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La Doctora Cole

Feb 21, 2023

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Roberta Cole, al igual que susantepasados, ha hecho de lamedicina un sacerdocio. Sinembargo, cuando debe decidir entresus principios y su carrera, Coleresuelve renunciar a un prestigiosohospital en Boston para volver alcampo y trabajar como médicarural. En las verdes colinas deMassachusetts la doctora recobrarála pasión perdida y volverá a

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descubrir aquellos placeres que lagran ciudad le había arrebatado.

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LA DOCTORACOLE

Roberta Cole, aligual que susantepasados, ha hechode la medicina unsacerdocio. Sinembargo, cuando debedecidir entre susprincipios y su carrera,Cole resuelve renunciar

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a un prestigioso hospitalen Boston para volveral campo y trabajarcomo médica rural. Enlas verdes colinas deMassachusetts ladoctora recobrará lapasión perdida yvolverá a descubriraquellos placeres que lagran ciudad le habíaarrebatado.

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Autor: Gordon, NoahISBN: 9788495501646Generado con: QualityEbook

v0.35

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LIBRO I LA REGRESION

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1 - Una cita

R.J. despertó.Por más tiempo que viviera,

de vez en cuando abriría los ojos enmitad de la noche y escrutaría laoscuridad con la tensa certidumbrede que todavía era una médicaresidente agobiada de trabajo en elhospital bostoniano de LemuelGrace, echando una cabezada encualquier habitación vacía en mediode un turno de treinta y seis horas.

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Bostezó mientras el presente leinundaba la conciencia y recordócon gran alivio que hacía variosaños que había terminado superíodo como médica residente.Pero cerró la mente a la realidadporque las manecillas luminosasdel reloj le indicaban que aún teníados horas, y durante aquella épocalejana había aprendido aaprovechar hasta el último instantede sueño.

Dos horas después volvió adespertar con una luz grisácea y sin

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la menor sensación de pánico, yestiró el brazo para desconectar laalarma del despertador.Invariablemente abría los ojos antesde que sonara, pero de todos modossiempre lo conectaba la nocheanterior, por si acaso. El chorro dela ducha, golpeándole el cráneocasi dolorosamente, le resultaba tanreconfortante como una hora más desueño. El jabón se deslizó por uncuerpo más voluminoso de lo quehubiera deseado, y eso le hizopensar que ojalá tuviera tiempo

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para ir a correr un poco, pero no lotenía.

Mientras se pasaba el secadorpor la corta cabellera negra,todavía abundante y en buen estado,se examinó el rostro. La tez erablanca y transparente, la narizestrecha y algo larga, la bocaamplia y carnosa. ¿Sensual?Amplia, carnosa y no besada enmucho tiempo. Tenía ojeras.

—Bueno, ¿y tú qué quieres,R.J.? -le preguntó con aspereza a lamujer del espejo.

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«A Tom Kendrick ya no», sedijo. De eso estaba segura.

Antes de acostarse habíaelegido la ropa que iba a ponerse, yésta esperaba ahora al lado delarmario: blusa y pantalones sastre,y zapatos elegantes pero cómodos.

Al salir al pasillo vio que lapuerta del dormitorio de Tomestaba abierta y que el traje quehabía llevado el día anterior aúnseguía en el suelo, donde él lohabía tirado por la noche. Tom sehabía levantado antes que ella y

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hacía mucho que había salido decasa pues necesitaba estar en elquirófano a las siete menos cuarto.

En la planta inferior, se sirvióun vaso de zumo de naranja y seobligó a beberlo poco a poco.Luego se puso el abrigo, recogió elmaletín y cruzó la cocina, que nuncautilizaban, para salir al garaje. Elpequeño BMW rojo era un caprichode ella, tal como la grandiosa casade época lo era de Tom.

Le gustaba el ronroneo delmotor, la precisión con que

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respondía el volante.Durante la noche había caído

una ligera nevada, pero las brigadasque mantenían despejadas las callesde Cambridge ya habían entrado enacción y no tuvo problemas cuandohubo cruzado la plaza Harvard y elbulevar JFK. Conectó la radio yescuchó a Mozart mientras sedesplazaba con la marea de tráficoque descendía por Memorial Drive,y luego tomó el puente de laUniversidad de Boston para cruzarel río Charles hacia la orilla de

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Boston.Pese a que era muy temprano,

el aparcamiento para el personaldel hospital estaba casi lleno.Deslizó el BMW en un espaciolibre contiguo a la pared, parareducir el riesgo de que quienestacionase a su lado abriera laportezuela descuidadamente y ledañara la carrocería, y se encaminóhacia el edificio a paso vivo.

El guardia de seguridad hizoun gesto con la cabeza.

—Buenos días, doctora Cole.

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—Hola, Louie.En el ascensor saludó a varias

personas. Bajó a la tercera planta yse dirigió rápidamente al despacho308. Por las mañanas siemprellegaba con hambre al trabajo. Tomy ella rara vez comían o cenaban encasa, y nunca desayunaban; en elfrigorífico sólo había zumo, cervezay refrescos. Durante cuatro años,R.J. se había detenido cada mañanaen la atestada cafetería del hospital,hasta que Tessa Martula pasó a sersu secretaria e insistió en hacer por

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ella lo que sin duda habría rehusadohacer por un hombre. «De todosmodos he de ir a por mi café, asíque es absurdo que no le traiga elsuyo», había insistido Tessa.

R.J. se enfundó una batablanca limpia y empezó a repasarlas historias clínicas que le habíandejado sobre el escritorio, y a lossiete minutos apareció Tessallevando una bandeja con un bollode crema de queso y café cargado.

Mientras daba cuenta deldesayuno, Tessa le entregó el

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programa de visitas y lo revisaronJuntas.

—Ha llamado el doctorRinggold. Quiere hablar con ustedantes de que empiece la jornada.

El director médico tenía sudespacho en una esquina de lacuarta planta.

—Ya puede usted pasar,doctora Cole. Está esperándola -ledijo la secretaria.

El doctor Ringgold la saludócon la cabeza al entrar en sudespacho, le señaló una silla y

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cerró la puerta con firmeza.—Max Roseman sufrió ayer

una apoplejía mientras participabaen el encuentro sobre enfermedadescontagiosas, en Columbia.

Está ingresado en el hospitalde Nueva York.

—¡Oh, Sidney! Pobre Max.¿Cómo está?El médico se encogió de

hombros.—Sobrevive, pero podría

estar mejor. Parálisis profunda ypérdida sensorial en cara, brazo y

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pierna contralaterales, paraempezar.

Veremos qué sucede en laspróximas horas. Acabo de recibiruna llamada de cortesía de JimJeffers, de Nueva York. Dice queme tendrá al corriente, pero va apasar mucho tiempo antes de queMax se incorpore al trabajo. Adecir verdad, y teniendo en cuentasu edad, dudo que lo haga.

R.J. asintió con un gesto,repentinamente alerta. MaxRoseman era director médico

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adjunto.—Una mujer como tú, buena

médica, y con tus conocimientos dederecho, daría un nuevo impulso aldepartamento como sucesora deMax.

R.J. no tenía ningún deseo deser directora médica adjunta, unatarea con numerosasresponsabilidades y escaso poder.

Fue como si Sidney Ringgoldle hubiera leído el pensamiento.

—Dentro de tres añoscumpliré sesenta y cinco, la edad

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del retiro obligatorio. El directormédico adjunto tendrá una enormeventaja sobre los demás candidatosa sucederme.

—¿Estás ofreciéndome elpuesto, Sidney?

—No, R.J., eso no. A decirverdad, pienso hablar del asuntocon otras personas. Pero tú seríasuna buena candidata.

R.J. asintió.—Muy bien. Gracias por

informarme.Pero la mirada del doctor

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Ringgold la retuvo en el asiento.—Otra cosa -prosiguió-. Hace

tiempo que vengo pensando quedeberíamos tener un comité depublicaciones que estimulara a losmédicos del hospital a escribir ypublicar más. Me gustaría que teocuparas de organizarlo y dirigirlo.

Ella meneó la cabeza.—Imposible -replicó

sencillamente-. Ya tengo quemultiplicarme para cumplir con miprograma.

Era verdad, y él tenía que

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saberlo, pensó R.J. con ciertoresentimiento. Los lunes, martes,miércoles y viernes se ocupaba delos pacientes en su consulta delhospital. Los martes por la mañanaiba a la Escuela de Médicos yCirujanos de Massachusetts paradar una clase de dos horas sobre laprevención de las enfermedadesyatrógenas, es decir, trastornos olesiones causados por un médico oun hospital. Los miércoles por latarde daba conferencias en lafacultad de medicina sobre cómo

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evitar los juicios por negligenciaprofesional y cómo sobrevivir aellos. Los jueves practicaba abortosde primer trimestre en el Centro dePlanificación Familiar de JamaicaPlain. Los viernes por la tardetrabajaba en una unidad para elsíndrome premenstrual que, como elcurso sobre enfermedadesyatrógenas, se había puesto enmarcha gracias a su persistencia y apesar de los reparos de los médicosmás conservadores del hospital.

Tanto ella como Sidney

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Ringgold eran muy conscientes dela deuda que R.J. tenía con él.Había apoyado los proyectos yascensos de R.J. a pesar de laoposición política, aunque alprincipio la contemplaba concautela: una abogada convertida enmédica, especialista en lasenfermedades causadas por loserrores de médicos y hospitales,alguien que examinaba el trabajo desus iguales y los juzgaba, y que amenudo les hacía perder dinero. Ensus comienzos, algunos de sus

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colegas la llamaban «la doctoraChivata», sobrenombre que ellaostentaba con orgullo. El directormédico vio cómo la doctoraChivata sobrevivía y prosperabahasta que llegó a convertirse en ladoctora Cole, aceptada porque erahonrada y tenaz. Ahora tanto susconferencias como sus consultoriosse habían vuelto políticamentecorrectos, tan valiosos para elhospital que Sidney Ringgold confrecuencia se anotaba el mérito.

—¿No podrías recortar alguna

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otra actividad? -Los dos sabían quese refería a los jueves en el Centrode Planificación Familiar.

El doctor Ringgold se inclinóhacia ella e insistió-: Me gustaríaque lo hicieras, R.J.

—Lo pensaré seriamente,Sidney.

Esta vez logró levantarse de lasilla. Mientras salía, se enojóconsigo misma al darse cuenta deque ya había empezado a hacercábalas sobre quiénes serían losotros nombres de la lista.

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2 - La Casa de calleBrattle

Ya antes de casarse, Tom

había intentado convencer a R.J. deque debía explotar la combinaciónde derecho y medicina para obtenerunos ingresos anuales óptimos.

Cuando, a pesar de susconsejos, ella volvió la espalda alderecho para concentrarse en lamedicina, Tom le recomendó coninsistencia que abriera un

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consultorio particular en algúnbarrio rico; y cuando compraron lacasa se quejó del sueldo que ellaganaba en el hospital, casi unveinticinco por ciento inferior a losingresos que le hubieraproporcionado un consultorioparticular.

Fueron a pasar la luna de miela las islas Vírgenes, una semana enuna islita no lejos de St. Thomas. Alos dos días de su regresoempezaron a buscar vivienda, y elquinto día de búsqueda una agente

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de la propiedad inmobiliaria losllevó a ver una casa distinguidaaunque ruinosa en la calle Brattlede Cambridge.

R.J. la contempló condesinterés. Era demasiado grande,demasiado cara, estaba endemasiado mal estado y pasabademasiado tráfico ante la puertaprincipal.

—Sería una locura.—No, no, no -susurró él.R.J. recordaba lo atractivo que

estaba aquel día, con el cabello

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color paja cortado a la moda y untraje nuevo que le caía a laperfección-. No sería ningunalocura.

Tom Kendrick veía unahermosa casa de estilo georgiano enuna elegante calle tradicional conaceras de ladrillo rojo que habíanpisado filósofos y poetas, hombresque se citaban en los libros detexto. A menos de un kilómetrocalle arriba se alzaba la casaseñorial en la que había vividoHenry Wadsworth Longfellow, y un

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poco más allá estaba la DivinitySchool. Tom ya era más bostonianoque Boston, con el acento preciso ylos trajes cortados por BrooksBrothers, pero en realidad era unhijo de campesinos del MedioOeste que había asistido a laUniversidad Bowling Creen y a laestatal de Ohio, y le fascinaba laidea de ser vecino de Harvard, casiparte de Harvard.

Quedó seducido por la casa: lafachada de ladrillo rojo conadornos en mármol de Vermont, las

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finas y elegantes columnas queflanqueaban las puertas, éstas conpaneles antiguos a cada lado ysobre el dintel, el muro de ladrilloa juego que rodeaba la finca.

Al principio ella creyó queestaba bromeando. Cuando vio quehablaba en serio, se sintióconsternada e intentó quitarle laidea de la cabeza.

—Sería carísimo. Habría queremozar tanto la fachada como elmuro, y los cimientos y el techonecesitan reparaciones. La

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descripción de la agencia dice biena las claras que necesita unacaldera nueva. No tiene sentido,Tom.

—Tiene mucho sentido. Es lacasa ideal para una pareja demédicos con éxito. Una declaraciónde confianza.

Ninguno de los dos teníamucho ahorrado. Como R.J. sehabía licenciado en derecho antesde ingresar en la facultad demedicina, se las arregló para ganaralgún dinero, el suficiente para

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terminar los estudios de medicinasin endeudarse más de lo razonable.En cambio, Tom debía una cantidadpreocupante.

Aun así, argumentó contenacidad e insistencia que debíancomprar la casa. Le recordó que élya había empezado a ganarse muybien la vida como cirujano generale insistió en que, cuando el pequeñosueldo de R.J. se añadiera al suyo,podrían pagar la casadesahogadamente. Lo repitió una yotra vez.

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Hacía poco que se habíancasado y ella todavía estabaenamorada.

Tom era mejor como amanteque como persona, pero eso ellaaún no lo sabía, y lo escuchaba congravedad y respeto. Por último,indecisa, cedió a su deseo.

Gastaron mucho dinero enmuebles, entre los que no faltabanantigüedades. A instancias de Tomcompraron un pequeño piano decola, no tanto porque a R.J. legustara tocar el piano como porque

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quedaba «perfecto» en la sala demúsica.

Una vez al mes,aproximadamente, el padre de R.J.tomaba un taxi hasta la calle Brattley le daba propina al taxista paraque cargara con su voluminosaviola da gamba.

A su padre le complacía verlaen una situación estable, y tocabacon ella largos y empalagosos dúos.La música cubría muchas cicatricesque habían existido desde elprincipio y hacía que la casona

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pareciese menos vacía.Tanto ella como Tom tomaban

casi todas las comidas fuera, y notenían servicio permanente. Unanegra taciturna llamada BeatrixJohnson iba todos los lunes y juevesa limpiar la casa, y sólo de vez encuando rompía algo. Del trabajo enel jardincito se encargaba unaagencia de jardinería.

Pocas veces recibíaninvitados.

Ningún rótulo colgadoalentaba a los pacientes a cruzar la

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cancela de su hogar; la única pistaen cuanto a la identidad de loshabitantes la proporcionaban dospequeñas placas de cobre que Tomhabía fijado en una jamba de lapuerta principal.

Dr. Thomas Allen Kendrick yDra. Roberta J. Cole En aquellosdías, ella lo llamaba Tommy.

Después de dejar al doctorRinggold, R.J. hizo las visitas de lamañana.

Por desgracia, nunca tenía másde uno o dos pacientes en las salas.

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Era una doctora de medicinageneral interesada en la medicinafamiliar, en un hospital que no teníaun departamento de medicinafamiliar. Eso la convertía en unaespecie de factótum, una jugadoracomodín. Su trabajo para elhospital y la facultad de medicinacaía entre los límites de diversosdepartamentos: recibía pacientesembarazadas, pero alguien deobstetricia atendía el parto; delmismo modo, casi siempre enviabasus pacientes a un cirujano, a un

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gastroenterólogo o a cualquiera deentre más de una docena deespecialistas. Por lo general novolvía a ver más al paciente pues elseguimiento lo realizaba elespecialista o el médico decabecera de su localidad;formalmente, los únicos pacientesque acudían al hospital eran los quepresentaban trastornos que podíanrequerir tecnología avanzada.

Durante un tiempo laoposición política y la sensación deestar abriendo nuevos caminos

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conferían interés a sus actividadesen el Lemuel Grace, pero hacía yamucho tiempo que la práctica de lamedicina había dejado deproporcionarle placer. Dedicabademasiado tiempo a repasar yfirmar documentos de seguros: unimpreso especial si alguiennecesitaba oxígeno, un impresoespecial largo para esto, un impresoespecial corto para aquello, porduplicado, por triplicado, impresosdistintos para cada compañía deseguros.

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Sus visitas en el consultoriotendían a ser breves eimpersonales. Anónimos expertosen eficacia de las compañías deseguros habían determinado cuántotiempo y cuántas visitas podíaconceder a cada paciente, quiéndebía ser rápidamente despachadoa análisis, a rayos X, aultrasonidos, a resonanciamagnética, los procedimientos quehacían casi todo el trabajo dediagnóstico y que la protegíancontra juicios por negligencia

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profesional.A menudo se preguntaba

quiénes eran esos pacientes queacudían a ella en busca de ayuda,qué elementos de su vida -ocultos ala mirada casi superficial que ellales dirigía-contribuían a suenfermedad, y qué sería de ellos.No tenía tiempo ni ocasión pararelacionarse con sus pacientescomo personas, para ser unaverdadera médica.

Al anochecer se encontró conGwen Gabler en el Alex.s

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Gymnasium, un elegante clubdeportivo de la plaza Kenmore.

Gwen había sido compañerade clase de R.J. en la facultad demedicina y seguía siendo su mejoramiga, una ginecóloga dePlanificación Familiar cuyadesenvoltura y cuya lengua mordazdisimulaban el hecho de que estabaa punto de venirse abajo.

Tenía dos hijos, un maridoagente de la propiedad inmobiliariaque pasaba por una mala época, unprograma sobrecargado de trabajo,

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ideales maltrechos y depresión. R.J.y ella iban al gimnasio dos vecespor semana para castigarse enlargas clases de aerobic, sudar losdeseos absurdos en la sauna,desprenderse de lamentacionesinútiles en la bañera caliente, tomaruna copa de vino en el salón,intercambiar chismes y hablar demedicina toda la velada.

Su perversidad favoritaconsistía en estudiar a los hombresdel club y juzgar su atractivoexclusivamente por su aspecto. R.J.

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descubrió que exigía un atisbocerebral en el rostro, una sombra deintrospección. Gwen preferíacualidades más animales, yadmiraba al dueño del club, ungriego de oro llamado AlexanderManakos. A Gwen le resultaba fácilsoñar en aventuras musculosas perorománticas y luego volver a casacon su Phil, miope y rechonchopero al que apreciabaprofundamente. R.J.

Volvía a casa y se dormíaleyendo revistas de medicina.

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A primera vista, Tom y ellahabían alcanzado el sueñonorteamericano, una vidaprofesional próspera, una hermosacasa en la calle Brattle, una casa decampo en las colinas de Berkshireque utilizaban muy esporádicamentelos fines de semana o envacaciones.

Pero de su matrimonio sóloquedaban cenizas. R.J. se decía quequizás habría sido distinto sihubieran tenido un hijo; ironías dela vida, ella, que trataba a menudo

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con la esterilidad de los demás, eratambién estéril desde hacía años.Tom se sometió a análisis deesperma y ella a una batería depruebas, pero no se llegó adescubrir la causa de la esterilidad,y tanto Tom como ella se vieronrápidamente atrapados por lasresponsabilidades de su vidaprofesional.

Se dejaron absorber tanto porsus tareas que poco a poco sefueron separando. Si el matrimoniohubiera sido más sólido, sin duda

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ella habría llegado a sopesar laposibilidad de una inseminaciónartificial, una fertilización “invitro” o tal vez una adopción. Aaquellas alturas, ni ella ni sumarido estaban interesados.

Tiempo atrás, R.J. se habíadado cuenta de dos cosas: que sehabía casado con un hombreinsustancial y que él andaba conotras mujeres.

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3 - Betts

R.J. sabía que Tom se había

sorprendido tanto como el que máscuando Elizabeth Sullivan entró denuevo en su vida. Betts y él habíanvivido juntos durante un par deaños en Columbus, Ohio, cuandoeran jóvenes. Ella se llamabaentonces Elizabeth Bosshard. Ajuzgar por lo que R.J. oía y veíacuando Tom hablaba de ella, debíade quererla mucho, pero ella lo

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dejó cuando conoció a BrianSullivan.

Luego se casó con Sullivan yse fue a vivir a Holanda, a La Haya,donde él era director de marketingde IBM. Al cabo de unos años fuedestinado a París, y no llevabannueve años casados cuando sufrióuna apoplejía y falleció. Porentonces Elizabeth Sullivan habíapublicado dos novelas de intriga ytenía un gran número de lectores. Suprotagonista era un programador deordenadores que viajaba por cuenta

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de la empresa, y cada libro sedesarrollaba en un país distinto.Ella viajaba allí a donde los librosla llevaban, y por lo general pasabauno o dos años en el país del queescribía.

Tom había visto la esquela deBrian Sullivan en el “The NewYork Times”, y le había mandadouna carta de condolencia a Betts, ala que ella había respondido conotra carta. Aparte de eso, nuncahabía recibido ni una postal deBetts ni había pensado mucho en

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ella durante los últimos años, hastael día en que lo llamó para decirleque tenía cáncer.

—He visitado a médicos deEspaña y de Alemania y sé que laenfermedad está avanzada. Hedecidido volver a casa. El médicode Berlín me sugirió a alguien delSloan-Kettering, en Nueva York,pero sabía que tú eras médico enBoston y he venido aquí.

Tom comprendió lo que leestaba diciendo. Elizabeth tampocohabía tenido hijos en su matrimonio;

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había perdido a su padre en unaccidente cuando ella contaba ochoaños, y su madre murió cuatro añosmás tarde del mismo tipo de cáncerque Betts tenía ahora. Se habíacriado bien con la única hermana desu padre, que ahora era una inválidainternada en una residencia deCleveland. No tenía a nadie másque Tom Kendrick a quien recurrir.

—Me siento muy mal -le dijoTom a R.J.

—Es natural.El problema excedía con

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mucho la competencia de uncirujano general. Tom y R.J. lodiscutieron a fondo, considerandotodo lo que sabían sobre el caso deBetts; fue la primera vez en muchotiempo que se establecía entre ellossemejante complicidad.

Finalmente, Tom concertó unavisita para Elizabeth en el institutooncológico Dana-Farber y hablósobre ella con Howard Fishercuando se hubieron realizado losprimeros exámenes.

—El carcinoma está muy

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extendido -le dijo Fisher-. He vistocuraciones en pacientes que estabanpeor que su amiga, perocomprenderá usted que no tengamuchas esperanzas.

—Lo comprendo -respondióTom, y el oncólogo le recetó untratamiento que combinaba laradiación con la quimioterapia.

A R.J. le cayó bien Elizabethnada más verla. Era una mujercorpulenta y de faccionesredondeadas que vestía con lasensatez de una europea pero que

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había consentido que la madurez lavolviera más gruesa de lo queestaba de moda. Y no estabadispuesta a rendirse; era unaluchadora. R.J. la ayudó a encontrarun apartamento con un solodormitorio en la avenidaMassachusetts, y Tom y ellavisitaban a la enferma tan a menudocomo les era posible, como amigosy no como médicos.

R.J. la llevó a ver el ballet deBoston en “La bella durmiente” y alprimer concierto de otoño de la

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orquesta sinfónica, ella sentada enel gallinero y Betts en su propiabutaca, en el centro de la séptimafila de platea.

—¿Sólo tenéis un abono detemporada para los dos?

—Tom no va nunca. Tenemosdistintos intereses. A él le gustanlos partidos de hockey y a mí no -leexplicó R.J., y Elizabeth asintiópensativa y dijo que habíadisfrutado viendo dirigir a SeijiOzawa-. Ya verás cómo te gustaránlos Boston Pops el verano que

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viene. La gente se sienta en mesitasy bebe champaña y limonadamientras escucha música másligera.

Muy “gemütlich”.—¡Oh, tenemos que ir! -dijo

Betts.En su destino no había lugar

para los Boston Pops. A comienzosdel invierno la enfermedad seagravó; Elizabeth sólo necesitó elapartamento durante siete semanas.

En el Hospital MiddlesexMemorial le asignaron una

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habitación particular en la plantapara personas muy importantes y seintensificaron los tratamientos deradiación. En muy poco tiempoempezó a perder el cabello yadelgazar.

Seguía muy racional, muytranquila.

—Sería un librointeresantísimo, ¿sabes? -le dijo aR.J.-. Pero no tengo ánimos paraescribirlo.

Se creó una auténtica corrientede afecto entre las dos mujeres,

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pero una noche, estando los tres ensu habitación de hospital, se dirigióa Tom:

—Quiero que me prometas unacosa. Quiero que jures que no medejarás sufrir ni consentirás que meprolonguen la vidainnecesariamente.

—Lo juro -dijo él, casi comosi se tratara de una promesa dematrimonio.

Elizabeth quiso revisar sutestamento y redactar una últimavoluntad donde se especificara que

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no quería que se le prolongaraartificialmente la vida por medio dedrogas ni tecnología, y le pidió aR.J. que le buscara un abogado.

R.J. llamó a Suzanna Lorentz,de Wigoder, Grant Berlow, ungabinete en el que ella misma habíatrabajado durante poco tiempo.

Un par de días después, elautomóvil de Tom ya estaba en elgaraje cuando R.J. llegó delhospital por la noche. Encontró aTom sentado ante la mesa de lacocina, tomándose una cerveza

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mientras veía la televisión.—Hola. ¿Te ha llamado

Lorentz? -Apagó el televisor.—Hola. ¿Suzanna? No, no he

tenido noticias de ella.—A mí me ha llamado. Quiere

que sea representante legal de Bettscon capacidad de decisión respectoa la asistencia médica.

Pero no puedo. Soy su médicooficial, y eso crearía un conflicto deintereses, ¿no?

—Sí, desde luego.—¿Lo harás tú? Me refiero a

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ser su representante legal.Tom estaba ganando peso y

tenía el aspecto de no dormir losuficiente. Llevaba migas de galletaen la pechera de la camisa.

A R.J. le apenó pensar que unaparte importante de la vida de élestaba muriendo.

—Sí, por supuesto.—Gracias.—De nada -respondió ella, y

subió a su cuarto y se acostó.Ante la perspectiva de una

larga convalecencia, Max Roseman

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había decidido jubilarse. R.J. no losupo por Sidney Ringgold; dehecho, el doctor Ringgold no hizoninguna declaración oficial.

Pero Tessa, radiante, le trajola información. No quiso revelar lafuente, pero R.J. hubiera jurado quese lo había dicho Bess Harrison, lasecretaria de Max Roseman.

—He oído decir que está ustedentre los posibles sucesores deldoctor Roseman. Y creo que parausted el cargo de directora médicaadjunta sería el primer peldaño de

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una escalera muy, muy alta. ¿Quéprefiere aspirar a decana de lafacultad de medicina o a directoradel hospital? En cualquier caso,¿me llevará con usted?

—Olvídalo, no me darán elcargo. Pero siempre te llevaréconmigo. Siempre estás enterada detodo. Y me traes el café cadamañana, tonta.

El rumor se extendió por elhospital. De vez en cuando, alguienle hacía un comentario malicioso,dándole a entender que todo el

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mundo sabía que su nombrefiguraba en una lista. La actitud deR.J. no era expectante; lo cierto esque no sabía si el cargo leinteresaba tanto como paraaceptarlo en el caso de querealmente se lo ofrecieran.

Elizabeth no tardó en perdertanto peso que R.J. pudo hacerseuna ligera idea de cómo había sidola joven esbelta que Tom habíaquerido. Los ojos parecían másgrandes, la piel se le volviótranslúcida. R.J. se daba cuenta de

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que estaba a punto de demacrarse.Pese a estar enferma de

consideración, seguía siendosensible e inteligente.

—¿Vais a separaros Tom y tú?-le preguntó una noche en que

R.J. se detuvo a verla antes devolver a casa.

—Sí. Creo que muy pronto.Elizabeth asintió con la

cabeza.—Lo siento -susurró, hallando

fuerzas para consolarla; pero eraevidente que la confirmación no le

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sorprendía mucho. R.J. sintiódeseos de haberla conocido muchosaños antes.

Habrían sido grandes amigas.

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4 - Momento dedecisión

Los jueves.Cuando R.J. era más joven

había hecho muchísimas proclamaspolíticas. Ahora le parecía que sólole quedaban los jueves.

Sentía una gran estima por losbebés y le disgustaba la idea deimpedirles nacer. El aborto era algodesagradable y problemático.

A veces interfería en sus

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restantes actividades profesionalesporque algunos de sus colegasestaban en contra, y su marido, quecuidaba las relaciones públicas,siempre había temido ydesaprobado su intervención.

Pero en Estados Unidos seestaba librando la guerra delaborto.

Muchos médicos eranexpulsados de las clínicas,intimidados por las inquietantes ynada sutiles amenazas delmovimiento antiabortista. R.J. creía

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en el derecho de cada mujer sobresu propio cuerpo, y por eso todoslos jueves por la mañana iba en sucoche a Jamaica Plain y entraba ahurtadillas en el Centro dePlanificación Familiar por la puertatrasera para esquivar a losmanifestantes, las pancartas queblandían hacia ella, los crucifijosque le agitaban ante la cara, lasangre que le arrojaban, los fetosmetidos en frascos que le poníanante las narices, los insultos.

El último jueves de febrero

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aparcó en el camino de la entradade Ralph Aiello, un vecino quecobraba de la clínica de abortos.

En el patio trasero de Aiello lanieve era profunda y reciente, peroel hombre se había ganado la pagaabriendo a paladas un angostosendero que llevaba hasta lacancela de la cerca posterior. Lacancela daba al patio de atrás de laclínica, donde otro angosto caminoconducía a la puerta trasera de lamisma.

R.J. siempre hacía a toda prisa

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este trayecto desde el coche,temiendo que aparecieran losmanifestantes congregados ante laclínica. Se sentía enojada y almismo tiempo ilógicamenteavergonzada por tener que acudir aescondidas a su trabajo comomédica.

Aquel jueves no llegabaningún ruido desde la partedelantera del edificio, ni gritos nimaldiciones, pero R.J. se sentíamás preocupada que de costumbreporque antes de ir al trabajo se

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había detenido para ver a ElizabethSullivan.

Elizabeth había dejado atrás elpunto en que aún podía haberesperanzas y había entrado en elreino del dolor intratable. El botónque le permitían pulsar paraautomedicarse había resultadoinsuficiente casi desde el primermomento. Cada vez que recobrabala conciencia experimentaba unterrible sufrimiento, y HowardFisher había empezado aadministrarle grandes dosis de

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morfina.Permanecía todo el tiempo

dormida, sin moverse.—Hola, Betts -le dijo R.J. en

voz alta.Elizabeth movió los labios.R.J. se inclinó sobre ella y

escuchó con atención.-... El verde. Coge el verde.R.J. comentó el incidente con

Beverly Martin, una de lasenfermeras de sala.

—Dios la bendiga -dijo laenfermera-. Por lo general nunca

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está lo bastante despierta para decirnada.

Aquella semana fue como si depronto se accionaran los tornos detortura que tenían a R.J. en tensión.Una noche incendiaron una clínicaabortista del estado de Nueva York,y esa misma reacción enfermizapodía darse también en Boston. Sellevaron a cabo grandes ytumultuosas manifestaciones deprotesta, violentas en ocasiones,contra dos clínicas de Brookline,dirigidas por Asesoramiento

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Familiar y Pretérmino, provocandola interrupción de los servicios, unacontundente actuación policial ydetenciones en masa. Se suponíaque el Centro de PlanificaciónFamiliar de Jamaica Plain iba a serel siguiente.

En la sala de personal, GwenGabler estaba tomando café, máscallada de lo que era habitual enella.

—¿Ocurre algo?Gwen dejó la taza y cogió el

bolso. La hoja de papel estaba

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doblada dos veces. Al desplegarla,R.J. vio un cartel de «Se busca»como los expuestos en las oficinasde correos. Llevaba el nombre, ladirección y la fotografía de Gwen,la información de que había dejadouna lucrativa consulta deginecología y obstetricia enFramingham «para enriquecersepracticando abortos», y el crimenpor el que se la buscaba: asesinatode bebés.

—No dice nada de «viva omuerta» -comentó Gwen con

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amargura.—¿Han hecho también un

cartel con Les? -Leszek Ustinovichhabía practicado la ginecología enNewton durante veintiséis añosantes de unirse al equipo de laclínica. Gwen y él eran los dosúnicos médicos fijos dePlanificación Familiar.

—No, por lo visto yo soy elchivo expiatorio que han elegido enesta clínica, aunque tengo entendidoque Walter Hearts, del hospital dela Diaconisa, ha recibido el mismo

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honor.—¿Y qué piensas hacer?Gwen rompió el cartel por la

mitad, volvió a romperlo y tiró lospedazos a la papelera. Acontinuación, se besó las yemas delos dedos y dio una palmadita suaveen la mejilla de R.J.

R.J. se tomó el cafémeditabunda. Llevaba dos años enla clínica practicando abortos deprimer trimestre. Al terminar suetapa de médica residente habíaefectuado prácticas de ginecología,

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y Les Ustinovich, extraordinariomaestro con toda una vida deexperiencia, le había enseñado elprocedimiento de primer trimestre.Estas intervenciones erantotalmente seguras si se realizabande un modo cuidadoso y correcto, yella ponía el máximo empeño enpracticarlas adecuadamente. Aunasí, todos los jueves por la mañanase encontraba tan tensa como situviera que pasarse el díapracticando cirugía cerebral.

Lanzó un suspiro, arrojó el

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vaso de papel y fue a trabajar.A la mañana siguiente, en el

hospital, Tessa le dirigió unamirada muy solemne al llevarle eldesayuno.

—La cosa se está poniendoseria. Se dice que el doctorRinggold está barajando cuatronombres, y el suyo es uno de ellos.

R.J. engulló un pequeñobocado del bollo y preguntó, sinpoderlo evitar:

—¿Quiénes son los otros tres?—Todavía no lo sabemos.

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Sólo he oído decir que todos sonpesos pesados. -Tessa le lanzó unamirada de soslayo-. ¿Sabe queninguna mujer ha ocupado nunca esecargo?

R.J. sonrió sin alegría. Laspresiones no eran mejor recibidasporque procediesen de susecretaria.

—No es muy sorprendente,¿verdad?

—No, no lo es -concedióTessa.

Aquella misma tarde, cuando

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regresaba de la unidad para elsíndrome premenstrual, se encontrócon Sidney delante del edificio deadministración del hospital.

—Hola -la saludó.—Hola, ¿qué tal?—¿Has tomado alguna

decisión sobre la propuesta que tehice?

R.J. vaciló. La verdad era quehabía borrado totalmente el asuntode su mente porque no queríapensar en él. Pero eso era injustopara Sidney.

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—No, todavía no. Pero dentrode muy poco te diré algo.

Él asintió con un gesto.—¿Sabes lo que hacen todos

los hospitales universitarios de estaciudad? Cuando necesitan a alguienpara un cargo de dirección, buscana un candidato que ya haya llamadola atención como brillanteinvestigador. Quieren a alguien quehaya publicado unos cuantostrabajos.

—Como el joven SidneyRinggold, con sus trabajos sobre la

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reducción de peso, la presiónsanguínea y el inicio de laenfermedad.

—Sí, como aquel jovenbrillante. La investigación fue loque me llevó al cargo que ahoraocupo -reconoció-. No es máslógico que el hecho de que loscomités de una facultad que buscanun presidente acaben eligiendosiempre a algún profesordistinguido. Pero ya ves.

»Por otra parte, tú haspublicado algunos trabajos y has

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creado un par de revuelos pero eresuna médica, no una investigadora delaboratorio. Personalmente, creoque es buen momento para quenuestro director médico adjunto seaun médico acostumbrado a tratarcon personas, pero debo hacer unnombramiento que obtenga unconsenso de aprobación entre elpersonal del hospital y lacomunidad médica. De manera que,si vamos a nombrar una directoramédica adjunta que no seainvestigadora, conviene que tenga

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tantos cargos directivos en sucurrículum como sea humanamenteposible.

R.J. le sonrió, consciente deque era un amigo.

—Lo comprendo, Sidney. Ymuy pronto te comunicaré midecisión sobre la presidencia delcomité de publicaciones.

—Gracias, doctora Cole. Quepases un buen fin de semana, R.J.

—Y usted también, doctorRinggold.

El océano envió una tormenta

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extramente cálida que azotó Bostony Cambridge con intensas lluvias yderritió las últimas nieves delinvierno. En el exterior todo eracharcos y goteo, y las cunetasestaban inundadas.

El sábado por la mañana R.J.se quedó en la cama, escuchando elchaparrón y pensando. No legustaba ese estado de ánimo; sesentía cada vez más taciturna, ysabía que eso podía afectar a susdecisiones, si no lo evitaba.

No le entusiasmaba demasiado

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ser la sucesora de Max Roseman.Pero tampoco le entusiasmaba

la vida profesional que llevaba enaquellos momentos, y se dio cuentade que empezaba a responder a lafe que Sidney Ringgold tenía enella, y al hecho de que una y otravez le había ofrecido oportunidadesque otros hombres le hubierannegado.

Seguía viendo en su interior laexpresión de Tessa cuando le dijoque ninguna mujer había sido nuncadirectora médica adjunta.

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A media mañana se levantó dela cama y se puso el chándal másviejo que tenía, una cazadora, laszapatillas deportivas de peorapariencia y una gorra de los RedSox, que se caló por encima de lasorejas. Una vez fuera empezó acorrer entre los charcos, y los piesle quedaron empapados antes deque se hubiera alejado veintemetros de la casa. A pesar deldeshielo aún era invierno enMassachusetts, y R.J. estaba caladay temblorosa, pero a medida que

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corría, sintió circular la sangre ensus venas y no tardó en calentarse.Había pensado en llegar sólo hastaMemorial Drive antes deemprender el regreso, pero lacarrera era demasiado agradablepara terminarla tan pronto, demanera que siguió bordeando elcongelado río Charles,contemplando la lluvia sobre elhielo, hasta que empezó a cansarse.Durante el camino de vuelta loscoches la salpicaron un par deveces pero no le importó porque

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estaba más mojada que unanadadora. Entró en la casa por lapuerta de atrás, dejó la ropaempapada en el suelo de baldosasde la cocina y se enjugó con unatoalla de secar los platos para noechar agua sobre la alfombra alpasar hacia la ducha.

Permaneció tanto rato bajo elagua caliente que el espejo quedómuy empañado y no se vio reflejadaen él cuando salió para secarse.

Acababa de empezar a vestirsecuando tomó la resolución de

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aceptar, de presidir el comité deSidney. Pero sin suprimir nada desu programa. Los jueves seguiríansiendo jueves, doctor Ringgold.

Sólo se había puesto lasbragas y un suéter de laUniversidad de Tufts, pero cogió elteléfono portátil y marcó el númeroparticular de Sidney.

—Soy R.J. -le dijo cuandodescolgó-. No sabía si osencontraría en casa. -Los Ringgoldposeían una casa de recreo en laisla de Martha.s Vineyard, y Gloria

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Ringgold insistía en pasar allítantos fines de semana como fueraposible.

—Es este tiempo de perros -replicó el doctor Ringgold-. Nos haestropeado el fin de semana. Habíaque ser un auténtico idiota parasalir de casa con el día que estáhaciendo.

R.J. se sentó sobre la tapa delváter y se echó a reír.

—Tienes toda la razón,Sidney.

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5 - Una invitación debaile

El martes dio una clase sobre

enfermedades yatrógenas en lafacultad de medicina, una clase conla que disfrutó porque durante casidos horas se produjo un interesantedebate.

Algunos alumnos aún acudíana la facultad con la presuntuosaesperanza de que les enseñarían aser dioses de la curación y los

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educarían en la infalibilidad, y lescontrariaba que se mencionara elhecho de que, al tratar de curar, losmédicos a veces causaban lesionesy daños a sus pacientes.

No obstante, la mayoría de losalumnos era consciente de su lugaren el tiempo y en la sociedad, deque la explosión tecnológica nohabía eliminado la capacidadhumana de cometer errores. Paraellos era importante conocer muybien las situaciones que podíancausar daños e incluso la muerte a

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sus pacientes, con el consiguientegasto en indemnizaciones.

Había sido una buena clase.Eso la hizo sentirse más

satisfecha de su suerte mientrasregresaba al hospital.

Apenas llevaba unos minutosen su despacho cuando Tessa lepasó una llamada de Tom.

—¿R.J.? Elizabeth nos hadejado a primera hora de estamañana.

—Ah, Tom.—Bueno, ahora ya no sufre.

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—Lo sé. Eso es bueno, Tom.-Pero R.J. se dio cuenta de que

él sí sufría. Quizá necesitabacompañía-. Oye, ¿quieres quequedemos para cenar en algúnsitio?

-le propuso impulsivamente-.¿Y si vamos al North End?

—Oh. No, yo... -Parecíaazorado-. En realidad esta nochetengo un compromiso del que nopuedo zafarme.

«Para consolarte con otrapersona», pensó ella irónicamente

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aunque sin acritud. Le dio lasgracias por haberle comunicado lode Elizabeth y volvió a enfrascarsede lleno en el trabajo.

Entrada la tarde, recibió unallamada de una de las mujeres de sudespacho.

—¿Doctora Cole? Soy CindyWolper. El doctor Kendrick me hapedido que le diga que no pasará lanoche en casa. Tiene que ir aWorcester para una consulta.

—Gracias por llamar -dijoR.J.

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Pero el siguiente sábado por lamañana Tom la invitó a un almuerzotemprano en la plaza Harvard. Esola sorprendió. Los sábados por lamañana Tom solía hacer sus visitasen el Hospital MiddlesexMemorial, donde era cirujanoconsultor, y después iba a jugar atenis y almorzaba luego en el club.

Él estaba untandometiculosamente de mantequilla unarebanada de pan de centeno cuandose lo dijo:

—En el Middlesex se ha

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presentado un informe en el que seme acusa de negligenciaprofesional.

—¿Quién lo ha presentado?—Una enfermera que estaba en

la sala de Betts. Se llama BeverlyMartin.

—Sí, la recuerdo. Pero ¿porqué razón?

—Su informe dice queadministré a Elizabeth unainyección de morfina, «inadecuadapor lo excesiva», que le produjo lamuerte.

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—¡Oh, Tom!Él asintió con un gesto.—El informe será examinado

en una reunión del ComitéDeontológico del hospital. -Pasóuna camarera y Tom la detuvo parapedirle más café-. Estoy seguro deque no es nada importante, peroquería decírtelo antes de que teenteraras por otra persona.

El lunes, de acuerdo con losdeseos expresados en su testamento,Elizabeth Sullivan fue incinerada.Tom, R.J. y Suzanna Lorentz

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acudieron a la funeraria, dondeSuzanna, en su calidad de albaceade la fallecida, se hizo cargo de unacaja cuadrada de cartón gris quecontenía las cenizas.

Fueron a almorzar al Ritz, ySuzanna les leyó partes deltestamento de Betts mientrastomaban la ensalada. Betts habíadejado lo que Suzanna denominó«un legado considerable» parasufragar los cuidados a su tía, laseñora Sally Frances Bosshard,interna del Asilo Luterano para

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Ancianos e Inválidos de ClevelandHeights, Ohio.

A la muerte de la señoraBosshard, el dinero restante, si lohabía, iría a la SociedadNorteamericana contra el Cáncer. Asu querido amigo, el doctor ThomasA. Kendrick, Elizabeth Sullivan ledejaba lo que esperaba fuesenbuenos recuerdos y una cintamagnetofónica de ElizabethBosshard y Tom Kendrick cantando“Strawberry Fields”. A su recientey querida amiga, la doctora Cole, le

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dejaba un juego de café de seisservicios de diseño francés delsiglo Xviii, platero desconocido.

El juego de café y la cintamagnetofónica estaban en unalmacén de Amberes, junto conotros artículos, sobre todo mueblesy obras de arte, que se venderíanpara acrecentar la suma destinada aSally Frances Bosshard.

A la doctora Cole, ElizabethSullivan le solicitaba un últimofavor: deseaba que tomara suscenizas y las devolviera a la tierra

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«sin ceremonia ni servicio, en unlugar hermoso elegido por la propiadoctora Cole».

R.J. recibió con asombro tantoel legado como la inesperadaresponsabilidad. Tom tenía las ojosbrillantes. Pidió una botella dechampaña y brindaron los tres porBetts.

En el aparcamiento, Suzannasacó de su coche la caja de cartón yse la dio a R.J., que no sabía quéhacer con ella. Por fin la dejó en elasiento de la derecha del BMW y

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emprendió el regreso al LemuelGrace.

El miércoles siguiente ladespertó a las cinco y veinte de lamadrugada el ruidoso eimpertinente campanilleo queanunciaba la presencia de alguienante la puerta de la casa.

R.J. se levantó de la cama y seenfundó torpemente la bata.

Incapaz de encontrar laszapatillas, salió al frío corredor conlos pies descalzos.

—¿Tom? -Estaba en su cuarto

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de baño, se oía correr el agua.Bajó las escaleras y miró por

el cristal lateral de la puerta.Fuera todavía estaba oscuro,

pero pudo distinguir dos siluetas.¿Qué quieren? -Les gritó, sin

ninguna intención de abrir la puerta.—Policía del Estado.Cuando encendió la luz y

volvió a mirar comprobó que eracierto y abrió la puerta, presa de unpánico repentino.

—¿Le ha ocurrido algo a mipadre?

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—Oh, no, señora. Sóloqueríamos hablar un momento conel doctor Kendrick. -Era una mujerpolicía, una cabo de uniforme,delgada pero fuerte, acompañada deun corpulento agente de paisano:sombrero negro, calzado negro,gabardina, pantalones grises.Ambos desprendían un aura deseveridad y competencia.

—¿Qué ocurre, R.J.? -preguntóTom desde lo alto de la escalera,vestido únicamente con pantalones,calcetines y camiseta.

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—¿Doctor Kendrick?—Sí. ¿Qué ocurre?—Soy la cabo Flora

McKinnon, señor -le anunció-. Y elagente Robert Travers. Somosmiembros de C-PAC, la Unidad dePrevención y Control del Crimenadjunta a la oficina de Edward W.Wilhoit, el fiscal de distrito delcondado de Middlesex. El señorWilhoit querría tener unaconversación con usted, señor.

—¿Cuándo?—Bueno, ahora mismo, señor.

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Le gustaría que nosacompañara a su oficina.

—¡Dios mío! ¿Pretendedecirme que está trabajando a lascinco y media de la mañana?

—Sí, señor -respondió lamujer.

—¿Traen una orden dedetención?

—No, señor, no la traemos.—Bien, pues dígale al señor

Wilhoit que he rechazado su amableinvitación. Dentro de una horaestaré en el quirófano del

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Middlesex Memorial operándole lavesícula biliar a alguien, alguienque confía en mí. Dígale al señorWilhoit que puedo acudir a suoficina a la una y media. Si leparece bien, que se lo confirme ami secretaria. Si no le parece bien,podemos buscar otra hora que nosvaya bien a los dos. ¿Entendido?

—Sí, señor. Lo hemosentendido -dijo la cabo pelirroja, ylos dos policías saludaron con lacabeza y salieron a la oscuridad.

Tom permaneció en la

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escalera.R.J. se quedó inmóvil en el

vestíbulo, con la vista alzada haciaél.

—Quizá será mejor quevengas conmigo, R.J.

—Nunca he intervenido eneste tipo de casos. Iré. Pero serámejor que vaya alguien más -leaconsejó.

Canceló la clase del miércolesy se pasó tres horas hablando porteléfono con abogados, personas delas que estaba segura que

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respetarían la confidencia y leofrecerían consejo sincero. Unnombre se repitió en variasocasiones: Nat Rourke. Tenía unagran experiencia. No era una figura,pero sí muy inteligente y sumamenterespetado. R.J. no había habladonunca con él. No atendiópersonalmente la llamada cuandoR.J. telefoneó a su oficina, pero alcabo de una hora se puso encontacto con ella.

Apenas dijo nada mientras ellaexponía los detalles del asunto.

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—No, no, no -protestó Rourkecon suavidad-. Usted y su maridono irán a ver a Wilhoit a la una ymedia. A la una y media vendrán ami despacho. Tengo que recibir unavisita a las tres; iremos a la oficinadel fiscal de distrito a las cincomenos cuarto. Mi secretaria llamaráa Wilhoit para comunicarle elcambio de hora.

El despacho de Nat Rourke sehallaba en un sólido edificioantiguo situado tras la Cámara delEstado; era cómodo aunque

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destartalado. Al ver al abogado,R.J.

Recordó fotografías de IrvingBerlin, un hombrecillo de tezcetrina y facciones pronunciadas,vestido con esmero en coloresoscuros y apagados, camisa muyblanca y corbata de unauniversidad, cuyo símbolo noreconoció. La Universidad de Penn,según supo más tarde.

Rourke le pidió a Tom queexplicara todas las circunstanciasque condujeron a la muerte de

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Elizabeth Sullivan. Observó a Tomcon atención, como un buen oyente,sin interrumpir, siguiendo el relatohasta el final. Luego hizo un gestode asentimiento, frunció los labios yse recostó en la butaca con lasmanos cruzadas sobre el abdomen,encima del llavero Phi Beta Kappa.

—¿La mató usted, doctorKendrick?

—No tuve que matarla. Elcáncer se ocupó de eso. Habríadejado de respirar por sí sola; eracuestión de horas, quizá de días.

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Nunca habría recobrado laconciencia, nunca habría vuelto aser Betts, sin agonía. Le habíaprometido que no la dejaría sufrir.Ya estaba recibiendo dosis muygrandes de morfina. Aumenté ladosis para asegurarme de que nosentía ningún dolor. Si eso adelantóla muerte en lugar de retrasarla, meparece muy bien.

—Los treinta miligramos quela señora Sullivan recibíaoralmente dos veces al día eran deun tipo de morfina de acción lenta,

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supongo -dijo Rourke.—Sí.—Y los cuarenta miligramos

que le administró usted medianteuna inyección eran de morfina deacción rápida, quizás en cantidadsuficiente para inhibir larespiración.

—Sí.—Y si inhibía la respiración

lo suficiente, eso le produciría lamuerte.

—Sí.—¿Mantenía usted una

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relación amorosa con la señoraSullivan?

—No.Comentaron las antiguas

relaciones entre Tom y Elizabeth, yel abogado pareció quedarsatisfecho.

—¿La muerte de ElizabethSullivan le ha proporcionado austed algún beneficio económico?

—No. -Tom le explicó condetalle los términos del testamentode Betts-. ¿Cree que Wilhoit veráalgo sucio en todo esto?

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—Probablemente. Es unpolítico ambicioso, interesado enprosperar y llegar avicegobernador. Un juiciosensacionalista le serviría detrampolín. Si pudiera hacer que locondenaran por asesinato en primergrado, con una sentencia a cadenaperpetua sin libertad condicional,con grandes titulares en losperiódicos, palmaditas en laespalda, mucho alboroto, su carreraestaría hecha. Pero éste no es uncaso de asesinato en primer grado.

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Y el señor Wilhoit es unpolítico demasiado astuto parapresentar siquiera el caso ante unjurado de acusación si no tienemuchas posibilidades de obtener unveredicto de culpabilidad. Esperaráa que el Comité Deontológico delhospital le marque la pauta.

—¿Qué es lo peor que puedeocurrirme en este caso?

—¿La posibilidad másamenazadora?

—Sí. Lo peor.—No le garantizo nada, por

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supuesto, pero yo diría que lo peorque puede ocurrirle es que seadeclarado culpable de homicidio y,a continuación, encarcelado. En uncaso como éste, es probable que eljuez comprenda sus motivos y locondene a lo que llamamos una«sentencia Concord». Locondenaría a veinte años dereclusión en el InstitutoPenitenciario de Massachusetts enConcord, con lo que mantendría sureputación de juez duro contra elcrimen, pero al mismo tiempo

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mostraría lenidad con usted, porqueen Concord podría obtener lalibertad condicional después decumplir sólo veinticuatro meses dela sentencia. De modo que podríausted aprovechar el tiempo paraescribir un libro, hacerse famoso,ganar un montón de dinero.

—Perdería la licencia paraseguir practicando la medicina -dijo Tom con voz serena, y R.J.casi llegó a olvidar que habíadejado de quererlo hacía muchotiempo.

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—No olvide que estamoshablando de la peor posibilidad. Lamejor sería que el caso no llegara aun jurado de acusación. Y lograr lamejor posibilidad es lo quejustifica las elevadas minutas quecobro -dijo Rourke.

De ahí resultó fácil pasar altema de los honorarios.

—En un caso como éste podríaocurrir cualquier cosa, o nada enabsoluto. Por lo general, cuando elacusado no es una personasumamente respetable, pido un

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depósito inicial de veinte mildólares. Pero... usted es unprofesional de excelente reputación.Creo que lo más conveniente parausted sería contratarme en razón deltiempo que dedique. Doscientosveinticinco por hora.

Tom asintió.—Me parece una ganga -dijo,

y Rourke sonrió.Cuando llegaron al rascacielos

donde estaban situados lostribunales eran las cinco menoscinco, diez minutos después de la

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hora que Rourke había indicado.Terminaba la jornada laboral y unrío de gente abandonaba el edificiocon la misma sensación de libertadde los niños que salen de laescuela.

—Tómenselo con calma, notenemos ninguna prisa -lostranquilizó Rourke-. Es convenienteque nos reciba según nuestraconveniencia.

Ese asunto de enviar agentesen su busca antes del amanecer sóloes intimidación barata, doctor

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Kendrick. Una invitación al baile,podríamos decir.

Era una manera decomunicarles, comprendió R.J. conun escalofrío, que el fiscal dedistrito se había tomado la molestiade averiguar los horarios de Tom,cosa que no haría en un casorutinario.

Tuvieron que identificarse anteel guardia que ocupaba la mesa delvestíbulo, y a continuación elascensor los condujo al piso 15.

Wilhoit era un hombre enjuto,

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de piel bronceada y narizprominente, y les sonrió con lacordialidad de un viejo amigo.

R.J. se había informado sobreél: Harvard, 1972; Facultad deDerecho de Boston, 1975; ayudantedel fiscal de distrito, 1975-1978;miembro de la Cámara deRepresentantes del Estado desde1978 hasta ser elegido fiscal dedistrito en 1988.

—¿Cómo está usted, señorRourke? Es un placer volver averle.

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Mucho gusto en conocerlos,doctor Kendrick, doctora Cole.

Siéntense, por favor, siéntense.A partir de ese momento fue

todo profesionalidad, ojos fríos ypreguntas sosegadas, la mayoría delas cuales Tom ya se las habíacontestado a Rourke en el curso dela tarde.

Habían obtenido y estudiado elhistorial clínico de ElizabethSullivan, les anunció Wilhoit.

—Dice que, por orden deldoctor Howard Fisher, la paciente

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de la habitación 208 del HospitalMiddlesex Memorial veníarecibiendo un medicamento oral abase de morfina llamado Contin,treinta miligramos dos veces al día.

»Luego..., vamos a ver..., a lasdos y diez de la noche en cuestión,el doctor Thomas A. Kendrickanotó en la hoja de la paciente unaorden escrita para que se leadministraran cuarenta miligramosde sulfato de morfina por víaintravenosa.

Según la enfermera de guardia,

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la señorita Beverly Martin, eldoctor le dijo que él mismo lepondría la inyección.

Martin declaró que media horamás tarde, cuando acudió a lahabitación 208 para comprobar latemperatura y la presión sanguíneade la paciente, la señora Sullivanestaba muerta. El doctor Kendrickestaba sentado junto a la cama,sosteniéndole la mano. -Alzó lamirada hacia Tom-. ¿Son correctos,en lo esencial, estos hechos segúnacabo de exponerlos, doctor

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Kendrick?—Sí, yo diría que son exactos,

señor Wilhoit.—¿Mató usted a Elizabeth

Sullivan, doctor Kendrick?Tom miró a Rourke. La mirada

de Rourke era cautelosa, pero elabogado inclinó la cabeza en señalde asentimiento, dando a entenderque Tom debía responder.

—No, señor. A ElizabethSullivan la mató el cáncer contestóTom.

Wilhoit asintió también. Les

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agradeció cortésmente que hubieranacudido y les indicó que laentrevista había terminado.

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6 - El contendiente

No volvieron a tener noticias

del fiscal de distrito ni aparecióningún artículo en la prensa.

R.J. sabía que el silenciopodía ser ominoso. La gente deWilhoit estaba trabajando, hablandocon enfermeras y médicos delMiddlesex, tratando de determinarsi tenían materia para abrir un caso,si el intento de aplastar al doctorThomas A. Kendrick favorecería o

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perjudicaría la carrera del fiscal dedistrito.

R.J. se concentró en su trabajo.Hizo pegar carteles en el hospital yen la facultad de medicina paraanunciar la creación del comité depublicaciones. Cuando se celebróla primera reunión, un nevadomartes, al anochecer, se presentaroncatorce personas. Ella habíasupuesto que el comité atraería aresidentes y médicos jóvenes queaún no habían publicado, perotambién asistieron varios médicos

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con amplia experiencia.No hubiera debido

sorprenderle: R.J. conocía al menosa un hombre que había llegado a serdecano de una facultad de medicinasin haber aprendido a escribir en supropio idioma de un modoaceptable.

Organizó un programa mensualde conferencias a cargo de editoresde revistas médicas, y varios de losasistentes se ofrecieron voluntariospara leer en la siguiente reunión lostrabajos que estaban preparando, de

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modo que pudieran ser sometidos auna valoración crítica.

R.J. tuvo que reconocer queSidney Ringgold había anticipadouna necesidad.

Boris Lattimore, un médicoentrado en años que pertenecía a laplantilla de consultores delhospital, hizo un aparte con R.J. enla cafetería para susurrarle quetenía noticias: Sidney le habíadicho que el próximo directormédico adjunto sería o bien R.J. obien Allen Greenstein. Greenstein

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era un brillante investigador, autorde un programa para el examengenético de recién nacidos quehabía dado mucho que hablar.

R.J. deseó que el rumor nofuera cierto; Greenstein era untemible competidor.

La nueva responsabilidad delcomité no le planteó demasiadasdificultades; incrementaba suprograma de trabajo y consumíaparte de su precioso tiempo libre,pero en ningún momento se sintiótentada a sacrificar los jueves. Era

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consciente de que, sin clínicasmodernas donde se pudierainterrumpir el embarazo encondiciones sanitarias, muchasmujeres morirían tratando dehacerlo por su cuenta. Las máspobres, las que carecían de unseguro médico, de dinero o de losconocimientos necesarios paraaveriguar dónde conseguir ayuda,todavía intentaban interrumpir suembarazo por sí mismas: bebíantrementina, amoníaco o detergente,y se hurgaban en el útero con

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perchas, agujas de hacer punto,herramientas de cocina o cualquierinstrumento con el que se pudieracausar un aborto.

R.J. trabajaba en PlanificaciónFamiliar porque consideraba queera esencial para toda mujer tener asu alcance servicios adecuados silos necesitaba. Pero las cosas seponían cada vez más difíciles parael personal médico de PlanificaciónFamiliar. Mientras volvía a su casatras un atareado miércoles en elhospital, R.J. oyó por la radio del

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coche que había estallado unabomba en una clínica de abortos deBridgeport, Connecticut. Elartefacto había derribado parte deledificio, dejando ciego a un guardiay lesionando a una secretaria y dospacientes.

A la mañana siguiente, en laclínica, Gwen Gabler anunció aR.J. que dejaba el trabajo paramudarse a otra ciudad.

—No puedes hacerlo -protestóR.J. Gwen, Samantha Potter y ellahabían sido amigas íntimas desde

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sus tiempos de estudiantes en lafacultad de medicina.

Samantha era profesora fija enla facultad de medicina de laUniversidad de Massachusetts,donde sus clases de anatomía sehabían hecho legendarias, y R.J. notenía ocasión de verla tan a menudocomo hubiera deseado. Pero Gweny ella se veían regularmente y confrecuencia desde hacía dieciochoaños.

Gwen le dirigió una sonrisallena de tristeza.

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—Te echaré muchísimo demenos.

—Pues no te vayas.—Tengo que irme, para que

podamos sobrevivir como familia.Había estado recibiendo

amenazas de muerte por carta y porteléfono.

—Mis hijos son pequeños yme necesitan. Para serte sincera,seguramente me iría aunque notuviera hijos. Si esos cabrones seproponían aterrorizarme, R.J., lohan conseguido.

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Los Gabler habían decididotrasladarse al oeste, a Moscow, enel estado de Idaho. Phil daría clasesen la universidad sobreadministración de la propiedad, yGwen estaba negociando un trabajocomo ginecóloga y tocóloga con unaSociedad para el Mantenimiento dela Salud.

—Las SMS son el futuro.Tenemos que hacer algo para

cambiar el sistema, R.J. Dentro depoco, todas estaremos trabajandopara las SMS.

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Gwen ya había llegado a unacuerdo de principio con la SMS deIdaho tras varias conversacionestelefónicas.

Se estrecharon la mano confuerza y R.J. se preguntó cómo selas arreglaría sin ella.

Tras el pase de visitas delviernes por la mañana, SidneyRinggold se separó del grupo debatas blancas y cruzó el vestíbulodel hospital hacia R.J., que estabaesperando el ascensor.

—Quería decirte que estoy

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recibiendo reacciones muypositivas acerca del comité depublicaciones -comenzó. R.J. sepuso en guardia. Sidney Ringgoldno solía desviarse de su caminopara ir a dar palmaditas en laespalda-.

¿Cómo le van las cosas aTom?

-Prosiguió en tonodespreocupado-.

He oído algo sobre una quejaal Comité Deontológico delMiddlesex. ¿Puede representar

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algún problema grave?Sidney había recogido mucho

dinero para el hospital yexperimentaba un temor exageradoa la publicidad adversa, incluso ala que sólo afectaba a un cónyuge.

R.J. había sentido toda su vidauna enorme aversión al papel decandidata para un cargo.

Sin embargo, no cedió a latentación; no le dijo: «Quédate conel nombramiento y métetelo dondete quepa».

—No, ningún problema grave,

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Sidney. Tom dice que es tan sólouna molestia, que no merece la penapreocuparse.

Sidney Ringgold se inclinóhacia ella.

—Creo que tú tampoco tienespor qué preocuparte. No te prometonada, que conste, pero las cosas sepresentan bien.

Muy bien, a decir verdad.Estas palabras de aliento la

llenaron de una tristezainexplicable.

—¿Sabes qué me gustaría,

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Sidney? -replicó impulsivamente-.Me gustaría que tú y yo nos

dedicáramos a organizar una unidadde medicina familiar en el HospitalLemuel Grace, para que loshabitantes de Boston que carecen deseguro tuvieran un sitio donderecibir cuidados médicos decalidad.

—Las personas no aseguradasya tienen un lugar al que acudir.

Tenemos un ambulatorio muybien organizado. -A Sidney se lenotaba molesto. No le gustaba

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hablar de las insuficiencias médicasde su servicio.

—La gente sólo acude alambulatorio cuando no tiene másremedio. Cada vez que se visitanlos atiende un médico distinto, demanera que no existe continuidad enlos cuidados. Les tratan laenfermedad o la lesión delmomento, y no se practica ningunamedicina preventiva. Siformáramos a médicos de cabecera,Sidney, podríamos poner en marchaalgo grande. Son los médicos que

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realmente hacen falta.La sonrisa que le dirigió esta

vez Sidney era forzada.—Ningún hospital de Boston

tiene una unidad de medicinafamiliar.

—Pues ésa es una magníficarazón para que organicemos una.

Sidney meneó la cabeza.—Estoy cansado. Creo que lo

he hecho bien como directormédico, y me quedan menos de tresaños para retirarme. No me interesaemprender la batalla que sería

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necesaria para poner en marcha unprograma así. No me vengas conmás cruzadas, R.J.

Si quieres introducir cambiosen el sistema, gánate un lugar en laestructura de poder.

Entonces podrás librar tuspropias batallas.

Aquel jueves fue descubiertosu camino secreto para llegar aledificio de Planificación Familiar.

La patrulla de la policía quemantenía a los manifestantesalejados de la clínica llegó tarde

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aquella mañana. R.J. había dejadoel coche en el patio de Ralph Aielloy estaba cruzando la cancela de lacerca cuando vio salir un grupo degente por ambos lados del edificiode la clínica.

Mucha gente con pancartas,gente que gritaba y la señalaba conel dedo.

Hizo acopio de fuerzas parapasar entre ellos en silencio.

Resistencia pasiva. «Piensa enGandhi», se dijo.

Unos cuantos pasaron

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corriendo por su lado, cruzaron lacancela y entraron en el patio deAiello.

Una dignidad fría, distante.«Piensa en la paz. Piensa en

Martin Luther King.»Volvió la mirada atrás y vio

que estaban fotografiando el BMWrojo, arracimándose a su alrededor.

«Ay, la pintura de lacarrocería.»

Dio media vuelta y volvió acruzar la cancela. Alguien le dio ungolpe en la espalda.

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—¡Si alguien toca ese coche leromperé el brazo! -chilló.

El hombre de la cámara sevolvió y la apuntó hacia la cara. Elflash destelló una y otra vez, uñasde luz que le desgarraban los ojos,gritos como púas que le perforabanlos oídos, una especie decrucifixión.

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7 - Voces

R.J. llamó inmediatamente a

Nat Rourke para comunicarle losucedido en la clínica.

—He pensado que debía ustedsaberlo, para que no le sorprenda siintentan utilizar mis actividadescontra Tom.

—Muchísimas gracias,doctora Cole -respondió elabogado. Sus modales eran muycorteses. R.J.

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no hubiera sabido decir quépensaba en realidad.

Aquella noche, Tom volviómuy temprano a la casa de la calleBrattle. R.J. estaba sentada ante lamesa de la cocina revisandopapeles, y él entró y cogió unacerveza del frigorífico.

—¿Quieres una?—No, gracias.Se sentó frente a ella. R.J.

sintió el impulso de extender lamano para tocarlo.

Se le veía cansado, y en los

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viejos tiempos ella habría ido a sulado para darle masaje en el cuello.En una época les gustaba muchotocarse. Él también le daba masajesa menudo. Últimamente tendían aenfurecerse el uno al otro, pero R.J.no podía negar que Tom teníamuchos rasgos atractivos.

—Me ha llamado Rourke paracontarme lo que ha ocurrido enJamaica Plain.

—Ah.—Sí. Él..., bueno, me ha

preguntado por nuestro matrimonio.

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Y le he contestado con franqueza ysinceridad.

Ella lo miró sonriente.—Siempre es lo mejor.—Sí. Rourke me ha dicho que,

si vamos a divorciarnos,convendría iniciar los trámitesinmediatamente para que cualquierposible controversia sobre tutrabajo en Planificación Familiar noperjudique mi defensa.

—Me parece lógico -R.J.asintió-.

Nuestro matrimonio terminó

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hace mucho tiempo, Tom.—Sí. Sí, es cierto, R.J.-Le dirigió una sonrisa-. Y

¿qué me dices ahora de esacerveza?

—No, gracias -respondió ella,y se enfrascó de nuevo en suspapeles.

Tom cogió unas cuantas cosasy se fue inmediatamente, con tantafacilidad que R.J. tuvo la seguridadde que iba a instalarse con otrapersona.

Al principio no advirtió

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ningún cambio en la casa de la calleBrattle, porque se hallabaacostumbrada a estar sola en ella.

Cada noche regresaba a lamisma casa vacía, pero ahorareinaba en ella una sensación depaz, una ausencia de los rastros deél que solían molestarla e irritarla.Una grata expansión de su espaciopersonal.

Pero ocho noches después desu partida empezó a recibirllamadas telefónicas.

Eran voces distintas, y

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telefoneaban durante toda la nochea distintas horas, probablementepor turnos.

—Matas niños, zorra -lesusurró una voz de hombre.

—Destrozas a nuestros hijos.Los recoges con una

aspiradora como si fueran basura.Una mujer le explicó a R.J. en

tono compasivo que estaba enmanos del demonio.

—Arderá usted en el fuego delinfierno durante toda la eternidad -le advirtió su interlocutora.

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Hablaba en un susurro ronco y cursia la vez. Rob J. se hizo cambiar elnúmero de teléfono por otro que noaparecía en el listín. Un par de díasdespués, al llegar del trabajo, vioque alguien había clavado amartillazos en la puerta que tantohabía costado restaurar de sumansión de estilo georgiano uncartel que decía:

SE BUSCANecesitamos su ayuda para

detener a la Dra. Roberta J. Cole.

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En la fotografía aparecía,mirando hacia la cámara conexpresión colérica, la boca abiertade un modo nada favorecedor.Debajo, el texto rezaba:

La doctora Roberta J. Cole,residente en Cambridge, dedica lamayor parte de la semana afingirse una médica y profesorarespetable en el Hospital LemuelGrace y en la Escuela de Médicosy Cirujanos de Massachusetts.Pero es una abortista.

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Cada jueves mata de diez a

trece bebés.Por favor, colabore con

nosotros de la siguiente manera:

1. Rece y ayune:Dios no quiere queperezca nadie. Rece porla salvación de ladoctora Cole.

2. Escríbale,llámela por teléfono,comparta con ella el

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Evangelio y ofrézcase aayudarla a abandonaresta profesión.

3. ¡Pídale que“deje de practicarabortos”! «Noparticipéis en las obrasinfructuosas de lastinieblas, antes bien,denunciadlas».

Epístola a los efesios, 5:11.

El precio mínimo de un

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aborto es de 250 dólares. Lamayoría de los médicos en lasituación de la doctora Cole ganael cincuenta por ciento del costede cada aborto. Eso significa quelos ingresos que obtuvo la doctoraCole el pasado año por matar acasi 700 niños ascendieronaproximadamente a 87.500dólares.

El cartel enumeraba diversosmedios para ponerse en contactocon la doctora Cole, indicaba su

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horario habitual y las direcciones ylos números de teléfono delhospital, la facultad de medicina, launidad para el síndromepremenstrual y el Centro dePlanificación Familiar. Al pie delcartel había una línea que rezaba:

RECOMPENSA:¡¡SE SALVARÁN VIDAS SI

ES DETENIDA!!

Durante la semana siguientehubo un silencio ominoso. Unamañana, “The Boston Globe”

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publicó un artículo en el quealgunos activistas políticos localescomentaban que el fiscal de distrito,Edward W. Wilhoit, estabasondeando el ambiente parapresentarse al cargo devicegobernador. El domingo, entodas las iglesias de laarchidiócesis de Boston se leyó unacarta del cardenal que condenaba elaborto como pecado mortal. Dosdías después los periódicos deámbito nacional publicaron que eldoctor Jack Kevorkian había

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participado en otro suicidioasistido en Michigan. Aquellanoche, cuando R.J. conectó eltelevisor para ver las noticias delas once, alcanzó a oír unaspalabras de Wilhoit ante unaasamblea de ciudadanos,comprometiéndose a «aplicarjusticia sin demora a los anticristosque hay entre nosotros, que pormedio del feticidio, el suicidio y elhomicidio pretenden usurpar lospoderes de la Santísima Trinidad».

—Espero que podamos

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comportarnos como personascivilizadas, sin rencor ni peleas, ydividirlo todo por igual, laspropiedades y las deudas. Todomitad y mitad -dijo Tom.

Ella se mostró de acuerdo.Estaba segura de que Tom chillaríay patalearía si hubiera algún dineropor el que chillar y patalear, pero lamayor parte de lo que ganaban sehabía destinado a pagar la casa ysus deudas de la facultad demedicina.

A Tom le resultó embarazoso

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contarle que ahora vivía con CindyWolper, la administradora de suoficina, una rubia burbujeante queaún no había cumplido los treinta.

—Vamos a casarnos -anunció,y pareció sentirse aliviado porhaber pasado al fin de marido infiela recién prometido.

«Pobrecita», pensó R.J. conenojo.

A pesar de sus declaracionesde llevar el asunto como personascivilizadas, cuando se reunieronpara concertar el reparto de las

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propiedades, Tom llevó unabogado, Jerry Saltus.

—¿Piensas conservar la casade la calle Brattle? -le preguntóTom.

R.J. se lo quedó mirando conincredulidad. Habían comprado lacasa porque él había insistido, apesar de sus objeciones. Y a causade esta obsesión habían metido todosu dinero en ella.

—¿No quieres la casa?—Cindy y yo hemos decidido

vivir en un apartamento.

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—Bien, pues yo tampocoquiero tu pretenciosa casa. Nunca lahe querido. -R.J. se dio cuenta deque estaba subiendo el tono de vozy de que hablaba con irritación,pero no le importó.

—¿Y la casa de campo?—Creo que también habría

que venderla -respondió ella.—Si tú te encargas de

venderla, yo me ocuparé de venderla de Brattle. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.Tom dijo que deseaba

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quedarse el bargueño de cerezo, elsofá, los dos sillones de orejas y eltelevisor de pantalla grande. R.J.también hubiera querido elbargueño, pero él aceptó que sequedara con el piano y con unaalfombra persa de Heriz, de más decien años de antig8edad, que ellatenía en gran estima. Los mueblesrestantes se los repartieroneligiendo uno cada vez, por turno.El acuerdo se cerró rápidamente ysin derramamiento de sangre, y elabogado escapó antes de que

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cambiaran de idea y se pusierandesagradables.

El domingo por la tarde R.J.fue al Alex.s Gymnasium conGwen, que aún tardaría un par desemanas en marcharse a Idaho.Antes de empezar la clase deaerobic, R.J. estaba hablándole deTom y su futura esposa cuandoentraron Alexander Manakos y unoperario y se dirigieron al otroextremo del gimnasio, donde habíauna máquina de ejerciciosestropeada.

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—Está mirando hacia aquí -observó Gwen.

—¿Quién?—Manakos. Te mira a ti. Ya te

ha mirado varias veces.—No seas tonta, Gwen.Pero el dueño del club le dio

una palmada en el hombro aloperario y echó a andar hacia ellas.

—Vuelvo enseguida. Tengoque llamar a mi despacho -seexcusó Gwen, y desapareció.

La ropa de Manakos estaba tanbien cortada como la de Tom, pero

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no era de Brooks Brothers. Sustrajes eran más informales, más a lamoda. Era un hombre sumamenteapuesto.

—Doctora Cole.—Sí.—Soy Alexander Manakos. -

Le estrechó la mano de un modocasi impersonal-. ¿Lo encuentrausted todo a su satisfacción, aquí enmi club?

—Sí. Paso muy buenos ratosen el club.

—Me alegra oírlo. ¿Tiene

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alguna queja que yo puedaremediar?

—No. ¿Cómo sabe minombre?

—Se lo pregunté a unapersona. Estaba usted delante denosotros. He pensado que podíaacercarme a saludarla; parece ustedmuy agradable.

—Gracias. -R.J. no se sentíacómoda en esta clase desituaciones, y lamentaba queManakos decidiera abordarla.

Visto de cerca, su cabello le

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recordaba a un Robert Redford másjoven. Tenía la nariz aguileña, y esole confería una apariencia un tantocruel.

—¿Querría usted cenarconmigo algún día, o tomar unascopas?

Me gustaría que tuviéramosocasión de hablar y conocernos.

—Señor Manakos, yo no...—Alex. Me llamo Alex.

¿Preferiría que nos presentaraalguien a quien usted conozca?

Ella sonrió.

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—No es necesario.—Mire, perdone que la haya

abordado de esta manera, como unligón. Sé que ha venido a una clasede aerobic. Piénselo, y dígame algocuando vaya a marcharse.

Antes de que ella pudiera abrirla boca para protestar y decirle queeso carecía de importancia,Manakos se alejó.

—Vas a salir con él, ¿verdad?—No, te equivocas.—¿Por qué no? Es muy

atractivo.

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—Es guapísimo, Gwen, pero amí no me atrae en absoluto.

Sinceramente. No sabríadecirte el motivo.

—¿Y qué? No te ha propuestoque os caséis, ni te ha pedido quepases el resto de tu vida con él.Sólo quiere salir contigo una noche.

Gwen no se daba por rendida.Durante la clase, entre cada

serie de ejercicios, volvía otra vezal mismo tema.

—Parece muy simpático.¿Cuándo fue la última vez que

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saliste con un hombre?Durante la clase, R.J. trató de

recordar lo que sabía de él.Procedía de una familia de

inmigrantes y había sido jugador debaloncesto en la Universidad deBoston. En el vestíbulo delgimnasio había una antiguafotografía de él en Boston Common,en la que se veía un niño deexpresión seria con una caja delimpiabotas. Cuando entró en launiversidad tenía alquilado unminúsculo puesto de limpiabotas en

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un edificio de la plaza Kenmore yhabía contratado a varias personaspara que trabajaran allí. A medidaque fue creciendo su fama comodeportista, el salón Alex.s seconvirtió en el sitio de moda paralustrarse los zapatos, y Manakos notardó en tener un salón delimpiabotas más grande con unpuesto de refrescos. No era bastantebueno para el baloncestoprofesional, pero se graduó con untítulo en administración deempresas y con la suficiente

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publicidad para obtener de losbancos de Boston el capital quenecesitara, y abrió un gimnasiolleno de máquinas Nautilus ymonitores cualificados.

En memoria de los viejostiempos, el club contaba con unsalón de limpiabotas, pero el puestode refrescos se había convertido enbar y cafetería. Ahora AlexManakos era propietario delgimnasio, de un restaurante griegoen el muelle y otro en Cambridge, ysólo Dios sabía de qué más. R.J.

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sabía que estaba soltero.—¿Cuándo fue la última vez

que tuviste una simple conversacióncon un hombre que no fuera unpaciente ni un médico? Parece unapersona agradable. Muy agradable -insistía Gwen-. ¡Sal con él!

Después de ducharse yvestirse, R.J. fue al bar delgimnasio.

Cuando le dijo a AlexManakos que tendría mucho gustoen salir con él alguna noche, élsonrió.

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—Eso está bien. Es ustedmédica, ¿no es cierto?

—Sí.—Bien, hasta ahora nunca he

salido con una doctora.«En menuda historia me he

metido», se dijo ella.—¿Es que únicamente sale con

doctores?Él se echó a reír y la miró con

interés. Así que se pusieron deacuerdo y quedaron para cenar. Elsábado.

A la mañana siguiente, tanto el

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“Herald” como el “Globe”publicaron artículos sobre elaborto. Los periodistas habíanentrevistado a representantes de losdos bandos de la controversia yambos periódicos incluían lasfotografías de diversos activistas.Además, el “Herald” reproducíados de aquellos carteles de «Sebusca»: uno era del doctor JamesDickenson, un ginecólogo quepracticaba abortos en la Clínica deAsesoramiento Familiar, enBrookline, y el otro de la doctora

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Roberta J. Cole.El miércoles se dio a conocer

el nombramiento del doctor AllenGreenstein, como director médicoadjunto del Hospital Lemuel Grace,en sustitución del doctor MaxwellB. Roseman.

Durante los días que siguieronal nombramiento, la prensa y latelevisión entrevistaron al doctorGreenstein, y se destacó el hecho deque faltaban pocos años para quelos niños recién nacidos fueransometidos a exámenes genéticos

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que permitirían a los padresconocer los peligros que acecharíana la salud de sus hijos en el cursode su vida, y quizás incluso de quémorirían. R.J. y Sidney Ringgold seencontraron en el pase de visitas yen una reunión de departamento, yse cruzaron varias veces por lospasillos. En todas las ocasionesSidney la miró a los ojos y lasaludó amistosamente.

A R.J. le habría gustado que sedetuviera a hablar con ella.

Quería decirle que no se

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avergonzaba de practicar abortos,que estaba realizando una tareadifícil e importante, una tarea quehabía asumido porque era unabuena médica.

Pero entonces, ¿por qué sesentía atemorizada y furtiva cuandorecorría los pasillos de su hospital?

El sábado por la tarde procuróllegar a casa con tiempo suficientepara ducharse sin prisas y vestirselentamente y con esmero. A lassiete en punto entró en el Alex.sGymnasium y se dirigió al salón

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bar.Alexander Manakos estaba de

pie en un extremo de la barra,hablando con dos hombres. R.J. seacomodó en un taburete en el otroextremo, y él se le acercóenseguida. Aún era más guapo decomo ella lo recordaba.

—Buenas tardes.Él la saludó con una

inclinación de cabeza. Llevaba unperiódico y, al abrirlo, R.J. vio queera el “Globe” del lunes.

—¿Es verdad eso que dice

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aquí de que usted practica abortos?R.J. comprendió que no iba a

recibir ningún homenaje. Alzó lacabeza y se irguió para mirarlo alos ojos.

—Sí. Se trata de unprocedimiento médico legal y éticoque es vital para la salud y la vidade mis pacientes -respondió conserenidad-, y lo hago bien.

—Me repugna. No me latiraría ni con la polla de otro.

«Muy agradable.»—Puede tener la seguridad de

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que no va a hacerlo con la suya -ledijo con mucha calma, y bajó deltaburete y se dirigió a la salida delgimnasio, pasando ante una mesa enla que una mujer de cabellosblancos y aspecto maternal laaplaudía con lágrimas en los ojos.

R.J. se habría sentido másalentada si la mujer no hubieraestado borracha.

—No necesito a nadie. Puedovivir muy bien yo sola. Yo sola.

¡No necesito a nadie! ¿Loentiendes? -le dijo furiosa a Gwen-.

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Y quiero que me dejes en paz.—De acuerdo, de acuerdo -

respondió Gwen, y se marchó atoda prisa.

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8 - Un jurado deiguales

La reunión del Comité

Deontológico del HospitalMiddlesex Memorial prevista parael mes de abril se aplazó a causa deuna ventisca primaveral que cubrióel hielo viejo y la nieve sucia conuna limpia capa blanca que habríaresultado alegre de no estar tanavanzada la estación. A aquellasalturas, la presencia de más nieve

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hizo rezongar a R.J. Dos díasdespués, la temperatura ascendió aveintitrés grados, y la nievereciente de primavera y la nievevieja del invierno desaparecieron ala vez, llenando de agua arroyos ycunetas.

El Comité Deontológico sereunió la semana siguiente, y lasesión no se prolongó mucho. Envista de los testimonios y de laclara evidencia de que ElizabethSullivan estaba a punto de morirentre terribles dolores, se llegó a la

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conclusión unánime de que eldoctor Thomas A. Kendrick nohabía actuado de un modo contrarioa la ética profesional cuandoadministró una dosis masiva deanalgésico a la paciente.

Unos días después de lareunión, Phil Roswell, un miembrodel comité, le contó a R.J. que nohabía habido discusión.

—Seamos sinceros: todoshacemos lo mismo para apresurarun final piadoso cuando la muertees inminente e inevitable -

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reconoció Roswell-. Tom no tratóde ocultar un crimen.

Extendió la recetaabiertamente, y aparece bien a lasclaras en la hoja clínica. Si locastigáramos, tendríamos quecastigarnos a nosotros mismos y ala mayoría de los médicos queconocemos.

Nat Rourke tuvo una discretacharla con Wilhoit, de la que salióconvencido de que el fiscal dedistrito no pensaba llevar la muertede Elizabeth Sullivan ante el jurado

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de acusación.Tom estaba eufórico. Quería

volver una página en su vida,impaciente por consumar eldivorcio e iniciar su nueva vidamatrimonial.

El malestar de R.J. se veíaexacerbado por los mendigos quepululaban por todas partes. Ellahabía nacido y se había criado enBoston y amaba su ciudad, pero nosoportaba mirar a la gente que vivíaen las calles. Los veía por toda laciudad, hurgando en los cubos y

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contenedores de basura,transportando sus escasasposesiones en carritos de la comprarobados de supermercados,durmiendo en cajas de embalajesobre fríos muelles de carga,haciendo cola para obtener unacomida gratuita en el comedor debeneficencia de la calle Tremont,ocupando los bancos de BostonCommon y de otros lugarespúblicos.

Para ella, estas personas sinhogar constituían un problema

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médico. En los años setenta, lospsiquiatras habían emprendido unacampaña para acabar con losimponentes manicomios estatalesdonde se almacenaba a losdementes en condicionesvergonzosas. La idea era devolver alos pacientes la libertad de vivir enarmonía con los sanos, como sehacía con éxito en varios paíseseuropeos, pero en Estados Unidoslos centros públicos de saludmental instituidos para atender a lospacientes liberados no recibieron

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los fondos necesarios, y fracasaron.Los pacientes se dispersaron. A losasistentes sociales encargados de laatención psiquiátrica les resultabaimposible seguir la pista de alguienque una noche dormía en una cajade cartón y la siguiente sobre unarejilla de ventilación a varioskilómetros de distancia. A lo anchode todo el país se creó un ejércitode personas sin hogar compuestopor alcohólicos, drogadictos,esquizofrénicos y toda clase deenfermos mentales.

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Muchos de ellos recurrieron ala mendicidad, unos pidiendo enmetros y autobuses con discursoschillones y relatos lastimeros, otrossentándose en la acera con unplatillo o una gorra vuelta bocaarriba junto a un burdo letrero queexpresaba su situación: «Trabajo acambio de comida», o «Tengocuatro hijos en casa». R.J. habíaleído un estudio en el que sellegaba a la conclusión de queaproximadamente un noventa ycinco por ciento de los mendigos

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norteamericanos era adicto alalcohol o las drogas y que algunosobtenían hasta trescientos dólaresdiarios, dinero que gastabanrápidamente en mantener suadicción. R.J. experimentaba unintenso sentimiento de culpabilidadrespecto al cinco por ciento que noeran adictos, sino sencillamentegente sin hogar ni trabajo, pero aunasí era para ella una cuestión deprincipio no dar limosna, y seenfurecía cuando veía que alguienarrojaba una moneda en el plato en

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vez de presionar políticamente paraque se retirase a los indigentes delas calles y se les proporcionarauna atención adecuada.

No eran sólo los mendigos;todos los ingredientes de suexistencia en la ciudad leconsumían los nervios: el fin de sumatrimonio, la despersonalizaciónde su profesión, el papeleorutinario de cada día, el tráfico, elhecho de que ahora detestabatrabajar en un sitio en el que AllenGreenstein la había vencido en la

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competencia por un cargo.Todo se combinaba en un

amargo cóctel. Poco a poco fuesurgiendo en ella la convicción deque era hora de cambiardrásticamente de vida, de irse deBoston.

Las dos comunidades médicasen las que había programas dondepodía encajar una persona conintereses híbridos como los de ellaeran Baltimore y Filadelfia. Asípues, se sentó a escribir sendascartas a Roger Carleton, de la

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Universidad Johns Hopkins, eIrving Simpson, de la de Penn, parapreguntarles si estarían interesadosen sus servicios.

Mucho antes había organizadosu calendario de primavera demodo que le quedara una semanalibre, soñando con ir a St.

Thomas. En vez de eso, unatibia tarde de viernes saliótemprano del hospital y se fue acasa en busca de algunas prendasque pudiera llevar en el campo.Tenía que deshacerse de la finca de

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Berkshire.Había salido de casa y estaba

subiendo al coche cuando se acordóde las cenizas de Elizabeth, así quevolvió a entrar y cogió la caja decartón de la parte superior del buróque había en el cuarto de losinvitados, donde la había dejadocuando la llevó a casa.

No se vio con ánimos paradejar las cenizas en el maleterojunto con su equipaje, de modo quedepositó la pequeña caja sobre elasiento contiguo y dejó el

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impermeable doblado delante deella para que no se cayera si teníaque frenar en seco.

A continuación condujo elBMW rojo a la autopista deMassachusetts y enfiló hacia eloeste.

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9 - Woodfield

Antes incluso de que la casa

georgiana de la calle Brattleestuviera restaurada y amueblada agusto de los dos, su matrimonio conTom ya había empezado adesmoronarse.

Cuando encontraron una fincaencantadora en una ladera deBerkshire, en la localidad deWoodfield, cerca del límite con elestado de Vermont, la compraron

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con el proyecto de tener una casa devacaciones que diera un nuevoimpulso a su convivencia. La casitade madera pintada de amarillo teníaunos ochenta y cinco años, ysobrevivía en buenas condicionesjunto a un viejo cobertizo paratabaco que ya empezaba a venirseabajo, como su relación. Teníanunas tres hectáreas y media decampo y casi veinte de espesobosque, y el Catamount, uno de lostres riachuelos de montaña quepasaban por Woodfield, cruzaba la

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arboleda y los prados.Tom llamó a un contratista de

obras para que les construyera unapiscina en una zona húmeda delcampo, y la excavadora desenterrólos restos, pequeños y tenaces, deun recién nacido.

El tejido conjuntivo habíadesaparecido hacía mucho tiempo.Lo que quedaba hubiera podidoconfundirse con huesos de pollo, ano ser por el inconfundible cráneohumano que recordaba un delicadohongo endurecido, en tres

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secciones. No había lápida queseñalara la tumba, y el terreno erademasiado pantanoso para ser uncementerio. El hallazgo provocó unrevuelo en la localidad; nadie sabíacómo había llegado allí aquel feto.

Quizás el bebé enterrado eraindio. El forense dictaminó que loshuesecillos eran antiguos; noprehistóricos, pero sin dudallevaban mucho tiempo enterrados.

Encima de los huesos seencontró también una pequeñabandeja de arcilla. Al lavarla

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apareció una serie de letras decolor óxido, demasiadodesdibujadas para leer lainscripción.

Casi todas las letras se habíanborrado, pero todavía quedabanalgunas: «ah» y «od», y una «o», yfinalmente «ia». Aunque se pasó latierra por un tamiz, algunos huesosno pudieron encontrarse.

El forense del condadoconsiguió recomponer el minúsculoesqueleto lo suficiente paradeterminar que correspondía a un

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bebé llegado casi a término, perono del todo; sin embargo, no logróaveriguarse el sexo. El juez se llevólos huesos, pero cuando R.J. lepreguntó si podía quedarse el plato,se encogió de hombros y se lo dio.Desde entonces lo tenía en elaparador de la sala.

La autopista de Massachusettscarece de interés en casi todo surecorrido. R.J. la abandonó en lascercanías de Springfield, y llevabaun rato conduciendo hacia el nortepor la I-91 cuando vio por primera

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vez las suaves y desgastadasmontañas y empezó a sentirse feliz.«Alzaré mis ojos hacia las colinas,de donde procede la ayuda.«Mediahora más tarde se halló en lascolinas, ascendiendo por carreterassinuosas y estrechas, pasando antegranjas y bosques, hasta que girópor la carretera de Laurel Hill yllegó por fin al largo y serpenteantecamino que conducía a la casa demadera, de color mantequilla, queabrazaba el lindero del bosque enel otro extremo del prado.

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Tom y ella no habían utilizadola casa de campo desde el otoñoanterior. Al abrir la puerta notó queel aire estaba cargado y olíaligeramente a rancio. Habíaexcrementos en un alféizar de lasala, como heces de ratón pero másgrandes. Volvió a sentir el malestarque la acosaba desde hacía días, ypensó que habría una rata en lacasa. Pero en un rincón de la cocinaencontró los restos resecos de unmurciélago. La primera tarea que seimpuso fue ir en busca de la escoba

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y la pala para deshacerse delmurciélago y los excrementos.Enchufó el frigorífico, abrió lasventanas para que entrase airefresco y fue en busca de lasprovisiones del coche, dos cajas decomestibles y una nevera portátilllena de productos frescos. Conapetito, pero sin pretender hacernada especial, se preparó la cenacon un tomate de supermercado,duro e insípido, un panecillo conqueso, dos tazas de té y un paquetede galletas de chocolate.

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Mientras recogía las migajasde la mesa, advirtió con unapunzada de dolor que se habíaolvidado de Elizabeth.

Salió a buscar la caja decenizas que había quedado en elcoche y la dejó sobre la repisa dela chimenea. Tendría que descubrirel lugar hermoso que Elizabeth lehabía pedido que encontrara, yenterrar allí las cenizas. Volvió asalir al exterior y se internó unospasos en el bosque, pero erademasiado oscuro y enmarañado.

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No había manera de explorarlo sino era trepando por encima oarrastrándose por debajo de lostroncos caídos y abriéndose pasopor la fuerza entre zarzas ymatorrales, y en aquellos momentosno se sentía con ánimos de hacerlo,de modo que emprendió unaapresurada retirada y echó a andarpor la pista de grava que conducía ala carretera de Laurel Hill.

La pista tenía cuatrokilómetros y medio de longitud, consubidas y bajadas en diversas

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colinas. Le alegró caminar. Al cabode un par de kilómetros llegó a lascercanías de la pequeña casablanca y el enorme granero rojo deHank y Freda Krantz, los granjerosque les habían vendido la finca, ydio media vuelta antes de llegar asu puerta: por el momento no sentíadeseos de responder a preguntassobre Tom ni de explicar que sumatrimonio había terminado.

El sol ya estaba bajo y el airetransparente era frío y cortantecuando llegó de nuevo a la casa.

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Cerró todas las ventanasmenos una. Había leña seca en elcobertizo y encendió la chimeneapara calentar la habitación. Al caerla noche, por la ventana abierta lellegó el piar de los pajarillos desdeel rebosadero de la piscina, y R.J.se acomodó en el sofá y bebió cafécaliente y cargado, lo bastantedulce como para garantizarle unaumento de peso, mientrascontemplaba las llamas.

A la mañana siguientedespertó tarde, se preparó un

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abundante desayuno a base dehuevos, y a continuación se entregóa un frenesí de limpieza. Le gustabaocuparse de las tareas domésticaspuesto que muy pocas veces se veíaen la necesidad de hacerlo, ydisfrutó pasando la aspiradora,barriendo y quitando el polvo. Lavótodas las ollas y sartenes, pero sólolos platos y cubiertos que iba anecesitar.

Sabía que los Krantz tenían lacostumbre de almorzar a las doceen punto, de modo que esperó hasta

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la una y cuarto para presentarse ensu granja.

—¡Pero mira quién está aquí! -exclamó Hank Krantz, radiante,cuando la vio en el umbral-. Pase,pase.

La hicieron entrar en la cocina,y Freda Krantz le sirvió una taza decafé sin preguntarle nada y cortóuna porción de medio pastel blancoque había sobre la encimera.

Aunque R.J. no los conocíamuy bien pues sólo los veía en susespaciadas visitas, percibió un

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sincero pesar en sus ojos cuandoles habló del divorcio y les pidióconsejo sobre la mejor manera devender la casa y el terreno.

Hank Krantz se rascó la cara.—Puede ir a un auténtico

agente de la propiedad enGreenfield o en Amherst, desdeluego, pero hoy en día casi todo elmundo vende por medio de un talDave Markus, que vive aquí mismoen el pueblo. Pone anuncios yconsigue buenos precios. Y es unhombre cabal. Para ser de Nueva

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York no es mal tipo, la verdad.Le explicaron cómo llegar a

casa de Marcus. Tuvo que salir a lacarretera estatal y dejarla de nuevopara internarse por una serie depistas de grava muy irregulares queno le hicieron ningún bien al coche.En un campo de trébol, un hermosocaballo Morgan, pardo con unamancha blanca en la cara, corriójunto al automóvil por el otro ladode la cerca y al fin lo adelantó, lacrin y la cola ondeando al viento.Un poco más allá vio un cartel de

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agente de la propiedad inmobiliariaante una encantadora casa detroncos que dominaba unespléndido panorama. Un segundocartel la hizo sonreír:

Estoy enamorado de ti.MIELEn el porche había dos viejas

estanterías llenas de tarros de mielde color ámbar. Dentro sonabamúsica rock a todo volumen: losWho. Le abrió la puerta unaadolescente de larga cabelleranegra.

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La muchacha, pecosa, depecho abundante, con cara de ángeltras los gruesos cristales de lasgafas, se enjugaba la sangre de ungrano en la barbilla con una bola dealgodón.

—Hola, soy Sarah. Mi padreen este momento no está en casa.

Volverá por la noche.Anotó el nombre y el número

de teléfono de R.J. y le prometióque su padre la llamaría en cuantollegara. Mientras R.J. Compraba untarro de miel, el caballo empezó a

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relinchar desde el cercado.—Es un entrometido de mucho

cuidado -dijo la muchacha-.¿Quiere darle usted el azúcar?—Bueno.Sarah Markus fue a buscar dos

terrones de azúcar y se los dio aR.J., y se acercaron juntas a lacerca. R.J. le ofreció los terronescon timidez, pero los grandesdientes cuadrados del caballo nisiquiera le rozaron la palma, y larugosa lengua con que los lamió lahizo sonreír.

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—¿Cómo se llama?—”Chaim”. Es judío. Mi

padre le puso el nombre de unescritor.

R.J. empezaba a relajarsecuando se despidió de la muchachay del caballo y emprendió elregreso por una carretera bordeadade altos árboles y antiguos murosde piedra.

En la calle principal deWoodfield se alzaban la oficina decorreos y cuatro comercios:Hazel.s, un establecimiento que no

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había decidido si era una ferreteríao una tienda de objetos de regalo;Buell.s Expert Auto Repair, untaller de reparaciones; el colmadode Sotheby («Fund. en 1842«), yTerry.s, un supermercado modernocon un par de surtidores de gasolinaante la puerta. A R.J. le gustaba elmaloliente colmado.

Frank Sotheby siempre teníaun gran queso cheddar curado, y aella se le hacía la boca agua.Vendía también jarabe de arce,despiezaba él mismo la carne y

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confeccionaba sus propiassalchichas, normales y picantes.

No había barra donde sentarsea comer.

—¿Me podría hacer unbocadillo de queso cheddar?

—¿Por qué no? -respondió eltendero. Le cobró un dólar ycincuenta centavos por un OrangeCrush. R.J. almorzó sentada en elbanco del porche, mientras veíapasar a la gente del pueblo. Luegovolvió a entrar en la tienda y,renunciando con temeridad a su

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habitual preocupación por elcontenido en colesterol de losalimentos, compró un filete desolomillo, salchichas y un pedazode buen queso.

Aquella tarde se puso la ropamás vieja que tenía y un par debotas y se aventuró en el bosque.

Se había internado unos pocospasos y ya se hallaba en otro mundomás fresco, oscuro y silencioso,salvo por el sonido del viento entremillones de hojas, un suave susurroacumulado que a veces resultaba

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tan ruidoso como el oleaje y que aR.J. le hacía sentirse sagrada, ytambién un poco temerosa.Confiaba en que los animales demayor tamaño y los monstruos sealejarían asustados por el ruido queproducía sin querer, pisando ramasque se partían y, en general,moviéndose con torpeza por laespesura. De vez en cuando llegabaa un diminuto claro que leproporcionaba cierto alivio, perono había ningún lugar que lainvitara a descansar.

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Un arroyo la condujo hasta elrío Catamount. Calculó que debíade estar cerca del centro de su fincay fue siguiendo el río en ladirección de la corriente. Lasorillas estaban tan cubiertas dearbustos como el mismo bosque yera difícil avanzar, pese al frescorde la primavera. R.J. no tardó ensentirse agotada y sudorosa, ycuando llegó a una gran roca degranito que se proyectaba hacia elagua, se sentó en ella. Examinó elremanso y vio truchas pequeñas que

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evolucionaban a media profundidaden el refugio que les ofrecía la roca,a veces moviéndose al unísonocomo una escuadrilla de aviones decombate. En el extremo delremanso, el agua se precipitabatumultuosa y crecida a causa de lanieve derretida, y R.J. se tendió alsol sobre la roca caliente y sequedó mirando los peces. De vez encuando notaba una salpicadura deespuma como un susurro de hielo enla mejilla.

Permaneció mucho rato en el

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bosque hasta quedar agotada, y alllegar a la casa se acostó en el sofáy durmió un par de horas.

Al despertar frió patatas,cebollas y pimientos, salteó el fileteen la sartén hasta dejarlo nodemasiado hecho y devoró todocuanto tenía delante, hasta terminarcon un té endulzado con miel. Justocuando se apagaba la últimaclaridad del firmamento y sedisponía a tomar café ante lalumbre y a escuchar otro conciertode trinos, sonó el teléfono.

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—¡Ay Dios mío, doctora Cole!Soy Hank. Freda está herida, se hadisparado el rifle...

—¿Dónde ha recibido elimpacto?

—En la parte alta de la pierna,debajo de la cadera. Está sangrandocosa mala, le sale la sangre achorros.

—Coja una toalla limpia yapriétela sobre la herida, confuerza.

Voy ahora mismo.

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10 - Vecinos

R.J. estaba de vacaciones y no

tenía por tanto instrumental médico.Las ruedas del coche hacían saltarla grava y las luces de carreteraluchaban contra sombras dispersasmientras el BMW aceleraba por lapista y giraba hacia el camino deacceso, hiriendo con las ruedas dela izquierda el césped que HankKrantz cuidaba con tanto esmero.Llevó el automóvil hasta la puerta

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delantera y entró sin llamar. El riflecaprichoso estaba sobre la mesa dela cocina protegida con hojas deperiódico, junto con unos cuantostrapos, una baqueta y un botepequeño de aceite para armas.

Freda, con la cara muy pálida,yacía sobre el lado izquierdo en uncharco de su propia sangre. Teníalos ojos cerrados, pero los abrió ylos fijó en R.J. Hank le habíabajado los tejanos hasta mediapierna. Estaba arrodillado,apretando una toalla empapada

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sobre la parte inferior del muslo, ytenía las manos y las mangasmanchadas.

—Dios mío, mire lo que le hehecho. -Estaba abrumado deaflicción, pero conservaba eldominio de sí mismo-. He llamadoa la ambulancia del pueblo -añadió.

—Bien. Coja una toallalimpia, póngala encima de laempapada y siga haciendo fuerza. -Se puso de rodillas y palpó la unióndel muslo con el cuerpo, junto alvello púbico que se traslucía a

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través de las bragas de algodón deFreda.

Cuando notó las pulsacionesde la arteria femoral, colocó elcanto de la mano en ese punto yapretó.

Freda era una mujercorpulenta, y los años de trabajo enla granja la habían vueltomusculosa. R.J. tuvo que apretarcon fuerza para tratar de comprimirla arteria, y Freda abrió la bocapara gritar, pero sólo le salió ungemido ronco.

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—Lo siento... -Mientras losdedos de la mano izquierda de R.J.mantenían la presión, la manoderecha exploró con delicadeza laparte inferior del muslo. Cuandoencontró el orificio de salida, Fredase estremeció.

R.J. estaba tomándole el pulsoen la garganta cuando les llegó elprimer plañido animal de la sirena.

Poco después se detuvierondos vehículos ante la casa y se oyóel ruido de las portezuelas alcerrarse. Entraron tres personas, un

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fornido policía de edad madura y unhombre y una mujer vestidos consendas chaquetas de poliéster rojo.

La mujer llevaba una bombonade oxígeno portátil.

—Soy médico -les explicó-.Está herida de bala, tiene un

fémur roto y la arteria lesionada,quizá seccionada. Hay una heridade entrada y otra de salida.

El pulso está a 119 y esfiliforme.

El técnico de urgenciasmédicas asintió con la cabeza.

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—En estado de “shock”, claro.Ha perdido cantidad de

sangre, ¿eh? -comentó,contemplando las manchas delsuelo-. ¿Puede seguir sujetando elpunto de presión, doctora?

—Sí.—Bien, pues hágalo. —Se

arrodilló al otro lado de Freda y,sin pérdida de tiempo, empezó ahacerle un rápido examen físico.

Era ancho de espaldas, gruesoy joven, poco más que unmuchacho, pero con manos

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habilidosas-. ¿Sólo ha habido untiro, Hank? -preguntó.

—Sí -replicó Hank Krantz conenojo por las implicaciones de lapregunta.

—Sí, ya veo, una herida deentrada y otra de salida -dijo eltécnico de urgencias cuandoterminó el examen.

La mujer, rubia y chiquita, yale había tomado la presión a Freda.

—Presión 81-3.8 -dijo, y elotro técnico hizo un gesto deasentimiento. La mujer montó la

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bombona de oxígeno portátil y fijóuna mascarilla de oxígeno sobre laboca y la nariz de Freda.

Luego le cortó los tejanos y lasbragas para quitárselos, le cubrió laentrepierna con una toalla y le quitóla zapatilla deportiva y el calcetíndel pie correspondiente a la herida.A continuación cogió el piedescalzo con ambas manos yempezó a tirar de un modo regular yconcentrado.

El joven colocó un enganchede tobillo en torno al pie de la

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paciente.—Esto va a resultar delicado,

doctora -le advirtió-. Hemos decolocar la férula hasta el fondo,más allá de donde tiene usted lamano, así que deberá interrumpir lapresión durante unos segundos.

Cuando lo hizo, la sangre deFreda volvió a saltar a borbotones.

Trabajando a toda prisa, lostécnicos procedieron a inmovilizarla pierna con un entablillado detracción Hare, un armazón de metalque se adaptaba cómodamente a la

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pelvis por un extremo y, por el otro,se extendía hasta más allá del pie.R.J. volvió a aplicar presión sobrela arteria femoral en cuanto le fueposible, y la hemorragia se redujo.Los técnicos sujetaron elentablillado a la pierna por mediode correas, y en el otro extremo lofijaron al enganche de tobillo. Unavez asegurado, un pequeño torno lespermitió tensarlo, de modo que nohizo falta seguir aplicando tracciónmanual.

Freda emitió un suspiro, y el

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técnico asintió con la cabeza.—Supongo que debe de

notarse una mejora, ¿verdad?Ella asintió a su vez, pero se

le escapó un grito cuando la izaron,y al depositarla en la camilla estaballorando. Salieron todos formandoun pequeño séquito, Hank y elpolicía en la parte delantera de lacamilla, el técnico joven tras lacabeza de Freda, la técnica rubiasosteniendo la bombona de oxígenoportátil, y R.J. tratando de mantenertodo su peso sobre el punto de

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presión mientras caminaba.Metieron la camilla en la

ambulancia y la encajaron en sulugar.

La rubia desconectó lamascarilla de Freda de la bombonaportátil y la conectó a la reserva deoxígeno de la ambulancia; actoseguido le elevaron las piernas y lacubrieron con mantas calientes paraprotegerla de la conmoción.

—Nos falta un miembro delequipo. ¿Quiere venir con nosotros?-le preguntó el técnico a R.J.

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—Naturalmente -respondióella, y él inclinó brevemente lacabeza.

La técnica rubia se instaló anteel volante, con Hank a su lado en elasiento delantero.

Mientras se alejaban de lagranja, la conductora utilizó laradio para comunicar al operadorque ya habían recogido a lapaciente y se dirigían al hospital. Elautomóvil de la policía abría lamarcha, con la luz del techo dandovueltas y la sirena en

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funcionamiento. Los intermitentesde la ambulancia habíanpermanecido encendidos mientrasestaba aparcada, y en aquelmomento la mujer rubia conectó unasirena de dos tonos, alternativos.

A R.J. le costaba mantener elpunto de presión estando de pie enla ambulancia, que traqueteabadebido a las irregularidades delcamino y se bamboleaba de unmodo alarmante en las curvas.

—Está sangrando otra vez -anunció.

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—Lo sé. -El técnico deurgencias ya había empezado aextender lo que parecía la mitadinferior de un traje espacial, unaprenda voluminosa de la quebrotaban cables y tubos. Comprobórápidamente la presión sanguíneade la víctima, el pulso y lafrecuencia respiratoria, y acontinuación descolgó el auriculardel radioteléfono instalado en lapared del vehículo y llamó alhospital para solicitar autorizaciónpara utilizar los pantalones MAST.

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Tras una breve conversación le fueconcedido el permiso, y R.J. leayudó a colocar los pantalones ensu lugar por encima delentablillado. Se oyó un siseocuando el aire comprimido empezóa llenar la prenda sobre la piernalesionada, hasta que se hinchó porcompleto y quedó rígida.

—Me encanta este invento.¿Lo ha utilizado alguna vez,doctora?

—No he practicado muchamedicina de urgencia.

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—Bien, pues esto lo resuelvetodo a la vez -le explicó el joven-.

Detiene la hemorragia,refuerza el entablillado Hare paraestabilizar la pierna y envía lasangre hacia el corazón y elcerebro. Pero antes de utilizarlohemos de pedir permiso al controlmédico, porque si hubiera unahemorragia interna contribuiría aintensificarla y enviaría toda lasangre a la cavidad abdominal.

-Comprobó que Fredaestuviera bien, e inmediatamente

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sonrió y extendió la mano-. SteveRipley.

—Yo soy Roberta Cole.—Nuestra endiablada

conductora se llama Toby Smith.—¡Hola, doctora! -No apartó

la mirada de la carretera, pero R.J.vio una alegre sonrisa en el espejoretrovisor.

—Hola, Toby -contestó.En la entrada de ambulancias

había enfermeras esperando, queinmediatamente se llevaron a Freda.Los dos técnicos de urgencias

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quitaron las sábanas ensangrentadasde la camilla y las cambiaron porotras limpias del almacén desuministros del hospital; luegodesinfectaron la camilla y volvierona prepararla antes de meterla otravez en la ambulancia. Acontinuación se sentaron en la salade espera junto con R.J., Hank y elpolicía.

Éste dijo que se llamabaMaurice A. McCourtney, y que erael jefe de policía de Woodfield.

—Me llaman Mack -le explicó

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a R.J. con gravedad.Los cuatro se hallaban

visiblemente abatidos; habíanrealizado su trabajo y ahoraacusaban la reacción.

Hank Krantz les expresaba atodos su remordimiento. Eran loscoyotes, les contó, que llevabancasi una semana merodeando por sugranja, de manera que habíadecidido limpiar su arma de cazarciervos para matar un par de ellos yahuyentar así la manada.

—Es un Winchester, ¿no? -

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preguntó Mack McCourtney.—Sí, un antiguo Winchester 94

de palanca, calibre 30-30. Debe dehacer dieciocho años que lo utilizo,y nunca había tenido ningúnaccidente con él. Lo dejé encima dela mesa con un poco de brusquedady se disparó solo.

—¿No estaba puesto elseguro?

-quiso saber Steve Ripley.—Bueno, es que nunca dejo

una bala en la recámara. Siempre lovacío cuando termino de usarlo,

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pero la última vez debí deolvidarme. La verdad es que de untiempo a esta parte me olvido detodo.

-Fulminó al técnico con lamirada-. Y vaya descaro tienes,Ripley, preguntando si habíarecibido más de un tiro. ¿Crees quehe disparado contra mi mujer?

—Escucha, ella se encontrabaallí en el suelo, sangrando achorros. Necesitaba saberrápidamente si tenía más de unaherida que atender.

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La mirada de Hank se ablandó.—Lo siento, no debería

reprochártelo. Le has salvado lavida, espero.

Ripley meneó la cabeza.—Quien de veras le ha

salvado la vida es la doctora. Si nohubiera encontrado el punto depresión cuando lo hizo, en estosmomentos lo lamentaríamos todosmuchísimo.

Krantz se volvió hacia R.J.—No lo olvidaré nunca. -

Sacudió la cabeza-. ¡Mire lo que le

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he hecho a mi Freda!Toby Smith se inclinó hacia él,

le dio unas palmadas en la mano yluego dejó la suya encima.

—Escucha, Hank, todos lacagamos. Todos cometemos loserrores más idiotas. A Freda no leva a ayudar lo más mínimo que teeches la culpa de lo ocurrido.

El jefe de policía frunció elentrecejo.

—Pero tú ya no tienes vacaslecheras. Sólo tienes unas cuantasreses para carne, ¿verdad? No

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sabía que los coyotes se metierancon unos animales tan grandes.

—No, con los novillos no seatreven, pero la semana pasada lecompré cuatro becerros a Bernstein,ese tratante de ganado que hay enPittsfield.

Mack McCourtney asintió.—Entonces eso lo explica

todo.Son capaces de destrozar un

becerro, pero no un novillo.—Sí, por lo general no suelen

acercarse a los novillos -coincidió

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Hank.McCourtney se retiró, pues el

coche de policía debía patrullar porWoodfield.

—Vosotros también tendréisque marcharos -le dijo Hank aRipley.

—Bueno, los pueblos vecinospueden cubrir la tarea un rato.

Esperaremos. Tendrás quehablar con el médico.

Transcurrió otra hora y mediaantes de que el cirujano saliera delquirófano. Le explicó a Hank que

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había reparado la arteria y quehabía insertado una espiga metálicapara unir los fragmentos del fémurroto.

—Freda se recuperaráperfectamente. Tendrá que quedarseen el hospital unos cinco días; entrecinco días y una semana.

—¿Puedo verla?—Está en recuperación. Se

pasará toda la noche con sedantes.Será mejor que se vaya usted a

casa y procure dormir un poco.Podrá verla por la mañana.

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¿Quiere que le mande un informe asu médico de cabecera?

Hank hizo una mueca.—Bueno, en estos momentos

no tenemos ninguno. Nuestromédico acaba de retirarse.

—¿Era el doctor HughMarchant, el de la calle Mayor?

—Sí, el doctor Marchant.—Cuando tenga un nuevo

médico, dígame quién es y lemandaré el informe.

—¿Cómo es que se desplazahasta Greenfield para visitar a un

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médico? -le preguntó R.J. a Hankdurante el viaje de regreso.

—Bueno, porque no hayninguno más cerca. Hace veinteaños que no tenemos médico enWoodfield, desde que se murió elviejo doctor.

—¿Cómo se llamaba?—Thorndike.—Sí. Cuando empecé a venir

aquí lo oí mencionar varias veces.—Craig Thorndike. Todo el

mundo lo quería. Pero cuandomurió, ningún otro médico quiso

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instalarse en Woodfield.Era casi medianoche cuando la

ambulancia dejó a Hank y a R.J.en el camino de acceso de los

Krantz.—¿Está usted bien? -le

preguntó R.J.—Sí. No podré dormir, eso es

seguro. Supongo que limpiaré todaesa sangre de la cocina.

—Le echaré una mano.—No, de ninguna manera -

rehusó él con firmeza, y de prontoR.J. se alegró de que lo hiciera,

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porque estaba muy cansada.Hank vaciló.—Le estoy muy agradecido.

Sólo Dios sabe qué hubieraocurrido si no llega a estar ustedaquí.

—Me alegro de haber estadoaquí. Y ahora, intente descansar.

Las estrellas eran grandes yblancas. En la noche flotaba elrecuerdo del invierno, un helor deprimavera, pero mientras regresabaa casa en su automóvil, R.J. entróen calor.

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11 - La llamada

A la mañana siguiente

despertó temprano y permaneció enla cama, repasando losacontecimientos de la nocheanterior. Se figuró que la manada decoyotes que Hank quería ahuyentarse había marchado ya por iniciativapropia para cazar en algún otrolugar, porque a través de la ventanadel dormitorio veía tres ciervos decola blanca que pacían en el prado,

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agitando la cola mientrasdesmochaban el trébol. Llegó uncoche por la carretera y las colas seirguieron, mostrando sus banderasblancas de alarma. Cuando el cochese alejó, las colas descendieron yse agitaron de nuevo, y los ciervossiguieron paciendo.

Al cabo de diez minutos pasóuna motocicleta rugiendo, y losciervos se lanzaron hacia el bosquecon largos y temerosos saltos, a unmismo tiempo poderosos ydelicados.

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Cuando se levantó de la camay llamó al hospital, le dijeron queel estado de Freda se manteníaestable.

Era domingo. Después dedesayunar, R.J. fue lentamente en sucoche hasta la tienda de Sotheby,donde compró “The New YorkTimes” y “The Boston Globe”. Alsalir del establecimiento se cruzócon Toby Smith e intercambiaronsaludos.

—Se la ve a usted descansada,después de haber trabajado anoche

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hasta tan tarde -comentó Toby.—Estoy acostumbrada a

trabajar hasta muy tarde. ¿Tiene unpar de minutos para charlar, Toby?

—Claro que sí.Se acercaron al banco que

había en el porche de la tienda ytomaron asiento.

—Hábleme del servicio deambulancia.

—Bueno..., es historia. Secreó justo después de la SegundaGuerra Mundial. Un par depersonas que habían servido como

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médicos en las Fuerzas Armadasvolvieron a casa, compraron unaambulancia excedente del Ejército yempezaron a prestar el servicio. Alcabo de algún tiempo, el Estadoimplantó los exámenes paratécnicos de urgencias médicas y sefue creando todo un sistema deeducación continuada. Los técnicosde urgencias médicas deben estar aldía de todas las novedades enmedicina de urgencia y renovar eltítulo cada año.

Aquí en el pueblo tenemos

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catorce técnicos de urgenciasregistrados, todos ellos voluntarios.Es un servicio gratuito para todoslos habitantes de Woodfield.Llevamos buscas y atendemos lasurgencias médicas del pueblo lasveinticuatro horas del día. Lo idealsería que en cada salida el equipoestuviera compuesto por tresmiembros, uno al volante y otrosdos detrás con el paciente, pero esfrecuente que sólo seamos dos,como anoche.

—¿Por qué es un servicio

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gratuito? -inquirió R.J.-. ¿Por quéno pasan factura a las compañías deseguros por transportar sus clientesal hospital?

Toby le dirigió una miradaburlona.

—En estos pueblos de lascolinas no tenemos grandesempresas.

La mayoría de la gente trabajapor cuenta propia y a duras penasconsigue salir adelante: madereros,carpinteros, granjeros, artesanos...Una gran parte de la gente de aquí

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carece de seguros médicos.Yo tampoco lo tendría si no

fuera porque mi marido trabaja parael Gobierno como guarda de pescay caza; soy contable autónoma, y mesería imposible pagar las primas.

R.J. asintió con la cabeza ysuspiró.

—Supongo que aquí las cosasno deben de ser muy distintas decomo son en la ciudad, por lo quese refiere a seguros médicos.

—Mucha gente confía en queno enfermará ni tendrá un accidente.

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Se vive siempre con el miedoen el cuerpo, pero a muchos no lesqueda otra alternativa. -El serviciode ambulancia desempeñaba unpapel importante en el pueblo, leexplicó Toby-. La gente apreciarealmente lo que hacemos. Hacia eleste, para encontrar el médico máscercano hay que llegar hastaGreenfield. Hacia el oeste hay unmédico de medicina generalllamado Newly a cincuenta y doskilómetros de aquí, en las afuerasde Dalton, por la carretera 9. -Toby

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la miró sonriente-. ¿Por qué noviene a vivir aquí todo el año y esusted nuestra médica?

R.J. le devolvió la sonrisa.—No lo creo -respondió.Sin embargo, cuando llegó a

casa sacó un mapa de la región y loexaminó. Había once pueblos yaldeas en la zona que según TobySmith carecía de médico residente.

Aquella tarde compró unapequeña planta de interior -unavioleta africana cargada de floresazulesy se la llevó a Freda al

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hospital.Freda aún estaba débil y no

hablaba mucho, pero Hank Krantzse animó ante la presencia de R.J.

—Quería preguntarle...¿Cuánto le debo por lo de

anoche?R.,J. sacudió la cabeza.—Fui como vecina más que

como médica -respondió, y Freda lamiró sonriente.

R.J. regresó a Woodfleld sinapresurarse, disfrutando delpanorama de granjas y colinas

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boscosas.Se estaba poniendo el sol

cuando sonó el teléfono.—¿Doctora Cole? Soy David

Markus. Me ha dicho mi hija queayer estuvo usted en casa. Lamentono haber podido atenderla.

—Sí, señor Markus. Queríahablar con usted sobre la venta demi casa y mis tierras...

—Podemos hablar, desdeluego.

¿Cuándo le iría bien quepasara a verla?

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—Bien, la cosa es que... quizásí que quiera vender, pero ahoramismo no estoy tan segura. Tengoque tomar algunas decisiones.

—En tal caso, no se precipite.Piénselo bien.Tenía una voz cálida y

agradable, pensó R.J.—Pero me gustaría hablar con

usted sobre otro asunto.—Lo comprendo -dijo él,

aunque era evidente que nocomprendía.

—A propósito, hace usted una

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miel deliciosa.Ella lo sintió sonreír al otro

extremo de la línea.—Gracias, se lo diré a las

abejas. Les encanta oír cosas así,aunque se ponen furiosas cuando mellevo yo todo el mérito.

El lunes amaneció nublado,pero R.J. tenía una responsabilidadde la que era muy consciente. Seinternó de nuevo en el bosque, acosta de arañarse el cuello con unarama espinosa y de hacerse varioscortecitos en las manos. Cuando

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llegó al río, lo siguió corrienteabajo tan cerca de la orilla como lefue posible, aunque a veces losrosales silvestres, los frambuesos yotros zarzales la obligaban aapartarse. Recorrió el río hastallegar a los límites de su finca yestudió cuidadosamente diversoslugares, hasta que al fin eligió unclaro soleado y herboso en el quese combaba un grueso abedulblanco formando un arco sobre unapequeña cascada que producía unanimado chapoteo. Hizo otra

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tortuosa excursión por el bosque yregresó cargada con la pala quecolgaba de un clavo en el cobertizoy con la caja que contenía lascenizas de Elizabeth Sullivan.

Excavó un profundo agujeroentre dos gruesas raíces del abeduly derramó en su interior las cenizasde la caja. En realidad sólo eranfragmentos de hueso. En lahambrienta explosión delcrematorio, la envoltura carnal deBetts Sullivan se había vaporizadoy extinguido para irse volando

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hacia algún lugar, como R.J. seimaginaba en la niñez que el almadel difunto abandonaba el mundo.

Echó tierra sobre las cenizas yla apisonó con ternura. Luego, paraque ningún animal las desenterrase,se acercó al río y cogió una piedraredondeada por la corriente, tangrande que apenas podía manejarla,pero a base de intentos y descansosconsiguió colocarla sobre la tierraremovida. Ahora Betts formabaparte de aquel lugar. Lo másextraño era que R.J. experimentaba

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la sensación, cada vez con másintensidad, de que en muchossentidos ella también formaba partede él.

Dedicó los dos días siguientesa investigar, a recopilarinformación, a tomar muchas notas,a garabatear cifras y presupuestos.

David Markus resultó ser unhombretón sosegado, más cerca delos cincuenta años que de loscuarenta, con unas facciones toscasy algo maltratadas que le prestabanun aire interesante, un poco al estilo

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de Lincoln (R.J. no comprendía quea Lincoln se le considerara malparecido). Tenía la cara ancha, conuna nariz prominente y ligeramenteaguileña, una cicatriz junto a lacomisura izquierda del labiosuperior y unos ojos castaños demirada apacible y fácilmenterisueña. Su traje de negociosconsistía en unos Levisdescoloridos y una cazadora de losPatriots de Nueva Inglaterra, yllevaba la espesa cabellera decolor castaño tirando a gris

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recogida en una extravagante colade caballo.

R.J. fue al ayuntamiento yhabló con una administradoramunicipal llamada Janet Cantwell,una mujer huesuda y entrada enaños, de ojos cansados, que llevabaunos tejanos deshilachados, másraídos que los de Markus, y unacamisa blanca de hombrearremangada hasta los codos.Recorrió la calle Mayor de unextremo al otro y examinó las casas,la gente con la que se cruzaba por

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el camino y el fluir del tráfico. Fueal Centro Médico de Greenfield yse entrevistó con el director delhospital, y luego entró en lacafetería y habló con variosmédicos mientras almorzaban.

Luego se metió en el coche yemprendió el regreso a Boston.

Cuanto más se alejaba deWoodfield, más la invadía lasensación de que debía volver allí.Hasta aquel momento, cuando oíadecir que alguien había recibido«una llamada» siempre daba por

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supuesto que se trataba de uneufemismo romántico, pero ahora leparecía posible quedar cautivadapor una compulsión tan poderosaque era imposible negarla.

Mejor aún: estaba convencidade que aquello que la obsesionabatenía mucho sentido, en términosprácticos, con vistas al resto de suvida.

Aún le quedaban varios díasde vacaciones, y los utilizó pararedactar listas de las cosas quedebía hacer. Y para formular

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planes.Finalmente llamó por teléfono

a su padre y le propuso que salierana cenar juntos.

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12 - Un roce con la ley

R.J. había discutido con supadre desde donde alcanzaba sumemoria hasta que llegó a la edadadulta. Entonces ocurrió algo buenoy dulce, una suavización y unflorecimiento simultáneo de lossentimientos. Por parte de él surgióuna clase distinta de orgullo por suhija, una reconsideración de porqué la amaba.

En cambio para ella consistió

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en darse cuenta de que incluso enlos años en que más indignadaestaba con su padre, él siempre lehabía prestado todo su apoyo.

El doctor Robert JamesonCole era profesor Regensberg deinmunología en la facultad demedicina de la Universidad deBoston.

La cátedra que ocupaba habíasido fundada por unos parienteslejanos suyos. R.J. nunca lo habíavisto azorarse cuando alguienmencionaba este hecho delante de

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él: la cátedra se había fundadocuando él era un niño, y el profesorCole era tan famoso en suespecialidad que a nadie se leocurriría pensar jamás que sunombramiento pudiera deberse aotra cosa que a sus propios méritos.Era un hombre tenaz y siemprealcanzaba sus metas.

R.J. recordaba que su madre lehabía comentado a una amiga que laprimera vez que su hija desafió alprofesor Cole fue cuando nacióniña. Su padre esperaba un hijo.

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Desde hacía siglos, losprimogénitos de los Cole recibíanel nombre de Robert, con unsegundo nombre que empezaba porla letra J. El doctor Cole habíareflexionado detenidamente sobreel asunto antes de elegir un nombrepara su hijo: Robert Jenner Cole, enhonor de Edward Jenner, eldescubridor de la inmunidad contrala viruela.

Cuando resultó que era unaniña, y cuando se hizo evidente quesu esposa, Bernadette Valerie Cole,

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nunca podría dar a luz a otracriatura, el doctor Cole insistió enque su hija debía llevar el nombrede Roberta Jenner Cole, y que paraabreviar la llamarían Rob J.

Era otra tradición de la familiaCole; en cierto modo, hacer de lapequeña una nueva Rob J. equivalíaa declarar que había nacido otrofuturo médico Cole.

Bernadette Cole había dado suconsentimiento a este plan exceptoen lo tocante al segundo nombre.

¡Su hija no podía llevar un

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nombre de varón! Así que seremontó a sus orígenes, en el nortede Francia, y la niña fue bautizadacomo Roberta Jeanne d.Arc Cole.Con el tiempo, los intentos deldoctor Cole de llamar a su hija RobJ. también fracasaron; para sumadre, y para todos los que laconocían, pronto pasó a ser R.J.,aunque su padre insistíaobstinadamente en llamarla Rob J.en los momentos de ternura.

R.J. se crió en un confortableapartamento en el segundo piso de

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una casa particular reformada de lacalle Beacon, con gigantescas yantiguas magnolias en el patiodelantero. Al doctor Cole legustaba porque se hallaba a unaspocas puertas del edificio dondehabía vivido el célebre médicoOliver Wendell Holmes; a suesposa le gustaba porque era derenta limitada, de modo que podíamanejarse con el salario de lafacultad. Pero cuando ella murió deneumonía, tres días después de quesu hija cumpliera once años, el

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apartamento empezó a parecerdemasiado grande.

R.J. había asistido a escuelaspúblicas, pero cuando murió sumadre, su padre consideró quenecesitaba más control y orden ensu vida de los que él podíaproporcionarle, y la matriculó enuna escuela de Cambridge a la quese trasladaba en autobús y en la quese quedaba a comer al mediodía.Había estudiado piano desde lossiete años, pero al cumplir los doceempezó a recibir clases de guitarra

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clásica en la escuela, y al cabo deun par de años comenzó afrecuentar los alrededores de laplaza Harvard, donde tocaba ycantaba con otros músicoscallejeros.

Tocaba la guitarra muy bien;su voz era buena, aunque sin llegara excepcional. A los quince años -mintió respecto a su edad- se puso atrabajar como camarera cantante enel mismo club en el que Joan Báez,que también era hija de un profesoruniversitario, había empezado su

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carrera. Aquel septiembre R.J. hizoel amor por primera vez, -en eldesván del cobertizo paraembarcaciones del Instituto deTecnología de Massachusetts-, conel primer remero del equipo delinstituto. Fue una experiencia suciay dolorosa que la apartó del sexo,aunque no por mucho tiempo.

R.J. siempre consideró que elsegundo nombre elegido por sumadre había contribuido en granmedida a configurar su vida.

Desde niña, siempre había

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estado dispuesta a luchar por unacausa; y aunque quería a su padrecon locura, a menudo era el doctorCole el adversario contra el que seenfrentaba. El hecho de que supadre anhelara un Rob J. quesiguiera sus pasos en el mundo dela medicina era una presiónconstante para su única hija. Quizási no hubiera existido esa presiónsu camino habría sido distinto. Porlas tardes, cuando regresaba sola alsilencioso apartamento de laavenida Commonwealth, a veces se

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metía en el despacho de su padre ycogía sus libros. Buscaba en elloslos órganos sexuales de hombres ymujeres, y a menudo consultaba losactos sobre los que los jóvenes desu edad hablaban en susurros yreían con disimulo. Pero de ahípasó a una contemplación nolibidinosa de la anatomía y lafisiología; del mismo modo en quealgunos jóvenes se interesaban porlos nombres de los dinosaurios,R.J. se aprendió de memoria loshuesos del cuerpo humano. Sobre el

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escritorio de su padre, dentro deuna cajita de cristal y madera deroble, había un antiguo escalpelo deacero azulado.

La leyenda familiar asegurabaque, muchos siglos antes, habíapertenecido a un antepasado deR.J., un gran cirujano. A veces leparecía que estudiar medicina paraayudar a la gente sería un buen final que dedicar la vida, pero supadre era demasiado insistente, ycuando llegó el momento él mismola impulsó a declarar que estudiaría

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un curso universitario deintroducción al derecho. En tantoque hija de un profesor, habríapodido asistir a la Universidad deBoston con matrícula gratuita, peroprefirió escapar a los largos siglosde tradición médica en la familiaCole obteniendo una beca quecubría las tres cuartas partes de sumatrícula en la Universidad deTufts, limpiando mesas en uncomedor estudiantil y trabajandodos tardes por semana en el club dela plaza Harvard. Más tarde, sin

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embargo, sí acudió a la Universidadde Boston para estudiar derecho.Por entonces ya tenía su propioapartamento en Beacon Hill, tras laCámara del Estado. Veía a su padrecon regularidad, pero ya llevabauna vida independiente.

Estudiaba tercero de derechocuando conoció a Charlie Harris, unjoven doctor en medicina, alto yflaco, con unas gafas de montura deconcha que solían deslizarse hastala punta de su larga y pecosa narizconfiriendo a sus dulces ojos color

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ámbar una expresión perpleja.Cuando lo conoció, acababa

de empezar una residencia comocirujano.

R.J. nunca había conocido anadie tan serio y al mismo tiempotan divertido. Reían mucho, pero élestaba dedicado por completo a sutrabajo. Él le envidiaba suerudición sin esfuerzo y el hecho deque R.J. disfrutara con losexámenes, en los queinvariablemente le iba muy bien.Era inteligente y tenía un

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temperamento idóneo para uncirujano, pero los estudios no leresultaban fáciles y había salidoadelante gracias a su tenacidad.«Hay que estar por la labor, R.J.«Ella colaboraba en la Revista deDerecho, él estaba de guardia.Siempre se encontraban cansados ycon sueño atrasado, y sus horariosles impedían verse tan a menudocomo hubieran deseado. Al cabo deun par de meses, ella dejó la calleJoy para instalarse en lascaballerizas reformadas que

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ocupaba él en la calle Charles,porque era el más barato de los dosapartamentos.

Tres meses antes de terminarla carrera de derecho, R.J.descubrió que estaba embarazada.Al principio tanto Charlie comoella se sintieron aterrados, peroluego les llenó de gozo la idea deser padres y decidieron casarseinmediatamente. Sin embargo,pocos días más tarde, mientrasCharlie se preparaba para entrar enel quirófano, le asaltó un dolor

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intenso en el cuadrante inferiorizquierdo del abdomen. El examenclínico reveló la presencia depiedras en el riñón, demasiadograndes para que las expulsara conla orina de manera natural, y antesde que hubieran transcurridoveinticuatro horas fue admitidocomo paciente en su propiohospital. La operación la realizóTed Forester, el mejor cirujano deldepartamento. Al principio delperíodo posoperatorio, Charlie diomuestras de recobrarse a la

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perfección, salvo que era incapazde expulsar la orina.

En vista de que llevabacuarenta y ocho horas sin orinar, eldoctor Forester ordenó a un internoque le insertara un catéter, lo cualalivió al paciente. Pero a los dosdías se descubrió que Charlie teníauna infección de riñón. A pesar delos antibióticos, la infección deestafilococos se extendió al torrentesanguíneo y se localizó en unaválvula del corazón.

Cuatro días después de la

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operación, R.J. estaba sentada juntoa su cama en el hospital. Para ellaera evidente que Charlie seencontraba muy enfermo. Habíadejado aviso de que quería ver aldoctor Forester cuando hiciera suronda de visitas, y creía que debíatelefonear a la familia de Charlie,en Pensilvania, para que sus padrespudieran hablar con el médico si lodeseaban.

Charlie emitió un gemido, yella se levantó y le enjugó la caracon un paño mojado.

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—¿Charlie?Le cogió las manos, se inclinó

sobre él y estudió sus facciones.Súbitamente, de un modo que

no alcanzaba a comprender, se diocuenta de que no envejeceríanjuntos. No podía soltarse las manos,ni irse de allí, ni siquiera llorar. Sequedó donde estaba, inclinadasobre él, apretándole las manos confuerza como si así pudieraretenerlo, grabándose su rostro enla memoria mientras aún teníaocasión de hacerlo. Lo enterraron

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en un cementerio grande y feo, enWilkes-Barre.

Tras los funerales, R.J. sesentó en una silla de terciopelo enla sala de estar de los padres deCharlie y soportó las miradas y laspreguntas de desconocidos hastaque pudo escapar. En losminúsculos aseos del avión que ladevolvía a Boston, se vioconvulsionada por un ataque denáuseas y vómito. Durante variosdías sólo podía pensar en quéaspecto tendría el hijo de Charlie.

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Quizá fue a causa de la aflicción, oquizá lo que ocurrió habríasucedido igualmente aunque Charlieestuviera vivo.

Quince días después de que élmuriera, R.J. perdió la criatura.

La mañana del examen parapoder ejercer como abogada, sesentó en un aula llena de hombres ymujeres en tensión. Sabía queCharlie le hubiera dicho queestuviera por la labor, así queformó en su mente un cubito dehielo del tamaño de una mujer y se

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colocó en su mismo centro, dejandofríamente de lado el dolor, laincomodidad y todo lo demás, paraconcentrar la atención en lasnumerosas y difíciles preguntas delos examinadores.

R.J. conservó ese escudohelado cuando entró a trabajar paraWigoder, Grant Berlow, una antiguasociedad que practicaba el derechocivil, con tres pisos de oficinas enun buen edificio de la calle State.Ya no existía ningún Wigoder.Harold Grant, el socio que dirigía

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la firma, era un hombre encorvado,calvo y reseco. George Berlow,responsable de Legados yFideicomisos, era barrigudo y teníala cara surcada de venas yenrojecida por el whisky. Su hijo,Andrew Berlow, un cuarentónimperturbable, atendía a losprincipales clientes deldepartamento de bienes raíces. Fueél quien puso a trabajar a R.J. en lapreparación de informes y contratosde arrendamiento, tareas de rutinaque exigían pasar mucho tiempo

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entre documentos legales yaredactados. A ella esto le resultabatedioso y nada interesante, y cuandollevaba dos meses haciéndolo se lodijo así a Andy Berlow. Élrespondió secamente que era unbuen aprendizaje y que le serviríade experiencia.

Una semana después, Berlowle permitió ir con él a lostribunales, pero tampoco eso laentusiasmó. R.J. se decía que erapor la depresión, y trataba deesforzarse al máximo en el trabajo.

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Cuando llevaba poco menosde cinco meses con Wigoder, GrantBerlow, R.J. se vino abajo.

No fue un choque de trenesemocional; más bien se trató de undescarrilamiento temporal. Unanoche en que Andy Berlow y ella sehabían quedado a trabajar hastamuy tarde, aceptó tomarse con éluna copa de vino, que resultó seruna botella y media, y terminaronacostándose juntos en la cama deella. Dos días más tarde, Berlow lainvitó a almorzar y le explicó con

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nerviosismo que aunque estabadivorciado «había otra mujer en suvida, y que en realidad vivíanjuntos». Le pareció que R.J.reaccionaba con mucha amabilidad,pero en realidad fue porque elúnico hombre que le interesabaestaba muerto. Este pensamientohizo que el bloque de hielo seagrietara y se desprendiera. Incapazde contener el llanto, se fue a casaen vez de volver a la oficina y dejóde ir al trabajo durante unos días.

Andy Berlow justificó su

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ausencia ante la empresa pues creíaque estaba perdidamente enamoradade él.

R.J. hubiera querido tener unalarga conversación con CharlieHarris. Anhelaba ser de nuevo suamante, y añoraba a su hijofantasma, el hijo que no habíallegado a nacer. Sabía que ningunode estos deseos podía cumplirse,pero la aflicción la había reducidoa las cosas más básicas, y había unaspecto de su vida que sí estaba ensu mano cambiar.

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13 - Un caminodistinto

Su padre siempre había

deseado que estudiase medicina,pero como quería a su hija, abordóel tema con cautela.

—¿Es porque consideras quehas de ocupar de algún modo ellugar de Charlie? -le preguntó condelicadeza-. ¿Es porque quieressentir y experimentar las mismascosas que él?

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—Algo de eso hay, loreconozco -dijo ella-, pero sólo enuna pequeña parte.

Había reflexionado muchosobre el asunto hasta llegar acomprender por primera vez que lanecesidad de afirmarse ante supadre le había hecho reprimir susdeseos tempranos de estudiarmedicina. Su relación aún no estabalibre de problemas.

R.J. descubrió que le resultabaimposible matricularse en lafacultad de medicina de la

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Universidad de Boston, donde supadre era miembro del claustro, yfinalmente se inscribió en laEscuela de Médicos y Cirujanos deMassachusetts, en la que fueaceptada a pesar de su deficienciaen química orgánica, que superó enlos cursos de verano.

Las ayudas que se concedíaneran insuficientes para los alumnosde medicina. R.J. recibió una becapor valor de una cuarta parte delimporte de los estudios, lo cual lehizo pensar que tendría que

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endeudarse considerablemente. Supadre le había ayudado a terminarlos estudios de derecho, aportandoun dinero que complementaba el dela beca y el que ganaba ella por sucuenta, y estaba dispuesto aayudarla en los de medicina aunquetuviera que pasar estrecheces.

Pero a los socios de Wigoder,Grant Berlow les interesó lo que seproponía.

Sol Foreman, el socio que seocupaba de los litigios médicos, lainvitó a almorzar, aunque no se

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habían visto nunca.—Andy Berlow me ha hablado

de usted. Lo cierto es, señoritaCole, que para la empresa interesausted mucho más como abogadaestudiante de medicina que comopasante en el departamento debienes raíces, que es lo que havenido haciendo hasta ahora. Estaráusted en situación de investigar loscasos importantes desde el punto devista médico, y al mismo tiemposerá capaz de redactar alegatoscomo corresponde a su titulación en

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derecho. Remuneramos bien estaclase de conocimientos.

Para ella fue una sorpresa muyagradable.

—¿Cuándo quieren queempiece?

—¿Por qué no lo intentainmediatamente?

Así pues, mientras estudiabaquímica en los cursos de verano,investigó también el caso de unamujer de veintinueve años queestaba muriéndose de una anemiaaplástica debida a la administración

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de penicilamina, que habíasuprimido la función productora desangre de la médula ósea. Sefamiliarizó con todas lasbibliotecas médicas de Boston yexploró índices de ficheros, libros,revistas de medicina y trabajos deinvestigación, con lo que llegó aaprender muchísimo sobre losantibióticos.

Al parecer, Foreman quedósatisfecho con los resultados einmediatamente le encargó otratarea.

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Esta vez tuvo que preparar elalegato de un maestro de cincuentay nueve años que se había sometidoa una operación de cadera. Debidoa la insuficiente depuración de airecontaminado en el quirófano seprodujo una infección profunda,latente durante tres años, que alfinal se manifestó abiertamente,dejándolo con una cadera inestabley una pierna más corta que la otra.

A continuación, susinvestigaciones indujeron a la firmaa rechazar el caso de un hombre que

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pretendía demandar a su cirujanopor el fracaso de una vasectomía.

R.J. observó que el cirujanohabía advertido a su paciente sobrela posibilidad de un fallo y le habíaaconsejado que utilizara algúnmedio anticonceptivo durante losseis meses siguientes a laintervención, pero el paciente hizocaso omiso del consejo.

Los socios de Wigoder, GrantBerlow estaban muy contentos consu trabajo. Foreman le adjudicó unmínimo mensual fijo más una prima

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que R.J. ganaba la mayoría de losmeses y estaba dispuesto aasignarle tantos casos como ellaquisiera aceptar. En septiembre,para facilitar aún más las cosas,cogió a otra estudiante de medicinacomo compañera de piso, una mujerde raza negra, seria y atractiva,procedente de Fulton, Misuri, quese llamaba Samantha Potter. Conuna ayuda muy pequeña por partede su padre, R.J. podía pagarse losestudios, los gastos de vivienda, demanutención y del coche. La

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profesión de abogada que habíarechazado le permitía ahoraestudiar medicina sin apuroseconómicos.

R.J. era una de las oncemujeres matriculadas en un curso denoventa y nueve alumnos. Era comosi de pronto hubiese encontrado uncamino claro y seguro, después deaños de vacilación. Cada una de lasclases era una fuente de enormeinterés. Descubrió además quehabía tenido suerte al elegir lacompañera de piso. Samantha

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Potter era la mayor de ochohermanos, una familia de aparcerosque a duras penas lograba subsistirni siquiera en el mejor de los años.Todos los hermanos Potter recogíanalgodón, fruta y verduras para otrosagricultores, y aceptaban cualquierencargo que les proporcionara unpoco de dinero. A los dieciséisaños, hecha ya una mujer alta y deanchos hombros, Samantha fuecontratada por una empresa local deproductos cárnicos a la que iba atrabajar al salir de la escuela y

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durante las vacaciones de verano.A los supervisores les caía

bien porque tenía suficiente vigorpara levantar los pesados trozos decarne congelada y porque era muyeducada y se podía confiar en ella.

Al cabo de un año de empujaruna vagoneta de despojos, leenseñaron a cortar la carne. Loscortadores trabajaban con sierraseléctricas y cuchillos lo bastanteafilados para seccionar la carne yel tejido conjuntivo, y no eraextraño que se produjeran

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accidentes graves en la empresa.Samantha se hizo algunos cortes deescasa importancia y se acostumbróa llevar los dedos vendados, peronunca resultó herida de gravedad.

Aunque al terminar las clasesiba cada día a trabajar, fue laprimera de la familia que obtuvo undiploma de enseñanza secundaria.

Después siguió trabajandocomo cortadora de carne durantecinco veranos más, mientrasestudiaba anatomía comparada en laUniversidad de Misuri, y acudió a

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las clases de anatomía humana desu primer curso en la facultad demedicina con unos conocimientosimpresionantes sobre la osamenta,los órganos internos y el sistemacirculatorio de los animales.

R.J. y Samantha trabaron unaestrecha amistad con otra chica desu clase. Gwendolyn Bennett erauna vivaracha pelirroja deManchester, New Hampshire. Lamedicina cambiaba con rapidez,pero aún seguía siendo en granmedida un club de hombres. Había

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cinco mujeres en el claustro de lafacultad, pero todas las direccionesde departamento y los cargosadministrativos de la facultadestaban ocupados por hombres.

En clase, a los alumnos leshacían preguntas con frecuencia,mientras que las alumnas no solíanrecibir la misma atención.

Sin embargo, las tres amigasestaban decididas a que las tuvieranen cuenta. Gwen había tenidoalguna experiencia en la escuelauniversitaria de Mount Holyoke

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como activista en favor de losderechos de la mujer, y fue ella laque proyectó su estrategia.

—Tenemos que ofrecerrespuestas en clase. Si el profesorhace alguna pregunta, levantamos lamano ante su cara sexista y ledamos la respuesta correcta. Sefijan en nosotras porque nosmatamos a trabajar, ¿de acuerdo?Eso quiere decir que hemos deesforzarnos más que los hombres,estar mejor preparadas que ellos y,en general, dar más pruebas de

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inteligencia.En la práctica eso representó

una aplastante carga de trabajo,además de la investigaciónmédicolegal que R.J. realizaba parapagarse los estudios pero eraprecisamente el desafío quenecesitaba. Estudiaban las tresjuntas, practicaban y se hacíanpreguntas unas a otras antes de losexámenes, y se apoyaban entre sícuando detectaban alguna debilidadacadémica.

Esta estrategia dio resultado

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en términos generales, a pesar deque no tardaron en cobrar fama demujeres agresivas. Un par de vecesles pareció que sus notas seresentían por la animadversión dealgún profesor, pero lo másfrecuente era que recibiesen laselevadas calificaciones quemerecían. No prestaban atención alas ocasionales observacionessexuales que les hacía algún queotro alumno, y muy rara vez algúnmiembro del profesorado.

Salían con chicos sólo de vez

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en cuando, no porque no lesinteresara sino porque el tiempo yla energía eran recursos vitales quedebían administrar estrictamente.Siempre que tenían una tarde libreiban juntas al laboratorio deanatomía, que Samantha habíaconvertido en su verdadero hogar.Desde el primer momento todos losmiembros del departamento deanatomía se dieron cuenta de queSamantha Potter era algo especial,una futura profesora de suespecialidad. Todos los estudiantes

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tenían que pelearse por un brazo ouna pierna al que diseccionar, perosiempre había un cadáver reservadopara Samantha, y Sam lo compartíacon sus dos amigas.

A lo largo de cuatro añosdiseccionaron cuatro seres humanosmuertos: un chino calvo y ancianocon un pecho excesivamentedesarrollado que era señal deenfisema crónico, una negra ancianade cabellera gris y dos cadáveresde raza blanca, uno de ellos unvarón de edad madura y apariencia

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atlética y el otro una mujerembarazada que debía de teneraproximadamente la misma edadque ellas. Samantha introdujo aGwen y R.J. en el estudio de laanatomía como si se tratara de unpaís exótico y maravilloso. Sepasaban las horas diseccionando,desnudando los cuerpos capa porcapa, dejando al descubierto ybosquejando músculos y órganos,articulaciones, vasos sanguíneos ynervios en minucioso detalle,aprendiendo las apasionantes

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complejidades y los misterios de lamáquina anatómica humana.

Justo antes de iniciar susegundo año en la facultad demedicina, R.J. y Samanthaabandonaron las caballerizasreformadas de la calle Charles. R.J.se alegró de dejar atrás elapartamento: estaba demasiadolleno de recuerdos de Charlie.

Gwen también se les unió, yentre las tres alquilaron un pisodestartalado junto a las vías deltren, a sólo una manzana de la

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facultad de medicina. Su nuevavivienda se hallaba en el límite deun barrio duro, pero no perderían eltiempo en desplazamientos a loslaboratorios o al hospital, y lanoche antes de que empezaran lasclases dieron una fiesta de puertasabiertas.

Típico de ellas, fueron lasanfitrionas las que pusieron a losinvitados en la calle a una horatemprana de modo que pudieranlevantarse con tiempo para ir aclase a la mañana siguiente.

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Cuando empezó el trabajoclínico en las salas, R.J. lo abordócomo si hubiera estadopreparándose toda la vida parahacer aquello.

Veía la medicina de un mododistinto a la mayoría de suscompañeros de clase, muy a sumanera. Como había perdido aCharlie Harris por culpa de uncatéter sucio, y puesto que aún erauna abogada que trabajabaconstantemente en casos denegligencia profesional,

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acostumbraba tomar precaucionescontra peligros que la mayor partede los alumnos no tenía en cuenta.

Durante la investigación deuno de sus casos, encontró uninforme del doctor Knight Steel, delCentro Médico de la Universidadde Boston, que había estudiadoochocientos quince casos clínicosconsecutivos (exceptuando elcáncer, cuyo tratamiento porquimioterapia conlleva un elevadoriesgo de resultados adversos). Delos ochocientos quince pacientes,

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doscientos noventa -¡más de uno decada tres!- contrajeron unaenfermedad yatrógena.

Setenta y tres personas -elnueve por ciento de los pacientessufrieron complicaciones quepusieron en peligro su vida o losdejaron permanentementeincapacitados, desgracias que noles habrían ocurrido si no hubieranacudido al médico o al hospital.

Entre las causas de estospercances se citaban medicamentosy pruebas diagnósticas, el

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tratamiento, la dieta, la atención enel hospital, el transporte, lacateterización cardíaca, eltratamiento intravenoso, laarteriografía y la diálisis, lacateterización urinaria y un grannúmero de procedimientos médicos.

R.J. pronto se dio cuenta deque, en todos los aspectos de laatención médica, los pacientes seexponían a resultar perjudicadospor sus benefactores. A medida quesalían al mercado muchos másmedicamentos, a medida que los

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médicos encargaban un númerocada vez mayor de pruebas yestudios de laboratorio paraprotegerse contra demandas pornegligencia, se multiplicaban lasposibilidades de que se presentaraun trastorno yatrógeno. El doctorFranz Ingelfinger, prestigiosoprofesor de medicina en Harvard ydirector de la revista profesional“New England Journal ofMedicine”, escribió:

Supongamos que un ochentapor ciento de los pacientes tienen

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trastornos autolimitados oafecciones que ni siquiera lamedicina moderna puede mejorar.En poco más de un diez por cientode los casos, la intervenciónmédica tiene un éxito espectacular...Pero, ¡ay!, en el nueve por cientorestante, aproximadamente, puedeque el médico diagnostique o tratede un modo inadecuado, o quizásencillamente tenga mala suerte.Sea cual fuere el motivo, elpaciente termina con problemasyatrógenos.

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R.J. observó que las facultadesde medicina no alertaban a susalumnos de los peligros del errorhumano en el tratamiento de lospacientes ni les enseñaban areaccionar ante las demandas pornegligencia, pese a la proliferaciónde acciones legales contra losmédicos y al elevado coste quesuponía en términos de sufrimientohumano y de dinero. En el curso desus actividades con Wigoder, GrantBerlow, R.J. fue confeccionando unarchivo de casos y datos sobre

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estas dos cuestiones.El trío se deshizo tras la

graduación. Samantha siemprehabía querido dedicarse a enseñaranatomía y aceptó una residencia enpatología en el Centro Médico deYale-New Haven. En los cuatroaños de carrera, Gwen no habíapensado en ninguna especialidadconcreta, pero al final sus ideaspolíticas la indujeron a elegir laginecología y entró como residenteen el Hospital Mary Hitchcock deHanover, New Hampshire. R.J. lo

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quería todo, todo lo que podíaofrecer el hecho de ser médica.

Se quedó en Boston para haceruna residencia de tres años en elHospital Lemuel Grace. Jamás dudóde lo que hacía ni siquiera en lospeores momentos, cuando seacumulaban sobre ella trabajossucios por el terrible desgaste, lafalta de sueño y las horasinterminables de trabajo. Era laúnica mujer entre los treintaresidentes de medicina interna queparticipaban en el programa. Como

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en la facultad de derecho y en lafacultad de medicina, tenía quehablar un poco más alto que loshombres, esforzarse un poco más.La sala de los médicos eraterritorio masculino, en el que suscompañeros de residencia serelajaban, hablaban obscenamentede las mujeres (los residentes deginecología recibían el nombre de«entendidos en coños»), y por logeneral pasaban de ella. Pero desdeel primer momento R.J. mantuvo lavista fija en su objetivo, que era

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convertirse en la mejor médicaposible, y era lo bastante buenapara situarse por encima delmachismo cuando se lo encontraba,tal como había visto hacer aSamantha con respecto al racismo.

Ya en los comienzos de sucarrera, R.J. reveló unaincuestionable capacidad para eldiagnóstico, y disfrutabacontemplando a cada paciente comoun rompecabezas que debíaresolver mediante su inteligencia ypreparación. Una noche, mientras

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bromeaba con uno de sus pacientes,un enfermo del corazón llamadoBruce Weiler, R.J. le cogió lasmanos y se las estrechó.

No pudo soltarlas.Fue como si estuvieran unidos

por... ¿por qué? R.J. se sintiódesfallecer con un conocimientocierto que instantes antes no poseía.Hubiera querido gritarle unaadvertencia al señor Weiler, perose limitó a musitar un comentariotrivial y se pasó los cuarentaminutos siguientes revisando su

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expediente, auscultándolo ytomándole el pulso y la presiónsanguínea una y otra vez. R.J. creíaestar perdiendo el juicio: tanto lagráfica como las constantes vitalesde Bruce Weiler indicaban a lasclaras que su corazón estaba cadavez más fuerte y recobrándose pormomentos.

A pesar de todo, ella tenía lacerteza de que estaba muriéndose.

No le dijo nada a FritzieBaldwin, el residente en jefe; nopodía decirle nada que tuviera

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sentido, y se habría burlado de ellasin misericordia.

Pero aquella madrugada, elcorazón del señor Weiler se fundiócomo una bombilla defectuosa y elhombre dejó de existir.

Al cabo de unas semanasvolvió a tener una experienciasimilar.

Preocupada y perpleja, hablóde esos incidentes con su padre.

El profesor Cole asintió, conun brillo de interés en la mirada.

—A veces parece que los

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médicos tengan un sexto sentido queles indica cómo va a evolucionar unpaciente.

—Esto lo experimentabamucho antes de estudiar medicina.

Sabía que Charlie Harris iba amorir.

Lo sabía con absoluta certeza.—En nuestra familia hay una

leyenda... -comenzó él en tonoindeciso, y R.J. rezongó para susadentros porque no estaba de humorpara escuchar leyendas de familia-.

Se decía que algunos de los

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médicos Cole que ha habido a lolargo de los siglos eran capaces depredecir la muerte cogiendo de lasmanos a sus pacientes.

R.J. soltó un bufido.—No, lo digo en serio. Lo

llamaban el Don.—¡Por favor, papá, no me

vengas ahora con supersticiones!Eso es de cuando recetaban ojo detritón y pata de rana. ¿Realmentepodían creer una cosa así?

Él se encogió de hombros.—Parece ser que tanto mi

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abuelo, el doctor Robert JeffersonCole, como mi bisabuelo, el doctorRobert Judson Cole, tenían el Doncuando eran médicos rurales enIllinois -respondió suavemente-.

No se da en todas lasgeneraciones. Según me dijeron,algunos de mis primos también lotenían. Yo heredé las antig8edadesmás preciadas de la familia, elescalpelo de Rob J. que está en miescritorio y la viola da gamba de mibisabuelo, pero habría preferido elDon.

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—Entonces..., ¿tú nunca hasexperimentado nada por el estilo?

—Muchas veces he sabido siun determinado paciente iba a viviro a morir. Pero no; nunca he tenidoel conocimiento cierto de lainminencia de la muerte sin signosni síntomas.

Naturalmente -prosiguióimperturbable-, la leyenda de lafamilia también dice que elconsumo de estimulantes embota oanula el Don.

—Entonces quedas excluido -

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sentenció R.J. Durante muchosaños, mientras los médicos de sugeneración no estuvieron mejorinformados, el profesor Cole habíadisfrutado con frecuencia del placerde un buen cigarro, y aún seguíacomplaciéndose en su habitualrecompensa vespertina de un buenwhisky de malta.

R.J. había probado lamarihuana en la escuela secundaria,pero nunca había llegado ahabituarse a fumar ni una cosa niotra.

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Al igual que a su padre, legustaban las bebidas alcohólicas.En los momentos de tensión, unacopa representaba un alivioinnegable, al que a veces recurríaansiosa, pero nunca había permitidoque el alcohol pudiera perjudicar sutrabajo.

Cuando completó el tercer añode residencia, R.J. ya tenía claroque quería tratar a familias enteras,a gente de todas las edades y de losdos sexos. Pero para hacerloadecuadamente necesitaba saber

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más sobre los problemas médicosde las mujeres. Pidió y recibiópermiso para realizar tres períodosde rotación en obstetricia yginecología, en lugar de uno, y alterminar la residencia estuvo un añocomo externa en el departamento deobstetricia y ginecología delLemuel Grace, al tiempo queaprovechaba una oportunidad dehacer los exámenes médicos paraun amplio programa deinvestigación sobre los trastornoshormonales de la mujer.

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Aquel mismo año aprobó elexamen de ingreso en la AcademiaNorteamericana de MedicinaInterna.

Por entonces ya era unaveterana del hospital, todo elmundo sabía que había colaboradocomo abogada en numerosos juiciospor negligencia profesional que amenudo obligaban a las compañíasaseguradoras a pagar grandessumas. Las primas de los seguroscontra demandas por negligenciaeran cada vez más altas. Algunos

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médicos decían, sin ocultar suenojo, que era inexcusable que unmédico se dedicara a un trabajo queperjudicaba a sus compañeros deprofesión, y en sus años deaprendizaje R.J. conoció momentosdesagradables cuando alguien no semolestaba en disimular lahostilidad que sentía hacia ella.Pero lo cierto es que también habíapreparado alegatos para la defensaque habían salvado al médicoacusado, y eso llegó a ser deconocimiento general.

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R.J. tenía una respuesta serenapara todos los que la atacaban:

«La solución no consiste enacabar con las demandas pornegligencia.

La solución consiste en acabarcon la negligencia habitual, enenseñar a la gente a que no sededique a presentar demandasfrívolas, y en enseñar a los médicosa protegerse de esos erroreshumanamente inevitables.

»Nos creemos con derecho acriticar a aquellos policías

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honrados que protegen a lospolicías corruptos porque tienen suCódigo Azul, pero nosotrosposeemos un Código Blanco quepermite a ciertos médicos practicarimpunemente una mala medicina, yyo digo que eso es inaceptable.»

Alguien escuchaba suspalabras.

Hacia el final de su período deprácticas en obstetricia yginecología, el doctor SidneyRinggold, presidente deldepartamento de medicina, le

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preguntó si estaría interesada en dardos cursos: «Prevención y defensacontra demandas por negligencia»,para alumnos de cuarto año, y«Eliminación de incidentesyatrógenos», para alumnos detercero. El nombramiento comodocente en la facultad de medicinaiba acompañado de un puesto en laplantilla médica del hospital.

R.J. aceptó de inmediato. Suingreso en la plantilla provocóirritación y varias protestas ante eldepartamento, pero el doctor

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Ringgold capeó la situaciónserenamente y al final todo resultóbien.

Después de hacer suresidencia, Samantha Potter habíapasado directamente a enseñaranatomía en la facultad de medicinade la universidad estatal, enWorcester. Gwen Bennett ingresóen un consultorio ginecológico, enFramingham, y muy pronto empezóa dedicar parte de su tiempo a laclínica abortista de PlanificaciónFamiliar. Las tres siguieron siendo

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buenas amigas y aliadas políticas.Gwen y Samantha, junto con otrasmujeres y cierto número de médicosprogresistas, respaldarondecididamente a R.J. cuando éstapropuso que se estableciera en elhospital un consultorio para elsíndrome premenstrual, y tras unperíodo de luchas internas con unoscuantos médicos que loconsideraban un derroche de fondospresupuestarios, el consultorio seconvirtió en un servicio establecidoy parte del programa de enseñanza.

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Toda esa controversia fueespecialmente dura para el profesorCole, pues era un miembro muydestacado de la clase médica y leresultó difícil sobrellevar lasásperas críticas que se dirigíancontra su hija, sobre todo lainsinuación de que estabatraicionando a sus colegas. PeroR.J. sabía que estaba orgulloso deella, y en repetidas ocasiones lehabía manifestado su apoyo a pesarde sus antiguas diferencias. Surelación era fuerte, y en aquel

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momento de crisis R.J. no vaciló enrecurrir nuevamente a su padre.

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14 - La últimavaquera

Quedaron para cenar en

Pinerola, un restaurante del NorthEnd.

La primera vez que fue allí conCharlie Harris, R.J. tuvo que pasarpor un angosto callejón entre dosedificios de apartamentos y subirpor un empinado tramo de escaleraspara llegar a lo que en esencia erauna cocina con tres mesitas. La

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cocinera era Carla Pinerola, unamujer de mediana edad, sexy, todoun personaje. Había estado casadacon un hombre que le pegaba; aveces, cuando Charlie y R.J. iban alrestaurante, Carla tenía unamagulladura en un brazo o un ojomorado.

Después de la muerte de suanciana madre, que la ayudaba en lacocina, Carla nunca estaba visible;había comprado uno de losedificios de apartamentos yreformado por completo las dos

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plantas inferiores para conseguir uncomedor espacioso y confortable.

Siempre había una larga colade clientes en espera de mesa,hombres de negocios y estudiantesde la universidad. A R.J. todavía legustaba el lugar; la comida era casitan buena como en los viejostiempos, y había aprendido a no irnunca sin haber reservado mesa deantemano.

Ya estaba sentada cuando viollegar a su padre apresuradamente,con un leve retraso. El cabello se le

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había vuelto casi del todo gris.Al verlo, R.J. recordó que ella

también se hacía mayor.Pidieron antipasto,

escalopines al marsala y vino de lacasa, y hablaron de los Red Sox yde lo que le estaba ocurriendo alteatro en Boston y de que la artritisque afectaba a las manos de supadre era cada vez más dolorosa.

R.J. bebió un poco de vino y ledijo que estaba preparándose paraabrir un consultorio particular enWoodfield.

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—¿Por qué medicina privada?-Era evidente que estaba

atónito y preocupado-. ¿Y por quéen un sitio así?

—Es hora de que me vaya deBoston. No como médica sino comopersona.

El profesor Cole asintió.—Eso lo acepto. Pero ¿por

qué no vas a otro centro médico?¿Por qué no trabajas para... no

sé, para un instituto médico legal?R.J. había recibido una carta

de Roger Carleton, de Hopkins, en

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la que le decía que en aquellosmomentos no había presupuestopara financiar un cargo que leconviniera, pero que podíaorganizar las cosas para tenerlatrabajando en Baltimore en cosa deseis meses.

Había recibido también un faxde Irving Simpson diciendo que lesgustaría que entrara a trabajar enPenn y que por qué no iba aFiladelfia para hablar del dinero.

—No quiero hacer esta clasede cosas. Quiero llegar a ser una

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verdadera médica.—¡Por el amor de Dios, R.J.!

¿Y qué eres ahora?—Quiero ser médica

particular en una pequeñapoblación. -Le sonrió-. Creo que heexperimentado una regresión, quehe salido a tu abuelo.

El profesor Cole trató deconservar la calma mientrascontemplaba a la pobre niña quehabía elegido nadar contra corrientetoda su vida.

—Hay un motivo para que el

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setenta y dos por ciento de losmédicos norteamericanos seanespecialistas, R.J. Los especialistasganan mucho dinero, el doble o eltriple que los médicos de atenciónprimaria, y no tienen que saltar dela cama a medianoche. Si teestableces como médica rural,tendrás una vida más dura. ¿Sabesqué haría yo si tuviera tu edad, siestuviera en tu situación, sin nadie ami cargo? Volvería a estudiar y aprepararme tanto como me fueraposible para convertirme en un

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superespecialista.R.J. protestó.—No pienso hacer más

prácticas externas, papá, y desdeluego ninguna otra residencia.Quiero ir más allá de la tecnología,más allá de toda esa maquinaria, yver a los seres humanos.

Voy a ser médica rural. Estoydispuesta a ganar menos dinero.

Quiero llevar esa vida.—¿Esa vida? -Su padre meneó

la cabeza-. R.J., eres como eseúltimo vaquero de los libros y las

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canciones que ensilla su montura yse va cabalgando entre los atascosde tráfico y los bloques deviviendas en busca de la praderaperdida.

Ella sonrió y le cogió la mano.—Puede que la pradera haya

desaparecido, papá, pero lascolinas están ahí mismo, al otrolado del estado, llenas de gente quenecesita un médico. La medicinafamiliar es la más pura de todas lasmedicinas. Pienso ofrecérmela a mímisma como un regalo.

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Estuvieron un buen rato desobremesa, hablando. R.J.escuchaba con atención pues eraconsciente de que su padre sabíamucho de medicina.

—Dentro de pocos años noreconocerás el sistemanorteamericano de atención médica.Va a cambiar drásticamente -comentó él-. La carrera por lapresidencia está cada vez másreñida, y Bill Clinton le haprometido al pueblonorteamericano que si lo eligen

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todo el mundo va a tener asistenciamédica.

—¿Crees que podrácumplirlo?

—Estoy seguro de que lointentará. Al parecer es el primerpolítico al que no le tiene sincuidado que haya pobres sin ningúntipo de atención médica, el primeroque se confiesa avergonzado de loque ahora tenemos. Un seguromédico para todos mejoraría lasituación de los médicos deatención primaria como tú, pero

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reduciría los ingresos de losespecialistas.

Tendremos que esperar a verqué ocurre.

Pasaron a hablar de losaspectos económicos de suproyecto. La casa de la calle Brattleno dejaría mucho dinero, despuésde pagar las deudas; el mercado dela vivienda estaba en un momentomuy bajo. R.J. había calculadominuciosamente el dinero quenecesitaba para instalar y equiparun consultorio privado y para

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mantenerse durante el primer año, yle faltaban casi cincuenta y tres mildólares.

—He hablado con variosbancos y puedo conseguir uncrédito.

Tengo suficientes propiedadespara cubrir el préstamo, pero todosme exigen un avalista. -Erahumillante; estaba segura de que aTom Kendrick no se lo habríanexigido.

—¿Estás absolutamente segurade que es eso lo que quieres?

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—Absolutamente.—Entonces te avalaré yo, si

me lo permites.—Gracias, papá.—En cierto modo me

desespera pensar en lo que tepropones, pero al mismo tiempodebo confesarte que te envidio.

R.J. se llevó la mano de supadre a los labios. Luego, mientrastomaban los capuchinos, repasaronlas listas que ella había preparado.Él consideró que había sido muymoderada, y que tenía que pedir

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diez mil dólares más de préstamo.A ella le aterraban las deudas ydiscutió acaloradamente en defensade su punto de vista, pero al fincomprendió que él tenía razón yaceptó endeudarse todavía más.

—Eres de lo que no hay, hija.—Tú sí que eres único, papá.—¿Estarás bien, viviendo tú

sola en las colinas?—Ya me conoces, papá. No

necesito a nadie. Excepto a ti -respondió, y se inclinó haciadelante para darle un beso en la

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mejilla.

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LIBRO II LA CASA DEL LIMITE

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15 - Metamorfosis

Invitó a almorzar a Tessa

Martula. Tessa derramó lágrimas ensu caldereta de langosta y diomuestras de su desconsuelo.

—No sé por qué tiene queescaparse de esta manera -comentó-.

Iba usted a ser mi ascensorhacia el éxito.

—Eres una excelentetrabajadora, verás como todo te irá

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muy bien. Y no me escapo de aquí -le explicó con paciencia-. Me voy aun sitio donde creo que estarémejor.

Aunque procuraba tener laseguridad que aparentaba, era comograduarse otra vez en launiversidad, con los mismosmiedos e incertidumbres. En losúltimos tiempos no había ayudado anacer a muchos bebés, y se sentíapoco preparada.

Lew Stanetsky, el jefe deobstetricia, le dio algunos consejos,

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con aire entre interesado ydivertido.

—Así que será usted unadoctora rural, ¿eh? Bien, puestendrá que asociarse con algúntocoginecólogo si piensa ayudar enlos partos que se presenten en esastierras del interior. La ley dice quedebe llamar a un tocoginecólogo enel caso de que necesite recurrir acesáreas, partos con fórceps,extracciones con vácum y todo eso.

Stanetsky dispuso las cosas demanera que R.J. pudiera pasar

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largas horas con los internos yresidentes del servicio dematernidad del hospital, una ampliasala llena de camillas ocupadas porjadeantes, sudorosas y a menudomaldicientes mujeres de lossuperpoblados barrios antiguos dela ciudad, la mayoríaafroamericanas, permitiéndolesupervisar dos hileras de órganossexuales pardos y amoratados,distendidos en la violencia naturaldel acto de dar a luz.

R.J. escribió una concienzuda

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y laudatoria carta derecomendación para Tessa, pero nole hizo falta.

Pocos días después, Tessa sele acercó con una expresiónradiante.

—¡Nunca se imaginaría conquién voy a trabajar! ¡Con el doctorAllen Greenstein! «Cuando losdioses quieren ser crueles -pensóR.J.-, saben serlo, los muycabrones.»

—¿Y se instalará en estedespacho, también?

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—No, nos quedaremos eldespacho del doctor Roseman, esedespacho tan grande y hermoso quehay en la esquina del edificioopuesta a la del doctor Ringgold.

R.J. la abrazó.—Puede considerarse

afortunado por contar contigo -ledijo.

Le resultó increíblementedifícil dejar el hospital, y muchomás fácil dejar el Centro dePlanificación Familiar. Se despidióde Mona Wilson, la directora de la

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clínica, con seis semanas depreaviso. Por suerte Mona habíaestado dando voces en busca dealguien que sustituyera a Gwen y,aunque no había encontrado ningunapersona a dedicación completa,había podido contratar trescolaboradores a tiempo parcial y notuvo problemas para solventar losjueves sin R.J.

—Nos has dedicado dos años-comentó Mona. Miró a R.J. ysonrió-. Y has detestado hasta elúltimo segundo de ese tiempo,

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¿verdad?R.J. asintió.—Creo que sí. ¿Cómo lo has

sabido?—Bueno, no era difícil darse

cuenta. ¿Por qué lo hacías, si tanduro te resultaba?

—Sabía que estaba haciendoalgo necesario. Sabía que lasmujeres tenían que poder contar conesta opción -respondió R.J.

Pero al salir de la clínica sesentía ligera como una pluma. «¡Notengo que volver!«, pensaba

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alborozada.Aunque conducir el BMW le

producía un enorme placer, tuvoque aceptar que no era el automóvilmás adecuado para el barro deprimavera y las pistas de montañasin asfaltar con las que iba aencontrarse en Woodfield.Inspeccionó cuidadosamente unoscuantos vehículos de tracción en lascuatro ruedas y al fin se decidió porun Ford Explorer, con aireacondicionado, una buena radio yreproductor de compactos, batería

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de alto rendimiento y neumáticosanchos con un dibujo especial paracaminos fangosos.

—¿Quiere un consejo? -le dijoel vendedor-. Llévese también unpolipasto.

—¿Un qué?—Un polipasto. Es un torno

eléctrico que va montado sobre elparachoques delantero. Funcionacon la batería del coche.

Tiene un cable de acero y ungancho de presión.

R.J. puso una expresión

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dubitativa.—Si se queda atascada en el

barro, engancha el cable encualquier árbol grueso y ustedmisma se desatasca. Tiene unafuerza de arrastre de cincotoneladas. Le costará otros mildólares, pero si va a conducir pormalos caminos le aseguro que loamortizará sobradamente.

Decidió quedarse el polipasto.El vendedor examinó su

cochecito rojo con miradacalculadora.

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—Está impecable -observóella-. Y la tapicería es de piel.

—Si lo deja a cambio se lovaloraré en veintitrés mil dólares.

—¡Oiga! Es un deportivo caro.Me costó más del doble de lo

que usted dice.—Hace un par de años, ¿no? -

se encogió de hombros-. Consulteel precio en la Guía Azul.

R.J. lo consultó, y acontinuación puso un anuncio en el“Globe” del domingo. Un ingenierode Lexington le compró el BMW

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por veintiocho mil novecientosdólares, con los que pudo pagar elExplorer y aún le sobró algo dedinero.

Hizo varios viajes entreBoston y Woodfield. David Markusle sugirió que lo más convenientepara ella sería una oficina en lacalle Mayor, en el centro delpueblo.

La calle había surgidoalrededor del ayuntamiento, unedificio de madera pintado deblanco que hacía más de un siglo

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había sido iglesia.Lo adornaba un chapitel en la

tradición de Christopher Wren.Markus le enseñó cuatro locales enla calle Mayor que estabandesocupados o iban a estarlopronto.

Según la opinión másgeneralizada, el espacio que senecesitaba para instalar unconsultorio médico era de cien aciento cincuenta metros cuadrados.De los cuatro posibles lugares, R.J.descartó dos nada más verlos

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porque eran claramenteinadecuados. Uno de los restantesle pareció atractivo, pero hubieraresultado insuficiente ya que sólotenía setenta y cuatro metroscuadrados de superficie. El cuartolocal, que el astuto agenteinmobiliario había reservado enúltimo lugar, parecía prometedor:estaba justo enfrente de labiblioteca del pueblo, a unascuantas puertas del ayuntamiento. Elexterior de la casa se hallaba bienconservado, y el terreno

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cuidadosamente atendido.El espacio interior, de ciento

quince metros cuadrados, estabadestartalado, pero el alquiler eraalgo inferior al que R.J. habíacalculado en el presupuesto que tana fondo había revisado con su padrey otros asesores. La casa pertenecíaa una anciana llamada SallyHowland, una mujer de mejillascoloradas y mirada nerviosa perobenévola, quien le aseguró quesería un honor volver a tenermédico en el pueblo, y además en

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su propia casa.—Pero dependo del alquiler

para vivir, compréndalo, así que nopuedo rebajarle el precio.

Tampoco podía pagar lapintura ni las reformas que R.J.necesitaba llevar a cabo en el local,dijo, pero le daría permiso para quelas hiciera a su propia costa.

—Reformar y pintar le costaráun dinero -le comentó luegoMarkus-. Si decide tirar la cosaadelante, tendría que protegerse conun contrato de arrendamiento.

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Eso fue lo que hizo finalmente.Bob y Tillie Matthewson, un

matrimonio que poseía una granjalechera, se encargaron de la pintura.El edificio estaba lleno de maderaantigua, a la que ellos devolvieronun brillo suave. Los gastadostablones del suelo, de madera depino, los hizo pintar de un tonoazulado. Todas las habitaciones,cubiertas de papel descolorido ymedio desprendido, fueron pintadascon dos capas de pintura blancalavable. Un carpintero del pueblo

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colocó muchos estantes y una granestructura cuadrada -tras la cual seinstalaría la recepcionista- en lapared interior de lo que había sidoel recibidor. Un fontanero instalódos váteres adicionales, colocólavabos en los dos dormitorios queahora iban a ser salas de visita yañadió una caldera al horno delsótano para que R.J. dispusiera deagua caliente en todo momento.

La compra de muebles ymaterial, que hubiera debidoresultar entretenida, fue un motivo

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de preocupación porque había quetener muy presente el saldobancario. El problema de R.J. eraque cuando trabajaba en el hospitalse había acostumbrado a encargarlo mejor de todo. Para el nuevoconsultorio se conformó conescritorios y sillas de segundamano, una preciosa alfombra delEjército de Salvación para la salade espera, un buen microscopiousado y un autoclave reparado.

Pero también adquirióinstrumentos nuevos. Le habían

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aconsejado que comprara dosordenadores, el primero para loshistoriales de los pacientes y elsegundo para la facturación, perodecidió a regañadientes arreglarsecon uno sólo.

—¿Le han presentado ya aMary Stern? -le preguntó SallyHowland.

—Me parece que no.—Es la administradora de

correos. Tiene la antigua básculavertical que había en el despachodel doctor Thorndike. La compró en

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la subasta que hubo tras la muertedel doctor, hace veintidós años.Dice que está dispuesta avendérsela por treinta dólares.

R.J. compró la báscula, lalimpió a fondo y la hizo comprobary recalibrar. El aparato pasó a serparte de su consultorio, un eslabónentre el antiguo médico del puebloy la nueva doctora.

Había pensado en poner unanuncio de oferta de empleo, perono hizo falta. Woodfield poseía unsistema informal de comunicaciones

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que funcionaba con eficacia y a lavelocidad de la luz. En muy pocotiempo recibió cuatro solicitudes deotras tantas mujeres que aspiraban ala plaza de recepcionista, y tressolicitudes de enfermeras tituladas.R.J. quiso elegir cuidadosamente,sin precipitarse, pero una de lasaspirantes a recepcionista era TobySmith, la rubia bien parecida queconducía la ambulancia la nocheque Freda Krantz resultó herida.Toby le había impresionadofavorablemente desde el primer

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momento y además ofrecía laventaja de poseer una ampliaexperiencia en contabilidad, demodo que podía ocuparse de todoel asunto económico. Comoenfermera contrató a MargaretWeiler, una excelente mujer decincuenta y seis años, con el pelogris, a quien todos llamaban Peggy.

Al hablar de dinero con ellasR.J. se sintió culpable.

—Lo que puedo pagaros alprincipio es menos de lo quecobraríais en Boston -le advirtió a

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Toby.—Mire, no se preocupe por

eso -le respondió sin rodeos lanueva recepcionista-. Tanto Pegcomo yo estamos muy satisfechasde poder trabajar en el pueblomismo. Esto no es Boston. Aquí enel campo es difícil encontrartrabajo.

David Markus visitaba de vezen cuando el consultorio en ciernes,observaba con mirada experta lostrabajos de reforma y en ocasionesle ofrecía sus consejos.

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Almorzaron un par de vecesjuntos en el River Bank, un localespecializado en pizzas que sealzaba en las afueras del pueblo;dos veces pagó él, y ella una. Sedio cuenta de que le caía bien, y lecomentó que sus amigos lallamaban R.J.

—A mí todo el mundo mellama Dave -dijo él. Luego sonrió-.Pero mis amigos me llaman David.

Sus tejanos estabandescoloridos, pero siempreparecían recién lavados. El cabello,

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recogido en una cola de caballo,estaba siempre muy limpio. Aldarle la mano, R.J. notó que la teníamusculosa y endurecida por eltrabajo, aunque las uñas estabanrecortadas y parecían biencuidadas.

R.J. no estaba segura de si leresultaba sexy o tan sólointeresante.

El último sábado antes de quese mudara desde Boston la invitó auna auténtica cena en un restaurantede Northampton. Al salir del

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establecimiento, él cogió un puñadode dulces del cuenco que habíajunto a la puerta, grageas dechocolate recubiertas de azúcar dediferentes colores.

—Mmm. Mejor que los M M -comentó, y le ofreció unos cuantos.

—No, gracias.Ya en el coche, R.J. se lo

quedó mirando mientras élmasticaba y al fin fue incapaz depermanecer callada por mástiempo.

—No deberías comer esos

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dulces.—Me encantan. Y no engordo.—A mí también me encantan.

Ya te compraré unos cuantos en unenvase más limpio.

—¿Eres una maniática de lalimpieza? Los he cogido de unrestaurante muy limpio.

—Hace poco he leído quehicieron unos análisis sobre loscaramelos de los restaurantes.Parece ser que en la mayoría de loscasos los caramelos conteníanindicios de orina.

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Él dejó de masticar y la mirócon asombro.

—Los clientes van al servicio.No se lavan las manos. Al

salir del restaurante, meten la manoen el cuenco y...

R.J. se dio cuenta de que él nosabía si escupir o tragar.

«Aquí se acaba esta relación»,pensó, mientras él engullía, bajabala ventanilla del coche y tiraba elresto de las grageas.

—Es horrible decirle esto aalguien. Hace años que disfruto con

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los dulces de los restaurantes.Me has estropeado ese placer

para toda la vida.—Ya lo sé. Pero si estuviera

comiéndolos yo y tú lo supieras,¿no me lo habrías dicho?

—Quizá no -dijo, y su risa lacontagió. Siguieron riendo durantela mitad del camino.

En el trayecto de vuelta a lascolinas, y luego sentados en lafurgoneta de él aparcada ante lacasa de R.J., se contaron parte de suvida. De joven, David había sido

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deportista, «lo bastante bueno pararecibir un montón de lesiones en unmontón de deportes». Cuando llegóa la facultad, estaba tan tocado queno jugó en ningún equipouniversitario. Se licenció en inglésen el Hamilton College e hizo unosestudios de posgrado sobre los queno entró en detalles.

Antes de instalarse en lascolinas de Massachusetts había sidoun alto ejecutivo de Lever Brothers,empresa neoyorquina de bienesraíces, y vicepresidente de la

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misma durante los dos últimos añosque pasó en ella. «La catástrofecompleta: el tren de las siete ycinco a Manhattan, una gran casa,piscina, pista de tenis.«A su esposa,Natalie, se le declaró unaesclerosis lateral amiotrófica, laenfermedad de Lou Gehrig. Los dossabían lo que aquello significabapuesto que habían visto morir a unaamiga debido a esa mismaenfermedad.

Aproximadamente un mesdespués de que se hubiera

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confirmado el diagnóstico, Davidllegó un día a casa y se encontrócon que Sarah, que entonces teníanueve años, estaba en casa de unosvecinos, y que Natalie habíacolocado toallas húmedas en losresquicios de la puerta del garaje,había puesto el coche en marcha yhabía muerto escuchando suemisora favorita de música clásica.

David contrató una cocinera yun ama de llaves para que Sarahestuviera atendida, y durante losocho meses siguientes se dedicó a

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emborracharse sistemáticamente.Un día que estaba sobrio se diocuenta de que su brillante hijaadolescente estaba fracasando en laescuela y de que empezaba apresentar problemas psicológicos,así como una nerviosa tosecitacrónica, y decidió acudir a suprimera reunión de AlcohólicosAnónimos.

Dos meses después, David ySarah se trasladaron a Woodfield.

Un poco más tarde fue él quienescuchó la historia de R.J. en la

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cocina de ésta, mientras tomabantres tazas de café cargado.

—Estas colinas están llenas desupervivientes -comentó él.

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16 - Horas de oficina

R.J. se mudó desde Cambridge

una calurosa mañana de finales dejunio, bajo altos nubarrones queprometían rayos y truenos.

Había pensado que sealegraría al abandonar la casa de lacalle Brattle; pero en los últimosdías, a medida que unos muebleseran vendidos, que otros iban a unalmacén y que Tom se llevabaalgunos -a medida que iban

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desapareciendo pieza a pieza, hastaque sus altos tacones resonaban enlas habitaciones vacías-, empezó acontemplar la casa con ojosindulgentes de ex propietaria y sedio cuenta de que Tom tenía razóncuando hablaba de su dignidad yesplendor. Pero enseguida recordóque era como un pozo sin fondo alque habían arrojado su dinero y sesintió satisfecha cuando por fincerró la puerta y se alejó en suautomóvil, pasando ante el muro deladrillo que aún necesitaba

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reparaciones de las que ella ya nose responsabilizaba.

Durante todo el trayecto hastaWoodfield no dejó de pensar en losaspectos económicos.

Llevaba varios días dándolevueltas a una idea. ¿No se podríaorganizar el consultorio de maneraque funcionara únicamente conpagos en efectivo y prescindir porcompleto de las compañíasaseguradoras, que eran la causaprincipal de casi todas lascuestiones negativas que a veces

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volvían desagradable la práctica dela medicina? Si pudiera reducir almáximo sus honorarios por cadaconsulta -a veinte dólares, porejemplo-, ¿acudirían suficientesclientes como para mantenerse aflote?

Los enfermos que no estabanprotegidos por ningún seguromédico acudirían, pero los queestuvieran cubiertos por BlueCross-Blue Shield, ¿querríanolvidar que tenían una póliza deseguros ya abonada y estarían

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dispuestos a pagar en efectivo en elconsultorio de la doctora Cole?

Tuvo que reconocer, muy a supesar, que la mayoría no lo haría.

Al final decidió establecer unacuota no oficial de veinte dólarespara quienes no estuvieranasegurados. Las compañías deseguros pagarían la tarifa habitualde cuarenta a sesenta y cincodólares por cada visita de uno desus clientes, según la complejidaddel problema, con una sobretasaadicional por las visitas a

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domicilio. Por un examen físicocompleto cobraría noventa y cincodólares, y todo el trabajo delaboratorio lo enviaría al CentroMédico de Greenfield.

Puso a Toby a trabajar dossemanas antes de la inauguraciónoficial del consultorio, para queprogramara en el ordenador todoslos documentos de las compañíasde seguros. Aunque casi todos sustratos serían con las cincoaseguradoras principales, habíaotras quince compañías en las que

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estaban asegurados muchospacientes, y alrededor de treinta ycinco compañías más pequeñas,marginales. Todas ellas debíanfigurar en el ordenador, conmúltiples formularios para cadauna. Esta agotadora tarea deprogramación sólo debía realizarseuna vez, pero R.J. sabía porexperiencia que habría queactualizarla constantemente, amedida que las aseguradorasprescindieran de algunos impresos,modificaran otros y añadieran otros

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nuevos.Era un gasto considerable, un

gasto al que su bisabuelo no habíatenido que hacer frente.

Una mañana de lunes.R.J. llegó temprano a la

oficina, con el precipitadodesayuno de té y tostadasconvertido en una bola fría denerviosismo en la boca delestómago. El lugar olía a pintura ybarniz. Toby ya estaba trabajando, yPeg llegó a los dos minutos. Lastres se miraron y sonrieron

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tontamente.Aunque la sala de espera era

pequeña, a R.J. se le antojó enormepues se hallaba desierta.

Sólo trece personas habíanpedido hora. R.J. pensó que lagente, que llevaba veintidós añossin un médico en la localidad, sehabría acostumbrado a ir a otropueblo, y una vez establecida unarelación con un médico, ¿quénecesidad tenían de sustituirlo porotro nuevo?

«¿Y si no viene nadie?«, se

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preguntó, movida por un pánico queella misma reconoció que erairracional.

Su primer paciente llegó conquince minutos de adelanto sobre lahora concertada: George Palmer, unhombre de setenta y dos años,obrero retirado de una serrería, condolor crónico de cadera y tresmuñones donde hubiera debidotener dedos.

—Buenos días, señor Palmer -le saludó Toby Smith contranquilidad, como si llevara años

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dando la bienvenida a los pacientesque entraban por la puerta.

—Buenos días, Toby.—Buenos días, George.—Buenos días, Peg.Peg Weiler, que sabía

exactamente lo que debía hacer, locondujo a una sala dereconocimiento, rellenó elencabezamiento de su hoja clínica,le tomó las constantes vitales yanotó sus datos.

R.J. disfrutó mientras anotabacon mucha calma la historia clínica

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de George Palmer. Al principiocada visita exigiría mucho tiempo,porque todos los pacientes erannuevos para ella y había queredactar un historial completo.

En Boston habría enviado alseñor Palmer y su bursitis a unpracticante para que le diera unainyección de cortisona, pero aquí leadministró la inyección ella mismay le pidió que concertara otravisita.

Cuando se asomó a la sala deespera, Toby le mostró un ramo de

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flores que le había enviado supadre, y un ficus enorme, regalo deDavid Markus. Había seis personasen la sala de espera, y tres de ellasno habían concertado hora.

Le pidió a Toby queestableciera un orden de admisión:cualquier paciente que padeciesedolores o estuviera enfermo degravedad debía pasar lo antesposible; los demás irían entrandopor riguroso turno.

R.J. comprendió de pronto,con una extraña mezcla de alivio y

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pesar, que de todos modos no iba aquedarle tiempo libre. Le pidió aToby que le trajera un bocadillo dequeso y un descafeinado largo.

—Me quedaré trabajandodurante la hora del almuerzo.

En aquel momento entró SallyHowland.

—Tengo una cita -anunció,como si creyera que iban adiscutírselo, y R.J. tuvo quecontenerse para no darle un beso asu gruñona casera.

Tanto Peg como Toby dijeron

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que ellas también se quedarían atrabajar durante la hora delalmuerzo, y que se compraríanbocadillos.

—Ya los pagaré yo -le dijoR.J. a Toby, llena de alegría.

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17 - David Markus

La invitó a cenar a su casa.—¿Estará también Sarah?—Sarah tiene una cena con el

club de cocina de la escuelasecundaria -respondió él, y se laquedó mirando pensativo-. ¿Es queno puedes venir a mi casa si no haypresente una tercera persona?

—Claro que iré. Pero mehubiera gustado que Sarah tambiénestuviera.

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A R.J. le gustaba la casa delos Markus, el calor y lahospitalidad de las gruesas paredesde troncos y los muebles antiguos ycómodos. Había muchos cuadroscolgados, obra de artistas localescuyos nombres no le decían nada.

David Markus le enseñó todala vivienda. Una cocina comedor.

Su despacho, lleno de objetospropios de una agencia de lapropiedad, un ordenador, un grangato gris dormido sobre su silla detrabajo.

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—¿El gato también es judío,como el caballo?

—La gata, y a decir verdad,también lo es. -Le dirigió unasonrisa-. Nos vino con un gatorijoso y peleón que Sarah decía queera su marido, pero el macho sóloestuvo un par de días por aquí yluego desapareció, así que a la gatala llamé “Agunah”.

En yiddish quiere decir«esposa abandonada».

Su austero dormitorio. Apenashubo una sombra de tensión sexual

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mientras ella contemplaba el grancolchón de muelles.

Había otro ordenador encimade la mesa, una estantería llena delibros de historia y de agricultura, yun montón de hojas manuscritas. Alser preguntado, reconoció queestaba escribiendo una novelasobre la desaparición de laspequeñas granjas en EstadosUnidos, y sobre los primerosgranjeros que se instalaron en lascolinas de Berkshire.

—Siempre he deseado contar

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relatos. Tras la muerte de Natalie,decidí intentarlo. Tenía quemantener a Sarah, así que seguítrabajando como agente de lapropiedad cuando nos mudamos,pero aquí en las colinas no esprecisamente un negocio queabrume. Me queda mucho tiempopara escribir.

—¿Y qué tal va?—Bueno... -Se encogió de

hombros, sonriente.El cuarto de Sarah. Espantosas

cortinas multicolores en las

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ventanas; según le dijo, las habíateñido la propia Sarah. Dos póstersde Barbra Streisand. Y por toda lahabitación, bandejas llenas depiedras: rocas grandes, guijarros,piedras medianas, todas ellas con laforma aproximada de un corazón.Tarjetas de San Valentíngeológicas.

—¿Qué son estas piedras?Ella las llama piedras corazón,

y las viene coleccionando desdemuy pequeña. Natalie le dio la idea.

R.J. había estudiado un curso

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de geología en Tufts. Al examinarlas bandejas, identificó cuarzo,esquisto, mármol, arenisca, basalto,feldespato, gneis, pizarra, ungranate rojizo, todos en forma decorazón. Había cristales que nisiquiera se imaginaba qué eran.

—Ésta la trasladé en la paladel tractor -le explicó Davidmientras señalaba una roca degranito en forma de corazón quemedía más de medio metro dealtura, apoyada en un rincón delcuarto-.

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Diez kilómetros, desde elbosque de Frank Parson. Tuvimosque meterla en casa entre tres.

—¿Y las encuentra en elsuelo?

—Las encuentra en todaspartes. Tiene una especialhabilidad.

Yo casi nunca descubroninguna.

Sarah es muy estricta, yrechaza muchas piedras. No lasllama piedras corazón si no tienenauténtica forma de corazón.

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—Quizá deberías buscarlascon más atención. Hay millones ymillones de piedras ahí fuera. Estoysegura de que podría encontraralgunas piedras corazón para Sarah.

—¿De verdad? Pues tienesveinticinco minutos hasta que sirvala cena. ¿Qué te apuestas?

—Una pizza. En veinticincominutos creo que habrá tiemposuficiente.

—Si ganas, tienes una pizza.Si gano yo, me das un beso.—¡Oye!

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—¿Qué ocurre? ¿Es que tienesmiedo? -Sonrió, desafiándola-.

Venga, atrévete.—Queda apostado.No perdió el tiempo buscando

en el patio ni en el camino pues sefiguró que las inmediaciones de lacasa estarían más que patrulladas.

La pista de acceso estaba sinasfaltar, llena de piedras. Larecorrió a paso lento, la cabezainclinada, estudiando el terreno.

Nunca se había fijado en lovariadas que eran las piedras, en

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cuántas formas se presentaban,largas, redondas, angulosas,delgadas, planas. De vez en cuandose agachaba y recogía una piedra,pero ninguna era adecuada.

Al cabo de diez minutos sehallaba a medio kilómetro de lacasa de troncos y sólo habíaencontrado una piedra que separecía remotamente a un corazón,pero incluso ésta era deforme,demasiado desgastada por un lado.

«Una mala apuesta», concluyó.Deseaba encontrar una piedra

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corazón; no quería que él pensaraque había fracasado a propósito.

Al terminar el tiempoacordado, regresó a la casa.

—He encontrado una -anunció,y la alzó para que la viera.

Él la examinó sonriente.—A este corazón le falta...¿Cómo se llama la cavidad

superior?—Aurícula.—Eso mismo. A este corazón

le falta la aurícula derecha. -Seacercó a la puerta y arrojó la piedra

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al exterior.Lo que ocurriese a

continuación sería importante, sedijo R.J.

Si él utilizaba la apuesta parademostrar su machismo, ya fueracon un fuerte abrazo o con unintercambio de saliva, perderíatodo interés por él.

Pero David se inclinó haciaella y le dio un beso tierno eincreíblemente dulce, sin apenasrozarle los labios. «Ooh.»

Le ofreció una cena estupenda,

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aunque muy sencilla: una ensaladaabundante y crujiente preparadaexclusivamente con productos de supropio huerto, excepto los tomates,que los había comprado en la tiendaporque los suyos aún no estabanmaduros. Venía aliñada con laespecialidad de la casa, un aderezode miel con “miso”, e ibaacompañada de espárragos queellos mismos habían cogido yguisado al vapor justo antes desentarse a la mesa.

Él cultivaba sus propios brotes

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tiernos con una combinación desemillas y legumbres que le aseguróera secreta, y había preparado unospanecillos crujientes rellenos conpedacitos de ajo que estallaban contodo su sabor al masticarlos.

—Oye, eres todo un cocinero.—Me gusta trastear en la

cocina.El postre consistió en helado

casero de vainilla, con una tarta dearándanos que él había preparadopor la mañana. Sin saber cómo, R.J.se encontró hablándole de la mezcla

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de religiones de su clan.—Hay Cole protestantes y

Regensberg cuáqueros. Y Colejudíos y Regensberg judíos. Yateos. Y mi prima MarcellaRegensberg, que es monjafranciscana en un convento deVirginia. Tenemos un poco de todo.

Con la segunda taza de café,R.J. se enteró de un aspecto de suvida que la dejó asombrada:aquellos «estudios de posgrado»sobre los que no había entrado endetalles los cursó en el Seminario

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Teológico Judío de América, enNueva York.

—¿Qué has dicho que eres?—Rabino. O al menos fui

ordenado, hace mucho tiempo. Peroejercí muy poco tiempo.

—¿Por qué lo dejaste? ¿Teníasuna congregación?

Era evidente que se trataba deun tema embarazoso para él, comosi estuvieran hablando depornografía dura.

—Bueno, yo... -Se encogió dehombros-. Tenía demasiadas dudas

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e interrogantes para formar unacongregación. Había empezado arecelar, ni siquiera sabía si creía ono creía en Dios, y consideré queuna congregación se merecía por lomenos un rabino que hubierallegado a alguna conclusión sobreeste punto.

—¿Y ahora qué piensas? ¿Hasllegado a alguna conclusión, desdeentonces?

Abraham Lincoln se la quedómirando fijamente. ¿Cómo unosojos azules podían volverse tan

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tristes, reflejar tal chispa de dolor?Al fin, meneó lentamente la cabeza.

—El jurado aún sigue reunido.David no solía extenderse en

detalles. R.J. sólo empezó aenterarse de algunas cosas trasvarias semanas de verlo confrecuencia. Al terminar sus estudiosen el seminario ingresóinmediatamente en el Ejército,noventa días en la academia deoficiales y directo a Vietnam comocapellán, con el grado desubteniente. Tuvo un destino

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relativamente cómodo en un granhospital de Saigón, lejos de lospeligros del frente. Se pasaba losdías entre mutilados y moribundos,y las noches escribiendo a susfamilias, y llegó a sentir rabia ymiedo mucho antes de resultarherido.

Un día, cuando viajaba en laparte de atrás de un transporte detropas con dos capellanes católicos,el mayor Joseph Fallon y el tenienteBernard Towers, fueronsorprendidos en plena calle con un

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ataque de cohetes. El vehículorecibió un impacto directo pordelante; en el asiento trasero, laexplosión fue selectiva. BuckyTowers, sentado a la izquierda,murió en el acto. Joe Fallon,sentado en el medio, perdió lapierna derecha.

David sufrió una herida graveen la pierna izquierda que le afectóel hueso. Tuvo que pasar por tresoperaciones y una largaconvalecencia. Le había quedado lapierna izquierda más corta que la

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derecha, aunque la cojera resultabaimperceptible. R.J. ni siquiera lahabía advertido.

Al licenciarse regresó a NuevaYork y, para obtener trabajo, tuvoque pronunciar un sermón comoinvitado. Fue en Bay Path, LongIsland, en el templo Beth Shalom, laCasa de la Paz. El tema del sermónera el mantenimiento de la paz en unmundo complejo. Iba por la mitadcuando levantó la mirada y se fijóen un cartel colocado por losencargados de la decoración del

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templo en el que podía leerse elprimero de los trece artículos de fede Maimónides:

«Tengo una fe absoluta en queel Creador, bendito sea su nombre,es el autor y el guía de todo locreado; y en que sólo Él ha hecho,hace y hará todas las cosas.«Presade auténtico pánico, vio conclaridad que no podía suscribir conplena certeza esa declaración, yacabó el sermón como pudo, atrompicones.

Después de eso solicitó un

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trabajo en Lever Brothers comoaprendiz de agente de la propiedadinmobiliaria. Era un rabinoagnóstico demasiado lleno de dudaspara ser el pastor de nadie.

—...¿Y todavía puedes casar ala gente?

Él esbozó una atractivasonrisa.

—Supongo que sí. Quien hasido rabino una vez...

—Quedaría una estupendacombinación de carteles: «Markusel Casamentero». Justo debajo de

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«Estoy enamorado de ti, miel».

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18 - Una intimidadfelina

R.J. no se enamoró de David

Markus de repente. La cosa empezóa partir de una pequeña semilla, decierta admiración hacia su rostro ysus dedos largos y fuertes, ciertarespuesta al timbre de su voz, a lasuavidad de su mirada. Pero, parasu sorpresa e incluso temor, lasemilla dio una flor, brotó unsentimiento. No se arrojaron en

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brazos uno del otro, como si con sumisma paciencia, su cautelamadura, se estuvieran diciendoalgo; pero una lluviosa tarde desábado, mientras su hija se hallabaen el cine de Northampton con unasamigas, se besaron con unafamiliaridad que también había idocreciendo.

David se lamentó de que lecostaba describir el cuerpo de unamujer en la novela que estabaescribiendo.

—Los pintores y los fotógrafos

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recurren a una modelo. Es unasolución práctica.

—Muy práctica -asintió ella.—Entonces, ¿querrás posar

para mí?R.J. sacudió la cabeza.—No. Tendrás que escribir de

memoria.Ya habían empezado a

desabrochar botones.—Eres virgen -afirmó él.R.J. no le recordó que estaba

divorciada ni que tenía cuarenta ytres años-. Y yo nunca he visto una

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mujer; los dos somoscompletamente nuevos, una páginaen blanco.

Y de pronto lo fueron. Secontemplaron con detenimiento.R.J. se dio cuenta de que le costabarespirar; David fue lento y muytierno; al principio controlaba laurgencia para que todo fuera mejor,y la trataba como si estuviera hechade una materia frágil y preciosa,explicándole sin palabras cosas queeran importantes. Pero no tardaronen ponerse los dos como locos.

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Después yacieron exhaustos,todavía unidos. Cuando al fin R.J.volvió la cabeza, se encontró losojos verdes de la gata que lamiraban sin parpadear. “Agunah”estaba sentada sobre los cuartostraseros en una silla cercana a lacama, observando con fijeza. R.J.tuvo la seguridad de que la gatacomprendía exactamente lo queacababan de hacer.

—David, si se trata de unaprueba, he fracasado. Sácala deaquí.

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Él se echó a reír.—No es una prueba.Sacó la gata de la habitación,

cerró la puerta y volvió a la cama.La segunda vez fue más lenta,

más sosegada, y llenó a R.J. defelicidad. David se mostróconsiderado y generoso. Ella leexplicó que sus orgasmos tendían aser largos y completos, pero quedespués de cada uno, solían pasarvarios días antes de que llegara elsiguiente. Se sentía azorada alcontarlo, segura de que la última

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amante de David tenía orgasmosmúltiples como una traca depetardos, pero le resultó fácilhablar con él.

Al cabo de un rato, David ladejó en la cama y fue a hacer lacena. La puerta quedó abierta denuevo y la gata volvió a sentarse enla silla, pero a R.J. ya no le importóy permaneció acostada escuchandoa David que, muy alegre, cantaba aPuccini con voz desafinada. El olorde su unión se mezcló con elperfume de las tortillas, de los

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pimientos, cebollas y minúsculoscalabacines que se freían hastaquedar dulces como sus besos,ricos como una promesa de vida.Más tarde, mientras David y ellayacían uno junto al otro,dormitando, “Agunah” se acomodóal pie de la cama, entre sus pies.

Una vez acostumbrada, a R.J.incluso le gustó.

—Gracias por proporcionarmeuna experiencia maravillosa, llenade detallitos importantes para minovela.

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Ella lo fulminó con la mirada.—Te arrancaré el corazón.—Ya lo has hecho -respondió

él con galantería.Uno de cada seis pacientes que

llegaban a la consulta no teníaninguna clase de seguro médico, yentre ellos los había que tampocotenían los veinte dólares que R.J.había fijado como tarifa para los noasegurados. Aceptó que algunos lepagaran en especies.

Así acumuló una gran pila debuena leña, amontonada detrás de la

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casa.Contrató a una mujer que

acudía una vez por semana parahacer la limpieza de la casa, y otrapara el consultorio. Pronto seencontró con un suministro regularde pollos y pavos preparados paraasar, y con varios proveedores deflores, verduras y frutas frescas.

Este intercambio le hacíagracia, pero le inquietaban lasdeudas.

Elaboró una técnica clínicapara trabajar con los pacientes que

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carecían de seguro, consciente deque debería enfrentarse a dolenciasdescuidadas durante mucho tiempo.

Pero no eran los pacientes conproblemas complicados los quemás la preocupaban sino los que nisiquiera iban a verla porque nopodían pagar y eran demasiadoorgullosos para aceptar caridad. Lagente así sólo recurría al médico enel último extremo, cuando ya no sepodía hacer nada por ellos: ladiabetes había degenerado enceguera, los tumores habían

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originado metástasis. R.J. seencontró varios casos así desde elprimer momento. Lo único quepodía hacer era enfurecerseinteriormente contra el sistema, ypese a todo tratarlos.

Confiaba en que lacomunicación boca a bocadifundiera su mensaje por lascolinas: «Cuando estéis enfermos,cuando os hagáis daño, id a lanueva doctora. Si no tenéis seguro,lo del dinero se puede arreglar.»

El resultado fue que algunos

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de los desvalidos acudieron a ella.Aun cuando se negaba a

aceptar sus regalos, algunosinsistían en dárselos. Un enfermo deParkinson luchó contra lostemblores para hacerle un cesto convarillas de fresno; una mujer concáncer de ovario le estaba tejiendouna colcha. Pero había muchos másdispersos por las colinas, sinseguro ni atención médica deninguna clase.

R.J. era consciente de ello, yla reconcomía saberlo.

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Siguió viendo a David congran frecuencia. Para su sorpresa ypesar, la simpatía que Sarah lehabía mostrado en su primerencuentro no tardó en desaparecerpor completo. R.J. se dio cuenta deque la muchacha estaba celosa deella, y lo comentó con David.

—Es natural que se sientaamenazada por una mujer que depronto viene a llenar gran parte dela vida de su padre -concluyó.

—Tendremos que darle tiempopara que se acostumbre -dijo él.

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Eso era dar por sentado quehabían iniciado un camino que ellano sabía muy bien si quería seguir.

David aludía con franqueza alo que habían llegado a sentir el unopor el otro, y R.J. fue igual desincera, tanto consigo misma comocon David.

—Yo sólo quiero que lascosas sigan como están, sin hacergrandes planes para el futuro. Pormi parte, aún es pronto para pensaren una relación duradera. Me hepropuesto hacer cosas aquí. Quiero

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establecerme como médica delpueblo, y en estos momentos no meinteresa asumir un compromisopersonal permanente.

David vio en las palabras «enestos momentos» un motivo dealiento.

—Muy bien. Tenemos quedarnos tiempo.

A R.J. no le costó hablarle desus esperanzas, de suspreocupaciones económicas.

—No entiendo de finanzasmédicas, pero creo que aquí tiene

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que haber suficiente clientela paraobtener unos ingresos excelentes, loque se dice un dineral.

—No hace falta que seanexcelentes. Sólo necesito saliradelante. No tengo que mantener anadie.

—Aun así, ¿por quéconformarse con salir adelante? -Lamiró como la había mirado supadre.

—El dinero no me importa. Loque me importa es practicar en estepueblo una medicina de clase

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internacional.—Eso te convierte en una

especie de santa -comentó con vozcasi temerosa.

—Sé realista. Una santa nohubiera hecho lo que acabo dehacerte -replicó en tonodesenfadado, y le sonrió.

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19 - La casa del límite

Poco a poco, entre Peg, Toby y

ella fueron puliendo los detalles dela rutina diaria. Poco a pocotambién, R.J. se adaptó al ritmo dela población y se familiarizó con suforma de vida. Advirtió que a laspersonas con las que se cruzaba porla calle les gustaba saludarla con un«¡Hola, doctora!«, orgullosas deque el pueblo volviera a contar conun médico. Empezó a hacer visitas

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a domicilio, a buscar los hogares delos enfermos postrados en cama, adesplazarse hacia aquellospacientes a los que les resultabadifícil o imposible obtenerasistencia médica. Cuando teníatiempo y le ofrecían un trozo detarta y una taza de café, se sentabacon ellos a la mesa de la cocina yconversaba sobre la política local oel tiempo, y copiaba recetas decocina en su recetario médico.

Woodfield se extendía sobrecien kilómetros cuadrados de

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terreno escabroso, y a vecestambién la solicitaban desde otrospueblos vecinos. En respuesta a lallamada de un muchacho que habíarecorrido cinco kilómetros y mediopara llegar al teléfono, acudió a unacabaña en lo alto del monteHoughton para vendarle un esguincede tobillo a Lewis Magoun, pastorde ovejas. Cuando bajó de lamontaña y regresó al consultorio,encontró a Toby muy nerviosa.

—Seth Rushton ha tenido unataque al corazón. La han llamado a

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usted antes de nada, pero como nopodía localizarla he pedido unaambulancia.

R.J. volvió a subir al coche,pero cuando llegó a la granja deRushton, la ambulancia ya habíasalido hacia Greenfield.

Rushton había recibidotratamiento y reposabacómodamente, pero fue una valiosalección. A la mañana siguiente, R.J.viajó a Greenfield y compró unteléfono portátil para tenerlo en elcoche. Nunca más volvió a estar

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desconectada de su oficina.De vez en cuando, mientras

circulaba por el pueblo, veía aSarah Markus. Siempre tocaba elclaxon y saludaba con la mano. Aveces Sarah le devolvía el saludo.

Cuando David la llevaba a sucasa de troncos y Sarah estabapresente, R.J. notaba la miradaatenta de la muchacha, analizandotodo lo que decían.

Una tarde, al volver a casadesde el consultorio, R.J. se cruzócon Sarah, que venía al galope en

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sentido contrario, y admiró lasoltura con que cabalgaba a“Chaim”, la cabellera oscura alviento. R.J. no tocó el claxon parasaludarla, por miedo a asustar alanimal.

Unos días después, sentada enla sala de estar, R.J. volvió lamirada hacia la ventana y, por loshuecos entre los manzanos, vio queSarah Markus paseaba muydespacio a caballo por la carreterade Laurel Hill mientras examinabala casa de R.J.

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El interés de R.J. por Sarah nose debía sólo al padre de la chicasino también a la propia Sarah, yquizás a otro motivo: en algúnrincón de su mente había unaimagen amorfa, una posibilidad queaún no se atrevía a sopesar: la ideade vivir los tres juntos, ella, Davidy la muchacha como hija suya.

Al cabo de unos minutos,montura y jinete bajaron de nuevopor la carretera de Laurel Hill endirección contraria, Sarah con losojos cautivados todavía por la casa

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y las tierras. Luego, cuandollegaron al linde de la finca, Sarahhincó los talones y “Chaim” empezóa trotar.

Por primera vez en muchotiempo, R.J. se permitió pensar enla criatura que había perdido tras lamuerte de Charlie Harris. Si lacriatura hubiera nacido, entoncestendría trece años, tres menos queSarah.

Permaneció junto a la ventana,con la esperanza de que Sarah dierala vuelta al caballo y volviera a

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pasar.Un día, al volver del trabajo a

la caída de la tarde, R.J. descubrióque habían dejado en el porche,junto a la puerta, una hermosapiedra corazón grande como lamano.

Estaba compuesta por doscapas exteriores de color grisoscuro y una capa interior de unapiedra más clara que chispeaba demica.

Sabía quién la había dejado.Pero ¿era un regalo de

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aceptación?¿Una señal de tregua? Era

demasiado bonita para ser unadeclaración de guerra, de esoestaba segura.

Le alegró recibirla y ladepositó en un lugar de honor,sobre la repisa de la chimenea,junto a los candelabros de broncede su madre.

Frank Sotheby, de pie en elporche del almacén, carraspeó.

—Creo, que las dos tendríanque ver a una enfermera, la verdad.

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¿No, doctora Cole? Vivensolas con un montón de gatos en elpiso de encima de la ferretería. ¡Yqué olor, Dios mío!

—¿En esta misma calle, quieredecir? ¿Cómo es que no las he vistonunca?

—Bueno, es que casi nuncasalen. Una de ellas, la señorita EvaGoodhue, es más vieja que el andar,y la otra, la señora Helen Phillips,que es sobrina de Eva, es muchomás joven, pero está bastantemajareta. Se cuidan una a otra, a su

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manera. -Vaciló antes de seguir-.Eva me llama los viernes paradarme la lista de la compra. Cadasemana les subo un pedido, pero...,bueno, su último cheque me havenido devuelto del banco. Falta defondos.

La angosta y oscura escalerano tenía bombilla. Al llegar alrellano, R.J. dio un golpe en lapuerta, y tras esperar un buen ratovolvió a dar otro más fuerte. Y otro,y otro.

No oyó ruido de pasos, pero

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percibió un leve movimiento tras lapuerta.

—¿Oiga?—¿Quién es?—Soy Roberta Cole, la

doctora.—¿Del doctor Thorndike?Ay, amiga.—El doctor Thorndike se... se

fue hace bastante tiempo. Ahora soyyo la médica. Por favor, ¿hablo conla señorita Goodhue o con la señoraPhillips?

—Con Eva Goodhue. ¿Qué

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quiere?—Bueno, me gustaría

conocerla, señorita Goodhue.Saludarla.

¿Sería tan amable de dejarmepasar?

Se produjo un silencio al otrolado de la puerta, que se fueespesando.

—¿Señorita Goodhue? Tengoun consultorio en esta misma calle,un poco más abajo. En casa deSally Howland, en la planta baja. Sialguna vez necesitan un médico,

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cualquiera de las dos, llamen porteléfono o manden a alguien abuscarme, ¿de acuerdo? -Sacó unatarjeta y la deslizó bajo la puerta-.¿De acuerdo, señorita Goodhue?

Pero no hubo respuesta, yvolvió a bajar las escaleras.

Cuando Tom y ella realizabansus esporádicas visitas al campo, aveces tenían la suerte de vislumbrarla vida silvestre, conejos y ardillas,ardillas listadas que anidaban sobreel cobertizo de la leña. Pero ahoraque vivía en la casa de modo

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permanente, descubría desde lasventanas una variedad de vecinosque no había visto antes.

Se acostumbró a tener losprismáticos al alcance de la mano.

Un amanecer gris vio desde laventana de la cocina un gato montésque cruzaba lentamente el pradocon aire insolente.

Desde el estudio, que daba ala dehesa mojada, vio cuatronutrias, salidas del río para cazaren el marjal, que corrían formandouna hilera ondulante, tan próximas

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entre sí que parecían las curvas deuna serpiente, un monstruo del lagoNess en su dehesa. Vio tortugas yserpientes, una marmota vieja ygorda que acudía a diario acomerse los tréboles del prado y unpuerco espín que salió del bosqueanadeando para ronzar las primerasmanzanas verde claro, todavíaminúsculas, caídas bajo losárboles. La espesura y los árbolesestaban llenos de aves canoras y depresa. Sin proponérselo, vio unagran garza azul y diversas

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variedades de halcón. Estaba en elporche delantero cuando descendióun búho, súbito como el desastre ysuave como un susurro, y al instantese alzó con un ratón de campo quecorría por el prado.

Le explicó a Janet Cantvell loque había visto. La administradoramunicipal del pueblo daba clasesde biología en la Universidad deAmherst.

—Es porque su casa está en unlímite, en una confluencia deentornos distintos. Una dehesa

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mojada, un prado seco, un espesobosque que contiene estanques, unbuen río que lo baña todo. Losanimales encuentran una magníficacaza.

En sus viajes por la región,R.J. vio muchas fincas con nombre.

Algunos letreros hacíanmención del propietario: «Lashectáreas de Schroeder», «Laarboleda de Ransome», «Larecompensa de Peterson». Otroseran graciosos, como «Pendiente depago» o «Contra viento y marea», y

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otros más, descriptivos: «Diezrobles», «Colina ventosa» o «Losnogales».

Había nombres demasiadorebuscados. A R.J. le habríagustado llamar a su propiedad «Lagranja del río Catamount», perohacía muchos años que este nombrelo llevaba una casa situada un parde kilómetros río arriba; además,hubiera sido presuntuoso llamar«granja» a su actual finca.

David, hombre de muchasfacetas, tenía el sótano lleno de

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herramientas eléctricas y se ofrecióa hacer lo necesario para que lanueva doctora pudiera colgar unletrero.

Ella lo comentó con HankKrantz, y una mañana el granjero sepresentó ante la casa, con suenorme tractor John Deere queremolcaba el traqueteantedistribuidor de estiércol.

—Suba -le invitó-. Iremos abuscar un tronco que le sirva deposte para el letrero.

Así que R.J. trepó al remolque

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metálico, providencialmente vacíopero impregnado de olor aexcrementos de vaca, y se dejóllevar, incrédula y zarandeada -unaverdadera mujer del campo, por finhasta la orilla del río.

Hank eligió una acacia negra,sana y adulta que crecía junto al ríoen una zona de bosque maderable yla taló con una sierra mecánica.

A continuación desbastó eltronco y lo colocó en el distribuidorde estiércol para que le hicieracompañía a R.J. en el camino de

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vuelta.David, satisfecho con la

elección de Hank, utilizó el troncopara labrar un sólido poste desección cuadrada.

—La acacia negra no se pudreprácticamente nunca -le explicó,mientras clavaba el poste en latierra. Del poste se extendía unbrazo horizontal con dos armellasen la parte inferior de las quecolgaría el letrero-. ¿Quieres queponga alguna otra cosa, además detu nombre? ¿Quieres que la casa se

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llame de alguna manera especial?—No -respondió ella, pero

después cambió de idea y sonrió-.Sí, quiero ponerle un nombre.

Cuando el letrero estuvoterminado lo encontró muyhermoso, pintado del mismo beigegris que la casa, con las letras ennegro.

La Casa del LímiteDra. R.J. Cole

El rótulo intrigaba a la gente.

«¿De qué límite?«, le preguntaban.

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Según el humor del momento,R.J. disfrutaba respondiendo que lacasa estaba en el límite de lasolvencia, en el límite de lapaciencia, en el límite... La gente,ya fuera porque les aburría suexcentricidad o porque seacostumbraron a ver el cartel, notardaron en dejar de preguntárselo.

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20 - Instantáneas

—¿Quién es el siguiente? -le

preguntó R.J. a Toby Smith unatarde, a última hora.

—Soy yo -contestó Toby connerviosismo.

—¿Tú? Sí, claro, Toby.¿Quieres hacerte un examen

físico o tienes un problemaconcreto?

—Un problema.Toby se sentó ante el

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escritorio y expuso los hechos conclaridad y concisión. Llevaba dosaños y medio casada con Jan, yhacía dos años que intentabanconcebir un hijo sin conseguirlo.

—No hay manera. Hacemos elamor constantemente, condesesperación, demasiado amenudo, a decir verdad. Eso haestropeado nuestra vida sexual.

R.J. inclinó la cabeza en señalde asentimiento.

—Tomaos un descanso. No estanto lo que uno hace como la

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manera en que lo hace. Y cuándo lohace. ¿Sabe Jan que me estáscontando todo esto? ¿Está dispuestoa venir a verme él también?

—Oh, sí.—Bien; para empezar

analizaremos el semen y a ti teharemos algunas pruebas. Cuandohayamos reunido algunainformación, podremos estableceruna rutina para los dos.

Toby la miró con expresiónseria.

—Preferiría que utilizara otra

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palabra, doctora Cole.—Naturalmente. ¿Un

programa?¿Estableceremos un programa

regular?—Un programa está bien -

concedió Toby, y se sonrieron.David y ella habían llegado a

una fase en que se hacían muchaspreguntas, deseosos de conocersemutuamente en todos los aspectos.

Él sentía curiosidad por eltrabajo de ella, y le parecióinteresante que hubiera estudiado

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derecho y medicina.—Maimónides era abogado,

además de médico -comentó David.—Y rabino también, ¿no?—Y rabino también, y

comerciante en diamantes, parallevar dinero a casa.

Ella sonrió.—Quizá debería hacerme

comerciante en diamantes.Podía hablar de cualquier cosa

con él, un auténtico lujo. ParaDavid, el aborto era un tema delque pensaba lo mismo que pensaba

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de Dios: no lo tenía claro.—Considero que a toda mujer

se le ha de reconocer el derecho desalvar su propia vida y desalvaguardar su salud o su futuro,pero..., para mí, un bebé es unacosa muy seria.

—Naturalmente. Y para mítambién. Conservar la vida, hacerlamejor... ése es mi trabajo.

Le explicó lo que sentíacuando lograba ayudar a alguien,cuando conseguía suprimirle eldolor o prolongarle la vida.

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—Es como un orgasmocósmico.

David también la oyórememorar los momentosangustiosos, las ocasiones en quehabía cometido un error, en que sehabía dado cuenta de que alguienque acudía a ella en busca de ayudahabía salido perjudicado por susesfuerzos.

—¿Alguna vez has dado fin auna vida?

—¿Si he apresurado la muerteque estaba en la puerta? Sí.

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A ella le gustó que no hicieraalgún comentario banal. David selimitó a mirarla a los ojos, asintiócon la cabeza y le cogió la mano.

A veces David estaba de maltalante. La compraventa de fincaspocas veces influía en su estado deánimo, pero R.J. le notabaenseguida qué tal marchaba lanovela.

Cuando iba mal, él serefugiaba en el trabajo físico. Enocasiones, los fines de semana lepermitía compartir con él los

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cuidados del jardín, y R.J.arrancaba hierbas y hundía lasmanos en el suelo, disfrutando conel contacto áspero de la tierra sobrela piel. Aunque recibía unaabundante provisión de verdurasfrescas, R.J. decidió cultivar ellamisma las suyas.

David la convenció de que lomejor sería plantarlas en eraselevadas, y le indicó dónde podíacomprar unas cuantas vigas usadasde granero para construir losarmazones.

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Eligieron una zona del pradoque descendía en suave pendiente,orientada a mediodía, y retiraron lacapa herbosa de dos rectángulos deterreno, trozo a trozo, comoesquimales construyendo un iglú, yamontonaron los terrones bocaabajo en el estercolero para que sefueran convirtiendo en abono. Acontinuación depositaron piedrasplanas sobre la tierra descubiertapara formar la base de las eras, deun metro veinte por dos metros ymedio cada una, utilizando un nivel

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de agua para asegurarse de quequedaban bien colocadas. Davidconstruyó los armazones de las erassobre esta base de piedra, con doscapas de vigas de roble para cadauna.

Las vigas eran difíciles demanejar y trabajar. «Pesadas, comoun muerto», rezongó David, peropronto tuvo hechos los rebajos delas esquinas y los aseguró conlargos clavos galvanizados paraformar los armazones.

David dejó el mazo de hierro y

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cogió a R.J. de la mano.—¿Sabes qué es lo que más

me gusta?—¿Qué? -preguntó ella con el

corazón palpitante.—La mierda de caballo y de

vaca.El estiércol a su disposición

provenía del establo para vacas delos Krantz. Lo mezclaron con turbay tierra y llenaron las eras arebosar, y luego echaron encimauna capa de un par de palmos deheno suelto.

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—Se asentará un poco. Lapróxima primavera sólo tendrás queapartar el heno y plantar lassemillas. Luego deberás echar másestiércol con paja para proteger lasplantas según vayan creciendo -leexplicó David, y ella sintió deseosde que llegara el momento dehacerlo, con la impaciencia de unaniña.

Hacia finales de julio empezóa ver algunas tendencias en laeconomía del consultorio. Se lehizo dolorosamente claro que

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algunos pacientes dejaban crecer sudeuda sin ninguna intención real deabonarla. El pago por tratar apacientes asegurados, aunque lentoen llegar, estaba garantizado. Delos no asegurados, algunos eranindigentes, y sin vacilación ni pesardio por canceladas sus facturas.

Pero había unos cuantospacientes que se mostraban reaciosa pagar, aunque era evidente quepodían hacerlo. Por ejemplo,Gregory Hinton, el prósperopropietario de una granja lechera,

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había sido atendido por una seriede forúnculos ulcerados en laespalda. El granjero acudió tresveces a su consultorio, y en cadaocasión le dijo a Toby que «yamandaría un cheque», pero aún nolo habían recibido.

Un día que pasaba en cocheante su granja, R.J. lo vio entrar enel granero y metió el Explorer porsu camino de acceso. El hombre lasaludó cortésmente, aunque concierta curiosidad.

—Me alegra poder decirle que

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no necesito sus servicios. Losforúnculos ya se han curado.

—Eso es bueno, señor Hinton.Me alegro de oírlo. Pero

estaba pensando..., bueno, si nopodría pagarme la factura de lastres visitas.

—¿Por eso ha venido? -Lafulminó con la mirada-. ¡SantoDios!

¿Es necesario hostigar a lospacientes? ¿Qué clase de doctora esusted?

—Una doctora que acaba de

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abrir un consultorio.—Debería usted saber que el

doctor Thorndike siempre daba a lagente un buen margen de tiempopara pagar.

—El doctor Thorndike hacemucho tiempo que no está, y yo nopuedo permitirme ese lujo. Leagradecería que pagara usted sudeuda -replicó, y le dio los buenosdías con toda la cortesía de que fuecapaz.

Aquella noche, David meneólentamente la cabeza cuando ella le

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refirió este encuentro.—Hinton es un viejo tacaño, y

terco como una mula. Siempre haceesperar a todo el mundo antes depagar, sacar el mayor partido de losintereses del dinero que tiene en elbanco. Lo que debes comprender, ylo que tus pacientes también debencomprender, es que además deatenderlos estás llevando unnegocio.

Tenía que establecer unsistema de cobros, le aconsejóDavid.

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Las reclamaciones debíahacerlas alguien que no fuera ella,para así «conservar su imagen desanta».

Cobrar deudas venía a sersiempre igual, fuera cual fuese elnegocio, comentó él, y entre los doselaboraron un programa que a lamañana siguiente R.J. le explicó aToby, la cobradora delegada, queuna vez al mes se encargaría deenviar las facturas.

Toby conocía bien a la gentedel pueblo, y sería ella quien

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determinaría si un paciente erarealmente pobre o no lo era.

Quien no tuviera dinero,podría pagar en especies o con sutrabajo. Si alguien no podía pagaren dinero ni en especies, no se lepasaría factura.

En cuanto a los que Tobyconsideraba en condiciones depagar, se programaron en elordenador distintas categorías:retrasos de hasta treinta días,retrasos de sesenta a noventa días yretrasos de más de noventa días.

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Cuarenta y cinco días después deechar al correo la primera factura,se enviaba la carta número uno enla que se solicitaba al paciente quese pusiera en contacto con ladoctora si tenía alguna duda sobresu cuenta.

A los sesenta días, Tobyllamaba por teléfono pararecordarle al paciente el estado desu cuenta, y tomaba nota de larespuesta.

A los noventa días, se enviabala carta número dos, una solicitud

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de pago en términos más firmes ypara una fecha determinada.

David le sugirió que despuésde cuatro meses entregara la cuentaa una agencia de cobros. R.J.frunció la nariz con repugnancia;eso no concordaba con su idea delas relaciones que quería estableceren una pequeña población. Aunquese daba cuenta de que debíaaprender a ser una empresariaademás de una sanadora, Toby yella acordaron que por el momentose abstendrían de tratar con una

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agencia de cobros.Una mañana Toby se presentó

en el trabajo con un pedazo depapel que entregó con una sonrisa aR.J. El papel estaba amarillento yquebradizo, y venía dentro de unafunda de plástico transparente.

—Mary Stern la encontró enlos archivos de la SociedadHistórica -dijo Toby-, y como ibadirigida a un antepasado de mimarido, el hermano de sutatarabuela, la trajo a casa paraenseñárnosla.

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Era, una factura de médico,extendida a nombre de Alonzo S.

Sheffield, en concepto de«Visita en consultorio, gripe:cincuenta centavos». El nombreimpreso encima era el del doctorPeter Elias Hathaway, y la fecha dela factura el 16 de mayo de 1889.

—Ha habido varias docenasde médicos en Woodfield antes deusted -le comentó Toby a R.J.- Délela vuelta.

En el reverso había un poemaimpreso:

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“Justo en elmomento del peligro,pero no antes,

a Dios y al médicoadoramos por igual;

una vez pasado elpeligro, por igual se lopagamos:

Dios olvidado, y elmédico desdeñado.”

Toby devolvió la factura a la

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Sociedad Histórica, pero no sinantes copiar el poema y meterlo enel ordenador, en CuentasPendientes.

David hablaba con frecuenciade Sarah, y R.J. le animaba ahacerlo. Una noche sacó cuatrogruesos álbumes de fotografías queregistraban la vida de una niña:Sarah de recién nacida, en brazosde su abuela materna, la difuntaTrudi Kaufman, una mujer rollizacon una amplia sonrisa; Sarah en suandador, contemplando con

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gravedad a su joven padre mientraséste se afeitaba. Muchas fotografíasdaban pie a una anécdota.

—¿Ves este mono acolchado?Azul marino, su primer mono

para la nieve. Acababa de cumplirun año, y Natalie y yo estábamosmuy contentos porque hacía pocoque ya no necesitaba pañales. Unsábado la llevamos a A S, AbrahamStrauss, unos grandes almacenes enel centro de Brooklyn. Era el mesde enero, justo después de fiestas, yhacía mucho frío. ¿Sabes lo que es

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vestir a una criatura para el frío?¿Sabes las capas y capas de ropaque hay que ponerle?

R.J. asintió con una sonrisa.—Llevaba tantas capas que

parecía una cebolla. Bueno, puesestábamos en el ascensor de A S, yen cada planta el ascensorista ibaanunciando las mercancías.

Yo la llevaba en brazos, perola dejé en el suelo y Natalie y yo lecogimos una mano cada uno. Y mefijé en la cara del ascensoristamientras recitaba las mercancías y

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seguí la dirección de su mirada.Entonces me di cuenta que

alrededor de esos dos zapatitosblancos de bebé había un grancírculo de humedad en la moquetadel ascensor.

Las perneras de Sarah eran deun azul más oscuro y estaban másmojadas que el resto del mono.

»Llevábamos ropa paracambiarla en el coche, así que fuicorriendo al aparcamiento abuscarla. Tuvimos que quitarletodas las capas de ropa mojada y

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ponerle más capas de ropa seca,pero el mono para la nieve estabaempapado, y tuvimos que ir a lasección de ropa infantil y comprarleotro.

Sarah en su primer día deescuela. Una delgaducha Sarah deocho años excavando en la arenadurante unas vacaciones en la playade Old Lyme, en Connecticut.

Sarah con alambre en losdientes y una sonrisa exageradapara exhibirlos.

En algunas fotografías estaba

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también David, pero R.J. pensó quepor lo general estaba detrás de lacámara ya que Natalie aparecía enmuchas de ellas. R.J. la examinócon disimulo: una joven bonita ysegura de sí misma, con una largacabellera negra, asombrosamentefamiliar porque su hija de dieciséisaños se le parecía muchísimo.

Había algo de impropio -deenfermizo incluso- en envidiar auna muerta, pero R.J. envidiaba a lamujer que estaba viva cuando setomaron todas aquellas

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instantáneas, la mujer que habíaconcebido y dado a luz una hija,que había educado a Sarah, que lehabía dado su amor. Tuvo quereconocer a su pesar que parte desu interés por David Markus sedebía a su propio anhelo de teneruna hija, a que codiciaba a lamuchacha que David Markus yNatalie Kaufman Markus habíantraído al mundo.

De vez en cuando, en susdesplazamientos de un lado a otro,se acordaba de Sarah y de su

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colección y procuraba estar atentapor si veía alguna piedra corazón,pero siempre sin éxito. Por logeneral estaba demasiado atareadapara acordarse, y demasiado escasade tiempo para dedicar unosagradables minutos a examinar laspiedras del suelo.

Ocurrió por azar, en unmomento de suerte. Un caluroso díade verano, R.J. se internó en elbosque y se descalzó en la orilladel río. Se arremangó lospantalones por encima de la rodilla

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y echó a andar por las frías aguasdel Catamount. Muy pronto llegó aun remanso y vio que estaba llenode truchas de arroyo o truchaspardas, que permanecían ensuspenso en el agua transparente.Entonces, justo debajo de lastruchas, vio una piedra blancuzca yno muy grande.

Aunque los anterioresdesengaños le habían enseñado a nohacerse ilusiones, avanzó unospasos hacia agua más profunda,ahuyentando a los peces en todas

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direcciones, y extendió la manohasta que sus dedos se cerraronsobre el guijarro.

Una piedra corazón.Un cristal, seguramente cuarzo,

de unos cinco centímetros dediámetro, con una superficie lisaque innumerables años de aguacorriente y arena habían vueltoopaca hasta darle exactamente laforma adecuada.

R.J. se la llevó a casa con unasensación de triunfo. Sacó unestuche de joyería de un cajón del

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escritorio, quitó los pendientes deperlas y acomodó el cristal sobre elforro de terciopelo. Luego cogió lacaja y cruzó el pueblo en suautomóvil.

Por fortuna, la casa de troncosestaba vacía cuando llegó. Sinparar el motor del Explorer, bajódel coche y dejó el estuchito en elcentro del peldaño superior, ante lapuerta de Sarah Markus.

Acto seguido corrió al coche yemprendió la fuga con tanto aliviocomo si acabara de atracar un

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banco.

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21 - Encontrar elcamino

R.J. no le dijo nada a Sarah

sobre la piedra corazón que lehabía dejado, ni Sarah dijo nadaque diera a entender que habíaencontrado el cristal en su estuchede joyería.

Pero el siguiente miércolespor la tarde, cuando R.J. llegó acasa al terminar el trabajo, seencontró una cajita de cartón ante la

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puerta. Dentro había una piedrabrillante de color verde oscuro, conuna grieta irregular que empezabaen la depresión superior y llegaba amedio camino de la punta inferior.

A la mañana siguiente, en suprecioso día libre, R.J. acudió a uncascajal de las colinas que utilizabael departamento de carreteras delpueblo. Millones de años anteshabía pasado por allí un grantorrente de hielo que arrastrabaconsigo tierra, guijarros y rocas; yde él se habían desprendido

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grandes fragmentos helados que, alderretirse en un río de agua, habíanarrastrado el material de aluviónhasta formar una morrena que ahoraproporcionaba grava para lascarreteras de Woodfield.

R.J. se pasó toda la mañanarevolviendo montones de piedras,hurgando en ellos con las manos.

Las piedras presentaban unsinfín de colores, matices ycombinaciones: marrón, beige,blanco, azul, verde, negro y gris.

Había piedras de todas las

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formas, y R.J. inspeccionó ydesechó miles de ellas sin encontrarlo que buscaba. Hacia mediodía,quemada por el sol y malhumorada,emprendió el regreso a casa. Alpasar ante la granja de los Krantzvio a Freda que, desde el huerto,hacía señales con el bastón paraque detuviera el coche.

—Estoy cogiendo remolachas-le anunció Freda cuando hubobajado la ventanilla-. ¿Quiere unascuantas?

—Naturalmente. Voy a

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ayudarle.Se dirigieron al amplio huerto

que se extendía al sur del grancobertizo rojo de los Krantz.

Cuando acababan de arrancarla octava remolacha, R.J. vio entrela tierra revuelta un trocito debasalto negro del tamaño de la uñade su meñique y con una formaperfecta. Lanzó un grito de júbilo yse abalanzó sobre él.

—¿Puedo quedármelo?—¿Es un diamante? -preguntó

Freda, atónita.

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—No, es sólo una piedrecita -respondió ella, y se llevó lasremolachas y la piedra con unaintensa sensación de triunfo.

Cuando llegó a casa lavó lapiedra, la envolvió en un pañuelode papel y la colocó en una caja deplástico que había contenido unacinta de vídeo. Luego cogió unacaja de cartón de unos treinta ycinco centímetros de lado e hizopalomitas de maíz -de las quecomió algunas para almorzar-, ycolocó la caja del vídeo dentro de

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la de cartón y la acabó de llenarcon palomitas.

Seguidamente, cogió una cajaaún mayor, de noventa centímetrospor sesenta, y colocó la otra caja ensu interior, rodeada por bolas depapel de periódico. Finalmente lacerró con cinta adhesiva.

Tuvo que poner el despertadorpara madrugar, de manera queDavid y Sarah estuvierandurmiendo cuando llegara a su casa.

El sol todavía estaba bajo ybrillaba sobre la hierba mojada

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cuando aparcó al borde de lacarretera, sin atreverse a llegar encoche hasta la puerta.

Cargó con la caja por elcamino de acceso y la dejó en losescalones de la entrada, justo en elinstante en que “Chaim” relinchabaen el prado.

—¡Ah! ¡Conque eras tú! -exclamó Sarah desde su ventana.

Bajó a la puerta en un instante.—¡Ahí va! Esta sí que será

grande -comentó, y R.J. se echó areír cuando vio la cara que ponía al

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levantar la caja, que apenas pesaba-. Vamos, entra -la invitó Sarah-. Teprepararé un café.

Sentadas a la mesa de lacocina, se miraron sonrientes.

—Me encantan las dos piedrascorazón que me has dado. Lasconservaré siempre -dijo R.J.

—El cristal que me diste es mipiedra favorita, al menos por ahora.Cambio mucho de favorita -añadióSarah, en un alarde de sinceridad-.Dicen que los cristales tienen elpoder de curar las enfermedades.

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¿Tú qué opinas?R.J. respondió con igual

sinceridad:—Lo dudo. Pero lo cierto es

que no tengo ninguna experienciacon los cristales, así que no estoyen condiciones de afirmar nada.

—Bueno, pues yo creo que laspiedras corazón son mágicas. Séque a veces dan mucha suerte, ysiempre llevo una encima, vayadonde vaya. ¿Crees en la suerte?

—Por supuesto que creo en lasuerte.

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Mientras se hacía el café,Sarah puso la caja sobre la mesa ycortó la cinta adhesiva. Lasdistintas capas y obstáculos quetuvo que salvar la hicieron reír debuena gana. Cuando al fin descubrióla minúscula piedra corazón negra,se quedó boquiabierta.

—¡Es la mejor que he visto enmi vida! -exclamó.

La mesa y el suelo estabancubiertos de bolas de papelarrugadas, cajas y palomitas demaíz; R.J. tenía la sensación de

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haber estado abriendo regalos lamañana de Navidad. Así fue comolas encontró David cuando bajó,todavía en pijama, a prepararse uncafé.

R.J. empezó a pasar mástiempo en casa, disfrutando con laexperiencia de hacerse su propionido sin necesidad de tener encuenta los gustos y disgustos denadie m[s.

Poco antes había recibido loslibros que llenaban la biblioteca dela casa de la calle Brattle, e hizo un

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trato con George Garroway por elque ofrecía atención pediátrica asus cuatro hijos a cambio de sutrabajo como carpintero.

Luego compró madera curadaen un aserradero que llevaba unsolo hombre, en lo profundo de lascolinas.

En Boston, los tablones decerezo hubieran sido secados alhorno y su precio habría resultadoprohibitivo. En cambio Elliot Purdyse ocupaba de todo el trabajo:talaba los árboles de sus propias

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tierras, los aserraba y los apilabacuidadosamente para que la maderase secara al aire libre, de maneraque el precio resultaba razonable.R.J. y David se llevaron lostablones en la camioneta de éste.

Garroway cubrió las paredesde la sala con estanterías. R.J. sepasó noche tras noche lijándolas yfrotándolas con aceite de linaza, amenudo con la ayuda de David y aveces con la de Toby y Jan, a losque recompensaba con platos deespaguetis y ópera en el compact

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disc. Cuando terminaron, lahabitación adquirió esa calidez quesólo producen la madera relucientey los lomos de muchos libros.

Junto con las cajas de librostrasladadas en camión desde elalmacén de Boston llegó también elpiano, que instaló ante la ventana dela sala, sobre la alfombra persa quehabía sido su posesión máspreciada en la casa de Cambridge.La antigua alfombra de Heriz sehabía tejido en vivos colores cientoveinticinco años atrás, pero con el

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paso del tiempo el rojo habíaadquirido un tono de óxido, losazules y los verdes habíanconseguido ricos y sutiles matices yel blanco se había convertido en undelicado crema.

Unos días más tarde, unacamioneta de Federal Express sedetuvo ante la puerta de R.J. y elconductor le entregó un voluminosopaquete procedente de Holanda.

Era el legado de BettsSullivan, un juego compuesto poruna bandeja, una cafetera, una

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tetera, una azucarera y una jarritapara crema, todo ello en platahermosamente labrada. R.J. se pasóuna velada entera puliendo laspesadas piezas, y luego las colocósobre una cómoda baja donde podíaverlas, junto a la alfombra de Heriz,mientras tocaba el piano. Descubrióasí una sensaciónextraordinariamente placentera a laque fácilmente podía volverseadicta.

David quedó impresionado alver el servicio de plata, mostró

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interés cuando R.J. le habló deElizabeth Sullivan, y parecióconmovido cuando le llevó alpequeño claro a orillas del ríodonde estaban enterradas lascenizas de Betts.

—¿Vienes a menudo parahablar con ella?

—Vengo porque me gusta elsitio. Pero no... No hablo conElizabeth.

—¿No quieres decirle que hasrecibido su regalo?

—Elizabeth no está aquí,

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David.—¿Cómo lo sabes?—Lo sé. Lo que enterré bajo

esa roca eran sólo unos fragmentosde huesos calcinados. Elizabethquería sencillamente que sus restosvolvieran a la tierra en algún lugarhermoso y silvestre.

Este pueblo, este lugar junto alrío Catamount, no significaron nadapara ella durante su vida. Nisiquiera los conocía. Si las almasregresan después de la muerte..., yno creo que eso suceda porque la

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muerte es la muerte..., pero sipudiera suceder, ¿no crees queBetts Sullivan iría a algún lugar quehubiera sido significativo para ella?

R.J. se dio cuenta de que lohabía escandalizado ydecepcionado enormemente.

Eran personas muy distintas.Quizás era cierto que los

contrarios se atraían, pensó ella.Aunque su relación estaba

sembrada de dudas eincertidumbres, también compartíanhoras maravillosas.

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Exploraron juntos la finca yencontraron auténticos tesoros. Enlo profundo del bosque había unaserie de embalses, como las cuentasde un collar enorme. Empezabancon un minúsculo dique queencerraba un hilillo de aguademasiado pequeño para llamarloarroyo y que originaba un remansopoco mayor que un charco. Loscastores, trabajando con infalibleinstinto de ingenieros, habíanconstruido una serie de diques yestanques a partir del primero, cada

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uno un poco mayor que el anterior,hasta terminar en una laguna queocupaba más de media hectárea.Aves acuáticas y otros animalessilvestres acudían al estanque másgrande para anidar y pescar truchas,y era un lugar plácido y tranquilo.

—Ojalá pudiera llegar hastaaquí sin tener que abrirme pasoentre los árboles y la maleza.

David le dio la razón.—Necesitas un sendero -

señaló.Ese mismo fin de semana

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acudió con pulverizadores depintura para señalar el sendero.Recorrieron el camino muchasveces para asegurarse bien antes demarcar los árboles, y despuésDavid trajo la sierra mecánica yempezó a trabajar.

Mantuvieron el senderodeliberadamente angosto y evitarontocar los troncos caídos y losárboles más grandes, salvo parapodar las ramas bajas que habríanpodido obstaculizar el paso.

R.J. se llevó a rastras las

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ramas y los arbolillos que Davidcortaba, reservando los másgruesos para leña y apilando lahojarasca para que los animalespequeños hicieran sus madriguerasen ella.

David le mostraba los rastrosde animales, un espino cerval en elque un ciervo se había raspado lapelusa de las astas, un tronco secodespedazado por un oso negro quebuscaba larvas e insectos, y algúnque otro montón de excrementos deoso, a veces informe, cuando

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correspondía a una diarrea debayas, y a veces exactamente igualque una defecación humana, aunquede un calibre cómicamente enorme.

—¿Hay muchos osos por aquí?—Bastantes. Tarde o temprano

verás alguno, probablemente a lolejos. No dejan que nosacerquemos. Nos oyen llegar, noshuelen.

Por lo general se apartan delos humanos.

En algunos lugares elpanorama era de especial belleza y,

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mientras trabajaban, R.J. fuetomando nota mentalmente dediversos sitios donde le gustaríaponer bancos. De momento compródos sillas de plástico en elsupermercado de Greenfield y lascolocó junto a un grupo de arbustos,en la orilla del estanque de loscastores. Aprendió a permanecerallí sentada mucho rato sinmoverse, y a veces se veíarecompensada. Así pudocontemplar los castores, unaespléndida pareja de ánsares, una

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garza azul que se paseaba por elagua poco profunda, un ciervo queacudía al estanque a beber y dostortugas de presa tan grandes comola bandeja de plata de Betts. Aveces tenía la sensación de nohaber estado nunca en un atasco detráfico.

Poco a poco, cuando disponíande un momento, David y ella fueronabriendo un estrecho sendero quecruzaba el bosque susurrante hastalos estanques de los castores yseguía aún más allá, hacia el río.

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22 - Los cantantes

Pese a todos sus reparos, R.J.

fue asumiendo la relación.Le asustaba pensar que una

mujer de su edad y experienciapudiera volverse tan frágil pordentro, tan vulnerable como unaadolescente. Su trabajo la teníaapartada de David durante la mayorparte del tiempo, pero sesorprendía pensando en él enmomentos imprevisibles e

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inoportunos; en su boca, su voz, susojos, en la forma de su cabeza, ensu manera de moverse.

Trató de examinar susreacciones científicamente y pensarque todo era química biológica:cuando veía a David, oía su voz,percibía su presencia, el cerebrosegregaba feniletilamina paraenloquecerle el cuerpo. Cuando élla acariciaba, cuando la besaba,cuando hacían el amor, laliberación de hormona oxitocinahacía que el acto sexual fuese más

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dulce.Durante el día lo desterraba de

su pensamiento de modo inapelable,para poder funcionar como médica.

Cuando pasaban algún tiempojuntos, no podían quitarse las manosde encima.

Para David era un momentodifícil, un momento crucial. Habíaenviado la mitad de su libro y unresumen a una importante editorial,y a finales de julio fue llamado aNueva York, adonde se trasladó entren el día más caluroso del estío.

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Regresó con un contrato. Elanticipo no iba a cambiarle la vida:veinte mil dólares, la cifra habitualpara una primera novela literaria enla que no hubiera crímenes ni undetective sexy.

Pero era una victoria, con eltriunfo adicional de que habíapermitido que su editor lo invitara acomer pero no a beber.

Para celebrarlo, R.J. lo invitóa una cena de postín en el DeerfieldInn y luego lo acompañó a unareunión de Alcohólicos Anónimos

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en Greenfield. Durante la cena, él lehabía confesado que le aterrorizabala idea de ser incapaz de terminarel libro.

En la reunión de A. A., ellaadvirtió que le faltaba seguridad ensí mismo para identificarse comoescritor.

—Me llamo David Markus -sepresentó-. Soy alcohólico y vendofincas en Woodfield.

Cuando regresaron a casa deDavid para dar fin a la velada sesentaron a oscuras en el maltratado

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sofá del porche, junto a los tarrosde miel, y conversaron en vozqueda, disfrutando de la brisa quede vez en cuando les llegaba delbosque, desde el otro lado delprado.

Mientras estaban allí sentadosbajó un coche por la carretera y seinternó por el camino de acceso,proyectando con sus hacesamarillos sombras de la viejaglicina que resguardaba el porche.

—Es Sarah -le anunció-.Había ido al cine con Bobby

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Henderson.Cuando el automóvil se acercó

más a la casa, oyeron una melodía.Sarah y el joven Henderson

estaban cantando “Clementina” convoces agudas y desafinadas. Eraevidente que se lo estaban pasandoen grande.

David soltó una carcajada.—¡Chis! -R.J. le impuso

silencio en voz baja.El automóvil se detuvo por fin

ante la casa, separado del porchesólo por cuatro metros de aire y la

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espesa glicina.Sarah dio comienzo a la

siguiente canción, “El diácono quebajó al sótano a rezar”, y elmuchacho la siguió al instante. Alterminar la canción hubo unsilencio. «Bobby Henderson debede estar besando a Sarah -pensóR.J.-. Hubiéramos tenido queadvertirles que estamos aquí.«Peroya era demasiado tarde.

David y ella siguieronsentados en el sofá, cogidos de lamano como un viejo matrimonio, y

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se sonrieron en la oscuridad.Entonces Bobby empezó otra

canción.—”El chichirrín es gordo y

bajito...”—Oh. Bobby, qué cerdo eres -

protestó Sarah, pero se le escapóuna risita, y cuando él siguióadelante, cantó también a coro.

—”Está cubierto de pelo...”—”...de mucho pelo...”—”Como un conejito...”—”...un conejito...”David soltó la mano de R.J.

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—”Sí, cubierto de pelo...”—”...rizado y negro...”—”Y partido por la mitad...”—”... por la mitad...”—”Es lo que llaman...”—”...es lo que llamaaan...”—”¡El chichirrín de Sarah!”—”...¡El chichirrín de

Saraaah...!”—¡Sarah! -la llamó David en

voz alta.Sarah soltó una exclamación.—Entra en casa.Hubo un torrente de susurros

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nerviosos y luego una risita. Se oyóla puerta del coche que se abría yvolvía a cerrarse. Sarah subió losescalones de la entrada y pasó anteellos sin decir nada mientras elautomóvil de Bobby Hendersonarrancaba velozmente, hacía un girocompleto en el patio y volvía apasar ante la casa para enfilar lacarretera.

—Vamos, te acompaño a casa.Luego hablaré con ella.Tranquilízate, David. No ha

cometido ningún asesinato.

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—¿Y su propio respeto?—Bueno..., ha sido una

tontería de adolescentes.—¿Una tontería? ¡Eso debo

decirlo yo!—Escucha un momento,

David.¿Es que tú no cantabas

canciones verdes cuando tenías suedad?

—Sí. Las cantaba con losamigos. Pero nunca con una chicarespetable, te lo aseguro.

—Lo siento por ti -dijo R.J., y

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bajó los escalones para ir hacia elcoche.

David la llamó al día siguientepara invitarla a cenar, pero estabamuy ocupada; para ella fue elprincipio de una maratón de cincodías, cinco días con sus respectivasnoches. Su padre estaba en locierto: le interrumpían el sueño condemasiada frecuencia. El problemaera que el Centro Médico deGreenfield al que ella enviaba a suspacientes, a media hora de distanciaen ambulancia en los casos de

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urgencia, no era un hospitaluniversitario. En Boston, en lasraras ocasiones en que la llamabanpor la noche, casi siempre recibíauna evaluación del problema segúnel médico interno y podía volver aacostarse después de decirle alresidente lo que debía hacer con elpaciente. Aquí no había médicosinternos. Cuando recibía unallamada era de una enfermera, y amenudo en mitad de la noche. Elpersonal de enfermería era muybueno, pero R.J. llegó a conocer

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demasiado bien el camino Mohawkde día, de noche y en la menguanteoscuridad del alba.

R.J. envidiaba a los doctoresde los países europeos, donde seremitía a los pacientes al hospitalcon su historial clínico, y un equipode médicos del hospital asumíatoda la responsabilidad de loscuidados. Pero ella ejercía enWoodfield, no en Europa, así quedebía desplazarse con frecuencia alhospital.

Cuando llegó el invierno y el

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camino Mohawk se pusoresbaladizo, R.J. tuvo horriblespremoniciones sobre la carretera.Aquella semana, durante el másagotador de esos fatigosos viajes,recordó que había sido ella la quehabía querido trabajar en el campo.

Hasta el fin de semana no tuvotiempo para aceptar la invitación deDavid, pero cuando llegó a su casase encontró con que había salido.

—Ha tenido que llevar unosclientes a Potter.s Hill paraenseñarles la finca de Weiland.

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Una pareja de Nueva Jersey -le explicó Sarah. Llevaba camisetay unos pantalones cortos que lehacían más largas las ya largas ybronceadas piernas-. Esta nochecocino yo: estofado de ternera.

¿Quieres limonada?—Bueno.Sarah se la sirvió.—Puedes tomártela en el

porche o puedes hacerme compañíaen la cocina.

—En la cocina, en la cocina,por descontado. -R.J. se sentó ante

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la mesa y se fue bebiendo lalimonada mientras Sarah sacabatrozos de ternera del frigorífico, loslavaba bajo el chorro del grifo, lossecaba con toallas de papel y losechaba en una bolsa de plástico quecontenía harina y condimentos.Después de agitar la bolsa para quela ternera quedara bien rebozada,echó un poco de aceite en unacazuela y puso la carne dentro.

—Ahora, media hora de hornoa doscientos grados.

—Hablas y actúas como una

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gran cocinera.La muchacha se encogió de

hombros y sonrió.—Bueno. Soy hija de mi

padre.—Sí. Tu padre es un cocinero

magnífico, ¿verdad? -R.J. hizo unapausa-. ¿Todavía está enfadado?

—No. Papá se enfada a veces,pero se le pasa enseguida. -Bajó uncesto que colgaba de un gancho enla cocina-. Y ahora, mientras laternera se dora, tenemos que salir abuscar las verduras para el

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estofado.Salieron al huerto, se

arrodillaron una a cada lado de unahilera de fréjoles enanos Blue Lakey fueron cogiéndolos entre las dos.

—Mi padre tiene unas ideasmuy raras. Le gustaría envolvermeen celofán y no desenvolvermehasta que fuese una anciana casada.

R.J. sonrió.—Mi padre era igual. Me

parece que casi todos los padrespiensan lo mismo. Y es por lomucho que quieren proteger a sus

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hijos del dolor.—Pues no pueden.—No, tienes razón, Sarah. No

pueden.—Ya tenemos bastantes

fréjoles. Voy a buscar una chirivía.Mientras tanto, coge unas

cuantas zanahorias, ¿quieres?Las zanahorias, cortas, gruesas

y de un naranja intenso, sedesprendieron fácilmente porque latierra estaba bien entrecavada.

—¿Hace mucho que sales conBobby?

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—Casi un año. Mi padrequería que conociera chicos judíos,por eso pertenecemos al templo deGreenfield, pero Greenfield quedademasiado lejos para tener allíamigos íntimos de verdad.

Además se ha pasado la vidadiciéndome que no hay que juzgar ala gente por la raza ni la religión.¿Es que la cosa cambia cuandoempiezas a salir con chicos? -Estaba ceñuda-.

Cuando empezó a salircontigo, tu religión no contaba para

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nada.R.J. asintió, divertida.—Bobby Henderson es un gran

chico y se porta muy bien conmigo.Hasta que empecé a salir con

él no tenía muchos amigos en laescuela.

Juega a fútbol, y el otoño queviene será capitán. Es muy popular,y eso me ha vuelto popular tambiéna mí, ¿entiendes?

R.J. asintió de nuevo,preocupada. Lo entendía.

—Pero hay una cosa, Sarah.

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La otra noche, tu padre teníarazón. No cometiste ningún crimen,pero cantar aquella canción fue unafalta de respeto hacia ti misma.

Las canciones así... son comopornografía. Si les das pie a loshombres, te verán como un pedazode carne.

Sarah miró a R.J. de hito enhito, sopesándola. Su expresión eramuy grave.

—Bobby no me ve así. Tengomucha suerte de que salga conmigo.

Yo no soy de una belleza

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arrebatadora.Esta vez fue R.J. la que frunció

la frente.—Quieres engañarme,

¿verdad?—¿En qué?—O me engañas, o te engañas

a ti misma. Eres deslumbrante.Sarah le quitó la tierra a un

nabo, lo echó al cesto y se puso enpie.

—Ya me gustaría.—Tu padre me enseñó los

álbumes que tiene en la sala. Había

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muchas fotos de tu madre. Era muyguapa, y tú eres igual que ella.

En lo profundo de los ojos deSarah apareció un enternecimientosutil.

—La gente dice que meparezco a mi madre.

—Sí, te pareces muchísimo.Dos mujeres hermosas.Sarah dio un paso hacia R.J.—¿Me harás un favor?—Por supuesto. Si está en mi

mano.—Dime qué puedo hacer con

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estos granos. -Se señaló la barbilla,donde tenía dos barrillos-.

No entiendo por qué me salen.Me lavo la cara a fondo y como loque hay que comer. Estoyperfectamente sana. Nunca henecesitado un médico; ni siquierahe tenido que ir al dentista para queme empastara una muela. Y mepongo un montón de crema pero...

—No uses más crema. Vuelveal agua con jabón y utiliza conmucha suavidad una toalla para lacara, porque se te irrita la piel

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fácilmente. Te daré una pomada.—¿Me irá bien?—Creo que sí. Haz la prueba.-Dudó un instante-. Sarah, a

veces hay cosas de las que es másfácil hablar con una mujer que conun hombre, aunque sea tu padre. Sialguna vez quieres preguntar algo, osencillamente charlar un rato...

—Gracias. Ya oí lo que ledijiste a mi padre la otra noche, ycómo saliste en mi defensa. Te loagradezco. -Se acercó a R.J. y laabrazó.

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A R.J. le cedieron un poco laspiernas; hubiera querido devolverleel apretón, acariciar la relucientecabellera de la muchacha, pero selimitó a darle unas torpes palmadasen el hombro con la mano que nosujetaba las zanahorias.

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23 - Un don para serutilizado

Por lo general la temperatura

en las colinas siempre era cinco oseis grados más baja que en elvalle, tanto en verano como eninvierno, pero ese año en la tercerasemana de agosto el calor fueexcesivo, y R.J. y David salieron abuscar juntos el frescor del bosque.Al final del sendero se enfrentarona la espesura y siguieron avanzando

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con dificultad hacia el río. Luegohicieron sudorosos el amor sobre lapinaza de la ribera, R.J. preocupadapor si aparecían cazadores.Después encontraron un remansocon fondo de arena y se sentarondesnudos en el agua, y se lavaron eluno al otro.

—Esto es el paraíso -dijo ella.—Por lo menos es lo contrario

del infierno -respondió Davidpensativo.

Le contó un relato a R.J., unaleyenda.

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—En Sheol, el ardiente mundosubterráneo al que van lospecadores, cada viernes al ponerseel sol, el “malaj ha-mavet”, elÁngel de la Muerte, deja en libertada las almas, que para aliviarse sepasan el “sabbath” sentadas en unarroyo, como ahora estamosnosotros. Por eso en otros tiemposlos judíos más piadosos se negabana beber agua durante todo el“sabbath”: no querían reducir elnivel de las aguas bienhechorasocupadas por las almas de Sheol.

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A R.J. le pareció interesante laleyenda pero le planteó unosinterrogantes sobre David.

—No te comprendo. ¿Hastaqué punto te burlas de la piedad yhasta qué punto la piedad formaparte del verdadero David Markus?A fin de cuentas, ¿quién eres tú parahablar de ángeles si ni siquieracrees en Dios?

David quedó un pocodesconcertado.

—¿Quién ha dicho eso? Essólo que... no estoy completamente

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seguro de que exista Dios, ni de quépuede ser, en caso de que exista.

-Le dirigió una sonrisa-. Creoen todo un orden de poderessuperiores. Ángeles. “Djinns”.Espíritus de cocina. Creo en losespíritus sagrados que atienden losmolinos de oraciones, y en losduendes y gnomos. -Alzó una mano-.

Escucha.Lo que ella oyó fue el lamento

del agua, trinos confiados, el vientoentre la infinidad de hojas, el

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zumbido aterciopelado de uncamión en la lejana carretera.

—Cada vez que vengo albosque noto la presencia de losespíritus.

—Estoy hablando en serio,David.

—¡Y yo también, maldita sea!R.J. vio que David era capaz

de experimentar una euforiaespontánea, de alcanzar un estadode exaltación sin tomar alcohol.

Pero ¿realmente era sin tomaralcohol? ¿Estaba ya a salvo de la

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bebida?¿En qué medida estaba curada

la debilidad que acechaba en suinterior? La caprichosa brisa seguíaagitando las hojas sobre suscabezas, y los duendes que Davidhabía mencionado tironeaban deella, pellizcaban las partes mássensibles de su psique, lesusurraban que, aunque estaba cadavez más comprometida con esehombre, había mucho que ignorabade David Markus.

R.J. había llamado a un

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asistente social del condado paraindicarle que Eva Goodhue y HelenPhillips necesitaban ayuda, pero lasautoridades actuaban despacio y,antes de que la llamada dieraresultados, una tarde se presentó unmuchacho en el consultorio yanunció que se necesitaba conurgencia a la doctora en el piso deencima de la ferretería.

Esta vez la puerta delapartamento de Eva Goodhue seabrió ante ella y expulsó unavaharada de un aire tan viciado que

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R.J. tuvo que contener las arcadas.El suelo estaba lleno de gatos queacudían a frotarse contra suspiernas mientras ella trataba deesquivar los excrementos. Labasura rebosaba de un cubo deplástico, y la pila estaba llena deplatos cubiertos de restos mohosos.R.J. se había figurado que lallamaban porque la señoritaGoodhue sufría algún problema,pero la anciana de noventa y dosaños, vestida y dinámica, estabaesperándola.

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—Es Helen, que no seencuentra nada bien.

Helen Phillips estabaacostada. R.J. la auscultó con elestetoscopio sin oír nada alarmante.

Necesitaba un buen baño ytenía llagas producidas por suestancia continuada en la cama;tenía indigestión, eructaba yventoseaba, y no respondía a laspreguntas. Eva Goodhue lascontestó todas por ella.

—¿Por qué está en cama,Helen?

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—Le gusta, está bien en lacama. Le gusta estar acostadamirando la televisión.

A juzgar por el estado de lassábanas, era evidente que Helenhacía todas las comidas en la cama.

R.J. se disponía a recetarle unnuevo régimen, más severo:levantarse temprano por la mañana,bañarse a menudo, comer en lamesa...

Y una muestra de farmaciapara la indigestión. Pero al cogerlelas manos sufrió un sobresalto.

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Hacía tiempo que no experimentabala extraña y tremenda revelación, elconocimiento cierto para el que nocabía explicación.

Descolgó el teléfono y llamóimpaciente a la ambulancia delpueblo.

—Joe, soy Roberta Cole.Tengo una urgencia y necesito

una ambulancia enseguida. En casade Eva Goodhue, justo encima de laferretería.

Llegaron en menos de cuatrominutos, un tiempo récord, pero aun

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así a Helen Phillips se le paró elcorazón cuando la ambulanciatodavía estaba a medio camino delhospital. Pese a los frenéticosintentos de reanimación, fallecióantes de llegar.

Hacía varios años que R.J. norecibía el mensaje de muerteinminente, y por primera vez tuvoque reconocer que poseía el Don.Recordó lo que le había contado supadre al respecto.

Descubrió que estabadispuesta a creer.

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Quizá, se dijo, podríaaprender a utilizarlo para combatirlo que David llamaba el “malaj ha-mavet”.

Añadió al maletín una agujahipodérmica y una provisión deestreptoquinasa, y se acostumbró acogerles las manos a sus pacientescada vez que se le presentaba laocasión.

Apenas tres semanas mástarde, durante una visita aldomicilio de Frank Olchowski, unprofesor de matemáticas del

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instituto, que estaba en cama congripe, le cogió las manos a suesposa Stella y percibió las señalesque temía detectar.

Respiró hondo y se forzó apensar con serenidad. No tenía niidea de la forma que iba a adoptarel desastre inminente, pero lo másprobable era que se presentaracomo un ataque cardíaco o como unaccidente vascular cerebral.

La mujer tenía cincuenta y tresaños, pesaba unos quince kilos demás y reaccionó con inquietud y

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perplejidad.—¡El enfermo es Frank,

doctora Cole! ¿Por qué ha llamadola ambulancia y por qué tengo queir yo al hospital?

—Confíe en mí, señoraOlchowski.

Stella OlchowsKi entró en laambulancia, mirando a la doctorade un modo extraño.

R.J. subió a la ambulancia conella. Le ajustó la mascarilla alrostro y graduó el mando de labombona para que suministrara

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oxígeno al ciento por ciento. Elconductor era Timothy Dalton, unagricultor.

—Ábrase paso. Sin ruido -leordenó.

El hombre encendió las lucesdestellantes y partió a todavelocidad, pero sin conectar lasirena; R.J. no quería que la señoraOlchowski se asustara más de loque ya lo estaba.

Steve Ripley puso cara depreocupación tras tomarle lasconstantes vitales a la paciente. El

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técnico médico lanzó una mirada deperplejidad a R.J.

—¿Qué le ocurre a la paciente,doctora Cole? -preguntó, mientrasextendía la mano hacia elradioteléfono.

—No llame al hospitaltodavía.

—Si llevo a alguien sinsíntomas y sin comunicarme con elcontrol médico de la sala deurgencias, me voy a meter en un lío.

R.J. lo miró.—Hágame caso, Steve.

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El hombre colgó de mala ganael radioteléfono y se quedó mirandoa Stella Olchowski y a R.J. concreciente preocupación a medidaque la ambulancia avanzaba por lacarretera.

Habían cubierto dos terceraspartes del trayecto cuando la señoraOlchowski contrajo las facciones yse llevó una mano al corazón.

Emitió un gemido y miró a R.J.con los ojos muy abiertos.

—Vuelva a tomarle lasconstantes, deprisa.

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—¡Dios mío, tiene unaarritmia grave!

—Ya puede llamar a controlmédico. Dígales que está sufriendoun ataque cardíaco y que la doctoraCole va en la ambulancia.

Pídales permiso paraadministrarle estreptoquinasa. -Antes de que terminara de hablar, laaguja hipodérmica ya se habíahundido en la carne y sus dedosempujaban el émbolo.

Las células del corazónestaban perfundidas de oxígeno, y

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cuando se recibió el permiso delcontrol médico el medicamento yahabía empezado a actuar. En elmomento en que la señoraOlchowski fue recogida por elpersonal de urgencias del hospital,el daño sufrido por el corazón sehabía reducido al mínimo.

R.J. comprobó por primeravez que el extraño mensaje que aveces recibía de sus pacientespodía salvarles la vida.

Los Olchowski ensalzaron antesus amistades la maravillosa

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sabiduría de su médica.—Se limitó a mirarme y supo

lo que iba a ocurrir. ¡Es una grandoctora! -decía Stella. El personalde la ambulancia estabacompletamente de acuerdo, yañadía sus propios adornos alrelato. R.J. empezó a disfrutar delas sonrisas que le dedicabanmientras se dirigía a sus visitasdomiciliarias.

—Al pueblo le gusta tenermédico otra vez -le reveló Peg-; ypara ellos es un orgullo pensar que

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tienen una extraordinaria doctora.A R.J. le resultaba

embarazoso, pero el mensaje seextendió por valles y colinas. TobySmith regresó de la convencióndemócrata del estado, enSpringfield, y le contó que undelegado de Charlemont le habíacomentado que había oído decir quela doctora para la que Tobytrabajaba era una persona muyamable y afectuosa. Siempre lecogía las manos a la gente.

Octubre acabó con los insectos

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fastidiosos y desencadenóincreíbles estallidos de color en losárboles y un alegre jaspeado en lascolinas. La gente del pueblo leaseguró que sólo era un otoñocorriente, pero ella no lo creyó. Undía del veranillo de San Martín,David y ella fueron a pescar en elCatamount, donde él capturó trestruchas aceptables y ella dos, conlas agallas de vivos colores para elapareamiento. Al limpiar lastruchas descubrieron que dos eranhembras cargadas de huevas. David

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reservó las huevas para freírlas conhuevos de gallina, pero R.J. lasrehusó, porque no le gustabaninguna clase de freza.

Sentada con él junto a laorilla, empezó a contarle detallesde las experiencias que jamás seatrevería a comentar a ningúncolega médico.

R.J. advirtió que Davidescuchaba con gran interés.

—Está escrito en la Mishná...¿Sabes qué es la Mishná?—¿Una escritura sagrada de

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los hebreos?—Es el libro básico de la ley

y el pensamiento de los judíos,compilado hace mil ochocientosaños. En él se cuenta que hubo unrabino llamado Hanina ben Dosaque era capaz de hacer milagros.

Rezaba junto a los enfermos ydictaminaba: «Éste vivirá», «Éstemorirá», y siempre resultaba comoél decía. Un día le preguntaron:

«¿Y tú cómo lo sabes?«, y élles respondió: «Si la oración esfluida en mi boca, sé que el enfermo

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es aceptado. Si no lo es, sé que esrechazado.»

R.J. se turbó.—Yo no rezo a su lado.—Ya lo sé. Tus antepasados le

dieron el nombre apropiado: es elDon.

—Pero... ¿qué es?David se encogió de hombros.—Un sabio religioso diría,

tanto de ti como del rabino Hanina,que se trata de un mensaje que sólovosotros tenéis el privilegio de oír.

—Pero ¿por qué yo? ¿Por qué

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mi familia? Y un mensaje... ¿dequién? Desde luego, no de tu ángelde la muerte.

—Creo que tu padreseguramente tenía razón al pensarque es un don genético, unacombinación de sensores mentales ybiológicos que te proporcionainformación complementaria. Unaespecie de sexto sentido.

Extendió las manos hacia ella.—No. Quita -protestó R.J.

cuando se dio cuenta de lo quepretendía.

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Pero David esperó conincreíble paciencia hasta que ellalas tomó entre las suyas.

R.J. notó el calor y la fuerzadel apretón, y una sensación dealivio y al mismo tiempo de enfado.

—Vivirás para siempre.—Viviré si tú vives -dijo

David.Hablaba como si fueran almas

gemelas. R.J. pensó que él ya habíatenido un intenso amor, una esposaa la que había adorado y aúnrecordaba. Ella había tenido a

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Charlie Harris, un primer amanteque había muerto cuando su unióntodavía era perfecta y nada la habíapuesto a prueba, y después un malmatrimonio con un hombre egoísta einmaduro. Siguió sujetándole lasmanos, sin deseos de soltarlas.

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24 - Nuevas amistades

Una atareada tarde de trabajoR.J. recibió una llamada de ciertaPenny Coleridge.

—Le he dicho que estaba ustedcon un paciente y que ya la llamaría-explicó Toby-. Es comadrona.

Dice que le gustaría conocerla.R.J. devolvió la llamada en

cuanto pudo. Penny Coleridge teníauna voz agradable, pero porteléfono resultaba imposible

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calcularle la edad. Dijo que llevabacuatro años trabajando en lascolinas. Había otras doscomadronas -Susan Millet y JuneTodmanque trabajaban con ella.R.J. las invitó a cenar en su casa eljueves siguiente, su tarde libre, ytras consultar con sus colegas,Penny Coleridge dijo que irían lastres.

Penny Coleridge resultó seruna mujer morena, rolliza y afable,que quizá no había cumplido aúnlos cuarenta. Susan Millet y June

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Todman eran unos diez añosmayores. A Susan empezaba aencanecérsele el cabello, pero tantoella como June eran rubias y aveces la gente las tomaba porhermanas porque se parecíanbastante, aunque lo cierto es quesólo hacía unos años que seconocían. June se había formado enel programa de maternidad de YaleNew Haven.

Penny y Susan erancomadronas y enfermeras; Pennyhabía estudiado en la Universidad

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de Minnesota y Susan en Urbana,Illinois.

Las tres dejaron bien claro quese alegraban de que hubiera unamédica en Woodfield. Según lecontaron a R.J., en los pueblos delas colinas había mujeres que a lahora del parto querían ser atendidaspor un ginecólogo o un médico decabecera, y tenían que ir bastantelejos para encontrarlo.

Otras pacientes preferían lastécnicas menos agresivas utilizadaspor las comadronas.

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—En sitios donde todos losmédicos son hombres, algunaspacientes acuden a nosotras porquequieren que sea una mujer quien lesayude a dar a luz -dijo Susan, ysonrió-. Ahora que está usted aquí,tienen más donde elegir.

Algunos años atrás, lostocoginecólogos de los centrosurbanos habían maniobradopolíticamente para arrinconar a lascomadronas, porque lasconsideraban sus competidoras.

—Pero aquí en las colinas, los

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médicos no nos causan problemas -dijo Penny-. Hay trabajo más quesuficiente para todos, y se alegrande que estemos aquí para compartirla carga.

La ley nos obliga a trabajarcomo asalariadas, contratadas porun médico o una clínica. Y aunquelas comadronas seríamosperfectamente capaces de hacercosas como extracciones con vácumy partos con fórceps, debemos tenerel respaldo de un ginecólogocolegiado para que haga todas esas

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cosas, lo mismo que usted.—¿Se ha puesto ya en contacto

con algún tocoginecólogo? -lepreguntó June a R.J.

—No, y les agradecería queme aconsejaran alguno.

—Nosotras trabajábamos conGrant Hardy, un ginecólogo jovenmuy bueno -le explicó Susan-. Eslisto e idealista, y tiene amplitud demiras. -Torció el gesto-.Demasiado idealista, supongo: haaceptado un puesto en elDepartamento de Sanidad, en

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Washington.—¿Se han puesto de acuerdo

con algún otro tocoginecólogo?—Sí, con Daniel Noyes. El

problema es que se retira el añoque viene y tendremos que empezara buscar otro. No obstante -añadióPenny, pensativa-, podría ser lapersona adecuada para usted, comolo es para nosotras. Aparentementees gruñón e irritable, pero enrealidad es un vejete encantador. Esel mejor tocoginecólogo de laregión, con mucho, y si llega a un

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acuerdo con él tendrá usted tiempopara buscar tranquilamente otrotocoginecólogo antes de que seretire.

R.J. asintió.—Me parece razonable.

Intentaré convencerlo para quetrabaje conmigo.

Las comadronas se mostraronvisiblemente complacidas alenterarse de que R.J. había recibidoenseñanza avanzada en obstetricia yginecología y que había trabajadoen una unidad especializada en los

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trastornos hormonales de la mujer.Se sintieron aliviadas al saber

que podían contar con ella si surgíaun problema médico con alguna desus pacientes, y tenían variasmujeres a las que querían queexaminara.

A R.J. le gustaron comopersonas y como profesionales, y supresencia le hizo sentirse mássegura.

Iba con frecuencia a visitar aEva Goodhue, a veces con unoshelados o algo de fruta. Eva era

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callada e introspectiva; al principioR.J. sospechaba que era su manerade llorar la muerte de su sobrina,pero con el paso de los días llegó ala conclusión de que esos rasgosformaban parte de su personalidad.

El comité pastoral de laPrimera Iglesia Congregacionalistahabía limpiado a conciencia elapartamento, y Comidas SobreRuedas, una organización sin ánimode lucro que atendía a los ancianos,le llevaba una comida caliente cadadía. R.J. se reunió con la asistenta

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social del condado de Franklin,Marjorie Lassiter, y con JohnRichardson, ministro de la iglesiaen Woodfield, para hablar de lasrestantes necesidades de la señoritaGoodhue. La asistenta socialcomenzó con un sucinto informe desu situación económica.

—Se ha quedado sin nada.Veintinueve años antes, Norm,

el único hermano vivo de EvaGoodhue, había muerto soltero deuna neumonía. Su muerte habíadejado a Eva como única

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propietaria de la granja familiar enla que había vivido siempre. Eva lavendió enseguida por casi cuarentay un mil dólares y alquiló el piso dela calle Mayor, en el pueblo. Pocosaños después, su sobrina HelenGoodhue Phillips, hija de HaroldGoodhue, el otro hermano difuntode Eva, se divorció de un maridoque la maltrataba y se fue a vivircon su tía.

—Contaban con el dinero queEva tenía en el banco y con unapequeña pensión asistencial -siguió

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explicando Marjorie Lassiter-.Creían tener la vida resuelta, y aveces incluso cedían a la tentaciónde hacer compras por correo.Siempre gastaban más de lo querentaba anualmente su cuentabancaria, hasta que por fin se acabóel capital.

Suspiró-. No es un casoinsólito, créame, que alguien duremás que su dinero.

—Gracias a Dios que todavíacuenta con la pensión -intervinoJohn Richardson.

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—No será suficiente -señalóla asistenta social-. Sólo el alquilermensual ya asciende a cuatrocientosdiez dólares. Ha de comprarcomida. Está en Medicare, pero hade comprar medicamentos.

No tiene ningún seguro médicocomplementario.

—Mientras viva en el pueblo,yo me ocuparé de la atenciónmédica -se ofreció R.J. en voz baja.

Marjorie Lassiter le dirigióuna sonrisa pesarosa.

—Pero aún quedan el

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combustible, la electricidad yalguna que otra prenda de vestir devez en cuando.

—El Fondo Sumner -apuntóRichardson-. El municipio deWoodfield dispone de una suma dedinero que le fue dejada enfideicomiso para que la dedicara aayudar a los ciudadanosnecesitados.

Las ayudas se distribuyendiscretamente según el criterio detres administradores, que lasmantienen en secreto. Hablaré con

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Janet Cantwell -concluyó elministro.

Al cabo de unos días, R.J. seencontró con Richardson ante labiblioteca, y éste le aseguró que yalo había arreglado todo con la juntade administradores: la señoritaGoodhue recibiría un estipendiomensual del Fondo Sumner, losuficiente para cubrir su déficit.

Más tarde, mientrasactualizaba los historiales clínicosde los pacientes, R.J. tomóconciencia de una verdad como un

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templo: mientras viviera en unpueblo que estaba dispuesto aayudar a una anciana indigente, ledaba igual que los lavabos delayuntamiento no fueran nuevos niestuvieran resplandecientes.

—Quiero seguir viviendo enmi casa -dijo Eva Goodhue.

—Y así será -le aseguró R.J.Por indicación de Eva, R.J.

preparó una infusión de casis, lapreferida de la anciana. Se sentarona la mesa de la cocina y comentaronel examen físico que R.J. acababa

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de concluir.—Su estado es

extraordinariamente bueno,teniendo en cuenta que va a cumplirnoventa y tres años.

Está claro que tiene usted unosgenes fantásticos. ¿Sus padrestambién fueron longevos?

—No, mis padres murieronbastante jóvenes. Mi madre, de unataque de apendicitis cuando yosólo tenía cinco años. Quizá mipadre hubiera llegado a viejo, peromurió en un accidente: se soltó un

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cargamento de troncos y quedóaplastado. Eso ocurrió cuando yotenía nueve años.

—Y entonces, ¿quién la crió?—Mi hermano Norm. Yo tenía

dos hermanos; Norm, trece añosmayor que yo, y Harold, que eracuatro años menor que Norm.

No se llevaban bien. Nadabien. No hacían más que discutir,hasta que un día Harold se marchóde la granja y Norman tuvo queocuparse de ella. Ingresó en laGuardia Costera y no volvió más a

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casa ni volvió a comunicarse conNorm, aunque yo recibía una postalde vez en cuando, y a veces porNavidad me llegaba una carta yalgo de dinero.

-Bebió un poco de infusión-.Harold falleció de tuberculosis enel Hospital Naval de Marylandunos diez años antes de la muertede Norm.

—¿Sabe lo que no me entra enla cabeza?

La expresión hizo sonreír aEva.

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—¿Qué?—Cuando usted nació,

Victoria reinaba en Inglaterra.Guillermo II era el últimoemperador de Alemania. TeddyRoosevelt estaba a punto deconvertirse en presidente deEstados Unidos. Y Woodfield...¡cuántos cambios habrá visto usteden Woodfield!

—No tantos como puedaimaginarse -objetó Eva-. Elautomóvil, naturalmente. Ahoratodas las carreteras importantes

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están asfaltadas. Y la electricidadllega a todas partes. Recuerdocuando pusieron las farolas en lacalle Mayor. Yo tenía catorce años.Cuando terminé mis tareas en lagranja, que estaba a diezkilómetros, vine andando hasta elpueblo para ver las lucesencendidas. Aún pasaron diez oveinte años antes de que los cableseléctricos llegaran a todas las casasdel pueblo. Ni siquiera conocimoslas ordeñadoras mecánicas hastaque yo tenía cuarenta y siete años.

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¡Ese sí que fue un cambioagradable!

Apenas dijo nada sobre lamuerte de Helen. R.J. abordó eltema porque creyó que le haría bienhablar de ello, pero Eva se limitó amirarla con ojos cansados, tanprofundos e insondables como unlago.

—Era un alma bendita, la hijaúnica de mi hermano Harold.

Claro que la notaré a faltar.Los echo de menos a todos, o a casitodos.

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Y luego añadió:—He vivido más que todas las

personas que conocía.

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25 - Instalarse

Un suave día de mediados de

octubre, al salir del hospital deGreenfield, R.J. vio a Susan Milleten el aparcamiento, hablando conun hombre calvo y rubicundo.

Era alto y fornido, aunque algoencorvado, como si tuviera lacolumna de hojalata retorcida, y elhombro izquierdo estaba más bajoque el derecho. «Escoliosiscrónica», pensó R.J.

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—¡Hola, R.J.! Venga, quieropresentarle a alguien. DoctorDaniel Noyes, le presento a ladoctora Roberta Cole.

Se estrecharon la mano.—Así que usted es la doctora

Cole. Me parece que lo único queles he oído últimamente a estas trescomadronas es su nombre.

Por lo visto es usted toda unaespecialista en hormonas.

—Yo no diría tanto. -Leexplicó que había trabajado en launidad del Hospital Lemuel Grace,

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y él movió afirmativamente lacabeza.

—No me contradiga. Eso laconvierte en la mayor especialistaen hormonas que hemos tenidojamás por aquí.

—Tengo intención de asistirpartos, dentro de una medicinafamiliar completa, y necesito lacooperación de un tocoginecólogoque pertenezca a la plantilla delcentro médico.

—Conque sí, ¿eh? -dijo él confrialdad.

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—Sí.Se miraron fijamente.—¿Me está pidiendo acaso

que trabaje con usted?Era un hombre gruñón, pensó

R.J., tal como las comadronas lohabían descrito.

—Sí, ésa es la idea.Comprendo que usted no meconoce. ¿Tiene la hora del almuerzolibre, por casualidad?

—No hace falta que malgasteel dinero invitándome a almorzar.

Ya me lo han contado todo

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sobre usted.¿Le han dicho que pienso dar

fin a mi carrera dentro de docemeses y medio?

—Sí, me lo han dicho.—Bueno, pues si todavía

quiere contar conmigo por tan pocotiempo, por mí no hayinconveniente.

—Magnífico. Lo digo en serio,se lo aseguro.

El médico empezó a sonreír.—Bueno, eso ya está

arreglado.

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Y ahora, ¿qué le parece si lainvito a almorzar en la mejorcantina que queda en el mundo y lecuento algunas batallitas sobre lapráctica de la medicina en el oestede Massachusetts?

Realmente era un vejeteencantador, advirtió R.J.

—Me gustaría muchísimo.El doctor Noyes se volvió

hacia Susan, que exhibía unaexpresión satisfecha.

—Supongo que usted tambiénquerrá venir -le dijo con voz hosca.

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—No, tengo un compromiso,pero vayan ustedes -replicó Susan.

Mientras se dirigía hacia sucoche iba riendo para sí.

R.J. estaba muy atareada,trabajaba muchas horas y, por logeneral, cuando tenía un poco detiempo libre se sentía cansada y singanas de hacer nada. El sendero delbosque no había avanzado muchomás allá de los estanques de loscastores.

Cuando quería ir al río, aúntenía que vérselas con un largo

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trecho a través de la espesura.Una vez entrado el otoño,

David y ella tuvieron queabstenerse de visitar los bosques,que estaban llenos de cazadores conla escopeta cargada y el dedonervioso en el gatillo. R.J. seestremecía al ver, una y otra vez,ciervos de cola blanca muertos,tirados sobre la capota de coches ycamiones. En las colinas habíamucha gente que cazaba. Toby y JanSmith invitaron a cenar a R.J. yDavid, y les sirvieron un

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impresionante asado de venado.—Encontré un macho joven,

de cuatro puntas, justo en la crestaque hay encima de la casa -lesexplicó Jan-. Siempre salgo con mitío Carter Smith el primer día de latemporada. He cazado con él desdemuchacho.

Le contó que cuando él y su tíocazaban un ciervo siempre seguíanuna tradición de la familia Smith: learrancaban el corazón al ciervo allídonde había caído, lo partían enrodajas y se lo comían crudo.

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Se complació en compartir esedetalle con ellos y a lo largo delrelato fueron captando elsentimiento de amor y camaraderíaque había entre Jan y su tío.

R.J. reprimió su repugnancia.No pudo dejar de imaginar qué

enfermedades parasitarias podíanhaberse metido en el cuerpo con elcorazón del ciervo, pero desterrótales pensamientos de la cabeza.

Tuvo que reconocer que elvenado estaba exquisito, y cantó susalabanzas mientras comía hasta

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saciarse.Se había insertado en una

cultura que a ella le resultabaconsiderablemente extraña. A vecestenía que tragar saliva y adaptarse atradiciones ajenas a su experiencia.

Había unas cuantas familiasque llevaban muchas generacionesen el pueblo -los antepasados deJan Smith llegaron con sus vacas aWoodfield a finales del siglo Xvii,caminando desde Cape Cody sehabían casado entre sí, de maneraque daba la impresión de que todos

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eran primos de todos. Algunosmiembros de las antiguas familiasde Woodfield acogían bien a losrecién llegados, pero otros no.

R.J. observó que los que sesentían más o menos satisfechosconsigo mismos, por lo general seabrían a nuevas amistades.

En cambio los que no teníanmás esperanza de distinguirse quesus antepasados y su condición denativos tendían a mostrarse críticosy fríos con «los nuevos».

La mayoría de la gente del

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pueblo se alegraba de tener allí a ladoctora. No obstante, era unambiente extraño para R.J., quien amenudo tenía la sensación de ser laexploradora de una nueva frontera.

Ser una médica rural era comohacer acrobacias sin red. EnBoston, en el Hospital LemuelGrace, tenía a mano la tecnologíadiagnóstica y de laboratorio; aquíestaba sola. Seguía existiendo laalta tecnología, pero sus pacientes yella tenían que hacer un esfuerzopara alcanzarla.

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Nunca enviaba a sus pacientesfuera de Woodfield si no eraindispensable pues prefería confiaren sus conocimientos y aptitudes.

Pero había ocasiones en lasque contemplaba a un paciente, y unsilencioso timbre de alarma sonabacon crudeza en su mente y se dabacuenta de que necesitaba ayuda; entales casos enviaba el paciente aGreenfield, a Northampton o aPittsfield, o incluso a Boston, NewHaven o Hanover, donde laespecialización y la tecnología eran

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mayores. Aún se movía a tientas,pero ya empezaba a conoceríntimamente a algunos pacientes, aescrutar los rincones de sus vidasque influían en su salud, de lamanera en que podía hacerlo unmédico de pueblo.

Una noche, a las dos de lamadrugada, la despertó una llamadade Stacia Hinton, la esposa de GregHinton.

—Doctora Cole, nuestra hijaMary y nuestros dos nietos hanvenido de Nueva York a hacernos

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una visita. La más pequeña, Kathy,tiene dos años. Es asmática, y ahoraha cogido un resfriado muy malo.Le cuesta muchísimo respirar; se leha puesto la cara roja y estamosasustados. No sabemos qué hacer.

—Cúbrale la cabeza con unatoalla y que haga vahos. Ahoramismo salgo hacia ahí, señoraHinton.

R.J. metió un equipo paratraqueotomía en el maletín, perocuando llegó a casa de los Hintonse dio cuenta de que no iba a

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necesitarlo. Los vahos le habían idobien a la pequeña; aún tenía una tosseca, pero le llegaba aire a lospulmones y le había desaparecidola rojez de la cara. R.J. hubieraquerido hacerle una radiografíapara saber si era epiglotitis, pero unatento examen le reveló que laepiglotis no estaba afectada.

Había una inflamación de lasmucosas de la laringe y la tráquea.

Kathy se pasó todo elreconocimiento llorando, y cuandoR.J. lo hubo terminado recordó algo

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que le había visto hacer a su padrecon los pacientes de pediatría.

—¿Quieres que te haga untriciclo?

Kathy asintió con la cabeza ycontuvo el llanto. R.J. le enjugó laslágrimas de las mejillas y acontinuación cogió un depresorpara la lengua limpio y dibujó en élun triciclo con su bolígrafo.

La pequeña lo cogió y la miróinteresada.

—¿Quieres un payaso?Kathy volvió a asentir, y no

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tardó en tener un payaso.—Ahora Big Bird.Sus recuerdos de la televisión

eran vagos, pero consiguió dibujarun avestruz con sombrero, y la niñasonrió.

—¿Tendrá que ir al hospital?-preguntó Stacia Hinton.—No lo creo -respondió R.J.Dejó algunas muestras

farmacéuticas y dos recetas para ira recogerlas por la mañana, cuandoabriera la farmacia de ShelburneFalls-. Que siga haciendo vahos.

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Si volviera a empeorar,llámenme enseguida -les indicó.Luego anduvo pesadamente hacia elcoche, condujo soñolienta hastallegar a casa y se desplomó en lacama.

Al día siguiente por la tarde,Greg Hinton se presentó en elconsultorio y le dijo a Toby quequería hablar con la doctora enpersona. Permaneció sentado,leyendo una revista, hasta que R.J.pudo atenderlo.

—¿Cuánto le debo por lo de

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anoche?Cuando se lo dijo, asintió con

un gesto y extendió un cheque.R.J. vio que cubría todo lo que

le debía por las visitas anteriores.—Anoche no lo vi -observó

ella.Él asintió de nuevo.—Me pareció mejor no estar

presente. Me he portado como unidiota con usted, y me resultabaviolento hacerle venir a mi casa enplena noche después de lo que lehabía dicho.

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R.J. sonrió.—No se preocupe por eso,

señor Hinton. ¿Cómo está Kathy?—Mucho mejor. Y gracias a

usted. ¿No me guarda rencor?—No le guardo rencor -dijo

ella y estrechó la mano que letendía.

Con su rebaño de cientosetenta y cinco vacas, Greg Hintonpodía permitirse de sobras pagarlos servicios de un médico, peroR.J. también atendía a Bonnie yPaul Roche, una pareja joven con

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dos hijos pequeños que luchaba porsobrevivir con una granja dedieciocho vacas lecheras.

—Cada mes llamo alveterinario -le contó Bonnie Roche-para que haga los análisis a lasvacas y les ponga inyecciones, perono nos alcanza para pagar un seguromédico para nosotros.

Hasta que llegó usted, lasvacas recibían mejor atenciónmédica que mis hijos.

Los Roche no eran un casoaislado en Estados Unidos. En

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noviembre, R.J. fue al antiguoedificio del ayuntamiento ydepositó un voto para llevar a BillClinton a la presidencia de lanación. Clinton había prometidoque proporcionaría un seguromédico a todos los que careciesende él.

La doctora Roberta Colepretendía recordarle esta promesa,y echó la papeleta como siestuviera rompiendo una lanzacontra el sistema de atenciónsanitaria.

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26 - La línea de lanieve

—Sarah ha tenido relaciones

sexuales.Tras un breve silencio, R.J.

preguntó con cautela:—¿Cómo lo sabes?—Me lo ha dicho ella.—David, es maravilloso que

puedas hablar con tu hija de unacosa tan íntima. Vuestra relacióndebe ser muy buena.

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—Estoy desolado -dijo él convoz contenida, y R.J. se dio cuentade que era verdad-. Quería queesperase hasta estar preparada.

Era más fácil antes, cuando lasmujeres conservaban la virginidadhasta la noche de bodas.

—Tiene diecisiete años,David. Hay quien diría que ya pasade la edad. He tratado a niñas deonce años que ya habían tenidorelaciones sexuales. Sarah tiene uncuerpo de mujer, y hormonas demujer. Cierto que algunas mujeres

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esperan a casarse antes de tenerrelaciones sexuales, pero se hanconvertido en una especie rara.

Incluso en los años en que lassolteras debían conservarsevírgenes, muchas no lo eran.

David hizo un gesto deasentimiento. Había estado toda lavelada callado y taciturno, pero enaquel momento empezó a hablar desu hija con ternura. Le contó queNatalie y él habían hablado conSarah sobre la sexualidad antes ydespués de que su hija llegara a la

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pubertad, y que se considerabaafortunado porque ella aún queríahablar con él abiertamente.

—Sarah no me concretó conquién lo había hecho, pero comoúnicamente sale con BobbyHenderson, creo que no es difícilimaginarlo. Dijo que fue como unexperimento, que el chico y ella sonmuy amigos y que les pareció queya era hora de zanjar el asunto.

—¿Quieres que hable con ellasobre control de natalidad y esascosas? -Tenía unos deseos enormes

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de que David le dijera que sí, perovio que se alarmaba.

—No, no creo que seanecesario. No quiero que sepa quehe hablado de ella contigo.

—Entonces me parece quedeberías hablarle tú de esas cosas.

—Sí, lo haré. -Se animó unpoco-. De todos modos, me dijoque el experimento ha terminado.Valoran demasiado su amistad paraarriesgarse a estropearla, y handecidido seguir siendo sólo buenosamigos.

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R.J. asintió, aunque no muyconvencida. Había observado queen cuanto los jóvenes teníanrelaciones sexuales, casi siemprerepetían la experiencia.

El día de Acción de Graciascenó en la cabaña de los Markus.

David había asado el pavo ypreparado patatas rellenas al horno,y Sarah había hecho un postre abase de ñames con jarabe de arce,acompañados de una salsa con suspropias frutas y bayas. R.J. llevótartas de calabaza y de manzana que

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había confeccionado con pastacongelada del supermercado y unrelleno improvisado por ella mismaa las tres de la madrugada.

Fue una cena de Acción deGracias tranquila y muy agradable.

R.J. se alegró de que ni Davidni Sarah hubiesen invitado a nadiemás. Dieron cuenta de la apetitosacena, bebieron sidra caliente conazúcar y especias e hicieronpalomitas de maíz sobre el fuegodel hogar. Para completar suimagen de cómo sería un día de

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Acción de Gracias perfecto, elcielo encapotado se volvió casinegro al caer la tarde y derramógruesos copos blancos.

—¡Aún es demasiado prontopara que nieve!

—Aquí arriba, no -replicóDavid.

A la hora de marcharse, habíaunos cuantos centímetros de nieveen la carretera. Loslimpiaparabrisas mantenían elcristal despejado y eldescongelador estaba en

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funcionamiento, pero ella condujodespacio y con precaución porqueaún no había mandado colocar losneumáticos para la nieve.

Durante todos sus inviernos enBoston, R.J. había disfrutado de losbreves y misteriosos momentos enlos que todo se hallaba blanco ysilencioso después de una nevada,pero casi al instante empezaban arugir las máquinas quitanieves, loscamiones, coches y autobuses, y elmundo blanco no tardaba enconvertirse en un sucio y

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desagradable revoltijo.En las colinas era distinto.Cuando llegó a la casa de

Laurel Hill encendió la chimenea,apagó las luces y se sentó cerca delfuego en la penumbra de la sala.Por las ventanas se veía unacreciente blancura azulada quehabía cubierto bosques y campos.

Pensó en los animalessilvestres que se acurrucaban en susagujeros en el suelo bajo aquellacapa de nieve, en las cuevecitas delos riscos, en los árboles huecos, y

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les deseó que sobrevivieran.Lo mismo que deseaba para sí.Había sobrevivido a sus ocho

primeros meses como médica deWoodfield, a la primavera y elverano.

Ahora la naturaleza leenseñaba los dientes, y R.J. confióen estar a la altura del desafío.

Cuando la nieve llegaba a lastierras altas, ya no se iba. La líneade la nieve terminaba a unas dosterceras partes de la larga cuestaque la gente del lugar denominaba

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la montaña de Woodfield, demanera que cuando R.J. bajaba ensu coche al valle de Pioneer para iral hospital, al cine o a unrestaurante, se encontraba con unpaisaje sin nieve que por unosinstantes le parecía tan extrañocomo la cara oscura de la luna.Hasta la semana siguiente al día deAño Nuevo no cayó sobre el valleuna nevada tan intensa como paracuajar en el suelo.

A R.J. le gustaba dejar atrásunas tierras sin nieve e internarse

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de nuevo en el mundo blanco de lascolinas. Aunque cada vez habíamenos granjas lecheras, el puebloestaba habituado a una antiguatradición según la cual había quemantener abiertas las carreteraspara que los camiones cisternapudieran recoger la leche, y no leresultaba difícil llegar hasta suspacientes en las visitas a domicilio.

Una noche de principios dediciembre en que se había ido a lacama temprano, la despertó a lasonce y veinte el timbre del teléfono.

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—¿Doctora Cole? Soy LettyGates, de Pony Road. Estoy mal.

—¿Qué le ocurre, señoraGates?

—A lo mejor tengo un brazoroto, y las costillas, no sé... Meduele el pecho al respirar. Me hadado una buena.

—¿Quién? ¿Su marido?—Sí, Phil Gates.—¿Está ahí?—No, se ha ido a beber más.—Pony Road está en la ladera

de la montaña de Henry, ¿no es

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verdad?—Sí.—Bien, de acuerdo. Voy

enseguida.Primero llamó al jefe de

policía. Descolgó el teléfonoGiselle McCourtney, la mujer deljefe.

—Lo siento, doctora Cole,pero Mack no está en casa. Uncamión remolque se ha salido de laautopista en ese trozo helado quehay nada más pasar el vertederomunicipal, y él lleva allí desde las

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nueve, dirigiendo el tráfico.No creo que tarde mucho en

llegar.R.J. le explicó por qué

necesitaba a su marido.—¿Querrá decirle que suba a

casa de los Gates en cuanto estélibre?

—Se lo diré, naturalmente,doctora Cole. Intentaré localizarlopor radio.

No tuvo que conectar latracción a las cuatro ruedas hastaque emprendió la subida de Pony

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Road.A partir de allí la pendiente

era pronunciada, pero la nievecompacta permitía circular con mássuavidad que en verano, cuando elsuelo era de tierra.

Letty Gates había encendido lapotente luz instalada sobre la puertadel cobertizo, y R.J. empezó adistinguirla por entre los árbolescuando aún se hallaba bastantelejos. Metió el Explorer en el patioy paró junto a los escalones deatrás. Acababa de salir del coche y

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estaba recogiendo el maletín delasiento posterior cuando la primeradetonación, seca y ruidosa, le hizodar un respingo, y algo levantó unasalpicadura de nieve junto a subota.

Divisó al instante la figura deun hombre justo en la entrada delcobertizo, en el interior a oscuras.La luz del exterior se reflejaba en lanieve y brillaba mortecina sobre elcañón de lo que R.J. imaginó quesería un rifle de caza mayor.

—¡Largo de aquí, joder! -Se

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tambaleó mientras gritaba, y alzó elarma.

—Su esposa está herida, señorGates. Soy la doctora Cole, y voy aentrar en su casa para atenderla. -Searrepintió nada mas decirlo. Noquería darle ideas; no quería quevolviera a la casa en busca de lamujer.

El hombre disparó de nuevo, yel faro derecho estalló en una lluviade cristales.

R.J. no tenía dóndeesconderse. Su atacante estaba

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provisto de un arma potente, y ellano. Tanto si se escondía detrás delcoche como si lo hacía en suinterior, él sólo tenía que avanzarunos pasos y podría matarla, si eraeso lo que deseaba.

—Sea razonable, señor Gates.No represento ninguna

amenaza para usted. Sólo quieroayudar a su esposa.

Hubo un tercer disparo, y elvidrio del faro izquierdo sedesintegró. Un nuevo disparoarrancó un pedazo del neumático

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delantero izquierdo.Estaba convirtiendo su coche

en chatarra.R.J. se sentía agotada, falta de

sueño y tan aterrorizada que ya nole importaba nada. De repente saliófuera todo lo que llevaba en suinterior, las tensiones acumuladasen el proceso de desmantelar suvida y volvería a construir en unsitio nuevo.

—Basta ya. Basta ya. Basta ya.Basta ya.

Había perdido el control de sí

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misma, había abandonado la razón,y dio un paso hacia él.

El hombre le salió alencuentro, apuntando el rifle haciael suelo pero con el dedo en elgatillo. Iba sin afeitar, vestido conun mono sucio, un chaquetón detrabajo marrón manchado deestiércol y una gorra a cuadros conla leyenda Piensos Plaut en la partedelantera.

—Yo no tenía ningunanecesidad de venir aquí. -Escuchócon asombro su propia voz. Era

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modulada y razonable.Él puso cara de perplejidad y

levantó el arma. En aquel momentooyeron un coche.

Mack McCourtney hizo sonarla sirena, ruidosa y grave como elrugido de un animal gigantesco.

A los pocos instantes aparecióel automóvil bamboleándose por elcamino de acceso, y McCourtneyestuvo con ellos.

—No seas gilipollas, Phillips.Si no dejas el rifle lo vas a tenermuy mal. Acabarás muerto o en la

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cárcel para el resto de tus días, sinposibilidad de emborracharte nuncamás. -El jefe de policía habló entono firme y sereno, y Gates dejó elrifle apoyado contra la pared delcobertizo.

McCourtney lo esposó y lometió en la parte de atrás del jeep,reforzada con una gruesa rejillametálica y tan segura como unacelda.

Con mucho cuidado, como sicaminara sobre una frágil capa dehielo, R.J. entró en la casa.

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Letty Gates tenía numerosasmagulladuras producidas por lospuños de su marido, y lo queresultaron ser fisuras en el cúbitoizquierdo y en la novena y décimacostillas del lado izquierdo.

R.J. llamó a la ambulanciajusto cuando volvía de transportarel camionero al hospital.

Le entablillaron el brazo a laseñora Gates, se lo pusieron encabestrillo y lo sujetaron contra elpecho con un fular ancho parainmovilizar las costillas. Cuando la

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ambulancia se la llevó por fin,Mack McCourtney ya habíamontado la rueda de recambio en elcoche de R.J. El Explorer sin farosestaba ciego como un topo, pero fuesiguiendo al jeep de la policía en unlento descenso por la ladera.

Al llegar a casa, R.J. sóloconsiguió desvestirse a mediasantes de sentarse en el borde de lacama para llorardesconsoladamente.

Al día siguiente tuvo toda lajornada ocupada, pero Dennis

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Stanley, uno de los colaboradoresde McCourtney a tiempo parcial, seencargó de llevar el Explorer aGreenfield. Le compró unneumático de recambio, y elconcesionario Ford sustituyó losdos faros y la instalación eléctricadel izquierdo. Dennis se trasladó acontinuación a la cárcel delcondado para entregarle las facturasa Phil Gates, y le explicó quequizás el juez se sentiría másinclinado a ponerlo en libertad bajofianza si podía decir que estaba

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arrepentido y que ya había reparadolos daños.

Dennis le llevó a R.J. elautomóvil y un cheque de Gates,con el consejo de que lo cobrarainmediatamente, como así hizo.

En diciembre aflojó el trabajo,lo que para ella fue un alivio. Supadre había decidido pasar laNavidad con unos amigos quevivían en Florida, y le preguntó aR.J. si podría hacerle una visita decuatro días a partir del 19 dediciembre, para celebrar las fiestas

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por adelantado.Esta celebración temprana

hacía coincidir Navidad con laHanuka, y David y Sarah le dijeronque tendrían mucho gusto en asistira una cena festiva.

R.J. cortó complacida unarbolito de su propio bosque, ypreparó una buena cena para loscuatro.

Después de cenarintercambiaron regalos. R.J. leregaló a David una pintura quehabía comprado, con la puerta de

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una cabaña que le recordaba a la deél, y un paquete grande de grageasde chocolate M M. Para su padrehabía comprado una jarra deljarabe de arce que hacían losRoche, y un tarro de miel Estoyenamorado de ti. Para Sarah teníauna colección de novelas de JaneAusten. Su padre le regaló unabotella de coñac francés, y Davidun libro de poemas de EmilyDickinson. Sarah le trajo unosguantes que había tejido ella mismacon hilo crudo, y una tercera piedra

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corazón. Al darle los regalos, ledijo que en cierto modo tambiéneran de Bobby Henderson.

—La lana proviene de lasovejas que cría su madre, y lapiedra corazón la encontré en supatio.

El padre de R.J. se hacíamayor. Estaba más indeciso de loque ella recordaba, un poco máscallado y algo nostálgico. Habíatraído la viola da gamba. Tenía lasmanos tan artríticas que le resultabadoloroso tocar, pero insistió en que

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debían interpretar una melodía.Después de abrir los regalos, R.J.se sentó al piano e interpretaron unaserie de dúos que parecía que noiba a terminar jamás. Fue mejor aúnque la cena perfecta de Acción deGracias; fue la mejor Navidad queR.J. había conocido.

Cuando David y Sarah sehubieron marchado a casa, el padrede R.J. abrió la puerta y salió alporche.

Hacía un frío cortante quedaba a la superficie de la nieve un

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brillo helado, y la luna llenaproyectaba sobre el prado uncamino de luz, como si fuera unlago.

—Escucha -dijo su padre.—¿Qué he de escuchar?—Toda esta calma.Permanecieron juntos en el

porche, respirando el aire heladodurante un largo minuto. El vientohabía amainado y reinaba unsilencio total.

—¿Siempre hay tantatranquilidad? -quiso saber él.

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R.J. esbozó una sonrisa.—Casi siempre -contestó.

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27 - La estación defrío

David fue a casa de R.J. una

tarde en que ella no estaba.Calzado con sus raquetas para

la nieve, pasó tres veces por elsendero que habían abierto en elbosque, apisonando la gruesa capade nieve para que pudieranrecorrerlo los dos con esquís demontaña. El sendero era demasiadocorto, un esquiador lo cubría muy

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pronto, y estuvieron de acuerdo enque tendrían que terminarlo atiempo para poder esquiar mejor elinvierno siguiente.

Durante la estación fría elbosque se transformaba en un lugarmuy distinto. Vieron huellas deanimales que en verano habríancruzado el bosque sin dejar ningunaseñal: huellas de ciervo, visón,mapache, pavo salvaje, gatomontés.

Una hilera de huellas deconejo terminaba bruscamente en un

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montón de nieve revuelta al ladodel camino. David apartó la nievecon un bastón de esquí y descubriósangre congelada y trozos de pielblanca de un conejo devorado porun búho.

La nieve representaba unaenorme dificultad para la vidacotidiana en las colinas. Asugerencia de David, R.J. compróun par de raquetas para andar por lanieve y practicó con ellas hasta quellegó a desenvolverse de un modorazonable. Las llevaba siempre en

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el coche, «por si acaso». Enrealidad, aquel invierno no tuvonecesidad de utilizarlas. Pero acomienzos de enero hubo unatormenta que incluso a losveteranos del pueblo les parecióuna gran nevada. Tras un día y unanoche en los que no cesaron de caergruesos copos de nieve, el teléfonode R.J. sonó justo cuando sedisponía a desayunar.

Era Bonnie Roche.—Doctora Cole, tengo un

dolor muy fuerte en el costado, y

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tantas náuseas que no he podidoacabar de ordeñar.

—¿Tiene fiebre?—Estoy a treinta y ocho. Pero

me duele muchísimo el costado.—¿Qué costado?—El derecho.—¿Arriba o abajo?—Arriba... Bueno, no sé.

Hacia el medio, me parece.—¿Le han extraído el

apéndice?—No. ¡Ay, doctora Cole! No

puedo ir al hospital, ni pensarlo.

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No tenemos dinero.—No demos nada por sentado.Salgo hacia ahí ahora mismo.—Sólo podrá llegar hasta el

desvío de la carretera. Nuestrocamino particular está bloqueadopor la nieve.

—Procure aguantar yespéreme -dijo R.J. con vozresuelta-. Llegaré.

Su camino particular medíamás de dos kilómetros. R.J. llamóal servicio de ambulancia delpueblo, que tenía una unidad de

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rescate provista de motos para lanieve.

Fueron a esperarla a la entradadel camino de los Roche con dosvehículos, y poco después R.J. seencontró sentada detrás de JanSmith y abrazada a él, con la frentecontra su espalda mientras sedeslizaban por la pista de tierracubierta de nieve. Nada más llegarcomprobó que el problema deBonnie era una apendicitis. Encondiciones normales, R.J. nuncahabría elegido una moto para la

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nieve como transporte idóneo parauna paciente con apendicitis, perolas circunstancias se lo imponían.

—No puedo ir al hospital,Paulie -le dijo Bonnie a su marido-.

No puedo, maldita sea. Tú yalo sabes.

—No te preocupes por eso.Déjalo en mis manos -respondióPaul Roche. Era un hombre alto yhuesudo, de veintitantos años queaún parecía demasiado joven parabeber alcohol legalmente. Todas lasveces que R.J. había acudido a su

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granja lo había encontradotrabajando, y siempre lo había vistocon su preocupado rostro juvenilsurcado por un ceño de adulto.

A pesar de sus protestas,Bonnie tuvo que subir al vehículode Dennis Stanley, que se alejó a lamínima velocidad posible.

Bonnie viajaba encogida sobresí misma, protegiéndose elapéndice. La ambulancia y lostécnicos estaban esperándola en lacarretera, despejada por lasmáquinas quitanieves, y se la

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llevaron apresuradamente,rompiendo con la sirena el silenciodel campo.

—En cuanto al dinero, doctoraCole... No tenemos seguro -leanunció Paul.

—¿El año pasado obtuvieronde la granja un beneficio de más detreinta y seis mil dólares netos?

—¿Treinta y seis mil dólaresnetos? -Sonrió con amargura-.

Supongo que está usted debroma.

—Entonces, según las

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disposiciones de la Ley Hill-Burton, el hospital no les cobraránada. Yo me encargaré de que lesmanden los papeles necesarios.

—¿En serio?—Sí. Aunque... me temo que la

Ley Hill-Burton no incluye loshonorarios de los médicos. Por mifactura no se preocupe -se forzó adecir-, pero sin duda tendrá quepagar a un cirujano, un anestesista,un radiólogo y un patólogo.

Le dolió ver cómo la angustiavolvía a reflejarse en los ojos del

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joven.Aquella noche le contó a

David los apuros de los Roche.—La Ley Hill-Burton se

aprobó con el propósito de protegera los indigentes y a las personas sinseguro contra posiblescalamidades, pero no lo consigueporque sólo cubre la factura delhospital.

La situación económica de losRoche es precaria, y a duras penasse mantienen a flote. Los gastos noincluidos podrían bastar para

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hundirlos.—El hospital incrementa sus

facturas a las compañías de segurospara cubrir lo que no puede cobrara los pacientes como Bonnie -comentó David con voz pausada-, ylas compañías de seguros aumentansus primas para cubrir eseincremento. O sea que al final todoslos que contratan un seguro médicoacaban pagando los gastos dehospital de Bonnie.

R.J. asintió.—Es un mal sistema, un

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sistema completamente inadecuado.En Estados Unidos hay treinta

y siete millones de personas quecarecen de cualquier tipo de seguromédico.

Las naciones industrializadas,como Alemania, Italia, Francia,Japón, Inglaterra y Canadá,proporcionan atención médica atodos sus ciudadanos, y el coste esuna pequeña parte de lo que el paísmás rico del mundo se gasta en unsistema de atención sanitariainadecuado. Es una vergüenza

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nacional.David suspiró.—No creo que Paul salga

adelante aunque consigan superareste problema. En las colinas, lacapa de tierra es superficial ypedregosa. Tenemos algunoscampos de patatas y unos pocoshuertos, y algunos agricultoresplantaban tabaco, pero lo que mejorse da en estas alturas es la hierba.Por eso había tantas granjaslecheras. Pero el Gobierno ya nosubvenciona el precio de la leche, y

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los únicos productores de leche quepueden ganar dinero son las grandesempresas agroindustriales, granjasenormes con rebaños gigantescos,en estados como Wisconsin o Iowa.

-Era el tema de su novela-. Laspequeñas granjas de por aquí hanido reventando como globos. Y alhaber menos granjas hadesaparecido el entramado que lassostenía. Sólo quedan uno o dosveterinarios para cuidar del ganado,y los concesionarios de materialagrícola han cerrado sus puertas, de

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manera que si un agricultor comoPaul necesita un repuesto para eltractor o para la embaladora, tieneque desplazarse hasta el estado deNueva York o de Vermont paraencontrarlo. Los pequeñosagricultores están condenados. Losúnicos que quedan son los quetienen una fortuna personal y unoscuantos como Bonnie y Paul,románticos empedernidos.

R.J. recordó lo que habíadicho su padre cuando le expuso sudeseo de practicar la medicina

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rural.—¿Los últimos vaqueros en

busca de la pradera desaparecida?—Algo por el estilo -

respondió David, sonriente.—No hay nada malo en ser

romántico. -Decidió hacer todo loque estuviera en sus manos para queBonnie y Paul conservaran sugranja.

Sarah se había ido a NewHaven con el club de teatro de laescuela para ver una reposición de“La muerte de un viajante” y

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pasaría toda la noche fuera. Davidpreguntó tímidamente a R.J. sipodía quedarse a dormir en La Casadel Límite.

Era una nueva vuelta de tuercaen su relación, no porque David nofuera bien recibido en su casa sinoporque de pronto se introducía másdecididamente en su espacio vital, yeso era algo a lo que había queacostumbrarse. Hicieron el amor yluego él se quedó en la habitación,ocupando casi toda la cama,durmiendo tan profundamente como

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si se hubiera pasado allí las últimasmil noches.

Hacia las once, incapaz deconciliar el sueño, R.J. se levantóde la cama y fue a conectar eltelevisor de la sala para ver lasnoticias de la noche, con elvolumen muy bajo. A los pocosminutos se encontró escuchando aun senador que tachaba a HillaryClinton de «samaritana visionaria»por su promesa de hacer aprobaruna ley de asistencia sanitaria paratodo el mundo. El senador era

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millonario, y todos sus problemasde salud eran atendidos en elHospital Naval de Bethesda deforma gratuita.

R.J., a solas ante la pantallaparpadeante, lo maldijo entredientes hasta que empezó a reírsede su propia tontería.

Entonces apagó el aparato yvolvió a la cama.

El viento gemía y aullaba, fríocomo el corazón del senador. Erabueno acurrucarse contra el cuerpocaliente de David, y al fin se

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durmió tan profundamente como él.

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28 - La subida de lasavia

La llegada de la primavera la

cogió por sorpresa. Durante laúltima semana de aquel febrero grisy desapacible, mientras R.J. aún sehallaba psicológicamente en plenoinvierno, empezó a ver desde elcoche a gente trabajando en losbosques, junto a la carretera.

Clavaban puntas de metal o demadera en los arces y colgaban

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cubos en ellas, o tendían manguerasde plástico como una red gigante desondas intravenosas entre lostroncos de los árboles y grandesdepósitos de recolección. Con elmes de marzo llegó el tiempoadecuado para la sangría: noches deescarcha, días más cálidos.

Las pistas sin asfaltar sedeshelaban cada mañana y seconvertían en canales de engrudo.R.J. se vio en apuros nada másinternarse por la pista particularque conducía a la casa de los

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Roche, y al poco rato el Explorerquedó atascado en el barro hastalos ejes.

Cuando se apeó del coche, lasbotas se hundieron en el suelo comosi algo tirase de ellas hacia abajo.R.J. desenrolló el cable del tornomontado en el morro del Explorer yavanzó con dificultad por lacarretera, tirando de él hasta quehubo más de treinta metros de cablesobre el fango. Eligió un robleinmenso que parecía anclado en latierra para toda la eternidad, lo

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rodeó con el cable y aseguró elgancho de modo que no pudierasoltarse.

El torno iba acompañado de unmando a distancia. R.J. se hizo a unlado, pulsó el botón y se quedómirando fascinada cómo el cableera recogido por el torno y se ibatensando de forma gradual einexorable. Se produjo un fuerteruido de succión cuando los cuatroneumáticos se desprendieron delespeso barro y el automóvil empezóa moverse lentamente, centímetro a

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centímetro. Después de verloavanzar unos veinte metros hacia elroble, R.J. detuvo el torno, volvió asubir y puso el motor en marcha.

Una vez libres las ruedas,comprobó que la tracción integralle permitía seguir adelante, y encuestión de minutos tuvo el cablerecogido y pudo reanudar el viajehacia la granja de los Roche.

Bonnie, a la que se habíaextirpado el apéndice, se hallabasola en casa. Aún no podía hacertrabajos pesados, y Sam Roche, un

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muchacho de quince años, hermanode Paul, acudía todas las mañanasantes de ir a la escuela y todas lasnoches después de cenar yordeñaba las vacas. Paul habíaentrado a trabajar comotransportista en la fábrica decuchillos de Buckland, para pagarlas facturas; llegaba a casa pasadaslas tres de la tarde y dedicaba elresto del día a recoger savia dearce para hervirla luego en larefinería hasta altas horas de lamadrugada. Era un trabajo muy duro

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pues había que recoger y hervircuarenta litros de savia paraobtener un litro de jarabe, pero lagente lo pagaba muy bien y ellosnecesitaban hasta el último dólar.

—Tengo miedo, doctora Cole-le confesó Bonnie-. Tengo miedode que Paul no pueda soportar tantotrabajo. Tengo miedo de que uno delos dos vuelva a caer enfermo.

Si llegara a ocurrir, adiósgranja.

R.J. tenía los mismos temores,pero meneó la cabeza.

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—No consentiremos quesuceda -le aseguró.

Algunos momentos no losolvidaría jamás.

22 de noviembre de 1963. Sedisponía a entrar en clase de latínen la escuela secundaria cuandooyó comentar a dos profesores queun francotirador había matado aJohn F. Kennedy en Tejas.

4 de abril de 1968. Aldevolver unos libros a la bibliotecapública de Boston vio llorar a unabibliotecaria y se enteró de que la

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bala de un asesino había acabadocon la vida de Martin Luther King.

5 de junio del mismo año.Estaba ante la puerta delapartamento en que vivía con supadre, besando a un chico con elque había salido.

Recordaba que era más bienrollizo y que tocaba el clarinete enuna orquesta de jazz, pero habíaolvidado cómo se llamaba. El chicoacababa de tocar la armadura deropa que le cubría el pecho,compuesta por un grueso jersey y el

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sostén, y ella se preguntaba cómodebía reaccionar, cuando de prontola radio del coche de su padreanunció que habían disparadocontra Robert Kennedy y que nohabía esperanzas de quesobreviviera.

Más tarde añadiría el momentoen que se enteró de que habíanasesinado a John Lennon, y el de laexplosión del “Challenger”.

Una lluviosa mañana demediados de marzo, en casa deBarbara Kingsmith, tuvo otro de

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esos momentos terribles.La señora Kingsmith tenía una

infección renal grave, pero la fiebreno había afectado a su locuacidad yestaba quejándose de los colorescon que habían pintado el interiordel ayuntamiento cuando R.J. oyóunas palabras del televisor que lahija de la señora Kingsmith teníaconectado en el estudio.

—Discúlpeme -le dijo a laseñora Kingsmith, y entró en elestudio. La televisión estabainformando de que un activista de

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Derecho a Vivir llamado MichaelF.

Griffin había matado de un tiroal doctor David Gunn, un médicoque practicaba abortos en Florida.

Los grupos antiabortistasestaban recolectando dinero parapagarle a Griffin la mejor defensaposible.

El miedo la dejó abrumada.Al salir de casa de los

Kingsmith se encaminódirectamente a la de David y loencontró en su despacho.

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David la abrazó y consolómientras ella hablaba de los rostroscontraídos que tantas mañanas dejueves había visto en Jamaica Plain.R.J. le describió las miradascargadas de odio y le reveló queahora sabía qué esperaba ver todoslos jueves: una pistola apuntadahacia ella, un dedo cerrándosesobre el gatillo.

Visitaba a Eva con másfrecuencia de la necesaria desde unpunto de vista médico. El piso deEva quedaba muy cerca de su

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consultorio, y R.J. había llegado aadmirar a la anciana y a utilizarlacomo fuente de información parasaber cómo era el pueblo en sujuventud.

Por lo general llevaba heladoy se lo comían entre las dosmientras conversaban. Eva tenía lamente clara y buena memoria. Lehabló de los bailes que secelebraban en el primer piso delayuntamiento los sábados por lanoche, a los que acudía todo elpueblo, incluso los niños. Y de los

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tiempos en que había un depósito dehielo en Big Pond, y un centenar dehombres se arracimaban sobre elhielo y lo cortaban en bloques. Y dela mañana de primavera en que uncarro cargado de hielo y un tiro decuatro caballos rompieron el hieloy se hundieron en las negras aguas,y todos los caballos y un hombrellamado Chink Roth murieronahogados.

Eva se puso muy contentacuando supo dónde vivía R.J.

—Caramba, si yo he vivido

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por allí cerca casi toda mi vida, amenos de un par de kilómetros.

Nuestra granja era la que estáen la carretera de arriba.

—¿Donde ahora viven Freda yHank Krantz?

—¡Sí! Nos la compraron anosotros. -En aquellos tiempos, leexplicó Eva, la finca de R.J. erapropiedad de un tal HarryCrawford-. Su mujer se llamabaRosalie. También nos compró latierra a nosotros, y construyó lacasa en que ahora vive usted. Tenía

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un pequeño aserradero a orillas delCatamount, movido por un molinode agua. Talaba árboles de subosque y fabricaba y vendía todaclase de objetos de madera, cubos,moldes para mantequilla, remos ypalas, yugos para bueyes,servilleteros, e incluso muebles. Elaserradero se quemó hace años. Sise fija bien, creo que aún podrá verlos cimientos junto al río.

»Recuerdo que yo teníaentonces..., no sé, quizá siete u ochoaños, y muchas veces me acercaba

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por allí para ver cómo aserraban yclavaban los maderos, cuandoestaban construyendo su casa. HarryCrawford y dos hombres más. Norecuerdo quiénes eran los otros dos,pero lo que sí recuerdo es que laseñora Crawford me hizo un anillocon un clavo de dos peniques.

-Cogió a R.J. de la mano y lesonrió con afecto-. Es casi como sihubiéramos sido vecinas, ¿no cree?

R.J. interrogó minuciosamentea Eva, pensando que quizá lahistoria de los Crawford podría

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arrojar algo de luz sobre loshuesecillos que se encontrarondurante la excavación del estanque,pero no llegó a sacar nada en claro.

Un par de días después,cuando pasaba por la calle Mayor,entró en la antigua casa de maderaque albergaba el Museo Históricode Woodfield y examinó lospapeles de la sociedad histórica,algunos de ellos mohosos yamarillentos.

Los Crawford habían tenidocuatro hijos. Un hijo y una hija,

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Tyrone Joseph y Linda Rae, habíanmuerto de pequeños y estabanenterrados en el cementeriomunicipal. Otra hija, Barbara, habíamuerto a una edad madura en laciudad de Ithaca, en Nueva York; suapellido de casada era Sewall. Unhijo, Harry Hamilton Crawford, Jr.,se había mudado a Californiamuchos años atrás y se ignoraba suparadero.

Harry y Rosalie Crawforderan miembros de la PrimeraIglesia Congregacionalista de

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Woodfield, y habían enterrado ados hijos en el cementerio delpueblo. ¿Era probable, se preguntóR.J., que hubieran sepultado a otracriatura en tierra no consagrada, sinuna lápida?

No lo era. A no ser, porsupuesto, que en aquel nacimientohubiera algo que causara unaenorme verg8enza a los Crawford.

Seguía siendo un enigma.R.J. y Toby Smith habían

llegado a ser algo más que jefa yempleada. Estaban convirtiéndose

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en dos buenas amigas que podíanhablar en confianza de las cosasverdaderamente importantes. Esohacía que R.J. se sintiera másvulnerable en lo tocante a suincapacidad para ayudar a Toby yJan a concebir un hijo.

—Dices que mi biopsiaendometrial dio buenos resultados,y que el semen de Jan está bien. Yhemos puesto mucho cuidado enhacer exactamente lo que nosaconsejaste.

—A veces nos resulta

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imposible saber por qué no seproduce el embarazo -contestó R.J.sintiéndose en cierto modo culpablepor no haber podido ayudarles-.Creo que deberíais ir a Boston paravisitar a un especialista enfertilidad. O a Dartmouth.

—No creo que consigaconvencer a Jan para que vaya. Estácansado de todo el asunto. A decirverdad, yo también lo estoy -replicó Toby en tono irritado-.Hablemos de otra cosa.

Así que R.J. le habló

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francamente de sus relaciones conDavid.

Pero Toby apenas comentónada.

—Me parece que David no tecae demasiado bien.

—No es verdad -protestóToby-. David le cae bien a casitodo el mundo, pero no sé de nadieque haya intimado con él. Escomo... como si viviera encerradoen sí mismo, no sé si lo entiendes.

R.J. lo entendía perfectamente.—La pregunta importante es:

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¿te gusta a ti?—Sí que me gusta, pero ésa no

es la pregunta importante. Lapregunta importante es: ¿lo quiero?

Toby enarcó las cejas.—¿Y cuál es la respuesta

importante?—No lo sé. Somos

completamente distintos. Dice quetiene dudas religiosas, pero vive enun mundo muy espiritual, un mundotan espiritual que yo jamás lo podrécompartir con él. Yo antes sólotenía fe en los antibióticos. -Esbozó

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una sonrisa pesarosa-. Ahora nisiquiera en eso.

—Entonces... ¿hacia dónde osdirigís?

R.J. se encogió de hombros.—Tendré que tomar una

decisión dentro de poco para no serinjusta con él.

—No te imagino siendo injustacon alguien.

—Te llevarías una sorpresa -replicó R.J.

David estaba terminando losúltimos capítulos de su libro. Eso

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los obligaba a verse con menosfrecuencia, pero David estaballegando al final de un largo y durocamino, y R.J. se alegraba por él.

El escaso tiempo libre de quedisponía lo pasaba a solas. Un díaque paseaba por la orilla del ríoencontró los cimientos delaserradero de Harry Crawford,unos grandes bloques de piedradesbastada. Árboles y arbustosenvolvían y ocultaban loscimientos, y varios bloques depiedra se habían deslizado al lecho

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del río. A R.J. le hubiera gustadoque David estuviera libre paraenseñarle los restos del aserradero.

Junto a uno de los bloquesencontró una pequeña piedracorazón, de un mineral azul que nosupo identificar. No le pareció muyprobable que pudiera encerrarninguna magia.

Impulsivamente, telefoneó aSarah.

—¿Quieres venir conmigo alcine?

—Ah..., bueno.

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«Una idea tonta», se dijo conseveridad. Pero, con gran placerpor su parte, la cosa salió bien.

Fueron a Pittsfield en sucoche, cenaron en un restaurantetailandés y vieron una película.

—Tenemos que repetirlo otrodía -le propuso, con intención decumplirlo-. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.Pero se acumuló el trabajo y

fueron pasando los días. Variasveces se cruzó con Sarah en la calleMayor, y Sarah sonreía al verla.

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Cada vez le resultaba másagradable encontrársela porcasualidad.

Un sábado por la tarde, tres ocuatro semanas después, lesorprendió ver a Sarah por elcamino de acceso a su casa. Iba alomos de “Chaim”, y al llegar le atólas riendas en la barandilla delporche.

—Hola. Qué grata sorpresa.¿Quieres un té?—Hola. Sí, gracias.R.J. sirvió también unas pastas

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que acababa de sacar del horno yque había hecho siguiendo unareceta de Eva Goodhue.

—Puede que les falte algúningrediente -comentó indecisa-. ¿Ati qué te parece?

Sarah sopesó una pasta.—Podrían ser más ligeras...Oye, ¿hay muchas cosas que

puedan retrasar la regla? -lepreguntó, y R.J. olvidó susproblemas de cocina.

—Bueno, sí. Muchas cosas.Es la primera vez que se

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retrasa?¿Es sólo una falta?—Varias faltas.—Comprendo -dijo en tono

jovial, con su voz más controladade doctora amiga-. ¿Hay otrossíntomas?

—Náuseas y vómitos -respondió Sarah-. Lo que se llamamalestar matutino, supongo.

—¿Todo esto me lo preguntaspara una amiga? ¿Por qué no ledices que venga a verme alconsultorio?

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Sarah cogió otra pasta, laexaminó como si no supiera sicomérsela o no, y por fin ladevolvió al plato. Luego miró a R.J.de forma muy parecida a comohabía mirado la pasta. Cuando sedecidió a hablar, su voz encerrabasólo una sombra casi imperceptiblede amargura, y apenas un levísimotemblor.

—No lo pregunto para unaamiga.

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LIBRO III LAS PIEDRAS DEL CORAZON

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29 - La petición deSarah

Ese año Sarah llevaba el pelo

al estilo de docenas de jóvenesmodelos y artistas de cine, enlargos y enmarañados tirabuzones.Los gruesos cristales de las gafashacían mayores y más luminosossus ojos tiernos y preocupados. Laboca, de labios carnosos, letemblaba ligeramente, y loshombros tensos y encorvados

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parecía que esperaban los golpesvengativos de un Dios castigador.Le habían vuelto a salir los granosde la barbilla, y tenía otro más juntoa la aleta de la nariz. Incluso enaquellos momentos en que conteníacuidadosamente la desesperación,seguía pareciéndose a la madremuerta cuyas fotos R.J. habíaexaminado con disimulo, aunqueSarah era más alta y había heredadoalgunas facciones de David, máspronunciadas; en conjuntoencerraba la promesa de una

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belleza más interesante que la quese revelaba en las fotografías deNatalie.

Bajo el minuciosointerrogatorio de R.J., lo que Sarahhabía descrito como «varias faltas»resultaron ser tres.

—¿Por qué no viniste a vermeantes? -le preguntó R.J.

—Siempre tengo unas reglasmuy irregulares, y pensaba que yame vendría.

Además, añadió Sarah, lehabía costado mucho tomar una

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decisión.Los bebés eran maravillosos.

Se había pasado muchas horastendida en la cama, imaginando ladulce suavidad, la desvalida ternurade un bebé.

¿Cómo había podido ocurrirlea ella?

—¿No utilizabaisanticonceptivos?

—No.—Pero, Sarah. ¿Y todos los

programas sobre el sida que osdieron en la escuela? -le preguntó

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R.J. con mal disimulada amargura,sin poderse contener.

—Sabíamos que no íbamos acoger el sida.

—¿Cómo podíais estarseguros de una cosa así?

—Porque ninguno de los doshabía hecho nunca el amor con otrapersona. La primera vez Bobbyutilizó un preservativo, pero lasiguiente no teníamos ninguno.

No sabían nada de nada. R.J.hizo un esfuerzo por mantenerseserena.

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—Dime, ¿has hablado de estocon Bobby?

—Está muerto de miedo -respondió Sarah categóricamente.

R.J. asintió.—Dice que podemos casarnos,

si quiero.—¿Y tú qué dices?—Me gusta mucho, R.J.

Incluso lo quiero mucho. Pero no loquiero para toda la vida,¿comprendes? Sé que es demasiadojoven para ser un buen padre, y yosoy demasiado joven para ser una

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buena madre. Quiere ir a launiversidad a estudiar derecho y serun abogado importante enSpringfield, como su padre. -Seapartó un mechón de la frente-. Yoquiero ser meteoróloga.

—¿Ah, sí? -Debido a suafición a coleccionar piedras, R.J.tenía la impresión de que leinteresaba la geología.

—Siempre me fijo en el partemeteorológico de la televisión.

Algunos de esos hombres deltiempo son unos gilipollas, unos

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payasos que no tienen ni idea denada. Los científicos estándescubriendo constantemente cosasnuevas sobre el clima, y creo queuna mujer inteligente que trabajemucho puede llegar muy lejos.

A pesar de su estado de ánimo,R.J. esbozó una sonrisa, aunque fueuna sonrisa fugaz. Veía con claridadhacia dónde se encaminaba laconversación, pero quería que fuerala propia Sarah quien llevara lainiciativa.

—¿Cuáles son tus planes,

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entonces?—No puedo criar un hijo.—¿Has pensado en darlo en

adopción?—Lo he pensado muchísimo.

En otoño empezaré el último curso.Es un año importante. Necesito unabeca para ir a la universidad, y sitengo que ocuparme de un embarazono podré conseguirla. Quieroabortar.

—¿Estás segura?—Sí. No lleva mucho tiempo,

¿verdad?

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R.J. suspiró.—No, no mucho, siempre que

no se presenten complicaciones.—¿Suelen presentarse?—No es muy frecuente. Pero,

en realidad, en cualquier cosa quehagas pueden surgircomplicaciones.

Se trata de un procedimientoagresivo.

—Pero tú puedes llevarme aun sitio bueno, bueno de verdad, ¿aque sí?

Las pecas resaltaban sobre la

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tez pálida de Sarah y le daban unaapariencia tan joven y vulnerableque a R.J. le costó hablar connormalidad.

—Sí, podría llevarte a un sitiobueno de veras, si es lo quefinalmente decides. ¿Por qué no lohablamos con tu padre?

—¡No! ¡Él no tiene queenterarse de nada! Ni una palabra,¿me entiendes?

—Estás cometiendo un graveerror, Sarah.

—Eso tú no puedes decirlo.

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¿Te crees que conoces a mipadre mejor que yo? Cuando muriómi madre, se volvió un borrachoque no se tenía en pie. Esto podríahacerle beber de nuevo, y no quierocorrer ese riesgo.

Mira, R.J., eres muy buena conmi padre y te aseguro que tiene ungran concepto de ti, pero a mítambién me quiere, y tiene...tieneuna imagen irreal de mí. Tengomiedo de que esto sea demasiadopara él.

—Pero se trata de una

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decisión muy importante, Sarah, yno deberías tomarla tú sola.

—No estoy sola. Te tengo a ti.Eso obligó a R.J. a pronunciar

cuatro palabras muy duras:—No soy tu madre.—No necesito una madre. Lo

que necesito es una amiga -Sarah lamiró-. Lo haré igualmente con o sintu ayuda, R.J. Pero te necesito a milado.

R.J. la miró a su vez yfinalmente hizo un gesto deasentimiento.

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—Muy bien, Sarah. Seré tuamiga. -Algo en la expresión o enlas palabras reveló su dolor, y lamuchacha le cogió la mano.

—Gracias, R.J. ¿Tendré quepasar la noche en la clínica?

—Por lo que me has dicho,creo que has entrado en el segundotrimestre. Un aborto de segundotrimestre es un procedimiento dedos días. Y luego habrá hemorragia,seguramente más que un flujomenstrual intenso. Piensa quetendrás que pasar al menos una

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noche fuera de casa. Pero, Sarah, enMassachusetts, una menor dedieciocho años necesita elconsentimiento de los padres paraabortar.

Sarah la contempló fijamente.—Puedes hacerme el aborto

aquí.—No, de ninguna manera.-R.J. le cogió la otra mano y

percibió la tranquilizadora energíajuvenil-. Aquí no tengo medios parapracticar un aborto, y las dosqueremos que se haga de la mejor

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manera posible. Si estásabsolutamente segura de quequieres abortar, sólo tienes dosalternativas: puedes ir a una clínicade otro estado o puedes pedir a unjuez que te autorice a abortar enéste sin el consentimiento paterno.

—Oh, Dios. ¿Tengo quepresentarme en público?

—No, de ninguna manera.Verías al juez en la intimidad de sudespacho; a solas los dos.

—¿Tú qué harías si estuvierasen mi lugar?

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Se sintió acorralada por estapregunta directa. No era posibleevadirla, y le debía una respuesta ala joven.

—Iría a hablar con el juez -respondió decidida-. Podríaconcertar la entrevista en tunombre.

Casi nunca niegan laautorización.

Y luego podrías ir a unaclínica de Boston; estuvetrabajando allí algún tiempo y séque es muy buena.

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Sarah sonrió y se enjugó losojos con las yemas de los dedos.

—Entonces, lo haremos así.Pero ¿cuánto costará?—Un aborto de primer

trimestre cuesta trescientos veintedólares.

Un aborto de segundotrimestre, como el que tú necesitas,es más complicado y más caro.Quinientos cincuenta dólares. Notienes ese dinero, ¿verdad?

—No.—Yo pagaré la mitad. Y tienes

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que decirle a Robert Henderson queha de pagar el resto. ¿De acuerdo?

Sarah asintió con un gesto.Por primera vez empezaron a

temblarle los hombros.—Pero lo primero que

necesitas es un examen físico.A pesar de lo que había dicho

antes, y aunque R.J. no considerabaque Sarah fuera realmente su hija,era alguien con quien tenía unaestrecha relación personal. Sesentía tan incapaz de hacerle unexamen interno a Sarah Markus

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como si ella misma hubiera sufridolos dolores de dar a luz a Sarah, ohubiera estado en el ascensor de losgrandes almacenes cuando Sarah seorinó sobre la moqueta, o la hubieraacompañado a la escuela porprimera vez.

Descolgó el teléfono, llamó alconsultorio de Daniel Noyes enGreenfield y concertó una visitapara Sarah.

El doctor Noyes concluyó que,en la medida en que él podíaafirmarlo, Sarah llevaba catorce

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semanas de embarazo.Demasiado tiempo. El firme y

joven abdomen de la muchachaapenas estaba abultado, pero noseguiría mucho tiempo así.

R.J. sabía que cada día quepasara las células se multiplicarían,el feto crecería y el abortoresultaría más complicado.

Solicitó una audiencia judicialcon el honorable Geoffrey J.Moynihan. Llevó a Sarah al juzgadoen su automóvil, le dio un besoantes de dejarla en el despacho del

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juez y se sentó a esperar en el durobanco de madera pulida que habíaen el pasillo de mármol.

El objeto de la audienciaconsistía en convencer al juezMoynihan de que Sarah era lobastante madura para someterse aun aborto.

Para R.J., la audiencia mismaera una cuestión intrincada: si Sarahno era bastante madura paraabortar, ¿cómo podía serlo para dara luz y criar un hijo?

La entrevista con el juez duró

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doce minutos. Al salir, Sarah hizoun gesto afirmativo con expresiónsombría.

R.J. le pasó un brazo por loshombros y se dirigieron juntas haciael coche.

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30 - La pequeñaexcursión

«Después de todo, ¿qué es una

mentira? No es sino la verdadenmascarada», escribió Byron. R.J.detestaba la farsa.

—Si te parece bien, mellevaré a tu hija a Boston un par dedías, David. Invito yo. Sólo chicas.

—Bueno, ¿y qué hay enBoston?

—Están representando una

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versión de “Les miserables”, paraempezar. Iremos de restaurantes ymiraremos muchos escaparates.

Quiero que nos conozcamosmejor.

-Se sintió indignada por elengaño, pero no se le ocurría otracosa.

David se mostró muycomplacido, le dio un beso y lasdespidió con sus bendiciones, demuy buen humor.

R.J. llamó a la clínica deJamaica Plain para hablar con

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Mona Wilson y le comunicó queiría con Sarah Markus, de diecisieteaños, que había entrado en elsegundo trimestre de embarazo.

—Esta chica significa muchopara mí, Mona. Muchísimo.

—Está bien, R.J. Leofreceremos todas las comodidades- respondió Mona, un poco másseca de lo que solía mostrarse conella.

R.J. captó el mensaje de quepara Mona todos los pacientes eranespeciales, pero insistió con

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terquedad.—¿Aún trabaja ahí Les

Ustinovich?—Sí, aún trabaja aquí.—¿Podría llevarla Les, por

favor?—El doctor Ustinovich para

Sarah Markus. Adjudicado.Cuando R.J. pasó a recogerla

por la casa de troncos, Sarah estabademasiado contenta, demasiadoanimada.

Llevaba un holgado conjuntode dos piezas por indicación de

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R.J., quien le había explicado quesólo tendría que desnudarse decintura para abajo.

Era un hermoso día de verano,el aire transparente como el cristal,y R.J. condujo lenta ycuidadosamente por el caminoMohawk y por la carretera 2, hastallegar a Boston en menos de treshoras.

Ante la clínica de JamaicaPlain había dos policías con carade aburrimiento que R.J. noreconoció, y ningún manifestante.

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Cuando entraron, CharlotteMannion, la recepcionista, le echóuna mirada y lanzó un grito dealegría.

—¡Bienvenida, forastera! -exclamó, y salió corriendo a suencuentro para darle un beso en lamejilla.

Se habían producido muchoscambios de personal; la mitad delas personas que R.J. vio esamañana eran desconocidas paraella. La otra mitad la recibió congrandes muestras de alegría, cosa

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que le resultó especialmente grataporque era evidente que le dabaconfianza a Sarah. Incluso Monahabía olvidado su malhumor y ledio un fuerte y efusivo abrazo. LesUstinovich, desgreñado y rezongóncomo siempre, le dirigió unasonrisa brevísima aunque llena deafecto.

—¿Cómo es la vida en lafrontera?

—Muy buena, Les. -Lepresentó a Sarah y enseguida se lollevó aparte y le explicó

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discretamente que apreciaba muchoa aquella paciente-. Me alegro deque te encargues tú del caso.

—¿Ah, sí? -Estabaexaminando el historial de Sarah y,al advertir que el examen físico lohabía realizado Daniel Noyes enlugar de R.J., la miró concuriosidad-.

¿Es algo tuyo? ¿Una sobrina?¿Una prima?—Su padre significa mucho

para mí.—¡Ajá! Padre afortunado.

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-Empezó a alejarse, pero sevolvió de nuevo-. ¿Quieres ayudar?

—No, gracias. -Sabía que Leslo decía por cortesía, pero el merohecho de que se lo hubiera ofrecidoya era todo un detalle.

Permaneció con Sarah todaslas horas que hicieron falta paracumplimentar los trámitespreliminares, y la ayudó a rellenarlos papeles de ingreso y la hojamédica.

Esperó fuera, leyendo un“Time” de dos meses atrás,

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mientras ella se hallaba en la sesiónde asesoramiento, que para Sarahsería en su mayor parte unarepetición, pues R.J. habíarepasado minuciosamente todos losdetalles con ella.

La última parada del día fue enla sala de procedimientos, para lainserción de laminaria.

R.J. miraba sin verlo unejemplar de “Vanity Fair”,consciente de que en el cuarto de allado Sarah estaba tendida en unacamilla, los pies en los estribos,

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mientras BethAnn DeMarco, unaenfermera, le introducía en el úteroun torzal de alga laminaria, como unbastoncillo de unos cincocentímetros.

En los abortos de primertrimestre, R.J. dilataba el cuello delútero con varillas de aceroinoxidable, cada una más gruesaque la anterior. Los procedimientosde segundo trimestre requerían unaabertura mayor para permitir el usode una cánula más gruesa. El algase hinchaba con la humedad que iba

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absorbiendo durante la noche y, a lamañana siguiente, la paciente nonecesitaba más dilatación.

BethAnn DeMarco lasacompañó hasta la puerta de lacalle, mientras le daba noticias aR.J. de diversas personas con lasque ambas habían trabajado.

—Puede que notes una ligerapresión -le advirtió la enfermera aSarah en tono despreocupado-, oincluso que el alga te produzcacalambres durante la noche.

Al salir de la clínica se

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dirigieron a un hotel con vistas alrío Charles. Después de inscribirsey subir a la habitación, R.J. seapresuró a llevar a Sarah a unrestaurante chino, pensandodeslumbrarla con la sopa hirvientey el pato estilo Pekín. Pero lasmolestias que la jovenexperimentaba no le permitíansentirse deslumbrada, y tuvieronque abandonar el helado dejengibre antes de terminarlo porquela «ligera presión» que DeMarcohabía mencionado estaba

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convirtiéndose en un calambre cadavez más intenso.

Cuando llegaron al hotel,Sarah estaba pálida y dolorida.Buscó en el bolso la piedra corazónde cristal y la colocó en la mesitade noche, donde pudiera verla, y acontinuación se acurrucó en una delas camas, hecha un ovillo yesforzándose por no llorar.

R.J. le dio codeína y al fin sequitó los zapatos y se acostó a sulado. Tenía el dolorosoconvencimiento de que iba a

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rechazarla, pero cuando le pasó elbrazo por los hombros, Sarah searrimó a ella.

R.J. le acarició la mejilla y lealisó el cabello.

—¿Sabes una cosa, cariño? Encierto modo me gustaría que nohubieras estado siempre tan sana.Me gustaría que el dentista tehubiera hecho algunos empastes,quizás incluso que te hubieranextirpado las amígdalas y elapéndice, para que ahoracomprendieras que el doctor

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Ustinovich cuidará muy bien de ti yque todo esto pasará.

Le dio unas palmaditas en laespalda y la acunó un poquito entresus brazos.

—Mañana por la noche yahabrá terminado todo -le recordó, ypermanecieron mucho rato asíabrazadas.

Al día siguiente llegarontemprano a la clínica. LesUstinovich aún no había tomado elcafé de la mañana y las saludó conuna inclinación de cabeza y un

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gruñido.Cuando terminó de ingerir su

dosis de cafeína, DeMarco ya lashabía conducido a la sala detratamiento y Sarah se hallaba enposición sobre la mesa.

Estaba pálida, rígida por latensión. R.J. le sostuvo la manomientras DeMarco administraba elbloqueante paracervical, unainyección de 20 cm13 de lidocaína,y le insertaba una aguja en la vena.

DeMarco hizo un par deintentos infructuosos antes de

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encontrar la vena, y Sarah acabóapretándole la mano a R.J. con tantafuerza que le hizo daño.

—Esto te hará sentir mejor -leaseguró R.J. mientras DeMarcoiniciaba la sedación intravenosaconsciente, 100 mcg. de fentanilo.

El doctor Les Ustinovich sefijó en sus manos unidas nada másentrar.

—Me parece que será mejorque vaya a la sala de espera,doctora Cole.

R.J. comprendió que tenía

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razón. Retiró la mano y besó aSarah en la mejilla.

—Nos veremos dentro de unratito.

Se instaló en una silla dura dela sala de espera entre un joven muydelgado que ponía toda su atenciónen morderse una cutícula y unamujer madura que fingía leer unmanoseado ejemplar de “Redbook”.

R.J. había traído el “NewEngland Journal of Medicine”, perole resultaba imposible concentrarse.Conocía muy bien el proceso y

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sabía exactamente qué debían deestarle haciendo a Sarah en cadamomento. El curetaje se hacía endos etapas de succión.

La primera se llamaba «lasesión larga» y durabaaproximadamente un minuto ymedio. Luego, tras una pausa, veníaotra succión más breve. No habíaterminado de leer un artículocompleto cuando Ustinovich seasomó a la puerta y la llamó porseñas.

Sus modales clínicos siempre

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eran igual de bruscos.—Ha abortado, pero la he

perforado.—¡Dios mío, Les!El médico la paralizó con una

mirada que le devolvió la cordura.Ya debía de sentirse bastante

mal sin necesidad de que ellaechara sal en la herida.

—Dio una sacudida en el peormomento. Sabe Dios que no sentíaningún dolor, pero estaba hecha unmanojo de nervios.

La perforación del útero se

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produjo en un punto donde tiene untumor fibroide, de manera que haybastante desgarro.

Está sangrando mucho, pero serepondrá. La hemos taponado, y laambulancia ya está en camino.

A partir de ese momento, R.J.empezó a verlo todo a cámara muylenta, como si se hubiera sumergidoen el agua.

Durante todo el tiempo quehabía trabajado en la clínica nohabía perforado ningún útero, peroella siempre había trabajado con

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mujeres de primer trimestre. Lasperforaciones se producían con muypoca frecuencia y exigíanintervención quirúrgica. Porfortuna, el Hospital Lemuel Gracese hallaba a pocos minutos dedistancia, y la ambulancia llegócasi antes de que R.J. hubieraterminado de tranquilizar a Sarah.

Hizo el breve trayecto al ladode Sarah, que fue conducida alquirófano nada más llegar.

R.J. no tuvo que pedir uncirujano en especial. Conocía la

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reputación del ginecólogo quehabían asignado a Sarah, SumnerHarrison. Tenía fama de ser muybueno, el mejor que podía tocarle.

El hospital que tan familiarhabía sido para ella le parecíaahora ligeramente desenfocado.Muchas caras desconocidas. Dospersonas le sonrieron y la saludaronal cruzarse con ella por el pasillo,mientras iban apresuradamente deun sitio a otro.

Pero recordaba muy biendónde estaban los teléfonos.

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Descolgó uno de ellos, introdujo latarjeta de crédito en la ranura ymarcó el número.

Sonó dos veces antes de queatendieran la llamada.

—¿David? Hola, soy R.J.

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31 - Un viaje montañaabajo

Cuando David llegó a Boston,

Sarah ya había salido del quirófanoy se recuperaba bien. David sesentó junto a su cama y le sostuvo lamano mientras emergía de laanestesia. Al principio Sarah seechó a llorar al verlo y lo miróatemorizada, pero R.J. consideróque él la trataba de la manera másadecuada; se mostró tierno y

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comprensivo y no dio muestras dequerer recurrir a la bebida.

R.J. juzgó que sería mejordejarlos a solas. Quería saberexactamente qué había ocurrido, asíque telefoneó a BethAnn DeMarcoy le preguntó si quería cenar conella. BethAnn estaba libre, y seencontraron en un pequeñorestaurante mexicano de Brookline,cerca de donde vivía BethAnn.

—Esta mañana ha sido fuerte,¿eh? -comentó DeMarco.

—Una mañana muy dura.

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—Te recomiendo el arroz conpollo, está buenísimo -dijoBethAnn-. Les se siente muy mal.

No me ha dicho nada, pero loconozco. Llevo cuatro años en laclínica, R.J., y sólo he visto dosperforaciones. Ésta es la segunda.

—¿Quién hizo la otra?BethAnn se revolvió en el

asiento, incómoda.—También le ocurrió a Les.Pero fue tan inocua que no hizo

falta cirugía; sólo tuvimos quetaponarla y enviarla a casa para que

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reposara en la cama. Lo de estamañana no ha sido culpa de Les. Lachica hizo un movimientoinvoluntario, como una gransacudida, y la cureta penetró. Elmédico que la examinó allí dondevives...

—Daniel Noyes.—Bueno, pues el doctor

Noyes tampoco tiene la culpa. Porno descubrir el fibroide, quierodecir. No era grande y estaba en unpliegue de tejido, imposible de ver.Si hubiera sido sólo la perforación,

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o sólo el problema del fibroide, lacosa habría resultado más fácil.¿Cómo se encuentra?

—Parece que está bien.—Menos mal. Bien está lo que

bien acaba. Yo voto por el arrozcon pollo, ¿y tú?

A R.J. le daba igual; pidiótambién arroz con pollo.

Aquella misma noche, cuandoestuvo a solas con David, élempezó a formularle duraspreguntas a las que le resultabadifícil dar respuesta.

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—¿En qué diablos estabaspensando, R.J.? ¿Por qué no meconsultaste?

—Quería hacerlo, pero Sarahse negó de plano. Tenía quedecidirlo ella, David.

—¡Es una niña!—A veces el embarazo

convierte a una niña en mujer.Sarah es una mujer de diecisieteaños, e insistió en afrontar por símisma su embarazo. Se presentóante un juez, que decidió que erabastante madura para interrumpir la

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gestación sin que tú tuvieras queintervenir.

—Y supongo que te encargastede concertar la entrevista con eljuez.

—A petición de ella. Sí.—Dios te maldiga, R.J. Te has

portado como si su padre fuera unextraño para ti.

—Eso no es justo.Al ver que no respondía, le

preguntó si pensaba quedarse enBoston hasta que dieran de alta aSarah en el hospital.

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—Naturalmente.—Tengo pacientes que me

esperan. Volveré al pueblo.—Sí, será lo mejor dijo él.En las colinas llovió

torrencialmente durante tres días,pero el día que Sarah volvió a casabrillaba un cálido sol, y la suavebrisa transportaba el penetranteolor de los bosques en verano.

—¡Qué magnífico día paramontar a “Chaim”! -exclamó Sarah.

R.J. se alegró de verla sonreír,pero estaba pálida y con aspecto

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fatigado.—Ni lo pienses. Has de

quedarte unos días descansando encasa. Es importante, ¿comprendes?

—Sí -respondió Sarah,risueña.

—Así tendrás ocasión deescuchar un poco de esa malamúsica.

-Había comprado el últimocompacto de Pearl Jam, y los ojosde Sarah se iluminaron cuando se lodio.

—R.J., nunca olvidaré...

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—No tiene importancia. Loque has de hacer ahora es cuidarte yreanudar tu vida. ¿Sigue enfadadocontigo?

—Se le pasará. Ya verás.Seremos muy cariñosas con él y lehablaremos con mucha dulzura.

—Eres una chica estupenda.-R.J. le dio un beso en la

mejilla, mientras pensaba quedebería hablar con David sin másdemora.

Salió al patio, donde él estabadescargando balas de heno de su

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camioneta.—¿Querrás venir a cenar

conmigo mañana por la noche, porfavor?

Tú solo.David la miró unos instantes y

asintió con la cabeza.—De acuerdo.A la mañana siguiente, poco

después de las once, cuando sedisponía a salir hacia Greenfieldpara visitar a dos pacientesingresados en el hospital, sonó elteléfono.

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—R.J., soy Sarah. Estoysangrando.

—¿Mucho o poco?—Mucho. Muchísimo.—Voy ahora mismo. -Pero

antes de salir llamó a laambulancia.

Sarah había aceptado pasarselas horas sentada como una inválidaen la vieja mecedora del porche,junto a los tarros de miel, mirandolo que se podía ver: las ardillas queperseguían a las palomas por eltecho del cobertizo; dos conejos

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que se perseguían uno a otro; laoxidada camioneta azul de suvecino, el señor Riley, pasando porla carretera; una enorme marmota,obscenamente gorda, que comíatréboles en un rincón del prado.

De pronto vio que la marmotase alejaba con torpeza paraocultarse en su madriguera bajo elmuro de piedra, y unos instantesdespués comprendió el motivo: enel lindero del bosque acababa deaparecer un oso negro, paseandocon mucha calma.

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Era un oso pequeño,seguramente nacido la temporadaanterior, pero su olor llegó hasta elcaballo.

“Chaim” irguió la cola yempezó a piafar y relincharaterrorizado.

El oso, al oírlo, se internóprecipitadamente en el bosque, ySarah se echó a reír.

Pero entonces “Chaim” diocon el pecho contra el único posteen mal estado que había en la cercade alambre de espino. La mayoría

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de los postes, de acacia negrarecién cortada, eran capaces deresistir la humedad durante años,pero éste era de pino y se habíapodrido casi por completo en elpunto donde se hundía en la tierra,de manera que cuando el caballo logolpeó, cayó al suelo sin hacerapenas ruido y el animal pudosalvar la alambrada de un salto.

Sarah dejó la taza de cafécaliente y se puso en pie.

—¡Maldita sea! ¡Eh! ¡Eh,“Chaim”! -le gritó-. ¡No te muevas

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de ahí, caballo malo!Mientras cruzaba el porche

hacia los escalones recogió un trozode cuerda vieja y un cubo en el queaún quedaba algo de pienso. Teníaque recorrer una buena distancia, yse obligó a ir despacio.

—¡Ven aquí, “Chaim”! -lollamó-. ¡Mira qué tengo para ti!

Hizo sonar el cubo con losnudillos. Por lo general ese ruidobastaba para hacerlo venir, pero elcaballo aún estaba asustado por elolor del oso y se alejó un poco

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carretera arriba.—¡Maldita sea!Esta vez la esperó, con la

cabeza vuelta para observar ellindero del bosque. Nunca habíaintentado cocearla, pero Sarah noquiso darle ocasión y se acercócautelosamente desde un lado, conel cubo de pienso por delante.

—Come, caballo tonto.Cuando el animal hundió el

morro en el cubo, Sarah dejó que sellenara la boca y enseguida le echóla cuerda al cuello, aunque sin

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anudarla por miedo a que salieraotra vez huyendo y se enredara conalgo que pudiera asfixiarlo. Lehubiera gustado montarse en él yllevarlo de vuelta, cabalgando apelo, pero se limitó a sostener lacuerda con las dos manos y le hablóen voz suave y cariñosa.

Dejó atrás el boquete en lacerca y lo condujo hasta el toscoportón. Una vez allí aún tuvo quelevantar los pesados postes de susencajes para que el animal pudieraentrar en el campo.

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Estaba colocando los postesotra vez en su sitio, pensando encómo repararía el cercado hastaque su padre llegara a casa, cuandocobró conciencia de la humedad,del color rojo como cuero brillanteque le teñía las piernas, delespantoso reguero que había dejadoa su paso, y de pronto perdió todaslas fuerzas y se echó a llorar.

Cuando R.J. llegó a la casa detroncos, las toallas con que Sarahintentaba taponar la hemorragia sehabían mostrado lamentablemente

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ineficaces. Había más sangre en elsuelo de la que R.J. hubiera podidoimaginar. Se figuró que Sarah habíapermanecido allí en pie, sangrando,para no ensuciar la ropa de cama,hasta caer tendida hacia atrás, quizádesmayada. Ahora las piernas lecolgaban sobre el borde de la camateñida de escarlata, los pies en elsuelo.

R.J. le puso las piernas en lacama, retiró las toallas empapadasy le aplicó un paquete de gasaslimpias.

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—Aprieta las piernas tanfuerte como puedas, Sarah.

—R.J. -dijo Sarah débilmente.Desde muy lejos.

Ya estaba semicomatosa, yR.J. comprendió que no podríacontrolar los músculos, así quecogió varios trozos de vendaadhesiva y le unió las piernasmediante ataduras en los tobillos ylas rodillas. Después juntó unmontoncito de mantas y le colocólos pies encima.

La ambulancia llegó muy

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pronto.Los técnicos la trasladaron sin

pérdida de tiempo y R.J. subiódetrás con Steve Ripley y WillPauli e inmediatamente inició laterapia de oxígeno. Ripley hizo laevaluación y rellenó el informe porel camino, mientras la ambulanciacorría bamboleándose.

Al ver que las constantesvitales coincidían con las cifras queR.J. había anotado en la casa, antesde que llegara la ambulancia, soltóun gru R.J. asintió.

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—Está en “shock”.Cubrieron a Sarah con varias

mantas y le pusieron los pies enalto. El rostro de Sarah, tras la grismascarilla de oxígeno que le cubríaboca y nariz, tenía el color delpergamino.

Por primera vez en muchísimotiempo, R.J. hizo un intento paraque cada célula de su ser se pusieraen contacto directo con Dios.

«Por favor -rezó-. Por favor,quiero a esta niña.»

«Por favor. Por favor, por

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favor, por favor. Necesito a estamuchacha limpia y de piernaslargas, a esta muchacha divertida yhermosa, a esta posible hija. Lanecesito.»

Con un esfuerzo de voluntadcogió las manos de la joven entrelas suyas. Notó cómo escapaba laarena del reloj, grano a grano, y yano pudo soltarlas.

No podía hacer nada paraimpedirlo, para evitar lo que estabaocurriendo. Sólo pudo afanarse conel aparato de oxígeno para

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asegurarse de que servía su mezclamás rica y pedirle a Will que secomunicara por radio con elhospital para que se prepararan aadministrar una transfusión desangre.

Cuando la ambulancia deWoodfield llegó a urgencias, lasenfermeras que estaban esperándolaabrieron la portezuela y quedaronconfusas y desconcertadas ante laimagen de una R.J. incapaz desoltarle las manos a Sarah. Era laprimera vez que veían llegar una

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ambulancia con un médico tanafectado.

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32 - El bloque de hielo

Steve Ripley llamó porteléfono a Mack McCourtney y lepidió que fuera en busca de DavidMarkus y lo llevara al hospital.

Paula Simms, la médica acargo del departamento deurgencias, insistió en administrarleun sedante a R.J. El medicamento ladejó muy callada y encerrada en símisma, pero aparte de eso noejerció ningún efecto perceptible

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sobre su horror. Estaba sentada allado de Sarah, sosteniéndole lamano, cuando entró David conexpresión enloquecida. Ni siquieramiró a R.J.

—Déjanos solos.R.J. salió a la sala de espera.

Al cabo de un buen rato, PaulaSimms se dirigió a ella.

—Quiere que te vayas a casa.Creo que es mejor que le

hagas caso, R.J. Está muy..., ya meentiendes. Muy trastornado.

La conciencia era un dolor

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insoportable. Sarah no podíadesaparecer para siempre de esamanera, sencillamente...desaparecida. Le costabaafrontarlo.

Le dolía pensar, inclusorespirar.

De pronto volvió a formarse elbloque de hielo en cuyo interiorhabía vivido tras la muerte deCharlie Harris.

Hizo la primera llamada aDavid aquella misma tarde, ydespués siguió llamando cada

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quince o veinte minutos. Cada vezle respondía su voz grabada, muyprofesional, muy tranquila,agradeciéndole que hubierallamado a la Agencia Inmobiliariade Woodfield e invitándola a dejarun mensaje.

A la mañana siguiente fue encoche a su casa, pensando que quizálo encontraría allí solo, sincontestar al teléfono.

Will Riley, que era vecino nomuy cercano de David, estabaclavando un poste nuevo en el suelo

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para reparar la cerca.—¿Está en casa, señor Riley?—No. Esta mañana me he

encontrado una nota suya pegada enla puerta, pidiéndome que les dierade comer a los animales durante unpar de días. Me ha parecido que lomenos que podía hacer era arreglarla cerca. Qué cosa más mala,¿verdad, doctora Cole?

—Sí. Muy mala.—Una chica tan guapa.¿Qué estaba ocurriendo?

¿Dónde estaba David?

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Al entrar en la casa laencontró tal como la había dejadoal irse con la ambulancia, salvo quela sangre se había coagulado paraformar una pasta de más de mediocentímetro de espesor. Quitó lasmantas y sábanas de la cama y lasmetió en una bolsa para basura.

Raspó la terrible pasta delsuelo con la azada de David, lametió en un cubo de plástico y laenterró en el bosque. Acto seguidofregó el suelo con jabón y uncepillo de cerdas rígidas hasta que

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las sucesivas aguas de aclaradopasaron de rojo a rosa y de rosa atransparente. Fue entonces cuandoencontró a la gata, debajo de lacama.

—Oh, “Agunah”.Hubiera querido acariciarla,

consolarla, pero “Agunah” lamiraba como una leona acorralada.

Tuvo que darse prisa envolver a casa para ducharse y poderllegar a tiempo al consultorio. Eraya entrada la tarde cuando seencontró con Toby en el vestíbulo y

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se enteró de lo que medio pueblo yasabía, que David Markus se habíallevado a su hija a Long Island paraenterrarla.

Permaneció un rato sentadaante su escritorio, intentandohallarle algún sentido a la historiaclínica del próximo paciente, perolas palabras y las letras se retorcíanal otro lado de un profundoresplandor líquido.

Finalmente hizo algo que nohabía hecho nunca: le pidió a Tobyque la disculpara ante los pacientes

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y les diera hora para otro día.«Lo siento mucho, una jaqueca

insoportable.»Al llegar a casa se sentó a la

mesa de la cocina. La casa estabamuy silenciosa. Se quedó allísentada, sin hacer nada.

Canceló todas las visitas delos cuatro días siguientes. Caminómucho. Salía de casa y echaba aandar por el sendero, por loscampos, por la carretera, sin saberadónde, hasta que daba un respingoy miraba en derredor con asombro.

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«¿Cómo he llegado hastaaquí?»

Llamó por teléfono a DanielNoyes y se reunieron paracompartir un almuerzo tenso ypesaroso.

—La examiné bien -le asegurócon voz queda-. No vi que tuvieranada malo.

—No fue culpa suya, doctorNoyes. Eso ya lo sé.

El médico le dirigió unamirada larga y penetrante.

—Tampoco fue culpa de usted.

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¿Lo sabe también?Ella asintió en silencio.El doctor Noyes suspiró.—Siempre es duro perder un

paciente, ¿verdad, R.J.? Nuncaresulta fácil, por mucho tiempo quelleve uno en la profesión.

Pero cuando se pierde aalguien por quien tenemos unprofundo interés personal... -Meneóla cabeza-.

Eso le deja a uno destrozado.Al salir del restaurante, Daniel

Noyes le dio un beso en la mejilla

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antes de dirigirse hacia su coche.A R.J. no le costaba dormirse.

Al contrario, cada noche se hundíaen un profundo refugio, libre desueños. Por las mañanas yacía bajolas sábanas en posición fetal,incapaz de moverse durante muchorato.

Sarah.La razón le pedía que

rechazara la culpa, pero ellacomprendía que la culpa estabainextricablemente ligada con elpesar, y que de ahí en adelante

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formaría parte de ella.Llegó a la conclusión de que

sería mejor escribir una carta aDavid antes de intentar hablar conél. Para ella era importante quecomprendiera que la muerte deSarah se hubiera podido producirdel mismo modo a consecuencia deuna apendicetomía o una resecciónintestinal. Que no existía unacirugía infalible. Que había sido lapropia Sarah la que había decididoabortar, y que lo habría hechoigualmente aunque R.J. no hubiese

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accedido a ayudarla.R.J. sabía que a David no le

serviría de consuelo saber que seproducen algunas pérdidas inclusoen los procedimientos agresivosmás seguros. Que al elegir el abortoantes que el embarazo, de hechoSarah incrementaba susprobabilidades de supervivencia,ya que en Estados Unidos falleceuna de cada catorce mil trescientasmujeres que llevan el embarazo atérmino, mientras que entre las queabortan -incluso a las catorce

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semanas de gestación-, cabeesperar una muerte por cadaveintitrés mil pacientes. Teniendoen cuenta que la probabilidad demorir cada vez que se sube a unautomóvil es de una entre seis mil,tanto el embarazo como el abortopueden considerarse muy seguros.

De manera que la muerte deSarah a consecuencia de un abortoera un caso excepcional. Muyexcepcional.

Escribió una carta tras otrahasta que al fin terminó una que le

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pareció satisfactoria, einmediatamente se dirigió a laoficina de correos.

Pero en lugar de echarla alcorreo la rompió en pedazos y latiró a la papelera porquecomprendió que la había escritotanto para ella como para David.Por otra parte, ¿qué interés podíatener para él? ¿Qué le importaban aél las estadísticas?

Sarah se había ido.Y también David.

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33 - Herencias

Fueron pasando los días sin

que R.J. tuviera noticias de David.Finalmente telefoneó a Will

Riley y le preguntó si sabía cuándopensaba volver su vecino.

—No tengo ni idea. Havendido el caballo, ¿sabe? Lo hizopor teléfono. Recibí una cartaurgente pidiéndome que estuvieraallí ayer a las cuatro para que elnuevo dueño se lo pudiera llevar.

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—Me quedaré con la gata -dijo R.J.

—Me parece muy bien. Estáviviendo en mi cobertizo, pero yoya tengo cuatro gatos.

Así que R.J. fue a buscar a“Agunah” y se la llevó a casa.

“Agunah” recorrió toda lavivienda con aires de reinavisitante, inspeccionándola condesdeñosa suspicacia. R.J.esperaba que David acabaríavolviendo y se la llevaría con él. Lagata y ella nunca habían hecho

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buenas migas.A los pocos días, Frank

Sotheby le preguntó en su almacénsi vendría al pueblo algún otroagente de la propiedad para ocuparel lugar de Dave Markus.

—Me quedé sorprendido alsaber que ha puesto la casa en venta-comentó, observándola conatención-.

Tengo entendido que la hadejado en manos de MitchBowditch, el que lleva la agenciade Shelburne Falls.

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R.J. recorrió el caminoMohawk para almorzar enShelburne Falls, e hizo una visita ala agencia inmobiliaria. Bowditchera un hombre amable y tranquilo, ydio muestras de verdadero pesarcuando le dijo que no podía darle ladirección ni el número de teléfonode David Markus.

—Sólo tengo una carta en laque me autoriza a vender la casacompletamente amueblada, tal comoestá. Y un número de cuenta de unbanco de Nueva York para enviar

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el cheque. David dice que quieredesprenderse de ella enseguida. Esun buen vendedor de fincas, y le hapuesto un precio justo tirando abajo. No creo que tarde mucho envenderla.

—Si por casualidad llamara,¿me haría el favor de pedirle que seponga en contacto conmigo? -lerogó R.J., al tiempo que le tendía sutarjeta.

—Tendré mucho gusto enhacerlo, doctora Cole -respondióBowditch.

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A los tres días se escapó lagata.

R.J. vagó arriba y abajo por lacarretera de Laurel Hill y recorrióel sendero del bosque, llamándola agritos.

—¡”Aaguuuunaaaaah”!Pensó en todos los predadores

para los que una gata domésticaconstituiría una buena comida, gatosmonteses, coyotes, linces, avesrapaces. Pero al volver a casaencontró un mensaje en elcontestador automático: había

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llamado Muriel, la esposa de WillRiley, para decirle que la gatahabía cruzado las colinas y estabaotra vez en su cobertizo.

R.J. fue a buscarla, pero dosdías después “Agunah” volvió aescaparse y regresó con los Riley.

La gata volvió a escaparse enotras tres ocasiones.

Para entonces ya estaba bienentrado septiembre. Cuando acudióuna vez más a recoger a su huéspedinvoluntaria, Will la recibió conuna sonrisa.

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—Si quiere dejarla aquí, pornosotros no hay inconveniente -leanunció, y R.J. aceptó de inmediato.

Aun así, sentía ciertarenuencia.

—”Shalom, Agunah” -le dijo,y la condenada gata respondió conun bostezo.

De regreso en su automóvil,vio un jeep muy nuevo de color azulcon matrícula de Nueva Yorkaparcado ante la casa de troncos.

¿David?Se detuvo detrás del jeep y

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llamó a la puerta, pero fue MitchBowditch quien abrió. Tras él habíaun hombre de rostro bronceado,cabellera rala y canosa y bigoteerizado.

—Hola, ¿qué tal? Pase, pase,que conocerá a otro médico.

-Hizo las presentaciones-.Doctora Roberta Cole, doctorKenneth Dettinger. -El apretón demanos de Dettinger fue amistosoaunque demasiado enérgico.

—El doctor Dettinger acabade comprar la casa.

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Ella controló su reacción.—Lo felicito. ¿Piensa

establecerse aquí?—Por supuesto que no. Sólo la

usaré para los fines de semana y lasvacaciones, ya sabe.

R.J. lo sabía. El recién llegadotenía un consultorio psiquiátrico enWhite Plains, niños y adolescentes.

—Estoy muy ocupado. Trabajomuchas horas. Para mí, esto será elparaíso.

Salieron los tres al patio deatrás, hacia el cobertizo, y pasaron

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ante la media docena de colmenas.—¿Criará usted abejas? -

preguntó R.J.—No.—¿Quiere vender las

colmenas?—Bueno... Si se las quiere

llevar, se las regalo. Me hará unfavor. Tengo intención de construiruna piscina aquí, y soy alérgico alas picaduras de abeja.

Bowditch le advirtió a R.J.que no intentara trasladar lascolmenas hasta pasadas cinco o seis

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semanas, cuando los primeros fríosadormecieran a las abejas.

—De hecho... -consultó uninventario-, David posee otras ochocolmenas, que tiene alquiladas aManzanares Dover. ¿Las quieretambién?

—Creo que sí.—Esta manera de comprar la

casa tiene algunos inconvenientes -observó Kenneth Dettinger-. Hayropa en los armarios, escritoriosque limpiar, y no tengo una esposaque me ayude a dejarlo todo en

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orden. Acabo de divorciarme,¿sabe?

—Lo siento.—Oh. -Hizo una mueca y

sonrió con tristeza-. Tendré quecontratar a alguien para que limpiela casa y se lo lleve todo.

La ropa de Sarah.—¿Saben de alguien que

pueda interesarle hacer ese trabajo?—Déjeme hacerlo a mí. Sin

cobrar. Soy... una amiga de lafamilia.

—Bueno, eso estaría muy bien.

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Se lo agradecería mucho. -Lacontempló con interés. Tenía lasfacciones cinceladas. R.J.desconfió de la fuerza que reflejabasu cara; quizá significaba queestaba acostumbrado a salirse conla suya-.

Tengo mis propios muebles.Me quedaré el frigorífico, sólotiene un año. Si quiere alguna cosa,llévesela. En cuanto al resto...,puede regalarlo, o pídale a alguienque lo lleve al basurero y mándemela factura.

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—¿Para cuándo quiere tener lacasa libre?

—Si puede estar antes deNavidad, se lo agradecería.

—De acuerdo.Ese otoño fue especialmente

hermoso en las colinas. Las hojastomaron matices caprichosos enoctubre, y no llegaron las lluviaspara arrancarlas de los árboles.

Allí donde iba, al consultorio,al hospital, a hacer una visita adomicilio, R.J. se veía sorprendidapor los colores contemplados a

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través de un prisma de aire frío ycristalino.

Intentó volver de nuevo a suvida normal y concentrarse en suspacientes, pero le parecía quesiempre iba un paso por detrás.

Empezó a temer que susaptitudes médicas estuvieranafectadas.

Pru y Albano Trigo, unosvecinos que vivían cerca de R.J.,tenían enfermo a su hijo Lucien, unniño de diez años. Lo llamabanLuke. El niño apenas comía, estaba

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muy débil, tenía una diarreaexplosiva. Los síntomas persistíanpese a todos sus esfuerzos. R.J.

le hizo una sigmoidoscopia, loenvió a que le hicieran un examenradiológico gastrointestinal y unaresonancia magnética.

Nada.El niño seguía enfermo. R.J. lo

mandó a la consulta de ungastroenterólogo de Springfield,pero tampoco ese especialistaconsiguió encontrar la causa delproblema.

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R.J. paseaba un atardecersobre las crujientes hojas delsendero que había abierto en elbosque, y al llegar al estanque delos castores vio un cuerpo que seescabullía rápidamente bajo el aguacomo una esbelta foca pequeña.

Había colonias de castores alo largo de todo el Catamount. Alsalir de la finca de R.J., el ríocruzaba también las tierras de losTrigo.

R.J. volvió apresuradamentehacia el coche y se dirigió a casa de

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los Trigo. Lucien estaba echado enel sofá, mirando la televisión.

—Oye, Luke, ¿el veranopasado nadaste en el río?

El niño asintió.—¿Estuviste en los estanques

de los castores?—Sí, claro.—¿Bebiste alguna vez de ese

agua?Prudence Trigo escuchaba con

mucha atención.—Sí, a veces -respondió

Lucien-. Está muy limpia y fría.

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—Parece limpia, Luke. Yotambién voy a nadar allí. Pero seme acaba de ocurrir que loscastores y otros animales salvajesorinan y defecan en ella.

—Orinan y...—Mean y cagan -le aclaró Pru

a su hijo-. La doctora quiere decirque los animales mean y cagan en elagua, y luego tú te la bebes.

-Se volvió hacia R.J.-. ¿Creeque es por eso?

—Podría ser. Los animalesinfectan el agua con parásitos. Si

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luego alguien la bebe, los parásitosse reproducen y forman una capa enel intestino, de manera que elintestino ya no puede absorber losalimentos. No lo sabremos concerteza hasta que envíe una muestrade heces al laboratorio delGobierno, pero mientras tanto lerecetaré un antibiótico potente.

Cuando llegaron los resultadosdel análisis, el informe decía que elaparato digestivo de Lucien estabainfestado de protozoos “Giardialamblia” y que presentaba indicios

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de varios parásitos más.A las dos semanas, el niño

volvía a comer normalmente y ladiarrea había cesado; variassemanas después, un segundoanálisis reveló que el duodeno y elyeyuno estaban libres de parásitos,y las energías acumuladas delpaciente se manifestaban de talmanera que estaba volviendo loca asu madre.

Lucien y R.J. se prometieronque el verano siguiente irían anadar a Big Pond y no al río, y que

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tampoco beberían el agua del lago.El frío llegó de Canadá como

un beso de muerte para todas lasflores, excepto los crisantemos másresistentes. Los campos segados,rapados como la cabeza de unpenado, se volvieron pardos bajoun sol amarillo limón. R.J. leencargó a Will Riley que trasladaralas colmenas en su camioneta y lasinstalara en su patio de atrás,formando una hilera entre la casa yel bosque. Una vez las tuvo allí,R.J. se desentendió de ellas por

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completo pues estaba demasiadoocupada con sus pacientes.

Había recibido circulares delos centros de control deenfermedades en las que se leadvertía que una de las cepas degripe de ese año -la A-Beijing32,12 (H3N2) era particularmentevirulenta y debilitante, y Tobyllevaba semanas llamando a lospacientes de edad avanzada paravacunarlos. Cuando llegó laepidemia de gripe, no obstante, lasvacunas no ejercieron ningún efecto

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apreciable, y de pronto a R.J.empezaron a faltarle horas. Eltimbre del teléfono se volvióodioso. A los enfermos queparecían tener una infecciónbacteriana les recetaba antibióticos,pero en la mayoría de los casossólo podía recomendarles quetomaran aspirina, que bebieranmucho líquido, que se abrigaran yque guardaran cama.

Toby cogió la gripe, pero R.J.y Peg Weiler se las arreglaron paramantenerse sanas a pesar de la

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sobrecarga de trabajo.—Tú y yo somos demasiado

tercas para enfermar -comentóPeggy.

Llegó el segundo día denoviembre antes de que R.J. tuvieratiempo para llevar cajas de cartón ala casa de troncos.

Era como si estuvieseclausurando no sólo la vida deSarah sino también la de David.

Mientras doblaba yempaquetaba la ropa de Sarah,procuró mantener cerrada la mente,

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y si hubiera podido trabajar con losojos cerrados, lo habría hecho.Cuando hubo llenado las cajas, lasllevó al pueblo y las dejó en elcontenedor del Ejército deSalvación para que se las llevaran.

Dedicó mucho tiempo a lacolección de piedras corazón deSarah, mientras pensaba qué haríacon ellas. No podía regalarlas nitirarlas; al final las embalócuidadosamente y las cargó en elcoche como si fueran joyas. Sucuarto de huéspedes se convirtió en

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un museo de piedras, con bandejasde piedras corazón por todaspartes.

Se deshizo de todo lo quehabía en el botiquín de David,tirando sin miramientos el Clearasilde Sarah y los antihistamínicos desu padre. Sentía crecer en suinterior una frialdad cada vez másintensa hacia él por ponerla en eltrance de hacer esas cosas tandolorosas. Recogió sin leerlas lascartas que había en el escritorio ylas guardó en un sobre grande de

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papel marrón. En el cajón inferiorde la izquierda, dentro de una cajaque había contenido papel deescribir, encontró el manuscrito dela novela. Se lo llevó a casa y lodejó en el estante superior delarmario, junto a las bufandas viejas,los guantes que ya no le venían bieny una gorra de los Red Sox queguardaba desde los tiempos de launiversidad.

Se pasó el día de Acción deGracias trabajando, pero laepidemia ya había empezado a

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descender.La semana siguiente consiguió

tomarse dos días libres en Bostonpara una ocasión importante. Diezmeses atrás su padre habíacumplido sesenta y cinco años, laedad de la jubilación obligatoria enla universidad; tenía que abandonarla cátedra que durante tantos añoshabía ocupado en la facultad demedicina, y sus colegas dedepartamento habían invitado a R.J.a asistir a una cena de homenaje enel Union Club. Fue una agradable

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velada, llena de elogios, afecto yrecuerdos. R.J. se sintió muyorgullosa.

A la mañana siguiente su padrela invitó a desayunar en el Ritz.

—¿Cómo te encuentras? -lepreguntó con ternura. Ya habíanhablado detenidamente de la muertede Sarah.

—Estoy perfectamente bien.—¿Qué crees que le ha

ocurrido a David?Lo preguntó con timidez, por

temor a hacerle daño, pero ella ya

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había afrontado resueltamente lacuestión y era consciente de quequizá no volvería a verlo nuncamás.

—Estoy segura de que se havuelto a refugiar en la botella.

Le contó a su padre que yahabía devuelto una tercera parte delpréstamo bancario que él le habíaavalado, y los dos se sintieronaliviados cuando cambiaron detema.

Lo que encerraba el futuropara el profesor Cole era la

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posibilidad de escribir un libro detexto en el que venía pensandodesde hacía años, y una oferta paradar varios cursos como profesorinvitado en la Universidad deMiami.

—Tengo buenos amigos enFlorida, y anhelo un clima soleadoy caluroso -explicó, alzando unasmanos que la artritis habíaretorcido como ramas de manzano.Le dijo a R.J. que quería que sequedara la viola da gamba quehabía sido de su abuelo.

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—¿Y qué haré yo con ella?—Quizás aprender a tocarla.Yo ya no la toco nunca, y

quiero viajar ligero.—¿Me darás también el

escalpelo de Rob J.? -Siempre sehabía sentido secretamenteimpresionada por el antiguoescalpelo de la familia.

Su padre sonrió.—El escalpelo de Rob J. no

ocupa mucho sitio. Me lo quedaréyo. No tardará mucho en pasar a tupoder.

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—Espero que aún falte muchotiempo -dijo ella, y se inclinó sobrela mesa para besarlo.

El profesor Cole tenía pensadodejar los muebles de suapartamento en un almacén, y lepidió que se quedara con lo quequisiera.

—La alfombra de tu estudio -respondió ella sin pensarlo.

Para él fue una sorpresa: erauna alfombra belga vulgar, de colorbeige, casi raída, sin ningún valor.

—Llévate la Hamadán que hay

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en la sala. Es mucho mejor que ladel estudio.

Pero ella ya tenía una alfombrapersa de calidad, y quería algo quefuera parte de su padre. Así que sedirigieron al apartamento yenrollaron y ataron la alfombra.

Aunque la llevaban entre losdos, les costó trabajo bajarla por laescalera y meterla en elcompartimento de carga delExplorer.

La viola da gamba viajó aWoodfield en el asiento de atrás,

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que ocupaba casi por completo.R.J. se alegraba de tener el

instrumento y la alfombra, pero leentristecía pensar que últimamenteno hacía más que heredar laspertenencias de personas a las quequería.

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34 - Noches deinvierno

Un sábado por la mañana,

Kenneth Dettinger llegó a la casa detroncos y se encontró a R.J.recogiendo las últimas posesionesde los Markus. La ayudó aempaquetar las herramientas y losutensilios de cocina.

—Oiga, me gustaría quedarmelos destornilladores y unas cuantassierras.

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—De acuerdo. Son suyos.Sin duda la notó tan deprimida

como realmente se sentía, porque ledirigió una mirada inquisitiva.

—¿Qué va a hacer con lasdemás cosas?

—Regáleselas a las damas dela parroquia para su venta debeneficencia.

—¡Perfecto!Siguieron trabajando un rato

en silencio.—¿Está usted casada? -

preguntó él por fin.

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—No. Divorciada, comousted.

Él asintió con un gesto. Por uninstante, R.J. vio una sombra dedolor en su rostro, fugaz como unpájaro.

—Es un club muy grande,¿verdad?

R.J. asintió.—Con miembros en todo el

mundo -dijo ella.Pasaba mucho tiempo con Eva,

hablando de cómo era Woodfielden los viejos tiempos, comentando

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acontecimientos que habíanocurrido en su niñez o juventud.R.J. siempre observaba a la ancianacon atención, preocupada por suvisible pérdida de vitalidad, unpaulatino apagamiento que habíaempezado a producirse pocodespués de la muerte de su sobrina.

R.J. le preguntaba una y otravez por los hijos de los Crawford,todavía fascinada por el misteriodel esqueleto infantil. Linda RaeCrawford había muerto a los seisaños, y Tyrone al poco de cumplir

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los nueve, los dos a una edad enque aún no podían tener hijos.

Por consiguiente, fue en losotros dos hermanos, BarbaraCrawford y Harry HamiltonCrawford, Jr., en los que R.J.centró su interés.

—El joven Harry era un chicode buen talante, pero no estabahecho para vivir en una granja -recordó Eva-. Siempre andaba conla cabeza metida en un libro.Estudió en Amherst durante algúntiempo, en la universidad estatal,

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pero al final lo expulsaron por unasunto de juego. Se marchó de aquí,no se adónde, creo que a Californiao a Oregón. A algún sitio de porahí.

La otra hija, Barbara, tenía uncarácter más estable, le explicóEva.

—¿Era guapa, Barbara?¿Recuerda si la cortejaban loshombres?

—Era bastante guapa, y muybuena chica. No recuerdo quetuviera ningún pretendiente en

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especial, pero fue a la escuelanormal de Springfield y se casó conuno de sus profesores.

Eva empezó a impacientarsecon las preguntas de R.J. y a llevarla conversación por otrosderroteros.

—Usted no tiene niños nimarido, ¿verdad?

—No.—Pues hace usted mal. Yo

habría podido casarme con un buenhombre, ya lo creo, si hubieraestado libre.

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—¿Libre? Habla usted como sientonces fuera una esclava.

Siempre ha sido libre...—Libre, libre, no. No podía

irme. Mi hermano me necesitaba enla granja -replicó con rigidez. Aveces se agitaba mientras hablaban,y los dedos de su mano derecha secerraban sobre el borde de la mesa,el cubrecama o la otra mano.

Había llevado una vida difícil,y R.J. comprendió que la alterabaque se la recordaran.

Su vida actual, por otra parte,

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presentaba numerosos y gravesproblemas. Los voluntarios de laiglesia que le limpiaban la casa y lepreparaban la comida habíanrespondido muy bien en unmomento de crisis, pero no podíanseguir haciéndolo de un modopermanente.

Marjorie Lassiter habíarecibido autorización para contratara una persona que hiciera lalimpieza del apartamento una vezpor semana, pero Eva necesitabaatención constante, y la asistenta

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social le confesó a R.J. que habíaempezado a buscar una residenciadonde quisieran admitirla. Eva eraquejumbrosa y levantaba mucho lavoz, y R.J. sospechaba que en lamayoría de las residenciasintentarían mantenerla bajosedantes. Se avecinaban problemas.

A mediados de diciembrellegó de pronto la nieve, a tono conel frío. A veces R.J. se abrigabacon varias capas de ropa y seaventuraba por el sendero sobre susesquís. El bosque en invierno

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estaba silencioso como una iglesiadesierta, pero había signos de vida.Vio excrementos recientes de ungato montés y huellas de ciervos dediversos tamaños, y un montón denieve revuelta ensangrentado ysembrado de trozos de piel. R.J. yano necesitaba a David para saberque los predadores que habían dadocaza al conejo eran coyotes puessus pisadas, como de perro,destacaban sobre la nieve en tornoal lugar de la matanza.

Los estanques de los castores

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estaban helados y cubiertos denieve, y el río gorgoteaba y seprecipitaba por debajo, por encimay por entre una atmósfera de hielo.

R.J. hubiera querido seguiresquiando por la orilla del río, peroel sendero despejado terminaba allíy tuvo que dar media vuelta yvolver por donde había venido.

Por dos veces colgó sebo debuey en una bolsa de malla, paralos pájaros, y las dos veces lo robóun zorro rojo. R.J. veía sus pisadasy alguna vez lo vislumbró al

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acecho, ladrón cauteloso.Finalmente llevó una escalera

a un fresno joven que crecía en ellindero del bosque, subió por ellapese a las oscilaciones y colgó otropedazo de sebo fuera del alcancedel zorro. Cada día llenaba los doscomederos para aves, y desde elcalor de la casa veía carboneros,distintas variedades de herrerillos ypinzones, trepatroncos coronados,un enorme e hirsuto pájarocarpintero y una pareja decardenales. El cardenal macho le

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encendía la sangre: siempremandaba a la hembra por delante,por si había peligro en elcomedero, y la hembra, unaperpetua víctima en potencia,siempre obedecía al macho.

«¿Cuándo aprenderemos?«, sepreguntaba R.J.

La llamada de KennethDettinger la cogió por sorpresa.Había ido a pasar el fin de semanaa las colinas y se preguntaba siaceptaría cenar con él.

R.J. abrió la boca para rehusar

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la invitación, pero enseguidaempezó a discutir consigo misma.

«Debería ir», pensó, mientrasel instante se prolongaba y élesperaba una respuesta, hasta que lapausa resultó embarazosa.

—Sí, con mucho gusto -dijo alfin.

Se arregló cuidadosamente yeligió un elegante vestido que hacíatiempo que no se ponía. Cuando élse presentó a recogerla, llevaba unachaqueta de “tweed”, pantalones delana, unas botas ligeras de color

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negro y un grueso anorak deplumón, la ropa de vestir en lascolinas. Fueron a una hostería delcamino Mohawk y bebieron unpoco de vino antes de pedir la cena.

R.J. ya no estabaacostumbrada al alcohol; el vino larelajó, y descubrió que KennethDettinger era interesante y buenconversador.

Desde hacía varios añospasaba tres semanas al año enGuatemala, trabajando con niñostraumatizados por el asesinato del

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padre, de la madre o de los dos.Hizo preguntas atinadas sobre eltrabajo de R.J. en las colinas.

A ella le gustó la cena, laconversación sobre medicina,libros y películas, y se hallaba tan asus anchas en compañía de él quecuando la llevó a casa le pareciónatural invitarlo a tomar un café.

Cuando la besó, también eso lepareció natural, en cierto modo, y legustó la experiencia. Él sabía besarbien, y ella le devolvió el beso.

Pero sus labios se pusieron

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como madera, y él no tardó ensepararse.

—Lo siento, Ken. Supongo queno es el momento adecuado.

No notó si lo había herido ensu amor propio.

—¿Hay alguna esperanza parael futuro? -R.J. titubeó demasiado, yél sonrió-. En adelante pienso venirmucho a este pueblo. -Alzó la tazade café hacia ella-. Por el momentoadecuado. Si dentro de un tiempo teapetece verme, házmelo saber.

Al marcharse la besó en la

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mejilla Una semana más tarde fue aNueva York a pasar tres días de lasvacaciones de Navidad, con otrohombre y dos mujeres muyatractivas, jóvenes las dos.

Cuando R.J. los adelantó consu Explorer por la carretera, Kenhizo sonar el claxon y la saludó conla mano.

R.J. pasó el día de Navidadcon Eva. Llevó un asado de pavoque había preparado en su casa,otros platos de acompañamiento yun pastel de chocolate, pero Eva

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apenas disfrutó de la comida. Lehabían dicho que dos semanasdespués la ingresarían en unaresidencia de Northampton. R.J.había ido en persona a examinarla,y al volver le aseguró a Eva que eraun buen sitio. La anciana la escuchóen silencio y asintió con la cabezasin hacer ningún comentario.

Eva empezó a toser mientrasR.J. lavaba los platos de la cena.

Cuando terminó de guardarlos,la anciana tenía el rostro ardiente ycongestionado.

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La experiencia que R.J. habíatenido con la gripe convertía a estaenfermedad en un enemigo fácil deidentificar. Tenía que ser una cepade gripe no incluida en la vacunaque se le había administrado a Eva.

R.J. estuvo dudando entrequedarse a dormir en el piso de Evay pedirle a una mujer del puebloque se quedara con ella.

Pero Eva era muy frágil. Alfinal R.J. llamó a la ambulancia yfue con ella a Greenfield, dondefirmó los papeles de ingreso en el

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hospital.Al día siguiente se alegró de

haberlo hecho porque la infecciónle había afectado al aparatorespiratorio. R.J. le recetóantibióticos con la esperanza de quela neumonía fuese bacteriana, perola neumonía era vírica y Evaempeoró rápidamente.

R.J. iba y venía de Woodfielda Greenfield, y permanecía muchotiempo junto a la cabecera de laenferma, sosteniéndole las manos ydespidiéndose de ella sin palabras.

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R.J. pidió oxígeno parafacilitarle la respiración, y morfinahacia el final. Eva murió dos díasantes del nuevo año.

La tierra del cementerio deWoodfield estaba dura comopedernal y no se pudo excavar unasepultura. El ataúd con los restos deEva fue depositado en una cripta; elentierro tendría que esperar hasta eldeshielo de primavera. Secelebraron unos funerales en laiglesia congregacionalista a los queno asistió mucha gente porque en

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sus noventa y dos años de vidapocos habitantes del pueblo habíanllegado a conocer bien a EvaGoodhue.

Hacía un tiempo de perros,como decía Toby. R.J. ni siquieratenía un perro que se acurrucara asu lado para darle calor, ycomprendía bien el peligroespiritual de un cieloconstantemente gris.

Decidió hacerse responsablede sí misma. En Northamptonencontró una profesora de viola da

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gamba, Olga Melnikoff, una mujerque pasaba de los setenta y quehabía formado parte de la Sinfónicade Boston durante veintiséis años.

Empezó a recibir clasessemanales, y por las noches, en lacasa fría y silenciosa, se sentaba yestrechaba la gran viola entre lasrodillas como si fuese un amante.Las primeras pasadas del arcodespertaron graves y sonorasvibraciones que penetraban en lomás profundo de su cuerpo, y notardó en ser cautivada por el

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instrumento. La señora Melnikoff lainstruyó en los fundamentos,corrigiendo severamente su formade sostener el arco y haciéndolerepetir una y otra vez las notas de laescala.

Pero R.J. ya sabía tocar elpiano y la guitarra, y pronto se viohaciendo ejercicios y tocandopiezas sencillas. Descubrió que leencantaba. Cuando tocaba a solasen casa, tenía la sensación dehallarse acompañada por lasgeneraciones de Cole que habían

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creado melodías con aquelinstrumento.

Eran días de echar leña alhogar y de acostarse temprano. R.J.sabía lo que estaban sufriendo losanimales silvestres. Hubieraquerido dejar heno en el bosquepara los ciervos, pero Jan Smith ladisuadió.

—No les imponga sus buenasintenciones -le dijo-. Están muchomejor cuando los dejamos a su aire.

Así que ella intentaba nopensar en los animales y los pájaros

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cuando el intenso frío agrietaba losárboles con estallidos que sonabancomo tiros de pistola.

El hospital anunció que losmédicos que dispusieran de módempodían acceder al historial de unpaciente en pocos segundos ytransmitir sus instrucciones a lasenfermeras por la línea telefónicasin necesidad de hacer un largo yresbaladizo trayecto hastaGreenfield. Había noches en las queaún tenía que acudir en persona,pero invirtió algún dinero en el

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equipo necesario y se alegró derecobrar parte de la tecnología quehabía dejado atrás al marcharse deBoston.

Las grandes fogatas queencendía cada noche en el hogarmantenían el calor pese a losvientos que azotaban La Casa delLímite.

Se sentaba junto al fuego y leíauna revista tras otra, y aunque nuncallegaba a ponerse completamente aldía, progresó mucho en sus lecturasmédicas.

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Una noche fue al armario, bajóel manuscrito de David y empezó aleerlo al amor de la lumbre.

Varias horas más tardeadvirtió que la habitación se habíaenfriado. Interrumpió la lecturapara echar más leña al fuego, parair al cuarto de baño y para prepararmás café. Después siguió leyendo.De vez en cuando reía entre dientesy otras se le escapaban laslágrimas.

El cielo ya clareaba cuandoterminó. Pero quería leer el resto de

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la historia. La novela trataba deagricultores y granjeros que teníanque cambiar de vida porque elmundo había cambiado, pero que nosabían cómo hacerlo. Lospersonajes tenían vida, pero ellibro no estaba terminado. R.J.quedó profundamente conmovida,pero con ganas de ponerse a gritar:no podía concebir que Davidhubiera abandonado una obra asípudiéndola terminar, y eso le llevóa pensar que estaba gravementeenfermo o muerto.

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35 - Significadosocultos

20 de enero.Sentada en casa, caldeando el

ambiente con música, R.J. no podíadesprenderse de la sensación deque aquélla era una noche especial.

¿Un cumpleaños? ¿Algúnaniversario? Y de pronto le vino ala memoria un mensaje de Keatsque había tenido que aprenderse dememoria en el curso de literatura

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inglesa de segundo.“Víspera de Santa Inés. ¡Ah,

que frío amargo!El búho, pese a todas sus

plumas, estaba aterido; la liebrecojeaba tiritando sobre la hierbahelada, y el rebaño se hallabasilente en lanoso redil.”

R.J. no tenía ni idea de cómoles iba a los rebaños, pero sabíaque los animales que no estabanrecogidos en un establo debían depasarlo muy mal. Algunas mañanas,un par de pavas salvajes de gran

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tamaño, hembras las dos, se habíanpaseado lentamente por los camposcubiertos de nieve. Las sucesivasnevadas se habían congelado enpoco tiempo hasta formar una seriede capas impenetrables. Los pavosy los ciervos no podían atravesarlaspara llegar a la hierba y las plantasque necesitaban para sobrevivir.Las pavas cruzaban lo segado comoun par de matronas artríticas.

R.J. no sabía si el Don seaplicaba también a los animales,pero no tenía necesidad de tocar a

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las pavas para saber que estaban apunto de morir. En el huertoreunieron sus fuerzas e hicierondébiles e infructuosos intentos deencaramarse aleteando a las ramasdel manzano para alcanzar losbrotes helados.

No pudo soportarlo más.Compró un gran saco de maíz en elalmacén de Amherst y arrojó variospuñados en los lugares donde habíavisto las pavas.

Jan Smith no aprobó su gesto.—La naturaleza se las arregló

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muy bien sin seres humanos durantemuchos milenios. Los animales selas apañan muy bien sin nuestraayuda. Los más aptos sobreviven -protestó.

Desdeñaba incluso a quienesponían comida a los pájaros-. Loúnico que consiguen es ver de cercaa sus pájaros favoritos. Si no lespusieran comederos, los pájarostendrían que mover un poco el culopara sobrevivir, y el esfuerzo lessentaría bien.

A ella le daba igual. Vio con

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satisfacción cómo las pavas y otrasaves se comían su regalo.Acudieron palomas y faisanes,cuervos y arrendajos, y otrospájaros más pequeños que no supoidentificar.

Cuando se terminaban losgranos de maíz, o cuando nevaba yse cubrían los últimos que habíaechado, R.J. salía y arrojabaalgunos más.

El frío enero dio paso a unfebrero glacial. La gente sólo seaventuraba a salir envuelta en una

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gran variedad de capas protectoras:jerséis de punto, chaquetonesrellenos de plumón, viejascazadoras de piloto forradas delana. R.J. llevaba ropa interiorlarga y gruesa, y una gorra de lanaque le cubría las orejas.

La inclemencia del tiempodespertaba el espíritu pionero quehabía atraído hacia las montañas asus primeros habitantes.

Una mañana de ventisca, R.J.avanzó como pudo entre las rachasde nieve para ir al consultorio, al

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que llegó jadeante y cubierta deblanco.

—Vaya día -comentó, casi sinaliento.

—¡Ya lo creo! -asintió Toby,radiante-. ¿Verdad que esmagnífico?

Fue un mes de comidascalientes y copiosas compartidascon amigos y vecinos, porque elinvierno no terminaba nunca en lascolinas y el deseo de compañía erageneral.

R.J. habló de restos

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arqueológicos norteamericanos conLucy Gotelli, conservadora delmuseo del Williams College,mientras daban cuenta de unestofado de chiles en casa de Tobyy Jan.

Lucy le explicó que sulaboratorio estaba en condicionesde fechar objetos con razonableprecisión, y R.J. empezó adescribirle la bandeja que habíaencontrado en su prado junto a losrestos infantiles.

—Me gustaría verla -dijo

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Lucy-. Hacia 1800 hubo aquí enWoodfield una fábrica de cerámicaque producía piezas sin vidriar parauso cotidiano. Quizá la bandejaprovenga de ahí.

Unas semanas más tarde, R.J.le llevó la bandeja a su casa.

Lucy la examinó con ayuda deuna lupa.

—Bueno, yo diría que es unproducto de Cerámicas Woodfield,desde luego. Claro que no puedoafirmarlo con certeza. Tenían unamarca característica, una T y una R

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entrelazadas que aparecían enpintura negra en el reverso de cadapieza. Si esta bandeja tuvo la marcaalguna vez, ya se ha borrado.

-Contempló con curiosidad lassiete oxidadas letras que aún sedistinguían en la superficie de labandeja: «ah» y «od», una «o» y,por último, «ia», y raspó la «h» conla uña-. Curioso color. ¿Te pareceque es tinta?

—No lo sé. A mí me pareceque es sangre -opinó R.J., y Lucysonrió.

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—No, te garantizo que sangreno es. Escucha, ¿por qué no medejas llevarla al trabajo a ver quépuedo averiguar?

Así pues le dejó la bandeja aLucy, pese a que se sentíaextrañamente reacia a separarse deella aunque fuera por poco tiempo.

A pesar del frío y de la espesacapa de nieve, un atardecer seoyeron arañazos en la puerta. Y másarañazos. Cuando R.J. abrió lapuerta no se encontró con un lobo nicon un oso sino con la gata, que

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entró en la casa y se paseó portodas las habitaciones.

—Lo siento, “Agunah”. Noestán aquí -le dijo R.J.

Después de examinar toda lacasa, “Agunah” se quedó paradaante la puerta hasta que R.J. la dejósalir.

Esa misma semana volvió aarañar la puerta otras dos veces,registró la casa con incredulidad yse marchó sin dignarse mirar a R.J.

Pasaron diez días antes de queLucy Gotelli la llamara, con

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disculpas por el retraso.—He examinado tu bandeja.

En realidad no me ha llevadomucho tiempo pero en el museohemos tenido un problema tras otroy hasta anteayer no pude dedicarmea ella.

—¿Y?—Es un producto de

Cerámicas Woodfield, en efecto; heconseguido detectar la marcalatente con toda claridad. Y heanalizado una muestra de lasustancia con que están trazadas las

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letras de la cara superior. Espintura de caseína.

—Lo único que recuerdo de lacaseína es que es un componente dela leche -comentó R.J.

—Efectivamente. La caseínaes la principal proteína de la leche,la parte que se cuaja cuando laleche se agria. Antiguamente casitodos los granjeros de por aquíelaboraban su propia pintura.Tenían leche desnatada enabundancia, y dejaban secar lacuajada y la molían entre dos

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piedras. Utilizaban la caseína comoaglutinante, mezclada con algúnpigmento, leche, clara de huevo yun poco de agua.

En este caso, el pigmentoutilizado fue rojo de plomo. Esdecir, que las letras fueron escritascon la típica pintura roja paracobertizos. En realidad un rojo muyvivo, pero el tiempo y la acciónquímica de la tierra acabaronconvirtiéndolo en óxido.

De hecho, le explicó Lucy,sólo había tenido que exponer la

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bandeja a una fuente de luzultravioleta. La arcilla porosa habíaabsorbido parte de la pintura, quebajo la radiación ultravioletadesprendía un brillo fluorescente.

—Entonces, ¿has podidodetectar las otras letras?

—Sí, muy claramente. ¿Tienesun lápiz a mano? Te las voy a leer.

Las fue dictando una por una, yR.J. las anotó en su bloc de recetas.Cuando Lucy hubo terminado, R.J.se sentó y miró sin parpadear, casisin respirar, lo que acababa de

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escribir: Isaiah Norman Goodhueve a Dios en inocencia 12 denoviembre de 1915 De modo que lafamilia de Harry Crawford no teníanada que ver con el esqueletoenterrado. R.J. había dirigidoequivocadamente sus sospechas.

Examinó los archivos delpueblo para asegurarse de queIsaiah Norman Goodhue era enverdad el hermano Norm con quienEva había vivido a solas la mayorparte de su vida. Cuando comprobóque así era, en lugar de respuestas

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se encontró con nuevas incógnitas ysuposiciones, a cual másperturbadora.

En 1915 Eva debía de tenercatorce años, una edad suficientepara concebir, pero en muchosaspectos importantes todavía erauna niña. Su hermano mayor y ellahabían vivido solos en la remotagranja de la carretera de LaurelHill.

Si el niño era de Eva, ¿habíaquedado embarazada de algúndesconocido o de su propio

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hermano?El nombre toscamente inscrito

en la bandeja parecía llevarimplícita la respuesta.

Isaiah Norman Goodhue eratrece años mayor que su hermana.

No se casó; se pasó toda lavida aislado, trabajando solo en lagranja. Sin duda contaba con suhermana para cocinar, cuidar lacasa, echarle una mano con losanimales y los campos.

¿Y sus restantes necesidades?Si el niño era de los dos,

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¿habría forzado a Eva o se trataríade un amor incestuoso?

¡Qué terror y desconciertodebió experimentar la muchacha alsaberse embarazada!

Y después. R.J. se imaginaba aEva, asustada, abrumada de culpaporque su hijo estaba sepultado entierra sin bendecir, sufriendo losdolores del alumbramiento y deunos cuidados posparto primitivoso quizás inexistentes.

Estaba claro que habíanelegido el prado pantanoso de su

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vecino para cavar la tumba porqueestaba anegado, no valía para elcultivo y nunca sería removido porun arado.

¿Habían enterrado al niñoentre los dos, hermano y hermana?

La bandeja de arcilla estabaenterrada a menor profundidad queel bebé.

A R.J. le pareció probable queEva la hubiera inscrito para dejarconstancia del nombre y la fecha denacimiento de su hijo -la únicaplaca conmemorativa que estaba a

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su alcance- y que luego la hubieseenterrado a hurtadillas sobre suhijo.

Eva se había pasado la mayorparte de la vida contemplandoaquel prado desde lo alto de lacolina.

¿Qué debía sentir cuando veíapacer allí las vacas de HarryCrawford, añadiendo su orina y suestiércol al fango del suelo?

Y, santo Dios, ¿habría nacidoviva la criatura?

Sólo Eva hubiera podido

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responder a estas oscuraspreguntas, de modo que R.J. nuncallegaría a saberlo con certeza. Ni lodeseaba tampoco. Se le habíanquitado las ganas de exponer labandeja en un lugar visible. Lehablaba de la tragedia en vozdemasiado alta, le recordaba condemasiada claridad la desgracia deuna muchacha del campo sumida enuna profunda desesperación, así quela envolvió en papel marrón y laguardó en el último cajón delaparador.

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36 - En el camino

Los pensamientos sobre la

juventud de Eva proyectaban sobreR.J. una sombra espectral que nisiquiera interpretando músicalograba disipar. Cada día salíahacia el consultorio casi conanhelo, necesitada del contactohumano que su trabajo leproporcionaba, pero hasta elconsultorio era un lugar difícil,porque la esterilidad de Toby

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empezaba a afectar su capacidad deafrontar las tensiones cotidianas.Toby estaba irritable ymalhumorada, y peor aún, R.J. veíaque era consciente de su propiainestabilidad.

R.J. sabía que tarde otemprano tendrían que hablar delasunto, pero Toby había llegado aser para ella algo más que unaempleada y una paciente. Se habíanhecho buenas amigas, y R.J.prefería postergar la confrontaciónmientras fuera posible. Pese a esta

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tensión añadida, se pasaba largashoras en el consultorio, y siempreregresaba de mala gana a la casasilenciosa, a la quietud solitaria.

Se consolaba pensando que elinvierno llegaba a su fin: cada vezeran menos los montones de nieveque bordeaban la carretera, la tierraempezaba a calentarse poco a pocoy bebía el agua del deshielo, y losproductores de jarabe de arceiniciaban la tarea anual de sangrarlos árboles para cosechar la savia.

En el mes de diciembre, Frank

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Sotheby había rellenado de traposunas zapatillas viejas y unospantalones de esquí apolillados yhabía levantado ante su almacén unapila de nieve de la que emergía unaespecie de mitad inferior de uncuerpo humano, junto con un esquí yun bastón de esquí, como si unesquiador se hubiera clavado allíde cabeza. A esas alturas, su bromavisual se derretía con la nieve.

Cuando le vio retirar lasprendas empapadas, R.J. le dijo queera la señal más segura de que

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había llegado la primavera.Un atardecer abrió la puerta a

los arañazos ya familiares, y la gataentró en la casa e hizo su habitualvisita de inspección.

—Venga, “Agunah”, quédateconmigo -le rogó, rebajándose asuplicar su compañía, pero“Agunah” no tardó en regresar a lapuerta para exigir su libertad, y ladejó sola.

Empezó a recibir con agradolas llamadas nocturnas de laambulancia, aunque la norma era

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que los técnicos sólo debíanllamarla si se veían incapaces demanejar la situación. La últimanoche de marzo trajo consigo laúltima tormenta de nieve de laestación. En la carretera que nacíade la calle Mayor, un conductorebrio perdió el control de su Buick,invadió el carril contrario y chocóde frente contra un pequeño Toyota.El hombre que conducía el Toyotase clavó el volante en el pecho y sefracturó las costillas y el esternón.Al respirar experimentaba grandes

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dolores. Peor aún, la pared torácicafracturada no subía y bajaba con elresto del pecho cada vez querespiraba pues tenía roto el fuelle.

Lo único que los técnicos deurgencias podían hacer por elherido era fijar con cinta adhesivauna bolsa plana de arena sobre elesternón desprendido, administrarleoxígeno y llevarlo al centro médico.Cuando R.J. llegó a la escena delaccidente ya lo estaban atendiendo.Esta vez habían respondidodemasiados técnicos de urgencias,

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entre ellos Toby. Se quedaron lasdos mirando cómo los de laambulancia preparaban al heridopara el traslado, y después R.J. hizoseñas a Toby para que la siguiera,dejando que los bomberosvoluntarios limpiaran la carreterade vidrios rotos y fragmentos demetal.

Caminaron por la carreterahasta un lugar desde el que podíancontemplar los restos del accidente.

—He estado pensando muchoen ti -comenzó R.J.

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El aire de la noche era helado,y Toby temblaba ligeramente bajola chaqueta roja del uniforme. Laapremiante luz amarilla de laambulancia, que giraba como unfaro visto desde el mar, iluminabasus facciones cada pocos segundos.Con los brazos cruzados paraprotegerse del frío, Toby mirófijamente a R.J.

—¿Ah, sí?—Sí. Hay un procedimiento al

que me gustaría que te sometieras.—¿Qué clase de

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procedimiento?—Exploratorio. Quiero que

alguien eche una buena mirada a loque ocurre en el interior de tupelvis.

—¿Cirugía? Olvídalo. Mira,R.J., no pienso dejarme abrir.

Para algunas mujeres...sencillamente, no está en las cartasser madres.

R.J. sonrió sin alegría.—Explícame eso. -Meneó la

cabeza-. No tendrían que abrirte.Hoy en día sólo hacen tres

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pequeñas incisiones en el abdomen;una en el ombligo, y las otras dosalgo más abajo, aproximadamenteencima de cada ovario. Utilizan uninstrumento muy fino a base defibras ópticas con una lenteincreíblemente sensible que lespermite verlo todo hasta en susmenores detalles.

Y si es necesario disponen deotros instrumentos especiales paracorregir lo que haga falta a travésde esas tres minúsculas incisiones.

—¿Tendrían que dormirme?.

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—Sí. Te aplicarían anestesiageneral.

—¿Y tú harías la... cómo lallaman?

—Laparoscopia. No, yo no lashago. Te enviaría a Daniel Noyes.

Es muy bueno.—Ni hablar.R.J. perdió la paciencia.—Pero ¿por qué? Si estás

desesperada por tener un hijo...—Mira, R.J., tú siempre andas

predicando que las mujeres debentener derecho a decidir sobre su

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propio cuerpo. Pues ahora se tratade mi cuerpo, y no quierosometerme a ninguna operación amenos que mi vida o mi salud sevean amenazadas, lo que no pareceser el caso. Así que haz el favor dedejarme en paz. Y gracias por tuinterés.

R.J. hizo un gesto deasentimiento.

—No se merecen -respondiócon tristeza.

En marzo trató de internarse enel bosque sin esquís ni raquetas

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pero no lo consiguió pues se hundíahasta los muslos en la nieve que sehabía negado a derretirse en elumbrío sendero. Cuando volvió aintentarlo, en abril, todavía quedabaalgo de nieve pero se podía andar,aunque con ciertas dificultades. Elinvierno había dejado el bosquemás selvático que antes, y habíaestropeado bastante el sendero,lleno de ramas caídas que habríaque retirar. R.J. tenía la sensaciónde estar siendo observada por elgenio del bosque. En una mancha de

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nieve vio unas huellas que parecíanpertenecer a un hombre descalzo,de pies anchos y con diez afiladasgarras. Pero los dedos más gruesoseran los exteriores, y R.J. supo queeran las huellas de un oso grande,así que hizo acopio de valor yempezó a silbar tan fuerte comopudo. Por alguna razón, la melodíaque eligió para espantar al oso fue“Mi viejo hogar de Kentucky”,aunque pensó que quizás acabaríadurmiendo a la fiera en vez dehacerla huir al galope.

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En tres lugares, otros tantosárboles caídos bloqueaban lasenda.

R.J. regresó al cobertizo enbusca de una sierra de arco defabricación sueca y trató dedespejar el camino, pero la sierraera inadecuada y el trabajodemasiado lento.

Había algunas cosas para lasque necesitaba un hombre, se dijocon amarga resignación.

Durante unos días estuvopensando en contratar a alguien

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para que despejara el camino delbosque y quizá lo prolongara a lolargo del río. Pero una tarde seencontró en su tienda habitual dematerial agrícola dispuesta ainformarse a fondo sobre las sierrasmecánicas.

Su aspecto era mortífero, yella sabía bien que podían ser tanpeligrosas como lo parecían.

—Me dan un miedo de muerte-le confesó al vendedor.

—Eso es bueno. Puedencortarle un brazo o una pierna con

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tanta facilidad como cortan unarama -respondió el hombrealegremente-.

Pero mientras les tenga ustedmiedo, son perfectamente seguras.Los únicos que se hacen daño sonlos que se acostumbran tanto a ellasque les pierden el respeto y lasmanejan con descuido.

Las sierras, de distintasmarcas y modelos, se diferenciabanpor el peso y la longitud de la hoja.

El vendedor le mostró elmodelo más pequeño y ligero.

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—Muchas mujeres se decidenpor éste -señaló, pero al saber quela quería para abrir un sendero enel bosque, meneó la cabeza y leofreció otra sierra-. Ésta es máspesada. Se le cansarán los brazosmás deprisa y tendrá que parar mása menudo que con la sierrapequeña, pero adelantará muchomás el trabajo.

R.J. hizo que le enseñaramedia docena de veces cómo seponía en marcha, cómo se paraba,cómo había que graduar el freno

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automático para que la vertiginosacadena no le abriera la cabeza si lasierra se encallaba con algo yrebotaba hacia atrás.

Mientras la llevaba a casa, conuna lata de aceite y un pequeñobidón de gasolina, casi searrepentía de haberla comprado.

Después de cenar leyóatentamente el manual deinstrucciones y se dio cuenta de quehabía cometido una locura: la sierraera demasiado complicada,perversamente destructiva, y ella

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nunca tendría el valor de internarsesola en el bosque con unaherramienta tan peligrosa. Lo dejótodo en un rincón del cobertizo ydecidió olvidarse del asunto.

Dos días después, cuandollegó a casa del trabajo, recogiócomo de costumbre el correo delbuzón, instalado a pie de carretera,y se lo llevó consigo por el largocamino de acceso hasta la casa.

Sentada a la mesa de lacocina, lo distribuyó en variosmontones: cosas de las que se

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ocuparía más tarde, como facturas,catálogos que deseaba leer yrevistas; cartas personales y, porúltimo, «correo basura» para tirarde inmediato.

El sobre era cuadrado, detamaño mediano, azul claro, yestaba escrito a mano. En cuantovio la letra, el aire de la habitaciónse volvió más denso y caluroso, yse hizo más difícil de respirar.

En lugar de abrirlainmediatamente, la trató como sifuera una carta explosiva y la

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sometió a un cuidadoso examen porlas dos caras.

No llevaba la dirección delremitente. El matasellos era de tresdías atrás, y la habían echado alcorreo en Chicago.

Cogió el abrecartas y rasgópulcramente el sobre por el bordesuperior.

Era una tarjeta de felicitación:«Te deseo una Pascua feliz.«En elinterior observó la inclinada y casiilegible caligrafía de David.

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Mi querida R.J.:Apenas sé qué

decir, cómo empezar.Supongo que ante

todo debo decirte que lolamento muchísimo si tehe causado algunapreocupacióninnecesaria.

Quiero que sepasque estoy vivo y sano.Llevo algún tiemposobrio, y me esfuerzopor seguir así.

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Estoy en un lugarseguro, rodeado debuena gente, y empiezoa aceptar la vida comoes.

Espero que en tucorazón puedas pensarcariñosamente en mí,como yo pienso en ti.

Sinceramente,David

«¿Pensarcariñosamente en mí?»

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«¿Te deseo una Pascuafeliz?»

Arrojó la tarjeta y el sobre

sobre la repisa de la chimenea.Vagó por la casa, presa de una

cólera fría, y al fin salió afuera y sedirigió al cobertizo. Cogió la sierramecánica todavía por estrenar yavanzó a grandes pasos por elcamino del bosque hasta llegar alprimer árbol derribado.

Hizo lo que había aprendidodel vendedor y del manual: se

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arrodilló; colocó el pie derechosobre el mango posterior de lasierra, sujetándola contra el suelo;puso en posición el protector de lasmanos; graduó la alimentación yaccionó el interruptor de encendido;sostuvo firmemente el mangodelantero con la mano izquierda ytiró del cable de arranque con laderecha. No ocurrió nada, nisiquiera después de varios intentos,y cuando se disponía a dejarlo ytiró por última vez, la sierra sepuso en marcha con una tos y un

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tartamudeo.Accionó el pulsador, le dio

gas y la sierra empezó a rugir. Sevolvió hacia el árbol caído,accionó el pulsador de nuevo yapoyó la hoja contra el tronco. Lacadena giró vertiginosamente,desgarrando la madera con losdientes, y partió el tronco confacilidad y rapidez.

El ruido le sonaba a músicacelestial.

«¡Qué poder! -pensó-. ¡Quépoder!»

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Al poco rato el árbol quedóreducido a trozos que podía apartardel camino sin ayuda de nadie. Elcrepúsculo la encontró con la sierrarugiente en la mano, reacia aapagarla, ebria de éxito, dispuesta adestrozar de aquel modo todos susproblemas. Ya no temblaba. No letenía miedo al oso. Sabía que el osohuiría a toda prisa ante el ruido desus vibrantes y desgarradoresdientes. Podía hacerlo, pensóentusiasmada. Los espíritus delbosque eran testigos de que una

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mujer podía hacer cualquier cosa.

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37 - Otro puente quecruzar

Se pasó dos tardes seguidas en

el bosque, con la sierra mecánica, yvenció los otros dos árboles caídos.Luego, el jueves, su día libre, seinternó temprano en el bosque,cuando los árboles silenciosos ydruídicos aún estaban fríos yhúmedos, y empezó a prolongar elsendero.

No había una gran distancia

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desde el final del camino hasta elCatamount, y consiguió llegar al ríojusto antes de detenerse paraalmorzar. Le resultó emocionantedoblar el recodo y empezar adesbrozar la orilla, río abajo.

La sierra era pesada. De tantoen tanto tenía que hacer una pausa, yaprovechaba los intervalos pararecoger las ramas que habíacortado, amontonándolas a loslados del camino para que losconejos y otros animales pequeñoshicieran allí sus madrigueras. Aún

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había manchas de nieve a lo largode las orillas, pero el agua corríacomo cristal líquido, abundante yveloz.

Justo detrás de unas matas dearísaro que se abrían paso a travésde la nieve, vio una piedra conforma de corazón en el lecho pocoprofundo del río. Se arremangó eljersey y al sumergir la mano en elagua sintió como si el brazotambién se le cristalizara. Lasacudida del frío le recorrió elcuerpo hasta los dedos de los pies.

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La piedra estaba bien formada y,tras secarla cariñosamente con elpañuelo, se la metió en el bolsillo.

Durante toda la tarde, mientrasiba abriendo camino, notó la magiade la piedra corazón que le dabafuerza y poder.

Por las noches escuchaba laserenata de los coyotes, con susaullidos de soprano, y el rugidobarítono del río crecido. Por lasmañanas, mientras desayunaba en lacocina, hacía la cama, ordenaba lasala, veía desde las ventanas un

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puerco espín, halcones, un búho,milanos, los grandes cuervos delnorte que se habían instalado en sustierras como si tuvieran un contratoindefinido. Había muchos conejos yalgunos ciervos, pero no se veía nirastro de las dos pavas que habíaalimentado durante el invierno, yR.J. temía que estuvieran muertas.

Todos los días, al terminar lajornada, se apresuraba a volver acasa, se cambiaba de ropa y cogíala sierra mecánica del cobertizo.

Trabajaba con denuedo, con

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una satisfacción que era casiregocijo interior, extendiendo elgran circuito del sendero endirección a la casa.

Había una nueva suavidad enel aire. Cada día tardaba más encaer la oscuridad, y de la noche a lamañana las carreteras apartadas seconvirtieron en barrizales. R.J. ibaconociendo mejor el entorno, yahora sabía cuándo debía aparcar elExplorer y seguir adelante a piepara efectuar una visita a domicilio,y no utilizaba el torno eléctrico ni

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necesitaba que remolcaran el cochepara sacarlo del fango.

Los músculos de los brazos, laespalda y los muslos se tensaroncon el esfuerzo y le quedaron tandoloridos que a veces gruñía al darun paso, pero el cuerpo acabó porfortalecerse y adaptarse al trabajoconstante. Al meter la sierra entrelas ramas para acercar la hoja altronco de los árboles, sufriónumerosos arañazos y heridassuperficiales en brazos y manos.

Probó a ponerse guantes y

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mangas largas, pero las mangas seenganchaban y los guantes no lepermitían sujetar la sierra consuficiente firmeza, así que cadanoche se desinfectabacuidadosamente las heridas despuésdel baño y las ostentaba como otrastantas condecoraciones.

A veces alguna urgencia,alguna visita a domicilio o lanecesidad de desplazarse alhospital para ver a un paciente leimpedía trabajar en el sendero. Sevolvió avara con su tiempo libre,

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que pasaba íntegramente en elbosque. Había un largo trecho hastael final del sendero, y se volvía aúnmás largo cada vez que disponía deunas horas para trabajar. Aprendióa dejar latas de gasolina y aceite enel bosque, bien envueltas en bolsasde plástico. A veces veía señalesque la inquietaban. En un lugar en elque había estado trabajando la tardeanterior, encontró dispersas lasplumas largas y el suave plumóninterior de un pavo capturado poralgún predador durante la noche, y

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confió tontamente que no fueraninguno de «los suyos». Y unamañana se encontró en el camino unmontón descomunal de excrementosde oso, como una carta con mensajeespecial.

Sabía que los osos negros sepasaban todo el inviernodormitando sin comer ni defecar; alllegar la primavera se atiborrabande comida hasta producir unaenorme defecación, que expulsabaun duro y compacto tapón fecal.R.J. había leído algo sobre ese

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tapón y se detuvo a examinarlo; elgrueso calibre del excrementoindicaba que procedía de un animalmuy grande, probablemente elmismo oso cuyas huellas habíavisto en la nieve.

Era como si el oso hubieradefecado en el sendero para hacerlesaber que aquel territorio era suyo yno de ella, lo que reavivó suantiguo temor a trabajar sola en elbosque.

Durante todo el mes de abrilsiguió abriendo camino hacia la

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casa, despejando aquí un par demetros difíciles, allí un trecho másfácil. Finalmente llegó al últimodesafío de importancia, un arroyoque había que salvar. En el cursodel tiempo, el arroyo habíaexcavado un profundo surco en elsuelo del bosque, llevándose lahierba mojada hacia el río. Davidhabía construido tres puentes demadera en otros lugares donde erannecesarios, pero R.J. no sabía siella sería capaz de hacer el cuarto:quizá se precisaría más fuerza

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física y más experiencia deconstrucción de las que ella poseía.

Un día, tras regresar a casa deltrabajo, estudió las altas riberas yvisitó después los puentes quehabía construido David, paraanalizar lo que tendría que hacer.

Se dio cuenta de que la tareale llevaría por lo menos unajornada completa y que tendría queesperar a su día libre paraemprenderla, así que decidiótomarse unas vacaciones durante lashoras de luz que pudieran quedar.

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El río bajaba rápido y crecido,demasiado tumultuoso todavía parapescar, pero volvió a casa en buscade la caña y desenterró mediadocena de lombrices junto almontón de estiércol vegetal. Echóel anzuelo en el mayor de losestanques de los castores y sededicó alternativamente a vigilar elcorcho y a admirar la obra de loscastores, que habían construido eldique y derribado un n]meroimpresionante de árboles.

Antes de que el corcho se

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moviera en lo más mínimo, acudióun martín pescador que, trasburlarse de ella con su chillido, sezambulló en el estanque y emergiócon un pez.

R.J. se sintió inferior alpájaro, pero finalmente pescó doshermosas truchas de arroyo que secomió durante la cena,acompañadas de un revoltijo debrotes tiernos de helecho cocidos alvapor, plantas silvestres quellevaban en sí todo el sabor de laestación.

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Después de la cena, mientrassacaba la basura, descubrió unapequeña piedra corazón de colornegro en el lugar donde habíadesenterrado las lombrices, y seabalanzó sobre ella como si fuera aescapar. La lavó bien, la frotó parasacarle brillo y la colocó encimadel televisor.

Cuando la tierra quedódesnuda de nieve, fue como si R.J.hubiera sido elegida para heredar eltalento de Sarah Markus paraencontrar, sin proponérselo, piedras

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en forma de corazón.Allí donde iba, sus ojos las

localizaban como si los guiara elespíritu de Sarah. Tenían todas lasformas posibles: piedras con losarcos superiores del corazóncurvados como una pera ylimpiamente divididos como unasposaderas perfectas, piedras decontornos angulosos peroequilibrados, piedras con una puntainferior afilada como el destino oredondeada como el arco de uncolumpio de parvulario.

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Un día compró una bolsa detierra para jardín en la que encontróuna piedra minúscula como unsuave lunar marrón, y en la base deun muro medio desmoronado en ellímite occidental de la finca hallóotra del tamaño de un puño. Lasdescubría mientras trabajaba en elbosque, mientras caminaba por lacarretera de Laurel Hill, mientrasiba a hacer alguna diligencia en lacalle Mayor.

Los habitantes de Woodfieldno tardaron en observar el interés

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de la doctora por las piedrascardiáceas y empezaron abuscarlas, a llevárselas a casa o alconsultorio con una sonrisacomplacida, a ayudarla en suafición. R.J. se acostumbró avaciarse los bolsillos de piedras encuanto llegaba a casa, o a sacarpiedras del bolso o de bolsas depapel. Las lavaba, las secaba y aveces se quedaba sin saber dóndeponerlas. La colección pronto sehizo demasiado grande para elcuarto de los huéspedes; en poco

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tiempo las piedras corazóninvadieron también la sala: losestantes de la pared, la repisa de lachimenea, las mesas auxiliares y lamesita de café. Había tambiénpiedras corazón en la encimera dela cocina, en el cuarto de baño delprimer piso, en la cómoda deldormitorio y sobre el depósito delváter de la planta baja.

Las piedras le hablaban, letransmitían un triste mensaje sinpalabras que le recordaba a Sarah ya David. R.J. no quería oírlo, pero

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aun así las coleccionaba de unmodo compulsivo.

Compró un manual de geologíay empezó a identificar las piedras,complaciéndose en el conocimientode que ésta era basalto del jurásicoinferior, cuando criaturasmonstruosas vagaban por el valle;que aquélla era magma solidificadoque había surgido, líquido ehirviente, del núcleo en fusión de laTierra, un millón de años atrás; queesa otra, de grava y arena fundidas,se había formado en una época en

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que las profundidades del océanocubrían las colinas, ahora en elinterior; que este pedazo de gneiscentelleante seguramente había sidouna piedra sin brillo hasta que laderiva de los continentes la habíatransmutado en la olla a presión delmetamorfismo.

Una tarde, en Northampton,R.J. pasó junto a unas obras dealcantarillado en la calle King.

Los obreros habían abierto unazanja como de un metro y medio deprofundidad, separada de los

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peatones por caballetes de madera,vallas metálicas y una cinta deplástico amarillo. En un rincón dela zanja había algo que lasorprendió enormemente: unapiedra rojiza y bien formada deunos treinta y cinco centímetros dealtura y cuarenta y cinco deanchura.

El corazón petrificado de ungigante desaparecido.

No había nadie en la obra. Loshombres habían terminado lajornada y se habían marchado; de

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no ser así, le habría pedido aalguno que hiciera el favor desacársela.

«Lástima», pensó R.J., y siguióadelante. Pero aún no había andadocinco pasos cuando dio mediavuelta y volvió atrás. Se sentósobre la tierra acumulada al bordede la zanja, con los pies colgando,tanto peor para los pantalonesnuevos, y pasó la cabeza por debajode la cinta; a continuación seimpulsó con las manos y se dejócaer.

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La piedra era en todo tanbuena como le había parecidodesde arriba. Pero era pesada, muydifícil de manejar, y para sacarla dela zanja tenía que levantarla hasta laaltura del cuello. Logró realizar lahazaña al segundo intento, en unacto de desesperación.

—Pero señora, ¿qué estáhaciendo?

Era un agente de policía, quela miraba con una mezcla de enojoe incredulidad desde el lado de lazanja que daba a la calzada.

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—¿Le importaría ayudarme asalir? -le pidió, al tiempo quetendía las manos hacia él. Elpolicía no era un hombrecorpulento, pero la sacó en uninstante, exhibiendo tanto esfuerzocomo el que ella había mostrado allevantar la piedra.

El hombre se la quedómirando, con la respiraciónentrecortada.

No le pasó por alto la manchade tierra que R.J. tenía en la mejilladerecha, ni los pegotes de arcilla

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gris en los pantalones negros, ni elbarro de los zapatos.

—¿Qué hacía usted ahí abajo?Ella le dirigió una sonrisa

beatífica y tras darle las gracias porsu ayuda, le explicó:

—Soy coleccionista.Tres jueves llegaron y se

fueron antes de que tuviera ocasiónde dedicar el día a la construccióndel puente. Sabía lo que tenía quehacer. Había ido hasta el arroyomedia docena de veces paraestudiar el lugar, y una y otra vez

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había repasado mentalmente lamanera de hacerlo.

Tenía que talar dos árbolesparejos, cuyos troncos constituiríanlos soportes principales del puente.Los troncos desbastados debían serlo bastante pesados para resistir lacarga y para durar, y al mismotiempo lo bastante ligeros para quepudiera colocarlos sin ayuda denadie en su lugar.

Ya había elegido los árboles yfue directamente a por ellos. Elgruñir y rechinar de la sierra le

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daba aliento, y cuando terminó decortar y desbastar los troncos sesentía una auténtica experta. Lostroncos eran engañosamentedelgados. Pesaban mucho, pero R.J.descubrió que podía desplazarlospoco a poco, alzando y empujandoprimero un extremo y luego el otro.

Al caer producían un golpesordo y la tierra parecía temblar. Sesentía como una amazona, aunque secansaba muy deprisa.

Con ayuda de un pico y unapala excavó cuatro encajes poco

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hondos, dos en cada orilla, dondedebían acomodarse los extremos delos troncos para que tuvieranestabilidad.

Despacio pero sin pausa,colocó los troncos en su lugar. Alfinal tuvo que meterse en el arroyoy sostener los maderos sobre elhombro para introducir cadaextremo en el encaje preparado;cuando terminó era la hora dealmorzar, y los jejenes y mosquitoshabían empezado a comer a susexpensas, de manera que emprendió

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la retirada.Estaba demasiado excitada

para perder el tiempo preparandouna gran comida, así que almorzóunas rebanadas de pan conmantequilla de cacahuete y una tazade té. Estaba impaciente porsumergirse en una bañera llena deagua caliente, pero sabía queentonces no terminaría el puente, yya empezaba a oler la victoria. Seroció por tanto con repelente deinsectos y volvió a salir.

Le había comprado a Hank

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Krantz una carga de tablas deacacia negra, que tenía apiladas enel patio de atrás, y se dedicó amedir y cortar trozos de un metroveinte, procurando elegir piezas deun grosor más o menos uniforme.Luego las fue transportando engrupos de tres o cuatro hasta elpuente en construcción. A esasalturas estaba realmente cansada ehizo una pausa para tomar más té.Pero sabía que lo que faltaba porhacer estaba claramente dentro desus posibilidades, y esto la impulsó

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mientras colocaba las tablas y lasaseguraba con largos clavos. Elruido de los martillazos era undesafío a los animales salvajes paraque vinieran a molestarla en suterritorio.

Finalmente, cuando lassombras del atardecer oscurecían elbosque, dio el trabajo porterminado. El puente era resistente.

Sólo le faltaban unas elegantesbarandillas de abedul blanco, quepensaba instalar otro día. Tuvo quereconocer que era más elástico de

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lo que habría sido si hubierapodido manejar troncos másgruesos, pero había hecho un buentrabajo, y prestaría buen servicio.

Se detuvo en mitad del puentey empezó a bailar una triunfantetarantela.

El soporte derecho del puentese movió ligeramente en la orillaoriental del arroyo.

R.J. se acercó y dio variossaltos. El soporte se hundió. Siguiósaltando, entre maldiciones, y elsoporte se fue hundiendo cada vez

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más. La cinta métrica le indicó queel puente había quedado treinta ysiete centímetros más bajo por eselado que por el otro.

El origen del problema estabaen que no había pensado encompactar la tierra que sostenía eltronco por ese lado, y el peso delpuente había hecho el resto. R.J.reparó en que también habría sidoprudente colocar una piedra planabajo cada extremo de tronco.

Volvió a meterse en el arroyoy trató de izar el extremo más bajo

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del puente, pero le resultóimposible moverlo y se quedómirando amargamente la inclinadaestructura. Aún se podía cruzar conprecaución, si no se hundía más,pero sería una locura cruzarlo conuna carga pesada o empujando unacarretilla cargada.

Recogió las herramientas yregresó lentamente a casa, cansaday desilusionada. Ya no le sería fácilni grato jactarse interiormente deque podía hacer cualquier cosa, siluego tenía que añadir: «... casi.»

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38 - La reunión

George Palmer se presentó en

el consultorio de R.J. un día en quetodos los asientos de la sala deespera estaban ocupados y NordahlPetersen aguardaba en losescalones de la entrada.

Aun así, cuando la doctoraterminó de hablar con él acerca desu bursitis y de explicarle por quéno iba a recetarle más cortisona,George Palmer asintió con la

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cabeza y le dio las gracias, pero nohizo ademán de marcharse.

—Mi hijo menor se llamaHarold. Mi pequeño -añadió conironía-. Tiene cuarenta y dos años.

Harold Wellington Palmer.R.J. asintió sonriente.—Es contable. Vive en

Boston. Es decir, ha estado doceaños viviendo allí. Ahora se vienea vivir conmigo otra vez.

—¿Ah, sí? Debe de estar ustedmuy contento, George -comentó concautela, pues no tenía manera de

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saber si realmente lo estaba o nohasta que el señor Palmer fuese algrano.

Resultó que podía ser unmotivo nada digno de alegría.

—Harold es lo que llamanseropositivo. Va a venir aquí con suamigo Eugene. Llevan nueve añosviviendo juntos... -Por unosinstantes dio la impresión de queperdía el hilo de sus pensamientos,pero volvió a encontrarlo con unsobresalto-.

Bueno, el caso es que

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necesitará atención médica.R.J. posó su mano sobre la de

George.—Tendré mucho gusto en

conocerlo y ser su médica -leaseguró, y apretó la mano. GeorgePalmer le dio las gracias y salió deldespacho.

No quedaba un gran trecho debosque entre el final del sendero yla casa, pero el fracaso en laconstrucción del puente habíafrenado su entusiasmo, y dedicó susesfuerzos al huerto. Era demasiado

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pronto para sembrar verduras dehoja. Los libros de horticulturadecían que hubiera debido sembrarguisantes unas semanas antes, envez de trabajar en el bosque, peroel clima frío de las colinas le dababastante margen, de manera queechó turba, estiércol vegetal y dossacos de arena en las eras elevadasque David le había ayudado aconstruir y lo revolvió todo bien.

Sembró guisantes, que legustaban mucho, y espinacas, pueseran dos verduras capaces de

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resistir perfectamente la abundanteescarcha que aún se formaba porlas noches con regularidad.

Regó con cuidado -nidemasiado, para no anegar las eras,ni demasiado poco, para evitar laaridezy fue recompensada con unahilera de brotes. Al cabo de unasemana desaparecieron sin dejarrastro, y la única pista de lo quepodía haber ocurrido era una huellaperfecta sobre la aterciopeladatierra.

Un cervato.

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Esa noche fue a tomar lospostres y el café a casa de losSmith, y les contó lo sucedido.

—¿Qué hago ahora? ¿Vuelvo asembrar?

—Inténtalo -le aconsejó Toby-. Puede que aún estés a tiempo decosechar algo.

—Pero hay muchos ciervos enel bosque -observó Jan-. Deberíastomar medidas para que losanimales silvestres no se acerquenal huerto.

—Tú eres el experto en caza y

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pesca -dijo R.J.-. ¿Qué medidas meaconsejas?

—Bien, hay gente que recogecabello humano en las peluquerías ylo extiende por el suelo. Yotambién lo he probado. A vecesfunciona, y a veces no.

—¿Y cómo protegéis vuestrohuerto?

—Orinamos a su alrededor -respondió Toby con naturalidad-.

Bueno, yo no. -Señaló a sumarido-. Lo hace él.

Jan asintió.

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—Es el mejor remedio. A laque olfatean el pipí humano, losanimales enseguida encuentran unaexcusa para hacer un viaje denegocios a cualquier otro sitio.Deberías probarlo.

—Para ti es fácil. Existe ciertadiferencia fisiológica entre nosotrosque me complica bastante lasituación. ¿No podrías venir a casade vez en cuando y...?

—Ni hablar -replicó Toby confirmeza-. Tiene un suministrolimitado, y ya está todo apalabrado.

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Jan sonrió y le ofreció unúltimo consejo:

—Utiliza un vaso de plástico.Y eso fue lo que hizo, después

de volver a sembrar los guisantes.El problema era que ella

también tenía un suministrolimitado, por mucho que seesforzara en beber más líquido delque exigía su sed. Pero regó lasuperficie contigua a la porción deera en que había replantado losguisantes, y esta vez, cuandonacieron los brotes, no se los comió

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nadie.Un día R.J. oyó un ruido como

de motores procedente de su patiode atrás, y al salir descubrió que unsonoro enjambre estabaabandonando una de las colmenas.Miles de abejas se alzaban enretorcidas y danzarinas columnasque convergían a la altura deltejado para fundirse en una gruesacolumna que por momentos parecíacasi sólida, de tan apiñados comoestaban los innumerablescuerpecitos negros.

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La columna se convirtió en unanube que se contraía y expandía,hasta que al fin se desplazó sobrelos árboles hacia el interior delbosque.

Dos días después un enjambreabandonó otra colmena. Davidhabía dedicado muchos esfuerzos asus abejas y R.J. las habíadescuidado, pero su pérdida no lehizo experimentar sentimientos deculpa.

Estaba ocupada con su trabajoy sus intereses, y había decidido

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que tenía que vivir su propia vida.La tarde en que el segundo

enjambre había desaparecido,recibió una llamada telefónica en elconsultorio. Gwen Gabler venía deIdaho para hacerle una visita.

—Tengo que pasar un par desemanas en el oeste deMassachusetts. Ya te lo explicarécuando nos veamos -le dijo Gwen.

Al parecer no se trataba deproblemas matrimoniales.

—Phil y los chicos te mandanrecuerdos -añadió Gwen.

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—Dáselos también de miparte.

Y date prisa en venir. No teentretengas -respondió R.J.

R.J. quería ir a esperarla, peroGwen sabía lo que era la agenda deun médico y tomó un taxi desde elaeropuerto de Hartford.

¡La brillante y cariñosa Gwende siempre!

Llegó por la tarde,acompañada de un chubascoprimaveral, y se abrazaron, sebesaron, se miraron a los ojos y

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rieron ruidosamente.R.J. le mostró la habitación de

los huéspedes.—Está muy bien, pero lo que

quiero saber es dónde está el cuartode baño. Me vengo aguantando lasganas desde Springfield.

—La primera puerta a laizquierda -le indicó R.J.-. Ah,espera un momento. -Corrió a sudormitorio, cogió cuatro vasos deplástico y se apresuró a dárselos aGwen-. Toma. ¿Quieres hacerloaquí, por favor? Te lo agradecería

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mucho.Gwen la miró de hito en hito.—¿Quieres una muestra?—Tanto como te salga. Es

para el huerto.—Ah, para el huerto. -Gwen le

volvió la espalda, pero empezarona temblarle los hombros y se echó areír a carcajadas, apoyada contra lapared, sin poderse contener-.

No has cambiado ni un ápice.Dios mío, cómo te he echado demenos, R.J. Cole -dijo al fin,mientras se enjugaba los ojos-.

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¿Para el huerto?—Bueno, ahora te lo explico.—Ni se te ocurra. No quiero

saberlo nunca. No me lo estropees -se opuso Gwen, y corrió hacia elcuarto de baño, con los cuatrovasos en la mano.

Por la noche estuvieron másserias. Se quedaron despiertas hastamuy tarde, conversando, mientras lalluvia tamborileaba sobre loscristales de las ventanas.

Gwen estuvo escuchando aR.J. mientras le hablaba de David y

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de Sarah, le formuló un par depreguntas y la cogió de la mano.

—¿Y a ti qué tal te va en esaSociedad para el Mantenimiento dela Salud?

—Bueno, Idaho es precioso yla gente es muy simpática, pero elCentro Sanitario Familiar Highlandparece una SMS creada en elinfierno.

—Maldita sea, Gwen, con lasesperanzas que tenías.

Gwen se encogió de hombros.Le explicó que al principio parecía

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todo perfecto: creía en el sistemade la SMS y recibió unabonificación a la firma del contrato.Le garantizaron cuatro semanas devacaciones pagadas y tres semanaspara asistir a encuentrosprofesionales. En la sociedad habíaun par de médicos que en suopinión no eran precisamente unosgenios, pero desde el primermomento se dio cuenta de quecuatro médicos de la plantilla, treshombres y una mujer, eran muybuenos.

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Sin embargo, uno de losmédicos más competentes, uninternista, abandonó casiinmediatamente el Centro Highlandpara irse a trabajar a un hospitalcercano a la Administración deVeteranos.

Otro médico, el únicotocoginecólogo que había en laSMS aparte de ella, se marchó pocodespués a Chicago. Para cuando laotra médica, una pediatra, presentósu dimisión, Gwen ya tenía una ideaclara de los motivos del éxodo.

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La dirección era muy mala. Laempresa poseía nueve SMSrepartidas por diversos estados delOeste, y en la publicidad asegurabaque su propósito fundamental eraofrecer una atención médica decalidad, pero en la práctica lo queperseguía era un fin lucrativo. Eldirector regional, un antiguointernista llamado Ralph Buchanan,se dedicaba a hacer estudios derendimiento en lugar de ejercer lamedicina. Buchanan revisaba todoslos historiales para averiguar en

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qué «malgastaban» el dinero losmédicos contratados. Daba igualque un médico viera algo en unpaciente que lo impulsara ainvestigar más a fondo; si no había«razones de manual» para pedir unaprueba, se le llamaba la atención almédico. La empresa tenía algo quellamaban un «árbol de decisiónalgorítmico».

—Si ocurre A, ir a B; siocurre B, ir a C. Una medicinaaritmética, realmente. Estandarizanla ciencia y te la dictan paso a paso,

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sin tener en cuenta las variacionesni las necesidades individuales. Ladirección insiste en que los detallesno clínicos de la vida del paciente,el trasfondo que a veces nos revelala auténtica causa del problema, sonuna pérdida de tiempo y debendejarse de lado.

No queda el menor margenpara practicar el arte de lamedicina.

Lo que fallaba no era elsistema de la SMS, recalcó Gwen.

—Aún sigo creyendo que la

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asistencia médica administradapuede funcionar. Creo que laciencia médica ha progresado losuficiente para que podamostrabajar con restricciones de tiempoy análisis establecidos para cadadolencia, siempre y cuando losmédicos tengamos derecho aapartarnos «del manual» sinnecesidad de perder tiempo yenergías defendiéndonos ante ladirección. Pero esta SMS enparticular la llevan unosimpresentables. -Gwen sonrió-. Y

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espera, porque no acaba aquí lacosa.

Para compensar la pérdida detres buenos médicos, le explicó,Buchanan contrató lo que habíadisponible: un internista de Boiseno colegiado al que le habíanretirado los privilegios de hospitalpor mala praxis, un médico desesenta y siete años sin experienciaporque había dedicado toda sucarrera profesional a lainvestigación, y un joven médico demedicina general procedente de una

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agencia médica de empleo temporalque ocuparía la plaza hasta que laempresa pudiera encontrar aalguien.

—El único profesionalcompetente que quedaba, sin contara una servidora, era un médicoestilo Nueva Era, de unos treinta ytantos años. Marty Murrow. Iba atrabajar en tejanos y llevaba el pelolargo. Asistía a congresos médicoscon el sincero propósito deaprender cosas nuevas. Leía todo loque le caía en las manos. En

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resumen, un internista jovenenamorado de la medicina. ¿Teacuerdas?

»El caso es que no tardamosen vernos los dos en problemas.

Para ella la cosa empezócuando la dirección le puso comosustituto en sus días libres al«chapucero de Boise». Eso diolugar a muchas llamadas suyas aBuchanan, al principio educadas yamistosas pero cada vez másacerbas. Gwen le dijo al directorque era una tocoginecóloga

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colegiada y que no estaba dispuestaa consentir que una persona sin lapreparación adecuada compartierala responsabilidad de sus pacientes;que había heredado muchos casosdel anterior tocoginecólogo; quehabía superado con mucho el límitede casos especificado en sucontrato, límite más allá del cual yano podía seguir ejerciendo unamedicina de calidad, y que lo quedebían hacer era buscar otrotocoginecólogo que compartiera lacarga.

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—Buchanan me recordó queallí se trabajaba en equipo y quedebía adaptarme al equipo. Lerepliqué que podía meterse esahistoria por la flexura sacralis rectia no ser que contratase a otrotocoginecólogo titulado, y así fuecomo pasé a ocupar un honrosolugar en su lista negra.

»Mientras tanto, MartyMurrow se veía metido en peoreslíos aún.

Su contrato le exigía tratar amil seiscientas pacientes, y en

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realidad tenía más de dos mildoscientas. Los impresentablesmédicos nuevos «atendían» entrecuatrocientas y seiscientaspacientes cada uno. El investigadorno sabía mucho de medicinainterna; cuando estaba en la Unidadde Cuidados Intensivos, tenía quepedirles a las enfermeras querellenaran las recetas por él. Durómenos de dos meses.

»Los pacientes no tardaron endarse cuenta de que había unoscuantos médicos incompetentes en

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el Centro Sanitario FamiliarHighland. Cuando Highland sellevó el contrato para prestarasistencia sanitaria a los cincuentaempleados de una pequeña fábrica,cuarenta y ocho eligieron comomédico a Marty Murrow.

Él y yo empezamos a alucinar.Nos llegaban muchos historialesclínicos en los que noreconocíamos ni el nombre delpaciente.

A menudo nos pedían quefirmáramos recetas para pacientes

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de otros médicos, que recetáramosmedicamentos a personas que noconocíamos y de las queignorábamos los detalles de suenfermedad. Y como los médicoséramos simples empleados, nopodíamos hacer nada respecto albajo nivel de calidad del centro.

Una de las enfermeras, leexplicó Gwen, era especialmenteincompetente. Marty Murrowdescubrió errores repetidos cuandole presentaba renovaciones derecetas para firmar.

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—Le recetaba al pacienteZantax en lugar de Zanax, cosas porel estilo. Teníamos que estar muyatentos con ella.

A Gwen no le gustaba que larecepcionista se mostrase grosera ysarcástica con los pacientes queacudían al centro o llamaban porteléfono, ni que a menudo decidierano hacer llegar a los médicos losmensajes y preguntas de lospacientes.

—Marty y yo poníamos elgrito en el cielo y les decíamos de

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todo -prosiguió Gwen-. Los dostelefoneábamos regularmente aBuchanan para quejarnos, cosa quea él le gustaba porque le dabaocasión de ponernos en nuestrolugar, no haciéndonos ningún caso.Hasta que un día Marty se puso aescribir una carta para el presidentede la compañía, un urólogo retiradoque vive en Los Ángeles. Martypresentaba quejas contra laenfermera, la recepcionista yBuchanan, y le pedía al presidenteque sustituyera a los tres.

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»Buchanan recibió unallamada telefónica del presidente einformó por escrito a la enfermera ya la recepcionista de lasacusaciones que les hacía el doctorMurrow.

Cuando volvió a verlas, lasdos le dijeron lo mismo: que eldoctor Martin B. Murrow las habíaacosado sexualmente.

»Imagina lo contento que sedebió poner Buchanan. Le mandó aldoctor Martin B. Murrow una cartacertificada notificándole las

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acusaciones de acoso sexual einformándole que quedabasuspendido durante dos semanasmientras se realizaba unainvestigación. Marty tiene unaesposa muy atractiva de la quehabla constantemente y dos hijaspequeñas que le ocupan cadaminuto que puede robarle a lamedicina, y le contó a su mujer loque estaba ocurriendo. Para ellosfue el comienzo de una experienciaterrible. Buchanan les contó avarias personas que había

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suspendido a Marty, y por qué. Losrumores llegaron inmediatamente aoídos de algunos amigos de losMurrow.

»Marty telefoneó a su hermanomayor Daniel J. Murrow, socio deGolding, Griffey Moore, un bufetede abogados de Wall Street. YDaniel J. Murrow telefoneó aBuchanan para decirle queefectivamente tenía que abrirse unainvestigación, como él mismo habíaanunciado, y que su cliente, eldoctor Martin Boyden Murrow,

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insistía en que se entrevistara atodos los miembros de la oficina.

R.J. se enderezó en el asiento.Aunque le había vuelto la espaldaal derecho, una parte de ellarespondería siempre a cierto tipode casos.

—¿Estás segura de que MartyMurrow no...?

Gwen sonrió y asintió con lacabeza.

—La enfermera en cuestión vapara los sesenta años y está muygorda. Yo también estoy más vieja

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y gorda cada día, así que no se meocurriría denigrar a las personas deedad ni a las obesas, pero no puedocreer que posean más atractivosexual que las jóvenes que nuncahan tenido que enfrentarse a lacelulitis. En cuanto a larecepcionista, tiene diecinueveaños, pero es huesuda y antipática.Hay once mujeres que trabajanhabitualmente con Marty, y tres ocuatro de ellas son auténticasbellezas.

Todas declararon que el

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doctor Murrow no las habíamolestado jamás. Una enfermerarecordó que un lunes por la mañanale dijo a Marty que queríasometerlo a una prueba. «Si tanbien se le dan los diagnósticos,mire a los ojos a Josie y Francine ydíganos cuál de las dos echó unpolvo este fin de semana.«

Marty respondió que debía deser Francine, porque estaba muysonriente.

—No es una granincriminación -observó R.J.

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secamente.—Fue lo peor que pudieron

encontrar contra él. Ninguna de susdos acusadoras fue capaz de citardetalles concretos, y resultabaevidente que se habían puesto deacuerdo para presentar la acusacióndespués de que él se hubieraquejado de su trabajo. Otraspersonas de la oficina tenían lasmismas quejas sobre su rendimientolaboral, y a consecuencia de lainvestigación fueron despedidas laenfermera y la recepcionista.

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—¿Y Buchanan?—Buchanan sigue en su

puesto.Las oficinas que dirige rinden

ping8es beneficios. Le mandó unacarta a Marty diciendo que lainvestigación no habíaproporcionado pruebasconcluyentes que confirmaran lasacusaciones presentadas contra él yque por tanto podía seguirpracticando la medicina en elCentro Sanitario Familiar Highland.

»Marty respondió

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inmediatamente que pensabapresentar una demanda pordifamación contra Buchanan y lasdos trabajadoras despedidas, y otracontra la SMS por incumplimientode contrato.

»El presidente de la compañíase desplazó en avión desdeCalifornia, se reunió con Marty y lepreguntó por sus planes inmediatos.

Cuando Marty le explicó quepensaba establecerse por su cuenta,el presidente se ofreció a ayudarlepara evitar la publicidad negativa

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de un litigio. Dijo que la empresa lepagaría el tiempo que restaba de sucontrato, cincuenta y dos mildólares en efectivo, y que ademáspodría llevarse todos los mueblesde su despacho y de sus dos salasde visita, así como unelectrocardiógrafo y otro aparatopara sigmoidoscopia que ningúnotro médico del centro se habíamolestado en aprender a utilizar.Marty aceptó inmediatamente.

A estas alturas, prosiguióGwen, ella tampoco quería seguir

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trabajando en la SMS.—Pero se me presentaba un

problema. Mi marido habíadescubierto que le encantabaenseñar, y yo no queríainterponerme en su carrera.

Hasta que en un congresonacional, que se celebró en NuevaOrleans, Phil conoció al decano dela escuela de administración deempresas de la Universidad deMassachusetts y los doscoincidieron en que Phil sería lapersona adecuada para cubrir una

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vacante que se había producido enesa escuela.

»Así que fui rápidamente a vera Buchanan con la amenaza de unademanda por incumplimiento decontrato, y después de regatear unpoco aceptó pagarnos los gastos deltraslado cuando nos mudemos aMassachusetts. Volveremos aquí enseptiembre, y Phil dará clases enAmherst.

Gwen dejó de hablar y sonrióal ver que su amiga daba brincos dealegría como una niña feliz.

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39 - Un bautizo

—Bueno, ¿y qué harás cuando

estés aquí? -preguntó R.J.Gwen se encogió de hombros.—Sigo creyendo que la

asistencia médica administrada esla única posibilidad de que EstadosUnidos llegue a tener asistenciasanitaria para todos los ciudadanos.Intentaré colocarme en otra SMS,pero esta vez me aseguraré de quesea buena.

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Por la mañana fueron juntas alpueblo. Recorrieron la calle Mayorde extremo a extremo, y Gwenobservó pensativa que la gentesaludaba a la doctora o le sonreíaal pasar. En el consultorio fue dehabitación en habitación,examinándolo todo y deteniéndosede vez en cuando para hacer algunapregunta.

Mientras R.J. atendía a lospacientes, Gwen se acomodó en lasala de espera y leyó revistas deginecología. A la hora del almuerzo

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pidieron unos bocadillos delalmacén.

—¿Cuántos tocoginecólogoshay en estos pueblos de las colinas?

—Ninguno. Las mujeres tienenque ir a Greenfield, a Amherst o aNorthamptost. En Greenfield hay unpar de comadronas que suben a lascolinas. Todos estos pueblos estáncreciendo, Gwen, y hay bastantesmujeres para llenar la consulta deun ginecólogo. -Habría sidodemasiado esperar que Gwen seinstalara en las colinas, y no le

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sorprendió que se limitara a asentiry pasara a hablar de otra cosa.

Esa noche, Toby y Jan lasinvitaron a su casa. En el transcursode la cena sonó el teléfono yalguien advirtió al guarda de pescay caza que un cazador había heridoun águila calva en Colrain.

En cuanto terminó de comer,Jan se disculpó y fue a ver quéocurría exactamente. A ellas no lesimportó. Las tres mujeres pasaron ala sala y conversaronamigablemente.

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R.J. había comprobado que aveces era peligroso conocer a laamiga íntima de una amiga íntima.

Podían ocurrir dos cosas: quelos celos y la rivalidad agriaran elencuentro o que las dos personasrecién presentadas vieran en la otralo que su amiga común veía en cadauna de ellas. Por fortuna, Toby yGwen se cayeron bien.

Toby escuchó todo lo queGwen quiso contarle de su familia,y luego le habló con franqueza desus deseos de tener un hijo, y de lo

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cansados que estaban Jan y ella detanto esfuerzo infructuoso.

—Esta mujer es la mejortocoginecóloga que he conocido enmi vida -le dijo R.J. a Toby-. Mequedaría mucho más tranquila simañana por la mañana te hiciera unexamen en el consultorio.

Toby vaciló un momento perono tardó en aceptar.

—Si no es demasiadamolestia...

—No es ninguna molestia -leaseguró Gwen.

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A la mañana siguiente sereunieron las tres en el despachointerior después del examen.

—¿Tienes doloresabdominales de vez en cuando? -lepreguntó Gwen.

Toby asintió.—De vez en cuando.—No he podido encontrar

ningún problema evidente -leexplicó Gwen pausadamente-, perocreo que deberías hacerte unalaparoscopia, un procedimientoexploratorio que nos diría con

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exactitud lo que ocurre en tuinterior.

Toby torció el gesto.—Es lo mismo que me ha

estado diciendo R.J.—Eso es porque R.J. es una

buena médica.—¿Tú haces laparoscopias?—Hago pelviscopias casi

todos los días.—¿Me la harías a mí?—Ojalá pudiera, Toby.

Todavía conservo la licencia paraejercer en el estado de

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Massachusetts, pero no pertenezcoa la plantilla de ningún hospital. Sipudiera hacerse antes de que vuelvaa Idaho, tendría mucho gusto enponerme la bata, participar comoobservadora y consultar con elcirujano que se ocupe del caso.

Y así fue como se hizo. Lasecretaria de Daniel Noyes pudoreservar el quirófano para tres díasantes del previsto para la partida deGwen. Cuando R.J. habló con eldoctor Noyes, lo encontróamablemente dispuesto a permitir

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que Gwen estuviera junto a suhombro como observadora.

—¿Por qué no viene ustedtambién? -le propuso a R.J.-. Tengodos hombros.

Gwen se pasó los cinco díassiguientes visitando SMS y médicosde diversas localidades situadas auna distancia razonable de Amherst.Al atardecer del quinto día, R.J. yella se sentaron a mirar un debatetelevisado sobre la asistenciamédica en Estados Unidos.

Fue una experiencia frustrante.

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Todo el mundo reconocía queel sistema nacional de asistenciasanitaria era ineficaz, elitista ydemasiado caro. El plan mássencillo, y el más eficiente enproporción al coste, era el sistemautilizado por otras nacionesdesarrolladas: el Gobierno cobrabaimpuestos y pagaba la asistenciasanitaria a todos los ciudadanos.

Pero aunque el capitalismonorteamericano proporciona losmejores aspectos de la democracia,también proporciona los peores,

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entre otros los cabilderos a sueldoque ejercen enormes presionessobre el Congreso para proteger losping8es beneficios de las industriasde la salud. El inmenso ejército decabilderos representaba acompañías de seguros privadas,clínicas, hospitales, la industriafarmacéutica, grupos de médicos,sindicatos de empleados,asociaciones profesionales, gruposque querían el aborto gratuito,grupos que se oponían al aborto,ciudadanos de la tercera edad...

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La lucha por el dinero erasucia y mezquina, y no resultabaagradable contemplarla. Algunosrepublicanos reconocían quequerían torpedear el proyecto deley de asistencia sanitaria porque,si se aprobaba, favorecería lareelección del presidente.

Otros republicanos sedeclaraban partidarios de laasistencia médica universal, peroprometían luchar a muerte contracualquier aumento en los impuestosy contra todo intento de que los

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empresarios financiaran el seguromédico. Algunos demócratas que sepresentaban a la reelección ydependían de la ayuda económicade los cabilderos, hablabanexactamente como los republicanos.

Todos los individuos trajeadosy con corbata que aparecían en lapantalla del televisor se mostrabande acuerdo en que cualquier planque se adoptara debía introducirsegradualmente, a lo largo de muchosaños, y que podrían darse porsatisfechos si, con el tiempo,

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incluía al noventa por ciento de lapoblación de Estados Unidos.

Gwen se levantó de súbito yapagó el televisor, encolerizada.

—Idiotas. Hablan como si unacobertura del noventa por cientofuese un logro maravilloso. ¿Es queno se dan cuenta de que eso dejaríadesatendidas a más de veinticincomillones de personas? Acabaráncreando en Estados Unidos unanueva casta de intocables, millonesde personas pobres abandonadas ala enfermedad y a la muerte.

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—¿Qué va a ocurrir, Gwen?—Que al final, a fuerza de

errores, acabarán montando unsistema viable, después de años yaños de tiempo perdido, de saludperdida, de vidas perdidas. Pero elmero hecho de que Bill Clintonhaya tenido el valor de hacerlesenfrentarse al problema ya haempezado a cambiar las cosas.Algunos hospitales superfluos estáncerrando, otros se fusionan; losmédicos no encargan asistenciasmédicas innecesarias... -Miró a

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R.J., ceñuda-. Quizá los médicostengan que cambiar las cosas sinmucha ayuda de los políticos, tratargratuitamente a ciertas personas.

—Yo ya lo hago.Gwen asintió.—Mierda, R.J., tú y yo somos

buenas médicas. ¿Y siorganizáramos una agrupaciónmédica? Para empezar, podríamosejercer juntas.

La idea produjo en R.J. unentusiasmo inmediato, pero muypronto se impuso la razón.

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—Eres mi mejor amiga y tequiero mucho, Gwen, pero miconsultorio es demasiado pequeñopara dos médicos, y no quieromudarme.

Estoy integrada en el pueblo,su gente es mi gente. Estoy contentade lo que he conseguido aquí y noquiero arriesgarme a estropearlo.

Gwen le apoyó un dedo en loslabios.

—No querría hacer nada quete estropeara las cosas.

—¿Y si montaras tu propio

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consultorio en algún sitio cercano?También podríamos trabajar

juntas, y tal vez formar una redcooperativa de buenos médicosindependientes. Podríamos unificarla compra de suministros, hacernossustituciones mutuas, contratarconjuntamente el trabajo delaboratorio, enviarnos pacientes,compartir a alguien que se ocuparade la facturación, y ver la manerade proporcionar tratamiento a laspersonas sin seguro. ¿Qué teparece?

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—¡Me parece estupendo!A la tarde siguiente empezaron

a buscar un local para Gwen en laslocalidades cercanas. Tres días mástarde encontraron uno de su agradoen un edificio de ladrillo rojo enShelburne Falls, que en sus dosplantas albergaba ya dos abogados,un psicoterapeuta y una academiade baile de salón.

Un martes por la mañana selevantaron todavía a oscuras y, sinentretenerse más que para tomar uncafé, se desplazaron al hospital

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bajo el frío que precede alamanecer. Pasaron por el procesode limpieza con el doctor Noyes,buscando la asepsia en la rutinaprescrita que era al mismo tiempopráctica necesaria y rito de suprofesión. A las siete menos cuarto,cuando ya estaban en el quirófano,entraron a Toby en camilla.

—Hola, pequeña -la saludóR.J. con la boca cubierta por lamascarilla, y le hizo un guiño.

Toby esbozó una sonrisaconfusa. Ya le habían conectado

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una solución intravenosa de lactatode Ringer a la que se había añadidoun relajante; Midazolam, segúnsabía R.J. por su conversación conDom Perrone, el anestesista quesupervisaba las conexiones delelectrocardiógrafo, el control de lapresión sanguínea y el oxímetro depulso. R.J. y Gwen se mantuvierona un lado, cruzadas de brazos, sinacercarse a la zona esterilizada,mientras el doctor Perrone leadministraba a Toby 120 mg dePropofol.

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«Hasta la vista, amiga mía.Que duermas bien», le deseó

mentalmente R.J. con cariño.El anestesista administró un

relajante muscular, insertó la sondaendotraqueal e instauró el flujo deoxígeno, al que añadió óxidonitroso e Isoflurane. Finalmentesoltó un gruñido de satisfacción.

—Ya la tiene a punto, doctorNoyes.

En pocos minutos Dan Noyesrealizó las tres minúsculasincisiones e insertó el ojo de fibra

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óptica, que les presentó en lapantalla de un monitor el interior dela pelvis de Toby.

—Crecimientos endometrialesen la pared pélvica -observó eldoctor Noyes-. Eso explicaría losdolores esporádicos que semencionan en su historial.

Un instante después el médicoy las dos visitantes intercambiaronsignificativas miradas: la pantallamostraba cinco pequeños quistesentre los ovarios y las trompas deFalopio, dos a un lado y tres al

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otro.—Eso podría explicar por qué

no se ha producido el embarazo -musitó Gwen.

—Es posible que sea la causa-asintió Dan Noyes alegremente, ysiguió trabajando.

Una hora más tarde habíansido extirpados los crecimientosendométricos y los quistes. Tobydescansaba cómodamente, y Gweny R.J. viajaban de regreso por elcamino Mohawk para que R.J.pudiera llegar a tiempo al

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consultorio.—El doctor Noyes ha hecho un

trabajo muy limpio -comentó Gwen.—Es muy bueno. Se retira este

año. Entre sus pacientes hay muchasmujeres de las colinas.

Gwen asintió.—Humm. En tal caso,

recuérdame que le envíe una carta yque lo elogie muchísimo -respondió, y le dirigió a R.J. unacálida sonrisa.

Gwen se marchaba el viernes,así que decidieron aprovechar el

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jueves.—Vamos a ver -dijo Gwen-.

He contribuido generosamente albienestar de tus guisantes, hetrastocado toda mi vida para ser tusocia y vecina y he colaborado enayudar a Toby. ¿Puedo hacer algomás antes de irme?

—Ahora que lo dices... Venconmigo -le contestó R.J.

En el cobertizo encontró elmazo de un kilo y medio y la viejapalanqueta, larga y gruesa, quequizá Harry Crawford había

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abandonado allí. Le dio a Gwenunos guantes de trabajo y el mazo, yella cargó con la palanquetamientras conducía a su amiga por elsendero hasta el último puente.

Las tres piedras planas todavíaestaban donde las había dejado.

Se metieron en el arroyo.R.J. colocó la palanqueta en la

posición adecuada y se la hizosostener a Gwen mientras ella laencajaba firmemente bajo elextremo del tronco de la orillaopuesta.

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—Ahora intentaremoslevantarlo entre las dos -le explicó-.

Cuando cuente tres. Una...,dos... -A R.J. le habían enseñado enla escuela que con una palanca lobastante larga, según Arquímedes,se podría mover el mundo. Ahoratenía fe-. Tres.

Y naturalmente, cuando Gweny ella aplicaron sus fuerzas alunísono, el extremo del tronco selevantó.

—Un poco más -le pidió R.J.-.

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Ahora tendrás que aguantarlo túsola.

El rostro de Gwen se volvióinexpresivo.

—¿De acuerdo?Gwen asintió. R.J. soltó la

palanqueta y se precipitó hacia laspiedras planas.

La palanca tembló mientrasR.J. cogía una de las piedras y lainsertaba en su lugar. Después seagachó inmediatamente a cogerotra. Gwen jadeaba.

—¡R.J.! -La segunda piedra

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quedó encajada-. ¡Por... el amor...de Dios!

—Aguanta. Aguanta, Gwen.La última piedra cayó en su

lugar con un ruido sordo justocuando Gwen soltaba la palanca ydoblaba las rodillas en el lecho delarroyo.

R.J. necesitó todas las fuerzasque le quedaban para sacar lapalanqueta de debajo del tronco.

Al salir, rozó la piedra deencima, pero se mantuvieron lastres en su sitio. R.J. dejó el arroyo y

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se puso en mitad del puente.Estaba razonablemente

nivelado.Al descargar el pie contra las

tablas tuvo la impresión de que erafuerte, un puente que podría durargeneraciones.

Bailó la tarantela. El puentetembló un poco porque era flexible,pero no se movió. Al parecer erafirme. Echó la cabeza atrás ycontempló el frondoso verdor delos árboles, sin dejar de bailar ysaltar.

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—Yo te bautizo puente deGwendolyn «T. de Tremenda»Gabler.

Debajo, Gwen intentaba lanzargritos de júbilo pero sólo le salíauna risa estrangulada.

—Puedo hacer cualquier cosa.¡Cualquier cosa! -les gritó R.J.

a los espíritus del bosque-. Con laayuda de la amistad.

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40 - Lo que “Agunah”tenía

Llegó mayo suave y hermoso.

La tierra calentada podía labrarsede nuevo, y ya se podían cavartumbas.

El quinto día del mes, dos díasantes de la asamblea anual delpueblo, sacaron el cuerpo de EvaGoodhue de la cripta delcementerio de Woodfield y ledieron sepultura. John Richardson

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dirigió un servicio sencillo yemotivo al lado de la tumba. Sóloacudió un puñado de gente, en sumayor parte ancianos querecordaban que Eva procedía deuna familia que se remontaba muylejos en la historia del pueblo.

Cuando R.J. regresó delfuneral, sembró una de las dos eraselevadas. Dispuso las semillas enamplias hileras de un palmo ymedio de ancho, para no dejarmucho sitio a las malas hierbas.

Plantó dos clases de

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zanahorias, tres variedades delechuga, rábanos blancos y rojos,escalonias, habas, remolacha,albahaca, perejil y eneldo.

En cierto modo le parecíasignificativo que Eva hubierapasado a ser parte de la tierra quepodía conceder tal magnificencia.

Caía la tarde cuando dio latarea por terminada y guardó lasherramientas. Mientras se lavaba enla cocina, sonó el teléfono.

—Hola. Aquí la doctora Cole.—Doctora Cole, me llamo

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Barbara Eustis, y soy directora dela Clínica de Planificación Familiarde Springfield.

—Ah.Con voz pausada y contenida,

Barbara Eustis le comunicó sudesesperación: los médicos estabanintimidados por la violencia de losantiabortistas fanáticos, lasamenazas, el asesinato del doctorGunn en Florida.

—Bueno, el culpable ha sidocondenado a cadena perpetua.

Eso los desalentará, sin duda.

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—Así lo espero. Pero lacuestión es que... muchos médicosno quieren asumir este riesgo, nipara sí ni para sus familias. No selo reprocho, pero si no consigoencontrar algunos médicos que meayuden, me temo que la clínicatendrá que cerrar. Y eso seríatrágico, porque realmente lasmujeres nos necesitan.

Estuve hablando con GwenGabler, y me sugirió que la llamaraa usted.

«¡No puede ser! ¡Maldita sea,

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Gwen! ¿Cómo has podido?«R.J.notó un sabor metálico en la

boca.Barbara Eustis estaba diciendo

que contaba con un par de personasvalerosas dispuestas a trabajar.

Gwen le había prometidodedicarle un día por semana cuandose trasladara a la zona. La voz delteléfono le rogó a R.J. que dedicaratambién un día por semana a laclínica, para hacer abortos deprimer trimestre.

—Lo siento. No puedo. El

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seguro de responsabilidad civil mecuesta tres mil quinientos dólaresanuales; si trabajo para usted, me loaumentarán a más de diez mildólares.

—El seguro lo pagaremosnosotros.

—No soy más valiente que losdemás. La verdad es que me damiedo.

—Naturalmente, y con razón.Permita que le diga que nos

gastamos mucho dinero enseguridad. Tenemos guardias

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armados. Tenemos acompañantes yguardaespaldas voluntarios que vana buscar a nuestros médicos y losacompañan de regreso a casa.

R.J. no quería tener nada quever con eso, ni con la controversia,los manifestantes y el odio.

Quería pasar el día libretrabajando en el bosque, paseando,haciendo ejercicios con la viola dagamba.

No quería volver a ver en suvida una clínica de abortos. Sabíaque el recuerdo de lo que le había

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ocurrido a Sarah no dejaría deacosarla jamás. Pero tampocopodía olvidar lo que le habíaocurrido a la joven Eva Goodhue ya tantas otras mujeres.

Lanzó un suspiro.—Suponga que le dedico los

jueves.Quedaba muy poco trozo de

bosque entre el puente Gwendolyn«T. de Tremenda» Gabler y la partede atrás de la casa, pero era casitodo maleza resistente y árbolesmuy juntos. Sólo le quedaba un

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jueves antes de empezar a trabajaren la clínica de Springfield, ydecidió que ese día acabaría elsendero.

Se levantó temprano y diocuenta del desayuno rápidamente,impaciente por salir a trabajar.Mientras recogía las cosas de lamesa oyó unos arañazos en lapuerta, y R.J. le abrió la puerta a“Agunah”.

Como de costumbre, “Agunah”hizo caso omiso de R.J.,inspeccionó la vivienda y se detuvo

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junto a la puerta, esperando que ladejara salir. R.J. ya no se molestabaen mostrarse cortés con ladesinteresada visitante, así que leabrió la puerta para que semarchara, pero “Agunah” se echóhacia atrás con el lomo arqueado yla cola tiesa. Parecía la caricaturade una gata asustada, y salióhuyendo hacia el dormitorio de R.J.

—¿Qué pasa, “Agunah”? ¿Aqué le tienes miedo?

Cerró la puerta, girandoinstintivamente la llave en la

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cerradura, y empezó a atisbar porlas ventanas.

Había una gran figura negraque cruzaba calmosamente el pradohacia la casa.

El oso avanzaba por entre lahierba alta. R.J. nunca se habríaimaginado que un oso de las colinasde Massachusetts pudiera ser tangrande. El voluminoso animal, unmacho, era sin duda el mismo queunas semanas atrás había dejadoaquel rastro en el bosque. R.J.

se quedó como pasmada,

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incapaz de alejarse de la ventana ycorrer en busca de la cámara.

El oso se acercó a la casa, sedetuvo bajo el manzano y se irguiósobre las patas traseras paraolisquear un par de manzanasarrugadas que quedaban del añoanterior.

Luego volvió a ponerse acuatro patas y echó a andar hacia unlado de la casa, hasta desaparecerde su campo visual.

R.J. subió corriendo a laventana del dormitorio y lo vio

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justo debajo de ella.El oso estaba mirando

fijamente su propio reflejo en elcristal de la ventana de la plantabaja; R.J. imaginó que estaríaviendo otro oso, y esperó que noatacara y rompiera el cristal. Elhirsuto pelo negro del cuello y loshombros parecía erizado. Lacabeza, grande y ancha, estabaligeramente ladeada, y los ojos,demasiado pequeños para eltamaño de la cabeza, relucíanhostiles.

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Al cabo de unos instantes levolvió la espalda al reflejo. Desdedonde ella miraba, la potencia deaquellos hombros macizos yaquellas patas largas yasombrosamente gruesas resultabaescalofriante.

Se le puso la carne de gallina.«“Agunah” y yo», pensó.Siguió mirando hasta que el

oso desapareció en el bosque, yentonces regresó a la cocina y sesentó en una silla sin moverse.

La gata volvió a la puerta, con

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aire un tanto furtivo. Cuando R.J. sela abrió, “Agunah” sólo vaciló uninstante antes de salir corriendo endirección contraria a la que habíatomado el oso.

R.J. se sentó de nuevo. Se dijoque en aquellos momentos no podíair al bosque.

Sabía sin embargo que si noterminaba el sendero ese día, quizátardaría mucho tiempo en hacerlo.

Al cabo de media hora fue alcobertizo, puso gasolina y aceite ala sierra mecánica y se la llevó por

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el sendero del bosque. Jan Smith lehabía explicado que los osos temíana las personas y las esquivaban,pero apenas entró en el sombrío ypenumbroso sendero se sintióaterrorizada, consciente de quehabía abandonado su territorio parainternarse en el del oso. Jan lehabía asegurado que cuando se lesadvertía de la presencia humana,los osos se alejaban, de manera queR.J. cogió un palo y empezó agolpear el arco de la sierra.También le había dicho que silbar

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no servía de advertencia, porqueestaban acostumbrados a las vocesde los pájaros, así que se puso acantar a voz en cuello cancionesque había cantado en la plazaHarvard cuando era adolescente:“This Land is Your Land”, y luego“Where Have All the FlowersGone?” Llevaba bastanteadelantada “When The Saints CoMarching In” cuando llegó al últimopuente y lo cruzó con pasodecidido.

No empezó a sentirse segura

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hasta que el motor de la sierrainició su poderoso rugido, yentonces se movió rápidamentepara vencer el miedo con el trabajomás duro que podía realizar.

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41 - Espíritushermanos

La Clínica de Planificación

Familiar de Springfield se hallabaen la calle State, en una elegantecasa de piedra de estilo clásico, unpoco deslucida pero en buenestado. R.J. le había dicho aBarbara Eustis que, al menos demomento, prefería ir y volver solapues no creía que una escoltaofreciese verdadera protección.

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Pero mientras se dirigía a la clínicadesde el coche aparcado a unamanzana de distancia, sintió gravesdudas sobre la prudencia desemejante decisión. Ya había unadocena de manifestantes conpancartas, y en cuanto R.J. empezóa subir las escaleras, se pusieron aabuchearla y a blandir las pancartasante ella.

Uno de los manifestantesllevaba una que decía: «Jesúslloró».

Era una mujer de unos treinta y

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tantos años, con una larga cabellerade color miel, nariz fina de aletasbien formadas, y tristes ojosmarrones. No gritaba ni agitaba lapancarta; sólo estaba allí.

Su mirada se cruzó con la deR.J. que, aun sabiendo que nunca sehabían visto, tuvo la sensación deque se conocían, así que la saludócon una leve inclinación de cabeza,y la mujer respondió con igualgesto. Finalmente terminó de subirlas escaleras, se encontró dentrodel edificio y el tumulto quedó

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atrás.Le resultó fácil volver a

practicar abortos de primertrimestre, pero la angustiosa tensiónvolvió a formar parte de su vida.

El horror estaba allí todos losjueves, pero la campaña de terrorno cesaba en toda la semana.Identificaron su coche casiinmediatamente. Las llamadastelefónicas a su casa empezaronapenas dos semanas después de queiniciara su trabajo en la clínica yfueron sucediéndose con

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regularidad: insultos, acusaciones,amenazas.

«Vas a morir, asesina. Tendrásuna muerte espantosa. Tu casaarderá, pero no verás las ruinashumeantes cuando llegues porque túestarás entre las cenizas. Sabemosdónde vives, en la carretera deLaurel Hill, en Woodfield. Tusmanzanos necesitan una buena poda,dentro de poco hará falta reparar eltejado, pero no vale la pena quehagas nada. Tu casa arderá. Túestarás dentro.»

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No solicitó un número que nofigurase en la guía; la gente delpueblo tenía que saber dóndeencontrar a su médica.

Una mañana fue a la policíalocal, en el sótano delayuntamiento, y tuvo unaconversación con MackMcCourtney.

El jefe de policía deWoodfield escuchó con muchaatención el relato de las amenazas.

—Debe tomárselas en serio -le advirtió-. Muy en serio. Le diré

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una cosa: mi padre fue el primercatólico que se instaló en estepueblo: Le estoy hablando de 1931.Una noche vino el Ku Klux Klan.

—Yo creía que eso sóloocurría en el Sur.

—Oh, en absoluto. Vinieron denoche envueltos en sus sábanasyanquis y encendieron una gran cruzen nuestro prado. Los padres y lostíos de mucha gente del pueblo queusted y yo conocemos, gente a laque servimos cada día, encendieronuna gran cruz de madera junto a la

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casa de mi padre porque era unasqueroso católico que había osadovenir a vivir aquí.

»Es usted una gran persona,doctora. Lo sé porque la he visto enacción y porque la he observadoatentamente cuando ni siquiera sedaba cuenta de ello. Ahora laobservaré aún más de cerca. Austed y su casa.

R. J. había tenido trespacientes seropositivos: un niñoque había contraído el virus delsida por una transfusión de sangre,

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y un hombre que se lo habíacontagiado a su esposa.

Harold, el hijo de GeorgePalmer, acudió una mañana alconsultorio en compañía de suamigo.

Eugene Dewalski se quedó enla sala de espera leyendo unarevista mientras ella examinaba aHarold.

Luego, a petición del paciente,R.J. lo hizo pasar al despacho paraque estuviera presente mientrasexponía los resultados del examen.

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R.J. estaba segura de que noles decía nada nuevo; hacía más detres años que sabían que HaroldPalmer era seropositivo.

Justo antes de mudarse aWoodfield le habían diagnosticadolos primeros tumores de Coxsackie,primera manifestación de laenfermedad. Durante la primeraentrevista en el despacho, los doshombres respondieron a suspreguntas con voz seca einexpresiva. Cuando terminaron dehablar de los síntomas, Harold

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Palmer le dijo jovialmente que paraél era maravilloso estar de vueltaen Woodfield.

—Quien se cría en el campo,siempre será de campo.

—¿Y qué le parece el pueblo,señor Dewalski?

—Ah, me encanta. -Sonrió-.Me advirtieron que no me

fuera a vivir entre un montón deyanquis fríos, pero hasta ahoratodos los yanquis que he conocidoson amistosos. De todas formas,parece que en esta zona hay más

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granjeros polacos que yanquis, y yahemos recibido dos invitacionespara ir a probar “kielbasa”,“golumpki” y “galuska” caseros.Las aceptamos encantados, claro.

—Fuiste tú el que aceptastelas invitaciones encantado -lecorrigió Harold, sonriente, ysalieron enfrascados en una charlasobre la cocina polaca.

Harold volvió a la semanasiguiente para que le pusiera unainyección, y a los pocos minutos sedesplomó en brazos de R.J.,

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llorando desconsoladamente. Ellale estrechó la cabeza contra suhombro, le acarició el cabello, loabrazó, le habló durante muchorato..., practicó el arte de lamedicina. Establecieron la relaciónque iban a necesitar cuando Haroldiniciase la larga espiraldescendente.

No corrían buenos tiempospara muchos de sus pacientes. Lospresentadores de la televisiónafirmaban que el índice de la Bolsaestaba volviendo a subir, pero en

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los pueblos de las colinas laeconomía iba mal. A Toby no legustó que una mujer que habíapedido hora para que la doctoravisitara a su hija pequeña sepresentara con sus tres hijos, perotodo su enojo desapareció alcomprender que no tenía seguro nidinero para pagar tres visitas.Aquella noche, en las noticias de latelevisión, R.J. oyó reiterar muyufano a un senador de EstadosUnidos que no había ninguna crisisde atención médica en el país.

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Algunos jueves por la mañanase encontraba un numeroso grupo demanifestantes montando guardiaante la clínica; otras veces sólohabía unos pocos. R.J. advirtió queacudían igualmente aunque hicieraun mal día, pero que su númeromenguaba tras varios días de lluviaconsecutivos. Pero la que nuncafaltaba era la mujer de la miradatriste. Acudía todos los jueves porla mañana, hiciera el tiempo quehiciese, y nunca gritaba, nuncaagitaba la pancarta.

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Cada jueves R.J. y la mujerintercambiaban una breveinclinación de cabeza, comoreconociendo secretamente, casi demala gana, su mutua humanidad.Una mañana de intensa lluviaracheada, R.J. llegó temprano a laclínica y se encontró a la mujer solaen la calle, protegida con unimpermeable de plástico amarillo.Se saludaron como de costumbre yR.J. empezó a subir las escaleras,pero enseguida volvió a bajar.

—Oiga, permítame invitarle a

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un café en la cafetería de laesquina.

Se observaron en silencio. Lamujer aceptó con una inclinación decabeza. De camino a la cafetería, sedetuvo un momento para guardar lapancarta en la parte de atrás de unVolvo familiar.

Dentro de la cafetería reinabauna temperatura agradable, y elambiente estaba lleno de ruido deplatos y de ásperas vocesmasculinas que hablaban dedeportes. Las dos mujeres se

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quitaron los impermeables y sesentaron una frente a otra en uncompartimento.

La mujer esbozó una sonrisa.—¿Es una tregua de cinco

minutos?R.J. consultó su reloj.—De diez. Luego tengo que

entrar. A propósito, me llamoRoberta Cole.

—Abbie Oliver. -Tras unabreve vacilación le tendió la mano,y R.J. se la estrechó.

—Es usted médica, ¿verdad?

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—Sí. ¿Y usted?—Profesora.—¿De qué?—Inglés de primero.Pidieron dos cafés

descafeinados.Se produjeron unos momentos

de tensión mientras ambasesperaban los primeros reproches,pero no los hubo. R.J. ardía endeseos de poner a aquella mujerante los hechos; de hablarle deBrasil, por ejemplo, donde cadaaño se practican tantos abortos

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ilegales como abortos legales sellevaban a cabo en Estados Unidos.La diferencia es que en EstadosUnidos cada año ingresan enhospitales diez mil mujeres porcomplicaciones del aborto,mientras que en Brasil el número demujeres hospitalizadas por elmismo motivo se eleva acuatrocientas mil.

Pero R.J. sabía que la mujersentada ante ella sin duda anhelabapresentar sus propios argumentos,decirle quizá que cada pizca de

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tejido que R.J. eliminaba en elquirófano contenía un alma queclamaba por nacer.

—Es como una pausa en laGuerra Civil -comentó AbbieOliver-, cuando los soldados salíande las trincheras para intercambiarcomida y tabaco.

—Es verdad. Sólo que yo nofumo.

—Yo tampoco.Hablaron de música. Resultó

que las dos eran apasionadas deMozart y admiraban a Ozawa, y las

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dos habían llorado la pérdida deJohn Williams como director de losBoston Pops. Abbie tocaba el oboe.R.J. le habló de la viola da gamba.

Cuando finalmente terminaronel café, R.J. sonrió y echó la sillahacia atrás. Abbie Oliver hizo ungesto de asentimiento, le dio lasgracias y volvió a salir a la lluviamientras R.J. pagaba la cuenta. Lamujer ya había recogido la pancartay se paseaba ante la fachada de laclínica cuando R.J. salió de lacafetería. Las dos evitaron mirarse

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a los ojos mientras R.J. subía losescalones de la entrada.

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42 - El ex mayor

R.J. había plantado el huerto

en ratos robados a la caída de latarde, cuando llegaba del trabajo.

Más de una vez había seguidotrabajando hasta bien entrada lanoche, y se había visto obligada atrasplantar los tomates y lospimientos verdes mientraslloviznaba con persistencia, unmomento poco adecuado pordiversas razones, pero el único de

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que disponía. Era una horticulturaimprovisada, pero algo en suinterior respondía al proceso y sedeleitaba en la promesa que sentíacada vez que tenía tierra en lasmanos.

A pesar de todo, el huertodaba sus frutos. Un atardecer demiércoles estaba recogiendoverduras, inclinada sobre las eraselevadas, cuando un automóvil conmatrícula de Connecticut vaciló a laentrada del camino de acceso y giróhacia la casa.

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R.J. dejó de recoger verdurasy se quedó mirando al conductor,que había bajado del coche y seacercaba cojeando. Era un hombrede edad madura, delgado aunqueancho de cintura, con frentedespejada, cabello gris acero ybigote erizado.

—¿Doctora Cole?—Sí.—Soy Joe Fallon.Por unos instantes el nombre

no le dijo nada, pero de prontorecordó que David le había hablado

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de un ataque con cohetes en el quehabía resultado herido. Habíamuerto un capellán cuyo nombre norecordaba, y el tercero que viajabaen el transporte de tropas tambiénhabía sufrido heridas.

Dirigió la mirada hacia laspiernas del recién llegado,involuntariamente.

Era un hombre perspicaz.—Sí. -Alzó la rodilla derecha

y golpeó con los nudillos la parteinferior de la pierna. Sonó un ruidoseco-. Ese Joe Fallon - añadió

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sonriente.—¿Era usted el teniente o el

mayor?—El mayor. El teniente era

Bernie Towers, descanse en paz.Pero hace mucho que dejé de

ser mayor. Hace mucho que dejé deser sacerdote, para el caso.

Se disculpó por habersepresentado sin previo aviso.

—Voy de camino a un retiroen el monasterio trapense deSpencer.

Hasta mañana por la mañana

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no tengo que estar allí, y he visto enel mapa que podía hacerle unavisita sin tener que dar muchavuelta. Me gustaría hablar con ustedde David.

—¿Cómo ha encontrado estesitio?

—Me paré en el cuartel debomberos y pedí que me indicarancómo llegar a su casa. -Tenía unasonrisa atractiva, una encantadorasonrisa irlandesa.

—Vamos adentro.Joe Fallon se sentó en la

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cocina y miró cómo ella lavaba lasverduras.

—¿Ha cenado ya?—No. Si está usted libre, me

gustaría invitarla a cenar a algúnsitio.

—Hay muy pocos restaurantesen las colinas, y se tiene queconducir mucho rato. Iba a prepararuna cena muy sencilla a base dehuevos y ensalada. ¿Le apetececompartirla?

—Sería un placer.R.J. desmenuzó unas hojas de

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lechuga y escarola, partió untomate, revolvió unos huevos en lasartén, tostó rebanadas de pancongelado y sirvió la cena en lamesa de la cocina.

—¿Por qué dejó elsacerdocio?

—Quería casarme -respondiótan rápidamente que ellacomprendió que ya habíacontestado muchas veces a lapregunta. Luego Fallon inclinó lacabeza y recitó-: Gracias, Señor,por los alimentos que vamos a

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tomar.—Amén. -R.J., incómoda,

reprimió el impulso de comerdemasiado deprisa-. ¿A qué sededica ahora?

—Soy profesor en laUniversidad de Loyola, en Chicago.

—Lo ha visto, ¿verdad?—Sí, lo he visto. -Fallon

partió un trozo de tostada, lo echóen la ensalada y lo arrastró con eltenedor para rebañar el aliño.

—¿Hace poco?—Muy poco.

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—Se puso en contacto conusted, ¿no? ¿Le dijo dónde estaba?

—Sí.R.J. parpadeó para contener

las lágrimas de furia que le saltabana sus ojos.

—No es sencillo. Soy suamigo, quizá su mejor amigo, peropara él sólo soy el bonachón deJoe.

Así que consintió que lo vieraen... en un estado emocional frágil.Usted es sumamente importantepara él, de un modo muy distinto, y

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no podía correr ese riesgo.—¿No podía correr el riesgo

de hacerme saber, durante todosesos meses, que aún vivía? Sé loque representaba Sarah para él, loque debió de significar su pérdida,pero yo también soy un ser humano,y no me mostró ningunaconsideración, ningún afecto.

Fallon suspiró.—Hay muchas cosas que no

puede usted comprender.—Inténtelo.—Para nosotros, todo empezó

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en Vietnam. Éramos dos sacerdotesy un rabino, como el principio de unchiste antirreligioso: David, BernieTowers y yo. Durante todo el díaintentábamos ofrecer consuelo a losheridos y moribundos de loshospitales. Al anochecerescribíamos cartas a las familias delos difuntos, y luego nos íbamos ala ciudad, a los bares.

Bebíamos grandes cantidadesde alcohol.

»Bernie bebía tanto comoDavid y como yo, pero era un

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sacerdote especial, firme como unaroca en lo tocante a su vocación.Yo ya tenía problemas paramantener los votos, y preferíabuscar conversación y simpatía enel judío antes que en mi compañerode religión. David y yo llegamos aintimar mucho en Vietnam.

Meneó la cabeza.—En realidad es extraño.Siempre he pensado que el

cohete hubiera debido matarme a míen lugar de a ese maravillososacerdote que era Bernie, pero... -

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Se encogió de hombros-. Loscaminos del Señor soninescrutables.

»Cuando regresamos a EstadosUnidos, yo sabía que debíaabandonar el sacerdocio, pero eraincapaz de enfrentarme alproblema. Me convertí en unauténtico borracho.

David se pasó mucho tiempo ami lado, me hizo acudir aAlcohólicos Anónimos, me ayudó asalir del pozo. Y cuando murió suesposa me tocó a mí el turno de

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ayudarle, y ahora me toca otra vez.David vale la pena, créame. Perono es un hombre que carezca deproblemas -añadió, y ella asintiócon un gruñido.

Cuando R.J. empezó a retirarlas cosas de la mesa, Fallon selevantó y la ayudó. Ella se puso ahacer el café y pasaron a la sala.

—¿De qué es profesor?—Historia de la religión.—Loyola. Una universidad

católica -observó R.J.—Bueno, sigo siendo católico.

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Lo hice todo de acuerdo con elreglamento, como un viejo soldado:pedí permiso al Papa pararenunciar a los votos sacerdotales,y mi solicitud fue atendida.Dorothy, que ahora es mi esposa,hizo lo mismo. Ella era monja.

—David y usted, ¿han seguidoen contacto desde que salieron delEjército?

—En estrecho contacto durantecasi todo el tiempo. Sí, somosmiembros de un movimientopequeño, pero creciente. Parte de

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un grupo mayor de pacifistasteológicos.

Después de Vietnam, los dossabíamos que no queríamos verguerra nunca más. Frecuentamoscierta clase de seminarios ytalleres, y pronto se hizo patenteque éramos unos cuantos, clérigos yteólogos de todas las tendenciasreligiosas, que veíamos las cosasmás o menos del mismo modo.

Se interrumpió mientras ellaiba en busca del café. Cuando R.J.le dio la taza, él tomó un sorbo,

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hizo un gesto afirmativo con lacabeza y prosiguió.

—Comprenda. En todo elmundo, desde que apareció lahumanidad, la gente ha creído en laexistencia de un poder superior y haanhelado desesperadamente abrirsecamino hacia la deidad. Se rezannovenas, se cantan broches, seencienden cirios, se hacendonaciones, se accionan molinos deoraciones.

Hombres devotos se yerguen,se arrodillan y se postran. Invocan a

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Alá, Buda, Siva, Jehová, Jesús yuna amplia variedad de santosdébiles y poderosos. Todoscreemos que nuestro candidato es elauténtico y que todos los demás sonfalsos; y para demostrarlo noshemos pasado siglos y siglosasesinando a los seguidores de lasfalsas religiones, convenciéndonosde que cumplíamos los designiossagrados del único dios verdadero.

Los católicos y losprotestantes todavía se matan entresí, los judíos y los musulmanes, los

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musulmanes y los hindúes, lossunitas y los chiítas...

»Bueno, a lo que íbamos.Después de Vietnam empezamos areconocer almas hermanas, hombresy mujeres metidos en religión quecreíamos en la posibilidad debuscar a Dios a nuestra manera sinblandir espadas ensangrentadas.

Nos fuimos juntando y hemosformado un grupo muy informal;nosotros lo llamamos la DivinidadPacífica. Estamos moviéndonospara obtener fondos de órdenes

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religiosas y fundaciones. Sé de unastierras en venta, en Colorado, conun edificio ya construido. Nosgustaría comprarlas y fundar uncentro de estudios donde puedareunirse gente de todas lasreligiones para hablar de labúsqueda de la verdaderasalvación, la mejor religión, que esla paz permanente en el mundo.

—Y David es miembro de... laDivinidad Pacífica.

—Efectivamente.—¡Pero si es agnóstico!

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—Oh. Perdone laimpertinencia, pero es evidente queen ciertos aspectos no lo conoce enabsoluto. No se ofenda, por favor.

—Tiene usted razón, soyconsciente de que no lo conozco -admitió R.J. con expresión ceñuda.

—De palabra, es un granagnóstico. Pero en lo profundo desu ser, y sé de lo que estoyhablando, cree que algo, un sersuperior a él, dirige su existencia yla del mundo. Lo que sucede es queDavid no es capaz de identificar

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ese poder en términos lo bastanteprecisos para que le satisfagan, ypor eso se vuelve loco. Quizá sea elhombre más religioso que heconocido. -Hizo una pausa-.Después de hablar con él, estoyseguro de que no tardará en venir aexplicarle personalmente sus actos.

—Dígale que no se moleste.Cada uno llevó su platillo y su

taza al fregadero. Cuando él hizoademán de lavar los platos, R.J. selo impidió.

—No se moleste usted

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tampoco con los platos. Ya loslavaré yo cuando se marche.

Fallon se mostró un tantocohibido.

—Quería pedirle una cosa. Mepaso todo el tiempo viajando,hablando a las órdenes religiosasde la Divinidad Pacífica, visitandofundaciones, intentando reunirdinero para fundar el centro. Losjesuitas contribuyen a pagarme losgastos de viaje, pero no sonfamosos por sus espléndidas dietas.

Tengo un saco de dormir, y...

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¿me permitiría pasar la noche en elcobertizo?

Ella le dirigió una miradacautelosa e inquisitiva que le hizosoltar la risa.

—Descanse tranquila; norepresento ningún peligro. Miesposa es la mujer más importantedel mundo para mí. Y cuando se hanquebrantado unos votosfundamentales, se vuelve uno muycuidadoso con los demás votos queha hecho en la vida.

R.J. lo llevó al cuarto de los

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huéspedes.—En su casa hay piedras

corazón por todas partes -observó-.Bueno, Sarah era una excelente

persona.—Sí.Ella lavó los platos y él los

secó. R.J. le dio una toalla grandede baño y otra para las manos.

—Me daré una ducha rápida eiré a acostarme. Usted tómese eltiempo que quiera. El desayuno...

—Oh, me habré marchadomucho antes de que despierte.

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—Ya veremos. Buenas noches,señor Fallon.

—Que descanse, doctora Cole.Después de ducharse, se

tendió en la cama a oscuras y pensóen muchas cosas. Desde el cuartode los huéspedes le llegaba elzumbido suave, el rumor ascendentey descendente de las oracionesvespertinas de Fallon. R.J. noalcanzó a entender las palabrashasta el final, cuando la vozsatisfecha de su invitado se elevóen tono de alivio: «En el nombre

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del Padre, del Hijo y del EspírituSanto, amén.«Justo antes dedormirse, R.J. recordó sucomentario de que ya habíaquebrantado unos votosfundamentales, y por unos instantestuvo la idea de preguntarse si JoeFallon y su monja Dorothy habríanhecho el amor antes de recibir ladispensa papal.

Por la mañana la despertó elruido del motor del coche queFallon había alquilado. Aún estabaoscuro, y siguió durmiendo una hora

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más, hasta que sonó el despertador.El cuarto de los huéspedes

estaba como si nadie hubieradormido en él, salvo que la ropa dela cama estaba más tensa de comoella solía dejarla, y con lasesquinas dobladas al modo militar.R.J. la deshizo, dobló las mantas yechó las sábanas y fundas dealmohada en el cesto de la ropasucia.

Toby y ella habían adquiridola costumbre de reunirse los juevespor la mañana temprano, antes de

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que R.J. saliera hacia Springfield,para dedicar una hora al papeleo.Esa mañana Toby le presentó losdocumentos que requerían su firma,y al terminar le dirigió una sonrisaespecial.

—R.J., creo que a lo mejor...Creo que la laparoscopia ha

dado resultado.—¡Oh, Toby! ¿Estás segura?—Bueno, espero que eso lo

digas tú, pero creo que ya lo sé.Quiero que te ocupes tú del

parto cuando llegue el momento.

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—No. Gwen estará aquímucho antes, y no hay mejortocoginecóloga que ella. Tienesmucha suerte.

—Estoy muy agradecida. -Toby se echó a llorar.

—Venga ya, no seas tonta -ledijo R.J., y se abrazaronintensamente.

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43 - La camioneta roja

En la tarde del segundo juevesde julio, mientras volvía de laclínica de Planificación Familiar,R.J. vio en el retrovisor delExplorer una vieja camioneta rojaque también se apartaba delbordillo. Siguió viéndola entre eltráfico mientras cruzaba la ciudadde Springfield rumbo a la carretera91.

Estacionó sobre la hierba en la

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cuneta de la carretera y paró elmotor. Cuando vio pasar de largo lacamioneta roja, respiró hondo ypermaneció sentada en el coche unpar de minutos hasta que se leregularizó el pulso, y a continuaciónmetió el Explorer de nuevo en lacarretera.

No había recorrido unkilómetro cuando vio la camionetaroja parada en el arcén. Cuando lahubo dejado atrás, la camionetasalió a la carretera 91 y siguió trasella.

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R.J. empezó a temblar. Cuandollegó al desvío de la 292 que laconduciría a la sinuosa carreterasecundaria que ascendía hacia lamontaña de Woodfield, en lugar detomarlo siguió adelante por lainterestatal 91.

Ya sabían dónde vivía, perono quería conducirlos a carreterassolitarias y sin tráfico, de maneraque se mantuvo en la 91 hasta llegara Greenfield, y una vez allí tomó la2 en dirección oeste, siguiendo elcamino Mohawk hacia las

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montañas.Conducía despacio,

observando la camioneta,intentando memorizar detalles.

Detuvo el Explorer delante delcuartel de la policía estatal deMassachusetts, en Shelburne Falls,y la camioneta roja paró en la acerade enfrente. Los tres hombres queiban dentro permanecieronsentados, mirándola. Le entraronganas de decirles que se fueran a lamierda, pero había gente quedisparaba contra los médicos, así

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que salió del Explorer y corrióhacia el edificio. El interior estabafresco y penumbroso, en marcadocontraste con el brillante sol deprincipios de verano.

El hombre sentado tras la mesaera joven y moreno, de cabellonegro y corto. Llevaba el uniformealmidonado y la camisa planchadacon tres pliegues verticales, máspulcro que un marine.

—Dígame, señora. Soy elagente Buckman.

—Tres hombres me han

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venido siguiendo desde Springfielden una camioneta. Han aparcadodelante.

El policía se puso en pie y seacercó a la puerta, seguido por R.J.El lugar que había ocupado lacamioneta estaba vacío. Por lacarretera se acercó otra camioneta abuena velocidad y redujo al ver elpolicía. Era amarilla. Una Ford.

R.J. negó con la cabeza.—No, era una Chevy roja. Se

ha ido.El policía asintió.

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—Vamos adentro.Volvió a sentarse tras la mesa

y rellenó un impreso, nombre ydirección de la denunciante, motivode la denuncia.

—¿Está segura de que laseguían? Ya sabe que a veces unvehículo sigue el mismo camino quenosotros y creemos que nos estánsiguiendo. A mí me ha pasado.

—No. Eran tres hombres, y meseguían.

—En tal caso, lo más probablees que llevaran una o dos copas de

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más, ¿comprende, doctora? Ven unamujer guapa, la siguen un ratito.

No está bien, pero tampococometen ningún delito.

—No se trata de eso.Le habló de su trabajo en la

clínica, de las amenazas. Alterminar, vio que el agente lacontemplaba con una gran frialdad.

—Sí, supongo que hay genteque no le tiene a usted muchoaprecio.

¿Y qué quiere que haga?—¿No puede avisar a los

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coches patrulla para que busquenesa camioneta?

—Tenemos un númerolimitado de coches y están en lascarreteras principales. Haycarreteras rurales en todasdirecciones, hacia Vermont, haciaGreenfield, por el sur hastaConnecticut y por el oeste hasta elestado de Nueva York.

Muchísima gente de la regiónconduce camionetas, y la mayoríason Ford o Chevrolet rojas.

—Era una Chevrolet roja con

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la plataforma de carga descubierta.No era nueva. En la cabina

había tres hombres. El conductorllevaba gafas sin montura. Tanto élcomo el más próximo a la puertacontraria eran algo delgados. Encambio el del centro parecía gordoy tenía una barba abundante.

—¿Edad? ¿Color del cabello,color de los ojos?

—No sabría decir. -Buscó enel bolsillo y sacó el bloc de recetasdonde había garabateado unosapuntes-. La camioneta tenía

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matrícula de Vermont, númeroTZK4922.

—Ah. -El policía anotó elnúmero-. Muy bien, locomprobaremos y ya le diremosalgo.

—¿No puede hacerlo ahora,antes de que me vaya?

—Puede llevar algún tiempo.Esta vez fue R.J. la que se

mostró antipática.—Esperaré.—Usted misma.Se sentó en un banco al lado

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de la mesa. El policía se cuidó muybien de no hacer nada por elladurante más de cinco minutos, perofinalmente descolgó el teléfono ymarcó un número. R.J. le oyó dictarel número de matrícula de Vermonty darle las gracias a alguien antesde colgar.

—¿Qué han dicho?—Hay que esperar. Ya

llamarán.Se enfrascó en sus papeles sin

prestarle ninguna atención. Dosveces sonó el teléfono y el agente

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de guardia sostuvo brevesconversaciones que no tenían nadaque ver con ella. Dos veces selevantó inquieta y salió a mirar lacarretera, cada vez con un tráficomás intenso pues la gente setrasladaba del trabajo a casa.

La segunda vez, cuando volvióa entrar, el policía estaba hablandopor teléfono de la matrícula de lacamioneta.

—Placas robadas -le anunció-.Se las quitaron a un Honda

esta mañana en el centro comercial

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de Hadley.—¿Y... eso es todo?—Eso es todo. Emitiremos un

aviso, pero a estas alturas ya llevanotra matrícula en la camioneta, deeso puede estar segura.

R.J. asintió.—Gracias. -Ya había

empezado a retirarse cuando se leocurrió una cosa-. Saben dóndevivo.

¿Querría hacerme el favor dellamar al departamento de policíade Woodfield y pedirle al jefe

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McCourtney que me espere encasa?

El hombre suspiró.—Sí, señora.Mack McCourtney registró la

casa con ella, habitación porhabitación. Sótano y desván. Actoseguido recorrieron juntos la sendadel bosque.

R.J. le habló de las llamadasamenazadoras.

—¿Verdad que la compañíatelefónica ofrece un aparato que dael número del que procede cada

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llamada?—Sí, identificación de

llamadas. El servicio cuesta unosdólares al mes, y hay que comprarun aparato que valeaproximadamente lo mismo que uncontestador automático.

Pero lo único que va aconseguir es una lista de númerosde teléfono, y New EnglandTelephone no le dirá a quiénescorresponden.

»Si les digo que es un asuntode la policía, montarán un

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dispositivo contra llamadasmolestas. Este servicio es gratuito,pero le cobrarán tres dólares yveinticinco centavos por cadanúmero que rastreen e identifiquen.-Mack suspiró-. El problema es,R.J., que esos indeseables que lallaman están organizados. Sabenque existen esos aparatos, o sea quelo único que va a obtener es unmontón de números quecorresponden a teléfonos públicos,un teléfono distinto para cadallamada.

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—Entonces, ¿usted no cree quevalga la pena rastrearlas?

Mack meneó la cabeza.En el sendero del bosque no

vieron nada.—Me jugaría la paga de un

año a que hace mucho que se hanmarchado -comentó-. Pero el casoes que este bosque es muy espeso;hay montones de sitios dondeesconder una camioneta fuera de lapista. Así que preferiría que estanoche cerrara bien puertas yventanas. Yo termino a las nueve, y

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Bill Peters hace el turno de noche.Vendremos a patrullar por aquí ytendremos los ojos muy abiertos.¿De acuerdo?

—De acuerdo.La noche fue larga y calurosa,

y transcurrió muy lentamente.En varias ocasiones los faros

de un automóvil hicieron danzarluces y sombras en su dormitorio.El coche siempre reducía lavelocidad al pasar ante la casa; R.J.supuso que debía de ser Bill Petersen el coche patrulla.

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Hacia el amanecer, el calorera sofocante. Decidió que eraabsurdo tener cerradas las ventanasdel piso alto, porque si alguienapoyaba una escalera contra la casalo oiría sin duda.

Permaneció tendida en lacama, disfrutando de la brisa frescaque entraba por la ventana, y pocodespués de las cinco los coyotesempezaron a aullar detrás de lacasa. Era una buena señal, pensó; sihubiera alguien en el bosque,probablemente los coyotes no

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aullarían.Había leído en alguna parte

que por lo general los aullidos eranuna invitación sexual, una llamadaal apareamiento, y sonrió mientraslos escuchaba: «Aquí estoy, estoy apunto. Ven a tomarme.»

R.J. llevaba mucho tiempo deabstinencia. Los humanos, despuésde todo, también eran animales, tana punto para el sexo como loscoyotes, y R.J. se estiró en la cama,abrió la boca y dejó brotar elsonido.

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—¡Aauuu-uuu-uuu-uuu!La manada y ella

intercambiaron aullidos mientras lanoche se volvía gris perla, y R.J.sonrió al darse cuenta de que podíaestar muy asustada y muy cachondaal mismo tiempo.

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44 - Un conciertotemprano

Para R.J. fue un verano lleno

de alegrías y tristezas. Llevó a cabosu trabajo entre una gente a la quehabía llegado a admirar por susmuchas cualidades y por lahumanidad de sus flaquezas. ElenaAllen, la madre de Janet Cantwell,padecía diabetes mellitus desdehacía dieciocho años, y finalmentelos trastornos circulatorios se

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manifestaron en una gangrena queobligó a amputarle la piernaderecha. Con gran inquietud, R.J.

le trataba también lesionesateroscleróticas en la piernaizquierda. Elena tenía ochenta años,y la mente vivaracha como ungorrión. Con ayuda de muletas paradesplazarse, le enseñó a R.J. suslirios premiados y sus enormestomates, que ya empezaban amadurar.

Elena intentó endosarle a ladoctora algunos calabacines

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sobrantes.—Yo también tengo -protestó

R.J., risueña-. ¿Quiere que le traigaunos cuantos?

—¡No, por el amor de Dios!Todos los hortelanos de

Woodfield cultivaban calabacines.Gregory Hinton decía que si

no aparcaba el coche en la calleMayor debía cerrarlo con llavepara no encontrar el asiento de atráslleno de calabacines al volver.

Greg Hinton, al principiocrítico con ella, se había convertido

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en leal defensor y amigo de R.J., ypara ella fue un duro golpe que lediagnosticaran un cáncer depulmón. Cuando Greg acudió a ladoctora, tosiendo y resollando, laenfermedad estaba ya muyavanzada.

Tenía setenta años, y desde losquince se fumaba dos paquetes decigarrillos al día. Además, él creíaque la enfermedad tenía tambiénotras causas.

—Todo el mundo habla de losana que es la vida del agricultor,

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siempre trabajando al aire libre ytodo eso. Pero no piensan que elpobre hombre inhala polvo de pajaen cobertizos cerrados y respiraconstantemente abonos químicos yherbicidas. En muchos aspectos, esun trabajo muy poco sano.

R.J. lo remitió a un oncólogode Greenfield, donde unaresonancia magnética reveló quetenía una pequeña sombra anular enel cerebro. R.J. lo consolaba traslos tratamientos de radiación, leadministraba quimioterapia y sufría

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con él.Pero también había momentos,

y hasta semanas, positivos. No seprodujo ninguna defunción durantetodo el verano, y el entorno querodeaba a R.J. era fecundo. A Tobyempezaba a hinchársele la barrigacomo una bolsa de palomitas en unmicroondas. Padecía unos intensosmareos matutinos que seprolongaban hasta la tarde y elanochecer. Había descubierto queel agua mineral muy fría conrodajas de limón le aliviaba las

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náuseas, de manera que entrevómito y vómito permanecía tras sumesa en el consultorio de R.J. conun vaso alto cuyos cubitostintineaban suavemente cada vezque ella bebía a pequeños yelegantes sorbos.

R.J. le había programado unaamniocentesis para ladecimoséptima semana degestación.

Otros nacimientos ya habíanagitado la plácida superficie delpueblo. Un caluroso día de

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tremenda humedad, R.J. ayudó aJessica Garland a dar a luz trillizos,dos niñas y un niño. Ya se sabíadesde hacía tiempo que iban a sertres bebés, pero cuando nacieronsin complicaciones todo el pueblolo celebró.

Fue el primer parto de trillizosque veía R.J., y seguramente elúltimo, porque había tomado ladecisión de enviar todos los casosde maternidad a Gwen cuando losGabler se instalaran en la región.Los recién nacidos recibieron los

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nombres de Clara, Julia y John. R.J.supuso que ya no era costumbreimponer a los niños el nombre delmédico, como se había hecho enotro tiempo.

Una mañana Gregory Hintonllegó al consultorio para sutratamiento de quimioterapia y lamiró de un modo extraño.

—¿Es verdad que practicausted abortos en Springfield,doctora Cole?

El tratamiento formal la pusoen guardia; hacía ya tiempo que la

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llamaba R.J. Pero la pregunta no lacogió por sorpresa; habíaprocurado no ocultar lo que estabahaciendo.

—Sí, es verdad, Greg. Voy ala clínica todos los jueves.

Él hizo un gesto afirmativo.—Somos católicos, ¿lo sabía?—No, no lo sabía.—Ah, pues sí. Yo nací aquí en

una familia congregacionalista.Stacia se crió en una familia

católica. De soltera se llamabaStacia Kwiatkowski, y su padre

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tenía una granja avícola enSunderland. Un sábado por la nochevino con un par de amigas a unbaile en el ayuntamiento deWoodfield, y allí nos conocimos.Después de casarnos, nos pareciómás sencillo asistir a una solaiglesia, y yo empecé a ir a la suya.

No hay ninguna iglesiacatólica en el pueblo por supuesto,pero vamos al Sagrado Corazón deJesús en South, Deerfield. Con eltiempo, me convertí.

»Tenemos una sobrina, Rita

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Hinton, la hija de mi hermanoArthur, que vive en Colrain.

Ellos son congregacionalistas.Rita iba a la Universidad de

Syracuse. Se quedó embarazada yel chico la plantó. Kita dejó losestudios y tuvo la criatura, una niña.Mi cuñada Helen cuida a lapequeña, y Rita trabaja en lalimpieza para mantenerla. Estamosmuy orgullosos de nuestra sobrina.

—Pueden estarlo, desde luego.Si es lo que ella ha elegido,

deben apoyarla y alegrarse por ella.

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—La cosa es -dijo con vozcontenida- que no aceptamos elaborto.

—A mí tampoco me gustamucho, Greg.

—Entonces, ¿por qué lo hace?—Porque las mujeres que van

a esa clínica necesitandesesperadamente ayuda. Si nopudieran optar por un aborto limpioy seguro, muchas morirían. Aninguna de esas mujeres le importaen absoluto lo que otra embarazadahizo o dejó de hacer, ni lo que usted

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piense, ni lo que piense yo, ni loque piense este grupo o el otro. Loúnico que le importa es lo que estáocurriendo en el interior de sucuerpo y de su alma, y es ella quiendebe decidir personalmente lo queha de hacer para sobrevivir. -Lomiró fijamente a los ojos-. ¿Puedecomprenderlo?

Tras unos instantes, él asintió.—Creo que sí -concedió a

regañadientes.—Me alegro -dijo ella.Aun así, no quería seguir

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temiendo la llegada de los jueves.Cuando aceptó ayudar en la

clínica, le dijo a Barbara Eustis quesu colaboración era provisional, yque sólo duraría hasta que Eustispudiera contratar a otros médicos.

El último jueves de agosto,R.J. fue a Springfield con laintención de notificarle a Eustis quehabía terminado.

Al pasar con el coche ante laclínica vio que había unamanifestación en marcha. Como decostumbre, aparcó a varias

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manzanas de distancia y volvióatrás a pie. Un efecto de la políticade Clinton era que ahora los agentesde policía debían mantener a losmanifestantes al otro lado de lacalle, donde no pudieran impedirfísicamente el paso a quienesquisieran entrar en la clínica. Detodos modos, cuando un cochecruzó la cancela de la clínica, laspancartas se agitaron en el aire yempezaron los gritos.

Por un altavoz:—”¡No me mates, mamá! ¡No

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me mates, mamá!”—¡Madre, no mates a tu hijo!—Dé marcha atrás. Salve una

vida.Alguien debió de identificar a

R.J. cuando se hallaba a mediadocena de pasos de la puerta.

—”Asesina...” “Asesina...”“Asesina...” “Asesina...”

Justo antes de entrar, vio quela ventana del despacho deadministración estaba rota. Lapuerta interior del despacho sehallaba abierta, y Barbara Eustis,

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arrodillada en el suelo, recogíapedazos de vidrio.

—Hola -la saludó conserenidad.

—Buenos días. Quería hablarcontigo un momento, peroevidentemente...

—No, pasa, pasa, R.J. Para tisiempre tengo tiempo.

—Llego un poco temprano.Deja que te ayude a recoger losvidrios.

¿Qué ha pasado?—Di mejor quién, no qué. Un

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chico de unos trece años venía porla acera con una bolsa de papel.

Al pasar ante la ventana, hasacado eso de la bolsa y lo hatirado.

«Eso» era una piedra deltamaño de una pelota de béisbolque reposaba sobre el escritorio deBarbara. R.J. advirtió que había idoa dar contra una esquina de la mesay la había astillado.

—Menos mal que no te dio enla cabeza. ¿Te han herido losvidrios?

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Eustis negó con un gesto.—En ese preciso momento

estaba en el aseo. He tenido suerte,una urgencia providencial.

—Y ese chico, ¿era hijo dealgún manifestante?

—No lo sabemos. Echó acorrer calle arriba y se metió por uncallejón que desemboca en laavenida Forbes. La policía lo haestado buscando, pero no lo hanvisto.

Seguramente lo esperaba algúncoche.

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—Dios mío. Ahora usan aniños. ¿Qué va a pasar, Barbara?

¿Adónde irá a parar todo esto?—Al mañana, doctora. El

Tribunal Supremo ha refrendado lalegalidad del aborto, y el Gobiernoha dado luz verde a las pruebassobre la píldora del aborto.

—¿Crees que cambiará algunacosa?

—Creo que cambiarán muchascosas. -Eustis arrojó unos pedazosde vidrio a la papelera, lanzó unamaldición y se chupó un dedo-.

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Supongo que la RU-486 pasará bienlas pruebas en Estados Unidos,porque ya hace años que se usa enFrancia, Suecia e Inglaterra.

»Cuando los médicos puedanadministrar la píldora y hacer elseguimiento en la intimidad de susconsultorios, la guerra estaráganada, más o menos. Mucha genteseguirá oponiendo gravesobjeciones morales al aborto,naturalmente, y haránmanifestaciones de vez en cuando.Pero cuando las mujeres puedan

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interrumpir el embarazo con unasimple visita al médico de lafamilia, la batalla del aborto habráterminado. No pueden manifestarseen todas partes.

—¿Y eso cuándo ocurrirá?—Yo diría que dentro de un

par de años. Mientras tanto,tendremos que aguantar como sea.Cada día hay menos médicosdispuestos a trabajar en lasclínicas. En todo el estado deMisisipi sólo hay un hombre quehaga abortos. En Dakota del Norte,

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sólo una mujer. Los médicos de tuedad no quieren hacer este trabajo.Muchas clínicas permanecenabiertas simplemente porque haymédicos mayores, ya retirados, quetrabajan en ellas. -Sonrió-.

Los médicos viejos tienen máscojones que los jóvenes. ¿Por quéserá?

—Quizá porque tienen menosque perder que los jóvenes. Losjóvenes aún tienen familias quemantener y carreras de quepreocuparse.

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—Sí. Bien, demos gracias aDios por los mayores. Tú eres unaverdadera excepción, R.J. Daríacualquier cosa por encontrar otromédico como tú... Pero dime, ¿dequé querías hablarme?

R.J. arrojó unos trozos devidrio a la papelera y meneó lacabeza.

—Se está haciendo tarde ytengo que ir a trabajar. No eraimportante, Barbara. Yahablaremos en otro momento.

El viernes por la noche,

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cuando estaba salteando verduraspara la cena y escuchando por laradio el “Concierto para violín” deMozart, recibió una llamadatelefónica de Toby.

—¿Estás viendo la televisión?—No.—Ay, Dios, enciéndela.En Florida, un médico de

sesenta y siete años llamado JohnBayard Britton había sidoasesinado ante la clínica de abortosen la que trabajaba. Un ministroprotestante fundamentalista llamado

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Paul Hill había disparado el arma,una escopeta de caza. El asesinatose había producido en la ciudad dePensacola, la misma en queMichael Griffin había matado aldoctor David Gunn el año anterior.R.J. se sentó ante el televisor yescuchó inmóvil los distintosdetalles. Cuando el olor a colquemada la arrancó de su trance, seprecipitó a apagar el fuego y arrojóla masa humeante al fregadero, paravolver de inmediato ante eltelevisor.

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El asesino Hill se acercó alcoche del médico cuando aparcabaante la clínica y disparó la escopetaa bocajarro contra el asientodelantero del coche.

La puerta y la ventanillaestaban acribilladas, y el médicohabía muerto al instante. Dentro delcoche iban también dosacompañantes voluntarios, unhombre de más de setenta años queiba junto al doctor Britton en elasiento delantero, que tambiénresultó muerto, y la esposa del

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hombre, ahora hospitalizada, en elasiento de atrás.

El presentador dijo que aldoctor Britton no le gustaba elaborto, pero que trabajaba en laclínica para que las mujerespudieran tener una elección.

Mostraron imágenes delreverendo Paul Hill entrevistado enanteriores manifestaciones, en lasque elogiaba a Michael Griffin porhaber eliminado al doctor Gunn.

Algunos dirigentes religiososantiabortistas repudiaron la

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violencia y el asesinato en lasentrevistas que se les hicieron. Ellíder de una organizaciónantiabortista de ámbito nacionalaseguraba en unas declaracionesque su grupo lamentaba elasesinato, pero la emisora mostró acontinuación al mismo hombreexhortando a sus seguidores a rezarpara que cayera la desgracia sobretodos los médicos que practicabanabortos.

Un analista de actualidadrecapituló los últimos retrocesos

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que había sufrido el movimientoantiabortista en Estados Unidos. «Ala luz de estas nuevas leyes yactitudes, son de esperar nuevosactos de violencia por parte de loselementos y grupos más extremistasdel movimiento», concluyó.

R.J. permaneció sentada en elsofá, abrazándose con muchafuerza, como si no pudiera entrar encalor.

Ni siquiera el concurso al quedio paso las noticias consiguióhacerla reaccionar.

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Durante todo el fin de semanase preparó para lo peor.

Permaneció dentro de la casa,con las puertas y ventanas cerradas,escasamente vestida a causa delcalor, tratando de leer y de dormir.

El domingo por la mañanasalió de casa temprano para haceruna visita domiciliaria urgente. Alregresar, volvió a cerrar la puertacon llave.

El lunes, cuando fue al trabajo,aparcó en una calle lateral y sedirigió a pie hacia el consultorio.

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Tres casas antes de llegar se metiópor un acceso particular; los patiosde atrás carecían de vallas, demodo que pudo entrar en elconsultorio por la puerta trasera.

Durante todo el día le costóconcentrarse en el trabajo. Por lanoche fue incapaz de dormir, hechaun manojo de nervios porque habíancesado las llamadas amenazadoras.

Se asustaba por cualquierruido, cada vez que la vieja casacrujía o el motor del frigorífico seponía en marcha.

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Finalmente, a las tres de lamadrugada, se levantó de la cama yabrió todas las puertas y ventanas.

Salió descalza con una sillaplegable y la colocó junto a las eraselevadas del huerto. Luego volvió ala casa, sacó la viola da gamba y sesentó bajo las estrellas, los dedosde los pies hundidos en la hierba,para arrancarle al instrumento unachacona de Marais que había estadopracticando.

La melodía sonabamaravillosamente en el negro aire

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de la madrugada.R.J. se imaginaba un ciervo

que dejaba de ramonear por unosinstantes y erguía la cabeza, unaardilla deslizándose desde lo altode un árbol con el descenso de lastrémulas notas, el gran oso negro desus temores amansado por aquelarco sin flecha.

Se equivocó varias veces,pero no importaba; era una serenatadedicada a las lechugas.

La música le infundió valor, ya partir de ese momento R.J. pudo

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actuar con serenidad. Al díasiguiente fue en su coche alconsultorio y lo aparcó en el sitiode costumbre. Atendió a lospacientes con normalidad. Cadamañana buscaba tiempo para pasearpor el sendero antes de ir atrabajar, y al volver por la tardeescardaba el huerto. Replantó lasjudías y las escarolas que se habíanmalogrado.

El miércoles llamó BarbaraEustis para anunciarle que habíadispuesto que unos voluntarios

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fueran a recogerla y laacompañaran a la clínica.

—No. Nada de voluntarios.—¿Por qué no?—No va a ocurrir nada, lo

presiento. Además, los voluntariosno le sirvieron de mucho a esemédico de Florida.

—De acuerdo. Pero entra conel coche hasta el aparcamiento de laclínica; habrá una personaguardándote el sitio más próximo ala puerta. Además nunca se habíavisto por aquí tanto coche de la

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policía, así que estamos muyseguras.

—Muy bien -dijo ella.El jueves volvió el pánico.R.J. se sintió agradecida al ver

que un coche patrulla la esperabaen los límites de Springfield y laseguía discretamente, un par devehículos más atrás, por las callesde la ciudad.

No había manifestantes. Unade las secretarias de la clínicaestaba guardándole el sitio deaparcamiento, como Barbara le

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había prometido.El día resultó tranquilo y sin

complicaciones, y cuando dieronpor terminado el último caso,incluso Barbara se mostrabavisiblemente relajada. La policíavolvió a seguirla hasta el límite delmunicipio, y de pronto R.J. pasó aser una más entre los numerososconductores que se dirigían hacia elnorte por la I-91.

Al llegar a casa tuvo unaagradable sorpresa: George Palmerle había dejado en el porche una

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bolsita con patatas nuevas deltamaño de una pelota de golf, y unanota aconsejándole que se lascomiera hervidas y aderezadas conmantequilla y un poco de eneldofresco.

Las patatas pedían a gritos elacompañamiento de una trucha, asíque R.J. desenterró unas cuantaslombrices y fue en busca de la cañade pescar.

Hacía el calor propio de laestación. Al internarse en elbosque, el frescor fue como una

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bienvenida. El sol que se filtrabapor el dosel de árboles proyectabaun intrincado dibujo moteado.

Cuando el hombre surgió deentre las sombras más profundas,fue como si se cumplieran sustemores de ser atacada por el oso.R.J. tuvo tiempo de ver que eragrande, con barbas y melenas comoJesucristo, y de pronto empezó agolpear frenéticamente con la cañade pescar el pecho deldesconocido.

La caña se partió, pero ella

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siguió golpeándole porque habíadescubierto quién era.

Los poderosos brazos secerraron en torno a ella, y lapresión de su barbilla le hizo dañoen la cabeza.

—Ten cuidado, se ha soltadoel anzuelo. Se te puede clavar en lamano. -Hablaba con los labioshundidos entre sus cabellos-.

Has terminado el sendero.

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LIBRO IV LA DOCTORA RURAL

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45 - El relato deldesayuno

Minutos después de que David

le hubiera dado un susto de muerteen el sendero del bosque, sesentaron en la cocina de R.J. y secontemplaron mutuamente, todavíacon un poco de temor. Les resultómuy difícil empezar a hablar. Laúltima vez que habían estado juntosse habían mirado por encima delcadáver de su hija.

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Ninguno de los dos era comoel otro lo recordaba. «Es como sise hubiera disfrazado», pensó ella,que echaba de menos la coleta y sesentía intimidada por la barba.

—¿Quieres hablar de Sarah?—No -se apresuró a responder

David-. Es decir, ahora no.Quiero hablar de nosotros.—¿Por qué has venido?—No podía dejar de pensar en

ti.—Cuánto honor... Así, sin

más. Ni una palabra durante un año,

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y de pronto «Hola, mi querida R.J.He vuelto». ¿Cómo sé que el primerdía que tengamos una discusión note meterás en el coche ydesaparecerás durante otro año? ¿Ocinco, o siete años?

—Porque yo te lo digo.¿Querrás pensarlo, al menos?

—Oh, sí, lo pensaré -replicócon tanta amargura que él apartó lacara.

—¿Puedo quedarme a pasar lanoche?

R.J. estuvo a punto de negarse,

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pero se dio cuenta de que no podía.—¿Por qué no? -contestó, y se

echó a reír.—Me tendrías que acompañar

al coche. Lo he dejado en lacarretera del pueblo y he venidoandando por la finca de los Krantzpara coger el sendero del bosquedesde el río.

—Bueno, pues vete andando abuscarlo mientras yo preparo lacena -respondió con hostilidad yalzando un poco la voz, y él asintiósin decir nada y salió de la casa.

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A su regreso, R.J. ya se habíadominado. Le indicó que dejara lamaleta en el cuarto de loshuéspedes, hablándole cortésmentecomo lo haría con cualquierinvitado, y le ofreció una cena queno se podía considerar un festínpara celebrar la llegada del hijopródigo: hamburguesasrecalentadas, patatas al horno deldía anterior y compota de manzanaen lata.

Se sentaron a cenar, pero antesde dar el primer bocado R.J. se

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levantó de la mesa y se precipitó asu habitación, cerrando la puertatras de sí. David le oyó conectar eltelevisor, y luego rumor de risaspregrabadas, una reposición de“Seinfeld”.

También oyó a R.J. Tuvo laintuición de que no estabasollozando por ellos, y se acercó ala puerta y llamó suavemente.

Estaba tendida en la cama, y élse arrodilló a su lado.

—Yo también la quería -susurró R.J.

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—Ya lo sé.Lloraron juntos como hubieran

debido hacer un año atrás, y ella seapartó para dejarle sitio. Losprimeros besos fueron tiernos y consabor a lágrimas.

—Pensaba en ti todo eltiempo.

Cada día, a cada instante.—No me gusta la barba -dijo

ella.Por la mañana, R.J.

experimentó la extraña sensación dehaber pasado la noche con alguien

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al que acababa de conocer. Y noeran sólo el pelo facial y laausencia de la coleta, pensómientras preparaba zumos, de pieen la cocina.

Los huevos revueltos y lastostadas ya estaban a punto cuandoentró David.

—Esto tiene muy buenaspecto.

¿Qué hay en la jarra?—Mezclo zumo de naranja con

zumo de arándano.—Antes nunca lo hacías.

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—Bueno, pues ahora sí. Lascosas cambian, David... ¿Se te haocurrido pensar que quizás heconocido a otra persona?

—¿Es verdad eso?—Ya no tienes derecho a

saberlo. -Estalló toda su ira-. ¿Porqué en vez de ponerte en contactocon Joe Fallon no conectasteconmigo? ¿Por qué no me llamasteni una vez? ¿Por qué esperaste tantotiempo para escribirme? ¿Por quéno me dijiste que estabas bien?

—No estaba bien -replicó él.

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Los huevos se enfriaban en losplatos, pero David empezó ahablar, a contarle.

«Después de la muerte deSarah, el color del aire me parecíaextraño, como si todo estuvierateñido de un amarillo muy claro.

Una parte de mí podíafuncionar.

Llamé a la funeraria deRoslyn, Long Island, arreglé elentierro para el día siguiente,conduje con mucho cuidado hastaNueva York detrás del coche

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fúnebre.»Me alojé en un motel. El

funeral, que se celebró a la mañanasiguiente, fue muy sencillo. Elrabino de nuestro antiguo temploera nuevo; no había conocido aSarah, y le pedí que fuera muybreve.

Los empleados de la funerariacargaron el ataúd. El directormandó publicar una esquela en elperiódico de la mañana, pero pocagente la vio a tiempo para asistir alfuneral. En el cementerio Beth

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Moses de West Babylon, dos chicasque habían ido al colegio con Sarahse cogieron de la mano y se echarona llorar, y cinco asistentes alfuneral que habían conocido anuestra familia cuando empezaba suandadura en Roslyn contemplaronapesadumbrados cómo despedía alos sepultureros y llenaba la tumbayo mismo.

Las piedras de las primeraspaladas resonaron sobre el ataúd; elresto fue sólo tierra sobre tierrahasta que llegó al nivel del suelo, y

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luego formó un montículo.»Una mujer obesa a la que me

costó reconocer -que en una versiónmás joven y esbelta había sido lamejor amiga de Natalie- se puso asollozar y me abrazó, y su maridome pidió que fuera a casa con ellos.Apenas me daba cuenta de lo queles decía.

»Me fui inmediatamente,detrás del coche fúnebre. Condujeun par de kilómetros y me metí en elaparcamiento vacío de una iglesia,donde esperé más de una hora.

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Cuando regresé al cementerio,todos los asistentes al funeral sehabían marchado.

»Las dos tumbas estaban muypróximas. Me senté entre ellas, conuna mano en el borde de la tumbade Sarah y otra en la de Natalie.Nadie me molestó.

»Entrada la tarde, subí alcoche y me alejé.

»Me movía sin rumbo. Eracomo si el coche me condujese amí, por la avenida Wellwood, porautopistas, sobre puentes.

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»Entré en Nueva Jersey.»En Newark me detuve en el

Old Glory, un bar de trabajadoresjusto en la salida de la autopista.

Me tomé tres vasos seguidos,pero empecé a captar las miradas,los silencios. Si hubiera llevado unmono o unos tejanos no habríapasado nada, pero vestía un trajeazul marino de Hart Schaffner _&Mark, arrugado y sucio de tierra,llevaba coleta, y ya no era joven.

Así que pagué y salí del bar.Fui andando a una licorería, compré

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tres botellas de Beefeater y me lasllevé al hotel más cercano.

»He oído hablar a centenaresde borrachos sobre el sabor dellicor.

Algunos lo llaman _«estrellaslíquidas_«, _«néctar_«, _«placer dedioses_«. Otros, como yo, nosoportan el sabor de los alcoholesde grano y se dedican al vodka o laginebra. Buscaba el olvido, y bebíhasta caer dormido. Cada vez quedespertaba, permanecía unosinstantes perplejo, buscando a

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tientas en la memoria, hasta que loshorrendos recuerdos caían sobre mícomo una inundación y empezaba abeber de nuevo.

»Era una vieja pauta que habíaperfeccionado hacía mucho tiempo:beber en habitaciones cerradas conllave en las que estaba a salvo.

Las tres botellas me tuvieronborracho cuatro días. Pasé un día yuna noche terriblemente enfermo, yal día siguiente tomé el desayunomás suave que encontré, abandonéel motel y dejé que el coche me

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llevara a alguna parte.»Era una rutina que ya había

vivido antes; estaba familiarizadocon ella y me resultó fáciladaptarme de nuevo. Nuncaconducía en estado de embriaguezpues comprendía que lo único queme separaba del desastre era elcoche, la cartera con sus tarjetas deplástico y el talonario de cheques.

»Conducía despacio yautomáticamente, con la mentenublada, intentando dejar atrás larealidad.

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Pero siempre llegaba unmomento, más pronto o más tarde,en que la realidad entraba en elcoche y viajaba conmigo, y cuandoel dolor llegaba a hacerseinsoportable, detenía el coche,compraba un par de botellas y meencerraba en una habitación.

»Me emborraché enHarrisburg, Pensilvania. Meemborraché en las afueras deCincinnati, Ohio, y en sitios de losque nunca llegué a saber el nombre.Pasé el resto del verano entre

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intervalos de borrachera y lucidez.»Una cálida mañana de

principios de otoño, muy temprano,me encontré conduciendo por unacarretera rural, con una resaca muyfuerte. El paisaje era hermoso yondulado, aunque las colinas eranmás bajas que en Woodfield y habíamás campos cultivados que bosque.

Adelanté una calesa tirada porun solo caballo y conducida por unhombre barbudo con sombrero depaja, camisa blanca y pantalonesnegros con tirantes.

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»Amish.»Pasé ante una granja y vi a

una mujer con vestido largo queayudaba a dos muchachos adescargar calabazas de invierno deun carro plano. Al otro lado de unmaizal, un hombre cosechaba avenacon un tiro de cinco caballos.

»Tenía náuseas y me dolía lacabeza.

»Seguí conduciendolentamente por la región, casasblancas o sin pintar, magníficosgraneros, arcas de agua con molinos

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de viento, campos bien cuidados.Pensé que quizás estaba de nuevoen Pensilvania, tal vez cerca deLancaster, pero poco despuésllegué al límite del términomunicipal y supe que estabasaliendo de Apple Creek, Ohio,para entrar en el término de Kidron.Tenía una sed enorme. Me hallaba amenos de dos kilómetros de unapoblación con tiendas, un motel,Coca-Cola fría, comida.

Pero no lo sabía.»Fácilmente habría podido

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pasar de largo ante la casa, peroencontré una calesa vacía con lasvaras apoyadas en el asfalto de lacarretera y unas tiras de cuero rotasque explicaban sin palabras cómohabía escapado el caballo.

»Adelanté a un hombre quecorría tras una yegua. El animalmantenía la distancia sin dejarsealcanzar, como si supiera muy bienlo que estaba haciendo.

»Sin pensarlo dos veces,atravesé el coche en el camino paracerrarle el paso a la yegua, bajé y

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me puse a agitar los brazos hacia elanimal que se acercaba. A un ladode la carretera había una valla, y alotro una espesa plantación de maíz;cuando la yegua redujo el paso, meadelanté y, hablándole con vozpausada, le sujeté la brida.

»El hombre llegó jadeando,con el rostro encendido.

»—”Danke. Sehr Danke”.Sabe usted tratar a estos animales,

¿eh?»—Antes teníamos un caballo.»La cara del hombre empezó a

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desdibujarse y me apoyé en elautomóvil.

»—¿Está usted “krank”?¿Ayuda necesita?

»—No, estoy bien. Estoyperfectamente. -El vértigoempezaba a ceder. Lo quenecesitaba era resguardarme delbrillante martillo del sol. TeníaTylenol en el coche-. Quizá sepausted dónde podría encontrar unpoco de agua.

»El hombre asintió y señaló lacasa más cercana.

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»—Esa gente le dará agua.Llame a la puerta.»La granja estaba rodeada de

maizales, pero sus dueños no eran“amish”: desde donde me hallabapodía ver varios automóvilesaparcados en el patio de atrás. Yahabía llamado a la puerta cuandome fijé en un pequeño letrero:

“Yeshiva Yisroel”, la Casa deEstudio de Israel. Por las ventanasabiertas me llegó el sonido de uncanto en hebreo,inconfundiblemente uno de los

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salmos: “Bayt Yisroel barachu et-Adonai, bayt Aharon barachu et-Adonai”. Oh, casa de Israel,bendice al Señor; oh, casa deAaron, bendice al Señor.

»Me abrió la puerta un hombrebarbudo al que los pantalonesoscuros y la camisa blanca hacíanparecer un “amish”, pero llevaba uncasquete en la cabeza, tenía elbrazo izquierdo arremangado y unasfilacterias enrolladas alrededor dela frente y el brazo. Dentro habíavarios hombres sentados en torno a

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una mesa.»Me miró directamente a los

ojos.»—Entre, entre. “Bist ah

Yid?”»—Sí.»—Le estábamos esperando -

dijo en yiddish.»No hubo presentaciones; las

presentaciones vinieron luego.—Es usted el décimo hombre -

me explicó un hombre de barbacanosa.

»Comprendí que yo hacía el

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“minyan”, el número mínimo depersonas que les permitía dejar decantar los salmos y dar comienzo alas oraciones matinales. Uno o dosde ellos sonrieron; otro mascullóque, “Gottenyu”, ya era hora. Yogemí para mis adentros: ni en lasmejores circunstancias me apetecíaverme atrapado en un servicioortodoxo.

»Pero ¿qué otra cosa podíahacer? En la mesa había vasos y unfrasco de agua, y antes que nada medejaron beber. Luego, alguien me

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tendió unas filacterias.»—No, gracias.»—¿Cómo? No sea “nahr”,

debe ponerse las “tefillin”, no levan a morder -rezongó el hombre.

»Hacía muchos años que nolas usaba y tuvieron que ayudarme aenrollar correctamente la finacorrea de cuero alrededor de lafrente, a través de la palma y entorno al dedo medio, y a sujetarentre los ojos la caja que conteníala Escritura. Mientras tanto,llegaron otros dos hombres, se

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pusieron las “tefillin” y recitaron la“brocha”, pero nadie me dio prisa.

Luego supe que estabanacostumbrados a recibir judíosirreligiosos que se presentaban deimproviso; era un “mitzvah”, ellosconsideraban una bendición tener laposibilidad de ofrecer instrucción aalguien. Cuando empezaron lasplegarias, descubrí que mi hebreoestaba oxidado, aunque todavía eramuy utilizable; en el seminario, enlos viejos tiempos, había recibidoelogios por mi hermosa

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pronunciación.Hacia el final del servicio,

tres hombres se pusieron en piepara decir “Kaddish”, las oracionespor los recién fallecidos, y yo melevanté con ellos.

»Después de rezardesayunamos naranjas, huevosduros,

“kichlach” y té cargado.Estaba buscando la manera deescapar cuando retiraron los restosdel desayuno y trajeron varioslibros enormes en hebreo, las hojas

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amarillentas y manoseadas, lasesquinas de las cubiertas de pieldobladas y gastadas.

»Inmediatamente empezaron aestudiar, sentados en sus sillas decocina de distinta procedencia,pero no sólo a estudiar sino adebatir, a argumentar, a escucharcon absoluta atención. El tema eraen qué medida la humanidad secompone de “yetzer hatov”, buenasinclinaciones, antes que de “yetzerharah”, inclinaciones a hacer elmal.

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Me asombró el escaso uso quehacían de los textos extendidos anteellos; citaban de memoria pasajesenteros de la ley oral que redactó elrabino Judá hace mil ochocientosaños. Sus mentes recorrían a todavelocidad los Talmuds deBabilonia y Jerusalén, sin esfuerzoy con elegancia, como muchachoshaciendo acrobacias en monopatín.

Se enzarzaban en complejosdebates sobre puntos dudosos de“la Guía de perplejos”, el “Zohar”y una docena de comentarios.

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Comprendí que era testigo deuna muestra de erudición cotidianatal como se había practicadodurante casi seis mil años enmuchos lugares del mundo, en lagran academia talmúdica deNahardea, en la “beth midresh” deRashi, en el estudio deMaimónides, en las “yeshivas” deEuropa oriental.

»A veces el debate sedesarrollaba en ráfagas mercurialesde yiddish, hebreo, arameo e ingléscoloquial. Buena parte de él se me

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escapaba, pero a menudo se volvíamás lento, cuando consideraban unacita. Aún me dolía la cabeza, perome sentía fascinado por lo quealcanzaba a comprender.

»El que dirigía la reunión eraun judío anciano de barba y melenablancas, con una barriga prominentebajo el manto de oración, manchasen la corbata y gafas redondas conmontura metálica que ampliabanunos ojos azul ágata de miradaintensa.

El rabino permanecía sentado

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y respondía a las preguntas que devez en cuando le formulaban.

»La mañana transcurriórápidamente. Tenía la sensación deser cautivo de un sueño. A mediodía, cuando hicieron una pausa paraalmorzar, los eruditos fueron enbusca de sus bolsas de papelmarrón y yo desperté de mi ensueñoy me dispuse a partir, pero elrabino me llamó por señas.

»—Venga conmigo, por favor.Comeremos algo.»Salimos de la sala de estudio

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y, después de cruzar dos aulaspequeñas con hileras de pupitresgastados y trabajos infantiles enhebreo colgados de las paredesjunto a la pizarra, subimos un tramode escaleras.

»Era un apartamento pulcro ypequeño, de suelos pintadosresplandecientes, con tapetitos deencaje en los muebles de la sala.

Todo se hallaba en su sitio;era evidente que allí no había niñospequeños.

»—Vivo aquí con mi esposa

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Dvora. Ahora está trabajando en elpueblo de al lado; vende “klayder”de mujer. Soy el rabino Moscowitz.

»—David Markus.»Nos dimos la mano.»La vendedora había dejado

ensalada de atún y verduras en elfrigorífico, y el rabino sacó delcongelador unas rebanadas de“challa” y las metió en la tostadora.

»—”Nu” -dijo después debendecir la mesa, cuando yaestábamos comiendo-. Y usted, ¿aqué se dedica? ¿Es viajante?

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»Vacilé un momento. Sirespondía que era vendedor defincas, suscitaría una curiosidadincómoda sobre lo que podía estaren venta en la zona.

»—Soy escritor.»—¿De veras? ¿Y sobre qué

escribe?»Era lo que ocurría cuando se

tejía un velo enmarañado, mereconvine.

»—Sobre agricultura.»—Hay muchas granjas por

aquí -observó el rabino, y yo asentí

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con un gesto.»Comimos en amistoso

silencio.Al terminar, le ayudé a

despejar la mesa.»—¿Le gustan las manzanas?»—Sí.»El rabino sacó del frigorífico

unas cuantas Macintosh tempranas.»—¿Tiene algún sitio donde

alojarse esta noche?»—Todavía no.»—Entonces, quédese con

nosotros. Alquilamos la habitación

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sobrante; no es cara, y por lamañana nos ayudará a hacer el“minyan”.

¿Por qué no?»La manzana que mordí era

ácida y crujiente. En la pared vi uncalendario de un fabricante de“matzoh”, con una fotografía delMuro de las “Lamentaciones”.Estaba muy cansado de ir en coche,y cuando visité el cuarto de baño loencontré impoluto.

_«Realmente, ¿por qué no?_«,pensé medio mareado.

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»El rabino Moscowitz selevantó varias veces durante lanoche para ir al baño, arrastrandolos pies con juanetes, calzados conzapatillas; conjeturé que padecía dela próstata.

»Dvora, la esposa del rabino,era una mujer pequeña, de pelocanoso, rostro sonrosado y miradavivaz. Me recordó a una ardillabondadosa, y por las mañanascantaba canciones de amor enyiddish con voz dulce y temblorosamientras preparaba el desayuno.

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»No guardé la ropa en loscajones de la cómoda sino que melimité a irla cogiendo de la maleta,porque sabía que no estaría allímucho tiempo. Cada mañana mehacía la cama y recogía mis cosas.Dvora Moscowitz me dijo que todoel mundo debería tener un huéspedasí.

»El viernes cenamos lo mismoque me servía mi madre cuando erapequeño: “gefilte” de pescado,sopa de pollo con “mandlen”, polloasado con “kugel” de patata,

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compota de frutas y té. El viernespor la tarde, Dvora preparó un“cholent” para el día siguiente, enque estaba prohibido cocinar. Echópatatas, cebollas, ajo, cebadaperlada y judías blancas en unacazuela de tierra y lo cubrió todocon agua; luego añadió sal,pimienta y pimentón y lo puso ahervir. Un par de horas antes de queempezara el “sabbath”, añadió ungran “flanken” y metió la cazuela enel horno, donde coció a fuego lentodurante todo el “sabbath”, hasta el

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siguiente anochecer.»Cuando se abrió la cazuela

de “cholent” estaba todo cubiertopor una deliciosa capa crujiente, yse me hizo la boca agua con lajugosa mezcla de aromas.

»El rabino Moscowitz sacóuna botella de whisky Seagram'sSeven Crown del aparador y llenódos vasitos.

»—Para mi no, gracias.»El rabino abrió las manos.»—¿No quiere “shnappsel”?»Yo sabía que si aceptaba la

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bebida la botella de vodka notardaría en salir del coche, yaquella casa no era el lugar másadecuado para pillar unaborrachera.

»—Soy alcohólico.»—Ah. Entonces... -El rabino

asintió y frunció los labios.»Para mí era como si me

hubiera metido en un relato de losque contaban mis padres sobre elmundo judío ortodoxo en el queellos se habían criado. Pero a vecesdespertaba por la noche y los

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recuerdos recientes me invadían lamente, causándome un dolor que mehacia anhelar la botella. Una vezsalté de la cama, bajé las escalerasy salí descalzo al patio húmedo derocío. Abrí el maletero del coche,saqué la botella de vodka y bebídos grandes tragos salvadores, perono me llevé la botella conmigocuando volví a entrar en la casa.

No sé si el rabino o Dvora meoyeron, pero en todo caso ningunode los dos comentó nada.

»Todos los días ocupaba un

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lugar entre los eruditos,sintiéndome como los niños“cheder” que llenaban las aulascada tarde. Aquellos hombreshabían aguzado el intelecto durantetoda su vida, de modo que el menorde ellos se encontraba años luz porencima de mi escaso conocimientode la Biblia y la “halakha”, la leyjudía. No les dije que me habíagraduado en el SeminarioTeológico judío ni que había sidoordenado rabino; sabía que paraellos un rabino conservador o

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reformista no era un verdaderorabino.

»Así que los escuchaba ensilencio mientras ellos debatíansobre los seres humanos y sucapacidad para el bien y para elmal, sobre el matrimonio y eldivorcio, sobre “treyf” y“kashruth”, sobre el crimen y elcastigo, sobre el nacimiento y lamuerte.

»Una discusión me interesó enespecial.

»Reb Levi Dressner, un

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anciano tembloroso de voz ronca,mencionó a tres sabios distintos quehabían dicho que una buena vejezpuede ser la recompensa de unavida justa, pero que incluso losjustos pueden encontrar la muerte auna edad temprana, una grandesgracia.

»El rabino Reuven Mendel, uncuarentón fornido, de tez rubicunda,citó distintas obras que permitían alos supervivientes consolarse conla idea de que, al morir, a menudolos jóvenes se reunían con un padre

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o una madre.»El rabino Yahuda Nahman, un

muchacho pálido de ojossoñolientos y sedosa barba castaña,citó a diversas autoridades quetenían la certeza de que los muertosmantenían una conexión con losvivos y se interesaban por losasuntos de su vida.»

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46 - Kidron

—Entonces, ¿te pasaste todo el

año con los judíos ortodoxos? -preguntó R.J.

—No. También huí de ellos.—¿Qué ocurrió? -quiso saber

R.J. Cogió una tostada fría y le dioun mordisco.

«Dvora Moscowitz semostraba callada y respetuosa enpresencia de su marido y los demásestudiosos pero, como si se diera

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cuenta de que yo era distinto,cuando estaba a solas conmigo sevolvía locuaz.

»Trabajaba mucho para tenerel apartamento y el estudioimpecables antes de la festividadde Yom Kippur, y entre lavados,pulidos y fregados, me iba contandola historia y las leyendas de lafamilia Moscowitz.

»—Veintisiete años llevovendiendo vestidos en la tienda BonTon. Espero con impaciencia quellegue el mes de julio.

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»—¿Y qué ocurrirá en julio?»—Cumpliré sesenta y dos

años y me retiraré con una pensiónde la seguridad social.

»Le encantaban los fines desemana porque no trabajaba losviernes ni los sábados, sus“sabbath”, y la tienda permanecíacerrada los domingos, el “sabbath”del propietario. Le había dadocuatro hijos al rabino antes deperder la capacidad de concebir,voluntad del Señor. Tenían treshijos, dos de ellos en Israel. Label

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ben Shlomo era un erudito en unacasa de estudio en Mea-Sherim, yPincus ben Shlomo era rabino deuna congregación en Petakh Tikva.El menor, Irving Moscowitz, vendíaseguros de vida en Bloomington,Indiana.

»—Es mi oveja negra.»—¿Y el cuarto hijo?»—Era una hija, Leah, y murió

cuando tenía dos años. Difteria.-Hubo un silencio-. ¿Y usted?¿Tiene hijos?»Me encontré explicándoselo

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todo, obligado no sólo a pensar enello sino a expresarlo con palabras.

»—Oh. Así que es por su hijapor quien dice “Kaddish”. -Mecogió de la mano.

»Se nos humedecieron los ojosa los dos. Yo sentía un impulsodesesperado de escapar.Finalmente, la mujer preparó té yme llenó de pan “mandel” y dulcede zanahoria.

»A la mañana siguiente melevanté muy temprano, mientrasellos aún dormían. Hice la cama,

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dejé dinero y una breve nota deagradecimiento y bajé furtivamentela maleta al coche mientras laoscuridad aún ocultaba los campossegados.

»Me pasé todos los Días deArrepentimiento completamenteborracho, en una pensión de malamuerte en el pueblo de Windham,en una destartalada cabaña paraturistas en Revenna. En CuyahogaFalls, el director del motel entró enmi habitación cerrada con llavecuando ya llevaba tres días

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bebiendo y me dijo que me largara.Recobré la sobriedad necesariapara conducir esa misma nochehasta Akron, donde encontré elruinoso Hotel Majestic, víctima dela era de los moteles. La habitaciónde la esquina de la tercera plantanecesitaba una mano de pintura yestaba llena de polvo. Por unaventana veía el humo de una fábricade caucho, y por la otravislumbraba el pardo fluir del ríoMuskingum. Permanecí allíencerrado durante ocho días. Un

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botones llamado Roman me traíabebida cuando me quedaba seco. Elhotel no servía comidas en lashabitaciones. Roman iba a algúnsitio -debía de estar lejos, porquesiempre tardaba mucho en volver- yme traía café espantoso yhamburguesas grasientas. Yo ledaba propinas generosas, para queno me robara cuando estababorracho.

»Nunca llegué a saber siRoman era nombre de pila oapellido.

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»Una noche desperté y sentí lapresencia de alguien en lahabitación.

»—¿Roman?»Encendí la luz, pero no había

nadie.»Miré incluso en la ducha y en

el armario. Al apagar la luz, volví anotar la presencia.

»—¿Sarah? -dije al fin-.¿Natalie? ¿Eres tú, Nat?

»No me respondió nadie.»_«Lo mismo podría estar

llamando a Napoleón o a Moisés_«,

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pensé amargamente. Pero no podíadesprenderme de la certidumbre deque no estaba solo.

»No era una presenciaamenazadora. Dejé la habitación aoscuras y me quedé acostado en lacama, recordando la discusión quehabía escuchado en la casa deestudio.

Reb Yehuda Nahman habíacitado a sabios que habían dejadoescrito que los seres queridosdifuntos nunca están lejos denosotros, y que se interesan por los

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asuntos de los vivos.»Eché mano a la botella pero

me paralizó el pensamiento de quemi mujer y mi hija me pudieranestar observando, viéndome débil yautodestructivo en aquella suciahabitación que hedía a vómito. Yatenía suficiente alcohol en el cuerpocomo para inducir un sueño deborracho, y finalmente caí dormido.

»Al despertar tuve lasensación de que volvía a estarsolo, pero seguí tendido en la camay recordé.

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»Ese mismo día encontré unosbaños turcos y me estiré en unbanco a sudar alcohol durantemucho rato. Luego llevé la ropasucia a una lavandería. Mientras sesecaba fui a un peluquero, que mecortó muy mal el pelo. Allí medespedí de la coleta: hora demadurar, de intentar cambiar.

»A la mañana siguiente memetí en el coche y salí de Akron.No me sorprendió ver que el cocheme llevaba de vuelta a Kidron, atiempo para el “minyan”; allí me

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sentía seguro.»Los estudiosos me acogieron

calurosamente. El rabino sonrió yasintió con la cabeza, como si yosólo hubiera salido a hacer unagestión. Me dijo que la habitaciónestaba libre, y después dedesayunar volví a subir mis cosas.Esta vez vacié la maleta, colguéalgunas prendas en el armario yguardé lo restante en los cajones dela cómoda.

»El otoño dio paso alinvierno, que en Ohio era muy

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parecido al invierno de Woodfield,con la única diferencia de que lasescenas de nieve eran más abiertas,un campo tras otro. Me vestía comosolía hacerlo en Woodfield: ropainterior larga, tejanos, calcetines ycamisa de lana. Cuando salía alexterior me ponía un jersey grueso,una gorra de punto, una viejabufanda roja que me había dadoDvora y un chaquetón de marinoque había comprado de segundamano en una tienda de Pittsfielddurante mi primer año en las

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colinas de Berkshire.Caminaba mucho, y el frío me

curtió la piel.»Por las mañanas participaba

en el “minyan”, más por obligaciónsocial que porque la oración mellegara plenamente al alma.Todavía me interesaba escuchar laseruditas discusiones que seguían acada servicio, y descubrí que cadavez entendía mejor lo que oía. Porlas tardes, los niños “cheder”acudían ruidosamente a las aulascontiguas a la sala de estudio, y

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algunos de los eruditos les dabanclase. Me sentí tentado a ofrecermevoluntario para ayudar en las aulas,pero tenía entendido que losmaestros recibían un pago, y noquería quitarle el salario a nadie.Leía mucho en los viejos libroshebreos, y de vez en cuando lehacía una pregunta al rabino yhablábamos un rato.

»Todos aquellos eruditossabían que era Dios quien hacíaposible que estudiaran, y setomaban el trabajo muy en serio.

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Cuando los observaba, no eraexactamente como Margaret Meadestudiando a los samoanos -despuésde todo, mis abuelos habíanpertenecido a aquella cultura-, sinosólo un visitante, un extraño.Escuchaba con gran atención y,como los demás, con frecuencia mesumergía en los tratados extendidossobre la mesa con la intención dereforzar un argumento. De vez encuando olvidaba mi reticencia yfarfullaba una pregunta de micosecha. Eso me ocurrió durante

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una discusión sobre el mundovenidero.

»—¿Cómo sabemos que hayvida después de la muerte? ¿Cómosabemos que existe una conexióncon nuestros seres queridos que hanmuerto?

»Todos los rostros sevolvieron hacia mí y me observaroncon preocupación.

»—Porque está escrito -musitóReb Gershom Miller.

»—Muchas cosas que estánescritas no son ciertas.

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»Reb Gershom Miller se pusofurioso, pero el rabino me mirósonriente.

»—Vamos, Dovidel -respondió-.

Le pediría al Todopoderoso,bendito sea su nombre, que firmaraun contrato? -Y de mala gana mesumé a la carcajada general.

»Una noche, durante la cena,hablamos de los Santos Secretos,los “Lamed Vav”.

»—Según nuestra tradición, encada generación hay treinta y seis

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hombres justos, personas normalesy corrientes que se dedican a sutrabajo cotidiano y de cuya bondaddepende la existencia misma delmundo -dijo el rabino.

»—Treinta y seis hombres.¿No podría ser “Lamed Vovnikit”una mujer? -pregunté.

»La mano del rabino sedeslizó hacia su barba y empezó arascársela como hacía siempre quereflexionaba. La puerta de ladespensa estaba abierta, y advertíque Dvora había interrumpido lo

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que estaba haciendo. Aunque medaba la espalda, vi que escuchabaatentamente, inmóvil como unaestatua.

»—Creo que sí.»Dvora reanudó su trabajo con

mucha energía. Cuando trajo laensalada de salmón, se la notabacomplacida.

»—¿Podría ser “LamedVovnikit” una mujer cristiana?

»Lo pregunté sencillamente,pero advertí que me notaban en lavoz todo el peso de la pregunta y se

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daban cuenta de que estabamotivada por algo intensamentepersonal. Vi que los ojos de Dvorame observaban con atenciónmientras dejaba la bandeja en lamesa.

»Los ojos azules del rabinoeran inescrutables.

»—¿Cuál cree usted que es larespuesta? -preguntó a su vez.

»—Que sí, por descontado.»El rabino asintió sin dar

muestras de sorpresa y me dirigióuna sonrisita.

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»—Quizá sea usted un “LamedVovnik” -concluyó.

»Empecé a despertarme enplena noche con un perfume en lanariz.

Recordaba haberlo respiradocuando tenía el rostro hundido en tucuello.»

R.J. miró a David y enseguidaapartó la vista. Él esperó unosinstantes antes de reanudar elrelato.

«Soñaba contigo, sueñossexuales, y el semen saltaba de mi

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cuerpo. Más a menudo te veía reír.A veces los sueños no teníansentido.

Soñé que estabas sentada a lamesa de la cocina con losMoscowitz y algunos “amish”. Soñéque conducías un tronco de ochocaballos.

Soñé que ibas vestida con ellargo e informe atuendo “amish”, el“Halsduch” sobre el pecho, eldelantal a la cintura, una modesta“Kapp” blanca sobre tus cabellososcuros...

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»En la “yeshiva” me ofrecíanbuena voluntad, hasta cierto punto,pero escaso respeto. La erudiciónde los hombres de la casa deestudio era más profunda que lamía, y su fe distinta.

»Y todos sabían que yo era unborracho.

»Un domingo por la tarde, elrabino ofició en la boda de la hijade Reb Yossel Stein. Basha Stein secasaba con Reb Yehuda Nahman, elmás joven de los eruditos, unmuchacho de diecisiete años que

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toda su vida había sido un “ilui”, unprodigio. La ceremonia se celebróen el granero y asistió toda lacomunidad de la “yeshiva”.

Cuando la pareja se colocóbajo el dosel, cantaron todos confuerza:

“El que es fuerte sobre todo lodemás, el que es bendito sobre todolo demás, el que es grande sobretodo lo demás, bendiga al novio y ala novia.”

»Después, cuando se sirvió el“schnapps”, nadie se volvió hacia

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mí para ofrecerme un vaso, comonadie me ofrecía nunca un vaso devino en el “Oneg Shabbat” queseñalaba el final de cada serviciode“sabbath”. Me trataban con amablecondescendencia, haciendo sus“mitzvoth”, sus buenas obras, como“boy scouts” barbudos que sonbondadosos con los inválidos paraganar insignias de mérito para larecompensa suprema.

»Sentí el comienzo de laprimavera como un nuevo dolor.Estaba seguro de que mi vida iba a

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cambiar, pero no sabía cómo.Renuncié a afeitarme,

dispuesto a dejarme la barba comotodos los hombres que veía a mialrededor. Sopesé muy brevementela idea de hacerme una vida en la“yeshiva”, pero comprendí que eracasi tan distinto de aquellos judíoscomo de los “amish”.

»Observaba a los agricultoresque empezaban a afanarse en loscampos. El olor intenso y dulzóndel estiércol lo impregnaba todo.

»Un día fui a la granja de

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Simon Yoder para hablar con él.Yoder era el granjero quearrendaba y cultivaba las tierras dela “yeshiva”; justamente fue suyegua fugitiva la que yo de tuve eldía que llegué a Kidron.

»—Me gustaría trabajar parausted -le anuncié.

»—¿Haciendo qué?»—Lo que usted necesite.»—¿Sabe conducir?»—¿Animales de tiro? No.»Yoder me dirigió una mirada

dubitativa, como estudiando al

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extraño inglés.»—Aquí no pagamos el

salario mínimo, ¿sabe? Pagamosmucho menos.

»Me encogí de hombros.»De modo que Yoder me puso

a prueba, me hizo trabajar en elmontón de estiércol, y pasé todo eldía paleando mierda de caballo.

Estaba en la gloria. Alanochecer, cuando regresé alapartamento de los Moscowitz, losmúsculos protestaban y la ropahedía. Dvora y el rabino

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seguramente pensaron que habíavuelto a beber o que había perdidoel juicio.

»Fue una primavera máscálida de lo habitual, ligeramenteseca aunque con suficiente humedadpara obtener unas cosechasaceptables.

Después de esparcir elestiércol, Simon aró y roturó latierra con cinco caballos, y suhermano Hans la aró tras una hilerade ocho grandes bestias.

»—Un caballo produce abono

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y más caballos -me dijo Simon-. Untractor sólo produce facturas.

»Me enseñó a conducir losanimales.

»—Ya se maneja usted biencon un solo caballo, y en realidadésa es la parte más importante.Hágalos retroceder uno a uno hacialos arreos, y quíteles el arnés uno auno. Están acostumbrados a trabajaren equipo.

»Pronto me vi trabajando trasdos caballos, arando los rinconesde todos los campos. Yo solo

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sembré el maizal que rodeaba la“yeshiva”. Mientras andaba detrásde los caballos, sujetando lasriendas, era consciente de que todaslas ventanas estaban llenas deeruditos barbudos que observabancada uno de mis gestos como si yofuera un marciano.

»Poco después de la siembrallegó el momento de segar el primerheno. Cada día trabajaba en loscampos, respirando un aromaespecial, una mezcla de sudor decaballo, mi propio sudor y una

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embriagadora bofetada olfativa, elolor de grandes extensiones dehierba cortada. El sol me bronceóla piel, y poco a poco se meendureció y fortaleció el cuerpo.Me dejé crecer el pelo y la barba.Empezaba a sentirme como Sansón.

»—Rabino -le pregunté unanoche durante la cena, ¿cree ustedque Dios es realmentetodopoderoso?

»Los largos y blancos dedosrascaron la larga y blanca barba.

»—En todas las cosas excepto

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en una -respondió el rabino por fin-. Dios está en cada uno de nosotros.Pero debemos darle permiso paraque salga.

»Durante todo el verano halléun auténtico placer en el trabajo.

Mientras trabajaba pensaba enti, y me permitía eso porque creíaestar convirtiéndome en mi propiodueño. Empezaba a atreverme aconcebir esperanzas, pero erarealista y sabía que meemborrachaba porque carecía decierta clase de valor.

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Me había pasado la vidahuyendo.

Había huido de los horroresque vi en Vietnam para refugiarmeen el alcohol. Había huido delrabinismo para refugiarme en laventa de fincas. Había huido de lapérdida personal para caer en ladegradación. No me hacía muchasilusiones sobre mí mismo.

»Dentro de mí notaba unapresión cada vez mayor. Yo tratabade desviarla, a veces casifrenéticamente, pero a medida que

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iba avanzando el estío me di cuentade que no podía negarla. El día máscaluroso de agosto ayudé a SimonYoder a almacenar en el cobertizolos últimos restos de la segundasiega de heno y, al terminar, fui aAkron en mi automóvil.

»La tienda estaba justo dondela recordaba. Compré un litro dewhisky Seagram's Seven Crown.

En una pastelería “kosher”encontré “kichlach”, y comprémedia docena de botes de arenqueen vinagre en el mercado judío. Uno

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de los botes debía de tener la tapafloja, porque al poco rato se mellenó el coche con el penetranteolor del pescado.

»Fui a una joyería e hice otracompra, una perla en una delicadacadena de oro. Aquella noche le diel colgante a Dvora Moscowitz,junto con un cheque por el alquiler.Ella me besó en las mejillas.

»A la mañana siguiente,después del servicio, ofrecí lacomida y el whisky para el“minyan”. Les estreché la mano a

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todos. El rabino me acompañó hastael coche y me dio una bolsa queDvora me había preparado:bocadillos de atún y cuadrados de“streusel”. Yo esperaba algo másportentoso del rabino Moscowitz, yel anciano no me decepcionó.

»—Que el Señor te bendiga yte sostenga. Que haga resplandecersu semblante sobre ti y te dé la paz.

»Le di las gracias y puse elmotor en marcha.

»—”Shalom”, rabino.»Era consciente de que, por

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una vez, me iba de un sitio de lamanera correcta. Esta vez fui yoquien le dijo al coche adónde teníaque ir, y vine directamente aMassachusetts.»

Cuando al fin dio porconcluido su relato, R.J. lo mirólargamente.

—Entonces, ¿puedoquedarme?

-preguntó David.—Creo que sí, al menos por un

tiempo.—¨Por un tiempo?

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—En estos momentos no estoysegura de ti. Pero quédate unosdías. Si al final decidimos no vivirjuntos, por lo menos...

—Por lo menos podremosterminar de un modo decente, llegara una conclusión.

—Algo por el estilo.—Yo no necesito pensarlo.

Pero tómate el tiempo quenecesites, R.J. Espero que...

Ella tocó el suave rostro,conocido pero extraño.

—Yo también lo espero. Te

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necesito, David. O a alguien comotú- añadió, para su propio asombro.

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47 - La conciliación

Esa tarde, cuando R.J. llegó

del trabajo, la recibió el apetitosoaroma de una pierna de cordero alhorno. Pensó que no hacía faltaanunciar que David habíaregresado; si había ido al almacén acomprar el cordero, a esas horas lagente del pueblo ya sabría queestaba allí. David había preparadouna cena deliciosa: zanahorias ypatatas nuevas doradas en la espesa

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salsa de la carne, mazorcas de maízy tarta de arándanos.

Después de cenar, R.J. lo dejólavando los platos y subió aldormitorio en busca de la caja queguardaba en el último cajón de lacómoda.

Cuando se la mostró, él seenjugó las manos jabonosas y lallevó a la mesa de la cocina. R.J.advirtió que le daba miedo abrir lacaja, pero finalmente levantó latapa y sacó el voluminosomanuscrito.

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—Está todo ahí -le dijo ella.Él se sentó y sostuvo el fajo de

papeles entre las manos,examinándolo. Lo hojeó, lo sopesó.

—Es muy buena, David.—¿La has leído?—Sí. ¿Cómo pudiste

abandonarla de esa manera? -Lapregunta era tan absurda que nopudo por menos de echarse a reír, yDavid puso las cosas en su sitio.

—También te abandoné a ti,¿no?

La gente del pueblo reaccionó

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de distintas maneras a la noticia deque David Markus había vuelto yestaba viviendo con ella.

Peggy le dijo a R.J. en elconsultorio que se alegraba porella.

Toby hizo algún comentariocortés, pero fue incapaz de ocultarsu aprensión. Se había criado conun padre que bebía en exceso, yR.J. sabía que su amiga temía elfuturo que podía esperarle a quienamara a un adicto al alcohol.

Toby se apresuró a cambiar de

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tema.—Cada día estamos llegando a

un punto de saturación en la sala deespera, y tú ya nunca puedes irte acasa a una hora razonable.

—¿Cuántos pacientes tenemos,Toby?

—Mil cuatrocientos cuarenta ydos.

—Supongo que será mejor noaceptar ningún paciente nuevo apartir de los mil quinientos.

Toby asintió.—Mil quinientos es

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exactamente el número que habíacalculado.

El problema es, R.J., quealgunos días llegan varios pacientesnuevos. ¿De veras serás capaz dedecirles que se vayan sintratamiento cuando lleguemos a losmil quinientos?

R.J. suspiró. Las dos conocíanla respuesta.

—En general, ¿de dóndeproceden los nuevos pacientes? -preguntó.

Se inclinaron sobre la pantalla

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del ordenador y estudiaron un mapadel condado. Les resultó fácil verque estaban llegando pacientes delos límites exteriores de suterritorio, principalmente de lospueblos situados al oeste deWoodfield, donde la gente tenía querealizar un viaje muy largo para vera un médico en Greenfield oPittsfield.

—Necesitamos un médicojusto aquí -dictaminó Toby, y apoyóel dedo en el mapa sobre el pueblode Bridgeton-. Tendría muchos

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pacientes, y te facilitaríaconsiderablemente las cosas notener que ir tan lejos a hacer visitasa domicilio -añadió con una sonrisafugaz.

R.J. asintió.Esa misma noche llamó a

Gwen, que estaba enfrascada en latarea de mudarse de casa desde casiel otro extremo del continente, yhablaron detenidamente sobre lasnecesidades de asistencia médicade la población local. Durante losdos días siguientes, R.J. escribió a

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los directores médicos de varioshospitales que contaban con buenosprogramas de residencia,especificando las necesidades yposibilidades de los pueblos de lascolinas.

David fue a Greenfield yvolvió con un ordenador, unaimpresora y una mesa de trabajoplegable, que instaló en el cuarto delos huéspedes. Empezó a escribirde nuevo e hizo una difícil llamadaa su editorial, temiendo que ElaineCataldo, su editora, ya no estuviera

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en la empresa o hubiera perdidotodo interés por su novela. PeroElaine se puso al teléfono y hablócon él, con mucha cautela alprincipio. Le expresó francamentelas reservas que sentía respecto asu formalidad, pero después dehablar un buen rato quedóconmovida.

Elaine lo alentó a terminar lanovela y le dijo que elaboraría unnuevo programa de publicación.

A los doce días del regreso deDavid sonó un arañazo en la puerta.

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Cuando la abrió, entró “Agunah”.La gata empezó a dar vueltas entorno a sus piernas, frotándose consu peludo cuerpo y reclamándolocon su olor. Cuando David la cogióen brazos,

“Agunah” le lamió la cara.David la estuvo acariciando un

buen rato. Cuando por fin ladepositó en el suelo, la gatarecorrió todas las habitaciones ypor fin se enroscó sobre laalfombra delante de la chimenea yse quedó dormida.

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Esta vez no se escapó.De pronto, R.J. se encontró

compartiendo la vivienda. Porsugerencia de David, él se ocupabade comprar y preparar la comida,de mantener la provisión de leña,de hacer las tareas domésticas y depagar la factura de la luz.

Todas las necesidades de R.J.estaban cubiertas, y cuandoterminaba de trabajar ya noregresaba a una casa vacía. Era unarreglo perfecto.

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48 - El fósil

Gwen y su familia llegaron elsábado siguiente al Día delTrabajo, cansados e irritablesdespués de tres días en el coche.

La casa que Phil y ella habíancomprado en Charlemont, convistas al río Deerfield, estabalimpia y a punto, pero el camión demudanzas que transportaba todossus muebles se había averiado enIllinois y tardaría otros dos días en

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llegar.R.J. insistió en alojarlos en su

cuarto de huéspedes por un par denoches, y fue a una tienda de lacarretera 2 para alquilar dos camasplegables para los niños, Annie, deocho años, y Julian, de seis, al quellamaban Julie.

David procuró por todos losmedios que las comidas fueran unplacer, y trabó muy buena relacióncon Phil, con quien compartía laafición por los deportes de equipoen todas las estaciones. Annie y

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Julie eran agradables y cariñosos,pero eran niños, llenos de ruidosaenergía, y hacían que la casapareciese más pequeña de lo queera.

La primera mañana en casa deR.J., los niños se enzarzaron en unaestrepitosa pelea, y Julie acabóllorando porque su hermana decíaque tenía un nombre de niña.

Phil y David se los llevaron alrío a pescar, y dejaron solas a lasdos mujeres por primera vez.

—Annie tiene razón, ¿sabes?

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-comentó R.J.-. Tiene nombrede niña.

—¡Oye! -replicó Gwenbruscamente-. Siempre lo hemosllamado así.

—¿Y qué? Se puede cambiar.Llamadlo Julian. Es un bonito

nombre, y le hará sentirse como unadulto.

R.J. estaba segura de queGwen iba a decirle que se ocuparade sus asuntos, pero unos instantesdespués, su amiga le sonrió.

—Eres la R.J. de siempre:

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sigues teniendo respuesta para todo.A propósito, me gusta David.¿Qué va a ocurrir entre los

dos?R.J. meneó la cabeza.—Ahí no tengo ninguna

respuesta, Gwen.David se ponía a escribir cada

mañana temprano, antes de que ellasaliera hacia el trabajo, y a vecesincluso antes de que se levantara dela cama. Le explicó que susrecuerdos de los “amish” lepermitían dar más fuerza a las

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descripciones de las personas quehabían vivido en las colinas deMassachusetts cien años atrás, susveladas a la luz de candiles y susdías llenos de trabajo.

Escribir le producía unatensión que sólo podía descargarmediante la actividad física. Cadadía, a la caída de la tarde, trabajabaen los alrededores de la casarecogiendo fruta en el pequeñohuerto, cosechando las hortalizastardías y arrancando las plantasagotadas para arrojarlas al montón

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de estiércol vegetal.Se alegraba de que R.J.

hubiera salvado las colmenas, y sedispuso a repararlas; le ofrecíantodo el trabajo manual que pudieradesear.

—Están hechas un asco -ledijo a R.J. alegremente.

Sólo dos colmenas conteníanaún enjambres sanos. Cada vez queDavid veía unas abejas que volabanhacia el bosque, las seguía con laesperanza de recobrar uno de losenjambres perdidos. En algunas

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colmenas, las abejas que quedabanestaban debilitadas por laenfermedad y los parásitos.

Construyó en el cobertizo unamesa de trabajo de tablas sin pintary se dedicó a limpiar y esterilizarlas colmenas, a administrarantibióticos a las abejas y a quitarlos nidos de ratones que encontróen dos de las colmenas.

Se preguntó en voz alta qué sehabría hecho del separador de miely de todos los tarros de miel vacíosy las etiquetas impresas.

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—Todo eso está en un rincóndel cobertizo de tu antigua casa.

Yo misma lo puse allí -leindicó R.J.

Ese fin de semana, Davidllamó a Kenneth Dettinger.Dettinger miró en el cobertizo y leconfirmó que estaba todo allí, asíque David fue a recogerlo en sucoche.

Al regresar le dijo a R.J. quese había ofrecido a comprar elseparador y los tarros, peroDettinger había insistido en que se

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los llevara, junto con el viejo rótulode anuncio y todo su inventario detarros llenos, casi cuatro docenas.

—Dettinger me ha dicho queno piensa dedicarse a la apiculturay que se conformaría con un tarrode miel de vez en cuando. Es unbuen tipo.

—Desde luego -corroboró R.J.—¿Te importaría que volviera

a vender miel desde aquí?Ella sonrió.—No, es una buena idea.—Tendré que colgar el rótulo.

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—Me gusta ese rótulo.David hizo dos agujeros en la

parte inferior del cartel que colgabaante la casa de R.J., atornillósendas armellas y colgó su rótulobajo el de ella.

Desde entonces, todo el quepasaba ante la casa recibía unaandanada de mensajes.

La Casa del Límite Dra. R.J.Cole «Estoy enamorado de ti»

Miel R.J. empezó a confiar enel futuro. David volvía a asistir alas reuniones de Alcohólicos

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Anónimos. Una tarde lo acompañó,y ocupó un lugar en la sala dereuniones de una elegante iglesiaepiscopal de piedra, junto a unascuarenta personas más.

Cuando le tocó el turno, Davidse puso en pie ante las miradas decuriosidad de la gente.

—Me llamo David Markus ysoy alcohólico. Vivo en Woodfieldy soy escritor -declaró.

No se peleaban nunca. Sellevaban a la perfección, y sólo unhecho afligía a R.J., un hecho que

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no podía barrer a un rincón oscurodonde no hiciera falta examinarlo.

David nunca le hablaba deSarah.

Una tarde David salió adesenterrar, partir y trasplantar lasduras y viejas raíces de ruibarboque ya eran viejas cuando R.J.compró la casa. Al cabo de un ratoentró de pronto y lavó algo en elfregadero de la cocina.

—Mira esto -dijo mientras losecaba.

—¡Oh, David! ¡Es asombroso!

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Era una piedra corazón. Elfragmento de pizarra rojizasemejaba un corazón irregular, perolo que lo hacía maravilloso era laclara impresión de un antiguo fósilincrustado en la superficie,ligeramente descentrado.

—¿Qué es?—No lo sé. Parece una

especie de molusco, ¿no?—No se parece a ningún

molusco que yo haya visto jamás -objetó R.J.

El fósil en sí no alcanzaba los

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ocho centímetros de longitud ypresentaba una cabeza ancha conprominentes cuencas oculares,ahora vacías. La porción quecorrespondía al cuerpo, de contornooval, estaba compuesta pornumerosos segmentos linealesagrupados en tres claros lóbulosverticales.

Consultaron la enciclopedia.—Creo que es éste -opinó

R.J., al tiempo que señalaba untrilobites, un artrópodo que habíavivido más de doscientos

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veinticinco millones de años atrás,cuando un mar cálido y pocoprofundo cubría buena parte deEstados Unidos.

El pequeño animal habíamuerto en el barro. Mucho antes deque éste se endureciera hastaconvertirse en roca, su carne sehabía descompuesto y carbonizado,dejando una resistente películaquímica sobre la huella que un díasería descubierta bajo una raíz deruibarbo.

—¡Qué descubrimiento,

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David! Es imposible que haya unapiedra corazón mejor que ésta.¿Dónde la pondremos?

—No quiero exhibirla en casa.Quiero enseñársela a un par de

personas.—Buena idea -asintió ella.El tema de las piedras corazón

le hizo recordar algo: entre elcorreo de esa mañana había unacarta para David remitida por elcementerio Beth Moses de WestBabylon, Long Island. R.J. habíaleído en el periódico que los días

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anteriores a la festividad judía deYom Kippur era una épocatradicional para visitar loscementerios.

—¿Por qué no vamos a visitarla tumba de Sarah?

—No -replicó él secamente-.Todavía no lo he superado.

Estoy seguro de que lo comprendes-añadió y, tras guardarse la piedracorazón en el bolsillo, salió alcobertizo.

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49 - Invitaciones

—¿Diga?—¿R.J.? Soy Samantha.—¡Sam! ¿Cómo estás?—Estoy especialmente bien, y

por esa razón te llamo. Quieroreunirme contigo y con Gwen paradaros una sorpresita, una buenanoticia.

—¡Sam! Vas a casarte.—Vamos, R.J., no empieces

ahora a hacer suposiciones

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descabelladas, porque si no misorpresa parecerá una simpleminucia. Quiero que vengáis las dosa Worcester. Ya he hablado conGwen, para darle la bienvenida aMassachusetts después de suausencia, y me ha dicho que elpróximo sábado tienes el día libre,y que si tú vienes ella tambiénvendrá. Dime que vendrás.

R.J. consultó la agenda y vioque todavía le quedaba el sábadolibre, aunque tenía docenas decosas por hacer.

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—De acuerdo.—Espléndido. Las tres juntas

de nuevo. Estoy impaciente porveros.

—Se trata de un ascenso, ¿no?¿Profesora titular? ¿Una

cátedra de patología?—R.J., sigues siendo una

pesada de mucho cuidado. Adiós.Te quiero.

—Yo también te quiero -respondió R.J., y colgó el aparatocon una sonrisa en los labios.

Dos días después, cuando

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volvía del trabajo, vio a Davidcaminando por la carretera. Lehabía salido al encuentro, bajandopor la carretera de Laurel Hill yluego por la de Franklin, pues sabíaque era el camino que ella tenía queseguir.

Estaba a más de treskilómetros de la casa cuando lodivisó, y al ver que le enseñaba elpulgar como un autoestopista,sonrió de oreja a oreja y le abrió laportezuela.

David se sentó a su lado,

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radiante de alegría.—No podía esperar a que

llegaras para decírtelo. Me hepasado la tarde hablando porteléfono con Joe Fallon. LaDivinidad Pacífica ha recibido unasubvención de la FundaciónThomas Blankenship. Muchodinero, el suficiente para establecery mantener un centro en Colorado.

—David, eso es maravillosopara Joe. Blankenship, ¿el editoringlés?

—Neozelandés. Revistas y

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periódicos. Es maravilloso paratodos los que queremos la paz. Joenos ha pedido que vayamos allí conél, dentro de un par de meses.

—¿Qué quieres decir?—Un pequeño grupo de

personas vivirá y trabajará en elcentro, y participará en lasconferencias interreligiosas sobrela paz como núcleo permanente. Joenos invita a los dos a formar partede ese grupo.

—¿Por qué habría deinvitarme a mí? Yo no soy teóloga.

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—Joe considera que seríasvaliosa. Podrías proporcionar unpunto de vista médico, análisiscientíficos y legales... Además, leinteresa tener un médico queatienda a los miembros.

Trabajarías en lo tuyo.R.J. meneó la cabeza mientras

tomaba el desvío de Laurel Hill.No tuvo necesidad de

expresarlo con palabras.—Ya sé -dijo David-. Ya

trabajas en lo tuyo, y es aquí dondequieres estar. -Extendió la mano y

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le tocó la cara-. Es una ofertainteresante. Me sentiría tentado aaceptarla si no fuera por ti. Si esaquí donde tú quieres estar, aquí esdonde yo quiero estar.

Pero por la mañana, cuandoR.J. despertó, él se había marchado.Sobre la mesa de la cocina habíauna hoja de papel con unas palabrasgarabateadas:

Querida R.J.:Tengo que irme. Hay algunas

cosas que debo hacer. Calculo quedentro de un par de días estaré de

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vuelta. Te quiero, David Por lomenos esta vez había dejado unanota, se dijo ella.

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50 - Las tres juntas

Samantha bajó al vestíbulo del

centro médico en cuanto larecepcionista llamó para anunciarleque habían llegado R.J. y Gwen. Eléxito le había conferido unatranquila seguridad. Su negracabellera, que llevaba corta yaplastada sobre la cabeza dehermosos contornos, tenía unagruesa mecha blanca encima de laoreja derecha; una vez Gwen y R.J.

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la acusaron de ayudar a lanaturaleza con productos químicospara obtener un efecto espectacular,pero las dos sabían que no era así.Se trataba del modo en queSamantha aceptaba lo que lanaturaleza le había dado, y sacabael mejor partido posible de ello.

Las abrazó dos veces a cadauna, por turno, con una energíaexuberante.

El programa que les presentóempezaba con un almuerzo en elmismo hospital, seguido de una

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visita comentada al centro médico,cena en un magnífico restaurante yconversación hasta altas horas en suapartamento. Gwen y R.J. sequedarían a pasar la noche con ellay emprenderían el regreso hacia lascolinas del oeste a primera hora dela mañana.

Apenas se habían sentado aalmorzar cuando R.J. clavó enSamantha su mirada de abogada.

—Muy bien, señora. Hemosviajado durante dos horas paraescuchar la noticia, y ha llegado el

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momento de que la sepamos.—La noticia -dijo Samantha

con calma-. Bien, ésta es la noticia:me han ofrecido el puesto de jefa depatología en este hospital.

Sus dos amigas dieronmuestras de alegría y la felicitaron.

—Lo sabía -dijo R.J.—No lo ocuparé hasta dentro

de un año y medio, cuando CarrollHemingway, el actual jefe, semarche a la Universidad deCalifornia. Pero ya me han ofrecidoel cargo, y lo he aceptado porque es

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lo que siempre había deseado. -Hizo una pausa y sonrió-. De todosmodos... ésa no es la noticia.

Hizo girar el anillo de oro quellevaba en el dedo medio de lamano izquierda para dejar aldescubierto la piedra. El diamanteazul que había en el engaste no eragrande, pero estaba magníficamentetallado, y R.J. y Gwen se levantaronde sus asientos para volver aabrazar a su amiga.

Estaban emocionadas. Por lavida de Samantha habían pasado

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varios hombres, pero siempre habíapermanecido soltera, y aunque sehabía labrado una vida envidiablesin ayuda de nadie, les alegraba quehubiera encontrado a alguien conquien compartirla.

—A ver si lo adivino -dijoGwen-. Me jugaría cualquier cosa aque también es médico, profesor deuniversidad o algo por el estilo.

R.J. meneó la cabeza.—Yo no voy a intentar

adivinarlo. No tengo ni idea, Sam.Cuéntanos algo de él.

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Samantha hizo un ademánnegativo.

—Él mismo os lo contará.Vendrá a conoceros a la hora de lospostres.

Dana Carter resultó ser unhombre alto de cabellos blancos, uncorredor compulsivo de setentakilómetros por semana, tan delgadoque casi parecía desnutrido, con lapiel de color café y ojos juveniles.

—Estoy muy nervioso -lesconfesó-. Sam me advirtió que lareunión con su familia en Arkansas

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iba a ser fácil, pero que laverdadera prueba sería satisfacerosa vosotras dos.

Era el director de recursoshumanos de una compañía deseguros de vida, viudo, con una hijaya mayor que estudiaba en laUniversidad de Brandeis, y era tandivertido como afectuoso.

Las conquistó inmediatamente;era evidente que estaba lo bastanteenamorado como para satisfacerincluso a las amigas íntimas deSamantha.

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Cuando las dejó era ya mediatarde, y ellas se pasaron una horamás interesándose por los detallesde su historia -había nacido enBahamas pero se había criado enCleveland- y diciéndole a Samanthacuánta suerte tenía y lo«condenadamente afortunado» queera Dana.

Sam parecía muy feliz cuandolas acompañó por el centro médico,enseñándoles primero sudepartamento y luego el centro deurgencias dotado de helipuerto, la

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biblioteca con las más recientespublicaciones y los laboratorios yaulas de la facultad de medicina.

R.J. se preguntó si leenvidiaba a Samantha el éxitoprofesional.

Era fácil darse cuenta de quetodo lo que su amiga prometía deestudiante había llegado acumplirse; R.J. observó ladeferencia con que se dirigían aella en el centro médico, la maneraen que la escuchaban cuando decíaalgo y cómo se apresuraban a poner

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en práctica sus indicaciones.—Creo que deberíais venir a

trabajar aquí las dos. Es el únicogran centro médico del estado quecuenta con un departamento demedicina familiar -le explicó Sam aR.J.-. ¿Os imagináis trabajar lastres en el mismo edificio -añadió entono anhelante-, y vernos todos losdías? Estoy segura de que ningunade las dos tendría problemas paraencontrar un buen sitio aquí.

—Yo ya tengo un buen sitio -protestó R.J., con un asomo de

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brusquedad, quizá sintiéndosetratada con condescendencia,molesta porque todo el mundoparecía empeñado en que cambiarade vida.

—Oye -dijo Samantha-, ¿quétienes en las colinas que no puedastener aquí? Y no me vengas conesas historias del aire limpio y deformar parte de una comunidad.

Respiramos muy bien aquí, yyo soy tan activa en mi comunidadcomo tú en la tuya. Sois dosprofesionales de primera, y

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deberíais estar participando en lamedicina del futuro. En estehospital trabajamos en lavanguardia de la medicina. ¿Quépodéis hacer como médicas en unpueblo de las montañas que nopodáis hacer aquí?

Las otras dos le sonrieron,esperando a que se le acabara lacuerda. R.J. no se sentía con ganasde discutir.

—Me gusta practicar lamedicina allí donde estoy -respondió con calma.

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—Y yo noto que voy a sentirlo mismo -añadió Gwen.

—Os diré una cosa: tomaos eltiempo que necesitéis pararesponder a mi pregunta -dijoSamantha con altivez-. Si se osocurre una sola respuesta, la quesea, me mandáis una carta.

¿De acuerdo, doctora Cole?R.J. le sonrió.—Tendré mucho gusto en

complacerla, profesora Potter -respondió.

Lo primero que vio R.J.

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cuando entró en el camino deacceso a su casa, a la mañanasiguiente, fue un coche patrulla dela policía estatal de Massachusettsaparcado junto al garaje.

—¿Es usted la doctora Cole?—Sí. ¿Ocurre algo?—Buenos días, señora. Soy el

agente Burrows. No se alarme, peroanoche hubo algún problema.

El jefe McCourtney nos pidióque estuviéramos atentos a suregreso y que lo avisáramos porradio cuando usted llegara.

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Se inclinó hacia su automóvile hizo precisamente lo que habíadicho, llamar a Mack McCourtneypara anunciarle que la doctora Colehabía llegado a casa.

—¿Qué clase de problema?Poco después de las seis de la

tarde, Mack McCourtney habíapasado ante la casa vacía y habíavisto una camioneta azuldesconocida, una vieja Dodge,parada en el césped entre la casa yel cobertizo. Al ir a inspeccionar,le explicó el agente, encontró a tres

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hombres detrás de la casa.—¿Habían entrado?—No, señora. No tuvieron

ocasión de hacer nada; por lo visto,el jefe McCourtney pasó en elmomento justo. Pero en lacamioneta había una docena delatas llenas de queroseno, ymateriales con los que hubieranpodido fabricar un detonador deefecto retardado.

—¡Dios mío!R.J. tenía muchas preguntas, y

el agente de la policía estatal pocas

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respuestas.—McCourtney podrá

contestarle mejor que yo. Llegarádentro de un par de minutos, yentonces me marcharé.

De hecho, Mack llegó antes deque R.J. hubiera sacado la bolsa delcoche. Se sentaron en la cocina, y eljefe de policía le explicó que habíadetenido a los tres hombres y leshabía hecho pasar la noche en laminúscula celda, parecida a unamazmorra, que había en el sótanodel ayuntamiento.

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—¿Y siguen allí?—No, ya no, doctora. No pude

acusarlos de incendio premeditado:no habían sacado los materialesincendiarios de la camioneta, yellos alegaron que iban a quemarmaleza y que habían parado en sucasa para preguntar cómo se llega ala carretera de Shelburne Falls.

—¿Podría ser cierto?McCourtney suspiró.—Me temo que no. ¿Por qué

iban a dejar la camioneta sobre elcésped, fuera del camino, si sólo

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querían pedir indicaciones? Ytenían un permiso para quemarhierba, una burda coartada porqueera una autorización para quemarlaen Dalton, en el condado deBerkshire, y estaban muy lejos deesa población.

»He comprobado además quesus nombres figuran en la lista delfiscal general de activistas contra elaborto.

—Oh.El jefe de policía asintió.—Ya lo ve. La camioneta

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llevaba placas de matrícularobadas, y el propietario tuvo quecomparecer en el juzgado deGreenfield bajo esa acusación.Alguien se presentó inmediatamentecon el dinero de la fianza.

Mack tenía sus nombres ydirecciones, y le mostró a R.J. lasfotografías Polaroid que les habíatomado en su oficina.

—¿Reconoce a alguno?Quizás el obeso y barbudo era

uno de los que la habían seguidodesde Springfield.

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Quizá no.—No estoy segura.McCourtney, que de ordinario

era un policía apacible ycompletamente respetuoso de losderechos civiles de los ciudadanos,se había excedido en susatribuciones, confesó, «y eso podríacostarme el puesto si lo comentausted con alguien».

Cuando tenía a los detenidosen el calabozo, les advirtió contoda claridad que si ellos o algunode sus amigos volvían a molestar a

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la doctora Roberta J.Cole, él personalmente les

garantizaba unos huesos rotos yunas lisiaduras permanentes.

—Al menos los tuvimos todala noche en el calabozo. Es unacelda realmente asquerosa -concluyó con satisfacción. Luego,McCourtney se puso en pie, le diounas palmaditas en el hombro, untanto cohibido, y se marchó.

David regresó al día siguiente.Se saludaron de un modo algo

forzado, pero cuando ella le contó

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lo ocurrido, él se acercó y la rodeóentre sus brazos.

David quiso hablar conMcCourtney, así que acudieron a sudespacho en un cuartito del sótano.

—¿Cómo podemosprotegernos?

-le preguntó David.—¿Tiene pistola?—No.—Podría comprarse una. Le

ayudaré a conseguir la licencia.Estuvo usted en Vietnam,

¿verdad?

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—Era capellán.—Comprendo. -McCourtney

suspiró-. Procuraré tener vigiladasu casa, R.J.

—Gracias, Mack.—Pero cuando salgo de

patrulla he de cubrir un territoriomuy grande -añadió.

Al día siguiente, un electricistainstaló focos en todos los lados dela casa, con sensores térmicos queencendían las luces en cuanto unapersona o un automóvil seacercaban a menos de diez metros.

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R.J. llamó a una empresaespecializada en sistemas deseguridad, y un equipo de operariosse pasó todo un día instalandoalarmas que se dispararían si algúnintruso abría una puerta exterior, ydetectores de calor y demovimiento que activarían laalarma si a pesar de todo alguienconseguía introducirse en la casa.El sistema estaba diseñado paraavisar a la policía o a los bomberosen cuestión de segundos.

Poco más de una semana

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después de instalar todos losartilugios electrónicos, BarbaraEustis contrató a dos médicos condedicación completa cara la clínicade Springfield y pudo prescindir deR.J., que recobró sus jueves libres.

Al cabo de unos días, tantoDavid como ella prescindieron engran medida del sistema deseguridad. R.J. sabía que losactivistas ya no se interesarían porella; al enterarse de la llegada dedos médicos nuevos, pasarían aconcentrarse en ellos. Pero aunque

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volvía a ser libre, a veces no podíacreérselo.

Tenía una pesadilla recurrenteen la que David no había regresado,o tal vez se había marchado denuevo, y los tres hombres venían apor ella. Cada vez que despertabasobresaltada por este sueño, oporque la vieja casa crujía bajo elviento o gruñía como suelen hacerlas casas artríticas, extendía lamano hacia el cuadro de mandossituado junto a la cama y pulsaba elbotón que llenaba el foso

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electrónico y sacaba los dragones apatrullar. Y luego buscaba a tientasbajo las sábanas para ver sirealmente había sido un sueño.

Para ver si David aún estabaallí.

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51 - La contestación auna pregunta

Cuando R.J. escribió a los

directores de diversos hospitalespara informarles sobre lasoportunidades que ofrecía lapráctica de la medicina en lascolinas de Berkshire, puso derelieve la belleza de la campiña ylas posibilidades de caza y pesca.No esperaba un diluvio derespuestas, pero tampoco que su

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carta no obtuviera ningunacontestación.

Así pues se sintió complacidacuando por fin recibió una llamadatelefónica de cierto Peter Gerome,quien le explicó que habíarealizado una residencia enmedicina en el Centro Médico deNueva Inglaterra y otraespecializada en medicina familiaren el Centro Médico de laUniversidad de Massachusetts.

—En estos momentos estoytrabajando en un departamento de

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urgencias mientras busco un lugarpara instalarme en el campo.¿Podría venir a visitarla con miesposa?

—Vengan en cuanto puedan -contestó R.J.

Concertaron una fecha para lavisita y esa misma tarde le envió aldoctor Gerome las indicacionespara llegar a su consultorio,transmitiéndoselas por medio de suúltima concesión a la tecnología, unfax que le permitiría recibirmensajes e historiales clínicos de

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los hospitales y de otros médicos.La inminente visita la dejó

pensativa.—Sería mucho pedir que el

único que nos ha contestadoresultara satisfactorio -comentó conGwen, aunque de todos modosdeseaba que la visita fueseatractiva-. Por lo menos verá elpaisaje en su mejor época; las hojasya han empezado a cambiar decolor.

Pero, tal como a veces ocurreen otoño, el día anterior a la

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llegada de Peter Gerome y suesposa empezó a caer una lluviatorrencial sobre Nueva Inglaterra.

El aguacero tamborileó sobreel tejado de la casa durante toda lanoche, y a R.J. no le sorprendiódescubrir a la mañana siguiente quelos árboles habían perdido casitodo el vistoso follaje.

Los Gerome eran una parejasimpática. Peter Gerome era unjoven corpulento que hacía pensaren un osito de peluche, con cararedondeada, bondadosos ojos

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marrones tras unos gruesos cristalesy un cabello casi ceniciento queconstantemente le caía sobre el ojoderecho. Su esposa Estelle, a la quepresentó como Estie, era unaatractiva morena ligeramentegruesa, enfermera anestesistatitulada.

Tenía un carácter muyparecido al de su esposo, con unaactitud amable y sosegada que aR.J. le gustó desde el primermomento.

Los Gerome llegaron un

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jueves.R.J. los llevó a ver a Gwen y

luego los condujo por toda la parteoccidental del condado, conparadas en Greenfield yNorthampton para visitar loshospitales.

—¿Cómo ha ido? -le preguntóGwen por teléfono al terminar lajornada.

—No sé qué decirte. No esque dieran saltos de entusiasmo.

—Me parece que realmente noson de los que dan saltos -observó

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Gwen-. Son de los que piensan.En cualquier caso, lo que

habían visto les gustó lo suficientepara volver de nuevo, esta vez enuna visita de cuatro días. R.J.hubiera querido alojarlos en sucasa, pero el cuarto de los invitadosse había convertido en el estudio deDavid. Había partes del manuscritodispersas por toda la habitación, yél trabajaba febrilmente paraterminar el libro. Gwen todavía noestaba lo bastante instalada comopara recibir huéspedes, pero los

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Gerome encontraron sitio en unapensión de la calle Mayor, a dosmanzanas del consultorio de R.J., yésta y Gwen se conformaron coninvitarlos a cenar en casa todas lasnoches.

R.J. empezó a desear que semudaran a la región. Los dos teníanuna preparación y una experienciaejemplares, y formulaban preguntasprácticas y atinadas cuando sehablaba del grupo médico informal,semejante a una SMS, que Gwen yella querían establecer en las

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colinas.Los Gerome dedicaron los

cuatro días a moverse por elcondado, deteniéndose a hablar congente en ayuntamientos, comercios yestaciones de bomberos. La tardedel cuarto día era gélida y nublada,pero R.J. los llevó a pasear por elsendero del bosque, y Peter se fijóen el Catamount.

—Parece un buen río truchero-observó.

R.J. sonrió.—Es muy bueno.

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—¿Nos dará permiso parapescar cuando nos traslademos avivir aquí?

R.J. se sintió muy complacida.—Claro que sí.—Entonces no hay más que

hablar -dijo Estie Gerome.El cambio -más que el mero

cambio de estación- flotaba en elaire helado y plomizo. Toby aún nohabía llegado a los seis meses deembarazo, pero se disponía a dejarel consultorio de R.J. Pensabadedicar un mes a preparar las cosas

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para el bebé y ayudar a PeterGerome a encontrar y arreglar unlocal adecuado. Después pasaría aser directora comercial de laCooperativa Médica de las Colinasy repartiría su tiempo entre elconsultorio de R.J. y los de Peter yGwen, se encargaría de toda lafacturación, compraría los libros decuentas y llevaría las trescontabilidades distintas.

En cuanto a su función comorecepcionista, Toby recomendó a supropia sustituta, y R.J. la contrató

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sin dudarlo porque sabía que Tobytenía muy buen instinto para juzgara la gente. Mary Wilson habíaformado parte de la junta deplanificación municipal a la quetuvo que acudir R.J. para solicitarel permiso de obras cuando instalóel consultorio. Seguramente Marysería una recepcionista excelente,pero R.J. era consciente de queecharía de menos ver a Toby todoslos días. Para celebrar el nuevotrabajo de Toby, R.J. y Gwen lainvitaron a cenar en la hostería de

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Deerfield.Se reunieron en el restaurante

al terminar la jornada. Toby nopodía beber alcohol, debido alembarazo, pero las tres se pusieronrápidamente de buen humor sinnecesidad de vino, y brindaron conzumo de arándano por el nuevobebé y por el nuevo trabajo. R.J.sentía un profundo afecto por susdos amigas y se lo pasó muy bien.

Durante el viaje de regresohacia la montaña de Woodfieldempezó a llover. Cuando R.J. dejó

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a Toby en su casa estaba cayendoun fuerte aguacero, y siguióadelante con precaución, la miradafija en la carretera más allá de loslimpiaparabrisas.

Aunque iba concentrada en laconducción, al pasar ante la granjade Gregory Hinton se dio cuenta deque estaba encendida la luz delestablo y vislumbró una figurasentada en su interior.

La carretera estabaresbaladiza y en lugar de frenarredujo la velocidad. Cuando llegó a

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la pista de tierra que conducía alprado de los Hinton dio mediavuelta y volvió atrás. Gregoryestaba recibiendo un tratamientocombinado de radiación yquimioterapia, y había perdido elcabello y sufría otros efectossecundarios. No haría ningún dañodetenerse a saludarlo, pensó R.J.

Llevó el coche hasta la puertamisma del establo y echó a correrbajo la lluvia. Hinton se volvió aloír el ruido de la portezuela.

Estaba sentado en una silla

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plegable ante una de las casillas delestablo, vestido con un mono y unachaqueta de trabajo, la recientecalvicie oculta bajo una gorrapublicitaria de una marca deabonos.

—Menuda nochecita. Hola,Greg, ¿cómo se encuentra?

—R.J..., Bueno, ya sabe.-Meneó la cabeza-. Náuseas,

diarrea. Débil como un bebé.—Es la peor parte del

tratamiento. Se encontrará muchomejor cuando haya terminado. El

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caso es que no hay otra alternativa;tenemos que impedir que crezca eltumor, y reducirlo si es posible.

—Maldita enfermedad. -Leseñaló otra silla plegable conarmazón de metal que había en elinterior del establo-. ¿Se sienta unrato?

—Sí, me sentaré.Fue en busca de la silla. Nunca

había estado en aquel establo, quese extendía ante ella en la penumbracomo un hangar para aviones, conlas vacas a ambos lados en sus

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casillas individuales. Muy porencima, bajo la vasta techumbre,algo descendió en picado y volvió aremontarse con un aleteo, y GregHinton vio que dirigía la miradahacia allí.

—Es sólo un murciélago.Siempre se quedan en lo más alto.

—Menudo establo -comentóella.

Él asintió con la cabeza.—En realidad son dos

establos juntos. Esta parte es laoriginal.

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La parte de atrás era otroestablo, trasladado hasta aquí pormedio de bueyes hace cosa de cienaños. Siempre he pensado instalaresas modernas ordeñadorasmecánicas, pero nunca he llegado ahacerlo. Stacia y yo las ordeñamosa la antigua usanza, con las vacasuncidas a su pesebre para que no senos echen encima.

Cerró los ojos, y R.J. seaproximó y posó una mano sobre ladel hombre.

—¿Cree que algún día

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encontrarán un remedio para estamaldita enfermedad, R.J.?

—Creo que sí, Greg. Estáninvestigando remedios genéticospara muchas enfermedades, entreellas diversos tipos de cáncer.

Dentro de pocos años lascosas serán muy distintas. Va a serun mundo nuevo.

El granjero abrió los ojos ybuscó la mirada de R.J.

—¿Cuántos años?La gran vaca blanca y negra

que había en la casilla más cercana

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mugió de pronto, un sonido fuerte yquejumbroso que la sobresaltó.

¿Cuántos años? Hizo acopiode fuerzas para contestar.

—Oh, Greg, no lo sé. Puedeque cinco. Es sólo una suposición.

Gregory Hinton le dirigió unaamarga sombra de sonrisa.

—Bien, los que sean. Yo ya noestaré aquí para ver ese mundonuevo, ¿eh?

—No lo sé. Mucha gente quetiene esta misma enfermedad vivebastantes años. Lo importante es

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que crea usted, pero que lo crea deveras, que va a ser una de esaspersonas. Sé que es usted religioso,y no le haría ningún daño rezarmucho en estos momentos.

—¿Querrá hacerme un favor?—¿De qué se trata?—¿Rezará usted también por

mí, R.J.?«Te equivocas de número,

amigo», pensó, pero le dirigió unasonrisa.

—Bien, eso tampoco puedehacer ningún daño, ¿verdad? -dijo,

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y le prometió que lo haría.El animal que tenían delante

lanzó de pronto un gran mugido, quefue respondido por una vaca en elotro extremo del establo, y luegopor varias.

—Y a propósito, ¿qué estáhaciendo aquí, sentado a solas?

—Verá, esta vaca está a puntode parir un ternero, pero tieneproblemas -le explicó, alzando labarbilla hacia la res-. Es unanovilla, comprende, y no ha paridonunca.

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R.J. asintió. Una primípara.—Bien, el caso es que está a

punto, pero el ternero no quieresalir. He llamado a los dos únicosveterinarios de por aquí que aún seocupan de animales grandes. HalDominic está en cama con gripe, yLincoln Foster se encuentra en elcondado del sur ocupado en dos otres trabajos pendientes. Me hadicho que intentará llegar hacia lasonce.

La vaca mugió de nuevo y selevantó torpemente.

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—Tranquila, tranquila, “ZsaZsa”.

—¿Cuántas vacas tiene usted?—Ahora mismo, setenta y

siete.Cuarenta y una de ellas son

lecheras.—¿Y sabe cómo se llaman

todas?—Sólo las que están

registradas. Hay que poner unnombre en los papeles de registro,¿sabe?

Las que no lo están, llevan un

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número pintado en la piel y notienen nombre. Pero ésta es unaholstein y se llama “Zsa Zsa”.

La vaca volvió a agacharsemientras hablaban y se tendió sobreel costado derecho, con las patasextendidas hacia fuera.

—¡Mierda, mierda y mierda!Usted perdone -dijo Hinton-. Sólose echan así cuando ya van a parir.No aguantará hasta las once. Llevacinco horas intentando dar a luz.

»He invertido dinero en ella -añadió amargamente-. Una vaca

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registrada como ésta podría darunos cuarenta litros de leche pordía. Y el ternero habría valido lapena; pagué cien dólares sólo por elsemen de un toro especialmentebueno.

La vaca lanzó un gemido y seestremeció.

—¿No podemos hacer nadapor ella?

—No. Estoy demasiadoenfermo para ocuparme de esto, yStacia ha quedado completamenteagotada después de ordeñarlas

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todas. Ella tampoco es joven. Se hapasado un par de horas intentandoayudarla a parir y no ha podido, yha tenido que volver a casa paraacostarse.

La vaca mugió de dolor, selevantó y volvió a tenderse sobre elvientre.

—Déjeme echar un vistazo -dijo R.J. Se quitó la chaqueta decuero italiana y la colocó sobre unabala de paja-. ¿Me coceará?

—No es probable, tendidacomo está -respondió Hinton

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secamente.R.J. se acercó a la vaca y se

puso en cuclillas tras el animal,sobre el serrín. Era una extrañavisión, un ano estercolado como ungran ojo redondo sobre la enormevulva bovina, en la que podía verseun casco patético y un fláccidoobjeto rojo que colgaba a un lado.

—¿Qué es eso?—La lengua del ternero. La

cabeza está justo debajo, fuera de lavista. No sé por qué, pero losterneros con frecuencia nacen

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sacando la lengua.—¿Qué le impide salir?—En un parto normal, el

ternero nacería con las dos pataspor delante y luego la cabeza, comoun nadador cuando se lanza al agua.

Éste tiene la pata izquierda enla posición adecuada, pero laderecha está doblada en el vientrede la vaca. El veterinario empujaríala cabeza hacia el interior de lavagina, y metería la mano dentropara averiguar qué anda mal.

—¿Por qué no lo intento?

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Hinton sacudió la cabeza.—Hay que hacer bastante

fuerza.R.J. vio cómo se estremecía el

animal.—Bueno, por lo menos puedo

intentarlo. Todavía no he perdidoninguna vaca -bromeó, aunque fueen vano: el granjero ni siquierasonrió-. ¿Utiliza algún lubricante?

Él la contempló con expresióndubitativa y meneó la cabeza.

—No. Sólo tiene que lavarsetodo el brazo y dejar mucho jabón -

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respondió, y la condujo alfregadero.

R.J. se arremangó los dosbrazos hasta el hombro y se loslavó bajo el chorro de agua fría,utilizando la gruesa pastilla dejabón para la ropa que había en lapila.

Después volvió a situarse trasla grupa del animal.

—Quieta, “Zsa Zsa” -le dijo, yse sintió un poco ridícula porhablarle de aquel modo a untrasero. Cuando introdujo los dedos

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y luego la mano en la cálidahumedad del espacio interno, lavaca extendió la cola, recta y rígidacomo un atizador.

La cabeza del ternero estabajusto bajo la superficie, en efecto,pero parecía inamovible. Se volvióhacia Greg y descubrió que, pese asu interés, su mirada encerraba unclaro mensaje de «ya se lo habíadicho», así que R.J. respiró hondo yapretó con todas sus fuerzas, comosi tratara de sumergir la cabeza deun nadador bajo un agua casi

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sólida. Poco a poco, la cabezaempezó a retroceder. Cuando hubositio suficiente, hundió la manohasta la muñeca en la vagina de lavaca, y luego hasta la mitad delantebrazo, y sus dedos hallaron otracosa.

—Estoy tocando... creo que esla rodilla del ternero.

—Muy posiblemente. Mire aver si puede llegar más adentro ytirar del casco hacia arriba -leindicó Hinton, y R.J. lo intentó.

Siguió introduciendo el brazo

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con esfuerzo, pero de súbito notóuna especie de ondulación cósmicatan innegable como un pequeñoterremoto, y luego una fuerzapoderosa que lanzó un “tsunami” demúsculo y tejido contra su mano yantebrazo y los obligó a ascenderhasta expulsarlos como una semillaescupida con tanto vigor que todaella cayó hacia atrás.

—¿Qué diablos...? -masculló,pero no necesitaba a Greg parasaber que era un tipo de contracciónvaginal que nunca había conocido

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hasta entonces.Se tomó el tiempo necesario

para enjabonarse de nuevo el brazo.De vuelta junto a la vaca,

estuvo observando durante unosminutos hasta comprender a qué seenfrentaba. Las contracciones sepresentaban al ritmo de una porminuto y duraban unos cuarenta ycinco segundos, de manera que sólole quedaba un margen de quincesegundos para actuar. En cuantoadvirtió que una contracciónempezaba a aflojar, hundió otra vez

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el brazo en la tensa abertura quetenía delante; más allá de la rodilla,a lo largo de la pata delantera.

—Noto un hueso, el huesopélvico -le anunció a Greg. Y luegoañadió-: Ya tengo el casco, peroestá atrapado bajo el hueso pélvico.

La cola rígida osciló, quizás acausa del dolor, y la golpeó enplena boca. R.J. escupió, aferró lacola con la mano izquierda y lasujetó. Entonces notó nuevasondulaciones, y tuvo el tiempo justopara aferrar el casco y retenerlo

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mientras una prensa vaginal leoprimía el brazo desde las puntasde los dedos hasta el hombro. Alcabo de un instante desapareció elpeligro de que el brazo fueseexpulsado, porque la presión que loenvolvía era demasiado intensa. Lafuerza de la contracción le aplastóla parte delantera de la muñecacontra el hueso pélvico del ternero.El dolor le hizo dar una boqueada,pero enseguida se le entumeció elbrazo y perdió la sensibilidad, yR.J. cerró los ojos y apoyó la frente

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en “Zsa Zsa”.Tenía el brazo cautivo hasta el

hombro; se había convertido en unaprisionera, unida indisolublementea la vaca. R.J. se sintió desfallecery tuvo una fantasía repentina, laterrible certidumbre de que “ZsaZsa” iba a morir y de que tendríanque cortar el cadáver de la vacapara liberarle el brazo.

No oyó entrar a Stacia Hintonen el establo, pero captó el desafíoirritable de la mujer: «¿Qué se creeesta chica que está haciendo?«, y un

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murmullo casi inaudible cuandoGreg Hinton le respondió.

R.J. olía a estiércol, el olorinterno de la vaca y el hedor animalde su propio sudor y de su miedo.Pero al fin cesó la contracción.

R.J. había ayudado a nacer asuficientes bebés para saber quédebía hacer a continuación, y retiróla mano entumecida hasta la rodilladel ternero para empujarla haciaadentro. Luego pudo introducirlahasta más allá, hacia adentro yhacia abajo.

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Cuando localizó el casco denuevo, tuvo que combatir unarrebato de pánico que la inducía aapresurar las cosas, porque noquería tener el brazo en la vaginacuando llegara la siguientecontracción.

Pero aun así siguió trabajandodespacio. Cogió el casco, lo hizoascender por la vagina y finalmentelo sacó fuera, junto al otro, donde lecorrespondía estar.

—¡Bravo! -exclamó GregHinton lleno de alegría.

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—¡Buena chica! -gritó Stacia.A la siguiente contracción

apareció la cabeza del ternero.«Hola, amiguito», le dijo R.J.

para sus adentros, muy complacida.Pero sólo pudieron sacar las patasdelanteras y la cabeza del reciénnacido. El ternero estaba atascadoen la vaca como un corcho en unabotella.

—Si tuviéramos un sacador...-dijo Stacia Hinton.—¿Qué es eso?—Es una especie de torno -le

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explicó Greg.—Átele las dos patas juntas.-R.J. se dirigió al Explorer,

desprendió el gancho del tornoeléctrico y fue desenrollando cablehasta el interior del establo.

El ternero salió muyfácilmente; «un buen argumento enfavor de la tecnología», pensó R.J.

—Es un macho -observó Greg.R.J. se sentó en el suelo y miró

cómo Stacia enjugaba lasmucosidades, residuos de la bolsaamniótica, del morro del ternero.

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Lo pusieron delante de lavaca, pero “Zsa Zsa” estabaexhausta y apenas se movió. Gregempezó a frotar el pecho del reciénnacido con manojos de paja seca.

—Esto estimula elfuncionamiento de los pulmones;por eso la vaca siempre les da unabuena lamida con la lengua. Pero lamamá de este pequeñín está tancansada que es incapaz de lamer unsello.

—¿Se pondrá bien? -quisosaber R.J.

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—Ya lo creo -respondióStacia-. Dentro de un rato le pondréun buen cubo de agua caliente. Esole ayudará a sacar la placenta.

R.J. se puso en pie y fue alfregadero. Se lavó las manos y lacara, pero enseguida comprendióque allí no podría limpiarse.

—Tiene un poco de... deestiércol en el cabello -señaló Gregcon delicadeza.

—No lo toque -le recomendóStacia-. Sólo conseguiríaesparcirlo.

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R.J. recogió el cable del tornoy, sosteniendo la chaqueta de cuerocon el brazo extendido, la depositóen el asiento de atrás del coche, lomás lejos posible de ella.

—Buenas noches.Apenas oyó sus expresiones de

gratitud. Puso el motor en marcha yregresó a su casa, procurando tocarla tapicería del coche lo menosposible.

Cuando llegó a la cocina sequitó la blusa. Las mangas sehabían desenrollado y la pechera

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también estaba sucia; R.J. identificóa primera vista sangre,mucosidades, jabón, estiércol ydiversos fluidos del nacimiento.Con un escalofrío de repugnancia,hizo una bola con la blusa y la tiróal cubo de la basura.

Permaneció un buen rato bajola ducha caliente, dándose masajeen el brazo y haciendo un granconsumo de jabón y champú.

Al salir se lavó los dientes, ydespués se puso el pijama sinencender la luz.

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—¿Qué ocurre? -preguntóDavid.

—Nada -le respondió, y élsiguió durmiendo.

Ella también pensabaacostarse a dormir, pero en vez deeso volvió a bajar a la cocina ypuso agua al fuego para hacerse uncafé. Tenía el brazo magullado ydolorido, pero dobló los dedos y lamuñeca y comprobó que no habíanada roto. A continuación cogiópapel y pluma de su escritorio y sesentó ante la mesa para escribir.

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Había decidido enviarle unacarta a Samantha Potter.

Querida Sam:Me pediste que te escribiera si

se me ocurría alguna cosa que unamédica pudiera hacer en el campo yque no pudiera hacer en un centromédico.

Esta noche se me ha ocurridouna cosa: puedes meter el brazodentro de una vaca.

Atentamente, R.J.

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52 - La tarjeta devisita

Una mañana R.J. recordó con

desagrado que se aproximaba lafecha en que debería renovar sulicencia para ejercer la medicina enel estado de Massachusetts, y queno estaba en condiciones dehacerlo. La licencia estatal teníaque renovarse cada dos años y,para proteger a los pacientes, la leyexigía a todo médico que solicitara

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la renovación, pruebasdocumentales de haber realizado unmínimo de cien horas de educaciónmédica continuada.

El sistema pretendía actualizarlos conocimientos médicos,perfeccionar constantemente lashabilidades, y evitar que losdoctores descendieran a un nivelinaceptable.

R.J., que aprobaba sinreservas el concepto de laeducación continuada, se dio cuentade que a lo largo de casi dos años

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sólo había acumulado ochenta y unpuntos.

Atareada con elestablecimiento de su nuevoconsultorio y el trabajo en la clínicade Springfield, había descuidado suprograma formativo.

Los hospitales locales ofrecíana menudo conferencias y seminariosque valían unos pocos puntos, perono le quedaba tiempo suficientepara llegar al mínimo por esta vía.

—Tienes que asistir a un grancongreso profesional le sugirió

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Gwen-. Yo también me encuentroen la misma situación.

Así que R.J. empezó a estudiarlos anuncios de congresos queaparecían en las revistas demedicina y descubrió que iba acelebrarse un simposio sobre elcáncer, de tres días de duración,dirigido a médicos de asistenciaprimaria.

El simposio, patrocinadoconjuntamente por la SociedadNorteamericana contra el Cáncer yel Consejo Norteamericano de

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Medicina Interna, se celebraría enel Hotel Plaza de Nueva York yofrecía veintiocho puntos deeducación médica continuada.

Peter Gerome aceptó acudircon Estie y alojarse en casa de R.J.durante su ausencia, para sustituirlaante los pacientes.

Aunque Peter había solicitadoprivilegios de hospital, todavía nose le habían concedido, y R.J.

se arregló con un internista deGreenfield para que admitiera acualquier paciente que necesitara

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ser hospitalizado.David estaba escribiendo el

penúltimo capítulo de su libro, y losdos estuvieron de acuerdo en queno podía interrumpir el trabajo. Asíque viajó ella sola a Nueva York,conduciendo bajo el pálido sol deprincipios de noviembre.

R.J. descubrió que, aunque sehabía alegrado de abandonar laspresiones de la gran ciudad almarcharse de Boston, en aquellosmomentos se sentía dispuesta asumergirse en ellas.

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Después de la soledad y elsilencio del campo, Nueva York sele antojó un colosal hormiguerohumano, y la interacción de todaaquella gente le resultó unverdadero estimulante.

Conducir por Manhattan, sinembargo, no era ningún placer, y sesintió aliviada cuando dejó el cocheen manos del portero del hotel; aunasí, se alegraba de estar allí.

Su habitación, pequeña peroconfortable, se hallaba en la novenaplanta. R.J. echó un sueñecito y

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despertó con el tiempo justo paraducharse y vestirse. La inscripciónde los participantes se combinabacon una fiesta de bienvenida, en laque tomó una cerveza y se sirvióávidamente del copioso bufé.

No vio a ningún conocido.Había muchas parejas.

Durante la recepción, unmédico al que la tarjeta de lasolapa identificaba como el doctorRobert Starbuck, de Detroit, trabóconversación con ella.

—¿Y en qué parte de

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Massachusetts queda Woodfield? -le preguntó, con la mirada puesta ensu tarjeta de identificación.

—Justo al lado del caminoMohawk.

—Ah. Viejas montañas,onduladas y encantadoras. ¿Se pasael tiempo yendo de un lado a otro,contemplando el paisaje?

Ella sonrió.—No. Me limito a admirarlo

cuando salgo a hacer una visita adomicilio.

Esto hizo que la observara con

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interés.—¿Hace visitas a domicilio?El doctor Starbuck tenía el

plato vacío y se dirigió a la mesadel bufé, pero no tardó en regresar.Era un hombre moderadamenteatractivo, pero resultaba tanevidente que buscaba algo más queconversación, que a R.J. le resultófácil dejarlo con los platos sucioscuando terminó de comer.

Bajó al vestíbulo en ascensory salió a la calle, a la ciudad deNueva York. Central Park no era un

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lugar adecuado para visitarlo denoche, ni tampoco le tentabaespecialmente; ya tenía hierba yárboles en casa. Descendiólentamente por la Quinta Avenida,deteniéndose ante casi todos losescaparates y examinando algunosdurante un buen rato, observandocon interés la abundancia ysuntuosidad de ropas, equipajes,calzados, joyas y libros.

Recorrió media docena demanzanas, cruzó la calle y dio lavuelta por la otra acera hasta llegar

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al hotel. Una vez allí subió a suhabitación y se acostó temprano,como siempre había hecho en suépoca de estudiante. Casi podía oírla voz de Charlie Harrisdiciéndole: «Hay que estar por lalabor, R.J.»

Era un buen simposio,organizado de manera que resultaraintensivo y provechoso; cadamañana se servía el desayunodurante la primera sesión, y habíaconferencias durante el almuerzo yla cena.

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R.J. se lo tomó muy en serio.No faltaba a ninguna sesión, tomabanotas minuciosas y compraba lasgrabaciones magnetofónicas de lasconferencias que le interesaban enparticular. Una vez, mientras seguíauna muy interesante, acompañadade diapositivas, sobre laidentificación de neoplasmas, eldoctor Robert Starbuck de Detroitse sentó a su lado e intentó hablarcon ella, pero R.J. le dirigió unasonrisa cortés y concentró toda suatención en el conferenciante.

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Cuando por la tarde se cruzócon él en el pasillo, ni siquiera lasaludó.

Las veladas se reservabanpara el entretenimiento, con variasposibilidades de elección. Laprimera noche asistió a unarepresentación de “Show Boat” conla que se divirtió mucho, y lasegunda vio con gran placer alDance Theatre de Harlem.

A la tercera mañana ya habíaacumulado suficientes puntos paraobtener la renovación de la

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licencia, y como sólo le interesabanlas primeras conferencias del díadecidió ausentarse del simposiopara hacer algunas compras antesde abandonar la ciudad de NuevaYork.

Mientras subía a su habitaciónpara hacer el equipaje, se le ocurrióuna idea mejor.

La recepcionista era una mujerabiertamente jovial, de edad másque madura.

—Por supuesto -respondió a lapregunta de si tenía un mapa de

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carreteras de la región de NuevaYork.

—¿Podría indicarme cómopuedo ir en coche a West Babylon,en Long Island?

—Si me concede unosinstantes... -La mujer consultó elmapa y enseguida señaló la ruta convigorosos trazos de rotulador.

R.J. se detuvo en la primeraestación de servicio que encontró alsalir de la autopista y preguntó elcamino para ir al cementerio BethMoses.

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Al llegar fue siguiendo el murodel cementerio hasta que dio con laentrada. Nada más cruzar la cancelavio el edificio de administración;aparcó el coche y entró parasolicitar información. En el interior,un hombre que debía de teneraproximadamente su misma edad,vestido con un traje azul y uncasquete blanco sobre la escasacabellera rubia, estaba sentado trasun mostrador firmando papeles.

—Buenos días -la saludó sinlevantar la mirada.

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—Buenos días. Necesitaríaque me ayudara a encontrar unatumba.

El hombre asintió.—¿Nombre del difunto?—Markus. Sarah Markus.Hizo girar la silla hacia el

ordenador que tenía a sus espaldasy tecleó el nombre.

—Tenemos seis con esenombre.

¿La segunda inicial?—Ninguna. Pero es Markus

con «k», no con «c».

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—Hay dos con «K». ¿Teníasesenta y siete años o diecisiete?

—Diecisiete -respondió R.J.con un hilo de voz, y el hombre hizoun gesto afirmativo.

—Hay tantos muertos... -observó en tono de disculpa.

—Tienen ustedes uncementerio muy grande.

—Treinta hectáreas. -Cogióuna hoja de papel con el planogeneral del cementerio y señaló elcamino con su pluma-. Al salir deeste edificio, siga doce secciones

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hacia delante y entonces gire a laderecha. Ocho secciones más allá,gire a la izquierda. La tumba queusted busca está hacia la mitad dela segunda hilera. Si se pierde,vuelva aquí y la acompañaré yomismo... Sí -añadió, tras mirar desoslayo la pantalla para confirmarla ubicación.

»Lo tenemos todo en elordenador -prosiguió con orgullo-.

Absolutamente todo. Aquífigura que el mes pasado hubo unadedicación en esa tumba.

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—¿Una dedicación?—Sí, cuando se descubre la

lápida sepulcral.—Ah. -Le dio las gracias y

salió, sin olvidar el plano.R.J. echó a andar lentamente

por la estrecha calle de ásperapiedra pulverizada. Desde el otrolado del muro llegaban ruidos decoches, rugidos de una motocicleta,chirridos de frenos, sonidosestrepitosos de cláxones.

Fue contando las secciones.La madre de R.J. estaba

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enterrada en un cementerio deCambridge con espacios de céspedentre las lápidas. Aquí las tumbasestaban terriblemente juntas, pensó.Había muchos muertos, en verdad;personas que habían dejado unaciudad para entrar en otra.

Once... Doce.Dobló a la derecha y dejó

atrás ocho secciones.Ya debía de estar cerca.Una sección más allá había un

grupo de gente sentada en sillasjunto a una fosa abierta. Cuando un

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hombre tocado con casqueteterminó de hablar, los miembros dela comitiva fúnebre se pusieron enfila para arrojar una palada detierra a la tumba.

R.J. se dirigió a la segundahilera de su sección, procurandopasar desapercibida. Ahora mirabalas lápidas individuales, no lassecciones. Emanuel Rubin. LesterRogovin.

Muchas lápidas teníanpiedrecitas encima, como tarjetasque señalaban las visitas de los

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vivos.Algunas estaban adornadas

con flores o arbustos.Una de ellas se hallaba casi

oculta por un tejo demasiadocrecido, y R.J. apartó las ramaspara leer el nombre: LeahSchwartz.

No había piedras en memoriade Leah Schwartz.

Pasó por la parcela de lafamilia Gutkind, una familianumerosa, y a continuación vio unalápida doble con dos hermosos

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retratos resistentes a la intemperie,de un joven y una joven: DmitriLevnikov, 1970-1992, y BasyaLevnikov, 1973-1992. ¿Marido ymujer?

¿Hermano y hermana? ¿Habíanmuerto juntos? ¿En un accidenteautomovilístico, en un incendio? Elretrato en la tumba debía de ser unacostumbre rusa, pensó, y losseñalaba como refugiados. Quétriste recorrer toda aquelladistancia, cruzar la barrera delsonido de las culturas, para llegar a

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aquello.Kirschner. Rosten. Eidelberg.Markus.Markus, Natalie J., 19521985.

“Esposa adorada, madre querida”.Era una lápida doble, una mitadgrabada, la otra en blanco.

Y al lado: Markus, Sarah,1977-1994. “Nuestra amada hija”.

Una sencilla lápida cuadradade granito, como la de Natalie, peroimpoluta, inconfundiblementenueva.

Sobre cada lápida, una

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pequeña piedra «tarjeta de visita».Fue la piedrecita que había sobre elmonumento de Sarah la que dejóparalizada a R.J.: un fragmento depizarra rojiza con la forma de uncorazón irregular y la clara huelladel cuerpo ovalado de un trilobitesque había vivido muchos millonesde años atrás.

No les dijo nada a Natalie ni aSarah; no creía que pudieran oírla.Recordó haber leído en algún lugar,seguramente en una clase de launiversidad, que uno de los

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filósofos cristianos -tal vez santoTomás de Aquino- había expresadosus dudas respecto a que losmuertos tuvieran conocimiento delos asuntos de los vivos. Pero aunasí, ¿qué podía saber santo Tomás?

¿Qué sabía santo Tomás,David Markus o cualquierpresuntuoso ser humano? A R.J. sele ocurrió que Sarah la habíaquerido; quizás en cierto modohabía magia en aquella piedracorazón, un magnetismo que lahabía atraído hasta allí y le había

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hecho darse cuenta de lo que teníaque hacer.

R.J. recogió dos guijarros delsuelo y colocó uno sobre la lápidade Natalie y el otro sobre la deSarah.

Cuando terminó el entierro quese estaba celebrando al lado, lacomitiva empezó a dispersarse ymuchos asistentes al acto, al pasarjunto a R.J., apartaron la mirada dela perturbadora aunque habitualimagen de una mujer destrozadaante una tumba. No podían saber

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que estaba llorando tanto por losvivos como por los muertos.

A la mañana siguiente, sentadaen la cocina de su casa y con losojos secos de lágrimas, le dijo aDavid que era hora de poner fin asu relación.

Que nunca funcionaría.—Me dijiste que te habías

marchado a buscar documentaciónpara el libro, pero no era cierto.

Fuiste a descubrir la lápida detu hija. Y sin embargo, cuando tepedí que me llevaras allí, te

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negaste.—Necesito tiempo, R.J.—No creo que el tiempo

arregle nada, David -objetósuavemente-.

—Incluso las personas quellevan mucho tiempo casadas, amenudo se divorcian tras la muertede un hijo. Yo podría afrontar tualcoholismo y el miedo a que algúndía desaparezcas, pero en lo másíntimo me consideras culpable de lamuerte de Sarah. Creo que siempreme echarás la culpa, y eso no puedo

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afrontarlo.David estaba muy pálido. No

negó nada.—Estábamos muy bien juntos.—Si no hubiera sucedido...—Pero sucedió.Él aceptaba que era cierto lo

que le decía R.J., pero en cambio seresistía a aceptar su consecuenciainevitable.

—Creía que me querías.—Te quería, te querré siempre

y deseo que seas feliz. Pero hehecho un descubrimiento: me quiero

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más a mí misma.Aquella tarde, R.J. salió tarde

del consultorio. Cuando llegó acasa, David le anunció que habíadecidido irse a Colorado paraunirse al grupo de Joe Fallon.

—Me llevaré el separador demiel y un par de las mejorescolmenas, y dejaré las abejas en lamontaña. He pensado que podríavaciar las demás colmenas yguardarlas en tu cobertizo.

—No. Será mejor que lasvendas -replicó ella con firmeza.

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David comprendió lo que leestaba diciendo, lo irrevocable desu decisión. Se miraron a los ojos yél asintió.

—No podré irme hasta dentrode unos diez días. Quiero terminarel libro y enviarlo a la editorial.

—Me parece razonable.“Agunah” pasó junto a ellos y

dirigió a R.J. una fría mirada.—David, me gustaría que me

hicieras un favor.—Tú dirás.—Esta vez, cuando te vayas,

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llévate la gata.Las horas fueron pasando muy

lentamente a partir de entonces, ylos dos procuraban esquivarse.

Cuando sólo habíantranscurrido dos días desde esaconversación -aunque a R.J. leparecía que había pasado mástiempo- recibió una llamada de supadre, quien le preguntó por David,y ella le contestó que habíandecidido separarse.

—Ah. ¿Estás bien, R.J.?—Sí, estoy bien.

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—Te quiero.—Yo también te quiero.—Te llamaba por lo siguiente:

¿qué te parecería venir a pasar elDía de Acción de Graciasconmigo?

De pronto R.J. sintió unenorme deseo de verlo, de hablarcon él, de recibir su consuelo.

—¿Y si voy un poco antes? ¿Ysi voy enseguida?

—¿Puedes arreglarlo?—Bueno, lo voy a intentar.Cuando le preguntó a Peter

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Gerome si podía volver a sustituirladurante un par de semanas, éstereaccionó con sorpresa, peroaceptó de buena gana.

—Me gusta mucho trabajar enlas colinas -respondió.

R.J. telefoneó a continuación ala compañía aérea y luego llamó asu padre y le anunció que al díasiguiente volaría hacia Florida.

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53 - Sol y sombras

Se le alegró el corazón al

vislumbrar a su padre, pero lepreocupó el aspecto que ofrecía;daba la impresión de haberseencogido, y R.J. advirtió que estabamucho más viejo desde su últimoencuentro. Sin embargo su estadode ánimo seguía siendo excelente, yparecía muy contento de verla.Empezaron a discutir casiinmediatamente, pero sin

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acalorarse; ella quería que un mozollevara el equipaje porque sabíaque su padre insistiría en cargar conalgo.

—Pero si es absurdo, R.J.Yo llevaré la maleta y tú

puedes cargar con la bolsa de laropa.

Ella renunció a su idea y ledejó salirse con la suya, con unasonrisa en los labios. Nada mássalir del edificio del aeropuerto,R.J. parpadeó bajo un soldeslumbrante y quedó aturdida al

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recibir la bofetada húmeda del airetropical.

—¿A qué temperatura estamos,papá?

—A más de treinta grados -respondió orgullosamente, como siel calor fuese una recompensapersonal por la calidad de suenseñanza.

Salió del aeropuerto y condujohacia la ciudad como si conocieramuy bien el camino; siempre habíasido un conductor confiado. R.J.vislumbró veleros en aquel mar de

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película y echó de menos elfamiliar hálito frío de sus bosques.

Su padre vivía en un edificioque pertenecía a la universidad, enun apartamento impersonal de doshabitaciones que apenas habíaintentado hacer suyo. En la sala deestar colgaban dos óleos con temasde Boston: uno era de la plazaHarvard en invierno, y el otrorepresentaba una escena de laregata en el río Charles, con lostensos remeros de la Universidadde Boston congelados en un

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esfuerzo explosivo por hacer volarsu raudo esquife fuera del lienzo,mientras los edificios del InstitutoTecnológico de Massachusetts eransólo una vaga referencia en la orillaopuesta. Aparte de los cuadros y deunos cuantos libros, el apartamentoera de una pulcritud militar, sobriocomo la celda ampliada de unmoderno monje intelectual.

Sobre la mesa del cuarto delos invitados, que su padre utilizabacomo despacho, estaba el estuchede cristal con el escalpelo de Rob

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J.En el dormitorio había una

fotografía de R.J. junto a un retratoen sepia de su madre, una jovensonriente que, enfundada en unanticuado traje de baño de una solapieza, entornaba los párpados bajoel sol en una playa de Cape Cod.Sobre la otra cómoda se veía lafoto de una mujer que R.J. noreconoció.

—¿Quién es, papá?—Una amiga mía. Le he

pedido que venga a cenar con

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nosotros, si no estás demasiadocansada.

—En cuanto me dé una buenaducha, me quedaré como nueva.

—Creo que te caerá bien -pronosticó.

Era evidente, después de todo,que su padre no era ningún monje.

Había reservado mesa en unamarisquería desde la que podríancontemplar, mientras cenaban, lasembarcaciones que iban y veníanpor un canal. El rostro de lafotografía pertenecía a una mujer

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bien vestida llamada Susan Dolby.Estaba metida en carnes, pero noera obesa, y tenía cierto aireatlético. Llevaba el cabello cortadoen un ceñido casco gris, y las uñascortas y resplandecientes deesmalte incoloro. Tenía la caraatezada, con arrugas de reír en lascomisuras de unos ojosalmendrados, de un marrónverdoso. R.J. hubiera apostadocualquier cosa a que jugaba al golfo al tenis.

También era médica, una

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médica internista con un consultorioparticular en Fort Lauderdale.

Tomaron asiento y se pusierona hablar de política médica.

Mientras los altavoces delrestaurante emitían “AdesteFidelis” -con demasiadaanticipación, coincidieron los tres-,los últimos reflejos del sol teñían elagua, y los veleros cruzaban anteellos como cisnes carísimos.

—Háblame de tu trabajo -lepidió Susan.

R.J. les habló del pueblo y de

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su gente. Charlaron sobre la gripeen Massachusetts y Florida ycompararon sus casosproblemáticos: una conversaciónprofesional, una conversación demédicos. Susan le contó que no sehabía movido de Lauderdale desdeque terminó su internado en elCentro Médico Michael Riis, enChicago. Había estudiado en lafacultad de medicina de laUniversidad de Michigan.

R.J. se sintió atraída por sucarácter abierto y su simpatía

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espontánea.Justo cuando les servían las

gambas de la cena, sonó el busca deSusan.

—¡Vaya! -exclamó. Trasdisculparse, se fue a localizar unteléfono.

—Bueno, ¿qué te parece? -lepreguntó a R.J. su padre al cabo deunos instantes, y ella se dio cuentade que aquella mujer era importantepara él.

—Tenías razón. Me cae muybien.

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—Me alegro.Hacía tres años que eran

amigos, le explicó. Se habíanconocido a raíz de un viaje que ellahabía realizado a Boston paraasistir a una conferencia en lafacultad de medicina.

—Desde entonces seguimosviéndonos ocasionalmente, a vecesen Miami, a veces en Boston. Perono podíamos estar junto, tan amenudo como habríamos querido,porque los dos tenemos muchasobligaciones. Así que antes de

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retirarme a Boston me puse al hablacon unos colegas de la universidadde aquí y tuve la suerte de recibiruna oferta.

—O sea que se trata de unarelación seria.

Él le sonrió.—Sí, nos la estamos

planteando muy en serio.—Me alegro mucho por ti,

papá -dijo R.J., y le cogió lasmanos.

Por un momento sólo fueconsciente de que sus dedos estaban

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aún más retorcidos por la artritis,pero enseguida advirtió una pérdidagradual de energía mientras ella seinclinaba sonriente hacia él.

Susan regresó a la mesa.—Menos mal que he podido

solucionarlo por teléfono -comentó.—¿Estás bien, papá?Su padre estaba pálido, pero

la miró con ojos muy vivos.—Sí. ¿Por qué no habría de

estarlo?—Ocurre algo -afirmó R.J.Susan Dolby la contempló

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intrigada.—¿Qué quieres decir?—Creo que va a sufrir un

ataque cardíaco.—Robert -se dirigió a él con

voz firme-, ¿notas dolores en elpecho, dificultades para respirar?

—No.—Veo que no estás sudando.¿Sientes dolores musculares?—No.—Bueno, dime una cosa: ¿es

alguna broma de familia?R.J. percibió un hundimiento,

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el descenso de un barómetrointerno.

—¿Dónde está el hospital máscercano?

Su padre la observaba coninterés.

—Creo que debemos hacerlecaso a R.J., Susan -opinó.

Susan, desconcertada, asintiócon la cabeza.

—El Centro Médico Cedarsestá a pocos minutos de aquí. Elrestaurante dispone de una silla deruedas. Podemos llamar a urgencias

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desde el teléfono de mi coche.Tardaremos menos en llegar

que si esperamos a la ambulancia.Su padre empezó a jadear con

los primeros dolores en el momentomismo en que entraban en el caminode acceso al centro médico. Habíaenfermeras y un médico residenteesperando ante la puerta con unacamilla y oxígeno. Le administraronuna inyección de estreptoquinasa, lollevaron rápidamente a una sala deobservación y le pusieron elelectrocardiógrafo portátil.

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R.J. se mantuvo a un lado.Escuchaba con enorme

atención, sin apartar los ojos de laescena, pero comprobó que eranbuenos profesionales y decidiódejarlos actuar a su aire. SusanDolby estaba al lado de su padre,sosteniéndole la mano. R.J. era unaespectadora.

Hacía rato que habíaoscurecido. Su padre reposabacómodamente bajo una tienda deoxígeno en la unidad de cuidadosintensivos, conectado a los

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monitores. La cafetería del hospitalestaba cerrada, así que R.J. y Susanfueron a un pequeño restaurantecercano y comieron sopa defréjoles negros y pan cubano.

Después regresaron al hospitaly se sentaron a solas en unapequeña sala de espera.

—Creo que se estárecuperando muy bien -comentóSusan-. Le administraron losanticoagulantes muy deprisa, unmillón y medio de unidades deestreptoquinasa, aspirina, cinco mil

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unidades de heparina...Hemos estado de suerte.—Gracias a Dios.—Y ahora, dime una cosa:

¿cómo lo sabías?R.J. se lo explicó de la manera

más escueta y objetiva posible.Susan Dolby sacudió la

cabeza.—Si no lo hubiera visto con

mis propios ojos, diría que sonimaginaciones tuyas.

—Mi padre lo llama el Don.Algunas veces me ha parecido

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una carga, pero estoy aprendiendo aasumirlo, a utilizarlo. Hoy loconsidero una bendición -prosiguióR.J. Luego, tras una vacilación,añadió-: Como comprenderás, no locomento nunca con otros médicos.

Te agradecería que no...—Por supuesto que no. ¿Quién

iba a creerme? Pero ¿por qué mehas contado la verdad? ¿No te hassentido tentada a inventarte algo?

R.J. se inclinó hacia ella ybesó su bronceada mejilla.

—Sabía que quedaría en

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familia -respondió.Su padre sufría dolores, y la

nitroglicerina por vía sublingual nole servía de mucho, así que leadministraron morfina. Se pasaba eltiempo durmiendo. A partir delsegundo día, R.J. pudo salir delhospital una o dos horas de vez encuando. Conducía el coche de supadre. Susan tenía que atender a suspacientes, pero le indicó la mejorplaya y R.J. fue a nadar.

Como buena médica, seembadurnó de crema protectora. Le

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resultó agradable volver a notar elcontacto de la sal marina sobre lapiel, y durante unos minutospermaneció tendida de espaldas,con un resplandor naranja en lospárpados cerrados, y pensó connostalgia en David. Rezó por supadre, y luego por Greg Hinton,como le había prometido.

Aquella tarde solicitó unaentrevista con el doctor SumnerKellicker, el cardiólogo de supadre, y se alegró de que Susanquisiera estar presente. Kellicker

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era un hombre rubicundo e irritable,aficionado a los trajes vistosos, yera evidente que no le gustaban lospacientes que tenían médicos en lafamilia.

—Desconfío de la morfina,doctor Kellicker.

—¿Y cómo es eso, doctoraCole?

—Produce un efectovagotónico.

Puede causar bradicardia obloqueo cardíaco.

—Sí, a veces ocurre. Pero

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todo lo que hacemos tiene susriesgos, su aspecto negativo. Ustedya lo sabe.

—¿Y si se le administrara unbetabloqueante en vez de morfina?

—Los betabloqueantes nosiempre funcionan. Y entoncesvuelve el dolor.

—Pero valdría la penaintentarlo, ¿no cree?

El doctor Kellicker miró desoslayo a Susan Dolby, queescuchaba con mucha atención,observando a R.J.

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—Opino lo mismo -declaró.—Si es lo que ustedes quieren,

no tengo nada que objetar -dijoagriamente el doctor Kellicker, quehizo una breve inclinación decabeza y se marchó.

Susan se acercó a R.J., la miróa los ojos y la estrechó entre susbrazos. R.J. le devolvió el abrazo ypermanecieron así juntas,balanceándose.

R.J. hizo varias llamadastelefónicas.

—¿El primer día tuvo el

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ataque? -preguntó Peter Gerome-.¡Pues menuda manera de

empezar las vacaciones! Todoestaba bajo control, le aseguró. Lagente decía que la echaba de menosy le mandaba recuerdos. No dijonada de David.

Toby se mostró sumamentepreocupada, en primer lugar por elpadre de R.J. y luego por la propiaR.J. Después, R.J. le preguntó cómoestaba ella, y Toby respondiópesarosa que le dolíaconstantemente la espalda y que

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tenía la sensación de haber estadoembarazada toda la vida.

Gwen le pidió todos losdetalles clínicos del caso ydictaminó que R.J. había hecho bienen solicitar un betabloqueante enlugar de seguir con el tratamientode morfina.

Y tenía razón. Elbetabloqueante consiguió suprimirlos dolores, y al cabo de dos días elpadre de R.J. fue autorizado a dejarla cama y a sentarse en una silladurante media hora, dos veces al

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día. Como ocurre con muchosmédicos, era muy mal paciente;formulaba continuas preguntassobre su estado y exigió ver losresultados de la angiografía, asícomo un informe completo deKellicker.

Su estado de ánimo oscilabade un extremo a otro, entre laeuforia y la depresión.

—Cuando te vayas, megustaría que te llevaras el escalpelode Rob J. -le dijo a su hija duranteun momento de pesimismo.

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—¿Por qué?Se encogió de hombros.—Algún día será tuyo. ¿Por

qué no ahora?Ella lo miró fijamente a los

ojos.—Porque seguirá siendo tuyo

durante muchos años -replicó, y diola cuestión por zanjada.

El enfermo fue mejorando. Altercer día empezó a ponerse de piejunto a la cama durante brevesintervalos, y un día más tardeempezó a pasear por el corredor.

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R.J. sabía que los seis díassiguientes a un ataque eran los máspeligrosos, y cuando hubotranscurrido una semana sin que sepresentaran complicaciones empezóa respirar más tranquila.

La octava mañana de suestancia en Miami, R.J. se reuniócon Susan en el hotel paradesayunar juntas. Se acomodaron enla terraza con vistas al mar y laplaya, y R.J. se llenó los pulmonescon el tibio aire salado.

—Podría acostumbrarme a

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esto -comentó.—¿De veras podrías, R.J.?¿Te gusta Florida?El comentario había sido una

broma, una reacción de placer anteun lujo desacostumbrado.

—Florida es muy bonita, peroen realidad no me gusta tanto calor.

—Una se aclimata, aunque locierto es que los de aquí somosunos devotos del aireacondicionado. -Hizo una pausa-.Tengo previsto retirarme el año queviene, R.J. Mi consulta tiene

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prestigio y proporciona muy buenosingresos.

Estaba pensando... ¿no teinteresaría quedártela tú?

Oh.—Me siento muy halagada,

Susan, y te lo agradezco mucho.Pero he echado raíces en

Woodfield.Para mí es importante

practicar la medicina allí.—¿Por qué no te lo piensas?Podría aconsejarte sobre

cuestiones a tener en cuenta, podría

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trabajar a tu lado durante un año...R.J. sonrió y meneó la cabeza.Susan hizo una rápida mueca

de pesar y le devolvió la sonrisa.—Tu padre significa mucho

para mí. Me caíste bien desde elprimer momento: además deinteligente y considerada esevidente que eres muy buenamédica, el tipo de profesional quese merecen mis pacientes. Así quepensé que sería la manera perfectade que todos saliéramosbeneficiados, mis pacientes, R.J.,

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Robert... y yo misma, todo de unsolo golpe. No tengo familia.Espero que perdones a alguien queya habría debido figurárselo, perome permití la fantasía de que podíatener una familia. Hubiera debidocomprender que nunca existensoluciones perfectas que respondana las necesidades de todos.

R.J. admiró la sinceridad deSusan. No sabía si echarse a reír oa llorar; poco más de un año antes,ella había tejido la misma fantasíapara sí.

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—Tú también me caes bien,Susan, y espero que mi padre y túacabéis juntos. Si es así, nosveremos regularmente y confrecuencia -le aseguró.

A mediodía, cuando entró enla habitación de su padre, loencontró haciendo un crucigrama.

—Hola.—Hola.—¿Qué hay de nuevo?—Poca cosa.—¿Has hablado con Susan

esta mañana?

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Así que habían estado tratandoel asunto antes de que Susanhablara con ella.

—Sí, hemos hablado. Le hedicho que es un cielo pero que yatengo mi propio consultorio.

—¡Por todos los...! Es unamagnífica oportunidad, R.J. -replicó su padre contrariado.

A Rob J. se le ocurrió quequizás había algo en su químicapersonal que impulsaba a la gente adictarle cómo y dónde debía vivir.

—Has de aprender a dejarme

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decir «no», papá -dijo con vozcontenida-. A los cuarenta y cuatroaños tengo derecho a tomar mispropias decisiones.

Él le volvió la cara, pero alpoco rato la miró de nuevo.

—¿Sabes una cosa?—¿Qué, papá?—Que tienes toda la razón.Jugaron a “gin rummy” y,

después de ganarle dos dólares ycuarenta y cinco centavos, su padrese echó a dormir un rato.

Al despertar, R.J. le habló de

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su trabajo. Él se alegró de que elconsultorio hubiera crecido tandeprisa y le pareció bien quecerrara la admisión de nuevospacientes a partir de los milquinientos, pero le preocupó saberque R.J.

se disponía a abonar al bancoel remanente del crédito que élhabía avalado.

—No es necesario queliquides la deuda en dos años. Nodebes prescindir de cosas que quizáte hagan falta.

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—No prescindo de nada -leaseguró ella, y le cogió la mano.

Muy lentamente, él le tendiótambién la otra mano.

Para ella fue un momentoterrible, pero el mensaje querecibió de las manos de su padre ledibujó una sonrisa en la cara y,cuando se adelantó para darle unbeso, él esbozó una fugaz sonrisa dealivio.

El Día de Acción de Gracias,Susan y ella se hicieron servirsendas comidas de hospital en la

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habitación de su padre.—Esta mañana, mientras

pasaba visita, me he encontrado conSumner Kellicker -comentó Susan-.

Está muy satisfecho de tuestado y dice que dentro de dos otres días te dará de alta.

R.J. sabía que debía regresarcon sus pacientes.

—Tendremos que buscar aalguien para que se instale en elapartamento contigo durante unosdías.

—De ninguna manera. Te

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alojarás en mi casa, ¿verdad,Robert?

—No lo sé, Susan. No quieroque pienses en mí como unpaciente.

—Creo que ya es hora de quepensemos el uno en el otro de todaslas maneras posibles -adujo Susan.

Al final, él aceptó ir a su casa.—Tengo una buena cocinera

que va todos los días entre semanaa preparar la cena. Vigilaremos ladieta de Robert y nos encargaremosde que haga tanto ejercicio como le

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convenga. No debes preocupartepor él -dijo, y R.J. le prometió queno se preocuparía.

Al día siguiente embarcó en elvuelo de las seis y veinte de latarde con destino a Hartford, enConnecticut. Cuando sobrevolabanel aeropuerto de llegada, el pilotoanunció:

—La temperatura en tierra esde cinco grados y medio bajo cero.

Bienvenidos al mundo real.El aire nocturno era cortante y

duro, el aire de Nueva Inglaterra a

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fines de otoño.R.J. subió al coche y condujo

lentamente hacia Massachusetts,hacia las colinas.

Cuando llegó ante el caminode entrada notó que algo habíacambiado.

Detuvo el coche unos instantesy examinó la oscura casa queabrazaba el límite, pero todo lepareció igual. Hasta la mañanasiguiente, cuando miró por laventana hacia el rótulo que colgabajunto a la carretera, no se dio cuenta

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de que las dos armellas de la parteinferior estaban vacías.

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54 - La siembra

En la helada oscuridad, antes

del amanecer, el viento soplabadesde las alturas y barría el pradopara azotar la casa. En duermevela,R.J. oía con agrado las ráfagas delviento. La despertó la luz del día enciernes. Se arrebujó bajo la cálidacolcha doble para perderse enlargos pensamientos hasta que seobligó a levantarse de la cama ymeterse de un salto bajo la ducha.

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Mientras se secaba cayó en lacuenta de que se le estabaretrasando mucho la regla, y sopesómalhumorada una posibilidad queluchaba por abrirse paso hasta suconciencia: amenorreapremenopáusica.

Eso le hizo afrontar el hechode que muy pronto su cuerpoempezaría a cambiar, a medida quefueran apagándose los órganos queya habían cumplido su función,anunciando el cese permanente delos períodos; pero enseguida se

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quitó esa idea de la cabeza.Era jueves, su día libre.Cuando el sol se elevó por

completo en el cielo y empezó acalentar la casa, R.J. desconectó eltermostato y encendió la estufa deleña. Era agradable volver apreparar fuegos de leña, perosecaban el aire y producían una finaceniza gris que se posaba sobretodas las superficies como unaeflorescencia, y las piedras corazónque había por todas partesconvertían la tarea de quitar el

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polvo en un trabajo ímprobo.Sin saber cómo se encontró

contemplando una piedra de río,gris y redondeada. Finalmente dejóel trapo del polvo y fue al armariodonde guardaba la mochila. Echó lapiedra gris en su interior y empezóa recorrer la casa, recogiendo laspiedras corazón.

Cuando la mochila estuvo casillena, la arrastró por la puerta deatrás hasta la carretilla, donde lavació ruidosamente. Despuésvolvió adentro y siguió recogiendo

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piedras corazón. Sólo conservó lastres que Sarah le había regalado ylas dos que ella le había dado aSarah, la de cristal y la pequeña debasalto negro.

Necesitó cinco viajes con lamochila llena para vaciar la casa depiedras. Luego se vistió conprendas de invierno -anorak deplumón, gorro de lana, guantes detrabajo-, salió al patio y empezó aempujar la carretilla, llena en másde una tercera parte. Las piedraspesaban mucho más de lo que R.J.

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podía manejar cómodamente y tuvoque emplearse a fondo para cruzarlos ocho metros de césped, perocuando hubo entrado en el senderodel bosque, el terreno empezó adescender hacia el río y lacarretilla se deslizó como porpropia voluntad.

La escasa luz que atravesabael dosel de ramas salpicaba lasdensas y profundas sombras conbellas motas de color. Dentro delbosque hacía frío, pero los árbolesprotegían a R.J. de las ocasionales

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rachas de viento, y el neumático dela carretilla siseaba suavementesobre la húmeda y compacta pinazadel camino hasta que llegó a lostablones espaciados del puenteGwendolyn Gabler.

R.J. se detuvo a la orilla de lacorriente, rápida y crecida tras laslluvias del otoño. Al llegar al ríocogió la mochila, que había dejadosin vaciar sobre las piedras de lacarretilla, y echó a andar por elsendero.

La ribera estaba bordeada de

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árboles y matorrales, pero habíaespacios entre los troncos, y de vezen cuando R.J. hacía una pausa,sacaba una piedra corazón de lamochila y la arrojaba al río.

Como mujer práctica ymetódica que era, no tardó enadoptar un sistema de distribución:las piedras pequeñas las echabacon cuidado junto a la orilla,mientras que los ejemplares demayor tamaño iban a aguas másprofundas, casi siempre en losremansos que ocasionalmente

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formaba la corriente. Cuando hubovaciado la mochila volvió a lacarretilla y la empujó por elsendero, río arriba. Después llenóde nuevo la mochila y siguiódesprendiéndose de las piedrascorazón.

La piedra más pesada de lacarretilla era la que había recogidode una zanja en Northampton. Conla espalda en tensión y los hombrosencorvados, la trasladó hasta elremanso más profundo, justo debajode un dique de gran tamaño que

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habían hecho los castores. Lapiedra era demasiado pesada paratirarla, y tuvo que cargar con ella alo largo del dique cubierto dematojos hasta el centro delestanque. Al poco rato dio unresbalón y se le llenó la bota deagua helada, pero poco a pococonsiguió llegar a un lugar de suagrado, dejó caer la piedra corazóncomo una bomba y se quedómirando cómo se hundía hastareposar sobre la arena.

Le gustó ver la piedra allí,

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donde no tardaría en cubrirse dehielo y nieve con los fríos delinvierno. Quizás en primavera lascachipollas pusieran sus huevossobre ella, y las truchas secomieran las larvas y luego serefugiaran de la corriente detrás dela piedra. Se imaginó que en elsilencio secreto de las noches delestío los castores podrían colgarsuspendidos sobre la roca y unirsea la luz de la luna en las aguastransparentes como pájaros que seacoplan en el aire.

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Retrocedió por el dique hastallegar a la orilla y siguió vaciandoen el tramo de río que pasaba porsus tierras las restantes piedras dela carretilla, como si dispersaracenizas funerarias.

Había convertido casi unkilómetro de hermoso río demontaña en reliquia de SarahMarkus.

Ahora era un río en el que unopodría encontrar una piedra corazóncuando la necesitara.

Volvió a la casa empujando la

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carretilla vacía y la guardó en sulugar.

Sin pasar del zaguán donde sequedaba toda la ropa mojada ysucia de barro, se quitó las prendasexteriores, las botas y los calcetinesempapados. Fue descalza en buscade unos calcetines de lana secos yse los puso. Después, con los piesenfundados en los calcetines,limpió el polvo de todas lashabitaciones de la casa, empezandopor la cocina.

Cuando terminó fue a la sala

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de estar. La casa estaba vacía yresplandeciente, sin otro sonido queel de su propia respiración.

No había ningún hombre, nohabía ninguna gata, no había ningúnfantasma. Volvía a serexclusivamente su casa, y seacomodó en la sala, en el silencio yla creciente oscuridad, en espera delo que fuera a ocurrirle acontinuación.

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55 - La llegada de lanieve

Noviembre se convirtió en

diciembre bajo un cielo turbio yencapotado. En los bosques, losárboles de hoja caduca estabandesnudos, las ramas principalescomo brazos levantados, las máspequeñas como dedos extendidoshacia lo alto. R.J. había recorridoel sendero sin temor durante todo elverano, pero ahora que casi todos

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los osos estaban hibernando se veíaperversamente afligida por elmiedo a encontrarse el gran osocara a cara en el angosto sendero.En la primera ocasión que fue aGreenfield, se detuvo en una tiendade artículos deportivos y compróuna bocina náutica, un pequeño botecon un pulsador que al ser apretadoemitía un sonoro trompetazo.

Desde entonces, siempre quese internaba en el bosque llevaba elruidoso aparato en una bolsa a lacintura, pero el único animal que

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vio fue un gamo de buen tamaño quehabía sobrevivido a la temporadade caza y que pasó por el bosque nomuy lejos de ella, sin olfatearla; siR.J. hubiera sido un cazador, elgamo habría muerto.

Por primera vez, R.J. fueplenamente consciente de susoledad.

Todos los árboles quebordeaban el sendero tenían ramasbajas muertas, y un día fue albosque con una sierra de podarprovista de un mango largo y, con

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manos enguantadas, empezó aaserrar, liberando un árbol tras otrode ramas secas y descortezadas. Legustaba el aspecto de los troncospodados, que se erguíanlimpiamente como columnasnaturales, y decidió podar todos losárboles de los márgenes delcamino, un proyecto a largo plazo.

La nieve llegó el tercer día dediciembre, una cerrada tormentaque descargó de improviso, sinprevias neviscas de advertencia.

Nevó durante todo el día y la

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mayor parte de la noche, y al díasiguiente R.J. sintió deseos deesquiar por el sendero, pero tuvoque hacer frente al miedo irracionale indefinido que la acosaba desdehacía unas semanas. Descolgó elteléfono y llamó a Freda Krantz.

—¿Freda? Soy R.J. Voy aesquiar por el sendero del bosque.

Si dentro de una hora y mediano te vuelvo a llamar, ¿querráspedirle a Hank que venga abuscarme?

No creo que pase nada, pero...

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—Muy bien pensado -respondió Freda con firmeza-.

Naturalmente que lo haré, si nome llamas. Que lo pases bien en elbosque, R.J.

El sol estaba alto en unfirmamento azul. Le deslumbraba lanieve recién caída, la cual fueperdiendo resplandor a medida queella se internaba en el bosque. Losesquís se deslizaban siseantes; lanevada era demasiado reciente paraver muchas huellas, pero aun asídistinguió las de un conejo, las de

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un zorro y las de unos ratones.Sólo había un declive

pronunciado y difícil en todo elcircuito del sendero, y al descenderpor él perdió el equilibrio y cayópesadamente, aunque sobre unaprofunda capa de nieve virgen.

Permaneció tendida en la fríablandura con los ojos cerrados,vulnerable a cualquier cosa quepudiera abalanzarse sobre elladesde la cercana espesura: un oso,un asaltante, un David Markusbarbudo.

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Pero no sucedió nada de todoeso, y al poco rato se incorporó ysiguió esquiando. Al llegar a casatelefoneó a Freda.

La caída no le había causadoninguna lesión, no tenía ningunarotura, ningún esguince, ni siquieramagulladuras, pero le dolían lospechos y los tenía sensibles.

Aquella noche, por primeravez en mucho tiempo, antes deacostarse conectó la alarma deseguridad.

Decidió comprarse un perro.

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Empezó consultando libros dela biblioteca para informarse sobrelas diversas razas. Todas laspersonas con las que habló teníandistintas preferencias, pero dedicóvarios fines de semana a visitartiendas de animales y perreras, yfue reduciendo la lista hasta llegar ala conclusión de que quería unschnauzer gigante, una raza creadavarios siglos atrás para obtenerperros grandes y resistentescapaces de pastorear el ganado yproteger a las vacas de los

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predadores. Los criadores habíancruzado el hermoso e inteligenteschnauzer común con perrosovejeros y mastines; uno de loslibros afirmaba que el resultado era«un magnífico perro guardián,grande, fuerte y fiel».

En Springfield encontró unaperrera especializada en schnauzersgigantes.

—Lo mejor es comprar uncachorro que se familiarice conusted desde pequeño -le recomendóel vendedor-. Tengo justo lo que le

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conviene.R.J. quedó cautivada por el

cachorro desde el primer momento.Era pequeño y torpón, con

unas zarpas enormes, pelaje negro ygris, mandíbula robusta y cuadrada,y bigotes cortos y tiesos.

—Cuando crezca llegará amedir más de medio metro y pesaráunos cuarenta kilos -le advirtió eldueño de la perrera-. Tenga encuenta que comerá mucho.

El perro tenía un ladrido roncoy excitado que a R.J. le recordó a

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“Andy” Levine, un actor de vozresollante que aparecía en laspelículas antiguas que a veces veíapor televisión a última hora de lanoche. Le llamó Andy por primeravez durante el viaje de regreso acasa, cuando lo regañó por orinarseen el asiento del coche.

Toby padecía unos tremendosdolores de espalda. La mañana deNavidad se las arregló para ir a laiglesia, pero luego R.J. asó un pavoy preparó una cena navideña en lacabaña de los Smith. Había

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comprado deliberadamente un pavoenorme para que los Smith pudieranalimentarse con los restos duranteunos cuantos días. Varias amigas deToby habían estado llevándolecomidas hechas en casa; era algoque solía hacerse en Woodfield encaso de necesidad, una de lascostumbres de pueblo que R.J. másadmiraba.

Después de cenar se pusierona cantar villancicos, con R.J.sentada ante el viejo piano de losSmith. Luego se acomodó

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soñolienta ante el fuego del hogar,sorprendida por su propiocansancio.

De vez en cuando se producíanlargos y gratos silencios, y Tobyhizo un comentario al respecto:

—No es necesario quehablemos.

Podemos quedarnos aquísentados y esperar a que nazca mihijo.

—Puedo esperar en casa -replicó R.J., y los besó a los dos yles deseó una feliz Navidad.

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En casa recibió su mejorregalo: una llamada telefónicadesde Florida. A juzgar por la voz,firme y alegre, su padre parecíaencontrarse en buen estado.

—Susan me está machacandopara que vuelva a trabajar lasemana que viene -le explicó-.Espera un momento. Queremosdecirte algo.

Susan se puso al teléfonosupletorio y los dos a la una ledijeron que habían decidido casarseen primavera.

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—En principio, la últimasemana de mayo.

—Oh, papá..., Susan. Mealegro mucho por vosotros.

Su padre carraspeó.—R.J., estábamos pensando...¿Podríamos casarnos ahí

arriba, en tu casa?—Sería maravilloso, papá.—Si el tiempo acompaña, nos

gustaría casarnos al aire libre, en elprado, con esas colinas tuyas comotelón de fondo.

Invitaríamos a unas cuantas

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personas de Miami, algunos amigosmíos de Boston y un par de losparientes más cercanos de Susan.Calculo que unos treinta invitadosen total. Todos los gastos correríande nuestra cuenta, por descontado,pero nos gustaría que lo organizarastú todo, si te es posible. Ya sabes,buscar un buen proveedor para elbanquete, un capellán, todas esascosas.

R.J. les prometió que lo haría.Terminada la conversación, sesentó ante la chimenea encendida y

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trató de tocar la viola, pero nopodía concentrarse en la música.

Fue en busca de papel y plumay empezó a confeccionar la lista detodo lo que se iba a necesitar.

Música, quizá cuatro piezas;por fortuna, en el pueblo habíamúsicos maravillosos. La comidaexigiría una cuidadosa reflexión, yconsultas. Flores... A finales demayo habría lilas por todas partes,y tal vez rosas tempranas. Setendría que adelantar un poco laprimera siega del prado. Alquilaría

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una tienda, no muy grande, con loslados abiertos...

¡Organizar la boda de papá!Hicieron falta varias semanas

de severa determinación paraadiestrar a Andy a hacer susnecesidades fuera, y aun después deconseguirlo, el cachorro a vecesperdía el control de los esfínterescuando se excitaba. R.J. decidióque lo instalaría en el sótano, y lepreparó una blanda cama junto a lacaldera. Sólo cedió la noche deAño Nuevo. Sola en casa, sin

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pareja, se pasó la velada luchandopor no entregarse a laautocompasión.

Finalmente, bajó al sótano enbusca de Andy, que se sintió muycomplacido de tenderse ante elfuego junto a su butaca. R.J. brindócon su taza de cacao.

—Por nosotros dos, Andy. Laancianita y su perro -le dijo, pero elcachorro se había quedadodormido.

La epidemia anual de catarrosy gripe no se hizo esperar, y durante

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toda la semana la sala de espera delconsultorio estuvo abarrotada degente que tosía y estornudaba. R.J.se había librado de resfriarse, perose encontraba fatigada e irritable; leseguían doliendo los pechos y losmúsculos.

El martes, durante la hora delalmuerzo, entró en la pequeñabiblioteca de piedra para devolverun libro y se quedó mirandofijamente a Shirley Benson, labibliotecaria.

—¿Cuánto hace que tienes esa

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mancha negra en la nariz?Shirley hizo una mueca.—Un par de meses. ¿Verdad

que es fea? He intentado quitármelapor todos los medios, pero no haymanera.

—Le diré a Mary Wilson quete pida hora para que te veainmediatamente un dermatólogo.

—No, doctora Cole, noquiero.

-Hizo una pausa y se ruborizó-.

No puedo gastar dinero en una

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cosa así. Sólo estoy empleada porhoras, y por tanto el ayuntamientono me paga un seguro médico. Mihijo está en el último curso desecundaria, y nos preocupa muchocómo vamos a pagar la universidad.

—Mira, Shirley, sospecho queesa mancha puede ser un melanoma.

Puede que me equivoque, yentonces habrás gastado un dineroen vano, pero si tengo razón podríadesarrollar metástasis muy deprisa.Estoy segura de que quieres estarpresente para ver a tu hijo en la

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universidad.—Muy bien. -Un brillo de

humedad asomó a los ojos deShirley.

R.J. no supo si las lágrimaseran de temor o de ira por sudespotismo.

El miércoles por la mañanahubo mucho trabajo en elconsultorio.

R.J. hizo varios exámenesfísicos anuales y le cambió lamedicación a Betty Patterson paracontrarrestar su tendencia a la

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infección por insulina. Luego sesentó a comentar con SallyHowland lo que indicaba elecocardiograma sobre sutaquicardia. Polly Strickland acudióa la consulta porque le había venidouna regla tan abundante que estabaasustada.

Tenía cuarenta y cinco años.—Podría ser el principio de la

menopausia -opinó R.J.—Yo creía que entonces se

retiraba la regla.—A veces, cuando empieza,

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se vuelven muy abundantes, y luegoirregulares. No siempre ocurre delmismo modo. En un pequeñoporcentaje de mujeres, lamenstruación desaparece sin más,como si se cerrara un grifo.

—Qué suerte.—Sí...Antes de salir en busca del

almuerzo, R.J. leyó varios informesde patología. Entre ellos había unoque decía que el neoplasmaextirpado de la nariz de ShirleyBenson era un melanoma.

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Después de cerrar elconsultorio, R.J. tuvo la sensaciónde que necesitaba comer, y sedirigió al restaurante de ShelbourneFalls. Una vez allí, pidió unaensalada de espinacas, pero cambióde idea al instante y le dijo a lacamarera que trajera un solomillogrande, medio hecho.

Se comió el solomillo conpuré de patatas, calabacín, unaensalada griega y panecillos. Pidiótarta de manzana de postre, y luegocafé.

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Durante el trayecto de vuelta aWoodfield, se le ocurrió pensar quéharía ella si se le presentara unapaciente con los mismos síntomasque estaba mostrando desde hacíavarias semanas: irritabilidad ycambios repentinos de humor,dolores musculares, un apetitoferoz, pechos sensibles y doloridosy ausencia de la regla.

Era una idea absurda. Se habíapasado años intentando concebir unhijo, sin el menor éxito.

Aun así...

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Sabía lo que haría si se tratarade otra paciente, y en vez de ir acasa pasó por el consultorio yaparcó junto a la puerta.

El edificio estaba cerrado y aoscuras, pero abrió con su llave yencendió las luces. Se quitó elabrigo y empezó a bajar todas laspersianas, tan nerviosa como sifuera una adicta a punto deinyectarse.

Encontró una aguja demariposa, que sabía era fácil deusar, y después de conectarle un

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tubo en el extremo se hizo untorniquete en el brazo izquierdo. Sefrotó la parte interior del codo conun algodón empapado en alcohol yapretó el puño.

Aunque sus gestos eran algodesmañados, consiguió encontrar lavena cubital y extrajo el oscurolíquido pardo rojizo.

Tuvo que utilizar los dientespara deshacer el torniquete. Luegodesprendió el tubo, lo tapó y lodepositó dentro de un sobre depapel marrón. Se puso nuevamente

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el abrigo, cerró la puerta despuésde apagar las luces y subió al cochecon la muestra de sangre.

Tomó de nuevo el caminóMohawk, pero esta vez sindetenerse hasta llegar a Greenfield.

El hospital tenía abierto ellaboratorio para análisis de sangrelas veinticuatro horas del día.

RJ. sólo encontró a unaflebotomista de guardia, que cubríaella sola el turno de noche.

—Soy la doctora Cole.Querría dejarle una muestra.

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—Naturalmente, doctora. ¿Esuna emergencia? A estas horas de lanoche sólo hacemos trabajos delaboratorio si se trata de unaurgencia.

—No es ninguna urgencia. Esuna prueba de embarazo.

—Bueno, en ese caso recogeréla muestra y mañana ya harán laprueba. ¿Ha rellenado el impreso?

—No.La técnica asintió con un gesto

y sacó un impreso en blanco de uncajón. R.J. se sintió tentada a poner

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un nombre falso en el apartado«paciente» y firmar el papel con supropio nombre como médica decabecera, pero enseguida se sintióenojada consigo misma y escribiósu nombre dos veces, comopaciente y como médica.

Le entregó el impreso a laflebotomista y vio que el rostro dela joven se convertía en unacautelosa máscara deinexpresividad al leer el mismonombre dos veces.

—Me gustaría que llamaran a

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mi número particular para darme elresultado, no al del consultorio.

—Lo haremos con muchogusto, doctora Cole.

—Gracias.Subió al coche y volvió a casa

lentamente, como si acabara decorrer un largo trecho.

—¿Gwen? -dijo por teléfono.—Sí. ¿Eres R.J.?—Sí. Ya sé que es un poco

tarde para llamar...—No, aún estamos levantados.—¿Podríamos cenar juntas

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mañana? Tengo que hablar contigo.—Pues mira, no puedo, estoy a

medio hacer la maleta. Todavía mefaltan catorce puntos de educacióncontinuada para renovar la licencia,y he decidido seguir tu ejemplo.Mañana por la mañana salgo haciaAlbany, para asistir a un encuentrosobre el parto por cesárea.

—Ah... Buena idea.—Sí. No tengo ningún paciente

hasta dentro de dos semanas, yStanley Zinck me sustituirá si surgealgún imprevisto. Oye, ¿tienes

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algún problema? ¿Quieres quehablemos ahora? Si quieres puedocancelar el viaje. No esimprescindible que asista a eseencuentro.

—No te preocupes. Enrealidad, no es nada importante.

—Llegaré a casa el domingopor la noche. ¿Qué te parece siquedamos el lunes para cenarpronto, después del trabajo?

—Estupendo, me parece muybien... Y conduce con cuidado.

—Bueno, pues entonces hasta

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el lunes. Buenas noches, preciosa.—Buenas noches.

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56 - Descubrimientos

Una noche agitada.El jueves se levantó temprano,

falta de sueño e irritable. Loscereales del desayuno le supieron atrocitos de cartón. Tardaría horasen recibir noticias del laboratorio;quizá le habría resultado más fácilsoportarlo si no hubiera sido su díalibre, quizás el trabajo la habríaayudado a distraerse. Decidióenfrascarse en tareas domésticas y

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empezó fregando el suelo delzaguán. Tuvo que frotar con empeñopara eliminar la suciedad y el barroacumulados, pero al final el viejolinóleo acabó resplandeciente.

Al consultar el reloj, vio quesólo habían transcurrido trescuartos de hora.

Las dos cajas para leñaestaban casi vacías, y fue a laleñera en busca de troncos. Cogiótres o cuatro en cada viaje y los fuedepositando en la gran caja de pinosituada junto a la chimenea y en la

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caja de cerezo que había al lado dela estufa. Cuando estuvieron llenas,barrió las astillas y el serrín.

Poco después de las diez ymedia sacó el limpiametales yextendió el servicio de plata sobrela mesa de la cocina. Acto seguidopuso un compacto de Mozart, el“Adagio” para violín y orquesta.

Por lo general el violín deItzhak Perlman conseguía elevarlapor encima de cualquier cosa, peroesa mañana el concierto le sonódesafinado, y al poco rato se lavó

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el limpiametales de las manos yapagó el aparato.

Nada más cesar la música,sonó el teléfono. R.J. respiró hondoy descolgó el aparato.

Pero era Jan.—R.J., Toby tiene unos

dolores de espalda tremendos,peores que nunca, y ademáscalambres.

—Déjame hablar con ella, Jan.—Se encuentra demasiado mal

para ponerse al teléfono; estállorando.

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A Toby aún le faltaban tressemanas y media para cumplir.

—En ese caso me acercaré porvuestra casa.

—Gracias, R.J.Encontró a Toby muy agitada,

vestida con un camisón de franelacon minúsculas rosas estampadas,paseando de un lado a otro con lospies enfundados en unos calcetinesde rombos que Peggy Weiler lehabía regalado por Navidad.

—Estoy muy asustada, R.J.—Siéntate, por favor. Vamos a

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ver qué te ocurre.—Si me siento, aún me duele

más la espalda.—Bien, pues acuéstate. Quiero

tomarte las constantes vitales -respondió R.J. con naturalidad peroa la vez con decisión, sin dar pie adiscusiones.

Toby respiraba un pocoaceleradamente. La presiónsanguínea era de 14,8 y estaba anoventa y dos pulsaciones, nadamal teniendo en cuenta que sehallaba excitada.

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R.J. no se molestó en tomarlela temperatura. Al palparle elabdomen notó una contraccióninconfundible, y le cogió una manoa Toby y se la puso allí para quecomprendiera.

R.J. se volvió hacia Jan.—¿Quieres llamar a la

ambulancia y decirles que tu esposaestá de parto, por favor? Y luegollama al hospital. Diles que vamoshacia allí y que avisen al doctorZinck.

Toby se echó a llorar.

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—¿Es bueno?—Pues claro que es bueno;

Gwen nunca consentiría que lasustituyese un médico cualquiera.

R.J. se puso unos guantesesterilizados. Toby tenía los ojosmuy abiertos. R.J. tuvo que pedirlevarias veces, la última conbrusquedad, que alzara las rodillas.El examen digital no reveló nadainquietante; apenas se habíadilatado, quizá tres centímetros.

—Tengo mucho miedo, R.J.R.J. la abrazó.

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—Todo saldrá bien, te loprometo.

La mandó al cuarto de bañopara que vaciara la vejiga antes dela llegada de la ambulancia.

Jan volvió de telefonear.—Tendrá que llevarse algunas

cosas -le advirtió R.J.—Hace cinco semanas que

tiene la bolsa preparada.En la ambulancia estaban

Steve Ripley y Dennis Stanley, másalerta que nunca porque Toby erade los suyos. Cuando llegaron, R.J.

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acababa de comprobar lasconstantes vitales por segunda vez,y le tendió a Steve la hoja donde lashabía anotado.

Jan y Dennis salieron en buscade la camilla.

—La acompañaré -anuncióR.J.-. Está asustada. Iría bien que sumarido viniera también connosotros.

La ambulancia estaba repleta.Steve permanecía de pie tras

la cabeza de Toby, cerca delconductor y del radioteléfono; Jan

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se hallaba a los pies de su esposa, yR.J. en el centro, los tresbalanceándose y tratando demantener el equilibrio, sobre todocuando el vehículo dejó atrás lascarreteras secundarias y empezó acorrer por la sinuosa carretera.Dentro de la ambulancia hacíacalor, porque la calefacción erapotente. Casi al comienzo deltrayecto le habían retirado lasmantas a Toby, y R.J. le habíalevantado el camisón por encimadel abultado vientre. Al principio,

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R.J. la cubrió por pudor con unasábana ligera, pero los pataleos deToby la hicieron caer al suelo.

Toby había empezado el viajepálida y silenciosa, pero su cara notardó en enrojecer con el esfuerzode combatir los dolores, y pocodespués comenzó a lanzar una seriede gruñidos y quejidos, con algúnque otro grito agudo.

—¿Le doy oxígeno? preguntóSteve.

—No puede hacerle ningúndaño -contestó R.J.

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Pero tras unas pocasinhalaciones, Toby se arrancó lamascarilla de la cara.

—¡R.J.! -chilló frenéticamente,y de su interior brotó un gran chorrode líquido que salpicó las manos ylos tejanos de R.J.

—No pasa nada, Toby; acabasde romper aguas, eso es todo -latranquilizó R.J., y extendió la manohacia una toalla. Toby abrió muchola boca y sacó la lengua como siintentara dar un gran grito, pero nosurgió ningún sonido. R.J. la había

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estado observando atentamente yhabía advertido una pequeñadilatación adicional, quizá de unoscuatro centímetros, pero cuandovolvió a mirar vio que la vulva deToby era un círculo perfecto quecoronaba la parte superior de unacabecita peluda.

—¡Dennis! -gritó-. ¡Párate a unlado! El conductor desvióhábilmente la ambulancia hacia elarcén y pisó el freno. En un primermomento R.J. pensó que tendríanque quedarse allí un buen rato, pero

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había algo en el tono de losgruñidos de Toby que le hizo verlas cosas de otro modo. Introdujolas manos entre las piernas deToby, y un bebé pequeño y rosadose deslizó sobre ellas.

Lo primero que advirtió R.J.fue que, prematuro o no, el reciénnacido tenía una enmarañada matade cabellos, tan claros y finos comolos de su madre.

—Tienes un hijo, Toby. Jan, esun niño.

—Mira qué bien -respondió

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Jan, que en ningún momento habíadejado de frotarle los pies a suesposa.

El bebé empezó a dar vagidos,con una vocecita aguda e indignada.

Lo envolvieron en una toalla ylo dejaron junto a su madre.

—Llévanos al hospital, Dennis-gritó Steve. La ambulanciaacababa de cruzar el límitemunicipal de Greenfield cuandoToby empezó a jadear de nuevo.

—¡Oh, Dios! ¡Jan, voy a tenerotro! Comenzó a debatirse, y R.J.

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cogió al pequeño y se lo entregó aSteve para que lo sostuviera.

—Tendrás que volver a parar-avisó al conductor.

Esta vez Dennis metió laambulancia en el aparcamiento deun supermercado. A su alrededor,la gente entraba y salía de suscoches.

A Toby se le salían los ojos delas órbitas. Contuvo la respiración,gruñó y apretó. Y contuvo larespiración, gruñó y apretó denuevo, y otra vez, medio tendida

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sobre el costado izquierdo ycontemplando con aire desesperadola pared de la ambulancia.

—Necesita ayuda. Levántalebien alto la pierna derecha, Jan -leordenó R.J., y Jan cogió la rodillade su mujer con la mano derecha yse apoyó en el muslo con laizquierda para mantenerle la piernaflexionada.

Toby empezó a gritar.—¡No, sujétala! -dijo R.J., y

ayudó a que saliera la placenta.Mientras lo hacía, Toby tuvo

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una pequeña evacuación; R.J. latapó con una toalla, maravillándosede que la vida fuera así, tantosmillones de personas durante tantosmillones de años, y todas llegadasal mundo precisamente de aquellamanera, entre suciedad, sangre ysufrimiento.

Dennis volvió a arrancar y,mientras conducía por las calles delcentro, R.J. buscó una bolsa deplástico y guardó la placenta en suinterior.

A continuación dejó de nuevo

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el bebé al lado de Toby y la bolsacon la placenta junto al bebé.

—¿Le cortamos el cordón? -preguntó Steve.

—¿Con qué?Steve abrió el minúsculo e

inútil botiquín obstétrico de lacamilla y sacó una hoja de afeitarde un solo filo. R.J. se imaginóutilizándola dentro del vehículo enmarcha y tuvo que reprimir unescalofrío.

—Esperaremos a que lo hagaalguien con unas tijeras estériles

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decidió, pero cogió las dos cintasdel botiquín y ató el cordónumbilical, primero a un par decentímetros del abdomen del bebé yluego junto a la abertura de la bolsade plástico.

Toby yacía inerte, con los ojoscerrados. R.J. le dio masaje en elvientre y, justo cuando laambulancia llegaba al hospital, notóa través de la fina y suave piel delfláccido abdomen que el útero secontraía, que empezaba a volversefirme de nuevo por si alguna vez se

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repetía el episodio.R.J. entró en los aseos del

personal y se lavó manos y brazos,eliminando los restos de líquidoamniótico y sangre diluida. Su ropaestaba muy mojada y desprendía unolor penetrante, de modo que sequitó los tejanos y el suéter e hizouna bola con ellos. En un estantehabía un montón de prendas dequirófano recién lavadas, de colorgris, y R.J. cogió una bata corta yunos pantalones y se los puso. Alsalir del aseo se llevó la ropa sucia

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en una bolsa de papel.Toby se hallaba acostada en

una cama del hospital.—¿Dónde está? Que me lo

traigan. -Tenía la voz ronca.—Lo están lavando. Su padre

está con él. Pesa dos kilos yquinientos cincuenta gramos.

—No es mucho, ¿verdad?—Es pequeño porque ha

nacido con un poco de adelanto; poreso lo has tenido tan fácil. Pero loimportante es que está sano.

—¿Lo he tenido fácil?

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—Bueno..., rápido. -Eso lerecordó una cosa, y se volvió haciauna de las enfermeras que acababade entrar en el cuarto-.

Tiene algunas desgarradurasen el perineo. Si me da unassuturas, la coseré yo misma.

—Ah... El doctor Zinck está apunto de llegar, y oficialmente es suginecólogo. ¿No quiere esperar yque lo haga él? -le sugirió laenfermera con delicadeza, y R.J.captó el mensaje y asintió.

—¿Piensas ponerle el nombre

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de la esforzada doctora que acudióa tu llamada? -preguntó R.J.

—Ni hablar. -Toby meneó lacabeza-. Jan Paul Smith, como supadre. Pero te tocará algo de él.

Podrás hablarle de higiene, yde cómo ha de tratar a las chicas...

Cosas así.Se le cerraron los ojos, y R.J.

le apartó de la frente los cabelloshúmedos.

Eran las dos y diez cuando laambulancia dejó a R.J. junto a sucoche. Volvió a casa conduciendo

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lentamente por las familiarescarreteras del pueblo. El cielo sehabía puesto gris y plomizo sobrelas tierras cubiertas de nieve.

Entre prado y prado, lasfranjas de bosque ofrecían refugio,pero en campo abierto el vientosaltaba sobre los amplios espacioscomo un lobo de aire, persiguiendolos copos de nieve congelados quese estrellaban ruidosamente contrael vehículo.

Cuando llegó a casa, loprimero que hizo fue comprobar el

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contestador automático, pero nohabía llamado nadie.

Bajó al sótano con agua limpiay comida para Andy, le rascócariñosamente detrás de las orejasy después subió las escaleras y sedio una prolongada ducha caliente,una bendición. Al salir se frotó unbuen rato con la toalla y luego sevistió con su ropa más cómoda,unos pantalones de chándal y unjersey viejo.

Acababa de ponerse el primerzapato cuando sonó el teléfono, y al

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correr a descolgar el auricular dejócaer el otro zapato.

—¿Diga?—Sí, yo misma...—Sí, ¿y el resultado?—Comprendo; ¿Me da los

números?—Bien, ¿querrá hacer el favor

de enviarme una copia del informea mi dirección particular?

—Muchísimas gracias.Se puso el otro zapato sin ser

consciente de que lo hacía yempezó a vagar por la casa. Al

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cabo de un rato preparó unbocadillo de mermelada conmantequilla de cacahuete y se bebióun vaso de leche.

Un sueño largo tiempoacariciado se había convertido enrealidad; le había tocado la mejorlotería del planeta.

Pero..., ¡qué responsabilidad!El mundo parecía hacerse cada vezmás tétrico y mezquino a medidaque los adelantos tecnológicos loempequeñecían. En todas partesunos seres humanos mataban a

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otros.Quizás este año nacerá una

criatura que...Qué injusto, pensar siquiera en

depositar sobre unos hombros nonacidos la carga de ser un santosecreto, o tan sólo de llegar a ser unRob J., el siguiente en la sucesiónde los médicos Cole.

«Será suficiente -pensó conincredulidad- producir un serhumano, un ser humano bueno.»

Era una elección muy fácil.Este niño o niña llegaría a una

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casa confortable y se familiarizaríacon los agradables olores de lacocina y el horneado. R.J. pensó enlo que tendría que enseñarle: cómoser amable, cómo amar, cómo serfuerte y saber afrontar el miedo,cómo coexistir con los seres vivosdel bosque, cómo buscar truchas enun arroyo. Cómo hacer un sendero,elegir un camino. La herencia depiedras corazón.

Tenía la sensación de que leiba a estallar la cabeza. Le hubieragustado andar sin descanso durante

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horas, pero fuera seguía soplando elviento y había empezado a caer unaintensa nevada.

Conectó el equipo de música yse sentó en una silla de la cocina.

Esta vez el concierto deMozart le hablaba con dulzurasobre la alegría y la expectación.Mientras lo escuchaba, sentada conlas manos sobre el vientre, R.J. sesosegó.

La música fue creciendo. R.J.la sentía viajar desde sus oídos, porlos caminos de los nervios, a través

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de tejidos y huesos. Era tanpoderosa que llegaba hasta su alma,hasta el núcleo mismo de su ser,hasta el pequeño estanque en quenadaba el minúsculo pez.