Presentación Constituye un verdadero honor para Salieri Editores dar vida a su primer proyecto editorial con esta publicación. Muchas veces se hacen oír voces en nuestro país que alertan por la poca valoración que hacemos de nuestra rica y particularísima tradición intelectual. De ahí nace, precisamente, uno de los objetivos que este libro pretende cumplir. Es, asimismo, un enorme privilegio ser depositarios como editores de la confianza del Gobierno de Chile. Este libro fue íntegramente financiado por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes —a través de su programa del Fondo del Libro—, con la adjudicación del Proyecto Nª 19050 para esta publicación. Agradecemos la generosidad y consecuencia del Gobierno de Chile en su apoyo a Salieri Editores para potenciar nuestro afán por revitalizar la historia intelectual, pedagógica y académica tantas veces postergada. Más aún, nosotros mismos como editores fuimos víctimas de este olvido: vinimos a enterarnos de quién había sido David Stitchkin recién en el año 2009, cuando Marta Bello nos comentó de su genial análisis del cuadro El entierro del Conde de Orgaz. Junto con agradecer su notable prólogo, queremos dejar constancia de la condición de co-autora de la doctora Bello en esta publicación. Todos los errores y omisiones son de exclusiva responsabilidad de los editores. A partir de su comentario, iniciamos una búsqueda de la labor de David Stitchkin. Y como no hay recuerdo sin olvido —según el gran filósofo francés Paul Ricoeur—, ocurrió la sincronía de encontrar en el sitio web de la Radio de la Universidad de Concepción los dos discursos que se transcriben a continuación, pronunciados por David Stitchkin en 1962. El proceso de transcripción y edición de este libro no hubiera sido posible sin la colaboración —y cesión de los derechos intelectuales a Salieri Editores— de Sergio, Claudio, Lilian y Eliana Stichkin, todos hijos de don David Stitchkin. El apoyo de su nieto Javier resultó asimismo fundamental para todos los aspectos logísticos y de contacto con los hijos del rector. No podemos dejar de mencionar la vital ayuda que nos prestó Doña Margarita Moreno —en su labor de notario suplente de la Vigésimo Séptima Notaría de Santiago— en lo que respecta a los requisitos administrativos y procedimientos jurídicos que la adjudicación de este proyecto requería, quien, coincidentemente, fue alumna de David Stitchkin en la Universidad de Concepción y tuvo la suerte de formar parte de la audiencia el día en que el rector pronunció su discurso sobre El entierro del Conde de Orgaz. Finalmente, agaradecemos especialmente a Isaac Frenkel —amigo personal de David Stitchkin e insigne mecenas cultural de nuestro país—: sin su ayuda este proyecto jamás podría haberse materializado. Estamos
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Presentación
Constituye un verdadero honor para Salieri Editores dar vida a su primer proyecto editorial con esta
publicación. Muchas veces se hacen oír voces en nuestro país que alertan por la poca valoración que hacemos
de nuestra rica y particularísima tradición intelectual. De ahí nace, precisamente, uno de los objetivos que este
libro pretende cumplir.
Es, asimismo, un enorme privilegio ser depositarios como editores de la confianza del Gobierno de
Chile. Este libro fue íntegramente financiado por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes —a través de
su programa del Fondo del Libro—, con la adjudicación del Proyecto Nª 19050 para esta publicación.
Agradecemos la generosidad y consecuencia del Gobierno de Chile en su apoyo a Salieri Editores para
potenciar nuestro afán por revitalizar la historia intelectual, pedagógica y académica tantas veces postergada.
Más aún, nosotros mismos como editores fuimos víctimas de este olvido: vinimos a enterarnos de
quién había sido David Stitchkin recién en el año 2009, cuando Marta Bello nos comentó de su genial análisis
del cuadro El entierro del Conde de Orgaz. Junto con agradecer su notable prólogo, queremos dejar constancia de
la condición de co-autora de la doctora Bello en esta publicación. Todos los errores y omisiones son de
exclusiva responsabilidad de los editores.
A partir de su comentario, iniciamos una búsqueda de la labor de David Stitchkin. Y como no hay
recuerdo sin olvido —según el gran filósofo francés Paul Ricoeur—, ocurrió la sincronía de encontrar en el
sitio web de la Radio de la Universidad de Concepción los dos discursos que se transcriben a continuación,
pronunciados por David Stitchkin en 1962.
El proceso de transcripción y edición de este libro no hubiera sido posible sin la colaboración —y
cesión de los derechos intelectuales a Salieri Editores— de Sergio, Claudio, Lilian y Eliana Stichkin, todos
hijos de don David Stitchkin. El apoyo de su nieto Javier resultó asimismo fundamental para todos los
aspectos logísticos y de contacto con los hijos del rector.
No podemos dejar de mencionar la vital ayuda que nos prestó Doña Margarita Moreno —en su labor
de notario suplente de la Vigésimo Séptima Notaría de Santiago— en lo que respecta a los requisitos
administrativos y procedimientos jurídicos que la adjudicación de este proyecto requería, quien,
coincidentemente, fue alumna de David Stitchkin en la Universidad de Concepción y tuvo la suerte de formar
parte de la audiencia el día en que el rector pronunció su discurso sobre El entierro del Conde de Orgaz.
Finalmente, agaradecemos especialmente a Isaac Frenkel —amigo personal de David Stitchkin e insigne
mecenas cultural de nuestro país—: sin su ayuda este proyecto jamás podría haberse materializado. Estamos
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convencidos, como editores de este libro, que los esfuerzos y la buena voluntad de todos quienes colaboraron
con este proyecto —valores que David Stitchkin intentó permanentemente legar a las cuatro generaciones
que formó como profesor, decano y rector— se reflejarán y quedarán en la memoria de quienes se aproximen
a su lectura.
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El Rector David Stitchkin. Vigencia de una misión
Psicoanalista Marta Josefa Bello H.
Tengo que comenzar confesando que el hecho de haber sido convocada para prologar
esta edición de los discursos de David Stitchkin, no puede sino provocarme el mayor de
los respetos. No sólo porque me rehúso a considerar que por ser psicoanalistas
devenimos expertos en todo. Está claro que no es nuestro oficio analizar países ni
sociedades, apenas logramos —a lo largo de nuestras vidas— trabajar con un escaso
número de pacientes y, aunque la obligación de neutralidad no necesariamente castra
nuestra capacidad crítica, sí debe hacernos —en esencia— prudentes a la hora de
intervenir para referirnos a temas que están más relacionados con las ciencias sociales
que con la actividad clínica, nuestro oficio principal y la base de cualquier
argumentación teórica que nos atrevamos a pergeñar.
Abordo, asimismo, este trabajo con pudor; en virtud de circunstancias más personales.
David Stitchkin comienza la clase magistral (a la que me referiré en adelante)
señalando que desearía que esta lección inaugural significara para los nuevos
estudiantes más que una respuesta, una incitación —algo así como el rayo que alcanza
a iluminar el horizonte que de inmediato queda oscurecido—, pero no sin haber dejado
algo en el paisaje. No obstante, para mí (en esa época una estudiante de colegio que
tuvo la suerte de leer en El Mercurio dominical de la semana siguiente la transcripción
completa de la conferencia) fue más que un destello momentáneo: fue una especie de
faro que marcó el rumbo de mi posicionamiento y se transformó en un obligado eje de
referencia desde mi opción por una carrera humanista, más tarde por mi vocación
docente y la elección de mi primera maestría.
Considero que para el Chile de 1961 debe haber sido sorprendente, casi misterioso,
que un rector universitario haya decidido desarrollar su clase magistral tomando como
punto de apoyo arquimédico una obra pictórica. Aún ahora, a pesar del paso del
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tiempo y el acostumbramiento a las novedades de nuestros tiempos, podemos
considerar que se trata de una notable aventura intelectual.
Debe considerarse que esta lección es anterior en un largo lustro al año 1966, cuando
Gallimard lanzó la primera edición del libro Las palabras y las cosas, una arqueología
de las ciencias humanas, de Michel Foucault (1968); libro que comienza con el tan
conocido prefacio “Las meninas, representación de la representación pura”, formidable
ejercicio intelectual que analiza justamente el cuadro de Velásquez.
Desde que leí el libro de Foucault en su primera edición en español, he pensado que la
elección del foco y el análisis que el rector Stitchkin realizó en abril de 1961 lo sitúan
como un adelantado en el pensamiento de las ciencias sociales de la época.
Stitchkin asume que los nuevos estudiantes están esperando que la Universidad
responda a su necesidad de encontrar guías para conducir su vida y su conducta y —
con humildad—, señala de antemano que la serenidad, firmeza y dominio que los
estudiantes puedan percibir en él son aparentes, puesto que él también necesita ejes
referenciales y puntos de apoyo en la conducción de su vida. Justamente, les dice,
piensa que su vivencia personal al contemplar en Toledo el cuadro del Greco es un
punto de apoyo referencial para abrir el diálogo de esa mañana. Se impone la
asociación con el ideario de Ortega y Gasset (2007), quien en Misión de la Universidad
(1930), señalaba que era deber de la universidad otorgar a sus estudiantes lo que ellos
precisen “conocer para vivir su vida”.
Esto implicaría que se estimule al joven a pensar acerca “del mundo y de su propio
entorno” de modo de que logre llegar a “hacer una interpretación intelectual del
mundo”, para que devenga “un hombre culto, que pueda ver las etapas de su vida en
forma clara”.
Tal parece que, cuando el Rector Stitchkin hace un contrapunto entre las
personalidades y formas de gobernar del Emperador Carlos V y de su hijo Felipe I,
apunta sin duda a una posición crítica sobre el poder, y al postular que habría una
intención del Greco al retratar a los personajes del pasado con el vestuario de su
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propia época estaría valorando su afirmación de identidad autónoma y —sin embargo—
comprometida con lo social, lo que refuerza la cercanía con los ideales universitarios
de Ortega y Gasset (2005, 2007), quien entendía la libertad cultural e intelectual del
universitario como el mejor basamento para una sociedad abierta y racional.
Al comparar la época bajo el emperador Carlos V —en la que vivió el Conde de
Orgaz—, con el reinado de Felipe II (cuando el Greco llega a vivir a España y pinta su
alegórico cuadro); el maestro griego estaría abogando por los ideales de paz —y en
contra de la segregación y la exclusión—, temas también orteguianos. Si la
representación del Greco es la del milagro de la ascensión al cielo de un justo, el
milagro que verdaderamente enfatiza el rector es el milagro de la interacción y
convivencia armónica de esas culturas (la mora, la cristiana, la judía), que supieron
conjugarse unas con otras: apoyarse, estimularse y al mismo tiempo limitarse en sus
excesos, configurando un equilibrio admirable. El milagro de una época bajo el reinado
de un emperador que incluso respeta —y hace respetar (con pactos y edictos) —el
protestantismo alemán. Milagro de tolerancia, de la diversidad; de inclusión por sobre la
segregación e intolerancia. Porque, desgraciadamente, cuando el Greco —doscientos
años más tarde—, representa la muerte del Conde de Orgaz, ya no anima a su tierra tal
espíritu. La España universalizada declinaba y se transformaba en una España recluida
y ensimismada. La multicultural Toledo era desplazada por Madrid y por El Escorial,
solemne y triste mezcla de convento, sepulcro y sede monárquica.
Stitchkin interpreta que el Greco haya pintado el cuadro, vistiendo a los personajes con
las ropas a la usanza de Carlos V, como una forma de presentar el milagro de la
comunión humana, de la tolerancia y de la apertura de ideas; para así darle el valor de
una cosa presente, de una circunstancia pasada, pero deseable. Así, la lectura que
hace el rector de la obra pictórica de el Greco releva la instancia pacificadora del
Conde de Orgaz, transformándola en una lección sempiterna, válida para todas las
generaciones venideras. Porque, dice Stitchkin, el convivir en paz no es tarea fácil. Y
orgulloso proclama que en esta casa —la Universidad de Concepción—, se ufanan de
la convergencia de todo un cuerpo docente con muy diversas posturas ideológicas,
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vitales, religiosas y filosóficas, en pro de la causa común que es la formación de los
jóvenes. Proféticas palabras para el ulterior destino de nuestra patria.
Tal era su voz y su orgullo y su profunda fe en la convivencia pacífica y su rechazo a
toda forma de exclusión y segregación; y tal su pensamiento universalista y su
vocación por la transmisión de los valores humanistas. Quiero pensar, aunque hay
otras opiniones (Rosenblit, 2010), que por eso mismo —en los tiempos revueltos de
1968— fue convocado a asumir nuevamente la Rectoría; en virtud de su condición
señera de tolerancia y porque a él, en más de un sentido, podemos identificarlo no sólo
con el Conde Orgaz, sino también con Ortega y Gasset (2005), quien escribió que “el
hombre logra su capacidad plena, cuando adquiere plena conciencia de sus
circunstancias”.
Los vientos que han soplado en Chile en los años venideros no han sido, bien lo
sabemos, vientos universalistas; forzoso es concordar que globalización y
universalización, más que ser sinónimos, están en las antípodas. La globalización hace
tabla rasa de las diferencias, uniformiza y acalla las disensiones; la sociedad de
consumo pretende camuflar las diferencias de las etnias, de la piel, de las lenguas, las
creencias, la desigualdad de oportunidades, disolviéndolas en un falso paraíso de
marcas, imágenes comerciales, farandulización de los medios de comunicación y
banalización de la opinión pública; pero la terca realidad nos dice que las diferencias
siguen ahí y —con tal fuerza— que para muchos es no sólo desconcertante sino
también abrumadora. Resulta difícil tomarle el peso a las palabras, al mensaje de David
Stitchkin en el contexto de un sistema socio-cultural regido cada vez más por la
competencia, la incertidumbre y la exclusión; fenómenos que gatillan en los adultos de
los sectores más desfavorecidos paulatino desaliento, escepticismo y pasividad,
caracterizadas por una cierta sumisión al destino y a lo instituido, expresado cada vez
más en la búsqueda de soluciones propias de una mentalidad no globalizada sino, más
bien, mágica (esperanza en soluciones gracias a los juegos de azar y constitución de la
personalidad de acuerdo a imperativos de frivolización como vías de ascenso o
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figuración social), lo que se expresa —sin duda— en la sistemática pérdida de la
capacidad de crítica, renuncia a la historización personal y de proyección subjetiva al
futuro.
Pero aún no hemos delimitado exhaustivamente el escenario del drama de nuestro
tiempo. Y es que, paralelamente a esto, los cientistas sociales y políticos constatan la
marcada reducción de los espacios vinculares, de deliberación ciudadana y de
socialización; aparejada a la masiva desarticulación de los ejes de pertenencia social y
el debilitamiento de las construcciones colectivas. Este panorama configura realmente
un cuadro de violencia crónica ejercida sobre el psiquismo, que conlleva consecuencias
de confusión, desorientación y acentuación de procesos de inhibición cognitiva y social.
Y es que, como dijera Heidegger, “nada se nos escapa tanto como lo que está más
cerca”: detrás del formidable goce que ha generado la globalización (en virtud del
aumento inédito de la riqueza y bienestar sociales) en la generación que la impulsó, el
correlato es que nuestros jóvenes son testigos y víctimas del sometimiento masoquista
de sus padres a las fuerzas alienantes de una sociedad cuyo ideal tiende a ser el
consumo: la televisión desplaza y recubre cualquier posible espacio de interlocución o
diálogo familiar, los procesos de simbolización se hacen ínfimos al interior de la familia
y la escuela tampoco les otorga importancia (reemplazándolos por la memorización de
contenidos y la práctica de estrategias para contestar pruebas de selección múltiple).
¿Qué respuestas puede tener un joven frente a este verdadero tsunami de enajenación
masiva, cuando tal violencia es entonces el sustrato o condición cotidiana, vale decir,
es el tejido sobre el que se ven obligados a construir su subjetividad esos niños y
adolescentes? Los caminos son estrechos y empobrecidos. Ellos invitan a caer en el
fatalismo de que nada se puede cambiar, o bien a identificarse con los valores de la
sociedad de consumo, confundir el tener con el ser y —vistas las dificultades reales
para obtener en buena lid lo que se ansía tener para obturar la falta en ser—,
simplemente cortar por lo más fácil y echar mano a lo que se pueda. Pueden recluirse
en la soledad y la pasividad o, por el contrario, buscar la identificación con grupos
vandálicos o —derechamente— al margen de la ley.
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Tenemos que considerar que las segregaciones culturales, de oportunidades
educacionales, económicas y raciales no pueden sino generar a su vez estrategias de
supervivencia; estrategias que incluyen la búsqueda de referentes en la formación de
bandas o grupos, enclaves que se transforman en oportunidades de cohesión que
otorgan identidades, códigos, funciones y sentimientos de pertenencia y amparo allí
donde el desamparo y el aislamiento son el lugar común. Cuando los jóvenes se
enfrentan a tantas y tales dificultades en el diario existir, ¿cómo nos podría
escandalizar que las formas de sobrevivencia los lleven a situaciones de borde con la
destrucción y la muerte? Aunque sea cierto que se trata de posicionamientos que
conllevan una insensibilidad frente al dolor y al sufrimiento propio (y ajeno) —que
muchas veces se desliza hacia el goce en este dolor y sufrimiento—, parece hipócrita
cargar de culpa a quienes más que nada son víctimas.
La categoría de semejante solo puede constituirse cuando aparece la ley operando
como tercero en el vínculo, instituyendo el principio de igualdad ante la ley. Pero
cuando la ley como principio regulador queda excluida, cuando el adolescente constata
que no existe para él tal igualdad, pierde la posibilidad de comprender a cabalidad los
límites, no logra percibir sus actos como transgresiones, desaloja al otro de la categoría
de prójimo de donde él se considera (no con poca razón) excluido a priori.
Ya Winnicott (1972), arguyendo en 1969 acerca de la libertad del ser humano,
denunció: “el tipo de ambiente que torna inútil la creatividad de un individuo o la
destruye, induciendo en él un estado de desesperanza. En tal caso la libertad, aparece
como carencia allí donde deja el lugar a la crueldad, con todo lo que ésta implica de
constricción física o de aniquilación de la existencia personal de los individuos..."
Un universitario con existencia personal, proyección de futuro, reconocimiento de sí
mismo —en tanto sujeto con historia y no ajeno a sus circunstancias—: ese era el ideal
de la universidad laica y pública de la década de los sesenta. Entre quienes pensaron la
Universidad en esa época, algunos como Stitchkin la proyectaron como una institución
social sensible y permeable a las transformaciones políticas, sociales y económicas,
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que afincara en sus estudiantes aquella representación de sí mismos. Este ideario, al
igual que el de tolerancia, convivencia pacífica y fértil diálogo entre posiciones
diferentes —que Stitchkin sentía que eran el legítimo logro de la Universidad de su
época—, no son para nada visibles en la universidad contemporánea.
Por el contrario, la universidad actual se atribuye y pretende garantizar que enseña un
conocimiento que además garantizará también un re-conocimiento de sí mismo: una
acreditación. El así llamado “estudiante” iría a la Universidad en busca de este
reconocimiento, de esta acreditación, de lograr integrarse a un esquema social de vida;
esquema que aparece como elegido por vocación o simplemente por un complejo
cálculo de probabilidades de “quedar” en tal o cual carrera, de las posibilidades
económicas de sustentar los estudios y —en algunos casos—, de las rentabilidades
futuras asociadas a la elección. Nos es casualidad, a mi juicio, que los folletos que
pretenden “orientar vocacionalmente” a los futuros universitarios incluyan ahora las
rentabilidades de la inversión en aranceles (medidas en promedios de los ingresos
percibidos por un recién graduado y en los cinco años posteriores a su graduación). La
tendencia progresiva ha sido considerar que a la Universidad lo que le compete es
responder meramente a las demandas paradigmáticas de una economía capitalista.
Aunque por supuesto estas demandas no pueden soslayarse, lo cierto es que se ha
olvidado el desafío que representan las dificultades sociales de la época. Así, la única
circunstancia a la que el universitario cree tener que responder es la circunstancia
económica.
En la década de los setenta, el sociólogo e historiador norteamericano Immanuel
Wallerstein (1976) acuñó el término “jenizarisación” de la clase dominante, para
referirse a la nueva realidad de las formas de apropiación de las riquezas. Cuenta
Wallerstein que los jenízaros eran los funcionarios del Imperio turco, encargados de la
mantención de las relaciones de poder del imperio con los pueblos conquistados,
quienes generalmente provenían de estos mismos pueblos habiendo sido esclavizados
desde niños y adoctrinados por el Imperio. Si bien la acumulación y la concentración de
riquezas anteriormente se produjo bajo la manipulación y el control directos de quienes
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resultaban acreedores de las plusvalías (en virtud de su monopolio sobre los medios de
producción), en el moderno sistema mundial —aunque el verdadero poder siga estando
en manos de muy pocos individuos o familias—, los que garantizan la perpetuación de
la acumulación son los nuevos “jenízaros”. Tiendo a pensar que asistimos desde
comienzos del siglo XXI a la “jenizarización” de las universidades.
La Universidad corporativizada capacita para la globalización en los lugares más
admirados y solicitados, se jacta de formar emprendedores, líderes empresariales,
académicos, políticos. Lo anterior no debería impedirnos tomar conciencia que estos
líderes serán, en general, instrumentales: para lo que se preparan es para ser
empleados exitosos de las grandes empresas, u obedientes seguidores de protocolos
para manejar esquemas terapéuticos preestablecidos, o académicos que perpetúen el
orden del discurso universitario-corporativo delimitado en relación a la eficiencia y
productividad. Alardear de una “formación” para ocupar lugares de poder (económico o
político), simplemente demuestra la perversa tergiversación que ha ido adquiriendo la
función universitaria; muy lejos del discurso de la Universidad de hace sesenta años:
nada de milagros de tolerancia y respeto por las diferencias, nada más que una
creciente banalización de la convivencia. Nada de inquietud por encontrar respuestas
vitales o plantear preguntas existenciales, sino la ambición de conseguir rápidamente
un modus vivendi que permita encajar —ojalá en el lugar más alto posible—, de la
pirámide social.
Este panorama parece ser el escenario en el cual el estudiante universitario puede
devenir síntoma de un sujeto. Tal vez sea el punto de partida de todo estudiante —
identificado con un “no saber”—, y en la posición de demandar que se le “instruya” para
ser curado de su “ignorancia”. Por cierto que el estudiante puede buscar en el aula
píldoras de saber y un certificado que, en la forma de una calificación de aprobación,
acredite que el placebo surtió efecto. La acumulación de estas aprobaciones lo llevará
a una cierta acreditación (bajo la cual podrá proseguir su vida sin mayores
cuestionamientos). Esta acreditación entonces funcionará como un nuevo síntoma, se
transformará en un rasgo, se portará como insignia fálica o como signo de pertenencia
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asegurador de una identidad. El psicoanálisis concibe cualquier síntoma como
producto de algún malestar o conflicto que es rechazado de (y expulsado por) la
conciencia. Así, lo que se integra a la realidad cotidiana del sujeto —pese a llevar sobre
sí el peso del conflicto reprimido—, deviene algo con lo que el sujeto se identifica,
permitiéndole ignorar lo que realmente no marcha en su vivir.
El síntoma da al sujeto una respuesta falsa, pero respuesta al fin y al cabo, respuesta
al “¿Quién soy?” y, en este sentido, tranquiliza y adormece (Lacan 1971). Es así que,
en contraposición al imperativo de responder a la pregunta por el sentido de la
existencia individual, se avanza subsidiariamente hacia una adaptación personal —
hacia una identificación subjetiva— con una respuesta cultural estandarizada, fruto de
una uniformación impersonal, un molde vacío e incuestionado; exaltado por los medios
de comunicación como una imaginería de logro y éxito, un esquema de realización o
felicidad, una imagen de respuesta; pero no una respuesta. Al respecto, recordemos
que el campo de la identificación está constituido de tal manera que el desgarro o
división subjetiva que se busca rellenar apelando al plano de lo imaginario a través de
identificaciones es, al mismo tiempo, producto de otra identificación más arcaica.
Coincidentemente Lacan (1984) ha enseñado que el síntoma tiene una condición de
real (expresado en la sensación física de la angustia, de la parálisis, del dolor o la
inoperancia, etc.) y con ello nos dirige a verificarlo en relación a la pulsión de la que el
síntoma es cauce (como interfase entre lo psíquico y lo somático). Es justamente por
esto que si nos referimos al goce sintomático —a esa suerte de placer, a esa sensación
de alivio que el síntoma entrega como moneda de cambio frente a la exclusión de lo
reprimido en la conciencia—, tenemos que concebirlo como remitiendo al cuerpo:
solamente un cuerpo puede gozar. No obstante, no por ello deja de empujar la
satisfacción predominantemente significante —que Lacan denominó, apoyándose en
Hegel, el reconocimiento. Es precisamente en la búsqueda de este reconocimiento en
donde se afianza el “síntoma estudiante”, así como en las posibilidades de advenir más
adelante el “síntoma profesional acreditado”, “el síntoma ejecutivo”, “el síntoma
profesional triunfador”. Es en esta pasividad de las pertenencias, en esta conformidad
con —y persecución de— las identificaciones ofrecidas por nuestra cultura como
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soluciones parametrizadas, en donde se nos transparenta la evolución —o tal vez
involución— del síntoma estudiante, síntoma de lo que, parafraseando a Freud,
podríamos llamar un cierto “malestar en la globalización”.
A modo de conclusión quiero expresar que, tanto como pienso que es una excelente
idea brindar la oportunidad de volver a leer a los pensadores universitarios del pasado
—tanto a un rector Stitchkin de Concepción, como a un rector Gómez Millas de la
Universidad de Chile—, también creo que en toda época surgen voces nuevas que se
cuestionan y buscan ir más allá más de la uniformización frivolizante y que la iniciativa
de los jóvenes editores de este libro es un mentís a todo pesimismo que pudiera
extraerse de este prólogo.
Referencias
Foucault, M. (1968). Las palabras y las cosas. México: Siglo XXI.
Lacan, J. (1971). “La agresividad en Psicoanálisis” En: Escritos 1. México: Siglo Veintiuno.
Lacan J. (1984). “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”. En:
Escritos 2. México: Siglo Veintiuno.
Ortega y Gasset, J. (2005). Meditaciones del Quijote. Barcelona: Crítica.
Ortega y Gasset, J. (1930). Misión de la Universidad. Madrid: Biblioteca Nueva.
Rosenblitt B, J. (2010). “La reforma universitaria, 1967-1973” Hallado en: