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Panait Istrati Kyra Kyralina PANAIT ISTRATI Kyra Kyralina Traducción: Fred Gavroch En 1921 me entregaron una carta encontrada entre la ropa de un vagabundo desesperado que se había cortado la garganta La leí y me sobrecogió el torrente de su genio… Un nuevo Gorki de los Balcanes... Consiguieron salvarle... Se llama Panait Istrati... Veinte años de vida errante, de extraordinarias aven- turas... Practica todos los oficios... Se mezcla con los movimientos revolucionarios... Nada tiene, pero guarda un mundo de recuerdos, mientras engaña el hambre devorando, sobre todo, a los maestros rusos y a los escritores occidentales. Es un narrador nato de Oriente, que se encanta y se conmueve con sus propios relatos, al grado de que, una vez empezada una historia, ni él mismo sabe si durará una hora o mil y una noches... Lo convencí para que escribiera una parte de sus rela- tos y él ha comenzado una obra de largo aliento... Es una evocación de su vida y, como su vida, podría estar dedicada a la Amistad, porque la Amistad es, para este hombre, una pasión sagrada... Tres o cuatro de las narraciones que conozco son dig- nas de los más grandes maestros rusos. Istrati sólo difiere de ellos por el temperamento y la luz, por su arranque espiritual, por su alegría trágica, esa alegría del narrador que rompe las cadenas del alma... 1
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Kyra Kyralina

Aug 03, 2015

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Alejandra Tapia
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Panait Istrati Kyra Kyralina

PANAIT ISTRATIKyra Kyralina

Traducción: Fred Gavroch

En 1921 me entregaron una carta encontrada entre la ropa de un vagabundo desesperado que se había cortado la garganta La leí y me sobrecogió el torrente de su genio… Un nuevo Gorki de los Balcanes... Consiguieron salvarle... Se llama Panait Istrati...

Veinte años de vida errante, de extraordinarias aventuras... Practica todos los oficios... Se mezcla con los movimientos revolucionarios... Nada tiene, pero guarda un mundo de recuerdos, mientras engaña el hambre devorando, sobre todo, a los maestros rusos y a los escritores occidentales. Es un narrador nato de Oriente, que se encanta y se conmueve con sus propios relatos, al grado de que, una vez empezada una historia, ni él mismo sabe si durará una hora o mil y una noches...

Lo convencí para que escribiera una parte de sus relatos y él ha comenzado una obra de largo aliento... Es una evocación de su vida y, como su vida, podría estar dedicada a la Amistad, porque la Amistad es, para este hombre, una pasión sagrada...

Tres o cuatro de las narraciones que conozco son dignas de los más grandes maestros rusos. Istrati sólo difiere de ellos por el temperamento y la luz, por su arranque espiritual, por su alegría trágica, esa alegría del narrador que rompe las cadenas del alma...

Romain Rolland

Presentación

Luego de haber alcanzado considerable popularidad durante una buena parte de dos décadas, los veinte y los treinta, Panait Istrati fue relegado prácticamente al olvido a partir de su muerte, en 1935. Comunista ferviente, Istrati visitó la Unión Soviética en 1927 y

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escribió una aguda crítica del proceso revolucionario que el dogmatismo de la época jamás le perdonó. Así, el genial vagabundo que cantaba la primavera del Mediterráneo oriental, fue tachado de servidor de la reacción y condenado al olvido.

Su propio descubridor, Romain Rolland, quien lo impulsara a escribir tras un intento de suicidio en 1921, le suplicó en una carta de 1929 que no publicara su crítica a la URSS, aunque tuviera razón, porque "pese a usted, tomaría el aspecto de un acto de venganza que disminuiría su grandeza. Además, no serviría de nada a la revolución rusa, sino a la reacción europea, a la que los opositores le hacen el juego ciegamente. Situación trágica, desgarradora, pero hay que soportar virilmente aquello que no se puede impedir..."

Pero Istrati no podía entender este tipo de razonamientos. Nacido en Braila, Rumania, a orillas del Danubio, en 1884, hijo de un contrabandista griego y de una campesina rumana, se había lanzado por el mundo, desde los trece años, a buscar la justicia, la belleza y la bondad, donde estuviera y a denunciar a sus contrarios donde los encontrara. Apostó por "el hombre que no se adhiere a nada", al que invocara desde su lecho de muerte, abandonado y en la miseria: "Grito desde mi camastro: Que viva el hombre que no se adhiere a nada. Lo grito en mi último libro y lo gritaré, si escapo una vez más a la muerte, a lo largo de todos los libros que me falten por escribir: la liberación del hombre por su rechazo a adherirse a todo, a todo, hasta a ese trabajo técnico, muy bien organizado contra él, de los dos lados de la barricada.. "

Kyra Kyralina es la primera novela de una serie autobiográfica que forma Los relatos de Adrián Zograffi, en donde Istrati cuenta su experiencia interior y su apasionada búsqueda.

Su encuentro con Stavro, un refresquero que va de feria en feria vendiendo limonada, permite a Adrián conocer un mundo marginal y despreciado en el cual brillan los valores humanos con mucha mayor intensidad que en el mundo de quienes marginan y desprecian. La aventura de Stavro en busca de Kyra Kyralina, su dulce hermana, su Santo Grial, constituye una experiencia de intensidad, emoción y desolación poco comunes en la narrativa occidental, mismas que empapan los grandes momentos de la literatura de la Europa oriental.

Es motivo de orgullo para La Oca, Editores, recuperar a un autor tan injustamente olvidado como Panait Istrati que consagró su vida a construir la utopía, como lo expresó en una de sus páginas más vibrantes, precisamente en su libro sobre el proceso soviético:

"No es combatiente, a mis ojos, quien subordina sus intereses individuales a los de la mejor humanidad que debe venir. Yo creo en esa humanidad. Existe hoy como el sol existe durante la noche. Más de una vez mi barro la ha tocado. Más de una vez, en mis innumerables horas de desamparo, su mano me ha levantado de la tierra. Lo que haya hecho de bueno o de bello se lo debo a esa

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humanidad... Quiero consagrarle todas mis fuerzas, ayudar a todos aquellos que por ella combaten...

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Stavro

Aturdido, Adrián recorrió la pequeña avenida de la Divina Madre que va desde el templo que le da nombre hasta el parque público, en Braila. A la entrada del parque, se detuvo, entre humillado y furioso:

-¡Ya no soy un niño! -estalló en alta voz-. ¡Tengo derecho a vivir mi vida como me dé la gana!

Eran la seis de la tarde de un día laboral cualquiera. Las calle-juelas del parque estaban casi desiertas y la puesta del sol volvía polvo de oro la arena de los paseos, al tiempo que los macizos de lilas comenzaban a sumergirse en la sombra. Inermes, desorientados, los murciélagos volaban en todas direcciones. Formando valla, en los paseos, las bancas del parque estaban vacías, salvo aquellas que, en rincones discretos, daban su protección a parejas de jóvenes enamorados que suspendían sus abrazos ante cualquier presencia inoportuna.

Pero Adrián no se fijaba en los seres humanos. Ávido, llenaba sus pulmones con el aire puro que surgía de la arena recientemente regada y se confundía, como en un bálsamo, con el olor de las flores. Adrián aceptó que tampoco aquel misterio le resultara comprensible, así como le parecía especialmente incomprensible el terco rechazo que su madre mostraba ante sus amigos. Una discusión acalorada acaba de darse entre madre e hijo único. Adrián razonaba en torno a ella:

-Para mi madre, Mijail es sólo un extranjero, un vago peligroso, el despreciable pinche del pastelero... Y yo ¿qué soy…? ¡Apenas un pintor de brocha gorda, y, hasta hace muy poco, también pinche del mismo pastelero! Si mañana viajara a otro país, ¿eso justificaría que me consideraran un vago peligroso...?

Furioso, dio una patada en el suelo y continuó con sus refle-xiones:

-¡Caramba! Es intolerablemente injusto lo que le hacen al pobre Mijail. Yo lo admiro porque es más inteligente que yo, más culto, y porque sufre sin quejarse. Quieren que revele su nombre y el de su país de origen... Quieren que enseñe los dientes que le faltan... Como se niega, lo señalan como vago peligroso, ¡y ya! Bueno, pues yo quiero ser amigo de ese vago peligroso y, también, ¡ya...!

Adrián siguió su paseo, maquinalmente. Le regresaban a la memoria las palabras, los insultos de su madre, y todo le resultaba absurdo:

-¿Y esa cuestión del matrimonio? Apenas tengo dieciocho años y ya quiere amarrarme a una boba que va a atosigarme con su ternura y que, como coneja, va a convertir mi cuarto en un inmenso

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criadero. ¡Como si lo único que viniéramos a hacer sobre la tierra fuera engendrar pequeños estúpidos y ofrecer al mundo esclavos nuevos, al mismo tiempo que uno se convierte en esclavo de todos ellos. ¡No! Aunque fuera mil veces más peligroso, prefiero un amigo como Mijail. Me acusa de que provoco a la gente para que hable, y es verdad. Quizás me guste provocar a la gente para que hable porque la luz se hace gracias a la palabra de los fuertes, así como Dios tuvo que hablar para crear la luz sobre el mundo.

La sirena de un barco rompió el silencio de la noche primaveral y todo lo llenó con sus silbidos estridentes que sacaron al joven de sus reflexiones, al tiempo que se sintió envuelto por el aroma de las rosas y de los claveles.

Adrián enfiló por la gran avenida desde la cual se dominan el puerto y el Danubio. Contempló por un momento las luces múltiples de los barcos y su irrefrenable anhelo de viajar le estalló en el pecho como un profundo suspiro:

-¡Dios mío! ¡Qué magnífico estar en alguno de esos barcos, cruzar los mares, descubrir otras playas, ver otros mundos...!

Cabizbajo al comprenderse incapaz de realizar sus deseos, si-guió su marcha cuando alguien detrás suyo pronunció su nombre. Al darse la vuelta, pudo ver a un hombre sentado en una banca, con las piernas cruzadas, que fumaba. Su miopía y la oscuridad le impidieron reconocerlo, y le obligaron a acercarse contrariado. De pronto, exclamó:

-¡Stavro! Conocido por todos como el "refresquero", porque vendía

refrescos en las ferias, Stavro era primo segundo de la madre de Adrián. Por haber sido, en su juventud, un personaje central de todos los garitos, treinta años después era despreciado y rechazado por cuantos le conocían.

Muy alto, muy delgado, rubio descolorido, con el rostro lleno de arrugas, sus grandes ojos azules transmitían toda la vida interior de Stavro: a veces sinceros, a veces pícaros o de mirar furtivo. En ocasiones, un solo golpe de vista revelaba toda la agitación de su existencia, llena de desengaños y aventuras sin fin, a causa de su naturaleza extravagante, errante y caprichosa... Revelaban una vida triturada desde los veinticinco años por el feroz engranaje de la sociedad que lo obligó a casarse con una muchacha rica, bella y tierna, de la cual se separó, apenas unos afias después, con el corazón vencido y el carácter doblegado, lleno de vergüenza.

Adrián apenas conocía aquella historia. Su madre se la explicó, sin entrar en detalles, como ejemplo de una vida indigna; pero el muchacho sacaba conclusiones opuestas: su instinto le empujaba a Stavro, como a un fascinante instrumento musical, con ansias de oírle, aunque el instrumento resultaba herméticamente silencioso.

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Por lo demas, no se habían visto más que tres o cuatro veces, siempre en la calle, porque la casa de su madre, como todas las casas decentes, estaba cerrada para Stavro. ¿ Y qué podría decir el despreciado refresquero de feria, al niño mimado?

Para todos Stavro era un bromista. Efectivamente, lo era. Es más, quería serlo. Con su traje roto, ajado aun cuando no fuera tan viejo; con su apariencia pueblerina, la camisa arrugada, sin cuello; se entregaba a largos discursos, acompañados de una grotesca gesticulación que divertía a su auditorio, mientras a él lo convertía en el hazmerreír de todos.

En plena calle, llamaba a sus conocidos por apodos graciosos, pero jamás groseros, algunos de los cuales pegaron para siempre. Si encontraba a alguien de su agrado, le invitaba y, después de haberse acabado lo pedido, con el pretexto de ir a hacer una necesidad, se escapaba. Si se trataba de alguien que le cayera mal, le decía: "En tal café está tu amigo fulano, esperándote".

Pero lo que más entusiasmaba a Adrián eran las bromas con las cabezas de pescado llamadas tzirs, y las bolsas de tabaco. Durante una conversación. Stavro sacaba del bolsillo una cabeza de pescado muy seca, y la prendía en el saco de su acompañante para que, cuando éste se fuera, la paseara por las calles en medio de la risa de los demás.

Sus bromas con las bolsas de tabaco podían ser aún más divertidas. Es costumbre de Oriente, cuando se quiere hacer un cigarrillo, pedirlo al primero que se encuentra al paso. Stavro abordaba a todo aquel que se topara con él y, después de hacerse el cigarrillo, en vez de agradecer y devolver la bolsa de tabaco, se la guardaba distraído en su propio bolsillo desfondado, lo cual hacía que bolsa y tabaco rodaran por el suelo. Stavro la recogía presuroso, se excusaba y, como queriéndola meter en el bolsillo de su dueño, intencionadamente la tiraba de nuevo. La bolsa de tabaco era recogida por el paciente transeúnte, quien se apresuraba a limpiarla en tanto Stavro exclamaba: "¡Ay, qué torpe soy!" "No tiene importancia", le contestaban invariablemente, mientras los que presenciaban la escena saltaban ruidosas carcajadas ante el azoro de la víctima. Desde luego, jamás volvían a caer en sus manos las bolsas de tabaco con las que hiciera reír una vez.

Adrián había aprendido a querer a Stavro precisamente por sus bromas, aunque otros aspectos extraños del refresquero lo con-fundieran. A veces, en medio de bromas y risas, Stavro, de pronto serio, dirigía a Adrián una mirada profunda, clara, tranquila, y superior, que llegaba a recordarle la ingenua y bondadosa de los terneros. Adrián se sentía entonces disminuido y fascinado por aquel analfabeto. Estos aspectos incomprensibles lo decidieron a observar al refresquero. Pero eran contadas las ocasiones en que podía observarlo, porque esa mirada peculiar y misteriosa de quien Adrián

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llamaba "el otro Stavro" aparecía muy de vez en cuando y exclusivamente cuando estaban solos.

Un día -diez meses antes de su encuentro en el jardín-, acompañando al refresquero a la tienda de un viejo griego taciturno, que le vendía limones y azúcar, vio aparecer al "otro Stavro". Adrián penetró en sus ojos.

Solos los tres en un rincón oscuro del almacén, Stavro, sin arrugas en el rostro, con la mirada dulce de sus ojos muy abiertos, fijos y luminosos, miró al tendero, de cara inflada y seca expresión, y le dijo, tímida pero firmemente, mientras el otro aprobaba con la cabeza:

-Kir Margules... Va muy mal el negocio. Hace poco calor y la limonada no se vende. Vivo de mis ahorros y del azúcar que me da... No le puedo pagar. Pero le pagaré, se lo aseguro. Sólo que me muera, perderá usted lo que le debo.

El tendero, avaro pero conocedor de los hombres, concedió el crédito, con un apretón de manos tan seco como su misma vida.

Ya en la calle, Stavro, con su mercancía bajo el brazo buscaba alguna nueva víctima para sus bromas, y, saltando sobre un pie, dijo a Adrián acercándose a su oído:

-¿Ves? Lo engañé. - ¡Cómo! No lo engañaste: le prometiste que pagarías. - ¡Oh, Adrián! Pagaré si no me muero, pero si me muero, será el

diablo quien salde mis deudas. -Si te mueres, es otra cosa. Pero no digas que lo engañaste,

porque eso demuestra que te consideras un hombre sin honor. -Quizá lo soy. -No, Stavro, no puedes engañarme: tú eres honrado. Stavro se detuvo bruscamente, empujó a su acompañante

contra una barda y, recobrando por un instante su verdadero ser, con una mezcla de miedo y autoridad, le dijo:

- ¡Soy un hombre sin honor! Hizo ademán de huir, pero Adrián, conmovido, lo detuvo a

tiempo y le dijo con voz ahogada: - ¡Stavro! ¡Quédate y dime la verdad! Veo dos hombres en ti.

¿Cuál es el verdadero? ¿El malo? ¿El bueno? -No sé -contestó y, desprendiéndose bruscamente de las manos

de Adrián, le dijo con rabia: -¡Déjame! -aunque pensando haber ofendido al joven, añadió: -Ya te lo diré cuando crezcas...

Y no se vieron más. Stavro, que recorría las ferias entre los meses de marzo y octubre, no volvía a Braila más que para apro-visionarse, y sobrevivir de milagro, durante el invierno, con la venta de castañas asadas...

Encontrarse de nuevo con el viejo refresquero alegró tanto a Adrián como a los ríos pequeños debe alegrar encontrarse con los grandes, y a éstos hallarse en el seno del mar.

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Pero esta vez, Stavro no era el bromista de siempre. Satisfecho Adrián del nuevo mutismo, lo examinó atentamente, a la pálida luz de la noche. Nadie hubiera podido adivinar su edad, ni siquiera aproximadamente. Sin embargo, al verle con detenimiento, pudo notar que, ya en las sienes, sus rubios cabellos se tomaban grises.

-¿Por qué me miras así? -le dijo Stavro con enojo-. No estoy en venta.

-Ya lo sé; pero me gustaría saber si eres joven o viejo. -Joven y viejo, al mismo tiempo, como los gorriones. -¿Quieres mi bolsa de tabaco? -insistió Adrián-. Porque la forma

en que caiga me hará saber de dónde vienes y a dónde vas, o cómo te va en tu negocio.

-No importa de dónde vengo y a dónde voy. Mi negocio no anda demasiado mal. Pero en estos momentos estoy un poco molesto -y, al decir esto, golpeó amistosamente la rodilla de Adrián.

-Es raro en ti -le contestó-. ¿Te preocupa la escasez de limones? -No, los limones no. Escasean los vagabundos honrados que

antes se encontraban tan fácilmente en la ciudad. -¿Vagabundos honrados? -exclamó Adrián-. Es una contra-

dicción: los vagabundos no pueden ser honrados... -Conozco a varios. Stavro se cruzó de piernas y se quedó mirando el suelo, sumido

en sus reflexiones. Adrián comprendió que hablaba en serio y le pidió una explicación más precisa.

- ¿Para qué necesitas semejante vagabundo? -Para que me acompañe a la feria de S... el próximo jueves. No

soy yo quien lo necesita, pero me conviene encontrarle. Ya sabes que cuando voy a las ferias, me pongo junto al pastelero. Los campesinos comen pasteles Y, luego, para apagar su sed, piden mi fresca limonada. Pero se debe echar a la harina de los pasteles un poco de sal, para que den más sed... Ya ves cómo no tengo el menor escrúpulo. El pastelero, tu antiguo patrón Kir Nicolás. Él está de acuerdo, pero... ¡Kir Nicolás no puede dejar la tienda para venir a la feria! Aquí radica la necesidad de un vagabundo honrado que acompañe a su empleado Mijail para que, mientras uno fría, el otro cobre. ¡Hace dos días que lo busco inútilmente!

Stavro, con gravedad, concluyó: -Braila cada vez está más pobre en hombres. Con súbita decisión, Adrián dijo alegremente al refresquero: -¡Yo soy el vagabundo que buscas! Le miró asombrado: - ¡Cómo! -Palabra de honrado vagabundo. ¡Yo te acompaño! Y Stavro, imitando los saltos de un chango, exclamó: -Dame tu mano, hijo de una rumana ardiente y de un aven-

turero cefalonita... Eres digno descendiente de tus antepasados... -¿Qué sabes tú de mis antepasados?

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-Oh, nada, pero fueron seguramente grandes granujas. El refresquero besó al joven pintor y, tomándolo del brazo, lo

arrastró con él. -Vamos de inmediato con Kir Nicolás para darle la buena

noticia. A más tardar, saldremos mañana domingo para llegar a S... el martes, y poder, con tiempo suficiente, instalarnos en un buen sitio. Son dos días y dos noches de camino. El viaje lo haremos en un coche con la rapidez o la lentitud que nos marque la calidad del vino de los mesones que encontraremos por el camino.

La aparición del refresquero de feria y de su nuevo cómplice causó una áspera discusión en la pastelería. Stavro, en turco, gritaba hasta perder el aliento. Kir Nicolás, confuso, temía que el charlatán quisiera engatusarlo. Adrián, que no comprendía el turco, escuchaba aquella disputa con la vaga sensación de que él la había provocado. Al fin, Mijail logró poner orden entre ellos y Kir Nicolás levantó los hombros con aire de indiferencia, mientras Stavro, más tranquilo, replicó en períecto griego:

-No se preocupen por lo que su madre pueda decir... Si yo hubiera tenido que acomodarme a los deseos de mi madre, les aseguro que habría pasado los cincuenta años de mi vida sin saber todavía cómo sale el sol más allá de Braila. ¡Las madres son todas igual! Quieren que vivamos su vida, que disfrutemos con sus placeres, que gocemos con sus alegrías. Y, después de todo, ¿qué culpa tenemos si nos mostrarnos tal como nos han hecho? ¿Verdad, Adrián?

Mijail interrumpió, también en griego: -Muy razonable lo que dice, pero nosotros, que no conocernos a

la madre de Adrián, tenemos derecho a suponer que se trata de una excepción. Yo, por mi parte, opino que debe solicitarse el permiso de su madre. Y, si lo concede, yo seré el primero en alegrarme; pero, si lo niega, no iré a la feria.

Ante declaración tan terminante, salió Adrián como rayo en busca de su madre. Al llegar a su presencia se detuvo confundido en medio de la habitación. Con los ojos humedecidos y las mejillas encendidas, no sabía por dónde empezar. Quiso hablar y no pudo; pero su madre se le adelantó preguntándole:

- ¿Ya tienes algo nuevo que pedirme? -Sí, mamá... -Si has de empezar con la misma cantinela de siempre, haz lo

que creas conveniente pero trata de no destrozarme demasiado el corazón. Y será mejor que te olvides de mí. No vuelvas a ocuparte de tu madre.

-Pero mamá, no se trata de nada que pueda hacerte daño. Llevo ya sin trabajo ocho días; lo más probable es que esta situación se prolongue, y para ganar lo perdido quisiera acompañar a Mijail a la feria de S. Al mismo tiempo podré conocer ese lugar tan hermoso.

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-¿Irán solos? -Sí..., bueno, no: vendrá... Stavro... -¡Claro! ¡Muy bien! Para ti también ese es un filósofo, verdad? Y, como Adrián guardaba silencio, añadió: -En fin, sea como quieres. Puedes ir. -Pero ¿estás enojada mamá? -No, hijo mío, no estoy enojada.

Salieron el domingo, como habían acordado. Desde las puertas de sus casas, todas las comadres de la calle

Grivitza, vecinas del pastelero, curioseaban, con sus mirada, impertinentes, los preparativos de la partida.

A las cuatro de la tarde llegó Stavro con su tartana y todo lo necesario para su negocio. Dentro del barril que le servía de depósito de agua, había colocado cuidadosamente el azúcar, los limones, los vasos... Ante la tienda de Kir Nicolás, ayudado por éste y Mijail, cargó los ingredientes de los pasteles: una olla de regular tamaño, un hornillo portátil, dos costales de harina, algunas latas de aceite y demás sartenes. Preparó también un asiento para tres personas.

A fin de impedir que los nutridos grupos de curiosos, formados en la calle se rieran de él, Adrián salió con su madre media hora antes de la llegada de Stavro. Se separaron en la calle de Galatz: la madre, a casa de una amiga y Adrián hacia la carretera por la que debía pasar la tartana.

-Ya ves, hijo mío -le dijo, abrazándolo con tristeza-, respeto tu voluntad; pero quizá algún día te arrepientas de lo que haces. El corto viaje que vas a emprender abrirá en ti el insaciable deseo de seguir corriendo mundo, y entonces los viajes deberán ser, cada día más largos. Y, no hay garantía de felicidad en lo que semejante porvenir te reserva. Tengo la seguridad de que los dos lloraremos un día. Dios no lo quiera.

Adrián no tuvo tiempo de contestar, sólo de seguir, inmóvil, con la mirada a su madre, quien, sin volver la cabeza, continuaba el camino recto, tan recto como recta, sencilla y dolorosa fue su vida: de la única cosa en que aparecía como culpable, no sentía ningún arrepentimiento a pesar de haberlo pagado bien caro. La cabeza cubierta por una mascada; una blusa sencilla, de tela barata; un paquete en la mano derecha, y sujetándose con la izquierda sus faldas largas que levantaban un poco de polvo, andaba con los ojos fijos en el suelo, como si buscara algo que si aún no había perdido, ya iba perdiendo poco a poco.

¡Pobre hermano mío, pobre Adrián...! Estás temblando.,. Acu-rrucado sobre el cojín que te sirve de asiento en esa vieja tartana con Stavro a tu derecha, que lleva el caballo a trote, mientras canta en armenio una melancólica canción, y apoyado sobre el hombro de Mijail que fuma a tu izquierda en profundo silencio, tú, mi buen

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amigo, tiemblas... ¡Y no es el frío lo que te hace temblar! ¿Acaso tienes miedo? ¿Te asusta ese incierto soplo de tu destino que te empuja, no hacia la feria de S, sino hacia el gran enigma de tu existencia apenas comenzada...?

Entre dos filas de árboles, tras de los cuales se extendían por ambos lados inmensos campos de trigo, a la melancólica luz de un crepúsculo que anunciaba la tempestad, seguían su camino y seguía también Stavro entonando en armenio sus lamentos.

Mijail y Adrián lo escuchaban sin entender, pero sentían su dolor. La noche llegó para acunar con su profunda calma a los tres viajeros sumidos en sus propios pensamientos... Y continuaron el camino, dejando atrás aldeas y caseríos que sucedían a otras aldeas y a otros caseríos, nidos miserables de tristeza y de felicidad, envueltos por la oscuridad e ignorados por el universo entero.

La vacilante luz de la linterna, descubría por instantes algunos parajes rústicos y míseros que desaparecían para no volverse a ver jamás.

Un perro que ladraba furioso. Una cortina levantada por alguna figura humana que deseaba averiguar la causa de aquel inusitado ruido en la carretera. De trecho en trecho, viejas cabañas envejecidas por la intemperie y corrales de bardas desvencijadas.

Cada dos horas, Stavro se detenta en alguna fonda. Se frotaba los ojos y daba de comer al caballo; lo cubría con una manta y, seguido de sus dos acompañantes entraba a la fonda, donde bromeaba con los campesinos, y reía a carcajadas de sus propias ocurrencias. Se hacía servir un litro de vino y pedía una bolsa de tabaco para, después de haber liado un cigarrillo con aire grave, dejarla rodar por el suelo.

Notó Adrián que Mijail, quien sólo hacía dos días conocía a Stavro, discreta, pero constantemente lo observaba, y , aprove-chando una corta ausencia del refresquero, dijo a su amigo, en griego:

-¡Qué loco está! ¡Tanto ruido para no decir nada! Gravemente le replicó Mijail: -Ese ruido quiere silenciar algo en alguna parte: no sé en

dónde... Este hombre oculta algo inconfesable.

Llegaron, luego de siete horas de marcha continua y casi siem-pre al trote, alrededor de las doce, de una noche de atmósfera pesada, que ya dejaba escapar ligera lluvia, al pueblo de S..., envuelto por las tinieblas, y del que no pudieron distinguir sino una cuadrilla de miserables perros que no cesaban de ladrar en las patas mismas del caballo. Stavro los alejó a latigazos y dirigiendo el carruaje con segura mano, a pesar de la oscuridad, llegaron a una posada cuya puerta estuvo a punto de derribar el caballo. Desde su asiento, Stavro llamó a la ventana:

-¡Gregorio... ¡Gregorio! 11

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Luego de un largo rato, se abrió la puerta y Stavro prorrumpió: -¡Pascuas evangélicas y todos los santos apóstoles! ¿Querías

dejarnos en la calle para que hiciéramos los pasteles y la limonada con el agua de la lluvia? ¡Ábrenos pronto!

El posadero, murmurando algo incomprensible, tomó las riendas del caballo, y los condujo.

Los tres forasteros, precedidos por el posadero, penetraron hasta una de esas carciuma rumanas como la del tío Anghel, en donde se come, se bebe, se fuma y se habla sin parar de muchas cosas, buenas o malas, según la calidad y la edad de los hombres y la clase del vino que se sirve.

-Comamos bien -dijo Stavro una vez instalados- pero no perdamos el tiempo en hablar. Debemos dormir para salir mañana al amanecer. Así por la mañana, con el cuerpo y el espíritu reposados podremos contarnos cuentos embelesados ante la salida del sol, porque mañana será un buen día.

El dueño de la posada se sentó a beber con Stavro y le pre-guntó si iba a la feria de S..., añadiendo jovialmente:

-¿Sigues engañando clientes con saborizantes en lugar de limones?

Stavro le miró fijamente mientras continuaba comiendo, y después de unos momentos contestó con brusquedad:

-Y tú, bandido, ¿con alcohol y agua de la fuente preparas el aguardiente y envenenas a los campesinos para engordar tu panza?

-Pero, Stavro -interrumpió Adrián, extrañado-, yo te he visto comprar azúcar y limones. ¿No era para preparar la limonada?

-Es para tapar los ojos de los clientes –y en griego, añadió-: Ya ves cómo soy un miserable embaucador. Y esto no es nada.

Mijail y Adrián cruzaron entre sí una mirada de inteligencia, y los ojos escrutadores del primero contestaron a los ojos interrogantes del segundo:

-Aquí hay gato encerrado. Los tres se levantaron, y el hostelero, con una caja de cerrillos y

una vela, les condujo al granero en donde debían pasar la noche. Extendieron las mantas llamadas rogojinas y se acostaron ves-

tidos, con el estómago lleno y mareados tanto por los efectos del vino como por el cansancio.

-Si fuman, tengan cuidado con el fuego -les dijo el dueño al alejarse. No les dejó ni vela ni cerillos.

Cinco minutos después los tres se habían dormido.

¿Qué hora podría ser? Adrián no hubiera podido calcularla, pero en lo más profundo de su sueño, sintió que una mano le tocaba el hombro y subía después hasta su cara. Entreabriendo un instante sus pesados párpados, apenas pudo distinguir si estaba en su casa o en el pajar de una granja, y se volvió a dormir. Pero al poco rato sintió de nuevo la mano pasar por su cara, mientras alguien le daba un

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ardiente beso en la mejilla derecha. Esta vez Adrián despertó por completo. ¿Qué significaba aquello?

En medio de la oscuridad de la noche, imaginó la posición de sus dos compañeros: a su derecha Stavro y Mijail a su izquierda.

-¿Stavro me ha besado? Mientras se hacía estas reflexiones, una idea se apoderó de su

cerebro, pero, rechazándola, se dijo a sí mismo: -No, no puede ser; no es posible. Con toda seguridad estaba

soñando y he creído que me besaban. Algunos minutos después sintió de nuevo cómo la mano de

Stavro le tocaba el pecho y, con voz ahogada pero sonora, lo interrogó:

-¿Qué quieres Stavro? ¿Qué buscas? Estas preguntas, aunque en voz baja, resonaron en la soledad y

el silencio de la noche como si hubieran sido pronunciadas debajo de una cúpula, y, sobresaltado, el refresquero le dijo con voz temblorosa:

-¡Cállate! -Pero, ¿dime lo que quieres? Habla -repuso Adrián-. ¿Me

besaste? -exclamaba cada vez con mayor asombro . -¡No grites! -le dijo Stavro apretándole fuertemente el brazo. Siguieron, instantes de silencio y de miedo. Entonces Mijail, con

voz muy clara, que indicaba que estaba períectamente despierto, dirigió en turco una pregunta brevísima a Stavro, quien al principio no contestó, limitándose luego a pronunciar unas ambiguas frases.

Mijail insistió y Stavro replicó esta vez más extensamente que a la anterior pregunta. De nuevo el primero le interrogó con más vigor, contestando el segundo con palabras secas. Mijail, reflexionando, calló unos instantes. Pero de pronto, levantando la cabeza, apoyándose sobre un codo y como buscando los ojos de Stavro, le habló con calma. Stavro molesto, le atajó brutalmente.

Adrián presenciaba aquella escena sin comprender palabra. Había conocido a un Mijail siempre bondadoso, y, al verlo tan

exaltado, dudaba de que fuera el mismo de antes. Con frases breves pero enérgicas, luchaba contra Stavro, quien, no menos enérgico y brutal, se defendía.

En medio de la oscuridad, las palabras se cruzaban, violentas, y chocaban produciendo chispas como espadas en combate. Se adivinaba en la sombra que las cabezas de los contendientes se acercaban hasta casi tocarse; que sus ojos se buscaban impotentes; que se movían los brazos en ademanes amplios.

En el corazón de Adrián, las vocales de la lengua turca resona-ban como los gemidos del oboe mientras sus consonantes, duras y numerosas, como el batir del tambor.

Adrián comprendió la verdad. Comprendió también que Mijail tenía acorralado a Stavro. Una gran piedad por este último le oprimió el pecho y le hizo estallar en lágrimas. Sollozando, dijo:

-¡Hablen en griego, yo no entiendo ni una palabra! 13

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Su dolorosa explosión cortó la disputa. Un pesado silencio siguió a la nueva pregunta de Adrián:

-Stavro, ¿por qué has hecho eso? El refresquero de feria, volviéndose hacía el joven, le contestó

con voz ahogada: - ¡Ah, mi buen amigo! ¡Porque no tengo honor! ¿No te lo había

dicho? -Eso es peor que la deshonra -replicó Mijail-. Eso es perversión.

Violencia contra todo equilibrio y armonía: usted ha viciado ese equilibrio. Y comete el peor de los crímenes cuando quiere propagar, extender su vicio.

Y tras una pausa, Mijail añadió con firmeza: - ¡Pida perdón a Adrián! De lo contrario, me largo de inmediato. Stavro no contestó. Se hizo un cigarrillo y, tras encenderlo, los

dos amigos vieron períilada su cara con un aspecto completamente desconocido. La boca más grande y la nariz más larga que de costumbre: los bigotes se mantenían erguidos, contrastando con sus ojos hundidos y su palidez. Stavro no levantó la vista ni siquiera cuando ellos, prendieron sus cigarrillos.

Afuera, los ladridos de los perros y el canto de los gallos po-blaban el aire de la noche.

-Sí -empezó diciendo Stavro, al cabo de un largo rato, cuando empezaba ya Mijail a impacientarse-, pediré perdón sinceramente a Adrián.. Dije sinceramente, pero sin humillarme y no sin que antes me hayan escuchado. Entonces comenzó su historia.

Han dicho perversión, violencia, vicio... y creen aplastarme bajo la vergüenza que encierran esas palabras. Sin embargo, dije y repito que soy un hombre sin honor, y entiendo por eso hacer el mal conscientemente. Pero de aquí a la perversidad, a la violencia o al vicio... ¡Ah, mi buen Mijail! Esto se hace y lo vemos todos los días a nuestro alrededor sin que nos rebelemos. Esto ha entrado ya en nuestras costumbres; se ha convertido en una regla de nuestra vida, y yo soy sólo uno más de quienes llevan esta manera de vivir.

Desde mi infancia todo fue a mi alrededor perversidad, vio-lencia y vicio. Yo resistía instintivamente; mi inclinación no me llevaba por esos senderos; quise no recorrerlos pero me vi empujado por la fuerza arrolladora de los acontecimientos.

Lástima el verse obligado a hablar contra uno mismo, pero voy a aprovechar que estamos en medio de la noche, como si habitáramos en el reino de los topos, no para defenderme, porque la defensa no la necesito, sino para que yo, el inmoral, dé una lección sobre la vida a ustedes, los morales, y en particular a ti, Mijail, que crees conocer la vida, más, mucho más de lo que en realidad la conoces.

Soy un hombre inmoral y deshonesto. Por cuanto toca al honor,

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yo mismo he proclamado carecer de él, pero por cuanto a inmoralidad se refiere, nadie fuera de mí tiene derecho a juzgarme. Yo seré mi propio juez, aunque, en verdad, ¿quién es el que debe ser juzgado? Una circunstancia de mi vida, la aventura de mi casamiento, que voy a contarles, les proporcionará elementos para comprender.

Alrededor del año de 1867, poco después de la entrada del príncipe Carlos, entraba yo también en mi país, aunque no en calidad de príncipe como él, sino con el corazón hecho pedazos por la trágica pérdida de mi hermana mayor, y herido por doce años de aventuras que corrí buscándola a través de Anatolia, Armenia y la Turquía europea.

Lástima que no pueda exponerles mi infancia, así como la triste desaparición de mi hermana y las circunstancias de mi perversión. Sería demasiado largo; quizá algún día pueda hacerlo, si quieren continuar teniéndome por amigo. Aunque les advierto que si me rechazan me resultará completamente indiferente.

Tenía yo veinticinco años. Poseía una pequeña cantidad de dinero y hablaba tres idiomas orientales, aunque casi habia olvidado el rumano. Los que siendo niño me trataron, no podían reconocerme, y así logré pasar inadvertido.

Con documentos que acreditaban mi calidad de raia, esto es, de súbdito otomano, y hablando mal el idioma de mi propio país, me resultó fácil hacerme pasar por extranjero.

¿Por qué volví a mi patria? Por nada y por algo grande. Por nada, porque ya no existía ninguna raíz que me ligara a la tierra en donde arrancó mi vida y me hallaba bien en el extranjero. No obstante, este bienestar era más aparente que real; llevaba una vida libre, errante, al propio tiempo que encenagada por el vicio. De la mujer, aparte la madre y la hermana, no conocía nada: la esposa, la amante, eran para mí completamente desconocidas, y, sin embargo, las deseaba con ardor... Este deseo me devoraba y temía al propio tiempo acercarme a ellas...

He aquí, Mijail, algo que desconoces, y, sin embargo, ¡cuán grande y punzante es el daño que causa a nuestra vida de hombres!

Cuando se ve a un hombre sin un brazo o en muletas, sin pre-guntar por la causa, en el acto sentirnos compasión por él; pero al hallarse ante un mutilado del alma, cuyo corazón se ahoga bajo el peso de su dolor, nadie experimenta la menor compasión... Todos se apartan, y, sin embargo, es el fundamento mismo de la vida, lo que le falta al enfermo del alma. Lo que a mí me ha faltado...

Volví a Rumania para pedir ayuda a todos aquellos cuyas cos-tumbres son conforme a la norma. Me ayudaron, sí, pero en seguida me retiraron su apoyo, vergonzosamente. Les voy a contar cómo ocurrió:

En cuanto llegué a mi país reemprendí mi oficio de salepgdi, vendedor de bebida caliente a base de harina de salep, recorriendo

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mercados y ferias, siempre fuera de Braila. Algunas veces me acerqué a sus alrededores, pero prefería alejarme de la ciudad. En ella nadie sabía cuál era mi profesión y, por lo tanto, ignoraban mis medios de vida. Secretamente compraba el salep en la tienda de un turco que me creía compatriota suyo.

Así ganaba mucho y trabajaba poco, no faltándome el apoyo del oro que en mi cinturón llevaba, lo cual me permitía conocer a gente que, sólo con el trabajo, no hubiera podido disfrutar.

Vestido de ghiabour, de hombre rico, y pagando siempre sin fijarme en los precios; bebiendo unas okas de vino unas veces aquí, otras allá, un buen día me metí en el viejo barrio de Braila, llamado Oulitza Kalimeresque, y encontré un lugar como el inútilmente buscado desde mi llegada al país hacía cerca de un año. Lo frecuenté. Algunas veces el sabroso vino me lo servía una bella crásmaritza, hija del dueño. El vino era exquisito y me convertí en un fiel cliente, presa de las llamas que lanzaban los ojos negros del ídolo.

Claro está que fui prudente en aquella austera casa. Eran ricos y aborrecían a los extranjeros aunque a ellos debieran su fortuna. Porque conocía este sentimiento, me ocupé ante todo de procurarme documentos de nacionalidad rumana, facilísimo en un país donde todo puede conseguirse mediante una discreta propina.

De la noche a la mañana enterré al vendedor de salep, Stavro, e hice nacer a Domnul Isvoranu, mercader de cobres de Damasco. Nombre y profesión gustaron tanto que pronto me vi rodeado por las mayores atenciones.

La madre de la joven había muerto hacía poco. El padre, un viejo severo, se hallaba aquejado de una enfermedad en las piernas.

Tres meses después de visitar la casa, una noche, sin saber cómo, me vi cenando en familia. Conocí esa noche a una anciana, tía de la hermosa joven, que reemplazaba a la difunta madre y prodigaba sin cesar caricias a su sobrina a quien parecía idolatrar. En la mesa se hallaban, además, dos robustos muchachos hermanos de la joven. En la conversación que sostuve con ellos, me convencí de que es bueno cuando se miente, no hacerlo sino a medias, porque precisamente los dos eran comerciantes en tapicerías y cobres de Damasco, establecidos en Galatz.

Fue una suerte para mí conocer Damasco y conocer su propia profesión mejor que ellos mismos, porque yo había vendido tapicerías y cobres de Damasco. Durante la cena se habló mucho con relación a ello. Me extendí contándoles historias de Anatolia, insistiendo en resaltar cuánta tristeza se oculta bajo las bellas filigranas de las tapicerías y cobres de Damasco. Les expuse el mudo dolor de los pobres obreros que las fabrican, especialmente los niños y los viejos: los niños que empiezan a trabajar a los cinco años y los viejos, que casi ciegos, tienen que seguir en sus tareas. Los primeros ganan dos métélik por día, ignorando por completo qué es la infancia, y entrando ya en la vida por las puertas del suplicio. Los segundos

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acaban sus días desfallecidos, no teniendo derecho ni al descanso ni a la serenidad de la vejez.

Mis historias divertían a la joven cuando eran alegres, y la hacían llorar cuando trataban de cosas tristes. Los demás tenian tan duro el corazón, que únicamente me escuchaban por pasar el rato.

Ello me disgustó hasta el punto dc arrepentirme por haber aceptado su invitación y estuve tentado de irme en seguida; pero al momento reflexioné: yo iba a aquella casa porque la hija me gustaba y era con ella con quien quería casarme y no con los otros.

Hasta ese momento, mis relaciones con ella se limitaban a contarle cuentos.

Dos meses después de aquella noche... podía yo considerarme como íntimo de la familia. Aislados casi de todo trato, se respiraba entre ellos una pesada atmósfera, de la cual era víctima principal la dulce criatura que yo amaba.

Todas las noches iba a pasar a su lado dos o tres horas delicio-sas, durante las cuales le refería historias, le cantaba chistes y algunas veces llegué a entonar canciones orientales, melodiosas y tristes. Su tía y su padre se aficionaron pronto a mí y me recibían con gusto. En cuanto a la hija, enardecida por la pasión de mis relatos, no se cansaba nunca de oír más y más historias, más y más canciones.

El padre había expulsado del establecimiento a los clientes que armaban camorra y aun a los que levantaban un poco la voz, por lo cual era raro que alguien se parara por ahí.

Se concretaron a vivir casi exclusivamente en las habitaciones interiores del establecimiento. La tía, que era la encargada de arreglar la casa, sentada en un rincón, vigilaba a través de la vidriera la tienda un poco oscurecida por las cortinas, mientras cosía la ropa. Su sobrina bordaba y el padre permanecía tendido sobre la cama, a veces durmiendo, otras gimiendo y algunas otras, sentado en un sofá a mi lado, escuchaba cuanto quería contarle. Más simple que un cordero, todo se lo creía, por inverosímil y monstruoso que fuera, y me fue fácil presentármele como mejor me convino. Vio en mí al hombre inteligente que necesitaba para su negocio.

El rumano no es comerciante: esclavo de la tierra, dedica a su cultivo todo afán. Esta circunstancia favoreció mis planes. El viejo quería casar a su hija con un buen comerciante, problema de difícil solución, porque aborrecía a los extranjeros. Fue natural que se considerara dichoso de poder entregar a su hija a un rumano conocedor de varios idiomas, y capacitado al propio tiempo para dar consejos a sus dos hijos, que eran, en verdad, tan estúpidos como él. Muchas veces me preguntaba cómo habían podido acumular semejante riqueza, hasta saber que su difunta madre sí estaba dotada de talento para los asuntos comerciales, de los que siempre había llevado la dirección. La hija poseía el mismo temperamento que su madre, pero desde su muerte la casa languidecía.

Mi aparición purificó el aire y la alegría apareció otra vez en 17

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aquella familia. El viejo me cansaba con su constante aceptar todas mis historias, y también los dos hijos que, cada quince días, venían a pasar el domingo, mareándome a preguntas sobre lo único para ellos interesante, negocios. Si les hablaba de otro asunto, o no escuchaban o se reían sin causa, como idiotas.

Para asegurarse de la honradez de mi amistad, se les ocurrió someter a prueba mi sinceridad y desinterés con el vulgar ardid de pedirme, una vez, dinero, y en otra ocasión, de confiarme el suyo. En los dos casos les satisfice, mientras, para mis adentros, comprobaba que el dinero y los tontos son gemelos.

La anciana hermana de la difunta no reía ni lloraba nunca. Eran, en cambio, insoportables sus preguntas sobre la situación de mis negocios. Durante algún tiempo pude desviar estas enojosas cuestiones; pero llegó a serme imposible porque mis evasivas empezaban a despertar sus sospechas. Cantaba con la confianza absoluta de los tres amos de casa, padre e hijos, y esto era lo esencial. Ello me permitió contestar a la tía que mis negocios no iban bien, sobre todo desde hacía un par de años, por falta de capital suficiente.

Tampoco mentí en esto sino a medias, porque si verdadera-mente hubiese dispuesto de un buen capital, mis negocios en cobres se hubieran desenvuelto con la amplitud que requiere este comercio, el más remunerador en aquella época. Nunca dije que fuera rico y así, sin contradicción en mis palabras, no me costó que me creyeran.

Inútil decir que lo único en aquella casa que me satisfacía y llenaba de gozo mi corazón, era la bella Tincoutza: la única que me comprendía y me estimaba, la única que me trataba con franqueza, en aquella casa donde todo era doblez y falsedad. Libre, sin apego al dinero, habituado a las violentas corrientes de la vida que barren los miasmas de las miserias humanas, no podía hallar más atractivo en aquel hogar viciado por el egoísmo y la idiotez, que aquella hermosa joven, quien, como yo, amaba intensamente la libertad.

Algunas noches nos quedábamos casi solos. Después de cerra-do el establecimiento, la tía se acostaba y Tincoutza, sentada frente a mí, cerca de su padre, quien no daba más señales de su presencia que sus dolorosos gemidos, lo único que nos advertía si dormía o se hallaba despierto, inclinada sobre el bastidor, me decía, levantando hasta mi su penetrante mirada que me conmovía de pies a cabeza:

-Cuénteme algo, señor Isvoranu, algo triste. A lo que replicaba su padre, cuando aún no dormía: -Que no sea triste. Me aburren los cuentos tristes. -Entonces cuénteme algo alegre -añadía la joven. -Algo que deje satisfechos todos los gustos -decía yo. Y

recuerdo que una vez les conté esta historia: El año pasado me encontraba con mis mercancías en la feria de

cierto pueblo, situado a orillas del Jalomitza. Ustedes saben que en una feria es prudente estar bien con todo el mundo. A menudo suelen

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hacerse amistades que duran sólo los días de la feria y que se terminan tan rápidamente como se empezaron. Y, desde luego, es en ellas más fácil que un comerciante se encuentre con otro comerciante, que un cadáver con su enterrador.

-Hombre, eso es gracioso -farfulló el viejo. Yo me adaptaba a esa regla de conducta, cuando trabé cono-

cimiento con un comerciante llamado Trandafir; un zíngaro cuyo aparente negocio consistía en la venta de collares, aunque en realidad era atraer a campesinos para engañarles con un juego de las cartas.

Este pillo llegó a interesarme. Con sus collares colgados del brazo se ponía junto mi puesto y permanecia sin decir palabra, fumando una pipa enorme y escupiendo con abundancia, hasta que, asqueado, acababa por correrlo de mi lado. Se mezclaba entonces con la multitud y gritaba: "¡Collares! ¡Collares!", en tanto que su atención se dirigía a atisbar a los campesinos que por su aspecto le parecían víctimas propicias para su juego, y aquel que se ponía al alcance de sus manos, saldría seguramente trasquilado.

La simpatía que, a pesar de todo, me inspiraba, y con la in-tención de que se ganara la vida de una manera más digna, me hizo proponerle que cambiara de oficio.

-¡Cómo! -me contestó-. ¡Ah, ya comprendo! Quieres asociarme a tus negocios...

-No -le repliqué-. No quiero asociarte a mis negocios; pero puedo ayudarte a que seas un salepgdi. Se gana bien, no lo dudes.

-¿De verdad? -repuso con ironía-. Por mucho que se gane, nunca me permitirá añadir un nuevo ducado al collar de ducados imperiales de mi bella Miranda. Y mi Miranda se iría con otro, porque no ignoras que el amor es frágil y veleidoso.

Tenía tazón. La venta de salep no da ducados, mientras que sus cartas le daban tan buenos resultados, que en una sola tarde ganó cinco. Pero esa vez los ducados dejaron tras de sí la estela de esta divertida historia.

El joven campesino a quien se los ganó no quiso conformarse como otros con su pérdida y no se apartaba de Trandafir, en una verdadera persecución. Este, tratando de desprenderse del campesino, emprendió la carrera, y el otro salió tras él, desesperado. Corriendo llegaron hasta mí para que fuera árbitro. El campesino argumentaba:

-Si no quiere devolverme mi dinero, que me enseñe su oficio. Sí, señor, su oficio; y entonces yo podré hacer lo que él.

Trandafir levantaba los hombros y replicaba: -Está loco, este cojane. ¡Qué béléa, qué molesto...! -O me devuelves mi dinero o me enseñas tu oficio -insistía

FALTAN PÁGINAS 28 Y 29 DEL ORIGINAL

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No hubiera querido pedir la mano de Tincoutza antes de estar seguro de mi curación; pero otro pretendiente se adelantó, pre-cipitando los acontecimientos. La muchacha, clara y terminantemente manIfestó que no quería casarse más que conmigo, y entonces el padre me exigió que explicase mis intenciones.

Imposible eludir la respuesta; por otra parte ¿qué decirle? La sola idea del casamiento me horrorizaba tanto como los suplicios del infierno. Hube de valerme de evasivas, de confusas razones... Pero la pobre Tincoutza, ofendida en su orgullo, se saltó a llorar tan amargamente que me desgarró las entrañas.

El padre atribuyó mi turbación a que yo no era rico y trató de animarme:

-Puede llegar a serlo algún día trabajando aquí. ¿Entendieron? Tanto el padre como la tía y los hermanos, creían que buscaba

su dinero. Derecho al precipicio, tuve que pedir formalmente la mano de

Tincoutza. La casa despertó de su letargo y todo en derredor fue júbilo, en tanto yo me sentía perdido. Los días que sucedieron a la petición de mano, fueron para mí como los últimos días de un condenado a muerte. Tincoutza, embelesada, me decía:

-¿Es la emoción lo que te deprime de tal forma? ¡Oh, cuan feliz soy, Isvoranu!

¡Pobre niña! Traté de animarme y mostrarme jovial, haciendo mil bromas de

la mañana a la noche. El cambio era visible y, a pesar de mis esfuerzos, bien se entendía que no era el de antes. La noche de los esponsales estuve a punto de desmayarme, lo que intrigó algo a la parentela presente, aunque pronto le hallaron explicación... la misma de siempre: la emoción. Me llenaban con palabras de afecto, instándome a que les contara algo.

No podía complacerles. Me sentía incapaz de coordinar mis ideas. Mi lengua se negaba a articular palabra.

Al fin, la presencia del cura que presidió el cambio de anillos y que en nombre de la Iglesia nos deseó la felicidad, me sugirió una anécdota.

Se trataba de algo ocurrido entre un pope y unos jornaleros contratados a su servicio. Un día, el sacerdote se quejaba de que sus obreros, además de burlarse de él, iban muy lentos en sus trabajos. Yo le aconsejé:

-Padre, si quiere que trabajen más de prisa, hay que emplear el único medio posible...

-¿Cuál, hijo mío? -Blasfemar fuerte, muy fuerte, como un carretonero. -¡Oh, no, hijo mío! Nosotros no podemos blasfemar. Es un

pecado...

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-Evidentemente es un pecado; pero un pecado absuelto por el arzobispo de Bucarest, siempre que alguna circunstancia lo vuelva indispensable.

El pope, estirado, sin pronunciar palabra, me miraba fijamente; pero los demás asistentes, intrigados ya, pidieron todos a una:

-¡Cuenta, cuenta! ¿Qué pasó...? No me hice del rogar y proseguí: -Cierto día que el arzobispo de Bucarest tenía que trasladarse a

una ciudad, para celebrar una solemnidad, se enganchó el mejor carretón, y Su Beatitud subió en él. Pero el carretonero no estaba muy satisfecho de su preeminente viajero, a pesar de la buena propina que le esperaba. Ya se sabe que un carretonero no puede manejar sin lanzar blasfemias. Restallar su látigo en el aire, prorrumpir en una serie de blasfemias y lanzar los caballos a trote, todo era uno. Mas esta vez no se atrevía a hacerlo así, temiendo la represión del prelado. Mordiéndose los labios cada vez que una maldición asomaba a ellos, guio las caballerías lo mejor que le fue posible durante tres horas por un difícil camino; pero al llegar al paso de un vado, rehusó seguir adelante. Sofocado y rojo de cólera abandonó las riendas de sus cuatro caballos, decidido a reivindicar el derecho a blasfemar costara lo que costara. El carruaje quedó parado un largo rato y el arzobispo empezó a impacientarse. Al cabo de algunos minutos, el viajero asomó la cabeza por la ventanilla y preguntó la causa de aquel alto.

Descubierto, humilde y tímidamente, el carretonero explicó al anciano prelado:

-Es que... Altísima Santidad..., los caballos están acostumbrados a mis blasfemias, y como ante Vuestra Santa Presencia no puedo jurar, no me reconocen y no quieren pasar el vado.

El arzobispo le dijo paternalmente: -¿Por qué, hijo mío, no les gritas: ¡Eh, bravos caballos, adelante,

adelante...! El cochero, con malicia, repitió: - ¡Eh, bravos caballos, adelante, adelante…! Los caballos se quedaron inmóviles, como clavados en el suelo. -¿Son los juramentos el único medio para que anden? --in-

terrogó Su Beatitud, agotada toda su paciencia. -Ya lo dije, Santo Padre. Estos caballos, con lo único que no

pierden el trote, es con pienso y con blasfemias. -Entonces -replicó el prelado- blasfema, hijo mío. Quedas

absuelto de pecado. Al oír esto el carretonero, de un salto ocupó de nuevo su

asiento, tomó alegre las bridas, sacudió fuertemente su látigo y, con una voz capaz de asustar a los muertos, gritó:

-¡Eh, vamos! ¡Por las babuchas de la Virgen! ¡Por todos los santos iconos' ¡Por los catorce evangelios y los sesenta sacramentos! ¡Que los doce apóstoles y los cuarenta mártires de la Iglesia me

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oigan! ¡Vamos! ¡En marcha ya, voto a Dios y al Santo Espíritu! El carretón cruzó el vado como una veloz golondrina. Ya en la

otra orilla, el arzobispo asomó de nuevo la cabeza y dijo al conductor, que le miraba con aire triunfante:

-Ya veo, buen hombre, que tienes bien educados a tus caballos: pero, por lo que he podido oír, tu instrucción religiosa es bastante deficiente: no son catorce los evangelios, sino cuatro, y siete los sacramentos en vez de sesenta.

- Vuestra Santidad tiene razón. Lo sé, no lo echo en olvido. Mas ha de saber, Alta Eminencia, que cuatro y siete son palabras muy cortas para blasfemar como conviene en estos casos. Por eso aumentamos el número de lo que sea preciso, acomodando la religión a nuestras necesidades profesionales.

La carcajada que esta anécdota obtuvo entre los presentes, turbó al pope, quien, desconfiado, me observaba a hurtadillas. Pero yo había quedado un poco más tranquilo y Tincoutza, radiante y orgullosa de mí, no apartaba sus ojos de los míos.

¿Por qué avanzaron las cosas con la rapidez de vértigo que me arrastraba hacia el desastre?

El drama estaba cerca; sentía su aleteo e, impotente, lo espe-raba... ¿Por qué no me escapé...?

El drama espantoso, largo, desgarrador, interminable, estalló tres semanas después. Los besos de mi mujer amada debieron ser el consejo de que abandonara aquellas tierras y fuera nuevamente a perderme en el gran torbellino del mundo.

La boda llegó al fin, y la tragedia comenzó. La ruin fechoría, el monstruoso crimen que arrasaron mi vida y

la de la inocente Tincoutza, llevan a eso que tú, Mijail, has llamado esta misma noche perversión, violencia y vicio y al desprecio de las bestias que, por caminar en dos patas, se otorgan el derecho de imponer su moral, sus costumbres, sus tradiciones, envenenando nuestra vida y tiranizando a inocentes, no sólo como a mi casta novia, sino también como yo, inocente de mi mal.

Quizá no llegues al fondo de la cuestión, Mijail, porque ignoras la costumbre que existe en estos pueblos, en la noche de bodas. Unas horas después de acostarse los recién casados, las mujeres de la familia, y aun los extraños antes de retirarse, entran en la alcoba de los desposados, les obligan a levantarse, y encerrándoles en otra habitación, extienden las sábanas del lecho conyugal. Avidamente buscan la prueba irrefutable de la castidad de la joven esposa, prueba que llevan en triunfo a la sala donde el resto de los invitados bebe las últimas copas, en el indispensable banquete.

Todavía hacen más. Yo vi en cierta ocasión, en la carretera de Pectrol a Cazassou, una pandilla de energúmenos borrachos que llevaban, vociferando, como un estandarte triunfal, la sábana con la prueba de la virginidad de una recién casada.

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Acompañados de un zíngaro que, como podía, tocaba un violín, iban después del triunfal paseo a presentar a la madre de la pobre virgen, el "aguardiente rojo".

¿Conoces, Mijail, alguna otra costumbre más bárbara y más abominable? ¿Hay mayor perversión o más perversidad, más vio-lación o más violencia, más vicio o sadismo que sean más inhumanos y más crueles que ese febril espectáculo, vergonzoso?

Yo lo conocía... No ignoraba nada de esas costumbres re-pugnantes que me habían asqueado siempre. En la peligrosa hora en que mis sentidos me traicionaban, para mí era vital rechazar, mandar al diablo aquella funesta mascarada.

Llamé al padre y a la tía y les hablé. El padre, aunque partidario de la repugnante costumbre, no fue demasiado categórico; pero la vieja, se negó por completo y exigió que el rito fuera respetado, pues era una tradición, un honor nacional.

Llegamos al día señalado, una hermosa tarde de domingo y, con el fasto de la época, fuimos a la iglesia, todo el mundo a pie, me-nos dos jinetes que abrían la marcha sobre sus caballos; tras ellos iba el portador de dos inmensos cirios de Moscú, transportados sobre una gran bandeja de plata cincelada con incrustaciones de oro. Seguían todos los demás. A la salida de la iglesia, los dos caballeros volvieron a la cabeza de la comitiva, dispararon sus pistolas, hicieron ondear los distintivos anudados en sus brazos, caracoleando los caballos adornados con hilos de plata. Sobre la bandeja, ahora, llevaban el pan y la sal de la tradición. Yo iba destrás, lleno de miedo y angustia, con el cirio en la mano y llevando a Tincoutza del brazo: ella, feliz, oculta bajo los velas de su vestido de novia.

Detrás de nosotros seguía la comitiva y, cerrando la marcha, doce músicos con cuatro instrumentos: violines, cobza, clarinete y cornetín. Durante el recorrido, las mujeres que volvían de la fuente derramaban el agua de sus cofas al paso de la novia para desear abundancia.

A la noche, llegó para mí la hora fatídica. En la mesa había unos veinte invitados, incluida la parentela. Los chistes nupciales desencadenaron una algarada desbordante y tuve que sumarme al grupo de narradores. Uno de los comensales, achispado por el vino, tuvo el mal gusto de contar cómo una vez, en su pueblo, una joven desposada, habiéndola hallado culpable su marido, en la noche misma de su boda le pegó una buena paliza; al día siguiente, la echó sobre su carretón, de espaldas a los bueyes. A su lado, en la punta de un palo, colocó una olla con la base rota con lo cual simbolizaba lo que faltaba a su mujer. En medio de esta mascarada, la devolvió a sus aterrados padres.

Yo miraba a Tincoutza, tranquila, segura de su inocencia. Pero, espantado, protestaba ante tales atrocidades y afirmaba que cuanto pasa entre los esposos sólo a ellos incumbe.

-Ya veremos dentro de unas horas si nos intersa a nosotros -23

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prorrumpieron desafiantes algunos íntimos. Llegó el momento escogido por ellos. A las doce de la noche, de

todos lados de la mesa me fueron lanzadas bolitas de pan. Conforme transcurrían los minutos, aumentaba la cantidad y el tamaño de los proyectiles, acabando por ser enormes trozos.

-¿Qué significa esto? -pregunté. -Significa, querido Isvoranu, que llegó la hora de que se

levanten de la mesa y vayan a cumplir su deber matrimonial -dijo nuestra madrina.

Les juro, amigos míos, que no entendía una palabra hasta que mi padrino de boda, cogiéndome por el brazo, me explicó de qué clase de deberes se trataba. Mientras tanto, madrina y tía desvestían a Tincoutza en la habitación destinada. Luego vinieron a buscarme, me abrazaron y me encerraron en la habitación con llave.

Fueron los peores momentos de mi vida. Solo con ella, me esperaba tendida en el lecho, reclinada su cabeza, de divina her-mosura, sobre la almohada blanquísima, y esparcida su negra cabellera alrededor de su cara.

Me desvanecí y siguieron al desmayo dos semanas de fiebre. Las primeras veinticuatro horas las pasé delirando e ignoro aún

lo que dije, en medio de la inconsciencia de la fiebre. Pero sí pude notar que durante el curso de mi enfermedad, fueron muy pocos los interesados por mi salud que vinieron a visitarme.

Cuando me restablecí, estaba en un mundo hostil. Mi suegro y la tía me pidieron explicaciones porque, dijeron, llené la casa de vergüenza. De momento no supe qué contestarles, pero, de pronto, se me ocurrió una salida: Les dije que estaba ligado, o sea, que me habían echado un mal de ojo conocido así en la región y que afecta la virilidad, pero no tuvieron la menor piedad de mí y me despreciaron todavía más.

Los diez meses que siguieron, vi cómo se alzaban el odio y la hostilidad contra mí. Me mantuvieron alejado de todo; no quisieron confiarme nunca nada, por poco importante que ello fuera; ocultaban el dinero bajo llave como si fuera un ladrón. Me era imposible decidir nada: económica y moralmente me hallaba hundido. Sólo en regalos de boda había gastado casi todo mi dinero, y a excepción de volver a mi trabajo como salepgdi, nada podía emprender.

El recuerdo de esos días espantosos, aún hoy me sobrecoge. Preso en aquella casa maldita, no me dejaban salir a la calle sino de noche y pocas veces. Llegaron a prohibirme que bajara a la tienda y ninguna visita. Nada podía hacer, ni opinar.

Nadie hablaba durante la comida, único momento de contacto. Yo, en babuchas y en mangas de camisa, daba vueltas por la habitación como un parásito, o como un loco.

Mis dos cuñados venían todos los domingos. Una vez les pedí que me llevaran a Galatz, a trabajar en sus negocios pues podía serles útil. Su contestación fue hablarme de divorcio. Y quizá piensen

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ustedes que esa hubiera sido la mejor solución: Ya era tarde; de ninguna manera podía ser...

Después del casamiento, mi mujer se desligó por completo de su familia; y toda su vida se fundió a la mía. ¡Era la suya mi propia vida miserable y mutilada!

Sin lágrimas y sin el menor rencor, mi mujer afrontó la des-gracia con un heroísmo inesperado. Mi Tincoutza creía sinceramente que estaba ligado por alguna brujería, y rogaba a Dios con fervor para que venciese al diablo y curara a su marido, al que tanto amaba, a pesar de todo.

En nuestra habitación, pasábamos los dos con una ternura sin igual, las interminables horas de nuestro cautiverio.

Le pedía que me perdonara, pero ella contestaba que nada tenía que perdonarme; a sus ojos no había cometido falta.

Imposible olvidar a la única criatura que ha sabido compren-derme y ofrecerme piedad. Junto a ella, ¿cómo no alimentar la esperanza de, sin el odio que nos rodeaba, que nos envenenaba, llegar a ser el marido deseado, el hombre normal a que yo aspiraba con todas mis fuerzas?

Empezaba la curación. Desapareció la timidez del principio. El pavor que me causaba su solo contacto y me helaba la sangre en los primeros días, se esfumó. Empezaba ya a sentir vagos deseos... Un débil despertar se iniciaba, y sentía un hormigueo que subía por mis venas y recorría todo mi cuerpo, estremeciéndome y haciéndome enrojecer cuando ella me acariciaba, acunándome entre sus brazos, o cuando me declaraba, apasionadamente, su amor. Pero cuanto el amor crea paso a paso, venciendo enormes obstáculos, el odio lo destruye en un instante. Eso nunca podré perdonarlo.

Todas las mañanas los dos pajarracos de la casa aumentaban nuestra infinita angustia, acechando la salida de mi mujer de la habitación y preguntándole si había habido algo de nuevo... Tincoutza, altiva y resuelta, se negaba a contestar, y ante su obstinado mutismo la martirizaban exigiéndole el divorcio, hasta convertirse estos dos buitres en un verdadero tormento para la bondadosa mujer que tanto me amaba.

Diez meses duró esta sistemática destrucción de lo poco que la naturaleza iba paulatinamente reconstruyendo. Se abatía nuestro ánimo en aquella constante y agotadora lucha. Mis dos cuñados, o, mejor, los dos verdugos, venían más a menudo de Galatz, y cada vez eran más agresivos; me insultaban y me exigían que convenciera a mi mujer de la separación. Aquella hostilidad creciente nos aisló cada vez más. Agazapados en nuestra habitación, muchas veces nos quedábamos con una sola comida. Porque era imposible continuar así, nació en nosotros la idea de la evasión.

Un día me preguntó ella si podría hallar algún medio de vida aprovechando el poco dinero que me quedaba. Ante mi respuesta afirmativa, anhelante de libertad y confiada en el amor que le podría

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ofrecer lejos de aquella casa, los ojos de Tincoutza se humedecieron, radiantes.

Abrazados como dos hermanos en medio de un mundo enemi-go, nos contemplábamos fijamente, anegados en lágrimas, gozando las horas de mayor felicidad que sobre la tierra se puede vivir. Pero estos fueron los últimos momentos que habríamos de vivir en común: la inmensa y terrible ola de odio humano, nos acechaba, rugiente y amenazadora...

Finalizaba febrero y habíamos convenido escaparnos a últimos de marzo, embarcando en un velero con rumbo a Estambul; pero desde hacía algunos días notábamos un singular cambio en la actitud de nuestros dos tiranos. Cesaron de pronto las visitas matinales que hacían a mi mujer, la dispensaron del terror que le causaban con sus palabras y a mí me dijo el viejo que ya podía salir y entrar cuando quisiera. Quedé estupefacto ante semejantes palabras y fui en el acto a decirlo a mi mujer, quien prorrumpió en desesperado llanto y entre lágrimas me dijo:

-Nos amenazan grandes desgracias. Sueño presagios de desdi-chas; a ti te veo rodeado de niños que no cesan de llorar y yo aparezco vestida de princesa, con túnica de oro y púrpura con preciosos diamantes. Es de mal augurio; te ruego que no salgas. No sabemos lo que puede ocurrir. Si hemos sufrido pacientemente diez meses, soportémoslo unas semanas más.

Estas palabras se me clavaron en el corazón como un puñal, estremeciéndome de pies a cabeza.

Pero la suerte del hombre está echada, amigos míos, y no ha-cemos sino seguir el invisible signo que nos señala un camino trazado de antemano.

El día siguiente amanecía con una de esas radiantes y claras auroras invernales. La nieve, formando una gruesa capa, cubría la tierra con su blancura inmaculada, y las campanas de los trineos que sanaban en todas direcciones, llenaban el aire de un nostálgico recogimiento. Acodado en la ventana, sentía que los muros de mi encierro se desplomaban sobre mí, rompiéndome los huesos.

Una fuerza irresistible me empujaba hacia el espacio donde todo es movimiento, libertad y vida; donde el misterio de la existencia atrae al hombre y juega con él, algo que yo no había sentido desde hada cerca de un año...

Me eché a los pies de mi mujer rogándole que me permitiera salir una hora, media, cinco minutos, para respirar fuera de aquellas paredes de odio y de miseria... Aceptó conmovida, pero aconsejándome que llevara mi verduguillo y las dos pistolas, y que no me dejara abordar por nadie. Radiante, le besé las babuchas, tomé mi abrigo de pieles, mi gorro de astracán y salí pasando por la tienda.

Estas salidas continuaron con satisfacción mía, mas ellas fueron nuestra desgracia. Nada pasó aquel día ni el siguiente: pero no tardé en ser reconocido por un traidor a quien el viejo había escondido en la

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tienda. Él descubrió mi verdadera personalidad. Por la noche del último domingo que viví en aquella casa, al

regresar de mi paseo por las riberas del Danubio, con las pupilas dilatadas todavía ante la magnificencia de este río que transportaba majestuosamente enormes témpanos de hielo, besé con ternura, sin sospechar que lo hacía por última vez, a la que fue durante diez meses la más dulce de las esposas y la más pura de las vírgenes.

Sentíamos próximo el fin de nuestro calvario y una suavísima sensación de serenidad bañaba nuestras almas; pero casi instinti-vamente, al bajar al comedor, una trágica e infinita tristeza se apoderó tanto de Tincoutza como de mí, hasta que las lágrimas se agolparon en nuestros ojos.

Al final de la cena, mi esposa preguntó a su padre: -¿Por qué no vinieron mis hermanos? -Pronto vendrán -le contestó bruscamente. Ya no hablamos más. Encendimos nuestros narguiles y bebimos

café turco. Ya era tarde y, fuera, la noche reinaba en pleno silencio. De pronto, el viejo y la tía cruzaron extraña y significativa mirada. Tincoutza se ahogaba en sollozos. La puerta se abrió y aparecieron los dos hermanos, sombríos como dos verdugos implacables, acompañados por un hombre cuya vista me heló la sangre.

Era un antiguo amigo mío, un griego que venía a delatarme.

En cuanto entraron, se me quedaron mirando los tres, inmóviles, con rabia, hasta que el traidor me señaló con el dedo y, con las palabras más soeces, gritó en rumano:

-¿Y éste es quien se hace llamar "señor Isvoranu"...? ¡Pues claro que está ligado! ¡Es Stavro, el vendedor de salep, el marica...!

Tincoutza lanzó un grito al oír esta última palabra, que califi-caba tanto mi condición como la del traidor, y cayó al suelo mientras que yo...

Clamando venganza, mis dos cuñados se me echaron encima, me golpearon cruelmente y me arrastraron por todos los rincones de la tienda. Sentís la furia de sus puños en mi cabeza, en mi cara, en mi pecho. Me desmayé y luego...

Luego desperté tirado en medio de la calle, frente a la puerta atrancada del patio, entre la nieve. Helado, temblaba de frío, pues estaba sólo con la camisa puesta. Pero a pesar de mi cuerpo adolorido, me incorporé y, caminando lo mejor que pude, fui a pedir auxilio al turco que antes me surtía de mercancías. Me recibió, caritativo, y me cuidó como a un hermano.

Cuatro días después, aquel buen hombre me anunció la noticia, con la frialdad de quien no sabe a quién está hablando:

- Toda la ciudad comenta que, en la ribera izquierda del Danubio, fue encontrado el cadáver de Tincoutza...

Han pasado treintaicinco años desde aquel día terrible. Desde 27

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entonces, cada año, en ese mismo día, vaya la ribera izquierda del Danubio, que arrastra como entonces enormes bloques de hielo, y hablo con Tincoutza y le pido perdón.

También a ti te pido perdón, Adrián...

Entre campos de centeno, por el camino de S..., el carro con los tres viajeros trotaba. Frente a los ojos del caballo, al que el frío de la mañana hacía estornudar a cada paso, centelleaba una estrella, sobre la púrpura bóveda del Oriente.

De entre los campos surgió una alondra que se lanzó como flecha hacia el cielo. Stavro la siguió y, con la mirada fija en el lugar por donde el pájaro terminó por perderse, entonó, en esa lengua universal que llega al fondo del corazón de quienes no tienen patria, esta canción que se resiste a verse escrita sobre papel:

Si fuera yo una alondra me lanzaría hacia el cielo, como ella, para nunca volver hasta esta tierra donde los hombres siembran, donde los hombres siegan, donde siembran y siegan sin saber para qué...

II

Kyra Kyralina

Stavro se hacía del rogar, en medio del monte, donde los tres refresqueros de feria se habían detenido para comer. Llevaban una hora sus dos compañeros suplicándole que les contara su infancia y la historia de su hermana, a quien evocara durante su relato en el granero. Y aunque Stavro estaba deseoso de contar su historia, porque la nostalgia era su constante estado de ánimo, cuando van a abrirse las oxidadas compuertas que contienen las aguas del pasado, no está mal hacerse del rogar, por lo menos un poco.

Así, recostados sobre la hierba suave, fumaban, mientras el caballo mordisqueaba y relinchaba, danzando en torno suyo. Stavro recogió ramas secas para encender un fuego y, cuando las brasas estuvieron a punto, bajó del carro lo necesario para el rito del café. Hirvió el agua, echó azúcar y café en el ibrik de cobre, para llenar después, como un experimentado cafedgi, las tres tazas, llamadas felidganes, con el líquido espumoso y aromático.

Una vez que todos estuvieron bien servidos, Stavro se sentó a la manera turca y comenzó a contar.

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Se me olvida el año y se me olvida también mi edad exacta, pero lo que vaya contarles ocurrió poco después de terminada la espantosa guerra de Crimea.

Tengo bien grabada, de mi infancia, la brutalidad de mi padre golpeando a mi madre diariamente, sin que yo pudiera comprender la causa. Mi madre solía escaparse de la casa y, al volver, recibía una paliza. La verdad es que mi padre le pegaba antes de que se fuera y también cuando regresaba. Nunca entendí si la golpeaba para obligarla a irse o para que no se fuera. Tampoco entendí si la golpeaba al regresar, porque se había ido o porque no había desaparecido para siempre.

Entre brumas, recuerdo aquellos años. Mi padre, con mi her-mano mayor, tan bestial como él, y mi madre, con mi hermana Kyra que era su consuelo, cuatro años mayor que yo y de quien me sentía muy cercano.

Conforme voy creciendo, la bruma se disipa y comienzo a en-tender... Yo tendría entre ocho y nueve años, mi hermana entre doce y trece. Me pasaba el día contemplando su hermosura. Se arreglaba de la mañana a la noche, igual que mi madre, tan hermosa como su hija. Las dos frente al espejo, sacaban de una caja de ébano lo necesario para maquillarse: con kinorosse en aceite se pintaban los ojos, las cejas con la punta carbonizada de un palillo de albahaca, y con rojo kirmiz los labios, las mejillas y las uñas. Cuando terminaban su lenta labor, se besaban entre palabras tiernas y me arreglaban a mí. Entonces bailábamos los tres, tomados de la mano, danzas turcas o griegas y nos acariciábamos. Formábamos un mundo aparte...

Por ese tiempo, mi padre y mi hermano mayor pasaban casi todas las noches fuera de la casa. Componían carros, con una habilidad que los hacía muy apreciados en toda la región. Su taller quedaba en la otra punta de la ciudad, por Karakioi, y vivíamos en Tchetatzoue. Toda la ciudad nos separaba. En el taller de Karakioi, mi padre mantenía dos aprendices, junto con una criada vieja. Nunca íbamos nosotros por ahí y yo apenas conocía aquel lugar, el espacio de mi padre, que me llenaba de miedo. En cambio, la casa de Tchetatzoue era el espacio de mi madre, donde no hacíamos nada más que divertirnos...

Bebíamos té, en invierno, y refrescos, en verano, mientras comíamos todo el año esos pastelillos turcos a los que llaman cadaifs y sarailies... Se tomaba café, se fumaba en narguiles, se maquillaba y se danzaba... Nos dábamos la gran vida...

Nos dábamos la gran vida, excepto cuando mi padre, o su hijo, o los dos juntos, interrumpían la fiesta, molían a palos a mi madre, daban puñetazos a Kyra y a mí, que ya para ese tiempo participaba en la cuestión, me rompían la cabeza a bastonazos. Como hablábamos turco, a mi madre y a mi hermana les gritaban patchaouras, que significa putas, y a mí me gritaban kitchouk pezevengh, que quiere decir padrotito de mierda... Las pobres se

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abrazaban a las piernas de sus verdugos y les suplicaban que no les pegaran en la cara ni en los ojos.

¡Ay, la cara y los ojos…! ¡La belleza incomparable de aquellas dos mujeres…! Sus cabellos dorados les llegaban hasta las piernas y su piel blanquísima contrastaba con la negrura de ébano de cejas, pestañas y pupilas, porque en la sangre rumana de mi madre tres razas diferentes se habían mezclado, según las invasiones: turcos, rusos y griegos.

A los dieciséis años, tuvo su primer hijo, y, aun después de mí, nadie hubiera adivinado que aquella mujer fuera tres veces madre... Pero, nacida para las caricias, ¡era golpeada sin piedad, hasta hacerle brotar sangre! Aunque, si mi padre era incapaz de acariciarla, sus amantes lo hacían con fruición. Siempre me he preguntado si mi madre engañó primero a mi padre, y por eso fue castigada, o al contrario, si los malos tratos de mi padre la llevaron a engañarlo.

Como fuera, nunca dejó de haber fiesta en mi casa, aunque las carcajadas eran seguidas por los llantos, y al revés, porque antes de que los dos verdugos hubieran dado vuelta a la esquina, ya volvían las carcajadas a iluminar aquellos rostros todavía empapados en lágrimas...

Yo era el centinela. Comía dulces, alegremente, y miraba por la ventana, mientras los galanes, muy decentes en verdad, cantaban melodías orientales, sentados al modo turco sobre las alfombras, y acompañados por guitarra, castañuelas y panderos.

Kyra estaba magníficamente vestida, como mi madre, con ropas de seda. Ebrias de alegría, se entregaban a la danza del pañuelo y trastornaban a los invitados con sus movimientos. Sofocadas, se dejaban caer en los almohadones regados por el suelo, para abanicarse con toda su gracia, mientras cuidaban de taparse las piernas y los pies con sus largas faldas. A veces tomaban copitas de licores finos, y procuraban quemar incienso para que se llenara la atmósfera de perfume voluptuoso.

Con mucho cuidado, seleccionaban a sus invitados, siendo preferidos los morenos de cabello negro. Todos jóvenes, por supuesto, y guapos, de bigotes puntiagudos y barbas bien cuidadas, y ungidas sus cabelleras, lacias o rizadas, con aceite de almendra y períume de almizcle. No importaba la nacionalidad de los amantes: turcos, griegos o rumanos eran aceptados, siempre que fueran apasionados, jóvenes, apuestos, delicados, discretos y, sobre todo, controlados.

Mi labor era un verdadero suplicio, aunque a nadie hablaba de eso. Me gustaba mi papel de centinela porque odiaba a los hombres de Karakioi, pero en mi pecho había nacido una pasión y, entre el cumplimiento del deber y los celos devoradores, me debatía en terrible lucha. Amaba y estaba ferozmente celoso.

No quedaba nuestra casa muy lejos del puerto y no tenía más que una entrada, en la fachada, pero salidas había muchas que daban

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a un terraplén. ¡Ay, si el terraplén pudiera hablar, cuántos hombres contaría haber visto escapando de aquellos dos seres que llegaban de pronto para aguarnos las fiestas…!

Yo me quedaba mirando fijamente hacia el farol que alumbraba la entrada de la casa, atento también a cualquier chirrido de la puerta oxidada, por si alguien había cruzado sin que lo viera. Pero mi labor era ingrata: no quería que llegaran a perturbar la fiesta, pero sufría por no poder participar en ella.

Kyra y mi madre eran para volver loco a cualquiera. Ajustados sus cuerpos por los corsés que reducían sus cinturas hasta hacerlas "pasar por un anillo", resaltaban los senos abundantes que se ofrecían como fruta apetitosa. Adornada la frente con una cinta escarlata que enmarcaba maravillosamente sus rostros. Espléndidamente regias sus cabelleras sueltas sobre las espaldas desnudas y las pestañas larguísimas, abanicando con malicia para subrayar el deseo que abrasaba sus carnes...

Los invitados llegaban al ridículo, con tal de mostrarse amables y agradar a las dos bellezas. En una ocasión, alguno de ellos dijo a mi madre que "las gallinas viejas hacen buen caldo", por lo que ella, ofendida, le cruzó el rostro con el abanico, antes de estallar en llanto. Otro, se levantó, furioso, y escupió al majadero. Lucharon y casi destrozan la casa: movieron todos los muebles, tiraron las sillas y los narguiles, hasta que su furia se convirtió para nosotros en un divertido espectáculo. Mi madre los calmó con abrazos afectuosos.

Usaba frecuentemente, para diversos fines, aquellos abrazos, sin que la comprometieran para nada. A veces eran la recompensa para un cumplido o un buen chiste, otras servía para lograr la sonrisa de algún deprimido. Servían también para borrar la impresión de alguna palabra o algún gesto fuera de tono, o calmaban la furia de algún celoso. Podían, también, alentar la esperanza de los t ímidos,

Kyra tenía sus propias técnicas. Físicamente desarrollada desde los catorce, siempre aparentó dos años más. Tenía la nariz pequeña y ligeramente aguileña, la barbilla algo salida, dos lindos hoyuelos en las mejillas, donde el propio Cupido quiso colocar dos lunares casi simétricos. Le gustaba parecer ingenua y atolondrada para despertar con ello la avidez de sus adoradores. desconcertados al no obtener nada de ella, mientras que yo sufría porque, desde mi punto de vista, les daba demasiado.

Llamaban moussafirs a los galanes invitados, y los moussafirs les besaban las manos y las sandalias a la menor provocación. Kyra les pellizcaba la nariz o les jalaba la barba; derramaba licor sobre los carbones del toumbaki de los narguiles; bebía en su vaso y lo dejaba caer cuando el hombre iba a tomarlo, aunque un minuto después se le acercaba mimosa para apoyar su cabellera en los labios del recién burlado.

Todo esto me enfurecía porque yo quería a Kyra mucho más que a mi madre... La adoraba y no soportaba que recibiera ninguna

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caricia fuera de las mías. Recuerdo que una noche, al deshacérsele el lazo de una de las

sandalias, uno de los moussafirs se lanzó a sus pies para atarle la cinta. Ella accedió. ¡Gran fortuna para el favorecido, que prolongaba cuanto podía aquel inesperado placer, mientras yo abría unos ojos de lobo! Y aún subió su mano por el tobillo hasta acariciar la pantorilla de mi hermana. Y ella..., ella no decía nada. Furioso, grité:

- ¡Ahí viene mi padre! ¡Escápense...! En un abrir y cerrar de ojos, se lanzaron por la ventana. Uno de

ellos, griego, en su angustia, dejó su fez y su guitarra, que mi madre aventó por la ventana, mientras mi hermana escondía los dos narguiles extras.

La escena resultó tan divertida, que, olvidada mi cólera por completo, me reí hasta perder el equilibrio, caerme y rodar sobre las alfombras. Me puse morado de tanto reír y mi madre, creyéndome enloquecido de terror ante la vista de mi padre, olvidándose del peligro, se lanzó sobre mí, desesperada.

Al fin, pude exclamar: - ¡No es cierto! ¡Nadie viene! ¡Me molestaba que Kyra se dejara

tocar la pierna y me vengué, eso es todo! Aunque la alegría les hizo gritar más que antes, no escapé de

una buena nalguiza, que terminó en besos, abrazos y baile.

Pasamos todavía dos o tres años entre fiestas. Los únicos años de mi infancia que recuerdo con precisión. Tenía entonces yo once años y Kyra, quince. No podía estar un solo instante separado de mi hermana. Una fuerza superior a mí, que más tarde comprendí, me mantenía voluptuosamente a su lado.

La seguía por todas partes como perrito a su amo. La espiaba cuando entraba al baño, besaba sus vestidos impregnados de su olor y... ella casi no se defendía de mi fogosidad. Creía inocente mi pasión, incapaz de nada malo. ¡No veía el peligro...!

La verdad, ni yo sabía lo que quería, pero me moría a su lado: su contacto estremecía todo mi ser...

En la casa de mi madre todo invitaba al amor. Era un paraíso del amor. Amor se respiraba y amor se bebía; la belleza de las dos mujeres, sus amantes, los perfumes, los cantos, la música, los bailes..., y hasta la grotesca y dramática huida de los invitados me parecía voluptuosa y apasionada.

La llegada de mi padre y sus palizas eran lo único desagrada-ble, lo único ausente de amor. Pero lo aceptábamos como un tributo, el doloroso pago al placer... Y mi madre misma lo justificaba, exclamando:

-Hijos míos, toda alegría tiene su contrario: la misma vida la pagamos con la muerte... Hay, pues, que aprovechar la vida. ¡Vívanla, hijos míos! gocen de ella, satisfagan sus deseos, de manera que el día del Juicio nada tengan que lamentar.

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Por supuesto, tanto Kyra como yo aceptábamos sin reservas tan agradable filosofía, y, desde luego, seguíamos el ejemplo maternal. Poseía mi madre una respetable fortuna personal, que administrada por sus hermanos -contrabandistas de artículos orientales-, le producía considerables rendimientos, los cuales le permitían vivir holgadamente, en la total satisfacción de gustos y caprichos.

Sabía hacerse adorar, y cambiaba de amantes como de vestido. Aceptaba impasible las palizas del marido, cuidando sólo su rostro de los golpes brutales, para pasar de inmediato a una nueva distracción.

Incluso, cuando alguna vez se sabía demasiado culpable ante los ojos de mi padre y temía que su indignación repercutiera con sus brutales golpes sobre Kyra o sobre mí, tenía la virtud de ponerse tras de la puerta y le impedía entrar hasta que saltábamos por la ventana, recibiendo ella sola la paliza.

Unas horas más tarde, cuando regresábamos, estaba tirada sobre un sofá, con la cara cubierta de pan mojado en vino tinto, para hacer desaparecer la hinchazón y los moretones.

Al tenernos en su presencia, se levantaba riendo como una loca, y, con el espejo en la mano, nos decía presentándonos su rostro lleno de magulladuras:

-¿Verdad que no es nada, hijos míos? En sólo dos días la mayor señal habrá desaparecido y... entonces de nuevo invitaremos a los moussafirs. ¡Aunque haya que soportar una nueva paliza...!

Nos estremecía imaginar cómo estaría su cuerpo. - ¡Oh! -exclamaba mi madre-. ¿Se preocupan por el cuerpo?

¡Inocentes! ¡El cuerpo no se ve...! Y una vez desaparecidas las huellas de los golpes, las fiestas

volvían a reanudarse con el esplendor de siempre. En casa no se hacía nada que tuviera que ver con la cocina: mi

madre sentía una invencible repugnancia por esos olores, especialmente por el de cebolla frita.

Estábamos abonados a una locanda, así llamamos a las fondas, que nos surtía todo lo necesario, en nuestros propios trastos. Una lavandera venía todos los lunes a llevarse la ropa sucia y a dejarnos la limpia de la semana anterior. Y aparte del viejo turco que surtía a las dos mujeres de pomadas y medicinas, no vi nunca que entrara nadie más en casa, fuera, naturalmente, de los moussafirs, que no siempre estaban seguros de salir por donde habían entrado, porque mi padre y mi hermano mayor eran dos moussafirs sin necesidad de invitación.

Pero como mi padre no dormía en casa desde hacía dos años, y no venía más que tres o cuatro veces al mes, cuando tenía ganas de escándalo y golpes, la vida en aquella casa, aparte de estas obligadas perturbaciones, transcurría plácida.

Libres de cualquier preocupación doméstica, mi madre y mi hermana pasaban el tiempo reposando, dedicadas a las prolijas tareas del tocador, o a las muy agradables de comer, beber, fumar en

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narguile y amenizar las recepciones ofrecidas a sus adoradores. No olvidaban los rezos, aunque jamás pisaban la iglesia. El tiempo sacrificado a Dios era bien limitado. Mi madre se excusaba diciendo;

-Sabe el Señor que jamás le contradigo; sigo siempre sus de-signios. De ninguna manera quiero cambiar mi modo de ser, permaneceré como él me hizo y escucharé, siempre obediente, las órdenes de mi corazón.

Kyra objetaba: -Pero, mamá, ¿no crees que la voluntad del diablo influye en

nuestros actos? -¡Nunca! -contestaba mi madre-. Yo no creo en el diablo. Dios

es más poderoso que él y si somos como somos, es voluntad de Dios...

Y mi madre vivía completamente de acuerdo con su Dios, que jamás le ordenaba nada desagradable.

Dios quería, y así lo hacía saber inclinando a ello su voluntad, que las dos permanecieran en la blanda cama, hasta que tuvieran ganas de levantarse, nunca sin antes haber tomado, en este cómodo lugar, café con ricos bizcochos de mantequilla y miel. Acto seguido ordenaba que se bañaran y llenaran su cuerpo con elíxir de benjuí; no debían olvidar sus sahumerios con leche cocida a fuego lento; ni abrillantarse las cabelleras con aceite de almendra perfumado con almizcle, y las uñas con bálsamos de anilina de caoba; ni tampoco el arreglo de cejas y pestañas, así como el color de labios y mejillas, que exigía toda destreza. Y cuando esta complicada tarea se terminaba, era hora de comer. Se fumaba después un rato, dormíamos la siesta y, hacia la puesta del sol, levantados de nuevo, se quemaba incienso, se bebía, y llegaban los festejos nocturnos: los cantos, la música. el baile, que duraban hasta la media noche.

La fortuna de mi madre, era mucho mayor que la de mi padre. Eso le permitía, a pesar de sus dispendios, ahorrar todos los meses una cantidad para Kyra y para mí, que siempre dejaba al cuidado de sus hermanos, quienes le proporcionaban pingües ingresos, administrando su fortuna en no muy claros negocios.

No conozco al detalle la historia de mi madre. Queda, como un vago recuerdo, que sus padres se enriquecieron con la industria hotelera.

A fines del siglo XVIII, la Sublime Puerta confió a su padre, bueno y piadoso turco, la delicada misión de instalar un hotel en Ibraila, en donde debía recibir a todos los personajes que el Sultán enviaba a su pachalik. Tenía tres mujeres, dos griegas y una rumana. Esta última fue mi abuela. De las otras dos nacieron tres varones, uno de los cuales se volvió loco y acabó ahorcándose. Tanto mi madre como sus dos medios hermanos, trastornaron constantemente la casa paterna. Al parecer, lo más interesante que se hacía en aquella casa era amontonar dinero, mucho dinero, y orar a dos dioses distintos en tres idiomas diferentes.

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Los dos hermanos se dedicaron al contrabando y mi madre, muy joven aún, quiso seguirles, pero su padre, el honrado turco, decidió casarla cuanto antes con un hombre severo y sin corazón que acertó a enamorarse de ella, "probablemente -según frase de mi madre-, el Señor se distrajo en ese preciso instante".

Mi padre recibió una cuantiosa dote de manos de mi abuelo, quien, aparte de esto, legó también a mi madre una buena parte de su fortuna, que podía ella administrar, a condición de que viviera con su marido. Así quedó forzosamente unida a un hombre que detestaba y tuvo que aceptar la voluntad del viejo turco por temor a verse desheredada. Gracias a su difícil fidelidad consiguió su confianza, y a su muerte, recogió su herencia y la entregó a sus dos hermanos, quienes la adoraban, y en cuyas manos la consideró segura.

Dio comienzo la época de alegres fiestas, de placeres sin fin, locas pasiones, que mi padre, con toda su brutalidad, fue incapaz de impedir. Mi madre, con el mayor placer del mundo le hubiera entregado toda la dote, si hubiese consentido en devolverle su completa libertad, pero él quería mantenerla bajo su dominio para vengarse de una infidelidad, que era su deshonra.

El día que decidió separarse, al llevarse todo lo suyo, dijo señalándonos a Kyra y a mí:

-Esas dos serpientes te las dejo. ¡No son hijos míos, son como su madre...!

-¿Quisieras que fueran como tú? -replicó mi madre-. No, no lo son ni lo serán. Ellos son vida en toda su pujante alegría, y tú eres muerte, que impide vivir a los vivientes. A mi vez me admiro de que tu aridez haya sido capaz de hacer brotar ese retoño, tan seco de corazón como tú, que podrá ser hijo tuyo, pero no mío.

Mi pobre madre tenía razón al decir que aquel muerto impedía nuestra vida. Conforme el tiempo pasaba, más imposible nos hacía la existencia. Sabía que mi madre cuidaba su cara más que su misma vida, y en los últimos tiempos, le golpeaba la cara de tal modo que la desdichada tenía que recluirse ocho o diez días, para curarse las señales que le dejaba en ojos y mejillas. Durante este tiempo, debía suspender las fiestas y dejar de recibir a los galantes moussafirs. Así entró la tristeza en la casa. No nos acariciaba como antes, y por primera vez en mi vida la vi llorar desconsolada. En su desesperación, mi madre, enardecida, exasperaba al tirano, cuya ira, desatada al fin, nos fue funesta.

Una de tantas noches de fiesta, había en la casa unos siete moussafirs. Mi madre adornó como nunca la sala. Colocó en las paredes candeleros que alumbraban profusamente. La luz era cegadora.

Aquel mismo día, llamó a un cerrajero para que pusiera un gran cerrojo en la puerta del patio, y asegurarse así la tranquilidad. Libre pues, de temor, se entregó con la alegría más exaltada que yo jamás pude ver, a los placeres de aquella memorable noche. Creo aún que

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presentía el final de los tiempos felices y aquella noche quería reconcentrarse en el placer para vivirlo intensamente.

Entre los invitados había tres músicos griegos, muy renom-brados en aquellos tiempos. Al iniciarse el baile, mi madre ofreció dinero a cada uno de ellos en una pequeña bolsa de piel envuelta en un pañuelo de seda ricamente bordado, y les dijo en griego:

-¡Palicarias…! ¡Valientes...! Estas bolsas tienen cinco veces el valor de lo que cobran cada baile. En esta casa la alegría cuesta cara y... sería posible que tuvieran que salir por las ventanas.

Abrió las ventanas que daban al terraplén y los palicarias se inclinaron sobre ellas, inspeccionando la altura, el terreno y demás detalles útiles en caso de apuro. Se miraron los tres, sopesaron el oro de las bolsas y, comparándolo con el peligro, dieron comienzo con un cortés ¡Evallah! a la música. al canto y al baile…

Los instrumentos, clarinete, pífano y guitarra, llenaban la casa de sin igual alegría. Mi madre y Kyra, sentadas indolentemente una junto a otra en el sofá, escuchaban las melodías a veces melancólicas y a veces quejumbrosas, alegres de las doinas rumanas, los lánguidos manieb turcos y las cadenciosas pastoriles griegas, acompañadas por las palmas y los cantos de cuatro moussafirs.

Entre cada canto, mi madre obsequiaba a los invitados con finos licores, buen café y perfumados narguiles. Espléndidas bandejas, con cadaif y sarailié, se ofrecían como tentación a los golosos.

El nuevo cerrojo hacía inútil mi vigilancia, y pude participar de la fiesta. Me entregué al baile, con mi hermana, con mi madre, o con las dos a la vez, hasta perder el aliento. El baile fue la mayor pasión que sentí en mi infancia. Me hacía obtener de Kyra las más tiernas y locas caricias.

Bailé, solo, la danza del vientre, cuyos vertiginosos movimien-tos debí hacer con tal maestría, que se entusiasmaron aun los mismos músicos, expertos en la materia. Me felicitaron con efusión, Kyra, en sus caricias, llegó al paroxismo, y mi madre exclamó radiante:

- ¡Este sí que es hijo mío! Durante un descanso, mientras los hombres sentados según la

costumbre turca sobre las alfombras, fumaban alegremente sus narguiles, Kyra preguntó por qué no estaba uno de sus más fervientes adoradores.

-La última noche, al salir huyendo, se torció el tobillo -contestó uno de los invitados.

Y en medio de la hilaridad general lo describió en la cama en aquellos momentos, gritando de dolor, bajo la presión del masajista. Esto preocupó un poco al guitarrista, rechoncho y prudente, que se acercó a la ventana a examinar otra vez su altura. Uno de los moussafirs, para tranquilizarlo, le dijo:

-No es muy alto, ni dos metros. Desde luego, hay que bajar con 36

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cuidado, sin atender más que a uno mismo. Abajo ya encontrarán el gorro y la guitarra.

La risa ganó de nuevo a todos y el baile continuó.

Era el mes de junio, poco antes de la siega. Cubrían las ventanas que daban al patio pesadas colgaduras,

mientras que a las orientadas al Danubio sólo transparentes visillos. Estábamos agotados cuando el amanecer lanzó su luz dorada contra los cristales. Bostezábamos... Apestaba por el humo de los narguiles, pese al incienso quemado.

Mi madre abrió la ventana y aspiró profundamente el fresco aire de la mañana. A su lado, Kyra y yo contemplábamos los pantanos y los bosques de sauces que a nuestra vista se extendían. Pasados unos momentos, mi madre exclamó, volviéndose hacía los invitados:

-Amigos míos, creo que es ya hora de acostarse. En el instante mismo de pronunciar la última palabra, oímos

que alguien saltaba dentro del patio. Nos miramos conteniendo el aliento, y distinguimos perfectamente el rechinar del cerrojo y de los goznes de la puerta. Mi madre gritó a todos:

- ¡Sálvense...! ¡Escalaron el muro! Mientras, mi padre y hermano, vencida toda dificultad, gol-

peaban la puerta de la estancia, los invitados, saltaban por las ventanas como si abajo les esperaran blandos colchones. Los músicos fueron los primeros en huir, y en pocos segundos la casa quedó vacía. Los moussafirs, unos sobre otros, rodaban por la cuesta. Nosotros, no podíamos pensar siquiera en desaparecer los vestigios de la fiesta.

Resuelta, mi madre abrió la puerta, e inmediatamente fue agarrada por los cabellos y lanzada contra el suelo.

Mi hermano hizo lo mismo con Kyra, y yo, temblando de cólera, enloquecido al ver a mi hermana tan cruelmente golpeada a puntapiés, cogí un narguile y le asesté con todas mis fuerzas un violento golpe en la cabeza, que le obligó a soltar a Kyra. Al verse ensangrentado, se arrojó sobre mí golpeándome, furioso, hasta que corrió la sangre en chorro por mi boca y nariz.

Mientras, mi pobre madre era literalmente molida a golpes. Sus vestidos, hechos jirones, estaban regados por todo el suelo. Su cuerpo, casi desnudo, yacía desvanecido... ¡Y mi padre le pegaba aún!

Mi hermano había ido a lavarse la cabeza que sangraba en abundancia. Rápida, Kyra sacó de un cajón un estilete, pero nos paralizó el horror: mi padre había cogido una sandalia que un moussafir olvidó en su huida, y con el tacón de madera, golpeaba sin piedad el rostro de mi madre, que, en el suelo, podía apenas mover los brazos. Su cara, bañada en sangre, era una sola herida.

Kyra intentó herir a mi padre en la espalda; pero antes cayó desmayada. Él la cargó y, como si fuera un bulto, la metió en un ropero y cerró con llave. A mí, me encomendó a la vigilancia de mi

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hermano, que acababa de vendarse la cabeza. Cargó a mi madre, y salió con ella al patio. Pasados unos mi-

nutos oí el ruido espantoso de la trampa del sótano, que pesa-damente se cerraba como enterrando a mi madre en una tumba...

Luego, vino contra mí, con los brazos en alto, los puños ce-rrados y los ojos tan desorbitados que creí llegado mi último momento; pero no me pegó, sólo me dijo:

-¡Son capaces de todo! Tú le rompes la cabeza a tu hermano mayor y la patchaoura de tu hermana trata de asesinar a su padre. ¡Pues todo ha terminado! ¡No volverán a verse!

Y, apagando las velas, me llevaron consigo. Al pasar por el patio miré sollozando la trampa que, asegurada

con un fuerte candado, hacía imposible la idea de cualquier evasión. Ahí yacía mi madre, magullada, herida, enterrada en vida en aquella sepultura, mientras se ahogaba Kyra, en el ropero.

Ya era de día. En la calle nas cruzamos con unos carboneros turcos que se dirigían al puerto, a su trabajo. Y yo, ¿a dónde iba...?

Al fin llegamos a casa de mi padre y en seguida me encargaron de dar vueltas a la muela en donde los aprendices afilaban las hachas, las tijeras y los cinceles mellados. A mi alrededor, en desorden había troncos de roble, de ébano y de álamo entre piezas sueltas de diferen tes carros; cubos y radios de ruedas; lanzas, llantas y hierros viejos que se oxidaban encima de un montón enorme de virutas mojadas.

Me tuvieron sin comer hasta el mediodía. Sin costumbre de trabajar, desfallecía de cansancio y de hambre. Mi hermano no paraba de pegarme con el látigo y la vieja sirvienta, sólo me dio pedazos de pan con aceitunas y agua.

Lo más triste fue cuando pude darme cuenta de que no había forma de escapar.

Después de comer reanudé mi trabajo, y cuando, ya, dominado por la fatiga, mis brazos se negaban a obedecerme, venia mi hermano y me golpeaba con furiosos puntapiés. Él y mi padre, con delantal de cuero, igual a todos, iban y venían, lúgubres, fruncidas las cejas, dando órdenes breves, en medio de la tristeza de aquel silencio, turbado solamente por el ruido de las herramientas.

Llegada la noche me encerraron en una habitación de ventana enrejada. En un rincón, sobre una vieja estera, sin luz, pasé llorando toda la noche, pensando en las dos queridas criaturas que eran aún mucho más desgraciadas que yo.

El segundo día transcurrió igual que el primero. Me preguntaba con angustia si la crueldad de mi padre llegaría hasta abandonar a las dos mujeres que, apaleadas y enfermas, morirían encerradas. La idea de ir en su auxilio, me hizo llorar menos aquella noche y arriesgarlo todo para mi evasión.

Revisé discretamente todos los rincones de la casa y advertí que en el patio había diferentes escaleras de mano. Me fijé también

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que en mi habitación había amontonados numerosos radios de ruedas a medio tallar: todo ello un medio seguro de obtener mi libertad. La sirvienta me trajo la cena, pan y queso, y me dijo con sorna:

-Aquí no estás tan bien como en tu casa, ¿verdad? La vida no está hecha sólo de placeres, también hay que sufrir. ¡Ya ves!

Cerró la puerta, se fue y me quedé dormido profundamente. Cuando desperté aún era de noche y en mi soledad lloré de nuevo al recordar el rostro ensangrentado de mi madre. Después, los gallos comenzaron a cantar. En la casa todo era silencio, todos dormían. Rápidamente abrí la ventana y con un radio, reuniendo todas mis fuerzas, conseguí doblar dos de los barrotes. Una vez en el patio, tomé un hacha que hallé clavada en un tronco, cargué una pequeña escalera y, con ayuda de otra, salté el muro. Ya en la calle, corrí con todas mis fuerzas por el camino del puerto.

Apenas clareaba cuando llegué a nuestra casa, que dormía tristemente el sueño de la desesperación, y por primera vez trepé aquella pendiente por la que nunca había hecho más que bajar rodando en mis juegos.

Al llegar me latía el corazón. Apoyé la escalera en una ventana y rompí un cristal. Con intensa emoción oí la dulce voz de Kyra que desde su encierro gritaba:

-¿Eres tú, Dragomir? Al oírme llamado por mi hermanita, prisionera en su estrecha

cárcel, me estremecí y grité: -¡Sí, soy yo! ¡Vengo a salvarlas! Penetré en la casa. Me precipité hacia el ropero, lo abrí y salió

Kyra, muy pálida, con el rostro hinchado por el llanto. Me abrazó para después preguntarme:

-¿Dónde está mamá? -Encerrada en el sótano -contesté-. Hay que ir por ella y

escaparnos corriendo. La puerta de la casa estaba cerrada con llave. Abrí una venta na

y salté al patio; a hachazos rompí los tornillos que sujetaban el candado, y Kyra y yo descendimos por la escalera. Un olor a humedad, a cal rancia y legumbres podridas, subía de aquel sótano donde nadie bajaba desde hacía unos tres años. Las tortugas, habitantes de aquel antro, se movían lentamente, entre sus huevos, poco más grandes que huevecillos de pájaro, alineados a lo largo de las paredes. ¡Y en este fétido lugar llevaba presa mi madre cuarenta y ocho horas!

La encontramos de pie, con la cabeza envuelta en jirones de sus ropas. Le ayudamos a subir los pegajosos peldaños y una vez a la luz del día, ante los restos de lo que fue espléndida belleza de nuestra madre, nos echamos a sus pies con la misma reverencia que ante una mártir.

Aunque llevaba un ojo tapado por el sucio vendaje, se podía juzgar su lamentable estado: la nariz destrozada, partidos los labios,

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el pecho y el cuello llenos de sangre cuajada. Sus manos estaban igualmente ensangrentadas. Tenía un dedo roto.

Con una voz desconocida para nosotros, nos dijo: -¡Huyamos de aquí, no perdamos tiempo! ¡Tomen algunos

víveres y vámonos...! Entramos nuevamente en la habitación, en donde las dos mu-

jeres se vistieron y lavaron de prisa. Mi madre tomó el cofrecito de sus joyas y dinero, y lentamente descendimos. Huíamos por la misma ventana, por la que tantos moussafirs habían escapado. ¡Estaba escrito que la dueña de la casa fuera la última en salir por ella…!

Una hora más tarde nos encontrábamos en la carretera de Cazassou, completamente perdidos en medio de dos extensos campos de trigo. Ante dos montículos, mi madre se detuvo, y senta-dos sobre la hierba que nos ocultaba por el lado de la carretera, nos habló más o menos en estos términos.

-Hijos míos, si de su padre esperaba lo peor, no creí jamás llegar a verme desfigurada. Tengo el ojo izquierdo casi fuera de su órbita y esto para mí es peor que la muerte... Así como Dios hizo al topo para vivir lejos de la luz, a mí me hizo para el placer de la carne, y así como el topo satisface sus necesidades en la oscuridad, yo fui hecha por el Señor para gozar todos los placeres de la vida. Si la fuerza de los hombres logra doblegarme, prefiero morir. Los dejo. Iré a curarme lejos de aquí. Si consigo salvar el ojo y borrar de mi rostro cualquier cicatriz, viviré y los buscaré... Si pierdo el ojo, no volverán a verme... Pero antes de irme debo decirte, a ti, Kyra, que sigas siempre, como creo harás, viviendo dentro de esta virtud que viene de Dios y que se ejerce en el gozo; huye de esa otra falsa virtud que hace a las almas violentas y secas de carácter y no te burles del Señor; sé como Él te ha hecho; busca el placer como tu ser te dicte, pero no pierdas nunca tu corazón... Y tú, Dragomir, si no te sientes capaz de seguir el camino de la virtud, sé como tu hermana y tu madre, sé incluso un ladrón: pero un ladrón que tenga corazón: porque un ser sin corazón, hijos míos, es un muerto que impide vivir a los vivos, es como su padre...

"Ahora quédense aquí, hasta que el sol haya bajado el hori-zonte. Si llueve o hay tormenta, no se tapen bajo los árboles, sino dentro de aquella choza que se ve enclavada en este montículo. Al anochecer, después de las vísperas, dos hombres montados a caballo vendrán a buscarlos, los llevarán con ellos y los cuidarán... Son mis dos hermanos, dos hombres de corazón y de palabra. Yo voy ahora a su casa, pero ustedes no pueden acompañarme.

"En caso de que a la hora del Kindié no hubieran llegado, vayan a la ciudad y pidan en mi nombre hospitalidad a la locanda en donde estoy abonada. Pero quédense en su habitación hasta que mis hermanos vayan a buscarlos. Aún me queda una cosa que recomendar. No olviden que su cuerpo peligra ante una infinidad de

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horribles enfermedades. Tanto a mí como a ustedes Dios nos ha evitado estos males; pero existen y muchos son alcanzados por ellos. ¡Piensen en esos pobres seres en sus momentos de placer, y den anualmente dinero a los establecimientos en donde reciben albergue y cuidados! En casa de mis hermanos dejo depositado para ustedes mucho dinero... "

Al decir esto, sacó de su cofrecito dos anillos que anudó en un pañuelito de seda y escondió en el seno de Kyra. Nos abrazó y nos besó muchas, muchas veces y se alejó por fin, totalmente envuelta en su abrigo, encapuchada.

A treinta pasos, se volvió, puso sus manos en los labios, luego levantó el brazo mostrándonos con su índice la bóveda celeste, nos dio la espalda y desapareció.

-¿Qué quiere decir con esto? -pregunté a Kyra. -Que nos volveremos a ver en el cielo... Nunca más he visto a mi madre.

Una vez solos, lloramos desconsolados en un abrazo estrecho, hasta que el cansancio y el calor producido por los ardientes rayos solares nos sumieron en un sueño profundo y bienhechor. Al despertar, nos sentimos en un mundo extraño, al que algo espantoso acababa de acontecer. O vivíamos una terrible pesadilla o nuestra vida pasada había sido tan sólo un sueño. Ante nosotros, un extenso campo nos enviaba su perfume en el aire sofocante, y multitud de mariposas, avispas y libélulas revoloteaban en torno nuestro, molestándonos con su alegría que tan lejos estábamos de compartir.

La hora de vísperas llegó... El sol, hacia el horizonte, perdía su brillantez. Comenzábamos a inquietarnos y nuestras miradas interrogantes se dirigían hacia el solitario camino en cuya dirección desapareciera mi madre. Distinguimos a lo lejos una nubecilla de polvo que se dibujaba vagamente en la carretera de Cazassou. Pasados unos minutos. dos caballeros surgieron de esta nube dejando tras de sí polvorienta estela. Tuve miedo, temí verme pisoteado bajo los cascos de los caballos, cuya rítmica trepidación llegaba hasta mis oídos. Kyra permaneció de pie en la cima. Su falda flotaba al viento mientras agitaba su pañuelo, lanzando gritos de gozo ante la llegada de los dos impetuosos jinetes. Estos entraron en el campo llevando sus caballos cogidos por las bridas; le libraron de los frenos y les dejaron pacer entre las dos hondonadas que tan bien nos escondieron.

Kyra bajó con rapidez la pendiente y quitándose el velo que cubría su cabeza, dejó suelta su hermosa cabellera que cayó cubriendo sus hombros y se echó a los pies de nuestros dos des-conocidos tíos, altos y gruesos como dos macizos robles que permanecían de pie ante nosotros. Eran dos colosos de igual estatura y parecían hallarse entre los cuarenta y cincuenta años; pero uno era notablemente más joven que el otro. Cubrían con turbantes sus

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cabezas cuyos cabellos llevaban totalmente cortados; bigotes y pobladas barbas les ocultaban la boca; sus miradas eran penetrantes e insostenibles, pero también francas, y sus manos cubiertas de vello parecían patas de oso. Negros como diablos, metidos dentro de sus ghebas, abrigos de campesinos, que les envolvían desde el cuello hasta más abajo de las rodillas.

Permanecieron algunos instantes inmóviles ante nosotros mirándonos fijamente; yo me mantuve de pie, creyéndome en presencia de dos de esos extraños personajes que aparecen en los cuentos, mientras Kyra continuaba arrodillada.

Levantaron sus abrigos y vi que vestían a la usanza turca: sacos sin mangas, pantalones anchos ceñidos por una gran faja roja de lana. Me llenó de terror el verlos armados hasta los dientes como auténticos antartes, esos bandidos griegos legendarios, con su arcabuz colgado al hombro, grandes pistolas y navajas en la cintura.

El reconcentrado odio de Kyra estalló por fin como un rayo. Con un solo ruego a aquellos dos hombres, selló el aniquilamiento de una familia entera, llevada de una pasión vengativa de la que ella sería primera víctima.

El que aparentaba más edad de los dos, levantó a Kyra, y la miró a los ojos, con las manos sobre sus hombros. Una mueca a través del inmenso bosque de pelo que cubría su cara, me hizo adivinar que sus labios esbozaban esa sonrisa que sus ojos trazaron con más precisión. En rumano, en una voz baja, de sonido metálico, preguntó a Kyra:

-Dime, niña, ¿en qué idioma te expresas mejor: en turco, en griego o en rumano?

-En rumano, cruz de valiente -le contestó mi hermana, mi-rándole con la audacia increíble, con que se refirió a él, usando la expresión rumana por la que se designa al hombre muy viril.

-¿Y cómo te llamas? -Kyra. -Pues bien, Kyralina, como tío tuyo te beso; pero dichoso el

mortal que como tu amante pueda morder tus dulces labios... La besó y siguió su hermano. - Y tú, bravo Dragomir -dijo, besandorne-, ¡qué cara de espanto

pones! - Y añadió, ocultando su arcabuz bajo el abrigo-: ¿Nuestras barbas son lo que te asusta?

Diciendo esto, se echó sobre la hierba, me sentó a su lado y, al ver que yo no me atrevía a pronunciar palabra, insistió:

-Dime, Dragomir, ¿tienes miedo? -Sí -contesté tímidamente. -¿Por qué? -Porque van armados... -¡Ah, Dragomir! -exclamó, agitado por la risa-. ¡Cuando se está

en pleito con Dios y la justicia de los hombres, nunca son bastantes las armas! Pero tú no alcanzas a comprender esto, eres muy joven

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aún. Al oír esto, Kyra se echó de rodillas ante él y juntando sus

manos como en oración, exclamó: -¡Yo sí lo comprendo! -¿Qué es lo que comprendes tú, joven palo de rosa? -Yo comprendo que los hombres son muy malos, y que tú, con

tus armas, los castigas. -¡Bravo, Kyralina! -exclamó-. ¿Acaso tu joven corazón alimenta

alguna venganza? -¡Sí, una santa y justa venganza…! Tomó el pesado arcabuz que nuestro tío dejara en el suelo y

exclamó: -¡Esta misma noche lo dispararás en el pecho de mi padre, y tu

hermano hará lo mismo en el de mi hermano mayor…! ¡Lo pido en nombre de mi madre a quien ya no veremos más! ¡Venguen a estos dos huéríanos y seré su esclava…!

Nuestro tío arrebató el arma de sus manos, y replicó, ensom-brecido de súbito su semblante:

-¡Kyra, Dios se equivocó al hacerte mujer! Al oírte hablar de venganza creí que se trataba de unos simples bastonazos a algún joven que se hubiera atrevido a besarte contra tu voluntad... Pero nos hablas de cosas serias que ya veníamos pensando, y con ello echas leña al fuego.

Tras una corta pausa, añadió: -Dime, niña, ¿no tendrás miedo al infierno, al ver esta noche la

cabeza de tu padre volar hecha pedazos? -¡En su sangre mojaré mis manos y me lavaré con ella la cara! -

respondió Kyra, con los ojos ferozmente abiertos y las mejillas encendidas.

Nuestro tío frunció el ceño, dirigió su mirada hacia el ardiente sol poniente y se quedó inmóvil, escuchando la suave melodía de un pastor que, a lo lejos, lanzaba al viento sus lamentos.

Después habló en griego con su hermano, cortando las palabras para hacérnoslo más incomprensible.

Pacían los caballos, dóciles como corderos, mientras la oscuri-dad comenzaba a cubrirnos tanto a nosotros como a los dos mon-tecillos que nos protegían... Guardamos unos momentos de silencio... El aire fresco del anochecer hizo a Kyra estremecerse. Mi tío, sin dejar de hablar en voz baja, nos cubrió con los los abrigos. Así esperamos a que las tinieblas nos envolvieran por completo, y cuando ya la oscuridad era absoluta, los dos hombres se levantaron, y el mayor dijo a mi hermana:

-Bien, Kyra Kyralina, víbora de dulce aliento, digna hija de tu madre, tu deseo ha hecho hervir mi sangre y esta misma noche cumpliremos tu venganza. Tu hermano y tú vendrán con nosotros para servirnos de anzuelo.

Kyra dobló la rodilla y besó su mano. Yo hice lo mismo con el 43

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otro hermano, quien me preguntó: -Y tú, Dragomir, ¿deseas también la venganza? -¡Odio a mi padre y a mi hermano! -le contesté. No esperaron más. De un salto, el mayor de ellos montó a

caballo y tomando a Kyra en sus brazos la sentó delante de él, mientras el menor me subió en ancas de su cabalgadura, y una vez ganada la carretera, el caballo que montaba Kyra, al sentirse picado por los estribos de su jinete, emprendió veloz galope seguido del nuestro a unos veinte pasos de distancia.

Llegamos a las puertas de la ciudad en lo que se fuma un ciga-rrillo, y sin entrar en ella ni moderar la marcha, tomamos un camino que nos condujo a orillas del Danubio. Por momentos, el fantástico galopar de los caballos me hizo sentir en ancas del mismo diablo. La luna plateaba nuestro camino, y a sus rayos, la cabellera de Kyra flotaba suelta en el aire.

Al descender una colina, apareció el río, deslumbrante. Se apaciguó la carrera de los caballos, que al fin se detuvieron bruscamente en el límite de un frondoso bosque de sauces. Nos hallábamos en un lugar llamado Katagatz, a una hora a pie del puerto y, por tanto, de nuestra casa. Sin apearse, los dos hombres se acercaron e intercambiaron palabras que no pude comprender. Después, el de más edad, metiendo dos dedos en su boca, lanzó un largo silbido para, luego de una pausa, volver a silbar.

No tardó en surgir un viejo turco de largas y blancas barbas, del espesor del bosque. Se inclinó ante nosotros en una profunda temene, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Mis tíos se limitaron a saludar en turco: -Buenas noches, Ibrahim. Silenciosamente, el viejo tomó los caballos por la brida y nos

internó entre los sauces. No muy lejos, al otro lado del bosquecillo, se hallaba su choza casi destrozada por las inundaciones. Era pescador de cangrejos y cultivador de sandías. Su tercer oficio, fácilmente pueden adivinarlo.

Ató los caballos al abrigo de un cañaveral y entró en su cabaña seguido del mayor de mis tíos, quien no tardó en volver solo, y partir con Kyra en brazos. El otro hermano me cargó a mí, y así, como dos criaturas, tomamos el camino del puerto, bordeando el río. Sus pies se hundían en el lodo y algunas ramas crujían bajo sus pasos.

Llegamos al pie de la colina que ascendimos con precaución. La casa estaba sumida en la oscuridad. En lugar del vidrio roto había maderas clavadas. Luego de asegurarse de que no había nadie dentro, mis tíos, a culatazos, lograron abrirse paso y penetrar en el interior.

Al fin de un largo silencio, el tío mayor nos dijo: -Nosotros dos nos esconderemos en el sótano. Allí estaremos, si

es necesario, toda la noche. Ustedes acuéstense vestidos sobre el 44

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sofá y sin apagar la luz. Si vienen, seguramente harán preguntas; contesten sin ningún temor. Y, pase lo que pase, no se levanten del sofá...

Dicho esto, desaparecieron por la ventana. ¡Qué terribles horas! Si viviera mil años, las recordaría. Odiaba

a mi padre tanto como a mi hermano que tanto se le parecía. Que el diablo se los llevara... Pero... si ese deseo surge del odio... el odio... para asistir a su ejecución es preciso tener... ¿qué? No lo sé... Sí: se precisa la crueldad... Kyra no era cruel... y, sin embargo... ¡Qué triste es ser hombre y saber de la vida menos que las bestias! ¿Por qué la piedad habita junto al odio…? ¿Y por qué se ama…? ¿Y por qué se mata…? ¿Por qué vivimos sentimientos que tanto daño hacen a los demás y tan profundamente nos hieren a nosotros mismos?

Al quedarnos solos, encendidas ya todas las velas, lo primero que hice fue interrogar la mirada de Kyra: centelleaba el fanático deseo de la matanza...

¡Para ella, esa noche trágica era una fiesta! En éxtasis, se puso uno de sus trajes más escotados y se arregló como si fuera a recibir a nuestros antiguos moussafirs sin cesar ni un instante de cantar a media voz. En su mejilla izquierda se veía un enorme moretón.

-Bésame muy fuerte -dijo, volviéndose hacía mí-. Esta noche un rifle borrará mis cicatrices!

-Kyra -le dije, besándole la herida-, ¿no es mejor que llamemos a nuestros tíos y nos vayamos con ellos?

-¡No! -me atajó resuelta-. ¡Antes es preciso castigar al asesino de nuestra madre…! Después, nos iremos.

-Pero, ¡será algo horroroso! -¡Al contrario! ¡Será un espectáculo hermoso! -gritó y me

abrazó. Transcurrieron los minutos lentos y terribles, como en una

pesadilla. Deseaba que mi padre y mi hermano no vinieran aquella noche

ni las siguientes, y que nuestros tíos, cansados de esperar, abandonaran su proyecto. Pero lo que disponen las hadas es más poderoso que nuestra propia voluntad... y la voluntad de Kyra, ¿no sería la misma que la de las hadas?

Estaba inquieta, nerviosa. Corría del espejo, a la ventana, besaba sus cabellos, bailaba haciendo ondear su velo y se dejaba caer después sobre los cojines esparcidos por todo el suelo, entre extrañas risas.

Se quedó pensativa, fue a una habitación vecina y volvió es-grimiendo un pequeño puñal.

-¿Ves? -me dijo sordamente-. Si traicionas a nuestros tíos, me clavaré esto en el pecho, traspasaré mi corazón... y te quedarás solo... ¡Lo juro por nuestra madre!

Quedé horrorizado y supliqué a Kyra: -¡Deja eso! ¡También yo te juro por nuestra madre que no diré

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una sola palabra! A pesar de mi juramento, guardó el puñal en su cinturón.

Apenas tuvo tiempo de escondérselo, cuando los goznes de la puerta lanzaron un quejido lastimero que me heló la sangre como un quejido de agonizante. Kyra se estremeció. Sus ojos centellearon diabólicamente y sentándose en el sofá, a mi derecha, me dijo al oído:

-No debemos dirigir ni una sola mirada a las ventanas que dan al patio, ¿entiendes? Pase lo que pase...

La llave chirrió en la cerradura, y clavado junto a Kyra, helado de espanto, sin aliento, vi aparecer a mi padre seguido de mi hermano, con la frente fruncida y los puños crispados...

Casi no tuvieron tiempo de preguntar: -¿Quién rompió la ventana? ¿Dónde está su madre? Sanaron dos descargas casi simultáneas, que rompieron cris-

tales, hicieron temblar la casa y llenaron todo de un espeso humo que olía a pólvora y trapos quemados.

Abrazado a Kyra, sólo pude distinguir el cuerpo de mi hermano cayendo pesadamente y la trágica silueta de mi padre, lanzándose por la ventana que daba al puerto. Cerré los ojos y los abrí de nuevo para ver a mi hermano tendido en el suelo, la cabeza abierta como una roja sandía lanzada contra un muro y a mis tíos con medio cuerpo fuera de la ventana, descargando en la oscuridad sus pistolas, en dirección a los pasos de mi padre.

Kyra, deshaciéndose de mí, saltó al centro de la habitación: -¡Se les escapó! ¡Se les escapó! ¡Sólo pudieron arrancarle la

oreja izquierda! Por toda respuesta apagaron las luces y salieron con nosotros

de la habitación. Envueltos por la más densa oscuridad, el tío mayor nos dijo pausadamente:

-Kyralina, Dragomir, los abrazo quizá por última vez... Su padre es el tercer hombre que escapa a mis disparos, y profetizó mi ursita que me matará el tercer enemigo en quien mi rifle no pudo hacer blanco ni aún en luna llena. Trataré de defender mi vida lo mejor que pueda; mas difícilmente logramos desviar nuestro destino. Pero, esto aparte, oigan bien lo que voy a decir. El dueño de la posada vendrá dentro de poco a recogerlos. En su casa tendrán dos habitaciones y todo lo necesario. Mañana volverá aquí por ropa y lo que pueda llevar consigo. Ustedes, jamás volverán a esta casa...

-¿No vamos con ustedes? -preguntó Kyra con voz temblorosa. -No, no tengo derecho a hacer partícipes de la dureza de

nuestra vida, a quienes han sido criados sobre plumas. -Pero, entonces nuestro padre nos matará... -No los matará... No tardaremos en volverlo a tener en la mira,

y no logrará escapar, porque nosotros somos dos y él está solo. Vivan como quieran y olvídense de nosotros. No volverán a vernos hasta que hayamos conseguido exterminar a ese perro. Si alguna vez

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quieren saber si vivimos digan al posadero mi nombre, Cosma, y él dirá cuanto sepa. Pero más que el posadero sabrá Ibrahim, el pescador de cangrejos de Katagatz. Si alguna vez, bajo sus ventanas grita: " ¡Cangrejos...! ¡Cangrejos frescos…!", bajen y sigan hasta que salga de la ciudad, pues será señal de que tiene que decir algo relacionado con nosotros. Y por último, si las autoridades los interrogan sobre esta noche, digan la verdad, pero no digan lo que piensan y, mejor todavía, no piensen nada...

Calló. Se oyeron unos pasos en el patio. Eran los del posadero que llegaba a recogernos. Mi tío nos besó y después de encomen-darnos al recién llegado, desapareció antes de que pudiéramos darnos cuenta.

La fonda se hallaba a unos cincuenta pasos de la que hasta entonces fue nuestra casa, pero ¡qué diferencia entre la comodidad de las dos habitaciones que nos designaron, aunque eran las mejores de la posada, y la comodidad de las nuestras! Esto nos hizo derramar abundantes lágrimas. La única ventaja era que nuestras nuevas habitaciones se comunicaban y daban al Danubio.

Viéndose entre aquellos muebles rústicos y aquellas alfombras raídas, débilmente alumbradas por la luz vacilante de una sola vela, Kyra se dejó caer vestida sobre el sofá, y, ante la inutilidad de su venganza, lloró más amargamente que yo.

Solo en mi habitación, con la mente llena de visiones horribles, me fui al diván de la habitación de mi hermana. Los sufrimientos y fatigas de aquellos tres días de martirio habían quebrantado mi corazón de niño y caí dormido, sin pensar que la vela continuaba prendida y mi hermana lloraba...

Desperté más contento, y con los primeros rayos del sol la habi-tación me pareció más bonita que la noche anterior. Pero la idea de que podía volver a verme ante mi padre, me enloquecía. Desperté a Kyra, y le propuse escapar. Aunque aceptó mi idea, se quedó inmóvil, en el borde de la cama, con los ojos enrojecidos, la cara hinchada y en un estado que atribuí al remordimiento. Le pregunté y respondió:

-No, Dragomir. Estoy desesperada de que nuestro padre haya podido escapar. De haberse "ido" con su hijo, ahora estaríamos en nuestra casa. Aquí, esta fealdad me asquea...

Echó una mirada desdeñosa y salió. En la puerta, el posadero tomaba el aire de la mañana y fumaba en su narguile. Al vernos, hizo una profunda reverencia, y dijo en turco:

-¿Puedo permitirme preguntarles por qué salen tan temprano? -Abou-Hasan, nos vamos porque tememos a la policía y a

nuestro padre -respondió Kyra en el mismo idioma. -Señorita, mientras estén en mi casa, yo respondo por ustedes.

Aquí estarán seguros. - Y mirando a hurtadillas, añadió: -Precisamente, por eso están aquí.

Nunca supe quién era aquel hombre, ni los asuntos que le 47

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ligaban a la familia de mi madre, pero lo que sí puedo afirmar es que mientras estuvimos en su casa, nadie vino a molestarnos, ni siquiera nuestro padre. A pesar del peligro, dejamos de creer en él y nos atrevimos a salir. Entonces comenzó la hermosa y triste vida de un mes, que todavía recuerdo llena del luminoso sol que alumbra la existencia del vagabundo.

Para nosotros, pobres pajarillos escapados de la jaula, que ensayábamos el vuelo, ávidos de luz, aquello era algo nuevo, de voluptuosidad desconocida, otra vida...

Había una puerta de salida, en la parte posterior de la posada, muy sucia, pero que nos permitía salir y entrar sin ser vistos. Esa puerta, bajo nuestras ventanas, estaba frente a una escalera por la cual se podía bajar la colina en la parte posterior de la posada, y llegar al puerto.

Habituados a nuestra desventura, riendo nos decíamos que estábamos mejor que en casa, donde no había escalera para bajar la colina.

Escapábamos por la mañana para regresar al mediodía. Nos servían la comida en nuestra misma habitación, y después de comer volvíamos a salir.

Había la siega terminado y uno de los placeres de Kyra era buscar espigas de trigo, formar gavillas con ellas y correr a ofrecerlas a las espigadoras, que pasaban el día encorvadas sobre la tierra. Otras veces preferíamos correr por donde pacían a millares los corderos, cuyo rebaño se desplazaba sin cesar, dejando tras de sí todo cubierto por sus excrementos, a la vez que quedaban pegados a los cardos blancos copos de lana. Algunas viejas iban de cardo en cardo, recogiendo pacientemente estos pequeños copos, y nosotros las imitábamos ofreciéndoles luego nuestro botín.

Una vez, nuestras correrías nos condujeron hasta los dos montículos donde se despidiera nuestra madre, y recordamos que aquella noche fatal, al recogernos nuestros tíos, dejamos olvidado el paquete con provisiones que hicimos al salir de nuestra casa. Algunos perros errantes se lo habían comido, no quedando más que trozos de trapo.

Todo nos pareció más triste por cuanto lo íbamos olvidando, y el dolor infantil alternaba alegría desbordante.

Criados sobre plumas, según el tío Cosma, delicadas flores de invernadero, no conocíamos otros placeres fuera de los que nos hizo vivir nuestra madre en sus propias habitaciones: bailes, cantos, galanteos, regalo del paladar... Todo muy bello, muy hermoso... Pero descubrimos que había algo más y que este algo, lleno de luz y armonía, de fragancia salvaje, es incomparablemente mejor y hace la vida más bella. Desconocíamos el placer de correr tras de las mariposas, el de acariciar los grillos, cazar abejorros, escuchar el incansable gorjear de los pájaros cuyos cantos llenan su vasto imperio. Nada sabíamos del grillo invisible que al anochecer mezcla

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su cri-cri con el lejano sonido de la flauta del pastor. Nunca habíamos visto la abeja, cubiertas sus patas de polen, volando de una flor. Y sobre todo, jamás tuvimos la menor idea de la voluptuosidad de un cuerpo bañándose en las caricias del viento, sobre el campo en verano.

Al conocer estas nuevas sensaciones, el sabor de los pasteles fue pronto olvidado, como la voluptuosidad del baile, el humo de los narguiles, el perfume del incienso. Olvidamos a nuestra madre desfigurada, y nuestro deseo de venganza.

Morena se volvió la tez de Kyra y jamás corrió por los campos mujer más bella que mi hermana, con sus ojos húmedos de amor, la suelta cabellera flotando, sus faldas indiscretamente subidas y el seno como ofrenda al dios Sol.

En el barrio se afirmaba que fueron los amantes de mi madre quienes mutilaron a mi padre y mataron a mi hermano. Se llegó incluso a citar los nombres de dos moussafirs que, por una extraña coincidencia, la misma noche del drama embarcaron para Estambul. Comprendimos que nuestro padre nada dijo, y tranquilizados por su indiferencia, continuamos nuestros paseos por los campos, pero Kyra empezaba a cansarse. Y es que nuestros buenos moussafirs comenzaron a rondar el nuevo domicilio, organizando continuas serenatas bajo nuestras ventanas. Acomodados sobre las gradas de la escalera, que se hundía visiblemente bajo su peso, aumentaban en número a medida que las noches pasaban. Y resultaba ridículo ver a aquellos hombres alineados en los escalones, armando un desagradable escándalo con sus cantos y sus variados instrumentos en la más discordante música, insultándose como ladrones de feria y rodando a veces por las escaleras,

Nos fascinaban todos aquellos locos. Abou-Hasan, al contrario, les echaba cubetazos de agua fría, pero sin conseguir ahuyentarlos. El amor es más poderoso que el agua… Kyra empezó de nuevo a arreglarse para subrayar su coquetería, dejándome solo en mis correteos matinales. Pronto me habitué, pero no me aventuraba a ir tan lejos. El Danubio me llamaba con su voz irresistible. Tenia ya once años y aún desconocía el placer de cruzar el río en una de esas frágiles lanchas, cuyos remeros entonan lánguidas canciones mientras descienden por la corriente,

Para embarcar era preciso cruzar unas pasarelas de madera, Los veleros, anclados a lo lejos, rozaban su casco contra los troncos de un gran puente de tablas. Un inmenso hormiguero de descargadores turcos, armenios y rumanos, con su mochila al hombro, iban y venían corriendo sobre las crujientes tablas.

Aunque al principio sólo me atreví a mirar de lejos aquel mundo, acabé por unirme a los muchachuelos que solían vaga-bundear por el puerto, hijos de tres o cuatro naciones diferentes. Lo que más me agradaba era verlos bañarse desnudos, semejando

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diablillos de tez morena. Cuando estaba decidido a bañarme con ellos, me asustó contemplar sus peleas en pleno río, hundiéndose mutuamente casi hasta asfixiarse. Un día trajeron hasta la orilla a un pequeño lipovano, rubio como yo, que sacaron del agua casi ahogado y que apenas respiraba.

Esto me decidió a alejarme de ellos y a dirigir mi atención a contemplar los bazcogdis, que echados en sus barcas de cara al sol, medio dormidos, fumaban y cantaban a media voz esperando que alguien solicitara sus servicios. Una vez le pedí a uno de ellos, en turco, que me diera un paseo por el agua, a lo que él contestó que para pasearse en barca, debía pagar algunas paras. No le entendí. Ignoraba lo que es llevar dinero y pagar. Me creyó tonto y me explicó que él se ganaba la vida pasando gente de una a otra orilla y paseándola por el río. Luego, exclamó:

-¡Ah, estos niños ricos, que ni saben que se necesita dinero para vivir!

Entonces vi detrás de mí un viejo turco elegantemente vestido, que, apoyado en su bastón, escuchaba nuestra conversación. Con el dedo hizo seña de que me acercara y me dijo:

-¿Eres turco? Hablas muy bien el idioma. -No -dije-, soy rumano. Hablándome con familiaridad, empezó una serie de preguntas.

Aquel hombre se expresaba con la mayor corrección y ganó mi simpatía. ¡Ah, por qué no preví la desgracia…!

Ante mí tenía al ser odioso que había de destrozar la vida de Kyra y la mía: Nazim Effendi, propietario de un velero y proveedor, como tantos otros en aquella época, de carne para los harenes.

Conmigo, el monstruo cuidó de comportarse en la forma más comedida: serio, prudente, sobrio. Al despedirse se dirigió hacia su lancha adornada con tapices y damascos, y me dijo en tono indiferente:

-Si alguna vez quieres pasear por el río, solo o con tu hermana, les ofrezco desinteresadamente mi lancha.

Llamó a su remero, un árabe, le dio una orden y la embarcación se alejó por el río.

Quedé entusiasmado por su oferta y sentí no haberla apro-vechado en el acto.

Con toda la rapidez de mis piernas corrí hasta la posada y subí la escalera:

-Tú no eres bueno conmigo -me dijo, Kyra al verme tan alegre-. Te vas a jugar y me dejas sola y aburrida...

-Mañana vas a divertirte como una princesa, paseándote por el río en una lancha de bey -exclamé, cubriéndola de besos.

Y atropelladamente le expliqué mi maravilloso encuentro. ¡Ah! ¿Por qué no fue ella más perspicaz que yo? Se entusiasmó con mis palabras de tal manera, que la impaciencia de pasearse sobre las aguas del Danubio en una lujosa lancha, le quitó el sueño.

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La mañana siguiente la invirtió toda en arreglarnos. Hacia el mediodía nos acercamos a la orílla del río. Vimos la lancha y en ella al árabe de la víspera. pero no al viejo turco. Kyra se acercó con audacia y le dijo:

-¡Oye! ¿Continúas teniendo la orden de pasearnos? -Sí -contestó. Kyra corrió por la pasarela y saltó a la embarcación con la

ligereza de un venado. Al disponerme a seguirla, oí detrás de mí a un barquero pronunciar unas palabras que siempre he recordado en mis momentos de dolor:

-¡Buena caza! -dijo. Repetí a Kyra aquellas palabras, preguntándole su significado. -No hagas caso -me respondió-, son unos imbéciles. Soplaba una ligera brisa, y por primera vez en nuestra vida

gustábamos el placer de deslizarnos suavemente. La ribera se alejaba, cuando bruscamente nuestra embarcación empezó a moverse a impulsos de las olas. Kyra sintió miedo y asustada gritó al árabe:

-¡No pases por en medio del río! ¡Sigue a lo largo del puerto! El árabe obedeció y dirigió la lancha hacia la ribera. De súbito

nuestra casa apareció sobre el borde del terraplén, en toda su tristeza y desamparo... No mucho más lejos, la posada con las abiertas ventanas de nuestras habitaciones. Avanzábamos lentamente, dejando tras nosotros las casas y el inmenso hormiguero del puerto. Nos hallábamos ya al final del puerto, cuando la lancha se dirigió hacia uno de los pequeños y solitarios puentes transversales, donde amarró. Allí nos esperaba el turco, que corrió a saludar a Kyra con una profunda reverencia, ayudándola a saltar a tierra. Kyra se sintió muy halagada. Aquel hombre poseía el secreto encanto de los elegantes ademanes, tan diferentes de cuanto habíamos visto en nuestros atolondrados moussafirs.

¡Ay del pobre corazón humano que se entrega ingenuamente a la alegría de vivir! ¿Por qué nuestra ligereza nos cegó ante la sospechosa amabilidad del turco a nuestra llegada, tan rara como su astuta ausencia en el puerto, a la salida?

Pero su astucia llegó a más. Serio, sereno, comedido, supo tan bien hacer honor al respetable aspecto que le daba su barba blanca que ganó por completo la confianza de Kyra, quien no vaciló en pedirle que nos dejara visitar su velero. Era lo que aquel hombre trataba de conseguir; pero estaba tan seguro de su presa, que se apresuró a contestar en un turco de pureza exquisita:

-Por ahora no puede ser, encantadora mía. Mi velero hállase amarrado al otro lado del río, en las aguas que forman el brazo del Macin, donde ahora está efectuando su cargamento, y su falta de costumbre en experimentar los movimientos de las aguas podría marearlos. Pero le prometo satisfacer en próximo plazo su curiosidad. En espera de ello, háganme el honor de poner a su disposición la

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canoa, y será para mí una gran satisfacción ver que aceptan mi ofrecimiento.

Inclinó su cuerpo con respetuosa cortesía, haciendo ondular sus vestidos de seda. Llevó sus dedos a la frente, a los labios y al pecho y subió a su canoa.

Sin ningún límite nos entregamos a las garras de nuestro gene-roso anfitrión y, entre los nuevos placeres, nos olvidamos de nuestra madre, de nuestro padre, de nuestros tíos, de aquellos moussafirs y hasta de Dios mismo. Paseamos por el Danubio, a lo largo de tres días, arriesgándonos cada vez más lejos, hasta que un día nos alejamos tanto que llegamos a la ribera opuesta y pudimos satisfacer nuestra curiosidadde subir al velero.

Recién construido y muy grande, olía desagradablemente a brea. Un marinero árabe nos explicó para qué servía cada palo, cada vela y cada una de las cuerdas que colgaban como lianas por todas partes. Nosotros no entendimos nada.

En un salón lujoso, por el lado de popa, Nazim Effendi nos recibió vestido con caftán y babuchas. Nunca antes habíamos visto tanta riqueza en tapices orientales, recipientes de cobre, cojines bordados con hilo de oro, filigranas. Una enorme panoplia llena de arcabuces y cimitarras, llenas de afiligranadas incrustaciones de oro, plata y marfil, lucía imponente en medio de una pared. Aromas desconocidos sorprendieron nuestro olfato y, en el lugar de honor de aquel mundo, rodeado de tapices, el retrato del sultán Abdul-Medjid , junto a un escudo turco y enmarcados versículos del Corán con la bella caligrafía árabe. Retratos de odaliscas adornaban el resto de las paredes. Retratos de espléndida belleza que hizo exclamar a Kyra:

- ¡Qué bellas son! -¡Usted es tan hermosa como ellas! -dijo galantemente el turce. Y nos sirvieron pasteles deliciosos, llamados baclavas, café en

felidjanes soberbiamente adornadas y, por último, fumamos toumbak perfumado en unos magníficos narguiles.

Cortés, aunque alegre, Nazim Effendi no dejaba su tono bondadoso. Preguntó a Kyra, discretamente, por nuestros padres, y ella, aun sin decirle todo, le dijo demasiado. Le contó cuánto le gustaba el baile y, satisfecho con la información obtenida, Nazim Effendi se despidió:

-Pues aquí podrán bailar todo lo que quieran. Y el árabe nos llevó nuevamente a la ribera rumana.

Tan feliz estaba con mi descubrimiento que era incapaz de la menor sospecha. Kyra, más contenta todavía, desconfiaba menos. Así, nuestras costumbres fueron sustituidas y el trágico velero absorbió nuestra vida: todos los días, a todas horas, cruzábamos el río, y apenas regresábamos a nuestras habitaciones para comer y dormir. Habitaciones que resultaban a Kyra tan mezquinas como

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estrechas, así como demasiado vulgares sus trajes: anhelaba la hora de que Cosma concluyera su venganza para volver a nuestra casa, tomar posesión de la fortuna y recibir, como dama elegante, no simples moussafirs sino ricos, como Nazim Effendi. ¡Pobre Kyra!

Apenas a una semana de frecuentar su salón, ya estábamos familiarizados con el turco. Kyra lo veía como a un verdadero padre y él, para cimentar más esta impresión, abría sus baúles para mostrar los más espléndidos trajes de odalisca. Kyra llegó a vestirse con uno y se veía tan hermosa como las odaliscas de los retratos. A mí me vistió de turco, para evitar mis celos, con fez, el pantalón ancho que conocen como chalvar y pistola en el cinturón ricamente bordado. Así ataviados, ¡se podrían haber levado anclas y tendido velas!

Y eso habría de hacer, pero quiso divertirse al máximo con su juego, por lo que esa noche volvió a guardar los trajes y nos despidió, habiéndonos dejado sabor de miel en la boca.

A la mañana siguiente, la postrera en tierra rumana, Kyra se saltó a llorar cuando supo que nuestro padre vivía porque nuestro tío Cosma no había logrado atinarle con su rifle. Por el contrario, alguien había apuntado mejor sobre él.

Muy temprano, oímos gritar bajo nuestra ventana: -¡Cangrejos frescos...! ¡Podía ser la ansiada noticia! Bajamos corriendo a encontrarnos

con el pescador de cangrejos que, encorvado por los años, y tal vez por el peso de sus pecados, nos rondaba. Lo seguimos lejos del puerto y ahí nos dijo bruscamente:

-¡Pobres de ustedes! ¡Cosma fue asesinado en una emboscada por hombres del padre de ustedes! Afortunadamente, su otro tío, aunque herido, logró huir a caballo.

¡Cómo lloramos a nuestro desaparecido protector…! ¡La ursita tenía razón!

¿Qué sería de nosotros? Sin temer a nadie, nuestro padre se-guramente vendría a buscarnos. Y esta sola idea nos petrificó. Era preferible ahogarnos en el Danubio que regresar a la posada... Pero la lancha nos aguardaba... Y al llegar al velero nos lanzamos a los brazos de Nazim Effendi, como si en verdad fuéramos sus hijos, y Kyra, con su bello rostro empapado en lágrimas, le cantó toda la verdad, incluido el triste final:

- ¡No volveremos! ¡Antes nos ahogamos en el río! -Hijos míos, no se desesperen de esta manera -dijo quien sería

nuestro raptor-. Por su abuelo, tienen sangre turca. Pues los llevaré a Estambul. Ahí estará seguramente su madre curándose el ojo. La buscaremos y serán felices...

Al terminar, nos besó, -¿Cuándo zarpamos? -le preguntó Kyra. -Hoy mismo, cuando se ponga el sol. A sus pies, abrazamos las rodillas ¡de nuestro salvador! Y lle-

gada la noche, entre el ruido que venía de la cubierta, recostados en 53

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el camarote, fumando tchibouks cargados de opio, en una atmósfera de inconsciencia y entregados a mil alucinaciones, comenzarnos a sentir que éramos dulcemente mecidos, como quien viaja por el cielo.

Pero no nos dirigíamos al cielo. Tampoco a Estambul, ni en busca de nuestra madre. Nos raptaban. Y nos raptaban con nuestro pleno consentimiento.

Ya en otra ocasión les cantaré mi odisea en busca de mi herma-na, que fue encerrada en un harén, en cuanto llegamos a Cons-tantinopla. Yo, por mi parte, tuve que satisfacer los placeres de aquel a quien habíamos creído generoso protector, y me pervirtió para siempre. También para siempre perdí a mi hermana, por más que, dos años después, cuando logré escaparme, me lancé a buscarla. La busqué durante doce años, ya como vendedor de salep.

Catorce años después de haber salido, volví a Rumania, para saber que mi tío, poco después de haber escapado de la emboscada, se había vengado incendiando, en una misma noche, la casa de mi padre y la de mi madre. Y esa vez tuvo éxito: mi padre murió en medio de las llamas.

III

Dragomir

Hacía cuatro años de que Stavro le contara a Adrián la historia de Kyra. Desde entonces, Adrián buscó inútilmente al salepgdi, para ofrecerle su amistad, hasta que se convenció de que había muerto. Y el joven siguió su propio destino.

Pero el destino coincidía con su mayor deseo, penetrar los secretos del alma humana, y, a pesar de que las almas a las que deseaba asomarse eran poco comunes, supo buscarlas y supo en-contrarlas, aun aprovechando la casualidad que se las presentaba.

Una noche, en El Cairo , aburrido y fatigado, entró a un res-taurante de la calle Darb-el-Baraba. Un lugar mítad judío y mitad rumano, con clientela cosmopolita, de toda condición y de toda moral. Una clientela que en nada tenía que ver con el dueño del lugar, un señor Goldstein. Aunque nadie simpatizaba entre sí, los reunía el sabor del pescado relleno al estilo judío y de la tzouika, el vino de ciruela rumano. Adrián, que llevaba un mes en El Cairo, iba a buscar pescado relleno y tzouika, como los demás. Y como aquella noche llevaba dinero en la bolsa se dirigió hacia allá, a pesar de la repugnancia que le inspiraban los demás asistentes. Entró con la cabeza baja, para evitar cualquier conversación, y fue a sentarse en el rincón donde se reunían los clientes más humildes. Ahí escondido, se dedicó a observar a las personas.

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-Cómo se parece aquél a Stavro -pensó mientras comía el pescado y dirigía discretamente la mirada hacia un hombre, sentado de perfil en el ángulo opuesto.

Lamentablemente vestido, con la barba crecida de un mes, viejo, el hombre miraba con desgano hacia la puerta, con la barbilla apoyada en la mano, inmóvil, y tomando a sorbos un vaso de tzouika. Aunque todo él repugnaba y aunque Adrián nunca supuso que Stavro se encontrara en Egipto, sintió un vuelco en el corazón ante aquel desconocido.

Quería verlo de frente, pero el viejo continuaba inmóvil. Siguió entonces la costumbre oriental de ofrecer una copa por pura simpatía a un desconocido, pensando que con ello el viejo tendría que darle la cara para agradecer. Sin embargo, el desconocido rechazó la copa.

-Se la manda aquel señor -indicó el mesero. -No me importa -contestó bruscamente y sin voltear hacia

Adrián. Por el solo sonido de la voz, Adrián reconoció a Stavro y hacia él

se dirigió emocionado: -Pero, ¿eres tú? -Stavro no demostró la menor sorpresa-. ¡Tú sí

me reconociste! Me viste entrar y ni siquiera me saludaste, Stavro. ¿No merezco ni un saludo tuyo? Además rechazaste la copa que te envíe... Una copa de simpatía...

-Así se vuelve uno -respondió Stavro- cuando llegamos a la noche de una vida como la mía. La simpatía no basta.

-Pero... ¿no merezco de ti algo más que simpatía? -Hablaba de las copas de simpatía o de la simpatía que puede

caber en una copa... Respecto a ti... -Respecto a mí, ¿qué? -Mientras tú subes la colina, yo la bajo. La cima se alza entre los

dos. Además... Stavro miró a su alrededor y guardó silencio. -¿Tienes hambre? -le preguntó Adrián, afectuoso. -Sí. -¿Quieres que te pida un pescado relleno, especialidad de la

casa? -Pescado, sapo o elefante. Pídeme lo que quieras, con tal de

que alimente más que un vaso de tzouika, lo único que puedo pagar -contestó Stavro, mientras se pasaba la mano por su rostro devastado.

Una hora después estaban en el pequeño cuarto de Adrián, to-mando vino, a la luz de una lámpara de petróleo y Stavro, estimulado por el afecto sincero de su joven amigo, se encontraba dispuesto para consumir las últimas gotas de aceite de su propia lámpara, esa lámpara sagrada que ilumina los pasos de las almas apasionadas.

-Ahora que conoces mi última y más grotesca etapa, la de muerto de hambre, supongo que tienes lástima de pedirme que termine de contarte la historia de Kyra o, mejor dicho, la mía, la del pequeño Dragomir que fui. Porque se trata de ti, voy a sumergirme en

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esa lejana época de mi vida, pero no olvides, Adrián, que uno sufre cuando vuelve a revisar el equipaje con que realizó los viajes de su juventud...

A los quince años, logré escapar de Nazim Effendi y me fui a Constantinopla. Era tan guapo como tonto. Vestía como un auténtico príncipe y el solo valor de mis trajes, ricamente adornados, duplicaba el precio de un buen caballo árabe. Por lo menos eso fue lo que me repitió incontables veces mi raptor. También era carísimo un reloj, hecho especialmente para mí por el mismo relojero del sultán. Llevaba los dedos llenos de anillos, el fez todo bordado con hilos de oro y una buena cantidad de monedas turcas abultándome los bolsillos. Todo un capital suficiente para que no hubiera tenido que trabajar en diez años.

Pero no suficiente para vivir, porque sufría del alma y de la ingenuidad del corazón: dos tiranías que abaten siempre al hombre sensible. El sufrimiento del alma lo causaba la pérdida de Kyra y de mi madre, indispensables para mí. La ingenuidad consistía en creer que, por estar libre, los seres humanos me ayudarían a encontrarlas, para lo cual estaba dispuesto a todo, hasta al sacrificio de mi propio cuerpo, aunque ya para entonces mi cuerpo estaba acostumbrado, porque a todo se acostumbra uno y, sobre todo, al vicio. Tanto que, prisionero de Nazim Effendi, varias veces me dije a mí mismo:

-Si Kyra y mamá estuvieran conmigo, aquí sería feliz. ¡Pero fue tan grande mi alegría al verme milagrosamente libre

de mi jaula dorada que, Dios me perdone, llegué a olvidar por un momento a Kyra ya mi madre!

Ya no tenía por qué temer a mi carcelero. Su barco zarpó justo cuando yo, gracias a un descuido suyo, llegaba a tierra firme. En el amanecer de mi libertad le grité mil maldiciones, mientras corría, febril, por los muelles a orillas del Bósforo, haciéndole el tifla, esa imperdonable seña obscena del Oriente, y mandándolo al diablo con la voz estentórea.

Así, cuando el horrible velero que fue mi pesadilla desapareció de mi vista, un frenesí desconocido me lanzó a correr por los sucios callejones de Galata, aunque les pisara la cola a los perros sarnosos, chocara con los vendedores de salep, atropellara a los mendigos ciegos o volcara los narguiles de quienes fumaban en las aceras. Los que me vieron me creyeron loco y alguno me detuvo para decirme, sin tocarme, con una prudencia que me hizo reír:

-Permitidme que os diga que resulta indigno del nombre que os dio vuestro padre, el entregaros a juegos como éstos. ¿Cuál es vuestro ilustre nombre? ¿Dónde se encuentra vuestro preceptor?

-¿Ilustre…? ¿Preceptor…? -y sin esperar a que me respondiera, me di la vuelta.

Más allá, algo llamó mi atención: un jinete escapaba al trote sobre un caballo, mientras el dueño del animal, sin soltarle la cola,

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corría detrás, lanzando grandes gritos. Me pareció tan divertido que corrí, como él, hasta perder el aliento.

Fueron las primeras horas de mi libertad. Las únicas verdade-ras, desde hacía mucho tiempo, en las cuales, sin nada que me atara, pude dar rienda suelta a mi alegría.

Quería hacerlo todo: atravesar puentes, ir al Cuerno de Oro, visitar lupanares donde se bailaba con el vientre desnudo, subir por las enredadas calles que van a Pera... Al fin decidí montar al caballo más brioso. Su dueño, muy cortés, me ayudó a subir y arregló el estribo a mi medida. Como no sabía montar y ni siquiera sabía a dónde ir, me enseñó a manejar las bridas y me preguntó qué camino quería tomar.

-¡Todos! -contesté, levantado sobre los estribos. -¡Cómo! -dijo extrañado-. Pues vuestra señoría no podrá ir a

todas partes al mismo tiempo. -Pues vamos hacia esos cerros que se reflejan en el Bósforo. Nos dirigimos a Yldiz-Kiosk y Dolma-Baktsché, en donde quedé

deslumbrado y mi espíritu sumergido en la irrealidad. Durante largas horas, acariciado por el suave balanceo del caballo, y por las maravillas que desfilaban ante mis ojos, mi cuerpo y mi alma, todo mi ser se fue de este mundo. Todo mi pasado se esfumaba... Olvidé que iba acompañado por aquel hombre que llevaba el caballo por la brida sin pronunciar palabra. Yo tampoco despegué los labios.

Como en un sueño sentí que el caballo se detuvo y que una voz, semejante a un maullido, me decía:

-Effendi, ya es tarde. Está al caer la noche. Tengo hambre y el caballo también. ¿Debo conduciros a vuestra morada?

Bajé del caballo, aturdido, y en mis piernas una sensación de dolor que me hizo perder el equilibrio. Me senté sencillamente en el suelo.

-¿Queréis quedaros aquí? -me preguntó el hombre, Afirmé con la cabeza y saqué de mi bolsillo una libra de oro que

le entregué. Sabía que era preciso pagar, pero no tenía idea ni del valor de la moneda, ni de las cosas útiles para la vida.

-Son tres tschereks. ¿No los tenéis sueltos por casualidad? Iba a entregarle dos libras más. - ¡Pero no, Effendi -exclamó·-, ya os he dicho que me dais

demasiado y no tengo suficiente para devolveros el cambio! -Pues qué date con la moneda -murmuré. -¡De ninguna manera! ¡Es lo que gano en una semana! -No importa. -¡Por Alá, no puedo! ¡Vuestro padre me cortaría la cabeza! ¡No,

no puedo! Sacó su kemir y echó sobre mis rodillas una gran cantidad de

magdedies, de tschereks, de bechliks y de meteliks que me pareció enorme; me hizo varias zalemas, montó sobre su caballo y desapareció.

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Me quedé solo, sobre la verde alfombra de hierba, al borde de una hermosa carretera paralela al canal. Con la mirada fija en la superficie de las aguas, veía surgir las fantásticas imágenes de los cuentos orientales, mezclándose a las sombras de los palacios y de los árboles que el sol poniente proyectaba, alargadas, sobre el espejo oscuro del Bósforo. A lo lejos, una extensa gama de vivos colores, se perdía al fondo del paisaje, cerrado por colinas de violadas cimas que mojaban sus faldas en el mar.

¿Tan bella era la tierra? La contemplaba por primera vez, porque la sala de mi madre y, después, la prisión flotante de Nazim Effendi abarcaban mi vida pasada.

Tal fue el vértigo de aquel día y, sobre todo, los halagadores ensueños tan intensamente adormecieron mi espíritu, que no salí de mi éxtasis hasta oír una melancólica canción partiendo de una lancha que lentamente cruzaba las aguas cerca de mí. ¿En dónde estaba? ¿Adónde iría a comer y dormir? ¿Y Kyra y mamá? ¿Dónde estaban? Necesitaba afecto, cariño, pero, ¿adónde ir?

Los sollozos ahogaron mi pecho, gemí y abundantes lágrimas me empaparon el rostro.

Me oyó un remero y dirigió su lancha hacia mí. A dos metros de la orilla levantó la cabeza, me examinó unos segundos y se alejó de nuevo, diciendo en griego:

-¡Oh! ¡No debe ser tanta tu desgracia si vas cubierto de oro! Desde aquella noche desconfío de los hombres que cantan con

hermosa voz. Tomé el camino a la ciudad, abrumado por el dolor de una

tierna adolescencia abandonada. Ni el oro, ni los anillos que cubrían mis dedos, como tampoco el tic-tac del imperial reloj, fueron mi consuelo. Todas esas cosas perdieron su valor ante mis ojos. Hubiera dado cuanto poseía al que me hubiese llevado, no ya a presencia de Kyra y de mi madre, sino solamente al alcance de sus cabellos. Eso me hubiera alegrado más que todo aquel metal maldito y hubiese sido mucho más dulce que aquellas inestimables joyas.

Abrazaba los árboles y apoyaba contra ellos mi pecho, como buscando un poco de calor. Al advertir su impasibilidad, exclamaba:

-¡Kyra! ¡Mamá! ¿En dónde están? ¡Ya estoy libre... Pero no sé dónde ir... es de noche y por aquí he encontrado mucha gente, demasiada gente... Y a Kyra no la veo ni a mamá tampoco...

Vi de pronto surgir una viva luz que me deslumbró. Eran dos sirvientes que precedían a una rica comitiva que, sosteniendo llameantes antorchas, pasaron rápidamente, gritando.

Apenas tuve tiempo de dejarles el paso libre, cuando sentí, al mismo tiempo que un restallido del látigo, un dolor punzante que quemaba mi cuello y parte de mi cara. Caí desvanecido sobre el césped. Desde las brutalidades de mi padre y de mi hermano no había sentido un dolor semejante.

Me levanté a tientas. Nada veía. La noche era más negra que 58

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antes, y un pánico horrible se apoderó de mí. Eché a correr sin atreverme a articular palabra. Me asustaban mi propia respiración y el zumbar de mis oídos azotados por el viento.

Pronto aparecieron algunas casas, y me encontré en medio de las calles de la ciudad, limpias unas, sucias la mayoría y todas llenas de gente: vendedores ambulantes que anunciaban a gritos sus mercancías, perros famélicos e inmóviles. Trastornado por tantas emociones, caí al suelo sin sentido, en cualquier sitio.

Volví en mí gracias a los esfuerzos de un hombre cuyo rostro, a la luz de la luna, era parecido al de Ibrahim, el pescador de cangrejos de Katagatz. Al instante, la esperanza de encontrar a mi hermana y mi madre renació en mi corazón. Me abracé a su cuello que olía a mugre y a tabaco, y entre sollozos le grité:

-¡Soy un desgraciado! ¡He perdido a mi hermana y a mi madre! ¡Ayúdame a encontrarlas y te doy oro, todos mis anillos, el reloj, mis vestidos, todo, todo!

-¡Por Alá, no grites! -susurró a mi oído, tapando mis labios con su mano húmeda.

Me ayudó a levantarme y lo seguí, Colgada a su brazo, llevaba una cesta de rahat-lokoum, los dulces árabes que se dedicaba a vender.

Anduvirnos más de media hora, él sin pronunciar palabra y yo en completo estado de postración. En mi vida, hasta esa noche, habían mis pies chapoteado en tanto barro; jamás había visto barrios tan sucios ni podía imaginarme miseria tan horrible. Al fin llegamos a una miserable habitación, con un jergón y un cántaro de agua como único amueblado.

-Ya puedes contarme tu historia -dijo, depositando su cesta en el suelo y sentándose a la turca sobre su jergón.

En menos de una hora sin omitir nada importante, le canté toda la historia, desde la casa de mi madre hasta mi desembarco. Durante mi relato me escuchó sin despegar los labios. Cuando terminé, dijo señalando su mísero jergón:

-Duerme aquí; es todo cuanto puedo decirte esta noche. Me turbó un poco su respuesta, pero estaba firmemente con-

vencido de que aquel hombre me ayudaría a encontrar a mis dos dulces criaturas. Caí como tronco y me dormí mirando a mi be-nefactor, acurrucado en un rincón, con la mirada fija en mí.

A la mañana siguiente, muy temprano, me despertó: -Hay que salir. -¿A buscar a Kyra? -le pregunté. -No, hijo mío, no para buscar a Kyra sino para perderte de vista,

porque llevas la desgracia en tu oro, en tus joyas, en tus ropas. ¡Qué Alá te ayude!

Y cerrando su puerta, me dejó fuera, para luego alejarse en sentido contrario con su cesta de rahat.

Aquel viejo, junto con el barquero y el alquilador de caballos, 59

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fueron las únicas personas honradas que había de encontrar hasta mucho tiempo después, y ese día primero de libertad, el único que quedaría marcado en mi mente como un grato recuerdo.

Desde ahí, mi primer paso me lanzó al abismo. Tan súbito abandono, me hizo creer que aquel hombre estaba

loco, y me dejó completamente abatido. Mi espíritu no admitía que pudiera existir tanta crueldad, y quise ir en busca de hombres cuyo corazón fuera más sensible. ¡Y la vida me ha presentado maravillosos ejemplos!

No sé por qué infantil fantasía, creí que mi madre se hallaba aún en un hospital, curando su ojo herido, y por ahí decidí iniciar mi búsqueda. Con esta idea fija ernpecé a preguntar a los que se cruzaban en mi camino, hacia dónde hallaba el centro de la ciudad. Todos me enviaron en dirección a Pera, y llegué a las once de la mañana.

Como desfallecía de hambre, y de una estrecha calle lateral salía un olor a cordero asado, me acerqué y, casi en la esquina, vi un hombre que, frente a la puerta de su reducido establecimiento, cuidaba el fuego en donde asaba a la parrilla pequeños trozos de carne. Con el fez echado sobre la nuca, la camisa desabrochada mostrando su pecho bronceado y cubierto de espeso vello, el tendero, moviendo los ojos en todas direcciones, gritaba a los que pasaban:

-¡Kebab! ¡Kebab! Entré, y pedí pan y kebab. Sobre una mesa de madera, sin

mantel y muy sucia, devoré cerca de una libra de pan y tres trozas de carne que rocié con agua. Al terminar, saqué de mi bolsillo un puñado de monedas de oro, de plata y de cobre, y se las ofrecí al dueño para que escogiera:

-Toma lo que cueste la comida. De pie ante mí, lleno de codicia, miró hacia la puerta y con

audacia, tomó una libra de oro que metió furtivamente en su kemir. Al salir reflexioné: o una comida es mucho más cara que el

alquiler de un caballo por día, o este bandido no tuvo miedo a que "mi padre le cortara la cabeza".

Inquieto, y en busca del hombre generoso que me ayudara a encontrar a Kyra y a mi madre, me dirigí hacia el más grande café de la plaza, mientras pensaba:

-Es mejor que acuda a los grandes, a los nobles; éstos no tienen necesidad de robarme, ni tampoco temerán a mis vestidos ni a mi oro.

Mi razonamiento tenía lógica. Más sereno que el día anterior, cuidé de comportarme mejor y, antes de entrar, me limpié el calzado como hacían muchos que tenían los zapatos llenos de barro como los míos. Pero esta vez fui menos ingenuo y, a hurtadillas, miré la moneda que los otros echaban al limpiabotas; como ellos, le di la más pequeña, un metelick.

Una ensordecedora batahola en la que se mezclaban las voces 60

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de los parroquianos con el ruido de dados y fichas de juego me aturdió. Casi no quedaba un lugar libre entre aquella multitud de nobles y poderosos, entregados a toda suerte de juegos. Buscando donde sentarme, di vueltas entre las mesas sin que nadie, ni los mismos camareros, se fijaran en mi ostentoso vestuario.

-¡Qué agradable es -pensaba- hallarse entre personas bien educadas! Aquí está uno mucho mejor que entre los mesquins -como llaman a los pobres en árabe.

Al fin me senté entre dos jugadores de ajedrez y pedí café y un narguile, Otra vez me fijé en la moneda que daban los otros. Con gran extrañeza me di cuenta de que con una moneda de plata, un tscherek, había para tomar diez cafés y fumar diez narguiles, con todo y propina.

Examiné con atención el rostro de mis dos vecinos: un oficial y un civil, ambos jóvenes y absortos en el juego. Miraban tan fijamente las fichas que llegó a marearme el observarlos. Los dos despertaron mi simpatía, sobre todo el semblante un poco rígido del oficial, mi vecino más cercano. Hablaban poco, pero en un turco tan pulcro que daba gusto oírles, si bien me helaba el corazón el recuerdo de que Nazim Effendi hablaba igual que ellos. Pero la vista del uniforme del oficial me tranquilizaba. "Debe ser un valiente", me decía mirando sus condecoraciones, y sin nada que lo justificara, bruscamente le dije:

-Perdone señor... ¿Podría decirme...? Con el índice de su mano, y sin mirarme, me cortó en seco. Lejos de intimidarme por el poco éxito de mi tentativa, ante la

familiaridad del gesto con que me ordenó silencio, pasados unos minutos hice ademán de interrogarle de nuevo; pero antes de darme tiempo a pronunciar palabra, me detuvo con el mismo gesto, a la vez que con la otra mano cambiaba una figurilla en el tablero. Insistí:

-Perdone señor -dije-. ¿Sabe adónde van a curarse las personas a quienes hayan vaciado los ojos?

-¿Cómo? ¿A quién han vaciado los ojos? ¿De quién se trata? -exclamó, inclinándose sobre mí hasta hacerme retroceder.

-Se trata... de mi madre -murmuré. -¿A tu madre le han vaciado los ojos? ¿Y quién ha sido? -

preguntó , examinándome de pies a cabeza. -Los dos, no -contesté con timidez-, uno solo. -Pero, ¿en dónde ha ocurrido? ¿Cuándo? ¿Cómo? -Mi padre la golpeó en mi casa, en Braila, en Rumania... Hace

dos años. El oficial pareció exasperarse y repitió la frase a su amigo: -Una mujer fue golpeada y le vaciaron un ojo en Rumania, hace

dos años, y hoy la buscan en Constantinopla. ¿Comprendes algo, Mustafá?

-¡Sí, lo comprendo! -dijo el vecino y acariciando mi mejilla, añadió:- Salgamos del café, y en otro ambiente más en armonía con su edad, podrá este niño hablarnos sin temor.

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Ya en la calle, paró un coche y subimos los tres.

Seis meses de esperanzas y decepciones, de relativa libertad y de vida opulenta, fueron el resultado de este segundo y último con-tacto con la generosidad de esos nobles que hablan con dulce y exquisito lenguaje...

Al bajar del coche, a la puerta de la casa de Mustafá-bey, el oficial se despidió de su amigo. Para mí no tuvo más que una mirada despectiva y ya no volví a verle, sino años más tarde y en circunstancias que después contaré. Esto me hizo formarme un juicio que hoy reconozco injusto, y lleno de pueril entusiasmo ante la amabilidad del bey:

- ¡Es muy altanero su amigo! -le dije. -Sí, es un poco altanero, pero es bueno. ¡Vaya concepto de bondad que tenía Mustafá-bey! Vivía en una inmensa villa de los alrededores, hacia el sur de la

ciudad. Su gran jardín llegaba hasta al Bósforo, y era atendida por multitud de criados invisibles y mudos como estatuas. Pero la atmósfera de intimidad que reina en toda morada oriental, me devolvió pronto la confianza. Además, la delicadeza del bey aumentaba mi tranquilidad. No tenía nada de la refinada hipocresía de Nazim. Fue agradable en el trato y de una simpatía irresistible, cortés, familiar, mientras duró mi esperanza en él. Y si cuando perdí esta esperanza simplemente me hubiera dejado libre, nada tendría que reprocharle, ni siquiera su incapacidad para ayudarme. Pero la pasión de los orientales llega a ser tan tiránica, tan despótica, que pervierte los más generosos corazones y los empuja, unos con ruindad y con violencia los otros, a las mayores atrocidades.

Mustafá-bey conoció mi historia, mejor que muchos a quienes después se la he contado, y todavía creo que las lágrimas, contenidas que humedecían sus ojos, eran sincera emoción ante mi desgracia. Aquel hombre prometió ayudarme todo lo posible en mi empresa.

-Si su madre está en Constantinopla -me dijo acariciándome las manos-, yo lo sabré. Preguntaré en los hospitales y a la misma policía. En cuanto a Kyra, enviaré a varias celestinas, sutiles como el éter, astutas como zorras, a escudriñar en los harenes más ocultos. Si la descubren, yo garantizo su evasión. El oro, en Turquía, obtiene todo.

Luego me indicó mi habitación y me encargó a un sirviente. Mis joyas y vestidos que parecían al bey "demasiado ostentosos y hasta indecentes", fueron reemplazados por otros más "dignos". A cambio de todas estas amables deferencias, una sola condición: no frecuentar más los grandes cafés y no salir demasiado a pasear por la ciudad.

-Es por su bien. Nazim no habrá renunciado tan fácilmente a perder su presa, y cualquier día se puede ver encapuchado, atado y embarcado como un costal cualquiera.

La sola posibilidad me dejó aterrorizado, y sentí nacer en mí de 62

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pronto el afecto hacia este hombre, que se preocupaba por mí, y hacia el suave cautiverio que ya se abría ante mi adolescencia.

La manera más fácil para arrojar a la perdición un alma apa-sionada es hablarle con ternura, y como mi corazón estaba henchido del recuerdo de Kyra, Mustafá-bey a cada momento me hablaba de ella. Lo hacía con la mayor naturalidad, porque me amaba sinceramente: pero ¡qué terrible es la sinceridad de los enamorados! Las más de las veces no es más que una droga voluptuosa.

Mustafá-bey empezó por introducir a Kyra en la casa, dando su nombre a objetos. Por ejemplo, me regaló, sucesivamente, el más bello narguile que haya podido ver en mi vida y un precioso brazalete, y sobre los dos había grabado la palabra Kyra, que yo no supe leer. Apenas hacía un mes que me hallaba en la casa, cuando un día, mientras paseaba por el jardín llegó él, conduciendo por la brida una soberbia yegua joven, flexible, caprichosa e impaciente como Kyra,

-Aquí tiene -me dijo- la más bella Kyralina que puedo ofrecerle. Me obligó a montar y para que me fuera familiarizando sin

temor, me colocó entre él y su criado, y los tres a caballo salirnos a dar una vuelta por los pintorescos parajes al norte de la villa.

Mi alma conservaba aún su pureza, y en ningún momento de esta corta época de opulencia, la pasión jamás consiguió hacerme olvidar tres días seguidos el desastre de mi infancia y las trágicas circunstancias que la rodearon. Bien es verdad que hubo momentos en que este pobre corazón mío fue vencido por el amable influjo del lugar. ¿Cómo resistir? Mis horas, alimentadas por la palabra del bey, llena siempre de esperanzas, transcurrían entre mi narguile y mi yegua, de la cual no me separaba más que para dormir y comer, y quien, además, por su temperamento llegaba a hacerme creer que algo de Kyra me alcanzaba por medio suyo. A su vez, el noble animal se acostumbró a mí al extremo de que, cuando dejaba de ir a la hora de siempre a la caballeriza, se entregaba a un pataleo del que nadie lograba calmarle.

Así, el recuerdo de Kyra estaba en todas partes: Kyra en los bellos ojos negros de la yegua, Kyra en los objetos más íntimos, Kyra en nuestra conversación. Kyra casi por completo dentro de la casa.

Las astutas mujeres lanzadas en su busca, me aseguraban, una tras otra, que Kyra se hallaba a la vez en diez harenes diferentes.

Las descripciones, de extraordinaria exactitud, y precisos de-talles acerca de las fisonomías de las cadanas que lograron entrever, en cada una de las cuales creía con infantil sencillez reconocer a mi hermana, hacían danzar mi zarandeado corazón.

-¡Esa debe ser...! ¡Sí, es ésa…! -exclamé más de una vez, arrojándome al cuello de aquellas alcahuetas-. Acérquense a ella y digan mi nombre, Dragomir. Y consigan una fotografía.

Para hablar con las cadanas y para conseguir una fotografía, se necesitaba dinero, y también para cerrar los ojos curiosos, tapar oídos

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indiscretos y abrir puertas bien custodiadas. El bey, con las manos en los bolsillos, la mirada escrutadora e

irónica, escuchaba y sonreía. Yo imploraba su bondad. Entonces distribuía, generosamente, entre las emisarias monedas de oro o de plata, según la importancia del caso.

Después regresaba a la monotonía, sin ninguna emoción. Mi desconsuelo sólo era atenuado por la memoria siempre presente de mi Kyra Kyralina, con la cual me lanzaba, en las mañanas radiantes o en los atardeceres, a caminar, entre la nostalgia clavada en mi pecho y el placer de su recuerdo.

Pero siempre seguido por el criado, a caballo, armado hasta los dientes e inexpresivo. Su silencio cómplice y vacío de cualquier sinceridad, estorbaba esas desesperadas expresiones de mi amor.

Así, de la primavera pasamos al otoño que marchitó por com-pleto mi esperanza.

Ninguna de las fotografías que me enseñaron era de Kyra y el nombre de Dragomir no encontró eco en el laberinto del corazón de ninguna de aquellas reclusas que tantas esperanzas me habían despertado. Una desgracia nunca llega sola, y así supe que ningún resultado habían dado las investigaciones sobre mi madre y que no había huella suya en Constantinopla.

El bey me lo confesó, ante mi insistencia, y como testigo llamó al jefe de la policía turca, un gigantón con cara de villano de opereta, bigotes largos y ojos de bandido, quien, después de golpearse los tacones como saludo, aulló:

-¡Nunca, desde que Estambul existe, ha estado aquí una mujer rumana, tuerta!

La desesperación se apoderó de mí tan pronto como se desva-neció la ilusión. Las lágrimas anegaban mi rostro, bañando las manos perfumadas del bey, al que rogué me dejara partir.

-Pero ¿qué hará al salir de aquí? -me replicó-. Es usted ignorante como un niño y tiene la desgracia de ser joven y bello, y estas dos cualidades en Turquía son peligrosas cuando no se es, además, inteligente. Quédese aquí; en esta casa tendrá siempre lo que necesite y mucho más de lo que su nacimiento le permitiera esperar.

Inconsolable, sus palabras resonaron como un tañido fúnebre. Pero el bey redobló sus agasajos y, conociendo mi debilidad por la equitación, encargó para mí un traje de caza, me compró un hermoso fusil, ricamente damasquinado, al que bautizó como "la terrible Kyra", y una mañana, espléndidamente equipados, partimos hacia Andrinópolis.

-Hoy conocerá -me dijo- los grandes bosques habitados por ciervos y buitres y comprobará que la vida es bella, aunque se esté sin mujer. Es aún muy joven para comprender que la más hermosa mujer siempre acaba por convertirse en una puerca.

Este insulto fue como una puñalada, y me pareció lo más 64

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odioso. Disimulé lo mejor que pude mis sentimientos, pero desde aquel instante decidí escapar. Era maravillosa la ocasión que se me ofrecía. Quince días debía durar la partida de caza, costumbre del bey, y nos dirigimos hacia los Balcanes, a lo largo del Maritza.

Tracé mi plan. Había tres caminos: burlando la vigilancia de aquellos bárbaros, escapar disfrazado de campesino turco; comprar a buen precio mi libertad; y si estas dos tentativas fracasaban, me quedaba la desesperada: valerme de las piernas de mi Kyralina, que, según el bey, era enormemente rápida. Para comprobarlo, le pedí correr contra el caballo árabe por él montado. Mustafá, contento al verme de tan buen humor, aceptó, y me dio trescientos pasos de ventaja, asegurando alcanzarme en la aldea más próxima, a unos tres kilómetros de distancia.

Al disparo convenido como señal de partida, que el mismo bey hizo con su pistola, espoleé los flancos de Kyralina. La yegua se levantó sobre sus patas traseras, mordió el freno y emprendió la carrera. Salté las bridas y me agarré fuertemente a la silla. El viento silbaba en mis oídos con tal violencia que no me dejaba oír el galope de mi rival, y, al no saber la distancia a que me hallaba del bey, con toda furia fustigué al animal. La tierra se arremolinaba bajo las patas de la yegua y la carretera gris escapaba ante mi vista como por encanto.

Muy pronto llegué a la aldea, la crucé y fui más lejos, ante el asombro de sus habitantes. Todo lo que alcanzamos fue víctima de Kyralina: ocas, gallinas, patos, que se dejaron sorprender al centro del camino, perecieron destrozados.

Por fin, un kilómetro más allá del pueblo, fui alcanzado por el bey. Poco después llegaron los criados trayendo consigo el fusil, que ignoraba haber perdido.

-Me ha vencido -dijo Mustafá-bey, ofreciéndome la mano-. Pídame cuanto quiera; debo pagar la apuesta.

-Concédame un kilómetro de ventaja con la promesa de no buscarme más si no me alcanza en la próxima aldea.

-¡Cómo! -exclamó apenado-. ¿Se ha hastiado de mí hasta el punto de querer dejarme? Pero ¿qué le falta a mi lado? ¿Acaso mujeres? Si es así, puedo ofrecerle cuantas desee de mi harén; y si éstas no le placen, por todo el país hay vírgenes de catorce años, de todas las razas y colores, que no esperan otra cosa que ser nuestras esclavas, puesto que si no, día ha de llegar que irán a parar a manos del imbécil que el destino les depare.

- ¡Mustafá-bey -exclamé--, usted olvida que la libertad es el mayor don, y que vale más un imbécil amado que un príncipe a quien se detesta!

-Es verdad. Pero lo importante no es lo verdadero, sino lo agradable. Nosotros somos los amos absolutos de toda la tierra que se extiende ante nuestra vista, con las bestias que la habitan. ¡Aprovechemos, pues, sin escrúpulos lo que estúpidamente se ofrece

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a nuestra soberanía! Al oír su razonamiento, entendí el profundo enigma de la vida.

El bey, en su cinismo, tenía razón: todo se ofrecía estúpidamente a su potencia avasalladora. No había necesidad de emplear la fuerza para apoderarse de lo que fuese.

En país turco o en tierras búlgaras, el musulmán, como el cristiano, todos, del rico al pobre, no eran más que dóciles esclavos del amo: si la bella y joven hija se eclipsaba a nuestra llegada, el padre, a fin de congraciarse con el señor, sólo deseaba poderla sacrificar a sus apetitos, y la ofrecía con la misma naturalidad que si ofreciera la mejor cama o el más hermoso cordero.

Ante tal espectáculo, deseé aún más mi libertad. Sentía enor-memente el peso de la vida opulenta que llevaba y en mi joven corazón nació la necesidad de aprender un oficio que me permitiera ser independiente y ganar mi pan con honradez. Desde entonces, nada me interesó, nada llamó mi atención, y no ocupaba mi mente sino en tratar de huir. Pero la deseada ocasión no se presentaba y al llegar la noche mi desconsuelo era tan grande como el de la víspera.

Fui sometido a la más severa vigilancia. Por el día, durante las fastidiosas e interminables partidas de caza, el bey estaba siempre a mi lado, cuando no me colocaba en medio de dos criados. Por la noche, me obligaba a dormir en la habitación de mi odioso protector, sin esperanza de evasión.

Así vi cómo se desvanecía el primer plan de salvación. El se-gundo, comprar con oro mi libertad, también se frustró.

Durante un día de lluvia torrencial y mientras el bey jugaba al ajedrez con el mesonero, a mi vez jugaba con mi criado. Estábamos solos en una mesa. Para conseguir mi propósito ernpecé a hablarle en el tono más tierno, y, discretamente, le expresé mis deseos de evasión. Hizo como si nada comprendiera, y para despertar su codicia, le prometí mi oro y todas las joyas. Tampoco aceptó.

-Pero, ¿cómo es esto, Ahmede? ¿No dicen que en Turquía con el oro se compra todo?

-Sí... se puede comprar todo -murmuró-, cuando al que vende se le puede ofrecer lo suficiente para asegurar su cabeza, y vuestro oro no alcanza a tanto.

No me quedaba otro recurso que jugarrne la vida en una fuga desesperada. Sabía que si lo intentaba había orden de matarme como a un perro, pero no titubeé un minuto.

Vivíamos en medio de bosques en una región montañosa, cuyos terrenos ayudaban a mis planes.

En la madrugada del siguiente día, iniciamos nuestra marcha trepando por un áspero camino, entre pinos, y escoltados por cinco hombres a caballo, que debían organizar una batida.

A fin de no dar tiempo al sirviente de contar a su señor mis pro-posiciones de la víspera, decidí probar suerte en cuanto se me presentara la primera ocasión, que no tardó en llegar.

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En el límite de un claro, en cuyo centro dormía un pequeño lago cruzado por un torrente, se detuvo la comitiva.

-Esto es el abrevadero de las gamuzas -dijo con toda calma el guía y se alejó con cuatro hombres, a colocarse en lugares es-tratégicos, con el fin de empujar la caza hacia el bey, y ponérsela al alcance. Viéndoles dispersos comprendí llegado el momento: era más fácil escapar de un hombre que de toda una cuadrilla.

El bey y yo nos ocultamos tras una roca; a nuestra vista toda la explanada, por donde debía pasar la caza.

-Sólo disparará si la bestia se me escapa o pasa bajo sus nari-ces -observó mi Mustafá, porque yo no sabía manejar el fusil.

Había pasado cerca de una hora cuando se oyó un disparo. Luego sonaron dos o tres más, y de pronto, como si surgiera de la tierra, apareció un hermoso y bien plantado ciervo; pero en un segundo desapareció veloz, hacia el lugar en que se hallaba Ahmede.

-¡No debe escapar; voy tras él y le saldré por el flanco! ¡Quédese aquí y, si se acerca, hágalo retroceder! -gritó el bey, alejándose al galope,

-¡Quédate tú! ¡Y aquí te dejo el fusil' -grité. Eché el arma y el morral al suelo, y lanzándome en línea recta

hacia el valle, atravesé los espesos bosques de pinos y no tardé en verme sobre una buena carretera, por la que lancé mi yegua a desesperado galope, en el que me jugaba la libertad y la vida misma.

-¡Amor de mi Kyra, ven en mi ayuda! -imploraba pegado al cuello del animal.

Cinco leguas debía llevar, desde el lugar de la cacería, cuando a la luz resplandeciente del sol de otoño hice alto a orillas del Maritza. Dejé a la yegua pacer y descansar un rato. Yo, muerto de fatiga y ebrio por la inmensa dicha de verme libre, extendí una cobija y me acosté sobre ella. A pesar de mi tranquilidad aparente, un sentimiento de temor me atenazaba el alma; durante mi carrera había sido visto por los habitantes de los puebluchos que crucé y por algunos leñadores de aquellos bosques. Sin cesar me hacía la misma pregunta:

-¿Soy libre o no lo soy? La grandeza de la tierra se ofrecía a mi vista en toda su belleza,

pero ignoraba si podía levantarme con libertad y andar a gusto por aquellas inmensas llanuras.

Sentí sobre mí la amenazadora sombra de una mano invisible que en cualquier momento podía detenerme con su enigmática fuerza. El sueño, sumiéndome en su vaga inconsciencia, fue cal-mando mi agitación. Mis párpados se cerraron y, cuando de nuevo volvieron a abrirse, junto a mí, sentado a la turca, Mustafá-bey velaba mi sueño... Alargándome una bolsa de piel, me dijo, mientras yo restregaba mis ojos para ahuyentar lo que cre í visiones de pesadilla:

-Dragomir, tome: le he traído el almuerzo. Realmente, debe tener hambre.

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Y un poco más tarde, yendo los dos juntos y al trote de nuestros caballos, exclamó:

-¿No sabía usted que cuanto cae en manos del musulmán queda olvidado de Dios?

Días después, de vuelta a Constantinopla, las primeras palabras que dijo el bey a sus criados, en mi presencia, fueron:

-Ustedes irán con el señor Dragomir a sus paseos, que serán de una hora y dos veces por semana, a partir de hoy. Irán al trote y responderán con sus cabezas. Disparen fusiles sobre la panza de su yegua a la primera tentativa de fuga.

Y, volviéndose hacía mí, añadió: -Usted, sólo podrá circular libremente en el interior de sus

habitaciones. Los criados no tuvieron que esforzarse en aplicar tan amables

disposiciones porque, aquel mismo día, caí enfermo, en cama. Durante una semana estuve sin conocimiento, febril y delirando.

Cuando recuperé el sentido, mi habitación era una auténtica enfermería. Dos médicos, por turno, velaban ininterrumpidamente a mi cabecera. Mustafá-bey, enloquecido, olvidándose de su prosapia, se arrojó a mis pies y me pidió perdón.

-¿Me dejará ir? -le pregunté. -¡Pero eso no es posible! ¡Pídame cualquier otra cosa, lo que

usted quiera! -Si no me deja ir, prefiero morirme -le dije volviéndome contra

la pared. Quería morir, pero no se muere uno así como así, cuando

quiere... Tres semanas más tarde, me levanté de la cama para entrar en una larga convalecencia y, durante un mes, salía de una crisis de nervios sólo para entrar en un ataque de melancolía.

Cuanto en su afán de atraerse mi simpatía me ofrecía Mustafá, lo pateaba, lo rompía, lo despedazaba con furia. Contra las rejas de mi ventana estrellé el narguile e hice añicos mi brazalete, y llegué al punto de que, a la sola aparición del tirano en mi habitación, desgarraba todos mis vestidos.

No obstante, surgió una inesperada y muy tierna distracción, que ordenó un poco mi desequilibrado organismo.

Era invierno, el invierno dulce y sensual del Bósforo... Solo en mi habitación, pasaba los días contemplando los jardines por mis tres ventanales. Empecé a echar residuos de pan, de frutas, de carne, y pronto acudieron numerosos gorriones, y hasta algunos cuervos se agruparon picoteando furtivamente bajo mis ojos.

Un día vi con extrañeza cómo, por entre los árboles, aparecía un perro bastante grande. Se mantuvo a cierta distancia de las ventanas, olfateó el aire y en cuanto le llamé se alejó tristemente con el rabo entre las patas.

-¡Este pobre animal -pensé- también debe ser víctima del cariño 68

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de los hombres! Volvió los días siguientes y cada vez se acercaba un poco más.

Para no asustarle, me escondía y le echaba las tres cuartas partes de mi comida. Poco a poco, llegó a familiarizarse conmigo. A mis amistosas palabras contestó un día con un digno movimiento de su rabo, y se alejó como diciéndome que por el momento debía conformarme con aquello. Comprendía su actitud y la aprobaba, puesto que yo mismo, después de tantas experiencias, me había decidido a ser más cuidadoso al elegir mis amistades, en caso de que algún día el cielo me ayudara a recobrar mi libertad.

Era un perro de espíritu selecto. Aunque hambriento, siempre comía con delicadeza y parecía humillarlo tener que recoger su alimento del suelo. Mascaba lentamente y jamás roía los huesos. Un gran rencor anidaba en su corazón, ¿por qué, de otra manera, a pesar de hallarse hambriento, renunciaba a la piadosa costumbre, en Constantinopla, de que cada musulmán tuviera un grupo de perros vagabundos que, una vez al día, recibieran de él un pedazo de pan? ¿Esto le resultaba deshonroso? ¿Prefería rodar por el campo en busca de un sustento más independiente? ¿O quizá la abyecta promiscuidad de sus congéneres le repugnaba?

Busqué un nombre que correspondiera a su dignidad e inde-pendencia y lo bauticé con el de Lobo. Luego, hice prodigios de prudencia para su amistad. Como cada uno vive su vida, sufre sus heridas y obra según su propia filosofía, respeté su reserva para conmigo. A fin de probarle que le había comprendido, no volví a echarle la comida al suelo, sino envuelta en un papel, y probablemente lo advirtió, porque por vez primera se sentó y me miró de frente, aunque a prudente distancia.

Lobo era negro, de raza indefinida y medianamente corpulento. Sus grandes ojos negros permanecían un poco entornados ante las tristezas de la vida, seguramente para ver mejor, y la expresión de su mirada escapaba a cualquier definición que se intentara; en todo caso, se advertía que sus miradas no eran ni tiernas ni indulgentes. Su frente parecía llena de una fría serenidad, un sosiego obstinado,

-¡Pobre Lobo! -le decía, tendiéndole mis brazos a través de las rejas-. ¿Tan grandes han sido tus sufrimientos como para helar tu corazón? Admito que hayas conocido el reverso del afecto de los nobles, de los grandes y que tú antes, como yo ahora, hayas tenido tu bello narguile, tu brazalete, tu fusil y tu yegua, y hasta tu enfermedad y tus médicos; pero, a fin de cuentas, tú eres libre, mientras que yo vivo sin esperanza tras estas rejas. ¡Vamos, hermano Lobo, acércate y déjame acariciarte!

No pretendo que en Turquía los perros hablen rumano, pero sí puedo afirmar que mi Lobo, después de haber escuchado durante largas semanas mis lamentos, un día puso su pata en mi mano. En ese día venturoso recibí el saludo más sincero de mi vida.

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Fui feliz, pero cuidé muy bien que nadie notara mi amistad con Lobo. Para que la imprudencia no partiera de Lobo, le hice comprender que cuando las ventanas no estuvieran abiertas, no había nada que comer. El pobre perro lo comprendió tan bien, que, a lo lejos, al ver las ventanas cerradas, daba media vuelta y se alejaba. Igualmente, cuando en nuestras conversaciones le decía:

-Lobo, vete. Ya es hora. Mañana vuelve a verme -se iba, digna, amigablemente.

Recibía la visita de Mustafá-bey, así como la de sus criados, siempre a horas determinadas. En vista de mi estado de nervios, el bey abreviaba nuestras entrevistas. Su presencia me era parti-cularmente odiosa y me sacaba de quicio, por lo que apenas entraba, ya estaba saliendo.

Separaba nuestras habitaciones un gran salón de fumar. No obstante, para mayor seguridad, acostumbré a encerrarme con llave.

La alegría que me trajo Lobo me cambió notablemente el humor. Me volví más tolerante, y el bey correspondió a ello colmándome de atenciones, llegando hasta permitirme un paseo por los jardines, desde luego, en compañía del criado. Pero entre sus agasajos, dos de ellos, sobre todo, tuvieron terribles consecuencias para el resto de mi vida.

Primero, el bey me enseñó a beber, y pronto, por desgracia, mi lengua sintió el cosquilleo del dulce licor. Mi cerebro perdió el sentido de la triste realidad y mi cabeza se fue a la deriva. Todo esto muy consolador, dada mi situación. Mustafá me servía complacido y él bebía también.

Nos embriagábamos y corríamos a gatas aullando por el salón de fumar. De mí nada puedo decir, pero su rostro cambiaba por completo. Recuerdo una noche, que al tratar de morderme un dedo del pie, le di un fuerte golpe en pleno rostro con el atizador de la chimenea, y quedó inmóvil en el suelo. Dejaba correr la sangre por su boca y lamió sus labios. Me acerqué a su cara, le escupí... y volvió a lamer. ..

Los días siguientes a estas noches de embriaguez eran atroces. La cabeza pesada, pálido el rostro y trémulo el corazón, me quedaba en cama, sin poderme levantar hasta bien entrado el día y aun a duras penas conseguía ponerme en pie, huyendo siempre de la insoportable luz del sol.

Pero cuando volvía a alumbrarse la habitación con muchas velas y a perfumarse con mirra, reaparecía la locura.

Una de esas noches, muy avanzada la hora, ya borracho, hi-cieron irrupción cuatro lindas jóvenes que, con panderetas y castañuelas, se entregaron a los más enardecedores bailes. Mi corazón saltaba de placer. Eran realmente cuatro Kyras vestidas como verdaderas princesas orientales, de rostro cubierto por un fino velo.

Me lancé a sus pies volcando café, copas de licor, narguile. 70

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Quedé tendido en mitad del salón con los ojos cerrados, y durante largo rato sentí el suave roce de sus faldas mientras el aroma de unos perfumes para mí desconocidos penetraba violentamente en mi nariz y después... perdí el conocimiento...

Desperté en mi cama y no pude creer lo que veían mis ojos. ¡Oh, odiosa realidad...! Cuatro putas del más bajo lupanar, viejas, feas, de rostro arrugado, horriblemente desnudas, me acariciaban, me abrazaban, me besaban, me empujaban de un lado a otro y cubrían mi rostro y mi cuerpo con su baba. Aunque me defendía y gritaba pidiendo socorro, ellas continuaban sus caricias. Escapé de sus brazos, y, con el atizador de la chimenea, devasté la habitación: espejos, jarrones. estatuas y todos cuantos objetos se hallaron al alcance de mis manos.

Aquellas cuatro brujas escaparon y fueron a contarle a Mustafá-bey que yo rechazaba sus caricias, y me negaba a reconocer en ellas a las cuatro jóvenes cuyos bailes y belleza me conmovieron la noche anterior.

Me encerré en mi habitación durante veinticuatro horas. No quería ni comer. Sólo pensar en comida me producía náuseas y la pasé intacta a Lobo, a quien confesé mis bajezas.

Asqueado, comprendiendo el inicuo plan del bey, de lanzarme a la más repugnante abyección, decidí ahorcarme pero quise antes comunicárselo a mi odioso tirano, amenazándolo con hacerlo, de no dejarme libre. Me informaron que había salido de viaje y que tardaría diez días en regresar. Esta noticia me sorprendió agradablemente, sentí un inmenso alivio en mi corazón oprimido y de pronto la idea de la evasión apareció en mí de nuevo.

Era el mes de marzo. A! día siguiente de la salida del bey, paseándome por los jar-

dines, acompañado como siempre por mi sirviente y obsesionado por mi idea para cuya realización no lograba concebir ningún plan, me surgió de pronto una pregunta: ¿por dónde entraba el perro en los jardines? Rodeados de muros imposibles de escalar y con la puerta de la entrada constantemente cerrada, ¿por dónde entraba? En alguna parte debía existir algún boquete no descubierto aún. Discretamente me puse a observar, y, en efecto, a lo largo de un muro cubierto de yedra y maleza, advertí un lugar en que el follaje parecía haber sido hollado. Pretextando una urgente necesidad, dejé a mi vil lacayo en el sendero y penetré entre los matorrales. Descubrí en la base del muro un derrumbe reciente, que daba a un paraje solitario. Señalé el lugar. Mis ventanas estaban enfrente.

Prisionero de tan segura fortaleza, a unos cuantos pasos se hallaba mi salvación, pero, ¿cómo pasar aquellas rejas adosadas a un sólido marco de roble?

Esperé la media noche con las luces apagadas: luego intenté doblar dos barrotes; quise, con mi cuchillo, raspar la base del marco para arrancar el hierro. ¡Inútil! Cada vez estaba más asustado. Fuera,

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la luna llena, la naturaleza tranquila, la libertad... Adentro, la prisión, la abyección, la tiranía... Me imaginaba la llegada del bey y la vuelta a empezar. Me sentía como tragado. La habitación me parecía una jaula infernal zarandeada por los demonios. Un estremecimiento helado cruzó mi espalda, sudor frío inundó mi rostro y un temblor sacudió mi cuerpo con tal violencia que me mordí la lengua hasta sangrar.

Las dos de la mañana. La casa estaba inmersa en el silencio sepulcral.

Decidido, junté astillas y papel en el marco de la ventana, y le prendí fuego. Poco después, espantado por lo que había hecho, vi cómo las llamas iban devorando el marco de roble, cómo la habitación se llenaba de humo y el parque se iluminaba. Me apreté las mandíbulas con las manos, para no pedir auxilio, y con un esfuerzo supremo, arranqué dos barrotes que cayeron al interior entre ardientes carbones. Febril, recogí mi tesoro, salté y corrí con todas mis fuerzas hacia el muro.

Pero la excitación y la oscuridad impidieron que encontrara el ansiado agujero que se abría al exterior. Presa de pánico corría de uno a otro lado, revolvía las ramas, me sangraba el rostro y las manos, y... al fin, grité de gozo: ¡encontré la salida!

Dos horas más tarde, ya estaba en la costa asiática desde la cual contemplaba, al resplandor de la aurora, la cima de Pera, de donde se levantaban hacia el espacio las enormes llamaradas de un fuego vengador. ..

¡Qué importaba otro incendio en aquella Constantinopla de-vorada continuamente por el fuego .. !

Al anochecer de aquel día liberador, entraba en un mesón de una pequeña aldea turca. Dos días después dormía en Esmirna y, pasada una semana, me sentaba en la terraza de un gran café de Beirut a fumarme un narguile.

Pero no acaba aquí mi odisea.

Tenía dieciséis años y ya me consideraba apto para la vida, para que nadie me pudiera engañar. Mi experiencia consistía en divi-dir los seres humanos en tres categorías: en la primera, los seres dulces y amantes como Kyra y mi madre; otra, los brutales como mi padre; y la última, los generosos... con la generosidad de Mustafá-bey.

Debía tener mucho cuidado para que no volvieran a burlarse de mi buena fe. Así, sentado en la puerta del café, me mantenía alejado de los jugadores de ajedrez con aspecto simpático. Pensaba en mi pobre Lobo que tanto tiempo dejó pasar antes de aceptar mis caricias. Yo haría como él: apartarme cuando viera que unas manos se acercaban para acariciar mis mejillas adolescentes. A tal extremo llegó mi prevención para con los hombres, que, iba derecho hacia el abismo contrario… ¡porque no toda la vida entraba en mis tres categorías'

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Alquilé una habitación del Grand Concert Varietés, en la única plaza pública de Beirut. El café se hallaba siempre lleno de un gentío cosmopolita; pero, aparte de los elegantes del país, cuyo contacto evitaba, lo sobresaliente era el grupo de artistas contratados por el Concert Varietés. Hombres o mujeres, jóvenes o viejos, feos o agradables, todos llenos de vida, con sus alegres carcajadas y sus continuos chistes. Para cada uno de los clientes tenían una palabra o un gesto cordial y todos quedaban satisfechos. No se olvidaron tampoco de mí, y ¡quedé bien satisfecho!

Entre estos artistas, que se hospedaban en el mismo hotel que yo, había italianos, giegos, franceses, en fin, de los más diversos países. En un estrecho corredor y frente a mi habitación se alojaba un matrimonio griego, de afamados cantantes. El hombre me era poco agradable, pero la mujer, ¡oh, la mujer, estaba como para comérsela! Y me la comía con la mirada. Aunque traté de hacerlo recatadamente, ella se dio cuenta. No pareció disgustarle: a la hora en que yo pasaba por el corredor, encontraba su puerta abierta, y ella sola y casi desnuda en su habitación. Cerraba los ojos cuanto podía, pero alguien más fuerte que yo consiguió abrírmelos.

He aquí que un día, cruzándonos en la oscuridad del angosto corredor, sentí cómo me tomaba del brazo y me plantaba un beso:

-¡Es muy tímido este joven! -dijo-. ¡Es preciso animarlo! Escapé a refugiarme en mi habitación. -¿Y qué daño puede haber en el beso que una mujer de a un

joven? -pensé para mí-. ¡Porque ya soy un joven! ¡Sí, era un joven! Ella lo había dicho y también mi ropa, mi

independencia, los costosos caprichos que me permitía, todo contribuía a demostrarlo. Sólo mi razón estaba transtornada.

Una tarde, mientras veía desde mi ventana la multitud en la plaza, mi pensamiento veló hacia la bella artista, su porte, el hermoso timbre de su voz, sus delicados gestos, y dolorosamente la comparé con Kyra, cuando sentí que la puerta se abría y entraba con desenvoltura mi vecina. Hice un movimiento instintivo que no le pasó desapercibido.

-No temas, guapo, él está abajo entretenido en el juego. Se abrazó a mi cuello. -¡No puede estar aquí!-protesté. -¡Cómo! ¿Me rechazas? ¡A mí, que tanto te quiero y que soñé

con tu amor! --dijo con ternura, cubriéndome de besos. Permanecí junto a ella al borde de la cama, y, la verdad, no me

desagradó su compañía. Sin dejar de acariciarme metió una bandeja con una botella de vino seco y galletas deliciosas. Comencé a comer, en mi afán de no desmerecer a sus ojos, mientras nos besábamos.

Súbitamente, el rubor enrojeció mis mejillas. -Pero oye , pollito, ¡a tu edad...! -Cambió de conversación-.

¿Eres turco? -No sé...

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-¿No sabes? ¿ Y tus documentos? -No tengo documentos. -¡Cómo! ¿Viajas por Turquía sin documentos? ¿Pero es una

imprudencia? ¡Pueden detenerte en cualquier momento! Si me hubiesen dicho que la policía de Mustafá-bey me espe-

raba a la puerta, no me hubiera dado tanto miedo. Le rogué que se callara y ella me prometió su protección. ¡Otra

vez la protección…! ¡Qué espanto…! ¿Acaso no es posible vivir en alguna parte, libremente, sin protección…?

De nuevo me asaltaron negras ideas, mientras ella jugaba con mis dedos:

-¡Cuántos anillos y qué bonitos! ¿No me regalas uno? No pude negar un anillo a mi protectora... A quince días escasos de gozar mi libertad, una mano invisible

pero larga, muy larga, que de Constantinopla llegaba a Beirut, amenazaba de nuevo, aunque no tanto como otra mano bien visible, que algunas horas después me pasaba la cuenta de pasteles y vinos extranjeros, equivalente a un mes de pensión. Mientras pagaba, me dije:

-Con esto y lo del anillo, mi libertad se va adelgazando. No tardé en comprobarlo. Inseparables de mí, la cantante y su esposo se convirtieron en

asiduos invitados a mi mesa, y llegué a pagarles casi su pensión. Un día, en lo más animado de un juego de ajedrez, un oficial de

policía se me acercó y me dijo: -Señor, ¿vive usted aquí? -Sí -contesté con voz sofocada. -Entonces, pase mañana por la comisaría para visar sus docu-

mentos. Y saludando amablemente a mis compañeros, se alejó. En aquel

momento hubiera querido que me tragara la tierra. -No se preocupe -se apresuró a decir mi protectora-; mi marido

es amigo de Mamour. ¡Cómo se lo agradecí! Y no volvió a molestarme la policía. Tan agradecido les quedé

que buscaba medios más elocuentes para demostrárselo que invi-tarles las comidas, y no tardó en presentarse la ocasión.

-Amigo mío -exclamó él a boca de jarro-, hace unos días que la suerte se me muestra adversa en el juego, ¿puede prestarme dos libras turcas?

-Con mucho gusto. Al día siguiente tuvo tan mala suerte como la víspera y me pidió

dos más. El otro, igual. Así pasó una semana, al cabo de la cual, su mala suerte en el juego me hizo reflexionar en que, a ese paso, se acabaría mi fortuna antes de tres meses. La misma noche en que me hice esta sana reflexión, tomé el camino de Damasco junto con dos ricos comerciantes en tapicerías.

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Arrinconado en mi asiento, pensé de nuevo en la complejidad de la existencia:

- Tampoco puede uno confiar en las mujeres que besan dulce-mente en los pasillos oscuros.

Damasco fue mi "camino de Damasco". Cambió mi vida por completo.

Como si Dios hubiese tirado sobre esta ciudad todo el polvo gris e infecto de los cuatro puntos cardinales, sentí, al pisarla, que en su polvo quedaría mi alma.

Me vestí como griego de clase humilde para pasar desaperci-bido. Mis libras turcas y demás joyas las puse dentro de un cinturón ancho, que sirve de monedero, llamado en turco kemir. Lo coloqué bajo mis ropas en directo contacto con la piel. Disfrazado, me sentía libre de toda "protección" no pedida, y anduve por los callejones de la ciudad, verdaderos túneles, pues las casas se comunican por sobre las calles. Buscando una habitación económica, me dirigí hacia un barrio llamado Cadem. Un hostelero griego me informó que para hospedarse a bajo precio, había que compartir la habitación. Acepté desde luego, y al ser conducido a mi habitación pregunté quién era el compañero de la otra cama.

-¡Otro hombre como tú! -rugió malhumorado el hostelero. Su rudeza reavivó la angustia de mi soledad.

¡Mi tierra, Kyra, mamá, todo se hundía para siempre, en la lejanía, para jamás volver! Yo, proscrito, ¿qué buscaba en esta ciudad siniestra? ¿Buscar a mi hermana? ¿En qué fundaba mi insólita esperanza? Y el día que mi dinero se acabara, ¿con qué me ganaría la vida?

Tampoco tenía documentación. ¡Otro grave problema! Podía ser detenido, y ¿quién me sacaría de la cárcel?

En el patio de la hostería, se hallaban sentados a la turca, en torno de una fuente llena de plantas y flores, fumando y bebiendo un espeso aguardiente, algunos vecinos que hablaban animadamente y parecían felices. Ellos estaban por lo menos en su casa. Se conocían, se ayudaban en sus desgracias, vivían en común sus alegrías y sus penas. ¿Y yo…? ¿Quién era yo para ellos? ¡Un desconocido! ¿Quién penetra en la habitación en donde gime un extraño esperando la muerte, por enfermedad o por tristeza, para preguntarle cuál es el último deseo de su corazón?

Instintivamente mi mano tocaba el kemir en donde guardaba el oro: ¡mi único amigo!, pero, un amigo que me dio la suerte y que se va de pronto, como un traidor, ¡qué poco vale! ¡Y cuando no se sabe cómo ganarlo...!

¡Kyra, mi dulce hermana, tú sí eras una amiga que por nada del mundo me hubiese abandonado…! ¡Eramos inseparables! ¿Existirá otra Kyra como la mía entre tantas ciudades, aldeas y caseríos? Quizá. Pero ellas tendrán su Dragomir y yo no seré para ellas más que

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un extranjero que pasa, a quien se mira por curiosidad para olvidarlo. Pedí un vaso de aguardiente y después otro, y otro... Llegó la

hora de la cena y comí poco pero bebí mucho. Al terminar, lleno de incertidumbre, subí a la habitación.

Un hombre de unos treinta años, a medio vestir, estaba sentado en la cama. Una lámpara de petróleo ardía encima de la mesa. Dos sillas, un espejo y dos camas sucias, eran el único amueblado. Sin baño.

Lo saludé en griego y me fui a examinar la cama destinada para mí.

-Sepárala de la pared -me dijo mi compañero, como si se tratara de un viejo amigo-. Está infestado de chinches. Además, debemos dejar la lámpara encendida toda la noche, porque las chinches son como los búhos: temen la luz.

-¿Chinches? -yo ignoraba totalmente lo que eran. -¿No sabes lo que son chinches? Ya lo sabrás en la noche. Pero,

¿dónde acostumbras dormir? ¡Porque yo no conozco ni una cama sin chinches!

-¿Y lastiman las chinches? -pregunté. -Un poco -contestó con indiferencia. Estaba cansado y quería acostarme, pero me avergonzaba des-

vestirme frente a aquel desconocido. Lo comprendió, porque se levantó, bajó un poco la lámpara y, en cuanto me acosté, se volvió a levantar y a dejarla como antes.

-¡Cualquiera diría que eres una señorita! -dijo sonriendo. La amable naturalidad de esta broma, me dio confianza y

aquella noche dormí casi tranquilo, pero... sin soltar el kermir, que puse debajo de la almohada.

A la mañana siguiente, como la noche anterior, ignoraba lo que era una picadura de chinche. Fue mi compañero quien me enseñó una mancha de sangre en la almohada. De buen humor y ya con toda confianza, salté de la cama y me vestí delante de él.

Un vocerío enorme y alegres risas subían desde el patio. Miré por la ventana y vi varios hombres agrupados en torno de la fuente que fumaban tschibouk y tomaban café. El patio recién barrido y regado, ofrecía un agradable aspecto de limpieza. Un aire fresco penetraba en los pulmones y una amarillenta y misteriosa luz, luz de Oriente, flotaba sobre las cosas y los hombres.

Me sentí transportado de entusiasmo, pero el tierno enemigo que dormía en mi corazón despertó de nuevo.

-¿Quiere tornar el café conmigo? -dije a mi desconocido compañero de habitación.

Aceptó y bajarnos. Aspiramos los tschibouks como si fueran chimeneas y

hablamos. Él me explicó primero su situación: sin trabajo, sin dinero, lleno de deudas. Yo le dije, que estaba también en una situación difícil.

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-¡Perdí mi documentación! -le mentí-. Si usted pudiera ayudarme a conseguir otra, se ganaría una libra turca.

Su rostro se iluminó. -Sí, sí se puede –y en voz baja continuó-, conozco un funcionario

que los facilita, pero pide mucho dinero. -¿Cuánto pide? -exclamé, radiante. -Cuatro libras. -¡Pues se las daré, y, para usted, lo prometido! Después de una hora, el funcionario, con su espesa barba

blanca juraba por la luz de sus ojos ante un notario que me había visto nacer en Estambul, en el año tal de la Hégira, que me llamaba Stavro, y que era, "un raia, súbdito sumiso y digno del Sultán, nuestro Señor".

El notario, sonriente, tomó la pluma y cubrió un gran papel con bellos caracteres árabes. Al terminar firmó e hizo firmar al viejo, selló con el timbre imperial y me ofreció el precioso documento.

-Hay que darle un bakchich -dijo el funcionario. Puse encima de la mesa una libra. -No es bastante -continuó el viejo. Entregué otra, después de haberla buscado discretamente en

mi kemir. Una vez en la calle pagué al falso testigo de mi nacimiento.

Luego, con mi compañero de habitación, fuimos a recorrer bares, restaurantes y cafés, hasta quedar satisfechos. Esa noche nos dormimos, lo suficientemente borrachos como para no hacer caso de las chinches, aunque antes de caer como tronco tuve cuidado de esconder el kemir debajo de la almohada.

Cuando desperté, estaba solo en la habitación. Pronto me di cuenta de que mi kemir estaba vacío. Aquel traidor me había dejado únicamente tres monedas.

¡No era suficiente con llorar: era hora de morir! Todavía siento en la garganta el nudo que se me hizo esa mañana, cuando quise matarme.

Medio desnudo, revisé cien veces cada rincón de la habitación, hasta que, sin saber bien a bien por qué, saqué el cuerpo por la ventana. Allí estaban, como el día anterior, los mismos, fumando alrededor de la fuente, sólo que ahora me parecieron sepultureros que guardaban un ataúd... Sin pensarlo mucho, me dejé caer.

Antes de que los demás se repusieran de la sorpresa, me levan-té sollozando y todo ensangrentado. Lo único que pude decirles cuando se acercaron a ayudarme fue:

-El kemir... -¿Qué le pasó al kemir .. ? -El kemir... Me echaron agua en la cara para lavarme la sangre y me

hicieron beber un poco de alcohol. 77

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-¡Explícanos ya qué te pasó! -gritó furioso el hostelero. -El kemir -sollozaba yo sin parar. -Seguro que le robó el kemir ese bandido que dormía en la otra

cama. Así le agradeció la parranda de anoche. Me obligó a sentarme, y ahí quedé crucificado en mi dolor,

aunque con los brazos colgantes. El hostelero me dijo para con-solarme:

-Aunque sea una desgracia que te hayan robado el dinero, no es como para suicidarse. ¿Cuánto tenías?

-El kemir... - ¿De nuevo? Este muchacho sólo sabe decir kemir. Fue por mis ropas y, como un paralítico, me dejé vestir. El

hostelero encontró en mis bolsillos el documento y el dinero: -Bueno, no eres tan pobre. Tienes tres monedas y te llamas...

Stavro. Con eso nadie se muere de hambre. ¿Cuál es tu oficio? -El kemir... -¡Al demonio el kemir! -gritó y metió el documento y las

monedas en mi bolsillo, mientras decía:- Ni que en ese kemir tuvieras para comprarte un camello. Si tuvieras tanto no habrías venido a hospedarte aquí.

Con lo que tenía en el kemir hubiera podido comprarme mucho más que un camello: ochenta libras turcas de oro, nueve anillos de diamante y el reloj... ¡con toda esa fortuna fui a hospedarme ahí...!

No es que el hombre entienda las cosas de la vida. Su inteli-gencia no le sirve y el don de la palabra no le hace necesariamente superior a las bestias. Pero su incapacidad para comprender sobrepasa a cualquier animal cuando se trata de la desgracia sufrida por algún semejante.

Todos hemos visto a un hombre desfallecido, en cuyos ojos se agolpa el dolor, o una mujer ahogada en llanto. Si, como pre-tendemos, fuéramos seres superiores, deberíamos ofrecerles nuestra ayuda de inmediato, aunque fuera mínima. Con sólo esto, podría aceptar que el ser humano es superior a la bestía.

No recuerdo bien -han pasado cincuenta años desde entonces- cómo me levanté y me fui de la hostería para salir dando vueltas por la ciudad, con la cabeza perdida. Pero sí recuerdo que nadie, al ver a un adolescente que andaba como autómata, huraño, esquivo, vino a preguntarme qué tenía. Ninguna sombra humana se inclinó hacia mí; todos se apartaban.

Inconsciente, caminando sin rumbo, en aquella hermosa ma-ñana de abril, llegué al paseo llamado Baptouma, en Damasco.

Los gritos de un cochero árabe que estuvo a punto de atrope-llarme, me hicieron despertar. Instintivamente, busqué el kemir. Ya no estaba. Sentí mi corazón palpitar como el de un pajarillo prisionero en la mano del cazador, a la vez que del estómago me subía hasta la garganta algo como una bola que obstruía la respiración. El gesto de buscar el kemir, se volvió una obsesión. Cada vez que me tocaba la

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cintura, sentía un estremecimiento en el corazón: el sobresalto me ahogaba, y, sin embargo, repetía y repetía el mismo movimiento.

Debía convencerme de ser víctima de la ruindad del hombre, y de que, efectivamente, me habían robado el kemir. Cuando un corazón sensible sufre un gran infortunio, difícilmente acepta el hecho y sus efectos inexorables.

Los transeúntes, indiferentes, pasaban frente a mí: jóvenes, parejas, mujeres con sus hijos, viejos panzones, de andar pausado, todos me miraban, insensibles, y se alejaban. Nada veían. Nada comprendían y yo moría de dolor. Estaba solo, abrumado por un peso excesivo para mi edad, mi corazón y mi experiencia.

Sin dirección alguna, atravesé el bosque. La triste campiña siria, con sus cenagosas carreteras y las miserables chozas habitadas por los beduinos, me pareció como un cuerpo muerto, semejante al mío. Y siempre el mismo movimiento de las manos:

-Ya no tengo el kemir.... -y de nuevo la asfixia. Sobre un asno pasó un niño árabe, sujetando tras de sí con una

cuerda, un camello cargado con dos bultos que oscilaban pausadamente. La deformidad de la bestia, con sus ojos planos como serpiente, me dio miedo. Un poco más lejos, un beduino que galopaba velozmente, se detuvo ante mí. El hombre, de barba negra, aire salvaje y rostro bronceado, me hizo preguntas que no supe contestar y emprendió el galope. Trajo a mi mente la arrogante figura de Cosma.

Entré en una primitiva aldea, donde los hombres trabajaban con los pies, con la misma agilidad que con las manos. Las mujeres iban y venían con ánforas en la cabeza, vestidas con harapos, cubierto su rostro con velas, que sólo dejaban ver sus ojos lánguidos. Los niños, flacos y mugrosos, jugaban como demonios.

De un horno de barro, semienterrado, un hombre sacaba panecillos ca1ientes, como tortillas, de agradable aroma.

Un perro me seguía dócilmente, rozándome los talones. Me detuve y nos miramos. Era gris oscuro, grande como Lobo, pero sin la altivez y la dignidad del otro. Bajó la cabeza y se acurrucó miedoso. Me dio lástima y le acaricié la cabeza. Lamió mi mano. Le compré cuatro panecillos que el pobre animal devoró sin mascarlos. Pedí otros cuatro, los guardé y emprendí el camino sin una dirección determinada. El perro continuó siguiéndome.

Llegué a un pequeño monte, absolutamente desierto. Lo subí en poco tiempo, pero tuve que sentarme pues el cansancio me ahogaba. Y el perro se sentó a mi lado. A mis pies aparecía Damasco sembrada de cúpulas y minaretes como un enorme cementerio bajo una capa de polvo blanco. Ni el más leve ruido llegaba hasta mí; únicamente las violentas pulsaciones de mi pobre corazón. Se nublaron mis ojos y Damasco y el mundo entero desaparecieron.

Volví a mi casa, con Kyra , con mi madre, y bajo mis párpados cerrados desfiló, dulce, aquel tiempo, ya tan lejano, hasta la última

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noche, la del asesinato. Todo lo reviví en la cima de aquel monte. De pronto, pensé que desear la muerte de mi padre y de mi

hermano, era un pecado mortal. Ahora, Dios nos castigaba: a Kyra con la esclavitud y a mí con una libertad que no sabía utilizar...

Al abrir los ojos quedé horrorizado. A la hora del crepúsculo, el cielo estaba rojo como sangre. Algunas nubes, tan bajas que casi tocaban la tierra, se movían lentamente, tomando formas fantásticas y espantosas.

Cara al suelo, recé a Dios y supliqué su perdón a mi padre y al alma de mi hermano asesinado. Así, la noche cubrió el cuerpo de un adolescente arrepentido, que buscaba consuelo al calor de un perro miserable enviado por la suerte.

Como las oraciones y las penitencias alivian el alma del cre-yente, yo obtuve algunas horas de serenidad.

Las madrugadas de los desiertos son muy frías. En los mo-mentos que preceden a la salida del sol, la temperatura es glacial, y, cuando apareció el sol, yo temblaba de frío hasta el punto de creer que estaba enfermo y me iba a morir.

-Si muero arrepentido, Dios sabrá perdonarme y mi alma se salvará del infierno -pensé.

Me levanté y desanduve el mismo camino de la víspera. Para calmar mi hambre, comí un panecillo, dando los otros tres al perro, más hambriento que yo.

Al poco tiempo, comencé a sentir en la espalda el suave calor del sol, Llegué a la aldea, que ya no me pareció tan fea, pero donde el perro decidió, también él, abandonarme. Acaricié su cabeza, me lamió la mano, y nos despedimos como se despide de una amistad nacida en un corto viaje. Otra vez solo, y atenazada mi garganta aún por la pérdida del kemir, me dirigí al bosque de Baptouma y a Damasco,

Una larga caravana de camellos se cruzó en mi camino sin causarme en esta ocasión el menor espanto. Poco antes de las doce, con un sol resplandeciente, llegué a las avenidas de Baptourna. Recuerdo que era viernes, el domingo musulmán, y era asombroso el movimiento por todas partes: en coche o a pie, apuestos caballeros hacían alarde de sus riquezas; y hermosas mujeres, la mayoría con el rostro medio cubierto por un fino velo blanco, circulaban en todas direcciones. Voces sonoras, risas cristalinas. Quedé maravillado ante el inesperado y animado cuadro de costumbres.

Los saludos entre damas eran poco frecuentes, pero graciosos y discretos; en cambio, entre los hombres, las efusiones de amistad se repetían. Muchos hablaban turco, pero el idioma dominante era el árabe.

Admirando aquel constante ir y venir, las horas pasaron, y yo, pensativo, con el corazón devorado por la sed de vivir, pronto me encontré solo.

Un lujoso carruaje tirado por dos briosos caballos, venia al trote 80

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en dirección contraria. Al cruzarse conmigo, mi corazón dejó de latir: ¡Kyra iba en el coche!

¡Sí! Todavía estoy seguro de que era mi dulce hermana. ¡Era Kyra, vestida como cuando Nazim Effendi la adornó en su velero: de odalisca, de cadana de harén, como aquellos retratos en la pared!

Con todas mis fuerzas grité en rumano: -¡Kyra! ¡Kyralina! ¡Soy yo, Dragomir! La joven sonrió bajo su velo transparente y me saludó leve-

mente con la mano, pero el cochero restalló su látigo. Me lancé tras el coche y recé: -¡Señor Todopoderoso! ¡Acabo de confesarte mi pecado y ya me

envías a mi hermanita perdida! Pero, por más que corría, el coche se alejaba. Apenas podía

respirar ya, y los iba perdiendo de vista. Por dicha mía los vi entrar en una mansión suntuosa, cuyas puertas se abrieron de par en par, dejándole paso y cerrándose de nuevo tras él.

¡No cabía en mí de júbilo! Reuní todas las fuerzas que me quedaban, y corrí veloz hacia la puerta, para golpearla con las manos y los pies. Se abrió una pequeña puerta al lado de la grande, y un cavas en uniforme apareció en ella, mirándome severamente.

-¡Kyra! -exclamé, casi sin aliento y en lengua turca-. ¡Es mi hermana; quiero hablarle!

-¿Cómo? ¿Qué quiere? -preguntó el cavas, deteniendo mis pasos.

-La dama que acaba de entrar en un coche es... Kyra, mi hermana -tartamudeé.

-¿Kyra? ¡Estás loco! Sí, estaba loco: empujé al cavas, y entré corriendo al patio. Dos hombres aparecieron de quién sabe dónde, al mismo

tiempo que un viejo gritaba desde una ventana: -¿Qué significa esto? ¡Denle de latigazos a ese cristiano y

también al cavas que lo dejó entrar! Me arrastraron, me tiraron al suelo y ahí me golpearon con un

látigo hasta arrancarme la carne. Luego me lanzaron a la calle, dejándome medio muerto de dolor.

Y es éste el punto culminante de mi calvario. Terminan más de tres años de infancia desdichada.

Si Dios, cruelmente, me negó a Kyra, su providencia me mandó un amigo.

Apenas pude arrastrarme a un lado del camino y dejarme caer desfallecido, cuando un hombre pobremente vestido de griego, de unos cincuenta años, que llevaba un ibrik y unas tazas, se acercó a mí y exclamó desde lo más profundo de sus entrañas:

-¡Pobre niño! ¿Qué has hecho a esos paganos para que así te hayan golpeado?

Levanté la cabeza y miré su expresión sincera, su barba des-cuidada, sus ojos de bondad bajo su frente arrugada, y, rebelándome

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contra mis propios sentimientos: -¡Vete al diablo! -le grité-. ¡Déjenme en paz! -y estallé en

sollozos. Me miró compasivo, sin que se alterase la expresión de su

rostro. -¿Por qué me insultas? Me apena tu dolor y quiero socorrerte. -¡Déjeme tranquilo! -exclamé de nuevo-. ¡No quiero saber nada

de la piedad de los hombres! ¡Ya supe lo suficiente! ¡Quiero morir solo!

-Pero, ¡tan joven y ya asqueado de la vida! Bebe esta taza de salep caliente, te reanimará un poco.

Acepté la taza de salep, pero sin saber qué pensar: tantos hombres se mostraron conmigo buenos y generosos, para acabar lastimándome. A los dieciséis años bien conocía los dobleces del alma humana. ¡Y cuánto me faltaba conocer!

Ignoraba la infinita complejidad de la creación, y que por más que hubiéramos sufrido la dureza de los hombres, no tenemos el derecho de escupir a la humanidad entera. El mismo Dios, al irritarse con la humanidad pecadora y al decidir castigarla, salvó a un justo con toda su familia. Verdad es que la humanidad posterior al Diluvio, no es mejor que la otra pero eso es culpa del propio Dios que, como yo a los dieciséis años, no conocía bien el mundo y no sabía lo que hacía.

Conocer a Barba Yani, el vendedor de salep, fue conocer a un alma de Dios, y supe que cualquier desdichado que tuviera la oportunidad en su vida de encontrar un Barba Yani, podía sentirse el más dichoso de los hombres. Fue Barba Yani la única persona buena que he encontrado en toda mi vida, y gracias a él pude seguir viviendo y hasta bendecir la existencia, porque pude comprender que la bondad de uno es mucho más fuerte que la maldad de mil, porque el mal se acaba cuando muere el malo, pero el bien se transmite a otros espíritus y permanece aun después de la muerte del bueno.

Como la aurora que hace huir a las tinieblas e inunda de sol toda la tierra, Barba Yani ahuyentó el mal que corroía mi espíritu y curó mi pobre corazón adolescente. Para lograrlo, tuvo que vencer primero la hostilidad que habían hecho nacer en mí las tristes experiencias, pero ningún corazón, por lastimado que se encuentre, puede resistirse ante la bondad auténtica. Canté mi historia al salepgdi, quien me recetó de inmediato una medicina milagrosa:

- Stavro -me dijo , aceptando mi nombre falso-, en primer lugar, olvídate de buscar a tu hermana de forma tan insensata: es más fácil arrancar un venado de las fauces de un tigre, que sacar de un harén a una mujer. Domina tu corazón y entonces todo te será muy fácil. Tienes dinero suficiente para comprar un ibrik, con todo y sus tazas: eso es lo que yo tengo, lo que me ha permitido vivir libre por más de veinte años. Ven conmigo a recorrer las calles, las plazas y las ferias, y a vocear jubilosamente: ¡salep! ¡salep! Entonces verás que el

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Oriente se te entrega en toda su grandeza y en toda su libertad, porque, digan lo que quieran de esta despótica tierra turca, no hay otra donde pueda vivirse con mayor libertad. Es sólo cuestión de eclipsarse entre la gente, no destacar para nada, enmudecer y ensordecer... Con esa condición indispensable, podrás ser invisible para entrar por todas partes. Si las puertas están cerradas y bien custodiadas, nunca trates de forzarlas...

Ya para el día siguiente, gritaba junto a Barba Yani, cargado con mi propio ibrik y con mis propias tazas:

-¡Salep…! ¡Salep…! Aprendí a meter dinero, ese amigo traidor, en el kemir y,

conforme entraban las humildes monedas, crecía mi sentimiento de libertad. Por la noche, gocé la felicidad de quien puede conformarse con poco, y, fumando tranquilamente un narguile con Barba Yani, me convencí de su inmensa bondad, siempre dispuesta a demostrarse en el menor de los gestos. Aprendí a agradecerle el bien recibido, amándolo como al mejor amigo y al padre bueno. Nos volvimos inseparables: el injerto joven se hizo uno con el tronco recio del árbol maduro.

Me relató su vida, adelantándose a que yo se lo pidiera, y supe que no estaba exenta de culpas ni de amarguras. Por una historia pasional, tuvo que dejar su trabajo como daskalos, maestro en un pueblecito griego, conocer la cárcel durante dos años y después el exilio. Fracasó varias veces como comerciante y de las amistades recibió golpes que lastimaron su corazón. Otra aventura amorosa le costó casi la vida, por lo que se refugió en Asia Menor para buscar, en la soledad, la sabiduría de la auténtica libertad.

Sabía hablar, pero sabía callar. Su bondad nada tenía que ver con la bobería y, si alguien le resultaba antipático, era inútil cualquier insistencia. Manejaba todos los dialectos orientales y, cuando no vendía salep, leía, paseaba, lavaba su ropa.

No me daba órdenes, me mostraba con su ejemplo lo bueno y lo útil. Me enseñó a leer y a escribir en griego. Correspondió a mi lealtad con su afecto. Como al principio le llamaba "señor", él me pidió que le llamara "Barba", que en griego significa "tío". Barba Yani. Olvidé que me habían robado el kemir cuando lo encontré a él, como nuevo tesoro, y fui su discípulo, su único amigo, el consuelo de su vejez.

La dura cuesta que aún se alzaba ante mí, la subiríamos juntos.

Se me había olvidado el kemir, pero no había podido olvidar la pérdida de mi hermana. Quería a Barba Yani, pero adoraba a Kyra.

Era pleno verano, transcurridos tres meses desde el triste paseo de Baptouma. A escondidas de Barba Yani, hice varias visitas al palacio donde me habían azotado y donde, estaba yo seguro, tenían a Kyra. Espiaba desde lejos. Nada. Otras mujeres salían en coche, pero

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Kyra, no. Fui más audaz. Una noche oscura, me encaramé en una esca-

lera que había conseguido, apoyándola contra el muro del patio. Quería ver el interior del harén, porque ahí las mujeres iban sin velo. Di vueltas alrededor del muro, y al fin, vi luz en una ventana cuyas persianas abiertas me permitieron ver el interior. Era una gran habitación lujosamente amueblada en donde no se veía nadie... Continué en lo alto de la escalera con el corazón palpitante, esperando que pasaran las mujeres del harén.

Pero, el peldaño se rompió y, helado de pavor, me aferré como pude a la escalera y me quedé inmóvil, conteniendo el aliento, cuando una brusca sacudida me hizo caer en brazos de un cavas que, sin pronunciar palabra, me molió a golpes.

Amarrado, me llevaron inmediatamente a Damasco, a ence-rrarme en la cárcel preventiva.

Las cárceles preventivas en la Turquía de aquellos tiempos, podían considerarse prisiones a perpetuidad. Quien caía en una de ellas, sobre todo tratándose de delitos como el mío, nunca sabía siquiera cuándo le interrogarían o le juzgarían, a menos que algún influyente obtuviera la gracia de algún potentado.

Peor que la pérdida de libertad era la horrible existencia llevada dentro, particularmente si el preso era joven.

En la celda que me destinaron había unos diez presos. Una hilera de planchas ocupaba las tres cuartas partes, en un rincón había una cubeta de madera, que despedía un asfixiante hedor. Los piojos, a millares, y las chinches impedían dormir. Las ratas se paseaban, indiferentes, como verdaderos regimientos. Nadie las molestaba: para acabarlas, hubiera sido necesario dedicarse a ello durante toda la vida.

Lo más repugnante se hacía en presencia de todos. Turcos, griegos, armenios o árabes, ya no eran humanos... La capacidad de abyección supera la imaginación más exaltada. De todos los seres que pueblan la tierra, sólo el género humano puede degradarse a tal extremo.

¡Y fui a caer en medio de aquellos monstruos, que se rela-mieron al verme aparecer!

Desde el principio disputaron con violencia por la tierna presa. Se arrancaron mutuamente las barbas, se ensangrentaron el rostro, y, de haber tenido armas, se hubieran matado. ¡Nadie salió en mi defensa, nadie me protegió, ni musulmán ni cristiano…! Durante un mes padecí las peores ofensas...

Allí aprendí a conocer al ser humano, y si, a pesar de todo sigo creyendo en la bondad, es en homenaje a quien la creó, la hizo rara y la puso entre los brutos. Sigue siendo la única razón para vivir.

Entre los presos se comentaba que algunos compañeros de cautiverio, desesperados, con tiras de sus vestidos se colgaban

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durante el silencio de la noche. Yo decidí hacer lo mismo. Pero, una voz interior me detenía y me daba esperanzas. Ya no

estaba solo en el mundo como antes: un hombre de corazón, un amigo poco común, si bien pobre y sin protectores, encontraría el camino para ayudarme. Él pensaba en mí y luchaba por mi libertad.

No me equivoqué. Un día se abrió la puerta de la celda, entró el guardían y, tras él, Barba Yani. ¡Qué inmensa alegría! Sólo la aparición de Kyra podía haberme hecho sentir tan feliz. Pero, al mismo tiempo, ¡qué profunda tristeza! ¡Aquel mes de mi cautiverio blanqueó los cabellos del pobre hombre! Me eché en sus brazos, contra su pecho... llorando... y, ante aquella escena, un griego, tirado sobre su camastro, exclamó:

-¡Ah, viejo desgraciado! ¿Es tuyo ese muchacho? ¡Vaya banquete que nos dimos con él…!

Pálido como la cera, Barba Yani me apretó entre sus brazos y me dijo con voz ahogada:

-¡Sé fuerte! ¡Sé fuerte! ¡Mañana van a deportarte! -¿Deportarme? -exc1amé-. ¿Separarme de ti? -Es la pena más leve que pude conseguir. Tu falta es grave;

quisiste entrar durante la noche, en un harén. Pero consuélate, te acompañaré. El mundo es grande, seremos libres, y, si oyes mis consejos, aún podrás ser feliz en la tierra turca. ¡Hasta mañana! ¡Prepárate para el amanecer!

Conté cada minuto de aquella noche larguísima. Al despuntar el alba me sacaron, y en la puerta esperaban, junto a una carreta, dos gendarmes armados. Eramos tres los deportados, y Barba Yani me estaba esperando. Salimos hacia Diarbekir.

La vida de un hombre no cabe en los límites de una narración mucho menos la vida de un hombre que ha amado la tierra y la ha recorrido. Cuando ese hombre ha vivido lleno de pasión y ha conocido todos los grados de la felicidad y de la miseria, cualquier intento de dar una imagen real, es imposible. Imposible para él mismo, imposible también para aquel que lo escucha.

Lo verdaderamente interesante no radica en los grandes mo-mentos de la vida: en la insignificancia del detalle reside la belleza de un alma. Pero ¿quién podría escuchar? ¿Quién lo saborearía? Y, sobre todo, ¿quién lo comprendería?

Por eso he sido siempre enemigo de una frase al parecer tan inocente: "¡Cuéntenos algo de su vida!"

Hay otra dificultad: el hombre que ha amado, jamás vive solo, por más que quiera, vive del recuerdo, y el recuerdo es su presente.

No basta desear la muerte. Yo he querido morir muchas veces y, sin embargo..., mi pasado se presenta como algo vivo, verdadero y dulce, contra la mentira y amargura del presente, obligándome a buscar el eterno bálsamo en el rostro de los hombres. Y uno de esos

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rostros, aún vivo, es el de Barba Yani. Puedo contar muy poco de ese hombre, a cuya vida estuvieron

ligados ocho años de la mía... Juntos recorrimos Diarbekir, Alepo, Angora, Sivas, Erzeroum y otras ciudades y aldeas. No fue sólo salep lo que vendimos: tapices, pañuelos, cuchillos, bálsamos, esencias, drogas, caballos, perros, gatos, en fin, todo pasó por nuestras manos; pero, siempre, el buen salep nos sacó de apuros. Cuando nos iba mal y quedábamos en la miseria, corríamos en busca de los ibriks, los viejos ibriks oxidados, y por las calles, alegres, voceábamos nuestro "¡Salep! ¡Salep! ¡Ya llegaron los salepgdis". Y retamos.

Mi falta de habilidad en los negocios nos arruinaba constante-mente. Entre los muchos errores cometidos por mí hay uno que merece ser recordado.

Nos hallábamos en una importante feria a unos quince kiló-metros de Angora, y empleamos todo el dinero en dos hermosos caballos. Estábamos muy contentos pues habíamos hecho un buen negocio. De regreso, un poco por la alegría y otro poco por el cansancio, quise entrar a festejar, a una cantina solitaria. Era muy noche y Barba Yani se opuso:

-Vámonos, Stavro ya casi llegamos a la casa: allí beberemos. -¡No, Barba Yani, aquí! Nada más un minuto, a la salud de

nuestra buena suerte. Cedió, atamos los dos caballos a un poste de madera y entra-

mos a tomar una copa, sin dejar de vigilar por las vidrieras. Después de una copa vino otra y, como teníamos apetito, en el mostrador comimos un poco. A la copa siguió la botella y al terminar una destapábamos otra, porque a Barba Yani no le desagradaban tampoco las libaciones. Ya alegres, cantamos:

Otra vez estoy borracho, otra vez lo rompo todo... ¡Soy muy bestia, sí señor…!

En lo mejor de la canción, Barba Yani enmudeció, y sin in-mutarse, con la mirada fija en las vidrieras, dijo.

-Sí, Stavro. Somos muy bestias, porque las que dejamos afuera, ya no están o yo veo mal.

Salí corriendo, y ya no pude distinguir más que el eco de un furioso galopar que resonaba en plena noche.

Una hora después, con las piernas flojas y cayéndome en todos los baches de la carretera, Barba Yani me dijo:

-Querías brindar por nuestra suerte. Ahora que andas a pie mientras otros van a caballo, canta otra vez para consolarte: ¡Otra vez estoy borracho!

¡Feliz el corazón que palpita al ritmo de la tierra fecunda que transmite su savia vivificadora! ¡Pobre del corazón que no ha podido hacerlo!

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Durante esos años, mi vida y la de Barba Yani fueron una sola. Hasta la naturaleza tenía un aspecto más poético, más fraternal. Todo me parecía hermoso, digno de ser vivido: lo deforme dejaba: de repugnar; la necedad de los hombres era blanco de nuestras burlas; la hipocresía era descubierta; hasta la misma violencia de los fuertes me parecía más soportable. Cuando lo vulgar llegaba a hacerse insoportable, nos elevábamos hacia aquella vida silenciosa en que la naturaleza habla al corazón.

Barba Yani sabía andar sin pronunciar palabra. Sólo con la mirada me mostraba lo que era digno de atención. A esto lo llamaba tomar un "baño desinfectante": la obra muda de la creación renueva y purifica.

Este gran compañero de mi adolescencia conocía muy bien las edades antiguas y sus filósofos. Su mayor gozo, en las horas de descanso, era disertar sobre las variadas manifestaciones de la vida, tomando ejemplos de los sabios de la antigüedad. Buscaba la tranquila paz del corazón.

-El hombre inteligente llega a comprender la inutilidad de las pasiones que perturban la paz y queman la vida -decía-. ¡Feliz quien llega a comprenderlo pronto, porque gozará más tiempo de la existencia!

Un día helado de otoño fuimos a vender a un campo militar cerca de Alepo. Nuestra bebida cálida atrajo a los soldados y hasta los oficiales vinieron a calentarse con nuestro salep. Algunos conversaban entre sí. Un oficial explicaba a un subalterno la anécdota atribuida a un general amigo de Alejandro el Grande, que opinaba debían aceptarse las proposiciones de paz hechas por Darío:

-Si yo fuera Alejandro, hubiera aceptado -dijo el general. A lo que el gran conquistador respondió: -Tambíén yo aceptaría si fuera... si fuera... ¿Cómo se llamaba

aquel amigo de Alejandro? -Parmenio -intervino Barba Yani, que escuchaba la conver-

sación. -¡Muy bien, anciano! -dijo el oficial- ¿Cómo sabes eso?

Vendiendo salep no es fácil encontrarse con Alejandro el Grande... -No te creas -replicó mi amigo-. ¡Todo el mundo tiene necesidad

de calentarse! Complacido, el oficial se dignó hablar con nosotros y en ese

momento se cruzaron nuestras miradas. -Yo te he visto en alguna parte -dijo, dirigiéndose a mí. -Con Mustafá-bey, en Constantinopla, hace cinco años -contesté

sonrojándome. -¡Por Alá, es verdad! ¡Tú eres aquel joven que andaba buscando

a su madre, a quien habían sacado un ojo! ¡Pobre! ¡Cuánto debes haber sufrido con aquel viejo sátiro!

-¡Mucho! -Pero, ¿a quién se le ocurre confiar en un desconocido que, de

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buenas a primeras, acaricia las mejillas de un niño que encuentra en la calle?

El oficial permaneció aún buen rato hablando con nosotros y me reveló las innumerables fechorías de Mustafá-bey. Luego comprobó, entusiasmado, la sabiduría que atesoraba Barba Yani el sencillo vendedor de salep. Se despidió con un afectuoso apretón de manos y nos rogó aceptáramos una libra turca de oro cada uno:

-No es propina -dijo-; es una muestra de admiración ante el talento del anciano y de simpatía hacia el joven.

-¿Ves, Stavro? -conc1uyó Barba Yani-. En todas partes se encuentra alguien que yerra, y, la inteligencia derrumba todas las barreras, aunque vistan uniforme militar.

Así pasaban los días y Barba Yani envejecía. Una enfermedad del corazón le hacía más inepto, año con año, para el trabajo. Sus accesos de melancolía, cada vez más frecuentes, se hicieron casi constantes.

Ya tenía yo veintidós años y era fuerte. Con nuestros ahorros, decidí llevarlo a descansar a un lugar desconocido: el monte Líbano.

¡Oh, Líbano melancólico! ¡Mi corazón se llena de luz, y sangra al mismo tiempo, cuando recuerdo aquel año que pasé entre tus piedras! ¡Ghazir..! ¡Ghazir..! ¡Y tú, Dlepta…! ¡Y tú, Harmón…! ¡Y tú, Malmetein…! ¡Y ustedes, cedros de brazos largos y fraternales que quieren abrazar la tierra entera! ¡Y ustedes, granados generosos, que se conforman con un poco de musgo y se acurrucan en el hueco de cualquier roca, para ofrecer después al vagabundo el más jugoso fruto! ¡Y tú, Mediterráneo, que te meces voluptuoso y traes tu inmaculada inmensidad hasta las ventanas de las humildes casas libanesas que se agolpan frente al infinito…! A todos: ¡adiós! ¡Aunque nunca vuelva a verlos, siempre llevaré en mis ojos el dulce reflejo de su luz! ¡Aún hoy brilla en el fondo de la niebla de mis recuerdos! Si la vida no ha querido que mi gozo sea completo ¿quién ha dicho que en la vida pueda alcanzarse?

Nos instalamos en Ghazir, un pequeño lugar tan pintoresco como todo Líbano, que se alzaba sobre una colina. Eramos los únicos huéspedes de Set Amra, anciana artrítica que vivía en la soledad y católica, como todos los libaneses. Aunque nosotros éramos ortodoxos, nos recibió muy bien por ser cristianos. Y de aquí arranca otra de las muchas historias que he vivido.

Yo trabajaba mientras Barba Yani, apoyado en su bastón, buscaba granadas por el monte, y mataba serpientes.

Agobiada por la soledad, Set Amra buscaba sentarse con noso-tros a conversar largamente mientras fumaba su narguile. Así nos contó de sus penas y de su única hija, de veinte años, que se fue con su padre a Venezuela a buscar fortuna como muchos otros libaneses.

Después de la muerte del padre, hacía apenas un año, las car-tas fueron espaciándose. Aunque era dueña de una joyería, con una

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posición económica desahogada, Selina, la hija, no parecía querer mucho a su madre que, olvidada, pasaba días enteros comiendo sólo pan seco.

Nos dio lástima y decidimos compartir con ella la comida. Eso fue suficiente para que diera gracias a Dios por el regalo que le hizo al enviarnos a su casa, y para que escribiera a su hija contándole de sus protectores. De esta manera, el tiempo transcurrió felizmente.

Pero no era suficiente lo que yo ganaba y, con el otoño, llegó una enfermedad para Barba Yani. Los gastos en el médico y en las medicinas acabaron con todos los ahorros, y, como aquel invierno libanés fue muy riguroso, a duras penas gané lo justo para sobrevivir. Renunciamos a la carne, y tres día a la semana sólo comimos pan seco; de igual manera, economizamos al no encender más que un narguile y fumar los tres del mismo tchibiouk. Marzo no sólo nos trajo el fin de un invierno tan duro, sino una magnífica noticia: Selina avisaba de su partida de Venezuela y de su llegada a Líbano en tres o cuatro semanas… ¡Cantamos y danzamos de alegría!

-Stavro es muy guapo -nos dijo, con aire misterioso, Set Amra-, y seguro que Selina va a enamorarse de él y, al casarse, recibirá la recompensa a su generosidad para conmigo. ¿Qué les parece?

¿Qué me parecía…? ¡Pues, como de costumbre, enloquecí del gusto! Pero en esta ocasión enloquecimos los tres, y hasta la vieja artrítica celebró, danzando con nosotros, mi próxima boda con quien no estaba enterada de nada. A partir de ese momento sólo pensaba en Selina.

Porque ya consideraba la casa como mía, arreglé goteras que antes no había notado. ¡Cuántas veces me ha engañado mi pobre corazón!

Fui más lejos todavía. Una tarde me acerqué a Barba Yani para señalarle los labios todavía atractivos de Set Amra, que aspiraba voluptuosamente su narguile:

-Barba Yani, ¿no podrían esos labios besar los tuyos mejor de lo que fuman el narguile? ¿Y si hiciéramos una boda doble? ¡Otra boda, porque la mía ya era un hecho consumado…!

-¡Pobre Stavro -me respondió-, ¡cuánto te falta aprender de la vida!

Su voz fue profética. Hermosa, esbelta, morena, de larga cabellera y pícara mirada,

llegó Selina. De inmediato nos mostró su espíritu comerciante y su inteligencia de ramera: apenas nos dio las gracias, para luego criticar nuestra vida y casi culparnos por la pobreza de su madre. Como muestra de desdén alquiló una casa aparte y redujo sus visitas a la nuestra apenas a un cuarto de hora diario. Entregó a Set Amra una ridícula suma para nosotros "como pago a nuestra bondad", mientras, vestida a todo lujo, se paseaba como codiciable mercancía frente a los habitantes de Ghazir.

Un día, supimos por una vecina que un elegante extranjero 89

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venía de Beirut, en coche, a encontrarse con Selina. ¡Con Selina, mi prometida…!

-¡Ay, Barba Yani, cuántas decepciones hay que sufrir en la vida -dije, apoyándome en el brazo del único amigo sincero que he conocido.

-Aprende, Stavro. Por lo pronto vamos a recoger nuestras cosas para irnos de aquí. ¡Vámonos, sí, porque la tierra es grande y es hermosa!

Dejamos inconsolable a la pobre Set Amra, y durante tres me-ses recorrimos los maravillosos lugares del Líbano, y, al igual que bebimos en la transparencia de sus manantiales, dimos nuestro salep a los libaneses.

-¡Salep! ¡Salep! ¡Aquí vienen los salepgdis…! -¿Verdad que tenía razón, Stavro, y que la tierra es hermosa? -¡Claro, Barba Yani, siempre has tenido razón! La tierra no es hermosa. Era mentira. La única belleza posible

está en nuestro corazón. Mientras haya alegría en él, todo es hermoso, pero cuando se queda vacío, todo resulta más triste que un cementerio. Y eso terminó por ser la hermosa tierra del Líbano: un cementerio desolado donde yacen mi corazón y los restos de Barba Yani.

Un día, cuando andabamos por el rumbo de Deptla, lo derrumbó un ataque, y, al caer, su cabeza se golpeó en una roca.

-¡Barba Yani! ¡Barba Yani…! ¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal…? No. Barba Yani ya no volvería a sentirse mal. El mal se quedaba

sólo para mí, para roer mi vida. El recuerdo imborrable de aquella amistad y la sed de otro

afecto me hicieron regresar a la patria, años después, para buscar a un ser humano, a pesar de todas las decepciones, y amarlo como amé a Kyra y como amé a mi madre, como a Barba Yani...

Esta ha sido, no la olviden, la historia de Stavro, el refresquero, que corre de feria en feria...

Índice

Presentación 11. Stavro 2

2. Kyra Kyralina 263. Dragomir 50

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