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Semana Del 6 Al 12 De mayo De 2019
“Aspecto Doctrinal De La Obra Del Espíritu Santo En La Regeneración”
Lectura Bíblica: San Juan 3: 1 al 7. Había un hombre de los fariseos que se llamaba Nicodemo, un
principal entre los judíos. Este vino a Jesús de noche, y le dijo: Rabí, sabemos que has venido de Dios como
maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él. Respondió Jesús y le dijo:
De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios. Nicodemo le dijo:
¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y
nacer? Respondió Jesús: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede
entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No
te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo.
Comentario: 3:1. Ahora bien, había un hombre de los fariseos llamado Nicodemo, un principal entre
los judíos.
El Hijo de Dios se revela a círculos cada vez más amplios. En 2:23–3:21 (véase especialmente 2:23 y 3:21)
se manifiesta al pueblo que se encontraba en Jerusalén durante y después de la Pascua. En 3:22–36 se da a
conocer a los habitantes de la región de Judea.
La sección 3:1–21 es una ilustración del profundo discernimiento que tiene Cristo de los secretos del alma
humana; ya se ha hecho referencia a tal discernimiento en 2:24, 25.
Una noche, mientras que desarrollaba su obra en Jerusalén, el Señor recibió una visita. Sabemos el nombre
de aquel visitante, así como su afiliación religiosa y su posición. Su situación económica parece hallarse
implicada en 19:39. Algunos comentaristas creen que en 3:4 se dice algo acerca de su edad, pero posiblemente
esto no es más que un ejemplo de querer sacar demasiado de un versículo.
Su nombre era Nicodemo (que significa: vencedor del pueblo). Es un nombre griego, pero esto no quiere
decir que el hombre fuera griego. Se debe tener en cuenta que, a partir de la época de los reyes macabeos que
sucedieron a Simón, se puede esperar una mezcla de nombres propios griegos con hebreos.
Nicodemo pertenecía al partido de los fariseos. Parece que este partido tuvo su origen durante el período
anterior a las guerras macabeas. En realidad, representa la cristalización de una reacción contra el espíritu
secularizador del helenismo. Aquellos que en el siglo II antes de Cristo se opusieron a las costumbres
idolátricas de los griegos y que durante la terrible persecución religiosa dirigida por el monstruoso Antíoco
Epifanes permanecieron firmes y se negaron a abandonar su fe, recibieron el nombre de hasidhim (pietistas o
santos). Ellos fueron los precursores de los fariseos (separatistas), que empezaron a aparecer con este nombre
durante el reinado de Juan Hircano (135–105 antes de Cristo). Esto nos hace pensar en el hecho de que los
puritanos del siglo XVII en Inglaterra llegaron a ser los no conformistas del siglo XIX.
Aun cuando los fariseos interpretaban correctamente muchos puntos doctrinales—el decreto divino, la
responsabilidad moral y la inmortalidad del hombre, la existencia de espíritus, recompensa y castigo en la vida
futura—, y habían producido hombres de mucha fama—Gamaliel, Pablo, Josefo—, cometían, sin embargo, un
trágico error fundamental: hacían de la religión algo externo. Con demasiada frecuencia consideraban que el
conformismo externo a la ley era el propósito de la existencia. En la práctica (aunque no en teoría) la tradición
oral, que, a través de los hombres de la gran sinagoga, los profetas, los ancianos, y Josué, se remontaba a
Moisés y al mismo Dios, era tenida, con frecuencia, en más alta estima que la ley escrita. El Señor los acusó
incontables veces por su exhibicionismo y su actitud de santurrona superioridad (Mt. 5:20; 16:6, 11, 12;
23:1–39; Lc. 18:9–14). Sus escrúpulos no tenían límites, especialmente en lo concerniente a la observancia de
las leyes del sábado establecidas por el hombre mismo. Algunos decían, por ejemplo, que las mujeres no debían
mirarse en el espejo en sábado pues, podían verse alguna cana y sentir la tentación de arrancársela, lo cual sería
trabajar. Estaba permitido tragar vinagre en sábado, para curar el dolor de garganta, pero no se podían hacer
gárgaras. El colmo, quizá, era aquella regla que permitía comer un huevo puesto en sábado siempre que se
tuviera la intención de matar la gallina. Los fariseos debían su influencia sobre el pueblo a la antipatía de las
gentes contra la casa de Herodes.
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Pues bien, Nicodemo pertenecía a este partido de salvación por obras. Su posición era prominente. Era un
principal entre los judíos. Cf. también 1:10 y 7:50, lo cual indica que era miembro del Sanedrín, y también
escriba: es decir que su profesión era estudiar, interpretar y enseñar la ley.
Versíc. 2. Este vino a Jesús de noche. — Nicodemo fue a ver a Jesús de noche. ¿Tenía tal vez temor de
que su conversación con Jesús fuera descubierta, y que los demás miembros del Sanedrín lo criticaran?
Algunos comentaristas son de este parecer, parecer que es muy general y pudiera ser correcto (cf. 19:38). Otros
a su vez, dicen que en esta primera etapa del ministerio de Cristo la oposición a su enseñanza no podía ser tan
aguda como para producir tal temor. Algunos aceptan la idea del temor y, por esa misma razón, colocan toda
esta historia en un período inmediatamente anterior a la muerte de Cristo. Y, por último, hay quienes creen que
Nicodemo fue a Jesús de noche simplemente porque Jesús estaba demasiado ocupado durante el día: de noche
se podía conversar tranquilamente. En realidad, no sabemos por qué fue de noche.
Y le dijo: Rabí (véase 1:49) sabemos que tú eres un maestro venido de Dios … Esto equivalía a decir:
“Nosotros—yo, y otros que piensan como yo (cf. 2:23; 3:11)—sabemos que eres un profeta”. La razón que
Nicodemo da de su convicción está expresada en estas palabras: … porque nadie puede hacer estas señales
que tú haces, a menos que Dios esté con él. (Véase 1:11 para el significado de la palabra señal.) Nicodemo
estaba convencido de que Jesús debía tener una relación muy estrecha con Dios para ser capaz de realizar
aquellas señales.
Versíc. 3. Respondió Jesús y le dijo: De cierto, de cierto te aseguro, que a menos que uno naciere de
nuevo, no puede ver el reino de Dios. Nicodemo no había hecho aún ninguna pregunta; y, sin embargo, Jesús
le responde, pues él podía leer la pregunta que se albergaba en lo profundo del corazón del fariseo. Basándonos
en la contestación de Cristo podemos suponer con seguridad que la pregunta de Nicodemo era muy parecida a
la que encontramos en Mt. 19:16. Al igual que el “joven rico”, este fariseo, que una noche fue a ver a Jesús y
que algunos consideran como un “viejo rico”, también quería saber qué bien tenía que hacer para entrar en el
reino de los cielos (o, para obtener la vida eterna, que es, simplemente, otra forma de decir lo mismo.) Pero
Nicodemo ni siquiera tuvo la oportunidad de expresar en palabras la pregunta que había en lo profundo de su
alma.
La respuesta de Jesús es otro mashal (cf. 2:19). A Nicodemo debió parecerle algo semejante a una
adivinanza. Esto es verdad tanto si la conversación se mantuvo en arameo como en griego. El texto griego, tal
como lo tenemos, nos plantea inmediatamente un problema: Cuando Jesús dijo: “… a menos que uno naciere
ἄνωθεν”, ¿cuál es el significado de esta última palabra? Puede significar “de arriba” (desde lo alto). De hecho,
este es el sentido que tiene en otras partes del Evangelio de Juan (3:31; 19:11; 19:23). Parece, pues, probable
que también aquí (3:3, 7) tenga ese significado. Además, en Mt. 27:51, Mr. 15:38, y Stg. 1:17; 3:15, 17, tiene
también ese sentido. Por consiguiente, podemos creer que Jesús se estaba refiriendo a un nacimiento “de
arriba”, esto es, del cielo. Esta palabra, no obstante, puede tener una acepción distinta; a saber, “de nuevo” u
“otra vez” (Gá. 4:9). Y, en tercer lugar, también puede denotar “desde el primero” o “desde el principio” (Lc.
1:3; Hch. 26:5). Este tercer significado, sin embargo, se puede rechazar por no ser adecuado en el presente
contexto. Entonces Nicodemo se enfrenta con la elección entre la primera y la segunda connotación. Sin
embargo, todo lo dicho hasta ahora es cierto tomando como base el griego. Si se supone que la conversación se
desarrolló en arameo, lo cual es muy probable, la adivinanza sigue manteniéndose, aunque ligeramente
modificada. Podría argüirse que en arameo no existe ninguna palabra que tenga idéntica ambigüedad que la
griega ἄνωθεν. Pero aun aceptando esto, la realidad es que Nicodemo tuvo que enfrentarse con esta gran
dificultad: ¿Cómo puede un hombre experimentar otro nacimiento, sea en el sentido que sea? Por supuesto,
nosotros sabemos lo que Jesús quiso decir; a saber, que para ver el reino de Dios es necesario que una persona
nazca de arriba; o sea, que el Espíritu Santo debe implantar en su corazón la vida que tiene su origen no en la
tierra sino en el cielo. Que no se imagine Nicodemo que las dignidades terrenales o nacionalistas le capacitara a
uno para entrar en este reino. Que tampoco piense este fariseo que un mejoramiento de la conducta
externa—una conducta en completa concordancia con la ley— es todo lo que se necesita. Tiene que haber un
cambio radical. Y a menos que uno nazca de lo alto, no puede siquiera llegar a ver el reino de Dios; es decir,
no puede experimentarlo y participar de él; no puede poseerlo y disfrutarlo (Cf. Lc. 2:26; 9:27; Jn. 8:51; Hch.
2:27; Ap. 18:7).
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Cuando Jesús habla acerca de entrar en el reino de Dios, es evidente que esta expresión equivale a tener
vida eterna o ser salvo (cf. 3:16, 17). El reino de Dios es el ámbito en que su dominio se reconoce y obedece, y
en el que prevalece su gracia. Antes de que alguien pueda ver ese reino, antes de que alguien pueda tener vida
eterna en cualquier sentido, es necesario que nazca de lo alto. Se ve, pues, claramente, que hay una acción de
Dios que precede a toda acción del hombre. En su etapa inicial, el proceso de cambiar a una persona en hijo de
Dios precede a la conversión y a la fe. (Véase también 1:12.)
Versíc. 4. En su respuesta Nicodemo demuestra que no había comprendido en absoluto el profundo
significado del divino mashal “¿Cómo puede un hombre nacer cuando ya es viejo?” Esta contestación no
implica necesariamente que Nicodemo fuera un hombre viejo. Jesús había pronunciado unas palabras que se
podían aplicar a cualquier persona. Nicodemo, como si quisiera mostrar el carácter absurdo de estas palabras,
toma un caso extremo: ¡a quién se le ocurriría pensar que un hombre viejo realmente tenía que nacer otra vez!
Así pues, Nicodemo prosiguió: No puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer,
¿verdad? Solo el pensarlo le parece a este fariseo totalmente imposible. La respuesta que él espera a esta
pregunta retórica es, por supuesto, negativa. (Véase 2:19 para otros ejemplos de una crasa interpretación
literal.)
Versíc. 5. Respondió Jesús: De cierto, de cierto te digo, que a menos que uno naciere de agua y del
Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. La clave para la interpretación de estas palabras se encuentra
en 1:22. (Cf. también 1:26, 31; y Mt. 3:11; Mr. 1:8; Lc. 3:16) donde el agua y el Espíritu aparecen juntos en
relación con el bautismo. Así, pues, el significado evidente es éste: el ser bautizado con agua no es suficiente.
La señal ciertamente, es de gran valor. Tiene mucha importancia como una representación visible y como sello.
Pero la señal debe ir acompañada de la cosa significada: la obra purificadora del Espíritu Santo. Esto último
es lo indispensable para la salvación. Téngase en cuenta que en los versículos 6 y 8 ya no se dice nada sobre el
nacimiento de agua sino solamente acerca del nacimiento del Espíritu, el único indispensable.
Es cierto, no obstante, que la obra purificadora del Espíritu Santo no termina sino hasta que el creyente
entra en el cielo. En un sentido, el llegar a ser hijo de Dios es un proceso que dura toda la vida (cf. 1:12), pero
en el presente pasaje se trata de la limpieza inicial derivada de la implantación de una nueva vida en el corazón
del pecador, y esto se deduce claramente de la afirmación hecha de que uno no puede entrar en el reino de Dios
si no ha nacido de agua y del Espíritu. (Para el significado de el reino de Dios véase 3:3.)
Versíc. 6. Por consiguiente, se insiste mucho en el hecho de que el nacimiento físico (véase 1:13) no da a
nadie prerrogativas en la esfera de la salvación. Por esta misma razón Jesús prosigue: Lo que es nacido de la
carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. (Acerca de los diversos significados de la
palabra “carne” en el cuarto Evangelio, véase 1:14.) Este versículo se podría parafrasear del siguiente modo: La
naturaleza humana pecadora produce naturaleza humana pecadora (cf. Job 14:4, “¿Quién puede sacar lo limpio
de lo inmundo? Nadie”. Cf. También Sal. 51:5). El Espíritu Santo es el autor de la naturaleza humana
santificada.
Versíc. 7. Jesús continúa, No te maravilles (o, no te empieces a maravillar) de que te dije: Os es
necesario nacer de nuevo. A Nicodemo todo aquello le parecía sumamente extraño. Estaba acostumbrado a la
idea de salvación por medio de las obras de la ley; es decir, por un acto del hombre. Pero la enseñanza que
ahora recibe es que la salvación es un don de Dios, y que, en su primera etapa, tiene lugar por medio de un
acontecimiento en el que el hombre es necesariamente pasivo. Una persona no puede hacer nada en cuanto a su
propio nacimiento. Y sin embargo Jesús había dicho: “Os es necesario nacer de nuevo”. Con frecuencia, en la
predicación de nuestros días, se interpreta mal la expresión es necesario. Se debe entender claramente que, en
concordancia con todo el contexto, no se refiere a la esfera de la obligación moral sino a la del decreto divino.
Cuando Jesús dice: “Os es necesario nacer de nuevo”, no significa, “Haced todo lo posible para nacer de
nuevo”. Por el contrario, lo que quiere decir es: “Algo tiene que sucederos: el Espíritu Santo debe poner en
vuestro corazón la vida de lo alto”. Y Nicodemo debía haber tenido un conocimiento lo suficientemente
profundo de su propia incapacidad y corrupción para comprender esto inmediatamente. Entonces no hubiera
mostrado con su expresión o con sus palabras que le resultaba tan extraña y sorprendente la enseñanza de Jesús
acerca de la absoluta necesidad y del carácter soberano de la regeneración.
Versíc. 8. El carácter soberano de la regeneración se aclara con una ilustración tomada de la acción del
viento. En la primera cláusula del versículo 8 el vocablo πνεῦμα significa viento y no Espíritu, como lo
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demuestra la última cláusula, “… así es todo aquel que es nacido del Espíritu”. Esta cláusula—y especialmente
la palabra así—indica que se trata de una comparación. Jesús, entonces, dice: El viento sopla donde quiere, y
oyes su sonido; pero no sabes de dónde viene, ni a dónde va. No hay nadie en la tierra que pueda dirigir el
viento. Actúa con independencia completa. Ni aún se lo puede ver. Sabemos que está ahí porque produce un
sonido al chocar con los objetos. Nadie conoce su origen ni su destino. Jesús añade: … así es todo aquel que
es nacido del Espíritu. La relación del viento con respecto al cuerpo se asemeja a la del Espíritu con el alma.
El viento actúa según le place. Así también el Espíritu. Su acción es soberana, incomprensible y misteriosa.
¡Qué gran lección era ésta para un hombre que se había criado en la creencia de que una persona podía y debía
salvarse a sí misma mediante una obediencia perfecta a la ley de Moisés y a una multitud de preceptos
fabricados por el hombre!
Versíc. 9. Debe haber sido muy difícil para Nicodemo despojarse de lo que siempre había creído. Por eso
respondió y le dijo: ¿Cómo puede ser esto? Siempre hace la misma pregunta: ¿cómo puede?, no puede,
¿verdad?, ¿cómo puede? (3:4, 9). Se ve claramente que este líder religioso carecía del más elemental
conocimiento del camino de salvación. Su preparación farisaica parece haberle hecho inmune a la percepción
espiritual. ¿Seguía todavía pensando que las palabras de Jesús se debían entender en un sentido completamente
literal?
Versíc. 10. Respondió Jesús y le dijo: Tú eres maestro de Israel, y sin embargo, con todo ¿no sabes
esto? Tanto Israel como maestro van precedidos del artículo definido, de forma que esta exclamación se podría
parafrasear del siguiente modo: ¿Y tú, el tan conocido e importante maestro del muy favorecido pueblo de
Israel, quieres realmente decir que tú eres ignorante en cuanto a estos asuntos? Nicodemo disponía del Antiguo
Testamento, de las enseñanzas del Bautista, y de las palabras de Jesús dadas en 3:3-8; pero hasta ahora la
verdad no parece haber penetrado en su mente.
Definición: (5): Regeneración (Estudio de Doctrinas Cristinas pagina 230-231).
1) Definición de las Escrituras: En las escrituras hay varias representaciones de la regeneración, que no son
tanto definiciones exactas como descripciones vividas de la verdad.
a) Un corazón nuevo y un espíritu nuevo, Ez. 36:26.
b) Nacer otra vez, o nacer de arriba, Jn 3:3.
c) Pasar de la muerte a la vida, Jn. 5:24; Ef. 2:1, 5; 1 Jn. 3:14.
d) Una creación nueva, 2 Co. 5:17; Gá. 6:15.
e) Participación de la naturaleza divina, 2 Pe. 1:4.
f) Renovación de la mente, Ro. 12:2.
2) Definiciones teológicas: Las siguientes son algunas definiciones teológicas, más o menos aproximadas a la
verdad:
a) La regeneración es una obra espiritual efectuada por Espíritu Santo en el espíritu del hombre. (Nota. - Esta
definición no define la regeneración, pues podría decirse esto de cualquier obra del Espíritu en la vida
cristiana).
b) La regeneración en el acto de dar nueva inclinación y nueva dirección a los afectos y a la voluntad. (Nota. –
Esta descripción de la regeneración no es adecuada: abarca una parte de la obra, pero no el todo.).
c) La regeneración es la comunicación de la naturaleza divina al hombre por la operación del Espíritu Santo por
medio de la Palabra. (nota. – Esta definición es tal vez la mejor que tenemos.).
3) Necesidad de regeneración: La necesidad de la regeneración se expresa en la declaración de Jesús en Jn.
3:7: >Os es necesario nacer de nuevo< Se puede pasar de la vida natural, o de la carne, a la vida sobrenatural, o
al Espíritu, solo por el nuevo nacimiento, Jn. 3.6.
4) El agente y el instrumento: Este es el Espíritu Santo aplicado y obrando por medio de la palabra de Dios, Jn.
15:3; 17:17; 1 Co. 4:15; Ef. 5:25-26: 1 Pe. 1:23-25.
El Espíritu Santo y la Regeneración (El Espíritu Santo Libro de Edwin H. Palmer pagina 92 al 104)
Hasta ahora, con excepción del capítulo acerca de la iluminación del Espíritu, hemos examinado sobre
todo al Espíritu Santo en el campo objetivo, es decir, en lo que está fuera del hombre. Hemos estudiado la
persona del Espíritu Santo y su obra en la creación, en la gracia común, en la revelación, y en Jesús. En los
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capítulos siguientes examinaremos la obra subjetiva del Espíritu Santo, es decir, su influencia en la vida del
hombre. Su primera acción subjetiva, la regeneración, es de suma importancia para toda persona. Sin ella nadie
puede ver el reino de Dios (Jn. 3.3). A fin, pues, de alcanzar felicidad eterna, el hombre debe conocer en su
propia vida la acción regeneradora del Espíritu Santo. Para entender con claridad esta gran obra del Espíritu, es
necesario ver la necesidad, el medio y los resultados de su influencia regeneradora.
I. La Necesidad
Que el hombre debe experimentar la acción regeneradora del Espíritu Santo para poder ver el reino de Dios,
está bien claro. Por sí mismo el hombre nunca puede ir a Dios. Está totalmente corrompido. Su inteligencia,
voluntad, y emociones, están del todo corruptas. En cuanto a su inteligencia, el hombre no puede entender a
Dios y su reino, ni siquiera cuando se lo explican en la forma más diáfana; porque el pecado ha oscurecido su
comprensión y ha hecho que en lo espiritual esté totalmente ciego (como se vio en el capítulo 5). En cuanto a
su voluntad, no puede obedecer a Dios, porque 'todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado' (Jn. 8.34); y
la mente humana 'es enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede' (Ro. 8.7).
Y en cuanto a sus emociones, no puede amar a Dios, 'por cuanto la mente carnal es enemistad contra Dios' (Ro.
8.7).
Se deduce, pues, que el hombre no regenerado es totalmente incapaz de ir a Dios y hacer el bien. ' ¿Mudará
el etíope su piel, y el leopardo sus manchas?' (Jer. 13.23).
Claro que no. Es imposible tanto física como naturalmente. Entonces, tampoco el que suele obrar mal puede
obrar bien. Esto significa, por tanto, que el hombre natural necesita al Espíritu Santo en su vida para hacer el
bien espiritual.
Además, cuando Jesús dice que el hombre debe nacer de nuevo (Jn. 3.3), presupone que, antes de que esto
ocurra, el hombre en lo espiritual es una nulidad. Lo mismo supone Pablo cuando llama al cristiano 'criatura
nueva en Cristo Jesús' (2 Co. 5.17). Hasta el momento de su nacimiento o creación espiritual el hombre no
existe espiritualmente. Y es una contradicción intrínseca hablar de una nulidad engendrando o creando, así
también resulta contradictorio hablar del hombre natural, engendrándose y creándose a sí mismo en lo
espiritual para poder entrar en el reino de Dios. Si ha de haber nacimiento o creación, lo debe producir una
entidad externa al que ha de nacer o ser creado. Debe haber un nacimiento de arriba producido por Dios, y más
específicamente, por el Espíritu Santo. También desde este punto de vista es necesaria la acción regeneradora
del Espíritu Santo.
En otros lugares, la Biblia describe al hombre sin el Espíritu Santo como un cadáver, completamente
incapaz de hacer nada (Ef. 2.1); o como huesos secos de un esqueleto humano esparcidos por un valle, sin vida
en ellos (Ez. 37). En una situación así el único que puede ser de ayuda es Dios, quien puede hacer que una
persona viva espiritualmente y de hecho así lo hace (Ef. 2.1). Es evidente que los huesos secos no pueden
unirse solos, ni revestirse de carne, ni tampoco procurarse vida. Esto requiere al Espíritu del Señor. Y también
es cierto que el cuerpo exánime, del que se habla en Efesios 2.1, no puede contribuir en nada, porque está
muerto. Así pues, es una imposibilidad absoluta que el hombre natural sin el Espíritu del Dios vivo se acerque a
Dios.
En lo espiritual está tan muerto como el soldado en el campo de batalla que ha yacido en un sendero
durante días. Hacer que ese soldado se levante por sí mismo y se salga del sendero es imposible. Se le puede
presentar la mejor argumentación del mundo de por qué no debería yacer ahí, y no se moverá. Se le puede
gritar al oído y de nada le servirá. Se puede tratar de zarandearlo o darle patadas, y seguirá sin levantarse del
camino. Porque el soldado está muerto. Si ha de moverse, será necesario que Dios entre a su vida y lo restaure,
como hizo Jesús con Lázaro, quien ya había empezado a descomponerse (Jn. 11:39).
Exactamente lo mismo sucede en el campo espiritual, donde por naturaleza el hombre está tan muerto que
está espiritualmente putrefacto. Si esa persona está muerta, uno se lo podrá acercar de muchas maneras distintas,
pero ni querrá ni podrá responder. Se puede intentar el enfoque de la cucharada de miel o el del vinagre. Se
puede tratar de seducirlo con promesas dulces de perdón de sus pecados, paz del alma, y felicidad eterna; o se
le puede amenazar con la majestad de Dios, el monte Sinaí, y los castigos del infierno. O se puede uno sentar
con él durante horas para mostrarle la lógica del evangelio. Sin embargo, si el Espíritu Santo no le comunica
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vida espiritual, no puede responder al evangelio más de lo que el soldado muerto lo haría ante el razonamiento
de un oficial, o un hombre ciego ante instrucciones impresas, o una persona sorda ante el radio.
Tampoco sirve de nada el emplear amenazas físicas. Roma nunca ganó un alma para Cristo con el uso del
fuego, la espada, el lazo del verdugo, o la cámara de tortura. Uno de los primeros convertidos de David
Livingstone fue un cacique africano, Sechele, quien, como Roma, pensó que podía obligar a creer, por la fuerza,
a los miembros de su tribu. Por ello sugirió un día a Livingstone, 'llamaré a mi lugarteniente, y con los látigos
de cola de rinoceronte muy pronto conseguiremos que todos crean.'
No cayó en la cuenta de que el hombre natural está muerto, y que los látigos de cola de rinoceronte no
pueden obligar a un hombre a creer, sino únicamente el Espíritu Santo. Porque los látigos no pueden tocar el
alma, sino sólo la piel del hombre. Como Jesús dijo en cierta ocasión: 'No temáis a los que matan el cuerpo,
mas el alma no pueden matar' (Mt. 10.28). Sólo el Espíritu Santo puede tocar el alma del hombre y darle vida
espiritual.
Todas estas razones, pues, muestran la gran necesidad que el hombre tiene de la acción regeneradora del
Espíritu Santo en su vida. Es la única fuerza que puede producir una creación nueva y puede hacer que el que
está espiritualmente muerto viva, de forma que pueda entrar en el reino de Dios.
II. La Manera
Ahora veamos cómo da vida el Espíritu Santo – cómo regenera. Lo primero que debemos subrayar es que la
Biblia nos dice muy poco acerca de cómo regenera el Espíritu. Es algo que Dios ha escogido no revelar. Como
dice Pablo, 'Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios' (Col. 3.3). Es un secreto la forma cómo Cristo está
unido místicamente con el creyente. No se puede delinear ni analizar esta unión. Se sabe que existe, pero no se
puede explicar cómo sucede. Es como la energía atómica, de cuya fuerza devastadora no existen dudas. Un
atolón en el Pacífico puede desintegrarse con una sola explosión. Pero explicar el origen último de la fuerza
existente en los átomos supera a la capacidad del hombre. Este sólo puede observar los resultados.
O bien, para emplear la ilustración que Jesús empleó al hablar con Nicodemo: uno oye el viento, se sabe
que sopla, se pueden ver las hojas moverse y los árboles doblegarse, se siente en la cara - pero nadie sabe de
dónde viene ni a dónde va. Es invisible. Sin embargo, los resultados son manifiestos. Lo mismo sucede con el
Espíritu Santo. Los resultados de su acción regeneradora son obvios, sorprendentes, y evidentes. Pero el definir
su operación en el alma del hombre supera a la capacidad del hombre. Una explicación a esto, desde luego, es
que tanto el alma del hombre como el Espíritu Santo son espirituales y no materiales. Por consiguiente, la
mente humana no los puede discernir. Sin embargo, se pueden decir ciertas cosas que arrojan alguna luz sobre
esa acción regeneradora del Espíritu Santo.
A. En primer lugar, la regeneración ocurre en un instante. No es un proceso lento y gradual, como el
crecimiento de una planta al cabo de un período de meses o años. El hombre o es regenerado o no lo es. Como
lo indican las metáforas bíblicas utilizadas para describir la regeneración, el cristiano es regenerado en un abrir
y cerrar de ojos. Por ejemplo, la creación ocurre en un momento. Un objeto, existe o no existe. No hay una fase
intermedia, gradual. Un hombre muerto es resucitado en un abrir y cerrar de ojos. Está muerto o está vivo. No
hay etapa intermedia. Un niño se concibe en un momento. O hay vida, o no la hay. La regeneración también es
igualmente instantánea.
B. En segundo lugar, el Espíritu Santo viene a hacer algo en el alma del hombre. No presenta simplemente
las verdades del cristianismo a la mente y luego deja que el hombre las acepte o rechace. No se acerca al
hombre simplemente en una forma externa, tratando de persuadirlo con toda clase de lógica y razonamientos;
sino que penetra las entrañas más íntimas del hombre, en su misma alma, espíritu, o corazón (todos estos
términos describen la misma cosa). La regeneración no consiste simplemente en un cambio de acciones, una
forma de vida, una renovación de los pensamientos, palabras, y acciones del hombre. En la regeneración el
Espíritu Santo toca el espíritu del hombre, el cual es, en sí mismo, la raíz de todas estas acciones. Va a las
entretelas - al corazón del hombre, a la entraña íntima - que es la fuente central y constante de todas las
actividades del hombre.
Que el hombre posee un centro de conciencia – un ego, corazón, alma - del cual procede todo su
pensamiento y actividad está bien claro en la Biblia. Porque como dice Proverbios 4.23: 'Porque de él (corazón)
mana la vida.' Y Cristo dijo: 'Porque de dentro del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los
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adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la
envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen . . . ' (Me. 7.21-23).
Así pues, el corazón es el centro del ser del hombre y es la fuente de todos sus pensamientos, querer, emociones,
y acciones externas de cualquier clase que sean.
Por ello, si hay que cambiar las acciones y la vida del hombre, se debe cambiar la fuente. Si uno quiere
garantizar que salga agua pura de un manantial que está contaminado, no se puede lograr esto cambiando el
agua después que ha salido del manantial; es necesario ir al manantial y cambiarlo. Si alguien desea una fruta
hermosa, debe ir al árbol que por naturaleza produce fruta hermosa, porque la naturaleza del árbol rige la clase
de fruta que produce, sea buena o mala (Le. 6.43-45). Si el fruto que se quiere es uva, la persona no debe ir a
una zarza, sino a la planta que tiene la naturaleza de vid. Ahí y sólo ahí encontrará uvas. El hombre también
actúa según su naturaleza. Sin el Espíritu Santo su naturaleza está corrompida y sólo produce acciones malas.
Para que obre bien no es suficiente que alguien trate de afectarlo superficialmente, en una forma externa, en la
periferia, presentándole simplemente la verdad a la mente. El Espíritu debe cambiar la naturaleza del hombre,
su corazón, su entraña íntima, su ser más profundo. Cuando el corazón es bueno, entonces todo lo que sale del
mismo será bueno (cf. Prov. 4.23). Entonces el hombre puede amar y alabar a Dios, y voluntad para querer
agradarlo.
Por eso las Escrituras nos dicen que Dios abrió el corazón de Lidia cuando escuchaba la predicación de
Pablo (Hch. 16). Antes de haber sido regenerada, había escuchado las palabras de Pablo, pero no podía
entender. Fue necesario que el Espíritu regenerara su corazón antes de que. pudiera tener fe.
Ezequiel también nos dice que para que los israelitas pudieran caminar de acuerdo con los mandatos de
Dios, debía cambiárseles el corazón. Dios dice que les quitará sus corazones viejos y endurecidos, que no aman
ni obedecen a Dios, y que les dará corazones nuevos de carne,' . . . para que anden en mis ordenanzas, y
guarden mis decretos y los cumplan' (Ez. 11.20). La naturaleza del corazón gobierna la índole de las acciones
externas. Para que los israelitas pudieran caminar en las ordenanzas de Dios, Dios tuvo que darles corazones
nuevos.
Es evidente, por tanto, que, en la regeneración, el Espíritu Santo va a la raíz de todo. En una forma
misteriosa, cambia el corazón o alma del hombre.
C. En tercer lugar, la acción del Espíritu Santo no significa que La añada algo nuevo al corazón del hombre,
o que le dé más espíritu, o facultades nuevas para pensar o creer. No, simplemente cambia su disposición de
amor al pecado, por amor a Dios. Cuando Lázaro fue resucitado de entre los muertos, no se le dieron ojos
nuevos, oídos nuevos, o manos nuevas. Ya los tenía. Pero necesitaba vida para poder utilizarlos. Por ello Jesús
lo revitalizó.
En una forma semejante, Dios no da un intelecto nuevo, una voluntad o emociones nuevas a la naturaleza
espiritual del hombre que está muerto en el pecado y transgresión. Todos los hombres, a pesar de su
depravación, siguen poseyendo estas facultades; el hombre no se ha convertido en un animal sin alma. Pero lo
que anda mal es que estas facultades se emplean para propósitos equivocados – para Satanás en vez de para
Dios. Lo que hace el Espíritu Santo, por tanto, no es dar al hombre un intelecto, voluntad o emociones, sino
hacer que ese intelecto voluntad, y emociones se empleen para Dios en lugar de contra él. Cambia la dirección
de su uso.
D. Adviértase también, en cuarto lugar, que en la regeneración el Espíritu Santo es soberano absoluto. Hace
exactamente lo que desea. El hombre no puede frustrar al Espíritu, ni controlar la regeneración en forma alguna,
porque la regeneración no está en sus manos. Como dijo Jesús, el Espíritu Santo es como el viento y 'el viento
sopla de donde quiere' (Jn 3.8). Nadie manda al viento. Nadie puede ordenar a un huracán que sople hacia el
mar en vez de hacerlo hacia Florida, o que reduzca su velocidad un poco. Como dijo Jesús, sopla de donde
quiere. Del mismo modo, el' Espíritu Santo regenera donde quiere.
Esta soberanía completa del Espíritu en la regeneración también se ve en otra ilustración de Jesús, la del
nacimiento. En el nacimiento el bebé está completamente inerte. No se hace a sí mismo. Es hecho, nace. Por su
parte sólo hay pasividad completa. Obviamente el bebé no hubiera podido decir a sus padres antes de nacer,
'quiero nacer ahora.' Lo mismo sucede en el caso del nacimiento espiritual. Lo que no ha nacido todavía no
puede decir, 'Quiero nacer.' Lo que está muerto espiritualmente no puede decir, 'quiero vivir.' Y lo que todavía
no ha sido creado nunca puede decir, 'quiero ser creado.' Estas son imposibilidades evidentes. Antes bien, como
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en el caso del bebé, el de la creación o el del hombre muerto, el nacimiento espiritual, la creación, y la vida
proceden totalmente de la decisión del Espíritu Santo. El es quien decide, no el hombre; el hombre está
completamente pasivo. El Espíritu Santo es soberano absoluto, y regenera exactamente a quien quiere. En
consecuencia, Juan pudo decir que los hijos de Dios 'no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, no
de voluntad de varón, sino de Dios' (Jn. 1.13).
Esto, a propósito, muestra el gran error que prevalece hoy día tanto en algunos círculos protestantes
ortodoxos, a saber, el error de que la regeneración depende de la fe, y no de Dios; y que para nacer de nuevo el
hombre debe primero aceptar a Jesús como Salvador suyo. Un amigo nuestro lo afirma sin equívocos cuando
dice: 'Debemos repudiar el punto de vista de que Dios regenera al hombre antes de que se convenza de pecado,
se arrepienta, se convierta, y crea. Este punto de vista hace que Dios determine arbitrariamente la salvación o
reprobación de la persona, según su propio placer y voluntad . . . por consiguiente, antes que decir que la
convicción, arrepentimiento, conversión, y fe vienen después de la regeneración, sostengamos el orden usual de
la Escritura, que coloca a la regeneración como lógicamente dependiente de estas cosas ..
Este predicador ve correctamente que si la regeneración precede1 a la fe, entonces la salvación está
enteramente en manos de Dios y se da según su decisión y voluntad soberanas. Esto es precisamente lo que
Pablo dice en Efesios 1.3-5, donde escribe que Dios 'nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para
que fuésemos santos y sin mancha . . . habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos . . . según el
puro afecto de su voluntad.' Si la regeneración no precede a la fe, sino que la sigue y depende de ella, entonces
la salvación es de aquel que corre y de aquel que quiere, pero no de Dios, en contradicción directa a Romanos
9.7, que dice exactamente lo contrario. En ese caso Lucas estaría equivocado al decir que Dios abrió primero el
corazón de Lidia, quien después creyó. Entonces Jesús estaría errado al afirmar que el Espíritu Santo es como
el viento que sopla de donde quiere, y cuando comparó la obra del Espíritu al nacimiento, en el cual el bebé
está enteramente pasivo. Entonces el hombre no está muerto en sus pecados y transgresiones porque si puede
creer, ya posee vida espiritual. Y por último, Pablo también estaría en el error cuando dice: 'Nadie puede llamar
a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo' (1 Co. 12.3).
(Nota: Cuando se habla de la regeneración precediendo la fe, no estamos pensando primordialmente de una
secuencia de tiempo sino una secuencia causal. Algunas veces las dos ocurren al mismo tiempo. Pero la Biblia
enseña inequívocamente, que la salvación es enteramente de gracia - un don de Dios. A la luz de esto, lo que se
enfatiza aquí es, aunque la regeneración y la fe ocurren en forma simultánea, la fe depende de la regeneración y
no viceversa. La fe precisa la regeneración y no viceversa.)
Según la Escritura, la fe no precede y causa la regeneración, sino más bien, la regeneración precede y causa
la fe. La regeneración es necesaria, para que el hombre pueda hacer siquiera una cosa que sea espiritualmente
buena. En la regeneración el hombre está ciento por ciento pasivo, y el Espíritu Santo ciento por ciento activo.
Así pues, si bien es cierto que es muy poco lo que se puede decir acerca de la manera en que el Espíritu
Santo regenera, sí sabemos esto: La regeneración ocurre en forma instantánea, en un abrir y cerrar de ojos. Más
aún, el Espíritu Santo hace algo en el alma misma del hombre - en su corazón - y esto a su vez afecta todas sus
acciones, ya sean en intención, ya en hecho. El Espíritu, sin embargo, no le da al hombre una nueva naturaleza
o nuevas facultades, sino que revitaliza el alma que ya tiene. También actúa en forma soberana e irresistible, en
tanto que el hombre está totalmente pasivo. Pero, aunque sabemos todo esto, el proceso total sigue siendo muy
misterioso. No podemos ver ni el viento ni al Espíritu Santo.
III. Los Resultados
Si bien no podemos ver el viento, podemos ver sus consecuencias. Podemos ver la fuerza desencadenadora
del huracán que arranca, de cuajo, árboles y casas. Del mismo modo, en la regeneración, no sabemos cómo
actúa el Espíritu Santo, pero sí es posible ver los resultados, como lo indica la ilustración de Jesús.
Porque el resultado es que los pecados van a ser borrados. En su lugar habrá virtudes nuevas. Antes había
sido imposible superar el pecado y el odio hacia Dios, y ahora todo es diferente; porque el Espíritu Santo ha
injertado nuevas inclinaciones y deseos.
El manantial amargo se ha cambiado en manantial dulce, de manera que el agua que brota ahora de allí es
dulce. El zarzal se ha cambiado en viñedo, de forma que ahora crecen uvas en vez de espinas (Le. 6.43-45). El
corazón de piedra ha sido cambiado en corazón de carne, y hay vida. Ha nacido un hombre, ha resucitado un
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muerto, algo nuevo ha sido creado. El hombre viejo, en principio, desaparece; en su lugar está el hombre nuevo.
Jesús lo resume cuando dice que el que es nacido de nuevo ve el reino de Dios. Ha entrado en él. Ha sido
sacado del reino de tinieblas para entrar en el reino de luz.
La acción del Espíritu Santo en la regeneración es de gran consuelo para todos los que se preocupan por los
perdidos. Porque sin el Espíritu Santo nadie puede ser salvado. David Livingstone, en uno de sus momentos
más tenebrosos, escribió a su casa: 'El campo que tratamos de cultivar por aquí es difícil, muy difícil . . . si no
fuera por la creencia de que el Espíritu Santo, está actuando y actuará por nosotros, renunciaría por
desesperación.' El leopardo no puede cambiar sus manchas, ni el etíope su piel. Pero Dios envía a su Espíritu, y
su pueblo es convertido en una forma irresistible.
Una de las razones por las que los cristianos son flojos en el dar testimonio a otros acerca de Cristo es que a
menudo no ven resultados. No es que estén necesariamente avergonzados del evangelio de Cristo, sino que a
menudo están desalentados. La ausencia de resultados positivos les hace preguntarse si vale la pena. Para poder
superar esto, tendremos que implorar mucho más la acción regeneradora del Espíritu Santo. Porque sin él nadie
se salvará. Jesús dijo antes de su muerte: 'Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Consolador
no vendría a vosotros . . . cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia, y de juicio' (Jn. 16.7, 8).
Alabemos a Dios por esa acción de convencimiento que lleva a cabo el Espíritu. Hace que el hombre se sienta
profundamente incómodo. Su conciencia lo perturbe, se vuelve inquieto. Todo parece que está en contra de él.
Sus pecados se le presentan con toda claridad. Su conciencia lo molesta. Llora. Siente aguijonazos en el
corazón, al igual que lo sintieron los tres mil sobre los que se derramó el Espíritu Santo en Pentecostés, y como
ellos exclama: 'Varones hermanos, ¿qué haremos?' (Hch. 2.37). Luego, gracias a este convencimiento, el
hombre es llevado a Cristo como al que ha expiado, en forma vicaria, por el pecado. Se arrepiente, cree y es
salvo. A través del dolor del convencimiento halla el gozo; a través de la angustia del alma descubre la paz.
Y la hermosura de todo esto es que el hombre no puede resistir la acción del Espíritu. Cuando el Espíritu
Santo convence, no importa quién sea la persona - lo grande que sea, lo endurecido de su corazón o el pasado
que tenga - el hombre se deshace en lágrimas delante del Espíritu, y su corazón queda de tal forma cambiado
que tiene que aceptar a Cristo como Salvador. El pecador más empedernido, muerto en sus pecados, no puede
resistir nunca - ni en la más mínima forma - el nacer espiritualmente por la acción del Espíritu Santo. Gracias a
Dios, tiene que creer.
Si hay algo que se necesita hoy día es el Espíritu Santo. Si queremos poseer la paz que sobrepasa todo
entendimiento, si queremos tener éxito en la trasmisión del mensaje de Cristo, entonces el Espíritu Santo debe
entrar en las vidas de los que están espiritualmente muertos. Por consiguiente, pidamos, sobre todo, la
influencia regeneradora del Espíritu Santo.
1er Titulo: Un Corazón Y Un Espíritu Nuevo (Ezequiel 36:25 al 27. Esparciré sobre vosotros agua limpia, y
seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo,
y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un
corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis
preceptos, y los pongáis por obra.
Comentario: I. LA NECESIDAD DE SER LIMPIO DE NUESTROS PECADOS.
“Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros
ídolos os limpiaré”.
La primera necesidad que el ser humano tiene es la de ser limpio de sus pecados. Como seres humanos
descendientes de Adán somos pecadores tal y como las escrituras lo declaran. La Biblia define el pecado como
la infracción de la ley: “Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley; pues el pecado es infracción
de la ley”, (1 Juan 3:4). De tal forma que cualquier violación de su ley eterna es considerada como pecado. En
la Biblia también se utilizan otros términos para referirse al pecado, como, por ejemplo, las obras de la
carne, transgresión, rebelión, etc. En Gálatas aparece un listado de estas obras y las consecuencias de vivir en
ellas: “Manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría,
hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios,
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borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho
antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios”, (Gálatas 5:19-21).
Por tanto, si el hombre no es limpio de su pecado, su alma está condenada al infierno, de aquí que se
desprende la primera necesidad en la vida del ser humano y para ello debe arrepentirse de todos sus pecados y
hacer al Jesús el Señor de su vida: “que, si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu
corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con
la boca se confiesa para salvación”, (Romanos 10:9-10).
II. LA NECESIDAD DE UN NUEVO CORAZÓN.
“Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de
piedra, y os daré un corazón de carne”.
La Biblia nos enseña que el lugar donde se generan todos nuestros sentimientos e intenciones las cuales
se traducen en acción es el corazón, así como lo engañoso que es: Engañoso es el corazón más que todas las
cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a
cada uno según su camino, según el fruto de sus obras”, (Jeremías 17:9-10). Es el corazón quien engaña al
hombre para no obedecer a Dios a tal punto que la palabra de Dios no tiene efecto en la vida de las
personas: “Y no oyeron ni inclinaron su oído; antes caminaron en sus propios consejos, en la dureza de su
corazón malvado, y fueron hacia atrás y no hacia adelante”, (Jeremías 7:24). El mismo Jesús lo enseño en su
parábola del Sembrado donde compara la semilla que cayo junto al camino con la palabra de Dios que llega a
un corazón duro: “Cuando alguno oye la palabra del reino y no la entiende, viene el malo, y arrebata lo que
fue sembrado en su corazón. Este es el que fue sembrado junto al camino”, (Mateo 13:19). También nos
enseñó que es del corazón de donde nacen todas las intenciones que se convierten en acciones, y si este es malo,
sus obras serán malas: “Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las
fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias”, (Mateo 15:19).
Por tanto, la segunda necesidad que el hombre tiene es la de un nuevo corazón. El Señor promete en
este pasaje de Ezequiel otorgar un nuevo corazón a los hombres, uno que lo haga sensible a su palabra y lo
convierta a Él.
III. LA NECESIDAD DEL ESPÍRITU SANTO.
“Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los
pongáis por obra”.
Finalmente, la tercera necesidad que el hombre necesita en su vida es la ayuda del Espíritu Santo en sus
vidas. Solamente la presencia del Espíritu Santo puede ayudar al ser humano a vencer su naturaleza carnal, el
mundo y Satanás. En las Escrituras podemos ver como el Espíritu Santo ha ayudado a los hombres de Dios.
Ayudo a Bezaleel y de Aholiab a construir el tabernáculo de reunión y utensilios en el desierto (Éxodo
31:3), fue por el Espíritu de Dios que Eldad, Medad y 70 ancianos profetizaron en el desierto en medio de
Israel (Números 11:24-26); fue después que el Espíritu vino sobre algunos hombres que pudieron hacer grandes
proezas y vencer a sus enemigos, tal y como paso con Otoniel (Jueces 3:10), Gedeón (Jueces 6:34), Jefté
(Jueces 11:29), Sansón (Jueces 13:25), Saúl (1 Samuel 11:6), David (1 Samuel 16:13). Fue el Espíritu Santo
que ungió a Jesús antes de iniciar su ministerio y estuvo con Él para respaldarlo en su obra redentora: “El
Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha
enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a
poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor”, (Lucas 4:18-19). Y fue en el día
de Pentecostés que el Espíritu Santo vino a la iglesia del Señor cumpliéndose la profecía de Joel
2:28-29: “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un
estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les
aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del
Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen”, (Hechos
2:1-4).
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Es solo el Espíritu Santo el que puede ayudar al creyente a sostenerse de pie victorioso en esta tierra, y
le ayuda a perseverar en sus caminos, por eso el profeta decía: Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré
que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra. Hoy en día, el Espíritu de Dios
habita en el corazón de cada creyente, y Él es la causa de la renovación de todo nuestro corazón.
CONCLUSIÓN
Por causa del pecado el hombre se encuentra completamente alejado de Dios y rumbo al infierno, en su
estado original es completamente imposible que se salve y por eso necesita tres cosas en su vida:
1. Ser limpio de sus pecados.
2. Cambiar su corazón malo.
3. La ayuda del Espíritu Santo en su vida.
2° Titulo: Pasar De Muerte A Vida (Efesios 2:1 al5. 1 Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos
en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo,
conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los
cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de
la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás. Pero Dios, que es
rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida
juntamente con Cristo (por gracia sois salvos).
Comentario: 1. Bendiciones redentoras tanto para judíos como gentiles El texto de la oración y acción de
gracias ha llegado a su término. Pero la profunda emoción continúa, siendo evidente por expresiones tales
como “rica misericordia … grande amor… sobreabundante riqueza de gracia”. Este, también, como en el
capítulo 1, es el lenguaje de gratitud y adoración. No obstante, se da comienzo aquí a una nueva subdivisión.
No se produce un cambio brusco. Tanto en este capítulo, como en el capítulo 1, Cristo, aquel en quien se revela
la Santa Trinidad, es considerado base de las bendiciones (2:6, 7, 9, 13, 21, 22). No obstante, el énfasis ha
sufrido un cambio, evidenciado por el hecho de que en este segundo capítulo la frase “en Cristo” o sus
equivalentes ocurren con mucha mayor frecuencia. Ahora, el cap. 2 concentra nuestra atención en el alcance
universal o la extensión universal de la iglesia. Comienza el apóstol mostrando que “en Cristo” el palacio de la
salvación ha abierto sus puertas a todos, esto es, a gentiles y judíos igualmente. Cuando Cristo murió en la cruz
el muro divisorio entre estos dos grupos hostiles se derrumbó para nunca más volver a ser levantado (2:14). En
él todos son ahora uno, es decir, todos los que se han rendido a él mediante una fe viva.
La forma tan natural en que Pablo pasa de “vosotros” a “nosotros” y vice versa, en los vv.1–10—con
“vosotros” en los vv. 1, 2, y 8; “nosotros” en los vv. 3, 4, 6, 7, y 10; y un “nosotros” que evidentemente incluye
un “vosotros” en el v. 5—indica que aunque a veces se establece cierta distinción, el énfasis recae en lo que
todos tienen en común. Las bendiciones que se detallan son compartidas entre el escritor y sus lectores, entre
judíos y gentiles igualmente, en fin, entre todos los que habiendo estado muertos mediante sus pecados y
transgresiones tuvieron que ser revivificados. No es sino hasta llegar al v. 11 que se nos dice cómo los dos
grupos—judíos y gentiles—otrora enconados enemigos, llegaron a la reconciliación. La lógica es simple y clara.
El establecimiento de la paz entre Dios y el hombre (vv. 1–10), de modo que “los hijos de ira” son ahora
objetos de su amor, naturalmente precede y da como resultado la paz entre hombre y hombre, en este caso entre
judíos y gentiles (vv. 11ss). La línea horizontal es la proliferación de la vertical.
El capítulo 2 no solamente lleva un eco del énfasis central del capítulo 1, es decir, que Jesucristo como
revelación del Dios Trino es Aquel “en quien” todas las bendiciones pasadas, presentes, y futuras se otorgan a
los creyentes, siendo en este sentido el eterno fundamento de la iglesia, sino que también prefigura los futuros
conceptos sobre los cuales el apóstol ha de extenderse en detalle en los últimos capítulos. Nos da,
especialmente, un vistazo por adelantado de 4:1–16: la unidad orgánica y el crecimiento de la iglesia.
Lo que principalmente ataca el capítulo 2 es el espíritu de pecaminoso exclusivismo, y enfatiza el hecho de
que el amor de Dios es más amplio que el mar, y abarca no solamente a judíos sino también a gentiles (cf. Ro.
1:14; Gá. 3:28; Col. 3:11; luego también Jn. 3:16; 10:16; Ap. 5:9; 7:9), fundiéndolos en una unidad orgánica, y
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esto lo hace por medio del instrumento más extraño imaginable, a saber, ¡una muerte en la cruz! El alcance
universal de la iglesia es el pensamiento en que la mente de Pablo se centra aquí y que se introduce como sigue:
Versíc. 1. Y vosotros, aun cuando estabais muertos a causa de vuestros delitos y pecados … La palabra
vosotros es el objeto (o complemento) de la oración, colocado al principio para enfatizarlo. Es como si el
apóstol dijera, “Fue de vosotros, tan indignos, de quien Dios tuvo misericordia”. En el original el sujeto de la
oración, a saber, “Dios”, y el predicado, “vivificados”, no se mencionan sino hasta llegar a los versículos 4 y 5.
Y ni aun entonces Pablo se expresa diciendo, “Dios os vivificó”, sino “Dios nos vivificó”. Al tratar los grandes
misterios de la salvación, asuntos que al apóstol le conciernen tan vitalmente y cuyos efectos ha experimentado
tan dramáticamente en su propia vida y aún sigue experimentando, le era imposible permanecer fuera del
cuadro. Es incapaz de escribir acerca de tales cosas en forma abstracta y ajena a ellas. Es por esto que está
dispuesto a substituir “vosotros” por “nosotros”. Este “nosotros” es, desde luego, de tal amplitud que siempre
incluirá a “vosotros”.
Sin embargo, en algunas traducciones, sujeto y predicado han sido ya insertados en el versículo, quedando
este versículo así, “y a vosotros él os vivificó”. Algunas veces las palabras “os dio vida” (Biblia de las
Américas y V. M.) se han impreso en cursiva para indicar su ausencia en el original; pero otras veces no (VRV
1960) lo cual, para mí, es peor. Del modo que sea, su inserción obscurece el propósito de Pablo. El apóstol,
según creo, se hallaba tan profundamente embargado de una sensación de gratitud al contrastar la anterior
miseria total de los lectores con la actual riqueza en Cristo, que deliberadamente posterga la descripción de la
última hasta después de haber presentado vívidamente la primera. Sin duda procedió así a fin de que los efesios,
recordando primeramente (vv. 1–3) la tétrica condición de obscuridad y muerte en que antes habían caminado,
tuviesen un regocijo más pleno cuando al fin (vv. 4ss) se les dijese que todo esto pertenecía al pasado, puesto
que Dios, en su infinita misericordia, amor, y gracia hizo que la lumbre de la vida amaneciese sobre ellos (sí,
sobre “nosotros”). Cuando más entienda el hombre la verdadera dimensión de su profunda condición perdida,
más apreciará, por la gracia de Dios, su maravillosa liberación.
Los lectores, antes de su conversión, se hallaban “muertos” en sus delitos (desviaciones de la senda recta y
angosta; véase sobre 1:7) y pecados (inclinaciones, pensamientos, palabras y obras “que no dan en el blanco”,
es decir, que no glorifican a Dios). Ahora bien, el hecho de que tales personas se describan como muertas no
significa que en sus corazones y vidas el proceso de corrupción moral y espiritual se hubiese ya completado.
Ursino, en su exposición del Catecismo de Heidelberg, Juan Calvino, y muchos otros, han señalado que aún la
persona no regenerada está en condiciones de realizar el bien natural: comer, beber, hacer ejercicios, etc., y el
bien cívico o moral. Ciertas personas mundanas “se condujeron honestísimamente toda su vida”. Así escribió
Juan Calvino, Institución de la religión cristiana, Fundación Editorial de Literatura Reformada, Rijswijk (Z.
H.), Países Bajos, Vol. I, p. 199. Negar esto sería cerrar los ojos ante hechos que se nos presentan diariamente
en la vida. Además, tal negación equivaldría un rechazo de la clara enseñanza en las Escrituras.
El rey Joás “hizo lo que era recto a los ojos de Jehová todos los días de Joiada el sacerdote” (2 Cr. 24:2).
Sin embargo, véase cual fue su final (2 Cr. 24:20–22). Jesús dijo, “Y si hacéis bien a los que os hacen bien,
¿qué gracia tenéis? porque aún los pecadores hacen lo mismo” (Lc. 6:33). En realidad, sucede a veces que aún
“los bárbaros” muestran “una amabilidad poco común” (Hch. 28:2; Cf. Ro. 2:14). En casos de emergencia, la
cantidad de personas que se ofrecen para donar sangre es tan grande que de pronto ha sido necesario avisar, “no
se necesita más sangre”. Cuando en los titulares de los periódicos se publican casos de extrema pobreza
seguidos de un conmovedor artículo y fotografías sensacionales, los sentimientos de los hombres se conmueven
en tal forma que comienzan a llegar en abundancia alimento, ropa, dinero, juguetes, etc. para socorrer a los
angustiados. ¡E indudablemente no todos los donantes son creyentes!
Sin embargo, aunque sería necio negar que aún fuera de la gracia regeneradora el hombre “muestra cierta
consideración hacia la virtud y el comportamiento externo” (Cánones de Dort, III y IV, artículo 4), tal conducta
ni siquiera se puede comenzar a comparar con el bien espiritual. Solamente el Señor sabe hasta qué punto, en la
vida de cada hombre, la buena obra exterior brota de una compasión auténtica, puesto que la imagen de Dios no
se ha perdido totalmente en él, y hasta donde es resultado de haber comprendido que el egoísmo personal
provoca al mismo tiempo destrucción personal, o por otro motivo que no sea exactamente altruista. En cada
caso tal buena obra no ha brotado de la fuente de la gratitud por la salvación merecida por Jesucristo. Por tanto,
no es obra de fe. No ha sido realizada con el propósito consciente de agradar y glorificar a Dios obedeciendo su
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ley. Ahora bien, es con respecto a esta clase de bien espiritual que el hombre se halla por naturaleza muerto. Es
un hecho que aún hombres de reconocida virtuosidad se han caracterizado también por responder con un total
desdén a todo llamado del evangelio. Sus altivos corazones rehúsan aceptar la urgente invitación para confesar
sus pecados y aceptar a Cristo como su Salvador y Señor. El hombre natural ni siquiera es debidamente apto
para discernir a Dios. Para él las cosas del Espíritu son “locura” (1 Co. 2:14). Carece de la capacidad de
auto-incitarse para prestar oído a lo que Dios demanda de él (Ez. 37; Jn. 3:3, 5). Es solamente bajo la acción
transformadora de Dios que se puede volver de su mal camino (Jr. 31:18, 19). Además de todo esto, se halla
bajo sentencia de muerte, bajo maldición a causa de su pecado en Adán (pecado original) al cual ha añadido sus
propios delitos y pecados. 2. Con respecto a tales delitos y pecados Pablo prosigue: en los cuales en tiempos
pasados anduvisteis según la corriente de este mundo, es decir, en cuyo ambiente vosotros os
desenvolvisteis libremente, sintiéndoos perfectamente cómodos, conduciéndoos en completa armonía “con el
espíritu de la época que caracteriza a una humanidad alienada de la vida de Dios”, conforme al príncipe del
imperio del aire … ¿Hemos de tomar la palabra “aire” en forma más o menos literal como indicando el
espacio sobre la tierra pero bajo el cielo de los redimidos, o ha de ser interpretado en sentido ético o figurativo:
“la atmósfera moral” o “la actitud prevaleciente” de la época en que nos haya correspondido vivir? El candor
de Lenski es digno de admiración. Confiesa que no sabe qué hacer con este término (op. cit., pp. 408–410).
Rechaza, sin embargo, tanto el sentido literal como el figurativo. Simpson acepta el sentido figurativo. Al
rechazar el sentido literal, llamándolo “fantasía extraña”, agrega, “o si no, tendríamos que disuadir a toda
persona temerosa de Dios de viajar en avión” (op. cit., p. 48). Acerca de este punto me permito hacer las
siguientes observaciones:
(1) ¿Por qué solamente las “personas temerosas de Dios”? Si los viajes aéreos son tan peligrosos a causa de
estos servidores del mal, ¿no deberían ser prevenidos también los incrédulos? Además, ¿no debería ser también
la tierra aislada de ellos, o, a pesar de Apocalipsis 16:14, es ella “región prohibida” para los malos espíritus?
Pero si esto fuese así, ¿por qué entonces Jesús llamó a Satanás “el príncipe de este mundo” (Jn. 12:31; 14:30)?
(2) ¿Hay siquiera otro caso en las Escrituras donde se use la palabra “aire” en este sentido figurativo?
(3) En cuanto a Satanás—puesto que es él quien, de acuerdo a las referencias, es “el príncipe del imperio del
aire”—¿es omnipresente al igual que Dios? ¿Son omnipresentes sus servidores, los demonios? ¿Es correcto
atribuirles algo así como omnipresencia por el hecho de ser espíritus? Es obvio que el distinguido y erudito
autor de la obra sobre Efesios en el New International Commentary no apoyaría tal punto de vista puesto que
estaría en conflicto con la demonología del Nuevo Testamento. Según Mr. 5:13 “los espíritus inmundos
salieron (del hombre) y entraron en los puercos”. Si entonces ha de ser asignado un lugar a los demonios,
servidores de Satanás, a fin de que por su medio pueda influenciar a los hombres, ¿puede acaso aquel dominio
ser restringido al infierno, aun en la dispensación presente antes del regreso de Cristo? Esa opinión se
estrellaría con pasajes tales como Mt. 8:29; 16:18; 1 P. 5:8. Por cierto, ni Satanás ni sus agentes están en el
cielo de los redimidos (Jud. 6). Si, por tanto, y de acuerdo a la doctrina consistente de las Escrituras, los
espíritus inmundos deben estar en algún lugar, pero no en el cielo de los redimidos, y si en la era presente no
pueden estar restringidos al infierno, ¿resulta acaso extraño que Ef. 2:2 hable acerca de “el príncipe del imperio
del aire”? ¿No es más bien cosa natural que el príncipe del mal sea capaz, hasta donde Dios en su gobierno
providencial lo permita, de llevar a cabo su siniestra obra enviando sus legiones a nuestro globo y su atmósfera
circundante?
(4) ¿No es verdad acaso que 6:12 (“las fuerzas espirituales del mal en los lugares celestiales”) apunta en la
misma dirección general? De seguro que, si los querubines de la visión de Ezequiel podían estar en la tierra, y
en el próximo instante “alzados de la tierra” (Ez. 1:19; cf. 10:19; 11:22), no es cosa imposible que también los
demonios tengan el mismo poder. En consecuencia, cualquier tinte figurativo que la palabra “aire” pueda
tener—debido al hecho de que el aire es la región de la niebla, nubes, y obscuridad—el significado literal en
este caso es básico. Este pasaje, en conjunción con otros (3:10, 15; 6:12), enseña claramente que Dios ha
permitido habitar en las regiones supramundanas a huestes sinnúmero, y que en los dominios más bajos los
servidores de Satanás se hallan empeñados en sus destructivas misiones. Grosheide está en lo cierto cuando en
sus comentarios acerca de este pasaje declara que de acuerdo al Nuevo Testamento “la atmósfera está habitada
por espíritus, incluyendo espíritus malignos, que ejercen malévola influencia sobre la humanidad” (op. cit., p.
36).52 Nótese la palabra “incluyendo”. ¡De modo que de ninguna manera son ellos dueños absolutos de la
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situación! Frente a estos espíritus y su líder, los creyentes hallan verdadero consuelo en pasajes tales como
1:20–23; Col. 2:15; Ro. 16:20; Ap. 20:3, 10. Cf. Gn. 3:15; Jn. 12:31, 32.
La conducta de los efesios, entonces, había sido antes “según la corriente de este mundo, conforme al
príncipe del imperio del aire”, a lo cual Pablo ahora añade: (el imperio) del espíritu que ahora actúa en los
hijos de desobediencia. Tal espíritu, nuevamente, es Satanás, quien, por medio de sus agentes, los demonios, y
probablemente aun directa y personalmente (Zac. 3; 1 P. 5:8), está activamente comprometido con los
corazones y vidas de malignas personas a quienes se les designa, según una expresión semita, como “hijos de
desobediencia”, vale decir, los que, por decirlo así, brotan de la desobediencia como si fuese su madre que les
hubiese dado el ser. Cf. 2 Ts. 2:3. Esta es la desobediencia de incredulidad (Heb. 4:6), y por tanto de rebelión
contra Dios y sus mandamientos. Obsérvese el hecho de que de este “príncipe” o “espíritu” se dice que “actúa”,
es decir, está energéticamente comprometido para hacer que lo malo sea aún peor. Satanás jamás descansa.
Ahora bien, era según este espíritu que los efesios se habían conducido en tiempos pasados. 3. Pero no
solamente los efesios. Pablo es cuidadoso en agregar: entre los cuales nosotros también vivíamos en las
concupiscencias de nuestra carne, satisfaciendo los deseos de la carne y sus razonamientos. Resulta
conmovedor leer, “Entre estos hijos de desobediencia nos hallábamos nosotros también”, nosotros los judíos
como vosotros los gentiles. Pablo se incluye a sí mismo. No obstante, él es el apóstol que durante el mismo
período de prisión escribió concerniente a su propia vida precristiana, “… en cuanto a la ley, irreprensible” (Fil.
3:6). La idea central es que tanto el gentil, sumido en la inmoralidad, como el judío, que piensa poder salvarse
por la obediencia a la ley de Moisés, viven (sinónimo de andan en el v. 2) “en las concupiscencias de la carne”;
cuando se usa la palabra carne en tal contexto se está refiriendo a la naturaleza humana corrompida, o, en
forma más general, a cualquier cosa fuera de Cristo en que uno base su esperanza para la felicidad o la
salvación. “El hombre moral vino a juicio, pero sus andrajos de autojustificación no le podían servir”. Cf. Ro.
7:18: “… en mi carne no mora el bien”. En cuanto a deseos, en el caso presente no puede ser otra cosa que los
anhelos injustos que pertenecen a y son engendrados por la carne. Para el judío esto incluía seguramente el
anhelo de entrar al reino en base a sus supuestas meritorias obras de la ley. Para el gentil la referencia es a
asuntos tales como la inmoralidad, la idolatría, la borrachera, y, en general, la agresividad en sus varias
siniestras manifestaciones.53 La carne o la naturaleza humana depravada engendra, consecuentemente, malos
deseos. Estos, a su vez, para conseguir sus objetivos, conducen a todo tipo de razonamientos hostiles (cf. Col.
1:21), a planes egoístas e inmorales, y a reflexiones que finalmente concluyen en obras malvadas. Cf. Stg. 1:14,
15; 4:1. He aquí algunas ilustraciones de este proceso: la historia de Caín y Abel (Gn. 4:1–8); de Amnón y
Tamar (2 S. 13:1–19); o Absalón en su rebelión en contra de su propio padre (2 S. 15ss); y de Acab y Nabot (1
R. 21). Sin embargo, aunque la secuencia indicada de los elementos en el progreso del mal es tal como aquí se
ha resumido, la vida en sí misma es demasiado compleja para tal simplificación. Existe una constante
interacción.54 Este es un asunto que demanda atención, puesto que muestra lo terrible que es la condición
perdida del hombre: un pecado engendra otro, el cual, a su vez, no sólo da lugar aun a otro, sino que ¡“se
vuelve”, por decirlo así, y reacciona sobre el que lo engendró, añadiendo así al último vitalidad y eficacia para
la maldad! No es de extrañarse que Pablo prosiga: y éramos por naturaleza hijos de ira lo mismo que los
demás. No hemos de comparar la ira a un incendio en la paja, que arde rápidamente y se consume. Al contrario,
es una indignación estable, es la actitud que muestra Dios hacia el hombre en su condición caída en Adán (Ro.
5:12, 17–19) y rebelde a aceptar el evangelio de gracia y salvación en Cristo. Es con respecto a ellos que se ha
escrito: “… el que no obedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él” (Jn. 3:36).
“Por naturaleza” debe significar “fuera de la gracia regeneradora”. Se refiere al hombre tal como se halla en su
condición caída, como descendiente de Adán; hablando específicamente, incluido en él como su representante
en el pacto de obras. Tales, entonces, dice Pablo, éramos nosotros antes que tuviese lugar el gran cambio. Esta
era la realidad con respecto a los lectores y también en lo que respecta al escritor de la epístola. Además, a fin
de que nadie pudiese concluir que entre los hijos de los hombres hubiese siquiera alguno al que estas palabras
no se les pudiesen aplicar, Pablo añade “lo mismo que los demás”. Cf. Ro. 3:9–18. “Hijos de ira” (otro
semitismo) significa, “sujetos de la estable ira de Dios ahora y por todo el tiempo venidero” (de nuevo, Jn.
3:36), a menos que la maravillosa gracia de Dios intervenga aplastando el orgullo pecaminoso y la contumaz
desobediencia, la que consiste en incredulidad.
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“Pero, ¿no es Dios también misericordioso?” Sí, por supuesto, pero, aunque odia al pecador empedernido a
causa de su rebeldía e inexcusable impenitencia, no obstante, le ama como criatura. Bajo este aspecto, ama a
todos los hombres. Ama al mundo (Jn. 3:16). El sorprendente carácter de aquel amor hace posible comprender,
al menos en parte, que la ira de Dios debe reposar sobre aquellos que le desprecian.
Versíc. 4, 5. Y ahora viene una descripción vívida del cambio. Al hombre totalmente indigno, tal
misericordia, amor, y gracia le es concedida: Dios, siendo rico en misericordia, por causa de su grande
amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó
juntamente con Cristo—por gracia habéis sido salvados—. En lo que a este párrafo le concierne, el trágico
relato de la desdichada condición del hombre ha terminado. La idea central con la que el apóstol comenzó no
ha sido aún expresada. Las palabras “y vosotros”, como objeto de la oración de apertura, no debe quedar como
nadando en el aire. Los efesios no pueden ser dejados en su estado de ira y condición de miseria. Tanto el
objeto como los efesios deben ser “rescatados”. Y el tiempo ha llegado para que esto sea hecho. El gran
corazón vibrante de este maravilloso misionero, corazón tan lleno de compasión ya no puede esperar más. Aquí
entonces, al fin, después de todos estos modificativos y en conexión con la repetición en el v. 5 de las palabras
del v. 1—“aun cuando … muertos a causa de … delitos”—viene la cláusula principal: el sujeto y el verbo
central: “Dios (v. 4) … nos vivificó” (v. 5). Sin embargo, por la razón ya mencionada, el apóstol decide
ponerse al lado de los efesios. Está convencido que su propio estado (y en realidad, el estado de todos los judíos
que en otro tiempo confiaban en su propia justicia para salvación) no era básicamente mejor que el de los
gentiles, y también que el nuevo gozo ahora descubierto es el mismo para todos. Así que, en lugar de decir, “y a
vosotros os vivificó”, dice, “y a nosotros nos vivificó”. Ahora bien, si este fuese caso de inconsistencia
sintáctica, ¡es uno de los más maravillosos que se registran!
Pablo atribuye el dramático y sobresaliente cambio que ha tenido lugar, tanto en su vida como en la de los
demás, a la misericordia, amor, y gracia de Dios. El amor es básico, es decir, es el más amplio de los tres
términos. Pablo dice, “Dios, siendo rico en misericordia, por causa de su grande amor con que nos amó … nos
vivificó”, etc. Este amor de Dios es tan grande que desafía a todas las definiciones. Podemos hablar de él como
una intensa preocupación por, profundo interés personal en, cálido lazo para, y espontánea ternura hacia sus
elegidos, pero aun todo esto es como tartamudear. Aquellos, y solamente aquellos, que lo experimentan saben
realmente lo que es, aunque nunca puedan entenderlo en toda su extensión (3:19). Comprenden, no obstante,
que es único, espontáneo, fuerte, soberano, eterno, e infinito (Is. 55:6, 7; 62:10–12; 63:9; Jr. 31:3, 31–34; Os.
11:8; Mi. 7:18–20; Jn. 3:16; 1 Jn. 4:8, 16, 19). Es “el amor que ha sido derramado en nuestros corazones” (Ro.
5:5), “su amor hacia nosotros” (Ro. 5:8), el amor del cual nadie ni nada “nos podrá separar” (Ro. 8:39).
Ahora bien, cuando este amor se dirige hacia pecadores considerados en toda su miseria y necesitados de
conmiseración y socorro, ello recibe el nombre de misericordia. Véase C.N.T. sobre Filipenses, p. 158 donde se
halla una lista de más de 100 pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento donde se describe este atributo
divino, mostrando cuanta “riqueza” encierra esta gracia. Es tan llena de “riqueza” como el amor es tan lleno de
“grandeza”. La gracia de Dios de la cual se hace mención en esta declaración, “Por gracia habéis sido
salvados”, es su amor como enfocado hacia el culpable e indigno. La misericordia se compadece. La gracia
perdona. Pero hace aún más que eso. Salva enteramente, librando a los hombres de la más grande miseria
(condenación eterna), y otorgando a ellos las más escogidas bendiciones (vida eterna para el alma y el cuerpo).
Ser salvo por gracia es lo opuesto a ser salvo por méritos, el mérito que pretendidamente resulta de la bondad
inherente o el arduo esfuerzo. Cf. 2:8, 9. La expresión indica claramente que la base de nuestra salvación no
descansa en nosotros sino en Dios. “Le amamos a él porque él nos amó primero” (1 Jn. 4:19). Esta naturaleza
soberana del amor divino en sus varios aspectos se ilustra en pasajes tan preciosos como Dt. 7:7, 8; Is. 48:11;
Dn. 9:19; Os. 14:4; Jn. 15:16; Ro. 5:8; Ef. 1:4; 1 Jn. 4:10.
Fue por la riqueza de su misericordia, la grandeza de su amor, y el maravilloso carácter de su gracia, que
Dios “nos vivificó” juntamente con Cristo aun cuando estábamos muertos a causa de nuestros delitos”.
“Juntamente con Cristo”, puesto que cuando el Padre resucitó a su Hijo, haciendo que su alma volviese del
Paraíso a fin de rehabitar el cuerpo que había dejado, por este mismo hecho Dios proveyó la prueba de que el
sacrificio expiatorio había sido aceptado, y que, en consecuencia, la sentencia de muerte, que de otro modo
habría condenado a los creyentes, había sido levantada y sus pecados perdonados. Esta justificación, a su vez,
es fundamental para todas las demás bendiciones de la salvación.
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3er Titulo: Participación De La Naturaleza Divina (1ª De Pedro 1.3-5. Bendito el Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la
resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible,
reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la
salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero.
Comentario: Introducción: 1:1–2
A. Saludo: 1:1
Tenemos en primer lugar el nombre y título del remitente en el sobre, por así decirlo. Luego tenemos la
dirección. Es decir, el escritor envía su misiva a destinatarios que viven en diversas partes de Asia Menor. Este
sobre, con la carta adentro, es llevado de lugar en lugar.
Versíc. 1. Pedro, apóstol de Jesucristo, A los elegidos de Dios, extranjeros en el mundo, y dispersos
por el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia.
a. Nombre. Pedro se presenta de un modo directo y escueto. En vez de decir que es Simón hijo de Jonás
(Mt. 16:17) o Simón hijo de Juan (Jn. 1:42; 21:15–17), él usa el nombre Pedro. Este es el nombre que Jesús le
dio cuando Andrés presentó a su hermano Simón al Señor. Jesús dijo: “‘Tú eres Simón hijo de Juan. Serás
llamado Cefas’ (que traducido quiere decir Pedro)” (Jn. 1:42). La BdA aclara en una nota aclaratoria de este
versículo que Cefas (del arameo) y Pedro (del griego) significan roca. El nombre que Simón recibió de Jesús
manifiesta su carácter, quizá no tanto durante los años del ministerio de Jesús, pero sin duda el que demostró
después de ser rehabilitado (Jn. 21:15–23).
Como líder de la iglesia de Jerusalén, Simón llegó a ser conocido como Pedro o Simón Pedro (véase, p. ej.,
las numerosas referencias que se encuentran en el libro de los Hechos). De paso, notamos que “la forma sem[ita]
más exacta, Simeón, se usa” solamente dos veces en el Nuevo Testamento (en el griego, Hch. 15:14; 2 P. 1:1).
b. Título. Pedro expresa su autoridad e influencia al usar el nombre que Jesús le diera cuando se convirtió
en discípulo de Jesús. Él es el único que tiene ese nombre y es el líder reconocido de la iglesia.
Pedro también se identifica como “apóstol de Jesucristo”. A pesar de haber pertenecido al círculo más
íntimo de los doce discípulos durante el ministerio terrenal de Jesús, Pedro se coloca a la par de todos los otros
discípulos. Según su propia expresión, él es un apóstol y ciertamente no el apóstol de Jesucristo.
Pedro no necesita explicar ni defender su apostolado, tal como lo tiene que hacer Pablo, por ejemplo, en la
mayoría de sus epístolas (p. ej., Gá. 1:1). Pedro se limita a referirse a sí mismo como “apóstol de Jesucristo”.
Junto con los otros apóstoles, Pedro ha recibido el derramamiento del Espíritu Santo en el día de Pentecostés y
por ello proclama la resurrección de Jesús (véase Hch. 2:1–4). En segundo lugar, él ha recibido su apostolado
como cargo vitalicio. Finalmente, ha recibido el encargo de Cristo de hacer discípulos de todas las naciones
bautizándolos y enseñándoles el evangelio (Mt. 28:19–20).
El término apóstol tiene una connotación de mayor alcance que las palabras uno que ha sido enviado.
Además de ser enviado, un apóstol ha recibido plena autoridad de Jesucristo. Por lo tanto, él no comunica sus
propios pensamientos sino el mensaje de aquel que le envió.48 La conclusión es, entonces, que en su epístola
Pedro escribe haciendo uso de la autoridad divina que Jesús le ha otorgado.
El uso del doble nombre Jesucristo apunta en primer lugar al ministerio terrenal de Jesús y en segundo
lugar al llamamiento, tarea y posición divinos de Cristo. Jesucristo encarga a Pedro que le sirva como apóstol y
que escriba su carta general a la iglesia en Asia Menor, la Turquía de hoy.
c. Destinatarios. ¿Quiénes reciben esta carta? Antes de decirnos donde viven, Pedro los describe espiritual,
social y políticamente. El escribe su carta a “los elegidos de Dios, extranjeros en el mundo y diseminados por el
Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia”.
Elegidos de Dios. En griego, el adjetivo elegido o escogido aparece en plural, sin el sustantivo calificativo
de Dios. Dentro del contexto de la epístola (1:2; 2:4, 6, 9), este adjetivo significa que Dios ha escogido a los
lectores. Ellos son su pueblo que, apartados del mundo, experimentan el odio del mundo y soportan el
sufrimiento y persecución. No obstante, ellos son los que gozan del favor y del amor de Dios. De entre la raza
humana, Dios ha escogido a su propio pueblo. “Porque muchos son llamados, pero pocos escogidos” (Mt.
22:14). Además, en el marco del contexto más amplio de la epístola, Pedro enseña el propósito de tal elección:
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“Pero ustedes son pueblo escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que
proclamen las virtudes de aquel que los llamó de la oscuridad a su luz maravillosa” (2:9).
Extranjeros en el mundo. Los cristianos son extranjeros residentes en este mundo (Heb. 11:13). No
sienten que el mundo sea su hogar, porque su permanencia en la tierra es transitoria (1 P. 2:11). Su ciudadanía
está en los cielos (Fil. 3:20). Por ende, al ser los elegidos de Dios, viven en esta tierra como exiliados y
residentes temporales.
Esparcidos por. La expresión diseminados se refiere al exilio y a su consecuencia. El pueblo judío había
sido arrojado de su tierra natal y vivía en dispersión (véase Jn. 7:35). Es más, después de la muerte de Esteban,
los cristianos de origen judío fueron dispersados y se vieron obligados a residir en el extranjero (Hch. 8:1;
11:19; Stg. 1:1).
¿Se está refiriendo Pedro a cristianos judíos que fueron expulsados de Israel y que viven ahora en Asia
Menor? Tal vez. ¿O debe entenderse esta expresión de modo figurado? La expresión inmediatamente previa,
extranjeros en el mundo, es entendida en forma simbólica; por tal razón no hemos de ser demasiado literales en
la interpretación de esta parte del texto. Si interpretamos el texto en sentido figurado, ya no es necesario
suponer que los lectores sean solamente cristianos judíos; algunos de ellos podrían ser cristianos gentiles (cf.
1:18; 2:10, 25; 4:3–4). Estos lectores judíos y gentiles residen en cinco distritos de Asia Menor: Ponto, Galacia,
Capadocia, Asia y Bitinia.
d. Distritos. ¿Dónde se encuentran los distritos que Pedro menciona en su epístola? El mapa de la página
siguiente muestra las áreas mencionadas. Nótese que Pedro no menciona algunas regiones. Por ejemplo, omite
los nombres, Licia, Frigia, Pisidia, Pamfilia, Liconia y Cilicia. Pero estos nombres corresponden a la parte sur
de Asia Menor. Pedro dirige su carta a lectores que están en las provincias del norte, este, centro y oeste del
Asia Menor.
Damos por sentado que, después de ser soltado de la prisión (Hch. 12:1–17), Pedro llevó el evangelio a
estas zonas. Al mismo tiempo, Pablo evangelizaba partes de Asia Menor, pero el Espíritu Santo le impidió
predicar en la provincia de Asia y entrar en Bitinia (Hch. 16:6–7). Pablo no quería predicar en áreas en las que
el evangelio era conocido, puesto que se negaba a “edificar sobre fundamento ajeno” (Ro. 15:20).
Pedro enumera los cinco distritos en el siguiente orden: Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia. La
persona que entregó la carta, quizá Silas (5:12), llegó primero al Ponto en las riberas del Mar negro, siguiendo
luego una ruta indirecta hacia Galacia y Capadocia. Desde allí viajó a Asia y concluyó su viaje en Bitinia.
Finalmente, Pedro se refiere a distritos y no a provincias romanas. En el año 64 a.C., Bitinia y el Ponto
fueron constituidas en una sola provincia bajo el gobierno romano. Y aunque el nombre Galacia designa a una
provincia, también se refiere a un distrito.
B. Destinatarios: 1:2
Versíc. 2. Que han sido escogidos según el previo conocimiento de Dios Padre, mediante la obra
santificadora del Espíritu, para obedecer a Jesucristo y ser rociados con su sangre.
En tres cláusulas separadas Pedro describe tres actos del Trino Dios. El Padre conoce de antemano, el
Espíritu santifica y Jesucristo espera obediencia de los a quienes ha limpiado de pecado. Estas tres cláusulas
explican el término escogidos (v. 1).
Nótense los siguientes puntos:
a. Conocimiento previo. “Según el previo conocimiento de Dios Padre”. La mayoría de los traductores están a
favor de vincular la palabra escogidos con las tres cláusulas preposicionales:
según el previo conocimiento de Dios Padre,
por la obra santificadora del Espíritu,
para obedecer a Jesucristo y ser
rociados por su sangre.
Algunas traducciones siguen al pie de la letra el orden del texto griego: “Pedro, apóstol de Jesucristo, a los
escogidos que son peregrinos de la Dispersión en Ponto, Galacia, Capadocia, Asia, y Bitinia, según el
conocimiento previo de Dios Padre”. Pero la fuerza de la oración centra la atención en la expresión escogidos,
ya que el concepto conocimiento previo está directamente relacionado con la elección.
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¿Qué es el conocimiento previo? Es mucho más que la capacidad de predecir hechos futuros. Incluye la
soberanía absoluta de Dios para determinar e implementar su decisión de salvar al hombre pecador. La palabra
conocimiento aparece en el sermón de Pentecostés de Pedro, en el cual declara a su auditorio judío que Jesús
“os fue entregado por el propósito determinado y conocimiento previo de Dios” (Hch. 2:23). Pedro da a
entender que Dios obró según su plan y propósito soberano que había determinado de antemano.
Pablo también se refiere al conocimiento previo. El verbo conocer previamente aparece en Romanos 8:29:
“Porque a los que antes conoció, también les predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su
Hijo” (VRV). Pablo indica que los conceptos conocimiento previo y predestinación van juntos. Conocer de
antemano y predestinar fueron actos de Dios llevados a cabo antes de la creación de este mundo (véase Ef.
1:4–5). La palabra previo y el prefijo pre‐ en la frase conoció previamente y predestinó (Ro. 8:29) denotan
precisamente eso.
Volviendo a la primera epístola de Pedro, notamos que éste, al escribir acerca de Cristo, menciona la
enseñanza acerca de la elección cuando dice: “A él se le escogió [destinó] antes de la creación del mundo”
(1:20).
Con perfecta comodidad Pedro entreteje la doctrina de la Trinidad en el paño de su epístola. Esta doctrina
era aceptada y entendida entre la comunidad cristiana, de manera que los escritores del Nuevo Testamento no
tenían necesidad de presentarla, explicarla o defenderla contra posibles ataques judíos.
Pedro habla del Dios Padre, del Espíritu y de Jesucristo (véase también Ef. 1:3–14). El orden que escoge es
arbitrario, porque no está interesado en una secuencia determinada, sino en la función que cada persona de la
Trinidad cumple. Dios Padre conoce de antemano y escoge al pecador. Al describir a Dios como Padre, Pedro
da a entender que las personas que Dios ha elegido y a quienes Pedro llama “escogidos” son sin duda hijos de
Dios. Gozan de un gran privilegio, ya que son parte del pacto que Dios ha hecho con su pueblo:
“Seré un Padre para vosotros,
y vosotros seréis mis hijos e hijas,
dice el Señor Todopoderoso”. (2 Co. 6:18)
Nótese que los escogidos de Dios “han sido escogidos [elegidos] según el previo conocimiento de Dios
Padre”. ¿Cómo se lleva a cabo la elección del hombre? Se efectúa mediante el poder del Espíritu Santo, que
limpia de pecado a los escogidos.
b. Santificación. Pedro escribe su epístola a los que han sido “escogidos … por la obra santificadora del
Espíritu”. Cuando Pedro habla de la obra santificadora del Espíritu Santo, subraya la diferencia que hay entre
un Dios santo y un hombre pecador. El Espíritu obra cuando presenta al hombre como santo y aceptable ante
Dios; el hombre pecador no puede, empero, entrar ante la presencia de un Dios santo a menos que Dios lo
santifique por medio de su Espíritu.
Pedro no es el único que enseña acerca de la obra santificadora del Espíritu Santo. Pablo dice prácticamente
lo mismo a la iglesia de Tesalónica: “Desde el principio Dios os escogió para salvación por medio de la
santificación por el Espíritu y la creencia en la verdad” (2 Ts. 2:13).
El griego original indica que la obra santificadora del Espíritu es una actividad o proceso continuo en vez
de una acción ya cumplida que resulta en un estado de perfecta santidad. En este proceso el hombre no queda
pasivo mientras actúa el Espíritu. También el hombre está profundamente preocupado. Pedro exhorta a los
creyentes: “Así como es santo quien los llamó, sean santos en todo lo que hagan; porque está escrito: ‘Sean
santos, porque yo soy santo’” (1:15–16).
c. Obediencia y rociamiento. ¿Con qué fin santifica el Espíritu a los escogidos? Pedro dice que es: “para
obedecer a Jesucristo y ser rociados con su sangre”. El repite su referencia a la obediencia en versículos
subsiguientes de este capítulo: “Como hijos obedientes, no se amolden a los malos deseos que tenían cuando
vivían en la ignorancia” (v. 14); “Ahora que ustedes se han purificado al obedecer a la verdad, y por eso tienen
un sincero amor por sus hermanos, ámense unos a otros de corazón, profundamente” (v. 22).
En el texto griego Pedro dice, literalmente, “para obediencia y rociamiento de la sangre de Jesucristo”. Por
medio de los términos obediencia y rociamiento Pedro hace una referencia a la confirmación del pacto que
Dios hizo con el pueblo de Israel (véase Ex. 24:3–8). Moisés leyó el Libro del Pacto al pueblo. “Ellos
respondieron: ‘Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos’” (v. 7). Entonces Moisés roció
sangre sobre el pueblo y dijo: “He aquí la sangre del pacto que Jehová ha hecho con vosotros de acuerdo a
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todas estas cosas” (v. 8). El escritor de la epístola a los Hebreos comenta que Jesús derramó su sangre para
quitar los pecados del pueblo de Dios (9:18–28; 12:24).
Pedro declara que, mediante el sacrificio de su muerte en la cruz, Jesús redimió y adquirió a los escogidos
(cf. 1:18–19). Es así que vemos, en resumen, que el Trino Dios les ha dado tres privilegios distintivos: Dios el
Padre los conoce de antemano, Dios el Espíritu Santo los santifica y Jesucristo los limpias de pecado por medio
del rociamiento con su sangre. Y aunque el derramamiento de sangre se haya efectuado una vez y para siempre,
su significancia tiene un efecto constante y se constituye en un proceso perdurable. Jesucristo sigue
limpiándonos del pecado.
d. Saludo. Las palabras: “Gracia y paz a ustedes en abundancia,” aparecen también en 2 Pedro 1:2 (y véase
también Judas 2). Este saludo es algo típico en los escritores del Nuevo Testamento que escriben cartas. Con
ligeras variantes, Pablo, Santiago, Juan, Judas y el escritor de Hebreos mandan saludos y bendiciones al
principio o al fin de sus epístolas.
El término gracia es comprensivo; abarca los conceptos de la misericordia, del amor y del perdón del
pecado. Gracia es lo que Dios ofrece al hombre. Paz, por otra parte, es un estado de felicidad interior que el
poseedor manifiesta exteriormente ante su prójimo. En cierto sentido, los conceptos de gracia y paz están
mutuamente relacionados en el sentido de que el primero es la causa y el segundo, la consecuencia. Es decir, el
don de Dios de la gracia resulta en la paz.
Una traducción literal de este saludo sería “gracia y paz os sean multiplicadas” (VRV).
Consideraciones doctrinales acerca de 1:1–2
Pedro, que era un pescador inculto de Galilea (Hch. 4:13) y más tarde líder de la iglesia de Jerusalén,
escribe ahora una carta a los cristianos que viven en el Asia Menor. Da comienzo a su carta con un
encabezamiento en el cual enseña a sus lectores verdades cristianas fundamentales: la doctrina de la elección y
la doctrina de la Trinidad.
Pedro dirige su epístola a “los elegidos de Dios … que han sido escogidos”. Da a conocer que la elección es
obra de Dios, que Dios quiere tener un pueblo propio y que el Dios Trino cuida de sus elegidos.
La doctrina de la elección proporciona consuelo genuino y gran ánimo al pueblo de Dios. Al elegir a su
pueblo, Dios exige de ellos una respuesta de gratitud. Espera que obedezcan sus mandamientos y cumplan su
voluntad. Con todo, él conoce nuestras debilidades y flaquezas y entiende que a veces caemos en pecado. Por
eso ha puesto a nuestro alcance el poder santificador del Espíritu y el efecto permanente del rociamiento con la
sangre de Cristo.
Hay un precioso manantial de sangre de Emanuel,
Que purifica a cada cual que se sumerge en él.
¡Eterna fuente carmesí! ¡Raudal de puro amor!
Se lavará por siempre en ti el pueblo del Señor.
—William Cowper
(Trad. M. N. Hutchinson)
A. Una esperanza viva
1:3
A lo largo de su epístola, Pedro anima a sus lectores a tener esperanza. La esperanza se basa en una fe viva
en Jesucristo. Es una característica del creyente que espera con paciencia la salvación que Dios ha prometido a
su pueblo. “Tener esperanza es aguardar con disciplina”.
Versíc. 3. ¡Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo! Por su gran misericordia
mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos nos ha hecho nacer de nuevo a una
esperanza viva.
Cargado hasta rebosar con las bendiciones espirituales que quiere comunicar a sus lectores, Pedro escribe
una oración muy larga en el griego (vv. 3–9). En nuestras versiones modernas los traductores han dividido esta
extensa oración. No obstante, la oración misma revela la intensidad del escritor y la plenitud de su mensaje. En
la parte introductoria de ella notamos los siguientes puntos:
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a. “Alabado”. Esta palabra es de hecho la primera palabra en una doxología, por ejemplo, que se encuentra
al final de muchos de los libros de los Salmos: “Bendito sea Jehová, el Dios de Israel, por los siglos de los
siglos” (Sal. 41:13; y con algunas variantes 72:18; 89:52; 106:48). La palabra bendito o alabado es de uso
corriente también en el Nuevo Testamento. Zacarías comienza su cántico con un estallido exuberante de
alabanza: “Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo” (Lc. 1:68; véase también
Ro. 1:25b; 9:5).
b. “El Dios y Padre”. En la iglesia primitiva, los cristianos judíos adaptaron las bendiciones de sus
antepasados para poder incluir en las mismas a Jesucristo. Nótese que la doxología del versículo 3: “¡Alabado
sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo!” es idéntica en su redacción a la de 2 Corintios 1:3 y Efesios
1:3 (cf. también 2 Co. 11:31).
Dios se ha revelado en su Hijo, el Señor Jesucristo. Por medio de Jesucristo, todos los escogidos tienen
parte en su identidad de hijo. Por medio de él ellos llaman a Dios “Padre”, porque todos son sus hijos. Junto
con la iglesia universal, el creyente confiesa las palabras del Credo Apostólico:
Creo en Dios Padre Todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra.
A causa de Jesucristo, nosotros llamamos “Padre nuestro” a su Padre y Dios nuestro a su Dios (Jn. 20:17). La
paternidad es una de las características esenciales del ser de Dios; es parte de su deidad. Dios es, en primer
lugar, Padre de Jesús; luego, a causa de Cristo, Padre del creyente.
Pedro señala nuestra relación con el Padre y el Hijo al usar el pronombre personal nuestro (“Dios y Padre
de nuestro Señor Jesucristo”). Además, Pedro revela en la oración siguiente que Dios es nuestro Padre porque
“nos ha hecho nacer de nuevo”. Vale decir que el Padre nos ha vuelto a generar al darnos un renacimiento
espiritual. El Padre nos ha dado ese renacimiento debido a nuestro Señor Jesucristo.
c. “Señor”. El versículo 3 es el único texto en esta epístola en que Pedro utiliza el título y nombre
compuesto juntos: nuestro Señor Jesucristo. Al usar el pronombre nuestro, Pedro se auto incluye entre los
creyentes que confiesan el señorío de Jesucristo. “Llamar a Jesús Señor es declarar que él es Dios”. Además, en
la iglesia primitiva los cristianos confesaban su fe por medio de la breve declaración Jesús es el Señor (1 Co.
12:3). El nombre Jesús abarca el ministerio terrenal del Hijo de Dios y el nombre Cristo se refiere a su
llamamiento mesiánico. Cuatro veces en el breve marco de tres versículos (vv. 1–3) Pedro utiliza el nombre
Jesucristo.
d. “Misericordia”. Pedro describe nuestra relación con Dios el Padre cuando dice: “En su gran misericordia
nos ha hecho nacer de nuevo”. Encontramos una redacción casi idéntica en una de las epístolas de Pablo (“Dios,
siendo rico en misericordia, nos vivificó juntamente con Cristo” [Ef. 2:4–5].) Parece que Pedro tenía
conocimiento de las epístolas de Pablo (véase 2 P. 3:15–16). Pedro, junto con los demás apóstoles, presenta la
doctrina cristiana de la regeneración (p. ej., véase Jn. 3:3, 5).
e. “Nacer de nuevo”. Es preciso tomar nota de que recibimos un nuevo nacimiento espiritual de Dios Padre.
Pedro escribe que Dios “nos ha hecho nacer de nuevo” (v. 3), y más tarde afirma: “Pues han nacido de nuevo”
(v. 23). Así como somos pasivos en nuestro nacimiento natural, también lo somos en el nacimiento espiritual.
En otras palabras, Dios actúa en el proceso de engendrarlos, ya que él hace que nazcamos de nuevo. Mediante
las palabras nuevo y de nuevo en estos dos versículos, Pedro muestra la diferencia que hay entre nuestro
nacimiento natural y nuestro nacimiento espiritual.
Pedro habla a partir de su propia experiencia, porque recuerda cuando cayó en el pecado de negar a Jesús.
Más tarde, cuando Jesús le restituyó su apostolado, él fue receptor de la gran misericordia de Dios y recibió
nueva vida mediante su rehabilitación. Es por eso que se incluye a sí mismo cuando escribe: “Nos ha hecho
nacer de nuevo” (bastardillas añadidas). De paso, notemos que los pasajes en que Pedro usa los pronombres
personales nuestro o nosotros son pocos (1:3; 2:24; 4:17). Este libro es una epístola en la que el escritor se
dirige a sus lectores en términos de “ustedes”. El uso infrecuente de la primera persona, singular (2:11; 5:1, 12)
o plural, es por ello tanto más significativo.
f. “Esperanza”. ¿Qué es la esperanza? Se trata de algo que es personal, vivo, activo y que es parte de
nosotros. En el versículo 3 vemos que no es algo que pertenece al futuro (cf. Col. 1:5; Ti. 2:13). En cambio,
trae vida a los escogidos de Dios que esperan con paciente disciplina la revelación de Dios en Jesucristo.
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g. “Resurrección”. ¿Cuál es el fundamento de nuestra nueva vida? Pedro nos dice que “mediante la
resurrección de Jesucristo de los muertos” Dios nos ha hecho vivos y nos ha dado una esperanza viva. Sin la
resurrección de Cristo, nuestro nacimiento nuevo sería imposible y nuestra esperanza vana. Por su resurrección
de los muertos, Jesucristo nos ha dado la certeza de que también nosotros resucitaremos con él (véase Ro. 6:4).
¿Por qué? Tal cual Pedro lo predicó en el Pentecostés: “… al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte,
por cuanto era imposible que fuese retenido por ella” (Hch. 2:24). Jesús es el primero en romper las cadenas de
la muerte, para que por su intermedio nazcamos de nuevo y en él tengamos vida eterna (1 Jn. 5:12).
Pedro habla en su carácter de testigo ocular, porque él tuvo la experiencia única de encontrarse con Jesús
después de que resucitó y salió de la tumba. Pedro comió y bebió con Jesús y se transformó en un testigo de la
resurrección de Jesús (véase Hch. 10:41).
Consideraciones doctrinales acerca de 1:3
Dos veces en esta breve epístola Pedro introduce enseñanzas acerca de la resurrección de Jesucristo (1:3;
3:21). Esta enseñanza, no cabe duda, es el eje de la religión cristiana. Cuando los once apóstoles se reunieron
después de la ascensión de Jesús y antes del Pentecostés, ellos escogieron un sucesor a Judas Iscariote. Pedro,
en su función de vocero, declaró que esa persona tenía que haber sido seguidora de Jesús desde el día de su
bautismo hasta el momento de su ascensión, y que debía ser testigo de la resurrección de Jesús (Hch. 1:22).
En su carácter de testigo ocular de la resurrección de Jesús, Pedro proclamó esta verdad en su predicación
ante la multitud reunida en Jerusalén para Pentecostés (Hch. 2:31). Al predicar ante la gente reunida en el
Pórtico de Salomón, dijo que Dios había resucitado a Jesús de los muertos (Hch. 3:15; cf. 4:2, 33). Y
finalmente, cuando Pedro habló en la casa de Cornelio en Cesarea, también enseñó la resurrección de Jesús
(Hch. 10:40). Pedro dio testimonio de esta verdad durante todo su ministerio, tanto al predicar como al escribir.
Amén, para la gloria de Dios
Bibliografía: El Espíritu Santo Por Edwin H. Palmer; Estudio De Doctrina Cristina Por George Pardington; El Triunfo Del Crucificado Por Erich
Sauer; Comentario Al Nuevo Testamento Por Simon J. Ryrie Kistemaker; Biblia De Referencia Thompson VRV 1960; Comentarios de Matthew
Henry; El Espíritu Santo por Charles C. Sumario De Doctrina Cristiana Por Luís Berkhof. Comentario Al Nuevo Testamento Por William
Hendriksen.