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1 LOS ARQUITECTOS DEL PALACIO DE BELLAS ARTES ALEJANDRINA ESCUDERO Una obra como el Palacio de Bellas Artes requirió, durante los diferentes periodos en que se llevó a cabo su construcción, de un numeroso y variado contingente de arquitectos, dibujantes, ingenieros, albañiles, artistas y funcionarios, entre otros, por lo que larga sería la lista de las personas a quienes debemos el, hasta hoy, más importante escenario del arte y la cultura en México. En este capítulo abordaremos algunos aspectos de la vida de los dos arquitectos, que estuvieron al frente del proyecto: su artífice original, el italiano Adamo Boari, encargado de la obra entre 1902 y 1916, y el mexicano Federico E. Mariscal, quien de 1930 a 1934 logró, finalmente, concluir el edificio. Boari era 18 años mayor que Mariscal, sin embargo, tuvieron varias cosas en común, además de encargarse de la edificación del Palacio de Bellas Artes. Ambos dieron clases de arquitectura en la Escuela Nacional de Bellas Artes, Boari formó parte del jurado en algún concurso en el que Mariscal participó y los dos asistieron al VII Congreso Internacional de Arquitectos, celebrado en 1908 en Londres, por no citar una serie larga de actividades en las que los arquitectos coincidieron. En 1928 Mariscal escribió el artículo “Arquitectos célebres en nuestro país” y sólo incluye a dos representantes del siglo XX: Ramón Agea y Adamo Boari. Desde los primeros años de su residencia en México y hasta su muerte, Boari mostró gran interés por nuestro pasado en textos publicados aquí y en Roma; Mariscal, por su parte, impulsó en sus escritos y en el aula el nacionalismo arquitectónico. El italiano nunca se habría imaginado que el joven arquitecto se iba a encargar de concluir su gran obra mexicana.
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LOS ARQUITECTOS DEL PALACIO DE BELLAS ARTES

Apr 12, 2023

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LOS ARQUITECTOS DEL PALACIO DE BELLAS ARTES

ALEJANDRINA ESCUDERO

Una obra como el Palacio de Bellas Artes requirió, durante los diferentes periodos

en que se llevó a cabo su construcción, de un numeroso y variado contingente de

arquitectos, dibujantes, ingenieros, albañiles, artistas y funcionarios, entre otros,

por lo que larga sería la lista de las personas a quienes debemos el, hasta hoy,

más importante escenario del arte y la cultura en México. En este capítulo

abordaremos algunos aspectos de la vida de los dos arquitectos, que estuvieron al

frente del proyecto: su artífice original, el italiano Adamo Boari, encargado de la

obra entre 1902 y 1916, y el mexicano Federico E. Mariscal, quien de 1930 a 1934

logró, finalmente, concluir el edificio.

Boari era 18 años mayor que Mariscal, sin embargo, tuvieron varias cosas en

común, además de encargarse de la edificación del Palacio de Bellas Artes.

Ambos dieron clases de arquitectura en la Escuela Nacional de Bellas Artes, Boari

formó parte del jurado en algún concurso en el que Mariscal participó y los dos

asistieron al VII Congreso Internacional de Arquitectos, celebrado en 1908 en

Londres, por no citar una serie larga de actividades en las que los arquitectos

coincidieron. En 1928 Mariscal escribió el artículo “Arquitectos célebres en nuestro

país” y sólo incluye a dos representantes del siglo XX: Ramón Agea y Adamo

Boari.

Desde los primeros años de su residencia en México y hasta su muerte, Boari

mostró gran interés por nuestro pasado en textos publicados aquí y en Roma;

Mariscal, por su parte, impulsó en sus escritos y en el aula el nacionalismo

arquitectónico. El italiano nunca se habría imaginado que el joven arquitecto se iba

a encargar de concluir su gran obra mexicana.

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ADAMO BOARI: UN ARQUITECTO ITALIANO EN MÉXICO

Hace veinte años, cuando se conmemoró el 50 aniversario de la inauguración del

Palacio de Bellas Artes, empezamos a conocer más a fondo la vida del arquitecto

que lo concibió y construyó casi en su totalidad.

Debido a que la construcción se prolongó, la niebla de los años desdibujó la

imagen de su creador. Desde 1902, Adamo Boari presentó el primer proyecto para

construir el Teatro Nacional de México, que por circunstancias diversas no se

terminó en los tiempos establecidos, inaugurándose hasta 1934 con el nombre de

Palacio de Bellas Artes. El italiano quiso edificar en la ciudad de México un teatro

que fuera “uno de los mejores del mundo”, idea que lo obsesionó durante 26 años

de su vida. Este retrato biográfico se guía por esa idea.

La juventud de un ingeniero

En Marrara, pequeño poblado de Ferrara, el 22 de octubre de 1863 nació Adamo

Oreste Boari, hijo de la pareja formada por Guglielmo Boari y Luigia Bellonzi. Una

fotografía de sus primeros años muestra un niño de ojos soñadores y aspecto

frágil, que aprendió sus primeras letras en un liceo de Ferrara. Concluida la

educación básica, en la Universidad de Ferrara estudió dos años de ingeniería

civil, pero abandonó la carrera porque lo atrajo más la agronomía, que cursó en el

Politécnico de Bolonia.

Sin embargo, a los 23 años, bajo las órdenes del ingeniero Amico Finzi, Adamo

tomó parte en la construcción de una troncal en Oggiono, poblado ubicado en la

frontera entre Italia y Austria. Sólo se ocupó un año de esta actividad ya que tuvo

que regresar a su pueblo natal para cumplir con el servicio militar.

Como muchos italianos quiso “hacer la América” y del puerto de Génova de donde

salían barcos repletos de compatriotas, se embarcó en el invierno de 1889 con

dos amigos: el marqués Ercole Mosti y Arturo Squarzoni. Su destino era el Cono

sur; una vez que recorrieron Argentina y Uruguay, los compañeros de aventura

regresaron a Italia, pero Adamo continuó con dirección a Brasil. En ese país

aprovechó su experiencia y colaboró en la construcción del ferrocarril Santos-

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Campiñas; se sabe también que realizó algunos proyectos para una Exposición

Universal. Desafortunadamente, en Río de Janeiro contrajo la fiebre amarilla, por

lo que se vio obligado a regresar a su país. Se estableció de nuevo en la casa

paterna, y sus estudios de ingeniería agrícola le permitieron impartir una cátedra

en la Universidad de Ferrara. No obstante, su deseo por recorrer mundo era firme

y debido a su estancia como profesor en esa institución consiguió un cargo oficial

con el fin de realizar un trabajo en Chicago.

Su residencia en esa ciudad resultó fructífera; llegó al sitio adecuado en el

momento preciso como muchos otros comerciantes, industriales, ingenieros y

arquitectos, que escogieron ese lugar para desarrollarse profesionalmente. Uno de

ellos fue el joven Frank Lloyd Wright, cuatro años menor que el italiano, quien

había dejado su natal Wisconsin, donde obtuvo el título de ingeniero para trabajar

en los despachos de arquitectos destacados, como el de Louis Sullivan. En

Chicago, Boari obtuvo el título de arquitecto y en 1893 trabajó como ayudante

técnico en el despacho de D. H. Burnham, quien en esos momentos preparaba el

proyecto para la World Columbian Exhibition.

En 1895 Frank Lloyd Wright y otros integrantes de la “escuela de Chicago” se

mudaron a Steinway Hall y dividieron el gran ático en cuartos de dibujo, que

alquilaban a dibujantes y arquitectos. Adamo fue uno de sus inquilinos por lo que

en ese lugar se conocieron los dos jóvenes profesionistas. Aunque se trató de un

encuentro circunstancial, Lloyd Wright nos ofreció, en sus memorias, un singular

retrato:

Recuerdo un hirviente italiano, Boari de apellido, que ganó un concurso para

construir la Gran Ópera Nacional de México. Entró a nuestro ático, temporalmente,

para hacer algunos planos del edificio. Estaba muy lejos de nosotros pero era

observador curioso y divertido. Solía mirar lo que yo hacía, y decir con un gruñido

benévolo: “¡Huh, arquitectura de templanza!”, volver sobre sus talones con otro

gruñido y retornar a su “gorguera” renacentista, como decía yo en represalia.

En los recuerdos de Lloyd Wright encontramos una inexactitud cronológica: si

tenemos en cuenta que su estadía en Steinway Hall fue entre 1895 y 1898,

mientras construía un estudio anexo a su casa de Oak Park, los planos que el

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italiano dibujaba no eran los del nuevo Teatro Nacional de México sino los que

presentó en el concurso para la edificación del Palacio del Poder Legislativo en

1897.

En Estados Unidos, Boari participó en el Plan for a Municipal Building in the City

of New York, proyectó un edificio público en esa ciudad y realizó varios diseños no

identificados en los que firmó “Boari, Illinois stated. Illinois Licenced architect”.

Asimismo, estableció contactos con la comunidad italiana en México,

especialmente con familias que residían en el estado de Jalisco. El italiano se

encontraba con un pie en nuestro país y otro en Chicago. Entre 1897 y 1900,

realizó algunos proyectos: el Santuario, el altar de la capilla en el Hospital de

Nuestra Señora de los Dolores y la reconstrucción de la cúpula del templo

Parroquial en Atotonilco; El Sagrario y el Templo Expiatorio del Santísimo

Sacramento en Guadalajara. De este último sólo inició la construcción porque fue

terminado en la década de 1920 por el arquitecto Ignacio Díaz Morales.

Para la ciudad de México, Boari diseñó un monumento ecuestre a Porfirio Díaz;

firmado en 1898, se distinguía por su monumentalidad y grandilocuencia. A partir

de una fotografía del diseño, Justino Fernández lo describió de esta manera:

“combinando elementos de la arquitectura indígena, en forma piramidal, con otros

clasicistas lograba un pedestal monumental adornado con guirnaldas, musas, y

aun con nopales y magueyes, y rematado con la estatua ecuestre del general y

presidente. Era la fusión de lo viejo y lo nuevo... y el olvido de intermedio”. Para el

historiador, el proyecto no pasaba de ser “una locurita romántica”.

La gran obra que se proyectaba para el festejo del centenario de la Independencia

era el Palacio del Poder Legislativo, por lo que la Secretaría de Comunicaciones y

Obras Públicas convocó a un concurso internacional para su construcción. De

dimensiones monumentales, se ubicaría en la Plaza de la República y hacia el

oriente su eje se alineaba con el Palacio Nacional. Se recibieron cerca de sesenta

proyectos, la mayoría firmados por extranjeros. En abril de 1898 El Mundo

Ilustrado dio a conocer los nombres de seis finalistas, sin que hubiese un primer

lugar; sólo había tres segundos lugares, entre los que se encontraba Boari, bajo el

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seudónimo de S. Georgious Equitum Patronus in Tempestate Seguritas. Antonio

Saborit argumenta que El Mundo Ilustrado declaró este proyecto su preferido:

El proyecto de Boari, por la manera en la que se proponía aprovechar los nuevos

sistemas y materiales constructivos y por la decisión estética que lo llevó a optar por

el eclecticismo arquitectónico, era todo un manifiesto en contra de la pretendida

pureza de la proporción, la simetría y el módulo neoclásicos. Así las cosas, su

fachada presentaba una combinación de las prioridades renacentistas en Italia y en

Francia, aunque dominaban las de esta última en atención al dominio parisino en el

gusto europeo del siglo XIX e incluía al águila mexicana tallada en sus vistosos

capiteles corintios. Y como en el Palacio de Justicia de Bruselas, coronaba el

proyecto un remate prismático en cuyos cuatro ángulos lucía una enorme estatua

ecuestre.

El fallo fue duramente criticado. En los primeros números de la revista El Arte y la

Ciencia, otro de los finalistas, Antonio Rivas Mercado, publicó severas críticas por

las irregularidades del concurso. Desde luego que el menos satisfecho fue Boari,

quien hasta el término de su vida, se refirió a lo injusto del fallo al argumentar que

por votación su proyecto había quedado en primer lugar. En una carta dirigida al

arquitecto Benjamín Orvañanos, en 1924, se quejaba de que no se le hiciera

justicia y afirmaba que se le había negado la honra de ganar el primer premio para

la construcción del Palacio del Poder Legislativo.

Después de varios años de residencia en Chicago y con firmes relaciones en

nuestro país, decidió instalarse en la ciudad de México. Elita, la hija menor de

Adamo Boari, comentaba que su padre conocía a varios personajes de la elite

porfiriana, entre ellos a Thomas Braniff, quien a principios de siglo era gerente de

ferrocarriles, dueño de las fábricas de papel San Rafael, principal accionista del

Banco de Londres y México y tenía fuerte influencia en el gobierno de Porfirio

Díaz. Años más tarde, Boari llegó a ser concuño del potentado.

La “nueva Casa de Correos”

El siglo XX inició para el italiano con lo que él llamaba su “indemnización”, pues el

gobierno le encargó la construcción del Palacio Postal y las reformas del antiguo

Teatro Nacional de la capital, en colaboración con el ingeniero mexicano Gonzalo

Garita. Estos trabajos le fueron encomendados hacia finales de 1900, ya que

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existen plantas y fachada del “Proyecto de Adiciones y Reformas al Antiguo Teatro

Nacional” fechadas a principios de 1901.

Desde el inicio empezaron los desacuerdos. Boari no contaba libertad de acción y

le era difícil imponerse al mexicano, ya que su contrato estipulaba que le

correspondía únicamente el diseño y al ingeniero la construcción. El primer

problema se presentó en mayo de 1901 cuando fue rechazado el primer proyecto

para el Palacio Postal y Boari se encontraba en Chicago, por lo que las

autoridades mexicanas le pidieron que regresara inmediatamente a México con las

modificaciones.

Ya con el nuevo diseño, se decidió que el inmueble se edificaría en el predio que

ocupaba el edificio del Hospital de Terceros en San Francisco. En el libro

conmemorativo, el ingeniero Garita presentó un informe sobre la construcción en

el que se destacaba la importancia de la ubicación del edificio próximo a otras

obras que el gobierno preparaba:

El sitio elegido no podía ser más favorable, puesto que en un periodo de tiempo

relativamente corto ocupará el centro de la ciudad moderna. Las grandes

construcciones emprendidas por nuestro gobierno, como son el Teatro Nacional y el

Ministerio de Comunicaciones y Obras Públicas, próximos a la Casa de Correos,

contribuirán indudablemente, tanto el embellecimiento de la capital como al aumento

de valor de la propiedad privada, dando lugar, como se está observando, a la

substitución de edificios de estilo antiguo por otros más acordes con las necesidades

de la época.

El nuevo proyecto de Boari se inclinó por “cortar la esquina, me parece este el

modo más lógico de acortar la calle Mariscala, que es más ancha, con la calle de

San Andrés que es más estrecha”. Ésta fue la única obra arquitectónica que el

italiano pudo concluir en México, y lo hizo con la colaboración de Garita. La

primera piedra para la “Nueva Casa de Correos de la ciudad de México” se colocó

el 14 de septiembre de 1902 y se inauguró el 17 de febrero de 1907.

Ya integrado a la vida de la ciudad, Adamo Boari decidió revalidar su título de

arquitecto que obtuvo en Chicago y empezó a impartir clases de composición en la

Escuela de Bellas Artes (Academia de San Carlos), invitado por Antonio Rivas

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Mercado, en 1903, cuando éste fue nombrado su director. Casualmente impartían

la misma materia, y cuando Boari realizaba alguno de sus viajes lo sustituía el

mexicano y viceversa. En 1911, Rivas Mercado dejó la dirección de la Escuela y

Boari renunció a su cátedra. El estudiante Ignacio Marquina recordaba a su

maestro de composición: “Él llegaba violentamente a la clase, nos bromeaba y

empezaba a ver los dibujos de cada uno. Desde luego no nos tomaba muy en

serio, pero nos daba material para los concursos.”

Arquitecto Adamo Boari

En los primeros años del siglo XX, Boari publicó en El Mundo Ilustrado un amplio

artículo en el que mostraba su interés por nuestra arquitectura. Al hacer la reseña

de La arquitectura nacional y la arqueología, que Luis Salazar había presentado al

Congreso de Americanistas mostró su interés por la propuesta del ingeniero, que

se desarrollará más tarde en el nacionalismo de los años veinte: “Si México ha

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visto nacer y morir una arquitectura llena de originalidad, es posible resucitar en

nuestro país formas arquitectónicas eminentemente nacionales”. La disertación se

refería de manera especial a la adaptación de las formas antiguas al gusto

moderno, en lo que toca a los aspectos decorativos; desde la perspectiva de

Boari, de esa forma: “podrán renacer las creaciones exuberantes de los siglos

olvidados y de los primeros ingenieros aborígenes. Y México podrá así

enorgullecerse con justo título de no pedir prestadas inspiraciones para sus

monumentos, sino que tendrá una propia y verdadera arquitectura.” Estas ideas

las retomó tímidamente para algunas decoraciones exteriores del Teatro Nacional,

como el caballero águila, el caballero tigre y las serpientes emplumadas en los

arranques de las alfardas de los pórticos laterales; estos últimos se quedaron en

proyecto.

Desde que salió por segunda vez de su patria, a los 30 años, hasta el momento en

que presentó el proyecto del Teatro Nacional, Boari buscó el éxito profesional.

Parecía que en nuestro país lo encontraría, por lo que decidió construir una casa

en la nueva colonia Roma de la ciudad de México, cuyos palacetes pertenecían a

altos funcionarios, a nuevos y viejos ricos y a inversionistas extranjeros. En la

esquina que forman las calles de Jalisco (hoy Álvaro Obregón) y Monterrey, la

residencia destacaba de los revivals aledaños. Se trataba de un inmueble exento

de ornamentación y, a decir del propio arquitecto, “una casa moderna”.

Lamentablemente fue destruido; primero, en lo que era su jardín se alojó una

gasolinera y más tarde fue completamente demolida. “Su casa fue arrasada de

manera egoísta, torpe e innecesaria” comentó, en alguna ocasión, Francisco de la

Maza. Instalado en la capital, Boari se sentía completamente a sus anchas. No

hay más que ver una fotografía fechada en 1906: aparece un hombre todavía con

rasgos jóvenes, envuelto en un sarape de Saltillo, cómodamente sentado cerca de

una ventana.

Boari / Garita

Otro proyecto encargado a Gonzalo Garita y Adamo Boari en 1900 fue el de

reformas al antiguo Teatro Nacional (1844-1901). El primer año del siglo XX, el

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ingeniero se hizo cargo de la demolición del antiguo teatro, de la ubicación del

nuevo y de la destrucción de las fincas que estaban en pie en el terreno donde

éste se construiría. Sin embargo entre ambos profesionistas había diferentes

puntos de vista. Se trataba de repartir el trabajo; el arquitecto se encargaría

exclusivamente de formular los proyectos y el ingeniero de llevarlos a la práctica.

Hacia 1902 Garita estaba molesto porque Boari no respetaba los acuerdos y

quería intervenir en los asuntos administrativos y en los de carácter técnico;

además argumentaba que el italiano desconocía “los métodos generales de

construcción tanto en el país como en el extranjero”.

El anteproyecto del nuevo Teatro Nacional, preparado desde 1902 y firmado

originalmente por Boari y Garita, fue desarrollado más tarde por este último a

nombre propio; para ello realizó un primer viaje de cuatro meses por algunas

ciudades de Estados Unidos y Europa para “estudiar los principales teatros y

proporcionarme así los datos comparativos necesarios”. De esta manera, la

participación del ingeniero ya no estaba contemplada.

En marzo de 1904, Boari entregó a la Secretaría de Comunicaciones y Obras

Públicas (SCOP) el proyecto terminado, compuesto por 18 planos y dos acuarelas,

además de la memoria descriptiva, de lo que iba a ser un teatro “fastuoso que

caracterice y señale el adelanto de una metrópoli moderna”; la intención era que el

edificio fuera el punto convergente de la nueva ciudad. El Consejo Consultivo de

Edificios Públicos, formado por destacadas personalidades del medio

arquitectónico, avaló el proyecto presentado por Boari; por su parte, su amigo

Antonio Rivas Mercado lo calificó de racional y moderno. El programa

arquitectónico dividía al edificio en dos partes: como un “verdadero teatro de

ópera”, que no existía en nuestro país, y como un gran salón de fiestas, reuniones

académicas y un restaurante iluminados con luz directa y siempre abierto al

público. El contrato para la construcción del nuevo Teatro Nacional fue firmado el

12 de septiembre de 1904 y especificaba que debía terminarse cuatro años

después. En 1908 el teatro no había sido concluido y las obras habían excedido el

presupuesto asignado.

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Entre técnicos y artistas

Debido a su interés por contratar a los más importantes artistas y técnicos, Boari

puso gran cuidado en la elección de sus colaboradores, la mayoría extranjeros.

Para ello era necesario ir a sus estudios o despachos con el fin de conocer su

obra de visu, por lo que sus constantes salidas, entre 1906 y 1908 estaban así

justificadas. En Nueva York, en el número 16 de la calle Broadway, visitó la casa

Milliken Brothers, que se encargaría de la ejecución de la armadura metálica del

edificio y que más tarde tendría una sucursal cerca del teatro. En el número 336

de la misma avenida se entrevistó con el ingeniero William Birkmire, quien hizo los

planos, cálculos y especificaciones para la ejecución de la parte constructiva.

También visitó al ingeniero electricista Charles F. Smith, quien se encargaría de la

planta eléctrica y la ventilación. En Colonia, Alemania, contrató a los técnicos que

diseñaron y construyeron la maquinaria escénica con sus accesorios.

Los aspectos decorativos también se resolvieron en el extranjero. En lugar de

convocar a concursos públicos para asignar las obras artísticas, como se

acostumbraba, Boari convenció a las autoridades de “recurrir directamente a

artistas notables y de fama ya adquirida”. A veces los funcionarios conseguían

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presionarlo para que contratara artistas nacionales, como aquella ocasión en que

para satisfacerlos tuvo que encargar ocho obras para la fachada principal a varios

escultores mexicanos; poco tiempo después el arquitecto las retiró e hizo

desaparecer. Alguna fotografías de la época muestran esculturas femeninas

demasiado rígidas que contrastaban grandemente con el sentido de la forma curva

que privaba en el edificio.

Asimismo, Boari recorrió varias ciudades de Italia. Como los interiores contarían

con un conjunto de hierro ornamental y bronce con cerámica y terracota para

palcos y barandales de la sala y las galerías del hall, de acuerdo con los últimos

dictados de la moda, visitó en Florencia la casa Arte de la Cerámica Manifattura

Fontibuoni y la Fondería Pignone, que se había encargado de la herrería artística

de Correos.

En Turín también conoció el taller de Leonardo Bistolfi, el escultor de más fama en

Italia en esos momentos, a quien encargaría las más importantes obras de la

fachada principal, que estarían íntimamente ligadas con la arquitectura del edificio;

Bistolfi hizo el grupo La Armonía, cuya figura central se basó en la célebre

escultura La mujer nívea, también ejecutada por el artista; dos años tomó crear

esas piezas que salieron de Turín en noviembre de 1909 y se armaron en la

ciudad de México, en la obra misma. Los periódicos capitalinos comentaron el

parecido de los grupos que rodean a La Armonía con la obra del francés Augusto

Rodin. Se trata de esculturas únicas en el país por el estilo, la calidad inigualable y

su perfecta integración con la arquitectura del edificio. De Bistolfi son también los

grupos La Inspiración y La Música, que coronan el luneto de la fachada principal.

En Italia también trató con la casa Walton Goody and Cripps, que reprodujo en

mármol de Carrara todos los detalles decorativos de las fachadas. Alexandro

Mazzucotelli, que tenía su taller “a la antigua” en la periferia de Milán, diseñó la

herrería del teatro.

En la Península Ibérica, se detuvo en Madrid para conocer la obra de Agustín

Querol “el más grande escultor de España”, que halló para los pegasos del Teatro

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“halló una solución completamente nueva que señala el punto culminante de su

inspiración desenfrenada que era la característica de su mayor genio”. Además de

estos grupos, al escultor español se le encargaron las fuentes monumentales que

flanquearían la entrada del teatro. Apenas hubo terminado los modelos, Querol

murió el 14 de diciembre de 1907 y las fuentes nunca se realizaron.

En la Exposición Internacional de Milán conoció al joven húngaro Géza Maróti.

Quedó tan impresionado con su obra, que fusionaba las artes decorativas

aplicadas a la arquitectura, que ahí mismo le encargó, en nombre del gobierno

mexicano, las decoraciones interiores y exteriores del teatro, diseños que en la

actualidad se encuentran en resguardo en la Universidad Politécnica de Budapest.

Muy joven al momento de integrarse al equipo, Maróti fue el artista que más

trabajó para el teatro de Boari; presentó, a lo largo de varios años, múltiples

proyectos y modelos para las decoraciones interiores y exteriores. Se sabe que

visitó México en 1908, un diario capitalino publicó una caricatura de un joven con

una aureola desembarcando en el puerto de Veracruz.

La obra exterior realizada por el húngaro fue el remate de la cúpula. Para la sala

de espectáculos concibió y ejecutó otras dos obras magistrales, el gran plafón de

cristal que muestra a Olimpo con las nueve musas y el mosaico sobre el arco

mural del proscenio, que representa el arte teatral a través de los tiempos.

También preparó varias maquetas para la decoración de la cortina metálica,

basada en la idea de Boari de mostrar el Valle de México con sus volcanes.

Contratar artistas famosos y extranjeros para la decoración fue un logro del

arquitecto; sus encendidos argumentos convencían a las autoridades para lograr

sus objetivos, con el argumento de que trataba de construir “uno de los mejores

teatros del mundo”.

Un año antes de cumplirse el plazo para la conclusión del teatro, los presupuestos

aprobados se habían terminado, debido a las pretensiones del arquitecto, ya que

la obra, conforme pasaba el tiempo, crecía en suntuosidad. No obstante, en 1907

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la Tesorería General de la Federación autorizó 2.5 millones de pesos más.

Además de los gastos excesivos, el factor que puso en cuestión la construcción

del edificio fue su incipiente hundimiento, noticia que provocó un escándalo. El

Imparcial, periódico del régimen, minimizó el hecho e informó que el asunto no era

grave y que estaba previsto por el arquitecto; sin embargo, persistió una gran

preocupación por parte de la opinión pública, de las autoridades y de un grupo de

reconocidos ingenieros. En esos momentos se empezaron a cuestionar las fuertes

sumas invertidas en el teatro. El primer remedio para el hundimiento fue la

construcción de una ataguía con láminas de acero alrededor del edificio, pero la

solución sólo significó un paliativo. Una vez instalada la maquinaria escénica y

conforme avanzaba la construcción se hizo más notorio el hundimiento.

En 1908, año en que el Teatro Nacional debía concluirse se vivió una enorme

fiebre de trabajo pero, una vez más, el dinero se había agotado. Al año siguiente

se autorizó un nuevo presupuesto con la esperanza de ver terminada la obra antes

de los festejos del Centenario de la Independencia. Entre 1908 y 1909 las oficinas

del director, situadas en los terrenos del teatro, se llenaron de maquetas, modelos,

dibujos y fotografías: las fuentes monumentales, la cortina del teatro, el grupo que

remata la cúpula y los pegasos. Ahí recibía a periodistas, a quienes mostraba

orgullosamente los modelos de Bistolfi, Querol y Maróti; los más favorecidos eran

los enviados de El Imparcial. Después de visitar al arquitecto, los fotógrafos subían

a la parte más alta de la construcción para obtener algunas imágenes

panorámicas, ya que en ese entonces era el edificio más alto de la ciudad.

Y llegó la Revolución

El Teatro Nacional, que iba a ser uno de los edificios que engalanarían los festejos

del Centenario en 1910, no estaba terminado; a finales de ese año dio inicio la

Revolución, que llegó al teatro en marzo de 1912, cuando obreros y empleados

formaron un cuerpo de voluntarios para “la defensa de la dignidad nacional”. La

ciudad de México era un caos y Boari extrañaba a su patria y a su familia; envió a

Italia algunas fotografías para demostrarles que se encontraba sano y salvo, pero

tuvo que partir en octubre de 1911.

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El gobierno de Madero no interrumpió las obras iniciadas por el régimen anterior;

se convocó al arquitecto y a su regreso a México, después de una ausencia de

seis meses, tuvo que retirarse momentáneamente de la obra por enfermedad, por

lo cual su contrato sufrió algunas reformas de importancia. Al italiano se le advirtió

que se le reducirían los honorarios cuando, por enfermedad o cualquier otra

circunstancia, tuviera que ausentarse. Se tenía que reportar con un inspector que

fungiría como director interino, que también supervisaría los contratos, los pagos y

las gestiones técnicas y administrativas. De esa manera, Boari perdía poder y

control sobre su creación, por lo cual argumentó: “desde hace cerca de diez años

he trabajado con diligencia rehusando cualquier otro negocio profesional para

dedicarme a este edificio, el cual permítame, Señor Ministro, afirmar, es con

excepción de la Ópera de París, el Teatro más importante que se ha hecho.” Es

cierto que estaba dedicado en cuerpo y alma a la construcción, pero buscaba

cualquier oportunidad para marcharse a Europa.

Las presiones sólo hirieron su orgullo al publicar una convocatoria para buscar un

contratista que ejecutara las obras indispensables para poner el teatro al servicio

del público, a la brevedad, y de terminarlo después totalmente, con materiales y

trabajadores mexicanos. El llamado despertó el interés de capitales extranjeros y

mexicanos y a finales de 1912 la SCOP firmó un contrato, que no llegó a

realizarse, con la casa White de Nueva York para que, por su cuenta, se

encargara de concluir el inmueble; una vez terminado se le cubrirían los gastos

por medio de bonos. Al parecer no fue una propuesta atractiva para los

contratistas de Nueva York y se cancelaron las negociaciones.

A pesar de que hacía un año le habían suspendido el sueldo, en 1913 partió a

Italia para contraer matrimonio con María Dandini, hija del conde Francisco

Dandini y de Manuela Jáuregui, miembro de una familia tapatía de abolengo, a

quien Boari había empezado a cortejar a su llegada a nuestro país.

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En marzo de 1914 presentó al ministro de Obras Públicas una especie de balance

de su trabajo. El proyecto estaba compuesto de 1072 planos dibujados en tela, sin

incluir las plantillas de tamaño natural ni las de la construcción metálica. Contaba

también con casi el mismo número de fotografías que habían registrado los

trabajos desde el inicio de la construcción. En el informe enumeraba las obras

terminadas y las pendientes y proponía un proyecto preparado por él a partir de

los apuntes y datos que había recogido durante su última estancia en Europa. Con

el fin de recaudar fondos para la conclusión, sugería que el gran vestíbulo se

rentara para una sala de cinematógrafo.

Entre 1913 y 1916 fueron constantes las solicitudes de fondos, sin que hubiese

respuestas favorables; los autorizados por la Tesorería eran mínimos y sólo

permitieron la realización de trabajos que parecían de poca monta pero ayudaban

a que en el interior del edificio se fueran terminando algunos detalles. Los últimos

avances importantes que se hicieron en esos años fueron el telón metálico y la

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pérgola, que unía al teatro con la Alameda. Los gastos originados sumaban un

total de 10 592 083.03 pesos.

Un artista con imaginación

El ambiente que Boari encontró cuando llegó por primera vez al país era de paz y

afirmaba que sólo así las artes podían florecer: “en las horas trágicas las Nueve

Musas huyen empavorecidas”. Y era cierto, en un medio en apariencia pacífico

inició la construcción del gran teatro y la Revolución la interrumpió, por ello,

desesperanzado, se va de México en 1916, lo mismo que los tres italianos que se

encontraban prestando servicios en las obras, ya que fueron convocados para

defender a su patria en la primera Guerra Mundial.

Si revisamos los diferentes proyectos realizados por Boari en México, vemos un

enorme afán por estar a la vanguardia de la arquitectura de su época y por

adoptar los estilos avalados por la experiencia, sin embargo, el único proyecto que

concretó fue el edificio de Correos. Su obra más importante se hallaba sin terminar

en medio de la ciudad; se trataba de un edificio sui generis, poco comprendido en

el ámbito de la arquitectura y vilipendiado por la opinión pública.

Justino Fernández definió a Boari como “un artista con imaginación”, quien no

quiso arriesgar a la modernidad y aglutinó las tendencias arquitectónicas y

estilísticas en las que desarrollaba su trabajo; el italiano había legado a México

una “obra sincera”, cualidad de suma importancia en la arquitectura de esos

momentos.

Varios arquitectos se encargaron de las obras del teatro después de la salida de

Boari, entre ellos Luis J. Troján, Ignacio de la Hidalga y años más tarde Antonio

Muñoz. Escaso presupuesto era asignado al edificio. Apenas si alcanzaba para

algunos trabajos de mantenimiento. La situación política y económica del país no

permitía otra cosa.

En Roma, Boari se instaló en la Via Pariole 17, antes de decidir regresar a Ferrara,

donde poco tiempo después se presentaba como un conquistador de la América.

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17

Hombre maduro y con una familia formada por su esposa y dos hijas, María y

Manuela (Elita), deseaba echar raíces, aunque no dejaba de pensar en la

conclusión de su obra; buscaba establecer contacto con las autoridades

mexicanas o con los encargados de la construcción, pero pocas veces sus misivas

tenían respuesta. Las escasas noticias que recibía las firmaban algunos de sus

paisanos que continuaron trabajando para el teatro.

Boari nunca perdió el interés por terminarlo. Siguió enviando proyectos renovados

para concluir el edificio pero tampoco obtuvo respuestas favorables. En 1918

decidió editar un libro para dar a conocer su magna obra de México. El título fue

La costruzione di un teatro, en el que reprodujo fotografías de Guillermo Kalho y

los planos y dibujos más interesantes del inmueble. En la introducción daba a

conocer su genealogía. Elita, su hija menor, comentaba que la familia provenía de

la nobleza de Ferrara y que su padre se sentía muy orgulloso de sus orígenes. Por

ello no es de extrañar que en la presentación de La costruzione, el arquitecto

argumentara que Ercole I d’Este, duque de Ferrara (1471-1505), gran humanista y

“magnífico ingeniero”, haya sido quien montara el primer espectáculo teatral

nocturno en Italia, un “portento de ingeniería escénica, una maravilla de aparatos y

máquinas con sorpresas”. Además de su aportación a la mecánica teatral, Ercole

supo que un teatro es “un edificio vivo que se transforma, como si fuera una

síntesis construida de la vida humana”. De esa introducción hay que destacar que

Boari quiso dejar huella en el ámbito teatral y fue precisamente en su libro sobre

su gran obra de México donde se presenta como heredero del duque de Ferrara.

Aun así, la publicación no ayudó a impulsar la terminación de la obra.

En 1919 se despertó de nuevo el interés por concluir el Teatro Nacional, cuando el

presidente Venustiano Carranza comisionó al arquitecto Antonio Muñoz director de

obras. Éste solicitó a Géza Maróti un nuevo proyecto para terminar el enorme hall

y la sala de espectáculos, ya que todo el exterior estaba listo. Para ello, el húngaro

solicitó la nacionalidad mexicana, y no sólo propuso la terminación del teatro sino

alojar en él unos Talleres Nacionales para la Enseñanza de las Artes Decorativas,

institución que aparte de escuela tuviera salas de museo y una sala de

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18

espectáculos. Las misivas iban en este tenor: “Yo quisiera servir a esa gran obra -

mi niño predilecto- con recientes energías y muchas facultades nuevas”. A pesar

de que Maróti ya era un artista destacado, la guerra había minado su espíritu y

quería salir de Europa, pero a la muerte de Carranza, se descartó su proyecto.

Además de Boari y Maróti había gente muy fiel al teatro. El portero Vicente vivía

ahí desde hacía muchos años y se encargaba de vigilar las tareas de

conservación cotidianas, recibir material y asesorar a los múltiples encargados de

las obras. Otro empleado, José María, vigilaba como lince el cuarto de maquetas y

se sentía orgulloso de posar para los periodistas cada vez que se lo pedían. Cabe

aclarar que ese lugar no sólo se guardaban materiales de la época de Boari, sino

algunos nuevos, como las maquetas de la sala de espectáculos.

Con la presidencia de Álvaro Obregón se revitalizaron, una vez más, las obras del

Teatro, ya que quería inaugurarlo en 1921, para las fiestas del Centenario de la

Consumación de la Independencia. El único trabajo de importancia que se hizo en

estos años fue la forja de las rejas faltantes, dirigida por el ingeniero mexicano

Luis Romero, quien se guió por los proyectos originales.

Via Pariole 17

Radicado en Roma y residiendo en la Via Pariole, el arquitecto no dejaba de

pensar en su teatro. En 1923 envió a las autoridades mexicanas un proyecto en el

que se proponían algunas modificaciones en la plaza y en 1927 les hizo llegar otro

en el que contemplaba alojar una Cineteca Nacional Mexicana en el inmueble. Al

arquitecto Benjamín Orvañanos, que fungía en 1924 como director de las obras

del teatro y con quien sostenía una constante relación epistolar, le encomendó:

“En tuas manos comiendo Teatrum”. Los más importantes trabajos que se

realizaron ese año fueron una nueva serie de inyecciones para endurecer el

subsuelo, así como la publicación sobre el Teatro Nacional escrita por Orvañanos

y presentada en un congreso de ingenieros.

En Italia, Boari se dedicaba a la vida pública. Desempeñó algunos cargos como

presidente del Colegio de Ingenieros de Ferrara, presidente honorario de la

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19

Asociación de Ingenieros Italianos, presidente de la Asociación de Arquitectos

Italianos y miembro de la Academia de San Lucas.

En el campo de la arquitectura elaboró varios proyectos que publicó en Roma bajo

los títulos Per un monumento a Dante in Campidoglio, La questione del Palazzo

Caffarelli (1917), Studio di massima per il monumento-ossario al fante italiano sul

monte S. Michele (1921), Studio per il plano regolatore del colle capitalino e die

fori imperiali (1921), Studi ed elementi per il teatro massimo de Roma (1924) y el

estudio sobre ingeniería Giacimenti Petroliferi nel Delta del Po (1925).

Aunque se mantenía ocupado, no perdía la oportunidad de hacer comentarios,

entre sus amigos, acerca de su magna obra mexicana, que sus palabras

dibujaban como un gran palacio en un lugar lejano y exótico, mientras en nuestro

país se iba desdibujando la imagen de su constructor. Pocas personas lo

recordaban. En él continuaba vivo su interés por México y su cultura, mostrado en

dos artículos que dio a conocer en la Universitá degli Studi Roma Tre. En 1923

publicó el titulado “Recientes descubrimientos arqueológicos en México” (Resentí

scoperte archeologiche in México) y en 1928 su último escrito Le Chiese del

Messico, acompañado con 16 ilustraciones.

En el primero continúa con su interés por el tema de las relaciones entre la

arquitectura y la arqueología, en especial el vínculo entre uno y otro profesional en

el estudio de los monumentos prehispánicos, como lo muestra el siguiente párrafo:

El arqueólogo no es más arquitecto y el arquitecto no es un arqueólogo. El ojo de un

arqueólogo se asemeja al del clínico, mientras que el del arquitecto ve con la pupila

del osteólogo y del cirujano. Por eso, la comisión exploradora deberá estar integrada

en partes iguales, por arqueólogo y arquitecto, y la obra de reconstrucción deberá

ser ejecutada exclusivamente por el arquitecto.

Este texto fue producto de su lectura sobre las recientes publicaciones que

circulaban en nuestro país sobre Yucatán y la región maya, a la que Boari definía

como el “Egipto del Nuevo Mundo”. Podría parecer desmedida esta aseveración,

sin embargo, dos años más tarde, un encabezado de El Universal afirmaba: “La

riqueza maya, superior a la de los faraones. Chichén-Itza. Emporio de la

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20

civilización precortesiana y antigua Meca de América”.

Le Chiese del Messico trata de un proyecto editorial encabezado por el Dr. Atl, en

colaboración con otros estudiosos sobre las iglesias de nuestro país. Seguramente

Boari recibió el plan completo de la obra, que al parecer constaba de cinco tomos,

de los que sólo se editaron dos. El escrito, teñido por la nostalgia, destaca la

riqueza de la arquitectura barroca mexicana, y lo lleva a hacer un paralelismo

entre la cultura italiana y la de nuestro país. “Extrañamente unidas encontraremos

en tales obras conceptos italianos y un sentimiento vivaz y originalísimo que

traspasa, a veces ingenuo, otras refinadísimo, las formas y los ornamentos, y que

emana del antigua alma de un pueblo: el mexicano”.

En 1926 fue publicada la convocatoria para el palacio sede de la Sociedad de las

Naciones en Ginebra. Se recibieron 377 proyectos provenientes de todo el mundo,

entre los que se encontraba uno firmado por Adamo Boari y Antonio Boni. Ninguno

fue declarado vencedor y se decidió repartir el primer premio entre los mejores

proyectos, por lo que a los italianos les correspondió una parte. La experiencia de

compartir un primer lugar ya la ha vivido en México, pero en esta ocasión no hubo

indemnización que le adjudicara una obra como el Teatro Nacional.

Así, en 1928 terminó Adamo Boari sus días: con un concurso sin ganador y una

obra inconclusa, la creación de un “artista con imaginación” que la historiografía de

la arquitectura mexicana todavía no valora suficientemente.

FEDERICO E. MARISCAL Y EL AMOR POR LA

ARQUITECTURA*

Federico E. Mariscal tuvo una vida longeva, noventa años que comenzaron en las

últimas décadas del siglo XIX y se extendieron a gran parte del XX, en la que

mostró múltiples facetas: profesor, historiador y teórico, fundador y presidente de

instituciones gremiales y constructor de algunos edificios emblemáticos de la

capital de la República. En las obras de conclusión del Palacio de Bellas Artes

* Este escrito fue preparado a partir del acervo propiedad del ingeniero Antonio M. Ruiz Mariscal, a quien agradezco su generosidad.

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imprimió un particular estilo, preocupado por seguir las pautas del momento y de

la tradición, en el inmueble fusionó el art-déco con motivos prehispánicos.

El hombre

Del matrimonio formado por Alonso Mariscal y Fagoaga, originario de la ciudad

Oaxaca, y Juana Piña y Saviñón, natural de Matamoros, Tamaulipas, nacieron

siete hijos: Mariano, Julián, Alonso, Luz, Nicolás, Carmen y el menor, Federico

Ernesto, que vio la luz el 7 de noviembre de 1881 en la ciudad de Querétaro,

durante la residencia de sus padres en esa ciudad cuando don Alonso trabajaba

como visitador de oficinas del timbre y jefe de Hacienda.

En el porfiriato, la familia tenía una posición social prominente; en el arranque del

siglo, un tío paterno, Ignacio Mariscal, era ministro de Relaciones Exteriores en el

gobierno de Díaz. Los Mariscal aparecían con regularidad en las crónicas sociales,

como la del domingo 6 de agosto de 1899, en la que algunos de sus miembros,

entre ellos Federico, Carmen y Alonso, participaron en la representación de la

pieza Marina en la residencia de Justo Sierra y su esposa Luz Mayora, para

celebrar las bodas de plata de la ilustre pareja.

En 1906 Federico Ernesto contrajo matrimonio civil con Eloisa Abascal, joven

guanajuatense, hija de Diego Abascal y Balbina Ocejo. La ceremonia se realizó en

una casa ubicada en la esquina de Carpio y Naranjo, colonia Santa María la

Ribera. De las estrechas relaciones que la familia estableció con hombres públicos

e intelectuales prominentes, dan muestra los invitados y testigos del casamiento,

entre ellos Justo Sierra, secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes; Ramón

Corral, vicepresidente de los Estados Unidos Mexicanos y secretario de

Gobernación; Justino Fernández, secretario de Justicia, y los arquitectos Guillermo

de Heredia y Antonio Rivas Mercado. Los padres de Eloísa eran españoles de

Santander que habían emigrado al Nuevo Mundo. Don Diego se dedicaba al

comercio y con un modesto capital había podido adquirir algunos terrenos y

propiedades en la capital, en lo que serían las colonias Roma y Santa María la

Ribera. El primero de los incontables viajes que Mariscal hizo alrededor del mundo

fue el de su “luna de miel”; con el apoyo de su tío Ignacio y de su hermano

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22

Nicolás, pudieron Federico y Eloísa recorrer varios países de Europa.

En una casa que tenía la familia en la colonia Roma, en la calle de Colima 292,

vivieron su niñez y juventud los doce hijos que procrearon: Federico, Ernesto,

Alonso, Antonio, Carmen, Manuel, Enrique, Luz María, Eloísa, Diego, Carlos y

María Cristina. A todos los varones les brindó una profesión; a las mujeres no,

porque ellas “se tenían que dedicar al hogar y estar pendientes del marido y los

hijos”.

En 1953, la familia se mudó a una casa del recién urbanizado Pedregal de San

Ángel, en avenida de las Fuentes 247. Cuenta su hija Luz María que “fue la

tercera casa que hubo en el Pedregal, porque había puros terrenos baldíos”.

Después del trabajo, el arquitecto religiosamente llegaba a comer a casa a las tres

de la tarde, ocasión para ver reunidos a todos. La residencia tenía un gran jardín,

donde Mariscal había plantado doce árboles, uno por cada uno de sus hijos, y ahí

acostumbraba pasear después de la comida. Luego que cada uno hizo su vida,

los sábados, por lo regular, iban a comer con él. La casa del Pedregal se llenaba

entonces con sus doce hijos, los cónyuges y los 46 nietos que le dieron.

Mariscal era un hombre incansable. Desde que iniciaba el día comenzaba sus

labores, pues solía comentar “de una casa, lo primero que tiene que salir por la

mañana es el señor y la basura”. Por la tarde subía a su despacho en la parte alta

de la casa del Pedregal, dividido en dos secciones: en la primera se encontraba la

biblioteca con una mesa grande de trabajo y su escritorio; en la habitación

contigua, con vista a los volcanes, había dos restiradores y un mueble de planos.

Su hijo Antonio cuenta que “nunca se sentía cansado, caduco, sino que, cada

mañana, al levantarse con el alba, renacía en su alma, en su corazón y en su

cuerpo, la energía que sembraba durante el día”.

Sus pasiones fueron la conversación, los viajes, el trabajo y la poesía. En una

entrevista que la joven reportera de Excélsior Elena Poniatowska le hizo en el

jardín de su casa, la primera confesión del arquitecto fue: “Yo estoy en contacto

con la cal y los ladrillos… pero mi debilidad es la poesía”.

Page 23: LOS ARQUITECTOS DEL PALACIO DE BELLAS ARTES

23

El trabajo para Mariscal era una virtud, así les enseñó a sus alumnos y a sus hijos;

para Antonio su padre: “No entendía el triunfo profesional sin honradez y

sinceridad. Creía que el trabajo realizado dentro del marco de estas virtudes jamás

era semilla estéril.”

En 1915, Saturnino Herrán le hizo un retrato; cuando el pintor ingresó en 1904 a la

Academia de San Carlos, éste ya era profesor y a los dos los unía su amor por el

México virreinal y prehispánico. En los retratos de algunos de sus

contemporáneos, como los de Gonzalo Argüelles Bringas, Artemio del Valle

Arizpe, Alberto Pani y Manuel Toussaint, Herrán traducía el espíritu del personaje.

Toussaint destaca la buena factura del retrato del arquitecto:

Uno de los mejores retratos al carbón es el del arquitecto Federico Mariscal, lleno de

carácter magnífico en su completa sencillez. La franqueza del rostro se destaca

sobre una misteriosa perspectiva de nuestra catedral; pero los ojos ríen, hay en ellos

el reflejo de una charla vivaz; denuncian un espíritu jocundo, que contrasta con el

enigma del monumento: aerosidad a la vez que reposo, armonía solemne y alada.

Por su parte, Mariscal escribió una monografía del pintor mexicano en 1918, año

de su muerte. Cuenta su nieto Antonio Ruiz Mariscal, que el retrato estuvo por

muchos años colgado en un extremo del comedor de la última casa que habitó,

que de hecho construyó y donde murió. Tras su muerte, Federico, el hijo mayor, lo

conservó.

La Escuela Nacional de Bellas Artes

Mariscal ingresó como estudiante de arquitectura poco antes de la reforma de los

planes de estudio en 1898, cuando se eliminaron las asignaturas relativas a la

ingeniería, ya que desde hacía tres décadas en la Escuela Nacional de Bellas

Artes había sido instituida la carrera de ingeniero-arquitecto. Concluyó su

formación en 1903, el mismo año que Antonio Rivas Mercado, al frente de la

institución, reorganizaba el programa de estudios, implantaba nuevo material

didáctico y renovaba al personal docente; entre los arquitectos la escuela contaba

con Nicolás Mariscal, hermano de Federico, quien impartía teoría de la

arquitectura y dibujo; Guillermo Heredia, historia de las bellas artes; Carlos

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24

Herrera, arquitectura comparada; Antonio Torres Torija, resistencia y estabilidad

en las construcciones; Ramón Agea, contabilidad y administración de obras, y

Rivas Mercado y Adamo Boari, composición.

Precisamente se conoce una fotografía fechada en 1903, en la que aparece el

personal de la Academia y en ella se encuentra también Federico Mariscal; sin

embargo, en la lista de asignaturas del nuevo programa de Rivas Mercado y el

nuevo profesorado publicado en El Arte y la Ciencia, en diciembre de ese año, no

aparece como docente. Hasta 1905 encontramos noticias de él cuando sustituyó a

Nicolás como profesor de teoría de la arquitectura. La fotografía en cuestión es

interesante porque en ella aparecen los dos arquitectos del Palacio de Bellas

Artes, a quienes unía, en ese momento, un espacio común: la Academia de San

Carlos. En 1903 Boari contaba con 40 años y Mariscal con 22. Coincidentemente,

al igual que el italiano su participación en el Teatro Nacional (Palacio de Bellas

Artes) fue a los 40 años de edad.

Entre los compañeros de generación de Mariscal se encontraban Jesús T.

Acevedo, José Luis Cuevas, Alfonso Pallares, Manuel y Carlos Ituarte y Eduardo

Macedo y Abreu, entre otros. Como tesis presentó un proyecto de entrada al

Bosque de Chapultepec, trabajo dedicado a José Yves Limantour, secretario de

Hacienda, quien hacía algunos años había ordenado algunas reformas al parque,

como su ampliación, la instalación de rejas, la apertura de calzadas y la

construcción de lagos y puentes. El título de arquitecto fue emitido en diciembre

de 1903. Treinta años después, con ese deseo constante de actualizarse y

confirmar su entrega a la profesión, Mariscal obtuvo el grado de doctor en

arquitectura, siendo el primero con ese rango en nuestro país.

Estrecha relación tenían los hermanos Mariscal, Nicolás y Federico. El primero,

mayor que él seis años, fungía como guía y apoyo en su desarrollo profesional. La

primera clase de arquitectura que obtuvo el hermano menor en la Escuela

Nacional de Bellas Artes fue porque sustituyó a Nicolás; además, juntos realizaron

algunas obras. Nicolás apoyó a Federico al publicar algunos de sus proyectos en

El Arte y la Ciencia, la primera revista de arquitectura del siglo XX. Uno de ellos

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25

fue el aparecido en el número de junio de 1903, que había obtenido el primer lugar

en un concurso de la Escuela de Bellas Artes.

Arquitecto Federico Mariscal

La enseñanza de la arquitectura: el presente y el pasado

El nombre de Federico E. Mariscal ha quedado estrechamente asociado con la

Escuela de Arquitectura: vivió la huelga estudiantil de 1911, la separación de la

Escuela de Arquitectura de la ENBA en 1929 y su cambio de ubicación a Ciudad

Universitaria en 1952. Fue profesor y orientador de los jóvenes que escogieron la

arquitectura como forma de vida, director de la Escuela entre 1935 y 1937 y,

finalmente, profesor emérito y decano.

El orgulloso universitario dejó huella profunda en esa institución, al dedicarle dos

terceras partes de su vida a las cátedras de Historia del Arte en México, que

fundó; Análisis de Programas, en la que manifestó un empeño por estar al día;

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Presupuestos y Avalúos; Composición de Elementos de Arquitectura, y Teoría de

la Arquitectura. El arquitecto José Villagrán alguna ocasión comentó que el mérito

de Mariscal fue “inaugurar e implantar en nuestra Escuela y en nuestro gremio el

estudio de nuestra tradición arquitectónica y estimular el amor y la estimación que

hoy le profesamos.” La cruzada que emprendió fue a favor de que los arquitectos

estimaran, amaran y hasta imitaran “las arquitecturas que heredamos en nuestro

suelo: la precortesiana y en particular la virreinal”, afirma Villagrán. Mariscal

mostró gran respeto y cariño por el patrimonio monumental de nuestro pasado,

sentimientos que trató de infundir en las generaciones que formó.

La unión de las formas nuevas con la tradición era una de sus máximas, como lo

expresó en un discurso leído en La Habana en 1950:

…aseguran algunos la necesidad de borrar el pasado, a fin de que se obtenga ese

ideal que todos anhelamos, la forma: la arquitectura de nuestro tiempo. Profundos

filósofos explican cómo el hombre se caracteriza por una mezcla de tradición y de

progreso; porque ese […] progreso no puede ser, si no se basa en el más completo

conocimiento del pasado…

Su pensamiento, en la búsqueda de una arquitectura propia con “cara indígena o

colonial” se inscribe en el nacionalismo del siglo XX. Jorge Alberto Manrique sitúa

a Mariscal como “uno de los padres teoréticos de la criatura”. Sin embargo, en el

ámbito de la arquitectura fueron, más bien, Federico y Nicolás Mariscal quienes

procrearon a esa criatura llamada nacionalismo.

La patria y la arquitectura o el amor por los monumentos nacionales

Mariscal tuvo una gran producción escrita; en su libro Historia de la familia

Mariscal, Antonio M. Ruiz Mariscal señala lo prolijo de su obra:

No conocemos de hecho todos sus trabajos, pues las listas que conservo varían

entre sí y carecen del rigor bibliográfico que desearíamos. Pero hay testimonio en

éstas de más de 200 trabajos entre libros y artículos de muy variados temas: artes

plásticas, botánica, alfarería, Vitruvio, el estilo, la profesión del arquitecto y muchos

temas más. A los anteriores hay que sumar 46 traducciones de textos importantes

sobre arquitectura, del inglés, francés e italiano.

Page 27: LOS ARQUITECTOS DEL PALACIO DE BELLAS ARTES

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Este universo bibliográfico es difícil de reunir, contiene muchos inéditos, ahora

perdidos, y ha sido escasamente explorado. La historiografía de la arquitectura

mexicana tiene una deuda con Federico E. Mariscal.

El currículum del arquitecto nos permitió, en principio, establecer ciertos temas

que trató a lo largo de su trayectoria: la profesión de arquitecto; la arquitectura

mexicana (prehispánica, virreinal y moderna), con títulos tales como “Mapa de la

República mexicana con los monumentos hispano-mexicanos” o “Es posible la

aplicación del arte precortesiano en nuestra época” y “Arquitectura y

funcionalismo”; biografías de personajes: “Manuel Tolsá”, “Adamo Boari”, “Lorenzo

de la Hidalga”, “Jesús Galindo y Villa”; ciudad y ciudades: “El crecimiento de la

ciudad y su desarrollo”, “Valuación de predios urbanos”, “Jerusalem”, “Nueva

York”, “Los Ángeles” y “Querétaro”; el arte en México: “A Germán Gedovius” y “Las

bellas artes en México”.

Aquí sólo nos referiremos, grosso modo, a las publicaciones más conocidas, lo

que permitirá ofrecer una idea de sus intereses reflexivos. Un libro que ha

resultado una referencia obligada en la obra escrita de Mariscal son los

resúmenes de las conferencias leídas en la Casa de la Universidad Popular

Mexicana, entre 1913 y 1914, y publicadas en 1915 bajo el título La patria y la

arquitectura nacional. Ilustró las ponencias con 550 proyecciones de fotografías de

Gustavo Silva, porque el arquitecto pretendía “despertar el más vivo interés por

nuestros edificios y dar a conocer y estimar su belleza, a fin de iniciar una

verdadera cruzada en contra de la destrucción.” La gran campaña que había

echado por tierra gran parte del patrimonio monumental del virreinato se había

iniciado poco después de la promulgación de las Leyes de Reforma y continuado

hasta principios del siglo XX, cuando la frase “¡Demoler para construir!” parecía

una consigna. Mariscal se preocupó porque ésta no continuara, emprendió la

batalla en sentido opuesto y promovió el conocimiento del patrimonio monumental

del pasado en sus clases y en sus escritos.

Para 1970 La patria y la arquitectura nacional se había convertido en una rareza

bibliográfica por lo que volvió a publicarse. A la segunda edición se agregó el tema

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28

sobre la Catedral y el Sagrario Metropolitano, y una clasificación de las “obras

arquitectónicas típicas de la capital y sus alrededores”.

El interés por difundir la arquitectura de nuestro pasado virreinal se muestra

también en una monografía escrita en inglés y publicada en Nueva York en 1927.

Colonial Architecture in Mexico ofrece una tipología de las obras arquitectónicas

religiosas y civiles, organizada de la siguiente manera: el XVI, que siendo el primer

siglo español en México no ha sido cabalmente valorado por la falta de estudios;

en el XVII destaca el auge de la edificación, “Incontables iglesias, conventos,

colegios y casonas de personajes, se levantaron entonces, apareciendo como

características arquitectónicas la cúpula y el barroquismo que va poco a poco

desarrollándose hasta culminar en el churriguera del sigo XVIII”; a finales de éste,

una vez fundada la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos y con la

influencia de Manuel Tolsá, surge un “renacimiento con sabor clásico”.

Otra obra que aborda el patrimonio monumental de esa época fue La arquitectura

en México. Iglesias, proyecto iniciado en 1907 por Genaro García para

conmemorar el primer centenario de la Independencia; estaría compuesto por

varios tomos, que comprenderían la “Historia de la arquitectura y el mueble en

México, en forma más bien gráfica que escrita, la cual se dividiría en arquitectura

civil y religiosa…” La Revolución vino a interrumpir tan vasta labor editorial y sólo

se publicaron dos tomos: el primero en 1914 y el segundo de 1932, en el que

Mariscal escribió la introducción y las noticias histórico-descriptivas de siete

iglesias, seis del siglo XVIII, ejemplares del churrigueresco, y la séptima, el

Carmen de Celaya. Siguiendo la idea original, se trata más bien de un libro gráfico,

que incorpora 135 fotografías.

En la introducción, volvía a sus argumentos sobre una arquitectura mexicana

afirmando que la aborigen no era únicamente un trasplante de las formas

españolas, por lo que no habría que temer decir que esa era realmente

arquitectura mexicana y en forma contundente argumentaba: “Afirmemos

valientemente, con todo aplomo, que los edificios de la época virreinal, como los

de la aborigen, son arquitectura mexicana”

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29

Asimismo llama la atención el volumen Estudio arquitectónico de las ruinas mayas:

Yucatán y Campeche, publicado en 1928, resultado de un viaje que hizo

comisionado por la Dirección de Arqueología. A pesar de los valiosos estudios que

le antecedieron, Mariscal afirmaba:

…no se ha llegado todavía a abarcar el estudio arquitectónico de conjuntos y

detalles con la amplitud, exactitud y método que son necesarios para que los

arquitectos puedan establecer la génesis y evolución de la arquitectura maya,

conociendo los elementos fundamentales, los tipos constructivos, las variadas

formas o partidos decorativos, etc.. Además, se debe resolver de manera definitiva

hasta qué punto pueden aprovecharse esas notables ruinas, en la creación de una

arquitectura americana o nacional en nuestros días.

El libro lo preparó pocos años antes de su participación en las obras de conclusión

del Palacio de Bellas Artes, en cuyos decorados recreó elementos vistos y

dibujados por él para esa publicación.

Mariscal también participó en dos libros fundamentales para el estudio de la

arquitectura mexicana de las primeras décadas del siglo XX: Disertaciones de un

arquitecto (1920) de Jesús T. Acevedo y Pláticas sobre arquitectura (1933). Del

primero Mariscal escribió el prólogo, en el que hacía un retrato de su admirado

amigo y argumentaba su aportación a la arquitectura de México que, a su parecer,

influyó de manera decisiva en su transformación y progreso. Disertaciones incluye

temas que en esos momentos eran de interés, como la carrera de arquitecto y la

arquitectura virreinal.

El mismo año que Mariscal obtuvo el título de doctor en arquitectura, se llevaron a

cabo las célebres pláticas de arquitectura, producto de una serie de conferencias

organizadas por la Sociedad de Arquitectos Mexicanos (SAM) con la participación

once arquitectos mexicanos, quienes trataron de dar respuesta a un cuestionario

preparado por la SAM. En las conferencias los participantes tuvieron que apegarse

a las preguntas y cada uno daba su interpretación con puntos de vista que iban de

lo político a lo artístico.

Arquitecto constructor

A pesar de lo abundante de la obra arquitectónica de Federico E. Mariscal, sus

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30

trabajos son poco conocidos y valorados. Su currículum reseña más de 130

inmuebles proyectados y construidos, entre iglesias, teatros, edificios públicos y

casas habitación. Algunos de ellos están permeados por este pensamiento: “vivid

la vida de hoy, procurad en vuestras obras hacer patentes los adelantos de la

época […] pero no odiéis el pasado; aprended de él las lecciones eternas que nos

han legado en sus indiscutibles obras arquitectónicas”.

En 1906 se convocó a un concurso para un edifico que alojara a la Inspección de

Policía de la capital, cuyo jurado calificador reunía a los arquitectos Antonio Rivas

Mercado, Adamo Boari y Carlos Herrera. Su fallo fue a favor del presentado por

Mariscal, a quien se le encomendó la dirección de las obras en un predio ubicado

sobre la calle de Revillagigedo. En El Arte y la Ciencia aparecen tanto las bases

para el concurso como el proyecto triunfador. El edificio fue concluido en 1908.

En la década siguiente destaca el Teatro Esperanza Iris. La actriz era muy amiga

de los Mariscal y solicitó al ingeniero Ignacio Capetillo y al arquitecto Federico

Mariscal el proyecto y la construcción de un teatro propio, ante las dificultades

para conseguir escenarios para sus operetas. Al año de haberse empezado las

obras, el 26 de mayo de 1918 se inauguró el recinto, hoy conocido como Teatro de

la Ciudad, con asistencia del presidente Venustiano Carranza, destacadas

personalidades y miembros de las principales familias de la sociedad de la época.

En una nota sobre la inauguración del teatro, El Universal Ilustrado destacaba: “El

Esperanza Iris tiene enorme parecido con el Hipódromo de New York, siguiendo el

mismo sistema de anfiteatros, que resuelve el mayor cupo y la visibilidad de todos

los puntos de la sala. Costó cerca de medio millón. Operarios y materiales han

sido casi todos mexicanos.” La familia Mariscal tuvo palco propio y sus miembros

procuraban no perderse las funciones de la reina de la opereta.

Entre 1942 y 1948, en colaboración con el arquitecto Fernando Beltrán y Puga,

Mariscal construyó el Palacio anexo del Gobierno del Distrito Federal (1948) en la

Plaza de la Constitución. Durante las primeras cuatro décadas del siglo XX, la

plaza había tenido algunas modificaciones: además de las transformaciones de

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sus jardines, el cambio del monumento hipsográfico (1925), la construcción del

tercer piso de Palacio Nacional (1926) y la apertura de la avenida 20 de

Noviembre (1934). Pero la obra que completaría la unidad de la Plaza debía

sujetarse al estilo virreinal, según lo establecía el decreto que declaraba a la Plaza

de la Constitución “zona típica” de la ciudad. De la memoria del edificio se extrae

esa idea:

Se procuró continuar con el estilo hispano-mexicano en las fachadas, simplificando y

corrigiendo las disposiciones del antiguo edificio en forma de que no se note

contraste con este, pero tomando en cuenta, en el nuevo, las exigencias modernas y

los preceptos arquitectónicos fundamentales. Así, aunque los elementos empleados

corresponden al estilo hispano-mexicano de nuestro siglo XVIII hay la simplificación

y a la vez la riqueza que requiere un edificio de Gobierno de la época actual.

Siguiendo esa pauta, Mariscal y Beltrán y Puga construyeron un edificio que

guardó armonía con los demás de la Plaza Mayor de México.

Al arquitecto José Villagrán se debe este comentario sobre la trayectoria

arquitectónica del que fue su maestro: “Nacionalismo anacrónico en sus primeras

obras y el eclecticismo que practicó en otras, pero siempre con la idea de invitar a

ser de hoy”.

Arquitecto, ciudad y habitación

1925 fue año importante para el urbanismo de nuestro país. En abril de 1925 se

llevó a cabo en Nueva York el Congreso Internacional de Planificación de

Ciudades y de la Habitación. La Sociedad de Arquitectos Mexicanos, interesada

en que en nuestro país se implantaran los cimientos para el desarrollo de las

ciudades mexicanas, designó a los arquitectos José Luis Cuevas, Carlos Lazo,

Federico Mariscal, Alfonso Pallares y Carlos Contreras para representarla en dicho

encuentro, en el que se abordarían temas referentes a la planificación de urbes y a

la arquitectura cívica. Luis Prieto Souza comentó en un artículo aparecido en

Excélsior “Merece pues, nuestra Capital, el honor de enviar una comisión de

regidores asesorados por uno o dos arquitectos, para que haciendo acopio de

datos y documentos en la gran Convención de Nueva York, se ponga (sic.)

nuestra Ciudad de los Palacios, haciendo una racional aplicación a nuestro medio,

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de los conocimientos adquiridos, a la altura que le corresponde por sus

antecedentes y por su importancia.” En otras notas periodísticas sobre el

Congreso destacó la participación de Carlos Contreras, que acababa de egresar

de la Columbia University, y quien presentó un proyecto de Planificación de la

República Mexicana, el cual fue transcrito casi en su totalidad en ese diario.

Desgraciadamente, sobre la participación de los otros mexicanos no encontramos

noticias. Esa fue la primera comisión de Mariscal en actividades relativas a la

ciudad, más tarde fue miembro fundador de la Oficina de Catastro de la ciudad de

México y del Plano Regulador.

En 1950, la lectura de un editorial en el Journal of the American Institute of

Architecs, en su número de marzo de ese año, llamó la atención de Mariscal y lo

llevó a reflexionar acerca de la vida del hombre en las ciudades; el siguiente

fragmento fue el que lo atrajo: “El postulado básico de la última escuela de

arquitectos funcionalistas es la primacía del factor social en las necesidades

humanas. Las palabras privado y paz suelen ocurrir, pero con mucha menos

frecuencia que colectivo, grupo, comunal y orgánico” Esto lo llevó a pensar que los

arquitectos estaban preocupados con la idea de que los hombres deben aprender

a vivir juntos o a morir, y que el ser humano estaba perdiendo la capacidad de vivir

consigo mismo, hecho que se relacionaba con la noción de Lewis Mumford,

cuando decía: “Hay una falta brutal de intimidad en la mayor parte de las

ciudades”.

A partir de estas afirmaciones, Mariscal fijó su posición; para él, la obra

arquitectónica por excelencia era la casa, en la que el hombre debía encontrar

ambas tendencias satisfechas: la de participar ampliamente del medio que lo

rodea y la de poder aislarse en ese rincón íntimo. Por ello cierra su elucubración

con un reto que lanza el Journal of the American Institute of Architecs: “¿quién

tiene ahora la mente dispuesta a proyectar un lugar propio (estudio, recámara o

terraza) para impulsar y proteger la imaginación?”

Mariscal afirmaba su adhesión a las tendencias y a los urbanistas que, como el

francés Gastón Bardet –quien publicaba en la revista Arquitectura México a finales

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de los cuarenta-, destacaban la urgencia de “deshacer esos monstruosos grupos y

crear, por una descentralización, los grupos pequeños que puedan vivir una vida

cómoda, íntima… sin los tormentos de las grandes urbes modernas”.

En 1965, al ser entrevistado por el Diario de la Tarde acerca de la ampliación de

la calle de Tacuba, para formar el eje oriente-poniente de la ciudad, Mariscal

manifestó: “Venimos haciendo casas por metraje; pero lo que necesitamos es

hacerlas a medida de las necesidades de las personas que van a habitarlas.

Hacemos condominios y lo que menos tiene la gente que los habita es dominio

sobre ellos.” Respecto a la calle de Tacuba, que contemplaba su ampliación de la

acera norte hasta obtener como alineamiento el de la fachada de Palacio de

Comunicaciones (hoy Museo Nacional de Arte) y del edificio de Minería, el

arquitecto estaba de acuerdo con que se hiciera, con el argumento de que no se

iba a afectar ninguna edificación que fuese de belleza e importancia histórica y,

dado el crecimiento enorme de la ciudad, se debía concretar el proyecto según las

necesidades modernas. Otra razón que adujo para la ampliación fue el hecho que

esta vía ya existía en el trazo prehispánico; las calles de Tacuba y Guatemala eran

parte de la antigua calzada de Tlacopan, que unía de oriente a poniente la región

de los lagos con la zona de Tacuba y Azcapotzalco.

La carrera de arquitecto

Mariscal participó en la fundación de dos instituciones gremiales mexicanas. A los

25 años fue secretario fundador de la Sociedad de Arquitectos Mexicanos:

A lo largo de su trayectoria profesional alienta la vida de esa Institución, de la que

llega a ser presidente durante dos periodos. Al crearse en México la Ley de

Profesiones, Mariscal lucha denodadamente para enmarcar, dentro de la ley, la

profesión de arquitecto y, una vez más, demuestra su fe en ella al ser electo

Presidente fundador del Colegio de Arquitectos de México (CAM) en el año de 1945.

A su muerte, el CAM-SAM y la Escuela Nacional de Arquitectura le rindieron un

homenaje con la celebración de dos veladas, el 14 de septiembre y el 13 de

octubre de 1971, a las que asistieron miembros destacados del gremio. Para el

arquitecto Villagrán, alumno de Mariscal, ellas permitieron “tejer una corona de

recuerdos” sobre el maestro. Un fragmento de ese tejido de remembranzas se

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relaciona con una cuestión de vital importancia para la carrera de arquitecto en el

arranque del siglo XX; Villagrán lo describió así:

Cuando [Mariscal] entraba como profesor de nuestra centenaria Escuela, contaba

ésta con una treintena de alumnos. Nuestra profesión de arquitecto se confundía

con la de ingeniero. Un eclecticismo anacrónico y exótico hacía seguir, en las

creaciones, formas de otros lugares y tiempos históricos. En 1918, el grupo de

arquitectos que pertenecía a la Sociedad de Ingenieros y Arquitectos renunciaba

para fundar la de Arquitectos; tras una dura lucha que se reflejaba muy poco

después en memorables discusiones tenidas en pleno Consejo Universitario, donde

el maestro Mariscal y uno o dos más sostuvieron el peso de la defensa de nuestra

profesión como diferente a la del ingeniero, y en 1929 pugnaba el grupo por una

reglamentación de las profesiones, lograda al fin muchos años después.

Parte de esta discusión apareció en una brevísima publicación editada por la

Sociedad de Arquitectos Mexicanos en 1929 que reunía tres textos: “Necesidad de

reglamentar el ejercicio de la profesión de arquitecto” de Federico E. Mariscal,

“¿Qué es arquitectura y qué es ingeniería?” de Alfonso Pallares y “No es la

arquitectura rama de la ingeniería” de Nicolás Mariscal.

En ese texto, Mariscal argumentaba que el arquitecto es el profesional que crea y

ejecuta la morada del hombre. “El arquitecto necesita conocer con el mayor detalle

las necesidades físicas, intelectuales y morales del hombre para que queden

plenamente satisfechas en la morada y edificio que fabrica, y tener la práctica o

experiencia indispensable en la ejecución de las obras.”

A pesar de la separación de las carreras de ingeniero civil y de arquitecto, a lo

largo de las tres primeras décadas del siglo XX siguieron apareciendo artículos

como los anteriormente comentados y otros con temas afines, como los de Torres

Torija y Manuel Francisco Álvarez, publicados en El Arte y la Ciencia y titulado

“Ventajas e inconvenientes de la carrera de arquitecto” y “El doctor Cavallari y la

carrera de ingeniero civil en México”, respectivamente.

El arquitecto y la palabra

A las facetas diversas de Mariscal hay que añadir su interés por la palabra, otra

forma específica en que se manifiesta la actividad del pensamiento. Además de su

pasión por la poesía, de sus dotes de gran conversador daban fe sus amenas

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clases como profesor y sus infatigables charlas, donde siempre con esa facilidad

que le caracterizó, salpicadas de instructivas, persuasivas y finas ironías, que

siempre eran celebradas y recordadas. Se comentaba que: “La de él era la

conversación enjundiosa y a la vez amena del hombre de vasta cultura para el que

cualquier tema le es familiar.”

También fue docto y ameno conferencista; en una conferencia sobre el desarrollo

del arte en México, un periodista escribió “tocó el señor Mariscal, punto de

verdadero interés sobre nuestros compatriotas pintores, deleitando a la

concurrencia por su lenguaje fácil y florido, cuanto por la importancia que encierra

el tema en cuestión”. Hay que señalar que después de sus ponencias

acostumbraba charlar con las numerosas personas de su auditorio, que le hacían

preguntas o cambiaban impresiones, al grado que, en ocasiones, estas pláticas

informales duraban más tiempo que la conferencia.

Parecía Mariscal una persona de aquellos tiempos cuando se reunían

periódicamente con cualquier pretexto los intelectuales, los profesionistas y la elite

en una charla culta y viva para tratar los temas de común interés sin límite de

tiempo, como el grupo que se reunía alrededor Savia Nueva, del que, entre varios

renombrados escritores, Jesús T. Acevedo y Federico E. Mariscal eran también

miembros. En su prólogo a Disertaciones de un arquitecto, éste comenta:

“Recuerdo con verdadero deleite las reuniones de ese grupo intelectual en donde

nadie era insignificante, por eso yo, que sólo contaba con mi entusiasmo, tengo

como mi mayor orgullo el haber formado en las filas de esos amantes de lo bello y

valientes luchadores en pro de una sólida cultura.”

Este hombre que manejaba las palabras con arte no estuvo ajeno a aquellos

fragmentos de “sabiduría popular” vertida en los refranes. Lo recuerdan sus hijos y

demás familiares por la prontitud con la que acudía a esta forma para expresar un

pensamiento, una enseñanza, una enmienda, una aseveración, en fin un valor

comprimido: “La amistad no es para definirla, ni compararla, es para sentirla y

disfrutarla”.

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Comenta su nieto, Antonio, que tal vez lo más importante de los refranes fuese

que, en su momento y como parte de la tradición oral que toda familia tiene,

“sirvieron su propósito educando y ayudando a fincar valores que hiciesen de sus

descendientes hombres y mujeres de bien.”

Una institución nacional de servicio social

Durante la presidencia de Abelardo L. Rodríguez, a través de Aarón Sáenz, jefe

del Departamento del Distrito Federal, y Arturo J. Pani, secretario de Hacienda, se

dio un gran impulso a la ciudad de México, con la creación de organismos y

legislaciones encargados de su planificación y de promover y construir

importantes obras públicas. Entre los primeros están la creación de la Oficina del

Plano Regulador de la Ciudad de México y del Distrito Federal (1932) y de la

Comisión de Planificación del Distrito Federal (1933), así como la promulgación

de la Ley de Planificación y Zonificación del D. F. y Territorios de la Baja California

(1933). En cuanto a su “embellecimiento”, en 1933 la ciudad de México tuvo una

transformación que la prensa comparaba con la emprendida en los últimos años

del porfiriato. Entre las obras destacan los conjuntos de vivienda obrera en

Balbuena y San Jacinto, proyectos del arquitecto Juan Legarreta; en el rubro de

escuelas, la construcción del Centro Escolar Revolución, con una capacidad para

5 000 alumnos, a cargo del arquitecto Antonio Muñoz. Se distingue también la

edificación del Mercado Abelardo Rodríguez, “el primero en su género en América

Latina”, también obra de Antonio Muñoz, y el Monumento a Álvaro Obregón del

arquitecto Enrique Aragón Echegaray, en colaboración con el escultor Ignacio

Asúnsolo. En cuanto a la traza se iniciaron los trabajos de apertura, ampliación y

prolongación de algunas calles del centro, entre ellas, 20 de Noviembre, Palma,

San Juan de Letrán y López, a cargo de la Comisión de Planificación del Distrito

Federal.

A Sáenz y Pani también se les debe la terminación de las dos obras inconclusas

del porfiriato: el que iba a ser el Teatro Nacional, ahora Palacio de Bellas Artes, y

el aprovechamiento de la estructura cupular del Palacio del Poder Legislativo que

se convertiría en el Monumento a la Revolución. En este proyecto de

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transformación de la capital, Mariscal intervino como arquitecto de la conclusión

del Palacio de Bellas Artes.

En realidad, desde 1921 existía el interés en que se usaran los espacios del

enorme hall, que en el proyecto de Boari iba a ser la sala de fiestas, como salas

de exposiciones, idea que más tarde fue desarrollada por Mariscal, cuando en

1930 fue comisionado por el presidente Pascual Ortiz Rubio para ejecutar un

proyecto para la conclusión de las obras del Teatro Nacional.

Mariscal aprovechó el partido arquitectónico de Boari: hall cuya función era la de

un gran invernadero; la cúpula, su tambor y las bóvedas laterales, estarían

cubiertas con cristales emplomados protegidos exteriormente por otras vidrieras.

Esta nueva modalidad al proyectar el Teatro Nacional fue lo que permitió la

reutilización de los espacios del inmueble, por lo que el problema principal con el

que topaba el arquitecto fue el de utilizar completamente la obra y adecuar todos y

cada uno de los locales. Su proyecto dividía el edificio en dos partes: la sala de

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espectáculos y sus dependencias y un “Palacio de Exposiciones”, por lo que

cambiaba radicalmente el programa original.

Entre 1930 y 1931 no se logró iniciar los trabajos por falta de presupuesto. En

1932 el ingeniero Alberto J. Pani revisó cuidadosamente la propuesta de Mariscal,

visitó las obras, y consideró el proyecto incompleto, porque a su parecer no

aprovechaba totalmente el edificio. Esto, aunado a las inquietudes del ingeniero

por reorganizar las instituciones oficiales destinadas al fomento y desarrollo del

arte, lo llevaron a concebir el edificio como un Palacio de Bellas Artes, institución

nacional de servicio social, que fomentara y difundiera el arte de una manera

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directa, “nacida de las aspiraciones y necesidades de la nueva sociedad.” Así,

entre 1932 y 1934 se gestó y realizó el nuevo concepto, teniendo como

antecedentes los proyectos de Antonio Muñoz y Federico E. Mariscal,

A mediados de 1932 se hicieron algunas modificaciones en los planos y se creó

una partida presupuestal. Pani y Mariscal trabajaron en colaboración; a pesar de la

renuncia del primero a la Secretaría de Hacienda, en septiembre de 1933,

continuó encargado de la dirección general de la obra, hasta su conclusión el 10

de marzo de 1934.

El final de la jornada

Múltiples homenajes y reconocimientos le fueron rendidos a Federico E. Mariscal,

en vida y después de que falleció. En todos se señalaron sus grandes méritos

como hombre y profesional de la arquitectura. En 1950 recibió un homenaje de la

Universidad de La Habana, cuando le otorgaron la investidura de “Profesor

Honoris Causa”. En la ceremonia, celebrada el 15 de abril en aquella ciudad, hubo

varios discursos, uno de ellos pronunciado por el decano de la Facultad de

Arquitectura de esa institución y otro del propio Mariscal, que iniciaba así:

Yo no tengo más títulos que el de haber sido profesor de la Facultad de Arquitectura

de la Universidad de México por espacio de 46 años, y haber dedicado todo el resto

de mi tiempo a ejercer la profesión de arquitecto, proyectando y dirigiendo edificios,

estudiando, leyendo y releyendo viejos y nuevos libros, viajando por distintos

continentes para admirar las obras de arquitecturas que han hecho célebres a los

hombres, a los países y a las épocas.

Como era costumbre en él, el discurso continuó con una serie de observaciones a

manera de consejos dirigidos a los jóvenes arquitectos, en los que siempre fijaba

su interés.

En agosto de 1953, Mariscal celebró medio siglo de vida profesional; la familia y el

ámbito arquitectónico se unieron a los festejos; con motivo de esas “bodas de oro”

se organizaron diferentes eventos públicos y privados. Sus antiguos discípulos, el

personal docente y la Sociedad de Arquitectos le rindieron un emotivo homenaje,

en el que participaron varios oradores, que elogiaban las cualidades y méritos del

maestro Mariscal; ahí mismo se le otorgó la medalla en un “Cali de Oro”, máximo

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galardón para los miembros del gremio, y un busto de Minerva. Una nota de El

Nacional va acompañada de una fotografía donde aparece Mariscal flanqueado

por Pedro Ramírez Vázquez, presidente de la SAM; Nabor Castillo, rector de la

UNAM, y su hijo Alonso Mariscal, en esos momentos director de la Escuela

Nacional de Arquitectura.

Otro reconocimiento póstumo fue la creación de la Cátedra Extraordinaria

Federico E. Mariscal en la Escuela de Arquitectura de la UNAM. Instituida por la

División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Arquitectura en 1984, se

otorga a profesionales de la Arquitectura en México que han destacado y por el

alto nivel de desempeño en el área y pretende acercar al laureado con la

comunidad académica para que comparta sus experiencias con alumnos y

profesores. Pero, sin duda, uno de los mejores tributos que se le han rendido fue

el llamarle “arquitecto de arquitectos”.

Después de setenta años de labor continua como, docente Mariscal se negaba a

dejar sus clases; comenta su nieto Antonio que lo hizo “ante la insistencia de sus

hijos que veían, con pena, que el padre comenzase a arrastrar los pies”, lo que le

hacía recordar uno de los refranes de su repertorio: “La cana engaña / el diente

miente, / la arruga no saca de duda, / escobeta en la oreja / ni duda deja, pero

arrastrar los pies / ¡eso sí que es vejez!”

Federico E. Mariscal Piña vivió hasta los 89 años de edad y murió en agosto en

1971 en su casa del Pedregal, rodeado de sus hijos y nietos.