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HISTORIA Y GRAFÍA Enero - Junio de 1998 Latinoamérica un Balance Historiográfico. Alan Knight Abstract Alan Knight: "Latin America: a historiographical balance" Based on his experience as a European mexicanist historian, Alan Knight proposes in this article to scan the most up to date American and European historiographical production on Latin America. According to the author because of this new type of historiography, historians have slowly abandoned misleading stereotypes, namely, the old national, providential histories; vulgar teleologies or distorting dichotomies of complex relationships such as: colony - nation, conservative- liberal or hero villain. On the contrary, this new type of historiography puts a special and renovated emphasis on the explicative diversity of social phenomen in this continent. The author finds recent latinoamericanist historiography as multipartitate but fragmented which complicates any intent to place or situate its basic coordinates and precisely establish its perspectives. All the same, this author considers that Mexican historiography, especially that about colonial and modern periods has perhaps been not only the most voluminous but probably also the most incisive among the recent generation of historians. Due to the difficultly implied in broaching all themes and tendencies, each with its corresponding host of representatives the author chose to concentrate his efforts on analizing three specific aspects of this historiography: local and regional history, popular and subaltern history and the concept of periodization. El Laberinto Como el laberinto del Rey Minos, Latinoamérica es grande, complicada y es fácil perderse ella. Por ello, lo primero que tiene que hacer un guía de turistas es darle al viajero algunas orientaciones. América Latina ocupa una superficie de casi 20 millones de kilómetros cuadrados (8 millones de millas cuadradas) 1
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Latinoamérica un Balance Historiográfico. Alan Knight

Jan 12, 2016

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Daniel Garcia

Este articula da un esbozo sobre la situación historografica de América Latina
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HISTORIA Y GRAFÍAEnero - Junio de 1998

Latinoamérica un Balance Historiográfico. Alan Knight

Abstract

Alan Knight: "Latin America: a historiographical balance" Based on his experience as a European mexicanist historian, Alan Knight proposes in this article to scan the most up to date American and European historiographical production on Latin America. According to the author because of this new type of historiography, historians have slowly abandoned misleading stereotypes, namely, the old national, providential histories; vulgar teleologies or distorting dichotomies of complex relationships such as: colony -nation, conservative- liberal or hero villain. On the contrary, this new type of historiography puts a special and renovated emphasis on the explicative diversity of social phenomen in this continent. The author finds recent latinoamericanist historiography as multipartitate but fragmented which complicates any intent to place or situate its basic coordinates and precisely establish its perspectives. All the same, this author considers that Mexican historiography, especially that about colonial and modern periods has perhaps been not only the most voluminous but probably also the most incisive among the recent generation of historians. Due to the difficultly implied in broaching all themes and tendencies, each with its corresponding host of representatives the author chose to concentrate his efforts on analizing three specific aspects of this historiography: local and regional history, popular and subaltern history and the concept of periodization.

El Laberinto Como el laberinto del Rey Minos, Latinoamérica es grande, complicada y es fácil perderse ella. Por ello, lo primero que tiene que hacer un guía de turistas es darle al viajero algunas orientaciones. América Latina ocupa una superficie de casi 20 millones de kilómetros cuadrados (8 millones de millas cuadradas) (más del doble del área de los Estados Unidos, dieciséis veces la del Reino Unido). Con una densidad de población históricamente muy baja, ha experimentado una explosión demográfica en el siglo XX, y ahora contiene una población que se aproxima a los quinientos millones de habitantes. Dicha población está dividida en veinte estados soberanos y el "estado libre asociado" de Puerto Rico. Todos los estados, excepto uno (Cuba), an gozado de una vida independiente desde que se liberaron de los imperios español y portugués en las décadas de 1810 y 1820. Como tales, estos estados son más antiguos que la mayoría de los europeos y que casi todos los africanos. Desde el punto de vista étnico, América Latina es diversa: enormes poblaciones indígenas viven en lo que un día fueron las tierras de las civilizaciones Azteca, Maya e Inca, en Mesoamérica y en la cordillera de Los Andes. Los esclavos negros, que llegaron en tropel a las

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plantaciones de Brasil, el Caribe y a algunas costas del continente hispanoamericano, aportaron también lo suyo a la rica mezcla étnica y cultural. Y los inmigrantes españoles y portugueses originales del periodo colonial -conquistadores y clérigos, mercaderes y funcionarios- fueron seguidos posteriormente por millones de migrantes a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, los cuales dejaron el sur de Europa y se establecieron principalmente en Argentina, en Uruguay y en el sur de Brasil, para "hacer la América", creando así, las versiones latinas del "crisol de razas" de Estados Unidos. Étnicamente mezclada, América Latina ha experimentado también procesos contrastantes de desarrollo económico, de conflictos de clase y de formación del estado. En 1914, Argentina se consideraba como uno de los diez países más ricos del mundo. Haití era y sigue siendo uno de los más pobres. Si la colonia (ca.1500-1800) fue un periodo de relativa calma política, la independencia desató los demonios de la inestabilidad.Se ha calculado que Bolivia experimentó 185 revoluciones entre 1826 y 1903; y sólo en 1848 -un "año rojo" en Bolivia así como en Europa- presenció quince de ellas (Dunkerley, 1992: 153). México, de manera similar, también sufrió la inestabilidad y la pérdida de territorio; aunque, después de la Revolución Mexicana de 1910, el país se hizo de un gobierno "revolucionario" que logró un gobierno civil, unipartidista y estable por más de dos generaciones. Uruguay, la "Suiza de Sudamérica", fue el primer país que tuvo un estado de bienestar precoz a principios del siglo XX; mientras que su vecino Paraguay, en contraste, se debilitaba bajo la dictadura personal del General Alfredo Stroessner que duró treinta y cinco años (1954-1989). Poderosos líderes políticos de este tipo, a quienes de manera habitual se les cuelga con facilidad la etiqueta de "caudillos", marcan la historia de América Latina y -de manera tradicional y excesiva- dominan la historiografía de la región: Bolívar y San Martín, los arquitectos de la independencia de Sudamérica; los curas renegados, Morelos e Hidalgo, quienes establecieron una tradición de insurrección popular en México en la década de 1810 y que retomarían Villa y Zapata un siglo después; Toussaint L'Ou-verture, quien ayudó a forjar la primera república negra de las cenizas del régimen esclavista francés en Haití; José Martí, el líder nacionalista cubano, y Máximo Gómez, su jefe de guerrilla negro, quien despojó a España de su última posesión colonial, la "siempre fiel" isla de Cuba en la década de 1890. Estos caudillos insurgentes pueden contrastarse con los astutos caudillos constructores de estados del siglo XIX: Portales en Chile y Páez en Venezuela; el doctor Francia en Paraguay; Rosas y Roca en Argentina; Juárez y Díaz en México. Finalmente encontramos a los caudillos "populistas" del siglo XX, quienes dirigieron nuevos movimientos de masas y confrontaron a un mundo ideológicamente turbulento en el que el socialismo y el fascismo, el capitalismo liberal y el nacionalismo económico, se disputaban el poder: Calles y Cárdenas en México; Perón en Argentina; Vargas en Brasil; Allende en Chile (el primer presidente marxista del mundo electo democráticamente); el presidente/dictador cubano Fulgencio Batista y su vengador Fidel Castro; y sus contrapartes nicaragüenses Somoza y los Sandinistas, quienes inscribieron su lucha en la historia al asumir el nombre

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del gran patriota y mártir político de los años de la entreguerra, Augusto César Sandino. Sin duda, éstos son sólo unos cuantos ejemplos sacados de un universo político notable por su diversidad (así el mismo término "caudillo" puede disfrazar enormes contrastes). Además, como trataré de mostrar, los historiadores se han distanciado, con razón, de ese enfoque a la historia del "gran hombre" (nunca hubo una teoría de la "gran mujer", mucho menos, obviamente en la machista Latinoamérica); "la historia [como] la biografía de grandes hombres" de Carlyle (Carr, 1964: 49) ha dado lugar a formas de historia local, regional, social, económica y cultural, en las que los individuos aparecen tanto como productos como creadores de sus circunstancias históricas. Esto no significa la aniquilación de la biografía, sino más bien el entrelazamiento de la biografía -o ese tipo de biografía colectiva que han etiquetado como prosopografía,- con estos enfoques analíticos distintos. El objetivo, como en el caso de México en el siglo XIX, ha sido evitar "explicar a México en términos de Santa Ana más que a Santa Ana en términos de México," es decir, ubicar a individuos clave dentro de sus contextos políticos, culturales y socioeconómicos, sin sacrificar por entero su individualidad. El resultado, tanto a nivel nacional como regional y localmente, ha sido un abandono de los estereotipos simplistas (las historias nacionales providenciales, las burdas teleologías, las "dicotomías distorsionantes" de colonia/nación,conservador/liberal, héroe/villano) y un nuevo énfasis en la diversidad y en la variación. Historias políticas contrastantes reflejaron -¿o quizá crearon?- contrastes de culturas políticas en Latinoamérica. Una vez se dijo que Colombia era gobernada por abogados, Ecuador por curas y Venezuela por soldados: una generalización sencilla y práctica que comunica una verdad simple acerca de experiencias nacionales contrastantes, pero que precisa salvedades casi ilimitadas tanto por región (Guayaquil y la costa de Ecuador no fueron "gobernados por curas" como sí lo fueron Quito y el altiplano) como por época (Venezuela, un bastión del militarismo y del autorita-rismo hasta la década de 1940, ha sido democrática de manera consistente -aunque a veces un tanto precaria- desde 1958). Así, a pesar de su unidad superficial (un trasfondo colonial ibérico compartido, una iglesia católica poderosa, una tradición lingüística dominante), Latinoamérica es notable por su gran variedad interna. Afirmar que se es un historiador de Latinoamérica -o tratar de resumir las tendencias historiográficas para Latinoa-mérica en su conjunto- es demostrar una ambición desmedida, y se corre el riesgo de un fracaso seguro. Hoy en día, la mayoría de los latinoamericanistas son, antes que nada, historiadores de un país particular, cada vez más de una región, de una clase o de una materia específica dentro de un país particular, en especial cuando se trata de su trabajo de archivo "primario". Algunos historiadores, llevados por su tendencia a generalizar (un impulso que me parece algo moribundo), o por la necesidad de compensar los míseros salarios académicos, intentan hacer grandes síntesis; por ejemplo, libros de texto. Pero estos últimos nos sirven para hacernos de una reputación académica (aunque pueden ayudar a acabar con ella) que depende, en especial al inicio, del trabajo monográfico minucioso, basado en el trabajo de archivo. Así, como lo sugeriré en la

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conclusión, la combinación de un manejo profesional de los archivos, aunado al imperativo territorial de defender cada quien su propio pedazo, puede llevar a una cierta estrechez de visión y a la fragmentación resultante de la disciplina histórica. En consecuencia, cualquier discusión sobre la historiografía de Latinoamérica -dónde se encuentra, hacia dónde va- debe tratar de encapsular un campo que, por virtud de sus detalles divergentes y de su variación infinita, presenta enormes problemas. En algunas áreas particulares, por ejemplo, en mi propio campo de los estudios de la Revolución Mexicana, no es fácil para un académico seguir el ritmo del crecimiento exponencial de artículos, tesis, monografías y trabajos de síntesis ocasionales. En México, como en cualquier otro país de Latinoamérica, los archivos han crecido y se han mejorado. En la Ciudad de México la antigua prisión de Lecumberri -un panóptico benthamiano-se ha convertido en un archivo nacional impresionante, donde, sin duda, los académicos, en la onda foucaultiana de moda se sienten particularmente como en su casa. Los programas de la reforma agraria, al confiscar propiedades, han puesto los archivos de haciendas a disposición del dominio público. Los centros de investigación regionales han incrementado cada vez más la producción de historias locales y regionales (lo que trataré después). Hoy en día los historiadores novicios de América Latina, en tanto tienen que conocer a fondo una cantidad impresionante de fuentes publicadas, por lo menos frente a los archivos corren una mejor suerte que la de generaciones previas, cuya investigación de fuentes primarias parecía, a veces, una mezcla entre una carrera de obstáculos y un rito tribal de iniciación. No me refiero sólo a los primitivos o inexistentes fotocopiadores, sino también y de manera más importante, a los catálogos inadecuados, a las condiciones insalubres, a las horas impredecibles y a los excéntricos archivistas, como al señor responsable de la antigua Casa Amarilla -un ex convento en la Ciudad de México que alguna vez albergó los documentos del Departamento de Trabajo- donde los investigadores usaban máscaras quirúrgicas y el archivista, a quien le encantaba disparar al azar contra las palomas que volaban por las vigas del techo, servía picantes tacos de paloma a los hambrientos investigadores al final de una larga mañana. Las fuentes primarias hoy son más abundantes, más accesibles, están mejor catalogadas y algunas están ya en microfilmes. La materia prima de la investigación histórica por tanto se ha expandido y, mientras que las fuentes del siglo XX pudieran ser las más abundantes (por lo menos durante el apogeo de la palabra escrita, ca.1900-1950), la ambigua bendición de abundancia afecta también al periodo colonial, en el que una administración burocrática produjo documentos en profusión, relacionados principalmente con cuestiones administrativas, fiscales y judiciales. Ahí donde los archivos abundan, los historiadores son asiduos y las técnicas avanzadas, han resultado complejos debates "profesionales", relacionados, por ejemplo, con la fluctuante población de las Américas, la mezcla de razas en la Nueva España colonial, las reformas borbónicas fiscales y sin reconocimiento (vgr. Seed, 1982; McCaa, 1984; Ouweneel y Bijleveld, 1989). En virtud de su complejidad -el historiador especialista debe entender los procedimientos coloniales y también las técnicas estadísticas modernas- estos debates se

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resisten a los resúmenes apresurados, y pueden hasta volverse impenetrables para el historiador "lego". Menciono estos puntos, en parte, para subrayar que la histo-riografía latinoamericana es, como la mayor parte de las historiogra-fías actuales, multifacética o, para usar un término más negativo, fragmentada. La tendencia que existe hacia la profesionalización, la especialización y el trabajo de archivo, alimentada por los programas de posgrado y productora de una gran cantidad de his-toriografía (buena, mala e indiferente), hace difícil la síntesis y la somete a cualquier cantidad de apreciaciones subjetivas. Como un historiador moderno (del siglo XX), principalmente de México, escribo con más autoridad acerca de este siglo que de épocas anteriores, y sobre México más que de cualquier otro país de Latinoamérica. Sin embargo, para que una visión de conjunto de esta naturaleza sea de alguna utilidad, debe tender a ser de cobertura amplia y a aventurarse por los diferentes rincones del laberinto, con todos los riesgos que eso acarrea. Por lo tanto, trataré de evitar centrarme de manera excesiva en mi propio lugar y periodo, aunque creo que no es un prejuicio personal sugerir que la historiografía de México, tanto de la época colonial como moderna, haya sido sin duda la más voluminosa y probablemente la más incisiva en la última generación. México, en otras palabras, lleva la batuta en Latinoamérica en cuanto a tratar de disminuir la ventaja establecida por las historiografías europeas y de Norte América. Intentaré igualmente una cierta cobertura de la época colonial, a pesar de mi falta de experiencia en el campo; no sólo porque la colonia fue la cuna de la Latinoamérica moderna, sino también porque la historiografía colonial ha probado ser, en algunas áreas, más innovadora y sofisticada que su contraparte moderna; prueba, si fuera necesario, de que la historiografía, como el pasado mismo, no avanza y se desarrolla de una manera clara y unidireccional. Empero, sería contraproducente tratar de abarcarlo todo, citar todas las tendencias y mencionar a cada historiador. Por lo que me centraré en dos temas y una deficiencia; en el camino del laberinto, me referiré al mismo tiempo, sin profundizar a la eterna cuestión de la periodización.

Hilos del Laberinto: Las Regiones y las Localidades

Los dos temas que sobresalen en la historiografía latinoamericana reciente están estrechamente interrelacionados y son reconocibles con facilidad por aquellos que han contemplado las frondosas ramas de Clío expanderse en otros países y continentes: primero, la historia regional / local (la historia como si fuera 'de la periferia hacia adentro') y la historia popular/subalterna (la historia 'de abajo hacia arriba', la historia de los de abajo). Estos temas representan, de manera clara, una reacción en contra de los énfasis iniciales que hacían hincapié en los estados nacionales, las élites nacionales, las narrativas políticas y militares, la evolución (o regresión) política y constitucional (Taylor, 1985: 142). En parte, debido a que estos anteriores trabajos sugerían -aunque no investigaban demasiado- la variación regional, la balcanización política y la resistencia de las provincias a la centralización.

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Historiadores recientes han tendido a dejar la capital por las provincias, para abordar cuestiones del desarrollo económico de la organización política y de la identidad colectiva, locales o regionales. De esta manera, la anteriormente insulsa fachada de la colonia, o del estado nación independiente, bajo un examen más minucioso, ha llegado a semejarse cada vez más a un exterior barroco, rico en detalles, en contrastes y en excentricidad. El proceso ha sido posible gracias al incremento de los archivos regionales y de los centros de investigación, a la mejor organización de los archivos nacionales previamente mencionados, y a la multiplicación de programas de posgrado, en particular en Estados Unidos y en la misma Latinoamérica. Así, una nueva generación de jóvenes historiadores regionales y locales se ha puesto la capa que habían lucido antes los historiadores "aficionados" de la patria chica, los cronistas de eventos y costumbres locales. Algunas veces estos recién llegados han adquirido incluso un dejo del chauvinismo local característico ("mi patria chica les guste o no"). Como en Europa, han dado por hecho la utilidad y racionalidad de la historia regional o local; raras veces se notan justificaciones de la unidad de análisis (¿por qué escoger el estudio de un estado, de una provincia, de un distrito, de una municipalidad o de una comunidad?), la misma noción de 'regionalismo' (el tejido de relaciones que vincula a la gente política, económica y culturalmente en unidades subnacionales) rara vez es explorada, aunque la importancia central del concepto en la historiografía contemporánea (para no mencionar la historia contemporánea) hace que hoy sea tan necesario esclarecer el concepto de "región" como lo fue en el pasado el de "nación". Dado el volumen de estudios locales / regionales, cualquier resumen resultaría parcial y arbitrario. Los estudios regionales de la colonia han iluminado el proceso de la conquista y de la colonización, particularmente en las antiguas zonas de importancia de México y de Perú. El trabajo pionero de Charles Gibson (1952; 1964) acerca de las comunidades indígenas de Tlaxcala y del Valle de México ha preparado el camino para estudios subsecuentes de las regiones coloniales, tanto mestizas norteñas, así como indígenas y sureñas (Altman y Lockhart, 1976). La riqueza de los archivos coloniales ha permitido una serie de análisis sofisticados de la estructura de la economía colonial, incluyendo sus centros mineros en Guanajuato y Zacatecas (en México) y en Potosí (en los altos de Perú / Bolivia) (Brading, 1971; Bakewell, 1971; 1984); sus redes mercantiles (Oaxaca y Ciudad de México; Nueva Granada; Buenos Aires); su agricultura comercial, en especial como la practicaban los empresarios jesuitas (en Morelos y Guadalajara, México; en Cochabamba, en los altos de Perú / Bolivia; en Quito y en las costas de Perú) (Martin, 1985; Van Young, 1981; Larson, 1988; Cushner, 1980; 1982); y sus sometidas y resistentes comunidades campesinas -un tema al que me referiré más adelante- (en Oaxaca y Yucatán; en Huamanga y Huarochirí, Perú) (Taylor, 1972; Farriss, 1984; Stern, 1982; Spalding, 1984). La investigación colonial nos ha ayudado también a entender las tensiones de la sociedad colonial tardía, agravadas por las reformas administrativas y fiscales bor-bónicas, ya mencionadas, y la acelerada comercialización de la economía de finales del siglo XVIII, que contribuyeron a su vez a las luchas

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de independencia de la década de 1810 (Hamnett, 1986; O'Phelan Godoy, 1988). Esta investigación, dominada por el enfoque regional, ha hecho posible nuevas síntesis, aunque todavía son pocas, que tratan de integrar los estudios regionales, entretejiendo los relatos locales, provinciales y (proto-)nacionales: la ambiciosa visión de conjunto de la historia agraria de México de John Tutino; el magistral análisis de la asimilación cultural y lingüística en la Nueva España de James Lockhart (1992); el excelente estudio de los mayas yucatecos y su larga lucha por la supervivencia durante los tres siglos de gobierno colonial de Nancy Farriss (1984). Dada la naturaleza de la sociedad colonial-, regulada, metódica, burocrática y legalista-, estos estudios descubren particularmente bien los métodos de dominación y los modos de producción a través del tiempo (y pueden, profundizar en las creencias y las "mentalidades" populares, como lo sugeriré después). También pueden engullir grandes periodos, proporcionando un sentido de la longue durée (¿qué análisis historiográfico se atreve a omitir la frase?). Eric Van Young (1981) traza la evolución socioeconómica de Gua-dalajara en un periodo de más de siglo y medio; Brooke Larson hace lo mismo de Cochabamba durante más de 350 años. Éstos son periodos que pocos historiadores modernos (de los siglos XIX-XX) podrían engullirse, sin correr el riesgo de una severa indigestión o de una superficialidad frustrante: debido, por una parte, a que los archivos modernos son, en general, más voluminosos (aunque no necesariamente más reveladores); y por otra a que, después de la independencia, el tiempo del cambio político se acelera y el relato de eventos en staccato-de l'histoire événementielle- interrumpe las cadencias socioeconómicas más lentas de la historia colonial.Así, cuando dejamos la (relativamente) ordenada y burocrática colonia, para entrar a la época turbulenta y caudillesca de la independencia, el énfasis cambia. Los estudios locales y regionales todavía prevalecen y con buena razón: solos pueden subvertir, cuestionar y calificar las grandes y viejas simplicidades de la historia nacional. Pero el reparto y la trama son bastante diferentes, de ahí que la historiografía difiera también. Los actores burocráticos: los virreyes, las audiencias, los monopolios mercantiles, les abren paso a animales políticos: a los caudillos y a sus variados seguidores; a partidos políticos en embrión (o a sus contrapartes, las logias masónicas); a ejércitos regulares, a agiotistas oportunistas y a camarillas de notables locales; y a una iglesia católica que, al no estar ya sujeta al patronato real, se vuelve relevante tanto po-lítica, como espiritual y socioeconómicamente. Los estudios locales y regionales tienden a contraerse en el alcance cronológico y, en particular, para principios del siglo XIX, a admitir la nueva importancia de la política. Para algunos, esto es en gran medida una historia de caudillos, de clientes y de camarillas locales: la política es una lucha a la Namier por puestos y privilegios, que requiere un análisis a la Namier de los lazos familiares y de las redes de patro-nazgo (Balmori et al., 1982, esp. cap. 3 y 4; y sobre Brasil, véase Lewin, 1987 y Graham, 1990). Otros -y da la casualidad que se trata de europeos continentales- prefieren hacer énfasis en una politización precoz y más genuina, que incluye el debate ideológico,

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las elecciones y la participación; para ellos, las revoluciones de Hispanoamérica pueden compararse con la francesa, pues ambas sirven como parteras de una nueva cultura política (Guerra, 1994). Todos están de acuerdo, de manera implícita o explícita, en la importancia central del Estado, cuyas bases y esfuerzos fueron transformados por la independencia. Aunque pocos lo están en la naturaleza de esta transformación. La fuerza o debilidad, la legitimidad o ilegitimidad, la afiliación de clase o la autonomía relativa del estado poscolonial son tan difíciles de evaluar en el caso de Latinoamérica, como en el de África, y los estudios regionales del periodo siguen siendo demasiado aislados e insuficientes para admitir una síntesis inminente. En términos económicos, sin embargo, la ruptura en el periodo de la independencia es menos marcada. Si la economía mercantil y minera de la colonia en parte se vino abajo, los historiadores ahora hacen hincapié en que esto no resultó en una ruptura violenta hacia un vigoroso capitalismo de libre mercado. La inversión extranjera, principalmente británica, era limitada y con frecuencia fallida; la vieja noción de que Latinoamérica cambió el colonialismo ibérico formal por un imperialismo británico informal se ha modificado en forma severa. Los mercados latinoamericanos permanecieron débiles y políticamente inciertos; en regiones recalcitrantes, como el interior de Argentina, proyectos ambiciosos de los reformadores urbanos ilustrados se bloquearon. El comercio siguió siendo escaso, las reformas liberales y los préstamos extranjeros se hundieron -sin dejar rastro- en las arenas movedizas del proteccionismo, de la subsistencia y de la política caudillista. Muchos historiadores (sociales y económicos) verían, por lo tanto, una cierta unidad en el periodo "borbón", ca. 1750-1850. La revolución política, para ellos, no implicaba una revolución social o económica; los lineamientos del régimen colonial -los gremios de artesanos y de comerciantes, las grandes haciendas, las comunidades campesinas corporativas- permanecieron, no obstante las presiones en contra. De ahí en adelante -y las fechas variarían de un lugar a otro el tiempo del cambio económico se aceleró conforme los países latinoamericanos incrementaban sus exportaciones, adquirían una infraestructura (puertos, ferrocarriles), y empezaban a participar de manera más enérgica en la división mundial de la fuerza de trabajo. Los estudios regionales han ofrecido ejemplos numerosos y cruciales de este proceso de extroversión económica: el cultivo del trigo y la cría de ganado en Argentina (Scobie, 1964; Sábato, 1990); el azúcar en el noroeste de Brasil, las costas de Perú y Cuba (Eisenberg, 1974; Klarén, 1977; Knight, 1970); el henequén en Yu-catán (Joseph, 1982: caps., 1, 2; Wells, 1985); la plata, y después el estaño en Bolivia (Langer, 1989); el cobre en el altiplano de Perú (Mallon, 1983); el caucho en la cuenca del Amazonas (Weinstein, 1983); el petróleo en México y Venezuela (Brown, 1993, esp. cap., 1, 2; MacBeth, 1983); y el café, cultivado en pequeños lotes o en grandes haciendas, por campesinos, peones, esclavos y proletarios, en todo el hemisferio, desde Puerto Rico, pasando por Guatemala, Venezuela y Colombia, hasta la gran cafetrópolis de São Paulo en el sur de Brasil (Bergad, 1983; McCreery, 1994; Roseberry,

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1984; Le-grand, 1986; Palacios, 1980; Stein, 1957; Holloway, 1980; Dean, 1976). Mientras no todos los estudios socioeconómicos de la segunda mitad del siglo XIX (periodo que Tulio Halperín (1993) denomina como la era "neo-colonial" de la historia latinoamericana) tienen precisamente un enfoque regional (algunos, tratan de hacer un análisis nacional más amplio de los productos de exportación, como el del cobre en Chile; Monteon, 1982), la mayoría, en efecto lo tienen y tienen que tenerlo. En primer lugar, porque los patrones del desarrollo socioeconómico tendieron a ser regionalmente específicos. La "modernización", sirvió para balcanizar, de manera socioeconómica, más que para homogeneizar, ya que fortaleció las divisiones, por ejemplo, entre la metrópolis del puerto de Buenos Aires y el interior de Argentina; entre el decadente noreste de Brasil y el dinámico sur; entre el boyante norte de México con trabajadores asalariados, un centro más atrasado y "tradicional" y un sur coercitivo y plantocrático. Y, en segundo lugar, porque las fuentes primarias, aunque amplias, son a menudo intratables, pues los historiadores del siglo XIX, que carecen de los archivos burocráticos y ordenados de finales de la colonia, tienen que recurrir a los ricos pero recalcitrantes archivos de los juzgados, de los abogados, de las familias terratenientes, de las compañías extranjeras, de los gobiernos estatales y provinciales y de las autoridades municipales. A pesar de todo, se han hecho grandes avances y, como normalmente ocurre cuando se multiplican los estudios de caso, las viejas certidumbres se han puesto en tela de juicio. Los nacientes estados latinoamericanos, como mencioné antes, no sustituyeron un régimen formal español o portugués, por un régimen informal británico; la penetración comercial extranjera fue lenta y parcial; incluso a finales del siglo XIX, conforme la penetración se aceleró y los mercados de exportación se convirtieron en el motor del desarrollo, se conservaron los patrones de la diversidad regional. No fue sólo que algunas regiones se beneficiaran del comercio y de la inversión, en tanto que otras sufrieran de abandono (esto puede parecer una afirmación banal, pero demanda algunas consideraciones teóricas espinosas). Los estudios también muestran cómo la naturaleza del desarrollo capitalista se modificó de manera significativa de un lugar a otro. En algunas regiones, el mercado mostró su supuesta afinidad con la fuerza de trabajo asalariada, absorbiendo trabajadores migrantes de las comunidades campesinas locales, nacionales, y, por supuesto, internacionales; en otros lugares, o bien se reforzaron las formas "tradicionales" de peonaje, o se crearon nuevas formas de trabajo forzado. En Cuba y en Brasil, la esclavitud floreció hasta que el abasto de esclavos fue interrumpido por iniciativa británica, en la segunda mitad del siglo XIX (Bethell, 1970; Murray, 1980). En las antiguas tierras indígenas de Me-soamérica y de la región de Los Andes, los terratenientes recurrieron a la coerción de las poblaciones indígenas y mestizas para asegurar la fuerza de trabajo para sus empresas. El auge cafetalero de Guatemala incluyó el acoso de mano de obra y el fortalecimiento de las divisiones étnicas (McCreery, 1994; Smith, 1990). En México, un sur coercitivo y plantocrático se confrontó con un norte más liberal y capitalista (puede profundizar el paralelo con Estados Unidos: la Revolución Mexicana presenció la victoria del norte y la

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irrupción (fuereños oportunistas) de norteños en el sur recalcitrante; Knight, 1986: II 236-251). En Brasil fue un norte productor de azúcar en decadencia, incapaz de retener su mermada población esclava, el que promovió la abolición, frente a la oposición de São Paulo, ese gran bastión de la esclavitud y de la modernidad (Conrad, 1972; Toplin, 1972). Muy distinto en su impacto regional y rural fue el desarrollo económico, orientado hacia las exportaciones (el desarrollo hacia afuera) tendió de manera consistente a promover las ciudades más importantes: Buenos Aires, São Paulo, Río de Janeiro, la Ciudad de México, donde una rica élite y una creciente clase media letrada fueron los principales beneficiarios del crecimiento económico, de la infraestructura urbana y del florecimiento cultural. Los estudios locales y regionales, mientras que son particularmente reveladores de los patrones del desarrollo socioeconómico, también dan luz sobre las tendencias y los acontecimientos políticos. En la mayor parte de los países latinoamericanos el crecimiento de la exportación facilitó el surgimiento de estados más fuertes y más solventes; y, en el siglo XX, conforme el continente experimentó una serie de golpes externos -la Primera Guerra Mundial, la Depresión, la Segunda Guerra Mundial-, también se incrementó el papel que jugaba el Estado. Los estados intervinieron cada vez más en la vida económica: regulando, gravando, e incluso expropiando. Especialmente durante y después de la década de 1930, el desarrollo hacia adentro llegó a prevalecer sobre la vieja estrategia que se orientaba a la exportación (véase Thorp, 1984). Los estudios regionales, por lo tanto, prestan gran atención al impacto de los acontecimientos nacionales e internacionales en las provincias, y de la interacción de los segundos con las fuerzas centralizadoras, tanto políticas como económicas. La Antigua República del Brasil (1889-1930) -una forma de gobierno basada en el balance delicado de los derechos e intereses de los estados- es un ejemplo clásico (Love, 1971; Wirth, 1977; Levine, 1978; Topik, 1987). También lo es, de manera distinta, la Revolución Mexicana. A pesar de la existencia de algunas nuevas síntesis (Knight, 1986; Hart, 1987), la dirección principal de "estudios revolucionarios", como se definen en general, ha sido hacia la historia local y regional. Si México era un país desparramado y abigarrado antes de la Revolución -"muchos Méxicos" según la frase de Simpson (1941), ahora un mantra para los mexicanistas- así también había muchas revoluciones, con respecto a las causas, al curso y al resultado. El Morelos zapatista difería de la Chihuahua villista; Sonora, la cuna de la triunfante dinastía sonorense de la década de 1920, era también a su vez distinta. A Yucatán, en el sureste, la revolución llegó "de fuera" a manos de 9 invasores del norte que descendieron a la península en 1915 (Joseph, 1982). Una década después, la gran rebelión católica conocida como la Cristiada -la Vendée de México- representó un repudio regional del anticlericalismo y de la centralización revolucionarios en los estados centro-occidentales de Jalisco, Guanajuato y Michoacán. No obstante, hasta estas burdas distinciones regionales requieren todavía de un deslindamiento espacial ulterior. En Michoa-cán, por ejemplo, las comunidades cristero/clericales existieron cara a cara con sus contrapartes revolucionarias/anticlericales. La política local con frecuencia giró en torno a

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estas enemistades históricas, que fueron redefinidas sucesivamente según la terminología política de la época: liberal y conservadora en el siglo XIX; revolucionaria y cristera en las décadas de 1910 y 1920. De ahí la importancia de una microhistoria genuina: la historia de comunidades individuales, reconstruida cuidadosamente con base en los archivos locales y en los relatos orales, de la que, en el caso mexicano, Luis González (1983) ha sido pionero. A pesar de que algunos historiadores de la revolución antediluvianos todavía se adhieren a la cruda noción de una insurgencia popular indiferenciada (Hart, 1987), la mayoría reconoce actualmente la infinita variedad de revoluciones a nivel local. En algunas comunidades, la Revolución fue acogida con vehemencia; para otros la revolución les había sido impuesta; en la comunidad de Luis González, San José de Gracia, 1910 no fue el annus mirabilis de la Revolución, sino más bien el año en que el cometa Halley apareció en el cielo y el loco del pueblo trató infructuosamente de volar desde el techo de su casa agitando sus alas de petate.

Hilos del Laberinto: La Gente Común Dicha historiografía centrífuga -la fuga del historiador del centro a las regiones- tiene su contraparte social o de clase. Además de huir del centro, los historiadores han tratado de sondear las profundidades olvidadas de las sociedades que estudian. La historiografía "del centro hacia afuera" ('centre-out') es complementada por lo tanto, por la historiografía "de abajo hacia arriba" ('bottom-up'), la historiografía, podríamos decir, de los de abajo, de "grupos tales como el de las mujeres, los criados, los niños, los campesinos, los vagos y los criminales" (Taylor, 1985: 119; cf. Guha y Spivak, 1985), el equivalente latinoamericano de la escuela de "estudios subalternos" de la India. Dicha tendencia es evidente en los cinco siglos de la historia de la posconquista. Los virreyes y prelados de la colonia le han cedido el terreno al campesino indígena (especialmente al briago, apedreador y rebelde), a la turba urbana y al artesano urbano, al funcionario mezquino y al cura levantisco, contraparte del "cura iletrado" ('hedge-priest') de la Europa medieval. Los archivos coloniales han facilitado, en particular, las investigaciones acerca de los subalternos de Latinoamérica; y ellos les han permitido a los historiadores ir más allá de las categorías estrictamente políticas o socioeconómicas -las camisas de fuerza que a menudo constriñen a los sujetos "populares"-, y penetrar las mentes y los comportamientos morales de la gente común. Ahora sabemos de su afición a la bebida y a la parranda (Taylor, 1979); de que recurrían a la violencia esporádica, tanto en la ciudad como en el campo; de su formulación de una religión "sincrética" que involucraba aspectos tanto del catolicismo como de la religión precolombina, de las creencias mesiánicas y milenarias que fluían como corrientes subterráneas bajo el edificio barroco del catolicismo tridentino. Si las rebeliones, e incluso las primeras huelgas industriales, han capturado evidentemente la imaginación de los historiadores, se ha prestado cada vez más atención a la vida cotidiana, a lo normal, a lo común y corriente, o a

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formas de "resistencia" que eran mañosas, discretas y anónimas, más que abiertas y violentas. Dicho enfoque, que incluye la investigación cuidadosa de grupos sociales en su mayoría iletrados y a menudo evasivos, no es fácil, y plantea exigencias particulares tanto a los historiadores como a los archivos (Taylor, 1985: 155; Van Young, 1990). Los últimos, producto de clases letradas "de rango superior", necesariamente admiten lo subalterno sólo en circunstancias particulares: durante, o después de revueltas o protestas populares; en los juicios de las cortes o en las investigaciones eclesiásticas acerca de la inmoralidad o la blasfemia. (Menocchio, el molinero hereje de Ginz-burg, ahora tiene sus contrapartes latinoamericanas). Ninguna de estas situaciones fomenta la revelación transparente, no son, en términos de Habermas "situaciones de habla ideales". Por el contrario, los plebeyos acusados pueden tener todos los incentivos para disimular. Sin embargo, la burocracia colonial, tanto laica como clerical, generó suficientes materiales que pueden diseccionarse sensiblemente. Lástima que no pueda decirse lo mismo de los gobiernos con frecuencia inestables del siglo XIX; por lo tanto, cuando se trata de "historia desde abajo", en especial de una historia que trata de ir más allá de las simples categorías socioeconómicas, el periodo de la posindependencia presenta problemas particulares. De nuevo, las guerras y las revueltas pueden ofrecer breves momentos de revelación, momentos en los que el "guión público" de la deferencia y de la cautela popular se rasga y hablan los grupos subalternos, tanto por sus hechos como por sus palabras, con una claridad y franqueza mucho mayores. Así, Florencia Mallon infiere un proto-patriotismo enérgico entre los campesinos de la sierra del centro del Perú durante la época de la Guerra del Pacífico (1879-1881): lejos de languidecer en un parroquialismo antina-cional, los campesinos de Huancayo resistieron al invasor chileno con mucho más compromiso y resolución que la "burguesía nacional" peruana, la que según algunos pronósticos teóricos, era la portadora escogida del nacionalismo temprano (véase Mallon, 1983; 1987; Bonilla, 1987). La conciencia patriótica campesina, asegura Mallon (1995), no fue particular de Perú, de hecho, se podría hablar incluso de una escuela emergente de estudios campesino-nacionalistas, incluyendo, por ejemplo, a México y Nicaragua (Gross-man, 1992). Ni tampoco se confinó exclusivamente a cuestiones de identidad nacional: más bien, ejemplificó una crise de conscience más amplia entre los grupos populares del siglo XIX que, según Mallon, movilizó y politizó e incluso desarrolló un "discurso nacional-democrático", -para utilizar la expresión de moda-, que incorporó preocupaciones locales y particulares a las demandas universales. Algunos podrían argumentar que las atrevidas afirmaciones de Mallon, rebasan sus datos empíricos. Pero ella subraya debidamente dos puntos relacionados: primero, que los grupos populares -incluso durante el sombrío siglo XIX- sostuvieron ideas, teorías y proyectos, y que mostraron ingenuidad, autonomía y creatividad; no fueron ni los primitivos inertes de la historiografía conservadora, ni tampoco, como nos lo ha recordado E. P. Thompson, los prisioneros de imponentes estructuras históricas, como lo sugiere el marxismo estructural. A este respecto, los campesinos, como

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también otros grupos populares, ya no pueden relacionarse con los perros de Pavlov, sino más bien con los animales políticos de Aristóteles, que poseían ideas, objetivos y sabiduría, incluyendo una sabiduría del mundo más allá de su aldea. El estudio de la historia cultural y del proto-nacionalismo de las élites es un campo establecido y todavía productivo; sin embargo, hoy en día los temas que antes se reservaban para el estudio de la élite han invadido la historia "popular", y "al pueblo" en la actualidad se le atribuyen cerebros ágiles, además de estómagos vacíos. Sin duda, la cultura y la conciencia del pueblo difieren de su contraparte, de la élite. Esta última puede, hasta cierto grado, ser extraída de fuentes impresas; para las comunidades en gran parte iletradas, la transmisión de ideas y de símbolos requiere enfoques alternativos. Recientemente, los historiadores han considerado la violencia simbólica (Szeminski, 1987), los rituales y las fiestas (véase el novedoso simposio, Beezley et al., 1994), las bandas militares del siglo XIX y las revistas de tiras cómicas del siglo XX (Thomson, 1994; Hinds y Tatum, 1992). En particular, los historiadores de Latinoamérica han percibido una especie de compromiso histórico que vincula a los grupos populares con el liberalismo del siglo XIX (especialmente el liberalismo patriótico). El liberalismo no era simplemente una ideología de élites mercantiles librecambistas. Esto puede parecer banal para estudiantes de la historia de Europa o de Estados Unidos, para quienes la noción del liberalismo popular no es ningún oxímoron. Los historiadores latinoamericanos y, de manera más general, los científicos sociales, generalmente han considerado al liberalismo como impuesto, elitista y antipopular (mientras que el catolicismo y el conservadurismo, por el contrario, se han considerado como orgánicos y populares) (Burns, 1980; Tutino, 1986). Esta última perspectiva no es del todo equívoca, aunque los recientes intentos para abordar las políticas y creencias populares del siglo XIX y principios del siglo XX demuestran claramente el poder del liberalismo popular, e incluso campesino, que es menos el producto de un raciocinio reposado que de exigentes eventos y conflictos históricos: la invasión chilena de Perú (1879), la invasión francesa de México en la década de 1860, la invasión de Estados Unidos a Nicaragua, y la persecución de Sandino en la década de 1920. Tristan Platt (1987: 285-286) considera que el campesinado indígena del altiplano de Bolivia estaba vinculado al estado liberal por medio de un pacto político y simbólico, según el cual el pago de tributo implicaba el reconocimiento de la autonomía de la comunidad. Pero, en todos estos casos prevalecieron significativas variaciones locales. Si los campesinos, que constituían la mayor parte de la población de Latinoamérica, estaban más insertos en la política nacional de lo que anteriormente se pensaba, tal vez no resulte sorprendente el hecho de que, al igual que los grupos de élite más letrados y más conocedores, tuvieran divisiones importantes y lealtades contrastantes: así, cuanto más estudiamos la cultura popular, más rica y variada aparece, y los viejos estereotipos de insípida uniformidad parecen menos válidos (Knight, 1994). El rescate de las "clases subalternas" del olvido historiográfico -de la "enorme condescendencia de la posteridad" (Thompson, 1968:13)- no es sólo una cuestión de campesinos indígenas o de proto-patriotas. Brasil, por

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ejemplo, fue testigo de una serie de movimientos mesiánicos, algunos de una escala y de una duración considerables; el más celebrado fue el de Canudos, violenta y -¿gratuitamente?- reprimido por el ejército en 1897 (Levine, 1992). A pesar de que el mesianismo afectó a otras sociedades de Latino-américa, floreció de manera más intensa en el Sertão de Brasil, por razones que los historiadores se disputan apasionadamente (Pessar, 1981; Queiroz, 1985; Diacon, 1992). Brasil fue también una fuente fecunda de otro fenómeno latinoamericano polémico y característico: el bandolerismo. Así, la noción de "bandolerismo social" de Eric Hobsbawm (el bandido como Robin Hood y el bandolerismo como una forma de protesta social substituta) se ha probado de manera extensiva en el contexto latinoamericano (Joseph, 1990; Slatta, 1991; Singelmann, 1991; Birkbeck, 1991; Joseph, 1991). Pero la historiografía brasileña, y en menor grado la cubana, ha considerado necesariamente una tercera cuestión, que resulta no menos relevante para el análisis comparativo: la institución particular de la esclavitud, su surgimiento y caída, su razón de ser económica y política, sus funcionamientos internos. Los sugerentes -aunque cuestionables- estudios de Gilberto Freyre han dado paso a una serie de enfoques especializados: a estudios de la economía escla-vista, algunos de una sofisticación claramente cliométrica; a estudios de la abolición, tanto nacional como internacional; y, de manera más significativa en años recientes, a estudios acerca de los movimientos de protesta de los esclavos, de su cultura y su vida cotidiana. Como se sabe, el desplome de la esclavitud en Brasil, no sólo fue resultado del torniquete naval británico, de contradicciones económicas internas o del abolicionismo de una clase media magnánima; los esclavos mismos también jugaron un papel, especialmente durante las debacles finales del último bastión esclavista, São Paulo (Conrad, 1972: cap. 16; Toplin, 1972). Los esclavos cubanos y peruanos jugaron también un papel importante en el desarrollo de su propia emancipación (Blanchard, 1992; Scott, 1985). La resistencia de los esclavos, particularmente en Brasil, había marcado el siglo XIX, algunas veces asumiendo la forma de una protesta abierta (Reis, 1993), otras, desplegando las encubiertas "armas del débil". Conforme el espectro de la "resistencia" se amplía, los historiadores de la esclavitud han empezado ahora a recap-turar las experiencias subalternas que son menos violentas y llamativas. Los archivos de los tribunales revelan las vidas de esclavas y de criadas domésticas; estamos aprendiendo cada vez más de la vida cotidiana de los emancipados. Los biógrafos, enamorados por tradición de las élites de hombres blancos, han empezado, si las fuentes lo permiten, a echar sus redes de manera más extensiva (Lauderdale Graham, 1988; Silva, 1993 es una biografía rara). Los "rostros de la multitud" -antes una masa indistinta y anónima- han empezado ahora a adquirir rasgos individuales. La esclavitud terminó en la segunda mitad del siglo XIX, aunque formas de trabajo coercitivas, como el peonaje (esclavitud de deuda) y el enganche, sobrevivieron e incluso florecieron todavía bien entrado el siglo XX. No obstante, conforme nos adentramos en el siglo XX, es la creciente clase obrera urbana la que llama cada vez más la atención. Hasta hace muy poco la atención estaba excesivamente teñida por la gran teoría y por burdas

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presuposiciones. Si, como lo he sugerido antes, algunos estudiantes improvisados de Latinoamérica consideraban al campesinado como marginal, iletrado y parroquial, con frecuencia prestaban una atención des-proporcionada a la (pequeña) clase obrera urbana, buscando, aunque generalmente en vano, una vanguardia revolucionaria, y ponderando cuestiones de origen europeo un tanto bastardo. ¿Fue el movimiento obrero un movimiento revolucionario? Si no lo fue, ¿por qué no? ¿Podría decirse que el estado latinoamericano -especialmente el estado "populista" de mediados del siglo XX, el estado de Perón, Cárdenas o Vargas- coopta a los trabajadores, extrayendo así el aguijón de la revolución? ¿Acaso los trabajadores vendieron sus derechos de primogenitura revolucionaria por una ración de caldo populista? Éstas son cuestiones cargadas, pero no carecen totalmente de sentido, y todavía son discutidas, aunque más por los científicos políticos que por los historiadores. Sin embargo, estos cuestio-namientos fomentan un enfoque macropolítico desmedidamente de arriba hacia abajo para la historia de la clase obrera. Los trabajadores eran considerados como clientes políticos (o subversivos ocasionalmente), no como actores sociales, económicos y culturales. También eran considerados, con demasiada frecuencia, como esencialmente reactivos, fácilmente manipulables por los caudillos populistas maquiavélicos y, en especial, por los caudillos que supuestamente sacaron provecho de las tendencias clientelistas de la primera generación de trabajadores urbanos que habían emigrado del campo "tradicional" a la "ciudad moderna". Política en su enfoque, la historiografía de la clase obrera latinoamericana se concentró en un trabajo organizado -como opuesto al no organizado- en los hombres más que en las mujeres, y en los principales sindicatos y confederaciones, en especial en aquellos que estaban vinculados con los partidos políticos de izquierda, más que en grupos o relaciones informales. El único trabajador bueno era el rojo; la casa del sindicato y la Internacional tenían más peso que la cantina y el tango. Algunos análisis -incluso algunos buenos- se hundieron en una sopa de letras de siglas impersonales. Ahora, justo cuando la atención que se les ha prestado a los campesinos y los esclavos es más comprensiva y solidaria, así también los historiadores de la clase obrera desagregan las siglas, evitan las viejas preguntas simplistas (¿eran los trabajadores revolucionarios y, si no lo eran, por qué no?) y descienden de la oficina del sindicato a la fábrica, e incluso en algunos casos hasta el bar, el billar o el campo de futbol. El resultado no es, para citar la vieja descripción de la historia social de Trevelyan: "una historia que deja la política fuera", sino una historia en que la política está localizada dentro de un contexto social, económico y cultural, en la que figuran tanto los trabajadores no organizados como los organizados, las mujeres además de los hombres, los artesanos así como los trabajadores industriales, y en la que se debaten asuntos más sutiles de protesta y acomodo, de "resistencia e integración". Esta tendencia no se confina por entero al siglo XX. La colonia también tuvo su clase obrera, especialmente en las minas: la primera gran huelga de México, tema de un reciente estudio, data de 1766. Los historiadores también han empezado a estudiar el papel clave que jugaron

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los artesanos en la sociedad y en la política urbanas del siglo XIX, principalmente en Perú y en Colombia; han descubierto tradiciones de organización, de protesta y de cultura que precedieron al surgimiento de la industria y de la "cuestión social" de la década de 1900 (Gootenberg, 1989; Sowell, 1992; nótese también Thomson, 1989). Con todo, dada la resistencia de las fuentes escritas para una investigación detallada de la cultura de la clase obrera, ha sido la época reciente, a partir de 1930, la que se ha beneficiado más de la historia oral, con el desciframiento de siglas insulsas, y con el desarrollo de una "nueva historia de la clase obrera". Estos enfoques son evidentes en el novedoso estudio acerca de los trabajadores azucareros nicaragüenses de Jeffrey Gould (1990), en el trabajo semanal de Daniel James (1988) relativo a los trabajadores peronistas en Buenos Aires, y en la influyente historia de Peter Winn sobre los trabajadores de la industria textil de Yarur, Chile, en la década de 1970. La historia oral, por supuesto, no es un passe-partout; presenta problemas particulares. Las voces de los subalternos, como sus contrapartes elitistas, tienen su propio rollo, para emplear un mexicanismo útil, su propio discurso preparado, a menudo de manera inconsciente. También se entiende que sean cautelosos cuando tienen que hablar con los preguntones gringos. En este tipo de investigación, que va más allá de la mascarilla quirúrgica y de los archivistas caza palomas, pueden surgir problemas adiconales, por no decir riesgos. Peter Winn (1986: VIII) fue arrestado por los militares chilenos y después de tres días de interrogatorio, se le advirtió: "no tenemos ninguna prueba de que usted halla cometido exactamente un crimen... pero hablar con nuestros trabajadores, entrevistar a los líderes del sindicato, todo resulta muy sospechoso. No queremos que nadie hable con nuestros trabajadores"; y después de esto fue expulsado sumariamente del país. No obstante, cuando los riesgos y problemas pueden superarse, la historia oral, como complemento del trabajo de archivos, puede proporcionar una imagen más clara de las "vidas de los trabajadores", una imagen que no es ni exclusivamente política ni exclusivamente cargada de burdos presupuestos eurocentristas. He dejado hasta el final a la mayor víctima de la condescendencia de la posteridad: a las mujeres, (Lo que es más, mi referencia breve y tardía les parecerá a algunos como algo pasajero y formulaico: en inglés, tokenism). La historia tradicional de Latino-américa fue una historia en la cual, de una manera general, las mujeres quedaron fuera. Los historiadores políticos podrían alegar, por supuesto, que las mujeres generalmente jugaron un papel menor en la política, en especial si la "política" significaba "alta" política, la política de presidentes, generales, caciques y caudillos. Pero ésta no era una regla absoluta y durante el siglo XX, conforme se desarrollaron el sufragio universal y los partidos de masas, el papel político de las mujeres también se incrementó (Lavrin, 1994). No obstante, mucho más importante ha sido el giro en el énfasis historiográfico, y como resultado del cual los historiadores han empezado a investigar a las mujeres en los conventos, en las metrópolis del siglo XIX, en los campos cafetaleros de São Paulo o en las filas de los ejércitos revolucionarios de México. Si, de manera inicial, las minorías feministas articuladas llamaron la atención, ésta se ha centrado hoy

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en grupos más numerosos -y quizás socialmente significativos-, hasta ahora víctimas de la negligencia historiográfica: las prostitutas de Buenos Aires, las maestras que trataron de llevar el "socialismo" al campo mexicano machista en la década de 1930. Además, como lo sugieren estos ejemplos, la investigación acerca del papel de las mujeres requiere un planteamiento más amplio de las cuestiones de género, que afectan a los hombres no menos que a las mujeres. En un continente y en una cultura en donde las nociones del patriarcado como el estereotipo del macho latinoamericano han tenido un fuerte arraigo, los his-toriadores han comenzado a aclarar cómo el género abusaba de la estructura del trabajo y de la guerra, del nacionalismo y de la religión. (Fowler-Salamini y Vaughan, 1994: XIX-XX; Mallon, 1995: XIX, 69, 79).

Hilos del Laberinto: La Teoría La nueva historia de la clase obrera, como la "nueva historia del campesinado" y la "nueva historia local", necesariamente tiende a tomar un enfoque estrecho. La investigación pionera no puede hacerse con una lente gran angular. De manera ocasional, el enfoque más fino lleva a una cierta miopía. El historiador de una comunidad se sumerge en cada uno de los detalles; la búsqueda meticulosa en los archivos se vuelve un fin obsesivo en sí mismo; el historiador local incluso adquiere un cierto chovinismo parroquial, recurso que le sirve, tal vez, para espantar a posibles intrusos del terreno que ha elegido como propio. Como resultado podríamos confundir no sólo el bosque por los árboles, sino incluso los árboles por las ramas. Afortunadamente, los mejores historiadores que tienen un criterio más amplio siguen teniendo la perspectiva completa del cuadro. Mientras permanecen fieles a sus estudios de caso, tratan de vincularlos a los debates importantes, y hasta pueden iniciarlos. En este sentido se ha mencionado el patriotismo putativo del campesino de Florencia Mallon. Steve Stern se ha basado en su precursora investigación sobre los campesinos peruanos coloniales para disputar las simplicidades sublimes de la teoría de Wallerstein relacionada con el sistema mundial. Eric Van Young vincula su trabajo acerca de la insurgencia campesina, a cuestiones comparativas más amplias, y aplica discernimientos teóricos tan diversos como el psicoanálisis y la teoría del espacio geográfico: Freud y von Thünen coinciden en los vestíbulos de Clío. En el campo de la historia de la clase obrera moderna, los estudios de caso se han situado dentro de debates más amplios sobre las relaciones del estado y de la sociedad civil; y si es necesario retomar viejas cuestiones (vgr., ¿cooptó el estado a los trabajadores?) por lo menos las preguntas se plantean con una sofisticación mucho mayor y se responden con más evidencias empíricas que en el pasado. Por supuesto, los debates de este alcance casi nunca se resuelven: el carácter de la Revolución Mexicana -que depende mucho a su vez de la naturaleza de la vida y de la política del campesinado mexicano- sigue siendo una cuestión polémica; recientes estudios referentes a la clase obrera brasileña han generado fuertes debates en cuanto a las actitudes que muestra la clase trabajadora frente al go-bierno, y los respectivos papeles de clase y género que jugaron en la movilización de los trabajadores (Wolfe, 1991a, 1991b; French, 1991).

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Es como debe ser. La historiografía no entraña un proceso gradual, pacífico y consensual de expansión de fronteras. Como la verdadera frontera, la frontera de la historiografía es dentada, irregular y, algunas veces, violenta. (También hay, deberíamos indicar, una frontera "interna" masiva: vgr., una gran ignorancia en zonas que habíamos pensado bien consolidadas, en especial en relación con el periodo de ca. 1820-1870). El avance de los historiadores no sólo se rige por la lógica de los archivos -el paso del tiempo, el lento proceso de rescate y de reorganización de archivos-, sino también por cuestiones propias de la época. Como ya lo he subrayado, la historia regional, local y popular se ha desarrollado de manera dramática, en parte como respuesta a modas historio-gráficas que rebasan a la propia Latinoamérica. América Latina también ha participado, aunque en menor grado, en la más sofis-ticada historia económica "cliométrica" y en la fertilización cruzada que ha tenido lugar en las ciencias sociales, de manera más general. Un ejemplo evidente, y muy positivo, es la fusión de la historia y la antropología, resultado, por un lado, de los agudos estudios que los historiadores han hecho al concentrar su atención en las pequeñas comunidades y en su vida interna cultural y simbólica, y por el otro, por el paso que los antropólogos han tenido que dar para dejar el estático funcionalismo estructural ("sincrónico"), y mostrar un creciente interés tanto en los análisis históricos ("diacrónicos") como en comunidades no indígenas. De esta manera, los conceptos antropológicos, como la "comunidad campesina corporativa cerrada", son debatidos ardientemente por los historiadores de la Revolución Mexicana (aquí, como en todas partes, la poderosa y, en general, provechosa influencia de Eric Wolf es evidente). Se han escrito estudios, ya sea monografías o análisis más amplios, en los que la "historia" ya no puede deslindarse de la "antropología", y en los que, de hecho, se reconoce la inspiración disciplinaria dual: el impresionante análisis de Paul Friedrich (1977; 1986) sobre el pueblo revolucionario de Naranja; el comparable estudio de Daniel Nugent (1993) relacionado con Namiquipa, en el norte villista; y la historia monumental de Antonio García de León (1985) de la Chiapas colonial y moderna, a la cual los acontecimientos actuales le han dado una relevancia adicional. El viraje antropológico se asocia con la transferencia a la semiótica, la preocupación -¿posmoderna?- por descifrar textos y deconstruir el discurso. Hablo de estas cuestiones con precaución e ignorancia. En un sentido, los historiadores siempre han decons-truido el discurso (si lo hicieron bien o mal es otra cuestión). Algunos, ciertamente han puesto una excesiva fe positivista en los dictámenes de documentos, pero no es nada nuevo que se advierta a los estudiantes acerca de la necesidad de "interrogar" los documentos y de mostrar un debido escepticismo en lo que se refiere a los motivos de los escritores. E. H. Carr (1964: 22-27) fue, a este respecto, un semiótico avant la lettre. A pesar de todo, esto no quiere decir que los historiadores trabajen con textos que flotan a la deriva, y que pueden ser objeto de interpretaciones infinitamente variadas, detrás de las cuales la "realidad histórica" se queda absor-tamente escurridiza. El reconocimiento del sesgo y de la autonomía textual es compatible con un cauto compromiso hacia una histo-riografía "objetiva" (significando con ello una historiografía

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que tienda a aproximarse lo más posible a la "realidad", sin dejar de reconocer que ese objetivo es inalcanzable). Este reconocimiento no es nada nuevo, algunos veteranos como Max Weber (1970) y Jack Hexter (1971) ya habían expresado esta opinión hace décadas. Así como M. Jourdain habló en prosa durante décadas sin darse cuenta de ello, muchos historiadores (no digo todos) han practicado la deconstrucción discursiva (si así queremos llamarla) de manera inteligente y escéptica, sin caer en el hoyo negro de un franco relativismo. En pequeñas dosis, el deconstructivismo puede sensibilizar a los historiadores para el reconocimiento de ciertos matices textuales. Sin embargo, una sobredosis puede llevar a un desprendimiento surrealista de la realidad, conforme los textos, a veces muy pocos, vuelven víctimas de una tortura despiadada, y como las brujas de Salem, revelan los "subtextos" que sus interrogadores quieren oír, triunfando la mórbida imaginación en contra del sólido sentido común. En cuanto a esto, el deconstructivismo -y el viraje posmo-derno del cual forma parte- se deleita en múltiples significados, ambigüedades y veleidades intelectuales; de nuevo es un antídoto útil, si fuera necesario, para el testarudo positivismo, pero también un solvente de la gran teoría, o incluso de las hipótesis de mediano alcance. Un enfoque así tiene sus inconvenientes, los defectos de sus virtudes escépticas. El testarudo positivismo y el caprichoso posmodernismo pueden ser polos aparte, aunque comparten una hostilidad común en contra de las teorías generales y los grandes paradigmas que, para ambas escuelas, aparecen como motores engañosos del autoritarismo intelectual. Y es en este punto en el que la historiografía de Latinoamérica -otra vez siguiendo las tendencias generales- es deficiente en la actualidad. Casi todas las tendencias historiográficas recientes, mencionadas arriba, conspiran para producir una historia, estrecha, en general muy experta, a veces miope (Taylor, 1985: 120). El profe-sionalismo riguroso, un conocimiento íntimo del archivo o de los archivos, la inmersión en el texto, incluso un agregado de antropología, todos tienden a propiciar un enfoque estrecho y a impedir comparaciones más amplias. Las hipótesis que se generan a partir de estos trabajos -y la historiografía depende de hipótesis, ya sea explícitas o implícitas- suelen ser de bajo nivel ya que están limitadas a un alcance estrecho, espacial y temporalmente. Nos hablan de procesos sociales en este lugar o en ese periodo, pero rara vez establecen vínculos a través del espacio y el tiempo; y si invocan a la "gran teoría" -los "conceptos organizadores" por los que la diminuta masa confusa de la historia puede ser ordenada de una manera útil-, lo hacen ya sea de paso o para descartarla. De esta manera, se nos hace creer que los grandes paradigmas que alguna vez anduvieron con paso airoso por las sabanas de la historia latinoamericana -la teoría de la modernización, el estructuralismo marxista, la teoría de la dependencia-, adquirieron un paso lerdo hasta terminar muriendo; sus huesos blanquecinos pueden encontrarse en textos gastados de la década de 1960 o en notas al pie de página de la de 1990, que no pueden tomarse en serio. Como cualquier extinción, ésta también tuvo su lado positivo: los paradigmas pesados que no podían resistir la crítica depredadora merecían morir. Así, las nociones simplistas de carácter

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nacional, de atraso hispano-católico y de estereotipos raciales han sido exterminadas con justa razón (aunque nótese Dealy, 1992). Ningún historiador o historiadora que merece el pan que se come interpreta a la sociedad brasileña en los términos de concupiscencia tropical en que Gilberto Freyre lo hizo. Las simples "dicotomías distorsionantes" en las cuales los historiadores alguna vez moldearon una realidad histórica compleja, han sido modificadas severamente, si es que no han sido descartadas del todo. Pocos historiadores considerarían hoy a la teoría de la modernización como un passe-partout para el entendimiento histórico (aunque debo destacar que la teoría de la modernización por desgracia ha regresado, sutilmente disfrazada en el discurso "neo-liberal" actual). Por otro lado, algunas extinciones fueron discutiblemente prematuras. La teoría de la dependencia, que postulaba una Lati-noamérica condicionada de manera desventajosa por su sujeción a sucesivas metrópolis imperialistas -España, Gran Bretaña, Estados Unidos-, era ciertamente simplista y, algunas veces, completamente errónea. Exageraba los estímulos externos, creaba dicotomías simples (metrópolis/satélite), y describía un capitalismo casi atemporal e indiferenciado (Frank, 1969). Aunque, a pesar de un descrédito severo (Platt, 1980; y, a manera de respuesta, Stern y Stein, 1980), sigue contando con una cierta utilidad analítica limitada. Hay tiempos y lugares en los que la teoría de la "dependencia", bien interpretada, es aplicable de manera ventajosa, como en el Yucatán del porfiriato (Joseph, 1982: 41- 65, 299). En lo que es probablemente el mejor estudio general de la posindependencia de Latinoamérica, Tulio Halperín (1993: caps. 4, 5; nótese también Taylor, 1985: 123-124, 132) considera el periodo de 1850-1930 como un lapso que presenció el surgimiento y madurez de un "orden neocolonial". El estructuralismo marxista, que vió la historia de Latino-américa en términos de modos de producción en desarrollo, ha sido igualmente eclipsado por un difundido y, a menudo, precipitado rechazo del marxismo como un sistema de indagación intelectual. (No me refiero, por supuesto, al marxismo, o comunismo, como sistema de gobierno, el cual es una cuestión diferente). Al rechazar, o simplemente descuidar, la gran teoría de esta naturaleza, los historiadores tienden a fomentar una fragmentación excesiva de su disciplina, en tanto dejan la difícil e importante tarea de hacer hipótesis de alto nivel a aquellos (sociólogos, científicos sociales, periodistas, eruditos instantáneos y gurús autoelegidos) cuyo conocimiento débil de la historia parece fomentar, más que evitar, generalizaciones estratosféricas (sobre Wallerstein, véase Stern, 1988b (respuesta a Wallerstein, 1988); cfr. Fukuyama, 1992: 21-22, 103-106). Incluso a bajos niveles de generalización -en donde, si se quiere, entran las "hipótesis de mediano alcance"- los historiadores han abdicado el campo quizás demasiado fácilmente y lo han cedido con demasiada generosidad a los no historiadores. Les ha tocado a los Colliers -científicos políticos- intentar la más ambiciosa síntesis reciente de la historia de la clase obrera de Latinoamérica. La aplicación de Barrington Moore a Latinoamérica -y la interesante comparación que el planteamiento de Moore sugiere con la Europa balcánica- ha sido realizada y bastante bien, por un sociólogo, no por un historiador (Mouzelis, 1986).

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Así, llegamos al periodo reciente de la "democratización política" y de la economía neo-liberal. Los historiadores no han jugado más que un pequeño papel en la floreciente industria de los estudios sobre la"democracia", que ha prosperado en años recientes. Como resultado, los científicos políticos, y otros, se han aprovechado de la historia con una relativa impunidad. Han aclamado un nuevo mundo feliz y democrático que está lejos de ser nuevo y pudiera no ser tan feliz. Los historiadores, en contraste, harían énfasis en los ciclos recurrentes, más que en la franca novedad, subrayando las estructuras de poder más que las transformaciones superficiales, las variaciones locales, más que las insulsas generalizaciones nacionales. Se preguntarían, quizá qué tan "nuevos" realmente fueron los "nuevos movimientos sociales" de la década de 1980, y si el chivo expiatorio del "populismo económico" realmente tiene alguna relación con los regímenes "populistas" clásicos de la década de 1930. Ellos someterían, en otras palabras, los presupuestos de moda de hoy a una crítica histórica informada y escéptica. Desafortunadamente, casi no lo han hecho. Los imperativos de la profesión histórica -la experiencia en archivos, la investigación minuciosa, la publicación especializada- han militado en contra de un enfrentamiento abierto con las tendencias actuales en los estudios sociales y con la forma de hacer política. Como resultado, la mayor transformación que Latinoamérica ha sufrido durante los últimos quince años -años de crisis económicas, de ajustes estructurales, de experimentos neoliberales y de una democratización vacilante- ha tenido lugar en un ambiente intelectual de una ligera amnesia. Los científicos sociales oportunistas -economistas primero y después científicos políticos- han repartido consejos y análisis; pero, a excepción de unos cuantos casos, su perspectiva ha sido de un "inmediatismo" ahistórico y de corto plazo. Lo mismo puede decirse de muchos de los tecnócratas que están hoy en el poder en Latinoamérica, quienes creen que la lógica atemporal del mercado debe trascender las tradiciones históricas desordenadas, y que, donde sea necesario, la historiografía puede volverse a escribir sin mayor pena para satisfacer esa lógica. Ellos no son la primera generación de tecnócratas que están de acuerdo con estas creencias, aunque su amnesia colectiva les impide darse cuenta de que están tratando con bienes de segunda mano. De aquí se deriva la perplejidad colectiva que resulta cuando la historia muestra su cara repugnante: cuando ahora, como en el pasado, la crisis económica afecta más los ingeniosos planes de los brujos economistas, o cuando la revuelta popular, impregnada de alusiones históricas, se levanta en la selva lacandona de Chiapas para desafiar los presupuestos pretenciosos de la "modernidad" del primer mundo. Mi conclusión de este rápido y subjetivo résumé es por lo tanto ambivalente. En términos de su volumen, sofisticación e interés intrínseco, la historiografía de Latinoamérica está vivita y coleando. Se han abordado nuevos temas (el género, los estudios sub-alternos) y se han tratado nuevos enfoques (la cliométrica, el deconstructivismo, la "antrohistoria", la "microhistoria"). La "condescendencia de la posteridad" ha sido corregida, aunque no eliminada; y la "democratización" de la historia resultante ha significado "encontrar

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sillas en el banquete de la historia para grandes encuentros de gentes olvidadas" (Taylor, 1985: 121). Los historiadores de Latinoamérica son conscientes de las tendencias y modas historiográficas de otros países, particularmente de Europa y de Estados Unidos (huelga decir que no ha habido una respuesta recíproca: la historiografía es una industria en la que las relaciones del centro a la periferia corresponden al antiguo y burdo modelo de dependencia). El volumen y la experiencia crecientes con frecuencia han sido acompañados por una excesiva delimitación e introspección; los historiadores han tendido a volverse sobre sí mismos, a vanagloriarse de su propio profesionalismo limitado, y han cedido, el campo más amplio del comentario y la comparación a los científicos sociales no historiadores. La historiografía por lo tanto ha sufrido de una cierta constricción intelectual; y, quizá de manera más importante, las ciencias sociales se han desprendido de sus anclas históricas. Sin embargo, en un tiempo de flujo social, político y económico como éste, las anclas históricas son cruciales, no para inhibir el avance, sino para salvar las tormentas y evitar un fracaso espectacular.

Traducción: Ma. Pilar Vallés Esquerrá.

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