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EL PÓRTICO DE DON BLAS EL PÓRTICO DE DON BLAS Juan de la Cabada JOVEN culto, pero sin esperanza, y ya hecho a recoger cuanto tira por la calle la gente de mayor categoría, levantó del suelo una hoja de periódico. Al arrastre de sus pasos, dentro de unos increíbles zapatones destrozados, va leyendo. Repentinamente se devuelve y encamínase a la catedral. Parece mentira! —piensa— ¿Es curiosidad enfermiza o qué, relacionar mi vida imbécil al brillo de un extinto millonario? Hasta quisiera saber de qué murió ¿Quién, quién me informará? Eran las 8 y 35. En el altar mayor, todo enlutado, el arzobispo y dos curas, los tres con casullas de duelo, cantaban. Imponente, respóndeles el coro. De rodillas, la cabeza baja y su vista recogida en su propia ruina, se dice para si el desarrapado: —Si esto es para la salvación de su alma, yo doy de antemano la mía con tal de que la de él se condene. ¿Pero qué puedo hacer con el arzobispo, los padres y todas las buenas personas ricas que, según veo, se interesan tanto, en cambio, por el descanso eterno del finado …? La iglesia estaba llena. El miserable alzó los párpados, desvió la mirada y la posó disimulado en un individuo, hipócritamente pesaroso, muy limpio y de inconfundible traza de sirviente: —Este es el de la manguera —recordó.
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Juan de La Cabada

Jul 07, 2016

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Ahime Alex

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EL PÓRTICO DE DON BLASEL PÓRTICO DE DON BLAS

Juan de la CabadaJOVEN culto, pero sin esperanza, y ya hecho a recoger cuanto tira por la calle la gente de mayor categoría, levantó del suelo una hoja de periódico. Al arrastre de sus pasos, dentro de unos increíbles zapatones destrozados, va leyendo. Repentinamente se devuelve y encamínase a la catedral.

Parece mentira! —piensa— ¿Es curiosidad enfermiza o qué, relacionar mi vida imbécil al brillo de un extinto millonario? Hasta quisiera saber de qué murió ¿Quién, quién me informará?

Eran las 8 y 35.

En el altar mayor, todo enlutado, el arzobispo y dos curas, los tres con casullas de duelo, cantaban. Imponente, respóndeles el coro. De rodillas, la cabeza baja y su vista recogida en su propia ruina, se dice para si el desarrapado:

—Si esto es para la salvación de su alma, yo doy de antemano la mía con tal de que la de él se condene. ¿Pero qué puedo hacer con el arzobispo, los padres y todas las buenas personas ricas que, según veo, se interesan tanto, en cambio, por el descanso eterno del finado …?

La iglesia estaba llena. El miserable alzó los párpados, desvió la mirada y la posó disimulado en un individuo, hipócritamente pesaroso, muy limpio y de inconfundible traza de sirviente:

—Este es el de la manguera —recordó.

Al instante, por su cabeza inclinada se asociaron las imágenes y se montaron gráficamente sobre el espacio escrito de la hoja de periódico, cuya lectura le llevó a la catedral. En primer término, su imagen —la imagen del desarrapado— se habla a sí misma: Soy un vago —empieza

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—. Joven, como me veo, soy, sin embargo, uno de tantos seres a quien sin más la gente llama rata. Muy cansado de caminar, y, lejos del centro de la ciudad, cierta noche de lluvia el aguacero me obligó a tomar refugio bajo el pórtico de un palacio. Me tumbé en el piso de mármoles del pórtico. Llegó un segundo vago y se tumbó también. ¿Serían las doce de la noche, la una, o las dos de la mañana? Poco después un frío susto me despertó y con indecible amargura, perseguido por los manguerazos de agua, corría hacia la acera opuesta del palacio. Desde el pórtico, un criado de uniforme, manguera al brazo, se reía. Así las cosas, descubrí por la acera en que me hallaba, un grupo de vagos como yo. Uno de éstos, ya viejo, que manteníase despierto, dijo:

—Se conoce que eres novato. Pero el otro sí se quedó …

— No se ha movido —contesté.

—Parece de piedra … —indicó un tercero.

— Acuéstense por ahí y no fastidien —aconsejó el viejo, y agregó: -Ya se despertará dentro de dos horas, cuando el gato vuelva a fregar con su manguera.

-¿Por qué?

-¿No sabes? El dueño del palacio es don Blas Plastira, millonario …, el más rico del país …

Torné a dormirme. Alto el sol, desperté con un nombre en la boca: “Blas Plastira”. Frente a mí, precisamente, el millonario aparecía en el pórtico. Dio dos saltitos, chilló, y en otros dos saltitos regresó al interior de su palacio.

Luego, salió, seguido por su criado de uniforme:

-¿Qué hace esto aquí? -preguntó don Blas al criado.

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-Señor, yo eché agua cada dos horas, cada dos horas toda la noche, toda la noche hasta las seis de la mañana como usted me lo ha ordenado …

Y diciendo -puesto que traía consigo la manguera descargaba torrentes y torrentes contra el sujeto, tirado allí en el pórtico.

Mi compañero, el viejo vago, abrió los ojos:

- Es el de anoche, ¿verdad?, que seguramente se murió …

- Debe ser.

Pero ya el criado había soltado la manguera y arrodillado estaba junto al hombre que no se movía.

- Está muerto -adujo el criado, mirando a don Blas-. ¡ Con razón!

-¡ Qué razón, ni qué nada! -exclamó don Blas-. Claro, les echa usted el agua después de muertos, en vez de echársela antes. ¡ Gástase uno millones en construir una casa a su gusto, del más puro estilo europeo, para que se la conviertan en guarida de piojosos! ¡ Pues no, señor, el pórtico de mi casa no es asilo! ¡ Pronto! Llame usted a la Cruz Roja para que lo recojan en seguida. ¡Y tenga más cuidado! En lo sucesivo tendrá usted que regar el pórtico cada hora …

Forrado por su abrigo negro, don Blas se metió en su automóvil.

Sin duda vino aquí, a la catedral. Tenía fama indiscutible de ser el hombre mas piadoso de esta tierra. ¿Oyó misa y comulgó? ¡ Claro! Don Blas oía misa y comulgaba diariamente…

Aunque joven, como tiempo tiene de sobra, un vago es generalmente muy curioso. En consecuencia, el desarrapado, llegada la noche del día en que asistió a las honras fúnebres del millonario Blas Plastira, va y se

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acomoda en el mismo sitio de la acerca opuesta del palacio. Entonces comprendió al valor infalible y enorme de la herencia.

Al sonar las diez salió el criado con su manguera:

-¡ Don Blas con su familia, palacio y todo: hijo de puta! -masculla el miserable.

Pues como dispuso en vida el millonario, su criado riega el pórtico cada hora.

EL GRILLO CREPUSCULARJuan de la Cabada

I

DE CHOM —tronco— y Pom —copal—, Chom’ Pom es un selvático villaje maya. Todos aquí profesan gran veneración a don Perfecto Dzib, jefe de tribu. El villaje tiene ahora un maestro rural. Dentro de la escuela platican el maestro y un grupo de indios viejos, entre ellos el músico Lib Tash, el gigante Carnás Chim y el ciego don Teul. Afuera, contra el plomizo atardecer, azota el aguacero. La humedad de la selva se unta en la piel; cala los huesos. Don Perfecto no ha vuelto aún de la labor. Camino de la milpa, bajo el aguacero, andando viene al pueblo.

II

Decía don Lib Tash:

“Acerca del uso del arete que llevamos los mayas del Territorio de Quintana Roo, se cuenta que cierta noche nuestro jefe Prudencio May descubrió entre los bosques un cenote. Ardiendo cerca del cenote, había un cedro. A la mañana siguiente notó que aquel mismo cedro estaba verde; pero por la noche reparó en que éste ardía de nuevo. Y en lo sucesivo siguió ese árbol así: verde y lozano en las mañanas, y ardiendo por las noches. Una de tantas mañanas oyó que salían voces

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del tronco. Ordenó que una cuadrilla de sus hombres cortara el árbol e hiciese del corazón del palo cuatro cruces: la primera destinada al culto en Chun’ Pom; la segunda para el Chan Cah; la tercera para Santa Cruz, y la cuarta para Tulún. La cruz de Chom’Pom, por voz del secretario de Prudencio May, guiaba y aconsejaba a las tropas en sus campañas, y cuando los mayas tomaron Citilpech les reveló el mandato de que el sitio por su voluntad elegido para capital era Santa Cruz. De Citilpech salieron, pues, en número de trescientos, a comunicar el título y reconocer el honorífico vasallaje a esa ciudad. Pero la peregrinación fue víctima de ataque de una bestia monstruosa llamada pit, que devoró a muchos. Como quisieran matar a la fiera, la voz de la Cruz les indicó que a resultas de ese acto enviarían más monstruos en su contra, motivo por el cual continuaron la marcha sin defenderse. Cuando llegaron a Tulún, el pit les había devastado la mitad de la gente; pero desde aquel lugar cesó el sanguinario estrago de la fiera, y sin otro contratiempo la procesión dio pie con su destino. Para que los supervivientes, cuando a su vez les tocara morir, pudieran reconocerse en el Cielo, acordaron, ya en sosiego, que todos se horadasen las orejas y se pusiese cada uno en la izquierda un arete. De aquí la costumbre que hasta hoy ha subsistido.”

Agregó el gigante Camás Chim:

“Me ha dicho el Teniente Cab que los pies de la Xtabay son como las patas del pavo. Si alguno quiere desencantar o convertir a lo que ella es en realidad, cuando, para perderlo, se le aparezca en forma de mujer, le bastará cintarearla con el cordel de ocho hilos de una de sus alpargatas. Inmediatamente, a los primeros cintarazos, la Xtabay rueda por el suelo y huye trasformada en xyahican: culebra verde, chirrionera. Riendo se va, porque esa culebra verde, la xyahican, ríe a carcajadas de mujer. Y sucedió cierta mañana, según el mismo Teniente, que un sujeto fuera de caza por el bosque, ‘pensando que cobraría muchas piezas; pero de pronto le alarmó una grande jácara de risas. Curioso por saber de quiénes eran, cautelosamente se acercó al lugar de donde provenían. No obstante su certidumbre de hallarse en el centro de las risas, a nadie descubrió por más que mirase a uno y otro lado … Hasta

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que, trenzada una con otra, vio dos culebras verdes entre un claro de caobos. De las fauces abiertas de las serpientes manaba el raudal de carcajadas.”

Y dijo el ciego don Teul:

“He oído hablar de Uay-Cot, del Brujo Águila, quien si de día era visto en su gran tienda —la mayor de la comarca—, llevaba cada noche a sus esclavos para venderlos en países lejanos. Los llevaría volando, pues al amanecer ya estaba de vuelta en el pueblo para que nadie notase su ausencia. Una vez llevó así a uno que era más diestro que su señor. El esclavo era Hadz-Uhh y poseía una magia superior a la del Uay-Cot. Tranquilamente dejó, pues, que su amo lo llevase y lo vendiese. A la madrugada, cuando el comerciante volvió y entró a su tienda, se sorprendió de ver que hubiese regresado antes que él y allí estuviera ese hombre a quien la noche anterior había vendido. Tal fue el disgusto, el espanto, el estupor del amo, que en vez de abrir su establecimiento penetró a la obscura trastienda, echó una cuerda a través de la viga madre y se ahorcó, silencioso, en las tinieblas. Con el sol, vino el pueblo en pos de las autoridades a cerciorarse del suceso. Los extraños países ponían en ceba a los esclavos que compraban, no sin antes cortarles brazos y piernas para impedirles el menor intento de fuga o de defensa. Luego los amontonaban dentro de una siniestra bodega, donde les atiborraban de comida. De tiempo en tiempo se probaba si ya estaban a punto, bien cebados, metiéndoles una aguja arriera, al rojo vivo, en las nalgas … Si se movían era señal de que aún no estaban lo bastante gordos para ser absolutamente insensibles al dolor; si no, se les descuartizaba para fabricar manteca que a su vez servía en la industria del jabón cuya fama hizo célebres por aquellos lejanos siglos a esos países extranjeros. De todo esto fue testigo el esclavo, que era Hadz-Uhh, o conocedor de la más alta magia, y lo reveló ante el pueblo al romper los trasiegos diabólicos de su amo, quien llamábase don Juan y lucía largas barbas y tez blanca. Se comprobó que éste realmente volaba y se dedicaba a tan infernal comercio, pues en los casilleros de su tienda no había nada por las noches y al amanecer estaban repletos de frutas exóticas, como manzanas, uvas, peras …”

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III

Hubo un silencio y apareció empapado por la lluvia torrencial el jefe de tribu don Perfecto Dzib. Después de incorporarse cada quien para saludarlo respetuosa y cordialmente, se le hizo lugar en el corro. Esparcía la interrumpida charla breves chispas de sátiras y humor, hasta que uno de los viejos preguntó, más en tono de plantear una adivinanza que en el de aprender, por qué tendría la figura del gato tanta participación en la existencia del hechizo y las prácticas de tráfico de los hechiceros.

Tocándole a don Perfecto, por su preponderancia jerárquica, la primacía en el uso de la palabra, dijo, como respuesta, que el espíritu del mis, del gato, es símbolo de nocturnidad, de silencio, de frialdad y senilidad calculadoras. Añadió que el ejercicio de la brujería, en consonancia con estos atributos, requiere un espíritu viejo, y que la mejor prueba de ello era que precisamente fuese la forma del gato la más favorecida para el empleo de las malas artes en lances de amor, pues aquí donde un objeto joven —fresco— de pasión, presenta resistencia o natural repudio, es donde ya el hermético despecho, ya las extraviadas vorágines de lujuria senil, recurren a los actos infernales, siempre hijos de la vejez, y ningunos dones eróticos ni carácter de mayor eficacia que los contenidos en la personificación del gato. El gato lame. Así, bajo esta figura o apariencia, va por las noches el espíritu sometido a los poderes del hechizo, cuyo sujeto es actor e instrumento al par que víctima de la naturaleza y del embrujo. Cualquier otro ser haría tal vez ruido. Mas el gato no. Necesita y gusta del calor hasta la fascinación, pero es frío. ¡ Frío sin frío!, dijéramos. Llega donde le llevan y mandan su deseo y las posesivas fuerzas, los misteriosos e irresistibles impulsos del encantamiento. Entra en las casas. Salta sobre los lechos de las mujeres, de las vírgenes; les sofalda las ropas, lame y empieza de tal suerte a satisfacer sus apetitos.

—Siempre la brujería —añadió don Perfecto—, el recurrir a ella o ejercerla, obedece a causas desgraciadas: la pobreza del hombre, su impotencia, su ineptitud para luchar con los otros de modo abierto, la

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repulsa del medio ambiente, su fealdad … Pero volviendo al asunto que motivó cuanto endenantes yo decía, es de mal agüero que cuando duerme alguien pase un gato debajo de su hamaca, porque puede contagiarle la frialdad, y siempre la frialdad seca, enferma a la persona.

Con ligera disertación alusiva al suxin-mis (gato pardo, muy socorrido en la brujería maya), don Perfecto adujo que debla irse a mudar de ropas. Se puso en pie; le imitaron todos los demás, le dieron la mano y él dio a cada uno la suya entre las respectivas inclinaciones, las sendas genuflexiones por ceremonioso turno y las palabras de ritual:

—Quintactac Dios, In Yumen (Alabado sea Dios, mi Señor).

—Quintactac Dios, tatáa (Alabado sea, padrecito)

Luego de la mesurada pausa que la despedida ocasionase, la instancia de las actitudes expectantes en torno al maestro, le persuadieron a distraerles en algo que, sin salirse del tema, hubiera ocurrido en otros lugares.

Por lo general es de rigor acá, que un mismo tema abarque toda una conversación o serie de conversaciones de uno o de varios días. El maestro, pues, bajo el ánimo liviano, sociable, de divertir, comenzó su peroración de esta manera:

“A propósito de gatos, mi abuela tuvo, entre sus muchos hijos, un hijo que llamábase Jacinto. Solía contarnos ella que cuando en son de visitarla llegaba cierta amiga suya, muy vieja, fea y desdentada, cortejara ésta a mi tío Jacinto, entonces mozalbete, cual si le gastase bromas al reír y acariciarle las mejillas:

“—¡ Qué bonito es este Jacinto; me voy a casar con él! Es mi novio.

“A la sazón, en vez de dormir ese mi tío dentro de la casa propiamente dicha, dormía en un jacal del patio.

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“De repente la familia empezó a notar que se desmejoraba el mozo; que se mostraba inapetente, alicaído, flaco, estropeado, y que su piel tomaba un color amarillusco. Discutieron acerca de las dolencias que podrían provocar tales quebrantos, y no acertando con ninguna reconocida enfermedad que los causara, llegaron a la certeza de que no era víctima de otra cosa que la del maleficio de algún embrujamiento. Ocultos pusiéronse a espiar, en acecho cuidadoso de cómo le trasmitirían el hechizo. Una de tantas vigilantes noches vieron que un gato penetró silenciosamente en el jacal del patio. Armados de sus garrotes, que en previsión llevaban, y sin cambiarse palabra, pues no había quien dentro de sí no estuviese convicto de que aquello era el ardid del hechicero, su forma, su espíritu o el hechicero mismo, se acercaron poco a poco a rodear el jacal. Sitiado éste despertaron a mi tío en medio de grandes voces, irrumpieron de golpe y entre todos persiguieron y apalearon al gato, que maullaba y saltaba despavorido, azotándose a bandazos contra uno y otro lado de los muros. De pronto, en un rincón, se atoró dentro del resquicio de los colotchés. (1) Allí, sin desaprovechar la ocasión, le asestaron tantos palos al gato, que cayó muerto. Pero de pronto, de un brinco fenomenal, logró ganar el patio y desaparecer, cosa que, al revés de asombrar a nadie, la juzgaron adecuada, lógica, y les arraigó más en la convicción de lo que se trataba, pues ya se sabe que los brujos nunca deben permitir que la luz del alba les sorprenda bajo su forma de encantamiento, así como que siempre —si fuesen muertos— han de llegar a morir en sus casas y no pueden jamás permanecer inanimes en el lugar en donde les maten.

“A la mañana siguiente se supo que la vieja, fea y desdentada amiga de mi abuela, estaba enferma. Días más tarde, toda maltrecha, renga, llena de moretones el rostro, vino a casa. En el transcurso de la conversación, discretamente le preguntaron:

“—¿Qué le pasó, chich? (2)

“—La otra tarde —farfulló la anciana—, oscureciendo, al volver de leñar, tropecé en el camino;caí de boca sobre las piedras, la leña me

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arañó el codo, me sangraron las rodillas, me espiné los brazos. ¡ Ay, Dios! Por fortuna, ya me alivio.

1 Nombre de los cercos de madera de los jacales.(2 )Abuela“Continuó sus explicaciones en trance tal, que a medida que las alargaba, los circunstantes se acogían más y más a interpretarlas un artificio de disimulo, de disfraz, de la verdad. Y terminó con el gracejo de siempre, aludiendo a mi tío Jacinto.

“—¡ Ay, si por lo menos este mi novio siquiera tuviese compasión y leñara por mí, me sacara agua del pozo … Nunca me sucedería esta desgracia!

“La vieja, tal el cloqueo de una gallina, rió su broma, mientras los oyentes se cruzaban significativas miradas que decían: “Si, ella es la bruja; ahí tiene ya las señales de la garrotiza que le dimos”.

“Cuando se fue, comentaron:

“—¡Jeló, x-nuc quisín, yotel lé tachá jó, matan azut tu castén! (¡Ahora, vieja diabla, con la paliza que llevaste no volverás por otra!)

“Contaba mi abuela que en adelante recobró mi tío Jacinto la salud, los buenos colores, y el gato no reapareció jamás.

—¿Pero qué gato regresaría? —interrogó el maestro, logrando en la pregunta, con la destrucción de la conseja, exponer el objeto exclusivo de divertir que le animaba, procedimiento ponderado y bien generoso para expresar, sin saña, cualquiera incredulidad saludable y conveniente.

IV

Como de costumbre, por más sutil que fuese, no plugo a los ancianos esta final insinuación incrédula del maestro. Callaron, sin embargo, en

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espera de que los nuevos hilvanes de la plática habrían de ofrecerles presta ocasión de rebatirlo y proclamar su fe inmutable. Por ello, cuando contra el fondo gris de la hora y del mal tiempo surgió el trasunto de don Sil May, como un grillo, bajo un saco de pita en capucho la cabeza para resguardarse de la lluvia, las caras de los viejos, de suyo impávidas, hechas a sofrenar las impresiones, esbozaron tenuemente su grande alegría contenida.

—¡ Eh, don Sil! —gritó el maestro, quien, por su parte, con la excitación del trance en la irresuelta disputa sorda, rápido había dejado su asiento, y puesto al vano de la puerta de la escuela llamaba en actitud simbólica de que los viejos comprendieron que en vez de temer buscaba discutir con el recién aparecido, aunque no ignorase lo difícil y peligroso que siempre resultara el hacerlo con ese astuto sujeto, el más retrógrado, más fanático y hábil —casi un profesional— polemista de Chom’ Pom .

Llegó don Sil, y luego del cambio de ceremonias, reverencias, saludos rigurosos (“Quintactac Dios, tatáa Quintactac Dios, in Yumen”) y de haber manifestado —por mera fórmula habitual en las reglas de la indígena cortesía— que en ese momento acababa de regresar de un largo viaje a Santa Cruz, se dio al punto cuenta de la situación. Precisamente, ya en el camino traía el propósito de iniciar alguna disputa con el maestro. No era, pues, de desperdiciar la oportunidad. Parsimonioso revolvió en su morral o sabukán y extrajo un pequeño libro, objeto de sus anteriores cavilaciones para la controversia proyectada. Sonriendo tendió el libro hasta las manos del maestro, mientras le preguntaba con socarronería:

—¿Qué es esto, maestro?

El maestro leyó el título:

—Es un folleto editado por el Departamento de Salubridad Pública —respondió—. Se llama Guía de Salud y deben habértelo dado al pasar frente al Centro Médico de Higiene Rural, en Santa Cruz.

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—Bien. Pero, ¿de qué me sirve? ¿Para qué? ¿Qué gano yo con el regalo, o con saber lo que allí dice?

—Ah, don Sil —repuso el maestro—, es un libro muy bueno. Enseña las causas de las enfermedades, cómo evitar su contagio y cómo podría vivir de manera higiénica el trabajador. Atesora, en fin, buen número de consejos útiles que sirven para preservar la salud y mejorar la vida de los habitantes de estas regiones.

Hizo mutis mientras hojeaba el libro y, al detenerse ante la ilustración de una página, añadió:

—Sirve también para combatir la ignorancia de la gente y desfanatizarla, pues de conocer el origen de las enfermedades no creerían ya más que las manda Dios o el Diablo ni que pueden adivinarlas nuestros H’menes o hechiceros por medio del sastún.(3  )Aquí se muestra un aparato científico que de modo real, verdadero, descubre los agentes de las enfermedades: los microbios. Aquí abajo, mirando a través de las lentes de este aparato, llamado microscopio, se ven los microbios que causan las enfermedades si ellos nacen y se reproducen en el organismo. Aquí se ven, y no a la gran distancia de las adivinaciones y el misterio de sus símbolos, sino cerca, muy cerca …Don Sil adoptó, larga, reflexiva, inmolada seriedad, sin más mira que la treta de aturdir entre barruntos de befa al contrincante, pues detrás de la meditabunda pausa rió estentóreo:

—¡Ja, ja! ¡Eso sí que no lo creo! Las enfermedades vienen del Cielo, de lo alto, y no de abajo como en tu X’1á (4  )milcloscopo. Jamás podrán saber su origen tus doctores, que nunca, ni el más sabio de ellos, alcanzará la sabiduría del menor de nuestros H’menes.El maestro cayó en la torpeza de exaltarse, aunque sólo fuese levemente:

 

( 3 )Piedra con propiedades mágicas de adivinación.

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(4 )Partícula del femenino, que con el artículo castellano de igual género forma una despectiva expresión en el vocabulario de los mayas actuales.—¡No, hombre, no: tus H’menes no saben nada! ¡El diablo no existe; los poderes de tus kates, aluxes, sastunes y demás divinidades, númenes y talismanes, tampoco!

—No, maestro, no: todo eso existe —replicó don Sil suave y sagaz, asido en su juego a los patrimonios raciales de mansedumbre, de humildad, de resignada calma.

—¡ Pues no —espetó, rotundo, el maestro—, porque yo lo he comprobado!

—¿Tú lo has comprobado? ¿Qué es lo que has comprobado, hombre de sin igual sapiencia, por cuanto se desprende lo que ahora me revelas?, preguntó don Sil, y sonrió irónico en aire de un triunfo que hubiese ya previsto.

—Es largo de contar —adujo el maestro, apaciguándose—. Desde niño yo sé que nada de eso existe. Trataré de referírtelo en pocas palabras, las menos que me sean necesarias. Verás. Mi abuelo era un indígena como cualquiera de ustedes, tan bueno como don Perfecto, con todas las virtudes propias de la raza maya y sus defectos. Era pobre, como todos los de nuestra raza, y no pudo ilustrarse. Pero era hombre cabal, justo, de muy buen criterio y mejor corazón. Como don Perfecto, cuando encontraba a su paso maíz regado lo recogía diciendo: “Es pecado. No es bueno desperdiciar así la Gracia en épocas de abundancia, porque Dios Nuestro Señor que da las buenas cosechas podría enojarse y mandarnos años de escasez como aquellos que recuerdo del tiempo de la Gran Hambre, tiempo en que comimos las suelas resecas de los zapatos que antes había tirado el amo a los traspatios: tiempo en el cual vi que si a tu paso topabas con un hombre mascando le dabas una alevosa trompada, y débil como él estaba caía y le metías los dedos en la boca para sacarle lo que mascara y llevártelo a la tuya”. Cuando íbamos mi abuelo y yo por los caminos me enseñaba a

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quitar de en medio las espinas, diciéndome: “Haz siempre esto, hijo, para que no vaya a espinarse quien venga detrás y tuya sea la culpa de su daño”. También quitaba las piedras grandes y los troncos salientes. “Quítalos siempre que los veas —me aconsejaba— para que por las noches no tropieces ni tropiece otra persona.” Así era mi abuelo y creía, como tú, don Sil, y como don Perfecto, en adivinos, hechiceros y demonios. Y como yo de niño, por ser tan amigo de saberlo todo, fuese curioso y muy preguntón, le preguntaba: “¿Qué cosa es el Diablo?” “¿Cómo es el brujo?” “¿Dónde están los U-Yumiles …?” Me decía que el uay mis —el gato brujo— era un hombre o una mujer que por las noches, con malas artes, se convertía en gato negro e iba a las casas de sus enemigos a meter la cola en las ollas para agriarles la comida. Si le preguntaba yo: “¿Y qué hace para convertirse en gato?”, respondía: “Dicen que son personas que rezan el Credo muchas veces al revés y a la última dan nueve volatines y al último volatín quedan ya tranformadas en gato …”

—Jajualé, maestro … (creo que es cierto, maestro) —musitaba en éxtasis don Sil.

—”¿Y el Diablo?” —le preguntaba, luego, a mi abuelo—. “¡ Ah! —respondía—. Es un Ser que dicen habita en los Conventos de las Hormigas Arrieras, y aquel que quiere perder su alma a cambio de riquezas se inclina sobre el agujero del Convento de las Hormigas. Ha de ir solo, al punto de las doce de la noche, y llamar en la boca del agujero nueve veces: “¡ Belcebú!, ¡Belcebú!, ¡ Belcebú! …” De repente se apodera de tu cuerpo y de cuanto te rodea, un tremendo temblor, semejante al que precede a la parálisis, y escapa del agujero una llama azulosa oliendo a azufre. Si el que invoca y tiene puesta la oreja en el agujero no se desmaya, oye a su alrededor rugidos de animales, truenos, lamentos quejumbrosos, zumbar de avispas y tábanos inmundos, aleteos de pájaros, silbidos de serpientes. Si todavía el valor no te abandona, al estrépito de un movimiento de tierra que se abre, saldrá entre una indescriptible carcajada un gigante de forma pavorosa, el cual, poco a poco, a medida que baja la carcajada, toma una estatura común y dice: “Hombre audaz que me has nombrado y esperado, ¿qué

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quieres de mí?” “Vengo a venderte mi alma. Quiero ser un ganadero, tener grandes tierras. Soy pobre, vivo desesperado y anhelo salir de esta mísera situación en que me encuentro”. A quien le vende su alma, el Diablo le da oro. “Nunca se te acabará —le dice—; tendrás esclavos, placeres. Pídeme lo que quieras, que a tu menor indicación estaré presto a servirte al pensamiento y nunca en este mundo dejarán de ser satisfechos tus deseos”.

Suspenso, a cada paso don Sil había venido repitiendo con suspiros y leves afirmaciones de cabeza:

—Ajá, ajá, jajualé …(Sí, sí, así es …)

—Todas estas cosas, don Sil —objetó el maestro, que saboreaba en invicto gesto el anticipo del remate feliz de su argumentación testimonial—, cuando crecí un poco más y aprendí a leer y compré mi catecismo, fui a probarlo. En su hora, y lugar recé varias noches nueve veces el Credo al revés e hice lo demás, tanto y cuanto mi abuelo me explicase, y nunca me convertí en gato ni se me apareció el Diablo. Por ello te aseguro que nada de ninguna de estas fábulas tiene el menor viso de realismo, de verdad.

—Alguna vez, ¡pobre de mí!, siquiera por mis años, me habría de tocar darte una sencilla leccioncita, maestro —opuso don Sil con lo mejor de su dicción, serenidad y modulaciones de su voz—. Es evidente que no nacerías acaso con vocación para brujo, ni para venderle tu alma al Diablo, ni para que se pierda o se confunda. ¡Quién sabe! De cuanto has dicho, no siendo un brujo mismo quien despertara en ti las tentaciones de realizar el experimento, mal podría, supongo, ilustrarte del proceso de su ejecución con el orden exacto, los más mínimos detalles, y menos comunicarte su fluido, sin el cual el efecto de todo intento es nulo, estéril, dentro de empresas de naturaleza semejante. Quizás ni tu carne ni tu sangre ni tu espíritu podrían atraer jamás a los espíritus que invocabas, y por eso no se cumplieron tus deseos. Pero antes de que tus propios resultados, fruto de tus posibles negativas condiciones, demuestren que no existen. Hay sobre la tierra, desde luego,

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predestinados seres con dotes de afición y facultades físicas para tales contactos y ejercicios; los conocemos por brujos y adivinos, y siempre han existido y existen para dar fe y testimonio vivos, innegables, de las leyes incomprensibles y los hechos misteriosos.

Mientras buscaba el maestro razones para rebatirlo, don Sil, bajo aviesa dispensa de las ceremonias de despedida con el fin de arrancar todo tiempo de recobro al adversario, tras de unas palmadas sarcásticas al hombro de éste se alzó de su asiento y en un santiamén cargó sus bártulos y se puso fuera de la escuela. Se echó el capucho de costal a la cabeza y quedó como un grillo expuesto a la llovizna postrimera dentro del botón crepuscular de la noche que se abría.

—¡Ja, ja, ja, maestro! —cantó a lo lejos, en eco de aguda risa, volando, y ya desvanecida su figura—. Te regalo el librito. ¡De nada me sirve, quédate con él!

Tras don Sil salieron el músico Lib Tash y el gigante Carnás Chim con el ciego don Teul, cuyo coro de risotadas fenecieron al punto bajo los relámpagos, el estrépito continuo de los rayos y un mayor azote del aguacero que arreciaba.

FIN DE FIESTAJuan de la Cabada

ZORAIDA, de siete años, y Tufí, de cinco, cayeron sin saberse de qué parte a ese mundo: un mundo limitado —desde antes de que la conciencia pudiera definirles su niñez— a vagar, comer lo que se ofrecía y dormir por los muelles, la playa y sus inmediaciones. Eran hermanos, y salvo esta noción y la de su origen árabe por el automático uso entre ellos de un reducidísimo vocabulario en tal idioma, no poseían otros antecedentes de sí mismos. ¿Por qué andaban así, allí en ese puerto del Mar Caribe? ¿A qué debían sus nombres? “Nadie supo explicarnos” —me dijo Tufí alguna vez. Y si los árabes mercaderes de la localidad, viejos residentes, no pudieron explicarlo, con mayor razón el

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par de vagabundos, que al antojo se adjudicaron el apelido Sesma y, precisamente a causa de todas esas circunstancias, profesábanse un cariño que de fraternal amalgamaba un celo extraño.

Constituían su patria la plaza de armas, los baluartes, las rocas, las arenas, los vapores y sus tripulantes, los veleros de pesca con su contenido, y el mercado con sus piñas, mameyes, aguacates, guanábanas, mangos y caimitos. También los platanares, la visión lejana de los cocoteros, el rugir del océano, el viento en tiempo de ciclones, ese sol deslumbrante cuyo fuego producía el sudor hirviente de las horas del día casi todo el año, y el húmedo que iban secando las voluptuosas brisas de la noche bajo aquel cielo limpio con estrellas enormes que de tan cerca se antojaban al alcance de la mano.

Sus caracteres —determinantes de su conducta futura— los moldeó el ambiente semibárbaro, que los fundidos en la pareja no eran ningunos predestinados a torcer. ¿Pero dónde aprendió Zoraida a bailar y cantar con esas reminiscencias arábigas en sus movimientos armónicos al tono de la voz? Sus exhibiciones ante un público de marineros le facilitó el sustento en compañía de Tufí, para luego alquilar un aposento de madera en las azoteas del Universo, el más mísero de los hoteluchos próximos a los muelles. Tenían ya entonces Zoraida trece años y Tufí once cuando cierto capitán noruego de un barco panameño la conoce y casa con ella, cuya hermosura y esbeltez de cuerpo se personifican en los complementos de lo bruñido de la piel broncínea, en el resplandor y abundancia del cabello lacio, negrísimo, y unos ojos dorados.

Al día siguiente de la boda, el capitán dispuso establecer a la familia en otro puerto de la costa, puerto más al sur y de superior categoría.

Con piel tostada, y mirar fijo, pelo rizado que peinaba esmeradamente, y ojos de un verde muy frío, Tufí pasó de niño rechoncho a mozo nervudo, fortachón. Adherido a su hermana por hábito e inextinguible afecto siguió al matrimonio, disimulando impertérrito su profundo rencor hacia el capitán. Su temperamento, de por sí reservado, se hizo

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hermético. Aprovechó la situación para entrar a una escuela de paga, donde a duras penas aprendió a leer y escribir escasamente.

La serie de acontecimientos que siguen implicaría en otro tiempo varios tomos, pero en la actualidad, socorrido el ambiente por los medios más extensos del cine, radio y televisión, que reducen los tomos a capítulos, nuestra literatura se impone la tarea de compendiar éstos en interés de la holgura del autor y utilidad pública de presuntos lectores.

Lejos de alterar las normas inherentes a casi todo matrimonio, al año nace un niño. La profesión del capitán comprende largas ausencias del hogar, que favorecen el desafecto del hijo por el padre, y un apego cada vez mayor hacia la madre. El marido no es muy inteligente ni de gran imaginación. Zoraida tampoco. A causa del chico sobrevienen altercados. Quizás el hombre termine por aburrirse. Con seguridad tiene otra u otras mujeres. Los periodos de ausencia se prolongan. El capitán parece haber roto en definitiva con Zoraida. Dura él tres años fuera; pero ella recibe puntualmente de la casa consignataria la mensualidad.

Por fin, el noruego vuelve con ánimo de radicar en tierra y atraerse definitivamente al hijo. Prosiguen, sin embargo, las contrariedades. A los dos meses de permanencia, el día que cumple cuatro arios el niño, su padre le colma de regalos, y con vestido nuevo lo lleva a pasear al muelle. Suben a un barco, en los momentos en que un largo pitazo anuncia su inmediata salida entre bocanadas de humo negro.

Zoraida nunca más recibe noticias del hijo ni dinero del marido.

Tufí, por su parte, tiene ya dieciséis años. Ante el desastre de la hermana, torvo, hermético, va en busca de porvenir a otro puerto, uno de los más lejanos de la costa norte.

Zoraida necesita recursos, y clandestinamente se vende bien, sin vicio ni entusiasmo.

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Tufí lo averigua o supone.

Mientras el chico crece al lado del padre, transcurren veinte años. Tufí, ambicioso; reservón, pertinaz, pasados los treinta —después de haber probado que las pocas palabras e incultura son dotes que amparan su medro—, es el propietario de La Palestina, un prostíbulo con disfraz de café cantante y posada. Trocó el Sesma de su apellido anterior por el de Estéfano. Aunque no ha llegado a reconocido traficante de drogas, de vez en cuando lucra con guardárselas a los introductores unos días. Cada llegada de barco le significa un extraordinario ingreso en el negocio de contrabando. Por eso tiene conseguida franquicia de subir a bordo. Invita siempre a los capitanes y segundos oficiales para venir a tierra y visitar La Palestina. En esas épocas del inicio de su bonanza, mandó por su hermana Zoraida, la madre casi enloquecida, y amorosamente la indujo a que le trabajara sirviendo mesas y divirtiendo con sus bailes y demás aptitudes a los marineros borrachos. Habían pactado que a una seña que hiciera él, otorgase Zoraida todo lo que alguno de los clientes favoritos le pidiesen.

¡ Así pasan doce años más!

Y aquel señalado día de septiembre fue de sorpresas. Por la mañana llegó un fraile misionero de gran barba pidiendo albergue. Se le asignó uno de los cuartos de arriba. Horas después atracó en el muelle mayor un trasatlántico carguero. Como siempre, Tufí se presentó a bordo.

—Encantado de conocerlo, capitán. ¡De veras! Le invito a que honre mi establecimiento ahora que baje usted a tierra. Y permítame que todo corra por mi cuenta. Venga y pasará una noche feliz, capitán. ¡ Palabra!

Era este capitán, cosa rara, muy joven. Al mando del buque hacía su segundo viaje. La francachela en La Palestina duró hasta muy avanzada la noche. Bailaron, cantaron e hizo Tufí a Zoraida la seña en relación con el capitán.

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A puerta cerrada, despedida la servidumbre y retirados el capitán y Zoraida a la intimidad del cuarto que ocupaba ella, Tufí les sirvió la última tanda.

Brindemos! —alzó Tufí su vaso—. Servido como para un largo viaje, capitán. Bonito fin de fiesta, ¿eh?

El joven sonrió estúpida, desencajadamente. Se hallaba en camiseta, muy borracho  y sentado a la orilla de la cama, frente a una mesilla. Bebió y recargó la cabeza sobre los brazos mientras Zoraida se desvestía y su hermano se llevaba la bandeja con los vasos. Ya desnuda, se puso a contemplar al joven sin que pudiera rehuir el rencor que desde hacía tanto tiempo le inspiraba la gente de mar. De pronto sintió compasión y sacudió repetidas veces al joven. En auxilio acudió Tufí. Bajó el fraile misionero, que después de una breve plegaria, y echar la bendición al difunto, abandonó el cuarto.

—Ayúdame a tenderlo provisionalmente sobre la cama —ordenó Tufí.

Zoraida se dispuso a obedecer.

—¿Qué le habrá pasado? —interrogó.

—Yo lo maté … lo envenené.

Zoraida, dura como la travesía borrasca de la vida entera, dijo en forma de curiosidad, más que de reproche:

—¿Por qué?

—Porque quiero que sufra el padre lo que sufrió la madre.

Zoraida quedó suspensa por una ráfaga de segundo, presa de temblor extraño.

—¿Conoces al padre?

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—Sí.

—¿Y la madre?

—Eres tú .. .

Zoraida volvió las espaldas. Lentamente traspuso el umbral de su cuarto y alejándose repiquetearon pausados por el pasillo los tacones, hasta que impetuosa echó a correr, y con celeridad increíble remontó las escaleras.

Tufil salió en pos de su hermana. No bien llegó a la azotea vislumbró, entre la bruma del amanecer, cómo Zoraida, las manos en el rostro y gritando “¡ Dios . . Dios . . . mío!” , se lanzaba desde lo alto del pretil al pavimento de la calle.

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EL NORTEJuan de la Cabada

SUELE ocurrirnos —¿verdad?— cuando estamos en gran peligro, y especialmente si, precediéndole, se desencadenan sobre algunas personas de nuestra convivencia una serie de adversidades, que juzguemos la situación nada más lejos de lo casual y atribuyamos las anteriores tribulaciones y el trance de peligro a cualquiera de los individuos que nos acompañan de modo tan próximo, tan estrecho, como el de un viaje por mar o por aire, verbigracia. Pero son peores todavía las dudas de ser quizá, en efecto, el causante de las desgracias, y la vergüenza y el temor a tal sospecha —o certeza— por parte de alguien que complete nuestro círculo irrompible.

Si dicha última compleja percepción —a menudo errónea— es propia de una aguda sensibilidad, y si ésta es distintivo atributo de la extrema juventud en temperamentos peculiares —no importa la dureza externa y el medio rudo dentro del cual se desenvuelvan—, ¿qué reparo hay del caso en Pepe Vargas, el maquinista de la Perlita, cuando apenas acaba de cumplir diecisiete arios? Y menos aún si consideramos que los demás tripulantes se habían encontrado navegando —ya en este buque, ora en el otro— y vencido juntos innumerables peripecias, de lo cual resulta siempre, naturalmente, más que una confianza mutua, una colectiva identidad, mientras que Pepe y el galletero —el último mono de a bordo— eran los únicos nuevos partícipes de la marinera dotación.

Con cupo de 16 a 20 toneladas, la Perlita es una canoa campechana de vela y motor. Excepto el capitán y el muchacho galletero, su personal es de siete hombres; pero ahora sólo trae cinco arriba y uno abajo, en la bodega.

Las piernas fijas a un cabo, firmes las manos, ahora el capitán viene al timón. En zozobra, sin quitar ojo del motor y atento a su marcha, Pepe Vargas no sale del cuarto de máquina. La popa de la nave debe mantenerse a la corriente del mar, pues a la mano de Dios retorna de Coatzacoalcos jadeando, sollozando, capeando el temporal. Sobre

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cubierta, el resto de la marinería yace sujeto en amarre a los palos desmantelados. Las bodegas han sido calafateadas y tapadas las compuertas con sus grandes y gruesas lonas impermeables. Incesante zumba el viento. La embarcación patina estremecida; luego resbala de pronto y cae convulsa dentro de un precipicio al que rodean montañas sólidas, macizas, de agua negra, para después levantarse a bandazos y caer de nuevo en acceso continuo de temblor y de crujidos.

No obsta el sentir sin tregua el peligro de naufragio para que, principalmente cuando advierten los marineros el sordo chocar del cargamento a los ríspidos vaivenes, se miren desde sus trincas los unos a los otros, interrogándose ansiosos, con mudos ayes doloridos, sobre la suerte del prójimo que viene abajo, en la bodega.

Hay que gritar fuerte para dominar dentro de cortísimo perímetro la algarabía, el clamor, del huracán.

-¡ Gracias a que cambiamos en Coatzacoalcos el cargamento de ganado por azúcar! -grita Diego Ruiz, desde su trinca en el palo mayor, a su vecino Jaiba Grifa, quien responde afirmativamente a la sobrentendida frase con bruscos ademanes de cabeza.

Persisten las miradas, que van y regresan de Ruiz a Jaiba Grifa; de éste a Canul; de Canul a uno, y de uno a su vecino de trinca.

Desde su comienzo, a la salida de Campeche, empezaron para la marinería los tropiezos.

En nada estuvo que Canul -el cocinero-se quedara en tierra. Llegó a última hora y el capitán le regañó. Zarpó la embarcación a eso de las 5 de la tarde.

Tras las maniobras de arranque y el endilgue de la cena, con buen viento la marinería se tumbó a proa bajo la noche clara de un 9 de noviembre, tibia, pese a la estación en fines de otoño, ya que las de frío

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sólo para invierno sobresalen algo, y por singularidad, en el clima tropical donde sucedieron estos hechos.

Medio chispo, en tufo de aguardiente popular, dijo Canul:

¡ La pegamos con el hijoputa Capitán! Por la mañana le pedí licencia para no ir en este viaje, y él me contestó: “Si no vas en este viaje no te embarcas más conmigo”. El tiempo era corto para lo que tenía yo que hacer: avisar al Registro Civil, comprar el cajoncito, las velas . ¡ y todavía quién sabe cómo hará la mujer para enterrar a la chamaca! Yo siempre he estado bueno. A la madre, mi primera mujer, también le alabaron en vida la salud. Murió de las viruelas. Y todos decían que la niña se parecía mucho a mí, ¡ y sí se parecía! Los demás chicos son sanos. Quiero que alguien me diga por qué sólo esa chamaca habrá salido así. Las personas hablaban de que no tenía espina dorsal, pero, ¿se puede vivir sin la espina? Las personas decían que no tenía suficiente fuerza en la espina; que su espina, a lo más, tendría la fuerza de una hoja de zacate; que la cabeza le pesaba mucho. Así nació, y vivió ocho arios: la cabeza metida dentro del pecho. Se la levantaban y se le iba para atrás o se le volvía a caer para adelante. Nunca pudo dar un paso. Si ustedes la hubieran visto hoy que murió, le habrían echado unos tres arios cuando mucho. Creo sería catarro el que le dio. Fue muda. Nunca había hablado sino hasta esta mañana, que dijo: “Papá, agua . . .” Al oír por primera vez su vocecita me puse algo contento, creyendo en un milagro de esos que dicen llegan a pasar. De tanta esperanza fui ligero por el agua. ¡ Tal vez la chamaca viviría, se levantaría! ¡ Quizás iba a correr, hablar, llorar, cantar, como los muchachos! Cuando volví con la jícara llena, la chamaca había muerto. ¡ Mejor! Sentí un grandísimo alivio, y ¡ palabra! que hasta me habría puesto alegre si no fuera por estos apuros que nos acarrean los difuntos. No hay dinero; tienes que buscarlo, y luego aquello de las vueltas, de los papeles, de tanta diligencia como se necesita cuando en tierra no sabes tú ni preguntar. ¡ Y encima de esta desgracia todavía los regaños del hijoputa capitán!”

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—¡ Pobre de mi mujer! —se le arrasaron los ojos y suspiró mirando al firmamento—. Con sus ocho añitos mi hija difuntita subió al cielo, y yo sin poderla ver bajar a la tierra y despedirla. ¡ Siquiera el Capitán, el hijoputa ese, me prestó 50 pesos para que saliese del apuro . ..!

Suena la campana. Canul se levanta a gobernar; le toca su turno de guardia en el timón. Las voces de la plática volaron secretas, confundidas con los bisbiseos de las olas tajadas por la quilla.

En equilibrio sobre la borda, el que rindió su guardia —Botalón— viene corriendo. Se detiene ante los fardos humanos:

—¡ Háganme un lado, Jaiba Grifa, galletero!

Y antes de echarse junto a ellos, vocifera:

— Son las once. Estamos pasando Sabancuy ¡ El otro turno, Chancleta, es para ti .. .! ¡ Ojo al Cristo, camellones! ¡ Chingue a su madre quien me despierte antes de las tres de la mañana!

A la sazón llegaba de popa, como de muy lejos, un cacareo entrecortado por el ruido de la máquina. De rareza iban cuatro pasajeros; una mujer pública y tres ricos de pueblo. El capitán charlaba entre ellos:

—Julia, ¿,te acuerdas la vez que nos encueramos todos y te emborrachaste?

— ¡ Ji, ji! Lo que le hace a una hacer el aguardiente —ríe en chillón timbre de tiple la mujer mientras a chorro sube al unísono el regocijo de los mercaderes.

El cloquear decrece, porque toma serio sesgo. Primero, lamentan a coro la crisis; en seguida éste alaba su finca deganao gordo, y aquél la mercancía fresca de su tienda El Tigre; luego, don Servando, el tercer negociante —más viejo aunque no obeso como los otros dos— elogia la calidad sin rival de los productos de su fábrica de pastas y , sobre todo,

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la presentación inmejorable de las latas en que él envasa su surtido rico de galletas.

Abunda y se bebe café con ron. Entonces el vocerío arrecia de tono y , con intermitencias y entremezclados párrafos sueltos, viene a proa en diálogo extraño de pintoresca jerigonza:

— Pues ahora voy a la Laguna, a ver qué tal se nos presentan la Navidad y el Año Nuevo .. . Siempre yendo y viniendo de aquí para allá, de allá para acá; de barlovento a sotavento; de Tampico a Progreso .. . Paseo a las autoridades . .. Visito al señor gobernador. . Pienso montar allí una nueva tienda .. . Gastó su buen pico y nada que se le arregló el negocito. Don Conrao .

—Porque, hombre, yo … En fin … Como quiera que sea .. . Me casé con una profesora. ¡Y rechispas los niños! .. . La virgüela en Montecristo … Le dije: tú eres preso y no te conviene… Por la cuestión de … Pero, amigo, la fábrica… La revolución … ¡ Ya ni siquiera hay leña! Bueno … quizás. . . Carajo!… Tal vez .. . como quiera que sea .. .

—Don Servando .

— Sí, Emilio, ¡ cómo no!

— ¿Repetimos, Conrao?

—Sí, señor, con mucho gusto .

— Lo enterramos en la cárcel . .. Cuando le embargaron las prendas: pequeñas cosas de viudas necesitadas… ¡No es más que un muerto de hambre! Por supuesto .. . Hablé con el juez. Se ordenó el desahucio, el lanzamiento . . . Es porque él es quien es … Puesto que… ¿El jefe de las Operaciones . ..? Buena gente, buena gente .. . Sí, señor, y el ministro de la Suprema Corte .. . Oiga, me dijo.

—No se moleste, capitán.

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—Parece… ¡ Quién sabe! Voy a dormir. —Hasta mañana, en El Carmen, señores. —Hasta mañana, don Servando.

—Pues yo .. . ¡ Coño! . .. Me casé con una profesora… Como quiera que sea … Pero, en fin .

Don Servando se acostó en un catre, dispuesto de antemano a popa bajo la toldilla.

Julia cantó un poco.

A una breve pausa, siguieron durante corto tiempo fuertes carcajadas.

Luego sobrevino un gran silencio, no interrumpido sino por el movimiento de los otros pasajeros que se acomodaban junto al cuarto de máquina.

El capitán ofreció a Julia su pequeño camarote.

Dentro de unos instantes los efectos del mareo en algún pasajero habrían de producir tos, ahogo y vómito

Fuera de esto, en adelante únicamente se oyó a proa fundido con el eco de la mar; el aserradero de los tripulantes que roncaban, la sorda marcha de la máquina y las campanadas del timonel de turno que pedían el relevo.

II

Con fresco estimulante y ese jovial sol de la aurora saltó el pasaje, luego de que la Perlita fondeó y atracó al muelle de El Carmen.

Por la tarde, Chancleta, así le apodaban merced a la forma de su cara, bajó a tierra y se metió en una cantina. Bullanguero bebía de pie, junto al mostrador, entre un grupo de otros seis parroquianos, donde alternara un chino bajito, verdoso, magro y cojo —de pata de palo—,

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cuando súbitamente, de gusto y rejuego nomás , propinó al chino una trompada que, tirándolo de espaldas, en golpe seco le hizo azotar la nuca contra el pavimento.

—Levántate, chinito, chinito, mi mejor amigo —le sacudía Chancleta con gran risotada suya y las de los demás.

Pero el chino ya estaba muerto, y sobrevinieron los apuros y la congoja en lívido silencio sobre el cuerpo tendido con su mantecosa gorra de paño negro, la sucia camisa y unos pantalones holgados en demasía, dentro de los que nadase —rígida— la pata, de un palo rústico y pringoso.

De allí, naturalmente, Chancleta paró en la cárcel. Toda la noche se la pasaron los tripulantes visitando y consolando al preso. Trajéronle de a bordo la mochila con la escasa vestimenta; le dejaron algo de plata y cigarros. De madrugada, la embarcación salió, sin él, hasta los ríos de Tabasco y Chiapas. La marinería entera sintió mucho el percance, porque Chancleta siempre fue un divertido y buen amigo.

La travesía ordinaria era de 170 leguas: Campeche, El Carmen, Boca Chica, Palizada, Boca de Amajtlán, Boca de Pantoja, Chilapa, Tepetitán, Macuspana, Salto del Agua.

Y viceversa.

Viaje redondo, 340 leguas.

Amatitán es llamado Puerto de Alcoholes. ‘Toda embarcación que cruza por allí, debe fondear. Suben de dos a tres celadores con sus remendadas filipinas de dril blanco y los roñosos rifles 30-30. Registran, inspeccionan documentos, boletas, el pago del impuesto.

—¿De qué es esta garrafita?

— De agua.

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— ¿Qué tiene esta botella?

—Agua.

El capitán de la canoa se hace el desentendido hasta el punto en que, para cortar el interrogatorio, les incita:

— Vamos a almorzar. ¡ Qué bien huele ese tasajo!

Y en verdad, el humo y el ruido de las carnes fritas convulsionan del estómago a las manos. Es de las contadas ocasiones en que la marinería come sabrosa y abundantemente. ¡Saliva fresca, alborozados brincos de las tripas!

Se descuelga del hombro su rifle cada celador, y ¡al almuerzo! Cuentan cuentos innobles, rijosos, comiéndose las letras en tristes carcajadas,

Terminan, y tras de chirigotas, parabienes y recíprocos palmazos a las espaldas, abandonan la canoa. Bajan la rampa. Se van … Y la embarcación seguirá su travesía río arriba, río abajo.

Desde Macuspana a Salto del Agua —para adentro— empezaban los pozos petroleros de El Águila.

Es Macuspana —en el recuerdo de Pepe Vargas— la población más bonita de los ríos de Tabasco.

Al tomar tierra en Salto del Agua tropezamos con un hombre que lleva indios calzones de manta enrollados a las ingles y una lata de manteca en la cabeza.

Durante el viaje, Pepe Vargas y el galletero habían oído hablar del mercado famoso de aquel pueblo.

—¿Dónde está el mercado? —pregunta Pepe al indio, quien se queda mirándole, mudo, con su boca muerta de risa.

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Esa expresión les incomoda:

—¿Dónde está el mercado? —gritan impacientes, agresivos.

La boca grande se abre de nuevo; se alarga más aún, hasta mostrar el vacío tras el cerco —marfil duro y brillante— de los dientes.

—¿Dónde está el mercado? ¡El mercado! ¿El mercado? ¡Dónde el mercado!

La boca permanece abierta, dulce y mansa, pero de un sonreír tan romo y nulo de respuesta que antójase sarcasmo.

Otro hombre igual llega, cargando también su lata de manteca a la cabeza, y los dos se hablan en su idioma indio. Una mano del último figura señas que dirige a lo alto e indican la manteca. Con sus enormes bocas perplejas de esa risa, se miran ellos y nos miran y remiran. Platican en su lengua. Te irás rabioso. ¿Para qué volverte si encontrarás la risa que parece perseguirnos, y avergüenza, atemoriza y enfurece? Entonces no se hallará en adelante noción de mercado alguno en el camino. De retorno al punto de partida aprendes que de muy lejos, entre veinticinco leguas de lluvia y fango hasta los muslos, esos indios vienen a vender latas de manteca. A lo largo del río, los mercilleros, sentados en sus cayucos, realizan el negocio. Les cambian tiras bordadas, encajes, chaquiras, cintas, espejitos, al precio de dos pesos por lata de manteca cuando ésta vale veinte. Tarda uno para entender; pero al fin entiende. ¿Cómo iban a contestarle aquellos hombres? Estábase ante el mercado y no lo comprendíamos. Ellos, uno, somos el mercado mismo en muchas leguas.

III

¡ Oh, nostalgias del descanso al rendir viaje! ¡ Aquellos amaneceres a la altura de Champotón —ya cerca de Campeche—, donde acaba el agua turbia y el mar se torna una esmeralda tan lisa y clara que si tiramos un objeto lo podemos distinguir perfectamente y nos parece que alargar la

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mano bastará para rescatarlo, aunque se encuentra a gran profundidad! ¡ Allí enfrente reposa el término de Nuestra Sierra Madre Oriental —la Sierra Baja— cuya pantorrilla, echada en la costa, se dobla en curva lenta e imperceptible al corazón de Yucatán y pone los pies en Guatemala!

Pero mediaría tiempo para ver satisfecha esta añoranza, pues, entre ida y vuelta, de dos o tres semanas duraban, regularmente, los viajes ordinarios.

A las orillas de estos ríos, donde ahora navega uno, negrean los manglares; alfombra el paraná; blanquean las flores severas de los sauces; se tupe el camalote, y el cabezón, que de tierno sirve de pasto al ganado, cuando mayor se impone por la fuerza: no existe lengua, hocico de animal, que se atreva con él, porque sus hojas —metálicas, brillantes, duras— cortan. Junto al cabezón no hay ninguna otra planta que logre medrar, que no sucumba. Es una sola clase. Son campamentos silenciosos de relucientes, tiesos, largos, verdes y enhiestos machetes abrazados.

Como troncos de árbol los caimanes flotan, o se aburren del solazo a las márgenes del río.

En los ríos y en el mar, de marzo a diciembre, ahoga ese reverberante vaho —entre oro y rojo— de cada mediodía. Manos de sapo, el sudor resbala irritándonos la piel. Abajo, las bodegas obscuras deshilachan los nervios y le infunden a uno vértigo. Los párpados se caen. Parece cual si las partes del cuerpo estuviesen divididas y tiradas en la penumbra, por los rincones: ahí las piernas, allá los brazos, aquí la cabeza vacía. ¿Qué para sentirnos, para reintegranos? Pues a gritar, maldecir, pelear con los compañeros, los objetos mudos y las bestias aturdidas. El marinero tiene que cargar, estibar y descargar; revisar, contar y recontar el cargamento.

—¡ Falta un toro, cabrones! ¿Dónde está ese toro?

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—¡ A contar! Falta un toro …

—4, 19, 37, 48 … ¡ Falta uno!

Empiezan a funcionar las picas a través del escurridizo cuero grueso de los cornúpetas, sus garrapatas y sus pulgas. “¡ Uuuuuuu!” ¡Meeeeee!”

Astas en cola y patas, el toro está hecho rosca bajo los ojos macilentos, vencidos, indiferentes, de los otros.

—¡ Se muere de sed!

—Agua, ¡puto!

A los dos cubetazos de agua, el toro, reconfortado, se levanta, bebe y vuelve a la vida.

—¡ Arranchen ya la embarcación!

En taparrabos se hace la faena.

Por las tardes, cuando amaina el furor del bochorno, brotan las nubes bobas de mosquitos que golpean y son velo negro de comezón desesperante en el cuerpo viscoso de sudor.

Fondeados, cae uno muerto por las noches. En camino, los muertos seguiremos trabajando. De guardia, las campanadas cada tres horas. “¡ A tu turno, papacito!” Si no, las órdenes constantes de maniobras:

—¡Iza la mayor!

— ¡ Baja el trinquete!

— ¡ Las luces, pendejos!

— ¡ Esas drizas!

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—¡ Sonda! —y allí pasa el marinero horas de sueño en gritos roncos, a la borda: —¡ Siete brazas! ¡Nueve! ¡Cuatro brazas! Cinco, seis.

— ¿Cuántas?

— ¡ Seis …!

— ¡ Fuerte, tú Jaiba Grifa; tú, grumete! ¡No se duerman!

Y a las órdenes de maniobras hay que levantarse, porque, aunque sobre quien las haga, si no te levantas pasan todos encima pisoteándote la cara, el lomo, el vientre.

Cielo negro o azul. Viento. Calma. Rugientes montones de agua, o escamas tersas de plata. Llueve en aquel abismo … o estrellas, brisa, luna blanca. El río alienta quieto, subiendo y bajando el espinazo, ronroneando, como un buen gato verde.

Lo demás, silencio alrededor del fondeadero. La tierra adentro duerme, ¡ sueña el alma! De centinela, siempre alerta, sólo los ojos en llamas y el ululante grito voraz, incontenible, del sexo, del deseo …

IV

Taciturna, la manceba Flora Puga estaba sentada, cosiendo en su camastro, a la flama oscilante de la vela que alumbrase su cabaña de madera, última de las desperdigadas al cabo del pueblo de Chilapa.

La cabaña era una sola estancia, dividida en dos por un cancel. En el compartimiento mayor, Flora ejercía su carnal oficio; en el otro —de un postigo, y más sórdido, penumbroso, que el primero— ardía siempre una lamparilla de aceite ante una estampa de la Virgen del Perpetuo Socorro.

Temprano aún, la noche era de espesa oscuridad. En su prieto nudo retumbaban las dispares voces del hercúleo Botalón y el diminuto Jaiba

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Grifa,  que cruzaban el cerril descampado, aledaño del poblacho sin luz, mientras Flora cosía. De pronto, al umbral de la puerta entornada, suenan los pasos de los dos marineros, que irrumpen luego dentro del socucho. Resignadamente complacida, Flora se alza del camastro, ínterin los hombres lanzan al aire una moneda para rifarse la prioridad. Por el orden sucesivo que el azar les brinda, uno y otro realizan el coito en presencia del que espera.

Después, silenciosos, entran en pos de Flora en el compartimiento menor, para que ella les lave. La mortecina luz de la veladora de aceite, prendida frente a la Virgen, cae sobre un cajón, dentro del cual chilla un niño que atrae la atención de los marineros. El niño es ciego. Cubre sus ojos abiertos una gruesa y sucia capa verde. Víctima de contagio blenorrágico, nació padeciendo esa incurable oftalmía purulenta. Entre lloros del niño y tiernas palabras apaciguantes de la madre, lava ésta a los dos hombres, quienes, bajo su pétrea máscara de impasibilidad estoica, disimulan y dominan aquella impresión, amalgama de asco, piedad indecible y arrepentimiento, que de no vencerse les haría crisparse del horror y salir maligna, ofensivamente, huyendo. Pero no: de tanto pasar nada puede admirarles, y están hechos a contemplar las abyecciones, sublimarse ante las vergüenzas mayores, y, recónditos, entender y respetar -a costa del propio sufrimiento-las penas más amargas.

Ahora vienen ya de regreso y cruzan otra vez las tinieblas del vasto desacampado. Como suele reaccionar en ocasiones de acometerle cualquier tristeza, o un recuerdo pesaroso, el diminuto Jaiba Grifa estalla en una lacerante risotada, cuando los agudos ladridos de un perrillo junto a unas blasfemias, un rugido, el bárbaro movimiento de las piernas de Botalón, cierto invisible puntapié descomunal, el azotar del animalejo a gran distancia y sus quejumbrosos alaridos postrimeros, que pronto se apagaron -pues a causa de la rotunda patada del gigante quizás murió la mezquina bestezuela- detienen los estallidos de la risotada de Jaiba Grifa.

Explicado por si mismo el incidente, sin hablarse caminan largo trecho.

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-¡ Me mordió el pendejete! Era así de chico el diablillo, como una tuza o un chihuahueño; pero me duele la mordida -dijo al fin Botalón.

Por último llegan al fondeadero; abordan la canoa, y se tumban a dormir.

Gusto y olor a brea, a pintura fresca, a sal, aceite, basura y alquitrán. Todo mezclado. ¡ Masilla de barro, el tacto! ¡Moscas, ratas, chinches, cucarachas!

¿Por dónde entran tantas ratas y cucarachas en el mar? -interroga en sueños Jaiba Grifa, y le responde un bramido lastimero.Al bramido, se ve dentro de la bodega.

- Y ahora?-Ahora me divierto mortificando a este animal.Hay dos jaulas en la bodega del sueño; en la más chica está encerrado un tigre, y en la de enfrente un toro. De arriba oí decir: “Los llevamos para que luchen en el circo”.-¿Quién ganará muchachos? -pregunto.Pero al instante naufraga la canoa y empieza a rebotar, como un sonoro tambor, contra el oleaje. Jaiba Grifa se siente hundido dentro de un laberinto de voces y rocas de humo salado; siente que su cuerpo rueda en círculo, de aquí para allá, y se desliza luego en un tobogán de interminable catarata. Próximo a desfallecer, el salto prodigioso a una tabla providencial le pone a salvo; y cuando recobra por entero el conocimiento se encuentra de pie a la barandilla de un nuevo barco, cambiándoles miradas estúpidas a los demás tripulantes, quienes —el cabello revuelto y las ropas destrozadas, pegadas a las carnes— se ven unos a otros.

—Bueno, bueno, ya estamos aquí , figurando con estos en el rol. ¿Cuánto vengo cobrando? ¿Cuánto van apagar? ¿A qué puerto vamos? ¿Ya es hora de comer?En la mañana cálida la canoa se ha lavado y todo parece limpio, como antes nunca Jaiba Grifa hubiese visto nada igual. Agua, … cielo,.., el

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aire. Inefables rayos de sol caen del cielo, semejantes a flechas de cristales de oro. Agua, cielo, espacio: ¡todo es oro! Jaiba Grifa se cree más que hombre. No ve a sus compañeros, o han huido de su vista. Es ahora inmenso, omnipotente, y tiene que apoderarse de todo el oro que contempla; pero, de pronto, un rugido espantoso le barrena los oídos. Del susto cierra los párpados, adivinando que el toro y el tigre escaparon de las jaulas y han ganado la cubierta. Un sobrehumano impulso le arroja al mar en busca de salvación. Inmediatamente percibe sendos golpes de agua, que producen ambas fieras al zambullirse en el estanque: pues el mar es ya un estanque redondo, limitado por una cadena circular de muelles conocidos. Jaiba Grifa nada a velocidades de relámpago. Piensa que debe abrir los ojos. Echa una mirada atrás y ve al toro, muy próximo, nadando.—Un toro nadando … ¿cómo?

El tigre viene de lejos.

Desde la embarcación, los tripulantes ríen regocijados.

El perseguido está con el paladar acre, seco y frío de la zozobra: pero se enciende en ira y alza un brazo para modelar un ademán soez y dirigirlo a los que ríen.

Desecha la momentánea ocurrencia de volver a la canoa, pues allí el mar ha tornado a enfurecerse. Ahora divisa sólo a la pequeña embarcación yéndose a pique, de los marineros no distingue sino las caras que, no obstante sobrenadar a ras de las olas, continúan en expresiones insufribles de mofa.

—¿Jaiba Grifa? ¡Yo no me llamo Jaiba Graifa! ¡Ésta me la pagan! ¡Ya verán! —gritaba.Cuenta con su astucia. Le corta la vuelta al toro, y de un brinco se encarama y lo sujeta por los cuernos.

—Al menos así no me cansaré.

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Pero en tal momento, el toro comienza a repletarse de agua y a sumirse.

—¡Demontre de animal! ¿Pues no es que nadaba?Y el tigre se acerca mucho, se acerca … Ninguna idea mejor que sepultarse a fondo con el toro … Mas, cuando al hombre no le sobresale del agua sino un hombro, el tigre le clava las garras en los sesos. Jaiba Grifa muere. La fiera lo arrastra a tierra. Llega con él a un muelle atestado de curiosos. De entre la muchedumbre surge un gigante, que arrebata el cadáver de las garras del tigre y, dando a éste una patada, lo mata, y el océano se colorea de sangre.

Todos -principalmente las mujeres- intervienen en la tarea de resucitar a Jaiba Grifa. Movimientos de brazos, de vientre, de cabeza, de piernas: pero Jaiba Grifa está bien muerto.

Las mujeres lo inciensan, lo perfuman, y Jaiba Grifa es el único en maravillarse de que hablasen tan bien de él. Le honran con cirios azules y lo meten en una caja de seda que suben a la carroza.

Le lloran, le cantan, y entre los cánticos y la música funeral predominan sus propios gemidos, .. . sus grotescos, sus lastimeros, sus pobres gemidos de difunto …

“¡No,no! ¡No puede ser! ¡No puede ser!

¡Debo revivir! ¡ Estirarme, estirarme! ¡ Debo estirarme! -gruñí bajo aquella pesadilla.”

En la mañana, muy temprano, empiezan a trasbordar un buen cargamento de ganado.

Dos días después la Perlita sale del río, rumbo a Coatzacoalcos, donde, a las cuarenta horas de toda su andadura, llega felizmente, gracias al íntegro aprovechamiento de la marcha de su máquina y al tiempo favorable.

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V

Pero ningún beneficio rindió la rapidez, porque los trabajadores portuarios acababan de declararse en huelga. No obstante -dada la naturaleza del soborno el Sindicato obrero accedió a descargarlo en seguida, impidiendo que la mortandad de reses produjese una posible epidemia.

Junto a uno de los muelles de Coatzacoalcos la Perlita pasa inactiva más de un mes. Por fin, al reanudarse las labores del puerto, le llenan sus bodegas con sacos de azúcar para el viaje de retorno hacia Campeche. Zarpa -sin pasajeros, por fortuna en la tarde del 21 de diciembre. De capitán abajo todos esperan festejar en casa la Nochebuena de aquel año.

Galletero significa ir en harapos de harapos, sudando sangre de infancia a cambio de las sobras de la comida únicamente. Hay, sin embargo, una alegría de inocencia y simpleza extremas, que ni el galletero siquiera olvida nunca. Es la visión de tres, cinco, diez embarcaciones a motor y vela en fila, con las velas izadas a todo viento y máquina, a todo correr, en competencia. Salvo El Dictador -120 caballos- y La Polar -100- nadie nos gana. Pero ni La Polar ni El Dictador están en nuestra línea. Su ruta va mucho más arriba, hasta Tampico; así, pues la Perlita vence constantemente. La Perlita sólo tiene un buen motor Volverine 62. Difícilmente podría tacharse de servil a un tripulante, y algunos se preguntan: “¿Qué ganamos?”. Pero entonces, ¿por qué esta ansia, esta satisfacción de ser los primeros donde vamos?

No bien salvaron la barra del río Coatzacoalcos y se hicieron a la mar, Botalón se sintió indispuesto. A nadie comunicó nada, sin embargo, censurándose a sí mismo y pensando -como todo hombre hecho a ese ambiente de vidas esforzadas que de salir a luz tal quebrantamiento expondría el amor propio de su masculinidad, su proverbial fortaleza y su bien ganada fama.

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Al día siguiente amaneció peor: sin ningún apetito, afiebrado, con una honda tristeza inexplicable y punzantes dolores en la garganta y en el bajo vientre.

Para colmo, de improviso aparecieron a la vista presagios inequívocos de norte cercano, de próxima borrasca. No soplaba casi el viento; a plomo caía un sol denso y reinaba chicha calma sobre las aguas sin oleaje en redor al bochorno sofocante, a un firmamento de límpida bóveda y ese horizonte de nubecillas nacaradas, raseras al mar.

Sin duda, el norte -tanto más pavoroso cuanto es enigmático predecir la exactitud de su naturaleza, intensidad y duración les sorprendería en tránsito. Y en efecto, a prima noche se encapotó el cielo, encrespáronse las olas, comenzó a desatarse el ventarrón y a progresar, vertiginoso, el temporal.

Desde horas antes, Botalón ya no pudo levantarse. Desgarradas por dentro las cuencas de sus ojos, las fibras internas del paladar y todas las demás regiones glandulares -de las fauces a los testículos por cierta inflamación terrible y el tormento infinito de un fuego abrasador, de algo así como recias espinas que a millones se le clavasen más y más en las entrañas, habría de reprimir su devoradora sed ante un desconocido terror al agua, terror y ansia voraz de apurar el líquido, la cual ansia sofrenaba una instintiva certeza del aumento insoportable de sus dolores al beber. Así, los ojos cerrados y tapadas las orejas con las palmas de ambas manos, para evadir el océano de la vista y ni siquiera oír su rumor, pues hasta el recuerdo del agua en la memoria le ocasionara ese creciente frenesí, boca abajo permanecía tendido sobre cubierta, procurando, a un tiempo, dominar su furia y acallar su angustia. Pero como a un golpe de mar una ola rebasase la borda de la canoa y le cayera encima, crispándole la piel y todo el cuerpo hipersensible, de un salto inverosímil, demoniaco, se abalanzó contra sus compañeros.

Entonces Jaiba Grifa se acordó del perrillo que había mordido al energúmeno y gritó en su peculiar timbre de voz:

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–¡ Cuidado! La rabia! Es rabia!

Para colmo de las desolaciones empezó a llover, y el hidrófobo —desorbitado, babeante— a bramar con espanto, en medio de la inmensidad del océano y del colérico norte pizarro.

A duras penas bastaron todos, incluso el capitán, para sujetar a Botalón, precintarlo como un fardo y arriarlo a la bodega, en cuyo fondo quedó metido, víctima del momentáneo atolondramiento más el imperativo —dadas las premiosas circunstancias— de volver pronto a las maniobras interrumpidas y el acuerdo tácito —hijo del pánico— de suprimir de la vista constante tan hórrido espectáculo.

La tempestad arreció y tuvieron que cerrar herméticamente las compuertas de la bodega.

Luego, el Capitán ordenó que los tripulantes se amarrasen a los palos en previsión de que alguno fuese barrido por una ola, la nave siguió capeando el temporal.

Un día después, en cuanto amainó algo el norte y opinaron que podían desatarse, corrieron hacia la bodega y bajaron a ver al enfermo. No les fue fácil hallarlo prontamente pues una de las tongas de sacos se había derrumbado por el fuerte vaivén de la canoa.

Pusiéronse a registrar, a la vez que reparaban el acomodamiento de la carga.

Asfixiado y sangrante, de tanto peso encima, el hercúleo Botalón, estaba muerto.

En silencio impresionante izaron el cadáver y entre todos —los ojos llorosos— le columpiaron y hecharon al mar, mientras la Perlita seguía, gemebunda, su camino.

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El último día del ario, a medianoche, con la cola del norte aún, anclaron en la segura bahía de Campeche.

Por lo intempestivo de la hora no pudieron desembarcar.

De tierra venían las luces de la población en fiesta y las proyecciones cronométricas del faro.

Yerta de frío y de cansancio, pero insomne, la marinería toda está tumbada a proa, en medio del mutismo habitual del fondeadero.

Hacia la madrugada, persistiendo en su mente la imagen del cuadro que presentarían la viuda y los huérfanos de Botalón, dijo Diego Ruiz.—¿Y qué cuentas le vamos ahora a rendir a la familia?

El bisoño maquinista, Pepe Vargas, aguzó el oído a la respuesta.

Tras de prolongada pausa, Canul, el cocinero, replicó:

—Pues le diremos nomás que una ola lo barrió de la cubierta.

De popa resolló, emocionada, la honda voz del capitán:

—Esta bien, muchachos. Ese parte rendiré yo. ¡ Eso diremos!

Y hasta no amanecer Dios, se arrebujó de nuevo todo en silencio a los reflejos del faro que giraba, pasando y pasando su blanca lengua de luz sobre la mar.

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EL BAÑOJuan de la Cabada

Año de 1931CINCO perseguidos que ayer vinieron en la Marcha de Hambre y pasaron luego la helada noche tirados dentro de un vagón de carga, se despertaron hoy temprano y con los estómagos vacíos se fueron a bañar, porque sobre todo es insufrible la comezón de la piel escocida por parásitos.

A la orilla del canal en que se aplasta el agua negra donde lavan sus andrajos el pepenador del basurero y su mujer con su hijo a cuestas, los cinco se desnudan bajo los árboles inválidos y eligen soportar la mortificación de sentarse primero a matar liendres, desafiando, temblorosos, los cuchillos del viento que cortan la mañana. Llevan 24 horas sin comer. Por tanta miseria no han podido sentir desde hace mucho una ternura, una caricia de mujer. Son hombres. No poseen muda limpia, ni jabón.

¡Agua, vestidos! —ciudad capitalista— ¡lecho …! ¡sopa!

“En la mañana fregada anda una mole blanca como un piojo blanco y gordo.” “Es una fábrica.” “Pero el gran piojo no es la fábrica, sino que está sobre la fábrica.” “La fábrica somos nosotros y el gran piojo es el patrón …” -pensaron los cinco.

¡Y he ahí que!: por la ropa de uno corre a esconderse el gigante piojo rubio. ¡ Mañoso! Debe ser el padre de los piojos.

Péscase al fugitivo: entre las uñas ateridas revienta con un rocío vil de sangre y un chasquido que oyen todos.

* ¡Bah! Esta sangre era mi sangre.

-Idéntico el régimen. Nosotros somos la fábrica, pero sobre ella está el patrón.

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* Lo que el capitalista tiene dentro es nuestra carne.

* Como el piojo.

-¡ Sólo que ese estallido no es ni la mil millonésima parte del que dará el piojo monstruo -el capital-cuando le pongamos todos la panza en nuestras uñas!

Mudos, continúan el registrar de sus harapos. Sobran las lenguas, pues las cinco cabezas son otros tantos cinematógrafos de imágenes y formas:

“Los piojos bailan, beben, ataviados de sedas y finos casimires. Cruzan uniformes, levitas, guantes, espadas, plumas, escritorios, libros, perfumes y sotanas; generales-comerciantesindustriales-terratenientes-gobernadores-juecesministros-diputados fachistas-líderes amarillos-senadores-banqueros-obispos …

“Están agarrados con las patas y la ponzoña sobre las tiendas, los almacenes, los edificios, las siembras, las semillas, la mina, la tierra y el ganado.

“Consumen lo mejor de la leche, de las frutas, de los dulces, de las carnes, de la lana. Se llevan el sol y el aire; los mares, los campos y la calle.

“Habitan palacios. Se apartan la música, el arte, los inventos. Los piojos se divierten y pasean, viajando en automóviles o en trasatlánticos veloces y aeroplanos.

“¡ El Estado!”

Suponen haber acabado con sus piojos. Se levantan y ráscanse desesperadamente, porque el escozor de los piojos perdura mucho tiempo. Y así, meten sus cuerpos multicolores en el agua del canal.

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-¡ La pulmonía! Por el momento es menos mala la pulmonía que las liendres.

-Marcha de Hambre. Caminar bajo el calor, bajo la lluvia, con los pies ensangrentados, entre los peñascos y el lodo de las sierras. Venir yertos, agonizantes de fatiga, a exigir entonces el Seguro Social, a pedir pan …  y recibir golpes y cárcel. Lo de siempre. ¡ Lucha de clases! Organizaremos otra Marcha de Hambre más nutrida.

- Amigos, hermanos, madre, familia ausente . . En la miseria.

- Los sables de la gendarmería sobre el lomo.

- Compañeros presos. El aislamiento con los camaradas de la ciudad desconocida. ¡ A buscarlos pronto! Directivas. Para la ayuda: comer, dormir, o el regreso. ¡ Libertad para nuestros presos! ¿Deberemos regresar?

Salen del baño: brincan y alíneanse de pie para escurrirse el agua con las palmas de las manos. Infinitamente desconsolados miran que tienen que volverse a poner las mismas ropas, y cada quien se dice para sí:

—Uno no ve más piojos y cree haber acabado con todos.

Algunos piojos se ocultan; quedan las liendres escondidas. Es la demagogia: prósperos porvenires de parásitos. A las liendres les conviene que sigamos con el mismo régimen burgués, la misma ropa sucia encasquetada.

Comienzan a vestirse. Al borde opuesto del canal pasa un soldado; en calzón blanco pasa un hombre descalzo, llevando a mecapal el cesto de legumbres a la espalda.

Tornan el intercambio de meditaciones entre las cinco mentes de los jóvenes:

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“Piojos … Alhajas de los pobres!”

“Soldados, campesinos … ¡ Hermanos! Desnudez, opresión, hambre, ¡a luchar! A organizarse… todos juntos… para poder poner la panza del capitalismo en nuestras uñas.”

“¡Será de ver cómo revienta!”

“Por eso en casa echan esta ropa al agua hirviendo. Se quedan siempre liendres.”

“¡ Fachistas! Hay que acabar. ¡ Es también necesariamente urgente reventarlos!”

El primer rayo de sol escarba el agua negra del canal. La mujer del pepenador del basurero ha bañado a su hijo, y puesta en cuclillas, lo seca con una manga rota de overol. El silencio es terrible. Sólo la piel del niño se estremece de esa manera que hace la vaca, el caballo, para espantarse las moscas que les pican.

Con aquella enérgica austeridad de los verdaderos dolores que a simple vista protestan, en todo momento, a cualquier hora, ahí va la fila de los cinco proletarios que ayer vinieron en la Marcha de Hambre y lograron escapar de las garras policiacas. Se adivina, que bajo sus andrajos, igual a la del niño, la piel se les sacude, como la del caballo, la de la vaca, la de un animal cuando se asusta la inquisición de los insectos.

Pero es por el frío ahora únicamente.