Un año sin Carlos Fuentes l Sobre Octavio Paz En recuerdo de Martha de la Lama l Fantasía de guerra nuclear, Marcos Winocur l La comedia electoral Crines contra cabellera l Homenaje a Anton Chéjov Colaboraciones de Marco Aurelio Carballo, Alonso Ruiz Belmont, Miguel Ángel Sánchez de Armas y Roberto Bañuelas
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l Sobre Octavio Paz l - revistaelbuho.com · Eve Gil l Otto-Raúl González (>) ... Francisco Prieto l Jorge Ruiz Dueñas Rafael Ruiz Harrel (>) ... Gilberto Aceves Navarro l Juan
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Un año sin Carlos Fuentes l Sobre Octavio PazEn recuerdo de Martha de la Lama l Fantasía de guerra nuclear, Marcos Winocur l La comedia electoral Crines contra cabellera l Homenaje a Anton ChéjovColaboraciones de Marco Aurelio Carballo, Alonso Ruiz Belmont, Miguel Ángel Sánchez de Armas y Roberto Bañuelas
el Búho. Órgano de difusiÓn de la “fundaciÓn rené avilés fabila, a.c.”, revista mensual, año 14. Julio 2013. número 150 editora responsable: ma. del rosario casco montoya l www.revistaelbuho.com l reserva de derechos al uso exclusivo: en trámite.
issn: en trámite. ambos realizados en el instituto nacional de derechos de autor l domicilio de la publicaciÓn: yácatas 242, narvarte, c.p.03020, delegaciÓn benito Juárez, teléfono y fax: 56 39 59 10. cel. 04455-20959228 l las opiniones
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Rigel Herrera Bracho
Nuestra portadista de este núme-ro de la revista en Rigel Herrera, quien nació en Guadalajara, Jalisco en 1975. Inició sus estudios en Arquitectura de la UNAM, pero al siguiente año se cambió a lo que a ella realmente le atraía: las artes plásticas. De esta manera concluyó la licenciatura de Artes Plásticas en la Escuela Nacional de Pintura, escultura y grabado “La Esmeralda”. Ha asistido a varios cursos y talleres con pintores muy reconocidos como con el Maestro Antonio Sobarzo y la Maestra Blanca González. Ha parti-cipado en más de 60 exposiciones colectivas y en 7 individuales en museos y galerías no sólo de México sino del extranjero: Estados Unidos, Italia, Inglaterra, Irlanda, Francia y España. Recibió el III Premio Internacionale di Arte Contemporanea, EUROP’ART Group; Mención Honorífica en el Salón Internacional de Artes Plásticas en Barcelona, España; el Premio Italia por el Arte en Florencia, Italia. Así como varios reconocimientos a su obra en la Embajada de Bulgaria en México; el Trofeo Remo Brindisi en Italia y en el Instituto Italiano de Cultura en México, entre otros reco-nocimientos. Fundó y actualmente dirige “La Masmédula Galería”, un espacio independiente para el arte contemporáneo.
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Director:René Avilés Fabila
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EditorialUn año sin Carlos Fuentes René Avilés Fabila l 4
De nuestra portadaFantasía de guerra nuclear casi a la medida Marcos Winocur l6El color de las palabras Edwin Lugo l 11EL público mexicano es de los más honestos en el mundo: Horacio Franco Benjamín Torres Uballe l 20Marta de la Lama: mujer extraordinaria, periodista brillante Marta Chapa l 22
ConfabularioPoemas Leonardo Sevilla l 26Octavio Paz Roberto López Moreno l 28La comedia electoral José Juárez Sánchez l 31Dialéctica de la lluvia Perla Schwartz l 34Memorias del exilio interior (II) Roberto Bañuelas l 36Crines contra cabellera Mónica Sánchez Orozcol 46
Letras, libros y revistasDionicio, el poeta, el crítico de arte, el periodista cultural René Avilés Fabila l54La biblioteca de David recomienda... David Figueroa l 58Las exequias del tiempo Alberto Aguilar l60Una peticion de entrevista a Seamus Heaney Roberto Bravo l63
ApantalladosMoviola en su laberinto Alonso Ruiz Belmont l66
Arca de NoéTodo se desmorona Miguel Ángel Sánchez de Armasl74Turbocrónicas Marco Aurelio Carballo l78
Para la memoria histórica(archivo coleccionable)La dama del perrito por Anton Chéjov l Páginas centrales
editorial
........ Un año sin Carlos Fuentes
� El Búho
Las comunicaciones son ahora veloces e
impiadosas: supe del lamentable falleci-
miento de Carlos Fuentes en cuestión
de minutos, cuando ya en las redes sociales y en
los medios en línea la noticia era comentada. Sin
ser amigo del novelista, salvo algunos encuentros
a comer y tomar un par de copas, pasé del estupor a
sinceramente lamentarlo. Carlos era el mayor escri-
tor vivo de México, el que más se había esforzado
en dar a conocer su obra en el campo internacio-
nal. Fue el mejor representante que tuvimos. Su tra-
bajo y personalidad, su amplia cultura, le abrieron
las puertas del mundo, obtuvo infinidad de recono-
cimientos y premios y aunque no tuvo el Nobel, dijo
con sentido de la amistad que al ganarlo Gabriel
García Márquez, él asimismo lo había recibido.
Ha pasado un año desde que Fuentes falleció
intempestivamente. Las autoridades lo han con-
memorado una y otra vez. Sus obras siguen editándose
y sobre su vida y obra aparecen multitud de artículos,
ensayos, tesis…
Los críticos literarios hablan de una obra de altas
y bajas. Puede ser. Pero las altas, realmente lo son y las
bajas son novelas dignas. Cuentista en el inicio, Los días
enmascarados, dio un prodigioso salto a la notoriedad
Luckie
Editorial �
y al más notable éxito con La región más trans-
parente, Aura y La muerte de Artemio Cruz.
Los demás libros fueron ladrillos en un muro
prestigioso e inalcanzable. Nadie como Carlos
Fuentes supo representar la modernidad del
país y escasos defensores tuvimos como nación
en el extranjero, principalmente en EU. Dio
una imagen de talento, cultura, inteligencia
y cosmopolitismo que pocos le han brindado
a un país con exceso de intelectuales y artistas
sobrevaluados. Novelista, cuentista, ensayista,
dramaturgo, analista político, era un hombre
crítico. Vivió con intensidad y jamás dejó de
escribir. Sus palabras sacudían a México para
bien o para mal. Como otro escritor notable,
Mario Vargas Llosa, no pudo marginarse, como
lo hizo de muchas maneras Alfonso Reyes, de la
fascinación política. Aquí tuvo caídas porque
los tiempos actuales son confusos y perversos.
Sin duda fue cercano al poder, trabajó para
el PRI y en especial para Echeverría, quien lo
hizo embajador en Francia. Renunció cuando
Díaz Ordaz fue representándonos a España. El
novelista no cabía donde estaba un hombre
manchado de sangre. Al declinar este partido,
siguió a ex priistas como Camacho y Ebrard,
suponiéndolos una “izquierda moderna”.
Vivió como canción de Paul Anka, cantada
por Frank Sinatra, a su manera. Era imbatible,
un viajero formidable que asombraba públi-
cos de las más diversas nacionalidades y en
todas defendía posturas progresistas y hacía
señalamientos ácidos a la política exterior
norteamericana por sus escasas luces sobre
América Latina. Es posible decir que fue una
lúcida conciencia en las últimas décadas. No
era infalible y a veces cometía alguna pifia,
pero su brillantez y agudeza fueron parte de
los grandes debates intelectuales. A pesar
del distanciamiento que tuvo con Octavio Paz,
otro hombre de ideas, polémico y aguerri-
do, asimismo cercano al poder, en este caso
a Salinas y Zedillo, no lo sacó de su lista de
personas admirables, lo respetaba, así nos
lo comentó a Raúl Cremoux y a mí durante
una comida amable y larga. No fue personaje
de pugnas personales, su grandeza daba para
más, debatió ideas y proyectos. Estaba absor-
to, como Balzac, creando su propia comedia
humana, pero se daba tiempo para sumarse a
las batallas políticas de su época, no siempre
con los mejores resultados.
Falta espacio para hablar de su inmensa
obra y su andar político. Como es normal,
tuvo severas influencias literarias y muchos
lo acusaron, como a Paz, de plagio, aunque
el tiempo y la desmemoria dejaron de lado la
sospecha. Sí, fue un mexicano formado para
el éxito universal. Los demás son de prestigio
local, aunque por ahora parezcan portentos.
Cuando supe de su intempestiva muerte, recor-
dé al adolescente asombrado que en 1958 fue
a pedirle que le autografiara su ejemplar de
La región más transparente, libro que se con-
serva en el Museo del Escritor.
René Avilés Fabila
� El Búho
de nuestra portada
1. LA NOTICIA
El comando estratégico de las fuerzas ar-
madas del País Uno detectó una flotilla
de misiles en vuelo hacia su territorio.
El coronel operativo, según las instrucciones, ac-
tivó sin más la alarma, corriendo de inmediato a
las oficinas del premier, a quien informó e hizo la
pregunta: ¿Da usted la orden de disparar nuestra
flotilla de misiles rumbo a los blancos del País
Dos? Permítame, coronel: ¿Hay modo de des-
truir en vuelo éstos que vienen hacia nosotros o
desviarlos de los blancos? Sólo a unos cuantos
y se aprecia que son más de un centenar. Estas
señales, las que denuncian la presencia de mi-
siles enemigos ¿no podrían estar equivocadas,
deberse a una falla en el sistema, una mala in-
terpretación, o tratarse de falsas imágenes? No,
señor, no en este caso, me lo acaba de informar
el comandante de zona estratégica. Entonces
¿los misiles en vuelo causarán inevitablemente
nuestra destrucción? Afirmativo, señor. ¿Cuántos
podremos abatir con las defensas? Con suerte, la
mitad, los que quedan son suficientes para arra-
Fernando Leal Audirac
Marcos Winocur
de nuestra portada �
sar a nuestro país, señor. Se hace un silencio. Coronel,
comuníqueme con el Ministro de la Defensa. No, espe-
re... El premier deja de apoyarse con una mano sobre
el escritorio, y da la vuelta.
2. LA DECISIÓN
Han permanecido todo el tiempo de pie, dos personas
decidiendo, o quizá sólo una, la suerte de la humani-
dad. El premier está ahora tras su escritorio, continúa
de pie. ¿Y para qué quiere usted, coronel, sumar, a la
nuestra, la destrucción del País Dos, y tal vez volver
inhabitable el planeta? ¿Qué repararíamos con ello?
¿Cuál sería nuestra ganancia? Perdone, señor: ¿Doy la
orden de disparar nuestra flotilla de misiles nucleares?
Negativo, coronel. Como usted ordene, señor. ¿Busca-
rá usted ponerse a salvo? No, coronel, con el barco me
hundiré. Tampoco voy a recurrir al teléfono rojo. No
tiene caso. El premier del País Dos me negará todo,
intentando ganar tiempo. Ya qué: ni ellos podrían
detener sus propios misiles. Se hace un silencio.
¿Cuánto falta, coronel? ¿Para qué, señor? ¿Cómo, para
qué...? ¡Coronel...! Para que nos alcancen los misiles.
El coronel consulta su reloj: alrededor de 28 minutos,
señor. Ya no hay tiempo, tiempo para nada, para que el
gobierno intente ponerse a salvo, la familia... nada.
Falta nos hace un arca de Noé... Otro silencio. No
avisaré a nadie. Los angustiaría sin objeto, que mue-
ran así, el verdugo ha levantado el hacha y ellos no
lo saben, no saben donde les han colocado el cuello.
Mejor así. Coronel, por favor, siéntese. Después de us-
ted, señor. ¿Eh? No lo había advertido, los dos estamos
de pie, pues... sentémonos. ¿Un whisky? Yo me tomaré
uno... ¿o prefiere vodka del bueno, nada de falsifica-
ciones? Gracias, señor, no bebo estando de servicio.
Coronel, coronel, en unos minutos más habrá dejado
el servicio. Pero ya no podrá beberse un whisky o un
vodka. En fin,... Vuelve al escritorio, saca la botella,
dos vasos -por si las dudas se arrepiente-, bebe, los
dos siguen de pie. Un silencio. ¿Tiene familia, coronel?
Sí, señor. ¿Estaba pensando en ella? Afirmativo, se-
ñor. Otro silencio. ¿Sabe, coronel? yo creo en el eterno
retorno. Todo volverá a suceder. Usted entrando con
la noticia, nuestro diálogo, yo con el vaso de whisky
en la mano... todo.
Esta impotencia... es lo que me desespera, repetir
el último acto de nuestro país, bueno, no el último, ha-
brá sobrevivientes, pero ¿en qué condiciones? Alguien
dijo: “los vivos envidiarán la suerte de los muertos”.
¿Cuánto falta, coronel? No -atajándolo-, no me diga.
Han sido capaces de hacernos esto... ¿por qué? Pres-
tos a discutir la propuesta de eliminar las armas de
destrucción masiva, las negociaciones están a punto...
Señor, disculpe, ¿puedo aceptar su whisky? Desde lue-
go, ya está servido. ¿Hielo? Negativo, señor, gracias.
¿Podemos brindar, coronel, o le parece impropio? ¿A
la salud de quiénes? De nuestros sobrevivientes, sus
hijos, sus nietos... bueno, a la salud, no. A la sabidu-
ría que algún día les roce, al nunca más una jornada
como la de hoy. Chin, chin, un silencio.
3. MÁS EXPLICACIONES
El premier se sienta. Le diré, coronel, cómo veo las
cosas. Antes de que nos atacaran, la consigna era: de-
volver golpe por golpe. Y se proclamaba a los cuatro
vientos, a ver si así se disuadían de golpearnos pri-
mero por miedo a la represalia. Como se dijo, el País
Dos tenía de rehén a nuestra población y nosotros a la
de ellos. El equilibrio del terror que conoció la guerra
� El Búho
fría. Pero eso era antes de la agresión. Antes, se trata-
ba de disuadir. Ahora se trata de otra cosa: salvar lo
que se pueda de la humanidad. Paradójicamente, “el
malo” no pagará las cuentas, saldrá ileso. La víctima
queda paralizada, no puede defenderse. Para estos
últimos minutos que nos quedan, la consigna es otra:
preferible que sobreviva media humanidad a que sea
borrada del mapa, sin contar el daño a la biosfera.
No puedo contestar a la agresión nuclear, el criminal
tiene asegurada la impunidad, es la lección final que
da la especie humana: la impunidad al criminal. No me
sumaré a ella, no entraré a ese juego.
Claro, el genocida arriesga, es cierto, que del otro
lado -nosotros- haya una mente gemela y la agresión
sea contestada. Pero yo no lo soy. No habrá respuesta.
El silencio será mortaja. ¿Me permite una observación,
señor? Adelante. Me suena a la dialéctica de poner la
otra mejilla, también eso. Un silencio. Del otro lado
del océano, coronel, hay familias como la suya y la
mía. Puedo hacerlas un amasijo de cemento y sangre
¿para qué? ¿Por venganza? ¡Vamos...! Ellas están tan
ausentes de la jugada como nuestras familias.
4. SE IMPONE EL TUTEO... HAY NOVEDADES.
SE CANCELA EL TUTEO
Prosiguen el diálogo en una zona de soledad e impo-
tencia donde las jerarquías se abaten, dos malos men-
sajeros: se niegan a dar la noticia. Y que, cómplices, se
abren a la fraternidad: sin reparar en ello, comienzan
a tutearse. ¿Tienes hijos...? Dos, mañana debía llevar-
los a... ¿Estás separado? No, los niños querían esta
vez una salida con su padre, el “siempre ocupado”.
¿Qué edades tienen? Cinco y ocho, pero... en el País
Dos ¿las familias son como las nuestras? Espera, los
minutos corren, déjame preguntarte una tontería. ¿No
hay ninguna posibilidad que todo esto sea un sueño,
un mal sueño, una pesadilla, o bien una falsa alarma,
las computadoras han enloquecido, no sé, algo...?
Suena el teléfono, los dos se miran absortos, el
premier despaciosamente levanta el auricular. Señor
-una voz tensa que no espera el saludar-, aquí el co-
mandante de zona estratégica, la nube de misiles ha
desaparecido de nuestros controles, como esfumada.
¿Ha pasado el peligro? Afirmativo, señor. ¡Alabado sea
Dios! ¿Y a qué se debió...? El premier, el comandante al
otro lado de la línea y el coronel, que lo ha comprendi-
do todo, están a punto de llorar. Señor -el comandante
se controla-, son formatos eléctricos, de morfología
caprichosa, esta vez nos confundió el diseño de una
flotilla de misiles... señor, una pregunta: ¿está el co-
ronel operativo con usted? Sí, acaba de entrar. El co-
ronel hace un gesto de sorpresa. Entonces, ¿sólo se
dio la orden de alarma uno? Correcto, comandante.
El coronel lleva a sus labios el tercer whisky. ¡Bendito
sea Dios, que usted, Señor Presidente, así lo decidió!
¿Y cómo supo...? Verá, comandante, bien: mañana,
ya calmos, se lo platico y usted me informará sobre los
motivos que tuvo para descartar la posibilidad de un
formato eléctrico. Sí, señor. Se despiden, cuelgan.
Suena el teléfono rojo. Por favor, con el premier
del País Uno. ¿Eres tú? Discúlpame, iré al grano. ¿Por
qué activaron el sistema de alarma uno? Ejercicio
de rutina. Pero, no nos dieron aviso, querido amigo. Te
ruego nos disculpes, se nos pasó, no volverá a suceder.
¿Todo normal? Todo normal. ¿Cómo está tu esposa?
Muy bien, gracias. Me la saludas. Lo mismo a la tuya...
cierto que eres soltero. Bueno, que los saludos sean
para la galana de turno... siempre te he admirado:
de nuestra portada �
¿cómo hiciste para hacerte elegir siendo soltero? Oye,
hace tiempo que quería agradecerte los chistes que me
mandaste por Internet, ése de la suegra está buení-
simo. A ver si chateamos un poco uno de estos días.
Claro que sí. Pero, dime, ¿no advirtieron como una...?
¿Una qué, mi queridísimo amigo? No, nada, olvídalo.
Naturalmente, levantarás la alarma uno. Cuelgo y lo
ordeno, no temas, mi buen. Nos vemos. Nos vemos.
Cuelgan. Otro silencio. Coronel... Desaparece el tuteo.
Sí, señor. Tal vez usted... Voy a recapitular lo sucedido
entre las cuatro paredes en esta media hora, no ¿qué
digo? en unos minutos, sólo en unos minutos. Entró
usted y no acababa de dar la noticia cuando sonó el
teléfono, era el comandante para comunicarme que el
peligro había pasado. Eso fue todo. ¿Me entiende, co-
ronel? Perfectamente, señor. Ah, y corra a levantar la
alarma. Sí, señor.
5. EN EL PAÍS DOS
En el País Dos, el premier,
después de colgar, re-
flexiona. ¿De modo
que supieron distin-
guir entre un forma-
to eléctrico de flotilla
y la flotilla misma?
Debemos andarnos
con cuidado, a estos
tipos no les creo, pero
nada. Y visualizaron el
formato eléctrico en sus
aparatos antes que nosotros,
si no ¿a santo de qué la alarma uno
sin avisarnos? Y yo, que quería buenamente advertir-
les sobre la falsa imagen... y que de una vez quitaran
la alarma uno.
6. EPÍLOGO
Cien días después de estos sucesos, EL País Dos lo-
gró una innovación tecnológica que posibilitaba am-
plio margen de maniobra en situaciones críticas: un
mecanismo adosado a cada misil, permitiendo su des-
trucción en vuelo desde base remota. Así las cosas,
el País Dos se las jugó. Dos oleadas de objetos vola-
dores partieron un día hacia el País Uno. La primera
de misiles nucleares y la segunda de aviones transpor-
tando tropas de élite y armamento. De momento, iban
casi juntas. Pero una de ellas deberá dejar la escena
bastante antes de divisar el blanco. Si lo hace la flotilla
de aviones, es porque el País Uno iba a ser destrui-
do. Si lo hace la flotilla de misiles, es
porque va a llegarse a un acuer-
do evitando el holocaus-
to tras la rendición del
País Uno, que acep-
taba ser ocupado
militarmente.
Y ése fue el
planteo del pre-
mier del País Dos
al premier del
País Uno: se en-
tregan o los borra-
mos del mapa. Olvi-
das nuestra capacidad
de respuesta, replicó el
atacado. No será usada, con-
Luis Garzón
10 El Búho
testó el atacante. ¿Cómo sabes? Aquí, junto a mí,
está un cierto coronel; me pide te salude de su par-
te y te agradece los excelentes whiskys que tomó
en tu oficina. Bien, tú decides. Tercera opción no hay.
Tu lógica de impedir a toda costa la destrucción de la
humanidad, es sabia. Te será reconocida por las gene-
raciones venideras. Yo, lo confieso, te admiro. Además,
y esto no es poca cosa, estás mejor situado ahora que
la otra vez cuando ustedes confundieron formato eléc-
trico con ataque muy real de misiles. Porque fue así
¿verdad, mi queridísimo? Me lo contó todo este ami-
go nuestro, el coronel, que tú seguramente calificarás
de otra manera. Y esto, precisamente, gracias a él y a
la innovación tecnológica que nos permite destruir los
misiles en vuelo. Y bien, no te queda mucho tiempo
para decidir.
Ya lo he hecho, contestó el aludido.
Acabo de ordenar un ataque nuclear ma-
sivo contra ustedes, permíteme una ex-
presión brutal, ustedes son ya cadáver.
Yo no tengo medios de destruir la flotilla
en vuelo, cada misil dará en el blanco, en
el mejor de los casos, podrán parar uno
de cada dos misiles, no te preocupes,
cada blanco tiene asignado dos misiles de
cabezas múltiples. Del otro lado de la lí-
nea, un silencio que bien puede calificarse
como silencio de muerte. Finalmente, una
pregunta: ¿Por qué lo hiciste? Para saber
si mi sabia lógica, que tanto alabaste, la
aplicarás ahora haciendo estallar tus mi-
siles en vuelo -tú lo puedes, yo no-. ¿Ad-
miras mi sabia lógica? Pues, aplícala. Las
generaciones venideras te lo reconocerán
y serán recibidos en son de paz, no es ne-
cesario cambiar. ¡Ah! Tus soldados en vue-
lo hacia aquí siguen el rumbo de los avio-
nes. ¡Tú decides! Te he pasado la pelota, a
ver si eres hombre sabio.
Y colgó.
Alejandro Caballero
de nuestra portada 11
EdWin Lugo
1
Entre los l50 cautivadores escenarios que
el pincel maestro del más célebre de los
paisajistas mexicanos, José María Velasco
(l840-1912) legó a la posteridad, no hay duda de que
los más extraordinarios, son aquellos que con riqueza
de detalles, imaginación, sensibilidad y dominio
absoluto de la técnica, retratan dos entornos de la
patria mexicana, próximos a la ciudad de Orizaba,
perla del heroico estado de Veracruz; uno de ellos
lleva por epígrafe: “El Puente de Metlac” en el que la
destreza del esteta capta magistralmente el paso del
incipiente Ferrocarril Mexicano, arrastrando la prole
de vagones con su rudimentaria locomotora de vapor
cuya chimenea lanza bocanadas de humo negro. El
convoy se desplaza cual una ondulante viborilla que
se abraza a las orillas de la abrupta serranía, mientras
los rieles de acero, casi frágiles, parecen desbocarse en
el pavoroso voladero: El otro representa al volcán de
Orizaba llamado Citlaltépetl -o Cerro de la Estrella-
cuyo cráter ocupa la parte superior nordeste del coloso y mide 500
x 400 metros de superficie con una profundidad de 300 metros; y
se ubica en los límites de los estados de Puebla y Veracruz a una
altura de 5747 metros.
Ambas obras inmortales realzan una geografía espléndida,
en la que más adelante se asienta, cual un racimo de rosas que
María Emilia Benavides
12 El Búho
se abren en la fresca hora del amanecer, la industriosa
ciudad de Orizaba, cuna de esfuerzos y de luchas,
suavemente recogida al pie del Cerro del Borrego
y a orillas del Río Blanco, a 1284 metros de altitud,
humedecida por las lluvias y sumamente laboriosa,
pues ha cobijado desde hace siglos industrias de
curtiduría, de hilados y tejidos, calzados, cerveza,
tabacos, talabartería y cordeles, alimentando sus
usinas con la energía proveniente de la planta hidro-
eléctrica de Tuxpango, que abastece además de energía
a una amplia zona del oriente del país.
No obstante su dinamismo, la ciudad, repuesta
varias veces de las erupciones del volcán, algunas
catastróficas como las sufridas en los siglos XVI y
XVII, continúa siendo el grato refugio de las noches
friolentas, y sus árboles frondosos aún albergan a
las bandadas de ruiseñores que los nativos llaman
Yoloxóchitl, cuyo obsesivo trino, aunque monótono
resulta particularmente dulce.
La centenaria villa aloja también: un hermoso
templo parroquial, el convento franciscano de San
Miguel de Gracia, las garitas de San Miguel y Escamela
con marcado sabor colonial y ostenta además con
legítimo orgullo el haber sido sede no sólo del estado,
sino en los aciagos días de la revolución, capital de la
nación mexicana.
A Orizaba la rodean tranquilos jardines donde
proliferan las sencillas flores del campo, y en sus
exuberantes bosques olorosos a cedro, crecen
encinos, palos-blancos, madroños, linaloes,
ailes, y uno que otro copal y pino-piñón;
entre esa vegetación paradisíaca cantan las
chicharras ebrias de luz, y crecen generosas
las milpas, las plataneras, y florece el cafetal
con los primeros aguaceros, mientras se tiñen
de violeta los crisantemos y las campanas de
las ermitas adormecidas al pie del lomerío
llaman a la devoción del rosario, mientras
brota de las humildes cabañas la consabida
columna de humo, anunciadora de la cocina
campestre donde hierven los frijoles negros
olorosos a repasote y la tortillera de las
manos magas, modela la tortilla de maíz,
blanca como una hostia, en tanto que sobre
el comal del bracero quema chiles y tomates
para preparar la salsa fresca y picosa,
sazonada con cabezas de ajos y cebollas
de cambray.
A lo lejos un pequeño grupo de
campesinos destaza un venado o asa una
Juan Román del Prado
de nuestra portada 13
liebre, otros salvan un arroyo pasando sobre un trozo
de árbol que les sirve de puente, mientras algún pastor,
conduce al corral su hato de ganado: caballar, bovino,
mular o caprino; y todo vuelve a ser como antes, paz,
trabajo, y lucha por la vida que sólo cesa hasta el
anochecer; entonces, la pretendida, la novia rondada,
acaso hoy todavía, igual que antes, levantará los visillos
de la ventana de su casa para ver pasar a su galán.
Ésta es y sigue siendo la provincia. El México auténtico;
aquí, al pie de esas impolutas cumbres de casquete blanco,
vivió, enseñó, escribió y murió: uno de los más prominentes
escritores nacionales, Rafael Delgado.
2
Rafael Delgado no nació en Orizaba sino en
Córdoba, el 29 de agosto de l853. La ciudad, bella
como la estampa de una tarjeta postal, fue fundada
por el virrey Fernández de Córdoba el 29 de Noviembre
de l6l7, y pocos años después, Juan Antonio Gómez, un
español inquieto y visionario, introdujo en la comarca
cordobesa el cultivo del mango y del café, que habría de
concederle posteriormente el prestigio de ser la región
donde se produce uno de los mejores cafés no sólo del
país sino del mundo.
Si Orizaba es hermosa como un bouquet de
orquídeas, y Fortín luce como una regia jardinera de
gardenias, Córdoba, la hermana gemela de la Córdoba
hispánica de emires y califas, la que embalsama
el ambiente con deliciosos aromas del café, es como
un soberbio haz de alcatraces que alternan con los
helechos y las campánulas. En sus bosques proliferan
los huarumbos, las higueras y los jonotes y en medio de
los beneficios cafetaleros corren los arroyos y los pájaros
carpinteros trabajan denodadamente en las ceibas.
En los atardeceres, algunas veces lluviosos,
las vacas regresan pensativas y perezosas al cobijo del
establo y los campesinos vacían los cestos de la pródiga
cereza que habrá de convertirse en el aromático elixir,
mientras otros no menos diligentes van separando el
caracolillo de la planchuela.
En este trópico de paraíso, Rafael el inteligente
niño cordobés, jugando entre las laderas pedregosas y
los caminos cubiertos con una tupida colcha de hierba,
aprendió a ser poeta, allí también, mientras se dejaba
arrastrar por su innata curiosidad fue descubriendo
los nombres de plantas, flores y pájaros; subió a los
árboles copudos, saboreó la fruta verde, se bañó
en los estanques de aguas cristalinas y deambuló por
los sembradíos y los naranjos en flor. Sus pies hollaron
todos los valles, exploraron todos los caminos, incluso
los más angostos que iban a parar en la cima misma
de las montañas o en el fondo de los barrancos,
desenterró lombrices de la tierra renegrida y apresó
lagartijas, guardando en su descomunal memoria las
imágenes de los amaneceres ornados de listones rosa,
las tardes tropicales en las que el pastor protegido por
un sombrero de anchas alas apacienta a sus ovejas,
en las claras noches cuajadas de luceros, iluminadas
por la luz platinada de la luna llena, otras oscuras, casi
misteriosas, adormecidas por el monótono crepitar
de los grillos, o alumbradas por el fugaz parpadear
de los relámpagos, coreados por el retumbar bronco
de los truenos detrás de las montañas.
Su curiosidad lo impulsó a penetrar lo mismo en
el interior de una capilla abandonada, olorosa a moho
y llena de telarañas, que en la parroquia, donde los
cirios encendidos, las flores marfileñas, los misales
encarnados, las volutas ascendentes del incienso, y los
acordes monumentales del órgano hacían resplandecer
las bendiciones con el Santísimo guardado en el oropel
de la custodia, los largos oficios de tres ministros
quienes lucían sus casullas y capas bordadas de oro
14 El Búho
contrastando con los blancos sobrepellices de los
monaguillos, proclamando en los sermones plagados
de latines, la magnificencia de la iglesia militante
imperecedera y triunfadora. ¡Y todo ello lo guardó
con celosa avaricia en el archivo de su memoria, para
vaciarlo más tarde en la exquisita prosa poética cuyas
descripciones superan a la realidad!
Un día, su familia tuvo que abandonar Córdoba
y Rafael emigró a Orizaba, a la que años más tarde
habría de rebautizar con los nombres de Pluviosilla
y Villa Triste. Allí cursó su educación elemental en el
colegio de Nuestra Señora de Guadalupe, pasando una
niñez holgada, y sin privaciones, hasta que su padre,
cuyos malos negocios lo llevaron al cierre tuvo que
declararse en quiebra.
A los doce años el prometedor estudiante fue
enviado a la ciudad de México para continuar sus
estudios, allí presenció el último año del efímero
imperio de Maximiliano, estudiando en el mismo
colegio guadalupano cuya sede se asentaba en la capital.
En 1868 regresó a Orizaba y se inscribió en el
Colegio Nacional donde estudió Literatura y Botánica.
En 1875 cuando contaba tan sólo 22 años, pasó
de alumno a profesor, impartiendo las asignaturas
de Historia, Geografía y Literatura. En este fructífero
período comenzó a destacar su acendrada vocación
magisterial, y el joven maestro, orador consumado,
prolongaba sus clases para complacer a su encantado
auditorio. Desde entonces y hasta su muerte Delgado
fue el mentor modelo que instruyó a muchas
generaciones, ya que sus clases al igual que sus
novelas fueron tal derroche de sabiduría, elocuencia
y elegancia, que lo convirtieron en el historiador
imparcial y desapasionado, en el cronista verídico de
la región y en el narrador cuyo lirismo lo convirtió más
tarde en el escritor más leído de su tiempo.
3
Muy joven empezó a publicar en los periódicos.
Sus primeros artículos versaron sobre el poeta italiano
Giacomo Leopardo, el romántico Bécquer y Núñez
de Arce, en tanto que la Sociedad Literaria Sánchez
Oropeza lo daba a conocer en sus veladas. Años después
colaboró en la Revista Nacional de Letras y Ciencias de
México, y fue en sus páginas donde según la costumbre
de entonces, fue publicada por primera vez, su novela
cumbre La Calandria cuando corría el año de 1893. Para
entonces el audaz autor había rebautizado a la patria
con sus sabrosas narraciones, así Orizaba se convirtió
en Pluviosilla, Río Blanco en Albano, Venta Blanca o
Torreblanca y Córdoba se trasformaron sucesivamente
en Villaverde, Villapaz y Villavieja.
El éxito por la publicación de La Calandria no se hizo
esperar. La obra no sólo es un fiel retrato de la provincia
sino una espléndida vivisección de la feminidad en su
más noble, delicada y completa expresión, destacando
las cualidades intrínsecas de la mujer mexicana, hoy,
tan lamentablemente deformadas o inexistentes
como resultado del destructor colonialismo cultural
que con el espectacular auge de la tecnología ha
ido minando, sobre todo en las grandes ciudades, los
elevados valores que normaron un día la conducta
de los mexicanos.
En esta obra debemos destacar el fiel dibujo de
los ambientes, la estructura, el manejo del idioma,
la habilidad desplegada en los clímax, los diálogos
que retratan fielmente el pensar y el sentir del pueblo
y el dramatismo del desenlace, obteniendo esa
extraordinaria biografía del alma, comparable a la que
el periodista judío-colombiano Jorge Isaacs obtuvo
en su conocida novela María.
La Calandria no solamente es la historia hija de la
romántica inspiración de un narrador consumado.
de nuestra portada 15
Su autor no sólo escribió una buena novela, sino
que creó un símbolo. Si María es la novia de Colombia.
La Calandria es la novia de México. Pero esta novela no
fue el chispazo accidental del escritor, que derrochó en
ella su fantasía sabiamente mezclada con el realismo
que en aquellos años pusieron en boga el francés
Emile Zolá, y la condesa Emilia Pardo Bazán y que los
estudiosos han etiquetado como la corriente naturalista,
sus aciertos se vuelven a repetir en Angelina, cuyo
título sabiamente aplicado a la protagonista, proclama
la angélica nobleza de la protagonista. Angelina vio
la luz en 1895 dos años después de la edición de
La Calandria.
Once meses después de su edición, Delgado
regresó a la ciudad de México por segunda vez, y entre
los años de 1894 a 1988 trabajó para una empresa
minera, pero fiel a su vocación, continuó escribiendo
esta vez para prestigiados diarios
como El Tiempo, El País y la Revista
Moderna, pero sin dejar de colaborar
en las publicaciones de Orizaba,
poniendo de relieve así la modestia y
su identificación con su tierra natal.
En l892 Delgado fue declarado
socio de la Academia Mexicana de
la Lengua, nombramiento que se
ratificó en 1898 cuando fue elevado
a miembro de número; pero aunque
agradecido por los homenajes y
reconocimientos, la nostalgia por su
amada Orizaba lo atrajo nuevamente
a su provincia, donde ocupó el
cargo de Secretario de la Delegación
Política que por algunos años su
padre, ya difunto, había detentado,
conjuntamente se le nombró profesor
en el Colegio Preparatorio de Jalapa donde enseñó
Literatura entre los años de 190l a 1909.
Siempre administrado de su tiempo y a pesar
de sus ocupaciones, Delgado escribió otra de sus
obras magistrales: Los parientes ricos que publicó el
Semanario Literario Ilustrado, obra en la que despunta
francamente el psicólogo intuitivo; y en la que retrata a
la sociedad burguesa de comienzos del siglo XX.
Un año después publicó Cuentos y Notas y en 1904
apareció en el diario El País, Una Historia Vulgar.
Rafael Delgado no es el escritor egocéntrico,
como suelen serlo muchos de los autores a quienes
la reputación ha consagrado; detrás del narrador
cuidadoso de su estilo, del observador a quien no
escapa todo lo que implica la naturaleza humana,
está el hombre, el provinciano sencillo que no sabe
de las vanidades, las envidias, las camarillas, los
Pedro Bayona
1� El Búho
ninguneos, y toda esa lepra que carcome como un ácido
una buena parte del gremio literario; y en 1910 probando
su indiscutible generosidad entrega su sabiduría
de autor realizado y su experiencia de catedrático
publicando sus Lecciones de Literatura donde afloran
el maestro, el pedagogo, el hombre para quien
enseñar fue su pasión igualada sólo con la de escribir.
Unos meses más tarde y con motivo de los Juegos
Florales de Orizaba, con humildad franciscana,
concursa como cualquier principiante, con su Oda
a la Raza Latina que resulta galardonada con el
Primer Premio.
Para entonces ha incursionado ya no sólo en la
poesía sino en el teatro, escribiendo para la escena La
Taza de Té que protagonizaron dos estupendos actores
de su época: Enrique Guash y Concepción Padilla.
Anteriormente, en 1885, la actriz Josefina Duclos había
escenificado su monólogo Antes de la Boda. Ambas
obras fueron representadas en el Teatro De La Llave de
Orizaba y en ellas concurren no solamente los amplios
recursos literarios de su autor, sino el conocimiento
del oficio teatral.
En abril de 19l4 el novelista sufrió un fuerte
enfriamiento al trasladarse a caballo de Jalapa a
Orizaba, en cuyo trayecto fue sorprendido
por un fuerte aguacero. Este penosísimo
percance de cuyas fatales consecuencias
no pudo reponerse, le produjo la muerte,
el 20 de mayo de 1914, cuando contaba
con 56 años, en la plenitud de su creación
y de su vida.
Uno de sus más acuciosos biógrafos,
el crítico Francisco Monterde, afirma que
el novelista veracruzano “es una muestra
del buen decir y del buen narrar, ya que en
él se conjugan la observación profunda
con la más asombrosa sensibilidad,
convirtiéndolo además en el minucioso
cronista de su tierra, en el buceador
del alma humana” y yo añadiría, el
explorador de la feminidad, siempre
medio oculta para los varones, que bien
poco o casi nada sabemos realmente
de nuestras complejas compañeras, a
tan singulares méritos se debe reconocer
a Delgado como un auténtico campeón
de la mexicanidad, de esta mexicanidad
que la globalización nos arrebata día con
Peter Saxer
de nuestra portada 1�
día, dejándonos en su lugar, el hueco materialismo
sajón, donde la acumulación de la riqueza se convierte
en el eje y meta de la vida, en detrimento del ideal, del
amor, de la belleza, del arte, y hasta de nuestra propia
identidad nacional nutrida por eminentes hombres
y mujeres que como Rafael Delgado creyeron en el
destino de cuanto somos como raza, como nación y
como país.
4
Nuestro poeta nacional Ramón López Velarde
afirmaba que la patria es el lugar donde se nace, se
crece, se ama y se muere.
La patria de Rafael Delgado fue un rincón del
estado de Veracruz regado por intensas lluvias del
que inventarió, valiéndose de sus conocimientos
de botánico: hierbas, flores y frutos regionales, si bien
su labor no se limitó a describir esa naturaleza pródiga,
sino que empleando su rica sensibilidad de artista y
sus recursos de literato, poseedor además de una
envidiable cultura, plasmó con maestría insuperable:
los tipos lugareños, las costumbres, tradiciones, los
ambientes pueblerinos y la vida sencilla del campo,
que él enriqueció -como lo hiciera el propio Velarde
en Zacatecas- con las tradiciones recogidas y con las
leyendas olvidadas, elevando a nivel de relato literario,
la síntesis de lo real y de lo imaginario, de la fantasía
y la realidad, convirtiendo a los conflictos lugareños
en tramas donde los sentimientos, las emociones, la
pasión intensa, torna a sus personajes protagónicos
en verdaderos prototipos de ese ser complejo que
es el hombre. Con la ambiciosa visión del novelista
recreó su Pluviosilla hasta dotarla de un rango
universal, escenario digno que su pluma maestra
retrata e interpreta, magnificada por la magia de
su palabra.
En la obra de Delgado -apunta Monterde- el cuento
y la novela, la tragedia y la comedia, la anécdota risueña
y hasta chusca se citan con el pensar grave y reposado
del filósofo, la observación aguda del psicólogo y
el matiz del paisajista. Sus novelas son antologías
de sus recuerdos, y jirones de su propia existencia, en
ellas nos introduce en las casas solariegas en cuyas
salas tenían lugar aquellas inolvidables tertulias
alrededor de la rústica chimenea, donde entre llamas
azules crepitaban los leños, mientras los habituales
asistentes: el boticario, el cura, el aspirante a poeta, o
el amanuense llamado evangelista, degustaban con el
café cordobés, los panecillos azucarados recién salidos
del horno, fisgoneando vidas y amoríos, comentando
las noticias políticas atrasadas de los periódicos
tardíamente llegados, refiriendo historias de fantasmas
y aparecidos, entremezcladas con la información sobre
los quintales de café recogidos o los precios de las
fanegas de frijoles o de maíz.
Leer a Delgado nos lava el alma, imprimiéndonos el
gozo, que él seguramente experimentó cuando escribía.
5
Ciertamente hay docenas de escritores pedantes,
galardonados por las élites y homenajeados por los
gobiernos que les han colgado medallas y concedido
prebendas, con las que bien han podido sobrevivir
holgadamente toda la vida; posiblemente sus obras
sean compendios de perfecciones, pero difícilmente
contendrán la frescura, el desenfado, la sencillez que
no admite pretensión, presentes en un cuento de
Rafael Delgado, quien de seguro nunca soñó, ni mucho
menos pretendió recibir distinción alguna, pero quin
todavía después de un siglo de su muerte, despierta
en el lector esa espontánea gratitud por el disfrute de
una narración tan blanca y bella, como un amanecer
1� El Búho
de su amada Córdoba. En sus lecciones de Literatura
definía que la narración es un relato interesante y
completo de algún hecho real o imaginario, escrito con
el fin de enseñar, conmover o divertir y añadía: confieso
llanamente y válgame algo de franqueza, que no
tengo mis escritos por cosa muy sabida y quilatada de
mérito, pero declaro, lector amabilísimo que no los creo
indignos de su discreción, ni merecedores de perpetuo
olvido, son hijos míos, hijos de mi corto entendimiento
y nacidos todos ellos en horas de amargura y de días
nublados, casi al mediar de mi vida, de esta pobre vida
que no será muy larga, y en años, que sólo el cultivo
del arte, puede alejar de nosotros el recuerdo de los
seres amados idos para siempre y en que dolorido el
corazón, nos entregamos de grado a las añoranzas
de la muerte.
En estas frases descubrimos al hombre detrás del
artista, cultivador de dos difíciles géneros literarios: el
cuento y la novela.
El cuento es engañoso, pues aunque en apariencia
es más fácil escribir cuentos que novelas que
requieren una trama más compleja, más personajes y
acontecimientos y por ende más extensión, el cuento
en cambio exige concreción, síntesis, dicho de alguna
manera: el saber decir mucho en pocas palabras.
La novela es la crónica de la vida y pese a su contexto que
puede ser en buena parte imaginario debe resultar real.
Si los hombres fuéramos felices no tendría caso escribir
novelas. El cuento en cambio, es un recreo absoluto de
la fantasía, nacido de la más vieja tradición oriental, de
los relatos que contaban los viejos camelleros cuyas
caravanas recorrían las inmensidades y que fatigados
de la dura travesía se sentaban sobre un pequeño
montículo de arena, en mitad del helado desierto
nocturno, para hablar de viajes hipotéticos, de ciudades
de maravilla, de princesas con ojos de jade, esclavizadas
por magos perversos y de audaces caballeros
dispuestos a rescatarlas con el filo de sus espadas.
En el cuento de Delgado titulado “Amistad”
el autor inserta una interesante crónica sobre su
apreciación de la ciudad de México a principios del
siglo XX: afuera la corriente constante de carruajes
y de trenes suntuosos, coches de alquiler, bicicletas que
iban como saetas disparadas por manos poderosas,
lagartijos atildados que pasaban luciendo su lindísima
estampa, busconcillas guapas que se lucían en la gran
arteria, mujeres hermosas lardeando de su belleza y de
sus lujos; ruido, bullicio, confusión, la triste y tormentosa
alegría de todo México a la hora de la exhibición diurna
en la célebre calle -feria de vanidades- paraíso de
bobos, perdición de mujeres, pudridero de corazones,
corrupción de almas y semillero de vicios.
En otro de sus divertidos cuentos “Mi única
mentira” nos pinta al gato de tía Pepa, a quién
habían puesto el mote de El morrongo, y el cual tenía
los ojos fosforescentes tal si estuviera provisto de
gafas luminosas.
En su novela Historia Vulgar el relator recrea a
Las Quintanilla, tres lindas muchachas hijas del
recaudador de rentas de Villatriste, que eran como
tres golondrinas que después de juguetear, bromear y
comerse a mediomundo, emprendían el vuelo risueñas
y divertidas; en esta novela cuenta la limpia historia de
una maestra Leonor Quintanilla y un ranchero tímido,
discreto pero honesto y sincero como verdadero hombre
de bien, quien no obstante aspirar a la mano de la
treintañera había sostenido anteriormente relaciones
con una costeña guapa llamada Candelaria, con la
que procreó hijos, pero cuando el noviazgo estaba
por quebrar, la valiente muchacha decidió casarse con
su novio a quien las urgencias sexuales lo llevaron a
tener una amante, entonces Leonor aceptó incluso
de nuestra portada 1�
adoptar los hijos de Luis quién se conmovió ante la
nobleza de su prometida.
Delgado describe con pluma maestra las traviesas
muchachas provincianas, las García, o las López, cuya
alegre gritería condensaba los trinos de los pajarillos
en primavera, posándose sobre los bananeros o
los cafetales.
6
Caminante: de la mano amistosa de Delgado
has llegado a Orizaba, seguramente pasaste por Río
Blanco, tierra teñida con la sangre de los trabajadores
que lucharon contra la inhumana explotación, la
desmedida codicia y la usura sin nombre de los racistas
emparentados con la avaricia y la crueldad más inaudita,
sus usinas fueron lugares más de suplicio que de trabajo,
más cárceles que fábricas; y estaban regenteadas por
gachupines codiciosos y franceses avarientos que
inventaron los derechos humanos para olvidarlos. En
esta tierra fue donde precisamente los obreros hartos
de las vejaciones lucharon por sus derechos y su
dignidad creando las sociedades mutualistas, y luego,
dando el pecho y desarmados lucharon y aún murieron
para emancipar a los pobres de la dictadura porfirista
y la voracidad extranjera. Detente a honrar a esos
hombres aguerridos de Orizaba, de Córdoba, de Fortín
y de Río Blanco, de Potrero, Omealca y Huatusco;
y después cuando encuentres en la carretera que une a
Orizaba con Córdoba la efigie de Rafael Delgado, no
dudes en honrar el monumento erigido en memoria
del insigne mentor, del sublime acuarelista cuya pluma
convertida en pincel, tiñó de colores las palabras, para
inmortalizar en sus páginas cuanto representa ese
heroico jirón de patria: Veracruz.
Ricardo Anguía
20 El Búho
BEnjaMín TorrEs uBaLLE
El pasado viernes 17, al término de una conferencia en
la que participó en el Senado, tuve la oportunidad de
saludar a uno de los mejores músicos mexicanos con-
temporáneos: Horacio Franco.
El virtuoso flautista y director de orquesta accedió amable-
mente, como es su costumbre, a responder preguntas de este
columnista, que a continuación comparto con ustedes.
- Maestro, acerca de sus 35 años de trayectoria que recien-
temente cumplió y celebró con un espléndido concierto en
Bellas Artes, ¿cuál es el balance de su brillante carrera?
-Bueno, primordialmente es que sigo teniendo tanto tra-
bajo como director y solista. Con proyectos como el que voy
a sacar en un mes. El proyecto de jazz, un proyecto que voy
a hacer en el Lunario del Auditorio Nacional con un disco
que ya saqué, y que está en maquila, pero que ya está
en internet.
Se llama H3A, está integrado con unas “rolas” de jazz, el
cual me metí de lleno hace un año a hacer con tres estupendos
músicos. Es un proyecto hermosísimo, con jazz, un cierto tipo
de fusión jazzística, barroca, dijéramos, por los instrumentos
que usamos; ése va a ser uno de los grandes proyectos este año.
Otro proyecto va a ser seguir trabajando y posicionando
a Capela Barroca de México, el grupo al que dirigí en Bellas
Artes, como la primera orquesta barroca con instrumentos originales
que sea autosustentable y que sea subvencionada por fondos públi-
cos y privados, para que ya en un momento suplamos en México esa
Rigel Herrera
de nuestra portada 21
gran y enorme carencia que tenemos de la música barroca
con instrumentos originales y que no tiene ninguna otra
orquesta mexicana.
Es decir, este trabajo que empezaron a hacer hace 35
años los europeos de tener orquestas barrocas con instru-
mentos originales, no existe en México.
Yo he tratado de propugnar esto por 20 años y no se
ha dado porque no ha habido realmente el financiamiento,
ni tampoco me había yo constituido como asociación
civil sin fines de lucro; pero ya que hay esto, tenemos que
nombrar un patronato para que realmente sea una autoges-
tión. Ya tenemos sede, por fortuna, ya nos prometieron el
Claustro de Sor Juana como sede para nuestros conciertos,
pero finalmente tenemos mucho que lograr.
- ¿Por qué la carrera de Horacio Franco es más conocida
en Europa que en México?
- Yo creo que no. Yo he tocado mucho en Europa pero
finalmente me he basado en México. He basado mi residen-
cia en México porque aquí hay mucho qué hacer y porque
aquí realmente me debo mucho al público mexicano. El
público mexicano es en verdad de los más nobles que hay
en el mundo, de los públicos más honestos y más vírgenes
en cuanto a que están ávidos de cultura.
Hay un público joven para la música de concierto muy
numeroso y creo yo que, en ese sentido, Europa, con todo
su bagaje cultural enorme e ilimitado, está un poco en la
decadencia musical por el estereotipo que tienen de los
conciertos clásicos.
Es decir, los conciertos clásicos están enfocados sola-
mente a un determinado tipo de población, que es el culto
público conocedor de arriba de 50 años, y todos se les están
muriendo, porque ya hay cada vez más público más viejo,
que no está finalmente tampoco en estado de pagar por
grabaciones o conciertos o por discos de música clásica.
Aquí hay un público naciente, yo por eso no me voy de
México, pese a que siempre me ha ido muy bien en Europa.
No me interesa tanto tocar ya en Europa como (sí) en México
o en países como Brasil, como Latinoamérica. Este año
he ido mucho a Asia también, estos años últimos he ido a
india, Hong Kong, China, Malasia e Indonesia, y me parece
que tienen una “fenomenología” igual que la de México:
público joven, público ávido de conocer cosas nuevas.
- ¿Cómo ve usted la cultura, el momento cultural
en México?
- Lo veo muy interesante, lo veo muy incesante, lleno
de vida y de actividades culturales de toda índole, de toda
creatividad y de toda diversidad.
Pero lo que necesitamos fundamentalmente ya, como
pueblo mexicano, es posicionar a la cultura y a las artes
como parte del Plan Nacional de Desarrollo. Tienen que ser
fundamentales en la educación desde la primaria hasta la
universidad, pero también tienen que ser fundamentales
en la educación preescolar y en la educación familiar a
invisible, como cada flor vincula el cielo con la tierra
Desde la tarde hasta la noche de nuevo nos encontramos
las personas con los pies en el suelo y las ideas
en su vuelo siguen a través de los minutos
y segundos de este abril en la abedulesa Arkadia
tan nórdica y real como imaginaria mientras los invitados
por el invento se reinventan al mismo tiempo
y así, como por arte de magia, cada quien hace
de improviso su propio cuadro, despojándose
de las anacrónicas poses y pretensiones externas
y con empatía y sencillez nos abrazamos al presente
confabulario
Daniel Zamitiz
confabulario 27
Desfiladero
En cualquier cuaderno pasa
la sombra de la memoria
se plasma en un arrebato
de desprendimiento hacia el universo
No queda nada
sino la voraz sensación
de una batalla que se pierde
o se gana por pequeños símbolos
La desesperación arranca
la sonrisa de raíz y contrae
en su seno el ácido enfoque
con sus grotescas realidades
Inauditoboceto
Recuerdas tu derrotero
cuando zarpas al horizonte
oscila en la mente
como un regalo postrero
el verso besa
con el olor del ingenio
sal de la oscuridad la sorpresa
muestra a la intemperie lo extraordinario...
Es así
como el juego del fuego baña
y rescata la maravilla
del deprimente sendero fluye el frenesí
y la frase delata con tino
los líquidos relámpagos del enigma
mutua envidia fecunda
yo no sé pintar me dice tu inocencia
pero aquí está mi desnudez
en un bodegón o paisaje
claroscuro al pastel
dibujado con la emoción
deslumbrada por el revoloteo
de una poesía infantil todavía
recuerdo este presente
que peregrina con los años...
yo no sé escribir
me dice tu pincel
acariciando el color
de cada palabra embarazada
más allá de una descarada mascarada
la nada y el todo se enhebran
en la frágil vida que sigue
hacia una nueva periferia
o encrucijada me adentro
al centro del dédalo o de él salgo
cuando asciendo de las pesadillas
con las alas de Ícaro en imágenes convertidas
las armas mientras el sol derrite el miedo
ante la arcana proeza de Prometeo
el fervor lúdico danza
y con la esperanza renace
la intensa chispa pasajera
28 El Búho
roberto López Moreno
No vio nacer al mundo,mas se enciende su sangre cada noche…
No vio nacer al mundo
mas se incendia su sangre cada noche;
desde ese palpitar otea el día,
lo descifra, traduce,
lo acomoda en todo lo que nombra.
El día aquí
es una herida por donde fluye
un motín de buganvilias.
Baja la fecha a nuestro somos,
recorre litorales de barro y nube.
Asombros.
Ometecutli –huitzillin amarillo-
(bujía de mis más rotundos desconciertos)
eleva
sobre nuestros destinos
la sed del fósforo
y nos convierte en la patria
de su penacho incandescente.
Rocco Almanza
confabulario 29
Cisne y nahual se ciñen a esta fecha
(éste es un cisne que sí conoce
su peso en el paisaje,
nahual que sabe su embrujada brasa)
cucharada de azúcar,
cucharada de sal.
En la pupila azul de la memoria
se dibujan los perímetros del viento,
descienden hasta el cisne y el nahual
que laten en la sangre
-adentro del gran árbol de su sangre-.
A la menor provocación
salta la sangre a ver el mundo,
a encontrarse con los líquidos
de la tierra de la que fue hecha árbol.
En el profundo cielo se refleja el mar.
El mar es un tumulto de agua estancada
en el que apenas cabe el huracán de la palabra.
El reflejo brama.
En el centro del espejo
un relámpago verde, fluido verde, manantial
verde, verdad verde de alegría
y alegría de verde,
arquitectura de los siglos verdes,
verbo verde
con todos los caminos inventados
para vivir sus construcciones verdes.
La vida, tocada por su mano verde,
arriba y abajo, a los lados,
adentro del tigre curvo
rayonado de años luz. Verdes.
El ansia bracea a contra-río,
va asumiendo la pequeñez de su distancia.
Bracea.
Hay valles y planicies en el recorrido
que se habían encuclillado
en algunos rincones de sus células.
Bracea río arriba.
Redescubre paisajes despintados
por un tiempo a la inversa.
Reconstruye paisajes.
Bracea hasta ovillarse, diminuto,
en un principio de agua mansa y misteriosa,
laguna de sombra y de sustancia eléctrica.
El ansia regresa a conocer la fuente.
Volvió a su centro,
a empaparse de la primavera incógnita;
está ahí, ovillada,
segundos antes de que haga saltar
en mil novecientas noventa y cuatro astillas
el cristal que la contiene.
Ahora el ansia bracea río abajo,
asumida otra vez a la corriente.
Ahora es una fuerza más verde que nunca.
Ya creó de nuevo el día.
No vio nacer al mundo
pero lo está inventando
30 El Búho
al encender su sangre cada noche,
al arder en la inmensa y silenciosa noche,
al alzar la noche
reposo de Dios,
oración del Diablo,
sacerdota y poetisa,
fruto derramado desde el cosmos,
oscura sabihonda,
cuna de la próxima ecuación verde.
(Abecedario Ave se diario Abecedario
A veces sedario
A veces sed… a río…)
Ya está aquí el día y su azul memoria. Verde.
Es un libro que no cesa,
Bracea. Prende.
Delata mis basfemias
*El 31 de marzo se cumplió un aniversario más del natalicio del
poeta Octavio Paz
Jesús Anaya
para la memoria histórica �
La dama del perritoEntre los escritores favoritos de Ernest Hemingway, escritor severo y hombre duro de acción, estaban dos autores opuestos a él: el ruso Anton Chéjov y el norte-americano Mark Twain, delicado el primero, juguetón y ameno el segundo. Anton Chéjov, 1860-1904, escribió no para los lectores rusos sino para los de todo el mundo. Su sinceridad literaria sigue siendo asombro de todos. Vivió entre el mundo ruso que se derrumbaba y el que nacía impetuoso bajo la guía de Lenin. Incluso, llegó a ser un gran amigo de Máximo Gorki, como antes lo fue de León Tolstoi. Sus obras, de prosa narrativa y teatro, son todas perfectas, de una serena belleza, elocuente y abierta. “La dama del perrito” es un relato corto, unas treinta páginas, pero todas son de una hermosa inten-sidad. Pocos como él para adentrarse en el cuerpo y la mente de los personajes femeninos. En tal sentido, sólo Flaubert alcanza esas alturas.
“La dama del perrito” es uno de los relatos más reconocidos y antologados. Con frecuencia le vemos citado y el número de sus lectores aumentan. Podríamos decir que es su obra clásica, representativa, a pesar de algunas de sus piezas dramáticas como La gaviota, El tío Vania y El jardín de los cerezos. En vida fue plena-mente reconocido como dramaturgo, sin duda de tal manera se veía él mismo. Curiosamente la posteridad lo recuerda más, después de tantos años de su muerte física, por algunos de sus magistrales cuentos.
Ahora, El Búho ha decidido hacer un modes-to homenaje al escritor ruso y de nueva cuenta pública “La dama del perrito”, una obra maestra de las letras universales, más bien para com-placer las nostalgias de sus antiguos lectores y despertar el apetito de los nuevos.
El Búho
La dama del perritoI
Decían que en el muelle había apare-cido una persona nueva, la dama del perrito. Dmitri Dmítrievich Gúrov
llevaba dos semanas viviendo en Yalta, se había habituado ya a la ciudad y empeza-ba a interesarse por las personas nuevas. Sentado en el café de Verné, vio pasar por el muelle a una dama joven, menudita, rubia, con boina; tras ella corría un lulú blanco.
Después solía encontrarla varias veces al día en el parque municipal y en la glo-
rieta. Paseaba sola, con la misma boina y el lulú blanco; nadie sabía quién era y todos la llamaban simplemente la dama del perrito.
“Si está aquí sola, sin marido, sin conocidos —reflexionaba Gúrov—, no estaría de más hacerme amigo suyo”.
Anton Chéjov
(Archivo coleccionable)
Aída Emart
�� El Búho
Dmitri Dmítrievich no había llegado aún a la cuarentena, pero tenía ya una hija de doce años y dos hijos que estudiaban en el liceo. Le habían casado joven, cuando era estudiante de segundo curso, y su esposa parecía ahora mucho más vieja. Era una mujer alta, de negras cejas, tiesa, encope-tada, grave, y, según ella misma decía, intelectual. Leía mucho, escribía j en vez de g, y llamaba a su marido Demetrio, en lugar de Dmitri, pero él la consideraba corta de alcances, de estrecho criterio y poco elegante; la temía y no le gustaba estar en casa. Hacía mucho que había comenzado a serle infiel, la engañaba con frecuencia y, probablemen-te por eso, casi siempre criticaba a las mujeres y cuando se hablaba de ellas en su presencia las calificaba de “raza inferior”.
Le parecía que su amarga experiencia le daba derecho a calificarlas como le diese la gana; sin embargo, no podía vivir ni siquiera dos días sin
la “raza inferior”. Entre los hombres se aburría, no se sentía a gusto, y se mostraba poco locuaz y frío; pero cuando se hallaba entre mujeres, sentíase en su ambiente y sabía de qué hablarles y cómo conducirse; con ellas ni siquiera callar se le hacía violento. En su aspecto, en su carácter, en todo su ser había un encanto indefinido, que atraía, que cautivaba a las mujeres; él lo sabía, y tambiénél sentíase atraído hacia ellas.
Una experiencia múltiple, y realmente amarga, le había enseñado desde hacía mucho tiempo que toda intimidad que al principio ameniza la vida y la hace agradable, toda aventura que se considera amable y fácil, se transforma inevitablemente para la gente decente, sobre todo para los moscovitas, tardos e indecisos, en un verdadero problema, en un problema tan complejo que la situación, al fin y al cabo, acababa por hacerse penosa. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer interesante,
Octavio Ocampo
para la memoria histórica ���
esta experiencia parecía borrarse de su memoria y la vida se hacía apetecible, y todo parecía fácil y divertido.
Y un anochecer, cuando Gúrov estaba cenando en el parque, la dama de la boina se acercó lenta-mente y ocupó la mesita de al lado. Su expresión, su manera de andar, su peinado, le decían que pertenecía a la buena sociedad, que estaba casa-da, que había ido sola por primera vez a Yalta y se aburría allí... En los relatos sobre la impureza de las costumbres locales había mucho de mentira. Gúrov los despreciaba y sabía que, en su mayoría, los había inventado gente que, de poder hacerlo, habría pecado de muy buena gana. Pero cuandola dama se sentó a la mesa vecina, a tres pasos de él, recordó aquellos relatos de fáciles conquistas, de viajes a las montañas, y la idea tentadora de una intimidad rápida, pasajera, de una aventura con una mujer desconocida, de la cual no se sabía ni el nombre ni el apellido, le obsesionó súbitamente.
Llamó cariñoso al lulú y cuando el animalito se hubo acercado, le amenazó con el dedo. El lulú gruñó, Gúrov volvió a amenazarle.
La dama le miró e inmediatamente bajó los ojos.—No muerde —dijo y sus mejillas se
encendieron.—¿Puedo darle un hueso? —preguntó Gúrov,
y cuando ella movió afirmativamente la cabeza, inquirió afable—: ¿Hace mucho que está usted en Yalta?
—Cinco días.—Pues yo voy ya por la segunda semana.Guardaron silencio unos instantes.—El tiempo pasa volando, ¡pero hay que ver lo
aburrido que es esto! —dijo ella sin mirarle.—La gente se queja de Yalta por vicio. Vive
uno en cualquier ciudad de provincias como Beliov o Zhizdra, por ejemplo, y no se aburre, pero cuan-do llega aquí dice: “¡Oh, qué aburrimiento! ¡Qué polvo!” ¡Como si viniese de Granada!
Ella se echó a reír. Después ambos siguieron comiendo en silencio, como dos desconocidos; pero cuando dieron fin al almuerzo, se marcharon juntos. Entablaron una conversación frívola, jovial, de gente libre y contenta, a quien daba lo mismo a
dónde ir y de qué hablar. Paseaban y comentaban la extraña iluminación del mar: el agua era de un color morado, cálido y suave, y la luna proyectaba en ella una franja de luz áurea. Hablaban de que el aire de la noche era sofocante por el calor del tórri-do día; Gúrov le contó que era moscovita y trabaja-ba en un banco, aunque había estudiado filología. En tiempos pensó cantar en la ópera, pero luego había renunciado a ese propósito. En Moscú tenía dos casas... Y supo de ella que se había criado en Petersburgo, pero que se había casado en S... donde llevaba viviendo dos años; que estaría un mes más en Yalta y, tal vez, fuese a recogerla su marido, que también quería descansar. No supo explicar dónde trabajaba su marido, si era en el gobierno civil o en el Consejo Administrativo del Zemstvo, y ella misma se reía de su torpeza. Supo además Gúrov que la dama se llamaba Anna Serguéevna.
Más tarde, ya en su habitación del hotel, pen-saba en ella, en que al día siguiente la vería con toda seguridad. Así debía ser. Al acostarse recordó que ella, hacía poco aún, había sido alumna en un colegio de nobles y que estudiaba igual que su hija ahora. Recordó cuánta timidez y cortedad había en su risa, en su conversación con un desconocido; sería seguramente la primera vez en su vida que estaba sola, en la situación de una mujer a quien siguen, miran y hablan con un sólo fin secreto, que no puede dejar de adivinar. Recordó su cuello fino y débil, sus bellos ojos grises.
“A pesar de todo, hay algo que da lástima en ella” —pensó quedándose dormido.
II
Pasó una semana desde que se conocieron. Era un día de fiesta. En el interior de las casas el aire era asfixiante y el viento, levantando por las calles torbellinos de polvo, arrancaba los sombreros a los transeúntes. Durante todo el día, Gúrov padeció de sed y entraba con frecuencia en el café, ofrecien-do a Anna Serguéevna bien jarabe, bien helados.No había donde meterse.
Al anochecer, cuando se calmó un poco el vien-to, fueron al muelle para ver la llegada del barco.
�V El Búho
En el embarcadero había mucha gente paseando, esperando a los viajeros, algunos con ramos de flores. En medio de esa elegante muchedumbre saltaban a la vista dos particularidades de Yalta; las señoras de edad estaban vestidas como las jóvenes y abundaban los generales.
Debido al temporal, el barco llegó tarde, cuan-do el sol se había puesto ya; antes de atracar en el malecón, estuvo maniobrando largo rato. Con sus impertinentes, Anna Serguéevna examinaba el barco y los pasajeros, como si buscase conoci-dos, y cuando se dirigía a Gúrov sus ojos brillaban. Hablaba mucho, sus preguntas eran bruscas y ella misma olvidaba inmediatamente lo que había preguntado; luego perdió sus impertinentes entre la muchedumbre.
El gentío engalanado se iba dispersando, ya no se distinguían los rostros, el viento había cesado del todo, pero Gúrov y Anna Serguéevna seguían para-dos, como si esperasen que descendiera alguien más del barco. Anna Serguéevna, había dejado de hablar y olía las flores sin mirar a Gúrov.
—El tiempo ha mejorado —dijo él—. ¿A dónde vamos a ir ahora? ¿Y si nos fuéramos a alguna parte?
Ella no respondió.Entonces él la miró fijamente y, de pronto,
abrazándola, la besó en los labios; sintió el olor y la humedad de las flores. Medroso, miró inmedia-tamente en derredor por si le había visto alguien.
Vámonos a tu casa... —dijo en voz baja.Y ambos marcharon rápidamente.En la habitación de Anna Serguéevna hacía
calor y olía al perfume que había comprado en la tienda japonesa. Gúrov, mirándola ahora, pensaba: “¡Qué de encuentros suele haber en la vida!” De sus aventuras pasadas había conservado el recuerdo de mujeres despreocupadas, bonachonas, alegres de amor, agradecidas por la felicidad que les daba, aunque fuera breve; y de otras —como su mujer, por ejemplo—, amaneradas, histéricas, que ama-ban sin sinceridad, con exceso de palabras, y una expresión como si no se tratara de amor, de pasión, sino de algo mucho más importante. Recordaba también a dos o tres muy bellas, frías, en cuyos
rostros se reflejaba de pronto una expresión rapaz, el obstinado deseo de tomar, de arrancar de la vida más de lo que podía dar; estas mujeres, que habían pasado ya de su primera juventud, eran capricho-sas, incapaces de razonar, despóticas, poco inte-ligentes; y cuando Gúrov dejaba de amarlas, su belleza incitaba en él odio y los encajes de su ropa le parecían entonces semejantes a escamas.
Pero en Anna Serguéevna había la timidez, la torpeza de la juventud inexperta, un sentimiento de desazón, y una sensación de inquietud como si alguien, de pronto, hubiese llamado a la puerta. Anna Serguéevna, esa “dama del perrito”, había reaccionado de un modo especial ante lo ocurrido, muy seriamente, como ante una caída irreparable; esto resultaba extraño e intempestivo. Sus rasgos se ajaron, se marchitaron, sus largos cabellos pendían tristemente. Permanecía pensativa, con un aire abatido, igual que una pecadora de algún cuadro antiguo.
—No está bien —dijo por fin—, ahora usted es el primero que no me respeta.
En la habitación, sobre la mesa, había una sandía. Gúrov cortó una raja y, sin apresurarse, comenzó a comérsela. Pasó una media hora, por lo menos, en silencio.
Anna Serguéevna le emocionaba, había en ella la pureza de una mujer decente, ingenua, que había vivido poco; la bujía solitaria que ardía sobre la mesa, iluminaba apenas su rostro, pero se notaba en ella preocupación.
—¿Por qué iba a dejar de respetarte? —pregun-tó Gúrov—. Tú misma no sabes lo que dices.
— ¡Que Dios me perdone! —dijo ella y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Esto es terrible.
—Parece que te justificas.—¿Cómo puedo justificarme? Soy una mujer
vil, baja, me desprecio y no pienso en justificarme. No he engañado a mi marido, sino a mí misma. Y no sólo ahora, sino hace tiempo que me engaño. Mi marido, tal vez sea una persona buena, honra-da. ¡Pero es un lacayo! No sé lo que hace allí, qué servicio presta; sólo sé que es un lacayo. Cuando me casé con él tenía veinte años, me angustiaba la curiosidad, quería conocer algo mejor; existe,
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sin embargo —me decía a mí misma—, otra vida. ¡Quería conocerla! Vivirla... Me quemaba la curiosi-dad... usted no comprenderá esto, pero le juro por Dios, que ya no podía dominarme, algo pasaba en mí, era imposible contenerme, y le dije a mi marido que estaba enferma y vine aquí... Y aquí también no hacía más que andar como una poseída, como una loca... y ahora me he convertido en una mujer banal, vil, que cualquiera puede despreciar.
A Gúrov le aburría ya escucharla, le enervaba ese tono ingenuo, esa confesión tan inesperada e inoportuna; si no fuera por las lágrimas que se veían en sus ojos, cabría pensar que bromeaba o hacía teatro.
—No comprendo —dijo quedamente—, ¿qué es lo que quieres, pues?
Ella escondió el rostro en su pecho y se estrechó contra él.
—Créame, créame, se lo ruego... —decía—. Me gusta la vida honrada, limpia, odio el pecado y yo misma no sé lo que hago. La gente del pueblo dice: el diablo me ha empu-jado. También yo puedo decir ahora que me ha empujado el diablo.
—Cálmate, cálmate... —balbuceaba él. Miraba en sus ojos inmóviles, asustados, la besaba, hablándole cariñosa y quedamente y, poco a poco, fue tranquilizándose y recobró la alegría; los dos comenzaron a reírse.
Después, cuando salieron, en el muelle no había nadie. La ciudad con sus cipreses tenía aspecto de muerta, pero el mar seguía agitado y batía la costa; una barcaza se balanceaba sobre las olas y, somnolienta, centelleaba en ella una pequeña linterna.
Alquilaron un coche y fueron a Oreanda.—Acabo de ver en el vestíbulo del hotel tu
apellido. En el tablero pone Von Dideritz —dijo Gúrov—. ¿Tu marido es alemán?
—No, parece que su abuelo era alemán, pero él es ortodoxo.
En Oreanda, sentados en un banco próximo a la iglesia, miraban en silencio el mar. Apenas se veía Yalta a través de la bruma matutina; en
las cimas de las montañas había inmóviles nubes blancas. No se movía el follaje de los árboles, can-taban las cigarras y el rumor monótono y sordo del mar, que llegaba desde abajo, hablaba del repo-so, del sueño eterno que nos espera. Lo mismo sonaría el mar aun antes de que existiese Yalta y Oreanda, igual suena ahora y lo mismo sonará, monótono y sordo, cuando nosotros no estemos ya. Y en esta estabilidad, en esta total indiferencia ante la vida y la muerte de cada uno de nosotros, se oculta, tal vez, la garantía de nuestra salva-ción eterna, del ininterrumpido movimiento de la vida en la tierra, del continuo perfeccionamiento. Sentado al lado de esta mujer joven, que parecía tan bella al amanecer, Gúrov, serenado y seducido por aquel ambiente maravilloso —mar, montañas,
Francisco Tejeda Jaramillo
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nubes, amplio cielo—, pensaba en que realmente, si se profundiza, todo en el mundo es magnífico, todo, menos aquello que nosotros pensamos y hacemos, cuando olvidamos los fines superiores de la existencia, nuestra dignidad humana.
Se acercó un hombre, el guardián, probable-mente; los miró y volvió a marcharse. Este detalle les pareció también misterioso y bello. Vieron lle-gar un barco de Feodosia, ya sin luces, iluminado por el alba matutina.
—Hay rocío en la hierba —dijo Anna Serguéevna rompiendo el silencio.
—Sí, es hora de regresar.Volvieron a la ciudad.Después, cada mañana, se veían en el muelle,
almorzaban juntos, comían, paseaban, admira-
ban el mar. Anna Serguéevna se queja de que dor-mía mal, de que el corazón la inquietaba con sus latidos. Le hacía siempre las mismas preguntas, agitada bien por celos, bien por el temor de que él no la respetara como era debido. Y frecuentemen-te, en la glorieta o en el parque, cuando cerca no había nadie, la atraía de pronto hacia sí y la besaba con pasión.
El ocio completo, estos besos en medio del día con temor y precaución de que alguien los viera, el calor, el olor del mar y la constante visión de gente ociosa, harta y elegante, parecía regenerarle; hablaba a Anna Serguéevna de lo bella y seductora que era; apasionado e impaciente no se separaba de ella ni un paso, pero ella, pensativa, insistía con frecuencia en que él confesase que no la respetaba,
que no la quería en absoluto y que sólo veía en ella a una mujer banal. Casi todas las tardes se marchaban a algún lugar fuera de la ciudad, a Oreanda o a las cascadas; y el paseo resultaba bien, las impresiones eran siempre magníficas, majestuosas.
Esperaban la llegada del marido. Pero se recibió una carta en donde notificaba que había enfermado de los ojos y suplicaba a su mujer que regresase lo antes posible a casa. Ana Serguéevna se apresuró a marchar.
—Está bien que me vaya —decía a Gúrov—. Es el propio destino.
Marchó en coche y él fue a acompañarla. Viajaron todo el día. Cuando tomó asiento en el vagón del tren correo y sonó la segunda llamada, dijo:
—Déjeme que le mire aún... Una vez más. Así.
No lloraba, pero estaba triste, como si estuviese enferma, y su ros-tro se estremecía.
—Pensaré en usted... le recor-daré —decía ella—. Dios sea con
Jaime Goded
para la memoria histórica V��
usted, viva feliz. No conserve mal recuerdo de mí. Nos despedimos para siempre, así debe ser, porque ni debíamos habernos conocido. Bueno, Dios sea con usted.
El tren partió rápido, sus luces desaparecieron pronto y un minuto después ni se oía siquiera su trepidar, como si todo se hubiera puesto de acuer-do para terminar lo antes posible este dulce ensue-ño, esta locura. Y al quedarse solo en el andén, fijos los ojos en la oscura lejanía, Gúrov escuchaba el canto de los grillos y el zumbido de los postes telegráficos con la sensación del que acaba de despertar. Pensaba que en su vida había habido una aventura más y que también había acabado, dejando tan sólo el recuerdo... Estaba emociona-do, triste, y experimentaba un ligero remordimien-to; esta mujer joven, a la cual no vería ya nunca más, no había sido feliz con él. Él la había tratadocon cariño y ternura, mas, sin embargo, en su modo de tratarla, en su tono y en sus caricias, flotaba la sombra de una ligera ironía, la grosera altanería del hombre feliz, que además casi le doblaba en edad. Ella le calificaba siempre de bueno, de extraordina-rio, de excepcional; por lo visto le parecía distinto de lo que era en realidad, es decir, la había enga-ñado sin querer...
En la estación olía ya a otoño y la nocheera fresca.
“Ya es hora de que también yo me vaya para el norte —pensaba Gúrov, abandonando el andén—. ¡Ya es hora!”
III
En Moscú ya era invierno, en su casa se encen-dían las estufas y por las mañanas, cuando los niños se preparaban para ir al liceo y tomaban el té, aún era de noche y la sirviente encendía la luz. Habían comenzado las heladas. El día de la primera nevada, cuando se sale en trineo, agrada ver la tierra blanca, los techos blancos, se respi-ra a gusto, libremente, y se recuerdan los años jóvenes. Los viejos tilos y los abedules, blancos de escarcha, tienen una expresión bondadosa y dicen más al corazón que los cipreses y las palmeras; a su lado se pierde el deseo de pensar en las monta-
ñas y en el mar.Gúrov era moscovita. Regresó a Moscú en un
magnífico día de invierno y cuando se puso el abri-go de piel, los guantes de invierno y se paseó por Petrovka, cuando oyó el tañido de las campanas en la tarde del sábado, su reciente viaje y los lugares donde estuvo perdieron para él todo encanto. Poco a poco se fue sumergiendo en la vida moscovita, devoraba tres periódicos al día y decía que, por principio, no leía los periódicos moscovitas. Sentía deseos de frecuentar restoranes, clubs, de asistir a banquetes y aniversarios, le halagaba recibir en su casa a famosos abogados y artistas y jugar a las cartas en el club de los doctores con un profesor. Ya se sentía capaz de comer una ración entera de solianka** en sartén...
Le parecía que al cabo de un mes o dos, Anna Serguéevna se cubriría de bruma en su memoria, y sólo de vez en cuando la vería en sueños, lo mismo que a otras, con su sonrisa conmovedora. Sin embargo, había pasado más de un mes, era ya pleno invierno, pero recordaba todo con tanta intensidad como si sólo ayer se hubiese despe-dido de ella. Y el recuerdo se hacía cada vez más vivo. A veces, cuando en el silencio crepuscular llegaban a su despacho las voces de sus hijos, que preparaban sus lecciones, cuando oía una romanza o los sones del piano en un restorán, o los aullidos de la ventisca en la chimenea, todo revivía de pronto en su memoria; lo ocurrido en el muelle, y el amanecer brumoso en la monta-ña, y el barco de Feodosia, y los besos. Recorría largo rato la habitación, rememoraba, sonreía, y los recuerdos se transformaban en sueños; en su imaginación el pasado se confundía con el futuro. No soñaba con Anna Serguéevna: ella le seguía por todas partes como una sombra. Al cerrar los ojos la veía como si la tuviera delante y le parecía más bella, más joven, más cariñosa de lo que era; y él mismo se la imaginaba mejor de lo que había sido en Yalta. Por las tardes, la contemplaba desde su armario de libros, desde la chimenea, desde una esquina; sentía su respirar, el dulce susurro de su ropa. En la calle seguía con la vista a las muje-res, buscando a alguna que se pareciese a ella...
V��� El Búho
Le angustiaba un gran deseo de contar a alguien sus recuerdos. Pero en casa era impo-sible hablar de su amor y fuera de ella no tenía con quien. ¡No iba a contárselo a sus inquilinos o en el banco! Y, además, ¿qué podía contar? ¿Es que entonces la quería? ¿Acaso fueron bellas, poé-ticas, ejemplares o simplemente interesantes sus relaciones con Anna Serguéevna? Y se veía obli-gado a hablar en general sobre el amor, sobre las mujeres, y nadie podía adivinar de lo que se trata-ba; tan sólo su esposa enarcaba las negras cejas y decía:
—Demetrio, no te sienta nada bien el papel de Don Juan.
Una noche, al salir del club de los doctores con su compañero de juego, un funcionario, no pudo contenerse y dijo:
¡Si supiera usted qué mujer más encantadora he conocido en Yalta!
El funcionario se sentó en el trineo y partió; pero de pronto volvió la cabeza y le llamó:
— ¡Dmitri Dmítrievich!—¿Qué?—Estaba usted en lo cierto; el esturión
tenía tufillo.Estas palabras tan corrientes, indignaron a
Gúrov, sin que él mismo supiese la razón; le pare-cieron humillantes, impuras. ¡Qué costumbres sal-vajes, qué gente! ¡Qué noches absurdas, qué días tan poco interesantes y grises! Juego desaforado a las cartas, gula, embriaguez, constantes conver-saciones siempre sobre lo mismo. En esos queha-ceres superfluos y en esas conversaciones siempre sobre lo mismo se iba la mejor parte del tiempo, se gastaban las mejores fuerzas y, al fin y al cabo, quedaba una vida vacía, sin interés, absurda, que no podía uno abandonar ni huir de ella, como si estuviese en una casa de locos o en una compañía de forzados.
Gúrov, indignado, pasó la noche sin dormir, y todo el día siguiente le estuvo doliendo la cabeza. Las noches siguientes también durmió mal; senta-do en la cama meditaba o bien recorría la habita-ción de un lado a otro. Le fastidiaban los niños, el
banco; no sentía deseos de ir a ninguna piarte ni de hablar de nada.
En diciembre, durante las fiestas, decidió mar-charse; a su mujer le dijo que iba a Petersburgo a recomendar a un joven, pero se fue a S. ¿Para qué? Ni él mismo lo sabía bien. Sentía deseos de ver a Anna Serguéevna, de hablar con ella, de tener una entrevista, si era posible.
Llegó a S. por la mañana y ocupó la mejor habitación del hotel: el piso estaba cubierto por un paño gris de uniforme de soldado y en la mesa había un tintero gris por el polvo, con un jinete sin cabeza que llevaba el sombrero en una mano levan-tada. El conserje le dio las noticias que precisaba: Von Dideritz vivía en la calle Staro-Gonchárnaia, en casa propia, no estaba lejos del hotel, era rico, tenía caballos propios y todos lo conocían en la ciudad. El conserje pronunciaba Drideritz.
Gúrov, sin apresurarse, se dirigió a la calle Staro-Gonchárnaia y buscó la casa. Frente a ella se extendía una tapia gris, larga, llena de clavos. “Una tapia así da ganas de huir”, pensó Gúrov, mirando tan pronto las ventanas, como la tapia.
Hoy no se trabaja en las oficinas, pensó, y el marido estará en casa. Además, sería una falta de tacto entrar en la casa. Se turbaría. Si le envío una esquela, puede caer en manos del marido y entonces fracasaría todo. Lo mejor es confiaren el azar. Y Gúrov se puso a pasear a lo largo de la tapia esperando el azar. Vio cómo entró en el patio un mendigo y le ladraron los perros; después, una hora más tarde, oyó los sones de un piano que le llegaban débiles y confusos. Seguramente Anna Serguéevna era la que tocaba. Se abrió la puerta de la calle y salió una viejecita; tras ella corría el conocido lulú blanco. Gúrov quiso llamarlo, pero su corazón, de pronto, empezó a latir precipitada-mente y de la emoción olvidó el nombre del perro.
Paseaba, y cada vez sentía mayor odio hacia esa tapia gris e, irritado, pensaba que Anna Serguéevna le habría olvidado, que tal vez se distraía ya con otro, y que eso era muy natural en la posición de una mujer joven que se ve obligada a contemplar desde la mañana hasta la noche esta maldita tapia.
para la memoria histórica �X
Regresó a su habitación del hotel y permaneció mucho tiempo sentado en el diván, sin saber qué hacer; después comió y durmió largo rato.
“Qué tonto y estúpido es todo esto —pensa-ba al despertar, mirando las ventanas oscuras: ya había anochecido—. Me he dormido y ¿ahora qué? ¿Qué voy a hacer por la noche?”
Sentado en la cama cubierta por una manta gris, barata, parecida a la de un hospital, decíase con rabia.
“Vaya con la dama del perrito... Vaya una aven-tura... Ahora fastídiate sentado aquí...
Aquella mañana, en la estación, le había salta-do a la vista un cartel anunciando con letras muy
grandes el estreno de Geisha. Lo recordó y fue al teatro.
“Es muy posible que asista a los estrenos” —pensó.
La sala estaba repleta. Y como en todos los teatros de provincias, el humo cubría las arañas, el gallinero rebullía inquieto; en primera fila los elegantes de la localidad permanecían de pie, con las manos en la espalda, en espera del comienzode la representación, y en el palco gubernamen-tal, en lugar visible, estaba la hija del gobernador con un boa, mientras que el propio gobernador se ocultaba modestamente tras la cortina, viéndose tan sólo sus manos; oscilaba el telón y la orquesta
Rigel Herrera
X El Búho
tardaba mucho en afinar los instrumentos. Gúrov buscaba ansiosamente con la mirada entre la gente que entraba y ocupaba sus asientos.
También entró Anna Serguéevna. Se sentó en tercera fila y, cuando Gúrov la miró, sintió que su corazón se encogía y comprendió con toda claridad que para él no había ahora en el mundo entero un ser más querido, entrañable e importante que ella; esta pequeña mujer perdida entre la muche-dumbre provinciana, que nada tenía de particular, con unos vulgares impertinentes en la mano, lle-naba ahora toda su vida, era su dolor, su alegría, la única felicidad que él deseaba. Y a los sones de la detestable orquesta, de los pésimos violines provincianos, pensaba en lo bella que era. Pensaba y soñaba.
Al mismo tiempo que Anna Serguéevna, entró y se sentó a su lado un hombre joven, de pequeñas patillas, muy alto y encorvado; a cada paso movía la cabeza y parecía que saludaba continuamente. Debía ser el marido que ella, presa de un senti-miento de amargura, había calificado una vez en Yalta de lacayo. Efectivamente, en su larga figura, en sus patillas, en su pequeña calva había algo lacayunamente modesto; tenía una sonrisa dul-
zona y en el ojal brillaba un distintivo científico, parecido al número de un lacayo.
Durante el primer entreacto el marido marchó a fumar y ella quedó sentada. Gúrov, que también estaba en el patio de butacas, se aproximó a ella y sonriendo forzadamente dijo con voz temblorosa:
—Buenas tardes.Ella le miró y palideció; luego volvió a mirar-
le con terror, sin creer en lo que veían sus ojos y estrechó fuertemente en sus manos el abanico y los impertinentes, luchando por lo visto consigo misma para no desmayarse. Ambos permanecían en silencio. Ella sentada, él de pie, asustado por su turbación y sin atreverse a sentarse a su lado. Cantaron los violines y las flautas, que los músi-cos comenzaban a afinar: sintieron miedo, les parecía que les miraban desde todos los palcos. Repentinamente ella se levantó y, rápida, se dirigió hacia la salida; él la siguió; ambos marchaban como insensatos, por pasillos y escaleras, ora subiendo, ora bajando, cruzaban veloces por delante de gente con uniformes de maestros, de magistrados y de funcionarios, todos ellos con sus insignias; ante sus ojos desfilaban damas, abrigos colgadosen las perchas, les soplaban corrientes de aire
llenándoles de olor de colillas de tabaco. Y Gúrov, que sentía latir fuertemente su corazón, pensaba: “¡Oh, Dios! ¡Y para qué esa gente, esa orquesta!...”
En ese momento recordó de pronto la noche en que se despidió de Anna Serguéevna y pensaba que todo había ter-minado y que jamás se volve-rían a ver. ¡Cuánto faltaba aún para el final!
En una escalera estre-cha y sombría donde ponía: “Entrada al anfiteatro”, ella se detuvo.
—¡Cómo me ha asustado usted! —dijo respirando fati-gosamente, aun toda pálida y
José Juárez
para la memoria histórica X�
aturdida—. ¡Oh, cómo me ha asustado! Apenas si respiro. ¿Para qué ha venido usted? ¿Para qué?
—Pero compréndame, Anna, comprenda...—pronunció a media voz, apresurándose—. Le suplico, compréndame...
Ella le miraba con miedo, con súpli-ca y con amor, le miraba fijamente, para gra-barse más hondo en la memoria sus rasgos.
—¡Sufro tanto! —proseguía sin escucharle—. He pensado en usted todo el tiempo, he vivido pensan-do en usted. Y quería olvidar, olvidar. . . ¿para qué, para qué ha venido usted?
Un poco más arriba, en un descansillo, dos estudiantes del liceo fumaban y miraban hacia abajo, pero a Gúrov le era igual, atrajo hacia sí a Anna Serguéevna y comenzó a besar su rostro, sus mejillas, sus manos.
¿Pero qué hace, qué hace? —decía ella horroriza-da, apartándolo—. Estamos locos los dos. Márchese hoy mismo, márchese ahora… Le imploro por lo más sagrado, se lo suplico... ¡Vienen hacia aquí!
Alguien subía por las escaleras.—Debe marcharse... —proseguía Anna
Serguéevna en un susurro—. ¿Me oye, Dmitri Dmítrievich? Iré a verle a Moscú. ¡Nunca he sido feliz y ahora soy desgraciada y nunca, nunca seré feliz, nunca! ¡No me obligue a sufrir aún más! Le juro que iré a Moscú. ¡Y ahora, despidámonos! Querido mío, amado mío, despidámonos
Estrechó su mano y corrió escaleras abajo, volviendo continuamente la cabeza para verle, y en sus ojos se leía que, efectivamente, no era feliz. Gúrov permaneció allí un poco más, escuchando, y cuando todo quedó en silencio recogió su abrigo y abandonó el teatro.
IV
Anna Serguéevna comenzó a ir a Moscú de vez en cuando. Cada dos o tres meses marchaba de S., diciendo a su marido que iba a ver a un profesor con motivo de su enfermedad de mujer, y su mari-do la creía a medias. Una vez en Moscú se detenía en el Bazar Eslavo e, inmediatamente, enviaba a
casa de Gúrov a un recadero. Gúrov iba a verla y nadie en Moscú lo sabía.
Una vez, iba a verla una mañana de invierno (el recadero había estado en su casa el día anterior por la noche y no le había encontrado). Con él marchaba su hija, que Gúrov había querido acompañar hasta el liceo; le venía de camino. Caían grandes copos denieve húmeda.
—Hace tres grados sobre cero y sin embar-go nieva —decía Gúrov a su hija—, pero ésta es la temperatura de la superficie de la tierra, en cambio en las capas superiores de la atmós-fera la temperatura es completamente distinta.
—Papá, ¿por qué no truena en invierno?Se lo explicó. Al tiempo que hablaba, pensaba
que iba a una cita, que nadie lo sabía y, probable-mente, jamás lo sabría. Tenía dos vidas; una mani-fiesta, que veían y conocían todos los que querían verla, vida llena de verdad y mentira convenciona-les, semejante en todo a la vida de sus conocidos y amigos, y otra que transcurría en secreto. Y por una rara coincidencia de circunstancias, tal vez casua-les, todo lo que para él era importante, interesante, preciso, todo lo que era sincero y verídico, aquello que constituía la médula de su vida, era oculto para los demás; en cambio, todo lo que era su mentira, la membrana en la cual se escondía para ocultar la verdad, como por ejemplo, su trabajo en el banco, sus discusiones en el club, su “raza inferior”, su asistencia a fiestas y aniversarios en compañía de su mujer, todo eso era manifiesto. Y por sí mismo juzgaba a los demás; no creía en lo que veía, supo-niendo siempre que cada persona vivía su verdade-ra vida, su vida interesante, al amparo del secreto, como si fuese al amparo de la noche. Para él cada existencia personal se mantenía gracias al secreto y tal vez por eso, todo hombre culto defendiera con tanto nerviosismo el respeto del secreto personal.
Después de haber acompañado a su hija al liceo, Gúrov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo el abrigo de pieles, subió y llamó quedamen-te a la puerta. Ana Serguéevna, vestida con su pre-dilecto traje gris, fatigada por el camino y la espera de la noche anterior, estaba pálida, le miraba sin sonreír y tan pronto como él entró, cayó sobre su
X�� El Búho
pecho. Igual que si no se hubieran visto en dos años, su beso fue largo, muy largo.
—¿Y qué, cómo vives por allá? —preguntó él—. ¿Qué hay de nuevo?
Espera, ahora te contaré... No puedo.No podía hablar porque lloraba. Vuelta de
espaldas, apretaba un pañuelo contra los ojos.“Que llore, que se tranquilice”, pensó Gúrov y
se sentó en un sillón.Llamó y pidió que le trajeran té; luego estu-
vo bebiéndolo, pero ella seguía de espaldas junto a la ventana... Lloraba de emoción, de pena por su triste destino; se veían en secre-to, se ocultaban de la gente como si fueran unos ladrones. ¿Acaso sus vidas no estaban destrozadas?
—¡Bueno, cálmate, cálmate! —dijo.Para él era evidente que este amor no termi-
naría pronto, no se le veía fin. Anna Serguéevna lo quería cada vez más, lo adoraba, y sería comple-tamente imposible decirle que todo esto tenía que terminar algún día; además, no lo creería.
Se acercó a ella, la cogió por los hombros, para acariciarla, bromear y, en ese momento, se vio en el espejo.
Su cabeza empezaba a encanecer. Y se sorprendió al ver lo que había envejecido, lo mucho que se había afeado últimamente.Los hombros sobre los cuales descansaban sus manos eran tibios y se estremecían. Sintió com-pasión hacia esta vida, tan cálida aún y bella, que, probablemente, no tardaría en mustiarse y marchi-tarse, igual que la suya. ¿Por qué le quería ella así? A las mujeres siempre les había parecido distinto de lo que era, y amaban en él no lo que era, sino al ser que creaba su imaginación y que buscaban ávi-damente en la vida; pero después, cuando se perca-taban de su error, seguían queriéndole. Y ninguna de ellas había sido feliz con él. El tiempo pasaba, Gúrov entablaba nuevas relaciones, intimaba, se separaba, pero nunca se había enamorado; en su vida hubo de todo, menos amor.
Y tan sólo ahora, cuando su cabeza ya había encanecido, habíase enamorado como
era debido, de verdad, por primera vez en su vida.
Anna Serguéevna y él se querían con honda y entrañable ternura, como marido y mujer, como amigos leales; les parecía que el propio sino los había destinado el uno para el otro y era incom-prensible por qué estaba él casado y ella también; diríase dos aves migratorias, hembra y macho, que, apresadas, fueron obligadas a vivir en jaulas distin-tas. Se habían perdonado mutuamente aquello de lo que se avergonzaban en su pasado, se perdona-ban todo en el presente y sentían que este amor los había cambiado.
Antes, en los momentos tristes, Gúrov se tran-quilizaba con toda suerte de razonamientos que acudían a su mente, pero ahora no tenía ánimos para razonar, sentía profunda compasión y deseos de ser sincero, cariñoso...
—Basta, querida mía —decía—, has llorado, y ya basta. Ahora vamos a hablar, tal vez se nos ocurra algo.
Después, durante mucho tiempo, estuvieron hablando para ver cómo librarse de la necesidad de mentir, de ocultarse, de vivir en distintas ciudades, de tardar tanto en verse. ¿Cómo librarse de esas insoportables ligaduras?
—¿Cómo? ¿Cómo? —decía Gúrov llevándose las manos a la cabeza—. ¿Cómo?
Y parecía que un poco más y la solución sería hallada y comenzaría entonces una vida nueva, magnífica. Para ambos era eviden-te que faltaba mucho para el final, mucho, y que lo más difícil y complejo no hacía más que empezar.
1899
*Tomado de A. Chéjov. La dama del perrito. Ediciones en len-
guas extranjeras. Moscú. 1975. Pp.47-82.
**Plato de carne y col, típico de la cocina rusa
confabulario 31
JoSé Juárez Sánchez
Cuando era joven y comencé a
estudiar la carrera de pintura
en Acapulco en 1958, incur-
sioné en el teatro, bajo la dirección
del maestro Robles Arenas. La escuela
de pintura IRBA compartía el espacio
con otras especialidades: música, canto,
pintura, teatro guiñol, danza y actuación.
En una ocasión me invitaron a par-
ticipar, ya que faltó alguien que des-
empeñara el papel de Jimy en la obra
Los desarraigados, la cual representa
el desarraigo de las familias mexicanas
que huyen de la revolución de 1910,
hacia los Estados Unidos, donde los
tratan peor que en su propio país.
Llegó el día de la presentación en el teatro de la escuela.
Yo estaba muy nervioso, pero la obra resultó todo un éxito y el
Director de la escuela Luis Arenal, decidió que la obra se repitiera
durante un mes, pero para el público en general.
Más tarde me invitaron para integrarme al elenco de otra
pieza de Jean Paul Sarte, La prostituta respetuosa (1946). La obra
se erige con un soberbio libreto, que denuncia la brutalidad, el
Guillermo Ceniceros
32 El Búho
racismo, el abuso de poder y las despreciables
triquiñuelas de la poderosa WASP –sociedad pro-
testante americana blanca– en contra del opri-
mido. En este caso, la obra estaba personificada
por una ingenua prostituta y un negro acusado
injustamente y perseguido. ¡Negro y violador, no
me costó mucho trabajo desempeñar ese papel!
Esta obra también se presentó al público
proporcionando un ingreso considerable para
la escuela. Desgraciadamente, la escuela tuvo
que cerrar, debido a un conflicto político, duran-
te el gobierno de Caballero Aburto; la defen-
sa de mi escuela propició que durante un año
lucháramos coco a codo, al
lado de Macrina Rabadan y
de Genaro Vázquez. A partir
de entonces he participado
en muchas obras que confor-
man la comedia humana.
A lo largo de mi vida
he interpretado todo tipo
de roles: el del hijo sumiso,
el del hermano dócil, el del
novio pudoroso, el del espo-
so mandilón, el del abuelo
entrañable, el del macho
mexicano y el del revolucio-
nario. ¡Porqué no!
Pero nunca me imagi-
né que un día por azares
del destino llegaría a inter-
pretar el papel de un can-
didato a diputado federal. No sabía que para
participar en la vida política tenía que saber
actuar. Pero sobre todo comprender el rol que
se va a interpretar, es decir, actuar: meter-
se en el cuerpo de otro personaje, de otra
vida; no importa en qué circunstancias ni en
qué época.
A hora, a setenta años de distancia, me pre-
gunto si los electores, de alguna manera, se
encuentran en el papel del actor, es decir, tam-
bién interpretan un papel: el del ciudadano parti-
cipativo. Finalmente todos formamos parte de la
Comedia Electoral.
Roger Von Gunten
confabulario 33
Y la comedia se escucha todos los días en
el radio y la TV, y también se lee, se escribe y se
habla del poderío de la dramática, este multi-
nombrado sustantivo calificativo, no es más que
una escenografía detrás del telón, que esconde
a un grupo que se puede contar con los dedos de
las manos, y probablemente hasta con los dedos
de los pies.
En el primer acto de la comedia política, el
director de la obra ha tratado de buscar por todos
los medios un hechicero de Catemaco, para que
les ayude a resolver el problema de la crisis exis-
tencial. En realidad el brujo omnipotente es un
actor chaparrito escondido detrás de una tramo-
ya, controlada por palancas y poleas, éstas se
mueven por medio de hilos a la marioneta que se
parece al mago de Oz.
Pero este mago de Oz, de hojalata, no existe,
está ausente tras bambalinas, sólo existe una
enorme marioneta que se llama Beatriz; porque
en toda historia siempre hay una Beatriz como la
del Dante Alighieri. También hay otros persona-
jes; en esta obra lo acompañan al nieto de De la
Peña, un líder llamado Lobrador, y es el perso-
naje principal quien controla el clima político con
su populosa caldera.
Estos son los principales personajes del libre-
to, que se guarecen detrás de esa escenografía de
cartón que se llama partidocracia.
Una de las poleas, más importante y funcio-
nales de esa escenografía, es el mecanismo de
la no reelección. Este elenco permite controlar
el futuro profesional de sus súbditos: 128 sena-
dores, 500 diputados federales, 1120 diputados
locales y 2443 presidentes municipales. Si no
se rompe el mecate que sostiene esa polea,
los funcionarios electorales van a tener la liber-
tad de seguir representando la escena con todo
dramatismo, y además como representan los
intereses de los personajes principales. Pero en
esta multitudinaria obra hollywoodense, tam-
bién había alcaldes y legisladores que prefieren
apostar su carrera en defensa de las causa de los
ciudadanos participativos.
Las reformas políticas manejadas por este
elenco actuado con verdadero dramatismo, toca-
ron el tema de las dos últimas décadas, que han
tenido como actores principales, y que cada uno
de los personajes expresaban con ahínco las pre-
ocupaciones de la agenda política.
Las preguntas se plantearon al final del ter-
cer acto, dejando en suspenso al público que
se preguntaba: ¿Cómo garantizar la presencia
de partidos minoritarios en el Congreso? ¿Cómo
resolver las dudas y conflictos que surgen de una
elección poco clara? ¿Cómo diseñar instituciones
electorales autónomas?
En esta sucesión de reformas electorales
los ciudadanos participativos fuimos parte de
esa comedia humana, en el mejor de los casos,
simples actores secundarios. ¡El público de pie
aplaudió por varios minutos, hasta el cansancio!
México, D.F., a 5 de diciembre 2009.
34 El Búho
perLa Schwartz
I
Se despliega
el grafiti de agua,
configura
un denso telón,
las sombras adquieren
el matiz de lo difuso.
La lluvia y sus contornos
no dejan resquicio
alguno para las impurezas.
Sabiamente
alivia esas turbulencias
que obstruyen al ser.
II
La implacable furia
de las nubes
exhala su rabia:
el pentagrama del tiempo
se extravía de su centro.
III
Observas el devenir de la lluvia,
buscas comprender
su dialéctica secretaRigel Herrera
confabulario 35
en la ventana de tu habitación
las gotas dibujan
filigranas.
Aumenta tu orfandad emocional
el agua desmelena
a tu tristeza portentosa.
IV
Buceas entre las partículas
del lenguaje,
la lluvia te invade
con su música sonámbula
y resurge
esa Dama Oceánica
capaz de navegar
entre los arrecifes
de su inconsciente,
vence a su incertidumbre.
V
Se desdibujan las fronteras
entre las nubes y el cielo,
la lluvia deslava
a los espectros:
se restaura el equilibrio.
VI
Confrontas
el amplio catálogo
de erratas de la vida,
aunque la lluvia
avive tu melancolía
tiene el poder de transportarte
a un status de redención.
VII
El agua y su movimiento incesante,
desarraiga al polvo,
otredad de una naturaleza indómita
que no se doblega
ante los designios de la quietud.
VIII
Lluvia-desgarradura
sus nubes errantes
configuran
la partitura del horizonte,
el caos ya no amenaza
la lluvia impone
una asepsia del mundo
Enrique Zavala
36 El Búho
roberto bañueLaS
Globalización
En la máquina trituradora del
tiempo, las muchedumbres
de todas las razas eran ab-
sorbidas en la oquedad abovedada de
una puerta tan alta como la torre hi-
pertrofiada de una catedral inconclusa.
Al otro extremo de la inmensa estruc-
tura, después de recorrer un túnel
luminoso que dictaba órdenes para
inaugurar una nueva conducta social,
marchaban en procesión simétrica los
nuevos individuos, programados como
factores de alto rendimiento y sin los
lastres de los ideales, los sentimientos
y las esperanzas de la reivindicación.
Conclusión
La muerte no necesita anunciarse ni ser esperada: como
los piojos y las larvas que devoran al cadáver, está siempre
invisible y latente durante la vida de cada penitente.
Adolfo Mexiac
confabulario 37
Laguerraurbana
Aunque ignoremos sus nombres, todos los que
integran la semoviente y ubicua muchedum-
bre, pertenecen a la clasificación de predadores
que libran la guerra de cada día antes de regresar
con el pienso a la cueva de interés social.
Abolengofanático
Los rebeldes contra la justicia y la igualdad se pa-
rapetaban, equivocadamente, tras los muros de
códigos jurídicos y anales históricos que consa-
graban el poder y los privilegios con el derecho a
la posesión del derecho y al derecho de la pose-
sión…, und so weiter.
Continuidad
Y cuando la Revolución se hizo gobierno, la re-
acción seguía poderosa y dominante en nombre
de la Revolución.
Antesdelviaje
Se agota la existencia oyendo y padeciendo el
culto a la muerte que, entre veneraciones y exor-
cismos, el temor heredado devoraba al escaso
encanto de la vida.
Después de varias enfermedades que comen-
zaron con el contagio de la pobreza, padeció la
tortura de tres intervenciones quirúrgicas: la tor-
va agonía, producida por los dolores postopera-
torios de la última tentativa de rescatar la vida
sufriente, en una institución social poblada de
resignados derechohabientes, escuchó la voz
tranquilizadora de la Muerte: Yo soy la paz y la
continuidad de la contemplación. Irás conmigo
a una región donde los justos caminan entre la
luz y verás pasar, de un regreso sin fin, a los ré-
probos y a los malvados que tiran siempre de una
carreta donde cargan las frustraciones, los odios
y las venganzas, tratando de apoderarse de un
monte luminoso que se aleja de ellos sin desapa-
recer. Yo no soy la negación de la vida, sino otra
dimensión que concentra en río armónico de la
energía lo que fue inútil, corrupto y destructivo
en el sueño siempre perturbado de la existencia.
Cuando la enfermera llegó a cambiar el ven-
daje en el vientre del paciente de la cama 22-A,
encontró a un hombre inmóvil, pero iluminado
con una sonrisa de serena felicidad.
Espírituconstructivo
Cuando todos se hubieron ido, vacíos de odio y ren-
cor, después de haber lapidado a la mujer adúltera,
el marido ofendido -ahora viudo febril- recogió y
trasladó pacientemente todas las piedras y echó
los cimientos de una nueva casa para otra mujer.
Inadvertidodiluvio
Ella llegó huyendo de la lluvia cruel. Hicieron el
amor emparentado con la tormenta que reventa-
ba el cielo sobre la ciudad. A las palabras consola-
doras de fingido amor, ella expresó la urgencia de
retornar a la oficina y de pasar al baño; se despi-
38 El Búho
dió con un “hasta pronto, amor” musitado desde
la puerta que ella cerró mientras él se hundía en
el sueño fiel de la fatiga del post-coitum-circuito.
Hacía más de una hora que el aguacero había
terminado, pero el cumplido amante se despertó
convertido en un náufrago sobre su cama-balsa
en el apartamento anegado porque ella, en su
prisa y ansiedad, había olvidado cerrar los grifos
cuando se aseaba para borrar las sombras lumi-
nosas de la pasión vespertina.
Alpinismorecurrente
Alguna melodía, sin flauta y sin pastor, ondula
en la inevitable quietud del atardecer, y, otra vez,
en ensueño de aquella caricia que se deslizó por la
piel imantada de tus brazos, cruzados bajo el bus-
to erguido, cuando yo, más alpinista que poeta,
decidí ascender hasta la cumbre de tus senos con
una oración de besos y palabras que fundían la
locura y la razón en una dimensión insustituible.
Ignoro si en ese instante, prolongando el éxta-
sis de la contemplación hacia el convulso mun-
do interior, remonté el vuelo o caí en un abismo
de luz. La noche, siempre puntual a su cita con
el misterio, me envolvió y trasladó en un viaje sin
fronteras y sin fatiga con los ensueños y plenitud
de la dicha conquistada.
Haciaelfindelesplendor
El salón de fiestas resplandece con los cristales,
los cubiertos, los collares, las vajillas, los anillos,
los vestidos de las propietarias de busto grande y
las luces de las arañas con cristales prismatiza-
dos; también brillan las miradas de admiración,
de censura y de envidia. Por debajo de los osten-
tosos vestidos y coruscante joyería, todos están
desnudos y contagiados de la sarna del tiempo
que se va sin dejar de permanecer. En el sustrato
de la parlante vanidad, frente a un infalible futu-
ro, una calavera desdentada espera.
Instintodeotroidioma
Frente a los retratos sin parecido de su madre
con atuendos de marquesa sin corte, Carolina se
inclinó y, sin renunciar a su manía de soltar fra-
ses en algún dialecto europeo, me dijo entre ex-
halación y jadeo: je t’adore.
Solterónyviudo
El Popocatépetl huma y arroja algunas cenizas
porque ya está tediado de esperar a que la com-
pañera de al lado siga haciéndose la bella dur-
miente. Al otro lado de las fatigadas fumarolas,
varias familias de pinos crecen y mueven durante
el día sus ramas y sus sombras.
Elalmanauta
Al paciente optimista, una semana después de la
operación, cuando le mostraron las radiografías
de su tórax restaurado, no quiso ver en ellas la
sombra de la muerte, pero sí contempló con vene-
ración al alma que un día se quedará sin cuerpo.
confabulario 39
Delitonoperseguido
En contraste con el resplandor y la resolana de
la calle, una cuchilla de sombra, en el interior
de la fonda, decapita a los clientes que se espantan
el hambre y la sed de cada día.
Homenajeprolongado
Me distinguieron con su premeditada incompren-
sión. Para sobrevivir les hice creer que sí eran lo
que pensaban de sí mismos, fórmula propicia-
toria para que continúen tranquilos y sedados,
como enanos espirituales disfrazados de respe-
tables hombres mediocres.
Elmuyrespetableguíadeturistas
-Les ruego, muy encarecidamente y por el
bien de sus seres queridos, que todo el re-
corrido que hagamos se cumpla tal y como
lo establece el programa contratado. Queda
prohibido, sin excepción ni uso de privile-
gio, aceptar el cruce de la laguna Estigia. Si
alguno de los turistas, por su cuenta y ries-
go, acepta la oferta de alguno de los reme-
ros mercenarios, nuestra agencia no se hace
responsable de ese viaje sin regreso.
Sabiaprevisión
Hizo el bien para formar un ejército contra
sus enemigos y el mal para no traicionar la
esencia del género humano.
Bodasdebuenaplata
Entre la suma de lustros y la resta de celebracio-
nes habían llegado a viejos. Muy lejos, entre des-
madejados recuerdos, quedaban los celos y las
discusiones amargas en las que ninguno cedió
ni dio la razón al otro aunque se tratara de la más
cotidiana estupidez. Pero era con las fruslerías
y las bagatelas que alimentaban y envenenaban
su vida normal de animal de dos cabezas. Los
hijos (la hija de él y el hijo de ella) desde que
se casaron y se multiplicaron, casi se habían
perdido de vista.
Carlos Pérez Bucio
40 El Búho
Pero no sólo las derrotas tienen sus heraldos.
Don Simón, que por ocio y fastidio de jubilado
compraba un billete semanal de lotería, una ma-
ñana tuvo que limpiar sus gafas empañadas para
convencerse de que su número ganaba más cien-
tos de miles que los latidos de su corazón enlo-
quecido a las 12:30 horas de ese día tan diferente
a todos los de su vida.
Mensajeros invisibles anunciaron por igual el
arribo de la fortuna, de amigos y parientes, afec-
tados repentinamente de optimismo y bonhomía.
Los nietos, sabiamente domesticados, recitaban
ternezas y representaban pantomimas grotescas
de amor recién salido del horno.
Don Simón, filósofo pragmático y espontá-
neo, se deja querer. Su salud, que nunca ha sido
mala, ha entrado en una fase de vigor. La diges-
tión le funciona con regularidad y la lujuria con
una frecuencia que él ya ni soñaba en los últimos
años de pobreza administrada con prudencia.
Los días en que su mujer se tiñe el pelo, él corta
el césped del pequeño jardín, lo que aumenta su
vigor y sus apetitos. Se asea con esmero y vis-
te con elegancia. Sus frecuentes compromisos le
impiden presenciar la repetición obstinada de las
muestras de afecto de la creciente parentela.
Por falta de tiempo, don Simón da la razón a
su mujer, otra vez celosa y con fuerzas para dis-
cutirlo todo.
-Ten paciencia, madre -la aconsejan los hijos.
-Abuelito es el mejor hom-
bre del mundo -recitan a coro
los nietos amaestrados, todos
con zapatos nuevos.
Viejoedificio
Hace unos días, cuando la niña
cumplió catorce años, resta-
bleciendo los usos y costum-
bres de México, hicimos una
reunión a la que vinieron pa-
rejas de jóvenes. Después de
partir el pastel, del que todos
dejan la mitad de la segunda
rebanada, pusieron discos y
comenzaron a bailar; nosotros
Mario Zarza
confabulario 41
hicimos lo mismo. Cuando más contentos está-
bamos, antes de la media noche, llamaron por
teléfono del apartamento de abajo, aclarándonos
que además de la hora inapropiada y el ruido que
hacíamos, la lámpara amenazaba con despren-
derse y con ella parte del techo: “Wiessen Sie,
dieses ist schon ein altes Gebaude, seit vor dem
Krieg”. (“sabe usted, este es un edificio ya viejo,
de antes de la guerra”.)
Herencia:lasoledad
El Sol se hipnotiza porque cumple la sentencia de
ser el centro de planetas que giran generando su
helada soledad.
Los árboles, escasos, separados, son manos
implorantes y enjutas que atrapan por la noche a
las tribus de ángeles perdidos.
El páramo, suma de la soledad, de la distan-
cia, del polvo y de la luz, rodea el espacio en que
un pájaro marca la hora picoteando sobre la ca-
beza abatida de un reptil.
Milagronorepetido
Y Dios multiplicó a los hombres para que se co-
miesen las montañas de pan y los peces que ya
no cabían en los ríos.
Finaldeconferencia
La Creación es la imagen y semejanza de Dios: el
universo, eterno e infinito, es a la vez su obra y su
prisión sin puertas.
Diletantismopuro
El tenor acarició la cabellera de la hermosa pe-
luca que vacilaba sobre la cabeza de la soprano
que, en esos momentos de supremo éxtasis, se
concentraba en combinar la afinación de sonidos
plenos con la correcta dicción y la expresión dra-
mática que continuaran impresionando al públi-
co impaciente por aplaudir el lejano final del dúo
que, al dilatarse, aumentaba en cada espectador
el deber histórico del instante de ovacionar y ce-
lebrar a los renombrados cantantes, sin importar
ni poco ni mucho la calidad de la obra o la exce-
lencia absurda de su arte exquisito. Alguien había
afirmado que “para ser inmortal no hay necesi-
dad de ser eterno”.
Opúsculodelaintimidad
Transcurridos los primeros días del matrimonio,
la mujer trata de sorprender la primera flatulencia
sonora del marido enamorado y poder, a su vez,
liberarse de la propia incomodidad gastrense.
El primer cuesco franco es comentado con risas
y besos que se prolongan por dos o tres días; lue-
go, ya en la senda libre de la expresión, se esta-
blece un diálogo que suele tomar las proporcio-
nes de un discurso académico.
Elbosqueylafauna
Hay una fauna diversa que integra las ramifica-
ciones de un tronco común para la descendencia
del hombre, lo cual puede comprobarse cuando
42 El Búho
las personas llegan a la edad provecta y los mo-
nos, los zorros, los asnos y las cacatúas pugnan
por abrirse paso a través del rostro que, en algún
grado, domina el lenguaje articulado.
Fidelidadparalela
Con tintes que van del rubio al castaño y al negro,
las canas huyen cada semana del fatigado crá-
neo; pero las arrugas, fieles a sus dueños, se han
quedado en el rostro con la seguridad de crecer
en número y profundidad.
Elartistadelapalabra
En torno al hombre que describía con insólita
hermosura todos los bienes soñados por los se-
res humanos, los asistentes pedían, insaciables
y embelesados, la repetición de los pasajes im-
pregnados de magia o los coronados con rimas
fulgurantes. Más adelante, estremecidos por la
revelación de verdades olvidadas, musitaban a
coro el fervor de superarse. Contritos y al borde
del llanto, todos pensaron en la necesidad de re-
gresar a casa con su nueva carga espiritual, pero
ninguno se acordó de ayudar con una moneda
al orador, que se había quedado sin voz y con las
manos extendidas.
Entreelinformeyelamor
Ayer llegó tu voz y un comunicado con palabras
que sustituían a la respuesta de mis ensueños.
Me informabas de la urgencia de que fuera a fir-
mar el acta del concurso del que fui parte inte-
grante del jurado. Recordé los tres días en que
entregaste las listas de los concursantes y la lec-
tura que dabas a los resultados después de cada
jornada y, sobre todo, cómo ibas vestida para el
marco mítico de tu hermosura. Ni siquiera supe
si eres casada o soltera, si vives con un hombre
o defiendes tu soltería contra el vilipendiado ma-
chismo que ha servido de pretexto y justificación
a tanta lesbiana que con agresividad profesional
ha desplazado a tantos hombres de un puesto de
trabajo para sostener a su familia o para quitarles
la novia del año.
Hoy, muy temprano, salí a caminar para esti-
mular mi energía corporal. De regreso y frente al
espejo, observé mis canas y el pelo que no reque-
ría de nuevo tinte; tomé un largo baño sin dejar
de pensar en el pronto encuentro; elegí la com-
binación más apropiada de pantalón de franela
y chaqueta de gamuza, camisa fina, corbata de
seda y loción de discreto aroma.
El tránsito, como maldición cotidiana, estu-
vo nefasto; pero como no había una hora precisa
para la cita, sino el curso de la mañana, conduje
sin histeria hasta llegar al centro de la ciudad. Dejé
el auto en un estacionamiento cercano (aparca-
miento, coño) y me dirigí a la oficina donde tú
trabajas, donde estás, donde imagino tus pasos
de un escritorio a otro en tu diario desempeño
para que el país haga historia. Llegué a la oficina
y pregunté por ti. “Hoy no vino la señorita”, me
confabulario 43
informó una robusta secretaria, al momento en
que me mostraba el acta con los nombres de los
triunfadores para que yo firmara.
Adorable Isolda: considera esta misiva
como una declaración del amor todopoderoso
que me inspiras, y acepta estas palabras que no
pude pronunciar ante tanto testigo canoro:
El largo camino de tu ausencia
está bordeado con las estatuas de tu cuerpo
que en los insomnios la nostalgia esculpe.
Sin ti, me despierto con las manos y el
alma vacías.
Tuyo desde ahora,
Tristán.
Simulaciónolímpica
Cuando el templo quedaba vacío, pequeños de-
monios organizaban feroces competencias de
natación en la pila de agua bendita.
Roberto Bañuelas
44 El Búho
Canisdemonicus
La melancolía siniestra de los perros bull-
dog se transformaba en la meta de llevarse en
las fauces una libra de uno de tus preciosos
muslos. A pesar de que le digan “ya suéltala, ca-
riño”, no puede obedecer porque las mandíbulas
se le traban. Las protestas y las exigencias por
daños físicos serán tan conflictivas como inevita-
bles las inyecciones antirrábicas en un doloroso
tatuaje alrededor de tu ombligo, cíclope mudo del
vientre atormentado.
Elciclodelasluces
Por las noches, cuando el fuego de las hogue-
ras se extinguía, los hombres salían de las ca-
vernas a contemplar las brasas que ardían en
el cielo con un fuego azul que se anulaba con
la aparición de un fuego circular que emergía
desde atrás de los montes escarpados y giraba
al otro confín donde era esperado por un mar
de tinieblas.
IluminadoEstoy corriendo y volando sobre la orilla de un
sueño en el que tú me invitas a la fuga de un es-
perado encuentro. Tu cuerpo, con saltos de gace-
la, cancela las palabras ociosas para este canto
prolongado del placer.
El horario del deseo se desgrana, de la noche
al amanecer, en el éxtasis profundo de las cuatro
estaciones de tu entrega lunar y cenital.
Serenataextraviada
Cuando se oyó la canción de cuna para despertar
a los instrumentos bien temperados, el eco, en la
soledad, se inscribió en la memoria del olvido.
La navegación, alrededor de nosotros mis-
mos, nunca terminó.
Espontánea
Nuestro vecino, un amable protestante doctorado
en teología, nos invitó a que viésemos las dia-
positivas proyectadas en una pantalla de su más
reciente viaje a España.
Después de castillos, paisajes, parques y bai-
laoras, sorpresivamente, debido a una confusión
que escapaba al orden de su vida, en la pared de
la sala se proyectó el cadáver amarillo de una an-
ciana casi calva.
-Es mi suegra, un día después de muerta -dijo
con serena aceptación.
Los largos días de Hamburgo
El U-Bahn (tren subterráneo) para en cada estación
menos de un minuto, tiempo suficiente para expul-
sar viajeros de tarifa digerida y absorber impacien-
tes en espera. Desde las escaleras, los estudiantes
corren y entran de un salto cuando ya comienzan
a cerrarse las puertas, ignorando la voz frustra-
da del despachador que grita en el micrófono:
“Zuruck bleiben, bitte!”
Algunos ancianos tratan de correr, consiguien-
do acelerar un poco el ritmo sincopado de su an-
dar habitual y abrir mucho los ojos, sabiendo con
confabulario 45
angustiosa antelación que llegarán junto al tren
un instante antes de que parta. Dentro de cinco
minutos vendrá otro tren y les conducirá al mismo
sitio donde suelen cultivar su solidaria soledad.
Aclaracióntestamentaria
Si yo muero antes que tú, recuerda que nunca te
has interesado por mis proyectos y que no sa-
brás qué hacer con todo el material acumulado
e inédito; también estoy seguro, cuando llegue el
momento sin continuidad, que evitarás todo el
trabajo penoso de separar los aciertos dorados
de la paja mediocre y, despectiva y victoriosa, lo
arrojarás todo al fuego para destruir cualquier
vestigio de mis intentos apasionados por llegar a
ser un autor reconocido. Sé, como si lo estuviese
viendo, que iniciarás la pira con el manuscrito de
mis memorias.
Por éstas y las otras razones que cavaron el
abismo de nuestra incomprensión, te desheredo.
Carlos Reyes de la Cruz
46 El Búho
Mónica Sánchez orozco
Ese día, Camila despertó nubla-
da por la gripa, la falta de un
colchón “posturopédico” y el
vidrio roto. Debía tres meses de renta a
su casera, una polaca del noveno piso,
que le había rentado el cuarto de azotea
por piedad, altruismo intencionado o por
mil pesos mensuales, y ella acordó llevar-
le la renta el día dos de cada mes.
Camila estudiaba en la Escuela Na-
cional de Música y por las tardes traba-
jaba en un Mac Donald’s. Le parecía tan
kitsch el empleo que hasta lo hacía con
gusto. Llevaba un mes con esa nueva
vida y calculaba ir a ofrecerse como intér-
prete en cualquier bar del rumbo, cuando
la despidieron por regalar comida a los
ancianos, indígenas y niños de la calle.
Quedaron a deberle una semana aduciendo lo ingerido en ho-
ras de trabajo y después de escupir un trozo de Mac nugget y un
insulto al gerente, azotó la puerta con la promesa de no volver a
Ángel Boligán
confabulario 47
trabajar bajo ningún horario y mucho menos captu-
rada por el ojo oblicuo de un reloj checador.
Todavía en mayo, vendió su guitarra y logró jun-
tar el monto de la renta; junio lo pagó un amigo, pero
en julio, se mordió las uñas tres noches seguidas y
a la cuarta decidió escribirle una carta a su casera.
Explicaba los efectos del hambre y su secuela: so-
nambulismo rampante, desilusión continua, y des-
pués de adjetivar tres páginas seguidas, las firmó
con tinta roja, esperando que el color hiciera efecto
en las emociones de la doctora Melivoski
Nada de eso. La casera arrugó la carta y la retuvo
un rato entre sus manos. Estaba inmunizada frente
al melodrama fácil por dos guerras mundiales y una
larga ocupación soviética. Le molestaba que alguien
incumpliera un trato; sentía que Camila abusaba y
si le había rentado el cuarto era por que le interesó
amparar a esa chica, no por que necesitara el dine-
ro: era un acto de solidaridad entre mujeres. Punto.
De hecho, esta niña despeinada, se había presentado
como estudiante de música, y le recordó su propia
adolescencia en Varsovia, tratando de sobrevivir en-
tre un ejército extranjero y el mercado negro, siempre
desaliñada, sintiendo encima el aliento alcohólico de
los soldados y de golpe se sintió burlada: Camila me-
tía hombres en su cuarto por las noches. El portero
se lo había insinuado más de una vez y la casera no
captó esa alusión de “La chava es de la vida alegre
¿No, doctora?” Creyó que se refería a esa actitud ner-
viosa en Camila que siempre terminaba en sonrisa:
no al sexo.
La doctora Melivoski arrugó la carta entre sus
manos y caminó hasta una mesita rodante repleta
de todas las marcas de vodka. Odiaba a los hombres
con un sentimiento de tinta indeleble y esta vez no
perdonaría la burla.
Una noche que Camila regresaba del cine, encon-
tró a su casera a la entrada del cuartito. Un pastor
alemán la flanqueaba mostrando los dientes y Camila
notó que el perro expresaba el coraje que la doctora
Melivoski sabía controlar. Por instinto, Camila sacó
de su chamarra una bolsa con palomitas ahogadas
en salsa chipotle, tragó unas cuantas y aventó el res-
to junto a la bestia que se abalanzó a engullirlas con
todo y papel. La casera resopló y Camila se dio cuen-
ta que en su registro de Polonia sólo encontraba la
palabra Polanzki, claro: “El inquilino”.
La casera comenzó a gritarle al perro. El perro la
insultó en su idioma y continuó ensimismado destro-
zando la bolsa. Ella lo tironeó del collar, lo increpó
en voz baja y le dio a Camila tres días para cambiar
de “domiskilio”.
¿Qué cosa? -dijo y escupió las palomitas en una
carcajada que se multiplicó escalera abajo.
Cuando se dio cuenta, la doctora ya no estaba en
la azotea, pero su aliento alcohólico permanecía col-
gado desde un cielo amarillo que anunciaba lluvia.
Abajo, la ciudad era un océano de hogares confor-
tables, adecuados para la ternura física, la neurosis
casera y la reproducción en serie. Había renunciado
desde niña a cualquier trato directo con la familia, la
propiedad privada o el Estado y ahora nadie la espe-
raba en ningún lado con un plato de sopa caliente.
“Apenas se relacionaba con el mundo en relámpagos
intensos que duraban poco y olvidaba pronto”. Habi-
taba su cuarto como un mundo completo, donde sus
necesidades podían ser resueltas con sólo estirar la
mano. Odiaba el concepto de acumulación, lo intuía
48 El Búho
como arraigo, una especie de eternidad impuesta
y pegajosa que limita el libre albedrío; prefería vi-
vir con lo necesario antes que abarrotar su casa de
objetos inútiles. La idea de cargarlos en mudanzas
consuetudinarias la fatigaba de antemano. Siempre
olvidaba algo, tal vez un trozo de sí misma, como
ahora, tenía que empacar sus cuatro cosas y mudar-
se, el ultimátum le agriaba la noche, fastidiaba sus
planes de dar clases a niños del rumbo. Los últimos
días había estado repartiendo los volantes; no podía
irse así nomás, no quería. Amaba su pequeño espacio
y las lluvias asolaban la ciudad todas las tardes. Se
vio buscando cada día un nicho para dormir, elabo-
rando estratagemas para pasar desapercibida en al-
gún parque del rumbo o recurriendo al rescate de
alimentos en todos los supermercados de la zona.
Tenía que encontrar alguna clave que indicara su
destino, pero ¿Dónde?
Un día fue a tocar la flauta a la línea azul del me-
tro. De Taxqueña a San Antonio Abad ya había jun-
tado algunos pesos, pero cuando entró al siguiente
vagón, unos tipos reventando en sus trajes obscu-
ros, se levantaron del fondo, caminaron hasta ella y
después de identificarse como vigilancia del Sistema
de Transporte Colectivo: metro, la empujaron hacia
la salida del vagón. Camila se pescó de un tubo y
comenzó a pedir auxilio a gritos, pero los pasajeros
controlaron el impulso de saltar a defenderla, con-
tando los segundos que aún faltaban para llegar a la
siguiente estación. En Pino Suárez el vagón se tamba-
leó ante la horda que empujaba para ganar los asien-
tos vacíos. Camila se quitó la chamarra dejándola en
la mano del gorila y se abrió paso entre la corriente
sudorosa que pugnaba por regresarla al interior. La
campanita sonó anunciando el arranque y alcanzó
la plataforma seguida de los vigilantes. Empujó a un
niño que le cerraba el camino, brincó el bulto enor-
me que arrastraba una anciana y se esfumó por la
escalera eléctrica sudando adrenalina. Los vigilantes
intentaron darle alcance pero tenían las piernas cor-
tas, los vientres abultados, el pie plano.
Cuando llegó a la superficie, miró hacia todos la-
dos: cualquiera podía ser policía, seguro que la doc-
tora Melivozki era la autora intelectual del asalto y
calculó desmesuradamente las fuerzas de su casera
como una red que se extendía por banquetas y bajos
fondos de la ciudad.
Optó por regresar a casa zigzagueando, pero
cada vez que doblaba una esquina le parecía
que los peatones eran cómplices o estaban avisados
de su fuga: la buscaban, conocían su figura escurridiza
y esta vez no iba a escapar.
Desde ese día comenzó a esconderse por ins-
tinto, incluso, cuando estaba al aire libre, prefería
cruzar la plaza de arbolito en arbolito, utilizando al
vendedor de globos, a los coyotes de la fuente o al
organillero, antes que exponerse a caminar al abier-
to: la doctora Melivozki podía aparecer a cualquier
hora del día, señalarla y armarle un escándalo. Te-
nía su consultorio en contra esquina de la plaza y
era amiga personal del delegado. Cada persona que
la miraba a la cara sabía que no había pagado la ren-
ta; la apuntaban, se reían a su espalda, se estaban
organizando para arrastrarla hasta la delegación y
dejarla en manos de los judiciales.
Dejó de comer, dejó de dormir y se obsesionó
con el diseño de fugas instantáneas bajo circunstan-
cias límite.
confabulario 49
Una tarde, se sorprendió sonámbula escalando
los muros de un convento colonial: huía desafora-
damente de un enemigo cuyo rostro, se le había ol-
vidado al llegar a lo más alto de la barda. Cayó de
espaldas sobre el césped húmedo que rodeaba la
propiedad. Luego regresó a su edificio sin hacer rui-
do. Temblaba.
Al día siguiente se inició en el uso de lentes obs-
curos, tintes para el cabello y chamarras de doble
vista: así podría transformarse entre tramo y tramo
de una misma persecución.
Todo fue inútil. El portero exacerbó la vigilancia.
Se apostaba como tótem a la entrada del edificio, in-
tentaba alcanzarla hasta las mismas puertas del ele-
vador y después cortaba la corriente por unos
segundos. Camila enloquecía a obscuras, pa-
teaba las paredes, golpeaba los botones, pe-
día auxilio a gritos y, un momento antes de
que regresara la electricidad, escuchaba subir
la carcajada ronca del conserje por el cubo
interior.
Pero una noche encontró la entrada per-
fecta: un callejoncito lateral que utilizaba el
carro de la basura. Atrás de unos tambos des-
cubrió una pequeña puerta que comunicaba
con el estacionamiento. No tenía candado y,
después de cerciorarse de que el mundo estaba
limpio de testigos, se introdujo sigilosamente.
Por algún tiempo, logró esgrimir las tretas
suficientes para evitar a la doctora Melivozki,
al conserje y a la suma de tipos acorbatados
que la espiaban en la calle. Con el afán de
evitar horarios carcelarios, comenzó a levan-
tarse a destiempo, regocijada por la idea de
ganarle al mundo y a las seis de la tarde, justo an-
tes de que la doctora regresara de su consultorio, se
enfundaba una gabardina talla 40, se calzaba unas
gafas de mosca y tomaba su enorme bolso para bajar
al supermercado.
Entraba fingiendo cierta satisfacción distraí-
da; escogía un plátano, unas uvas y se embolsaba
un kilo de queso, un litro de yogurt y una bolsa de
nueces. Después pagaba las frutas con el corazón
retumbando por la inminencia de un vigilante uni-
formado que escudriñaba a cada cliente al cruzar la
entrada. Camila se prometía ignorarlo sin compa-
sión. Intentaba pensar en algo agradable, tal vez en
un atardecer marino de los que Diego Rivera pintó en
Leonel Maciel
50 El Búho
Acapulco. Los había visto en un museo la semana
pasada: algunos eran tan rojos que cuando quiso to-
carlos para comprobar que no quemaban, un poli-
cía la disuadió de inmediato ensuciando la imagen
del atardecer marino, y mientras más se acercaba a
la salida del supermercado, más prefiguraba que el
uniformado de la tienda le ponía las manos encima
y zarandeándola, le quitaría el yogurt, el queso man-
chego, y adiós la cena.
Un líquido amarillo empantanó sus vísceras,
amenazando destruir los ductos digestivos. Dejó
de respirar, bizqueaba intermitentemente e intentó
arrastrar la pierna un tramo: quien le pusiera los ojos
encima los quitaría enseguida al notar su cojera, y así
logró diluirse entre la gente que entraba a la tienda.
Después de caminar tres cuadras, pudo bajarse
del terror desbocado que zarandeaba su esqueleto.
Había hecho un trabajo limpio. Nadie la venía si-
guiendo y se acomodó a la orilla de una jardinera
a mirar los automóviles que pasaban por la aveni-
da Coyoacán. Las mercancías estaban seguras en su
bolso y el cielo del atardecer era tan rosa que intuyó
la protección de algunos duendes y respiró profun-
do, se levantó brincando y le sonrió a todo su cuerpo
como no le sonreía nadie. Luego comenzó a pedir
dinero a cada persona que encontró por su camino.
Javier Anzures
confabulario 51
Llegó a la plaza con treinta pesos y se estacio-
nó en la fuente. Los coyotes brillaban en su silencio
de bronce, satisfechos, recibiendo el sol anaranjado
de la tarde. Era un día fresco, de complexión ligera,
paso suave, donde uno podía ser todos o ninguno
y de pronto, el cielo se llenó de humo, el aire se re-
cargó pesado en las flores de las jardineras y al otro
lado de la plaza, la figura correcta de la Dra. Meli-
voski insultó a la vida con su paso de sargento mal
pagado. Seguro que le habían avisado su presencia
en la banqueta y ahora cruzaba hacia la fuente para
increparla de nuevo.
Camila se diluyó tras un árbol, observó el chon-
go rubio de su casera, la discreción calculada en el
atuendo y sus ojos chatos le recordaron difusamente
un personaje que la castigaba en la escuela primaria.
Tal vez algún viejo prefecto y la mano azulina de la
polaca detuvo en el acto un taxi que se alejó lenta-
mente por Carrillo Puerto.
Camila trepó a las copas altas del árbol y le dio
fuego a un cigarrillo de manufactura casera. El humo
comenzó a subir desde las frondas hasta un cielo
limpio de nubes. Estaba tranquila de nuevo. Desde
arriba, el campanario de la iglesia y todo el barrio se
veían mejor. Algún día iba a construir su casa sobre
un árbol, así evitaría pagar el predial y viajaría de
rama en rama hasta Xochimilco, cruzando las vie-
jas haciendas de Coapa, Tepepan y Santa Cruz Xo-
chitepec. Recordó que le habían recomendado una
novela que hablaba de lo mismo ¿Pero cual? Y com-
probando que no hubiera moros en la costa, saltó
a las baldosas y enfiló de prisa rumbo a la librería
de la esquina. Necesitaba rescatar un par de libros
que cubrieran sus horarios de la noche a la mañana
en los próximos diez días. Despues iría a la cantina,
era viernes: lugar obligado de encuentros fortuitos.
Camila regresó al amanecer, cargada de libros y
un poco borracha. Ya se imaginaba desnuda, toman-
do el sol en su azotea con un libro en la mano, le-
yendo para evadirse del ruido, del cemento, del paso
marcial del tiempo y su contento salpicaba chispas
cuando entró por el callejón. Se alucinó como fuego
artificial bailando en la noche de muertos, entre tum-
ba y tumba, no pisaría las flores, besaría a los niños
y el brillo de ese fuego se extinguió de golpe: habían
puesto un candado tamaño industrial en su puertita.
Las ganas de dormir crecieron en un impul-
so agrio hacia el olvido. Dejó resbalar los libros y
el poco equilibrio que guardaba. Se vio recurriendo
al portero, pero desechó la idea al mismo tiempo. El
tipo era un caimán venenoso, mezcla de doberman
y bulldog que merodeaba por la noche en su azotea,
haciendo ruidos obscenos desde los tendederos. No
había nadie más. El edificio estaba ocupado por pros-
titutas de lujo, mujeres extranjeras; directores de vi-
deo-porno; juniors que armaban la fiesta de viernes
a domingo o treintañeros gay, que por encima de sus
matrimonios católicos, habían decidido comprar un
piso para sus encuentros dominicales.
Era martes, la lluvia amenazaba convertirse en
huracán y Camila se sintió de piedra, de una mezcla
dolosa, concebida con mala voluntad hacia sus hue-
sos y, ovillándose en el suelo, se desgañitó en un lar-
go grito que estuvo escuchando hasta que se durmió.
Ahí la encontró el basurero al día siguiente: en-
roscada en un charco, escurriendo de fiebre y tiri-
tando de frío. La había visto varias veces a la misma
hora: muy alegre la chava, incluso, un día, platicaron
52 El Búho
de la Historia Nacional y él le invitó café del termo.
Quién sabe por qué le cerraban la puerta en la noche,
pero igual, alguien ya había abierto. Le ayudó a jun-
tar sus cosas en una bolsa de plástico, y la acompañó
hasta el ascensor del estacionamiento. Camila llora-
ba. Habia soñado que un carruaje con seis perchero-
nes le pasaba encima y le deshacía el cráneo. Lloraba
todavía desde el sueño.
Cuando entró a su cuarto, una corriente de aire
frío le cortó el paso: los truenos habían roto el vidrio
de la ventana y la lluvia calaba sus partituras hasta
la última pauta. En un círculo grisáceo de agua que
ocupaba la mitad del espacio, sus libros, la flauta y
unas galletas saladas, estaban todavía en las garras
del diluvio. Se le saltaron las lágrimas y abominó a
la doctora con tal sentimiento de hierro caliente, que
su odio hizo una sombra enorme en la pared.
Entre estornudos y lloros, se dejó caer sobre
el colchón desnudo. Un pedazo de tos le agigantó
los ojos todavía, zarandeando su esqueleto por un
rato y, maltrecha, cayó en un delírium tremens hasta
que se durmió.
Tres días después, Camila despertó nublada por
la gripa, la falta de un colchón “posturopédico” y
el vidrio roto. Los restos del diluvio tenían la pre-
sencia de una escenografía perdida en algún lugar
del mapa, pero su espíritu estaba tan reposado como
esa lucecita que brillaba al fondo de una nube car-
gada de buenos presagios. La casera ya no era el
ogro, no había organizado ninguna conjura en su
contra, y decidió enfrentarla: le ofrecería su flauta
en garantía. No iba a decir que no: el instrumento
valía dos veces más que la deuda y podría resca-
tarla después de juntar y depositar en la mano de
la doctora Melivoski, todo el dinero de los alquileres
atrasados. ¿Verdad?
En tres días de sueño, la persecución se había
invertido: ahora se figuraba descendiendo de un cie-
lo agripado, uncida de la extrema gracia y reina del
medio día. Nadie la estaba persiguiendo, todo le son-
reía; la doctora sólo intentaba desocupar el cuarto
y, claro, muchas gracias, pero hasta febrero, cuando
haga más calor y aquí tiene mi flauta en garantía.
Mucho gusto y hasta luego. Era todo. Su casera era
refugiada de tantas guerras que la solidaridad y la
compasión genuinas la llevarían a aceptar el trato e,
incluso, olvidarían el incidente y todo quedaría como
una gracia más de la existencia.
Después de tocar dos veces, la puerta cedió des-
pacio. Un violonchelo se le tiró encima desde el fondo
del pasillo como una bocanada espesa. La alfombra
jaspeada de rojo la llevó hasta una sala iluminada
por rayos incidentales que hacían lucir el arte en los
muros. Había esculturas, gobelinos que ocupaban
toda una pared y desde el amplio ventanal, la ciudad
era una galaxia de pequeños ojos observando la tan-
ta luz que circundaba la actuación de Camila.
Pero el lugar olía a vómito caliente, a comida
rancia y a la izquierda, desde la semipenumbra de
un sofá, la doctora Melivoski extendía la mano hacia
una mesita rodante para servirse un trago. Cuando
miró a Camila, le dedicó una mueca ondulante.
-Te invito una copa y platica conmigo -dijo con
voz arrastrada.
Camila tembló desdibujándose. La casera estaba
despeinada y con las faldas en desorden.
-Ven -repetía estropajosa, estirando el brazo en
un gesto beodo de coquetería infantil.
confabulario 53
Camila buscó refugio junto al torso de un ca-
ballo en piedra, iluminado por una lucecita cenital.
La doctora refunfuñó desfigurando el rostro en una
mueca airada: estaba acostumbrada a la obediencia
ajena y, aún borracha, reclamaba sumisión. Con una
mano temblorosa, la doctora echó hacia atrás la ma-
raña de cabellos rubios que le ocultaba la frente y,
alzándose del sofá, con el vaso en la mano, comenzó
a acercarse a Camila, cantando una canción en ale-
mán. Entre nota y nota sorbía los mocos y sus ojos
enrojecidos bizqueaban.
Camila apretó contra su pecho el estuche de la
flauta; buscó protección tras la columna que soste-
nía al caballo de piedra y la calentura le subió dos
grados. Era una pesadilla, quería despertar, pero la
casera zigzagueó los cinco pasos que las separaban,
tomó a su inquilina del brazo e intentó besarla en
la boca.
Se convulsionó de asco, soltó la flauta y el alien-
to alcohólico de su casera le barnizó el rostro en-
volviéndola en mareos, y safándose de un empujón,
miró a esa masa de pelos rubios caer sobre la alfom-
bra como una vaca en el pastizal.
Estuvo a punto de soltar la carcajada pero se
contuvo. La tipa estaba al rojo vivo, mirándola desde
abajo y recordó al instante: eran los mismos ojos de
esa monja punitiva que la torturaba en la primaria;
la que le negó recreos y permisos, la que la dejaba
hincada con los brazos en cruz, rezando no sé cuán-
tos padres nuestros y sintió que una tenaza húme-
da paralizaba la memoria hincándole las uñas en el
muslo. Era como un cocodrilo intentando engullir a
una garza herida, un mal sueño producto del ham-
bre, y sacudió la pierna perdiendo equilibrio, inten-
tó pescarse de la columna que sostenía la escultura
equina, pero el pedestal se tambaleó tres veces y el
caballo, con la fuerza de una manada completa, es-
trelló sus crines de granito contra la cabellera revuel-
ta de la doctora Melivoski. El estruendo zarandeó
los muros con el tono lúgubre de los escombros y el
eco rompió en el ventanal el espejismo de sus luces.
Camila se levantó a tientas y por largo rato, estu-
vo contemplando ese cuerpo con cabeza de caballo
que, extendido en su grotesca pose, exhalaba el últi-
mo aliento. Ya no debía ninguna renta.
Margarita Cardeñaa
54 El Búho
Si he de comenzar por el principio, debo
señalar, como ocurre en este tipo de
ceremonias, que soy amigo de Dionicio
Morales desde hace más de cuatro décadas. Lo
conocí a través de un amigo común, más amigo
suyo, que mío, el poeta sonorense Abigáel
Bohórquez. Ya estaba formado el poeta, no
en balde había sido discípulo primero y luego
secretario particular del inmenso poeta Carlos
Pellicer y trabajaba para convertirse en perio-
dista cultural y crítico de artes plásticas. Si lo
vemos ahora, si pensamos en la razón de este
merecido galardón para Dionicio, podemos
concluir que consiguió todos sus propósitos, su
proyecto de vida, satisfactoriamente. Lo digo al
observar su amplia y distinguida obra.
Ello significa que Dionicio Morales ha deja-
do correr su vida entre la poesía y las artes plásticas, sin dejar
de lado su sentido de la amistad, su lealtad a principios ideo-
lógicos y su fidelidad al vodka. Debería, sin duda, decir que ha
corrido entre la poesía y el periodismo cultural, pero mi queri-
René Avilés FAbilA
letras libros revistas
Lilia Luján
letras, libros y revistas 55
do amigo le ha dado una especial importancia a las
artes plásticas, pese a que ha escrito sobre libros
de entrevistas a literatos, los ha presentado y les ha
enviado a más de un poeta y novelista sus acostum-
brados recados donde analiza con cultura e ingenio
sus respectivas obras. Una singular aportación al
periodismo de orden cultural. Me he acostumbrado
a verlo con pintores, críticos de artes plásticas, en
exposiciones y en general atento a quienes utilizan
pinceles, un cincel, el buril o la cámara fotográ-
fica. Sus libros, por citar dos, sobre Diego Rivera
y Héctor García, son piezas fundamentales que
mucho aportan al análisis de ambos artistas.
El sólo título de la obra Música para los ojos,
apoyado por algunos epígrafes de Octavio Paz (otro
poeta que tenía especial interés en la pintura y
quizá el primero en analizar seriamente a Tamayo),
indica que en los colores, las figuras escultóricas,
los grabados y las fotografías, él ve y escucha músi-
ca. Debo reconocer, en vista de nuestra hermandad
astrológica (ambos somos escorpiones y además
del mismo día), que a mí me ocurre lo mismo con
la literatura: me sirve para leer música. Pero esto es
normal: Rubén Bonifaz Nuño explicaba metafórica-
mente, ante un pequeño auditorio, que si uno sabía
bailar y gustaba de la música, escribir poesía era,
entonces, algo fácil.
En apretada síntesis, veo en Dionicio la poe-
sía y el periodismo cultural juntos, porque en sus
libros sobre artes plásticas suele ser un cuidadoso
espectador y al mismo tiempo un poeta de la prosa:
escribe de modo poético, salpicado de una delicada
ironía que asimismo caracteriza su conversación o
sus intervenciones en coloquios y encuentros lite-
rarios. Por ejemplo, en el prólogo de Música para
los ojos, el poeta y crítico de arte (expresión que por
cierto Dionicio rechaza tajante) explica el porqué
de su deslumbramiento por la pintura, la escultura y
la fotografía y cómo empezó a ejercer la puntual crí-
tica de arte. Allí hay algo que me llama la atención:
la mayoría de los creadores que analiza carecen
del enorme reconocimiento multitudinario del país.
Están, en efecto, Diego Rivera, Sebastián, Héctor
García o Gilberto Aceves Navarro, pero el resto
son descubrimientos o redescubrimientos del pro-
pio autor. No quiero decir que no sean afamados,
sino que la consagración absoluta está en camino.
A cambio, significa que el poeta que ve música en la
pintura, hace un permanente ejercicio por rescatar
y revalorar artistas importantes que no llegan a los
extremos de los nombres citados en el conocimien-
to nacional. Hay en sus páginas muchos nombres
de autores jóvenes cuyas obras deslumbran o de
otros que han preferido vivir distantes del escánda-
lo o del ruido, más bien absortos en la creación de
su obra.
Dionicio Morales rechaza en efecto la preten-
sión de ser un crítico profesional de arte, en su
abono precisa que habla de aquello que le gusta.
Pero hay algo más profundo, a diferencia de los
críticos profesionales, cuyas formas de expresión
suelen ser académicas y con frecuencia pedantes,
la suya es una visión poética que le concede mayor
profundidad al trabajo. Y algo parecido ocurre con
56 El Búho
su periodismo, por ello ha inventado un nuevo
género: el recado, que le permite hablar desahoga-
damente del autor y su obra, preguntar, hacer una
broma aguda y un recuento cordial y desenfadado.
Recurre al lenguaje coloquial y desenfadado sin
prescindir de los comentarios agudos, penetrantes.
Dionicio gusta de ilustrar sus libros con obras
de dibujantes, fotógrafos, pintores y escultores, va
más lejos y ha llevado a cabo un trabajo conjunto
donde él y el artista plástico están vinculados por
la musicalidad del color y de la palabra. En reali-
dad, Dionicio parece más ligado a los pintores que
a los escritores y de entre estos últimos, son más
los poetas quienes lo rodean que los prosistas, a
los que mi amigo, con perverso sentido del humor
califica de prosaicos.
Mis recuerdos me llevan a tiempos en que yo
veía al joven poeta Dionicio Morales recorriendo
galerías y conversando con pintores para llevar
a cabo un trabajo periodístico de trascendencia.
Creo que, aparte de la poesía, en esta faceta se
encuentra el principal valor de mi querido amigo,
ha hecho un periodismo cultural de gran altura,
capaz de resistir el tiempo porque se hizo pensando
en términos estéticos: no sólo está la buena prosa,
está además una larga lista de valores y méritos
que hoy podemos descubrir fácilmente en sus
muchos libros tanto sobre fotografía como de pin-
tores y escultores. Ver lo que ha escrito, digamos
sobre Sebastián, es introducirse en un mundo mági-
co, donde la observación sagaz, culta e inteligente
va de la mano de una prosa llena de imágenes de
color y musicalidad. Otras veces, opta por explicar
la escultura monumental de Sebastián, digamos,
con versos medidos y rimados.
Sus libros y reflexiones publicadas en los medios
impresos, van desde el estudio de Diego Rivera al
lamentablemente fallecido muy joven Jesús Urbieta.
No es un hecho cronológico sino de cosmovisión
artística: el autor encuentra transgresiones y des-
lumbramientos. Hace suyos y enseguida comparte
los sueños de pintores. Dionicio los ha ubicado con-
forme a las razones axiológicas que él mismo pudo
encontrar o confirmar: luces, pesadillas, paraísos,
imaginación, en fin, una multitud de aspectos que
sólo un poeta puede descubrir y que el habitual crí-
tico de arte profesional no logra penetrar. Octavio
Paz lo anticipa, tal como Dionicio lo indica, en Los
privilegios de la vista, cuando dice “la crítica de
los poetas es parte de la historia del arte moderno
de México”. O el deslumbramiento que Jean Cocteau
sentía por las artes plásticas, algo que lo llevó a él
mismo a pintar y dibujar o en México a Carlos
Pellicer que sentía devoción real por pintores como
Orozco, Rivera y el paisajista José María Velasco.
La lista de pintores que amaron las letras y de lite-
ratos que se apasionaron con la pintura es infinita.
Entre nosotros está Marco Antonio Montes de Oca,
que llegó a exponer sus cuadros y Tito Monterroso
que solía poner en sus dedicatorias gratos dibujos
y caricaturas, Raúl Anguiano que devoraba mate-
rialmente novelas, cuentos y poemas y Siqueiros
que plasmaba en buen castellano sus polémicas y
proclamas estético-políticas, para no citar el caso
letras, libros y revistas 57
conocido de un José Luis Cuevas que traslada el yo
(su forma de expresión favorita llamada autorre-
trato) al periodismo cultural y sustituye el aburrido
nosotros por la arrogante y amable figura de la pri-
mera persona del singular.
Comencé hablando de dos tareas en el caso de
Dionicio Morales: la del poeta y la del crítico de
arte. Ahora recapitularía: es simple y llanamente
un poeta que se expresa con un
lenguaje único: el de la poesía y con
esta arma formidable se ha puesto
a observar con un cuidado delicado
y armonioso cuadros, esculturas,
seres humanos, vegetación y foto-
grafías. El resultado es asombro-
so y está, por fortuna, a la vista.
Dionicio es un hombre con grandes
capacidades artísticas y emociona-
les, un ser generoso en un mundo
que no lo merece. Como a muchos
otros se le ha escamoteado el éxito
que su trabajo demanda. A pesar
de lo que digan amigos y enemi-
gos no me considero una persona
sociable, que finja serlo es otra
cosa, pero de algo estoy seguro:
me ha sido posible mantener una
larga y extraordinaria amistad con
Dionicio que lleva unos cuarenta
años y ha sido indestructible. Ahora,
en este homenaje que Atlixco le
rinde a él y a otro poeta extraordi-
nario, mi también querido y viejo amigo, compa-
ñero de luchas partidistas, Saúl Ibargoyen, al leer
de nueva cuenta sus trabajos poéticos, sus versos
delicados y muy pulidos, me emociona.
Hoy Dionicio Morales recibe un reconocimien-
to que antes recibió su maestro entrañable Carlos
Pellicer. Ello es una prueba de que el discípulo no le
falló al maestro. Felicidades, querido amigo.
Rigel Herrera
58 El Búho
T an lejos como los pies me lleven. Al
remitirnos a la Segunda Guerra
Mundial, siempre recordamos la fuer-
za militar de la Alemania de Hitler, los campos
de concentración y de exterminio, las grandes
historias de salvación del pueblo judío o la
intervención de las fuerzas aliadas venciendo
al tirano, pero pocas veces imaginamos qué
pasó con los soldados alemanes que fueron
capturados y su destino como seres humanos.
Enclavado en la fría Siberia, la historia
comienza con la captura de nuestro protagonista,
Clemens Forell, quien es apresado por las fuerzas
rusas y llevado a realizar trabajos forzados a las
minas desoladas de la helada Rusia.
Página a página, el autor nos demuestra
que también la guerra es injusta para quienes
se encuentran en el lugar equivocado y que su
único error fue nacer y servir a un líder malvado que deseaba
conquistar al mundo por la fuerza. Así, Forell, logró entender las
reglas entre quienes están condenados, esos prisioneros, hom-
DAviD FigueRoA
Alfredo Cardona Chacón
letras, libros y revistas 59
bres sin libertades, reos. Forell lo entendería al tratar
de escapar.
Considerando sus desventajas, Clemens Forell,
logra escapar de sus captores sin imaginar que el frío
latente de la región siberiana estuvo a punto de qui-
tarle la vida; no obstante, nuestro protagonista logra
conocer a los nativos de la región ya fueran leñado-
res, bribones o simplemente cazadores furtivos, de
quienes aprende no sólo el idioma sino las diferentes
formas de actuar en cada circunstancia y que más
adelante, le ayudaría con la policía.
La ferviente convicción de llegar a Alemania y
regresar con su familia, le dan fuerza para el tremen-
do desgaste que significa caminar durante años y
lograr su destino primario que sería cruzar la frontera.
Preso durante casi ocho años, el espíritu de libertad
de este hombre logra mezclarse con la sensación de
no regresar a su patria; el socialismo soviético resulta
una cárcel en sí mismo cuando se trata
de cruzar un simple muro que divide a
los países.
Esa esperanza a la que se aferra
una persona, ese esfuerzo que hace
la diferencia, de eso trata la novela de
Josef Martin; el aferrarse a ser libre.
Las diferentes vicisitudes que hay que
afrontar y que siempre merman el sen-
tir, el orgullo y la esperanza de quien ha
perdido lo más valioso en la vida.
Para terminar, una acción de un
desconocido, lo ayuda a encontrar la
luz al final del túnel. A través del frío siberiano, de la
gente oriunda (en algunos casos amistosa y en otras
no), del agua helada, de los días sin comer, del enten-
dimiento animal, de la escasa comida y de la nunca
envidiable esperanza, el autor imprime un sello espe-
cial que hace que el lector se adentre en las circuns-
tancias y trate de avizorar este tipo de situaciones, sin
duda únicas.
En algunos parajes, se nos habla de la gran amis-
tad que logra Forell con las personas que se cruzan
en su camino, con desconocidos y hasta con un perro
que es sacrificado para que él logre escapar. Una his-
toria llena de aventura, valor y esperanza que no sólo
la viviremos en las páginas de esta historia que, al ser
verídica, revitaliza los esfuerzos de quien la protago-
nizó y lo ensalza como ser humano.Tan lejos como los pies me lleven. Josef Martin Bauer. Ed. Quinteto.