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La Senda Del Dragon

Jun 14, 2015

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Capítulos promocionales del libro "La Senda del Dragón", libro que publicara la editorial "coronaBorealis" a lo largo de 2.010
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EUGENIO D.

MARTÍNEZ HURTADO

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< www.coronaborealis.es/>

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© 2.009, Eugenio D. Martínez Hurtado. All rights reserved

<[email protected]>

Mapas: © 2.009, Eugenio D. Martínez Hurtado

(nº de registro 0904203099697).

Derechos exclusivos: Eugenio D. Martínez Hurtado.

Nº M- 007929/2006 Registro de la Propiedad Intelectual.

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Tres son los elegidos.

Dos los guardianes y uno el sabio,

dos los cometas y uno la estrella,

como dos son las lunas y uno el planeta.

Dos los luceros y uno el fuego.

Tres son los elegidos.

Dos serán los protectores y escoltas,

pura su alma y fuerte su brazo,

y uno será el maestro,

iluminado en la paz y fiero en sus creencias.

Pues tres son los elegidos.

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PRELUDIO

LA CONJURA

Ocho oscuras figuras miraban atentamente a las estrellas. El

firmamento titilaba a través del agujero de la torre mientras los ocho pares de ojos lo escudriñaban en busca de signos y augurios. Allí estaban los mensajes de los Dioses, y sólo aquellos instruidos en los antiguos conocimientos podían descifrarlos.

Pero esa noche hasta los mismos Dioses parecían expectantes, observadores pasivos de lo que los simples mortales iban a hacer, de lo que sus humildes criaturas iban a intentar lograr.

El grupo estaba formado por humanoides de diversas formas y tamaños, todos diferentes pero a la vez iguales, pues cualquiera se hubiera percatado de que todos ellos vestían las mismas túnicas. Negras y con runas en la espalda. Runas rojas, como la sangre. Runas caóticas.

Dos de ellos portaban en sus manos oscuras dagas rituales. Las hojas, fabricadas con un metal negro, emitían un haz de oscuridad que ensombrecía a la misma tela de las túnicas. Otros dos llevaban en las manos grandes cálices de azabache, fabricados de una sola pieza cada uno, y ornamentados con el mismo metal negro que las hojas de las dagas. Otros dos portaban oscuros libros, con las hojas creadas a partir de la emponzoñada piel de demonios olvidados tiempo ha y lomos reforzados con el mismo ominoso metal. Los dos últimos escondían sus manos entre los pliegues de la túnica y se mostraban a la espera.

Cada uno de ellos estaba de pie en cada una de las puntas del arcano grabado que decoraba el suelo de la torre desde hacía milenios. Cada cual miraba a su homólogo, situado enfrente. Se encontraban intercalados de manera ordenada; el portador del Conocimiento en la punta izquierda, a continuación el portador de la Muerte, luego el portador de la Vida y, por último, el portador del Cáliz. Tal era lo estipulado para el sacrificio.

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En el centro de la sala, dentro del grabado, un enorme quemador refulgía con llamas añiles. Las llamas provenían de unos carbones al rojo blanco sobre los que goteaba regularmente una sustancia oscura, de aspecto viscoso, desde un pequeño depósito situado en lo alto de ocho finos brazos. Apenas iluminaban la sala, produciendo sombras engañosas a los mismos pies del misterioso grupo.

La luz azulina parecía menguar, retroceder sobre si misma, cada vez que siquiera rozaba los pies de alguno de ellos, y nunca sobrepasaba los límites del grabado, evitándolo con verdadera desesperación. Cada vez que caía una gota de aquella sustancia un siseo llenaba la sala, rompiendo el silencio, y una pequeña espiral de humo negruzco ascendía para escapar por el hueco del techo.

Después de su lenta y pausada danza cósmica, por fin las estrellas terminaron de alinearse en el cielo. Por fin Dieter Etzel estaba en su apogeo, rodeado por su tenebroso linaje. Por fin Orm y Herálion se encontraban en su ocaso y Lanval miraba desde lejos sin poder hacer nada. Por fin los Dioses menores estaban ocultos bajo los límites de la esfera celeste, esperando su turno para participar. Por fin el Gran Padre estaba decayendo y los cuatro Clanes estaban aun iniciando su ascenso al firmamento.

Por fin los Dioses Oscuros estaban en concordancia en el cielo. Los Dioses Grises no podía hacer nada y los Dioses de la Luz estaban dispersos, separados y lejos del cenit de su poder.

Después de más de un siglo y medio de espera, el cielo estaba en la disposición adecuada.

Por fin era el momento.

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CAPÍTULO I

LA MEJOR ESPADA

Desde que abrió sus puertas, hacía ya muchos años, los clientes llamaban a aquella taberna “La Rata Sonriente”. Nadie recordaba cuál fue el nombre original, pues al dueño le gustó el nuevo y lo cambió. “Lo cierto es que el nombre es de lo más acertado, las ratas deben cebarse generosamente con los abundantes desperdicios del suelo”, pensó para sí una oscura figura detenida delante de la puerta de entrada. No era el tipo de hombre que frecuentaba esos lugares, pero sus criados le habían indicado que le encontraría allí aquella noche. Y le necesitaba. Haciendo de tripas corazón abrió la puerta y, tras casi caer al suelo desmayado por los olores que le golpearon salvajemente el rostro, entró con paso firme.

El buen gusto en las formas estaba fuera de lugar en aquel antro, así que apartó de un manotazo al borracho que tenía delante y avanzó decididamente hacia el tabernero. La altiva figura avanzaba enfundada en una capa negra, cuidadosamente cerrada al frente, con la abertura ligeramente desviada hacia la derecha. El oscuro individuo sabía que aquella zona de la ciudad era muy peligrosa, más aún durante la madrugada, pues la guardia hacía años que rehuía el Dédalo.

El Dédalo era el barrio más bajo y decadente de todo Nublada. Estaba compuesto de casas a medio caer, que conformaban calles estrechas y sinuosas, sin ningún diseño previo. Además, allí sólo había ladrones, prostitutas y asesinos, que no se merecían que la guardia arriesgase su vida por ellos; y menos unas horas tras el ocaso. Así, al menos, lo había decretado el Endenable Bagham, gobernador de la ciudad.

En cualquier momento podía serle necesario desenvainar su espada, y aquella manera de vestir le permitiría hacerlo de la manera más rápida. Bajo la capa se ocultaban los brazos, la daga y la espada, en cuyo pomo descansaba la mano izquierda.

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Por fin llegó a una especie de barra. Hacía muchos años que la madera había empezado a resquebrajarse, pero aún se mantenía en pie. Más que suficiente para sostener las bebidas de aquel atajo de animales sudorosos y malolientes. Con cuidado, evitando el contacto con un par de borrachos que discutían sobre algún tema sólo inteligible para ellos mismos, golpeó la barra con el puño derecho. Gotas de vino barato saltaron bajo sus golpes y le mancharon el guante de cuero negro. Estaba limpiándolo cuando una voz llamó su atención.

– Qué se supone que quieres, señor “Don Importante”. Dime, ¿has venido por una mujer acaso?..., ¿quizás por un muchacho?

– No necesito de tus servicios para calentar mi alcoba, viejo estúpido –aquél hombre no debía tener más de cuarenta años, y aún así había perdido gran parte de su dentadura y casi todo el pelo–. Dime, ¿conoces a Tharek Driss?, me han dicho que esta noche iba a venir a este cuchitril.

Pareció dudar unos instantes. Una sombra de desconfianza se perfiló en sus labios, que se adelgazaron y torcieron hacia un lado en una tentativa de sonreír.

– Hace meses que no le vemos. De todos modos podrías decirme quién le busca y para qué. Quizás pueda encontrarle y darle el mensaje.

– Mira, no tengo ganas de jugar. Sé que su actual amante tiene la noche libre y que va a venir a encontrarse con él. Dime –la mano izquierda salió un instante de debajo de la capa y, rápidamente, volvió a desaparecer entre los pliegues. Una pequeña bolsa de monedas descansaba ahora sobre la barra–, ¿podrías indicarme donde se encuentra Tharek Driss y dejarnos de tonterías?

Los ojos del tabernero se abrieron como platos ante la visión de la bolsa; decididamente había acertado al juzgar a aquel sujeto.

– Pregunta en aquella mesa del fondo..., es cuanto puedo decirte –con una rapidez asombrosa para su apariencia cogió la bolsa, la sopesó y la guardó tras su delantal. En aquel mismo

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instante alguien requirió sus servicios en el otro extremo de la barra, adonde acudió presurosamente–.

– Otra ronda, tabernero –gritaba alguien desde la mesa que le había indicado. Una mujer joven, de piel blanca y pelo negro, subió a la mesa–. Así Melchái, baila para nosotros esta noche.

La negra figura avanzó resuelta hacia la mesa. La bella morena comenzaba a danzar atrevidamente en lo alto. Mientras tanto, un grupo de hombres la animaban con jarras de cerveza danzando al aire entre gritos y silbidos. Una vez llegó a su altura apoyó ambas manos sobre la mesa y, desafiante, miró a los hombres. La mujer, cogida por sorpresa, se trabó los pies y cayó a un lado. Incapaz de mantener el equilibrio, su espalda hubiera dado contra el suelo de no ser por un hombre que, rápida y ágilmente, la cogió entre sus brazos.

– Debes tener más cuidado al bailar Melchái. Si te hubieras caído nos hubieras estropeado la velada..., además de lastimar este maravilloso cuerpo –mientras decía estas palabras dirigió una mirada helada a la figura de negro–. Y bien, ¿quién se supone que sois vos que nos molestáis mientras disfrutábamos del baile de la moza? –era un joven de unos veinte años el que le hablaba con actitud despreciativa–, ¿acaso creéis que vuestros asuntos nos van a interesar más que sus firmes piernas?

La gente había dejado de gritar, los hombres no bebían ya y las mujeres ya no tonteaban con los clientes buscando fortuna. Era como si todos estuviesen expectantes por ver qué sucedía en aquél sucio rincón.

– Busco a Tharek Driss. Me han asegurado que aquí podría encontrarlo –fueron las únicas palabras del oscuro personaje–.

– ¿Y para qué se supone que desearía hablar contigo? Contesta, quien quiera que seas –dijo desafiante otro muchacho joven, mientras sus mejillas comenzaban a enrojecerse por una creciente excitación–.

– Vengo a ofrecerle un trabajo. Necesito de sus... ¿cómo decirlo?, habilidades. Será sólo una noche, cobrará generosamente,

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una parte por adelantado y el resto al finalizar su trabajo... tenga o no éxito la faena.

En otro lugar, con otros hombres, aquella promesa de dinero fácil hubiera sido razón suficiente. Pero no buscaba a un hombre normal, así que esperó pacientemente a que le dieran una respuesta evasiva, puede que incluso despectiva.

– Poseo más dinero del que podríais ofrecerme –dijo el hombre que había recogido a la mujer antes de caer. Su manera de hablar era algo tosca, forzada y brusca, indicando que era extranjero–, y ahora estoy reunido con unos “viejos” camaradas. No tenéis nada que me pueda interesar –se dejó caer sobre el respaldo de su silla y, con aire distraído, cogió su jarra–, os ruego que os vayáis.

– No sólo os ofrezco dinero, también poseo cierta información que os puede ser útil. ¿No os interesaría conocer el nombre de quién asesinó a vuestra hermana?

Aquella era su última esperanza. Sabía muy bien que la fibra familiar era muy importante para Tharek, y había guardado una última carta con la que jugar. Y, por cómo se le quedó mirando, en silencio, el hombre de negro juzgó que la había jugado bien.

– Vosotros, idos. Dejadme a solas con nuestro misterioso “amigo” –dijo secamente a sus acompañantes, que se levantaron en silencio y fueron a sentarse a otra mesa, a escasos metros–. ¿Y vos, no tomáis algo? ¡Tabernero, otra jarra!

Cogiendo una silla, el personaje de negro se sentó. Mientras esperaban la jarra ambos hombres se miraron detenidamente, estudiándose, en silencio. La mujer permanecía sentada al lado de Tharek, firmemente aferrada a su brazo y con la cabeza reposando sobre su hombro. El tabernero tardó apenas un minuto en servir la mesa, trayendo un par de jarras de cerveza.

– ¿Y bien?, ¿qué sabéis de la muerte de mi hermana? Ese es un suceso que muy pocas personas conocen. Tenéis mucho que explicar antes de hablar de negocios, como quiera que os llaméis.

– Oh, estáis en lo cierto. Disculpadme, las toscas maneras de éste ambiente se me deben de haber pegado. Mi nombre es Tadàin

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de Rous –y levantándose hizo un saludo pomposo y sonoramente aplaudido por toda la taberna. Él pareció no darle importancia–. Debéis de saber que pertenezco al consejo de la ciudad y, como miembro, tengo acceso a gran cantidad de información. La corte no es más que un nido de viejas cotorras y sus chismorreos llegan incluso aquí, a la periferia. No sólo sé todo lo referente a la muerte de vuestra hermana, sino que sé más de vos de lo que podéis imaginar. Es, por ello, por lo que he venido a buscaros.

– ¿Qué creéis saber de mí? Sólo soy un mercenario hábil en el manejo de la espada, que pone su brazo al servicio de quien pueda pagarlo y se lo merezca.

– Oh, no, sois más que eso. Lo sé todo sobre vos, como ya he dicho. Dejadme que os cuente una pequeña historia que seguro que os interesa.

El mercenario aceptó con un elegante movimiento de su cabeza y, mientras Tadàin de Rous se disponía a iniciar su relato, comentó unas palabras al oído de la mujer, que se levantó con aire enfadado. Fulminando con la mirada al noble, les dejó a solas. Con una sonrisa en el rostro, Tharek Driss bebió un lento sorbo de su jarra mientras evaluaba a su interlocutor. Luego adoptó una posición más elegante sobre la silla, dispuesto a escuchar qué tenía aquel individuo, oscuro como su indumentaria, que contarle.

– La historia comienza hace unos años, no demasiados. Existió en Isbandem un noble caballero llamado Lord Theron Driss de la casa McDrisshegar, que desde muy joven había dedicado su vida a servir a la casa Real. Aunque su vida le hacía permanecer ciertas temporadas en la corte, su verdadero placer se desarrollaba en el campo de batalla. Luchando contra las hordas de la Oscuridad obtuvo el reconocimiento de su patria como uno de los más bravos guerreros, y de sus hombres como el mejor de los Generales. Lord Theron Driss tuvo sólo un hijo, su primogénito y heredero del apellido familiar y de la fortuna de la casa McDrisshegar, al que desde muy pequeño educó para sucederle.

Por lo que podía apreciar, había logrado captar la atención de su interlocutor. Ahora, mientras contaba la historia, Tharek

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Driss estaba apoyado sobre sus codos, mirando pensativo a su jarra. Su mente estaba lejos.

– Durante la eterna guerra contra las hordas de Horreid, Lord Theron Driss, vuestro padre, sirvió valerosamente a la causa de los Dioses Grises. Pero en Isbandem, mientras sudaba sangre para defender los derechos de su rey, alguien conspiró contra él, poniendo en entredicho su honor y el de su familia ante un monarca fácilmente embaucable. Lavar la afrenta le hubiera resultado fácil, pero la muerte en el frente le impidió limpiar su nombre y, debido a ello, vuestra familia cayó en desgracia. El dinero se acabó en pocos meses y, convertido en un caballero sin propiedades, tuvisteis que alquilar la espada para poder mantener a vuestra madre y hermana. Finalmente, una prima de vuestra madre consiguió un puesto de doncella para vuestra hermana aquí en Nublada, una de las principales ciudades del Imperio y, por ello, vinisteis atravesando el Mar Interior en un barco que pagasteis con vuestros últimos fondos. De eso hace ahora dos años. Al poco de llegar vuestra madre cayó enferma y murió, y hace escasamente seis meses vuestra hermana cayó muerta con un cuchillo clavado en el corazón. Nadie fue nunca culpado de su muerte.

El noble khardesita hizo un alto para intensificar el dramatismo de sus palabras. Sin duda su interlocutor estaba muy afectado, pues no abrió los labios, ni siquiera levantó la cabeza de su jarra.

– Además, sé que en estos momentos no tenéis dinero encima. Es más, me han informado que desde hace dos días vivís de prestado gracias a los diversos favores que la gente del Dédalo os debía.

El otrora noble y ahora mercenario levantó por fin la vista. Sus ojos estaban húmedos, pero alrededor de sus labios una perilla del color negro de su pelo enmarcaba una amplia sonrisa.

– Verdaderamente –dijo el asombrado oyente mientras se dejaba caer de nuevo sobre el respaldo de la silla– me habéis asombrado. Nadie en toda Nublada conoce mi verdadera historia. Ni siquiera Melchái, con quien comparto mi cama desde hace casi un año. ¿Quién...?

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– ¡Eso no importa! –dijo tajantemente Tadàin de Rous– Ahora decidme, ¿escucharéis mi oferta?

– Sí, decididamente me habéis intrigado. ¿Qué queréis de mí? Debéis de saber que no asesino a nadie, al menos si la causa no me parece apropiada. Después de todo, tengo un honor que cuidar, como acabáis de demostrar que sabéis. Aunque algunas veces deba usar pequeños “trucos legales”...

Tadàin de Rous rió. ¿Realmente había creído que iba a proponerle un asesinato? No era que no hubiera planeado la muerte de otras personas. Incluso algunas las había llevado a cabo personalmente. Al fin y al cabo era un noble, y estaba en su derecho. Lo que le hacía gracia era que aquel ingenuo joven pensase que iba a implicarse en persona. Para eso estaban sus criados de confianza.

– No se trata de asesinar a nadie, ni mucho menos. Con un poco de suerte es posible que no tengáis ni que desenvainar la espada. Lo que necesito es un hombre de confianza que me ayude a “obtener” algo que no es de mi propiedad… pero debería serlo. Decidme si os interesa, pues si no es así no puedo contarte ya más.

– Un robo, ¿eh? –bien, aquello ya no intefería con sus creencias sobre el derecho a la vida de los inocentes–. De acuerdo, pero sólo si la víctima es un rico acaudalado. Mi honor no sufrirá ningún peligro con ello.

– Creedme si os digo que nunca hubo un hombre más rico en todo Târríen. Por eso no os preocupéis.

– Entonces acepto. Tenéis mi palabra de honor de que cumpliré mi parte del trato lo mejor posible. Y mi palabra es sagrada, bien lo saben los Dioses Grises.

Ahora era Tadàin de Rous el que miraba pensativo su jarra, ya casi vacía.

– No temáis. Esa fue la segunda razón por la que pensé en vos –dijo, tragándose los últimos restos de vino–.

– ¿Y cuál fue la primera?, si puede saberse –preguntó intrigado Tharek Driss–.

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– Simplemente busqué al mejor espadachín del Imperio, y varios de vuestros viejos “jefes” os recomendaron –Tadàin de Rous sonrió alegremente a su oyente al decir estas palabras–, incluso vuestros más enconados y jurados enemigos coincidieron en ello.

El joven pareció enrojecer, levantó su mano derecha y dando unos pases descuidados al aire con gesto despreocupado, como tratando de borrar las palabras, rió.

– ¿El mejor?..., ¿yo? Me temo que me habéis valorado en exceso. Quizás sea más hábil que la mayoría, pero hay en la misma Nublada al menos..., bueno, en vuestro Imperio quizás haya varios espadachines mejores que yo.

– Bien, como deseéis. Ahora tengo que irme. Mañana recibiréis un carruaje que os llevará a mi casa. Intentad descansar, al menos unas horas –mientras se ponía de pie sacó la mano derecha de dentro de su capa. Había cogido una gruesa bolsa llena de monedas y la arrojó a la mesa–. Espero que encontréis el pago satisfactorio. En todo caso el resto, junto con el nombre que debéis conocer, os los daré cuando finalicemos el trabajo. Buenas noches.

El isbandio recogió la bolsa con un intencionado gesto de descuido. Valoró rápidamente el peso y, por el tacto, el tamaño de las monedas. “Sí, puede que sea suficiente”, pensó. En cuanto Tadàin de Rous hizo ademán de levantarse Melchái, que había permanecido sentada en una mesa apartada, se levantó y se dirigió rápidamente a los brazos de su fogoso isbandio. En el cruce la mujer empujó deliberadamente, aunque con gesto ingenuo, al noble. Poco le faltó para acabar en el suelo debido a un golpe de cadera de aquella mujer.

– Mi noble señor –Tadàin de Rous ya se había recompuesto–. Ahora que hemos formalizado un contrato verbal os está permitido tutearme según las reglas del Dédalo.

– Bien –el noble apenas giró la cabeza y le miró con gesto altivo–. Tú sigue tratándome como hasta ahora.

Sin decir más se dirigió hacia la puerta. En el otro extremo de la sala los hombres con los que había encontrado sentado al

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isbandio, comenzaron a levantarse para retomar la fiesta donde la habían dejado. Antes de abandonar, por fin, aquella asquerosa taberna, aún llegó a escuchar sus bromas y, nítidamente sobre el resto de las voces, pudo escuchar unas palabras en isbandio.

– Toma cariño, cómprate un collar con éste dinero –la mujer se lanzó a por la garganta de Tharek Driss, dándole ardorosos besos. Se fue acercando a su oído y, tras darle un beso, le susurro algo–. Sí, yo también te deseo. Chicos –ahora volvía a hablar en un común lleno de matices– me temo que debo dejaros por esta noche.

La propuesta fue vitoreada por el grupo de hombres.

La mañana se presentaba gris. Las nubes en lo alto presagiaban tormenta, pero no era tiempo de lluvias. El viento corría entre los callejones del Dédalo, silbando como un hombre rabioso. Un hombre alto y bien formado, embutido en su capa negra, abrió la puerta de una vivienda situada en un segundo piso. Lentamente, evitando que los vientos le arrastrasen, fue bajando por la destartalada escalera hasta llegar al nivel de la calle. Allí, tal y como le habían prometido la noche anterior, le esperaba un carruaje. Estaba tirado por cuatro caballos de color gris oscuro y lo conducía un viejo cochero. “De confianza, sin duda”, pensó para sí Tharek. En la puerta lateral pudo observar el escudo de la casa de Rous. Tras saludar cortésmente al cochero subió al carruaje y se acomodó para disfrutar del paseo por Nublada.

La cabeza aún le dolía un poco, por lo que decidió aprovechar los mullidos cojines del coche y descansar durante el viaje. La fiesta en sí había acabado pronto, y no le había dado tiempo de beber en exceso. Sin embargo, Melchái era una mujer ardorosa y le había mantenido despierto hasta altas horas de la madrugada. Le dolían los brazos y la espalda, sentía una opresión en la nuca y las piernas aún parecían estar dormidas. Definitivamente aquella mujer era demasiado para cualquier amante.

Tras lo que le pareció un breve instante el coche se detuvo. El cochero, que debía de haberle visto dormir, dio varios golpes en el techo para desperezarle. Antes de que se hubiera recompuesto

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una mano abrió las cortinillas que había cerrado para impedir el acceso a la luz matutina. Tras ella apareció la cabeza de Tadàin de Rous, serio y preocupado.

– ¿Estáis bien? Espero que te encuentres en plena forma, pues en éste trabajo no nos podemos permitir ni un solo error.

Antes de que Tharek Driss pudiera contestar el rostro de Tadàin de Rous desapareció de la ventanilla. Su voz se oyó entonces fuera.

– ¡Venga salid!, que tenemos trabajo.

Una vez bajó el cochero golpeó a los caballos y el carruaje se puso en marcha. En apenas unos minutos desapareció en la lejanía. Ahora podía observar que no se encontraban en la ciudad. Durante el tiempo que había dormido habían abandonado la ciudad y se habían dirigido a un pueblo con un pequeño puerto.

– ¿Vamos a robar en un barco? Vaya, esto es una novedad…, nunca había actuado de pirata en tierra.

– Ni mucho menos. Vamos a tomar uno de esos barcos. Nuestro destino está aún a unos días de camino.

– ¿Cómo decís? Eso debe de ser una broma. Nadie me avisó de que saldríamos de Nublada. No he avisado a nadie; ni siquiera me he despedido. Además dijisteis que elñ trabajo sería cosa de una noche.

– Oh, descuida, ella te esperará... Además, ¿creías que la suma de dinero que te he dado sería por un trabajo sencillo? El trabajo te llevará no más de una noche, tal como dije… pero primero debemos llegar a nuestro destino –y tras eso comenzó a subir por la pasarela del barco más cercano–. Bueno, venga, ¿subes o no?

– Y ¿a dónde se supone, “oh, jefe”, que nos dirigimos? –le preguntó mientras subía, a regañadientes–.

Tadàin de Rous guardó silencio mientras observaba cómo los marineros terminaban de subir los bultos, los guardaban en la bodega y levaban anclas. Poco a poco, el puerto fue quedando en

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el horizonte y, en unos minutos, sólo el mar rodeaba al navío. Tras aspirar el aroma a salitre, le miró pensativo.

– Bien, creo que ya es un buen momento para saber hacia dónde nos dirigimos. Es justo, ¿no crees?

– También era justo informarme anoche de éste inesperado viaje y, sin embargo, no lo hicisteis –replicó con amargura el isbandio–.

– Quizás tengas razón, pero ¿quién soy yo para juzgar si el destino ha discurrido de manera equívoca? Mejor sigamos mirando hacia delante, viendo que nos depara el futuro. Y ese futuro, amigo mío, nos lleva directamente a través del Mar Interior, hasta Horreid.

– Ahora sé que estáis de broma, si no loco –por fin algo le hacía sonreír y, ese día, era complicado lograrlo–. ¿Sabéis acaso algo de ese lugar? Ese minúsculo país al suroeste de Isbandem no ha servido nunca ni para conquistarlo y dedicarlo a ser una provincia satélite sin valor.

– Ya conozco esa cantinela. No eres el primero que me lo dice –señaló Tadàin de Rous–. Al igual que sé que su nombre deriva de las antiguas leyendas que narran la entrada a través de los bosques del norte, que lo separan de vuestra orgullosa Isbandem, de los “horrores nacidos de la Oscuridad”.

– Sí, bueno, eso fue antes de que nos asentásemos los nobles isbandios y taponásemos la Gran Brecha Norte. Incluso durante la Guerra pocas fueron las alimañas que lograron pasar, sólo para morir en tierras de Isbandem.

El noble khardesita sonrió para sí; tal y como imaginaba, el orgullo de su acompañante era más fuerte que su deseo de no acompañarle, y pronto se había olvidado de Nublada, de la moza y del vino del Dédalo.

– ¿Y qué demonios se os ha perdido en esa tierra de nadie? No me puedo imaginar qué estamos buscando..., ni siquiera puedo imaginar quien está tan loco como para vivir en ese país muerto, ¡y menos si tiene dinero!

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– Mi joven compañero, ¿no comprendes después de todo? No es quien, sino qué. Y ahora, lamentándolo mucho, debo excusarme. El mar me... ¿cómo decirlo?..., me indispone. Esta noche nos veremos en el camarote del capitán.

Y dicho esto, haciendo un gesto con la mano, se alejó hacia una puerta situada bajo el castillo de popa, y comenzó a bajar por unas escalerillas.

– ¡Ah, se me olvidaba! –le dijo sin girarse, mientras se adentraba en las entrañas del buque–, tu camarote es el primero que encontrarás al bajar. Espero que te agrade. El mío es el siguiente. Hasta luego.

Y desapareció en la oscuridad.

Sin más que hacer que observar el cielo o a los marineros trabajando sobre la cubierta, Tharek Driss decidió descansar unas horas. “Esta vez me ha matado”, pensó, no sin una sonrisa, al recordar a su dulce y salvaje amante. La moza se merecía el esfuerzo, sin duda, pero él también se merecía un descanso.

El camarote era sencillo. Una mesa con una pequeña silla, enfrente la cama, y una palangana con agua al fondo. No era peor que muchos de lo sitios donde había tenido que dormir desde que comenzara su vida de mercenario. Con estas reflexiones y, tras recolocar la cama, se quedó dormido.

Seis horas después llamaron a su puerta. Primero fue suavemente, pero luego los golpes fueron aumentando en intensidad. Con tranquilidad se dispuso a abrir. Apartó la cama para poder abrir ligeramente la puerta. En ese momento el rostro de Tadàin de Rous asomó por la abertura.

– ¿Te encuentras bien? No podía abrir la puerta y creí que algo os habría sucedido.

– No es nada, sólo una costumbre de antaño –dijo mientras señalaba a la cama que impedía la apertura de la puerta–.

– Vayamos arriba. El capitán ha divisado otro barco y está intentando evitarlo.

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El khardesita subió rápidamente, pero a él no le corría tanta prisa. Sabía perfectamente que dados los ataques del Imperio contra la flotilla de Acrotiria y contra la costa, era normal que se produjesen incidentes. Unas veces eran los barcos de Acrotiria los que atacaban, en un intento de mantener su poder marítimo en la zona; otras, el Imperio luchaba por un territorio que juzgaban era suyo; y, a veces, eran los piratas los que salían de sus escondrijos en las islas de la Desolación, y atacaban a todos los barcos que navegaban por aquellas aguas.

El resultado era un mar donde el avistamiento de un barco normalmente traía malas noticias. Por eso se trataba siempre de evitar los contactos, y cuando eran inevitables, los capitanes solían soltar velas y rogar a sus Dioses, fuesen del panteón que fuesen, por unos vientos favorables.

Sin embargo, a él aquello no le preocupaba demasiado. Si algo había aprendido era que si se iba a plantear una batalla, poco podía hacer un simple soldado de a pie para evitarlo. Otra cosa que sabía era un consejo que había oído a su padre en innumerables ocasiones. “Si vas a luchar, estate preparado para todo. Ten el cuerpo dispuesto para el choque. Ten preparadas las armas para el combate. Pero, sobre todas las cosas, ten preparado el espíritu para la muerte”... Una sonrisa recorrió su rostro mientras apretaba los cordajes de sus botas. “Un buen consejo”, pensó.

Despacio, casi litúrgicamente, terminó de vestirse, se colocó la espada a la cintura, rezó a los Dioses Grises, encomendándoles su alma. Por fin, salió hacia la cubierta.

Tadàin de Rous atisbaba el horizonte con semblante preocupado. No parecía que los marinos tuviesen mucha inquietud, así que juzgó que seguramente habían dejado lejos al otro navío.

– Así que no ha sido nada después de todo. ¿Y ese rostro de preocupación? No parece que nos vayan a abordar esta tarde –rió sonoramente mientras golpeaba a su patrón en un hombro–. Puede que nos arrepintamos… nos habría venido bien un poco de ejercicio.

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El khardesita permaneció callado, mirando al mar. Por fin pareció salir de un trance y, sin hacerle mucho caso, le indicó que le acompañase a ver al capitán.

Este era un hombre moreno de unos cincuenta años, barba negra como el tizón y pelo ausente. Los años no habían sino remarcado sus rasgos, y parecía más un pirata que un capitán mercante, lo cual no era malo del todo, ya que nadie mejor que un pirata para evitar a otros piratas. Tras unas explicaciones sobre el rumbo, la velocidad del viento, las mareas y demás asuntos, calculó que llegarían en unos seis días a Shang–Chan, el puerto de Acrotiria donde desembarcarían. Desde allí, le explicó más tarde Tadàin de Rous, partirían a caballo hacia su destino.

Al final el viento no fue tan abundante como creían, ni las corrientes tan favorables, y tardaron ocho días en atisbar el puerto. Durante éstos, sin otra cosa que hacer, Tharek Driss aceptó practicar en cubierta con su acompañante. El noble khardesita resultó ser un tirador de primera, y los días pasaron entre fintas y paradas como si sólo hubiesen sido dos.

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INTERLUDIO

GASTO Y AHORRO

Se movía nerviosa por la habitación. Hacía ya tres días que no sabían nada de las topas enviadas al Sur, a luchar contra los khardesitas. ¿Tendría razón aquel extraño mercenario? Lady Byermain, Emperatriz de Jadalsi, estaba reunida con el senescal Framinder, consejero de la Familia Imperial desde los tiempos de su padre, y con varios representantes del gremio comercial. Llevaban hablando tres horas y le parecía que no lograrían llegar a ningún punto.

– Lancemos a los Dragones de Acero contra ellos.

– Mi señora… no podemos –Framinder estaba tras ella. La seguía como una sombra en su caminar por la habitación–.

– ¿Por qué dices eso?

– Hace ya un año que el Consejo Imperial llegó a la conclusión de que los Dragones nunca más serían utilizados. ¿No os acordáis?

– No lo recordaba –le miró con un atisbo de duda en el rostro–. ¿Y por qué tomamos esa decisión?

– Decidimos que eran demasiado costosos para mantenerlos operativos –el consejero Yrestius, joyero de profesión y uno de los miembros más ricos de la ciudad, la observó con detenimiento y, cuando vio que la Emperatriz no daba muestras de recordar de qué estaba hablando, suspiró–. Recordad lo que se dijo. Hacía ya más de un siglo que no volaban. Eran un gasto inútil.

– Sí… creo recordarlo… alguien lo expuso con mucha vehemencia. El cuerpo de cuidadores y jinetes fue disuelto por el coste que conllevaba para el Estado –empezaba a recordar… ¿sería posible que…?–. Ahora lo recuerdo –se giró y señaló acusadora a Framinder con su dedo–. Fuiste tú quien nos convenciste a todos. Tú y los mercaderes.

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– Sí… –el senescal agachó la cabeza y se miró la punta de los pies–. Y ahora he de reconocer que puede que me equivocase.

– ¿Que puede?, ¡¿que puede?!

Trató de calmarse. Dejarse llevar por la rabia, abandonarse a la ira y gritar a aquellos consejeros no serviría para nada. No, ella era Lady Byermain, Emperatriz de Jadalsi, descendiente directa de la línea de sangre Imperial. Trató de pensar en una forma de salir de aquel problema. De alguna manera podrían defender la ciudad. Rogó al Gran Padre para que la iluminara. En caso contrario moriría mucha gente inocente.

– ¿Entonces, qué vamos a hacer? ¿Cuáles son las posibilidades que proponéis?

– Mi Señora, no debéis preocuparos. Vuestro marido ya se está encargando de esta crisis.

La habían estado tratando como a una niña durante toda la audiencia. Durante toda su vida. “Si sólo hubiese nacido con una polla entre las piernas”, pensó con amargura. La miraban con condescendencia, la adulaban y reían alegremente sus comentarios, pero no la tenían en cuenta. Nunca le había gustado, pero tenía que aguantarlo porque no tenía otra forma de hacerse oír. Hasta ahora. Se giró y les miró con gesto enfurecido.

– ¡Crisis! –agarró a Framinder del cuello de la túnica y le arrastró hacia el balcón. El senescal jamás habría imaginar que un cuerpo tan delicado pudiera generar aquella fuerza–. ¡Crisis! –su mano libre abarcó el exterior con un amplio arco–. ¡Estamos siendo asediados! ¡Imbéciles!, ¿es que de verdad no lo veis?

– Mi Señora –se adelantó uno de los comerciantes–, la situación puede parecer adversa, pero…

– ¡Callad!

Soltó con desprecio al senescal, que dio dos pasos hacia atrás. Estaba pálido. Por un momento había temido que le arrojase al vacío.

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– ¡Marchaos! ¡Dejadme sola! ¡Id a arreglar esta crisis con mi querido marido!

Salieron de la alcoba casi corriendo, dejándola sumida en sus dudas. Se sentó en un sillón y miró pensativa a través de la balconada. Llamó a una de sus damas de alcoba. Reclamó la presencia del Petrarco Karbaçön en sus dependencias. Él la escucharía. Al menos eso esperaba.

Dirigió su atención a los fosos. Deberían de estar llenos, pero el agua no llegaba. ¿Qué habría pasado en los canales del Madaraêna? ¿Habría tomado su marido alguna medida al respecto?

Dos horas después llamaron a su puerta. Le dijo que pasase y, cuando el Petrarco entró, cerró con llave siguiendo sus indicaciones. Le había preparado un asiento junto al suyo. Una butaca de primera fila para ver el fin de la gloria Jadalsi.

– Me habéis llamado, mi Señora –estaba de pie junto al sillón. Parecía cansado–. Siento no haber acudido antes.

– Se de vuestras obligaciones, mi buen Karbaçön. No os preocupéis y tomad asiento.

– Mi Señora.

– Y llámame Byermain. Por favor. Por los viejos tiempos.

El Petrarco Karbaçön era un primo lejano de la Emperatriz. Se conocían desde niños. Ambos habían crecido juntos, se habían hecho heridas mutuas y habían peleado tantas veces como se habían abrazado. En aquel momento, viendo la tristeza que reflejaban sus ojos, el soldado dejó a un lado su cargo y volvió a ser su primo, el amigo fiel de la infancia. Tomó asiento, le agarró una mano y le sonrió con cariño.

– Como quieras. ¿Qué tal estás?

– Mejor que nuestro país. Dime, ¿estamos tan mal como parece? Tú estás en el consejo, eres el jefe de los Petrarcos, y sabes los movimientos enemigos y los nuestros.

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– Lo cierto –la soltó y se inclinó hacia delante. Miró fijamente hacia la ciudad, con los codos sobre sus rodillas y las manos sujetándole la barbilla. El ceño fruncido no presagiaba buenas noticias–, es que la cosa no pinta nada bien. Me temo que no podremos pararles.

– ¿Tan mal está?

– Peor. Tu esposo les ha mandado un mensajero con las condiciones de la rendición.

– ¿La nuestra? –aquello le extrañó. Si de algo podía presumir Rhaleon era de ser terco. Nunca se rendiría si había dicho antes que no lo haría–. ¿Va rendir la ciudad?

Un asomo de esperanza iluminó sus ojos. El general enemigo había enviado sus condiciones días antes. Les había jurado por su honor y su alma que si rendían la ciudad no habría represalias contra el pueblo. Ni muertes ni saqueos.

– No, la suya. Pretende que el general enemigo se vaya por donde ha venido. ¡Es una locura!

El que Karbaçön dijese aquel último comentario era lo último que necesitaba Lady Byermain para convencerse de que estaba todo perdido. Si el dirigente de los Petrarcos se cuestionaba los actos de su Emperador significaba que no había esperanza.

– Pero podremos utilizar las antiguas armas contra ellos.

– Sabes que hace años que nadie las usa. Incluso algunas han sido desmanteladas.

– Si –le vino a la memoria la reciente reunión con Framinder–. Lo sé. ¿Y los cañones?

– Ya no tenemos cañones –la miró con gesto azorado–. Tu señor esposo decidió fundirlos. Decía que tanto metal podría ser útil en otras partes.

– ¿Y en donde lo empleo?

– Bueno… –parecía que a Karbaçön le daba vergüenza seguir hablando–, lo cierto es que se han levantado muchas estatuas y monumentos durante su reinado…

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– Ya veo…

Durante unos segundos miró en silencio a la ciudad y, a lo lejos, los campamentos khardesitas. Maldijo a sus ancestros. Si hubiesen permitido a las mujeres gobernar el país no estarían en aquella situación. Se acercó a su primo y le cogió las manos.

– Mi querido Karbaçön, ¿escucharás las ideas de una simple mujer si con ello podemos salvar la ciudad?

– Byermain –él la miró con dudas. Dudaba que se pudiese hacer algo a esas alturas para evitar la aniquilación, dudaba que ella pudiera proponer una idea que se les hubiese pasado por alto a los estrategas militares. Y, sobre todo, dudaba que el Emperador escuchase las ideas de su esposa. Sin embargo, no tenía nada que perder–. Dime qué se te ha ocurrido.

El Petrarco salió de la habitación con paso decidido. Le había jurado que le propondría las ideas al Emperador diciéndole que eran suyas. Sin embargo, le quedaba poco tiempo, si no lograba poner el plan en marcha sería tarde incluso para tomar nuevas decisiones.

Se vistió rápidamente, sin la ayuda de sus damas. Se puso unos pantalones de caza de cuero, y una camisa de algodón cómoda. Sobre ella vistió un chaleco de cuero. Estaba lista. Cogió algunos objetos que le serían útiles y los guardó en una pequeña mochila de viaje. Se echó por encima una capa de viaje y salió. La capucha ocultaría su cara como el resto de la ropa ocultaba sus formas.

Se escabulló por los pasillos del palacio siguiendo las rutas que empleara en su infancia. Cuando llegó a las calles la Ciudadela Imperial se tapó la cabeza con la capucha. No podía permitirse que la viese la guardia Imperial del quinto anillo, puesto que sus Dragones Dorados la reconocerían en cuanto le viesen la cara. Atravesó las puertas y se adentró en la Ciudadela Noble. Los soldados de la Fuerza del Alba, la guardia del cuarto anillo, estaban muy atareados y no la prestaron atención. Siguió caminando a buen paso y atravesó sus puertas. Volvía a entrar en zona peligrosa.

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En el tercer anillo, la Ciudadela de los Sacerdotes, era donde estaban las escuelas de esgrima de Jadalsi. Se aseguró la capucha, no fuera a ser que la reconociesen. La superficie de aquella ciudadela era enorme, pero ella sabía bien donde iba. Cuando su objetivo estuvo al fin a la vista se detuvo sobrecogida. Casi no podía creer el lamentable estado en el que estaba. Hacía años que no visitaba aquel edificio, pero de niña había sido uno de sus lugares favoritos. Se preguntó si el viejo “chamusquina” seguiría vivo.

Zigzagueando entre las casas, tratando de evitar a los curiosos, por fin llegó a las puertas de un enorme edificio de seis plantas. Era de piedra gris, aunque las plantas superiores estaban negras, manchadas de humo y carbonilla de más de mil años de antigüedad. Tocó con fuerza la puerta por tres veces, pero pasaron varios minutos hasta que escuchó al otro lado lo que parecían pasos y una tos. Al fin se abrió una mirilla. Tras ella unos ojos ancianos, en una cara sucia y sin cejas, la miraban con curiosidad.

– ¿Si?, ¿en que podemos serviros, mi noble señora?

– Busco al maestro “chamusquina”.

– ¿A quien decís?

Le llevó unos instantes recordar el nombre completo del anciano.

– Al Magíster Ignis`in Brio “chamusquina”

– Me temo que llegáis con diez años de retraso. Murió.

– ¿Y está el maestro “carbonilla”?

– ¿Quien decís?

Le dio la impresión de que el anciano se estaba divirtiendo con aquello. Pero no había tiempo para estupideces. ¿Cuál era el nombre? Retorció los guantes entre las manos. De niña nunca se había tenido que preocupar de aprender los nombres de los ancianos. Simplemente les llamaba por sus sobrenombres, eran muchos más fáciles y divertidos…

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– El Magíster Umbrae Tempestas “carbonilla”.

– No. Muerto.

– ¿Y Abominabilis Explotus “retumbo”?

– Muerto.

– ¿Y Aegrimonia Voxis “quejumbroso”?

– No. Muerto también.

– Pero alguien seguirá vivo. Alguno de los Magíster seguirá con vida.

– Oh, si, por supuesto. Los que aún no han muerto.

– Pues tengo que hablar con alguno de ellos.

– ¿Con quién?

Aquello estaba volviéndose estúpido por momentos, así que se presentó como la Emperatriz de Jadalsi, le enseñó el sello imperial y exigió audiencia con el Magíster que estuviera al mando.

– Pasad, pasad, excelencia. Hacía años que no gozábamos de su presencia.

La puerta se abrió con un lento chirriar. Tras ella apareció un anciano achaparrado. Apoyaba sus nudosos huesos en un bastón. El pelo hacía décadas que había abandonado su cabeza, en algunas zonas por la edad y en otras por motivos ajenos a la naturaleza.

– Mi señora, ¿no me recordáis?

– Lo siento, pero hace ya mucho tiempo.

– Soy el Edecán “menteconfusa”. Yo auxiliaba al Magíster “retumbo” cuando vos veníais a verle.

– Lo siento, pero no –recordaba los fuegos de artificio de “retumbo”, las llamas y las chispas, pero no al edecán que cargaba con los petardos. No obstante, le dirigió una cálida sonrisa. Luego comenzó a andar. Aún recordaba cómo llegar al salón principal–. ¿Quién es ahora el Gran Magíster?

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– Pues, tras diversas muertes, todas ellas naturales por la ancianidad, no vayáis a pensar lo contrario, el Gran Magíster es Sempervivire Flammae “peloquemado”.

Aguardó en la sala durante uno minutos. Cuando el Gran Magíster “peloquemado” apareció venía acompañado de tres edecanes. Tomó asiento y ordenó que les llevasen algo para beber. Era un anciano de barba oscura. Tenia el rostro manchado de negro, la piel aparecía chamuscada en algunas zonas, y en otras reseca y requemada. No tenía pelo ni en las cejas ni en el cráneo. Había perdido la oreja derecha, al parecer por el fuego, y su ojo izquierdo era blanco, en apariencia ciego.

– Mi señora, cuantos años sin veros.

– En efecto, las obligaciones del trono me han impedido venir antes.

– Una suerte entonces que en estos momentos gocéis de tiempo. Sin duda el ataque khardesita ha traído un descenso en las solicitudes de audiencias.

– En efecto.

Les trajeron té y pastas. El edecán sirvió primero a la Emperatriz y luego al Magíster. Para alivio de Lady Byermain, al menos no habían olvidado las reglas de cortesía.

– Nosotros tampoco tenemos ahora problemas de tiempo. Quizás hace años esta reunión no se hubiera podido realizar con esta presteza. Es una suerte que vuestro esposo nos liberase de nuestras cargas.

– Si, una suerte –bebió un poco de té para evitar la conversación con el anciano–.

– Ya veis. Antes os hubiéramos tenido aquí, esperando, mientras nos dedicábamos a… ¿cómo era?... –el anciano hizo un teatral gesto, simulando que oía una voz en el aire de la sala–. Ah, si. A nuestras “estúpidas bobadas con fuegos de artificio, sólo aptas para un público infantil o descerebrado”.

La Emperatriz tosió al oír aquellas palabras, atragantándose con el té, y casi lo derramó sobre sus piernas. Tuvo que dejar la

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taza en una pequeña mesita que habían colocado ante los sillones. No había estado en la reunión que mantuviera años atrás su esposo con los Magíster del Gremio de Alquimistas pero, mientras trataba de recuperar la compostura, aprovechando para ganar un tiempo que apaciguase el tono que estaba adoptando el anciano, rezó al Gran Padre pidiéndole que nadie hubiese mencionado aquellas palabras.

Durante más de veinte tediosos minuto el Gran Magíster no hizo más que lanzar indirectas y sarcásticos comentarios. Le dejó hacer. En parte tenía razones para estar furioso. El Gremio de Alquimistas había pasado de ser un pilar sobre el que reposaba la protección del reino, a un triste remedo de lo que fue. Y todo por el gobierno de su esposo y los consejos de sus asesores. Y ella no había hecho nada al respecto. De niña, su padre le había llevado allí en innumerables ocasiones, pues les tenía en gran aprecio. Pero tras su muerte los consejeros comenzaron a quejarse de los costes de fabricación, del poder que atesoraban, y el Emperador Rhaleon, su “amado esposo”, les había ido cortando los ingresos, anulando los pedidos y echándolos de la corte.

– Mi querida señora, ¿por fin le somos útiles al Imperio?

– Eso creo, si podéis darnos algo con lo que defendernos.

– Dejadme ver… quizás podríamos usar contra los invasores a los Dragones de Acero… Pero no, resulta que se cerraron las cuadras, se disolvió al cuerpo de cuidadores y jinetes, y a los Magíster encargados de mantener viva su sangre se les despidió… una lástima, ¿no creéis?

– Ha sido una gran perdida de la que sólo ahora nos damos cuenta. Pero no es tiempo de reproches. Estoy aquí para pediros, no, para suplicaros vuestra ayuda.

– ¿Suplicar? ¿Y donde estabais vos cuando nosotros os suplicamos ayuda para nuestro gremio, cuando os pedimos que no nos despojaseis de nuestras propiedades y que no nos echaseis del consejo? –la voz no mostraba rencor ni resentimiento. Tan sólo revelaba dolor y lástima–. ¿Quién tuvo en cuenta la afrenta a nuestro honor, a nuestra reputación? ¿Sabéis lo difícil que es que

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nos compren productos explosivos si no se tiene una sólida reputación?

– Esas desafortunadas decisiones fueron tomadas por mi esposo.

– Y, como él nos dijo, la voluntad del Emperador es la voluntad de Jadalsi.

Lady Byermain se puso en pie, y se arrodilló ante el Gran Magíster. Lloraba, pero su rostro sereno, su mirada, era el reflejo de la determinación.

– Os lo pido no como vuestra Emperatriz, sino como la hija de alguien que fue vuestro amigo. Más aun. Como una de vosotros, una jadalsita que tiene miedo.

El Gran Magíster la miró con dureza durante unos instantes, pero su gesto fue haciéndose cada vez más cálido, tornándose su mirada fría y distante en otra de cariño y aprecio. Tendió sus manos, sucias por el humo de los alambiques y con quemaduras en diversos grados de curación, hacia su cabeza.

– Mi niña, por supuesto que te ayudaremos. ¿Qué es lo que quieres?

– ¿Tenéis aún fulminato de hydrargento? –recordaba las exhibiciones del viejo maestro “chamusquina”. Aquello le sería útil–.

– Si.

– ¿Y oro destilado? –“peloquemado” comenzó a entender por donde iban las necesidades de la Emperatriz–.

– Si, y polvo argenteo si lo deseáis –el Gran Magíster volvió a adoptar un tono y una actitud acorde a su invitada–. Pero, mi Señora, debéis saber que todos ellos son muy peligrosos y deben conservarse en frío.

– No tengo pensado mantenerlos guardados mucho tiempo. ¿Y tenéis por casualidad “Cristales de la Tormenta”?

– En efecto, disponemos de algunas reservas, y podemos fabricar más si así lo queréis.

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– ¿Y pólvora?

– Tenemos todo eso y más. Los explosivos siempre han sido parte de nuestras inquietudes. Pero… ¿cómo vais a pagar por todo? Debéis saber que los costes si iniciamos el abastecimiento del ejército serán… –se calló y echó cálculos mentales–. Sólo el coste de los materiales será enorme.

La Emperatriz se levantó. Había dejado de llorar. Por fin veía una posibilidad. Se dirigió hacia su asiento y cogió la mochila. Se acercó de nuevo al Gran Magíster y la vació a sus pies.

– Con esto podréis comenzar la fabricación, espero. Mañana recibiréis más.

– Perfecto –“peloquemado” miró las joyas de la familia Imperial. Tiradas a sus pies, seguían brillando con el fuego de los rubíes, la lánguida calma de los diamantes, la nívea gracia de las perlas y el etéreo añil de los zafíros–. Comenzaremos de inmediato.

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ÍÍÍÍNDICENDICENDICENDICE

Preludio …………... La Conjura ……………………………….... 7

Capítulo I ……........ La Mejor Espada ……………………...…... 9

Capítulo II ……….. El Pantano ……………………………….… 23

Interludio ……........ El Sacrificio …………………………..……. 40

Capítulo III ……..... El Emprendedor …………………………… 42

Capítulo IV ……..... Lo que Piensan los árboles ...……………... 66

Interludio ……….... Los Libros Gemelos ……………………..... 92

Capítulo V ………... El Lago Salado ……………………….…… 95

Capítulo VI ……..... El Unhèmainar ………………………..…... 117

Capítulo VII …....... La Venganza ……………………………..... 142

Interludio ……….... Ataque Nocturno ………………………..... 150

Capítulo VIII …….. Una Vieja Herida ………………………….. 154

Capítulo IX ……..... Rivelos, Ciudad de Tinieblas ……………... 189

Interludio ……….... El Viaje Sagrado …………………………... 225

Capítulo X ………... La Muerte de un Amigo ………………...... 229

Capítulo XI ……..... El Arte de la Diplomacia …………………. 258

Interludio ……….... Restauración .……………………………… 282

Capítulo XII …....... La Gran Meitshedai Roja ……………….... 284

Capítulo XIII …….. Un Compañero, Un Amigo …………….… 310

Interludio ……….... La Mano de Dios ………………………….. 323

Capítulo XIV …….. El Aliento de la Vida …………………...…. 330

Capítulo XV …....... El Consejo Imperial ….………………….... 343

Interludio ……….... El Arte de Destilar ...…………………….... 368

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Capítulo XVI …….. Ojo por Ojo ……………………………..…. 376

Capítulo XVII ….... Aliados y Amigos ………………………..... 397

Interludio ……….... Es duro ser Rey ……………………………. 415

Capítulo XVIII ....... La Traición …………………………..……. 421

Capítulo XIX …….. ¿Traición o herejía? …………………..….... 449

Interludio ……….... El Círculo Negro de Dieter ……………..… 479

Capítulo XX …....... Sangre de Dragón ………………………..... 484

Capítulo XXI …….. La Conjura de los Malditos …………........ 506

Interludio ……….... Gasto y Ahorro ……………………………. 511

Capítulo XXII …..... Arde Jadalsi ……………………………….. 522

Capítulo XXIII ....... El Camino del Empíreo …………………… 552

Capítulo XXIV …... A Sangre y Acero ………………………….. 567

Epílogo ………….... Menwy ….….….……....….….….….….….. 581

Apéndice ................. Quién es Quién .......................................... 584

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RESEÑA DE LA NOVELA “LA SENDA DEL DRAGÓN”

El libro consta de 36 capítulos, divididos entre 3 historias que

discurren paralelas y que se entrelazan una y otra vez hasta fusionarse

finalmente en una conclusión común. El grueso del volumen no lastra

la narración que es lo bastante fluida como para no hacer decaer la

atención del lector en ningún momento. Una historia donde lo

sobrenatural y lo fantástico pasean de la mano de la brutal realidad de

la guerra y la ambición humana. Donde la magia lucha contra la

ciencia, aunque en muchas ocasiones se nos ofrezca una visión confusa

de lo que es mágico o tecnológico y lo que no lo es. Una historia donde

los nobles ideales muestran su aspecto más sórdido, donde el

individualismo se torna en compañerismo desinteresado, donde la

humildad se muestra como ocultas ambiciones, y donde la codicia

puede desdibujarse bajo actos de desinteresada bondad en función de

las necesidades y los peligros a los que se ven sometidos los personajes.

La trama se inicia en los páramos del pantano maldito al Norte de

Jadalsi con SineHard, uno de los protagonistas perteneciente a la

Antigua raza, huyendo de unos sacerdotes que le dan caza. En su huida

conocerá a Eyna, una joven con una visión que debe viajar hacia la

Ciudad Vieja, una suerte de santuario sagrado. Juntos emprenderán un

viaje no exento de riesgos y peligros en el que se les unirá Tharek Driss,

un hidalgo sin dinero, poseedor de un brazo diestro y una descarada

actitud. Tres personajes que llevarán a cabo un viaje de iniciación en

Page 36: La Senda Del Dragon

busca de la verdad oculta tras la paulatina desaparición de la magia del

mundo.

Por otro lado, se nos presentará la historia del General Regio

Valerio Audax, adalid de una Santa Cruzada, general invicto líder del

Ejército de Khardesia que se prepara para caer sobre la Ciudad Vieja

tras años de guerra. A su lado tendrá como asesor a Axenius, erudito

que actuará como enlace con el Emperador, cuando no por motivos

personales poco claros. Dos protagonistas que vivirán la guerra desde

puntos radicalmente diferentes, sin que ninguno de ellos crea realmente

en los motivos por los que luchan. Forzados a mantener una tensa

lucha entre sus opiniones personales y su sentido del deber.

Y, como tercer actor en la historia, Ibelgharan “el Ilustrado”, líder

del “Círculo Negro de Dieter”, formado por una élite de hechiceros que

se preparan para culminar, tras años de preparativos, un hechizo que

cambiará para siempre la historia. Seremos testigos de excepción de los

preparativos, de las intrigas y de los sacrificios que supondrá tanto

para los oficiantes como para aquellos que se encuentren en su camino.

Y sólo al final del libro nos asomaremos al sombrío desenlace en la

Ciudad Vieja.

Seis protagonistas que desarrollan sus historias sin que ninguno se

muestre claramente como bueno o malo. La filosofía ambigua con que

se les dota permite que unas veces el lector se sienta cercano a un

personaje que, capítulos después, despertará su animadversión o

rechazo. Como en la realidad, cada uno de sus actos estará basado en

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las circunstancias que les rodean más que en simples conceptos

morales. Todo ello permite que, a pesar de que a priori el libro parece

no diferenciarse de otras sagas de espada y brujería, con dragones,

guerreros y dioses en conflicto, la historia no caiga en la simplicidad y

nos permita conocerla desde los diferentes puntos de vista de los

personajes. Unos puntos de vista que a veces coincidirán en la

narración, otras veces aparecerán referenciadas de forma elíptica, y

otras simplemente nos permitirán ver los efectos que las decisiones

tomadas por unos personajes tienen en la historia de los otros. Estos

constantes cambios de rumbo al pasar de una historia a otra originan

que se enfrente el deseo de regresar a la historia de un personaje con el

de continuar leyendo la de otro.

Amplia y ambiciosa, la historia nos introducirá de lleno en un basto

mundo fantástico, centrándose en el continente que la gente llama

Târríen. Una tierra a la que la raza de los Heniäe, la Antigua raza,

llama Kharría Tarríen, los eruditos del Imperio Khardesita, versados

en las ciencias y el redescubrimiento de la tecnología, se refieren como

Therría Kherrhiia Tarríen, y los adeptos a la brujería y nigromancia de

la Tierra de Arkhem llaman Thenrrhía Kharrhíen Tarríen. Una tierra

regida por tres cultos bien diferenciados que tendrán un peso específico

sobre cuanto les ocurra a los hombres. Una teogonía formada por los

Dioses de la Luz, protectores de la ciencia y la tecnología, los Dioses de

la Oscuridad, guardianes de las antiguas fuerzas mágicas del mundo, y

los Dioses Grises, patrones de la humanidad, punto de equilibrio entre

las otras dos fuerzas con un papel activo ante los peligros de sus

seguidores. Unos dioses que actúan a través de sus fieles más que

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directamente, un poder en la sombra que controla cuanto ocurre en La

Senda del Dragón.

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Si te gustaron los Capítulos Promocionales de

LA SENDA DEL DRAGÓN LA GUERRA DEL FIN DEL TIEMPO: DIARIO DE GUERRA / I

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