sus electores.
-Sí, ¡En verdad, si! – declaró el Prefecto
arrastrando sus manos por la delgada solapa de su traje de
casimir recién traído de Europa - Gastamos un buen
dinerito en esto pero está inversión será recuperada tan
pronto sea electo alcalde. ¿O quién sabe si hasta
Gobernador?
Tula lo miró con sorpresa agradando las órbitas de
sus ojos saltones y colocando su mano sobre el antebrazo
del político, dándole un pequeño apretón de aprobación.
-Su palabra vaya adelante y ojalá así sea. ¡No hay
nadie en San André que pueda llevar ese título con más
honor que usted! No me equivoco al expresar que muchos
de los habitantes de este pueblo pensamos que le sobran
las condiciones para aspirar al cargo. Usted es uno de los
nuestros, como decimos los campesinos, mero
representante de nuestra propia cepa. Además, elegante y
distinguido. No digo alcalde, hasta gobernador podría
llegar a ser, si se lo propone. Siempre he pensado que el
Gobernador debe vivir en el pueblo. Como si no va a saber
las cosas que necesitamos aquí, ¿no cree usted?
-¡Seguro que sí, mi Doña! Y eso es algo que vamos
a remediar pronto. San André debe tener su propio Alcalde
y su propio Gobernador y estos deben vivir aquí, en el
mero pueblo -dijo afilando su bigote con devoción.
-Tiene razón, Prefecto. Los monigotes de ciudad
no saben de los problemas que nosotros, la gente de
pueblo, enfrentamos. Usted tiene todos los atributos para
ser un buen gobernante. ¡Nadie en esta aldea puede decir
lo contrario! ¡Cuente con mi voto! –y diciendo estas
palabras murmuró algunas frases de despedida y se
enrumbó hacia la salida. No convenía que una persona tan
distinguida como él la descubriera husmeando lo que no se
le ha perdido. Ya habría otras oportunidades de averiguar
quiénes eran las visitantes.
Sin embargo, dentro de los ceñidos límites de su
ignorancia, se alejó pensando, ¿Cómo habría sido electo el
Prefecto Farfán si en San André nunca había habido
elecciones?
3
EL RECIBIMIENTO DE GERTRUDIS
Acusar a Gertrudis y a su nieta Leticia de
desalmadas sería una descortesía. Sobrepasaban con
creces las definiciones de la palabra. ¿Qué extraña
predisposición del destino nos colocó en tan disparatadas
manos? ¡No lo sé! El destino, como una madrastra
malvada, a menudo oculta bajo el manto de la futilidad sus
más increíbles desatinos. Ni una cárcel de máxima
seguridad aplicaría las medidas restrictivas de la libertad
que la anciana con tanto placer nos impuso. A los dos días
de estar en La Borrascosa ya sabíamos que no éramos
bienvenidas.
Gertrudis Zing, era tan aburrida como la
comunidad en que vivía, su fisonomía comprendía una
joroba encorvada, una contextura esquelética y un cuello
rígido como si estuviera enclaustrada perennemente en un
arnés y, adicionado a este singular conjunto de atributos,
le acompañaban unos modales toscos y quisquillosos, unas
ropas estrambóticas y pasadas de moda compradas en
tiendas de segunda mano, y un maquillaje tan exagerado
como el de una actriz de teatro, provocando a su paso por
las destartaladas calles del pueblo un sinfín de habladurías
y chismes, todos relacionados con su apariencia física y
con la fuente de su sustento.
Su nieta, Leticia, no era muy diferente, de escasa
belleza, si había alguna, era malcriada y manipuladora, tan
tiesa como su abuela, como si una cabilla le estuviera
sosteniendo eternamente los pies. No obstante, todas estas
particularidades hubieran sido ignoradas fácilmente por el
observador agudo, de haber estado acompañadas de un
carácter afable y cariñoso o un espíritu humilde.
Vivía su desaliñada existencia con un solo y único
objetivo y, he de confesarlo a riesgo de estar develando los
secretos familiares, que este sueño consistía en encontrar
un prestigioso marido, cuya fortuna sobrepasara con
creces la de aquellas otras familias acomodas de la zona,
que la mantuviera empotrada en los mundanos placeres de
la opulencia y la notoriedad. Solo por eso, asistía a la
escuela Straton, en busca de un incauto que sin muchos
problemas caminara voluntariamente hasta el altar. Este
sueño también era compartido por su abuela.
Las Zing vivían de una modesta pensión que
heredaron de un familiar lejano. Nunca habían trabajado ni
pensaban hacerlo, pero les gustaba ostentar de una
abundancia de fortuna que ninguna poseía. El colmo de
sus engaños llegó un jueves de abril, en la Feria de San
Isidro, a las doce y quince de la tarde. Cansadas de la
tenaz indiferencia con que eran tratadas por las distintas
personalidades del pueblo, y en un intento desesperado por
hacerse del respeto del Prefecto Farfán, a quien Gertrudis
había echado el ojo como futuro marido para su nieta,
expandieron el rumor de una supuesta herencia que
incluía, entre otras propiedades, una exuberante mina de
oro ubicada en las profundidades de un país
latinoamericano, cuyas rentas estarían prontas a recibir
para vivir como reinas. ¡Perverso el día en que las
mentiras hablan! ¡La verdad se aparta a observar, inerme,
mientras el pequeño monstruo del engaño crece en su
perfidia! El temor de que se supiera la verdad mantenía a
Gertrudis insomne tres días a la semana y a Leticia
embutida en un continuo estado de ansiedad que la
preservaba malhumorada todo el tiempo.
Conforme se acercaba el día de nuestro arribo, la
preocupación de la anciana iba en aumento. ¿Cómo
explicaría nuestra presencia en su casa? Por su parte,
Leticia haciendo uso del restringido vocabulario que la
caracterizaba, ayudada del convincente recurso del
berrinche y el pataleo había dejado bien claro que no nos
quería en la mansión, a lo que Gertrudis, en un
irrefutable arranque de generosidad y consideración le
aseguró que nos mantendría alejadas. ¡Son jóvenes
criadas en la ciudad con delincuentes y maleantes – decía
la infeliz - y quien sabe que mañas traerían!
Sobre la supuesta mina, ya habían decidido
mantener su mentira, y el parapeto de riqueza que habían
esbozado ante sus conocidos y amigos, hasta las últimas
consecuencias, a pesar de la sospecha de algunos
incrédulos que habían comenzado a escatimar que la
famosa mina de oro existiese.
Al son de una serenata de grillos y sapos que
irrumpía intermitentemente la quietud nocturna, la noche
danzaba conquistando espacios, adueñándose de la
vigilia de todos los moradores del poblado; a excepción
de Gertrudis que caminaba golpeando el piso adosado de
su habitación con su retorcido bastón, tan desgastado
como ella misma. La había alcanzado la noche y la
ventana abierta centellaba con la titilante luz de los
faroles del pueblo. Un viejo y desconchado espejo le
devolvió la sombra de su silueta encorvada y carrasposa.
Se detuvo, se sentó luego en la mecedora, exacerbada en
sus maquinaciones. Súbitamente su rostro se iluminó con
la expresión triunfadora de quien encuentra una idea:
¡Ubicaría a las hermanas en el sótano! ¿Cómo no se le
había ocurrido antes? Se felicitó por su impecable juicio
e ignoró el criterio moral de semejante acción. ¡Qué
mejor lugar que junto a los trastos inservibles, las ratas y
las cucarachas rastreras!
Una vez que hubo tomado la decisión, se sintió
mucho mejor. Caminó hasta su cama de caoba y hierro
forjado y se dejó caer en las escuálidas sabanas de satén
color rosa. Minutos después la rindió el sueño, sin
percatarse que en el alfeizar de la ventana un inmenso
gato azabache escudriñaba todos sus movimientos. El
animal caminó con sigilo por el estrecho murillo y en dos
saltos estuvo de nuevo en el jardín, se enrumbó hacia los
matorrales compactos y se perdió en la negrura de la
noche bajo la luna escarbada de nubes.
A los dos días el milagro se produjo, el espíritu
mezquino de Gertrudis se condolió y decidió
concedernos la tan ansiada entrevista. Nos urgió a que
nos encontráramos en la pequeña salita de la casa, la que
antecede a la sala mayor y cuyo acceso estaba vedado
para nosotras. Si alguna vez tuve reservas acerca de la
integridad del carácter de mi tutora, en esa oportunidad
se aclararon todas mis dudas. Al llegar, permanecimos de
pie, como lo dicta la educación y las buenas costumbres,
bajo el umbral del arco del pasillo plantadas como pinos,
esperando pacientes la invitación a pasar. Al instante,
Gertrudis alzó la vista y con una seña brusca (mano
izquierda erguida con los cinco dedos apuntando hacia
los cielos) nos indicó que nos detuviéramos; advertencia,
además, vana e inútil, ya que hacía rato que estábamos
suspendidas en vaivén en la frontera entre el pasillo y la
salita. Entre tanto, Gertrudis siguió revisando los
documentos que sostenía en su mano derecha, mientras
la otra, la izquierda, continuaba su amurallada labor de
separar nuestros mundos del de ella. Eso bastó para que
Beatrice, que tenía la paciencia del tamaño de un grano
de arroz molido, se molestara mucho porque la anciana
seguía impertérrita extasiada en sus documentos, y con el
ánimo burbujeante ante la falta de cortesía mostrada por
la vieja, decidió abalanzarse hasta la silla más cercana,
arrastrando a Mariana, y posar todo el peso de su
humanidad sobre el mueble estilo Luis XV que yacía al
lado de un aparador de roble que exhibía jarrones, y de
un jalón sentó a mi hermana sobre sus piernas.
-¡Vamos, Camila! - me gritó desde allí -¡Toma
asiento mientras nuestra abuelita termina! - ¡Ay!…
¡Nadie como Beatrice para aderezar la tarde con
sarcasmos¡ ¡Tan precisos y oportunos, que no sobraba ni
un punto ni una coma, y con la entonación precisa como
corresponde a todo buen sarcasmo¡
Inmediatamente, la mujer levantó la fría y huraña
mirada. La expresión feroz que cruzó su rostro bastaría
para amilanar al más pintado, pero no a Beatrice, no, ella
continuó impávida sin el más leve indicio de un cese de
hostilidades. La mujer le sostuvo la mirada como si
quisiera mandarla al diablo, lo mismo hizo mi hermana y
continuó haciéndolo, sosteniendo firmemente la mirada,
como se sostiene una antorcha en unas olimpiadas, hasta
que los ojos de la otra comenzaron a lagrimear. Luego de
pestañear, se tomó otros segundos y posteriormente se
fue caminando poco a poco hasta la chimenea, donde
colocó los papeles sobre una repisa. Se advertía que le
disgustaba nuestra presencia, de eso no había duda, y no
hacía esfuerzo alguno para disimularlo. En el ínterin, yo
ya me había acercado a mis hermanas y me mantenía de
pie, junto a ellas. La anciana y el bastón dieron algunos
pasos hasta ubicarse frente a nosotras:
-Gracias a mi generosidad he decidido cobijarlas bajo
mi techo. Como ustedes saben, su abuelo no me dejó ni
rentas ni propiedades que me permitieran subsistir
decentemente. Podríamos decir que nuestra separación
fue poca amistosa. Gracias a artilugios legales se adueñó
de todos los bienes conyugales, dejándome sola y
desamparada a mi suerte. Aún viviendo en esta casa, sus
abogados no pararon de hostigarnos para que
desalojáramos la residencia. Sin embargo, dado mi gran
corazón, del cual el Padre Tobías puede dar fe por las
innumerables obras caritativas en las que he participado
en la parroquia, y algunas otras que no valen la pena
mencionar por el momento, pero que no por ello son
menos importantes, he decidido dejar de lado los
rencores y ofrecerles cobijo en mi humilde morada.
Comencé a sentirme a disgusto. Lo que insinuaba
acerca de la conducta de mi abuelo estaba lejos de la
verdad. La miré con estupefacción. Además, el trato que
nos habían dispensado desde el instante en que pisamos
la casa era incongruente con las “generosas” palabras
que brotaron de su boca. Con reservas proseguí la
conversación:
-Agradezco su generosidad, Gertrudis, pero este
arreglo es solo temporal ya que en seis meses, cuando
cumpla la mayoría de edad, podré disponer de los bienes
que nos legó el abuelo y, de acuerdo a lo informado por
el Dr. Contreras, nuestro abogado, estos incluyen a La
Borrascosa, por lo tanto, en virtud de lo antes dicho,
solicito que envíes nuestro equipaje inmediatamente a
nuestras habitaciones.
Me miró desencajada, molesta por el atrevimiento
que suponía mi exigencia y se alistó para ponerme en mi
sitio. Beatrice y Mariana contuvieron la respiración.
-¡Eso no va a ser posible! - replicó estrujando sus
manos - Ya se les informó que todas las habitaciones
están ocupadas. Además, La Borrascosa me pertenece.
Mis abogados están en estos momentos apelando al
testamento y trabajando para hacer valer mis derechos.
Aquellas palabras pronunciadas con el tono
prepotente de la difamación retumbaron en mis oídos.
Por un momento, se atascaron en la garganta mis
palabras y allí se quedaron sin nacer, quedé muda, cosa
poco frecuente, mejor dicho, nada frecuente ya que era la
primera vez que sucedía. Y así en ese estado suspendido,
como quien quiere pero no puede, permanecí unos
cuantos segundos. Después, para mi sorpresa, me
encontré balbuceando lo siguiente:
-¡Eso no puede ser posible! ¡El abuelo nos lo
hubiera dicho!
-¡Cierto! ¡Vieja Bruja! - remató Beatrice quien ya
había recuperado su habitual compostura.
-¿Osan llamarme mentirosa? ¡Muchachas
desagradecidas! – escupió las palabras movida por la ira,
sus parpados se alzaron hasta unirse casi con sus cejas y
su boca se arqueó en un rictus vítreo que expectoraba
toda sarta de insensateces.
- La pensión que pasarán sus abogados apenas
alcanzará para cubrir sus gastos, por lo que tendrán que
colaborar con algunas tareas de la casa - y al decir estas
últimas palabras se apartó un poco de nosotras, como
temiendo una reacción violenta de nuestra parte. Estaba
visto que nos consideraba como iracundos seres capaces
de semejante acción.
¡No podía creer lo que estaba escuchando! ¡Qué
descaro! ¡Qué desparpajo! ¡Qué insensatez! Inútiles
esfuerzos hacía para dominar mi justificada turbación.
Beatrice y Mariana se habían quedado mudas. Una cosa
era que tratara de arrebatarnos nuestros bienes, esa clase
de comportamiento, aunque inmoral y reprobable, era
algo que mi discernimiento, hasta cierto punto, podía
entender bajo determinadas circunstancias; pero otra
muy diferente es que agregara a la acción del “despojo
material”, un ingrediente adicional de “despojo
emocional”, que era en resumidas cuentas lo que
pretendía Gertrudis hacer al arrebatarnos, de sopetón, el
vano orgullo de pertenecer a una clase privilegiada y
arrojarnos con humillación al valle de la servidumbre,
realizando las tareas domésticas de nuestra propia
mansión.
-¿Es que se ha vuelto loca, vieja bruja? –
reaccionó Beatrice levantándose de la silla y tumbando a
Mariana durante la acción.
-No pienso mover un dedo en esta casa. Yo no
nací para hacer oficios domésticos. ¡Yo, jamás, jamás,
jamás, me rebajaré a eso!
Los gritos llegaron hasta la cocina y al otro
extremo del pasillo las cabezas lanudas del servicio se
agolparon, curiosas, tratando de averiguar la causa del
barullo, pero sin atreverse a acercarse hasta el salón.
-¿Quién te crees que eres? ¿Una princesa? –
Leticia recitó estas palabras mientras
bajaba parsimoniosamente por la escalera. Todas
volteamos hacia donde provenía la voz.
-Mi nieta Leticia – presentó Gertrudis con
orgullo.
-La única señorita de esta casa a la cual deberán
respetar y servir.
-¡Respetar y servir un diantre! - reverberó
Beatrice mientras yo hacía esfuerzos por detenerla de
proferir amargas maldiciones.
Leticia terminó de bajar los escalones y caminó
con desparpajo hasta ubicarse al lado de su abuela y su
bastón. Su insolencia aparecía desbordada sobre su
esquelética figura cuando atravesó la sala con un
vaporoso vestido de popelina gris, adornado de
florecillas silvestres que se veían muy tristes y desoladas
y, sus zapatos de plataforma blancos que parecían
columnas de yeso que aprisionaban sus pisadas y que
sostenían sus enclenques piernas a punto de
resquebrajarse, demasiado altos para mi gusto. En un
inesperado arrebato de mi fecunda imaginación, me
sorprendí pensando en lo que sucedería si una fuerte
ráfaga de viento entrara bruscamente por la ventana y la
arrastrara hasta la capa más externa de la atmósfera.
La indolencia y la desidia continuaron
desplegándose en aquella pequeña sala, como un
aguacero constante en una noche de invierno. Leticia
sonreía burlonamente respaldada por la voz autoritaria de
Gertrudis que recitaba como un credo la lista de nuestras
obligaciones: no éramos invitadas, por lo tanto debíamos
realizar ciertas tareas domésticas para pagar nuestro
sustento. La arbitraria lista de asignaciones quedó
distribuida así: Mariana, dirigida por el viejo Juancho,
ayudaría a alimentar a los pollos y a los caballos y, si era
requerido, a los cerdos, Beatrice fue asignada a la cocina,
bajo la supervisión directa de Ño Josefina y yo ayudaría
a la inefable Leticia, quien interpretó mi llegada como la
adquisición de una esclava personal presta a complacer
sus más nimios y caprichosos deseos.
Gertrudis, cuya ceñida mentalidad echó sus
cimientos en las costumbres del siglo XV, miraba con
muy malos ojos las recién adquiridas libertades del
género femenino, es decir, el derecho al voto, a educarse
y a buscar marido por cuenta propia. Para ella, el lugar
de la mujer estaba en la casa, junto a su cónyuge, a quien
debía subyugarse con la resignada sumisión de una
esclava sureña. Informó también que nos inscribiría en
Straton, solo porque era un requisito indispensable
establecido por nuestros abogados para dispensar el
dinero de nuestra manutención. Sin embargo, dejó bien
claro su desacuerdo con esta cláusula. No obstante, a fin
de hacer más miserable nuestra existencia, instruyó a la
bondadosa Ño Josefina a que nos sumergiera en el
desahuciado mundo de los conocimientos inútiles del
tejido y el bordado, no para expandir nuestras cualidades
intelectuales o manuales sino para mantenernos
enclaustradas, sin chance de salidas al pueblo. Debo
admitir, sin temor a la vergüenza y como descubrimos
más tarde, que en estos oficios éramos en extremo
neófitas. Los cuatro centímetros de uñas engalanadas con
el más exquisito esmalte carmesí de Beatrice hacía
imposible que sostuviera una agua en línea recta, mucho
menos arrancarle alguna forma definida a la maraña de
hilos que se agolpaba en su regazo, como un jolgorio de
hebras retorcidas y entrelazadas unas con otras. Al final,
nuestras obras de arte parecían la labor de campesinas
feudales; carecían del resplandor que les otorga el
entusiasmo y el toque sabrosón de las cosas bien hechas,
a excepción de Mariana, claro está, quien como expliqué,
poseía la destreza manual de un Da’Vinci y un Miguel
Angel juntos; y si esto pareciera una exageración, solo
podría justificarme aludiendo a la asunción de que mi
percepción pudo haberse visto enturbiada por mi
exagerado amor hacia ella.
Después de que Gertrudis terminó su amarga
letanía y enfatizó la clase de conducta que esperaba de
nosotras, al fin, dio por terminada la reunión y nos
ordenó la retirada. Tomé a Beatrice por un brazo y
Mariana por el otro y las saqué instintivamente de la sala,
caminando hasta el sótano bajo las exclamaciones de
indignación de Beatrice y las risitas divertidas de
Mariana. Allí, con la puerta entreabierta, nos esperaba la
negrita Salomé, ávida de curiosidad y con el alma
embadurnada de expectación. No tuvo que preguntar
cómo nos había ido ya que las exclamaciones
desaforadas de Beatrice reverberaban contundentemente
la situación.
-¿Cómo es posible que nos traten así? ¿Cómo
dejas que se salgan con la suya? ¡Todo esto nos
pertenece! ¡Sabes que es así! - volvió a arremeter contra
mí.
-Lo sé, pero en estos momentos no podemos
luchar contra Gertrudis.
¿Cómo explicar a las vísceras los acertados
dictámenes del raciocinio? Tarea vana desde su inicio y
de necios el intentarla. No había forma de aclararle a mi
atolondrada hermana que en determinadas ocasiones la
mejor estrategia era el rendirse, no con el fin de
claudicar, no, sino más bien para agrupar las fuerzas
necesarias para embestir posteriormente y asegurar la
victoria, que, como en todo juego, es promulgado el
veredicto solo al final de la contienda. Pero en ese
momento, encontraba difícil hallar las palabras precisas
que sosegaran su impetuoso espíritu.
-¿Te arriesgarías a que nos separaran y nos
enviaran a alguna institución de beneficencia pública?
Ah? Ah? Seis meses es un período corto de tiempo y
pronto tendré dieciocho, seré mayor de edad y podremos
ir a vivir nuevamente a la ciudad. Nuestra casa nos está
esperando. ¡Mientras tanto hagamos lo que ellas quieren
y busquemos alternativas para salir de este atolladero!
Mis palabras parecieron conseguir el efecto
esperado porque apaciguado su arrebato, buscó refugio
en una minusválida silla que yacía sostenida por unos
pilotes improvisados amarrados a dos alambres.
-A mí me gusta la tarea que me asignaron – dijo
la dulce Mariana.
-¡A ti te gustaría todo! – respondió Beatrice
enérgica - ¡incluso si te hubieran enviado a limpiar
letrinas!
Después de un rato de dimes y diretes, acordamos
hacer lo que se nos pedía. Nos tumbamos sobre los
colchones y allí, en las profundidades del claustro,
intenté decir algunas palabras de aliento:
-Veamos el lado positivo – dije - ¡No nos
enviaron a limpiar letrinas!
Mis hermanas y la negrita Salomé me dirigieron
una mirada interrogativa y por más esfuerzo que
hicieron, no lograron entender el optimista sentido de
mis palabras.
4
LA MANSION DE LA HECHICERA ZARNIA
Un día ocurrió un hecho insólito y curioso que
predispuso a todo el pueblo en contra nuestra. Aunque se
suscitaron otros incidentes, también de extraña naturaleza,
siendo nosotras las únicas forasteras de la zona, la
ocurrencia de tales eventos se achacó enteramente a
nuestra autoría.
Los días pasaban repetidos en aquella pequeña
comunidad perdida donde los lunes se parecían mucho a
los sábados y a los domingos, pero a decir verdad, también
a los otros días de la semana, y las semanas se parecían a
los meses y los meses a los años. Los viernes, sin
embargo, había un ligero cambio, la agreste taberna abría
a las siete en lugar de las nueve. Los parroquianos,
borrachos y sudorosos, que arribaban a primeras horas de
la noche a inundar la extensa y atiborrada barra, después
de una larga jornada de trabajo, parecían exhibir un toque
festivo que no tenían ningún otro día. Así, las tertulias
transcurrían con la embriaguez etílica de los tragos y el
humo de los rústicos cigarros elaborados a mano con las
hojas del plátano. En algunos casos, los cotilleos eran tan
arrebatadores y fascinantes que se alargaban hasta la
madrugada y muchas veces, hasta la tarde del día
siguiente, cuando algunas atribuladas esposas debían pasar
por el bochorno de ir a buscar a los esposos que no podían
regresar a casa por sus propios pasos. Tambaleantes, a la
vista de todo el pueblo, realizaban el vía crucis de la
taberna a la casa, escoltados por la mujer y los hijos en
procesión, bajo la mirada recriminatoria de las beatas que
agradecían a Dios el no tener que lidiar con maridos
semejantes. El infortunado aún tenía que capotear las
irritadas reprimendas de su cónyuge, susurradas en baja
voz, entre dientes, para que no fueran audibles por otro
público ajeno a la familia, mientras se perdían tras un
recodo al final de la plaza. Exaltaba a la luz del día, la
falta revestía trazos de delito.
Ese viernes, no obstante, ocurrió algo inusual: la
vieja mansión de la Hechicera Zarnia, sumergida en un
caos retorcido de matorrales, bejucos y alimañas,
comenzó a transformarse sin razón aparente. Desde el
camino solía verse la vieja estructura carcomida por la
humedad y el lodo, rebozada de hiedras que arrastraban
sus brazos cual serpientes por la superficie mohosa de
ladrillos, como si una mano buscara abarcar la totalidad de
la estructura. De sus ventanas, pedazos de telas que alguna
vez fueron blancos, flameaban turgentes como banderas de
antiguos barcos piratas pero que ahora exhibían los
matices oxidados, marrones y verdosos, de un prolongado
descuido al aire libre; la reja de la entrada estaba doblada
y roñosa, como un viejo encorvado por el peso de los
años.
Nadie había habitado la casa desde la desaparición
de la hechicera cincuenta años atrás, nadie se había
presentado para reclamarla; tampoco había en la villa
mortal alguno que se atreviera a vivir en la mansión
embrujada de la temida hechicera. Un día desapareció sin
previo aviso y jamás se volvió a saber de ella. Ese viernes,
empero, la hiedra y la maleza desaparecieron también,
como si una mano invisible las hubiera arrancado durante
la noche. Las ventanas relucían con el claror y la brillantez
que solo el agua y el jabón podían darles y el fétido fango
que se asentaba al frente fue sustituido por una alfombra
de margaritas y girasoles que danzaban alegremente al son
del viento, regalando dadivosas sus excelsos perfumes. Un
ostentoso césped verde manzana se había posado también,
graciosamente, sobre todo el terreno. Toda señal de
decrepitud había sido borrada de la noche a la mañana.
Los lugareños, alarmados como estaban ante este
insólito hecho, comenzaron a especular sobre lo que
podría estar sucediendo en la mansión. Así que del chisme
del embarazo precoz de la hija de la lavandera, Matilde,
sin marido ni novio conocido, se pasó a la especulación
mórbida de las razones que explicaban el extraño
acontecimiento. Por su parte, las beatas de la sacristía,
entrenadas por la prodigiosa verborrea del Padre Tobías,
se inclinaron a pensar que algo diabólico o lujurioso se
estaba escondiendo en la mansión. Una de las señoras se
atrevió a sugerir que podría tratarse de un narcotraficante
latinoamericano llegado a San André para escapar del
dedo acusador de la justicia, otra opinó que era una
afamada actriz escapando del brutal acoso de los
paparazis, pero fueron acalladas rápidamente por las
matronas de la iglesia que pensaban que la hipótesis del
demonio o la lujuria era mejor. Las esquinas, la panadería,
el hotel, la plaza y la pulpería, que eran los lugares usuales
de reunión, se tiñeron de rumores, dimes y diretes sobre la
posible vuelta de la bruja al valle, o tal vez, de algún
familiar lejano que había regresado para reclamar su
derecho a habitar la casa. Pero había pasado una semana y
nadie se había presentado en el pueblo. Preocupado y
presionado por los habitantes, el Comisario, quien
aspiraba obtener un cargo gubernamental al lado del
Prefecto Farfán en las próximas elecciones, se vio
obligado a enviar a los dos únicos y destartalados
funcionarios que tenía a su cargo, que se distinguían no
precisamente por ser un dechado de valentía, para que
investigaran el extraño suceso. A la mañana siguiente, con
renuencia pueblerina, se apersonaron en las inmediaciones
de la casa. Se anunciaron con estruendo pero nadie les
respondió. La puerta estaba sin cerrojo, así que entraron
sin problemas, revisaron una a una las habitaciones y salas
pero no encontraron nada sospechoso, todo lo que vieron
fue una casa inmensamente pulcra, con muebles modernos
y acabados de primera calidad, pero ni rastro alguno de la
bruja u otra persona.
-Deben ser espíritus – comentaba más tarde uno de
los guardias en la taberna – ¡Mi tía Clotilde decía que las
ánimas en pena podían mover objetos en este mundo!
-¡No seas tonto! – contestaba el cantinero
mordazmente- ¿Cuántos espíritus has visto que les guste
limpiar y lavar? ¡Ni siquiera para los vivos la limpieza es
una tarea agradable! Si yo fuera un fantasma, no estaría en
el mundo de los vivos limpiando, ¡No, señor. Eso te lo
puedo asegurar! ¡Si yo fuera un espectro, buscaría una
buena taberna, y de allí, ni San Pedro con toda su corte
podría sacarme! - concluyó con una risotada.
-Para mí, eso es obra de las muchachas que se
están quedando en la casa de Gertrudis – agregó la mujer
del tabernero al momento que repartía unas jarras de
espumosas cervezas entre los clientes habituales,
realizando increíbles malabares ya que el sitio se hallaba
inusualmente concurrido y se dificultaba el libre tránsito.
-Este pueblo ha vivido en paz desde que
desapareció la bruja; ¡Y ahora vienen esas desadaptadas y
todo empieza otra vez!
Un ambiente neblinoso pululaba en la cantina
producto del sudor de los cuerpos y los vapores de los
cigarros encendidos, ámbito fértil para la propagación de
las más rebuscadas habladurías.
-¡Eso es cierto! - convino un hombre flaco con
escasez de dientes que se hallaba en la barra bebiendo
aguardiente.
- Debemos vigilar a esas brujas. ¡Gertrudis debe
tomar acciones al respecto! – dijo. Nada como un buen
chisme para uniformar el juicio y las opiniones. Y en este
caso, todos estaban de acuerdo en achacar la culpa sobre
las forasteras.
Al fondo en una mesa solitaria, al abrigo de la
penumbra que le ocultaba el rostro, El Verdugo tomaba a
sorbos su bebida favorita de ron puro, ¡Como lo beben los
hombres de verdad! - solía decir - ¡Puro y sin anestesia!
Llevaba unas semanas tratando de vigilar a las muchachas,
tal y como se lo había solicitado Zarnia, sin embargo, no
había tenido mucha suerte ya que las jóvenes no salían
mucho de La Borrascosa, pero eso no le impedía merodear
por el pueblo y sacar retazos de información de los
moradores.
Entre tragos y tragos, el grupo, que iba en aumento,
siguió su amena charla sobre las hermanas Montero.
-Se dice que asistirán a la Escuela Straton. ¡Eso
quiere decir que piensan quedarse un buen tiempo! -
continuó diciendo la mujer del tabernero - y no de
vacaciones como dijo Gertrudis inicialmente.
-¿Con que, Straton, no? – sonrió El Verdugo
rascándose la barbilla con placer. Le sería más fácil
observarlas. No sabía por qué motivo la Hechicera tenía
tanto interés en las muchachas, como tampoco supo jamás
el motivo por el cual la bruja desapareció hace cincuenta
años. Durante todo ese tiempo solo había sabido de ella a
través de los mensajes esporádicos que le llegaban a través
de su gato, Frosenblack, con instrucciones para realizar
algunas tareas sobre uno que otro asunto.
Nadie recordaba con exactitud cómo había llegado
“El Verdugo” al pueblo; apareció de repente, así nomás,
cuando San André era un pueblito rodeado por monte y
culebras por los cuatro puntos cardinales y el Padre Tobías
era aún un mocoso que chapoteaba los charcos pantanosos
dejados por las lluvias de octubre, apedreaba a los
inocentes cristofués que osaban posarse en las ramas del
guayabal y correteaba a las iguanas para sacarle los
huevos. Cuando llegó tenía apenas diecisiete años. Llegó
solo. Su único equipaje era un enjambre de pequeñísimos
piojos que vinieron adheridos a la compacta mata de pelos
que se sostenía sobre la frente y que alardeaba, sin duda,
que tenía varios días sin recibir la visita del jabón. Se
estableció en una de las casitas que dan frente al mercado,
cancelando el arrendamiento con algunas moneditas de
oro. Nadie hizo preguntas acerca del origen del precioso
metal, pero mucho después de conocerse su conexión con
las artes oscuras, se dijo que había sido el mismísimo
Mandinga quien le había provisto lo necesario. Los
primeros meses los ocupó rellenando grietas, limpiando
escombros y realizando uno que otro trabajito de
fontanero. Pronto hubo de darse cuenta de que no
subsistiría con esas pequeñas faenas. Fue entonces que
comenzó a vérsele en la nefasta compañía de la hechicera
Zarnia, a quien suministraba todos los elementos
necesarios para realizar sus encantamientos y hechizos,
oficio al cual se dedicó después a tiempo completo,
ensanchando su reputación de peón de las fuerzas oscuras.
Cuando desapareció la hechicera dejó de vérsele.
Mala sangre el mentado Verdugo, las bestias le
temblaban cuando lo encontraban a su paso, los caballos
relinchaban de miedo y desembarazándose de sus ataduras
corrían desbocados a revolcarse en el arrabal. ¡Mandinga!
y se persignaban las beatas corriendo a esconderse bajo los
techos de sus casas. ¡Mandinga! y salía el Padre Tobías
regando chorros y chorros de agua bendita por las
coloridas casas, las calles y las cabezas de todos sus
feligreses. El Padre Tobías era muy juicioso y ninguna
cabeza quedó nunca ausente del dedicado exorcismo.
-¡Ese tiene un pacto con el cachuo!– decía la gente
con dejos de misterio - por eso es que las fuerzas del mal
le deben obediencia; o,
-¡Ese hombre no tiene sangre en las venas solo
azufre esparce a su paso!
Para bien o para mal, cada habitante del valle fue
agregando más y más iniquidades al comentario inicial,
con aportes cada vez más fantasmagóricos y demoniacos;
y El Verdugo entró a formar parte del conjunto de
espectros vivientes que pululan y merodeaban, como
almas en pena, el prodigioso valle de San André.
El Verdugo amaba su vida en el pueblo. ¿Cómo no
amarla? Era un lugar sepultado en el tiempo, enclavado en
la intercepción de dos grandes montañas con su consabido
mercado de domingo, su dispensario, su escuela, su iglesia
y su prefectura, todos orbitando alrededor de la Plaza San
Isidro, integrándose a la perfección con la magnificencia
del entorno. Durante los meses de invierno, quedaba
aislado del resto del mundo por la incesante lluvia que
transformaba sus veredas en peligrosas trampas de lodo,
imposibles de transitar. Adoraba caminar con descaro por
las veredas polvorientas y las calles ennegrecidas y
sencillas, apacibles y recias, sin las pretensiones de las
grandes avenidas de la ciudad. Alimentaba su ego con el
temor que producía en la gente que encontraba a su paso,
que instintivamente desalojaba la acera para dejarle el
camino libre y no tener que mirarle a la cara, Le gustaba
esa sensación, la confundía con respeto. ¡Pronto las cosas
cambiarán! – pensó con regocijo - ¡Con el regreso de la
bruja, otra será la historia de este pueblo y volverán los
tiempos de gloria!
Frosenblack, lo había contactado unas semanas
atrás con un mensaje urgente de la bruja para que se
mantuviera alerta a su regreso. Sus servicios serían
nuevamente requeridos a tiempo completo; también le
informó que vigilara a las hermanas Montero y el Verdugo
no se hacía de rogar, mucho menos de la hechicera Zarnia,
para la cual estaba siempre presto y dispuesto, sea cual
fuera la tarea a realizar.
5
LA VIDA EN SAN ANDRE
Los días transcurrieron hasta convertirse en
meses y, felizmente se acercaba la ansiada hora de
regresar a nuestra querida ciudad. Durante ese tiempo de
fastidio eterno e inmemorial, nos adaptamos como
pudimos a la aburrida rutina de la casa y a la rigidez del
pueblo. Sus habitantes seguían tratándonos con descortés
indiferencia, aún éramos las “muchachas de la ciudad”,
alocadas y neuróticas. No teníamos amigos, no obstante
la singular belleza de Beatrice le había procurado un
puñado de admiradores, de los cuales sabía aprovecharse
cuando la ocasión así lo requería. Y la ocasión lo
requería los sábados y los domingos, a las tres de la
tarde, únicos días en que Gertrudis consentía que nos
ausentáramos de la mansión para evitar las preguntas
incómodas de sus invitadas al bridge, lo que nos permitía
pasear por el pueblo a nuestras anchas y desobedecer sus
dictámenes tanto como quisiéramos.
Una tarde de domingo, la negrita Salomé pataleó
para conseguir el permiso de su madre para
acompañarnos a nuestro paseo habitual por el pueblo. A
las dos en punto estuvimos arregladas y perfumadas,
como corresponde a toda señorita de ciudad, con
nuestros lucidos y modernos atuendos, un poco
exagerados para la vida pueblerina, pero que nosotras
pensábamos que nos sentaban muy “chic”. La negrita
Salomé apareció con un exótico vestido de grandes flores
fucsias y naranja sobre un fondo blanco, con una cinta
alrededor de su cintura que terminaba en un descomunal
lazo rojo en la parte de atrás, y que hacía imposible que
pasara inadvertida, cual un jardín andante de petunias y
margaritas. Al salir se nos unió Bartolomeo, el perrito
chiguagua con complejo de San Bernardo, con tendencia
a realizar actos ilógicos e irracionales. Como ya he
dicho, Mariana sentía una profunda devoción por los
animales. Desde el día en que lo recogimos casi
moribundo, esquelético y pulgoso en la Plaza San Isidro,
no se había separado ni un segundo de él, quien en
ocasiones trataba de pasar inadvertido hasta el sótano,
pero Ño Josefina tenía un olfato de sabueso mucho mejor
entrenado que el de él y como siempre lo hallaba,
siempre era desalojado sin miramientos ni
conmiseraciones. Mucho tuvimos que rogar para que Ño
Josefina autorizara su estada en la propiedad, ya que
Bartolomeo adolecía de las gracias y encantos de los
canes de buena familia. El pobrecito en cambio parecía
una combinación de rata y armadillo al cual le hubieran
sustraído lotes de piel y pelo, por donde dejaba traslucir
un bien definido costillar; tampoco ayudaba mucho el
hecho que desde que llegara, ya sea por pena o
agradecimiento, no paraba de ladrar como un alma en
pena; motivo por el cual la mulata estuvo a punto de
retractarse de la decisión que le permitió quedarse en la
casa, a escondidas por supuesto del ojo avizor de
Gertrudis y Leticia. El resto del personal de servicio se
había unido también a esta conspiración de
encubrimiento. Mariana, en la cima de su desmesurado
amor hacia todo lo que tuviera cuatro patas, hizo una
excepción y adoptó también a una gallina del corral a
quien bautizó con el melodioso nombre de “Filomena”.
Habiendo comprendido que las carnes blancas que
aparecían, deliciosas, en su plato coincidían cada
vez con la desaparición de alguna gallina del corral,
emprendió la portentosa tarea de rescatar a Filomena,
como un simbolismo en representación de la salvación
de toda la especie gallinácea. Procediendo en
consecuencia, la secuestró y recluyó en el sótano, en un
intento por salvarla de perecer guisada u horneada en un
mar de verduras y cilantro. Filomena era la gallina más
coqueta de la comarca. A Filomena se le pintaban sus
pezuñas con esmalte rojo carmesí, el mismo que usaba
Beatrice en sus andanzas. A Filomena se le adornaba con
collares de canutillo y lentejuela desprendidos de los
viejos atuendos que yacían empolvados en las cajas del
sótano. Filomena dormía en una fina caja tapizada de
felpa color rosa con una cobija azul celeste de la más
tupida lana, elaborada y tejida especialmente para ella.
A Filomena se le rociaba con el más fino perfume que
mi hermana menor sustraía de la gaveta de Leticia,
cuando ésta se ausentaba a sus aburridas clases de piano
de los martes y los jueves, bajo las reprimendas del ama
de llaves quien no cesaba de repetirle: -¡Niña, deje de
echarle tanto perfume a ese animal, que se le va a
amargar la carne!, a lo que Mariana contestaba con
firmeza que Filomena era parte de la familia y que bajo
ningún concepto permitiría que se sirviera de cena. Ño
Josefina la miraba con cara de preocupación, pero al
final cedía siempre ante las súplicas de la muchacha. Así
Filomena se fue quedando y quedando en el sótano, y
hasta Bartolomeo se fue acostumbrando a su presencia, y
pasó a formar parte del conjunto de seres que
poblábamos el sótano de La Borrascosa.
El bosque estaba expandido de primavera, en
brutal competencia con el vestido de la negrita Salomé,
un manantial de nomeolvides ribeteaba el sendero que
llevaba al pueblo, y junto a ellas, las petunias y las
azucenas, henchidas de espectaculares coloridos,
florecían en desperdigados racimos, bajo la mirada
envidiosa de las ensortijadas ramas de los araguaneyes.
Imponentes robles extendían sus brazos al cielo como
pidiendo auxilio y arropando el camino con su sombra,
dejando unos pocos resquicios por donde se deslizaban
los esqueléticos rayos de un vibrante sol. Libre y fresco,
el aire endulzaba la caminata bajo la tierra húmeda que
acogía nuestras pisadas, que se hundían ensuciando
nuestras zapatillas de cuero blanco, ahora bordeadas con
un estrecho collar de lodo.
-Pasaremos por la Heladería del viejo Torres? –
preguntó Mariana.
-¡No veo por qué no! ¡Siempre pasamos! –
contestó Beatrice alzando la nariz con aires de
prepotencia y mueve que mueve el abanico para alejar el
calor y los insectos que nos surcaban veloces el camino.
La Heladería del viejo Torres era una casita de
techos rojos ubicada al frente de la Plaza San Isidro,
opuesta a la residencia de El Verdugo. Desde afuera, las
vitrinas coloridas con la variedad de helados existentes
invitaban a una inmediata degustación, unas mesitas con
mantel de vichi blanco y rojo colocadas sobre la acera y
unas sillitas con falda blanca, parecidas a los tutus de las
bailarinas, completaban el mobiliario de tan prestigioso
local. No teníamos dinero para comprar los suculentos
helados y el viejo Torres no tenía misericordia que
dispensar para los clientes sin plata, a quienes
ahuyentaba bajo un manto de improperios gritados a todo
pulmón, con la recomendación de que no regresaran
hasta tanto no tuvieran el dinero suficiente para pagar su
mercancía; pero el hijo de Don Torres se había prendado
de Beatrice y se las ingeniaba para deslizarnos los más
exquisitos helados de turrón y ron pasa, sepultados bajo
una espesa capa de crema de almendras, cuando la
mirada escrutadora del padre se lo permitía, aceptando
como único pago por tan apetitosos manjares la más
esplendida de las sonrisas de Beatrice. Con este
intercambio comercial, nos dábamos por satisfechas
ponderando que la cuenta estaba saldada. Mariana no
estaba muy de acuerdo con la forma en la que
conseguíamos los refrigerios sabatinos y domingueros,
pero los vigorosos lengüetazos que le propinaba a la
barquilla tan pronto la sostenía en su mano amainaban un
poco el peso de su conciencia.
También el robusto sobrino de Doña Tula
formaba parte del séquito de admiradores de mi hermana.
Este sustraía de la panadería de su tía unos deliciosos
bollos rellenos de crema pastelera, cuyo aroma rebotaba
por todas las casas del pueblo atrayendo a los más
exigentes paladares. El mozo nos esperaba en la plaza,
pateando la acera de arriba abajo, y de abajo a arriba, en
un afán por controlar los nervios que le producía
encontrarse con la muchacha más bella del pueblo, como
llamaba a Beatrice. De lejos, lo divisábamos con su
pantalón de gabardina gris, su estridente camisa de lino
blanca cuyos botones amenazaban con dispararse en
dirección a la casa parroquial y dejar bizco a más de un
transeúnte y sus fragantes zapatos de charol tan lustrados
que parecían mojados. Sin embargo, no nos importaba
realmente la forma en que estuviera vestido, siempre y
cuando sostuviera en sus manos la acostumbrada bolsa
marrón que balanceaba rítmicamente al son de sus pasos.
Mientras degustábamos los suculentos bollos que aún
conservaban la calidez del horno y exudaban un tenue
aroma a canela, le brindábamos al muchacho unos
minutos preciosos de conversación, antes de emprender
el camino de regreso a La Borrascosa. Este ritual se
repetía todos los sábados y domingos pero el dulzor de
los helados y los bollos nos duraba toda la semana.
Esa tarde en particular nos entretuvimos más de la
cuenta y muy tarde se había hecho para emprender el
regreso. Caminaba evadiendo el bullicio circundante del
mercado, tropezando de vez en cuando con las personas
que estaban detenidas comprando bagatelas. Arrastraba a
mi hermana Beatrice, quien a duras penas podía
mantenerme el paso y protestaba enérgicamente ante mi
impetuosidad ya que quería detenerse a admirar las
delicadas pulseras de imitación de plata que Doña Esther
exhibía con tanto orgullo en su enclenque tarantín y que
los últimos vestigios del sol hacían resplandecer como
diamantes en aguas cristalinas. Aunque sabía que no había
dinero para tan estrafalarios gustos, le gustaba entretenerse
probándose las joyas que su imaginario marido algún día
le regalaría. Mariana y la negrita Salomé caminaban
apresuradamente y por cuenta propia.
Desde la ventana de la Prefectura, Don Elías
Farfán, las observaba. El mismísimo Prefecto había
coqueteado con la idea de convertirse en el esposo de
Beatrice, después de que la muerte de su esposa Lucrecia
lo convirtiera, según sus propias palabras, en el soltero
más codiciado de San André.
Otros ojos las seguían también. Apolinar García,
mujeriego confeso y de modales toscos, con tres
matrimonios a cuesta y un chorrerón de muchachos
sembrados por todo el pueblo, recostado sobre la vitrina
de la Botica, conversaba con el dueño sobre los recientes
acontecimientos ocurridos en el pueblo. Con una cerveza
en la mano y en la otra un improvisado abanico de
periódicos, con el cual pretendía alejar el sofocante calor,
se hallaba cuando la aparición de las jóvenes capturó su
lujuriosa visión.
-¡Esas niñas sí son ángeles! ¡Con qué gusto haría
una visitita por aquella casa llenita de mujeres bellas! –
comentaba con picardía, entre sorbo y sorbo. – Caramba,
quien diría que Genaro produciría nietas tan boniticas; y
tan solitas pues. ¡Es una lástima que no pueda verlas ahora
tan creciditas!
-¡Desengáñese, compadre. Pobre no come carne!
Ño Josefina es el propio diablo en persona cuando se trata
de proteger a esas muchachas - dijo jocosamente - La
semana pasada Evaristo, el nieto de Cipriana, intentó
llevarle unas flores a la del medio y la mulata, tras las
advertencias de rigor y habiendo el muchacho desacatado
sus órdenes, le soltó el perro, chiquitito el condenado,
pero como ladra, lo correteó hasta bien entrado al pueblo y
no le quedaron más ganas de seguir buscando lo que no se
le ha perdido.
-¡Por esas muchachas, no me importaría agarrar la
mordedura de un perro! - contestó el otro con una sonrisa
en sus labios y la expresión picara de los zagaletones - La
esperanza es lo último que se pierde – y siguió a las
muchachas con la mirada mientras se alejaban del pueblo.
6
Y LLEGARON LAS CALABAZAS
Los habitantes de San André estaban aterrorizados.
Esa mañana aparecieron unas inmensas calabazas en todos
los jardines de la comunidad. Estas aplastaron los claveles
rojos y amarillos que solían mecerse tan coquetamente en
los vergeles por el ímpetu del viento y que eran el orgullo
de sus pobladores. ¿Y cuál fue la explicación que le dieron
los moradores a semejante desatino? ¡Nada más y nada
menos que “aquello” era obra “nuestra”! ¡Nos echaron la
culpa a nosotras! ¡A nosotras!, que veníamos de la ciudad,
y no sabíamos nada de agricultura. ¡A nosotras!, que no
sabíamos ni cómo sembrar un tubérculo, y mucho menos,
tomar un asador o un rastrillo. ¡A nosotras!, que
confundíamos los espárragos con las alcachofas. ¡Haberse
visto semejante absurdo! ¡Esa es la clase de razonamiento
que hace que los pueblos sigan siendo pueblos, y no
ciudades!
-¡Fin de mundo! - pregonaba Doña Tula llevándose
las manos a la cabeza, mirando la gigantesca calabaza que
había crecido en su zaguán. Cautelosamente se acercó y la
midió con su cuerpo, le llegaba a la cintura. Salió a la
calle dando brincos y vociferando aullidos, ya en el
exterior, vio que otras calabazas habían inundado también
los jardines de sus vecinos, sobresaliendo los abultados
fardos anaranjados por todo el lugar. Inmediatamente
entró a la casa y tomando el teléfono comenzó a llamar a
todas sus comadres, quienes se apersonaron sin dilación en
su residencia.
Una pequeña comisión encabezada por la misma
Doña Tula se dirigió inmediatamente a la casa parroquial,
donde un Padre Tobías, adormecido y lagañoso, las recibió
en la salita que precede a su pequeño Despacho. Era la
típica casa colonial, con sus antiguas habitaciones olorosas
a pastillitas de alcanfor y kerosén quemado, sus ventanas
de madera apolillada reposaban sobre paredes
perennemente desconchadas por la humedad de los
últimos aguaceros y el infalible zaguán empedrado. San
André ha estado rodeado siempre de supersticiones y
leyendas, el Descabezado del Cafetal, por ejemplo, como
mentaban los peones a una supuesta aparición que
revoloteaba en los campos las noches de luna llena,
atribuyéndole el sofisticado poder de arrebatar la vida al
mortal que se cruce en su camino; el Silbón de la Esquina
del Muerto, espectro escurridizo que correteaba a sus
víctimas con el extraño y pintoresco hábito de silbarles al
oído, y la popular “sayona”, mujer de exuberante belleza
asidua a frecuentar lugares solitarios en busca de maridos
infieles para matar de espanto a los incautos entretenidos
en las artes amatorias. En los días en que estas apariciones
se paseaban por las tierras, el pánico ensombrecía el buen
juicio y los campesinos se encerraban en sus casuchas
negándose al trabajo. La intervención oportuna del Padre
Tobías realizando una improvisada ceremonia de
exorcismo les devolvía la fe y el coraje para seguir en las
faenas. Sin embargo, jamás habían sido víctimas de una
invasión de calabazas, ni habían escuchado que semejante
hecho hubiera ocurrido en otros pueblos.
-Pero mujer - rezongó sentándose en una de las
sillas tapizadas en un material imitación de cuero, de esas
que cuando uno se mueve hacen sonidos bochornosos, e
invitando a las señoras a sentarse, preguntó con
obstinación:
-¿Qué te trae por aquí a estas horas? ¡Apenas si me
acabo de levantar!
La anciana se preparó para exponer su relato.
Aunque no lo reconocía, esta clase de situaciones la
satisfacían enormemente ya que le brindaba ocasión de
exhibir sus dones histriónicos.
-¡Algo muy grave, Padrecito! - musitó la mujer
abriendo descomunalmente los ojos - ¡El mal se está
apoderando de este pueblo poco a poco! - dijo señalando
con el dedo índice al poquito de pueblo que se veía por la
ventana - y si no hacemos algo pronto, hasta el mismísimo
Satanás estará dando sus sermones en su iglesia.
El Padre se levantó ante la mención del
innombrable haciendo una rápida persignación y luego
volvió a sentarse.
-No blasfemes hija mía, no seas alarmista, Tula.
¿Ahora qué pasa?
-¡El mal, Padre. El mal! - dijo compungida - ¡El
mal vino a este pueblo cuando llegaron esas muchachas de
Gertrudis!
El cura alzó la vista hacia el techo como clamando
la presencia divina de Dios y un poco de su infinita
paciencia. Más, para su desencanto, lo que halló fue una
superficie desconchada bramando por la caricia de una
mano de pintura. No era fácil ser el capellán de esa
comunidad. Bien sea por ignorancia o ineptitud para
reconocer los caminos del bien, lo cierto es que sus fieles
se apersonaban en su residencia bajo el más somero
pretexto, y a las horas menos indicadas, con la irrefutable
excusa de procurarse sus sabios consejos, que abarcaban
desde los ámbitos espirituales hasta cualquier otro surgido
de la improvisación.
-Pero mujer. Si son unas criaturas. ¿Dónde está tu
vocación cristiana?
Tula no sabía dónde estaba su vocación cristiana
pero lo que si sabía era que la actitud sumisa del Padre los
estaba llevando al borde del próximo apocalipsis. Sintió
un irreverente deseo de golpearlo y sacudirlo y, cerrando
amenazadoramente los puños, casi estuvo a punto de
hacerlo, pero se reprimió a último momento pensando que
esto supondría un impedimento para su entrada al mundo
de los cielos, cuando llegara el momento de exhalar el
último suspiro y reunirse nuevamente con su difunto
marido. ¡Ay, Tomás¡ - se lamentaba – ¡Ojalá, que de
verdad estés en el cielo! Así que controlando sus impulsos,
alzó ligeramente la voz y se limitó a responder:
-¡Fin de mundo, Padre! ¡Fin de mundo! No es
natural que una casa se renueve por sí sola, eso es obra de
malos espíritus. Y hasta crecieron girasoles, Padrecito, de
la noche a la mañana. Todo el mundo sabe que estas
tierras no son aptas para los girasoles; solo sirve para
claveles y petunias, sí señor. ¿Y el Verdugo? Ahora se
pasea por nuestras calles como si fuera nuestro igual, en
compañía de ese zarrapastroso gato que tiene la mirada
malévola de las criaturas del infierno. ¡Ya le digo,
Padrecito, Satanás, Satanás está entre nosotros!
-Ya basta, Lula, de mentar, al innombrable -digo el
Padre Tobías persignándose otra vez, perdiendo ya la
paciencia- no sea que se nos aparezca de tanto llamarlo!
La mujer prosiguió en tono de confidencia.
-El caso es, Padrecito, que hoy en la mañana
aparecieron unas enormes calabazas en todos los jardines
del pueblo. ¡Ya sabe cómo es! ¡Las calabazas son
implementos de bruja! ¡De bruja, si señor! Claro está, que
podemos cortarlas, pero ¿y si vuelven a crecer? ¿Quién las
puso allí? ¿Y dónde vamos a botarlas?
Las otras mujeres no articulaban palabra, solo
asentían con la cabeza como jaladas por algún titiritero
invisible.
-¿Qué? -dijo sorprendido el cura, levantándose y
tomando su sombrero para salir a verificar con sus propios
ojos la información que le estaba suministrando la
anciana. Abrió la puerta y la luz de un sol resplandeciente
lo cegó por un momento, adaptada su pupila a la claridad
del día, se enfiló hacia la calle principal seguido del
séquito de señoras que caminaba tras el Padre en
procesión, mientras Tula seguía hablando y gesticulando.
Al llegar al comienzo de la calle, se plantó en el medio y
vislumbró las inmensurables auyamas apostadas a lado y
lado de todos los jardines. Una multitud comenzó a
agolparse a su alrededor
-¡Válgame Dios! - dijo persignándose por tercera
vez - ¡Esto es obra de las fuerzas oscuras!
Y regresando a la sacristía no se le volvió a ver
hasta minutos después, cuando salió con un botellón de
agua bendita amarrado a una enclenque carrucha cuyas
ruedas chirriaban como almas en pena y comenzó a
diseminar el brebaje celestial sobre las amotinadas y
anaranjadas calabazas, con la misma solemnidad y criterio
como si de un perfume muy fino se tratara. Así era el
Padre Tobías, para toda dolencia material o espiritual
sacaba a relucir la consabida botellita del proverbial
líquido bendito, que curaba desde los males del corazón
hasta el más obstinado sarampión.
Después de que todas las calabazas hubieron sido
rociadas, y viendo que aún permanecían inmunes a los
efectos del remedio supremo, agregó:
-Debemos hacer una cadena de oración para pedir
la intervención divina. A partir de hoy habrá misas diarias,
todos los días a las siete de la noche.
Un fuerte murmullo de aprobación se escuchó en
toda la calle.
Solo el tabernero que se hallaba con su mujer sobre
una de las aceras, arrugó la frente y se llevó las manos a la
cabeza; misas a esa hora significaba menos clientes para el
negocio, y aunque los parroquianos no llevaban su
devoción divina hasta el extremo de asistir a la iglesia
todos los días, era seguro que sus esposas los llevarían a
rastras. No le quedaba otra cosa que resignarse, pues, y
ajustar el bolsillo.
7
UN LIBRO Y UN ANILLO
Sin permiso, como las ratas y las cucarachas, así
fue como irrumpimos por primera vez en la mansión de la
Hechicera Zarnia. Debo destacar que este súbito impulso
explorador había cruzado mi mente en varias ocasiones,
desde el mismísimo instante en que la estructura, enrejada,
erguida y desafiante, enarbolara los primeros signos de su
restauración como un gigante escondido en la espesura
vegetal. ¿Por qué la casa estaba sola? ¿Cómo pudo
cambiar tan de repente? ¿Quién vivía allí? ¿La bruja? Las
mismas interrogantes que se hacía el pueblo se repetían
clandestinamente en mi interior.
Cierto día en el que caminábamos resueltamente
hacia la escuela, divisé la magistral alfombra de girasoles
y margaritas que danzaba rítmicamente al contacto con la
brisa, parecían niñitas cantando alegremente, agarraditas
de las manos y moviéndose armónicamente en un vaivén
acompasado. Al fondo, relucía la mansión como un
colosal castillo de sal en un vasto río de espigas verdes.
Enseguida, movida por la curiosidad, aminoré el paso con
la mirada fija en la enigmática casa. Habíamos venido
parloteando alegremente pero, al llegar allí, se nos
acabaron las palabras. Unas cortinas de un suave encaje
blanco de Bruselas nos saludaron desde las ventanas del
piso superior. Alzadas por el viento semejaban tenues
ráfagas de humo abanicadas por una invisible fuerza. A lo
lejos, la puerta principal se erguía imponente, fuerte y
amenazante. Comenzó a abrirse poco a poco,
pausadamente, como si estuviera siendo jalada por un hilo
imperceptible. Me detuve en seco, con expectación, al
igual que mis hermanas. Alargué el cuello tenso de temor
y saturado de curiosidad, esperando ver a alguien o algo
salir de la entornada puerta, pero nadie ni nada apareció.
Solo un intenso olor a chocolate inundó el lugar y los
tenues vapores del cacao me hicieron recordar las
deliciosas tardes de invierno, cuando, de sorpresa, aparecía
el abuelo chirriando sus zapatos por los extensos jardines
nevados de nuestra casa, con los bolsillos repletos de
chocolates suizos y daneses, todo una finura, para endulzar
los paladares, los corazones y todo lo que hiciera falta
endulzar. Para mi fatalidad, el familiar aroma que se
colaba entre los girasoles y las margaritas, para exaltar la
exquisitez de mi olfato, me tentó, y presa de un intenso e
incontenible deseo de averiguar el origen de tan delicado
aroma, decidí darle rienda suelta a mis impulsos.
Cruzado el portón de hierro forjado, que también
estaba abierto, el camino hasta la puerta fue rápido. No di
tiempo a mis hermanas de detenerme. Escuchaba a mis
espaldas sus flagrantes gritos, sin embargo, no les presté el
más mínimo ápice de mi atención. Al alcanzar el porche,
me detuve, recostada de una de sus columnas de un blanco
reluciente, a retomar el aliento. Segundos después, se me
unieron mis hermanas. Los reproches de Beatrice se
desataron con la histeria que la caracterizaba y comenzó a
articular las palabras en un tono que no dejaba duda de su
molestia:
-¿Es que te has vuelto loca? –dijo tomándome por
el codo y tratando de halarme hacia la salida.
Pero yo estaba resuelta a no desviarme de mi
impulso original y a satisfacer mis interrogantes con sus
respectivas respuestas, a cualquier costo. Usé mis fuerzas
para desembarazarme de su brazo. Mariana, en cambio,
contemplaba cautelosa la inscripción metálica que estaba
colocada de lado a la puerta, la cual tenía unos caracteres
escritos en un idioma extranjero y un emblema de un
enchapado león con las fauces abiertas. En el costado
derecho del porche, dos butacas de grandes y largos
brazos, de mimbre blanco, adosados a unos mullidos
cojines tapizados con damascos, se mecían por si solas
esparciendo un escalofriante sonido crispante, muy
parecido al de los zapatos del abuelo.
-Es el viento –les dije en tono tranquilizador.
A juzgar por la mirada desconfiada que me
devolvieron sus ojos, ninguna creyó mi afirmación.
Aunque la puerta estaba abierta, meramente por
educación, la toqué con los nudillos, pero nadie contestó.
Volví a tocar. El aroma tentador del chocolate se volvía a
sentir con más fuerza.
Sobre el pestillo de la entrada había otras figuras
enchapadas de musculosas serpientes y querubines alados,
decapitados también, como los mostrados en nuestro
portón del siglo XV. Estas formas, en pronunciado relieve
y en tonos claroscuros, daban un aspecto aún más tétrico
al conjunto de seres animalescos que adornaban el portón
de la hechicera.
-¿Será que Gertrudis también es bruja? –preguntó
Mariana.
-¡Yo no tengo la menor duda! - contestó Beatrice
mordazmente - ¡Al igual que su nieta, Leticia!
Alentada por la falta de respuesta, intuí que no
había nadie en la residencia, por lo cual me aventuré hacia
el interior de la casa, en contra de la voluntad de las
muchachas.
-BUENOS DIAS - grité al tiempo que empujaba la
puerta - ¿HAY ALGUIEN AQUÍ? Mi voz rebotaba en las
paredes devolviéndome un débil eco que se perdía en el
espacio abierto de la habitación. Bartolomeo, compañero
fiel de nuestras idas y venidas, protector de nuestros
cuerpos inocentes, que no medía el tamaño del
contrincante para explayarse en duelos imaginarios con
gatos, ardillas y caballos, se apostó a un costado del
porche, con las orejas turgentes y el rabo erguido en señal
de alerta, siempre avizor y siempre atento, mandándonos
con esto un claro y contundente mensaje que traducido en
su lengua madre diría algo así como “¡Están locas si
piensan que entraré allí, esperaré aquí por su regreso”.
Nosotras, que en ese tiempo no sabíamos interpretar el
idioma de los canes, atribuimos su desgano al cansancio
de la caminata desde La Borrascosa y lo dejamos
retozando en su improvisada morada.
Entramos y al instante la puerta se cerró a nuestras
espaldas y todo quedó silenciado. Por unos momentos,
permanecimos mudas, por más inusual que este hecho
pudiera parecer. El acentuado olor a chocolate marcaba el
camino a la cocina. Di unos pasos y detrás de mí, me
siguieron mis hermanas, acurrucadas de temor.
-¡BUENOS DIAS¡ - seguía repitiendo en la medida
en que avanzaba, pero nadie contestaba, el único sonido
presente era el eco de mi propia voz.
–¡Parece que no hay nadie!
Beatrice ya había perdido la paciencia. Mis
arranques aventureros no le hicieron gracia alguna.
Pensaba que la prolongada permanencia en una
comunidad tan aburrida como San André había terminado
por trastocarme los tapones, haciéndome mostrar las
primeras señales de demencia. Resentía que en lugar del
comportamiento propio, esperado, de una hermana mayor,
exhibiera, en cambio, la espontaneidad e imprudencia de
un travieso niño de tres años.
-Sugiero que nos vayamos de aquí en este instante
– insistió Beatrice presa de un extraño sentimiento
premonitorio.
-¿No tienes curiosidad en saber cómo vive una
bruja? ¡No tenemos nada que temer, aquí no vive nadie!
La sala era muy parecida a la de La Borrascosa
pero sin sus ridiculeces ni sus excentricidades. Una
enorme pintura colgaba encima de la chimenea y parecía
vigilar la entrada al salón. La figura vestía de negro prieto
a la usanza de las damas del Renacimiento, se hallaba
sentada sobre una butaca negra con las manos cruzadas
sobre el torso, un rictus amargo adornaba sus labios
completando el maquiavélico cuadro. Su cara era perversa,
severa y surcada de profundas arrugas, sus ojos de búho
parecían seguir nuestros movimientos a todos lados. Toda
la pintura estaba diseñada en tonos negros y grises. Mi
hermana menor miraba con terror la imagen del oleo y
hasta Beatrice pareció sorprendida de la fuerza macabra
que emanaba de la pintura.
-¡Creo que debemos marcharnos! –susurró esta
última.
Ajena a sus temores, continué escudriñando los
objetos de la sala. Había un inmenso reloj de pared que
marcaba extrañamente las horas y cuyo minutero
marchaba en dirección contraria a lo debido. Una
biblioteca elaborada en cedro, cubierta de un extraño
barniz que le daba la apariencia de un espejo, se alzaba al
lado pero los pocos libros que agolpaba en sus anaqueles,
engalanadas las caratulas de tapa dura con una fina
gamuza vino tinto, bordeada de pasamanería dorada, eran
viejas ediciones de obras clásicas de Shakespeare, Dickens
y Víctor Hugo. Escondí mi decepción. Ninguna de estas
obras tenía nada que ver con la magia o hechicería.
Esperaba encontrar un amplio compendio de libros
misteriosos, abarrotados de hechizos milenarios y
rebuscados conjuros y encantamientos. Y, a juzgar por los
objetos encontrados en la casa, la única impresión que
podía sacar de la hechicera es que se trataba de una
persona sumamente culta y de buen gusto. Beatrice que
por la magia no tenía el más mínimo respeto insistía e
insistía en que nos marcháramos y yo dale que dale que
no.
-Todavía no – insistí - ¡Vamos a dar una vuelta y
ya!
De la sala partía un pasillo serpenteado que llegaba
hasta la cocina, cuyas paredes estaban cubiertas de
cuadros con paisajes campestres y uno que otro torso de la
misma mujer que se hallaba pintada en la sala y que
reflejaban su imagen en diversas actividades de su vida
cotidiana. - ¡La hechicera Zarnia, sin duda! - pensé.
Caminamos hacia la cocina y con cuidado abrí la
puerta batiente que emitió un sonido agudo. Un enorme
pastel de chocolate se hallaba sobre una de las mesas de
granito. Nos acercamos. ¡Qué delicia! ¡Manjar de
manjares! ¡Qué exquisito olor tentador de los sentidos!
¡Incitador del gusto! El excelso esponjado del bizcocho
pardo cubierto de un ganache castaño desbordado por las
orillas, como el volcán en erupción de una isla caribeña,
¡Tentación demasiado fuerte como para oponer
resistencia! Mariana, extasiada al igual que yo, miraba con
admiración la joya culinaria.
-¡Alguien tuvo que haberlo horneado esto! ¡Así
que vámonos! - imploró Beatrice.
No todos los días nos topábamos con pasteles de
chocolate semejantes a aquel, o semejantes a algún otro,
sobre todo cuando en La Borrascosa el predominio de las
verduras y las lechugas en nuestra dieta diaria nos estaba
llevando al borde del colapso, del desespero y la
indignación.
-¡No, espera! – la retuve al tiempo que hundía, sin
remordimientos, mi dedo en el espumoso pastel,
saboreando y degustando la textura pastosa con especial
regocijo., deleite y placer. Mariana no sabía si unírseme en
la empresa o reprenderme.
Beatrice al borde del paroxismo recriminó:
-¿Es que no te da miedo que pueda estar
envenenado?
-¿Quien usaría un pastel de chocolate como
veneno? – razoné.
-¡Una bruja, por ejemplo! – respondió Beatrice -
¿No recuerdas a Blanca Nieves y la manzana? ¿Hansel y
Gretel y la Casa de Golosinas? A los pobres bien mal que
les fue por rendirse a las tentaciones de la gula. ¿Te
recuerda a alguien que yo conozca? ¿No crees que alguien
pudo haber colocado este pastel aquí para atraernos por
algún oculto motivo que aun no hemos descubierto?
¡Piensa! ¡Tú eres la racional aquí!
Ignoré el comentario malintencionado que atribuí a
la falta de cultura gastronómica de mi adorada hermanita y
continué hundiendo más dedos en el pastel. No recordaba
haber probado jamás un manjar más suculento, gustoso y
primoroso. Mariana dejando de lado sus aprensiones,
hundió su mano, hasta la muñeca, procurándose un buen
pedazo del postre.
Sonreí con holgura tratando de ganarme la
indulgencia de mi gruñona hermana, mientras dedos iban
y venían de mi boca al plato y viceversa. De repente,
comenzó a escucharse un ruido bajo e intermitente. El
sonido era como un gemido y parecía proceder de algún
lugar debajo de la casa. Por un instante interrumpí la
degustación. Lavé mis manos y las sequé con un pañito de
suave lienzo que encontré sobre la mesa y dejé
impregnadas mis huellas en jugoso chocolate. Mariana
hizo lo propio. El sonido subía más y más en intensidad.
Mariana, cuyas mejillas se hallaban siempre florecidas de
un tenue rubor rosáceo, comenzó a ponerse gris, después
blanca. Mi dulce hermana me miraba suplicante con sus
ojos de luna llena pero decidí ignorar también este ruego
silencioso. ¡Ay! ¡Qué error! ¡Cuántos sinsabores me
hubiera evitado de haber prestado atención a las señales!
¡De haber salido de allí en ese instante, nada hubiera
pasado!
-¡Viene del sótano! ¡Déjame revisar y enseguida
nos iremos! -prometí.
-¡Está bien! ¡Pero yo no bajaré allí! - recitó
Beatrice. Mariana hacía rato que se hallaba abrazada a ella
con los ojos cerrados. Caminamos las tres juntas como un
solo bulto. Al llegar a la puerta del sótano, ellas se
quedaron atrás, di un paso al frente y giré el pomo con
sutileza y avancé hacia la oscuridad. El sótano se quedó
mudo. Encendí el interruptor y para mi sorpresa la luz
brilló. Enormes bultos cubiertos de sábanas se erguían
amenazantes, pero mi resolución de explorar me mantuvo
incólume cuando el temor invadió mi cuerpo. ¡Digan lo
que digan, los embates de la curiosidad siempre son
superiores a los del miedo¡
Una vez que hube comprobado que no había nada
allí y, visto que la luz iluminaba fehacientemente todos los
rincones donde pudiera yacer escondido algún espectro y,
que ningún ser viviente, andante, rastrero o de alguna otra
naturaleza, se mostraba a nuestros ojos, ya un poco más
relajadas, decidimos fisgonear un poco. ¿Qué mal podría
hacer curiosear en una casa abandonada? Para facilitar la
exploración decidí dividir el área en tres partes iguales, tal
como los españoles se dividieron las tierras desconocidas
de la América en tiempos de la colonia.
Mariana seleccionó el espacio más cercano a la
puerta, en caso de ser necesaria una huida rápida y
oportuna. Confiaba en mis decisiones y acciones, que por
lo general eran sensatas y apegadas a las buenas
costumbres, no obstante esto no evitaba que en ocasiones
me dejara llevar por los impulsos propios de la juventud y
acometiera actos que a falta de otra denominación
pudieran considerarse “vandálicos”. Mariana desaprobaba
esta clase de comportamiento pero la aventura de invadir
una casa abandonada en medio de la nada, y descubrir sus
tesoros ocultos, había contagiado su espíritu aprisionado
en la rutina de un pueblo estancado y en los dictámenes
autoritarios de una abuelastra nada afectuosa. Me
admiraba a pesar de mi naturaleza estrafalaria y mis
modales incomprensibles y Beatrice, le inspiraba sus más
radicales expresiones de compasión ya que pensaba que
tras su pretencioso rostro de porcelana se ocultaba la más
insegura de las criaturas. Yo, por mi parte, no compartía la
apreciación de mi menor hermana, ya que Beatrice había
dado muestras contundentes de ser poseedora de un
carácter feroz, más propio de un animal de la selva que de
una hermana.
-Si las personas del pueblo saben que estamos aquí,
¡nos embromamos todas! -dijo Beatrice - Ya de por sí
confianza no nos tienen. Imagina si supieran que estamos
en casa de la bruja, ¡nos tomarían por brujas también!
-¡Razón por la cual esta visita debe mantenerse en
secreto! - grité desde mi esquina.
Había cajas arrumadas por todo el lugar y estantes
repletos de libros inundados de tierra, polvo y alimañas.
Mi pasión eran los libros y me apenó ver como éstos
yacían olvidados en la oscuridad y en la desidia. Miré sin
decidirme por donde comenzar mis tareas exploratorias.
Después de un rato, seleccioné las cajas que estaban
ubicadas del lado norte que se veían más sucias y
mutiladas, y que tenían, por un costado, anotaciones con
unas diminutas letras calígrafas en un idioma extranjero.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para sacar la caja que se
hallaba aprisionada en el medio por otras dos de menor
tamaño. Jalé y jalé con las dos manos y al final, cedió,
pero el peso hizo que me fuera de bruces y caí de espaldas
con la caja todavía en manos; para mi horror, segundos
después, el resto de las cajas se me vino encima. Mis
hermanas se rieron divertidas, con risitas nerviosas como
de hiena.
Salí del derrumbe como pude, sacudiéndome el
polvo de mis ropas a medida que me incorporaba.
-¡Caramba! – dije entre risas - ¿Quién dijo que
matar la curiosidad era tarea fácil?
Con la intención de acuñarme una lección, Beatrice
respondió:
-La curiosidad mató al gato, ¿sabes? ¿No se te ha
ocurrido pensar que el dicho a lo mejor tiene algo de
verdad?
Desdeñé el comentario malintencionado. Consideré
que no ameritaba una respuesta. Mariana se acercó para
ayudarme. Sin embargo, después de pensármelo mejor,
repliqué:
-De no ser por la curiosidad estaríamos viviendo
aún en la época de las cavernas, ¿sabes? ¡No tendríamos
descubrimientos ni progreso!
Detrás de los cajones que había derrumbado estaba
oculto un baúl de cuero negro con unas inscripciones
extrañas. Era inusualmente grande y sobre la tapa, en la
parte central, estaba tallada la consabida figura de un león
con las fauces abiertas; y a los lados, dos asas arqueadas
de plomo medio oxidadas. Este emblema, que aparecía en
todos los objetos de la casa, ya había empezado a excitar
mi curiosidad. ¿Qué significaba? ¿Sería alguna clase de
identificación de la secta a la que pertenecía la hechicera?
¿O se trataba de alguna otra cosa?
Me acerqué con cuidado y con la mano abierta
quité la tierra apilada en la superficie. Las preguntas
seguían suscitándose en mi interior: ¿Qué significaría ese
emblema? ¿Sería realmente alguna clase de chapa
perteneciente a alguna congregación? ¿Y si era así, por
qué había una en el sótano de La Borrascosa? La
excitación alimentaba mis ansias de respuestas.
-¡Beatrice!, ¡Mariana! ¡Creo que hallé un tesoro! -
fueron las ingenuas palabras que salieron de mi boca.
Enseguida, con entusiasmo, se acercaron y me
ayudaron a arrastrar el baúl hasta un claro donde la luz era
más pulcra y brillante. Oculta bajo la tierra, se mostraba
una pequeña cerradura redonda, oxidada también. Intenté
abrirla con una horquilla que saqué de los cabellos de
Beatrice, la introduje en la ranura pero cuantos más
esfuerzos hacía, más tapiada parecía. Mis hermanas
continuaban expectantes, apostadas a lado y lado del baúl
en espera de la revelación del contenido. Un buen rato
estuve tratando de forzar la testadura cerradura pero
después de varios intentos, desistí. En el preciso instante
en que abandoné el forcejeo, e iniciaba la retirada, escuché
un leve chasquido a mis espaldas, me volteé y la tapa del
baúl se levantó ante mis ojos.
-Esto es muy raro y tenebroso –dijo Mariana con
un hilillo de voz, pero, una vez más, la curiosidad pudo
mucho más que el miedo y mantuvo su posición.
Me abalancé sobre el arcón sin detenerme a pensar
en las posibles causas que habían propiciado la abertura
del mismo. Me coloqué de rodillas para una mejor
inspección. Lo primero que vi fue un inmenso libro
gamuzado, color caramelo, con una lengüeta en forma de
cinturón que apretaba toda la circunferencia del tomo.
Centrada en la portada había una inscripción en doradas
letras que decía: “Libro de Magia Sagrada’ En la esquina
inferior derecha, en letras más pequeñas podía leerse:
“Propietaria: Zarnia, La Hechicera, Pupila de Abramelin,
El Mago”.
Enseguida mis hermanas se arrodillaron junto a mí.
Desaté las correas y liberé sus hojas amarillas y cansadas,
la escritura estaba en tinta negra y había ilustraciones en
vívidos colores. Revisé el Índice y leí en alta voz:
Manual rápido de Hechicería, en cinco rápidas y
sencillas lecciones.
Amuletos efectivos con materiales de bajo costo.
Alfombra mágica versus la escoba. ¿Por qué llevar
un solo pasajero si puede llevar cinco?
Encantamientos de un minuto: para hechiceras
apuradas.
Cómo acabar con un gnomo y salir vivo en el
intento.
Dentro de aquellas páginas encontradas como al
azar, se desnudaba ante mis ojos el misterioso mundo de la
magia. ¡No podía estar más feliz! ¿Quién en sus sueños
más remotos no ha querido encontrar un libro mágico que
soluciones todos los problemas? ¡Propios y de la
humanidad! ¿Quién no ha soñado con una varita
encantada que hiciera realidad lo que la mente imaginara?
Yo, embebida en sus misterios, hurgaba sus tesoros como
un infante en presencia del mar por vez primera, me dejé
llevar embelesada. El libro estaba repleto de hechizos y
conjuros, de ensalmes y encantamientos. El polvo
acumulado de sus hojas me hizo toser un poco, sin
embargo no lo suficiente como para detener la minuciosa
inspección. Algunas de las imágenes no eran agradables
de mirar, había criaturas demoniacas, mitad humanas,
mitad animales y otras más imposibles de identificar, en
actitudes francamente grotescas y hostiles, así que pasé las
hojas rápidamente para evitar que Mariana las viera, ya
que era muy impresionable.
-¡Así que después de todo, esta casa sí que
pertenece a una bruja! -concluyó Mariana después de
revisar los objetos.
Después de un rato, puse el Libro de lado, ya había
decidido llevarlo conmigo. Si la bruja no lo había
necesitado en todos estos años, entonces no le hacía falta;
y con este razonamiento deductivo, seguí sacando cosas
del baúl. Las muchachas también se entretuvieron con los
objetos descubiertos.
Al rato, Beatrice soltó uno de los pocillos que
había estaba revisando y, con exasperación, miró la hora y
nos recordó que se había hecho tarde. Arrugó el entrecejo
al notar que no obtenía respuesta alguna de mi parte. Con
más resolución repitió:
-¡Creo que es hora de partir! Si llegamos tarde a la
Escuela, Gertrudis formara un berrinche del tamaño del
mundo. ¡Podemos regresar mañana!
Absorta en mis pensamientos conjeturaba que algo
tan valioso no podía dejarse a la deriva. Para mañana
podría ser tarde, algún intruso, diferente a nosotras, podría
irrumpir en la propiedad y apropiárselo indebidamente.
Sin mucha convicción respondí:
-¡Está bien! - y continué sacando cosas del baúl sin
hacer ademán alguno que sugiriera que pensaba salir de la
casa. Estas brusquedades eran las que presidían las
hecatombes en las que frecuentemente nos enfrascábamos
mi hermana y yo, y en las que Mariana tenía que intervenir
para poner santo remedio. Sin embargo, en esa
oportunidad, contrario a las expectativas, y sin mediar
motivo alguno, Beatrice se acomodó sumisa a mi lado
ayudándome a sacar el resto de los elementos que yacían
al fondo del cofre.
Había una túnica de suave seda negra con una
etiqueta adherida que decía “Lavar al Seco!, Había un
tradicional sombrero negro de bruja en forma de cono
cuya punta era excepcionalmente alta y puntiaguda con
tendencia a encorvarse hacia los lados, había un cucharón
de madera escarapelado con una etiqueta que acotaba:
“Solo para brujas de Salem”. Recordé una vieja historia
que solía contarnos el abuelo que decía que en Salem,
durante los tiempos de la persecución de las brujas,
aquellas usaron cucharones por varitas para evitar ser
reseñadas como hechiceras y escapar del caluroso destino
que suponía morir bajo las brasas. Los cucharones eran
instrumentos culinarios de uso común en aquel tiempo y a
nadie quemaban por tener un cucharón en su cocina; había
un caldero de cobre bien gastado, considerando los
manchurrones verdes y marrones y las raspaduras
brillantes adheridas al fondo; habían robustos pocillos
cuyas paredes estaban ornamentadas con representaciones
de los astros celestes y algunos amuletos de piedra y
cuero.
Ocupada como estaba en la réproba labor de
husmear entre las propiedades ajenas, ignoré el torrente de
preguntas que empezaban a agolparse en mi cabeza
¿Quién era la bruja Zarnia? Si su figura era la que estaba
en el retrato de la sala, no debía ser muy buena, tenía una
expresión maléfica y perversa que traspasaba los marcos
de la pintura y embebía el ambiente circundante de un aura
espectral. ¿Dónde estaría ahora? ¿Aprobaría que una
extraña estuviera revisando sus cosas? Seguramente no,
así que alejé estos pensamientos de mi mente y continué
con la excitante labor de explorar los territorios ajenos
como una Marco Polo urbana.
Revolviendo entre las cosas que yacían tiradas
sobre el enlosado terracota, Mariana recalcó:
-Todos estos objetos son cosas de brujas - pero sus
palabras no denotaban emoción alguna. El temor había
desaparecido, habida cuenta de que en la casa no había
nadie que pudiera reclamarle la intromisión.
Beatrice por su parte, viendo que no había forma
de que llegáramos a tiempo hasta la escuela, resolvió dejar
de lado sus consideraciones y disfrutar de los objetos
encontrados en las pocas horas que quedaban de la
mañana.
-Ya que te interesas tanto en las cosas de bruja,
pruébate la túnica -sugirió al tiempo que lanzaba la prenda
que aterrizó sobre mi cabeza, nublándome la vista - parece
de tu talla y se ve mejor que tus atuendos!
Razón tenía mi hermana en sus apreciaciones y es
que cualquier trapo era mejor que la zurcida ropa de
Leticia, vestidura única que nos proporcionaba Gertrudis
como atuendos para el día a día. Me coloqué la toga sin
demora y sobre mi cabeza quedó magníficamente
ensartado el azabache y cónico sombrero, a la vista
parecían grandes pero al ponérmelos enseguida se
ajustaron perfectamente a las líneas de mi cuerpo.
Así engalanada con la vestimenta de las brujas de
antaño, llena de prestigio y arrogancia, bajo la mirada
aprobatoria de mis hermanas, continué revisando cajas y
más cajas, sin percatarme del paso rápido del tiempo. En
una de esas cajas, precisamente, fue que Beatrice divisó
una abultada bolsa, muy sucia y gastada, de cuero gris. Por
impulso la tomó y arrojó su contenido sobre la superficie
pulida del piso. Lo que vimos nos sobrecogió con tal
sorpresa que permanecimos sin habla unos segundos: un
puñado de relucientes collares de piedras preciosas rebotó
y, tras ellos, siguieron unas alargadas pulseras de cuencas
brillantísimas que destellaron como las llamas de un
profundo fuego. ¡Todo un botín digno de un pirata! Ante
tanta magnificencia, nos miramos deslumbradas; Beatrice
comenzó a escudriñar con más detenimiento el ensartado
de joyas que yacía enredado como un solo puño sobre el
suelo. Hurgando y desenredando algunas de las piezas
proseguía a guindárselas entre los dedos.
-¿Serán reales? –preguntó Beatrice sentada con
algunas piezas en su regazo. Las miraba embelesada, su
calidad, su brillo, su colorido. Para probar su dureza, se
colocó una pieza entre los dientes, método bastante
rudimentario, sin asimiento científico, pero que dentro de
los alcances de su conocimiento parecía funcionarle
bastante bien.
-No lo sé, parecen reales! -dije con el mismo grado
de estupefacción.
Mariana ya se había recuperado de la sorpresa del
descubrimiento. Se arrodilló al lado de Beatrice y tomó un
colorido collar que escudriñó para soltarlo nuevamente en
el lote. Su mente deductiva había comenzado a analizar los
alcances de este hallazgo.
-Esto está mal! ¡Esto está muy mal! No es lo
mismo jugar y tomar objetos viejos e inservibles. Si esto
es de valor, debe pertenecer a alguien. ¡No podemos
tomarlo! ¡Podríamos ir a la cárcel! -dijo asustada.
Tuve que reconocer que su planteamiento era
veraz, adecuado, oportuno y exacto. Por esta clase de
situaciones, muchos habían terminado tras las rejas.
Beatrice por su parte había tomado un puñado de collares,
los suspendía a la altura de sus ojos y con embeleso se
deleitaba con los nítidos destellos que se disparaban en
todas las direcciones. Entre suspiros y exclamaciones
escondía el secreto anhelo de quedarse con alguno de
ellos.
-Tendremos que reportarlo con el alguacil! – dije.
Beatrice paralizó su escrutinio por unos instantes y
mirándome fijamente replicó:
-¿Las autoridades? Quien te asegura que serán
honestas y entregaran el tesoro a su legítimo dueño – dijo
tomando tres collares más engarzándoselos en el cuello, al
tiempo que agarraba dos pulseras enroscándolas en su
muñeca izquierda – ¿Podríamos quedarnos con algunas?
-¡Absolutamente no! ¡Nada de eso! – repliqué - A
nosotras no nos hace falta. En cinco días tendré dieciocho
años y tendremos nuestro propio dinero y volveremos a la
ciudad y nos alejaremos de La Borrascosa y sus
vicisitudes para siempre. No tenemos necesidad de
complicarnos la vida con un robo de esta magnitud! Es
muy peligroso!
Largo rato estuvimos discutiendo acerca del mejor
destino para semejante botín; al final acordamos dejar el
tesoro donde estaba ya que de existir algún dueño en algún
momento aparecería para tomar posesión de sus bienes.
Beatrice protestó por un momento, pero se convenció del
argumento cuando al final le señalamos lo mal que se
vería enclaustrada en una prisión, de por vida, y con un
desgastado uniforme a rallas.
-Pero eso no impide que podamos usar las joyas en
lo que resta de mañana, mientras estemos aquí! -dije para
concluir la discusión.
Acto seguido, con gran alborozo, comenzamos a
colocarnos las joyas y a posar frente a un espejo que
conseguimos al final del cuarto y, que abarcaba la cuarta
parte de la pared y, donde podíamos vislumbrar nuestras
figuras a cuerpo completo. Engalanadas, con las más
resplandecientes alhajas que habíamos visto en la vida,
nos sumergimos, sin mucho pensamiento, en el más sutil
de los pecados capitales, la vanidad. Mientras en esta
actividad estábamos, una de las joyas llamó especialmente
mi atención. Se hallaba oculta en una cajita de terciopelo
verde, muy chiquitica y arregladita, parecía hallarse
apartada del resto de las cosas, como si se tratara de un
objeto muy especial. La tomé, me senté en el suelo y la
abrí. Un anillo de oro macizo de muchos quilates, con una
chapa en relieve que contenía la figura de un león con las
fauces abiertas, brilló. Otra vez aparecía el intrigante
emblema. Tenía incrustaciones de rubí y circones y su
reflejo mantenía cautiva mi mirada. Sin pensarlo dos
veces, lo saqué del estuche y lo probé en mi dedo. Parecía
grande, pero al instante la circunferencia del anillo se
achicó y se adaptó a la forma particular de mi anular.
Alejé mi mano para apreciarlo con la perspectiva de la
distancia. Complacida, comprobé lo bien que lucía
acompañado de mis dedos, suaves y alargados. Los dedos
de mi madre, solía repetirme el abuelo, moldeados como
8
UN GENIO Y UNA ALFOMBRA
Beatrice se topó con un objeto extraño escondido
apenas detrás del espejo. Era una botella de vidrio, con
incrustaciones de mosaico azul marino tan intenso que
parecía casi negro; su base era ancha y la parte superior se
alargaba angosta y se curvada ligeramente hacia un
extremo como el estilizado cuello de un cisne, bastante
pesada para su tamaño. La encerró en su puño y me la
entregó.
-¡Qué hermosa es! –dije tomándola por el pico y
sacudiéndola ligeramente. Mariana y Beatrice se situaron a
mi lado con expresiones interrogativas.
Unos leves griticos parecieron surgir del interior.
Intrigada volví a sacudirla y los griticos se repitieron.
Aflojé la tapa de la botella con sumo cuidado. Quizá algún
animal había quedado atrapado sin remedio en la cavidad
oscura del lujoso recipiente. Un zumbido estrepitoso,
como de huracán, salió con fuerza. Tan brusco fue el
movimiento que me hizo caer de bruces al suelo y al
hacerlo lancé la botella que fue a estrellarse directamente
contra una pared, afortunadamente no se rompió. Para mi
sorpresa, después de disiparse la espesa niebla de polvos
verdes, apareció un muchacho de tez trigueña, vistiendo
unos bombaches verde olivo y un turbante fucsia amarrado
de forma grácil en su cabeza. Su torso estaba desnudo y
sus manos ornamentadas con anillos de oro y piedras
preciosas, un medallón macizo cubría gran parte de su
musculoso pecho. La textura de su piel se veía terrosa y
aceitosa. Beatrice y Mariana corrieron gritando y agitando
los brazos. Nunca antes las había visto tan veloces y
bulliciosas. Se ocultaron detrás de unas viejas cajas, pero
yo, había quedado de frente a la aparición, completamente
explayada en el piso, sin posibilidad alguna de huída.
Maravillada por todos estos sucesos mágicos, bullía de
alegría al comprobar la realidad de la magia. ¡Quería
conocer sus secretos! ¡Quería ser una bruja! ¡Quería
conocerlo todo! y me valdría para ello de la ayuda del
libro de la hechicera Zarnia. Qué irresponsable me parece
ahora mi ingenuidad de entonces. Fue una ocurrencia
desafortunada y pronto me daría cuenta de ello.
En principio, el mozo parecía aturdido y miraba
con obstinación los irremediables bultos que alzados
semejaban fantasmas a punto de espantar. Hacía todos los
esfuerzos posibles por tratar de recordar dónde se hallaba.
De repente sus ojos pequeños y aceitunados bajaron la
vista para posarse en los míos. Aún me hallaba tendida
sobre los fríos azulejos y durante unos segundos lo miré
con expectación. Al igual que él a mí.
La escena que siguió a continuación parecía
plagiada de una película de Cantinflas. El espíritu
revolucionario que invernaba bajo la suave piel de
Beatrice saltó las barreras de su civilidad para mostrarse
tan bárbaro y feroz como el más aguerrido de los vikingos,
procurándose como arma el objeto más cercano, que
resultó ser un peligrosísimo zapato rojo, de fino tacón, que
minutos antes habíamos hallado en una de las cajas de las
inmediaciones, y del cual habíamos pronunciado algunas
bromas malsanas ya que parecía la tétrica versión de un
zapato de duende, muy atribulado y gastado. Con el
contundente objeto en sus raudas manos, se abalanzó
sobre el joven, quien sorprendido por el ingrato
recibimiento salió corriendo despavorido para ocultarse
tras uno de los bultos aledaños que, por una extraña
sincronización del destino, era el mismo bulto elegido por
Mariana como escondite; con los subsiguientes gritos de
sorpresa proferidos por ambos bandos y la subsiguiente
carrera en dirección contraria para alejarse el uno del otro.
Mientras la dantesca escena se desarrollaba ante
mis ojos, tuve el tiempo suficiente de incorporarme y
sacudir mis ropas. Cuando terminé, Beatrice ya había
puesto sus manos sobre el perplejo joven quien pataleaba
y vociferaba tratando de zafarse del iracundo abrazo de mi
hermana, quien lo traía a rastras hasta mi presencia.
Mariana le seguía los pasos a una distancia cautelosa.
-¿Quién o qué eres? – pregunté.
El aludido se mostraba compungido. Diluida la
poca confianza que en nosotras pudo haber tenido, se
postró ante mis pies, esperando seguramente otra
embestida del ataque rapaz del que era víctima inocente.
-Sooy.. un geenio¡ -contestó balbuceante con la
mirada inundada de terror.
Lo miré detalladamente. Nada en su aspecto
denotaba agresión o peligro. Parecía confundido y
desvalido.
-Fui encerrado en la botella por la malvada
hechicera Zarnia cuando recién comenzaba mi aprendizaje
para ser el más famoso genio de Persia. Disculpen¡ -dijo
tomando una bocanada de aire y continuó- ¡Soy
claustrofóbico¡ y todos estos años de encierro no hicieron
más que acrecentar mis dolencias. Además, empeoraron
mis migrañas y mi ulcera estomacal, sufro de asma y otros
trastornos respiratorios, además de un pequeño desorden
nervioso. Por todo lo demás, soy bastante sano. ¿Son
ustedes aprendices de la hechicera?
Lo miré de arriba abajo, y de abajo a arriba. Lo
mismo hicieron mis hermanas. Esta situación era
sumamente bizarra. Estábamos allí, en las profundidades
de un sótano, hablando con un extraño ser que manifestaba
ser un Genio pero que no poseía ninguna de las
características que se suponen tienen estas apariciones. Por
lo demás, era lógico que nos hubiera confundido con
aprendices de Zarnia, después de todo estábamos en su
casa y yo llevaba puesto su atuendo.
-No! No lo somos! – aclaré - Jamás pensé que
existieran los Genios¡ Siempre he creído que eran cuentos
e invenciones de “Las Mil y una Noche”¡ Ahora que te
veo, no sé qué pensar¡ Estás seguro que eres uno de ellos?
Esta vez fue el muchacho quien reflejó su sorpresa,
jamás nadie había dudado de sus palabras, así que
cruzando sus brazos contestó más tranquilo:
-Bueno, salí de una botella bajo una densa nube de
polvos verdes, me agrandé ante sus propios ojos¡ No es
suficiente prueba de que soy un genio? Mi nombre es
Batam-Al-Bur, a su servicio –terminó con una reverencia.
Mariana y Beatrice sonrieron y fueron a sentarse
sobre un pequeño taburete, mientras el Genio y yo
permanecimos de pie. Juzgué que no había razones para
preocuparse por el muchacho, de haber estado vestido de
una forma más normal hasta hubiera podido confundirse
con alguno de los mozuelos del pueblo.
-Mi nombre es Camila –me presenté alargando mi
mano para estrechar la suya, él en cambio la tomó y le
estampó un sonoro beso.
- Tu nombre es demasiado largo, te llamaré
“Genio”.
Arrugó la frente y encogió los hombros. Estaba
muy orgulloso de los orígenes de su apelativo y sus raíces
ancestrales y la calidad sonora que emanaba de la
pronunciación de su nombre. En modo alguno quería ser
llamado “Genio”.
-En tal caso, entonces yo te diré “muchacha” –
respondió.
-Pero ese no es mi nombre –protesté.
-Evidentemente, como tampoco el mío es Genio¡ -
subrayó.
Chistoso e hipocondríaco. Combinación nunca
antes encontrada en un Genio. Aún no lo sabía, pero su
peculiar forma de ser añadiría ese agregado especial de
jocosidad y vistosidad que pronto se nos haría necesario.
-¡Está bien!, entiendo tu punto, Batum –contesté.
-Batam-Al-Bur¡- corrigió.
En las lecturas de “Las Mil y una Noches”, la
aparición de un Genio se traducía siempre en la obtención
de tres deseos para el afortunado que hubiera tenido el
honor de haber encontrado la botella. Embriagado mi
espíritu por la alegría que esto suponía, me precipité a
preguntar:
-Batabur, ya que eres un Genio, me concederás tres
deseos?
Mariana que había permanecido alejada de la
conversación, se acercó para indagar si a ella también le
concedería sus deseos. Beatrice ni se movió, no creía para
nada en los eventos sobrenaturales, pensaba que debía
existir alguna explicación racional para estas situaciones.
Otra vez se ponía de manifiesto el antagonismo de
nuestros caracteres. El de ella, impulsivo, visceral e
incrédulo, el mío, vagaba en las fronteras de la
racionalidad, aunque en ocasiones, tocaba el terreno
imaginativo con una efervescencia apabullante, que no
dejaba de sorprenderme.
El mozo nos miró con tal fijeza que nos hizo
experimentar la sensación de que habíamos dicho algo
malo, después se explayó en justificaciones.
-¡¡¡No!!! ¿Por qué todos quieren tres deseos? Más
de trescientos años han pasado desde Aladino. Y sin
embargo, cada vez que un humano se encuentra con un
genio, lo primero que hace es pedirle tres deseos. ¡No uno,
ni dos, Tres! Muy mala publicidad para los genios este
asunto de los deseos. No todos tenemos los poderes
suficientes para complacerlos. A veces cuando
concedemos uno, debemos esperar una cantidad
prudencial de tiempo para reunir el ímpetu necesario para
otorgar otro.
Mi alegría inicial fue suplantada por un arranque
de mal humor y lo mismo debió ocurrir con mis hermanas
ya que volvieron a plantarse en el taburete.
-Y para qué son los genios, si no? –pregunté.
-No lo sé –contestó. No termine el curso. Solo sé
que se supone que tengo que hacer todo lo que tú me
pidas¡
Mi imaginación fecunda surcó los mares de lo
posible para encontrarme en el terreno utópico de lo
inasequible. Reflexioné unos instantes; durante los
pasados seis últimos meses el único deseo apremiante que
había martirizado mi alma era el de regresar a casa. Sin
embargo, este anhelo se vería pronto colmado en el
transcurso exacto de cinco días, sin dilación ni legalismos;
por lo cual no veía necesidad en gastar un deseo en una
aspiración que ya era un hecho.
-Todo lo que pida? –me imaginé deshaciéndome de
Gertrudis y Leticia y este leve pensamiento mandó
escalofríos de satisfacción por todo mi cuerpo, no obstante
me abstuve de pronunciarlo en alta voz y en cambio
pregunté:
- ¿Y qué puedes hacer por mi?
El joven se tomó unos minutos antes de contestar
y, con la mano en la barbilla en actitud reflexiva, caminó
unos cuantos pasos por el estrecho espacio disponible en
el cuarto. Finalmente contestó:
-Puedo fabricar niebla de colores, hacer sonidos de
animales y cocinar estofado de cordero.
-Eso es todo? Hasta yo puedo hacer eso¡ Son cosas
sencillas¡
Malhumorado por mi falta de efusividad declaró:
-No subestimes el valor de las cosas sencillas,
muchacha¡. A veces son ellas las que te pueden salvar en
situaciones de extremo peligro.
En mi exaltada desilusión comprendí que si de
cumplir mis deseos se trataba, yo misma debía procurarme
los medios para su consecución. De vuelta a la realidad de
mis circunstancias, me percaté que habíamos estado en la
residencia de la bruja toda la mañana. Nuestra ausencia
debía haberse evidenciado ya, tanto en la escuela como en
La Borrascosa, y la inminencia de las repercusiones que
este acto traería enviaba un sabor amargo a mi garganta.
Lo peor era que había arrastrado a mis hermanas conmigo.
Empecé a sentirme muy cansada por el peso de la culpa
que se agolpaba en mis hombros. Cuando ya me disponía
a comunicarles a mis hermanas que debíamos irnos el
Genio exclamó:
-¡Ah, espera! – hizo una pausa para sacar de su
bombache verde un destartalado pergamino amarillento
que desplegó ante sus ojos y cuya longitud llegaba hasta el
piso - Déjame ver cuál es la promoción del mes por liberar
a un genio –fue deslizando la hoja por sus manos mientras
recitaba- 780, 1289, 1890, 2005, aquí está, época actual y
te corresponde una…..- hizo un chasquido con los dedos y
sobre la superficie perlada del suelo apareció un pesado
tapete persa, de cerdas muy tupidas en colores rosa y
celeste, ribeteado con un ligero flequillo beige y adornado
con arabescos tejidos con hilos de plata – alfombra
mágica¡ -completó la frase con tono rimbombante.
-¡Toda una hermosura¡ Tres velocidades y viene
con su manual de funcionamiento! Lo último y más
moderno en toda Persia: La alfombra mágica del reino de
Abdul¡ -dijo con gran orgullo.
La alfombra se hallaba suspendida como a
cincuenta centímetros del suelo. Me acerqué incrédula y
pasé mis manos por encima y por debajo, tratando de ver
si no se trataba de algún truco barato. Beatrice guiada por
la curiosidad se acercó también a hacer lo propio.
Desconfiaba de las cosas intangibles y de la existencia de
las fuerzas sobrenaturales, para ella una alfombra era una
alfombra y nada más, un objeto inanimado sin voluntad
propia cuyo único objeto de existencia era soportar las
pisadas de la humanidad, y acumular el polvo de los siglos
que posteriormente debía ser barrido por la servidumbre.
Luego del reconocimiento, se dirigió al Genio con
sarcasmo:
-Siento informarte que ya Persia no existe, en su
lugar está Irán.
El Genio continúo hablando sin prestarle atención.
-Aunque si prefieren un camello, deberán esperar
un mes ya que están agotados, aunque por ellos no les
darán garantía ¡Además, yo, particularmente creo que es
mejor la alfombra, ya que no apesta!
Como buena adoradora de los animales, Mariana se
acercó diciendo:
-¡Yo prefiero un camello! –luego agregó - ¡No
pareces un Genio!
Ambos estuvieron largo rato estudiándose
mutuamente, al final el Genio contestó:
-¡Claro que lo soy! ¿Y como se supone que deben
ser los Genios?
-¿Grandes y poderosos?
Dolido de que se pusieran en duda sus palabras,
refutó con una voz potente y vigorosa, nacida más de la
pretensión que de la veracidad:
-¡Puedo ser grande y poderoso! Puedo adoptar el
tamaño que quiera, ¿Cómo si no podría achicarme para
caber en una botella?
-¿En verdad vienes de Persia? –preguntó curiosa.
Batam-Al-Bur explayó su pecho por los cuatro
costados. Nada más placentero para él que diseminar las
maravillas de su lugar de nacimiento al oyente atento y
dedicado, y con todo el orgullo oriental que cabía en sus
venas, dijo:
-Nací hace trescientos años en el reino del sultán
Abudamen Suleber. El lugar más hermoso de las lejanas
tierras de Arabia, donde los polvos de oro de las arenas del
desierto solo son comparables con la belleza de las
jóvenes del harén del visir y los atardeceres cálidos de las
dunas de Anuac. ¡Oh, hermosa tierra de los ancestros de
Anac¡ ¡Sus castillos construidos sobre una placa de
mármol blanco que solo crece en las canteras de Abdul
tienen columnas de marfil, tan pulidas y transparentes que
puedes ver tu propia imagen reflejada en ella, y los
reverberantes rayos del sol nunca descansan, ni por los
días ni por las noches, ya que se encuentran tan a gusto en
las sedosas arenas del desierto de Kasnar ,que se instalaron
perennemente en sus dunas, desterrando para siempre a la
luna hasta el oasis de Zurinar, donde los vientos,
arremolinados y viscosos, transportando los dorados
granos de arena, pueden enterrar a una ciudad completa en
dos segundos, para desenterrarla de nuevo al segundo
siguiente.
Y así hubiera continuado narrándonos su historia,
si Beatrice no lo hubiera interrumpido incrédula e
indiferente.
-¡Para ser un Genio eres muy raro!
Después de escuchar su exposición me percaté de
dos cosas: que amaba profundamente a su país y que era
un neurótico chistoso. De repente, el Genio cambió su
expresión a una de terror extremo. Se acercó a mí y
tomando mi mano preguntó con el tono del que espera un
peligro inminente:
-¿Desde cuándo tienes el anillo de la muerte?
El extrañó comentario me tomó por sorpresa
¿Cómo podría una joya tan preciosa, tan esplendida, ser
portadora de semejante nombre? ¿De la muerte había
dicho? ¡Imposible!
-De que hablas? Lo acabo de encontrar en ese baúl
–dije señalándolo con el índice –y por qué dices que se
llama así?
El tinte moreno de su rostro se había tornado de un
blanco perlado.
-¡Porque el que lo tiene se muere¡ Por eso se llama
así¡
Miré mi mano. Esta vez, la prenda no me parecía
tan deslumbrante como al principio, manchado sus
resplandores y deslucido su prestigio por las fatídicas
palabras del oriental. ¿Cómo podría una joya tan exquisita
ser portadora de tan infame destino? La respuesta vino
inmediatamente a mi cabeza, ¡solo en el mundo de la
magia podría ser eso posible¡ Y en ese instante preciso, los
fulgores de la magia, opacados por la siniestralidad de su
lado oscuro, no me parecieron tan atractivos.
-¡Debes estar equivocado¡ -dije con aprensión.
Tomó mi mano y la examinó con atención,
volteándola en todas las direcciones, después respondió:
-¡No, no lo estoy! –y dirigiéndose hasta el Libro de
la Hechicera, lo tomó y comenzó a hurgar en sus páginas.
No pasó mucho tiempo sin que consiguiera la imagen que
estaba buscando. Para mi consternación, estaba etiquetada
como el “Anillo de la Muerte”, título nada alentador y que
produjo una gran inquietud en mí.
-Lee y, entérate por tus propios ojos –dijo
señalándome la página.
Comencé a leer velozmente. El nefasto conjuro
tuvo sus orígenes en las hechicerías practicadas por
antiguas brujas de una remota región de Nueva Escocia.
Ese conjuro enviaba al hechizado a morar a las
profundidades de los inframundos de Zoroastro, Señor de
las Sombras y Amo de la Oscuridad. Describía el anillo
con todos sus detalles y, muy a mi pesar, tuve que
reconocer que se trataba del mismo que se hallaba
aferrado a mi distinguido dedo. El texto continuaba
diciendo que al cabo de cinco días, los demonios del Dios
de la Muerte, señor del inframundo, Zoroastro, aparecerían
para llevar al infortunado al reino de la oscuridad.
Agitada por tan funestos presagios me aparté un
poco de mis hermana tratando de digerir la proverbial
noticia. ¿Cómo era esto posible? En cinco días se suponía
que cumpliría mis dieciocho años y regresaría a la ciudad,
no que pasara a convertirme en una habitante del mundo
de las sombras, cuyos vecinos seguramente serían
demonios y quien sabe que otras espeluznantes criaturas,
iguales a las que aparecían enchapadas en el portón de la
bruja. ¡Quizá hasta sería conveniente que me acercara y
hasta que comenzara a hacer amistad con ellas! ¡Qué
extraños pensamientos nos provee el mido! Un extenso
escalofrío comenzó a recorrer mi cuerpo.
Miré a mis hermanas que ostentaban caras de
terror.
Seguí leyendo el pasaje que decía:
“Los días están contados para el portador,
Las sombras lo perseguirán,
de las profundidades de la tierra vendrán
cubiertos del mal de los siglos con el haz,
que corta los hilos plata de vida
En el día cinco su luz más no será,
La oscuridad cobrará al portador
con la esencia misma de su vida”
¿Qué poeta tan macabro había compuesto versos
tan perversos? Casi en susurros le comenté al Genio que
no quería asustar a mis hermanas por lo que debíamos
tratar este asunto con sutileza. Beatrice viendo que
cuchicheaba con el Genio se acercó preguntando:
-Qué está sucediendo? ¿Qué significa eso?
-SU HERMANA SE VA A MORIR –gritó el
Genio con espanto en un arranque de nervios.
Miré a Batum-Al- Bur con sorpresa. ¿Acaso los
Genios no hablaban el mismo lenguaje que nosotros? ¿Por
qué entonces hacía exactamente lo contrario a lo que le
había pedido?
-Acaso no sabes el significado de la palabra
“sutileza”? –le pregunté y sin que pudiera detenerlo les
contó apresuradamente toda la historia.
Viendo que el terror y la incertidumbre se
instalaban en sus rostros nuevamente, balbuceé unas
escuetas palabras de aliento.
-No se preocupen, algo tiene que poder hacerse¡
Sin embargo, Batam-Al-Bur seguía desmontando
todos mis argumentos.
-NO –gritó el Genio- ¡No hay nada que pueda
hacerse! ¡Todo se acabó! –dijo rompiendo a llorar con
dejos de dramatismo.
No sabía si arrancar a reír o a llorar. Si el personaje
pronto a habitar en las sombras del reino, hubiera sido otra
persona diferente a mí, la escena hubiera sido bastante
cómica, en verdad! Un Genio, que recién había conocido,
lloraba con toda la crudeza y emoción de un desalmado,
de forma mucho más trágica y sonora que mis propias
hermanas que solo ostentaban en sus ojos un ligero
resplandor de lágrimas retenidas, confirmando con esto mi
veredicto inicial: ¡Neurótico!
Dentro de todo este bullicio y exaltación de los
afectos, intenté sacar el condenado anillo de mi dedo una
vez más, pero el muy terco estaba muy atascado y muy
apretado. Con los dientes como herramienta hice otro
intento, pero lo que hice fue lastimarme y la pretenciosa
joya no se movió ni un centímetro, parecía formar parte de
mi propia piel, como la dermis y la epidermis. Nos
reunimos todos al centro de la habitación tratando de
ordenar nuestros pensamientos.
-¿Crees que pueda hallar un contra-conjuro en el
Libro de la Hechicera Zarnia? –pregunté ansiosa al Genio
mientras seguía con mis infructuosos intentos.
-No lo creo. Es un libro de la oscuridad, ¡tienes que
buscar un libro de luz que contrarreste el efecto de este
hechizo!
-¿Un libro de la luz? ¿Dónde demonios consigo
eso? –contesté exasperada.
-No nombres a los demonios –contestó Beatrice en
un susurro – ¡No vayan a pensar que, ahora como van a
ser amigos, los estás llamando antes de tiempo!
Molesto y desagradado, Batam demandó que
dejara de lado las blasfemias, ya que él no tenía la culpa
de los arranques del destino y que con esa clase de
expresiones poco iba a lograr el favor divino, sino más
bien acelerar el ya de por si trágico desenlace.
-Te dije que no debíamos entrar en esa casa –
sentenció Beatrice - algo siniestro se siente cuando uno
entra. ¡Ahora, ya ves el resultado!
-¡No puede ser tan malo, algo tiene que poder
hacerse! - dijo Mariana tratando de convencerse a sí
misma - ¡Tú eres un genio, tú tienes que saber!
El Genio temblaba de miedo ante la
responsabilidad que suponía ser el elegido para proveer el
santo remedio a semejante contrariedad. Recordó los días
dorados de su infancia, su falta de valor le había valido
fuertes reprimendas por parte de sus cuidadores. Ningún
Genio debía ser tildado de cobarde, podrían carecer de
otras virtudes, como no, pero la valentía no formaba parte
de la lista de atributos prescindibles. Sin embargo por más
esfuerzos que hacía en pos de la adquisición del tan
renombrado valor, éste parecía diluirse en las colinas de su
autocompasión. Y a la fecha, agravado por el longevo
encierro sufrido a manos de la Hechicera Zarnia, no había
indicios de que esta situación hubiera mejorado en forma
alguna. Ahora, se alzaba, como un lejano monstruo de la
infancia, el viejo y olvidado demonio para tormento de su
vieja y olvidada herida.
-Nunca he estado en esta situación, pero si yo fuera
tú – dijo dirigiéndose a mí - trataría de buscar la ayuda de
alguna hechicera o mago¡
-Tal vez si llamaras al 800-Brujas – sugirió
Mariana.
-No creo que exista un 800-Brujas y de existir debe
ser de uso exclusivo para hechiceras o brujas; lo cual
nosotras no somos.
Antes de probar la alternativa propuesta por el
Genio, decidí agotar todos los recursos que por sencillos,
estuvieran más a mi alcance.
-Vayamos a la cocina, allí debe haber algún
utensilio que me permita deshacerme de esto.
Enfilados recorrimos la distancia del sótano hasta
la cocina. Allí tanto el Genio como mis hermanas tomaron
turno para tratar de sacar la conflictiva prenda de mi
mano. De lado se veían los restos del pastel, que a trasluz
de los acontecimientos, ya no se veía tan suculento como
en principio.
Batam tomó un gran frasco de vidrio que contenía
un líquido acuoso y amarillento que parecía ser aceite.
Ahuecó su mano y vertió una cantidad sustancial del
líquido.
-Dame la mano – ordenó. La entregué tímidamente
y el Genio, en un arranque de vehemencia que no le había
visto hasta ahora, comenzó a frotar mis dedos rudamente.
Habló de los cálidos días en que el restriego y blanqueo de
las curtidas pieles de camello ocupaban sus días y sus
noches, allá en su amada y ansiada Persia. Ignoré, claro
está, el comentario que comparaba mi dermis con la del
rumiante. Alabó sin modestias sus habilidades en este
oficio y resaltó el reconocimiento otorgado por sus
homólogos, blanqueadores de pieles, durante el tiempo
dedicado a tal excelsa tarea. Pero los fuertes movimientos
solo consiguieron que mi piel se irritara y no logró en
modo alguno que el anillo se moviera un centímetro.
Después vino el turno de Beatrice. Esta se apoderó
de mi mano y con mucha resolución la hundió bajo el
torrente helado del agua que brotaba exuberante del grifo,
como si quisiera ahogarla. Después, con un brusco
movimiento, la retiró y vertió sobre ella unas pequeñas
gotas de una embotellada solución jabonosa que exhalaba
pequeñas burbujas al desprenderse del recipiente y
volaban hasta estrellarse contra las paredes del fregadero.
-¡Ya verás quien es más persistente! - le hablaba a
la mano como si tuviera existencia propia - ¡Ya verás
quien gana, tú o yo!
Pero, al cabo de un rato, también se dio por
vencida. El líquido, sin embargo, me provocó un terrible
escozor que me duraría hasta el día siguiente.
Seguidamente, llegó el turno de Mariana. Se
dirigió, resuelta, directamente hasta el aparador que
contenía la platería, abrió una de las gavetas y sin titubeos
sacó la hoja brillante de un cuchillo. Trató de meter la
filosa punta entre el espacio inexistente entre el anillo y mi
dedo, ignorando mis pequeños quejidos de dolor, y tras un
leve forcejeo un hilillo rojo le indicó que, quizá, podría
estar maltratándome, por lo que se suspendió la tarea. Así
terminó la desventura de mi maltrecha mano quien
continuaba portando todavía su fatídica carga.
Después de diversas consideraciones concluyeron
que cualquier método de extracción que eligieran debía
pasar necesariamente por la amputación, cosa a la que me
negué enfáticamente aludiendo que podría necesitar mi
dedo en un futuro y que prefería sacar el anillo con mis
propios métodos. Con este pensamiento en mente partimos
hacia La Borrascosa con dos nuevas posesiones: el anillo y
el libro de la Bruja. Muy a mi pesar me desprendí de la
vestimenta de la hechicera que me sentaba tan bien.
Serían como las tres de la tarde cuando empezamos
la caminata de cuarenta minutos que nos llevaría de
regreso a la casa. El sinuoso bosque había empezado a
adquirir un toque siniestro tras el ocultamiento del sol
entre unas frondosas nubes oscuras que presagiaban lluvia.
Un estruendoso hilo de plata partió la oscuridad de los
cielos y un portentoso estrepito confirmó la suposición
inicial de lluvia. Pequeñas gotas comenzaron a caer y a
manchar la superficie arcillosa, no podíamos detenernos,
en breve todo el terreno sería un inmenso pantanal y sería
imposible reconocer el camino de vuelta.
-Camila, ¿Cómo vamos a tener a un Genio y a una
alfombra en nuestro sótano sin que nadie se entere? Ya
tenemos a Bartolomeo y a Filomena, y sabes lo que nos
costó para que se quedaran ¡ - preguntó Mariana como al
descuido, mientras caminaba, se agachaba de vez en
cuando a recoger las grosellas silvestres que abundaban
sobre el sendero, luego de mordisquearlas y hallarlas en
grado extremo de acidez ya que aún no estaban maduras,
las desechaba en busca de otras, ignorando los marcados
goterones que comenzaron a poner más pesada su
chaqueta y hacer más difícil el caminar. Beatrice estaba
preocupada de que su cabellera sucumbiera a los efectos
del agua y se protegía con un chaquetón que colocó sobre
su cabeza.
-¡Cierto! –respondí mientras andábamos y
dirigiéndome al genio proseguí- Me temo que la única
manera que puedas venir con nosotras es si te metes de
nuevo a la botella¡
Al instante, como si le hubiera dicho que sería
enterrado vivo en las profundidades de una pirámide
azteca, sin pan ni agua por trescientos años, estalló en
ruegos con la misma vehemencia de un político en
campaña y postrándose a mis pies como un animal
rastrero, suplicó:
-¡¡Noooo!!,¡¡ Nooo!!¡Tened piedad! ¡Soy
claustrofóbico! No aguanto un día más de encierro.
¡Piedad! ¡Ay¡, ya me está doliendo la cabeza otra vez –
dijo colocándose la dos manos en la sien - ¡Misericordia!
¡Misericordia! ¡Conduélete de tu sumiso esclavo!
La dramaturgia del mago, más que tragedia era
comedia. Pero no por su carga burlesca dejaba de tener un
cierto tono de infortunio, por lo que atajé mi risa con
respeto y contesté:
-¿Y si dejo la botella sin tapa para que puedas
entrar y salir a tu antojo?
El Genio volvió a recobrar su compostura:
-¿Harías eso por mi? -Batam-Al-Bur meditó por un
momento para responder luego:
-¡Está bien! Suena razonable. ¿Dónde vamos a
vivir?
-Tú en tu botella – respondió Beatrice - Nosotros
regresaremos a nuestro mugroso sótano.
-¿Viven en un sótano? –preguntó con asombro
abriendo los ojos desmesuradamente.
-¿Por qué no? – respondió Beatrice atacada en su
orgullo - ¡Tú vives es una botella¡
-Es una larga historia que te iremos contando poco
a poco en el trayecto a la casa. Por lo pronto, debemos
regresar ya que deben estar extrañándonos.
La lluvia arreció, no quedando más remedio que
correr a refugiarnos bajo las ramas frondosas de un árbol
que se mecía bajo los azotes del inclemente viento en
tempestad. Mientras allí permanecíamos y esperábamos a
que amainara un poco la lluvia, interrogamos al Genio
sobre lo que sabía de la hechicera Zarnia. Nada de lo que
nos dijo fue alentador, todo lo contrario, fueron tan
infames sus referencias que decidimos no volver a pisar su
casa nuevamente.
Cuando llegamos a La Borrascosa el manto de la
noche nos había cubierto por completo. Nos deslizamos
sin ser vistas por el amplio corredor, que a esas horas
estaba desierto. Ya en la seguridad de nuestros colchones,
al tiempo que buscaba un lugar adecuado para colocar la
botella entre las cajas, Beatrice dio rienda suelta a su
molestia.
-¿Nos vamos todo el día y nadie se da cuenta de
nuestra ausencia? ¿Tanto así nos quieren?
-Si –suspiró Mariana- da mucha tristeza que no
noten nuestra desaparición.
-¡Vamos! ¡Vamos! ¡No es para tanto¡ Seguramente
hay una explicación y la averiguaremos mañana –dije
apagando el interruptor de la luz y regresando de vuelta a
mi aposento. Ya arropada escuché nuevamente a Mariana
susurrando:
-Camila ¿Estás despierta?
-Si¡ ¿Que Quieres?
-¡Tengo hambre! ¡Los ruidos del estómago no me
dejan dormir!
Y obviamente eran tan pronunciados que hasta yo
podía oírlos.
-¡Cómete el libro de magia¡ – recalcó Beatrice - A
esas horas no podemos ir a la cocina. ¡Gracias a Camila,
nos perdimos la cena!
No tenía argumentos para objetar el sarcástico
comentario de Beatrice. Por más que se doliera mi orgullo,
tenía que reconocer que, en esa oportunidad, la razón la
acompañaba. Humildemente, dándome cuenta de mi
necedad, me alisté a remediarla. Tomé unas cuantas
manzanas y galletas que almacenaba en un pequeño
mueble que me servía de mesa desde hacía algunos meses
en las profundidades del antro, y del cual me valía para la
tarea de restauración de los libros abandonados que había
hallado en el sótano. De vuelta al colchón, se las entregué.
Mariana y Beatrice vaciaron el plato en unos pocos
minutos. Luego, me dieron las buenas noches y cayeron en
un profundo sopor, exhaustas, por los acontecimientos y
las tensiones de las últimas horas.
Por mi parte, traté de dormir. Cerré los ojos pero
no acudió el sueño. Sobre la mesa, el libro de la bruja
yacía inerme, con su aura oscura y su despliegue de
hechizos, como haciendo propaganda a los infiernos.
Después de mucha reflexión y pocos remordimientos, tuve
que concluir que en alguna parte de mi árbol genealógico
debió existir algún Montero delincuente. Mis sueños
fantasiosos lo esbozaban como a un viejo marino,
surcando los espumosos mares en busca de aventuras,
hurtando abultados botines de joyas y piedras preciosa,
justo como el que habíamos encontrado en casa de la
bruja, transportados por la flota inglesa o francesa para la
reina o algún miembro de la realeza; o como un viejo
vaquero del antiguo oeste estadounidense, con sus
polvorientas botas y espuelas de cacho plano, hediondo a
sudor y aguardiente, asaltando diligencias enclenques con
su preciado cargamento de morocotas de oro, abanicando
su cuerpo al viento sobre el trote de un rocín tan azabache
como un carbón; yo, sin aspirar a semejantes hazañas, me
conformaba con hurtar libros de hechicería y anillos de la
muerte.
Súbitamente, la idea de encarar mi propia
mortalidad me hizo entender la vulnerabilidad de la vida.
¡Qué insensatez me parecía ahora haber entrado en aquella
casa y estar sentenciada a muerte por haber seguido un
tonto impulso con el único fin de satisfacer mi curiosidad!
¡Qué pequeño me parecía ahora el motivo que había
provocado tal conducta y qué precio tan alto debía pagar
ahora por tan pequeña imprudencia! Perder la vida, no por
un hecho heroico, loable, del que hablarían las
generaciones futuras, sino por un impulso banal, nada
virtuoso, provocado por la debilidad de carácter. El
corazón me enviaba puñaladas de dolor al pensar que
Beatrice y Mariana quedarían al cuidado de Gertrudis.
Todas estas consideraciones pasaban por mi mente, raudas
y veloces, mientras recapitulada sobre los eventos
importantes de mi vida; y es que después de tantas
cavilaciones, la verdad surgió cruda ante mis ojos: ¡No
había hechos resaltantes en mi vida¡ Aún no había
develado los misterios que el amor promete, ni viajado a
las lejanas tierras de Egipto con sus fascinantes pirámides
y sus enigmáticas momias, ni caminado por las poderosas
ruinas de Machupichu, ni contemplado el portentoso cielo
de Bogotá, ni navegado por las estrechas cañadas de
Venecia, ni visitado las gigantescas catedrales de Madrid,
ni las blanquísimas torres del Taj Mahal, ni la suntuosa
cascada del Salto Ángel, ni percibido el sutil aroma de los
tulipanes holandeses, ni degustado el tenue sabor de las
delicateses suizas, ni la pastelería francesa, ni las tostadas
mexicanas. La longitud de mis metas sobrepasaba con
creces la longitud de mi expectativa de vida, la cual era de
cinco días.
De las reflexiones pasé a las resoluciones y decidí
usar al máximo mis facultades. Usaría todos los medios
posibles e imposibles de los cuales tuviera conocimiento
para contrarrestar la maldición del hechizo y salvar la
vida. A la mañana siguiente, muy temprano lo comuniqué
a mis hermanas, que con los primeros albores, habían
saltado de sus colchones y se habían arremolinado a mi
alrededor:
-Creo firmemente que lo que dice este Libro es
cierto. No es común lo que ha pasado con este anillo.
Haga lo que haga no puedo desprenderlo de mi dedo y eso
es exactamente lo que dice el Libro que sucede cuando se
tiene encima el conjuro del anillo de la muerte. No es mi
intención quedarme de brazos cruzados mientras pasan los
días y llega el momento de mi extinción. No quiero
lágrimas ni tristezas. Las necesito alegres para que
podemos encontrar el remedio y salir de esta situación sin
mayores inconvenientes.
Los primeros rayos de sol comenzaron a asomarse
por el resquicio de la ventana. El parloteo de una pareja de
canarios se escuchaba desde la rama saliente de una de las
acacias del jardín. Las muchachas me miraban sin saber
qué hacer ni que decir. Ante tanta indeterminación sugerí
que camináramos hasta el bosque.
-La caminata oxigenará nuestras ideas y
reconfortará el espíritu - les dije en un intento por
animarlas.
-¿Crees que sea buena idea irnos después de
nuestra ausencia de ayer? –preguntó Mariana.
-¡Qué importa! Al parecer no nos extrañaron -
respondió Beatrice al tiempo que se levantaba y buscaba
su ropa de campo- Además, hoy es sábado y se supone que
los sábados no hay clases. No nos buscarán.
Convenido el destino, nos alistamos y tomamos la
botella de Batam-Al-Bur, dando primero una pequeña
parada en la cocina para abastecer nuestros bolsillos con
galletas, maníes y unos cuantos refrescos, para amenizar el
camino hasta al sitio de reunión.
Ya de salida, tomé a la negrita Salomé, que se
hallaba sentada sobre los escalones del porche saboreando
una angulosa patilla. La arrastré con nosotras hacia el
senderillo que llevaba al bosque, con los jugos de la fruta
aún chorreándole por los antebrazos. Una torrentera de
preguntas nos hizo la negrita indagando la causa de
nuestra desaparición del día anterior, pero sin despegar los
dientes de la fruta, con lo cual sus preguntas venían
impregnadas de un jugoso aroma tropical. Después de
haber satisfecho su curiosidad con nuestras respuestas,
indicó que en la tarde de ayer su madre había estado todo
el día en el pueblo, por lo que no se había percatado de
nuestra ausencia y que ella había desviado las sospechas
de los otros miembros de la servidumbre indicándoles que
Gertrudis nos había castigado y que habíamos
permanecido todo el día encerradas en el sótano.
En aquellos álgidos momentos, su espíritu alegre,
bullicioso, tenaz, con la sonrisa de mazorca jamás
despegada de sus labios, era el ungüento necesario,
indispensable, para el alivio de nuestros pesares; la
melodía contagiosa que arrancó a cantar desde el mismo
momento en que pisamos la ladera, arrancó la tristeza de
nuestros corazones y las risas brotaron como las aguas de
un pujante manantial. Y es que Salomé cantaba muy mal,
pero esta pequeña arbitrariedad inarmónica, sabida por ella
y por todos aquellos que la conocíamos, jamás le impidió
el entonar, entre sus amigos, las más alegres y melodiosas
canciones, que a falta de estudio de las notas del
pentagrama, le salían siempre con el toque candoroso de
una efusividad sin fronteras, y así revestidas con el
lenguaje del alma, marchaban a deleitar los oídos de las
otras almas que, sin la intermediación de reglas musicales,
la escuchaban reconociendo en ellas su mismo idioma. De
esta forma, los indulgentes oyentes se iban siempre con la
sensación de haber estado escuchando a una gran soprano.
En las profundidades del bosque había un claro
donde un inmenso tronco de cedro seco derribado por la
fuerza del viento hacía tiempo yacía apostado a un costado
del camino, sus otros compañeros arbóreos, aún erguidos,
proyectaban sus brazos sobre él, en señal de duelo o en un
intento vano de protegerlo de las inclemencias del clima,
arrojaban una inmensa sombra que cubría buena parte del
perímetro y que solíamos aprovechar para escondernos de
los flagelantes rayos del sol, cada vez que nos reuníamos
para leer o conversar sobre las trivialidades del día. Ya
sentada, Beatrice y Mariana se situaron a mi lado y la
negrita Salomé a mis pies. Comenzamos con poner al día a
la negrita sobre las nefastas noticias del anillo. Luego,
proseguimos con las discusiones de lo que debería hacerse
para deshacernos de él. Al final, convenimos en hurgar el
libro para buscar lo que fuera que pudiera ayudarme.
-Aquí hay algo –dije después de un buen rato de
estar escudriñando las páginas de arriba abajo, la cuales
estaban muy arrugadas de tanto soportar la rigidez de mis
dedos. Había encontrado algo interesante. Agité la botella
para que Batam-Al-Bur saliera y pudiera así solicitar su
consejo. Al instante apareció el oriental, somnoliento,
estirando los brazos y abriendo la boca en un descomunal
bostezo. Vestía un camisón largo, tornasolado, acinturado
por una banda ancha semejante a una especie de cordón,
las mangas tenían una amplia abertura por donde se
observaban sus brazos velludos.
-Como puedes dormir en un momento como este?
– interpele.
El Genio terminó de estirarse y dando una mirada
general al entorno, restregó sus ojos y comenzó a
sacudirse el polvo de la orilla de su camisón, que por largo
arrastraba por la tierra. Batam era un genio muy esmerado
en su cuidado personal, así sus estrafalarias vestimentas
siempre iban muy de acuerdo a lo estilado en cuanto a
colores, combinaciones y texturas.
-No estaba durmiendo, tenía un fuerte dolor de
cabeza!
Mariana y Beatrice rieron ante la evidente mentira
proferida por Batam y esta última comentó que si él fuera
Pinocho, su nariz ya estaría llegando al pueblo.
-Encontré algo en el Libro de Magia de la bruja
Zarnia, habla de un lugar muy singular llamado
Eisenbaum, donde viven los Magos y Hechiceras más
poderosos del mundo. Dice que es un lugar místico. Lo
conoces?
Las cuatro lo miramos con fijeza a la espera de una
respuesta, mientras, el Genio, con la mano en su barbilla,
parecía escudriñar los confines más apartados de su
memoria.
-No, nunca he oído hablar del lugar! Vengo del
Oriente, de los ínfimos desiertos de Sudan, donde los
templos resplandecen bajo el potente sol de los Sultanes
de Persia, donde los hechiceros y magos viven en las
mismas regiones de los hombres, donde los camellos son
tan grandes como montañas…
-Si, bla, bla, bla, Persia, bla, bla, bla, Persia –
interrumpió Beatrice.
Torció los ojos y contestó:
-Nunca jamás, en todo el tiempo que llevo de vida,
oí hablar de un lugar así¡
-Dice que solo se accede por medios mágicos.
Dirías que la alfombra es un medio mágico?
El Genio abrió sus grandes ojos al responder. Para
él, todo lo mejor provenía de Persia, y en consecuencia la
alfombra nada tenía que envidiarle a las escobas
voladoras, a las cuales consideraba implementos inseguros
y en extremo insalubres.
-Por supuesto que sí! Desde los tiempos
inmemorables del sultán de Bagdad, las alfombras son el
medio mágico por excelencia¡ Y mucho más antiguas y
cómodas que las escobas¡
-¿Crees que la alfombra me podrá llevar hasta allá?
– pregunté ansiosa - No tengo tiempo que perder. ¡Debo
intentar encontrar a alguien que me ayude!
Pensó bien su respuesta ya que el rostro
intempestivo de mi hermana le indicó que esperaba una
contestación corta y concreta, sin preámbulos ni
zalamerías.
-No hay sitio ni lugar donde una alfombra no
pueda ir! - respondió.
Exhalé una expresión de alivio.
-Yo iré contigo – dijo Beatrice.
-Yo también – dijo Mariana.
-Yo también quisiera ir – recalcó la negrita
Salomé.
Las arropé con mi mirada y agradecí con un gesto
afectivo su incondicional apoyo y amor, pero sentía que
este viaje debía emprenderlo sola. Suficiente daño había
hecho ya como para arrastrarlas a ellas a un destino
incierto.
-Prefiero que se queden, no quiero ponerlas en
peligro.
Beatrice saltó incorporándose al tiempo que se
situaba al lado del Genio. Con magia o sin magia sentía la
obligación de acompañarme. Para sus adentros, pensaba
que el anillo y el conjuro eran invenciones de alguna bruja
sin oficio, que se había dado a la tarea de inventar tales
hechizos para asustar y amedrentar a sus congéneres. Es
más, en su opinión, las brujas no eran sino mujeres
vestidas con atuendos estrafalarios que curaban con
hierbas y pociones, que nada tenían de mágicas. A su
modo de ver, las aparentes curaciones solo eran producto
de las propiedades curativas inherentes a la planta en sí.
-¡Ni lo pienses! ¡No me quedaré sola con Gertrudis
y su horripilante Leticia. Fin de la conversación!
El Genio sintió que debía prestar también su apoyo
incondicional, después de todo, hasta el momento no había
sido capaz de concederme ningún deseo.
-¡Yo iré también! Espero que no haga mucho frío,
ya que me enfermo con mucha facilidad. ¡Achuu! – y al
estornudar unas imperceptibles gotas de saliva fueron a
dar en el rostro porcelanizado de Beatrice, quien arremetió
contra el Genio con soberanos manotazos.
Después del percance, quedó definido en su
primera fase el plan que me permitiría llegar a Eisenbaum
sin demora. Se decidió que la negrita Salomé se quedara
en la casa para cubrir nuestra ausencia ante los ojos
iracundos de Gertrudis, Leticia y Ño Josefina y desviar las
preguntas acuciosas que pudieran producirse por cualquier
miembro de la servidumbre, tal como lo había hecho el día
anterior. La negrita era muy hábil y su capacidad inventiva
era de las mejores que existían en San André. Sabía
formular las más verosímiles excusas en las circunstancias
más extrañas y delicadas. No sabía cuánto tiempo nos
tomaría ir y venir de la legendaria ciudad, así que
requeriríamos toda la ayuda posible.
Nos hallábamos conversando sobre los pormenores
de la salida, cuando desde los matorrales,
inesperadamente, un enorme animal saltó hasta ubicarse
en una de las frondosas ramas del cedro que nos arropaba
con su sombra. Mariana y yo terminamos de incorporarnos
y mirando hacia las alturas tratamos de indagar qué clase
de criatura era; parecía un mono, grande y oscuro, pero
también podría tratarse de una gran ave. Pronto salimos de
la incertidumbre.
-Hagas lo que hagas no podrás torcer tu destino –
habló el gato y por sus palabras supuse que se estaba
dirigiendo a mí.
El Genio reconoció inmediatamente al interlocutor,
no obstante, la mayor parte de sus desgracias habían sido
causadas precisamente por él. Beatrice y Mariana se
agacharon con cuidado apropiándose de algunas piedras
que se hallaban desparramadas por el suelo y que
pensaban usar para ahuyentar al gato.
-¡Frozenblack¡ Pensé que te habías pulverizado
junto con tu ama - dijo el Genio.
-¿Lo conoces? –pregunté a Batam-Al-Bur sin
apartar la mirada del gato parlante.
-Es la antigua mascota de la bruja y el que me
tendió la trampa para enclaustrarme en la botella.
-Es un gato y habla¡¡¡ -dijo Mariana con asombro.
-No te confíes –dijo el Genio- tiene forma de gato
pero es uno de los demonios de Zoroastro, el señor de las
sombras.
El gato se apeó y brincó hasta unas ramas más
bajas y menos frondosas, lo que nos dio la oportunidad de
observar su estilizada contextura.
-Y pronto vendrá por ti, Camila –dijo
contoneándose con arrogancia - Nadie ha escapado jamás
de la maldición del anillo.
Muy antipático me pareció ese animal. Nunca me
habían gustado mucho los gatos, y mucho menos los que
hablan, y mucho menos los que hablan de cosas
desagradables que estaban prontas a pasarme. Un leve
estremecimiento recorrió mi cuerpo.
-¡Eso es lo que tú crees, minino! -dije lanzándole
una piedra que Mariana había colocado en mi mano, pero
que no llegó a su destino ya que el Frosenblack se esfumó
en el preciso instante en que la roca iba a golpearlo.
Por un momento breve, Beatrice me miró, después
prosiguió con una voz dura y decisiva:
-¿Minino? – dijo - ¿Ese fue todo el insulto en que
pudiste pensar?
-¡A mi me pareció bonito¡ -dijo Mariana.
-¿Hello? ¿Alguien aquí sabe con lo que estamos
tratando? – vociferó Beatrice - Son demonios, fantasmas,
brujas, gastos parlanchines y quien sabe que otras cosas
más encontraremos en el camino. ¡Por amor a Dios, este
asunto de la magia me está volviendo loca¡
-Tienes razón –dije- ¡Pensaré en insultos más
“insultantes”!
La negrita Salomé se había perdido del
espectáculo, porque al momento de la aparición de
Frozenblack se había retirado del claro en busca de flores
silvestres para su madre.
Ya de regreso a La Borrascosa, Ño Josefina nos
estaba esperando en la puerta con cara de pocos amigos,
las manos en la cintura y el ceño fruncido, señales
inequívocas de que no estaba contenta. Irreverentemente
pensé que habíamos sido descubiertas.
Al acercarnos la mulata gritó:
-¿Y dónde demonios estaban? – preguntó sin
preámbulos – Las he estado buscando por todas partes. La
señora Gertrudis está muy enojada y las espera en el
estudio. ¡Y saquen a ese perro pulgoso de aquí¡ - dijo
refiriéndose a Bartolomeo que, al divisarnos a lo lejos en
el sendero, había corrido hasta alcanzarnos, este pareció
comprender que se estaban refiriendo a él, porque
escondió su rabo, dio media vuelta y fue a escabullirse por
la ventana que daba al sótano. La negrita Salomé se
contentó con entregarle las flores y hacerle mimos a su
madre para arrancarle el enojo.
Obedeciendo la orden, caminamos en silencio,
primero hasta el sótano para dejar el libro y la botella y
después hasta el estudio. Al llegar encontramos a
Gertrudis parada junto al ventanal y a Leticia sentada en
una de las butacas mordisqueando una galleta.
-Te dije que ayer no habían ido a la escuela,
abuela¡ -exclamó con aire triunfal cuando entramos a la
habitación. Gertrudis se alejó del ventanal alzando el
bastón y gritando improperios hasta situarse al frente de
nosotras que habíamos permanecido impávidas debajo del
marco de la puerta, nunca nos habían permitido la entrada
al estudio, el único lugar hermoso de la casa que había
sido decorado por el abuelo y por lo tanto adolecía del mal
gusto general que imperaba en la residencia.
Leticia continuó con su ataque verbal.
-¡Lo hicieron a propósito, abuela! – continuó
azuzando - para que no cobres el dinero de su
manutención. Saben que si no van a la escuela, no
recibirás un céntimo.
Lo más sorprendente de Leticia era su habilidad
para promulgar las más disparatadas idioteces en los
momentos más impropios e inoportunos. Le salían así
nomás, fluidas de su boca, sin el más mínimo ápice de
inteligencia o discernimiento, diseminando su halo
ponzoñoso sobre el nutrido público que estuviera presto a
escuchar sus imbecilidades, y el nutrido público siempre
estaba compuesto de “ellas” y “nosotras”.
-¡Vamos! ¡Contesten! - gritó Gertrudis al borde de
la histeria – ¿Donde han estado toda la mañana de ayer? –
Su bastón también parecía crujir de histeria.
En el momento en que iba a abrir la boca para
responder, la acuciosa figura de un camello color
caramelo, pastando en el césped, paralizó mi mirada. A
través de la ventana, lo vi retozando entre los tulipanes y
geranios del jardín frontal. El inconfundible movimiento
de su boca me dio a entender que también estaba
degustando con especial regocijo las delicadas flores de
Gertrudis. El concurso anual de primavera de la feria de
San André estaba pautado para el próximo sábado. Los
mejores arreglos florales de la región se exhibían allí y mi
abuelastra había ganado invicta los pasados tres años; pero
a juzgar por los acontecimientos en pleno desarrollo y el
hambre voraz que se preciaba en los vigorosos
movimientos de la mandíbula del rumiante, ese año el
premio iría a parar a otras manos.
Cerré mi boca tratando de hallar la manera de
distraer a la anciana y a su nieta, quienes en cualquier
momento podrían dirigir su mirada hacia afuera y ver la
inusual escena. Pellizqué el brazo de Beatrice y le hice
señas con los ojos para que mirara hacia la ventana.
Enseguida carraspeó nerviosamente. Fingí un desmayo
dramático y, en el momento en que Beatrice se acercó a
revivirme, le susurré que fuera al sótano e hiciera que el
Genio se hiciera cargo del camello. Enseguida se marchó
con la excusa de traerme un poco de agua. Mariana, que
había estado ajena a los acontecimientos, se acercó a mi
preocupada, le hice un guiño que pareció no entender ya
que cuando levantó la cabeza y vio al animal comentó con
apasionamiento:
-¡Pero qué hermoso animal! - dijo entusiasmada y,
dejándome caer al piso, corrió rauda y veloz hasta el jardín
para obtener una mejor vista.
Gertrudis y Leticia se acercaron al ventanal
contemplando anonadadas al animal. Ño Josefina ya había
llegado al palastro haciéndose cargo de la situación, con
una escoba de amplias cerdas propinaba sendos escobazos
al descomunal rumiante, que ante la furia desplegada por
la mujer, corrió con premura para perderse entre los
atiborrados matorrales. Al rato, llegó Beatrice, yo aún
estaba en el suelo, susurró en mi oído que no había podido
sacar al Genio de la botella ya que contestó que tenía un
fuerte dolor de cabeza. Cuando alzamos la vista, Gertrudis
y Leticia nos miraban fijamente y después irrumpieron con
frases insultantes que no podíamos entender porque
hablaban las dos al mismo tiempo.
-Ustedes ¡Criaturas ingratas! No aprecian el
sacrificio que hago para mantenerlas bajo un mismo techo.
-Seguro que esto es obra suya, abuela –exclamaba
Leticia con aire conspirador.
-¿Cómo puede ser obra nuestra que un camello esté
en su jardín? –respondí a la defensiva, tratando de parecer
convincente - Seguro se trata de uno de los animales del
circo. ¡A lo mejor se escapó!
Gertrudis caminaba golpeando su encorvado
bastón contra el piso de madera. La alteración se veía
reflejada en la azulada vena que titilaba en su cien y con
cada palabra promulgada, la esquelética mano engarrotada
contenía su creciente tensión. Claramente, no podía
culparnos de la irrupción del rumiante en su jardín ya que
no tenía idea de que el camello pertenecía al Genio que
habíamos encontrado en la botella, pero aún así nos
endilgaron la responsabilidad y el subsiguiente castigo.
-¡Este comportamiento se acaba ahora! ¡FUERA!
¡FUERA DE AQUÍ! ¡ESTARAN CASTIGADAS EN EL
SOTANO POR EL RESTO DE SU VIDA! -recalcó con
furia.
-Que en tu caso son cinco días –me susurró
Beatrice entre dientes.
-Ese comentario es muy cruel –respondí a mi vez.
-Tienes razón, hermana, ¡¡Disculpa!! No sé por qué
lo dije.
-¡Dejen de susurrar! ¡Fuera de Aquí¡ - replicó la
anciana.
Beatrice, mi adorada hermana Beatrice, siempre
con el comentario mordaz y suspicaz a flor de labios. A
menudo nos enredábamos de palabra, pero nuestras peleas
no tenían consecuencias tangibles que pudieran enturbiar
nuestra relación, sino que quedaban envueltas bajo el
manto indulgente de la anécdota. No conocía el “tacto” ni
la “consideración”. Su espontaneidad rayaba a veces en la
imprudencia. En una oportunidad cuando contaba con tan
solo diez años había perseguido a un enano por todo un
parque de diversiones con la indiscreta pregunta que
rondaba en su boca: ¿Cómo siendo tan pequeño tenía
barba, cara de viejo y era feo? Esa indiscreción nos valió a
todas una charla por parte del abuelo sobre las grandes
verdades que algunas veces debíamos guardarnos para no
herir las susceptibilidades ajenas.
-¡Se acabó! - nos informó Gertrudis enfáticamente
- ¡Piérdanse de mi vista! ¡A su cuarto! ¡Ya!
-¿Querrás decir a nuestro sótano, no? –respondió
Beatrice.
-¡FUERA¡
Dicha sentencia no fue bien recibida por nosotras
acostumbradas a la libertad en nuestras acciones,
renuentes a enclaustrarnos en el sótano por un castigo vil e
injusto, sin embargo, la inteligencia que moraba en
nuestros seres aconsejó el silencio y la sumisión, lo cual
nos permitió actuar con mesura cuando la irrefutable voz
de nuestra abuelastra nos ordenó nuevamente recluirnos en
la catatumba que era el sótano.
-En cuanto a tu desmayo – dijo cuando ya íbamos
de salida - Llamaré al Dr. Asdrúbal.
El Dr. Asdrúbal era un viejo amigo de Gertrudis y
venía de vez en cuando a realizarnos exámenes médicos a
fin de garantizar la buena salud de las “niñas”.
Frecuentemente protagonizaba soberanos altercados con
Ño Josefina por alguna discrepancia en cuanto a cómo
tratar una dolencia.
-Ño Josefina, no seas terca –decía el doctorcito-
para las lombrices ya existe remedios farmacológicos.
-Esos no sirven – contestaba la anciana - Nada
como una buena cucharada de aceite de ricino y naranja.
Al final, las que salíamos perdiendo éramos
nosotras, ya que teníamos que tomarnos los remedios del
Dr. Asdrúbal y más atrás los de Ño Josefina.
Sentíamos un especial cariño por la mulata, el
único miembro de la mansión que sentía afecto por
nosotras, además de la negrita Salomé y el viejo Juancho.
Sus viejas y cálidas manos eran proclives a divulgar
caricias, limpiar lágrimas y curar dedos machucados; sin
embargo, no le temblaba el pulso a la hora de enroscarse
un buen cinturón de cuero para proferir castigos.
-Un buen castigo es mejor que un abrazo – decía-
Un abrazo entretiene por un ratico pero un castigo te
enseña para toda la vida.
En el corto tiempo que nos conocíamos, Ño
Josefina había emprendido con enérgica disciplina la tarea
de educarnos, abarcando en la medida que su inteligencia
se lo permitía, las artes manuales y culinarias, la cual
estábamos aprendiendo más o menos bien. Tejer y bordar,
tareas imprescindibles para cualquier señorita decente, así
como los secretos de una buena cocina para deleitar a los
futuros maridos; claro está que Mariana no se sentía muy a
gusto con estas tareas ya que según sus propias palabras
no tenía sentido aprenderlas ya que ella no pensaba
casarse nunca y prefería ocupar su tiempo en oficios más
provechosos como corretear el patio, trepar árboles o
abrazar a Bartolomeo. Sin embargo, no le quedó otro
remedio que aprenderlas ya que la flexibilidad de la
mulata en estos asuntos era nula.
Cuando llegamos al sótano, busqué la botella, la
volteé y con furia di un golpe seco en la base, con lo cual
Batam-Al-Bur salió disparado estrellando su cabeza contra
el suelo. Ya en el suelo recuperó su tamaño normal.
-¡Hey!, ¿Cómo es eso que cuando necesitamos de
tu ayuda no acudes a rescatarnos? –le pregunté
violentamente.
-¡Ay,yayay!, Ahora además del dolor de cabeza,
me duele el cuello –recalcó sobándose el chichón que
había comenzado a formársele.
-Al diablo tu dolor de cabeza, hay un camello
suelto en San André que, para tu información, no cría
camellos, por lo cual supongo que su aparición tiene algo
que ver contigo. ¿Verdad?
-No es mi culpa, la tapa de la botella estaba abierta,
creo que se escapó mientras dormía –dijo todo
compungido.
-Entonces sí estabas durmiendo –acotó Beatrice.
-Pues, arranca y rescata a tu bestia antes de que los
habitantes del pueblo la vean, hasta ahora solo los
moradores de La Borrascosa la han visto y con trabajo los
convencí de que el animal pudo haberse escapado del
circo, pero el circo no viene hasta Junio –espeté- Ve y
vuelve pronto. Nos queda poco tiempo¡
El Genio salió disparado en busca de su camello y
me quedé a solas con mis hermanas. Sentadas sobre los
colchones, comenzamos a reunir los objetos que
llevaríamos a Eisenbaum.
Minutos después en el pueblo, una muy asombrada
Doña Tula asomaba la cabeza por la ventana de su casa
observando a un mozo trigueño vestido con ropas extrañas
y estrafalarias persiguiendo a un camello por toda la vía
principal.
-¡Fin de mundo¡ -agregó persignándose y cerrando
la ventana con fuerza- ¡Fin de mundo!
9
LA ALFOMBRA MAGICA DE BATAM-AL-BUR
Esa noche comenzamos los preparativos del viaje
sin dilación, desplegando intensa actividad. La
incertidumbre de los acontecimientos por venir nos
mantenía en un estado de ansiedad extrema. Mariana,
haciendo uso de una extraordinaria sutileza y un tacto
poco visto en los miembros de esta familia, se preguntó en
alta voz, para que todos la oyéramos, si los magos serían
seres amistosos que nos recibirían con cordialidad y
ofrendarían su ayuda en este tan amargo trance. Mientras
esto preguntaba, acariciaba el frágil lomo de Bartolomeo,
quien se deshacía en zalamerías en su regazo. La misma
pregunta que alarmaba a mi hermana, me la había estado
formulando desde la noche anterior.
-No lo sé – contesté - pero igual debo ir. Debo
agotar todos los recursos para salvarme. Insisto en que se
queden. ¡Esto puede ser peligroso!
Beatrice me miró hastiada, con cara de fastidio,
como si estuviera cansada de discutir el mismo asunto.
-Nada de quedarnos y mucho menos ahora que
estamos castigadas - dijo y empezó a reunir las cosas que
quería llevar. Había apilado una gran cantidad de
atuendos, incluyendo un vestido de noche que había
rescatado de una de las cajas abandonas del sótano.
Viendo la inutilidad de estas prendas, opté por ofrecer mi
humilde opinión:
-Bea, ¿a donde crees que vas? ¡Solo debemos
llevar los enseres más indispensables! No nos estamos
yendo de vacaciones. ¡No sabemos qué vamos a encontrar
allá!
Práctica y previsora, Mariana había colocado sus
pertenencias en una bolsa y en esta operación había
gastado menos de cinco minutos. Acariciaba a Bartolomeo
y se entretenía dándole pequeños besos en el lomo.
Después, como al azar, como quién no quiere la cosa, dejó
salir el pensamiento que la había estado atormentando en
los últimos minutos:
-No quiero dejar a Bartolomeo – dijo rodeándolo
con sus brazos - a lo mejor cuando vuelva no lo encuentro
- aquí terminó su afirmación, con un suspiro que le brotó
del alma, pasó por el corazón y le salió por la boca.
Lo miré y suspiré también. El can me veía con su
mejor cara de desvalido, con las orejas chorreándole por
los lados, y el hocico abierto, con la rosácea lengua
colgándole con jadeos espasmódicos. No tuve el valor de
decirle a mi hermana que debía quedarse.
-Busca una cuerda y ve cómo puedes atarlo cuando
estemos en la alfombra.
Para tan magnífica respuesta, Marianita ya estaba
preparada ya que sacó un robusto mecate que había
permanecido escondido, oculto de mi vista, bajo una
sábana, hasta el momento del permiso.
La proverbial alfombra que nos serviría de
transporte al día siguiente yacía enrollada al lado de la
escalerilla. Beatrice se detuvo un momento a escudriñarla.
Parecía no tener nada especial que la diferenciara de los
otros tapetes que había visto pisoteados por el mundo y
esto le producía una gran desconfianza.
-¿Estás segura de querer usarla? ¿Y si nos caemos?
–consultó Beatrice.
-¿Has oído alguna vez en las noticias un accidente
en alfombra mágica?
-¡No!
-¡Entonces, deben ser extremadamente seguras!
Dije - Beatrice torció sus ojos, que en su lenguaje corporal
particular significaba “vete al diablo”.
Al rato llegó el Genio con el camello al que había
reducido hasta un tamaño que cabía perfectamente en su
mano y seguidamente con un chasquido de dedos lo
introdujo nuevamente en la botella.
La negrita Salomé estaba con nosotros. Su mirada
denotaba excitación y el deseo de acompañarnos; fueron
necesarios muchos argumentos para convencerla de que su
presencia era más necesaria en la casa, para ocultar nuestra
ausencia, que volando en una alfombra mágica que se
dirigía hacia un destino desconocido. Nos informó que
Gertrudis y Leticia irían a la ciudad al día siguiente, por lo
que no tendríamos que preocuparnos por ellas.
-¡Partiremos temprano! - dije - así que mejor
durmamos un poco y recemos!
Recostada no paraba de pensar en la travesía del
día siguiente. Me volví a levantar y me aseguré por cuarta
vez de que el libro estuviera en mi mochila. Volví a mi
colchón. Cansada y ansiosa levanté la mirada hacia la
ventana, en ese momento un cacho de luna emergía bajo
una camada de oscuras nubes que ocultaban parte de su
silueta, provocando una escena siniestra digna de la más
espeluznante película de terror. ¡Espero que esto no sea
una premonición de lo que nos espera en Eisenbaum! –
pensé - Oh, Dios¡ También espero que mañana el cielo
esté despejado y claro¡ ¡Oh, Dios¡ Espero que pueda echar
a volar esa alfombra¡
Apagué la luz y me dedique a buscar el sueño que
huía implacablemente mientras más esfuerzo hacía por
encontrarlo.
La mañana llegó inclemente con su mar de luz
incandescente y su concierto de gallos y canarios. Nos
levantamos a las cinco de la mañana, mucho antes que los
demás habitantes de la casa. Atravesamos sigilosamente
el corredor y, al llegar a la puerta que daba al patio, nos
detuvimos. Abrí el cerrojo con sumo cuidado y emitió un
sonido chirriante por la falta de lubricante. Aparentemente
el ruido no alertó a nadie porque el silencio continuó.
Arrastramos con esfuerzo la pesada alfombra hasta la parte
posterior del patio, allí la desenvolvimos y cuidamos de
colocarla bien estirada sobre la grama cubierta de rocío.
Me cercioré una vez más de llevar el libro de la Hechicera
Zarnia, a pesar de los comentarios adversos del Genio, la
intuición me indicaba que allí encontraría la solución a mi
problema. Las muchachas colocaron su equipaje sobre el
tapete. Beatrice lo seguía mirando con desconfianza.
-¿Sabrás manejarla? –preguntó Beatrice.
-Pronto lo veremos, pero supongo que Batum debe
saber¡
La boca del Genio se torció en un rictus de miedo.
-Oh, no me miren a mi¡ Yo tengo mi propio
transporte.
-Ni lo pienses¡ Tú irás con nosotras¡ Es una orden¡
y trata de ayudarme a que esto vuele¡ -dije acalorada.
Avancé directamente hasta la alfombra. Estaba
rígida pero tan pronto la pisé se levantó como a cincuenta
centímetros del suelo. Proferí un grito y di algunos pasos
atrás, después avancé hasta situarme en una de las
esquinas, mientras hice señas a mis hermanas para que se
subieran rápidamente. Lo hicieron sin demora y el Genio y
Bartolomeo brincaron segundos antes de que la alfombra
saliera disparada dando algunas vueltas débiles por el
patio. Coloqué mis manos sin mucha presión en la
cabecera del tapete, según las instrucciones del manual, y
dio dos sacudidas bruscas y se elevó un poco más. Volví a
presionar y salió disparada flotando hasta una de las
ventanas de la mansión donde vi que Leticia dormía
plácidamente con una mascarilla facial blanca sobre el
rostro, que le dada el aspecto fantasmal de un mimo.
Beatrice y Mariana se acostaron a todo lo largo con
Bartolomeo en el medio, quien se había tapado los ojos
con sus patas y profería pequeños gemidos de protesta y
Batam-Al-Bur se apostó a mi lado.
-HASTA EISENBAUM¡ –grité impregnada del
espíritu de la aventura- y la alfombra dio tres vueltas más
hasta elevarse poco a poco y dejar muy abajo los
puntiagudos techos de La Borrascosa. La altitud no nos
afectaba, podíamos respirar libremente, lo cual me
tranquilizó. A medida que nos íbamos elevando más y más
podía ver como los arboles se veían como pequeños copos
de algodón verdosos y amarillentos, los ríos parecían
diminutos hilos de plata cristalinos serpenteando la
superficie irregular que sostenía las casas, los arboles y las
montañas. Mientras viajábamos a velocidad vertiginosa,
pude vislumbrar una bandada de aves multicolores cuyo
plumaje replicaba los colores del arcoíris y que planeaba a
la misma altura que la alfombra y nos observaban,
suspicaces, a través de sus pequeños ojos oblicuos. ¡Qué
espectáculo tan hermoso! ¡Maravilla de la naturaleza!
¡Semejante policromía solo es posible bajo la mano
creadora de Dios!
-BATUM , HACE FRIO¡ – dije gritando por el
ruido ensordecedor del viento - ¿Nos puedes conseguir
algo de ropa?
-Al instante, su Excelencia – se oyó la voz de su
contestación - y al momento una espesa niebla verde nos
envolvió. Para cuando se disolvió, no hallábamos vestidas
con unos diminutos atuendos propios de odaliscas persas.
-¿ESTAS LOCO? – grité - este no es el tipo de
ropa que te estaba solicitando. ¡Ahora tengo más frío!
-Pero ropa oriental es lo único que yo sé hacer –
protestó - ¡Además, se les ve muy bien! - dijo mirándonos
con zalamería.
-Quiero mi ropa de vuelta – gritó Beatrice - tengo
el ombligo al aire, la vestimenta está pasada de moda y ¡Es
un horror¡
-Pero es que no lo sé deshacer - convino el Genio.
Sugerí que mantuviéramos los atuendos; era muy
probable que el Genio en un intento por hacer aparecer
nuevas vestimentas, pulverizara las que ya teníamos y nos
hiciera llegar como Evas al paraíso de los magos.
Por si eso fuera poco, el viento comenzó a
despeinar nuestras cabelleras. Mis hermanas tenían un
cabello liso, lozano, celestial, como si un delicado
manantial se deslizara perennemente por sus hombros
hasta posarse suavemente en su cintura. Las cintas de raso
que artísticamente se mecían en sus esplendorosos
cabellos parecían sostenerse con especial altivez y gracia.
Mi cabeza era otro asunto. Mis bucles corrían en
desenfrenada estampida en todas las direcciones. Ño
Josefina se persignaba siempre que iba a comenzar la
ardua tarea de ayudarme a peinar por lo que empecé a
asociar este acto como algo maligno al que había que
acompañarse con la bendición de Dios. El peine de carey,
de dientecitos chiquititos como para infligir mayor dolor,
comenzaba su carrera de obstáculos desde la coronilla
misma y a la fuerza lograba llegar hasta la meta final de
mi cintura. Mis hermanas disfrutaban del espectáculo con
especial regocijo. Se sentaban deleitándose con la multitud
de expresiones de mi rostro y la variedad de sonidos que
me hacían proferir los vigorosos jalones de la mulata. Un
pegoste de vaselina aseguraba que la rigidez de mis bucles
se mantuviera por lo menos hasta el medio día. Sin
embargo, la vaselina no formaba parte de los implementos
que empaqué en mi pequeña mochila de viaje.
-¿Faltará mucho? –preguntó Mariana comenzando
a sentir los estragos del cansancio- Creo que Bartolomeo
está asustado¡
Armada con unos inmensos binoculares, como los
grandes descubridores de la historia, eché un vistazo a los
alrededores, las casitas de arcilla se veían increíblemente
pequeñas con sus techitos de terracota y sus ventanitas de
cuatro paños, perdidas en la constelación de sembradíos
verdosos, en los cuales se acuñaban pequeños montículos
de ganado y ovejas. Y seguí mirando y mirando, hacia el
norte, hacia el sur, hacia los costados, hacia más allá,
porque la verdad era que yo no tenía ni idea de la longitud
del tiempo que nos faltaba para llegar.
Cuando llegamos al océano la inmensidad de los
azules se reflejaba en toda su extensión, con chispas
centelleadas por peces serpenteando la espuma blancuzca,
efecto óptico de los extenuantes rayos de sol rebotando
contra sus diminutos cuerpos. A la vista del mar, un terror
desconocido me asaltó. ¿Qué pasaría si nos precipitáramos
al agua? Lamenté no haber aprendido nunca a nadar.
Aplaqué la angustia de mi visión y traté de pensar en otra
cosa.
-Calma, hermanas – vociferé - ¡Pronto llegaremos!
¡Al menos, eso creo!
-¿Y si nos da hambre? – preguntó Beatrice
dirigiéndose al Genio - ¿Qué nos darás? ¿Cocos y
bananas?
El Genio cruzó los brazos en señal de enojo, dirigió
su mirada hacia los azules mares y contestó en tono
rencoroso:
-¡Según ustedes, nunca hago nada bien!
-Beatrice, cálmate – susurré - ¡No es el mejor
momento para enojar a un Genio!
No supe en qué momento nos quedamos dormidas,
ni cuánto tiempo transcurrió después de eso. Solo sé que
cuando despertamos estábamos volando sobre unas
impresionantes montañas picudas color esmeralda, cuyas
cumbres irradiaban un resplandor que aturdía la vista. La
vegetación era tupida, sembrada de pequeña casitas de
piedra. Comenzamos a bajar, observé maravillada la
excelsa colección de abedules milenarios cuyos troncos
parecían proyectar su silueta hasta el infinito; un olor a
cereza silvestre inundó todo el paisaje. Un sereno lago
verdi-azul semejante a un océano en reposo dominaba la
geografía, y en sus cristalinas aguas se dibujaban unas
diminutas criaturitas que nadaban con gran afán. Parecían
pequeñas personitas, muy similares a las hadas. Estaba
segura de que habíamos llegado a nuestro destino.
Si el cielo estuviera en la tierra, seguramente estaría en
Eisenbaum – pensé con admiración. La sublime belleza
del lugar despertó de pronto mi fascinación y un
inexplicable sentimiento de alegría se apoderó de mi ser.
Mariana señaló a un grupo de unicornios excesivamente
blancos que corría explayado por una deslumbrante
planicie. Eran animales hermosos, de largo y sedoso
pelaje, cuya pelambrera flotaba en un rítmico movimiento,
casi etéreo, producido por la brisa, otorgándoles un
aspecto sutil, místico y sobrenatural. Volvimos a subir.
Sobre un promontorio, un puñado de duendes y haditas se
percató de nuestra presencia y, señalándonos con sus
diminutas manos, gritaban frases que no pude comprender.
Su expresión era indefinible por lo que no pude precisar si
estaban siendo amigables o pretenciosos. De la agrupación
de haditas, una se acercó volando, lo que fue una
ocurrencia desgraciada ya que Bartolomeo se puso
nervioso y comenzó a moverse, y la alfombra perdió
estabilidad. Mientras la alfombra se tambaleaba con un
vaivén de hamaca, pude divisar en el pico de una de las
montañas una estructura medieval hacia la cual parecía
dirigirse inevitablemente la alfombra y contra la cual nos
estrellaríamos irremediablemente de mantener la
trayectoria actual. Los giros bruscos azuzaban los agudos
gritos de Beatrice, y Mariana también la secundaba con los
suyos, poco acostumbradas, como estaban, a los rudos
movimientos de un transporte tan endeble. Cerré los ojos y
recé porque el impacto no fuera muy fuerte.
10
LA LLEGADA A EISENBAUM
Eisenbaum era tierra de magos y hechiceras.
Geográficamente hablando era un conjunto de planicies y
colinas costeado por el mar. Desde lo alto, las alamedas
parecían gigantescas cobijas lanudas pobladas por las
cabecitas despeinadas de los árboles, y los manantiales y
los riachuelos cristalinos corrían zigzagueados hacia el
sereno Lago Zoromix, de aguas tan placidas y tranquilas
que parecían detenidas en el tiempo.
Los abedules alcanzaban alturas inimaginables de
más de cincuenta metros con su corteza blanquecina
semejando al más exquisito marfil, pinos tupidos y
desgreñados rasguñaban la esfera celeste al menor
movimiento del viento. Las acacias, por su parte,
escarbaban la superficie húmeda y pantanosa del
pavimento con las raíces que sobresalían en forma de
dedos, largos, engarrotados y callosos. ¡Vegetación
hermosa y exuberante! ¡Portento de la naturaleza!
Diferentes especies arbóreas reunidas bajo un mismo cielo
bajo el embrujo de la magia de Eisenbaum; especies
imposibles de encontrar reunidas en un solo bioma en la
tierra conocida, convivían eternas en una armoniosa danza
fraternal, sin que se perturbaran unas o otras. Más allá de
los verdes valles se alzaban los brazos de dos grandes
montañas: La Osa Blanca del Norte, nombrada así por la
silueta redondeada del pico que bañada en nieve semejaba
al rostro de un oso polar mirando hacia las planicies y la
montaña del Oso Verde del Sur, donde se encontraba el
asentamiento de los magos y hechiceros más poderosos
del mundo: La Ciudadela.
Entre las campiñas y el mar habitaba un pueblo de
seres mágicos y mitológicos, tan diverso como la flora y
fauna del reino. Eran criaturas sensibles que vivían en
perfecta comunión con la tierra. Cultivaban en forma
rudimentaria verduras, hortalizas y frutas. Sus casas
estaban fabricadas de materiales que obtenían de su
entorno: piedras calizas, troncos, arbustos y una arcilla
especial que actuaba como pegamento, de la cual
elaboraban también utensilios de cocina y vasijas
ornamentales. Nada en su ámbito representaba una
amenaza para el medio ambiente. Amaban la tierra e
interactuaban con ella como si fuera un ser viviente. La
pequeña población de elfos estaba asentada en las faldas
de la montaña Osa Blanca del Norte, al mando de Alaris,
jefe de la comarca. El resto del territorio se lo dividían los
duendes y gnomos en las orillas del Lago Zoronix, al
mando de Ducrán y las hadas, representadas por Xanatrix,
en los exuberantes bosques exóticos, compartiendo hábitat
con los unicornios alados. No es que estuvieran
restringidos exclusivamente a esas áreas, sino que cada
raza había seleccionado el mejor entorno para su especie.
En el pináculo de La Ciudadela se hallaba La
Fortaleza, una imponente e inexpugnable estructura, con
paredes de un metro y medio de espesor de los más puros
sillares que se encontraban en lar región, una escarpada
muralla bordeaba la construcción protegiéndola de los
vientos marinos que rebotaban agrestes contra la
edificación, convirtiéndose en solitarios susurros que
recorrían los intrincados pasillos del castillo, asustando a
los aprendices no familiarizados con el peculiar sonido. El
costado este terminaba en un acantilado en cuyas faldas
rompían, espumosas, las olas.
Desde La Fortaleza gobernaba el Mago Supremo,
Americus, anciano noble y señorial, mago de linaje puro,
señor de la Cofradía Alejandrina y Rector de los Ancianos
del Tiempo. Era un gobernante sabio y justo que se reunía
frecuentemente con los jefes de las comarcas para resolver
los pequeños conflictos domésticos que se suscitaban en el
reino. En ocasiones salía al mundo de los hombres para
acometer alguna tarea cuando sus deberes con la magia,
así lo requerían.
Esa noche dos hombres conversaban en la
barbacana, el anciano, Americus, de facciones sutiles y
barba escasamente poblada, le decía a su hijo:
-Hay indicios por todas partes. El anillo está en el
mundo otra vez. ¡Las sombras se están preparando para
salir!
El joven, mago también, lo miró con asombró. Le
costaba entender cómo después de todos los esfuerzos de
la Cofradía para sacar a las sombras del mundo de los
hombres, aún tenían que seguir luchando con los viejos
fantasmas.
-¿Cómo puede ser eso posible? – respondió - Pensé
que Zoroastro jamás volvería a pisar la faz de esta tierra.
El anciano se frotó la barbilla y, con el tono
misericordioso de quienes saben los secretos del mundo,
contestó:
-Las sombras nunca descansan, preparadas siempre
para deslizarse por el más mínimo resquicio. ¡Es la
inacabable, infinita e interminable lucha del bien contra el
mal! ¡Han estado aquí antes de nuestro nacimiento y
seguirán estando después de nuestra partida!
Los embates del viento revolvían sus vestiduras y
alborotaba sus cabellos. Anochecía. Luego, Leonardo, con
resignación preguntó:
-¿Qué usaron esta vez?
Americus se tomó su tiempo para responder.
Aunque su cuerpo estaba junto a su hijo, sus pensamientos
volaban muy lejos de La Ciudadela hasta el pequeño
pueblo de San André, donde había sido encontrado el
Libro y el anillo.
-¡Una joven! - dijo finalmente - La portadora tiene
el libro de la oscuridad que el Mago Abramelin le entregó
a la Hechicera Zarnia, hace muchos años atrás. Es una
buena oportunidad para ubicar el tomo y sacarlo del
mundo de los hombres.
-¿Y cómo piensas hacerlo?
Americus rió en tono jocoso. En los últimos años,
Leonardo, era el que había tenido una participación más
activa en el rastreo de los libros del mal. El Mago
Supremo se sentía cansado, quizá ya iba siendo tiempo de
reunirse con su finada esposa Bela y que su hijo tomara las
riendas de La Ciudadela. Lo había estado preparando en
secreto, delegándole pequeñas tareas, propias de la
posición, y a la fecha era muy poco lo que le quedaba por
aprender.
-¿Yo? Oh, no, no, no. Tú eres el que tiene que
“hacerlo”, pero debes tener paciencia, muchacho, mucha
paciencia – recalcó Americus - todo se irá develando a su
tiempo.
El joven no sabía qué era lo que se tenía que ir
develando a su tiempo pero tampoco preguntó por respeto
a su padre. Lo conocía lo suficiente como para saber que
cuando fuera el momento indicado, él mismo se lo diría.
La noche comenzó a caer sobre el ruido de un
viento ensordecedor que bramaba y amortiguaba sus
voces. La niebla se extendía detrás de ellos. El frío
comenzó a tiritar las carnes y los huesos.
Será mejor que entremos – comentó Leonardo -
debes estar lúcido para la reunión de mañana.
-Tienes razón – contestó Americus arrastrando los
pasos - ya no soy tan ágil como solía ser. Sabías que en
mis buenos tiempos era conocido como el “Conejo
Americus”¡ –dijo pasando su brazo sobre los hombros del
muchacho.
-¡Jamás lo habría adivinado! Espero que por tus
habilidades para las carreras y no para la procreación!
-¡Bravo, Leonardo! ¡Debe ser mi día de suerte! –
proclamó - Muy pocas veces te escucho bromear; lo que es
una pena ya que el buen humor es como el buen vino que
mejora el sabor de las comidas y hace soportable la vida!
-Bueno, no te acostumbres…
-¿Está todo listo para la celebración?
-¡Todo listo y en orden, padre! -contestó
solemnemente.
La celebración del Solsticio de Verano era una
festividad que se conmemoraba la tercera semana de Julio.
La ceremonia de apertura estaba pautada para la mañana
siguiente y ya habían comenzado a llegar los magos y
hechiceras de los asentamientos más prestigiosos. Se
acondicionó el Salón de la Luna: su techo abovedado de
cristales biselados era un portento de ingeniería, sus
delgadas paredes reflejaban la luz exterior con los mismos
resplandores de las estrellas, monolitos de mármol blanco
adornaban las esquinas y, sobre ellos, algunos recipientes
de cobre recibirían las ofrendas de incienso y mirra que
perfumarían el ambiente. Varios tapices y ornamentos
metálicos adornaban las paredes. La luna tomó su lugar
en el firmamento y un centenar de estrellas se dispersaron
sobre la bóveda oscura de la noche.
Cuando apareció la luz del día, los invitados
comenzaron a agolparse en la galería que preside al Salón,
esperando la llegada de Americus para dar inicio al magno
evento. También estaban presentes los jefes de la comarca,
Alaris, Ducran y Xanatrix, quienes se hallaban apartados
del grupo pues no se sentían muy cómodos en presencia de
los hombres, aunque éstos fueran magos. Leonardo y su
prometida, Duprina, se apostaron en la puerta, de lado a
los estandartes. Duprina, estaba, como siempre, colgada
del brazo de Leonardo, como era su costumbre en todas
las reuniones a las que asistían. La muchacha era atractiva,
no cabía duda, su larga cabellera azabache aterrizaba en su
cintura y sus ojos pardos miraban a todos con recelo.
Vestía una ceñida túnica lila que resaltaba y mostraba sus
atributos con excesiva desfachatez.
Al cabo de un rato, viendo que su padre no
aparecía, decidió abrir las puertas del Salón para permitir
la entrada a los concurrentes. Enormes ventanales daban
vista a la inmensidad del océano. El joven miró el reloj
nuevamente. Americus estaba atrasado, lo cual era inusual
en él. Cuando se disponía a buscarle, observó a través del
ventanal una figura insólita en el cielo que captó por
completo su atención. Al principio pensó que se trataba de
un águila planeando en el firmamento, pero a medida que
se acercaba, los caracteres difusos del animal se fueron
delineando en las figuras de unas muchachas y un perro
montados sobre una alfombra, quienes gritaban con la
misma efusividad que un naufrago a la vista de un barco.
La alfombra venía directamente hacia él y estaba
descontrolada, con seguridad terminaría estrellada en el
recinto. En cuestión de segundos entró por el alfeizar de la
ventana, pasó sobrevolando las cabezas y dos hechiceros
muy altos hubieron de agacharse para no quedar
decapitados. Esquivó por centímetros la lámpara en forma
de araña que se hallaba suspendida en el centro del salón y
empezó a rebotar contra las paredes, tumbando a su paso
algunos ornamentos de hierro y estaño apostados sobre el
mobiliario ceremonial y que iban cayendo uno a uno,
profiriendo un sonido metálico al estrellarse contra el piso.
Las veladoras del candelabro de la mesa, que habían sido
preparadas un mes antes para la ocasión, con parafina y
una mezcla de esencias y almizcle, cayeron, y comenzaron
a incendiar el mantel. Un incipiente sopor de humo
blancuzco se alzó prometiendo alcanzar mayor
prominencia. Enseguida, y para prevenir el incendio, una
hechicera gorda que vestía una túnica azul semejante a una
carpa de circo, usó su puntiaguda varita para apagar el
fuego. Al principio, la varita lanzó unas tímidas gotitas de
agua pero pronto se transformó en un gran torrente que
alcanzó también a otros dos brujos, altos como estacas,
que se encontraban cerca. Estos, en represalia,
comenzaron a mojar a la hechicera gorda con sus
instrumentos mágicos; y en menos que canta un gallo todo
el mundo estaba mojando a todo el mundo y las
muchachas desperdigadas en el salón veían anonadadas la
dantesca escena.
Lejos estaba de pensar que el denigrante
espectáculo se había suscitado a costa nuestra. Aturdida,
desconcertada y tambaleante por el impacto, me incorporé
bajo las miradas furiosas de los rostros desencajados que
se me acercaron con actitud agresiva. Un gran alboroto se
esparció por todo el lugar. Busqué a mis hermanas con la
mirada, las hallé a mis espaldas, levantándose también,
con un Bartolomeo desubicado, quién percibiendo la
conmoción trataba de esconderse debajo de la alfombra
que yacía plegada en una de las esquinas. Con el rebote,
Batam-Al-Bur salió disparado y chocó contra el borde de
una de las mesitas que sostenía una lámpara que
descansaba sobre el piso por la colisión. Mientras se
levantaba iba repartiendo quejas:
-¡Desde el día en que las conocí, los chichones
abundan en mi cabeza! - dijo en un tono persa lastimero,
agarrándose la sien con las dos manos.
Un mago, con los ojos azulísimos como el océano
que recién acabábamos de cruzar y la fisonomía grácil y
gallarda de un príncipe de la realeza, sobresalía entre todo
el grupo. Vestía el atuendo típico de los magos: un
sobretodo negro que cubría su cuerpo hasta las rodillas,
rebasando el sobretodo se veían los puños de una camisa
excesivamente blanca, adornados con yuntas de un
material brilloso parecido a diamantes. Botas pulidas hasta
la exageración y un sombrero de ala, también negro,
cubría parcialmente el rostro, dejando al descubierto solo
los ojos índigos, gélidos y atroces.
La situación era de extremo cuidado; las
expresiones de la concurrencia, como ya he indicado, eran
feroces solo comparables con las agresiones caninas de un
bull-dog a quien le estuvieran arrebatando su alimento.
Ciertamente tal actitud no presagiaba nada bueno.
Y así, cuando más aturdida estaba, escuché la voz
autoritaria y sonora del atractivo joven que reclamaba la
presencia de la guardia. Dominada por una extraña
excitación entendí que de alguna manera debía intentar
aplacar los caldeados ánimos. Haciendo uso de mis
habilidades histriónicas, mis palabras comenzaron a salir
con un tono de modestia que me era impropio, sin muchas
inflexiones, aderezando con un toque de humildad extrema
el carácter monótono de mi voz. Para mayor dramatismo,
incliné la cabeza hacia los suelos, bajé los hombros y
aquieté la mirada en muestra de una total sumisión.
Completado el acto, las palabras salieron con la
entonación mansa de un infante:
-Disculpen las molestias y esta entrada tan
aparatosa ¡Tuvimos un minúsculo problema con nuestro
transporte! En todo caso, no queríamos interrumpir. Lo
cierto es que es de suma urgencia que vea a un mago que
tenga los poderes suficientes para acabar con maldiciones,
hechizos y todo eso que ustedes hacen! ¿Hay alguno por
aquí?
Ocurrió pues que mis palabras no surtieron el
efecto deseado y la muchedumbre, lejos de calmarse con
el ungüento de mi alocución, continuaba impertérrita,
apuñalándome con sus miradas de canino. El joven seguía
llamando con insistencia a la guardia, mirándome sin
contestar, lo que empezó a molestarme ya que se conducía
como si fuéramos estatuas insubordinadas en las que no
valía la pena gastar los minutos preciosos de una
conversación. Después de todas las molestias que pasamos
para llegar hasta allí, tal actitud era en extremo
desconsiderada. No éramos delincuentes sino muchachas
de buena presencia, que habíamos aterrizado sin permiso,
eso sí, pero que en nada representábamos una amenaza
para su seguridad. Y en cuanto a la buena presencia se
refiere, esta asunción no duró mucho, sino hasta el instante
en que vi mi imagen reflejada en uno de los espejos de dos
cuerpos que abundaban en el salón. ¡Oh, por Dios! - pensé
- La figura, que de mí se trataba, tenía los cabellos
revueltos y enmarañados en una gruesa capa de tierra; un
moho verdusco enlodaba mi cuerpo y mis zapatos,
haciendo imposible precisar donde empezaba uno y donde
terminaba el otro. Mi autoestima cayó hasta el subsuelo y
allí permaneció el resto del tiempo, mientras, buscaba las
vocablos precisos que amainaran un poco el impacto
terrible que mi nueva efigie de indigente me endilgaba.
-¿Será que no hablan español? –preguntó Beatrice
en su inocencia, dándome un codazo mientras sacudía
parte de la tierra anclada en sus zapatos que iba
aterrizando a raudales sobre el costoso piso de mármol
blanco, bajo la mirada atónita del mago que nos miraba
con repulsión.
-En-car-ga-do.. –insistí, las caras me escudriñaban,
furiosas y expectantes.
-Je-fe? –gesticulé con las manos, ya a punto de
perder la escasa paciencia.
Finalmente el joven habló:
-¡Esto no es una taberna! Ustedes han irrumpido en
un evento privado que es única y exclusivamente para
magos y hechiceras, y hasta dónde puedo ver ¡ustedes no
lo son! -promulgó groseramente.
Intenté, una vez más, contener la bocanada de voz
que comenzaba a vociferar en mi interior, y con toda la
fragilidad de una caperucita ante las garras de un lobo, dije
con un hilito de voz:
-No, no lo somos –dije aun conservando cierto
tono de humildad – pero vengo en un asunto de extrema
urgencia, de vida o muerte, y como se trata de mi vida y
de mi muerte, el asunto es de suma importancia para mí.
Deberá disculpar mi impulsividad, pero solo quiero ver a
un mago que me quite este condenado anillo -grité ya
alterada alzando mi mano y mostrando la joya a los
presentes –ASI QUE SI HAY ALGUN ENCARGADO,
QUIERO VERLO AQUÍ Y AHORA –dije zapateando el
piso. En este punto, toda gota de humildad se me había
evaporado.
Beatrice me tomó del brazo en un intento por
calmarme. Mariana tenía la cabeza inclinada, absorta en
un sentimiento de vergüenza mientras abrazaba a
Bartolomeo, y el Genio, escudándose en su cobardía, una
vez más, volvió a esconderse en su botella tan pronto
sintió la tensión de la situación.
De repente hubo una tremenda agitación, las dos
hojas de un inmenso portón de roble se abrieron de par en
par y un grupo de bélicos soldados, vestidos con
chamarras rojas, galones dorados y pantalones negros se
abrió paso entre los asistentes y siguiendo las órdenes del
joven, se acercaron hasta donde nos hallábamos apostadas.
Uno de ellos se situó detrás de mí, me rodeó la cintura con
sus musculosos brazos mientras otro, mucho más bajo, se
inclinaba para tomarme los pies. Forcejeé lo más que pude
tratando de zafarme, y en la acción pedazos de lodo y
musgos se desprendían de mi atuendo, pero era inútil,
estos guardias parecían tener la fuerza sobrehumana de
Hércules y me alzaron como si de una plumita se tratara.
Vi que mis hermanas recibían el mismo tratamiento que
me estaban dando; Beatrice gritaba y gruñía como un
animal, embestía como a un toro al que le estuvieran
sosteniendo los cuernos, pero aún así sus esfuerzos
animalescos fueron infructuosos, como pude ver a través
del rabillo del ojo. Nos sacaron sin muchos miramientos
del salón, alzadas como fardos inservibles que van a
depositarse en el oscuro ático del olvido. A lo largo de un
extenso pasillo que culminaba en una escalera, un estrecho
pasadizo descendía hasta un cuarto oscuro, que al
iluminarse con las antorchas que encendieron los guardias,
reveló lo que sería nuestro aposento: un calabozo de tres
metros por tres, con un pequeño rectángulo de ventana,
piso de piedra gris y un pequeño taburete, también de
piedra, recostado a un costado de la pared. La ventanilla
era tan pequeña que solo la figura flaca y estilizada de
Bartolomeo podría deslizarse entre sus barras. Uno de los
guardias tenía un manojo de llaves atado al cinturón.
Aflojó el cinto y tomó la correspondiente y abriendo la
puerta enrejada, nos depositaron en el piso abruptamente.
Bartolomeo, quien venía siguiéndonos en procesión, entró
por voluntad propia. Afortunadamente Mariana pudo
tomar la botella del Genio antes de que alcanzáramos las
alturas, sin embargo mi mochila no tuvo la misma suerte.
-¡Cobardes! – grité con impotencia aferrada a los
barrotes, con los nudillos blanqueados por la presión y la
rabia.
Uno de los guardias se apostó en una mesa para
vigilarnos y nos veía indiferente como se mirarían a unos
flacuchentos animales de circo.
-¿No tienes lengua? – preguntó Beatrice.
-Si – respondió el joven - pero la guardo para
ocasiones especiales.
-¿Y cuáles ocasiones son esas?
-Una en la que los humanos no están presentes -
respondió con desdén.
-¿Humanos? ¿Y ustedes que son?
¿Sobrehumanos?
-¡Somos seres mágicos! -dijo con orgullo.
-Pero son humanos también, ¿no? Son humanos
que saben magia, o sea, que el que sepan magia no les
quita lo humano. Es como si un mono se identificara a sí
mismo como mamífero, pero no por ser mamífero, deja de
ser mono. ¡A mí lo que me parecen es que ustedes son
unos seres muy maleducados!
Mientras mi hermana se enfrascaba en un
monólogo con el guardia, puesto que de él no obtenía
ninguna respuesta, Mariana y yo escudriñábamos el
calabozo a ver si encontrábamos algo que nos permitiera
escapar. Asomadas por la ventanilla nos percatamos de
que estábamos a ras del suelo. A lo lejos se veía una hilera
de casas de piedra gris, más allá la cresta de algunos
árboles, y mucho más allá, los cerros purpúreos fundidos
con el horizonte. Con los instrumentos necesarios
podríamos agrandar la abertura y escapar. Tomé la botella
y llamé a Batam-Al-Bur, quien con su espectáculo de
niebla reglamentario apareció en la celda.
-¿Puedes sacarnos de aquí? - inquirí.
Mi pregunta se quedó en el aire porque en ese
momento el Mago estaba bajando por la escalera y fue
precisamente él quien la contestó:
-¡No!, ¡No puede!
Caminó hasta quedar de frente a la puerta de la
celda. El rostro altivo me miró una vez más con desdén.
-El Genio no está en su jurisdicción –dijo- por lo
tanto no tiene permiso para ejercer la magia aquí, y si lo
hace puede ser enjuiciado y privado de todos sus poderes
por siempre.
-¡Ay! ¡Qué miedo! -dijo el Genio corriendo a
esconderse nuevamente en su botella.
Me acerque lo más que pude, considerando que
había una reja de por medio y que no era mucha la
distancia que podía salvar, para gritarle en su cara lo
injusto del procedimiento y lo grosero de sus modales:
-¡No hemos hecho nada malo! ¡No puede
retenernos aquí contra nuestra voluntad! ¡Esto es una
injusticia! - dije.
Beatrice y Mariana permanecieron calladas. El
Mago era imponente, su porte denotaba autoridad y sus
modales reflejaban la seguridad que concedía el saber que
sus palabras eran siempre obedecidas. Por mi parte, no le
temía, cuando se tienen los días contados las barreras de la
prudencia se derrumban y acometemos los actos más
riesgosos o banales sin temor a las consecuencias. El joven
continuó con la misma cantaleta:
-Ustedes entraron a Eisembaum sin permiso,
irrumpieron a la fuerza en La Fortaleza, eso es
allanamiento de morada, causaron un incendio, eso es
daño a la propiedad y casi le quitan la cabeza a algunos de
mis invitados, eso es intento de homicidio.
Intenté defenderme de los injustos cargos. Nada de
lo que se nos impugnaba era cierto.
-¡Pero fue un accidente¡
El joven no se dio por enterado y continuó
arremetiendo contra nosotras:
-Las peores tragedias de la humanidad se amparan
siempre tras el nombre de los accidentes. El que sean
accidentes no las exculpa de su responsabilidad - el mago
nos miró sin inmutarse y, con un gesto displicente en su
rostro glacial, prosiguió:
-Habrá una audiencia en unos minutos para decidir
cuál será su castigo. Por su culpa hemos tenido que
suspender nuestra celebración. Cuando todo esté
dispuesto, un guardia las llevará hasta el juez - y diciendo
esto salió sin darnos tiempo de refutar.
Allí nos quedamos con la palabra en la boca
tratando de entender lo que nos estaba pasando.
Como si me llevaran a la horca, así me sentí
cuando me trasladaban del calabozo al lugar de la
audiencia. Así debieron sentirse las calumniadas brujas de
Salem cuando iban a ser cocinadas bajo las brasas
ardientes de la hoguera, así las brujas de Castilla
descubiertas por los inquisidores lujuriosos trasladadas al
cadalso sin posibilidad alguna de réplica. Me condujeron
caminando, y no alzada como borrego, por un estrecho
pasillo enlozado que desembocaba en una amplia sala que
ya estaba atestada de gente cuando llegué. Sentada en el
banquillo de los acusados, de frente a la multitud para
mayor escarnio, así comenzó el tan cacareado juicio. A un
costado un anciano arrugadísimo, que se hallaba apostado
detrás de una mesa de jabillo, me miraba por encima de
sus gafas que se erguían suspendidas en la punta de su
nariz. Mis hermanas fueron apartadas de mí y llevadas
hasta un mueble de cedro ubicado al lado de un ventanal.
En cuanto a criminalidad se refiere, yo debía parecerles
muy peligrosa, ya que me ubicaron a una distancia
prudencial de la audiencia y de los jueces. Tan pronto
estuve sentada, el anciano comenzó a martirizarme con
preguntas:
-¿Cómo burló las medidas de seguridad para entrar
a nuestro reino?
-¿Qué hacía con el Libro de la Hechicera Zarnia?
-¿Por qué practicaba la magia sin licencia?
-¿Cuáles eran mis cómplices?
-¿Practicaba las artes oscuras?
La voz chillona y monótona retumbaba en mis
oídos y hacía eco en las cavernas de mi mente. Sin tiempo
siquiera para contestar; cuando ya me disponía a responder
la primera pregunta, venía enseguida la segunda y luego la
tercera en tropel…. Finalmente pude decir:
-La magia vino en camello –recité al grupo de
magos y hechiceras, encabezados por Lato, el mago
inquisidor. Enseguida hubo un barullo de desaprobación
promulgado por aquellas mentes estrechas incapaces de
descifrar la melodiosa metáfora de mis palabras.
-¡Eso es imposible! La magia no viene en camello!
-dijo un viejito achacoso con rostro inquisitivo.
Comprendí que debía realizar un esfuerzo más
contundente para hacer que mis palabras fueran
ampliamente comprendidas. Los puños alzados al aire con
fruición reverberaban la rabia de sus portadores.
-Bueno, hablo en sentido figurado. ¡Así es! –
proseguí - No tengo nada que ver con la magia de la
hechicera Zarnia. Mi contacto con la magia fue a través
del Oriente, en la persona de Batam-Al-Bur, un Genio
proveniente de los desiertos de Persia, que ha estado a mi
servicio desde hace dos días y que me ha enseñado todo lo
que sé de la magia. O sea nada, ya que ni él mismo sabe
controlar sus poderes. De la hechicera Zarnia, solo tengo
el libro y eso, porque lo encontré enterrado en un bosque –
consideré conveniente el reservarme algunos detalles del
hallazgo que podrían contribuir a mi perjurio. ¡Para
oprobios ya tenía suficiente con los que me estaba
endosando la Corte de Magos de Eisenbaum y no quería
que supieran que ya tenía antecedentes de irrupción en
otras moradas! - y no he practicado ninguno de los
hechizos que allí se mencionan.
-¿Cómo burlaste a los guardianes del bosque
Zoromix? –preguntó el achacoso y desquiciado viejito.
Un hormigueo de impotencia comenzaba a
engendrarse en mi interior.
-¿Quizá porque venimos por los aires? ¡No lo
sé!¡No sé de qué bosque me habla! Vinimos aquí en una
alfombra mágica, así que si algún bosque había,
seguramente le pasamos por encima -dije ya sin paciencia.
-Has pervertido los valores de la magia –declaró
una mujer de ojos saltones que se alzaba con su puño en
alto desde las tribunas- y debes pagar por ello.
Viendo la expresión desmesurada y el
desproporcionado arranque de la hechicera no pude evitar
recordar a la Doña Tula de San André y en ese momento
no pude precisar quién era más cruel e infame, si Doña
Tula o ella.
El joven a cuyos pies aterrizamos observaba la
escena con desdén, sin asentir ni contradecir ninguna de
las aseveraciones que se estaban discutiendo en mi contra.
Beatrice y Mariana trataban de intervenir de vez en
cuando para defenderme, pero el bullicio ensordecedor
amortiguaba sus voces, y los guardias apostados a su lado
no le permitían levantarse. El Genio no se veía por
ninguna parte, ya que en el alboroto del trayecto se había
zafado la botella.
-¡No he pervertido nada! Solo vine buscando una
solución para la maldición del anillo¡ -grité a todo pulmón
mostrándoles la joya que destellaba en mi dedo- Pensé que
podría encontrar aquí a un mago que quisiera ayudarme.
Pensé que ustedes eran seres serviciales y benevolentes.
Pensé que eran los depositarios de los valores más puros y
excelsos de la humanidad, pero todo lo que he encontrado
es un puñado de arrogantes e irracionales seres,
demasiados concentrados en su propia importancia como
para ayudar a un prójimo! ¡Vergüenza debería darles el
llamarse a sí mismos magos! -censuré.
Más murmullo y bullicio. La prometida del mago
me miraba desde un pequeño palco con más presunción y
soberbia que una princesa en una fiesta de plebeyos.
-¡Pero qué arrogancia! ¡Venir a insultarnos aquí!
¡En nuestra propia casa! -comentó Duprina al oído de
Leonardo.
Por mi parte, encallada en aquella cacería de brujas
que no tenía ni pies ni cabeza, no entendía por qué, cuando
concluía mis respuestas, se propagaba con mayor
intensidad el alboroto de sala, aupado con los gritos de
fondo de los magos y hechiceras que condenaban mi
discurso.
-Si no puedo hablar aquí, entonces dónde? No es
aquí donde se encuentran las mentes más brillantes y
privilegiadas del mundo mágico? ¿Qué esperanza tenemos
entonces, nosotros, los mortales, de que se nos pueda
enjuiciar justa e imparcialmente? ¡Si en este lugar
supremo de justicia ya he sido juzgada y sentenciada, sin
darme tiempo siquiera a defender mi punto de vista!
-¡Has entrado a Eisembaum sin permiso! ¡Tú no
perteneces aquí! ¡Esto es tierra de magos! -gritó
desaforado el viejito alocado que fungía de juez, dejando
entrever los tres dientes que aún le quedaban por
dentadura.
Seguí mi defensa sin amedrentamiento.
-¿Donde dice que Eisembaun es solo tierra de
magos? Muéstreme el documento que le otorga la
propiedad de estas tierras, entonces, ¡me declararé
culpable! Qué extraña manía la de los hombres, mortales o
magos, de adueñarse de las tierras que Dios nos otorgó a
bien para nuestro disfrute, dividiéndoselas como si les
perteneciera, negándole el derecho a otros de disfrutar de
esas mismas maravillas. ¡Vergüenza debería darles a
ustedes por el robo de los recursos celestiales!
-Si hubiéramos permitido que los mortales se
instalaran en estas tierras, ya estuvieran destruidas, tal
como están las tierras de tu mundo.
-¿Mi mundo? Su mundo? ¡El mundo es uno solo!
¿Por qué siguen con la manía de dividir lo indivisible?
El hombre hizo un ademán de fastidio. De repente
el fuerte ruido de una puerta al abrirse hizo girar los
rostros acusadores hacia el lugar de donde provenía el
sonido. En el quicio del portón se insinuó la figura
majestuosa de un anciano, sus cabellos caían en cascadas
hasta sus hombros, su barba se abrió para mostrar el rastro
de una incipiente sonrisa, su fina túnica hilada con hebras
centelleantes emitían destellos a su caminar y portaba la
misma mirada intensísima azul marina del mago, pero con
la calidez y mansedumbre de un atardecer en el trópico. A
su lado venía Batam-Al-Bur. El anciano sin prestar
atención a la concurrencia fue directamente hasta donde
me encontraba.
-¡Querida chiquilla!¡ ¡Pero qué alboroto has
armado! -dijo con el tono dulzón de la miel de abeja.
La concurrencia enmudeció en señal de respeto.
-Parece que mi muchacho no te está tratando nada
bien –dijo en tono recriminatorio dirigiéndose al mago.
-¿La conoces? – preguntó el joven que me había
miraba con desdén.
-Es la portadora del libro. ¿No recuerdas?
¡Estuvimos hablando de ella el día de ayer! – dijo
guiñándome un ojo.
Este comentario no me causó mucha gracia. ¿Qué
podrían haber estado hablando de mí dos magos? ¿Sería
que poseían un don adivinatorio que les había advertido
mi presencia? Batam-Al-Bur venía con él y se mantenía
impávido su lado. El Genio se hallaba más a gusto en sus
entornos orientales, con su arena de granos gruesos y
candentes, con el olor fuerte, profundo, penetrante de los
camellos que transportaban fardos enormes de mercancías
a través de las interminables dunas del desierto, con los
mercaderes que se apostaban bajo las grandes y pesadas
carpas carcomidas por el sol y los vapores del desierto.
El anciano, que después supe que se llamaba
Americus, se acercó hasta la silla donde me encontraba y
tomando mis manos hizo que me levantara. La calidez de
sus manos evocó el recuerdo nítido de mi abuelito Genaro.
-¡Hablemos¡
Y dirigiéndose al mago.
Tú también, Leonardo. ¡Ven conmigo!
Cuando vio que Duprina se alistaba a seguirlo, se
apresuró a decir:
-¡Solo Leonardo!
Si los ojos mataran, en ese preciso instante yo
estaría pastoreando por las veredas del cielo; la mirada de
odio catapultada por Duprina surcó el vasto espacio que
nos separaba para posarse, rencorosa, sobre el escudo
innato de mi indiferencia, quien como una niña ante la
vista de un animal ponzoñoso, la observaba entre divertida
y temerosa. En ese momento, el pecado capital de los
celos carcomía las entrañas de Duprina, con la misma
ferocidad y ensañamiento que una llama azuzada por el
viento.
La muchacha tenía unos rasgos exóticos
atractivos pero, a riesgo de parecer poco modesta, tengo
que decirlo, no era tan bonita como yo. Tenía los ojos
saltones de las guacamayas cuando retozan sobre los
manglares torcidos de las bateas arenosas del mar, las
extremidades largas y estrechas de un flamingo encorvado
y su hablar, que era de las peores cosas que hubiera
escuchado jamás, apretujado, como si las palabras huyeran
atiborradas hacia la libertad, proferidas en un acento
español que no se sabía si era real o pretendido. Esta
visión arrancó una sonrisa de mis labios que Duprina
interpretó como una bufonada de mi parte.
En vista de que no había sido ni colgada, ni
castigada, ni sometida a ninguno de los tormentos eternos
habituales, conferidos a los profanadores de la ley, las
personas fueron abandonando el salón, decepcionadas por
el feliz desenlace. Solo quedamos Americus, Leonardo,
Duprina, mis hermanas, el Genio y yo.
Le eché un vistazo a Leonardo, que se había
colocado al lado de Americus y avanzaba hacia la salida.
Era bien parecido, sus facciones guardaban una perfecta
simetría, su porte era noble y audaz; y de no haberme
tratado tan toscamente, hasta me hubiera parecido
simpático. Esta significativa falla de carácter desmejoraba
en todo el resto de sus atributos. Tan ensimismada estaba
en estas consideraciones que me olvidé brevemente de mis
hermanas y del motivo que me había llevado hasta allí.
Esta elocuente inspección que le hice al mago no pasó
desapercibida para Duprina, ni para mis hermanas.
Cuando nos hallábamos ya en el resquicio de la puerta,
Americus pareció recordar a las otras dos visitantes, por
lo que se volteó y giró instrucciones a sus ayudantes para
que le mostraran los alrededores, lo cual aceptaron con
gran algarabía. El Genio me miraba dubitativo sin saber a
dónde dirigirse. Le hice señas para que me siguiera.
El recorrido hasta el salón de reunión estuvo
plagado de agradables sorpresas. Americus, que era un
excelente anfitrión, rebosado en atenciones, me iba
describiendo con detalles, en la medida en que
avanzábamos, las peculiaridades de los objetos que
encontrábamos a nuestro paso, lo que obligó al mago a
secundarlo sin mucha voluntad. Vi muchas cosas que me
complacieron: estilizadas esculturas, coloridas pinturas
con paisajes de la región y ornamentos cerámicos tallados
por expertas manos, considerando la belleza de sus
formas. Desembocamos en un pasillo abierto y en la planta
baja observé maravillada como se extendía un amplio
salón, magníficamente decorado y de proporciones tan
grandes que parecía un parque, los iluminados farolitos
semejaban soldados en perfecta formación que recorrían a
intervalos regulares la orilla saliente entre la celosía y el
jardín. Había mucho barullo y movimiento. Leonardo
llevaba cara de pocos amigos y yo estaba empezando a
imaginar que esta era su expresión habitual. Caminamos
unos cuantos metros y nos adentramos en otra salita de
forma circular. Una gran mesa de mármol blanco
dominaba la estancia y en la ventana sin vidrios se
comenzaba a observar la línea violácea y ocre difusa del
horizonte, una cálida brisa marina se filtraba por el espacio
abierto y otorgaba a mi piel una textura ligeramente
pegajosa y viscosa. Americus se sentó en una amplia
poltrona que cedió un poco ante su peso, y rodando una
silla similar la arrimó hasta su lado y me hizo señas de
sentarme. El joven permaneció de pie junto a la ventana,
muy cerca del Genio, dirigiéndose mutuas y antipáticas
miradas, sin pestañear siquiera.
El anciano tenía los mismos ojos consoladores de
mi abuelo, el hablar pausado de los filósofos que han
conquistado ya las fogosidades de la juventud y el aplomo
de las almas que conocen su lugar en el universo. Si
alguien tenía un conjuro para contrarrestar el hechizo del
anillo, tenía que ser este anciano.
En un despliegue de su habitual amabilidad,
Americus preguntó sobre mi historia. Comencé a narrarle,
sin ahorrarme verbos ni adjetivos, sobre los primitivos
años de mi infancia, el fluir de la vida hogareña en la
ciudad con mi padre a la cabeza, donde un ejército de
cuidadoras comandadas por la afable mano de mi madre se
desvivía por condensar nuestros deseos más nimios. Le
hablé de la generosidad y ternura del abuelo Genaro, quien
tras la muerte de nuestros padres y sin importar los dimes
y diretes, aceptó la carga que suponía hacerse cargo de tres
niñas en edad escolar, con las subsiguientes obligaciones y
responsabilidades. Describí con gran detalle los días de
gozosa convivencia en su compañía; y con un susurro
penumbroso, los días oscuros habitados a la sombra de
Gertrudis Zinc en La Borrascosa. Culminé con la historia
del hallazgo del anillo en la casa de la hechicera Zarnia,
ahorrándome algunos detalles bochornosos, como el de la
profanación del pastel de chocolate, entre otras cosas.
El anciano me miró con la expresión
condescendiente que usan las personas mayores cuando
evocan retazos de su juventud, como si el recuerdo viniera
teñido de un cómplice entendimiento.
-O sea que no eres nueva en el asunto de los
allanamientos de moradas¡ -bromeó con una risa corta y
temí por un momento que hubiera descubierto los pasajes
oscuros de mi comportamiento. Leonardo, en cambio, lo
evocó como la travesura infantil de una muchacha
malcriada.
-Solo una tonta podría haber hecho algo así¡ -fue
su comentario sarcástico.
Mi irritación iba en aumento y no pude ya
contenerla. Hasta allí me llegó la admiración. Hasta allí
pensé que era la criatura más adorable del planeta. Hasta
allí llegó mi educación y buenas costumbres. ¡Si quería
guerra, pues, guerra tendría!
Americus se me adelantó con la respuesta:
-No seas tan duro con la muchacha, Leonardo –lo
reprimió - Estoy seguro que nada de lo que ha hecho ha
sido con el propósito de lastimar a nadie, ¿verdad,
jovencita?
Miré al joven con la altivez de quien tiene un
aliado en las esferas mismas del poder.
-¡Por supuesto que no¡ Solo un tonto podría pensar
eso -devolví el comentario tratando de adjuntarle una
mayor carga de sarcasmo del que él me había dispensado a
mí. No estaba dispuesta a dejarme apabullar por un
aspirante a mago, en ese momento no sabía que era uno de
los más prestigiosos personajes de la Cofradía.
Al cabo de unos minutos de conversación bajo la
mirada inhóspita de Leonardo, Americus, al fin, sacó de
una gaveta el conflictivo Libro de la hechicera, el cual se
había zafado de mi mochila al momento de mi
aprehensión. El anciano lo observó atentamente, abstraído
en su contemplación, como se mira a un objeto que se sabe
peligroso. Leonardo, muy a su pesar, se acercó también,
intrigado por la extraña historia del tomo. Se sabía en
presencia de uno de los grandes libros del mal. Ese
ejemplar en especial había sido entregado a Zarnia por el
propio Mago Abramelim, y era uno de los pocos tomos
que aún rondaba por el mundo de los hombres, con su
carga maléfica de dolor y pesar. La Cofradía había logrado
retirar algunos y los mantenía en custodia bajo las bodegas
ocultas de la Fortaleza.
Después de un rato, en vista de que ninguno
profería palabra, finalmente me aventuré a preguntar:
-¿Qué piensan? Creen que hay alguna esperanza
para mí?
Americus quedó pensativo, me miró, sonrió
levemente y dijo:
-Siempre hay esperanzas para todos. Lo imposible
es solo un término que usan las personas que no quieren
hacer el esfuerzo de ir más allá de lo conocido.
Y continuó con su minuciosa labor de escudriñar
las solapadas páginas del tomo, mientras yo, esperaba con
desespero una respuesta más convincente.
-Escucha –dijo- Te voy a contar la historia de un
libro. No de este que estoy sosteniendo en mis manos, que
es una abominación para el mundo y que solo conlleva a
pesares y perdiciones. Sino de otro, mucho más insigne y
glorioso.
El cielo estaba oscureciendo y el sol entregaba su
guardia. Americus se tomó su tiempo para levantarse y
arrastrar sus pasos hasta una mesa que estaba al fondo de
la habitación y que no se vislumbraba porque estaba
escondida entre penumbras. Revisó algunos papeles de
aquí y de allá y finalmente pareció encontrar lo que estaba
buscando. Tomó un pergamino entre sus manos y caminó
de vuelta hasta la silla donde me encontraba:
-Toma, lee –dijo.
Lentamente lo tomé, tenía la impresión de estar
recibiendo un documento muy importante. Desaté la cinta
vino tinto que lo mantenía cautivo, y ya liberado comencé
a leer tal como me había indicado.
“ Valencia, Septiembre 5, 1478.
Estimado amigo,
¡Son tiempos duros! La bula papal autorizó la
tortura como recurso para extirpar la hechicería en su
territorio. El inquisidor se instaló desde hace una semana
en la plaza central de San Sebastián. Desde allí ha
promulgado órdenes para perseguir a los sospechosos de
herejía. Esta práctica se ha extendido como pólvora por
las provincias de Cotaleña, Castilla y Valerma. Es solo
cuestión de tiempo que los torturadores toquen a mi
puerta. El libro que adjunto debe ser preservado. He
tomado todas las medidas necesarias para que así sea.
Agradezco tus buenos oficios, mi buen amigo”
Luego venía un sello y una firma ininteligible.
Después continuaba otro pergamino:
“ El monje miró a su alrededor, la diminuta
guardilla se hallaba iluminada apenas por el brillo de
una veladora, libros desparramados por todos los
rincones proyectaban sus siluetas agrandadas sobre el
estuco desgarbado de las paredes de arcilla, testigos
silenciosos de los millares de minutos que el clérigo había
dedicado al estudio de la magia. El pensamiento de que
debía destruir los singulares escritos lo llenaba de una
profunda tristeza; fue la consideración de esta posibilidad
lo que lo llevó a transcribir meses atrás una recopilación
de los ejemplares individuales. La tarea ya estaba
concluida; la portada de terciopelo rojo crujía bajo la
cálida caricia, solo faltaba colocar el título. Este debía
parecer inofensivo a fin de eludir la vista acusadora de las
autoridades eclesiásticas y sobrevivir a la acción del
fuego al que sería condenado de descubrirse su naturaleza
esencial. Se dirigió a su lugar de oración, una esterilla
deshilachada colocada al lado de la cama y se arrodilló
frente a la figura de un Cristo crucificado encimado sobre
una mesita de madera. Allí, rezó, rogó por días, y rezó
mucho más, para que el Libro fuera salvado de la
insensatez del hombre, rogó porque el mensaje se vertiera
en la conciencia de las almas preparadas para recibirlo,
rogo por sabiduría, por paz y redención; y mientras oraba
sus ruegos se fundían con sus lágrimas que deslizadas por
su rostro iban a estrellarse contra el empedrado. Cada
palabra, cada oración, cada ruego se fue adhiriendo a las
delicadas fibras del tomo, dibujándole un alma que lo
ligaría por siempre al mundo de los hombres. Después de
la catarsis del espíritu emergió con una tranquilidad
infinita: El sonido de unos pasos en las afueras del lugar
le confirmaron que la fatalidad lo había encontrado.
Apenas tuvo tiempo de garabatear el título del Libro:
“Las Llaves del Reino”.
Terminé de leerlo y miré al viejo con mirada
interrogativa. El me miró de vuelta y preguntó:
-¿Y bien?
Me estudiaba, como si estuviera tratando de
escudriñar si la lectura había despertado en mi algún
vestigio de respuesta o revelación. Sin embargo, mi mente
estaba en blanco y empeñada en retener sus preciados
hallazgos, si había alguno.
-¡No entiendo!
Leonardo también me miraba con exasperación.
Para ser un mago –pensé- tenía muy poca paciencia.
-¿Ves alguna coincidencia entre tu historia y la
de del monje?
Bajo presión mi mente se obnubilaba y no era
capaz de producir ni el más soso de los pensamientos.
Todos los ojos desembocaban en mí y un extraño amargor
comenzó a inundar mi garganta. Debía decir algo o todos
pensarían que era una tonta. Pero por más esfuerzos que
hacía, la respuesta no se dignaba a presentarse, por lo que
al final no tuve más remedio que responder:
-A decir verdad, no.
-¿Estás segura?
Por largo rato me quedé pensativa. Podía escuchar
los suspiros de exasperación de Leonardo, lo que me ponía
más nerviosa. Volví a leer las últimas líneas “la fatalidad
lo había encontrado…”, esa era una frase con la que podía
identificarme y así se lo confesé al anciano.
-¿Quieres saber un secreto? – dijo.
Asentí tímidamente con una leve inclinación de
cabeza esperando escuchar el misterio escondido entre las
páginas que recién había leído. Leonardo seguía
mirándome con el entrecejo fruncido.
-¡El clérigo se salvó! - dijo en susurros.
¿Ese era el gran secreto? No entendía. ¿Sería que
los magos hablaban algún otro lenguaje no comprendido
por nosotros, pobres mortales, que aunque usaran las
mismas letras y sonidos de nuestro alfabeto, su
significación se escurría por las paredes de nuestra
humanidad? Lo contemple con la expresión confundida de
un niño que a la espera de un juguete lo que recibe es un
centavo. Y algo de mi estupor debió reflejarse en mi
rostro, que le indicó al Gran Mago que era requerida una
aclaración:
-¡Lo perseguía la inquisición! – y viendo aún en mi
rostro la expresión estúpida de quien no sabe de lo que
están hablando, profirió - ¡ Sea lo que sea lo que haya
hecho para salvarse, el secreto estaba en ese libro!
Al fin lo que había esperado escuchar. Una leve
esperanza alumbraba el camino. ¡Otro Libro era la
respuesta! Tal como lo había sugerido el Genio. Este mi
miró con la expresión de un “te lo dije”. ¡Un Libro del
Bien contra el otro Libro del Mal! La eterna lucha desde el
principio de los tiempos. ¿Quién diría que yo iba a estar
involucrada en una lucha tan ancestral? Muy en el fondo,
la circunstancia me concedía un cierto toque de realce y
distinción, como el de aquellas heroínas de mi infancia
que se veían inmersas en las más inverosímiles
situaciones, para salir ilesas, triunfantes al final de la
historia, en las que siempre el bien vencía.
-¿Y donde puedo encontrarlo?
-¡El libro está en San André! - relató.
Exterioricé mi asombro y observé al anciano con
incredulidad. ¡Qué extraña ironía de la suerte! ¡Que el sitio
de partida sea precisamente el de llegada¡
-¿En San André? ¡Pero si de allá vengo! ¿En qué
parte? –pregunté esperanzada.
Leonardo se había ido a recostar sobre uno de los
muebles que se hallaba alejado de la mesa, dando muestras
de que no estaba interesado en lo que estábamos hablando.
El Genio seguía de pie al lado de la ventana, escuchando
atento la conversación pero sin intervenir para nada.
Americus me lanzó una mirada comprensiva:
-No lo sé con precisión. Tú eres la portadora, solo a
ti se te revelará su presencia. Debes estar atenta, y estar en
San André, ¡por supuesto!
La simplicidad de la respuesta me llenaba el alma
de angustias e incertidumbres. ¿Sólo un libro me salvaría
de los designios de aquel otro? ¿Sería suficiente? Esperaba
una solución más apoteósica, después de todo estábamos
tratando con la magia, y la magia debía ser algo
sobrenatural, fuera de serie, muy lejana a los parámetros
normales de expresión.
-¿Y si no lo encuentro?
Me contempló con paciencia como si conociera las
dudas que estaban embargando mi corazón.
-¡Lo encontrarás, si empiezas a buscarlo cuanto
antes! Fallar no es una opción, ¿cierto? Mañana regresarás
a tu pueblo. El ciclo se abrió allá y es allá donde debe
cerrarse. Te daré toda la ayuda posible pero tu salvación
dependerá únicamente de ti. Estudia el Libro de luz, es lo
único que puede salvarte de las sombras. ¡Busca a los
guardianes y oye sus consejos!
Un miedo feroz empezó a congelarme los huesos.
Ahora debía volver a San André y buscar un Libro que
quien sabe dónde estaría. El pequeño pueblo me parecía
ahora un gran gigante. Había perdido un día y ni siquiera
sabía dónde tenía que comenzar a buscar.
-¿Quiénes son los guardianes? ¿Dónde los
encuentro?
Su voz adquirió un tono sereno y armonioso.
-Son seres del mundo mágico que resguardan
objetos, animales o personas. Cuando encuentres el Libro,
habrás encontrado también a los guardianes.
La búsqueda continuaba y la responsabilidad del
desenlace caía nuevamente sobre mis hombros. Aprensiva
pregunté:
-¿No sería más fácil si me dijeras exactamente en
qué lugar de San André se encuentra? ¡Así no perdería
tiempo buscándolo!
-Mi querida niña lo único que puedo darte son
pistas. Ni yo mismo sé el lugar exacto en que se encuentra.
Busca en aquellos lugares donde se muestre la insignia del
león con las fauces abiertas, es un antiguo emblema de una
comunidad de hechiceros que estuvo asentada hace
muchísimos años allí, a la cabeza del mago Abramelin.
Esa fraternidad fue la que hurtó “Las Llaves del Reino”.
Lamentablemente, debido al desenfrenado uso de las artes
oscuras se fue extinguiendo, pero aún deben quedar
vestigios de su existencia. Leonardo irá contigo para
ayudarte a buscarlo, ya que es un experto en la búsqueda
de los Libros de la Cofradía. A pesar de sus modales
bruscos, es un buen muchacho. ¡No te dejes engañar por
las apariencias!¡
Al escuchar su nombre, Leonardo, que había
estado entretenido en otros menesteres, se acercó a su
padre y, mostrándose reticente, contestó:
-No creo que sea yo la persona indicada para
realizar el trabajo, padre.
El anciano amargó la expresión de su rostro y con
una voz gutural que no aceptaba negativa añadió.
-¡Irás!
Así debió entenderlo Leonardo ya que salió del
recinto sin emitir palabra y sin protestas por respeto a su
progenitor.
Por mi parte, no estaba muy de acuerdo con la
descripción que del Mago había esbozado su padre: mi
estimación era precisamente la contraria. Arrogante y
antipático, mordaz y malhumorado. No eran precisamente
días dulces los que vislumbraba en el horizonte.
-Debes tener paciencia con él, muchacha – dijo -
¡No hay otro mejor! Partirán mañana temprano ya que hoy
tendremos una celebración y ustedes están invitadas.
-¡No creo tener ánimos para una fiesta! - susurré
con tristeza viendo que mis posibilidades de supervivencia
se estaban estrechando.
El anciano comprendiendo mi dilema, respondió:
-La solución a los problemas llegan con la
serenidad de un lago en reposo, nunca con el torbellino de
un mar encrespado. Asiste a la celebración y serena el
espíritu, ya verás que mañana verás las cosas con otra
perspectiva.
11
LEONARDO, EL MAGO
A pesar de sus agraciadas facciones, los modales
de Leonardo eran francamente burdos y hostiles. Su hablar
denotaba el refinamiento de largas horas de estudio, bien
para el ensanchamiento de la cultura o para las
convenciones sociales, o por algún otro motivo que no
venía al caso, no obstante en su trato era orgulloso y
vilipendioso, como suelen serlo las personas de posición
bien acomodada. Intrigada por conocer más de este
peculiar personaje, y visto que tendría que soportar su
presencia en los días venideros, decidí recabar entre el
personal de limpieza un poco de información.
Esperé algunos minutos a que el personal de
servicio terminara las labores de limpieza de la habitación
que nos había sido asignada para esa noche, y viendo que
mis hermanas aún no habían regresado de su paseo, me
acerqué a una de las mucamas con la firme intención de
indagar sobre el pasado del mago. Fingí interés por
conocer detalles de la vida en Eisenbaum, después, con
disimulo, pregunté sobre Leonardo. No tuve que insistir
mucho, porque Diana, la mucama, estaba bien dispuesta a
la tertulia, lo que facilitó en gran medida el proceso
indagatorio.
-¿Hace tiempo que el mago vive aquí? – pregunté.
-¿Americus? –replicó.
-¡No! -corregí- Me refiero a Leonardo.
La muchacha dejó entrever que comprendía mi
interés por el muchacho y apuntó desplegando picardía:
-¡Oh! si¡ ¡Aquí nació! El reino celebró con
alborozo la llegada del primogénito. Americus y su esposa
Bela jamás habían sido más felices. El niño era rollizo y
de mejillas limpias y encarnadas. Las festividades del
nacimiento duraron un mes, donde no faltó ni comida ni
bebida y los fuegos artificiales alumbraron más que las
estrellas. Claro que yo no lo presencié, sino que me fue
referido por mi madre.
Hizo una pausa y me miró indecisa como
calibrando mi interés en el cuento, así que para motivarla,
seguí preguntando:
-¿Y siempre ha estado en Eisenbaum?
La aludida negó con la cabeza.
-Los primeros años fueron tranquilos y apacibles.
El infante no mostraba señales de que la magia morara en
su interior. Fue en su octavo cumpleaños cuando los
primeros indicios emergieron con claridad abrumadora.
Enseguida, se hicieron los arreglos para que el muchacho
asistiera a la prestigiosa escuela de magia de Ettonguess
en Dinamarca. Como padres, Americus y Bela estaban
abrumados por la inminente separación de su único hijo;
como magos, conocían demasiado bien la importancia de
educar los poderes y aunque esta resolución de alejarlo era
dolorosa, sabían que era necesaria. Muchas primaveras e
inviernos pasaron hasta que la dulce tez del infante tornó
en los fogosos rasgos del adolescente. Como joven era
gallardo y grácil. Ni el poder ni la riqueza le impidieron
estudiar dos carreras simultáneamente: arquitectura e
historia del arte, y más tarde literatura. Aprendió latín,
sánscrito, arameo y otros dialectos para poder leer los
textos mágicos en su lenguaje original. Se entusiasmó
tanto con los libros de magia que posteriormente se
integró al grupo de búsqueda de libros sagrados de la
Cofradía Alejandrina. En poco tiempo estaba ostentando la
posición de Mago Regente, uno de los más distinguidos
cargos de la organización, siendo el miembro más joven
en ocupar dicho rango –dijo con orgullo.
Los comentarios de la mucama me sorprendieron.
Hablaba de él con consideración y respeto. Aparentemente
era querido por sus súbditos aunque yo no entendía por
qué. Aproveché la pausa para ir a sentarme en un pequeño
sofá que ya había sido sacudido propiamente. A medida
que oía su historia más quería conocer de las vivencias y
eventos que le habían forjado el carácter. Me intrigaba el
hecho de que una persona tan agraciada, con los plácemes
del amor y la fortuna, hiciera esfuerzos tan contundentes
para hacerse antipático y vil. Diana dio una vuelta para
extender las sábanas de la cama y continuó su relato.
-En sus días de universitario convivió con otro
mozo, Dorian Parr, quien al igual que él había dejado a su
familia en la antigua ciudad de Sartón, otro asentamiento
de magos pero de menor importancia que La Ciudadela,
para ir en busca del conocimiento. Era mucho más bajo y
corpulento, no tan buenmozo como nuestro señor, pero
tenía la labia engañosa de las serpientes. Se hicieron
amigos de inmediato y compartieron muchos ratos de ocio
y diversión. Sin embargo, hubo un incidente que provocó
la ruptura de sus lazos amistosos y marcaría para siempre
el carácter de Leonardo.
Entorné los ojos y apresté mis oídos para recibir la
información que había esperado oír. Me figuré que a esas
alturas del relato sería absurdo disimular mi fascinación y
Diana así lo entendió porque comenzó su charla,
mostrándose más concisa.
-Se enamoró de una joven, Aurora, de padres
mortales sin asociación alguna con la magia. Su belleza
era etérea, de aquellas que parecen provenir de otro
mundo, con sus rizos de oro arremolinados alrededor de
los ojos celestes como aquellos que portan las muñecas de
porcelana. Era hija de unos comerciantes que poseían una
panadería muy cerca de la Universidad. Allí concurrían las
vorágines de estudiantes en busca de pasteles y chocolate.
Pronto, Leonardo se convirtió en un cliente habitual. Le
tomó dos meses reunir el valor suficiente para pedirle a la
muchacha que saliera con él –allí se detuvo para una
pausa, luego prosiguió- Dorian se extasiaba también en la
belleza de la muchacha, y a espaldas de su amigo,
intentaba obtener sus favores. Poco después, Leonardo y
Aurora se hicieron novios y el amor entre ellos se henchía
como las velas de un barco. A los meses ya estaban
hablando de matrimonio.
La criada acomodó las acolchadas almohadas en su
sitio y siguió quitando el polvo de los muebles. Una
expresión de complicidad se dibujó en su rostro cuando
continuó la narración:
-Tres meses hubo de ausentarse Leonardo de
Ettonguess, tras la enfermedad que llevó a la muerte a su
querida madre. Cuando regresó, antes de lo esperado,
halló a su novia tumbada en los brazos del infame Dorian.
Ese pillo ni siquiera hizo el intento de explicar su
canallada… y Leonardo estaba demasiado herido como
para pedirle una aclaración de su extravagante
comportamiento. Por esta traición habría de pagar todo el
género humano a quienes Leonardo ahora considera seres
inferiores, incapaces de controlar sus emociones,
conflictivos y en consecuencia destructivos. Durante esos
días se temió por la salud del joven mago. Cada día estaba
más delgado y más pálido. En ocasiones, lloraba con una
crudeza arrolladora. Creo que la traición unida al
desconsuelo de la pérdida de su madre era mucho dolor
para los hombros de una sola persona. Americus trataba de
animarlo pero no era mucho lo que podía hacer.
De modo que esa era la razón de tanta amargura.
Ahora sabía el motivo por el cual el mago nos miraba con
tanto odio. Desbordado el dique de mi curiosidad,
comencé a preguntar sin indulgencia.
-¿Qué pasó con Dorian?
Las criadas ya habían terminado sus tareas y se
habían retirado, solo Diana permanecía complacida bajo el
escrutinio minucioso de mis interrogaciones. Tomó
asiento en el mismo sofá en el que yo me hallaba y con el
tono divertido que suelen usar los miembros de la
servidumbre cuando se trata de ventilar los trapitos sucios
de los amos, profirió:
-Ambos jóvenes pertenecen al mismo círculo
social, así que no tienen más remedio que verse. Cuando
sus caminos se cruzan, el canalla se conforma con la ruda
indiferencia con que ahora es tratado por su antiguo amigo
y cruzan palabras solo cuando es estrictamente
indispensable. Y de Aurora, no quedó más que un leve
suspiro, ya que tan pronto se desplomó en sus brazos,
Dorian perdió interés y la desechó como si de sarna se
tratara.
-¿Y qué hay de Duprina? –continué.
La expresión de la joven cambió. Intuí que la novia
del mago no era muy apreciada en esos lares. Cosa que
cabría esperarse considerando las pretensiones y las
ínfulas de grandeza que afloraban de su persona a simple
vista.
-Duprina, vino después. Esa mujer es un fastidio,
se ofende por pequeñeces y se enfurece cuando no se le
trata como cree ella que merece. Es caprichosa y vanidosa.
La conoció en una de las tantas actividades en las que se
embarcó después de graduarse, promoviendo los textos
seculares entre la población. Al principio, el mago no le
prestaba atención. Tenía una belleza demasiado ruidosa y
exótica para su gusto. Pero la muchacha perseveró en
apropiarse de sus favores, lo cual consiguió más por su
insistencia y empeño que por la predisposición del mago
hacia ella. Esta relación no es aprobada por Americus, la
muchacha tiene un carácter demasiado absorbente y
tenaz. Sus arranques de celos recurrentes ya están
comenzando a hastiar a mi señor. Sin embargo, podría
asegurar que las intenciones de Leonardo con ella no son
serias.
Cuando iba a formular la siguiente pregunta,
entraron con gran alborozo mis hermanas y Diana tuvo
que retirarse con resignación, con la promesa de seguir
conversando en alguna otra oportunidad. No tuve tiempo
de decirle que nos marcharíamos al día siguiente.
Muy cerca de allí, en una de las habitaciones
contiguas, Americus también pensaba en Leonardo. Le
preocupaba su hijo. A pesar de todos los logros
académicos y profesionales y su afán de adquirir
conocimientos, su carácter se había forjado frío y
calculador, con muy poca tolerancia para las debilidades
humanas. En los últimos años el muchacho se había
confinado voluntariamente en La Fortaleza limitándose al
trato exclusivo con seres mágicos. Aprovechando la
contingencia de la llegada de las muchachas Montero, era
la intención del anciano lanzarlo nuevamente al mundo de
los hombres, o debía decir de las mujeres? –pensó
sonriendo.
12
EN VISPERA DE LA FIESTA
La belleza del entorno de Eisenbaum era algo
nunca visto. Y es que todo en Eisenbaum era de una
exquisitez infinita, sus calles empedradas, sus casas con
vista al mar, sus laderas onduladas, sus alamedas
verdeadas, sus espléndidos paisajes, sus crepúsculos
irisados, sus arroyitos ondulados, su lago complaciente, su
irreverente océano, todo parecía moldeado por las
minuciosas manos de un Dios que se esmeró muy
especialmente el día de su creación. Me asomé a la
ventana para contemplar el crepúsculo maravilloso que se
esbozaba detrás del mar. Una pareja discutiendo en uno de
los patios del fondo llamó mi atención. Cuando afiné la
vista reconocí al Mago y a su novia, Duprina. La mujer
hablaba y gesticulaba bruscamente. Mi imaginación
fecunda fantaseó acerca del motivo de semejante
discusión: ¿ Sería que la absorbente mujer no estaba de
acuerdo con la asignación que Americus le había dado a
Leonardo de acompañarnos de vuelta a San André?
Con el disimulo propio de las mujeres, sean estas
niñas, jóvenes o ancianas, extendí ligeramente parte de mi
cuerpo hacia afuera, en un ángulo perfecto de cuarenta y
cinco grados, con la sigilosa intención de ampliar mi
campo visual y auditivo, pero aún con mi recién adquirida
agilidad de atleta, no pude discernir las palabras ni traducir
los gestos. Una vez más me cubrí de admiración por Doña
Tula, cuyos esfuerzos en este arte de la indagación de los
infortunios ajenos parecía florecer de una vocación
heredada de sus ancestros, adherida a su persona desde el
momento mismo de su nacimiento, y así, sin mucho
ahínco ni afán, se apropiaba de los melodramas humanos
para promulgarlos en toda su extensión, cual decreto, por
las populosas calles del pueblo. Y es que en este arte de la
indagación, como en todo arte, se requiere de la afinación
de ciertas habilidades y destrezas especiales, solo provista
por la experticia de una exclusiva dedicación.
En un intento más contundente de apropiarme de
las palabras ajenas, saqué medio cuerpo por la ventana, lo
que hizo deslizar unas imprudentes y bulliciosas piedritas
que fueron a estrellarse estrepitosamente contra el piso.
Cuando miré nuevamente a la pareja, la mirada fulminante
de Duprina me recibió como el vuelo de mil lanzas
volantes, tomó a Leonardo por el brazo y lo alejó fuera de
mi vista. Gracias a Dios, el Mago estaba de espaldas y no
se percató de mi extraña y vergonzosa posición. Me retiré
con una amarga sensación en mi garganta. No era bueno
tener de enemiga a una bruja –pensé. Y mientras el dúo se
alejaba, volví a concentrarme en los preparativos de la
fiesta.
¡Qué fascinante embriaguez impregna el alma y los
corazones en la cercanía de una celebración! Pareciera
que los problemas huyeran, asustados, despavoridos, por
el ruido ensordecedor de la música escandalosa y de las
risas descaradas de los invitados que, con desparpajo,
devoran botellas y botellas de champagne y suculentos
mejillones sobre panecillos tostados, y así, desaparecidos
con su carga de pesar y desosiego, corrieran a esconderse,
presurosos, en alguna habitación donde el ruido se
amortigua y no se escucha más nada. Allí, quedos,
permanecen, al menos hasta que la celebración termina,
para correr febriles nuevamente hasta descender sobre los
infortunados hombros del que una vez huyeron.
En esa fascinante embriaguez me hallaba perdida,
saboreando el néctar prestado de la felicidad. Al menos
por esa noche, intenté no pensar en nada. En el pequeño
cuarto improvisado para nuestro uso por Azucena, una
pequeña hadita que Americus, había puesto a nuestra
disposición, nos hallábamos reunidas las hermanas. El
Genio se había enclaustrado en su botella y Bartolomeo
mordisqueaba una galleta sobre una de las poltronas vino
tinto que adornaban la estancia, ajeno al algarabío
circundante, enfocando toda su atención canina sobre el
único objeto merecedor de su interés en ese momento: la
galleta y las migajas que saltaban como pulgas perdidas
alrededor.
Ensimismada también se hallaba Beatrice, pero
por causas muy diferentes. Azucena, tenía el don de
manifestar, así de la nada, los más hermosos vestidos que
la industria textil pudiera imaginar; ni Versace en sus
mejores tiempos hubiera podido diseñar prendas tan
elegantes y pomposas, sencillas y señoriales, coloridas o
monocromáticas, conservadoras o vistosas, opacas o
brillantes, largas o cortas! ¡En fin! Que no había límites
que la magia creadora y textil de Azucena no pudiera
abarcar, ni en cuanto a texturas, ni en cuanto a diseños.
Presurosa, por sacar provecho de esta sorprendente
habilidad, Beatrice le había requerido la confección
instantánea de tres exclusivos modelos, para seleccionar
entre ellos el que mejor se acoplara a sus modos y sus
formas. Los tres yacían desinflados sobre la cama mientras
decidía cuál probarse primero.
-No quieres venir con nosotras a San André? -
preguntó Beatrice entusiasmada- ¡Serías todo un éxito y
los centros comerciales se irían a la quiebra!
Mariana estaba eufórica. Esa tarde en particular no
estaba de ánimo como para soportar las frivolidades de
Beatrice.
-¡En San André no hay centros comerciales¡ -dijo
tajante.
La otra la miró indignada, no le agradaba que la
contradijeran, mucho menos en presencia de extraños, y
mucho menos en presencia de extraños mágicos, en cuyo
caso, el índice de su indignación era considerablemente
mayor a lo habitual.
-Lo sé, me refería a la ciudad – replicó Beatrice
incapaz de reconocer su equivocación - En pocos días
Camila cumplirá dieciocho y podremos regresar a nuestra
casa citadina. Así que no se te ocurra morirte – dijo
dirigiéndose a mi - porque te mato. Además, no sé por qué
tanto alboroto por el bendito anillo. ¡Estoy segura de que
no va a pasar nada!
La hadita no hablaba, todo lo que hacía era reírse
con una risita quisquillosa y nasal y producir vestidos y
más vestidos.
-¿Qué te parece este? – dijo Beatrice en la cúspide
de su arrogancia, volviéndose para mostrarnos el ejemplar
que había seleccionado, al tiempo que calibraba su imagen
en un espejo en una media vuelta.
Mariana la estudió unos segundos. Consideraba
impropia la conducta de su hermana. Reprobaba que en
este mundo plagado de indecibles necesidades, se gastará
tanto tiempo en cosas tan necias y bobas. Seleccionó, de
su amplio repertorio, las palabras que más mortificación
arrojaran sobre la inflada autoestima de la pretenciosa
Beatrice y declaró sin tapujos:
-¡Te ves hermosa aunque pareces un gran batido de
crema chantilly!
Esas palabras bastaron para que se desecharan los
tres modelos de una vez y se volvió de nuevo hacía la
hadita solicitándole tres vestidos más.
Entretanto, Mariana, dejando de lado las
impertinencias, se entregó al femenino gozo de elegir un
atuendo para la fiesta. Descartó de un vistazo los
pomposos vestidos de raso y tafetán, mullidos por las
sucesivas capas de forro, encaje, tafetán, más encaje, más
tafetán, más forro. Encontraba difícil caminar con tantas
capas de tules y encajes mordisqueándole los tobillos.
Había seleccionado un vestido blanco, liso, sencillo, sin
adornos, prefería sacrificar belleza por comodidad. Por mi
parte, seleccioné también un vestido sencillo y vaporoso,
con una elegancia sutil y sin pretensiones.
Me enrumbé hacia el espejo y sacando a Beatrice a
codazos del pequeño espacio, lo medí por encima de mis
ropas bajo la mirada admirativa de Mariana:
-¡Vaya, Camila! Deberías vestirse así más a
menudo, podrías quitarle el puesto a Beatrice como la más
hermosa¡
Esta le propinó un soberano cocotazo en la cabeza,
en los asuntos de belleza solo ella era la reina. Sin
embargo, dejando de lado las hostilidades, agregó con
malicia:
-Yo creo que esta vez el mago tendrá que mirarte.
Me volví con asombro. ¿Tan obvio había sido mi
interés que no había pasado desapercibido ante mis
hermanas? ¿Y que había de Duprina? ¿Se habría enterado
ella también? Ante la duda, me decidí por la negación.
-No entiendo a lo que te refieres.
Pero Beatrice no era tonta y mucho menos en los
asuntos del corazón.
-Yo creo que sí –remató con picardía.
13
LA VENGANZA DE DUPRINA
Tan enfadada estaba Duprina por los
acontecimientos ocurridos esa tarde que cuando llegó a su
cuarto para acomodarse para las festividades de esa noche
ya había decidido hacer un encantamiento para alejar a la
muchacha de este mundo.
Cerró la puerta con especial cuidado y tumbó su
sombrero negro y cónico sobre un diván. Se dirigió a un
mueble desconchado que estaba semi-escondido al fondo
de la habitación. Allí, jaló la aldaba oxidada de una de las
gavetas y está mostró sin timidez su contenido. De su
interior sacó un cofre relativamente grande que colocó
sobre la superficie pulida de una mesita de tres patas que
se hallaba a su lado, y con una llavecita y un ligero
“click”, la tapa se alzó para enseñar un manojo de hierbas
frescas y apretujadas. Se apartó un poco desagradada por
el penetrante aroma, el exuberante olor de las hierbas
frescas siempre le habían disgustado, le alborotaban la
alergia y por si esto no fuera suficiente, desprendían sus
desagradables vapores impregnando el ambiente con un
olor a manteca rancia y podrida; prefería las deshidratadas
que tenían una leve fragancia pero eran igual de potentes.
De un estante cercano al mueble de las hierbas, buscó
entre las botellitas una que le había entregado el Mago
Abramelin la última vez que estuvo en el Mercado Negro
de la Magia, al que asistía cuando quería adquirir
ingredientes mágicos prohibidos por la Cofradía. La
encontró, allí estaba con su mortuoria etiqueta en forma de
calavera y su contenido acuoso resinoso, al lado de la
poción perturbadora de los sueños. No es que fuera una
experta en el uso de las artes oscuras, recién comenzaba a
incursionar clandestinamente en la peligrosa afición, a
expensas de ser descubierta y desterrada permanentemente
de La Ciudadela, a expensas de perder a Leonardo para
siempre.
Incluso los primeros encantamientos habían tenido
resultados catastróficos, llevando la muerte a algunos de
los hechizados, pero estaba dispuesta a usar la
magia, negra o blanca o rosada, para borrar todo obstáculo
conocido o por conocer que se interpusiera entre ella y el
joven mago. A su favor tenía el hecho de que Camila tenía
encima la maldición del anillo, lo que significaba que
dentro de cuatro días estaría fuera de la vida de su novio.
Pero había algo que la preocupaba en extremo, Americus
era muy sabio y poderoso y, con el suficiente tiempo, era
capaz de encontrar un contra-conjuro que arrebatara a la
muchacha de las garras de la muerte, así que debía
asegurarse de que tal evento no ocurriera.
Cuando hubo reunido todos los elementos mágicos
sobre la mesa, raspó un cerillo que alumbró los ojos
biselados de su rostro, con cuidado prendió una pequeña
vela cuya llama, vacilante en principio, comenzó a
tambalearse hasta ganar altura y convicción y fue entonces
cuando colocó sobre ella una estructura metálica que
sostenía el caldero portátil. Desmembró las hierbas con las
manos, gajito a gajito, y fueron cayendo lentamente,
columpiándose como escamas de nieve sobre el recipiente.
Minutos después, le llegó el turno a la poción de carabela,
que vertida sobre el espeso brebaje comenzó a lanzar
burbujas nauseabundas por los costados, los otros
implementos fueron añadidos descuidadamente, sin mucha
ceremonia. Con una cuchara de madera revolvió el
amasijo con fruición y dejó que se fueran cociendo
los ingredientes. Cuando los primeros vapores del
mejunje impregnaron el cuarto, buscó su libro de conjuros
y ubicó el que requería y, brazos alzados, comenzó a
recitarlo con el tono monótono de una letanía. Invocó a las
fuerzas oscuras de Zoroastro, a la Hechicera Zarnia y al
Mago Abramelim, convocó a sus portentosos y perversos
poderes para que la pócima adormeciera los sentidos de la
joven y le impidiera ubicar el contra-conjuro,
manteniéndola en un estado de ensoñación, al menos
mientras transcurrían los días que faltaban para el arribo
de los demonios. Mientras recitaba, el brebaje se volvía
más y más oscuro, y más y más acuoso. Ya terminado el
aquelarre y cuando se disponía a recoger los utensilios,
súbitamente, un enorme gato negro entró por la ventana.
Enseguida reconoció la mirada funesta del aliado de la
hechicera.
-Creo que ya nos conocemos. ¡Frosenblack para
servirte! - dijo con solemnidad la bestia - Mi ama me
envía con un mensaje: No debes preocuparte de nada.
Todo está preparado para tomar a la muchacha en cuatro
días.
Lo miró recelosa. Lejos de su pensamiento la idea
de sentarse a esperar, impoluta, el normal curso de los
acontecimientos. Nada como unos aquelarres mágicos
para forzar el destino a su favor.
-Lo sé, pero no quiero que hayan errores.
Americus está con ella y tengo el temor de que consiga el
remedio a tiempo.
El gato merodeó un poco por el cuarto y
recostándose en el diván que sostenía el sombrero de la
bruja, lo desplazó diciendo:
-¡Nadie ha escapado jamás de la maldición del
anillo! ¿Cómo piensas hacer que se tome el brebaje?
Sorprendida de que sus actos fueron conocidos por
el animal, Duprina contestó:
-En la celebración de esta noche, encontraré la
ocasión de verterla en su comida o bebida.
-¡Buena suerte, entonces!
Duprina estaba nerviosa. Las palabras de
Frosenblack no le habían dejado el sosiego esperado.
Deseaba asegurarse de que no hubiera salida para la
muchacha. No importaba cuantos conjuros tuviera que
hacer. Leonardo le había confirmado que emprendía el
viaje en contra de su voluntad, pero presentía que
Americus tenía motivos ocultos detrás de la solicitud de
enviar a su novio con Camila a San André.
Frosenblack, de un salto, se posó nuevamente en la
ventana, y después de despedirse, desapareció tan
repentinamente como había aparecido. Ya en la soledad
penumbrosa de su cuarto, la hechicera decidió poner un
alto a sus actividades belicosas y comenzar a
emperifollarse para la celebración. No quería llegar tarde.
Los acordes de la música nos saludaron desde el
Salón mientras bajábamos las amplias escaleras. Mariana
se deslizó por ellas como si de un tobogán se tratara,
entusiasmada por la pomposidad de lo que estaba
observando. Bea sí moduló los pasos y tardó más del
tiempo requerido en su descenso, en un afán por exhibirse
como un esponjado pavo real y captar la mayor cantidad
posible de miradas de los jóvenes caballeros.
La fiesta ya había comenzado. Una orquesta tocaba
una melodía a ritmo de vals. La estancia estaba iluminada
por cientos de pequeños faroles y sus tenues llamas
competían con la gigantesca luz de una lámpara que se
mecía en el medio del techo. Las mesas engalanadas con
unos suaves manteles color salmón se hallaban dispersas
a todo lo largo, dejando libre el centro para la pista de
baile. Algunas parejas bailaban. Al pie de la escalera,
Americus salió a recibirnos.
Atuendos muy diversos engalanaban a los
asistentes; muy parecidos a los que se espera encontrar en
las celebraciones de las fiestas carnavalescas, fascinantes
máscaras acompañaban con garbo a los exóticos
sombreros en un arrollador despliegue de texturas y
colores.
Mariana posó sus ojos sobre una extensa mesa que
exhibía los más exquisitos manjares jamás vistos. Había
cremosas tortas de fruta, almibaradas roscas glaseadas con
mandarina y miel, brillosos pudines de chocolate y
mantecado, temblorosos flanes que parecían danzar
también al ritmo del vals, en fin, todo un derroche
repostero que invitaba a los paladares a la exaltación del
más glorioso de los sentidos, el gusto. Invitación que
Mariana no se hizo repetir dos veces, por cortesía o por
glotonería, lo cierto es que fue incapaz de negarse.
Resuelta caminó hasta el sitio, tomó un plato de la pila
almacenada en uno de los extremos y paseándose con gula
de arriba abajo se sirvió dos tartaletas de fresa, una
milhojas, un profiterol y uno de los flanes temblorosos.
Americus nos alentó a sentarnos en su mesa, lo cual fue
una bendición ya que Mariana hacía movimientos
malabáricos con su cargamento y temía que en cualquier
momento sus delicias fueran a estrellarse contra el
reluciente mármol blanco del piso. Leonardo se levantó de
la mesa con fría cortesía y ayudó a mover las sillas para
hacer espacio para nosotras, luego volvió a su sitio sin
intención de mantener conversación alguna con nadie. Con
Americus si mantuvimos un agradable y entretenido
coloquio intercambiando frases afables e información
sobre las peculiaridades del clima; en reciprocidad a sus
amables modales, elogié el salón y la comida e hice
algunas preguntas superficiales que demostraban mi
interés y cortesía.
Un joven mago que estaba en una de las mesas
adyacentes se acercó para invitarme a bailar. De forma
inesperada Americus lo despachó indicando que el primer
baile lo tenía prometido a Leonardo. La cara de
estupefacción y sorpresa con que me miró el mago era
solo era igualada por la mía propia, y ante la renuencia
mostrada por él y mi deseo de evitarme la humillación de
un rechazo en aras de salvar mi orgullo y mi amor propio,
balbuceé algunas frases de excusas que brotaron
introvertidas y tímidas de mis labios, como un capullo
que se aventura por vez primera a encontrarse con la cintas
doradas del sol. Con rubor, me negué aduciendo no estar
familiarizada con el ritmo que se estaba tocando,
atribuyendo también a mi viaje un cansancio
inexistente, pero Americus que era tan testarudo como
convincente, y que tenía la sapiencia intelectual de los
genios, y en consecuencia, era inmune a los arranques
ficticios de las excusas, allanó los ánimos con la retórica
de la razón y en segundos tanto el mago como yo nos
encontramos danzando bajo las armónicas notas de una
melosa melodía.
Inmersa en la calidez de los brazos que me
rodeaban espeté:
-¡No tenía que hacerlo yo ya me había negado! - le
dije con el mismo tono de frialdad que él usaba cuando se
dirigía a mí.
-Los deseos de Americus son órdenes para mí –
contestó en su tono habitual aunque parecía encontrarse
más relajado y divertido. En el bailar era habilidoso, sus
movimientos eran ágiles y puntuales, sin duda, un
excelente bailarín.
Busque a Duprina con la mirada, la muchacha no
se encontraba en el Salón, por lo que conjeturé que esa era
la incuestionable razón de que me hallara en los brazos del
Mago en ese momento. Traté de parecer distraída cuando
le pregunté:
-En tal caso, ¿Deberé hablar con él para que te
ordene ser más respetuoso y cordial conmigo?
Leonardo desplegó la primera sonrisa que le había
visto desde mi llegada. Sin embargo, no era esta una
sonrisa amigable, de aquellas que surcadas en el rostro de
quien las emite invitan con regocijo a la intimidad de una
confidencia, sino de aquellas otras, que por su carga de
ironía vienen lastradas con los vapores de la sospecha y la
desconfianza.
-Y para que quieres que sea respetuoso y cordial
contigo?
Era una pregunta capciosa que ni yo misma quería
contestar. Debía ser en extremo cautelosa en mi respuesta,
para no descubrir más de lo que fuera absolutamente
necesario. Al final decidí merodear por los caminos de la
superficialidad y contestar con la más insulsa de las frases:
-Bueno vamos a estar un tiempo juntos, así... que
pensé… que lo mejor era que nos lleváramos bien.
La sonrisa se hizo más amplia como la de un
arcoíris inverso. Me miró con inteligencia. ¿Sabría él algo
de mis inclinaciones? La leve presunción de que el Mago
pudiera estar al tanto de mis apegos, me turbó
enormemente. No quería ser objeto de burlas o
desencantos. Nada en su comportamiento me había dado a
entender que hubiera descubierto mi secreto, pero era un
Mago, y se supone que los magos eran astutos
conocedores de la naturaleza humana. Sin embargo, su
respuesta me tranquilizó:
-¡No necesariamente! Bastará con que no nos
molestemos mutuamente.
Cuando iba a refutar, el agradable joven que se
había acercado a la mesa en un principio, volvió a solicitar
el honor de bailar conmigo. Sus facciones eran sutiles y
amigables. Su elegante traje negro denotaba una
musculatura fuerte y compacta; Leonardo no dudo ni un
segundo en soltarme en sus brazos, sin preguntarme
siquiera si aceptaba o no la petición, y sin mirar atrás, se
dirigió nuevamente a la mesa. Pocas veces había sido
objeto de un desaire tan tenaz, ni siquiera los desplantes de
Gertrudis habían provocado en mí una ira tan arrolladora,
tan sombría, tan brutal, como la que me producía
Leonardo. Pensé en seguirlo y reclamarle su conducta pero
la figura del mozo con su mano extendida me eclipsaba el
camino; así que controlando mis ímpetus de doncella
mancillada, arremangué mi vestido y me concentré en la
danza.
La orquesta comenzó a tocar una melodía dulzona
y el joven cercó mi cintura con su brazo. Mientras bailaba
comenzó a hablar:
-Permítame presentarme, mi nombre es Dorian. No
puedo dejar de notar que es usted muy hermosa.
Después del desaire del Mago, las palabras
pomposas y empalagosas de Dorian refrescaron un poco
mi orgullo maltrecho. El joven no era tan alto como el
mago, a decir verdad, me igualaba en altura, ni tenía la
mirada añil, ni el porte elegante y poderoso, ni la
prestancia de movimientos de Leonardo. ¡No! Dorian era
encantador pero con el encanto vulgar que otorgan los
ademanes aprendidos, que por ficticios, van pregonando a
los gritos su falsedad y desprestigiando a quien los porta.
Aún así la lisonja de sus halagos, halló terreno fértil en mi
mancillada autoestima.
- Mi nombre es Camila.
-Lo sé, ¡un nombre de ángel en verdad! – dijo
depositando un tenue beso en la mano que tenía
aprehendida. El mozo sentía una irremediable atracción
hacia la belleza femenina. Procuraba rodearse de ella en
cada ocasión que así lo propiciara y era precisamente esta
afición la que le había ganado fama de mujeriego y
cazafortunas.
El ritmo tornó a uno más violento. Enseguida nos
ganó la algarabía. La multitud, rendida a los gritos y a los
saltos de una samba cuyos timbales se oían al borde de la
obstinación, se agolpó, como un solo cuerpo, en el centro
de la pista. Me incorporé también a esta especie de locura
colectiva que es el baile, y hasta allí me llegó la clase, el
buen gusto y las buenas costumbres. Bailé como una
desaforada, como bailaría una negra africana hipnotizada a
la cadencia de un tambor, largué los zapatos de primero,
después las pulseras y collares, el cabello se fue zafando a
los brincos hasta quedar sueltos y apelmazados a causa del
sudor. Sin darnos cuenta, bailamos más de cinco piezas.
Cuando terminó la última, regresé a la mesa, con las
mejillas encarnadas y falta de aliento.
Americus me miró con complacencia resaltando lo
mucho que admiraba mi destreza y fortaleza para los
ritmos tropicales y me obsequió una refrescante bebida a
base de frutas que tomé con exagerado placer de un solo
sorbo. Alcancé las servilletas de un plato para abanicarme
ya que el calor era excesivo y mi corazón latía como si la
samba me caminara por dentro. De lejos, observé a
Beatrice que bailaba enérgicamente dando más vueltas que
un carrusel de circo, en una de esos giros se acercó a la
mesa haciéndome guiños para que aprovechara la ocasión
de conversar con el mago, pero no me di por enterada.
Mariana por su parte hacía lo propio, extremó su
amabilidad y moduló su timidez en un afán con enlazar
una conversación con Leonardo que me incluyera. Con
ella, se portó particularmente grato, respondiendo sus
preguntas con afabilidad y simpatía, hecho que confirmó
que su aversión estaba dirigida exclusivamente a mi
persona. Alarmada por el comportamiento de mis
hermanas y dándome cuenta de sus artimañas de
celestinas, traté de dominar mi turbación y continuar la
velada restándole importancia al asunto. Ya tendría
ocasión de arreglar cuentas con ellas cuando la ocasión se
presentara.
Duprina llegó en ese momento y se colgó del brazo
de Leonardo como un chimpancé. Reclamó con voz
empalagosa que no había bailado aún. El Mago la ignoró y
se concentró en el plato principal de su cena, cortando con
gran precisión los pedacitos ahumados de su asado, todos
en cuadrados perfectos angulados en noventa grados,
intachables, yaciendo entornados sobre el plato, sin
mezclarse mucho con los otros entremeses. Minutos más
tarde, mi acompañante de baile se instaló en el asiento que
le correspondía a Beatrice y se dedicó a cortejarme sin
disimular la admiración que por mí sentía. Halagada por
sus petulancias, cuanto más porque estaban a la vista de
Leonardo, centré mi atención exclusiva en su persona, y a
sus frases azucaradas de poeta correspondí con la forzada
gentileza de mi deferencia. Por su parte, Leonardo alzaba
los ojos añil de vez en cuando y de cuando en vez y me
dirigía una mirada sarcástica acompañada de la sonrisa
cómplice de quien se sabe portador de un secreto que no
quiere compartir.
Sin embargo, Duprina estaba de una amabilidad
inusitada. Estuvo en principio pendiente de que todos
estuviéramos bien provistos, tanto en comida como en
bebida, sin soltar a Leonardo, por supuesto. Aparte de este
hecho, y de que Americus estaba verdaderamente
hambriento y sediento ya que se apropiaba de todos mis
entremeses y los engullía con especial satisfacción, y
después, disculpándose, se ausentaba para suplirme con
otros que él mismo traía directamente del mesón; todo lo
demás fluyó como correspondía en este tipo de eventos.
El resto de la noche Leonardo no bailó, ni
conmigo, ni con Duprina, ni con nadie y los pocos
comentarios que expresó fueron con relación a la comida.
La noche se hizo madrugada y poco a poco las
personas fueron desapareciendo de la pista de baile.
Beatrice deseaba continuar con la desfallecida fiesta y
estaba tan campante como el primer momento en que
llegamos, solo unas ligeras magulladuras en su vestido
denotaban los trastornos que los agitados ritmos le habían
impuesto. Americus nos despidió con la promesa de pasar
a despedirse en la mañana. El Mago y Duprina
desaparecieron detrás de un portón, después de unos fríos
“buenas noches”. Había sido una velada memorable, sin
duda. Me volví hacia Beatrice, la tomé por el brazo y a
duras penas conseguí llevármela hasta la habitación.
Mariana hacía rato que había subido y dormía
plácidamente sobre la acogedora cama adornada de
edredones y encajes. Rendidas nos desplomamos por el
cansancio del baile y la agitación de los últimos
acontecimientos del día.
14
DE VUELTA A SAN ANDRÉ
A los albores del día nos reunimos con Americus
y Leonardo en la terraza ubicada en el punto más alto de la
edificación, con vista al mar, siguiendo las instrucciones
que Diana nos había comunicado después del desayuno. El
cálido viento marino golpeaba con fuerza nuestros rostros
pero la espectacular vista panorámica de trescientos
sesenta grados, con el océano por un lado y, la montaña
de la Osa Blanca del Norte, por el otro, junto con las
alamedas que se extendían como cobijas horizontales,
grandiosas e infinitas, amainaban en gran medida
cualquier tipo de molestia que pudiéramos estar sufriendo.
Azucena nos había provisto con atuendos de viaje, así que
no tuvimos que pasar por el bochorno de tener que usar
nuevamente las ridículas prendas suministradas por el
Genio. Segundos después, aparecieron Duprina y Dorian,
quienes se unieron a Americus en la expresión de las
consabidas frases de despedidas, abrazos, más frases de
despedida y más abrazos.
¿Cómo llegamos a la mansión de la hechicera
Zarnia? Es un misterio que el mago se negó a revelar. Solo
recuerdo un leve en un sopor que duró un segundo y
medio, y cuando abrimos los ojos, ¡ya estaba¡ como por
arte de magia, nos hallábamos en el porche de la
residencia de la hechicera Zarnia.
Sorprendida gratamente por sus habilidades en el
arte de la magia, aproveché la ocasión para así
expresárselo, en un intento por fomentar los sólidos hilos
de una amistad incipiente y mostrar mis excelentes
modales:
-Tu magia es mucho más poderosa que mi
alfombra. ¡Tardamos toda una noche en llegar a
Eisenbaum y tú nos trajiste aquí en un segundo!
Leonardo me miró sin responder, impermeable a
mis avances de buena voluntad. Abrió la puerta de la casa
y entró a la sala. Lo seguí. Detrás de mí entraron Mariana
y Beatrice. Esta última comentó:
-Oye, ¿Crees que sea buena idea estar en esta casa?
La última vez saliste con un anillo hechizado, que tal si,
por mala suerte, conseguimos ahora, el collar o la pulsera
que le hace juego, ¡o alguna otra prenda predispuesta por
la bruja para dañar!
Hice una pausa al cabo de la cual dije:
-¡Esta vez tenemos a un mago! – al tiempo que
seguía a Leonardo, quien avanzaba tan rápidamente que se
me hacía imposible mantenerle el paso. Intuí que estaba
tan desagradado con mi presencia que buscaba las formas
de mantenerme a distancia.
El Genio, que también había viajado con nosotras,
y Bartolomeo se quedaron en el porche. Beatrice y
Mariana seguían detrás de mí.
Por más preguntas que hacía, no conseguía
arrancarle ni un ápice de conversación al joven mago. Al
final, después de tanta indiferencia, liberados los estribos
que la cortesía impone, grité, sosteniéndole el brazo:
-¡Mira! No es mi culpa que Americus te haya
mandado a cuidarme. ¿Qué he hecho para molestarte
tanto?
El Mago no contestó una palabra y prosiguió
caminando hasta la entrada del sótano. Allí se detuvo,
ocasión que aproveché para hablarle nuevamente:
-¿No le enseñan buenos modales a los magos?
¡Porque es muy mala educación no responder cuando
alguien te está haciendo una pregunta!
Beatrice y Mariana se detuvieron a unos pasos de
mí. La primera me tomó del brazo y me apartó un poco del
grupo, susurrando a mi oído:
-Deja de atosigarlo Camila, lo que vas a conseguir
es que se vaya corriendo y no te ayude nada.
-¡Yo pienso que es tierno! -dijo Mariana con un
suspiro.
Los pensamientos de Leonardo estaban muy lejos.
El Mago meditaba sobre lo que estaría pensando Americus
para mandarlo a proteger a estas jovencitas. Duprina se
había quedado con un ataque de histeria, no comprendía
por qué el anciano lo había enviado de “niñera" a un
pueblo tan lejano como aquel. Aunque su novia tenía la
tendencia a exagerar y un gusto exacerbado por el
dramatismo, en esta ocasión Leonardo tuvo que concordar
con sus apreciaciones. Esta tarea estaba lejos de las
actividades de su rango y había aceptado solo porque su
padre así lo había demandado, pero el trato no incluía que
debía ser amable con las muchachas. El problema es que
no había forma de callar a Camila. Desde que llegaron no
había parado de hablar, apenas había estado con ella unos
minutos y ya estaba en extremo aturdido. Hasta pensó en
usar uno de los conjuros de sus primeros años de estudio
para quitar la voz. Este era uno de los primeros hechizos
que se aprendía en la escuela de magia y muy popular
entre los muchachos que se entretenían enmudeciéndose
mutuamente; incluso hasta los profesores lo usaban para
aplacar el bullicio de ciertas clases. Sin embargo, no creyó
que Americus lo aprobara, por lo cual se abstuvo.
-....ya fue bastante grosero en el castillo, yo quería
que mandaran al otro mago, de mirada afable, Dorian¡ ¡No
es mi culpa que lo hayan seleccionado a usted. Yo hubiera
preferido otro!
-No hay otro, señorita –dijo al fin- ¡Yo soy el
mejor!
Abrió la puerta y entró sin esperarnos. También
entré con la intención de continuar con el diálogo.
-Vaya, encima modesto. ¿El mejor en qué?
La expresión de su rostro se hizo severa y con
evidente rudeza declaró:
-No pretendo engancharme en una diatriba contigo.
Mientras más callada permanezcas mejor. No me gusta el
trato con seres no mágicos. Los mortales son los seres más
difíciles de comprender en este planeta. ¡Piensan una cosa
y dicen otra! ¡Lo que dicen no es siempre lo que hacen! ¡Y
lo que hacen no siempre es lo que sienten! ¿Quién los
entiende? ¡Es demasiado extenuante tratar con ustedes y se
requiere una agudeza de discernimiento excepcional para
desmenuzar lo que esconden sus cabezas! ¡Y si estas
cabezas pertenecen al género femenino, es mucho peor!
¿Y si esta cabeza se sostiene sobre los hombros de Camila
Montero? ¡Creo que no hay nada peor que le pueda
acontecer a ser humano! ¡Hablas mucho!, ¡Mucho!,
¡Muchísimo!
-Yo no he hablado nada –protestó Mariana,
dándose cuenta de lo injusto del reclamo.
-Yo tampoco –secundó Beatrice, herida en su amor
propio.
Caída en cuenta de que las expresiones caldeadas
del mago iban dirigidas única y exclusivamente a mi
persona, concluí:
-¡Cómo quieras! - grité indignada - ¡Ayúdame a
buscar el Libro y pongamos fin a este consorcio! ¡De aquí
en adelante no pronunciaré palabra!
-¡Bien! –gritó él por su parte.
Seguidamente, comenzamos a buscar el libro en
silencio, por toda la habitación y por cuanto recoveco se
mostrara a nuestros ojos. Revisamos los cuatro costados
de las habitaciones, pero no encontramos nada. Pasamos
luego a los cuartos del piso superior, tampoco había nada.
Luego, los estudios y la cocina, y nada. A punto ya de
extraviarme en los caminos de la desesperación, recordé
haber visto en otro sitio la imagen del león con las fauces
abiertas: ¡en nuestro sótano de La Borrascosa!, que
casualmente también estaba lleno de libros, de tierra, y de
alimañas. ¡Quizá “Las Llaves del Reino” se hallaba allí! -
pensé muy convencida de mi intuición y con el ánimo
dispuesto a gritar a los cuatro vientos los alcances de mi
descubrimiento.
Pero, ay de mí, en vista de la promesa de silencio
que había pronunciado minutos antes y no queriendo ser la
primera en romper el sagrado voto, so pena de recibir
mayor escarnio, decidí buscar un medio para comunicar
mis pensamientos sin el auxilio de las palabras que tanto
mortificaban al Mago. Allí fue cuando la mímica, medio
de expresión universal, vino en mi ayuda. Intenté con
algunos movimientos suaves de mis manos, pero las caras
perplejas de mis hermanas confirmaron que no entendían
mi mensaje. Beatrice pensó que estaba siendo víctima de
algún calambre y Mariana de alguna indisposición
estomacal. Con mayor ahínco, proseguí con unas
estudiadas contorsiones que en nada se amoldaban a la
intención prístina de mi mensaje.
Al final, el Mago, con su habitual gesto de exasperación y
subiendo sus manos hacia el cielo, me relevó del voto con
un gesto displicente y al fin pude hablar:
-En el sótano de la Borrascosa también tenemos un
emblema del león con las fauces abiertas y creo que allí
podemos encontrar el libro – las palabras me salieron
atropelladas, como disparadas a presión de una caldera.
Beatrice y Mariana confirmaron mi afirmación.
Leonardo, entonces, mencionó que la búsqueda debía
continuarse allá. Bajó las escaleras rápidamente y nosotras
atrás en comitiva. En el porche se nos unieron El Genio y
Bartolomeo y nos enrumbarnos a la mansión.
Leonardo tenía los ojos más azules que el mar de
Eisenbaum pero la mirada más dura que las rocas de
Gibraltar, su rostro inexpresivo hacía imposible
que adivinara sus pensamientos y eso era algo que me
exasperaba en exceso. Solo los amargos comentarios que
me lanzaba de vez en cuando dejaban entrever la poca
disposición que tenía con todo este asunto de la maldición.
Llegué a pensar que si fuera por él, ya me habría lanzado a
los mármoles candentes del infierno, lacerando mis carnes
con un filoso rastrillo para hacer más infame mi dolor. A
veces lo capturaba mirando de reojo el anillo en mi mano,
pero enseguida desviaba la vista y seguía caminando
arreándonos como ganado.
-Esperen un momento - dije parándome en seco -
no podemos llegar a La Borrascosa contigo. ¡No tenemos
forma de explicar tu presencia!
El mago se detuvo también y, muy ofendido,
replicó:
-¡De ninguna manera espero convivir con ustedes!
- dijo como si fuera lo peor que podría sucederle - El Libro
pueden buscarlo por su cuenta. ¡Está en su casa! ¿Qué
peligros pueden encontrar allí? Zoroastro no vendrá hasta
dentro de tres días. ¡Yo me hospedaré en el hotel del
pueblo mientras tanto!
-¿En el pueblo? –pregunté incrédula.
-Sí, estaré cerca, por si acaso necesitan algo.
-Pero puede quedarse en el sótano - dijo Mariana -
¡con Bartolomeo y Filomena!
Una ligera sonrisa se dibujó en mi rostro al
imaginarme a un mago tan distinguido como Leonardo,
sentado sobre el colchón de felpa rosa de Bartolomeo y
Filomena.
-Eso no será necesario - respondió de mal talante -
Como dije, estaré en el hotel El Gran Prince.
-¿Y si vienen esas sombras a buscarme? ¿Cómo
piensa protegerme estando tan lejos?
Armado de paciencia el Mago respondió:
-Ya te dije que los demonios de Zoroastro no
vendrán hasta el día cinco y si algo llega a pasar antes, yo
lo sabré!
Lo miré con angustia. Centradas como estaban mis
esperanzas en él, no podía dejar que se marchara.
Encontrar el Libro sería mucho más rápido con él. Tenía
mucha más experiencia en la búsqueda que yo. Esta
apenas era mi primera incursión. De alguna manera
inexplicable y bizarra, su presencia me infundía valor.
-¿No puedes quedarte? ¿Cómo puedo estar segura
de que si te necesito estarás allí?
Moduló el tono. Quizá la exteriorización de mis
angustias resonó en alguna fibra sensible de su ser.
-¡No puedes! ¡Tendrás que confiar en mí! - fue
todo lo que dijo.
Sus palabras lejos de calmarme me enfurecieron
agolpando la ira en mis mejillas.
-¿Por qué debería confiar en una persona que me
odia? –le grité.
Me observó con sorpresa ante el inusual arrebato.
-Digamos que no te queda más remedio, ¿verdad?
–y continuó caminando dando por terminada la charla.
Al llegar a las puertas de La Borrascosa, el Mago
desapareció tan silenciosamente como si nunca hubiera
existido.
-Tengo que acostumbrarme a esta cosa de la
magia¡ - pensé para mis adentros.
15
EL OTRO LIBRO Y LOS GUARDIANES
El Libro observaba fascinado a la joven. No era
inusual que los habitantes de la casa bajaran a descargar
los trastes en las profundidades del lúgubre sótano o que
algún miembro de la servidumbre se apersonara en el
recinto para pretender organizar el desfile de cajas y
baúles magullados y aprisionados bajo el polvo
enmohecido tras largos años de encierro. El sótano de La
Borrascosa era un cementerio de cosas inservibles y
recuerdos enclaustrados en féretros de cartón arropados
en nubes de naftalina bajo la polvareda empeñada en
ocultar los matices de las formas, otorgándoles a todas
ellas una coloración grisácea uniforme.
Tampoco era la primera vez que El Libro la
observaba. Meses antes unos pasos apresurados lo habían
alertado de la presencia de la muchacha en la maciza
puerta de roble que sellaba la entrada al lugar. La joven
se había acercado en puntillas hasta los estantes repletos
de libros apilados en variedad de formas y colores que la
humedad ya había comenzado a mutilar. Seleccionó un
ejemplar de entre los cientos que seguidamente colocó
sobre una roída mesa de pino que alguna vez presidió las
comidas de la familia; con dificultad arrimó una silla y se
sentó cómodamente a inspeccionarlo. Lo estudió con
curiosidad al principio, después con paciencia, leyó el
título varias veces como si quisiera grabar en su memoria
las familiares letras para un posterior encuentro, continuó
hojeando el contenido de sus descoloridas páginas al azar
hasta que la mullida luz natural se fue opacando poco a
poco. Cerró el tomo y emprendió su camino de regreso al
lugar que compartía con sus hermanas. Días después
regresó con una escueta caja de herramientas que colocó
sobre la mesa para emprender un incipiente trabajo de
restauración; un gastado cepillo de suaves cerdas, unos
desteñidos paños de felpa, probablemente trasquilados de
alguna vieja alfombra y una bolsa con miriñaques
diversos completaron el escuálido equipo para la
portentosa tarea. El Libro esperaba con ansia su turno, su
deshilachada portada dura de terciopelo rojo engalanada
de unas difusas letras doradas hacía mucho tiempo que no
recibía la caricia humana, solo polvos y sombras
poblaban su reino. Sin embargo éste no era un libro
común, sus humildes dimensiones disfrazaban su
grandeza. Era un libro por el que muchos hombres
matarían, un libro buscado por magos y hechiceras en los
anales del tiempo, que desapareció del mundo durante las
épocas oscuras del hombre y cuya tenencia hubiera
significado una sentencia de muerte para su poseedor.
Sus frágiles páginas temblaron sonriendo ante el
inminente suceso que sabían presenciarían ese día. Cirila,
una diminuta hadita, de facciones etéreas y almibaradas y
abundante cabellera de espigas, cuyas delicadas y
traslúcidas alas revoloteaban a un costado del lomo
haciéndole cosquillas, ya había comenzado a retirar las
moticas de polvo que cubrían sus mágicas páginas,
Petrarco, un duende gruñón y mal vestido con un singular
pantalón verde manzana, botas fucsia con chaleco
amarillo salpicado de círculos morados se afanaba en
empujar el libro hasta la orilla del estante para que fuera
lo primero que la joven viera al llegar y finalmente,
Drefno, un elfo estadounidense de modales exquisitos y
andar suntuoso, se ocupaba de alejar las alimañas
rastreras que pudieran merodear por la zona. La madera
gruñó bajo la pisada firme que se dirigió directamente a
donde se posaba el tomo; el Libro sintió la calidez de
unos dedos recorriendo su portada aterciopelada y un
leve soplido sacudió la tierra de sus endebles hojas.
Segundos después, se sintió acurrucado por dos delicados
brazos que lo acunaron hasta el lugar que había estado
anhelando por meses desde su escondite. La joven
encendió una pequeña lamparita de kerosén para no
despertar a sus hermanas, un peculiar olor inundó el
sofocado recinto y comenzó a fundirse con los aromas
moribundos del lugar. Una a una las diminutas partículas
de polvo fueron desnudando el conjunto de letras que
yacían ocultas tras la inmundicia. Ni la mugre maloliente
ni la erosión del tiempo habían podido desvirtuar la
majestad del título: “Las Llaves del Reino”
La imborrable sensación de alivio que me inundó
al momento en que sostuve el valioso libro entre mis
manos, era solo comparable a la del condenado, a quien se
le condona a último momento, la pena de muerte. Lo había
logrado, y sin la ayuda del Mago. El increíble hallazgo fue
comunicado inmediatamente a mis hermanas, quienes,
compartiendo mi dicha y alborozo, danzaron
frenéticamente a mi alrededor encerrándome en un círculo.
¡Qué agradable sensación proporciona la fragancia del
triunfo¡ ¡La consecución del objetivo logrado¡ ¡Que dicha
embargaba mi corazón al saber que pronto me desharía del
funesto anillo¡ En el sótano, la negrita Salomé también
bailaba y compartía nuestra alegría.
La mañana se alzaba súbita con su sol
resplandeciente de dorados destellos y el alborear de la
vida que volvía a brotar de mis entrañas.
Nos acurrucamos todas sobre uno de los colchones
y ya sentada coloqué el libro en mi regazo con la intención
de revisar minuciosamente sus páginas en busca del tan
ansiado remedio. La alegría duró poco. Justo hasta el
momento en que me di cuenta de que estaba escrito en un
idioma desconocido para mí. Después de todo, parecía que
sí requeriría la ayuda del mago.
16
LA MUERTE DE FILOMENA
Filomena era un miembro muy preciado en nuestra
familia. Tan querida y tan amada como cualquier otro
miembro. Y es que para pertenecer a nuestra parentela no
hacía falta mucho, bastaba con un ligero rociamiento de
amor mostrado sin fingimientos sobre cualquiera de
nosotras y ya, corríamos, maravilladas, a cobijarlos bajo
nuestros aprecios. En nuestras consideraciones tampoco
pululaba el flagelo de la discriminación, ni de géneros ni
de razas, ni de personas o animales. Así, nuestro entorno
familiar se iba ensanchando como las márgenes de un río
hasta abarcar no solo a los integrantes de sangre de la
familia sino a todos aquellos que por afinidad así lo
quisieran. ¡Ay abuelito Genaro, si pudieras vernos…!
¡Que familia tan ecléctica y singular tenemos ahora!
¡Seguro te reirías allá en las alturas del cielo mientras
degustas las morcillas celestiales!
Filomena en reciprocidad a nuestros afectos
cacareaba los suyos por las veredas empolvadas del sótano
con mucha tranquilidad y sin muchas emociones. Quiso la
adversidad que un día, en nuestra ausencia, justo antes de
la hora del desayuno, la puerta entornada del sótano
tentara su espíritu aventurero y, a riesgo de su propia
seguridad, saltó la escalerilla hasta desembocar al amplio
corredor que llevaba a la sala. Hasta allí, todo fue bien.
Miró un buen rato, con curiosidad, los objetos
amontonados a lo largo de la estancia; uno en especial
llamó su atención, la imitación de una obra de Van Gogh,
“Primeros Pasos”, que colgaba en la pared, quizás los
tonos verdosos y amarillosos de la pintura, los cuales
retrataban una escena campestre, evocaron en las
profundidades de su mente la remembranza de tiempos
pasados, o tal vez, le gustó la composición cromática de
los tonos pasteles. Nunca lo sabremos. Lo cierto es que
Filomena, para su fatalidad, después de contemplar
largamente la pintura, se enrumbó al piso superior hacia la
habitación de Leticia, sin pensar en las trágicas
consecuencias de tan temeraria acción. La muchacha se
encontraba de frente a su peinadora admirando su imagen
reflejada en el espejo, cuando vio entrar la figura
gallinácea con un collar de canutillo y las pezuñas
escarlatas. Debió parecerle una criatura del infierno que
venía tras ella para cobrarle sus pecados.
Hasta la cocina nos llegaron los gritos de Leticia
y los cacareos de Filomena. Después solo silencio.
Llegamos de primeras a la habitación, detrás de nosotras
Ño Josefina, y mucho más atrás, algunos miembros de la
servidumbre. Leticia yacía sobre su cama con un ataque de
nervios, aún con el arma perpetradora entre sus manos y la
mirada extraviada, y Filomena acostada sobre la alfombra
con la mirada vítrea y el piquito entreabierto, únicas
señales de que la vida que se le estaba escapando.
Petrificada quedé ante la puerta pero Mariana no,
abriéndose paso entre los cuerpos, caminó resuelta hasta
donde yacía el ave desdichada y desatándose el nudo de su
bufanda, la envolvió alrededor del tronco con el mismo
cuidado como si estuviera dormida en lugar de muerta.
Salió de la habitación y detrás de ella, nosotras. Ño
Josefina se quedó reviviendo a Leticia y sacándola de su
soponcio, informándole que debió tratarse de la gallina
que se había escapado del corral, días atrás, salvando así
nuestra responsabilidad en el asunto.
Ya en el sótano, informamos del deceso a la negrita
Salomé y a Batam-Al-Bur quienes rompieron a llorar con
mucho sentimiento. A diferencia de nosotras, la tristeza de
Mariana estaba controlada, solo el hilo de una lágrima
rodaba de vez en cuando por sus mejillas para perderse en
el espeso plumaje del ave que acunaba entre sus brazos.
Colocó el bulto sobre la mesa y le alisó las finas plumas.
Buscó su alfombra de felpa y sus pertenencias y comenzó
a apilarlas en una caja de madera que pensaba usar para
disponer de los restos.
Iríamos al bosque y en el claro más hermoso,
enterraríamos a Filomena. De salida, Beatrice tomó del
jardín de Gertrudis, dos hermosos tulipanes y tres geranios
en flor y nos adentramos apesadumbradas en la tupida
arboleda. El cortejo fúnebre lo componíamos Beatrice,
Mariana, la negrita Salomé, Batam-Al-Bur, Bartolomeo y
yo. El recorrido estuvo plagado de melancolías y tristezas.
Jamás ave alguna fue más querida y llorada en esta tierra.
¡Te salvamos de las verduras y el cilantro pero no pudimos
salvarte de la mano asesina de Leticia¡ El llanto lento y
compungido de Mariana desgarraba el corazón. Dolor
impotente nacido ante la incomprensión de la muerte de
un inocente ser que había llenado de alegría nuestros días.
Llegamos a una suave colina donde una tenue brisa
mecía la fina hierba que recorría menudita una gran
extensión. A lo lejos, se veían Las Mininas. El rumor de
un arroyuelo se escuchaba muy cerca, melodía divina que
acompañaría el sueño eterno de nuestra amiguita. Tiempo
atrás, un araguaney había insertado sus raíces en el lugar a
cuya sombra florida seguiría cobijada Filomena de ahora
en adelante. El Genio comenzó a cavar; la pala hería la
tierra y la desplazaba en tajadas a su costado hasta que
quedó una hendidura lo suficientemente grande para
recibir al improvisado ataúd. Compartiendo nuestra
tristeza estaba el cielo encapotado con su vestimenta negra
de nubes a punto de soltar las lágrimas de la lluvia.
-Agua Bendita¡ - dijo Mariana – ¡Necesitamos
agua bendita, si no, no irá al cielo!
Imaginé a la pobre Filomena cacareando por los
terrenos sulfurosos del infierno. ¡Tanto cuidarla para
salvarla de los fuegos terrenales para que fuera a perecer
ahora en las brasas candentes infernales¡ ¡No! ¡No lo
permitiría! Si agua bendita era todo lo que se requería,
agua bendita conseguiríamos para asegurar el descanso
eterno de nuestra gallina. Debía ir a la iglesia y
procurarme el líquido bendito, así que exclamé:
-¡Iré al pueblo! ¡No me tardo! Ustedes recen un
rosario, mientras tanto yo conseguiré el agua. Estaré de
vuelta en cuarenta minutos.
Beatrice sacó de su bolso de maquillaje una
pequeña botellita de perfume que siempre llevaba encima.
Se deshizo del líquido y me la acercó.
Toma – dijo- Trae aquí el agua.
Enseguida el Genio se incorporó. Soltó la pala y se
sacudió la tierra. Quería prestar su ayuda. Todo lo que
había hecho hasta el momento había salido mal. Así que
decidió ofrecerse de voluntario para buscar el agua bendita
en el pueblo y con esto reivindicarse ante nuestros ojos.
-¡No! – dijo - iré yo. ¡Ustedes quédense a rezar!
-¿Estás seguro? – pregunté al tiempo que le
entregaba la botellita.
-¡Sí! Yo me desplazaré mucho más rápido. ¡Usaré
la magia!
-Muy bien – dije – pero ten cuidado con tu magia.
Ya sabes que no siempre obtienes los resultados
esperados.
Acordamos que así fuera y se esfumó bajo una
nube de niebla azul. Posamos la pequeña caja de madera
en el hoyo y con nuestras propias manos arrimamos los
pequeños montículos de tierra que previamente había
destajado el Genio. Sobre ella, colocamos los tulipanes y
los geranios y una pequeña cruz que hicimos con dos
ramas que arrancamos del araguaney florido. Arrodilladas,
de frente a la humilde cruz, comenzamos a recitar los
rezos con mucho fervor. Sobre nuestras cabezas los
oscuros nubarrones se hacían más densos.
Minutos después, el Genio se halló a las puertas de
la Iglesia con la botellita atada a su fajón. Los pesados
portones estaban entreabiertos. La misa parecía no haber
comenzado aún. Asomó tímidamente la cabeza, no había
nadie. Sonrió. Los vitrales coloreaban las túnicas de los
santos y las vírgenes, uniformándolos como integrantes de
una misma raza. El altar se alzaba al fondo, vestido en
telas blancas y purpura con un fino encaje dorado en las
orillas. A un lado, un inmenso cirio blanco se hallaba
encendido y algunos utensilios dorados se habían colocado
meticulosamente sobre la superficie de la mesa para la
ceremonia del día. A lo largo, de lado y lado, se hallaban
los banquillos pulidos de caoba que dentro de muy poco
recibirían a los feligreses. Un fuerte olor a cera quemada
impregnaba el recinto, a mano derecha vio una estructura
retorcida en hierro forjado que sostenía las velas que los
creyentes habían encendido como ofrenda solicitando los
favores celestiales o pagando promesas por los recibidos.
Al margen este del altar, vio lo que estaba buscando, la
pequeña pila bautismal con su cargamento célico.
De puntillas fue caminando, poco a poco,
cuidándose de no hacer ruido, ocultándose entre el breve
espacio existente detrás de las columnas que sostenían el
techo del tempo. Eran cinco las que había hasta la pila de
agua bendita.
Sentada en la primera fila de bancos estaba Doña
Tula. Era de las primeras en presentarse en la iglesia para
asegurarse el mejor puesto. Batam-Al-Bur no la había
visto ya que la sombra de San Cipriano era tan espesa que
había ocultado la escuálida figura de la mujer, pero Tula sí
lo vio y se me preguntaba intrigada que rayos estaba
haciendo aquel joven tan estrafalario en un lugar tan
sagrado como el templo. Ya en la última columna, el
Genio brincó a la pila bautismal y sacando la botellita, la
empezó a llenar con fruición, mirando hacia todos lados,
esperando no ser visto. Doña Tula se enervó. ¿Cómo era
posible semejante desparpajo? ¿Y en la propia capilla? Ya
sabía ella, que los zagaletones pululaban por el pueblo,
pero en la iglesia? ¡Vaya desatino! y el Padre Tobías ni
portaba por los alrededores. Gracias a Dios y a la
providencia que ella estaba allí, de cuerpo presente, para
resolver este asunto. Tomó su paraguas y fue acercándose
subrepticiamente de modo de quedar a las espaldas del
profanador, allí alzó la sombrilla y al tiempo que le
propinaba el primer golpe, gritó:
-¡Hereje! ¡Ladrón!
Con el trastazo y la sorpresa, el Genio soltó la
botellita que ya había cerrado y que fue a arremolinarse en
las tranquilas aguas del bautismo. Con el segundo, tuvo
tiempo de tomarla y guardarla en el bolsillo antes de
voltearse a observar a la enérgica mujer que con tanta
fuerza le propinaba soberanos golpetazos. Se encontró a
una anciana menudita con el ceño fruncido y los labios
apretados de una hiena que ya se preparaba para propinar
el siguiente golpe. Tuvo tiempo apenas de correr segundos
antes que la dama abanicara el tercer impacto y
desaparecer tras los pesados portones.
Los oscuros nubarrones se habían alejado y con
ellos la promesa de lluvia. Batam-Al-Bur llegó exhausto
justo cuando los colores del ocaso comenzaban a coronar
la azulada copa del Monte Glaslo. Alargó la botellita que
tomé con sumo cuidado. Vertí una cantidad en el hueco de
mi mano y las esparcí por los cuatro costados de la tierra
que ahora era un camposanto.
-¡Aquí yace Filomena, compañera y amiga fiel! –
dije - ¡Ahora, cloquearás por los ramales del cielo! ¡Allá
va, abuelito Genaro – proseguí mirando a las alturas -
¡Ahora te toca cuidarla a ti! ¡Pronto nos veremos! -
pronuncié las palabras encerrando el deseo de que mis
frases fueran ciertas. Ese “pronto nos veremos” me salió
del alma, considerando el hecho de que en lugar de los
cielos, las circunstancias me estaban enrumbando en la
dirección contraria. Si no me salvaba de esta, muy
probablemente no volvería a ver ni a mi abuelito ni a
Filomena.
Luego de la sencilla ceremonia regresamos a La
Borrascosa arrastrando los pasos con una imborrable
sensación de vacío.
17
LA PROPUESTA DE ELIAS FARFAN
Después del sepelio, lejos de las miradas y los
oídos indiscretos de los habitantes de la casa, nos
reunimos al fondo del patio posterior. Un halo de tristeza
se reflejaba en nuestros rostros cansados. El improvisado
encuentro tenía por objeto esbozar la más creíble de las
excusas que me permitiera ausentarme, a esas altas horas
de la noche, de la mansión para llegarme hasta el Gran
Prince, y hacerle entrega al Mago del mítico libro. Tres
días habían transcurrido, y con ellos, se iban, diluidas, las
últimas esperanzas de mi supervivencia. Debía
encontrarme con el Mago. Por mucha antipatía que mi
presencia le inspirara, estaba segura que seguiría al pie de
la letra las indicaciones de su padre. Americus había
dicho que el Libro me revelaría sus secretos, pero, o yo
estaba sorda, o el Libro estaba mudo, porque pasaban las
horas y yo no percibía ni el más leve susurro de un
secreto. Y de los guardianes, tampoco había tenido la más
mínima evidencia de su existencia.
La hora de la cena llegó y los desaforados gritos de
Ño Josefina, parada en la puerta trasera que daba al patio,
con las manos mojadas estrujando su almidonado delantal,
nos llamaron desde la cocina, por lo que tuvimos que
interrumpir nuestro coloquio conspiratorio. De todas
formas, el hambre ya había empezado a obnubilarnos el
entendimiento, ratificando lo expresado en el dicho que
dice, “Barriga llena, corazón contento”. Es mi humilde
pensar que este axioma debería modificarse a “Barriga
llena, claridad de pensamiento”.
Arribando al comedor, la mulata arrancó a tararear,
junto con la negrita Salomé, una melancólica melodía
sureña que tornó mi carne de gallina, como si una extraña
premonición alargara su ominosa sombra hasta el presente
para enturbiar mis últimos días de felicidad sobre estas
tierras. Ellas, ignoradas de la conmoción que en mí
produjo su musicalidad, continuaron acomodando los
platos sobre la ornamentada mesa al son de los nostálgicos
acordes. A mis espaldas, pude escuchar la voz de Mariana
repitiendo a modo de súplica:
-¡Que no sea avena¡ Que no sea avena¡ Por
favorcito....
Al entrar se le iluminaron los ojos: una bandeja de
panecillos recién horneados reposaba plácidamente sobre
la mesa, despidiendo un agradable aroma de miel y canela
que hacía agua la boca, unas rebanadas de queso amarillo
y rosadas lonjas de jamón descansaban sobre cada plato,
una refrescante jarra de jugo de naranja californianas
completaban la suculenta cena. Nos abalanzamos sin
recato sobre las escudillas servidas y comenzamos a
devorar la variedad de exquisiteces. Unas tartaletas de
crema y fresas nos fueron servidas como postre.
-Ño Josefina, a qué se debe esta comida tan
especial? –preguntó Mariana recelosa con un grueso
bigote de leche sobre los labios y masticando aún los
restos de un ponqué.
La mulata la miró indecisa como tratando de
decidir si debía revelar lo que le había informado
Gertrudis. Este estado dubitativo apenas duró unos
segundos, no le agradaban las injusticias y pensó que lo
mejor para nosotras era que supiéramos cuanto antes la
verdad, enseguida dijo:
-Esta noche tendremos la visitación del Prefecto
Farfán en la mansión. La Sra. Gertrudis giró instrucciones
para que estuvieran bien alimentadas y vestidas, a las
nueve en punto.
Miré el reloj, iban a ser las siete. Lo último que
quería esa noche era recibir visitas, y menos cuando
pensaba escabullirme para encontrarme con Leonardo.
-Pero que tiene que ver ese señor con nosotras? -
pregunté.
La mulata pensó por un momento su respuesta,
fuertes sospechas tenía de lo que estaba planeando su
señora, pero hasta no tener la confirmación, no quería
trastornar nuestra existencia con simples conjeturas.
-No lo sé, la Sra. Gertrudis y Leticia las están
esperando en el estudio para hablar con ustedes con más
detalles.
Me levanté de la mesa sin terminar el postre. Esta
repentina amabilidad de la que estábamos siendo objeto
era sumamente inusual y extemporánea. Nunca, en los
pasados seis meses, había tenido Gertrudis un gesto
cordial o una palabra cariñosa para nosotras. Todo lo
contrario, no paraba de recriminarnos y repetirnos que
éramos una carga, que éramos una abominación, que los
gastos de nuestra manutención eran exorbitantes y que
había tenido que recurrir a préstamos bancarios para
compensar el déficit. Lo cierto era que ella, lejos de
destacarse por sus habilidades como administradora, sí
descollaba por sus habilidades como derrochadora
compulsiva, al igual que Leticia, por lo que la salud
financiera de la familia, se veía seriamente afectada a
intervalos regulares, llegando al extremo de no tener con
que pagar los salarios del escaso personal doméstico que
aún había en la casa.
Las reuniones en la sala o en el estudio de La
Borrascosa no gozaban de muy buena fama en nuestro
círculo fraternal. Cada vez que éramos llamadas por
Gertrudis era para reclamar algo, despojarnos de algo u
obligarnos a algo. Sin embargo, no teniendo opción para
otro proceder, nos dirigimos, como corderitos arreados, al
estudio donde una muy amable Gertrudis nos invitó a
entrar y a tomar asiento.
La mujer era un dechado de nervios. Esta aguda
observación me fue develada por la extraña agitación de
sus manos, la expresión alejada y ambivalente de su
semblante y los pasos indecisos que golpeteaban el piso
con rudeza. Recorría la habitación como cazando las
palabras, para comenzar con buen tino su exposición. La
mirábamos extrañadas, preguntándonos que era eso tan
importante que requería tal esfuerzo de su concentración.
Caminó unos pasos más, luego se sentó detrás del
escritorio caoba, que había traído el abuelo de uno de sus
tantos viajes a Europa.
Al fin, viendo que ya no podía continuar
reteniendo las palabras, dijo:
- ¡Hay un asunto muy importante que quiero
discutir con ustedes! Un asunto tan crucial que cambiara el
destino de esta familia - al decir esto se alzó del escritorio
y fue hasta la ventana que se encontraba al otro extremo,
provocando un sonido hueco cada vez que el bastón
chocaba contra el crujiente piso de madera. Se ajustó sus
anteojos y prosiguió:
-En la noche de hoy vendrá una eminencia a visitar
nuestra humilde morada.
Después, sin esperar reacción de nuestra parte, lo
soltó:
-El Prefecto Farfán ha manifestado su intención de
pedir la mano de Beatrice en matrimonio.
El impacto de la noticia demoró unos minutos en
ser procesado por nuestros ingenuos e incrédulos cerebros.
En principio, creí no entender bien el significado de la
sentencia expresada por la boca malsana; ¿Matrimonio
había dicho? ¿Pudiera ser que el eco encerrado en las
sólidas paredes hubiera tergiversado sus palabras, y yo,
víctima de una alucinación auditiva, confundiera los
vocablos pronunciados por los calumniadores labios?
Después pensé que se trataba de una broma de mal
gusto, pero el rostro severo y la mirada aciaga de la
anciana contradecían mi suposición. La mujer permanecía
inamovible al lado de la ventana. Al comprobar la seriedad
del enunciado estallé:
-¿Qué? – grité - ¿Se ha vuelto loca? Beatrice no
tiene por qué casarse con nadie. Y si algún día lo hace,
será por amor y no por ajustarse a sus intereses
mezquinos! Además, pronto nos iremos de aquí y no
tendremos que soportar más sus necedades!
Beatrice, contraria a su temperamento, se había
quedado sin habla, su tez generalmente blanca se había
tornado escarlata, con los rubores de la ira agolpándose en
sus mejillas. De todas las noticias que había esperado
escuchar, la idea de su matrimonio era lo último que
hubiera podido imaginar en las presentes circunstancias.
Mariana también estaba estupefacta con la expresión
congelada de una estatua de museo. Por mi parte, no iba a
tolerar que se dispusiera del destino de mi hermana como
si de una pieza de un ajedrez se tratara, con Gertrudis a
cargo de las jugadas, acomodando a sus peones sobre el
tablero de la vida, a su mejor conveniencia.
La vieja se escudó tras la actitud demoledora
propia de los dictadores cuando un brote de
insubordinación surge entre sus filas. Grito, amenazó y en
un arranque de locura, hasta alzó el bastón hasta las alturas
como último recurso de amedrentamiento.
-¡Basta! No toleraré esta clase de comportamiento
en mi propia casa. En dos días tú te irás, pero en cuanto a
tus hermanas se refiere, permanecerán a mi cuidado hasta
que cumplan la mayoría de edad, ya que aún seguiré
siendo su tutora, y me encargaré de que cuando te vayas,
jamás vuelvas a verlas durante el tiempo que estén bajo mi
cuidado! - gritó la anciana.
Una rabia ciega pareció apoderarse de todos mis
sentidos. Habíamos soportado toda clase de vejámenes y
maltratos, pero éste era el colmo de los colmos. ¡Arreglar
el matrimonio de mi hermana para ajustarse a sus intereses
mezquinos! Si tanto anhelaba el dinero de Farfán, por qué
no se casaba Leticia? ¿O la propia Gertrudis? Así se lo
grité a la cara, junto a otra sarta de verdades que habían
estado contenidas por la prudencia en algún rincón lejano
de mi mente, esperando nada más el momento para aflorar
y descargar la embestida.
-Yo no toleraré que vendas a mis hermanas por tu
ambición desmedida ¡Ellas se irán conmigo!
-Son menores de edad, querida, y tú no eres su
tutora! Sin mi permiso no podrás verlas siquiera.
-Jamás permitiré ese matrimonio, ¿me entiendes?
¡Jamás!
Beatrice comenzó a reír histéricamente, y tanto,
que Gertrudis y yo volteamos intrigadas, ignorantes de la
razón de semejante conducta. Tan animosa y entusiasta era
la risa que enseguida contagió a Mariana.
Después al borde del sofoco, pronunció como
pudo estas palabras:
-Disculpen – más carcajadas - pero es muy chistoso
observar cómo se pelean como perros y gatos por un
asunto en el que no tienen ni voz ni voto!
En ese instante, la voz de Leticia retumbó en la
habitación. Se hallaba sentada en otra butaca al amparo de
la penumbra, razón por la cual no la vimos cuando
entramos. Había permanecido oculta, como las ratas, y
solo ahora se mostraba desperdigando sentencias
venenosas por su boca:
-Tú no tienes derecho a hablarle así a mi abuela
después de todo lo que ha hecho por ti y tus hermanas,
huérfanas y mendigas!
Lo de huérfana se lo hubiera perdonado, era un
hecho irrefutable el que carecíamos de padres, lo cual nos
hacía huérfanas en el sentido más estricto de la palabra,
pero mendigas? ¡Eso si que no podría perdonarlo! sobre
todo cuando nuestro patrimonio era precisamente el que
estaba sosteniendo a la familia, precisamente el que
estaban ellas derrochando y precisamente el que nos
estaban robando! ¡Mendigas ellas!
-Y qué ha hecho Gertrudis, ah? ah? Zumbarnos en
un sótano maloliente donde ni siquiera las cucarachas se
atreven a entrar? Alimentarnos con las sobras de su mesa?
Darnos los harapos que tú ya no quieres usar? Es por eso
que debo estar agradecida, ah? Nunca, óyelo bien, nunca
dejaré que mi hermana se case con ese infeliz ¡ ¡Y
mendigas son ustedes!
Estaba alterada y había comenzado a hablar a
gritos. Gertrudis se había quedado impávida, seguramente
ofendida por el soez adjetivo que le había endilgado. Una
vena de su frente parecía titilar y una densa tonalidad
purpura comenzó a aflorar en la superficie rabiosa de su
rostro. En un improvisado ataque de furia, Leticia se
abalanzó sobre mí. Comenzamos a rodar por el duro piso
de la habitación, jalaba mis cabellos y en represalia
comencé a jalar los suyos, un puñado de ellos quedó en mi
mano, los solté y continué adhiriéndome hasta que le
arranqué otro puñado. Ante la impotencia, Leticia
concentró sus ataques en mis brazos, que era la única parte
del cuerpo que tenia descubierta, y comenzó a arañarlo
con destreza felina. De su boca salían los más chabacanos
improperios que no lograba terminar ya que se los
entrecortaba a la fuerza con mis golpes. ¡Qué vigor y
resistencia el de Leticia! ¡Qué calidad de arañazos y
golpetazos, los suyos! ¡Ah! ¡Pero yo tenía más vigor y
mucho más resistencia! ¡Y la calidad de mis arañazos
superaba con creces los de ella! A punta de vivir con dos
hermanas, se me había afinado el pendenciero arte, común
a todas las hermandades, de terminar las discusiones a
fuerza de empinados puñetazos, propinando los golpes en
los sitios que mejor corresponden, en defensa del honor,
las propiedades o las hermanas. Y de no ser por la
desafortunada intervención de Gertrudis, yo hubiera
resultado victoriosa por amplio margen y la derrota de
Leticia hubiera sido mucho más aplastante y deshonrosa.
Mientras mantenía a la muchacha inmovilizada,
ella de boca al suelo, yo con el rigor de todo mi peso
sentado sobre su espalda, sosteniendo sus manos enlazadas
a la altura del coxis, observé su boca y sus greñas
ensangrentadas. Mientras contemplaba con temor el
resultado de mi obra, un dolor agudo me atravesó por un
costado, como si una daga se me hubiera incrustado entre
las carnes. Alcé la vista y encontré la mirada furiosa de mi
tutora con el bastón empuñado, atizando mis costillas.
Mis hermanas hicieron el intento de auxiliarme
pero enseguida alzó la rutilante arma contra ellas. Me
levanté como pude, liberando a la maltrecha Leticia quien
se incorporó llorosa procurando refugio detrás del
escritorio y en busca de un espejo para calibrar el daño. De
frente a Gertrudis, me interpuse en el trayecto entre el
bastón y mis hermanas. Sentí nuevamente el crujido del
báculo estrellarse contra mi antebrazo y en un ataque de
furia desmesurado continuó golpeándome hasta que ya no
sentí nada. Un leve sopor me fue invadiendo mientras
escuchaba a lo lejos los gritos de angustia de Beatrice y de
Mariana. Después no escuché nada.
Mucho después me enteré de lo acontecido en
aquella sala. Beatrice había accedido a ver al Prefecto
Farfán, siempre y cuando me trasladaran a una de las
habitaciones y recibiera atención médica. Gertrudis, mujer
hábil y calculadora, estuvo de acuerdo y enseguida se
comunicó con el médico de cabecera, el Dr. Asdrúbal, e
indicó que en pocos minutos estaría en la residencia.
Mientras esto ocurría, muy lejos, en su despacho,
Elías Farfán diseñaba la estrategia para acercarse a
Beatrice. Necesitaba una esposa vistosa que lo
representara en las reuniones sociales a las que asistía
frecuentemente. Despegando como estaba su carrera
política, le convenía divulgar la imagen de hombre
honesto y responsable, manchada últimamente por algunos
comentarios malsanos de personas opuestas a su mandato
y que se habían dado a la tarea de indagar con rebozadas
mañas las interioridades de sus negocios. Su finada esposa
no le había dado hijos y le repugnaba la idea de dejar este
mundo sin herederos que continuaran que continuaran su
obra reformadora. Beatrice reunía todos los requisitos
para cumplir el rol de esposa de un prefecto, era hermosa,
de inteligencia moderada y educación aceptable. Ya había
pedido audiencia con Gertrudis para hacerle la proposición
matrimonial a su pupila y ésta no había mostrado señales
de alarma, todo lo contrario, lo había tratado cortésmente
y le había extendió una invitación para tomar un trago con
ellas esa noche.
Miró el reloj. Era temprano. Tenía tiempo
suficiente para comer y pasar por su casa a cambiarse
antes del encuentro.
A las nueve en punto de la noche, justo al
momento en que el Dr. Asdrúbal dejaba la residencia, se
halló tocando las puertas de La Borrascosa. Beatrice y
Mariana se hallaban más tranquilas después de que el
médico les aseguró que su hermana se repondría. Esta
última y la negrita Salomé, asomadas a la ventana,
trataban de atisbar al pretendiente al momento de su
llegada. Muy sorprendidas quedaron al ver la regordeta
figura del prefecto, con la media luna por calva, vestido
con su guayabera dominguera y un pantalón de ancha
bota, bajarse del vehículo oficial que aparcó
peligrosamente cerca del huerto del jardín. Al entrar a la
sala, un aroma a colonia costosa inundó todo el lugar.
Beatrice estaba sentada en una de las butacas de la sala y
Gertrudis le señaló el espacio donde debía sentarse el
Prefecto.
-Tome asiento por favor, señor Farfán – indicó.
Este se acomodó en el sofá cerca de la muchacha
que hasta el momento no había abierto la boca para nada.
Hojeaba un libro como al descuido y apenas si levantó la
mirada cuando él entró. Farfán confiaba en que la abuela
la habría puesto sobre aviso sobre el motivo de su visita
para evitarle el bochorno de una respuesta negativa a su
proposición. Trató de captar alguna señal en su rostro que
le indicara algún indicio de lo que sería su respuesta, pero
su cara angelical solo reflejaba una tranquilidad
abrumadora y una expresión glacial que hizo temer a
Farfán que quizá su propuesta no fuera bien recibida.
Gertrudis, ajeno a lo esperado, mencionó que los dejaría
solos para que conversaran mientras terminaba en la
cocina los últimos toques de la bollería que acompañaría a
los tragos. ¡Cómo si alguna vez hubiera cocinado!
Ya solos, el caballero tomó la palabra.
-Beatrice -comenzó- confío en que conoces los
motivos de mi visita - hizo una pausa.
La muchacha asintió con la cabeza, al tiempo que
cerraba el libro y lo colocaba sobre una robusta mesita que
acompañaba al sofá, dedicándole toda su atención,
colocando, modosa, sus dos manos cruzadas sobre su
regazo. Farfán daba muestras de un intenso nerviosismo,
nerviosísimo, acomodaba el nudo de la franja de su
corbata, se alisaba el bigote, con un fino pañuelo de seda
se aclaraba las gotas del sudor que brotaban por su frente,
recorrían sus mejillas hasta parar, enredadas, en los
delgados hilos del bigote. Finalmente tuvo la seguridad
suficiente para hablar. Prefirió ir directamente al grano:
-Vengo a hacerte una proposición de matrimonio.
Aunque no nos conocemos de trato, tengo la certeza de
que esta unión será beneficiosa para ambos. Mi posición
financiera es estable. Todo habitante de San André puede
dar fe de este hecho. Tengo cuentas en el exterior, así
como propiedades y bienes que te proporcionaran la clase
de vida y lujos que mereces. Puedo alejarte de esta vida
de campesina que llevas.
Beatrice escuchaba pensativa, haciendo uno que
otro comentario para dar a entender a su interlocutor que
estaba interesada. Mariana y la negrita Salomé
permanecían escondidas, apilonadas tras la puerta del
estudio tratando de rescatar las palabras del caballero que
les llegaban mutiladas, incompletas. El prefecto continuó
hablando de los beneficios que disfrutaría si captaba
postularse como la futura señora Farfán.
-Por supuesto, de aceptar la propuesta mis
abogados prepararían los documentos del arreglo
prenupcial, después de todo no tienes bienes que aportar al
matrimonio.
Beatrice abanicó sus sensuales pestañas viendo la
oportunidad de poner las cosas en claro:
-Creo que ha sido mal informado. ¿Bienes
tangibles, dice? No, no los tengo en este momento, pero sí
los poseo y en abundancia, y estarán en mi poder tan
pronto tenga la mayoría de edad. Pero acaso ¿No es mi
belleza un valor intangible? Usted ofrece bienes pero
ciertamente no belleza, yo ofrezco belleza y los bienes de
mi herencia familiar. Yo diría que estaríamos a mano, ¿no
cree? Usted no me conoce, por lo tanto es imposible que
pueda estar enamorado de mí. Es el exterior lo que le atrae
y este exterior le puede atraer a usted muchos beneficios.
Don Elías permaneció callado. Quizá había
subestimado la inteligencia de la muchacha. Muy estúpido
se sentía ahora de haber considerado la propuesta del
arreglo prenupcial, habida cuenta de que la joven era tan
encantadora que su sola presencia sería compensación más
que suficiente por el aporte de sus bienes. La muchacha
continuó hablando:
-Yo, diría que estaría aportando al matrimonio
valores y destrezas equivalentes al monto de sus
propiedades, por lo tanto no aceptaré jamás una propuesta
que implique un arreglo pre-matrimonial, ¿me entendió? –
prosiguió firme.
-Si, entendí perfectamente – replicó el prefecto.
-Piénselo bien, - recalcó la muchacha - Olvidaré la
conversación que acabamos de tener y si en un mes aún
quiere casarse conmigo, vuelva a hacer su propuesta,
respetando mis términos, claro está.
Farfán afinó su bigote. La citadina lo había puesto
en su sitio. Había quedado demostrado que la muchacha
no era ninguna tonta, le había mostrado las uñas, y él,
rasguñado y amonestado, había quedado prendado de este
rasgo de la personalidad de Beatrice. Mucho más
convencido de que era la mujer adecuada, decidió esperar
el plazo indicado y volver en un mes con su propuesta.
Insistir en el asunto en los actuales momentos, se hubiera
visto como una muestra de desesperación.
-Muy bien. Así será. En un mes hablaremos.
En ese momento, entró Gertrudis trayendo los
bollos y los tragos que bebieron apaciblemente. El resto de
la noche transcurrió con aburridas conversaciones sobre
temas triviales. Dos horas después se marchó el Prefecto y
al retirarse Gertrudis, Mariana y la negrita salieron
apresuradamente para encontrarse con Beatrice a solas.
-¡Pero que hombre más horrible, Beatrice! –
murmuró Mariana con desparpajo - Me imagino que no
estarás pensando seriamente en casarte, ¿verdad?
La expresión enigmática de Beatrice parecía
expresar muchas cosas, sin embargo no dijo mucho:
-No lo sé – fue toda su respuesta - ¡Si así está
escrito, que sea! - señaló dando media vuelta y
perdiéndose al fondo del corredor.
18
LA APARICION DE ZOROASTRO
Desperté con la amarga impresión de estar
siendo observada. Me hallé sola, en una vasta habitación
amoblada con piezas antiguas, sobre una dura cama de
grandes columnas de cuyas alturas descendía un vaporoso
mosquitero blanco. Debía tratarse de una de las alcobas
del tercer piso, a la cual la servidumbre no tenía acceso ya
que estaba cubierta de polvo por todas partes. Algunas
piezas del mobiliario estaban reguardadas bajo sábanas
teñidas con los colores del abandono. Quise moverme pero
el dolor me hizo palidecer. A mis espaldas, una herida
punzante mermaba un líquido acuoso que debía ser sangre
y corría pegándose a mis ropas. Mis brazos reflejaban los
hilos rojizos de las uñas de Leticia, arañados, ardían como
si dos candentes hierros estuvieran fundiéndose con mi
piel. Con sumo cuidado, me senté en la orilla de la cama.
Esperé a que se me pasara el ligero mareo que me invadió
al incorporarme. Al rato, me levanté y caminé tambaleante
hasta la puerta. Quise abrirla, pero estaba cerrada. Un
ruido semejante al un suave aleteo de un ave me alertó. No
estaba sola. Me volteé y levanté la vista. El silencio
reinaba otra vez. Paseé la mirada por la habitación, las
arrugadas sábanas seguían cubriendo algunos muebles y
las piezas que estaban descubiertas seguían conservando
su población de polvo y tierra. Pero, afinando un poco la
vista, en una de las esquinas, cobijado por las sombras,
distinguí la figura de un hombre cubierto con una extraña
túnica oscura que me observaba. No tenía cabellos y la
oscuridad me impedía ver sus facciones. Solo vi el esbozo
de un rostro indefinido. A quien sí reconocí fue a
Frozenblack, que se hallaba en el quicio de la ventana
ronroneando y atisbándome.
Di un paso atrás y me atajó la puerta. Armándome
de valor pude preguntar:
-¿Quién es usted? – El miedo tomó el lugar del
dolor. La aparición dejó la esquina y deslizándose
subrepticiamente en mi dirección, se plantó a mi lado. Su
aliento gélido me alcanzó al tiempo que respondía:
-Mi nombre es Zoroastro y me imagino que los
magos con los que andas ya deben haberte puesto sobre
aviso de quién soy. ¡Harías bien en aprender mi nombre ya
que pronto estarás en mi reino! - trató de tomar mi mano
pero con un rápido movimiento pude apartarme. Corrí
para alejarme de él y me oculté detrás de un biombo.
Saqué ligeramente la cabeza para ver si me había seguido.
En la distancia miré nuevamente aquella cara inexpresiva:
el lugar donde debían estar sus ojos lo ocupaban dos
grandes agujeros negros que parecían extenderse hasta el
infinito; sus manos eran rugosas y huesudas como las de
una calavera andante. Se acercó y se quedó largamente a
observarme con la satisfacción de quien revisa un regalo
largamente prometido y cuando ya empezaba a tener la
certeza de que me llevaría, se esfumó.
Un ruido retumbante me sacó de mis cavilaciones,
después me di cuenta de que era mi propio corazón el que
mandaba las insistentes palpitaciones. Con un suspiro de
alivio aflojé la tensión de mis articulaciones.
¡Debo salir de aquí! – pensé - ¡Debo ayudar a
Beatrice!
Sin embargo, el dolor volvió a recuperar mi cuerpo
y la sensación de estar cayendo en un oscuro hoyo, me
embargó. Luego, me desmayé.
Cuando recuperé la visión, me hallé en una
habitación muy elegante. Era de mañana porque el sol
resplandecía a través de las difusas y vaporosas cortinas,
que se apartaban, pudorosas, para dejar paso a las doradas
bandas. Giré la cabeza y comencé a detallar los objetos
que me rodeaban. Las paredes blancas sostenían elegantes
pinturas de paisajes campestres que invitaban a la
relajación y al descanso. La cama, amplia, estaba rebozada
de blancos almohadones y un pesado e imponente edredón
moteado en rosa cubría buena parte de mi cuerpo. El dolor
se había ido.
Dos golpes secos me indicaron que alguien estaba
tocando la puerta. Esta se abrió y entró Leonardo, quien
después de saludarme con extrema sutileza, me informó
que me encontraba en el Gran Prince. Se acercó. Vi sus
ojos y el corazón me mandó señales de alerta. ¡Qué
extraña fragilidad asalta al corazón dolido, que desnudo de
toda falsedad corre a refugiarse tras la máscara banal de la
indiferencia, herido por la inclemencia de un amor no
correspondido! Y fue esa indiferencia la que me permitió
permanecer incólume ante su cercanía. Se aproximó y me
tomó el pulso. Sus ojos preocupados se elevaron hasta la
altura de mi frente y allí colocó su mano para tantear mi
temperatura. Sus ojos me aturdían como un flameante mar
de verano, como los colores de un ocaso fundido a los
tonos purpúreos de un horizonte agonizante. Mientras me
auscultaba, pude ver la línea definida de su perfil, y mi
mirada, se alzó indiscreta escudriñando los rasgos de ese
rostro perfecto que despertaba mi fascinación. Sentí el
ritmo calmo de su respiración, cálida y serena, como una
suave brisa de otoño que revoloteaba en mis cabellos
insuflándome un extraño sentimiento. Sus manos suaves,
como la textura de un terciopelo, acariciaron mis mejillas
en un gesto compasivo.
¿Quién, además de mi, habrá notado ese aire de
tristeza, esa desolación que aflora en tus ojos pensativos y
de la que nadie parecía percatarse? ¿Quién, además de mi,
podrá descifrar los mensajes confusos de tu alma y leer
entre líneas el ruego silencioso del amor? Yo sí puedo
leerte, Leonardo, yo sí puedo saber, mucho antes que tú
mismo, los anhelos sagrados de tu corazón, pero, ¡Ay de
mi!, ¡pobre desdicha!, porque así como te leo, reconozco
que no soy la elegida de tus ojos. Y si algo de satisfacción
cobija mi alma, es el reconocimiento de que tampoco
Duprima ocupa ese espacio sagrado en tus sentimientos. Si
nos hubiésemos conocido en otras circunstancias,
¿mostrarías el mismo trato iracundo que me dispensas? o
por el contrario me tratarías con la cordialidad y la
camaradería afable reservada para unos pocos amigos.
Finalmente hablé para salir del encantamiento:
-Debo volver a La Borrascosa. Mis hermanas están
allá – imploré – ¡Además conseguí el libro! ¡Debo ir por
él!
Leonardo me retuvo, con un gran acto de
voluntad, logré el control de mis emociones.
-Tus hermanas están afuera, junto al ama de
llaves y tu Genio. Las haré pasar para que puedan verte ya
que han estado bastante alteradas por lo que sucedió.
Trajeron el libro. Luego hablaremos del incidente.
Ya de salida, se detuvo y volviéndose comentó:
-Mi comportamiento ha sido censurable y espero
que puedas alguna vez perdonarme. Lo que ocurrió no
debió haber pasado – pude apreciar en el tono de su voz la
sinceridad de sus palabras.
Con una sonrisa le indiqué que todo estaría bien. Si
fueran precisos mil perdones, mil perdones tendría, solo
por el placer de escuchar nuevamente las frases florecidas
con tan agradables tonos.
19
LA REVUELTA
“Las Llaves del Reino” era un libro muy preciado
en el mundo mágico. Sus guardianes estaban
compungidos porque el Libro había desaparecido durante
la noche. Atrapados en las profundidades de un sótano
frío y lúgubre, no sabían por donde comenzar a buscarlo y
era imperativo que lo localizaran cuanto antes. Durante
siglos habían protegido los tomos sagrados de la
Cofradía Alejandrina y jamás en todo ese tiempo habían
perdido alguno.
-¡Debemos salir de este sitio! – dijo Cirila con su
voz sutil.
–¡Siento confirmar que no te falta razón! Tengo la
seguridad de que se lo llevó la joven, pero ni siquiera
sabemos a dónde pudo haber ido – rezongó Petrarco -
Siempre hemos trabajado con magos, no entiendo por qué
esta vez tenía que ser diferente – dijo encogiéndose de
hombros – Esa joven no tiene la más mínima idea de lo
que significa ser la portadora del Libro y llevárselo así al
mundo exterior sin sus guardianes. Muy mala idea ¡ Qué
muchacha tan insensata!¡Muy mala idea!
–No hables así de la dama – declaró Drefno - no
es correcto. Además, no fue ella quien se llevó el Libro.
Fue el otro hombrecito de modales estrafalarios.
–¿No es correcto? – repitió remedando el duende -
Lo que no es correcto es que se haya llevado el Libro sin
nosotros. Ya basta de tanta cursilería y pongámonos a
trabajar. Somos los guardianes del tomo y una muchacha
sin experiencia, que no sabe nada de magia, lo robó sin
que nos diéramos cuenta. ¿Cómo pudo ser eso posible? Ni
los trolls, ni los gnomos, ni las gorgonas, ni las arpías han
sido capaces de arrebatarnos un libro y esta vez ni nos
dimos cuenta cuando lo sustrajeron –dijo rascándose la
barriga.
-Ya te dije que fue el hombrecillo. Fue un evento
desafortunado – declamó el elfo - no obstante de fácil
solución.
-No obstante de fácil solución –continuó
remedando el otro.
Mientras el duende y el elfo discutían, Cirila
había avanzado hacia la escalera que daba al corredor.
Dado su tamaño considerablemente pequeño pudo
deslizarse por la ranura que había entre la puerta y el
piso sin dificultad, y desde allí comenzó a llamar a sus
compañeros para que se unieran a su hazaña. Petrarco y
Drefno dejaron de discutir y caminaron sin problema
hasta el umbral, donde se hizo evidente que la
protuberante barriga del duende sería un obstáculo
para su paso hacia el otro lado.
Comenzó acostándose boca arriba, mientras
Drefno hacía presión sobre su panza y lo empujaba por el
reducido espacio, al tiempo que Cirila lo jalaba del brazo
del otro lado. Al tiempo se dieron cuenta de que este
método no iba a funcionar. Trataron entonces de pasar a
Petrarco de lado, pero la amplia espalda chocaba con la
orilla del portón, haciendo infructuosos todos sus intentos.
-Suficiente – gritó el duende gruñón – estoy
cansado de tanto manoseo - dijo levantándose y
sacándose el polvo que se había instalado en sus
estrafalarias ropas. Se sentó en el último escalón de la
escalerilla, con los codos sobre las rodillas y las manos
sosteniéndole la quijada.
-Tengo el presentimiento que este trabajo va a ser
muy complicado. No entiendo por qué el custodio no es un
Mago. Lo primero que hubiera hecho un Mago sería
buscar a sus guardianes. Esta muchacha no tiene la más
mínima idea de lo que está sucediendo.
-No seas impertinente Petrarco – protestó Drefno
ya molesto – nuestro trabajo no es cuestionar las
decisiones del Libro, sino cuidar su integridad, cosa en lo
que hasta ahora, hemos fallado.
-Recuerdas la última misión que tuvimos en Berlín,
plaza Bebelplatza- 10 de mayo de 1933, el holocausto de
libros más grande de la historia, logramos salvarlo
minutos antes que comenzara la quema.
-¿Cómo olvidarlo? Jamás había visto una hoguera
más grande, salvo en la quema de libros de Alejandría.
Esta misión no será la excepción. Tendremos éxito! –
declaró Drefno- Por lo pronto debemos pensar en cómo
salir de aquí.
-Pensemos lo impensable, compañeros de
infortunio – declaró Petrarco.
-Cirila, ya que estás afuera trata de averiguar si el
Libro continúa en la casa –sugirió Drefno - nosotros
trataremos de encontrar una ventana o resquicio que nos
permita salir de aquí. Te encontraremos arriba.
Después de un largo rato de indagaciones,
Petrarco y Drefno pudieron escabullirse por una pequeña
grieta expuesta en una de las paredes externas del sótano.
El orificio apenas perceptible fue vislumbrado en el
momento en que un roedor escapaba por la cavidad
hacia el patio. Ya en el exterior, Petrarco sacudió el polvo
de sus ropas, quejándose de las penurias y sinsabores que
suponía trabajar con humanos.
- Debemos idear un plan – decía - Debemos pensar
lo impensable!
-No pienses lo impensable! Corre! –gritaba
Drefno al momento que señalaba a un inmenso gato negro
que se dirigía directamente hacia ellos con actitud
terriblemente agresiva. El elfo corrió a gran velocidad
pero la protuberante barriga del duende sacudiéndose
rítmicamente de este a oeste retenía sus pasos haciéndolo
presa fácil del insistente felino. Solo a último momento
logró resguardarse en uno de los sillones del porche;
donde imposibilitado de pronunciar palabra hacía
esfuerzos sobrenaturales para recuperar el aliento.
-Cómo pudiste dejarme? – repetía Petrarco - Pude
haber muerto!
-No seas melodramático. Los duendes no mueren
así!
-Tampoco los elfos y eso no te impidió correr! –
dijo el duende.
Cirila apareció en la puerta de la casa.
-Vamos, vengan! – susurró - Aún no he revisado
las habitaciones de la parte alta pero en la planta baja no
hay nada.
Todos entraron y se dirigieron al piso superior.
-Esta casa es horrible –dijo Petrarco – y pensar
que en estos momentos podría estar asoleando mis
calzones en Francia?
En el combate eterno entre el bien y el mal, Doña
Tula era un acérrimo contrincante. Más aún cuando las
señales del advenimiento del próximo apocalipsis estaban
surgiendo, a diestra y siniestra, por las empolvadas calles
de San André. Estaba convencidísima de que esta
hecatombe había comenzado con la llegada de las
muchachas de Gertrudis. Después vino todo lo demás: las
calabazas, los camellos, los gatos, los visitantes
estrafalarios, los hechiceros, todos, entes del mal en busca
de las inocentes almas de los desprevenidos habitantes del
valle. A su entender, el Padre Tobías no estaba siendo lo
suficientemente enérgico en su lucha contra estas
calamidades. Hacía ya tiempo que sus negrísimos ojos
habían notado el inusual movimiento de los visitantes que
se albergaban en el Gran Prince. El día anterior, por
ejemplo, a las doce y dieciséis se registró un hechicero,
joven y sin equipaje, y decíale hechicero, porque a
tempranas horas de la mañana lo había sorprendido en
compañía de las hermanas Montero en la residencia de la
Hechicera Zarnia, en la hora en que Tula acostumbraba
caminar por las profundidades del bosque en busca de
hongos comestibles. A las dos, a las cuatro y a las seis de
la tarde, se había visto a El Verdugo merodeando por la
zona. Y más tarde aún, las muchachas de Gertrudis
entraron también en el hotel, sin reparo alguno de lo que
este acto podría hacer a su ya maltrecha reputación, a
sabiendas de que las señoritas decentes no deambulan al
amparo de la noche, en lugares tan desprestigiados como
ese. ¡Vaya Dios a saber qué estarían inventando¡ Y así,
anegada en sus propias y profundas reflexiones
calamitosas, se quedó pensativa largo rato sobre el canasto
de la ropa sucia.
El ruido de unos pasos presidió la entrada de mis
hermanas a la habitación, donde me encontraba tendida
sobre un edredón de algodón. Alborozadas brincaron sobre
la cama y me abrazaron tan fuerte hasta dejarme al borde
de la sofocación. Ño Josefina, la negrita Salomé y Batam-
Al-Bur venían detrás y me saludaron tan afectuosamente
como mi delicada situación lo permitía. Después de
profesarnos mutuamente nuestros cariños, comenzamos
con las mutuas interrogaciones:
-Camila, estábamos tan preocupadas por ti – dijo
Beatrice situándose en la cabecera acariciando mi
indomable cabello – Gertrudis no tenía derecho a tratarte
como lo hizo¡ ¿Te sientes bien?
Mariana se sentó a mis pies y respondiendo a la
patética pregunta de mi hermana dijo:
-¿Cómo se va a sentir bien si está molida a palos?
Por mi parte estaba intrigadísima por saber cómo
había llegado allí y lo que había sucedido con el Libro-
Después de todo, era mi única esperanza de salvación.
-¿Qué pasó? ¿y el Libro?
-No te preocupes por el Libro, ¡El Genio lo
rescató! ¡Ya está en manos de Leonardo! - replicó
Beatrice.
-¿Cómo llegué hasta aquí? ¡No recuerdo nada¡
La aludida se preparó a responder, consciente de
que todas las miradas convergían en sobre ella. Ser el
centro de atracción era uno de sus mayores placeres y el
que más satisfacción le proveía. Comentar lo sucedido le
aseguraba algunos minutos de deferencia por parte de la
pequeña audiencia.
-Cuando estabas en el suelo dando vueltas con
Leticia – dijo gesticulando - la mochila se soltó y la
botella salió rodando hasta estrellarse en una de las patas
de la mesa Luis XV que está colocada pegada a la pared
de fondo. Batam salió disparado pero Gertrudis estaba tan
concentrada en ustedes que ni se dio cuenta de su
presencia. Al principio, el Genio se incorporó sorprendido
por lo que estaba sucediendo y no sabía qué hacer. Me
acerqué y le pedí que fuera por ayuda. Después de esto,
reaccionó y se enrumbó hacia la puerta!
Luego Mariana continuó:
-Y salió corriendo a buscar a Leonardo. Estaba tan
asustado que ni siquiera tomó la alfombra! Caminó por sus
propios medios hasta el pueblo, sin usar la magia siquiera!
Tuvo mucho valor ya que era muy entrada la noche y
todos los parajes estaban tan oscuros como la boca de un
lobo.
Le lancé una mirada agradecida y el muchacho
bajó los ojos con rubor. Se veía que no estaba
acostumbrado a recibir cumplidos.
-Cuando Gertrudis vio que yacías en el suelo, se
asustó mucho y Beatrice le exigió que te llevara a una de
las habitaciones y que te dispensaran asistencia médica.
Seguidamente, llamó al Dr. Asdrúbal pero cuando llegó
atendió primero a Leticia. A ti te llevaron a una de las
habitaciones superiores y fuiste atendida luego. Tan pronto
Gertrudis y Leticia se acostaron, subimos a buscarte pero
tú ya no estabas – dijo Mariana.
Luego expresó con su toque de romanticismo:
-Después supimos que Batam había encontrado a
Leonardo y él te rescató de ese antro, como un príncipe
rescata a su princesa – dijo llenando la habitación con más
suspiros.
Busqué a Leonardo con la vista, lo hallé atisbando
por la ventana, se había mantenido alejado para no
interrumpir la reunión familiar. Aliviada comprobé que no
había escuchado las últimas palabras de mi hermana, con
las insinuaciones románticas que nos estaba endilgando.
Esto me hubiera provocado un profundo ataque de
vergüenza, habida cuenta que desnudar los sentimientos
no correspondidos ante los ojos de personas extrañas, por
muy queridas que fueran, propiciaba la clase de
murmuraciones de las cuales había huido toda mi vida.
Un poco más relajada comencé a hacer memoria de
las últimas impresiones vividas en el cuarto abandonado.
-En esa habitación había un hombre – empecé a
relatarles - vestía una túnica negra y tenía la mirada más
siniestra que hubiera visto jamás; dijo que pronto estaría
con él. Era alto, su cabeza no tenía cabello, su tez era tan
blanca como la faz de la luna, y con los mismos cráteres.
Las manos que sobresalían debajo de su túnica semejaban
las garras de un halcón, o al menos así me pareció, aunque
esta visión pudo haber sido propiciada por el horror
extremo que sentí en ese momento. Se deslizaba más que
caminaba. Se llamó a si mismo Zoroastro. Frozenblack
también estaba en la habitación¡ ¡Ese estúpido gato
siempre esta pisándome los talones¡ ¡Con qué gusto le
daría ratones envenenados para que se quedara de una
buena vez en el mundo de los muertos¡
Leonardo se alejó de su sitio en la ventana,
intrigado por lo que acababa de escuchar. Para mis
adentros pensé que si había escuchado esto último, tal vez
había escuchado lo otro y, por caballerosidad, se había
hecho el desentendido. El rubor de la vergüenza comenzó
a mecerse en mis mejillas.
-¿Estás segura? – preguntó con tono de
preocupación, se había acercado y me hablaba de pie,
desde la baranda inferior, único espacio libre disponible
alrededor de la cama – ¿Dijo que su hombre era
Zoroastro?
-Así es – asentí con un leve movimiento de cabeza.
Todos contemplaban a Leonardo. Era evidente que estaba
intranquilo, seguramente sabía algo que no quería
compartir con nosotros y seguramente ese “algo” era
“algo” grave, malo o sin remedio. La persistencia de ese
pensamiento comenzó a sumarse a la larga lista de
mortificaciones que había irrumpido últimamente mi
existencia.
-¿Zoroastro? – dijo El Mago para sí, vacilante dio
unos pocos pasos hacia la puerta - Debo ponerme en
contacto con Americus. Zoroastro nunca realiza el trabajo
de sus demonios. El no hubiera aparecido si no se tratara
de algo verdaderamente importante. Además, es muy
inusual que lo hayas visto cuando aún los cinco días de
plazo no han pasado. Me ausentaré unos minutos, estaré
de vuelta lo antes posible - y diciendo esto salió de la
habitación.
El que Zoroastro me distinguiera con el honor de
su presencia no era algo que agradeciera en modo alguno.
Todo lo contario, hacía más engorrosa la incertidumbre de
los días venideros.
Ño Josefina aprovechó que mis hermanas habían
despejado un poco el espacio para sentarse en la orilla de
la cama y ésta se hundió significativamente por su peso, a
su lado se recostó la negrita, abrazada a su regazo.
Mariana aprovecho el momento para hablar de una
preocupación que le estaba mortificando el alma.
-Debes hablar con Beatrice, Camila – dijo - está
pensando seriamente en casarse con ese Prefecto Farfán!
La aludida esquivó mis ojos.
-¿Qué? –musité. No debes hablar en serio! No lo
conoces. No debes apresurarte a tomar decisiones de las
que puedas arrepentirte más tarde. Entonces, ¿mi pelea fue
en vano? Me lo hubieras dicho con anticipación y nos
hubieras ahorrado el espectáculo. No puedo creer que
estés considerando esa proposición!
Beatrice no se dio por enterada, dio unos pasos
lentos hacia la ventana para después responder
distraídamente:
-No he dicho que lo haré – dijo agitando las
cortinas y largando la mirada hacia afuera- Solo lo estoy
pensando. Es muy rico¡
No podía creer las insensateces que estaba
escuchando.
-No lo hagas por dinero, Beatrice, no! Dentro de
poco podremos irnos a la ciudad y como sea las llevaré,
así tenga que raptarlas!
Exasperada por mis reclamos, se volteó y me
confrontó:
-Y si mueres, Camila? ¿Qué pasará si mueres? -
Beatrice sacudió sus manos en señal de impotencia. De
antemano sabía que jamás comprendería las delicadas
razones que soportaban las decisiones de su vida. El
pragmatismo y el idealismo jamás caminan juntos de la
mano, ni en las familias ni en las guerras. Luego agregó:
-Eres una soñadora, Camila. Crees en el amor y el
romanticismo. Esas cosas no van conmigo. Deseo
procurarme una existencia plena. La vida es una
transacción y lo que me propone el Prefecto Farfan es tan
beneficioso para él como para mí. Incluso a ustedes les
convendría esta unión. Me ofrece una estabilidad
económica nada envidiable y un status social elevado; no
veo por qué no deba aceptarlo si es todo lo que siempre he
deseado!
Los presentes se habían quedado impávidos
escuchando el conflictivo diálogo, sin atreverse a emitir
juicio a favor o en contra de alguna de las partes.
-¿Y donde queda el amor? –preguntó Mariana.
Beatrice respiró profundo, se sabía escudriñada.
Intentaba encerrar en palabras los pensamientos que
explicaban su comportamiento y la filosofía de su vida. Le
hubiera gustado contar con nuestra comprensión y
consentimiento, después de todo éramos su única familia,
y solo por esto consideró compartir los conceptos que
sustentaban su postura, a sabiendas, de antemano, que los
consideraríamos inaceptables debido a la naturaleza propia
de nuestros caracteres. Pero mientras más hablaba, más se
hundía, a nuestros ojos, en el recóndito jardín de las
frivolidades.
-La gente le da demasiada importancia al amor –
declamó -. Un viejo dicho dice “amor con hambre, no
dura” y estoy plenamente en acuerdo con esta declaración.
Viajes, vestidos, joyas son muy buenos sustitutos del
amor. Algunas personas no nacemos sino para el dinero y
no veo razón en que seamos mal juzgadas porque
tengamos claras cuales son las prioridades de nuestra vida.
Desde muy temprana edad, supe que jamás sería feliz si no
era rica. El amor es un estorbo si te dispensa del disfrute
de los placeres de la vida y estoy totalmente convencida de
que Dios no quiere que nos hundamos en el sacrificio y el
pesar a costa de un afecto.
Tantas blasfemias dichas por una sola boca.
Mariana y yo la miramos con lástima y Beatrice se
convenció al fin de que dijera lo que dijera jamás la
entenderíamos.
-Dejen de sentirse mal por mi! Yo sería muy infeliz
si viviera sumergida en la pobreza por culpa de un amor!
Además yo ya estoy enamorada y mi único amor es el
dinero!
La puerta se abrió interrumpiendo la conversación
y para mi sorpresa apareció el anciano Americus,
vistiendo unos desteñidos jeans, una camisa a rayas y un
sombrero de ala gris oscuro, simulando a un vaquero
suburbano. Ante mi asombro, exclamó con toda la
jocosidad que era posible:
-No me mires, así¡ Los Magos siempre nos
adaptamos a los tiempos y a la moda!
No tuve el valor de decirle que su vestimenta
estaría de moda, tal vez, en algún lejano pueblo texano,
pero que en San André, estaba tan fuera de lugar como si
hubiera venido vestido con su tradicional túnica azul. El
anciano me abrazó efusivamente y todos mis huesos
tronaron.
Detrás venía Leonardo y, para mi disgusto,
también Duprina. Me miró con su característica e hipócrita
sonrisa, alargando sus brazos alrededor de mi cuello y
frotando un engañoso beso en mis mejillas, en señal de
saludo.
-Muchacha! – siguió Americus en tono cariñoso,
viendo mis brazos amoratados - pero donde te has metido?
Mi muchacho como que no te ha estado cuidando
demasiado bien¡
Leonardo me lanzó una mirada de reproche pero se
abstuvo de hacer comentario alguno. Los rubores se me
subieron al rostro, lo que hubiera dado por evitarle la
paternal reprimenda!
A lo lejos se empezó a escuchar un coro de voces
exaltadas. A medida que transcurría el tiempo se
escuchaban más y más cerca, hasta que se tornó en un
barullo ensordecedor que parecía proceder de la calle y se
estacionó a las puertas del prestigioso hotel.
-¿Qué es ese ruido? – pregunté con recelo.
Leonardo se acercó a la ventana y deslizando la
inmaculada cortina, ladeó un poco la cabeza para una
mejor observación. Una multitud se agolpaba a las puertas.
En la punta de la congregación una anciana con los puños
alzados y la expresión extraviada de los locos, abanicaba
las largas y negras mangas de su blusa como un zamuro a
punto de despegar en vuelo. La concurrida calle se llenaba
más y más de moradores intrigados por los gritos
histéricos de Doña Tula.
-¡Herejes!, ¡Herejes! - gritaba con toda la
exacerbación de su fanatismo liberado - ¡Salid de este
pueblo! ¡Brujas! ¡Salid! ¡Volved a las cuevas del Infierno!
Mientras así gritaba su rostro iba adquiriendo la
expresión azulada de aquellos a quienes les falta el aire en
sus pulmones, por el esfuerzo que suponía, para una
persona de tan larga edad, la promulgación de los
desaforados aullidos. Cualquiera que hubiera presenciado
la escena hubiera pensado que la citada bruja era ella.
-¡Herejeeees! ¡Saaliiiid! -decía alargando las
sílabas en un castellano antiguo que no le conocía y el
grupo de campesinos que constituía su público vitoreaba
con efusividad sus sardónicas declamaciones.
El Padre Tobías no tardó en apersonarse aupado
por las beatas que corrieron hasta la sacristía a comunicar
la audaz acción de Tula. Interrumpido de los placeres de
su almuerzo, el clérigo se enrumbó sin demora alguna
hacia la calle principal, manteniendo aún en su paladar el
delicado dulzor de una tajada de plátano a medio masticar.
Consideraba que Tula se estaba tomando atribuciones que
no le correspondían, ya habría tiempo para tomar las
medidas pertinentes y meterla en cintura. En los asuntos
de la iglesia, no había lugar para la esquizofrenia. Así que,
en un intento por recobrar el papel que le había otorgado
Dios, de pastor de las almas perdidas de su rebaño, y
habiendo llegado al sitio de la concentración y
comprobado que las aseveraciones de las beatas eran
ciertas, ocupó su lugar al frente, empujando a Tula con el
codo someramente hacia atrás, en un intento por quitarle
protagonismo a la mujer y concederle a la manifestación
un carácter religioso. Sin embargo, mal podía contar el
cura con la sumisión de Tula, quien arremetió contra él en
una tenaz batalla de codos y palabras, para situarse otra
vez en el primer plano que le correspondía, con la
subsiguiente replica de codos y palabras por parte del
Padre Tobías. Por si esta escena fuera poca, arribó también
al lugar de los hechos el venerable Prefecto Farfán, a
quién desagradaban enormemente este tipo de situaciones,
cuanto más porque en ésta se hallaba involucrada su futura
prometida, acusada, además, de graves cargos por
prácticas de magia y hechicería. Ciertamente que no eran
los mejores atributos que un prefecto podría buscar en una
esposa. Tampoco era de los que se dejara amilanar por
adversas circunstancias, habida cuenta de la belleza e
inteligencia de Beatrice. Por lo pronto, tenía que detener a
Doña Tula, ya habría tiempo para arreglar la reputación de
la muchacha. Fue inútil que Farfán se esforzará en separar
a Tula del Padre Tobías, todo lo que consiguió fue una
ración adicional de codos y palabras.
Y en esta repetitiva acción se hallaban mientras
Leonardo observaba, entre cauteloso y divertido,
confirmando una vez más su irrefutable convicción de que
la locura del género humano se manifestaba en las más
inusitadas situaciones. Rescatado de su abstracción por la
persistente voz de Duprina, profirió:
-Parece que tenemos un motín en contra nuestra¡
Nos están acusando de herejía y hechicería! - después
corrigió - Bueno, no a nosotros! A ustedes! - dijo
señalándonos, a mí y a mis hermanas.
Abrí desmesuradamente mis ojos. Lo que nos
faltaba! Una manifestación en contra nuestra!
-¿Por qué? ¿Qué tenemos nosotras que ver con
eso? – pregunté.
En esta oportunidad fue Ño Josefina quien
contestó:
-Han pasado muchas cosas desde que ustedes
llegaron: la reconstrucción de la casa de la bruja, las
enormes calabazas que inundaron los jardines, el camello
corriendo por el pueblo, El Verdugo. Doña Tula las culpa
a ustedes de todas estas calamidades y no para de repetirlo
a todo sitio que va y para quienes quieran oírla, y los
moradores, por supuesto, ignorantes y supersticiosos por
excelencia, han comenzado a creerle!
Todos estaban apilados alrededor de la cama, a
excepción de Leonardo que yacía apostado en la ventana.
-Pero no tenemos nada que ver con esas acciones.
Somos inocentes! - me defendí.
Ño Josefina informó que regresaría a la casa de
Gertrudis con la negrita Salomé, para mantenerse al tanto
de las acciones de mi familia política. Asentí. La mulata
tomó a su negrita por un brazo, y en contra de su voluntad,
se la llevó a rastras.
Tenía la convicción de que por algún extraño
motivo, Duprina no había parado de observarme desde el
momento en que pisó el recinto. Era tan insistente su
mirada que el asunto era incomodo. Segura como estaba
de que lo que pretendía la muchacha era ubicar mis rasgos
menos favorecedores para después comentarlos, realzados,
con el mago. Anteponiendo así el antiguo recurso de la
difamación con el único fin de desmerecerme ante sus
ojos, decidí encararla, también con disimulo.
-¿Deseas observarme más de cerca?
Percatada de lo evidente de su acción, la aludida
pretendió no entender mi pregunta y, murmurando unas
breves palabras, se excusó para salir en busca de un
refrigerio. Después que se marchó, Leonardo se acercó
para indagar cómo me sentía, hacia su mejor esfuerzo para
tratarme con cortesía, al menos en presencia de su padre, o
porque visto que mi fin estaba cerca, pretendiera
dispensarme la lástima de los moribundos.
-Este pueblo nos odia – dijo Beatrice - No
podemos quedarnos. Podrían lincharnos y arruinarían mi
vestido y el esmalte de mis uñas!
Americus se alzó de la silla en donde se
encontraba, caminó hacia la ventana abierta y comenzó a
observar la multitud. Recordó los días fogosos de su
juventud, los días de la magia y los del primer amor, Bela,
su Bela. Hacía años que no veía multitudes como esa, las
recordaba muy bien. Inclementes, feroces…, hubo un
tiempo en que corría por la calles del mundo huyendo de
multitudes similares a aquella, apiñadas en pro de un
fanatismo exagerado en contra de los magos y hechiceros,
que solo buscaban lugares donde pudieran reunirse para la
celebración de los rituales propios de su oficio. Fue debido
a esa persecución implacable que llegó a existir
Eisenbaum: un lugar donde todos los integrantes del
mundo mágico podían profesar sus cultos sin restricción.
-Debemos salir cuanto antes! – dijo Americus
observando el caldeo de los ánimos de los oriundos - No
podemos regresar a Eisenbaum ya que tenemos trabajo
que realizar aquí! Pienso que un buen lugar para
escondernos es la casa de la hechicera Zarnia!
Y al hablar así pensé que estaba bromeando, cómo
íbamos a parar precisamente a la infame casa causante de
mi infortunio:
-Pero ellos creen que soy una bruja, allí es el
primer lugar donde me buscarán!
Americus replicó:
-No lo creo! Ellos son temerosos de los poderes de
la hechicera Zarnia. Usemos este hecho a nuestro favor!
Aunque sepan que estás allí, no irán! Además, Zoroastro
te hallará estés donde estés, ya sea en Eisenbaum o San
André, o alguna otra parte. Donde esté el anillo, allí te
buscará él!
Al final de la exhortación, asentí sin estar muy
convencida. Un demonio del fondo de los infiernos me
pisaba los talones, una turba incontrolada pedía a gritos mi
cabeza, un mal mentado Verdugo también seguía mis
pasos. ¿Es que no había nadie en este mundo que no
quisiera matarme?
El Genio se refugió en su botella. Duprina llegó y
se adhirió a Leonardo. El resto, Bartolomeo incluido, nos
agrupamos en el centro de la habitación y fue Americus,
esta vez, quien hizo los honores de la transportación. Al
siguiente minuto estábamos todos frente a la casa de la
temible bruja.
La residencia estaba en silencio pero ostentaba un
toque de siniestralidad que me había pasado inadvertido la
primera vez que estuve en sus inmediaciones. Se erguía
aún más infausta, más diabólica y más funesta que como
se mostraba a la plena luz del día. Beatrice y Mariana
jugueteaban en el porche con Bartolomeo; y Americus
había entrado en la casa en busca de una habitación
confortable que pudiera alojarme. Leonardo y Duprina
aguardaban para conducirme al interior. A los gritos de
Americus, señalando que había ubicado lo que buscaba me
enfilé hacia las escaleras. Noté que los muebles seguían
pulidos e intactos, así como el resto de los objetos. Una
inesperada visión premonitoria me desnudó la verdad de la
continuidad de la vida después de mi ausencia y este
irrevocable hecho me llenó de un sentimiento extraño y
glacial, muy parecido al pesar combinado con la rabia. La
vida continuaría sin mí! ¡Sin mí! ¡Que aún no había
vivido! ¡Sin mí! ¡Me negaba a la idea de que todo seguiría
imperturbable aunque yo no existiera! En cuestión de
horas, mis hermanas y amigos hablarían de mí en tiempo
pasado. ¡Qué perspectiva más triste! Al principio estarían
muy alteradas, no me cabe la menor duda; pero al correr
del tiempo, las letras de mi nombre se desdibujarían, los
definidos rasgos de mi persona se evocarían con la difusa
ayuda de la memoria, y mi silueta ya no resonaría más en
las concurridas calles de la vida, y así desdibujadas en el
manto del olvido, se perderían para siempre en los días, en
los meses y en los años, hasta no ser más que un recuerdo
nombrado en conversaciones vespertinas al arrimo de una
taza de café con pasticas francesas. ¿Cómo quiero ser
recordada? No lo sabía aún y lo peor es que ya no había
tiempo para averiguarlo! El último de mis amaneceres se
acercaba y sentí que me abandonaban las fuerzas, y un
nudo inmenso comenzó a formarse en mi garganta. Me
juzgué sentimental y ridícula, triste e insignificante.
Cuando empecé a subir los escalones, mi pisada vaciló, y
por un momento pensé que chocaría contra el ángulo
cortante de la escalera. Y así hubiera sido, si la mano
poderosa de Leonardo no me hubiera sostenido a último
momento. De reojo pude ver la mirada furiosa de Duprina,
quien interpretó mi desvanecimiento como un artificio
femenino para adueñarme de las atenciones de su novio, y
yo, por mi parte, no pude evitar al geniecillo travieso de la
impertinencia que aconsejaba aprovechar la ocasión para
mortificar a la joven, que tan antipática me resultaba. Así
que alcé mis brazos como toda una heroína en busca de
salvación y los coloqué alrededor del cuello del Mago. Mi
gesto lo tomó por sorpresa, en ocasiones ordinarias jamás
hubiera intentado semejante maniobra, pero a las puertas
de la muerte realmente nada me importaba. Por un breve
momento nuestros ojos se encontraron, y embebidos en
nuestro mutuo estupor me ayudó a subir el resto del
trayecto, con su brazo arremolinado en mi cintura. Por
supuesto que retrasé el recorrido tanto como pude. Me
agradaba la cercanía de Leonardo: su musculatura fuerte y
vigorosa, su aura de personaje etéreo y sus ojos añil de los
mares de Eisenbaum. Al llegar al final de la escalera me
soltó gentilmente y por un momento, hubo un silencio
embarazoso entre nosotros, el cual fue roto por la
insistente Duprina:
-Bueno, ya que Camila se ve mucho mejor, creo
que podemos ir a dar una vuelta por el pueblo, siempre me
han fascinado las aldeas pequeñas – dijo subiendo
rápidamente hasta el tope de la escalera y colgándose del
brazo de Leonardo como una pitón constrictora.
Pero el geniecillo seguía mandándome mensajes
impertinentes y no quería darle la satisfacción de que se
llevara al aludido de mi lado, así que decidí proseguir con
mi convincente acto de la Dama de Las Camelias y
murmuré en tono quejumbroso:
-No me siento bien del todo! – dije poniendo la
cara de la víctima más desvalida del planeta y
aferrándome al otro brazo libre del Mago, proseguí:
-Necesito a Leonardo conmigo! - Sus dotes
mágicas son excepcionales y sus manos sanadoras son un
prodigio de Dios que alivian todos mis dolores. No podría
pasar ni un momento sin sus milagrosos cuidados.
Además, Americus me puso en sus manos ya que es el
mejor!
Duprina tampoco se daba por vencida ante mis
avances indolentes.
-Bueno, solo sería un momento – dijo ya subiendo
el tono de su molestia y jalando a Leonardo hacia sí.
-Estoy segura que no te importará! Ha estado
prendido a tus faldas desde hace dos días. No crees que
estás siendo muy egoísta? el pobre está pálido, necesita un
poco de descanso!
Leonardo estaba en el medio con expresión
confundida, jaloneado por dos mujeres que disputaban su
atención y sin saber qué hacer. Estaba segura de que nunca
antes se había visto en semejante situación.
-En primer lugar, no uso faldas, mal pudiera el
mago estar prendido de una prenda que no visto. En
segundo lugar, si lo que necesita es descanso, no debería
caminar por las calles de San André, que dicho sea de paso
no tiene nada que ver! - dije haciendo más presión al brazo
del muchacho – solo casas viejas, una plaza, cuatro calles,
una prefectura, cuatro calles, una iglesia y cuatro calles!
Es igual a cualquier otro pueblucho! Y encima lleno de
campesinos que no quieren a nadie!
Y diciendo estas palabras alcé mi mano derecha
hacía el mentón de Leonardo, después a la mejilla:
-Yo no lo veo tan pálido, diría que tiene buen
color!
Allí Duprina explotó, se le salió la clase. Regurgitó
toda clase de improperios de los que puedan imaginarse,
conocidos y por conocer, gritados con toda la pompa de
sus rutilantes celos:
-Tú! ¡Pérfida! ¡Tú! ¡Igrata! Tú no tienes idea de lo
que necesita mi novio!
Y en esto tenía mucha razón. Ajena estaba yo a las
necesidades de Leonardo. Sus histéricos aullidos atrajeron
a mis hermanas que inmediatamente subieron la escalera y
a Americus que salió, presuroso, de una de las
habitaciones:
-Basta! - gritó Americus - ¿Qué son todos esos
gritos? No es momento de discusiones, Duprina! - y
dirigiéndose también a ella, dijo - Tu presencia aquí no es
requerida!
La mujer estaba enmudecida por la furia y después
de unos segundos hizo un intento por responder:
-Pero es que.....-iba a refutar cuando la mirada de
Leonardo la calló en seco.
La poca inteligencia que moraba en el cerebro de
Duprina le envío el mensaje de que la mejor acción, que
podía acometer en ese momento, era marcharse, por lo que
recapacitó su respuesta y dijo:
-Está bien! Me marcharé! Después de todo en un
día recuperaré a mi novio – y dirigiéndose a mi prosiguió-
Después de todo pronto serás una de las esclavas de
Zoroastro!
-Duprina! - gritó el Mago - Debes disculparte por
tus palabras!
-No lo haré! Ella comenzó todo! Te veré en
Eisenbaum en dos días – y al despedirse lo besó en los
labios, antes de desaparecer.
Sin embargo, las palabras de la bruja me habían
dejado una inquietud:
-¿Qué quiso decir ella con que seré una de las
esclavas de Zoroastro? No voy a morir y ya?
Americus caminó hasta a mí y me tomó por el
brazo:
-No voy a engañarte – contestó Americus - Estar
en las sombras es peor que la muerte. Estarás viva en un
mundo oscuro al servicio de Zoroastro. Si tienes un alma
pura, y eso es lo que más le atrae, él hará todo lo posible
por corromperla y usará toda clase de trucos para lograr su
cometido. Pero no tiene por qué ser así! Tienes que luchar!
-¿Y será eso suficiente?
-Dependerá de ti. Todo es cuestión de elección,
sabes? Incluso con tu fatídico destino, aún puedes decir
“no”.
-¿Y será eso suficiente? No creo que me salve con
solo decir “no”¡ Tengo encima un conjuro ancestral, un
anillo maldito y un demonio que es real¡ Lo ví con mis
propios ojos¡
-La vida puede ser una comedia… o una tragedia!
La única que lo decide eres tú! Todo lo que ves no es más
que los elementos de un gran escenario! Un mago aprende
a jugar con esos elementos y se hace su maestro en lugar
de su esclavo! Debes ver más allá! Estás siguiendo los
dictámenes de tu propio guión! Escucha esto y medita
sobre ello: ¿Quién escribe el guión?
Tuve que concluir que los magos eran personas
muy extrañas y tenían una forma muy bizarra de
expresarse. Después concluyó:
-El poder que tiene Zoroastro sobre ti, tú misma se
lo estás dando!
Llegamos a la habitación que me cobijaría esa
noche. Me senté al borde de la cama y distendí las
sabanas, a lado y lado se sentaron Beatrice y Mariana.
Leonardo y Americus permanecieron de pie.
Este último camino hasta la ventana y de un rápido
movimiento la abrió:
-Camila, aquí hay tres personitas que quiero que
conozcas. Son los guardianes del libro¡
Entraron volando tres diminutas figuras que
revoloteando fueron a posarse sobre el libro “Las Llaves
del Reino” que se hallaba sobre una de las mesitas de
noche de la habitación, colocado allí minutos antes por el
anciano.
-Guardianes? –repetí aturdida.
-Si –contestó Americus – todo libro tiene a sus
guardianes, ya sean estos de las sombras o de la luz. Los
libros importantes tienen más de un guardián; el que tú
tienes tiene tres, así que podrás darte una idea de su
importancia.
-Y el libro de las sombras también tiene
guardianes?
-Sí, también los tiene¡ Pero son muy hábiles y no
los puedes ver¡ Solo se muestran cuando tienen algún
motivo diabólico que ejecutar y nunca en presencia de
magos o mortales.
La pequeña hadita despegó de la portada del libro y
fue a posarse sobre mi mano abierta, se presentó como
Cirila. Un duende barrigón que trataba de peinarse con las
manos los risos de su encrespado cabello se ubicó al lado
de Cirila y se presentó como Petrarco. Finalmente, Drefno,
un elfo con porte de rey me hizo una reverencia.
-Ellos te ayudarán, junto con Leonardo, a descifrar
los pasajes secretos a ver si consigues el contra-conjuro
que tanto buscas.
Los duendecillos luego de presentarse corrieron a
ubicarse sobre la tapa dura del tomo. Me puse de pie y
caminé hasta ellos. Tomé el tomo y los duendecillos
saltaron de lado. Conocía la trascendencia del momento.
Con el ejemplar en las manos me dirigí a Leonardo y se lo
entregué.
-Parece que ahora mi destino está en tus manos –le
dije con todo el clamor de mi sinceridad- Agradeceré toda
la ayuda posible¡
Me miró con melancolía como sabiendo que su
respuesta no iba a ser entendida.
-En eso te equivocas¡ -contestó- Tu destino
siempre ha estado y estará en tus manos¡ pero haré todo lo
posible por ayudarte, si eso es lo que quieres¡
Los tres guardianes asintieron e inmediatamente se
enrumbaron hacia la habitación contigua para comenzar
con el cuidadoso trabajo de hurgar página por página. Era
la última noche que teníamos para arrancarle al libro sus
secretos.
20
LA HUIDA
En la penumbra y a la sombra de una vela,
Petrarco, Drefno y Cirila rodeaban el libro “Las Llaves
del Reino”. Habían estado leyendo y releyendo cada una
de las páginas, turnándose junto con Leonardo, la
portentosa tarea. Sin embargo, los primeros rayos del sol
comenzaban a despuntar por el quicio de la ventana y aun
no tenían la respuesta a las oraciones de Camila. La
muchacha era tan joven y hermosa, no merecía un
destino tan funesto.
-En este libro está la clave¡ Por qué no la podemos
ver? –dijo Cirila con un aire melancólico e impotente.
-Será que estamos perdiendo facultades? –rezongó
Petraco- Se me parte el corazón cada vez que pienso en
que no podemos ayudarla¡
Leonardo los escuchaba en silencio. Finalmente
habló con aires de impotencia:
-Todo esto es en vano¡ Los misterios del Libro solo
serán develados ante su presencia, pero ella no tiene la
suficiente fé en si misma para escudriñarlos.
Los duendes asintieron.
-Sigamos trabajando. No nos rindamos¡ -declaró
Drefno.
Dando vueltas en mi cama se instaló el insomnio.
Aquietada la mirada sobre el lustro del papel tapiz de
florecitas rosas y azules que cubría la pared opuesta a la
cama, distraje la secuencia de las mullidas ovejitas que
contadas me atraería el sueño. ¡Tarea inútil¡ ¡Vana labor
de los insomnes¡ Cuento una, y las florecitas me
distraen,… cuento dos… y las florecitas vuelven a
aparecer, ganando mi atención, ... cuento tres…y otra vez
las florecitas… la cuarta oveja se me queda enredada en la
subconsciencia, incapaz de saltar por el bullicio visual de
las florecitas rosas y azules.
Me encontró la mañana en uno de los corredores
de la mansión. A lo lejos las bandas doradas del sol se
asomaban tímidamente tras la cumbre azulada del Monte
Glaslo. Los reverberantes rayos de luz henchían de vida la
arboleda cercada de cedros y acacias. Un coro de avecillas
bicolores que parloteaba en su propio lenguaje poblaba de
sonidos armónicos el amplio y verde espacio. Caminaba
también por encima de un tronco hueco una hormiguita
parduzca, a muy pocos centímetros de donde yo me
hallaba. Afanaba para no perder el equilibrio, transportaba
sobre su hombro una diminuta hojita verduzca, que se veía
como si vistiera un grueso penacho por sombrero. ¡Qué
significación revisten los pequeños detalles cuando ya no
nos queda mucho tiempo¡ ¡Instante precioso en que el
presente es todo lo que se tiene¡
Abstraída en la atemporalidad del momento, no
escuche a Leonardo. Me alcanzó y por primera vez lo vi
acercarse humilde.
-Hermoso, verdad? –preguntó contemplando el
mismo amanecer que había visto yo segundos antes.
El olor a tierra mojada nos llegó transportado en
una cálida brisa.
-Esplendido¡ -dije sin encararle la mirada-
¡Quisiera salir a disfrutarlo antes de convertirme en
zombie¡ -dije riendo.
-Cómo puedes hablar así? –dijo -Lo que va a
suceder es bastante grave¡
Busqué sus ojos y los hallé comprensivos.
Endulzaba sus frases con la condescendencia dispensada a
los que están prontos a ser difuntos. Si no tenia su amor,
tampoco quería su lástima Lo prefería iracundo y soez, así
sabía cómo manejarlo.
-Yo más que nadie se que es grave! Piensas que no
he pensado en eso en estos últimos días? Si me quedan tan
pocas horas, no crees que debo salir a disfrutarlas? ¡Es
tanto lo que dejo por hacer¡ –dije en un suspiro que
concentraba todos mis anhelos.
El bosque seguía contagiado de la alegría solar.
En ese momento me asaltó una urgencia terrible de
correr hasta quedar sin aliento. Y obedeciendo el súbito
impulso, salté el barandal del porche y me perdí en la
verde espesura, sin mediar palabras. Galopé hasta una
suave colina poblada de doradas espigas, que a lo lejos
abanicaba sus brotes a insistencia del viento. Sobre ella me
senté, al rato se me unió el mago, quien había quedado
perplejo por mi huida.
En la lejanía, pululaban los techitos rojos de las
casuchas de la aldea y más allá la figura de unos pinos
picoteaba las frondosas nubes que el viento arrastraba
velozmente. Aspiré una profunda bocanada de aire que
oxigenó por entero mis pulmones. Despertaba la vida a mi
alrededor y el aliento vivificante de la naturaleza
sembraba en mi espíritu la semilla y la paz de la
resignación. Un explayado gavilán surcó la cortina azul en
una danza frenética. Solo quien ha visto la majestuosidad
de un gavilán en pleno vuelo puede comprender la
criminalidad de mantener a un ave en cautiverio. El vuelo
firme, uniforme, acompasado, desde las laderas obtusas
remontando las azuladas cumbres, sutilmente en principio,
para luego extender, enérgicamente, los fabulosos alerones
permitiéndole planear sobre las cabecitas, diminutas,
verdes, de los árboles y los hilos transparentes de los ríos,
semejantes a la cabellera de una mujer alzada al viento. El
mundo inferior, el de abajo, que su visión fusiona en
manchurrones verdes y marrones contrastan con la
inmensidad del mundo superior de azul infinito y blanca
espuma.
Abajo un vendaval de mariposas multicolores se
dispersaba en todas las direcciones de la explanada.
Ardillas de cola oscura revoloteaban sobre el jugoso
manto terroso, se acercaban, corrían, se acercaban otra vez
y al vernos salían disparadas a remontarse sobre la copa de
unos perezosos cedros que las cobijaban con sus brazos.
Impregnada de aquella tierra silvestre cuyos aromas
respiraba mi alma, de aquella plenitud de vida que la
naturaleza irradiaba en variedad de formas y colores, de
aquella muchedumbre de aire fresco que inhalado me
profería la convicción de la realización de las cosas
imposibles, decidí sumergirme en aquel escenario divino
de la creación y renacer luego con la determinación de
enfrentar a Zoroastro fueran cuales fueran las
circunstancias.
Un temblor de hojas delató la presencia de un ave
de singular plumaje. La escudriñe con atención. Los
purpuras y los celestes se unían en un inusual contraste de
alas bajo el salpicado carmesí del pecho. Largo rato
contemplé la inverosímil coloración del animal y sus
movimientos vaporosos en vaivén de subidas y bajadas
sobre las ramas irregulares del árbol. Minutos después,
rescatada de la abstracción por el llamado sutil de
Leonardo pronunciando mi nombre, me volví y lo
encontré con su mirada azul. Poco puedo narrar de lo que
a continuación sucedió, bien sea que empujada por la
valentía recién adquirida por la exaltación del espíritu,
bien sea que la cobardía, hastiada de morar al amparo de
mis vacilaciones, decidiera por vez primera vestirse con el
disfraz de la intrepidez y aventurarse, de lleno, por los
lejanos caminos de la osadía, lo cierto es que, sin pensarlo,
lo besé. ¡Ay, Duprina¡ Si hubieras estado presente te
hubieras revolcado en el pantanal profundo de tus celos¡
¡Si hubieras presenciado la pasión con la que me adueñe
de sus labios, ganados motivos tendrías para odiarme y
despreciarme¡ ¡Pero no estabas allí y tus ojos no vieron¡ Y
en tu ausencia, me adueñe de los néctares de tu huerto¡ En
defensa de él, solo puedo decir que en su desconcierto
hallé el camino despejado para mi audacia. Consumado el
beso, se escurrió la osadía, como una niña traviesa que
huye a resguardarse del castigo, así corrí yo, de vuelta a la
seguridad de la casa, sin darle tiempo a reaccionar a mi
arrebato. Contenta pero exhausta llegué hasta la casa.
Americus y los guardianes estaban esperando en el porche.
Mis hermanas ya habían desayunado y me esperaban
también. Leonardo llegó detrás de mí pero no mencionó
para nada el incidente. Nada en su comportamiento
denotaba agrado o desagrado por lo ocurrido.
Americus me dirigió una mirada complaciente.
Tenía la convicción de que adivinaba mis pensamientos.
Beatrice me lanzó una ojeada picara.
Nos reunimos en la sala, Americus añadió:
-Debemos prepararnos para el ataque. De ahora en
adelante no debes estar sola¡ -dijo dirigiéndose a mi.
Asentí con una leve inclinación de cabeza.
-No me iré sin luchar –exclamé en alta voz.
-Me alegro de que hayas recuperado tu ánimo –
fueron las palabras cariñosas del viejo.
El resto de la tarde me entretuve con los guardianes
y el Libro buscando en sus indolentes pasajes el conjuro
que tan renuentemente se ocultaba a mi atención entre las
amarillentas y socavadas páginas. El tiempo pasaba y
nuestras acciones no se veían coronadas con el éxito.
Cuando me cansaba le pasaba el Libro a los guardianes,
cuantos éstos se cansaban, se lo pasaban a Leonardo,
quien seguía buscando, frenético, con igual ardor que
nosotros el tan deseado mensaje.
Veloz como una gacela se apostó la noche. Se
encendieron algunas veladoras en la sala donde estábamos
reunidos. La penumbrosa luz del ambiente invitaba a la
confidencia. Leonardo me señaló un sofá y me ayudó a
sentar. Nada había cambiado en su conducta desde el
“beso robado”. Amenizando la velada apareció Batam-Al-
Bur relatando cuentos de su antigua Persia y exaltando las
bellezas naturales de su lugar de origen. Por invitación de
Americus llegaron más tarde los señores de la comarca,
Alaris, Ducran y Xanatrix, sabía que su visita no era de
cortesía sino que se aprestaban para el próximo encuentro
que habría de ocurrir con Zoroastro.
21
EL DESENLACE
La noche cómplice escondía los cuerpos alados y
los rostros clandestinos de mirada oblicua y rictus
amargo, que emergían de las profundidades del bosque
calamitoso, cómplice también, de los demonios que acogía
en su seno y que habían comenzado a teñir la tierra de
malignidades. El señor de las sombras señoreaba ya por
la alameda. Sus súbditos bramaban por los poros abiertos
del pastoso barro maloliente que se abría para dejar salir
a los réprobos.
Me figuraba que la batalla por la custodia de mi
alma se desarrollaría en la mansión de la hechicera Zarnia.
Así reflexionaba sentada en la escalerilla del porche
haciendo figuritas en la tierra con la fina rama quebrada de
un arbusto, con la intención única de alejar los
pensamientos penumbrosos de mi mente, cuando unos
espesos nubarrones grises despegados de la cima del
Cinturón del Diablo llegaron y techaron la cúpula
nocturna. Ocultaron por completo los plateados hilos de la
luna y enlutaron con una oscura bruma el titilar de las
frondosas estrellas. La noche estaba fresca y nada hacía
pensar que un ejército de extrañas criaturas se estuviera
dirigiendo hacia la residencia al amparo cómplice de la
oscura noche.
Mariana y Beatrice estaban a mi lado. Tomaron un
puñado de piedrecillas de los alrededores y situándolas
sobre su regazo, se entretenían lanzándolas, como al
descuido, hacia la maleza. También ellas anhelaban
aniquilar al tiempo que parecía deslizarse con deliberada
lentitud. Tanto Americus como Leonardo aguardan
sentados sobre las poltronas de mimbre y meciánse en un
suave y rítmico movimiento que emitía un leve chasquido
en su vaivén. Desperdigados a lo ancho de los amplios
corredores estaban los señores de la comarca, los
guardianes y El Genio. Este último no podía ocultar su
nerviosismo, recorría de arriba abajo, y con pasos
indecisos y acelerados, los amplios corredores, con las
manos ocultas en sus pantalones bombaches y las ojeras
expuestas tras una larga noche sin dormir, sin dejar de
atisbar hacia los matorrales, de donde esperaba ver
aparecer en cualquier momento los macerados rostros de
los demonios, monstruos y criaturas endemoniadas.
Era tarde cuando un ruido estruendoso en una de
las habitaciones del piso superior nos alertó de la
presencia de alguien en la casa. Los brazos de Beatrice y
de Mariana se arremolinaron en mi cuello. Sus manos
entumecidas de frio me tornaron la piel de gallina.
Minutos antes, Mariana había tenido el buen tino de
esconder a Bartolomeo en uno de los gabinetes de la
cocina, y éste, como si supiera lo que se avecinaba, se
había quedado muy quieto, como borrego recién nacido,
en su improvisado refugio de cuatro tablas. Al estallido del
estruendo todos nos pusimos de pie. Con señas, Leonardo
indicó a los señores de la comarca que caminaran hasta el
portón y resguardaran la entrada principal de la finca. A
nosotras, nos ordenó escondernos detrás de las colosales
poltronas de mimbre, lo cual hicimos sin dilación, al igual
que Batam y los guardianes. Empujones comenzaron a ir y
venir porque el espacio no era suficiente para esconder a
tanta gente y, en consecuencia, las poltronas vacilantes
amenazaron con desplomarse de un momento a otro, hasta
que los guardianes optaron por cobijarse bajo las
frondosas ramas de un helecho cercano. Americus y
Leonardo esperaron a la entrada de la puerta principal que
daba a la sala.
Unos fornidos pasos se escucharon desde el
interior de la casa.
-No hay duda! Hay alguien adentro¡ -declamó
Americus.
-Y no somos nosotros¡ -señaló el Genio
quejumbroso después de contarnos con los dedos y darse
cuenta de que todos estábamos afuera. Sus ojos reflejaban
el terror que estaba experimentando, sin embargo no huyó.
Se mantuvo incólume como el resto del grupo aunque
padeciendo ligeros temblores de susto y chirriar de
dientes.
Una emoción intensa e indescriptible me sacudió.
¿Serían realmente estos mis últimos momentos? Recordé
episodios pasados de mi vida, surgían de la nada,
segmentados, en retazos. Un collage de peleas fútiles y
reconciliaciones, de risas y llantos, de promesas y
certezas, todos matizados con el tono tenue de la añoranza,
yuxtapuestos en un compacto trozo, como queriendo
acaparar los últimos minutos de mi conciencia. Beatrice se
había plantado en el propósito de no dejar que me llevaran
a los campos luciferinos. Reclamaba para sí el exclusivo
derecho de ser la causa única de mis mortificaciones y se
enfrentaría a todo aquello que quisiera arrebatarle el
privilegio. Mariana había llegado al entendimiento de que
no quería la vida si yo no estaba en ella, y lucharía
también hasta el final con las criaturas, infernales o no.
Contuve mis lágrimas al comprobar la magnitud del
sacrificio que mi defensa les imponía. ¡Qué orgullosa me
sentí, entonces! ¡Y qué orgullosa me siento ahora!
¡Americus y Leonardo! ¡Los guardianes y Batam-Al-Bur!
Cúmulo de amigos dispuestos a luchar hasta el final contra
las fuerzas oscuras a fin de ganarme la salvación!
¿Quisiera Dios depararme el derecho de corresponder en
ocasión oportuna por la profusión de tales afectos? ¡Así lo
esperaba!
Del camino se acercaban dos siluetas. Se le ves
veía venir con modorra como si los pies se les hundieran
en el fango y les costara trabajo arrastrar los pasos. Al
aproximarse fueron ganando altura y contundencia y se
hizo fácil dilucidar los rasgos de sus rostros.
-Vienen hacia aca¡ -había gritado Xanatrix minutos
antes, aprontándose para la contienda.
Debo decir que Americus poseía una vista
excepcional ya que desde la distancia afinó la mirada y
reconoció a las figuras belicosas que se acercaban al
portón.
-Es el Verdugo –dijo Americus en voz alta- y por
supuesto, su inseparable amigo Frozenblack¡
Un frío glacial empezó a colarse entre mis huesos y
lo mismo debía estar ocurriéndoles a mis hermanas y a
Batam, considerando el crujir de sus dientes.
A lo lejos, cerca de los charcos de la Vaquera y el
Cinturón del Diablo, vi como una oscurísima nube se
comenzaba a formar, haciéndose cada vez más densa,
hinchándose en volumen y monstruosidad. Cuando tuvo
un tamaño prominente empezó a deslizarse hacia nosotros.
Al paso de la nube, caía el bosque chamuscado, los árboles
crepitaban al abalanzarse, muertos, contra el suelo, los
arbustos consumidos y evaporados por la furia del fuego
bramador eran suplantados por una enorme mancha negra,
cenizosa y estéril que destilaba los grises vapores de la
destrucción. Mientras se avecinaba podíamos oír los
bramidos de la madera carbonizándose y estallando en
agonía. Debajo de la nube, venían brincando sobre los
restos de los cadáveres arbóreos, unos pequeños seres
monstruosos que intuí eran los demonios de Zoroastro.
Eran bajos de estatura pero con una gran agilidad en sus
movimientos, semejaban gárgolas con jorobas
pronunciadas, manos engarrotadas y alas de murciélago.
Su aspecto era francamente asqueroso y repulsivo. Los
divisamos cuando remontaban la cuesta que descendía por
la estrecha vereda que desembocaba a las puertas de la
mansión. Ante esta vista el Genio optó por esconderse tras
nosotras.
Al tiempo, Leonardo se despojaba de su capa y la
arrojaba sobre nuestras cabezas para protegernos y
ahorrarnos el atroz espectáculo. Tuvimos que luchar por la
capa ya que Batam la pretendía toda para sí.
Americus le gritó a los guardianes:
-¡Protejan el Libro! –ordenó.
Enseguida saltaron los duendes como disparados
por una fuerza sobrenatural. Se asieron a una de las
enredaderas adyacentes a la casa que daba a la habitación
que había usado la noche anterior y donde había dejado el
Libro. Subieron con la agilidad de un gato montés y de un
brinco entraron por la ventana abierta. Sobre la cama
encontraron los dos tomos; el de la hechicera Zarnia
engarrotándose en grotescos movimientos, parecía estar
cobrando vida, su caratula dura se retorcía con los flujos
ondulantes de una ola marina. “Las Llaves del Reino”
permanecía impasible ante tal abominación.
-¡Rayos y Centellas! ¿Qué demonios está pasando
aquí? – preguntó Petrarco y de otro salto tomó el libro de
la luz y salió corriendo con Cirila y Drefno tras sus pasos.
Cuando se alistaban a bajar la escalera, una
espeluznante mujer los esperaba en la base. La cabellera
esponjada, de un vibrante negro azabache, semejaba a la
de Medusa, la más temida de las Gorgonas. La expresión
colérica y el rostro cetrino les confirmaron lo que temían,
que se trataba de la hechicera Zarnia. Esta, con la
parsimonia propia de los espectros y adornada con una
sonrisa maquiavélica, comenzó a subir los escalones:
-¡¡¿Creo que tienen algo para mí, no es verdad?¡¡
-dijo con una voz perversa salida de ultratumbas.
Los guardianes la contemplaban a medida que iba
ascendiendo, paralizados por el pánico:
-¡¡Yo creo que no!!– gritó Petrarco echándose
para atrás a último momento y tropezando con Cirila y con
Drefno, quienes cayeron a sus pies pero se incorporaron
con la velocidad de un rayo. Corrieron buscando refugio,
intentando abrir las puertas de las habitaciones del pasillo
a medida que avanzaban hacia el fondo, para alejarse de la
espeluznante mujer, pero estaban cerradas. A punto de ser
alcanzados, divisaron una escalerilla que llevaba a una
puerta que suponían era del ático, se apresuraron, subieron
apretujados los peldaños y trataron de abrirla, pero
Petrarco estaba tan nervioso que el pomo se le resbalaba
de las manos y no quería soltar el Libro por temor a que
cayera y la bruja se lo apropiara. Al mismo tiempo,
Drefno, viendo la dificultad del duende, trataba de ayudar
jalando también el tirador. Y entre gritos y empujones ni
el uno ni el otro lograban desplegarla. A último momento,
Cirila se interpuso entre ellos y la abrió con dificultad y se
escabulleron velozmente con la bruja pisándole los
talones. La voz cavernosa de Zarnia retumbaba en el
estrecho pasillo murmurando las extrañas palabras de un
conjuro para hacer que se abriera la pequeña puerta.
Entretanto, los guardianes azorados buscaban por todas
partes una salida antes de que el esperpento entrara al
recinto.
-¿Alguna idea? ¿Alguien? – gritaba Petrarco en el
abarrotado lugar plagado de objetos inservibles.
Simultáneamente, en otro lugar de la casa,
Zoroastro hacía su aparición en la sala. Iba vestido de
negro prieto, sus manos enguantadas sostenían un extraño
báculo en cuyo extremo estaba incrustada la imagen de un
león con las fauces abiertas. La imagen tenía movimiento
y la bestia rugía como los ronquidos de una tempestad. Lo
observé por el ángulo de la ventana. Había visto ponderar
la fealdad de los seres infernales, y hasta yo misma había
sido testigo de esta verdad en mi primer encuentro con
Zoroastro, pero el muchacho que estaba en la sala en nada
se parecía a aquel otro que se había presentado ante mí en
La Borrascosa. Este tenía un cabello negro muy corto,
pulcramente cortado, con la cabeza parcialmente
encapuchada, la tez extremadamente blanca y los ojos
verdosos como las hojas de un cafetal. De las manos nada
tenía que decir ya que estaban cubiertas por unos finos
guantes negros. Intrigada por la nueva presencia del
demonio, solo pude inferir que poseía la extraña habilidad
de cambiar su “fachada” a voluntad y que con esta última
lo único que perseguía era convencerme de que lo
acompañara con gusto.
Americus y Leonardo bloqueaban la puerta y eran
el único obstáculo que se interponía entre Zoroastro y yo.
El primero daba instrucciones a su hijo ante el inminente
ataque, el segundo escuchaba atento y no dejaba de
observar el desplazamiento del mago negro.
-¡No te apartes de ellas! – ordenó Americus.
El viento soplaba helado, algo siniestro flotaba en
el ambiente.
Por su parte, los señores de la comarca le cerraron
el paso al Verdugo que había llegado por la vereda y
pretendía conducirse hasta la casa. El aliado de la bruja se
acercó con actitud despreocupada, metió una mano en el
bolsillo derecho del pantalón y sacó un tabaco que
desenrolló con desenvoltura y comenzó a masticar como si
fuera chimo. Enseguida sus dientes se tiñeron de una
coloración parduzca, otorgándoles una apariencia de
suciedad.
-¡Están en propiedad privada! - dijo con sorna -
Debo pedirles que abandonen la mansión.
Xanatrix, Ducran y Alaris se habían colocado
enfilados en la entrada. El Verdugo no tenía espacio por
donde deslizar el cuerpo, pero Frosenblack, a quien no lo
detenían los obstáculos terrenales, había saltado la verja y
corría hacia la casa para encontrarse con su ama, sin que
los señores pudieran hacer algo para detenerlo.
-Sabemos que esa casa pertenece a la hechicera
Zarnia. Pero igual no nos iremos, a menos que dejen a la
muchacha en paz! – espetó Ducran.
El Verdugo hundió sus pies en la tierra de mala
gana. Hizo una pausa para enderezarse, luego, mascando
el cabo de un tabaco, escupió a los pies de Alaris quien,
repugnado, observaba el bagazo expectorado por el
hombre. Viendo la expresión asqueada del elfo, respondió
con una risotada:
-En ese caso, esperemos por ella. Quiero ver
cómo los saca a las patadas!
Los señores de la comarca no se inmutaron.
Volvieron la mirada hacia Leonardo quien les hizo señas
para que mantuvieran sus posiciones y allí quedaron
distendidos como enormes rocas acantiladas. Sin ofrecer
resistencia, el Verdugo agachó la cabeza y se apostó a un
lado del entornado portón, mascando tabaco y escupiendo
con sorna al piso. No se iría. La hechicera no tardaría en
llegar, si no había llegado ya. Del Cinturón del Diablo se
acercaba el ejército diabólico de Zoroastro, desde medio
kilometro se sentía el apestoso olor de los grifos y de la
sombra oscura que surcaba los aires consumiendo todo a
su paso.
Mientras tanto en la sala, la figura negra y
amenazante de Zoroastro, desafiando los poderes del
Mago Supremo, dio unos pasos hacia la puerta y se
detuvo. Americus le eclipsaba el paso. Con una voz odiosa
y glacial lo confrontó urgiéndole a que le entregara a la
muchacha o sucumbiera hasta la muerte.
-Solo vine a buscar lo que me pertenece. No te
entrometas en mis asuntos. Entrégamela y me iré sin
causar problemas.
El anciano se plantó oponiendo resistencia y con
una voz autoritaria, que no le conocía hasta entonces,
invocó los poderes de la Cofradía y demandó que
regresara a las cavernosidades de su mundo.
-La joven no quiere irse! – agregó - Mucho
interés tengo en conocer por qué estás tan interesado en
ella. Nunca has hecho el trabajo de tus demonios! ¿Por
qué ahora es diferente?
Zoroastro lo miró con fijeza, no tenía intenciones
de revelar el secreto. Se abrió la capa y esgrimió el báculo
macabro para usarlo en contra del anciano.
-No me hagas perder más tiempo! – gritó - Ella
tiene el anillo! Eso la convierte en mi pertenencia! Y no
tengo intenciones de irme sin llevarme lo que me
corresponde.
El otro no se amedrentó. Le lanzo una mirada
mortífera y, dando un paso hacia delante, lo instó a que
retrocediera.
-Dije que no se irá – contestó tranquilamente
Americus¡
En eso estaban, negociando mi destino mientras,
yo, desde mi sitial de honor, observaba el enfrentamiento
entre los dos titanes, como si de una escena de cine se
tratara. Los personajes vociferaban y gruñían, se medían
con la mirada y volvían a embestir. Era un tiempo irreal
en el que los minutos parecían tan largos como horas. Los
alaridos de las bestias luchando con los señores de la
comarca me llegaban desde lejos, como amortiguados por
los latidos de mi propio corazón.
El demonio comenzó a mostrar rastros de
impaciencia; sus ojos verdosos, ahora rojizos por la sangre
que bombeada por la ira, comenzaba a acumularse en sus
órbitas, sendos círculos morados aparecieron como ojeras.
-Eso lo veremos! -y con estas palabras desapareció
de la vista.
Mucha intriga me causó el comentario de
Americus sobre la causa del interés del demonio en mi
persona. Ni siquiera había pensado que hubiera una causa!
Negro y hostil se levantaba el misterioso cielo
mientras Americus y Leonardo arreciaban la guardia,
mirando en todas la direcciones por donde el inesperado
ataque podría venir. Pronto apareció Zoroastro. Se plantó
al frente de la casa y con él unas horripilantes criaturas se
situaron a su espalda. Vinieron por los aires y aterrizaron
sobre los girasoles aplastando el amarillo tostado de sus
pétalos.
-Eres muy viejo para vencerme, así que apártate
y déjame hacer mi trabajo!- le dijo a Americus que aún
continuaba en la puerta de entrada a la casa. Leonardo dio
unos pasos al frente y se situó delante de él.
-El no luchará contigo, seré yo! –contestó.
Beatrice exhaló un suspiro de alivio, no es que no
tuviera confianza en los renombrados poderes del gran
Mago Supremo sino que lo veía muy ancianito y
realmente no creía que tuviera chance de ganar en una
confrontación contra aquel robusto muchacho.
La aparición le clavó la mirada fijamente al tiempo
que la nube oscura llegaba y se posaba a un lado de la
casa. Destilaba un olor nauseabundo que impregnó todo el
lugar. De la masa amorfa y lúgubre se escuchaban
lamentos que brotaban del interior. Restos de brazos,
piernas y cabezas humanas sobresalían en la superficie que
mostraba un movimiento giratorio pausado como si le
pesara el peso de sus iniquidades. Cerré los ojos por unos
segundos para evitarme la visión de ese horror, pero hube
de abrirlos de nuevo cuando escuché las palabras del mago
negro:
-No eres lo suficientemente poderoso para
enfrentarte a mi! - dijo el demonio con petulancia.
-Eso lo veremos! –gritó Leonardo desde el porche.
Zoroastro alzó el báculo hacia la masa amorfa que
era la nube, mientras esto hacía, murmuraba unas extrañas
palabras parecidas al latín. Del nubarrón surgió la línea
quebrada de un rayo azul y, con un movimiento de su
mano, lo dirigió hacia Leonardo, quien había
desenvainado una especie de vara metálica muy parecida a
un sable, pero sin la empuñadura. La vara interceptó al
relámpago que venía a estrellarse irremediablemente
contra él, pero antes de impactar con fragor sobre la
fachada de la casa, hirió de refilón a Americus en la
cabeza y lo lanzó contra la puerta, a pocos metros de
donde nos hallábamos, quedando inconsciente. Sobre la
cabecera sentí los pinchazos de algunos escombros que
cayeron del techo desplomándose. Había destrozado la
puerta y toda la pared de enfrente. Por la abertura
podíamos ver los muebles y las pinturas de la sala. Nos
arrastramos hasta donde se encontraba Americus. Lo tomé
por el brazo y Beatrice tomó el otro; Mariana sostuvo sus
piernas. Volteé para ver dónde se encontraba Zoroastro y,
viendo que se hallaba entretenido martirizando a
Leonardo, nos alejamos de la casa para ocultarnos detrás
de unos arbustos.
Leonardo se arrastraba bajo el manto de girasoles y
margaritas mientras el mago negro lanzaba fulminantes
rayos que caían chamuscando la superficie circundante,
dejando cráteres humeantes de considerable tamaño.
¿Dónde estará Batam? – me preguntaba - Hacía rato que
no veía al Genio, seguramente había corrido a esconderse
en su botella, pensamiento que hasta yo había considerado.
Rasgando las mangas de su blusa como
improvisados vendajes, Mariana los acomodó alrededor de
la frente del Mago Maestre. Era muy hábil cuando se
trataba de dar los primeros auxilios a los desvalidos seres
que caían en sus manos.
Mira – señaló Beatrice hacia lo alto de la ventana.
En ese momento, Cirila estaba saliendo por la
pequeña buhardilla y extendía una mano a Petrarco para
ayudarlo a salir, ya que estaba atascado a la altura de la
cintura. Los gritos sofocados de Drefno nos dieron a
entender que se hallaba del otro lado empujándolo
también. Después de un pequeño forcejeo, la regordeta
figura salió y fue el elfo quien le extendió dos abultadas
bolsas de felpa verde que Petrarco entregó a Cirila, para
desocupar las manos y auxiliar a su compañero. Minutos
después se hallaron los tres de pie sobre el murillo que
sostenía la tubería de aguas de lluvia que amenazaba con
desplomarse debido al inusual peso. Cirila podía volar, no
así sus amigos. Voló para aligerar el peso. El duende y el
elfo saltaron a una tubería apostada en una de las esquinas
de la casa y se deslizaron por el tubo hasta llegar al suelo.
Mariana les silbó para señalarles nuestra ubicación y
corrieron a reunirse con nosotras. Al llegar, Petrarco
estaba exhausto, como pudo relató el encuentro con la
hechicera.
-Vaya que tienen actividad aquí! - dijo dando una
mirada a los alrededores.
Aparentemente no habían tenido éxito en el rescate
del libro porque todo lo que había traído eran dos
abultadas bolsas, muy pequeñas para contener a los dos
libros. Sin muchas ganas pregunté:
-¿Y el libro?
-¡Lo tiene la bruja! - contestaron los tres sonriendo.
Ahora sí ya no tenía remedio. Lo único que podía
salvarme yacía en las manos de la bruja que quería
mandarme al inframundo. Sin embargo no entendía porque
estaban tan contentos y sospeché que algo habían tramado!
-¿Y qué tiene eso de cómico?
-¡Te lo explicaremos más tarde! Debemos ayudar a
los señores de la comarca! -dijo viendo la escena que se
estaba desarrollando en el portón en donde Alaris, Ducran
y Xanatrix le hacían frente a tres espeluznantes criaturas,
cuyos dientes de azufre sobresalían proyectados fuera de
su boca, afilados como cuchillos, con sus largas colas que
movían en todas direcciones, y usaban como si fuera un
látigo. En uno de esos movimientos impactaron a Ducrán,
que lanzado a unos cuantos metros se estrelló contra la
corteza fulminada de una de las acacias, quedando tan
maltrecho que ya no pudo alzar su pobre cuerpecito,
situación que aprovechó El Verdugo para flanquear la
entrada y dirigirse hacia la casa. Alaris y Xanatrix se
quedaron con las feroces bestias que se abalanzaron sobre
ellos en un ataque frontal. Así los encontraron, Drefno y
Petrarco, luchando con los endemoniados, y así, en
obstinada resistencia, se unieron a Alaris y Xanatrix a
pelear con dientes, piedras y determinación. Peleaban con
bravura y ésta era quizá su mejor arma.
En el hueco donde había estado la puerta apareció
la bruja Zarnia, sosteniendo con regodeo los dos Libros de
San André que le había arrebatado a los duendes. Llevaba
el cabello ondulado hasta la cintura, arremolinado como
serpientes, su boca siniestra dibujaba una sonrisa que
parecía más bien una mueca que dejaba entrever los trozos
blancuzcos de unos dientes. El Verdugo la alcanzó en la
laja de piedra grisácea que se hallaba en el centro del
jardín y que sostenía una mutilada fuente también de
piedra. Se saludaron con una inclinación de cabeza. Con la
misma parsimonia que mostrara en la escalera, Zarnia se
acercó a su maestro diciendo:
-Aquí tienes los Libros, Maestro y Señor. Ya
puedes llevarte a la muchacha cuando quieras! He
cumplido mi trato! ¡Te serví por cuenta años! Ahora le
tocará a ella¡ Así quedo libre de regresar finalmente a mi
casa!
El espectro sonrió con satisfacción. Soltó el báculo
que atajó El Verdugo para tomar los ejemplares. Con un
rápido movimiento le entregó a Zarnia el que le
pertenecía. Y, sosteniendo aquel otro que tantos dolores de
cabeza le habían dado, desató la correa de “Las Llaves del
Reino” con la enguantada mano que tenía libre y lo
desplegó de par en par. Un extraño brillo iluminó su
rostro. Las bestias pararon su lucha y fueron a reunirse
con su amo. Alaris y Zanatrix socorrieron a Ducrán y lo
llevaron junto a Americus. Detrás de ellos, llegaron
Petrarco y Drefno a reunirse con nosotros.
Las primeras páginas estaban en blanco, se
concentró en las del medio, igual, blancas. Finalmente se
percató que la portada era el único elemento que el tomo
tenía del libro original ya que lo demás era solo un
compendio de hojas todas blancas, blanquitas como la
nieve. Burlado, su rostro se volvió rojo como las brasas de
un caldero y estalló de forma voraz y estruendosa:
-¿Pero qué clase de broma es esta, Zarnia? –
vociferó mientras lanzaba el libro a los pies de la
hechicera – Estas páginas no están impresas!
Miré a los guardianes. Yo tampoco entendía lo que
estaba pasando. Cirila reía a todo pulmón, recostada de un
arbusto para soportar los embates de la risa. Petrarco se
revolcaba a carcajadas sobre el césped con las dos manos
sobre la barriga y sacudiendo alternativamente sus piernas
y Drefno sonreía también pero con aristocrática pulcritud,
sosteniendo las bolsas verdes en sus manos:
-¡Robamos todas las letras del libro! - dijo Petrarco
en un susurro de voz amortiguado por sus risas - ¡Nunca
antes lo habíamos hecho! Pero valió la pena solo por ver
la cara de sorpresa de Zoroastro y la bruaj!
Jamás en mis imaginaciones más audaces pensé
que semejante cosa podría hacerse. Sin embargo, a través
de mi contacto con la magia, había descubierto un mundo
de infinitas potencialidades donde la palabra imposible
parecía no existir. Beatrice y Mariana estaban perplejas.
-¿Las letras? Pero ¿cómo es eso posible? –
pregunté.
-Con magia –contestaron los tres al unísono como
si fuera la cosa más natural del mundo.
-Tengo que acostumbrarme a esto de la magia –
pensé para mí.
Mientras tanto al frente de la casa se desarrollaba
la siguiente escena: La bruja se quejaba, murmuraba
excusas en las que confirmaba que ese era el Libro que
tenían los Guardianes. Zoroastro, por su parte, vociferaba
la incompetencia de Zarnia y la urgía a que encontrara el
verdadero tomo. En ese momento, Zoroastro giró y dirigió
la mirada hacia el lugar donde nos encontrábamos. Ya sea
que no le gustó la broma o que las descaradas risas de los
duendes amorataban su amor propio, lo cierto es que, tras
tomar el báculo, comenzó a caminar en nuestra dirección
en actitud amenazante. Eso no podía ser bueno.
Enseguida, los señores de la comarca se interpusieron en
el camino pero él rápidamente, con un movimiento de sus
brazos, los apartó y arrojó a unos cuantos metros. En ese
momento, Leonardo salió de la maleza golpeándolo desde
atrás pero también fue lanzado sobre los escombros donde
segundos antes habían aterrizado los señores. Por su boca
comenzó a deslizarse un tenue hilo de sangre. Los
guardianes se dispersaron por los alrededores. Beatrice y
Mariana se quedaron con Americus, quien permanecía
inconsciente y hacían intensos esfuerzos por revivirlo.
Intenté acercarme a Leonardo para socorrerlo pero
Zoroastro me atajó en el camino.
-¿A dónde crees que vas con tanta de prisa,
muchacha?
Me tomó del brazo enterrando sus garras
enguantadas en mi carne. Pegué un grito por la presión de
aquella mano que quemaba como un incendio en pleno
verano. Leonardo se levantó y corrió hacia nosotros pero
no tuvo tiempo de llegar. El espectro encumbró el báculo
y sacudiéndolo lo repelió por los aires, cayendo esta vez
cerca de donde se encontraban mis hermanas. Se
incorporó. Leonardo pensó en utilizar un hechizo de
invisibilidad, de esa forma podría acercarse y arrebatarle
la vara que era el instrumento de su poder. Así lo hizo y
desapareció de nuestra vista.
El demonio volvió a dirigirse a él.
-Ese hechizo no te servirá de nada! - gritó.
Zoroastro, a su vez, recitó un coro de palabras que
debieron ser muy efectivas y poderosas ya que deshizo el
conjuro de Leonardo y lo hizo visible nuevamente ante
nuestros ojos.
Viendo que Leonardo se aprontaba a arremeter
contra su amo y señor, la bruja Zarnia se abalanzó sobre su
espalda. Con sus brazos arremolinó su cuello, mientras el
Mago trataba de zafarse del vulgar nudo. Daba vueltas con
la mujer anclada a sus espaldas. Eché un rápido vistazo a
los alrededores. Todo aparecía devastado. La nube oscura
comenzó a moverse succionando más árboles y tierra.
La mano de acero de Zoroastro seguía
aprisionándome firmemente. Lo pateé con todas mis
fuerzas y en el momento en que sentí que me zafaba, corrí
en dirección a la casa, pero tropecé por una zancadilla que
me tendió El Verdugo, quien había estado atento a los
acontecimientos esperando la ocasión de brindar su
aportación a la contienda. Me miraba con su malévola y
sardónica sonrisa. De bruces caí, estrellando mi barbilla
contra el arenoso suelo. Tan fuerte fue mi derrumbe que
hasta pude saborear algunos granos de grava. Con los
dedos, y aun tendida en el suelo, traté de sacar los
desagradables corpúsculos adheridos a mi boca. Sentí que
una mano me asía fuertemente del tobillo. Me arrastró
hacia él otra vez. Segundos después aflojó la presión,
cuando volteé vi a Beatrice colgada de su cuello, usando la
misma técnica que Zarnia utilizaba con Leonardo.
Mariana, a su vez, se adhirió a una de las piernas del
demonio. Beatrice y Zoroastro, Leonardo y Zarnia
contoneaban sus cuerpos como si ejecutaran la nueva
versión de un tanto suburbano.
Beatrice gritaba mientras zarandeaba la cabeza del
Mago Negro de lado a lado:
-Si salimos de esta vas a estar en deuda conmigo
por el resto de tu vida – me gritaba Beatrice
tambaleándose sobre la espalda del brujo negro, mientras
éste hacia esfuerzos malabáricos por soltarse. Mariana se
hallaba pegada a la pierna de Zoroastro, con la misma
dedicación de una garrapata prendida en la jugosa oreja de
un canino y exprimía la extremidad como si quisiera
extraerle los fluidos infernales.
Mi respiración se paralizó cuando vi que Zoroastro,
de una patada, lanzaba a la pequeña Mariana hacia la nube
negra; la seguí con la mirada, mientras, alzada, la fuerza
del viento columpiaba sus cabellos, abanicaba sus brazos
en un esfuerzo por alejarse del nubarrón. Segundos antes
de terminar engullida por la tenebrosa masa, Leonardo,
con la fastidiosa hechicera aún sobre sus hombros, la
sujetó por el tobillo y logró sacarla de la mortal
trayectoria. Suspiré y agregué un motivo más a la larga
lista de razones para estar agradecida con el Mago.
Enfurecida por tan abominable acción, comencé a
patear al espectro con toda la fuerza de mis dieciocho
años. Mientras esto hacía con fruición, divisé la robusta
silueta de Petrarco, el atuendo le quedaba corto y una
barriga adiposa se dejaba ver entre la frontera de su camisa
y su pantalón. Contoneándose, hacía señas que no podía
entender. Sin embargo, deje de prestarle atención en el
momento en que el demonio, con un manotazo se deshizo
de Beatrice y me alzó por la cintura hasta quedar frente a
frente. Alzó el báculo, seguramente para transportarme a
su cálido mundo, y en ese preciso instante, apareció la
gallarda figura de Batam-Al-Bur. No venía solo. Lo
acompañaban siete magos orientales, ataviados con
elegantes vestiduras, cabalgando sobre macizos camellos
ornamentados también con osamentas metálicas de
magistral colorido.
-Yo ser cobarde pero tener amigos valientes – gritó
el Genio bajándose de su rutilante camello caramelo y
dirigiéndose hasta el lugar donde se encontraba Americus.
Uno de los genios, un mulato alto y de ojos verdosos, con
un turbante fucsia enrollado alrededor de su cabeza, sacó
una daga que lanzó directamente hasta el corazón de su
contendiente, esquivándome solo por centímetros. Con
esto, el Mago Negro me soltó y pude correr a refugiarme
hasta donde se encontraban los guardianes.
Leonardo seguía luchando con Zarnia y El
Verdugo que se había unido al combate.
-¡Qué mujercita esta! – pensé
La lucha continuaba. Zoroastro se quitó el cuchillo
que se había incrustado en su corazón y lo tiró en el piso,
al tiempo que con los brazos abiertos hacia movimientos
que controlaban la nube oscura. De ella salían rayos
incandescentes que iban impactando por todo el lugar. Los
Genios se turnaban para atacarlo pero él repelía todos los
intentos con su báculo.
La escena era dantesca, rayos, demonios, brujas en
brutal agitación. Finalmente, proferí:
-¡Suficiente! – grité desde el fondo de mi corazón y
me dirigí directamente hacia donde se encontraba el
demonio - Me iré contigo, si eso es lo que quieres. No
soporto ver como dañas a mis seres queridos!
Mariana, que se había unido nuevamente a
Americus, comenzó a llorar.
-¡Camila, no! ¡No te rindas! Tú nunca te rindes!
Aún tenemos fuerzas para luchar!
-Cierto! Aún no ha corrido sangre! – gritó mi
aguerrida y atolondrada hermana Beatrice.
Me acerqué hasta donde estaba Zoroastro y me
coloqué a su lado.
-¡Tú ganas! - le dije - Iré voluntariamente a donde
quieras!
Zoroastro me miró con ojos de triunfo y la
hechicera se alejó de Leonardo y se enfiló hacia el
demonio, riendo a carcajadas, abrazando al Verdugo y a su
mascota Froseblack!
-¡Volví!, ¡Volví a mi casa! Pasé buenos momentos
junto a ti, amo – replicó la hechicera, quien no paraba de
saltar en una pata - pero siempre añoré mi hogar!
Leonardo me miraba desfallecido y con pesar. Le
faltaba el aliento por el esfuerzo de la contienda.
La bruja se acercó al mago negro para despedirse.
Colocó sus largos brazos alrededor de su cuello para darle
un beso fraternal. Fue ese preciso instante el que
aproveché para sacar el anillo que tenía guardado en mi
bolsillo y ponérselo en el dedo a Zarnia.
-Me temo que tendrás que pasar otros cincuenta
años con tu amo querido!
La bruja observó su mano y por todo el lugar se
oyó un colosal alarido como el de un animal herido y
moribundo.
-¿QUE ES ESTO? ¿QUE ME HAS HECHO? –
gritaba la hechicera.
-Nada! – contesté - Te regresó lo que es tuyo! Con
trampa lo pusiste en mi dedo, con trampa te lo regreso!
Feliz día en los infiernos! Hasta allá te haré llegar los
restos del pastel de chocolate que usaste para tentarme!
-¿Pero cómo es posible?
-¡Magia! – contesté – Solo y únicamente magia!
-¡No puede ser! ¡Tú no eres bruja! – aullaba la
hechicera.
-¡Aún no! pero tuve un buen comienzo y muy
buenos maestros y tengo todos los atributos para
convertirme en una en el futuro cercano, ¿no crees?
Zoroastro se puso rojo de ira. Se sentía burlado ya
que su interés estaba centrado en mí. Le dirigí unas
palabras:
-Ahora ya no tengo el anillo, tendrás que llevarte a
tu bruja nuevamente! Al menos por otros cincuenta años!
El demonio me miró con impotencia.
-Te salvaste por ahora, pero tarde o temprano
estarás conmigo en las sombras!
-Lo dudo – contesté - ¡Nunca estaré con las
sombras!
Diciendo esto giré y busqué a Leonardo con la
mirada, corrí hasta él y lo abracé. Los guardianes gritaban
y saltaban al tiempo.
Zoroastro desapareció tan repentinamente como
vino y se llevó con él a la bruja, a sus demonios y a la
amorfa nube.
Americus ya había vuelto en sí y bromeaba acerca
de cómo se había perdido la acción. Beatrice vio sus
vestidos y empezó a refunfuñar porque estaban rotos,
estropeados y sucios. Mariana corrió a la casa a rescatar a
Bartolomeo quien había permanecido impávido en su
improvisado refugio.
Nos sentamos como pudimos sobre el único
escalón del porche que no estaba destruido.
-Ahora, explícanos ¿cómo lo lograste? –preguntó
Beatrice.
Sonreí con extrema satisfacción, suspirando como
si un inmenso saco me hubiera sido quitado de encima.
-Cuando estábamos en los arbustos auxiliando a
Americus, y Zoroastro caminaba hacia nosotros, corrimos
y nos dispersamos en diferentes direcciones. Mientras
corrían, los guardianes dejaron caer las bolsas con el
contenido de letras del Libro. Cuando regresaron para
recogerlas vieron que éstas se habían acomodado de tal
forma que parecía un conjuro. Me hicieron señas para que
me acercara y al hacerlo recitamos las frases mágicas que
se habían formado en la grama. Al terminar, el anillo se
desprendió de mi dedo con facilidad. El resto, ya ustedes
lo conocen.
-No estábamos seguros de que funcionaría – dijo
Petrarco - por eso teníamos un Plan B.
-¿Plan B? –contestó Drefno- Ni siquiera teníamos
un Plan A!
-Claro que sí!
-Claro que no!
-Claro que si!
-Ah, si? Y cual era entonces? –replicó el elfo.
-No puedo decirlo! Era secreto! -dijo el duende.
Así continuaron un buen rato discutiendo hasta que
Cirila se interpuso entre ellos. Sus pequeñas alitas
revolotearon en el rostro de Petraco, quien entonces
comenzó a discutir con ella. Leonardo se acercó y tomó el
cascarón de “Las Llaves del Reino”, habría que hacer un
trabajo de restauración para que las letras ocuparan las
posiciones que le correspondían.
Una nueva oportunidad. Un nuevo comienzo. Los
sentimientos se agolpaban esperando ser traducidos en
palabras. Pero todo esfuerzo que hacía se quedaba corto
ante el tamaño de mi agradecimiento. Opté por abrazarlos
a todos, en un cálido y apretado abrazo que reflejaran la
carga emotiva que mis palabras no podían decir.
-Salgamos de aquí! -dijo Beatrice al final echando
una mirada a todos los destrozos.
-¿A dónde iremos? – preguntó Mariana.
-Iremos al Gran Prince - dije con elocuencia - a
celebrar mi cumpleaños y de allí llamaremos a los
abogados.
-Siii¡ – gritó Mariana pegando brincos.
Nadie supo que pasó con El Verdugo o
Frozenblack. Sencillamente desaparecieron de la escena
sin dejar rastros.
Batam-Al-Bur despidió a sus amigos y se quedó
con nosotros a celebrar.
Muy tarde llegamos al hotel, justo para
refrescarnos y bajar al restaurante donde un enorme pastel
de chocolate había sido encargado por Americus y
señoreaba en una de las mesas. Me sorprendí al ver que
aún después del incidente en la casa de la bruja, mi amor
por el chocolate seguía tan intacto como siempre, libre de
traumas o fobias. Felicísima me sentí de estar rodeada de
los seres que más amaba. La velada transcurrió entre
ocurrentes chistes, muy sonoras risas e interesantes
anécdotas de Americus y el Genio. Solo Leonardo parecía
distante y esquivo. Traté de buscar conversación pero me
contestaba con discretos monosílabos. Al final, opté por
dejarlo solo y unirme a la charla del grupo.
22
LA DESPEDIDA
Me despertaron los hirientes rayos de un sol
incandescente que golpeaba mi rostro con insistencia. A
mi lado, acurrucadas, dormían aún Beatrice y Mariana,
con una expresión pacífica que no había visto en mucho
tiempo. Me levanté y caminé hacia la ventana. A decir por
la posición del sol, debían ser como las nueve. Corrí al
baño para asearme y luego bajar al Lobby para alcanzar a
Leonardo, antes de que partiera. Tenía tanto que decir y
agradecer. Batam-Al-Bur se había marchado la noche
anterior, no tenía caso mantenerlo alejado de su tierra
cuando ya todos nuestros problemas habían sido resueltos.
Se fue muy agradecido, regalando reverencias por doquier,
ensalzando las bellezas de su querida Persia y dejándonos
una invitación abierta para cuando quisiéramos ir a
visitarle. Nos dejó la botella que lo mantuvo cautivo por
tantos años como recuerdo.
Me habitué a la idea de Beatrice siendo la esposa
del Prefecto Farfán. Aunque no nos había comunicado su
decisión a este respecto, sea cual fuera, aprendí que debía
respetar sus elecciones aunque nos causara molestia o
aversión. Labramos nuestro destino a través de las
decisiones que vamos tomando en el camino y no
debemos imponer nuestro criterio a los demás.
En el Lobby, la imponente figura de Americus
dominaba la estancia. Vestía nuevamente sus jeans de
mezclilla y una camisa a cuadros blancos y azules. Las
botas de gamuza marrón ascendían hasta las rodillas.
Conversaba con la recepcionista con un tono animoso que
hacía que los demás huéspedes se voltearan a mirarlo,
dando instrucciones sobre nuestra estada. Corrí hasta él y
me colgué de su brazo. Se ladeó ligeramente con sorpresa,
luego me abrazó efusivamente.
-Me imagino que no te estás marchando sin
despedirte -dije con simpatía.
El anciano mi miró con una amplia sonrisa.
-No! Nada de eso! Tú jamás me lo permitirías! -
exclamó riendo - Arreglaba con la señorita alguno
detalles sobre su estancia en el hotel. Los gastos ya fueron
cubiertos. En una hora tus abogados estarán aquí para
llevarlas, a ti y a tus hermanas, a la ciudad. También se
encargaran de procesar a Gertrudis por el acto de agresión
que acometió contra ti.
-No quiero levantar cargos! – agregue - solo quiero
irme de aquí y olvidar esta pesadilla!
Eché una mirada a los alrededores. Leonardo no
estaba. Dirigí una mirada interrogativa al anciano.
-El se fue muy temprano! - me dijo finalmente.
Mis ojos se humedecieron con las lágrimas que
quería reprimir. Hubiera querido verlo para expresar, si no
mi amor, al menos mi agradecimiento.
-¿Sin despedirse? ¿Tan desesperado estaba por
dejarme?
Americus entornó sus ojos compasivos, rodeó mis
hombros con su brazo y me dijo en tono de confidencia:
-Leonardo no es bueno con las despedidas, ni está
acostumbrado a manejarse con los sentimientos – dijo - Es
un muchacho testarudo y no quiere reconocer lo que
siente. En el fondo él te quiere!
-¡Oh, si¡ – asentí - ¡en el fondo de un barranco!
El anciano volvió a reír.
-¡Dale tiempo, muchacha!
Seguidamente, del bolsillo de su camisa, sacó un
abultado sobre, arrugado y amarillento.
-Toma – dijo - Lo escribió pensando en ti, pero no
sabe que te lo estoy entregando. Espero que mantengas el
secreto. ¡Si no, me estarás metiendo en un problema! -dijo
riéndose jocosamente.
Abrí el sobre que me entregó y comencé a leer los
versos:
“ ¡Tú ni siquiera me miras con esos verdes espejos
y el fulgor de tu reflejo me deja sin voz ni paz. Quien
pudiera liberarme de este lento suplicio. Si te miro y me
maldigo y a tu cárcel vuelo a entrar, Cárcel falsa,
voluntaria, cuya negrura me arrastra hacia un abismo sin
fondo, sin esperanza de más. Solo el infinito atisbo de
volver a tu presencia resucita mi conciencia y me atrapa
sin cesar.
Noches frías, noches turbias, noches de inmenso
tormento que atesoran tu recuerdo cual verdugo sin
piedad, de perder hasta el aliento de vida que en mi
palpita, si por ti todo se agita y en la orilla vuelvo a estar.
A la orilla de un abismo, alto, negro, hondo y sucio, lleno
de tanta inmundicia que no deja respirar: pero entonces
tú te acercas y el olor de tu mirada y el sabor de tu
inocencia allí me vuelve a atrapar.
A los brazos de mi amada que solo en sueños me
ama y en terciopelos me aclama con ungüentos de
piedad. Y allí me quedo tendido cautivo de tu belleza,
como un artista admirando la estatua que lo embelesa.
Ah, malhaya, quien pudiera, arrancar de mí esta herida,
suave como una caricia y como cicuta mortal, porque
contigo me muero y sin ti mi alma se extingue y entre
sombras mi alma vive como asiduo prisionero.
Volar con mi pensamiento a una tierra sin
tormento es lo que a veces presiento que a mí me puede
salvar, pero cual potro bravío que se estrella en la
tormenta vuelvo a penar por la senda con la seda que me
arrienda; porque mi boca que es muda cuando se trata de
hablarte, una vez que te apartaste no para de protestar, a
gritos, amor infame, si cuando pude abrazarte ni un
sonido susurraste y otra vez te ví pasar.
Oh, solitaria luna, tantas noches compañera, teje
en su cama una hilera de plata que llegue a mi, para que
cuando amanezca hasta mi lleguen sus pasos y me
acurruquen sus brazos y jamás me dejen ir.
Teje luces de colores alrededor de sus ojos, que
alumbren amaneceres y que solo piense en mí, para que
cuando me encuentre esta voz que huye inconclusa, se
atreva a decir “te quiero” y me acompañe su musa. Teje
en su pelo una cinta que recoja su dulzura y me la muestre
en la cima de este amor que es mi locura. Vierte en su
boca pasión que solo en mi satisfaga y que el néctar de
esa saga no acabe nunca jamás.
Sus manos, manjar inquieto. Mi dulce y agrio
sustento. Que venga en suave lamento y yo la pueda tocar,
Oh, luna de tantas noches, infalible compañera. Como
quieres que no la quiera? Si no la puedo olvidar ¡ Si
cuando abro mis ojos la imagen de ella responde cual
aliento que en la noche no dejó de vigilar. Y en el día me
acompaña como una sombra al acecho y cada vez que la
veo mi pudor queda deshecho.
Como olas que en el mar golpean las blancas
piedras y no se quedan más quietas hasta todo destrozar.
Vientos de Abril que visitan mi nostalgia en el ocaso,
quédense conmigo un rato para así poder quitar este amor
que es mi delirio de mi corazón un rato y con un leve
descanso en la aurora comenzar.
Lágrimas de tantas noches en mi almohada
derramadas como caricias de espadas junto a mi han de
morar. Ladrona de horas de ensueño, princesa de cuentos
de hada. Si no puedo ser tu dueño, solo quiero una
mirada. Una mirada me basta con tal de llenar tu
ausencia con soplos de tu presencia y el candor de tu
morada.
Volarán mis pensamientos a consolar tus oídos,
por días de amor perdidos que ya no tienen valor, pero
cómo ocultar mi cuerpo si de tu imagen se nutre, y por
amor no discute sino se deja llevar. Negros ríos de tristeza
entre mis sueños me acechan y en las noches me
despiertan y no me dejan soñar, tropel de noches
insomnes que aceleran mi penumbra, cosechando mi
amargura, mis ansias y mi pesar.
Tristes labios me saludan y entre la bruma me
empujan, y me impulsan a buscarte, ciego, perdido y
errante. Pero el temor de no verte infunde en mi la
nostalgia y la rabia me entristece impidiéndome el pensar.
Oh luna, luna! no dejes, jamás de tocar mi puerta
ya que tus rayos me alientan y adormecen mi tristeza.
Cielo de la madrugada, lleva mi aliento a mi amada, para
que cuando amanezca mi sabor quede en su almohada.
Y el aroma de este amor que ya no cabe en mis
venas, se escurra tras de mis penas para brindarle calor y
un murmullo de su boca despierta mis ansias locas y en
deseo desemboca y ya no puedo parar. Y este amor que en
su tristeza no deja de suplicarle, que aunque sea un
instante, su amor se quede conmigo. Y si en sus horas de
hastío extraña mi amor cobarde, solo tiene que llamarme
y a su lado vuelvo a estar porque este amor incurable,
aunque fuera de mi alcance, prefiero en ti suicidarse que
en otro puerto atracar”
Cerré las hojas nuevamente y las metí en el sobre.
-Si esto siente por mí, ¿por qué no se quedó? Por
qué no me lo dijo? – pregunté.
-Es una larga historia que te contaré algún día! -
dijo.
-¿Te volveré a ver? – pregunté.
-¡Todas las veces que quieras! - y con un abrazo,
me besó. ¡Piénsalo! ¡Serías una excelente bruja y para
nosotros sería un placer tenerte en Eisenbaum! - y con
estas palabras, se dirigió hacia la puerta y desapareció.
Me quedé un buen rato sola, vagando por el Lobby.
Caminé hasta uno de los jardines internos y me senté sobre
uno de los banquillos que reposaban bajo una inmensa
chaguarama, volví a abrir la carta. La leí nuevamente. Me
enjugué las lágrimas que rodaban por mis mejillas a
medida que recorría con la vista el conjunto de frases y
oraciones escritos por el puño de Leonardo.
-Bueno – me dije - si en realidad me quiere, lo
perseguiré hasta el fin del mundo.
Debajo de la carta escrita por Leonardo, encontré
una tarjeta de Americus invitándome para la Celebración
del Año Nuevo de los Magos, que se llevaría a cabo en
dos semanas en Eisenbaum. Una sonrisa se precipitó en mi
rostro y con una mano enjugué mis lloros. Guardé las
hojas en el bolsillo de mi bata y salí corriendo a
prepararme para tan especial evento.
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