Horne, 1 Literaturas Reales. Transformaciones del realismo en la literatura argentina y brasileña contemporáneas. Introducción Un fresco del presente La exigencia de representar el propio presente fue uno de los problemas centrales del realismo desde el siglo diecinueve. El dicho “Il faut être de son temps” fue el motto del grupo que giraba alrededor de Courbet y enseguida pasó al campo literario para caracterizar el realismo. Hace algunos años, esta ambición por representar el propio presente parece verse renovada. Luego de cierto agotamiento de un tipo de arte autorreferencial, altamente estetizado y sostenido en las premisas de una autonomía de la esfera artística; en las últimas décadas, tanto en la literatura como en las artes plásticas y en el cine, se descubre un deseo de ofrecer un testimonio o un documento, de realizar un “fresco” del mundo contemporáneo. Por otro lado, también parece haber una renovación del interés por trabajar con los materiales que trabajaba el realismo decimonónico o –para ser más específicos– con los que aparecieron de un modo más evidente en el naturalismo y –ya en el siglo veinte– en el realismo social. En general, el retorno a estos temas podría pensarse como un nuevo tipo de “misérabilisme”, usando el término que los franceses acuñaron con el surgimiento de esta estética. Esto es, una narrativa marcada por la presencia de ciertos aspectos bajos y turbios de lo humano y de la vida en sociedad, una cierta animalidad o salvajismo que aflora de un modo mucho más pronunciado que en momentos anteriores. 1 Sin embargo, quizás es necesario pensar esta vuelta al realismo dentro de un contexto más amplio en el que las manifestaciones culturales tradicionalmente asociadas con los discursos de lo real han recobrado una visibilidad mucho mayor. Desde el auge de los reality shows televisivos; la abundancia de exhibiciones en museos centradas en problemas relacionados con lo real; la insistencia de muchas propuestas teatrales, cinematográficas y literarias por tornar borroso el límite entre lo real y lo ficticio; el éxito de las biografías, autobiografías y testimonios; o la relevancia que el cine documental ha adquirido no sólo dentro de un campo estríctamente cinematográfico sino también en un campo crítico cultural más amplio, se vislumbra un renovado interés por lo real. No se trata de manifestaciones necesariamente novedosas, que no se
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Horne, 1
Literaturas Reales.
Transformaciones del realismo en la literatura argentina y brasileña contemporáneas.
Introducción
Un fresco del presente
La exigencia de representar el propio presente fue uno de los problemas centrales del
realismo desde el siglo diecinueve. El dicho “Il faut être de son temps” fue el motto del grupo
que giraba alrededor de Courbet y enseguida pasó al campo literario para caracterizar el
realismo. Hace algunos años, esta ambición por representar el propio presente parece verse
renovada. Luego de cierto agotamiento de un tipo de arte autorreferencial, altamente estetizado y
sostenido en las premisas de una autonomía de la esfera artística; en las últimas décadas, tanto en
la literatura como en las artes plásticas y en el cine, se descubre un deseo de ofrecer un
testimonio o un documento, de realizar un “fresco” del mundo contemporáneo. Por otro lado,
también parece haber una renovación del interés por trabajar con los materiales que trabajaba el
realismo decimonónico o –para ser más específicos– con los que aparecieron de un modo más
evidente en el naturalismo y –ya en el siglo veinte– en el realismo social. En general, el retorno a
estos temas podría pensarse como un nuevo tipo de “misérabilisme”, usando el término que los
franceses acuñaron con el surgimiento de esta estética. Esto es, una narrativa marcada por la
presencia de ciertos aspectos bajos y turbios de lo humano y de la vida en sociedad, una cierta
animalidad o salvajismo que aflora de un modo mucho más pronunciado que en momentos
anteriores.1
Sin embargo, quizás es necesario pensar esta vuelta al realismo dentro de un contexto
más amplio en el que las manifestaciones culturales tradicionalmente asociadas con los discursos
de lo real han recobrado una visibilidad mucho mayor. Desde el auge de los reality shows
televisivos; la abundancia de exhibiciones en museos centradas en problemas relacionados con lo
real; la insistencia de muchas propuestas teatrales, cinematográficas y literarias por tornar
borroso el límite entre lo real y lo ficticio; el éxito de las biografías, autobiografías y testimonios;
o la relevancia que el cine documental ha adquirido no sólo dentro de un campo estríctamente
cinematográfico sino también en un campo crítico cultural más amplio, se vislumbra un
renovado interés por lo real. No se trata de manifestaciones necesariamente novedosas, que no se
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hayan producido en el pasado, pero la cantidad de propuestas y la variedad de esferas culturales
en las que se producen, permiten hablar de un cierto clima cultural que le da vigencia al
problema e, incluso, permite pensar en una nueva configuración cultural.2
En lo que hace al realismo más específicamente, dentro del contexto latinoamericano, la
idea de la emergencia de una estética realista ha estado circulando en el campo en las últimas
décadas. Desde la aparicición de algunas tesis de doctorado y la edición de algunos números de
revistas académicas dedicados a las nuevas manifestaciones del realismo, pasando por
intervenciones en los diarios y revistas de circulación masiva, hasta la organización de
conferencias o jornadas de discusión centradas en el tema y la aparición de algunos libros y
artículos que generalmente analizan manifestaciones culturales específicas en contextos
mayormente nacionales, puede leerse una constante que le saca al realismo cierto aire demodé
que había adquirido a partir de los años sesenta y lo vuelve a poner en una agenda de la cual
parecía haber sido definitivamente desterrado.3 Por supuesto, podría alegarse que este retorno no
implica en realidad un ruptura con lo anterior sino más bien una continuidad, pues nunca ha
dejado de haber literatura realista en el siglo veinte. Sin embargo, es casi innegable que en
diversos contextos nacionales latinoamericanos, desde los años noventa en adelante,
probablemente debido a cierta agudización de la desigualdad social, la pobreza y la violencia en
las grandes ciudades latinoamericanas –o quizás debido a un cambio en la naturaleza del modo
en que estos problemas se configuraban hasta entonces– esta tendencia se ha venido
generalizando. Así, comienzan a surgir de un modo mucho más constante una serie de textos y
films que adoptan una estética realista para exponer una marginalidad creciente y mostrar la
ciudad como un espacio degradado, sucio y ruinoso.4
Con esto, no sólo el realismo se renueva sino también las viejas discusiones y polémicas
que lo habían acompañado históricamente, dándole visibilidad no sólo por las producciones
culturales realistas que efectivamente se producen sino porque se instala como tema dentro de la
crítica. Así, resurgen algunos problemas que ya se planteaban en el siglo diecinueve –como los
que se centran en argumentos morales o en el cuestionamiento del estatuto “artístico” o
“literario” de las obras en cuestión– y también otros, quizás un poco más interesantes, acerca de
los modos en los que las subjetividades del margen se incluyen, acerca de si se trata de un puro
snobismo, de construcciones estereotipadas, exóticas o costumbristas. Se vuelve a discutir si es
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simplemente una vuelta a la literatura pedagógica, aleccionadora, moral o si hay “otros modos”
de abordar lo político.
Dentro de este panorama, una constante preocupación que aparece en las discusiones y,
en muchos casos, desde las producciones culturales mismas, se centra en la idea de “novedad” o
de “nuevos realismos”. En rigor, la idea de “nuevos realismos” ha circulado en diferentes etapas
del siglo veinte, con lo cual la idea misma de “novedad” pierde cierta densidad de contenido. Sin
embargo, también es cierto que hay algo intrínseco al realismo, a su propia definición, que lo
lleva a requerir una constante transformación y renovación. Es decir, si cambia lo que
entendemos por realidad y los modos de percibirla, y si cambia lo que consideramos como
verosímil, los modos de representación de la realidad y las pautas que definen la verosimilitud
también deberían cambiar. Es decir, si cada época tiene su propio modo de representación y una
de las características del realismo es la de querer representar el propio presente, muchas de las
características del realismo tal como se entiende desde el siglo diecinueve en adelante deberían
modificarse.5
Es dentro de este contexto de discusión que quisiera situar este trabajo. Sin embargo, me
enfocaré en un tipo de narrativa particular que, a pesar de mostrar un interés por los temas
clásicos del realismo, retoma muchas de las estrategias de las vanguardias y las usa –propongo–
de un modo diferente, otorgándoles otro sentido y valor que el que tenían en sus contextos
originales con los que apunta hacia la construcción de un retrato de la época actual. La literatura
de algunos escritores argentinos y brasileños recientes presenta un sitio ideal para pensar estos
problemas. De diferentes modos, con matices muy particulares y con obras de envergaduras
diversas, en las narrativas de Caio Fernando Abreu, César Aira, Sergio Chejfec, João Gilberto
Noll y Luiz Ruffato –y la lista es, por supuesto, incompleta– puede encontrarse la siguiente
preocupación: que la literatura muestre algo del orden lo real de su propia época, pero que, para
hacerlo, recurra a formas diferentes a las del realismo clásico para lograrlo. Esta transformación
no implica necesariamente una novedad absoluta en la historia literaria, sino un reordenamiento
de ciertos modos representativos, en donde viejas formas literarias adquieren una capacidad
renovada para mostrar, incluir o señalar lo real.
Como se verá en lo que sigue, si bien en estos narradores puede encontrarse un
compromiso con la tradición realista, muchos de ellos parecen anclar sus proyectos literarios en
las vanguardias históricas. En el espacio intersticial entre estas dos estéticas parece haber un
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esfuerzo por salir de un tipo de arte autorreferencial, antinarrativo y altamente estetizado, pero
sin por eso caer en un arte puramente representacional y verosímil. En este ensayo me propongo
explorar esta aparente contradicción y las poéticas particulares que a partir de ella se desarrollan.
Para lograr una transformación de la estética realista, esta narrativa parece exigir que la
literatura misma sufra una transformación, acojiendo formas no lingüísticas dentro en su
entramado y produciendo –como va a decir Sergio Chejfec– una “desestabilización” y una
narrativa caracterizada primordialmente por la discontinuidad. Así, aparece la idea de que para
ofrecer un retrato de época es necesario que la literatura incluya dentro de sí misma ciertos
modos de significación que le son ajenos. La literatura pasa a imitar o fingir registros no
lingüísticos, a adoptar otras lógicas o a incluir escenas en las que se apropia del funcionamiento
de otras esferas no simbólicas (imágenes, instalaciones, espectáculos, performances,
exhibiciones, experiencias). Consecuentemente, se pone en cuestión la continuidad del relato, la
verosimilitud clásica en tanto base para construir un testimonio de época y la literatura misma en
tanto esfera autónoma.6 Paradójiamente, es a partir de esta desestabilización textual debida a la
intervención de un elemento ajeno a lo estrictamente literario que el realismo se logra. Sin
embargo, ya no se busca representar lo real sino más bien señalar o incluir lo real en forma de
indicio o huella y, al mismo tiempo, producir una intervención en lo real. Así, hay un cierto
efecto sensible que la literatura busca y su eficacia para lograrlo pasará a “medir” su calidad.
Según argumento, estas transformaciones hacen posible que recupere la temática social
clásicamente realista sin caer en el didacticismo que le quitaba a la mirada naturalista su
potencialidad política.
1. ¿Realismo o vanguardia?
La primera pregunta que surge ante la descripción de esta estética es si es lícito seguir
llamándola “realista”. Es decir, si su característica es la de producir una interrupción del orden
simbólico y de la verosimilitud ¿en dónde residiría la diferencia de este realismo con una poética
de vanguardia? Si definimos a las vanguardias –adornianamente– como una poética de la
ruptura, de la fragmentación o de la discontinuidad (Bürger 84), ¿no deberíamos leer la ruptura
de la verosimilitud y del orden simbólico como un gesto vanguardista de desconfianza en la
capacidad del lenguaje para representar? ¿Acaso la inclusión de un elemento inverosímil no
vendría a cuestionar la posibilidad misma de que la obra de arte hable de algo que va más allá de
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sí misma ? ¿No deberíamos leer en la interrupción de la construcción realista una estrategia en
contra del realismo y no a su favor? La hipótesis de este ensayo es que no: en la interrupción de
la verosimilitud, del orden simbólico y racional que se realiza en estas ficciones puede leerse una
ambición realista.
Uno de los primeros problemas que surgen al estudiar el realismo es el de su definición.
Casi todos los libros teóricos y críticos sobre el tema comienzan señalando la vaguedad del
término. Desde su origen, la categoría de realismo ha servido para definir manifestaciones
artísticas de diversa naturaleza. Si algunos teóricos se empeñan en considerar que el realismo es
una corriente estética que atraviesa la historia del arte en el mundo occidental (Erich Auerbach,
Mijail Bajtin), otros lo circunscriben a una corriente en particular: la que tuvo su origen en
Europa a mediados del siglo XIX (René Wellek, Ian Watt); o señalan su comienzo allí para leer
en otras metamorfosis del siglo XX a sus herederos (Georg Lukács). Unos consideran que lo
decisivo es el tipo de materiales con los cuales se trabaja –en donde el quiebre de la regla clásica
de la separación de niveles de Auerbach es fundamental–; otros creen que la forma es lo decisivo
(Ian Watt). Hay quienes consideran que el realismo representa las contradicciones del
capitalismo pero que, a diferencia del naturalismo, deja entrever que esas contradicciones son
parte de un proceso dialéctico y teleológico de superación histórica (Georg Lukács).7 Mientras
tanto, hay quienes lo consideran como la ideología propia de la burguesía (André Breton).8
Ante tanta diversidad, la pregunta que surge es cómo determinar que efectivamente
estamos ante una estética realista. Sin embargo –y pese a la vaguedad del término– la
canonización del realismo como tendencia artística y programática surge en un momento
específico del siglo diecinueve europeo y es allí cuando adquiere ciertos rasgos relativamente
estables que son los que luego van a definir, de un modo más o menos constante o consensuado,
el realismo clásico. De un modo muy general, podrían pensarse tres características que aparecen
en la mayoría de los planteos. La primera sería la utilización de una prosa llana, directa y
ostensiva; la oposición a sintaxis complicadas, a experimentaciones lingüísticas, a
barroquismos.9 La segunda característica reside en el intento por construir una representación de
la realidad. Ya sea que se lo entienda como una representación fiel, adecuada, mimética o como
una construcción destinada a producir un “efecto de real”(Roland Barthes) –una verosimilitud–,
siempre que se habla de “realismo” es porque se pretende salir de una autorreferencialidad; hay
una intención de hacer un “fresco”, un retrato, de ofrecer una mirada sobre algo que o bien se
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propone como extraliteario, o bien se inventa como tal. La tercera característica es la ubicación
espacio-temporal de la obra en un ámbito contemporáneo y la ambición de ofrecer un testimonio
de la propia época.
Con respecto a la definición del realismo clásico, al retorno realista en el presente y a su
diferenciación con respecto a la vanguardia, vale la pena mencionar algunos puntos de la
polémica sobre el realismo en la literatura argentina contemporánea que han sostenido algunos
críticos argentinos hace algunos años. En ella se han planteado algunas objeciones a la idea de
que haya un retorno al realismo en la literatura argentina actual. Uno de los cuestionamientos
gira alrededor de la idea de la falta de discontinuidad del realismo en la historia literaria
argentina del siglo veinte: en rigor –dice Martín Kohan (2005)– nunca ha dejado de escribirse
literatura realista, con lo cual la idea misma de “retorno” es cuestionable.10 También en esta
misma polémica se cuestionó la utilidad crítica de la categoría de “realismo” para el momento
presente (Miguel Dalmaroni) y la laxitud del uso de esta categoría para definir diversas
propuestas artísticas que –dicen– no deberían definirse como tales; ya sea porque se trata de una
suerte de “costumbrismo aggiornado” que se confunde con el “verdadero” realismo, o porque
son, simplemente, variaciones de la vanguardia (Martin Kohan y Graciela Speranza, 2005).
Sandra Contreras –ella misma parte integrante de la polémica– responde a muchas de
estas objeciones de tal modo que revierte los términos del problema: a la objeción de que es
ilegítimo llamar realistas a ciertas propuestas que muchos consideran de vanguardia –como la
que Contreras lee, la de César Aira–; o –lo que sería similar– que se pretenda leer un realismo
allí en donde se produce una interrupción de la verosimilitud, ella responde diciendo que el error
está en la interpretación de lo que Lukacs define como “realismo clásico”. Según su lectura, el
error estaría en la lectura que se hizo de Lukacs durante el siglo veinte; error que, según ella,
habría contribuido a entender el realismo de un modo restringido y simplista (Contreras 2007).
Contreras sostiene que no habría realismo “clásico” ni en la pretensión de verosimilitud ni en la
construcción de una tipicidad sino, justamente, en el salto balzaciano hacia lo inverosímil. En
este sentido, el realismo clásico argentino no debiera buscarse –como propone Martín Kohan–
en una línea que iría de Manuel Gálvez a Sergio Olguín o Florencia Abbate sino, más bien, en
Roberto Arlt. Siguiendo este argumento, Contreras propone que en la literatura argentina
contemporánea, Aira sería el verdadero realista en un sentido clásico, incluso en un sentido
lukacsiano: “no parecen quedar demasiados argumentos para pensar que el realismo clásico se
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define por su pretensión de verosimilitud o para no llamar realista, y en el sentido estricto o
clásico de la palabra, a una obra cuyo deseo de llegar a lo real la hace ir, rápido, por el camino
hacia lo inverosímil”(Contreras 2005, 24).
En efecto, el modo en el cual el realismo clásico procede no es tan obvio. Sin embargo,
según Contreras, este concepto de realismo clásico erróneo es “el concepto de realismo más o
menos amplio, más o menos consensuado, tal como parece circular naturalmente, instituido, en
el campo literario argentino contemporáneo”(Contreras 2005, 22). Sin discutir el argumento de
Contreras, yo agregaría que este es el concepto más o menos consensuado del realismo no sólo
en el campo literario argentino, sino en otros contextos también, coloquiales y no tan
coloquiales. Es esta concepción de realismo, por ejemplo, la que lo lleva a Adorno –nada más ni
nada menos– a decir que “Dickens y Balzac no son tan realistas después de todo” (Adorno,
“Reading Balzac” Notes to Literature. 1:128). Así, independientemente de que las narrativas de
Balzac, Stendhal o Dickens no hayan sido tan verosímiles como comunmente se piensa, y que la
lectura que de ellos hace Lukacs busque resaltar esta particularidad de sus narrativas frente al
caso de Flaubert –por ejemplo–, es difícil quitarle cierta institucionalidad a la concepción del
realismo como una literatura basada en la construcción de una verosimilitud. Al menos desde
Roman Jakobson, “On Realism in Art” (1921), en adelante, el concepto de realismo clásico viene
adosado al de verosimilitud y al de representación.11 Así, a pesar de que Contreras pueda tener
razón en lo que verdaderamente el realismo pueda haber sido en su “clasicidad” y en la lectura
de Lukacs, la definición de realismo “clásico” como una narrativa en la que se incurre en un
registro inverosímil, no parece condecir con cierta definción del realismo más o menos
consensuada.
Por supuesto, bien podríamos descartar esta definición por inapropiada dentro de un
contexto académico, crítico, especializado. Sin embargo, es una objeción que insiste, incluso
dentro de discusiones académicas: “Pero, ¿por qué realismo si es inverosímil y delirante?” o
“¿Estás hablando de realismo en un sentido diferente, en otro sentido?” De hecho –y quizás esto
es lo más importante– esto es tan así que incluso dentro de la literatura misma que voy a trabajar
aquí se entiende el realismo “clásico” –o, como dice el narrador de una novela de Aira, “el
realismo propiamente dicho”– es de este modo. Así, cuando en los textos que voy a analizar se
expresa la ambición de realizar un testimionio de época, se aclara que es necesario darle una
especificidad, una particularidad a la ambición realista: se quiere producir un realismo pero de
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otro modo. Es por eso que es necesario hablar –si no de una novedad absoluta– al menos de una
transformación del realismo clásico si es que se considera –como de un modo más o menos
consensuado ocurre– que este se basa en una verosimilitud.12
La cuestión, entonces, vuelve. Es necesario argumentar por qué se puede seguir hablando
de realismo, cuáles son las características que se repiten y que legitiman el uso de esta categoría.
Como se ha dicho, en esta estética se incorporan ciertas estrategias y procedimientos propios de
las vanguardias, pero el modo en el cual se produce esta incorporación y el sentido que se le
otorga a las mismas estrategias es diferente. El realismo que me ocupa se trata, si se quiere, de un
realismo pos-vanguardista –incluso pos-estructuralista– y, en este sentido, se podría decir que
incluye –subsume– a la vanguardia.13 En otras palabras, no se trata de una estética en la cual se
regrese, ingenuamente, a un realismo del pasado como si las vanguardias no hubieran existido.
Por lo contrario, en contra de muchos de los postulados de las vanguardias y señalando cierto
agotamiento de su propuesta, esta estética toma muchas de sus estrategias y procedimientos y las
utiliza a contrapelo; esto es, oponiéndose a los fundamentos a partir de los cuales habían sido
ideados.
Particularmente en las novelas Un sueño realizado (2001) y La prueba (1992) de Cesar
Aira; Onde andará Dulce Veiga? Romance B (1993) de Caio Fernando Abreu; El aire (1991) de
Sergio Chejfec y Berkeley em Bellagio (2002) de João Gilberto Noll, que analizaré de un modo
exahustivo en este ensayo, puede verse que la naturaleza del realismo que en ellas se construye
es singular precisamente por el uso que hace de los procedimientos de vanguardia con el fin de
generar un efecto de realidad. Su narrativa incorpora la lógica de la imagen dentro del texto
generando una impresión de discontinuidad. Sin embargo, en contraste con el deseo vanguardista
de producir discontinuidad para enfatizar la artificialidad de la representación y la imposibilidad
de cualquier tipo de mímesis, en estas narrativas la discontinuidad se utiliza como una fuerza
positiva (o realista): como una herramienta para construir un retrato de lo contemporáneo. Para
entender esto, quisiera tomar como referencia las observaciones que hace Roberto Schwartz
sobre el realismo de Machado de Assis:
“Así pues, con arreglo a los criterios más convencionales, parecería más
razonable considerar a Machado como un antirrealista. Sin embargo, si pensamos
en el espíritu característico del Realismo en tanto que ambición de captura de la
sociedad contemporánea en movimiento, a decir verdad puede ser considerado
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un gran realista. Pero para no traicionar su complejidad habría que considerarlo
un realista que trabaja con dispositivos aparentemente antirrealistas. Por
supuesto, hemos de preguntarnos por qué. Mi tesis será que este realismo, que en
realidad consiste en un deliberado desajuste entre un conjunto de dispositivos
estéticos y la materia de la vida que se encargan de representar, plantea la
cuestión de las suertes del Realismo en un país periférico, en el que las secuencias
de la historia social y literaria europea no se aplican de forma estricta, perdiendo
su necesidad interna. Planteándolo en términos más generales, se trata de pensar
la suerte que corren las formas modernas en las regiones que no presentan las
condiciones sociales en las que éstas se gestaron y que en cierto sentido
presuponen”(“Un pionero brasileño”).
Del mismo modo que Schwarz lee en el pasaje del realismo del centro a la periferia una
transformación de esta estética –que es la que permite que el realismo sea “realista”, es decir, que
pueda “capturar la sociedad contemporánea en movimiento”–, aquí también hay una
transformación que le permite a la literatura poder ofrecer un testimonio de su propia época. Así,
en la intención de mostrar algo de sus propios mundos contemporáneos o, como dice Schwarz,
en uno de los sentidos más propio del realismo –y aquí ya yendo, como Contreras, más allá de la
construcción de la verosimilitud– estos textos sí pueden pensarse como realistas.
De este modo, en su transformación, este realismo toma ciertas estrategias vanguardistas
pero las utiliza para construir una textualidad en la cual se pueden encontrar algunas de las
características propias del realismo clásico pero transformadas. Como mostraré en los capítulos
que siguen, en vez de incurrir en una ilegibilidad que insiste en negar la capacidad del lenguaje
para nombrar, estas narrativas señalan el límite simbólico mediante un corte inverosímil pero
siguen avanzando en la construcción de un lenguaje ostensivo (capítulo uno), y en la
transformación del texto en imagen como herramienta para producir una temporalidad que es la
entendida como apropiada para captar algo del momento presente (capítulo dos). En segundo
lugar, en vez de negar cualquier posibilidad de generar un efecto de realidad en el arte –en lugar
de incurrir en un psicologismo o en un intimismo– este realismo afirma el impulso de nombrar
algo del mundo extraliterario. Así, coloca al texto dentro del dominio de lo indicial o lo
performativo, construyendo un efecto de materialidad que habla sobre el propio mundo
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contemporáneo y que, sin embargo, no es representativo (capítulo tres). Por último, las
estrategias tomadas de las vanguardias históricas, resignificadas y utilizadas en los puntos
anteriores permiten trabajar con un material que tradicionalmente se ha asociado con el realismo
–los temas realistas– sin perder la potencialidad política que el didacticismo naturalista acarrea
(capítulo cuatro).
2. Dos tipos de realismo.
La preocupación por representar el propio presente aparece concretamente en muchas de
las producciones literarias latinoamericanas recientes. El escritor brasileño João Gilberto Noll, en
una entrevista que le hicieron a propósito de la salida de su novela A céu aberto (1996) niega ser
un escritor “intimista” y afirma su intención de hacer en su escritura una respresentación de su
propia contemporaneidad:
“Puedo ser visto por algunos como un escritor intimista, pero intento rebelarme
contra esta posibilidad. Me preocupan los aspectos intrincados de la subjetividad,
del alma y eso, pero lo que realmente quiero hacer es un fresco de la época
actual”(Ajzenberg, yo subrayo).
Noll manifiesta su deseo de realizar un “fresco” de la época actual, de producir una
escritura que refiera de algún modo a algo del orden de lo extraliterario, que “muestre” algo de
su época.14 En la misma entrevista, enseguida después de esta frase, Noll hace una referencia al
realismo decimonónico. Sin embargo, si bien podemos decir que hay una coincidencia con esta
estética en cuanto al propósito de hacer un “fresco” y en cuanto que éste sea “del tiempo en que
estamos viviendo” –en cuanto al tema contemporáneo de este fresco–, Noll apela a ella para
contraponerla a su propio proyecto:
Las largas peregrinaciones de los héroes balzaquianos o flaubertianos del siglo
diecinueve son imposibles hoy. Nadie más tiene el tiempo ideal para acompañar
eso. En el nuevo libro juego mucho con esas dos fuerzas casi opuestas: la
imposibilidad de tiempo en este fin de siglo y la seducción por la instantaneidad.
Uno de los deseos del quehacer poético es alcanzar la posibilidad de coagulación,
el éxtasis, tener la pujanza existencial en un único grito […] No interesa mucho el
flujo insensato de un día después del otro. Me interesa el momento coagulado
(Ajzenberg, yo subrayo).
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Tenemos, entonces, una explícita intención de representar algo de su propia
contemporaneidad, y, en este sentido, podemos decir que hay una afiliación con el realismo
decimonónico por lo que éste pretende. Sin embargo, Noll considera a esta estética obsoleta en
cuanto al modo de alcanzar esta “representación”. Es decir, el propósito es similar, los proyectos
son equiparables, son paralelos en lo que concierne a la intención, sólo que, dado que los tiempos
han cambiado, la escritura también debe cambiar: hoy es imposible lograr un “fresco” de la
época actual recurriendo a una escritura como la decimonónica. En “este fin de siglo” es
necesario recurrir a un tipo de escritura diferente.15
Así, en la idea de hacer un “fresco de la época actual” hay una doble exigencia: por un
lado es preciso que sea un modo representativo adecuado al presente (y en esto se diferencia del
realismo decimonónico) y por otro lado es necesario que diga algo sobre el presente, que trabaje
con un material contemporáneo que no se refiera únicamente a los problemas del sujeto y del
alma sino que tenga algún sentido público, colectivo o social (por oposición al intimismo o a la
autorreferencialidad). En el primer problema lo que está en juego es qué escritura es necesaria
hoy para lograr un modo de representación acorde a la época contemporánea; qué se necesita en
esta época para que a través de una textualidad se adivine una presencia real. A través de esta
problemática no se trata de analizar la tematización de lo actual, es decir, que se escriba sobre lo
actual, sino de pensar cómo se alcanza un modo actual (o nuevo) para nombrar lo real. Aunque
obviamente ambas cuestiones están relacionadas, en un caso es un problema de índole
epistemológico o formal y en el otro es un problema temático.
Ahora bien, el vínculo que une a estos dos problemas también se explicita en el pasaje de
Noll y puede utilizarse para caracterizar el realismo que me ocupa. Pues podemos preguntarnos
cuál es la diferencia entre el siglo diecinueve y el fin del siglo veinte o comienzos del veintiuno
como para que se requiera una transformación del realismo. Lo primero que podemos decir es
que, según Noll, se trata de una diferencia radicada en el tiempo. La temporalidad del siglo
diecinueve no es la de hoy. A las “largas peregrinaciones” de los héroes de las novelas
decimonónicas, Noll opone la falta de tiempo propia de nuestra época. Sin embargo, a esta
perspectiva “en negativo” de la percepción temporal contemporánea –en la medida en que la
disponibilidad de tiempo se plantea como una “imposibilidad”– Noll contrapone una visión
positiva de lo mismo: la “seducción” por lo instantáneo. Es decir, en la descripción de su
estrategia narrativa, Noll dice transformar una carencia en plus literario. De algún modo, su
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ficción saca partido de una situación que él interpreta como una imposibilidad propia de nuestra
contemporaneidad para convertirla en una posibilidad de escritura. Así, en un esfuerzo por
encontrar un tipo de expresión que se adecue a la época, y que muestre algo de la temporalidad
propia de nuestro presente, Noll dice trabajar en sus ficciones con lo que llama alternativamente
“momento coagulado”, “éxtasis” o “transe” y que identifica con una suspensión del flujo
temporal. Ante la falta de tiempo de la época actual, se trata de captar algo de lo instantáneo, de
hacer una suerte de ficción de “presente absoluto”.16
En otra entrevista, Noll hace una segunda referencia a la literatura que nace en el siglo
diecinueve que también puede servir para entender de qué modo se opone a éstas y cómo alcanza
la diferenciación. Dice así: “Actualmente me identifico más con la forma litúrgica medieval que
con esa cultura del siglo diecinueve, de ascención burguesa, del folletín, del thriller. No aguanto
más el thriller” (Weis 89). Y luego:
Pero no hay entusiasmo por el thriller, por el folletín, por esa simplificación, por
esa cosa de fulano se casó con mangano. Ya no sé más quién es quién, tengo una
dificultad neurológica para acompañar esa narrativa que nació con el folletín y
que se desarrolló en el siglo veinte a través del thriller […] Si tuviera que haber
acción, prefiero que sea esa acción miserable que hay en la MTV, la acción del
videoclip, esas cosas cruelmente miserables, esos esbozos que abortan y no llevan
a nada (…) Es por eso que las artes plásticas son el medio de expresión estética
que más me ha llamado la atención últimamente. La fotografía, por ejemplo, es la
cosa estática. Para qué tanto rebullicio”(Weis 90, énfasis mío).
A la temporalidad fluida y lenta de los siglos diecinueve y veinte le corresponde un tipo
de escritura de acción, con una trama sólida y –como dice en otro momento– “con familia”(Weis
86). A este tipo de escritura, que también se caracteriza por ofrecer una verosilimitud clásica,
Noll opone otro modo de narrar propio de su época que asocia con un tipo de acción como la que
se encuentra en los videoclips de la MTV, que califica como “cruelmente miserables” y que
tienen más que ver con la fotografía y las artes plásticas que con la literatura.
En la descripción que hace Luiz Ruffato de su proyecto narrativo, expresa claramente una
ambición realista, pero también manifiesta su intención de renovar esta estética a través de un
diálogo entre la literatura y otras manifestaciones culturales:
Horne, 13
“Desde mi punto de vista, para llevar adelante un proyecto de aproximación a la
realidad del Brasil de hoy, se vuelve necesaria la invención de nuevas formas de
aprehensión de esa realidad. Escribir novelas basándose en las premisas del siglo
diecinueve para describir el caos del siglo veintiuno me parece un contrasentido.
Por eso, creo en la búsqueda de nuevas formas de expresión, en las que la
literatura dialoga con otras artes y teconologías” (citado en Bloch).
Así como sucede en la narrativa de Noll, este diálogo de la literatura con otras artes y
tecnologías implica una crítica de la temporalidad propia de nuestra época –la instantaneidad– y
su transformación en una ventaja literaria, en una posibilidad de escritura. Hablando acerca de su
novela Eles eram muitos cavalos, Ruffato dice lo siguiente: “la conformidad de mi idea sobre
São Paulo con la escritura requería un zapping de la realidad. Entonces usé un dispositivo para
hacer una crítica… Quería mostrar una sociedad en la cual el reino de la instantaneidad es tan
profundo que el único modo de exponerlo es a través de flashes” (Carpinejar 3)
Esta idea de operar una suspensión narrativa para reflejar algo epocal y su asociación con
una lógica de la imagen, puede verse, con diferencias y matices, en todos los textos que analizaré
aquí. Ya sea a través del zapping, de videos de MTV, de instalaciones artísticas, de fotografía o
espectáculos performativos, en estas narrativas se incorpora algo relacionado con imagen,
interviniendo el texto y generando una impresión de discontinuidad. Como se ve en las
afirmaciones de Noll y de Ruffato, esto no es porque la tecnología de la imagen implique una
novedad en sí misma sino porque la sucesión, la intermitencia que corresponde a una asociación
de imágenes autónomas, sin solución de continuidad entre ellas y que se encadenan como
elementos aislados, permite generar en el texto literario un corte y un énfasis en la falta de
coherencia general, de propósito o finalidad –que aparece subrayada en la noción de “esbozos
que abortan y no llevan a nada”– en donde se refleja algo epocal.
3. Legibilidad y disciplina:
Más allá de la necesidad de adaptación de la literatura a la propia época, en la idea de
realizar una transformación del realismo, subyace una crítica al modo en el cual el realismo
clásico procede. Es decir, el intento de ofrecer un testimonio de la propia época incluyendo un
registro que imite un modo de funcionamiento extraño al de la palabra, supone una crítica a un
tipo de registro simbólico, representativo y verosimil. Una de las críticas que ha sufrido el
Horne, 14
realismo clásico a lo largo del siglo veinte tiene que ver con el uso de un lenguaje informativo,
de un estilo directo y de una prosa llana. Detrás de esta crítica pueden encontrarse diferentes
fundamentaciones: si el surrealismo considera que el realismo, a través de un lenguaje llano, no
logra captar la verdadera esencia de lo real, el posetructuralismo de los años sesenta y setenta
pone en cuestión la transparencia del lenguaje y denuncia su carácter ideológico y disciplinario.
Roland Barthes llega incluso a hablar de una “nausea” con respecto a cualquier estética que se
pretenda representativa. Según él, el modelo disciplinario encarnado en la literatura realista
clásica se basa en una epistemología del detalle, en donde cada trivialidad adquiere un
significado preciso y es orientada hacia un mensaje concreto. La identificación de este modelo es
lo que lo llevó, en S/Z, a poner a la estética realista del lado de la “legibilidad” –entendida, por
supuesto, como una cualidad negativa– y no de la “escritura”. Siguiendo esta misma línea de
crítica hacia la atribución de significado, Leo Bersani, en su conocido ensayo “Realism and the
Fear of Desire,” le atribuye a la compulsión significante de la novela realista la culpa de contener
la disrupción que ella misma propone. Nada es gratuito en el realismo, no hay lo que él llama
“gasto narrativo” (“narrative waste”), pues cada detalle es contenido dentro de un orden
estratégico. Así, Bersani expone los límites de la capacidad política de la novela realista del siglo
XIX al decir que, a pesar de la visión crítica que presenta acerca de la sociedad; a pesar de su
constante exposición de los aspectos bajos de la naturaleza humana, de la miseria y la
degradación social, su compulsión hacia una intención significante la lleva a contener esa misma
crítica en una estructura disciplinaria. “La novela construye un sentido estético a partir de la
anarquía social” (Bersani 60). Dentro de la misma línea foucaultiana, D.A. Miller, en The novel
and the Police, analiza la complicidad entre el modelo de vigilancia social que se desarrolló en
las sociedades modernas del siglo XIX y la novela realista, subrayando cómo este poder vigilante
no aparece únicamente en forma temática en las novelas sino también –y principalmente– como
parte integrante de sus técnicas narrativas. La trasposición del modelo panóptico en la literatura
se vería en el uso de un narrador omnisciente que de un modo infalible alcanza a vislumbrar la
más profunda intimidad de los sujetos, en la distribución de los personajes según tipologías
normalizadoras y clasificatorias y, finalmente, en la apelación de deseos transgresivos
enmarcados en argumentos moralizantes.17
Dentro de un contexto latinoamericano, podría decirse que hay dos libros centrales que
analizan la ideología del naturalismo en Argentina y Brasil desde un mismo punto de vista
Horne, 15
teórico. Se trata de Ficciones somáticas. Naturalismo, nacionalismo y políticas médicas del
cuerpo (Argentina 1880-1910), de Gabriela Nouzeilles y Tal Brasil, qual romance?, de Flora
Süssekind. Gabriela Nouzeilles fundamenta gran parte de su lectura en la teoría de Bersani.
Según su interpretación, en las novelas naturalistas argentinas habría una visión de la sociedad
opuesta a la perspectiva romántica de lo que Doris Sommer, en Foundational fictions, ha
llamado “romances fundacionales latinoamericanos”, en los cuales la armonía familiar y amorosa
representaba alegóricamente el porvenir próspero de la nación. Es decir, el fracaso del proyecto
modernizador liberal habría producido un desplazamiento y lo que antes se veía de un modo
armónico, el naturalismo denunciaría como falso. De allí que en las novelas naturalistas haya una
apelación a todos los elementos que atentan contra la armonía familiar, social y nacional. Sin
embargo –continúa su lectura– el despliegue de lo patológico y de lo monstruoso se inserta en un
programa moral y en una utopía científica de saneamiento social. Por lo tanto, a pesar de
presentar una imagen de fragmentación social, el naturalismo decimonónico la subordina a los
cauces de la cura. Nouzeilles encuentra un concepto específico para este tipo de literatura: las
ficciones somáticas. Al analizar El alienista, de Machado de Assis, lo explica del siguiente
modo:
Si la ficción desenmascaradora de El alienista corrobora la función liberadora y
subversiva de la literatura, las ficciones somáticas del naturalismo representan su
cara opuesta, es decir, la función disciplinaria que la modernidad le adjudicó al
género novelesco. Y si bien es cierto que intermitentemente es posible detectar en
ellas la evidencia de un proceso significante que tiende a desbaratar el proyecto
ideológico que la novela defiende, y que el espectáculo de lo patológico que el
naturalismo pone recursivamente en escena posee el potencial de despertar en el
lector el goce de la detección, también es cierto que esta posibilidad queda
finalmente subordinada al impulso moralizante que organiza el sentido del relato.
Apropiándose de las ideas, estructuras narrativas y la autoridad de la ciencia
médica, los escritores naturalistas fabricaron máquinas narrativas capaces de
identificar, clasificar y excluir en el espacio de lo imaginario los cuerpos
marcados por los estigmas de la diferencia sexual, racial y económica. En este
sentido, sus ficciones somáticas no sólo reproducían los prejuicios y prácticas
Horne, 16
excluyentes de la sociedad finisecular argentina, sino que ellas mismas constituían
una de las variantes de esas prácticas discriminatorias (Nouzeilles, 26-7).
Desde un punto de vista similar, Flora Sussekind, en su estudio sobre el naturalismo en
Brasil, traza una asociación entre naturalismo e identidad nacional a través de una periodización
de la novela naturalista brasileña, relacionando las diferentes repeticiones de esta estética en la
historia de la literatura con un campo cultural propio de cada momento. Así, a fin del siglo XIX y
principios del XX el modelo estaría dado por las ciencias naturales, en los años treinta y cuarenta
por la economía y en los setenta por el periodismo. En cada momento, cada uno de estos campos
aportarían a la literatura un criterio de interpretación de la realidad nacional y una pauta para
alcanzar un supuesto grado de “objetividad” que sería propia no sólo de una estética sino de
también de una “ideología naturalista”. Según Sussekind, esta ideología estaría centrada en
realizar un doble ocultamiento. Si por un lado esconde el carácter dependiente y periférico de la
nación, por el otro, oculta la falta de armonía y homogeneidad que rige su constitución social.18
Aunque Sussekind no diga explícitamente, como lo hace Nouzeilles, que el despliegue de los
elementos bajos, patológicos y de crítica social se subordina a un “impulso moralizante” al
enmarcarse dentro de una utopía científico-política, su argumento, al relacionar al naturalismo de
cada época con un campo cultural específico y al subrayar el carácter ideológico de las ficciones,
va en la misma dirección.19
Ahora bien, como respuesta a esta crítica que lee en la organización del sentido del relato
una política disciplinaria e ideológica, las vanguardias de los años sesenta y setenta se ocuparon
de crear manifestaciones artísticas en las cuales el sentido se pusiera en suspenso a través de
escrituras experimentales y obtusas y la visión totalizante de la representación se quebrara en una
descomposición lingüística que no hacía más que señalar, de un modo autorreferencial, la
artificialidad del lenguaje y su incapacidad para mostrar algo del mundo externo. Frente a la
organización del sentido del realismo, las técnicas de experimentación vanguardista tienden a
señalar un vacío representacional, un agujero en la capacidad simbólica. La máxima de Adorno
acerca de la imposibilidad de seguir escribiendo poesía después de Auschwitz resume esta
tendencia que acaba en la ilegibilidad entendida como programa estético.
Aunque el realismo que me ocupa aquí no podría definirse como realista si este se
entiende como una “obra orgánica” y como una construcción representativa y verosímil, su
poética de la ruptura tampoco adscribe totalmente a la vanguardia en la medida en que no se trata
Horne, 17
de una ruptura que la detiene o que produce una desarticulación del lenguaje para señalar la
artificialidad de la representación, sino que a partir de la ruptura se busca mostrar el mundo
extraliterario e intervenir sobre él. Así, la operación narrativa que se estaría realizando en estos
textos sería la de marcar el límite que tiene la representación simbólica pero allí en donde la
vanguardia no deja de marcarlo a través de una ilegibilidad, proponer “otro” modo de mostrar.
Sin dejar de señalar la falla lingüística, sin dejar de marcar una y otra vez que hay algo que no se
puede decir, que el lenguaje es insuficiente (por lo cual no se trata de un realismo “clásico”) los
textos no se detienen sino que siguen avanzando. Es en este último punto en donde el objeto de
este ensayo como una articulación entre vanguardia y realismo adquiere relevancia y
particularidad en la medida en que, como intentaré mostrar, la utilización de los procedimientos
vanguardistas permite salir de la representación y evitar algunos de los problemas –tanto
epistemológicos como políticos– que traía aparejada la representación realista clásica.
La ostensividad del lenguaje, la ambición de ofrecer una ilusión de realidad y un “fresco”
sobre la propia contemporaneidad se trabajarán en los capítulos que siguen, retomando las
características que el realismo contemporáneo toma de los realismos clásicos y reformula. En
estas narrativas se construye un realismo ostensivo, pero inverosímil; discontínuo pero indicial y
performativo; vuelto hacia los temas clásicos del realismo relacionados con lo bajo y la escoria
social, pero de un modo no pedagógico sino despiadado. Esta mirada despiadada permite evitar
el humanismo desprovisto de política propio de la mirada naturalista, la cual –en sus versiones
actuales– no hace más que afianzar una operación biopolítica con la que los sujetos se vuelven
carne en las democracias de las sociedades espectaculares actuales. El realismo despiadado, en
lugar de un espectáculo ofrece un festival participativo a la manera situacionista y con esto busca
volver a este régimen en contra de sí mismo.
Horne, 18
1 Esta característica ya era señalada por Erich Auerbach en su clásico Mímesis como la marca distintiva de la estética realista. Según su teoría, si
a partir del siglo diecinueve el arte comienza a mostrar la miserabilidad de la propia época, esto puede suceder porque la regla clásica de la
separación de niveles –según la cual a “lo real, cotidiano y práctico” le corresponde un estilo bajo y a lo “sublime, heroico o trágico”, un estilo
elevado– se quiebra, y la cotidianeidad e inmediatez más prosaicas pueden entrar en el campo artístico. Si bien para Auerbach el realismo es una
actitud que atraviesa la historia y que puede trazarse desde los comienzos del cristianismo –el relato de la vida de cristo, al mezclar lo cotidiano y
vulgar con lo trágico y sublime, introduce el primer cuestionamiento radical de la regla de los niveles– él considera que es en el realismo
decimonónico cuando el quiebre de la regla se produce de un modo más pronunciado y, tal vez, definitivo. Volveré a esto en el último capítulo,
pero desde ya quiero aclarar que cuando me refiero al “realismo decimonónico” no estoy haciendo una distinción entre “naturalismo” y
“realismo”, dado que el “misérabilisme” naturalista ya estaba en el realismo como gérmen. Balzac dice, en el prefacio a La Comédie humaine,
que la idea que la atraviesa viene de una comparación entre el hombre y el animal: “La primera idea de La Comédie humaine (…) viene de una
comparación entre la humanidad y la animalidad”(Balzac 7). Al menos que se aclare lo contrario, todas las traducciones del francés, portugués e
inglés son mías.
2 Hay una gama de ejemplos de tan diferentes estilos, campos culturales y pretensiones (ya sea estéticas o comerciales) que es práctiamente
imposible lograr una exahustividad. Desde los taquilleros Big Brother o The Blair Witch Project, pasando por exhibiciones y eventos en museos
centrados en problemas relacionados directamente con el realismo o con la intervención de lo real en el arte (Sensation, 1999; Framing reality,
2009; o The Real Thing, 2010 en ); o festivales de cine cuya nota principal gira en torno a problemas relacionados con lo real y su borroso límite
con lo ficcional. Sólo a modo de ejemplo, es ilustrativo leer lo que escribe A.O. Scott en su reseña del New York Film Festival en el Lincoln
Center del año 2008: “El borramiento de los límites entre performance y hecho captado, o entre ficción y aquello que se le opone, sea esto lo que
sea, caracteriza este festival desde el principio al final” A. O. SCOTT. “Film: Quasi-Reality Bites Back”, New York Times. September 26, 2008.
En Aquí América Latina. Una especulación, Josefina Ludmer reflexiona sobre lo que ella considera como una nueva configuración cultural –el
“nuevo mundo”(9)– en el que se borran las distinciones entre lo individual y lo social, lo externo y lo interno, lo íntimo y lo público, la cultura y
la economía, lo literario y lo no literario, y –lo que es relevante en este contexto– la realidad y la ficción. Según Ludmer, para pensar este nuevo
modo de “imaginación pública”, o para tratar de entender cómo se “fabrica realidad” en nuestro presente, es necesario recurrir a nuevos “moldes,
géneros, especies”(9), en donde estas distinciones queden también abolidas. Italo Moriconi, en coincidencia con esta necesidad que expresa
Ludmer de generar nuevas categorías para pensar en esta nueva configuración cultural, dice lo siguiente: “El momento actual presenta desafíos
fascinantes a la teoría de la literatura. La realidad misma de la producción está exigiendo una revisión radical de algunos de los que hasta hoy
eran sus pilares conceptuales más sólidos. Es interesante que tal realidad de la producción literaria y de la dinámica cultural colocan hoy como
problema la propia realidad: lo real encuanto tal, las relaciones entre creación y realidad, entre ficción y realidad. Ya no se trata de un momento
de crisis. Estamos viviendo la pos-crisis, en la que se vuelve necesario construir categorías positivas en un contexto intelectual marcado por la
complejidad” en Moriconi 2005, pp?.
3 Al respecto puede mencionarse la aparición de libros –Beatriz Jaguaribe (2007)– o tesis de doctorado –Horne, Luz (2005); Fanta, Andrea
(2008)– centrados en el tema; algunas revistas académicas que le han dedicado números especiales, como “Nuevos realismos” , Milpalabras
(Verano 2001); “Les nouveaux réalismes” America. Cahiers du CRICCAL (1998); “Realismos, jornadas de discusión” Boletín 12 (2005).
También han salido algunos artículos sueltos que tratan del asunto como: Birkenmaier, Anke; Contreras, Sandra (2004, 2005a, 2005b, 2006);
Horne, Luz (2010); Horne, Luz y Voionmaa Noemi, Daniel (2009); Lopes, Denilson (fecha?); Sarlo, Beatriz (2001, 2006); Schøllhammer, Karl
Erik (2000; 2002) ; Speranza, Graciela (2001, 2005); Süssekind, Flora (2002). Hay, por ultimo, algunos capítulos de libros que recojen este
problema como el trabajo de Daniel Noemi Voionmaa sobre la estética de la pobreza, o el de Jean Franco, quien habla del “Costumbrismo de la
globalización” (222). Tal vez sea necesario aclarar que muchas veces se confunde el renovado impulso hacia los discursos relacionados con lo
real del que se habló más arriba, con el resurgimiento de una estética propiamente realista. Si bien este resurgimiento puede ser considerado como
parte de un contexto más amplio, no todos los discursos relacionados con lo real son, por eso, realistas. Véase, por ejemplo, lo que dice Mónica
Bernabé al respecto: “Desde siempre, la narrativa latinoamericana –atravesada por una multiplicidad de formas– se ha constituido como un
espacio experimental que conjuga crónica, testimonio, entrevista, ensayo de interpretación, mini-ficción, narrativa documental, memorias, diario
de viajes, informe etnográfico, biografía, autobiografía (…) Sin embargo, poniendo en suspenso la incertidumbre de las clasificaciones y sin
Horne, 19
ánimos de agregar un nombre más a la lista de los probables géneros, podemos afirmar que en las últimas décadas se hizo evidente la emergencia
de una serie textual que manifiesta un notorio impulso hacia el realismo”(en Idea crónica: literatura de no ficción iberoamericana, compilado
por María Sonia Cristoff). Por supuesto, aquí me estoy refiriendo únicamente a los trabajos que se refieren a la producción literaria
latinoamericana (y, dada la actualidad del tema, incluso dentro de este contexto es muy posible que haya muchos trabajos críticos que se me
escapen), pero si pensamos el problema en otros contextos (como el anglosajón, por ejemplo), ya en 1983 Bill Buford, en un famoso número de la
revista Granta, acuñó el término “dirty realism” para referirse al realismo americano y canadiense y este término se ha usado en la crítica a partir
de entonces, junto con otros como “K-Mart realism”, “hyperrealism” y “postmodern realism”. En este contexto la figura de Tom Wolfe es
central, pues en un artículo publicado en Harper’s Magazine (1989) expuso la necesidad de un retorno al realismo. A pesar de que muchos
críticos en el ámbito académico han considerado que este artículo no fue pensado más que como un gesto de autopromoción, también hay quienes
dicen que ha servido para poner al realismo “back on the agenda”(Fluck 1992, 65).
4 La escritora Ena Lucía Portela, se refiere a la explosión del tema marginal en la literatura cubana de los noventa de un modo que podría
generalizarse para otras literaturas nacionales. En referencia El rey de la Habana, del cubano Pedro Juan Gutierrez, ella dice:
“En rigor no podría afirmarse que esta novela asombrosa irrumpe cual rayo en cielo sereno en el panorama de la narrativa cubana de fines del
siglo pasado. Más bien se inserta en una moda –dicho sea esto sin intención peyorativa, ¿qué tienen de malo las modas?– o tendencia muy
acentuada entre nuestros autores de todas las generaciones, en la Isla y en el exilio, a ocuparse del tema de la marginalidad, la delincuencia, la
prostitución, las drogas, la cárcel, a contar historias bien espeluznantes donde se combinan la miseria, el embrutecimiento y la violencia, con
personajes canallas en ambientes sórdidos. Ya antes en Cuba se había escrito sobre el lado más “oscuro” de la sociedad, y muy bien por cierto.
(…) Pero a partir de la década de los noventa lo que se desata es una especie de zafarrancho. La marginalidad, por increíble que parezca, se
vuelve centro o, cuando menos, obligada referencia. Páginas y más páginas sobre jineteras y pingueros, proxenetas, vividores, pícaros, traficantes
de todo lo traficable, borrachos, drogadictos, balseros, tipos agresivos y feroces con el cuchillo entre los dientes, veteranos de la guerra en África
que perdieron la chaveta, locos arrebatados, ex presidiarios, y también otros que quizás en otras sociedades no serían marginales, o al menos no
tanto, como los travestis, las lesbianas, los enfermos de sida y los santeros. Como quien dice, Alí Babá y los cuarenta ladrones. Imposible
mencionar aquí y ahora todos los títulos. Tampoco vale la pena. Baste con saber que proliferan, que se dan silvestres como la verdolaga.”(“Con
hambre y sin dinero”). Es casi imposible hacer una revisión exahustiva de la narrativa latinoamericana que ha surgido en los últimos años en
donde se trabaja sobre estos temas. Sin embargo –y a pesar de que en cada contexto nacional quizás haya instancias particulares menos visibles y
quizás más apropiadas para sus respectivos contextos– hay ciertos textos paradigmáticos que han alcanzado un alto grado de circulación y
visilibilidad (muchos de ellos debido a su pasaje al cine) y han pasado a conformar un nuevo “canon” de la literatura latinoamericana
contemporánea. Así, podemos pensar en El rey de la Habana y La trilogía sucia de la Habana, de Pedro Juan Gutierrez; Cidade de Deus, de
Paulo Lins; La villa, de César Aira; La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo; Rosario Tijeras, de Jorge Franco o Satanás, de Mario
Mendoza.
5 Roman Jakobson, en su clásico ensayo “On Realism in Art”, observa la variabilidad histórica del concepto de “verosimilitud”: los cambios que
se producen en el concepto de “realidad” harían que, incluso de una generación a otra, lo que “se siente como real” pueda variar de un modo
drástico. Por supuesto, esto acarrea un problema para la definición misma del concepto de “realismo”.
6 Dentro del campo crítico latinoamericano, en los últimos años, han surgido una cantidad de intervenciones que ponen en cuestión la definición
misma del campo literario o estético en función de problemas que tienen que ver con la relación de la literatura con otros campos y con lo real.
Desde diversos puntos de vista y con materiales de análisis diferentes, Josefina Ludmer (2010); Florencia Garramuño (2009), Tamara Kameszain
(2007), Reinaldo Laddaga (2007), Daniel Noemi Voionmaa (2004), e Italo Moriconi (2005), plantean la relación porosa de la literatura con otras
esferas artísticas y culturales y la incidencia que tiene, en este desplazamiento de lo literario, la intervención de lo real. En Espectáculos de
realidad, Reinaldo Laddaga dice: “toda literatura aspira a la condición del arte contemporáneo”, enfatizando esta característica de cierta literatura
de tomar “los modelos para las figuras que describen menos de la larga tradición de las letras que de otra más breve, la de las artes
contemporáneas”(Laddaga 2007, 14). Laddaga habla de una confluencia de escritores latinoamericanos que producen narraciones en relación con
diferentes tipos de producciones artísticas. Estos libros –dice él– están más relacionados a performances o “espectáculos de realidad” que a la
forma tradicional de la novela (Laddaga 2007). Tanto Josefina Ludmer como Daniel Noemi Voionmaa y Florencia Garramuño hablan de una
salida de la autonomía literaria o de una época de posautonomía literaria. Si bien en los tres casos se reconoce que la falta de autonomía literaria
Horne, 20
puede verse de un modo más pronunciado en el momento contemporáneo, Garramuño considera que es un proceso que se gesta en los años
setenta.
7 “Pero aquellos que estudian la historia tienen la tarea de decidir si el oscurecimiento del horizonte, aquel al cual La educación sentimental dio
por primera vez una expresión adecuada, es de tipo definitivo y fatal, o bien un tunel que, a pesar de su largura, lleva a una salida”
[“Mais ceux qui étudient l’histoire ont pour tâche de décider si l’obscurcissement de l’horizon, auquel l’Education sentimentale donna pour la
première fois une expression adéquate, est un sort définitif et fatal, ou bien un tunnel qui, magré sa longueur, comporte une issue?”] Lukács,
Balzac et le réalismé français, 5-6.
8 Con esta enumeración no pretendo, por supuesto, ni realizar una revisión exahustiva de las posiciones críticas sobre el realismo ni describir
minuciosamente las que se mencionan aquí sino simplemente notar la variedad de enfoques con los que el problema del realismo puede ser
abordado.
9 Detrás de la utilización de este lenguaje en el realismo decimonónico se encontraba la idea positivista de la transparencia. El lenguaje podía ser
un instrumento de conocimiento de la realidad empírica, entendida siempre como una entidad independiente y con leyes propias. Como luego se
verá, el fundamento para la utilización de un lenguaje literal y la búsqueda de una ostensividad en el realismo que aquí analizo no es el mismo.
10 La respuesta a esta objeción no puede venir más que de una cierta evidencia empírica que en efecto hay una mayor cantidad de textos realistas
en relación a momentos anteriores del siglo veinte latinoamericano. Algunos párrafos más arriba ya he ofrecido algunas observaciones al
respecto. Quizás, la falta de reconocimiento por parte de muchos de estos críticos de que hay un cierto resurgimiento del realismo como problema
se deba a un cierto encierro sobre la literatura nacional. Pues no hay en esta polémica ningún reconocimiento de algún tipo de “exterior” a la
literatura argentina. En ningún momento se dice que se trata de una discusión más amplia, de una discusión que concierne –por lo menos– a la
literatura latinoamericana en general. Como bien muestra el extracto de Portela recientemente citado y la cantidad de bibliografía crítica sobre el
tema, puede decirse que hay un cierto consenso general en que –a pesar de que haya habido una literatura realista a lo largo del siglo veinte
latinoamericano– es posible hablar de una mayor visibilidad del realismo a partir de los años noventa aproximadamente (y en las fechas exactas,
por supuesto, siempre se puede diferir).
11 Roland Barthes, por supuesto, es central en esta definición del realismo clásico como verosímil a través de su concepto de “efecto de real”. Sin
embargo, este concepto del realismo no es de ningún modo obsoleto en la crítica contemporánea. Por ejemplo, Jaques Rancière define al realismo
clásico del siguiente modo: “El realismo clásico está basado en la construcción de una trama cuyo valor de verdad depende en un sistema de
verosimilitud” (Film Fables 158)
12 De este modo –y en esto acordando plenamente con Contreras– la tradición literaria en la cual se insertan estas poéticas realistas no es la del
realismo tal como lo piensa Martín Kohan, sino en cierta literatura que pretende un acercamiento a lo real, pero por vías un poco menos claras (o
clásicas). Podría pensarse entonces en Roberto Arlt (como señala Contreras), en Clarice Lispector, en algunos cuentos de Silvina Ocampo, en
ciertos textos de Osvaldo Lamborghini, de Néstor Perlongher o de Copi.
13 Según Josefina Ludmer, en lo que ella llama “la imaginación pública del presente” las divisiones clásicas de la tradición literaria pierden
vigencia: “En literatura caen las divisiones tradicionales entre formas nacionales o cosmopolitas, formas del realismo o de la vanguardia, de la
"literatura pura" o la "literatura social", y hasta puede caer la diferenciación entre realidad histórica y ficción” Ludmer, “Territorios del Presente.
En la isla urbana”, 103. Esta idea se repite en su libro Aquí América latina. Una especulación. Desde otra perspectiva, un libro clave para pensar
en esta articulación entre realismo y vanguardia es The Return of the Real. The Avant-Garde at the end of the century (1993), de Hal Foster. En
este libro, Foster se propone analizar ciertas manifestaciones de la cultura pop que habían sido consideradas o bien como realistas o bien como
vanguardistas de un tercer modo: como un “realismo traumático”. En su libro, Foster plantea que en el arte contemporáneo habría un retorno a
ciertas formas de realismo que no se pueden entender desde ninguna de las dos principales concepciones del realismo que rigieron los últimos
cuarenta años. La oposición entre la visión ingenua pre-estructuralista que pretendería acceder a una suerte de mímesis y la idea posmoderna de
que la distinción entre realidad y ficción se disuelve en un proceso de pura simulación, se vería superada por un tercer modo de entender el
realismo fuera de un registro representacional. Basándose en la teoría lacaniana de lo real, entendido como aquello que no entra en la cadena
significante, como aquello que no puede nombrarse, Foster propone llamar a este realismo “traumático” y analiza algunos casos en el arte actual
en donde habría una dimensión “realista” que se puede leer de este modo, ya no como “representación” sino como “repetición”. En el caso de la
narrativa que me ocupa aquí, la base teórica no se pensará en torno a lo real lacaniano sino más bien en torno a la indicialidad de lo fotográfico o
a la performatividad, tal como la pensaban los situacionistas.
Horne, 21
14 Esta preocupación por ofrecer un retrato de lo contemporáneo ha sido pensada en varias oportunidades como un rasgo etnográfico de la
literatura y del arte en general. Flora Sussekind (2002), por ejemplo, identifica una tendencia de la literatura brasileña contemporánea en donde la
ficción se superpone a la etnografía y Beatriz Sarlo (2006) describe una tendencia similar en la literatura argentina contemporánea. Según dice
Sarlo, la literatura argentina de los ochenta estaba articulada alrededor del problema de la relación entre ficción e historia mientras que en los
años noventa surge una tendencia que llama “etnográfica” en la cual las obsesiones literarias sufren un cambio: de un deseo de entender el pasado
se pasaría a una voluntad de mostrar el presente; y de un impulso interpretativo se pasaría a uno etnográfico. Diana Klinger, en Escritas de sí,
escritas do outro, también habla de un “giro etnográfico” en la literatura argentina y brasileña contemporáneas, pero con esto ella se refiere a la
etnografía más específicamente en tanto representación del “otro”, que en tanto ambición de mostrar el mundo contemporáneo.
15 En una entrevista posterior, el entrevistador le pregunta por esta afirmación suya –dicha ya unos años atrás–: “¿Habría una función testimonial
en sus textos?” a lo cual Noll responde: “Sí, lo veo. No me acordaba más de haber dicho eso, pero realmente tiene mucho que ver con la realidad
de mi ficción. Sólo que esa ficción busca evidenciar su época a través de una mirada que practicamente tiene una dinámica, un proceso”(Grumo
20, referencia). Es decir, hay una clara intención de ofrecer un testimonio de época, pero se aclara que el modo de hacerlo tiene una cierta
particularidad.
16 Reinaldo Laddaga analiza esta característica de la ficción de Noll y habla de la creación de un “lenguaje invertebrado” que está destinado “a
inducir en los lectores un ‘trance’ o un ‘éxtasis’, en el curso del cual, aunque fuera por un instante, acceden a la exposición de un fondo (oscuro,
convulsivo) de lo real”(Laddaga 158). 17 “Impotente para intervenir en los ‘hechos’, la narración sin embargo controla el marco discursivo en el cual son percibidos como tales. Uno
piensa, por ejemplo, en las tipologías a las cuales novelistas como Balzac o Zola someten a sus personajes, o en la función normalizante más
general que automáticamente divide a los personajes en buenos y malos, normales o desviados. El panopticismo de la novela, entonces, coincide
con lo que Mikhail Bakhtin ha llamado ‘monologismo’: el trabajo implícito de una voz preponderante cuyos acentos ya han unificado el mundo
en un único centro interpretativo” [Impotent to intervene in the ‘facts’, the narration nevertheless controls the discursive framework in which they
are perceived as such. One thinks, for example, of the typologies to which novelists like Balzac or Zola subject their characters, or of the more
general normalizing function which automatically divides characters into good and bad, normal and deviant. The panopticism of the novel thus
coincides whith what Mikhail Bakhtin has called its ‘monologism’: the working of an implied master-voice whose accents have already unified
the world in a single interpretative center”](Miller 25).
18 “En vez de proporcionar un mayor conocimiento del carácter perisférico del país, el texto naturalista, en su pretención de retratar con
objetividad una realidad nacional, contribuye al ocultamiento de la dependencia y de la fata de identidad propias al Brasil. Presupone que existe
una realidad una, coesa y autónoma que debe captar integralmente. No deja que se transparenten las discontinuidaddes y los influjos externos que
fracturan tal unidad. Como el discurso ideológico, también el naturalista se caracteriza por el ocultamiento de la división, de la diferencia y de la
contradicción” (Sussekind 39)
19 Véase, por ejemplo, el análisis que hace de la novela Fome, de Rodolfo Teófilo: “En la novela de Rodolfo Teófilo están enfermos dos
organismos: el del retirante y el de la tierra seca. Y todo se explica en el terreno de la patología y dentro de los límites de una concepción
orgánica de la sociedad brasileña (…) el hombre es visto como un paciente, como un organismo enfermo sometido a la vigilancia de un saber
médico”( Sussekind 85). Y de un modo más amplio: “Cuando se trata de sanar dudas y convertir divisiones en unidades y certezas, es más fácil
acudir a un discurso cercano a la racionalidad científica (…). A las leyes de las ciencias naturales, en el siglo pasado; de las ciencias sociales, en
los años treinta; de las ciencias de la comunicación, en la década del setenta. Es más fácil una correspondencia constante entre literatura y