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La conspiracion del vaticano kai meyer

Aug 22, 2015

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Roma. En una iglesia aparecen losgrabados de las Carceles “lascarceri” del gran maestro Piranesi,uno de los más importantesgrabadores de todas las épocas.Con este espectaculardescubrimiento, Júpiter, undetective especializado en objetosde arte, comienza la búsqueda dela obra del enigmático grabador delS. XVIII, ayudado en todo momentopor Coralina, una jovenrestauradora. Asesinatosmisteriosos, un monje loco y otrasapariciones llevan a Coralina y a

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Júpiter a la legendaria casa deDédalo —un lugar subterráneo queno había sido visitado durante milesde años. También aparece unasociedad vaticana muy interesadaen los grabados capaz de hacercualquier cosa con tal deconseguirlos.

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Kai Meyer

La conspiracióndel Vaticano

ePUB v1.0LittleAngel 16.01.12

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Kai MeyerEditorial: Grupo Anaya, BóvedaFecha de publicación: Octubre 2008ISBN: 978-84-936684-0-2Género: Histórico

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El laberinto es más conocidoSolo tenemos que seguir el hilo dejado

en lasenda de los héroes y, donde

deberíamos encontraruna abominación, hallaremos un dios.

Joseph Campbell,The power of myth.

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El legado del grabador

Cuando él hablaba de imágenes,siempre lo hacía desde el punto de vistadel arte.

Las demás acepciones de la palabra«imagen», como la que hacía referenciaal aspecto de una persona, al paisaje deuna ciudad o a la percepción de lapropia vida, no eran más que reflejos,estampas volátiles que se olvidaban conrapidez. La realidad no tenía ningunaconsistencia para él, o al menos, eso eralo que quería creer: así todo seríamucho más fácil.

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Sin embargo, en algunas ocasiones,cuando se encontraba ante una obra dearte de singular valor, una que lograbaen verdad dejarle sin aliento hasta casiperder el sentido, solía temer queaquellas sensaciones no fueran, por símismas, más que recuerdos. Recuerdosde belleza, de perfección, de tiempospasados.

Recuerdos de Miwa.—¿Ha tenido un buen vuelo? —

preguntó el joven taxista que le llevabadesde el aeropuerto Leonardo da Vincihasta el centro de la ciudad.

«Así son los italianos», pensóJúpiter. «Hasta sus aeropuertos se

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vuelven abanderados de la cultura y elestilo». El antiguo nombre delaeropuerto de Fiumicino existía ya soloen los paneles de la autopista,blanqueados por el sol, pero a efectosgenerales, se le conocía con el apelativode Leonardo da Vinci. ¿Qué otro paísdel mundo sería capaz de tomar prestadopara un aeropuerto el nombre de unartista?

—¿Signore?Júpiter alzó la mirada. «¿Eh?».—¿Ha tenido un buen vuelo? —

preguntó de nuevo el conductor mientrasprocedía a adelantar a un camión. Trasellos estallaba un enloquecido concierto

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de cláxones.—Sí, claro. ¿Qué tal está hoy el

tráfico? ¿Tardaremos mucho en llegar?—Quedan treinta kilómetros hasta el

centro.—No me refería a eso, sé qué

distancia hay hasta allí. Quería decir quesi las calles estarán cortadas.

—Habrá obras, atascos de horapunta... Pero no pasa nada —su miradaen el espejo retrovisor decía «Confíe enmí». Esa expresión se encuentra en elrepertorio de todos los taxistas delmundo. «En mi coche, yo soy el rey; ymi coche es el rey de la carretera. No sepreocupe por nada».

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Júpiter se acomodó en el asiento yobservó el extraño paisaje que se abríaa ambos lados de la autopista: lospardos campos de cultivo, lasocasionales construcciones con sustejados ligeramente inclinados y, trastodo ello, a un par de kilómetros al este,los primeros edificios de varias plantas,llamativos hoteles en los confines de losgrises guetos suburbiales. La coladacolgada de los balcones. Letreros deneón que, a la luz del día, ofrecían unaspecto descuidado e inclusoextrañamente obsceno.

La última vez que había estado enRoma, hacía casi cuatro años, le había

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acompañado Miwa.—¿Está aquí por negocios? —

preguntó el taxista, que carecía delcarácter aletargado tan propio de suscolegas más experimentados. Él, por elcontrario, apenas pasaría de los veinteaños y mostraba sobrada curiosidad antetodo lo que ocurriera en el mundo ajenoa él. Llevaba un gorro de punto. En suregazo cobijaba un móvil verde fosforitocon el que, sin duda, no tardaría enllamar a su novia si no lograba enredarpronto a su cliente en una conversación.Júpiter no estaba interesado en escucharmedia hora de discusión amorosa enitaliano. Odiaba tener que oír la

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muletilla «bella» insertada cada dosfrases. De verse obligado, preferíahablar él mismo.

—Sí, por negocios. Por así decirlo.—Usted trabaja en algo relacionado

con el arte, ¿verdad?Júpiter arqueó una ceja sorprendido.

No lucía un traje de diseño, y sus dedosno estaban manchados de pintura.«¿Cómo lo ha adivinado?».

El joven sonrió con orgullo.—Quiere que le lleve hasta Santa

María del Priorato. Los turistas, aunquequieren visitar iglesias, siempre sehacen llevar primero al hotel. Esoquiere decir que usted no es un turista

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convencional, y sin embargo, esextranjero. Un extranjero que toma untaxi directamente desde el aeropuertohasta una iglesia, lo hace por cuestionesde trabajo. Usted no tiene aspecto desacerdote, por lo tanto, su interés secentra en el propio edificio, ¿meequivoco? Arte o arquitectura, una dedos —se encogió de hombros—. Elresto fue suerte.

—Algunas personas consideran laarquitectura un arte.

El taxista guiñó un ojo.—¿Ve los bloques de edificios de

allí? Vivo en uno de ellos. Y ahora,hábleme usted de arte y arquitectura.

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—Tú ganas.—¿Es restaurador o algo así?

¿Arquitecto? ¿Se dedica a demostrar silos cuadros son auténticos o no?

«Muy bien», pensó Júpiter, «y ahora,¿qué?».

—Localizo obras de artedesaparecidas por encargo decoleccionistas y museos.

—¿Como un detective o algoparecido?

—Pero solo con el arte. No tepreocupes, no le contaré a tu novia quehoy por la tarde vas a quedar con otramujer.

El taxi dio un volantazo y pasó

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rozando el lateral de un Subaru. Elmuchacho giró la cabeza hacia atrás yexclamó sobresaltado: «Pero será...».

Júpiter sonrió.—He visto el posavasos que llevas

en la bandeja del salpicadero. Hay unnombre de mujer y la dirección de unapartamento en Tiburtina. No creo quehaga falta que tu novia te apunte esascosas, ¿verdad? Y mucho menos en algode un bar.

—A lo mejor resulta que no tengoninguna novia formal.

—Entonces no tendrías el móvil amano sobre tu regazo —no pudo evitarcontinuar hasta el final, aunque sonara

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un tanto sobrecargado—. Vosotros lositalianos siempre estáis disponibles paravuestras queridas familias.

Irritado, el taxista continuó:—Joder, cómo me alegro de que no

sea sacerdote. De verdad que me alegro,maldita sea.

—¿Es que tienes miedo de ir alinfierno? —se interesó Júpiter sin dejarde sonreír.

—¿Usted no?«Ya he estado allí», pensó el

aludido, pero por supuesto no lo dijo envoz alta. Las frases recurrentescomenzaron a utilizarse porqueexpresaban verdades absolutas e

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inmutables, pero no siempre esnecesario repetirlas para que todo elmundo las oiga.

Durante un momento permanecieroncallados. Atravesaron el anillo externode la ciudad, transitando entre laspálidas fachadas de las tiendas adosadasa las montañas de apartamentos yviviendas, y por calles de dos vías porlas cuales los vehículos circulabancomo si fueran de tres. Después, laslargas avenidas flanqueadas de adelfas,las primeras ruinas de pequeñosacueductos e hileras de murallas de uncolor amarillo parduzco, antiguospilones situados junto a una docena de

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postes publicitarios sobresaturados. Unvelo brumoso que cubría el depósito deuna fuente, rodeado de diminutos arcoiris. Ancianos vestidos con trajesoscuros y gorros calados hasta las cejas.Jovencitas en minifalda con perfumescaros y lo suficientemente dulces comopara azotar sin piedad la pituitaria delconductor de un cabrio que pasara porallí. Taxis amarillos que aparecíandesde cualquier dirección, como siRoma esperara aquel día acoger unaasamblea general del sindicato detransportes.

Se estaban acercando al centro de laciudad.

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Apenas unos segundos después, noobstante, Júpiter se quedó perplejo alcontemplar el entorno.

«Pero, ¿dónde estamos ahora? SantaMaría del Priorato se encuentra muchomás al sur, no había necesidad deadentrarse tanto en la ciudad». Lanzó alconductor una mirada furibunda a travésdel retrovisor, pero algo le decía queaquel joven no había pretendido enningún momento tomarle el pelo. Sabíaperfectamente que Júpiter no era unturista ingenuo que se dejara arrastrarinocentemente por media Roma y actoseguido abonara de buen grado laabultada factura.

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El muchacho lanzó una blasfemia,volvió el rostro por encima del hombro,miró hacia atrás con ojos llenos de furiay giró, rabioso, el volante para realizarun cambio de sentido aprovechando unabocacalle cercana. Una vez más, hizosonar escandalosamente la bocina ypasó rozando varios coches y toda unabandada de zumbantes vespas.

—No tengo ni idea de por qué derepente estamos aquí —masculló eltaxista apretando los dientes—. Deverdad que no tengo ni idea.

—Oh, venga ya...—No, no —se defendió el conductor

—, créame. No intentaba robarle ni nada

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parecido. Mire, voy a parar el contador—diciendo esto, dio un golpe que dejóuna huella de violencia en el taxímetro,pero también lo detuvo—. Me heperdido, pero no sé por qué.

—¿Andas ya pensando en Tiburtina?—¡Oh, eso! No, qué va. Allí estoy

solo en espíritu.—Eres el primer taxista que conozco

que se ha perdido en el camino desde elaeropuerto hasta la ciudad —se regodeóJúpiter—. De verdad, toda una novedad.

—Me alegro de que se lo pase ustedtan estupendamente en mi coche.Recomiéndeme a sus amistades.

Hasta entonces, Júpiter había creído

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saber con bastante exactitud dónde seencontraban: probablemente en algúnpunto cercano a Via Pellegrino, no muylejos de Campo dei Fiori; pero en esemomento el paisaje que les rodeaba leresultaba completamente desconocido.Desde su abrupto cambio de sentido, eltaxista había tomado dos curvas paraperderse aún más en una maraña decallejuelas del casco viejo, cada vezmás oscuras y estrechas. El taxi sereflejaba en las tenebrosas ventanasformando en su superficie manchasamarillas que se desvanecíanrápidamente como un duende frenético.

—Vas demasiado rápido —comentó

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Júpiter.—No sé dónde estamos y eso me

pone nervioso.—Así que así es como dan aquí la

licencia de taxi, ¿eh?—Ríase todo lo que quiera, pero

créame si le digo que esto no me habíapasado nunca. Jamás.

—Sí, claro.—He girado en la curva, y entonces

ya sabía exactamente dónde estábamos,pero ahora... —se arrancó el gorro de lacabeza y se enjugó el sudor de la frente.

Júpiter suspiró y miró por laventanilla.

—Llévame a esa iglesia de alguna

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forma.El taxi vagabundeó un par de

minutos por estrechas callejuelas desdelas que apenas podía vislumbrarse elcielo, y por plazas en las quemurmuraban fuentes solitarias. En todoeste tiempo no se cruzaron con una solapersona; excepto en una ocasión en que,tras las rejas de una cochera, sevislumbró medio oculta una figuraencorvada, cubierta con una capuchaoscura. La cabeza se inclinaba tanpronunciadamente hacia el suelo que eraimposible ver su rostro. Casi parecíacomo si estuviera besando el suelo,como parte de algún arcaico ritual de

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bienvenida.—Por fin —exclamó repentinamente

el taxista, mientras frente a ellos seabría un pasaje tras el cual nacía,inundado por los rayos de un intenso solde primavera, una amplia avenida.

Poco después se encontrabantransitando por una calle densamentepoblada que discurría siguiendo la orilladerecha del Tíber. Poderosos plátanosde sombra se retorcían y flexionabansobre la calzada, como si presentaransus respetos, humildemente, comoaquella singular figura oculta en lassombras de aquel portón.

—Usted no me cree, ¿verdad? —

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preguntó el conductor.—¿Qué te has perdido? Sí, claro que

sí.—Que NUNCA ANTES me había

perdido.—No pasa nada. No tenía prisa.—Cree que miento —gruñó el joven,

ofendido.Júpiter respondió únicamente con

una carcajada y, en lugar de decir nada,prefirió tratar de captar un breve vistazodel Tíber, aunque la muralla fortificadaque acompaña a la corriente en surecorrido interfirió en su objetivo. Tansolo cuando atravesaron un puente pudoél contemplar, por un breve lapso de

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tiempo, un fugaz destello reflejado en lasuperficie fluvial que surgía desde lasprofundidades de su artísticamentedelimitado lecho de piedra.

A su izquierda se alzaban, a escasadistancia, tres iglesias. Santa María delPriorato era la última. Para llegar hastaella, el taxi tuvo que aproximarse por ellado opuesto y atravesar una vez mástoda una red de pequeñas calles. En estaocasión, no obstante, el conductorencontró el camino sin dificultad.

Júpiter pagó y se bajó del coche.—Acuérdate del posavasos cuando

lleves a tu novia en el taxi.El joven ocultó el trozo de papel en

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un bolsillo.—Grazie, signore. Ciao.—Ciao —Júpiter extrajo su equipaje

del maletero y cerró la puerta.El muchacho le guiñó un ojo al

partir, como si su travesía accidentalpor una zona desconocida del cascoviejo hubiera forjado entre ellos unasólida amistad.

Júpiter respondió estupefacto algesto, para volverse, acto seguido, haciala puerta de la iglesia, agitando lacabeza, y apresurándose con grandeszancadas hacia el vestíbulo.

El interior del edificio desprendía elclásico aroma de todas las iglesias

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antiguas: incienso, cera y humedad.Cuando aún era un adolescente, Júpiterse preguntaba si, tras el altar, seencontraría algún dosificador quedesprendiera tal fragancia, como solíahaberlo en el baño de aquellas ancianasparientes que visitaba con obligadaasiduidad cada domingo de su infancia.El moho de iglesia en lugar del frescorde los pinos, el olor de la cerasustituyendo la esencia del limón.

Los bancos del lado derecho de lanave se habían apartado para abrir algode espacio, dentro del cual se alzaba unandamio de cuatro niveles que habíainvadido por completo el muro lateral.

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No se veía por ninguna parte ningúnobrero, pero tampoco ningún creyente osacerdote.

El andamio tembló ligeramentecuando, desde el plano superior,comenzaron a oírse unos pasos. Lastablas y las varas de acero vibraron.Cada pisada resonaba con fuerza y seprolongaba por toda el área del edificio.Júpiter reculó un par de metros paraobtener una mejor vista de la partesuperior, pero no consiguió ver a nadie.

Los pasos dejaron de escucharse, yuna figura esbelta apareció deslizándosepor una escalera lateral, ágil como ungato. Una mata de pelo larga y negra

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caía sobre la espalda de la joven. Vestíaun mono verde. Tan pronto como estaalcanzó el suelo, Júpiter pudocomprobar que el color original de latela era, en realidad, azul, que habíadado paso a una tonalidad más pálidapor mediación de la cal y el polvo quecubrían todo el cuerpo de la muchacha.Su cabello, azabache en su estadonatural, desprendía un brillo grisáceoque la hacía aparentar mayor edad de laque en realidad tenía.

Coralina volvió el rostro hacia él encuanto saltó desde el último peldaño.Sonreía, y estaba aún más guapa que laúltima vez que se habían visto o, al

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menos, esa era la impresión que Júpiterextraía, ahora que se encontraba endisposición de juzgar su belleza conjusticia. En aquella ocasión del pasado,ella era tan solo una niña de apenasquince años de edad.

—¿Júpiter? —se dirigió hacia él,pero se detuvo a un paso de distancia ycomenzó a examinarle con calma, lo quelogró irritarle profundamente—. Te haspuesto en forma en los últimos...¿Cuántos? ¿Ocho años?

—Diez —sonrió él con sorna—.Hola, Coralina.

Dejó la maleta en el suelo, y lamuchacha se lanzó corriendo a sus

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brazos. Era ligera, apenas notaba supeso, y medía casi una cabeza menosque él. Cuando la joven volvió a echarsehacia atrás, el abrigo del visitante estabacubierto de polvo gris.

—¡Ups! —exclamó ella—. Lo siento—y emitió una risa traviesa de niñapequeña—. La Shuvani te lo lavará. Eslo menos que puede hacer por ti.

—¿Cómo está?—¿Nos volvemos a ver por primera

vez en diez años y lo primero que mepreguntas es cómo está mi abuela? —rióCoralina—. Encantador.

—Ya no eres una adolescente.Tendré que acostumbrarme a ello.

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Los ojos de Coralina desprendieronun súbito resplandor. Eran oscuros, casitan negros como su pelo y sus delicadascejas. Sus padres eran gitanos, cíngarosambulantes que habían dejado a supequeña al cargo de su sedentariaabuela. La Shuvani también era gitana decorazón, pero había vivido durante másde veinticinco años en la capital, y eracreencia entre su gente que la ciudadcambiaba la sangre de los hombres. Aojos de su propio pueblo, habíaabandonado la vida en las calles y ya noera, realmente, uno de los suyos, a pesarde que su físico delatara sin lugar adudas su origen, y de que ella siguiera

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vistiendo los modelos y tejidos típicosde su etnia. Júpiter estaba convencidode que en los últimos dos años en que nohabía visto a la abuela de Coralina, nadahabía cambiado. La inmutabilidadsiempre había tenido gran importanciapara ella.

—Estabas en Florencia cuandoMiwa y yo visitamos a la Shuvani —dijo él—. No quiso enseñarme ningunafoto tuya. Dijo que no te harían justicia,ya sabes cómo es. Sin embargo, en miopinión, tenía razón.

Ella recibió el cumplido con unaamplia sonrisa.

—He regresado a Roma hará cuatro

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meses. Desde entonces vivo otra vez encasa de la Shuvani, en el sótano.

—¿En el antiguo cuarto deinvitados? —ambos asociaron esahabitación a un recuerdo concreto, peroCoralina no se amedrentó y continuó conla provocación.

—Todavía hay cuarto de invitados.Tú dormirás allí, si te parece bien —secolocó un largo mechón de pelo detrásde la oreja—. Tranquilo —prosiguió—.Ya no llevo camisones contransparencias.

Júpiter tenía, por aquel entonces,veinticinco años, diez más que Coralina.Su primer encargo le había llevado hasta

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Roma, y también era la primera vez quese hospedaba en casa de la Shuvani.Coralina se había enamorado de él conentusiasmo juvenil, y una noche se habíapresentado en la habitación de invitadosvestida únicamente con un ceñidocamisón adornado con estrellastranslúcidas. Le había explicado cuántole gustaba y le había dicho que queríaacostarse con él. Júpiter había tragadosaliva, se había sumergido mentalmenteen un intenso baño de agua helada y lehabía ordenado que se fuera, con elcorazón endurecido. Por aquel entoncesaún no había conocido a Miwa, pero encasa le esperaba otra novia. Además

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temía que la Shuvani le hubiera echadocon cajas destempladas de haberseducido a su adorada nieta y, a pesarde que rechazar la proposición no lehabía resultado fácil en absoluto, no sehubiera sentido bien consigo mismo sise hubiera acostado con una chiquilla dequince años, una cría a la que habíavisto por primera vez cuatro días antes.No le cabía ninguna duda de que sudecisión había sido la correcta, auncuando años después aún persistía uncierto remordimiento. De haber actuadoa la inversa, se habría mentido a símismo.

Ahora, Coralina se encontraba

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nuevamente ante él, diez años mayor,espectacularmente hermosa, ycoqueteaba con el recuerdo de aquellanoche en el cuarto de invitados en la queella le había derramadodescuidadamente sobre la camisa unacopa de vino tinto.

Para cambiar de tema, Júpiter señalóel andamio sobre la pared de la iglesia.

—¿Tus dominios?Ella asintió.—Sí, bueno, al menos por un par de

días. La semana pasada comencé aexaminar el material del muro. Larestauración durará un par de meses,pero ya no será asunto mío. Quiero

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decir, evidentemente, estaré por aquí,pero será misión de otra persona. Yosolo hago el trabajo previo.

—Es una labor de granresponsabilidad para alguien que acabade terminar los estudios.

—Bueno, en cualquier caso hacecasi un año que acabé —repuso ella—.Mis notas fueron bastante buenas, yrecibí una instrucción muy selecta encantería. Supongo que es unacombinación que funciona. No quedanmuchos canteros tradicionales en lazona.

Shuvani había explicado a Júpiter loexcelentes que habían sido las

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calificaciones finales de Coralina.Había estudiado Historia del Arte enFlorencia y se había formado, al mismotiempo, con un experto en construcciónen piedra. Había completado ambosadiestramientos con matrícula, a pesarde la presión y de la carga de trabajo.Es posible que la suerte jugara su papelen todo ello, pero no podía habérseleasignado una tarea de campo como en laque se encontraba por mero azar.

—Shuvani me contó que necesitabasmi ayuda —dijo él, y pensó para sí:«Tenga el valor que tenga hoy en día laayuda que yo pueda dar». Apenas habíatrabajado desde que Miwa se había ido

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llevándose consigo las fichas de todossus clientes, los resultados de susinvestigaciones y las bases de datosinformatizadas. Le había llevado a laruina de un día para otro.

Coralina asintió, y la serenidad desus labios dio paso a una nueva tensiónen sus comisuras.

—Has venido muy rápido.—Tu abuela me llamó ayer por la

tarde y... bueno, no tenía nada mejor quehacer, ya sabes...

Nada salvo sentarse y contemplaralternativamente la pared o la única fotode Miwa que esta le había dejado. Solíapreguntarse por qué, si se había

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marchado, no se había llevado tambiénaquella imagen suya.

Había sido lo suficientementeminuciosa como para arrebatarle todo loque tenía: el resultado de diez años detrabajo; y aún más, le había degradado ycalumniado ante todos sus clientes y sehabía apropiado de sus encargos,mientras Júpiter se acurrucaba yesperaba en su despacho vacío a quesonara el teléfono, pero no con laesperanza de nuevos trabajos, sino conla de escuchar nuevamente la voz deella, se encontrara donde se encontrara.

Sin embargo, Miwa nunca volvió allamarle. Como no podía ser de otra

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manera.—¿Qué es lo que ocurre

exactamente?Coralina le dirigió una mirada de

asombro.—¿Shuvani no te ha contado nada?—Solo que trabajabas en la

restauración de esta iglesia y quequerías que le echara un vistazo a algo.

Involuntariamente, su mente volviólos ojos de la memoria a aquel camisónde estampado exótico. Hasta ahora habíalogrado mantener aquella imagenalejada de su subconsciente. «Losrecuerdos», pensó, «pueden hacermucho daño si se lo proponen». En los

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últimos tiempos no había tenidodemasiada suerte con los recuerdos.

—¿De verdad te has metido en unavión sin tener la más mínima idea de aqué venías? —exclamó ella, agitandoanonadada la cabeza—. Debe de serverdad que no tienes nada mejor quehacer.

—Clávame un poco más hondo elpuñal y quizás te dé el gusto de gritar unpoquito.

Ella le acarició su mejilla, cubiertapor una barba de dos días.

—¡Eh! Mejor en otra ocasión, ¿vale?—dejó escapar nuevamente una de susenigmáticas risas de gitana, vivas pero,

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a la vez, extrañamente impersonales.Él asintió despacio y se preguntó si

acaso aquella muchacha podría ser, enrealidad, fría y calculadora.

—Ven —le dijo, y comenzó aascender por la escalerilla.

Júpiter dejó abandonada la maleta ycomenzó a subir por los escalones. Lasvarillas de metal se encontraban yaresbaladizas por la acción de losinnumerables pies que, gracias a ellas,se habían encaramado a los puntos máselevados de las obras realizadas endocenas de monumentos y edificiossacramentales.

—Ten cuidado, no te resbales —le

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gritó ella desde arriba, y cuando alzó lavista pudo comprobar que, mientras élmismo se encontraba en el segundo niveldel andamio, la muchacha habíaascendido ya hasta el cuarto. No cabíaduda de que era ágil.

Una vez logró llegar hasta la cima,rechazó con cierta hosquedad la manoque la joven le tendía, pero esta, noobstante, le sonrió.

—¿Cómo es posible que te rías demí? —preguntó, indignado.

—¿Cómo es posible que reaccionesde una forma tan exagerada cuando unamujer te presta un poco de atención?

—La última vez que una mujer me

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prestó atención fue con el objeto dedestruir toda mi existencia conminuciosidad y tesón.

Ella se mordió, pensativa, el labioinferior, y su gesto se volvió mássolemne.

—La Shuvani me contó lo que te hahecho tu novia. Lo siento.

—La culpa fue mía. Miwa es...—¿Es que aún la defiendes?—¿Podemos cambiar de tema? —

repuso él, encogiéndose sencillamentede hombros.

Coralina le guió, entonces, por laestrecha pasarela hasta el extremoopuesto del andamio, abriendo la

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marcha sin dirigirle una sola mirada.—¿Te dice algo el nombre de

Piranesi? —le preguntó.—¿Giovanni Battista Piranesi?—El mismo.—Grabador en bronce, italiano, del

siglo XVIII. Sus espectacularesaguafuertes le convirtieron en algo asícomo una superestrella de su tiempo. LaAntichita Romane y las Carceri serán,probablemente, sus obras másconocidas. Sin embargo, en su vidaprivada, era un hombre frustrado:siempre quiso ser arquitecto, pero nuncalogró ningún encargo.

—Correcto —dijo ella—, e

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incorrecto al mismo tiempo. Al menos laúltima parte.

—Exacto —repuso Júpiter mientrasrecordaba progresivamente los detallesomitidos. Hojeó mentalmente los librosque albergaban reproduccionesfotográficas de diversos aguafuertes yque ahora probablemente yacerían, contodas sus demás posesiones, en elapartamento de Miwa, estuviera estedonde estuviera—. Piranesi fue elresponsable de la restauración de unaiglesia, aquí en Roma. Creo que tambiénde la reforma de una plaza, pero nadamás.

Coralina agitó la cabeza en gesto

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afirmativo, y Júpiter entendiórepentinamente.

—¿Fue esta iglesia?—Santa Maria del Priorato di Malta

—corroboró Coralina—. El legadoarquitectónico de Piranesi.

Júpiter paseó su mirada por laamplia nave de la iglesia, pero nodescubrió nada que le pareciera inusualo particularmente extraordinario asimple vista. No cabía duda de que, conel buril y la placa de cobre, Piranesi eraun genio indiscutible, sin embargo suestilo de construcción resultaba soso yapenas sin atractivos.

—Nunca le permitieron trabajar aquí

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como a él le hubiera gustado —alegóCoralina—. Si le hubieran dado totallibertad, este edificio habría vivido unatransformación radical. Personalmentecreo que esta situación le desesperaba.Probablemente terminó enfrentándose asus patrones, y de resultas de todo ellonunca más logró trabajar de nuevo comoarquitecto.

—¿Y la plaza?—Pertenece a la iglesia; has pasado

justo por encima. Es la Piazza Cavalieridi Malta.

La pareja llegó hasta el final de lapasarela. Sobre sus cabezas se alzaba lacubierta de la iglesia. El fragmento de

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pared parcialmente oculto por losúltimos metros de andamiaje estabacubierto con un plástico negro, en cuyospliegues y protuberancias se habíaposado el mismo polvo sutil quedescansaba sobre la ropa y el cabello deCoralina. Un cajón de madera lleno deladrillos amontonados completaba laescena.

Coralina se detuvo frente al plásticoprotector y abrió un hueco libre en élechándolo hacia los lados, como si fueralas cortinas de un telón; entonces dijo:

—Aquí está.Júpiter avanzó con curiosidad hasta

situarse junto a ella y descubrió, para su

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asombro, que tras la lámina aparecía unaoquedad horadada en pleno muro, nodemasiado profunda: apenas había queestirar el brazo para alcanzar la pared.El investigador se sorprendió, noobstante, de que todas las evidenciasindicaran que se trataba de un hallazgoreciente, que daba origen, además, almisterioso y omnipresente polvillo.

—¿Es anterior a las reformas dePiranesi? —preguntó.

—Es lo primero que uno piensa,¿verdad? —replicó Coralina—. Sinembargo, he realizado un par de pruebasde laboratorio a algunas muestras depiedra y estas han establecido, con

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absoluta seguridad, que esto que ves serealizó exactamente en la época de larestauración de la iglesia.

El hueco medía unos dos metros deancho y lo mismo de alto. La paredposterior lucía un barulloincomprensible de relieves de temamitológico por toda su superficie; seresde fábula que se agarraban, mordían,copulaban o cazaban entre ellos. Lamayoría tomaban la forma ambigua delas gárgolas góticas, si bien algo másplanas y menos amenazadoras, perotampoco faltaban algunas figuras quehasta un niño reconocería a simple vista:el unicornio, el pegaso y una cabeza de

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gorgona mostrando, agresiva, losdientes.

—Esto no se corresponde enabsoluto con el resto de la obra dePiranesi —señaló él—. ¿Estáiscompletamente seguros de que las fechasse corresponden?

—Sí, y no solo por los resultadosdel laboratorio.

Él quiso preguntar a qué se referíacon eso, pero la joven replicó deinmediato:

—Todavía no has visto todo.Espera.

Dicho esto, comenzó a rebuscar pordetrás de uno de los rebordes de la

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cortina protectora hasta hacerse con unalinterna. El habitáculo se inundó de luz,que generó sombras entre las criaturas,una oscuridad engendrada en sus ollares,en sus fauces y en las cuencas de susojos. Algunos casi daban la impresiónde haber tomado vida real en elmomento en que los rayos de luz habíanacariciado, errantes, su pétrea y porosapiel, para crear así una apariencia demovimiento furtivo.

—Todo esto se ocultaba tras unmuro que yo había estado echando abajoen los últimos días —explicó Coralina—. No sé si habrá más oquedades comoésta entre los muros, pero supongo que

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no. Comencé a trabajar aquí por puracasualidad. Mientras examinaba elmuro, el revoque comenzó adescascarillarse y dejó visible el murointerior: la humedad de los últimosdoscientos años ha debido de pudrirla.He retirado todas las capas sueltas. Lasuperficie deteriorada tenía exactamenteel mismo grosor que el hueco queapareció detrás; a su alrededor solo haymampostería sólida y revocaduracompacta.

—Has dicho que aún no lo he vistotodo.

Ella inclinó la cabeza en gestoafirmativo.

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—Ahora te mostraré la cola deldragón. Por aquí.

Iluminó con la linterna la esquinaderecha del agujero, cerca del hombrode Júpiter.

La cola de una serpiente gigante seencorvaba sobre el restante caos decuerpos enredados y conformaba algúntipo de pasador; o quizá un picaporte.

Júpiter se volvió hacia Coralina,quien le dedicó un significativo gesto deinvitación.

—Prueba.Colocó los dedos sobre la palanca y

tiró, pero no ocurrió nada.—¿Y ahora? —preguntó él.

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—Tienes que girarlo en el sentidode las agujas del reloj.

Obedeció, hasta que la palancaprodujo un crujido sordo.

Júpiter titubeó. Antes de completarel giro del mecanismo, preguntó:

—¿Quién lo sabe?—Solo tú, la Shuvani y yo.—¿Y tus superiores?Ella se encogió de hombros.—Ni siquiera el párroco —contestó

—. Nunca viene por aquí. Las pruebaspreliminares las hice yo sola, no tengoningún compañero. La mayor parte delas obras de restauración en Romamueren en pos del ahorro, y las reformas

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en la Basílica de San Pedro hanacaparado casi toda la financiaciónexterna en los últimos años.

—¿Y por qué tanto secretismo?Ella rió, pero su risa ya no

desvelaba la misma despreocupación deantes. Coralina había encontrado algoque la inquietaba. Algo de lo que queríahablar con él.

—Termina de girar la palanca —exclamó, prolongando el misterio.

Júpiter completó el círculo y elcrujido se interrumpió bruscamente.Tiró del pasador, sin resultado. Sinembargo, cuando ejerció algo de presióncon la mano izquierda sobre el relieve,

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algo se movió: toda la pared posteriordel habitáculo se inclinó hacia dentrocomo un puente levadizo.

Lo que se abrió tras ella fue unacompleta oscuridad. El aire era frío ydesprendía un aroma pesado, a pesar deque, con total seguridad, Coralina habríaabierto aquella puerta más de una vez enlos últimos dos días. Júpiter sabíaexactamente lo que ella había sentido, laindescriptible sacudida emocional quelos descubrimientos provocan, loespectaculares y magníficos que estospueden llegar a ser, aunque en otrasocasiones resulten decepcionantes oinsignificantes. Era precisamente ese

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breve espacio de tiempo deincertidumbre, ese instante de espera, dealiento contenido, de anhelo ante lainminente revelación, en el que seencontraba. Júpiter había experimentadomomentos como ese una y otra vez concada pintura desaparecida, con cadaescultura oculta al que él hubieraseguido la pista hasta archivos demuseos, colecciones privadas o incluso,en un par de ocasiones, hasta lostrasteros más recónditos de granerosabandonados en medio de ninguna parte.

Coralina dirigió el chorro de luz dela linterna hacia la tiniebla que seextendía tras el portón de los relieves.

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Para sorpresa del investigador, lacámara resultó ser muy grande. Júpiterintentó en vano ubicar su posicióndentro de la fachada de la iglesia. Debíade estar colocada con asombrosa periciaen la estructura externa del edificio parahaber pasado tan completamentedesapercibida durante siglos.

Giró la cabeza hacia atrás y sonrió.—Deberías informar a alguien de

todo esto.—Vamos a echarle un vistazo —

repuso ella en la oscuridad.Él observó, a través de la estrecha

hendidura comprendida entre la pared yel andamio, la distancia que les

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separaba del suelo, vio el polvo caersuavemente hacia el vacío y, finalmente,dio un paso adelante hacia el abismo. Unsegundo después se encontrabaatravesando el portón abierto al interiorde la cámara. Coralina estaba ya a sulado y apuntaba la luz de la linterna entodas direcciones.

La caída era más profunda de lo quelo había sido desde el andamio. En dospasos se situaron junto a la paredopuesta, que carecía de revoque, peroestaba seca. Júpiter podía seguir conclaridad las pisadas de Coralina:aparentemente había examinado cadarincón de la cámara; ya fuera paredes,

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techo o suelo.—¿Qué es esto? —preguntó mientras

observaba el entorno.Coralina le hizo entender con una

inclinación de cabeza que siguiera el hazde luz de su linterna. El resplandor searrastró lentamente por el muroposterior hasta que Júpiter pudodescubrir lo que ella quería mostrarle.

Algunas de las junturas verticalesdel muro eran más anchas que las demásy formaban aberturas en la piedra deunos sesenta o setenta centímetros dealtura de las que no surgía luz alguna,por lo que no podían conducir a lafachada del edificio.

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Prendida en cada una de estasranuras se apreciaba lo que, a primeravista, podría confundirse con un pañocon el que alguien hubiera intentadotaponar improvisadamente los orificiospara evitar la humedad. Júpiter alargótímidamente un dedo y rozó el material:tenía un tacto similar a la gamuza.

Cuando se volvió nuevamente haciaCoralina, esta comenzó a rodear surostro con el haz de luz.

—Lo he dejado todo como estabacuando lo encontré. Quería que lo vierasen su estado original.

Se giró una vez más hacia lasranuras. Sin contarlas una por una

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calculó que habría unas diecisiete odieciocho. Pellizcó el cuero ligeramentepero no tardó en retirar agitadamente losdedos.

Su recelo sorprendió a Coralina.—No es piel humana —rio ella entre

dientes, como una adolescente ante unabroma particularmente macabra—,aunque encajaría bien con la situación,¿verdad?

—¿Lo has llevado a analizar?—Por supuesto. Es cuero bovino,

bien trabajado y tratado en uno de suslados con algún líquido impermeable.

Júpiter tiró fuertemente de uno de lascubiertas de cuero. Para su sorpresa,

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resultó ser mucho más pesada de lo quehabía esperado; el tejido envolvía algúntipo de objeto.

Mientras lo retiraba cuidadosamentede la hendidura, pudo comprobar que setrataba de una placa rectangular.

Coralina observó con quéminuciosidad examinaba los bordes delaplanado paquete.

—Unos cuarenta y un centímetrospor cincuenta y cuatro. Más o menos unpar de milímetros.

Júpiter retiró con precaución laquebradiza funda de cuero paradescubrir una placa metálica,aparentemente de cobre, que en muchas

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zonas había adquirido un tono verdoso.Algo de humedad había logrado, portanto, abrirse paso hasta ella.

La placa estaba cubierta hasta susextremos con una cenefa. Líneas claras ysombreados se entretejían por lasuperficie como si estuvieran pintadassobre ella, si bien Júpiter apreció enseguida que, en realidad, estabangrabadas. En los surcos aún reposabanrestos de pintura negra.

Alzó la placa con ligereza, pero latocó utilizando los extremos de la fundade cuero para no dejar huellasdactilares. Los rayos de luz quechocaban directamente sobre el metal,

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producían en este reflejos cegadores.—Dirige la luz hacia un lado —le

dijo a Coralina.Descubrió entonces de qué se

trataba.—¿Una plancha de impresión del

ciclo de las Carceri, de Piranesi?—El original de la lámina siete —

susurró Coralina, como si temiera que lapieza pudiera dañarse únicamente con elsonido de su voz.

La placa mostraba, como en latotalidad de las dieciséis láminas de lasCarceri, un mismo motivo: lapanorámica de un gigantesco calabozo.Ante el observador se abría el escenario

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de una inmensa sala subterránea,atravesada por grandiosos puentes yescaleras de caracol, colosales arcos eintersecciones repartidos en variospisos. De todas partes colgaban cadenasy, de forma esporádica, se reconocíanfiguras humanas: algún prisionero deextremidades borrosas y formasdudosas. En la parte superior del dibujo,un enorme puente levadizo se cerrabasobre el abismal espacio de la sala. Lamera contemplación de la escena bastópara conjurar en el oído de Júpiter unsusurro irreal, como las notas de unapuntador: el chirrido de las ruedasdentadas, el crujido de las poderosas

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cadenas, el gemido de los cimientos ylos tablones de madera, resonando ydeformándose en la grandiosidad de esacatacumba infernal.

Ligeramente mareado, se encaró unavez más con Coralina.

—¿Se sabe que aún existe laplancha?

Ella negó orgullosa con la cabeza.—No. Todo lo que se conserva de

las Carceri son las reproducciones, lasimpresiones que Piranesi realizómediante las planchas, pero losoriginales se consideran desaparecidos.

La mirada de Júpiter vagó siguiendolas ranuras de la pared.

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—¿Son las dieciséis?—Sí.Con sumo cuidado, depositó la

plancha en el suelo y la envolvió poco apoco, tiernamente, en el cuero protector,para introducirla después en lahendidura con el más solemne de losrespetos.

—No me sorprende que la Shuvanino quisiera hablar de esto por teléfono.Tienes claro que esto es undescubrimiento sensacional, ¿verdad?

—No, Júpiter —respondió ella,mordaz—. Solo estudié Historia delArte para poder ligar con un profesorcon chaqueta de tweed.

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Él sonrió con ironía.—Pero lo que quieres es que te diga

cuánto valen las planchas, ¿no?Coralina asintió.—Tu abuela y tú... Vosotras dos

esperáis una recompensa.Ella apartó bruscamente sus ojos de

los de él y volvió la mirada al suelo.—El negocio no va bien. La Shuvani

se quedará en la calle si no logra pagarsus deudas. No podríamos ni pagar lamudanza (Dios mío, todos esos libros),mucho menos una casa nueva.

Delicadamente alzó el mentón de lamuchacha con el dedo índice y le miródirectamente a los ojos para preguntarle:

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—¿No habréis pensado en laposibilidad de hacer desaparecer lasplanchas?

La expresión de la joven seendureció y dio un paso hacia atrás.

—Tú solo tienes que calcular elvalor, Júpiter. Te pagaremos por ello, siquieres.

—¿Con el dinero que obtengáis decualquier estraperlista? —de habergritado algo más alto, se le habríapodido escuchar desde la iglesia, por loque rápidamente controló el tono—.Estas cosas valen un par de millones,Coralina. ¡Millones! No es algo que sepueda vender tranquilamente en Porta

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Pórtese entre camisetas y cintas pirata.—Sería un detalle por tu parte que

no me subestimaras de esa manera —respondió ella con frialdad—. Conozcoa gente que podría encargarse de esetema.

—Entonces, ¿por qué no les hasllevado a ellos las planchas para que lasvaloren?

Esta vez, ella le sostuvo la mirada,pero con gran esfuerzo, tal y como élpudo observar.

—Los tipos que pueden permitirsepagar por hallazgos como este no sonprecisamente conocidos por su granhonradez.

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—Me siento halagado.—¡Por el amor de Dios, Júpiter! ¡La

Shuvani confía en ti! Y yo también.Simplemente dime cuánto se puede pedirpor las planchas y no te pediré nadamás. No tendrás que mancharte lasmanos.

El detective le arrebató la linternade las manos y apuntó directamente a lacara de la chica con el haz de luz.

—Si ya os habéis decidido, entonces¿por qué siguen aquí las planchas?Podrías habértelas llevado ya anoche.

—Yo... —se interrumpió ella,buscando las palabras.

Júpiter se colocó frente a ella.

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—En realidad no quieres hacerlo,¿verdad? No es como «mangar» algúntrasto en una tienda y lo sabes. El robode obras de arte se considera un delitograve, y mucho más a esta escala.

«"Mangar" algún trasto en unatienda...».

Tanto si quería como si no, seguíaviendo en ella a esa chiquilla que va aun centro comercial y, por primera vez,deja caer como por accidente un lápizde labios en el bolsillo de su chaqueta.

—La Shuvani está desesperada —respondió la joven—. Necesitamos eldinero.

—Pero no así, Coralina. No de esta

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manera.Ella adoptó un súbito e inquietante

aire nervioso.—Nadie nos garantiza una

gratificación. La iglesia reclamará lasplanchas y el Vaticano no soltará ni unalira mientras no se lo exija un tribunal.Yo trabajo para el Vaticano, así que notengo ningún derecho legal —se lamentómientras hacía surcos en el polvo con lapunta del pie—. Joder, Júpiter, nosquedaremos en la calle si no podemossacar el dinero de algún sitio.

—¿Cuánto necesitas?—Ciento cuarenta millones de liras.—¿Ciento cuarenta? ¡Con eso

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podrías comprar media casa!—No son solo los pagos atrasados

del alquiler. ¡Ya conoces a la Shuvani!Tiene a sus espaldas toda una hilera dedenuncias por escándalo público,quebranto del orden público y demás.Las multas se van amontonando: dos milliras por aquí, cuatro mil por allá.Además tuvo un accidente apenas dosmeses después de que le retiraran elcarné de conducir. Desde entonces tengoque hacer yo sola las entregas de loslibros.

—¿Qué pasó?—Atropello a una mujer en la Piazza

Cairoli. La Shuvani tuvo toda la culpa,

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así que tiene que pasar año y medio enlibertad condicional, pagar una sancióndesorbitada y ocuparse de los gastosmédicos de la víctima. Podemos darnospor satisfechas porque la mujer nopresentó también una demanda pordaños y perjuicios.

—¿La Shuvani está en libertadcondicional y todavía te instiga arealizar un desfalco de obras de arte porvalor de dos millones de dólares? —dejó que el chorro de luz de la linternaapuntara al suelo y agitó la cabeza conaire reprobatorio—. Quizá debería teneruna pequeña conversación con tuabuelita.

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Coralina se plantó como un rayofrente a él y le agarró con fuerza delantebrazo.

—¡Ya no soy una niña, Júpiter! Yano soy esa mocosa que se mete ahurtadillas por las noches enhabitaciones ajenas. Estoy decidida ahacer esto.

—No, no lo estás. De ser así, lasplanchas ya no estarían aquí.

Júpiter vio cómo los ojos de lajoven se tornaban vidriosos y se leencogió el alma pensando que iba aecharse a llorar, pero no tardó ensacudirse de encima toda emotividad, sien realidad hubo un momento en que ella

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hubiera estado cerca de mostrar susemociones.

—¿Tan imposible es que salga bien?—preguntó con voz queda.

—Del todo —le tomó de la mano sinsaber muy bien por qué lo estabahaciendo, pues no relajaba en absolutola situación—. Incluso aunqueconsiguieras sacar dieciséis planchas deesta categoría de la iglesia sin que nadiese diera cuenta, ¿a dónde irías conellas? Tus amiguitos trapicheadoresson...

—Te he dicho que conozco a esagente —le interrumpió ella—, no quesean mis amigos.

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—Esos tipos son bombas derelojería —Júpiter había conocido aincontables tratantes ilegales de arte enlos últimos diez años, y sabía de lo quehablaba—. ¿Cuánto crees que tardará enocurrírseles la genial idea de no pagarosnada por las planchas? ¿O de haceroschantaje? ¿O de entregárselo todo a lapolicía para sacar provecho? —contuvoel aire para después expulsarlo en unsonoro suspiro—. Olvídalo, no tienesentido. Ni siquiera un profesionaltendría posibilidades de que le salierabien.

Coralina calló durante un largo ratoy dejó que su mirada, compungida,

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recorriera los nichos que albergaban lasplacas de cobre. El observódetenidamente su lucha interior: no erauna batalla fácil.

Finalmente, inclinó la cabeza.—De acuerdo —dijo—. Tendré que

llamar a un par de personas.—¿Me lo prometes?—Sí, te lo prometo.Cuando atravesaron la entrada

cubierta de plástico de vuelta alandamiaje, vieron, por encima de labarandilla, que en el suelo, junto a lamaleta de Júpiter y observando estadesde todos los ángulos, se encontrabaun sacerdote vestido de negro.

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—Atrás —susurró Coralina mientrashacía retroceder a Júpiter hasta un puntoen el que el religioso no pudiera verlo.Ella, por su parte, salió del refugiolanzando a su compañero en laclandestinidad un atisbo de sonrisa ydescendió precipitadamente por lasescalerillas.

Poco después, Júpiter pudo escucharlas explicaciones que la joven ofrecía alclérigo.

Cerca del Palazzo Farnese, junto altimbre de una vivienda, un letreroanuncia «Residenza». Quien pulse el

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blanquecino botón, pulido y lustroso trasdécadas de uso, no tardará en oír elsonido de la puerta al abrirse. Después,podrá subir hasta el cuarto pisomediante un ascensor de aspectovenerable, engalanado con un enrejadode hierro forjado y, una vez allí, lerecibirá un anciano de cabellos grisesque lleva en su portería desde lostiempos del Duce. La madera estáapagada y quebradiza, y el portero esarisco y parco en palabras. Lashabitaciones no son caras, y quienpregunte por un huésped en concreto oacuda buscando información, con todaseguridad no recibirá más que silencio.

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En una de las habitaciones de estapensión, por encima del laberinto decallejuelas del casco viejo, seencontraba sentado Santino,contemplando con atención la pantallade un reproductor de vídeo portátil detamaño no mucho mayor que ladesgastada Biblia apoyada en la mesillade noche.

Santino lloraba.El hombre que aparecía en la cinta

estaba muerto. Le había conocido comola palma de su mano, era su amigo, suhermano.

Monje capuchino, como él mismo.Santino lloraba por lo que le había

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ocurrido, pero también por sí mismo,por el destino que Dios, en toda suGracia, le había confiado.

Santino estaba asustado como nuncaantes en toda su vida. Sabía que loseguían, sabía que incluso allí, enaquella pensión, darían con él. Pronto,muy pronto, puede que ese mismo día.

Había hecho todo lo posible porborrar sus huellas, pero no era uncriminal, solo un monje capuchino, y nosabía desvanecerse en el aire ydesaparecer de un día para otro. Susentido común le recomendaba queabandonara la ciudad y se alejara deRoma, se adentrara en la Campiña y

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continuara hacia el sur hasta el mar eincluso más allá. Quizá podría encontrarrefugio en una misión, en algún lugar delnorte de África.

Sin embargo, él sabía que aquel planno era más que una quimera. Ellos leencontrarían en cualquier sitio en que semostrara abiertamente. Había sidocapuchino demasiado tiempo como paraencomendarse a una protección que noera la de Dios. Las pensiones yhoteluchos en los que se ocultaba,siempre en guardia, desde hacía días, enuna sucia habitación tras otra, lerecordaban extraordinariamente a suconcepto personal del infierno. Era

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evidente que no podría prolongar estejuego del escondite durante muchotiempo: no tardaría en buscar laprotección y el consuelo de una iglesia,y entonces le atraparían.

Creía descubrir a sus perseguidoresen cualquier esquina: en los pasos queresonaban por el pasillo y que sedetenían durante un instanteimperceptiblemente más largo frente asu puerta; en los ruidos de la habitaciónsuperior a la suya, cuyo permanente ir yvenir resonaba por el techo de su cuartoy excitaba sus nervios hasta hacerleenloquecer. Ir y venir, ir y venir, una yotra vez.

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Ya no sabía si lo imaginaba todo osi los pasos y los sonidos existían enrealidad, pero podía percibir que loestaban observando, que el círculo entorno a él se cerraba y estrechaba cadavez más.

Tenía que ver todas las grabaciones,los seis vídeos, hasta el último minuto,antes de caer en la red de sus enemigos.Tenía que descubrir toda la verdad, elgran secreto por el cual sus hermanoshabían dado la vida, entre gritos deagonía y cubiertos de sangre, en un lugarsin Dios y su clemente auxilio. Teníaque saberlo todo de una vez por todas.

En los días pasados desde el inicio

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de su huida, había visto ya las tresprimeras grabaciones, las de mayorduración: siempre las mismas imágenes,las mismas voces, los mismos sonidos.Esta tarea le dejaba exhausto y aturdido,y únicamente el miedo reflejado en loshombres que aparecían en la pantallamantenía despiertos sus sentidos. Elentendía lo fundado de su terror.Conocía en profundidad el desenlace desu odisea.

No fue fácil reproducir lasgrabaciones durante demasiado tiemposin verse obligado a hacer pausas;continuamente tenía que abandonar suescondite y vagar sin rumbo por los

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callejones, hasta que, finalmente, en unade aquellas habitaciones de hotel, habíadescubierto que se le habían acabado laspilas. No disponía de demasiado dinero,solo lo justo para pasar bajo techoalguna que otra noche, y había dedicadotodo un día a luchar consigo mismoantes de decidirse a robar en una tiendapilas nuevas, un cargador y un cable dered. Eso había sido la tarde anterior,pero en ese momento, al mediodía deldía siguiente, había logrado introducirfinalmente la cuarta cinta en elreproductor. Ya había visto la mitad dela grabación, y sospechaba que todo loque se mostrara a partir de ese punto iba

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a ser peor, mucho peor.Santino se sentía como un alcohólico

que sabe que, hiciera lo que hiciera, nodebería ni acercarse a una botella, y sinembargo termina haciéndolo. Deberíahaber tirado el reproductor con monitorincorporado, debería haber destruido lascintas, lo que fuera para no ver, para noescuchar. Haberse vuelto ciego y sordo.Algo imposible, por supuesto. Les debíaa los demás descubrir algo más acercade su destino final, tomar parte en él,como si él mismo hubiera sido miembrode esta expedición fatal al abismo o, almenos, lograr hacerse una idea de lo quefue aquello. Había sido Santino quien

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les había proporcionado elequipamiento y se había preocupado deque el abad no se enterara de sus planes.Había sido uno de los cabecillas desdeel principio.

Sin embargo, al final, había sido élquien se había rezagado ya en la entrada,cuando la cojera en la pierna derechaque padecía desde que nació hizo quesus tres compañeros tomaran ladelantera. El nunca habría podido seguirsu ritmo y, en cualquier caso, no iban atardar en regresar para compartir con élsus experiencias.

Tan solo uno de ellos surgió despuésdel abismo, el hermano Remeo, y tan

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solo unos instantes después moriría enlos brazos de Santino. El brazoizquierdo de Remeo, completamentequemado, colgaba de su cuerpo, ymostraba el hueso desnudo y renegridocomo si lo hubieran raspado, peroseguía aferrado a las seis cintas devídeo. Con sus últimas fuerzas habíalogrado sacar a la luz aquellasgrabaciones, poniendo en ello toda sufuerza de voluntad, como si la vida se lefuera en ello y, moribundo, había hechojurar a Santino que descubriría laverdad para poder, quizá, informar almundo.

Santino no quería poner en marcha

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aquellas cintas, ni contemplar aquellasimágenes, pero debía hacerlo. Enseguida, sin dilación, mientras aún lequedara tiempo.

«Remeo», se preguntaba, «¿Por quénosotros? ¿Por qué yo?».

El monitor mostraba los escalonesde una escalera de caracol, de unos diezmetros de ancho y construida en piedrasólida. A lo largo de tres cintas, treshombres descendieron por ella. Uno delos exploradores, Remeo, portaba sobresu hombro la cámara y elcorrespondiente foco. Los capuchinoscarecían de experiencia con este tipo deelementos tecnológicos, pero durante las

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eternas horas de descenso hacia lasprofundidades había terminado porcoger cierta práctica. La imagen eracada vez más inestable y, en ocasiones,borrosa, si bien resultaba más visibleque al principio de la grabación, en queel entorno únicamente se podía intuir.

Los otros dos monjes eran elhermano Lorin y el hermano Pascale.Remeo aparecía raramente en la imagen,únicamente cuando cedía la cámaramomentáneamente a alguno de suscompañeros o cuando la colocaba sobrela elevada barandilla de la escalera, yaque la mayor parte del tiempo la portabaesforzadamente sobre el hombro,

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hablaba en alguna ocasión por elmicrófono y filmaba a sus hermanosmientras se iban adentrando, escalóntras escalón, en el abismo.

Hasta ahí, doce horas. La escaleraparecía no tener fin. Si Santino nohubiera confiado tan ciegamente enRemeo, habría pensado que los treshombres habían descendido siempre elmismo tramo de escalones, quizá pormiedo a penetrar más en lasprofundidades, pero él conocía a suamigo y sabía que aquellos peldaños ysus dimensiones eran reales.

Doce horas de descenso por unaescalera titánica y aun así, el inicio de la

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cuarta cinta no presentó ningún cambio.Al otro lado de la barandilla, compuestade columnas de piedra tallada que sealzaban hasta la altura del estómago, nohabía nada más que tinieblas. Endiversas ocasiones los monjes arrojaronesferas luminosas a la oscuridad y solopudieron constatar, desilusionados,cómo las bolas caían y su brillo seextinguía en algún punto de la profundanegrura. Los proyectiles no rebotaban enninguna dirección, ni encontraban elinicio de una pared o estructuraarquitectónica; tan solo el vacío y laoscuridad.

Los monjes portaban en sus mochilas

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algunas provisiones que, con unconsumo moderado, les permitiríanalimentarse varios días más. Comocapuchinos estaban acostumbrados a lasprivaciones, si bien el descensoinfructuoso y prácticamente inacabablelograba agotarlos. Hasta la fecha, susvidas se habían consagrado a las laborespropias de su orden, principalmente elcuidado de los enfermos y el trabajomanual. Los capuchinos llevaban unafrugal vida de ermitaño en medio de lametrópolis de dos millones de habitantesque es Roma. El estudio y otras laboreseruditas estaban prohibidas para ellos,su existencia se dedicaba únicamente al

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bien de los demás y a la gloria delSeñor.

Las fatigas del descenso eran nuevaspara ellos, por lo que los tres se vieronafectados por fuertes agujetas,calambres recurrentes y alientoentrecortado. El aire parecía ser másdenso que en la superficie, quizáentremezclado con gases o agentesquímicos que no podían olerse ni verse.

Sin embargo, seguían adelante,avanzando más y más.

Hacia el infierno.Santino parpadeó. Pulsó el botón de

pausa. Había oído algo fuera, tras lapuerta de la habitación. Primero, el

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chirrido de la verja del ascensor;después, los pasos. ¿Era una persona oeran más? No sabría decirlo. Entonces,los sonidos se acallaron, justo en frentede su habitación.

¿Era eso que oía un aliento bajo yentrecortado? ¿Un susurro tan leve comoun suspiro?

Hasta entonces, Santino habíapermanecido sentado sobre la cama conlas piernas cruzadas para apoyar elaparato sobre sus rodillas, pero en esemomento, se levantó. Llevaba zapatillasde deporte, pantalones vaqueros y unacamisa vieja: ropa de beneficencia. Enel pasillo de una casa había encontrado

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una bolsa de plástico para donacionesllena de ropa, se la había llevadocorriendo tan rápido como habíapodido, hasta llegar a un discreto patiointerior en el que había estudiado yseleccionado su botín. Los zapatos eranun número más pequeño y resultabanextraños tras tantos años llevandoúnicamente sandalias, pero podíacaminar con ellos, o incluso correr siera necesario.

Se aproximó sigiloso, a pesar de sucojera, hasta la puerta. No cometió elerror de apoyar todo el cuerpo contra lamadera para escuchar a través de ella,sino que mantuvo la espalda junto a la

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puerta e inclinó la cabeza ligeramentehasta que pudo pegar una oreja contraaquel peligroso elemento.

¿Eran eso pasos? ¿Dos o quizá tres?Colocó una mano sobre el picaporte

tan despacio como le fue posible ydirigió la otra hacia la llave, quesiempre mantenía en la cerradura. Si lagiraba, quien estuviera fuera lo oiría ysabría que le habrían descubierto, selanzaría sobre él, le derribaría, leinmovilizaría y se le llevaría, y nuncapodría averiguar toda la verdad sobre loque les había ocurrido a Remeo y a losdemás.

No, no era tan tonto.

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Extremando la precaución, se pusode cuclillas para intentar ver algo através de la cerradura. Aunque la llaveobstaculizaba gran parte de su visión,las rendijas a izquierda y derecha lehabrían indicado si hubiera habido algúnmovimiento al otro lado de la puerta.

Santino no pudo ver que hubieranada. El pasillo parecía estar vacío.

Pero, ¿y si sus perseguidores seencontraban a los lados de la cerradura?Eran listos, sabían cómo tomarle el peloa un hombre como él. Sin dudapensarían que sería fácil jugar con unsimple monje.

No les pondría las cosas tan fáciles.

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El susurro había concluido y ya nose oía ninguna respiración, pero eso nosignificaba nada. Eran listos, muy listos.Quizá contenían el aliento antes de tirarla puerta abajo y llevárselo por lafuerza. Quizá todo era parte de su plan.

Santino regresó silenciosamentehasta su cama y apagó el reproductor devídeo. La oscuridad pareció escapar dela barandilla para invadir todos losrincones hasta llenar la pantalla.

Santino metió el aparato con el restode sus efectos personales en el interiorde la mochila, agudizó nuevamente eloído en dirección a la puerta hastaasegurarse de no oír ningún ruido,

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aliento o susurro, y finalmente seencaminó a la ventana. Había elegidoesa habitación con cuidado. Al otro ladodel cristal, un pequeño tejadilloinclinado terminaba en la superficieplana de otra techumbre. Desde allípodía llegar al edificio vecino y,escaleras abajo, hasta la calle.

En apenas un segundo, el miedo delmonje quedó desbancado por unaexplosiva sensación de triunfo del todoextraña para él y su anterior vida. Perohabía aprendido, ahora sabía cómoorientarse en el mundo exterior.Chafaría los planes de sus enemigosantes de que estos se dieran cuenta de

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que, una vez más, había logrado darlesesquinazo.

Abrió la ventana de un empujón, y enel tiempo en que transcurre un latido,estaba fuera.

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El artista de lasmazmorras

La figura de una virgen coronaba lacasa de la shuvani. Ante ella, seencontraba arrodillada una figuraembozada en un pañuelo negro. Lascuentas de un rosario brillaban entre losdedos temblorosos, secos y huesudos.Bajo la sombra del pañuelo nacía unsuave murmullo.

Sobre la hornacina en la quereposaba la Virgen, habían colocado unpequeño letrero que revelaba queaquella representación de la madre de

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Dios se había erigido en 1954 enconmemoración del décimo aniversariode la liberación frente al fascismo. Másabajo, en el suelo, junto a la murmurantefigura arrodillada, existían dos cuencos,uno lleno de agua, el otro, de comidapara gatos. Un ejemplar callejero ysucio al que una alimentación a base deratas y basura mantenía bien rollizo,había sumergido el morro en el segundocuenco y engullía su contenido con tantasatisfacción como ruido, sin prestar lamás mínima atención al orante.

Júpiter retuvo aquella imagen comotodas las estampas callejeras que lellamaban la atención: como algo que

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podría haber sido maravilloso, extrañoo inquietante de haberla plasmadoalguien sobre un lienzo. Sin embargo,siendo como era parte de la realidad,duró muy poco, y apenas en un segundo,en cuanto Coralina abrió la puerta dellocal, lo olvidó completamente.

Cinco minutos después, tras uncaluroso saludo por parte de la abuelade la joven, se sentaron en torno a unamesa en el estrecho jardín situado en eltejado del edificio, acompañados de unpoco de queso y vino tinto.

La Shuvani era una mujer grande, deconstitución dura y hombros anchos yfuertes. Su cabello aún era negro como

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la pez, igual que el de su nieta, si bienmás corto y recogido en la nuca con unmoño. Cientos de cadenas y brazaletescolgaban de su cuello y sus muñecas,respectivamente. Júpiter ignoraba laedad real de aquella mujer, perocalculaba que se encontraría en torno alos sesenta y muchos. Siempre habíasido una persona difícil de comprender,incluso para su nieta, que había vividobajo su techo desde hacía años, y quetampoco había podido escuchar ni unasola vez su nombre completo. Se laconocía, simplemente, como la Shuvani,una palabra que en romani significabruja o hechicera.

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—Hijo mío —dijo nada más tomartodos asiento en torno a la mesa—,cuánto me alegro de que estés aquí.

—Y justo a tiempo, me parece a mí—Júpiter se había propuestotajantemente no dejarse engatusar, peroempezó por costarle esfuerzo noconmoverse con la maternal simpatía dela mujer.

La Shuvani intercambió una cortamirada con Coralina, quien volvió lavista al suelo con sonrojo apresurado.La anciana se dio cuenta en seguida delo que había ocurrido, y exhaló unprofundo suspiro.

—Ay, niños, me lo tendría que haber

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figurado.Dicho esto, cayó en un profundo y

taciturno silencio, roto únicamente porel ligero sonido que produjo al beber desu vaso de vino.

—¿Qué esperabas? —preguntóJúpiter —¿que os apoyara en esedisparate? No puedes estar hablando enserio.

La Shuvani dejó escapar una risillaladina.

—Merecía la pena intentarlo,¿verdad?

—¿Cómo puedes pensar eso?—¿Qué es lo que ves cuando miras

en tu interior, hijo mío?

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—Cuando yo... ¿Qué?—Cuando cierras los ojos. Venga,

¡hazlo! ¡Ciérralos! Cierra los ojos ydescríbeme todo lo que ves.

Obedeció de mala gana y cerró losojos, pero en seguida los volvió a abrirasustado, agitando la cabeza.

—Venga ya, ¿qué se supone quedebería ver? Yo...

Ella le cortó de inmediato, de formasuave pero categórica.

—Ves las planchas de cobre. Ellegado de Piranesi —sonrió, sardónica,mostrando sus incisivos de oro—. Tehas contagiado como si fuera unaenfermedad. Ya no te dejará ir, Júpiter;

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Piranesi está aquí con nosotros.Ella solía decir ese tipo de cosas,

pero en el pasado nunca le habíanprovocado la incómoda sensación que leinvadía en ese preciso momento.

—Te tomas estas cosas muy a laligera —repuso él, con ciertainseguridad.

—¿A la ligera? —rio la Shuvani.Había olvidado ya cómo sonaba su risa,ronca y sonora como la de un hombre—.Estamos aquí en Roma, hijo mío. Conquince millones de turistas al año,nuestra «ligereza» es lo único que evitaque nos sintamos prisioneros en unaDisneylandia de la antigüedad.

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—Existe una diferencia entre notomarse las cosas demasiado en serio ytomárselas directamente a broma.

La Shuvani intercambió una rápidamirada con Coralina, quizá paracomprobar si esa era también suopinión. Sin embargo, en esta ocasión,la joven se mantuvo firme y la Shuvanisonrió con gesto indulgente.

—Por lo que veo, la juventud sesolidariza entre sí.

—Quizá ha sido un error —repusoCoralina.

La sonrisa de la Shuvani se volvióaún más ancha.

Júpiter frunció el ceño.

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—No. Lo correcto ha sido anunciarel hallazgo. Aún no era demasiado tarde.

La Shuvani sacudió la cabeza conaire de resignación.

—¡Por Dios, Júpiter! Qué... juiciosote has vuelto en los últimos dos años.Casi hasta un poquito aburrido —élquiso contestar, pero ella se colocó eldedo índice sobre los labiossugiriéndole que permaneciera callado—. Me hubiera gustado que hubierasmostrado un poquito más de sentidocomún cuando estuviste con Miwaka enmi casa.

Siempre había llamado a Miwa porsu nombre de pila, una pequeña señal

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más de lo poco que le había gustado yapor aquel entonces.

—No la metas en esto, ¿quieres? —repuso él, un poco demasiado deprisa,demasiado a la defensiva.

—Ya te dije que estaba jugandocontigo. Esa pequeña víbora japonesa teutilizó como a un muñeco desde elprincipio. Se aprovechó de ti, y todo elque te conocía tuvo que quedarsemirando con los brazos cruzadosmientras tanto.

Júpiter se escudó en una risa vacía.—Tú no te quedaste precisamente de

brazos cruzados.—Solo intentaba avisarte —

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respondió la anciana, dejando relucirsus dientes de oro—. Sin éxito y, paraserte sincera, no creo que hayasaprendido la lección. Sigues prendadode ella, como un perro al que hanabandonado en la autopista.

—Muchísimas gracias —repuso él,irritado—. Te agradezco esa delicadezacon la que te pones en el lugar de losdemás.

Coralina probó su vino por primeravez.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis juntosMiwa y tú?

—No llegó a tres años.—El estaría con ella —corrigió la

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Shuvani—, pero ella con él, no.—Bueno, ya está bien —murmuró él.La Shuvani quiso continuar hablando

del tema, pero Coralina salió en ayudade Júpiter.

—¿No bebes vino? —le preguntó,observando el vaso que él no habíasiquiera tocado.

—Soy alérgico.—¿Precisamente al vino tinto? —

Coralina dejó escapar una risilla infantil—. Es terrible.

La Shuvani dio un respingo.—Oh, Dios mío, ¿cómo he podido

olvidarlo? —antes de que Júpiterpudiera responder, desapareció

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rápidamente en el interior de la casa,zarandeándose con las zancadas patosastan propias en muchas mujeres entradastanto en años como en peso—. Solotengo Frascati en el frigorífico —gritódesde dentro.

Coralina tomó el vaso de Júpiter ylo vació en una maceta.

—¿Qué te ocurre cuando lo bebes?—Me salen sarpullidos, piel

escamada y un picor como para volverseloco.

—¿Solo con el vino tinto?Júpiter asintió y tamborileó tres

veces en el tablero de la mesa.—Al menos hasta ahora.

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La Shuvani regresó de la cocina ycolocó una garrafa de vino blanco sobrela mesa, junto con un vaso limpio.

Júpiter lo llenó hasta la mitad.—Coralina me ha contado que la

tienda no va bien.—Sí, es algo triste —suspiró la

Shuvani—. Debería vender a los turistaspequeños legionarios de plástico y esaspostales con imágenes tontas quecambian al moverlas. Entonces nos iríamucho mejor.

«Y sin atropellar peatones sin carnéde conducir», pensó Júpiter.

Hacía un momento, antes de quesubieran al jardín, había echado un

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furtivo vistazo a la tienda de la Shuvani.Parecía que nada había cambiado desdeentonces, tan solo el aroma de losrecuerdos conjurados, de imágenes deMiwa y él revolviendo entre cajas yestanterías durante dos días enteros.

La Shuvani vendía cuadros y libros,algo que no la diferenciaría de otrosdoscientos comerciantes de Roma si nofuera porque se había especializado enarte esotérico y en cualquier clase delibro que le deparara la visita furtiva deocultistas con gafas y problemas desobrepeso.

La tienda comprendía los dos pisosinferiores del edificio. La planta baja

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lucía estanterías repletas de libros quecubrían las paredes por completo yconvertían la pequeña tienda en unlaberinto angosto y mal iluminado. Justoencima, en el primer piso, sealmacenaban dibujos, grabados,acuarelas, aguafuertes... todo lo que sepudiera almacenar en álbumes y cajas.La tienda de Shuvari no era una galeríaen la que se pudieran contemplar lasobras en amplias paredes llenas de luz;quien entrara debía llevar consigotiempo suficiente para luchar contracarpetas y montañas de dibujosacumulados hasta que, quizá, lograraencontrar el que busca. La Shuvani no

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era, además, demasiado amiga de laatención al cliente. Sostenía la creenciade que nadie sabía mejor dónde buscarque el propio comprador, y limitaba suparticipación en la compra a manejar lacaja y ocupar su lugar tras el mostrador,donde hojeaba libros y catálogos deantigüedades mientras mantenía un ojoalerta frente a los visitantes. Júpiterrecordaba bien la reacción furiosa deMiwa cuando, al final del primer día enla tienda, se había plantado ante laShuvani, con su metro cincuenta y seisde altura y tan delgada como unabailarina de ballet de doce años, y habíaconstatado la desconfianza, descortesía

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y, también de forma algo infundada, lafealdad de la anciana. Para entonces, noobstante, hacía ya tiempo que la Shuvanihabía decidido no sentir aprecio algunopor la enérgica japonesa, por lo que laspalabras de Miwa no habían hecho másque sellar la mutua antipatía, pero enningún caso provocarla.

El recuerdo de aquel día hizo queJúpiter se sintiera incómodo, así queintentó borrar la imagen de su menteestirando y haciendo crujir sus falanges.Fue inútil. Miwa estaba siempre con él,en cada paso, en cada palabra, en cadapensamiento.

Un gato blanco se deslizó por la

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barandilla de piedra que daba al jardín,se arrojó con elegancia desde lasplantas, tan altas como un hombre, yaterrizó de un brinco sobre el regazo dela Shuvani, quien comenzó a acariciar alanimal con devoción.

—He visto abajo, hace un rato, ungato bastante asilvestrado —comentóJúpiter—. ¿También es tuyo?

—Ni ese ni este —respondió laShuvani mientras rascaba con mimo losflancos del felino—, pero todos vienen amí porque se sienten a gusto conmigo.Eso es algo que los gatos y tú tenéis encomún, ¿no crees?

El comentario le pilló desprevenido.

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Había usado maneras muy frías y habíaquerido reprender a la Shuvani por lainsensatez que le había llevado ainstigar a Coralina a cometer un delito,sin embargo ahora no podía más quedarle la razón: siempre le habíangustado la anciana y su destartalada casallena de cachivaches, y por ello noquería que nada cambiara en el futuro,fueran cuales fueran las maquinacionesde la Shuvani para arreglar su situaciónfinanciera.

Unos diez años antes, cuando oyóhablar por primera vez de ella y sugabinete de curiosidades, justo antes decruzar su puerta, se encontraba

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francamente desesperado. Durante todoese caluroso día de agosto habíabuscado por sus estanterías y armariosuna primera edición de Le mystère descathédrales de Fulcanelli, ejemplar que,con gran fuerza de convicción, ellaafirmaba haber adquirido a finales de laII Guerra Mundial, cerca de Nuremberg,a manos de un prisionero de guerrafrancés. De haber dado crédito a suspalabras, se podría encontrar en el lomodel libro una nota manuscrita delmisterioso autor... Lo que la Shuvani nole contó, fue que el libro, en la época enla que Júpiter lo buscaba, estaba yailocalizable. A pesar de todo, para

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cuando se enteró, la extravaganteanciana y él habían sellado una granamistad. Más tarde descubriría el valorque aquella mujer concedía a susafectos. La Shuvani carecía de amigos, yapenas mantenía buena relación conalgunos conocidos. Por causas que hastaentonces no había entendidocompletamente, ella siempre le habíatenido un cariño especial, y por ello lehabía invitado a quedarse en su casasiempre que había acudido a Roma enuna investigación, incluyendo aquellanoche en que Coralina se había coladoen su habitación, embriagada deenamoramiento adolescente.

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—Abuela —dijo Coralina mientrasretorcía entre los dedos un mechón desus negros cabellos—, ¿no crees quedeberíamos contárselo todo a Júpiter?

—¿Estará preparado para ello? —murmuró la Shuvani sin alzar la vista delgato blanco que se desperezaba conplacer sobre los amplios muslos de lamujer.

—Preparado, ¿para qué? —Júpitermiró alternativamente a Coralina y a suabuela, sin mostrarse realmentepreocupado pero genuinamenteintrigado. Debía de haberse imaginadoque la Shuvani escondería algún as en lamanga.

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Como nadie respondía, insistió:—Preparado, ¿para qué?—Es posible que hayamos cometido

un error —dijo Coralina. Se levantó yahuyentó al gato del regazo de su abuelacon un cachete suave—. Odio a losgatos.

Júpiter observó al animal mientrasdesaparecía silenciosamente entre losmaceteros. Buscaba algo con lo quedistraerse, pues sabía que estaba a puntode escuchar algo que no le iba a gustar.Por un momento, le sobrevino elpensamiento de que aquel era el último ypreciso instante en que tendría laoportunidad de marcharse y mantenerse

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al margen de toda esa historia, y sinembargo, se quedó, presintiendo quehabía dado un paso mucho mayor y másrelevante de lo que más tarde legustaría.

«Arrepentimiento prematuro», sedijo, mientras se preguntaba si existiríaun término psicológico para ello.

—Ven conmigo —le urgió Coralina.Júpiter la siguió sin preguntar, tenía

suficiente paciencia como para aguardarla llegada de la inminente catástrofe entoda su dimensión, y no necesitabaadvertencias ni misteriosaspredicciones. Aunque algo aturdido, aúnse decía «enséñame lo que quieras, que

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no me va a sorprender mucho». Podíaoír tras de sí los pasos arrastrados de laShuvani.

Atravesaron el minúsculo cuarto deestar, invadido por los libros, y llegaronhasta la escalera, para encontrar despuésabierta la puerta de la cocina, de la quesurgía un caos oloroso de ajo ypimentón. Los escalones de madera eranapenas lo suficientemente anchos parauna persona adulta, y tan inclinados queresultaba aconsejable esperar a que lapersona anterior hubiera llegado ya a laplanta inferior antes de arriesgarse aresbalarse por los desgastados cantos delos peldaños, tropezarse con el otro y

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acabar los dos por los suelos.Subieron al primer piso, el que se

encontraba justo encima de la tienda.Allí, de entre montones de papel ycarpetas sobresaturadas, Coralinaentresacó un pesado cofre de roble, bajoel cual apareció algo que Júpiterreconoció a primera vista. La impresiónque le produjo la visión, de hecho, ledejó sin aliento.

Bajo el arca se encontraba una formarectangular y plana envuelta en piel decordero curtida, de veintiuno porveinticinco centímetros, dimensionesque Júpiter no necesitó ni calcular parasaber.

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Se sentó sobre una maciza silla demadera y dejó las manos sobre susreposabrazos, con forma de zarpas de unleón.

—No debería haber venido —dijo—. No debería haber cogido siquiera elteléfono cuando vi que la pantalla decía«número desconocido».

La Shuvani se colocó entre Coralinay él y apoyó sus colosales manos sobrelas caderas.

—Pero, ¿en qué clase desinsustancia te has convertido, por elamor de Dios? —la voz de la ancianadelataba auténtica exasperación, y porprimera vez tuvo Júpiter la sensación de

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que ella se arrepentía de haberlellamado.

—¡Maldita sea! Hay dieciséisláminas de las Carceri. ¡Todo el mundolo sabe! —repuso él, intentando darle untono enérgico que, sin embargo, no pudomantener mucho tiempo—. ¿Qué creesque pasará cuando los amigos deCoralina en el Vaticano encuentren soloquince planchas en la cámara secreta?¡Nadie se creerá que la decimosexta seoxidó hasta vaporizarse!

Se maldijo a sí mismo por no habercontado las planchas en la iglesia.Coralina debía de haber traído hasta allíuna de ellas la noche anterior. Quizá,

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Dios no lo quisiera, Miwa había tenidorazón y él no era lo suficientementeprofesional para ese trabajo.

Coralina y la Shuvaniintercambiaron una mirada, y Júpitertuvo la desagradable sensación de queambas, por alguna razón desconocida, seestaban riendo de él. Quizá causaba eseefecto en todas las mujeres. Estupendo.

—Sigue habiendo dieciséis planchasen la iglesia. Nadie echará de menosninguna —le explicó Coralina y, riendo,añadió—. Te lo prometo.

—¿Qué has hecho? ¿Hacerle unvaciado en yeso y dejar una copia?

—Por muy espontáneo y refrescante

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que sea tu cinismo, no es del todooportuno —respondió ella—. Es muysimple. Hay dieciséis planchas en laiglesia y una aquí. ¿Qué significa eso?

Júpiter la miró con ojos comoplatos.

—Estáis locas.—Había diecisiete —repuso la

Shuvani, en el mismo tono con que se leexplica a un niño una fórmulamatemática—, diecisiete, Júpiter.

Coralina se puso en cuclillas yapartó la funda de cuero. La placa decobre refulgió con tonos rojizossalpicados de verde claro. Coralina lasujetó por un extremo y la colocó en

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diagonal, para que Júpiter pudieraecharle un vistazo.

Súbitamente se sintió del todoridículo sentado en su silla,desconsolado, mientras sus compañerasle miraban expectantes. Se lanzó haciadelante y se arrodilló frente a laplancha.

—¿Y bien? —preguntó la Shuvani asu espalda. Por primera vez, se diocuenta de que olía a especias exóticas.

Se inclinó aún más sobre la plancha,extendió un dedo y con la punta siguiólas líneas grabadas en las que aúnestaban prendidos restos de pintura secadel siglo XVIII.

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Ellas tenían razón, era un temainédito, la desconocida imagen númerodiecisiete de la serie de las Carceri.

—Di algo —requirió la Shuvani.Coralina la miró con gesto reprobatorioe inició una negación insinuada con lacabeza.

El volvió sus ojos penetrantes haciala gitana más joven.

—¿Y nadie ha visto que la hayassacado de la iglesia?

—Nadie.—¿Seguro?—¡Por Dios, Júpiter, deberías oírte!—¿Por qué no me lo habéis contado

de inmediato?

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—Probablemente lo habría hecho sino hubieras reaccionado de forma tannegativa —ella miró la placa como si enrealidad estuviera acariciando susuperficie con la mirada—. Por cierto,tenías razón en lo que concierne a lasdieciséis imágenes conocidas. Peroesta... —interrumpió el movimiento decabeza y fue acallando su voz conformelas palabras fueron surgiendo de suslabios.

Júpiter sintió en su interior unaagitación como no había experimentadodesde hacía meses. Algo que regresaba,como una parte de sí mismo de la quehabía llegado a pensar que quedó

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escondida en una caja de cartón juntocon el resto de sus cosas, lejos, alládondequiera que Miwa se las hubierallevado. Sin embargo, algo en él habíacambiado: su antiguo instinto volvía aestar allí. Siempre sabía cuándo estabafrente a algo «gordo» de verdad, y esoera precisamente lo que tenía a sus pies.Algo tan gordísimo que la sola idea casile roba el aliento.

—De acuerdo —respondió, algomolesto, cuando recuperó la serenidad.«Sé profesional», pensaba, «Vuelve aser profesional de una vez»—, aceptaréque realmente no se lo has contado anadie.

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—Por supuesto que no.Asintió ensimismado y escudriñó

con más detenimiento la plancha. Aprimera vista, podría haber sidocualquiera de las otras dieciséisimágenes. Una sala tan amplia que sustechos quedaban ocultos por lassombras, atravesada por puentes demadera y piedra, poblada por algunosprisioneros solitarios y errabundos. Unafosa sin barreras que se abría en el suelocomo un pozo gigantesco. Portales dedoble hoja lo suficientemente anchoscomo para permitir el paso de unejército. Finalmente, en el centro de laestancia, algún tipo de río subterráneo

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que se deslizaba de derecha a izquierdadel dibujo hasta llegar a un canal deorillas adoquinadas.

En medio de la corriente, se alzabaun monolito rectangular. Encima de él,un obelisco colocado tan simétrico quesu amplia cara delantera apuntabaexactamente al observador. Había algograbado en su superficie, una forma queJúpiter al principio no fue capaz dereconocer porque no se correspondíacon el entorno. Tan pronto como sumente le obligó a abstraerse de esavisión y a alejar la imaginación de aquelmundo subterráneo, se dio cuenta de quése trataba.

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Era una llave. Concretamente, lasilueta de una llave.

—Eso no es todo —dijo Coralina yabrió la caja bajo la que se encontrabaoculta la plancha de cobre. Extrajo unadelgada taleguilla de cuero que sostuvoen la mano para que Júpiter la viera: eradel mismo material que la funda de lasplanchas y estaba atada en la partesuperior con un nudo.

Júpiter tomó el saquito en sus manosy lo sopesó.

—¿Qué es esto?—Estaba encajado en la misma

ranura de la pared que la plancha —explicó Coralina—. He rebuscado en

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los otros nichos, pero no había máscomo este.

Júpiter abrió la bolsita y vació sucontenido en la palma de la mano.

—¿Un pedazo de arcilla? —preguntó, irritado.

Coralina asintió.—Mira más de cerca.El fragmento tenía forma triangular,

dos de sus lados seguían afilados por lazona en la que la cerámica se habíaquebrado, mientras que el tercero seencontraba romo. Su forma delataba que,originariamente, había pertenecido a unobjeto redondo, quizá un plato o, puestoque la cara exterior no tenía forma

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curva, un disco. Era apenas máspequeño que la palma de la mano deJúpiter, y de un tono ahumado, como elcolor del chocolate. Cuando la arcillaaún estaba húmeda habían impreso enella jeroglíficos con sellos primitivos,para después rellenar los huecos conesmaltes de color claro. Júpiterreconoció las representaciones arcaicasde un pez, una figura humana y un ojo.Los iconos superiores recordaban, másbien, a los garabatos de un niño:triángulos, ángulos rectos, espirales ycírculos.

Entre los símbolos de mayor tamañohabía una segunda hilera de dibujos,

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mucho más pequeños y cincelados,como si alguien los hubiera grabado conun objeto afilado sobre la cerámica yacocida. También en este caso se trataba,aparentemente, de símbolos, si bien notan primitivos, como si se tratara de unfragmento escrito con caligrafía ilegible.

Júpiter había contempladoincontables jeroglíficos a lo largo de suvida, y estos apenas se diferenciaban delos demás, excepto por el hecho de que,de un primer vistazo, no fue capaz deubicarlos dentro de una etnia concreta.El segundo texto grabado tambiénconsiguió desconcertarlo.

—Esto no parece de tiempos de

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Piranesi —estableció finalmente—.Diría que son más antiguos, mucho másantiguos. Particularmente el gransímbolo esmaltado.

Coralina asintió en silencio,mientras la Shuvani inspiraba yrespiraba sonoramente.

Júpiter tomó el fragmento entre susdedos índice y pulgar, lo sostuvo bajo laluz y lo acercó a los ojos. Losjeroglíficos recorrían ambos lados de lapieza, mientras que la pequeñainscripción solo se encontraba en uno deellos.

—Me recuerda a algo —murmuró—.Yo he visto algo parecido en alguna

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parte.—¿En persona?—No, en un libro, creo yo —se

estrujó la cabeza pensando, pero no diocon la razón por la cual el fragmento ysu cenefa le resultaban familiares.Decidió, pues, volver a analizar ladecimoséptima plancha.

—¿Tienes idea de qué tipo deconexión existe entre ambos? —preguntó volviéndose hacia Coralina.

—De buenas a primeras solo podríadecir que los objetos estabanescondidos en el mismo lugar —dijoella, cogiendo de su mano el fragmentode cerámica y observándolo con

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detenimiento—. O precristiano —añadió finalmente—, o una broma demal gusto. Por lo menos en lo que alsímbolo grande se refiere.

—Piranesi no escondió este objetojunto con la plancha solo por pasar elrato —exclamó Júpiter—. Suponiendo,claro está, que fuera él mismo quienguardó todo esto en la iglesia.

—Podemos tomar esa teoría comopunto de partida. Las pruebas delaboratorio que realizamos a las piedrasy el mortero eran concluyentes y, ¿quién,aparte de Piranesi, podría haber tenidointerés en ocultar sus planchas deimpresión en una iglesia restaurada por

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él mismo?Coralina estaba, indudablemente, en

lo cierto. Júpiter aceptó susaseveraciones no como un hechoirrefutable, pero al menos sí como unabuena base sobre la que iniciar suspesquisas. Siempre resultabaprovechoso empezar desde un buenpunto de partida, aunque en el devenirposterior de las investigacionesdemostrara ser erróneo o precipitado.

—¡Ya lo tengo!Coralina le miró sin comprender.—¿Qué quieres decir?—El fragmento... —dijo Júpiter, y

volviéndose a la Shuvani preguntó—.

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¿Tienes abajo algún libro sobre lacultura minoica de Creta?

—Cariño, no hay nada que yo notenga aquí —y diciendo esto seencaminó a las escaleras y comenzó abajar con gran esfuerzo por losestrechos escalones.

Segundos después, se oyó un fuertegolpe seguido de una sonora blasfemia.

Coralina dio un respingo, asustada, yexclamó: «¿Abuela?».

Júpiter la siguió hacia las escaleras.Cuando miraron por el hueco de losescalones, descubrieron a la Shuvanidespatarrada en medio de una pila delibros caídos al suelo.

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—Dios mío, abuela, ¿qué te hapasado? —Coralina empezó a descenderpor los escalones, pero la Shuvani ladetuvo con gesto imperativo.

—Está bien, está bien... Nada queuna anciana no pueda soportar —señalólos libros con los que había tropezado—. Es la entrega del Cardenal Merenda.Debería estar en el Vaticano desde hacetiempo.

—¿El Vaticano os compra libros?—preguntó Júpiter asombrado.

—Alguna que otra vez —respondióCoralina—. El Cardenal Merenda es uncliente particularmente bueno. Desdeque la Shuvani le proporcionó un tomo

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sustraído de la biblioteca vaticana hacemás de doscientos años, nos encarga devez en cuando que le busquemosejemplares, como la partida de ahí abajo—señaló la base de la escalera, a cuyospies la Shuvani seguía sentada en mediodel caos de libros como un niño sobreuna pila de hojas secas— que, de hecho,tendríamos que haber entregado ayer.Me ocuparé de ello mañana —gritó,dirigiéndose a su abuela.

—Estaría bien —repuso la Shuvanimientras se levantaba. En un segundoestaba de nuevo de pie y echaba a andar,algo renqueante y entre murmullos, hastaescapar del campo de visión de los

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otros dos.—¿Deberíamos bajar? —preguntó

Júpiter.—Eso es cosa vuestra —respondió

suavemente la Shuvani—. Puede que seavieja, pero no una inválida.

Coralina y Júpiter intercambiaronuna expresión divertida justo antes dedevolver presurosos la plancha y elpedazo de arcilla a su lugar.

Júpiter pasó el dedo por el peculiarcontorno de la llave, que con sus líneasdelimitadas de forma precisa y exacta,contrastaba con los trazos gruesos ymenos detallados del resto del calabozo.La llave era larga y tenía un paletón

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anguloso, lo que revelaba que lacerradura debía de ser muy antigua.Júpiter no recordaba haber visto en lasrestantes dieciséis impresiones ningunaimagen similar, ni siquiera nada queguardara algún parecido con una llave.

La Shuvani regresó con cuatrogruesos libros y se los tendió a Júpiter.Él hubiera preferido un tomo másmoderno con fotos en su interior, perosabía que la Shuvani no trabajaba conmaterial tan actual. Lo que le ofreció ensu lugar fueron los tomos del uno alcuatro de The palace of Minos, deArthur Evans, una obra de referenciasobre la era minoica y sus conocidas

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muestras arquitectónicas, escrita entre1921 y 1935. Júpiter hojeó inútilmentelos dos primeros volúmenes hasta que,finalmente, encontró lo que buscaba enel tercero de ellos y posó el libroabierto frente a él en el suelo.

La página de la derecha mostrabados dibujos de forma circular hechoscon plumilla. Júpiter colocó elfragmento de cerámica sobre el ladoizquierdo para poder comparar losmotivos decorativos. El parecidosaltaba a la vista.

—Phaistos disc —leyó Coralina elpie de página en inglés. El significadode las palabras le asaltó de pronto—.

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¡El disco de Festos! ¡Claro!Júpiter y ella se sonrieron en

silenciosa comprensión mientras laShuvani miraba alternativamente a uno ya otro con evidente mal humor.

—¿Podría alguien explicarme quédesvarío es ese? —exigió, adusta.

Los dibujos a plumilla mostraban lasdos caras de una placa redonda en cuyasuperficie anterior estaba grabado unlaberinto con forma de espiral. Entre laslíneas había tallados jeroglíficos muysimilares a los del fragmento que habíandescubierto. Sin embargo, tan prontoJúpiter colocó el pedazo sobre la páginadel libro, lo giró y lo dio la vuelta,

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quedó patente que solo resultabaidéntico al dibujo con un vistazosuperficial.

Desilusionado, dejó el fragmentosobre el libro abierto.

—El disco se encontró en Creta aprincipios del siglo XX. Fue un grupode arqueólogos italianos, que buscabaFestos —explicó a la Shuvani—, laprincipal potencia política de la isladespués de Cnosos, y granero de lacivilización minoica. El disco es lamuestra conocida más antigua de textoimpreso. Nadie sabe con exactitud suantigüedad, pero las estimacionesindican que podría ser de unos tres mil

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quinientos años, lo que significa que lahumanidad descubrió la técnica de laimpresión de caracteres más de tres milaños antes de que Gutenberg fabricarasu primera imprenta.

La Shuvani señaló los dibujos dellibro.

—¿Qué significan los jeroglíficos?—Eso tampoco lo sabe nadie —

añadió Coralina para ayudar a Júpiter—. Se han realizado innumerablesintentos de decodificar los símbolos,más de cincuenta, que yo sepa. Unosdicen que se trata de un calendario;otros, de la memoria de un viaje; otrosmás, de la narración de una noche de

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amor con una princesa minoica —yconcluyó con satisfacción—; inclusoErich Von Däniken[1] ha utilizado eldisco para su teoría particular. Yasabes, lo de siempre, los dioses de todolo que existe y demás.

—No se sabe nada en absoluto delauténtico significado del disco —comentó Júpiter—. Según la direcciónque toman las pequeñas figuras pintadas,se puede deducir que el sentido de lalectura es de fuera a dentro, desde lasalida del laberinto a su centro, pero esees el único hecho contrastado del quedisponemos.

La Shuvani se inclinó sobre el libro,

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ojeó con gesto huraño las ilustraciones yse irguió de nuevo.

—¿Qué tamaño tiene eso?Júpiter buscó en el texto de la

izquierda el comentariocorrespondiente.

—Unos dieciséis centímetros dediámetro. ¿No tienes ningún libro que...en fin, que sea un poco más«contemporáneo»? Así podríamosaveriguar dónde se encuentra el discoactualmente.

La Shuvani le dirigió una miradasombría.

—Te puedo asegurar con granorgullo que en mi tienda no existe ni un

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solo libro que lleve fotografías en color,amiguito.

—¿«Amiguito»? —rió Coralina—.Ten cuidado, Júpiter, conozco ese tono.Ahora te dirá que vayas a sacar labasura.

La Shuvani obsequió a su nieta conun golpecito en la nuca.

—Y tú, señorita, está claro que no tehe educado lo suficientemente bien,porque de ser así, no habrías atacadopor la espalda a tu pobre y vieja tutora.

Coralina miró con insolencia ydirectamente a los ojos a Júpiter y laShuvani.

—Le he traído aquí, ¿no? Y todavía

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no ha dicho que nos quiera llevar deinmediato a la policía.

Júpiter volvió a meter el fragmentoen la taleguilla y cerró el amarillentolibro, haciendo surgir una nube depolvo.

—Todo esto no tiene ningún sentidoy las dos lo sabéis.

—Por eso te queríamos aquí —repuso la Shuvani mostrando su dientede oro—, para que fueras nuestra voz dela razón.

—A pesar de todo, no has perdido elsentido del humor con la edad.

La Shuvani resopló y se dejó caer enla silla con las garras de león. La

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madera gimió bajo su peso.—¿Nos ayudarás?Júpiter titubeó y volvió la vista a

Coralina.Ella le miró radiante.—¿Entonces?Conocía esa pregunta y conocía esa

sonrisa. Había dicho que no, y punto.Acarició la bolsita de cuero, que aún

tenía en la mano, con su dedo pulgar.Pudo sentir de forma clara el relieve enla arcilla de los jeroglíficos de mayortamaño. No obstante, los más pequeños,que alguien habría añadido conposterioridad en la venerable reliquia,no eran perceptibles simplemente

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palpándolos. Por primera vez, Júpitertuvo la sensación de que esasinscripciones encerraban un auténticosecreto, la solución de un enigmainvisible oculto bajo la superficie.

—¿Me ponéis otro vino? —preguntóen voz queda.

—Piranesi —comenzó Coralina,cuando se encontraban todos nuevamentesentados en el jardín, jugandopensativos con sus copas de vino—nació en octubre de 1720. Provenía deuna familia de reputados arquitectos yartesanos, y con catorce años de edad sele envió a Venecia para que su tío leinstruyera en el arte de la construcción.

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Sin embargo, el muchacho resultó serbastante rebelde y obstinado; lo que, ami entender, hoy en día llamaríamossimplemente pubertad, y su venerable tíono tardaría mucho en despedirle conviento fresco.

—Piranesi con granos —apuntóJúpiter—. Interesante punto de vista.

—Otro arquitecto le tomaría comodiscípulo y le enseñaría a pintardecorados teatrales, dándole unaparticular importancia a la perspectiva.Por aquel entonces, Venecia disfrutabade innumerables teatros y óperas, por loque Piranesi creyó contar con unainmejorable oportunidad para hacerse

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con un puesto de trabajo bastantelucrativo. Por desgracia, sobrestimó elpotencial económico de la ciudad, ypoco después constataría que, a pesar desu talento, no tenía buenas perspectivasde obtener suficientes ingresos. Piranesise despidió de Venecia y se unió alséquito de un nuncio apostólico con elque viajó a Roma en 1740. Allícompletaría en un taller su formacióncomo grabador.

Júpiter observó ensimismado cómola luz del atardecer se reflejaba en suvino blanco.

—Esa debió de ser la época en laque empezó a realizar sus Vedute, ¿no?

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—El público de la época desarrollóun enorme interés, además de unaconsiderable disposición consumista,por las vistas panorámicas urbanas y lospaisajes rurales —continuó Coralina—,también conocidas como Vedute.Piranesi se dio cuenta de que podíaasegurarse con ello un porvenir, y sevolcó con entusiasmo en su nueva labor.Su primera colección, con la quedisfrutó de una notable aceptación ypopularidad, se publicó en 1743. Inicióuna serie de prolongados viajes que lellevaron, entre otros lugares, a Nepal,donde descubriría su amor por losmonumentos precristianos. De vuelta a

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Roma decidió, no obstante, consagrar sulabor artística a la representación deruinas. En los años siguientes, presentanuevos grabados con motivos antiguos.Además, toma el puesto deadministrador en un próspero taller deartes gráficas que le asegura unosingresos regulares. En aquella época, sutrabajo se iría haciendo cada vez máspopular por todo el país. La poblaciónllega a considerar que sus aguafuertes,tan ricos en detalles, superan enespectacularidad a las ruinas antiguas.Aquel tiempo, concretamente el año1749, vio aparecer la primera versiónde las Carceri, una carpeta con catorce

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grabados de sus calabozos imaginarios.—Dieciséis —le corrigió la

Shuvani.Coralina le devolvió una mirada

ofendida.—No, catorce. Solo con el paso de

los años Piranesi completaría el cicloañadiendo dos láminas más, pero paraentonces ya era 1761. Aún no he llegadoa ese punto. Tras su primer gran éxito,Piranesi decidió volver su atención auna labor totalmente diferente:interrumpió su trabajo con losaguafuertes y se volcó en lasinvestigaciones arqueológicas de lascatacumbas de la Via Appia. Día a día

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descendía hasta las bóvedas y pasillossubterráneos para recorrerlos por enteroy documentarse sobre estos monumentosfunerarios del cristianismo primitivo. Sededicó a ello con tal pasión, quedescuidó su clientela y pasó a vivir delas ventas de sus antiguas Vedute. Lapoblación ya no le entendía, y muchosde sus partidarios le abandonaron. Se lemetió en la cabeza, entre otros ejemplos,copiar los doscientos nombres de lasplacas que figuraban en el panteónfamiliar de Augusto, de forma tan exactay detallada que podía apreciarse cadapequeño desperfecto en el epitafio, cadaimperfección y cada grieta. Aunque este

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tipo de labores casi le llevan a ladesesperación, continuó con ellosdurante largo tiempo. La gente se reía deél; primeramente a sus espaldas,después, abiertamente. Sin embargo, sufascinación por el mundo subterráneo deRoma era tan grande, que no dio porconcluido su trabajo en las catacumbashasta no haber alcanzado todas susmetas.

»Su regreso a la vida pública, noobstante, presentó un notable problema:casi nadie le tomaba en serio, y sumaestro, Giuseppe Vasi, se había hechoen aquel tiempo mucho más popular queél. Piranesi no se achantó y aceptó con

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brío el desafío de recuperar su pasadagloria. Se apoyó en su trabajo y no tardóen reconquistar su antigua posición: suscifras de ventas volvieron a aumentarhasta que finalmente recuperó el éxito deantaño. Cuando en 1756 presentó laAntichita Romane, sus vistas de laantigua Roma, ya era definitivamenteuna estrella. Se conocía su nombre portoda Europa, la nobleza se «pegaba» porsus grabados. Esto hay que valorarlosegún criterios modernos: todo el mundoen Roma conocía a Piranesi, y sihubieran existido en aquella época lasrevistas del corazón, semana trassemana habrían detallado en páginas

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enteras las nuevas aventuras delexcéntrico personaje. Mantenía grandesdisputas con otros artistas, yparticularmente con historiadores delarte.

»Piranesi sostenía que laarquitectura romana no se basaba, comoes la idea más extendida, en laconstrucción griega, sino en la etrusca.Este debate se expandió fuera de Italia.Los eruditos para los que el mundohelénico era la medida básica de todaslas cosas se mostraron, en parte,ofendidos, y en parte, claramentehostiles. Para los intelectuales de laépoca era del todo impensable que los

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etruscos pudieran ser los precursores dela arquitectura romana, pues se losconsideraba como bárbaros de los queapenas se podía aprender nada, mientrasque la antigüedad griega, a los ojos dela mayoría, había sido la edad de orodel arte por antonomasia. Piranesi inicióun prolongado intercambio de grabadoscon incontables historiadores de todaEuropa, que solían culminar en insultose injurias. Muchas de ellas se haríanpúblicas y serían causa de nuevasdiscordias. En el fondo, Piranesi nodejaba de comportarse como lasactuales celebridades: iniciaba nuevosescándalos que mantenían su nombre en

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boca de todos, lo que le aseguraba, a suvez, nuevas ventas a pesar de losprecios desorbitados que exigía por sutrabajo. Por esta razón, sus aguafuertesllegaron a imprimirse en ediciones demás de cien ejemplares, de tal formaque, al contrario que el modelo clásicode pintor, la reproductividad de su artele proporcionó cuantiosas riquezas.Cuando finalmente falleció a los 85 añosde edad en noviembre de 1778, era unhombre adinerado cuya familia, por loque se cree, siguió obteniendobeneficios de su trabajo aun después demuerto.

—Tenía pinta de haber sido un tipo

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muy listo —masculló la Shuvani. Júpiterdetectó un cierto toque de envidia insanaen su voz.

—Para su época, Piranesi fue unhombre extremadamente cultivado ysupuestamente también muy inteligente—señaló Coralina.

—Lo que nos lleva a la pregunta —repuso Júpiter lentamente, mirando casicon placer en dirección a la Shuvani—,de por qué un genio de las finanzascomo Piranesi emparedaría toda unapartida de planchas de bronce si laspodía haber vendido por muchísimodinero.

Coralina asintió en silencio mientras

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la Shuvani extendía un gran paño decocina y se sonaba la narizescandalosamente.

Júpiter paseó la mirada por la puertadel jardín y penetró mentalmente en elinterior de la casa. Pensaba en laplancha inédita escondida bajo la tienday en las sinuosas estructuras de laarquitectura utilizada en sus calabozos.

Pensaba en la llave y se preguntabaa qué puerta estaría destinada.

Más tarde, Coralina guió a Júpiterhasta su habitación en el sótano de lacasa. Un embrollo de tuberías y cables

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recorría la parte baja del techo. Lajoven estaba vestida de rojo oscuro, porlo que destacaba llamativamente entre elblanco de los muros. De las paredescolgaban algunos grabadoscuidadosamente enmarcados, si bien lamayor parte del espacio lo ocupabancostosos dibujos realizados en papelmilimetrado que Coralina habíarealizado para sus trabajos derestauración. Eran demasiado grandespara colocarlos en un tablón de corcho,por lo que los había fijado directamenteal revoque de los muros con cintaadhesiva. Júpiter admiró en silencio sudestreza en el uso del estilógrafo.

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Entendía por fin por qué el aparejadorde Santa María del Priorato le habíacedido tantas responsabilidades a unamujer tan joven.

Sobre la mesa de Coralina,descubrió un montón de tarjetas devisita. Cogió unas cuantas, por sidurante su estancia en Roma tenía quedarle a alguien alguna dirección.

Junto a la mesa de trabajo, unventanuco daba a la callejuela frente a lacasa. Más cartas y panfletospublicitarios aparecían desperdigadospor el suelo. Coralina le explicó que laventana permanecía abierta día y noche,y que el cartero solía utilizarla como

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buzón. Ella se lo había pedido, para quesu correo personal no se traspapelaraentre las facturas y catálogos que cadadía aterrizaban en casa de la Shuvani.

Llevó a Júpiter hasta la puerta de lahabitación de invitados y observó conuna sonrisa cómo entraba en ella ymiraba a los lados. La muchacha pensóque, al estar a su espalda, él no se daríacuenta, pero se equivocaba. El hecho deque a ella le divirtiera tan abiertamenteaquel recuerdo mutuo desconcertó unpoco a Júpiter. A la mayoría de lasmujeres les avergonzaría, y sin embargo,Coralina sonreía, y aquello le parecía unmisterio tan enigmático como el de la

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plancha de bronce oculta en la tienda dela Shuvani.

—Buenas noches —dijo ella en vozbaja mientras cerraba la puerta desdefuera.

Júpiter escuchó sus ligeros pasosalejarse resonando sobre las baldosasdel sótano, para después alcanzar losgruesos escalones que la llevaban hastasu habitación y cuarto de trabajo.Durante un momento, el repentinosilencio le resultó muy molesto.

Al contrario que en el resto delsótano, la habitación apenas habíacambiado. Bajo la única ventana,situada inmediatamente debajo del techo

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y que daba a un patio interior, seencontraba la cama, lo suficientementeancha como para dos personas. Apartede eso había un lavabo y una bañera conlas patas en forma de zarpa, hechas enhierro fundido. Las paredes estabanrevocadas en blanco como el resto delas estancias del sótano, y sobre ellashabía más cuadros, que Júpiter yaconocía de su primera visita, hacía diezaños.

Dejó su maleta sobre la pequeñamesa de la esquina y la abrió. El primerpensamiento que vino a su mente fue quetoda su ropa parecía la misma, como sila marcha de Miwa no solo le hubiera

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robado la vida, sino también la variedadde su armario. Frustrado, sacó suneceser de debajo de la ropa y volvió acerrar la maleta. No sabía por qué habíadecidido precisamente en ese momentosufrir uno de aquellos repentinos ataquesde autocompasión, cuando ya teníabastantes otras cosas en las que pensar.Como por ejemplo el hecho de queahora era un criminal.

Se arrojó a la cama con la imagen dela decimoséptima plancha en la retina.Estaba agotado, como siempre despuésde un vuelo, daba igual lo corto o lolargo que este fuera, pero presentía queno sería capaz de dormirse todavía.

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Demasiadas ideas flotaban por su mente.El reencuentro con Coralina y laShuvani, la cámara secreta de la iglesia,el aguafuerte desconocido, el fragmentode arcilla con los símbolos arcaicos...Era demasiado para un solo día.

Una y otra vez se repetían, comodiapositivas ante sus ojos cerrados,imágenes de la vida de Piranesi, como silas hubiera experimentado él mismo yestuviera recordando de formafragmentada los sucesos de entonces: elretiro de Piranesi en las catacumbasbajo la Via Appia, los nombres en losmuros de la tumba de Augusto,largamente olvidados, la huida por el

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laberinto de un pasado que no era elsuyo. Ni el de Piranesi, ni muchosmenos el de Júpiter.

Comenzó, finalmente, a adormilarse,hasta que cayó en un sueño ligero en elque voces imaginarias penetrabanprofundamente en su oído. Un crujido decadenas de acero retumbaba por unmundo irreal de macizos bloques depiedra y titánicos techos abovedados. Elgrito de un prisionero olvidado llenabael vacío de este universo subterráneo:era el lamento desarticulado de un locoencerrado en lo más profundo delcalabozo.

Cuando Júpiter se despertó, oyó

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ruidos reales directamente frente a supuerta. Eran pasos ligeros sobre el suelode baldosas, que durante un momento lehicieron creerse en un déjà vu. En sumente vio a Coralina penetrarsilenciosamente en la habitación ydeslizarse bajo su manta.

Sin embargo, las pisadas pasaron delargo por su cuarto hasta que, pocodespués, iniciaron el ascenso por lasescaleras. Júpiter consultó su reloj depulsera, apenas habían pasado las tres ymedia. Probablemente Coralina tendríased pero, ¿no había una pequeña cocinaen el propio sótano? Quizá el frigoríficoestuviera vacío.

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Júpiter se incorporó trabajosamentey, tras unos segundos de somnolientadesorientación, se dirigió al lavabo. Sehabía quedado dormido completamentevestido sobre la cama. Notaba losdientes pastosos y la lengua estropajosapor culpa del vino. Revolvió su neceserhasta encontrar un cepillo y dentífrico, ylimpió y refrotó su dentadura conahínco, tratando de eliminar la sensaciónde repugnancia. Después se lavó la caray el cuello con agua helada, y finalmentese encontró mejor, aunquecompletamente despejado.

Tras un instante de duda, decidióseguir a Coralina. Quizá podrían

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saquear juntos las provisiones de laShuvani. Cualquier cosa sería mejor quedar vueltas en la cama completamentedespierto esperando poder dormirse denuevo.

El pasillo del sótano estaba oscuro,Coralina no había encendido ningunaluz. Júpiter subió por la escalera yatravesó los dos sombríos pisos de latienda. La luz de una farola se filtraba através de una ventana y creaba sombraslóbregas entre las hileras de estanterías.Desde que era un niño, Júpiter habíapensado que, por las noches, laslibrerías son particularmenteinquietantes. Todas las historias que

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aguardaban en la oscuridad, silenciosasy nebulosas, a que alguien lasredescubriera, le habían causadoescalofríos por la espalda en alguna delas ocasiones en las que se habíaescabullido, ya caída la tarde, por labiblioteca de su abuelo, en aquellosalborotados fines de semana que para lamayoría de la gente, al alcanzar la edadadulta, desaparecen engullidos por lamemoria.

Buscó a Coralina por la cocina, perono se encontraba allí. En el cuarto deestar, reparó en que la puerta al jardínestaba abierta. Afuera, resonaba elatenuado rumor nocturno de Roma. Al

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otro lado de las grandes plantas deinterior, colocadas en sus maceteros, lapared de la vivienda se teñía con unatormenta de luz azul y blanca reflejadade una ambulancia que, aun con la sirenaapagada, pasaba como una exhalación.

—¿Coralina? —su voz era más unsusurro que un grito, ya que no queríadespertar a la Shuvani.

Esperó una respuesta, pero todo loque pudo oír fue el barullo de dos gatosen lucha en algún rincón de la veredaentre los edificios.

—¿Coralina? ¿Estás ahí fuera?Registró atentamente la pequeña

terraza. Al cabo se le ocurrió que quizá

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Coralina se ocultaba detrás de lasplantas. No encontró motivo razonablepor el cual ella quisiera hacer eso, yademás pensó con desagrado en laridícula estampa que presentaríarebuscando entre ramas y palmeras.Seguramente a la Shuvani se le ocurriríaaparecer por la puerta en el momento enque estuviera con la cabeza metida enalguna maceta.

Llamó entre susurros a Coralina portercera vez antes de descubrir laescalerilla que, oculta entre dospalmeras, llevaba hasta el tejado. Nuncase había podido resistir ante una ocasiónde contemplar el paisaje de los tejados

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de Roma, particularmente teniendo encuenta que no recordaba haber vistonunca desde las alturas las galasnocturnas de la ciudad.

Mientras subía, los peldaños dehierro gemían bajo sus pies como lascadenas de su sueño. En lo alto, lasuperficie de tejas superpuestascomponían un mirador plano. Júpiterreconoció, sobre la casa vecina, laestructura de un palomar hecho a basede tablones, y detrás, un bosque deantenas oxidadas.

Coralina permanecía inmóvil junto auna verja que le llegaba a la altura delas rodillas, mirando a la calle. Llevaba

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puesto un camisón ceñido y volvía laespalda a Júpiter. Su cabello negrobailaba al son de una brisa glacial.Júpiter observó la piel de gallina de susmuslos, reluciendo plateada con elresplandor de las farolas. Sin embargo,la muchacha seguía allí, quieta, por loque quizá el frío de la noche no lemolestaba.

—¿Coralina?Ella no se movió.Se acercó a la joven y tocó

suavemente su antebrazo.—¿Estás bien?Ambos saltaron en un respingo

involuntario y, durante un instante, él

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temió que ella perdiera el equilibrio ycayera hacia delante, hacia el vacío. Fuea asirla justo cuando ella daba un bruscopaso hacia atrás, en una especie devértigo debido, a partes iguales, a lasorpresa y al frío del suelo en el que seencontraba, que la subió desde los pieshasta la garganta.

—¿Júpiter? —balbuceó, como sinecesitara reconocerle—. Yo... —seinterrumpió, miró a su alrededor y agitóla cabeza—. Está bien —murmuró,finalmente—, no pasa nada.

—¿Qué hacías aquí?Aturdida, buscó las palabras para

explicarse.

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—Soy sonámbula... Desde haceaños.

El miró titubeante la corta barandillasobre el abismo de tres pisos de altura.Un gato pasó presuroso por elpavimento del suelo.

—Podías haberte matado.Coralina negó con la cabeza.—Nunca me pasa nada.—¿Lo sabe la Shuvani?—Por supuesto —exclamó ella con

satisfacción—. Hace un par de años meobligó a tomar un brebaje que habíapreparado a saber con qué hierbas. Alparecer, ahuyentaría la «maldición» —añadió, agitando las manos en el aire en

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una parodia de hechicera.—¿Y bien?—Tuve diarrea durante cuatro días.La risa de Coralina resonaba clara y

cristalina por todo el tejado. Júpiterpensó que en su carcajada sevislumbraba resquemor. Quizá era elmomento de tomarla del brazo, aunquefuera solo para ayudarla a entrar encalor. Sin embargo, ella se encaminó ala escalera y se marchó antes de que élllegara siquiera a levantar la mano.

—La Shuvani conoce muchas recetascomo esas —el susto de volverse aencontrar en el tejado, al parecer, lehabía afectado mucho—. Todas huelen

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mal, saben a gatos muertos y no te hacennada, aparte de cabrearte.

—Te has despertado más veces allíarriba, ¿verdad?

—La mayoría de las veces mevuelvo a dormir y regreso a la cama. Porla mañana me doy cuenta de que hevuelto a marcharme —se encogió dehombros—, pero ya me heacostumbrado. No te preocupes.

Sí se preocupaba, por supuesto, perono estaba seguro de si debía mostrarloabiertamente o no. En su lugar, cambióde tema.

—Es preciosa la vista desde allí.—¿A que sí? —ella permaneció en

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el tramo superior de la escalera, pero segiró un poco sobre sí misma paraobservar con ojos soñadores el marnocturno de luces.

La callejuela que daba a la casa dela Shuvani desembocaba parcialmenteen la Via del Governo Vecchio, unaavenida larga y curvilínea que acogíalas mejores tiendas de segunda mano yanticuarios de Roma. Aunque día a díaincontables turistas paseaban pordelante de sus escaparates, la callehabía logrado conservar su reputaciónde guarida de secretos. Larga y estrecha,serpenteaba por una de las zonas másantiguas del centro de la ciudad, y era

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sombría y oscura a pesar del brillantesol italiano. Durante el día, se llenabade nativos que reparaban sus vespas alaire libre o bebían café en baresdiminutos. Por la noche, no obstante, lavida desaparecía de la Via del GovernoVecchio, y tan solo quedaban lasveredas desiertas tan propias de lasestructuras de las casas viejas.

Desde su posición, Júpiter yCoralina podían ver la calle, a pesar deque a los pocos metros se curvaba ydesaparecía de su campo de visión.

—No le gusta que la observendurante demasiado tiempo —dijoCoralina, misteriosa, mientras los ojos

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de Júpiter recorrían el trazado de la vía—. Le molesta que vean con demasiadodetalle lo que se vende en ella y de quéforma lo hacen.

—¿Los tratantes de los que mehablaste trabajan allí?

—En los locales comerciales, no;pero sí en los cuartos traseros y en losdesvanes.

Júpiter se decidió y expuso las ideasque le habían estado rondando antes deconciliar el sueño.

—No creo que debiéramos llevar yamismo las planchas a un tratante. Megustaría investigar un poco más alrespecto.

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Ella sonrió.—No esperaba otra cosa.—¿Y la Shuvani?—Somos mayoría —repuso, con un

brillo travieso en los ojos.Júpiter cayó súbitamente en la

cuenta de que la joven debía de llevartodo ese tiempo helándose de frío.

—Vamos adentro —dijo, intentandoiniciar el descenso por las escaleras.

Coralina le detuvo.—Espera. Vamos a quedarnos un

rato más. Todo esto es tan bonito...—Te vas a resfriar.—No seas tan horrorosamente

vulgar y corriente.

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Su picardía le confundía y le poníafrancamente nervioso. Ella esperaba queél se preocupara por ella, pero al mismotiempo rechazaba que él expresara sumalestar abiertamente o tratara deinfluenciarla de alguna manera.

Se sintió obligado a sonreír, perorápidamente volvió la vista hacia otrolado. Los tejados de Roma brillabanbajo el negro cielo nocturno. La luz dela luna se derramaba por la superficie enuna neblina metálica, como una plateadamontaña rusa de tejados inclinados ychimeneas, de amplias terrazas conemparrados y estrechos valles deladrillo, parcialmente ocultos; cuerdas

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de tender a rebosar y palomares. Variasgeneraciones de antenas de televisiónclavadas apuntando al cielo comoosamentas en un cementerio de elefantes.Campanarios, chimeneas, almenas ycornisas se extendían recortando laoscuridad. Vacíos andamios de acero,abandonados por las tropas de albañilesen su tiempo de descanso, se elevabanhacia los tejados, que apenas podríansoportar su propio peso. Sólidas torresde pisos con ascensor competían con losesbeltos edificios sacros. Ventanasarqueadas, pabellones columnados ypilares apuntados propagaban el sublimeaura de historia, cúpulas y palmeras de

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aspecto casi oriental. Hortalizascreciendo en tinas de cinc, muebles dejardín barnizados y marquesinasamarillentas conformaban todo unmundo en las alturas, por encima de laciudad, completamente ajeno a laactividad de las profundidades. Por eldía, todo relucía en cálidos coloresocres, pardos y rojizos, pero por lanoche, la corona de la ciudad dormitabaextrañamente sublime.

Júpiter contempló atentamente aCoralina.

—Seguro que subes aquí a menudo.—Aquí siempre me siento segura.

Algo así como... libre. ¿Te parece una

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tontería?—En absoluto.—Seguro que sí. Pero supongo que

es el precio de la verdad.Júpiter reflexionaba sobre lo que

habría querido decir con esas palabras,cuando ella se colocó de puntillas frentea él y le besó en la mejilla.

—Gracias por salvarme.—Antes has dicho que no te habrías

caído.—Y no lo habría hecho —

respondió, traviesa—, pero tuvistemiedo por mí, y eso también cuenta.

Cuando retrocedió, sus pezonesestaban erectos por el frío. Ella se dio

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cuenta y tiró algo azorada del dobladillode su camisón para dejarlo más holgado.

—Será mejor que volvamos aquícuando haga un poco más de calor —dijo, y sin mediar más palabra comenzóa descender por la escalera. Júpiter seiba sintiendo terriblemente viejomientras la seguía, bajando cada uno enun escalón distinto.

Con igual presteza alcanzó lamuchacha la escalera del sótano,guardándole una considerable ventaja ysin esperar a ver si él la seguía; ella yasabía que lo estaba haciendo.

Para cuando Júpiter llegó a suhabitación, hacía mucho que Coralina

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había desaparecido en su cuarto y habíacerrado la puerta tras de sí.

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El enano

Il Tevere biondo , el rubio Tíber. Laarena y el barro confieren al río esapeculiar tonalidad mientras se deslizapor los Apeninos, atraviesaserpenteando Umbría y el Lacio hastaque llega a Roma y desemboca en marabierto.

Mientras Júpiter caminaba conCoralina por el paseo fluvial, llegó a laconclusión de que aquel no era sino unejemplo más de lo que conformaba Italiaen su conjunto: todo era bello, todo erahermoso porque sí. El Tíber bajaba

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entremezclado con todo tipo decontaminantes, e incluso en los últimosaños se habían producido muertes porinfecciones contraídas tras bañarse ensus aguas, y sin embargo nadie lollamaba «el sucio Tíber», o «elemponzoñado Tíber», no. Era el rubioTíber, aun cuando su color ya no eramás genuino que el del cabello de lastenderas de la Piazza di Spagna.

—Me gustaría enseñarle elfragmento a un conocido mío —comentóJúpiter según se iban aproximandopausadamente a la iglesia de Piranesi.Llevaba guardado el saquito de cuerocon la pieza de cerámica en el bolsillo

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de su abrigo.—¿Qué conocido?—Amedeo Babio. ¿Has oído hablar

de él?Coralina frunció el ceño.—¿El enano?—Babio puede ser pequeño, pero

conoce a fondo el arte antiguo, mejorque ninguna otra persona que conozca.

—La Shuvani no tiene demasiadobuen concepto de él.

—Es un sentimiento mutuo —sentenció Júpiter encogiéndose dehombros—. ¿Algún problema alrespecto?

—Para mí, por lo menos, no.

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Coralina llevaba un grueso forropolar con capucha. A ratos tiritaba y sefrotaba los brazos con las manos. AJúpiter le resultaba inconcebible queaquella mañana, bajo el solresplandeciente, la joven pudiera tenermás frío que la noche anterior, en quehabía permanecido medio desnuda en eltejado de la casa.

—Babio ha sido durante veinte añosuno de los marchantes de arte másrespetados de la ciudad —comentó él—.Quizá no es el que tenga la clientela másconocida, pero sí una de las más fuerteseconómicamente.

—¿Con mercancías legales?

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Él esbozó una vaga sonrisa.—En la medida de lo posible.—Deduzco que ya has trabajado con

él.—Hace seis o siete años —asintió

—, uno de mis clientes, un coleccionistade Lisboa, me pidió que comprobara laautenticidad de una pieza concreta. Mepresenté frente a Babio con unas cuantasfotos y se las mostré.

—¿Y era auténtica? —dijo ella,mirándole de perfil mientras caminaba asu lado.

—Babio me echó.—¿Y eso por qué?—Dijo que no peritaba para nadie

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que no le permitiera al menos una vezver en persona el objeto original.

—No podía exigirte que viajarascon semejante pieza por toda Europa.

—No me lo exigió. Le dio esaopción a mi cliente. Según él, era lomáximo que podía hacer por nosotros.

—¿Daros esa opción? —Coralinasacudió la cabeza.

—Babio dijo, además, algo que yoconsideré particularmente inteligente.Aseguró que una obra de arte esauténtica en tanto en cuanto sucontemplación produzca auténticafelicidad. Ninguna fotografía, por buenaque fuera, podría provocar esa

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sensación, ese instante en el que casipuedes sentir con las manos cómo algote está conmoviendo hasta lo másprofundo del corazón. No tiene nada quever con la antigüedad o el origen de unaobra, solo con la emoción que produce.

Coralina arrugó la nariz.—No suena muy profesional.—Evidentemente en la universidad

te enseñan otras cosas, pero con el pasode los años irás entendiendo lo quequiero decir.

—¡Oh! Muchísimas gracias, «tiito»Júpiter —exclamó ella con sorna.

Él se rió con suavidad, pero no dijonada.

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Descendieron por la escalera quellevaba del paseo fluvial a la plaza de laiglesia de Santa Sabina, el primero delos tres templos vecinos. Santa Maríadel Priorato cerraba este triunvirato depiedra. Júpiter y Coralina tomaron unacalle hacia el sur, y poco despuésllegaban hasta la iglesia de Piranesi.

Unas dos docenas de personas sehabían arremolinado en torno al portal.Júpiter había leído esa misma mañanaen el periódico la noticia del hallazgode las dieciséis planchas de cobre, y sepreguntaba por qué los responsables sehabrían dado tanta prisa en informar alos medios. En el Vaticano no debían de

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haberse planteado la posibilidad de quelos curiosos interesados en el arte y losturistas asediarían la iglesia para poderechar un vistazo a la cámara secreta.Júpiter reconoció de un simple vistazo aun par de conocidos coleccionistaslocales y a dos profesores de Historiadel Arte de la universidad, con los quehabía tratado esporádicamente enocasiones anteriores. Coralina y él sevieron atravesados por numerosasmiradas cuando se acercaron al gentío,pero nadie pareció reconocerles, algoque Júpiter agradeció.

Cerca del portal había aparcada unalarguísima limusina negra con los

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cristales tintados. Júpiter se fijó en quela puerta del conductor estabaligeramente abierta. De ella sobresalíauna pierna apoyada en el suelo, como siel chófer del vehículo quisiera apuntalarlos adoquines con el pie. Una perneranegra y un zapato igualmente negro ycuidadosamente lustrado. Caro todo, encualquier caso.

—¡Mira eso! —se escandalizóCoralina señalando el portal. Alguienhabía colocado una cinta de plásticoamarillo para impedir la entrada a loscuriosos. Tras ella se encontraban doshombres, fornidos guardaespaldas con elpelo muy corto y un auricular colgando

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de la oreja.—¿Qué demonios es lo que te

sorprende?Ella le miró como si hubiera dicho

alguna estupidez, y sus ojos negrosbrillaron con belicosidad.

—Basta con mirar a esos tipos parasaber que no me dejarán pasar.

Él sonrió con indulgencia.—La iglesia no es tuya.—¡Yo he realizado los trabajos

previos! —respondió furiosa—. ¡Soyparte del equipo de restauración!

Júpiter comprendió que ella se iríaenfureciendo aún más hasta que pasaraalgo, así que se acercó a ella con

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presteza, la apartó murmurandodisculpas entre la multitud y la guióhasta un callejón mientras Coralina leseguía indignada, como si fuera, dehecho, la legítima propietaria deaquellos viejos muros. Él comprendía suenfermizo orgullo, pero también sabíaque en circunstancias como aquellas noserviría de nada hacerse la ofendida.

La muchacha se desembarazó de él ycorrió a hablar con uno de los dosguardianes. El rostro del hombre nomostraba ningún tipo de emoción, yposeía tal autocontrol que ni siquierabajó la mirada hacia ella. Era todoautoridad y frialdad.

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El intercambio de palabras fuebreve. En pocos segundos, Coralinarecibió la confirmación de aquello quetemía: los vigilantes tenían la orden deno dejar pasar a nadie en la iglesia, nisiquiera a la responsable del admirablehallazgo.

Uno de los curiosos había oídoquién era, y empezó a asediarla apreguntas. Júpiter hizo lo que pudo paraprotegerla de aquel insistente acosador,mientras Coralina trataba de persuadiral guarda, que se limitó a dar dos pasosa un lado y dejó de prestarle cualquieratención.

Furibunda, abandonó a Júpiter entre

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la marea de curiosos, se abrió paso aempujones entre la multitud y,finalmente, se paró a una distanciaprudencial. Júpiter la siguió condificultad.

—¡No me trates como a unacolegiala estúpida! —cuando se volvióhacia él, las lágrimas de rabiacomenzaban a asomar por sus ojos—.¡Yo lo descubrí! Tengo todo el malditoderecho a continuar las investigacionesen la iglesia.

—Quizá sería mejor —comenzó él,bajando la voz— no dejarse ver poraquí durante una temporada. Cuanto másllames la atención, más desconfiarán de

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ti.—¿Por qué deberían hacerlo? —

susurró irritada—. Tienen las dieciséisplanchas, no echarán de menos ladecimoséptima.

—¿Cuántos nichos había en la paredde la cámara?

—Más de veinte —bufó ella,rabiosa—. ¿De verdad creías que nohabía pensado en ello?

Júpiter se dio cuenta de que la jovenestaba a punto de desatar su cólerasobre él.

—Lo siento —repuso, conciliador—. No creas que te subestimo, soloquiero estar seguro del número.

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Ella asintió, pero él vio que suspensamientos vagaban ya en otradirección. Su mirada se dirigía a lalimusina negra.

—La matrícula —murmurófinalmente.

—¿Qué pasa con ella?—Ese coche pertenece al Vaticano.—¿Y? Habrán enviado a alguien.Le llamó, no obstante, la atención

que el chófer aún permaneciera con lapierna por fuera de la puerta.Repiqueteaba con el pie contra losadoquines como si esperara impaciente.Sin embargo, cuando Júpiter se fijóbien, descubrió que el pie no se agitaba

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de nerviosismo, sino que en realidadestaba aplastando algo, una hilera dehormigas que, provenientes de lasrendijas del suelo, se dirigía al coche.

Era imposible ver nada más de aquelhombre tras las oscuras lunetas, nisiquiera su contorno.

—No es el coche del cardenal VonThaden —exclamó Coralina sin apartarla vista del vehículo.

—¿Von Thaden? —preguntó él conansia—. ¿Quién es ese?

—Leonard Von Thaden. Arzobisposueco. Es el director de la Congregaciónpara la Doctrina de la Fe, la modernaInquisición —miró atentamente a

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Júpiter, y por primera vez pudoconstatar que había preocupación en lavoz de la muchacha. Poco a pococomenzó a comprender por qué.

—El armario ropero de detrás de labarrera me ha dicho que Von Thadensupervisaría los restantes trabajos en laiglesia —prosiguió ella.

—¿Y qué tiene que ver laInquisición con tu descubrimiento?

—Eso es justo lo que me preguntoyo —se apoyaba aleatoriamente en unpie o en otro—. Es muy extraño, ¿nocrees?

Júpiter repasó con la mirada elautomóvil y tuvo el inquietante

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presentimiento de que ella era capaz deleerle la mente.

—¿Y dices que ese no es su coche?—Conozco el parque móvil de los

cardenales. Todo el que tenga algún tipode relación con el Vaticano se lo sabede memoria, y por eso estoy segura deque ese no es el coche de Von Thaden.

Él se encogió de hombros, algoconfuso.

—¿Entonces?Coralina quiso aproximarse a la

limusina, pero Júpiter se lo impidió.—¡No, espera! Ya has llamado

bastante la atención frente al portal. Serámejor que desaparezcamos de aquí.

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Ella le miró sorprendida durante uninstante, como si hubiera hecho uncomentario enteramente fuera de lugar,pero después asintió dubitativa. Iba adecir algo cuando su mirada se volvióde nuevo hacia la iglesia.

—Demasiado tarde —susurró.Júpiter se volvió y vio a un hombre

aproximarse hacia ellos desde el tumultode gente de la entrada. Debía de tenerpoco más de treinta años y su cabelloera rubio claro, casi blanco. Su pielmostraba una carencia igualmentellamativa de pigmento.

—¿Quién es ese? —murmuróJúpiter.

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—Landini, el colaborador máscercano de Von Thaden.

—¿No es un poco joven para eso?Coralina no respondió, pues Landini

se encontraba ya lo suficientementecerca como para oír parte de lacontestación. Una sonrisa juvenil sedibujó en el rostro del religioso cuandollegó finalmente hasta ella. Apenasdirigió a Júpiter una leve mirada antesde concentrar toda su atención en lamuchacha.

—Buenos días. Me acabo de enterarde que estaba usted aquí.

Júpiter vio cómo el rostro deCoralina se iluminaba. Claramente

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esperaba oír que lo del portal había sidoun mero malentendido. Devolvió aLandini el apretón de manos que este leofreció como saludo y se mostró aúnmás alegre. Molesto, Júpiter tuvo quereconocer que, a pesar de su peculiaraspecto, había algo de cautivador en él.

Este pensamiento desapareció, noobstante, en cuanto Landini se volvióhacia él.

—¿Y quién es usted? —preguntó confrialdad.

—Mi prometido —aseguró Coralinacon presteza antes de que Júpiterpudiera decir nada que Landini pudierautilizar en su contra—. ¿Puedo entrar ya

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en la iglesia?Landini apartó sus prístinos ojos

azules de Júpiter con cierta reticencia ehizo aparecer de nuevo su deliciosasonrisa.

—Discúlpeme —dijo a Coralina—,pero no se me permite dejarla pasar.Tengo órdenes expresas de no permitirel paso a nadie.

—¿Ordenes de quién? ¿Del cardenalVon Thaden?

Landini hizo un movimiento bruscocon los hombros. Sonriendo, porsupuesto.

—No se me permite hablar, ya losabe usted. Solo he venido hasta aquí

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para agradecerle su empeño y suhonradez.

Júpiter buscó en vano algún atisbode sorna o de malicia en el rostro deljoven religioso, pero nada, no hallóningún indicio que confirmara susospecha de que Landini sabía más de loque daba a entender.

—Pues como agradecimiento podíanhaber mostrado algo más de confianza—replicó Coralina con sequedad, perono tan abiertamente hostil como se habíacomportado durante su conversación conel guarda. Se esforzó mucho pormantenerse imparcial.

Landini pasó por alto la apreciación

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de Coralina.—Usted hizo constar todos los

detalles de su descubrimiento ayer porla tarde, ¿no es verdad?

—Así es. Y ahora me encantaríavolver a mi lugar de trabajo.

Landini agitó la cabeza y se esforzóvisiblemente por mostrarse compungido.

—Me temo que no es tan fácil.Como ya le he comentado no le puedopermitir la entrada.

—¡Pero yo trabajo allí!—Ya no.—¿Me está echando a la calle?Landini parpadeó varias veces,

como si la rabia le cegara como una

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llama blanca.—No lo interprete de forma

incorrecta, se lo ruego.—¡Me acaba de despedir! ¿Qué

puedo malinterpretar?Volvió a sonreír, esta vez con más

cautela.—Hemos interrumpido todas las

labores que se estaban realizando en laiglesia. Por el momento no se seguiráadelante con la restauración. Eso es todolo que le puedo decir.

Coralina estaba a punto de estallarde nuevo, pero Júpiter se dio cuenta deque era el mejor momento para entrar enacción. Colocó la mano tiernamente

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sobre su hombro.—Venga, será mejor que nos

vayamos. El signore Landini —dijo,utilizando deliberadamente eltratamiento seglar— no nos puede decirmás —y añadió mirando al religioso yluciendo la más encantadora de sussonrisas—, ¿verdad?

—En efecto —Landini asintió conresolución—. Como ya he dicho, losiento muchísimo.

Coralina tomó aire, lo expulsó en unsonoro bufido y echó a andar calle abajocon pasos enérgicos. Júpiter corrió trasella sin volverse en ningún momento.Tenía la sensación de que el sacerdote

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les contemplaba mientras se marchaban.—Eso de que me dejes atrás se está

convirtiendo en una mala costumbre —protestó cuando logró alcanzarla.

—¡Ese hijo de puta!Él la sujetó firmemente y la agitó de

forma un tanto brusca, aunque poco apoco fue rebajando la intensidad.

—Escúchame —dijo con voz agria—, o renuncias en un futuro a poner ennuestra contra a medio Vaticano, o mevuelvo a mi casa en el próximo avión.

—¿Y dónde se supone que está esacasa tuya? —respondió la joven sinlevantar la vista—. ¿En tu apartamentodesierto?

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Entonces ella se marchó y le dejóatrás por tercera vez en apenas unosminutos.

De camino a la casa del enano habíaun quiosco, uno de esos puestos demadera llenos a rebosar de periódicos,revistas multicolores y comics queproliferan en cada esquina de Roma.Júpiter había llegado ya a la conclusiónen visitas anteriores a la ciudad, de queen ningún otro lugar del mundo adquiríael hecho de comprar el periódico uncarácter tan peculiar como allí, rayandoen el ritual. En cualquier otra ciudad seadquiere el ejemplar de la mañana deforma silenciosa, quizá con un eventual

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saludo o un agradecimiento por elcambio en el pago, pero uno no comentasu opinión sobre los titulares, a nadie sele ocurre la idea de discutir de altapolítica con el quiosquero.

En Roma, no obstante, la situaciónera diferente. Prácticamente no existíavendedor alguno que no diera su puntode vista sobre los sucesos del día,siempre dispuesto para una pequeñaconversación, ya fuera amistosa,nerviosa, escandalizada o directamentecolérica. No tardarían en aparecergestos y maldiciones, y a menudoacabarían implicados tanto compradorescomo transeúntes, hasta comprometer la

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circulación de la vía.Júpiter cambió de acera tan pronto

como vio que el semáforo cambiaba decolor. Estaba solo. Coralina se habíamarchado a casa para hacer unaimpresión de la llave de ladecimoséptima plancha. Le habíarondado la cabeza la idea de llevar ahacer una copia tridimensional a unorfebre, diciendo: «Quién sabe, podríaestar bien», a lo que Júpiter no habíareplicado nada. También le pareció bienque ella no quisiera acompañarle a ver aBabio.

Un coche de policía se encontrabaaparcado a cierta distancia. Dos jóvenes

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agentes permanecían sentados sobre elcapó, sosteniendo sus metralletas yobservando atentamente lo que ocurría asu alrededor, como si esperaran que encualquier instante se produjera laviolenta resurrección de las BrigadasRojas, surgiendo entre balas del torrentedel río. Era la misma imagen quepresentaban por toda Roma, para losnativos, una parte habitual de la vida enla ciudad; para los extranjeros, unmotivo de irritación e inseguridad.

La casa del enano era grande, si bienel exterior apenas daba indicios de lasriquezas de su poseedor. Tan solo elenrejado de las ventanas inferiores, así

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como la cámara de seguridad en la partesuperior del portón de entrada y elmoderno portero automático, daban unaligera pista de los tesoros quealbergaban en su interior.

Amedeo Babio era rico y con razón.A Júpiter le constaba que el enanoperitaba por mayor valor que la mayoríade los marchantes de arte con los quehabía tratado en los últimos años. Soloesperaba que la campaña de calumnias ydifamaciones que Miwa había llevado acabo no hubiera dado sus frutos allí.Siempre había sido una mujerescrupulosa en todo lo que se hacía, yhabía pocas labores que se hubiera

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tomado más en serio que la dedesmantelar por completo su existencia.

Estaba justo debajo del portón deentrada cuando del contestador de lapared surgió una voz tan distorsionadaque no permitía determinar conseguridad si se trataba del enano o no.

—¿Qué altura tiene usted?Júpiter volvió la vista al objetivo de

la cámara de vigilancia.—Vamos, Babio. Me conoces.—¿Qué altura tiene usted? —repitió

la voz.—Un metro ochenta y nueve —

suspiró Júpiter.—¿Qué edad tiene usted?

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—Babio, por favor.—¿Qué edad tiene usted?—Treinta y cinco —gruñó, sin estar

muy seguro de si echarse a reír o no—.Y calzo un...

—¿Cómo se llama usted? —leinterrumpió la voz.

—Júpiter.La voz guardó silencio durante un

momento. Después, tras un instante deduda, dijo:

—Es interesante. El principal de losantiguos dioses trae la caída del nuevo.

Júpiter recordó que el humor delenano podía ser un tanto peculiar.

—¿Un intercomunicador a modo de

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oráculo? ¿Dónde están las sacerdotisasdesnudas?

El dispositivo eléctrico que abría lapuerta se activó con un ruido sordo.Júpiter empujó el portón: era pesado yvibraba, pero no emitía ningún ruido.

Atravesó un portón de techoabovedado. Los lados del caminoestaban flanqueados por altas estatuas,cuerpos perfectos como reproduccionesen piedra de las fantasías de LeniRiefenstahl. Júpiter sintió la puertacerrarse a sus espaldas.

Prosiguió lentamente su avance,atravesó una batería completa dedetectores de movimiento y, de pronto,

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se encontró rodeado de una cegadora luzartificial. El resplandor inundaba eltúnel de entrada, hacía resaltar elacabado de las estatuas y dotaba a lapequeña figura que aguardaba al finaldel pasillo de una sombra gigantesca.Amedeo Babio siempre había sido unmaestro de las presentaciones teatrales.

—Quisiera ser tan alto como laluna... —canturreó el enano, paraseguidamente estallar en risitasinfantiles y desaparecer por una puertaabierta tras él.

Júpiter sacudió la cabeza conresignación y le siguió apresuradamente.Babio no estaba loco, pero por alguna

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razón solía buscar que la gente sellevara una cierta impresión dedemencia por su parte. Unaexcentricidad, o tal vez una peculiartáctica, quizá demasiado estrambóticacomo para ser comprensible.

El investigador recorrió elmagnífico vestíbulo y subió por unasescaleras tras la estela del dueño de lacasa. Entró en una sala que habríahonrado a cualquier museo nacional:sobre pedestales y tarimas se alzaba unlaberinto de estatuas de las que Babio legustaba asegurar que se trataban demeras copias, si bien Júpiter albergabala sospecha de que en aquella vivienda

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se guardaban más piezas auténticas dearte antiguo que en los venerablesedificios oficiales de la ciudad.

El plano frontal de la sala estabaocupado por una figura poderosa, consus cinco metros de altura de piedrablanca esculpida. Sus rasgos lucían laperfección de un dios griego. Sus ojosciegos, globos oculares carentes depupila, miraban a Júpiter. Una hendiduradentada recorría el rostro desde lafrente, a lo largo de la nariz hasta ellabio superior.

Ante él estaba Babio, vestido con untraje blanco de cachemir yencendiéndose un cigarrillo con un

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diminuto encendedor que albergabaascuas incandescentes.

—Júpiter, amigo mío —dijo entrebocanadas—, bienvenido al Refugio deAlberich.

Babio había mantenido desdesiempre un particular afecto por lamitología nórdica, por lo que suidentificación con el enano Alberich, elguardián del tesoro de los nibelungos,era sencilla. Hablaba alemán, danés,sueco y un poco de islandés. Llevaba unpar de años publicando regularmentetraducciones del alemán medieval alitaliano en editoriales especializadas dereconocido prestigio.

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Júpiter le estrechó la mano pero nopudo evitar sorprenderse de lo diminutoque era Babio. De estatura reducidaincluso para un liliputiense, apenasalcanzaba un metro de altura. El quehubiera llegado a los cincuenta años era,a los ojos de su médico, todo unmilagro. Babio tenía el pelo gris y unaamplia barba blanca recortada conesmero. Su cabeza eradesproporcionadamente grande enconsonancia con el resto de su cuerpo,pero Babio bromeaba con el temadiciendo que ese tamaño simplemente secorrespondía con la medida de sugenialidad. En una ocasión llegó a

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decirle a Júpiter: «Si yo fuera tan grandecomo tú, tendría un cráneo como el delos Dióscuros del capitolio». Júpiterhabía recordado entonces que, durantesiglos, todo un ejército de restauradoresse había preocupado de que las testas depiedra de aquellas estatuas no secayeran por su propio peso.«Demasiado grandes, demasiadopesadas. Un ejemplo típico demegalomanía».

Babio disipó una nube de humo yapoyó la espalda contra el mentón deltitán:

—¿Desde cuándo llevas en Roma?—Desde ayer.

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—Imagino que te hospedarás en casade esa bruja.

Júpiter asintió.—Nunca me has contado qué es lo

que ocurrió entre la Shuvani y tú.—¿Ocurrir? Nada —Babio mostró

una fina sonrisa—. Por mi parte,enfermizo orgullo de enamorado. Por lasuya... vamos a tomárnoslo comoenvidia.

—¿Orgullo de enamorado? —repitióJúpiter, incrédulo—. Tú estuviste...

—Perdidamente enamorado de ella,sí —concluyó Babio—, pero eso fuehace mucho tiempo. Era una mujerhermosa por aquel entonces.

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La sola idea del diminuto Babio enlos carnosos brazos de la Shuvani eratan grotesca, que Júpiter no fue capaz depronunciar ni una palabra más sobre eltema.

—Ya sé lo que estás pensando —dijo Babio—. Pero créeme, no siempreha tenido el aspecto que tiene hoy.Cuando llegó a Roma, era esbelta ypreciosa, ya madura, pero atractiva engrado sumo.

A Júpiter le asaltaron de golpemedia docena de repuestas sarcásticasque dar, pero se contuvo. Se sorprendióde que Babio, por una vez, le contaratanto de sí mismo. El pequeño marchante

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debería saber que la rimbombantepuesta en escena anterior se vendríaabajo como un castillo de naipes.

Carraspeó.—¿Estabais... juntos?—Oh, no, por supuesto que no —

repuso Babio negando enérgicamente—.Ella tenía un amante que la embelesó yla hechizó durante años y antes de su...bueno, en realidad todo se resume enuna cuestión de proporciones. El tipodebía de ser de clase alta, y no solo porsu estatura, si entiendes lo que te quierodecir. Mi mundo es distinto al vuestro yla Shuvani lo sabe. Nunca se haplanteado una relación conmigo.

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—¿Conoces a su nieta?—¿La pequeña Coralina?—Ya no es tan pequeña.—La última vez que la vi, era una

adolescente. Una joven adolescente.¿Qué pasa con ella?

—Por lo que se ve, hace honor alantiguo yo de su abuela.

Babio se permitió un instante desoñadora retrospección antes derecuperar bruscamente el gesto serio ydecir:

—No has venido aquí a hablar demujeres. En realidad yo diría que debesestar más que harto de ellas.

Júpiter bufó, despectivo.

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—¿Miwa ha estado aquí?—Más de una vez, pero nunca la

dejé entrar en casa.—Por el amor de Dios, ¿eso por

qué?—Es demasiado pequeña.—¿Demasiado pequeña?—Por eso te he preguntado en la

puerta tu altura. No dejo entrar en estacasa a nadie por debajo del metrosetenta.

Júpiter sonrió esperanzado, aunqueobservó que Babio no perdonaba ningúngesto.

—¿Eso es lo que realmente piensas?—preguntó irritado.

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—Por supuesto.Quizá la locura del enano fuera algo

más que un capricho repetido en ciclosirregulares.

—Yo ya soy bastante pequeño —continuó Babio mientras daba una nuevacalada a su cigarrillo—. No quieroponerme delante de un espejo. En lugarde eso, prefiero estar en compañía dehombres grandes como tú.

Su objetivo principal no era indagarsobre esta nueva rareza de Babio, sinosoportarla de la misma manera quehabía soportado los auspicios deoráculo de la entrada. Además, podíadarse por satisfecho de que Miwa no

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hubiera puesto a Babio de su parte.—¿Cuándo estuvo ella aquí por

última vez?—¿No la estarás buscando? —

repuso el enano disgustado, arqueandouna ceja.

Júpiter negó con la cabeza quizádemasiado precipitadamente.

—No, pero se llevó un montón decosas que me pertenecían.

—Hará unos ocho meses desde laúltima vez que la vi —repuso Babio,aparentemente satisfecho con larespuesta de Júpiter. Pensativo, pasóuno de sus diminutos dedos por el labioleporino de su gigante de piedra y lo

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apartó lleno de polvo—. Tenía buenaspecto —y añadió arqueando loshombros—, al menos desde mi monitorde vigilancia.

—¿Estaba sola?—¡Júpiter, por el amor de Dios!—No estoy celoso, solo tengo

curiosidad.—Eso espero. Lo que me escribías

en tu carta no era agradable de leer.—La carta... —Júpiter suspiró—.

Eso fue un error.Poco después de la desaparición de

Miwa, preso de la desesperación, habíaenviado cartas personales a susprincipales colaboradores, en las que

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describía de forma muy burda la maneraen la que su ex pareja le había dejado enla calle. En el fondo, él sabía que esa noera la forma correcta de actuar, pues enel mundillo estaba muy mal vistomezclar los asuntos personales con losprofesionales. Aunque en sus cartastocaba muy por encima la cuestión de latraición de Miwa, había sentado muymal, y solo había logrado facilitarle aella la tarea de desacreditarle. El mal deamores puede llevar a un hombre acometer las mayores estupideces, ylamentablemente Júpiter no había sidoninguna excepción a la regla.

—Mejor hablemos de otra cosa —

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sugirió.—Como quieras —repuso Babio

con generosidad—. Aún no me hasdicho por qué estás aquí.

Júpiter asintió y extrajo la taleguillade cuero del bolsillo de su abrigo.Desató el cordón y dejó caer elfragmento de cerámica sobre la mano.

—¿Sabes lo que es?Babio tomó el pedazo entre los

dedos pulgar e índice con cuidado, casicon veneración, y lo observó desdetodos los ángulos.

—Vamos a mi despacho.Llevó a Júpiter hasta una escalera

situada tras una puerta que apenas podía

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verse escondida por el cráneo de piedra.Subieron al siguiente piso, atravesaronun pasillo sencillo y entraron finalmenteen un cuarto con chimenea forrado enmadera de teca. En una esquina seencontraba un armario de exposiciónpara armamento con media docena deescopetas de caza. Júpiter dudaba deque Babio las hubiera utilizado algunavez, de la misma manera que laspoderosas cornamentas de alcecolocadas sobre la chimenea provenían,sin lugar a dudas, de otras manos. Frentea ella, yacía una piel de oso, incluida lacabeza, de mandíbulas abiertas.

De no haber sabido que Babio era un

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apasionado bebedor de café, Júpiterhabría jurado que olía a té aromático.Posiblemente el aroma estabaimpregnado en el revestimiento demadera de las paredes que, conseguridad, Babio habría hecho traerdesde Inglaterra.

El enano dejó el fragmento sobre unapequeña mesa de luz, dirigió la luz de unfoco colocado en la parte superior ysacó de un cajón una gran lupa. Observódetenidamente el pedazo de cerámicadesde todos los puntos de vista posibles,murmuró para sí palabrasincomprensibles y finalmente alzó lavista desde el borde de la lupa hacia

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Júpiter.—¿De dónde lo has sacado?—No me lo preguntaste antes,

Babio, y no queremos romper unatradición tan querida, ¿verdad?

El enano gruñó algo y volvió aconcentrarse en la pieza.

—Yo creía... —empezó Júpiter,siendo inmediatamente interrumpido porBabio.

—Creías que habías encontrado unfragmento del disco de Festos, perodespués comparaste uno y otro y te distecuenta de que debía de ser otra cosa.

Júpiter asintió de mala gana.—Los símbolos más grandes son

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muy parecidos a los del disco.—Minoicos, eso pienso yo también

—murmuró Babio—. Como mínimo sonde la misma época y de culturassimilares.

—¿Y las inscripciones máspequeñas? —Júpiter señaló los dibujosfinos e ilegibles entre los antiguosjeroglíficos.

—Se grabarían después —afirmóBabio—. No son particularmenteartísticos. Quienquiera que los hiciera,no guardaba demasiado respeto al tesoroque tenía entre manos.

—¿Puedes determinar cuándo serealizaron?

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—Solo aproximaciones. Entre lossiglos XVI y XIX, diría yo. Hoy en díala gente es demasiado sofisticada comopara destrozar tan precipitadamente unobjeto de semejante valor —Babiosonrió con astucia—, porque es su valorlo que te interesa, ¿verdad?

—¿Y a quién podría venderle algoasí?

—Oh —repuso Babio—, a mí, porejemplo.

Júpiter negó con la cabeza.—Tú nunca me has comprado nada

tan rápido.—Hay una primera vez para todo,

amigo mío. Para todo.

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Júpiter se sentó sobre el borde delescritorio.

—Las cosas no funcionan así y losabes. No eres ningún marchante depatio trasero, Babio. No estarásintentado darme gato por liebre de unaforma tan tosca...

—¿Por qué debería mandarte a otrapersona? —el enano volvió a mirar porla lupa—. Es una pieza única, de hecho.En el mercado libre, como pieza suelta,no vale mucho, pero yo podría pagarteuna suma considerable.

—Primero háblame un poco sobre lapieza.

El enano balanceó su

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desproporcionada cabeza con pesar.—Hablar, hablar —se quejó, y miró

a Júpiter con ojos penetrantes—. ¿Quées lo que me puedes contar tú a mí sobrela pieza?

—Nada que te ayude.—Por supuesto que no —rio Babio

con disimulo—. Ni lugar de origen, nipropietario, nada de nada. Así son lascosas, ¿no? —gimoteó sobreactuando—.Así son siempre las cosas.

—¿Y bien? —la voz de Júpiterreveló un toque de impaciencia.

—Sobrentiendo que no me vas apagar nada por mis esfuerzos —unaafirmación seca, que Júpiter respondió

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con un asentimiento.—Te he hecho más de un favor,

Babio, y lo sabes.—Te cobras las viejas deudas, ¿eh?—Si así lo quieres, sí.—Tisk, tisk, tisk —el marchante

chasqueó la lengua—. En qué mundovivimos.

—No será un lugar peor por eso másque porque tratemos de estafarnos losunos a los otros.

—Tu impaciencia ha sido siempre tugran defecto, joven.

Júpiter dejó escapar una sonrisaamarga.

—Si me lo pides por favor, te

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enseño otro par más.—¿Como por ejemplo tu

incapacidad para juzgar a la gente? —preguntó Babio sin asomo de humor—,¿o tu falta de valor?

—Alguien que se pasa la mayorparte del tiempo atrincherado en sumansión no debería hablar tanalegremente de la falta de coraje de losdemás.

Babio decidió acabar con el tema ysiguió atentamente con el dedo índice eltrazado de un símbolo del pedazo dearcilla.

—Como mínimo tres mil años deantigüedad. Cerámica vidriada. Las

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marcas se añadieron mediante unatécnica primitiva de impresión.

—¿Alguna idea de lo que podríansignificar?

Babio agitó la cabeza en ademánnegativo.

—¿El fragmento venía con algúnapéndice? Porque es como si te dieramedia página del Antiguo Testamento ytú tuvieras que leer algo sobre lacrucifixión de Jesús.

—¿Entonces no hay ningunaposibilidad de descubrirlo?

El enano se encogió de hombros.—Alguien que entendiera del tema

no necesitaría la secuencia completa de

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símbolos, quizá ni siquiera la mitad,pero esto de aquí —achinó los ojos paracalcular el volumen del fragmento —probablemente no sea más que una sextaparte. Definitivamente, es demasiadopoco.

—¿Y el otro texto? ¿Lasinscripciones más pequeñas? ¿Sehicieron después de que el pedazo serompiera o son también parte de algomás grande?

Babio examinó el borde delfragmento.

—Las líneas siguen por encima de labrecha. Creo que podemos asegurar conrelativa seguridad que el disco estaba

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completo cuando se grabó el texto.Júpiter asintió, pensativo. Aquello

confirmaba sus propias averiguacionessobre la pieza.

—¿Crees que se trata de unaescritura regular o de un código?

—¿Cómo que un código? —exclamóBabio arqueando las cejas— ¿Qué es loque ocultaría?

—Buen intento —respondió Júpitersonriendo sarcásticamente.

—Lástima —el enano dejó la lupa aun lado y revolvió en el cajón de suescritorio—. ¿Me permites que le saqueun par de instantáneas? Quizá se meocurra alguien que pueda ayudarnos.

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Porque imagino que habré acertado en lasuposición de que no querrás dejar estamagnífico ejemplar aquí conmigo,¿verdad?

Júpiter no estaba seguro de si seríauna buena idea dejar en circulaciónfotos del fragmento. Alguien podríaencontrar alguna conexión entre élmismo, la pieza, Coralina y el hallazgode las planchas. Por otra parte,comprendió que, por el momento, Babioera su única oportunidad de descubriralgo al respecto.

—Haz las fotos —dijo tras unosinstantes—, pero hazme el favor demeditar a fondo a quién se las enseñas.

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El enano sacó una cámara Polaroiddel escritorio y realizó numerosas tomasdel fragmento.

—¿No eres un poco demasiadomedroso?

—Solo responsable.Babio se rió con suavidad y pulsó un

par de veces más el disparador. Notardó en tener frente a él cinco imágenesen las que se podía apreciar la silueta dela pieza.

Júpiter tomó el original, lo metió enel saquito de cuero y lo guardó en elbolsillo de su abrigo.

—¿Cuándo crees que sabrás algomás?

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—Puede que nunca, puede quemañana. Te llamaré.

Júpiter le entregó una de las tarjetasde visita de Coralina.

Babio echó un vistazo a la direccióny después le miró con una sonrisapicara.

—¿Vives con la vieja o con ella?—No quiero confundir tu genialidad

con detalles innecesarios, Babio.El enano guardó entre risitas la

tarjeta en un bolsillo de su traje.—Bien, bien, bien —concluyó—. Te

llamaré, te lo prometo. ¿Encontrarás elcamino solo?

—Seguro que sí —Júpiter estrechó

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la diminuta mano del enano y se marchópor el pasillo.

Tras él, oyó al marchante murmurar,esta vez con voz ronca, la mismacantinela: «Quisiera ser tan alto como laluna...».

Júpiter colocó la taleguilla de cueroen lo más profundo de su bolsillo yabandonó la casa.

Después de llevar a hacer la copiade la silueta de la llave, Coralina se fuede nuevo a la iglesia. Ya no era solocuriosidad lo que la impulsaba. Elrecuerdo del torbellino que había

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provocado su descubrimiento leprovocaba más bien angustia. Cuantosmás especialistas tomaran interés en elhallazgo, más grande sería el peligro deque, antes o después, alguien tropezaracon algún indicio de la existencia de unadecimoséptima plancha.

¿Había sido en realidad losuficientemente prudente cuando habíasacado una pieza tan valiosa de laiglesia? ¿Podía estar realmente segurade que nadie la había visto?

Coralina no quería hablar conJúpiter de sus miedos, porque temía queél hiciera la maleta y se marchara.Todavía le necesitaba, no solo para que

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averiguara el valor del fragmento y de laplancha, sino también como contrapuntoa la precipitada e incontrolabledeterminación de la Shuvani.

En el lugar frente a la iglesia en elque esa misma mañana estaba aparcadala limusina, había ahora varios taxis. Lamultitud de la puerta, no obstante, habíacrecido. En las últimas horas,especialistas sobre todo y algún que otroturista interesado en el tema culturalhabían buscado el camino a la iglesia, yahora el gentío parecía la cola a lapuerta de una discoteca. Al menos dosclases enteras de estudiantes extranjeroscorreteaban por la Piazza Cavalieri de

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Malta riendo, incordiando a todo elmundo y armando follón en general,mientras sus profesores discutían conlos estoicos guardas de seguridad.Coralina se fijó en que el número deestos últimos había aumentado: mientrasque a mediodía había solo dos hombresvigilando la puerta de entrada, ahorahabía cuatro. En lugar de la bandaamarilla de plástico, habían colocadovallas de madera para contener el asaltode los curiosos. Un grupo de viajerosjaponeses permanecía en medio de aquelhervidero como una apretada unidadmilitar, mientras su guía, pocoimpresionada por el gentío, continuaba

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con su exposición sobre la fachada deltemplo.

En las cercanías había aparcado unminibús con matrícula del Vaticano.Coralina supuso que se trataría deexpertos traídos para examinar hasta elpolvo de la cámara secreta de Piranesi,mota a mota.

La puerta se abrió ligeramente paradejar salir a dos hombres: uno de ellosera Landini, cubierto con una ligera capade polvo calcáreo que le daba a sudespigmentada piel un aspecto aún másblanquecino; el segundo hombre era másmayor, de unos sesenta años,ligeramente encorvado y vestido con un

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abrigo negro que le cubría todo elcuerpo. Su cabello era gris, y su rostroestaba surcado de una red de profundasarrugas.

Sus ojos, sin embargo, se movían,vigilantes, de un lado para otro, sinpermanecer demasiado tiempoenfocados hacia Landini, incluso cuandoambos hombres estaban hablando. En sulugar, sondeaba el entorno, el animadotumulto de curiosos, las reacciones delos vigilantes.

Aunque Coralina solo había vistohasta la fecha al cardenal Von Thaden enfotografía, le reconoció de inmediato. Eldirector de la Congregación para la

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Doctrina de la Fe no era un hombrequerido en el Vaticano. Eran muchos losque preferirían ver a otro sentado en susilla, si bien el Papa en persona le teníaen gran estima. Se consideraba a VonThaden como alguien conservador ysevero, aunque también cultivado yexperimentado. Durante su juventudvivió muchos años en el sudesteasiático, y se decía que sus vivenciasallí habían forjado la dureza de susprincipios.

Coralina no podía hacer otra cosamás que observar a estos dos hombres,sumidos en una conversaciónmanifiestamente acalorada. Permanecían

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tras la barrera de la entrada, muy cercael uno del otro para que nadie pudieraescuchar lo que estaban hablando.

Coralina se maldijo por haber idohasta allí de nuevo. En el precisoinstante en que se iba a apartar, Landinila descubrió al mirar por encima delhombro del cardenal. Von Thaden siguióhablándole durante un instante hasta quese dio cuenta de que la atención de suasistente se había desviado en otradirección. Se volvió para buscar lacausa y el joven se inclinó, con lamirada aún fija en la muchacha y dijoalgo en el oído del cardenal.

Coralina se sintió extrañamente

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desnuda cuando ambos hombresclavaron sus ojos en ella, Landini con susonrisa calculadora, Von Thaden frío ysin expresión alguna.

Insegura, saludó con una leveinclinación de cabeza y se marchó. Sinembargo, percibía que la mirada deaquellos dos religiosos seguía fija enella, casi la sentía en su espalda y sunuca. Seguramente estaban hablando deella. ¿Tendrían ya alguna sospecha?¿Presentían o quizá sabían ya lo queCoralina había hecho?

De mala gana tuvo que admitir queJúpiter tenía razón. ¿Por qué tenía quehaber regresado allí una vez más? Por

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supuesto, sabía la respuesta: su orgulloenfermizo la había empujado hasta allí,la rabia por la negativa de Landini adejarla entrar en la iglesia, y porsupuesto la ira al verse tratada como auna ladrona, aun cuando no podían saberque en realidad lo era.

«Qué infantil», pensó. Infantil yestúpido. Lo iba a echar todo a perder.

Coralina se aproximó al extremo surde la piazza, y allí descubrió algo que ladejó perpleja.

En el margen de la plaza había unafigura encorvada que dibujaba formassobre el asfalto con un pedacito de tiza.Era un anciano, más mayor que el

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cardenal Von Thaden, y visiblementedesmejorado. Daba la impresión de nohaberse cambiado en varias semanas lavestimenta sucia y descolorida quellevaba, y su barba aparecía larga yenmarañada. Sin embargo, en contrastecon su desaliñado aspecto, el hombre seafanaba en su trabajo concentrado, casisonriente, y la forma y manera en queiba completando su dibujo, condevoción febril, tenía algo casi deenajenado. Así pues, Coralina no pudoresistir la tentación de echarle un vistazoa la pintura del anciano.

Este alejó la cabeza de su propiaobra para poder contemplarla en su

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conjunto. Mientras Coralina seacercaba, le vino la impresión de que elrostro de aquel hombre le resultabafamiliar, como si le conociera de antes,solo que con un aspecto diferente y notan sucio y estropeado.

Finalmente cayó en la cuenta: elanciano solía vagabundear frente alPalazzo Montecitorio. ¿Cuál era sunombre? ¿Christos? ¿Christopher?

«Cristoforo, ¡eso es!». Le habíallamado la atención por primera vezhacía un par de años, cuando habíavuelto a Roma durante las vacaciones deverano y había empezado a investigarpara un trabajo académico sobre los

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motivos recurrentes en los artistascallejeros de la ciudad. Había recorridolas calles con un conocido que estabafamiliarizado con el mundillo, que lehabía presentado a numerosos pintores,la mayoría estudiantes como ella que semantenían a flote gracias a las monedasde los transeúntes. Con Cristoforo, noobstante, nunca había llegado a hablar.Según aseguraba su amigo, nuncacruzaba palabra alguna con nadie, peroella recordó justo en ese momento algoque había oído acerca del misteriosovagabundo.

Se decía que Cristoforo poseía unamemoria fotográfica, que le permitía

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copiar mentalmente cualquier imagen.Su amigo le había explicado con gestolastimero que el anciano podría haberganado mucho dinero gracias a sutalento, pero en su lugar malgastaba sudestreza en obras que desaparecerían encuestión de horas bajo las suelas de losviandantes o por la acción del siguientechaparrón. «Tiene las facultades paracrear algo que perdure», le había dichoa Coralina su amigo, agitando la cabeza«pero es demasiado "simple" parautilizarlas».

El anciano no levantó la vista haciaella cuando atravesó la Piazza Cavaliericon pasos apresurados y se acercó a él.

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Nadie le prestaba nunca ningunaatención, pero probablemente eso eraalgo a lo que él no le diera demasiadaimportancia. Los movimientos bruscos,pero aun así increíblemente exactos, conlos que él manejaba el pedazo de tizasobre el asfalto dejaban entrever laintensidad de sus acciones, propias deun poseído o un loco, algo que Coralinano había visto nunca en ningún otroartista callejero.

Hasta tal punto había concentrado lajoven su atención en el vagabundo, queno apreció en su totalidad la imagen queeste componía hasta que prácticamenteno la tocó con los pies.

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Se quedó petrificada, y no solo porla admiración hacia el talento del artista.Durante algunos segundos se sintió tanaturdida que sus rodillas apenas podíansostenerla. Presa de una insoportabletensión, se arrodilló junto al dibujo.

—Cristoforo —le dijo al pintor, conuna voz enferma y apagada.

Él no solo no reaccionó, sino quesiguió pintando con trazos rápidos ydecididos.

—¡Cristoforo! —intentó darle untono más autoritario, pero se sentíadesamparada y confusa—. ¿Dónde hasvisto este motivo?

Siguió sin darle respuesta alguna.

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Gotas de sudor brillaban en su mentón apesar de las frías ráfagas de viento queatravesaban la plaza.

Coralina entendió que no tendríaningún éxito actuando de esa manera,pero no estaba muy segura de lo quedebía hacer. Se alzó lentamente ycontempló el dibujo una vez más, contodos sus detalles. Estaba prácticamenteacabado, solo restaban algunos trazos enla parte superior y retocar algún queotro efecto de luz.

La imagen medía unos dos metros deancho por tres de largo.

Era la impresión de ladecimoséptima plancha.

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Coralina apretó los puños tan fuerteque las uñas se le clavaban en la palmade la mano.

No cabía ninguna duda. El dibujo atiza de Cristoforo representaba elgrabado desconocido de las Carceri dePiranesi, un aguafuerte que, según ellahabía creído hasta hacía escasosminutos, nadie había visto en variossiglos. Nadie, salvo Júpiter, la Shuvaniy ella.

Era absurdo, completamente fuera delugar. Cristoforo no podía, de ningunamanera, conocer aquella obra. Laplancha nunca había realizado ningunareproducción oficial, ni se encontraba en

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ninguna publicación conocida del ciclo.Con cierto pánico, examinó los

utensilios de Cristoforo: una vieja cajade cigarrillos llena de tiza, ninguna máslarga que la falange de un dedo. Entresus posesiones se encontraba también unpaño de lino arrugado y tan manchadode tinta y polvo de tiza, que en algunoscírculos habría pasado como obra dearte en sí mismo.

Aunque conocía los rumores sobrela memoria fotográfica del anciano,buscó algún boceto, alguna páginaarrancada de un libro o de un álbum, oincluso una foto suelta, como las quemuchos otros artistas callejeros pegan

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con cinta adhesiva junto a sus trabajosen el asfalto.

Cristoforo, no obstante, no poseíanada parecido. Pintaba enteramente dememoria, y reproducía imágenes que dosdías después ya no existirían.

—Cristoforo —intentó ella una vezmás—, por favor, escúchame.

Inamovible, seguía consagrado a lalabor de delimitar los contornos de labarandilla de un puente. Resultaballamativo que hubiera dibujado todoslos trazos con tiza blanca, de tal formaque daba la impresión de tratarse de unaimagen en negativo del original. La tristeescena carcelaria parecía así aún más

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opresiva.Una voz resonó repentinamente a la

espalda de Coralina.—Interesante dibujo —dijo Landini.Ella se volvió y tuvo la perturbadora

impresión de que el pálido religiosoirradiaba frialdad de pura blancurainmaculada. Habría casado bien en elcuadro de Cristoforo: la versión ennegativo de un hombre de carne y hueso.

Sin embargo, su crispacióndesapareció en cuestión de segundos.

—Interesante... Sí, no cabe duda —exclamó ella, obligándose a contestar, ycontinuó—. ¿Es costumbre entre suscírculos habituales andar a hurtadillas

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detrás de las mujeres?Landini aceptó el reproche con su

milésima sonrisa.—Ignoraba que fuera usted tan

asustadiza, signorina. Le ruego queacepte mis disculpas.

Ella estuvo a punto de decirle cuántole importaban sus disculpas y lo quepodía hacer con ellas, pero en eseinstante se dio cuenta de que Cristoforose estaba levantando del suelo. Alvolverse hacia él, el vagabundo empujóligeramente con ambas manos la caja decigarrillos contra el pecho de lamuchacha, como si aquellas tizas fueranmás valiosas que ninguna cartera o

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monedero. Durante un momento temióque fuera a responder a la preguntasobre el dibujo precisamente entonces,que Landini lo oiría todo, ataría cabos yharía que sus guardas se la llevaran.

Sin embargo, sus temores eraninfundados. Cristoforo únicamente selevantó y contempló su obra.

Coralina vio que también Landinimiraba la pintura con detenimiento.

—Es un gran fan de Piranesi, por loque se ve —y añadió con un guiñoladino dirigido a Coralina—. Pareceauténtico, ¿verdad?

La joven no quería devolverle lamirada, por lo que examinó largamente

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el dibujo terminado. Finalmenteentendió lo que tanto le habíaincomodado en un primer momento.

El dibujo no estaba completo.Faltaba algo, quizá la parte másimportante. Si bien Cristoforo habíareproducido la corriente subterránea enmedio del calabozo, no había añadido laisla amurallada en medio de la misma,ni el obelisco que se alzaba sobre ella.También faltaba el contorno de lamisteriosa llave.

Coralina contempló al viejo artista,buscando alguna emoción en su arrugadoceño. La barba sobrepoblada y lasuciedad de sus mejillas le conferían a

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su rostro un aspecto similar al de unamáscara, irreal, como si alguien hubieracolocado una visión fantasmal sobre lapiel del viejo Cristoforo.

El pintor colocó la cabeza de formaoblicua, mudó la mirada de la pintura aCoralina y la dejó perdida hacia elinfinito, sin ver en realidad a lamuchacha.

Landini se colocó de cuclillas yarrugó el entrecejo.

—Quizá deberíamos hacer que unode nuestros expertos la examinara.

Coralina aprovechó la oportunidad.—Hágalo —dijo, dándole la razón

—. Me parece buena idea.

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Landini se volvió a ella, dubitativo,después se irguió y partió hacia laiglesia. Coralina se percató de que erala primera vez que le había visto sin supermanente sonrisa falsa. Estabacompletamente serio, y lejos demostrarse amistoso.

Una vez más se volvió al pintor.—¿Cristoforo? ¿Puede oírme?El velo que cubría los ojos del

anciano cayó durante un breve instante.«Crist-o-foro», murmuró en una peculiarcadencia pausada.

Nerviosa, se aseguró de que Landinidesaparecía en ese momento en elinterior del templo. Únicamente el

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cardenal Von Thaden permanecía en elportal y la observaba. Coralina sintió unescalofrío ante la fría intensidad deaquella mirada. Entendió finalmente porqué a la Congregación para la Doctrinade la Fe se la consideraba como unamoderna Inquisición a cargo delVaticano: la conducta de Von Thaden, almenos, hacía honor a su puesto comoGran Inquisidor.

Una miscelánea de chicos y chicasse entremezclaron en una gran algarabíajusto entre Coralina y el portal, de formaque Von Thaden desapareciórepentinamente tras un batallón dejoviales adolescentes.

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Coralina respiró hondo, despuésavanzó rápidamente hacia Cristoforo yle agarró del antebrazo.

—¡Ven! Voy a sacarte de aquí.Para su sorpresa, el anciano no

opuso ninguna resistencia, y la siguiómansamente cuando pusieron rumbohacia los tres taxis anteriores.

—¡Signorina!Landini y otro hombre habían salido

de la iglesia y se aproximaban a elloscon pasos apresurados.

El pulso de Coralina se acelerócuando empujó al pintor y su caja detizas hacia los taxis. Frente a ellos, lostaxistas, que leían juntos un periódico

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con toda tranquilidad, miraron a la jovenpor encima de sus gafas de sol.

—¡Signorina! —volvió a gritarLandini—. ¡Espere, por favor!

Ella no quería salir huyendo yadmitir indirectamente la culpabilidadque Landini quería achacarle por lo que,en lugar de ello, continuó a buen pasotomando a Cristoforo del brazo como sise tratara de un hombre enfermo.

Landini y el segundo hombre lesseguían mientras el cardenal VonThaden los miraba, inmóvil.

Antes de que el flemático taxistallegara a ponerse de pie, la propiamuchacha había abierto una de las

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puertas posteriores, y empujado aCristoforo en su interior. Despuésderrapó por la parte trasera delautomóvil, se metió por la puerta y bajóel pestillo.

—Arranque —le indicó al conductor—, deprisa, por favor.

—¿A dónde quiere ir?Los dos hombres prácticamente

habían alcanzado los taxis. No corrían,pero cada vez avanzaban más rápido.

—Simplemente conduzca endirección al centro de la ciudad.

El taxista se encogió de hombros, secolocó las gafas de sol y arrancó elmotor.

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—¿Podría darse un poco de prisa?Landini alzó la mano indicándole

que volviera.—En marcha —dijo el taxista,

pisando el acelerador.Mientras se marchaban, Coralina vio

por la luneta trasera que Landini lallamaba. Entonces, súbitamente, elcardenal apareció a su lado, sin que ellapudiera entender de dónde había salido,y dijo algo al oído de su asistente.

Landini asintió pensativo ycontempló con mirada glacial la marchadel taxi de Coralina y Cristoforo.

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Santino se encontraba junto a laventana de un hotel remoto, en unahabitación remota, y sus temblorososdedos aferraban un marco de madera.Inspiraba y espiraba profundamente.Justo por debajo, en una estrecha plazaentre casas con los postigos cerrados,habían desmantelado los puestos de unpequeño mercado ambulante. Lamayoría estaban ya desmontados, yformaban montones de toldos, cuerdas ybarras de metal sobre el remolque de undesvencijado camión. Ni siquiera elhumo que escapaba del tubo de escapepodía paliar el olor a pescado, frutapasada y cloro. Hombres vestidos con

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sucios monos de trabajo acumulaban losdesechos en una misma pila y barrían acortos escobazos alrededor de un únicopuesto de flores, que permaneceríaensamblado durante la noche justodebajo de la ventana. De ser necesario,Santino podría saltar al tejado delpuesto sin gran riesgo, y desde allí, alsuelo.

«Otra vía de escape», pensó. Otraconcesión a la omnipresente sensaciónde miedo y amenaza.

El último camión se puso enmovimiento y desapareció por unacallejuela. Otro aluvión de restos defruta, trozos de papel y pescado fétido

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aterrizó sobre el montón de basura enmitad de la plaza. Uno de los obrerosempapó los residuos con el líquido deun bidón y arrojó una cerilla ardiendo almontón: la montaña de desechoscomenzó a arder con una llamarada deun metro de alto. La humareda se elevócomo una trenza de vapor negro y blancoque se entremezclaba algunos metros porencima del suelo y flotaba como unpolvo grisáceo sobre la plaza.

Santino no soportó el hedordemasiado tiempo y cerró la ventana.Poco después le asaltó el temor de quesus enemigos, con la protección de lahumareda, pudieran aproximarse al hotel

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y escabullirse en su interior sin servistos, pero no tardó en desechar esepensamiento. Poco a poco comenzaba acansarse de prever los pasos de susperseguidores. Tenía el cuerpo cubiertode arañazos y moratones originadosdurante sus arriesgadas huidas porventanas, tejados e inestables escalerasde incendios. Le dolía todo, susmúsculos estaban tensos ypermanentemente azotados pornumerosos calambres. Ya era suficiente,ya no aguantaba más; estaba extenuado,destrozado, pero también sabía que notenía elección. Aún no había visto todo,nuevos horrores ocultos en las cintas de

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vídeo seguían aguardando que losdescubriera.

Volvió a la cama, siempre mirandohacia atrás, y se sentó en un canto. Elcolchón estaba desgastado y demasiadoblando, sobre todo para alguien hechodurante años al duro camastro de unconvento capuchino, pero Santinodudaba de que, en cualquier caso, esanoche fuera a utilizarlo. Registrarse,pagar, volver a huir... Se habíaconvertido ya en su rutina diaria, y casinunca llegaba a dormir en la habitaciónen la que se había instalado por lamañana. A su ritmo actual, el pocodinero que había robado del despacho

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del abad solo le duraría dos o tres díasmás, y quién sabía lo que vendríadespués. Lo único que sabía con certezaes que para entonces habría visto losvídeos completos. Por fin sabría toda laverdad y eso era lo que contaba.

Encendió el monitor y presionó elbotón de marcha del reproductor. Deinmediato se formó en la pantalla laimagen de la escalera, que se adentrabaen la oscuridad más y más.

La voz del hermano Remeo sonó porel altavoz alta y clara, puesto quellevaba la cámara y tenía cerca elmicrófono incorporado.

—Los ruidos no se han repetido

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hasta ahora —decía—. Quizá fue solouna ilusión... Lorin reza de nuevo.

Santino había apagado el aparatohacía diez minutos porque no podíasoportar más la tensión que vivían sushermanos. El mismo se había asustadobastante, pero la inquietud de los monjesle había trastornado aún más, y ello apesar de que no se había topado todavíacon nada que hubiera supuesto motivoreal de preocupación. Ningún ser vivo,ningún resto mortal de antiguasexpediciones.

Solamente habían logrado oír unaserie de ruidos. Aparentemente, elproblema residía en que el micrófono

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era demasiado débil como paragrabarlos, pero Remeo no lo sabía, yhabía desistido de describirlos. Antesde su existencia, Santino solo se habíaenterado de las conversaciones entre lostres hombres. Ni siquiera lasexplicaciones de Remeo, propias de unabitácora, que había ido incorporando devez en cuando, ayudaban demasiado adeterminar el origen de los ruidos.

La cámara avanzaba justo por detrásde Lorin, corno si bajara un escalónadelantado a Remeo. Había inclinadoligeramente la cabeza y rezaba. Suspalabras eran tan solo murmullosininteligibles. Santino supuso que el

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monje habría cerrado los ojos: podríahaber encontrado los escalonestranquilamente a ciegas, pues trascatorce horas los monjes conocían lasdistancias entre ellos como la palma desu mano.

En todo ese tiempo, solo habíanhecho una pausa breve, por lo quedecidieron descansar nuevamente, estavez algo más de tiempo. Dos de ellosiban a dormir, mientras que el tercero semantendría despierto, de guardia.

Remeo depositó la cámara un par deescalones por encima del grupo, paraque apuntara al lugar en el que estabanlos tres tendidos, se colocó en la imagen

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y miró directamente al objetivo. Remeoera el más joven de los monjes, teníajusto treinta y cuatro años, y en muchosaspectos era también el más mundano.En seguida había entendido cómo hacergrabar a la cámara, mientras que Lorin yPascale habían mostrado un gran recelopor aquella tecnología desconocida.Ahora, con el transcurso de las horas, sesentían aún más incómodos cuandoRemeo les enfocaba con la cámara, y lamayoría de las veces callaban en elacto.

Sin embargo, en los últimosmomentos, apenas si habían hablado,con la excepción de los rezos de Lorin,

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los ocasionales apuntes del micrófonode Remeo y la breve discusión trasescuchar los ruidos al otro lado de labarandilla.

Remeo era rubio y tenía grandesojos marrones. Estaba demasiadodelgado como para ser atractivo, sinembargo a Santino le constaba quealguno de los monjes más mayores lehabía mirado ya en alguna ocasión conparticular simpatía.

—Ya llevamos —dijo Remeo,consultando su reloj de pulsera—catorce horas y veinte minutos dedescenso —volvió la cabeza atrás paramirar a Lorin y Pascale, que estaban

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acomodándose en la medida de loposible en los escalones—. Nos duelenlas piernas, y en lo que a mí respecta,me arden los ojos. Está empezando ahacer más frío, todos lo notamos. Estáclaro, al menos para mí, que teníamosque haber traído un termómetro, pero encualquier caso esto demuestra que en elinfierno, realmente, no hace calor,¿verdad?

—¡Remeo! —la voz de Pascalellegó hasta el micrófono desde ladistancia. Sonaba ronca y cansada.

Remeo, que poco a poco parecíaestar disfrutando de la interacción con lacámara, guiñó el ojo al objetivo.

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—Pascale tiene miedo de queestemos pecando si hablamos delinfierno aquí abajo, pero, ¿acaso pecaalguien cuando menciona el cielo en laiglesia?

Pascale dijo algo, pero el volumenera demasiado bajo como para queSantino entendiera nada.

Remeo simplemente se encogió dehombros, después descendió por lasescaleras y se reunió con sus doshermanos. La cámara quedó a unos seiso siete escalones por encima de ellos.

Santino acercó la oreja a la puertade la habitación. Durante un momento lehabía parecido oír ruidos en el pasillo,

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pero ahora volvía a reinar el silencio.Lorin y Pascale se tumbaron un poco

más abajo, se echaron una manta encimay no se movieron más. Remeopermaneció sentado entre ellos duranteun momento, después se puso de pie, seacercó a la barandilla y contempló laoscuridad. Así transcurrieron tres ocuatro minutos, hasta que Lorin selevantó de repente y dijo algoincomprensible. Santino supuso que setrataría de una queja a propósito delbrillante foco de la cámara, ya que elmonje gesticulaba mientras hablabaseñalando el aparato. Aparentemente,Lorin aseguraba no poder dormir por

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culpa de la luz, pero en realidad, o almenos así lo entendió Santino, era elmiedo lo que no le dejaba descansar enpaz. Lorin siempre había sidodemasiado orgulloso como para mostraralguna debilidad ante alguien.

Como Remeo se negaba a apagar elfoco, se inició una pequeña disputa antesde que Pascale, malhumorado, selevantara y diera por terminada ladisputa. Aparentemente, habíanacordado apagar finalmente la luzdurante un rato.

Remeo se acercó la cámara einstantes después la imagen se volvióoscura, sin embargo el aparato siguió

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funcionando, para que los sonidosquedaran registrados. En mitad de laimagen brilló un resplandor que soloduró un segundo antes de que Santino sediera cuenta de que, entre los dosinmóviles hermanos, Remeo habíaencendido una vela. El resplandor seencontraba a demasiada distancia, y noera lo suficientemente fuerte para elobjetivo de la cámara, por lo que elentorno permaneció invisible.

Santino oyó un rumor como sialguien frotara la escalera de piedra,pero resultó ser Remeo instalándosecerca de la cámara. Una vez más, elmonje fugitivo sintió una punzada de

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dolor por la pérdida de sus amigos. Eraduro y agotador contemplar esasimágenes sabiendo que sus hermanoshabían muerto ya. En el momento de lagrabación, aún ignoraba qué finalencontraría su expedición. A Santino lehubiera gustado poder gritarle almonitor, avisar a sus amigos de quedieran la vuelta, dejaran ese lugar yregresaran a la luz del día y a laseguridad. Sin embargo, aquellas faucesnegras los habían devorado; inclusoRemeo, que con sus últimas fuerzashabía logrado escapar, había dejado unaparte de sí mismo allí abajo: su juicio,quizá incluso un pedazo de su alma.

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Santino se frotó los ojos para paliarel ardor propio del agotamiento. Habíallorado suficiente a sus amigos, ahoradebía concentrarse, pues cada segundopodía dar inicio a aquel suceso queterminaría por llevarles a la catástrofe.

—Tengo frío —susurró Remeo en laoscuridad. Debía de haber acercadonotablemente los labios al micrófono dela cámara para no molestar a los otrosdos—. No vemos nada ni a nadie, perotengo la sensación de que no estamossolos aquí abajo. Hay algo con nosotros,y no sé si de verdad quiero saber lo quees.

«Entonces, vuelve», suplicó Santino

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en su mente, «Vuelve y sigue vivo».—Siempre nos han predicado que el

infierno es un lugar de fuego —musitabaRemeo—, un lugar de llamas eternas ybrasas encendidas pero entonces, ¿porqué no lo notamos? ¿Por qué no vemosnada, y solo hay oscuridad y vacío? ¿Nose parece esto más bien a nuestra visiónde la muerte sin la vida eterna? ¿Nopodría ser este lugar la prueba de que nonos espera nada en absoluto después dela muerte?

Enmudeció, y mientras tanto, Santinose aferraba a la colcha, sentado sobre lacama.

Finalmente, Remeo continuó

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hablando:—Llevo un buen rato pensando si no

estaremos ya todos muertos en realidad,desde hace tiempo. Sé que es absurdo, ysi logramos regresar a la superficie yveo esta cinta y me oigo decir estascosas, me reiré o me avergonzaré, peroal menos, en cualquier caso, me sentiréfeliz de que todo hubiera sido unaespeculación estúpida —hizo una nuevapausa antes de proseguir—. Sinembargo, si no volvemos y alguna otrapersona escucha estas palabras (quizátú, Santino, rezo por que seas tú),entonces significará que yo tenía razón.Es posible que muriéramos en el mismo

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momento en que pisamos esta escalera, yque esto no sea el infierno porque nohaya un infierno. Es posible que estelugar no sea otra cosa más que lamanifestación de nuestra muerte.

Remeo cesó su monólogo y dejó aSantino tiempo suficiente como parareflexionar acerca de aquellas palabras.Lo que había dicho su amigo era unablasfemia, y sin embargo, las sospechasde Remeo le resultaban a Santino, dealguna forma, casi plausibles.

Pensó irritado que el cielo sería casicomo haber estado con ellos, en algúnlugar allá abajo, en esa maldita escaleraa ninguna parte.

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En su mente, oyó a Remeosusurrarle: «A la muerte, la escalera a lamuerte».

Santino respiró hondo, se levantó ypaseó arriba y abajo por la habitación.La cinta siguió, pero aparentemente yano se oía nada más que la respiraciónligera de Remeo, junto con algo quepodrían ser sollozos. ¿Habría llorado elmonje, allá abajo, en la oscuridad?

Santino volvió a acercarse a lapantalla. La cálida silueta de la vela seapagó y encendió de nuevo, y Remeo,supuestamente, debería encontrarse entreesta y la cámara.

Pero entonces, ¿por qué su aliento

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podía oírse con tal claridad, como si sehubiera encontrado sentado junto alaparato, justo delante del micrófono?

¿Se habría despertado alguno de losotros hermanos y se habría levantado?Pero entonces, ¿por qué no había dichonada?

¡Otra vez!La mancha brillante del contorno de

la vela desapareció y apareció una vezmás, como si algo hubiera pasado pordelante suyo, de izquierda a derecha.¿Por qué Remeo no lo veía? ¿Es que nolo sentía?

Remeo lloraba, quizá hubieraocultado la cara entre las manos.

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«¡Cielo santo, Remeo!», exclamóSantino, aunque era consciente de quetodo lo que estaba viendo habíaocurrido ya, y que su amigo no podíaescucharle.

Por tercera vez, algo pasó pordelante de la vela; en esta ocasión dederecha a izquierda.

Santino trató de convencerse de quese trataba únicamente de un fallotécnico, una deficiencia del objetivo.Quizá las baterías estuvieran ya casivacías y fallaran ligeramente.

Entonces, ¿por qué escuchabainvariablemente la respiración y lossuaves sollozos de Remeo? ¿Por qué no

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se interrumpía el tono?Era evidente, por tanto, que allí

había algo que se había movido por laescalera sin que nadie lo detectara, sinque Remeo se diera cuenta. En unmomento determinado, las respiracionesy gemidos del monje se fuerondisipando. Santino dedujo que se estabaquedando dormido.

El movimiento no se volvió arepetir. Santino contempló la pantallamedia hora más como hechizado, aunqueno había nada que ver salvo el vagoresplandor de la lejana vela. En unaocasión, Remeo murmuró algo en sueñosque Santino no logró entender. El tono

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sonaba, quizá, como el de una oración.O como el de una confesión.

Santino se relajó un poco. Podríahaber pasado la grabación hasta quevolviera a verse algo, pero entonceshabría corrido el riesgo de dejar pasaralgo, algún ruido o alguna palabra, queRemeo hubiera dicho ante el micrófono,solo y abatido.

Pasaron cuarenta minutos; después,una hora.

Tras diez minutos más, Santino oyócómo Remeo se movía y resoplaba.

—Me he... quedado dormido —murmuró el monje, aturdido—. Teníaque... seguir despierto.

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De nuevo, una figura oscura pasópor delante de la vela, solo que en estaocasión, Santino estuvo seguro, por loscrujidos que sonaron, de que se tratabade Remeo, que descendía por lasescaleras en dirección a los otros dosmonjes.

—¿Lorin? —se escuchó la voz deRemeo—. ¿Pascale?

El monje repitió ambos nombres,pero en esta ocasión su tono denotabapreocupación.

Finalmente, se oyó a Lorin hablar.—¿Remeo? ¿Qué es lo que pasa? —

el monje parecía somnoliento, si biensus siguientes palabras fueron tensas y

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apresuradas—. ¿Dónde está Pascale?Volvieron a escucharse los crujidos

que delataban a Remeo subiendo lospeldaños para recoger la cámara yencender el foco. La escalera se inundósúbitamente de luz.

La manta de Pascale aparecíaarrugada en el suelo, junto a su mochila,pero el monje había desaparecido.

Remeo y Lorin se miraron. El pánicose reflejaba en sus rostros, en sus gestos.

—¿Pascale? —Lorin se precipitóhacia arriba, fuera del alcance de lacámara, pero permaneció pocospeldaños más arriba, a juzgar por laintensidad con que se escuchaban sus

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gritos— ¡Pascale! —volvió a llamar.Remeo examinó con movimientos

nerviosos el lugar en que su amigo habíadormido.

—¡Pascale! ¿Dónde estás? —la vozde Lorin se perdía en la oscuridad sinecos. Pronto el monje volvió a apareceren la imagen junto a Remeo.

—¡Tú has estado despierto! —exclamó furibundo—. ¡Has tenido quever qué ha pasado!

Remeo no contestó. A pesar de logranulado del vídeo, Santino pudoapreciar su sentimiento de culpa.

—¿Crees que habrá vuelto a casa?—Remeo se levantó y se apoyó contra la

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barandilla, como si las piernas ya no lesostuvieran.

—¿Por qué debería haber hecho talcosa? —Lorin subió dos escalones, perose detuvo un segundo y se volvió haciaRemeo—. No tenía más miedo queninguno de nosotros dos —fijó la miradaen su compañero de Orden—. ¡Te hasdormido! Por el amor de Dios, ¡te hasdormido!

—Lo... lo siento —repuso Remeo,mirando al suelo conmocionado.

Lorin cerró los puños, y durante unbreve instante dio la impresión de estara punto de golpear a Remeo.

—¿Cómo es posible?

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—Lo siento mucho —repitió Remeo,acentuando el tono.

Los dos monjes permanecieron largorato mirándose encarnizadamente, hastaque Remeo agitó, finalmente, la cabeza.

—Vamos, tenemos que ir a buscarlo.—¿Eso significa que seguimos

adelante? —gritó Lorin mirando haciaabajo.

—No creo que haya regresado haciaarriba. De ser así, habría hablado connosotros primero.

«Algo lo ha atrapado» pensóSantino, «Mientras dormía; lo ha cogidoy se lo ha llevado».

—Bien —dijo Lorin—, entonces

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vamos.Reunió rápidamente todas sus cosas.

Lorin se negó a dejar atrás la mochila dePascale, por lo que se colocó la suya ala espalda y tomó la de su amigo entrelas manos. Remeo se colocó la cámaraal hombro. Lorin le dirigió una miradaindignada al comprobar que el aparatohabía estado grabando todo el tiempo,pero no dijo nada.

El descenso continuó.En ninguna parte hallaron ninguna

pista del desaparecido. Una y otra vez,Remeo colocaba la cámara sobre labarandilla y la dirigía al abismo, sinembargo, en ningún momento parecía

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que la escalera tuviera un final, sino quecontinuaba y continuaba indefinidamentehacia abajo, cada vez más profundo ymás allá del alcance del foco.

De vez en cuando discutían,generalmente porque Lorin le hacíaalgún reproche a Remeo. Santino supusoque ambos se obstinaban en la esperanzade que Pascale hubiera salido huyendohacia arriba en un ataque de pánico,daba igual si consideraban plausible talidea o no. Los seres humanos hacenmuchas cosas inconcebibles cuando sesienten en peligro de muerte: era unasolución cómoda, que les daba corajepara seguir adelante.

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Santino se puso de pie. Se acercó allavabo, dejó correr el agua fría y hundióla cara en ella hasta que no pudocontener más la respiración y un aluviónde burbujas resbalaron por su rostrohacia la superficie. Miró sus rasgos,brillantes por la humedad, en el pequeñoespejo y comprobó que apenas parecíaél mismo. Siempre había sido delgado yenjuto, pero ahora sus mejillas se lehundían en la cara. Las bolsas bajo losojos eran tan oscuras como si se lashubiera hecho con maquillaje. Su pelo,muy corto y negro como el de los sietequeridos hermanos que había dejado enCalabria, brillaba por la grasa, aun

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cuando hacía pocas horas que se habíaduchado.

«Regresa», susurró una voz en sumente, que cada vez se parecía más a lade Remeo, «Habla con el abad Dorian,pídele perdón por todo y después rezahasta que te sangren los labios».

Pero si hiciera eso, ellos leseguirían. Nadie podía protegerle, niDorian ni los demás capuchinos.

Estaba condenado, como si lehubieran impuesto penitencia. Todo eraen vano.

Al otro lado de la ventana, se oyó unbufido; un profundo, sonoro y animalbufido.

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Santino se volvió y miró por elcristal. «¿Qué...?», empezó, pero seinterrumpió completamente a mitad de lafrase.

El bufido se repitió, pero esta vez noprovenía de fuera. Estaba en lahabitación, y salía del altavoz delreproductor de vídeo.

Se echó en la cama y miró lapantalla. El nerviosismo prácticamentele tenía sin aliento. La imagen saltabasalvajemente de un lado para otro, deizquierda a derecha y vuelta otra vez.

—¿Qué era eso? —balbuceabaLorin—, por el amor de Dios, ¿qué eraeso?

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Remeo no respondió. El foco de lacámara pasaba rápidamente de escalónen escalón, de arriba abajo, buscando elorigen de aquellos rugidos. Debían dehaber sido muy potentes si aquelmicrófono había podido captarlos deforma tan clara. O encontrarse muycerca.

El rostro de Lorin era la viva imagendel terror.

—Lo has oído, ¿verdad?—Sí —replicó Remeo con voz débil

—, lo he oído.—¿Venía de arriba o de abajo?La imagen se agitó cuando Remeo

negó con la cabeza.

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—No lo sé —su tono delataba elalcance de su confusión.

—Parecía... un animal —dijo Lorin.—¿Qué clase de animal podría vivir

aquí abajo?«No era cualquier animal», pensó

Santino, estremeciéndose, «Era un toro;el bufido de un toro».

Lorin se aproximó hasta situarsejusto delante de la cámara. Su vozapenas resonaba más que un casiincompresible susurro.

—¿Crees que ha sido eso lo que seha llevado a Pascale?

—No sabemos siquiera si algo se loha llevado en realidad.

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—Pero lo piensas, ¿verdad? Piensaslo mismo que yo.

—No sé lo que debería pensar.Lorin volvió la vista de la cámara al

rostro de Remeo, y de ahí, de nuevo alobjetivo.

—Moriremos aquí abajo —dijo envoz baja y sorprendentemente tranquilo,casi aliviado—. Moriremos igual quePascale.

—¡Pascale no está muerto! —lereprochó Remeo.

—¿No? —exclamó Lorin en una risaestridente—. Entonces, ¿dónde está? ¿Yqué ruido era ese?

Durante un momento, ambos

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enmudecieron y prestaron atención a lossonidos del abismo. Santino subió almáximo el regulador de volumen condedos temblorosos.

Lejanos, muy lejanos, resonaronentrecortados unos golpes de granviolencia. Primero, parecían sacudidas,pero después fueron asemejándose cadavez más a unas pisadas apresuradas.

Como un pataleo.Entonces, tan repentinamente como

se había iniciado, se interrumpió.—Se... se ha acabado —balbuceó

Lorin.Remeo no respondió; en su lugar,

escuchó con mayor atención.

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—Se acabó —repitió Lorin.—¡Calla!El silencio se apoderó de la escalera

de caracol durante un minuto, dos, tres.Entonces, el bufido retumbó de

nuevo, esta vez más sonoro y máscercano.

Ninguno de los dos monjes de laimagen reaccionó. Lorin contempló másdetenidamente el vacío, y Remeo seechó la cámara al hombro con muchocuidado, como si no hubiera oído elbramido.

Entonces, Santino lo comprendió.Saltó de la cama y corrió a la

ventana. Presionó el rostro contra el

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cristal frío y después lo apartó tanpronto como vio que el vidrio seempañaba.

Se había equivocado. Elblanquecino vaho de la ventana surgíade detrás del cristal, no de dentro. Era elhumo de la basura todavía ardiendo, queaún no se había consumido porcompleto.

Abajo, en la calle, desfigurado yborroso por la humareda, había algo quese movía. Una silueta negra se deslizócon rapidez por la plaza, quizá unautomóvil, quizá alguna otra cosa.

El bramido se escuchó de nuevo.Santino sabía qué hacer. Apagó el

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aparato, lo metió en la bolsa y cerró lacremallera. En cuestión de segundoshabía salido al pasillo y se apresurabahacia la salida de emergencia, bajabapor la estrecha escalerilla y aterrizabaen el patio interior detrás de la pensión.

Mientras cruzaba el arco de lapuerta, creyó oír tras de sí el coléricorugido del toro, tan alto, que losadoquines bajo sus pies vibraron; tanfurioso, que su corazón se contrajo y setambaleó, mareado, hasta que tropezó,cayó cuan largo era y estuvo cerca dedestrozar el reproductor de vídeo. En elúltimo momento, dio la vuelta de talforma que protegió la bolsa con su

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cuerpo.El bufido no volvió a repetirse, pero

Santino siguió luchando contra el pánicoy corrió y corrió tan rápido como supierna inválida se lo permitió, huyendode un enemigo poderoso e invisiblehacia el gris atardecer.

Minutos después ya no supo dóndese encontraba, perdido en un laberintode extraños callejones que no habíavisto nunca en su vida. Era como si lapropia ciudad se hubiera transformado,desplazado, en un mágico proceso dereconstrucción sutil.

¿Seguía siendo Roma, o era un lugarsalido de sus pesadillas, la caricatura de

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una metrópolis tan antigua como lahumanidad, el reflejo en piedra de todossus miedos?

Extenuado, se sentó en la entrada deuna casa, dobló las rodillas y abrazófuertemente la pesada bolsa.

A través de un velo de lágrimas, viola calle tras él, la dirección en la quehabía venido.

Estaba completamente desierta,abandonada y tranquila.

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El altar de Cristoforo

Ya había oscurecido cuando Júpiterentró en la casa de la Shuvani. Coralinale abrió la puerta y se le adelantócuando subían juntos hacia el cuarto deestar.

—Tengo una sorpresa para ti —dijo,misteriosa. Eso era algo que parecíadivertirla mucho.

—¿Qué tipo de sorpresa?No contestó, sino que permaneció

junto a la puerta y dejó a Júpiter entrarprimero.

La mesa redonda de madera frente a

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la ventana estaba cubierta, en los platoshumeaba la comida. Los demásacababan de empezar, no pordescortesía, sino porque tenían uninvitado que, por lo que se veía,necesitaba desesperadamente cadabocado que daba.

Un anciano al que Júpiter no habíavisto nunca antes estaba sentado frente aun plato lleno. Hambriento, se echaba lacomida a la boca sin reparar en laaparición del recién llegado.

La Shuvani se sentaba en el siguientepuesto, y miró a Júpiter con el ceñofruncido. Pudo entender a primera vistaque la situación no le gustaba lo más

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mínimo. Invitar a aquel tipo tan extrañohabía sido, claramente, idea deCoralina.

—Tenemos visita —dijo la Shuvani,glacial.

—Y... ¿Con quién tenemos el honor?El anciano siguió sin levantar la

vista. En lugar de eso, se sirvió un tercerpimiento bien relleno en su plato y seabalanzó sobre él.

—Su nombre es Cristoforo —dijoCoralina—. Es pintor.

—El arte es poco lucrativo, ¿eh?Ella arqueó un ojo con gesto

reprobatorio.—Cuando hayas visto lo que ha

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pintado, quizá te ahorres los cinismos.Júpiter se dirigió al anciano. Apretó

su mano sin esperanza de ningunareacción por parte del artista. Para susorpresa, Cristoforo renuncióbrevemente a su banquete, estrechó lamano de Júpiter sin mirarle a la cara yvolvió a comer precipitadamente.

—Júpiter —se presentó elinvestigador.

—Siempre es de noche —contestóCristoforo —en la Casa de Dédalo.

Júpiter miró aturdido a Coralina,que se encogió de hombros, sincomprender.

—Es la tercera vez que dice eso.

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Siempre la misma frase.—Nada más —continuó la Shuvani

—. Ni siquiera un «muchas gracias».Con un gesto lleno de reproche

observó a Cristoforo comer y,probablemente, se dedicó a calcular conexactitud lo que le costaría laalimentación del desgreñado anciano.

«Siempre es de noche en la Casa deDédalo».

Júpiter se colocó de cuclillas juntoal pintor.

—¿Qué ha querido decir con eso?Cristoforo no le miró.—No tiene sentido —repuso

Coralina, sentándose frente a su plato y

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sirviéndose un pimiento. Júpiter semaravillaba de que pudiera comer conaquel anciano de maneras pocotrabajadas y desagradable olor corporalsentado a su mesa. Él, desde luego,había perdido el apetito.

—Bien —repuso—, entoncesacláramelo. ¿Qué está haciendo él aquí?

—Coralina se lo ha encontrado porahí —gruñó la Shuvani.

—¡Abuela! —exclamó su nieta,escandalizada—. Lo dices casi como sifuera un paraguas que alguien hubieraperdido por la calle.

—Al menos un paraguas no come, yse le puede limpiar en un minutito con un

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paño mojado.Júpiter observó las manos del

artista. Bajo sus uñas reposaban restosde tiza de mil colores, como diminutosarco iris al final de unos dedosasombrosamente largos y delgados.

—He vuelto a la iglesia —comenzóCoralina, para después continuarcontándoles todo lo que había visto. Leshabló de Landini y el cardenal VonThaden, de la precipitada huida conCristoforo y del cuadro que el pintorhabía dibujado en el asfalto.

—¿Y estás completamente segura deque era el mismo motivo? —preguntóJúpiter.

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—Sin ninguna duda.Cristoforo siguió comiendo,

inmutable. Si había seguido laconversación en algún momento, nodaba muestras de ello. ¿Se estaba riendosecretamente de sus anfitriones? ¿Qué eslo que sabía realmente sobre la imagenque dibujó?

—Cristoforo —le dijo Júpiter—,tiene usted que decirnos dónde vio esecuadro.

El pintor no reaccionó.—Eso es justo lo que hemos estado

intentando desde hace una hora —repusoCoralina, dejando a un lado la mitad desu pimiento—. No tiene sentido.

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Como si aquella última frase hubieraresultado ser una especie de contraseña,Cristoforo echó su silla para atrás y sepuso de pie. Durante un instante, miróaturdido a la mesa, para después irsevolviendo a los presentes.

—Siempre es de noche en la Casade Dédalo —dijo una vez más.

Así que nada, ni una palabra deagradecimiento, ni de despedida. Rodeóa Coralina y se dirigió a la puerta.

Júpiter maldijo en voz alta y quisolevantarse precipitadamente, peroCoralina le retuvo.

—No —le ordenó—, así no. Nopodemos retenerle violentamente.

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—¿Quién ha hablado de violencia?—exclamó Júpiter agitando la cabeza—.¡Pero no podemos dejarle marchar!

—¿Y por qué no? —quiso saber laShuvani—. Está loco. No puede ser unpeligro para nosotros.

—Obviamente sigues sin entenderlo—respondió Júpiter con brusquedad—.Sabe algo acerca de la plancha. Desdeluego, más que nosotros.

—Puede que sea así, Júpiter —repuso la Shuvani, asintiendocircunspecta—, pero solo queremosvender ese chisme, no escribir una tesisdoctoral sobre el tema.

Mientras él y la Shuvani discutían

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pros y contras, Coralina siguió al pintorpor las escaleras. Al investigador no legustaba la ligereza con la que la ancianase tomaba toda la situación. Implicabaalgo más que la venta ilegal de una obrade arte, si bien era incapaz de precisarqué era exactamente lo que le creaba esacerteza. La repentina aparición enescena del peculiar artista podríasuponer un nuevo paso en la resolucióndel misterio.

Siguió a Coralina y a Cristoforohacia la planta baja y vio cómo elanciano salía a la calle a través de lapuerta de la tienda. Coralina le decíaalgo a lo que él no daba respuesta

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alguna. Iba a cerrar la puerta tras ellacuando Júpiter la alcanzó y sujetó elpicaporte con la mano.

—¡Espera! No podemos dejarle irasí como así.

—¡Ah! ¿No? Entonces, ¿quépretendes hacer? —le miró con ojosmuy abiertos, antes de dejar surgir unafina sonrisa en sus labios—. ¿Sacarle laverdad a golpes?

Júpiter no supo qué responder y esole irritó. Iba a seguir al anciano cuandoella le retuvo. Los dedos de la joven seclavaban de tal forma en el antebrazodel investigador, que llegaban a hacerledaño. La fuerza de Coralina le

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sorprendió.—Déjale ir —repuso—, no te dirá

nada.—Entonces, ¿para qué lo has traído

aquí?—Tenía la esperanza de que, con el

ambiente adecuado, cambiara de actitud,pero no lo ha hecho. Es algo quetenemos que aceptar. Los tres.

Júpiter miró por el estrechoescaparate hacia la calle. Cristoforodobló la esquina con la Via del GovernoVecchio y desapareció.

—¡Se va! —dijo, insistente—. ¡Enla ciudad no podremos volver aencontrarlo! —su desamparo le

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enfurecía tanto como la dulce terquedadde la muchacha.

—Nos encontrará cuando lo creanecesario.

—Sí, sí, eso suena muy bien, y ahorasiento un suave calorcillo en el corazónpero, ¿qué tal si somos un poquitorealistas para variar? Ese hombre sabíaalgo que nosotros deberíamos saber. Sialguien descubrió esa plancha antes, sialguien la conoce, aunque solo seadentro de un reducido círculo depersonas, entonces se preguntarán porqué no se encuentra con las restantesdieciséis encontradas en la iglesia.Alguien hará las preguntas adecuadas

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hasta llegar, más tarde o más temprano,hasta las puertas de esta tienda y, ¿quéles dirás entonces? ¿Que solo lo cogisteprestado para hacer un par de copias?

—En lo que a eso respecta, puedeque tengas razón —replicó ella, sinadoptar en ningún momento un tonodefensivo—. Sin embargo, no obtendrásde Cristoforo más que ninguna otrapersona —se colocó con la espaldacontra la puerta y le miró, enérgica ydecidida—. Esa es la diferencia entre túy yo, Júpiter. Tú solo te has preocupadosiempre por el arte, nunca por laspersonas que hay detrás.

—Y tú has desarrollado amplios

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conocimientos de la naturaleza humanaen los últimos diez años, ¿no?

—No —repuso ella rápidamente—,ya los tenía por aquel entonces. Por esoacudí a ti aquella noche. Yo sí que sabíalo que tú querías, solo que tú nunca hassido capaz de reconocerlo.

Él la miró con la boca abierta, comoun colegial al que le acabara dereprender su profesora.

Coralina se apartó de la puerta,rodeó a Júpiter contoneándose y semarchó entre las librerías rumbo a laescalera.

—Deja a Cristoforo en paz —dijosin volverse—. Ya fue suficientemente

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malo traerle hasta aquí. Fue un error...pero gracias a él he aprendido algo,¿verdad?

Júpiter la siguió con la miradamientras subía los peldaños, despuésvolvió la vista a la calle vacía, luego denuevo a la escalera, y escuchó losdelicados pasos de la joven sobre losescalones de madera.

Había conocido a Miwa en unasubasta en Reikiavik, cuando Islandia seencontraba rodeada y cubierta por unmanto de nieve de un metro de altura.Ella, la encantadora japonesa dos añosmás joven que él, que sin embargoparecía diez años más joven (lo que,

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según pensaba él ahora, siendofrancamente optimista, la igualaba conCoralina, una idea que hacía que letemblaran las piernas), y él, el confiadobuscador de obras de arte que, a pesarde no llevar en el negocio tanto tiempocomo la mayoría de sus rivales, contabacon una considerable cuota de éxitos.Miwa era astuta y calculadora, algo queél había sabido desde la misma tarde enque la conoció, cuando ella intentabadescubrir sus progresos en la búsquedade un conocido objeto procedente deBruselas. Al principio, él había creídoque ella se lo llevaría a la cama solopara tirarle de la lengua, pero finalmente

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no habían malgastado una sola palabrahablando del tema, ni había surgidoninguna pregunta al respecto. Él se lohabía tomado como un cumplido, hastaque tiempo después, de formaaparentemente accidental, le contó quese había acostado con él porque no teníacalzado de invierno y no podíaabandonar el hotel. Para entonces, él yasabía de esa confesión lo suficientecomo para entender que la verdad seencontraba en algún punto en medio delos dos extremos. No negaba laposibilidad de que le hubiera seducidopor aburrimiento, a pesar de lodespectivo de ese motivo, pero también

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estaba convencido de que él le habíagustado, que incluso le había amado,aunque fuera por un momento. Otroshabían tratado de convencerle de locontrario, demasiado tarde, cuando todohabía pasado, pero incluso ahora seguíacreyendo en ello, quizá porque queríacreerlo.

Miwa le había amado. A suconstitución esbelta y desgarbada, suincapacidad comercial, así como a susfrecuentes manifestaciones deinseguridad, que algunos interpretabancomo cobardía, y que no eran más queun intento de afrontar las situaciones deuna manera racional. Ella lo había

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amado, sin duda, a él y a su cartera declientes.

Lo que ahora se preguntaba era adónde habría ido su tratamiento racionalde las situaciones, por qué se habíacerrado tan tajantemente a todo análisis,al menos en lo que a Miwa se refería.Sabía que la glorificaba e idealizabatanto a ella como el tiempo que habíanpasado juntos pero, ¿por qué eranbuenos los recuerdos de su antiguo amorsi, en retrospectiva, no era capaz dedecir nada positivo de ellos? Ya habíapadecido bastante sin tener queexaminar y evaluar las pequeñas ygrandes desgracias sufridas durante sus

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dos años juntos. Le parecía innecesarioañadir más hilos a un tapiz que quizá lemostrara hasta qué punto Miwa le habíaengañado y utilizado.

Sin embargo, ahora, aparecíaCoralina. Ya no tenía quince años, comoentonces, y no pasaba una sola hora enque no se preguntara si realmente ellaestaba flirteando con él o si,simplemente, esa era su forma de ser yen realidad solo veía en él, como suabuela, a ese amigo y colega comercialun tanto torpe y manipulable. Suintuición le decía que no era ese el caso,que en realidad ella sentía por él lomismo que antaño, o quizá una variante

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más madura. Sin embargo, ¿podíaconfiar en unos instintos que le habíanservido tan poco en ocasionesanteriores? Lo más inteligente eraignorar esos arrebatos.

«Soy un mutilado de guerrasentimental», pensó para sí en un ataquede autoexploración masoquista, y eso apesar de que hasta hacía relativamentepoco ese término le hubiera parecidopropio únicamente de las brillantes ycoloristas páginas de una revistafemenina, entre una docena de perfumescon toques de madera y anunciospublicitarios de la industria de la moda.Incluso ahí había llegado a buscar, en

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los primeros meses tras la marcha deMiwa, hojeándolas en pos de unarespuesta a la penosa pregunta de cómopensaban las mujeres, qué sentían y porqué le hacían ese tipo de cosas ahombres como él. En un determinadomomento llegó a sentirse tan miserable,que simplemente compró un gran montóny los fue arrojando después a lapapelera con ademanes casi rituales.Durante un par de horas se había sentidomejor, tiempo suficiente como paraencontrar un bar y consolarse una vezllegado el siguiente golpe de aflicción.

Aquello quedaba ya en el pasado yya hiciera un año o hiciera una semana,

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ahora estaba en Roma, en el proceso decometer un crimen y, al carajo, eso lehacía sentirse bien. Quizá aquello fueralo más extraordinario de su dilema.

La mañana siguiente a ladesafortunada cena con Cristoforo,Coralina aguardó a Júpiter en la tienda yle llevó a una cafetería cercana en la quetomaron, de pie en la barra, pastelillos yun fuerte café amargo.

—He estado pensando en lo quedijiste —dijo ella levantando su taza.

—¿Y bien? —preguntó él mientrastrataba inútilmente de limpiarse elpegajoso glaseado de los dedos con unaservilleta de papel. Llevado por la

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necesidad, terminó ayudándose delinterior de su abrigo.

—Sigo pensando que te equivocastejuzgando a Cristoforo —repuso ella.

La afirmación de la joven nosorprendió particularmente alinvestigador.

—Sin embargo, puede que yo hayasido demasiado descuidada —continuóella, para asombro de su acompañante—. Es decir, tú eres el experto...

—No soy contrabandista.—No, pero sabes cómo debería

comportarse alguien en una situaciónasí. En quién se debe confiar y en quiénno.

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—¿Y eso qué significa?—Hoy voy a tratar de averiguar algo

más sobre esa Casa de Dédalo a la queCristoforo hacía referencia. Quizáencuentre algo en internet.

Júpiter asintió, pensativo.—¿Y Cristoforo?—Sé dónde vive.—Pensé que era un «sin techo».—La mayoría de los vagabundos

tienen en alguna parte un lugar en el queguarecerse. En el caso de Cristoforo,son las ruinas de un antiguo palazzo, enel corazón del Trastevere.

Júpiter conocía bien ese barrio.Antiguamente había sido el barrio más

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humilde de Roma, pero después, graciasa un puerto ya olvidado, habíaexperimentado un gran crecimiento.Actualmente se había convertido ya enun barrio residencial exclusivo en el queun par de docenas de restaurantes delujo pujaban por la clientela. El que, apesar de ello, hubiera sido capaz deconservar su carácter popular era tansolo uno más de los pequeños milagrosde Roma, donde la contemplaciónnostálgica y el espíritu cosmopolita semezclaban continuamente.

—No sabía que en el Trasteveretodavía quedara algo remotamenteparecido a ruinas —dijo él.

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—Ya no muchas —repuso Coralina—, pero hay un par de edificios en losque los derechos de posesión no estándemasiado claros, y mientras lospropietarios no sean capaces de ponersede acuerdo, algo que previsiblementepuede tardar mucho tiempo, no seconvertirán en hoteles o en apartamentosde lujo. Hasta entonces, Cristoforodormirá bajo techo.

—Bien, pues entonces, vamos paraallá.

Ella negó con la cabeza.—Yo no voy contigo.—¿Por qué no?—Si quieres intentar averiguar algo

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de Cristoforo, es cosa tuya. No tienenada que ver conmigo.

—¿Qué crees que pretendo hacerle?¿Arrancarle las uñas?

La joven apartó la mirada.—Es cosa tuya.—Vamos, Coralina, ¿por quién me

tomas?—Haz lo que consideres oportuno,

pero sin mí.—Nunca le tocaría un pelo.—Me alegro de oírlo —ella hizo

ademán de volverse para abandonar lacafetería, pero Júpiter le agarrórápidamente la muñeca, delicadamente,pero con firmeza.

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—Escúchame —dijo él—, parecestener una imagen de mí que no...

—Barcelona —le interrumpió ellacon suavidad—, hace año y medio...Anoche hablé con la Shuvani.

Él la miró, atónito.—Por el amor de Dios, pero ¿qué te

ha contado?Por supuesto no obtuvo ninguna

respuesta. Quizá era inevitable queCoralina terminara enterándose deaquello. Simplemente se preguntó porqué la Shuvani había elegidoprecisamente ese momento, en medio deuna situación como aquella, paracontárselo.

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—¿Quieres oír mi versión de lo quepasó? —le preguntó.

—De acuerdo —contestó,asintiendo, tras dudar un segundo.

Júpiter buscó unos instantes un puntoen la historia que pudiera servir comocomienzo, pero no encontró ninguno quellegara a embellecer losacontecimientos, por lo que empezó porlo que él terminó creyendo el únicoprincipio posible. Con Miwa, porsupuesto.

—Me acababa de dejar. Nuncahabía sido un gran bebedor, y la idea deahogar las penas en alcohol me parecíaun cliché propio de las antiguas novelas

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policíacas, como las de Sam Spade,Philip Marlowe, de ese tipo... ya sabes.Cuando Miwa desapareció con todosmis archivos, mis disquetes y mis discosduros, me encontré de repente con unúnico encargo, y solo porque entoncesme encontraba justo en medio de misinvestigaciones y tenía en la cabeza losprincipales datos. Pensé que sería buenopara mí distraer la atención, o al menoseso es lo que siempre dice todo elmundo, por lo que cogí un vuelo aBarcelona, quedé con algunas personasen un bar, les dejé que meemborracharan y que me tomaran elpelo. Yo andaba tras la pista de una de

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estas estilizadas figuras femeninas decerámica, la representación de una grandiosa que siempre aparece en lasportadas de todos esos libros feministassobre matriarcado. Caderas anchas,grandes pechos y sin rostro —negó conla cabeza, casi incrédulo—. Quierodecir, ¿te has parado a pensar por qué seadoraba a ese tipo de figuras femeninas?El movimiento de emancipación nos haechado siempre en cara a los hombresque os tratamos como meros objetossexuales pero, ¿qué imagen de sí mismasimprimen en sus libros y en losmembretes de su papel de cartas? La deuna mujer sin cara, solo sexo, solo una

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máquina de parir —se rió con amargura—. Es una de las grandes paradojas denuestro tiempo, ¿no crees?

Coralina sonrió con complicidad ysacó un bono regalo para dos cafés de sumonedero.

Él respiro hondo y prosiguió:—Me habían hecho falta dos meses

para conseguir esa cita en el bar delhotel, y créeme si te digo que yo queríacreer lo que me estaban contando. Porsupuesto entendieron en seguida en quéestado me encontraba. Nunca he sido unactor particularmente bueno, y aquellatarde yo estuve, en realidad, tresescalones por debajo de mi peor media.

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En pocas palabras, me metieron talcantidad de vodka y whisky en el cuerpoque decidí presentarme en la direcciónque me habían dado aquella mismatarde. Allí se supone que debía vivir lamujer que había encargado el robo de laestatua de mi cliente.

Enmudeció durante un momento yobservó la expresión de Coralina,tratando de descubrir lo que ellaesperaba de él.

¿Una disculpa? ¿Una ligeramodificación de los acontecimientos quele hiciera más fácil volver a confiar enél?

Júpiter decidió, en su lugar, decir la

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verdad.—La mujer me abrió la puerta. Ya

no era joven, tendría unos cincuentaaños, aproximadamente. Era unatraficante de arte rica y sin escrúpulos,de la peor clase posible, o al menos esome habían contado, y yo estabademasiado borracho como para indagaral respecto. Más tarde descubriría queera la viuda de un armador taiwanés sinel más mínimo interés por el arte. Sinembargo, aquella tarde, ante esa puerta,borracho como una cuba y desesperadode dolor por culpa de Miwa, vi en ellasolo lo que quise ver, mi contrincante enla lucha por la maldita estatua. La gente

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ha dicho después que porque ella eraasiática, yo vi en ella a Miwa y que poreso la mandé al hospital, pero no escierto. De haber sido así, me habríapuesto de rodillas ante ella y me habríaterminado de poner en ridículo delantede todo el mundo, pero pasó justo locontrario. Todo lo que pensé fue que esamujer poseía la estatua, que yo debíadevolvérsela a su propietario y hacermeasí con una buena cantidad de dineroque me permitiera vivir, reequipar mioficina y quizá empezar de nuevo, casicomo una hora cero después de Miwa.Yo estaba borracho como pocas vecesen mi vida, pero no podría asegurar que

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no fuera del todo responsable de misactos. En lo más profundo de mí sabíaexactamente lo que hacía, y en aquelpreciso instante aquello eraprecisamente lo que quería hacer. Lamolí a palos mientras ella seguíaasegurando que no sabía qué era lo queyo quería, y cuando finalmente llegó lapolicía y me detuvieron, yo seguíapensando que me mentía. Hasta que vique el comisario responsable era uno delos hombres del bar del hotel. Detuvolos procedimientos y me metió en elsiguiente vuelo a casa. Él habíaconseguido lo que quería: la estatuaseguía encontrándose en su territorio y

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yo salía en libertad sin cargos. Nadiepudo destrozar mi reputación más aconciencia que yo. Después de eso,Miwa solo tuvo que hacer su parte:hacer pública la historia.

—¡Espera! —dijo Coralina,apurando el café.

Él la miró mientras ella se acercabaa la barra con los bonos y regresaba casial instante con dos humeantes tazas.

—¿Era esa la historia que te contó laShuvani? —preguntó él.

—La suya era la versión a loReader's Digest —repuso Coralinamientras se pellizcaba, pensativa, ellabio inferior—, más corta y algo más

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centrada en los hechos, aunque conilustraciones algo más vistosas en lospuntos álgidos de la narración.

Después de probar el café yabrasarse la lengua en el intento, Júpiterinsistió:

—Sé que mi perspectiva de lo queocurrió no hace más bonita la historia.Le pegué una paliza a aquella mujer, yno puedo cambiarlo.

—No —ella se bebió de un tragotodo el contenido de la taza, sin darninguna muestra de incomodidad ante sutemperatura. Después, se inclinó haciaadelante y, con los labios aún cálidos, lebesó furtivamente en la mejilla—, pero

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no pasa nada —añadió—. Por asídecirlo, no pasa nada.

—¿Por pegarle a una mujer?—Por meter la pata por culpa de esa

gente. Por ser el tonto de la historia —rió Coralina, mordaz—. Es algo que... tepega. Por así decirlo.

—Encantador.—¿No es algo que nos hace falta de

vez en cuando? —siguió carcajeándoseella—. ¿Mostrar nuestro encanto a losdemás?

Una vez más, Júpiter no logróentender de buenas a primeras lo queella quería decir, por lo que lo dejóestar.

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—Me ocuparé de esa Casa deDédalo —exclamó la joven, mientras leescribía con cuidada caligrafía unadirección en la cuenta—. Mucha suertecon Cristoforo —añadió, comodespedida. Tras su marcha quedó eldiscreto aroma de su perfume.

Mientras Júpiter terminaba el café,volvió a quemarse la lengua.

El sonido de una bocina les atronócuando el taxi se paró bruscamente justofrente a una bocacalle, tan estrecha queapenas permitía el acceso del vehículo.En el Trastevere y en otros barriosantiguos de Roma aún existía este tipode callejuelas, lo suficientemente

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amplias como para un pequeño carro decaballos o una persona particularmentegruesa, pero del todo inadecuadas paralas exigencias del mundo moderno.Cuando se construyeron aquellosedificios y se calibraron las calles,nadie pensó que algún día existiríanvehículos provistos de un motor degasolina que obstruirían las vías yteñirían de gris las fachadas con el humode sus tubos de escape.

Júpiter pagó al taxista y se bajó delcoche. El conductor del siguienteautomóvil les dedicó un gesto obsceno ymaldijo en voz más que alta. Después,ambos vehículos se pusieron en marcha.

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Júpiter volvía a encontrarse solo. Lacalle estaba completamente vacía, aexcepción de algunos coches aparcadosjunto al bordillo. En la acera opuestahabía una limusina negra con loscristales tintados.

Después de abandonar el bar,Júpiter había acudido a una de lastiendas cercanas destinadas a estafar aturistas con eslóganes coloristas como«Revelados fotográficos en una noche»,«Inscripciones a la visita guiada a laciudad», «Entradas de teatro». Él sehabía comprado una cámara pequeña, unaparato sin marca, de precio claramenteinflado con el que esperaba cubrir sus

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necesidades.En ese momento, sacó la máquina

del bolsillo de su abrigo, se aseguró conun rápido vistazo de que estabapreparada para funcionar y se dirigiócon pasos lentos al otro lado de lalimusina, donde alzó la cámara de talforma que no se la pudiera ver desdedentro del vehículo.

Permaneció a medio paso de lapuerta del conductor para que nopudieran golpearle con ella en el pecho,y golpeó tímidamente con los nudillossobre el impenetrable cristal, a modo dellamada.

—Disculpe —dijo, adoptando un

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tono de voz inocente. Ante la falta derespuesta, volvió a llamar y repitió—.Disculpe, ¿signore? ¿Signora?

No obtuvo más que silencio.Júpiter respiró discretamente

aliviado, aunque no estaba del todoconvencido de que no hubiera nadie enel vehículo. De lo único de lo queestaba seguro era que no se trataba de lalimusina del cardenal, aun cuando sehabía dado cuenta a su llegada de quetambién este automóvil lucía matrículavaticana. Podría tratarse de unacasualidad, ciertamente, pero laexperiencia le decía que era un errorconfiarse a las evidencias.

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Golpeó el cristal una tercera yúltima vez, en vano, para seguidamenterodear la limusina y tratar de obteneruna impresión de su interior.

¿No se movía alguien en el asientode atrás? Júpiter se inclinó sobre la lunaderecha trasera hasta que solo le separóde su rostro una distancia de un palmo.Era consciente de lo absurdo de suactuación, vista desde dentro del coche,pero por el momento, le daba igual.También sabía, no obstante, que estabaincumpliendo sus propias normas, puessi alguien abría con fuerza la puerta, ledestrozaría el tabique.

Sin embargo, qué demonios, él

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estaba seguro de haber visto a alguien enel automóvil. No podía ser casualidadque hubiera una limusina aparcadajustamente a pocos pasos de distanciadel estrecho callejón que llevaba alrefugio de Cristoforo. Podía correr acasa, puesto que la idea de encontrarsecon uno o más extraños no le agradaba.En la calle se sentía seguro, ya que, desurgir alguna confrontación, fuera deltipo que fuera, tendría que producirse enalgún lugar donde tuviera opciones deescape.

La superficie negra del cristalparecía petróleo coagulado, como unespejo que reflejaba y deformaba el

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rostro de Júpiter, alargándolo como laexpresión de una gárgola gótica.

Alzó el dedo para llamar, esta vez alasiento trasero, pero seguidamentevolvió a bajar la mano. De haber alguienen el coche, en cualquier caso, no dabamuestras de querer darse a conocer.

Júpiter colocó la cámara fotográficasobre la luna y presionó el botón. Através del visor no vio nada más que elcegador resplandor blanco del flashsobre el cristal negro. Él sabía queapenas había posibilidades devislumbrar nada con un disparo de lacámara, pero quería, al menos, probartodas las opciones. Tras la escena de

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Coralina en la iglesia de Piranesi,Landini y sus hermanos del Vaticanodebían saber a ciencia cierta que habíaalgo en la joven que no cuadraba, y susrecelos, sin ninguna duda, afectaríantambién a Júpiter. Comportarse de unamanera todavía más llamativa nosupondría a estas alturas ningunadiferencia.

Sacó media docena de fotos másantes de percibir un movimiento en laacera opuesta. Se refugió tras elguardabarros de la limusina y miró conprecaución por encima del maletero.

Había dos figuras visibles en lacalle, dos hombres, uno en silla de

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ruedas y el otro erguido detrás.Aparentemente no habían visto a Júpiter.

El ocupante de la silla de ruedasllevaba un traje negro y un sombreronegro de ala ancha, y sobre la nariz,unas gafas redondas con delicadamontura de oro. El investigador calculóque tendría unos sesenta y tantos. Suprimer pensamiento fue que debía detratarse de un dignatario del Vaticano,sin embargo, la ausencia de insigniasclericales, pues aquel hombre nollevaba ni siquiera un anillo, resultaballamativo. Aunque era inusualmentedelgado, lucía el traje con distinción.Era de corte caro, hecho a medida, con

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un brillante alfiler en la solapa.El segundo hombre era de la edad de

Júpiter, extraordinariamente ancho dehombros y probablemente de unos dosmetros de altura. También él vestía trajenegro, y sobre su cabellera rubia,portaba una gorra de chófer. Júpiter lesupuso origen escandinavo, o quizá deEuropa del este.

El anciano dijo algo a suacompañante, que Júpiter no pudoentender. Parecía checo o polaco. En losúltimos años había aumentado su buenoído para las lenguas, y si bien nosiempre lograba entender el significadode las palabras, al menos era capaz de

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ubicar con notable seguridad su país deorigen. Era un agradable efectosecundario de sus incontables viajes a lolargo y ancho de Europa.

El chófer respondió, pero todo loque Júpiter pudo percibir fue eltratamiento de «profesor». El ancianomiró su reloj de pulsera y asintió consatisfacción.

Júpiter se escabulló con cuidadocuando vio que el chófer abría la puertatrasera izquierda de la limusina. Desdeun escondrijo en la acera de enfrentehabría podido contemplar la escenaentera, sin embargo, así, solo pudo mirarcómo el chófer ayudaba al profesor a

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levantarse (aparentemente el anciano eracapaz de dar pequeños pasos con algode ayuda, por lo que no era paralítico), ya colocarse en el interior de la limusina.Júpiter trató de escuchar algúnintercambio de palabras en el asiento deatrás, pero no oyó nada. Probablemente,el automóvil estaría vacío después detodo.

Asombrado, comprobó cómo elchófer plegaba la silla de ruedas y laguardaba en el maletero y con la fluidezde movimientos de una iguana, sedeslizaba hasta el asiento del conductory ponía en marcha el coche. La limusinapartió en dirección norte.

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Poco a poco, Júpiter se levantó.En el siguiente cruce, el automóvil

doblaba la esquina y se perdía tras lasfachadas de un grupo de edificios.

Júpiter tomó la calle con pasoapresurado y entró por la estrechaavenida. La suciedad de aquel rincónllegaba a la altura del tobillo. Lasjoviales voces de los televisoresresonaban por todas partes, y rebotabancomo ecos ligeramente distorsionadosentre los altos muros.

El callejón desembocaba en un patiointerior delimitado en tres de sus cuatrolados por paredes de ladrillo sinventanas. En el cuarto, justo frente a la

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calleja, se alzaba la fachada de unaantigua casa señorial de tres pisos,guarnecida de cenefas de estuco enfranca decadencia. El techo era planorodeado en toda su extensión por unabalaustrada de estilo renacentista.

A la derecha de Júpiter yacía elchasis de una vespa descuartizada,aparte de lo cual, el solar se encontrabasorprendentemente limpio. Ningunabolsa de basura reventada, ni cartonesreblandecidos; ningún juguete olvidadoni árboles de Navidad desnudos; nadade lo que Júpiter hubiera esperadoencontrarse en un lugar así.

Las ventanas del palazzo aparecían

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bloqueadas con tablones, aunque con elpaso de los años habían empezado adesfallecer. En muchos puntos, lamadera comenzaba a pudrirse; aquí yallá se abrían ligeras grietas que aJúpiter le recordaban a aspilleras.

Se dirigió con resolución hacia laentrada del palacio, una puerta de doblearco cuya hoja izquierda colgaba de losgoznes. Tras ella, imperaba una grisáceamedia luz.

Se preguntó qué habrían estadobuscando los hombres de la limusina.Probablemente, venían por Cristoforo.Sin embargo, encontró en la pared juntoa la puerta una placa que distinguía el

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edificio como propiedad del Vaticano.¿No decía Coralina que existíandesavenencias entre las diversas partesque se disputaban la casa? Al menosparecía que el Vaticano había resueltolas disputas a su favor. Podría ser que elanciano profesor se hubiera presentadoallí únicamente para inspeccionar eledificio. Quizá fuera el responsable delas posesiones extraterritoriales de laSanta Sede.

Sin embargo, Júpiter no quisoconformarse tan pronto con esaposibilidad. El hallazgo de las planchasy la aparición de Cristoforo habíangenerado en él una desconfianza latente,

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que él mismo sentía que amenazaba conconvertirse en una creciente paranoia.Subestimar al Vaticano habría sido ungran error, sobre todo en lo concernientea Von Thaden y su lacayo de pielnacarada, Landini. Mentalmente, Júpitercolocó al misterioso profesor y suchófer en la lista de adversariospotenciales.

Del interior del palazzo surgía elrancio hedor de la orina y lamampostería húmeda. Una corrientebreve pero gélida le golpeó de frente ehinchó su abrigo como las velas de unbarco antes de la tempestad. Sacó lacámara del bolsillo y colocó los dedos,

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previsor, sobre el disparador, parapoder reaccionar deprisa de sernecesario.

Tan resuelto como antes, cruzó elportal...

Y se encontró con el mundosubterráneo de las Carceri.

El vestíbulo era la entrada aluniverso de Piranesi. Las paredesestaban cubiertas hasta el último rincóncon copias de los dieciséis aguafuertes,ampliados hasta proporcionesgigantescas y dotados de una riqueza endetalles que, lejos de inventar, más bienmagnificaba las características que eloriginal únicamente sugería. Cadenas,

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puentes y escaleras aparecían más vivosy expresivos, las profundidades de lossalones subterráneos, aún másgigantescas y amenazadoras. Cristoforose había permitido una única omisión: suversión del calabozo carecía de figurashumanas. Sin formas distorsionadassobre los escalones y puentes, sin lassiluetas negras de los condenados. LasCarceri de Cristoforo estabanabandonadas, y eso hacía lainhumanidad de su arquitectura aún másimbuida de terror.

Durante un instante, Júpiter tuvo lanecesidad de apoyarse sobre algo,porque la ilusión, aunque no cupiera

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duda de que se tratara de una ilusión, eraperfecta. Él podía ver que solo setrataba de dibujos; veía que lasfantásticas catedrales subterráneas noexistían en realidad, pero a pesar de ellole seguían pareciendo increíblementereales, opresivas en su megalómanabrillantez.

Lentamente se fue dirigiendo alcentro del vestíbulo, y se aproximó a laentrada de un pasillo situado en unlateral, un pasaje a la visión de Piranesi,que quizá surgía de su interior, o quizáse hundía aún más en sus entrañas, haciael fondo de ese abismo deconstrucciones inhumanas, tan genial

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como aterrador.Las paredes del pasillo estaban

desnudas de pintura, lo que permitió aJúpiter liberarse nuevamente y respirar.Al final del corredor, a una distancia deunos veinte metros, se iniciaba elascenso de una escalera. Para llegarhasta ella, había que pasar frente a unasveinte puertas abiertas. Tras ellas,siempre la misma imagen: espaciosvacíos que Cristoforo había convertidoen los calabozos de Piranesi con pintura,pincel y tiza, paisajes del horrorconstruidos con titánicos sillares depiedra.

El palazzo era un relicario, un altar

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consagrado al arte del grabador. Júpiterse preguntó si Cristoforo, en su confusoespíritu, se consideraba a sí mismocomo un recluso en aquel calabozo,como un preso en una mazmorra por laque hubiera vagado durante demasiadosaños y de la que no lograra encontrar lasalida. Quizá fuera aquella la desventajade su fabulosa memoria fotográfica.¿Sería posible que las Carceri sehubieran anclado tan profundamente ensu mente que ya no pudiera escapar deellas, independientemente de si quería ono? ¿Se había convertido él mismo enparte del arte de Piranesi porque laimagen de las Carceri existía en su

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cabeza con vida propia, extendiéndosecomo el virus de un ordenador,cubriendo todo el espacio disponible,sustituyendo al mundo real yestilizándolo hasta convertirlo en unarealidad aparente?

El arte como virus, capaz de destruirel cerebro humano. ¿Era acaso algo asíposible, siquiera imaginable?

Júpiter desechó la idea; le estabadando vértigo.

Titubeante, pasó frente a todas laspuertas y comenzó a ascender hacia elprimer piso.

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Coralina estaba sentada en suescritorio, en el sótano de la casa, frentea su monitor encendido y con el teléfonoen la oreja, en mitad de unaconversación con la Shuvani.

—Cristoforo ha muerto —dijo unavoz masculina al otro lado de la línea—.El informe nos ha llegado a la mesa haceescasamente una hora. Alguien le haencontrado en el río. La policía solodice... espera, un minuto... —se oyó uncrujido de hojas mientras el hombrerepasaba sus papeles—. Aquí está:lesión aguda en la cabeza. Presuntamuerte violenta, pone aquí —el hombrerió con amargura—. Se puede deducir

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que el pobre hombre se estampó decabeza contra un muro y cayó despuéspor encima de la barandilla de unpuente.

El estómago de Coralina se encogió.La mano que sostenía el teléfonoadquirió de repente un tacto helado.Podía oír cómo la Shuvani se sofocaba yrespiraba profundamente.

El hombre al teléfono era LorenzoArera, redactor del Corriere della Sera.Solía ojear con frecuencia la tienda dela Shuvani y, por diversos pedidos quehabía realizado, disponían de su nombrey su número de teléfono. La Shuvani lehabía llamado para investigar sobre

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Cristoforo. Arera había escrito una vezsobre un par de artistas callejeros quehabían transformado una antigua fábricaen una galería de arte. El periodista sehabía mostrado contrario al talento deestos jóvenes y se había permitidocomentar que hacían falta más artistas enla estela de Cristoforo para realizar conéxito un proyecto de ese tipo. LaShuvani había supuesto que Arera losabría todo sobre el anciano pintor.Esperaba, tras una llamada a laredacción, saber quizá algo más sobresu huésped del día anterior.

Así llegó la noticia de la muerte deCristoforo.

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—En el ambiente de los «sin techo»no es extraño que ocurra algo así —concluyó Arera—. No pasa una semanasin que encuentren a alguno en el río.Esta vez le ha tocado el turno aCristoforo. Es una lástima, tenía talento.

—¿Tiene idea de qué fue de su vidahasta ahora? —la Shuvani hacíanotables y claros esfuerzos pordisimular el temblor de su voz—. ¿Aqué se dedicaba antes de vivir en lacalle?

—Restauraba pinturas —replicó elperiodista—. Frescos. Trabajó durantemucho tiempo en la Capilla Sixtina y enla Basílica de San Pedro. Fue durante

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años uno de los expertos preferidos delVaticano, tenía incluso puesto fijo, simal no recuerdo. No sé qué tal conoceusted este campo, pero créame si le digoque era un hombre de un talentoextraordinario.

—Mi nieta es restauradora. Hastahace un par de días, trabajaba para elVaticano.

—Ya ve usted. ¡Hasta hace un par dedías! Esa es la cuestión. Casi nuncaconceden un puesto fijo a un restaurador,ni siquiera en el Vaticano. Sin embargo,la habilidad de Cristoforo no podíaecharse a perder. Trabajaría allí unosveinte años.

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—¿Por qué lo dejó?—Se volvió loco. No estaba bien de

la cabeza. Contrajo algún tipo deenfermedad mental, si quiere llamarloasí. Hace un par de años le despidieron,así, de un día para otro. Le echaron a lacalle. Por lo que sé, durante un tiemporecibió cuidados en un monasterio, antesde escaparse de allí y aparecer de nuevocomo artista callejero —Arera suspiró—. No sé más.

—¿Dónde lo sacaron del agua?Pasaron algunos segundos, en los

que Arera estudió los ruidososdocumentos de la notificación policial.

—En el Ponte Mazzini. No llevaba

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mucho tiempo en el agua, según diceaquí. Como mucho un par de horas.

Coralina tapó el auricular con lamano. El puente Mazzini, uno de los máspequeños de Roma, no se encontrabalejos de allí. Probablemente Cristoforomuriera poco después de abandonar lacasa el día anterior.

Se corrigió: no había muerto, habíasido asesinado. Alguien le había roto elcráneo y había arrojado su cadáver alrío.

Colgó el teléfono sin escuchar elfinal de la conversación. Poco después,conducía la camioneta de reparto de laShuvani en dirección al Trastevere.

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En el primer piso del palazzo,Júpiter encontró una imagen parecida ala de la planta baja, en parte copiaexacta del piso inferior, en parte unanueva y terrorífica visión de la oscuragenialidad de Piranesi.

Finalmente, en la planta superior,halló una representación deldecimoséptimo grabado. Cristoforohabía cubierto por completo las dosparedes opuestas longitudinales de unalarguísima sala. Era tal y como lo habíadescrito Coralina: el río subterráneoestaba allí, serpenteando gris y calmo,sin delatar casi movimiento, carente

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también de la isla en medio de sucorriente y, con ella, del obelisco y lasilueta de la llave. Por lo tanto, lo queCristoforo había visto no había sido eloriginal, ni la plancha sino,probablemente, una impresión de la quealguien hubiera eliminado un fragmento.Quizá la parte que contenía la llave sehabía perdido o la propia impresión laomitió accidentalmente.

Júpiter encontró este pensamiento,por un lado, tranquilizador, puesindicaba con cierta seguridad que laplancha de impresión se mantenía ensecreto; pero por otro lado, un ejemplarimpreso podía ser igualmente peligroso.

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Si Cristoforo lo había visto, muchosotros podían saber de su existencia.

Las últimas dos habitaciones delprimer piso permanecían sin tocar. Enuna sala, cuya ventana asomaba a unpatio interior, había un ovillo de viejasmantas y un sucio abrigo de invierno.Una de las paredes estaba llena degruesas pinceladas, a modo de siluetasdel tosco equipamiento de un calabozo.

El propio Cristoforo no aparecía porninguna parte. Júpiter supuso que habríapuesto pies en polvorosa con la llegadadel profesor y su chófer. Sin embargo, lavaga idea de que pudieran estarleobservando desde algún escondrijo le

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intranquilizó más de lo que quisoadmitir.

Ojeó también la segunda habitacióndesnuda de pintura y no encontró en ellanada más que una botella de plásticovacía y una gruesa capa de polvo en elsuelo.

Desde el pasillo surgió un ruidorepentino, como si alguien escarbara,que duró solo unos segundos y despuésse desvaneció.

Júpiter salió a comprobar quépasaba, pero el corredor estaba vacío.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?Nadie contestó.Prosiguió lentamente la marcha por

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el pasillo. Había ocho habitaciones,cuatro a cada lado. Fue mirando elinterior de las mismas sin detenerse,pero no descubrió en ellas nadasignificativo.

—¿Hola? —volvió a llamar. Envano.

Estaba ya acercándose a las dosúltimas puertas antes de la escalera,cuando reparó, a posteriori, en algopoco común en una de las habitacionespor las que acababa de pasar.

Rápidamente, se dio la vuelta yrecuperó los pocos metros recorridosdesde la puerta de aquel cuarto. Antesde entrar, respiró profundamente.

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La pared opuesta estaba cubierta conuna copia de la lámina número trece delas Carceri, llena de escaleras, cadenasy macabros aparatos de tortura. Aprimera vista, aquella imagen no diferíade las restantes de la casa, y hasta queno se fijó en ella una segunda vez,Júpiter no fue capaz de definir qué lehabía llamado la atención.

En la esquina inferior derecha de lapintura, había una puerta, tan integradaen la estructura de la mazmorra quepodía haber sido perfectamente parte deldibujo, y como tal lo había tomadoJúpiter.

Hace unos instantes, estaba cerrada.

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Sin embargo, ahora estaba abierta.Tras ella, se habría la oscuridad

como un manto de terciopelo.Júpiter atravesó la habitación con

pasos cuidados.—¿Cristoforo?Casi había alcanzado la puerta,

cuando oyó unos pasos tras él. Asustado,se volvió con rapidez y corrió hacia lapuerta a mirar.

Ante él se encontraba un hombre decabello oscuro con el rostro consumido.Llevaba vaqueros sucios y una camisallena de manchas. En su mano portabauna bolsa de viaje, deformada por supesado contenido.

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Antes de que Júpiter pudiera decirnada, el hombre lanzó un grito salvaje ehizo un movimiento brusco que elinvestigador interpretó como un intentode agresión. Sin embargo, eldesconocido se limitó a aprovechar lasorpresa para salir huyendo.

—¡Espere! —gritó Júpiter mientrasel hombre corría hacia las escaleras consorprendente rapidez a pesar de sucojera. Quería ascender por losestrechos escalones hacia el tragaluz deltecho que llevaba, supuestamente, altejado del edificio.

Mientras Júpiter le seguíaapresuradamente, las ideas se le

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agolpaban en la cabeza: es posible queel hombre fuera un vagabundo que sehubiera instalado con Cristoforo.Probablemente aquella casa fuera muyconocida en el ambiente, sí, casi seguro,y seguramente otros «sin techo» lautilizaban como refugio. ¿Entonces porqué seguía a este hombre, que con casitotal certeza no sería más que un pobredesgraciado, irrelevante a la hora deestablecer un vínculo entre Piranesi, elVaticano y Cristoforo?

Dos factores habían despertado lacuriosidad y el asombro de Júpiter. Enprimer lugar, la cruz de madera que elextraño llevaba colgada del cuello, que

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era similar a las que llevan los monjes,incluso los pertenecientes a órdenesmendicantes. Cualquier otra persona,que hubiera querido lucirla como alhaja,se habría decantado más probablementepor una cruz de plata, oro o de algunaimitación metálica, más barata.

Por otro lado, resultaba llamativa lamirada que aquel hombre le habíadedicado a Júpiter antes de salircorriendo. Era una mirada llena deterror, tan inquieta y desesperada queJúpiter llegó a pensar durante unsegundo si no sería mejor simplementedejar marchar al extraño, y a susproblemas con él. Sin embargo, algo le

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decía que aquel pánico tenía algunarelación con el tema que a él mismo leocupaba. Si realmente quería conseguiralgún avance, no le quedaba más opciónque hablar con aquel hombre. Quizásabía algo de Cristoforo que pudieraresultar útil.

El extraño era rápido, pero lapesada bolsa de viaje le retrasaba.Júpiter le dio alcance antes de quepudiera girar el picaporte y trepar haciael tejado.

—Por favor, espere —le pidiónuevamente al huido. Ante su falta dereacción, Júpiter agarró el asa de labolsa de viaje y tiró del hombre hacia

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abajo. No le había tomado del brazo ode la pierna de forma totalmenteintencionada, pues le parecía uncontacto demasiado personal,demasiado íntimo, demasiado ofensivo.La bolsa resultó ser la elecciónadecuada: el hombre tiró de ella como sisu vida dependiera de su contenido.

—Escuche, no quiero hacerle daño—empezó Júpiter, hasta que sintió elhuesudo puño del hombre en la mejilla.Reculó trastabillando un par deescalones mientras gritaba, sorprendido,sin perder el equilibrio por un pelo. Enel último momento, logró asirse a labarandilla de latón y no caer.

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El hombre abrió la claraboya. La luzque entró por el hueco cuadriculariluminó el polvo plomizo, y unacorriente de aire fría se coló en lahabitación, arrastrando el desagradablearoma del huido hasta la nariz deJúpiter. Olía a sucio, a sudor fríoacumulado durante días.

El investigador logró volver a daralcance al desconocido justo antes deque saliera al tejado. En esta ocasión,fue menos delicado: le agarrófuertemente de los tobillos y tiró conbrío hacia abajo, haciéndole caer. Labolsa de viaje se escapó de las manosdel extraño y fue a parar a los escalones

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con un traqueteo metálico. Su dueñogritó una maldición en latín, y cogiónuevamente impulso para tratar degolpear a su perseguidor. Sin embargo,en esta ocasión, Júpiter estabapreparado, se echó a un lado, le rodeó yle atacó por la espalda con el brazoizquierdo. Ya no recordaba cuándohabía sido la última vez que habíaesquivado semejante puñetazo. Suúltima pelea se remontaba a muchotiempo atrás, en sus años de escuela, sintener en cuenta el humillante fracaso deBarcelona.

El hombre volvió a gritar, pero enlugar de tratar de golpear nuevamente a

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Júpiter con su brazo libre, agarró labolsa de viaje y la apretó fuertementecontra su cuerpo.

—Créame —jadeó Júpiter, tratandode recuperar el aliento—, ¡no quierohacerle daño! Soy un conocido deCristoforo, y le estoy buscando.

Los ojos del desconocido aparecíandesorbitados e inyectados en sangre, loque delataba un número escaso de horasde sueño. De sus labios quebradizossurgió un susurro, y tan pronto como lorepitió, con la monotonía implorante deuna oración, empezó Júpiter a entenderlo que decía: «El toro brama».

—Venga aquí conmigo —le pidió

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Júpiter con tono amable—. ¡Por favor!Le prometo que no le ocurrirá nada.Solo quiero hacerle un par de preguntas.

El hombre le miró alterado.—¿Cómo se llama? —quiso saber

Júpiter, y ante la falta de respuesta,insistió—. ¿Podría usted decirme sunombre?

—Santino.Júpiter pensó aliviado que al menos

se trataba de un comienzo.—No tiene usted por qué tener

miedo. No quiero quitarle su bolsa. Nisiquiera tiene que decirme qué guardausted en ella. Solo me interesaCristoforo.

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Santino no opuso resistencia cuandoJúpiter le atrajo dos peldaños másabajo, sino que se mostró claramenteabúlico aun cuando, como elinvestigador pudo constatar, cada tendónde su cuerpo estaba tenso.

—Cristoforo no está aquí —dijoSantino.

—Pero lo estuvo, ¿verdad?Llegaron al primer piso. Júpiter

puso rumbo al pasillo y Santino dioalgunos pasos en dirección a lahabitación posterior. Sin embargo, separó en seco y se volvió hacia elinvestigador.

—¿Puede oírlo también?

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—¿A quién?Santino dejó la cabeza colgando

hacia un lado y aguzó el oído hacia ladistancia. La tensión de su cuerpo serelajó, y Júpiter comprendió deimproviso que no era de él de quientenía miedo aquel hombre. Santino huíade algo muy diferente.

—El toro —dijo—. A veces puedooírlo, cuando bufa y brama; cuando seaproxima. Ha captado mi olor.

—¿Qué quiere decir con eso deltoro? —Júpiter no consideró ni por unsegundo que Santino hablara de unanimal real, sino que lo asociaba con elsobrenombre de la mafia, la piovra, el

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pulpo. Cabía la posibilidad de queSantino huyera de algo similar.

Sin embargo, el desconocido selimitó a agitar imperceptiblemente lacabeza y no dio ninguna respuesta.

—De acuerdo —suspiró Júpiter—.Vamos a intentarlo una vez más. ¿Podríadecirme dónde puedo encontrar aCristoforo?

—Él no está aquí.—Eso ya lo ha dicho.—No le he visto.—¿Cuánto tiempo lleva en esta

casa?—Desde ayer por la noche.

Cristoforo no estaba aquí.

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—¿Vienen muchos «sin techo» poraquí? Quiero decir, ¿es un alojamientoconocido en la ciudad o algo parecido?

Santino le miró furioso.—No soy un vagabundo... Quiero

decir... No lo era, hasta... —no concluyóla frase, sino que, tras una breve pausa,continuó—. No puedo ayudarle, déjemeir.

—¿Quién le sigue?—Nadie.—¿Y el toro?La mirada ansiosa de Santino se

volvió hacia la escalera, como siesperara que, en cualquier instante,pudiera aparecer alguien y echarse

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sobre él.—No hace ruido. Por el momento...

está tranquilo.—¿Sabe cómo podría encontrar a

Cristoforo?—Fue un error venir aquí —repuso

Santino.Júpiter supuso que hablaba de él, de

Júpiter; pero entonces se percató de queSantino estaba demasiado ocupadoconsigo mismo como para preocuparsepor cualquier otra persona.

—He traído al toro hasta aquí —dijoSantino—, hasta Cristoforo. Es algoimperdonable —miró al investigadordirectamente a los ojos—. Quiero irme,

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por favor. Tengo... cosas que hacer.Júpiter miró de reojo la bolsa de

viaje y empezó a preguntarse qué seríalo que Santino llevaba en ella. Sinembargo, le había prometido que noestaba interesado en ella, por lo que lodejó estar.

—¿De qué conoce a Cristoforo? —le preguntó en su lugar.

—¿Me dejará marchar si lecontesto?

Júpiter se sintió terriblemente mal.Le producía un dolor casi físico haberdetenido a Santino en su huida por laescalera, pero había demasiadas cosasen juego.

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—Puede irse ya si es lo que quiere—dijo—, pero le estaría muyagradecido si me respondiera a laspreguntas.

Su tono conciliador pareciódesconcertar a Santino, quien le examinóde nuevo y, por primera vez, Júpitertuvo la sensación de que no le veíacomo a un enemigo, sino como a unhombre que no le deseaba,necesariamente, ningún mal.

—Ha preguntado que de quéconozco a Cristoforo. Yo le cuidé, hacetiempo, cuando estaba enfermo, cuandocasi le hicieron perder el juicio.

—¿Qué quiere decir con «le

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hicieron»? ¿Quiénes?—Soy monje... Capuchino. Me

resulta difícil hablar mal de la SantaMadre Iglesia.

—¿La Iglesia trató de hacer perderla cabeza a Cristoforo?

—Cuando era restaurador para elVaticano —dijo Santino—. Quierodecir, que era un enfermo mental, y noslo trajeron para que lo cuidáramos en laabadía. Es nuestra obligación,¿entiende? Nosotros, los capuchinos,ayudamos a otras personas, nosocupamos de ellas cuando estánenfermas y...

Júpiter le interrumpió bruscamente.

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—¿Por qué Cristoforo ya no estábajo su protección?

El monje meditó unos segundos antesde contestar.

—Él quiso marcharse. Nosotros ledejamos marchar; no retenemos a nadie.

—¿Y qué hace usted aquí?De nuevo, transcurrió un momento.—He dejado la Orden —le explicó

Santino, finalmente—. Buscaba un lugardonde quedarme —su mirada se inclinó,nerviosa, hacia la bolsa que sujetaba, ydespués regresó hasta Júpiter—. Sabíaque Cristoforo vivía aquí y vine a pasarla noche. Eso... eso es todo.

—¿Ha visto a los dos hombres que

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han estado aquí antes?—Solo a través de la ventana. Me

escondí aquí arriba, detrás de la puerta.Uno de ellos subió hasta este piso, perono se dio cuenta de que estaba —rió sinalegría—. La puerta está a la vista detodos, y oculta al mismo tiempo, comoun jeroglífico. Cristoforo siempre tuvodebilidad por los secretos.

—¿Qué quiere decir con eso?—Pregúntele a él, no a mí.—Para eso primero tengo que

encontrarlo.—Eso es evidente, ¿no?Júpiter revolvió en el bolsillo de su

chaqueta hasta dar con una tarjeta de

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visita de Coralina.—Si lo encuentra, ¿me llamará?—No tengo monedas para el

teléfono —respondió Santino guardandola tarjeta sin siquiera mirarla.

Sorprendido de que un monje tratarade conseguir dinero de esa manera,Júpiter le entregó un billete de cien milliras y algo de dinero suelto.

Santino asintió con gran solemnidad.—Gracias —parecía estar pensando

si debía añadir algo cuando, de repente,se dio la vuelta bruscamente.

—¡Escuche! —susurró.Júpiter frunció el ceño.—¿El toro?

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—Exacto —el aspecto calmado queSantino había lucido en su rostro durantelos últimos dos o tres minutosdesapareció como si se hubiera quitadouna máscara.

Entonces, de un segundo para otro,dio por terminada su conversación conJúpiter y se lanzó hacia la escalera deltejado con su bolsa de viaje.

—¡Santino! —le llamó Júpiter a suespalda, pero desistió de seguirle. Solole restaba esperar que, efectivamente, elmonje se pusiera de nuevo en contactocon él.

Santino levantó pesadamente labolsa para sacarla a través de la

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claraboya y salió al exterior. Después,desapareció.

Júpiter escuchó con atención. Elmonje tenía razón: había voces en elpatio.

Se aproximó a una de las ventanastapiadas de la habitación exterior y miróa través de las grietas. Todo estabamucho más oscuro, quizá por lapolución, o quizá eran los primerosindicios de un inminente chaparrón. Unaluz grisácea y débil cubría la ciudad, yel patio quedó envuelto en la tiniebla.

Tres figuras vestidas con monosnegros se deslizaron por la manzanahacia la entrada y desaparecieron del

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campo de visión de Júpiter. Pocodespués, escuchó el sonido de sus piesarrastrándose por el interior de la casa.

Los tres llevaban algo, objetostoscos y angulosos. Júpiter regresódiscretamente al pasillo y se apoyó consumo cuidado sobre la barandilla de laescalera. Escuchó atento en el abismo.Los desconocidos no decían una solapalabra, pero sí podía oírles acompañarsu tarea de manipulación de objetos conun ligero murmullo.

No tardó en sentir en la pituitaria unolor particularmente fuerte, arrastradopor la corriente a través de las viejashabitaciones y pasillos.

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¡Gasolina! ¡Esos tipos habían traídolatas de gasolina!

Minutos después, las tres figuras seapresuraban a abandonar la estanciaescaleras abajo. Dos de ellos sesusurraban entre sí, pero Júpiter no pudoentender qué se decían. Con la primeraaparición de los tres, él se había alejadode la barandilla y había retrocedidopara evitar ser descubierto.

Los pensamientos se le agolparonlos unos sobre los otros. Aquelloshombres querían prender fuego a lacasa. ¿Vendrían por mandato delmisterioso profesor? Pero, de ser así,¿por qué querría un alto cargo del

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Vaticano prender fuego a una propiedadde la Iglesia?

No le restaba más tiempo, noobstante, para perderlo en meditaciones,pues oía cómo los pasos de los sujetosse dividían. Al menos uno de ellosascendía al primer piso.

Júpiter no dudó. Aun corriendo elriesgo de que aquellos tipos pudieranoírle, subió los escalones hasta laclaraboya y dejó la casa de la mismamanera que Santino.

El tejado plano estaba forrado deplacas de alquitrán negras, salpicadascon desagradables salpicaduras deexcrementos de paloma y hongos

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brillantes. El monje había desaparecido.Júpiter se detuvo un momento en el

borde de la claraboya y trató deescuchar las voces de los desconocidos.¿Le habrían descubierto?

No, nadie le siguió. Nadie vociferóninguna advertencia ni ninguna orden; nose oyeron pasos en el piso superior.

Corrió sin rumbo fijo por el tejado,buscando alguna vía de escape. A suderecha, la superficie terminaba en lapared de la casa vecina: era un piso másalto y no tenía ninguna ventana a esenivel. En la parte posterior y anterior seabrían los abismos de los dos patios,por lo que no le restaba más que una

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dirección, la izquierda. Santino debió detomar también aquel camino.

La casa de la izquierda estaba unpiso por debajo del palazzo. El tejadoestaba ligeramente inclinado, y en elcentro se ubicaba un jardín amurallado.La diferencia de altura con respecto alsitio en el que se encontraba Júpiter erade unos tres metros, más que suficientepara romperse las piernas. Sin embargo,era mejor eso que acabar abrasado juntocon la artística morada de Cristoforo.

Júpiter pasó por encima de labalaustrada del tejado, se quedó sobreel abismo, sujeto con ambas manos ydudó una vez más. Tres metros, y

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después un impacto que podría dar consus huesos en las tejas podridas deltecho y mandarle nuevamente al vacío.

Su confianza había menguadoconsiderablemente.

El estruendo de una explosión hizoque el tejado temblara. La balaustradatembló bajo sus manos como la cubiertade un barco atravesando una fuertemarejada. Júpiter vio cómo el cálidorevoque a sus pies se desmoronabasobre las tejas. Volvió la vista paraencontrarse con una llamarada surgiendocomo un chorro de fuego de laclaraboya, a varios metros de distancia,pero a pesar de ello, el calor era tan

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fuerte que logró chamuscarle el pelo dela nuca. La onda expansiva le golpeócon tal impulso que perdió el nexo conla seguridad de la cornisa y cayó alvacío.

Júpiter gritó al dar contra el tejado,primero con los pies, seguidamente conlas manos y las rodillas. Permanecióunos segundos allí, aturdido,acurrucado, hasta que una segundaexplosión hizo que el palacio sesacudiera nuevamente. El mortero y elpolvo cayeron sobre él como si leestuvieran espolvoreando azúcar porencima.

Se levantó con gran esfuerzo,

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temiendo resbalar en las tejas, perorecobró la serenidad y corrió por lasuperficie del tejadillo. Tras él seelevaba una columna de humo negro. Enlas casas colindantes comenzaron aoírse los gritos de las personas queasomaban la cabeza por sus ventanas yveían cómo el edificio estallaba enllamas.

Júpiter logró llegar hasta el jardín,se abrió paso por entre los espesosarbustos que flanqueaban la terraza ydescubrió una puerta abierta que daba auna escalera. Santino debía de haberhuido por allí; era la única vía segurahacia la calle.

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El investigador descendió saltandolos escalones de tres en tres hasta quealcanzó un pasillo oscuro que daba a lapuerta principal.

Ya habían aparecido los primeroscuriosos.

Ninguno se fijó en Júpiter cuando,sucio y sin aliento, fue tropezando conlos vecinos. Respiró profundamenteunos segundos y después se marchó.

Ya había dejado atrás tres bloquesde viviendas cuando comenzó a oír en ladistancia las primeras sirenas.

Ya en la bañera, Júpiter

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contemplaba las diminutas motas dehollín que, como microscópicossistemas solares, rotaban en las gotas deagua sobre su piel. Incluso después de lasegunda jabonada, la oscura capa desuciedad seguía goteando de sus brazos.

Casi estaba quedándose dormido depuro agotamiento cuando,repentinamente, la Shuvani irrumpió enel baño y sin prestar ningún tipo deatención a su desnudez, comenzó acontarle gesticulando con granintensidad, lo que había descubierto deCristoforo a través de un amigoperiodista.

Júpiter se quedó muy quieto al

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escuchar la noticia de la muerte delpintor. Dejó correr el agua caliente,pero la temperatura no era agradable,sino más bien dolorosa. Si habíanecesitado alguna prueba más queconstatara lo cerca que se habíaencontrado de la muerte, ahí la tenía.Quienquiera que hubiera asesinado aCristoforo no se detendría ante nuevosactos de violencia.

—Hay otra cosa más —dijo laShuvani antes de marcharse del baño.

—¿Sí?—Tu amigo ha llamado. El enano.—¿Babio? —le habría prestado con

gusto más atención a la reacción de la

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mujer, pero en ese preciso momentosintió que le faltaban las fuerzas paraello. La antigua desavenencia entre ellay el marchante había pasado a unsegundo plano—. ¿Qué te ha dicho?

—Que quiere quedar contigo,mañana, en el Panteón —dijo, como sise refiriera a una cafetería de la que nohubiera oído hablar—. Parecía bastantenervioso. Me gustaría saber de cuánto seha enterado.

—¿Tienes miedo de su comisión?—No, esa saldrá directamente de tu

parte.No le había contado lo que había

ocurrido en el palazzo, porque no quería

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preocuparla. Ahora, no obstante, dudabaque ella se molestara en pensar mediosegundo en las posibles consecuenciasde su huida. Aunque su llegada, cubiertode hollín, la había dejadomanifiestamente perpleja, lo habíaconsiderado suficientemente superficialcomo para no hacer intención de indagarsobre las causas. Júpiter supuso que, porlas complicaciones emocionalesderivadas de su decisión de robar laplancha, ella habría decidido no hacerninguna pregunta.

—¿A qué hora he quedado conBabio?

—Sobre las once, ha dicho.

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Júpiter asintió y guardó silencio.La Shuvani estaba a punto de

retirarse cuando unos pasos atropelladosresonaron estrepitosamente por lasescaleras. Unos segundos después,apareció Coralina por el marco de lapuerta, echó a su abuela a un lado, seinclinó sobre él y estampó un sonorobeso en la mejilla del desprevenidoJúpiter.

—¿Eso a qué ha venido? —preguntóél, confuso, mientras la aliviada jovense ponía de cuclillas junto a la bañera.

—Por Dios, Júpiter —le costabarespirar, pero no por el beso, como élpudo constatar, no sin cierto pesar—. La

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casa ha ardido... Yo estaba allí y... measusté, por ti. Fui allí tan pronto meenteré de lo que le había pasado aCristoforo, pero... no sé por qué... meperdí. No me había pasado nunca... Derepente ya no estaba en el Trastevere,sino en algún otro sitio... Nunca habíavisto esas calles.

El recuerdo del viaje en taxi a sullegada a Roma asaltó a Júpiterbrevemente, pero no tardó en rechazar elparalelismo como simple coincidencia.

—No me ha pasado nada —latranquilizó.

—¡Todo el palazzo ha ardido! —exclamó ella, apartándose un mechón de

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pelo que se le había pegado a la frentepor el sudor—. Todo el barrio está llenode humo, los bomberos apenas podíanpasar. He dejado el coche donde hepodido y he seguido corriendo hasta allí,pero nadie me ha podido decir si habíaalguien en la casa —exhalóprofundamente—. Mierda, he pasadotanto miedo...

Él sonrió con ternura.—Salí de la casa justo antes de que

empezara el fuego —dijo, pero cuandoella miró con incredulidad su brazocubierto de hollín, se corrigió—. Bueno,salí justo cuando empezaba el fuego.

—La historia se vuelve peligrosa —

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murmuró ella—. Primero Cristoforo, yahora tú.

—Por lo menos él aún vive —carraspeó la Shuvani.

Coralina se irguió furiosa de un saltoy dio un paso amenazador hacia suabuela.

—¡Ya está bien! —reprendió a laanciana gitana—. ¡Suficiente! Para titodo está bien con tal de salvar latienda, ¿no? Pero, ¿te has parado apensar alguna vez que has sido tú la quenos has metido en este lío?

La Shuvani quiso replicar, peroCoralina no le dio tiempo para ello.

—Si no fuera demasiado tarde para

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echar marcha atrás, dejaría otra vez laplancha en su sitio —dudó un segundo ycontinuó con voz suave—. Quizádeberíamos tirar ese maldito trasto alrío.

—No —Júpiter tomó la palabra—.No pienso hacer eso, ya no —habíaarriesgado demasiado como pararenunciar ahora por las buenas—. Elincendio no se puede considerar comoun ataque contra mí, nadie sabía que yoestaba en la casa. Todo lo que queríanera acabar con las pinturas deCristoforo.

Coralina volvió la vista a la bañera.—¿Qué pinturas?

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La Shuvani aprovechó laoportunidad para dejar la habitación.

—Voy a preparar algo de comer —dijo, para concluir, mientras salía por lapuerta y la cerraba tras de sí.

Júpiter le habló a Coralina de losmurales en las salas del palacio.También le informó del profesor en sillade ruedas, de su encuentro con elpeculiar monje capuchino y de los treshombres con bidones de gasolina.

—Por lo tanto no trataron deliquidarnos —dijo, para concluir—, yeso es algo de lo que debemosaprovecharnos.

—Pero, ¿cómo? No tenemos ningún

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plan razonable.—Me ha llamado Babio, quiere

quedar mañana por la mañana. Debe dehaber encontrado algo.

—Entonces, iré contigo.—Se alegrará de conocerte —

repuso Júpiter, encogiéndose dehombros.

Ella le miró a los ojos, dubitativa,pero no quiso preguntar. En lugar deeso, le relató lo que había descubiertosobre la misteriosa Casa de Dédalo.

—Dédalo es un personaje de lamitología griega, aunque eso ya losabes.

—El padre de Icaro, si no me

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equivoco.Coralina asintió.—Dédalo estaba considerado como

uno de los mayores inventores yarquitectos de la antigüedad. Se diceque construyó en Creta, para el reyMinos, el famoso Laberinto delMinotauro. ¿Conoces bien la historia?

Comenzó a frotarse el brazo una vezmás.

—No demasiado. Solo la versiónreducida, del resto no me acuerdodemasiado.

—He leído otra vez sobre el temahoy mismo, tanto en internet como en unpar de libros de la tienda —dijo ella—.

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Creta era por aquel entonces la naciónmás poderosa del Egeo. El rey Minosdominaba los mares con ayuda de unapoderosa flota. Su hijo Androgeo viajóun día a Atenas para tomar parte en unacompetición, que no tardaría en ganar.Los atenienses, cegados por la envidia,no se alegraron por su triunfo, así que letendieron una emboscada y leasesinaron. Esto despertó la más quecomprensible furia de Minos, que fue ala guerra con Atenas y la derrotó. Encompensación por la muerte de su hijo,el victorioso Minos exigió a Atenas untributo macabro: desde ese momento enadelante, los vencidos tendrían que

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enviar a Creta, año tras año, a sietemuchachas y siete muchachos parasacrificarlos al Minotauro, una bestiamitad hombre, mitad toro.

La mención a un toro hizo a Júpiterrecordar el comentario de Santino, perono quiso interrumpir a Coralina.

—Pagaron su tributo durante muchosaños —prosiguió la joven—, hasta queun día, el héroe Teseo llegó a Atenaspara rebelarse contra la injusticia de esacostumbre, y se presentó voluntariocomo ofrenda junto con los demásjóvenes enviados a Creta. Estabaconvencido de encontrarse bajo laprotección de los dioses, y ser, por

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tanto, el único capaz de vencer alMinotauro.

»En Creta se enamoró de Ariadna, lahija del rey, quien también quedóprendada de la belleza del joven venidodel continente.

»Poco después, entra Dédalo enescena. Dice la leyenda que no solo eraresponsable del laberinto, sino tambiénde la concepción del horribleMinotauro. La historia era la siguiente:la madre de Ariadna, la reina Pasífae, seenamoró años atrás de un toro blancoconsagrado a Poseidón.

—Qué idea más hermosa —señalóJúpiter.

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—Habría tenido cierto mérito —repuso Coralina, riendo—. El caso esque fue a contarle su problema aDédalo, el gran inventor. Él le construyóuna vaca de madera hueca en la quepodía meterse para que el toro blanco...en fin, para poder entregarse, sientiendes lo que quiero decir.

—Mi fantasía sí da para tanto.—Pasífae se quedó embarazada y

dio a luz a un ser monstruoso, mediohombre, medio animal, precisamente elMinotauro. Minos, su marido, se quedótan impresionado como el que más,como te podrás imaginar. Hizo queDédalo construyera el mayor laberinto

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del mundo, en cuyo centro mantendríanprisionero al Minotauro y, paraacallarle, le traerían como sacrificio aseres humanos, los jóvenes de Atenas.Volvamos a Teseo. Iba a acabar siendoalimento para la bestia, por lo queAriadna acudió también a Dédalo enbusca de ayuda. El aconsejó a lamuchacha que le diera a su enamoradouna larga cuerda para que se la llevaraal laberinto y atara un extremo a laentrada. De esta forma, Teseo podríaencontrar el camino de vuelta.

»Dicho y hecho, Teseo entró en ellaberinto con el hilo, mató al Minotaurotras una cruenta lucha y regresó a la luz

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del día. Entregó al rey la cabeza delmonstruo, lo que hizo que Minosacabara fuera de sí por la rabia. AunqueTeseo y Ariadna lograron huir de la isla,a nuestro amigo Dédalo no le fue todotan bien. Le encerraron en el laberintocon su hijo Icaro para que murieran dehambre allí. Por supuesto, Dédalo tuvootra idea: construyó dos grandes paresde alas con cera y plumas de palomapara su hijo y para él; después, se laspegaron a la espalda y, de hecho,lograron huir de esa manera. Seencontraban en pleno vuelo sobre el marcuando el joven Icaro sucumbió a latentación de acercarse demasiado al sol,

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que le incineró. Dédalo, por su parte,continuó volando roto por el dolor hastaque llegó a Sicilia, donde se pierde supista.

—¿Y qué tiene que ver con esa Casade Dédalo?

—La Casa de Dédalo es unametáfora, si quieres verlo así —leexplicó Coralina—. Cuandoconstruyeron la catedral de Chartres enla Edad Media, dejaron un mosaico enforma de laberinto en el suelo. En elcentro, se encontraba un retrato delmaestro de obras, quien quiso asímantenerse en la línea de Dédalo,considerado en aquella época como el

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mayor de todos los constructores. Coneste laberinto se acuñó el término Casade Dédalo. En toda Europa se añadirían,más tarde, laberintos como ese en lascatedrales y, finalmente, se transmitiríaa todo tipo de edificaciones de estaclase. Dédalo es, aún hoy, la figura másicónica de los arquitectos, y su nombrees sinónimo de laberinto en todas susacepciones y connotaciones, desde losjardines laberínticos ingleses hasta losantiguos modelos de piedra.

—«Siempre es de noche en la Casade Dédalo» —citó Júpiter—. ¿Creesque Cristoforo solo estaba diciendodisparates?

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—Ni idea —respondió ella—. Loúnico seguro es que no se refería alpalacio en el Trastevere.

Júpiter asintió.—Un laberinto —dijo, pensativo—.

Cualquier laberinto...Coralina se encogió de hombros y le

pasó una toalla.

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La cruz de fuego

En la mañana de su cuarto día enRoma, se dirigió, junto con Coralina,hacia la Rotonda, la plaza frente alvenerable Panteón, en el corazón de laciudad.

De camino, hicieron un alto en unatienda de fotografía para recoger lasfotos reveladas. Coralina había llevadoel carrete de Júpiter la tarde anterior, yel muchacho del mostrador, con unasonrisa y una propina, les trajo eltrabajo adelantado.

De vuelta al coche, miraron las

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copias. Júpiter estaba decepcionado.—Es lo que me temía —su mirada

saltaba ágil de una foto a la siguiente. Entodas ellas se veía, únicamente, laventanilla de la limusina, en la que sereflejaba la silueta borrosa delinvestigador. En algunas se podíavislumbrar la cámara; en otras, solo unóvalo oscuro.

Coralina observó detenidamente unade las imágenes.

—En esta de aquí se ve algo, comosi de verdad hubiera alguien tras elcristal.

Júpiter tomó la copia, perorápidamente negó con la cabeza.

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—Es solo el reflejo.—¿Estás seguro? —tomó de nuevo

la fotografía y la miró desde uno y otrolado, como si pudiera hacer así visibleuna segunda imagen por debajo de laprimera—. No sé... Esto de aquí podríaser alguien. Esto parece un pómulo, yeso podría ser una ceja.

—Son mi pómulo y mi ceja —repuso Júpiter.

Coralina se deslizó tras el volante ymiró el reloj.

—Tenemos tiempo. Me gustaríallevarle la foto a un amigo mío. Fabioentiende de estas cosas.

—¿De caras?

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—De ordenadores. Hace retoquesdigitales y ese tipo de cosas. Quizápueda filtrar la foto de alguna manera, opor lo menos intentarlo.

Júpiter pensó que se trataba de unapérdida de tiempo, pero dejó queCoralina hiciera lo que creyeraconveniente. Cuarto de hora después seencontraban en una vecindad de colorocre cerca de la Piazza Barberini.Coralina desapareció durante diezminutos en su interior. Cuando salió, semontó en el coche y lo puso en marchaen dirección al Panteón.

—¿Y bien? —preguntó Júpiter—.¿Qué es lo que te ha dicho?

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—Que lo intentará.—¿Qué clase de amigo es?Coralina arqueó la ceja derecha.—¿Qué clase de pregunta es esa?—Pura curiosidad.Ella reprimió una sonrisa.—Solo un amigo. El novio de una

amiga, en realidad. ¿Más tranquilo?—No estaba intranquilo.Coralina volvió la mirada

rápidamente hacia la izquierda y sonriócon disimulo. Él se dio cuenta.

—¿Qué te parece tan gracioso? —quiso saber.

—La Shuvani me advirtió sobre ti.—Me imagino que quieres decir

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después de contarte lo de Barcelona.—No, hace tiempo, cuando viniste

por primera vez a casa, le conté lo queyo... —ella pensó, aparentemente, encuál sería la mejor forma de terminar lafrase—, te hice.

—Oh, oh.Coralina rió.—Entonces dijo un montón de cosas

bonitas sobre ti, pero también lo que tehubiera hecho si aquella noche se tehubiera ocurrido ponerme solo undedo...

—No creo que estuviera pensandoprecisamente en mis dedos —leinterrumpió él, sonriendo

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maliciosamente.Ella le sacudió un ligero puñetazo en

el muslo.—Probablemente no.—¿Y hoy en día sigue manteniendo

las mismas... err, restricciones?Coralina se encogió de hombros.Él, no obstante, insistió.—Tengo curiosidad. ¿Qué es lo que

te dijo exactamente?—Tu relación con Miwa no le gustó

nada. Dijo que... —hizo una pausa,agitando la cabeza y sonriendo—. No,no quieres oír esto.

—Sí, venga, dímelo.Coralina siguió adelante. El tema

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resultaba algo embarazoso.—Ella dijo que esa relación era un

síntoma de tu debilidad... ¡Espera,intenta comprenderlo! Ha vivido muchosaños en la calle. La comunidad gitanaguarda fuertes lazos jerárquicos. Yasabes... Los hombres deben ser hombresde verdad, y todas esas tonterías de«machote...».

—¿Ella me considera débil?Coralina frenó en seco ante un par

de niños que atravesaban un cruce.—No en el sentido convencional.

Cuando dice débil, quiere decir algo asícomo... inestable.

—¡Inestable!

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—Oh, venga, no te lo tomes a mal.Un grupo de turistas japoneses

cambiaba de acera justo frente a ellos.Él se maldijo porque en momentos comoese buscaba a Miwa con la vista.

Cuando miró de nuevo a Coralina,entendió que ella se había dado cuentade lo que él estaba pensando. El restodel viaje, permanecieron en silencio.

Encontraron un hueco libre paraaparcar en la Piazza Collegio Romano, yconfiaron las llaves del coche a unanciano vigilante que portaba ya unadocena de llaves más en una cadenacolocada sobre su torso, como lacartuchera de un bandido mexicano. A

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los ojos de Júpiter, otro misterio deRoma. Nunca había entendido por quéallí la gente no solo dejaba su vehículo,sino también las llaves. Quizá porquenunca lo había preguntado.

Tampoco lo hizo en aquella ocasión.Babio les esperaba en una terraza

situada en el margen de la Rotonda.Daba la impresión de ser aún máspequeño frente a su humeante taza decapuchino. El camarero le había traídomás cojines de los que su silla yallevaba, pero seguía pareciendodiminuto y perdido en su traje blancohecho a mano.

—Sentaos —dijo, tras un breve

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saludo, señalando dos sillas vacías.Miró por encima a Coralina pero, parasorpresa de Júpiter, no se dedicó ahacer una exhibición de encantopersonal. Debía de pasar algo, era laúnica explicación posible para elinusual comportamiento del marchante.

—Podríamos habernos encontradoen algún lugar más seguro —dijo Babio—, pero si algo he aprendido con elpaso de los años, es que no hay lugarmejor para esconderse que en losespacios abiertos.

Júpiter y Coralina intercambiaronuna mirada intranquila.

—¿Tienes aquí el fragmento? —

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preguntó Babio.Júpiter golpeó con suavidad el

pequeño abultamiento del bolsillo de suabrigo. No había dejado la taleguilla decuero ni a sol ni a sombra desde suprimer encuentro con Babio.

—¿Qué es lo que has encontrado?—Lo suficiente como para ofrecerte

un precio desorbitado por él.—Suena bien.—No —replicó el enano—, en

absoluto. Te ofrezco ese precio parasalvarte la vida. Míralo como un gestoamistoso.

Coralina se giró hacia Júpiter.—¿Qué quiere decir con eso? —su

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voz sonaba impaciente, pero también unpoco temerosa.

—Supongo que nos lo aclarará enseguida —respondió Júpiter, sin apartarlos ojos de Babio.

Cuando un grupo de sacerdotesvestidos de negro pasaron frente a sumesa, dio un respingo, asustado.Observó a aquellos hombres durante unlargo rato, antes de inclinarse haciaadelante como si preparara una conjura.Sus cortos brazos apenas alcanzaban lataza de capuchino. La espuma del cafétemblaba mientras Babio lo alzaba ytomaba un trago.

—Quiero compraros el fragmento —

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dijo— antes de que os pase algo. Osmatarán, pero no me creeréis, no hastaque sea demasiado tarde. Tú no lo harás,Júpiter, y si no me equivoco juzgando atu joven amiga, tampoco ella.

Júpiter le miró con cierto asombro.—Te has tirado faroles mejores en

otras ocasiones —a pesar de que,tomado al pie de la letra, constituíaefectivamente un farol, hacía tiempo quesabían que el fragmento y la planchaeran objetos peligrosos. Sin embargo,tenían que descubrir a toda costa cadadetalle de lo que Babio hubieradescubierto.

—No me quieres entender, ¿no? —la

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expresión de Babio parecía apresurada—. Quiero darle el fragmento a personasque tienen un gran interés en él. Tangrande, que están dispuestos a corrergrandísimos riesgos por ello.

—¿Qué personas son esas?—Ya sabes —repuso el marchante

agitando su desproporcionada cabeza—que no puedo decir ni una palabra alrespecto. Me has metido demasiado eneste embrollo.

—Vamos, Babio. Te hueles un grannegocio y eso es todo. Si no, noestaríamos aquí.

Dos carabinieri pasaron montados acaballo a escasos dos metros de

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distancia de donde ellos se encontraban.La gente de la Rotonda les iba abriendopaso rápidamente en cuanto percibían eltraqueteo de los cascos. Incluso despuésde su partida, aún quedó en el aire unligero aroma a establo.

—Desaparece de Roma —le dijoBabio a Júpiter—, y si te llevas a tuamiguita contigo, mejor.

La expresión «amiguita», en la bocadel enano, sonaba tan grotesca comoofensiva. Coralina adoptó una actitudmás fría.

—Creo que es el momento de quenos haga una oferta, signore Babio.

El enano se inclinó con un suave

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lamento, tomó una servilleta de papel dela mesa y escribió a bolígrafo en elmargen una cifra con una impresionantecantidad de ceros.

Júpiter hizo amago de coger elpapel, pero Coralina se le adelantó. Surostro se iluminó cuando leyó el número.

—¿Solo por el fragmento? —preguntó perpleja, dándole una ligerapatada a Júpiter bajo la mesa.

Babio aguzó el oído.—¿Hay alguna otra cosa que me

pueda usted ofrecer?—No —exclamó Júpiter, tomando la

servilleta y sin reflejar ningunaexpresión tras leer la cantidad—. Es

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demasiado poco y lo sabes.Coralina le miró con los ojos como

platos.—Demasiado... —empezó, pero

volvió a callarse y volvió la mirada,nerviosa, a la taza de Babio.

—No es demasiado poco —repusoel enano—, es lo que vale vuestra vida.Os compro el fragmento, se lo doy aellos y a nadie le pasa nada. Es unaagradable gratificación.

Júpiter permaneció inmutable.—A mí me interesa sobre todo la

gratificación que recibes tú, queridoamigo.

—Sigues sin entender, Júpiter —la

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mirada de Babio se volvió tan insistente,tan nerviosa, que la máscara delinvestigador amenazó conresquebrajarse—. Ninguno de los dosestá en posición de negociar. No estásregateando con dinero, sino con tu vida—dio un rápido vistazo decomprobación a la plaza, a los turistas,las amas de casa y los vendedores demercancía de contrabando dándose a lafuga—. Ellos nos vigilan. Ahora, en estemismo momento. Si vuelvo de esta mesasin el fragmento, no les va a gustar nada—su voz se volvió agresiva de repente—. ¿Te ha quedado lo suficientementeclaro, «querido amigo»?

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Coralina miró de lado a Júpiter conpreocupación, y mostró a las claras suesperanza de que él aceptara la oferta.Sin embargo, él estaba convencido deque Babio había exagerado la realidad.Conocía al marchante lo suficiente comopara saber que, a menudo, le gustabajugar con cartas marcadas. Todo aqueldiscurso podía ser solo un truco parasonsacarle información sobre el pedazode cerámica.

—Dime la verdad, Babio —continuó—. ¿Quién es esa gente que nosobserva?

Miró a su alrededor, pero todo loque encontró fue a unos cuantos niños

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persiguiendo a las gordas palomas delPanteón.

El pequeño marchante se desmoronócuando vio con claridad que Júpiter nole creía.

—Todos y nadie —respondió,simplemente.

—De acuerdo —Júpiter se levantó yle indicó a Coralina con un gesto quehiciera lo mismo—. Está bien. Cuandotengas una oferta mejor, ya sabes dóndeencontrarnos.

Coralina siguió sentada y sopesabasus actos con una mirada incrédula. Conun rápido gesto de cabeza, él la dio aentender que no le atacara por la

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espalda, por lo que ella se levantó demala gana.

—Ellos son los que saben dóndeencontraros —murmuró Babio, perovolvió a alzar nuevamente la voz—. Notienen miedo a nada, Júpiter, porque nohay nada ni nadie que pueda suponerlesuna amenaza. Deciden sobre la vida y lamuerte como tú decides qué comer en elalmuerzo. Te cogerán, os cogerán a losdos. ¿Por qué no crees que quiera lomejor para ti?

—Porque te conozco, Babio.Precisamente por eso me gustas: eres unprofesional, eres refinado. Serías capazde poner esa cara para conseguir el

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fragmento, ¿no es verdad?—Sí, quizá sería así —asintió Babio

—. Quizá hubiera hecho algo así conotros, en otro momento, pero no contigo.

—Estoy profundamente conmovido—Júpiter metió la silla bajo la mesa yseñaló la salida norte de la plaza—.¿Conoces la pequeña trattoria, justo enla primera calle a la izquierda? Coralinay yo vamos a ir a comer algo allí. Si telo piensas, nos podrás encontrar allídurante las próximas, digamos, doshoras.

Coralina le seguía mirando como siquisiera decir algo, pero se contuvo;Júpiter tenía más experiencia tratando

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con Babio. Tras algunos titubeos, lesiguió, y fueron juntos hacia la ViaMaddalena, una callejuela estrechadonde se agolpaban los turistas.

—No te vuelvas a mirarle —dijoJúpiter—. Debe pensar que estamoscompletamente decididos.

—¡Pero es que yo no estoycompletamente decidida!

—Es parte del juego.—¿De qué juego? —repuso ella,

medio reprimiendo un bufido—.Júpiter,¡no te entiendo! Era suficiente dineropara...

—Era demasiado poco —leinterrumpió—. ¡Confía en mí!

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—¿Cómo voy a confiar en ti, si no teentiendo?

Nada más cruzar la esquina, Júpiterse detuvo.

—Escúchame —dijo—. Me gustaBabio, especialmente porque esprevisible. En cuanto le enseñé elfragmento, me quedó claro que nos iba ahacer una oferta por él. Vive de ello, yno lo hace mal, precisamente. Lamagnitud de la oferta se basa en lo queél ha conseguido averiguar acerca delpedazo de arcilla. Si nos ha ofrecido unasuma tan astronómica como lo ha hecho,es porque debe de haber dado con algobastante espectacular, ¿no crees? Eso

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significa que el fragmento vale muchomás de lo que habíamos pensado hastaahora. Si no aumenta la cifra, entonceslo hará otro. Vosotras me llamasteispara que os ayudara con la venta, y esoes lo que haré, con tanta eficacia comopueda. El principal mandamiento en estenegocio es que nunca hay que aceptar laprimera oferta, da igual la cara que teponga tu interlocutor.

—Pero eso que dijo...—Puede que sea verdad, o puede

que no —Júpiter tuvo la sensación deque la calle daba vueltas sobre símisma, de que tanto él como su entornocaían en un profundo abismo—. He

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aceptado un encargo y lo resolveré conlas mejores condiciones posibles.

Ella le miró directamente a los ojos.—¿A quién le tienes que demostrar

algo, Júpiter? ¿A ti mismo? ¿O a Miwa?—Esto no tiene nada que...—Oh, claro que lo tiene —le

interrumpió ella—. Ella te dejó. Tearruinó. Sin embargo, tú mantienes esaobcecada y retorcida idea de quepodríais volver a estar juntos. Y por sino fuera suficientemente malo, mezclasesa maldita historia con nuestrosproblemas, aquí en Roma. Maldita sea,Júpiter, ya sé que hay quien se dedica abuscar problemas cuando lo abandonan,

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pero Miwa no va a volver contigo soloporque consigas obtener mejor preciopor el fragmento.

Le asustó ser tan predecible, pero loque le dolió de verdad fue que fueraprecisamente Coralina quien leenfrentara a la realidad. Por supuesto,ella tenía razón: ya había pasadosuficiente tiempo como para que hubieralogrado recuperarse de lo de Miwa. Sí,también creía firmemente que lo mejorpara su autoestima sería llevar a buenpuerto su encargo actual, porque eso eralo que era, un simple encargo. Pero, ¿nose estaba mintiendo a sí mismopensando eso?

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Coralina fue enervándose cada vezmás, hasta que finalmente estalló.

—Si Miwa te ha convencido de queeres un fracasado, y tú eres demasiadotonto como para reconocer la verdad...Bien, eso es tu problema, ¡pero no nosarrastres a los demás a tu pequeñaguerra privada contigo mismo! —ellarespiró hondo—. Nosotras habríamoscogido el dinero que nos ofrecía, pormísero y usurero que fuera, y encima lehabríamos dado la plancha como regalo.

Júpiter dejó la mirada perdida unmomento, y después volvió en sí.

—Puede que tengas razón —«Puesclaro que la tienes», pensó—. Puede que

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haya sido un error dejar colgado aBabio —«Eso es algo que ambossabemos»—, pero es demasiado tardecomo para arrepentirse y aceptar laoferta. Sobre todo teniendo en cuentaque contamos, únicamente, con unapizquita de credibilidad.

Coralina dudó. Finalmente, asintióserena.

—Bien, entonces vamos a comeralgo y ya está.

Él tuvo la impresión de que a ella lehabía hecho daño ser tan sincera, apesar de que no le había hecho ningúnmal. Un toque de honestidad era algoque venía necesitando de manera

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urgente. Había aguantado ya demasiadasmentiras; primero de Miwa, después, desí mismo.

La trattoria se encontraba al final deun pasaje sobrepoblado cuyas paredesestaban cubiertas de lonetas de rafia yflanqueadas por grandes jardineras. Enun patio diminuto, no mucho mayor quela habitación de Júpiter en casa de laShuvani, había colocada media docenade mesas bajo gigantescas sombrillas delona. El tejido estaba deteriorado enalgunas zonas, pero eso perturbaba acualquiera de los presentes tan pococomo la mampostería húmeda o lapintura desconchada. Júpiter había

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comido ya allí en alguna ocasión, ysabía que se trataba de una de lasmejores trattorias de Roma. El menúera escueto y se centraba en puntosconcretos. La comida se servía ensartenes calientes, se preparaba coningredientes frescos y estaba,simplemente, deliciosa. Además, teníala ventaja añadida de que no habíaacudido nunca con Miwa: no quería quesu estancia en Roma acabaraconvirtiéndose en una carrera deobstáculos en la que tuviera queesquivar todos sus pasos por la ciudad.

En consideración a la alergia deJúpiter, Coralina encargó vino blanco de

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una garrafa abierta que, como señalóentre risas, parecía una bolsa de orinade las de uso hospitalario. En realidadera vino del país que no era caro, perosí lo suficientemente fuerte como paraatontar a Coralina y soltarle la lengua aJúpiter. Él le contó más cosas sobreMiwa y sobre sí mismo de lo que lehabía contado nunca a nadie, y leconfesó que no sabía si sería capaz derecuperarse alguna vez del todo. Ellatrató de animarlo con las batallitas másestrafalarias de la vida de la Shuvani.Finalmente, alargó el brazo desde elotro lado de la mesa y le tomó de lamano, para no soltársela más.

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En la mesa de al lado se sentabandos sacerdotes, acompañados de dosmujeres. Durante un minuto entero, unataque de risa mal reprimida impidió aCoralina decir una sola palabra, hastaque, entre susurros, logró comentar susconjeturas sobre los asuntos queocuparían esa tarde a esos cuatro. Noera solo el vino lo que la atontaba y leanimaba a hacer alusiones picantes, sinomás bien la atmósfera del lugar, aisladadel mundo exterior. Durante un rato,todos los pensamientos sobre Cristoforoy el legado de Piranesi quedaronrelegados y fueron solo un hombre y unamujer, disfrutando del día y de la mutua

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compañía.Llevaban ya más de una hora

comiendo y hablando de todos los temasposibles, cuando Coralina redirigióbruscamente la conversación al enano:«Teníamos que haber aceptado su oferta,en serio».

Júpiter era demasiado orgullosocomo para admitir que había bebidodemasiado vino en demasiado pocotiempo. Por una vez, las palabras de lajoven le parecieron del todoconvincentes. No sabía si se debía alalcohol: desde luego era posible que elvino hubiera embriagado sus sentidos,pero su raciocinio continuaba despierto.

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Se dio cuenta de repente de queCoralina había tenido razón todo eltiempo. La oferta de Babio había sidoindiscutiblemente generosa, daban iguallos motivos que le impulsaran, y leshabría liberado de un solo golpe de lacarga que soportaban. Quizá tambiénfuera buena idea ofrecerle la plancha decobre. La compraría muy por debajo desu valor, sin ninguna duda, aunque solofuera porque los aguafuertes distaban deser su campo de especialidad pero, apesar de ello, era una oportunidad delibrarse de todos los disgustos y, coneso y con todo, hacer un negociolucrativo.

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Le comentó a la muchacha todo loque pensaba y ella sonrió contenta, ypagó la cuenta.

Atravesaron el pasaje rumbo a laavenida. Los edificios que flanqueabansus pasos eran lo suficientemente altoscomo para envolver la calle en unaatmósfera sombría. Sobre uno de losmuros había colocado un andamio, quearrojaba una red de sombras sobre lasuperficie.

—¿Crees que seguirá sentado en elcafé? —preguntó Coralina.

—Puede. Si ha sido capaz decalcular tu influencia sobre mí, seguroque sí.

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Júpiter se preguntó cómo había sidocapaz de emborracharse en una situacióncomo aquella, pero no se sintiórealmente mal por ello. Coralina habíabebido tanto vino como él, y en su vozse percibía que también estaba afectadapor el alcohol.

Regresaron a la Rotonda,atravesando un confuso torbellino decolores, cuerpos y voces procedentes detodo el mundo. Un viento frío recorrió laplaza frente al Panteón, pero casi nadiepareció molesto. La cúpula de aquelancestral templo dominaba el entornocomo una luna naciente, gris y surcadode arrugas tras casi dos mil años

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erguido sobre ese mismo lugar.Las terrazas colocadas por toda la

periferia de la plaza estaban bastantellenas, incluida aquella en la quequedaron con Babio. Júpiter tuvo querebuscar entre toda esa masa de gentepara encontrar de nuevo al enano, ocultocasi totalmente por el gentío queocupaba las mesas colindantes.

Estaba sentado, mirando en silencioa la plaza, hacia el Panteón, como sihubiera visto un fantasma entre lascolumnas de granito de la entrada.

—¿Babio?Júpiter se abrió paso entre las mesas

repletas hasta el lugar en el que se

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encontraba el enano.Los ojos del marchante estaban muy

abiertos. Apretaba contra su pecho lacarta de bebidas, como un creyente sulibro de rezos. Su aspecto era sereno,sin emociones, mientras a su alrededorse desarrollaba y rugía el torbellino dela ciudad.

—¿Babio?Júpiter colocó una mano sobre el

hombro del enano.La carta de bebidas cayó del pecho

del hombrecillo, revelando la solapa desu chaqueta blanca, teñida de un intensorojo oscuro.

—Oh, no —el susurro de Coralina

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resonó justo en el oído de Júpiter y, almismo tiempo, muy alejado. Le parecióque se encontraba completamente solocon Babio, en algún lugar lejano y frío,que le hacía un nudo en la garganta.

Con suma precaución volvió a alzarla rígida mano del enano, para cubrir denuevo la herida con la carta. Babio teníarazón: ningún lugar es mejor esconditeque un espacio abierto. Ni siquiera paraun cadáver.

¿Cuánto tiempo llevaría sentadoallí? Las articulaciones de su brazo aúneran flexibles, pero los dedos queaferraban el menú aparecíannotablemente rígidos.

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Coralina dio un paso atrás, comodrogada, hasta que dio con la espalda deuna mujer sentada en una mesa vecina.Murmuró una disculpa, mientras laseñora la examinaba de arriba abajo.

Júpiter la cogió del brazo y juntossalieron, apresurados, de entre lasmesas, hacia la plaza. Tan solo una vezvolvió la vista atrás para contemplar aBabio sentado, como fascinado por algoen la entrada del Panteón; quizá unanube de palomas al vuelo, quizá ungrupo de jóvenes americanas enpantalones cortos o minifalda. Daba laimpresión de estar soñando despierto,más que de estar muerto.

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—Yo... —comenzó Coralina, peroJúpiter negó rápidamente con la cabeza.

—Ahora no —dijo, arrastrándola auna bocacalle próxima; y repitió en vozmuy baja—. Ahora no.

Babio quedó atrás, después elPanteón y la miríada de turistas.

Cuando llegaron hasta el coche,Coralina rompió a llorar.

Los clichés terminan porcorresponderse con la realidad: cuandoya no quedan más lugares en los querefugiarse, uno acaba dando con sushuesos debajo de un puente.

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Santino llegó a esa conclusión entrebocado y bocado: con una parte deldinero que aquel extraño le había dado,se había comprado un pastel relleno.Sobre él se extendía la franja de piedradel Ponte Sisto, el nexo entre elTrastevere y el casco antiguo. Del Tíbersurgía un fuerte olor a humedad. El solse ocultaba tras la orilla occidental, laciudad se sumía en la penumbra.

Entre las piedras de la ribera, nacíanlas malas hierbas. Santino había acudidopor la tarde a ocultarse entre lassombras del puente, y no se habíamovido del sitio desde entonces. Un parde jóvenes habían descendido por las

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escaleras que llevaban desde eltransitadísimo paseo fluvial hasta elagua, pero no se habían percatado de lapresencia de Santino y, tras unosinstantes, habían vuelto a desaparecer.

Mantenía la bolsa de viajeescondida tras su espalda, y sacaría deella el reproductor tan pronto comoterminara de oscurecer. Lasexperiencias de los últimos días lehabían demostrado que no encontraríaseguridad en ninguna parte: ni en unapensión, ni en casa de Cristoforo, ni enningún otro lugar. Quizá sería mejorpermanecer allí donde nunca lebuscarían. Debajo de ese puente, por

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ejemplo.Por primera vez desde hacía días se

sentía relativamente seguro. La orilladel río se encontraba a diez metros pordebajo del nivel de la ciudad y seprolongaba durante kilómetros. Denoche, Santino podría recorrerlosatravesando media Roma sin que nadiese diera cuenta, y en caso deemergencia, siempre podría saltar alagua e intentar alcanzar la otra orilla,aun cuando eso significara dejar atrás elaparato de vídeo.

Después del atardecer, esperó mediahora más antes de sacar el reproductor.Lo colocó sobre sus piernas y acomodó

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la espalda contra la gruesa base de unode los pilares que sostenían el puente.Tras apretar el botón de encendido, laimagen de la interminable escaleraapareció en el monitor.

Después de la desaparición delhermano Pascale, Remeo y Lorin habíancontinuado su ruta hacia lasprofundidades. Santino había visto lasegunda cinta entera en el refugio deCristoforo, y cerca de una hora deltercer y último casete. Hacía tiempo quese había zanjado la disputa entre Remeoy Lorin, y un silencio sordo envolvía eldescenso. Los pataleos y bramidosanimales no se habían vuelto a repetir.

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Remeo cambiaba de hombro lacámara de vez en cuando. El esfuerzo dela bajada iba consumiendoprogresivamente sus fuerzas, y suscomentarios a la cámara eran cada vezmás espaciados y difíciles de entender.Su voz sonaba anodina y sin entonación.Santino se preguntó si el aire allí abajoestaría enrarecido sin que los monjes sedieran cuenta.

De nuevo le asaltó el deseo deadelantar la reproducción. La mismavisión repetida indefinidamente ledesgastaba tanto como la fatiga de losúltimos días. Estaba al límite de susfuerzas, tanto física como

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emocionalmente. La monotonía deldescenso era casi peor que lo que aún leaguardaba: demonios con afiladas garrasdespedazando a sus hermanos; unpanorama desde la escalera a los maresde llamas del infierno; la cloaca de lospeores pecados. Todo aquello que habíaimaginado y creído ya no le conmovía,sus fantasías no le habían preparadopara la monotonía de la escalera. Unavez más se preguntó cómo habíanlogrado Remeo y Lorin reunir lasfuerzas para continuar cada vez másabajo en su camino. El tedio deltrayecto, junto con la insoportabletensión eran más de lo que un ser

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humano podía aguantar. Únicamente sufe podía ser lo que mantuviera a losmonjes en pie.

Su fe...Hacía tiempo que Santino no se

planteaba nada sobre su relación conDios. ¿Estaba el Señor con él, vigilandocada paso que daba? ¿Por qué permitíaque le persiguieran? ¿Por qué no lemostraba una salida a su desesperadasituación?

Era cierto que podía haberregresado a la abadía: Dorian, el abad,le habría vuelto a aceptar. Sin embargo,con ello solo habría logrado llevar ladesgracia a sus hermanos capuchinos.

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Además, ¿no haría tiempo que susenemigos hubieran esperado encontrarleallí?

Mientras Remeo y Lorin proseguíansu camino por la escalera, Santino dabavueltas a sus pensamientos sobre Dios.¿Acaso no había provocado él mismo laindiferencia del Señor? Él y los demáshabían atravesado las puertas quedebían haber permanecido siemprecerradas. Se habían aventurado a undescenso a regiones en las que nadacabía encontrar salvo la muerte y lacondenación. Por qué se iba a preocuparDios por alguien como ellos, que habíanviolado leyes tan antiguas como aquella

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ciudad; tan antiguas, quizá, como elmundo.

Sin embargo, no debía traicionar asus hermanos, huyendo de ellos y deldestino que compartían. Ellos habíanabandonado su vida con ese propósito, ySantino también lo haría, de sernecesario. Mientras tanto, apenasalbergaba duda alguna sobre suinevitable sino.

«Estoy preparado, Señor», pensó.Casi preparado.Primero, los vídeos.—Sigue sin haber un final a la vista

—murmuró Remeo con voz sorda almicrófono de la cámara. Después,

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volvió a guardar silencio. Tan solopodía oírse su aliento, pesado y ásperocomo el de un asmático.

Lorin le precedía, callado,meditabundo. Diez minutos después, separó en seco. Miró fijamente al suelo, seagachó y tocó con la punta de los dedosalgo que quedaba fuera de la imagen.Cuando volvió el rostro hacia Remeo yla cámara, sus rasgos aparecían tensos yrígidos. Su párpado izquierdo temblabaincontrolablemente.

—Mira eso —susurró.Remeo se acercó. La cámara enfocó

por encima del hombro de Lorin aquelloque este había encontrado en los

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escalones, pero a través del granuladomonitor no se apreciaban más que un parde puntos oscuros.

Santino temió que se tratara de gotasde sangre.

—Son rescoldos quemados —susurró Remeo—. Eso es lo que son,¿verdad?

Lorin asintió.—Pero no del tipo al que estamos

acostumbrados —dijo, estremeciéndosemientras se levantaba—. Es pielquemada.

—Dios mío... —la imagen setambaleó cuando Remeo dio con laespalda contra la columna de piedra que

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sustentaba la escalera de caracol—.¿Estás seguro?

—He curado a suficientes heridoscon quemaduras como para ser capaz dereconocer el aspecto de la pielcarbonizada —el monje refrotó entre elíndice y el pulgar un pedazo de brasa—,y esto lo es, sin ninguna duda.

—¿Podría ser de... un animal? —lavoz de Remeo sonó tan débil que apenasse podía entender.

Lorin se encogió de hombros, peroel movimiento resultó afectado yantinatural.

—Quizá.La imagen tembló, para recuperar

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posteriormente la inmovilidad cuandoRemeo depositó la cámara sobre losescalones.

Santino casi no podía oír la voz delos dos hombres. Parecían discutir si elpedazo de piel podía provenir dePascale, hasta que Lorin, de pronto,emitió un grito agudo.

—¡Oh, no! Dios del cielo, ¡no!También Remeo gritó algo, pero sus

palabras resultaron incomprensibles.La cámara, en los escalones,

apuntaba directamente al vacío. Duranteun rato reinó una completa calma, quehizo a Santino temer lo peor, hasta que,repentinamente, el movimiento volvió a

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la imagen. La cámara se alzó y pasó porencima de Lorin, que se encontrabaacurrucado sobre los escalones con lacara oculta en las manos. Entonces, elobjetivo apuntó al techo, de formaescalonada, una copia exacta del suelocomo si sobre las cabezas de los monjesse hubiera colocado un espejo.

Huellas de pisadas se dirigían a lasprofundidades.

Lo primero que pensó Santino fueque, durante el balanceo previo de lacámara, había perdido el sentido de laorientación, por lo que con totalseguridad estaría viendo el suelo, y noel techo de la escalera. Era posible

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incluso que Remeo hubiera cogido elaparato del revés, y por ello ofrecía eseángulo tan distanciado e inusual.

Entonces Remeo hizo descender elobjetivo lentamente hasta que en laimagen volvió a aparecer Lorin, cuyamirada vacía apuntaba directamente alos ojos de Santino. La cámara se detuvodurante un segundo en él, y despuésvolvió a ascender hasta el techo, deforma inequívoca.

Las pisadas impresas allí se dirigíana las profundidades, como si alguienhubiera realizado el mismo descensoque los monjes... ¡cabeza abajo!

Las huellas eran negras y estaba

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incompletas: algunas eran impresionesde dedos; otras, de talones; y otras, delpie entero.

—No podemos explicarnos dedónde proceden las huellas —dijoRemeo al micrófono, algo más sereno,quizá porque su descubrimiento erademasiado absurdo como parainquietarse por él—. Las huellas negrasparecen... parecen ser de piel quemadaque cae del techo. Los pedacitos queencontró Lorin, en realidad, sedescascarillaron y se desprendieron —Remeo paró de nuevo, pero volvió arecuperar el control—. Quienquiera quehaya recorrido el techo, aparentemente

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lo ha hecho con... los pies ardiendo.El monje enmudeció y dejó las

palabras flotando en el aire de formamuy incómoda. Santino se estremeció ensu escondrijo bajo el puente, e intentóasimilar lo que estaba viendo y oyendoen ese momento.

Finalmente, Remeo y Lorin siguieronsu camino. No se produjo ningunadiscusión, ni hubo ningún intento deiniciar una conversación. El descenso sehabía vuelto algo automático, casi comosi el hecho de ir hacia abajo fuera algoque les estuviera ocurriendo, sin pensar.

Aquí y allá, Remeo viraba la cámarahacia el techo, donde siempre había

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huellas negras hechas de jirones de piely grasa quemada.

—Huele a quemado —dijo Remeo—, aunque muy ligeramente. Justo ahoracreo que estoy oyendo ruidos, pero noson los mismos que antes... Ahora soncomo una especie de murmullo. Creoque Lorin no se ha dado cuenta.

El segundo monje no se volvió hacíala cámara, aunque debía de haberescuchado las palabras de Remeo. Enlugar de eso, seguía bajando escalón aescalón con un trotecillo apático.

—¡Un momento! —exclamó Remeobruscamente—. ¿Qué es eso?

Realizó un giro frenético de la

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cámara hacia la izquierda, hacia la nadamás allá de la barandilla.

Ya no había oscuridad absoluta. Unbrillante resplandor surgía desde abajo,como si el sol naciente esparciera susprimeros rayos entre la oscuridad.

—Ahí está de nuevo el murmullo —jadeó Remeo—. Ahora está más alto.

La imagen se deformó, como si unaluminosidad repentina hubiera quemadola lente del objetivo. Cada diminutomovimiento de la cámara provocabanuevos estallidos, granulados cometasde luz que multiplicaban el mismomotivo una y otra vez como un laberintode espejos.

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Remeo se aproximó lentamente a labarandilla. Lorin no reaccionaba deforma alguna, se encontraba fuera de laimagen y no pronunciaba ni una solapalabra.

Santino aferró con fuerza el marcometálico del monitor mientras, paso apaso, se iba aproximando al abismo,acompañando a Remeo.

La luz, que subía, se hizo más clara.La cámara miró por encima de la

barandilla hacia la nada, pero nodirectamente hacia abajo, sino que fuegirando suavemente en dirección alsuelo, lo que le permitió realizar unatoma de parte del paisaje que se abría

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ante ella.Santino contuvo la respiración. El

diminuto fragmento de la escena queofrecía la pantalla no podría compararsecon lo que los dos monjes veían desdela escalera, pero aun así, el fugitivo seolvidó de respirar, de pensar. Poco apoco comenzó a entender lo que lacámara recogía.

Por todos los santos, ¡él conocía esaimagen!

Remeo giró la cámara bruscamentehacia las profundidades. La imagen sellenó, abruptamente, de luz, de unaclaridad más pura y resplandeciente, dealgo que ardía y llameaba y ruidos que

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parecían las risas de un loco.Como a lo lejos, en la distancia, se

oyeron los gritos de Lorin, y pocodespués también Remeo comenzó achillar. La cámara cayó al suelo.

Lo último que Santino reconoció fueuna silueta en forma de cruz suspendidasobre la barandilla, ¡una cruz hecha defuego!

La risa demente y los chillidos deRemeo se mezclaron en un escándaloinfernal, que siguió aumentando hastaque sonó como el canto de una ballenamoribunda en lo más profundo delocéano.

La imagen se fundió en negro

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bruscamente.La grabación terminó.Durante casi una hora, Santino

permaneció completamente inmóvil.Miraba el monitor vacío, sin hacer ni ungesto, ni emitir ningún sonido.

Había una única imagen grabada ensu pensamiento, deformada, borrosa,incompleta.

No era la cruz de fuego.«¿Sería una figura en llamas con los

brazos extendidos?».Lo que, tras una hora de meditación,

seguía viendo ante sí, era el panoramadel abismo, el paisaje que secontemplaba desde el borde de la

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escalera. Estaba demasiado oscurocomo para identificar algo más que unpedazo. Sin embargo, él sabía lo queera. Cielo Santo, él lo sabía, ¡sabíaporque no era la primera vez que habíavisto aquella imagen!

Lentamente, Santino se incorporó,metió el equipo en la bolsa de viaje yechó a andar por la orilla del Tíber.

No estaba preparado para mirar denuevo, ni lo estaría nunca. Había vistodemasiado. Nunca entendería de dóndehabía sacado Remeo las fuerzas parasubir de nuevo las escaleras y entregarlelas cintas de vídeo.

«La fuerza de la locura», pensó

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Santino, «sí, justo eso, la fuerza de undemente».

Santino cogió impulso, después,arrojó la bolsa al río con todas susfuerzas. Mudo e inmóvil, se quedócontemplando como esta se hundía enlas aguas negras como la pez.

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Los Adeptos a laSombra

Coralina recorría arriba y abajo elcuarto de estar de la Shuvani, presa delos nervios.

—Tenemos que deshacernos deellos —dijo por tercera vez en escasosminutos—. Del fragmento, y también dela plancha de bronce. ¡Quiero esas cosasfuera de mi casa!

Júpiter observó el reflejo deCoralina en la puerta de cristal deljardín. Fuera ya había oscurecido, y através de la espesura vegetal relucía

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aquí y allá la iluminación de las casasvecinas. Se sentó en el sillón orejero decuero de la Shuvani y se sintióextrañamente protegido entre las formassemicirculares del respaldo.

—Es demasiado tarde —dijo él—.Quienes quieran que hayan matado aBabio saben que tenemos el fragmento.Nos han visto en el café con él —yañadió, en voz más baja—. Para sersincero, lo que me extraña es que aún nohayan dado la cara.

La Shuvani asintió, en gesto deconformidad. Se sentó en la mesa y, consu mano carnosa, comenzó a hacer girarun vaso de vino.

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—¿Por qué han intentado comprarosel fragmento a través de Babio? Habríasido más fácil capturaros a vosotros yquitaros el pedazo.

Coralina se quedó quieta, y miróenfáticamente a Júpiter por el reflejo delcristal de la ventana.

—Quizá Babio dijo la verdad.—¿Babio? —dijo la Shuvani

forzando una tos—. Siento mucho lo quele ha pasado, pero ese hombrecillonunca estuvo del todo familiarizado conel concepto de verdad.

—Al contrario que tú, ¿no? —señalóJúpiter con sequedad.

Coralina se giró y bufó a su abuela.

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—¿Pero de verdad eres tan ingenua?Babio está muerto porque nosotrosrobamos la plancha y el fragmento.

—¿Me echas la culpa de su muerte?—A los tres. ¡Maldita sea, juzgas a

Babio y no eres capaz de ser honestacontigo misma!

La Shuvani evitó la mirada deCoralina y enmudeció.

Su nieta dio un paso hacia ella y secolocó las manos en la cintura, con elrostro enrojecido y acalorado por lafuria.

—Podría no ser verdad, simple yllanamente —susurró, se volvióbruscamente y devolvió la mirada a la

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ventana.—Tienes razón —añadió Júpiter,

abatido—, Babio no mintió. Quizáquería sinceramente comprarnos elfragmento para salvarnos la vida. Si lehubiera escuchado, ahora no estaríamuerto.

—¡No! —replicó la Shuvani, firme—. Esa gente le habría matado igual deuna forma u otra, después de que él se lohubiera entregado.

—Tenemos que desaparecer deRoma —repuso Coralina.

Júpiter meditó unos segundos antesde dar la réplica.

—Creo que estaremos seguros

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mientras tengamos el fragmento.Podríamos destrozarlos. Sea lo que seaesa cosa para ellos, parece valer losuficiente como para que asesinar aBabio no les suponga un riesgo.

—¿Y qué pasa si secuestran a uno denosotros? —su voz delataba tantodesamparo como ira—. ¿Y si amenazancon matarte, Júpiter? ¿Crees que no lesdaría el fragmento entonces? Después deeso podrían mandarnos a todos a criarmalvas —inspiró profundamente yprosiguió, imperceptiblemente máscalmada—. Por el amor de Dios, nohacemos más que especular yespecular... ¡Tiene que haber algo que

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podamos hacer! —se amasó impacientesu largo cabello en la nuca para despuésrecogerlo sin más en el cuello—. Nopodemos quedarnos aquí sentadossimplemente esperando hasta quealguien aparezca y nos apunte a la caracon un arma.

Júpiter se levantó e hizo amago derodearla, indeciso, con el brazo, peroentonces la Shuvani se levantó de golpey alzó la mano.

—Shhhhhh —chistó, llevándose undedo a los labios—. No hagáis ruido.

Júpiter y Coralina intercambiaronuna mirada alarmada.

—¿Qué pasa?

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—¡Silencio! —insistió la Shuvani,antes de escuchar atentamente; despuésasintió—. He oído un ruido, abajo, en lapuerta de la tienda.

—¿Tienes clientes que vengan aestas horas? —preguntó Júpiter.

—Ni siquiera tengo clientes quevengan de día —repuso la Shuvani,haciendo gala de un humor muy negro.

Coralina miró hacia la escalera.—¿Creéis que son ellos?—No sé por qué se iban a molestar

en utilizar el timbre.Sonó de nuevo, pero en esta ocasión

lo oyeron todos.—Iré a ver —dijo Júpiter.

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—¡No! —exclamó Coralina mientrasle asía el antebrazo—. ¡No vayas!

—¿Crees que podremos escondernosaquí mucho tiempo?

Ella titubeó un segundo.—Bien —se decidió finalmente—,

entonces iré contigo.Júpiter iba a protestar, pero vio

refulgir en los ojos de la muchacha unadecisión inamovible, como una corrienteeléctrica, y supo que sería incapaz deconvencerla. Así pues, aceptó con unsucinto «de acuerdo».

La Shuvani les siguió hasta laescalera.

—¡Tened cuidado! —les dijo.

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Después, se apresuró hacia la cocina,rebuscó con mirada ansiosa hasta queencontró entre los platos sucios unasartén y probó a tomarla como si fueraun hacha de guerra.

Júpiter y Coralina descendieron porlos escalones. En las dos plantas de latienda, reinaba un silencio sepulcral. Enla oscuridad entre las estanterías podríahaber oculta, sin esfuerzo, una docena deintrusos, pero los dos prefirieron noencender la luz. No querían que nadiepudiera comprobar hacia dónde sedirigían.

En la planta baja, había másestanterías que obstaculizaban la visión

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de la puerta de la tienda desde laescalera. Júpiter y Coralina atravesaronlas grandes hileras de librerías hasta quelograron una buena panorámica delacceso al comercio.

Había empezado a llover; era unchaparrón repentino de los que Romavive en cualquier época del año. Lamayoría de ellos se resuelve conrapidez, para alivio de aquellos que nocuenten con un paraguas en el momentojusto, pues la intensidad de losaguaceros romanos compensa su cortaduración con su capacidad paraempaparlo todo.

El hombre que aguardaba en la

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puerta sostenía un paraguas abierto quele ocultaba la cabeza. Era un modelosencillo y negro, que creaba una oscurasombra sobre el rostro y el torso deldesconocido. Las gotas de lluvia queescurrían creaban un manto translúcidoen la puerta de cristal. La luz de una solafarola cercana permitió a Júpiterconstatar que aquel hombre no llevabaabrigo, tan solo un traje oscuro.

—¿Lo conoces? —susurró elinvestigador.

—No puedo verle la cara —respondió Coralina, encogiéndose dehombros.

Júpiter pensó en el misterioso

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profesor y en su chófer, pero ninguno delos dos concordaba con aquel que teníanen frente: el anciano estaba postrado enuna silla de ruedas, y su gorila eraconsiderablemente más fornido que lafigura de la tienda.

—¿Tiene pinta de ser alguien capazde pegarle un tiro a otra persona a plenaluz del día frente al Panteón? —preguntóCoralina, dudosa—. ¿Y con silenciador?

Júpiter torció la comisura de loslabios.

—Me temo que mis experiencias conese tipo de personas se limitan a lasnovelas de John Le Carré —mientrashablaba, sintió que sus palabras ya no se

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correspondían con la realidad. Habíaestado en el palazzo cuando loprendieron fuego, y había visto actuar asus enemigos: habían enviado a treshombres vestidos con monos oscurospara reducir un edificio a cenizas; por loque cabía esperar que se tomaran, almenos, las mismas molestias para matara tres personas.

Compartió sus pensamientos conCoralina, y ella asintió.

—Suena convincente.—¿Lo suficientemente convincente

como para poner nuestra vida en juego?—¿Tenemos alguna otra opción?Júpiter se puso en pie sin vacilar.

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—Quédate aquí escondida. Iré yo.Ella titubeó, pero finalmente le

cedió la llave.—Toma —le dijo—, pero ten

cuidado, ¿vale?El asintió con gesto breve y se

encaminó a la entrada. La tensión hacíaque le doliera todo el cuerpo. Debíahaber estado completamenteconcentrado, preparado para echarse aun lado ante el más mínimo gesto delextraño, pero por alguna razón noacababa de conseguirlo. Estaba comohipnotizado por el peligro, lo que ledaba a la situación general una nota deirrealidad.

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Encendió el farol de la entrada, queiluminaba también el interior desde elcristal de la puerta, lo que permitió queel hombre del paraguas pudiera verlodefinitivamente.

Júpiter introdujo la llave en lacerradura y la giró.

El desconocido volteó el paraguaspara cruzar la mirada con Júpiter. Elvelo de lluvia que resbalaba por elcristal deformaba su expresión,haciendo parecer casi como si llorara.Era solo una ilusión.

Júpiter abrió la puerta, que hizotintinear la campanilla de latón sobre laentrada.

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El hombre alzó el paraguas un pocomás.

—Buenas tardes —dijo, y su tono devoz hizo que su formal saludo parecieracasi cordial—. ¿Me permite que entre?

—¿Qué quiere?—Hablar con usted.—¿Está solo?—En efecto.Júpiter pensó que aquel hombre se

parecía a los mayordomos ingleses delas películas antiguas en blanco y negro:un hombre mayor y amistoso, educado,delgado, de porte erguido hasta lollamativo, cabellos grises, cuello blancoalmidonado, pañuelo de seda en la

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garganta recogido con un broche blancode marfil. La empuñadura del paraguasera del mismo material.

Júpiter se apartó y le dejó pasar.El hombre manipulaba el paraguas

con cierto desamparo.—Quizá debería quedarme aquí. No

quisiera que se mojaran sus libros.Coralina surgió de detrás de la

estantería.—Allí delante, junto a la puerta,

tiene un jarrón de pie. Puede meter suparaguas allí.

El hombre encontró el recipiente,agradeció a Coralina la indicación conun gesto y dijo:

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—Muy amable, muchas gracias.Júpiter intentó deducir si Coralina

había abandonado su escondite porqueconocía a aquel extraño o porque estetenía aspecto inofensivo. Como noconsiguió averiguar nada con un simplevistazo, devolvió la mirada aldesconocido.

—¿Es usted un cliente habitual?—Lamento decir que no. De hecho,

he de admitir que es la primera vez queestoy aquí.

—Entonces es posible que el rótulocon los horarios de apertura que hay enla puerta no se lea bien por culpa de lalluvia.

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—¡Oh! Puede estar usted seguro deque el cartel era del todo legible —elhombre realizó una reverencia endirección a Coralina y, seguidamente,saludó también a Júpiter con unainclinación de cabeza—. Permítanmeque me presente. Me llamo Estacado —dijo, ofreciendo la mano a Júpiter, queeste aceptó, inseguro—, FelipeEstacado.

—¿El cardenal Estacado? —inquirióCoralina, atónita.

El hombre hizo un gesto de negaciónmientras sonreía.

—Su hermano. Al contrario que él,no soy un dignatario de la Iglesia —de

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ser realmente hermano del cardenal,debía de tener nacionalidad española,aunque hablaba sin ningún acento.

Júpiter controló el impulso de dar unpaso hacia atrás. Estaba convencido deque sería un error dejar pasar librementea Estacado.

—El cardenal Estacado ostenta elcargo de bibliotecario y archivero de lacuria —expuso Coralina, dirigiéndose aJúpiter—. Es el director de laBiblioteca Vaticana.

—Desde niño, mi hermano mostróuna gran devoción por los libros —añadió Estacado con satisfacción—. Esun interés que ambos compartimos.

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Podría decirse que le ayudo con suslabores. La dirección de la BibliotecaVaticana exige muchísimo tiempo, comopueden ustedes imaginarse. Hacealgunos años me pidió que viniera aRoma, y yo atendí su llamada.

Júpiter examinó al visitante confranca desconfianza.

—Y esta noche se le ha ocurrido derepente que le faltaba un determinadolibro y se le ha ocurrido a usted quepodría ir a echar un vistazo a esaencantadora tiendecita del cascoantiguo.

—No —repuso Estacado, impasible—, estoy aquí por el fragmento; y

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también por la plancha de impresión,por supuesto.

—Tras la muerte de Amadeo Babio,esperábamos, para serle sincero, unavisita algo menos cortés.

—Su sarcasmo puedecorresponderse absolutamente con supunto de vista, joven, pero créame si ledigo que ha errado el objetivo de suataque.

—¿Por qué?—Quiero hacerles una oferta.Coralina le miró con gesto adusto.—Sería la segunda en el día de hoy.

Dese cuenta de que la primera no fuedemasiado bien recibida.

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—No soy su enemigo —repusoEstacado, y su mirada acarició entre lassombras las librerías de la tienda—. Nole tocaría un pelo a alguien que amaralos libros.

—Es una suerte para usted, entonces,que Babio solo coleccionara estatuas.

—No he tenido nada que ver con elasesinato de su amigo. Presentía que ibaa ocurrir, pero no soy culpable delmismo.

—En ese caso su advertencia llegaun poco tarde.

—No estoy aquí para advertirles denada. Tampoco creo que sea necesario,¿verdad? No, como ya les he dicho,

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estoy aquí para ofrecerles algo.—¿Dinero? —la voz de la Shuvani

surgió de improviso por entre lassombras. Júpiter se preguntó cómo eraposible que una mujer tan voluminosacomo ella hubiera sido capaz dedescender por las escaleras sin quenadie lo advirtiera.

Estacado intentó vislumbrar a laanciana gitana, pero ella se mantuvooculta en la tiniebla, tras Coralina.

—No, dinero no —respondió—.Seguridad.

—¿De quién?—Ya saben de quién.—Eso no es verdad —repuso

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Júpiter—. No sabemos absolutamentenada. Solo que hay alguna persona delVaticano involucrada en el tema y, paraser sinceros, eso no es algo queaumente, precisamente, su credibilidad.

—Tienen razón —exclamó Estacadocon un suspiro— pero, ¿por qué deberíamentirles? Nadie del Vaticano es suenemigo.

Coralina se le acercó.—Díganos quién mató a Babio.

¿Quién tiene tanto interés en elfragmento?

—Los Adeptos a la Sombra —repuso el español—. Imagino que nohabrán oído hablar de ellos.

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Júpiter recapituló.—¿Los Adeptos a la Sombra? —

dijo, y se volvió a Coralina—. ¿Te dicealgo ese nombre?

—No.—Les contaré más cosas sobre ellos

—añadió Estacado—, pero más tarde.Primero tienen que salir de aquí.

—¿Quiere que nos vayamos conusted? No pensará en serio que somostan estúpidos...

Un rayo de furia se encendió en lamirada de Estacado.

—¿De verdad quiere que discutamossobre estupideces? ¿Creíansinceramente que los expertos del

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Vaticano no tenían ninguna forma decomprobar si se habían encontrado másplanchas en la cámara secreta? —miró aCoralina con ademán lleno de reproches—. Usted es la restauradora, conoce losmedios técnicos con los que se analizaneste tipo de descubrimientos. Hemostardado dos días, pero hemos podidocomprobar, sin ninguna duda, que habíaalgo más guardado en uno de los nichosdel muro. Algo que, de repente, ya noestaba. ¿Cómo ha podido ser tan ingenuacomo para subestimar así a la Iglesia?—bufó con desdén—. Seríaabsolutamente hilarante si la situaciónno fuera tan endiabladamente grave.

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Coralina quiso responder, furiosa,pero Estacado no le dio opción a ello.Se volvió hacia Júpiter y continuó sininterrupción su reprimenda:

—¿Y usted? Por el amor de Dios,enseñarle el fragmento precisamente aese Babio... ¿Sabía que había hechofotos? Siendo bondadoso diré que enmenos de un día ya se las habíamostrado a media Roma, ¡y me hablausted de estupidez!

—En efecto —murmuró la Shuvani,invisible tras la estantería.

—¿Por qué querría usted ayudarnos?—repuso Júpiter, sin prestarla atención.

—Digamos que soy un gran

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admirador del arte de Piranesi. Merepugna que una de sus obras sea elmotivo de crímenes tan terribles. Dehecho, aún no hemos hablado de lamuerte de aquel anciano pintor —laforma en que lo dijo daba a entender queculpaba a Júpiter y Coralina de aquello.Quizá no le faltaba razón.

—¡Un admirador de Piranesi! —bufó Coralina, y señaló la puerta—.Será mejor que se vaya, signoreEstacado.

—¡No, espere! —la Shuvaniapareció de entre las estanterías. Lapenumbra grisácea parecía envejecerlavarios años.

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—¿La voz de la razón? —preguntóEstacado con tonillo irónico.

Coralina suspiró.—Lo dudo.—Nunca dejaría mi tienda tirada —

dijo la Shuvani—, pero si de verdadquiere ayudar a mis chicos, que sea loque Dios quiera.

—¡Abuela! —exclamó Coralinafuriosa—. Él es...

—Ha mencionado a los Adeptos a laSombra —le interrumpió la Shuvani—.Si ellos están detrás de todo esto,tendréis que aprovechar cualquier ayudaque se os ofrezca.

Júpiter y Coralina intercambiaron

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una mirada de preocupación.—¿Qué sabes tú de esos Adeptos?—Conocí a uno de ellos en una

ocasión —respondió la anciana, bajandola voz.

—¡Escúchenme! —insistió Estacadocon impaciencia—. Deben desaparecer,y además de ustedes, también elfragmento y la plancha. Puedo llevarlesa un lugar seguro. Ya habrá tiempo luegopara explicaciones.

—¿Por qué deberíamos creerle? —preguntó Júpiter.

—Me temo que no tienen elección.Si permanecen aquí, pagarán sudescubrimiento muy caro.

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—Usted podría ser uno de ellos —exclamó Coralina—. Quizá quieresacarnos de la ciudad solo para podereliminarnos con tranquilidad.

—¿De verdad cree eso? —Estacadoparpadeó irritado—. ¿Habrían confiadoen mí más fácilmente si tuviera elaspecto de un vagabundo, o de un viejopintor loco?

Júpiter se sorprendió pensando queEstacado tenía razón. Si el hermano delcardenal se hubiera presentado vestidocon harapos, con una barba poblada yrestos de tiza bajo las uñas, quizá lehubieran tomado por alguien tanexcéntrico como Cristoforo, pero desde

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luego no por un enemigo, al menos no aprimera vista.

—Imagino que no podrá usteddarnos alguna garantía —dijo—. Algoque nos ayudara a poder confiar enusted...

—No les pido que confíen en mí —respondió Estacado con frialdad—. Meconformo con que comprendan que notienen mejor opción que yo. LosAdeptos no dudarán tanto.

—Id con ellos —dijo la Shuvani—.Y llevaos la plancha y el fragmento.

—¿Y qué pasa contigo? —preguntóCoralina.

—Me quedo en la tienda. Nunca

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renunciaré a esta casa.—Entonces yo también me quedo —

anunció su nieta con voz decidida.—¡No! Los Adeptos no me harán

nada —la Shuvani miró a Estacado conojos penetrantes—. Que seaprecisamente esa gente quien está detrásde todo explica muchas cosas. Tambiénsé por qué seguimos con vida.

—Disculpe un segundo —Júpiterllevó a la Shuvani tras las estanterías, yCoralina les siguió, rápida como unrayo.

—Tienes que decirnos lo que sabes—dijo, y vio cómo los ojos de laanciana gitana se cubrían con un velo de

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lágrimas. Sin embargo, no podíapermitirse tener en consideración sussentimientos.

—Hace ya mucho tiempo de eso —replicó ella, con cansancio—. Haceveinticinco años, justo nada más llegar aRoma.

Hubo alguien, un arquitecto checo.Él y yo tuvimos..., bueno, estábamosmuy unidos. En un momento dadodescubrí que pertenecía a una especie desociedad secreta llamada los Adeptos ala Sombra. Se puso furioso cuando seenteró de que yo lo sabía, y pocodespués todo acabó entre nosotros.

—¿Y sigue en Roma? —preguntó

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Coralina.—Sí.Las palabras de Babio asaltaron la

memoria de Júpiter: «La Shuvani tuvoun amante que la embrujó y la cortejó».

—¿Le has vuelto a ver alguna vez?—quiso saber Coralina.

—Solo de lejos, aunque sé que devez en cuando me compra algún libro.Por supuesto a través de terceros.

—¿Cómo de peligroso puede ser unhombre que nunca se ha atrevido apresentarse cara a cara delante de su ex?

La Shuvani agitó, turbada, la cabeza.—Eso no tiene nada que ver. Está

enfermo, creo que tiene algún tipo de

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dolencia ósea. Está postrado en una sillade ruedas.

Júpiter sintió que se le escapaba elaire de los pulmones.

—¿Cómo se llama?Coralina le miró sorprendida. Él le

había hablado de los dos hombres delpalacio de Cristoforo, y ahora leasaltaba la misma idea.

—Domovoi Trojan —dijo laShuvani—. Profesor Domovoi Trojan.

—El principal arquitecto delVaticano —indicó a su espalda la vozde Estacado—, uno de los hombres máspoderosos en los entresijos de la Iglesia,y eso a pesar de tratarse únicamente de

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un trabajador seglar a las órdenes de laSanta Sede.

—Igual que usted, ¿no es así? —repuso Júpiter, cortante.

Estacado no prestó ninguna atencióna aquella observación.

—Trojan es el responsable de todoslos proyectos arquitectónicos delVaticano. La Capilla Sixtina y lafachada de la Basílica de San Pedro serestauraron bajo su dirección. Su carreramarcha mejor de lo que lo hace él —Estacado arrugó la nariz—. Las malaslenguas de la Santa Sede le llaman elAlbert Speer del Santo Padre.

Coralina seguía mostrando

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desconfianza hacia el desconocido.—¿Le conoce bien?—Lo suficiente como para poder

confirmar las palabras de su abuela —respondió Estacado—. Trojan es uno delos Adeptos a la Sombra, un hombreimportante dentro de la jerarquía de esasociedad —avispado, se dirigió a laShuvani—. ¿Cree usted de verdad que élles ha dejado en paz hasta ahora, a ustedy a sus dos protegidos, por el recuerdode sus años en común? Bueno, enrealidad es algo que concuerda con supersonalidad. Es un románticoincurable.

—Eso casi me lo hace simpático —

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dijo Coralina, corrosiva, dirigiéndose aEstacado.

El español perdió la paciencia.—Bien, entonces quédense aquí.

Seguro que no tardarán en conocer alprofesor Trojan en persona.

Hizo ademán de marcharse, pero enesta ocasión la Shuvani pasó por entreJúpiter y Coralina y agarró el hombrodel hombre con su gigantesca mano.

—¡Espere! Estos dos van con usted.—No sé si... —empezó Júpiter, pero

la Shuvani le cortó.—Tú te encargarás de la seguridad

de Coralina —le encargó la anciana,imperativa—. He cometido errores,

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demasiados errores. Ayudarás a michiquitina, ¿verdad que sí?

—¡Ya no soy una niña, abuela! —sus palabras podrían querer expresarindignación, pero la voz de Coralina eraincapaz de disimular completamente latristeza que albergaba. Abrazó a laShuvani—. Ven con nosotros. Por favor.

—No —era solo una palabra, peroJúpiter sabía que la decisión de laanciana era irrevocable. Era gitana, alfin y al cabo, demasiado como paraceder fácilmente algo que albergara enel corazón. Su nieta y su casa eran todolo que le quedaba: como sabía que nopodría retener a Coralina, su

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determinación a arriesgarlo todo por latienda se volvía aún más fuerte.

—Coged el fragmento y la plancha—exigió Estacado y añadió, mirando aJúpiter—. Sé que no le gusta, pero solohay un lugar en el que pueda protegerlesa usted y a sus hallazgos.

—Aún no nos ha explicado qué lugares ese —señaló Coralina.

—Mi residencia —respondióEstacado—, el Vaticano.

Antes de que Júpiter pudierareplicar, la Shuvani le aferró el brazocon aire suplicante.

—Por favor —susurró, con vozmuerta.

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La lluvia no amainaba. Gruesosgoterones caían sobre el parabrisas delMercedes negro que Estacado conducíaen dirección norte. Las guirnaldas deluces que iluminaban la noche de Romabrillaban sobre ellos, borrosas tras eltelón de lluvia, colocadas comocentelleantes coronas resplandecientes.

Júpiter estaba sentado en el asientodel copiloto. Su mano derecha, cerraday prieta, reposaba en el bolsillo delabrigo en el que guardaba el saco decuero con el pedazo de cerámica por elque había muerto Babio. Al principio sehabía dedicado a vigilar a Estacado porel rabillo del ojo, pero tras el primer

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kilómetro había perdido el pudor yobservaba abiertamente su perfil.

—Sé que esta situación les puederesultar un tanto paradójica —dijoEstacado sin apartar la vista de la calle.Las luces traseras del coche anterior sedescomponían en pequeñas partículasrojas sobre la luna mojada—. En susituación, el Vaticano les parecerá ellugar más peligroso posible pero,créanme, allí no les buscarán ni austedes, ni muchísimo menos su tesoro.

—¿Qué sabe usted del fragmento?—preguntó Coralina, inclinándose hacialos asientos delanteros. La plancha,envuelta en cuero, reposaba junto a ella

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en la parte de atrás del automóvil.—Es parte de un objeto que los

Adeptos llaman simplemente la vasija.—¿Como una especie de objeto

sagrado?—Es algo así como una reliquia —

precisó Estacado—. Un artefacto muy,muy antiguo que, tiempo atrás, sedividió en varios fragmentos. LosAdeptos han ido recuperando todos lospedazos a lo largo de los siglos, con laexcepción de este.

—¿Por qué se ocultaba en la cámarade Piranesi? —preguntó Júpiter.

—Porque él mismo fue en su tiempoparte de la alianza —respondió

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Estacado—. Tengan un poco depaciencia, les contaré todo sobre losAdeptos y la vasija cuando estemos enun lugar un poco más tranquilo.

Como si alguien hubiera queridoenfatizar sus palabras, una vespa oscurasurgió como disparada desde unabocacalle lateral, se cruzó por delantesuyo y desapareció rápidamente en lalluvia. Estacado frenó en seco paraevitar la colisión.

Júpiter se asustó tanto comoCoralina, pero él se esforzó por nodemostrar su nerviosismo. MientrasEstacado volvía a acelerar, le preguntó:

—¿Qué es lo que espera de nosotros

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a cambio de su ayuda? ¿La plancha? ¿Elfragmento? ¿Ambos?

—Eso son cosas que ya tengo, ¿no?—un brillo de ironía se reflejó en losojos de Estacado cuando respondió alcomentario de Júpiter—. Si de verdadmereciera su desconfianza, ¿no creeusted que me resultaría mucho más fácilllevarme ambos objetos en este precisoinstante?

La mano de Júpiter aferróimperceptiblemente la taleguilla quellevaba en el bolsillo.

—Tendría que desembarazarse dedos cadáveres. Un harapiento artistacallejero puede caerse al río sin que

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ello levante demasiadas sospechas, perocon nosotros dos eso sería un poco máscomplicado.

El español mostró ciertasatisfacción.

—Si de verdad hubiera hecho mataral tal Cristoforo, no le hubieranencontrado nunca.

—Es extraño —replicó Coralina,mordaz—, pero por primera vez, le creoa pie juntillas.

Atravesaron Ponte Umberto, pasaronjunto al Palacio de Justicia y cruzaron,seguidamente, por Via Crescenzio hastaVia di Porta Angelica, que discurría porel extremo oriental del Vaticano. Las

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murallas que rodeaban el Estado de laIglesia debían alcanzar en ese puntounos cinco o seis metros de alto, y secoronaban con una verja de una alturasuperior a un hombre, rematada conafiladas puntas de acero. Era imposibleatravesarlo sin el equipamientoadecuado, tanto para entrar como parasalir. Además, numerosos vigilantesuniformados mantenían su atencióncuidadosamente centrada en cadasección del muro.

Al final de la calle, cerca del accesoa la columnata de la plaza de San Pedro,se encontraba, colocado por el flancoderecho, el cuartel de la Guardia Suiza.

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Inmediatamente por delante suyo habíacolocada una poderosa puerta enrejada,flanqueada de columnas, sobre las queun grupo de águilas de piedra vigilaba lacalle. La Porta de Santa Annapermanecía abierta a pesar de la horatardía.

Dos guardas les hicieron el alto,para dejarles pasar en cuantoreconocieron a Estacado, sinpreocuparse de sus acompañantes.Después de que el Mercedes atravesarael portón, Júpiter observó a máshombres, fornidos y con el llamativouniforme de los Svizzeri, cuyos motivosde fantasía contrastaban fuertemente con

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las metralletas que portaban con correascolgadas del hombro.

—No sé si sabrán —comenzóEstacado, mientras el automóvilcirculaba a velocidad de peatón por lasadoquinadas calles de la ciudad-estado— que justo aquí, donde más tarde seerigiría el Vaticano, se encontraba unagigantesca necrópolis etrusca. Roma sefundó en torno al 750 a. C., pero poraquel entonces, los edificios quecomponían la ciudad se emplazaban enla orilla derecha del río,exclusivamente. En este lado, en laribera izquierda, no había más quetierras yermas. Cuando los romanos

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trataron de plantar viñedos aquí, solocosecharon acederas. Tácito lo expusocon palabras más bellas: «Cuando bebesel vino del Vaticano, bebes ponzoña» —Estacado rió—. Aún hoy sigue siendoverdad.

—Parece sentirse usted aquí comoen casa —señaló Coralina.

Estacado se enfrentó a su ironía conuna mirada picara.

—Después de que los etruscosconquistaran Roma en el 650 a. C.,enterraron a sus muertos en esta zona.Resulta interesante que un par de siglosdespués dieran sepultura al cuerpo desan Pedro justamente aquí. Cuando se

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erigió la primera basílica sobre sutumba, cuatro siglos después, no sesabía en realidad que este terreno ya erasagrado en la época de los héroes y delos credos politeístas.

Júpiter apenas escuchaba.Observaba incómodo el exterior a travésde los cristales empapados. Años atrás,al igual que la mayoría de los viajerosque visitaban Roma, había puesto lospies en la Basílica de San Pedro y habíapaseado por los Jardines Vaticanos. Elrecinto en el que se encontraban ahora,no obstante, le era desconocido: noestaba abierto al público. A pesar deello, reconocía algún que otro edificio

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que había podido ver en fotografías opor televisión. Dejaron atrás la macizaconstrucción redonda que componía elBanco del Vaticano y, justo detrás, elPalacio Papal, de colores ocres, encuyos pisos superiores se encontraba laresidencia privada del Santo Padre.

—Todo lo que se sabe de losetruscos se ha descubierto a través desus tumbas —continuó Estacado, comosi fuera un antiguo maestro de escuela—. En ellas dejaron las huellas de sucivilización, de su vida, de su magia.Era un pueblo lleno de secretos, conprofundos conocimientos del mundo enque vivían.

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Estacado atravesó el arco de accesoal pie de un elevado bloque de edificios,giró el coche y lo aparcó de forma quesu lado derecho quedó situado cerca deun grupo de árboles y arbustos.

—Por favor, salgan del coche ycolóquense rápido a la sombra de losárboles. No me gustaría que alguien losreconociera por casualidad.

Júpiter se giró para mirar aCoralina, y ella le contestó con unainclinación de cabeza: «Está todo bien,no te preocupes. Hagámoslo».

Salieron y se lanzaron bajo lasramas más bajas. Desde allí vieron conconsternación cómo Estacado se

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demoraba en el coche unos instantes,cogía un teléfono móvil y presionabauna tecla de llamado automático. Dijo unpar de palabras, asintió satisfecho ysalió del vehículo.

—¿Con quién hablaba? —inquirióJúpiter.

—Con alguien de confianza —respondió Estacado. El investigador ibaconvenciéndose de que el español leestaba cogiendo gusto al ambienteconspiratorio y misterioso—. Está todopreparado para ustedes.

Atravesó una puerta de madera hastaun pasillo con cubierta abovedada.Júpiter llevaba la plancha de impresión,

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y Coralina se mantenía muy cerca de él.No hablaban, pero de vez en cuandointercambiaban alguna mirada rápidapara darse ánimo mutuamente.

Cruzaron varias esquinas sinencontrarse con una sola persona. Lospasillos estaban sumidos en una mediapenumbra difusa, interrumpidaúnicamente aquí y allá por las luces deemergencia. Estacado les explicó quehabía preferido no encender laslámparas para no llamar la atencióninnecesariamente.

De forma esporádica, aparecíanhornacinas con figuras de santos que losobservaban con sus ojos sin pupilas.

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Coralina se apretó inconscientementecontra Júpiter, pero al darse cuenta,reculó y mantuvo las distancias.

Al otro lado de la ventana había unpequeño patio con una zona cubierta decésped.

—Es el Patio de los Papagayos —explicó Estacado.

—Conozco este edificio —murmuróCoralina a su acompañante—. Heentregado un par de libros al cardenalMerenda aquí, alguna vez. Por lo que seve, estamos en medio de la residenciavaticana.

—En la Biblioteca Vaticana —señaló Estacado, que había oído sus

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palabras— o, lo que es lo mismo, en elreino de mi hermano. Pronto estarán enlugar seguro.

Descendió por una ancha escaleraque concluía en un pasillo con suelos delinóleo.

—Es uno de los múltiples sótanos dela biblioteca —apuntó Estacado—. Esaconsejable no vagar por aquí solo... Esfácil perderse.

Torcieron nuevas esquinas, bajarondos escaleras más y llegaron,finalmente, a un cuarto, cuya puerta semantenía abierta. Una luz difusa caíadispersa por todo el perímetro yformaba rectángulos amarillos en el

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suelo del pasillo.—Bien —dijo Estacado—, aquí

estamos. Pueden pasar aquí la noche. Lasiguiente también, si así lo desean.

Júpiter permanecía en la entrada.—Imagino que querrá llevarse la

plancha.—No creo que sea necesario —

repuso Estacado, con una ligera sonrisa—. ¿Les resultaría de su agrado mañanapor la mañana analizar conmigo estavaliosa pieza? Quizá pueda llamar suatención sobre un par de interesantesdetalles en los que puede que no hayanreparado.

—¿Se refiere a la llave? —preguntó

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Coralina, sin rodeos. Júpiter pensó en lacopia que ella había encargado, y sepreguntó si Estacado sabría algo deltema.

Durante un instante, la mirada delespañol se perdió en la distancia.

—Sí, la llave —dijo, pensativo—.Ese será un tema a tratar, no cabe duda.

Júpiter y Coralina entraron en lahabitación. Era un cuarto espacioso,demasiado para dos personas. Doscamas plegables estaban preparadas ypertrechadas con ropa adecuada. Parano darle un aspecto demasiado similaral de una celda, habían colocado en unamesa un magnífico ramo de flores.

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Júpiter pensó que parecía que lasacabaran de traer del entierro dealguien, pero Coralina se inclinó paraolerlas.

—Están frescas —comentó, sinmostrarse impresionada.

—Les dejo solos —dijo Estacado—. Tras esa cortina pueden encontrar unlavabo, un inodoro y una ducha. En otrasocasiones han estudiado aquí eruditosprocedentes de las regiones más remotasde la cristiandad: hombres de África yAsia que vinieron a realizar estudios ala residencia vaticana. Mientras tanto, sehospedaban, como es natural, enestancias oficiales.

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—¿Nos van a encerrar aquí? —preguntó Coralina, a lo que Júpiterañadió, lacónico:

—Por nuestra propia seguridad, porsupuesto.

—¿Por qué debería hacer eso? —Estacado parpadeó, atónito. Salió delcuarto agitando la cabeza y señaló, alpasar, la llave colocada en el ladointerior de la puerta—. Es para ustedes.

Les deseó buenas noches y les dejósolos. Durante largo rato siguieronoyendo los pasos, cada vez más lejanos,resonando por los vacíos corredores,hasta que reinó el silencio.

Júpiter buscó algún sitio donde

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colocar la plancha, pero terminódejándola encima de la mesa. Por pocovuelca el jarrón con las flores, peroCoralina lo sujetó con un rápidomovimiento y dejó atónito alinvestigador, que constató la rapidez desus reflejos.

—¿Y ahora? —preguntó ellamientras se sentaba en una de lassencillas sillas de la estancia—.Estamos justo donde nunca quisimosestar.

Júpiter asintió, pensativo, y despuésse dirigió a cerrar cautelosamente lapuerta, procurando no provocar ecos enlos pasillos subterráneos.

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Coralina sacó su teléfono móvil ehizo amago de llamar al número de laShuvani, pero un vistazo a la pantalla ledisuadió de esa idea.

—No hay cobertura —dijo, en vozbaja, y lanzó el aparato desilusionadacontra una de las camas.

Júpiter se dejó caer con un suspirosobre una de las camas.

—¿De verdad esperabas otra cosa?Coralina apoyó los codos sobre el

borde de la mesa y se sujetó la cara conlas manos. Silenciosa, miró a Júpiter.No dijo una palabra, simplemente selimitó a observarle, como si luchara consus propios pensamientos.

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Si le gustó lo que descubrió es algoque no reveló. En un momentodeterminado, cerró los ojos y se quedódormida en esa posición, rígida yerguida como una de las estatuas de lospisos superiores, e igual de misteriosaque ellas.

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Janus

Júpiter se despertó sin serconsciente de cuándo se había quedadodormido. Seguía llevando el abrigo,estaba tumbado atravesado encima de lacama y se helaba de frío. Una corrientede aire glaciar entraba por la puertaabierta del sótano, transportando unligero aroma a trementina.

La mano de Júpiter se deslizó haciala taleguilla de cuero. Permanecía aúnen el bolsillo de su chaqueta, de lamisma forma que la plancha seguíasobre la mesa.

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Coralina había desaparecido.Ya no se encontraba en la silla, y su

cama estaba intacta. La llamó por sunombre en dirección a la cortina delbaño, pero no hubo ningún movimientoni respuesta.

Asustado, saltó de la cama y sedirigió apresuradamente hacia la puerta.El pasillo se abría perezosamente anteél, completamente vacío. Las lámparasdel techo proyectaban su pálida luz abastante distancia sobre el linóleo, peroentre medias reinaba la oscuridad, comosi hubiera tramos de suelo hundidos enpequeños y negros abismos.

—¿Coralina?

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Ninguna respuesta.Le invadió el pánico. Se habían

dejado llevar por Estacado como elganado al matadero, pero él y su gentehabrían venido y...

La llave seguía fija en la carainterior de la puerta.

Júpiter la vio primero de maneraaccidental, pero al echarle un segundovistazo entendió lo que eso significaba,y un escalofrío le recorrió la espalda.

Coralina había abandonado lahabitación voluntariamente. ¿Habríaoído algo inusual? ¿Le habrían hechosalir del cuarto? No, en cualquiera delos dos casos, él se habría despertado.

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De pronto, cayó en la cuenta. Antesus ojos se repitió la escena de suprimera noche en Roma, cuando la habíaencontrado en el tejado, a solo un pasode una caída mortal hacia el vacío.

Estaba caminando sonámbula denuevo. Precisamente ahora y en eselugar.

Miró el reloj: poco más de la una.No había dormido mucho. Si se habíadespertado por un ruido provocado porCoralina, no podía encontrarse muylejos, pero entonces, ¿no tendría quehaberla visto por el pasillo? En ese casosería también posible que ella llevara yaun buen rato en pie.

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Entre improperios y maldiciones, selanzó sobre la mesa para hacer algo deltodo inútil: coger la plancha y meterlabajo el colchón de su cama. Cualquieraque fuera a buscarla la encontraría enseguida, pero después de todo lo quehabía ocurrido, le desagradaba la ideade dejarla abiertamente encima de lamesa. Volvió a colocar la bolsa en elbolsillo de su abrigo. Si Estacado teníarazón, los Adeptos irían tras elfragmento antes que tras ninguna otracosa, por lo que con el hallazgo de laplancha al menos no obtendrían unavictoria completa.

Tomó la llave, cerró la puerta desde

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fuera y cogió el camino de la derecha.Ignoraba si Coralina habría optado poresa dirección, pero prefirió confiar ensu instinto, y en la porción de suerte quele correspondía.

Era imposible divisar el final delpasillo en el confuso abanico de luces ysombras que lo cubría. A un lado y aotro aparecían incontables puertas,probablemente archivos de labiblioteca. Todas estaban cerradas.

Finalmente, dio con un mamparoignífugo que podía sellarse con unaruleta como la escotilla de unsubmarino. Estaba abierta de par en par.

Tras ella, se encontraba un salón

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subterráneo. En las estanterías, que sealzaban hasta el techo, había miles ymiles de libros. El olor a papel viejo y aquebradizas cubiertas de cuero eraembriagador.

Júpiter encontró junto a la entrada unviejo interruptor de ruleta con el quepudo poner en marcha la iluminaciónprincipal. Al principio parecía crearmás sombras que luz.

—¿Coralina? —susurró, sin obtenerrespuesta. Había algo diferente en estasala, y tardó un momento en descubrir dequé se trataba: al contrario que en elresto del sótano, en esta estancia nohabía eco, sus pasos ni siquiera

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resonaban ligeramente. Las librerías,ordenadas en prietas hileras comocuerpos en un depósito de cadáveres,amortiguaban cualquier sonido.

Atravesó lentamente un pasillo queiba sorteando filas de estanterías aizquierda y derecha, y de vez en cuandoiba volviendo la vista atrás. Cada vezque creía percibir un movimiento por elrabillo del ojo, descubría con dossimples vistazos que no se trataba másque de un remolino de polvo danzandobajo las lámparas. El camino sebifurcaba más atrás en varios pasilloslaterales, más estrechos, pero él decidióadentrarse aún más en aquel laberinto de

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conocimiento añejo.El malestar que sintió aquella noche

en la tienda de la Shuvani se repetía enesta ocasión, multiplicado. La vastacantidad de libros le inquietaba. Eracasi como si los millones de argumentosentre los distintos lomos de los librostrataran de persuadirle de que hicieracosas que él se negaba a hacer. Loslibros eran parte de su trabajo, de suvida, pero eso no cambiaba la relaciónde amor-odio que sentía por ellos. De lamisma manera que cualquiera huiría deuna jauría humana, Júpiter procurabaevitar las grandes acumulaciones delibros. Le producían el mismo respeto

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que a cualquier otra persona le crearíaun hipnotizador: conocía su poder paraseducir, para influenciar, para cambiar ala gente. En su interior albergaba lasecreta creencia de que ni siquiera eranecesario abrir uno para liberar al geniode la lámpara.

Tras veinte metros y medio derecorrido, en los que había encontradonumerosas bifurcaciones pero ningunapista de Coralina, decidió, a pesar de suinseguridad, penetrar aún más en ellaberinto de librerías. Pensó en Dédaloy en el cordón de Ariadna, y deseóhaber contado con un hilo parecido alque ella le llevó a su querido Teseo o,

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al menos, de poder elegir, con algúnequivalente moderno. Incluso puestos asoñar, ¿qué tal un arma, algo con lo quepudiera defenderse en caso denecesidad? Algo que no fuera un viejo ypesado libro a cuyo mero contactosintiera que tratara de imponerse a suvoluntad como una oscura y ancestralmaldición.

Giró a la derecha en un pasillolateral, el noveno, o quizá el décimo quese había abierto en aquel flanco; y seencontró tras un par de metros con uncruce, y nada más que libros. Tomos ymás tomos. Se sintió, de repente, muypequeño y frágil.

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—¿Coralina? —repitió su nombredos y tres veces, sin éxito. ¿Dóndeestaba?

Otro cruce. Nuevamente eligió elcamino de la derecha, pues su sentido dela orientación le decía que de esa formavolvería a encontrar la entrada, o almenos una de las paredes ocultas traslas estanterías, tan altas que llegaban altecho.

No tardó en concluir que nuncaencontraría a Coralina de esa manera.Quizá hacía tiempo que había regresadoy dormía plácidamente en la cama. Ellale había contado que era algo que leocurría con frecuencia: se despertaba

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por la mañana en su dormitorio y apenasrecordaba haber salido de él por lanoche. Es posible que fuera eso lo quele ocurriera hoy, que después se rieranjuntos y esperaran hasta que Estacadollegara, para desvelar con él lossecretos de la plancha de cobre.

Por supuesto para eso tenía que estarCoralina en su cama, y algo en suinterior le decía a Júpiter que ese no erael caso. Habría sido demasiado fácil, yabsolutamente nada había sido fácil enlos últimos días: ni su llegada a Roma,ni el recuerdo de Miwa, ni mucho menossus sentimientos por Coralina.Repentinamente se dio cuenta de que no

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solo estaba preocupado por ella, sinoque la añoraba. Extrañaba su risa, susolemnidad, su cinismo, sus respuestasimpertinentes. ¿Era la influencia de loslibros lo que le hacía albergar talespensamientos? Miró rápidamente ellomo del volumen más cercano, ycomprobó que no se trataba de Romeo yJulieta, ni de ningún otro gran romanceliterario. Tan solo un título en latín quehacía referencia a la teología, a losdogmas y sus interpretaciones. No, noera por los libros. Echaba de menos aCoralina porque la quería, y de repenteno resultaba tan difícil admitirlo.

Entonces, de un segundo para otro,

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las luces se apagaron.La oscuridad se expandió entre las

librerías. Las sombras se volvieron másgrandes, más profundas, másamenazadoras. Júpiter se aferróinstintivamente al puntal de una librería,agarrándose fuertemente como unnáufrago que temiera que la oscuridadpudiera arrancarlo de allí como una oladel océano y llevarlo a la deriva en unmar de libros y más libros.

Las luces de emergencia zumbabancomo un lejano enjambre de insectos, yde hecho las únicas lámparas seencontraban tan lejos las unas de lasotras que no alcanzaban más que a bañar

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en una pálida luz amarillenta una decada tres o cuatro hileras laterales.

Finalmente, tras apenas un minuto,esas luces también se apagaron.

La oscuridad era absoluta. Todo elentorno estaba cubierto por una densatiniebla, y por primera vez Júpiter fueplenamente consciente de que seencontraba a dos pisos bajo tierra, en unlugar que no podía ser más oscuro.Nuevamente sintió una punzada depánico. Estaba rodeado de millones delibros, atrapado en una cripta de papel,y no tenía la más remota idea de en quédirección debía ir. La oscuridad era deeste tipo de negrura que temen los niños

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cuando bajan al sótano; esa oscuridadque nunca experimentan, solo temen,como un peligro imaginario existentesolo en su fantasía. Sin embargo allí, enaquel salón, la tiniebla era, por primeravez, tangible, vívida, y arrastraba lostemores infantiles de Júpiter a lasuperficie, directamente desde el centrode su subconsciente. Durante variossegundos le agitaron terribles temblores,hasta que la razón recuperó el control yle obligó a reflexionar.

La luz se había apagado. Alguien lahabía apagado.

El nombre de Coralina le asomó alos labios, pero en el último momento lo

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reprimió. No podía haber sido Coralina.Cabía la posibilidad de que, en sueños,se hubiera servido del interruptorgiratorio para apagar las lucesprincipales, pero nunca hubiera tocadolos fusibles de las luces de emergencia.Alguien había desactivado todas laslámparas intencionadamente, alguien quesabía que Júpiter estaba allí.

Tanteó con cuidado toda lasuperficie de la estantería, sintió el fríocuero de los lomos en las puntas de losdedos y trató de concentrarse enaveriguar cuál sería la vía más rápidahacia el pasillo principal. Había giradodos veces a la derecha. Si se volvía

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nuevamente en esa dirección en elpróximo cruce, debería alcanzarinevitablemente el camino que buscaba;eso sí, las estanterías no estabancolocadas como un tablero de ajedrez,con vías rectas y transversales que secruzaran en ángulo recto.

«No te vuelvas loco», se dijo, perotodas las protestas de su razón fueron envano. Oyó un ruido, como un martilleorápido, como... ¡un trote! ¡El sonido deunos cascos contra el suelo!

El investigador permaneció quieto,muy tenso, con el oído aguzado.

El sonido había desaparecido. Ya noescuchaba ni trote ni pasos humanos. Lo

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libros amortiguaban cada ruido, deforma que incluso su propio alientoresonaba en sus oídos como algo ajeno ymecánico.

¡Volvían! ¡Los cascos! Júpiter no lesalió al paso. Sonaba como un ejércitode caballería al galope, aún muy lejospero aproximándose, cada vez máscerca.

Entonces, volvió a acallarse.Júpiter se reprochó su actitud, se

dijo que todo lo estaba creando él, quetodo lo que oía existía únicamente en sucabeza. «No hagas ruido, continúa, noabras la boca: Alguien podría oírte. Porejemplo, quienquiera que hubiera

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apagado la luz. Alguien que ha puesto lavista en ti».

Sus dedos llegaron al final de laestantería. Durante unos segundos, palpósolo el vacío, hasta que sus dedosrozaron repentinamente algo blando,cálido, maleable. Algo que se escurriórápidamente, pero algo diferente leaferró la muñeca con fuerza. Eran unosdedos finos, dedos de mujer.

—¿Coralina? —susurró, sin aliento.—Shhhhh —chistó ella—. No hagas

ruido.—¿Qué ocurre?—Hay alguien aquí.Una vez más, prestó atención a la

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oscuridad. Al principio no oyó nada,pero entonces, muy despacio, se le fuehaciendo más nítido un sonido real,ligero y regular, casi al unísono con elritmo de su respiración. Eran pasos,como mucho a dos o tres hileras dedistancia.

Tan solo podía vislumbrar la siluetade Coralina, pero ella seguíasosteniendo su muñeca, entre imperativay ansiosa. Escuchó la respiración de lamuchacha, y casi parecía que laestuviera conteniendo de tan grandecomo era el silencio que la rodeaba. Lade él, por el contrario, resultaba ruidosay torpe, su corazón le latía fuertemente

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en el pecho como el mecanismo demuelle de un viejo reloj de pie.

Los pasos provenían de la izquierda,por lo que ambos se encaminaroncuidadosamente en la dirección opuesta.A los pocos metros, tropezaron con unalibrería que no debería haber estado allíde acuerdo con el teórico ordensistemático que Júpiter proponía.

Se vieron obligados, pues, a girar ala izquierda. Los dedos de Coralinasoltaron el antebrazo del investigador, yeste aprovechó la ocasión para tomarlede la mano. De este modo, avanzaronsilenciosamente, deteniéndose solo enalgunas ocasiones para prestar oído a

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los pasos de aquel tercero que debíaencontrarse en algún rincón de entre laoscuridad. Sin embargo, ya no lograronpercibir nada, ni unos pasos, ni el rumorde su ropa.

El extraño los aguardaba, callado yquieto, en el siguiente cruce. Júpiter fueel primero en darse cuenta, en percibirsu presencia sin haberlo visto realmente.Se detuvo en seco, echó a Coralinahacia atrás y preguntó en voz alta a lanegrura:

—¿Quién eres?Coralina le apretó la mano.—Júpiter, ¿qué...?—Me llamo Janus —dijo una voz

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masculina, a escasos dos metros dedonde se encontraban ellos.

—¿Janus? ¿Es un apellido?—No, me llamo solo Janus —repuso

el hombre—. ¡Síganme!—¿Que le sigamos? —exclamó

Júpiter lanzando una amarga risotada—.Quizá primero nos pueda aclarar qué eslo que quiere de nosotros.

—Salvarles la vida —su tono de vozera seco, en claro contraste con eltimbre moderado y cultivado deEstacado.

—Puede que me equivoque —dijoCoralina con frialdad—, pero laexpresión «salvar la vida» se repite

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mucho desde ayer por la tarde.—Es usted muy graciosa —

respondió el hombre sin el más mínimoatisbo de humor—, pero pregúntesedurante cuánto tiempo podrá serlo. Yohe desconectado las luces principalespara que no pudiera verse desde elpasillo que ustedes estaban aquí, perolos fusibles de las luces de emergencia...eso no he sido yo. Fueron ellos. Lo quesignifica que deben de estar a punto dellegar.

—¿Los Adeptos a la Sombra?—Los matarifes de Estacado, da

igual el nombre que le den.Aún más que la inquietud general y

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la preocupación por Coralina, lo quemás irritaba a Júpiter era el hecho de nopoder ver a su interlocutor. Confiar enun extraño era una cosa, pero en alguieninvisible, era otra muy diferente.

—Vengan —insistió Janus, y sonó unpaso en la oscuridad—, no tenemos mástiempo.

—Denos una sola razón paracreerle.

—Estacado les ha mentido. Fue unerror confiar en él.

—¿Por qué deberíamos volver acometer el mismo error? —repusoCoralina, obstinada.

—Si permanecen aquí más tiempo,

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la primera vez será, de hecho, la últimavez en que puedan equivocarse. No lesdará la oportunidad de tomar ningunaotra decisión.

—Eso no tiene ningún sentido —sostuvo Júpiter—. Estacado pudohabernos matado hace tiempo.

—Estacado no es Landini —replicóJanus, y fue la referencia a ese nombrelo que dejó perplejo a Júpiter—.Landini reacciona imprudentemente. Fuequien hizo matar al pintor antes de queEstacado pudiera intervenir. Este odia laviolencia gratuita; si mata, lo hace conestilo, y nunca dejaría que una muertepusiera en peligro sus planes. Por eso

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los ha traído hasta aquí, para sopesarloscon seguridad, para apartarlos de lavista pública y tomarse con ustedes todoel tiempo que él considere necesario —Janus dudó antes de continuar—. Sinembargo, hay un problema. En estepreciso instante, su gente estáregistrando la habitación que reservópara ustedes, pero no encontrarán laplancha allí.

—Está... —empezó Júpiter, justoantes de que le interrumpieran.

—Ya no, no en el lugar donde ustedla dejó —repuso Janus—. De momentola he trasladado a otro escondrijocercano.

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—¿Usted tiene la plancha? —exclamó Coralina.

—Créame, cuando comprenda ustedtodas las conexiones y relacionesimplicadas, apreciará lo que he hecho.Y ahora... ¡vengan de una vez conmigo!

Júpiter apretó la mano de Coralinaen la oscuridad y deseó poder ver surostro. Le hubiera gustado podercompartir la responsabilidad de ladecisión con ella. Como la muchacha semantenía en silencio, preguntó:

—¿A dónde nos lleva?—En primer lugar, lejos de aquí, a

un escondite donde los Adeptos nopuedan encontrarlos.

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Coralina respiró hondo.—De acuerdo —dijo sin emoción—.

Vamos.Júpiter sintió que la muchacha se

sobresaltaba.—No se asuste —le pidió Janus—.

Le cojo de la mano para guiarla fuera deaquí.

—Entiendo —respondió ella.El peculiar extraño parecía tener un

don evidente para encontrar el caminoen la oscuridad. Aunque erraron enrepetidas ocasiones, terminaron porencontrar la vía principal. La escotillapermanecía abierta y las luces deemergencia del exterior estaban

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apagadas, pero en la distancia aparecíandiminutos puntos de luz que delataban lapresencia de linternas. Janus tenía razón.Los hombres de Estacado registraban lahabitación.

—Rápido, dense prisa —exclamóJanus mientras les guiaba fuera de lapuerta, giraba a la derecha unos metrosdespués y penetraba corriendo en unnuevo pasillo.

Unos veinte pasos después, las lucesde emergencia volvieron a refulgir, y seencontraron envueltos en un pálidoresplandor. Los hombres de Estacadodebían de haber vuelto a conectar losfusibles para facilitar la búsqueda de los

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dos fugados.Esto les permitió echar un primer

vistazo a su guía. El tono de voz tangrave de Janus resultó ser engañoso. Eramás bajo que Coralina, tenía loshombros anchos y padecía un ligerosobrepeso. Su cabello eracompletamente blanco y encrespado, ymostraba aspecto de no haber conocidola mano de un peluquero desde hacíameses. En su mejilla izquierda lucía unacicatriz mal curada que descendía hastala garganta y desaparecía bajo el cuellovuelto de su jersey, de color negro.Júpiter calculó que tendría unoscincuenta años, lo que no concordaba

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del todo con las zapatillas altas dedeporte que llevaba. Para rematar,padecía un desagradable herpes en lacomisura de la boca.

—Por aquí —susurró Janus, yseñaló una puerta entornada. Tras ella,se encontraba una especie de cuartotrastero repleto de armarios de persianay archivadores. Un estrecho pasillollevaba hasta la pared opuesta.

—Tengan cuidado de no caerse —dijo Janus parándose.

Un segundo después, Júpiter yCoralina vieron la abertura cuadrada enel suelo.

—¿A dónde va? —inquirió Júpiter.

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—¿A dónde cree que va? —respondió Janus malhumorado—. Alpiso inferior, por supuesto. A unaantigua vía de abastecimiento.

—¿Cuántos pisos subterráneos tieneeste lugar?

Janus dejó escapar una sonrisamisteriosa, que trazó un arco macabro enla cicatriz de su mejilla, pero norespondió.

—Salte —le dijo a Júpitermostrando la oscura trampilla—, ydespués usted —añadió, dirigiéndose aCoralina.

—¿De verdad espera —bufó Júpiter— que saltemos a un agujero del que no

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podemos ver el final?—Yo mismo le empujaría si fuera

una cabeza más alto —repuso Janus,mordaz—. Bueno, quizá dos cabezasmás alto.

Júpiter se dio cuenta de que lasmaneras de Janus causaban una fuerteimpresión en Coralina. Parecía gustarlesin apenas conocerle, una situaciónradicalmente opuesta a lo sucedido conEstacado. Se desprendió de amboshombres, avanzó hacia la abertura y,medio volviéndose, dijo a Júpiter:

—Tampoco tenemos nada queperder, ¿verdad?

—¿Qué hay de nuestras vidas? —

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señaló él, pero ya era tarde.Instintivamente, echó la mano haciaadelante pero no agarró más que la nada.En seguida oyó la voz de Coralina quesurgía desde el suelo.

—Está bien; todo en orden —susurraba.

Janus dedicó a Júpiter una sonrisasocarrona y le indicó con la cabeza quesiguiera a Coralina.

—¡Hágalo de una vez!Júpiter suspiró y saltó al vacío.La caída fue más corta de lo que él

esperaba. Coralina le cogió del brazo,aunque no era necesario, y él supoapreciar el gesto. Juntos, se echaron a un

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lado y abrieron espacio para Janus, quelos siguió un instante después.

—No puedo tirar de la trampilla deltecho desde aquí abajo —dijo, tanpronto como se unió a ellos—, lo quesignifica que más tarde o más tempranodescubrirán por dónde hemos salido.Tenemos que darnos prisa.

También allí había luces deemergencia, pero tan espaciadas entre síque su aparición molestaba más de loque ayudaba. Janus, no obstante, parecíaconocer a la perfección cada metro deaquel sótano, y por tanto los guiaba sinesfuerzo en la oscuridad. Una vez leshizo trepar por una verja de hierro

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abierta afirmada a la pared hasta laaltura del pecho; en otra, bajaron poruna escalera oxidada que llegaba unpiso más abajo; el cuarto, desde queiniciaron el descenso junto a Estacado.

—¿Oyes eso? —preguntó Coralina aJúpiter.

—Es agua —se le adelantó Janus—.Nos acercamos al embalse subterráneo.Cuando lleguemos a él, estaremosseguros; al menos de momento.

Poco después, atravesaron unaapertura hasta llegar a una ancha cornisade piedra. De la pared opuesta manabauna amplia corriente de agua que caía alvacío para acumularse, unos metros más

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abajo, en un depósito oscuro. CuandoJúpiter miró con más detenimiento,descubrió en la pared, tras él,incontables cañerías de metal, algunasdel diámetro de una alcantarilla, perootras no más anchas que su brazo.Surgían de debajo del agua ydesaparecían muy por encima de ellos,en el techo.

El ruido que producía la cascadaartificial era ensordecedor.

—Debemos permanecer aquí un rato—bramó Janus para hacerse oír entre elestruendo—. Una hora, quizá dos.Después de eso puedo intentar volver allevarlos a la superficie.

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Coralina frunció el ceño,consternada. Júpiter entendió en seguidaque ella estaba pensando en la Shuvani.

—¡Tenemos que ir a casa! SiEstacado es tan peligroso como dice,tengo que alertar a mi abuela.

—Por ahora permanecerán en elVaticano —aclaró Janus, imperativo—.Eso si es que quieren seguir con vida.

—¿Por qué supone todo el mundoque estaremos más seguros en la bocadel lobo? —exclamó Júpiter, indignado.

—Porque el lobo no suele buscarpresas en su propia guarida.

—Pero ellos saben que estamos aquí—respondió Júpiter—. Ha sido el

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propio Estacado quien nos ha traído.—Creerá que he logrado sacaros del

Vaticano. Sabe que llevamos ventaja ypondrá vigilancia doble en todas laspuertas —Janus esbozó una sonrisa fría—. No me miren así, él tiene poder paraello, pero aceptará a regañadientes quese le hayan escapado a la ciudad. Leconozco, sé cómo piensa —se volvió aCoralina—. En lo que se refiere a suabuela... No le sucederá nada. Estacadotiene la vista puesta en el fragmento y laplancha, no en la vida de una anciana.Mientras los dos sigan con nosotrosaquí, ella estará a salvo. Puede que élhaga vigilar la casa, que mande a un par

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de personas allí para buscarlos pero,por decirlo de alguna manera, Estacadoes un hombre con clase. No mataciegamente y, hay que reconocérselo, noes vengativo. Todo lo contrario: poseeun notable autocontrol —finalmente,Janus bajó la voz, pues era agotadortratar de mantener un volumen quecontrarrestara el bramido de la catarata—. Mejor hablemos de ello después,cuando no haya tanto ruido.

Coralina encaró a Júpiter con unamirada suplicante. Las explicaciones deJanus no habían paliado en absoluto supreocupación por la Shuvani.

El investigador, por su parte, tuvo

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que admitir que él sufría menos por elporvenir de la anciana. En ese momento,pensaba sobre todo en Coralina y en símismo. Le interesaba sobremanera quiénera Janus y qué meta perseguía. Encualquier caso tenía la plancha en supoder, y probablemente hubiera podidoextraerles el fragmento en cualquiermomento entre la oscuridad de labiblioteca. A pesar de ello, les habíarescatado, o al menos eso era lo queaseguraba él porque, ¿qué pruebas teníapara respaldar lo que decía? Solo un parde luces al fondo de un pasillo.

Repentinamente recordó Júpiter elsonido de cascos de animales entre las

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librerías. No podía haber oído eso enrealidad, no a dos pisos bajo tierra.Pero, entonces, ¿qué había sido aquello?¿Tan solo el producto de susobreexcitada imaginación?

Janus se sentó sobre la cornisa ydejó colgar las piernas sobre el vacíocomo un niño que juega a los indios ensu casa del árbol.

—Siéntense —les dijo, pero ambospermanecieron de pie.

Coralina se apoyó contra la pared,cerca de una amplia tubería por la queascendía el agua bombeada.

—¿Qué es todo esto?—Estas instalaciones son parte de

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un antiguo acueducto que se modernizóhace cientos de años —bramó Janus—.El agua proviene del lago de Bracciano,a cuarenta kilómetros de aquí. De él sealimentan no solo docenas de fuentes delVaticano, sino también de fuera, de laciudad.

Júpiter observó la amplia aberturapor la cual la catarata se precipitaba alvacío. Constató que el túnel inferior noestaba repleto de agua, y que en elmargen izquierdo había un pequeñosendero, sobre un metro por encima dela superficie, que seguía el transcursodel canal y desaparecía en la oscuridad.Se preguntó si se podría seguir ese

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desfiladero a lo largo de los cuarentakilómetros que los separaban del lagode Bracciano, aun cuando era del todoimposible llegar hasta la desembocaduradel acueducto desde el sitio en el que seencontraban. Entre ellos, se abría unabismo y, en las profundidades, un negroestanque.

Janus había percibido la mirada deJúpiter.

—Olvídelo —le dijo—. La idea esbuena, pero ya se le ocurrió a otrosantes que a usted. A la mayoría no se lesha vuelto a encontrar. A los pocos quesí, fue porque llegaron hasta el otro ladodel depósito, y solo uno, que yo sepa,

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consiguió subir siguiendo la paredopuesta hasta la desembocadura, dondese lo llevó la corriente. Quien cae alagua, queda atrapado sin piedad por laresaca, que lo arrastra hasta el fondo yluego sube por la tubería. Quién sabecuántos de esos pobres diablos estaránallí atrapados, ahogados —concluyó,señalando con una sonrisa triste la rutaque ascendía por la pared, a su espalda.

Mientras esperaban, Coralina sedisculpó ruborizada a Júpiter por sunuevo ataque de sonambulismo. Él negócon la cabeza y le restó importancia,alegando que ella, al fin y al cabo, nopodía evitarlo. En un lamentable intento

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por hacer una broma, propuso atarla a lacama la noche siguiente, a lo cual ella lemiró de forma tan penetrante yprolongada con sus ojos de gitana, queél no pudo evitar enrojecer y volver lavista en otra dirección. Simplemente nosabía qué le pasaba por la cabeza.

Tras casi una hora, Janus se levantódel borde del risco. Durante todo esetiempo no había dicho ni una solapalabra, tan solo había permanecidocontemplando con gesto pensativo elabismo y los incontables remolinos quecorreteaban por la superficie del aguacomo un dibujo psicodélico.

—Vamos, sigamos adelante —dijo.

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Abandonaron el embalse por laúnica salida, retrocediendo durante unrato por el mismo camino por el quehabían venido.

—¿A dónde quiere ir? —preguntóJúpiter.

—Primero, al aire libre. Quierocomprobar si mis sospechas sobre lasmedidas que tomaría Estacado sonacertadas.

—¿De verdad es el hermano delbibliotecario del Papa?

—Exacto. El cardenal, de hecho, esun Adepto.

—Pero, ¿por qué tiene Estacadoinfluencia sobre las vigilancias de las

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puertas?Janus se sorbió la nariz.—Estoy resfriado. Es lo que hace

pasar tanto tiempo en la humedad, aquíabajo —se frotó la cara con el dorso dela mano—. Estacado tiene influenciasobre el cardenal Von Thaden que, a suvez, controla al mando supremo de laGuardia Suiza.

—Von Thaden y Landini pertenecena los Adeptos a la Sombra —dedujoJúpiter en voz alta—. ¿Quién más?

—Menos de los que cree, perosiguen siendo unos cuantos... Y pordesgracia entre ellos se encuentranalgunos de los hombres más poderosos

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de la Santa Sede —Janus emitió unligero suspiro—. Ya sabe, la influenciade los miembros de las sociedadessecretas sobre el Papa ha terminado porconvertirse en un tema con ciertoregustillo a trivialidad, desde que todoel mundo cree estar enterado. Para laopinión pública, todo ello da laimpresión de ofrecer una ciertatransparencia. Siempre habrá unperiodista entusiasta que destape elsiguiente secreto, algún libro sobrenegocios financieros ocultos, conexionescon la mafia, presuntosenvenenamientos. La logia P2, el OpusDei, los Caballeros del Santo

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Sepulcro... todas esas historias estánbien documentadas. Es precisamenteesta aparente disponibilidad deinformación la que supone la mejortapadera para los Adeptos a la Sombra.Todo el mundo cree que lo sabe todo, ypor eso no ven lo que ocurre bajo susojos. Los Adeptos, al contrario que otraslogias, cuentan con la ventaja de que noconstituyen una organizaciónjerarquizada y ramificada. Susmiembros no superan la docena. No haysubdivisiones, ni sección juvenil, niinternacional. Los Adeptos son unaasociación de conspiradores que sesientan a la sombra del Santo Padre, en

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el círculo de sus más inmediatoscolaboradores.

—Pero, ¿qué es lo que quieren? —preguntó Júpiter—. Quiero decir,¿cuáles son sus metas?

—Verá —empezó Janus luciendouna sonrisa amarga—, precisamente esapregunta inicia un dilema moral. ¿Hastaqué punto es reprobable proteger losfundamentos de la Iglesia? Me temo queno existe una respuesta fácil.

—¿Proteger a la Iglesia? —Coralinahabía permanecido callada desde queabandonaron el depósito, y ahoraretomaba la palabra por primera vezdesde entonces—. ¿De qué querrían

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protegerla?—Quizá de algo mucho más grande

de lo que ninguno de los dos podríaimaginar.

Júpiter se detuvo y agarró alhombrecillo del hombro.

—No juegue con nosotros, Janus. Noestoy de humor para insinuaciones demal agüero. Cuéntenos lo que sabe, ocorrerá el riesgo de que le devuelva elfragmento a Estacado. Me parecería untrueque justo a cambio de nuestra vida.

—¿Quiere amenazarme? —Janusparecía sorprendido, pero Júpiter creyóver en su mirada una pizca de inquietud.

—Puedo romper el fragmento en

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cualquier momento y con rapidez siusted o cualquier otro tratan dequitármelo.

—Lo sabrán todo —repuso Janus—,pero no ahora, y sobre todo no porqueusted lo exija. Creo que no valoracorrectamente la gravedad de susituación.

Júpiter le sostuvo la mirada.—Para mí, nuestra situación está

clara. Nos pisan los talones un par detipos que nos matarían sin pestañear.Dígame qué es lo que tengo que perdersi destrozo el fragmento antes de que esoocurra.

—Mientras conservemos lo que es

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más importante para los Adeptos,tendremos al menos una posibilidad —la voz de Janus sonaba enérgica como lade un predicador. Hasta el momento,Júpiter no se había planteado la idea deque su desconocido guía fuera enrealidad un religioso, sin embargo, enese momento, no descartaba esaposibilidad, aun a pesar de su aspectodesharrapado.

—Con el fragmento y la planchapodríamos destruir su pacto de una vezpor todas —continuó Janus—.Podríamos expulsarlos del Vaticano, ¿loentiende? Esos dos objetos son losúnicos medios de presión con los que

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contamos contra Estacado y su gente. Sidestruye el fragmento, habremosperdido, y todos estos años deresistencia habrán sido en vano.

Júpiter volvió la vista a Coralina. Lajoven se mordía nerviosamente el labioinferior. Él entendió que ella estaba,ante todo, preocupada por la Shuvani.Más tarde o más temprano le reclamaríaa Janus poder establecer contacto con suabuela.

—¿Cuántos aliados tiene? —preguntó, regresando a Janus.

—Unos pocos. Todo comenzó de laforma más inocente hace un par de años.Debe usted saber que durante más de

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dos décadas fui misionero en África yMicronesia, antes de que ordenaran miregreso y me pidieran que impartieraclases en la Academia Pontificia. Nohabían pasado ni dos meses antes de quedos tercios de mis hermanos seagruparan en mi contra. Me ofrecierondos opciones: una parroquia enprovincias o un puesto apartado en laadministración del Vaticano, con laesperanza de poder enviarme de nuevoal extranjero más tarde o más temprano.Me decidí por la segunda. Me dieron unpuesto en la Radio Vaticana. Mirelevante y filantrópica misión consistíaen leer los comunicados de prensa de la

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Secretaría de Estado. Es decir, yoactuaba como locutor por encargo de laIglesia —resopló despectivamente—,desde luego sin ningún tipo de libertadde expresión. Terminé consagrándome aello y, tras toda clase de rodeos ypesquisas, acabé por toparme con losAdeptos a la Sombra. Comencé arecopilar material sobre sus miembros,sobre los hermanos Estacado, elprofesor Trojan, el cardenal VonThaden, su secretario Landini y losdemás. Le pasé un par de carpetas a unperiodista extranjero, un corresponsalamericano en el Vaticano, que se ofrecióa escribir un libro sobre el tema, pero

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cometió el error de iniciar unainvestigación. Von Thaden fue elprimero en reparar en ello, y le encargóa Landini que se ocupara del problema.El americano desapareció de la faz de latierra, y poco tiempo despuésencontraron su cadáver.

—Déjeme adivinar —apuntóCoralina—: apareció en el Tíber.

Janus sonrió.—Landini es, a pesar de todas las

complicaciones, un peón idiota sinimaginación. Quizá sea eso lo que lehace tan peligroso. Sin embargo, fue losuficientemente hábil como para hacerque todos los indicios apuntaran a un

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robo con agresión. Nadie descubrió lasconexiones con el Vaticano.

—¿Sabían Von Thaden y los demásque había sido usted quien había puestoal americano tras sus huellas? —preguntó Júpiter.

—No en ese momento. Durante untiempo me dejaron en paz y yo pudecontinuar con mis investigaciones. Penséque en algún momento aparecería otrapersona, alguien más hábil y que mecreyera sin tener que seguir las huellasde un grupo de gente que ha vendido sualma al diablo. Sin embargo, noapareció nadie, y me volví impaciente...y también imprudente. Tras un descuido

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estúpido llamé la atención de Estacado.En lugar de eliminarme sin más, comoseguro que hubieran hecho Von Thaden yLandini, intentó negociar conmigo. Meofreció iniciarme en todos los secretosde los Adeptos, suponiendo que así leentregaría las carpetas. Me prometió queme proporcionaría un puesto en Asia.Supuso que esa especie de exiliosupondría el cebo perfecto para mí.Durante todos esos años había deseadoregresar allí y, de hecho, la oferta deEstacado resultaba de lo más tentadora.En contra de los deseos de Von Thaden,me contó todo, desde la fundación de losAdeptos, su historia, hasta el mayor de

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sus misterios.—Un gran error, por lo que se ve —

dijo Coralina.—No —replicó Janus, bruscamente.

Durante un momento, un velo luminosocayó sobre sus ojos—. Yo estabasobrecogido con esa increíble visión delas cosas que Estacado me ofrecía.Durante un tiempo fui como un aprendizpara ellos, ¿entiende lo que quierodecir?

Júpiter arqueó una ceja, a lo queCoralina contestó con un ligero codazoen las costillas. Janus no se dio cuentade nada y continuó:

—Durante uno o dos meses estuve

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como cegado. Le rogué a Estacado queno me expulsara, incluso le exigí que meaceptara como miembro de los Adeptos.

—Algo que a Estacado no le gustóen lo más mínimo —concluyó Júpiter.

—¡Oh, sí! Si de él hubieradependido, habría entrado en el círculode los Adeptos. El problema eran losdemás. No pudieron evitar que Estacadome tomara bajo su protección, pero sípodían echar por tierra mi ingreso en elpacto. Para ello era necesaria laaceptación unánime, y el resultado de lavotación fue aplastante. A Estacado nole quedó más remedio que claudicar.Quería enviarme a Asia, como me había

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prometido, pero Von Thaden y Landinieran de la opinión de que correrían unriesgo demasiado grande dado todo loque sabía sobre ellos... Lo que queda esbreve. Estacado consintió en hacermedesaparecer, y a la manera de Landini,ni más ni menos. Yo pude habermepuesto a salvo, pero decidí noconformarme con huir. Hay un pequeñocírculo de personas en el Vaticano enlas que confío y a las que he iniciado.Juntos resolvimos acabar con el poderde los Adeptos.

Júpiter tarareó la melodía inicial deLa guerra de las galaxias ante laperpleja mirada de Janus.

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—Perdóneme —dijo Júpiter—, peroda la sensación de que nos está ustedcontando una película de lo másimaginativa.

Coralina no fue mucho másdiplomática.

—O sea, que su única motivación esla decepción. Su vanidad enfermiza. Unaprendiz extasiado que es repudiado porsu maestro y tiene que juntarse con otrosmarginados para derrocar a su mentor.

Janus le lanzó una mirada sombría.—Nunca he dicho que mis motivos

sean generosos y desprendidos —dijo,masajeándose los músculos del cuello ypasando la mano de forma casi cariñosa

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por la cicatriz de su rostro—, pero sisolo hubiera sido la rabia hacia Landiniy los demás lo que me hubieraimpulsado, habría hecho las cosas demanera más sencilla. Casi todo el mundoaquí en el Vaticano, ya fuera pordecisión de unos o de otros, ha tenidoque sufrir que las murmuraciones de losAdeptos les hayan perjudicado.Créanme si les digo que no se trata deuna mera venganza: ¿de verdad metienen por alguien tan simple? —no lesdio opción a contestar, sino que agitó lacabeza y continuó—. No me conocen, nodeberían realizar juicios prematuros. Yacometieron ese error con Estacado, ¿no

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es cierto?Júpiter arrugó la frente.—Todos podemos hurgar en viejas

heridas, ¿no? ¿Qué tal estaría eso? —sumirada reprobatoria no solo se limitó aJanus, sino que se dirigió igualmente aCoralina. Ella bajó la mirada, pero élentendió que estaba furiosa. Lapreocupación por la Shuvani, laamenaza a su propia vida y lasenrevesadas explicaciones delhombrecillo resultaban ser una mezclaexplosiva. Le invadió el temor de que lajoven hiciera algo irreflexivo.

Sin embargo, cuando volvió a hablartras un instante, parecía estar serena.

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—Me gustaría llamar ya a mi abuela.—Como quiera —respondió Janus,

suspirando—, pero debe ser unallamada corta. Es peligroso estar allíafuera... para cualquiera de nosotros.

—No se preocupe —dijo Coralina,continuando a grandes zancadas por elcamino sin esperar a su guía.

Júpiter la siguió: por primera vezsintió la satisfacción que ellaexperimentaba cada vez que dejaba atrása otra persona como si tal cosa.

Janus les alcanzó con suspiernecitas.

—He visto su móvil en la habitación—dijo, sin aliento.

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—Lo he dejado allí.—Puedo llevarla hasta un teléfono.

A esta hora no habrá nadie, pero tendráque prometerme algo.

—Estamos en su poder —respondióCoralina con sarcasmo—, ¿ya lo haolvidado?

—Quisiera presentarle a algunaspersonas.

—¿Sus aliados? —preguntó Júpiter.—Amigos, sí. Quisiera que me

acompañaran hasta donde se encuentrany que hasta entonces no hicieran ningunatontería.

Coralina cruzó una breve mirada conJúpiter.

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—De acuerdo —dijo entonces.Janus asintió satisfecho y retomó el

liderazgo. Le siguieron por corredoresestrechos que parecían más las galeríasde una mina que los pasillos de unsótano. A través de un pozo que parecíamás una torre hundida en el suelo,llegaron hasta una escalera que concluíaen una trampilla. Cuando Janus la abriócon una barra de metal, cayeron polvo ymotas de tierra.

—Es una caseta de suministros delos Jardines Vaticanos —explicó elhombrecillo. Después, sacó de lassombras una escalera y la apoyó sobreel extremo superior de la trampilla

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abierta. Fue el primero en subir, seguidode Coralina.

Júpiter aguzó el oído una última vezhacia el laberinto de pozos y galerías.Le pareció oír voces a lo lejos, perosabía que solo se trataba de corrientesde aire que susurraban en los recodos.Se preguntó cuál sería el alcance de lavastedad del inframundo vaticano e,impresionado, comenzó a ascender.

Lo que Janus había denominadodespectivamente caseta resultó ser, enrealidad, un cuarto amplio de paredesrevocadas y bellas columnas. Lassuperficies encaladas aparecían grisesante la falta de limpieza. El habitáculo

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hospedaba pequeños tractores, aparatosde jardinería de todos los tipos y almenos una docena de bicicletas, quepermitían a los jardineros salvar lasamplias distancias de los parques en lastranquilas horas en las que no sepermitía el uso de vehículosmotorizados.

Janus se llevó un dedo a los labios yseñaló la amplia puerta del almacén.Estaba ligeramente abierta, pero losuficiente como para permitir el accesode una persona. El misterioso guíaparecía temer que les hubieran estadoesperando.

Se deslizaron agachados entre

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tractores y aparatos hasta la paredopuesta, donde tomaron dirección a lasalida pero, tras unos pocos metros,giraron a la derecha para entrar por unapuertecita estrecha. Janus la cerró trasde sí silenciosamente y giró la llave.

Así se encontraron en una asfixianteestancia con una larguísima mesa,numerosas cafeteras y una cantidadinmensa de periódicos amarillentos.Sobre la pared, justo al lado de la únicaventana, había un teléfono.

—Puede usted usarlo —le dijo aCoralina—, pero le ruego que solo unminuto. Von Thaden cuenta con unaposición que le permite controlar todas

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las direcciones de la ciudad.—¿Cree que afuera puede haber

alguien? —Júpiter se aproximó a lapuerta y escuchó.

Janus no contestó. Se apresuró a laventana, se apoyó con la espalda en lapared y echó un vistazo furtivo alexterior.

—¡Llame de una vez! —señalódisgustado a la joven—. ¡No tenemosmucho tiempo!

Ella dejó las dudas, cogió elauricular, pulsó el cero y comprobó quehabía línea.

Júpiter se reunió con Janus. Al otrolado de la ventana no se veían más que

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arbustos y un recuadro de césped libre.—¿Nos encontrarán aquí?Janus asintió.—En un par de minutos. Había

alguien en la caseta. Estacado hareaccionado con rapidez, como yoesperaba. Ha hecho vigilar las salidasde los subterráneos, incluso las ocultas.

Júpiter se preguntó si en realidadhabía sido una buena idea confiar suvida al hombrecillo. En verdad parecíasaber mucho sobre Estacado y losAdeptos a la Sombra; pero este, a suvez, sabía claramente mucho de Janus, oal menos, lo suficiente como para preversus pasos.

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—Sé lo que está pensando —dijoJanus sin apartar la vista de la ventana—. Sin embargo, confíe en mí. Cuandosalgamos de aquí, perderán nuestrapista. Se lo prometo.

Júpiter volvió la cabeza haciaCoralina.

—¿Cómo va eso?Su rostro estaba tenso, y gotas de

sudor le perlaban la frente. Apretaba elauricular fuertemente contra su orejacomo si así pudiera hacer quedescolgaran el teléfono al otro lado dela línea.

—No lo coge —murmuró.Júpiter se deslizó desde la ventana

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hasta su lado. Poco a poco ibacompartiendo su preocupación por laShuvani.

En los ojos de la muchacha refulgíanlas lágrimas venideras.

—Maldita sea, ¿por qué no coge elteléfono? —en su voz se percibía unanota de histeria.

—Podría haber mil razones.Ella le miró como si acabara de

decir algo increíblemente estúpido.—Claro, mil razones, ¿no? ¿Y qué

pasa si él se ha equivocado? —exclamó,señalando a Janus sin preocuparse por siél podía oír o no sus palabras—. ¿Quéle importa a él la Shuvani? Solo tiene

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ojos para el fragmento y la llave. Nos hamentido. Estacado la habrá matado.

Con la mención a la llave, Janusarqueó las cejas, pero de inmediatocontinuo con su vigilancia de la ventana.

—Ya ha pasado un minuto —dijo, envoz baja—. Se acabó.

—Inténtalo otra vez —le pidióJúpiter.

Con dedos temblorosos volvió amarcar el número de la Shuvani, ycolocó el auricular de tal forma queJúpiter pudiera oírlo. Quiso rodearlacon sus brazos para calmarla, o inclusoconsolarla de ser necesario, pero sesintió pueril e inseguro, torpe, y

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finalmente dejó muertas lasextremidades.

La señal de tono comenzó a sonar.Una vez, dos veces, tres veces.

Estaban allí, delante de la casa. Erantres hombres vestidos con ropa negra,como fragmentos de la noche romanaque hubieran cobrado vida. La Shuvanilos había visto desde la ventana de lacocina, con sus siluetas similares, comosombras frente a los faros de un coche.

Bajó rápidamente las escaleras hastala planta baja y se situó en un lugardesde el que podía vigilar la entrada:

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encorvada tras las estanterías. Apenasse atrevía a moverse. Nerviosa, espiópor un hueco entre los dorsos de loslibros.

No se veía a nadie al otro lado delos reducidos escaparates.

Un estallido desgarró el silencio. Loprimero que ella pensó fue que alguienle había dado una patada a la puerta, sinembargo, no había nadie al otro lado. Laluz de la farola que había ante la casacomenzó a parpadear, y poco después seapagó por completo. La oscuridad seextendió a través de la ventana, dejandoa la Shuvani envuelta en las tinieblas deun instante para otro.

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Exhaló con fuerza y se volvió a laescalera. Aquellos hombres aún nohabían penetrado en la casa, pero ellasabía que era tan solo cuestión detiempo.

A pesar de todo, no lamentó queCoralina y Júpiter no la acompañaran.Nadie la expulsaría de su negocio, de sucasa. Era su hogar, su ancla en el mundo.Las sabias gitanas que le habíantrasmitido todos sus conocimientossiendo niña, aquellas mujeres que lahabían convertido en una de las suyas,en shuvani, le habían hablado del anclaen el mundo y de su significado. Suconocimiento era como una planta que

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se secaría si no echaba raíces. Sin esacasa, ella también se secaría, moriríacomo un tiesto olvidado. Por ello,lucharía por todos los medios a sualcance; ya había hecho más de loposible, en su opinión, incluso lo peorque hubiera podido desear. Habíacometido una traición de la que, quizá,nunca lograría enmendarse.

Así pues, ahí estaban, los Adeptos ala Sombra. Él gran secreto de DomovoiTrojan. Él la había abandonado encuanto ella se enteró de su existencia, yeso a pesar de que había sido él quien,durante meses, la había cortejado, segúnlas reglas de la vieja escuela, algo del

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todo extraño y exótico para una mujer deun pueblo errante.

Domovoi Trojan... Cuando ellahabía oído que estaba enfermo, habíallorado. No lloró por él, sino para él,algo muy diferente. Había quemadohierbas y otros elementos. Había rezadoy cantado, y nada había servido. Ahoraél estaba postrado en una silla deruedas, y ella estaba convencida de quesu destino le habría cambiado. Por aquelentonces era más joven, reflexivo, perotambién poseía un gran sentido delhumor y amaba la vida. Era un sabio,siempre en busca de más y másconocimientos, pero había combinado

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ese apetito de sabiduría con unextraordinario sentido de la diversión.Cuando le conoció, hacía tiempo quehabía dejado de ser estudiante, o almenos no sobre el papel, pues en sucorazón continuaba siendo un escolar, unaprendiz al servicio de los grandespoderes, de los grandes conocimientos,de la mayor de las sabidurías. Cuandose había encontrado con ella, se habíaconvertido en su alumno en artes quesolo las gitanas conocen.

Entonces, había desaparecido de suvida, tan solo un día después de que ellahubiera oído hablar de los Adeptos a laSombra. Había escuchado

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inintencionadamente una conversaciónentre él y otro hombre, y ella sabía losuficiente de enseñanzas secretas comopara atar cabos. De estudiante y escolara Adepto, era un proceso lógico. Unaescalera que le llevaría al escalafón másalto con el que pudo soñar nunca, peroque también le alejaría de ella.

Ahora sus caminos volvían aencontrarse, tras tantos años sin nisiquiera haberse cruzado, pero no sepresentaba en persona, sino que leenviaba a sus hombres. Unos hombresque apagaban las luces y que, con todaseguridad, no iban hasta allí solo atransmitirla sus saludos.

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El teléfono sonó.La Shuvani se giró tan bruscamente

por la impresión que tiró de un codazoun montón de libros colocados en unaestantería. Los volúmenes cayeron alsuelo con gran estrépito y sedesparramaron con las páginas abiertas.El que quedó más arriba lucía en suportada una máscara blanca y negra,como la mueca de un muñeco grotescosalido de una caja de sorpresas.

Para poder coger el teléfono quehabía junto a la caja registradora, debíaatravesar la tienda de un extremo a otro,lo que la habría situado dentro delcampo de visión de los extraños, que

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debían encontrarse en algún punto alotro lado del escaparate. No era taninsensata.

En lugar de eso, regresóapresuradamente a la escalera con laprotección de las estanterías. Había unpar de teléfonos más en el cuarto deestar, en el piso superior. Si se dabaprisa, quizá le daría tiempo.

El timbre cesó en su empeño encuanto ella llegó resoplando hasta elsegundo piso. Llegó hasta el teléfono yse colocó el auricular en el oído, perotan solo se escuchaba el tono queindicaba que la línea estaba libre.Habían colgado.

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—Coralina —pensó desesperadamientras dejaba el auricular sobre elaparato con ambas manos—, si eras tú,por favor, inténtalo otra vez. ¡Por favor!

Sonó un traqueteo en la tienda, y unalluvia de cristales cayó sonoramentesobre el suelo.

El rostro de Domovoi Trojanapareció en su mente como la luna en elcielo nocturno, con sus labios finos,desfigurado, como un amante en unapesadilla.

«No te atreverás», pensó, y enfocótodo su valor en esa única idea. «No teatreverás».

Se aproximó a la escalera y escuchó,

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en busca de pasos, pero no oyó ninguno.Justo había decidido regresar al

teléfono y marcar el 113, el teléfono deemergencia, cuando comenzó a sonar denuevo.

Durante un segundo quedóparalizada por el terror y la tensión,pero en seguida dio la vuelta y regresó ala carrera al cuarto de estar. Al tercertono, levantó el auricular.

—¿Coralina? —dijo nada máscolocárselo en la oreja—. Están aquí,ellos...

El teléfono estaba desconectado. Alotro lado de la línea no había sinosilencio. Ni una respiración, ni un ruido,

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solo la nada absoluta.Desconcertada, miró al aparato.

Volvió a colocárselo en el oído yescuchó, pero nada.

Su mirada siguió al cable hasta elenchufe de la pared y, entonces, se diocuenta. En aquella vieja casa, la línea nodiscurría por un hueco en los murosexteriores, sino que seguía por la paredde la escalera hasta la planta baja,atravesaba el suelo de la tienda y salía ala calle. Cualquiera que estuvierafamiliarizado con el tema se daríacuenta de ello de un simple vistazo. Conun mero corte, sin ninguna dificultad, sepodía interrumpir por completo la

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conexión.La mujer dejó caer el auricular

inútil. Le habría gustado ser más fuerte ydura, pero tampoco era una ancianadesvalida. En lugar de esconderse, sedirigió de nuevo a la escalera ydescendió por los escalones tanruidosamente como pudo. Por la puertadel primer piso pudo ver cajas ymontones de carpetas en los que seguardaban obras de arte ocultista entremontañas de libros tan altas como nidosde termitas.

Había llegado ya al descansillocuando oyó a su espalda que alguien levenía al encuentro. Lentamente, sin

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apresurarse, con pasos tranquilos quedelataban la mayor autoconfianza delmundo. Entonces percibió el movimientoen la oscuridad, reconoció siluetas, laforma de un hombre, luego dos, luego untercero.

Abandonó la escalera y se retiró alprimer piso. Conocía cada centímetrocuadrado de aquella planta, sabía dóndehabía obstáculos con los que chocarseen la oscuridad, dónde había libroscaídos, dónde estaba el cable de unalámpara de pie en una estantería, quecolgaba a la altura de las rodillas. Todolo esquivó con destreza.

¿Debería hablar con aquellos

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hombres? ¿Intentar razonar con ellos?Pensó que todo sería en vano.

Se dirigió a la única ventana, queestaba orientada al callejón. A escasadistancia se encontraba la pantalla decristal de la farola apagada. La vio antesí, flotando en la nada, como una urnarepleta de negrura, llena de cenizas.

Abrió la ventana con movimientosbruscos y se encaramó, llorosa, almarco.

Tras ella permanecía la oscuridad,las figuras. Ella creyó oír una voz quedecía algo así como que ella no queríahacerlo, que solo iban a registrar la casay a hacerle un par de preguntas.

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«Domovoi», pensó con tristezamientras descendía. «¿Por qué no hasvenido tú mismo?».

Se sintió vacía por dentro, frente almástil de la farola.

«¿Por qué no has venido túmismo?».

Todo era dolor: el golpe, pensar enDomovoi.

«No...».El dolor.«Tú mismo...».

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Mater Ecclesiae

—¿Porqué no lo coge de una vez? —Coralina temblaba de la cabeza a lospies. Júpiter tuvo que quitarle elauricular de la mano, casi arrancárselode los dedos rígidos, blancos y fríos,con los huesos sobresaliéndole en lasarticulaciones, como los de un muerto.

—Quizá esté durmiendo, o en labañera.

El investigador se arrepintió de suspalabras según las estaba pronunciando.

—¡No me trates como a una malditacría! —le rugió ella. Janus agitó la

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cabeza y se frotó, turbado, los ojos.—Lo siento —repuso Júpiter con

tacto—. No nos...—¡Nos ha mentido! —exclamó,

dirigiendo su acusación a Janus—. ¡Esecanalla nos ha mentido! La matarán,puede que ya lo hayan hecho. La...

Janus se encaró ante ella conasombrosa velocidad, con el ceñofruncido y un porte erecto que leconferían un aspecto imponente, auncuando él era más bajo que ella.

—Yo no he mentido: ni cuando dijeque Estacado no le tocaría un pelo a suabuela, ni cuando les advertí de quenuestros enemigos no tardarían en llegar.

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Ya no nos queda tiempo.Cuando estemos en lugar seguro,

podrá usted volver a intentar llamar acasa, pero ahora, ¡vámonos de unamaldita vez!

Diciendo esto, se giró y se precipitóhacia la salida de la estancia.

—Vamos —dijo Júpiter a Coralinaen voz muy baja—. A mí tampoco megusta todo esto, pero creo que tienerazón. Más tarde o más temprano alguienaparecerá por aquí, y para entoncespreferiría no seguir en el mismo sitio.

—Si le ha ocurrido algo... —empezóella, pero se interrumpió, hizo unevidente esfuerzo por dominarse y,

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finalmente, asintió—. De acuerdo,vayamos con él.

Iba a adelantar a Júpiter cuando estele sujetó firmemente de los hombros,dudó un segundo y la besó en los labios.No fue un beso largo, ni particularmenteapasionado, pero era un beso, y aunqueera el momento más inoportuno que sepudiera concebir, la joven le miró conlos ojos como platos y sonrió contimidez.

—No pretenderías calmarme coneso, ¿verdad?

Él abrió la boca para responder,pero tras ellos resonó la voz de Janus,que revelaba irritación y una evidente

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impaciencia.—¿Serían tan amables de seguirme

de una vez?Júpiter cogió de la mano a Coralina

y, así unidos, abandonaron la sala conJanus, para dirigirse raudos a la puertaabierta y de ahí, al aire libre.

Janus les guió por rutas secretas traslas hileras de setos y los arbustospodados a través de los jardinesnocturnos del Vaticano. De vez encuando se volvía, nervioso, y en unaocasión les señaló con un gesto que seescondieran tras un tupido matorral.Segundos después, una serie de figuraspasó marchando frente a ellos:

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miembros de la Guardia Suiza quien,con sus alabardas, le recordabanabsurdamente a Júpiter a los soldadosde la Reina de Corazones en Alicia en elPaís de las Maravillas. Tanto Coralinacomo él sabían con total certeza que lesestaban buscando a ellos, y la expresiónpreocupada de Janus no daba opción aotra conclusión.

Tras los árboles, a su izquierda, elalemán vislumbró un bloque de edificiosadosados. Coralina susurró entonces:«Es la Academia Pontificia». Ambosalbergaron rápidamente la mismasospecha de que Janus se dirigiría haciaallí, pero él torció bruscamente el rumbo

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hacia la derecha y siguió por una veredaentre árboles estrechamente unidos,hacia el oeste. De nuevo vislumbraron,en la distancia, un grupo de guardias quecaminaban en dirección contraria.

El rumor del agua les alertó de quese dirigían hacia una gran fuente. Notardaron en poder contemplarla: era unestanque oscuro, contenido en unsemicírculo de piedra artificial. De lasfauces de animales de fábula talladossurgía el agua burbujeante, custodiadapor la estatua de una poderosa águila.

Tras el manantial se alzaba otroedificio, de tres pisos, con forma de cajay de tejado plano. Contraventanas de

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color rojo oscuro impedían el paso de laluz. Janus los guió hacia el interior poruna puerta posterior y selló la entradacon un postigo de acero.

—¿Dónde estamos? —se interesóJúpiter.

—En el Monastero Mater Ecclesiae—respondió Janus—, el único conventode monjas del Vaticano. Se encuentrajusto en el centro de los jardines... Se lepodría considerar, en todos losaspectos, como el corazón del Vaticano—concluyó, con una mirada confusa.

Una figura surgió de las sombras,como si hubiera estado esperando esaprecisa palabra para mostrarse.

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—Janus —dijo la mujer, con vozqueda— y nuestros dos invitados. Osesperaba desde hace rato.

Vestía un sencillo atuendo de monja,era de complexión alta y con rasgosdelicados. Tenía los ojos grises claros yfue a su encuentro con una sonrisa suave,pero llena de expectación.

—La hermana Diana —les presentóJanus—, la abadesa del convento.

Ofreció a Júpiter su mano esbelta yfría, y seguidamente saludó a Coralina.El investigador se percató de que ambasmujeres se examinaban como si desde elprimer momento reinara entre ellas unaabierta tensión.

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—Les hemos preparado un pequeñorefrigerio —dijo Diana—. Aunque estarde, supusimos que podrían tenerhambre.

La comida era lo último en lo queJúpiter había pensado en esas horaspasadas, pero entonces se dio cuenta deque, efectivamente, estaba hambriento.Coralina asintió casiimperceptiblemente, indicando que lehabía ocurrido lo mismo.

Janus y Diana se miraron y lesprecedieron a través del pasillo delmonasterio hasta un pequeño comedor.Otras dos monjas, más jóvenes queDiana, permanecían inmóviles a ambos

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lados de una mesa preparada para doscomensales y en cuyo centro seencontraba una olla plateada.

—Es un simple puchero —lesexplicó Diana—. Nos limitamos arealizar platos sencillos.

—Por supuesto —Júpiter le guiñó unojo disimuladamente a Coralina. Cuandovolvió la vista de nuevo a Diana,entendió, avergonzado, que la abadesase había dado cuenta.

—Valoramos su esfuerzo —dijo él,en un vano esfuerzo por salvar lasituación.

Diana asintió levemente con lacabeza y les invitó a que tomaran

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asiento. Una de las silenciosasreligiosas abrió la cazuela y comenzó allenar sus platos con un cucharón. Elguiso olía de forma maravillosa.

—¿Cuántas monjas viven aquí? —preguntó Júpiter, mientras hundía lacuchara en el plato y se lo llevaba a laboca.

—Ocho —respondió Janus—,contando a Diana.

—No somos una comunidad grande—añadió la abadesa—. Conocerán a lasdemás hermanas más tarde.

Coralina probó igualmente el guiso yse quemó la lengua.

—Me prometió que podría volver a

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intentar localizar a mi abuela —lecomentó a Janus.

El hombrecillo asintió.—Y lo hará... En cuanto haya

comido. Si quiere, puedo intentarconseguir algo de información sobre suestado mientras tanto.

—¿Puede hacerlo desde aquí?—Quisiera, al menos, intentarlo.Dejó el comedor, y la abadesa le

siguió casi de inmediato. Al salir,dirigió a las dos jóvenes religiosas unaseñal para que dejaran tranquilos a susinvitados.

Júpiter y Coralina se quedaron asolas en seguida.

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La muchacha dejó que la cuchara sehundiera en su plato, y después agitólentamente la cabeza con gesto negativo.

—Y ahora, ¿qué pasará?—No tengo ni la más remota idea —

repuso Júpiter—. Imagino que losiguiente será que Janus traiga laplancha de cobre.

—¿Y entonces?Él se encogió de hombros.—Nunca tendríamos que haber

permitido que nos trajera aquí —dijoCoralina—. Afuera, en la ciudad...

—No estaríamos más seguros —leinterrumpió él—. Mientras nadieimagine que estamos aquí,

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probablemente no sea mal escondite —tomó una cucharada más de guiso;después, apartó el plato y cogió la manode Coralina—. Eh, saldremos sanos ysalvos de aquí, ¿vale?

Ella se encogió vacilante dehombros, sin mirarle a los ojos.

—Es todo culpa mía. No deberíahaberle hablado a nadie de la cámarasecreta, y mucho menos a la Shuvani.

Júpiter le sonrió, tratando deinfundirle ánimos.

—¿Hemos llegado ya a ese punto?¿A las acusaciones?

—Hemos cometido demasiadoserrores.

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—Estacado jugó de farol... ynosotros caímos. Sabía que había unaplancha más, pero no estaba seguro de sinosotros la teníamos.

Coralina asintió. Entonces, susdedos rodearon los de Júpiter.

—Antes me has besado.Él sonrió.—Lo recuerdo de forma brumosa.—No seas tan insensible —repuso

la joven, acariciando suavemente conlas puntas de los dedos el dorso de lamano del investigador—. ¿Y qué hay deMiwa?

—Ya va siendo hora de olvidarse deella —repuso Júpiter, tras un suspiro—.

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Tú misma lo dijiste.Los ojos oscuros de la muchacha le

miraron con dulzura, mientras negabacon la cabeza.

—No quiero saber lo que considerascorrecto, sino lo que piensas enrealidad.

Él sabía a lo que se refería, e intentóseriamente localizar todos los vestigiosinnegables de Miwa que aún quedabanen su interior, pero que cada día junto aCoralina se iban volviendo más difusos.

Justo cuando iba a explicarle a lajoven lo que estaba experimentando,Janus irrumpió por la puerta.

—Hay novedades —dijo, con un

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móvil en la mano—. Ha pasado... algo.Coralina dio un respingo y soltó la

mano de Júpiter.—¿Qué le han hecho?Janus se paró ante ella y agitó,

nervioso, el teléfono. Era evidente loembarazosa que resultaba para él esaconversación.

—Nada, por lo que se ve. Dice quese cayó por la ventana.

—¡¿Por la ventana?! —Coralina lemiró como si fuera a saltar a su yugularde un momento a otro.

—Puede llamarla —le tendió elaparato y un papel con un númeroescrito a mano—. Está en el hospital,

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ese es el número del teléfono de suhabitación.

—¿Cómo está? —preguntó Júpiter.—Tiene un par de contusiones, pero

aparentemente ninguna fractura. Elmédico con el que he hablado dice que,en cualquier caso, habría que esperar alos resultados de las pruebas —dudó uninstante—. Estaba muy nerviosa cuandola llevaron al hospital. Los médicostuvieron serias dificultades para bajarlela tensión. No hace ni una hora de todoaquello.

Coralina cogió el número y lomarcó. Tras unos segundos, su rostro serelajó ligeramente.

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—¿Abuela? ¡Gracias a Dios! ¿Quéha pasado? Júpiter la observó mientrashablaba con la Shuvani, pero no lograbacaptar lo que la anciana le contaba a lamuchacha.

—Alguien entró en casa —leresumió Coralina el torrente de palabrasde la anciana, mientras trataba de seguirescuchando—. Ella saltó por laventana... Dice que ha perdido su anclaen el mundo.

Júpiter y Janus cruzaron la mirada.El religioso se encogió de hombros.

—¿Qué dice la policía? —preguntóCoralina.

Mientras la Shuvani respondía, la

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joven torció la vista, disgustada.—¿Cómo que no se lo has dicho a

nadie?Júpiter la observó con gesto

interrogante, a lo que Coralinarespondió:

—Dice que tenía miedo pornosotros. Es decir, que si le hubieracontado algo a la policía, podían haberempezado a indagar y quizá hubierandescubierto que habíamos robado lasplanchas.

Janus arrugó la nariz.—Suena razonable —dijo.Coralina escuchó un poco más a la

Shuvani, y después le tendió el móvil a

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Júpiter.—Quiere hablar contigo.—¿Conmigo? —aceptó el aparato y

se lo colocó en la oreja—. ¿Qué talestás?

—De maravilla —la voz de laShuvani sonaba, desde el otro lado de lalínea, ligeramente deformada y rodeadade ruidos—. ¿Qué tal estáis vosotros?

Júpiter le explicó las mentiras deEstacado y que habían huido, peroomitió el lugar en el que se escondían yquién les había ayudado, por temor aque la gente de Von Thaden pudiera oírla conversación.

—Tengo que confesarte algo —dijo

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la Shuvani—. ¿Sigues teniendo labolsita de cuero?

—Claro —repuso Júpiter, despuésde que su mano se apoyara,instintivamente, en el bulto de subolsillo.

—El fragmento ya no está allí —concluyó ella.

Durante uno o dos segundos, elcuerpo del investigador quedópetrificado, hasta que, con las puntas delos dedos, sintió la forma irregular delpedazo de cerámica a través de lascapas de abrigo y de cuero.

—¿Qué quieres decir con eso?La Shuvani respiró hondo y volvió a

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espirar.—Lo cambié —comentó—, antes de

ayer por la tarde, mientras te bañabas.—¿Que tú qué?Ella calló un instante antes de

continuar hablando.—Cambié el fragmento de cerámica

de la taleguilla por un trozo de platoroto. No quería que se lo vendieras aBabio —hizo una pausa, antes decontinuar—. Lo siento.

Júpiter intentó mantenerse sereno,pero el pánico le dominaba. Desde quehabía perdido la potestad de la plancha,el fragmento había sido su única garantíacontra Estacado. Si ya no lo tenían...

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—¿Dónde está? —preguntó en vozbaja, alejándose de Coralina y Januspara que no leyeran la verdad en surostro.

—Está aquí conmigo, en el hospital.Lo tenía cuando me... caí de la ventana.

—Escóndelo, y no digas dónde.Puede que la línea esté pinchada —miróa Janus.

—Es improbable, pero no imposible—repuso el religioso.

Júpiter siguió hablando con laShuvani.

—Es posible que Estacado ya estéenterado, así que es importante quemantengas la calma. Pregúntales a los

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médicos si pueden trasladarte a otrahabitación. ¿Podrás hacerlo?

—Claro.—De acuerdo —Júpiter evitó la

mirada suplicante de Coralina—.Volveremos a ponernos en contactocontigo.

—Mucha suerte —dijo la Shuvani—y... Júpiter, lo siento de verdad.Díselo también a Coralina.

—Lo haré.La Shuvani colgó.—¿Qué ocurre? —la preocupación

de Coralina, que se había apaciguado untanto, se recrudeció como unallamarada.

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Él no respondió; se limito a lanzarleel móvil a Janus, sacó el saco de cuero ydejó caer su contenido encima de lamesa.

—¿Qué se supone que es eso? —preguntó Coralina, cuando lo vio.

Era un trozo de plato de porcelanade color violeta, de tamaño similar alfragmento encontrado en la cámara dePiranesi.

Júpiter, furioso, dio un manotazo alpedazo de cerámica que cayó de la mesay rebotó en el suelo con un suave ruido.

—Júpiter —dijo Coralina con tonosuplicante mientras le atraía hacia ellaagarrándole con ambas manos—. ¿Qué

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demonios significa eso?Él cogió aire y se lo explicó. Janus

escuchaba en silencio.La Shuvani colgó el auricular y

respiró hondo. Desde su llegada alhospital había hiperventilado dos veces,y no quería pasar por una tercera.

Júpiter tenía razón. Lo primero quetenía que hacer era pedir su traslado aotra habitación, incluso a otro hospitalpero, ¿con qué justificación?

Le habría gustado poder mirar por laventana, a pesar de que en la calle yahubiera caído la oscuridad, pero lascortinas grises de la habitación estabancorridas. En algunas ocasiones, por la

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noche, sobre su terraza, habíacontemplado el mar de luces de laciudad, refulgiendo como si un pedazode cielo estrellado se hubiera posadosobre la colina del antiguo Lacio. Enmomentos como ese había podido sentirel aliento de la historia alzándose entrelos antiguos edificios y calles;percibirlo como algo físico, querodeaba su espíritu y ponía las cosas ensu justo lugar. Los problemas, dabaigual de qué tipo, resultaban de golpemucho más pequeños e insignificantesque los que aquella ciudad habíaexperimentado en sus dos mil años dehistoria. Pequeñas y grandes catástrofes

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que habían azotado Roma, que habíanrefinado sus edificios y sus torres, para,al final, no haber cambiado nada, puesla ciudad seguía reposando majestuosasobre sus colinas. Para la Shuvani, estospensamientos eran muy reconfortantes.

Alargó la mano hacia el botón dellamada a la enfermera, pero dudó antesde pulsarlo. Se encontraba en unahabitación individual que nunca podríapagar. Nadie le había preguntado por laliquidez de su seguro. La última vez quehabía estado en un hospital había sidocuando le habían extirpado un apéndicea los diecinueve años; sin embargo,sabía lo suficiente de cuidados médicos

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gitanos como para saber a ciencia ciertaque a una anciana con un par decontusiones la ingresaban, por logeneral, en una habitación compartida.

Sin embargo, ella se encontraba solaen aquel cuarto. Si algo le ocurría, no seenteraría nadie.

La mirada de la mujer cayó sobreuna cruz de madera colocada encima dela puerta. Un sudor frío surgió de cadaporo de su piel. Estaba en un hospitalcatólico.

Sus pensamientos se superpusieronunos sobre otros. No cabía duda de quese encontraba en una trampa. No lepermitirían salir de esa habitación ni de

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esa clínica. Había una buena razón porla cual se encontraba precisamente allí,y era que alguien se había molestado enhacerlo posible. Alguien que ellaconocía, y que no tendría pinchado elteléfono de Júpiter y Coralina, sino elsuyo. Alguien que ahora sabía que elfragmento se encontraba en suhabitación.

Apartó la mano temblorosa delbotón de llamada, pero a pesar de ello,la puerta se abrió.

«Domovoi», pensó ella petrificada.Sin embargo, no fue Trojan quien

entró en la habitación, sino una mujerjoven.

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—Buenas tardes —dijo, sonriendo,mientras cerraba la puerta tras de sí.

De nuevo hacia abajo.Janus les precedía por una escalera

que descendía desde el sótano delMonastero Mater Ecclesiae. Trasatravesar una puerta de madera quepodría haberles conducidoperfectamente a una cámara del tesoromedieval, llegaron a una sala dereuniones. Era más pequeña que elcomedor, y se iluminaba gracias a unaaraña de velas titilantes.

—Esta sala está insonorizada —les

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explicó Janus antes de continuar—. Essegura... o al menos tanto como puedaserlo cualquier estancia dentro delVaticano.

Las ocho religiosas del monasteriose encontraban sentadas en torno a unamesa. Llamaba la atención la juventudde la mayoría, pues apenas había algunaque sobrepasara los cuarenta años.Júpiter sabía lo suficiente sobre ese tipode conventos como para entender que laestructura de edad de Mater Ecclesiaeera algo más que inusual. El grupo demujeres observaba a sus invitados conla expectación pintada en sus rostros.

En medio de la mesa se encontraba

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la plancha de cobre, que relucía con untono ocre bajo la luz de las velas.

—¿Los amigos de los que nos hablóson ellas? —susurró Júpiter a Janus.

—Los mejores que pude encontrar.«Maravilloso», pensó el

investigador, sumido en agriospensamientos. Sus aliados, sus únicosaliados en una guerra contra un pactosecreto que ya contaba con másmiembros de los que él tenía constancia,eran ocho monjas. Con cada revelaciónque Janus les hacía, sus opciones deabandonar alguna vez el Vaticano convida parecían desvanecerse un pocomás. Una mirada en dirección a Coralina

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le confirmó que la misma idea lerondaba la mente.

—Tomen asiento —les ofrecióJanus, señalando dos sillas libres frentea la mesa. Los ojos de las silenciosasmonjas les seguían según se ibansentando. Júpiter se iba sintiendo cadavez más incómodo, y le hubiera gustadoque Janus dejara de repetir lo segurosque se encontraban en aquel lugar.

—Les prometí una explicación —dijo el tosco sacerdote que, aunquetambién disponía de silla, permanecíade pie—. Ha llegado el momento decumplir mi promesa.

—¿Por qué? —preguntó Coralina

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abiertamente—. ¿De qué nos tiene queponer al corriente? Ya sabe que notenemos el fragmento, y ahora la planchaestá en su poder —añadió, señalando elgrabado de la decimoséptima Carceri.

Janus asintió, como si hubieraesperado ese comentario.

—Ustedes fueron los primeros entener en sus manos el fragmento y laplancha. Por ello mismo, creo que tienenderecho, en cierta forma, a conocer laverdad.

—Queríamos venderlos —replicóCoralina con tono sombrío—, eso estodo. Nos interesaba el dinero y nadamás. No vamos a hacernos matar por

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ningún tipo de compromiso moral, y nimucho menos por ningún alzamientorevolucionario en el Vaticano, así que sies eso lo que están buscando, olvídenlo—dijo, y se volvió hacia Júpiter, que lesonreía, tratando de animarla. Cuando seponía nerviosa, se le formaba unaarruguita de tensión en las comisuras dela nariz.

Las monjas se miraron, inseguras,hasta que finalmente volvieron todas losojos hacia la abadesa.

—No han entendido nada —repusoDiana, tomando la palabra—. ¿Por quéno escuchan antes de sacarconclusiones?

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Júpiter colocó una mano sobre elmuslo de Coralina en un gestotranquilizador. La abadesa tenía razón.Podían tomar una decisión una vez Janusles hubiera contado todo.

—Como quieran —dijo a losreligiosos—. Adelante.

Janus miró a Diana con gestopensativo y, seguidamente, comenzó suexplicación sin dejar de pasear de unlado para otro tras el grupo de monjas.

—Los Adeptos a la Sombra seformaron en el siglo XVIII. Al principiono adoptaron ese nombre, lo tomarondespués. Era un grupo de seis hombresjóvenes, que se habían consagrado al

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estudio de las antiguas ruinas;estudiantes y maestros que buscaban unmensaje oculto en la arquitectura detiempos pasados. Un mensaje secreto ymisterioso —Janus cesó la marcha ymiró intensamente a Coralina—. ¿Haoído hablar alguna vez de Fulcanelli?

—Un pseudónimo —contestóCoralina—. En realidad era unalquimista francés, cuyo nombre real nose ha llegado a constatar con absolutaseguridad. A principios del siglo XXpublicó un libro con el que intentabademostrar que la arquitectura de lascatedrales góticas no son más que unaespecie de grimorio, de libro de magia

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hecho de piedra.—Le mystère des cathedrales —

reconoció Janus, asintiendo. Júpiterrecordó que ese había sido el libro queentró a buscar en la tienda de laShuvani, hacía diez años—. Lasconclusiones de Fulcanelli causaron ungran revuelo entre la comunidadintelectual de la época. Pues háganseuna idea: los Adeptos a la Sombrasostenían una teoría parecida con unsiglo y medio de anterioridad, yaplicada a los edificios de laantigüedad, en vez de a los monumentosmedievales. Los principios serían losmismos: los místicos y magos habrían

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intentado, a lo largo de las diferentesedades y eras, transmitir sus secretos yconocimientos... ¡en piedra!

Si Fulcanelli tenía fijación con losalquimistas medievales, los Adeptos,por su parte, dedicaron susinvestigaciones no solo a la época delos romanos y los griegos, no..., fueronmucho más atrás en el tiempo. Para ello,estudiaron las tumbas etruscas ydocumentaron la influencia de estepueblo sobre las prácticas ocultistas dela Edad Antigua. Creo que conocen losuficiente de Piranesi como paraimaginarse que él fue uno de losmiembros fundadores de los Adeptos.

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Júpiter recordó las explicaciones deCoralina en casa de la Shuvani; lo que lehabía contado sobre la obsesión delgrabador por la arquitectura etrusca. Laspropias Carceri estaban inspiradas eneste tipo de construcción, como unavisión panorámica de una imaginariaedificación etrusca.

Janus continuó con su narración:—Los Adeptos investigaron aquí, en

Roma, pero también en otras regiones deItalia y el sur de Europa. Entre ellos seencontraban, como ya se imaginarán,muchos teólogos, y uno de ellos contabacon acceso a los archivos del Vaticano.Allí descubrió una antigua vasija de la

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época minoica. Hacía tiempo que sehabía olvidado cómo había llegadohasta allí; quizá habría sido un regalo ala Iglesia de algún cristiano de origengriego, siglos atrás. La vasija estabacubierta por ambas caras con una espiralde jeroglíficos desconocidos, y ademásse había grabado por uno de sus ladosun texto ilegible muy posterior a laépoca original del objeto. Han visto elfragmento, así que saben de lo quehablo. Una pieza valiosa, sin duda, peropara los Adeptos albergaba, ante todo,un valor simbólico. Al principio era,más que nada, un juguete, un objeto entorno al cual realizar sus encuentros, de

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la misma forma que otras alianzassecretas se reunían en torno a un compásy una escuadra, o una réplica del SantoGrial. No debemos olvidar que setrataba de hombres jóvenes, algunos deapenas veinte años, con muchos pájarosen la cabeza.

»Transcurrieron muchos años,durante los cuales, el cuenco robado delos archivos del Vaticano sirvió a losAdeptos como símbolo, y fue en esaépoca en la que se dieron ese nombre.Entonces, uno de ellos, nuestro amigoPiranesi, descifró el texto de la vasija.Supuestamente fracasó en su intento dedecodificar también el jeroglífico, o al

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menos nada indica que llegara aresolver su significado, pues erademasiado antiguo, y los signosdemasiado ambiguos como para extraerun mensaje exacto. Pero al menoscontaban con el escrito grabado entrelos jeroglíficos. Se añadiría conposterioridad, y su significado seríamucho más fácil de descifrar paraalguien que ya llevara años trabajandoen artes gráficas y caligrafía. Piranesidio con algo, pero decidió no informarde ello a los restantes Adeptos. Alparecer, consideró que el vínculo queunía a sus amigos era frágil, y no quisoarriesgarse a que el mensaje secreto

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acabara saliendo a la luz por culpa deuna disputa entre ellos.

»Sin embargo, debido precisamentea estas desavenencias, el cuenco delreino de Minos acabó segmentado enseis fragmentos. La destrucción de estesímbolo propició la aparición de unanueva alianza y la consecución de unpacto: cada Adepto conservaría unfragmento en custodia. Acordaron que,tras la muerte de cada miembro, debíadevolverse su fragmento, para que, conel paso de las décadas, la vasijavolviera a reunificarse. Aquel quesobreviviera a los demás debería unir supedazo a los restantes, para recuperar el

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secreto. Los seis realizaron un juramento—Janus sonrió con indulgencia—. Ideasabsurdas, como dije. La gente joventiende a hacer cosas así cuando seencierra en una habitación. Hastaentonces, los Adeptos habían sido algoasí como un tipo de asociaciónestudiantil centrada en la arquitectura yel ocultismo, pero ahora se habíancomprometido a mantener un auténticopacto secreto. Tenían un símbolo y unjuramento, y al menos uno de ellos,Piranesi, albergaba un profundo secreto.Por ese motivo, eligió para sí elfragmento que, como él mismo sabía,incluía la parte más importante del

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mensaje codificado, y sin el cual el restode pedazos carecía de valor.

»Nuevamente transcurrieron losaños, y volvió a producirse un granacontecimiento. Debía de ser en torno a1748 ó 1749. En aquel tiempo, Piranesitenía la intención de publicar su ciclo del as Carceri. No se encontraba todavíaen la treintena, y la insensatez de lajuventud aún no había desaparecido deltodo, por lo que cometió el error derevelarles a los demás Adeptos susecreto. Debió de pensar que era unbuen momento, sobre todo porque susgrabados eran una prueba de que él yahabía resuelto el enigma.

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—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Júpiter—. ¿Qué deberíandemostrar las Carceri?

—Un poco de paciencia —replicóJanus—. Pronto lo entenderán todo. Encualquier caso, la cuestión es quePiranesi convocó una reunión del pactoe informó a los otros de que habíadecodificado el texto y habíadescubierto con ello algo increíble: laubicación de un lugar secreto, que yahabía visitado y que había inmortalizadoen sus grabados.

Coralina le miró con ojos comoplatos.

—¿Quiere decir que las Carceri

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existían en realidad? ¿Que eran edificiosauténticos?

—Así es —respondió Janus.—Pero eso es absurdo —exclamó

Júpiter—. Un edificio así estaríaampliamente documentado, sobre todo sidespués se destruyó.

—No se destruyó. Las Carcerisiguen existiendo actualmente. Nosacercamos al clímax de nuestra historia.

Júpiter iba replicar enojado, peroCoralina le instó a que callara con ungesto.

—Muchas gracias —le dijo Janus,con satisfacción—. Escuchen primerotoda la historia. Después pueden extraer

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sus propias conclusiones.Júpiter asintió a regañadientes.—Piranesi le relató a los demás

Adeptos que años atrás había descifradoel texto de la vasija, y que gracias a ellahabía descubierto cómo llegar hasta unapuerta oculta, que daba acceso a unagrandiosa construcción subterránea. Sinembargo, se abstuvo de compartir consus amigos la ubicación exacta deaquella puerta. Pueden imaginarse queellos no se lo tomaron demasiado bien.Piranesi había decidido, por ello,abandonar la alianza de los Adeptos ycontinuar las investigaciones por sucuenta. Probablemente esperaba obtener

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beneficios, no solo creativos, sinotambién financieros. Ya había estadoallí en una ocasión, o al menos esoaseguró, y así se había documentadopara sus aguafuertes, utilizando lo quehabía descubierto, de la misma maneraque, con anterioridad, habíainmortalizado las ruinas de Roma en susobras. Los Adeptos no lograron ponerleprecio a sus conocimientos. Afirmó queya no poseía el fragmento de la vasijaque era necesario para la resolución deltexto, por lo que los demás Adeptos notenían ninguna oportunidad dedecodificar la inscripción.

»Así, volvió a dejarlos, entre las

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maldiciones y amenazas de sus antiguoscompañeros, y casi de inmediatopublicó la primera edición de lasCarceri. Lo extraño es que no se tieneconstancia de que Piranesi volviera aatravesar la puerta secreta. No soloprotegió su secreto con el más absolutosilencio, sino que renunció a obtenerbeneficios económicos de él. Para sersincero, dudo que fueran simplementelas amenazas de los otros Adeptos lasque se lo impidieran... No, Piranesidebió de tener alguna razón para temerpor su vida, y no creo que fueran un parde insultos de sus antiguos compañeros.Lo cierto es que, debido al catastrófico

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final de sus relaciones con estosinfluyentes personajes, Piranesi viocómo su carrera como arquitecto setruncaba para siempre.

»Sin embargo, vivió con desahogode sus grabados, y en 1760 decidióreeditar y retocar sus Carceri, y añadirtres láminas más a la colección.Produjo, además, un decimoséptimoaguafuerte, este que vemos antenosotros, con la silueta de una llave que,de esta forma, legaba a las siguientesgeneraciones.

—¿Quiere decir con eso —preguntóCoralina— que esa es la llave a lasauténticas Carceri?

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—En efecto —expuso Janus—. Laplancha contiene la llave, de la mismamanera que el fragmento es la últimapieza del rompecabezas que conforma elplano hacia la entrada.

—Por lo tanto, Estacado y los demásnecesitan ambas cosas —dijo Júpiter—,Todo este tiempo han perseguido lapuerta secreta.

Janus se estiró con satisfacción ychasqueó los nudillos.

—Esa entrada se encuentra aquí, enalgún punto del Vaticano. Ya saben casitanto como yo sobre esta cuestión.

—¿Aún quedan más secretos? —Coralina había comprobado que todos

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los demás parecían convencidos con lasexplicaciones del religioso.

—Déjeme terminar mi narración,antes de que todos demos el siguientepaso —le rogó Janus—. La historia delos Adeptos, como ya sabrán, no terminócon la retirada de Piranesi del pacto. Dehecho, se fue relacionando más y máscon la Iglesia católica. Como les dije,había entre ellos algunos teólogos, yfueron ellos quienes convencieron a losdemás de que el lugar que Piranesi habíadescubierto podía tratarse, en realidad,de nada más y nada menos que elmismísimo infierno.

—Por el amor de Dios —gimió

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Júpiter.—Ahora es fácil reírse de esa idea,

al menos para alguien que la ve desdefuera —exclamó Janus—, pero, créame,era una cuestión como para tomársela enserio, tal y como los Adeptos han venidohaciendo hasta la fecha. Mientras elfragmento de Piranesi permaneciódesaparecido, la alianza, impelida porel juramento, no pudo relajarse ni unmomento. Así, surgió una nuevageneración de Adeptos, y luego otra, yotra. Las antiguas reglas se olvidaron, ose fueron modificando según el criterioindividual. De seis miembros, pasaron aser diez; y de diez, finalmente, a una

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docena, pues hacía tiempo que los cincofragmentos restantes se habían unidopara descifrar el código de suinscripción. Dejó de ser simplemente unsímbolo, o una identificación depertenencia al pacto. Es probable que yahayan decodificado hace tiempo el texto,con la excepción del fragmento que lesfalta, y que en él figuren datosimportantes sobre la localización dellugar secreto. La pieza que ustedesdescubrieron en la iglesia de Piranesi estambién la última restante —concluyóJanus señalando la plancha de bronce—.Sin olvidar, por supuesto, la llave.

Júpiter meditó un momento,

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intentando digerir toda esa informaciónnueva y confusa a partes iguales.Finalmente, preguntó:

—¿Cómo dio Cristoforo con elgrabado?

—Cristoforo era, como ya saben, elrestaurador más respetado del Vaticano.Tenía acceso a los archivos secretossituados bajo el Patio de los Papagayos.Por lo que parece, allí dio con unareproducción de la decimoséptimaplancha. No tengo la más remota idea decómo llego la lámina hasta allí y por quénadie lo sabía; la cuestión es queCristoforo no le enseñó a nadie sudescubrimiento, pero tampoco fue capaz

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de mantener la boca cerrada. Le hablódel tema a unos y a otros, y las noticiasdel sensacional hallazgo no tardaron enllegar a oídos de los Adeptos.Sospecharon en seguida, debido a susanteriores investigaciones del entornode Piranesi, cuál sería el secreto queocultaría el decimoséptimo grabado:probablemente uno de sus hijos lohabría visto en alguna ocasión y se lohabría transmitido a sus descendientes, yestos a los suyos y así, indefinidamente.

»Se le exigió a Cristoforo queentregara la lámina, pero él se negó ydestruyó la impresión antes de que nadiepudiera examinarla. Aseguraba que no

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había ninguna llave en la imagen, tal ycomo él mismo la representó. Sospechoque trataron de sonsacarle informaciónde forma violenta, y él perdiódefinitivamente la razón. No seatrevieron a matarle porque esperabanpoder terminar descifrando el secretoalgún día, así que en lugar de ello, leexpulsaron del Vaticano.

»Cristoforo estaba loco, eso escierto, pero también sabía muy biencómo podía devolverles la jugada a sustorturadores: cubriendo Roma de copiasde la decimoséptima impresión, siempresin la llave, como comprenderán. Debióde hacerlo hasta que a Landini y los

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demás terminó hirviéndoles la sangre.Seguro que matarle finalmente lesprodujo una particular satisfacción: encuanto apareció la decimoséptimaplancha, ya no necesitaron más aCristoforo y pudieron librarse de él.

—¿Cómo llegó hasta los ArchivosVaticanos la impresión? —quiso saberJúpiter.

—Si quieren saber mi opinión, yocreo que fue el propio Piranesi quien lometió allí furtivamente. Siempre fue unególatra, algo en lo que todos suscontemporáneos han estado de acuerdo,y es evidente que quiso divertirse unpoco a costa de los Adeptos. Había

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dejado un cebo colgando delante de susnarices y pretendía observar cómo losotros corrían en círculos. Aparentementecalculó que la impresión se descubriríamucho antes, cuando él aún seguía convida, pero nunca llegó a saber que elhallazgo se produjo más de doscientosaños después —Janus hizo un gestoinquieto con la mano—. Pero todo sonteorías, ¿entienden?, aunquesinceramente lo considero unaposibilidad real. También deben darsecuenta que la alianza nunca había sidotan peligrosa como ahora. No creo quePiranesi llegara nunca a temer realmentea los Adeptos. No, él temía otra cosa,

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algo que le impidió volver a penetrar enlas Carceri por segunda vez.

—Eso significa —dijo Júpiter,atando los cabos de la narración delreligioso—, que Estacado sabe que ladecimoséptima plancha contiene, dealguna forma, la llave de la puertasecreta, y también sabe que el fragmentole guiaría hasta la puerta en cuestión —hizo una breve pausa, antes de terminarde explicar sus pensamientos—. Pero,todo esto, ¿para qué? ¿Qué esperanencontrar los Adeptos cuando den con lapuerta y la abran? Quiero decir, debe dehaber algo más, aparte de un orgullodesmedido, herido porque Piranesi se

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rió ante las narices de los antecesoresde Estacado. Y desde luego algo másque mero interés arqueológico.

—Es cierto —puntualizó Janus—,pero no olvide que los Adeptos actualestienen puestos importantes en elVaticano. Todo lo que hacen, lo hacen,en cierta forma, por la supervivencia dela Iglesia católica. ¿Y si la Iglesiahubiera sabido de la existencia de esteedificio inmemorial desde hacía siglos,mucho tiempo antes de que Piranesi lodescubriera? ¿Y si, como ya he dicho, setratara de la manifestación física delinfierno? Piensen que estamos hablandode la Edad Media, un campo de cultivo

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ideal para la superstición y el fanatismoreligioso. Las Carceri reales sedescubrieron por aquel entonces, yalguien tomó la determinación demantener su existencia en secreto ysellar la entrada, además de enterrarlobajo la más magnífica de lasconstrucciones de la cristiandad, laenorme basílica que, desde entonces,estaría destinada a mantener toda estacuestión en la sombra, una catedral detales dimensiones que su boato anularacualquier recuerdo de las instalacionespaganas que albergaba en sus cimientos.

—Eso no tiene sentido —respondióCoralina—. La Basílica de San Pedro

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no se levantó encima de la nada. Cuandose iniciaron sus trabajos de construcciónen el siglo XVI, se encontraba ya en elmismo emplazamiento una basílica dedoce siglos de antigüedad.

—Efectivamente —puntualizó Janus—. La Basílica de Constantino, erigidaen el siglo IV. Se construyó sobreterreno etrusco, en un lugar en el que,inicialmente, se hallaba un inmensocementerio etrusco y, por supuesto, latumba de san Pedro. Probablementefueron los propios etruscos, o susantecesores, quienes levantaron lasCarceri. ¿Y si los primeros cristianosque llegaron y encontraron la entrada, la

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tomaron por la puerta del infierno yemplazaron por ello la más sagrada detodas sus reliquias allí, como unaespecie de vigía?

—¿De verdad cree —exclamóJúpiter— que los huesos de san Pedrose enterraron aquí para guardar laspuertas del infierno?

—Así es. En los mitos cristianos,Pedro se ha venido considerando elcustodio de la puerta más importante detodas. El decide quién puede entrar en elReino de Dios y quién es expulsado. Noes imposible que una parte de la verdadquedara reflejada en la leyenda —seinterrumpió brevemente, pues había

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perdido el hilo de la narración. Encuanto lo retomó, prosiguió con su relato—. Algún tiempo después, no obstante,surgieron las dudas acerca de laautenticidad de los huesos, y por ello sedecidió, durante el Renacimiento, crearun sello nuevo y mejor. El papa Julio IIderribó la vieja basílica e hizo construiruna nueva catedral, la más magnífica decuantas habían existido hasta la época.El edificio se terminó en 1626, en queUrbano VIII efectuó la consagración dela cúpula. Así se creyó que la supuestaentrada al infierno habría quedadosellada para siempre. Hasta que, y conello retomamos la historia de los

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Adeptos, Piranesi descifró lainscripción de la vasija y descubrió lasegunda entrada.

—¿Una segunda entrada? —Coralinaalternó su mirada perpleja de Júpiter aJanus—. Pero si dijo que...

—La puerta de la que hemos estadohablando hasta ahora, la que Piranesidescubrió y que, probablemente, utilizó,no es la entrada principal de lasCarceri.

Júpiter sacudió resignado la cabeza.—La historia no acabará de

volverse plausible del todo mientrassiga dando saltos en la narración cadacinco minutos.

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Janus y la abadesa cruzaronbrevemente la mirada. La mano deDiana, que durante todo ese tiempohabía permanecido tranquilamenteposada sobre la mesa, se cerró en unpuño. Un murmullo casi imperceptiblecirculó entre las religiosas. Finalmente,la abadesa asintió con gran suavidad.

—¿Necesitan pruebas? —Janussuspiró como alguien que acaba detomar una decisión de trascendenciainsospechada—. Quizá tengan razón...Quizá ya es hora de enseñarles algo.

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El Portal de Dédalo

Diana les hizo traer uniformes demonja y les pidió que se los pusieran.Júpiter y Coralina encontraron lasituación bastante grotesca. Júpiter enparticular consideraba que tenía elaspecto de un cómico televisivo maldisfrazado para una ridícula escenahumorística. Sin embargo, finalmentereconoció que aquella vestimenta, denoche, cumplía su objetivo. Ningúnguardia se atrevería a molestar a unamonja, y mientras no se encontraran caraa cara con ningún Adepto, el truco

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funcionaría.Los tres abandonaron el monasterio

por la puerta de atrás. Janus les guiabaen la oscuridad, mientras Diana y lassiete religiosas quedaban atrás.

—No se preocupen, no está lejos deaquí —les explicó Janus, mientraspasaban frente a la fuente del águila.

También él lucía un uniforme, cuyodobladillo arrastraba por el suelo: habíatenido que elegir entre un traje que lequedaba bien de largo, pero que nocasaba con su amplio volumen, y otro enel que cabía con más comodidad, peropara el que era demasiado bajo. Habíaoptado por la segunda opción, y ahora

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debía prestar atención para notropezarse. Su rostro, no obstante,permanecía, al igual que los de Júpiter yCoralina, oculto bajo la sombra de lacofia.

En esta ocasión transitaron por elcamino embaldosado. Vestidos comoestaban con prendas propias dereligiosas, solo habrían conseguidollamar innecesariamente la atencióncorreteando campo a través entrematorrales y árboles.

En medio de una redonda isletaajardinada se alzaba, sobre un poderosopedestal, la estatua de san Pedro, con unbrazo erguido en la imponente pose de

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un predicador. Un foco le iluminaba lacara. Con las palabras de Janus aúnfrescas en la memoria, esa visiónofrecía a Júpiter un significadoenteramente nuevo. Pedro ya no erasimplemente el primer apóstol, lalegendaria piedra sobre la que seconstruiría toda la Iglesia cristiana, sinoque además era el vigilante de lo que seocultaba bajo sus cimientos. Era elguardián del último umbral.

En torno al monumento, había trespalmeras. Sus frondas susurrabanmisteriosamente en la oscuridad, sobreellos, fuera del alcance del foco. Detrássuyo, al otro lado de la isleta, se

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encontraba un pequeño edificio con unaúnica torre de cubierta plana, revoquemarrón claro y una puerta arqueada decolor verde. Se remangaron rápidamentelos hábitos y se perdieron entre losarbustos.

Janus golpeó con suavidad un cristalenrejado y esperó una respuesta sinpronunciar una palabra. No tardaría eniluminarse una lámpara frente a lapuerta, que los bañaría en luz.

Justo cuando una tropa de guardiasaparecía de la nada, marchando a suencuentro, la puerta se abrió.

—Rápido —susurró Janus,permitiendo el acceso a Coralina y

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Júpiter y siguiéndolos con premura. Unhombre fornido, de hombros tan amplioscomo los de un boxeador profesional ycon un rostro plano y sin expresión echóel cerrojo tras su entrada.

Esperaron, inmóviles, hasta que lospasos de los Svizzeri dejaron de resonaren el exterior, y entonces volvieron aponerse en movimiento.

Janus les presentó al desconocidocomo Aldo Cassinelli. Era el jefe dejardineros del Vaticano. Cassinelli lessaludó de mala gana con una inclinaciónde cabeza y les tendió su inmensa manollena de pelo. Al principio, Júpiter leconsideró poco digno de confianza, aun

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cuando tuvo que admitir que se sentíamás seguro en su compañía que en la delcírculo casi ultraterrenal de monjitas.Cassinelli tenía aspecto de ser capaz dereducir a tres guardas por sí mismo. Unafotografía colocada en la pared lemostraba junto a una italiana de grandespechos ataviada con un vestidito deflores.

—¿Su mujer? —preguntó Coralina,echando un vistazo a la imagen.

—Está muerta —repuso el jardinero,tajante—. Cáncer.

—¡Oh...! Lo siento.—Aldo es un buen amigo —dijo

Janus—. Uno de los pocos aliados que

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nos quedan.Júpiter pensó que aquel comentario

daba a entender que, con anterioridad,había habido más simpatizantes, y eso leplanteaba la duda de qué habría sido deellos. La leve sensación de seguridadque había experimentado con la primeravisión del jardinero desapareció degolpe.

—¿Tenéis la plancha? —preguntóCassinelli.

—Sí.—¿Dónde está?—En un lugar donde Estacado no

podrá encontrarla —respondió Janus,vagamente.

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El jardinero les guió por unaescalera hasta el sótano del edificio.Tuvieron que agachar la cabeza para nogolpeársela contra el excesivamentebajo techo abovedado. Tampoco habíademasiada luz, tan solo una bombilladesnuda que no hacía desaparecer lastupidas sombras de las esquinas.

Una vez llegaron al cuarto posteriordel sótano, Cassinelli tiró de una tablade madera colocada en el suelo, quereveló la existencia de un oscuroagujero. Tras todas las puertas secretasque había descubierto en las últimashoras, Júpiter se sentía un tantodefraudado en cuanto a la forma tan

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sencilla de ocultar los ancestralesenigmas del Vaticano.

El jardinero desapareció en laestancia anterior del sótano y regresó enseguida con una linterna y unaescalerilla de madera, que seguidamentehizo evaporarse en la oscuridad de laapertura. Únicamente al extremosuperior de la escala sobresalía unpalmo de las sombras.

—El pozo atraviesa un antiguosistema de ventilación —explicó Janus,tomando la linterna en la mano einiciando él primero el descenso.

—Ventilación, ¿para qué? —preguntó Coralina.

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—Ahora lo verán.Durante un instante, Júpiter creyó

que la joven comenzaría a patalear,furiosa, y se negaría a dar un solo pasohasta que Janus no se mostrara un pocomenos críptico. Sin embargo, ella selimitó a morderse el labio inferior,murmuró algo incomprensible y siguió alreligioso hacia las profundidades.Júpiter fue el último en bajar por lasescalerillas, mientras Cassinellipermanecía en el sótano y, tras uninstante, colocaba de nuevo la tabla ensu lugar.

El pozo era húmedo y la pared quelo rodeaba era tosca y gruesa. Finas

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raicillas como patas de insecto surgíande las junturas entre los sillares y, másabajo, se ramificaban y entremezclabanformando una tupida red. Su descensoacabó, a dos metros y medio deprofundidad, sobre una tabla de maderaalgo más ancha y considerablemente máspodrida y cubierta de hongostornasolados que la anterior. Janus lepidió a Júpiter que le ayudara a echarlaa un lado. Como era de esperar, debajono apareció más que oscuridad.

Janus iluminó la oquedad: la entradatenía los bordes irregulares, como si lahubieran abierto sobre un techo deladrillos a base de martillazos. Bajo ella

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discurría un túnel horizontal, que lerecordó vagamente a Júpiter al interiorde una antigua tubería romana.

—Allí abajo se estrecha un poco —les advirtió Janus—. Durante un buenrato tendremos que avanzar agachados,especialmente usted, Júpiter. Espero queesté en forma.

—Como un corredor de maratón —respondió este, malhumorado—, con uncáncer de pulmón en estado terminal.

Coralina le sonrió, dudó un instantey después le besó.

Janus saltó al agujero y, cuando laabertura se lo tragó hasta la cabeza y elreligioso tocó suelo, el investigador se

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dio cuenta de lo reducido que erarealmente el túnel. La espalda comenzóa dolerle ya, solo de pensarlo, y cuandofinalmente se encontró junto a Coralina yel sacerdote, gimoteante e inclinadohacia adelante, fue poco a pocoentendiendo lo que le esperaba.

Janus abría la marcha. Coralinasujetó la mano de Júpiter, pero no tardóen tener que volver a dejarla cuandoquedó patente que solo conseguía haceraún más complicado el avance.

Continuaron por el túnel duranteunos cien metros, hasta que llegaron auna nueva oquedad en el suelo, que lesllevó a otro nivel inferior, a otro pasillo

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abovedado. Una rata se escurrió porentre las piernas de Júpiter, protegidapor las sombras; el único ser vivo quehabían encontrado allí abajo.

Cambiaron de nivel una vez más, aun pozo inferior que terminaría porllevarles, de una vez por todas, hasta unestrecho túnel en cuyo final hallaron unadébil luz.

—Ya hemos llegado —susurró Janus—. Se acabó la caminata.

Coralina reveló, por el levearqueamiento de una ceja, su desagrado,pero no se pronunció. También Júpiterpermaneció callado conforme fueronaproximándose a la fuente de luz: la

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postura se estaba cobrando ya factura.Le dolía la espalda, pero el dolor que yahabía previsto se había extendido a sucaja torácica, haciendo que, a cadapaso, sintiera una aguda punzada en lospulmones.

Llegaron a una pesada verja. Lospuntales eran del grosor del antebrazode Coralina, y mostraban herrumbre envarias zonas. El espacio entre ellos eralo suficientemente ancho como paraobservar el otro lado sin dificultad.

Tras la reja se abría una salasubterránea, muy alta, pero con unaplanta muy pequeña en comparación, deno más de diez por diez metros. La verja

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se encontraba justo debajo del techo, enla parte superior de una de las paredes,de tal forma que ellos podíancontemplar toda la superficie desde unaaltura considerable. Concretamente unosveinte metros hasta el suelo, según loscálculos de Júpiter, quien metió la carapor entre las varas de acero. TambiénJanus y Coralina se aproximaron a laverja para poder observar la totalidadde la estancia.

En la pared opuesta se encontrabauna puerta enorme, que se alzaba hastael techo y era casi tan ancha como todala sala. Estaba flanqueada a amboslados por poderosas columnas, y las dos

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hojas que la componían eran bastas ysencillas. Júpiter apreció de un simplevistazo las similitudes arquitectónicascon los grabados de Piranesi, deinfluencia etrusca.

La puerta estaba cerrada. En variospuntos aparecían colocados sensores,unidos por largos cables a una mesa demando con disposición semicircular.Tras ella estaban sentados dos hombrescon monos claros, que jugaban a lascartas y, en alguna ocasión, lanzabanalguna mirada a los avisos y diagramasdel aparato.

—Es el Portal de Dédalo —susurróJanus, en voz tan baja, que resultaba casi

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imposible oírle.Coralina le miró con incredulidad.—¿Eso es...?—La puerta del infierno, si damos

crédito a las antiguas creenciasteológicas —respondió Janus—, peroante todo es, presuntamente, la entradaprincipal a las Carceri.

—¿Qué hay detrás? —se interesóJúpiter.

Janus se encogió de hombros.—Nunca se ha abierto.—Pero...—¡Silencio! —Janus le cortó a

mitad de palabra. Uno de los hombrestras el monitor había bajado las cartas y

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escuchaba, alerta.—¿Has oído eso? —le preguntó a su

compañero.El segundo hombre aguzó el oído,

pero después negó con la cabeza.—Nada. Quizá haya ratas en el

conducto de ventilación.—Pues sonaba como a voces.Janus tiró hacia atrás de Júpiter y

Coralina con brusquedad, en cuanto elprimer hombre se levantó para ir al otrolado de la puerta y echar un vistazo a laverja. Tras un instante, oyeron cómo sevolvía a su sitio detrás del panel demando. El sudor cubría la frente de lostres cuando volvieron a acercarse

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sigilosamente a la reja a comprobar quelos guardas habían retomado el juego.

Janus lanzó a sus compañeros unamirada reprobadora. «Ha estado cerca»,decían sus ojos. Una docena depreguntas se le atropellaban en la bocaal investigador, pero se contuvo.

Sus dedos buscaron la mano deCoralina y se cerraron en torno a ella.La joven se acercó imperceptiblementea él.

Júpiter observó directamente lapuerta. Carecía de mecanismos visiblesque la abrieran, no había poleas,cadenas, ni engranajes. Tampocodescubrió ningún indicio de que la

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hubieran forzado. Ni marcas queseñalaran que la habían llegado a apoyaren la piedra, ni muestras de voladura.

En un lateral de la consola devigilancia, se encontraba una gran mesaredonda con once sillas. Tras ella, sobrela pared, había un mueble, una especiede armario achatado. Tan pronto lo vio,Júpiter entendió que se trataba de unacaja fuerte, un modelo anticuado con unaruleta giratoria del tamaño de un plato.

—Ya han visto lo suficiente —murmuró Janus sin casi emitir sonidoalguno, y ya iba a apartarse, cuando dela parte de atrás de la sala llegó elrumor de pasos de más personas y el

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sonido de voces apagadas.Júpiter y Coralina no se movieron

del sitio, y Janus se aproximó a la verjapara echar un vistazo a los reciénllegados.

A través de una entrada que seencontraba justo debajo del tubo deventilación y, por tanto, fuera de sucampo de visión, fueron llegandomuchos hombres. Uno de ellos eraEstacado; otro, el cardenal Von Thaden,seguido de su albino secretario Landini.Tras ellos llegaron varios personajes alos que Júpiter no había visto nunca.Ninguno se encontraba por debajo de lossesenta años, y el investigador dedujo

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que se trataría de altos cargos religiososdel Vaticano. Uno parecía cansado, yapenas se había peinado. Otro, llevabazapatillas de estar en casa. Resultabaevidente que a todos se les habíadespertado en mitad de su sueño, por loque algo importante debía de haberocurrido. Júpiter supuso que su huida yla desaparición de la plancha serían elmotivo de esa asamblea nocturna, yconsultó el reloj: eran poco más de lastres y media.

Finalmente, el profesor DomovoiTrojan apareció acompañado de suenorme asistente rubio, que empujaba lasilla de ruedas. Trojan transportaba

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sobre el regazo, sujeto fuertemente conambas manos, un cofre de madera.

Estacado les hizo una señal a los dosvigías y al chófer del profesor, y los treshombres abandonaron la sala sin deciruna palabra. Júpiter oyó cómo la puertase cerraba tras ellos.

Los Adeptos a la Sombra tomaronasiento en torno a la mesa. Trojancolocó su silla de ruedas en un huecoentre Estacado y el cardenal VonThaden. Colocó el cofre con veneraciónsobre la mesa y se lo tendió a Estacado.Von Thaden se levantó, abrió la cajafuerte y sostuvo frente a él con inmensocuidado un objeto redondo.

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A estas alturas, Júpiter ya había sidocapaz de deducir que se trataba de lavasija minoica. Evidentemente, alguienhabía unificado los cinco pedazos, ysolo faltaba el sexto fragmento. Vistodesde arriba, parecía una especie detorta a la que hubieran dividido entrozos informes.

El cuenco tenía prácticamente laforma de un plato, de tan ligera comoera la curvatura de su superficie. Elbarnizado pardo brillaba a la luz de laslámparas, colocadas bien sujetas sobrelos muros de la estancia.

Estacado se desplazó a un lado parapermitir a Von Thaden depositar la

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vasija sobre la mesa, junto al cofre delprofesor.

Coralina se inclinó sobre el oído deJanus.

—¿Sabía que se reunirían a estahora?

El religioso negó con la cabeza. Suslabios formaron un «no», pero noemitieron ningún sonido.

Una vez se hubo sentado de nuevo elcardenal, Estacado tomó la palabra.

—Ya saben que nuestros dosinvitados se han evadido, y es evidentepara todos quién debe de haberlesayudado.

Uno de los más ancianos entre los

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presentes, un hombre que Júpiterdesconocía, carraspeó.

—Tenías que haber escuchado alcardenal Von Thaden. Si los hubiéramoseliminado, ahora no tendríamos estedesagradable problema.

Coralina susurró al oído delinvestigador:

—Ese es el bibliotecario pontificio,el hermano de Estacado.

—¿Desagradable problema? —exclamó Estacado con satisfacción—.Sí, es posible. Sin embargo, valía lapena intentarlo. Ahora, como antes, sigoestando en contra de matarindiscriminadamente. Su ridícula

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venganza contra ese pintor —se volvióhacia Von Thaden y Landini mientraspronunciaba estas palabras— fuesuperflua y absolutamente indigna denosotros. Era un anciano loco quesimplemente se entreteníaprovocándonos con sus garabatos.Aceptar su desafío fue innecesario.

Júpiter percibió la manera tan airadaen que Landini cerraba los puños, sibien el cardenal le ordenabainmediatamente, con un gesto de lamano, que se relajara. Una sonrisa fina,como cortada con un cuchillo, se dibujóen sus labios.

—Sus humanistas opiniones le

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honran, signore Estacado —dijo, y suvoz delató el sarcasmo que escondíansus palabras—, pero Cristoforo era unriesgo, y evitar los riesgos debería tenerun lugar preponderante en nuestrasdecisiones. Más de lo que posiblementesea usted capaz de admitir.

—¿Me pone en duda, Von Thaden?—a Júpiter no le pasó desapercibida laforma tan poco respetuosa con queEstacado se dirigía a uno de los másaltos cargos de la Iglesia católica—. Meeligieron como presidente de estecírculo por unanimidad.

—Otro riesgo que se podía haberevitado —dijo Landini en voz baja, pero

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la acústica de la sala arrastró suspalabras hasta el conducto deventilación.

Estacado prefirió no prestar atencióna las impertinencias del secretario, apesar del murmullo que levantó por todoel círculo de Adeptos. Algunos parecíanestar de acuerdo con las palabras deLandini.

Von Thaden se inclinó ligeramentehacia adelante.

—¿Debo recordarle que su pequeñoexperimento de esta noche no ha sido elprimer error que ha cometido?

Júpiter y Coralina vieron cómoJanus se sonreía. Aunque Von Thaden y

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los demás eran sus enemigos, elinvestigador tuvo que admitir quecomprendía su punto de vista: Estacadorealmente había corrido un riesgoinnecesario dejándoles vivir a Coralinay a él, por no hablar de la iniciación deJanus en los misterios de los Adeptos.

Una intensa discusión se inició en lasala, en cuyo transcurso, muchoscriticaron la gestión de Estacado,mientras otros salían en su defensa. Elúnico que permaneció llamativamentesilencioso fue el profesor Trojan.Durante todo ese tiempo no pronunció niuna palabra, simplemente se quitó elsombrero, le dio algunas vueltas sumido

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en sus pensamientos, y finalmente se lovolvió a colocar.

Sin embargo, tras cuarto de hora deintensos reproches y contraataques, elprofesor carraspeó de forma tan sonoraque logró hacer callar a todos lospresentes.

—Muchas gracias —dijo, con vozsuave, como si temiera que cualquierpalabra fuera de tono le robara la voz—.Creo que nuestra presencia aquí deberíacentrarse en los asuntos más urgentes.¿Solo me lo parece a mí, o esta disputa,teniendo en cuenta nuestro triunfo dehoy, resulta un poco... ridícula?

Estacado vislumbró una

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oportunidad.—Es un triunfo, desde luego —tomó

el cofre de madera con ambas manos ylo alzó con gesto teatral ante lospresentes. Finalmente, lo volvió acolocar junto a la vasija—.Personalmente creo que deberíamoscontinuar.

Su hermano, el bibliotecario, asintió.—Así es.Algunos de los demás Adeptos

asintieron, conformes, y Júpitercomprobó que en el rostro del profesoraparecía una sonrisa de satisfacción. Porprimera vez, tuvo la impresión de queaquel anciano en silla de ruedas jugaba

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un papel dentro del pacto mucho másimportante de lo que podría parecer asimple vista.

Janus adivinó sus pensamientos.—A Von Thaden le gusta hablar bien

alto, y Landini es astuto —susurró—,pero Trojan sabe cómo mover los hilossin ser visto. Mientras apoye aEstacado, su posición será indiscutible.

—¿Sabe lo que es eso? —murmuróCoralina cuando Estacado colocó ambasmanos sobre la tapa del cofre y lo abriólentamente.

Janus agitó la cabeza en señalnegativa, y volvió a concentrarse en laobservación de la sala.

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Un silencio devoto se extendió entrela asamblea.

Estacado metió cuidadosamente lamano en el cofre y cogió algo con dosdedos.

Coralina se quedó de piedra.—¡No!Júpiter sintió una punzada de dolor y

apretó la mano de la joven con másfuerza.

Incluso Janus contuvo la respiracióndurante un momento.

Desde el túnel resultaba difícilreconocer un objeto tan pequeño y tandifuso como el que tenía Estacado en lamano, y sin embargo, supieron de

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inmediato que se trataba del fragmento.El fragmento que debería haber

estado en la clínica, con la Shuvani. Elfragmento que nunca habría entregadopor propia voluntad.

—Está muerta —dijo Coralina, convoz inanimada.

Júpiter quiso responderla, calmarla,decirle algo que la consolara, pero lepareció que no sería más que unamuestra de cinismo. Sospechaba queCoralina tenía razón. Los Adeptosdebían de haber escuchado laconversación telefónica, matado a laShuvani y haberse hecho con el pedazo.

Las lágrimas abrieron una senda

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clara por las mejillas de Coralina,manchadas de polvo y suciedad, pero laexpresión de su rostro no experimentóningún cambio. Tampoco hizo ningúnreproche a Janus; tan solo miró a lasprofundidades, a aquellos doce hombresy al cáliz en medio de ellos.

Estacado colocó el pedazo en elhueco vacío de la estructura de la vasija.Coincidía con exactitud. La espiral dejeroglíficos quedó completa y, con ella,la inscripción grabada entre lossímbolos, aunque esta última eraimposible de percibir para los tresobservadores del techo de la sala.

—¿Cuánto se tardará en descifrar el

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texto? —preguntó Von Thaden.Estacado sonrió con satisfacción.—Un par de horas. Mañana a

primera hora sabremos elemplazamiento exacto de la segundapuerta y podremos empezar lasexcavaciones.

—Me encargaré de que se haga todolo necesario —añadió Von Thaden,asintiendo.

Algunos de los presentes se habíanlevantado de su sitio y se inclinabanpara obtener una mejor perspectiva delcuenco.

Por primera vez en dos siglos ymedio, aquel artefacto volvía a estar

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completo.Júpiter sintió cómo se contagiaba

del entusiasmo general. El código habíapermanecido oculto en los otros cincofragmentos probablemente durantemucho tiempo, tan solo a falta del datomás importante, la parte de lasinstrucciones que únicamente Piranesiconocía. Finalmente, esa misma noche,el misterio quedaría resuelto.

Colocó un brazo en torno a Coralinay la apartó suave y lentamente de laverja. Janus echó un último vistazo a lasala y a continuación les siguió.

La muchacha miró a Júpiter con unapregunta en sus ojos.

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—No podríamos haberla ayudado,¿verdad?

—No.—Nosotros... Nosotros quisimos que

nos acompañara.—Ella tomó su propia decisión.Coralina tragó saliva.—Tendríamos que haberla

convencido.—Quizá no le haya pasado nada —

replicó él, con suavidad—. Ya has oídolo que ha dicho Estacado.

—Nunca les habría dado elfragmento por propia voluntad.

—Por teléfono daba la impresión dehaber recobrado el buen juicio.

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Lamentaba mucho haber cambiado elpedazo de la vasija.

Mientras regresaban por el conductode ventilación, Coralina no dijo unapalabra más ni dejó que Júpiter lacogiera del brazo. Sin embargo,procuró, sobre todo, mantenerse alejadade Janus. En una ocasión, el religiosointentó hablar con ella, pero la joven nole prestó atención.

Júpiter no pudo comprobar si elcamino que tomaban para subir era elmismo que para bajar. El aspecto era, asu juicio, el mismo: un túnel húmedo,oscuro y estrecho. En algún punto tuvola nítida sensación de que no podría

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volver a erguirse nunca, de tan fuerteque era el dolor que atormentaba suespalda, pero el momento acabó porpasar, y sus pensamientos volvieron a laShuvani y a lo que los Adeptos podríanhaberle hecho.

Más tarde, unos veinte minutosdespués, o quizá una hora, llegaron denuevo a la escalera que llevaba hasta lacasa del jardinero. Janus golpeó latrampilla, y unos segundos después, laszarpas de Cassinelli aparecieron aambos lados de la misma. Les ayudó asalir y, acto seguido, volvió a cerrar laentrada.

—Me da igual lo que haga usted —

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dijo Coralina a Janus—, pero quierovolver a la ciudad de inmediato. Tengoque ocuparme de mi abuela.

—Déjeme que primero descubra loque pasó en el hospital —le rogó Janus—. Puedo llamar por teléfono.

Coralina le miró con la rabiaardiéndole en los ojos.

—¿Y qué mentiras nos contará estavez? ¡Me prometió que ella no corríapeligro! —su voz alcanzó un tonopeligrosamente agudo, y hasta el propioCassinelli perdió por primera vez suestoica expresión y miró a un lado y aotro con preocupación—. ¡Maldita sea,Janus, usted me dijo que no le pasaría

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nada!—No sabemos si...—¿Si está muerta? —bramó la

muchacha sin preocuparse por laslágrimas que caían por sus mejillas—.Por el amor de Dios, no ha tenido elvalor de decirlo ni una sola vez. ¡Estámuerta, Janus! ¡Lo sabe tan bien comoyo!

Janus le sostuvo la miradaacusatoria durante un buen rato, ydespués se volvió al jardinero.

—Tengo que hacer una llamada.Cassinelli asintió y puso rumbo a la

salida del sótano, pero Júpiter retuvo aJanus justo cuando le iba a seguir.

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—Ha dicho que Von Thaden pudopinchar la línea. De ser así, sabrá dóndenos escondemos.

—¿Tiene alguna propuesta mejor?—Coralina tiene razón. Sáquenos

ahora del Vaticano, de cualquier forma,y del resto nos ocuparemos nosotros —estaba convencido de lo que decía, perotenía otra razón para querer evitar lallamada a la clínica: si Coralina llegabaa saber con certeza que la Shuvani habíasido asesinada, nunca volvería a confiaren Janus, daba igual si este podíaayudarlos o no. También Júpiter culpabaal religioso por haber minimizado elriesgo que corría la anciana, pero en

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cualquier caso, Janus no sabía que ellaestaba en posesión del fragmento.

—No puedo sacarles al exterior —dijo Janus, turbado—. Las puertas estáncerradas, y los vigilantes habránrecibido aviso de no dejar pasar a nadieque no conozcan.

—¿Y qué hay del camino a travésdel depósito de agua? —preguntóJúpiter.

Janus le miró con los ojos comoplatos.

—Ya les dije que nadie...—¿De verdad nunca lo ha probado?

—le interrumpió, tajante, Júpiter—.Utiliza ese lugar como escondite y tiene

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una salida justo debajo de sus narices,¿y nunca se le ha pasado por la cabezala idea de probarlo? No me lo trago.

Janus suspiró, mientras Coralinaobservaba a Júpiter atónita.

—Sí, inténtenlo —dijo el religiosofinalmente—. Sería una buena vía deescape del Vaticano si los remolinos noarrastraran a cualquiera hasta el fondo.Intentamos atravesarlo una vez con unaespecie de balsa. Yo pude salir delagua, pero a uno de mis compañeros...Le costó la vida —Janus se interrumpióy agitó la cabeza—. No funcionará,créame.

—¿Lo ha intentado con cuerdas?

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—¿Quiere ir colgado sobre el agua?—resopló Janus—. ¡No lo dirá en serio!

—¿Lo ha intentado?—Por supuesto que no. Quizá no

haya caído en la cuenta de que no soydeportista de alta competición.

Júpiter cruzó una mirada conCoralina, quien asintió casiimperceptiblemente.

—Coralina y yo podemos hacerlo —dijo él, aunque estaba lejos deencontrarse en forma.

—Han perdido la razón —murmuróJanus.

—Lo conseguiremos —repusoCarolina, saliendo en ayuda de Júpiter

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—, si nos ayuda. Nos lo debe.Janus se volvió hacia ellos, furioso,

pero cuando vio la determinación en lamirada de los jóvenes, guardó silencio ymiró al suelo, pensativo. Finalmente, sedirigió a Cassinelli, que seguíaesperándole en la salida del sótano.

—¿Tú qué opinas?El jardinero encogió sus hombros de

buey.—Deberían intentarlo.Janus, quien claramente esperaba su

apoyo, miró a Cassinelli con rabia enlos ojos y le preguntó:

—¿Tienes cuerdas losuficientemente largas?

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Antes de que el jardinero pudieracontestar, Janus se volvió de nuevohacia Júpiter.

—¿Cómo piensan hacer llegar elextremo de la cuerda al otro lado?

Ahora que la decisión estabatomada, Júpiter albergaba un corajerenovado. Ya era hora de volverseactivo, daba igual cómo terminara todo.Se sentía desinhibido y lleno de energía,como si hubiera tomado demasiadacafeína.

—Había pensado en una ancleta quepudiera arrojarse a mano —dijo él.

—¡Un ancla! —exclamó Janus, conojos desorbitados—. Pero, ¿dónde se

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cree que está, por el amor de Dios?Antes de que Júpiter pudiera

replicar, oyeron a Cassinelli revolverentre cajas y sacos en el extremoopuesto del sótano. Unos instantesdespués, apareció con un rezón oxidado.

—¿Uno como este? —gruñó.—Exacto —repuso Coralina,

sonriente.—¿De dónde demonios ha salido

eso? —bufó Janus al jardinero.Cassinelli se apoyaba

alternativamente en un pie y en otro,nervioso, como si le hubieransorprendido haciendo algo prohibido.

—Alguien lo arrojó desde el muro

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exterior. Con una cuerda. Una y otra vez.Nadie llegó a trepar por ella, losguardias actuaron, pero dejaron suequipo aquí, y alguien tenía querecogerlo. Alguno de mis hombres, o yomismo —agitaba el ancla hacia adelantey hacia atrás—. Lleva aquí un par deaños. Colgaba del muro occidental, justoal lado del helipuerto. No había nadie,solo esta cosa ahí tirada —dijo,señalando a una caja—. Tengo más,algunas de treinta o cuarenta años.

Júpiter se colocó tras el jardinero yle golpeó amistosamente en el hombro.

—Hizo muy bien.Una sonrisa iluminó el rostro de

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grandes poros del hombre.—Sogas hay de sobra aquí —volvió

el rostro de Júpiter a Coralina—. Esusted muy valiente, signorina.

Ella se volvió hacia el hombretón yle estrechó en un fuerte abrazo.

—Muchas gracias, signoreCassinelli.

—Aldo —dijo él.—Aldo... Yo soy Coralina. Y él es

Júpiter.Cassinelli pensó un momento.—Qué nombre más raro, Júpiter.

Como...—El más importante de los antiguos

dioses —completó Júpiter, recordando

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de pronto las extrañas palabras deBabio: «El más importante de losantiguos dioses, propicia la caída delnuevo».

Janus se volvió hacia él y dirigióuna mirada reprobatoria al rezón. Teníacuatro extremos de acero acabados engarfios.

—Lo único que puedo decir... es queson unos grandísimos insensatos.

Coralina no le hizo caso.—¿Podría acompañarnos al

embalse? —le preguntó a Cassinelli.—Yo... yo... —repuso el jardinero,

sobresaltado.—Aldo nunca baja hasta allí —les

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explicó Janus.—No me gusta la oscuridad —dijo

el gigantón, con un hilo de voz—.Prefiero el aire libre. El jardín. Megustan las plantas y el cielo, las cosasverdes, que crecen y florecen. No bajo.

Júpiter decidió no apremiar aCassinelli, y un mero vistazo a los ojosde Coralina le bastó para saber que ellapensaba lo mismo que él: ya habíademasiada gente metida en esa historia,con consecuencias letales para Babio yCristoforo. No quería que Cassinellifuera el próximo.

—De acuerdo —dijo Júpiter—. ¿Yqué hay de usted, Janus? Alguien tiene

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que guiarnos al embalse.—¡Por supuesto! —si el religioso

hubiera adoptado un tono solo un pocomás irónico, Júpiter habría deducidoque les iba a hacer ir a ellos dos solos.

Cassinelli buscó una cuerda fuerte ylo suficientemente gruesa como parasostener a un hombre. Janus exigió queJúpiter y Coralina se ataran dos másalrededor del torso, para poder tirarseal agua en caso de necesidad.

—Aunque entonces no me haríamuchas ilusiones de que saliera bien —añadió—, porque la resaca esverdaderamente tremenda.

Coralina abrazó a Cassinelli a modo

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de despedida. El primer contacto lehabía puesto ya nervioso, por lo que selimitó a devolverle unas palmaditas deánimo en la espalda.

—Lo hará bien —dijo. Su sonrisaera tan amplia como la de un gorila. Letendió también la mano a Júpiter y se laestrechó largamente—. Que tenganmucha suerte, Dios quiere ayudarlos.

Deslizaron de nuevo la trampillahacia un lado y avanzaron agachados porel tubo de ventilación hasta que llegarona un conducto más amplio, en el queJúpiter, finalmente, pudo volver aerguirse. Aunque no había ningúnindicio de que los siguieran o de que los

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estuvieran vigilando, hablabanúnicamente a susurros.

—¿Por qué nadie ha intentado abrirel portal? —preguntó Júpiter sobre lamarcha.

—Si fuera un miembro de la Iglesia,¿abriría usted la puerta del infierno?

—Mientras nadie lo compruebe, nose podrá saber si lo que hay ahí abajo esrealmente el infierno.

—No, por supuesto que no.Actualmente ni siquiera es una idea quese tome demasiado en serio, pero eso,para ser exactos, solo haría las cosasmucho peores.

—¿Qué quiere decir con eso?

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—Los Adeptos no son los únicosque conocen la existencia de la puerta.El Papa, los cardenales, un montón depersonas están informadas del tema.Dese cuenta de que, durante siglos, secreyó que esa era realmente la puertadel infierno, y su existencia, un cimientosecreto de la Iglesia católica. Mientrasesto no repercuta al exterior, el secretoestará seguro. Sin embargo, imagine queesa puerta llegara a conocerse... Lacomunidad científica se interesaría porella y querrían iniciar investigaciones.Se sabría que, en algún momento, seconstruyó el Vaticano como sello, por loque el interés en lo que se encuentra tras

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la puerta no haría sino aumentar. ¿Y quéocurriría si de verdad se abriera y trasella estuviera... la nada? O quizá unsistema de grutas, o una sala, o un par demazmorras como las de los aguafuertesde Piranesi. Pero no el infierno. ¿Qué lepodrían contar en ese caso a la infinidadde millones de creyentes? ¿Que laIglesia está basada en un error? ¿Que nohay ningún infierno, o al menos no enese lugar? ¿Pueden imaginarse elescarnio a nivel mundial, si el Papa seencuentra ante un micrófono y se veobligado a admitir que sus precursoresse equivocaron al erigir el Vaticanopara bloquear esa puerta? —Janus agitó

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enérgicamente la cabeza—. Desde elpunto de vista de la Iglesia, la existenciadel Portal de Dédalo debe permanecerpara siempre en secreto, y por supuestotampoco se puede intentar abrir. Y, yaque hablamos del tema, lo mismo seaplica a la segunda puerta, que Piranesidescubrió y que quizá abriera. Si alguienla atravesara, si se enviaranexpediciones y alguien abrieraempujando la puerta principal desde elotro lado... Entiéndanlo, ¡la Iglesia no lopuede permitir! Por eso le ha encargadoa los Adeptos a la Sombra que seocupen de defender el secreto, sinimportar a qué precio.

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Coralina rompió inesperadamente susilencio.

—¿Por qué lo llaman el Portal deDédalo?

—Cristoforo —añadió Júpiter—habló de algo que llamaba la Casa deDédalo.

—La Casa de Dédalo... —repitióJanus—. Entonces, también lo sabía.

—¿El qué?—La leyenda, el antiguo dicho, el

mito... Como quiera usted llamarlo.Janus se detuvo frente a una oquedad

en la pared y les indicó a Júpiter yCoralina que entraran. Al otro ladoencontraron un pasillo, cuyas paredes

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aparecían cubiertas con musgo seco.—Bueno, ya se pueden imaginar —

prosiguió el religioso—, que siempre hahabido un montón de rumores por elVaticano acerca de la puerta y lo que seencontraba tras ella. Algunas de esashistorias no eran más que deseospiadosos, locuras propagadas por un parde sabelotodos, mientras que otras eranmás objetivas, ideas propias delracionalismo creciente. No obstante,también se dieron algunas tandisparatadas que casi hasta podrían serverdad, como la que dice que se trata dela entrada al infierno. Una de ellas estárelacionada con la historia de Dédalo, el

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constructor, y de su legado... Sabenquién era Dédalo, ¿verdad?

Júpiter y Coralina asintieron ensilencio.

—Entonces también sabrán que surastro se perdió, tras su fuga de Creta yla muerte de su hijo Icaro, en la Italiaactual.

—En la costa de Sicilia —completóCoralina.

Janus hizo que la luz de su linternarecorriera las paredes con rapidez.

—Cuenta una leyenda que, desdeallí, Dédalo se dirigió hacia el norte. Sedice que, tras un largo peregrinaje, seperdió en las regiones más pobladas, en

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el antiguo Lacio, y que fue allí, en estemismo lugar, donde levantó unaconstrucción titánica, su legado para lahumanidad.

—¿Las Carceri? —preguntó Júpiter.—Sí, si queremos seguir utilizando

la terminología de Piranesi. El laberintomás grande que jamás se hayaconstruido, subterráneo eincalculablemente inmenso, a un nivelinédito e inconcebible. Tan grande, quela Iglesia podría llegar a creerlo elinfierno.

—¿Usted se cree esa historia? —dijo Coralina, contemplando el perfildel religioso.

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—Al menos Cristoforo lo creía, yaque hablaba de la Casa de Dédalo, ¿nocreen? —repuso Janus, encarando aCoralina con una sonrisa ladina—. Porsupuesto no es más que lo que usteddice... una historia. Tan solo una detantas, surgidas en torno al portal a lolargo de los siglos. El infierno, lasCarceri, la Casa de Dédalo... Al final,termina por no haber diferencia, almenos si no conseguimos encontrar lasegunda puerta y darla a conocer a laopinión pública.

Coralina se paró en seco.—¿Es eso lo que pretende?—Entre otras cosas. ¿Qué era lo que

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pensaba? —Janus se detuvo un instante,pero continuó caminando cuando vio queCoralina reanudaba también la marcha.

—El nombre del Portal de Dédalo,¿es la denominación oficial de lapuerta? —quiso saber Júpiter.

—Hay otro par de ellas, pero lamayoría de las personas que conocemosla existencia de la puerta la llamamosasí. Hay una leyenda que dice que elespíritu de Dédalo continúa vagando porel laberinto subterráneo, esperando aque lo liberen.

—¿Y qué sucederá entonces? —suspiró Coralina—. ¿El tantas vecesprometido fin del mundo?

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Jano negó con la cabeza.—Su reconstrucción. El mundo se

erigirá de nuevo de acuerdo con laimagen del constructor. Se«laberintizará», digamos.

Desde la distancia llegaban ligerosrumores.

—¿Es el embalse? —preguntóJúpiter.

—Ya casi estamos allí —dijo Janus,asintiendo.

Poco después, el ruido del agua sevolvió ensordecedor. Janus les guio através de una puerta en forma de arcoque ya conocían. Tras ella, más allá deuna pasarela enrejada, se abría el

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abismo del depósito. La superficieoscura del agua se retorcía a cincometros por debajo de ellos mientras que,de la apertura en la pared opuesta,surgía una cascada que se precipitabahacia el abismo.

El puente tenía una anchura de unosdos metros. En el lado opuesto delabismo, a la misma altura, se encontrabala hendidura de la que surgía el torrenteque alimentaba el embalse. El aguanacía de un canalón en medio de lagrieta, y a izquierda y derecha seiniciaban cornisas transitables. Ese erael único punto donde la burdamampostería podría ofrecer las

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condiciones adecuadas para que laancleta se enganchara.

La distancia entre la pasarela y laabertura era de unos siete u ocho metros.Si se resbalaban durante el descenso,caerían al depósito y el impacto losmataría.

Júpiter no había arrojado una ancletajamás en su vida, y su primer intentotuvo un resultado deplorable. A partir dela octava o novena vez, empezó a lograralcanzar la entrada, si bien el anclaacababa cada vez en las rugientes aguas,que la arrastraban.

Fue necesaria casi media hora hastaque las puntas de acero se engancharon

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finalmente en las junturas de una de lasdos cornisas. Los tres tiraron de la sogapara probar la resistencia, pero el anclano se movió: aparentemente, estaba biensujeta.

Tensaron la soga y ataron el extremoa una cañería tan ancha como un serhumano. Janus tomó las otras doscuerdas que le había dado Cassinelli yles entregó una a cada uno. Después, lesayudó a anudárselas sobre el pecho,bajo las axilas. Su idea era poderatraerlos de vuelta a la zona seca encaso de necesidad mediante esascuerdas de más.

Júpiter presentía que la fuerza de un

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solo hombre no bastaría para rescatar aotro ser humano del torbellino, por loque se pusieron de acuerdo poradelantado en que sería Coralina laprimera en trepar. Si ella caía, entreJanus y él podrían arrastrarla fuera delagua. Con un poco de suerte, podríamaniobrar con ayuda de las cuerdashasta un saliente del muro que se alzabamuy por debajo de la pasarela, a laaltura del nivel del agua. Por lospuntales de la verja, Júpiter se diocuenta de que el embalse contaba conuna segunda salida.

Besó a Coralina y le deseó suerte;después, ella se ató la cuerda en torno al

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cuerpo, bien tirante, y se deslizó porencima del borde de la verja. Un fuertetirón recorrió la soga cuando sebalanceó sobre el vacío, sosteniéndosecon las dos manos. El pulso de Júpiterse aceleró, mientras observaba cómo lajoven iba avanzando lentamente.

Repentinamente le asaltaron lasdudas. Él no tenía ningún tipo deexperiencia en este tipo de actividadesfísicas, ¿tendría suficiente fuerza comopara cubrir ocho metros de distancia deesa forma?

Coralina cumplió con su parte deforma asombrosamente eficaz. No tardóen tener cubierta más de la mitad del

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recorrido, sin mostrar ningún tipo deagotamiento. Júpiter y Janus no decían niuna sola palabra, se limitaban acontemplar como hipnotizados a lamujer que se deslizaba sobre el abismo.Aferraban el extremo del cabo deseguridad con fuerza, para poderreaccionar con presteza en caso de queCoralina perdiera el equilibrio, aunquenada indicaba en ese preciso momentoque se fuera a dar el caso. Júpiter habíapodido comprobar con anterioridad lafuerza y la agilidad felina de la joven, yya entonces le habían impresionadonotablemente.

El último tramo era el más

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peligroso. En los dos metros finales, lasoga se aproximaba peligrosamente a lacascada artificial. En caso de queCoralina perdiera pie y quedaraatrapada en la corriente, el agua laarrastraría sin remedio.

La joven, no obstante, evitó elpeligro con brillantez. Poco después,alcanzaba el muro situado bajo el bordeexterior de la abertura, donde residíauna nueva dificultad: puesto que laancleta estaba enganchada en la propiacornisa, la joven tenía que escalar metroy medio por la pared desnuda parallegar al saliente. Las cuerdas seclavaron en sus antebrazos cuando la

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muchacha se apoyó en ellas paraimpulsarse hacia arriba, mientras laspuntas de sus pies se iban colocando conhabilidad en los huecos más profundosde la pared.

Mientras Júpiter contemplaba conqué facilidad Coralina superaba estosobstáculos, su propio asombro casi hizoque olvidara el miedo que sentía por laseguridad de la muchacha. Sin embargo,cuanto más observaba la destrezanecesaria para llegar hasta la hendidura,más dudaba de sí mismo. No podía nicreerse que hubiera sido él mismo quienhabía propuesto aquella vía de escape.

Finalmente, Coralina se encontró en

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lugar seguro. Se detuvo durante uninstante, sentada al borde de la cornisa yrespiró hondo un par de veces. Después,se levantó y sonrió a sus dosespectadores del otro lado del abismode forma un tanto forzada, hasta quesacó de su cinturón la linterna de Janus.Dio algunos pasos en la oscuridad, perono tardó en volver al borde delprecipicio, donde se encogió dehombros.

—Parece que está todo en orden —dijo—. ¡Ahora te toca a ti, Júpiter!

El estruendo de la cascada ahogóprácticamente por completo suspalabras, por lo que el investigador tuvo

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que adivinar más de lo que realmenteoyó.

Janus le dio una palmada de alientoen el hombro.

—¡Lo va a lograr! Cuando lleguehasta allí, solo tiene que seguir el túnel.Tras un par de metros, encontrará, en lapared de la derecha, una vía queasciende. Sigan por la escalera queencontrarán allí. Acaba en una seccióndel alcantarillado local, y a partir de allíno deberían tener problemas paraencontrar una salida —dio un tirón paracomprobar los nudos sobre el pecho deJúpiter—. Hace un par de años, realicéel viaje opuesto con un par de

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compañeros. Descendimos desde lacalle y llegamos hasta donde seencuentra ahora su amiga, pero elabismo ha impedido que, desdeentonces, ese camino se volviera arecorrer.

Júpiter miró brevemente la revueltasuperficie del agua.

—Entiendo.Janus alzó la mano y le hizo una

señal a Coralina.—¡Su amigo ya va para allá! —dijo,

en voz alta.Ella asintió. Tras el velo de niebla

que se levantaba con el golpeteo de lacascada, parecía muy pálida, casi una

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aparición.Júpiter se dio ánimos, agarró la

cuerda y se deslizó, tras un segundo deduda, por la pasarela. Un dolorespantoso le recorrió todo el cuerpocuando se vio repentinamente libre desustento, sobre la nada. Fueron dos otres segundos de horror, en los que casiparecía que le iban a arrancar los brazosa la altura de los hombros, hasta que losmúsculos de las extremidades seacostumbraron al peso. Comenzó aavanzar con precaución extrema, loscabos de seguridad en torno a su pechole cortaban la respiración y le asaltó eldeseo irreal de soltar ambas manos de la

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cuerda y tirar de aquella que leaprisionaba el torso. Finalmente,controló su pánico y, con él, el dolor. Ellento avance sobre el vacío continuó.

Coralina le gritó algo con laprobable intención de estimularle, peroél no logró oír qué decía, tan solo vio elmovimiento de sus labios, como acámara lenta.

Debido al mayor peso, la sogaestaba mucho más tensa que cuando ellarealizó el mismo recorrido, y elinvestigador se dio cuenta de que tendríaque escalar mucha más pared que lamuchacha. Esta perspectiva le hizodudar aún más: comenzaba a sentir la

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certeza de que no lo lograría, de que laancleta se desprendería o la soga sesoltaría.

Un frío intenso le recorrió el cuerpo,como si hubiera metido los pies en aguahelada. En un momento determinado,dejó de sentir las piernas, y la renovadaola de pánico que crecía dentro de él lellevó a cometer un error fatal.

Angustiado y sin aliento, miró haciaabajo.

Vio los retorcidos torrentes bajo suspies, la densa espuma y la oscuridad delagua, que hacía que el embalsepareciera absolutamente insondable; unmar subterráneo que se extendía hacia el

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centro de la tierra, cada vez más y másprofundo.

De un segundo para otro, Júpiterperdió completamente la capacidad demovimiento. Se quedó paralizado.Colgaba de la cuerda, tenso, con lasmanos tan entumecidas que parecíangatos hidráulicos, incapaz de moverse,petrificado; helado y rígido por elmiedo.

Sintió la voz de Janus a su espalda,como sílabas sueltas entre el rugido delas aguas revueltas, y hasta un momentodespués la agotada capacidad depercepción de Júpiter no logródesentrañar el significado de sus

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palabras.—¡Que vienen! —gritó Janus por

segunda vez, y nuevamente necesitó elinvestigador un par de segundos antes depoder entender lo que se le decía.

Los Adeptos a la Sombra seaproximaban, y estaban tan cerca, queJanus ya podía oírles.

Con parsimonia interminable,Júpiter logró levantar la cabeza.Coralina permanecía a la entrada delacueducto, y le miraba nerviosa. Laboca de la joven se abría y se cerraba,pero él no lograba entender lo quedecía. Más que preocupada por él,estaba auténticamente aterrada.

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La musculatura del alemán parecíahecha de granito. Mientras intentabagirar la cabeza para mirar a su espalda,tuvo la sensación de que el cráneo se ledesprendería como una rama congelada,caería y se hundiría en el agua.

Logró, no obstante, echar un vistazofurtivo en dirección a Janus. El religiosoestaba atando el extremo del cabo deseguridad de Júpiter a una tubería conmovimientos agitados, mientras, cadapoco tiempo, se volvía a mirarbruscamente hacia la entrada. Delpasillo surgían destellos de linternas.

A través de su velada capacidad deraciocinio, Júpiter entendió qué

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pretendía Janus: el sacerdote no teníamás elección que intentar huir, y solohabía una vía posible.

—¡No! —jadeó Júpiter—. La soga...Enmudeció cuando sintió un fuerte

tirón a través del cable, que comenzó acolumpiarlo sobre la nada. Janus habíaabandonado la pasarela y se sujetabacon las dos manos sobre el vacío.

—¡Siga! —gimió el religioso, sinfuerzas—. ¡Hágalo... ya!

Algo se encendió en el interior deJúpiter. Era como si hubieran pulsado suinterruptor de emergencia particular.Comenzó a avanzar nuevamente, esta vezmás rápido y con nuevas fuerzas, aunque

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la soga se sacudía con violencia porquetenía que soportar el peso añadido deJanus.

Coralina se inclinaba aún más haciadelante e intentaba mantener la cuerdaquieta sujetándola con las manos, peroen vano. La soga se balanceaba aizquierda y derecha, a un lado y a otro, yagitaba a los dos hombres que colgabanirremediablemente de ella.

Júpiter vio que la joven volvía agritarle algo, que trataba de animarle.Los nervios le coloreaban el rostro y laimpotencia y la rabia se reflejaban ensus gestos. No podía hacer nada, soloesperar y ver cómo Júpiter y Janus

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luchaban por sus vidas.Aún quedaban tres metros.El investigador vio ante él el

rugiente caudal de la cascada. Los piesdel alemán se encontraban a algo más demedio metro por debajo de dondepasaron los de Coralina, y el bamboleode la cuerda aumentaba el riesgo de queel torrente le arrastrara. Tenía quelograrlo, no podía rendirse ni sucumbiral dolor que le atenazaba las manosmientras las cuerdas se le iban clavandoen la piel. Intentó doblar un poco laspiernas para evitar la corriente.

De pronto, Janus gritó:—No puedo... más...

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La cuerda dio un repentino tirónhacia arriba, ascendió y luego bajócomo una cinta elástica y, cuandoJúpiter volvió la vista, ya no había nadieallí.

«¡No!».Miró hacia abajo para presenciar

cómo Janus quedaba atrapado en elborde de un torbellino y, con los brazosen alto, comenzaba a dar vueltas cadavez más rápidas sobre sí mismo, comouna peonza humana, mientras sus gritosde pánico se perdían en el agua que lecubría la nariz y la boca.

La calma se apoderó de Júpiter porprimera vez. Por el rabillo del ojo

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percibió cómo la pasarela a su espaldase llenaba de figuras, y en la grutaartificial, vagaban luces. Dejó demoverse, miró a Coralina y vio que ellale gritaba y le tendía una mano, todavíaa dos metros de distancia, y tomó unadecisión. Él aún contaba con el cabo deseguridad, mientras que Janus estaba enmanos de la corriente y los remolinos.¡Tenía que intentarlo!

Cuando su mirada se cruzó con la deCoralina, ella entendió lo que élpretendía.

—¡No! —bramó—. ¡No lo hagas!Júpiter le dedicó una última sonrisa,

después cogió aire y soltó la cuerda.

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Creyó oír gritar a Coralina, e intentóretener la imagen de su rostro mientrascaía porque pensó que sería hermoso sifuera eso lo último que viera en vida, yentonces sintió el impacto del agua y sedio cuenta de que no estaba preparado,en lo más mínimo, para la terrible fuerzade la corriente que de repente learrastraba como los percherones quedesmembraban a los condenados en lasejecuciones medievales.

El agua estaba mucho más fría de loque él esperaba, y durante unossegundos fue como si se le parara elcorazón, como si toda la vida en éldesapareciera. Logró coger aire justo

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cuando se adentraba en un torbellino.Golpeó algo con las manos, agarró tela,luego un brazo. Vio la nuca de Janusmuy cerca de él, después su cara, conlos ojos cerrados y la boca muy abierta;los brazos se dejaban llevar, sin fuerzas,por la corriente.

Júpiter gritó cuando sintió que algole aferraba el pie y tiraba de él, comodedos de agua, el poder del torbellinoconcentrado. La corriente se llevó aJanus y el investigador gritó su nombre,pero solo logró que se le llenara la bocade agua. Se dio cuenta, entonces, de quese encontraba de nuevo sumergido,rodeado de una negrura dura como el

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cristal, como un insecto atrapado enámbar. Una forma más clara pasó anteél; la cara de Janus, abriendo y cerrandola boca. Vio por última vez el brazoextendido del religioso, la mano que letendía, implorante, aterrorizado. Júpiter,en medio de la corriente, no tenía poderalguno sobre su propio cuerpo, pero apesar de todo intentó llegar hasta Janus,y casi lo había conseguido, casi sentía lapiel fría en la punta de los dedos, seestiró un poco más, cerró la mano... y noagarró nada.

En ese preciso instante, un tirón secole impulsó hacia arriba, hacia la luz.Parecía casi como si la cuerda del

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pecho tratara de asfixiarle. Los brazosse le alzaron solos cuando el cabo deseguridad tiró del torso de Júpiter de talmanera que le cortaba las axilas, y tuvola sensación de que le estabanaplastando como si su cuerpo fuera untubo de pasta dental.

Intento llamar a Janus una vez más.La boca se le llenó de agua, escupió ycasi vomitó, y finalmente vio, en lo quecreyó que era un instante interminable,al sacerdote, arrastrado hacia lasprofundidades, luego empujado haciafuera, a un lado y a otro, como unguiñapo, con las manos contra lasuperficie. La mirada agónica del

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sacerdote se cruzó con la de Júpiter y semantuvo fija, hasta que la oscuridad secerró en torno a él y le tragó.

El dolor en el torso de Júpiterquemaba como si hubieran arrojadoácido sobre su pecho y su espalda.Apenas podía respirar, y suspensamientos resultaban tan confusosque le resultaba imposible diferenciar sitenía los pulmones llenos de agua o siera el cabo el que le estaba asfixiando.

La oscuridad le envolvió, y le sumióen un sueño gélido y mortal. Percibióluces sobre él, figuras brillantes que sedeslizaban sobre las piedras y las olas.Entonces, se apagaron, y el frío atravesó

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su cuerpo, su alma, y congeló sucorazón.

Coralina dio un respingo cuando vioa Júpiter perderse en el agua. Parecíanarcotizada, y mientras sus dedosfinalmente lograban desatar el nudo desu propio cabo de seguridad, daba laimpresión de encontrarse en trance. Seestremeció. Estaba entumecida y fría,como si ella también hubiera caído a lagélida corriente del depósito.

Al otro lado del abismo, la pasarelase llenaba de figuras. A la luz de laslinternas, percibió vagamente a algunoshombres vestidos con monos negros.Creyó reconocer a Landini, pero no

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estaba segura. En ese preciso instante ledaba completamente igual.

Volvió a mirar al agua. Vio que elcabo de seguridad de Júpiter se poníatenso. Un instante después, elinvestigador surgía a la superficie, leembargaba el pánico pero luegorecuperaba, aparentemente, el control.Entonces, la cuerda en torno a su pechole cortó la respiración y perdió elconocimiento.

Numerosas figuras habían idoapareciendo mientras tanto sobre laestrecha cornisa, bajo la cual transcurríala corriente. Coralina observó cómo doshombres tiraban de Júpiter y lo sacaban

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del agua.La ayuda llegó demasiado tarde para

Janus, que no volvió a salir a lasuperficie. Coralina pensó sin querer enlo que él les había dicho la primera vezque habían estado en ese lugar: que lacorriente arrastraba a los cadáveres porlas tuberías hasta un lugar donde,probablemente, quedaban atascados y sepudrían.

Él nunca le había gustado, y siemprele culpó, al menos parcialmente, delasesinato de la Shuvani, sin embargo, sumuerte le afectó profundamente. Elreligioso no había querido llevarleshasta allí, les había aconsejado que no

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tomaran ese camino, y a pesar de todoles había ayudado. Ahora estaba muerto.

Su mirada se volvió a Júpiter, queseguía inconsciente, y Landini tuvo quellamarla dos veces por su nombre antesde que ella llegara a darse cuenta.Lentamente, presa de una calmapeligrosa, alzó los ojos hacia lapasarela.

—¡No deberían haber hecho eso! —le gritó el albino. Su rostro refulgía a laluz de las linternas—. Deberían habermeescuchado.

Ella intentó responder, pero en sulugar dirigió una mirada llena de odio endirección a los Adeptos. Vio que Júpiter

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se movía, solo un brazo, como siestuviera medio dormido, pero al menosindicaba que aún vivía. Quería estar conél, daba igual lo que Landini hiciera conellos. Quería estar a su lado, cogerle dela mano, mirarle a la cara cuandorecuperara el sentido.

Los hombres de Landini cortaron lacuerda. El extremo libre revoloteó haciael abismo como una serpentina, ycomenzó a agitarse violentamentecuando la corriente lo atrapó y comenzóa tirar del rezón a los pies de Coralina.

El camino de vuelta era inviable.Solo le quedaba la opción de continuarpor el túnel, adentrarse en la oscuridad

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y, con suerte, dar con una salida enalgún punto del alcantarillado.

Habían perdido, ahora estabasegura. Los Adeptos tenían el fragmento,tenían a Júpiter y Janus había muerto.¿Cuánto tardarían en hacerse con laplancha? Ahora solo podía buscar apoyoentre las monjas del convento pero,¿cuánto tardaría el cónclave deconspiradores en descubrir también esesecreto? Quizá torturaran a Júpiter parasonsacarle la verdad. Coralina no se loreprocharía si lo contaba todo: ellamisma les habría revelado a los Adeptosel escondite del maldito fragmento, solopara verse libre de la carga que suponía,

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sin importar lo que sucediera después.Habían fracasado estrepitosamente,tanto que era imposible haberlo hechopeor. Lo habían puesto todo en juego,incluso vidas ajenas, y todo lo habíanperdido.

Lanzó a Landini una última mirada yesperó hasta estar segura de queaquellos hombres se llevaban a Júpiterhacia la gruta, hacia el laberinto detúneles y galerías.

Entonces, se dio la vuelta, sinescuchar las amenazas del albino yavanzó siguiendo las luces de sulinterna. A su lado, la furiosa corrientedel agua; ante ella, tan solo la oscuridad,

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fría como la muerte en una noche deinvierno.

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Revelaciones

La superficie la recibió con elruidoso ajetreo de una ciudad que pocoa poco despierta de su sueño. Hacia eleste, el cielo se teñía con tonos propiosdel pan de oro corroído; en apenasmedia hora, saldría el sol. Un pálidoresplandor cubría las esquinas de lascasas, las cúpulas, las torres y lasterrazas. Las primeras bocinas atronabanel alba, junto con el rugido de las vespasy el llanto de los bebés tras las ventanasabiertas.

Coralina no podía salir de las bocas

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de las alcantarillas ni sacar las manospor las rejillas de los desagües si queríapasar desapercibida, así que se limitó asubir por una escalerilla que partía delamplio canal que había seguido durantelos últimos veinte minutos y se encontrócon el amanecer que, en un principio, lepareció una ilusión, una más en la largalista de falsas esperanzas creadas porlos Adeptos.

Llegó a una puerta enrejada, cerradaúnicamente con un alambre enroscado.Se rompió dos uñas intentando abrirlo,hasta que finalmente lo consiguió. Lesangraba uno de los dedos, pero ella noprestaba atención al dolor.

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La puerta cayó formando un arcosobre una de las franjas adoquinadasque flanqueaban la orilla del Tíber. A suizquierda, se alzaba el muro quebordeaba el cauce, y tras ella, se oía elruido de los automóviles, de las vespas,del llanto de los niños. Ese era el mundoque conocía. Había vuelto y estaba viva,pero le traía sin cuidado.

Solo podía pensar en Júpiter, en laexpresión de su cara cuando se precipitóal vacío para rescatar a Janus. Todopara nada. Todas esas muertes, inclusoel sacrificio de Júpiter había sido envano. Ahora él era prisionero de losAdeptos, y Janus había pasado a mejor

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vida.Subió penosamente los escalones

hasta la calle. Se sentía perdida y sola.¿A dónde podría ir? ¿Quién la ayudaría?Habría podido ir a la policía, perodudaba de que nadie la creyera. No teníaninguna prueba y habría tenido queadmitir que el origen de toda lasituación había sido un robo que ellamisma había cometido. Además, temíaque las conexiones de los Adeptos seextendieran a las autoridades. Ya noconfiaba en nadie. Incluso la Shuvani lahabía engañado escondiendo elfragmento.

La Shuvani...

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Lo primero que tenía que hacerCoralina era descubrir qué había sido deella, pero no tenía ni idea de a quéhospital podían haber llevado a laanciana.

Encontró una cabina telefónica en laPiazza Cinque Giornate; en sudestrozado listín telefónico había unarelación de todas las clínicas romanas.Siempre había llevado encima sumonedero, por lo que, con el dinero quele quedaba, pudo ir a un quiosco acomprar una tarjeta telefónica y,seguidamente, se puso a marcar uno poruno los números de todos los hospitales.Nadie conocía el nombre de la Shuvani,

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ni sabía nada de su apelativo. Coralinaacabó desesperándose con aquellasconversaciones, por lo que finalmenteadmitió que su intento no tenía sentido.Los Adeptos habían seleccionado ellugar en el que habrían ingresado a laanciana gitana, y se habrían preocupadode que su nombre no apareciera enninguna lista de pacientes. El hecho deque Janus la hubiera encontrado dondelo hizo debió de entrar dentro de losplanes de Estacado para poder escucharla conversación entre ella y Coralina.Los Adeptos habían estado todo eltiempo un paso por delante de ellos.

La lista de hospitales desapareció de

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su vista cuando dejó de luchar con laslágrimas que le anegaban los ojos.Furiosa, tiró al suelo el listín telefónicoy apoyó la espalda contra el cristal de lacabina. Un anciano con abrigo y unacartera en la mano, la observó atónito yse detuvo un momento, pero prontocontinuó la marcha, volviendo la vistaatrás de vez en cuando. Coralina lesiguió con los ojos, pero no le miraba aél, sino al infinito.

¿La estarían vigilando ahora mismo?¿Conocería Landini la salida de lasalcantarillas? ¿La estarían esperando yla seguirían discretamente hasta un lugardonde no llamara la atención para

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atraparla y llevársela lejos?Rechazó ese tipo de pensamientos,

pero no logró reprimirlos del todo. Apesar de todo, trató de convencersediciéndose que los Adeptos ya tenían loque querían. Júpiter no les podría darmás información que Coralina, sobretodo tan debilitado como estaría despuésde luchar por su vida en el agua. ALandini no le resultaría complicadosonsacarle todo lo que sabía.

Y después, ¿qué? ¿Le matarían?Por supuesto que sí. No tenía sentido

engañarse. La única esperanza deJúpiter era conservar el secreto tantotiempo como le fuera posible, y esperar

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que, entre tanto, se le presentara algunaoportunidad de escapar. Quizá confiaraen que Coralina encontraría algunaforma de salvarlo pero, ¿qué podíahacer ella? Estaba sola, agotada, y leseparaban de él las fronteras mejorcustodiadas de Italia.

«¡Vamos, recomponte!», se dijo,«¡Haz algo!».

Sus pensamientos volaron,rememorando la caída de Júpiter alabismo, su inmersión, una imagenrepetida como en un bucle interminable,un torbellino en cuyo centro se veía elrostro de Júpiter, sumido en aguasoscuras, que resurgía de nuevo con la

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boca abierta, como si quisiera decirlealgo: «Adelante, no te rindas. Lesdaremos su merecido».

Claro que sí...Decidida, se enjugó parpadeando el

velo de lágrimas y recogió del suelo,con dedos temblorosos, la guíatelefónica. Encontró el número de Fabioy lo tecleó con demasiado ímpetu; seequivocó y volvió a empezar. Esta vez,sonó el tono de llamada. Probablementese hubiera ido pronto a la cama: solíapasarse la noche delante del ordenador yluego dormía la mayor parte del día.Fabio era la única persona que quizá lacreyera, y estaba convencida de que la

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ayudaría.Al tercer tono, se puso en marcha el

contestador:—Ciao, soy Fabio. Pensaréis que

estoy en casa y que no tengo ningunagana de contestar; pero esta vez, deverdad que no es así: estoy en casa demi mamá, tres días de visita. No podéisdejar un mensaje, así que si esimportante, mandadme un mail... ¡Ah! Ysi eres tú, Coralina, que sepas que laimagen está acabada. Lo he filtrado ytenías razón: sí que hay una segunda caraen la luna del coche. Te he grabado unCD y te lo he metido por la ventana en elsótano... Ciao.

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Durante un instante permaneciórígida, con el auricular pegado a laoreja, escuchando los sonidosdistorsionados al otro lado de la línea,hasta que sonó, finalmente, la señal denúmero ocupado. Colgó el teléfono tanaturdida como si estuviera narcotizada.Fabio no estaba. No había nadie quepudiera ayudarla.

«Una segunda cara en la luna delcoche».

Se preguntó si ese detalleconservaba, aun ahora, algún tipo designificado. Cualquiera de los Adeptospodía haberse encontrado en la limusinaese día, quizá el propio Estacado. Hacía

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tiempo que había dejado de tenerimportancia.

Sin embargo, aún permanecía lacuestión de si no sería una absolutainsensatez no hacer absolutamente nadaal respecto. Necesitaba dinero,necesitaba un vehículo y debía descubrirqué le había pasado a la casa. Quizáalguno de sus vecinos hubiera vistoalgo.

Daba igual cuánto lo pensara yrepensara: el primer sitio al que debíair, era a su casa. Era consciente delpeligro, sabía que los Adeptos laesperarían allí, pero era el único destinoque se le ocurría; el único que, desde su

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punto de vista, tenía sentido.Aún algo atolondrada, dejó la cabina

telefónica y, poco a poco, fuerecuperando su capacidad de resolución.El torbellino que azotaba su mentegiraba más lentamente, las imágenes sevolvían más tranquilas y más claras.

Encontraría la manera de ayudar aJúpiter.

Un acre y pesado olor a vino tintoflotaba en el aire.

Júpiter abrió los ojos y se irguió.Llevaba ya un rato despierto, un par deminutos, si su percepción del tiempo no

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se había vuelto tan loca como el resto desus sentidos. Pasaron unos instantesantes de lograr recordar los últimosacontecimientos y entender que eraimposible que hubiera escapado por símismo del lugar en el que había estado.Janus apareció en su mente, y suestómago se revolvió de tristeza y dolor.

El aspecto del entorno resultaba, atenor de su situación, un tanto absurdo.Júpiter estaba en una bodega. El suelo yel techo estaban hechos de ladrillo rojo,y las paredes aparecían cubiertas dealtas vinotecas. Los cuellos de lasbotellas apuntaban en su dirección comocañones de pistola, con los corchos

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cubiertos de moho y el vidrio ahumado.Júpiter se acurrucó en el suelo. Le

habían dejado sobre una manta, pero eramuy fina, y los angulosos bordes de losladrillos se le clavaban en el cuerpo deforma muy molesta. Se levantó,tambaleándose como un borracho quetrata de ahogar las penas en alcohol.

«Aunque el que casi se ahoga soyyo», pensó, con humor negro.

En medio de la estancia encontró unamesa de madera de corte espartano.Sobre ella, tres botellas de vinodescorchadas, junto a dos vasos vacíos.El polvo cubría las botellas y susetiquetas amarillentas, y la única

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lámpara del sótano colgaba de un simplecable sobre la mesa.

Vino tinto.¡Toda la bodega estaba llena de vino

tinto! Podía sentir cómo el mero olor leproducía ya un hormigueo en la piel.

La pesada puerta de madera estabacerrada y, sin embargo, oyó cómoalguien trataba de abrirla desde elexterior. Se apresuró en llegar hasta lamesa para apoyarse en ella, pues noquería que nadie viera lo inseguro quese sentía sobre sus dos piernas. En esemomento le repugnaba más que nunca laidea de que le encontraran acurrucadoen el suelo, aun cuando pronto sería algo

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inevitable, si tenía que seguirsoportando el olor del vino durantemucho tiempo.

Sin embargo, no tardó en posar lamirada sobre las tres botellas abiertas.

La puerta se abrió finalmente, y doshombres entraron por ella. Uno eraLandini, espectralmente blanco como unactor aficionado en una malarepresentación de Hamlet. El segundohombre era el gigantesco chófer delprofesor. Se quitó la gorra y la colgó deuno de los cuellos de las botellas.

—Bienvenido —dijo Landini,mientras el chófer cerraba la puerta—.Se sostiene sobre las piernas mucho

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antes de lo que esperábamos.—¿Es esa su forma de desearle a

alguien con retraso que se recupere? —Júpiter miró fijamente al secretario delcardenal—. Se ve que sigue pálido porla preocupación.

Landini sonrió durante un momento,casi divertido.

—Parece que podemos ser amigos—se sentó al otro lado de la mesa yllenó los dos vasos de vino—. Eso esrazón suficiente como para brindar conusted.

Júpiter miró inquieto hacia la puerta,pero en ella se encontraba el chófer, conlos brazos cruzados, mirándole con

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frialdad.Landini le tendió una de las copas.—Tome, para usted.—Lo siento —replicó Júpiter, sin

disimular su nerviosismo ni la mitad debien de lo que le gustaría—, pero a estahora del día no bebo alcohol.

—Estoy seguro de que hará unaexcepción por nosotros.

El chófer se aproximó.Júpiter reculó lentamente,

impulsándose suavemente desde el cantode la mesa. Si la soltaba del todo,perdería el control de las piernas.Además, ya estaba crecidito parameterse en una pelea, sobre todo si no

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tenía oportunidad ninguna de ganar alenorme conductor.

La sonrisa de Landini se volvió fríay fina.

—Hay muchísimo vino tinto en estabodega. No sabría calcularle cuántoslitros son, pero puede usted verlos a sualrededor... son un montón de botellas.

Seguía tendiéndole el vaso a Júpiter.Estaba lleno hasta el borde. La luz de lalámpara hacía tos en la superficie dellicor, centelleantes como los reflejos deun rubí muy pulido.

—¡Beba! —ordenó el albino coninsistencia.

El chófer se encontraba ya un paso

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de Júpiter y asentía con gesto bravo,como un saludo militar.

Con gran lentitud, Júpiter alargó elbrazo y cogió la copa.

Landini hizo un brindis y bebió unsorbo.

—Notable cosecha, por cierto. Estaes una de las bodegas privadas delSanto Padre. Espero que sepa apreciarlo—añadió, con cierta agresividad—.¡Bébase el vaso!

Júpiter negó con la cabeza. No podíaapartar la vista de la superficie rojizadel líquido. Sabía demasiado bien loque pasaría si se ponía en contacto contan solo un par de gotas. Conocía la

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reacción de su cuerpo.El chófer se colocó silenciosamente

a su espalda. No dijo ni una palabra,pero Júpiter pudo sentir su aliento en lanuca.

—Hágalo ahora —insistió Landini.Júpiter sabía que no tenía elección.

Cerró los ojos, se colocó el vaso en loslabios, y se tomó todo el vino de untrago.

Cuando volvió a abrirlos, el rostrode Landini parecía aún más blanco, y susonrisa sádica más amplia. El albinotomó la botella empezada y se la tendióa Júpiter.

—Parece que tiene sed, amigo mío.

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Tenga, tome la botella entera.Júpiter sintió cómo le ardía la

garganta y se le revolvía el estómago.—¿Qué es lo que quiere, Landini?—Nada, solo que usted beba. No se

preocupe, el Papa paga la cuenta.¿Quién más puede decir lo mismo?

—No sé dónde escondió Janus laplancha.

—¡Beba!—Yo... —Júpiter no pudo continuar,

pues en ese momento el chófer le quitóla copa vacía de la mano y le rodeó eltorso con los dos brazos. Júpiter sintiólos músculos de aquel hombrepresionando su caja torácica. Sus

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propias extremidades estaban atrapadasen el abrazo de oso, no podíadefenderse.

Landini rodeó la mesa con la botellaen la mano.

—Ya tendrá ocasión más tarde decontarnos todo lo que guarda en elcorazón. De momento le pido que aceptepor cortesía nuestra invitación.

Entonces, colocó la botella en laboca de Júpiter y la empujó brutalmentecontra sus labios, hasta que el cristalgolpeó dolorosamente sus dientes.

Júpiter intentó inútilmente zafarsedel abrazo del chófer, pero sus pataleosno ayudaron en absoluto. Quiso gritar,

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pero tenía la boca llena de vino tinto. Leresultaba imposible escupir: Landinipresionaba el cuello de la botella contrasus labios con toda la violencia de laque era capaz. Tenía que tragar si noquería asfixiarse.

—¿Lo ve? —dijo Landini, consarcasmo—. Sabía que al finalterminaría por cogerle el gusto.

Le quitó la botella cuando estaestaba ya casi vacía, y tan solo parapermitir que Júpiter cogiera algo deaire. Entonces le hizo tragar el resto.

El alemán trataba de articularpalabra, pero todo lo que surgía de suboca eran sílabas inconexas. Se le

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estaba hinchando la garganta. Sintió elirreprimible deseo de vomitar, peroentonces su organismo tomó vida propiade una manera espantosa. Sufrió unataque de convulsiones que le dejótiritando como si estuviera sufriendo unahipotermia.

Oyó cómo el chófer se reíasuavemente en su oído mientrasaumentaba la presión sobre el pecho desu víctima.

Landini cogió la segunda botella.—Debería darle también una

oportunidad a este excelente caldo —dijo, mientras fingía estudiar la etiqueta—. Es exquisito, créame. Al Santo

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Padre le encanta tomarse un traguito enlos días festivos.

Volvió a colocarle el morro de labotella entre los dientes.

Esta vez, no obstante, Júpiter logróliberar la cabeza y escupirle a Landiniun aluvión de vino tinto en la cara. Elalbino se puso muy tenso y miró alinvestigador sin expresión. Arroyuelosrojos le recorrían la frente y lasmejillas. Júpiter cayó en un ataque derisa histérica cuando una imagen surgióde las primeras etapas deenchispamiento que se iniciaba ahora ensu capacidad de raciocinio: la deLandini como una estatua de mármol en

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las puertas del senado, con su blancorostro salpicado por la sangre del César.

—¡Agárralo fuerte! —bufó elreligioso al chófer, y en ese precisomomento el brazo del hombre aferró tanprofundamente el pecho de Júpiter queeste apenas podía seguir respirando.

Solo bebiendo.Tragando.«¿Muriendo?».El resto del vino cayó por su

garganta. Landini le arrancó la botellade la boca. El rostro del albino era soloun diagrama lejano y espectral.

El alcohol cumplía su función, peropor supuesto aquella no era la peor

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parte. Su debilitado organismo se rebelópronto ante el litro y medio de venenoque le había inundado por dentro. Erademasiado pronto como para esperar yauna reacción, sin embargo, pocodespués, ya fuera por la propia cantidadde líquido o por la concienciaadormilada de Júpiter, comenzó a sentirel picor, el enrojecimiento, la erupciónescamada. Percibía cómo se expandíadesde su estómago en todas direcciones.Si se examinaba tenía la sensación detener quemaduras por todo el cuerpo.Todo le temblaba, le daba vueltas ygiraba en un frenético torbellino quemezclaba el rojo, el negro y el blanco

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del deformado y borroso rostro deLandini.

Casi se alegraba de que el chófer letuviera sujeto, pues no habría sido capazde sostenerse sobre las piernas ni unsegundo más. Todo lo de arriba estabaabajo, y todo lo de abajo, de algunaforma, estaba arriba.

Como a través de una niebla demicroscópicos cristales, brilló y sereflejó frente a sus ojos la imagen deLandini cogiendo una tercera botella.

La garganta de Júpiter se llenó devómito de forma tan fulminante queapenas tuvo tiempo de abrir la boca paraevitar ahogarse. Vino tinto, puro y duro,

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surgió de entre sus labios, empapando aLandini, la mesa y a sí mismo. Seahogaba y escupía, y de repente lapresión sobre su torso se aflojó. Elchófer le había soltado.

Landini inició una cadena demaldiciones, pero Júpiter solo las oíacomo a través de algodones. Tiró latercera botella al suelo y esta estalló conun estridente chasquido que permanecióen los oídos de Júpiter durante largorato.

Le cedieron las rodillas y se vinoabajo. Faltó muy poco para golpearse elmentón con el canto de la mesa, perofinalmente cayó boca arriba al suelo. La

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nuca le aterrizó sobre el zapato delchófer...

«El mismo zapato que aplastabahormigas frente a la iglesia de Piranesi».

Y chocó después sobre el duro suelocuando apartó el pie de debajo de sucráneo.

Landini dijo algo más, esta vez alchófer, y a través del centelleante polvocristalino, vio Júpiter cómo ambos sedirigían a la puerta y se disolvían comosi les derritiera una lluvia acida.

La puerta se cerró, estaba solo.Solo en una charca de vino

regurgitado, prácticamente incapaz demoverse por el mareo. Solo podía

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bambolearse mientras una nueva fuentede vino surgía de su faringe,empapándole la ropa y cubriéndole lapiel.

Su piel...Los sarpullidos de su pecho

estallaron y se desperdigaron en todasdirecciones, corroyéndole los miembrosy ascendiendo por la garganta hasta lasmejillas, la frente, el cuero cabelludo.

Júpiter gritó como un demente.Entonces, se clavó las uñas en la pielreblandecida y comenzó a arrancársela ajirones.

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El resplandeciente cielo matinal sereflejaba en el escaparate de la tienda,pero Coralina vio en él algo muydistinto. Algunos libros de loscolocados en exposición no pertenecíana ese lugar, estaban tirados de cualquiermanera, cruzándose entre sí,descolocados, como si en la parteposterior del comercio hubieraexplotado una bomba.

El cristal de la puerta, abierta,estaba roto.

Un escalofrío recorrió a Coralinacuando colocó cuidadosamente la manosobre el picaporte. La empujó y estavibró y se agitó hacia adentro. El marco

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siguió una vía de cristales rotos quecrujían a su paso, hasta que dio con unfragmento mayor y se atascó. El espacioresultante era lo suficientemente anchocomo para permitir el paso de Coralina.

Había sufrido lo suficiente durantelas últimas horas como para que lavisión de la tienda devastada pudieraafectarla. Estaba furiosa y triste, pero notenía miedo. Alguien había tirado de losestantes la mayor parte de los libros, eincluso algunas librerías estabanderribadas. Había hojas sueltasdesperdigadas por todas partes y loscajones estaban desencajados.

La caja estaba abierta y vacía,

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probablemente para fingir un robo decara a la policía.

En contra de su sentido común,Coralina llamó a la Shuvani en voz alta,bordeó los libros del suelo hasta llegara la escalera y subió al primer piso. Elpanorama arriba era similar: habíanregistrado todo con minuciosidad, por loque habrían descubierto el hueco bajo elcofre.

Subió un poco más arriba, a lacocina, la salita y el dormitorio. Todoestaba revuelto, aunque con menosénfasis. En comparación con el caos dela tienda, aquel desorden apenasresultaba grave.

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La Shuvani no estaba en ningunaparte.

Coralina volvió a bajar. Cuandollegó a la planta baja, se dio cuenta dealgo de lo que no se había percatadoantes. Del sótano llegaban ruidos,ligeros rumores y chapoteos, como unaversión reducida del depósito bajo elVaticano.

Llegó a la escalera de la bodega y sequedó de una pieza.

Estaba inundada.Calculó que el agua le llegaría, por

lo menos, hasta la cadera. Sobre laoscura superficie flotaban sus papeles ydocumentos, los bocetos de sus

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restauraciones, sus cartas, faxes,carpetas de su época de estudiante.

El agua surgía chapoteante de lasdestrozadas cañerías que surcaban eltecho del sótano y que, tras su regresode Florencia, había pintado de rojooscuro.

Se dejó caer de espaldas sobre losescalones, escondió la cara en las manosy, por primera vez desde su huida delVaticano, se echó a llorar. Dejó que laslágrimas cayeran con libertad y sollozóde forma incontrolable. Lloró porJúpiter, por la Shuvani, por su propiodestino. No había esperanza, daba iguallo que hiciera para arreglar las cosas.

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No había ninguna oportunidad ni opciónde salvación.

Tras un par de minutos, logrócontrolar un poco las lágrimas, ydecidió poner sus ideas en orden. Ladestrucción de las cañerías había sidoalgo más que un acto de hostilidad. LosAdeptos habían considerado que habíaalgo allí abajo que debían destruir. Nose fiaban de Coralina. No sabían cuántohabía descubierto y qué datos habríapodido almacenar en papel o quizá en suordenador.

Con ello en mente, recordó derepente el CD de Fabio. Lo habíaarrojado por la ventana que utilizaba

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como buzón. De allí, habría caídodirectamente sobre el escritorio, queahora mismo se encontraría bajo el agua.Por lo tanto, tendría que intentarrecuperar el disco, aunque solo fuerapara poder echarle un vistazo.

El agua, que le llegaba por lasrodillas, estaba helada. Cogió la linternade Janus y la encendió. El sótano estabacompletamente a oscuras, salvo por untenue resplandor procedente de lasventanas. Se encontraban por debajo delnivel de la calle, y el sol de la mañanaaún no había ascendido lo suficientecomo para inundar de luz la franja de losventanucos. El grisáceo brillo del

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amanecer alcanzaba solo a lashabitaciones posteriores, las anterioresseguían sumidas en la tiniebla.

Estaba segura de que no encontraríaa nadie allí. ¿Quién podría estarlaesperando metido en agua fría? Sinembargo, la idea de penetrar en lashabitaciones inundadas le horrorizaba.El chapoteo del agua procedente de lastuberías destrozadas amortiguabacualquier otro sonido, por lo que nooiría nada si alguien se le acercaba.

Vadeó dos o tres metros más, hastaque el agua le llegó al ombligo. Se lepuso la piel de gallina, pero la tensiónque sentía se debía poco al efecto del

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frío. Apenas se podía ver nada que seencontrara sumergido siquiera a unpalmo de profundidad con aquella tenueluz. No le habría supuesto grandiferencia estar luchando por cruzar lamasa densa de un depósito de petróleo.Durante unos instantes, jugueteó con laidea de bucear para avanzar más rápido,pero por alguna razón le inquietaba laperspectiva de perder el contacto con elsuelo... quizá porque la idea de nadarpor el sótano de su casa, su sótano, erademasiado extraña, demasiadoincoherente.

Lentamente vadeó toda la longituddel pasillo. La resistencia del agua era

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mayor de lo que esperaba, sus pasos sesucedían a cámara lenta.

De pronto, se golpeó la rodillacontra el borde de una vieja arca. Eldolor se propagó por toda la pierna yperdió el equilibrio. Tratóinstintivamente de apoyarse en algo,pero solo logró que se le cayera lalinterna. Sintió cómo se le resbalabanlas extremidades, cómo se le levantabanlos pies, se inclinaba y, unos segundosdespués, ya estaba sumergida. Furiosa,miró a su alrededor y vio el descoloridoresplandor de la linterna brillando bajola superficie. Ese modelo en concretoera resistente al agua, pero eso no

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cambiaba el hecho de que se encontraraa un metro de profundidad. Coralinatendría que sumergirse para recuperarla.

Miró hacia arriba, a la puerta de sucuarto de trabajo, mientras musitaba unamaldición. Al otro lado, la oscuridadera tal que apenas le quedaronesperanzas de encontrar el CD, muchomenos si el agua lo había arrastradohasta alguna esquina de la habitación.

No, no tenía elección. Tendría quevolver a por la maldita linterna.

Volvió a mirar a las tinieblas unavez más, después cogió aire y sesumergió. Abrió los ojos bajo el aguacon la esperanza de poder reconocer

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algo a su alrededor, pero las nebulosassiluetas negras que la rodeaban nolograron más que inquietarla. Se agachóhasta que dio con la fuente de la luz. Elborboteo de la superficie sonaba sordo ylejano allí abajo. Conocía cadacentímetro cuadrado de aquel pasillo, detoda la bodega, y sin embargo aquelespacio le resultaba extraño, como sihubiera saltado a otra dimensión en elque un lugar conocido se volviera ajeno,amenazador.

Aferró la linterna con la manoderecha, tiró con fuerza y saltó a lasuperficie sacando la cabeza y el pecho.No había estado mucho tiempo

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sumergida ni había llegado a perdertodo el aire, y sin embargo, los pocossegundos allí abajo habían sido másterroríficos que la visión del sótanoinundado o la oscuridad de lahabitación. Durante un breve instantetuvo la sensación de haberse sumergidoa una profundidad mucho mayor, lo quereavivó el recuerdo de la caída de losdos hombres al embalse, el recuerdo deJanus, hundiéndose en el depósito sinfondo; de Júpiter, yendo a su rescate.

Tembló, y no solo por el frío.Contuvo penosamente un nuevo ataquede pánico y puso rumbo a la sala y alcuarto de trabajo. El pequeño cono de

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luz encontró también aquí, entre laoscuridad, folios y documentosarrastrados, como las hojas de unaplanta, flotando como un nenúfar. Elagua que surgía a borbotones de lascañerías provocaba remolinos queparecían brotar por todas partes. Porallí, los esbozos a tinta que seguíanenteros en las paredes pendulaban conmovimientos suaves, como el durorevoloteo de un telón de papel blanco.La ventana seguía inclinada en el mismoángulo que antaño, pero el escritorioestaba cubierto de agua y no se llegaba avislumbrar a simple vista. Tan solo losobjetos arrastrados por la corriente

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delataban su emplazamiento.La torre del ordenador de Coralina

estaba situada sobre la mesa, con suparte superior sobresaliendo del aguacomo el campanario del templo de unaciudad sumergida. Del monitor solopodía apreciarse una pequeña franja.

Coralina avanzó hacia la habitacióncuando de repente...

¡Un ruido a su espalda! Se volviórápidamente, pero no había nada, tansolo el murmullo del agua crepitante,combinado con goteos, chasquidos yborboteos.

Sin embargo, ¿no había sido una vozlo que había oído? Volvió a la puerta y

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miró por el pasillo. No se atrevió aenfocar la linterna hacia las escaleras,por miedo a que alguien en la plantasuperior pudiera verlo.

Con cuidado, regresó a lahabitación. En caso de que hubieraalguien arriba, con toda seguridadrebuscaría primero en las plantas secas,por lo que aún le quedaba algo detiempo. Si se equivocaba, y no habíanadie, mucho mejor. En cualquier casoya era hora de acabar con todo aquello.

Palpó con timidez el escritoriosumergido, sintiendo la superficie delmismo con las puntas de los dedos.Había una pesada estilográfica, una

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perforadora, un rollo vacío de cintaadhesiva. El punto en el que solían caerlas cartas estaba vacío, con la excepciónde un grueso sobre que había absorbidoagua como una esponja. Estaba blando yflexible, por lo que no contenía ningúnCD-ROM.

Sostuvo la linterna sobre elescritorio y trató de distinguir másobjetos bajo el agua. El teclado delordenador, el ratón, un archivador deplástico vacío, un abrecartas plateado.Ni rastro del CD de Fabio. Si le conocíabien, lo habría lanzado por la ventanasin sobre ni funda, ni siquiera metido enuna bolsa de plástico. Realizó

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movimientos en espiral con el conoluminoso, abriendo el círculo cada vezmás, hasta que sobrepasó los bordes delescritorio y la nada vecina se tragó laluz, que no llegaba hasta el suelo.Coralina iba a volverse a registrar losobjetos que arrastraba el agua cuando,de repente, reparó en un brillo. Algo quereflejaba la luz, plateado y llamativo,justo delante de ella.

Bien. Ya lo había hecho una vez,podía volver a hacerlo. Iluminó la zonadel suelo en la que había visto elresplandor a modo de prueba, pero nologró volver a captarlo.

«Habrá sido un pececillo», pensó,

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en un ataque de humor histérico. Elreflejo de la luz sobre las escamasplateadas. Agua... Peces.Endiabladamente divertido.

Respiró hondo un par de veces y searrodilló, sumergiéndose. El aguadeformaba la perspectiva de buena partedel escritorio y los objetos de sualrededor. Agitó la linterna de un ladopara otro con la esperanza de captar elmismo resplandor, en algún punto entrelas patas de la mesa.

En un primer intento no encontró másque papeles reblandecidos y los restospasados por agua de una tableta dechocolate. Salió a la superficie, cogió

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aire y volvió a sumergirse.La segunda vez tuvo más éxito. El

foco dio con una circunferencia plateadasobre el suelo. Coralina alargó el brazo,sintió la lisa superficie de plástico y locogió. Despacio, para no hacer muchoruido al emerger, salió a la superficie yrespiró.

—¡Sí! —susurró, sujetandotriunfalmente con la mano el discomientras lo iluminaba con la linterna.Era un CD limpio, sin rotular porninguno de los dos lados, absolutamenteinsignificante y anodino.

Cuando se volvió hacia la puerta, seencontró a un hombre en ella.

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Coralina se asustó tanto que casi sele vuelve a caer el disco, pero no tardóen alzar la linterna como si fuera unarma y apuntó con ella a la figura delmarco. Había unos tres metros dedistancia entre ellos.

El desconocido estaba sumergidohasta el estómago en el agua. Parpadeó yse protegió los ojos con una mano,cuando el haz de luz le dio en el rostro.Tenía el pelo oscuro y aspectodemacrado, y el mentón y las mejillascubiertos de puntos rojos, como los dealguien que se ha afeitado por primeravez en mucho tiempo. No tenía aspectoamenazador, eran más bien las

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circunstancias y el entorno inquietante loque le llevaba a desconfiar de él. Si selo hubiera encontrado por la calle,habría sentido más compasión quemiedo del extraño, sin embargo, allíabajo, unido a lo inesperado de suaparición, no pudo evitar sentirseaterrada.

—¿Quién es usted? —preguntó lajoven, mientras metía la mano izquierdacon el CD debajo del agua e introducíaeste en el bolsillo de su pantalón, paradespués palpar el escritorio a suespalda. Antes de que su interlocutorpudiera responder, Coralina logróagarrar el abrecartas, alzarlo

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provocando una fuente de agua yamenazar con él al extraño como si fueraun cuchillo.

—Yo... yo he visto la luz —murmuróel hombre en voz baja, con aspecto deestar casi tan asustado como Coralina—.La puerta... arriba... estaba abierta.Busco a alguien.

—¿Sí? —replicó ella, condesconfianza—. ¿A quién?

—A un hombre. Un extranjero. Él...me dio esto —sacó un pedacito de papeldel bolsillo de su sucia camisa—. Elnombre que pone... ¿es el suyo?

Coralina dio un paso lento hacia elhombre. Reconoció su tarjeta de visita.

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—Aún no me ha dicho quién esusted.

—Me llamo Santino.Coralina recordaba haber oído ese

nombre con anterioridad.—¿El monje capuchino? —dijo la

joven, mientras le examinaba sin tapujos—. ¿El de la casa de Cristoforo?

Santino asintió.—No conozco el nombre del hombre

que me dio la tarjeta —respondió,parpadeando de nuevo—. ¿Podría... sino es molestia... apartar la luz de lalinterna? Me está dejando ciego.

—Júpiter —añadió Coralina.—¿Júpiter? Como...

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—Sí, como el dios.Santino asintió una vez más, como si

aquello lo explicara todo.—Me dijo que viniera aquí si sabía

algo de Cristoforo.—Cristoforo está muerto —replicó

ella con frialdad. Una expresión deduelo ensombreció el rostro del monje,pero en él no se reflejaba la sorpresa.

—¿Cómo murió?—Le asesinaron —respondió

impaciente—. ¿Qué es lo que quiere,Santino?

—Sabe más de Cristoforo que yo,pero no he venido por eso. He venidoporque yo... —inclinó la cabeza con

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pesar—. Porque necesito ayuda.Coralina resopló con amargura.—¿Ayuda? ¡Mire a su alrededor!

¿Le da la sensación de que estoy enposición de ayudar a nadie?

—¿Dónde está Júpiter ahora?—No está aquí, está en el Vaticano.

Los ojos de Santino, ya de por síhundidos y sombríos, parecierondesaparecer aún más entre sus cuencas,tan oscuras eran las sombras que seproyectaban sobre sus rasgos.

—Entonces, ¿le han cogido?Coralina frunció el ceño. ¿Sabría

algo de los Adeptos? ¿Era de ellos dequienes huía cuando Júpiter se lo

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encontró? Decidió confiar en el monje,al menos a esa distancia.

—Los Adeptos a la Sombra —confirmó ella, pero no recibió más queincomprensión.

—¿Se llaman así? —preguntó elmonje, aturdido—. Son los esclavos deltoro, ¿verdad?

No cabía duda de que no estaba biende la cabeza. Júpiter le había descritosus impresiones del religioso pero, obien le había restado importancia alestado mental de Santino, o este habíaempeorado rápidamente desde entonces.Su mirada y sus gestos exudaban unaparanoia alucinada, que se reflejaba

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incluso en su postura: parecía agotado,pero preparado para huir en cualquiermomento como un animal del desiertorepostando en un aislado oasis.

Coralina no respondió a su pregunta,sino que añadió:

—Deberíamos subir. Nos estamosjugando el tipo aquí abajo —al ver queél no reaccionaba, continuó—, por lahumedad.

Daba la impresión de que elsignificado de las palabras le llegaba aSantino con retraso, pero tras unossegundos, asintió mostrando suaprobación.

Coralina iluminó el pasillo frente a

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él.—Usted primero.El monje se dio la vuelta y vadeó en

dirección a la escalera. Susmovimientos eran extraños. Coralinapensó, en primer lugar, que se debía alagua, pero después se dio cuenta de queel hombre cojeaba ligeramente. Lesiguió sin disminuir la distancia. Elhecho de que probablemente la únicapersona que estuviera de su partehubiera perdido la razón de forma tanevidente no hacía más aceptable susituación.

La joven se arrastró escalerasarriba, con sus ropas empapadas.

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—Siga hacia arriba —dirigió almonje—. Calculo que quedarán un parde toallas que podremos utilizar.

Cuando llegaron al segundo piso,hizo que él se quedara en el pasillomientras ella entraba en el baño de laShuvani para buscar toallas secas.Cogió un montón de ellas, le puso aSantino en las manos la mitad y despuésle llevó al cuarto de estar.

El monje depositó tímidamente lospaños sobre la mesa, cogió la que seencontraba más arriba y la desdobló conextremo cuidado, como si fuera unobjeto digno de veneración para, congran torpeza, frotarse ligeramente con

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ella la ropa mojada.Coralina dudó un segundo antes de

dejarlo solo nuevamente para ir al baño.Encontró revolviendo en la lavadoraunos vaqueros secos, además de uno desus forros polares favoritos, concapucha. Tras dudarlo un segundo, cogióotro más y se lo llevó a Santino. Ellasolía utilizar jerseys y camisetas de latalla XL, amplias y flexibles, por lo quele sentarían bien al huesudo religioso.Para sus empapados pantalones, noobstante, no tenía recambio.

En un primer momento no le gustónada cambiarse de ropa ante los ojos deSantino, pero después se dio cuenta de

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que la situación era aún más extraña ydesagradable para él de lo que era paraella. Después de todo era un monje, asíque miró rápidamente al suelo con ciertaconsternación, mientras ella se quitabalos vaqueros empapados y mostraba suspiernas desnudas. Probablemente hacíaaños que no había visto a una mujer sinropa.

Como si le hubiera leído elpensamiento, repuso el religioso con vozqueda:

—Solo he cuidado de hombres,nunca de mujeres, ¿sabe?

Se puso los pantalones secos y sesubió la cremallera.

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—¿En qué abadía vive usted?—Ahora ya... en ninguna. He dejado

la orden.—¿Cuál? ¿El monasterio capuchino

de la Via Veneto?Santino asintió.—Conozco la iglesia —dijo ella—,

Santa Maria della Concezione. Cuandoera niña fui a visitar el osario.

El monje se desabrochó la suciacamisa, se la quitó y la dobló concuidado. Su torso desnudo tenía unaspecto seco y macilento. Su piel eramuy clara, como si nunca la hubieratocado un rayo de sol.

—En los últimos años, el osario se

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ha convertido en una atracción turística.Coralina le volvió la espalda,

mientras se quitaba la parte de arriba desus empapadas prendas, se secaba y seponía la sudadera. Cuando se dionuevamente la vuelta, el religioso yaestaba completamente vestido.

Ella quería comprobar lo antesposible lo que el filtro fotográfico deFabio podía mostrar, para lo cualpretendía visitar uno de los cibercafésde la ciudad, y no hizo intención dedisimular en ningún momento suimpaciencia mientras se dirigía a laescalera.

—¿Lo sabe? —preguntó Santino de

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repente.—¿Qué es lo que debería saber?—La verdad sobre el toro. Sobre

Cristoforo. Sobre la escalerainterminable.

Ella se sentó sobre el reposabrazosde un sillón y le miró fijamente.

—Ese tema del toro...—Lo sé —la interrumpió Santino—.

Cree que estoy loco. Sin embargo, haycosas que no me he imaginado. He vistolas grabaciones que hicieron los demás;los vídeos de Remeo. Las imágenes dela escalera. ¡Eso no me lo inventé!

La joven no tenía la más mínimaidea de lo que le estaba hablando.

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—Escuche, no sé qué tiene que vereso con Júpiter o con los Adeptos. Nisiquiera con Cristoforo.

—Cristoforo conocía la llave —dijoSantino—. Le cuidé durante años, y él ladibujó para mí. De memoria, en mediode ese dibujo. Siempre repetía la mismafrase...

—«Siempre es de noche en la Casade Dédalo» —dijo Coralina en voz baja.

Santino alzó la cabeza sorprendido.—Esas eran exactamente sus

palabras. Dijo que tenía la llave aquíarriba, en la cabeza, y entonces ladibujó. Yo no lo creí, ¿sabe usted? Almenos durante bastante tiempo, pero

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entonces, un día, hablando del tema conel hermano Remeo, había cosas... cosasque encajaban... cierta información... ypor eso hice una copia de la llave.Cristoforo había confiado en mí. Lemostré la llave y se puso furioso.Gritaba y se golpeaba, y decía cosas sinsentido. Entonces, desapareció derepente. No pudimos retenerlo.

Abajo, en la calle, sonó el ruido dela puerta de un coche al cerrarse.Después otra.

Coralina se levantó.—¿Ha oído eso? —no esperó a su

respuesta, sino que corrió a lahabitación anterior y miró por la

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ventana. Vio el techo negro de unvehículo. Era una limusina.

Desde el piso inferior se oyó uncrujido estridente.

—Es el cristal de la puerta de latienda —aventuró ella.

—Ya vienen —susurró Santino, perosu voz sonaba tranquila, casi indiferente—. Nos matarán —era una afirmaciónsencilla en un tono de voz propio de uncomentario sobre un inminentechaparrón.

Corrió hacia la escalera, pensandodetenidamente. Entonces, empujó aSantino hacia la sala de estar.

—¡Salga por la puerta de cristal,

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rápido! Desde la terraza podrá subir altejado. ¡Vamos, márchese ya!

—¿Y qué pasa con usted?Escuchó los sonidos del piso de

abajo: oyó el chasquido de los cristalesque crepitaban bajo las suelas de loszapatos.

—Hay una cosa que tengo que hacer.¡Corra!

No esperó a comprobar si él habíaseguido sus instrucciones; salió deprisa,pero tan suavemente como pudo, y bajópor las escaleras.

—Se los encontrará —susurró a suespalda Santino, alterado.

—¡Desaparezca de una vez! —

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respondió ella con brusquedad.La joven pudo oír cómo él regresaba

al cuarto de estar, y entonces seconcentró plenamente en los sonidos delpiso inferior. Reconoció dos voces, sinentender lo que decían. El cristal dejóde crujir, lo que significaba que yaestaban todos en la tienda.

Coralina llegó al descansillo delprimer piso. Allí se encontraba undisperso montón de libros, el mismo conel que la Shuvani había tropezado un parde días antes, justo a la llegada deJúpiter. El encargo del cardenalMerenda. En aquel momento, que aCoralina le parecía tan lejano ya como

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si hubiera ocurrido hace años, le habíadicho a su abuela que llevaría el pedidoal Vaticano tan pronto como fueraposible. El recuerdo le dolió como unapuñalada. Entonces no podía niimaginarse cómo se desarrollarían lascosas.

Algo traqueteó en el piso de abajo, yalguien tropezó y soltó una maldición enuna lengua dura y áspera.

Coralina contuvo la respiración,nerviosa. Su mirada vagó por ladispersa pila de libros buscando... algo.

Lo encontró en el mismo momento enque un desagradable crujido se extendiópor las escaleras. ¡Estaban subiendo!

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Coralina cogió su hallazgo: unasencilla hoja de papel, con la listamanuscrita de los títulos solicitados porel cardenal que la Shuvani debíaenviarle. Junto a su firma relucía, deforma llamativa, un sello de lacre a laantigua usanza.

Con el documento ya en la mano,Coralina se precipitó escaleras arriba.Por el rabillo del ojo percibió cómoalguien se aproximaba a la curva de laescalera, una enorme figura negra queparecía atónita de ver a Coralina subirlos peldaños.

La joven pudo escuchar cómo losdos hombres, en el piso de abajo,

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emprendían la persecución: pesadospasos sobre los escalones de madera, ungrito de llamada que ella no logróentender.

Llegó al segundo piso, atravesórauda la sala hasta la terraza. Santino noestaba en ninguna parte. Por la ventanacomprobó que las dos sombras seaproximaban, que entraban ya en la salade estar, tras ella.

Ya sin aliento, metió el escrito deMerenda junto al CD-ROM en elbolsillo de su pantalón y saltó por laestrecha escalerilla de acero quellevaba de la terraza al tejado. Habíasido allí donde Júpiter la había

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sorprendido en pleno paseo sonámbulo.El sol de la mañana surgió,incandescente, en una grieta entre elmuro de nubes y tiñó los tejados de orolíquido. A su alrededor se extendía unmar de ladrillos, torreones y frontonesen tonos pardos y ocres. Sobre uno delos edificios vecinos, metidas en sucobertizo, las palomas comenzaron achillar como si presintiera el peligrocercano.

Santino se encontraba allí, cerca deuna verja, junto a la cual se abría unprecipicio hacia la calle.

—¡No es por ahí! —le llamó ella,jadeante—. ¡Por aquí!

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Señaló a la derecha, donde el tejadode su casa desembocaba en el de unedificio cercano. ¡Casi! Entre amboshabía una profunda separación, de unaanchura no mayor a metro y medio.Coralina se dio la vuelta donde estaba, yesperó a que Santino la siguiera.

El monje, no obstante, permanecíainmutable ante la verja, observando elvacío, entonces alzó la vista hacia ella...y sonrió.

Los desconcertados ojos de Coralinase desviaron cuando sus perseguidoresaparecieron presurosos por laescalerilla metálica. Reconoció alprimero de ellos: era el chófer, el

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hombre que había llevado al profesorTrojan en la silla de ruedas hasta elsalón del Portal de Dédalo. El segundovestía un mono negro. No era muchomenos voluminoso que el chófer, quizáalgo más estrecho de hombros. Su rostropermanecía impasible y carente deexpresión, ni siquiera de particularinterés. Desde la perspectiva deCoralina, eran los rasgos de un hombreque hacía lo que se le decía, de alguienque actuaba sin ningún lastre moral.Aquello le aterró aún más que laarrogante sonrisa del chófer.

—¡Santino! —bramó ella—. ¡Venga!Si el monje se demoraba más, los

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dos intrusos le cortarían el paso.Finalmente se puso en marcha, cojeandohacia ella a una velocidad asombrosa ysin borrar esa peculiar sonrisa de suslabios, extrañamente amable, casiamistosa. Durante un instante, se sintiótan aturdida por aquello que le costótrabajo reaccionar. Entonces, dio un parde vueltas, cogió carrerilla con losúltimos dos pasos y saltó en una granzancada sobre la separación entre losedificios. Tras el impacto contra el pocopronunciado tejadillo sintió cómo seresbalaba, pero tras unos segundosrecobró la serenidad y siguió corriendo.

Santino la siguió, y saltó casi tanto

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como ella, a pesar de su pierna inválida.Le esperó, le dejó correr a él pordelante ascendiendo por el tejadillohasta el caballete y, después, tejadoabajo. Le resultaba hasta cierto puntoinquietante la decisión con que Santinoencontraba siempre el camino correcto,evitando las tejas podridas y dando unhábil rodeo para esquivar un tragaluzoculto tras un saliente. Era como siconociera los tejados a la perfección,como si ya hubiera estado allí y hubierapreparado una ruta de huida.

«¡Por supuesto!», pensó ella, atónita.¿Sería posible que hubiera estado mástiempo en la casa que ella? ¿Que hubiera

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sido el primero en llegar y hubierasondeado toda la zona? Debía de haberaprendido a hacerlo después de sushuidas de quienquiera que fuera. Podríaser un monje, y tener aspecto enfermo ydébil, pero en ese momento Coralina sedio cuenta de que Santino sabíaexactamente lo que estaba haciendo.

El chófer y el segundo hombre lespisaban los talones. Ambos cruzaron lahendidura sin ningún esfuerzo, si bien eldesconocido del mono negro estuvocerca de perder el equilibrio cuando unade las tejas bajo sus pies cedió, resbalópor el tejado y cayó al vacío. Se repusosin demasiada dificultad y continuó la

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persecución a dos o tres pasos dedistancia del chófer.

—Por allí —jadeó Santino,señalando a la izquierda.

Coralina dudó sobre si seguirle yseñaló la dirección contraria.

—¿Qué pasa con la puerta de allí?Era una entrada a un habitáculo de

hormigón con forma de cilindrocolocado sobre un tejado y que,probablemente, llevaba a las escalerasdel edificio.

—Está cerrada —siseó Santinogirando a la izquierda.

Coralina le siguió. Definitivamentehabía estado allí arriba.

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Corrieron por una superficie plagadade excrementos de gato. En una esquinahabía un montón de plumas blancaspegadas a la sucia cubierta alquitranadadel tejado. Un par de huesos de aveyacían esparcidos en las cercanías.

Volvió a mirar hacia atrás. El chóferse aproximaba, y el otro desconocidocorría justo detrás de él. Si noencontraban pronto una forma dedejarlos atrás, los alcanzarían. Eso siSantino no tenía algún otro as en lamanga, cosa de la que ella estabacompletamente segura. En cualquiercaso, con el abrecartas que aún teníaguardado en el bolsillo del pantalón, no

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podía esperar hacer gran cosa.—¡Por allí abajo! —le ordenó el

monje, cojeando por un tejadillo. Lastejas crujieron peligrosamente, y lohicieron aún más cuando Coralina lesiguió, pero aguantaron su peso.

Lo que más le preocupaba era queninguno de los dos hombres a susespaldas realizaban intento ninguno deconvencerlos verbalmente de que serindieran. Debían de estarcompletamente seguros de que losfugitivos no tenían salida. Si Coralinahubiera sido sincera consigo misma, sihubiera tenido tiempo de serlo, habríallegado a la misma conclusión.

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Llegaron a la parte más elevada deltejado. Santino dudó durante un segundoy esperó a que Coralina le alcanzara.Cuando estuvo junto a él, le indicó envoz baja que realizara un amplio arco aldescender por el otro lado. Ella paseó lamirada con atención por la empinadasuperficie, pero no pudo descubrir nadaque le llamara la atención.

Se dirigió hacia la derecha,aproximándose peligrosamente al bordedel tejado. Se encontraban sobre unalmacén que limitaba con un patio tras laVia del Governo Vecchio. Estaban a dospisos de altura. No reconoció el edificioa primera vista, pues en su mente

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reinaba un notable caos. Sin embargo,barruntó que se trataría de uno de losincontables talleres de vespas queexistían en aquel barrio, naves con olora lubricante y a humo en los que la gentejoven trucaba los motores de susvehículos en las tardes libres. Unvistazo al fondo del patio bastó paraconfirmar su suposición: depositadosallí abajo se encontraba un montón deneumáticos desechados.

Entonces, reconoció al final deltejado las varas metálicas de unaescalera de emergencia que llevabanhasta el patio. Esa debía de ser la víaque el monje había descubierto

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explorando. Una vez estuvieran allíabajo, sería más fácil huir de susperseguidores.

Cuando se volvió a mirar, Santinoseguía en el frontón. Lucía de nuevoaquella extraña sonrisa que noconcordaba con su situación.

—¡Santino! —le llamó, mientrassujetaba la escalera—. Maldita sea, ¿aqué espera?

Tras él, al otro lado del caballete,comenzaban a asomar la cabeza y eltorso de los dos extraños. Santino sefrotó las rodillas de sus debilitadaspiernas como si le dolieran: un trucopara hacer que sus perseguidores se

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confiaran. Entonces, salió cojeandohasta la mitad del tejado.

Coralina se quedó muy quieta, nopodía hacer otra cosa. Vio lo queocurriría, sabía lo que él estabahaciendo, y se preguntó por qué lo hacía.

Las tejas temblaron bajo los pies deSantino, y entonces Coralina se diocuenta de que eran de un tono másoscuro que aquellas sobre las quehabían estado corriendo. Parecíanestropeadas, corroídas por la humedad.Podridas.

El chófer y los dos hombres saltaronsobre el caballete siguiendo a Santino.La distancia entre ellos y el monje no

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sobrepasaría los cuatro metros, igualque de él a ella.

Coralina permanecía petrificadajunto a las varas de la escalera, sobrelas que apoyaba, muy rígida, una mano.A su espalda se abría la caída hasta elpatio, pero solo tenía ojos para los treshombres.

Santino ya casi había llegado hastadonde ella le aguardaba, cuando sonó unestruendo similar al de un estallido,como el de un trozo de madera que serompe por el efecto de una violenciaincalculable.

«¡Vigas! ¡Una viga del tejado!».El hombre tras el chófer se quedó de

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una pieza. El terror se le pintó en lacara, después vino el pánico absoluto.Soltó un grito mientras se hundía enmedio del tejado entre un ruidoensordecedor, como si una bola dedemolición hubiera chocado con unmuro cerca de allí. Como en una toma acámara lenta de un trampolín, el tejadose vino abajo con un ruido lastimero,dejando tras de sí un cráter de polvo ypiedra, y madera salpicada por doquier.

Santino fue más rápido... perotropezó. Cayó de bruces a tres pasos dedistancia de ella, y tras unos instantes, lajoven se dio cuenta de que se habíalanzado intencionadamente sobre su

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estómago.El chófer entendió que Santino les

había tendido una trampa. Dio un salto ycayó a un brazo de distancia del monjesobre el tejado desmoronado, mientrasel segundo hombre desaparecía bajo eltecho con un espantoso grito. El tejado,entonces, se hundió con él.

Una nube de polvo se alzó como unhongo radiactivo de color arena, y seexpandió después por toda la cubierta,cubriendo durante unos segundos elcielo y los tejados contiguos. Coralinase aferró entre chillidos a la escalera,perdió brevemente la sujeción, peroseguidamente la recuperó. Se le aceleró

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el pulso de forma tan dolorosa, tansonora, como si el corazón se le fuera asalir del pecho. Ante ella, entre la nubede polvo, apareció una figura queavanzaba en su dirección: Santino. Iba adirigirse a su encuentro para comprobarsu seguridad, cuando en ese momentoalguien le agarró por detrás y tiró de él.

—¡Santino! —se inclinó haciaadelante a pesar del peligro. Elfragmento de tejado, de unos tres metros,que aún permanecía hasta abrirse elprecipicio, era una cornisa dentada dearistas cortadas y fragmentadas, si bienno se podía apreciar la magnitud de ladestrucción por el polvo que aún la

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cubría. Solo una cosa era segura: elsegundo hombre ya no estaba allí, pueshabía caído con buena parte de las tejas,simplemente había desaparecido, comouna marioneta en un teatro de títeres.

Al igual que su compañero, eltechado en decadencia había arrastradoal chófer, pero quedaba patente que estehabía logrado sujetarse al borde delmismo.

La rodilla derecha de Santino estabadoblada, mientras la pierna izquierdasoportaba el duro cepo de la mano delchófer. Coralina tanteó el terreno frentea ella, temerosa de que en cualquiermomento el resto de la cubierta pudiera

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venirse abajo. Alargó la mano con laintención de sujetar a Santino.

Sin embargo el monje se limitaba asonreír y agitaba la cabeza.

Entonces, tomó impulso hacia atrás,empujó con todas sus fuerzas contra eldesprevenido chófer, y juntosdesaparecieron en el abismo.

«¡No!».Coralina dio un traspiés hacia

adelante, presa de la desesperación,luchó por recuperar el equilibrio duranteunos segundos y oyó entonces un fuerteestrépito, que indicaba que los doscuerpos chocaban contra el suelo, aocho o diez metros de profundidad. Con

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sus últimas fuerzas, recobró elautocontrol y se agarró a las varas de laescalera de emergencias con los brazosextendidos.

Durante un buen rato permaneciósimplemente acuclillada, hecha un ovillojunto al filo del tejado, abrazada a labarandilla de la escalera de incendios,escuchando el suave crepitar de lostrocitos de piedra. Mientras el polvo seposaba, oyó voces histéricas en el patio,y a alguien que, sin dejar de chillar,llamaba a la policía y a una ambulancia,completamente fuera de sí, igual que sesentía ella por dentro, solo que estabademasiado agotada y débil como para

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expresarlo abiertamente.Finalmente reunió fuerzas suficientes

para comenzar a descender por laescalera de incendios hasta el patio que,lentamente, se iba llenando de gente,mientras otros intentaban abrirse pasoentre los curiosos. Alguien la vio y lallamó, le dijo que debía quedarse allí,pero la joven no le prestó atención. Enlugar de eso, se sumergió entre la mareade personas, echó un último vistazo a lapuerta de la sala, vio los cuerposretorcidos entre una montaña deescombros y vigas, pasó por la fuerzaentre la afluencia de mirones, llegó a lacalle y se marchó corriendo tan rápido

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como pudo.El espíritu de Júpiter estaba rodeado

por una negrura profunda y abrumadora.Lo primero que pensó fue que debía deestar muerto. Se había ahogado, sinduda, e incluso ahora le costabarespirar. En cualquier caso,probablemente ya no le era necesario, almenos no allí, dondequiera queestuviera.

No sabía cómo había llegado a eselugar. Conservaba vagos recuerdos deldolor, de los espasmos, de unas manosinvisibles que le aprisionaban lagarganta.

«La sangre bajo las uñas».

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Recordaba la fuerza con la que suestómago quería salirse del cuerpo,volverse del revés, estrujarse yrevolverse.

«La sangre bajo las uñas. Tu propiasangre».

El picor seguía allí, se lo habíallevado consigo. Quizá le habíantrasladado a otro lugar para dejarlo encuarentena. «El hombre al que unapicazón envió al más allá», era algocomo para cabrearse de verdad.

—¡Despierte!Una mano le sacudió la cara, y por

primera vez aquel dolor fue más vivo yreal que el de sus recuerdos. Muy

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doloroso.Abrió los ojos y de inmediato se

llevó los dedos a la piel de susantebrazos, de su garganta, de susmejillas. El picor era casi insoportable.

Volvió a respirar. No como antes,pero lo suficiente como para sobrevivir,al menos de momento.

La fantasmal cara de Landini sonreíajusto frente a él. Sus fantasmales ypálidas manos le agitaban, mientras susfantasmales ojos se clavaban en lossuyos.

—¡Vamos! ¡Le están esperando!Júpiter intentó levantar la cabeza,

pero el cráneo le pesaba,

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repentinamente, una tonelada, y estabaseguro de que si lo movía, simple yllanamente se le caería rodando por loshombros y a saber dónde acabaría, comouna antigua bala de cañón de las queexhiben entre las almenas de loscastillos-museo.

—¡Quieren hablar con usted!Cerró la mano en un puño y se

planteó, aún atontado, si sería un buenmomento para hundirlo en el espectral ydesagradable semblante de Landini.Antes de poder llegar a una conclusión,sintió una bofetada más. Después otra, yotra.

Los párpados de Júpiter centellearon

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e intentó respirar hondo. Landini debióde pensar que estaba hiperventilando,porque soltó una ristra de maldiciones,desapareció durante un instante de lavista de Júpiter y regresó con unajeringuilla llena hasta la mitad.

—Mire —dijo Landini—, ya se lodoy.

—¿Qué... qué es eso? —eran susprimeras palabras pronunciadas en vozalta tras quinientos años de sueñoprofundo, quinientos años en elsarcófago de un faraón egipcio. Elretorno del muerto viviente.

—Un antihistamínico —respondióLandini—, para su alergia.

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Júpiter no lo entendía. ¿Acaso no eraLandini el mismo al que tenía queagradecerle su estado actual?

—¿Por qué hace esto?—¡No mueva el brazo!El pinchazo le dolió, y la inyección

le quemó como el infierno, aunqueninguna de las dos cosas era pruebairrefutable de que Landini no supiera loque estaba haciendo. Sin embargo, trasunos segundos, Júpiter comenzó arespirar mejor, y la comezón remitióligeramente. Por supuesto, no mejoró deltodo. El investigador estaba convencidode que Landini se había preocupado deevitar su completa recuperación. No

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obstante, se sentía mejor, lo suficientecomo para comprender que el mareo, elmalestar y el horroroso dolor de cabezano se debían únicamente a la alergia,sino también al alcohol. Ningunainyección del mundo podría hacer nadacontra eso.

—¿Dónde estoy?—¿A usted qué le parece?Júpiter intentó nuevamente levantar

la cabeza, y en esta ocasión se diocuenta de que todo a su alrededorresplandecía con un brillo blanco.

—Pues yo diría que estoy de culo,Landini. Concretamente en el suyo, porlo que se ve.

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El albino miró a Júpiter anonadado.¡Qué triunfo más asombroso era para élque Landini no captara la sutil ironía desu fino humor!

Se le aclaró la vista y se le volvió anublar de nuevo antes de, finalmente,recuperar por completo la percepción,como si alguien jugara con el control denitidez de su cabeza. Vio, así, que seencontraba en un aseo decorado conazulejos. Nada de mármol, solocerámica barata. Evidentemente ya no seencontraban en los aposentos privadosdel Papa.

Aún conservaba una sensaciónmolesta en la piel, como si estuviera

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sentado encima de un hormiguero.Júpiter se rascaba, se frotaba y seraspaba, pero no sentía alivio. Ademásdebía procurar no inspirar o expirardemasiado fuerte: calculaba que sufaringe estaba abierta solo hasta lamitad, y debía seguir luchando contra uninminente ataque de tos. Sin embargo,haberse rendido solo habría puesto lascosas más difíciles. Ahogarse en supropio vómito no era una perspectivahermosa.

Estaba desnudo, y tenía el pelo y elcuerpo empapado. Junto a él, en elsuelo, se encontraba la manguera con laque lo habían rociado. Viscosas

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manchas rojas flotaban a su alrededor,restos de vino devuelto, pero tan diluidoen agua como para no resultar peligroso.

Landini le tiró de la pierna. Surostro reflejaba el asco que le producíay renovaba la sensación de satisfacciónde Júpiter. Estaba demasiado débilcomo para atacar de alguna forma alalbino, por lo que debía conformarsecon ese tipo de pequeños triunfos.

—Tenemos ropa seca para usted —dijo Landini, mientras le sacaba delaseo hacia un pasillo vacío.

Júpiter dedujo que se encontraría enalgún punto del sótano del Vaticano. Elentorno palpitaba, se contraía, se

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expandía, se volvía borroso y recobrabala nitidez de forma tan brutal que lavisión le quemaba los ojos. A cada pasoa ciegas que daba con ayuda de Landini,le iba asaltando el miedo a quedarse sinaliento. El breve trayecto hasta una delas puertas más cercanas le pareció unacarrera de resistencia.

El albino le empujó sin delicadezaalguna dentro de un pequeño cuartotrastero lleno de folios de papel enblanco amontonados en pilas de unmetro de alto. Sobre una de ellas seencontraba su ropa, hecha un ovillo (suspantalones, su camisa, su camisetainterior), todo limpio pero aún húmedo

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por un tiempo de secado evidentementeinsuficiente.

—¿Qué hora es? —preguntó Júpitercon voz tomada.

—Mediodía —respondió Landinisucintamente—. No ha estado muchotiempo inconsciente. El profesor Trojanle ha dado mucha importancia a queusted dispusiera de su propia ropa. Loconsideraba una cuestión de buenasmaneras.

Júpiter se vistió con torpeza, setambaleó y amenazó con caerse, perofinalmente recuperó el control. No lohacía tanto por Landini (el albino lehabía humillado ya tanto que una caída

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más no supondría gran diferencia), comopor su propia autoestima. El orgullosiempre había sido para él un conceptoabstracto y pasado de moda, pero ahoracomenzaba a comprender lo quesignificaba conservarlo cuando todo lodemás había perdido su valor. Ya no lequedaba ninguna otra cosa.

Lo único que esperaba es queCoralina se encontrara en lugar seguro.Sin embargo, no podía estar seguro.Durante un breve instante jugó con laidea de preguntarle a Landini, pero noquiso concederle a su torturador eltriunfo de proporcionarle unaoportunidad de darle malas noticias.

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Landini le observaba con los brazoscruzados. Apenas lograba reprimir unaexpresión de burla. Júpiter nunca habíaodiado a nadie con tanta pasión, pero elreligioso sabía con certeza que elalemán estaba demasiado débil en esemomento como para suponer unaamenaza.

—¿Ha terminado ya? —preguntó elalbino cuando Júpiter, tras variosintentos, logró atarse los zapatos.

Júpiter se levantó, aturdido. A sualrededor, el aire parecía solidificarseen fríos algodones húmedos, agrupadosen densas bolsas que le robaban el airey le dejaban tiritando.

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—Estoy listo —gruñó, mientrasasentía.

—Vaya delante —le ordenó Landini—. A la derecha, por el pasillo haciaabajo.

Júpiter hizo lo que se le decía. Cadados pasos tenía que sujetarse en lasparedes, por lo que le alegró no tenerque ver la arrogante sonrisa del albino,que le seguía dos pasos por detrás. Elinvestigador no se volvía a mirarle, solooía el roce de las suelas de sus zapatossobre el linóleo, tan claro como unefecto de sonido exagerado.

Llegaron a un desgastado carruselpaternóster [2], un aparato de nombre

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muy adecuado, dado el lugar en el quese encontraban, según la opinión deJúpiter. Landini le dirigió a la cabina dela derecha y tiró de una palanca en lapared. Después metió a Júpiter en elhueco sin quitarle los ojos de encima.Un tosco muro pasó frente a ellos conrapidez, mientras el motor del anticuadoascensor crujía y gemía en la distancia.

Dos pisos más arriba, se bajaron.Landini dejó que el aparato siguiera sucurso y empujó a su prisionero por elpasillo hasta unas estrechas escalerasascendentes. Júpiter se preguntó por quéno se estaban encontrando con nadie,pues debían de estar regresando poco a

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poco a zonas densamente pobladas delVaticano. En cualquier caso no se sentíacapaz de ubicarse. Dedujo que seencontraban en algún punto de la zonaeste, en uno de los incontables edificiosadministrativos.

En un momento dado comprendióque únicamente estaban utilizandopasillos auxiliares y escaleras deincendios. Poco antes de llegar a sudestino entraron en un pasilloenmoquetado con las paredes forradasde madera.

Tras atravesar una puerta doble demarco alto llegaron a una amplia oficinade paredes cubiertas hasta el techo con

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planos y bosquejos de edificios. Portodo el perímetro de la sala se extendíauna vara de acero, colocada a la alturade la cadera, que se constituía como unaespecie de asidero del estilo a los de losestudios de ballet. Al otro lado de laventana se extendían, bajo la luz de lamañana, los Jardines Vaticanos, unasuave colina en un tono verde intenso yclaro. A Júpiter le pareció tan irrealcomo el paisaje de un óleo.

En medio de la habitación había unescritorio con placas de mármol gris. Enuna taza humeaba té recién servido,mientras que otra permanecía bocaabajo; junto a ellas, sobre un plato,

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había varias piezas de bollería glaseada.Se podía pensar que Júpiter acudía a unareunión de negocios, en lugar de a uninterrogatorio o algo aún peor.

—¡Siéntese! —Landini señaló unsillón bien acolchado frente alescritorio.

Júpiter se sintió agradecido, pero nodejó que se le notara. La marcha a piepor el Vaticano le había dejado agotado.Un velo volvía a cubrirle los ojos, y lavoz del albino le sonaba amortiguada yextraña. Necesitaría pronto otrainyección, esta vez lo suficientementefuerte como para acabar finalmente conla reacción alérgica, o de lo contrario en

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menos de una hora estaría rodando porel suelo como un perro apaleado.

—Déjenos solos, Landini —dijo unavoz a espaldas de Júpiter. No había oídoa nadie entrar en la sala, y cuandovolvió la vista descubrió al profesorTrojan. Las ruedas de goma de su sillaavanzaban de forma absolutamentesilenciosa por la gruesa moqueta.

—¿Está seguro...? —comenzó areplicar Landini, hasta que Trojan leinterrumpió.

—No parece que nuestro amigo estéen estado de lanzarse a mi cuello —repuso el profesor, riendo suavemente,con un tono asombrosamente cálido, casi

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amistoso—. Váyase ya, Landini, perocoja antes un bollo.

Júpiter sintió que se le escapaba unarisilla histérica, pero en el últimomomento logró reprimirla. La expresiónoscura de Landini en ese momento, porsí misma, hacía que el duro recorridorealizado mereciera la pena.

Trojan encaró a Júpiter tras suescritorio. Asintió en su direccióncortésmente antes de volver la vista unavez más hacia el albino.

—¿No quiere un pastel? Bueno,entonces cierre la puerta cuando salga,por favor.

Landini salió, sin responder ni una

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palabra, y cerró la puerta con un pocomás de fuerza de la necesaria.

—Un peón —suspiró Trojan—, nosirve para otra cosa —agitó la cabeza ysonrió a Júpiter—. Nadie diría que deverdad es sacerdote en el Vaticano,¿verdad? ¡Oh! No lo digo por su vileza,eso es algo bastante extendido aquí,créame. No, lo digo por su estupidez.¿Se puede usted imaginar a Landinihablando latín con fluidez? Yo no, pormucho que lo intento —volvió a reír, yel perjudicado raciocinio de Júpiteracarició la vaga idea de que quizá setrataba únicamente de un amistosoanciano.

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«¡Un malentendido, es solo unmalentendido!».

Trojan carraspeó, produciendo unronquido seco y enfermizo. De nuevo larealidad comenzó a deformarse ante losojos de Júpiter, a fundirse y atransformarse en algo diferente, en elmomento en el que vio cómo del orificionasal izquierdo de Trojan surgía unaoscura gota de sangre que se precipitabay deslizaba, viscosa, sobre el labiosuperior del anciano.

—¡Oh, maldita sea! —susurró elprofesor, antes de sacar un pañuelo delbolsillo y presionar con él bajo la nariz.Después alzó la cabeza y apoyó la nuca.

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Por una vez, Júpiter no estaba muyseguro de quién de los dos estaba enpeor estado.

—Es solo un minuto —murmuróTrojan con voz nasal.

De hecho, permanecieron así unbuen rato, en silencio, el profesor con lacabeza vuelta hacia arriba, Júpiterhundido en el respaldo almohadilladodel sillón, incapaces de hacer nada porsu propio impulso. Su capacidad derazonamiento funcionaba, hasta ciertopunto, sin dificultades, y era plenamenteconsciente de lo absurdo de toda lasituación, sin embargo le faltaban lasfuerzas para enfrentarse a ello, para

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alzar la voz con decisión, para golpearel escritorio con el puño o simplementegritarle al anciano, sacudirle y hacerlepagar todo lo que le habían hecho.

Y a la Shuvani.Y a Janus.Y a Coralina.Pero solo podía permanecer sentado,

contemplando a Trojan mientrassangraba, desconcertado, confuso, ypensando una y otra vez: «Quiero irmede aquí, quiero irme de aquí, quieroirme de aquí...».

Finalmente, Trojan se echó haciaadelante, se palpó una vez más la nariz yel mentón y volvió a guardar el pañuelo.

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Bajo el orificio aún relucía el rosaintenso de las huellas dejadas por elarroyuelo de sangre seca, y Júpiter tuvoque esforzarse por controlar su mirada yclavarla en los ojos del profesor. La finamontura metálica de sus gafas relucía.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntóJúpiter.

—¿Le gustaría tomar un té? —Trojan dio la vuelta a la segunda taza ysirvió el líquido sin esperar a larespuesta del investigador. Le tendiódespués la taza y la bollería—. Deberíadesayunar algo.

—¿Para eso me ha traído? ¿Paradesayunar conmigo? Su gente ha tratado

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de matarme esta misma mañana.Trojan asintió, aparentemente

afectado.—La historia del vino... Créame si

le digo que no fue idea mía. Landini yVon Thaden debieron de maquinarlo.

—Por supuesto —respondió Júpiter,con tono despectivo.

—Coma algo —repitió Trojan—. Ledoy mi palabra de honor de que estátodo perfectamente bien.

Júpiter no tocó ni la taza ni el plato.—Pero mi estómago no lo está.El profesor le miró con ojos

aturdidos, pero después se encogió dehombros.

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—Como quiera.—Vaya al grano —la habitación

tembló a su alrededor y los esbozos deedificios en las paredes se volvieronmucho más borrosos y menos definidosde lo que había podido apreciar. Sinembargo, por alguna razón, era el propioentorno lo que le hacía recuperar poco apoco su antigua confianza. Antes solíatratar a menudo con hombres comoTrojan, y la mayoría de las veces habíaconseguido lo que quería.

«Pero esa gente no había sabidonada de tu alergia. No te habían hechotorturar».

—Tengo entendido que, en otro

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tiempo, tuvo usted mucho éxito en sucampo —dijo el profesor.

Cumplidos. Ese era el primer paso.—Usted no era solo un sabueso,

también un hombre de negocios. Por esoquisiera hacerle una oferta.

—Ya no tengo la plancha, comoquizá haya podido observar.

—Pero sabe dónde se encuentra.—Hace horas que la vi por última

vez, y fue cuando Estacado nos trajoaquí.

El semblante de Trojan se oscureció.—Estacado...—Su protegido cometió un error al

no quitarnos la plancha de forma

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inmediata —Júpiter intentó esbozar unasonrisa ladina, pero él mismo sintiócómo fracasaba penosamente en suintento—. Eso debió de debilitar antelos suyos su propia posición entre losAdeptos, ¿no es así?

El profesor suspiró.—No le quiero engañar, tiene usted

razón. Son muchos los que opinan queEstacado ha fracasado pero, créame,tanto él como yo deploramos cualquierforma de violencia. Landini parecedivertirse con ello, pero personalmentelo considero algo inoportuno ydesagradable.

El tono con el que rechazaba la

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tortura cometida contra Júpiter revelabaque no se trataba de una cuestión ética omoral. El asesinato y la tortura ledesagradaban de la misma forma quepudiera hacerlo el que alguien llevarauna corbata amarillo limón o una boa deplumas. No consideraba la violenciacomo algo reprobable, solo como algofalto de clase.

—Janus contaba con aliados en elVaticano —dijo Trojan tras una brevepausa, mientras apoyaba los codos en elborde de la mesa—. No estamos segurosde quiénes son, pero usted sí que losabe, Júpiter. Quiero que colabore connosotros.

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—¿Tendría que darles nombres?—Quiero que trabaje para nosotros.

Usted es un hombre de recursos. Podríatrabajar por encargo de la Iglesia,buscando tesoros artísticos por todo elmundo. Nada de pequeños objetos, niesas sandeces que buscan la mayoría delos coleccionistas privados. La Iglesiaposee algunos de los ejemplares másvaliosos que usted se pueda imaginar, yse dedica a buscar toda una serie deobjetos más, que se han ido perdiendoen el transcurso de los siglos. Esepodría ser su cometido, Júpiter. Es unaoferta excitante y lucrativa que muy pocagente podría mejorar —sonrió de nuevo

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—. Solo tiene que confiar en mí.Júpiter le observaba atentamente

mientras hablaba, le mirabadirectamente a los pequeños ojos azulclaro, a sus finos dedos de cuidadasuñas de manicura.

—La Shuvani confió en usted.Para sorpresa de Júpiter, sus

palabras parecieron causar efecto enTrojan. La mención de la anciana le hizosobresaltarse casi imperceptiblemente.

—Hace mucho tiempo de aquello —replicó con suavidad.

—Ella confió en usted —repitió elinvestigador. El sentimiento deculpabilidad que se reflejaba en los

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rasgos del profesor no era suficientepara él—. ¿Qué es lo que le han hecho?¿La han matado? Nunca les habría dadoel fragmento por propia voluntad.

—No, lo cierto es que no —lamirada afligida de Trojan se deslizabapor la mesa, como si buscara algo.

Júpiter ahondó aún más en la herida.—¿También quiere culpar a Landini

de eso?Trojan retuvo la respuesta en los

labios hasta que recuperó su dominio desí mismo.

—No se distraiga, Júpiter. Sé por loque ha pasado. Mi oferta le resultaatractiva, ¿verdad? No tiene por qué

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sentirse culpable por ello. Quiero decir,¿quién no se sentiría tentado? Podríacontinuar con su antiguo trabajo, perocon mejores condiciones. Le respaldaríaun poder sin parangón. Tendría eldinero, los contactos...

—Lo que quiere es comprarme.—No —replicó Trojan con energía

—. No le estoy ofreciendo ninguna sumade dinero, solo una perspectiva. ¡Unfuturo! Piense en ello. ¿Qué es lo quehará si sale entero de esta situación? Sureputación está por los suelos,exactamente igual que su cartera declientes. Nadie quiere trabajar conusted. Esa historia de Barcelona...

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«¡También sabía eso!».—Ha destrozado su carrera, ¿no se

da cuenta? Y luego sus desavenenciascon esa japonesa. Ya nadie confía enusted.

Todo lo que construyó en los últimosdiez años se ha venido abajo. Lo haperdido... todo.

Júpiter sintió cómo la cólera crecíaen él, cólera contra sí mismo y contraTrojan, por reprocharle todo aquello,todas esas cosas que hacía tiempo quesabía pero que aun así, dichas en vozalta, resultaban todavía más dolorosas.No quería escucharlo, no queríaenfrentarse a ello. Trojan conocía los

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puntos débiles de Júpiter.—¿Y usted me ofrece la solución a

todo eso?—Si así quiere llamarlo, sí —

Trojan señaló la bollería—. Ahora,pruebe uno.

Júpiter alargó el brazo y cogió unade las grasientas rosquillas glaseadas.Dubitativo, mordió un cacho, masticó yvolvió a dejar el resto en su sitio.

—No me gusta —dijo—. Lo siento.La sonrisa del profesor se volvió

algo más fría.—¿Eso significa que rechaza mi

oferta?—Eso significa que primero quiero

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saber en lo que me estoy metiendo.Quiero respuestas. Entonces, quizá,considere la idea de ayudarle.

—¿Tan seguro está de que necesitosu ayuda?

—Quiere la plancha, y los nombresde los aliados de Janus. Landini trató desacarme esa información por la fuerza yno funcionó —se calló el hecho de que,en realidad, Landini no le habíaformulado ninguna pregunta—. Nopuedo negar que su oferta me atrae, peroantes quiero saber a dónde quiere ustedllegar.

Trojan arqueó una ceja, pero no dijonada.

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—¿Qué es lo que pasa con la Casade Dédalo? —preguntó Júpiter—. Y,por favor..., la verdad.

—¿La verdad? —el profesor dio ungolpe seco al mando de su silla deruedas, echó marcha atrás y rodeólentamente la mesa hasta Júpiter—. Si sele da crédito a los rumores, existe másde una verdad. ¿Sabe, por ejemplo, quées lo que se cuenta de la llave que elbueno de Piranesi inmortalizó en sugrabado? Que es la llave con la queantaño cerró Lucifer las puertas delinfierno, que la tiró un buen día en quedecidió que había reinado ya losuficiente en el inframundo. Transfirió el

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poder a su príncipe heredero, cerró lapuerta tras de sí y se marchó —Trojanpermaneció muy serio mientras lo decía—. ¿Es esa la verdad que esperaba oír?

—No, lo sabe tan bien como yo —respondió Júpiter mientras negaba conla cabeza—. Me refiero a que losAdeptos trabajan por encargo de laSanta Sede. Janus dijo que su objetivoera encubrir la existencia de lasCarceri, la Casa de Dédalo ocomoquiera que llamen a ese lugar, peroyo no me lo creo. Usted ha dicho queLandini no era más que un peón pero,¿qué hay de usted, profesor? ¿Por qué seembarcó en todo esto?

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—¿Por curiosidad, quizá?Júpiter sentía cómo la concentración

en un tema concreto estabilizaba supensamiento. Seguía mareado, peropoco a poco comenzaba a lograr razonarcon más claridad.

—Curiosidad... Sí, quizá. Durante untiempo. Pero usted lleva muchos años enRoma, y como miembro de los Adeptos.¿Satisfaría su curiosidad que esas dospuertas, el Portal de Dédalo y la puertatrasera de Piranesi, permanecierancerradas? No, profesor, no me lo creo.

Trojan detuvo la silla junto a él, leexaminó de cerca sin mostrar ningunaexpresión y después se dio la vuelta y

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avanzó hacia la pared. Allí, con ayudadel asidero que recorría la habitación,comenzó a ponerse en pie penosamente.

—Dígame lo que ve —le exigió, unavez hubo logrado colocarserelativamente recto, aferrando la barracon dedos temblorosos—. ¡Vamos,dígalo! ¿Qué es lo que ve?

Júpiter respiró hondo.—Un hombre enfermo.Trojan asintió.—¿Eso es todo?—¿Qué quiere decir?—¿Le han dicho alguna vez cuál es

mi sobrenombre?Júpiter pensó durante un segundo

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antes de recordar.—El Albert Speer de...—De la Santa Sede, correcto —

terminó Trojan—. Speer era elarquitecto de Hitler. El hombre quereconstruiría para él primero Berlín,luego el resto del mundo. ¿Y sabe porqué las malas lenguas me han dado esenombre?

Júpiter negó con la cabeza.—Porque en una ocasión, tan solo

una vez, en prácticamente cuarenta años,se me ocurrió sugerir un par demodificaciones fundamentales en laestructura de ese maldito cementerio deallí afuera —dijo, señalando con un

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amargo movimiento de cabeza a laventana.

—Con cementerio se refiere...—Al Vaticano, por supuesto. La

Curia nunca me perdonó esa propuesta.¡Entienda, Júpiter, que aquí nuncacambia nada! Para los cardenales fuecomo si alguien intentara reescribir elprimer mandamiento. Se puedeconservar, se puede reconstruir omejorar, pero nunca se hace nada nuevo.

—¿Y eso le frustra?Trojan dejó escapar un arisco

bufido, tan sonoro que llegó asorprender a Júpiter.

—Soy bueno en lo que hago. Durante

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años he dirigido a incontables artistas enlos trabajos de restauración, he hechoposible que las obras de Miguel Ángelrelucieran e incluso, cuando nadiemiraba, he llegado a mejorarlas un poco.El Santo Padre me lo agradece y por esopone a mi disposición todo esto —soltóuna mano de la barra e hizo un gesto queabarcaba toda la habitación. Tras unmomento, entendió Júpiter que Trojan nose refería al cuarto, sino a los esbozosde las paredes.

Se levantó, tembloroso, inseguro,pero demasiado interesado como paravolverse a dejar caer en el sillón, yavanzó arrastrando los pies hasta

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Trojan. Allí permanecieron, uno al ladodel otro, en situación similar, sin sercapaces de sostenerse por la fuerza desus piernas, el uno debilitado por laenfermedad, el otro por la bromaalérgica que su propio cuerpo legastaba.

Visto de cerca, Júpiter pudocomprobar que los dibujos se tratabande bosquejos de inmensos edificios,grandes y magníficos, con incontablescúpulas y torres, y detalladas formas deestuco, ni modernos, ni antiguos, sino unconglomerado de estilos diferentesconectados los unos con los otros de talforma que crearan algo completamente

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nuevo y fresco. Lo que vio ante sí era,nada más y nada menos, que laconcepción renovada del Vaticano deTrojan.

La cúpula de San Pedro estabarodeada de un nuevo edificio, más alto,pero sin resultar cargante a pesar de susuntuosidad; macizo, pero sin ofrecer unaspecto intimidatorio ante el espectador.Júpiter recorrió asombrado las paredes,sin poder apartar la vista de todosaquellos bosquejos, bocetos y planos. Elprofesor le seguía, colocandolateralmente un pie detrás del otro, comoun náufrago agarrándose al mástil. Lasrodillas del anciano temblaban

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visiblemente. Los huesecillos de lasmanos se le volvían blancos por lafuerza con la que tenía que aferrarse a labarandilla para mantenerse de pie. Sinembargo, Trojan estaba demasiadoorgulloso de su visión de un nuevo ymejorado Vaticano como para recibir laaprobación de Júpiter desde la silla deruedas. En su mente, se encontraba antela nueva cara del catolicismo, festiva,atractiva, el centro de un incontenibleestallido de alegría.

—Es fantástico —dijo Júpiter, convoz apagada. Hablaba en serio, a pesardel rechazo que le producían Trojan ylos Adeptos. Aquellos bosquejos no

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podían compararse con nada que sehubiera construido en las últimasdécadas. Trojan era un genio, y duranteun instante Júpiter creyó entender por loque el profesor estaba pasando, trastodos aquellos años de espera, deseandoencontrarse en el mismo grupo queMiguel Ángel, Bernini y DomenicoFontana, ser un arquitecto del Vaticano,alzarse sobre la historia en el Olimpodel arte.

El investigador alcanzó el final de lapared, apartó casi contra su voluntad lavista de los dibujos y se encaró conTrojan.

El anciano se había detenido un

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metro por detrás suyo. Había vuelto ainclinar la cabeza hacia atrás ypresionaba el pañuelo bajo la nariz.Júpiter comprobó cómo la sangredesbordaba la seda blanca, y se diocuenta de que algunos de los dibujospresentaban pequeños puntos de colorpardo: sangre que el propio Trojanhabía vertido sobre su trabajo. El artehabía sometido a la salud en su objetivode levantar un mundo nuevo. El profesorera un genuino Demiurgo, y eso lediferenciaba completamente de todos losautoproclamados «entendidos» en artecon los que Júpiter había tratado hastaentonces. Incluso los propios artistas

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que había conocido no dejaban de ser, alfinal, consumidores, que absorbían loantiguo y lo reproducían, en ocasionescon más talento, en otras sin remedio.Sin embargo, no había conocido a nadiecuya imaginación alcanzara a plantearalgo como lo que ahora colgaba de esasparedes.

—¿Sigue esperando hacerlo realidadalgún día? —preguntó Júpiter.

Trojan se quitó el pañuelo, pero desu nariz seguía manando la sangre.

—Lo haré realidad —afirmó condeterminación, y volvió a colocarse elpañuelo en su lugar.

—Usted trabaja con los Adeptos

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para hacerlo posible. ¡Se preocupa deque la Casa de Dédalo siga siendo unsecreto, y a cambio espera que leautoricen a llevar a cabo sus planes!

Trojan no respondió, sino que selimitó a sonreír debajo de susanguinolento pañuelo de seda.Sujetándose al asidero con una mano,puso rumbo hacia la silla de ruedas conlamentable lentitud.

Júpiter le observaba. No hizoademán de ayudar al anciano en ningúnmomento. Saltaba continuamente delhorror al asombro. Un genio atrapado enel cuerpo de un lisiado.

—¿Qué es lo que hay en realidad

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tras del Portal de Dédalo? —preguntóJúpiter—. Usted lo sabe, ¿verdad?

—¿Por qué debería? —jadeóTrojan, avanzando un poco más.

—Lleva muchos años en elVaticano. No me diga que nunca haconsultado el archivo. ¿O acasoCristoforo lo hizo por usted? ¿Por esoperdió la razón?

El profesor siguió colocando congran esfuerzo un pie junto al otro, con lacara hacia la pared, y el sanguinolento yarrugado pañuelo en la mano derecha.

—Cristoforo —susurró negando conla cabeza—, ese loco.

—¿Qué fue lo que descubrió?

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—La llave. Pero eso ya lo sabeusted. La impresión completa de ladecimoséptima plancha y, al menos esoaseguraba, apuntes secretos de Piranesisobre lo que nos aguardaba en realidadsi abríamos la Casa de Dédalo. Lodestruyó antes de que ninguna otrapersona pudiera leerlo, pero no fuecapaz de mantener la boca cerrada.

—¿Eliminó Cristoforo entonces lallave del grabado? ¿Para que a nadie sele ocurriera utilizarla?

El profesor se encontraba aún a tresmetros de su silla. Con cada paso quedaba le resultaba más difícil moverse.

—¿De verdad es necesario que le

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responda?Júpiter se situó junto a la silla y

colocó una mano en el respaldo; noquería que pareciera que se estabaapoyando, a pesar de que era esoexactamente lo que estaba haciendo.

—¿Qué es lo que hay allí abajo?—Algo inconcebible —susurró

Trojan—. Un poder más grande que...—¡No me venga con esos disparates

esotéricos, profesor!Trojan se paró y le miró lleno de

cólera.—¿Disparates? Joven, no sabe de lo

que habla.—Entonces, dígamelo de una vez.

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El anciano volvió a ponerse enmarcha.

—El legado de Dédalo —dijo—.Puede que sea su fantasma. O quizá sumaldición. Quizá sea algo para lo que noexista una palabra.

—Pero ha dicho que Piranesi lodescribió.

—Piranesi abrió la puertasecundaria. La atravesó y bajó a lasprofundidades. La puerta permanecióabierta un corto espacio de tiempo, y apesar de todo, algo escapó. Lacomparación más fácil sería con unvirus —Trojan llegó a la silla de ruedasy se dejó caer sobre ella con un gemido

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—. Mucho mejor.—Con un virus quiere decir... ¿algo

parecido a las maldiciones de losfaraones? —Júpiter soltó el respaldo,pues se sentía incómodo tan próximo alprofesor. Esforzándose por mantenerserecto, dirigió sus pasos al sillón, y sesentó. De pronto, el mareo arreció enforma de un fortísimo ataque de vértigoque le dominó hasta que recuperófinalmente el equilibrio muy poco apoco.

—No, nada parecido a una bacteria,o a un hongo, ni nada del estilo —respondió Trojan, mientras colocaba lasilla de ruedas tras el escritorio—.

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Nada que pudiera infectar o matar a unhombre —trató de alzar su taza de té, sedio cuenta de lo mucho que temblaba yla volvió a dejar en el mismo sitio—.No es algo que afecte a las personas,sino a los edificios.

—No lo entiendo.—Piranesi describió el proceso.

Intentó incluso dibujarlo, peroCristoforo quemó toda ladocumentación. Por eso le expulsé delVaticano. Quizá eso le demuestre que nosoy un asesino. La muerte de Cristoforoentra en la lista de Landini. ¿No creeque yo podría haberlo hecho matarmucho antes?

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—¿Qué quiere decir con eso... esode que afecta a los edificios?

Trojan bufó con desgana ante laevidente falta de interés de Júpiter porsu intento de autodefensa.

—Piranesi abrió la puerta, bajó y,cuando regresó de nuevo a la luz, a lasuperficie, todo había cambiado. Laciudad era diferente. Piranesi se perdióen calles que días antes se sabía dememoria. Las viviendas habíancambiado, los cruces ya no existían, ensu lugar habían aparecido otros. Perocasi nadie parecía notarlo. Algunos seequivocaban, pero lo achacaban aerrores propios. ¿Se ha encontrado

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alguna vez en un lugar que creíaconocer? Por supuesto, a todos nos hapasado. ¿Y ha pensado alguna vez quizáaquel lugar haya podido cambiar? No,seguro que creyó que era cosa suya.Pues eso mismo hacemos todos. A lagente le tranquiliza pensar que estabandistraídos o que tomaron un desvíoequivocado —Trojan realizó un segundointento con la taza, y en esa ocasiónlogró probar un sorbo. Con una sonrisade satisfacción, volvió a dejarla sobrela mesa—. Piranesi tenía otro punto devista. Cuando regresó de la Casa deDédalo, también se perdió, pero casinadie conocía la ciudad tan bien como

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él, no había apenas un ángulo que nohubiera dibujado o grabado en cobre.Eran tan solo pequeños cambios: unaesquina equivocada aquí, una nuevabifurcación por allá, un bloque de pisosque antes solía estar un par de metrosmás a la derecha o a la izquierda. Peroeran cambios, sin ninguna duda, yPiranesi llegó a la conclusión de quetenían algo que ver con la Casa deDédalo, o con las Carceri, como lasllamó usted. El creía que, por cadamomento que pasó al otro lado de lapuerta, se produjo una «laberintización»de la ciudad, que acabó cuando cerró denuevo la puerta —Trojan suspiró—, A

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eso me refería cuando hablaba de unvirus. Ataca un lugar y lo modifica, loramifica, lo enmaraña. Lo convierte enun laberinto.

Júpiter había escuchado atentamente,en parte porque sentía que le desviaba laatención de la vertiginosa estancia y delas palpitantes paredes, además delterrible picor que comenzaba de nuevo.

Recordó su primer viaje desde elaeropuerto hasta la iglesia, en que eljoven taxista se perdió, mientras jurabaque era la primera vez en su vida que lehabía ocurrido. Recordó también lasestanterías de la biblioteca subterráneadel Vaticano, que habían cambiado y se

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habían desplazado mientras él buscabauna salida.

Recordaba también el trote salvajeque había escuchado en la distancia, y elconfuso discurso de Santino acerca deun toro que le perseguía.

—¿Había algo... inusual quePiranesi hubiera descrito? —preguntó,con precaución—. ¿Alguna otra cosaque le llamara la atención?

En los ojos de Trojan se iluminó unasonrisa.

—¡Usted también se ha dado cuenta!Es eso, ¿verdad? Se ha perdido en laciudad, como tantas otras personas enlos últimos días. ¡Y ha oído algo!

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Júpiter dudó, luego asintió despacio.—Pero, ¿qué era?La mirada del profesor relucía de

entusiasmo, y habló más rápido, movidopor la excitación y el nerviosismo.

—Piranesi nunca dijo una palabrasobre el tema, aunque fue él mismoquien dio con el antiguo mito. El mitodel arquitecto Dédalo que aquí, en estemismo lugar, construyó la mayor detodas las obras de arquitectura.

—¿Cree que la leyenda es cierta?¿Que fue el propio Dédalo el queconstruyó, en realidad, las Carceri?

—Hay muchos indicios de ello. Lalaberintización, el trote y el bramido del

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toro, que muchos de nosotros hemosoído..., o del Minotauro, si finalmentenos decidimos a decirlo. Porque yahabía pensado en ello, ¿verdad?

Como Júpiter no contestaba, elprofesor continuó:

—Quiero contarle lo que creo, esmás, ¡de lo que estoy convencido! —carraspeó, escupió y se limpiódescuidadamente con el dorso de lamano algunas gotas de sangre del labiosuperior—. Dédalo aterrizó en Siciliacomo nos dice la leyenda. Se dirigió alnorte, llegó hasta aquí y se puso alservicio de los habitantes del Lacio.Entre sus planes se encontraba levantar

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el mayor templo de todos los tiempos.—¿Es eso técnicamente posible? —

le interrumpió Júpiter.—No —respondió Trojan, con

sinceridad—, no lo es. No si le damoscrédito a los grabados de Piranesi. Sinembargo, ¿acaso sabemos con certeza siPiranesi penetró lo suficiente, si deverdad lo vio todo? Podría ser que sedejara llevar por su imaginación, o quemintiera. Pero también podría ser, quizá,y solo quizá, que dijera la verdad. ¿Porqué no? Según la leyenda, Dédalo eramucho más que un constructor, comopueda serlo yo, o cualquier otro. Ellaberinto de Creta, en sí mismo, ya era

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mucho más imaginativo que ninguna otracosa que la humanidad hubiera creadohasta entonces. ¡O piense solo en lasalas que tuvo que fabricar!

Júpiter frunció el ceño.—¿Me está hablando de magia?—¿Es que no debemos tenerlo en

consideración? —preguntó Trojan conabsoluta seriedad—. Piense en lalaberintización que usted mismo haexperimentado. Piense en los ruidos queha oído. No son conceptos que puedanaclararse de forma racional —continuó,apagando la voz hasta casi un susurro—.Hemos llegado muy lejos, Júpiter.Hemos sobrepasado el umbral.

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Júpiter respiró hondo.—Entonces es magia.Trojan sonrió.—Eso no debería asustarle. La

magia siempre ha estado relacionadacon la arquitectura. Piranesi y losprimeros Adeptos lo sabían cuandoinvestigaron las antiguas ruinas. ¿Qué eslo que ocurre, por ejemplo, con lacúpula de la catedral; con las torres ypilares sobre los que se sostiene?¿Sabía que casi nadie podría erigir unacatedral gótica? ¿O una de las grandespirámides? No, sin los medios técnicosmás modernos, sin los ordenadores, nilas máquinas ni otras formas de cálculo

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de las que se dispone, ahora mismo, enel último siglo, parecen empresasimposibles de realizar, ¡y sin embargose llevaron a cabo hace mucho tiempo!¡Fueron hombres como Dédalo! Graciasa unos conocimientos que, en nuestraimpotencia actual, llamamos magia,porque actuamos desde la puerilidad yla insensatez. Sin embargo, las obras deesos constructores existieron de verdad.Esa es la prueba, solo que la mayoría denosotros se niega a aceptarla. ¡Cierranlos ojos a la verdad! —su miradadesprendía tal energía que a Júpiter lecostaba cada vez más trabajosostenérsela—. ¡No cometa los mismos

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errores que los demás! Créame, Dédaloconstruyó ese complejo subterráneo, enel fondo da igual cómo, pero eso no estodo lo que hizo, porque también le diovida. Su propia vida.

Júpiter miró atónito al profesor.—Hasta cierto punto soy capaz de

seguirle, Trojan, pero...El anciano agitó la cabeza en

ademán negativo.—La historia no termina con la

conclusión del templo. ¡Escuche! Lagente del antiguo Lacio había pensadoen ese edificio como un tributo a susdioses, como una muestra de sumisiónante su omnipotencia, pero pronto

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comprendieron que lo que Dédalo habíacreado era mucho más que un laberinto.Era lo más grande que había existidonunca, demasiado inmenso para elalcance de su imaginación. Lospríncipes del lugar comenzaron a temera Dédalo, a su poder sobre la piedra ysobre lo que hoy conocemos como lafuerza de la gravedad. Su miedo crecíacon cada sillar que aproximaba laconstrucción a su final, y cuando secompletó, decidieron deshacerse deDédalo. Su impío laberinto debíadesaparecer junto con él en el olvido. Leencerraron en su propia obra, sellaron lapuerta y sepultaron todo el edificio bajo

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tierra. Acumularon colinas enteras detierra sobre él, y mucho tiempo despuésconstruyeron una ciudad que hicieraolvidar lo que se encontraba bajo susraíces. Dédalo se convertiría en unprisionero de sí mismo, de la mismaforma que cada edificio es parte de supropio constructor, y nadie le volvió aver ni volvió a saber de él.

—Hasta que Piranesi abrió lamazmorra y... bien, ¿qué pasó enrealidad?

—Que liberó el espíritu de Dédalo.O su magia. O simplemente lo quequedaba tras todos estos milenios. Esposible que el constructor perdiera la

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razón durante su encierro, lo que esseguro es que hay algo allí abajo, unaparte de sí mismo y de su poder.Piranesi fue el primero que dejó escaparun poco.

—Pero todo lo que yo... lo que hevisto... las calles cambiantes, que ustedllama laberintización, y ese toro... ¿Porqué todo eso vuelve a aparecer? Noquerrá decir que...

—Que alguien ha vuelto a abrir laCasa de Dédalo —concluyó Trojan,asintiendo—, exacto. Alguien ha abiertouna puerta, y no ha sido la principal, porlo que debe de tratarse de la puertasecundaria, la misma que Piranesi

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utilizó —el ceño del profesor se llenóde arrugas—. Y lo peor de todo es queno tengo la más remota idea de quién hapodido ser.

—¿Ha descifrado alguien, aparte delos Adeptos, el código de la vasija?

—No, imposible. Nadie ha tenidoocasión de leer el texto completo. Lavasija y el fragmento que faltaba no sehan vuelto a reunir hasta hoy.

—Por lo tanto, alguien ha tenido quedar con la puerta por accidente.

—Ese es mi temor. Además debe detener la llave.

—Pero la plancha...—Lo sé. Todo el tiempo la ha tenido

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usted. Hasta ayer. ¿Entiende por quédebo saber de forma tan apremiantedónde se encuentra?

Júpiter se sintió tentado duranteapenas un instante a decirle la verdad.Sobre las monjas, sobre el jardineroCassinelli. Todo parecía tener sentido.Tenían la plancha y, por tanto, tambiénla llave, así pues debían de ser quieneshabían abierto la puerta y habían entradoen el laberinto.

Sin embargo, Janus había dicho queél y sus aliados no sabían dónde seencontraba la segunda entrada a la Casade Dédalo.

Entonces, un nuevo nombre apareció

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en la mente de Júpiter, dándole mayorsentido. Alguien a quien ya casi habíaolvidado.

Santino.El monje había conocido a

Cristoforo. Cabía la posibilidad de quehubiera obtenido la llave del pintor.También que, de la misma manera quesiempre, hubiera encontrado la segundapuerta y la hubiera abierto.

—No —dijo Júpiter con calma, eintentó no pensar lo que ocurriría si nole inyectaban una nueva dosis deantihistamínico en los próximos veinteminutos—. No le pondré a nadie la sogaal cuello.

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El profesor le miró sin expresión,durante largo tiempo, minuciosamente.Después llevó la mano lentamente altimbre de su escritorio.

—Bien —dijo, con una voz que,repentinamente, denotaba un granagotamiento—. Como quiera. Creo quepuedo proporcionarle tiempo suficientecomo para que medite su decisión.

El montacargas crujió.

Coralina dejó de pasear arriba yabajo frente al garaje y, en su lugar,comenzó a apoyarse nerviosamente enun pie y en el otro, y a morderse la uña

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del pulgar de la mano derecha con gestoausente.

Ruido de cadenas, chirrido debisagras. El olor a aceite viejo en lapituitaria. Impaciente, observaba cómola gran plataforma se deslizaba haciaarriba y una rampa de hormigón secolocaba a sus pies. Allí se encontrabala vieja camioneta de la Shuvani, quedesde hacía años aparcaba en el garajede la Via del Pellegrino. Los vehículosse entregaban en la entrada, dondeempleados, vestidos con monos azules,los llevarían a las profundidadesmediante el montacargas.

El motor de la camioneta estaba

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encendido. Volvía a retumbar,deformado el sonido por las salassubterráneas de hormigón. Un hombrejoven condujo el vehículo hasta ella y letendió las llaves.

Coralina le dio una propina, se sentódetrás del volante y se puso en marcha.Por el retrovisor vio que el chico lamiraba con el ceño fruncido. Eraevidente que no había logrado disimularsu nerviosismo ni la mitad de bien de loque le hubiera gustado. En el siguientecruce, sacó la lista de Merenda y el CD-ROM de su bolsillo y los dejó sobre elasiento del copiloto, junto a un montónde libros que llevaban allí un par de

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semanas. Eran parte de un envío que eldestinatario no había podido pagar.Desde entonces, el hombre no habíavuelto a dar señales de vida, y los libroshabían permanecido medio olvidados,cubriéndose de polvo, en la camioneta.

Coralina tenía un plan, pero habíaalgo que quería hacer antes de llevarlo acabo. Encontró unas gafas de sol en laguantera y se las puso. Un par de vecesmiró por el retrovisor buscandovehículos que pudieran estarsiguiéndola, pero no vio ninguno.

«Bien», pensó, «ningúnperseguidor».

«Solo tienes que creerlo, y entonces

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lo harás».Sí, claro, por supuesto. ¿Y por qué

no?Cruzó hacia la Via Catalana,

haciendo chirriar los neumáticos.

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Tus mentiras

La habitación era pequeña y oscura.Júpiter dudaba de que nunca hubieraservido para otra cosa más que paramantener encerrada a la gente. Primerolos cismáticos, luego los herejes, yahora, él.

Intentó pensar en otras cosas, encosas triviales. Sobre todo, en cosas quele distrajeran.

Podía sentirlos ya, creciendo, cadavez más fuertes y más inaplazables. Laasfixia. La comezón.

«Vas a reventar aquí abajo de una

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forma lamentable».No había ninguna ventana. Júpiter se

arrodilló sobre la burda manta que lehabían dejado y miró hacia la puertacomo un animal enjaulado. Sentía cómosu cuerpo se rebelaba. Necesitaba lainyección tan rápido como fuera posible.¡La necesitaba ya!

Conseguía respirar con muchadificultad, se oía jadear y resoplar en eleco que resonaba por las paredesdesnudas. Era como si unas manosinvisibles le aferraran la garganta, y acada minuto la fueran apretando un pocomás. Entonces, apareció el horriblepicor de las erupciones. Júpiter tenía la

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piel de los brazos abierta y llena desangre, los tobillos cubiertos de costrasoscuras. No le faltaba mucho, de esoestaba seguro, para terminararrancándose la ropa a tiras y poderrascarse el abdomen, la espalda y losmuslos. Después de eso, solo lequedaría esperar hasta finalmenteahogarse, finalmente morir, y que elpicor acabara de una vez por todas.

No aguantaría tanto, no obstante.Antes de todo eso, acabaría contándolestodo, tanto si quería como si no. Aún eracapaz de dominarse, de mantener elcontrol, pero, ¿durante cuánto tiempo?

En un momento dado, comenzó a ver

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imágenes, escenas del relato de Trojan.Vio a un hombre...«¿Piranesi?».Que atravesaba un portal y

desaparecía en un abismo negro.Vio a un segundo hombre...«¿Dédalo?».Que, desde una tarima, observaba un

laberinto de piedra interminable, con losbrazos abiertos de par en par en gestotriunfante y la risa de un dementeescapando de sus labios.

Vio una silueta alada en el cielo, unasombra voladora ante un sol cegador,que se volvía más y más pequeña, hastacubrirse completamente de luz blanca y

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desaparecer.Vio el casco de un animal, sucio y

escamado, que escarbaba sobre unamontaña de huesos humanos.

Vio un muro alzarse a su alrededor,se vio a sí mismo cada vez másdiminuto, mientras las paredes seramificaban, se fundían las unas con lasotras, se volvían a formar.

Vio de nuevo una puerta, oyó trasella los bufidos y bramidos del toro, oyócómo se acercaba, cada vez máspróximo, y cómo la puerta seestremecía, cedía y volvía a abrirse. Viola luz volar en su celda, y una figura quese inclinaba sobre él y susurraba su

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nombre, diciéndole que debía despertar.Pero no estaba dormido, tenía los

ojos abiertos como platos; intentabarespirar, aplastar las hormigas de supiel, pero eran cada vez más, todo unejército de insectos que propagaban suveneno por sus poros y le arrastraban ala locura.

Sintió una punzada en su antebrazo.El dolor era tan intenso y concentrado,que durante un segundo Júpiter apartó sumente de cualquier otra cosa. Durante uninstante estuvo como drogado,incrédulo, desconcertado, hasta que lasdemás impresiones sensorialesregresaron: el picor, la sensación de

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asfixia, la oleada de delirios que secombinaban ante él.

Un nuevo dolor, diferente, mástosco: una mano abofeteándole la cara.Después, alguien agarrándole el hombroy sacudiéndole. Una voz que intentaba,nerviosa, llegar hasta él. Una voz demujer.

Una voz conocida, que sin embargoiba unida a un dolor muy diferente, másprofundo, más emocional, una forma detortura más exquisita de lo que creíacapaz a los Adeptos.

—¡Júpiter!«¡Esa voz!».Todo a su alrededor era borroso,

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confuso. Una mancha clara bailabafrente a él a un lado y a otro,sobreponiéndose una y otra vez a unasilueta alada que, con unas alas enllamas, le sobrevolaba hasta que,finalmente, se precipitó hacia el suelocomo una piedra.

La mancha clara... una cara.Cabello largo y negro.—Cora...Pero no terminó el nombre. No era

Coralina.—¡Júpiter, tienes que levantarte...!

¿Me oyes...? ¡Tenemos que irnos!¡Rápido!

Parpadeó y vio unos rasgos finos y

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contenidos. Una boca pequeña conlabios rosa pálido. Pómulospronunciados como hechos deporcelana. Un diminuto lunar en lacomisura izquierda de la boca. Ojososcuros, almendrados y llenos depreocupación.

—¿Miwa?Volvió a agarrarle del hombro y a

sacudirle.—¡Tienes que despertarte! ¡Tenemos

que irnos! Pueden estar aquí encualquier momento.

Él no entendía lo que estaba viendo.—¿Miwa?Un suspiro, ligero, casi infantil.

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Unos dedos delgados acariciándole lamejilla, muy brevemente. Un gestopasajero, pero lo suficientemente fuertecomo para traerle finalmente de vuelta ala realidad.

—¿Qué estás haciendo aquí?Se echó el cabello negro para atrás

con un gesto práctico, muy pocofemenino. Algo que a él siempre lehabía gustado.

—Te estoy salvando el culo, Júpiter.Que no ha cambiado nada, por cierto. —Mi...

—Sí, no está nada mal. Vamos,¡ponte esto!

Ella le entregó un arrugado traje de

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sacerdote, negro y de corte amplio. Alver que no podía vestirse por sí mismo,ella le ayudó.

Finalmente, logró ponerse de pie, enparte por sus propias fuerzas y en partetirando de él. Después vino una puerta,atravesar el pasillo, subir por unaescalera. Luego más puertas, unaescalera de incendios.

Después... aire fresco. La luz deldía.

«¡La luz del día!».Y Miwa.La inyección hizo efecto con

rapidez, acelerado por el esfuerzo de lahuida. Su pulso se aceleró, la

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circulación se reactivó a plena potencia.Los antihistamínicos inundaron sucuerpo, eliminando la reacción alérgica.Las hormigas fueron las primeras endesaparecer y después, poco a poco, lohizo la sensación de asfixia asentada ensu garganta.

Tuvo que detenerse un instante. Anteél relucía el verdor del jardín, bañadopor el sol, salpicado de lentejuelasplateadas: gotas de lluvia sobre lashojas y los tallos, producto de unchubasco cuyas nubes ya habíandesaparecido.

Miwa. «¿Miwa?». Ella le cogió dela mano y tiró de él.

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—Tenemos que seguir. Aquí puedenvernos.

Con cada nueva bocanada de aireiba cayendo en un estupor más profundo,como si estuviera sumergido en unprofundo mar, muy por debajo de uncielo permanentemente despejado, hastaque, finalmente, lograba sacar la cabezadel agua, retirarse las gotas de los ojoscon un par de parpadeos y contemplar elentorno con toda claridad.

No se estaba engañando. Miwaestaba frente a él. Miwa, la que tanabruptamente había desaparecido de suvida, como el recuerdo de un sueño aprimera hora de la mañana. Grácil como

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un dibujo a plumilla, con el cabellobrillante y negro cayéndole hasta eltalle. Llevaba puestos unos vaqueros yuna chaqueta estrecha que le llegabahasta la cadera, con el cuello forrado depiel. En su cinturón brillaba unapequeña pistola plateada. Se sorprendióde fijarse en esos detalles en talsituación. Su percepción se había vueltoloca; las pequeñeces le parecían grandesy relevantes, mientras que lo máscercano se deshacía ante sus ojos.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó con voz entrecortada. Teníacalor, y la garganta le ardía como situviera un fuerte resfriado.

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—Aún no —ella tiró de él, desde lapared en la que estaba apoyado, y derepente le preocupó tanto mantenerseerguido sobre sus propias piernas comopara hacer más preguntas.

La siguió por una hilera de árboles,después por un matorral. En una ocasiónllegó a ver en la cercanía un grupo desacerdotes vestidos de negro, sumidosen una intensa conversación. Después, eljardín volvió a quedarse aparentementedesierto.

Miwa le llevó dando un rodeo poredificios, cruces de caminos y pequeñasplazoletas, inclinados siempre trasarbustos y matas. Tras un grupo de

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azaleas se encontraron con uno de losguardas, pero el hombre no pareciódarse cuenta de su presencia.

Finalmente, llegaron hasta el altomuro de ladrillo que dividía el jardínpor el este. Antiguamente pertenecía a lafortificación del recinto, cuando elVaticano se extendía más allá de lasfronteras de la ciudad-estado de Roma.Aún se conservaban dos de las antiguastorres y una parte del muro. Sobre unade ellas, un par de cientos de metrosmás al norte, se hallaba la antenaemisora de Radio Vaticana.

Miwa llevó a Júpiter hacia el sur, endirección a la segunda torre. El Torrione

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de San Giovanni parecía abandonado,sin ningún vigilante guardando la puerta.Sobre la entrada, se encontrabanrepresentados aquellos a quienes debíael nombre: san Juan Bautista y san JuanEvangelista. Miwa sacó un manojo dellaves del bolsillo, miróprecipitadamente a su alrededor una vezmás, abrió la puerta y empujó a Júpiter asu interior. Ella se deslizó tras él por larendija abierta, volvió a cerrar la puertay echó la llave. El manojo desaparecióen su chaqueta.

—¿De dónde las has sacado? —lepreguntó Júpiter.

Miwa siguió caminando.

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—Robadas del despacho de Trojan—dijo, encarándosele a escasa distancia—. Como la jeringuilla.

La siguió escaleras arriba hasta unahabitación cuya estrecha ventanaapuntaba al este. Tras un grupo deárboles podía distinguirse el helipuertodel Vaticano, después la muralla y, másallá, la fachada marrón claro de laciudad. El seductor panorama le parecióa Júpiter propio de otro mundo.Coralina estaba en algún lugar ahí fuera.Suponiendo que hubiera logrado huir.

El recuerdo de Coralina seemborronó cuando Miwa se inclinóhacia él y le besó. Ella apretó los labios

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contra los de él, como si fuera algo quehubiera añorado desde hacía tiempo.Júpiter no opuso resistencia, al verse tansorprendido como complacido. Sinembargo, en seguida se forzó a manteneruna distancia que veía que se leescapaba más y más.

Ella le había dejado, le habíarobado, le había arruinado y habíadestruido su carrera. Había hecho todoeso para acabar con él, y todo ello sinninguna explicación, sin ningunaconfrontación, ni siquiera una llamada.Igual que una araña, había creado todoun capullo a su alrededor, lo habíaamordazado a conciencia y lo había

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aislado del mundo exterior y, siendohonesto consigo mismo, Júpiter se habíasentado a esperar el momento en queella le clavara finalmente sus colmillosy acabara definitivamente con su letargo.

Pero entonces, la Shuvani le habíallamado. Había ido hasta Roma, habíaencontrado un nuevo objetivoprofesional, una meta. Había vuelto aver a Coralina. Coralina, quien ya conquince años estaba arrebatadora en sucamisón multicolor, era ahora toda unamujer.

Se apartó de Miwa.—No —susurró.—Te he echado de menos.

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Él apartó la mirada y se volvió haciala ventana.

—¿Y qué?En realidad no sentía curiosidad

ninguna, solo confusión. Hacía tiempoque la situación le había sobrepasado.Como Miwa no contestaba de inmediato,se volvió hacia ella, con las manosapoyadas en la ventana, y la miró tanfijamente como pudo. Era como si surostro flotara, como una flor sobre lasuperficie de un charco negro.

—¿Qué estás haciendo aquí?—Salvarte —respondió con voz

queda. Sus mejillas se tiñeron de un rojointenso, como si se avergonzara de esa

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confesión—. Me he enterado estamañana de lo que estaba pasando. ¡Oh,Júpiter...! Casi acaban contigo.

—No serían los primeros.Ella arqueó una ceja, como si no

esperara tanto sarcasmo de él.—Sigues enfadado conmigo. Claro.

En algún momento te lo explicaré todo,cuando tengamos tiempo, pero otros...—dudó antes de continuar—. Hecometido errores, lo sé.

—¿Errores? —él rió con amargura yagitó la mano torpemente señalando lapistola que le sobresalía a la mujer bajoel dobladillo de la chaqueta—. Podríashaberme pegado un tiro tranquilamente,

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eso habría hecho las cosas mucho másfáciles.

Miwa torció los labios.—No seas tan patético, no te pega

nada. Las relaciones se rompen, soncosas que pasan. No somos la primerapareja que termina.

—¡Pero no así! ¡No de esa manera!—estaba furioso, pero era un tipo de irafría, casi impasible, que le creaba unasensación de superioridad tanpotencialmente engañosa comopeligrosa. Lo cierto es que se sentíademasiado débil como para iniciarcualquier tipo de conflicto—. Aún nome has contado qué estabas buscando en

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el Vaticano —añadió, un poco máscalmado.

—No te gustaría —respondió ella.—Ah, ¿no? —quiso acercarse a ella,

pero seguían temblándole las rodillas.Irritado consigo mismo, permanecióquieto junto a la ventana—. ¿Estáshaciendo tratos con Trojan y los demás?

Ella frunció el ceño como solíahacer tan a menudo cuando él decía algoevidentemente estúpido... o al menosque ella considerara como tal.

—¿Es eso lo que crees?—¿Después de todo lo que has

hecho? Créeme, Miwa, no quieres oír loque realmente pienso.

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Ella sonrió con suavidad.—Estás enfadado. Tienes todas las

razones para estarlo. Yo... me disculpo.—¿Que te disculpas? —no podía

asimilar lo que estaba oyendo—. ¿Ycrees que con eso todo volverá a sercomo antes?

—No —repuso ella, categórica—.Estoy sinceramente arrepentida de laforma en que me separé de ti. Lo únicoque querría sería que me perdonaras.

—Por el amor de Dios, Miwa... —había algo que no estaba bien.Desesperado, trató de ordenar el caosde su mente. Estaba a punto de dar conalgo, de caer en la cuenta de algo, pero

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no lograba averiguar el qué.En lugar de eso, siguió preguntando:—¿Qué estás haciendo aquí

realmente?—¿En serio quieres oír la verdad?—¡Maldita sea, Miwa!Ella respiró hondo.—Como quieras. Tu amiga, la

Shuvani, me llamó.Durante un momento la miró

incrédulo, después, se rió.—Oh, vamos, tendrás que inventarte

algo mejor que eso para...—Es la verdad —le interrumpió ella

—. Ella me llamó. Siempre supo dóndelocalizarme, pero ya sabes que yo nunca

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le gusté, así que no quería que túcontactaras conmigo.

—¿Y como no le gustabas nada, tellamó?

—No... Fue porque necesitabaayuda. Porque pensaba que tú no laayudarías más.

—¿Que no la ayudaría más? Yo...—¡Escúchame, Júpiter! La Shuvani

necesitaba dinero. Tenía claro que elfragmento tenía algún valor. Tú estabasaquí para aconsejarla. ¿Y qué es lo quehiciste? Te metiste en esa estúpidahistoria con Piranesi, las Carceri, y esecónclave secreto. La Shuvani entendióque tú no venderías el fragmento, no

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hasta no tener las cosas claras. Cambióel fragmento por otro y me llamó paraque le ayudara a colocarlo en elmercado. Puede que yo no le gustara,pero sabía que yo conocía a suficientegente como para conseguirle unapequeña fortuna. Por eso vine a Roma.Por el cuarenta por ciento de comisión.

Fue como si alguien le quitara elsuelo bajo los pies.

—Al menos a mí me ofrecía elcincuenta por ciento —exclamó,débilmente, solo por decir algo.

Ella asintió, impasible.—El cincuenta por ciento de nada,

contra el cuarenta por ciento de...

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mucho. Desde mi punto de vista, mi tratoera mucho mejor.

Un helicóptero pasó cerca, en lacalle, y en un primer momento Júpiterpensó que aterrizaría en la pista frente ala ventana. Sin embargo, pronto se diocuenta de que se trataba de un vehículopolicial, que sobrevolaba el jardín, y unsegundo después desaparecía de vista.

—Estaba en Milán cuando me llamó—continuó Miwa—. Solo tardé un parde horas en llegar, y otras dos encolarme en el Vaticano.

Júpiter intentó seguir su narracióncomo buenamente pudo, pero sucapacidad de comprensión seguía siendo

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muy lenta. De vez en cuando se repetíande forma manifiesta los ataques devértigo.

—Has dicho que querías vender elfragmento. Entonces, ¿para qué hasvenido al Vaticano?

Miwa sonrió con picardía.—Lo cierto es que eso me facilitaba

más las cosas. Pensé en quién podíaestar más interesado en pujar por elfragmento.

—¿Los Adeptos?—¿Quién si no?—¡Pero mataron a Babio! ¿Cómo

podrías tener la certeza de que te iban aponer en la mano un fajo de billetes y te

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iban a dejar marchar?—La Shuvani me contó un par de

cosas sobre esos Adeptos. Vosotros dos,Coralina y tú, cometisteis el error demedirlos a todos por el mismo rasero,sin embargo, hay diferencias que paramí quedaron claras muy rápido. Elcardenal Von Thaden y su secretario,ese Landini, son los culpables de lo deBabio, pero no todos los Adeptos sonasesinos sin escrúpulos. Los dosEstacado son distintos... igual queTrojan.

—Oh, claro, Trojan... El pulcroprofesor se conformó con arrojarme aese agujero con una sonrisa en los

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labios, hasta que me asfixiara o mearrancara yo mismo la carne de loshuesos.

—No creo que fuera a dejarte morir—respondió Miwa—. A mí me parecióun hombre razonable y justo. Y unauténtico genio.

—¿Has visto sus bosquejos?Asintió.—He venido a cerrar un trato con él,

hemos negociado, y he aprovechado laocasión para deleitarme con sus dibujos.Es magnífico... Aunque tal vez pocorealista.

—Entonces... el fragmento... tú selo...

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—Vendí. Sí, por supuesto. ¿Quécreías?

Él apartó la mirada, abrióligeramente la ventana y respiró un pocode aquel aire frío.

—¿Dónde está la Shuvani ahora?—La última vez que la vi, estaba en

el hospital.—Janus dijo que ya no seguía allí.—Probablemente le dieron el alta.

Se recuperaba bien, por lo que pudeapreciar. Un milagro, teniendo en cuentaque saltó por la ventana.

—Eso habría que agradecérselo atus nuevos amigos.

La mirada de la mujer se oscureció.

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—Esos no son mis nuevos amigos.He hecho negocios con ellos, sí, ¿y qué?Hace algún tiempo tú hubieras hecho lomismo sin pensar —se acercó a él y leagarró del antebrazo—. Maldita sea,Júpiter... Solo porque quieras echarmela culpa de todo, ignoras el hecho de quetú mismo te has convertido en otrapersona. ¿De verdad crees que tusclientes te abandonaron solo por culpamía? ¡No te engañes! Al principio solose preocuparon un poco; estaban algointranquilos y nada más. Entoncesocurrió lo de Barcelona. ¡No fui yoquien le pegó una paliza a esa mujer!¡Fuiste tú! Y ahora mismo no estás,

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precisamente, en una posición que tepermita volver a llevar a cabo negociosdemasiado convencionales. Hasta losciegos podrían ver qué es lo que pasacontigo.

Él quería que lo dejara, que cerrarala boca de una vez, pero no lograbareunir fuerzas suficientes como paradecírselo.

Las manos que apoyaba sobre losantebrazos de Júpiter parecían quemarlecomo acero al rojo vivo. Tenía razón entodo lo que estaba diciendo. Era unfracasado.

—Trojan me recibió hoy por lanoche —continuó ella—. Él me pagó y

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yo le di el fragmento. Salió el tema deque Coralina y tú habíais estadovagabundeando por el Vaticano. Penséque quizá necesitarías mi ayuda, le contéuna historia sobre problemas con mihotel y él, todo un caballero, mepermitió alojarme en una de las casas deinvitados. Entonces vine aquí. Por loque se ve, tengo buen olfato.

—Me alegra oír el gran conceptoque tienes de mí.

—No, no tiene nada que ver contigo.Te has enfrentado a la gente equivocada,y además frente a la puerta de su casa.Casi nadie saldría sano y salvo de algoasí.

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—¿Aparte de ti?Miwa agitó la cabeza con ademán

negativo.—No he intentado quitarles algo que

era suyo. Les he hecho una oferta y lahan aceptado. Nada más. No tienenningún motivo para eliminarme. Eldinero no les importa en lo más mínimo.Vosotros tres, Coralina, la Shuvani y tú,podríais haberlo hecho todo mucho másfácil, pero teníais que haceros loshéroes.

«Se me olvidan las cosas. Hay algosobre lo que debería preguntarle, ¡perono logro recordar el qué!».

Ella acercó el rostro al de él.

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—Miwa, yo...—Calla —susurró ella. Entonces le

besó.Se dijo a sí mismo que estaba

demasiado débil como para defenderse.Había pasado un año entero añorándola,y ahora estaba allí, la Miwa de siempre,un poco más fría, pero tanincreíblemente seductora como siempre.Antaño había pensado en alguna ocasiónque el de que fuera asiática teníarelación con el hecho de que a él leresultara tan complicado leer susintenciones.

Pero no era eso.En realidad, se había rendido

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completamente, igual que en su primerencuentro en Reikiavik. Le bastaba conpresionar un botón, y todos los antiguossentimientos volvían a estar allí,recuerdos de esos dos años en los quehabían sido inseparables.

No quería besarla. No quería.Pero, por supuesto, lo hizo.

Los dos cibercafés más grandes dela ciudad abrían a mediodía, cuando loschavales salían de la escuela. Fueron losprimeros a los que fue Coralina, yestaban cerrados. Probablemente eldueño no realizaba el gran esfuerzo

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físico de levantarse de la cama hastapasadas las doce.

Finalmente, a la tercera, en unestrecho local de la Via dei Gonfalone,cerca de la ribera, tuvo suerte. Elescaparate estaba forrado con unaamalgama de posters y cuando entró porla puerta se dio cuenta de que ladenominación de cafetería que le habíaatribuido al local era un tanto generosa.Había una máquina automática de café,de la que colgaba un cartel que decíaque estaba prohibido llevar bebidas alas terminales. Se podía tomar la bebidade pie, en el sitio, o no tomar nada, esodependía del criterio de cada uno.

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Sin embargo, Coralina no habíaentrado allí para desayunar.

El joven de la caja era unadolescente con acné que quizá en unpar de años sería atractivo, pero antesde eso tendría que salir a tomar algo deaire fresco y dejar que un par de rayosde sol le tocaran la piel. Coralina tuvoque invertir cien mil liras y un montónde nervios antes de lograr finalmentellevar el CD-ROM hasta un terminal.Antes de ello tuvo que soportar, noobstante, un largo y lento chequeo enbusca de virus. La tienda no era suya, leexplicó el chico, y sus cien mil liras noeran suficientes como para compensar

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una discusión con su jefe. Ella loentendió y se sometió a su voluntad.Finalmente, tras casi veinte minutos,asintió satisfecho dando a entender queel disco estaba en buen estado, y la guióhasta un cuarto trasero en el que seencontraba la sala de ordenadores.

Coralina abrió la carpeta principaldel disco. Fabio lo había llamado comouna de sus películas porno favoritas, ylos archivos fotográficos llevaban elnombre de las actrices. Durante elproceso de filtrado digital, habíagrabado varias fases intermedias, en lasque los primeros datos iban surgiendode la fotografía original. En todas se

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podía apreciar la luneta tintada de lalimusina, el brillo de la cámara y unfragmento de algo que probablementefuera la cara de Júpiter.

Coralina se saltó tres archivos más,y ya iba a seleccionar el último cuandoel joven apareció repentinamente trasella.

—¿Está todo claro? —le preguntó.—Sí, claro.—Le he traído un expreso.Dejó un vaso de plástico junto al

teclado, se dio la vuelta sin decirpalabra y desapareció. Tras un par desegundos, Coralina se dio cuenta de queaquello había sido, probablemente, un

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tímido intento de coqueteo. En cualquierotro momento, le habría parecidorealmente adorable.

Sin embargo, en ese preciso instanteno se molestó en probar ni un sorbo delvaso, se limitaba a observar abstraída lapantalla mientras dirigía el cursor aloctavo y último archivo fotográfico.Fabio lo había llamado Sabrina Stella.Encantador.

El monitor se fundió en negro, ydespués comenzó a construirse laimagen a pequeñas tiras procedentes dela franja superior que, con una lentitudagónica, iban completando la fotografía.

Coralina cogió el vaso y le dio un

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sorbito. Siempre le había gustado el caféde máquina, como una costumbreprobablemente adquirida en sus añosuniversitarios.

La foto tenía un formato transversal.Apenas quedaba media imagen porcompletar. La parte superior estaba muyoscurecida, para poder filtrar el reflejode la luz. La cara de Júpiter habíadesaparecido..., o no, ahora se podíaapreciar que en realidad aquella siluetanunca había sido la suya. Coralina habíatenido razón todo el tiempo.

Dos tercios completos.Después, toda la imagen.Pero ya había visto quién estaba tras

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la luneta, en el asiento de detrás de lalimusina, mirando al objetivo de lacámara con ojos llenos de cólera.Coralina se estremeció.

Dio un salto hacia atrás en el quecasi tira al suelo el vaso de café, ycorrió tan rápido como pudo fuera de latienda, dejando atrás el disco y al chico,que la miró sobresaltado y le gritó algo.

Pero no solo él la miraba cuandosalió precipitadamente hacia su coche.

Desde el cuarto trasero lacontemplaba una cara completamentediferente, colérica, pixelada.

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Miwa apartó sus labios de los de ély susurró:

—No podemos quedarnos aquí.Probablemente ya te estarán buscandopor todas partes.

—Además de unas llaves, ¿tambiénhas mangado un coche y dos pases? —preguntó Júpiter, con sarcasmo.

Ella sonrió.—No. Además hay otra cosa de la

que tenemos que ocuparnos.—¿Por ejemplo?—¿Todavía no has entendido que

estamos aquí para hacer negocios?Él no entendió qué es lo que ella

quería decir.

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—Explícame eso.—La plancha de impresión —repuso

ella en voz baja—. La necesitamos.Júpiter se apartó de ella de golpe y

reculó, dando tumbos, hasta la ventana,como si le hubieran dado un puñetazo.Quiso decir algo, asqueado como estabade sí mismo, asombrado de su propiaestupidez.

Sin embargo, Miwa continuóhablando.

—No te preocupes, la plancha no espara los Adeptos. El tema del fragmentoera una cuestión distinta, nadie en elmundo habría pagado tanto dinero por unpedazo de arcilla incompleto. La

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plancha, no obstante, es un grabadodesaparecido de Piranesi... Cielo santo,Júpiter, de buenas a primeras me vienena la mente media docena decoleccionistas que doblarían sin dudarla oferta de los Adeptos.

La mano de Júpiter se aferraba alquicio de la ventana como si quisieraarrancarla.

—No me tomarás de verdad poralguien tan ingenuo...

—¿Es que el dinero ya no significanada para ti? —dijo Miwa, tratando decogerle nuevamente del brazo. Esta vez,Júpiter se apartó.

La japonesa no reaccionó con

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estupor. Todos sus éxitos habían nacidode la perseverancia.

—Podemos sacar la plancha delVaticano —dijo—. Solo tienes queconfiar en mí. Si tanto significa para tiesa estúpida llave, podemos hacer unacopia antes de vender toda la pieza y yaestá. Y en caso de que todo el problemasea que Trojan no ponga ni un dedo en laplancha, no hay problema, podemosarreglarlo. He pasado obras de arte másgrandes por puertas mejor vigiladas queesta. Una vez que estemos fuera, ya notendremos que preocuparnos. En unahora estaremos en el aeropuerto, o decamino a Milán. Conozco allí a

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suficiente gente que...—Déjalo ya —le interrumpió él, con

suavidad—. Escúchame, Miwa. No mecreo ni una palabra de lo que estásdiciendo.

El rostro de la mujer se volvió rojode ira. Se mordió el labio inferior comosi quisiera evitar decir nada pocomeditado.

—Eres un idiota —le gritó—, ¡unmaldito idiota! ¿Cómo puedes dejarescapar semejante oportunidad?

Él sonrió y preguntó con granserenidad.

—¿Cómo puedes tú dejar que tecompren?

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—No sé de qué...—Deja ya el teatro, Miwa. Es

demasiado tarde.Bajo la ventana sonó un zumbido.

Cuando Júpiter se volvió para mirar porla ventana, observó que se aproximaba ala torre un pequeño coche eléctrico.Conocía ese tipo de vehículos de loscampos de golf a los que había acudidoen alguna ocasión a encontrarse conalgunos de sus clientes.

Sin embargo, antes de poder verquién lo conducía, sintió las uñas deMiwa clavársele en el hombro y tirar deél para atrás.

—Podríamos ser ricos —le dijo,

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agresiva—. ¿Tan irrelevante es eso parati?

—Eres tú quien podría ser rica. Esoes todo. ¿Verdad?

Ella suspiró y torció la mirada.—Júpiter, por el amor de Dios... ¿Es

que no entiendes lo que digo?—Dame una respuesta sincera, sin

más. ¿Trojan te ha comprado?Ella se levantó y dio algunos pasos

por la estancia, para darse después lavuelta abruptamente sobre sus tacones ysonreír.

—¿De verdad eso es todo lo queconfías en mí?

—Les vendiste el maldito fragmento

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—bramó Júpiter—. ¿Por qué no tambiénla plancha?

—Ya te he explicado que...—¿Otros te pagarían más? Eso es

mentira, Miwa. Tú misma has dicho queel dinero no tiene ninguna importanciapara los Adeptos.

Desde la calle llegó un chirrido. Lasbisagras de la entrada. Alguien llegaba.

—¿Son tus amigos? —dijo Júpitercon frialdad, sabiendo que no podíatratarse de nadie más. La inyecciónhabía controlado los efectos de laalergia, pero solo con administrarle unanueva botella de vino lograríanconvertirle otra vez en una gimoteante

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piltrafa humana, y él no tenía dudaalguna de que eso sería exactamente loque harían..., si es que no le mataban allímismo.

Miwa se acercó, presurosa y presade los nervios, a la puerta. Metió lamano bajo su chaqueta y sacó lapequeña pistola plateada. Júpiter nopudo evitar reparar, para su asombro, enla seguridad y confianza con quesujetaba el arma en su delicada mano.

—No matarás a tiros a tus propiosclientes, ¿verdad?

Ella se dio la vuelta y le dirigió unamirada que solo le había visto en otraocasión, la noche en la que tuvieron la

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única gran discusión de su relación... Laúltima noche antes de que elladesapareciera sin dejar rastro. Esa erala auténtica Miwa. En un instante delucidez irreal vio que sus ojos teníanexactamente el mismo color que la bocade su pistola.

La japonesa se volvió de nuevohacia adelante, saltó al umbral de lapuerta y apuntó el arma con las dosmanos hacia la oscuridad del rellano.

—¿Quién está ahí?Tenía todo prácticamente

calculado... salvo que Júpiter laderribara por la espalda.

Ella soltó un sonoro grito cuando él

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la echó hacia un lado, chocaron amboscontra la pared y finalmente cayeron alsuelo entre un gran estrépito. Júpiterestaba demasiado débil como para sermeticuloso y prudente. Aspiraba adominarla en cuanto a superioridadfísica, algo que, después de todo losufrido en las últimas horas, demostróser una conclusión errónea. Miwa selevantó y le golpeó en la cara,precisamente con la mano en la queseguía sosteniendo el arma. Él sintiócómo el pequeño cañón le daba en lafrente, y algo anguloso y afilado, quizála palanca de seguridad, le abría la piel.La sangre le salpicó los ojos, pero él no

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pensó en rendirse; recientemente habíaaprendido a soportar el dolor. Haciendoacopio de todas sus fuerzas, alzó elpuño, que rozó el pómulo de Miwa eimpactó contra su oreja. El golpe no fuefirme, pero al menos sí efectivo: lamujer salió despedida a un lado y chocócon un hombro contra la pared. Júpiterquiso aprovechar el momento paraincorporarse, y entonces se dio cuentade hasta qué punto su sentido delequilibrio le había dejado en laestacada. Aún en el suelo, Miwaflexionó la rodilla izquierda, hizoacopio de todas sus fuerzas y lanzó elpie contra la espinilla del investigador,

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quien se dobló definitivamente hacia unlado y cayó al suelo entre gritos.

Sonó un disparo.Júpiter estaba convencido de que

Miwa le había disparado. A esadistancia, difícilmente habría podidofallar, y aunque no sentía ningún dolor,no significaba nada.

Entonces, oyó un nuevo disparo yvio, a través de la sangre en el ojo, queuna figura humana aparecía en la puerta,se llevaba la mano al hombro y setambaleaba hacia atrás.

Miwa seguía tirada en el suelo. Elarma apuntaba hacia la puerta, perocuando vio que Júpiter se dirigía hacia

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ella, volvió el cañón hacia su ex pareja.—No —dijo ella en voz baja—, no

me obligues.En realidad no tuvo oportunidad de

verse obligada a nada, pues en esemomento, una figura enorme se precipitóencima suyo con un bramido amenazadory la enterró bajo su cuerpo.

«¡Cassinelli!».Júpiter no pudo ver el rostro del

jardinero, pero le reconoció por sucomplexión, propia de un oso, y por suindumentaria, un amplio peto de telaoscura y una burda camisa de cuadros.

Miwa gritó y pataleó bajo la masadel gigantón, y entonces Júpiter vio,

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como a cámara lenta, que la mano quesostenía el arma se liberaba, la boca delcañón se colocaba sobre las costillas deCassinelli... y ella apretaba el gatillo.

El disparo sonó sordo, como através de un silenciador.

Cassinelli lanzó un bramido gutural.Miwa disparó de nuevo.Júpiter se incorporó, sin prestar

atención al insuficiente control sobre supropio cuerpo y, dando tumbos, llegó aagarrar la mano de Miwa que sostenía lapistola y a apartarle a Cassinelli deencima. El arma se disparó sola una vezmás, la bala pasó silbando a un palmode la sien de Júpiter y terminó dándole

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al techo. Un polvillo blanco cayó sobrelos luchadores.

Miwa gritaba como una posesa, peroJúpiter no le soltaba la mano. Queríaarrebatarle el arma, pero necesitaba lasdos manos para sostenerle el antebrazo.

Ella le miró entre chillidos y roces yel remolino que formaba su pelo.

—¿Qué demonios estás haciendo?—bramó.

Él no se dejó intimidar, y aferró lamano armada con más fuerza. Miwaseguía sepultada bajo Cassinelli. Eljardinero convulsionaba frenéticamente,mientras al menos tres balas seguíanalojadas en su cuerpo.

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—¡Dame la pistola! —exigióJúpiter, apresuradamente.

Miwa agitó la cabeza en ademánnegativo, pero en ese mismo momentoJúpiter torció el brazo de tal forma quelogró abrirle los dedos, haciendo que lapistola cayera al suelo con un granestrépito.

—¡No! —gritó ella, cuando Júpiterle soltó la mano para darle una patada ala pistola y enviarla un par de pasos másallá.

Miwa estaba prisionera bajo elcuerpo del agonizante jardinero, yaunque giraba rabiosa y tiraba con todassus fuerzas de la camisa empapada en

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sangre del hombre, no lograba liberarse.Los sentidos de Júpiter no se

correspondían con la realidad: lepintaban el entorno en coloresdiferentes, le sugerían olores que noestaban allí de verdad. Todo dabavueltas y temblaba. Veía a Miwa ydejaba de verla, veía la sangre que fluíade la herida de Cassinelli. Oía losestertores de muerte del pobre hombre.

«Cassinelli necesita ayuda».La idea, en sí misma bastante

evidente, se le ocurrió al investigadorcomo a quien tiene una revelación. Sepreguntó si se encontraría cerca de sufrirun ataque de nervios.

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Miwa movía la boca como un pez enpleno proceso de asfixia.

—Júpiter... Ayúdame...Ya iba a arrastrarse de nuevo hacia

ellos, a examinar la herida deCassinelli, quizá buscar algo con lo quevendarla («Pero, ¿qué?...»), cuando eljardinero, repentinamente, rompió elaire con un grito desgarrador, se irguióenloquecido, agarró la cabeza de Miwacon las dos manos y tiró fuertemente deella hacia un lado, con un fuerte crujido.

El cuello de Miwa estaba roto. Susmovimientos cesaron poco a poco.

Su mirada: un vaso del cual seescapaba la vida como si fuera agua.

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«¡No!». El grito de Júpiter hizo aCassinelli alzar la mirada. El jardinero,tembloroso, se incorporó de encima delcadáver de Miwa, lento como elmonstruo de una película de terrorimposible de matar, independientementedel número de balas que le hubieranatravesado o de cuántas estacas lehubieran clavado.

Júpiter se cubrió la cara con lasmanos, las volvió a dejar caer, y miródirectamente a Cassinelli.

—La ha... matado.Cassinelli asintió, con un

movimiento corto y brusco, como si untitiritero fuera quien controlara su

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cabeza.«¡Es un error! ¡Todo está mal! ¡Todo

es distinto a como yo pensaba!».Los labios de Cassinelli temblaban.—Pronto... estarán... aquí.Júpiter quería ir hacia ella, agarrar a

Miwa, alzarla. Quería gritarla,devolverle la vida. Quería hacer algo.

Pero Cassinelli se interpuso en sucamino.

—Está muerta —dijo con voz suave.Una burbuja de sangre explotó entre suslabios—. Ya no... más... ayuda —tragó—. ¡Zorra!

«¡Era un error!».—No —susurró Júpiter.

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«Todo; de alguna forma, todo era unerror».

—Dios mío... ¡no!Cassinelli sonrió, pero sus ojos

temblaban como un par de velas en unacorriente de aire.

—Miwa no es uno de ellos —balbuceó Júpiter—. ¡Usted es el traidor!

Cassinelli dio un paso torpe haciaél.

—El último fragmento...descifrado... «Los huesos, entre loshuesos...». Solo queda la llave... —yano era dueño de sí mismo, pero se ibamuriendo muy lentamente, arrastrandolos pies al andar y articulando con

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dificultad lo que le venía a la mente—.Debo... conseguir... la llave.

—En el embalse —jadeó Júpiter—,allí fue donde nos traicionó. ¡Por esonos encontraron Landini y los demás!¡Les avisó de que Janus estaría allí!

Cassinelli escupió una fuente desangre, que cayó sobre el suelo, anteJúpiter. Apenas tres pasos de distanciaseparaban a los dos hombres.

—Entre... los huesos —surgieronburbujeando de los labios del jardinero—. La llave... —irguió los brazos comoun muerto viviente, tambaleándose endirección a Júpiter.

La mirada de este se volvió

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rápidamente al suelo. La pistola yacíajunto a la ventana. Quiso saltar haciaella, pero volvió a calcular mal lasfuerzas, osciló más de la cuenta, resbalóy cayó con mal ojo apoyándose en larodilla izquierda. Le recorrió larepentina sensación de haberse quedadoparalizado de un lado del cuerpo.

Las garras de Cassinelli se cerraronsobre su cabeza, sin acertar pormilímetros.

Júpiter se arrastró hacia adelante,logró agarrar la pistola con los brazosextendidos, rodó sobre sí mismo,apuntó... y amenazó con ahogarse,cuando la bota de Cassinelli le golpeó el

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costado. De nuevo la pistola voló, estavez sobre el jardinero, en dirección alrellano. Sus traqueteos y golpes sobre elentarimado parecían susurros cínicos.

Cassinelli se inclinó, medio ciego,medio muerto. La sangre caía sobreJúpiter, mientras este intentaba apartarlas manos del moribundo.

—Diga... dónde está la llave...Cassinelli se encontraba de pie

frente a Júpiter, con los pies anclados enel suelo, como si los hubiera pegado conhormigón. No había salida ni a derechani a izquierda, por lo que Júpiter seaferró a las piernas del hombre, quienbajó las manos y, en esta ocasión, logró

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agarrar un hombro y la cabeza deJúpiter.

Júpiter alzó la vista, cegado por eldolor y el miedo, y miró a los ojos a suoponente.

La cara de Cassinelli explotó.Un aluvión de sangre, piel y

fragmentos de hueso se desparramósobre Júpiter. De repente, se puso agritar y ya no pudo parar.

El cuerpo del gigante cayó a un lado,rozando al investigador. Había alguientras él. Sostenía la pistola cuya últimabala había atravesado la nuca deCassinelli.

Tenía el pelo largo y oscuro.

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—¿Miwa...? —balbuceó Júpiter,pero acto seguido su mirada regresó alcadáver de la japonesa.

Coralina saltó sobre él, le consolóacogiendo en su pecho la cara cubiertade sangre del investigador, le susurró yle trató de convencer de algo, pero élsolo entendía retazos de palabras.

Le oía decir que tenían que darseprisa y que más tarde se lo aclararíatodo.

Le oía hablar de un coche preparadoque les aguardaba.

Le oía decirle que le quería.Entonces le sostuvo en el camino

escaleras abajo, hacia el aire libre, que

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ya no le parecía puro y claro, sinopreñado de un hedor a cadáver que leseguía como una bandada de gordos yoscuros pájaros.

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Resurrección

Los dos centinelas de la puerta seecharon a un lado saltando alocadamentecuando Coralina pisó a fondo elacelerador y atravesó la salida a granvelocidad. Sonó un estallido, el de undisparo de advertencia, pero paraentonces la camioneta ya había pasadoprecipitadamente ante ellos,adentrándose en la Viale Vaticano, yderrapaba por un volantazo de Coralinahacia la izquierda para penetrarabruptamente en la concurrida Via dePorta Cavalleggeri. Dos vehículos lo

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esquivaron entre el chirrido de susneumáticos, pero Coralina los ignoró,estabilizó el coche con una maniobratemeraria y puso pies en polvorosa endirección a Civitavecchia.

—Teníamos... que haber intentado...esto antes —farfulló Júpiter, aunquedudaba que Coralina hubiera podidooírle. Tenía la frente cubierta de sudor,y los labios le temblaban. En realidadaún no había asimilado lo que acababande hacer.

El investigador estaba más echadoque sentado en el asiento del copiloto. Asu alrededor, aun ahora, todo parecíagirar y tambalearse. Tenía ganas de

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vomitar, pero había recuperadosuficientemente el sentido como parareprimir el ansia. Toda la furgonetaapestaba a la sangre de Cassinelli, asudor y a muerte. La ropa de Júpiterestaba húmeda y se le pegaba al cuerpode forma muy desagradable.

—Para en alguna parte... —jadeó,inerte—. Da igual dónde, voy a echarhasta la primera papilla.

Coralina asintió. Tenía aspecto deencontrarse en estado de shock.Agarraba el volante como si quisieraarrancarlo de cuajo, no tenía color en lacara. Tras desahogarse con el aluvión depalabras de la torre, había comenzado a

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entender que había matado a un hombrey, probablemente, puesto en peligro auna docena más al violar el puesto devigilancia de la puerta sur del Vaticano.

Avanzaron durante largo rato sinpronunciar una palabra, hasta que losedificios a ambos lados de la calzadacomenzaron a abrir amplias franjas deterritorio desierto. Coralina giró a laderecha para adentrarse en una estrechavereda que finalmente llevaba hasta loque parecía una zanja olvidada. Loshoyos del suelo estaban llenos de aguasalobre, pero Júpiter no se quejó. Era lomejor que podría encontrar dada susituación y su estado. Se quitó la ropa,

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la arrojó hecha un ovillo a un montón deortigas y se metió hasta la garganta en ellíquido pardo. Se sumergía una y otravez, restregándose y frotándose como unloco, hasta que logró librarse del últimoresto de Cassinelli.

Tenía la sensación de que tambiéndebía limpiarse el recuerdo de la muertede Miwa. Veía su pequeño cuerpo inerteante él una y otra vez, su cuello roto, susojos abiertos de par en par. Había hechonegocios con los Adeptos, por supuesto,pero no los había traicionado ante elconciliábulo. Se había equivocado conella y había evitado que disparara unavez más a Cassinelli. Se culpaba de su

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muerte.Cuando volvió, desnudo y helado

hasta el coche, Coralina le esperaba conuna manta gris de lana, en la que solíaenvolver los libros que transportaba. Lepuso el cobertor sobre los hombros, leayudó a secarse y a subir de nuevo alasiento del copiloto, como si fuera unniño. Ella misma se hundió, extenuada,tras el volante, pero no hizo amago deencender el motor. Quería hablar, perono estaba segura de que él estuviera ensituación de hacerlo... o siquiera de quequisiera hacerlo.

Júpiter tenía el presentimiento deque debía decir algo agradable, algún

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tipo de expresión de agradecimiento ode afecto, pero no se le ocurría nadaadecuado. Coralina debía de haber vistoel cuerpo muerto de Miwa, y sin duda lepreguntaría por ello, pero se sentíaincapaz de hablar del tema, por lo quedecidió adelantarse.

—¿Cómo lograste entrar?Una sonrisa triste se pintó en su

rostro, como un leve toque de su antiguapreocupación. Le contó que habíadescubierto la cara de Cassinelli en lafoto. Le habló del pedido de libros delcardenal Merenda, y cómo habíaengañado a los vigilantes mostrándoleslos documentos del prelado. Acto

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seguido se había dirigido al jardín,ignorando el riesgo a que el jefe de losguardas la reconociera y diera laalarma. Al acudir al convento de MaterEcclesiae, nadie le había abierto lapuerta, tras lo cual había vagado sinrumbo hasta que había visto a Cassinellien el coche eléctrico y le había seguido.Primero había dudado si entrar tras él enla torre, pero entonces había escuchadoel disparo y había subido corriendo.

Júpiter le cogió la mano y la apretó.—Tienes las manos frías —le dijo

ella—. Espera, voy a encender el motory así pongo la calefacción.

—No —repuso él, en voz baja,

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mientras le miraba a los ojos. No queríaque le soltara la mano, quería sentir elcalor de su piel.

Su proximidad le dio las fuerzaspara hablarle sobre lo ocurrido en latorre. La joven le dio el tiemposuficiente para explicarse, y no leinterrumpió con preguntas. Una vezterminó su narración, marcado por unagotamiento no solo físico, ella seinclinó sobre él y le besó.

El primer impulso de Júpiter fueecharse para atrás, estando tan frescocomo estaba el recuerdo del beso queMiwa le había dado, tan calculado comotodo lo que alguna vez había obtenido de

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ella, pero sintió que en realidad eso noera lo que quería. Dudó durante uninstante, luego sacó un brazo de debajode la manta, rodeó a Coralina con él y ledevolvió el beso con una intensidaddesesperada.

Finalmente ella separó sonriendo suslabios de los de él y puso en marcha elcoche, pero Júpiter no lograba apartarlos ojos de la joven.

Coralina se dio cuenta y se removióinquieta en su asiento.

—¿Era un mal momento?—No, era el mejor.Ella volvió a sonreír, esta vez con

franca alegría, hizo girar la camioneta,

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tomó de nuevo el camino de gravillahasta la calle y torció en dirección este.Hacia el mar, hacia el aeropuerto deFiumicino.

Tras un rato, ella preguntó:—¿Qué es lo que Cassinelli decía de

unos... esqueletos?—Huesos —respondió Júpiter—.

Algo relacionado con el fragmento...Entre los huesos, creo.

—Es una pista para llegar a lapuerta, ¿no? —repuso ella, mirando alretrovisor.

—¿Nos sigue alguien? —preguntóJúpiter, alarmado, y miró hacia atrás.

—No —dijo ella y respiró hondo—.

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Creo que no. Solo soy precavida —lemiró fugazmente y retomó el rumbo de lacirculación—. ¿Qué crees tú quesignifica lo que dijo Cassinelli de lasegunda puerta?

—No lo sé... Yo estaba bastante...confuso. A lo mejor le entendí mal.

—Ahora ya da igual.—¿A dónde vamos?—Al aeropuerto. Desapareceremos

de aquí. Será a las monjas a quien lestoque vérselas con Estacado y Trojan.

Júpiter alzó una punta de la manta.—¿A qué aeropuerto me vas a llevar

así?—Hay tiendas allí. Esperas en el

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coche y yo te compro trapitos nuevos.En las pocas horas que habían

pasado separados, Coralina habíaexperimentado una profundatransformación. Parecía más resuelta,podría decirse que curtida ante lasdificultades. Cuando ella le habló deSantino, y de la muerte del chófer,Júpiter entendió por lo que había pasadola muchacha.

Llegaron a la autopista, y pocodespués Coralina tomaba la salida alaeropuerto. Júpiter siguió envuelto en lamanta, sentado en el coche, mientras ellale conseguía ropa nueva. Tres cuartos dehora después apareció finalmente por la

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ventana del copiloto con una bolsa deuna tienda del aeropuerto llena areventar. Los vaqueros le estabanligeramente grandes, la camisa un pocoestrecha por los hombros, pero laamplia cazadora que le había compradolo disimulaba todo con eficacia. Habíatraído incluso unos zapatos que, para susorpresa, le cuadraban a la perfección.

—Las mujeres saben calcular esetipo de cosas —se limitó a decir.

Mientras él se vestía, ella sacó dosbilletes del bolsillo de su sudadera y losagitó ante sus ojos.

—El vuelo sale en hora y media.—¿A dónde?

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Arqueó una ceja sonriendo.—¿No irás a arrepentirte?—Definitivamente, no.Separó uno de los billetes y se lo

colocó ante la nariz.—¿Atenas? —preguntó—. ¿Por qué

exactamente Atenas?—Tengo amigos trabajando allí. Nos

podemos esconder con ellos unatemporada. Quiero decir, en caso de quesea necesario... Imagino que Estacadoprocurará encubrir lo sucedido en latorre —de pronto, pareció venirseabajo, puesto que hasta ahora no sehabía podido permitir pensar en aquello—. No querrás irte a casa, ¿verdad?

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Él negó con la cabeza.—Como tú misma me dijiste hace un

par de días, allí solo me espera una casavacía.

—Es un comentario muy amargo.—Solo un poco desorientado...

Atenas está bien.Ella dio la impresión de sentirse

más aliviada, como si hubiera esperadoseriamente que él se negara a irse conella. Guardó los billetes, y las miradasde ambos volvieron a cruzarse. Él vioque algo la preocupaba.

—¿Qué podemos hacer, aparte dehuir? —preguntó ella.

—No tenemos elección, ¿verdad?

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Coralina asintió, mostrándose deacuerdo, y miró por encima del mar decapotas hasta uno de los lejanosedificios del aeropuerto. Tras él,despegaba un avión que se alejabaflotando pesadamente por el cielo azulmetálico.

—Vamos.La joven le cogió de la mano

mientras ambos ponían rumbo a laterminal esquivando los cochesaparcados.

—¿Has descubierto algo de laShuvani? —le preguntó Júpiter.

Los dedos de la muchacha secrisparon entre los de él.

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—He buscado por todos losaeropuertos, pero nadie la conoce.

El trayecto a pie duró casi veinteminutos, por lo que Júpiter entendió conclaridad la velocidad a la que Coralinadebió de efectuar todas las compraspara haber regresado al coche en tanpoco tiempo. Por el camino, él le fueinformando de lo que había descubierto,por boca de Trojan, acerca de la Casade Dédalo y del proceso de«laberintización» que, al parecer, seproducía cuando alguien abría la puertaa las Carceri. Coralina recordóentonces que ella también había tenidola sensación, un par de días antes, de

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que el Trastevere había queridoayudarla: se lo había contado en labañera, ya en casa.

—¿Crees que fue una coincidencia?—preguntó ella, pero Júpiter solo seencogió de hombros.

La terminal de salidas se extendía alo largo de cientos de metros y estaballena de gente. Les vino bien que hubierauna multitud en la que sumergirse. Elanonimato era como olas que lesbañaban, les volvían invisibles y leshacían sentirse seguros.

El elemento que dominaba la salaera una estatua del tamaño de una casa,basada en un dibujo de Leonardo da

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Vinci que representaba a un hombre,cuyos miembros extendidos formabanlos radios de un círculo. Júpiter nolograba recordar si aquella obra teníanombre, pero conocía el significadosimbólico del mismo: el hombre comocentro de todo. Después de todo lo quehabían pasado en los últimos días, yteniendo en cuenta lo que Trojan lehabía asegurado, lo consideró una ideasumamente cuestionable. Si tan solo unaparte de todo lo que el profesor le habíacontado resultaba ser verdad, no habríarealmente forma alguna de que lahumanidad tuviera ningún control sobreel mundo y, por lo tanto, el devenir de

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este se basaría más bien, según elrazonamiento del investigador, en laacción de un poder que, hoy en día, yanadie tomaba en serio.

Coralina se dio cuenta de que sucompañero cavilaba.

—¿Piensas en Miwa?—No, no —volvió la vista una vez

más hacia el cuerpo desnudo delhombre, que parecía colgar crucificadoen medio del círculo. Las similitudescon Jesucristo no dejaban lugar a dudas.Algunos de los contemporáneos de daVinci habían acusado al artista depracticar la magia pero, ¿no habíatrabajado durante muchos años en el

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Vaticano, bajo la protección de losPapas? ¿Cómo de estrecha era enrealidad la relación entre la Iglesia y lahechicería?

¿Qué es lo que ocurriría si alguiencruzaba la puerta a la Casa de Dédalo?

Júpiter agitó la cabeza con gestoirritado. Los Adeptos querían sellar lapuerta, no abrirla, por lo que no sedescubrirían jamás las posiblesconsecuencias de que alguien atravesarala entrada.

Si Trojan tenía razón, y la ciudadhabía cambiado de la misma forma quedurante la época de Piranesi, entoncesSantino debía haber sabido algo más del

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tema. Sin embargo, ahora el monjeestaba muerto. Ya no podría contarlenada a nadie.

—¿Qué te contó Santino? —preguntóJúpiter de pronto.

Coralina le miró sorprendida.—¿A qué te refieres?—¿Mencionó la Casa de Dédalo?—Sí. Dijo... —hizo una pausa

cuando se dio cuenta de lo que élpretendía—. Aseguraba que él y un parde monjes habían abierto la puerta. Lasegunda entrada, la que usó Piranesi.

—¿Y qué más te contó? Quiero decirque si te dio más detalles.

—Dijo que los monjes habían hecho

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grabaciones de vídeo —la jovenobservaba preocupada la reacción de suacompañante—. ¿Crees que nos dijo laverdad?

Tiritando de frío, Júpiter metió lasmanos en los bolsillos de su chaqueta.

—El hecho de que nosperdiéramos... probablemente le pasó amiles de personas, pero nadie se paró apensar en ello. Quizá ya haya empezado.Si Santino y los demás monjes abrieronla puerta y penetraron en la Casa deDédalo... —se interrumpió, pues lefaltaban palabras para expresar lo quepensaba.

Coralina le miró durante un momento

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y después negó con la cabeza.—Da igual, nos vamos de aquí.—Janus dijo que la entrada

secundaria probablemente se encontraríatambién en algún punto del Vaticano —Júpiter pensaba en voz alta—. ¿A qué sereferiría Cassinelli cuando hablaba dehuesos?

—Puede que no lo supiera ni él.—Puede, pero, ¿qué relación hay

entre el Vaticano y los huesos dealguien?

Coralina suspiró.—Bajo la cúpula de San Pedro se ha

descubierto en el último siglo toda unaserie de tumbas de la época pagana.

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Además está, por supuesto...—La tumba de Pedro.—El plato fuerte de todas las visitas

al Vaticano.Júpiter asintió, pensativo.—¿Sería posible? ¿Crees que la

segunda entrada podría estar allí, enalguna parte?

—La tumba de Pedro se encuentrajusto por debajo del Altar Pontificio.Miles de turistas pasan por delante cadadía. ¿Cómo podrían haber entradoSantino y los demás sin que nadie sediera cuenta?

—La entrada podría estar debajo dela tumba, solo que un piso por debajo, o

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quizá simplemente esté en las cercanías,qué se yo... —con gesto inquieto, señalóa la hilera de cabinas telefónicasabiertas—. Sin embargo, hay una manerade averiguarlo.

—¿A quién vas a llamar?—Espera.Ella se agitó, impaciente.—Nuestro vuelo sale en apenas una

hora.—Solo tardaré un par de minutos,

¿vale?A Coralina no le gustó el tono

imperativo del investigador, peroasintió. Júpiter le dio un beso fugaz ypuso rumbo, rápidamente, hacia los

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teléfonos. Dio por sentado que la jovenle seguiría, pero cuando volvió la vista,comprobó que se había reunido con elgrupo de viajeros aburridosaglomerados bajo las pantallas quemataban el tiempo hasta la hora de suvuelo mirando un programa local. Pocodespués se acercaba a un puesto acomprar una chocolatina.

A Júpiter le dolió que ella estuvieramolesta. Pensaba ir a Atenas con ella,pero antes de eso, quería comprobar sisu idea era acertada.

Tuvo que esperar cinco minutoshasta que una de las cabinas quedó libre.Buscó en el listín el número de la

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oficina de información turística delVaticano, y no tardó en recibir larespuesta que esperaba.

Colgó rápidamente el auricular y sedirigió a Coralina, quien miraba eltelevisor como hipnotizada.

—Escucha —comenzó él, cuandoaún se encontraba a un par de pasos dedistancia—, es justo lo que yo pensaba.La cripta de Pedro está cerrada alpúblico a partir de hoy por la mañana.Todo el recinto del altar estáacordonado, por excavacionesarqueológicas por lo que dicen eninformación. Creo que...

Interrumpió su monólogo cuando se

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dio cuenta de que Coralina no le estabaescuchando.

—¿Coralina?Ella no respondió, y el investigador

se dio cuenta de que tenía lágrimas enlos ojos. Él siguió con la mirada ladirección de estos.

Una imagen borrosa de la orilla delTíber vibraba en la pantalla: unagrabación de vídeo casera como las quesuelen utilizar las emisoras locales parailustrar sus noticiarios. Una pequeñamultitud se había formado sobre elpaseo de hormigón que discurría bajo elmuro. Había dos hombres uniformados,y uno de ellos estaba acordonando el

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inicio de la escalera que llevaba hasta elpaseo fluvial. Se estaba procediendo acerrar un ataúd metálico, queposteriormente dos hombrestransportaban en dirección a losescalones. Un reloj digital situado en laparte baja de la pantalla revelaba que latoma databa de hacía ya medio día;aquellos sucesos debían de haberseproducido poco después de la salida delsol.

La imagen se trasladó al estudio.Una presentadora leía la noticia en eltelepromter mientras, en segundo plano,se veía una foto en blanco y negro: elrostro de una mujer con los ojos

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cerrados. Tenía un aspecto abotargado yenfermizo, aunque con esfuerzo podíallegar a apreciarse una cierta expresiónde paz en sus rasgos. Sus mejillasestaban hundidas, y los párpados,hinchados. El cabello negro de laShuvani seguía recogido en un tensomoño.

Coralina se volvió y enterró la caraen el hombro de Júpiter. Al ver quellamaban la atención de algunos de losviandantes, el alemán decidió llevárselaun par de metros más allá.

No sabía qué debía decir, así que sededicó a acariciarle, impotente, laespalda y a esperar hasta que los

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sollozos remitieron y el cuerpo de lajoven dejó de sacudirse por el llanto.

Ninguno de los dos habíaconservado en realidad esperanzaalguna de que la Shuvani siguiera convida, pero confirmar su muerte de esamanera era algo espantoso. La habíanarrojado al río, como si fuera basura,como hicieron con Cristoforo.

Era la firma de Landini.Coralina se apartó bruscamente de

Júpiter, se barrió las lágrimas de la caracon la manga y le miró con unaresolución que él no esperaba.

—Tienes razón —dijo ella en vozbaja—. No podemos largarnos sin más.

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Él siguió callado y esperó a que ellacontinuara hablando. Habría sido unerror anticiparse a sus palabras, queríaque tomara esa decisión por sí misma.

Coralina reprimió las últimaslágrimas a base de pestañeos.

—Quiero saberlo. Vamos adescubrir dónde está realmente la Casade Dédalo.

—Dudo de que eso fuera lo quequerría la Shuvani.

—Landini la ha matado para que laubicación de la segunda entradapermaneciera en secreto —repuso ella—, para que nadie la abriera.

—¿Y tú quieres abrirla?

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Ella inclinó la cabeza de formaafirmativa.

—Exactamente.—¿Y si Trojan dijo la verdad?—Somos los únicos que podemos

averiguarlo. Si ponemos tierra de pormedio, no quedará nadie que sepa algode la Casa de Dédalo.

Él sonrió con amargura.—No podemos llegar y pasearnos

hasta la Basílica de San Pedro, saltarnosel cordón de seguridad y...

—No tendremos que hacerlo.Él la miró, perplejo.—¿Qué quieres decir?—Creo que Trojan y los demás

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estarán equivocados si buscan la puertaentre los huesos de san Pedro —dijo,arrastrando a Júpiter a un lado, de formaque nadie de los alrededores pudieraoírles—. Santino era capuchino. Suorden tiene una abadía en la Via Veneto.Él nunca vivió en el Vaticano, ni pudobuscar la entrada allí. ProbablementeSantino consagró toda su existencia a laabadía, precisamente donde cuidó aCristoforo. ¿Alguna vez te has planteadopor qué el viejo se puso bajo laprotección de los capuchinos? Es decir,ya le viste...

—No se comportaba como alguienque permitiera abiertamente que alguien

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lo tratara médicamente —aceptó Júpiter,aunque seguía sin entender a dóndequería ir a parar su interlocutora.

—Es posible que Cristoforoestuviera loco, pero no lo suficientecomo para dejar que unos monjes lecuidaran durante años. Sin embargo,acudió al convento de la Via Veneto ypermaneció allí mucho tiempo.

—¿Crees que encontró la puerta enla abadía?

—Hay otro detalle que lo indica.—Y ese es...—El osario del convento de los

capuchinos. Hasta hace un par de añoscasi nadie lo conocía. Cinco capillas

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cuyas paredes se encuentran decoradascon los huesos de más de cuatro milmonjes. Hay altares hechos concalaveras humanas, relieves devértebras y articulaciones, así comolámparas de huesos. Desde que loscapuchinos decidieron sacar provechoeconómico de la cripta, el acceso a losvisitantes está permitido.

—Si tienes razón, ¿por qué losAdeptos no saben todo esto?

—¡No conocían a Santino! —replicóCoralina—. Para ellos no existe ningunaconexión con los capuchinos.

—Dijo que le seguían...—Pero no dijo que fueran ellos. No

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dijo que fuera nadie. Estaba paranoico.—¿Y el toro? —Júpiter recordó con

claridad lo ocurrido entre las libreríasde la biblioteca vaticana.

Coralina miró otra vez a la pantalladel televisor que, para entonces, estabaretransmitiendo un concurso.

—Lo descubriremos. Se lo debemosa la Shuvani.

—Ella solo quería vender laplancha, nunca le interesó la verdad.

—Está muerta, Júpiter. La hanmatado por culpa de la plancha. ¡Nopuedo darme por vencida así como así!—Coralina le miró con ansiedad—. Irésin ti, si es preciso.

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Él agitó la cabeza negativamente.—¿Y Atenas?—Ha estado allí durante un par de

milenios, no va a salir corriendo —sonrió, aunque sus ojos seguíanenrojecidos y húmedos por las lágrimascontenidas. En ese instante, Júpiterhabría sido incapaz de negarle cualquiercosa que ella le hubiera pedido.

—De acuerdo.Ella se puso de puntillas, le rodeó el

cuello con los brazos y le besó. Suslabios sabían salados.

Abandonaron la terminal por unapuerta de cristal y se dirigieron hacia elaparcamiento.

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Cuando se encontraban apenas acincuenta metros de la furgoneta, Júpiterdetuvo a Coralina.

—¡Espera!—¿Qué pasa?Él la empujó detrás de un viejo

Ford, donde se mantuvieron ocultos.—¡Agáchate!Coralina miró, en primer lugar, a

Júpiter; después intentó echar un vistazoa la furgoneta a través de los cristalesdel Ford, pero había demasiadosvehículos entre medias.

—Vamos a esperar —dijo él.Los rasgos de Coralina se

oscurecieron. Durante un instante casi

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había parecido que su tristeza sedesvanecía. Se alzó ligeramente parapoder mirar con gran precaución porencima del tejado del automóvil. Júpitertambién echó un vistazo.

Había dos hombres junto a lafurgoneta, vueltos de espaldas haciaellos. En el acceso al aparcamiento en elque se encontraba el viejo vehículo dela Shuvani, brillaba el techo de un BMWplateado.

—Creo que son dos de los queprendieron fuego a la casa delTrastevere —dijo Júpiter.

Coralina maldijo silenciosamente.—Y ahora... ¿qué?

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Él señaló con la cabeza la furgoneta.—Mira.Incluso a aquella distancia podía

reconocer una cara lechosa a través delas lunas del coche. Aquel rostrocalcáreo coronado de cabellos rubiosera inconfundible. Landini estabarodeando la furgoneta y se reunía conlos dos hombres.

Júpiter miró a Coralina de refilón.La joven observaba detenidamente aLandini, con ojos llenos de odio.

—No podemos hacer nada —dijo elinvestigador, mientras le cogía de lamano en gesto apaciguador.

Ella asintió en silencio, conteniendo

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la ira.Observaron, tensos, a los tres

hombres apostados junto a la furgoneta.Landini tomó una decisión. Los tresregresaron al BMW y se montaron en él.

—No dejan ningún vigilante —susurró Júpiter, en cuanto se aseguró deque ninguno de ellos podría oírle—.Probablemente hayan dado por supuestoque hemos huido.

—Nos buscarán en la terminal —murmuró Coralina.

—Exactamente. Eso nos dará tiemposuficiente para salir de aquí.

—He pagado con tarjeta de crédito—dijo ella, con gesto abatido—. ¿Crees

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que pueden...?—Puede que a través del Banco

Vaticano —dedujo él, encogiéndose dehombros—. No te preocupes, has hecholo correcto.

—Ha sido una insensatez.—¿Hubieras preferido que estuviera

aquí sentado en pelotas?Por primera vez desde hacía mucho

tiempo, ella le devolvió una ampliasonrisa.

El BMW se puso en movimiento.—¡Cuidado! —siseó Coralina—.

¡Vienen directos a nosotros!Rodearon el Ford agachados.

Desaparecieron tras el capó justo en el

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momento en que el coche plateadopasaba junto a él.

—¿Nos han visto?—Creo que no. Vamos, date prisa —

salió corriendo y Coralina le siguió.Fueron deslizándose entre los cochesaparcados, esquivando ocasionalmenteel obstáculo que suponían dosparachoques demasiado cercanos, yvolviendo la vista de vez en cuando enbusca del BMW de Landini, que habíadesaparecido completamente de entrelos incontables capós.

Llegaron hasta la furgoneta ycomprobaron que la luna del lado delcopiloto estaba rota. Coralina abrió el

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vehículo, saltó tras el volante y abrió elseguro de la otra puerta. El asiento deJúpiter estaba lleno de fragmentos deventana.

Buscaron el BMW y descubrieron sutecho plateado sobresaliendo entre losdemás automóviles, amenazante como laaleta de un tiburón en medio de un marde chapa. Se encontraba en una víaparalela a la suya, y se aproximaba denuevo.

—¿Por qué no nos buscan en elaeropuerto? —preguntó ella, inquieta.

Júpiter barrió con un pliegue de lamanta todos los pedazos de cristal fueradel coche.

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—Puede que sí nos hayan visto —semontó y cerró la puerta—. Me interesamás saber qué es lo que han estadobuscando aquí dentro.

—Quizá alguna nota sobre horariosde vuelo, o alguna pista de nuestrodestino.

Coralina encendió el motor, soltó elembrague e hizo que el coche salieradisparado hacia atrás, fuera de su plazade aparcamiento. La furgoneta era másalta que la mayoría de los vehículos delos alrededores, por lo queprobablemente Landini ya se había dadocuenta de que se habían puesto enmovimiento.

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Coralina pisó el acelerador. Con elmotor rugiendo se dirigieron a la salida.

—¿Puedes verlos? —preguntó laconductora.

—No... Espera, ¡sí! Ya los veo.Siguen en la fila paralela, a unos cienmetros de distancia. Están acelerando.

—Fantástico.—Quizá deberíamos haber cogido el

autobús hasta la ciudad.—Mejor no —pisó a fondo el

acelerador—. Me siento más seguracuando soy yo la que está al volante.

«Sí, claro, salta a la vista», pensóJúpiter, intranquilo.

La furgoneta cruzaba las filas de

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coches a una velocidad vertiginosa. Si aalgún viajero se le hubiera ocurridoinesperadamente dar la marcha atrás enese momento, la huida habría llegado asu fin, pero Coralina no tenía opcionesde frenar precisamente ahora.

Júpiter arrastró el cinturón deseguridad por el torso sin apartar lamirada de la vía. Los pies le pisabanimaginarios frenos y embragues,mientras Coralina hacía rugir el motor alcambiar demasiado tarde a la cuartamarcha. El viento entraba aullando porla destrozada ventana de Júpiter.

Se volvió para mirar, pero a travésde la luneta trasera de la furgoneta no

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pudo encontrar el BMW.Coralina intentaba asegurarse de que

no hubiera nadie entre las hileras decoches que pudiera cruzarse súbitamentepor su camino, y de vez en cuando ibaechando un ojo al espejo retrovisor.

—¿Dónde están ahora? —no llevababien no poder ver nada desde su asiento.

—Nos siguen.—Sí —respondió él, malhumorado

—. Eso ya me lo imaginaba.—¿Las mujeres al volante te ponen

nervioso?—Me pone nervioso cualquiera de

cuya habilidad al volante dependa mivida.

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—¿Eso significa que debería ir másdespacio o más deprisa?

—Simplemente... con más cuidado—replicó él con preocupación. La manoderecha se le aferraba al tirador,mientras que la izquierda vagabanerviosa sobre el borde del asiento.

—No tengas miedo —le dijo ella—.Llevo quince horas de prácticas deconducción de riesgo a mis espaldas.Tuve un novio, una vez, en Florencia...Era algo así como un maníaco de loscoches. Siempre me arrastraba a cursosde esos.

Júpiter hizo una mueca.—Y una vez más aprendemos que

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todo en esta vida vale la pena, ¿verdad?—No hace falta que seas tan

sarcástico. Yo...El espejo retrovisor del lado de

Coralina estalló en una cascada defragmentos plateados. El estruendo delchoque le cortó la palabra en la boca.Algo más impactó contra la luna, contanta fuerza que hizo una grieta en elcristal.

Ella maldijo en voz bien alta y seiba a inclinar para mirar hacia atrás porla ventanilla, pero Júpiter alargó elbrazo a la velocidad del rayo y la obligóa quedarse en su sitio.

—¡No! —la ordenó.

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—¿Eso era...?—Sí. Nos han disparado.Un nuevo estallido sonó como si

quisiera constatar lo dicho. Júpiter miróhacia atrás, alarmado, hacia elhabitáculo de carga del vehículo. Laparte de atrás del coche carecía deventanas, salvo la pequeña luneta, noobstante un rayo de luz natural, como unlargo y claro dedo, se clavaba en lapuerta lateral a través de un agujero deltamaño de una canica.

—La salida está ahí delante —murmuró Coralina entre dientes—.¡Agárrate!

A Júpiter apenas le restó tiempo

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para cumplir su orden, pues justoentonces Coralina pisó el freno, giró elvolante y derrapó hacia la derecha. Laparte trasera de la furgoneta se salió dela carretera y dio contra la valla deprotección que delimitaba elaparcamiento.

Ante ellos se abría la salida,bloqueada por una barrera amarilla demadera.

—No has pagado el billete, ¿a queno?

Antes de que él pudiera contestar, lafurgoneta atravesó la barrera. Lospedazos de madera restantes provocarongrandes rayones a lo largo de las puertas

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de uno y otro lado.—Siempre he querido hacer eso —

soltó Coralina—. Me preguntaba cómode resistentes serían esas cosas enrealidad.

Júpiter tragó saliva, cuandoatravesaron sin frenar la rampa deacceso a la autopista. La curva le dio laoportunidad de echar una mirada atráspor su propio espejo retrovisor y, parasu consternación, descubrió que elBMW atravesaba los restos de barreracomo un proyectil dorado. Justo cuandoJúpiter se convenció de que no teníaescapatoria posible, el coche de Landinituvo que esquivar a un Fiat que se le

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metió por detrás a toda mecha. Los dosvehículos habrían colisionado si elconductor del BMW no hubiera giradoel volante en el último momento. Tras unviolento balanceo, el Fiat recuperó laestabilidad, pero el BMW acabócruzado en medio de la vía entre losrugidos de su motor.

—Un respiro —jadeó él, aliviado.—¿Durante cuánto tiempo? —

preguntó Coralina. Introdujo sinmiramientos la furgoneta en medio de lacirculación de la autopista. Alguien tocóel claxon, pero ella no le prestóatención.

—Puede que medio minuto, más no.

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—A ciento veinte kilómetros porhora, eso nos da una ventaja de unkilómetro, ¿no?

—¿Se te da bien el cálculo mental?—Me esfuerzo en ello —volvió a

pisar el acelerador—. No llega a ser unkilómetro, tendremos que ir más deprisa.

—¿Qué velocidad alcanza estevehículo de ensueño?

—Ciento cuarenta. Con el viento afavor, un poquito más.

Júpiter se limpió el sudor de lafrente.

—El BMW llega sin esfuerzo a losdoscientos veinte.

—Tendrá que intentarlo atravesando

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los baches de la carretera. A ver cuántoaguanta.

Júpiter la miró de perfil.—¿Cómo es posible que de repente

seas tan asombrosamente optimista?—¿De qué serviría que me pasara

todo el camino quejándome? —dijo, yen seguida se enfrentó a su mirada—. Ovigilando el velocímetro...

—¡No estoy vigilando elvelocímetro!

—¿Entonces? ¿Me estás mirando laspiernas?

La miró con los ojos desorbitadosdurante un buen rato hasta quefinalmente agitó la cabeza y agarró el

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retrovisor de su lado a través de laventana rota, colocándolo de tal formaque pudiera mirar la autopista tras él.

—Calculo —dijo él con humorcorrosivo —que no vas a necesitar losespejos con todas esas prácticas deconducción de riesgo.

—Los hombres sois incapaces deaceptar que algunas mujeres seanmejores que vosotros al volante.

Júpiter iba a responder cuandodescubrió un brillo plateado yaconocido. El BMW estaba a unos diezcoches de distancia tras ellos yavanzaba por el carril deadelantamiento, al igual que ellos.

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—Ahí vienen.Coralina no se amedrentó.Júpiter observó que la aguja

temblaba encima del ciento cuarenta.—¿Lo ves? —dijo ella—. Ya estás

mirando el velocímetro.—¡Creo que tengo todos los motivos

para ello!Ella sonrió, y Júpiter tuvo de nuevo

la extraña sensación de que la jovenestaba disfrutando con la persecución, apesar de todo lo que había pasado. Apesar de lo de la Shuvani.

Coralina adelantó por la derecha aun taxi, volvió a meterse por laizquierda y aceleró un poco más. A

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ambos lados, las franjas pardas decampo pasaban como una exhalación,salpicadas de hileras de árboles ygraneros. Paneles publicitariosflanqueaban la autopista a intervalosirregulares, anunciando hoteles, bebidasalcohólicas y automóviles. Prontoaparecieron los primeros bloques deedificios, llenos de balcones, comocolmenas con toldos descoloridos.

—Quizá deberíamos salir de laautopista —exclamó Júpiter—. En losbarrios periféricos es posible quelográramos dejarlos atrás.

Coralina negó con la cabeza.—Allí solo hay vías de acceso

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amplias. Tenemos que acercarnos unpoco más al centro de la ciudad. En esoscallejones tendremos más oportunidadesde perderlos.

El investigador volvió a mirar por elespejo. Durante un segundo pensó que elBMW había desaparecido, porque nolograba verlo en ninguna parte. Sinembargo, no tardó en aparecer tras unenorme camión, mucho más cerca de loque Júpiter esperaba.

—Solo están a cuatro coches denosotros.

—Entonces nos alcanzará en seguida—dijo Coralina, seria, y dirigió lafurgoneta hacia la derecha.

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—¿Por qué no te quedas a laizquierda?

—Deja que haga las cosas a mimanera.

—También es mi vida —replicó él,mordaz.

Ella no respondió, y en su lugar sededicó a manipular el retrovisor conmovimientos agitados. A través de laestrecha luna trasera apenas se podíaver nada.

—¿Puedes ir a la parte de atrás ymirar por la ventana?

—¿Y eso para qué?—Necesito saber cuándo van a estar

casi a nuestra altura.

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—Eso suena a idea loca de verdad.—Es la mejor que se me ocurre.—Quizá un par de detalles serían...La joven le interrumpió con

inusitada brusquedad.—¡Por favor, Júpiter! Vete atrás,

mira por la ventana y avísame cuandonos alcancen.

Pasaron por un bache que lossacudió como en una montaña rusa.

—¿A esta velocidad quieres quellegue hasta la parte de atrás del coche?—preguntó él, desconcertado, sinesperar realmente una respuesta. Soltóel cinturón de seguridad y se deslizó porentre los asientos hacia el espacio de

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carga. En tres ocasiones se golpeó lacabeza con el techo del vehículo, peroprefirió no hacer ningún comentario.Tambaleándose, avanzó a gatas hasta laluna trasera.

—Quedan unos veinte metros —ledijo.

Su mirada cayó sobre el orificio deentrada en la carrocería. Un rayo de luzseguía colándose por él, como unabarrera de seguridad que atravesara elespacio de carga. Los hombres deLandini les habían disparado, yprobablemente volverían a hacerlo. Esepensamiento no hacía más llevadera latarea de mantenerse de cuclillas en la

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parte trasera del automóvil.El BMW se aproximó por el carril

de adelantamiento, mientras Coralina semantenía en el derecho. Justo por detráscirculaba un Toyota rojo. Júpiterobservó que el hombre al volante ibacomiéndose una manzana.

—¡No querrás echarlo de lacarretera! —bramó el investigador porencima del ruido del motor que, en laestructura metálica de la cabina decarga, era aún mayor que en la zona delos asientos.

—Lo he visto en el cine —replicóCoralina. Júpiter pudo ver por el espejoretrovisor que ella sonreía al decirlo—.

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Era una broma.—¿No vas a echarlo?Ella negó con la cabeza.Él miró de nuevo hacia atrás y

comprobó que el parachoques del BMWestaba en diagonal, tras ellos.

—Ya están aquí —gritó.Comprobó que los dos hombres de

la casa del Trastevere se encontraban enlos asientos delanteros. La fantasmalcara de Landini aparecía tras ellos, en elasiento trasero, como un fuego fatuo.Estaba hablando por teléfono.

La luna del asiento del copilotodescendió, y por ella asomó el cañón deun arma.

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Por pura casualidad, el hombre de lamanzana se dio cuenta y, con ojosdesorbitados, pisó el pedal de frenopresa del pánico. El Toyota rojo quedóatrás, y los hombres de Landini tuvieronvía libre.

Júpiter se echó al suelo, entrepedazos de papel y un par de catálogosde libros.

—¡Nos están disparando otra vez!Coralina no respondió.El alemán no oyó el disparo,

únicamente el sordo «clong» repetido dela bala al atravesar la chapa delcompartimento y salir de nuevo por ellado opuesto. Un segundo dedo de luz se

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extendió por la polvorienta oscuridaddel vehículo.

—¿Dónde están ahora? —bramóCoralina mirando para atrás.

—¡Y un cuerno voy a mirar otra vezpor la ventana! —replicó él, con vozenloquecida.

—¡Agárrate fuerte!—Aquí no hay dónde...Ya no pudo decir más, pues en ese

mismo momento Coralina pisó el freno afondo. Júpiter salió disparado contra laparte de atrás del asiento, se golpeóbrutalmente la rodilla contra un botiquínde primeros auxilios y, durante unmomento, no vio más que oscuridad, ya

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que se dio de bruces con la funda defieltro que cubría el respaldo de losasientos.

El BMW pasó ante ellos a todavelocidad, mientras que la furgoneta semantenía a unos sesenta kilómetros porhora.

—¿Estás bien? —preguntó Coralinapreocupada.

—¡No, maldita sea!—Bien, pues esta vez, ¡agárrate

fuerte!—Ya te he dicho que aquí no...Una vez más se quedó sin tiempo

para completar la frase. Coralina giró elvolante a la derecha y se salió de la

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carretera por un lateral. Junto al asfaltodiscurría una franja de hierba de colorpajizo y, tras ella, después de uncaminillo de tierra, campos de cultivo.La furgoneta se precipitó entre panelespublicitarios tan altos como edificios yabandonó la carretera tomando unángulo tan estrecho que las ruedas dellado izquierdo perdieron la sujeción alsuelo durante un peligroso instante. Noobstante, el vehículo no tardó enrecuperar la verticalidad, traqueteó porla hierba, prácticamente voló sobre elcamino de tierra y aterrizó sobre elterreno. El suelo era duro yaccidentando. Júpiter sufrió tal cantidad

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de vaivenes violentos que en menos delo que canta un gallo le salieron unadocena de moratones.

La furgoneta avanzaba a trancas ybarrancas, con un ruido insoportable,por los surcos resecos del campo.Júpiter estaba convencido de que encualquier momento se quedaríanatascados, pero entonces llegaron hastaun camino vecinal que discurría enángulo recto, alejándose de la autopista.El ruido permaneció inmutable, pero eltraqueteo se redujo hasta una medidatolerable.

Gimoteando, y aún sorprendido dehaber salido hasta cierto punto sano y

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salvo de la maniobra de Coralina,Júpiter regresó al asiento del copiloto.El blando relleno del asiento le parecióel mismo cielo. Apresuradamente, secolocó el cinturón de seguridad.

—¿Estás bien? —quiso saberCoralina, preocupada, mientras pisabade nuevo el acelerador.

Él meditó un segundo lo quecontestar, hasta que finalmente farfullóalgo que podría sonar como un sí.

—Al menos ahora tenemos unaventaja real —añadió ella.

—Creo recordar vagamente quetenías intención de despistarlos en elcentro de la ciudad.

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—El plan ha cambiado.—Pues ha sido un poco...

espontáneo, ¿no?Ella sonrió.—¿Hubieras preferido seguir siendo

una diana andante?En lugar de responder, se limitó a

mirar por el retrovisor.—Pues parece que tu plan no ha

funcionado del todo.—¿Qué? —exclamó ella, alarmada.—Siguen detrás nuestro... O al

menos creo yo que la nube de polvo quenos sigue a una velocidad endiablada noserá un tractor.

La joven giró la manivela que

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bajaba su ventanilla entre maldiciones.La amplia grieta del cristal crujió, peroel mecanismo siguió funcionando.Coralina agarró el volante con la manoderecha e inclinó la cabeza por laventanilla.

—Esto no es bueno —señaló ellacon sequedad al volver a alzar lacabeza.

Él suspiró y miró con atención por elpolvoriento parabrisas.

—¿Qué hay del granero de ahíadelante?

Ella negó con la cabeza.—Eso tampoco servirá.Sin escuchar la protesta de Júpiter,

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giró a la izquierda en el siguiente crucey, tras un par de cientos de metros,volvió a virar a la izquierda.

—¿No estarás volviendo a laautopista?

Coralina aceleró. Los baches y losresecos surcos dejados por los tractoreshacían que los dos pasajeros sesacudieran de un lado para otro. A cadapoco el coche amenazaba con salirse delcamino, pero Coralina lo controlaba enel último segundo y lo mantenía firme ensu ruta.

Júpiter intentó captar algunaimpresión de sus perseguidores por elespejo que quedaba en su lado, pero la

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furgoneta temblaba de tal manera ylevantaba tanto polvo que apenas podíadistinguir nada. Tampoco podíaplantearse la posibilidad de asomar lacabeza por la ventana rota sinarriesgarse a perderla en el proceso.Durante un breve instante consideró laposibilidad de volver a reptar hasta laparte de atrás, pero teniendo en cuenta lamanera de conducir de Coralina noconsideró prudente confiar tanto en susuerte una segunda vez.

Se aproximaron de nuevo a laautopista. La franja gris de asfaltocortaba la vía rural a unos quinientosmetros de distancia de donde ellos se

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encontraban. Al final del camino, habíados paneles publicitarios, cada uno deunos seis metros de altura, en ángulorecto y sustentados por dos postes porpanel, anclados al suelo.

—En la autopista volverán aalcanzarnos —señaló Júpiter.

Coralina asintió.—Eso parece.Asomó la cabeza por la ventanilla

una vez más, y Júpiter hizo un intento deagarrar el volante para mantener fijo elrumbo, pero en seguida la joven volvióa su sitio.

—Están solo a cincuenta metros pordetrás.

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—¿Tan cerca?Coralina pisó a fondo el acelerador,

y la gran cantidad de ruido y polvo queentró entonces por la ventana abiertahicieron imposible continuar con laconversación. Júpiter luchó inútilmentecontra un ataque de tos.

La autopista se iba aproximando.Ante ella, como dos antiguosmonumentos, se alzaban los dos paneles.Coralina tendría que pasar justo entrelos dos para poder acceder a lacarretera, y a partir de ahí, penetrar enella prácticamente en ángulo recto, loque dado el tránsito era prácticamenteun suicidio. Nunca podría colocarse en

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el carril lo suficientemente rápido comopara que el siguiente coche no seempotrara contra ellos.

No obstante, Júpiter iba adoptandopoco a poco la actitud de Coralina, queparecía preocuparse de las cosas cuandoiban sucediendo, y no antes. Al fin y alcabo, la autopista estaba aún a... solo unminuto. Quizá medio.

—Nos vas a matar —susurró él.Para su sorpresa, Coralina le

entendió a pesar del barullo, o puedeque solo adivinara el significado de suspalabras.

—Eres un pesimista incorregible.Restaban tan solo cien metros hasta

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la autopista. Ochenta para el fin delcamino de tierra.

—No lo conseguiremos —gritóJúpiter.

Coralina agarró el volante con másfuerza.

Una bala atravesó la chapa delchasis y pasó silbando junto a la orejade Júpiter, para acabar impactandocontra el parabrisas con un fuerteestallido, dejando tras de sí un orificiorodeado de una tela de araña de grietasramificadas en el cristal.

Coralina gritó sorprendida, y echó elvolante a un lado. Júpiter pensó que elmiedo le haría perder el control del

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vehículo, por lo que hizo intención deagarrar el volante pero ella le apartócon brusquedad.

—¡No! —gritó la muchacha,mientras dirigía el vehículodirectamente contra los tablones—.¡Agáchate!

—Nos...—¡Maldita sea, Júpiter...!

¡Agáchate!Instintivamente, inclinó la cabeza,

vio que Coralina hacía lo mismo y secolocó los dos brazos ante el rostro,como un escudo protector.

La furgoneta se encaminó sin vacilarhacia los tablones. Entonces, todo se

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sumió en un infierno de estruendos yexplosiones, del crujido de metalesarrancados y un violento tirón final queles hizo precipitarse contra loscinturones de seguridad.

No habían chocado contra lospaneles, ¡habían pasado por debajo!

La cabina del conductor de lafurgoneta había atravesado por un pelola parte baja del gigantesco cartel, noasí el espacio de carga. El techo de estehabía impactado con brutalidad contra elborde inferior del tablero, haciendo queel capó se abriera como una lata desardinas. Coralina, haciendo gala de unagran sangre fría, intentó estabilizar el

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vehículo antes de que la franja de hierbale hiciera resbalar hasta la carretera. Lafurgoneta quedó torcida, en posicióntransversal, continuó avanzando algomás, amenazó con volcar perofinalmente volvió a asentarse sobre lasruedas y se detuvo a escasos tres pasosdel asfalto.

Coralina se incorporó tosiendo,agarrada al volante con ambos brazos,aparentemente indemne. Para Júpiter, elmundo entero daba vueltas, y el corazónle latía como si un puño le golpeara elpecho. Pasó un largo rato hasta que fuecapaz de volver a razonar con relativaclaridad. Miró a Coralina y los ojos de

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ambos se cruzaron. El mismopensamiento surgió en ambas mentes. Sequitaron el cinturón, abrieron las puertasy salieron rápidamente al aire libre.

La furgoneta ya no tenía capó. Laparte trasera y más elevada estabaabierta como un huevo de chapa, loslaterales de la franja superior aparecíandeshilachados y resquebrajados. Eltecho, propiamente, yacía hecho unovillo de metal a diez metros dedistancia, retorcido como una sábanavieja.

Con el impacto, la furgoneta se habíallevado por delante la parte inferior delpanel publicitario, por lo que la

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construcción entera se había derrumbadohacia atrás.

El gigantesco armazón, un quintal demadera y acero, había enterrado elBMW bajo su peso.

La altura del coche no se elevaba nila mitad que antaño.

El motor aún funcionaba, y losneumáticos se hundían en el polvo. Deuna de las abolladas puertas surgía unoscuro arroyuelo de sangre, quedibujaba en la tierra un charco informe.Júpiter no pudo mirar bajo el tablón,pero ni siquiera un milagro habríapodido salvar a los pasajeros del coche.El armazón había acabado con ellos.

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Júpiter se dio cuenta de lo cerca quehabían estado Coralina y él de correr lamisma suerte, y sintió que su rodillacomenzaba a doler. Se sentó en la hierbapolvorienta y volvió la vista a la joven,pero tuvo que parpadear, deslumbradopor el sol.

La muchacha se encontraba a dospasos de distancia, erguida como unaoscura silueta ante la aureola metálicadel cielo. No se movía, no pronunciabauna palabra, se limitaba a mirar la ruinamecánica del BMW y el letrero, quehabía triturado el coche como un puñotitánico.

Finalmente, tras unos segundos

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aparentemente interminables, se volvióhacia él, apartó la vista de losescombros y tendió la mano a Júpiter.

—Vamos —dijo ella con voz queda—, tenemos que irnos antes de quellegue la policía.

Júpiter pensó un instante, después lacogió de la mano y se levantó.

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La escalera

Con lo que quedaba de la furgonetalograron llegar hasta la ciudad. Elhabitáculo trasero era tan solo chaparetorcida, la carrocería habíadesaparecido y las ruedas posteriores searrastraban reticentes provocando ungran estrépito. Sin embargo, el motorfuncionaba de forma impecable.Parecían dos veteranos de guerra en unavieja película de Hollywood, que allímite de sus fuerzas, lograran regresar ala patria haciendo un último esfuerzo.

Milagrosamente no llamaron la

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atención de ninguna patrulla policial,únicamente atrajeron un gran número demiradas perplejas, algunas asustadas,otras asombradas, pero nadie intentópreguntarles nada. Habían abandonadoel lugar del suceso antes de recibirayuda. Algunos vehículos se habíandetenido tras ellos, pero Júpiter yCoralina no estaba seguros de si alguienhabía anotado su matrícula.Probablemente sí, pero en ese precisomomento no era algo que les preocuparaespecialmente. Una resolución renovadales impulsaba, y lamentaban tener queperder el tiempo con especulaciones.

Lo primero que hicieron fue acudir

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al orfebre de la Via Giulia, al queCoralina había dejado un calco de lasilueta de la llave hacía tres días.Tuvieron que esperar largo rato en unasala contigua, en cuyas paredes habíacolgadas rejas forjadas. Júpiter se sintiócomo un prisionero en una jaula, yrespiró profundamente cuando lestrajeron, finalmente, la llave.Expectantes, la colocaron sobre elmodelo: las medidas eran exactas.

Tener la llave en la mano leproducía una sensación particular. Apesar de haberse forjado recientemente,conservaba un aura de antigüedad, comouna pátina invisible. El hecho de que

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fuera capaz de abrir una puerta alpasado le confería una importanciaindefinida y misteriosa.

Coralina había pagado ya al artesanoal realizar el encargo, por lo que evitótener que volver a usar la tarjeta decrédito. Regresaron al automóvil, o loque quedaba de él, y se dirigieron através de un laberinto de estrechascallejuelas hacia el noroeste. Coralinaevitaba las calles principales por miedoa que la policía les diera el alto. Sinembargo, Júpiter no tardó en temer quese perdieran de nuevo en la confusamaraña del centro de la ciudad, auncuando no percibieron ningún tipo de

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indicio que señalara la«laberintización» de la que Trojan semostraba tan convencido.

Finalmente, aparcaron en unabocacalle de la Via Sistina, e hicieron elresto del camino hasta Via Veneto a pie.

El convento capuchino estabaseñalado por la tenebrosa fachada de laiglesia de Santa Maria dellaConcezione, cerca de la PiazzaBarberini. Una empinada escalerallevaba hasta el portal del templo. Unaparejita de jóvenes, turistaspertrechados de amplias mochilas queconversaban animadamente en algunalengua escandinava, salía en dirección

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opuesta. A juzgar por sus expresiones,que mostraban una mezcla de aversión yregocijo macabro, acababan de visitar elosario de la abadía. Resultaba extrañoque la entrada secreta a la Casa deDédalo pudiera encontrarse en un lugar,visitado diariamente por viajeros detodo el mundo.

No intentaron buscar la puerta porcuenta propia de forma inmediata, sinoque en primer lugar se dirigieron a laentrada del monasterio. Un monjebarbado con un hábito oscuro les abrióla entrada, les examinó de arriba abajo ehizo ademán de mostrarles la entrada ala cripta con una cortesía ensayada para

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los turistas. Sin embargo, Coralina leinterrumpió y le explicó, con palabrasconcisas, que querían hablar con elabad. Para estar más seguros de que lesdejaran pasar, nombró a Santino y dejócaer que la cuestión que los habíallevado hasta allí se trataba, ni más nimenos, que de «La Puerta».

El monje no dio muestras deentender de qué le estaban hablando, sibien la mención a Santino provocó unacierta palidez en su rostro. Sin embargo,les pidió que esperaran un momentoantes de volver a cerrar la puerta.

Tras un par de minutos, regresó y lesdejó entrar. En el extremo opuesto de un

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sobrio vestíbulo, comenzaba unaescalera cuyos escalones crujían a supaso. Poco después llegaban aldespacho del abad.

Entrar en él supuso un cambio deaires. Una luz oscura y subterráneainundaba la sala, a pesar de encontrarseen el primer piso. La elevada ventanadaba a un patio, en cuyo centro se erguíaun árbol desnudo, gris e inerte, comopetrificado. Los cristales estabanamarillentos, pero bien podría tratarsede una ilusión óptica, puesto que entreellos y las ventanas flotaba un banco devolutas de humo de pipa. Júpiterignoraba si a los capuchinos les estaba

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prohibido fumar, pero de lo que estabaseguro era de que el hombre tras elescritorio acababa de limpiar consuaves golpecitos su pipa, como siquisiera evitar que le sorprendieranrealizando algo inconveniente.

—Me llamo Dorian. Soy el abad deeste convento.

Como todos los miembros de lacongregación, vestía un hábito oscuro.De su afilado mentón nacía una barbanegra.

Era difícil calcular cuál podría sersu edad, y aunque probablemente nofuera mayor de cincuenta, tenía la pielarrugada y marcadas ojeras bajo unos

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ojos ya hundidos.Júpiter y Coralina se presentaron, y

Dorian les pidió que tomaran asiento.Ordenó al monje que los habíaacompañado hasta allí que se marchara,con la indicación de que no quería quenadie les molestara. Entonces, se dejócaer con un gemido de agotamientosobre una silla de madera, al otro ladodel escritorio.

—¿Qué saben de Santino? —lespreguntó sin rodeos en cuanto se cerró lapuerta.

Durante el camino al conventohabían hablado sobre lo que le contaríanal abad, y habían acordado que

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dependería de la situación y de laimpresión que el abad les creara, peroahora ninguno de los dos sabía a cienciacierta qué cabía esperar de Dorian.Estaba claro que, de buenas a primeras,no parecía el religioso paternal y sabioque ellos esperaban: alguien que lesaportara esperanza, les diera buenosconsejos y, quizá, tomara por ellos unadecisión incómoda.

Dorian, por el contrario, parecía unhombre derrotado, perdido y agotado.La luz amarilla e insana no hacía sinoreforzar esa impresión.

—Santino está muerto —dijoCoralina—. Ha perdido la vida hoy por

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la mañana.Dorian suspiró y enterró la cara

entre las manos. Cuando volvió a alzarla vista, la hizo vagar de uno a otrocomo una llamarada nerviosa.

—Fue un idiota al huir de aquí.Habría estado seguro.

—Abrió la puerta —soltó Júpiter.Dorian asintió.—Él, con los demás. Cuando me

enteré ya era demasiado tarde. Desdehace siglos somos los custodios de lapuerta, y esos insensatos rompierontodas las reglas y leyes y violaron elmayor secreto de nuestra Orden.

—¿Sabe lo que hay al otro lado?

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El abad arqueó una ceja.—¿Lo sabe usted?Coralina miró rápidamente a Júpiter

y después dijo con tono diplomático:—El secreto de su Orden ha dejado

de serlo, pero probablemente eso ya losabe, o de lo contrario no hablaría deello con nosotros.

—Esperaba desde hace días quealguien como ustedes se presentara aquí,desde que Santino se marchó y se llevólas cintas de vídeo.

—¿Ha visto las grabaciones? —preguntó Júpiter.

—No —respondió el abad, negandocon la cabeza—. Yo soy solo el

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guardián de la puerta. No quiero saberlo que hay al otro lado. Créame si ledigo que siento absoluto pavor por laverdad.

—Pero tiene sus sospechas,¿verdad?

—¡Sospechas! —gritó Dorian,despectivo, abriendo los brazos de paren par—. Las sospechas no son nada, notienen valor. Puedo tener sospechassobre la existencia de Dios, pero nuncalas formularía en voz alta. Hay preguntasque no deben hacerse, porque no existeninguna respuesta definitiva yconcluyente. Hay preguntas sin valor,pensamientos que no sirven para nada.

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Tiempo malgastado.Coralina frunció el ceño.—¿Lo dice en serio?—Eso es lo que me han enseñado.

Los capuchinos no somos eruditos oinvestigadores. Somos sanadores.Ayudamos a otras personas, y si cuidarde la puerta supone una ayuda, entoncesse incluye entre nuestras obligaciones —hizo una breve pausa antes de continuar—. Pero no espero que ustedes loentiendan.

—Si, como usted dice, es un acto debien, entonces se presupone que lo queexiste tras la puerta es algo nefasto —dijo Júpiter.

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Dorian le estudió con atención.—Han venido porque quieren abrir

la puerta, ¿verdad?—Tenemos una llave, exactamente

igual que usted.—Se equivocan. Yo no tengo

ninguna llave, nunca la he tenido.Cuando Remeo volvió de... allí abajo ySantino vio lo que le habían hecho,cogió la llave y la arrojó por la puertahacia las profundidades. Pero Santinome contó después cómo habíaconseguido él mismo una copia, ymencionó a Cristoforo y a Piranesi, porlo que yo sabía que no habría logradonada tirando la suya. Yo estaba seguro

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de que habría otras, más tarde o mástemprano.

—Entonces, si tanto miedo le tiene ala llave, ¿por qué no se ha limitado aecharnos?

Dorian suspiró profundamente.—¿Qué sentido habría tenido hacer

eso? Habrían vuelto en otro momento, sino ustedes, otros.

—¿Por qué el Vaticano no sabe quehay una puerta aquí, en el monasterio?

—La puerta es competencia denuestra Orden, no del Vaticano —respondió el abad con sorprendentearidez—. La fe católica se sustenta enlas tradiciones. Las unas son tan

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importantes como las otras. La custodiade la puerta es una tradición nuestra, unatradición de este monasterio, y seencuentra entre las funciones de loscapuchinos.

Júpiter miró por la ventana y vio queuna bandada de gorriones se habíaposado sobre las ramas del árbolmuerto. Cuando Dorian siguió ladirección de su mirada, los pájarosalzaron el vuelo al mismo tiempo,presas de una oleada de pánico conjunta.

—¿Nos permitirá abrir la puerta? —preguntó Júpiter.

—¿Por qué quieren hacer eso?—Hemos sufrido mucho —

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respondió Coralina—, y todavía nosabemos la razón real tras todo ello.Han muerto personas, no solo Santino.Cristoforo también cayó y alguien que...que nos era muy cercano —se armó devalor antes de continuar—. Ya es horade descubrir algo más sobre el origen denuestros problemas.

—¿Vendrán más? —preguntóDorian.

—De momento somos los únicos queposeemos una llave —Júpiter cayó en lacuenta por primera vez de algo tancercano, tan evidente, que se asombróde no haberlo pensado antes—. ¿Cómoes posible que una llave tan sencilla

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pueda controlar una puerta como esa?¿No se podría abrir con una ganzúa? ¿Oya se ha intentado forzarla?

—No, nunca —replicó Dorian—,pero si la tradición oral es sincera, lacerradura no es una cerraduracualquiera, y la llave que la acompaña,no es una llave cualquiera.

—¿Magia?—Puede llamarlo así, si quiere.

Personalmente lo consideraría como untoque milagroso.

Júpiter vio cómo la mano deCoralina se deslizaba por lasirregularidades del bolsillo de supantalón. Siguió con suavidad la forma

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de la llave con las puntas de los dedos,buscando quizá algo extraordinario quediera la razón a las palabras del abad.

«Un toque milagroso».—Ustedes tienen la llave —dijo

Dorian— y eso, probablemente, les déderecho a atravesar la entrada. No lesdetendré, pero tampoco les acompañaréni enviaré a uno de mis hermanos conustedes.

Júpiter se percató de que Coralinaasentía.

—No será necesario —dijo él.—¿Cuántos monjes han bajado ya?

—preguntó la joven al abad.—Remeo es el único que regresó,

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pero con él bajaron el hermano Lorin yel hermano Pascale. Santino se quedó enla puerta, vigilando. Esperó muchashoras hasta que Remeo volvió. Era denoche, no había nadie en la cripta.Cuando los otros hermanos abrieron laentrada por la mañana, encontraron aSantino con Remeo, ya muerto, en losbrazos. Estaba en estado de shock y nopronunció una sola palabra hasta variashoras después. Había pasado ya casi undía entero cuando me lo contó todo.

—¿Y entonces huyó?Dorian asintió.—Por la noche, irrumpió en mi

oficina, cogió las cintas y un poco de

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dinero y desapareció. Durante un tiempopensé en llamar a la policía, peroentonces habríamos corrido el riesgo deque la existencia de la entrada se hicierapública. No tuve más elección que la dedejar marchar a Santino, aunqueconservaba la esperanza de que seríacapaz de arreglárselas solo.

—Cuando le conocí, aseguraba quele estaban siguiendo —comentó Júpiter.

Dorian apretó los puños,desconcertado.

—No éramos nosotros.—Mencionó un toro —añadió

Coralina.El abad palideció.

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—El toro... —se levantó, caminóhacia la ventana y anudó las manosdetrás de la espalda—. ¿De verdad dijoque le seguía un toro?

—Esas fueron sus palabras —Júpiter omitió el hecho de que él mismohabía oído los bramidos y trotes—.¿Sabe a qué se refería?

—En la Puerta de Piedra hay un torograbado —explicó Dorian—. Estilizado,pero un toro, sin duda —agitó la cabezay continuó—. El pobre Santino debió dehaber perdido la razón.

—¿Puede contarnos algo más sobreel osario? —quiso saber Coralina—.¿Cómo se realizó?

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Dorian se alejó de la ventana y separó ante ellos.

—¿Me enseñarían primero la llave?Coralina miró a Júpiter, que asintió.

Ella metió la mano en el bolsillo y sacóla llave.

Teniendo en cuenta su importancia,tenía un aspecto sencillo y anodino. Elabad alargó el brazo y palpó su marcadopaletón, sin que Coralina la soltara.

Finalmente, asintió.—Está bien, puede volver a

guardarla —se dio la vuelta y comenzó apasearse por la habitación—. Voy aresponder a su pregunta, al menos en loque me sea posible. En el año 1631, la

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Orden dejó su antigua abadía de SantaBonaventura y fundó aquí un nuevomonasterio. Los monjes trajeron consigolos restos de sus muertos. Sin embargo,no sería hasta siglos después, amediados del XVIII, cuando comenzaronlas obras del osario.

—Da la impresión —constatóCoralina— de que este tema no leagrada particularmente.

—Existen demasiados misterios entorno al origen de la cripta, haydemasiadas cosas que permanecen enlas tinieblas —Dorian tomó aliento ycontinuó—. Carecemos de registrosescritos. El conjunto no data de hace

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más de doscientos años, y sin embargono hay ningún documento, nada, que nosdé información al respecto. Piensen unpoco en ello: ¡un ridículo siglo y medio!¡En comparación con toda la historia dela Iglesia, eso no es nada! Sin embargo,los inicios del catolicismo estándetalladamente documentados, así comola construcción de los principalesmonasterios, iglesias y catedrales,edificios erigidos mucho tiempo atrás.Pero de la cripta y de su constructor noexiste ninguna evidencia escrita. Todolo que sabemos es lo que podemos verpor nosotros mismos: cinco habitacionesllenas de huesos.

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—¿Se sabe, entonces, quiénconstruyó la cripta?

—Hay rumores, pero ningunacerteza. En más de una ocasión se hanhecho intentos de derribarla y darles anuestros hermanos muertos un entierrocristiano. Créanme si les digo que yosería el primero en dar elconsentimiento para ello, pero hoy endía es aún más difícil que antaño cerrarel osario. Es una de nuestras escasasfuentes de ingresos, y para una Ordencomo la nuestra, que carece deposesiones..., dependemos de este tipode capital. La cripta es, a la vez, nuestrabendición y nuestra maldición.

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—¿Por qué maldición?Dorian la miró.—¿De verdad me lo pregunta? No

sabemos nada del significado de estacripta, ni sobre las circunstancias quellevaron a su construcción.

—¿Supone usted que no se tratabade propósitos cristianos?

—¿Acaso no debemos tener esaposibilidad en cuenta? Por lo quesabemos, nunca se han producidointrigas anticristianas en este monasteriopero, ¿podemos estar completamenteseguros de ello, cuando una construccióntan particular como la del osariopermanece indocumentada?

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—Puede que los documentos seeliminaran posteriormente —sugirióCoralina.

—De hecho —coincidió Dorian—,esa también es una posibilidad.

—¿Qué es lo que dicen los rumoresde los que ha hablado? —se interesóJúpiter.

—Unos hablan de un artista quecometió un crimen y buscó refugio en laabadía. Los monjes le ofrecieron cobijoy, durante los años que permaneció aquí,creó como agradecimiento y tributo alSeñor los ornamentos óseos de lacapilla.

—¿Los monjes pusieron a su

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disposición los restos de cuatro mil desus hermanos para llevar a cabo unaobra de arte? —preguntó Coralina conescepticismo.

Dorian se encogió de hombros.—Es una leyenda, como he dicho.

Hay otra que habla de un monje queperdió la razón, de nuevo un criminal yun asesino en masa que, durante untiempo, se atrincheró en el convento y semofó de los monjes con su obra —negócon la cabeza—. Incluso el Marqués deSade visitó la cripta en el año 1775, enuna época en la que probablemente nisiquiera estaba terminada. Es posibleque él fuera el verdadero artífice. En su

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relato de Voyage en Italie aseguró, encualquier caso, que el responsable fueun monje alemán.

Coralina cayó en la cuenta de undetalle, y de inmediato se volvió haciaJúpiter.

—¿Recuerdas lo que te conté dePiranesi? ¿Que al principio dejó sucarrera como grabador para explorar elinframundo romano?

—Se escondió en las catacumbas —recordó Júpiter—, ¿y?

El nerviosismo de Coralina crecíapor momentos.

—Desapareció completamente de lavida pública durante meses, quizá

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incluso un par de años, porque algo allíabajo le fascinaba tanto que desatendiótodo lo demás. En aquella época perdióa buena parte de sus clientes habituales,que años después tuvo que recuperarcon gran esfuerzo.

Júpiter asintió, desconcertado.—Sigo sin saber qué es lo que...—El retorno de Piranesi a la vida

pública se produjo en algún momento demediados del siglo XVIII,probablemente en la década de loscuarenta, entre 1745 y 1749.

El abad la miró con intensidad.—Aproximadamente en esa época

comenzaron las obras de la cripta.

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—¿Crees que —preguntó Júpiter,con la vista en Coralina— fue Piranesiquien diseñó el osario?

—Al menos tenía talento para ello.Además, ¡la primera edición de lasCarceri es de 1749! Para entonces yadebía haber descubierto la entrada, en laépoca en la que desapareció —la jovenhablaba de forma cada vez más brusca—. ¿No lo ves? ¡Todo encaja! Piranesise trasladó en 1745 y se sumergió en elinframundo... pero no se quedósatisfecho con las catacumbas. Con laayuda del fragmento, encontró la entradasecundaria a la Casa de Dédalo, ¡aquí,en el monasterio! Descendió y pronto

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regresó para recrear lo que había vistoen la primera versión de las Carceri.Tenía miedo, y eso lo sabemos, de algoque presenció o experimentó allí, y porello no regresó jamás —se dirigióentonces al abad—. ¿Es posible que leacompañara algún monje de estemonasterio? ¿Que estuvieran allí abajocon él y que algo les asustara de talforma que decidieran sellar la puerta?

Antes de que Dorian pudieracontestar, Júpiter intervino.

—¡Eso significaría que aquí pasó lomismo que en el Vaticano! Allíintentaron bloquear el portal con laconstrucción de una gigantesca catedral,

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mientras que aquí...Coralina completó la idea.—Aquí solo había un par de monjes

que no poseían nada, aparte de loshuesos de sus hermanos muertos.Construyeron el osario sobre la puertacomo protección contra lo que habíadetrás... o contra lo que todavía hay.

El abad la miró atónito.—La cripta es un sello —susurró—.

Es una posibilidad. Nigromancia contrala magia de la puerta.

—¿Nigromancia? —preguntóCoralina.

—Magia cristiana —explicósucintamente Júpiter—. A los magos

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que, en la Edad Media, trabajaban parala Iglesia, se los denominabanigromantes.

Coralina respiró hondo.—Creo que ya es hora de ver la

cripta.—Pero después de todo lo que... —

empezó el abad, irritado, pero despuésse interrumpió para respirar y comenzóde nuevo—. Quiero decir... En estascircunstancias, ¡no puede quererrealmente abrir esa puerta!

—Como usted dijo —respondióCoralina—, alguien lo hará de todosmodos, más tarde o más temprano.

Júpiter le cogió de la mano y la

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apretó con fuerza; después, miró aDorian.

—¿Nos ayudará?El abad se levantó y vagó por el

cuarto, sumido en sus meditaciones.—No han visto el cadáver de

Remeo. Estaba abrasado, sobre todo elpecho, el antebrazo y la espalda, comosi algo en llamas le hubiera... ¡abrazado!Vivió algo espantoso allí abajo, quizá lomismo que Piranesi y sus monjes, encaso de que en verdad alguien leacompañara en su descenso.

—Sin embargo, Piranesi regresó —dijo Coralina—. Sobrevivió ydocumentó en sus grabados lo que había

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visto —sus últimas palabras eran meraespeculación: nadie sabía con certeza sil as Carceri eran copias de lo que lesesperaba en la Casa de Dédalo—. SiPiranesi lo hizo, nosotros tambiénpodemos —continuó.

—Pero Remeo...—Lo intentaremos —interrumpió

Júpiter al abad—. Si nos echa,regresaremos —no quería presionar alabad, pero sabía que no le quedaba otraopción—. No quiere que algo de esto sefiltre a la opinión pública, ¿verdad?

Dorian estaba demasiado envueltoen sus propias dudas como paraenfadarse. Paseó un rato por el despacho

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en silencio, después se volvió de nuevoa la ventana y contempló el árbol muertodel patio.

—Como quieran —dijo—. Es sudecisión.

Para cuando se acercaron a laentrada de la cripta, Dorian había hechoya despejar las bóvedas. Un puñado deturistas disgustados se encaminaronhacia las escaleras de la Via Venetomientras protestaban por laarbitrariedad de los monjes.

El osario se encontraba en un anexode la iglesia de Santa María dellaConcezione. Tras la entrada se abría unapequeña sala en la que los capuchinos

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habían levantado un puesto derecuerdos, con postales, pines ydiapositivas. Algunos carteles másindicaban a los visitantes que no estabapermitido realizar fotografías ni fumar.

Un monje, de larga barba, comotodos los capuchinos, pero sin elhabitual hábito, les esperaba. Seencargaba de la supervisión de la cripta.Dorian se inclinó sobre su oído y lesusurró algunas palabras. El hombremiró sorprendido, pero asintiódócilmente.

Dorian guió a Júpiter y Coralina porla sala hasta un estrecho pasillo. Elmonje cerró la puerta de acceso tras

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ellos, pero se quedó fuera. La parejavolvía a estar a solas con el abad.

Júpiter llevaba una pesada linternacon pilas de repuesto, lo único quehabía quedado del equipo de Santino ysus amigos. Se preguntó si Remeo habríaportado la linterna en la mano mientrasascendía moribundo por las escaleras.Aunque se estremecía con esaperspectiva, agradecía contar con luz.Ninguno de los dos había pensado,movidos como estaban por elnerviosismo, en conseguir algo deequipamiento para su descenso a la Casade Dédalo.

Un estrecho pasillo atravesaba las

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cinco capillas del osario. Las paredes ylos techos estaban pintados de blanco,para que los huesos pardo amarillentosresaltaran más. La visión resultaba tanimpresionante como sobrecogedora.

El propio pasillo estaba decoradocon formas estrafalarias elaboradas concostillas, vértebras, maxilares y rótulas.No existían cajas torácicas completas, nicolumnas vertebrales ni manos; cada unode los cuatro mil esqueletos estabadescompuesto en los fragmentos máspequeños posibles que, a continuación,habían formado algo completamentenuevo.

Júpiter observó en la primera

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capilla un altar de la altura de unhombre, hecho con fémures; a su lado,en la siguiente bóveda, otro construido abase de cráneos y, finalmente, un tercerode huesos de la cadera. Eran pocos losesqueletos que permanecían completos:algunos, vestidos con el hábito, yacíancolocados en nichos, mientras que otrosse encontraban erguidos, colocadossobre las paredes de las bóvedas.

Todo estaba cubierto con restoshumanos, hasta el último metrocuadrado. Bajo los techos relucíansinuosos ornamentos de hueso, piezasinspiradas en el Rococó. Lo que másimpresionó a Júpiter fue una mariposa

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macabra confeccionada con unacalavera humana, cuyas alas eranomóplatos.

Mientras Dorian les guiaba por elpasillo, el investigador tomó la palabra.

—Aquí debía de haber ya huesosantes de empezar a construir la cripta.

—¿Cómo ha llegado a esaconclusión?

—La inscripción del cuenco dearcilla, gracias al cual encontró Piranesila entrada, hablaba de restos. Sinembargo, si todos estos huesos secolocaron después del descenso dePiranesi, ¿cómo podría haber seguido laindicación referente a ellos?

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Coralina le dio la razón con unasentimiento reflexivo.

—Es curioso.—No, si ya había un gran cúmulo de

huesos aquí mucho antes, al que serefiriera la inscripción del fragmento —replicó Júpiter.

—Los capuchinos ya estaba aquí enla década de los treinta del siglo XVII—dijo el abad—, es decir, unos cienaños antes de la construcción del osario.Habíamos traído los restos de nuestroshermanos muertos ya para entonces.Puede que se guardaran en esta estancia.

—Es posible.—Además —continuó Dorian—, en

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aquel entonces había aquí un cementerioen el que también se enterraron amiembros de la orden.

Coralina tuvo un momento deinspiración.

—¿No sería factible que loscapuchinos dieran con la puerta yfundaran este monasterio para vigilarla?Quizá fue un monje quien descubrió lavasija, puede que en las excavacionesdel viejo cementerio. Él habríarealizado la segunda inscripción entrelos jeroglíficos, como un mensajecifrado que indicara la ubicación de laentrada. Después, el cuenco acabaría enel archivo del Vaticano, donde los

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Adeptos lo encontrarían cientos de añosdespués.

Júpiter se mostró de acuerdo. No eramás que una teoría, pero resultaba deltodo plausible.

Se detuvieron al final del pasillo yobservaron la quinta y última capilla. Elaltar estaba formado de huesos diversos,como si se hubieran aprovechado losrestos sobrantes de las demás bóvedas.Dos esqueletos vestidos con hábitos loflanqueaban, ligeramente arqueados,como si en cualquier momento fueran asaltar de sus nichos y a dirigirse a losvisitantes. Sobre el altar, aparecíansentados tres esqueletos más, tan

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pequeños, que solo podían tratarse deniños. Júpiter descubrió justo debajo deltecho un cuerpo completo encuadradodentro de un óvalo de vértebras. En unade las manos del muerto, había colocadouna guadaña; en la otra, una balanza.Ambos objetos estaban realizadosíntegramente con huesos.

Al igual que en las anteriorescapillas, había sepulturas colocadas enel suelo. En las cuatro primeras bóvedasestaban señaladas por cruces de madera,pero en esta, cumplían esa función griseslosas de piedra que lucían inscripcionescinceladas.

—En esta capilla se encuentran

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algunos de nuestros santos másimportantes —explicó Dorian, con tonoafectado—. Los tres esqueletos del altarprobablemente se correspondan conniños de la familia Barberini.

Miró por última vez la puertacerrada de acceso a la sala, después sesaltó el cordón que señalaba el camino alo largo de la estancia. Viendo queJúpiter y Coralina dudaban, les indicócon una mirada que le siguieran.

Se colocaron frente al altar, en cuyocentro se encontraba un taco de piedrasobre el que había colocados trescráneos sin maxilar inferior, con lascuencas vacías observando el pasillo.

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Tras ellas, despuntaba una pequeña cruzde madera. Dorian posó la mano sobrela calavera del medio, y entoncesJúpiter se percató de que mostraba unacoloración distinta a la de las demás,como si no estuviera hecha del mismomaterial. Examinándola másdetenidamente, comprobó que existíanotras diferencias, lo que eliminó todaslas dudas de que aquella calavera era enrealidad una falsificación labrada enpiedra.

—Háganse a un lado —dijo el abad.Júpiter y Coralina recularon hacia la

pared, esforzándose por no tocarninguno de los ornamentos en hueso.

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Dorian giró el cráneo hasta que lascuencas de los ojos señalaron hacia lapared posterior. Sonó un crujido, y lasgrandes losas en medio del suelo de lacapilla se hundieron unos centímetros yse deslizaron a un lado con un sonidoseco producido por las piedras alrozarse. Debajo, dispuestahorizontalmente en una depresión delsuelo, apareció una rueda de acero.Dorian se puso de cuclillas y miró aJúpiter.

—Si fuera tan amable de ayudarme...Es un poco dura.

Júpiter intercambió una mirada conCoralina, después se arrodilló junto al

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abad. Juntos empujaron hacia la derechala rueda, que giró levemente, como elinvestigador pudo comprobar. Sinembargo, para lograrlo fue necesario unesfuerzo capaz de hacer sudar a los doshombres.

—¡Júpiter! —gritó repentinamenteCoralina.

Él la miró a ella en primer lugar ydespués, agarrado a su brazo, volvió lavista a la parte frontal de la capilla.

El altar, junto con la pared, habíareculado un buen trecho. A derecha eizquierda aparecieron dos oscurasfisuras, como pasadizos abiertos a uno yotro lado.

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—No hemos acabado —jadeó elabad.

Júpiter empujó de nuevo la ruletacon todas sus fuerzas. El altar y la partetrasera de la bóveda se hundieron aúnmás. Finalmente, el abad le hizoentender con una mirada que ya erasuficiente.

El alemán se levantó, y junto conCoralina, miraron expectantes alreligioso.

—El hueco de la izquierda acaba aunos dos metros, pero el de la derechalleva hasta una escalera y, tras unos diezmetros, a una cámara. Allí encontraránlo que buscan.

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—¿No viene hasta la puerta? —preguntó Coralina.

—No —respondió el abad conrotundidad en la voz—. Estoy seguro deque pueden cometer el error que deseensin mi ayuda.

Júpiter asintió.—Le agradezco lo que ha hecho por

nosotros.Dorian le miró con tristeza, pero no

respondió.El investigador se adelantó con la

linterna, y Coralina le siguió a escasadistancia. Los dos se deslizaron por laabertura, mientras el abad quedabaatrás, en la capilla. Al volver la vista

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atrás, Júpiter tuvo la impresión de que elrostro del capuchino parecía aún másgris y decaído. Entonces, la silueta deCoralina le obstaculizó la vista, por loque volvió a mirar hacia delante.

Tal y como Dorian había dicho, notardaron en dar con los escalones que sehundían en las profundidades. En unprimer momento, hubo algo que lepareció discordante, pero que no supodefinir, hasta que finalmente cayó en lacuenta de lo que le estaba llamando laatención: los escalones en los edificiosviejos solían estar desgastados por eluso, con las esquinas suavizadas, romas;sin embargo, estos estaban nuevos.

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Apenas se habían utilizado durante todosestos siglos. Probablemente, desde lostiempos de Piranesi, solo Santino y sushermanos habían descendido por allí.

Ahora lo hacían Coralina y él.La cámara, al final de las escaleras,

era más baja y pequeña de lo que élhabía esperado. Estaba vacía. Era uncubo hueco cubierto de sillares, cadauno tan grande que entre cuatro yaconstituían una pared.

En el lado opuesto a la escalera seencontraba la puerta.

Su aspecto era tan sobrio comocupiera imaginar: una plancharectangular de piedra que, en uno de sus

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extremos, tenía grabado un triánguloerecto del cual surgían dos pequeñasprotuberancias en la parte superior. Erael toro estilizado del que Dorian leshabía hablado.

En medio del triángulo, entre losojos tallados del animal, había unapequeña rendija. Júpiter ignorabacuándo se forjó la primera llave, si biencalculaba que en torno a la Baja EdadMedia, pero supuso que para algún queotro historiador, contemplar aquelmecanismo habría supuesto toda unaconmoción. ¡Una cerradura en una puertade, probablemente, tres mil años deantigüedad!

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Coralina sacó la llave del bolsillode su pantalón con ceremoniosidad.

—¿Lo haces tú o lo hago yo?—Podríamos echarlo a suertes, si

tuviéramos alguna moneda a mano.Ella sonrió sin sentimiento, después

se dirigió a la puerta e introdujo la llavepor el orificio. Entró sin resistencia,hasta que dio finalmente con un tope.

—¿Y ahora? —preguntó—.¿Derecha o izquierda?

Júpiter iba a responder cuando ladecisión se tomó por sí misma. Unligero traqueteo surgió de detrás de lapuerta, seguido de un murmullo, como eldel aire de un aspirador.

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—Ni lo uno ni lo otro —susurróJúpiter, mientras la losa daba un fuertetirón, como si se hubieran soltado unosanclajes interiores. Los dos dieron unpaso atrás, asustados, pero no se vionada al otro lado.

Júpiter avanzó de nuevo y colocó lasdos manos sobre la puerta. Con sumocuidado, la empujó hacia adelante,primero con suavidad, después con másfuerza. La piedra se movió muylentamente hacia adelante. Se sostenía ala izquierda con bisagras invisibles,pero a la derecha se abrió una hendiduraoscura que creció rápidamente.

Alumbró con la linterna las tinieblas

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que se expandían ante ellos. Júpiter viopeldaños, los peldaños de una colosalescalera de caracol.

—¿Y bien? —preguntó Coralina,aunque acto seguido pasó ante él y cruzóla puerta—. Vamos.

Juntos penetraron en la Casa deDédalo.

Inmensamente grande.Inmensamente oscura.No habían descendido ni una hora

cuando empezaron a ser conscientes delo enorme que era la escalera.

Tan solo una barandilla de piedralos separaba de la negra nada delabismo. Cuando miraron al otro lado,

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hacia abajo, comprendieron que laescalera se prolongaba hacia el centrode la tierra como la espiral de untornillo monstruoso. La luz de la linternase expandía hasta unos veinte metros dedistancia, después, se perdía en laoscuridad. Al principio podíandistinguir el techo de la titánica cueva,pero pronto dejó de estar al alcance dela capacidad de iluminación de lalinterna.

La temperatura había descendidonotablemente. Un aire gélido surgíacontinuamente del abismo, se colaba porla ropa que llevaban y les helaba hastalos huesos.

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Tardaron poco en dejar de discutirsobre las imposibilidades físicas dellugar. Tras media hora, la conversaciónhabía llegado a un punto que poco teníaque ver con conceptos como el degravedad o estabilidad. Aceptaron quela Casa de Dédalo era algo real, unlugar creado con medios ya utilizados enel pasado, con el único propósito dehonrar a los dioses, de complacerles, deescalar puestos gracias a ellos. Coralinalo comparó con la torre de Babel, con ladiferencia de que, en este caso, sedirigía hacia abajo y no hacia arriba.

De pronto, se detuvo.—¿Has oído eso?

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Júpiter no dio un paso más.—¿El qué?—Parecía... ¿como si alguien

escarbara? —le miró con los ojos muyabiertos.

Él escuchó, muy tenso, pero despuéssacudió la cabeza.

—¿Qué quieres decir? ¿Damos lavuelta?

Ella se colocó el dedo índice antelos labios. La sobrecogedora oscuridadparecía cerrarse en torno a ellos, comosi quisiera tragarse a aquellos doshumanos que tan temerariamente sehabían puesto en sus manos.

—No oigo nada —murmuró Júpiter,

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tras un momento.Coralina asintió lentamente.—Ha parado. ¿Cuánto durarán las

pilas?—¿Cómo voy a saberlo?—¿Aproximadamente?—Puede que una hora o dos.Coralina suspiró.—Una de ellas la necesitaremos

para hacer el camino de vuelta. Comomínimo.

—Si nos damos la vuelta ahora, bienpodríamos haber cogido el siguienteavión en el aeropuerto —dijo Júpitercon voz suave.

—¿De verdad quieres saber a dónde

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da la escalera?Él apartó la mirada.—Quiero saberlo, pero no quiero ir

hasta allí.—Eso significa que nos volvamos.—¿Qué otra opción hay? No

tenemos equipo ni provisiones.Los ruidos se repitieron, y esta vez,

Júpiter también los oyó.Se miraron asustados.—Viene de abajo —susurró

Coralina. Tras dudar un instante,continuó con el descenso—. Vamos,venga.

—¿De verdad crees que es buenaidea?

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—No.Él suspiró sin fuerzas y la siguió. En

esta ocasión, no hacían vagar la luz de lalinterna tan descuidadamente comoantes, sino que la mantenían en un ánguloperfectamente oblicuo, para iluminar lospeldaños ante sí.

—¡Dios mío! —exclamó Coralinamientras se detenía.

Júpiter vio a qué se refería.Ante ellos yacía, sobre los

escalones, el cuerpo sin vida de unhombre. Llevaba el hábito de loscapuchinos y emitía un penetrante olor asuciedad y a heces. Estaba tumbadohacia arriba, en diagonal sobre los

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peldaños. La capucha se le habíaresbalado de la cabeza y pendía delborde del escalón, cada ráfaga de vientola hacía susurrar al contacto con laburda piedra tallada. De allí procedía elligero rumor que habían escuchado.

Coralina se puso de cuclillas juntoal cuerpo. Observó atentamente surostro, los ojos desencajados yvidriosos. La suciedad le oscurecía lapiel, y tenía la barba pegajosa.

Júpiter se colocó al otro lado y loiluminó de la cabeza a los pies.

—¿Cuánto tiempo crees que llevamuerto?

Coralina tragó saliva.

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—No hace mucho. Huele mal, perono a descomposición.

El haz de luz había llegado hasta eldobladillo del hábito del monje ycontinuaba hacia abajo. Cuando Júpitervio lo que seguía a continuación, hizouna mueca, asqueado. Las vísceras se leencogieron como si se las apretara unpuño gigante.

—Mira esto —logró decir.Coralina siguió la mirada de su

acompañante, y palideció.Las piernas del extraño surgían de

debajo del hábito. No tenía pies, o almenos nada que mereciera esecalificativo. Los huesos desnudos y

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carbonizados completaban susextremidades inferiores como los nudosde dos ramas. Unas marcas afiladasrevelaban que, a pesar de lo atroz de susheridas, había trepado hasta allí antes deperder, definitivamente, las fuerzas.

—Pero qué demonios... —Júpiterenmudeció a mitad de frase, antes derecuperar de nuevo el control—. ¿Qué leha pasado?

Coralina se irguió y miró,preocupada, hacia las tinieblas que seextendían más allá de la barandilla de laescalera.

—Quiero irme de aquí. Vámonos.Júpiter seguía como hipnotizado ante

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las espantosas quemaduras deldesconocido. La idea de que aquelhombre se hubiera arrastrado escalerasarriba sobre aquellos muñonesrequemados resultaba aún másperturbadora que la propia visión.

—Debe de ser uno de los dosmonjes que bajaron con Remeo.

Coralina se mostraba impaciente yansiosa.

—Por favor, Júpiter, vámonos deaquí.

—¿Y lo dejamos aquí?—¿Y qué se te ocurre que hagamos?

—preguntó ella, mordaz—. ¿Que loincineremos?

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Júpiter sabía que su cinismo era soloun escudo, al igual que la aparentecandidez con la que habían empezado adescender por las escaleras.

El investigador siguió dudando,hasta que algo le llamó la atención.Presa de los nervios, se agachó y agarróuna de las manos del hombre.

—¿Qué pasa? —preguntó Coralina.—Oh, maldita sea...—Júpiter —recalcó ella—, ¿qué...

demonios... pasa?Él sujetó el antebrazo del hombre y

volvió la vista lentamente haciaCoralina.

—Sigue vivo.

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—¿Qué?—¡Que aún está vivo! Se le ha

movido el pecho... y tiene pulso —Júpiter tenía los dedos índice y anularcolocados sobre la arteria del monje.No cabía duda: el corazón de aquelhombre seguía funcionando, bombeandola sangre por su cuerpo con latidoslentos e irregulares.

Coralina se agachó junto a él y lecogió la mano para comprobarlo por símisma.

—¿Y ahora qué hacemos?—Tenemos que llevárnoslo.Ella asintió con reticencia y observó

mientras Júpiter introducía el brazo por

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debajo del raquítico cuerpo del extraño.A pesar del ancho hábito que vestía,podría apreciarse con claridad suextrema delgadez.

Júpiter lo estaba levantando cuandolos quebradizos labios del monje seabrieron para soltar un lastimosogemido.

—Tranquilo, ya ha pasado todo —dijo Júpiter con suavidad—, Vamos allevarle a casa.

Coralina parecía no creerlo deltodo.

Los ojos del hombre permanecíanabiertos de par en par, como si moverlos párpados le exigiera hacer acopio de

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todas sus fuerzas. Júpiter se los cerrócon la mano, con la esperanza de queeso tranquilizara al monje.

—Desde... abajo —las palabrassurgieron, casi inaudibles, de la gargantadel herido—. Muy... abajo.

Júpiter lo cogió en brazos como a unniño, y se asombró de lo poco quepesaba. Los capuchinos comían solo lonecesario, y los días bajo tierra habíanhecho que el hombre se quedaradefinitivamente en los huesos.

Mientras comenzaban el ascenso,Júpiter hacía un esfuerzo por no rozarlos muñones requemados.

—Muy abajo —volvió a jadear el

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monje.—¿Qué quiere decir? —preguntó

Coralina.—El fantasma... y el fuego... y el

toro...—¿Cómo se llama?—Pas... Pascale.—Bien, Pascale —dijo Júpiter—,

no intente hablar. No debe esforzarse.Vamos a llevarle a un hospital. Va asalir de esta.

Bajo los párpados cerrados, laspupilas de Pascale estaban inmersas enun movimiento frenético, se agitaban aun lado y a otro, como si soñara.

—Lo he... visto... El panorama...

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—Shh —siseó Coralina mientrascogía al monje de la mano—. No hable.

Sin embargo, Pascale no se dejabaconvencer.

—Tan... grande.A pesar de lo espantoso del olor que

aquel hombre despedía, Júpiter procuróignorarlo. Subía los escalones tanrápido como podía, aun sabiendo quesería más sensato avanzar más despaciopara conservar las fuerzas.

—No... hablar —susurró Pascale,mientras sus ojos cerrados iniciaban unanueva danza frenética.

Júpiter creyó, en un principio, que elmonje se limitaba a repetir las palabras

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de Coralina, pero al ver que Pascaleinsistía, se dio cuenta de lo que queríadecir.

—Seguros sólo... en oscuridad y...¡silencio! —un seco estertor interrumpiósus palabras—. La luz... lo atrae. Y lasvoces. No hablar. ¡No hablar! Y... ¡sinluz! Para... sobrevivir.

Coralina miró preocupada la linternaque le había cogido a Júpiter.

—¿Se puede suavizar la luz dealguna manera?

—No.Ascender a oscuras era del todo

imposible, al menos con Júpitersoportando una carga sobre los brazos.

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La linterna debía continuar encendida.Se apresuraron. Coralina se ofreció

a ayudar a su acompañante a sostener alherido, aunque sabía tan bien como élque eso no haría más que retrasarlos.Pascale seguía su propio consejo ypermanecía mudo. Conforme sus últimasfuerzas le iban abandonando, su cuerpoparecía volverse más inerte con cadapaso que daban. También Júpiter yCoralina avanzaban en silencio,centrados solo en el ascenso, en subir elsiguiente escalón, y luego el siguiente.

Júpiter reflexionaba sobre lasúltimas palabras del monje: «Le atrae laluz». ¿Qué era eso a lo que le atraía la

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luz? ¿Qué había vivido Pascale allíabajo?

Habían superado ya dos tercios delascenso cuando de repente tuvieron quepararse en seco.

De las profundidades surgió unbramido estremecedor. Comenzó suavey ronco, pero fue creciendo en potenciahasta que, finalmente, se extinguió.

Pascale abrió los ojos como unresorte. El color de sus globos ocularesera como el del papel viejo. Movía laboca, pero no emitía ningún sonido.

—¡Vamos, rápido! —murmuróJúpiter. Ya había escuchado aquelbramido en una ocasión, pero con una

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excepción: esta vez era un sonido másclaro, más real, casi tangible.

Subieron los escalones a la carrera,aunque sabían que no podría mantenerese ritmo durante mucho tiempo.

«¡Volad! ¡Daos prisa! ¡Corred!».El bramido se repitió. No descartaba

equivocarse, pero Júpiter tenía laimpresión de que el sonido no seaproximaba. Quizá tuvieran suerte.

Pascale movió de nuevo los labios,después la cabeza se le inclinó hacia unlado. Cerró los ojos.

Coralina jadeó.—Está...—No, aún respira... Solo está

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inconsciente —respondió Júpiteragotado. El cuerpo inerte en sus brazosse volvía cada vez más pesado, igualque las piernas del investigador. Alzarlos pies era un esfuerzo; subir unescalón, una tortura.

Diez minutos después vieron eltecho. Júpiter no se atrevió a volvertodavía la linterna hacia arriba, pero elpropio resplandor que se reflejaba enlos escalones permitía reconocer elplano rocoso sobre sus cabezas, basto yaccidentado como densas nubes detormenta. La piedra que lo formaba eranegra como la pez, y estaba cubierta dehongos y líquenes, si bien en algunos

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sitios podían distinguirse aún junturas.El techo no estaba escarbado en la roca:estaba construido con sillares. Su visiónresultaba aún más impresionante.

El final de la escalera se elevabahasta el techo como pozo tubular. Unasparedes gigantescas sustituían labarandilla en los últimos veinteescalones. Júpiter respiró hondo: tras lavasta amplitud del abismo, creíaentender cómo se siente un agorafóbico.La magnitud de la edificación era mayorde lo que su razón era capaz de asimilar.

Cuando volvieran a la superficie,quizá después de un par de días o desemanas, probablemente creerían que

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todo se trataba de una ilusión. Laexistencia de aquel lugar desafiabatodas las leyes de la lógica: algo así nopodía, no debía existir. Un poco deps i co l ogí a amateur bastaba paraentender que los mecanismos de defensade su subconsciente eliminarían todo lovisto allí abajo. Sus recuerdos setrasladarían desde el archivo de larealidad hasta el archivo de los sueñoshasta que quizá, en algún momento,dejara de pensar por completo en ellos.

Coralina se sobresaltó y seaproximó a él cuando, por tercera vez,sonó el bramido. Retumbaba en el techoy se sustentaba, deformado, en la

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oscuridad. Era imposible de concretar sise encontraba más cerca que las vecesanteriores.

Tras la siguiente curva de laescalera debía encontrarse la puerta. Notardarían en verla.

Sonó un disparo. Alguien gritó. Unsegundo disparo y el grito seinterrumpió.

Júpiter y Coralina se detuvieron,petrificados. Demasiado agotados comopara hablar, tan solo pudieron mirarse eluno al otro, sin aliento, angustiados y apunto de venirse abajo.

Júpiter apoyó la espalda en lacolumna central de la escalera. Pascale

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amenazó con resbalársele de los brazos.Coralina logró recoger el cuerpoinanimado del monje justo a tiempo, y lodejó que resbalara tan suavemente comopudo sobre los escalones.

—¿Son ellos? —dijo Júpiter convoz débil.

—Iré a ver —susurró Coralina.—No —la retuvo sin fuerzas y

perdió el sustento de la espalda. Oscilópeligrosamente, pero se mantuvo en elsitio, tratando de conservar elequilibrio. Miró a Coralina—. Déjamehacerlo a mí.

—Vamos juntos —respondió ella,con decisión forzada.

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Júpiter asintió torpemente. Dejaron aPascale sobre los peldaños y subieroncon cuidado el último tramo de escalera.

La puerta estaba abierta.Tras ella, sobre el suelo de la sala y

rodeado por un charco de sangre, yacíaDorian. La respiración del abad parecíaalgo mecánico, inhumano y horrible. Lasangre y la saliva se le mezclaban en lascomisuras de los labios.

Sobre la estrecha escalera queascendía hasta el osario se encontrabaun hombre, encorvado y apoyado sobrela pared, sosteniendo una pistola en lamano. De un cordón en torno a sugarganta pendía una linterna plana.

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Hacía visibles esfuerzos por mantenerseen pie.

—Pueden venir —les gritó DomovoiTrojan. La voz del anciano parecía ungraznido, como si hubiera sido él quienhubiera realizado el ascenso desde laCasa de Dédalo y no ellos. El esfuerzode mantenerse sobre sus propias piernasle había dejado extenuado. La nariz lesangraba con profusión pero, a pesar detodo ello, su rostro revelaba unaexpresión triunfal.

—Les he oído —dijo—. A los dos.Júpiter dio un respingo y salió de su

escondite. Coralina quiso retenerlo,mantenerlo detrás de la curva de la

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escalera, pero él se libró de la mano conque le había sujetado. Estaba harto dehuir. Trojan era solo un anciano que seaferraba obstinadamente a una idea, a laúltima opción que le quedaba parallevar a cabo sus descabellados planes.

—La luna rota del coche —dijoJúpiter con voz queda, y la mirada fijaen el profesor. Entre ellos restaba unadistancia de unos diez metros—. Penséen ello después. Landini colocó unemisor en la furgoneta, ¿verdad? Lellamó por teléfono mientras nos seguía.

—El bueno de Landini —murmuróTrojan de forma apenas audible—. Lesdije que no era más que un peón. Y

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como peón que era, ha muerto.—Landini era el secretario de Von

Thaden, pero siempre fue su lacayo.Hizo su trabajo sucio, no el delcardenal.

Trojan agitó la pistola.—Sabía que abrirían la puerta

cuando se enteraran de la muerte de lagitana. La curiosidad y el odio son unamezcla explosiva, créame. Lo sé.

Júpiter no estaba muy seguro de porqué detestaba más a Trojan: si por loque le había hecho a la Shuvani, o por eltono despectivo con el que hablaba desu antiguo amor. El baremo con que lomedía no hacía más que oscilar, hasta

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volverse irreal e irrelevante.—Hizo que la mataran —dijo

Júpiter—. Usted fue el responsable, y noEstacado o Von Thaden.

—Así es como se unen las piezas deun gran mosaico —respondió, lacónico,el profesor, mientras se limpiaba lasangre de la nariz—. Así es como debeser si se quieren llevar las cosas a untérmino.

Júpiter sintió cómo Coralina, desdesu escondite, quedaba helada por laimpresión. Él le dio a entender con unamirada que no se moviera del sitio.

—Nos debe un par de explicaciones,¿no cree?

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Trojan seguía apuntando al alemáncon el arma. El temblor que le recorríaremitió, quizá porque sentía que teníatodo bajo control.

—¿Sabe por qué construyó Dédaloeste edificio?

—Como ofrenda a los dioses, creíayo.

—Para él era un trato —explicóTrojan, agitando la cabeza—. Despuésde que Icaro se quemara, Dédalo suplicóa los dioses que le devolvieran a suhijo. Les prometió que les construiría elmás grande y más espléndido de todoslos templos. En los latinos encontró alos aliados necesarios, que pusieron a su

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disposición materiales y mano de obra.Dédalo habría hecho cualquier cosapara traer a Icaro del inframundo. Trassu destierro, lo único importante para élera su hijo, que además había perdido lavida por su culpa. Si Dédalo no hubierafabricado las alas con las que huyeron,Icaro no se habría fundido en el sol.Solo por eso construyó este templo, y lorealizó tan profundamente en la tierracomo fue posible, para facilitarle elascenso desde las entrañas de la tierra.

Júpiter volvió la vista haciaCoralina. Le suplicaba con los ojos quevolviera a su escondite, pero él no habíaolvidado lo que habían oído allí abajo, y

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no se librarían de ese algo indefinidoque los había perseguido por lasescaleras, bramando y resoplando con lafuerza de una locomotora. Debían salirde allí.

Dio un paso hacia Trojan, y despuésotro, hasta que se encontró en el primerescalón, justo debajo de la puerta.

—Escuche, Trojan, no sé qué planestiene, pero lo importante es que no nosnecesita para nada. Déjenos ir.

Trojan se puso de nuevo enmovimiento y caminó lentamente y conpasos temblorosos hacia la entrada. Elesfuerzo le distrajo, pues tuvo que mirarlos pies. Júpiter vio la oportunidad que

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esperaba: se preparó para alcanzar alanciano con un par de saltos, y ya le ibaa agarrar cuando...

Trojan alzó la pistola y le disparó.Un dolor punzante recorrió el muslo

derecho de Júpiter. Se le dobló larodilla, y de repente tenía los pantalonesllenos de sangre.

Coralina gritó su nombre tras él,salió de un salto de su escondite, corrióen su busca y tiró del alemán hasta unlugar seguro, justo cuando dos balas máspasaban silbando junto a él paraestrellarse finalmente contra el ancestralmuro. Pedacitos de piedra y motas depolvo revolotearon por el aire.

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Júpiter no pudo decir ni una palabra.Solo cuando Coralina le arrastrópeldaños abajo, junto a Pascale, tras lacurva de la escalera, llegó a comprenderque Trojan le había disparado. Hastaentonces, la conmoción había mantenidoatontado el dolor, pero ahora este seabría paso con total libertad.

Trojan les siguió por las escaleras.El esfuerzo físico que ello le exigía eraenorme, pero su espíritu estaba tan unidoa la Casa de Dédalo, su voluntad era taninamovible e inflexible, que bajó losprimeros escalones como si apenas lecostara trabajo.

—No se molesten en contar los

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disparos —les dijo—. Tengo el bolsillolleno de munición. ¿Creen que no herealizado los preparativos para darcomienzo a la reestructuración delmundo? Como pueden ver, ya casi lo heconseguido.

—Lo único que ha hecho ha sidoutilizar a los Adeptos —le rugióCoralina, mientras presa del pánicopaseaba la mirada entre Júpiter y elinerte Pascale. Tenían que descender, ysolo podría llevarse a uno de los dos—.Pon el brazo sobre mis hombros —lesusurró a Júpiter—. Te sujetaré.

—No podemos... bajar —respondiócon voz ronca.

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—Trojan nos disparará cuando nosalcance.

De las profundidades surgiónuevamente un horrible bramido, que enesta ocasión se encontraba, sinposibilidad de error, más cerca que lasanteriores. Sin embargo, a su juicio, erauna amenaza demasiado abstracta encomparación con lo que les veníasiguiendo: un loco con un arma.

—¿Utilizado? —gritó el profesor—.Si así quiere verlo, pues sí. Estacadosolo está interesado en guardar laspuertas, ni en sueños se le habríaocurrido abrir una de ellas. Pero yoquiero estar allí cuando el espíritu de

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Dédalo convierta la ciudad en algonuevo, mejor, ¡en algo magnífico! ¡Laciudad, y el mundo entero!

Mientras Júpiter se sostenía sobreCoralina para bajar la escalera, con lamano libre se palpó la herida y sintió lasangre en la pierna. Era un disparolimpio.

—Cuando tengamos algo de ventaja,te vendaré la herida —susurró Coralina.Escuchó, tensa, en todas direcciones, yse tranquilizó un poco al no oír ningúndisparo más: evidentemente Trojanhabía dado por muerto a Pascale.

La joven sostenía a Júpiter con lamano izquierda, mientras que en la

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derecha portaba la linterna e intentaba,al mismo tiempo, apoyarse en lacolumna central de la escalera. Elreguero de luz tintineaba como un fuegofatuo sobre la escalera, hacia laoscuridad. Las palabras de Pascalerelampagueaban en su mente como unletrero luminoso. Nada de luz, la luzatraía algo.

—No pueden imaginarse lo que esesto —gritó Trojan desde arriba—.Toda una vida contemplando lascreaciones de Miguel Ángel y Bernini,enfrentarse de nuevo cada día a sugenialidad y no poder crear nada por timismo. ¡Solo mejorar, arreglar, y nunca

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hacer nada nuevo! Tenía planes, planesmaravillosos, pero nunca me escucharon—hizo una breve pausa antes decontinuar—. Los primeros edificios quebosquejó la humanidad fueronlaberintos. Las antiguas pinturasrupestres están llenas de ellos. Lalaberintización que surgirá de la Casa deDédalo será la arcilla con la que semodelará una nueva arquitectura. ¡Delcaos surgirá algo nuevo, algocompletamente diferente! La puerta debepermanecer abierta, y todo lo quesiempre ha estado aquí, debe escapar...Imagínenselo: ¡el mundo convertido enun único e inmenso laberinto! La

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infección ya ha comenzado. Todo lo quehay aquí, ustedes, yo, nuestra historia,son quizá ya parte del laberinto. ¿Seráesto aún la realidad?

El bramido emergió de la oscuridad,más nítido, más cercano. Tambiénoyeron un rumor, como si algo seimpulsara hacia arriba con unaspoderosas alas, invisible en laoscuridad.

—Apaga la luz —urgió Júpiter convoz ronca.

—Sin luz no veremos...—¡Apágala! ¡Rápido!Coralina pensó un momento si la

herida le estaría haciendo delirar, sin

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embargo, ella misma oía el rugido y elaleteo, y...

Una risa estridente resonó en laoscuridad del abismo.

Coralina creyó que se trataba deTrojan.

Pero la risa se repitió, y esta vez sesostuvo más tiempo en el aire. No podíacompararse con ningún otro sonido queCoralina hubiera oído jamás. Le helabala sangre. Júpiter se removía, crispado,en sus brazos.

—La luz —susurró—. ¡Apaga esamaldita luz!

Empujó hacia atrás con el pulgar elregulador de la linterna, y la luz se

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extinguió. En un segundo se vieronenvueltos en una densa oscuridad.Coralina sintió que Júpiter le colocabaun dedo sobre los labios para indicarleque no hablara más. Se quedaroncallados y muy rígidos, con la espaldaapoyada en la fría y húmeda columnaque sustentaba la escalera. Esperaron.

No todo era oscuridad en la Casa deDédalo.

Bajo ellos titilaba un suaveresplandor. Al principio pensaron quese trataba de un efecto óptico, perodespués, cuando se dieron cuenta de queera una luz real, no lograron reprimir elimpulso de aproximarse a la barandilla

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y mirar hacia las profundidades.La risa se aproximaba, un chirrido

histérico y demencial, lleno de dolor ypena, y de satisfacción nacida delsufrimiento. La quintaesencia de undelirio de milenios de antigüedad.

Júpiter y Coralina se agarraron eluno al otro, mientras la claridad surgíadesde abajo, volando a gran velocidaddesde la inconcebible profundidad de unabismo creado para competir con elmismísimo inframundo.

El bramido también se repitió.Había alguna otra cosa deslizándose porlas alturas, dando vueltas y ascendiendo,pero quedaba acallado por el rugido del

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toro, toda una erupción de rabiainhumana y ansia asesina.

Son tres, pensó Júpiter, tembloroso.El revoloteo, el bramido y la risa. Tresruidos, tres seres.

«El Espíritu, el Fuego y el Toro»,había susurrado Pascale. Una trinidadimpía para gobernar el oscuro abismo.

Entonces, surgió una segunda luz, nobajo ellos, sino encima. Titilaba sobreel borde de la escalera, buscando,palpando, acompañado de una voz.

—Sé que están ahí abajo. ¡Lo sé!Aunque Trojan no podía darse

cuenta, vieron la luz con la que éliluminaba el suelo. Vieron una mano que

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temblaba entre las columnas de labarandilla, con una pistola entre losdedos que apuntaba hacia abajo, sinningún destino definido, porque Júpitery Coralina debían de estar allí.

Sonó un disparo, después otro.Trojan disparaba a ciegas en laoscuridad. Las balas aterrizaron a dospasos de sus pies, abriendo sendoscráteres en los peldaños.

Coralina tiró de Júpiter a lo largo demedia circunferencia de la escalera másabajo, para que la columna central losseparara de los disparos. Trojan debíade encontrarse ya al límite de susfuerzas para realizar tal acto de

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desesperación. Era un anciano enfermo ydébil.

Un disparo más.«Seguros solo en la oscuridad... y el

silencio».Coralina y Júpiter se agacharon, se

apretaron fuerte el uno contra el otro,bajaron la cabeza, se escondieron tras lacolumna.

Pero no de Trojan.La luz que surgía del suelo se volvía

más clara, en colores amarillos, rojos ynaranjas. ¡La luz del fuego! Algo surgióde las profundidades, ardiendo enllamas, rodeado de una aureola de calorardiente, tanto como para calentar

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repentinamente la piedra de losescalones.

Entonces se oyó el grito de Trojan.Durante algunos segundos, acalló el

bramido del toro, y una ráfaga de hedornauseabundo procedente de arriba lesinundó. Olía a carne quemada y a pelochamuscado, pero en ningún momento seinterrumpió el salvaje y aterrorizadoaullido del anciano.

La luz había alcanzado el mayorgrado de intensidad, y se mantenía enese tope mientras la pareja seguía justoal otro lado de la amplia columna depiedra, que los ocultaba de lo que fueraque se encontrara allí arriba y los

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mantenía protegidos de su vista y de sucalor.

Sin embargo, en el último momento,Júpiter no pudo reprimir la tentación y,sin prestar atención al dolor o aCoralina, que tiraba de él, se asomó alotro lado de la pared. Lo que vio fuealgo parecido a una cruz de fuego, quizáun hombre en llamas con los brazosabiertos de par en par, o quizá fueranalas extendidas. Con él, fundido en unadanza de calor ardiente y carneabrasada, el cuerpo del anciano, elcadáver de Trojan, colgaba sobre elvacío.

La luz se difuminaba, se apagaba, se

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perdía en la oscuridad.«El Espíritu y el Fuego...».El padre y el hijo.Los pensamientos de Júpiter giraban

en una ruleta de dolor y desconcierto.¿Y si los dioses hubieran cumplido consu parte del pacto cerrado con Dédalo?¿Y si realmente le hubieran devuelto asu hijo, vivo y ardiendo por toda laeternidad, condenado a un dolormilenario más allá de toda concepción?

No encontró respuesta, solo uncaleidoscopio de imágenes y sospechastan vagas como nebulosas.

El abismo se tragó definitivamenteel fuego, y no dejó más que tiniebla, una

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oscuridad que nació en la barandilla, seextendió y lo envolvió todo.

Pero el peligro no había cesado.El bramido del toro continuaba

acercándose, ascendiendo furioso lasescaleras, haciendo temblar toda suestructura. El polvo caía desde lasjunturas sobre las cabezas de la pareja,como una fina y gris neblina de ceniza.

—Vamos —susurró Coralina—.Tenemos que subir.

Júpiter luchó contra el dolor. Ya nole quedaban fuerzas en la pierna herida,que arrastraba más de lo que le sostenía.

Los dos ascendieron juntos y a duraspenas a través de la penetrante

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oscuridad. Aquello que les seguía entrerugidos y traqueteos debía avanzar a unavelocidad notablemente superior a la dela pareja, pero aún contaban con unaenorme ventaja.

Una corriente de aire, corta perointensa, les dio en la cara, que se lesquedó entumecida.

A Júpiter le recordó un aleteo. Alasinvisibles en la oscuridad.

Las alas de un fantasma que losobservaba, sin intervenir, tan solovigilando, quizá esperando, a ellos o ala bestia que seguía sus pasos.

No había tiempo para dudas nireflexiones.

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Había que seguir subiendo.No podían ver los escalones, y cada

dos por tres uno de los dos tropezaba,arrastrando al otro en la caída, peroCoralina guardaba fuerzas y destreza porlos dos, y tiraba de Júpiter cuando supierna sana flaqueaba de cansancio o eldolor le hacía ver cosas irreales.

Un poco de claridad, un rayo de luzse abrió sobre ellos en medio de lanoche eterna. La forma de la puerta,perfilada con el tímido resplandor delosario.

El bramido se repitió tras ellos.Finalmente les llegó un olor, un hedoranimal, caliente y sofocante, como el de

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la guarida de un animal salvaje.—¡Ya viene! —gritó Júpiter,

mientras se tambaleaba sobre losúltimos escalones.

Coralina desconectó su juicio, surazón, su miedo. Solo miraba haciaarriba, hacia la superficie, hacia lasalvación.

—La puerta se está... estrechando.Ya no había aire, solo dolor en el

costado y las paredes para sujetarse.Y de nuevo, aquel bramido...Pascale no estaba. Habrían

tropezado con él en la oscuridad.Entonces, Júpiter comprendió por

qué la puerta se había estrechado, por

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qué seguía estrechándose. Pascale y elensangrentado Dorian estaban al otrolado, ¡empujándola con todas susfuerzas!

—¡Pascale! —bramó tan fuertecomo pudo, pero su grito no era más queun ronquido sordo—. Dorian... ¡esperad!

Se precipitaron sobre la puerta. Elhombro de Júpiter rozó la piedra, que ledesgarró la ropa. Coralina tropezó ycayó al suelo, y él aterrizó sobre ellaentre gritos de dolor.

El bramido, y con él, la seguridad deque había algo allí, cercano, enfurecido,una forma mitad humana y mitad...

La puerta se cerró.

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Coralina se levantó de golpe, searrojó contra la piedra, jadeando dedolor.

Sacó la llave de la cerradura.Se oyó un gran estruendo, como si

algo hubiera impactado contra la puerta.La cámara subterránea tembló desde loscimientos, y una lluvia de fragmentos depiedra y polvo cayó por todas partes,pero la puerta se mantuvo indemne. Unrugido sordo reveló la rabiaincontenible de sus perseguidores, y elmuro tiritó una vez más, en vano.

Un nuevo bramido, y después, elsilencio.

Júpiter percibía su entorno como a

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través de un velo, no veía más quetrazos simplificados, pero oía la débilvoz del abad que le pedía a Coralinaque se ocupara de Pascale.

—Usted necesita un médico —respondió ella, sin aliento.

Dorian no replicó.—Vaya arriba. Destruya... la

calavera del centro. Quizá baste... porun par de... generaciones.

Se oyó un ruido, después:—¿Dorian? —la voz de Coralina

estaba ahogada en lágrimas—. ¡Dorian,maldita...!

Júpiter sintió cómo le agarraban elbrazo.

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—Te estoy sacando de aquí —lesusurró ella suavemente al oído—.Dorian está muerto.

—¿Y... Pascale?—Ahora voy a buscarlo.—No quiero... que bajes... tú sola.Su protesta fue débil y sin capacidad

de convicción, pues sabía que ella notenía elección si quería salvar al monje.

En algún momento, tras muchosesfuerzos y mucho dolor, vio la luz quebañaba la cripta, vio las paredes dehuesos y un cuerpo inerte en un charcode sangre: el monje que los había dejadoentrar, tanto a ellos como al abad.Trojan también le había disparado.

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Júpiter se quedó echado sobre elsuelo de piedra, con las mejillasapoyadas sobre una losa helada.Haciendo un gran esfuerzo, rodódespués de un rato hacia un lado y vio aCoralina, que surgía de la hendidura dela pared con Pascale en brazos. Dejó almonje junto a él y giró la ruleta delsuelo, gimiendo y llorando, hasta que lapared volvió a su sitio y el pasadizosecreto quedó sellado.

Cuando se volvió al altar, Júpiter sehabía arrastrado ya hasta él. Empujó conlas dos manos la calavera de piedra y sesintió morir, pero empujó otra vez y otramás, cada vez más débilmente, hasta que

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Coralina se colocó junto a él, le cubrióel rostro con las manos frías e inclinólos labios sobre la oreja delinvestigador.

Susurraba. Respiraba.Susurraba.

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Epílogo

Salieron de la sombra de lacolumnata para entrar en la plaza de SanPedro.

Cientos de turistas se arremolinabanen el amplio espacio frente a laBasílica, solos o en manada, concámaras de fotos y de vídeo, y guías deviaje para consultar. Los monitoresturísticos hacían señas con paraguas, apesar del buen tiempo, para reunir denuevo a sus grupos. Una docena deperegrinos de piel oscura, vestidos conamplias túnicas, se cruzaron por su

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camino y entraron en la Basílica de SanPedro, donde unos hombres vestidos denegro, con gafas de sol y auricularesvigilaban atentamente a los visitantes,procurando siempre evitar un atentado.

Júpiter se maravilló de la belleza dela plaza como si solo la conociera porfotografías. En su primera visita a laciudad, no sabía ya hacía cuántos años,apenas había podido esperar para acudirallí, observar las masas de gente,capturar en un segundo la extraña mezclade actividad mercantil y veneraciónfervorosa.

Entre las altas columnas de Berninise había sentido protegido, a pesar de

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ser un lugar abierto. Sin embargo, ahora,mientras atravesaba diagonalmente laenorme plaza, volvió a asaltarle unanueva oleada de miedo, la sensación deestar siendo observado. Incluso eldesmedido agotamiento le azotaba unavez más, a pesar de los tres días quehabían pasado desde su regreso de lasprofundidades, tres días que habíantranscurrido entre muchas horas desueño y aún muchas más deconversación.

Hablar, dormir, hablar, dormir.El alto obelisco en mitad de la plaza

dominaba la actividad humana desdehacía siglos. Había sido Calígula quien

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lo había traído a Roma, como una joyapara su circo, a los pies de la colina delVaticano. En la esfera de metal de lapunta del obelisco se encontraba, segúncontaba la leyenda, el corazón de JulioCésar, atravesado en varios puntos porel acero de los traidores. Un corazónpagano en el centro del catolicismo.Sobre la bola, se había colocado unacruz, como si hubieran querido con ellodecir la última palabra en la sempiternaguerra de religiones.

Estacado los esperaba al pie delobelisco. Con su traje de verano decolor blanco y su bastón a la antiguausanza, parecía un dandi decimonónico.

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El clima frío parecía no hacer mella enél. Estaba solo, tal y como habíanacordado.

—Quisiera desearles lo mejor —dijo, cuando la pareja llegó hasta sualtura. Júpiter apoyó su peso en lapierna sana. El médico le habíaexplicado que debía utilizar la muletadurante un par de semanas más. Habíatenido suerte: el disparo solo le habíaatravesado el músculo.

—También quería darles las gracias—continuó Estacado—. Espero que nosuene demasiado cínico por mi parte.

—¿Por qué? —preguntó Coralinacon frialdad—. ¿Por haberle revelado

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dónde se encontraba la segunda entrada?—Sobre todo porque puedo confiar

en ustedes. Von Thaden y otro par deAdeptos no están, al igual que antes,particularmente contentos con que leshaya dejado marchar, especialmenteporque nadie sabe dónde está la plancha—miró a sus dos contertulios conénfasis—. Sin embargo, tenemos lasegunda entrada, y eso es lo másimportante. Entre los capuchinos ynosotros nos encargaremos de quepermanezca cerrada para siempre.

—¿Y Trojan?—Si lo que me han contado es

verdad, no tenemos por qué

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preocuparnos por él.—Él le apoyó. Debía de conocerle

bien.Estacado calló un segundo antes de

negar lentamente con la cabeza.—No tan bien como yo pensaba.

Ninguno de nosotros sabía lo que seproponía.

Júpiter y Coralina cruzaron unamirada breve.

—El que usted nos diga o no laverdad es algo irrelevante ahora,¿verdad? —Júpiter volvió la miradadesde el obelisco hasta la salida de laplaza. Allí le esperaba un taxi—. ¿Paraeso quería encontrarse con nosotros?

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¿Para darnos las gracias?—Para prevenirles. De Von Thaden.

La muerte de Landini no le ha gustadonada.

—Landini le engañó. En realidadsiempre trabajó para Trojan.

—El cardenal está furioso —dijoEstacado—. Con Landini, consigomismo, pero sobre todo con ustedes.Puedo impedir que les haga seguir, perono podrán regresar nunca a Roma.

Júpiter contempló la plaza porúltima vez.

—No se preocupe por nosotros.El español hurgó en el bolsillo de su

traje y extrajo un sobre lleno a reventar.

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—Es para ustedes.Coralina lo aceptó a regañadientes.

Miró en su interior y alzó la cara congesto reprobatorio.

—¿Dinero?—Lo necesitarán. Si yo estuviera en

su lugar, no trataría de utilizar unatarjeta de crédito en los próximosmeses. Con toda seguridad necesitaráncomprar billetes de avión, ropa nueva—dijo, señalando la pernera delpantalón de Júpiter, deformada por lasvendas—. Me he tomado la libertad deencargarme de la factura del médico.

Coralina realizó una suaveinclinación de cabeza, después cogió el

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sobre, sin agradecérselo a Estacado.—No crea que con esto ha comprado

nuestro silencio.—No tengo intención de ofenderlos

—respondió el español—. Confío en susentido común. Mantendrán la bocacerrada —durante un instante dio laimpresión de que iba a levantar la manoen señal de despedida, sin embargo, sedio cuenta del brillo hostil que latía enla mirada de Coralina, y lo dejó estar.

—Mucha suerte —dijo,sucintamente, y se marchó, siguiendo lasombra del obelisco como a un índiceextendido hacia la puerta del templo.

A Júpiter le invadió la sensación de

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que todo había acabado. Por fin.El paso por la línea de llegada, la

mirada atrás, la primera bocanada deaire libre.

Y ante ellos, una tumba.Júpiter y Coralina se encontraban de

pie bajo un haya, y contemplaban elmontículo de tierra recientementeelevado. No había ninguna lápida, tansolo una cruz de madera con unadiscreta inscripción.

«Miwaka Akada».Coralina extendió la mano para

coger la de Júpiter, y entremezcló susdedos con los de él. No habían dicho niuna palabra desde que habían entrado en

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el cementerio; un silencio saludable porpartida doble, porque ambos sabían loque el otro estaba viviendo.

A los pies de la tumba había un parde flores, pero ninguna corona. Júpiterse inclinó con gran esfuerzo, se apoyó enla muleta y dejó un ramo sobre eltúmulo. Durante un breve instantepermaneció en la misma posición, sinsoltar la mano de Coralina, pensando enel rostro de Miwa, en los sucesos de laTorre de San Juan, el brillodesconcertado de sus ojos, después elvelo turbio, difuso y sangriento que loscubrió...

—¿Estás bien? —preguntó Coralina

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con suavidad.—Sí —dijo él, y repitió otra vez,

más decidido y sólido—. Sí.Ella le dio tiempo para que se

despidiera. Todo el tiempo que élnecesitó.

—Si quieres estar solo un momento—empezó a decir, pero él agitó lacabeza.

—Está bien así —se volvió alevantar y colocó un brazo en torno altalle de la joven. Iba a decir algo,cuando una tercera sombra cubrió latumba.

Al volverse, comprobaron que lahermana Diana, la abadesa del

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Monastero Mater Ecclesiae, seencontraba de pie tras ellos. Habíadudado si acompañarles hasta allí.Prefirió esperar en la puerta delcementerio, según decía, pero ahora seinclinaba sobre las flores a los pies dela tumba y las colocaba junto al ramo deJúpiter.

—Le agradezco —dijo él— que seocupara de todo.

—Es nuestra obligación ocuparnostambién de los muertos —respondióella, con voz dulce—, no solo de losvivos.

—La plancha... —dijo él, pero laabadesa le interrumpió.

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—Se encuentra en el sarcófago de lasignorina Akada, tal y como usteddeseaba. Nunca se volverá a utilizar.

Como ninguno de los dos replicaba,la mujer miró por primera vez a la caraa Coralina.

—¿Y la llave?—En el Tíber. Donde el cieno y el

barro son más profundos.Diana suspiró, con aspecto de

sentirse muy aliviada.Júpiter volvió a mirar el montículo

pardo y la cruz.—La mataron por nada.

Completamente en vano.—Le salvó la vida —repuso la

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monja.Júpiter apartó la vista de la tumba.

Le resultaba difícil decir nada, encontrarlas palabras adecuadas.

—¿Cuándo se marchan de Roma? —preguntó Diana.

—Hoy mismo.Una corriente de aire frío y

penetrante sobrevoló el cementerio.Coralina se apretó contra Júpiter.

La abadesa les dedicó un apretón demanos y observó cómo se marchabanlentamente, con Júpiter cojeando, pocodiestro en el uso de muletas.

—¡Una pregunta más! —gritó lamujer.

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Los dos se quedaron quietos yvolvieron la vista atrás.

—¿Lo lamenta?—¿El qué?—¿Lamenta no haberlo visto? —

preguntó la abadesa—. El final de laescalera.

Júpiter meditó un instante, despuésrepuso:

—Pascale lo vio. Creo que con esobasta.

La mirada de la abadesa se perdióen la distancia.

—Nunca se sabrá a ciencia cierta silo que cuenta es verdad o el producto dealucinaciones.

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—No —dijo Coralina.—¿No? —preguntó Diana.—No lo lamento. Es lo que usted

quería saber.La abadesa sonrió con suavidad.—Que tengan un buen vuelo. Y una

vida próspera.Coralina alzó la mano en señal de

despedida, después llevó a Júpiter hastala calle.

Cuando se fueron, Diana bajó lamano. Rezó una oración ante la tumba yse santiguó.

Una segunda corriente de aire pasópor entre las flores, hizo caer un pétalo ylo empujó contra la cruz de madera,

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justo junto al nombre de Miwa, dondepermaneció como si lo hubieran clavadoallí.

La religiosa se volvió y se dirigiócon pasos lentos hacia la salida.

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Epílogo del autor

Las Carceri, junto con las AntichitaRomane, constituyen las obras mássignificativas de Giovanni BattistaPiranesi. Han inspirado a incontablesgeneraciones de artistas, desdeescritores como Thomas de Quincy,Jorge Luis Borges y Horace Walpolhasta dibujantes como M. C. Escher yAlfred Kubin, pasando por los grandescineastas Fritz Lang y Sergej Eisenstein.Fuera cual fuese el abismo del cualsurgieran las opresivas visiones dePiranesi, no cabe duda de que se trataría

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de uno al que merecería la pena echar unvistazo. Lo hemos intentado de una o deotra forma, por escrito, pintándolo oincluso musicalizándolo. Probablementesea materia de psicoanálisis.

El descenso de Piranesi al submundoromano es un dato históricamentedemostrado, al igual que su retornoposterior a la vida pública. Para cuandoregresó, ya había terminado las planchasde las Carceri.

Si se desea contemplar el osario delconvento capuchino en la Via Veneto,puede hacerse de acuerdo con loshorarios de visita habituales. El monjeque aguarda en la puerta les confirmará

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que apenas se sabe nada acerca delorigen de esa macabra obraarquitectónica, incluyendo a su creador.Visite a los capuchinos y maravíllesecon la decoración, realizada con losrestos de cuatro mil personas. Leprometo que es una visión que noolvidará.

De nuevo recurro a lasinvestigaciones que he realizado acercade las obras de otros autores. En estaocasión, me fueron de gran ayuda lostrabajos de Alexander Kupfer, BernhardHülsebusch, Franca Magnani y MaryBarnett.

Mi mujer, Steffi, me acompañó a

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Roma, al Vaticano y a la abadíacapuchina, a la Rotonda, a las diversasiglesias y, sobre todo, vino conmigo enlas incontables marchas a pie por elauténtico laberinto que constituyen loscallejones de la ciudad. He descrito lamayoría de lo que vi, solo dejo en eltintero toda una ristra de zapaterías ytiendas de ropa.Kai MeyerRoma, marzo de 2000.

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Notas de traducción

[1] Erich von Däniken: escritor suizoespecializado en teorías sobre la autoríaextraterrestre de los grandes avancesarquitectónicos y culturales de laantigüedad.

[2] Paternóster o carrusel vertical:especie de montacargas de gran volumenque asciende y desciende en un ciclocontinuado.