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CONDE FÉLIX VON LUCKNER E E l l ú ú l l t t i i m m o o c c o o r r s s a a r r i i o o La guerra de corso en pleno siglo XX SÃO PAULO, MMXIV
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Felix Von Luckner - El Ultimo Corsario

Dec 23, 2015

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Felix Von Luckner - El Ultimo Corsario
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CONDE FÉLIX VON LUCKNER

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LLaa gguueerrrraa ddee ccoorrssoo eenn pplleennoo ssiigglloo XXXX

SÃO PAULO, MMXIV

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CAPÍTULO I

Cómo se forma un marino.

Preámbulo. Mi fuga del domicilio paterno. En Hamburgo. Entro como grumete en un velero ruso. El bautizo de los que cruzan el Ecuador. Caigo al mar. Mi combate con el albatros y mi salvamento.

Habiéndome proporcionado la fortuna el mando de un velero corsario, el último sin duda de la historia naval, muchos amigos y extranjeros me han preguntado por los lances de mi vida. Suponen que circunstancias poco normales me debieron llevar a la concepción de esta idea extraordinaria: la guerra a la vela en pleno siglo XX.

Sí, verdaderamente; he dado muchas vueltas por el mundo y arranqué de muy bajo antes de llevar el uniforme de oficial de la Marina del Imperio. Quizá debería callar todo eso. Pero como la historia de mi juventud puede únicamente explicar el papel bastante raro que me fue posible representar en esa guerra, confesaré con sencillez cómo el diablo del mar, en otra época, me tomó por el cuello para lanzarme a los cuatro rincones de los océanos.

Los que habéis nacido de las clases dichosas, no seáis demasiado duros con los pobres diablos que debieron, durante algún tiempo, ocultar su fe de bautismo en lo más profundo de la faltriquera, de donde quizá luego puedan sacarla con honor. Y los que tenéis que trabajar con tanta pena para elevaros de las capas inferiores de la vida, no perdáis ánimo. Ya descubriréis un agujero por donde meteros. Quizá os encontréis también algún día sobre el puente de mando.

Dejando a un lado toda modestia, le ruego al lector indulgente que se transporte al Liceo de la ciudad de Dresde. En el tercer curso veréis un muchacho desgarbado y pensativo. Es el segundo año que repite el curso.

Cuando supieron que no podía pasar al cuarto, hubo una escena de mil diantres en mi casa. Pero mi abuela no tenía los mismos métodos de educación que mi padre. Era una buena señora, amable y cariñosa; la violencia que se empleaba conmigo la hería en lo vivo. Un día dijo a mi padre:

— Quiero ver si consigo corregir a este niño por la afección. —Lo que conseguirás —contestó mi padre— es sencillamente acabar

de echarlo a perder; pero prueba. La abuela me llamó aparte y dijo: —Hijo mío, si me prometes aplicarte, te daré cincuenta pfennigs por

cada puesto que ganes en la clase.

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En aquel momento era incapaz de calcular qué suma podría sacar del negocio; pero dije:

—Te prometo, abuela, que me aplicaré. —Esto basta —contestó ella. La confianza que me demostraba me produjo orgullo y estudié cuanto

pude. Vino el primer ejercicio. Volví cariacontecido a casa para anunciar: «No paso adelante.»

—No importa, hijo mío —dijo la abuela—. Me parece que tu amor propio se despierta.

En el próximo ejercicio gané cuatro puestos. —Ya ves —me dijo ella—: es la recompensa de tu aplicación. Y me dio dos marcos. A la vez siguiente perdí dos puestos. —No importa —dijo mi abuela—. Todavía no te encuentras en estado

de conservar tu adelanto; pero continúa aplicándote. Y no me descontó los puestos perdidos. De esa manera se me ofreció

ocasión de poder salir de todos mis apuros de dinero. No es que me haya sentido jamás muy aficionado a ganarlo; pero el asunto tenía cierto lado deportivo. Quería emprender la cría de conejos y era preciso comprar un macho. El precio era de siete marcos y debía, por lo tanto, ganar catorce puestos.

Lo conseguí, pero por poco tiempo. Mammon hizo de mí un espantable personaje. Los saltos adelante y atrás fueron más y más considerables, más y más audaces. Un día llegué a ser el primero de mi clase.

Mi abuela me aconsejó que no dijera nada a mi padre. Pero encontrando al señor Oertel, director del Liceo, no pudo contener su orgullo.

—¿Qué tal, qué le parece mi Félix? Ése es el resultado de mi método, de ese sistema tan sencillo de los cincuenta pfennigs. ¡Félix, el primero! No puede figurarse lo dichosa que me siento. Ese niño es muy listo.

El director mostró gran sorpresa: —¿Félix el primero? Debe de haber algún error. El censor no me ha

dicho una palabra de ello. Creo que Félix continúa siendo el último. Mi abuela estaba fuera de sí. Volvió a nuestra casa a toda prisa y me

dirigió los más amargos reproches, arreglándoselas, sin embargo, de modo que mi padre no pudiera oírla. Porque le repugnaba hacer público el fracaso de su método.

Poseía dos perros falderillos: Jorge, el más joven, tenía trece años, y el otro, Federico, catorce. Ambos, por lo demás, muy asmáticos. Jorge, al volver de paseo, se entretenía siempre en patinar sobre la alfombra.

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Federico encontró esto muy gracioso y le imitó precisamente en mitad del sermón de mi abuela. La madeja de sus ideas se embrolló y notó además que Federico acababa de tragarse una indigestible ristra de salchichas y que trataba en vano de quitárselas de la boca. Jorge, tendido junto al sillón, procuraba recobrar el resuello. Mi abuela tuvo miedo; sus falderillos le eran muy caros; el sermón se interrumpió por completo. Se volvió por última vez hacia mí, diciendo:

—Todo acabó entre nosotros. Héme, pues, sólo con mi abominación. Habitaba en una zona neutral,

apartado de mi abuela y de mi padre. Un ganapán como yo no haría nunca nada bueno.

Al acercarse la Pascua, trataron de hacerme ascender al cuarto curso; pero, después, me aconsejaron que me marchara del colegio. Entré entonces en otro, dirigido por Hütter y Zander, en Halle de Saale, que tenía gran reputación para desasnar a los torpes. Me hicieron buenas promesas y no desesperaron de mí. Me faltaba ganar dos clases para llegar a la carrera oficial. Mi padre me conjuró una vez más a hacer todos los esfuerzos posibles para adquirir el derecho a llevar el uniforme imperial.

Yo lo deseaba vivamente: —Sí, padre, seguiré el cuarto curso. Te prometo llevar con honor el

uniforme imperial. Ni mi padre ni yo podíamos suponer entonces que un día cumpliría la

segunda parte de esa promesa sin haber cumplido la primera. Por su parte, mi padre me prometió que, si triunfaba, me enviaría a

casa de mi primo durante las vacaciones. Estas empezaron; yo había fracasado.

Mis padres estaban viajando. Nuestro preceptor de familia había recibido poder para decidir de mi suerte. Me preguntó en seguida:

—¿Has tenido éxito? —Sí, sí —contesté—. Pero el rector está ausente y no ha podido

firmar todavía la papeleta. Se la enviarán a usted por correo. Encantado del resultado de sus lecciones, me permitió marcharme.

Hice tranquilamente mis preparativos. Mi hermano y yo teníamos entonces sendas huchas. De vez en cuando

un tío o una tía de paso en casa depositaban una moneda de oro allí. Siempre había considerado aquella hucha como mi último recurso. Encontré en ella ochenta marcos. Tomé también cuarenta de la hucha de mi hermano. ¿Por qué dejárselos? Hubiera querido no hacerlo, pero se trataba del capital necesario para mi empresa y esperaba poder reembolsarle un día con intereses compuestos.

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Mi plan era sencillo: se basaba en las agradables imágenes despertadas en mí por lo poco que sabía de la vida del mar. La vida de tierra, donde conocía los bancos de la escuela, me parecía desprovista de todo encanto. Una minuta del paquebote Príncipe de Bismarck llegó un día a mis manos: «¡Caramba, qué bien se come a bordo! ¡Y cualquiera puede ser oficial de un barco como ése!» Había leído también las historias del astuto Ulises y de Simbad el marino. Pero las indicaciones legadas acerca de la carrera marítima por esos grandes precursores tenían poco valor práctico para el eterno discípulo de tercera, que no era ni rey griego ni mercader árabe. Toda mi experiencia náutica la adquirí a orillas del Saale. Una caja transformada por mis propias manos en navío me permitió diversas maniobras y abordajes y me valió en el establecimiento de baños el alias de «pirata».

Metí en una maleta un traje de caza de mi padre, un revólver, un puñal, una pipa, todo lo que puede servir en tal género de aventuras. Luego fui a la estación y me embarqué para Hamburgo, en cuarta clase, como conviene a un principiante. Mi vecino de banco era un mozo de matadero; quería también ser marino. Los motivos, no llegué a desentrañarlos muy bien. A mí, sin haber estudiado el latín, no se me hubiera ocurrido jamás tal idea.

A las diez y media de la noche, llegaba a la estación de Klostertor. Un gran letrero decía: «Asilo Concordia, camas a 50 y 75 pfennigs.» Tales precios me parecieron en consonancia con mi fortuna presente. Acudió un faquín con un carretón y preguntó: «¿Adonde va esto?» «Al hotel Concordia.» «¿Al Concordia? Ven por aquí, muchacho. Entonces, ¿te han echado a la calle y quieres ser marino?» Ese brusco tono de intimidad me sorprendió, así como el olfato de ese viejo hamburgués. Por primera vez en mi vida llegué a San Pauli y me maravilló el espectáculo de sus café- conciertos, donde se dan cita todas las naciones marítimas del mundo. Chinos, negros, ¡qué interesante era todo aquello! Los negros especialmente me entusiasmaban con sus uniformes de colores, en las puertas de los restaurantes de noche.

El «Concordia» está situado el fondo de un patio oscuro. Pedí una cama de 75 pfennings- El camarero subió mi maleta. El portero abrió una puerta y vi un cuarto con seis camas.

—He pedido una cama de 75 pfennigs. —Pues aquí la tienes. ¿Qué más te falta? Toma una de 50 y tendrás el

placer de dormir más barato.

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El Conde Félix von Luckner, autor de este libro y comandante del velero

corsario Seeadler; último en la historia de la guerra naval

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Ese cambio me agradaba poco. Me dio mi llave, a la cual estaba atada

una gigantesca chapa. Pensé entonces: «Puesto que soy ahora un hombre libre, aprovechemos el rato para ver un poco la vida de Hamburgo.» Volví a pasar junto al portero. La chapa de la llave me salía del bolsillo y el me dijo con acento terrible: «¿Por qué demonios dejas ver eso? ¿Crees que tenemos acaso una colección de llaves de recambio para que todos los que vienen aquí puedan perderlas?»

Al día siguiente pregunté cómo podía arreglármelas para embarcar en una nave. Dijéronme que me dirigiera a la casa de un armador. Mi corazón cantaba: «Ya está ya está», y fui a la casa armadora Laeisz.

Me contestaron que me tomarían de buena gana, pero empezaron por pedirme mi nombre y luego la autorización de mi padre. Después mi partida de nacimiento, la suma necesaria para equiparme, etc.

¿La autorización? ¡Dios me la depare buena! Pero había otras casas en la ciudad. Fui a ver los Wachsmuth y Krogmann, y luego a la casa Dalström. En todas partes me exigían lo mismo.

Quise entonces ir yo mismo a un buque para hablar al capitán. Me dirigí hacia el puerto de los veleros. Heme frente al muelle de los buques de vela, donde aparece su bosque de mástiles. Y este pensamiento me atenazaba en silencio: «He aquí el mundo al que pertenezco desde ahora.»

Pero, ¿cómo subir a uno de esos veleros? Contra lo que esperaba, no estaban atracados al muelle, sino amarrados a estacas en pleno río. Por fin me enseñaron la casita de un barquero; quizá él me pueda llevar a bordo. Asomé las narices y vi una casita muy limpia. El semblante del viejo marino se volvió hacia mí:

—¿Qué es lo que quieres, muchacho? —Quiero ir a bordo de un velero. Entré. Acabó de beber el café que estaba tomando; luego bajamos a su

barca. Remaba con un solo remo. Yo quedé boquiabierto delante de tal técnica. Cuando pasábamos junto a un navío le dije que me la explicara. Veía de cerca mástiles tan altos, que temía que me hicieran subir allí. Sin embargo, las vergas y las cuerdas me tranquilizaban un poco; esto debía de componer un sistema que se podía maniobrar desde el puente con toda tranquilidad. En la duda sin embargo, pregunté: «¿Es que deben subirse ahí arriba los marineros?» «Naturalmente —contestó mi guía— Los nombres deben subir arriba hasta el final y allí es a suben también los grumetes. En el puerto eso no vale la pena de mentarlo, pero cuando el barco está en el mar cabecea y da bandazos, ya verás, es otra cosa.»

Sentí como un peso en el corazón. Las explicaciones continuaron. Pero la altura de los mástiles había enfriado mi entusiasmo. De vuelta a tierra, descargué mi corazón e el del viejo marino. Y éste me dijo:

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—Hijo mío, déjate de aventuras. He sido marinero durante veinticinco años y ¿qué he sacado en limpio? Ya lo ves: soy capitán de mi barquilla. ¿Qué hace tu padre?

—Es señor de un dominio. —¿Cómo te llamas? —Conde de Luckner. —¿Qué? ¿Un conde? ¿Tú eres un conde? Ese debe de ser un oficio

por el estilo del de rey. Agradece a tu padre de rodillas el haberte dado ese oficio. Vuelve a tu casa, soporta una buena azotaina y dale las gracias a cada golpe. ¡Ah! ¡De qué gana recibiría yo muchos azotes por tener un padre que desempeñara tal oficio!

Sin embargo, yo había huido de casa de mis padres. Eso le hizo reflexionar y dijo:

—Me llamo Pedder; trátame de tú. Voy a ayudarte. No irás al mar, porque no volverías. Mírame. Soy viejo y, sin embargo, es preciso que conduzca una barquita como ésta y que cobre 10 pfennigs por cada viaje.

—¡Pero Pedder, quiero ir al mar! Volví al día siguiente; le llevé un poco de tabaco y me enseñó a remar.

Repetía su consejo: «No vayas al mar.» Poco a poco conseguí sustituirle en la barquilla; yo era quien remaba; pasaba a las gentes mientras él hacía el café. Llegamos a ser amigos.

—Mis padres no saben todavía que me he escapado —decía—, pero no quiero volver a casa, porque si me llevaran a la escuela ya sé lo que sucedería. En el tercer curso superior me tomarán para el servicio militar antes de que haya logrado su reducción a un año.

—Muchacho, muchacho, déjate de mares y de barcos. Quédate aquí, hijo mío.

Me aseguró muchas veces que no me sería posible embarcarme; debería tener autorización de mi padre, así como dos o trescientos marcos para mi equipo. En esta época, los capitanes no tomaban grumetes sino para conseguir dinero y otras mil cosas parecidas.

Pero no me descorazoné. El quinto día por la mañana, cuando estaba junto a la casita, me hizo una seña, gritando con verdadera alegría:

—Muchacho, tengo un barco para ti. Ha pasado un capitán ruso; le he preguntado si quería un buen grumete. «Con mucho gusto —ha dicho— si no quiere paga.» «El no quiere más que un barco» —le contesté. «Entonces envíelo usted a bordo» —acabó por decirme.

Habría abrazado de buena gana al viejo Pedder por aquella buena noticia.

—Por de pronto, voy a conducirte al tres palos ruso Niobe, y presentarte allí.

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El capitán ruso produjo en mí muy mala impresión. Amarillo, feo, mitad Mefistófeles, mitad Napoleón III, con una barba de chivo.

—Puedes venir aquí —me dijo en mal alemán—. Ven mañana por la mañana.

No me acababa de gustar. —Ya estás arreglado —me dijo el viejo Pedder, dándome un golpecito

en el hombro—. Que el barco sea inglés, alemán o ruso, tanto da. El mar siempre es el mismo. Lo que conviene ahora es que vayamos a tierra y cuidemos de tu equipo.

Se puso un traje presentable, cerró la casita y nos fuimos juntos a Hamburgo.

Yo tenía cerca de noventa marcos. De esta suma compré cuidadosamente, y después de reflexionar mucho, lo que me era necesario: ropa de abrigo, un impermeable, un cuchillo con su vaina y una pipa presentable con tabaco. ¡Cuán orgulloso me sentía! Pero por lo que hace a la caja y al saco de marinero, no bastaban mis recursos. El viejo Pedder me dijo: «Voy a darte mi caja. He navegado veinticinco años con ella en torno del mundo y siempre he salido con bien. Eso te traerá buena suerte.»

Doblamos una esquina y entramos en una calle estrecha y gris. La Brauerknechtsgraben; es aquél el barrio más antiguo de Hamburgo.

Una escalera empinada. Pedder sube pesadamente, apoyándose en la barandilla. Veo un letrero de latón en una puerta: «Peter Brümmer». Mete la llave en la cerradura, abre y dice: «Estamos en mi casa, muchacho; entra.» Veo lo primero un tres palos muy ennegrecido junto a la pared, y me maravillo:

—Pedder, ¿eres tú quien hizo eso? —Sí, muchacho. Un poco más lejos advierto un pez volador que está desecado y pende

del techo. Otro barco, pintado sobre una tela de vela, navegaba en un marco fabricado a bordo. Sobre la cómoda, una colección de objetos de China y de recuerdos de viaje. En un rincón, una jaula con un loro bastante desplumado y que parecía tan viejo como Pedder. «Sí —me dijo—, lo he traído del Brasil y no habla más que en español.» Luego: «He aquí mi caja.» La abrió y hundió la mano en ella. Sacó diferentes aparejos de redes que había fabricado a bordo de los barcos. Contempló con aire pensativo todo aquel contenido y dijo: «Esta caja flota; es estanca.»

Mientras que él embalaba mi equipo, me obligó a instalarme en el sofá, que tenía unos botones de porcelana blanca para fijar la ropa en la madera. Cuando la caja estuvo llena, la llevamos juntos hasta el puerto.

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Pasé con él mi último día por entero y luego me llevó a bordo. Me mostró la litera donde dormiría, y después de arreglar el jergón y la almohada, dijo: «Ahora una recomendación, muchacho. Mientras estés aquí acuérdate siempre de que debes cuidar del barco, pero de ti mismo también».1

Me dio en seguida el consejo de no navegar bajo mi verdadero nombre. Un conde no debía hacer eso:

—Es como si un oldenburgués se calzara con zapatos de París. ¿Cuál era el nombre de soltera de tu madre?

—Luedicke. Luckner, llamado Luedicke, he aquí el nombre que debía llevar. Lo

llevé durante siete años bastante agitados. En el momento del adiós, Pedder me estrechó la mano, diciendo:

«Muchacho, no olvides a tu viejo Pedder.» El barco largaba amarras. El remolcador tendió su cadena, nos pusimos en movimiento y el viejo Pedder, remando, nos acompañó hasta la punta del muelle de San Pauli. «Ea, muchacho, no puedo ir más lejos.» Y con lágrimas en los ojos añadió: «Buen viaje para Australia. No te volveré a ver jamás, probablemente; pero has de que te quiero mucho.»

Pugnaba yo por decir algo, mas las lágrimas me ahogaban. No he sentido nunca nostalgia de mi país; pero mi corazón me ha recordado muchas veces a ese viejo marino. Algunos instantes más tarde abría el cofre tan bien arreglado. Vi en él un retrato colocado sobre mi ropa y que llevaba esta dedicatoria: «No olvides a tu Pedder.» ¡No, mi buen Pedder, no te he olvidado!

No comprendía ni jota de lo que hablaban los marineros, y el capitán me puso mala cara porque yo era muy torpe. El segundo, que sabía algunas palabras de inglés, me preguntó cuál era el oficio de mi padre. Respondí: «Campesino».

—Pues bien, vamos a nombrarte vigilante general. Me hizo seña de que le siguiera. Ansiaba conocer mi nueva dignidad.

Nos detuvimos delante de la pocilga. —Puedo desempeñar el cargo. —Serás también director de las farmacias de estribor y de babor. Se entiende con tal nombre, como supe luego, el lugar que cada cual

puede imaginar. Mi oficio consistía en que estuvieran limpias y expeditas las cañerías.

Por lo que hace a los cerdos, no debía dejarlos salir. Yo era quien debía entrar en la pocilga. Venían a rascarse en mis piernas cuando

1 Es decir: «Cuando trabajes en el aparejo sostente siempre con una mano.»

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entraba con mi cubo y mi pala para limpiar el suelo. El agua sucia al lavar me entraba en los zapatos y tenía la facha más asquerosa que mis súbditos. Pero era preciso economizar el agua y el jabón. Sólo tenía dos pantalones para cambiar. Los marineros me daban al pasar muchas veces una patadita para demostrarme sin duda lo asqueroso que era. Y luego la «farmacia”. Me daba asco de mí mismo.

La arboladura me inspiraba un miedo cerval. No me atrevía a subir más arriba de la cofa. Aferrado a cada uno de los flechastes, me creía llegado a una altura vertiginosa y gritaba: «Mirad si soy valiente.» Pero mis progresos fueron débiles hasta el día en que un marino me dijo: «Tú no sirves más que una vieja cocinera.» Esto me indignó. Valía más caer que oírmelo repetir. Tanto más cuanto que veía a los otros grumetes saltar y brincar en lo alto. Estábamos al ancla delante de Cuxhaven, esperando un viento favorable. La ocasión se me ofrecía para acostumbrarme a los mástiles durante la calma. Me revestí de energía y pensé: «Vamos allá».

Durante la vela de la tarde (cuatro horas de vela, cuatro horas de sueño), podía ver a los muchachos jugar en las calles de Cuxhaven y la nostalgia se apoderó de mi. Todavía era medio niño. Nadie me comprendía a bordo. A nadie podía abrir mi corazón. Sentíame abandonado. El yugo de la escuela había desaparecido; no recordaba más que la belleza perdida de la casa de mis padres.

Vino, por fin, el viento favorable; se largaron velas y partimos para Australia. La tierra alemana desapareció a mis ojos diez días después de haber salido de mi casa. Bien pronto la Mancha estuvo detrás de nosotros y flotábamos en el Atlántico. ¡Y mis buenos padres que me creían pasando las bien ganadas vacaciones en casa de mi primo!

Era un mal barco el que tenía bajo mis pies. Abundaban más los bofetones que los dulces. La minuta del Príncipe de Bismarck no se presentó jamás. Por la mañana, en vez de café, vodka en el cual se mojaba el pan duro. Solamente muy poco a poco me aclimaté a la acritud de la carne salada.

Los días fueron pasando; me acostumbré al oficio y al navío y aprendí el lenguaje de la tripulación. El segundo me trataba con benevolencia; pero el capitán era enemigo mío como de todos los alemanes. Procuraba yo, sin embargo, hacer todo lo posible para conciliármelo.

El bautizo de la línea ecuatorial es un momento importante de la vida del marino. A todos los que pasan, por vez primera, de uno a otro hemisferio, se les bautiza sin remisión. Desde la noche de la víspera se hacen preparativos que anuncian la solemnidad del acontecimiento. En una plataforma elevada a proa unos espectros grises aparecen gritando: «¡Ah, del navío!» «¿Cuál es el nombre del navío?» El capitán responde:

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«Venid aquí.» Las apariciones acaban subiendo a bordo por medio de cuerdas, como si salieran del mar. Son Neptuno y sus embajadores y avanzadas; preguntan el nombre del barco; cómo se llaman los catecúmenos que, aun manchados por la espuma de los mares septentrionales, llegan por primera vez a las aguas del Rey de la Línea. Se le entrega la lista. Da las gracias y, seguido de sus fieles, va a hundirse en el mar hasta el día siguiente. Vuelve para presidir el bautizo, con su barba blanca, cetro en mano, vestido con un gran manto cubierto de algas marinas. Detrás de él su mujer, magníficamente vestida; luego el pastor, el peluquero que debe rasurar a los bautizados para desembarazarles de toda mancha terrestre. El gran jabonero sigue con su brocha y su bote de alquitrán. Y al final la policía compuesta de negros. El capitán saluda a Neptuno con mucha dignidad. Los catecúmenos, en buen orden, desfilan ante él. Se cerciora de que nadie se oculta y la policía negra busca por todos los rincones del barco.

Un gran balde se llena de agua en el puente; el baptisterio, que es una larga plancha, está puesto al través. Los catecúmenos aparecen uno a uno y se les hace sentar. El pastor les lee una epístola apropiada a las circunstancias y les pregunta si quieren hacer sus votos de bautismo; a cada «Si» les pasa sobre los labios la brocha llena de alquitrán y luego se limpia ese alquitrán con navajas de madera. Después se quita bruscamente la plancha; la víctima cae dentro del balde, donde sufre siete inmersiones. El bautizo ha terminado. Se entrega un certificado y el próximo catecúmeno se dispone a sufrir el mismo procedimiento.

A los más ignorantes se les da también un catalejo, cuya lente está atravesada por un cabello, que ellos toman por el ecuador.

En otro tiempo la ceremonia del bautizo era mucho más severa; consistía en dar la vuelta al casco. Los pies del catecúmeno estaban atados a un cable y se le pasaba otro bajo los brazos y tirando de uno de los extremos por debajo de la quilla del navío, se hacía efectuar al desdichado tres o cuatro veces el paso de una borda a la otra. Los tiburones se aprovechaban alguna vez de aquella cruel iniciación.

Por lo que me concierne, Neptuno juzgó que debía infligirme un bautismo bastante serio.

Un día, después de una tempestad seguida de una fuerte marejada, habiendo tenido que arriar todas las velas, se trataba de poner las gavias para apoyar mejor el buque. Quise demostrar mi destreza al capitán y subí para desplegar la vela. Recordé entonces el consejo del viejo Pedro: «Una mano para el navío y otra para ti.» Una ráfaga hinchó la vela como un globo; pierdo presa, caigo; quiero cogerme a una cuerda que me escapa de los dedos, despellejándolos, y me hundo en el mar sin tocar

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afortunadamente en la borda. Mi gorra cayó sobre cubierta. El navío se alejaba a ocho millas por hora. Al volver a la superficie, en la estela que me balancea de mala manera, percibo una boya que acaban de echarme y oigo el grito: «¡Hombre al agua!» Caigo en seguida en el hueco de una ola y el barco desaparece a mis ojos.

Después de unos minutos que me parecieron eternos, una nueva ola me levanta en el aire; el buque se alejaba visiblemente. «Desde luego, me parece que es imposible alcanzarlo; sin duda vendrá otro detrás de él.» He aquí la esperanza ridícula que me inspiraba el amor a la vida. Como si en el vasto océano un navío pudiera pasar, precisamente, por el sitio donde yo había caído al agua.

Enormes albatros revoloteaban en el cielo. Esos grandes pajarracos creen que todo lo que flota en el agua se hizo para que puedan ellos comerlo. Se precipitan sobre mí. Uno de ellos me pilla la mano con el pico; yo quiero asirlo, pues me habría agarrado a cualquier cosa, en el temor de ahogarme; y de un picotazo me hace la profunda herida de la que llevo todavía la cicatriz en la mano, como recuerdo de aquel combate marino.

Me desembaracé de mis zapatos y de mi chaqueta de marinero. La camiseta estaba tan hinchada de agua, que no pude quitármela. Entonces recordé lo que me decía mi madre cuando le hablaba de mi afición a la vida marinera: «Es precisamente el oficio que te conviene; nunca podrás ser otra cosa que un buen almuerzo para un tiburón.» Cuando esas palabras se me ocurrían, uno de mis pies chocó con el otro. Creí que era un tiburón. Mis nervios recibieron una sacudida eléctrica. No sé lo que pasó hasta el momento en que advertí en lo alto de la cresta de una ola una barquita, que casi en el mismo instante se deslizó debajo de mí en la hondonada líquida. Grité: «¡A mí, a mí!» Era el segundo.

Un instante más tarde estaba tendido, tiritando, en la proa de la canoa, y los marinos bogaban hacia el buque. Cubierto de la sangre que manaba de mi herida, conté al segundo mi desafío en el agua. Me dijo que los albatros me habían salvado la vida, pues observándolos, es como habían descubierto donde yo estaba. Habían encontrado primero el salvavidas y a mí después.

Los marinos estaban visiblemente contentos de haberme salvado. Pensaba que el capitán se alegraría también de haberme recuperado; pero daba grandes zancadas por el castillo de popa, enfurecido de mala manera:

—Maldito alemán —exclamó—, lástima que no te hayas ahogado. Mira cómo has estropeado mis velas.

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Llegamos a lo largo de la borda. Lo más difícil empezaba, y era izar la barquilla sobre cubierta. A cada bandazo, subía por el aire y caía en seguida debajo del buque. En aquel baile continuo se esforzaban en vano de atraparla al vuelo los marineros. Estaba de tal modo fuera de mí que, viendo que la barquilla estaba a la altura de una borda, salté sobre cubierta y me desvanecí.

Los marineros fueron menos dichosos. Un golpe de mar hundió la canoa. Los hombres saltaron al agua y subieron a bordo agarrándose a los cabos que se les echaron a toda prisa. El capitán cogió una botella de vodka y me hundió el gollete entre los labios, gritando: «¡Bebe, perro alemán!».

Al levantarme al día siguiente estaba embotado; esa terrible jornada me dejó un ligero temblor que me dura todavía.

A la mañana siguiente, el capitán, encontrándome aún en la litera, me hizo levantar a puñetazos. «¿Crees que estás a bordo para dormir y comer?» Apenas podía tenerme en pie.

Me contaron que tan pronto como caí, el segundo gritó: «¡Voluntarios para el salvamento!» Pero el capitán no quería permitir mi salvación. El reglamento estaba de parte suya, pues no se debe echar una barquilla al agua cuando a juicio del capitán esa operación pone otras vidas humanas en peligro. Con un arpón en la mano había impedido el paso al segundo: «Si tocas la canoa, te hundo el arpón en el vientre.» Pero el otro le volvió sencillamente la espalda y dijo: «Tengo ya mis voluntarios: ¡adelante!» Partieron. El capitán no podía contener la rabia.

Doblamos el Cabo de Buena Esperanza, llegando por fin a Australia. Así terminó mi primera travesía. Fue un duro aprendizaje, pero ¿volver a la escuela? ¡Ah!, no. No quería que me mantuvieran mis padres y deseaba saber hasta dónde podría elevarme por mis propias fuerzas.

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CAPÍTULO II

En busca de una profesión en tierra

Deserción en Australia. Me empleo como lavaplatos. En el Ejército de Salvación. Torrero de faros. Con unos faquires indios. Me preparo para ser boxeador. De nuevo marino en un buque americano. Atentan contra mí. Huyo del barco con otro compañero.

En Freemantle bajé a tierra muchas veces y se me ocurrió la idea de preparar mi fuga. No ganaba ni un céntimo a bordo. Australia, sin embargo, me parecía poco interesante. No encontraba ni los negros armados de lanzas ni las palmeras que había imaginado. Miraba con desencanto la ciudad desnuda y monótona.

Un barco alemán estaba en el puerto. Los hombres de la tripulación me contaron el buen trato que se les daba. ¡Cuánto me alegró poder hablar con compatriotas! Me invitaron un día al hotel Royal. Abrí mi corazón a la hija de la casa. Yo era un hombre libre y quería arrancarme de manos de aquellos asquerosos rusos; pero era preciso que su padre me ayudara.

El padre me dijo: —Creo que a lo sumo podría emplearle para lavar la vajilla. —Otras cosas peores he hecho a bordo —respondí, y opté por

permanecer allí. Me daban medio chelín por día, ropa y alimentos. Los camaradas alemanes me ayudaron a desembarazar de matute mi cofre la víspera del día mismo en que la Niobe volvió a hacerse a la mar. El éxito coronó mi huida. El capitán ruso no usó del derecho que tenía de hacerme buscar por la policía.

Heme aquí instalado en mi nuevo oficio. Bien pronto me pesó. El mar me gustaba más. Durante mis horas de libertad frecuenté el Ejército de Salvación2. Rara vez me he sentido más sorprendido y atraído como por los cantos de aquella buena gente. Tenían un gramófono, cosa que yo no había visto jamás. Había ido a Australia para ver salvajes y no comprendía nada de aquella hechicería de la civilización. El gramófono estaba en una mesa. «Alguien se oculta debajo —pensé— y es la cabeza la que habla en la caja. Es preciso que lo averigüe.» Devoraba con los ojos el instrumento.

Es preciso saber que cuando el Ejército de Salvación os admite como «alma redimida» debéis sentaros en el primer banco y los simples

2 Organización protestante de beneficencia social.

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espectadores quedan atrás. En compañía de un camarada del barco alemán nos convertimos en «almas redimidas». Eso me permitió comprobar que nadie estaba en cuclillas debajo del gramófono. Cuando se realizó mi recepción, prometí naturalmente no beber jamás bebidas alcohólicas.

Este asunto era tan de mi gusto que abandoné mi oficio de lavaplatos para pasar al Ejército de Salvación. Una vez en este santo territorio, creí deber confesar la verdad y expliqué que era un conde. Me emplearon entonces como artículo de reclamo

Publicaron: «Hemos salvado a un conde alemán. Antes de venir aquí bebía whisky como un pez bebe agua.» Las gentes acudían de la ciudad para ver al conde. Me confiaron polvos insecticidas, diciéndome que salpicara con ellos los vestidos dados por generosos bienhechores. Luego como mi inglés mejoraba rápidamente, recibí una misión más honrosa. Me dieron los Gritos de Guerra3, impresos por los diferentes Estados de Australia; debía resumirlos tan pronto hubiesen aparecido y hacer la cuenta de las almas salvadas por los diversos capitanes. Seis semanas después me puse un uniforme y pude vender los Gritos de Guerra La venta fue soberbia.

Tuve luego una idea: «¿Por qué, pensé, no me convertiré yo también en capitán del Ejército de Salvación?» Era un oficio excelente para mí. Apenas conocía el sabor del alcohol y me era muy fácil no beberlo. Pero la limonada me indujo a terribles tentaciones. Apenas entraba en un café con mis Gritos de Guerra bajo el brazo, la gente gritaba: «Halloh, count! Do you like a ginger-ale? —Yes, behind the bar».4

—Sí, pero en la trastienda —contestaba yo, pues era tan delicioso, que me figuraba que era alcohol. Risa general, sin que yo comprendiera por qué.

Llegó un tiempo en que cesé de aspirar a ganar los galones de capitán o teniente. Mejor es el mar. Me expliqué con aquellas buenas gentes y me comprendieron. Pero considerando mi juventud, trataron de encontrarme un empleo que estuviera en consonancia con mi edad. Tres días después estaba convertido en ayudante del torrero del faro en el Cabo Lewien.

Ayudante del torrero sonaba bastante bien. ¿Y el faro? Estar sentado en el faro cuando los barcos pasaban entre las aguas tempestuosas era mi ideal. Sabía lo que es encontrarse a bordo en aquellos momentos. Por otra parte, el Ejército de Salvación había hecho bien las cosas. Sus cuidados conmovedores me habían provisto de efectos y ropas inmejorables.

3 Periódico semanal publicado por el Ejército de Salvación. 4 –¡Hola, conde! ¿Quiere un vaso de ale? –Sí, pero en la trastienda.

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Una silla de postas me condujo desde Freemantle a Port Augusta. La recepción en el Cabo Lewien fue de las más cordiales.

Cada uno de los tres torreros del faro habitaba una casita en el acantilado. Este, alto de cien metros o poco menos, caía a pico sobre el mar. Los cimientos del faro se elevaban apenas sobre el agua; pero las lámparas estaban situadas en lo alto del cantil, a fin de que se vieran mejor en tiempo de cerrazón.

Me maravillaba de todo. Me hicieron conocer mis deberes. «Limpiar las ventanas es un poco aburrido; pero de paso tendrás que levantar las pesas. Durante el día puedes estar sentado en lo alto del faro; pero cuando llegue un buque, tienes que señalárnoslo».

Mi cuartito estaba limpio y bien dispuesto. Cada torrero me daba tres pence.(peniques) Nueve peniques eran más de lo que yo había ganado jamás. No estuve poco sorprendido al ver los proyectores y los miles de facetas del reflector. Era preciso toda una tarde para limpiar aquellos cristales. Por la noche, cada cuatro horas, debía subir a la cámara alta para volver las pesas a su punto de partida. Había 80 metros de cadena y por lo tanto debía manejar sin interrupción la palanca veinte minutos. Me acostumbré con el tiempo. Mis horas preferidas eran aquellas en las que reemplazaba durante el día a los torreros junto al catalejo. ¡Cuán bello era el mar durante una tempestad! Por nueve peniques hacía el trabajo de mis tres patronos.

Esta vida me gustaba, y mucho más la hija de uno de los guardianes; se llamaba Eva. Nos besábamos un día con toda inocencia, y esto ocurría —porque el amplio acantilado no ofrecía propicia retirada— en un pequeño lugar, sin duda poco conveniente, pero por lo menos bien cerrado, en lo alto del cantil, y que cayendo sobre el mar, era azotado durante la marea alta por las olas del océano. Uno de los torreros, que estaba pescando, nos vio y fue a advertir a su colega. Llamaron a la puerta. No abrimos. La vergüenza me ahogaba. Los puñetazos eran cada vez más fuertes. «Hay que tomar un partido —pensé—. Abramos la puerta y escapemos.»

Tal dicho, al hecho. Empujando al guardián, salí como un cohete. ¡Hasta la vista! Volví por la noche a escondidas a llevarme uno de los caballos que me gustaba mucho En aquella época no valían más de unos 30 marcos. En cambio, todo mi equipo quedaba en el Cabo Lewien. Monte a caballo y adelante por el mundo.

En Port Augusta había un aserradero. Encontré allí trabajo a razón de 20 marcos por día. El salario era crecido pero el trabajo duro, pues había que arrastrar aquellas maderas y los precios eran tales, en aquel país, donde se pagaba hasta el agua potable, que me quedaban apenas algunos

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céntimos en el bolsillo al acabar el día. Únicamente los chinos, a fuerza de apretarse el cinturón, conseguían ahorrar algún dinero. Al cabo de quince días había ahorrado 60 marcos. Entonces, no pudiendo contenerme, me marché.

Me encontré en un muelle esperando el vapor semanal que debía conducirme a un gran puerto próximo, cuando un cazador se acercó a mí; era un alto noruego, provisto de un fusil Martini-Henry con muchos cartuchos. Me contó que cazaba los canguros y zorras salvajes. La venta de las pieles le había producido bastante dinero. Le pregunté por qué cantidad me entregaría su Martini y me contestó: «Cinco libras.»

No tenía tanto, pero le di todo el dinero de que disponía y además el reloj. Este era bueno. Trato hecho. Apenas tuve la escopeta entre las manos, sentí despertarse en mí la pasión de la caza y me puse en camino hacia el interior en demanda de canguros.

Pero el noruego había exagerado. No encontré más que unas zorras pequeñitas. Un piloto alemán, con quien di por casualidad me indicó el lugar adonde debía ir. Encontré en mi camino una granja abandonada y allí establecí mi cuartel general. Pero como no me gustaba la soledad, abandoné el oficio de cazador y, volviendo a Port Augusta, vendí mi fusil. Cuando llegué al puerto, de un vapor que estaba en las faenas de descarga bajó una colección de faquires indios. Me preguntaron qué era lo que hacía. «Marino» —contesté—. Me dijeron que podían emplearme en levantar las tiendas y cuidar los caballos. «Somos —dijeron— como los marinos; pero navegamos por tierra.». En el curso de nuestros viajes por Australia, era yo quien levantaba las tiendas y las barracas. El manejo de las telas me recordaba la travesía.

En Freemantle, un día, mientras distribuía prospectos, oí que me llamaban: «¡Hola, conde! ¿Has dejado ya el Ejército de Salvación?» Mi presencia aumentó inmediatamente la afluencia de público.

Traté, por todos los medios posibles, de apropiarme los secretos de los faquires; pero guardaban celosamente su ciencia y mis esfuerzos eran vanos. «Es preciso pensé— arreglármelas de otro modo.» Y empecé a coquetear con una linda malaya. Al principio se mostró reservada; pero al cabo de quince días tuvo más confianza y me explicó una porción de juegos de manos. Esto me facilitó la inteligencia del oficio de mis patronos. A fuer de palafrenero que era, yo tenía cierto barniz de faquir. En verdad, es imposible que un europeo aprenda los juegos de manos más misteriosos. Los maestros envejecidos en aquel arte entre la admiración de la multitud y acostumbrados a pasar por seres sobrenaturales, no dejan que se les acerquen sus empleados. Con su larga barba y con su actitud petrificada por la tensión constante de la voluntad, los dos jefes de

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nuestro grupo producían una rara impresión de nobleza. El crecimiento instantáneo de un mango era una de sus habilidades más sorprendentes. Tomando un hueso, el faquir lo hunde en la tierra. Al cabo de unos instantes la tierra se abre y aparece una hoja pequeña seguida de un tallo pequeño también. Entonces, cubriéndolo con un lienzo, el faquir pronuncia algunas palabras: he aquí que el mango tiene ya un metro de alto. Le vuelve a cubrir con el mismo lienzo, el arbusto continúa creciendo y le salen tres o cuatro hojas. No he podido jamás, arreglando los accesorios del trabajo, descubrir ninguna preparación especial.

Un espectador se adelanta y el faquir le dice: «Qué hermoso brazalete lleva usted ahí; cuidado con perderlo, pero mire, ¡lo ha perdido ya y, por otra parte, aquí está!» Y el faquir le muestra el brazalete ciñendo su propia muñeca. He mirado muy a menudo cómo hacía eso sin poderlo comprender. Creo que se volvería uno neurasténico a fuerza de rumiar en esos misterios. Su único aparato es el carricoche que les transporta.

He aquí otro experimento muy extraordinario. Se trae una copa llena de agua: el faquir la enseña al público; luego la coloca de manera que la esconde con su cuerpo. Se aparta al cabo de un instante y la copa está llena de peces rojos y vivos.

Mis patronos se encaramaban en el aire por medio de cuerdas. Tomaban la cuerda con la mano; la lanzaban muy alto y quedaba allí, recta en el aire, sin ningún soporte visible. Subían por ella a fuerza de puños.

No me extenderé más acerca de ese asunto, pues la brujería no es agradable sino cuando se ve, y los juegos de manos que he podido apropiarme no causarían ninguna delectación al lector indulgente más que en el caso de que pudiera desentrañarle en persona su misterio.

El viaje de los faquires prosiguió a través de los diversos Estados australianos. Pero yo me separé del grupo en Brisbane. Quería embarcarme de nuevo y continuar mi verdadero oficio de marino. Encontré un baroc inglés. Un domingo por la mañana, lavaba mi ropa en una playa. Tres caballeros se me acercaron, admirando mis músculos, y me preguntaron mi edad. Les contesté: «Quince años». ¿Quería aprender a boxear? Ciertamente. Saber dar golpes es saberlos evitar.

Iba ahora durante mis horas de asuento a una escuela de boxeo donde se me hizo sufrir un examen. Me ofrecieron seis libras esterlinas para convertirme en capeón, conttra la promesa hecha por mi parte de no baritme más que para Queensland. Cuando los australianos encuentran un hombre de disposiciones físicas convenientes, procuran a toda costa convertirlo en un campeón de boxeo. Me sometieron a un entrenamiento de los más rigurosos. Únicamente después de tres meses de cuidados

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especiales fui autorizado para ejecutar los primeros movimientos de combate. Antes de asestar golpes se empieza por recibirlos, a fin de endurecer todas las partes del cuerpo y particularmente el pecho. Esto me plugó al principio de un modo extraordinario. Se debía enviarme pronto a San Francisco para completar mi educación; pero en el momento mismo en que me hubiera sido posible aparecer en el ring con el título de campeón del Queensland, el deseo del mar me acometió de nuevo.

Por todas partes, y siempre, y cualquiera que fuese la diversión que se me ofreciera, he sentido la nostalgia del mar.

Mi deseo aquella vez era embarcarme en un buque americano; caí sobre el Golden Shore, una goleta de cuatro palos que iba de Brisbane a Honolulu cargando azúcar a la ida y trayendo madera a la vuelta. Era ideal. Buena paga: 45 dólares por mes. Servía como marinero de primera clase, saltando así las etapas intermedias, pues en general se pasa de grumete a novicio, y de novicio a marinero ligero antes de llegar a marino hecho y derecho. El cargar y descargar significaba muchas jornadas de trabajo duro; pero el oficio de marino propiamente dicho es mucho menos penoso en una goleta que en otros veleros de palos cruzados con vergas.

Mi amigo íntimo a bordo era un alemán que se llamaba Nauke, violinista tronado, que servía de grumete tan sólo por el alojamiento.

Un día que estábamos delante de Honolulu, Nauke me pidió que le acompañara a tierra. Me trajo, al mismo tiempo, de la cámara del capitán un bote de aquella leche condensada que me gustaba tanto. Admiramos al rey sentado en un sillón de bambú, a punto de tomar el té con dos o tres de sus mujeres en el parque de su palacio, regalo del Gobierno americano. Nos entreteníamos en experimentar las cualidades comestibles de las castañas de India que caían ante la verja del palacio real, pensando que en Hawai todo era comestible. En aquel momento un caballero bien vestido se nos acerca y nos pregunta en inglés:

—¿Qué es lo que hacen ustedes? —Miramos al rey. —El rey. ¡Ah, bah! Es la danza del hula-hula lo que deben ustedes

ver. —¿Quieres venir, Nauke? —Sí, si hay chicas bonitas —me respondió. El caballero nos preguntó entonces si teníamos trajes más elegantes. —No —contesté—; nada mejor tenemos. —No importa —contestó—. Tomaréis un traje apropiado en mi casa. Bajamos juntos la avenida del castillo, y cuando nos hubo metido en

un coche tirado por cuatro borricos, dije a Nauke: —Es un chiflado.

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El caballero se vuelve y me grita: —No hable usted tanto a su amigo, que yo también sé el alemán. Llegamos a una plantación de azúcar fuera de la ciudad. El caballero

hace seña de detenerse. Tomamos un camino entre las cañas y henos ahí ante una hermosa casa europea. Unos potros pacían en un prado. Mirando por las grandes ventanas de la «villa», veo una serie de mesas negras como si aquello fuera la sala de un colegio. Durante este tiempo, el hombre ofrece a Nauke una rebanada de pudding y le dice que espere ante la casa. «Cuidado con irte», le dije en voz baja, y entré con el caballero.

La impresión es rara. Me conduce a un cuarto contiguo a la sala de las grandes mesas. Tres ventanas y otra gran mesa en el centro. El hombre quiere cerrar la puerta, pero yo le digo: «No, no cierre usted.»

En el testero de la mesa estaba tendido, no sé por qué, un mosquitero con dos almohadas debajo. Una puerta daba a una escalera de servicio. «Voy a buscar un metro para tomar su medida —All right.» El hombre sube la escalera y me siento junto a la puerta en un cofre. ¿Qué es lo que veo? Dos largas cajas oblongas con gruesas cerraduras por ambos lados. Pienso: «Buena la has hecho; esto no me huele bien. Cuidado con dejarte poner dentro de una caja como éstas.» Afortunadamente, tengo buenos puños y sé servirme de ellos. El extranjero baja con un metro. Mientras hablamos, empieza a tomarme la medida del brazo. Procedía de un modo raro, de bajo en alto, y decía: «Thirty»: lo repitió y dijo todavía entre dientes dos cifras; y haciéndome dar vueltas, me bajó la chaqueta hacia los riñones de modo que me inmovilizaba los brazos. «La luz es mala», gruñó y me empujó de espaldas contra la puerta exterior. Oí crujir la arena: alguien estaba detrás de la puerta.

Advertí entonces al otro lado de la mesa un porción de ropas viejas que parecían haber pertenecido a marinos. Eso puede explicar la historia del traje, pensé; y este pensamiento me devolvió valor.

Continuaba tomando las medidas. He aquí que me desata el cinturón y lo echa sobre la mesa con la vaina vacía de mi cuchillo. «Yo tenía, sin embargo, un cuchillo —pensé—; ayer ayudé al pinche a pelar patatas. ¿Lo habré dejado en la gambuza?» Volviéndome, advierto en el alféizar de la ventana, entre botellas vacías, ese objeto espantoso: un pulgar humano, recientemente cortado, del cual pendía aún un trozo de tendón.

Apenas el tiempo de una aspiración y ya el hombre asía la cintura de mi pantalón. Si la desabrochaba, no podría moverme. En un instante me subí la americana. Tomé de la mesa mi bote de leche y la vaina del cuchillo; de un puñetazo me desembaracé del hombre, de un puntapié hice saltar la puerta y vociferé como un condenado: «¡Nauke!»

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Llega acabando de comer. Tomándolo por el brazo, corremos por la plantación y nos echamos entre las cañas.

—¿Qué pasa? —me pregunta. —¡Ay, Nauke, si lo supiera! Un silbido, un caballo a galope, cuatro peones que corrían detrás.

Creían encontrarnos en el camino que habíamos tomado para venir; pero, dejando atrás la casa, huimos en dirección opuesta. Después de una larga vuelta, llegamos a Honolulu por la playa. Relaté mi aventura a un agente de policía. Se encogió de hombros. Las desapariciones de marinos eran frecuentes. Hubiera sido preciso, para descubrir a los bandidos, toda una organización especial. Cuando contamos nuestra historia al capitán nos dijo: «Siento que no os hayan fastidiado más. ¿Por qué demonios os vais a pasear por ahí?»

Convinimos con algunos camaradas aprovechar el domingo siguiente para tomar por asalto la villa y nos proveímos para tal designio con armas de toda especie, pero el viernes llegó la orden de cuarentena. Una epidemia acababa de estallar, de modo que hasta hoy el enigma de esa pesadilla está sin descifrar.

Por lo que hace a mi cuchillo, lo había dejado en el gallinero. Todo parecía admirablemente combinado. Nauke, el más débil, estaba

ocupado en comer su pudding. A mí me reventaban en un periquete. Un viejo caballero que conocía bien a Honolulu me contó más tarde que muchos marinos habían desaparecido; pero nadie le había hecho un relato semejante al mío. Quizá mis predecesores en la «villa» no habían tenido ocasión de contar nada en absoluto.

Sólo me quedaba hacer un penoso experimento antes de apaciguar mi sed de aprendizaje. Un camarada de a bordo, Augusto H..., sobrino del célebre ganadero de ovejas Ast, de Winsen del Luhe, me expuso un plan que me sedujo. El lector meneará la cabeza como si reflexionara que ya no tenía edad de hacer tonterías de escolar, que mi educación había tomado un giro bastante imprevisto y que el contacto de tantos seres y naciones extranjeras había contribuido poco a afirmar mis principios morales. Cuando recuerdo mi tiempo de corsario me parece que los peligros que me han amenazado no eran todos exteriores y que puedo dar gracias a la fortuna por haber permitido mi ascensión final al cabo de un camino tan embrollado.

En suma, mi amigo Augusto y yo juzgamos oportuno dejar el buque y su servidumbre para no depender más que de nosotros mismos. La vida de los pescadores constituía entonces nuestro ideal. Pescar era cosa fácil. Sólo nos faltaba un barco. En ninguna parte la pesca es tan abundante como en las cercanías de Vancouver. También necesitábamos un fusil,

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pues queríamos tan pronto pescar como cazar; nuestro barco sería nuestra patria. Un hostelero nacido en Stettin nos había hecho relatos maravillosos de las Montañas Rocosas. Nos había enseñado también un rifle de doce tiros, sistema Winchester. El precio, decía, era de tres dólares. Era preciso que tuviéramos un Winchester. Pronto fuimos los dichosos poseedores de él. Ocultamos la carabina a bordo. Rascándole la herrumbre por la noche, a la luz de una antorcha de petróleo, formábamos los planes más descabellados. Nos decidimos por la idea de apoderarnos de uno de los buques de pesca de la aldea de Modeville. Pasamos allí la velada. Se veía brillar las hogueras de los campamentos de los mestizos indios. Los ladridos de los perros me daban miedo. Tomamos de la playa una canoa Pequeña que nos permitió acercarnos a un velero en el Puerto; subiendo a bordo, cortamos el cable del áncora. La vela estaba secándose y nos fue difícil izarla. Apenas estábamos en marcha, nos vieron de la ciudad. Pensando que el barco iba a la deriva, lanzaron una canoa al mar, pero sin prisa, pues nuestra vela, medio izada solamente, no era sospechosa. Pero al acabar de tirar de la driza, nos ven y se acercan. ¿Qué hacer? Salíamos en aquel momento del abrigo de la montaña; el viento sopla y nos arrastra de un modo furioso. Suenan varios disparos desde la playa. Escapamos y navegamos toda la noche en dirección a Seattle. Un velero alemán estaba al ancla, pintándole el casco. Nos aproximamos y pedimos pan negro, galleta y pintura blanca.

Después de haber pintado nuestro barco de blanco, nos entregamos a la pesca; pero nuestro corazón de ave de paso nos impedía permanecer largo tiempo en el mismo sitio. Ahítos pronto de pesca, quisimos volver el barco a Modeville. Ese acto de arrepentimiento nos valió ser descubiertos y nos hizo comparecer como precoces malhechores ante el tribunal para niños. Mostraron bastante indulgencia por nosotros y nos libramos del trance con unos quince días de vigilancia. Si los ingleses hubieran sabido qué destino estaba reservado a aquel ladrón de barcos hubieran prolongado su vigilancia hasta después de la guerra mundial.

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CAPÍTULO III

Marinero en los siete mares

Me enrolo en el barco inglés Pinmore. Derribo a un luchador profesional en Hamburgo. Me alisto en mi primer barco alemán. Me nombran cocinero. En una cárcel de Chile. Un ciclón. Rumbo a Nueva York. Me rompo una pierna. Naufragamos. En un tres palos canadiense. Me abandonan en Jamaica. A bordo del crucero imperial Panther. Soldado en el ejército mejicano. Administro un bar en Hamburgo. Historia de «Juan Marinero». En los mares del Sur.

Esos tristes ensayos me inspiraron el deseo de volver a ver la patria.

Me alisté en el cuatro palos inglés Pinmore. En ese buque he hecho mi travesía más larga sin escala: doscientos ochenta y ocho días de San Francisco a Liverpool.

Tuvimos largas calmas; luego, en el Cabo de Hornos, las tempestades nos detuvieron repetidas veces Lo más enfadoso era que no teníamos a bordo víveres más que para seis meses. El agua que nos quedaba era salobre, pues algunas olas habían penetrado hasta los tanques. Seis hombres murieron de escorbuto y beriberi. Las piernas y luego la parte inferior del cuerpo se cubrían de una hinchazón líquida. Si apretabais con el pulgar, la presión no se borraba. Marchábamos con nuestras velas de mal tiempo, pues ninguno de nosotros era capaz de subir a la arboladura.

Hubiérase dicho que el diablo estaba a bordo. No encontramos ningún buque al que pedir alimentos. Vivíamos a media ración. Ninguna de las nubes de lluvia que pasaban por el horizonte quería reventar sobre nosotros para darnos agua.

A la altura de las Scilly, la última porción de guisantes se distribuyó, y cuando el remolcador se presentó en el canal de San Jorge, gritamos todos: «¡Agua, agua!» Por mucho que bebiéramos, la sed no se calmaba en nuestros cuerpos resecos. Así es como dejé el Pinmore. Se verá más tarde cómo, convertido en corsario, volví a encontrarle.

Después de quince días de hospital, tomé el tren de Grimsby y de allí el buque para Hamburgo. Mis pagas habían sido buenas y traía 1.000 marcos de economías. Cambié todo en moneda de plata para sentirme más rico.

Orgulloso de ser marinero, me paseaba por la ciudad. Era en diciembre, en la época del «Dom» de Hamburgo y de las diversiones

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populares. Lipstulian, el luchador, estaba allí y daba cincuenta marcos a quien le derribara. Mis camaradas me rodearon.

—Vamos, viejo, no te lo hagas decir dos veces; derríbanos a ese buen hombre.

—Nunca —respondí—. Estamos en Hamburgo. Pero Lipstulian gritaba: —Trae un saco, pequeño, así podrán llevar tus huesos a casa. Esta injuria me enfureció y subí al estrado. El voceador gritaba: —Entren, señoras y caballeros; he aquí la víctima. Lipstulian corría como un toro en todos sentidos. Yo había confiado

mi bolsa a nuestro maestro velero. Me condujeron a un cuartito donde me dieron una camiseta rayada de encarnado y blanco, con un cinturón. La tienda se llenó Los precios habían doblado.

Cuando subí al estrado, Lipstulian miró mis brazos y dejó de pavonearse. El voceador anunciaba: «Todavía son amigos, se dan la mano. ¡Adelante!» No era una lucha según los principios de la grecorromana, sino una simple prueba de fuerza. Mi adversario trataba de atraerme y de volcarme en el momento en que no se había dado todavía la señal. Esto me indignó. Ataqué a mi vez, pero no conseguí hacerle perder pie. Las gentes gritaban: «¡Bravo por el muchacho de Hamburgo! ¡Derríbale!» Un contramaestre puso cincuenta marcos más en mi favor. A la tercera vez conseguí levantarle y hacerle vacilar. Quiso aferrarse con el pie a uno de los montantes de la tienda, pero acaba de perder el equilibrio; le echo al suelo y queda tumbado sobre el estrado. El voceador interviene y dice que no le he hecho tocar de plano con las espaldas; pero en la tienda empezaba a indignarse la multitud. Me pagan en plata, pero solamente veinte marcos en vez de los cincuenta convenidos. No queriendo armar escándalo, me dejé arrastrar por mis amigos, que me llevaron en triunfo hasta la próxima taberna, donde tuve, a fuer de vencedor, que convidar a todo el mundo.

Fue la única vez en mi vida que hice de atleta en público. Pero la fuerza adquirida en Queensland me ha sido preciosa. He tratado de conservarla con cierto entrenamiento y le debo todavía el haber podido hace poco y sin armas, en Düsternbrook, desarmar y derribar a dos ladrones que me asaltaban con revólveres y una matraca. Aunque la seguridad es mucho mayor en el mundo después de terminada la guerra, puedo recomendar a todos esta parte por lo menos de mi educación moral.

Después de quince días pasados en tierra, me alisté a bordo del Cesárea. Era mi primer barco alemán. Mi amigo Nauke me acompañaba. Ibamos a Australia, a Melbourne, con un cargamento de diversas

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mercancías. El capitán conocía su oficio, pero era la encarnación del genio de la avaricia. El cocinero, deseoso de agradarle, sólo nos alimentaba a medias. El cocinero, en la lengua de a bordo, se llama Smutje; es decir, un paño de cocina.

Estaba sentado un día en la verga de gavia, no pensando en nada, y Smutje freía en la gambuza, silbando: «Mi corazón es un enjambre de abejas.» Todo parecía dichoso y tranquilo. De pronto dos brazos aparecen trayendo una fuente. ¿Qué es lo que Smutje pone al aire libre? No puedo creer a mis ojos: la fuente está llena de buñuelos.

¡Buñuelos en alta mar, a cien millas de toda tierra, frescos y calientes! Parecían llamarme. Bajé a cubierta y pronto tuve todos los buñuelos entre piel y camisa. Era algo caliente; pero no importaba. Volví a subirme a la gavia. Catorce buñuelos, ¡qué alegría!

Continúa silbando, Smutje. ¡Ya verás dentro de poco si tu corazón es un enjambre de abejas!

Al cabo de un instante, pensando que los buñuelos estarían ya fríos, Smutje alarga una mano segura, pero prudente, para coger la fuente. Un silbido de espanto, luego un grito ahogado: «Mis buñuelos...» Sale de la gambuza, creyendo que la fuente se ha deslizado quizá a consecuencia de un bandazo. «¡Nada! ¡Ira de Dios! ¡Qué punta de ladrones!»

Yo grito desde la gavia: —¿Quiénes son los ladrones? —De seguro que no eres tú, Filax (tal era mi nombre a bordo); estoy

pronto a jurarlo por mi cabeza. —Lo creo —dije yo con voz tranquila. Al terminar el cuarto de guardia y al bajar de la verga, pasando delante

de la cocina, Smutje me interpeló muy afligido: —¡Filax! —¿Qué pasa? —Voy a decirte una cosa: el único muchacho honrado de a bordo eres

tú. —Bien me consta. ¿Y qué más? —Voy a decirte otra cosa todavía, Filax. Como no ignoras, por mi

manera de ser, presto atención a todas las cosas (era precisamente lo contrario de la verdad) y hoy que es el aniversario del capitán, le había hecho una docena de buñuelos, pues, como sabes, soy el único que puede hacerle un regalo decente, y he aquí que un canalla me los ha birlado.

—¡Diantre, una docena de buñuelos! —Si me prometes averiguar quién es el canalla, te daré compota de

grosellas; no me sirve para nada ahora. Paladeando la compota (¡qué excelente ganga!), pregunté:

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—¿Cómo quieres que me las componga para encontrar a tu pillastre? —Con sólo que mires bien al que no tenga apetito a la hora de comer

ése será el que me ha robado. Después de la comida vino de nuevo hacia mí: —¿Qué, le encontraste? —No; todos han comido muy bien. —Pero acabarás al fin por encontrarle. —Espera un poco y no desconfíes. Smutje se calmó poco a poco. Un año y medio más tarde el barco

quedó desarmado en Liverpool. Smutje me invitó a beber un pain-expeller en honor de nuestra partida. Un escrúpulo de conciencia me obligó a decírselo todo. Dos copas que acababa de pagar estaban llenas delante de nosotros.

—Oye, Smutje: ya sé quién se comió tus buñuelos. Puesto que nos separamos, bien puedo decírtelo: fui yo.

—¡Tú! —y abrió los ojos cuan grandes los tenía, dio media vuelta y me dejó allí con los bitters. Me vi obligado a beberlos.

Largos años después nos reconciliamos. Un día, en Hamburgo, en el momento de subir en el auto para ir a una soirée, oigo que me llaman: «¡Filax!» Me vuelvo; era mi Smutje.

—Oye, Filax, viejo mío, ¿cómo demonios estás tan bien arreglado? ¿Estás acaso en la Marina de guerra? ¡Y decir que hubo un tiempo en que no tenías ni un céntimo en el bolsillo!

Abandonando mi soirée, me llevé a Smutje al hotel Atlantic y pedí una botella de champaña para festejar el encuentro. El bromea con el camarero que nos sirve; pero éste, al recibir mis órdenes y darme mi verdadero nombre, llevó la claridad al cerebro de Smutje. Algunos puntos, sin embargo, parecíanle obscuros, y me preguntó: «Entonces, Filax, ¿eres un verdadero conde?» Le respondí afirmativamente.

— ¡Pues bien, te diré que no me siento orgulloso de que mis buñuelos me hayan sido robados por un conde.

Otra historia de Smutje. Estábamos con el Cesárea, en Melbourne. El capitán había invitado al cónsul de Alemania y dijo a Smutje:

—Tenemos una comida esta noche. —Está bien, capitán. —Sí, pero danos algo decente; el cónsul está invitado —Smutje hará un esfuerzo; es capaz de todo para quedar bien en

semejantes circunstancias. —No lo dudo —continuó el capitán—; pero, de todos modos, no hay

que gastar mucho.

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—Pues bien, capitán, démosle patos, que es buena comida y en este país cuestan baratos.

—Sí, pero —dijo el capitán— cuida de ponerlos en un saco. Si los marineros los ven, creerán que es mi aniversario y que se les va a servir un asado.

—Déjeme usted hacer, capitán. Los traeré en un saco. Nauke, el grumete, que lo había escuchado todo, me comunicó el

secreto. Oigo que el capitán dice al segundo: —Le invito a mi comida. —Gracias, capitán, muchas gracias. —Póngase una corbata, asistirá el cónsul. —Gracias, capitán —y el segundo se atusa el bigote. El capitán se dirige al tercer oficial: —Le invito a usted para esta noche a las ocho: el cónsul viene a

comer. —Gracias, capitán —dice el tercero, pasándose la mano por la barba. Era un sábado. Veo cómo ponen los patos al asador. Sentado allí

cerca, acabo de repasar mi pantalón y, con la expresión más inocente del mundo, observo a los patos que en aquel momento están rellenando de ciruelas y manzanas. Así es como me gustan a mí. Acecho el momento en que Smutje irá a buscar el resto de sus ingredientes al almacén de popa. No he notado que el capitán está sentado sobre cubierta, leyendo su diario y no perdiendo de vista los patos. Ha hecho un agujero en su periódico y por allí su mirarla se dirige en derechura a la cocina. Sin embargo, no podía verme, pues el capitán, el mástil y yo estábamos en la misma línea, pero mi pantalón sobresalía algo y bruscamente un tarugo de madera me tocó en el cogote:

—¡Ah, ah, buen mozo! ¿Acaso ese olor le hace soñar con el país? ¿Tienes una caja para llevártelo? ¡Largo de ahí!

Dejé mi sitio gruñendo: —No necesito sus patos: he comido más que usted durante mi vida. Mi ofensiva había fracasado. Por la noche llegó el cónsul. El capitán estaba allí para recibirle. Los

invitados se habían puesto muy elegantes para la comida. Y llegaron a limpiarse las uñas y a ponerse ropa blanca. Pasaron todos al comedor. No había más que una servilleta; era para el cónsul. Nauke y yo estábamos instalados cerca de la claraboya. Nos comíamos con los ojos los tres patos que estaban sobre la mesa, y disponíamos de un arpón para el instante en que se iría el cónsul, y de una buena provisión de tabaco para matar el tiempo hasta entonces.

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El capitán comía poco; el segundo y el tercer oficial no pudieron hacer otra cosa que imitar su prudencia. No tuvieron siquiera la ocasión de advertir que los patos estaban rellenos de manzanas y ciruelas.

Una vez acabada la comida, los patos quedaron sobre la mesa. El capitán detuvo con una seña a Smutje, que quería llevárselos. Era preciso que el capitán acompañase al cónsul, pero el viejo avaro tuvo cuidado de hacer salir primero a sus oficiales; temía, sin duda, que se llevaran un buen bocado. Luego dio orden a Smutje de llevar los patos a la despensa. ¡Qué alegría!

Cuando el cónsul hubo dejado el buque, el capitán dio las buenas noches al segundo:

—Ea, buenas noches, segundo. Espero que habrá comido usted bien. —Muy bien, capitán, y muchas gracias. El tono era dubitativo. Lo mismo sucedió con el tercer oficial. Ni un solo ruido. Era cuestión de ir de prisa a la despensa. Podíamos

llegar a ella desde la misma cubierta y saquearla por la lumbrera. Esperamos que todo el mundo se hubiera acostado. El mismo Smutje se fue a proa. Yo paso el brazo por la lumbrera; muy bien; ya tengo un pato entre los dedos. Palpo y empiezo por sacar de él el relleno. No me figuraba que el capitán estuviera allí en la despensa, tranquilamente sentado, hartándose. Saco más picadillo y me lleno con él los bolsillos. Noto cerca de mis dedos otro volátil entero y consigo atraparlo. Pero aun no había pasado la lumbrera cuando el capitán advierte la fuga de su pato. Con un alón entre los dientes, vocifera espantado: «¡Mi pato!» Me toma de la muñeca y tira del brazo con toda su fuerza. Yo me mordía los labios para no gritar. El vocifera: «¡Suelta el pato!»

Alcanzando del armario una excelente cuerda, me ata el brazo al pomo de cobre de un cajón y sale para encontrar al ladrón. En el intervalo, Nauke me registraba los bolsillos y se llevaba el relleno, que hubiera podido estropearse con la paliza inevitable. —¡Ah, ah! —dijo el capitán—, ¿Eres tú, Filax? ¡Conque no te gustan los patos, eh! ¡Prefieres el vergajo!

Y me golpeó en la región lumbar con el cable más gordo que encontró a mano. Cojeando de mala manera acabé por deslizarme hasta proa. «¡Nauke!» Llega Nauke. «Dame un poco de relleno, Nauke.» El asqueroso se lo había comido todo. Malparado como estaba, fue tal mi rabia, que aquella noche Nauke se durmió más estropeado que yo.

Finalmente, Smutje se separó del capitán a causa de unos jamones que discretamente habíamos extraído del comedor. Las sospechas del capitán

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recayeron en Smutje. El cocinero se ofendió de tal modo que desertó en Newcastle.

No hubo modo de dar con Smutje. ¿Quién quería ser cocinero en su lugar? Todos mis camaradas rehusaron. Los Smutje tienen costumbre de darse mucha importancia. Quieren ser personas indispensables. Diríase que son los únicos que en su vida han visto un hornillo. Toda su ciencia llega la mayor parte del tiempo a hacer una sopa de ajos, una docena de buñuelos y algunas cosas por el estilo. El capitán acabó por decir: «Si nadie quiere ser cocinero, es preciso que nombre uno de oficio.» Y me preguntó:

—Filax, ¿sabes hacer hervir agua? —Sí, capitán. —Pues bien, a la cocina y cuidado con tu piel si dejas quemar los

guisantes. Estaba muy contento de convertirme en cocinero, pensando en las

ciruelas y en los buñuelos. Mi tarea me fue facilitada por el tercer oficial, que se llama a bordo el «corta-tocino», porque distribuye el tocino salado y los víveres y lleva la balanza y es responsable ante la ley. Heme ya hartándome de ciruelas, de manzanas y peras secas. Apenas me tomaba tiempo para arrojar los huesos y las pepitas. Pasé cuidadosamente revista al cuarto del capitán. Allí había gran cantidad de frutas en tarros. Rompí inmediatamente el cuello de dos botellas de compota de moras y luego reventé una caja de mixed pickles. Traguéme cuanto encontré y no pensaba sino en llenarme el estómago. «Bien lo has ganado, Filax —me decía—; ¿quién sabe cuánto tiempo continuarás siendo cocinero? ¡Todo esto llevas adelantado!»

El primer día hice los guisantes. Estaban bastante bien. Había puesto mi amor propio en presentarlos de un modo decente, y un hueso de Jamón para hacerme popular; había añadido una media botella de vino tinto, tomada en el cuarto del capitán. Este y los marineros exclamaron:

—¡Buena sopa, Filax! Continúa en la cocina. Comprendes tu oficio perfectamente.

Esto me dio cierta seguridad y al otro día se quemaron los guisantes. Había oído decir que en tal caso se pone sosa, pero ignoraba la cantidad. «Vamos allá», pensé; y eché dos puñados con el resto de la botella de vino. El elogio fue unánime:

—Filax, esto es mejor que ayer, es un verdadero terciopelo. ¿Cómo has hecho esto? ¡Eres cocinero de nacimiento, hijo mío!

Pero a las seis de la tarde, la sosa había hecho su efecto. No me dejaron atravesar más la puerta de la cocina. El capitán estuvo tres días enfermo, y Nauke me sucedió.

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Me vi ya libre de toda responsabilidad. Se compró para las necesidades de la comida salchicha en conserva. La cuestión era preservarla del aire durante el viaje, y para ello se cosió en una lona a la que después se dio una mano de cal. Para ese trabajo se toma a los marineros novicios, pensando que son los más honrados, puesto que no han tenido aún tiempo de pervertirse. Yo no inspiraba confianza para una tarea de ese género. Pero los marineros novicios recibieron instrucciones secretas. Un mango de escoba fue aserrado. Y adornado en los extremos con puntas de salchichas. Y luego el todo cosido dentro de la lona encalada. Cuando el capitán vino a inspeccionar las ciento sesenta salchichas vio en todas ellas extremidades irreprochables y dijo: «Bendito sea Dios, muchachos: sois unos buenos chicos.» Una media docena de salchichas le causaron luego gran sorpresa al quitarles la envoltura.

Smutje fue encontrado cuatro semanas después de su huida. La policía del puerto le descubrió en un hotel, donde aquel fanfarrón se hacía pasar por cocinero. En general, cuando se quiere desertar se espera la víspera de la partida, porque entonces falta tiempo para dedicarse a la busca.

La minuta de bordo es siempre sencilla y monótona: el lunes, guisantes; el martes, judías; el miércoles, guisantes; el jueves, tasajo; el viernes, judías; el sábado, una sopa de avena, y el día del Señor, ciruelas, pasas y albóndigas. Además es costumbre que el domingo cada cual a su vez sea el primera en tomar su parte en la fuente. Aquel a quien le toca el turno tiene derecho a llenar el cucharón hasta el borde, de modo que todo el mundo pueda comer, por una vez, cuanto desea. Pero este privilegio no pertenece sino al que empieza. Había reflexionado largamente el modo de sacar el mejor partido de mi suerte cuando llegara mi turno de poder pescar a mi antojo, y había imaginado el procedimiento siguiente: armado del cucharón, hice dar a toda velocidad vueltas a la sopa y a su contenido de ciruelas y albondiguillas. Luego volví el cucharón y recogí en sentido contrario de la marcha. ¡Dios mío, qué porción! La voz quedó ahogada en la garganta de los camaradas, que abrían la boca para llamarme el «mejor pescador». Pero no gané gran cosa, puesto que todos los que me sucedieron aplicaron mi procedimiento en los días sucesivos.

Después de haber descargado en Melbourne, partimos en lastre para Newcastle, el punto más importante de Australia para carbonear; cargamos carbón con destino a Caleta Buena, en Chile.

El primero de año lo pasé en una cárcel chilena. He aquí de qué modo. Habíamos bajado a tierra para festejar el Año Nuevo, que es la mayor fiesta de aquel país. Pero un marino que gusta de divertirse tiene que beber. Cuando quise volver a bordo me equivoqué de dirección; escalé una pared y fui a parar a una pocilga enorme. Los cerdos me rodeaban

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gruñendo. Me dirigí al azar hacia una de las puertas por donde filtraban algunos rayos de luz. Llamo. Un viejo me contesta: «¿Qué quiere?» Grito: «Buenas noches, señor.» Era todo lo que sabía en español. «Espere un poco» —me dice. Al cabo de un instante se abre la puerta y el hombre me pregunta adonde quiero ir. Yo le respondo:

—Quiero ir a bordo. —Espera, voy a llevarte a tu buque. Con tono muy amistoso, habla conmigo, mientras andamos, en mal

inglés. Le pregunto: —¿Me lleva usted de veras a bordo? —Sí, sí. Y con gran admiración mía fuimos a dar de narices en una casa donde

había un cuartelillo de policía. Me hace entrar y cuenta una historia incomprensible. Supe más tarde que me acusó de haber querido robar sus cerdos. Me detienen. Protesto, grito:

—¡Quiero volver a bordo! Es inútil; me toman cuanto llevaba encima y me echan dentro de una

especie de sala de espera, cuyo suelo estaba cubierto de marinos y otros vagabundos, igualmente víctimas del Año Nuevo.

Un banco estrecho corría a lo largo de las paredes. Me senté vociferando insultos; pero el cansancio fue más fuerte que la indignación y me dormí. De pronto, la puerta se abre con estrépito y entra una mujer, proyectada con fuerza, en medio de gritos e injurias. Volví a dormitarme y al despertar un poco más tarde, encontré a aquella beldad durmiendo tranquilamente con la cabeza sobre mi muslo. Confieso que en mi sorpresa no usé los cumplidos que merece el sexo débil. La empujo y empieza a vociferar: «¡Ladrones, caramba!» Entra la guardia preguntando qué es lo que sucede. La señora me acusa de haberle pegado. La guardia me lleva y me mete en un calabozo. El suelo falta a mis pies y, cabeza abajo, caigo sobre un montón de colleras de asnos y de mulos, entre una espesa polvareda de salitre. Me tiendo sobre las colleras y vuelvo a dormirme.

Por la mañana, me pasan un plato a través de la puerta. Palpo con los dedos: es arroz con sal. ¡Porquería del demonio!

¡Si por lo menos supiera la hora! Siento que las ratas corren en torno de mi plato de arroz. A la cuenta les causo poco respeto. Son animales sociables. Cada nuevo prisionero les ofrece ocasión de una buena comida. Pensaba que pronto quedaría en libertad, pero pasa un día, pasan dos. Únicamente al tercer día llega el segundo a buscarme. El capitán había sabido que estaba en el calabozo; pero no traía prisa en reclamarme:

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«¡Ah, ese Filax!. No desperdicia ninguna ocasión. Todavía tenemos tres días de asueto.»

Una vez descargado el carbón, cargamos salitre. Tuvimos que echar mano todos, pues no había obreros. ¡Qué calor y qué trabajo! El sol era tan ardiente que apenas se podía estar sobre cubierta. Nuestro casco de color obscuro absorbía completamente los rayos y el calor de los trópicos era reverberado por el carbón. El polvo de la hulla inflamaba las mucosas de la nariz. Cuando nuestras palas tocaron el fondo de la cala, aquello fue más soportable, pero, ¡antes de llegar allí! Añadid a eso la horrible alimentación y las largas horas de trabajo. Éramos tan brutos, que trabajábamos una hora suplementaria por un schnaps de 10 pfennigs.

El cargamento de salitre fue tan penoso como la descarga del carbón. Henos en fin con rumbo a Plymouth. Durante aquella travesía fui nombrado marinero de primera clase. Lo había sido ya en los buques americanos: pero los alemanes no me habían aceptado más que como marinero novicio, porque mi tiempo de navegación no era suficiente. Por fin fui solemnemente promovido, y se inscribió en el libro de a bordo que había cargado por mí solo la vela de juanete.

Llegando a las islas Malvinas, nos asaltó una fuerte tempestad. Empezamos por huir delante del viento; las cualidades de nuestro navío se prestaban particularmente bien para ello. El efecto es distinto, según los casos. Unos se dejan aspirar por la ola, otros se elevan fácilmente. Sin embargo, cuando el viento y el mar son muy recios, no hay que esperar largo tiempo antes de ponerse a la capa; si no, llega a hacerse imposible virar de bordo; el mar sube sobre cubierta, la barre de popa a proa, arranca todo cuanto encuentra al paso, y el barco está perdido.

Continuábamos, pues, corriendo y veíamos con angustia que las olas se levantaban por popa y corrían con nosotros a derecha e izquierda. Para amortiguar su fuerza, tendimos en popa todas las guindalezas que pudimos encontrar. Con cuatro velas solamente, hacíamos más de diez millas por hora sobre el agua y algunas más por debajo de ella.

Llegamos por fin al vértice del ciclón. Bruscamente reinó un silencio de muerte y vimos el cielo estrellado; pero el mar bramaba como una caldera hirviente. El agua es proyectada por todas partes hacia el interior. Se eleva y cae en todos sentidos sobre la cubierta de la nave sin apoyo en medio de las olas que se cruzan. Tan pronto una como la otra banda se sumergen en el mar y nos preguntamos cuánto tiempo resistirá el aparejo aquel choque tremendo, antes de venirse abajo. Aquel cabeceo, en efecto, y no la tempestad misma, es lo que nos hizo perder todos los flechastes de nuestros masteleros.

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En fin, al cabo de una media hora, salimos del vértice y la tempestad empezó de nuevo con fuerza redoblada. El resto de la arboladura se desprende; las cuerdas se enredan en el timón y las berlingas penden por encima de la borda. Entonces el viento salta ocho cuartas. Habíamos braceado las vergas en tiempo oportuno y así, como por milagro, nos vimos fuera del ciclón. La cubierta semejaba un campo de batalla. La cala estaba llena de agua; pero nuestra carrera delante de la tempestad nos había hecho ganar gran número de millas, gaje particularmente apreciable desde el punto de vista del regreso. Nos fue preciso trabajar día y noche para establecer un aparejo de ocasión.

Después de ciento veinte días de travesía llegamos a Plymouth. La tripulación fue licenciada y quedé solo a bordo con el viejo segundo y Nauke. Smutje dejó el barco. Una vez acabada la descarga, cosimos las velas, limpiamos el barco y rascamos la herrumbre, preparándolo todo para el próximo viaje. Algunos tripulantes nos fueron enviados desde Hamburgo; el resto de la tripulación fue reclutado en Inglaterra, pero eran fogoneros y estibadores que no habían visto jamás un barco de vela. El conjunto no valía gran cosa, y aquellos de entre nosotros que conocían su oficio hubieron de trabajar a más y mejor.

Los fondos del barco, cubiertos de hierbas y moluscos habían sido limpiados en dique seco. Nuestro nuevo cargamento, consistente en toneles de yeso, era tan pesado, que el entrepuente quedaba libre. Únicamente a popa fueron estibadas trescientas toneladas de arsénico en barriles; pero también éstos ocupaban poco sitio. Todo eso era causa de un deficiente arrumaje.

El capitán esperaba llegar rápidamente a Nueva York, pero una tempestad sucedía a otra y no avanzábamos. Los fogoneros y los estibadores no eran capaces ni de poner una vela ni de aguantar la rueda del timón. Tenían mejor paga que nosotros, y sin embargo debíamos hacer todo su trabajo. Estábamos indignados. Hasta nuestros grumetes hamburgueses rehusaban arreglar los cachivaches de tales tontos que sabían menos que ellos.

¡Ah! ¡Qué tremendas tempestades! Navidad llegó por fin y por primera vez la tranquilidad con un viento favorable. También por vez primera desde mucho tiempo, pudimos tender las velas de juanete. ¡Qué agradable sensación la de pisar por fin una cubierta seca! «¡Es una gracia de Dios! —dijo el capitán—. ¡Vamos a festejar la Navidad como se merece!»

Preparamos un árbol de Navidad a la marinera, arreglando un mango de escoba con papel de oro, de plata y de todos los colores. Una libra de tabaco por hombre; el capitán envía un jamón y una ponchera rebosante

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de licor. Una vez encendidas las luces, una delegación va hacia popa. Se desea al capitán una feliz Navidad y una buena travesía, y le rogamos que venga a visitar nuestro árbol. El capitán viene a proa. El Smutje trae el ponche y abandonamos nuestra guardia para beber a la salud del capitán. De pronto, una ráfaga «blanca» nos coge por la proa. Se llama «blanca», porque su aproximación es invisible. Llega recta por la proa. El navío empieza a ciar a gran velocidad; los flechastes caen por encima de la borda; una verga atraviesa mi litera; todo se viene abajo y únicamente la parte baja de los masteleros queda entera. Apenas ha habido tiempo de salir a cubierta, cuando ésta está ya llena de restos de toda clase y con el aparejo colgando sobre las dos bordas. El capitán se precipita al timón; el timonel yacía allí, aplastado, bajo la rueda. Dos días después había muerto.

Entonces empieza la batalla. Armados de hachas, arrojamos al mar los despojos inútiles; las velas bajas, únicas que quedaron en su sitio, se orientaron de manera que tuvieran el viento de popa. Después de cuatro horas de un horrible trabajo, habíamos poco menos que arreglado el buque y se le podía gobernar. Fue milagro que nadie quedara aplastado durante aquel tiempo en que, incapaces de gobernar, estábamos a merced de las olas.

Los malos marineros se habían escabullido y nuestra rabia era tal que no se atrevían a reaparecer. A bordo, nadie mira la duración de la jornada del trabajo y no hay horas suplementarias. En caso de peligro, es necesario que todo el mundo se ponga al trabajo. Cuando hay peligro, el marinero no envía al grumete en lugar suyo, sino que va él mismo como su honor lo ordena. La cubierta estaba a poco casi despejada, pero la tempestad se convirtió en huracán. Luchamos durante toda la noche de Navidad y todo el día siguiente. A las cuatro de la tarde del otro día, el entrepuente se rompió bajo el peso del arsénico. Muchos remaches habían saltado y el buque hacía agua. Nos precipitamos para arreglar el arrumaje; muchos barriles estaban reventados. Ignorábamos con qué peligro trabajábamos, pues el polvo de arsénico nos causó inflamaciones muy graves; al cabo de algunos días todos estábamos hinchados; pero el arsénico fue colocado de nuevo en su sitio y el combate con los elementos continuó. El barco se hundía por la proa. El carpintero, sonda en mano, encontró tres pies de agua en la cala.

— ¡Preparad las bombas! Trabajábamos con verdadero afán, pero el agua continuó subiendo y la

tempestad arreció. Bebíamos alcohol de continuo para sostenernos. Cuando es necesario trabajar a toda costa, «ante todo el alcohol», como

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dicen los marinos. No sabíamos si podríamos llegar hasta el fin, pero trabajábamos con toda nuestra alma.

De pronto, una ola pasa sobre la cubierta y barre las cocinas. El cocinero, que estaba preparando café, mientras se calentaba los pies sobre la barra del horno, pasa por encima de la borda con su hornillo, sus cafeteras, sus sartenes y su cubo de carbón. En el último momento se había agarrado a la chimenea de la cocina. Los alaridos de la tempestad nos impedían oír sus gritos; imposible salvarle. Oigo todavía a un viejo maestro velero que grita al lado de mí: «¡Ya tienes bastante, Smutje, ya estás bien aviado para irte al diablo!» Me estremecí; me creí muerto yo mismo. Trabajábamos en las bombas desde hacía cuarenta y ocho horas. ¡Si por lo menos hubiéramos comprendido que aquello servia para algo! Pero el agua continuaba subiendo. No podíamos más. El alcohol contribuía a derrengarnos. Estábamos aniquilados.

El capitán apareció delante de nosotros: «Si dejáis de trabajar, os hundo este arpón en el cuerpo—. Una voz grita desde popa: «¡Cuidado con la ola!»

Abajo, mientras trabajábamos en las bombas, nada podíamos ver, pero oímos el rugido. Seis hombres fueron arrastrados por el golpe del mar; dos pasaron inmediatamente por encima de la borda; otro se aplastó contra los obenques; había perdido un brazo y el remolino le arrastró hacia el mar. Otro quedó con el cráneo abierto. Otro, en fin, con los miembros rotos fue arrastrado sobre cubierta en todos sentidos. Por lo que hace a mí, una ola me lanza entre un mástil arrancado y el engranaje de la bomba, y mi pierna, acuñada entre las dos cosas, se rompe. No podíamos ya trabajar. El barco giraba en todos sentidos. Las masas de agua pasaban sobre mi pie roto, apretándome contra las maderas del puente y amenazando ahogarme. El trozo de mástil formaba cuña a su vez y no podía retirar mi pierna. El segundo, ayudado por un marinero, me libró con una palanca de hierro y el capitán me hizo transportar al comedor. Me cortan el calzado; el capitán examina tranquilamente el daño y dice: «Con éste van siete hombres perdidos; no podemos perder más. Carpintero, abre el ojo y ¡cuidadito!» Después me lió cuidadosamente en torno del pie una cuerdecilla, pasando por una polea y cuya extremidad se fijó a un cajón del aparador; luego, el segundo y el carpintero recibieron la orden de tirar despacio. A fuer de hombre experimentado, el capitán vigilaba la operación. «¡Tirad! ¡Un poco más; otro poco; todavía otra vez más! ¡Bien va; creo que el pie está ya en su sitio!» Pasé un mal rato, pero esto evitó que la pierna me quedara corta. «Bien está. Ahora, carpintero, ¡atención! Escoge madera sólida, y toma la medida de la pantorrilla y fíjamela bien entre dos tablillas.»

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Dos trozos de madera ahuecada me encerraron por completo la pierna. Fueron fijados en seguida por medio de tornillos, y consolidaron tan bien el aparato, que pronto me fue posible andar sin demasiados dolores, pues el punto de apoyo de la pierna se había trasladado bajo la rodilla.

Sin embargo, el estado de la nave era cada vez más crítico. Fue preciso recurrir a un último recurso: «¡Preparad las lanchas!» La primera estaba bajo el mando del segundo. El capitán se ocupó de la otra. Fue preciso, para botarlas al mar, calmar las olas con aceite. Un hombre, rodeándose de una cuerda, saltaba al agua y nadaba hasta la lancha. El siguiente saltaba a su vez al mar sin soltar el otro extremo de la cuerda y el primero le ayudaba a subir. Cuando todo el mundo estaba en las barquillas, nos alejamos del barco, dando proa a las olas con ayuda de los remos. No había que pensar en adelantar camino. Día y noche, mientras duró la tempestad, fue preciso trabajar para evitar que la lancha se pusiera de través. A pesar de mi pierna rola, tomé parte en la faena. Como víveres teníamos un poco de pan duro mojado por agua del mar y una ración insuficiente de agua dulce. El frío y las noches sin sueño nos agotaron hasta tal punto, que hubiéramos deseado la muerte. Esta lucha duró cuatro días. Pasó por fin un vapor a lo lejos. Nuestra esperanza se reanimó. Reunimos nuestras fuerzas. Un pantalón se ata al extremo de un remo como señal. Nuestros ojos están fijos en el vapor. ¿Nos habrán visto desde allí? Nos figuramos que pone proa hacia nosotros; pero después de una larga espera, aquella ilusión nos abandona. El vapor desaparece y con él la esperanza de nuestra salvación. Perdemos toda energía y toda voluntad de vivir.

El capitán trata de animarnos: «Ea, un poco de alma. Sois jóvenes; miradme a mí, que soy más viejo que vosotros. Tened entereza y no flaqueéis de ese modo.» Tuvo que impedirnos beber agua del mar, lo cual hubiera adelantado nuestra muerte. Sentíamos tanta sed, que nos chupábamos las manos, tratando de llamar la saliva.

Afortunadamente el tiempo era bastante tranquilo, de manera que podíamos dormir un poco. Dormíamos sentados, relevándonos. Pero la falta de agua, después de tantas fatigas, nos debilitaba de tal modo que no podíamos remar. Si tardaba la salvación, estábamos perdidos, bien lo sabíamos. Se nos ocurrió la idea de sortearnos y causar una víctima, cuya sangre apaciguara nuestra sed. Todos pensábamos en eso; pero nadie se atrevía a decirlo, pues nos espantaba; cada uno temía ser designado por la suerte.

Hacia el fin de la tarde las palabras animosas del capitán nos dieron alguna esperanza y amortiguaron nuestros sufrimientos, pero no pudimos

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resistir largo tiempo al deseo de beber la poca agua dulce que quedaba. Nos echamos sobre ella, indiferentes a lo que podría ocurrir después.

Al día siguiente otro vapor a la vista. ¿Nos ve, o también pasa de largo? Hacemos una última señal. No nos engañamos; se acerca.

¡Ah, que espléndido momento; la salvación! Pero en el mismo instante, la última chispa de energía nos abandona.

Caemos en el fondo de la barquilla, esperando el curso de los acontecimientos. El vapor —un italiano, el Maracaibo— echa su escala de gato para que podamos subir, pero no somos capaces de hacerlo. Nos es imposible hasta levantarnos. Que nuestro salvador haga lo que le parezca. Fue preciso hacer bajar las plumas de carga e izarnos como fardos de mercancías. Pero ni esto bastó para reanimarnos. No tengo ningún recuerdo de nuestra llegada a la cubierta del vapor. Habíamos dormido dieciséis horas seguidas sin saber en dónde estábamos.

Cuando abrieron el entablillado, mi pierna estaba negra; pensaron, sin decírmelo, que estaba gangrenada. Llegados a Nueva York, entré en el hospital alemán. Un médico joven me examina el hueso que asomaba en el centro de la llaga, lo toca con el dedo y se va meneando la cabeza: la gangrena. Pero al día siguiente llegó un médico viejo y dictaminó: «No, la pierna está sana.» Era la acumulación de sangre entre los tendones desgarrados lo que daba ese color negro a mi pierna. Al cabo de ocho semanas de hospital, embarqué en un tres palos canadiense, el Flying Fish. Llevábamos madera a Jamaica. Poco antes de la llegada, cuando íbamos a abrir las escotillas, un movimiento imprudente me rompió de nuevo la pierna.

Lo que pasó entonces debía tener una influencia decisiva en mi vida muchos años después. En la época en que yo era oficial del acorazado Kaiser, Su Majestad gustaba de interrogarme acerca de mis aventuras. Un día me preguntó:

—¿Cuál fue, Luckner, el peor momento que ha pasado usted? —Uno que pasé en el crucero imperial Panther. Plessen, ese viejo tan correcto, meneó la cabeza. Su Majestad,

sonriendo, dijo: —¡Rayos y truenos! Cuénteme usted eso. —Habiéndome, pues, roto de nuevo la pierna en la goleta canadiense,

me llevaron al hospital de Jamaica, donde me la enyesaron. Salvo mi pantalón, mi chaqueta y un zapato, todo lo que poseía quedó a bordo. Al cabo de quince días, el inspector del hospital me preguntó si tenía dinero en el buque: «Sí —dije—; seis libras.» «¡Entonces, bien va!» Una semana después enviaron a buscar mi dinero al consulado: «No tiene usted más que tres libras.» El buque había marchado y el capitán, no contento con

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quedarse con toda mi indumentaria, se había apropiado la mitad del dinero. No tenía más que lo puesto. La gente del hospital me echó simplemente a la calle.

Heme, pues, solo, con mi pierna enyesada. Habiéndome procurado un bastón, bajé a la playa. Establecí allí mi domicilio y me enterré en la arena. Resuelta ya la cuestión del alojamiento, faltaba resolver la de la alimentación, que desde el día siguiente se presentó con urgencia. Procuré comer algunos cocos: pero el diablo mismo reventaría siguiendo tal régimen. Fue, sin embargo, el mío durante tres días.

Llega, por fin, un vapor. Jamaica no es una cabeza de línea como Hamburgo, Londres o Rotterdam, y no se renuevan allí las tripulaciones, y las probabilidades de embarco son casi nulas. Eso era lo que faltaba saber. Cuando el vapor atracó me arreglé para subir a bordo con mi palo y mi yeso; sin gorra, sin afeitar, sin lavar, con el rostro pelado por el sol, los cabellos cayéndome sobre los ojos, estoy seguro que mi apariencia debía de ser lastimosa. Cargaban carbón en sacos. Me presenté al segundo; me rechazó con insultos en inglés: «¡Cochino! ¿Qué demonios vienes a hacer aquí en un vapor?» ¡Dios mío! ¡Y no era más que un carbonero! Vuelto al muelle, cogí, por lo que pudiera tronar, un saco de carbón vacío y de nuevo me metí tierra adentro. Mi hambre era atroz. A fuerza de ruegos, un negro me rompió el yeso, pero no tardé en deplorarlo, pues el sol tropical, cayendo a plomo sobre mi pierna, me causaba intolerables dolores. Fue entonces cuando el saco de carbón me sirvió en gran manera: envolví en él mi pierna herida; por la noche me servía de almohada.

Pasé tres días aún comiendo coco y bananas. Por fin, cojeando a lo largo de un riachuelo que corría detrás de la ciudad, llegué a una plantación, donde un viejo negro de las Indias occidentales se ocupaba en cortar bambúes. Yo tenía mi faca de marinero. Le ayudé en su trabajo y por la noche me dio seis peniques para cenar. Mi historia, la cual le conté, no le inspiró confianza. Cuando le pedí un abrigo, ofreciendo continuar el trabajo, no se mostró muy dispuesto a ello; murmuraba: «Ya veremos» y otras esperanzas dudosas. Me permitió por fin pasar la noche en su establo y se retiró a su cabaña de estilo negro.

No me hice el melindroso y me arreglé lo mejor que pude sobre dos o tres esteras, entre los carricoches del negro. No se puede imaginar cuán espantoso es dormir al aire libre bajo los trópicos, mojado por la humedad nocturna. En mi cabaña de bambú, las cucarachas corrían por centenares; se oía un crepiteo continuo. Oía también galopes de ratas y bien sabe Dios que no hay ningún; animal que me repugne tanto. Pero estaba de tal modo cansado, que. a pesar de todo, dormí de un tirón. Al despertar, el

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negro me dio algo de harina de maíz y volvimos a nuestra faena. Estaba atareado cortando bambúes cuando advierto un buque que se acercaba al puerto. Planté en aquel momento a mi nuevo dueño para precipitarme hacia aquella nueva esperanza.

Cuando llegué al muelle, sentí como un golpe en mitad del rostro. Era un barco de una blancura maravillosa, como un yate. Tenía dos chimeneas y por primera vez en mi vida vi el pabellón de guerra alemán. Era el Panther, maravillosamente poderoso y resplandeciente heraldo de mi patria. Atracó lentamente. Jamás he sentido tal vergüenza. Aquel espléndido buque de guerra aumentó el asco que sentía por mí mismo. Abyecto, inmundo, no podía, sin embargo, apartarme de aquel lugar. Quería oír hablar mi idioma.

Cuatro oficiales vestidos de blanco y con gorras blancas también, bajaron. Pasan sin mirarme. «¡Filax —me dije—, pobre viejo, he aquí lo que pensabas ser algún día!» Lloraba de rabia. Los ingleses me habían expulsado de su nave. Mis compatriotas me rehusaban la limosna de una mirada. He aquí mi castigo por. haber huido de la escuela. Yo, que tan orgulloso estaba de la profesión que había escogido, no sentía ahora más que remordimientos. Abandoné el muelle arrastrándome.

A mediodía bajaron los marineros a tierra. Uno de ellos, una especie de gigante, tenía un fuerte acento sajón. Me acerco: «¡Eh, paisano!» Jamás he sabido imitar tan bien el acento sajón como aquella vez, para conciliarme aquel buen hombre. Era fogonero en el Panther y natural de Zwickau. Le conté mi aventura y le pedí un poco de pan.

—Con mucho gusto. Procura estar esta noche en la punta del muelle. En este momento no tengo tiempo. Es preciso que vuelva al barco.

Llegué un cuarto de hora antes, temiendo que el reloj de mi amigo se hubiese atrasado. Le veo en seguida, me trae un buen pan negro alemán. ¡Qué delicia! Mordí con entusiasmo, confundiéndome en gracias.

—Bien, mira, ven aquí todas las tardes a las seis. —¡Qué buen muchacho eres! No pude decir más, pero todo mi corazón estaba en esas palabras.

Volví a mi yacija, acabando mi pan, pedazo a pedazo; tenía el gusto de la Patria. No dejé ni una migaja.

Al día siguiente volví a la cita. —Dime, viejo, ¿no podrías darme una gorra y un par de zapatos? —Mañana es domingo —me contesta—. Subirás a bordo. Venció mis vacilaciones, y al día siguiente, domingo, a las tres, me

deslicé como un criminal hasta el castillo de proa. Los marineros estaban sentados en torno de tazones de café y de pastas. Había un cañón bajo una vela. Era el primero que veía y no le quitaba la vista de encima. Me

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hicieron sentar entre ellos. Me parecía que me encontraba en una hermosa casa de gente rica.

Pasa el oficial de guardia; me ve; los hombres se levantan y se cuadran. Me levanto como ellos, tratando de ocultar mi pierna y mi saco de carbón. El oficial llama:

—¡Contramaestre de servicio! —¡Mi teniente! —Écheme ese hombre a tierra, y cuidado con que otra vez deje usted

subir a bordo canalla semejante. El marinero de guardia me coge por el hombro. —Trata de bajar cuanto antes, y de prisa. Los marineros, que ya empezaban a conocerme, murmuraban en torno

de mí; uno de ellos me dice al oído: —Oye un poco, Filax; ya verás mañana si estarás bien vestido. Voy a

pescarle al teniente una camisa y su gorra, y serás tú quien te las pongas. «¡Canalla!» La palabra resonaba en mis oídos y yo estaba indignado.

¡En el momento en que oía mi lengua materna, cuando veía ese pabellón alemán objeto de mis esperanzas, un oficial me insulta y me arroja como a un perro!

Huí haciéndome lo más invisible que pude, y siempre me parecía oír aquel maldito sonsonete: «Echadme a ese canalla a tierra.»

Mis amigos del Panther me habían llenado los bolsillos de galletas. «Mañana a las seis», me había dicho el fogonero. Vino, me dio mi pan negro y me avisó que volviera a las diez. En aquel momento dos hombres se deslizaban a lo largo del muelle. ¿Qué es lo que traen? Zapatos de tela, un pantalón azul, una gorra de marinero, calcetines y camisas. «¡Ahora puedes ponerte elegante, Filax!”

Jamás he experimentado alegría tan grande. El camino de la vida me estaba abierto otra vez. Podía de nuevo presentarme en un buque...

Cuando algunos años más tarde explicaba esto al Emperador, Su Majestad me miró de un modo raro y dijo a los asistentes: «¡Qué desquite para él si volviera al Panther!» Menos de dos meses después recibía el mando de ese cañonero.

Mis primeros pasos al subir a bordo se dirigieron hacia aquel castillo en que me había sentado un día, huésped reconocido de los fogoneros caritativos. ¡Con qué precisión me vi de nuevo echado a tierra como un paria! Ahora ese miserable era dueño de a bordo y para bajar a tierra tenía zapatos blancos y gorra blanca. El sueño se había realizado Al final del muelle miraba involuntariamente a derecha y a izquierda, buscando al desdichado sin patria. ¡Cuántas horas pase a solas contemplando a lo lejos al Panther! Tan punzantes eran mis recuerdos, que el pasado era

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más vivo que el presente. ¡Qué distancia de hombre a hombre entre el de los zapatos blancos y el del saco de carbón!

Con el hermoso traje hurtado al teniente obtuve un puesto junto al inspector de muelles. Estuve allí cuatro semanas. Debía ayudar a amarrar los navíos que atracaban. La paga era buena, la alimentación también, y recobré mis fuerzas físicas y morales. Con la recomendación del inspector no me fue difícil obtener un embarco. Tomé servicio en la goleta Nova Scotia, que hacía el cabotaje de las Antillas.

El lector quizá quede sorprendido al saber que durante mi larga carrera de marino no haya ensayado jamás de aprender otro oficio. Confesaré que algunos días fui soldado en el ejército mejicano y que estuve de centinela en una puerta trasera del palacio de Porfirio Díaz, el dictador, al que Méjico debió prósperos días. En la puerta de delante había, naturalmente, tan sólo tropas indígenas. He ahí cómo sucedió esa cosa increíble. Nuestro navío quedó inmovilizado cierto tiempo en Tampico. En compañía de un camarada de a bordo pedí un permiso al capitán. Pensábamos en la vida romántica de los nativos, con sus rebaños fabulosos, sus lazos, sus caballos, sus sillas y sus arneses de plata más bellos aún. Un alemán puso dos caballos a nuestra disposición y cabalgamos algún tiempo a despecho de las calumnias que se propalan sobre las facultades ecuestres de la gente de mar.

Nuestro paseo duró algunos días más que el permiso. Así es que, al volver al puerto, el buque había desaparecido.

Pero en este mundo bendito, el problema del pan cotidiano no es difícil de resolver. Vais hacia el mercado, ayudáis a cualquiera aquí o allá y ya habéis ganado la comida, sin contar una pieza de plata o de cobre para ir a una tabernucha. Cuando estuvimos cansados de llevar cestas, nos alistamos como he dicho. En Méjico, cualquiera puede ser soldado. Ninguna preparación es precisa. El régimen es mediano, el servicio pasable. Al cabo de una quincena renunciamos al uniforme para trabajar durante cierto tiempo en la construcción de un ferrocarril en el interior. Transportábamos arena y tierra y cargábamos para la vuelta traviesas en los vagones vacíos. Nuestros camaradas eran italianos, polacos, ingleses y alemanes. Luego entramos en casa de un compatriota que se llamaba Fede Lüder, que se dedicaba a la cría de gallinas y cultivaba árboles frutales.

La conclusión de ese viaje a través de Méjico fue que embarcamos en Veracruz en un petrolero. Licenciado en La Habana, pasé a bordo de un barco noruego. Luego hice de nuevo el antiguo viaje Nueva York-Australia. Continuamos por Honolulu, Vancouver y después con madera hacia Liverpool. Durante ese viaje aprendí el noruego, sin adivinar cuán

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útil tenía que serme más tarde. En mi primer buque, la Niobe, había aprendido, además, el ruso, el finés y un poco de sueco.

De Liverpool volví de nuevo a Hamburgo.allí frecuentaba la casa de la madre Schroth, que era un viejo bar de parroquianos. No había más que tres o cuatro mesas y por lo general era preciso beber la cerveza de pie. La madre Schroth lo era en verdad para los marinos. Tenía gran cuidado con nosotros, pero se quejaba mucho de asma, pues su redondez era enorme. Hubiera querido ir a tomar aguas de buena gana, y con mi amigo Uhlhorn nos ofrecimos a encargarnos del bar durante su ausencia.

—¿Creéis de buena fe que sabréis arreglaros? —nos preguntó. —¡Estamos seguros, madre Schroth! La cosa era bastante sencilla, pues no había más que cerveza en

botellas. Un restaurante enviaba las provisiones sólidas muy calientes dentro de un cubo; dos porciones por 1.20 marcos. Nos bastaba sentarnos con los consumidores y animarles a beber en nuestra compañía. Un ciego tocador de acordeón venía todas las tardes para enternecer a los concurrentes. En la parte posterior había un cuchitril con un sofá y una estufa de petróleo, donde podíamos preparar los grogs. Era el dormitorio de la madre Schroth.

"Uhlhorn y Filax, así se llamaba el bar, "representantes de la madre Schroth."

Nuestros negocios tomaron un vuelo magnífico; los marinos que llegaban allí no podían marcharse Cada cual contaba una historia agradable. La casa estaba siempre llena, se multiplicaban los pedidos de cerveza. El carretero de la cervecería no cesaba de descargar todos los días el doble que la víspera. La casa estaba, pues, en pleno florecimiento; la madre Schroth podía acabar su cura de enflaquecimiento en Carlsbad con toda tranquilidad. Pero, por la mañana, nuestras sumas no concordaban. El dinero estaba siempre en déficit. Cada botella bebida se marcaba con yeso en la pizarra. Esto iba muy bien mientras no estábamos achispados, pero cuando la fiesta llegaba a su colmo, los buenos muchachos no tenían escrúpulo en borrar de cuando en cuando un par de trazos de yeso. Durante una gerencia de cuatro semanas los beneficios fueron nulos. El diez por ciento que habíamos convenido en dar a la madre Schroth, pues el resto debía ser para nosotros, tuvimos que sacarlo de nuestros bolsillos, y nos retiramos del comercio.

Cuando Juan Marinero emprende algún negocio en tierra, lo que le falta más a menudo es la perseverancia. Pierde al mismo tiempo que el contacto con la cubierta del buque, el sentido de los valores tal como los concebía. Desembarcado después de algunos meses de trabajo, en un país al fin del mundo, lo que desea son noticias de su casa, y son viejas ya

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cuando llegan a él; pero los acontecimientos del país adonde atraca le tienen sin cuidado. Acostumbra considerar con filosofía lo presente que pasa, con sus modas raras y sus cosas de poca importancia; pero el mar se le presenta de continuo y constantemente le hace la gracia de arrancarle al tumulto de los días para elevarlo a los estados de las almas grandes y sencillas.

Cuando vuelve a su patria al cabo de un largo viaje, muchas cosas han pasado que han conmovido a los suyos, pero no las ha sabido y ya están olvidadas. Si hojea viejos periódicos, lo que encuentra en ellos es generalmente desconocido: «¿Qué es lo que habéis hecho por aquí?», y se le contesta: «¡Cómo! ¿No lo sabes?». Y todo el mundo menea la cabeza.

Sin embargo, durante la interminable travesía, el marinero piensa con nostalgia en su casa e imagina por adelantado lo que hará cuando desembarque. ¡Qué poca suerte, y sobre todo para el capitán, cuando la falta de viento retarda la vuelta! Si la calma chicha no dura más que un día o dos se hace todo lo posible para salir de ella, pues el hombre está de tal modo formado, que el mismo capitán llega a figurarse que el viento no soplará más. Ve cómo desaparece su tanto por ciento sobre la carga. Mientras el viento era bueno, pensaba que no podía cambiar y que la vuelta se efectuaría durante todo el viaje a la misma velocidad, y ahora ¡la calma! Empieza por buscar el «Jonás», el hombre de la mala suerte de a bordo; su mal humor descarga en seguida sobre el timonel; le hace todos los reproches del mundo. No es raro que el viento no llegue mientras él esté en el timón, pues asusta al viento. El capitán echa en seguida su gorra al suelo y la patea con impaciencia; luego se pone a silbar, lo que está prohibido a bordo de un velero, pues atrae la tempestad. En seguida llama al grumete y le dice que rasque el mástil, porque esto atrae al viento, y como el viento no llega hace salir a puntapiés al camarero, y poniéndole una escoba en las manos le obliga a subir a lo alto del mástil para barrer el cielo. Por fin toma él mismo una chaqueta vieja y un viejo zapato para echarlos al mar, último modo de despertar la brisa. Cuando baja, ebrio de furor, a su camarote, queda un instante encerrado con la esperanza de que el viento llegará en aquel intervalo. Vuelve a subir, y siempre la misma calma. Entonces arremete contra el hombre del timón y le envía a paseo, diciendo pestes de su cara, que asusta la brisa. Llama a otro timonel: «Ven, Jan. Tú, por lo menos, eres un buen muchacho y estás en buenas relaciones con San Pedro.» Ahora está seguro del buen éxito y pasea desde proa a popa y de popa a proa.

En realidad, parece que de momento se levanta algo de aire en el horizonte. Unas olas ligeras rizan la superficie del agua. El capitán lanza

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un suspiro de alivio: «Jan, eres un bravo muchacho, ya te lo había dicho; te daré media libra de tabaco.»

Durante meses Juan Marinero no ve un céntimo y no tiene ocasión de gastar; pero piensa a menudo en el porvenir y en el momento en que, llegado a tierra, se encontrará bruscamente con una gran suma entre manos. Su fantasía le pinta ya el magnífico instante en que con la bolsa llena se paseará como un capitalista entre los tesoros de las tiendas. A bordo los periódicos más viejos se conservan con todo cuidado. Los diarios de moda pasan también de mano en mano: «Imagínate, Tedje, qué buen aspecto tendrías con este traje.» Las preferencias son para las chaquetas muy anchas y muy abiertas, que permiten a la blanca camisa del domingo mostrarse con profusión. Se compulsan cuidadosamente los catálogos de los grandes bazares: «Lo bueno que sería tener un gramófono tan elegante como éste por cuarenta marcos. Es necesario que lo compre con todos los discos.» Se hacen planes de viaje: “Es preciso de todos modos que vaya a Munich. Debe ser sorprendente.»

Luego, cuando se ha bajado a tierra con el rostro redondo y atezado, que le revela a todos como un trotamundos, todos los proyectos se olvidan. Algunas noches pasadas en la ciudad, y sobre todo en San Pauli, acaban con su entusiasmo y llenan todo su programa, y el hada Morgana, que bailaba a bordo, ante sus ojos, acaba de desvanecerse.

Cuando Enrique y Tedje, que se han alistado en otro buque y se preparan para un segundo viaje, se encuentran de nuevo, Enrique pregunta: «Y bien, Tedje, ¿qué te ha parecido Munich?» Tedje, que no tomó el ferrocarril, se contenta con responder: «¿Estás contento de tu gramófono?»

No solamente han fallado los planes que se forjó durante las guardias, sino que el marino llega a experimentar la necesidad de huir de tierra. Dice adiós a sus camaradas. Los hombres que encuentra le son extraños. Lo que le cuentan no le interesa. No comprende una palabra de ello. La vida en el teléfono, las carreras en el metropolitano, la agitación de la gran ciudad con sus ruidos constantes y su ritmo inasequible, repugnan a su espíritu. En la ciudad, la virtud cardinal es el movimiento continuo: en el mar, la paciencia. Al marino le parece que el ciudadano no sabe esperar ni sabe dejar madurar las cosas. En el mar se vive con un fin; pero con la prisa no se adelanta nada. Así bien pronto el marino se siente más solo en tierra que en el mar. Echa de menos la hora acostumbrada de las charlas por la noche sobre cubierta, mientras el buque se desliza con lentitud. Esas conversaciones no se interrumpen allí por la gente que llega; siempre los mismos, y los relatos se suceden hasta el fin de la velada.

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Después hay otra cosa: el marinero es inocente, ignora el arte de engañar a los otros. A bordo, el robo entre compañeros es un crimen. Las maletas pueden permanecer abiertas; reina la confianza en sí mismo y la confianza en los otros. Así es que la falta de experiencia ofrece al marino como una presa a los tiburones terrícolas. Aprovechándose de que soporta mal el alcohol, le arrebatan el dinero ganado durante meses de lucha contra los elementos. ¡Ah, cuántos señuelos se ofrecen a la ingenuidad de los marinos! ¡Cuánto se podría decir acerca de eso!

Después de dieciocho meses de travesía, se desembarca en Hamburgo. Todos van en seguida a San Pauli. «¡Toma! ¿Qué es lo que ocurre? ¿Por qué esa multitud?» Se acerca, se mira: hay un caballo caído que se ha roto la pierna. De pronto entre el grupo de curiosos se oye un suspiro. Me vuelvo, y un caballero me pregunta:

—Buenos días, amiguito; ¿sería usted tan amable que me indicara el camino del Monte de Piedad?

—No lo sé; jamás me he servido de él. —Puede usted dar gracias a Dios. —¿Qué es lo que la sucede? —Me veo en la necesidad de empeñar el último recuerdo de mi pobre

madre. Pero siempre me quedará la esperanza de que algún día podré recobrarlo.

—¿Quiere enseñármelo? —Es una sortija con un diamante. Saca la sortija del dedo y me la enseña, después de haberla besado.

Mientras doy vueltas al objeto entre los dedos, llega un caballero bien vestido y se me acerca, diciendo:

—Perdóneme mi indiscreción; pero he oído lo que decían, y es una suerte que se encuentre aquí un joyero, para evitar una estafa. Los verdaderos diamantes no se ofrecen generalmente en la calle.

—Esté usted tranquilo —dice el otro—; no soy capaz de cometer una estafa con los recuerdos de mi madre.

—No tengo el honor de cuidarme de usted, caballero; me intereso por este mozo.

Alargo la sortija al joyero, que la examina en todos sentidos, y dice: —Verdaderamente es oro. Y me murmura al oído: —Pregúntele qué precio desea. —¿Cuánto quiere usted? —Dios mío, diez marcos. El joyero me dice en voz baja: —Ese mozo ha robado la sortija.

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Examina el brillante con una lente, y añade: —La piedra es verdadera; déle usted tranquilamente el doble y sígame

hasta el almacén y allí se la compraré diez veces más cara. Encantado por ese magnífico negocio, echo mano al bolsillo y saco

veinte marcos. Luego salgo en seguida de entre la multitud, convencido de que el platero me sigue. Me vuelvo: nadie. Busco con la mirada: nadie, ni platero ni vendedor de sortija. Miro mi compra con desolación. Para cesar en mis dudas, entro en la tienda de un verdadero platero de San Pauli, el cual me dice, sonriendo:

—No es de oro ni diamantes; pero, por un tálero, está bastante bien imitada.

Henos aquí a Tedje y a mí continuando nuestro paseo. Llegamos a la feria de la Catedral. Por todos lados se oyen por

docenas los gritos de los bateleros. De pronto, en un estrado, una voz poderosa domina a las otras: «¡Entren, entren y verán ahí dentro lo que nadie ha visto jamás!»

—¿Qué es lo que nos enseñarás? —pregunta Tedje. —Un canario que habla bajo-alemán. —Ya lo oyes —dice Tedje—. Quiere engañarnos. —¡Quinientos marcos si el canario no habla bajo-alemán. —¡Demonio! Esto es algo fuerte: pero entremos un poco para ver ese

bicho raro. Una multitud está agrupada ante la puerta. La mayoría vacilan en

entrar temiendo alguna broma pesada, y deseosos de dejar pasar a los imbéciles. Entramos y la representación empieza. El canario, dentro de una jaula, aparece en escena.

—Señores y caballeros, permitidme que os presente este pájaro notable. Su nombre es Hans.

—Me importa tres pepinos su nombre —grita una voz desde el fondo—, ¡lo que yo quiero es oírle hablar!

—¡Un instante, caballeros! Hans, ¿qué es lo que quieres fumar, un cigarro o una pipa?

—Piiip —contesta el pájaro. —Señores y caballeros, habla bajo-alemán. La gente se retuerce de risa y los curiosos de fuera preguntan a los que

salen: —¡Qué! ¿Habla? —Ya lo creo que habla, y perfectamente. ¿Por qué habríamos de ser sólo nosotros los imbéciles? Durante todo

el día el hombre tuvo una entrada del diablo.

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En la próxima barraca se proponía una buena adivinanza. A los que acertaran se les devolvía el dinero, y efectivamente, detrás de la tela de la tienda una voz proclamaba a intervalos: «¡Bien adivinado, ahí van sus treinta pfennigs!» Se puede probar fortuna. Los que salen no tienen la cara apenada, sino que salen sonrientes y confirman que se les ha devuelto el dinero. Se llena la tienda. Sacamos los treinta pfennigs y henos aquí en el interior. Todos los ojos están vendados. Llega un hombre llevando un cubo.

Dentro del cubo está lo que hay que acertar; se nos dice en voz baja que metamos la mano dentro.

—Y bien (siempre en voz baja), ¿puede decirme qué es? —¡Qué porquería! Es grasa para carros. Entonces una voz de trueno: —¡Acertado! Ahí van los treinta pfennigs. —y añade en voz queda—:

¡Pero cuesta cincuenta pfennigs lavarse las manos! A una vieja infeliz que no pudo en absoluto adivinar, le costó la fiesta

ochenta pfennigs. Había, además, otras bromas menos inocentes. Al cabo de cierto tiempo que ha desembarcado, quizá con el corazón

lleno de ilusiones por fantásticos esponsales con la hija del proveedor de hombres5, la vida le resulta pesada y se considera dichoso cuando leva el ancla para volver a su océano. Si el mar del Norte no es su amigo, se siente por el contrario en su casa cuando el alisio le acaricia bajo un cielo lleno de estrellas. La luna y los astros son para él algo más que para los terrícolas. Respira de nuevo el aire salado que penetra el ser entero y le inmuniza maravillosamente. Los bacilos no viven allí: al cabo de algunos días de mar, la enfermedad es poco más que desconocida, a no ser que la falta de víveres acabe por producir el escorbuto. En el mar nadie se resfría; el viento y la humedad no pueden con el organismo —el reumatismo sólo llega muy tarde—, y el polvo no existe en un velero. Cuando uno se lava sólo es para quitarse la costra de sal que lleva en la piel.

Se encuentran en cada nuevo barco nuevos camaradas que se convierten en amigos. La primera pregunta es: «¿Cuál ha sido tu último buque?» Siempre era el mejor barco del mundo, y no acaban nunca las relaciones entusiastas de su capitán. Se cambian recuerdos. Fulano de tal conoce a Mengano, que trataba a su vez a Zutano, y así se charla con los nuevos conocidos.

5 El intermediario entre el armador y los marinos.

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Pero los camaradas no son los únicos que hacen compañía al marino. Vive en íntima confianza con la Naturaleza. Todos los peces que encuentra los conoce, aunque haya pocos en suma que sea posible pescar desde a bordo por medio de un anzuelo. Al aparecer los delfines, se oye el grito: «Preparad los arpones.» Es precisa mucha experiencia para alcanzar aquel pesado animal, que pasa a una velocidad tremenda a contrabordo del buque. Es una gran alegría la pesca de un delfín, pues habrá pescado fresco en la mesa.

Cerca del Cabo de Buena Esperanza, del Cabo de Hornos y de ciertas islas, aparecen los albatros, las palomas del Cabo y varios géneros de gaviotas. Acompañan al buque desde el Cabo hasta mitad del camino de Australia, alimentándose con los despojos echados al mar.

Da gusto, cuando se ha permanecido mucho tiempo en el agua, ver en torno otros seres vivientes. Se les saluda como a antiguos amigos que se abandonó el año anterior. La gaviota, sobre todo, es sagrada para el marino, porque cree que él revivirá más tarde bajo la forma de una de esas aves. Las gaviotas blancas son los buenos marinos; las negras son los malos, los diablos del mar. Está prohibido matarlas, pues son amigas que nos acompañan. Cuando, al sur del Ecuador, al salir de la región de los alisios, se señala el primer albatros, todo el mundo se alegra de tal acontecimiento que acaba con la monotonía del viaje. Vuela majestuosamente tan pronto junto a las olas como subiendo mucho más alto que el buque. El albatros, rey de los mares del Sur, es tan grande que si se posa sobre cubierta no puede ya volar más, pues le falta aire debajo de las alas. Por otra parte, no se ha conseguido jamás, a creer a los marinos, llevar un albatros vivo al hemisferio norte.

A veces, junto a la costa de África, hay centenares de golondrinas que, habiéndose extraviado en la niebla, caen agotadas sobre cubierta. En ocasiones sucede lo mismo a docenas de cigüeñas. Esas aves no pueden reanudar su vuelo y es triste ver cómo se extingue su vida poco a poco, pues a bordo no se les puede dar ningún alimento que les convenga. No se puede hacer nada por ellas. Mueren como el marino perdido en el desierto líquido y cuya provisión de agua dulce se ha agotado.

Así es como el marino vive con la Naturaleza, su camarada y su adversario. Cuando se ha respirado el soplo del aire de proa es imposible pasarse sin él.

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CAPÍTULO IV

En la escuela náutica de Lübeck

Navego a bordo de un vapor. Ingreso en la escuela de náutica. Mi familia me da como desaparecido. Mi primer examen. Piloto.

Me dijeron en Hamburgo que si quería examinarme de piloto era preciso que navegara una temporada a bordo de un vapor. Embarqué, pues, con mi viejo amigo Uhlhorn a bordo del Lisbonne, de la Compañía Sloman, para un viaje de dos meses por el Mediterráneo; luego en un vapor de cabotaje, el Cordelia, que hacía el servicio de Amsterdam y de Rotterdam. Pensé entonces que ya conocía bastante el mar para entrar en la Escuela.

Empecé por ir a la Caja de Ahorros Marítima para retirar el dinero que allí tenía. Había hecho mi cuenta y mis entregas se elevaban a un total de 3.200 marcos. ¿Cuál no fue mi sorpresa cuando se me devolvieron 3.600? Ignoraba todo lo referente al interés y a la tasa del dinero y admiré la bondad de alma de los administradores. Llevando mi fortuna en el bolsillo, marché hacia la Escuela de Náutica de Lübeck.

Era preciso ante todo comprarme trajes nuevos, ropa interior blanca, cuellos y puños. Se acabaron el cuello de celuloide que se entrega al amigo que baja a tierra y el de hojalata americano, con un revólver a guisa de alfiler de corbata.

Tenía ya veinte años cumplidos cuando entré en la Escuela. Todos nuestros antiguos capitanes siguieron el mismo camino. Es como decimos entre nosotros «el agujero de los ratones», de los marineros que quieren salir de la rutina. Los marinos de la nueva escuela bien querrían tapar ese agujero; quieren difundir los buenos modales en el oficio del mar y reservar a los «cadetes», con exclusión de los marineros, los puestos de oficiales en la Marina de Comercio.

Siempre me ha indignado esa tendencia. La educación de los cadetes es buena en sí y nadie mejor que yo aprecia lo que nuestra juventud marítima debe a hombres como mi querido profesor Schulze. Pero el peligro está en que esos jóvenes sabios no truecan el contenido de sus libros por la práctica, y lo que es más grave todavía, que los marinos inteligentes no puedan entrar en la carrera de oficial por falta de certificados escolares. La instrucción, en suma, cuenta poco en el mar. Una vez capitán, tiene uno tiempo de sobra para estudiar las ciencias. Cuando el aparejo se va abajo, Schopenhauer no sirve para gran cosa. Es

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mejor ver en el puente de mando un hombre enérgico, que un hombre elegante y con cuello magníficamente planchado.

Heme, pues, con mi dinero en Lübeck; encontré en casa de una señora anciana una habitación agradable. Fui después a la Escuela de Náutica y me presenté al profesor Schulze. Este hombre, muy bueno e inteligente, supo inspirarme en seguida confianza, y bien lo necesitaba, pues el corazón me latía al respirar de nuevo la atmósfera de la Escuela. Como marinero tenía mi importancia, pero allí volvía a ser un muchacho. Le expliqué al doctor Schulze en confianza mi nombre y mi pasado (pues mis documentos continuaban llevando el nombre no de Luckner, sino Lüdicke). Me estrechó vigorosamente la mano, asegurándome que muchos discípulos salidos del pueblo y menos instruidos que yo se habían portado brillantemente en el examen.

—Sí —contesté—; pero supongo que sabían aritmética y esto es lo que yo no sé.

Me interrogó un poco sobre los números fraccionarios. Como yo ignoraba lo que era un quinto (una mitad, un cuarto, pase; esto lo indica la esfera de un reloj), tuvo un momento de vacilación.

—¡Bah! Eso no importa —dijo al fin—; es suficiente querer ponerse a ello. Con un poco de aplicación...

¡Dios mío! Esa antigua aplicación, ¿no ha cambiado aún desde mi infancia? Pero ese excelente hombre no me engañó. Fortificó mi confianza, me dio conferencias sobre lo más difícil, y al cabo de un mes, mis meninges comenzaron a desentumecerse. No desesperé ya de presentarme en los exámenes. El porvenir se teñía de color de rosa.

El primer día, saliendo de casa del director, entré en el café Neideregger, célebre por sus mazapanes. No quería frecuentar más que establecimientos convenientes. Encontré un anuario de los condes daneses: .¡Viejo mío —me dije—, tú también eres conde!» Y hojeando el libro vi que se me mencionaba como «desaparecido». «Magnifico —pensé. Camarero, otro chopp de Pilsen.» Pensaba en lo que debía ocurrir en mi casa: «Hará mucho tiempo que ya se habrán quitado el luto.»

Jamás había escrito a los míos. Por mucho que fuera mi orgullo de marinero, cuando sentado en la cofa pensaba en lo que era y en lo que podía ser un día, no me atrevía a creer, sin embargo, que en mi casa compartirían tal sentimiento, e imaginaba la cara que pondrían mis tías las canonesas si llegaban a saber que tenían un marinero por sobrino.

Un día —poco después de mi victoria sobre Lipstulian— había bruscamente sentido ganas de acercarme a mi familia. Encuentro en mis antiguas fotografías una instantánea medio borrosa, tomada en una barraca de feria, y que me representa como campeón de lucha en San

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Pauli. En el dorso del cartón hay dos líneas de mala escritura que dicen: «A mi querido padre, en recuerdo afectuoso de Félix, su hijo fiel. Hamburgo, l9 de abril de 1902.» Sí, había querido enviar ese retrato para alegrar a mis padres por medio de la imagen de su vigoroso muchacho. Pero apenas escrita la dedicatoria, me faltó el valor. La diferencia con las fotografías de familia era demasiado asombrosa. Mucho más tarde, cuando me descubrí a los míos, mi padre llevó esa fotografía en su cartera hasta la hora de su muerte.

En Lübeck observé la reserva que debía guardar un simple marinero y apenas traté a nadie. Fuera del profesor, nadie conocía mi calidad; el título de conde sólo hubiera servido para causarme molestias. Sin embargo, empecé a cuidar un poco más de mi persona. Poco a poco desaparecieron los callos y las líneas alquitranadas de mis manos. Mis mejillas atezadas enflaquecieron. Cada mes debía comprar cuellos de un número más bajo.

Mis principales conquistas fueron al principio la tabla de multiplicación, la gramática alemana y el cálculo de quebrados. Toda la buena familia Schulze me ayudó. Buscar el denominador común, ¡qué tortura! Cuando me metí eso en la cabeza, vinieron las matemáticas, el teorema de Pitágoras, del que me acordaba vagamente; luego la trigonometría esférica, el Sol y las estrellas, la astronomía náutica, los cronómetros, las longitudes, el paralaje de la Luna... ¡Había veintiún problemas de astronomía en el examen! En cuanto a la práctica del mar, se me suponía gracias a mi certificado de marinero.

No me hubiera creído nunca capaz de tal aplicación. Estaba orgulloso de comprender, y mi seguridad se desarrollaba. Durante los nueve meses que precedieron al examen, gasté 800 marcos, contando los gastos de examen. Si alguien se alegraba de mis progresos era el profesor Schulze, a quien había proporcionado tanto trabajo. Hasta llegué a meterme por los campos de la Poesía y así se lo confesé a mi profesor. «¿Conoce usted el verso, Filax? —me dijo, maravillado—. Venga, pues, el domingo por la tarde a mi casa y me ayudará.» Orgulloso de mi talento no dejé de acudir a la cita. Salimos juntos, y al llegar al puerto, me dijo: «He aquí mi barco, mi Poesía; vamos a darle una mano de pintura.»

El día del examen llegó. Estaba decidido a abandonar el último la sala para repasar mis cálculos hasta el postrer momento. Los examinadores, de frac, me impresionaban de un modo espantoso. Me había provisto de tinta encarnada para subrayar los resultados. ¡Qué hermoso papel se vendía en aquella época! El papel de después de la guerra, mi pesada mano lo hubiera perforado inmediatamente. Mi portapluma era el más grueso que pude encontrar y parecía un garrote, pero por lo menos no me

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exponía a romperlo. El inconveniente es que no sabía dónde dejarlo, pues rodaba en todos sentidos como una pera. Era un mango apropiado para un atáxico obligado a escribir a dos manos.

El examen escrito duró seis días. ¡El oral fue el más emocionante! Al fin me vi terminando la prueba. A la puerta, el director me dijo, guiñándome un ojo y estrechándome la mano: «¡Filax, tienes tu examen en el bolsillo!» No debiera habérmelo dicho; pero ¡qué alegría sentí! No dormí durante dos noches. Celebramos tal fiesta, que una mañana desperté debajo de un cenador. Un hombre estaba allí regando su jardín y quedó muy sorprendido de encontrarse un piloto tendido en uno de los arriates. «¿Qué es la que hace usted aquí?» Sólo supe contestarle: «Y usted, ¿qué es lo que riega aquí?»

¡Rayos y truenos! Ya pasó mi primer examen. Hubiérame gustado correr en seguida a casa de mis padres; mi profesor se había enterado en secreto de ellos. Supe que vivían y que mi hermano era aspirante a oficial en el Ejército. Pero no quise una vez más ceder a mi deseo, pues había jurado en otro tiempo llevar con honor el uniforme imperial y me hice a mí mismo la promesa de no reaparecer ante mis padres hasta que pudiera decir que era oficial.

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CAPÍTULO V

Ingreso en la marina de guerra

Oficial de cubierta en el Petrópolis. Voluntario en la Marina de Guerra. Mi tío Fritz. Sufro un accidente. Asciendo a teniente de reserva naval. La vuelta del hijo pródigo. Árbol genealógico.

Empecé a buscar un empleo en las grandes casas armadoras de Hamburgo y, contratado como teniente por la «Hamburgo-Sudamérica», embarqué en el Petrópolis. En vez de un cofre de marinero había comprado una maleta igual a la de un capitán. Me compré también guantes de piel, zapatos blancos y me veo aún admirando mis primeros gemelos para puños. Había adquirido asimismo un magnífico uniforme de paseo. En mi último buque era todavía un marinero y era preciso rascar herrumbre y lo demás. Ahora, vestido de nuevo, cuando subí al puente del Petrópolis, libre de ir y venir sin tener que hacer ningún trabajo manual, me sentí como un joven dios.

El capitán Feldmann era un hombre excelente que se hizo muy amigo mío. Muy a menudo daba una ojeada al espejo y pensaba: «Diríase que empiezo a parecer algo» Me gustó mi facha, cuidé de mis manos, lo cual me costó gran trabajo, pues los antiguos callos dejados por las cuerdas todavía persistían en algunos puntos. Reflexioné largo tiempo para saber si era mejor llevar el bigote corto o largo. «Filax, viejo mío —me decía—, ¡a qué punto has llegado! ¡Qué cambio el tuyo!»

Salimos al cabo de tres semanas. Empecé mi servicio de oficial de cubierta. El capitán me ayudó de todo corazón. Muchas cosas eran para mí desconocidas, lo cual era natural en un principiante que había sido marinero y que, a veces, se sentía torpe y poco diestro. El capitán, para consolarme, me decía que no había que deplorar mis tonterías, sino pensar que eran como el resto de mis antiguas mañas. Y yo pensaba: «Este, por lo menos, comprende las cosas.»

Mientras bajábamos por el Elba, me entretuve con el práctico. Los puños se me deslizaban por las mangas y yo tenía la costumbre de llevar la mano a la gorra. Luego vinieron los primeros cálculos de navegación. Aplicaba lo mejor que sabía el sistema de la escuela. Duraba esto tres cuartos de hora. Los otros habían acabado mucho tiempo antes, y yo me había equivocado en unas cincuenta millas. Afortunadamente, no me preguntaban el resultado. Esto duró días y semanas. Nadie se molestaba en saber las cifras que yo había encontrado. Acabé por salir del embrollo y desde entonces entré con orgullo en mi guardia. El instante más

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agradable era aquel en que, solo en cubierta, podía entregarme libremente a pensar en el tiempo pasado. La nostalgia de la casa nativa aumentaba para mí de día en día. Jamás sentí tanto amor por mis padres. ¡Si por lo menos hubieran sabido dónde estaba! ¡Qué barbaridad no haber ido a verles! Sin embargo, persistí en mi resolución.

Después de nueve meses de servicio remoto en el Petrópolis, me fue posible entrar como voluntario de un año en la Marina de Guerra. Me inscribí en ella el 19 de octubre. Había en el Petrópolis abierto más de un buen libro, aun cuando sin comprenderlo del todo ciertamente. Acompañado de un camarada de la Escuela de Náutica, partí para Kiel. Por primera vez en mi vida tomé un billete de segunda clase. Nosotros mismos estábamos impresionados. Frente a nosotros estaba sentado un caballero con una barba en punta, que tenía todo el aspecto de un oficial de Marina, y acentuamos aún más nuestra reserva y nuestra corrección.

Empezó nuestro trabajo. Los primeros días en el patio del cuartel fueron bastante agitados. Un día en que nos ejercitábamos en el paso lento, lo cual me era en extremo penoso a causa de mi pierna rota, se presenta un plantón proveniente del cuerpo de guardia y pregunta al teniente si el conde de Luckner se encuentra entre los voluntarios. Emoción general. El teniente me pregunta si tengo un pariente en el campamento. Yo contesto: «no.» Me envían con dos suboficiales para que me vistieran convenientemente, pues hasta entonces sólo teníamos la ropa de ejercicio.

Mientras me estaba vistiendo, la palabra Cuerpo me zumbaba en la cabeza: ¿de qué cuerpo se trataba? ¿del de Policía, del de guardia? ¿Qué podrá haberse sabido de mis pecados anteriores? En la Marina todo acaba por saberse.

Llegamos a un edificio encarnado. A pesar de mi confusión leo un letrero: «Ackermann, ayudante de órdenes.» Uno de los suboficiales entró para anunciarme; luego entre yo Debía comparecer ante el almirante conde de Baudissin. «¿Cómo dirigirme a tan poderoso señor? —pensé—. ¡Bah! Lo esencial es estar bien cuadrado.» Veo al almirante sentado en un escritorio con todos sus galones. Me inmovilizo con los codos pegados al cuerpo y las manos en las costuras del pantalón.

—Dígame: ¿qué Luckner es usted. —El hijo de Enrique de Luckner. —¿Su nombre? —Félix. —¿Félix? Ha desaparecido. —No; soy yo. —¿Cómo ha venido usted aquí?

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—Me hacían repetir mis cursos en la escuela. Había prometido a mis padres hacerme voluntario por un año. He tratado de cumplir mi palabra.

—Bueno, ¿cuáles son sus proyectos? —He pasado el examen de piloto, lo que me da derecho al servicio de

un año; quería llegar a ser oficial de la reserva por mi buena conducta. —¿Por qué no ha escrito a sus padres? —Como era simple marinero, temía que pudieran decirme: «¿Esto es

todo lo que has dado de ti?» He creído que agradaría más a mi familia que me presentara una vez que tuviera una posición.

—¿De dónde sacará usted el dinero necesario? —Pagados todos los gastos, me quedan todavía 3.400 marcos. —¿Sus disponibilidades alcanzan a tal suma? —Sí. El almirante dijo entonces: —Soy el tío Fritz. «¡Diablo!»—pensé—. ¡Qué tío tan elegante!» No había oído hablar nunca de tal pariente. Miré a derecha e

izquierda; no sabía si llamarle «tío mío» y aprovechar la buena impresión que parecía haber producido.

Acabé por decirle: —¡Excelencia! (en realidad no tenía aún tal tratamiento), querría que

mis padres no supieran dónde estoy antes de haber obtenido mi diploma. Y él contestó: —Mientras no trates de utilizar mi parentesco en cuestiones del

servicio, estoy dispuesto a favorecerte. Pero en asuntos del servicio no cuentes conmigo.

Respondí: «No» Pero sin atreverme a añadir «tío mío». —Por otra parte, Félix, puedes venir a mi casa dos veces por semana.

Mi hija te ayudará a pulirte un poco, pues hablas un alemán abominable, muchacho.

¡Y yo que creía ser un hombre tan bien educado! Verdad es que mis dativos y acusativos podían todavía crispar los nervios de personas algo sensibles y que mis composiciones siempre llevaban esta nota: «Alemán insuficiente.» Se me hizo redactar una especie de historia de mi vida, a mí, que jamás había escrito una carta. En ese relato velé gran número de párrafos, temiendo echar a perder mi carrera revelando que había servido en el Ejército de Salvación y en un faro australiano.

Me acostumbré pronto a la Marina, primeramente como simple recluta, después en prácticas de artillería en el Marte. Cuando pasé a la flota, me ocurrió un accidente. Una canoa llena de marineros con permiso que regresaba al Kaiser Wilhem der Grosse, estaba a punto de dar un

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golpe a la escala del acorazado donde yo estaba de guardia. Traté de contener la lancha con ayuda del parachoques; pero había presumido demasiado de mi fuerza. A pesar de que atenué notablemente el choque, fui empujado por la velocidad adquirida por la canoa, contra la balaustrada, uno de cuyos balaustres me entró en el vientre, perforándome el peritoneo. La operación efectuada por el profesor Helfferich fue coronada por el éxito; pero transferido ocho días después a la sección de los convalecientes, cometí una gran torpeza. No me imaginaba la importancia de mi desgarro y el ayuno me había dado un hambre canina tan grande, que un domingo, habiendo recibido mi vecino de cama muchas ciruelas, le pedí algunas de ellas. Un voluntario por un año hubiera debido saber dominarse mejor; pero las ciruelas eran excelentes. Al día siguiente, al proceder el ayudante mayor a la cura, levantó los brazos en alto. Todas las ciruelas estaban en la compresa. El peritoneo se había desgarrado otra vez. Me arrestaron y me pusieron un centinela de vista para impedirme que cediera de nuevo a mi gula.

El tiempo perdido en el hospital me fue compensado en lo sucesivo, gracias a mis rápidos progresos. Me convertí pronto en suboficial, luego en aspirante y salí por fin como teniente de la Reserva. Me presenté entonces al tío Fritz, que me dio algunos consejos para mi vuelta al hogar.

Me puse el uniforme de diario, me compré un bicornio, charreteras, un tahalí para el sable, me hice tarjetas de visita y después de tantos años, me dirigí hacia mi casa. Llegado a Halle del Saale, llevé mi equipaje al hotel, me vestí con todo cuidado y luego partí. La tranquila casa situada en el viejo paseo no ha cambiado. Subo la escalera y doy mi tarjeta.

Oigo la voz de mi padre, que dice: «¿Teniente de Marina Félix de Luckner? No existe. En fin, haga usted entrar al conde»

Entro, diciendo sencillamente: «Buenos días, papá; creo haber cumplido mi promesa de llevar honradamente el uniforme imperial.»

Mi padre no sabe dónde está, ni lo que debe hacer. «¿Oficial de Marina? ¿Ese ganapán que repetía sus cursos me procura el placer de verle como teniente de Marina?» La cabeza le da vueltas y grita con voz ahogada: «Mi buena...»

Llega mi madre y, al verme, cae sentada en la escalera. Se echa en seguida en mis brazos y cuando trato de acordarme, me parece que por lo menos permaneció abrazada a mí media hora.

Las lágrimas caían también de los ojos de mi padre. Después empezaron las preguntas. Se amontonaban, sin que tuviera tiempo para responder. En fin, cuando se tranquilizó algo, mi padre exclamó: «¿Lo ves, querida? Yo te lo había dicho. Un Luckner acaba siempre por dar

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algo de sí. Era inútil tener miedo. Si se pierde es que no es un Luckner y entonces no vale la pena sentirlo. Este es un Luckner.»

Fueron cursados muchos telegramas en todas direcciones, a los hermanos, hermanas, tíos y tías canonesas. Los maestros me citaron como un fenómeno, en la escuela. Me habían buscado por todas partes y se habían roto la cabeza pensando cómo podía haber perecido el niño, porque, de vivir, hubiera dado sin duda noticias suyas. En fin, el caso es que reaparecía yo, el antiguo cangrejo de tercero, convertido en un oficial de cubierta de un navío, sin haber pasado por la Escuela de Cadetes. No era ya la vergüenza, sino la gloria de la familia. Nunca hubo una madre que se sintiera más orgullosa que la mía, de su hijo.

Aquel fue el fin de mis años errabundos. Mi vida transcurrió desde entonces normalmente.

Reintegrado al seno de mi familia, entré en su historia. Se descubrieron precedentes. No éramos de madera ordinaria. Nuestro abuelo Nicolás de Luckner, nacido en Baviera en 1722, había merecido en su infancia, en el colegio de los jesuítas de Passau, el remoquete de «Libertinus», a causa de alguna ligereza y de su carácter selvático. A los quince años, unos motivos desconocidos, pero ciertamente urgentes, le determinaron a escapar de la Escuela y se alistó en un regimiento de infantería bávara y combatió contra los turcos. Luego, pareciéndole que la marcha a pie era lenta en exceso, se convirtió en teniente de un regimiento de húsares que, desde Baviera, pasó en 1745 a ser mercenario holandés. En aquella época, ¡ay!, el alemán no tenía patria, sino patrias. Cuando el viejo Federico se dirigió a la guerra contra Francia, el mayor de Luckner, en 1757 levantó a sus propias expensas un cuerpo de húsares hannoverianos que peleó bajo las órdenes del rey de Prusia. Los húsares de Luckner habían sido escogidos por nuestro abuelo, hombre por hombre, después de someterles a una prueba individual de valor. Numerosos hechos de armas les hicieron pronto célebres en Alemania del Norte y su jefe fue el Ziethen del teatro occidental de la guerra. Al firmarse la paz de Hubertusburgo, habiendo sido disuelto el regimiento por su soberano el rey de Inglaterra, contrariamente a las promesas que había hecho, el general de Luckner, incomodado, dejó el servicio hannoveriano. El enemigo supo apreciar mejor su espada. El rey de Francia ofreció al héroe legendario un nuevo campo de actividad. Su corazón era tan alemán como el de Juan de Weerth o de Derfflinger. Pero Alemania no tenía empleo para su sangre militar. Así es que Nicolás de Luckner que un día, en plena batalla, habiendo reconocido en medio de un regimiento francés a uno de sus desertores, había saltado en medio de las filas enemigas para henderle la cabeza, se convirtió a su vez en

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soldado del extranjero. No es el primero, ni desgraciadamente tampoco el último. Él que sabía apenas el francés al llegar a Francia, marchó como mariscal y jefe del ejército francés del Norte en 1792, para combatir contra los austríacos y los prusianos. Pero tuvo como francés tanta desgracia como dicha había tenido siendo partidario prusiano; y cuando el viejo soldado volvió en 1794 a cobrar en París el retiro que le debía la República, al mismo tiempo que muchos préstamos hechos a su ejército, su cabeza cayó bajo la cuchilla de la guillotina, aun cuando Roger de l’Isle le había dedicado la Marsellesa.

Su deseo hubiera sido terminar su vida en Holstein, donde se había convertido en propietario por su casamiento. Los capitanes de buque y los oficiales de húsares que han corrido largo tiempo por el mundo gustan de establecerse en sus días de senectud allí donde su corazón quedó preso durante sus años errantes. Así es como los Luckner pasaron a Holstein y se convirtieron en condes daneses. Es en Holstein donde nació mi padre. Cuando llegó a la edad crítica de quince años, en 1848, huyó a su vez de la escuela para hacer la guerra a los daneses. Tomó parte en todos los combates y volvió en 1850 a su casa con el grado de teniente de dragones. Habiendo perdido, por otra parte, las ganas de estudiar, fue agricultor, y su hospitalidad y sus bromas le hicieron célebre bien pronto en todo el Holstein. Se enseña todavía en Bramstedt el monumento cuyo pedestal había saltado aquel loco de Luckner sobre un magnífico potro domado por él mismo. A cada llamada de su rey, en 1864, 1866 y 1870, mi padre volvió al ejército; pero acabada la guerra tornaba a su casa. No quería ser soldado en tiempo de paz, sino simplemente cazador. Unos buenos amigos se aprovecharon de su amor al deporte; acabó por perder su posición y se estableció en Dresde, donde vivía su primo, que era otro alocado de la familia. A éste le gustaba atravesar Dresde en un coche pintado de encarnado, tirado por seis caballos. Los escalones de la terraza de Brühl no le parecían un obstáculo, y cuando el rey le prohibió los seis caballos, formó su tiro con cinco caballos y un mulo. Un día, sentado con un amigo en un hotel, vio entrar a una mujer bonita, la condesa X. Antes de serle presentado, mi tío se entusiasmó y apostó una de sus posesiones a que obtendría la mano de la dama. Algunas semanas más tarde, las amonestaciones fueron publicadas; pero un conocimiento más íntimo había sido fatal para la pasión de mi tío, quien prefirió al casamiento una estancia en la fortaleza de Koenigstein, consecuencia de un duelo a pistola con un pariente de la abandonada. Aburriéndose en Koenigstein, inventó, para matar el tiempo, echar táleros al Elba, con la esperanza de verles rebotar.

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La familia de Luckner desfila al galope de caballería, y a él se dan por entero con gozosa sonrisa. Los bienes terrestres llegaron, se fueron, pero el corazón quedó siempre en el mismo sitio. Hay mucha parte de la historia de Alemania en las páginas de nuestra crónica familiar. Y si la Patria debiera un día luchar de nuevo, espero que los Luckner se encontrarán en su puesto.

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CAPÍTULO VI

Conde, oficial y marinero

Salvo a uno que se ahogaba. Mi examen de capitán. En la Marina de Guerra. Me nombran primer teniente. Marinero por tres días en un velero. La sorpresa de un capitán. El asilo de marinos ancianos.

Durante dos años navegué en la línea «Hamburgo-América». Aproveché esos viajes para prepararme para el examen de capitán. No estudiaba, por otra parte, más que en los libros, con algunas lecciones particulares en Hamburgo. Por las tardes daba con algunos camaradas paseos en barca de vela por el Elba inferior detrás de Altona, cerca de Neumühlen. Sucedió un día que en un barco que nos precedía, un comerciante de Colonia, mal nadador, fue lanzado al agua por la vela de mesana. Me eché al agua; había desaparecido, pero logré asirlo sumergiéndome a gran profundidad. De un solo impulso le hice remontar a la superficie, adonde llegó antes que yo. En el momento en que yo emergía para respirar a mi vez, se me aferró al cuerpo con brazos y piernas y nos fuimos al fondo los dos. Por fin, viendo libres mis piernas por casualidad, le empujé y, ya libre, volví a la superficie. Un velo negro me cubría ya los ojos, pero recobré el sentido y volví a sumergirme. Largo tiempo quedé a la misma distancia del infortunado que se llevaba la corriente. Por fin pude agarrarlo. Había perdido los sentidos. Salvé con él los quinientos metros que nos separaban de la orilla. Se había reunido una gran multitud. Apenas podía yo moverme; entregué mi hombre a los espectadores y caí desvanecido. Un anciano caballero pretendió haberme sacado con su paraguas. El ahogado fue devuelto a la vida y yo mismo, al cabo de media hora, recobré el sentido y volví a mi casa.

Los salvamentos son bastante fastidiosos de contar y si menciono los míos es porque han representado cierto papel en mi carrera. Un salvamento no se efectúa jamás siguiendo reglas determinadas, pues no está uno allí espiando como un bañero, y cuando la ocasión se presenta por casualidad, se siente uno tan excitado que no tiene tiempo de reflexionar. En el reglamento titulado «Cómo debe salvarse a un hombre que se ahoga», todo parece muy sencillo y fácil. Por ejemplo: hay que acercarse por la espalda al que se ahoga y asirlo por los cabellos. Pero sin contar que puede estar calvo, el reglamento no prevé el caso más frecuente de un agua turbia y opaca en la cual es el náufrago quien se aferra al salvador antes de que éste pueda asirlo.

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Ocho días más tarde, el comisario de Policía me llamó. La historia había aparecido en los periódicos y se me pedía testigos para darme la medalla de salvamento. Yo respondí que no me gustaba llamar testigos. El reglamento lo exigía. No pudimos, pues, entendernos.

Habiéndome preparado para el examen, me presenté al profesor Bolte, de Hamburgo, y éste me preguntó: «¿Dónde ha ido usted a la escuela?» Le contesté que había trabajado en mi casa; esta contestación no le gustó.

—¿Para qué sirven las escuelas, entonces? Estamos obligados a examinarle a usted, pero no le sorprenda que le tengamos entre ojos.

—Ya sé que sabe usted más que yo, señor profesor; estoy persuadido de ello.

Y me fui a Altona. Mi esperanza estribaba allí en el viejo director Jansen. Pero era visible que le habían avisado ya por teléfono.

—¿A qué escuela ha ido usted? —Me he preparado en mi casa. —¿Tiene usted el bachillerato, verdad, con buenos conocimientos y

notas? —No he podido pasar del tercer año. —Bueno —dijo—. Cuando terminé mi primero aún creí conveniente

permanecer siete meses más en la escuela. En fin, venga usted dentro de tres semanas y le examinaremos.

Le expresé el temor de que no querían aprobar a los que estudiaban libremente.

—No he dicho esto —contestó—; pero, naturalmente, nos interesamos sobre todo por los candidatos que han asistido a nuestras clases.

Mi confianza había disminuido mucho cuando tomé el tren para Flensburg. El profesor Pfeiffer quiso aceptarme, pero con la condición de que me hubiera presentado antes en Altona al director Jansen. ¡Era un hombre tan agradable!...

—Gracias; salgo precisamente de verle. ¿Puede usted indicarme una escuela adonde dirigirme?

Las fechas de Lübeck no me convenían, desgraciadamente. Me aconsejó ir a Timmel, cerca de Papenburgo, en la Frisia Oriental.

Allí se preparaban los imbéciles. Papenburgo es un pequeño rincón en donde no hay más que turberas; es, además, la mayor ciudad del mundo, o, por lo menos, la más larga, pues son necesarias dos horas y media para atravesarla corriendo. Tiene tres oficinas de correos. Antiguamente era una colonia turbera; un canal corre por el centro y los colonos han edificado sus casas en las dos orillas.

El maestro de la Escuela era un digno y viejo señor con una barba blanca y viscosa. Mas, escarmentado por la experiencia, le expliqué que

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una enfermedad me había impedido frecuentar las escuelas, pero que había aprovechado el tiempo que pasé en cama para estudiar. Le hablé también de la falta de dinero, que me impidió entrar en una escuela después de mi convalecencia y le expliqué que había trabajado de un modo encarnizado. En fin, procuré salir con bien de mi empresa. Se alegró de haberme conocido y con tanto mayor motivo cuanto en aquellos momentos no tenía más que un discípulo. Admirable, pensé. Aquel discípulo era bastante torpe. Más admirable todavía; no podía haber caído en mejor lugar. Después me preguntó mis nombres y cualidades.

—Para nosotros es un gran honor y placer tenerle por discípulo. ¿Quién le ha dado a usted la idea de venir a Papenburgo?

—¡Hem! ¡Hem!... Uno de mis amigos que había conservado un excelente recuerdo de aquí.

—¿Cómo se llama? — (Maldito seas)... ¡Meyer! —¿De qué curso? —No sé más de lo que le he dicho. —¿Ha hecho su examen de capitán? —No... —Es lástima, pero esperemos que pronto se examinará. Me dio una recomendación para el director, en Gesstemünde, a quien

debía presentarme ante todo. Era un hombre encantador, que se alegró al advertir mi celo, simpatizando en seguida con la prisa que sentía después de mi enfermedad por presentarme a exámenes. Asistiría él en persona. La fecha se fijó para tres semanas después. Algunas lecciones particulares me serían muy provechosas.

Aquellas lecciones me aprovecharon mucho. Las tomábamos sentados los tres alrededor de una buena botella. Era yo el único consuelo de la Escuela, pues el otro discípulo sudaba sangre y agua sin obtener ningún resultado.

Llegó el día del examen. El director Prahm y el profesor Neptuno, como nosotros les llamábamos, cuidaban de nuestros temas. Terminé el mío antes que mi camarada, que continuaba cavilando lúgubremente. Mis resultados todos eran buenos. Para el otro fue necesario un poco de indulgencia. Uno de nosotros, por lo menos, debía ser aprobado, pues en ello iba el honor de la Escuela; pero al fin y al cabo lo fuimos ambos. Las últimas preguntas se referían a las máquinas. Fueron poco complicadas, como por ejemplo: «¿Con qué se produce el vapor? —Con el calor. —¿Cómo se llaman las dos cajas de humo? —Caja de humo anterior y caja de humo posterior. —Muy bien.» Después de estas brillantes

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contestaciones, no hubo que hacer más sino celebrar nuestro éxito en compañía del profesor y tomar orgullosamente el tren de Hamburgo.

Continué navegando en la «Hamburgo-América» hasta el otoño de 1911.

Fue en aquel entonces cuando entré a prestar servicio activo en la Marina imperial. La ocasión me la proporcionó mi quinto salvamento, que ocurrió en la noche de Navidad de aquel año. Habiendo pasado el día en Hamburgo, volvía por la noche a mi navío, el Meteor. Esperaba la barquita de pie en el pontón, en compañía de un aduanero. De pronto, la turbia luz de las farolas del puerto me hizo ver un hombre que derivaba en el sentido de la corriente. Quiero echarme al río y el aduanero me contiene:

—Basta con que se ahogue uno. —Pero yo no puedo dejar que se vaya al fondo. —Está usted loco al querer echarse en esa agua helada. Me sujeta por el abrigo; pero yo se lo dejo entre las manos y salto al

agua. La temperatura era de trece grados y medio bajo cero. ¡Señor!, cuando toqué el agua me pareció que me pasaban por el espinazo un alambre calentado al rojo blanco. Nadé veinticinco metros y agarré al que se ahogaba. El frío y la borrachera de Navidad habían sido su salvación, pues estaba rígido y, no moviéndose, no había ido al fondo. Pero el pontón se levantaba a un metro por encima del agua y no hubiera tenido nunca la fuerza de subirme a él sin la ayuda del aduanero.

—Es usted un alocado; de no haber estado yo aquí se hubieran ustedes ahogado los dos.

Me llevaron junto con el siniestrado, que era un marinero inglés que se llamaba Pearson, a una taberna que olía a tabaco y a otras cosas. Los leones de Hoppenmarkt estaban allí celebrando la Nochebuena (los leones de Hoppenmarkt son los hombres que llevan las cestas de las pescaderas al mercado). Nos envolvieron en mantas de lana y nos entonaron con grogs. Yo reaccioné muy pronto, sobreponiéndome a la sacudida del agua fría; la ex víctima volvió en sí gracias a aquella segunda carga de alcohol.

Cosa singular. En todos mis salvamentos casi me he asustado más que el mismo que se ahogaba. Mi cuerpo tiembla cuando salto en socorro de un ser viviente. Por eso me ha sido siempre desagradable bañarme al aire libre, pues esto me recuerda la impresión de mis salvamentos. La natación es para mí como un guiso del que se ha comido con exceso. Una vez dentro del agua, menos mal. Pero si me ocurre chocar contra un objeto que flota, siento un estremecimiento que me sacude como al contacto de un cadáver.

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Esa historia de Navidad fue publicada en todos los periódicos: «Honor al hombre valiente, etc...» Se decía que ya había salvado la vida a cinco hombres y que no se me había dado la medalla. Además, uno de los cinco salvados era persona conocida. Pero el comisario de policía buscaba siempre testigos y yo me negaba con testarudez a presentarlos.

Al Hamburger-FrEmden-Blatt debo mi entrada en la Marina activa, pues al cabo de algunos días, mientras hacía un período de ejercicios en Kiel, como oficial de la Reserva, el príncipe Enrique de Prusia oyó hablar de mi. Se me preguntó oficialmente si tenía ganas de hacer mi carrera en la Marina de Guerra. Respondí que era mi deseo más ardiente. Mi temor consistía en tener demasiados años. Se me contestó que esto no era de mi incumbencia. El 3 de febrero de 1912, un telegrama me decía: «Se invita al conde de Luckner a que pase a la Armada activa.» ¡Qué dicha; cuán bello es el mundo!

Fue preciso trabajar de firme. Debía hacer en poco tiempo lo que los cadetes y los aspirantes aprenden en tres años y medio. Después del curso de infantería vino el de torpedos. ¡Qué técnica tan enorme! ¡Qué perfección de mecanismo! El regulador de inmersión, el aire caliente y todo lo demás. Cada torpedo tiene quinientos remaches. Era preciso conocer el nombre de todas las partes y saber montarlas por sí mismo. «Jamás llegarás a ello —pensaba yo—; vas a encontrarte en el mismo caso que cuando estudiabas el tercer curso.»

El capitán Kirchner se interesó por mí y me ayudó con todas sus fuerzas. Había también allí como profesor el capitán-teniente Pochhammer, cuyo padre daba al mismo tiempo conferencias sobre Dante. Asistí allí con celo. ¿Qué sabía yo de Dante en tiempos pasados? Ahora tampoco comprendía gran cosa; pero sentía cierta inclinación por Beatriz, aquella singular señorita. Mis estudios literarios hicieron buena impresión, cerraron los ojos sobre algunos puntos débiles y me examiné.

Mi tiempo de prueba en los ejercicios de tiro de cañón fue asimismo coronado por el éxito. Tuve que aprender mucho en la Escuela de Artillería Naval de Sonderburgo; cañones pesados, ligeros, medianos, aparatos hidráulicos y eléctricos. ¡Cuánta ciencia, cuánta ciencia! Me abalancé sobre todo aquel maremágnum como sobre un plato de guisantes, diciéndome: «Puesto que sé tirar contra un conejo, ¿por qué no he de saber disparar un cañón?»

Mis relaciones con mis camaradas y profesores eran amigables, exceptuando con algunos envidiosos. No he sido jamás de los que han estudiado con facilidad y mi suerte, después de tantos obstáculos, parecía inexplicable a muchos. Un capitán de corbeta juzgó oportuno expresar un día su sentimiento de porqué la Marina sirviera de refugio a los

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expulsados de la casa paterna. Hacía sesenta años que nadie había entrado en aquel Cuerpo por el camino que yo.

Había sido admitido a todos los cursos en virtud de una carta imperial, porque, según el reglamento, los oficiales de la Reserva no podían en general pasar al servicio activo. Ya oficial, seguía cursos de aspirante y recibía, además, trescientos marcos mensuales de suplemento de sueldo a cargo de la caja particular de Su Majestad.

Mi primer buque fue el Preussen; el segundo comandante, que era el capitán de corbeta von Bülow, me prodigó sus consejos e hice bajo su dirección rápidos progresos. En poco tiempo aprendí a trazar los planos de todas las maniobras. Lo esencial es la firme voluntad de aprender. La crítica no sirve para nada. En aquel momento lo comprendí, como también, más tarde, a bordo de mi Seeadler.

Terminado mi año de prueba, mis notas fueron al Gabinete. Recibí a su devolución la agradable noticia de que mi antigüedad había sido aumentada graciosamente en tres años y que el Emperador se había dignado añadir: «Si las notas ulteriores de este oficial continúan siendo buenas, me reservo aumentar todavía sus anualidades.»

Heme ya, al fin, oficial de la Marina activa y gozando de cierta independencia. Ya no tenía armador que pudiera un día echarme a la calle. Se había acabado el tiempo de comer de la olla común. La «sociedad» no era ya un ideal inaccesible. Me hice rápidamente a las costumbres de mi nuevo papel. Intervine en las regatas de Kiel y obtuve más de un premio. Sin embargo, a medida que me habituaba a mi nueva vida, la nostalgia del pasado renacía en mí. Desde mi examen de piloto no había puesto el pie sobre un barco de vela. Pero el amor antiguo que sentía por ellos no me abandonaba. Fue durante mi primera recaída a bordo del Preussen cuando esculpí, durante mis instantes de libertad, un modelo completo de barco de vela.

Ascendí a oficial de guardia. Es el puesto más importante para un joven oficial y le da por unos instantes la responsabilidad del buque. Tuve al principio algunas dificultades con personas que no me perdonaban mi suerte y que consideraban mis esfuerzos sin benevolencia. Por fin mi nombramiento de primer teniente llegó y me permitió un breve permiso. Tomé, como de costumbre, el tren de Hamburgo.

Un día, encontrándome con un amigo que dirigía una casa armadora, le dije:

—Tendría gran placer en volver a bordo de un velero. Atravesando hoy el puerto he sentido toda la fuerza del apego que nos une a esos buques. Pienso en las veladas del domingo a bordo, en las notas del acordeón cuando el sol se pone y echo de menos esas horas deliciosas.

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—Estás loco —me dijo—; el destino del hombre es subir. Se puede pensar con gusto en las pruebas pasadas, pero no he visto jamás que un ingeniero desee volver a la bigornia.

Accedió, sin embargo, a ayudarme para que realizara mi deseo. Cuando un velero llega al puerto después de la descarga, muchas

veces se licencia a la tripulación. Una vez cargado de nuevo, se reclutan otros marineros. Los alistamientos se hacen uno por uno, y únicamente cuando la tripulación está completa se la lleva a la oficina de la Marina para su enganche definitivo. Mi amigo me dio. pues, un billete de enganche para el velero Hannah, y fui a comprarme un pantalón y una camisa de trabajo, una colchoneta y una manta. Hice llevar lo demás a bordo. Habiendo tomado mi equipo, completado con una blusa azul y blanca y una gorra, lo llevé todo al hotel, lo metí en una maleta y subí a un coche de punto: «Cochero, al Puente de las Rosas, cerca del Baumwall» Durante el trayecto me quito el uniforme, me pongo el traje de faena y meto el uniforme en la maleta.

Cuando bajo del coche, pasmo indecible del cochero: —¿Qué significa esto? ¿Es usted el oficial de Marina que ha subido en

el Hotel Atlantic? —Sí. —¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué va usted a hacer? ¡Tan joven y quiere

ahogarse! ¡No haga usted eso! ¿Por qué ha cambiado usted de traje? De fijo quiere usted echarse al agua.

Le expliqué, para calmarle, que tenía una comisión; pero no se dejó convencer.

—No, no; usted quiere suicidarse. Dígame usted lo que tiene; es una tontería matarse siendo tan joven.

Le encargué que volviera a llevar mi maleta al hotel y le pagué doble la carrera.

—¿Y no volverá usted jamás? —Vaya si volveré. Acabé por decirle confidencialmente que debía hacer una información

secreta y que para eso necesitaba tal disfraz. Me preguntó si debía creerme. —Está claro. Aflojando la brida al caballo, partió, y volvióse todavía una vez hacia

mí, diciendo: —Supongo que no hará eso, ¿verdad? Me ensucié las manos, procurando que el polvo penetrara bien en los

poros. Volví a tomar el paso especial de los marinos y descubrí, con placer, que todavía sabía escupir. Una vez encendida la pipa, me hice

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conducir en barca a bordo del velero. Me presenté al segundo, con las manos en los bolsillos. «Buenos días», y le enseñé mi documento de enganche. Me preguntó dónde había navegado, cuánto tiempo, y lo demás.

—¿Cuándo terminó su último embarque? —Hace tres semanas. —Pues bien, Filax Lüdicke, ven en seguida y empieza el trabajo. —No, todavía no ha llegado mi equipaje y no hay más que tres

hombres a bordo. —Eso no importa. —¿Y si yo no hubiera venido? —Otros hubieran venido en tu lugar. —No, esta mañana no trabajo. Quedamos así. En lugar de trabajar, me paseé por cubierta, donde

estaba ya el cocinero, ancho de hombros y con una barba roja. Me preguntó:

—¿Cuál ha sido tu último barco? —y añadió—: Es el segundo viaje que hago en éste; es un buen barco y tenemos un buen capitán.

Una especie de Nauke diminuto estaba lavando los platos, y pensé: «Es tan torpe como lo has sido tú.»

Entro en el rancho de proa: un Hein y un Juan están sentados sobre su cofre, fumando su pipa. Ambos se las han arreglado para no trabajar. Deseando ver si adivinan algo, empiezo a hablar con ellos. Hein me pregunta mi nombre:

—Filax. —¿Has estado mucho tiempo en tierra? —¿Por qué? —Tienes el aspecto muy elegante; llevas el pelo bien cortado y estás

recién afeitado. ¿De qué barco vienes? —Del Persimon. (Acababa de ver este barco en el puerto.) —No me gusta el tal barco. En la Laeisz se come poco. ¿Eres casado? —No. —Yo, sí. Mi mujer se hubiera podido casar ya tres veces; pero no

encontraba hombre que le gustara. Ahora, según dice, está muy contenta porque soy un hombre de veras.

—¿Qué oficio tiene? —Planchadora. Y conoce bien su oficio. Tiene gran cuidado conmigo

y es dichosa. Voy a decirte una cosa. Es ella la que cada tarde me trae la comida. Es una muchacha elegante.

—Me alegro de que venga a bordo —dije. Mientras estábamos hablando, el segundo compareció:

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—Largaos de aquí. Filax va a arreglar su ropa y vosotros, a trabajar. —No —dije yo—. Me ha dicho usted que no trabajaría hasta la tarde

—pensaba que era bueno darse alguna importancia, porque esto en un marino indica que tiene cierta inteligencia.

El capitán llega a bordo y pregunta al segundo: —¿Cuántos hombres tenemos? —Los que le dije ayer. —¿De qué especie son? —Hoy ha venido uno que ha navegado mucho, pero es terriblemente

testarudo. —Hágalo usted venir. El pequeño grumete vino a decirme que pasara a popa. —Buenos dias, capitán. —Buenos días. ¿Cuándo ha llegado usted a bordo? —A las diez de la mañana. —¿Cuánto tiempo hace que navega? —Quince años. —Dígame, ¿sabe usted coser las velas? —Sí. —No tenemos tiempo de hacerlas coser en tierra y será preciso

hacerlo en el mar. —Lo haré. —¿Tiene usted la ropa a bordo? —No; ni siquiera tengo la colchoneta. —Bueno, empezará a trabajar en seguida. ¡Qué placer comer de nuevo un caldo de judías en el rancho de proa,

inclinado sobre un plato de estaño! Una vez terminada la comida, me tiendo en mi litera, preguntando:

—¿No tenéis por aquí un acordeón? —Sí, Hein tiene uno. —¿Sales esta noche, Hein? —No; no tengo un céntimo. —Bien, toca un poco. Te pagaré una caja de cerveza. He ahí por qué a la noche hay gran fiesta en el barco. La música del

acordeón no cesa y la barca de motor llega cargada de cajas de cerveza. Suben una a bordo. A las seis y media llega la planchadora. Es una guapa muchacha, algo picada de viruelas, con un moño muy flying jib6. Es agradable y parece que quiere mucho a su Hein. Ha traído un buen guisado en una gamella. He aquí lo que te gusta, muchacho.

6 Foque flotante.

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Y mientras estábamos sentados hablando y se ponía el sol detrás del horizonte, Hein saca una especie de neceser y se pone a tatuarle el brazo. Un gran corazón, de donde sale una inmensa llama. Antes de escribir el nombre dentro, hace una pausa, pues ella se mordía los labios para no gritar: «¡Buena muchacha, todo lo soporta y es fiel como el oro!» (El pajarito no me parecía, sin embargo, tan fiel como él decía.) Habían forjado muchos proyectos; querían ir a buscar oro a Australia.

Me sentía dichoso y a mis anchas como pez en el agua. Los días siguientes fueron igualmente deliciosos. Mis relaciones con el segundo no eran excelentes. Yo le parecía poco dócil y pasaba el tiempo fastidiándome. Por otra parte, mi deseo no consistía en hacerme amigo del segundo, sino en saborear de nuevo la vida del marino. Hablaba de cuando en cuando con el capitán. El tercer día, mi amigo el armador vino a buscarme en canoa automóvil. Viéndole llegar, gritéle:

—No me traiciones. —¿Cuándo vienes a tierra? —A las siete. Nos encontraremos en el Comercial Room. El segundo y el capitán no habían notado nuestra conversación. —Buenos días, señor director. —Buenos días, capitán. ¿Qué hay de nuevo? ¿Avanza la carga?

¿Cuántos hombres tiene usted ya? —Cinco, con el segundo. Paseaban juntos. —Capitán, le invito a usted esta noche a comer. ¿Quiere usted estar a

las ocho en el Hotel de Inglaterra? —Ciertamente, señor director. Al marcharse el armador me las arreglé para pedirle que llevara al

capitán al Atlantic. Llego al hotel vestido de marinero. La gente me mira de arriba bajo. Me meto en mi cuarto. El gerente, que me había reconocido, me guiña el ojo. Me pongo el uniforme y espero paseándome que sean cerca de las ocho y media. El hotel posee un magnífico vestíbulo con mesitas redondas cargadas de flores. A mi vuelta, el capitán estaba ya allí. Su aspecto es algo torpe. El armador nos presenta: «El capitán Erdmann, del Hannah; el conde de Luckner.» Nos sentamos en torno de una botella de champaña.

Erdmann me mira de cuando en cuando y tamborilea en la copa con los dedos; se lee en su rostro que encuentra un parecido raro, pero que no se atreve a anunciar. Aprovechando un instante en que yo salí, pregunta al armador:

—¿Cómo debo llamarlo? ¡Porque es a la vez teniente y conde! —¡Oh! —dice el armador—, se le da siempre el título de conde.

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—Me daban ganas de hablar mirándole; se parece de tal modo a uno de mis marineros, que hubiera jurado que era su hermano. No he visto jamás una semejanza tan grande.

Continuamos comiendo y él mirándome; pero siempre sin atreverse a decir nada.

Por fin, viendo yo que estaba de buen humor, le pregunté: —¿Me reconoce usted? —¿Qué, qué pasa? Parecía dispuesto a saltar. Añadí: —Me parecía que me reconocía usted. —¿Quiere usted decir que nos hemos visto ya? —Claro. Las palabras parecían dispuestas a salir de los labios; pero puedo

contenerlas. —A fe mía, señor conde, me parece que le conozco, pero ¿dónde nos

hemos visto? Continuaba turbado y procurando no decir lo que le parecía que era

evidente. Había metido, como se dice, las dos patas en la artesa. Acabé por decir:

—¿Conoce usted a Filax? —Diablo, ¿es usted verdaderamente? —Pero, capitán... —dijo el director. —¡Ah!, señor director; se me escapó. Yo confirmé que era Filax. —Verdad que sí; pero ¿cómo ha venido usted a bordo, usted, un

oficial de Marina? Le conté mi carrera. Las lagrimas se escapaban de sus ojos —Pago una botella, estoy encantado; pero maldito si le entiendo. Sin

embargo, me he portado bien con usted, ¿verdad? El segundo había dicho que yo era testarudo, y el capitán añade:

«¡Bah! ¡El segundo!...» El entusiasmo del buen hombre era tal, que nos invito a San Pauli.

Tuve también que prometerle que iría otra vez a verle a bordo de su buque. A toda vela nos fuimos a San Pauli. ¡Qué noche pasamos! Repetía: «Nadie me creerá cuando cuente esto a mis marineros y a mis oficiales. Nunca hubiera imaginado que un conde pudiera ser tan campechano.» El capitán cogió aquella noche una borrachera tremenda. Como no pude, desgraciadamente, volver a bordo de su buque, quise enviarle por lo menos mi fotografía con las gracias por los tres buenos días que pasé junto a él.

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Hay en Hamburgo un hospicio para los pobres marinos ancianos, cuya manutención paga el Estado. Se lee en la entrada: «Socorred por el amor de Dios a los viejos navegantes.» Muy a menudo les he visitado. Alguno ha pasado en el mar más de cincuenta años. Tienen los cuerpos huesudos, los rostros atezados y rodeados por una barba corrida. Cada uno posee un cuartito semejante a un camarote, con un petate y las paredes tapizadas de recuerdos. En el refectorio se reúnen en torno a una gran mesa. Cuando se les visita, salen uno en pos de otro de sus camarotes, con la pipa en la boca desdentada. Gustan de escuchar vuestros relatos de marino joven. Yo les llevaba un poco de tabaco. Ellos me preguntaban: «Y bien, Filax, ¿qué hay de nuevo?» Su gran motivo de queja es que se les había elevated que les impedía ver entrar y salir los buques de vela. Por otra parte, las novedades les son desagradables y lo les interesa. Su modo de zurcir los calcetines es particular. Empiezan por meter dentro una botella a guisa de huevo y zurcen en seguida cuidadosamente, reproduciendo las mallas de manera que el zurcido no se conozca. Otro pinta navíos en una tela de lona, con un cielo o bien muy azul o bien negro del todo. Esos viejos no poseen en el mundo más que su caja de marino que les acompañó antaño en sus viajes. De tiempo en tiempo, cada seis meses, reciben una carta de un camarada mas joven que ellos. Empiezan por leerla en común y luego la vuelven a leer aparte, y los recuerdos desfilan. «¿Te acuerdas, viejo, del día que nos encontramos en Buenos Aires? Y ¿te acuerdas también de que estabas ebrio por completo?»

Un día invité a los viejos a dar conmigo un paseo en barca por el puerto. ¡Qué entusiasmo! Bajan todos a la barquilla y partimos. «No tan aprisa. Queremos ver antes un poco ese buque. ¡Dios mío, qué hermoso es! ¡Ah, mira este que viene! ¡Este sí que tiene un aparejo como es debido!» Se admira, se critica. Llegamos cerca de un viejo velero: «¡Anda! Hace tiempo, en Río de Janeiro, anclamos cerca suyo. ¡Ah, si solamente pudiéramos dar un paseo en un barco parecido!»

Pero no he vuelto a ver al viejo Pedder. Cuando volví por primera vez a Hamburgo fui de buenas a primeras a la casa del Brauerknechtsgraben. Se leía en la puerta como antes: «Peter Brümmer»; pero cuando hube llamado me abrió una anciana mujer muy encorvada, que contestó:

—Pedder murió. Y añadió: —¿Es usted su amigo, aquel a quien condujo al mar? Ha pensado a

menudo en usted, y muchas veces ha preguntado: «¿Dónde estará ahora ese muchacho?» Si, hace ya tres años que murió Pedder.

—¿Dónde está enterrado? —En Ohlsdorp.

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Fue, pues, al cementerio donde fui a visitarle. La tumba estaba sin ningún adorno. En una antigua tienda de hierros viejos compré un áncora de hierro sobre la cual hice poner una placa de latón, que decía estas palabras: «No te he olvidado. Tu muchacho.»

En mi último regreso a Hamburgo, después de la firma de la paz que ha despojado al Elba alemán de sus buques, he encontrado a mis viejos marinos más abatidos que nunca. «Ahora que no tenemos ya barcos, nadie piensa en nosotros. ¡Si pudiéramos siquiera fumar una pipa!» Les he enviado un quintal de tabaco, y mis amigos no se lo hicieron decir dos veces para fumar cuanto podían. Sería mala señal para la juventud alemana que olvidara a los viejos que contribuyeron a hacer de nuestra marina la primera del mundo después de la inglesa. Ese tiempo de orgullo está aún tan reciente, que parece imposible el aniquilamiento de nuestros sueños. Trabajar en el mar en favor de Alemania es todavía hoy un honor, y espero que la más alta ambición de más de un hijo de mi país consistirá en navegar bajo el pabellón alemán de Guerra o de Comercio. He ahí por qué os ruego que en medio de nuestra miseria presente no olvidéis a los más míseros de nosotros, los que no tienen porvenir. Vuestros beneficios encontrarán corazones reconocidos, pues los marinos, a pesar de su duro oficio, son hombres de tierno corazón. El mar conserva en ellos un rincón de eterna juventud.

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Filax era mi nombre en el

Cesarea, un buque en el que fui marino y cocinero.

Esta foto fue tomada cuando me enfrenté a Lipstulian, luchador

profesional en Hamburgo

La tripulación del Cesarea: yo, Filax, soy el segundo por la derecha

(marcado con una X). Como tripulante de este velero sufrí toda suerte de aventuras: fui accidentalmente cocinero a bordo, estuve preso en una

cárcel de Chile, pasamos media hora en el centro de un ciclón, me rompí una pierna en medio de una tempestad y, finalmente, naufragamos.

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Destacado como oficial del Panther en la colonia del Camerún, con

algunos compañeros de gustos similares al mío nos dedicábamos a la caza del elefante.

El tres palos Pass of Balmaha que sería transformado en el Seeadler, buque corsario a mi mando. A la izquierda lo vemos en los docks de

Puerto Rico al emprender el viaje a Arkangel bajo bandera americana. Capturado por los ingleses fue enviado a Kirkwall. Un submarino alemán lo detuvo durante este viaje, como vemos en la fotografía de la derecha, y

lo condujo a Kuxhaven.

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El buque corsario alemán Seeadler (Pass of Balmaha) dispuesto para la

guerra de corso. Equipado con un motor de mil caballos, víveres para dos años, lugar para una doble tripulación y 400 prisioneros; fue armado con

dos viejos cañones. Salió de Alemania el 21 de diciembre de 1916 con todo su velamen

desplegado, rumbo a lo desconocido.

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Con el cargamento de madera estibado sobre la cubierta del Seeadler y ya

la tripulación «noruego-alemana» completada, se espera la orden de partida.

La doble tripulación del Seeadler que habla noruego. Para despistar a los ingleses que bloqueaban las costas alemanas, a cada uno se le asignó un

nombre, domicilio y supuestos familiares noruegos.

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El capitán noruego y su esposa (el comandante Luckner y un marinero disfrazado de mujer) momentos antes de la visita de inspección que los oficiales del crucero inglés Avenge efectuaron a bordo del Seeadler. Es costumbre noruega que el capitán lleve a su mujer con él, por eso habíamos comprado trajes femeninos y una peluca rubia; un marinero de dieciocho años se disfrazaba de mujer a la perfección. El único defecto eran los zapatos pues tenía los pies muy grandes, pero la falda larga los disimulaba. Sin embargo logramos engañar a los oficiales del crucero inglés

A los oficiales del crucero inglés Avenge, que revisaron nuestro buque, no

les quedó ninguna duda de que éramos noruegos. Los documentos, los instrumentos de navegación, el libro de a bordo, la tripulación, el dinero,

los cuadros, etc., todo indicaba que nuestro Seeadler era el Irma, que transportaba madera con destino al gobieron inglés de Australia.

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El día de Navidad de 1916, ya en mar libre y lejos de los cruceros

ingleses que vigilan la línea de bloqueo, los sesenta y cuatro hombres del Seeadlker, que el día anterior era todavía el Irma, posamos ante el

fotógrafo con nuestros uniformes de la marina alemana.

Nuestra primera captura: el buque a vapor Gladys Royal, que

transportaba 5.000 toneladas de carbón de Cardiff a Buenos Aires

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CAPITULO VII

Oficial del Panther en la colonia del Camerún

La caza del elefante y del búfalo. Un reyezuelo. Protestantismo y catolicismo. Notas de color. ¡La guerra!

En 1913 pasé al Braunschweig, luego al Kaiser, acorazado que ostentaba el guión de mando de Su Majestad, el primero de nuestra más reciente serie de buques de línea. A bordo suyo es donde tomé parte en el maravilloso viaje a Noruega, donde se inauguró el monumento de Frithjof, presente del Emperador a los noruegos.

Pasando en seguida, como ya he contado, al Panther, que formaba parte de la flotilla del África Occidental, conocí aquella magnífica colonia alemana del Camerún y sus riquezas.

Con algunos compañeros del Panther, de gustos parecidos a los míos, fui a la caza del elefante y del búfalo. No era la cosa muy sencilla, porque nuestro comandante se oponía a ello, ya que le repugnaba, a lo que decía, arriesgar inútilmente la vida de sus oficiales. Era preciso encontrar un pretexto para bajar a tierra y pasar nuestras carabinas de contrabando.

Remontamos el río en una canoa larga de 35 metros, tripulada por doce o quince negros, a la velocidad de siete u ocho millas por hora. El camino por agua es el único practicable a través del bosque virgen que se levanta como una pared en ambas orillas. Una noche completa reina a la sombra de los árboles gigantes y todo parece elevarse hacia la luz. La liana, enlazándose a los enormes troncos, sube, ahogándoles. En el momento en que llega a la luz del día, el árbol se desploma con ella; el espacio libre es cubierto en seguida por los vecinos. La liana reanuda su obra y los troncos se amontonan en la sombra húmeda, dando al suelo del bosque virgen el alimento necesario para nuevas plantas. La vida se detiene en esa noche; sólo los gusanos y los insectos penetran allí. Pero en las coronas de los árboles gigantescos anidan pájaros innumerables y los monos saltan y brincan de rama en rama a lo largo de los ríos.

Después de dieciocho horas de viaje, llegamos a Móndame. Nuestro botín consistía en un solo cocodrilo, además de varios monos y algunos halcones. La carne de mono la aprecian mucho los negros; pero nosotros no nos atrevimos a comerla, aun cuando el mono, una vez despellejado, más se parece a un perro que a un hombre.

En Móndame, donde se nos esperaba, los negros corrían gritando: «Massa, Massa, plenty elephant» En esa ocasión mi amigo Breyer y yo nos comportamos de un modo muy poco deportivo, pues la caza del elefante no es lo que se podría imaginar.

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En sandalias, para hacer menos ruido, partimos separadamente cada cual con un negro por guía. Oíamos cerca de nosotros los elefantes que habían entrado en la plantación, pero no podíamos verlos. Un negro repetía: «Massa, elephant, look, massa, elephant» Pero cuando no se ha visto jamás, es muy difícil distinguir el pequeño trozo de muralla gris que luce a través de la hojarasca. Eso se parece a todo menos a un elefante. En fin, el animal, que estaba a veinte pasos de mí, se pone en movimiento. Mi emoción era tal, que el sudor corría a lo largo del cañón de mi fusil. Atravesé con mi guía dos hileras de bananeros, pero sin acercarme al animal, que continuaba andando. Al encontrar un hormiguero de termites, salté encima. Desde ese sitio descubría un espacio bastante grande. Me parecía ver avestruces; eran las trompas de los elefantes que cogían bananas. Al volverme, vi salir de un matorral un coloso seguido de otro. Apunto; en el último momento se me ocurre que debo tirar al nacimiento de la trompa. Tiro, el gigante da una vuelta sobre sí mismo y estalla un furioso barrito. A derecha e izquierda se desencadena una cabalgata que me deja en seguida atrás. No se puede imaginar la rapidez y agilidad de esas masas de cuatro metros de altura. Me costó mucho trabajo no caer de mi colina, y cometí entonces la falta, imperdonable para un cazador, de perder de vista la pieza a la que había tirado.

Por fortuna, los negros seguían la pista y acabaron por encontrar al elefante desplomado con los colmillos profundamente hundidos en tierra. Fue preciso enviarle muchas balas para matarle. Una hora después muchos centenares de negros estaban allí llamados por el tambor de guerra, para quedarse con la carne. Un jefe paga fácilmente ochocientos marcos por un elefante, que luego lo vuelve a vender en seguida a sus súbditos.

Los indígenas, que no tienen derecho a poseer armas de fuego, cazan los elefantes lejos de los sembrados, haciendo gran ruido, o bien se deslizan detrás de ellos para cortarles los tendones de las piernas. La bestia se inmoviliza y entonces la atraviesan con azagayas hasta que muere. Cada pueblo posee un tambor de guerra. Esa señal de tres notas transmite las noticias con una rapidez fabulosa. Apenas se ha matado un elefante, cuando ya los habitantes de la costa saben el acontecimiento.

Nadie que haya viajado por el Camerún ha dejado de visitar al famoso rey de Bamum, Joja; este jefe, uno de los más inteligentes de África, ha inventado para su Estado una escritura especial. Gran admirador de Alemania, ha legado su trono de madera esculpida a un museo alemán.

El ferrocarril de Banaberi, hacia el Norte, nos condujo al territorio de Bamum; Joja, avisado ya de la llegada de oficiales blancos por el tambor

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de guerra, vino a nuestro encuentro con su Estado Mayor. El largo séquito bajaba por la colina, precedido de bueyes y cabras, que servían para patentizar la riqueza del régulo. A nuestra llegada, Joja bajó de su litera, que era una especie de hamaca colgada de una pértiga que llevaban dos negros. De alta estatura, vestido con uniforme rojo de húsar, tocado con un casco de coracero, llevaba al flanco un sable formidable. Ostentaba también una condecoración donde se cruzaban dos espadas bajo una corona, y sus piernas negras estaban completamente desnudas. Su orgullo aumentó al ver nuestra admiración. Nos dio la bienvenida con algunas palabras en pidjin mezclado con palabras indígenas. Luego pasamos en revista a sus jefes, con las piernas igualmente desnudas, y sus guerreros de cuerpos musculosos, casi todos de la misma estatura, que ostentaban escudos de cuero y cuatro chuzos en la mano. Conducidos por el rey, llegamos a su capital de Bamum, gigantesco poblado negro lleno de ruidos de tambores de guerra y aclamaciones de un pueblo entusiasta.

Joja nos hizo entrar en su palacio, situado en el centro de un gran patio rodeado de una enorme pared de arcilla. Esculturas de todos los colores adornaban la fachada. En la gran sala llena de esterillas nos mostró, con orgullo, las cabezas ahumadas de sus enemigos y de los enemigos de sus abuelos, y una gran copa de marfil adornada con los maxilares de sus victimas. Por todas partes había cachivaches de tierra cocida; en un rincón de la sala se levantaba una especie de chimenea que tenía a guisa de ornamento la tapadera de un bote de conservas representando una gallina poniendo.

Nos regaló con vino de palmas y con jugo de distintas frutas: ananás, mangos, naranjas, papayas, todo esto mezclado con vino de palmas y, por lo demás, excelente. Joja no estaba tranquilo del todo. Era visible que deseaba mostrarnos una nueva prueba de su poder. Constantemente llegaban oficiales que le traían noticias y recibían sus órdenes al volver a partir.

Al cabo de un cuarto de hora, Joja, levantándose, nos llevó a un gran patio de tierra apisonada que en el centro tenía el árbol de los oradores. Majestuosamente, se dirige luego hacia otro árbol. Una escalera conduce a una especie de nicho abierto en el tronco. Allí se encuentra el tambor de guerra, que únicamente el rey tiene derecho a tocar. Sordos redobles retiemblan bajo la mano del monarca. Entonces, por cuatro puertas bruscamente abiertas acuden tres mil guerreros. En un instante se alinean en la plaza, magníficos, de igual estatura, con su jefe a la cabeza, vestidos con pieles rojas de panteras y crines de búfalos en las rodillas y armados de enormes azagayas con puntas de bronce. Todos permanecen inmóviles. Por fin, Joja hace una señal y resuena el grito de guerra:

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«¡Oho, ho, owahu, ua!» Empieza el simulacro. Los grandes escudos de piel de búfalo se entrechocan.

¿Cómo diantre todos esos atletas son de la misma talla? Los jefes parece que se dedican a seleccionar a los guerreros y que les casan con las esposas que les convienen. La raza debe permanecer intacta. Todos los lisiados que vienen al mundo son inmediatamente sacrificados.

Después de la danza guerrera viene el lanzamiento de las azagayas. La energía y la fuerza desplegadas en aquella ocasión me admiraron. La mayor parte de las armas alcanzaron el blanco, que era un escudo ancho de un metro y medio y alto de dos. Luego entraron las bailarinas, que bailaron tan pronto solas, tan pronto acompañadas por los guerreros. Durante las horas de la tarde, el rey hizo traer de nuevo vino de palmas, lo cual llevó al colmo la alegría general.

Se nos ofreció también el espectáculo de una caza de búfalos. No puede realizarse sino cuando la hierba madura y seca es tan alta que no sea posible distinguir caballo ni jinete. Las huellas permiten determinar el sitio donde están los búfalos. Se le rodea de una banda de terreno despojada de hierbas para detener el incendio y después se prende fuego. El búfalo, arrojado de su escondrijo, empieza por poner a sus hembras en seguridad y luego se abalanza contra los negros, que esperan cubiertos con sus escudos de cuero. Le lanzan sus azagayas al cuerpo y luego se echan a tierra de espaldas al suelo, bajo los escudos. El búfalo vacila. Apenas se ha vuelto, los negros tornan a estar de pie y le envían una segunda descarga de azagayas. Loco de rabia, quiere cargar. El sudor corre por su piel. No puede avanzar ni retroceder. Los negros acuden para rematarlo, lanzando alaridos de victoria.

El Gobierno obliga a los jefes a poner a su disposición cierto número de obreros para arreglar los caminos, etc. El jefe recibe en cambio la suma de los salarios que distribuye a los obreros, efectuando cierta merma. La educación es muy severa. Cada hombre de la tribu, cuando llega a la edad adulta, debe ser capaz de soportar doce pruebas distintas. Se preparan desde niños. Se les puede pedir que lancen 150 azagayas seguidas, nadar, correr, remar durante cierta distancia, disparar el arco, esculpir un objeto cualquiera, resistir a ciertos sufrimientos. El entrenamiento, que empieza a los ocho o diez años, hace de ellos maravillosos atletas.

Les hablé de asuntos religiosos. El misionero protestante les dice que se figuren un Dios único; son incapaces de ello. Luego el misionero católico llega; edifica un pequeño tabernáculo adornado de estatuas y de dorados. La Virgen María está sentada en el centro con el Niño Jesús. Los Magos de Oriente llegan por la derecha. A los negros les encanta

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encontrar un negro en el altar. Ven a los reyes arrodillados delante de la cuna y al sacerdote mismo arrodillado delante del Niño Jesús, y piensan: «El verdadero Dios es éste; es más rico que el del misionero protestante.»

Joja es escéptico por lo que hace a la doctrina cristiana. Me preguntó si nuestro Dios era blanco o negro: «¿Un blanco? ¡Pero Él hizo negros también! Si todos hemos sido creados a la imagen de Dios, ¿por qué no somos todos blancos?» Me preguntó cuándo había nacido el Niño Jesús. «¿Hace mil novecientos catorce años? Y ¿cuándo descubrieron ustedes América? ¿Por qué no les dijo Jesús que fueran también allí para anunciar su Evangelio?»

Durante mi estancia en el Camerún vi llegar la división que daba la vuelta al mundo: Kaiser, Koenig Albert y Strasburg. Los jefes del interior habían sido invitados a ir a Duala para asistir a la entrada de aquellos buques magníficos. Llegaron precedidos de centenares de bueyes y de cabras para atestiguar su riqueza. Se dio una fiesta en honor suyo. Se hizo girar las torres; preguntaron si los cañones podían tirar por encima de la montaña del Camerún: «Sí.» Su admiración era ya grande, pero el champaña la hizo sin límites. Vueltos al interior, hablaron con entusiasmo de los barcos del Emperador. Pero los haussa, que son una especie de judíos negros, hicieron circular por cuenta de los ingleses la noticia de que Alemania había pedido prestados esos buques a Inglaterra.

Llegó para nuestro buque el tiempo de pasar al dique; es la regla, cada tres años, para todos los cañoneros de lejanas estaciones. Hasta entonces acostumbrábamos carenar en el Cabo; pero apenas era un poco más lejos regresar a Alemania, y el Panther recibió orden de partir para el Norte. A regañadientes abandonamos aquel rincón de la Alemania negra, que nadie de entre nosotros debía volver a ver a la sombra del pabellón alemán.

Llegamos el 6 de mayo al arsenal de Dantzig; estábamos dispuestos a salir cuando llegó un telegrama que decía: «No partáis.» Permanecimos allí, y estalló la guerra.

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CAPÍTULO VIII

Oficial artillero en la batalla de Skagerrak

Movilización. Me hago operar para salir del Panther. Al mando de una torrecilla del Kronprinz. La batalla naval de Skagerrak.

El 2 de agosto, movilización. ¡Qué entusiasmo en la Marina! Sin embargo, al principio, nuestra decepción fue grande al no poder esperar ningún adversario digno de nosotros, pues habíamos prometido a los ingleses no combatir a los franceses en la Mancha. «El Ejército es quien se lo queda todo», decíamos. Pero, ¡qué maravilloso espectáculo en Kiel cuando la tercera escuadra dejó su fondeadero! La víspera, el primer navío, el Kaiserin, había atravesado el canal de Kiel ensanchado. El entusiasmo reinaba a bordo de los grandes navíos; pero en el Panther nos sentíamos bastante deprimidos. Con nuestros dos cañones y nuestro casco de madera, ¿qué podríamos hacer? Se nos encargó al principio defender la línea de minas puesta cerca de Langeland. Era siempre una tarea y, además, esperábamos que los rusos atacarían a Kiel, lo cual animaría el juego.

Tuvimos que defender luego a Aroe, en el pequeño Belt, en la frontera del Schleswig. Dábamos vueltas en torno de la isla, tres veces por la mañana y tres por la tarde; un verdadero tiovivo. Entré finalmente en contacto con el doctor. Era imposible curar mi enfermedad, que consistía en un vivo deseo de pasar a un gran navío; pero tomé informes acerca de las partes del cuerpo superfluas y mi elección se fijó en el apéndice. Los síntomas de la apendicitis se declararon y el doctor me envió a Kiel para la operación. En el hospital, el cirujano vino a pulsarme y encontró la sensibilidad donde era necesaria y se me operó dos días después. Un largo permiso de convalecencia me borró de la lista de los cuadros del Panther; habíame desembarazado del barco al mismo tiempo que de mi apéndice. Entonces me enviaron al Kronprinz; mi deseo más ardiente quedaba cumplido.

Era el Kronprinz el más reciente de nuestros acorazados. ¡Qué espantoso trabajo se requiere para acostumbrar la tripulación nueva de un nuevo buque! Al salir del arsenal, el acorazado no es más que una materia prima; le falta todavía el elemento vital. Los ejercicios preparatorios duran ocho semanas. Al principio nadie, oficial o marinero, sabe lo que hacerse en medio de aquellos ochocientos compartimientos estancos. Es preciso que los mecánicos conozcan sus máquinas; los artilleros, sus cañones; otros, las granadas, las bombas, los torpedos. Después de

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estudiar todo esto anclado el buque, empiezan los ejercicios en marcha. Por fin, llega el momento de incorporarse a la escuadra. El acorazado es la unidad de combate más potente que existe. Su fuerza equivale a la de una ciudadela como Metz. Sus aparatos eléctricos desarrollan la potencia de la central de Kiel.

Durante dieciocho meses, la flota hizo ejercicios combinados, alarmas en el Jade, tiros de cañón y de torpedo y algunas veces se acercó a la costa inglesa. Esperábamos siempre que el enemigo, deseoso de un desquite, vendría a bombardear la costa alemana. Habíamos llamado bastante fuerte a su puerta para que contestara a nuestro desafío. Y siempre simulacros de alarma; cuántas veces, durante nuestras veladas, nos habíamos preguntado: «¿Cuándo dispararán? ¿Cuándo nos batiremos?» Nos habíamos ejercitado tan bien, durante meses y meses, que cada uno de nuestros marinos valía su peso en oro. Nuestros buques eran menos numerosos que los de la flota inglesa. El calibre de nuestros cañones de gran alcance eran, en su promedio, menores que el de los de aquella flota; pero éramos superiores por nuestros cañones medianos, por nuestros torpedos y nuestro sistema de compartimientos. La mayor velocidad de los ingleses había sido obtenida por el petróleo, es decir, a expensas de la seguridad. Nuestros pañoles de cinco metros de ancho reforzaban la protección de nuestros acorazados. La obra de Tirpitz era buena y pensábamos: «¿Cuándo vendrá el hombre genial que, sacando partido de la maravillosa moral de la flota, nos conducirá al enemigo?»

Para describir la batalla de Skagerrak7 tomaré prestados muchos elementos a los relatos de los camaradas apostados en diversos puntos del combate. Quisiera dar de ella una imagen viva, capaz de comunicar al profano algo de la emoción de los combatientes. Por mi parte, vi la batalla con el periscopio de la torrecilla que mandaba en el Kronprinz.

Era el 30 de mayo de 1916, en una tarde de niebla. La tercera escuadra estaba anclada en el Jade inferior. De pronto se vio una señal en el buque almirante: «Todos los comandantes a la orden.» ¿Qué quiere decir eso? De todos los buques salen lanchas motoras. Circulan varios rumores.

«La escuadra va a hacer ejercicios de torpedo en Kiel.» ¡Qué placer para los camaradas que son originarios del Báltico! O bien: «Vamos a anclar en el estuario del Elba.”

Al cabo de una hora, terminada la orden, las embarcaciones regresan, atracan. El oficial de guardia salta hacia la escala, el segundo se precipita en busca de noticias: pero el comandante se mete en su camarote sin decir

7 Los alemanes llaman Batalla de Skagerrak al combate que los ingleses y franceses

bautizaron Batalla de Jutlandia.

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una palabra. No se sabía nada. La excitación desaparece poco a poco: «¡Bah!, como la última vez: ¡una bagatela!»

Los acorazados están, como de costumbre, a media presión. Los marineros de babor están de guardia, los de estribor duermen en sus hamacas. De pronto, a las dos de la mañana, tocan tambores y cometas: «¡Zafarrancho de combate!» Salto como un demonio fuera de mi litera y tomo, a medio vestir, mi puesto de combate. «¿Ha sido señalado el enemigo?» Otros preguntan: «¿Qué es lo que pasa?» al primer hombre de babor que encuentran. El menea la cabeza.

Mi torre está dispuesta, los ascensores de municiones son ensayados, los aparatos hidráulicos de puntería examinados por última vez; una postrer mirada sobre el disparo eléctrico, las primeras granadas están al pie de las recámaras y señalo al blocao de mando: «La torre Dora está en orden de combate.» Pero, en fin, ¿qué es lo que pasa? Nadie lo sabe. Nunca un zafarrancho de combate fue menos esperado. Salgo a cubierta: se presenta un magnífico espectáculo entre la bruma de la mañana: la flotilla de contratorpederos, los «húsares negros», sale a todo vapor de la rada de Wilhelmshaven. Va seguida de una segunda, de una tercera, de una cuarta flotilla. Cada una de ellas consta de diez unidades. Pasan ante nosotros y corren hacia el Norte. Después, los pequeños cruceros arrancan lentamente. A lo lejos, en la rada de Schilling, se ve a los cruceros de batalla levar anclas y desplegarse en amplia formación, rodeados de enjambres de rápidos torpederos. Lenta y majestuosamente, la escuadra de acorazados se pone a su vez en marcha y sale del Jade en línea de fila: König, Kurjürst. Markgraf y Kronprinz, las unidades más nuevas y más fuertes, el núcleo de la flota. A derecha y a izquierda se agrupan los contratorpederos para defendernos de los submarinos; los cruceros ligeros forman como la corteza exterior y nos cubren por retaguardia y los flancos. A la altura de Cuxhaven, aparece la segunda escuadra, que se junta a la nuestra. La flota surca el mar a toda velocidad en dirección Norte. Los cruceros de batalla han desaparecido en el horizonte. Tienen la misión, aprovechándose de su velocidad, de llegar hasta el enemigo, disparar contra él, herirle en lo más vivo y atraerle hacia el lugar principal de la batalla. Los más rápidos de los cruceros pequeños les acompañan. Nadie sabe adonde vamos. Sobre el mar flota una bruma gris espesada todavía por nuestras nubes de humo. La línea de batalla, larga de quince kilómetros, desfila a lo largo de la costa danesa. Jamás habíamos ido tan lejos. A las cuatro de la tarde, un pequeño crucero anuncia pequeñas unidades enemigas. ¡Al fin! Pero hay que esperar los radiogramas de los cruceros de batalla.

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De los 1.200 ó 1.300 hombres del acorazado, apenas 25 ó 30 verán al enemigo. Los otros están en el interior, en su puesto de combate, esperando las órdenes y las noticias que llegan de lo alto. Se debe representar uno, por ejemplo, el trabajo del hombre colocado en el pañol de municiones, muy por debajo de la línea de flotación. Su tarea no solamente consiste en hacer subir granadas. Cuando estalla un proyectil y se declara un incendio, debe maniobrar el aparato extintor, cerrar los compartimientos, poner en marcha los ventiladores para combatir los gases venenosos. Cuando suena el zafarrancho de combate, cada cual piensa en su tarea. ¿Qué hacer cuando un aparato se estropea y tantos camaradas yacen muertos o heridos? Primeramente el buque, las camillas después. La mayor parte del tiempo no llegará a aquel humilde marinero ninguna orden: bajo la cubierta acorazada, es plenamente responsable de sus actos. No participa de la emoción del combate, sino por su adhesión entusiasta y por el pensamiento del peligro que a cada instante le amenaza.

A las cuatro y media nos llega un radio. «Los cruceros acorazados alemanes han abierto el fuego sobre los ingleses.» Una ola de emoción pasa por el navío y la noticia baja desde el blocao hasta la sombra de los pañoles. Es preciso que el grueso de la flota dé toda su velocidad para reunirse a los cruceros. El fogonero hunde su pala hasta el codo en el carbón y atiza el fuego. El pañolero mueve montañas de combustible. Columnas de humo salen de las chimeneas. Las válvulas de seguridad se abren y silban. Nunca en los ensayos las máquinas han desarrollado tal potencia. La rapidez de la rotación de las hélices hace estremecer el buque. Por fin, nuestro deseo se ha cumplido: «¡Esta vez, son nuestros, muchachos!» Los vigías atisban el horizonte.

Nuestros cruceros de batalla han virado hacia el Sur, para atraer al enemigo sobre el grueso de la flota alemana; el almirante Beatty les ha seguido. Los cañones están cargados, los torpedos esperan en sus tubos, los telemetristas están junto a su aparato. Los colosos se acercan, a toda velocidad. Fuego continuo. Cada una de las flotas trata de aplastar a la otra bajo un alud de proyectiles: 50 a 60 toneladas de acero se cambian por minuto. Los cruceros desaparecen bajo haces de agua de 100 a 120 metros de altura: distingo de vez en cuando la proa del Lützow que lleva la insignia del almirante Hipper. El cuerpo del coloso, lanzado hacia adelante por 100.000 caballos, está constantemente oculto por un bosque de géiseres sin cesar renacientes. Grandes llamaradas salen de la boca de los cañones. El Lützow tira por andanadas enteras. Detrás de él se precipitan el Derfflinger, el Seydlitz, el Moltke y el Von der Tann.

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Por su lado, los colosos grises que ostentan el pabellón británico: Lion, Princess Royal, Queen Mary, Tiger, New Zealand e Indefatigable, lanzan todo el acero que les es posible. Un trueno continuo se extiende sobre el mar. De repente, tras dos descargas sucesivas del Von der Tann, una serpiente de fuego escala un costado del Indefatigable, luego dos columnas también de fuego se levantan y se confunden en una masa de humo negro. ¿Quién ha visto jamás hundirse un buque de guerra? He ahí que todo aquel casco acorazado salta a trocitos: las 300 toneladas de explosivos de sus pañoles han hecho su obra. Los cañones todavía cargados contra nosotros, las granadas, las máquinas, todo el material y los hombres se entrechocan en el aire. El petróleo se extiende hirviente sobro la superficie de las aguas. El mar del Norte está en llamas y los restos del crucero se hunden en él con un largo silbido. En el lugar del siniestro se ve una nube de humo inmensa y queda largo tiempo suspendida allí como sobre un volcán. Pero el matalote de cola ha llenado la plaza vacía y el Von der Tann ha encontrado un nuevo objetivo. Las descargas suceden a las descargas. Una nueva catástrofe ocurre en la línea británica. Con un ruido espantoso el Queen Mary salta a su vez: los trozos de hierro caen sobre la proa del Tiger, que le sigue: es todo lo que queda de él. Entonces, en el duelo de artillería, los torpederos de ambos bandos entran en acción. El pequeño crucero Regensburg se separa del buque almirante alemán, seguido de dos flotillas, que se lanzan a toda velocidad contra el enemigo. El combate de los torpederos se desarrolla entre las dos líneas de cruceros.

A las siete de la tarde, nuestros cruceros volvían a reunirse con el grueso de la flota; los ingleses habían fracasado en su tentativa de aislarlos de nosotros. Desde el blocao de los acorazados se vio el enemigo a babor: «¡Todo el mundo a su sitio!» ¡Qué minuto! «¿Has oído? Me parece que ahora va de veras.» Todos los aparatos se ensayan de nuevo. «Sangre fría. No toquéis nada. Cuidado con atascar los montacargas.» Al ver la flota alemana, los cruceros ingleses han virado de bordo y el almirante Scheer envía la orden: «Todo el mundo hacia el Norte.» Distribuidos los objetivos, al cabo de algunos segundos estallan las primeras descargas de los König y de los Kaiser. Luego continúa el fuego sin interrupción. Entonces entre los cruceros ingleses y nosotros aparecen cuatro colosos grises: son los más rápidos acorazados de la flota enemiga: los Queen Elisabeth, que tratan de cubrir la retirada de Beatty. El fuego redobla. Las granadas de 38 centímetros, que pesan cerca de una tonelada, llegan hasta nosotros con espantosas explosiones. El Kurfürst, el Markgraf y el König son alcanzados; pero, con gran sorpresa nuestra, esos golpes tremendos no parecen debilitarnos. A derecha, a izquierda,

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por delante, por detrás, nos rodean tales columnas de agua que parece que el mar entero es aspirado por el cielo. Cuando una descarga pasa por encima de nosotros, el ruido es tan ensordecedor como el de aeroplanos que rozaran nuestras cabezas. Una descarga cayó en el mar junto a la proa del Kronprinz; una catarata gigantesca anegó la proa del acorazado y los fondos temblaron bajo la repercusión de las explosiones cercanas.

Favorecido por su velocidad, el enemigo estaba fuera del alcance de nuestras piezas y trataba de desbordarnos por delante. Se ve al Warspite, incapaz de gobernar, que abandona la línea de fila. Nuestros golpes le abruman. Una llamarada blanca se eleva por su popa. Nuestra propia línea va lentamente hacia el Este, de donde llega un nuevo huracán de fuego; nuevas fuerzas inglesas han debido entrar en acción; pero el aire es opaco. El humo de las explosiones se mezcla al de las chimeneas innumerables, parecido a la silueta de una gigantesca ciudad industrial; los torpederos y los cruceros pequeños tienden velos de humo artificial, surge y vuelve a caer el polvo de agua levantado por los proyectiles. Durante unos instantes los restos del Invincible emergen del negro abismo. Nuestra vanguardia es la que ha sufrido más: el Lützow se inclina hacia una banda y se hunde por la proa. Los torpederos le rodean con un nuevo velo de humo para ocultarle a los ojos del enemigo. A lo lejos se ve el Wiesbaden, que no puede maniobrar. También se inclina y su cañón de retirada, el único intacto, dispara aún. El enemigo le aplasta bajo un fuego concéntrico. Trozos de coraza caen al mar; pero el Wiesbaden continúa disparando.

Bruscamente, a babor, aparecen muchos antiguos cruceros acorazados ingleses. Les dirigimos nuestro tiro rápido. En algunos minutos, dos de esos adversarios se van a pique o más bien quedan volatilizados; una nube de humo es todo lo que resta de ellos.

Entonces, en el horizonte se eleva un semicírculo de fuego como si en una cañería de gas se encendieran llamitas sucesivas; comprendemos que el grueso de la flota inglesa está allí. No nos queda otra cosa que hacer: virar de bordo. Cien toneladas de acero caen cada treinta segundo sobre nuestra cabeza de línea, el mar hierve como una caldera, los buques empiezan a oscilar sobre las olas provocadas por las explosiones. A pesar de ello, la maniobra, que es difícil, se realiza como en un simulacro. Para cubrirla, una señal sube a los mástiles: «Los torpederos que carguen sobre el enemigo.» Con la bandera negra, blanca y encarnada en la popa y un gallardete de seis metros en la verga, arrancan a treinta nudos, con la proa levantada, baja la popa, y desaparecen detrás de los geiseres. ¡Qué magníficos barcos! No los volveremos a ver. Una de las primeras flotillas fue la de Steinbrinck, cuya divisa era: «Todo a punto.» A toda velocidad,

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el torpedero de Steinbrinck es alcanzado por un proyectil grande. Desaparece bajo las olas y su matalote de cola recoge lo que puede de los supervivientes; el capitán es de este número. De pie en el puente, Steinbrinck agita su gorra para indicar a su flotilla que vive. Los torpederos se acercan a su blanco, abren el fuego y reciben el del enemigo. Steinbrinck y su torpedero desaparecen para siempre de la superficie.

Durante este tiempo, el silencio reina en torno de nosotros. El enemigo concentra su fuego sobre los torpederos. Nuestra virada de bordo, gracias a esta táctica, se efectuó sin dificultades y pusimos la proa hacia el Sur, pensando que el enemigo al día siguiente nos ofrecería de nuevo combate en condiciones que nos serían más favorables. Pero sir John Jellicoe, que sentía que el peso del Imperio británico gravitaba sobre sus hombros, prefirió no arriesgar su flota en un segundo encuentro. La experiencia de aquella tarde había dado un rudo golpe a su orgullo inglés. El mismo explica que cuando su flota se desplegaba para el combate vio un casco que flotaba; ¿cuál podía ser esa primera víctima de los cañones británicos? Mira por el periscopio y lee en las planchas retorcidas el nombre del Invincible.

Pensando que nuestra cubierta debía estar llena de cascos de granada enviamos a un marinero a buscarlos para hacer pisapapeles. Vuelve con los brazos cargados de coliflores. «He aquí todos los cascos que he encontrado. Parece que los ingleses han tirado con coliflores.» Salgo yo mismo. La cubierta está llena de legumbres. El retroceso de los cañones de grueso calibre ha hecho saltar la despensa. Por otra parte, ningún casco de acero. Es incomprensible; el granizo de proyectiles nunca nos acertó y no tenemos ni una herida mientras que los barcos de cabeza y cola dicen: «Pobre Kronprinz; ya no debe tener ni una sola plancha intacta.»

Aprovechamos la pausa del combate para entrar en el comedor y reconfortarnos con un vaso de oporto. Nos faltaba algo de entusiasmo, porque con la vivacidad del fuego pensábamos que nuestras pérdidas serían más graves de lo que eran en realidad. En el comedor reinaba un gran desorden. Por todas partes había trozos de copas y de platos; los cuadros habían caído de los mamparos, arrancados por el retroceso y las sacudidas. Sin embargo, ¡oh maravilla!, una imagen ha quedado en su sitio: es la de la princesa heredera, con la dedicatoria: «¡Dios proteja al Kronprinz!». Un mismo sentimiento nos embarga y nuestras miradas se levantan hacia nuestro ángel de la guarda con un silencioso reconocimiento.

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La noche cae. Estoy de guardia. La primera escuadra nos precede. La segunda está en el centro y la tercera a retaguardia, de manera que los mayores buques están en los extremos.

De repente, la noche se ilumina. Un cielo lleno de relámpagos nos deslumbra. Un largo trueno tabletea en el espacio. El Pommern ha volado. Blancas serpientes de llamas saltan del acorazado. Cuando el buque de cola llega algunos segundos más tarde, no ve ya más que las salpicaduras aquí y allá de una lluvia de hierro que cae. Nadie se salvó. Comprendimos entonces toda la diferencia entre la antigua construcción y la moderna.

Un solo torpedo había bastado para arreglar las cuentas al viejo Pommern, mientras que el pequeño, pero moderno, Wiesbaden, inmovilizado, recibió el fuego de toda la flota inglesa y no se hundió hasta las tres de la madrugada. A bordo de nuestro buque todos estamos graves y tranquilos. Se vigila detrás de los cañones cargados. Los vigías exploran la noche. El oído escucha el tictac de la T.S.H.8 en el extremo de la línea, el combate se ha reanudado. Los contratorpederos enemigos que han pasado nuestra línea, tomándola por el grueso de la flota británica, fueron reconocidos por el Westfalen y la primera escuadra acaba de abrir el fuego. En un instante, esos pequeños buques, que queman petróleo en vez de carbón, son transformados en antorchas ardientes. Luego, el combustible se esparce por el mar y el mar mismo es una hoguera. Se ve a los marinos correr y desaparecer en ella. De cuando en cuando, sordas detonaciones señalan el estallido de los torpedos colocados bajo las cubiertas. Horrible y maravilloso espectáculo el de esta avenida llameante.

Una cualidad alemana se manifiesta esa noche: nuestra vista en la obscuridad es mejor que la de los ingleses. ¿Es, como se ha dicho, porque comen demasiados bistecs? En todo caso, la guerra ha demostrado más de una vez su inferioridad a ese respecto.

Amanece con tiempo gris; la tensión de los espíritus aumenta. Esperamos a cada instante la aparición del enemigo. Se señala uno de sus cruceros acorazados. Todo está preparado para el combate. Su proyector nos hace una señal de reconocimiento; como respuesta, el Thüringen ruge con toda una andanada.

El Euryalus se va a pique. Nos había tomado por la flota inglesa. Llegamos a las aguas alemanas sin haber hallado al enemigo. Al alba

Jellicoe se encontraba cerca de Heligoland; pero habiendo perdido durante la noche una división de acorazados, sus cruceros de batalla, sus

8 Acrónimo de Telegrafía Sin Hilos, es decir, radio.

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cruceros ligeros y sus destroyers. El célebre sentido marino de los ingleses no se había mostrado a la altura de aquella marcha de noche, acompañada de combates constantes. Con fuerzas tan reducidas, Jellicoe renunció al ataque.

¡Qué dichosa sorpresa cuando se publicaron las pérdidas recíprocas! Por el lado inglés, tres grandes acorazados. Por el lado alemán, uno solamente. Los acorazados ingleses habían sido echados a pique por nuestro fuego. Nuestro Lützow, por el contrario, sólo fue averiado por la batalla y en camino, de vuelta, lo voló su propia tripulación, que fue salvada. Además los ingleses tenían que deplorar la pérdida de tres cruceros acorazados. Por nuestra parte sólo habíamos perdido, además del Lützow, el viejo Pommern.

Por lo que hace a buques pequeños, por nuestro lado desaparecieron cuatro cruceros livianos y cinco torpederos; por el lado inglés, ocho barcos de las flotillas. El Wiesbaden, único de nuestros cruceros hundido, lo fue por la artillería enemiga; el Frauenlob quedó destruido, como el Pommern, durante la noche, por un torpedo.

Las pérdidas de personal indican claramente la superioridad de nuestra construcción y de nuestro fuego: 2.586 muertos por parte nuestra; 6.446 del lado de los ingleses. Hicimos 180 prisioneros; los ingleses no habían aprisionado a uno solo de los nuestros.

Después de algunos días, el Seydlitz, acribillado de proyectiles, entró por sus propios medios en Wilhelmshaven. Hice una visita a su comandante, el capitán von Egidy, a bordo de su barco que escoraba de un modo considerable; algunos meses después volvía a prestar servicio. Le rogué que me contara la destrucción del Queen Mary y he aquí su descripción:

«No olvidaré jamás aquel instante. Eran las seis y veinte minutos y estábamos a punto de cambiar la formación de batalla por la de fila. Mis ojos estaban atentos a la maniobra, mi oído trataba de saber lo que pasaba en el puente de mando, medio encima de mí y medio detrás de mí. Un buque, si se considera bien, no es más que la enorme cureña de su artillería gruesa, y si se quiere dar en el blanco es preciso adaptar la maniobra al tiro. «Ala derecha, Schumann. (era el nombre de mi timonel de combate); cuando una descarga se anunciaba era necesario detener la virada del crucero. Siempre oiré el ruido del reloj avisador después de aquella descarga. Delante de mí, veía el buque almirante y el de cabeza de mi línea, y escuchaba de nuevo hacia lo alto y hacia popa. Un instante de silencio como si el buque entero contuviera su respiración; luego, pareciendo recobrar la voz, un observador de artillería dice de un modo monótono: «El número 3 vuela», y como única reacción provocada por

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esta magnífica noticia, la voz tranquila y clara de mi oficial de artillería, el capitán Ricardo Foerster: «El próximo blanco a la derecha», como si estuviera en un simulacro. Sin la espesa coraza que nos separaba, le hubiese abrazado por su «próximo blanco a la derecha.» Quizá mi segundo oficial de artillería, Axel Loewe, lo hizo en mi lugar, pues oí este diálogo de cuatro palabras: «Bien, Ricardo» y «Vamos, Axel.» Luego los dos volvieron a convertirse en espíritus mudos, atentos a los instrumentos de destrucción.

—¿Qué ha visto usted cuando saltó el Queen Mary? —Mi querido Luckner, ya se lo he dicho: cuidaba de la maniobra.

Miraba el barco almirante y mi buque de cabeza; lo importante era no abandonar su estela.

»Pero cuando pude mirar con el catalejo en dirección del enemigo, mi corazón latió desordenadamente durante un instante. A una distancia de 13 kilómetros y medio, sobre el cielo azul mate, se levantaba una inmensa columna gris. En la parte inferior se veía girar en torbellino masas negras. Un humo espeso rodaba en el borde superior aureolado por rayos rojizos. En la parte inferior algo como un torpedero. ¿Un torpedero? No; era el número 4 de la línea de los cruceros de batalla, el Tiger. Ya sabe usted que tiene más de doscientos metros de largo y parecía microscópico al lado de esa columna gigantesca, ancha de siete a ochocientos metros y alta de tres kilómetros por lo menos. El Tiger pasó, por decirlo así, a través de su infortunado camarada, pues mientras dejaba el sitio donde el Queen Mary acababa de desaparecer, los restos de éste le cayeron sobre cubierta.

»Y el segundo gran momento de la batalla fue por la noche, después de las nueve, cuando Scheer nos hizo marchar hacia el centro de la línea inglesa para un segundo ataque. Estábamos rodeados de un verdadero huracán de fuego. Proyectil tras proyectil alcanzaban mi buque. El avisador anunciaba a cada instante una nueva avería: aquí un incendio, allí una vía de agua, y siempre la misma pregunta al puesto de mando de la artillería: «Foerster, ¿no tiene objetivo para la artillería?» «¡No tengo, mi comandante!» Delante de nosotros, de Noroeste a Este, por el Norte, se extendía una línea ininterrumpida de fuego: pero era imposible distinguir un solo buque, no se veía más que el relámpago de las descargas situando el horizonte poco más o menos en el centro de la nube gris, amarilla, sulfurosa, emponzoñada. El enemigo desaparecía detrás de aquella cortina, mientras nosotros nos perfilábamos como blancos sobre el horizonte claro del Este. La Fortuna no podía distribuir sus favores de un modo más desigual.

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»Entonces, de repente, de la telegrafía sin hilos: «Orden del almirante: los cruceros acorazados que marchen contra el enemigo.» Esto otorga a nuestra división completa independencia; se nos invita a atacar a cuerpo descubierto. «¡Rayos y truenos! —pensé—, ésta es la partida para el Walhalla.» Y pensé aún: «¿Qué última alegría daré a esos mil trescientos hombres que esperan mis órdenes, por debajo de mi, antes de emprender el gran viaje?» Todo lo que encontré fue el mensaje siguiente: «Del comandante a toda la tripulación: orden del almirante: Que los cruceros ataquen.» Tranquilamente, los transmisores lo difundieron a través de los tubos acústicos y los teléfonos. En los fondos el receptor enviaba su silencio. El buque contiene el aliento. Luego un eco subió hasta los oídos del comandante, un eco inmenso que dominaba la batalla, un solo grito de entusiasmo: «¡Hurra! ¡Adelante, Seydlitz¡», el grito de los coraceros de hace ciento setenta años; y el Wacht am Rhein y el Haltet aus: un acordeón se había mezclado a los gritos. Los pañoleros marcaron el compás con sus palas. El crucero entero no era más que un rugido de alegría. Verdaderamente, una bola cálida me subía a la garganta. Recibí de mi tripulación en aquel dichoso instante la recompensa de tantos años de trabajo y de adhesión a la vida militar. Aquel buque, aquellos hombres, los tenía yo en mi mano. ¡Espléndida Alemania! ¡El mismo impulso nos electrizaba a todos!

»Poco rato después, bruscamente, el fuego inglés disminuía y luego cesaba. Era el instante en que, bajo nuestro choque, los nervios de Jellicoe desfallecían y la línea inglesa se rompía bajo la voluntad superior de Scheer. Fue el instante en que, pasando al ataque, nuestros torpederos no encontraron ante ellos ningún adversario.

»Luckner, en aquel instante, tuve la impresión, y ese sentimiento lo dejaremos a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos, de que habíamos superado a los ingleses, y los superaremos aún a la hora señalada por la Providencia.»

Tal es la jornada de Skagerrak, en la que los marinos alemanes dieron tan tremendo golpe a su gran adversario. ¡Qué lástima para nosotros, que hoy no tenemos ni una tabla bajo nuestros pies, que la obra de Tirpitz no haya podido manifestarse sino después de dos años de reserva forzada, cuando no era ya posible explotar esa victoria con nuevos éxitos!

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El capitán Barton del buque Lundy Island, un grande y hermoso vapor

inglés que capturamos; llevaba 4.500 toneladas de azúcar a Madagascar.

Otra presa: el Dupleix, un magnífico tres palos que había partido de

Valparaíso rumbo a Grancia con un cargamento de salitre.

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¡El Pinmore! Un cuatro palos inglés el cual, en mi mocedad, había servido como marinero durante veinte meses. El Pinmore, mi viejo,

hogar, desaparciendo bajo las aguas (izquierda)

El Seeadler estaba ya lleno de prisioneros: en ocho semanas habíamos hundido cuarenta mil toneladas y capturado 263 prisioneros. Se hacía

necesario, por muchos motivos, enviarlos a un puerto de América del Sur.

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A bordo del Seeadler, durante la comida de despedida que dimos a los capitanes que

poníamos en libertad junto con los demás prisioneros.

El Cambronne, un tres palos que habíamos capturado días antes, se aleja

rumbo a las costas sudamericanas, con 263 prisioneros a bordo.

Mientras cruzábamos el inmenso Océano Pacífico, la pesca del tiburón

era nuestra única diversión. A fuerza de aburrirnos no pueden imaginarse los lectores las malas bromas que se inventaban contra este tigre del mar.

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SSeegguunnddaa PPaarrttee::

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CAPÍTULO IX

Comandante de un velero corsario

Oficial del Moewe. Me nombran comandante do un velero corsario. Preparativos. Me toman por espía. El Seeadler. Oficiales y tripulación. Todo dispuesto. La orden de partida.

Poco después de la batalla, fui enviado en misión especial y luego nombrado oficial en el crucero auxiliar Moewe. ¡Cuántas invenciones y tentativas para romper el anillo de hierro que separaba nuestra Alemania del resto del mundo!

Fue en Hamburgo donde mi vida debía tomar nuevo rumbo. El Moewe se encontraba en el astillero Vulcano, armándose para nuevos viajes. Había ido una noche a visitar a mi amigo el armador Dalstrom y, cómodamente instalados en torno de una botella de ponche sueco, discutíamos mi plan favorito, que era, después de la guerra, mandar durante algunos meses un velero. Sería la primera vez en mi vida y me prometía grandes alegrías de ello. De pronto la camarera anuncia al ayudante de campo del Moewe. Yo gruño: «No se puede estar un minuto en su elemento, sin ser fastidiado por el servicio.» Un telegrama urgente del Estado Mayor de Marina había llegado para mí: «¿Está bueno el Estado Mayor? ¿Qué demonios tengo que ver yo con el Estado Mayor?»

Debía presentarme a la tarde del día siguiente. Latiéndome el corazón, tomé el tren para Berlín. En la antecámara del capitán Toussaint aún me quebraba la cabeza: «¿Qué demonios tengo yo que ver con el Estado Mayor?»

Me introdujeron por fin: —¿Se cree usted capaz (¿de qué no me creería yo capaz?) de forzar el

bloqueo inglés con un velero como crucero auxiliar?9

9 Los corsarios, que es necesario no confundir con los piratas, como ocurre

vulgarmente, han sido figuras legendarias en la historia marítima. Sourcouf, Cassard, Drake, Blake, Frobisher y otros muchos, recibieron, como premio a los servicios prestados a la nación, todos los honores reservados a los fejes y almirantes de la Marina de guerra.

Del buque mercante armado en guerra y denominado «crucero auxiliar» al corsario de las épocas que fueron, hay una diferencia fundamental. Éstos eran propiedad de su comandante, quien pagaba a la tripulación y se resarcía de los gastos con la parte del producto de las preseas a que tenía derecho con arreglo a su contrato, que no era otra cosa, en el fondo, que la patente de corso (de donde proviene el nombre corsario). Los cruceros auxiliares de nuestros tiempos son buques mercantes a cuya construcción ayuda el Estado, por medio de una subvención dada en una forma cualquiera siempre que satisfagan a

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—¿Me permite usted que le abrace? —le contesté. ¡El tipo de barco donde había servido como grumete y como marinero,

el buque donde me había elevado por mi propio esfuerzo, iba por fin a tenerlo a mis órdenes, iba a ser su capitán y sería un buque de guerra independiente! ¡Cuán a prisa se habían realizado mis deseos!

—A juicio suyo, ¿qué será lo esencial? —Lo esencial es la suerte. —Pues bien, es usted el comandante del Pass of Balmaha. Navegando bajo bandera americana, con un cargamento de algodón

destinado a Arkhangel, el Pass of Balmaha había sido capturado por un crucero inglés y enviado con una tripulación de presa a Kirkwall, para la visita. Un submarino alemán detuvo ese viaje. El capitán americano, contando con su calidad de neutral para recuperar la nave, cierra las escotillas sobre los ingleses y manda echar las armas al agua. Llegan nuestros marinos: «¿Adonde van? —A Arkhangel. —¿De veras?, me parece que éste no es el camino. ¿Qué es lo que tienen a bordo? —Algodón. —Quizá lo necesitemos.» Un oficial alemán toma el mando del buque y ¡andando hacia Cuxhaven! Al cabo de cuatro días de este viaje involuntario, la tripulación inglesa salió de las bodegas, enflaquecida por su cura de ayuno y muy admirada de encontrarse en un puerto alemán. El más asombrado fue seguramente nuestro oficial (se llamaba Lamm), pues, él solo, había constituido toda la fuerza alemana a bordo. Así es como el Pass of Balmaha quedó bajo pabellón alemán y se convirtió en mi navío.

Lo más difícil era ocultar mi alegría. Bebí media botella de oporto yo solo y, a falta de otra cosa mejor, hubiera querido abrazarme a mí mismo. Entonces tomé el tren para Geestemünde; el buque estaba allí, aparejado en el astillero de Tecklenborg, bajo la dirección del teniente Kling.

Kling era el autor de muchos informes acerca de las ventajas que ofrecían los veleros para la guerra de corso, a causa de poder prescindir de puertos de carboneo. Habiendo sido aprobado su proyecto por el Estado Mayor de la Marina, habían escogido, para realizarlo, aquel tres

ciertas y determinadas condiciones marineras, y que fleta al romperse las hostilidades respondiendo de ellos y tripula con personal perteneciente a la Marina de guerra.

La guerra de corso, o guerra al comercio o al tráfico (de todas estas maneras llamada), es una guerra de guerrillas, un ardid al que recurre aquel de los beligerantes que por su escasa potencialidad bélica marinera no puede pretender ir a la batalla con flota que, aniquilando la del contrario, le proporcione el dominio de la mar y, con él, la libertad de transitar por ella.

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palos que no servía para nada en Hamburgo y que estaba acostumbrado ya a los prisioneros ingleses.

Convenía ante todo ocultar a los obreros del astillero el verdadero destino del navío. Se propaló el rumor de que el Pass of Balmaha era transformado en buque-escuela. Era una excelente idea añadirle un motor para acabar la instrucción mecánica de los alumnos. Pero la guerra había demostrado que para la educación de los oficiales convenía mucho saber maniobrar un velero, y recientes experiencias habían determinado un cambio en favor de los barcos de vela. A la gente le parecía esto muy claro. En las salas destinadas a nuestros futuros prisioneros, se puso en gruesos caracteres: «Alojamiento para tantos alumnos.»

En cuanto a mí, no comparecía en calidad de oficial; me presenté, por el contrario, como si fuera el ingeniero von Eckmann, destinado por el Ministerio de Marina para vigilar los progresos del buque-escuela Walter. Los directores del astillero ponían todo su cuidado en el trabajo que les había encomendado, y a ellos debo haber tenido bajo mis plantas tan buen barco. Llevaron a cabo felizmente la tarea de alojar en un casco de 1.852 toneladas netas (5.000 toneladas de desplazamiento) un motor de 1.000 caballos, tanques para 480 toneladas de petróleo y 360 toneladas de agua dulce, así como víveres para dos años.

Todo el entrepuente estaba destinado a los prisioneros, y había sitio allí para 400 hombres. La disposición del entrepuente estaba conforme a los reglamentos de la Marina imperial. Se tuvo especial cuidado para acondicionar los camarotes de los Estados Mayores que pudieran capturarse, que tenían dos o tres literas, con lavabos y todo lo necesario. Además, los capitanes tenían una cocina y un comedor particulares. Habíamos comprado para ellos libros ingleses y franceses, así como un gramófono y varios juegos de sociedad. Una pieza especial estaba destinada a los marineros agregados a su servicio.

Fue preciso asimismo extender los documentos necesarios, trabajo en extremo difícil. Lo primero era encontrar un navío parecido por la edad, el tonelaje y el aspecto exterior a nuestro futuro corsario. Debía ser un buque cargador de madera, pues la madera forma arrumajes que, bien trabados con cadenas, tapan la entrada de las escotillas y hacen difícil la visita del buque. Después de buscar mucho tiempo, encontramos el barco deseado. Era el tres palos noruego Maletta; estaba en aquel instante en Copenhague, en ruta para Melbourne. No solamente nuestros papeles, sino la disposición del navío, fue concebida en consecuencia. El barómetro y el termómetro se compraron en Noruega, así como fotografías de hombres y de muchachas que pegamos encima de las literas de los marineros. Nuestro modelo, el Maletta, acababa de recibir

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en Copenhague una maquinilla de motor para las áncoras: instalamos otra igual en la cubierta, inscribiendo en el libro de a bordo: «En Copenhague se ha comprado hoy, en casa Knudsen, e instalado, un aparato para las áncoras.» Fijamos en ese aparato una placa pequeña con el nombre verdaderamente danés de Knudsen. Esos preparativos se realizaron por completo gracias a la ayuda del teniente Kirchheim. Yo mismo me encargué de reclutar la tripulación. El Estado Mayor me había prometido 64 hombres; tal sería la tripulación total; pero de este número, 23 hombres que hablaran noruego debían servir para la comedia del Maletta. Escogí yo mismo cada oficial y cada marinero y puedo decir que no me engañé acerca de ninguno de ellos. El equipo para el motor me fue facilitado por la Sección de los submarinos.

Para completar el resto de la tripulación no quería sino marineros que tuviesen costumbre de viajar en barcos de vela. Examinaba los marineros del depósito y les preguntaba por dónde habían navegado. Cuando uno de ellos decía que había navegado mucho tiempo a vela, pasaba al siguiente con cara de indiferencia. A otro que no conocía sino los vapores, le interrogaba a fondo y parecía que anotaba su nombre con una cruz en la lista. Así nadie podía adivinar cuál era la misión especial para la que el Estado Mayor me había autorizado que escogiera libremente. No se podía tampoco adivinar que buscaba hombres que hubiesen navegado bajo la bandera noruega. Tomé preferentemente antiguos pilotos. A todos mis marineros los miré de hito en hito hasta el fondo de su corazón.

Los marineros escogidos fueron enviados ante todo con permiso a su casa. Lejos de sus camaradas, no podían hacer preguntas ni formular hipótesis. Sin embargo, para los 23 hombres del Maletta hicimos venir de Noruega, efectos, cuadros, diccionarios, mapas, ropas, listas de inventario, botes y tazas con inscripciones noruegas, lápices, portaplumas, dinero noruego, víveres particulares, manteca, carne, zapatos; en una palabra, nada de lo que podían ver los enemigos era nacional; nada alemán. En el salón, colgamos el retrato del rey de Noruega y de «or Dronnig»10. El suegro, el rey Eduardo, sonreía dulcemente en el mamparo. Almohadones noruegos bordados con la bandera nacional se colocaron sobre los muebles, y como los marineros tienen la costumbre de llenar con cartas viejas sus cajas de cigarros, hicimos escribir cartas en noruego; cartas de negocios para mí, cartas de amor para los tripulantes. Para prever el caso en que el oficial de visita se hiciera enseñar por el capitán los documentos de un marinero y preguntara en seguida a ese hombre algo sobre su país de origen,

10 Nuestra Reina.

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interrogándole sobre los nombres de las ciudades vecinas, los ferrocarriles que era preciso tomar para visitar tal tío o primo, el nombre del alcalde y del prefecto, el del buque en que servía tres años antes y qué viaje había hecho con el navío, fue preciso escribir las cartas siguiendo un plan cuidadosamente redactado para cada hombre en particular. Las fotografías llevaban la dirección de verdaderos fotógrafos, gente poco acostumbrada a disimular su nombre. Por otra parte, no teníamos cuidado de que la novia fuera linda o fea. Eso era cuestión de gusto. Lo esencial era que pareciese verdadera.

Lo más difícil, como ya he dicho, eran las cartas, pues el poco correo que un marino recibe, lo guarda durante años. Los sellos debían llevar el timbre de llegada y de partida de Hongkong, Honolulú, Yokohama y de todas las partes del mundo donde nuestros marineros debían haber navegado. Y, además, el papel debía ser más o menos viejo, según las fechas. En nuestros libros se mencionaban las navegaciones anteriores de cada uno de los marineros. Era preciso que todo concordara. Había quien había ido al hospital, quien se había roto la pierna. Si, por ejemplo, el padre de Henrik Ohlsen había muerto, era preciso que las cartas vinieran de su madre y de sus hermanas. Pusimos toda nuestra conciencia alemana para contrahacer con todos los pormenores el Maletta nº 2.

En el Hotel Beermann, de Geestemünde, habitaba cerca de mí un viejo capitán que pertenecía a la comisión de visita de los navíos. Preguntó un día al ingeniero de su comisión si me conocía: «¿El ingeniero von Eckmann? Este nombre no existe en el Ministerio de Marina.» «He aquí —exclama el capitán— lo que en seguida pensé. Tiene el aspecto de ser un espía. Su cara parece inglesa.» La desdicha quiso que un empleado de Berlín me dirigiese entonces, por error, dos cartas urgentes bajo mi verdadero nombre. Pido al mayordomo que me entregue las dos cartas dirigidas a mi amigo el conde Luckner. Rehúsa dármelas. El capitán viejo, que había asistido a la escena, dice al mayordomo: «¿Qué es lo que quiere ése? —Las cartas para el comandante Luckner. —¡Ah!...» Sin sospechar nada, tomo a las siete el tren de Brema. Ocupo, a fuer de correo imperial, un departamento de primera clase. Entra un caballero y me pide mi tarjeta de identidad. Se la enseño y queda sorprendido:

—Sírvase dispensarme; buscamos un espía que ha subido en Geestemünde.

Un estremecimiento de espanto corre por mi cuerpo. ¿Es que el enemigo hace vigilar mi barco por agentes suyos?

—¡Espero que pronto le detendrán! —También lo espero yo. Todos nuestros agentes están advertidos en

dirección de Brema, Hamburgo y más allá.

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—¿Dónde le han visto? —Muy a menudo en el hotel Beermann. —¡Rayos y truenos! No le dejen escapar sobre todo.

Desgraciadamente, muchas veces se ha equivocado de persona la policía. Llego a Brema, me apeo en el hotel Hillmann. Otro caballero me

detiene y me exige mi tarjeta. «¿Pero qué demonios quieren?» Después de haber visto mi tarjeta, el agente me habla igualmente del espía; sus señas corresponden a las mías, pero ¡hay tales semejanzas! «¿Pero todavía anda suelto el espía?» «Únicamente sabemos que ha huido hacia Brema.»

Sin detenerme más, voy al Trocadero, donde pido una botella de vino. Apenas me he sentado entra un oficial con dos hombres de uniforme:

—Sígame usted; queda detenido. Respondo, ebrio de rabia: —¿Va usted a detener a sus propios oficiales? —Venga usted conmigo. Después se explicará. Emoción general en el café; me amenazaban con darme de sillazos:

«¡Muera el espía!» Llegamos al hotel. Enseño mi tarjeta; me enseñan la orden de

detención: «Apariencia inglesa, abrigo claro, gorra y pipa.» Pregunto: —¿Qué nombre tiene el que buscan? —Ingeniero von Eckmann. —Soy yo. —Acaba usted de decirme que era el conde de Luckner. Entonces fue él quien se puso pálido de ira. —Le aconsejo que telefonee al Estado Mayor de Marina. Allí le acabaron de convencer. Sólo faltaba encontrar el nombre verdadero de nuestro falso Maletta.

Encargado graciosamente de esa tarea, me rompí la cabeza largo tiempo. Pensé al principio en Albatros, porque los albatros me habían salvado la vida en alguna ocasión en mitad de las aguas; pero este nombre pertenecía ya a un portaminas que había naufragado en la costa sueca. Propuse en seguida El Diablo del Mar, pero mis oficiales deseaban un nombre que recordase las grandes velas blancas, y, por fin, nos decidimos por «el Aguila del Mar»: Seeadler.

Estando ya terminado el barco escuela y los documentos en orden, y siendo los ensayos en el Weser satisfactorios, se llamó a la tripulación que estaba con permiso. Teníamos un magnífico conjunto. El primer oficial, Kling, había formado parte de la expedición Filchner; había recogido allí abundante experiencia. El oficial de presas era un hombre de

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1,92 metros de estatura; había sido voluntario de un año al mismo tiempo que yo, y le encontré por casualidad en un muelle:

—¿Vienes con nosotros? —¿Vamos a irnos al diablo? —Sí. —Entonces cuenta conmigo. Me llamo Pries y te respondo de que

procuraré hacer honor a mi apellido. Mi oficial de artillería era el teniente de la reserva Kircheiss, un

muchacho calmoso y muy buen maniobrero. Lüdemann, el piloto, era un viejo marino, así como el mayordomo, el carpintero y el cocinero, los tres polos del velero. El mecánico en jefe, Krause, y su personal, eran excelentes. Con tal tripulación se podía afrontar un enemigo de fuerzas decuplicadas. Toda esa buena gente estaba dispuesta a sacrificar su vida por la Patria.

Una vez arreglado todo, el navío desapareció del Weser durante una obscura noche de noviembre, y ancló en el mar del Norte. Al mismo tiempo yo reunía a todos mis hombres en un rincón apartado del puerto de Wilhelmshaven.

A la luz de una mala linterna, les pasé revista y comprobé mi lista. Nadie faltaba. Embarcamos en un vaporcito atracado al muelle, y en marcha. Ninguno de los hombres conocía su destino. Viendo que navegábamos el Jade abajo, creían que iban camino de Heligoland. Los grandes acantilados sombríos aparecen; los dejamos atrás. Aumenta el oleaje y el pequeño vapor baila. Los mozos se interrogan: «Pero, en fin, ¿adonde vamos?» No obtienen contestación.

De pronto, en la obscuridad, se ve un velero que está anclado. «Toma, ¿qué es lo que hace ahí ese barco?» Por las observaciones que hacen referentes al aparejo, reconocen que todos han navegado a la vela. Es raro. Se acercan al velero. «¿Iremos a formar tripulación?» Se sube a bordo. No hay ningún cañón en cubierta; pero en la cala hay un gran motor.

—¿Qué significa esto? Su alojamiento les sorprende por su comodidad. Habíamos hecho la

cosa de modo que se pudiera vivir allí a gusto durante años. No había hamacas, sino verdaderas literas. Los suboficiales tenían camarotes especiales. Una parte de los recién llegados se envía a proa, donde se les designa un sitio especial. Se detienen asombrados ante las literas, los paisajes noruegos, las banderas noruegas y, además, para cada uno, un cofre de ropa de paisano.

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—¡Diablo, todo esto es noruego, muchacho! ¿Taler du norsk?11 —Sí. —¿Tú también? —Si. —¿Y tú? —Sí. Sobre la mesa está preparado el plato tradicional del marino; cabeza y

patas de cerdo y, además, tabaco y una pipa para cada uno. —¿Es que aquí en este buque se hace todo por arte de encantamiento? El apetito interrumpió por de pronto las preguntas, pero después de

comer, la conversación fue general. Se visita a los compañeros que habitan en las bodegas, y en lugar de cuadros noruegos ven a Hindenburg y a Ludendorff.

—¿Hablas noruego? —No. —¿Y tú? —No. —Hay para reventar de risa. No hay quien comprenda nada. Para ir a las cámaras inferiores es necesario arrastrarse a través de un

armario, pues el acceso al alojamiento de la tripulación alemana consiste en trampas secretas que deben ser invisibles para todo oficial de visita. Habían sido cortadas en el suelo del armario de la ropa, del de escobas, etc. Esos armarios eran muy grandes para el caso en que cinco o seis hombres tuvieran que utilizarlos a la vez. Todo el material sospechoso, los dos viejos cañones (no nos habían facilitado más) y las municiones, estaba ordenado abajo.

Los más curiosos empezaron entonces a pasear cerca de los camarotes de los oficiales en busca de noticias. Llega la orden de levantar el áncora, y henos ya en marcha al abrigo de las islas, detrás de Amrum, detrás de Sylt, subiendo hasta Norderaue. Allí los marinos supieron cuál era su misión. Al cabo de ocho días de trabajo, el cargamento de madera quedó dispuesto sobre cubierta; era entonces imposible penetrar en el buque. En lo alto del mástil se encontraban pequeñas puertas secretas, detrás de las cuales, en el espesor de la madera, se ocultaban revólveres, fusiles y granadas de mano, así como los uniformes de la Marina alemana. Las puertas, que se abrían hacia el interior, no ofrecían ningún gozne visible. Para abrirlas se debía hacer presión sobre un botón secreto.

Entonces empezaron los ensayos de la tripulación noruega. Cada cual recibió su nombre con los informes necesarios sobre su domicilio; las

11 ¿Hablas noruego?

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fotografías y cartas fueron distribuidas, así como Baedeckers y otros libros de viajes.

Dispuestos a partir, esperábamos un viento favorable. Una contraorden vino a estropearlo todo. Recibimos por T.S.H. el mensaje siguiente: «Difieran ustedes la partida hasta la vuelta del submarino Deutschland» La línea inglesa de vigilancia había sido redoblada en «honor» de los submarinos de Comercio.

Nuestra espera duró días y semanas. El Maletta abandonó Copenhague; todos nuestros planes estaban arruinados. El crucero inglés que nos detuviera no tendría más que telegrafiar a Copenhague para descubrir que el Maletta había partido desde mucho tiempo antes.

No nos quedaba más que consultar el registro del Lloyd. Podíamos escoger muchos nombres, pero sin estar seguros del sitio donde se encontraba nuestro nuevo doble. Nos decidimos por el Carmoe, cuyas dimensiones correspondían a las nuestras. ¡Qué trabajo cambiar todos los papeles, todos los documentos, el nombre del armador, la fecha de la botadura, la clase de seguro! Era preciso modificar todo eso en veinte sitios diferentes, sin estropear los formularios. El teniente Pries se puso a trabajar con verdadero afán. El resultado fue casi satisfactorio a condición de que no se examinaran los documentos a plena luz; pero, ignorando el sitio donde se encontraba el verdadero Carmoe, nos hallábamos expuestos a una pregunta por T.S.H. Y así estábamos, cuando un día, recorriendo los periódicos noruegos de a bordo, leemos: «El Carmoe ha sido llevado a Kirkwall para ser visitado.»

¡Qué mala suerte! Todo parecía haber terminado. El pesimismo nos abrumó. Era imposible escribir nuevos documentos, pues no estábamos en contacto con tierra. Tanto peor. Soy un incurable optimista. Puesto que el registro del Lloyd no basta, adelante el registro del amor. La luz de mi vida se llamaba Irma, y tal debía ser el nombre de mí buque. Raspamos el Carmoe sin cambiar los otros datos, pero la segunda raspadura la veía hasta un ciego. La tinta se convertía en un borrón en vez de letras. El enemigo no sería bastante tonto para engañarse. ¿Qué hacer?

—Carpintero, trae tu hacha y rompe la lumbrera. El carpintero vacila. No comprende. Levanta el hacha de mala gana y

acaba por obedecer. Una vez rota la lumbrera, clavamos tablas a través como para remediar los daños de una tempestad. Ropa mojada fue esparcida por el camarote y vertimos cubos de agua dentro de los cajones y de los colchones. Los mismos papeles fueron cuidadosamente embalados en papel secante húmedo, de manera que se extendiera uniformemente la tinta. No habría que dar ninguna explicación. La lumbrera rota sería suficiente.

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Continuábamos esperando la orden de partida. El 19 de diciembre, un torpedero llega y ancla a nuestro lado. Habíamos izado el pabellón noruego. El torpedero lanza una canoa al mar. Un oficial se presenta a bordo del Irma, con uniforme y abrigo de pieles muy elegante:

—¿Dónde está el capitán? Tengo una orden para él. Había yo introducido en mi nave el servicio civil campechano y las

voces de mando se dictaban en noruego; a mí me llamaban el gubben (capitán). Durante nuestras tres semanas de espera nos había crecido la barba. Yo me había acostumbrado a andar a guisa de marino; llevaba gruesos zuecos con calcetines de lana gorda, un viejo pantalón y una gorra con orejeras. El piloto contestó al elegante oficial:

—¿El gubben? Está allí detrás. El espléndido abrigo de pieles llega hacia mí. —¿Es usted el capitán? —Un instante de estupefacción y un grito—:

¡Luckner! —¿A quién llama usted Luckner? ¿Qué es lo que ocurre? —No se burle usted de mí. —¿No ve usted mi pabellón, caballero? Soy noruego. —Luckner. ¿qué es lo que hace usted aquí? —Transporto madera para Noruega. —¿No estaba usted en el Estado Mayor? Transportar madera no es

tarea propia de un oficial del Estado Mayor. —Bien. Pero atravesar los campos de minas sí parece ser un trabajo

adecuado para el Estado Mayor. —Le ruego a usted que tenga confianza en su camarada. —¿Qué confianza quiere usted que tenga? Transporto madera. ¿Toma

usted acaso este buque por otro? El contestó: —No me procure usted noches de insomnio. ¿Qué debo comprender?

Se me ha otorgado la confianza de enviarme a usted, de modo que puede decirme cuál es su cometido.

—Transporto madera a Noruega. —Aquí está la carta que debo entregarle. Bajamos a mi camarote. Mira en torno suyo. —He aquí mi nuevo soberano y he aquí mi reina. El rey Eduardo está

también porque es el suegro de mi rey. —Luckner, haga el favor. ¿Qué es lo que debo pensar? ¿Qué

suposición puedo hacer al dejar su buque? Puede usted fiar en mi, le aseguro que guardaré el secreto.

—¿Va usted directamente a casa? —No; debo esperar primero en Heligoland.

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Las precauciones estaban tomadas; era acertado que él hubiera de esperar.

—¡Pues bien, siéntese! Voy a decírselo: soy crucero auxiliar alemán. Se levantó, y me contestó con tono seco: —¿Me toma usted por un imbécil? ¡Le doy gracias por su acogida y le

deseo buen viaje! Y se marchó, incapaz de creer la verdad. Abro la carta: «Parta cuando quiera.» ¡Qué dichoso instante aquel en

que di a conocer ese despacho a mis marineros!

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CAPÍTULO X

Forzando el bloqueo inglés

A través de los campos de minas. Cruzamos las líneas del bloqueo inglés. Rumbo a Islandia. Frío. En pleno Atlántico.

Éramos dueños de nosotros mismos. Un rumor alegre subía del buque. Se acabaron los negros presentimientos de la víspera. Llamábamos con todos nuestros deseos al viento del Sudoeste. El 20 de diciembre, inspección y ensayo general; revista de cadenas y cordajes: repaso de los papeles aprendidos por los marineros. Nos fingíamos ser el oficial de visita: «¿Dónde ha comprado usted ese lápiz? —Compré una docena en Cristianía. —¿Tiene usted hermanos y hermanas?» Acabé por saber de memoria todas las contestaciones. No aparecía nada alemán desde la cala hasta la punta de los palos. El Wolf y el Moewe no tenían necesidad de tal disfraz. Si un crucero enemigo se acercaba, bajaban el pabellón neutral, levantaban el pabellón de guerra alemán y contestaban con un torpedo o con un proyectil; pero nosotros no teníamos tal recurso y el mal tiempo podía retenernos durante semanas entre Inglaterra y Noruega.

El 21 de diciembre, un ligero viento del Suroeste se inició. Nos pusimos a punto ensayando el timón y calentando el motor. Las primeras explosiones alegraron nuestras almas, el áncora remontó y abandonamos el estrecho paso del Norderaue. Tocamos un banco de arena en el cual no había, en la marea alta, sino un pie de agua más que nuestro propio calado. Retemblaron los mástiles, pero nada se rompió. El astillero había sabido construirnos una sólida «Aguila del Mar».

Una vez fuera del Norderaue, desplegamos las velas. Era un día de diciembre triste, húmedo, frío. El mar despertaba lentamente. Nuestros 2.600 metros cuadrados de lona se habían desplegado por completo en nuestros mástiles de 50 metros de altura. Corríamos a toda velocidad a lo largo de la costa alemana, a los acentos del «Deutschland über alles» y de la vieja canción de los marinos «La Paloma».

Atravesamos la línea de las patrullas alemanas. ¡Cuál fue su sorpresa ver que un navío de Comercio surgía de la niebla! ¿Un velero? ¿Adonde irá? Las patrullas eran numerosas, pues efectuaba el relevo de Navidad.

A pesar de su prisa por volver al puerto, algunos, en su entusiasmo, nos acompañaron cierto tiempo; pero nuestras velas hinchadas, ayudadas por el motor, nos imprimían tal velocidad que renunciaron pronto a seguirnos. Más de un camarada, si le hubiéramos pedido que compartiera nuestra suerte hasta el fin, hubiera preferido la fiesta de Navidad con su familia a ese viaje a merced de los vientos, hacia la muerte o el

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cautiverio. Alegraos, amigos míos, dé volver a vuestra casa y pensad en nosotros en la tibia atmósfera de la velada. ¡Cuántos peligros nos acechaban en esa mañana triste: las minas, los submarinos ingleses o alemanes, las patrullas de bloqueo, los cruceros enemigos! Pero nuestro solo pensamiento consistía en forzar las líneas de bloqueo.

A las diez de la noche pasábamos por delante de Hornsriff. Seguimos a lo largo de la costa danesa. A las ocho de la mañana, debíamos encontrarnos delante del Skagerrak, con el aspecto, para el enemigo, de salir de puerto neutral. De pronto el viento salta al Norte; imposible continuar nuestro camino. ¿Retroceder? No queríamos. A la derecha, la tierra. A la izquierda, los campos de minas. «¡Todo a babor!» Cada cual se pone su chaleco de salvamento. La suerte nos favorece; pasamos por los intervalos y nos encontramos, intactos, en el mar libre. La brisa refrescaba. Pronto estuvimos a la vista de la costa inglesa.

El marino es supersticioso. Algunos días después de haber recibido el mando del Seeadler, y en recuerdo de la maravillosa intangibilidad del Kronprinz en la batalla del Skagerrak, había visitado a la princesa heredera para rogarle que fuera igualmente nuestra madrina o nuestro ángel custodio en aquel peligroso viaje. Después, los numerosos preparativos habían absorbido nuestra atención: pero la noche misma en que me instalaba a bordo y decía adiós a la Patria, con el corazón lleno del peso de mi responsabilidad, de la imagen de las minas y de las patrullas de bloqueo; es decir, algunos instantes antes de la partida, dos ordenanzas acuden entre las sombras, gritando: «¡Correo de la Corte!» «Un paquete recomendado». «Urgente.» «Potsdam, Palacio de Mármol.» El remolcador suelta su amarra y la Patria empieza a alejarse. Bajo a mi camarote, abro el paquete con mano febril; es el retrato de nuestra señora la princesa heredera, con mi ahijada la princesa Alejandrina en brazos. Pude leer una dedicatoria a la luz indecisa de la lámpara: «Dios proteja al barco de S. M. Seeadler.» ¡Qué alegría! ¡Qué confianza! Colgué el retrato de la princesa heredera al lado del rey Eduardo y del rey Haakon, dispuesto a hacerle desaparecer cuando una astucia de guerra nos obligara a disimular nuestro orgullo alemán. Fue nuestro ángel custodio en la tempestad y en la batalla y no solamente el nuestro, sino el de nuestros enemigos, pues ni entre ellos ni entre nosotros hubo ni muertos ni heridos en el decurso de nuestra aventura. Cuando nuestro navío se perdió, todos mis muchachos fueron salvados, y el retrato recogido entre los despojos volvió, con aquéllos, a Alemania.

El 23 de diciembre fue un día del cual se acuerdan todavía en nuestras costas, a consecuencia del huracán que reinó. Padecimos su violencia. El viento del Sur nos había permitido avanzar bastante de prisa a lo largo de

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la costa inglesa, cuando saltó al Suroeste con brusco descenso del barómetro. De hora en hora la brisa refrescaba y se convertía en tempestad. Llevábamos todas nuestras velas, hasta las de juanete y de sobrejuanete. La tempestad iba a permitirnos hacer dar a nuestro buque toda su velocidad y la saludamos como una suerte dichosa, en el momento en que debíamos pasar las principales líneas de bloqueo. Corríamos, pues, a toda velocidad, con la borda de estribor por debajo de las olas. Imposible andar sobre cubierta; era preciso marchar sobre la punta de babor, asidos a los cables tendidos de punta a punta. La arboladura parecía a punto de romperse; se reforzaron las escotas con cadenas. Nos atrevíamos a todo, pues no éramos responsables ante ningún otro armador que el Emperador. Que cayera todo el aparejo era menos peligroso que el de una visita con nuestros documentos estropeados. La tempestad silbaba y aullaba a través de las cuerdas; aquí y allá, en lo alto, se rompía una escota; en algunos minutos la tela crujió por todas partes y voló por encima de las olas. Marchábamos a 15 millas por hora. A las once de la noche atravesamos la primera línea del bloqueo. Catalejo en mano, mirábamos a través de la obscuridad. No había ni un barco a la vista. Avisado por el descenso del barómetro, el enemigo se había retirado al abrigo de las islas. Estábamos solos. Aprovechando la ocasión ofrecida, cabeceando a toda velocidad bajo el impulso del motor, de las velas y de nuestra buena suerte, dejábamos detrás de nosotros una blanca estela. A cada minuto aumentaba la tempestad y con ella la acción sobre los obenques, brandales y escotas; todo rechinaba como las cuerdas de un instrumento con tensión excesiva.

El barco se escora más y más. Es imposible estar de pie sobre la cubierta. Nos sentamos sobre la borda o sobre las claraboyas. Mis dos perritos, Piperlé y Schnäuzchen, habían abandonado el suelo, harto inclinado para instalarse sobre una almohada noruega que estaba de plano sobre el mamparo. Un velero puede inclinarse sin peligro como un pelele, pues siempre vuelve a levantarse. Únicamente el mar es de temer, pero no podía causarnos gran peligro, ya que corríamos bajo el viento de Inglaterra. Navegábamos por lo demás con todos los fanales encendidos, verde a la derecha, encarnado a la izquierda y la conciencia pura. El mar corría por la popa. De vez en cuando, fuertes olas caían sobre cubierta para salir en forma de cataratas, por la borda. Los dos timoneles tienen que ser atados al gobernalle. La presión ejercida sobre las velas hacía retemblar todo el buque. Cada cuatro horas ganamos un grado de latitud. Reloj en mano, calculamos: «Ha pasado la primera línea, ahora la segunda, a medianoche llegaremos a la línea principal del bloqueo, entre las Shetlands y Bergen. Todavía falta una hora. A cada relevo: «¿Habéis

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visto un inglés? —¡No!» A las once y media, nada; a las doce menos cuarto, nada. ¡A la medianoche, nada! Pasamos la línea principal. Nadie. Todavía un cuarto de hora, media hora, ¡nadie! El viento era decididamente amigo nuestro. Pensábamos que el camino derecho es el más corto; utilizando el huracán podíamos pasar entre las Orcadas y las Shetlands; esto nos evitaría algunas millas. Vamos, proa al Oeste.

En el momento de cambiar de dirección, el viento salta ocho cuartos y viene del Oeste-noroeste. Era como una advertencia de Dios: no pasaríamos. Y fue así como nos vimos arrojados hacia Islandia.

No podíamos hacer más que dejamos ir a la deriva hacia el Norte. Antes hundirnos entre los hielos que ir a dar contra las líneas de bloqueo de las Shetlands o en las cercanías del Kirkwall. Las violencias de la Naturaleza son menos peligrosas que las del enemigo y. sobre todo, que las preguntas por T.S.H. Al día siguiente interceptamos un radio indicando que el huracán había arrancado en Alemania los techos de muchas casas y que no pocos barcos habían roto sus amarras en Emden y Wilhelmshaven.

Empezó un frío terrible. Habíamos salido del Gulf Stream12y el sol, que salía a las once, se ponía a las once y media. El mar, libre, era más pesado y el agua de las olas, corriendo sobre cubierta y por entre nuestro cargamento, se transformaba en carámbanos. Las cuerdas heladas no corrían a través de las poleas. Tratamos de deshelarlas por medio de ácidos: pero en vano. Las velas bajas estaban tensas como maderos. Las escotillas secretas estaban heladas y los cuarenta hombres de abajo no podían salir y los veinticinco de arriba no podían tenderse en sus literas.

Durante cuatro días y medio tuvimos que permanecer sobre cubierta. Yo descansé un poco en el cuarto de derrota, comiendo de cuando en cuando un bocado, con la boca rígida por el frío. Se resbalaba sobre cubierta; todo lo que se tocaba era de hielo. Únicamente a proa y a popa hervían constantemente dos calderos de grogs. ¡Qué agradable zumbido y qué alegre ruido el de la cobertera levantada por el vapor! Bajando del exterior, se empezaba por echar un buen vaso de ron en el agua caliente y luego se deshelaban las manos y las mandíbulas. El grog lleva en Hamburgo el apodo de «rompehielo»; nunca he comprendido mejor el porqué del remoquete. Las gentes que hablan de grog en Alemania no saben lo que es. Para saberlo verdaderamente, es preciso beberlo en el país donde el sol no aparece, con una nariz y una boca transformadas por el hielo en hocico de morsa.

12 Corriente del Golfo, que sale del Caribe y termina en el Atlántico Norte.

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Incapaces de halar de una escota, íbamos a la ventura. Extraña impresión no ser el dueño de un buque helado. ¡A la merced de Dios! Nuestra suerte estaba en manos del Klabautermann13 ártico. El viento nos procuró el placer de verle saltar al Norte. Armados de picos y de hachas, nos desembarazamos de nuestra corteza de hielo y el buque, por fin manejable, flotó pronto sobre las aguas más apacibles del Atlántico, después de pasar entre las islas Feroe e Islandia.

13 Duende de la mitología nórdica que ayudaba a los marinos.

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CAPÍTULO XI

Angustias durante una inspección inglesa en alta mar

¡Crucero auxiliar enemigo! La comedia de la mujer del capitán. Los documentos mojados. Pasamos por noruegos. Peligro de hablar sin necesidad. Por un tris no volamos por los aires. Otro peligro imprevisto. Libres de nuestros engañados enemigos.

Amanecer del 25 de diciembre. Se habían acabado las pruebas, las líneas de bloqueo y los hielos; el mar libre se extendía ante nosotros lleno de promesas de aventuras guerreras, pero he aquí que a las 9 h. 30 m. el vigía anuncia: «Vapor a popa.»

¿Un vapor en estas regiones? No puede ser más que un crucero. Me encaramo junto al vigía. Era un gran crucero auxiliar. ¡Qué desdicha después de tanta suerte!

«A disfrazarse.» Eso quería decir: los que no saben el noruego que bajen a la bodega en

uniforme, arma al brazo, fusil o granada, y dispuestos a pegar fuego a la mecha de explosión en el pañol de granadas de proa; en la cámara del motor, en el centro del buque, y a popa, en la cámara de explosivos.

Pero antes que la pólvora, tenía la palabra la comedia. Por última vez reuní a mis muchachos: «Hemos soportado las pruebas de las minas, de la tempestad, del hielo y de la niebla; nos falta atravesar una. ¿Tenéis confianza en vosotros mismos? Nada de excitación. Los de babor que estén en sus literas. Los de estribor sobre cubierta. Cuantos menos seamos, mejor. Cada cual que trabaje y que nadie mire en todas direcciones. Tranquilidad y procurad imitar el aspecto de los noruegos.»

El crucero nos dirige una señal. Les digo a mis hombres: «Es inútil obedecer en seguida, muchachos: un viejo noruego tiene malos catalejos.»

El camarote se halla en estado de recepción, con los cajones por el suelo, todo lleno de agua; la ropa blanca secándose, los documentos sacados de los húmedos secantes. En una palabra, la escena de la humedad. «¡Y ahora, Juanita, prepárate a aparejar!»

Uno de nuestros principales triunfos en nuestro juego era la “mujer tapada”. Los oficiales ingleses son galantes con las señoras y cuando un capitán lleva su mujer con él, es que tiene la conciencia limpia y no transporta contrabando. Los capitanes alemanes no lo hacen apenas, pero

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tal es la costumbre en Noruega y en otros países. Había a bordo un marinero de dieciocho años que tenía una cara muy adaptable a tal papel; él no podía creer que gracias a su cara debía su embarque en el Seeadler. Trajes de mujer y una peluca rubia habían sido comprados en secreto. Le iban perfectamente y no faltaba nada a su figura para que tuviera buen aspecto. El único defecto eran los zapatos. ¡Schmidt tenía un pie tan grande!... La falda era lo más larga posible; tanto peor para la nueva moda. «Vamos allá.» Juanita quedó rápidamente transformada, bien arrebolada e instalada en el sofá con una manta echada sobre los pies enormes y la perrita Schnäuzchen tendida sobre aquélla. La perra, por lo menos, cómodamente instalada, permanecería tranquila y no ladraría, mientras que el perro, Pi- perlé, hubiera armado un escándalo cuando subieran los extranjeros.

Pero todo puede disfrazarse, menos la voz. Era preciso inventar algo. Nos decidimos por el dolor de muelas. Con un pañuelo en torno de las mejillas, un puñado de algodón en rama en la boca, tan grande que el pobre diablo, con la mejilla espantosamente tensa, no tenía necesidad de fingir para ofrecer a la vista una cara torturada.

No era, por otra parte, la primera vez que Juanita se había disfrazado y así habíamos tomado de ella una fotografía, cuya aplicación habíamos colgado en el mamparo del camarote con esta dedicatoria: Mange Hilsner (Mil felicidades) Din Dagmar, 1914.

Todo estaba ya en orden cuando notamos el abominable olor del motor. Había funcionado continuamente y el cargamento de madera impedía la ventilación. El papel de Armenia y el agua de Colonia hubiesen sido inútiles. Entonces hicimos echar humo a la estufa de petróleo y a la lámpara, y la mezcla de esos dos hedores fué pasable; pero la pobre Juanita quedó cubierta de hollín.

Vuelto a cubierta me pareció imposible seguir desconociendo la señal. Por otra parte, el inglés, acabada la paciencia, nos envió una granada que cayó ante la roda. Era necesario decidirse a comprender. Nos paramos tranquilamente y el crucero se acerca. Es el Avenge, de 18.000 toneladas. Todos los cañones y todos los catalejos estaban dirigidos hacia nosotros. ¿Qué significaban todos aquellos preparativos contra un pequeño velero neutral? Un crucero alemán no habría hecho tantas cosas raras. ¿No era sospechoso? ¿Se nos habría traicionado? No podíamos respirar casi. El gigante se para y nos grita con la bocina: «Vamos a visitaros.» Diablo, parece que nos hayan echado una ducha de agua fría. Bajo al camarote para ver por última vez si todo está arreglado. Una inquietud febril me agitaba. ¿Habríamos sido traicionados? Allí estaba el coñac que mi amigo Conrado Jäger, el gran comerciante de vinos hamburgués, me dio para el

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caso de que tuviera que sufrir un examen. Tenia cien años de fecha, era un Napoleón con la «N» en la botella. «El alcohol que agradaba a Napoleón cuando se batía contra los ingleses, quizá te guste también un día.» Hago saltar el tapón y me meto el gollete entre los labios. ¡Gluc, gluc! Cuantos temores tenía, desaparecen. Con la mascada de tabaco en la boca y un poco de saliva negra en la barba, vuelvo a subir a cubierta. A los marineros les doy también coñac para calmarles. «Todo depende de vuestros nervios, muchachos. No os intimidéis. Al enemigo que queremos combatir es preciso recibirlo en nuestra cubierta como buenos neutrales que somos y mirarle tranquilamente a los ojos. Todos para uno, uno para todos. Desempeñad bien vuestro papel; yo soy vuestro viejo capitán.»

Todo estaba previsto en el comedor: el gramófono estaba sobre la mesa: «It’s a long way to Tipperary»14. Era preciso poner de buen humor al enemigo. Un marinero de servicio estaba junto a la puerta del comedor con una botella de whisky y un vaso de cerveza. Pensábamos que los Tommys15 irían en seguida hacia la cocina. No se debía desperdiciar la ocasión de turbarles un poco la vista, demostrándoles nuestra amistad.

Llega una canoa a remo. Con una cara llena de indiferencia mis muchachos preparan el atraque. Yo les lleno de juramentos noruegos para animarles. Dos oficiales suben con algunos hombres.

—Happy Christmas, Captain. —I am the Captain, mister officer. (Sir hubiera sido demasiado

distinguido.) —Happy Christmas, Captain. —Oh! Happy Christmas, mister officer! Si baja usted a mi camarote

verá qué lindo Noel hemos pasado. —¿Tempestad? —Crea usted que no hemos desperdiciado ni una migaja. —Poor Captain! Estábamos al abrigo de las islas. —Sí —pensé—, es verdad que no os hemos visto entonces. —Querría ver sus documentos, Captain. Mientras bajábamos (el segundo oficial también me había felicitado

las Pascuas), el gramófono empieza a vociferar: It’s a long way to Tipperary. Con cara alegre silban a compás; la atmósfera era decididamente simpática. Entrando en mi camarote, les fue preciso

14 Hay un largo camino hasta Tipperary, canción muy popular entre las tropas

británicas en la Primera Guerra Mundial. 15 Apelativo dado por los alemanes a los soldados ingleses en general.

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encorvarse para pasar bajo la ropa tendida. La mezcla de hedores les provocó accesos de tos. El primer oficial se detiene viendo a Juanita:

—Your wife? (¿su esposa?). —My wife, mister officer. —Perdónenos usted —dice galantemente—, señora. Debemos

molestarla durante un momento; pero es preciso que cumplamos con nuestro deber. Juanita contesta con su voz más fina: «All right» El inglés mira la puerta rota, los muebles húmedos:

—¡Bondad del cielo, Captain, qué tiempo ha tenido usted! —No se preocupe por ello, señor oficial, el carpintero lo arreglará. Lo

que me molesta es que se me han mojado todos los papeles. —¡Bah, capitán!, es muy natural que sus documentos estén mojados,

cuando el barco está casi deshecho. —Usted tiene consideración, pero si llega otro quizá me fastidie. Los

papeles es preciso que se conserven tanto tiempo como el buque. —Daré mi testimonio —dijo para calmar mi inquietud—. Ciertamente

pueden estar ustedes contentos de no haberse ido a pique. —Crea que le quedaré reconocido por su testimonio —le contesté. Toma de su cartera un libro con el modelo de todos los documentos

que debía examinar. Muchos navíos figuran ya en la lista. El Seeadler recibe también su noticia, y espero que buena. A medida que me pide los papeles se los presento y hace con la cabeza una señal de inteligencia. Durante aquel momento, el segundo oficial contempla al rey Eduardo y los hermosos paisajes y compara respetuosamente el retrato de mi mujer con el original. Afuera se oye reír a los marineros que beben ron, y el hombre del gramófono hace girar incansable el Tipperary. El oficial no miraba apenas los pliegos que le daba: «All right, Captain; that is all right» Y anotaba en su carnet a toda velocidad. Yo enviaba gargajos al salón al mismo tiempo que mostraba nuevos papeles: «Here, please, mister officer, please here» La impresión era excelente. Todo iba muy bien. ¿Cómo podía suponer el pobre hombre que marchaba sobre puntas de bayoneta? Pues mis valientes muchachos esperaban vestidos de uniforme y arma al brazo.

A mi lado estaba Pries, mi ayudante de campo, un magnífico segundo noruego con su talla colosal. Con el rostro impasible, representaba admirablemente su papel: «Where are your cargo papers?» El segundo los traía lentamente, pues estaba allí para ello y el capitán no debe hacerlo todo. Eran nuestros únicos papeles que no habían sido falsificados dos o tres veces. El cargamento estaba indicado en detalle con destino al Gobierno inglés en Australia. La firma decía: Jack Johnson, British Vice Consul.

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—Captain, your papers are all right. —Celebro que mis papeles estén en orden y es preciso que lo estén...

—y cometo entonces mi primera torpeza. En mi alegría, se me escapa la mascada de tabaco, quiero detenerla,

pero no puedo más que refrenarla y la siento cómo baja lentamente a lo largo de mi tubo digestivo. Hago todos mis esfuerzos para que el inglés no note que el capitán se marea. ¿Cómo era posible que un viejo noruego pudiera marearse? Pregunta por el diario de a bordo, y el teniente Lüdemann lo trae. El inglés lo examina con cuidado. ¡Maldición! hemos estado anclados tres semanas. ¿Lo notará? Nuestra suerte está en juego; y la mascada sube y baja en mi tubo digestivo. ¡Antes la noche y el hielo que un minuto semejante! Para evitar su atención, le digo a Lüdemann:

—¡Qué hermoso abrigo de piel de camello lleva el señor oficial! He aquí lo que deberíamos tener contra el frío.

—No —dice el oficial—, contra la humedad. Y continúa hojeando el diario de a bordo. Examina las primeras páginas, la compra del aparato para el áncora, y

pregunta por fin: —¿Qué es esto? ¿Por qué diantre han estado ustedes tres semanas

anclados? Luchando con mi mascada siento que el miedo me invade. Entonces

Lüdemann contesta tranquilamente: —Porque el armador nos hizo decir que retardáramos nuestra partida a

causa de los cruceros auxiliares alemanes. ¡Cuánto bien me hizo la impasibilidad de aquel hombre sencillo! El

oficial vacila y se vuelve hacia mi: —¿Cruceros auxiliares alemanes? ¿Sabe usted algo acerca de las

fuerzas alemanas? —Ciertamente. Sentía el estómago algo más aliviado después que Lüdemann habla

salvado el escollo y pensaba: «Vamos a contarle algo bueno.» —¿Ha oído usted hablar —continué— del Moewe16 y del Seeadler?

Además quince submarinos alemanes están en camino. Esto es por lo menos lo que nos ha hecho saber el armador. Estábamos muy inquietos con nuestro cargamento inglés.

El otro oficial parecía tener prisa. Miró el reloj y dijo a su camarada: «Well, we are in a hurry.» Nuestro interrogante se levantó y, cerrando los libros, dijo: «Well, Captain, your papers are all right. Pero tiene usted que esperar todavía una hora y media hasta que le demos la señal de

16 Ver Apéndice I.

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partida.» Saliendo, me señaló con el dedo la perrita Schnäuzchen: «Looks like a german dachshound.» Yo pienso: «Ah, Dios mío, déjala tranquila sobre los pies de Juanita. Si no has encontrado otro alemán que este basset, todo marcha bien.»

Llegamos a cubierta, los ingleses bajan a su canoa. Yo escupo mi mascada a lo lejos, por encima de la borda. ¡Qué alivio! Pero faltaba aún lo más duro.

«¡Tiene usted que esperar una hora y media todavía!» Mientras acompañaba a los oficiales a la escala, un pesimista, cogiendo aquellas palabras al paso, dijo: «¡Entonces estamos perdidos!» Los muchachos, que están abajo mandados por el oficial Kircheiss, atentos a cuanto se ha dicho en el camarote, han oído: «Estamos perdidos.» Estas palabras circulan de proa a popa y se les ocurre encender la mecha de explosión. Dura siete minutos. Ignoramos arriba que aquella chispa está andando; estamos contentos, por lo contrario, de que todo haya pasado bien. El oficial inglés se aleja, dándome un apretón de manos, y repitiendo:

«Well, esperen ustedes hasta que el crucero les dé la señal de partida.» Volviendo la espalda al enemigo, Kling, el segundo, con su cara

cuadrada de oso polar y sus dieciocho palabras de noruego, da a los marinos que están en la arboladura las órdenes necesarias para permanecer al pairo. Pero el velero no puede permanecer quieto como un vapor que detiene su hélice. Continúa siempre moviéndose lentamente. Cuando la canoa del crucero inglés trata de desatracar, el resto de nuestra velocidad la aspira y he aquí que deriva hacia popa. Peligro imprevisto: si los ingleses llegan a colocarse bajo la popa, advertirán nuestra hélice, la hélice de aquel motor de mil caballos del que no se habla en ninguno de nuestros documentos. Un momento más y estamos descubiertos.

Ruego al lector que no alabe mi presencia de ánimo: mi acción fue dictada únicamente por la desesperación. Corriendo hacia atrás, cojo al paso un cabo cualquiera y lo echo lo más torpemente posible a los enemigos como para ayudarles a separarse de nuestro barco: «Take that rope, mister officer.» El cable se agita como un látigo sobre las cabezas de los ingleses, y he aquí que todos levantan la nariz al oírme, lo cual vale más que si miraran nuestro codaste. La canoa desatraca, por fin. y el oficial me da las gracias por mi ayuda, expresando su descontento por la torpeza de sus marinos: «I only got fools in my boat.» Tú si que eres tonto —pensé yo. ¿Pero habría sido acaso yo más listo estando en su lugar? En verdad, una Academia británica ha declarado después durante una sesión consagrada a la utilidad del estudio de las lenguas que los oficiales del crucero no habían podido caer en nuestra emboscada sino por su total ignorancia del noruego.

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¡Qué suspiros de alivio! Bajamos las escaleras para dar las buenas nuevas a los camaradas encerrados en la bodega heroica.

Doy un taconazo sobre la trampa secreta, gritando: «¡Abrid!» Nadie contesta. «¡Vamos, abrid!» Se oye una orden en las

profundidades. «¿Qué es lo que pasa? ¿Están locos?» Yo vocifero con todas mis fuerzas: «¡Abrid, todo va bien!» La trampa se abre. Un rostro trastornado me mira, se hunde y desaparece, y oigo el ruido de una carrera precipitada hacia proa. Pero ¿qué demonios pasa? Acabo por saberlo. Se cierran las válvulas y se extingue la mecha que debía hacernos saltar tres minutos después. ¡Linda impresión! ¿La mecha encendida? Pero, en fin, ¿cómo ha podido ocurrir eso?

Por fin pude enterarme, en medio del tumulto, de lo que había pasado y buscar al autor del «Estamos perdidos». Se me presenta y le abrumo de reproches.

«—Pero, comandante, no he gritado nada a los de abajo. Me lo he dicho sencillamente a mí mismo. Esperar una hora y media significa que estamos perdidos. Van a preguntar a Kirkwall si el Irma ha partido de Noruega, y advertirán que el Irma no existe.» Tiene razón. Nuestros documentos están en orden; entonces ¿por qué esperar? Con el corazón como entre unas tenazas, volvemos a subir a cubierta. El primer teniente expresa el mismo temor. El radiotelegrafista se instala en su aparato, cuyas antenas están disimuladas entre el aparejo. Oímos ya en la mente el zumbido de la pregunta: «¿Ha salido ya el Irma?» Tengo en la mano el libro de señales y el catalejo para recoger la señal tan pronto como suba. Lástima que no tenga veinticinco dedos para hojear más aprisa. El sudor de mi mano ensucia la página. Quietos en la cubierta, sólo tenemos ojos para el crucero. «¿Salvaremos nuestro buque?» Ahora es cuando se dejan sentir las noches sin sueño, el agotamiento de las fuerzas. Los minutos son cuartos de hora. He aquí la señal que sube. Tiembla mi mano al empuñar el catalejo; tres, cuatro cruceros se agitan ante mis ojos; ninguna señal. El segundo toma el catalejo; tampoco ve nada. Entonces el viejo Lüdemann lo toma a su vez y se apoya tranquilamente sobre la borda. Estamos suspensos de sus ojos y de sus palabras. No podemos más; nuestros nervios están deshechos; por fin ha reconocido la señal:

«T.M.B.» Hojeamos: —Planeta, ¡qué bobería! No puede ser eso. Mire usted aún. Nueva prueba de nuestra paciencia. Se trata de contener la respiración

para ver mejor. «T.X.B.» Volvemos a hojear el libro; aspiro con fuerza:

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«Continuad el viaje.» ¡La libertad! Una sensación indescriptible que parece aspirar la alegría

y expulsar el agotamiento de nuestra mente. Dijérase que el corazón tiene dos válvulas. ¡Aprisa abajo, para tranquilizar a los valientes de Kircheiss y para impedirles que enciendan su segunda mecha!

—Estamos salvados, muchachos. Continúa el viaje. Todos nos estrechamos las manos. «No cometáis ninguna

imprudencia. No subáis todavía a cubierta.» El crucero está en marcha. Pasa cerca de nosotros. Ya no se ven ni catalejos ni cañones apuntados. Una nueva señal sube al mástil, pero ésta es muy conocida y no tenemos necesidad del Código para comprenderla: «Buen viaje.» ¿Qué se puede pedir más a un enemigo? Bajamos tres veces nuestro pabellón noruego e izamos la señal «Gracias». El crucero se aleja bajo las miradas de les muchachos que abajo tienen los ojos pegados a las lumbreras.

—¡Ah, John Bull, qué bien te hemos fastidiado! Ese «Buen viaje» lo recordaremos, es todo lo que necesitamos, y de nuevo nos estrechamos las manos. Todos me rodean: «Buen viaje, capitán.»

—Ahora, muchachos, vamos a celebrar la Navidad; bien lo hemos ganado. ¿Qué es lo que preferís? ¿El Irma o el Seeadler? ¿Queréis llevar trajes de neutrales o uniformes del Emperador?

—Bajo la bandera alemana, en el Seeadler. —Pues bien, ¿sabéis lo que nos queda por hacer? Echar toda la carga

por sobre la borda. A pesar de la fatiga que sentíamos, todos nos pusimos al trabajo como

negros. Los nudos saltan, las vigas vuelan y caen al mar. La cubierta que costó ocho días de trabajo llenar de carga se encuentra limpia en tres horas. El cañón se puso en batería e hicimos un disparo de prueba. Durante este tiempo yo arreglaba el árbol de Navidad que nos llevamos de Alemania. Si alguna vez tal tarea fue realizada con verdadero amor, fue aquel día mientras pensaba en mis valientes marineros. Teníamos una porción de regalos. ¡Qué profusión! En el momento en que acabé, me anunciaron: «La bandera ondea, el cañón está montado, el buque de S. M. Seeadler está presto.» Relucientes en nuestros hermosos uniformes, no todos pudimos encontrar sitio en el salón, sino subiéndonos sobre las mesas.

¡Qué Navidad! Los cuadros que eran ya inútiles fueron quitados y los reemplazamos por aquellos que convenía exponer. Una corona rodea la imagen de nuestro ángel custodio, otra la del Emperador. Nuestros pensamientos van a nuestras familias; nadie de los nuestros sabía dónde estábamos. Cada milla recorrida nos alejaba de la Patria, de la que no podíamos esperar ningún socorro. El enemigo nos rodeaba por todas

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partes, pero queríamos hacer honor al nombre alemán y patentizar al mundo lo que puede la voluntad alemana en un pequeño grupo de 64 hombres.

Al día siguiente de Navidad el viento nos llevó hacia el Sur. ¿Qué habríamos hecho si se nos hubiera reconocido como

sospechosos? El crucero inglés, bien lo sabíamos, nos hubiera enviado hacia el puerto de visita bajo la guardia de una tripulación de presas. Para permitirnos entonces recobrar nuestra libertad sin verter demasiada sangre, el doctor Claussen, de los astilleros Tecklenberg, había imaginado el dispositivo siguiente: El suelo del salón debía ser independiente del resto del casco y colocado sobre una plataforma metálica suspendida en una prensa hidráulica, a modo de un ascensor. En este departamento, el Estado Mayor enemigo hubiese elegido naturalmente domicilio. Supongo que seis o siete ingleses hubieran permanecido sobre cubierta para vigilar nuestra tripulación civil.

Una vez alejados del crucero, yo me ponía mi uniforme alemán oculto en un armario de los lavabos, con todas mis condecoraciones e insignias y siempre tapado con mi abrigo civil, subiría al puente para dar la señal: «¡Carga la vela de cofa! ¡Bracea a fondo!» Al oír estas palabras convenidas, mis noruegos saltarían al aparejo, tomando sus armas en los escondites de que he hablado. Un ligero campanillazo advertiría a los hombres de abajo. Un botón oprimido haría bajar el salón con sofás, mesas y sillas a una bodega donde los oficiales ingleses se encontrarían frente a quince buenas bayonetas. El pabellón imperial habría ondeado. Mis soldados hubieran salido a son de tambor y con el arma apuntada contra los ingleses. Una ametralladora aparecería en la proa y otra en la cofa. Los pobres cazadores serian cazados. ¡Esto era magnífico!

Valía, sin embargo, mucho más, que nuestro disfraz hubiese dado buen resultado, pues el salón del doctor Claussen no pudo ser terminado a causa de la partida prematura del Maletta.

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CAPÍTULO XII

En plena guerra de corso

Nuestra primera presa, En ocho semanas hundimos 40.000 toneladas. De nuevo en el Pinmore. En el Cambronne liberamos 203 prisioneros. Tempestad en el Cabo de Hornos. Huyendo de un crucero inglés. Estratagemas.

Corríamos hacia el Sur, a velas desplegadas, sin motor, con la proa hacia las Madera. A pesar de la habilidad de los maquinistas, el motor se había parado algunas veces. Los bandazos del velero habían gastado los pistones con tanto mayor motivo cuanto que el aceite de engrase que se nos dio era aceite que había ya servido. No había abundancia de él en Alemania, como tampoco de otras cosas, y como casi todo el mundo, a excepción de los capitanes de buque Grasshoff y Toussaint, nos consideraban como perdidos por adelantado, no habían querido hacer mucho gasto en nuestro favor. Navegábamos, pues, la mayor parte del tiempo con el motor parado.

Llegó, por fin, el momento de instalarnos. Las hermosas alfombras, los cuadros, los sillones, fueron colocados. En el astillero habían sido generosos. Teníamos asimismo la Enciclopedia Meyer, que nos informaba acerca de todas las especies de peces y que servía de árbitro en las discusiones eruditas desarrolladas a consecuencia de la larga vida a bordo. La cubierta y las cámaras fueron pintadas de nuevo y el piso fue frotado para que se comprendiera bien que estábamos en un buque de guerra alemán. Era preciso demostrar que se cuidaba uno de todo: todo quedó limpio, reluciente y en su sitio. ¡Qué sentimiento de alegría y de libertad experimentamos viendo curvarse los «ciruelos» —que así llamábamos a los palos— bajo la tracción de las velas!

Nuestra consigna era no atacar más que a los veleros Contra los vapores podíamos haber tenido un disgusto. Quizá por esa razón se nos había dado un armamento tan débil. De nuestros dos cañones, no podíamos emplear más que uno a la vez contra el enemigo. Un fuego graneado era, pues, imposible. Pero trataríamos de sacar el mejor partido de lo poco que teníamos. La sección de artilleros se ejercitó tan bien, que la precisión de nuestros disparos debía convertirnos en un adversario nada despreciable. Sin duda no podíamos hacer la guerra en regla y la desconfianza que inspiraba nuestra empresa era bastante comprensible; pero descansábamos sobre nuestra voluntad e ingeniosidad alemanas, que son capaces de sobreponerse a todo y también sobre el efecto de la sorpresa. El bluff y la audacia serian nuestras verdaderas armas.

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Teníamos dos puestos de vigía. En lo alto del palo mayor y en el mesana; bien instalados ambos, pues únicamente un hombre bien sentado puede tener la atención necesaria. Una botella de champaña se había ofrecido al que señalara un buque. Todos rivalizaban en celo para ganar esa recompensa. ¡Qué buena tripulación! No retrocedía ante ningún trabajo y lo cumplía con la habilidad de viejos lobos de mar.

Cuando pasamos por delante del Estrecho de Gibraltar, el 11 de enero, fue señalado un vapor a babor. Era nuestro primer buque. ¡Qué excitación! No debíamos atacar ningún vapor; pero, ¿cómo diantre cumplir esa promesa, cuando todo el mundo, desde el grumete al capitán, sentíamos el mismo entusiasmo?

Izamos la señal: «Rogamos nos den la hora cronométrica.» Cuando un velero está navegando hace tiempo, la hora de a bordo no es muy exacta. Llevábamos pabellón noruego. Yo me había puesto el gabán civil que estaba continuamente al alcance de mi mano, en la caseta del timón. Los hombres de la tripulación que llevaban armas estaban en cuclillas detrás de la borda.

El vapor se acerca izando la señal: «Comprendido.» Venía del lado del viento. ¿Es un inglés? No se ve su nombre. Entonces es un inglés, pues han perdido su nombre en la guerra; la construcción parecía también inglesa. Se acerca siempre al buque noruego para darle la hora: «¿Hay que atacarlo?» —pregunté yo a los hombres que miraban por los escobenes. «Seguramente; es un inglés.» «Pues bien, prepararse.» El tambor resuena. El cañón aparece. La bandera alemana sube a lo alto, la señal baja. ¡Un proyectil sobre la proa! ¡El primer cañonazo disparado sobre el enemigo!

¿Qué es eso? En lugar de acobardarse levanta el pabellón inglés. Otro proyectil: ¡buum!... Vira de bordo y quiere huir. Un proyectil pasa por encima de su chimenea, otro por la proa; para, lanza una lancha al agua y el capitán Chewn sube a bordo: Gladys Royal, transporta 5.000 toneladas de carbón de Cardiff a Buenos Aires. El viejo canoso me suplica: «Permítame usted que mi viejo barco continúe su camino; voy a un puerto neutral y tengo mujer e hijos.»

—¿Cree usted, mister Chewn, que un navío alemán en su situación habría salido mejor librado?

Explicó por qué no había obedecido al primer aviso. Creía que tirábamos con pólvora sola, según la antigua costumbre, para comparar la hora. Por su parle, había arbolado el pabellón inglés para darnos su hora al bajarlo. Al segundo golpe, el cocinero había visto la granada caer en el mar; había dicho que se trataba de un submarino, y por eso el Gladys había emprendido la fuga. Únicamente al tercer cañonazo había advertido

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la llamarada de nuestro cañón y nuestra bandera. «By Jove! That’s the best catch I ever saw»17.

Envié al capitán a su bordo, con Pries y un destacamento. La tripulación empaquetó sus ropas y cuanto los convenía guardar y todo ello se trasladó al Seeadler y particularmente los excelentes víveres, con los cuales deseaba regalar a nuestros huéspedes. Los 26 ingleses y negros se instalaron en su nueva vivienda. El vapor, que seguía nuestra estela, fue rápidamente fotografiado. Valía él solo mucho más que el Seeadler; nuestra expedición no había sido inútil. Al caer de la tarde, el cartucho de explosión fue colocado a bordo del Gladys Royal. Diez minutos después de la explosión, la proa se hundía bajo el agua. La popa flotaba todavía cuando apareció un nuevo vapor que, por los fanales de posición, reconocimos por un neutral. Momento de emoción. El neutral se acerca al «lugar del siniestro». Una segunda explosión; la presión del aire ha hecho saltar el castillo de popa. Un géiser se levanta y el buque acaba de desaparecer en medio de los maderos y tablas que flotan.

Continuamos nuestro camino como un inocente velero que somos. ¡Qué estorbo esos neutrales! Si por equivocación hubiésemos visitado un navío que hubiera sido preciso soltar luego, el enemigo se hubiera enterado de la presencia de un velero alemán en corso en el Atlántico, privándonos de nuestros mejores éxitos.

Mister Chewn se admiró al verse instalado en tan buen camarote y más admirado aún de encontrarse solo allí. «Only me?», preguntó con expresión lastimosa. Le prometimos procurarle compañía bien pronto. Dreyer, el contramaestre, estaba encantado de tener al fin mano de obra para los trabajos que faltaba hacer en el entrepuente y en la cocina.

Pensando que la región era buena, pusimos de nuevo proa hacia Madera, y al día siguiente, a mediodía, descubrimos un vapor cuya ruta era perpendicular a la nuestra. No le produjo efecto nuestra señal. El motor es parado, se embraga la hélice. Avanzamos, el vapor se acerca y es posible una colisión. Ya no hay tiempo de desviarnos del camino. La única maniobra posible es acercarse siguiendo el viento, para pararnos luego, y tuvimos que hacer esto ya que el vapor, despreciando las reglas establecidas, no hacía nada por evitar el abordaje con el velero. Es un inglés: pasa a 300 metros de nuestro bordo. Izamos el pabellón de guerra y le enviamos un proyectil. Continúa su camino a toda velocidad. Segundo cañonazo. Entonces pone proa al viento, pensando que no podremos perseguirle. Empezamos a tirar a lo vivo. Las granadas estallan en tomo de él y por fin cae una sobre cubierta. Se ve a los marineros

17 ¡Por Júpiter! Es la mejor trampa que he visto jamás.

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correr en todos los sentidos, la sirena suena, la hélice se detiene. Nos acercamos; pero para castigar al capitán, que había expuesto de ese modo la vida de sus tripulantes, no botamos nuestras canoas al agua; son ellos los que deben venir a encontrarnos.

Era el Lundy Island, un grande y hermoso vapor. Las pinturas del puente estaban terminadas. Nuestro proyectil había roto la cadena del timón y no gobernaba ya. Desde el primer momento el bravo capitán se había visto obligado a ponerse a la rueda, pues los timoneles habían huido como los demás. Cuando botaron las canoas al agua, el capitán quedó solo a bordo, paseándose sobre cubierta, con su cartera de documentos.

Esos desdichados remaban tan mal que, llenos de piedad, echamos una canoa al mar. Cuando el capitán llegó, traído por la última lancha, le hice venir a popa y estaba a punto de reprocharle su ligereza, cuando llega el médico de a bordo:

—¡Hola, capitán! —¡Hola, doctor! El doctor Pietsch estaba a bordo del Moewe cuando el buque del

capitán Barton había sido apresado por ese corsario. ¡Pobre capitán! Era su primer viaje desde su liberación y creía que le íbamos a ahorcar, porque cuando su primera captura había firmado la promesa de no participar más en la guerra. Por eso demostraba tanto celo por escaparse. Tranquilizóse cuando le dije que su promesa solamente concernía a las operaciones de guerra propiamente dichas. Por lo demás, su valor le ganó nuestra estima.

El Lundy Island llevaba 4.500 toneladas de azúcar de Madagascar. A causa del mal tiempo le echamos a pique a cañonazos en vez de enviar una lancha para que pusiera un cartucho. El capitán Chewn estaba encantado del aumento de nuestros huéspedes. Entre las tripulaciones había algunos amigos también, que se reconocieron. Era gente de todas las razas: ingleses, negros, malayos. La pérdida de su buque parecía causarles mucho menos pena que la que sin duda causaría al Gobierno francés, a quien se destinaba el azúcar.

Una mañana, mientras nos deslizábamos bajo el alisio del Noroeste, aparece una gran barca con todo el velamen desplegado y se acerca rápidamente. Cuando nos ve, arbola orgullosamente el pabellón tricolor, señalando: «¿Qué noticias hay de la guerra?» Nos acercamos todavía más. Izamos la bandera de guerra y señalamos: «Poneos al pairo» El barco obedece en seguida. Echamos al mar nuestra canoa de presas y la tripulación con sus cachivaches llega a nuestro bordo.

Hay que conocer al marino francés. Siente de un modo doloroso tener que abandonar su buque. Ningún extranjero sirve en un buque francés,

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mientras las tripulaciones inglesas, escandinavas, se forman con una mezcolanza de todas las naciones. El francés tiene también otra ley marítima: la deserción es entre ellos un delito grave, mientras que en los otros países con pagar una multa de veinte marcos se sale del paso.

Era el Charles Gounod, que procedía de Durban, con un cargamento de maíz. Yo entiendo poco de música; pero mi canción favorita es: «O Magali, ma bien aimée!» ¡Qué tristeza la de hundir a mi compositor favorito! El capitán me impuso mucho, no solamente por su buena educación, sino por la sinceridad con que declaró que era nuestro enemigo. Se comportó con una corrección escrupulosa, pero evitando la más ligera apariencia de acercamiento.

Procedimos entonces al transporte de víveres. Mucho vino tinto y tres cerdos bien cebados. Como siempre, Piperlé había saltado el primero a la canoa. Desde que había un buque a la vista no se apartaba de los pescantes. Cuando llegaba al buque capturado, corría en todos sentidos para encontrar un colega. Era un animal a quien igualmente querían, a bordo, los amigos y los enemigos. No había pensado jamás que tenía un amo, sino que el universo, a juicio suyo, estaba poblado de amigos. Cada mañana daba una vuelta por el buque a fin de saludar a todo el mundo. Conocía las horas y no faltaba nunca a la de distribución de víveres. Se le veía siempre en aquel momento en compañía del oficial encargado de aquella tarea. Uno de sus cuidados era bajar a saludar a Schnäuzchen, pero ella le acogía bastante mal y, sin embargo, él no perdía su buen humor. Dejaba su tarjeta de visita ante la puerta para señalar su paso y volvía a subir a cubierta donde algún acontecimiento imprevisto requería su presencia.

Nos dirigimos en seguida hacia nuestro cuartel especial de corso, situado a los 5° N. y 30° W. Todos los veleros pasan por aquella región dejando el alisio del Sur para entrar en el del Norte. Como allí sopla un viento constante y regular, y el tiempo es siempre bueno y el aire transparente, podíamos ver desde lo alto de los palos un espacio de 30 millas de radio.

Hasta a un capitán, en viaje de novios, le ocurrió la triste aventura de caer en los brazos acogedores del diablo del mar. Advirtiendo una goleta de tres palos, pensamos que podía ser americana, pues a los yanquis les gusta esa arboladura; pero también podía ser canadiense. No estando todavía en guerra con América, preferimos arbolar el pabellón noruego para obligarle a contestar a nuestra cortesía. El capitán de la goleta empezó por no contestar, pensando: «¿Qué me importa ese noruego?» Bajamos entonces nuestro pabellón a manera de saludo y lo volvimos a izar. Viendo eso, la joven esposa del capitán reprochó a su marido su

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grosería, por lo cual nuestro vigía anunció: «El pabellón inglés sube a su mástil.»

«¡Todo a estribor!» Ízase el pabellón de guerra. Un proyectil contra la proa. Ningún resultado. Un nuevo proyectil. La goleta se pone al pairo. Era una canadiense llamada Percé. Al ver el surtidor de agua que levantó el primer proyectil a 500 metros de su roda, el capitán había creído al principio que era una ballena.

Advertimos por medio del catalejo una forma femenina que corría nerviosamente de proa a popa. Nuestra canoa fue lanzada al mar, y nuestro cortés oficial de presas, que tiene gran traza con su aspecto correcto y su estatura gigantesca para calmar a los miedosos, consuela caballerosamente a la señora. Poco satisfechos al principio de ver el sexo débil mezclado en nuestra carrera, pronto encontramos en el buen humor de aquella joven canadiense una muy agradable distracción. Hicimos, por otra parte, todo lo posible para que su estancia a bordo fuera cómoda. Ella, por su parte, consideraba aquel incidente de su luna de miel desde un punto de vista puramente deportivo. A la Percé, cargada de pescado, le costó mucho irse a pique. Acribillada a balazos, la dejamos ir a la deriva y se debió hundir a medida que su cargamento se empapó de agua.

Así hundimos barco tras barco, con miles de toneladas de mercancías. Una mañana, el vigía anunció: «Vapor a popa.» Era una gran nave que hendía poderosamente el mar. Le preguntamos, como de costumbre, la hora cronométrica. Empezó por no contestar, lleno de desprecio por aquel desdichado velero. Pero tenemos otros medios a nuestra disposición. Nuestro aparato de humareda entra en acción. Densas nubes negras mezcladas con luces de magnesio se elevan en el aire y parece que seamos presa de un incendio. El vapor vira de bordo y se acerca a nosotros. Disminuimos el humo: «¡Zafarrancho de combate!» Treinta de mis marineros armados de fusiles se esconden detrás de la borda. Otros cuatro, de paisano, quedan sobre cubierta. «¡Juanita, disponte!» Se pasea por el puente con su peluca rubia y su traje blanco centelleando bajo el sol de los trópicos. En lo alto de los palos, a unos cincuenta metros sobre el mar, los que tienen mejor voz empuñan un megáfono. El viejo cañón está oculto por la pocilga.

Cuando el vapor llega cerca de nosotros, el capitán pregunta: «¿Qué es lo que pasa?» No contestamos, cerramos la llave de paso del humo. Toda la tripulación mira hacia el lado de mi mujer, admirando mi buen gusto. El vapor está muy cerca de nosotros. Es el momento oportuno.

La bandera de guerra sube a la driza con la corneta o guión encarnado y blanco de los corsarios. Durante la guerra universal nuestro navío fue el único que navegó bajo la flámula de los corsarios. Es un trozo de tela

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estrecho y largo de muchos metros, encarnado, y en el extremo tiene una calavera blanca. ¡Horroroso! Con un solo movimiento, Juanita se arranca los cierres de su vestido y se transforma en grumete vestido de azul, agitando una peluca rubia.

¡Qué terror! Todo el mundo grita a bordo de la nave mercante: «¡Alemanes, alemanes!» Los fogoneros y los maquinistas se precipitan sobre cubierta, donde se aglomeran en desorden en torno de las canoas de salvamento. Una detonación: un proyectil de nuestro viejo cañón destroza la cabina del radiotelegrafista; el vapor no puede ya pedir socorro. En vano el capitán envía órdenes a la máquina; todo el personal está sobre cubierta. Con una constancia admirable, continúa vociferando órdenes; los equipos se juntan; parece que sean artilleros que tratan de servirse de sus cañones. Pero no hay que dejarles hacerlo. Tres voces poderosas gritan, por medio de los megáfonos:

—¡A los torpedos! Se oyen gritos de horror y de miedo en el vapor: «¡Torpedos, no;

torpedos, no!» Creen ya ver llegar tres torpedos al vientre de su buque. Toda la ropa blanca que hay a bordo se agita en el aire; hasta las servilletas y los manteles, y el cocinero flamea su delantal blanco.

— ¡Permaneced tranquilos, si no os enviaremos un torpedo! No se oye ni un ruido. En un momento nuestra canoa de presas hiende

el mar con quince marineros. El oficial y la tripulación pronto están a bordo de nuestro buque. ¡Qué magnífico navío! Las elegantes instalaciones del salón, las admirables alfombras, los sillones de acero, todo pasó a bordo del corsario. Un piano Steinway, un armonio, ¿por qué perderlos, puesto que en nuestra soledad pueden divertir a amigos y enemigos? ¿No teníamos a bordo uno de los mejores violinistas de Baviera?

Examinando los documentos, encontramos que el vapor llevaba un cargamento de muchos millones, entre otras cosas, 2.000 cajas de champaña Cliquot y 500 cajas de coñac Meukow. «¡Al trabajo!» Un cartucho explosivo acabó con ese gigante, que hizo su último viaje por popa, hundiéndose la proa la última en las olas. Entre tanto, el capitán, habiendo mirado en torno de él, me dice:

—¿Todo lo que tiene usted a bordo es ese viejo cañón, comandante? —Sí. —¿Dónde están los torpedos? —No tenemos. Los torpedos del aire que les han disparado a través de

los megáfonos han bastado. —¿No tienen torpedos?

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Su cara era demasiado encarnada para palidecer. Se puso cárdena y los ojos me miraron con espanto:

—By Jove, Commander, don’t report that, please!18 Continuamos hacia el Sur. Durante una magnífica noche tropical, el grupo de corsarios está

sentado y se regocija contemplando su botín. El champaña espumea desde la proa hasta la popa. Las estrellas nos dirigen un guiño amigable, el viejo rostro de la Luna se frunce en una mueca satisfecha y las olas murmuran en torno del tajamar. Bajo las velas redondas, al soplo acariciador del viento del Sur, una orquesta compuesta de un violoncelo, un armonio, del Steinway y de muchos violines, toca la melodía «Sopla, querido viento del Sur», y los prisioneros escuchan con respetuoso silenció esos instrumentos que en su buque no sirven más que de adornos inertes y que adquieren un alma bajo la mano de verdaderos artistas. ¿Qué nos traerá el mañana? ¡Nuestro armamento es tan débil! Podemos a cada instante ser enviados a muchos miles de metros de fondo. Pero nuestra conciencia es pura, pues el oficio de corsario lo ejercemos contra los enemigos de la Patria y es una guerra humana comparada con el hambre que se inflige por los ingleses a nuestras mujeres y a nuestros niños. En esa ruda época manteníamos intacto el honor alemán. De repente, en esa serenidad, el vigía anuncia: «Luz por estribor.»

Una luz. Quitad en seguida las copas y vengan los gemelos. Bajo el claro de luna, en el horizonte, aparece un magnífico tres palos. «¡Todo a estribor!» No puede vernos, pues estamos al lado sombrío del horizonte. Le enviamos por señales ópticas este mensaje:

—Poneos al pairo; somos un gran crucero alemán. Luego, esperamos. Bruscamente, en la obscuridad se oye un ruido de

remos, aparece una lancha; una voz grita: —¡Eh, capitán! ¡Creía tener delante de mí un crucero boche y me

encuentro con un velero, con un camarada! ¿Por qué infundirme tanto miedo? ¿Querrá, sin duda, darme noticias de la guerra?

—Naturalmente, suba a bordo; tenemos multitud de cosas que contarle.

Nos quitamos nuestras guerreras de uniforme y quedamos en mangas de camisa para saludar al capitán, que sube a cubierta y dice:

—Soy francés. —¡Ah, magnífico! ¿Qué sucede en Francia? —Todo marcha perfectamente. Celebro verle.

18 ¡Por Júpiter, comandante. No cuente usted esto, por favor!

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Le ofrecemos una botella de champaña, que acepta con entusiasmo. Su apetito es excelente, pues está en el camino de la vuelta. Bajando la escalera del salón, me da un golpecito en la espalda.

—Es usted un hombre tremendo, capitán, por haberse burlado así de mí. Crea usted que se me ha aliviado el corazón.

—¡Ah! ¡Qué caída vas a tener dentro de un minuto! —pensé, abriendo la puerta y separándome algo para dejarle pasar.

Entra y retrocede al advertir en el mamparo el retrato de Hindenburg. Se desploma casi, gimiendo: «¡Alemanes!. Le animamos lo mejor que Pudimos: «Ea, no lo tome por el lado

trágico; no es usted el único que ha perdido su barco en esta guerra. ¿Quién sabe si mañana estaremos todavía a flote?.

Y él contesta: —Lo que más me fastidia no es la pérdida de mi navío, sino los

reproches que debo dirigirme. Estaba anclado en Valparaíso, cerca de dos de mis compatriotas que me recomendaban que no saliera antes que hubiesen recibido ellos la respuesta a su telegrama indicándoles si debían tomar un camino especial a causa de los cruceros y de los submarinos alemanes. Yo he creído preferible aprovechar el buen viento para hacer un viaje rápido, ¿y qué es lo que he ido ganando? Caer en sus manos. Cuando mis camaradas regresen a Francia y mi armador sepa que no he seguido sus consejos, ¿qué es lo que va a pasar? No se me confiará jamás un nuevo mando.

Y ¿cuáles eran sus dos vecinos de Valparaíso? —El Antonin. —¿Capitán Lecocq? —Sí. —¿Y el otro? —El La Rochefoucauld. —¿El La Rochefoucauld? —Sí. —Ordenanza, que vengan los capitanes Nº 5 y 9. Entre tanto ofrecemos al capitán el champaña prometido, pero rehúsa.

Llaman: «Entrad.» —He aquí al capitán del Antonin y al de La Rochefoucauld —digo,

presentándolos—. Están a bordo, el uno desde hace diez y el otro desde hace tres días.

Entusiasmado, el capitán del Dupleix coge su copa de champaña, brinda por sus camaradas, y con vigorosos apretones de manos demuestra su alegría de volverlos a ver. Es difícil decir si el capitán del Dupleix se sentía más dichoso de encontrar a sus camaradas o de comprobar que no

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habían tenido mejor suerte que él. Pero aquella cita de «toda Francia» en nuestra cubierta alemana costaba 10.000 toneladas de salitre chileno a las fábricas francesas de explosivos.

Un domingo por la mañana apareció un cuatro palos inglés, que trató ante todo de escapar a fuerza de velas; pero como le alcanzamos ayudados por nuestro motor, acabó por decir su nombre:

—Pinmore. —¿Pinmore? El navío en el cual yo había servido como marinero ligero. Estaba tan

conmovido, que durante un momento no pude decir nada al oficial que estaba a mi lado. Luego pensé: «No hay más remedio; es preciso echarle a pique.» Siempre nos dolía hundir un velero; la poesía del mar desaparece con ellos. Ya no se construyen más, por desgracia. El solo nombre de ése resucitaba en mi memoria veinte meses de mi pasado.

El buque se puso al pairo. La canoa de presas fue a buscar a la tripulación y el capitán, mister Mullen, subió a bordo de buen humor: «Para ustedes la suerte, para nosotros la desgracia.» Era un intrépido lobo de mar que fue la alegría de nuestro círculo de capitanes. Cuando todo el mundo se hubo alejado del Pinmore, me hice llevar allí y despedí la lancha. Los marineros se extrañaban: «¿Por qué el comandante permanece solo a bordo?»

Entré primeramente en la cámara de proa. A lo largo de mi antigua litera había una tabla que había clavado allí con mis propias manos. Cuántas noches había pasado en aquel habitáculo y cuántas veces salí de él al grito de: «¡Todo el mundo a cubierta!» Pasé largo rato en aquella cubierta tan conocida, escuchando el triste ruido de las vergas que chocaban al cabeceo del buque sin timonel. Parecía que algunas voces bajaban de lo alto: «¿Qué vas a hacer de nosotros? ¿Qué ha sido de ti durante tanto tiempo?»

Me dirigí en seguida hacia el camarote del capitán. Recordé un gatito del cual era yo propietario a bordo y que la mujer del capitán encargó al steward que se lo llevara. Furioso contra el steward, le había amenazado con denunciarle al capitán si no me devolvía el gato. El steward volvió con las manos vacías y yo marché hacia el camarote; pero el respeto me clavó en el umbral. La puerta estaba entreabierta. Arriesgué una mirada y volví hacia proa, renegando contra el steward, a quien consideraba como el único culpable. Pero aquella ojeada en el salón me quedó grabada en la memoria y, abriendo la puerta a medias, vi los cristales de color de la claraboya. ¿Hubiera osado jamás pensar entonces que un día podría acabar con este buque?

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Subiendo a la popa encontré medio borrado cerca del timón mi nombre, en otro tiempo grabado a punta de cuchillo. Miré el compás donde mis ojos se habían fijado durante tantas horas. Aquel navío me había llevado a través de muchas tempestades y en agradecimiento... Así desfilaron mis recuerdos. Me hice reconducir al Seeadler y me encerré en mi camarote mientras a unos cientos de metros la vieja nave desaparecía bajo las aguas.

A menudo, para pasar el tiempo, me subía a la cofa de mesana y charlaba con el oficial que estaba de vigía. El carpintero nos había confeccionado asientos bastante cómodos y examinábamos el mar con nuestros excelentes gemelos. Un día en que la visibilidad no era muy buena, habiéndose aclarado hacia el Oeste el horizonte, Pries creyó ver un buque. Aun cuando yo no veía nada, di orden de poner la proa hacia allí. Al cabo de un cuarto de hora, vimos una gran barca que nos mostraba la popa. La alcanzamos rápidamente. Todos nuestros prisioneros que estaban sobre cubierta la contemplaban con aquella atención que se otorga en el mar a cada fragmento de vida que se encuentra. Se ve al capitán de la barca y su mujer a su lado. Nos grita con su bocina:

—¿Tienen ustedes noticias de la guerra? —Sí —contestamos. —Desearía tomar café con ustedes. —Con mucho gusto; también le daremos whisky. Advirtiendo la mezcla de razas y de colores de nuestros prisioneros,

nos preguntó si reclutábamos en las islas del Atlántico voluntarios para el frente. Todo parecía alegre a bordo de nuestra nave, la orquesta tocaba el Tipperary. Nos preguntó todavía:

—Denme, de todos modos, noticias de la guerra. —Vamos a señalárselas. E izamos la señal «I. D.» (Poneos al pairo o

disparo.) El capitán y su mujer miran con los gemelos y luego empiezan a

hojear el Código. Con un estremecimiento él tomó de nuevo los gemelos y viendo el pabellón alemán y los cañones prestos a tirar, dejó caer los gemelos: «By Jesus Christ! Such a catch!»

Su mujer había huido al camarote. El timonel dejó el gobernalle; todos los rostros curiosos que nos miraban desaparecieron de cubierta, como si se les hubiera dado un plumerazo. El capitán tuvo que poner su buque al pairo por sí solo y esperó los acontecimientos.

Nuestros prisioneros estaban encantados de recibir nuevos huéspedes. Sobre todo la mujercita de la goleta canadiense se alegraba de no ser la única persona de su sexo a bordo, además de nuestra Juanita. Se puso una blusa limpia y pidió permiso para tomar un ramillete de flores artificiales

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del comedor. ¡Qué sorpresa para la mujer del nuevo capitán encontrar, para saludarla al subir a cubierta, una dama con un ramillete de flores en la mano, en medio de una alegre compañía!

El British Yeoman provenía de América, con un maravilloso cargamento de víveres y muchos animales vivos: cerdos, gallinas, un conejo y una paloma. La llamábamos la paloma de la paz. Era muy mansa y estuvo con nosotros hasta que se acabó el viaje. Se estableció una notable amistad entre la paloma y el conejo. No podían separarse, y cuando el conejo, por casualidad, se alejaba un poco, la paloma le llamaba en seguida y él obedecía inmediatamente. Habían escogido por domicilio la casilla de Piperlé. Este dejaba hacer con su bonachonería ordinaria. Se puso a lamer al conejo, lo cual excitó al principio los celos de la paloma: pero la amistad de los tres animales fue muy pronto perfecta y se pudo ver a Piperlé que dormía con el conejo entre las patas y la paloma sobre la espalda. La gruñona Schnäuzchen hizo más de una tentativa para retorcer el cuello durante las noches a los protegidos de Piperlé. Pero éste defendía gruñendo la entrada de la casilla y Schnäuzchen acabó, si no por aficionarse a sus nuevos huéspedes, por lo menos a tolerar su presencia a bordo.

En ocho semanas habíamos hundido 40.000 toneladas de carga. Nuestro navío estaba lleno: 263 prisioneros. ¡Qué comunidad tan floreciente! Se sentían, por lo demás, muy a gusto a bordo de nuestra nave. No había ninguna diferencia de régimen entre prisioneros, tripulantes y oficiales. No tuvimos que deplorar ningún accidente. Aunque estábamos siempre sin ninguna arma, no hubo un prisionero que osara hacer un gesto de violencia. ¡No hubiera podido garantizar la misma prudencia por parte de 260 mocetones del temple de mis propios marineros, si hubieran estado presos en un buque enemigo.

Sin embargo, como era preciso contar con nuestros víveres y nuestra agua fresca, me fue preciso detener ese aumento de población. Nuestra próxima presa, el barco francés Cambronne, sirvió de navío de liberación. Habiéndole encontrado a propósito para tal objeto, decidimos poner en libertad el conjunto de nuestros prisioneros. Cuando anuncié al capitán que iba a recuperar su barco, quedó tan contento y admirado a un tiempo, que no se atrevió a expresar su alegría.

Pero entre los doce capitanes que teníamos a bordo, ¿cuál iba a tomar el mando del Cambronne? A petición de mis oficiales, escogí al capitán Mullen, del Pinmore, que era el más viejo de todos y el más hábil también. Como era inglés, el pabellón británico reemplazó al francés en la popa del Cambronne, con gran despecho de los franceses, que eran más numerosos a bordo que sus aliados. Todos nuestros prisioneros

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recibieron además su paga integra, aunque transformada en marcos alemanes. Tripulación por tripulación, fueron trasladados a bordo del Cambronne después de despedirse cordialmente de mis hombres. Cada canoa, al apartarse de a bordo, lanzó tres ¡hurras! en honor del Seeadler. Dimos en el comedor una fiesta de despedida a los capitanes que recobraban su libertad; se separaron de nosotros estrechándonos la mano y asegurando que harían conocer el trato humano que habían recibido y que contrastaba de tal manera con los relatos hechos por la Prensa acerca de las abominaciones alemanas.

La llegada a tierra de nuestros prisioneros iba a inaugurar para nosotros un período de mayores peligros, puesto que el enemigo sabría que un velero alemán cruzaba los mares en calidad de crucero auxiliar. Como queríamos pasar al Pacifico, lo esencial era tomar una ventaja suficiente. Destruimos, pues, en el Cambronne, los masteleros de gavia y de juanete, y, reducido a sus velas bajas, le serían precisos por lo menos doce o catorce días para llegar a Río de Janeiro, mientras que nosotros continuábamos nuestra ruta hacia el Sur, con toda nuestra lona hinchada por la fresca brisa.

Estábamos otra vez solos en nuestro vasto navío. El lector terrícola no puede imaginar hasta qué punto el marino durante sus largos viajes se satisface plenamente con sólo contemplar el mar. Este le habla, y he ahí por qué él mismo es tan avaro de palabras. Eternamente nueva, cada brisa que se levanta le da un nuevo rostro. La bonanza misma, tan desagradable al capitán en los viajes de vuelta, posee una especie de encanto, pues aquel movimiento ligero que levanta el océano pulido como el plomo líquido tiene indecible atractivo. Inclinado sobre la borda, 6e puede durante horas y horas observar los juegos y reflejos de las olas y el paso de una nube por el agua acribillada por los rayos del sol. Una influencia soñadora se extiende sobre uno y le transforma hasta las entrañas

La noche en el mar es maravillosa. En la sombra el agua extiende a lo lejos su superficie luciente, ligeramente agitada, tan pronto ensombrecida, tan iluminada por la Luna que atraviesa las nubes. La sombra de las jarcias se destaca en negro sobre las velas níveas. Una suave dulzura baja hacia el marino sobre cubierta, viendo por encima de él aquella extensión de estrellas que únicamente se puede contemplar se mar o en el desierto. La punta de los mástiles parece barrer el cielo. El cabeceo monótono mece la hamaca y la velada se transforma insensiblemente en un profundo y tranquilo sueño.

Uno de los grandes encantos del mar es la tempestad en tiempo de sol. Sobre el azul profundo de las olas aparecen reflejos de todos colores, y el barco sube las crestas blancas desencadenando con su tajamar

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formidables chorros de espuma. El rayo, hiriendo las olas, hace saltar una columna de agua fina y recta como una hoja de navaja. Cae la noche, las nubes se acercan, relámpagos iluminan el campo de las olas, caen cataratas sobre el mar calmando la agitación de las aguas y suscitando en toda su superficie la fosforescencia de los infusorios. Nuestra estela se convierte en reguero de oro y de fuego.

El carbón no nos causaba ningún cuidado, porque el viento era nuestro amigo y nuestro aliado. Pasando de las islas Malvinas por encima de los muertos heroicos del Scharnhorst, del Gneisenau, del Leipzig y del Nürnberg, nos pusimos al pairo con el pabellón a media y lanzamos al mar una cruz de hierro cargada con nuestros recuerdos y del reconocimiento de la Patria19. Se hunde y va a colocarse sobre nuestros camaradas a 6.000 metros de profundidad, mientras nosotros continuamos solitario viaje.

En ruta hacia el Cabo de Hornos recogemos la T.S.H de un crucero inglés: «¡Cuidado, no os acerquéis a Fernando Noronha; el Moewe está en los alrededores de esa isla!» di las gracias, enviando al mismo tiempo por encima de las aguas un pensamiento de llegar al Cabo de Hornos encontramos un enorme iceberg. Las instrucciones náuticas dicen que si se encuentra en aquellos parajes y en aquella estación del año, los vigías deben redoblar su atención.

Un brusco cambio de temperatura y enormes bandadas de pájaros de especies desconocidas presagiaron la entrada en escena del gigante. Apareció por estribor, moviéndose de un modo extraño en el albo gris; sobresalía de las aguas bastante y tenía una profundidad nueve veces mayo que sobre la superficie; cambiaba su perfil a medida que avanzábamos y mostraba las heridas verde o azul obscuro de sus grietas. Fue por lo demás el único iceberg que encontramos.

Luego tuvimos que luchar delante del Cabo de Hornos, ciudadela de tempestades. Durante tres semanas y media nos batimos contra los huracanes. El camino ganado a costa de largos días, una sola ráfaga de viento nos lo hacía perder en algunas horas. El navío trabajaba constante y duramente. Olas potentes, como sólo se las encuentra en el Cabo de Hornos, caían sobre cubierta, arrancando velas y hundiendo las tablas. Día y noche los muchachos del entrepuente reparaban las velas. ¡Qué penoso trabajo tener que coser con el guante pesado y la gruesa aguja entre las bruscas sacudidas del navío! Un falso movimiento atravesaba la mano del obrero, pero necesitábamos velas y continuaban la tarea. Las que estaban muy estropeadas las bajábamos a la cala y las ya remendadas

19 Ver apéndice II.

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las subíamos a las vergas. En los vapores, cuando hay mal tiempo, toda la tripulación se refugia bajo cubierta; en los veleros, para cada viraje de más de 20°, la mitad de los marineros ha de maniobrar, y cuando el viento es más fuerte, debe subir, a menudo, a las vergas.

Al fin, a fuerza de voluntad, doblamos el Cabo de Hornos. ¡Qué dicha haber dejado tras de nosotros la zona de las tempestades!

Pero he ahí que el 26 de abril el vigía señala un crucero inglés, uno de los que sin duda nos buscan: instante de angustia; ¿nos ha visto? «¡Todo el mundo sobre cubierta, todo a babor!...» Desplegamos toda nuestra lona, embragamos el motor y tomamos el viento recto hacia el Sur a toda velocidad. Parecía que toda la arboladura iba a desplomarse. Provistos de gemelos, desde lo alto de las cofas observábamos, latiéndonos fuertemente las sienes, a aquel lebrel inglés. Si nos descubre, ¡adiós libertad!

Una bruma ligera vino en socorro nuestro; pronto estuvimos lejos de su vista. Nuestros ojos, una vez más, habían sido más atentos y agudos que los del enemigo. ¡Qué hora tan dichosa aquella en que celebramos nuestra fuga! Volvimos a poner proa al Norte y entramos en el océano Pacífico.

Una mañana nuestro radiotelegrafista me trajo el siguiente mensaje en inglés:

«Seeadler hundido sin arriar el pabellón; el comandante y una parte de la tripulación prisioneros y en camino de Montevideo.»

El inglés no miente sin motivo. Las noticias del Seeadler esparcidas por nuestros cautivos dejados en libertad habían sin duda inquietado a los marinos mercantes, y los buques cargados en el Cabo, en África del Sur, en Australia y en Nueva Zelanda esperaban para lanzarse al mar que los cruceros que iban en nuestra busca hubiesen detenido nuestra carrera. Las primas de seguros subían. El inglés había enviado ese radio para hacerlas bajar. El interés nacional siempre le ha sido más caro que la verdad. Pero a pillo, pillo y medio. Nosotros también enviamos un T.S.H.:

«Socorro, submarino alemán.» Entonces se esparció el rumor de que los submarinos alemanes

cruzaban por el Pacifico y la prima de los seguros volvió a subir.

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Esquema de la isla Mopelia, del archipiélago de la Sociedad. En esta isla desierta, de origen coralífero, abordó el Seeadler para dar descanso a su tripulación después de ocho meses de crucero en corso. El humus fijado por el escollo circular había formado cuatro islotes y una isla bastante larga, rodeando un mar interior, profundo y tranquilo. El lugar marcado

con una cruz indica dónde estaba fondeado el Seeadler hasta que una gran ola originada por un maremoto lo destrozó.

Los encargados de aprovisionar nuestra colonia. Al alba partían en busca de tortugas gigantes, huevos, pájaros, puercos salvajes y pesca.

La Kronprinzessin Cecil, el más diminuto crucero de la marina alemana, al abandonar Mopelia. Su longitud era de seis metros y su borda, en el centro, veintiocho centímetros. No era mucho, pero en fin, flotaba.

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El primer oficial del Seeadler, Alfred Kling, quedó al mando del

Seeadlerdorf en Mopelia cuando partimos. Allí logró capturar un velero francés, el Lutèce, rebautizándolo como Fortuna. El 5 de septiembre de 1917 salió de allí con mis marinos alemanes, rumbo a la isla de Pascua.

El 4 de octubre, al acercarse a la isla de Pascua para hacer aguada y conseguir víveres, el Fortuna choca contra una roca y naufraga. Los

chilenos internaron a los tripulantes brindándoles una generosa hospitalidad.

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El teniente Kircheiss (derecha) y yo,

prisioneros de los ingleses. Fuimos capturados junto

con nuestros compañeros al poco tiempo de llevar con

el Kronprinzess Cecil a la isla de Wakaya, en las Fidji, el 21 de

septiembre de 1917: era la cuarta vez que pisábamos territorio

enemigo.

Kircheiss y yo fuimos separados de nuestros fieles compañeros y llevado

a Motuihi, a esta pequeña isla en las cercanías de Auckland, Nueva Zelanda.

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CAPÍTULO XIII

Vida de Robinson a causa de un maremoto

Abordamos la isla Mopelia. Una ola destroza al Seeadler. Fundamos un poblado. Construimos una canoa. Abandono la isla con cinco compañeros para tratar de apoderarme de un barco.

Subimos a lo largo de la costa sudamericana. Cerca do las islas de Juan Fernández permanecimos algún tiempo en comunicación radiotelegráfica con el crucero inglés Kent. Luego, dejando a un lado las Marquesas, llegamos cerca de Honolulu, sin haber visto un solo navío. Cruzamos entonces a través de las rutas que llevan de San Francisco a Australia. Junto a las islas Noel, pasando y repasando el Ecuador hasta tres veces durante el mismo día, capturamos tres veleros americanos: A. B. Johnson, Slade y Manila; pero el botín no fue el que esperábamos. Pasaron semanas sin ver otro barco. Los capitanes y las tripulaciones capturados acababan por desear más ardientemente que nosotros un refuerzo de compañía.

¡Qué ideas se les ocurre a la gente en situaciones semejantes! Uno de nuestros prisioneros pidió ser desembarcado en una isla desierta. Ya estaba harto de navegación. Su familia cobraría su seguro y él viviría en paz su existencia de desaparecido.

El espantoso calor, la falta de movimiento y de ocupación, el agua salobre y los víveres en conserva acababan por deprimimos. Había puertos neutrales en América del Sur, pero la doble idea de la neutralidad imparcial durante esta guerra se había modificado para nuestra nación. No había para nosotros, alemanes, ni amigos ni justicia. Se nos soportaría veinticuatro horas en un muelle, y luego los cruceros enemigos acudirían para taparnos la salida. Hacía doscientos cincuenta días que no habíamos podido renovar el agua. ¡Si siquiera hubiésemos podido refrescarnos tomando baños de mar! El que vive en tierra, difícilmente se imagina el odio del marino contra el tiburón que le impide bañarse en agua tibia y le encierra en su cárcel de madera. El tiburón se convierte en nuestro enemigo personal, y a fuerza de aburrirnos no pueden imaginarse los lectores las malas bromas que se inventan contra aquel espantajo. La pesca del tiburón era nuestra única diversión.

Algunas veces uníamos por medio de cuerdas a dos de esos animales, que no sabían entonces adonde dirigirse, pues cada cual tiraba por su lado. Cuando el tiburón, por su corpulencia, valía la pena, le atábamos a la cola un tonel vacío. Creyendo que así se salvaría de nuevos desastres,

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aprovechaba su libertad para lanzarse hacia las profundidades; pero al cabo de tres metros de cuerda se sentía retenido en la superficie y se agotaba a fuerza de saltar a derecha e izquierda para desembarazarse de su flotador. Lo más entretenido era lanzar al agua una granada rodeada de tocino. Un tiburón se la comía de un solo bocado, con gran despecho de sus colegas, hasta el momento en que, volando en pedazos, servía a su vez de almuerzo a aquellos golosos.

Hicimos así 35.000 millas casi en los mismos lugares y sin ver durante meses más que cielo y agua. Deseábamos continuar nuestro crucero en corso y sentíamos, sin embargo, que se aproximaba el gran enemigo del marino: el beri-beri, la enfermedad que convierte la sangre en agua. Muchos de mis marineros tenían ya las articulaciones hinchadas por la falta de agua y de víveres frescos. Era preciso abordar a una isla para rehacernos, después de lo cual pasaríamos a Georgia del Sur para destruir el puesto de balleneros ingleses y volveríamos a emprender nuestra tarea en la región más fructífera del Atlántico.

Habíamos pensado en una de las grandes islas de Cook. Pero allí podía haber un puesto de T.S.H. y, por otra parte, en parajes más frecuentados corríamos más el riesgo de perder nuestro incógnito. No queríamos ir hacia el Este, pues era preciso ahorrar nuestro motor, indispensable en los momentos del ataque. En fin, como la isla no debía tener habitantes, escogimos Mopelia en el archipiélago de la Sociedad.

Esas islas del Sur tan encantadoras como son, presentan el inconveniente de no ofrecer al marino ni rada ni anclaje. La isla fue vista el 29 de julio: a medida que nos acercábamos nos parecía entrar en el país de las hadas. Precediendo al saludo de las altas palmeras, los bancos de coral bajaban por grados bajo las aguas, encendiendo a cada profundidad reflejos distintos. El humus fijado por el escollo circular había formado cuatro islotes y una isla bastante larga, rodeando al mar interior, profundo y tranquilo, semejante a un estanque secreto en el extremo del mundo. Pero el corto canal de acceso a ese mar interior era demasiado estrecho para el Seeadler; reinaba una corriente rápida. Fijamos un áncora en el banco de coral y largamos una gran porción de cable metálico para estar a buena distancia de la isla.

Cuando las canoas se botaron al mar, experimentamos el mismo sentimiento que Cristóbal Colón al descubrir tierras desconocidas. Después de nueve meses de subir y bajar por el aparejo, de maniobras, de serviolas y con los brazos descoyuntados de tirar de las cuerdas, Juan Marinero se refociló entre los tesoros tropicales. Se acabó la tensión nerviosa del cazador cazado por otro más fuerte que él. Sólo éramos huéspedes veraniegos de los franceses, que nos ofrecían su encantadora

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Mopelia. Millones de aves de mar tenían en ella su nido. Las tortugas se reunían allí para sus puestas. Encontramos también peces en gran cantidad, cerdos abandonados el año último que habían vuelto al estado salvaje, así como tres canacos encargados por una casa francesa de la caza de tortugas. No podíamos desear mejor sitio de aprovisionamiento. Los canacos, asustados al principio por la llegada de los alemanes, se domesticaron pronto gracias a nuestra cordialidad y nos fueron un precioso recurso.

Mis muchachos empezaron a recorrer la isla en grupos, pescando entre los huecos coralinos, atrapando langostas, buscando nidos y recogiendo los cocos a brazadas. Nuestro cocinero mató a uno de los cerdos silvestres. Fue preciso reunir a cuatro o cinco para volcar una tortuga y arrastrarla panza arriba por la arena. Volvimos a bordo con un cargamento completo de golosinas. Un multimillonario no hubiera podido ofrecerse mejor comida que la que nos zampamos aquella noche; asado de cerdo, sopa de tortuga con huevos duros, langosta y huevos de gaviotas.

Con tal régimen no tardamos en recobrar las fuerzas y para preparar nuestro crucero ulterior instalamos un ahumadero de pescado. Salamos carne de cerdo, tortugas y millares de huevos. Sin embargo, nuestra recalada nos procuraba no pocos cuidados. ¿No hubiera sido lo mejor dejar que nuestro buque derivara libremente sobre el mar para que se acercara a tierra una vez por la mañana y otra por la tarde? Pero esto nos hubiera costado una parte de nuestro precioso combustible y, además, el motor tenía necesidad de reparaciones. Tratamos de mejorar nuestro anclaje. En vano; el áncora resbalaba siempre sobre el arrecife. Pero la misma fuerza de la corriente acrecía nuestra confianza. Ningún salto de viento, por muy duro que fuera, podía, pensábamos, echarnos contra los corales.

El 2 de agosto, a las nueve de la mañana, al momento de enviar a tierra la canoa de los que iban con permiso, vimos que el mar se hinchaba en el horizonte. ¿Era un espejismo? No; la enorme ondulación se acerca, cada vez más alta. Es una ola tremenda, debida a algún maremoto. Ninguno de nosotros había visto semejante fenómeno y los oficiales disputaban sobre su naturaleza y causas; pero el peligro era inminente: «¡Cortad el cable del áncora; preparad el motor; todo el mundo sobre cubierta!» La ola se acerca cada vez más. Yo repito alzando la voz: «¡El motor en marcha!» Se inyecta aire comprimido; es en vano. Tiendo febrilmente el oído hacia el cuarto de máquinas, esperando la primera explosión. Se trabaja a brazo y el monstruo se acerca. Ya el navío se balancea sobre la ola precursora. No quedan más que algunos segundos

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para nuestra salvación. Con los oídos llenos de angustia, esperamos. Demasiado tarde. La ola se levanta sobre nuestras cabezas y tomando de costado nuestras tablas, las echa contra el arrecife de coral. Los mástiles y el castillo se desploman. El choque ha arrancado bloques de coral que pesan muchos quintales y caen sobre cubierta. La ola ha pasado y las pocas tablas que representaban el Imperio alemán en este hemisferio quedan a trozos sobre el arrecife. En el momento del choque todo el mundo se había abrigado lo mejor que pudo contra los restos que caían sobre cubierta. Una vez renacida la calma, miré en torno mío: nadie. ¿Era yo solo el que se había salvado? ¡Maldita suerte! Acabé, sin embargo, por gritar con voz sombría: «¿Dónde estáis, muchachos?» De proa me llegó esta inolvidable contestación: «Comandante, el roble resiste todavía.» ¡El roble alemán! Como un relámpago, este pensamiento atravesó mi mente y el corazón me late aún recordándolo. Nuestro pequeño grupo había resistido tal catástrofe como la Patria resistía el asalto del mundo. «Nuestro roble resiste todavía y nos conducirá a nuestros hogares.»

¡Al trabajo! Era preciso poner al abrigo víveres y agua para ciento cinco personas. Aquel transporte debía efectuarse a través de treinta metros de terreno coralífero, cortante, desigual, cubierto de un metro de agua sometida a una violenta corriente. Las caídas eran frecuentes, y al día siguiente todos mis hombres tenían las piernas desolladas. Se trabajó toda la noche. Por fin, todo lo que era necesario para nuestra vida fue transportado a la isla. El agua fresca que habíamos puesto en nuestras cajas de municiones se estropeó rápidamente; pero pudimos abrir con dinamita cisternas en el coral.

Así fue como, en medio de las palmeras, nació la última colonia alemana. La bandera subió a lo alto de un asta y bautizamos «Isla Cecilia» a nuestra nueva patria. En vez de algunos maderos, poseíamos algunos pies de tierra.

Millones de aves grandes y pequeñas habitaban la isla. En muchos puntos era imposible dar un paso sin aplastar un huevo. Las gaviotas, espantadas, huían en bandadas tan densas que obscurecían el sol; pero las aves se dejan matar antes de abandonar el nido y no se podía alejarlas sino a tiros. Como los huevos encontrados eran casi todos empollados de hacía días, delimitamos cierta región y echamos todos los huevos al mar. El espacio libre atrajo a todas las gaviotas madres que querían desembarazarse del huevo, de manera que en poco tiempo dispusimos de una prodigiosa abundancia de huevos frescos.

Por la noche, atraídos por nuestra hoguera, llegaban centenares y millares de enormes cangrejos. Llena de curiosidad, Schnäuzchen, que bajó a la isla, vio un día que el suelo bullía en torno de ella. Era un

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avance general de pájaros. Se precipita entre ellos para devorar y para matar; pero por muy furiosa que estuviera, la vida de los pájaros fue más fuerte. Entonces, un enorme cangrejo se adelantó hacia Schnäuzchen con las pinzas abiertas. El espanto de la perrita fue tal, que cayó de espaldas y murió de una crisis nerviosa. Sólo tenía dos años y, después de su largo viaje, era la primera ocasión que se le había ofrecido para satisfacer su pasión por la caza. Le abrimos una hermosa tumba, sobre la cual plantamos un cocotero; pero Piperlé buscó largo tiempo todavía a su compañera.

Después de haber puesto todo lo más necesario a buen recaudo, pudimos pensar en construir una aldea. Los primeros días mis muchachos habían colgado simplemente sus hamacas en las palmeras; pero el viento tenía sus inconvenientes. Los cocos caían por la noche de quince a veinte metros de altura y una de aquellas granadas vegetales bastaba para matar a un hombre. Nos pusimos, pues, a construir el Seeadlerdorf20.

Un gran espacio fue desembarazado de su vegetación y las palmeras derribadas nos dieron la madera de construcción necesaria. Una barraca con cubierta de lona nos proporcionó una tienda muy habitable. Nuestro primer ensayo no fue muy perfecto; pero las demás marcaron ya un progreso. Recibimos entonces preciosos consejos de uno de nuestros prisioneros, el capitán Jurguen Petersen, quien ayudado de su joven y linda compañera americana, se construyó una encantadora habitación de deslumbradora blancura. Así aquellas velas que nos habían fielmente arrastrado durante decenas de millares de kilómetros sirvieron de abrigo a unos pobres náufragos. Las tiendas de nuestros prisioneros estaban emplazadas a la izquierda de las cabañas indígenas; las nuestras a la derecha; la playa, que se extendía ante las tiendas, iba de Germantown a Americantown y a Frenchtown. La Seeadlerpromenade21 estaba a menudo muy animada y los americanos se confundían amigablemente con nosotros en nuestro paseo por la tarde.

Además de las tiendas de habitación, teníamos otras para los víveres, las municiones y las armas, para las cartas y los instrumentos y para el motor. Teníamos también una cocina con un hornillo y un horno, y una barraca para la T.S.H., cuyas nuevas cotidianas formaban el diario de aquella estación veraniega. En fin, poseíamos un soberbio comedor con solado de madera, formado por restos de un cuarto de derrota, y una biblioteca, donde fue instalada la Enciclopedia Meyer. Los sillones estaban clavados en tomo de la mesa, como en un comedor de buque y

20 El aldea del Águila del Mar. 21 Paseo del aldea del Águila del Mar.

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ante éste había una galería cerrada con hojas de palmera tejidas por nuestros indígenas.

Nuestras habitaciones estaban provistas de los muebles que se pudieron salvar. Yo me senté muy pocas veces a mi escritorio. Los suboficiales se construyeron un comedor especial; el personal técnico tuvo una habitación particular provista de literas. La tripulación tenía armarios y bancos. En el interior de las tiendas el suelo estaba cubierto por todas partes de arena de coral, muy fina y blanca. Las tiendas rodeaban una plaza central, en la cual, por la noche, tocaba la música. Nuestra máquina nos producía luz eléctrica. Fumando su eterno cigarro, el doctor Pietsch estableció un hospital. Tuvimos también un ahumadero donde, con cortezas de coco por combustible, ahumábamos cada día unos doscientos peces. La laguna ofrecía una playa soberbia para bañarse. La resaca nos cantaba su canción de cuna durante la noche. A mediodía bastaba para refrescarse exponerse, del lado de donde soplaba, a la brisa del mar.

Más de un millonario hubiera dado una pequeña fortuna para pasar quince días en aquel paraíso. Después de una semana de trabajo, algo penoso a causa del calor, nuestro Edén culminaba. La gran campana del buque estaba colgada de una palmera en mitad de Seeadlerdorf. De nuevo dio las horas y pasé de vez en cuando revista. En la más alta palmera, cerca de Frenchtown, fue instalado el puesto de vigía, disimulado por unas tablas de madera artísticamente tapadas por la copa de las palmas. Era imposible verlo desde lejos; pero la invención más hábil consistía en un cable sin fin que se deslizaba por una polea; el vigía, dejando la copa de la palmera, se aferraba a un bastón fijo al cable y dejándose caer, subía automáticamente su sucesor hasta el puesto. Si el que partía era menos pesado que el que llegaba, un tercero ayudaba a la maniobra tirando del cable.

Algunos de nuestros marineros, de humor romántico, construyeron barraquitas en el bosque. Piefzeck, ordenanza del comedor y criado para todo, organizó por si mismo, con un holandés prisionero, un lavadero y un taller de planchado; con su máquina de coser, transformó los manteles de nuestras presas en sábanas, en camisas y en calzoncillos. Dreyer, el carpintero, construyó un taller cerca del pequeño astillero que establecimos frente de Americantown, para preparar nuestra canoa de motor para un nuevo viaje hacia lo desconocido. No faltaba a nuestra felicidad más que un buque capaz de devolvernos al mundo civilizado y a la guerra. Nuestro crucero yacía roto en el arrecife solitario, pero nuestro valor se conservaba intacto. Nuestra esperanza residía en la canoa; muchos entre nosotros no creían que pudiera bastar para llevarnos lejos

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de la isla y permitirnos la captura de un gran navío enemigo. Pero, a fuer de soldados alemanes, no podíamos desperdiciar la más débil probabilidad de continuar la lucha, y el corsario se parece al jugador, que gusta de desafiar a la Fortuna.

Se estableció un plan de aparejo y se fabricó un mastelero, un bauprés, un mozo y un botalón; las velas fueron cosidas, los víveres preparados y el barco raspado y repintado. Comprendí entonces por primera vez en mi vida cuánto trabajo costaba preparar convenientemente un buque para una travesía.

Pescábamos en el coral, en los sitios donde el agua tenía alrededor de un pie de profundidad. Los peces llegaban allí por la mañana para alimentarse. Formando una larga cadena de hombres, los empujábamos hacia el centro y luego, una vez reducido el círculo, los rodeábamos con una red de acero. Sólo faltaba entonces que nuestros indígenas ensartaran los peces.

Cuando el indígena de las islas del Sur va solo a la pesca, prefiere un agua más profunda. Con los ojos provistos de grandes anteojos pegados a la frente y a las mejillas se chapuza, atraviesa el pez con su arpón y le rompe de una dentellada la espina dorsal; pero para los peces más grandes se sirve de una especie de azagaya con punta en forma de garfio.

Pescábamos también con caña y con granadas. Las construcciones coralíferas sufrieron algo, pero esto hacía saltar centenares de excelentes peces: langostas, lenguados, lampreas. Los corales dan un reflejo tan claro, que se puede ver a gran profundidad. Pero las lampreas hunden su cuerpo en los agujeros de las rocas y únicamente sacan la cabeza; así es que si no se va con cuidado, de cuando en cuando se reciben buenas mordeduras.

Al alba partíamos en busca de tortugas gigantes, cuya carne y huevos son excelentes. Podría contar también nuestras cazas de pájaros y jabalíes y la hoguera de nuestro campamento por la noche con las canciones de la Patria, acompañadas por el acordeón del marino y el reposo soñador y nostálgico. Cerca de las diez, todo el mundo dormía profundamente bajo la guardia de un centinela que pasaba delante de las cabañas. Sucedía a menudo que el centinela, cediendo al canto del grillo y al zumbido de las palmeras, partía también al país de los sueños, lo cual le valía una guardia suplementaria al día siguiente. No teníamos cárcel: era el único establecimiento que faltaba en nuestra ciudad.

La noche pertenecía a las ratas, a las hormigas, a las pulgas, a las miríadas de insectos de todo género. Un oposum (una especie de zarigüeya), traído por nuestros prisioneros, entraba por las noches en el comedor en busca de agua. Piperlé corría por las tinieblas arrojando a los

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cerdos, con gran escándalo. De lo alto de las palmeras vecinas, las ratas bajaban sobre las tiendas; se las oía correr en todos los sentidos hasta la mañana. Se advertía, al beber un vaso de agua, que contenía menos agua que cangrejillos. Para impedir que las hormigas devoraran todo, era necesario poner los pies de los muebles dentro de vasijas llenas de agua.

Durante la noche, Piperlé renovaba constantemente sus combates heroicos contra los grandes cangrejos que subían a millares desde la playa hasta el bosque. Sus patas y sus pinzas servían a nuestro cocinero y añadía como ensalada, corazón de palma, que es la legumbre más deliciosa del mundo; para catarla, es preciso ser más que millonario, hoy que ser corsario, porque es el centro mismo de la corona de las palmas, y un corazón de diez libras, puesto en ensalada, cuesta la vida a toda una magnífica palmera. El gusto está entre el de la avellana y de los espárragos, pero mucho mejor que uno u otro.

Así es que durante muchos días gozamos de la belleza de aquella tierra, entre dos superficies líquidas, el mar gris y poderoso y la laguna tranquila. Mas yo me cansaba ya de jugar a ser gobernador; la vida era demasiado monótona y el mar nos atrajo de nuevo apenas recobradas nuestras fuerzas. La decisión merecía ser bien pensada, pues ponía en juego la vida de seis hombres. Tardamos mucho en contrabalancear los peligros y las probabilidades de éxito. Nuestro barco estuvo listo el 23 de agosto. Bajo la dirección experimentada del teniente Kircheiss, habían bastado quince días de trabajo. No quedaba más que una rendija y aun en tiempo de calma era preciso achicar cuarenta baldes de agua por día. Sabíamos que nuestra empresa era más audaz que todo lo que habíamos hecho. Las olas nos iban a rociar copiosamente el rostro y partíamos en guerra, como los indígenas de aquellas islas, sobre una especie de tronco vaciado.

Celebramos, pues, consejo de guerra. ¿En qué dirección debíamos partir? ¿Cuánto tiempo los hombres que quedaran en la isla debían esperar nuestra vuelta? Si se marchaban de Mopelia, ¿bajo qué árbol dejarían sus noticias? Cada seis meses, en efecto, un velero iba a buscar los cocos y las tortugas que juntaban los indígenas. Nosotros, con nuestra canoa, nos dirigiríamos primeramente hacia las islas de Cook y si no encontrábamos ningún navío, continuaríamos hacia las Fidji, donde la navegación es más intensa. Al forjar ese plan no habíamos contado bastante con las dimensiones reducidas de nuestra canoa y con los vientos violentos que soplan en septiembre en aquellos archipiélagos. Esperábamos hacer un promedio de 60 millas por día; 30 días nos debían bastar para ir a las Fidji y podíamos volver a Mopelia antes de tres meses, con un buque capturado.

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La canoa no tenía cubierta. Su longitud era de seis metros y su borda, en el centro, tenía sólo veintiocho centímetros; pero, en fin, flotaba. La débil protección que nos ofrecía contra las olas de un mar grueso puede juzgarla todo el que sea marino. Pero también cada lector que haya alquilado alguna vez una canoa en un río puede representarse qué empresa era llevar allí provisiones para seis personas y para una larga travesía en alta mar. Nuestro armamento consistía en una ametralladora, dos fusiles y algunas granadas y revólveres. Dejando aparte algunas cajas de conservas de carne y tocino, nuestra despensa no contenía más que pan duro y agua. Habíamos instalado aparatos náuticos y sextantes; un acordeón y un libro en bajo alemán completaban nuestro equipo.

Todos, naturalmente, deseaban tomar parte en el viaje: yo escogí aquellos cuya salud era mejor. El teniente Kircheiss, el teniente Lüdemann, el mecánico Krause, el contramaestre Permien y el marinero de primera clase Erdmann. Como comandante que había perdido su navío, sentíame dichoso de volver a encontrar otro y pasé mis poderes en tierra al teniente de la reserva Kling.

La Kronprinzessin Cecilie, el más diminuto crucero de la Marina alemana, estaba dispuesto a partir. Un apretón de manos y el lazo que durante tanto tiempo unió nuestro pequeño grupo de 64 hombres quedó roto. Parecía que el alma se me partía en dos. En aquel momento, comprendimos cuánto nos queríamos unos a otros. ¡Y, luego, pensar en la incertidumbre del destino de los que marchaban! A pesar del orgullo de ver el pabellón alemán subir a la punta del mástil, una pregunta angustiosa se leía en los ojos de los que se quedaban: «¿Podrá soportar la canoa una tempestad?” Nadie sentía deseos de lanzar hurras. Nos alejamos de tierra; dos pabellones alemanes flotaban de nuevo en el vasto océano, uno en la cima de una palmera, otro en el mástil de nuestra canoa. Nuestra potencia naval estaba en consonancia con la potencia de nuestro dominio insular. Pero tanto tiempo como latieran nuestros corazones alemanes continuaría el esfuerzo para sostener la guerra, aunque ésta fuera en miniatura.

Pasamos cerca de nuestro Seeadler. La resaca había ya teñido el casco de un color rojizo obscuro: los palos estaban rotos y el navío, movido por las olas, parecía respirar como un ser viviente; hubiérase dicho que trataba de enderezarse para decirnos: «¡Hasta la vista!» y, deseoso de compartir nuestra suerte, volvía a caer impotente sobre su lecho de rocas. Luego nuestra cáscara de nuez se deslizó hacia alta mar. Un último rayo de sol en la bruma hizo centellear las letras de oro «Irma».

La isla había desaparecido y nos hundimos en el desierto del océano.

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CAPÍTULO XIV

Dos mil trescientas millas marinas en una cáscara de nuez

Desembarcamos en Atiu. Desconfianza del residente de Aitutaki. Lucha con los elementos. En la isla Niue. Llegada a las Fidji. Planes para apoderarnos de una goleta. ¡Prisioneros!

Armado de un lápiz azul, el teniente Kircheiss inscribió orgullosamente el nombre de Kronprinzessin Cecilie en la primera página de nuestro diario de a bordo. El tiempo fue magnifico al principio y nuestra pequeña embarcación hacía cuatro millas por hora. Habíamos puesto la proa hacia la isla de Atiu, cerca de unas trescientas millas al Oeste-sudoeste.

Con nuestras provisiones: dos meses de pan duro y tres semanas de agua dulce, la canoa estaba tan llena que no se podía pasar de proa a popa más que a galas. El pan estaba embutido en las cajas de aire con el agua, tabaco, aparatos fotográficos y la ropa necesaria; era el único sitio seco en la canoa; pero la flotabilidad quedaba así notablemente disminuida. Teníamos cuatro colchones, de manera que cuatro hombres podían estar tendidos a la vez; aunque a medias, es verdad, los dos de proa, pues las jarcias y demás aparejos les impedían estirar las piernas.

Nuestro equipo de civilización consistía en seis platos esmaltados, seis pares de cuchillos y tenedores, seis vasos, una cafetera, veinte mil marcos y algunos rollos de papel higiénico. Como retrete, no teníamos nada más que la roda, que a veces quedaba bajo las aguas, y durante la operación, era preciso asirse a un estay muy delgado y el cuerpo se balanceaba a cada movimiento de la canoa. Sufrimos espantosamente de estreñimiento, a consecuencia de nuestro régimen: pan duro, agua e inmovilidad.

Si se añade a ello los barriles de agua dulce, el motor, etc., se debe uno preguntar cómo seis hombres podían encontrar sitio en aquella especie de zueco de Navidad. Para abrigarnos algo contra el mar y la lluvia, habíamos clavado sobre la empavesada una ancha tira de lona de vela que se replegaba durante el mal tiempo hacia el centro del barco. Los dos lados se unían y formaban techo, sostenidos por arcos de hierro, dispuestos de dos en dos metros. Sin esta protección, algunas veces habríamos embarcado agua bastante para ir a pique.

¿Ha viajado alguna vez el lector durante mal tiempo en una barca de un pie de borda? Para acostumbrarse, que se instale cada día en un

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columpio colgado muy alto y que unos muchachos tiren con vigor de las cuerdas fijadas en el asiento del aparato y sin ningún método. Un choque de vez en cuando contra el poste derecho o el izquierdo y algunos cubos de agua fría contra el rostro. Al cabo de algunas semanas el hombre y su estómago estarán acostumbrados y dispuestos para correr una aventura como la nuestra. En nuestro carricoche oceánico, nos creíamos en camino para realizar grandes cosas.

Por la mañana, a las seis, los dos hombres que estaban en vela llenaban la cafetera; una lámpara de soldar servia de fogón. Esto no iba bien cuando el oleaje era demasiado fuerte y entonces debíamos contentarnos en vez de café con una especie de calducho tibio. Durante los últimos días de la travesía, no tuvimos nada ni caliente ni seco. Durante las primeras jornadas, por el contrario, la vida fue bastante confortable. A las ocho, los cuatro hombres que dormían se levantaban, se arreglaban, se lavaban con agua salada y luego, reunidos en el entarimado del sollado, tomábamos el café con pan duro. En seguida, después de haber calculado la posición, si hacía buen tiempo, nos encontrábamos libres para entregarnos a nuestras diversiones intelectuales. Como nuestra biblioteca no comprendía más que un libro, Lüdemann, lector titulado, nos leía los capítulos del Viaje a Constantinopla. Si Fritz Reuter hubiese podido saber que su libro contribuiría un día a mantener despiertos a seis alemanes perdidos en el Pacífico, seguramente hubiese encontrado doble placer escribiendo las aventuras de su «camello viejo».

Hacia mediodía hacíamos de nuevo el cálculo náutico, luego distribuíamos cubiertos y almorzábamos alrededor del compás. La tarde era generalmente desagradable: siempre sentados en el mismo sitio y a pleno sol, parecía que el cerebro acabaría por licuarse. Era preciso economizar agua; no podíamos jamás apagar por completo nuestra sed.

Al fin de la tarde leíamos de nuevo un poco: luego escribíamos algunas líneas en el diario de a bordo y venía la comida y a continuación una velada musical; acordeón y cantos, viejos Heder alemanes y canciones de café-concierto. Y después un poco de charla hasta el momento en que Morfeo, séptimo compañero, subía a bordo. Las noches eran bastante frías, pero poco importó mientras tuvimos buen tiempo: nuestros vestidos por lo menos estaban secos. Sucedió una vez que una ballena pasó en dirección opuesta y cerca de la barca, y nos dejó chorreando con el agua que despedía.

Yendo a bordo de una embarcación tan pequeña, los cálculos náuticos eran bastante difíciles. No había mesa para desplegar los mapas; un momento de descuido y todo se iba al agua. Cuando había mar gruesa, la

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mano que tenía el sextante estaba rígida. La tabla de logaritmos, secándose al sol, se hinchaba como una carroña.

Siempre en busca de buques enemigos, llegamos al tercer día de nuestro viaje a Atiu, la primera isla del grupo de Cook. Era la primera vez que entrábamos en un país enemigo habitado. Acompañado de Kircheiss, fui a la oficina del residente británico, hendiendo la muchedumbre de indígenas reunidos y boquiabiertos en torno de nuestra rara embarcación. El señor del lugar estaba tendido en la galería, en mangas de camisa y pantalón. No se levantó al acercarnos. Se leía en su rostro que un decreto divino había sometido la tierra entera a los anglosajones.

—Mi nombre es van Huten —empecé yo, bajo la mirada desconfiada del residente— y he aquí a mi primer oficial Southart.

Kircheiss, cuyo inglés era mejor que el mío, continuó en estos términos:

—Somos americanos, de origen holandés. Hace dos meses en un club de San Francisco, apostamos a que saldríamos de Honolulú en canoa abierta y volveríamos pasando por las islas Cook y por Tahití. Nos vemos obligados a abordar en ciertos sitios determinados. He aquí por qué le rogamos que tenga usted la bondad de darnos un certificado que atestigüe que hemos pasado por aquí. Quisiéramos también abastecernos de agua, de conservas y frutas.

Aunque nuestra aventura le pareció un poco atrevida, el rostro del residente se aclaró. No nos pidió papeles ni el libro de a bordo. A fuer de verdadero inglés, había de tal manera descuidado el estudio de las lenguas extranjeras, que tomó por holandés el bajo alemán que yo hablaba con Kircheiss y, sin embargo, había hecho la guerra de los boers. Nos enfrascó en una conversación sobre la guerra actual: todo el provecho, a su juicio, sería para la raza amarilla. Las hazañas de los alemanes le inspiraban mucho respeto. Nos guardamos, naturalmente, de alabar a Alemania.

Al cabo de un cuarto de hora, nuestra reunión aumentó a consecuencia de la llegada de un misionero francés, quien, encantado por las pocas palabras francesas con que le saludé, nos invitó en el ardor de su patriotismo a que fuéramos a su casa y nos sirvió una excelente comida al mismo tiempo que una Marsellesa en el fonógrafo. Los alemanes, naturalmente, no salieron bien librados de nuestra conversación. De la Residencia a la casa del misionero, habíamos podido admirar el salvaje esplendor de la isla y la armonía de una vegetación tropical en la que se mezclaban cocoteros, bananeros, mangos y naranjos. A la vuelta nos detuvimos en la calle de la aldea y las graciosas hijas de los jefes tuvieron la ocasión de admirar a los héroes de la fantástica apuesta. Llegamos a la

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canoa, cargados de ramos soberbios y de invitaciones encantadoras para el porvenir. Hice la última visita al residente para interrogarle acerca de los buques que eran esperados allí. La fecha del próximo velero era indeterminada, de modo que aplazamos hasta Aitutaki la esperanza de encontrar una presa. Partimos en esa dirección teniendo en el bolsillo el certificado del residente de Atiu.

El tiempo había empeorado. Ráfagas de lluvia incesantes y olas que pasaban por encima de la borda nos mantenían en una constante humedad. Llegamos a tener que achicar más de 250 cubos por hora y nunca estuvimos completamente secos durante los veinticinco días que duró esa segunda etapa del viaje. Hacía un espantoso frío y era difícil poder calentar el café. Imposible dormir sobre los colchones pantanosos, bajo las mantas empapadas en agua, y se alegraba uno de estar de guardia para calentarse trabajando un poco. Nuestro toldo de lona se agujereaba y aun cuando la lluvia no cayera, el rocío del mar impedía que nada se secara.

Un día vimos que se formaba una tromba casi bajo nuestros ojos. Una lluvia fina saltó de pronto burbujeante a la superficie del mar. El torbellino aumentó de velocidad y de volumen. Masas de agua siempre más considerables se elevaban en remolinos. Luego, en mitad del límpido cielo, apareció una nube pequeña; negra, muy negra, se precipita hacia abajo en forma de embudo. De pronto, el torbellino y la nube se juntan y una gigantesca columna de agua une el mar al cielo con un estrépito espantoso. La columna avanza; la barquita está inmóvil. ¡No hay ni un soplo de aire! ¿Cómo escapar a aquel gigante en marcha? El hombre del timón trata de gobernar; pero la barca no se mueve y bruscamente, gracias a Dios, el monstruo sonoro se desploma sobre si mismo con un estrépito ensordecedor y pasamos largo rato balanceados por la poderosa ola. Una suerte dichosa nos hizo escapar a muchas de esas trombas.

Llegados a Aitutaki, no encontramos, desgraciadamente, ninguna goleta que capturar. Resolvimos, sin embargó bajar a tierra, con la esperanza de saber noticias acerca del tráfico marítimo y de dormir por lo menos una noche bien secos y al abrigo, pensando que así descansaríamos nuestros miembros extenuados. Era el 30 de agosto.

En el muelle, en medio de algunos centenares de indígenas, el residente esperaba a los extraños huéspedes. Habíamos trocado el origen holandés por el noruego, pues se nos había señalado en Atiu la proximidad de comerciantes holandeses con los cuales no queríamos trabar conocimiento. Únicamente el contramaestre Permien, que conocía un poco el holandés, y ninguna otra lengua extranjera, recibió permiso

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para saludar a sus compatriotas, pero le dimos antes algunas lecciones de sordera.

Con su monóculo, el residente se parecía al presidente Wilson. Lleno de desconfianza, empezó por enviarnos un carpintero noruego, con quien dichosamente Lüdemann pudo explicarse de un modo fácil, de manera que ese testigo intervino calurosamente en nuestro favor. Haciendo gala de su astucia, nuestro Wilson trató de separarnos. Por más que quisimos y tratamos de escapar a sus tretas, los notables nos invitaron a bañarnos y a comer en sus casas respectivas, con tal insistencia, que nos fue imposible rehusar. Por lo que pudiera suceder, metíme una granada en el bolsillo y los demás hicieron lo propio. Imposible, por otra parte, secar nuestras ropas y efectos, pues los indígenas rodeaban la canoa de tan cerca que hubiera bastado levantar las mantas para descubrir nuestro almacén de armas.

Comí en casa de un comerciante, mister Low; Kircheiss había sido invitado por el residente. Notamos que nuestros dos huéspedes cambiaban constantemente notas para combinar sin duda las preguntas y comparar las respuestas. Aprovechamos la primera ocasión para volver al barco. Lüdemann nos contó que según lo que le había dicho el noruego, se nos tomó por alemanes y que nuestra canoa debía ser varada. Convinimos entonces en que dos de nosotros estarían siempre de guardia en la canoa y que a la primera alarma barrerían el muelle con su ametralladora. Nosotros nos embarcaríamos en seguida en tal caso. Esperando el certificado prometido por el residente, recorrimos las tiendas para completar nuestras provisiones. Permien estaba callejeando, cuando un misionero holandés le paró. Permien pretextó un servicio urgente en el barco, y Erdmann en su lugar se entretuvo hablando un rato, con el poco holandés que sabía, con el piloto celeste. Este nos invitó a todos; pero teníamos ya compromisos. Mister Low nos trajo diarios ilustrados para enseñarnos las trincheras alemanas. Su almacén estaba, por otra parte, lleno de mercancías «made in Germany» y, como se lo hicimos notar, se alegró expresamente de que fueran aquéllos sus últimos restos, pues las mercancías alemanas no entrarían más en aquella isla. Así, recogimos una nueva señal de la expansión pasada de nuestro comercio, en el momento mismo en que la triste soledad de nuestra Patria encontraba un símbolo en nuestro desastroso papel de muchachos perdidos en el Pacifico.

Sin embargo, conservábamos la esperanza de la victoria y si todos, en el país, se hubiesen portado como nuestra pequeña tropa de náufragos, las mercancías alemanas hubieran recobrado su camino hacia todos los rincones de la tierra, pues el respeto inspirado por nuestra nación era

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inmenso y oíamos bajo nuestro disfraz de neutrales el temor, sin cesar repetido, de que Alemania fuera capaz de anexarse todas las islas del Sur.

Se nos invitó a pasar la noche en casas particulares; pero, temiendo alguna celada, preferimos permanecer en nuestra canoa a pesar de todo el placer que hubiésemos encontrado durmiendo en un lugar seco.

Por fin, el señor Wilson nos hizo llamar y después de dirigirnos muchas preguntas, me pidió mis papeles de navegación. ¿Por qué? «Mi gente —dijo— os toma por alemanes. Yo sé que no es verdad: pero quisiera tranquilizarla.» Vacilaba evidentemente entre el deseo de arrestarnos y el temor de un combate. Hundiendo la mano en el bolsillo, preparé mi granada y nos fuimos a la canoa en compañía del residente y rodeados de centenares de indígenas. En el desembarcadero, un muchachote grande y fuerte, tocado con una gorra militar y que había estado en Flandes, preguntó al residente si debía detenernos. Murmuré al oído de Wilson: «Al primero que haga una tontería lo mato.» «No diga usted semejantes cosas», contestó él. Permanecí sentado en el muelle mientras el residente entraba en nuestro barco para revisar los documentos. Esta operación parecía, por otra parte, no inspirada por su propio valor, sino por el deseo popular.

Imposible, naturalmente, encontrar el libro de a bordo. Quizá había caído al agua. Sin embargo, Kircheiss acabó por presentar el libro de a bordo de una goleta americana que habíamos capturado y que habíamos conservado a causa de los datos geográficos que contenía. Desgraciadamente nos habíamos servido de él también para inscribir allí nuestras posiciones cronométricas. En la primera página se leía en grandes caracteres: «Marina Imperial» y había un timbre representando el águila alemana.

—¿Qué lengua es ésa? —preguntó el residente. —No lo sé —contestó Kircheiss—; hemos tomado este cuaderno en

Honolulú. —¿Y qué significa: «Gang und Stand?» —preguntó Wilson,

señalando con el índice las indicaciones manuscritas que coronaban las columnas de cifras.

—Eso quiere decir «Navegación» en noruego. Wilson prefirió creerlo. En aquel instante teníamos la superioridad

militar. Al pasar, levantó un pico de la manta y apareció un cañón de revólver. Tapó en seguida, diciendo a Kircheiss: «No permita que vea esto la multitud.» Todo estaba dispuesto para el combate: la ametralladora, las bayonetas y las granadas estaban coloradas en tan buen orden que no teníamos más que cogerlas como peras en un peral. El residente estaba pálido. Gritó a los que le acompañaban, y que le

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esperaban de pie en el muelle: «Muchachos, todo está en orden.» Y cuando me reuní a él en el barco, me dijo: «Tape usted bien todo eso», enseñándome el montón de granadas, con las mejillas como embadurnadas con yeso. Y repitió de nuevo a la muchedumbre: «No he encontrado nada. Son honrados deportistas.» Y añadió a mi oído: «Se lo ruego; no me lleven prisionero.»

Hubiésemos querido permanecer unas horas allí todavía, pero sacando el reloj, Wilson dijo: «Gentlemen, lo mejor sería que marcharan ustedes inmediatamente». Desembarcamos juntos y para disimular charlé un rato todavía con él en la playa, mientras Kircheiss volvía tranquilamente a la aldea para buscar algunas naranjas que se nos había prometido. El certificado del residente estaba dispuesto. El piloto indígena era de parecer que retardáramos nuestra partida algunas horas; pero el residente decretó de modo autoritario que debíamos marchar en seguida. Aprobé este partido, entrando en el juego del europeo para disipar las sospechas de los indígenas y evitar sucesos desagradables a la población blanca de la isla. El residente sabía perfectamente con quién se las había habido.

De regreso Kircheiss, nos apresuramos a abandonar aquel rincón peligroso. Salimos a alta mar y durante trece días no vimos ninguna tierra. Nuestra canoa no estuvo ni un momento seca.

Fue durante aquella travesía que hubimos de soportar los mayores sufrimientos; fue un combate sin tregua con los elementos. No hubo sueño de noche ni de día, y únicamente estábamos ocupados en mantener la canoa a flote a fuerza de achicar el agua. Durante tres días atravesamos un campo de betún producido por los volcanes submarinos. Allí estaba el territorio de origen de aquel maremoto que había causado la pérdida de nuestro Seeadler. Aquel betún echado por las olas al interior de la canoa ensució toda nuestra ropa ya mojada y asquerosa desde hacía mucho tiempo. Era un chapoteo continuo y seguía lloviendo siempre. Importa poco la humedad durante el día si se puede tender uno por la noche en una cama seca, pero no había ni un abrigo. Nuestro cuerpo humeaba a causa del frío. Por todo alimento, agua y pan duro. Los colchones no podían secarse y por ello los habíamos lanzado por encima de la borda. Durante el día, muchas veces sentíamos la piel requemada por el sol tropical y por la noche, para defendernos del frío glacial, no teníamos nada más que mantas húmedas. Nuestra agua se agotaba y no podíamos ya apagar nuestra sed. Imposible tocar el excelente tocino que nos quedaba, por temor de aumentar todavía nuestra sed, de la que parecía burlarse la superficie cristalina del mar. Tratamos de recoger agua de lluvia en una vela; pero el tejido estaba de tal manera impregnado de sal, que no pudimos beber aquel líquido salobre. Inconscientemente tomamos

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la costumbre de chuparnos los dedos y mordisquearnos la mano para refrescar con saliva nuestras encías secas. El beri-beri, del cual nos habíamos desembarazado en Mopelia, manifestó de nuevo sus síntomas. Nuestras articulaciones, sobre todo las rodillas, empezaron a hincharse. Era imposible movernos en nuestro estrecho dominio. Bien pronto no pudimos sostenernos en pie. Se nos hinchaba la lengua, las encías se blanqueaban, los dientes doloridos vacilaban en sus alvéolos cuando trataban de mascar el pan duro. ¡Qué no hubiéramos dado por una comida caliente, por una cama seca, por un poco de movimiento! El hombre no está hecho para esa vida de anfibio. A los choques causados por el oleaje, nuestras rodillas nos arrancaban gritos de dolor. Nuestros ojos padecían una especie de presión de dentro hacia fuera. No podíamos ya más y nos dábamos asco a nosotros mismos.

Permien había imaginado hacer señales en su cuerpo y observaba asi de día en día la subida del agua en sus miembros. «Cuando llegue al corazón, pensábamos, esto se terminará.» Y cada cual se decía: «Seré el primero en partir.» ¿Por qué luchar aún? ¿No era mejor morir todos a la vez? Estábamos ya dispuestos a arrancar el lastre de hierro, cuando uno de nosotros, más enérgico que los demás, nos trajo un consuelo, el libro de Fritz Reuter. Sus páginas nos pusieron nuevamente de buen humor. «Volveremos a nuestra casa, no queremos morir.» El neurasténico es como un niño; el libro nos bastó para recordarnos la Patria y una nostalgia nos invadió, arrojando de nosotros el deseo de la muerte. Como un punto luminoso volvió a renacer la esperanza de encontrar de nuevo el país que ha producido tales hombres. Una especie de noche nos rodeaba. No podíamos pensar claramente. Nuestros sesos eran como un montón de algodón en rama. Sin dormir ja- más, una modorra continua nos invadía y aquejaba hasta al que empuñaba la barra del timón. Vivíamos como en otro mundo; pero la subconsciencia y el instinto nos inducían a seguir el buen camino, a utilizar cada soplo de viento, a no perder ni una hora. ¡Adelante, siempre adelante! Cada minuto nos acercaba a la liberación.

Una bella mañana apareció en el horizonte la pequeña islita inglesa de Niue. Era preciso procurarnos víveres frescos, so pena de perecer. La llegada de un barco en aquellas islas es siempre un acontecimiento. Veíamos afluir los indígenas al desembarcadero. Nuestra ametralladora está presta, nuestros fusiles igualmente y enarbolamos el pabellón imperial. Hasta entonces no habíamos usado nunca nuestras armas; la vista de nuestro pabellón bastaba para que el enemigo cayera de rodillas. Nos acercamos, la multitud reconoció nuestros colores, y cuál no sería nuestro asombro al oír estos gritos: «¡Venid, alemanes, pueblo heroico; venid, vosotros que combatís contra el mundo entero! Nosotros también

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somos guerreros; pero no hemos podido batirnos nunca contra las demás islas reunidas.» Y mostrando un grupo aislado, añadieron: «Esos camaradas nuestros han sido llevados a un gran navío para combatir contra vosotros; pero no pudieron soportar el clima del frente occidental y atacados por una enfermedad incurable han vuelto como simples fardos.»

Hay que conocer el alma de los indígenas para comprender sus simpatías hacia nosotros. Esas nobles razas, sometidas desde muchas generaciones atrás a la dominación extranjera, tienen una cuenta que arreglar con sus opresores. Alemania, el principal enemigo de Inglaterra, les inspiraba, naturalmente, un gran respeto. Además, los indígenas sienten, como si fueran hidalgos, cuanto se refiere al honor militar. La propaganda odiosa del mundo entero contra el pueblo alemán hería sus sentimientos deportivos. Conocen de un modo admirable cuanto ocurre en este bajo mundo. Se reúnen por la noche para hablar; los viejos cuentan: «América, Francia, Inglaterra, Australia, Nueva Zelanda, all, all, people, combaten contra Alemania. No puede dejar de ser aplastada». Y he aquí que sus camaradas vuelven de allá abajo, enfermos, con la noticia de que los alemanes están todavía en Francia y que esto dura desde hace años. Esto da mucho que reflexionar, y un día aparece un barco que levanta la bandera alemana: «¿De modo que los alemanes llegan hasta aquí?» La pequeñez de nuestra canoa no les sorprende: cuando se combate contra el mundo entero, hay que sacar partido hasta de la más pequeña embarcación. Fue hacia la misma época que Sydney recibió la memorable visita de un aeroplano alemán: el Wolfchen, lanzado por el Wolf, otro corsario alemán de los mares del Sur22. Esta ubicuidad del adversario causó a los ingleses una inquietud que llenó a los indígenas de una alegría silenciosa. Para desmentir el hecho, la censura inglesa negó la existencia del Wolfchen.

Nuestro deseo nos hubiese llevado a abordar en Niue, pero tuvimos el temor de presentarnos en tan lamentable estado a aquellos hombres que se habían formado tan alta idea del pueblo alemán. ¿Ibamos a tambalearnos delante de ellos, apoyándonos en muletas? Disimulando que no podíamos levantarnos, contestamos, sentados, a los cumplidos que nos hacían; pedimos víveres frescos, expresando el pesar de que nuestras órdenes no nos permitieran bajar a tierra. Debíamos volver a partir inmediatamente. Nos trajeron bananas. Era el mejor remedio para nuestros males. En agradecimiento, con nuestros dedos engarabitados, arriamos nuestra bandera y marchamos hacia alta mar entre clamores de entusiasmo. A Dios gracias, las bananas eran una carne que podían

22 Ver Apéndice I.

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morder nuestros dientes descarnados. Nuestros cuerpos recobraron un poco de elasticidad y el mal pareció remitir. La espera de una presa próxima nos impedía desesperar.

El vigésimo segundo día de nuestro viaje llegamos a Katafanga, una isla que pertenece a las Fidji orientales, y pudimos por fin bajar a tierra para dar un poco de juego a nuestros miembros anquilosados. Se alzaba allí una casa deshabitada que era propiedad del jefe de la plantación. Encontramos en ella un número atrasado de Eco, diario de los alemanes en el extranjero, vestigio de nuestra antigua expansión. Al declararse la guerra, el plantador alemán, arrojado de su casa, debió refugiarse sin duda en un rincón salvaje de la isla. Sus sucesores ingleses habían dejado la casa en un estado de abandono lamentable. Pasamos allí, sin embargo, dos días de bienestar celestial.

Proseguimos en seguida nuestro camino hacia las grandes Fidji. Una noche, habiendo recalado en un golfo abrigado por diminutos archipiélagos y deseosos de esperar el día para acechar la llegada de algún buque, habíamos cargado las velas y lanzamos un áncora flotante, durmiéndonos después, mientras íbamos lentamente a la deriva.

A las tres de la mañana, un grito de espanto nos despertó. Krause extiende el brazo: «¡El arrecife!» ¡Somos arrojados encima de él! Nos levantamos titubeando, la resaca ante nosotros blanquea la noche como una pared. La corriente nos empujaba, la muerte estaba próxima. ¿No podíamos izar la vela? Sí, pero el viento soplaba contra tierra. Ensayamos, sin embargo. ¡Qué minuto de angustia! ¿Nos permitirían salvarnos el viento, la corriente, la configuración del escollo? Nos aproximábamos a la resaca, sin que nadie dijera una palabra, sintiéndonos ya tragados por el torbellino y arrastrados sobre los corales, cuando, de pronto, el escollo forma ángulo y huye ante nuestro tajamar. Una ráfaga de viento nos permite tomar distancia; estamos salvados.

Buscando un abrigo bajo la costa de la isla de Wakaya. Nos tomaron por náufragos y un barco vino en socorro nuestro. Llegados al puerto, encontramos allí gran número de buques anclados. No habían salido a causa de la tempestad y, por lo tanto, no habíamos podido encontrar hasta entonces la presa tan ardientemente deseada. Nos encontrábamos, pues, por cuarta vez en territorio enemigo.

A las preguntas que se nos hicieron, contestamos con embustes de toda especie. Creo que rebasamos en imaginación a los diarios neozelandeses. Los indígenas no tenían desconfianza; pero un mestizo que nos asaeteaba a preguntas más y más complicadas acabó por urdir contra nosotros una especie de conspiración. La tempestad nos obligaba a prolongar nuestra estancia. Paseándome con Kiircheiss por una avenida

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del bosque mojada por la lluvia, vimos llegar un blanco a caballo, muy excitado, muy pálido, y que contestó apenas a nuestro saludo. El mestizo, como supimos más tarde, le había informado de la presencia de un grupo de alemanes en la isla; el aspecto extraño de aquel jinete nos determinó a dar en seguida media vuelta. Los marineros que estaban en la canoa nos contaron que un balandro acababa de salir del puerto; luego supimos que iba a llevar a las autoridades la noticia de nuestra llegada.

Por la noche bebimos en unión del blanco y el mestizo. Esto nos costó por desgracia el resto de nuestro ron, pero las lenguas se desataron. El blanco entró en confianza y nos contó riendo que nos había tomado por alemanes. En seguida empezó a pelear con el mestizo y fuimos a dormir en su casa Kircheiss y yo, mientras los otros cuatro camaradas pasaron todavía en la húmeda canoa una espantosa noche en vela. Tiesos como estacas, al día siguiente por la mañana preparamos todo para la partida en el primer momento favorable. A las once, el tiempo mejoró. Los veleros en el puerto se disponían también a aparejar. Nos despedimos con cordiales apretones de mano de nuestros huéspedes, que parecían haber desechado toda desconfianza. Apenas habíamos dejado el puerto, siguiendo la estela de los grandes veleros, cuando unas ráfagas de viento nos obligaron a entrar de nuevo al abrigo, así como a los otros veleros. Fue preciso pasar una segunda noche en tierra; mis hombres, a quienes se ofreció un establo, no quisieron ir allí y tampoco aquella vez se separaron de la canoa por incómoda que fuera. A pesar de todo, el pesar que por ello sentíamos fue una precaución saludable la de aquellos muchachos, pues unas formas misteriosas que salieron de las sombras trataron por dos veces durante la noche de varar nuestra canoa en la playa.

Hacia el anochecer, una maravillosa goleta con motor auxiliar había entrado en el puerto. Kircheiss y yo, volviendo de paseo, nos detuvimos; aquel soberbio navío debía pertenecemos. ¿Nos apoderaríamos de él en seguida o esperaríamos al día siguiente? Un consejo de guerra que celebramos a bordo de nuestra canoa nos llevó a la resolución siguiente: Kircheiss iría a encontrar el capitán de la goleta y diciéndole que éramos marinos de un vapor americano, le pediría que nos tomara como pasajeros, y en cuanto estuviéramos en alta mar, nos apoderaríamos de la goleta.

Así lo hicimos. El capitán de la goleta nos dio cita a bordo a las tres de la madrugada. Cogemos nuestros uniformes y los ponemos en sacos junto con cuanto nos convenía llevar, y subimos a nuestro futuro navío con armas y bagajes. ¡Qué salón tan maravilloso! ¡Y las literas y la cocina!... Y sentirse de nuevo al abrigo, tener bajo los pies una cubierta por donde se puede pasear. ¡Qué alegría para los camaradas cuando nos vean llegar

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con aquella presa espléndida! Los dos motores nuevos nos permitirían continuar la guerra de corsario. El áncora sube a su sitio. Tan pronto como lleguemos a alta mar, nos presentaremos al capitán como alemanes e izaremos el pabellón imperial.

Pero un gran vapor entra por la boca del puerto. Trae, sin duda, dice nuestro capitán, al propietario de la isla, ya que el

mal tiempo impedía los viajes a vela. El vapor se detiene y bota una canoa al mar. Un oficial y cuatro cipayos se dirigen hacia nosotros. Los uniformes están en los sacos. Hubiera sido fácil, por medio de un balazo o de una granada, matar al oficial, que era el único que traía un revólver, pues los indios no tenían más que bayonetas y el espíritu de decisión rara vez nos ha faltado. Pero siendo oficiales y marineros de la Marina Imperial, vestidos de paisano, ¿que podíamos hacer? El honor no nos abandonó, impidiendo que nos comportáramos como francotiradores. Un paisano no puede atacar a un uniforme; a causa de esa decisión psicológica, debimos nuestros éxitos poco sangrientos; pero, en cambio, esta vez causó nuestra pérdida.

Al oficial de policía que nos interroga me presento: «Comandante del Seeadler, con una parte de mi tripulación.» Blanco como una camisa no se atrevía a acercarse y, sin embargo, debilitados por el pan duro, el agua salobre y la inmovilidad, de fijo que no presentábamos un aspecto muy temible.

Así acabó, cuando creíamos que iba a empezar, nuestro nuevo crucero.

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CAPÍTULO XV

Prisioneros de los ingleses

Nos trasladan a Suwa. Encarcelado y separado de mis compañeros. Entrevista con un almirante japonés. Odisea de los camaradas que quedaron en la isla Mopelia. Se apoderan del barco francés Lutèce. Naufragan en la isla Pascua. Son llevados a Talcahuano.

¡Prisioneros! Después de tantas aventuras y astucias, y a punto de alcanzar el éxito deseado, estábamos presos, y eso porque no habíamos querido, vistiendo de paisano, disparar contra el enemigo.

—¡All right! —dijo el inglés a quien me había presentado—. Su nombre es conocido y será usted tratado como conviene. Soy inglés —y subrayaba la palabra inglés.

Pero la vieja criada del vapor Amra nos acostumbró bien pronto a otro tono: «Esos hunos, exclamaba, ensucian nuestra cubierta que los pobres negros deben limpiar luego. Los hunos deberían ser pintados de negro; yo proferiría ser antes negra que alemana. Hundir buques cargados de mujeres y niños. He ahí todo lo que saben hacer. Quisiera poder matarlos antes de almorzar.»

Toda la propaganda de nuestros enemigos hablaba por boca de aquella cándida mujer.

Llegamos por la noche a Suwa. La ciudad entera estaba conmovida: una escolta de cien hombres condujo a los seis pobres diablos hasta el Asilo que nos estaba destinado. En la multitud, los blancos nos insultaban al pasar; los negros nos miraban con silenciosa admiración.

Al principio se nos alojó en el Asilo de los indígenas, una especie de edificio construido por orden del gobernador para ofrecer un abrigo a los negros de las otras islas que pasaban por Suwa. Veinticinco hombres guardaban las puertas y ventanas. ¡Qué lujo de precauciones para seis prisioneros! El jefe del establecimiento era un muchacho simpático, el teniente Woodhouse; fue empleado de un Banco en tiempo de paz. Nos trataba bien, nuestra alimentación era excelente, y descansamos con toda tranquilidad. Al interrogatorio que me hicieron sufrir durante la primera mañana contesté con un embuste destinado a disimular las huellas de nuestros camaradas que permanecían en Mopelia. Había dado orden a mis subordinados que rehusaran dar toda clase de informes a fin de no contradecirnos. Los libros los habíamos echado al mar, menos uno, del que pronto hablaré.

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Woodhouse, que nos permitía mucha libertad, fue probablemente por tal razón reemplazado por un capitán llamado Whitehouse, que era bastante ridículo pues no nos hablaba jamás sino con el revólver en la mano. Ese oficial poco caballeresco me dijo un día:

—Señor conde, prepárese usted, que el general Mackenzie desea verle.

—¿El general Mackenzie? ¿Y a mis subordinados también? —Sí. Voy a ver a mis hombres. —Aseaos todo lo posible, muchachos; esta tarde a las cuatro vamos a

ver al general Mackenzie; hay que tener buen aspecto. Lavamos nuestras ropas; las secamos sobre nuestros cuerpos, pues no

teníamos otra para cambiar y deseábamos aparecer ante el general como verdaderos soldados alemanes. A las cuatro se nos hace subir a un camión automóvil que servía para el ganado, y en el que había todavía una capa de fiemo. Extraño coche para hacer una visita a un general. Whitehouse está en el pescante, revólver en mano. Siete hombres de guardia han subido con nosotros y, de pronto nos paramos delante de un edificio rodeado de paredes de seis metros de altura. ¿Qué significa esto? La puerta se abre: es la prisión de Suwa. Una cárcel colonial con malhechores negros e indios. Le digo al capitán: ¡Cobarde! ¿Acaso sus generales habitan en cárceles o no tiene usted bastante sangre en las venas para decimos la verdad? ¿Es asi como obran los ingleses? Le felicito a usted.

La muchedumbre de presos se empuja para vernos y algunos exclaman asombrados: «¡Europeos, blancos aquí! ¡Cuántos crímenes han debido cometer!». Nos arrancamos de las manos de los esbirros para formar fila y entramos con la cabeza alta. Ante nuestros ojos desdeñosos se abren hileras de celdas. Un rostro flaco y amarillento nos acoge riendo burlón: «¡Eh, de aquí no se sale ya!» En vano protestamos contra esa violación del derecho de gentes. El director de la cárcel invoca sus órdenes. Al final de un corredor húmedo, unas puertas de hierro se abren una tras otra, y cada cual desaparece en su celda. «¡Bien está! Puedes dar gracias a tu respeto caballeresco por el uniforme; él es el que te ha conducido aquí.» El ruido del cerrojo me produce un escalofrío. Estoy solo, he perdido a mis muchachos, a mis últimos muchachos.

El suelo es de cemento; no hay rejas en las ventanas, que tienen apenas la anchura de la mitad de una cabeza humana. Pero no me he sentido nunca más alemán que en aquella cárcel de Suwa. Qué alegría me procuraba, deslizándose por la ventana, el primer rayo de aquel sol que, doce horas antes, había brillado sobre nuestras queridas familias y sobre

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nuestros soldados en las trincheras. Todo mi ser se adhería a aquel rayo, ¡y con qué reconocimiento! Pero no tardó en extinguirse, la sombra invadió la celda y sentí de nuevo el peso de la soledad. Pero no es tan fácil separar a los alemanes unos de otros. Desde la celda de Permien subió la música de un acordeón y entonamos en coro: «Ondea orgullosamente la bandera negra-blanca-roja.» La ola subía de nuestras gargantas unidas y resonaba a través de los miserables edificios. Luego cantamos: «No era el amor...», la «Guardia del Rin», y así por el estilo: la sesión duró hasta las dos de la madrugada. En vano la ronda, a cada vuelta, trataba de hacernos callar. Continuamos hasta el momento en que, cayendo de cansancio sobre el cemento frío, nos dormimos para soñar con la Patria.

A pesar de mis protestas, aquella vida duró ocho días. Se nos vigilaba con tal cuidado que parecían temer que voláramos desde nuestras celdas por algún procedimiento sobrenatural. Trabamos conocimiento con varios presidiarios mestizos; no podían creer a sus ojos al ver que tenían blancos por compañeros. Seamos justos: quizá los ingleses no tenían intención de torturarnos; pero se sentían de tal modo dichosos de tener aquel puñado de prisioneros alemanes, que no creían poder dar una jaula bastante sólida a aquellos pájaros raros.

Al cabo de ocho días, Whitehouse entró una mañana en mi celda. Tenía la cordialidad pintada en el rostro; me pareció que un acontecimiento dichoso flotaba en el aire.

—Un almirante japonés —dijo— desea hablarle a usted. —¿Puedo creerlo? —respondí—. ¿Se trata esta vez de un Mackenzie

japonés? ¡Envíeme usted a otro oficial! Media hora más tarde llega un teniente, que me repite lo ya dicho. Se

pregunta por mí a bordo del crucero japonés Idzuma. Me preparé con alguna desconfianza. A las dos de la tarde, en compañía del teniente, atravesé los patios de la cárcel y bajamos hacia el muelle. ¡Ah! ¡Respirar de nuevo el aire libre, poder ver algo más que las paredes de la cárcel! No me habían engañado. Un magnífico crucero estaba anclado en la rada. Al muelle acaba de atracar una canoa que ostenta el pabellón japonés. Un oficial me acogió allí con la mano en la visera. Me siento junto a él, siempre acompañado del teniente y de dos soldados ingleses. En la escala del crucero, todos los oficiales se habían agrupado para saludar al prisionero. El almirante me estrecha la mano, diciendo: I admire you, what you did for your country23. Me presenta a sus oficiales y añade, volviéndose hacia mí: «Así que éste es el hombre que hemos buscado día

23 Le admiro a usted y admiro lo que ha hecho por su país.

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y noche durante tres meses. Siento encontrarle en tal estado en vez que en el bravo y alegre combate que esperábamos.»

Expresé por mi parte el sentimiento de no encontrarme cautivo bajo su guardia, lo cual pareció admirarle, pues no conocía nuestro encarcelamiento. Me sorprendió la frialdad que demostraban los japoneses al oficial y que contrastaba con el tono que usaban conmigo. Su cortesía y su simpatía, desgraciadamente tan sólo platónicas, para Alemania, me alentaban el corazón y pensaba cuánto se alegraría también al saberlo mi gente. Los centinelas ingleses, que querían acompañarme a bordo, fueron despedidos. El almirante me invitó a pasar a su salón. Habituado a mi celda, creí entrar en un palacio: cigarros, cigarrillos, oporto, una botella de champaña. El almirante me mostró dos cuadernos escritos por su mano en japonés; uno llevaba por título el retrato de Emden24; el otro el del Moewe; había un tercero vacío: —Este es el suyo. Todo lo que usted me diga lo escribiremos para nuestra juventud. Es la costumbre de nuestro país; todas las proezas realizadas por una patria deben fomentar el entusiasmo de nuestros hijos. ¿Quiere usted referirme alguna de sus aventuras?

—Con mucho gusto. —Ante todo, una pregunta: ¿Ha salido usted con su navío de un

puerto neutral de América, de Argentina o de Chile? —No, venimos de Alemania, disfrazados de noruegos. Tuvimos que

soportar una visita de una hora y media. —¿Una visita de los ingleses? —Si. Una sonrisa satisfecha ilumina el rostro del almirante y del primer

oficial. Luego me escucha bebiendo champaña. Hubiera querido saber dónde estaba la tripulación del Seeadler. «Pero, en fin, ¿por dónde cruzaba usted? ¿Qué pensaba usted? ¿Dónde nos ha dado usted caza?» Extiende un gran mapa. Son los parajes comprendidos entre Nueva Zelanda y Chatham; las líneas y puntos marcaban los trayectos del crucero.

—He aquí por dónde le he buscado durante tres meses a veinte millas por hora —dijo el almirante.

Pero lo que atraía mi mirada era, sobre todo, que en torno de Mopelia había un círculo trazado con lápiz: el enemigo conocía, sin duda, la residencia de mis muchachos. Uno de los míos me había dicho que en el momento de nuestra captura habíamos perdido un libro-diario, que decía: «Varados en Mopelia el 2 de agosto.» Dichosamente, no hemos inscrito

24 Ver Apéndice I.

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la pérdida total del Seeadler; el enemigó no podía saber tampoco que habíamos destruido nuestra última presa: la goleta de cuatro palos americana, Manila. Ambas ideas se entrechocaban en mi cerebro y pensé: «Eso me proporciona el medio para salvar a mi gente.» El almirante me preguntó:

—¿Dónde está el Seeadler? —Naufragado. —¿Cómo? ¿Dónde? Siguiendo mi relato, conté que habíamos tocado Mopelia para

aprovisionarnos; el Manila nos acompañaba. Saltó el viento y nos echó contra el coral y se declaró una vía de agua. Para reparar el casco habíamos debido descargar el navío y tumbarlo. En el momento de volver a marchar, un tanque de petróleo que imprudentemente había quedado abierto durante la nueva estiba se incendió. Tuvimos apenas el tiempo de refugiarnos en el Manila y transportar allí lo más necesario.

—¿Dónde está el Manila? —¿El Manila? En Mopelia. —Si tenían ustedes el Manila, ¿por qué han venido aquí en canoa? —Hemos debido repartirnos en dos buques, pues la goleta americana

no tenía agua ni sitio más que para quince hombres. —¿Verdaderamente? ¡Oh!, conde, no debe usted creernos tan torpes.

Su Manila no está ya en Mopelia. Con ella han llegado ustedes tratando de capturar un segundo navío. Esto es menos inverosímil que su travesía del océano en una canoa. Así es que, dentro de tres días, habré dado con el Manila.

He aquí otro que era incapaz de creer la verdad. Mi narración, digna de Ulises, había conseguido su objeto. Efectivamente, ni él ni los otros buques lanzados en nuestra persecución fueron a Mopelia en busca de la tripulación del Seeadler. La verdad ha sido la mejor astucia. Lo que yo había añadido no era el resultado de un cálculo: se engendró en el curso de la conversación, combinado con esta idea fija: ¿Qué hacer para que este japonés no marche a treinta millas por hora en dirección de mis pobres compañeros?”

El almirante me preguntó varias cosas sobre la batalla de Skagerrak. No se cansaba de oírme: «He aquí —observó— una prueba de la superioridad de la pequeña flota sobre la grande. La perfecta organización de ustedes hace que les admiremos. Lo que no podemos comprender es que un país tan inteligente tenga tan malos hombres de Estado. ¿No les extraña a ustedes, en Alemania, que el mundo entero pelee contra ustedes? ¿No se han preguntado jamás por qué? ¿Qué han dicho cuando el Japón les ha declarado la guerra?» Me aseguró que el Japón no tenían

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el deseo de aplastarnos. Su interés hubiera consistido en permanecer neutral y mantener también a los Estados Unidos en igual situación. Los armamentos de América, que se encuentra en trance de convertirse en una de las grandes potencias militares del mundo, eran para el Japón una de las consecuencias más desagradables de la guerra. Me explicó también en su mal inglés que en agosto de 1914 el ministerio japonés de los Asuntos Extranjeros había rogado al embajador de Alemania que preguntara a su Gobierno si consentía en anular la deuda japonesa. Como no llegó ninguna respuesta, el embajador inglés había hecho su buen juego con sus ofertas y ganó la partida.

Fue preciso decir adiós y volver a la cárcel, pero por dos horas únicamente. Amontonados en el asqueroso entrepuente del Talune, partimos para Nueva Zelanda, donde se nos acababa de designar una residencia fija.

Antes de proseguir mi relato quisiera contar lo que sucedió a la tripulación del Seeadler. Mis compañeros que quedaron en Mopelia tardaron poco en saber por su puesto de T.S.H. la captura de su capitán. Temiendo que se descubriera su escondite, se pusieron con todo ahínco a la tarea de reparar otra canoa. Pero, ¿cómo embarcar 58 hombres en una cáscara de nuez? El cautiverio parecía próximo.

Una mañana, en el horizonte apareció un velero francés. A la vista del Seeadler en el arrecife de coral, el capitán llama a su segundo.

—¿Un buque náufrago? —Sí, capitán. —No estaba ahí cuando pasamos hace seis meses. Debe de haber

náufragos. Vamos a detenernos. El entusiasmo era grande entre mis marineros. «Ahora tendremos un

verdadero buque y no será menester arreglar la canoa.» Se pone la pequeña embarcación al mar con cuatro hombres en los remos y otros seis, de uniforme, tendidos en el fondo y armados hasta los dientes. El capitán francés dice a su segundo: «He aquí a los náufragos que se adelantan.» Y frotándose las manos por la buena obra que lleva a cabo, iza su pabellón tricolor en señal de amistad y socorro. Los nuestros remaban como diablos y la distancia disminuía: «¡Vamos! —grita el capitán—. ¿A qué fatigarse tanto? Ya llegamos.» Se baja la escalera, la canoa se acerca. Como gatos, nuestros seis marineros están ya sobre cubierta: «¡Alemanes, alemanes! ¡Todo está perdido!» Las manos se levantan en el aire. El capitán no comprende lo que pasa: «¿Cómo? ¿Esos náufragos son alemanes, y es un francés quien les socorre?»

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—Sí, capitán. He aquí los restos de nuestro buque. Somos alemanes y no se puede cambiar nada. Nuestros camaradas esperan en la isla con 27 prisioneros americanos.

—¡Una guarnición boche25 en una isla francesa! ¡Y nosotros que veníamos a salvarles!

Fue preciso cambiar los papeles: los franceses son los que van a ser náufragos en la isla, y mis marineros, mandados por el teniente Kling, parten sobre la Lutèce, rebautizada Fortuna.

Era un antiguo navío alemán capturado por los franceses, que un golpe del azar volvía a sus legítimos propietarios. Hacía el comercio entre los archipiélagos. Su cargamento comprendía 500 pares de medias de seda, prendas de seda, vestidos blancos, sombrillas, zapatos para señoras, sombreros, corsés, perfumes de toda especie, jabones, artículos para caballeros, cascos coloniales, tabaco, pipas, mandolinas, chocolate, excelentes conservas, bizcochos, carne, leche condensada, frutas secas, patatas; todo lo que mis muchachos podían soñar. De buena gana hubieran querido vender ellos mismos aquella pacotilla, pero sus ropas estaban muy usadas y empezaron por equiparse con ropa blanca de mujer.

Antes de partir, Kling había enterrado al pie del árbol convenido una botella que contenía una indicación dirigida a mí. Expresaba la intención de dirigirse a Batavia; pero, después de un examen más detenido de su navío, pensó que lo mejor sería doblar el Cabo de Hornos y volver a Alemania. Temía, yendo a Batavia, encontrar cruceros japoneses o americanos.

El 5 de setiembre, a las ocho de la noche, el Fortuna levó anclas. Kling hizo poner al principio la proa al Oeste para engañar acerca de sus intenciones a los prisioneros de la isla. Luego, virando al Sur, el alegre bazar hendió el Pacífico, dispuesto a iniciar a la población indígena en la civilización francesa, vendiéndoles sederías, jabones finos, pañuelos y brillantina.

La isla de Pascua se vio el 4 de octubre. Era preciso reparar el navío, hacer aguada y embarcar víveres. Pero al acercarse a la costa, el Fortuna dio contra una roca que no estaba indicada por los mapas. Mis marineros habían perdido de nuevo su buque y debían contentarse con otra nueva patria.

Los habitantes de aquella isla son alegres, modestos, de costumbres muy libres; el gobierno chileno les envía cada año un cargamento de ropa usada. Encantados por las cosas que pudieron recoger sobre nuestro buque náufrago, ofrecieron a los marineros la hospitalidad más generosa.

25 Apelativo dado por los aliados a los alemanes, en general.

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El gobernador chileno puso una casa a la disposición de los oficiales, y los hombres encontraron la mejor acogida en las cabañas de los indígenas. Cada cual escogió un caballo entre los centenares que vagaban por la isla.

La isla abunda también en ganado y en peces, sobre todo en langostas; pero si la carne abunda, las legumbres frescas faltan. Cada seis meses una goleta chilena trae conservas. El pan es desconocido en la isla, pero mis marineros habían logrado salvar su harina.

Se encuentran en la isla de la Pascua las huellas de la más antigua civilización que existe en los mares australes. En el interior, y en los bordes de un cráter extinguido, se alza un centenar de estatuas colosales, dioses o héroes, erigidas por los paganos prehistóricos. Muchos de esos gigantes de lava tienen quince metros de altura y vuelven hacia alta mar sus rostros enigmáticos, sin duda con el propósito de espantar a los invasores.

Mientras trabajaban y se divertían con los indígenas, entre carreras, bailes y representaciones teatrales en germano-chileno, mis muchachos pensaban en capturar un nuevo navío. Las ideas chilenas sobre la neutralidad parecían darles esta oportunidad. El 25 de noviembre, un cuatro palos americano fue señalado. «¡Preparad la canoa automóvil!» Pero faltaba la esencia26. Una barca de vela se preparó para la primera oportunidad que se ofreciera.

El próximo buque fue la goleta chilena Falcón, que traía el cargamento de costumbre. Era cuatro meses después de haber perdido el Fortuna. El capitán concedió pasaje gratuito a la tripulación del Seeadler, que recibió en Chile una acogida entusiasta por parte de los colonos alemanes y de los mismos chilenos. La colonia alemana cuidó de nuestros marineros del modo más conmovedor. Un reconocimiento particular debemos a las autoridades chilenas, que supieron expresar su admiración por la perseverancia y el patriotismo de mis queridos muchachos.

26 Gasolina.

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CAPÍTULO XVI

En el campo de concentración de Motuihi

En Auckland. Hacia Motuihi. Trato inhumano de los ingleses. El comandante del campamento. Una canoa automóvil. Preparo la fuga. Enfermo de ciática. Ensayo general. Dispuestos para la evasión.

Sería inútil y penoso contar muy al por menor las vejaciones de que fuimos objeto por parte del personal subalterno o superior en el Talune y en la serie de cárceles por donde pasamos.

Kircheiss y yo fuimos separados de nuestros cuatro fieles compañeros. Estos últimos padecieron un duro internado en Somes Island, torturados por el comandante del campamento, el mayor Matthis, un perturbado, antiguo profesor de gimnasia, castigado por malos tratos infligidos a un niño, pero amigo de sir James Alien, ministro de la Guerra. Por lo que hace a nosotros, una canoa automóvil nos llevó a Devonport, al arsenal de los torpederos. El comandante, capitán Kewisk, tenía un permiso especial para evitar el recibirnos. El suboficial que nos había acogido, recibió la orden de no admitir ninguna reclamación Pero estábamos acostumbrados ya al modo de ser de los ingleses.

El arsenal de los torpederos forma parte de las fortificaciones del puerto de Auckland. Un gran cobertizo de torpedos estaba dividido en pequeños compartimientos que servían de celdas para los desertores y para los maoríes. Provistos de un saco de paja sucia y de algunas mantas, nos encerraron con cerrojo, a tal distancia uno de otro que no podíamos hablarnos. Pero los sones de una mandolina y de las canciones alemanas no tardaron en avisarme que otro alemán debía estar prisionero no lejos de mí. Me parecía que aquellos cantos venían de la celda que estaba enfrente de la mía. Oí entonces a ese compatriota que refería a su gato que nuestra visita estaba anunciada hacía ocho días y que toda la guarnición estaba en efervescencia, pues no creía que el Seeadler pudiera venir de Wilhelmshaven; el nido del pirata se encontraba sin duda en América del Sur. El gato parecía comprender el sajón; yo también, y cuando lo hube manifestado en voz baja, la voz continuó su relato.

El propietario de la mandolina y del gato era empleado y profesor en las islas Samoa. Nacido en Anhalt, el bravo Franz Pfeil había sido condenado a tres años de fortaleza por tentativa de fuga. Poco después de ocupadas las islas por los neozelandeses, escapó a territorio americano, a Pago-Pago, escondido entre las cadenas del áncora de la goleta Manna. Pero no haciendo caso del derecho de gentes, los americanos, que todavía

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eran neutrales, le habían entregado a los neozelandeses en Apia. Sus protestas fueron inútiles. Se habló al principio de fusilarle, pero el Consejo de Guerra presidido por el mayor Turner (nuestro futuro comandante en Motuihi) le condenó a tres años de fortaleza según un fallo redactado en un alemán execrable. Así es como Pfeil fue primeramente internado en Mount Eden; luego, la noticia de su infortunio llegó a Alemania, se avisó a los neozelandeses que se tomaría represalias y su suerte fue algo mejor.

Los centinelas que nos rodeaban me impedían contestarle. Habiéndole escrito unas palabras, metí el papel en una cajita de hojalata que había contenido tabaco. Este proyectil, lanzado por la reja de la ventana, cayó desgraciadamente muy lejos del blanco para que Pfeil pudiera cogerlo. Afortunadamente, un viejo Tommy vino en nuestra ayuda. Alzando la caja y viendo que estaba vacía, iba a arrojarla cuando Pfeil le gritó: «Démela usted, me conviene.» El Tommy consintió dócilmente, y en un instante Pfeil me advirtió que había leído mi mensaje.

Durante el mismo día se nos transportó a Motuihi. Pfeil, cuyo tiempo de fortaleza había terminado, formaba parte de nuestro convoy.

Los prisioneros alemanes de Devonport, en número de unos veinte, trataron del modo más conmovedor de servir a su patria en la medida de sus medios. Pensando siempre en la evasión, Pfeil había conseguido «encontrar» todos los planos de la fortaleza, del puerto y de los campos de minas de los alrededores. Esos mapas nos fueron preciosos para nuestra propia huida. Otro prisionero de Devonport, Grün, se había construido un aparato de recepción para la T.S.H.; además, había reunido cierto número de sierras e instrumentos apropiados para facilitar su evasión. Durmió durante semanas sobre un colchón lleno de algodón-pólvora. En fin, nuestros compatriotas, del modo más ingenioso, habían hecho inutilizables los contactos destinados a hacer saltar las minas submarinas y que acababan de ser limpiadas y examinadas por una comisión especial.

Motuihi es una isla de dos mil hectáreas en las cercanías de Auckland. Podíamos pasearnos libremente por la mayor parte de aquel territorio. ¡Qué dicha poder salir de nuestras sombrías celdas! Pero lo que nos alegró todavía más que el cielo azul y el verdor fue la multitud de nuestros compatriotas, que nos acogían interrogándonos acerca de Alemania. Aislados del país desde el mes de agosto de 1914, nos saludaban como mensajeros celestes; nuestras noticias, viejas de ocho meses, les parecían de lo más reciente.

El gobernador de Samoa, Su Excelencia el doctor Schultz, estaba allí, con sus empleados y colonos. Cuando, a fines de agosto de 1914, los

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neozelandeses ocuparon la colonia, tuvieron el sentimiento de no encontrar el menor rastro de una atrocidad alemana que les permitiera ejercer represalias sobre los nuestros. Por el contrario, los ingleses de la isla que nosotros habíamos tratado siempre con una benevolencia casi excesiva, pidieron en una petición dirigida a las autoridades neozelandesas que una suerte decente fuera reservada a los prisioneros, y el jefe indígena Tamaese, a quien explicaban que los alemanes iban a ser internados en interés mismo de su seguridad, contestó orgullosamente: «Es inútil; los alemanes están bajo la protección de los samoanos.» Pero nada importaba. La cuestión era eliminar de Samoa a la «peste alemana».

El instrumento de aquella obra fue un ganadero de ovejas venido a menos, Logan, teniente coronel de la milicia. Instituyó un régimen de terror e internó a las mujeres alemanas y a los niños en campamentos mortales para su salud; porque, como explicó al agente consular suizo que intentó protestar; «Los alemanes son víboras que sólo paren víboras». Gracias a las complacencias de los Consejos de Guerra, separó de sus familias el mayor número posible de alemanes, enviándoles a la prisión de Auckland, de donde pasaron a los campos de Nueva Zelanda. Sus esfuerzos, proseguidos durante muchos años, consiguieron deportar a la mayoría de nuestros compatriotas, y como faltaba sitio en Nueva Zelanda, instaló él mismo un campo en la tropical Apia, utilizando un cobertizo para copra. Aquel tratamiento infligido a gentes sin armas, siguiendo el ejemplo dado por lord Kitchener durante la guerra de los boers, fue completado con la excitación de los indígenas y de los coolíes chinos contra todo lo que llevaba el nombre alemán. Hay que añadir, para ser justos, que el honorable Logan no hubiese procedido de esa suerte si el gabinete neozelandés, y particularmente el ministro de la Guerra, sir James Alien, animados por los mismos sentimientos, no hubiesen constantemente protegido a aquel energúmeno. Detrás del Gobierno neozelandés estaba, dispuesto a encubrirlo todo, el Gobierno británico. «Serpientes venenosas», así es como nos llamaba públicamente el gobernador de Nueva Zelanda, un aristócrata inglés.

Se encontraban en los campamentos de Nueva Zelanda prisioneros que tenían más de sesenta años y menos de diez. La promesa de canjear prisioneros que tuvieran más de cuarenta y cinco años no fue nunca cumplida cuando se trataba de alemanes que tenían un patriotismo sincero. El inglés no ahorra medio para arruinar a la raza enemiga durante generaciones, y lo más notable es la cordialidad con la cual continúa dirigiéndose a las gentes cuya salud física y moral ha destruido: «Le internamos a usted para protegerle mejor; nuestro Gobierno sólo piensa en su bien.» El inglés, que es muy a menudo simpático como individuo,

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se compenetra de los intereses de su país hasta un punto que un alemán puede difícilmente imaginar. Demócrata o aristócrata, Y.M.C.A.27 o bien alegre camarada, únicamente el bien de Inglaterra determina su conducta. El alemán, por muy descortés que sea, cumple siempre lo que ha prometido. El inglés continúa siendo mesurado y amigo; pero lo que dice a un extranjero es como si no lo hubiera dicho: «We will see what we can do for you, we shall try our best»28 era la frase constante, que terminábamos por repetir riendo. Únicamente los tontos continuaban esperando.

Cuando un prisionero recibía la visita de su mujer no podía hablarle más que en inglés y en presencia de un centinela. La prensa inglesa no cesaba de llenar a los alemanes de insultos y de predecir su derrota. ¿Cuánto tardaríamos en recobrar la libertad? ¿Y para encontrar qué? La pobreza y la muerte. Aplastados por un sentimiento de injusticia monstruosa y de parcialidad de la suerte, en vano nosotros, recién llegados del Seeadler, respondíamos con optimismo a las preguntas con que se nos asesinaba; hubiera sido preciso verdaderamente a esos prisioneros de tantos años, mucho corazón y mucha voluntad para no perder por completo su sonrisa en aquella cárcel sin rejas.

El teniente coronel Turner, comandante del campamento, estaba orgulloso en extremo de recibir por fin verdaderos prisioneros de guerra, y aquel oficial de un país democrático parecía particularmente encantado de pasear en compañía de su count. Aprovechándome de aquella debilidad, gané su confianza. Me había trazado mi plan. Pero nadie debía conocerlo, exceptuando Kircheiss y mis dos amigos Egidy y Osbahr, dos empleados de Samoa con los cuales trabé conocimiento en el campamento y que me dieron más de un buen consejo.

Desde mi primer paseo en su compañía se ofreció a mi vista una hermosa canoa automóvil que me dejó encantado: «¿De quién es esa canoa?», pregunté. «Del comandante del campamento.» «Me pertenece desde ahora; marcharemos con ella.» Tal había sido mi réplica involuntaria. La isla... la canoa... mi decisión estaba tomada.

Pero era preciso ante todo estudiar bien la situación. Nos paseábamos bastante libremente por la isla, a condición de estar de vuelta a las seis de la tarde. Por todas partes había centinelas. El enemigo nos vigilaba de firme. El obstáculo más grave era quizá la curiosidad de nuestros camaradas.

27 Acrónimo de Young’s Men Christian Asociation (Asociación Cristiana de Jóvenes). 28 Veremos lo que será posible hacer en su favor; nos esforzaremos al máximo.

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Había allí un médico naturalizado, era polaco-austríaco de nacimiento, muy inteligente, pero corrompido, y que servía de espía por cuenta de las autoridades neozelandesas. A él era preciso engañar ante todo. Los padecimientos sufridos en la canoa descubierta y en las prisiones me habían debilitado; por otra parte, el reumatismo es una enfermedad sin ninguna señal exterior. Hasta entonces me habían dejado en paz, pero ¿quién hubiera podido concebir dudas cuando, según todas las reglas del arte, un dolor empezó a correrme a lo largo de la columna vertebral, empezando por la nuca. Yo mismo llegué a convencerme de que tenía ciática. «Su vida de aventurero se venga», me decía el austríaco, frunciendo el ceño. Los días de lluvia, cuando me era imposible hacer nada en el exterior, me tendía sobre mi cama, gimiendo. Cuando hacía buen tiempo, el dolor disminuía. Nuestro carpintero me fabricó un par de muletas y salí de la cama gimiendo: «Este día es verdaderamente magnífico, es preciso que salga.» Osbahr me aconsejó muchas veces que no exagerara; pero el doctor me aseguraba que debía sentir espantosos dolores y me embadurnaba de yodo para provocar revulsiones. El comandante del campamento vino a verme y me mostró mucha simpatía: «¡Pobre conde!», y añadía cuando yo había vuelto la espalda: «Doy gracias a Dios por haberle enviado ese reumatismo; es un muchacho peligroso; esa ciática le impedirá hacer tonterías.» Me creía capaz de todo: «Bien, conde —me dijo un día—, sospecho que no va usted a escapar. Como usted sabe, soy coronel y si usted se evade, perderé mi empleo.»

El médico se convirtió también en intendente de mi dinero y su confianza llegó al colmo cuando le anuncié la intención de hacer venir de Alemania una gran suma de la cual le prometí cierto tanto por ciento. Mis compatriotas no podían comprender mi intimidad con aquel hombre, a pesar de sus avisos repetidos. Pero continuaba respondiendo de él como de mí mismo. Era esencial para mí mantener en el error a los prisioneros, hasta a los más seguros, para tener éxito en mi empresa.

Recluté secretamente mi tripulación. Había en el campamento catorce cadetes de la compañía Norddeutscher Lloyd, siempre juntos y animados del mismo deseo de aventuras. Pero sólo podía utilizar siete. Mi experiencia me había enseñado a medir a los hombres y a apreciar en ellos antes que todo la seguridad y la audacia. No fue fácil separar a mis elegidos de sus camaradas, ocultando nuestros proyectos a estos últimos. Escogí, además, un radiotelegrafista de Samoa, Grün, del cual ya he hablado, y el mecánico Freund, a quien el coronel Turner había confiado la conservación de la canoa automóvil. El otro hombre de confianza de

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Turner era el cadete Paulsen, que limpiaba la canoa y administraba también la cantina del campamento.

Pasé en seguida a nuestro equipo. Visitando al coronel, me quejé de la monotonía de nuestra vida y expresé el deseo de dar por Navidad una representación teatral. Este espíritu de empresa le asustó:

—Por el amor de Dios, conde, ¿no irá usted a escaparse? —¿Tengo el aspecto de alguien que quiere huir? Por otra parte, hasta

dejando a un lado mi reumatismo, no puedo sufrir el agua. Creo que no tomaré un baño más en mi vida. Pero bien quisiera estar en mi casa.

—¿Y vuestra gente del Seeadler? ¿Acaso no será capaz de venir con una goleta para rescatarle?

Así, los enemigos seguían sin saber lo que había sido de mi tripulación. Krause, Lüdemann, Permien y Erdmann habían sido atormentados en la prisión de Wellington porque rehusaban revelar dónde vivían sus camaradas. Pero esos bravos muchachos se habían resignado a dormir sobre el duro suelo y en las corrientes de aire a riesgo de contraer cualquier enfermedad. «Todos para uno, uno para todos.» Los soldados alemanes, hasta en nuestras celdas, entre el cántaro de agua y el pan negro, hemos permanecido siempre fieles a nuestra divisa. Y el enemigo, que vivía temeroso de ver surgir de nuevo los diablos del Seeadler, ha hecho muchos esfuerzos y gastado mucho tiempo para correr los mares en su busca.

Aseguré al coronel que mi gente no dejaría sin duda de emprender de nuevo la guerra de corso, pero que no podían esperar libertarme. Acabó por concederme el permiso solicitado. Conseguí, a fuerza de confidencias, interesarle vivamente en mi proyecto: «Lo esencial —le declaré— es que nadie sepa qué papel va a representar el vecino; la cuestión es que haya una sorpresa para todo el mundo, espectadores y actores.» Los cadetes que no sabían el plan de evasión debieron trabajar de un modo atroz. Unos aprendían de memoria los versos, los otros cortaban siluetas de acorazados para figurar la batalla de Skagerrak. Se pintaban banderas de guerra, se confeccionaban gorros militares y escarapelas negras-blancas-rojas. Cada cual trabaja en secreto y contesta con expresión satisfecha a los que le interrogan: «El conde ha dicho que esto no te interesa.» El coronel estaba encantado, y cuando un centinela le comunicaba cualquier sospecha, sonreía con expresión de hombre superior: «Sí, sí; está bien. Es asunto del teatro.»

Con latas de mermelada, los verdaderos iniciados fabricaban granadas por medio de un explosivo que hurtaron a un granjero, donde algunos de mis tripulantes se ocupaban en hacer volar tocones. Grün, un genio de la T.S.H., construyó una estación de recepción. Con un viejo sextante, una

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navaja mecánica y un espejo biselado, el cadete Zartowski fabricó un sextante nuevo, que más tarde sólo nos engañó en 50 millas. Hoy día está expuesto en un museo enemigo y una sociedad científica celebró una sesión para examinar aquel producto de la ingeniosidad alemana.

También necesitábamos velas. Paulsen dejó algunos blancos en los bonos de compra y, una vez obtenida la firma del coronel, insertó en aquellos blancos las materias necesarias que nos llegaron en gran cantidad de Auckland. Un subordinado denunció a Turner la llegada de aquellos géneros, y el comandante contestó guiñando el ojo: «Si, sí; ya sé.» Sin embargo, cuando en mi calidad de director de teatro pedí acceso a cierta zona reservada, me rehusó su autorización. No era necesario llevar demasiado lejos la broma.

Como víveres escogimos con preferencia los comestibles que ocupan poco sitio y se hinchan al cocer, es decir: arroz y harinas. Las gallinas del campamento moríanse una tras otra. El médico de servicio diagnosticó una peste especial y ordenó mezclar a su alimento un polvo que no hizo más que acelerar las muertes. Pero, ¿dónde iban los cadáveres? Poco después, completadas nuestras provisiones, cesó la epidemia.

El escenario estaba ya construido, y a pretexto de hacer el telón, cosíamos la vela mayor. Cuando pasaban los centinelas, los fabricantes de granadas recitaban estudiosamente sus versos. El comandante me encontró cojeando, con mis dos muletas. Me pidió una traducción inglesa del texto.

Nuestros gastos fueron cubiertos por medio de una colecta. El médico administraba nuestra caja teatral y creo que no perdió nada con ello. Necesitaba catalejos, cartas de navegación, cronómetros. Esas cartas las corté de unos atlas, que no se abrirían más sino en la página de Francia o de Rusia. Y aun suponiendo que advirtieran la ausencia del Pacífico, ¿quién habría sospechado que yo era el ladrón? Inscribí, por otra parte, todos mis hurtos en la memoria, a fin de indemnizar más tarde a los propietarios. La mayoría de los gemelos me fueron prestados por oficiales de la reserva, que creían que los deseaba para observar el puerto de enfrente, a fin de hacer un informe para nuestro Almirantazgo. Pero el mejor catalejo pertenecía a un señor que lo guardaba cuidadosamente. Le infundí miedo: «Vaya con cuidado que no se lo roben. Ocúltelo bien.» Me enseñó entonces su escondite. «¿Verdaderamente cree usted que está seguro aquí?» Al día siguiente me vino a encontrar con expresión contristada: «Cuánta razón tenía usted; ya me lo han robado.» El día que se lo devolví fue el primero en reírse de sí mismo. En cuanto a los que, convencidos, me prestaban de buena gana sus gemelos y su reloj, les hacía prometer el secreto en interés de mis trabajos de espionaje. La

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mayoría de entre ellos rehusaron luego toda indemnización, pensando, como yo en el momento de mis hurtos: «Todo por la Patria.»

Además de las granadas, poseíamos puñales que no eran más que limas de sección triangular bastante bien aguzadas. La experiencia de nuestro crucero nos había enseñado que las armas verdaderas no servían casi para nada: una bandera, algunos simulacros y audacia, esto era lo esencial. Fabricamos revólveres de madera y una ametralladora hecha con bidones de petróleo. Un químico nos preparó bombas de gas. Necesitábamos, sin embargo, algunas armas verdaderas. Un día en que todo el mundo estaba reunido en la sala de lectura en torno de una nueva revista, pescamos de un cuarto secreto dos fusiles y once uniformes neozelandeses. Kircheiss, en pijama, llevaba un fusil a nuestro escondrijo cuando lo interpeló el centinela. Dando a su paseo nocturno el pretexto que se puede suponer, continuó andando, con paso moderado; pero un poco rígido, porque el fusil lo tenía oculto en el pantalón.

Ya reunido todo aquel equipo, ¿cómo transportarlo a la canoa, a la cual nadie tenía derecho de acercarse?

Celebramos un consejo de guerra. En general, evitaba cuidadosamente mostrarme en compañía de los cadetes. Egidy que, no siendo marino, no despertaba sospechas, me servía de intermediario con ellos, y yo procuraba parecer tan ocioso como podía. Pero aquel domingo pedí a los cadetes que me invitaran a tomar café, y en aquella reunión se adoptó el plan siguiente: Freund, el mecánico, y Paulsen, el timonel, contaron al coronel que el árbol de la hélice permitía la entrada del agua. Inquieto, Turner envió unos cuantos «Tommies» para varar la canoa: la operación se hizo al día siguiente por la mañana. Además de la reparación, el coronel, que deseaba vender aquella canoa, la hizo pintar como le proponían mis dos cómplices. Esta orden fue particularmente afortunada, pues muchos de entre nosotros recibieron permiso de acercarse a la canoa de noche con sus botes de pintura.

Los cadetes Schmidt y Mellert, encargados de los transportes de carbón y de cuidar el caballo, acarrearon hasta el embarcadero todas las provisiones ocultas en sacos de carbón vacíos. Mellert, el hombre de confianza del granjero, tenía el privilegio de vivir, en calidad de matarife de ovejas, en una casita que había fuera del campamento, junto a la orilla del mar. Desgraciadamente tenía como convecino a un cierto P.H., un naturalizado que por sus delaciones era muy ingrato a las autoridades. Esos renegados eran el punto negro de nuestra vida en el campamento. Nos recordaban a esos alemanes, harto numerosos en la historia de la patria, que se pusieron al servicio del extranjero, en detrimento de la fuerza de nuestro cuerpo nacional. Los ingleses les favorecían aun cuando

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despreciándoles. Este individuo, constantemente sentado con un libro en la mano, junto a su ventana, seguía con mucho interés los trabajos de la canoa. Pero, ¿qué hacerle? Quería sin duda obtener su libertad traicionándonos.

La Perla era una magnífica canoa de nueve metros de longitud, con un motor excelente. Empaquetamos bajo cubierta nuestros uniformes, ropa blanca y víveres para seis semanas. Los cajones fueron igualmente llenados y clavados. El coronel se admiró de ello un día: «¡Bah!, contestamos, no sirven jamás y en cambio arman ruido durante la marcha.» Embarcamos también públicamente cajas de agua dulce bajo el aspecto de bidones suplementarios de esencia. Habíamos, además, fabricado un aparato de condensación, que podía dar dos litros por hora. Hasta las armas estaban ya en la canoa, pero, ¿cómo procurarnos municiones? La caja que las contenía en el cuerpo de guardia era para nosotros como la miel para las moscas; pero, ¿cómo llegar hasta ella? Se encontraba en un cobertizo cerrado junto al cuartel de los soldados. La llave estaba colgada en el cuerpo de guardia, ante el cual un centinela iba y venía sin cesar. Pensábamos en el momento de salvar la dificultad, cuando se resolvió impensadamente.

Habiendo capturado una rata, Schmidt y Mellert le habían atado una cinta a la pata y el gato fue lanzado contra el pobre animal. Este acontecimiento deportivo interesó vivamente al centinela. Mientras gritaba con entusiasmo: «¡Atrápalo, atrápalo!» Mellert se desliza en el cuerpo de guardia, descuelga la llave y al volver a salir, anuncia con una ojeada a los camaradas el buen éxito de su empresa. El torneo del gato y de la rata quedó interrumpido en seguida, con gran despecho del centinela.

Corrimos al cobertizo y la caja de municiones es inmediatamente transportada bajo la tienda de Grün. Se trataba no solamente de tomar el número de cartuchos que nos era necesario, sino de hacer inofensivos además los otros cartuchos, por si les ocurría disparar contra nosotros. Les quitamos casi toda la pólvora y poniendo sobre el resto un taco de papel, llenamos de arena el hueco que quedaba. Al disparar, la bala debía quedar en el cañón, haciendo así el fusil inutilizable. Preparados así los cartuchos made in Germany, fueron devueltos después al cobertizo y la llave, gracias a una nueva exhibición de la rata, fue colgada de nuevo en su sitio. El decano de nuestro campamento, el señor Hoeflich, de Samoa, siempre cuidadoso del buen renombre de Alemania, me amonestó con cierta indignación, por el mal efecto de esa tortura infligida a un animal bajo las miradas del enemigo. Los rigieses tomarían pretexto de ello para

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llamarnos «crueles hunos» y nuestros mismos compatriotas estaban indignados.

Esencia teníamos cuanta necesitábamos, pues el coronel era gran acapador en tal materia. Cuando pasaba revista de sus reservas, Turner encontraba siempre el número y el peso deseados, pero en el interior de las cajas el combustible se había convertido en agua clara.

El equipo de los «Tommies» podía entrar en acción. La canoa, remozada y rellena como un ganso, flotaba de nuevo en la bahía.

Grün había instalado en la línea telefónica del campamento un conmutador que nos permitía interrumpir a voluntad la comunicación. Gracias a un receptor traído de Devonport, por los camaradas, oíamos en un subterráneo convertido en puesto de espionaje las conversaciones del coronel con el Cuartel General de Auckland. No habíamos podido saber jamás por qué durante la noche había canoas automóviles que recorrían la bahía. Supimos entonces que tales ejercicios tenían por objeto impedir nuestra evasión. Cada uno de mis jóvenes subordinados estaba de servicio en el receptor durante dos horas, y así pudimos enteramos de una porción de cosas que nos convenía saber. El coronel Patterson en Auckland hacía reproches a Turner porque algunas de sus señas ópticas no habían sido recogidas. Turner alegaba el excesivo brillo de la luna. Hacía notar también que no disponía durante el día más que del teléfono; ¿no se podría enviarle un helioscopio?

Había, pues, cruceros automóviles y señales ópticas y estas dos razones nos decidieron a escoger el día mejor que la noche para nuestra huida.

Por lo que hace al helioscopio, ya nos cuidamos de que no sirviera para nada. El día de su llegada, los soldados, dándose cuenta de que mis cadetes eran más fuertes que ellos en óptica y encantados de librarse del trabajo, les confiaron el cuidado de desembalarlo. La caja fue en seguida puesta a buen recaudo. En el desorden general, nadie advirtió de pronto su desaparición.

Sin embargo, notamos que empezaban a vigilarnos. Se habló de la intención de revisar la línea telefónica. Afortunadamente, los obreros no llegaron hasta después que hubimos partido.

A medida que nuestros preparativos adelantaban, se agravaba mi reumatismo. El coronel me mostraba siempre gran simpatía y estaba interiormente muy satisfecho. Los soldados compadecían mis sufrimientos. Uno de ellos me ofreció un remedio, el Farmer's Friend, que, según decía, hacía maravillas en los caballos. Yo fingí frotarme con reconocimiento y entré de tal modo en la intimidad de aquel consejero médico, que acabó por darme en secreto cierto número de insignias

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militares que necesitaba para completar los uniformes neozelandeses destinados a mi tripulación. Yo mismo llevaba de un modo constante en el campamento el uniforme neozelandés (con las insignias de la Marina alemana), con gran escándalo de los funcionarios de Samoa que no conocían mi secreto.

Mis cadetes tenían el encargo de vigilar constantemente los buques que pasaban por el horizonte. Yo concentraba los informes recogidos de este modo. Tenía a todo el mundo en mi puño. Había debido alguna vez amonestar a aquellos jóvenes; pero éramos buenos amigos. La audacia de mis proyectos, coronados hasta entonces de éxito, mantenía el entusiasmo.

Los preparativos estaban hechos y pasamos al ensayo general. Una alarma muda ocurrió en pleno día. A fuer de verdaderos alemanes que éramos, queríamos tener la certidumbre de que nuestra organización era perfecta en todos sus pormenores. Siguiendo la orden dada, cada cual ocupó su puesto. Grün tenía por tarea cortar el teléfono. No queríamos destruirlo, a fin de no despertar las sospechas en caso de que fallara nuestra fuga. Kloehn debía destrozar la pequeña canoa de remos para impedir toda persecución. Schmidt conducía ]a carreta al embarcadero bajo pretexto de cargar carbón y en realidad para entrar un complemento de esencia oculto bajo sacos vacíos. Yo mismo, en compañía de Egidy, fui a la casa del gobernador para vigilar el conjunto de las operaciones. Paulsen y Freund estaban desde hacía media hora antes en la Perla a pretexto de limpiarla. Kircheiss, que fue a ver a Mellert, le ayudaba a empaquetar las últimas cosas y, por fin, Egidy y yo fuimos los últimos en llegar al embarcadero como en tren de paseo.

Aquel ensayo general lo habíamos efectuado ante el coronel sin despertar ninguna sospecha. Fue en aquella ocasión cuando los once conjurados se encontraron por vez primera lodos reunidos. Hasta entonces, por regla general, habían recibido individualmente sus instrucciones y guardado admirablemente el secreto. La experiencia del ensayo general nos hizo modificar algunos pormenores accesorios; pero en conjunto la precisión alemana había dado un excelente resultado.

Gran parte del cabotaje neozelandés pasaba cerca de Motuihi. Mis observadores me habían ya señalado más de un navío apropiado para nuestros proyectos y que hubiera sido fácil alcanzar con nuestra rápida Perla. Pero en el momento en que estábamos dispuestos, el viento empezó a soplar de un modo desfavorable y el mal tiempo interrumpió la navegación.

Cuando cesó la tormenta, el coronel Turner expresó el deseo de dar una vuelta por la rada. Le gustaba mucho llevar el timón en persona.

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Durante el paseo, Paulsen permaneció en la proa con Freund para impedir que el coronel visitara la canoa. La Perla corría magníficamente y Turner estaba encantado. Paulsen le explicó que aquella excelente marcha era debida al lastre que habíamos añadido, y, en efecto, habíamos embarcado cerca de dos toneladas. El motor, harto poderoso para una canoa ligera, trabajaba mejor con aquella carga. Sentado sobre nuestras granadas, Turner guiaba mientras mis muchachos disimulaban su excitación. Al día siguiente, el mismo ministro de la Guerra nos hizo el honor de pasearse a bordo de la Perla.

Algunos días después, el coronel hizo llamar a Paulsen y le preguntó con expresión extraña: «¿Dónde han ocultado ustedes la llave de la cadena del áncora y del camarote?» ¡Rayos y truenos! ¿Se nos había traicionado?» Efectivamente, durante la noche, una cartita se había deslizado bajo la puerta del cuerpo de guardia y en mal inglés decía: «Visiten ustedes la canoa; está henchida de víveres.» Turner, muy excitado, hizo doblar los centinelas. Bien sabíamos nosotros quién era el canalla. Muy comodón por naturaleza, Turner vivía, sin embargo, temiendo de continuo la opinión pública. En Australia, como en todos los países democráticos, esa opinión causa desastres. Era preciso desplegar actividad, no tanto por desconfianza contra nosotros sino para que la gente de Auckland viera su fuerza.

Todo parecía perdido, pero Paulsen supo representar maravillosamente el papel de hombre indignado y asi hizo que el coronel dejara para otro día una investigación. Además, Turner creía tenerme por completo en su mano, pues fingí que me hacía enviar 100.000 marcos de Alemania. El antiguo comerciante de carbón me había dado para ello la autorización secreta, y en el momento en que para evitar la censura, metía mi carta en el sobre sellado del Correo, había murmurado: «Espero que no se olvidará de mí...», a lo cual yo respondí con una ojeada de inteligencia. Circulaba el rumor de que había organizado, pagándola de mi bolsillo, la expedición del Seeadler. Mi riqueza causaba una impresión fabulosa y Turner, que creía que pronto tendría una fianza de cinco mil libras esterlinas, no imaginaba que pudiera yo escaparme. Recobró su buen humor y pensó que la cartita había sido escrita por un loco. La tempestad se desvió así del modo más imprevisto.

Y ahora, se me preguntará: ¿Por qué huir? ¿Podía justificarse nuestro plan a pesar de tantos obstáculos y la desproporción entre nuestras fuerzas y las del enemigo? Nuestro objeto era ante todo apoderarnos del coronel Logan en Samoa, a fin de hacerle pagar caro los malos tratos ejercidos contra los alemanes. Y he aquí cómo pensábamos operar. Con nuestra Perla nos apoderaríamos de un velero. Con este velero

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capturaríamos luego un vapor y a bordo de este vapor llegaríamos a Samoa so pretexto de entregar a Logan órdenes del Ministerio de la Guerra neozelandés. Pensábamos establecer nuestro centro de operaciones en la isla principal del archipiélago de Cook, Rarotonga, punto de escala de los vapores entre Nueva Zelanda y San Francisco. Sabíamos por los prisioneros que no había allí ni guarnición ni estación de T.S.H.; y por lo que hace a los indígenas, todos simpatizaban con la causa alemana. Nos presentaríamos a ellos como un destacamento de un crucero auxiliar alemán. Las gorras de mis marineros llevaban la inscripción: S. M. S. Kaiser.

En Rarotonga nos hubiera sido más fácil apoderarnos de un vapor. El residente hecho prisionero, hubiéramos ido con él al encuentro del primer barco aprovechable y no hubiéramos arbolado nuestra bandera y mostrado nuestras granadas, sino después de haber subido a bordo de nuestra presa, incapaz ya de servirse de sus cañones. Por lo que hace a la captura de Logan, parecía mucho más fácil todavía. Hubiéramos sido precedidos por un mensaje radiotelegráfico anunciando órdenes importantes del ministro de la Guerra. Habíamos pedido en el despacho de Turner papel oficial, listas de nombres y timbres. Habíamos también hecho grabar en cobre la firma de sir James Hallen, en persona. Era más de lo preciso para determinar a Logan a venir a bordo nuestro y llevárnoslo como huésped involuntario en nuestras aventuras ulteriores.

El día fijado para nuestra huida, Turner marchó temprano a Auckland para traer a su hija. Tenía la manía de las grandezas y había convocado a todos los oficiales y suboficiales al desembarcadero para la recepción de aquella personilla. Aproveché la ocasión para apoderarme de un sable indispensable a mi dignidad de comandante de un buque de guerra. Uno de mis muchachos, penetrando hasta el armario del coronel, tomó, además del mejor uniforme, un magnífico sable que reemplazó por un plomo de sonda que metió en la vaina y por una caja de conservas en el sitio del puño. En el momento mismo que el coronel hacía su solemne entrada, el bravo Mellert volvía con el sable metido en una pernera del pantalón y trayendo un saco donde iba metido el uniforme; pero coronado de legumbres cuyas hojas rebasaban los bordes de la tela.

Cuando nuestra evasión. Mellert dejó al lado de la canoa de remos que destruimos una carta dirigida al granjero su patrón. Los diarios de Nueva Zelanda la reprodujeron como un ejemplo de la conciencia alemana. Me permito tomar de una de esas hojas ese adiós de un verdadero huno:

«25 de noviembre de 1917. Sr. Melrose, granjero.

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Querido señor: Mi país me llama y debo obedecer. Durante dos años he trabajado en la granja y he cumplido siempre con mi deber. Le dejo con esta carta todas las notas necesarias, tales como las cantidades de leche, número de ovejas y la lista de las vacas. Espero que no tendrá dificultad para encontrar pronto un buen sucesor mío. Le pido que entregue mis honorarios a Klaiber, porque le debo una pequeña cantidad y pagará mis cuentas de la cantina. Puede usted quedarse mi silla y mi brida y pagar por mi cuenta 30 chelines a Hofmann el fotógrafo. No quiero causar perjuicio a nadie y no tengo dinero para pagarlo todo. Espero que mi marcha no le causará ninguna molestia y saludándole afectuosamente, me repito de usted,

I. MELLERT.»

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En el campamento de prisioneros de Motuihi yo vestía constantemente el uniforme neozelandés con las insignias de la marina alemana, con gran

escándalo de los funcionarios alemanes de Samoa, recluidos también allí, que ignoraban cuál era el secreto que ocultaba la ostentación de tales

insignias.

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Los gallineros de Motuihi. Para completar los víveres hurtamos gran

número de gallinas.

El Teniente Coronel Turner, comandante de Motuihi, sumamente

orgulloso de recibir, al fin, prisioneros de guerra. La lancha automóvil Perla (derecha) para uso del comandante: una magnífica embarcación de

nueve metros de longitud y un motor excelente, que usaríamos para escapar del campo de prisioneros de Motuihi.

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¿Por fin libres! Salimos audazmente de Motuihi al caer la tarde. Cuando el motor de la Perla alcanzó su máxima velocidad, lanzamos tres ¡hurras!.

Otra vez como corsarios. ¡Presa a la vista! Una goleta pasa frente donde

habíamos anclado después de escapar del campo de prisioneros.

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La goleta neozelandesa Moa que capturamos cinco días después de nuestra fuga. Era un hermoso buque pero plano como una caja de cerillas. Aprovechando la brisa nos dirigimos al archipiélago de las Kermadec aunque el buque no estuviese preparado para navegar en alta mar ya que carecía de quilla. Esto puso en peligro nuestras vidas durante los temporales, pero, tras mil peripecias, llegamos a Curtis Island.

El 21 de diciembre de 1917 llegamos a Curtis Island, del grupo de las

Kermadec, donde había un puesto de provisiones para náufragos. Abrimos el depósito y tomamos de él lo que nos hacía falta para el viaje.

CAPITULO XVII

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Evasión de Motuihi. Otra vez corsarios

La evasión. Descubren nuestra fuga. Nos dan por ahogados. Capturamos un velero. Una tempestad. Nos aprovisionamos en Curtis Island. Un crucero auxiliar nos descubre. De nuevo prisioneros.

El 13 de diciembre de 1917 conseguimos evadirnos. El coronel y su hija iban a llegar por la tarde. Tan pronto como hubieran dejado la Perla, Paulsen debía, conforme a nuestro plan, dar la señal convenida. Entonces, todos los conjurados debían apresurarse a representar su papel. Temíamos que el coronel llegara después de las seis, pues en aquel momento se pasaba lista nominal y ya quedaba prohibido desde aquella hora abandonar el campamento.

A las cinco y media, nuestros vigías señalaron la Perla. Era muy tarde. Los que por una razón cualquiera no tenían permiso para dejar de pasar lista debían presentarle y en seguida recurrir a una astucia cualquiera para bajar a la orilla. Kircheiss pretextó que estaba invitado para comer un pato. Yo dije que iba a visitar al gobernador Schultz, etc. La Perla acababa de acercarse. Eran las seis. Turner quería dejar un trompeta de guardia junto a la canoa hasta el momento en que Paulsen y Freund hubieran terminado su limpieza. Pero Schmidt, que conducía el coche donde habían tomado asiento el coronel y su hija, invitó amablemente al trompeta a subir al pescante, y Turner, lleno de jovialidad, acabó por gritar un amigable «¡arre!». Pasaron al trote largo ante las oficinas del Estado Mayor. Apenas llegados a casa de Turner, Schmidt pidió permiso para ir con mi ordenanza a buscar carbón. Turner, por principio, se mostraba siempre encantado de ver trabajar a la gente: «Por lo menos durante ese tiempo no hacen ninguna tontería.» Dio, pues, el permiso solicitado y Schmidt se llevó veinticinco bidones de esencia.

Individualmente, e invocando cada uno una necesidad o una excusa particular, nos acercamos a nuestros respectivos puestos. Nuestra organización funcionó con una precisión admirable. Verdad es que hubo aquí y allá algún obstáculo imprevisto, pero la sangre fría y la presencia de ánimo triunfaron de ello. Así, por ejemplo, un inspector al encontrar a Grün que, habiendo cortado el teléfono, se dirigía a campo traviesa hacia la playa, encaminó sus pasos hacia aquel sospechoso paseante, pero Grün apresuróse a justificar su presencia en aquel sitio apartado, escogiendo discretamente un rincón tranquilo en la linde del bosque, y el inspector, no queriendo ni molestarle ni esperar, prosiguió su camino.

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Cargadas las últimas provisiones, y el teléfono fuera de servicio, destrozada la canoa de remos, subimos a la Perla, y cuando el motor empezó a funcionar, lanzamos tres hurras en honor de Su Majestad. ¡Qué alegría! Nos estrechábamos las manos pasando delante de la isla donde todo el mundo estaba dedicándose a la comida. Como aún era de día, tuvimos cuidado, al pasar por delante de los cuarteles de los soldados, de poner sobre la empavesada rejas de arado de que nos habíamos provisto para que nos sirvieran de escudo. Reforzamos esa coraza por medio de las almohadas de crin de las banquetas y teníamos los fusiles preparados para contestar a las balas que pudieran llegar; pero no oímos ningún disparo. Desde que desembarcó el coronel hasta nuestra partida, había transcurrido menos de un cuarto de hora.

La pequeña canoa que arrastraba la Perla disminuía nuestra velocidad; la abandonamos así que vimos que estábamos a distancia suficiente de Motuihi. Por ella descubrieron nuestra huida y mi amigo Osbshr, que permaneció en la isla, escribió:

«Cuando hubo partido el conde, reinó un horrible silencio entre los iniciados. Mientras que en general la conversación era muy animada en la mesa, aquella noche no podíamos pasar un bocado. Tendíamos el oído esperando disparos que no llegaron. No pudiendo dominar su impaciencia, algunos corrieron hacia el acantilado, pero la Perla había desaparecido ya. Luego llegó la noticia de que la canoa pequeña de salvamento flotaba a la deriva. Entonces, hasta los no iniciados, creyeron que había ocurrido algo. Todos pensaban en averiguar quién se había escapado. Los iniciados recomendamos la calma. Era preciso dejar a nuestros amigos tiempo suficiente para ganar ventaja. Nuestros esfuerzos fueron facilitados por la bobería del sargento neozelandés, que se dejó persuadir de que la canoa de salvamento había derivado a causa de un accidente y que nuestros amigos subieron a la Perla para correr en su busca: «Esos alemanes —decía— siempre van por mal camino. Nada bueno pueden hacer cuando no se está junto a ellos para dirigirlos.»

»Transcurrieron algunas horas. Al acabar la velada, el coronel llamó al conde, que deseaba presentar a su hija. Como el conde no aparecía, el señor Turner empezó a temer. Trataba, sin embargo, de tranquilizarse: «El conde ha hecho sin duda una escapatoria al campo para divertirse, pero con su reumatismo no irá muy lejos. Por otra parte, mi canoa no tiene esencia más que para un día.» Se decidió por fin a telefonear la desagradable noticia al Cuartel General. El teléfono no funcionaba. La aventura era grave. Sólo faltaba intentar comunicación por medio de señales ópticas. Ninguna respuesta. Gracias a nuestro tratamiento preparatorio, el aparato no funcionaba tampoco. Entonces se enciende

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una gran fogata de petróleo como señal de socorro, y de pronto, en la dirección de Auckland, suben varios cohetes por el aire. Así, ¿ha comprendido usted? Pasan una, dos, tres horas, preciosas para el conde; sigue sin recibirse respuesta. Los cohetes eran los de un fuego artificial que se encendía por casualidad en casa de un particular. Solamente a las doce y media de la noche empezaron en Auckland a sospechar algo, porque la llamada telefónica de costumbre había faltado a medianoche. No se estaba preparado, en ese Cuartel General, más que contra los peligros nocturnos.

»Advirtiendo que había sido burlado, el doctor corría en todos sentidos como un loco furioso. El coronel, en su susto, no se atrevía a pasar lista nominal. Trataba de consolarse pensando, como lo hacían, por otra parte, muchos no iniciados: «Esta evasión no puede dar resultado, porque es muy improvisada.»

»La noticia había llegado a los diferentes puertos. Lo más aprisa posible las canoas automóviles y varios vaporcitos habían sido movilizados y armados con ametralladoras, y empezó la persecución al amanecer. Cierto número de aficionados partieron también en sus yates, de modo que la flotilla de caza llegaba a muchas docenas de buques. Esta página de historia no añade nada a la gloria naval de Nueva Zelanda. Bien pronto, enferma y cansada, toda aquella gente yacía en las bahías más tranquilas del golfo de Hauraki, mientras la caza continuaba alejándose a través de la tempestad. Como sucedió siempre en esa guerra, la calidad en los alemanes había triunfado de la cantidad de los enemigos. En el desorden, un vapor había chocado contra las rocas y varias canoas se habían perseguido y tiroteado mutuamente. Se acogió con avidez la noticia de que la Perla habia naufragado, ahogándose todos los alemanes. A la vuelta, los más sinceros de los perseguidores confesaron que, cansados como estaban, preferían no haber encontrado al enemigo.»

Aquí termina mi citación de Osbahr. No fue un trabajo ligero el de situar nuestra posición en el vasto golfo de Hauraki. No teníamos mapa a gran escala y por otra parte la noche nos hubiera impedido consultarlo, así como también ella hacía nuestro compás casi de todo punto inútil. El tiempo, además, era execrable y más de uno de los hombres de mi tripulación padecía mareo. Afortunadamente, entre una y dos de la madrugada, grandes haces de luz barrieron la obscuridad. Eran los proyectores de Auckland que trataban de calmar la impaciencia popular dando pruebas de gran actividad. Ellos nos permitieron por fin orientarnos. Por la mañana anclamos en una bahía abrigada, en Red Mercury Island, y permanecimos ocultos durante el día, esperando que el celo de nuestros perseguidores se calmara. Al mismo

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CARICATURAS PUBLICADAS POR LOS INGLESES CUANDO

LUCKNER Y SUS HOMBRES SE FUGARON DE MOTUIHI

Las aves del corral se morían una tras otra, y el médico del campo diagnosticó una peste especial que las aniquilaba. Pero ¿dónde iban los cadáveres? Los fugados consiguieron llevarse cuarten pollos y gallinas, dos pavos y más de cuatrocientas yemas de huevo conservadas en alcohol. En la caricatura un oficial inglés se tapa la nariz y pregunta: «¿Qué están celebrando ustedes?» El alemán, con aire de inocencia, responde: «La Convención de la Haya y la paz, señor». El comandante del campamento tenía que pasar un informe médico semanal sobre los prisioneros al Estado Mayor. En el dibujo, un oficial inglés pregunta a un prisionero, que está haciendo sus preparativos de fuga: «Discúlpeme, señor; por mí no interrumpa su trabajo. Desearía saber qué tal va su salud».

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Von Luckner, Kircheiss y sus hombres se embarcan en la Perla: «Han dejado la puerta abierta dice el conde, no podrán reprocharnos que nos escapemos». En lo alto de la muralla, una banda de música los despide con el himno alemán, mientras un centinela, de espaldas a la puerta, tararea una

tonada inglesa.

El Teniente Coronel Turner, comandante del

campo, se defendió ante el Consejo de Guerra diciendo que sólo le

dieron hombres inútiles para guardar a los

prisioneros. En el dibujo, dice el oficial: «Como

puede usted ver, el guardián de la clase C2 tiene una fortaleza física

inferior a la de los prisioneros». Le

contestan: «¡Ah! Esa es la razón por la que no lleva

fusil, es demasiado pesado para él».

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tiempo, las colinas desiertas y arboladas de la isla constituían un excelente punto de observación del cabotaje que llegara del Sur. Un vapor pasó muy cerca de nosotros sin vernos.

El tercer día salimos de las aguas territoriales, y en alta mar los cadetes, después de prestar juramento ante mí, se convirtieron en soldados. El señor Egidy, sargento de la reserva, fue nombrado por mí teniente de navío de la reserva. Tenía derecho a ello en mi calidad de comandante de buque de guerra aislado, aun cuando ese buque fuera la pequeña Perla. Los tres hermanos de Egidy eran oficiales de la Marina, y así el cuarto hermano, tan lejos de Alemania, lo fue también. Ahora teníamos el derecho de hacer la guerra. ¡Qué fiebre entre mis cadetes, qué sed de aventuras! Anteayer prisioneros, hoy soldados alemanes que combatían a la sombra de nuestro glorioso pabellón de guerra. La consigna de ofensiva nos parecía tan evidente, que aquel extraño juramento a la bandera en canoa automóvil no fue menos solemne que la prestación de juramento en las escuadras de la Patria. Mis reclutas se cortaron recíprocamente los cabellos al rape; luego se pusieron en seguida al trabajo.

De repente apareció un vapor del Gobierno, el Lady Roberts. Desaparecimos en alta mar, abandonando nuestros dos vigías en la espesa maleza de la isla. El vapor se puso al pairo y desembarcó en Red Mercury algunos hombres que recorrieron las colinas; destrozó sus dos hélices chocando contra el fondo roqueño y volvió estropeado a Auckland con la noticia de que estaban seguros de que no nos hallábamos por allí. Así, pues, volvimos a ganar nuestro punto de anclaje con toda seguridad y recuperamos a los dos hombres, que se habían escondido en la selva.

Dos días más tarde, dos goletas pasaron a la vista. Queríamos capturar ambas; pero en el momento en que nos preparábamos para el ataque, una racha de viento dio a la primera goleta tal ventaja que tuvimos que dejarla escapar. Fue eso, según supimos después, una gran desdicha.

La segunda goleta, la más grande, se llamaba Moa. Nos acercamos a toda velocidad y, subiendo al abordaje, gritamos: «Ponerse al pairo». La bandera alemana flotaba en el aire; yo agitaba mi sable y mis muchachos escalaban los arrumbes de madera que había sobre cubierta, gritando: ―Ship is brought up29. La tripulación estaba como asombrada ante una tempestad. ―Don’t kill us30. Calmamos lo mejor que pudimos a aquella gente enloquecida y a un grumete que lloraba le dimos chocolate. Nuestros prisioneros nos miraban sin comprender: no éramos los hunos tal como se nos había descrito.

29 El navío ha sido apresado. 30 No nos maten.

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Cuando el capitán supo que tenía que habérselas con prisioneros evadidos, cubrió al Gobierno de insultos: «Nuestros hombres se baten en el frente y aquí no saben siquiera guardar prisioneros». Nos deseaba buena suerte. Los neozelandeses se merecían lo sucedido. En cuanto al cocinero, se nos acercó protestando: ―Me cooky, me Russe, Russe peace with Germany31.

Embarcamos nuestras armas, nuestros víveres y nuestra T.S.H. en la goleta, guardando la Perla a remolque. La Moa era un hermoso buque; pero plano como una caja de cerillas: tenía sólo tres pies de puntal, a pesar de la altura de sus palos. Aprovechando una brisa bastante fresca, corrimos hacia las Kermadec, en donde debía de haber un puesto de aprovisionamiento para los náufragos. Durante la noche una tempestad nos obligó a huir viento en popa. El capitán se excitaba: su buque no estaba hecho para navegar en alta mar. No tenía quilla y arriesgábamos nuestra vida. Yo tuve que contestarle que más la hubiéramos arriesgado volviendo hacia Auckland.

¡Adelante! Los masteleros resistirán mejor por Alemania que no lo hubiesen hecho por Nueva Zelanda.

El capitán quedó sobre cubierta toda la noche y calmó las olas por medio de aceite. En tiempo ordinario hubiéramos quizá sentido cierta inquietud, pues la noche era verdaderamente espantosa. Pero lodo se borraba en la embriaguez de la libertad, en el sentimiento de que teníamos al fin buena cubierta bajo nuestros pies y encima de nosotros el pabellón de guerra (pintado en una sábana). La tempestad aumentaba; la Moa saltaba para volver a caer en el hueco de las olas. Tuvimos que disminuir la velocidad y echar por sobre la borda una parte del cargamento de madera, tarea facilitada, por otra parte, por las olas que barrían la cubierta y su carga. Teníamos víveres para seis semanas, pero bien es verdad que debíamos compartirlos con nuestros prisioneros que sólo estaban provistos para tres días. Encontrábamos la situación agradable comparada con nuestro crucero de seis semanas en canoa descubierta. Sólo se trataba de dirigirnos bien. Desgraciadamente una ola de través se nos llevó nuestra Perla, pérdida sensible para la ejecución de nuestros planes. La tempestad se aplacó al cabo de treinta y seis horas.

Kircheiss corrigió poco a poco nuestros instrumentos náuticos. El compás del capitán era, por otra parte, mucho peor que el nuestro.

El 21 de diciembre, Curtis Island estaba a la vista. Grandes columnas de humo subían hacia lo alto. Temimos que algunos náufragos ya instalados en la isla hubiesen devorado las provisiones. Pero,

31 Yo cocinero, yo ruso. Rusia en paz con Alemania.

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acercándonos a aquella tierra semicircular y dispuesta en anfiteatro, advertimos que las humaredas provenían de géiseres. La isla era un cráter al que un terremoto había hecho desplomar uno de sus lados. Por todas partes había hervores y humo. El aire, extremadamente caliente, estaba saturado de vapor de azufre. Inmensas cantidades de aves y especialmente albatros gigantescos anidaban entre las rocas. Rodeaban, atorbellinándose, a los recién desembarcados. Ni un árbol, ni un arbusto. El agua caliente hormigueaba de tiburones. Habiendo advertido en el borde interior del cráter un cobertizo, pusimos nuestra canoa al mar y Kircheiss partió con seis hombres, acompañado de los tiburones que formaban su séquito.

Los gases eran más espesos a medida que se acercaban a la costa. La marea era baja, pero una ola ayudó a la canoa a saltar la barra que se había formado a la entrada del cráter. Dijérase que era la caldera de las hechiceras, llena de burbujas y de corrientes de agua amarilla hirviendo. Gigantescos bloques de lava, vestigios de la última erupción, estaban esparcidos por la playa. Mi gente desembarcó sobre una meseta de lava cerca del cobertizo de provisiones, hundiendo los pies en el azufre y con la cabeza rodeada de albatros y de gaviotas. El cobertizo estaba lleno de cajas y de botellas. Una parte de esos tesoros fue conducida a la canoa.

Mientras ésta, pesadamente cargada, volvía hacia la Moa, dos cadetes permanecían en la isla para preparar un nuevo cargamento. Como disponían de dos horas antes que volvieran sus camaradas, trataron de penetrar en el interior, pero advirtieron en seguida que el lugar del desembarco era el único sitio practicable. No podían alejarse del cobertizo sin hundirse en una masa hirviente y sulfurosa.

La canoa tardó cerca de una hora en volver a la Moa. Llegó cubierta de agua, casi a punto de hundirse, y rodeada de tiburones muy alegres al ver aquella presa próxima. Las cajas y las botellas fueron trasladadas a toda prisa a la Moa. Encontramos con gran placer una vela nueva, gran cantidad de herramientas, carne, manteca, tocino, mantas, vestidos, zapatos, instrumentos de pesca y medicamentos. Verdaderamente, el Gobierno británico hacía bien las cosas para los prisioneros evadidos. Los vestidos eran lo único que había padecido a causa de su larga permanencia en el calor húmedo.

Como no podía decentemente abandonar a mis prisioneros entre los vapores sulfurosos de Curtis Island, mi intención era desembarcarles en la próxima isla McAuley, con víveres, y señalar su posición al Gobierno por T.S.H. Sólo faltaba llenar las formalidades de recibos que me fueron traídos del cobertizo y me aprestaba a poner la firma del comandante del Seeadler con las gracias y felicitaciones por la excelencia del depósito.

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Quería también expresar la esperanza de que aquel depósito se renovaría a tiempo, antes de la llegada de nuevos náufragos. No lo habíamos saqueado por completo, dejando lo necesario a los que podrían tener necesidad de ello. Mientras sacaba mi estilográfica, el vigía gritó: «Humo al Norte, detrás de McAuley.»

Inquieto, envié a buscar rápidamente a los que quedaron en la isla. Mientras me los traían remando de modo acelerado, la Moa izaba sus velas, y con todo el velamen nos precipitamos hacia el Oeste. Nunca la pobre goleta había dado semejante velocidad, pero el vapor ganaba visiblemente terreno. Mantenía la proa hacia nosotros, y cuando cambiábamos de rumbo modificaba también el suyo. Distinguimos pronto el casco, y el capitán de la Moa reconoció al cablero Iris, armado como crucero auxiliar. ¡Qué descenso de barómetro!

Llegado a buena distancia, el Iris hizo una señal al mismo tiempo que izó el pabellón británico. Continuamos corriendo a diez millas por hora; pero aquello no podía durar. Un relámpago, un silbido y un proyectil cae al agua al lado de nuestro casco. Las bordas del Iris se erizaban de cañones de fusil. Un combate contra toda aquella artillería hubiese sido un suicidio. Entonces, para demostrar quiénes éramos, levantamos por última vez en aquel hemisferio el pabellón de guerra alemán y llegó el instante amargo de la rendición.

Cuando subí, vestido de uniforme, sobre la cubierta del Iris, no encontré, con gran asombro mío, ningún oficial junto a la escala, sino algunos hombres de mal aspecto que me acogieron con la punta de las bayonetas. En seguida vinieron unos paisanos que vaciaron nuestros bolsillos: dinero, reloj, objetos preciosos, hasta mi pañuelo, todo pasó a su poder como botín de guerra. Incapaz, en suceso de tal naturaleza, de dignarme protestar, no pude hacer más que mirarles con desprecio. Los neozelandeses encontraron aquel hecho de armas tan glorioso, que han publicado de él una fotografía.

Mis marineros fueron tratados de igual manera. Aunque habíamos echado todas nuestras armas al mar, cada uno de ellos fue sometido al mismo saqueo con docenas de fusiles apuntados al pecho y a la espalda. Era para aquellos neozelandeses el bautismo de fuego, y un alemán, aun sin armas, les parecía una especie de diablo encarnado.

Muchos vapores habían sido armados para perseguirnos, tres de entre ellos con provisiones y municiones para seis meses. Mi fuga había costado al enemigo cerca de un millón. Era la primera goleta, la que habíamos dejado escapar cuando la captura de la Moa, la que nos había denunciado. Muy alegres de haber tenido su guerra y su victoria propias, los neozelandeses celebraron por medio de la prensa la aprehensión de la

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Moa. Cuando llegamos a Auckland, el pabellón inglés flotaba en el palo de la goleta por encima del pabellón alemán. La «batalla naval de las Kermadec» fue acogida con gritos de entusiasmo por una multitud innumerable, que vino a nuestro encuentro en remolcadores, canoas automóviles y yates.

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¡Otra vez prisioneros! Una vez traídos los víveres de Curtis Island, fuimos sorprendidos por el cablero inglés Iris. Un combate habría sido un suicidio pues no teníamos artillería. Nos llegó el momento amargo de la rendición. Al subir al Iris, vestido con mi uniforme, no encontré a ningún oficial, sino algunos hombres mal encarados que, a punta de bayoneta, nos acogieron con mala cara. Después, unos civiles vaciaron nuestros bolsillos: dinero, reloj, hasta mi pañuelo, todo pasó a sus manos

como botín de guerra.

Desde el cablero Iris fuimos a parar a la cárcel de Mount Eden, en

Auckland, donde se nos mantuvo durante veintiún días.

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De Mount Eden fuimos transferidos al fuerte Jervois, en River Island, cerca de Lyttleton, en la zona fría de Nueva Zelanda. ¡Cuántas veces

pudimos ver esta magnífica puesta de sol!

Nuestro primer paseo después de ciento diecinueve días de cautiverio en

el fuerte Jervois.

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Después del armisticio, padecimos todavía un cautiverio de cuatro meses en Narrow Neck, pero nos era permitido recibir visitas. Recibí un día a la esposa de un jefe maorí de la tribu de los Waikato. Me ofreció una túnica trenzada y una piedra verde que sólo podían llevar los dignatarios de su tribu. Desde aquel instante era yo jefe maorí con el nombre de Wai-tete, es decir, «Agua Sagrada». Acepté aquel conmovedor homenaje en nombre de Alemania. Un domingo por la tarde, me hice retratar secretamente con

la túnica de jefe maorí.

Así es como regresamos a la patria después de más de mil días de aventuras; el buque inglés Willochra, nos lleva a nuestro país al cual llegamos y pisamos tierra en

julio de 1919

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CAPÍTULO XVIII

Nuevo cautiverio hasta el armisticio

Nos encierran en Mount Eden, la cárcel de Auckland. La vida de los forzados. En el fuerte Jervois de River Island. Plan de fuga. De nuevo en Motuihi. Otro proyecto de evasión. El armisticio. Los maoríes me nombran su jefe. De regreso en el suelo patrio.

El Estado Mayor General nos saludó al desembarcar. Nuestra nueva captura servía para elogiar la eficiencia de sus servicios. Sin embargo, el coronel Paterson, jefe de aquel Cuerpo eminente, me rogó que excusara el sitio donde iba a alojarnos aquel día. «¿Dónde?», pregunté. Calló. Era de nuevo la cárcel.

La cárcel de Auckland, Mount Eden. Cuando el mayor Price nos entregó a los que debían hacerse cargo de nosotros, fuimos tratados como criminales de derecho común, porque como el buen hombre tenía gran prisa por asistir a las carreras, habíase olvidado de decir que éramos prisioneros de guerra. Mis cadetes, huéspedes por primera vez de un establecimiento de aquel género, estaban pálidos como la muerte por aquella acogida deshonrosa. Yo mismo, aun cuando reincidente, sentía abrumado el corazón. ¡Después de haber gustado de nuevo la libertad, con una buena cubierta bajo los pies y pudiendo tomar decisiones, volver a caer en aquella prisión infecta! ¿No hubiera sido mejor llegar a las Kermadec un día más tarde? ¿No hubiera sido preferible tomar otra dirección? Preguntas torturantes y vanas que agitaban la ociosidad de nuestra nueva vida. Pero pronto, de celda en celda, se oyó cantar todavía: «En la hermosa ribera de Saale», y aun cuando nuestro equipaje al sernos entregado, hubiese sufrido importantes disminuciones, fuimos, en suma, tratados con cuidado. En el fondo mismo de nuestras celdas sentíamos el respeto creciente que nos inspiraba nuestra patria.

Sin embargo, tuvimos que permanecer en la prisión algunas semanas antes de que nos restituyeran a un ambiente más conveniente. Al día siguiente de nuestro encarcelamiento (era la víspera de Navidad), un señor enteramente afeitado entró sin llamar en mi celda. Vestía traje de los presos, llevaba una bacía y me dijo:

—Soy yo quien debo afeitarte. —Es inútil; me afeito yo mismo. —¿Qué es lo que dices? No tienes derecho a tener el menor cuchillo.

Tus cubiertos, como verás, son de madera. Acércate un poco para que te pueda pasar el jabón por la cara.

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—¿Quién eres? ¿Un preso? —Claro. —¿Cuánto tiempo tienes de condena? —A perpetuidad. ¡A perpetuidad! ¿Y este hombre es el que debe pasarme la navaja a lo

largo de la garganta? Mi respiración se detiene. No he comprendido jamás por qué, siendo comandante de un buque de guerra, debía estar sometido a semejantes medidas de precaución. Le pregunté todavía:

—¿Qué es lo que has hecho? —Únicamente maté a una mujer. El asesino empieza a jabonarme. Jamás he seguido con los ojos a

nadie con tanta atención como a aquel barbero que me raspaba la garganta. Es preciso haber padecido momentos de aquel género para comprender la mirada de reconocimiento que le eché cuando hubo terminado su trabajo. Era, en realidad, un buen diablo. Cada día me aportaba noticias de los corredores y del patio.

Aquella aclimatación en Mount Eden nos hizo conocer involuntariamente la vida de los forzados. Para mayor seguridad nos habían colocado en el ala de los grandes criminales. Los más agradables son los «perpetuos», que están ya hace mucho tiempo allí y se han acostumbrado a vivir sin esperanzas y sin cuidados. Cuando se cuentan los años con los dedos y se reflexiona al cabo del día que será preciso crearse una nueva existencia de libertad ya casi desconocida, los nervios no están tan tranquilos. Los condenados a seis o a siete años son los más cargantes; los mejores años de la vida los pasan en una ociosidad funesta a su futura profesión. Son los «perpetuos» los que ocupan los puestos de confianza; administran la biblioteca, la enfermería, el guardarropa, etc. No he encontrado en ninguna parte gente más amable ni más trabajadora. Sus rostros amigables sonríen al que llega y le lanzan ligeras miradas para animarle: «Te despreciaban fuera; aquí, ya ves, se te acoge con confianza.» Experimenté que en todos aquellos lugares en que los hombres están obligados a vivir juntos y, sobre todo, cuando su ambición individual se encuentra limitada por las circunstancias, puede establecerse una agradable comunidad. Había en Mount Eden una especie de factótum que era un genio en matemáticas.

Casi todos sentían gran admiración por Alemania. Estaban seguros de que ganaríamos la guerra y que entonces todas las cárceles serian abiertas. Según el retrato que la prensa hacia de nosotros los alemanes, imaginaban entre ellos y nosotros cierto parentesco de naturaleza. «Conde —me decían—, cuando Alemania venza, no olvides a tus amigos de aquí.» Solicitaban plazas, por regla general, en la Administración.

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Pensaban que para ofrecerme un desquite sobrado de mis penas actuales, Alemania me nombraría gobernador de Nueva Zelanda y que no me olvidaría entonces de favorecerles, pues habían transgredido las leyes inglesas y no las alemanas. Así se mostraban llenos de atenciones para mí y me entregaban a ocultas periódicos que, permitidos a los criminales, estaban prohibidos en Mount Eden a los prisioneros de guerra.

Las celdas se limpiaban con un cuidado tan escrupuloso que no era permitido entrar en ellas con zapatos. Calzado con mis alpargatas, reflexionaba un día sentado en la cama, que era el único asiento de la celda. ¿Cómo escaparme? Y para principiar, ¿qué se podía ver desde mi ventana? Esta se encontraba a tres metros del suelo. Subí a la cabecera de la cama; pero apenas había echado una mirada, cuando los frágiles montantes se hundieron bajo mis pies. Utilicé el bastidor como una escala y heme aquí de nuevo ante mi reja. Un par de gorriones habían hecho allí su nido. Para pasar el rato, traté de capturar al macho, que venía a alimentar a la hembra; pero escapó, dejándome dos o tres plumas en la mano. Había en aquella reja varias telarañas. Cacé una araña para ver cómo hacía tela, y la puse a trabajar en una caja de cerillas. ¡Qué cantidades de tejido saqué de allí! Volviendo a mi puesto de observación, cacé otras arañas que tejieron también otras telarañas de diferente tipo. Colocando uno de mis discípulos en la tela de una vecina, comprobé que quedaba inmovilizado allí como una simple mosca. Así, las pequeñas podían capturar las grandes con tal de que fueran de una raza distinta. No sabía cuánto tiempo debía permanecer en la cárcel; pero, hicieran de mí lo que quisieran, lo esencial era entregarme a la historia natural.

Al cabo de tres días, el ministro de Marina, Hall Thompson, vino a visitarme. Renové mi protesta más enérgica contra el trato infligido a prisioneros de guerra capturados, no como evadidos en territorio inglés, sino como combatientes en alta mar. El respondió: «I shall do my best for you»32. El inglés no rechaza nunca en redondo una petición, y permite siempre que la esperanza se despierte. La honradez alemana vale más que esta fría y vana cortesía. Algún tiempo después, le tocó el turno al ministro de la Justicia, señor Wilford:

—¿Tiene usted alguna queja que formular a causa del régimen? — Naturalmente; mi sitio no esta en una cárcel. —No le digo a usted lo contrario. Pero, ¿cuáles son sus impresiones

acerca del régimen de los presidiarios? De eso es de lo que soy yo responsable.

32 Haré lo que pueda por usted.

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—Las celdas están limpias, la alimentación es de una excelencia que admira; pero aun contra la mejor cárcel, protesto con todas mis fuerzas.

—Well, I shall see what I can do for you33 (18). Por fin, al cabo de veintiún días, abandonamos a. Mount Eden. Para

hacer las deserciones más difíciles, se nos repartió en campamentos distintos. Kircheiss y yo fuimos transferidos a River Island, cerca de Lyttleton, en la zona fría de Nueva Zelanda. El fuerte Jervois, en donde se nos encerró, había sido edificado en otro tiempo contra los rusos. Era el punto más solitario que se pudo encontrar. Nuestras habitaciones estaban separadas del patio del fuerte por una barrera de tablones provista de una garita para el centinela. En lo alto del patio había una alambrada, como si tuviéramos alas y temieran que escapáramos durante la noche; una verdadera jaula. Cuarenta y cinco hombres estaban allí para guardarnos.

El comandante de nuestro campamento era el mayor Leeming, un tasmanio, un hidalgo de pies a cabeza. Prisionero también en aquella isla solitaria, fue bien pronto el tercero en el juego de shat que le enseñamos para pasar las veladas. En la isla del Sur, más fría, las gentes parecían menos vulgares que los aucklandeses. Nuestro nuevo jefe de Estado Mayor, el coronel Chaffee, antiguo boxeador de profesión, tenía un ojo artificial, resultado de un antiguo match de boxeo. Muy minucioso, redactaba largos informes acerca de los objetos más insignificantes.

Ciento diez y nueve días pasamos en aquel castillo junto al mar; ¡qué amargura para un marino! El agua nos rodeaba, las velas se deslizaban en el horizonte, recordándonos las del Seeadler, los largos cruceros, los camaradas. ¡Y aquella detención eterna que, según las convenciones internacionales, no debiera haber excedido de ocho días! El pensamiento de una evasión me obsesionaba. He aquí lo que imaginé;

La isla tenía un desembarcadero al cual, desde el fuerte, permitía el paso un puente levadizo. Ese puente, al levantarse, cerraba la cárcel. Pero, roto por una tempestad, estaban entonces arreglándolo. Al mismo tiempo, como asfaltaban el patio del fuerte, había muchos toneles vacíos que se encontraban aquí y allí. Uno de ellos rodó hacia el mar un día y se puso a derivar hacia alta mar. Una goleta pequeña que pasaba lo recogió ante mis ojos. Interesado, hice rodar un segundo tonel y sucedió lo mismo que con el primero. Mi plan estaba ya formado. Durante el almuerzo de los obreros, levanté la tapadera de un tonel y clavé en ella un gran clavo. Otro gran clavo en el fondo y los encorvé a los dos formando garabato. Luego provisto de una cuerda y de un áncora pequeña de canoa, que

33 Veré qué puedo hacer por usted.

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había en un rincón, pensé que no se trataba más que de coger víveres y agua y encerrarse en el tonel en una ocasión favorable. Después de haber cerrado bien la tapa me dejo rodar hacia el agua; echo el áncora al paso del más cercano barco de cabotaje; me pescan, hago saltar la tapa y aparezco como un diablo fuera de su caja, cuchillo en mano. Obligo a los tres hombres de la tripulación a pasearme de isla en isla hasta el momento en que me sea posible vivir a fuer de hombre libre.

Pero no quería poner este proyecto en ejecución sino durante la ausencia de Leeming, que pronto debía acudir al lado de su mujer, que estaba a punto de dar a luz, pues los periódicos nos avisaron que, a consecuencia de nuestra evasión, Turner tuvo que comparecer ante un Consejo de guerra y había perdido su situación y su empleo; y las cordiales relaciones que nos unían a Leeming excluían la posibilidad de abusar de su confianza. Pero durante su permiso, sería reemplazado por el teniente Gilmore, apodado Little Napoleon. Una mañana, aquel rayo de la guerra, habiendo leído que en Motuihi habíamos fabricado granadas con cajas de conserva, me envió un sargento para quitarme las cajas de tabaco.

Eché noramala a ese suboficial. Gilmore apareció entonces en persona y le dije: «Well, si cree usted que fabrico submarinos con las cajas de tabaco, puede usted llevárselas; pero lárguese usted pronto, porque no me es usted simpático.» No reincidió en presentarse delante de nosotros. Yo ardía en deseos de jugarle una mala pasada.

Marzo llegó, y Leeming preparaba su marcha cuando los diarios publicaron la noticia de la gran ofensiva alemana. ¡Qué excitación! Mirando un pequeño atlas, Kircheiss había dibujado un mapa gigantesco en la pared del comedor. Nuestra patria inspiraba un gran respeto. Gilmore en persona, cesando de representar el papel de Napoleón, nos preguntaba a menudo cosas de Alemania. Pensábamos todos que la guerra iba a terminar en tres meses con la victoria alemana. ¡Cuánto queríamos a nuestro hermoso país en aquellos instantes de nuestra última esperanza! ¡Qué lástima y qué tristeza sentirse desterrado lejos de los campos de batalla donde se jugaba su destino!

Durante la semana que Kilmore fue responsable de nuestra custodia, Kircheiss tuvo que quedarse en cama a consecuencia de un enfriamiento ocasionado por las corrientes de aire del fuerte. El médico, advirtiendo síntomas inquietantes, murmuraba: «No pigs could live here!»34. Quizá exageraba; pero poco después recibimos orden de reembarcar para Motuihi. Aun cuando mi plan hubiera fracasado, nos sentíamos dichosos

34 ¡Ni los cerdos podrían vivir aquí!

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de volver a ver a nuestros amigos. Napoleon nos acompañó hasta Motuihi, pasando por Wellington. Habiendo sabido que tenia intención de escribir un libro en el cual debía figurar él también, se mostraba lleno de cortesía. En Wellington me regaló una brocha magnífica y dio una pipa a Kircheiss. En realidad no era mala persona.

Nuestra vuelta fue acogida en Motuihi con mucha alegría, salvo algunas excepciones. El doctor polaco vino a encontrarnos con una botella de champaña, pensando que así no contaría yo nada de lo que había tenido que ver con él. Algunas personas que habían esperado vanamente la representación de la comedia, sobre todo aquellas que habían aprendido de memoria largos papeles, se mostraban algo enfadadas; pero no airadas, pues la comedia de nuestra evasión les había indemnizado de su fracaso teatral. Los oficiales de la reserva eran los más ofendidos. Hubieran gustado servir de nuevo a la Patria y no comprendían que hubiera escogido a Egidy en su lugar.

Mis camaradas de la Moa habían sido dispersados en diferentes campamentos. Los cadetes que permanecieron en Motuihi no tardaron en ofrecérseme, esperando alguna nueva empresa. Dos días después de mi vuelta, me informaron que habían construido una canoa de lona y hecho una provisión de esencia y de víveres. ¿No consentiría yo en ser jefe de la expedición? Respondí: «Sí», en principio, reservándome el derecho a examinar el asunto.

Nuestro nuevo comandante, el mayor Shofield, no estaba autorizado a tener una canoa automóvil. La Lady Roberts, el buque que nos traía víveres dos veces por semana, estaba provisto de un grueso cañón y constantemente prevenido contra todo ataque. No podíamos salir del campamento o entrar allí sin anunciarnos al cuerpo de guardia. A las seis todo el mundo debía estar en lo alto de la colina. Además, en torno de los dormitorios se estableció una gran alambrada que no fue, en verdad, terminada hasta la época del armisticio. Durante la noche una ronda se enteraba cada dos horas de si Kircheiss y yo estábamos aún allí. Es verdad que en caso necesario hubiera podido empaquetar en mi cama un camarada cómplice. Grandes lámparas de arco voltaico rodeaban la barrera del campamento. Como puede verse, nuestra evasión había aguzado considerablemente la ingeniosidad de las autoridades neozelandesas.

Se me ocurrió la idea de tomar por confidente al doctor Schultz, el antiguo gobernador de Samoa. Era el único entre nosotros que podía libremente pasear por toda la isla. Se declaró dispuesto a participar en la próxima evasión en calidad de simple marinero. Examinó los lugares que mejor podían servir para nuestra huida y, llevando en cada uno de sus

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paseos pequeñas cantidades de guisantes, judías y arroz, que enterraba en sitios apartados, constituyó un verdadero almacén de víveres fuera del campamento. He dicho ya que, bajo pretexto de fabricar taburetes plegables, los cadetes habían construido una canoa de lona.

Pero, ¿cómo abandonar la isla? Después de largas reflexiones, determinamos arreglar un escondite en la misma isla. El gobernador había encontrado en el bosque una torrentera en la que podíamos disimular los escombros. Un panadero alemán, dotado de fuerza hercúlea, que servía de ordenanza al doctor Schultz y tenía como él libertad de salir fuera de la alambrada, cavó de noche nuestro subterráneo, arreglando literas y almacenando víveres, la canoa plegable, una lámpara y gran cantidad de petróleo. Una vez terminados los trabajos, he aquí cómo debía efectuarse nuestra huida: saldríamos del campamento, bajo pretexto de ir al campo de golf, cuyo juego nos era permitido de vez en cuando. Nuestro escondite no estaba muy alejado; desapareceríamos después de haber fijado en el acantilado los cables que se encontraban en nuestras habitaciones con el fin de poder escapar por las ventanas en caso de incendio; dejaríamos también esparcidos en los alrededores algunos cuchillos y otros pequeños objetos, de manera que nuestros perseguidores tuviesen la seguridad de que habíamos embarcado en aquel sitio. No se extrañarían sobremanera de ello: sabíamos que el ministro de la Defensa había telefoneado al comandante del campamento que redoblara la vigilancia, pues había en Nueva Zelanda gente que quería libertarnos. Se cansarían, pues, dándonos caza en alta mar, mientras estaríamos tranquilamente sentados en nuestro escondrijo.

He aquí cómo habíamos dispuesto la entrada de nuestra cueva. Un cuadrado de tierra había sido cortado y adaptado por medio de finos alambres y de arcilla, sobre un cuadrado de tablas de la misma dimensión. Una empuñadura adaptada debajo de las tablas permitiría abrir y cerrar esta especie de escotilla. No se permitiría salir sino por la noche y en calcetines, a fin de no dejar huellas. Podíamos fácilmente guisar y había agua cerca de allí. Luego, en una noche estrellada, hubiéramos partido, armados de una browning, de hachas, de un catalejo Zeiss y de un lanzallamas fabricado con una lata de petróleo. Una pantalla roja, colocada en cierta ventana, indicaría, según convenio hecho con uno de nuestros compañeros de cautiverio, que habían renunciado a buscarnos en la isla. Remaríamos al claro de luna hasta llegar a un velero anclado en la bahía: sería fácil apoderarnos de él con nuestros seis hombres.

Si el armisticio hubiese tardado tres semanas, no nos hubieran encontrado ya en el campamento. Cuando se firmó aquél, contamos

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nuestro plan a los neozelandeses, y en vano pusieron sobre la pista varios centenares de maoríes para descubrir nuestro escondite.

Después del armisticio, padecimos todavía un cautiverio de cuatro meses en Narrow Neck, pero nos era permitido recibir visitas. Recibí un día la de la esposa de un jefe maorí; pertenecía a la tribu de los Waikato que se hicieron ilustres en 1860-61, por la lucha que sostuvieron por su independencia; durante la guerra mundial, no se dejaron reclutar por los ingleses. Esa indígena, la señora Kaihau, me entregó, al entrar en mi barraca, una larga carta escrita en maorí y cuyo sentido es aproximadamente el que sigue:

«Voy hacia ti, gran jefe, y te ofrezco, para mantener la tradición, la túnica trenzada del gran jefe Wai-Tete.»

Sacaba al mismo tiempo de los pliegues de su propio vestido una túnica que había enrollado a su cuerpo para disimularla al centinela inglés. Mi admiración era grande, y Kircheiss, al que yo daba ligeros codazos, no pudo hacer otra cosa que encogerse de hombros sin comprender. Afortunadamente, se encontraba allí una señora alemana, que, viviendo desde largo tiempo en Nueva Zelanda, estaba al corriente de las tradiciones indígenas, y me explicó que aquel regalo que me hacía era la prueba de estima más considerable que pudiera recibir yo. La maorí se había puesto a bailar el Haka-Haka; daba vueltas en la habitación con una energía salvaje. Cuando hubo terminado el baile, sacó una piedra verde, que me ofreció junto con la túnica.

—¿Soy ahora jefe maorí? —pregunté. —Ciertamente, y lleva usted el nombre de Wai-Tete; es decir, Agua

Sagrada, y el espíritu de los héroes venerados revive en usted. Esta piedra sólo puede ser llevada por un alto dignatario.

Reconocido, di un apretón de manos a la maorí. Despidiéndose de mí, me rogó escondiese bien la túnica y la piedra. Acepté aquel conmovedor homenaje en nombre de Alemania; me fue, por otra parte, permitido llevarme las insignias a mi país, y me expresaron la esperanza de que un día volvería a Nueva Zelanda. Una tarde de domingo, siempre detrás de los alambres, me hice secretamente retratar con el traje de jefe maorí; me faltaba, es verdad, el tatuaje y la pintura de guerra de los verdaderos héroes.

Algunos días antes de nuestra partida para Europa, la presidenta de la Soldiers Mothers League me visitó para ofrecerme, en nombre de las madres de 80.000 soldados, sus votos de feliz viaje, pues aquellos de sus hijos que habían caído en mis manos volvieron sanos y salvos al lado de sus madres; creía que era su deber rogar a Dios que mi madre pudiese también recibirme sano y salvo en sus brazos.

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Así es como, después de numerosas aventuras, dejé los antípodas. Pisé de nuevo la tierra alemana en el mes de julio de 1919. Mi padre todavía pudo alegrarse de mi vuelta; el 3 de setiembre de 1919 el viejo guerrero pasó suavemente a la eternidad, confiando, hasta el último momento, en su querida Alemania.

El 3 de enero de 1920, todos mis camaradas estaban de vuelta, con una sola excepción; traían las chaquetas desteñidas por el sol de los trópicos y corroídas por el agua de mar, pero no había ni una mancha en el honor ni en el amor a la Patria. El que faltaba era el doctor Pietsch, uno de nuestros compañeros más estimados, y que, antes del Seeadler, había ya solicitado los puestos más peligrosos en su deseo de encontrarse ante el enemigo. Había esperado siempre tener la muerte de un soldado o de un marino, pero esta esperanza fue defraudada: sucumbió a consecuencia de un ataque cardíaco al saber la derrota de Alemania. Las autoridades chilenas y los oficiales presentes le hicieron dignos funerales.

¡Cuántos cambios en la Patria vuelta a encontrar y cuán distinta de la de nuestros ensueños! He aquí un recuerdo que vuelve siempre a mi mente; pienso en mi querida madre, tendida un día en cama; el médico mismo había abandonado toda esperanza. ¡Cuánto se siente lo que no se ha hecho, lo que habría podido hacerse! Asimismo, ante nuestra Alemania enferma, nunca nuestro amor ha sido mayor; se haría todo lo posible para ayudarla en algo. Es preciso que cada uno contribuya en la medida de sus fuerzas a la obra común. Considero por el momento que mi deber principal es ocuparme de mis queridos muchachos. La mano de su antiguo jefe es hoy en día la de su viejo camarada. Contar sus hazañas a los alemanes es abrir los corazones y hacer vivir la divisa: «Todos para uno, uno para todos».

Quisiera gritaros, queridos compatriotas: Levantad los ojos hacia el sol en vez de bajarlos hacia los agujeros sombríos del suelo. Tomad a mis muchachos como ejemplo. Cuando nuestra vivienda flotante se estrelló contra el arrecife de coral, una cosa quedó intacta: su valor alemán. Y un grito se oyó en el Seeadler, unánime de popa a proa: «¡El viejo roble se yergue aún!.

La orilla está ahora desierta. El inglés priva a nuestros marineros de ganar su pan. No sólo le hemos entregado los barcos que poseíamos, sino que debemos construir otros para llevarlos como homenaje a nuestro señor y dueño. Nada debe descorazonarnos. Construid navíos y entrad todos de corazón en la Liga Marítima. Ya no es cuestión de fiestas, ni de discursos de sobremesa, ni de viajes de recreo; pero es en estos momentos cuando su electivo debe crecer en proporciones desconocidas antaño.

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Mi amigo, el profesor de historia Fritz Kern, que vivió tiempo atrás en Kiel, y que, después de la derrota, continuó combatiendo con su corazón y su pluma, me escribía en ocasión del aniversario de Skagerrak: «El pueblo alemán ha conocido, en el curso de su historia, los peores cataclismos y las más hermosas resurrecciones. Siempre hemos debido reconquistar nuestro imperio marítimo al precio de luchas desconocidas por los otros pueblos. Pero no podemos vivir sin el fresco aliento del mar; si esta ventana está cerrada para nosotros, nuestro pueblo se enmohecerá en su cárcel. Permanezcamos fieles a esas olas que rozan nuestras costas privadas de navíos. Su queja nos llama, y oímos el grito de Gorch Fock y de sus compañeros encerrados en el ataúd de acero del Wiesbaden, el grito de la gran revista de los héroes sepultados bajo las aguas, de los muertos de la Vieja Hansa y del Valhalla del Mar del Norte: Seefahrt tut not»35.

¡Todo se ha perdido, oh, mis camaradas del Águila del Mar, todo lo que para nosotros, marineros de Alemania, constituía la segunda patria: los buques, las colonias, nuestra altivez sobre los mares a la sombra de nuestra bandera! Pero nos queda la tierra alemana.

¡Ojalá retoñe en ella el roble vigoroso de nuestra esperanza! ¡Ojalá puedan sus brotes arbolar una flota siempre creciente! La tierra alemana siente la nostalgia del océano perdido!

¡Hasta la vista!

FF II NN

35 ¡Necesitamos el mar!

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Recorrido del Seeadler durante su misión de guerra de corso, así como las capturas y naufragios.

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Apéndices

I – Otros corsarios alemanes de la Primera Guerra Mundial

El Moewe

El Moewe marca una nueva era en el equipo de los corsarios. En su origen fue un vapor de carga, el Pungo, construido en Geestemunde en 1914 para dedicarle al transporte de plátanos desde el Africa alemana a Hamburgo; de 4.500 toneladas de desplazamiento, 14 nudos de andar, 115 metros de eslora, una sola hélice, tenía un aspecto perfectamente inofensivo que no podía despertar sospecha alguna en quien se cruzase con él en la mar.

Fue la primera vez que se apeló a la adopción de chimeneas falsas capaces de alzarse y abatirse en un corto espacio de tiempo, lonas que modificasen la silueta, pintura para cambiar el color: todas las viejas artes resucitaban. El armamento del Moewe consistía en dos cañones de 100 en el castillo de proa y otros dos iguales a popa, todos ocultos por instalaciones adecuadas, más uno de 90 de la misma manera que los que montaban los mercantes para su defensa contra los submarinos; dos tubos lanzatorpedos, bajo el puente, completaban los medios ofensivos, con unos centenares de minas.

El mando se confió a uno de los oficiales de la más rancia nobleza del

Imperio, el capitán de corbeta, burgrave, conde Nicolás zu Dohna Schlodien, a quien, antes de salir de Alemania, en diciembre le 1915, se lo dieron las instrucciones siguientes: «Fondear minas en diversos puntos de la costa enemiga y después hacer la guerra al comercio.» Salió pegándose a la costa noruega, aprovechando las largas noches invernales, y pudo llegar hasta el litoral de Escocia, donde fondeó su primer campo

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minado, al Este del cabo Wrath. La operación se llevó a cabo con toda precisión en la situación, desde las seis a las diez y media de la noche, el día de Año Nuevo de 1916, 262 minas en once hileras diferentes quedaron allí, como «huevos de la gaviota» que pasaba (Moewe significa gaviota). Las inmediaciones del Pentland Firth resultaron peligrosas para las escuadras inglesas.

Pronto hicieron sus efectos; el día 6 de enero, el acorazado King Edward VII, que iba de Scapa Flow a Belfast, volaba sobre una de ellas, mientras el Africa, su gemelo, pasaba en marea alta atravesando toda la superficie peligrosa sin recibir el menor daño; a la mañana siguiente el vapor noruego Felicidad se hundía en el mismo sitio.

Cuando se descubrió la existencia del peligro, ya estaba el Moewe a muchas millas de distancia, en pleno océano; pasó por el oeste de Irlanda y costeó Francia, una vez en el golfo de Vizcaya, para fondear minas delante de La Rochela.

Desde entonces inició la guerra al comercio propiamente dicha, o por gestión directa; el 11 de enero, a 150 millas del cabo Finisterre, capturaba y hundía el vapor inglés Farringford; mientras lo echaba a pique a cañonazos surgió el Cordbridge, con 4.000 toneladas de buen carbón Cardiff, que pasó a ser acompañante del corsario, que no quiso desperdiciar tan magnífico aprovisionamiento; a 220 millas al oeste de Lisboa encontró otro vapor carbonero, el Dromonby; la buena suerte le sonreía, mas no queriendo reunir demasiados buques, cuyas humaredas podían despertar la atención a distancia, decidió hundirlo. A cinco millas del anterior apresó el Author con carga general, parte de la cual trasbordó a bordo antes de hundirlo. Y para que la jornada fuese completa, otro vapor, el Trader era capturado por la tarde: en un radio de seis millas, tres vapores habían caído en las redes del corsario alemán. Tras dos días sin nuevas presas, otros dos vapores eran apresados: el Ariadne con maíz, y el Appam, de la compañía Elder Dempster, a 135 millas de Madera, el que con todos los prisioneros habidos a bordo del corsario era despachado para América del Norte, no sin rescatar veinte alemanes hechos prisioneros en el África occidental y que eran enviados a Inglaterra; entre los que iban a bordo estaba el gobernador general de Nigeria y el alto comisario inglés en el país de los ashantis; el teniente de navío Berg se hizo cargo del mando para llevarlo a Newport News. El Clan Mactavish cayó a continuación y fue incendiado al intentar resistir. Y como quiera que tratase de comunicar con los cruceros del almirante Moore, que no andaban lejos, el conde de Dohna Schlodien consideró prudente cambiar de terreno de casa.

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Pasaron unas cuantas semanas en que pareció haber desaparecido, al cabo de las cuales comenzó una nueva serie de capturas en el Atlántico meridional, en la zona de Pernambuco, la misma que fuera preferida anteriormente por el Karlsruhe y muchos otros; cayeron el velero Edinburgh, el vapor Luxenbourg, con 5.900 tonejadas de carbón para los ferrocarriles argentinos, el Flamenco, el Estrella, el Westburn, también con carbón este último, y el Horace. El Westburn, vapor viejo, fue enviado a Santa Cruz de Tenerife, con 180 prisioneros de sus compañeros de infortunio, donde los desembarcó; pero al intentar salir y encontrar al crucero acorazado Sutlej, su tripulación lo echó a pique a la vista de Tenerife.

En febrero Dohma Schlodien emprendió el regreso a su país; pronto terminarían las largas noches invernales con las que se podía contar para deslizarse a través de las líneas inglesas; manteniéndose siempre en comunicación ton Berlín, alejose de las derrotas frecuentadas cesando las presas. Hasta el 23 de febrero no capturó ningún barco y en este día lo fue el velero francés Maroni, que fue hundido al noroeste de Finisterre; el 25 lo era el vapor inglés Saxon Prince a 600 millas al oeste de Fastnet...

El 4 de marzo, llevando las banderas de todas sus presas izadas en el palo mayor, sin una sola baja, el Moewe entraba en Wilhelmshaven. El comandante fue llamado urgentemente al Cuartal General, y el Emperador en persona le felicitó por su aventura. Los daños cansados al enemigo eran considerables y no podían alegar malos tratos los prisioneros. La experiencia de emplear barcos mercantes corrientes, convenientemente armados, no pudo ser más satisfactoria.

Cuando llegó el otoño, la estación preferida por los alemanes para burlar el bloqueo, Jellicoe tomó precauciones; pero el Moewe volvió a salir el 22 de noviembre de 1916, seguido a breves intervalos por el Wolf y el Seeadler.

La primera captura de esta segunda etapa del Moewe fue el vapor Voltaire; vino luego una presa, el Sumland, cargado con 9.000 toneladas de carne para Bélgica y provisto de un salvoconducto de la Embajada alemana en Washington, que hubo de dejar pasar y no dejó de narrar su encuentro y los detalles del Moewe a su llegada; hundió luego un vapor noruego cargado de municiones de fusil y el inglés Mount Temple, el velero Duchess of Cornwall, el vapor King George, el Cambrian Grange, el Georgic y el Yarrowdale, presa importante con sus cien camiones y 3.200 toneladas de acero para municiones, por lo cual lo marinó con gente propia y decidió enviarlo a Alemania; el 12 de diciembre capturó el Saint Theodore, con 7.000 toneladas de carbón norteamericano, tampoco fue echado a pique para servir de aprovisionador al corsario. El 18

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capturaba al Dramatist con frutas de California y explosivos; el día de Navidad, al velero francés Nantes con 3.300 toneladas de salitre chileno para una fábrica de pólvoras cercana a Londres y el 2 de enero el velero francés Asniéres y el vapor japonés Hudson Maru. El Saint Theodore fue artillado con dos cañones y al mando del teniente de navío Wolf comenzó por su cuenta la guerra al comercio; el último día del año 1916 el Tarrowdale entraba en un puerto alemán, sano y salvo, con toda su valiosa carga y 469 prisioneros pertenecientes a las dotaciones de los barcos hundidos.

El 7 de enero hundía el Rodnoshire, y el día 9, el carbonero inglés Minieh, que acababa de dejar su carga al crucero inglés Amethyat, en vista de lo cual Dohna Schlodien abandonaba aquellas aguas para ir a patrullar al centro del Atlántico, donde al día siguiente capturaba el Netherby Bill; el Hudson Maru fue enviado a Pernambuco con 445 prisioneros, carboneando después del Geier (ex Saint Theodore) y produciéndose mutuas averías por la marejada al chocar los barcos, amadrinados en la mar. Este último sólo había hundido el pequeño velero canadiense Jean, de 214 toneladas.

El Moewe fue hacia las derrotas del cabo de la Buena Esperanza, sin el menor resultado, y volvió a las costas de Brasil; el 14 de febrero recogía la dotación de presa del Geier, que tampoco había capturado sino otro velero insignificante. El 15 le tocaba el turno al magnífico vapor inglés Brecknockshire, que con 7.000 toneladas de carbón haría su primer viaje, en donde encontraron periódicos que alcanzaban hasta el 23 de enero y en los que hallaron detalles de sus propias andanzas; al día siguiente el French Prince aumentaba la lista y al otro día el Eddie; cuando se estaba procediendo a hundir con bombas a este último, apareció el crucero auxiliar inglés Edinbourgh Castle y merced a un chubasco tropical pudo huir el Moewe a todo el andar de sus máquinas. Aquel día decidió el conde de Dohna Schlodien regresar a Alemania, sintiéndose descubierto por lo que veía y había leído en los periódicos encontrados en el Brecknockshire.

Puso la proa al Norte, alejándose de las derrotas frecuentadas, y por el camino capturó el Katherine, el 23 de febrero, y el 4 de marzo, el Rhodanthe, a 340 millas de Cabo Verde; el 10 el Esmeralda, y el mismo día el Otki que, armado en guerra, se resistió y fue hundido con bajas, su capitán entre ellas, no sin producir averías en el casco del Moewe y la muerte de algunos de sus tripulantes. El Demeterton y el Governor fueron sus últimas victimas.

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El 16 de marzo atravesaba a todo vapor la zona de vigilancia, viniendo de las aguas de Islandia, y el 22 entraba en Kiel, al cabo de cuatro meses de aventuras constantes y éxitos notorios. El Moewe no volvió a salir.

El Wolf

En el otoño de 1916, un nuevo corsario salía a la mar; esta vez se trataba de un vapor concienzudamente preparado, un barco mercante ya armado como un crucero pequeño, en el que se aunaban las condiciones de economía de combustible del mercante de tipo medio y el armamento completo de un barco de guerra.

Era un vapor de la compañía Hansa, construido ex profeso para el transporte de fruta; botado en Flensbourg en el año 1913, con 5.809 toneladas, una sola hélice, 126 metros de eslora, 17 de manga y 9 de calado, sólo gastaba 60 toneladas diarias a su máximo andar de diez nudos y medio y 35 a ocho nudos; sus bodegas podían albergar 6.000 toneladas de combustible, que con tan escaso consumo le daban una enorme autonomía, pues la pesadilla constante de los comandantes de los corsarios era carbón. De aspecto vulgar, una chimenea y dos palos, iba provisto de una frigorífica especial para la clase de mercaderías que transportaba en tiempo de paz. Su nombre original de Wachfels se cambió por el de Wolf y, habiéndosele asignado un hidroavión para exploraciones, se le dio a éste a su vez el apelativo de Wolfchen (lobezno).

Se le armó con dos cañones de 152, dos de 100 y dos de 47

milímetros, más algunas ametralladoras, dos tubos lanzatorpedos colocados bajo el puente y cientos de minas. Instalación completa de

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telémetros, once botes, algunos de ellos a motor, y 380 hombres de tripulación al mando del capitán de corbeta Carlos Augusto Neger.

A fines de noviembre, en un día de densa niebla, salía a la mar y a causa del mal tiempo no pudo navegar a todo su andar; hasta el 2 de diciembre no se encontró en mar libre, dejando atrás las líneas inglesas de vigilancia; esquivó intencionadamente todo encuentro en el Atlántico y el 10 de enero estaba en las costas de África del Sur, fondeando sus primeras minas en el cabo de la Buena Esperanza, siguiendo al océano Indico y dejando caer otras en Colombo y en Bombay; a mediados de febrero estaba en aguas de Ceylán. El vapor inglés Worcestershire y el Perseus se hundían a causa de las minas. Se alejó entonces de aquellos parajes para ir a patrullar en las derrotas que van de África del Sur a la India y de Adén a los estrechos del mar de la Sonda y comenzaron las capturas. Era necesario fondear las minas en cantidades no muy grandes y a distancia unos grupos de otros, pues una vez descubierto uno de éstos es fácil dragar todo el campo minado. La primera presa fue el Turritella, ex vapor alemán Gutenfels capturado por los ingleses en Alejandría al comenzar las hostilidades; este buque, con una dotación alemana y 24 minas, se le mandó a fondearlas más al noroeste, naufragando en la empresa sobre una de ellas. La gravedad de la pérdida consistió en que los ingleses conocieron la existencia y hasta detalles del Wolf.

Este reanudó entonces el viaje u través del océano hasta el nordeste de las islas Seychelles, donde capturó el Jumna, y una vez transbordadas sus provisiones y el carbón, fue echado a pique con bombas en sus fondos; el 11 de marzo caía en la red el Wordsworth con cargamento de arroz, del cual tomó 15 toneladas, y el vapor corrió la misma suerte del anterior; el 31 el velero Dee, cuyo capitán llevaba a bordo 22 años. Ajeno a quien pudiera ser el vapor izó la señal de «Sin novedad a bordo» acostumbrada en los barcos de vela cuando cruzan un vapor, por ser considerados siempre como un poco menores de edad; su asombro no debió conocer límites cuando la respuesta fue la orden perentoria de abandonar el barco y se encontró prisionero tras la dolorosa escena de ver hundir su buque.

Pasaron luego las semanas sin ningún nuevo encuentro; el Wolf se dirigió al archipiélago de las Kermadec, grupo desierto a 600 millas al nordeste de Nueva Zelandia, y fue a fondear a la isla Domingo, escollo volcánico, desde donde el Wolfchen encontraba en su vuelo al vapor Wairuna, con 1.200 toneladas de carbón, más grandes cantidades de carne, leche y quesos. El avión dejó caer un saco en la cubierta con la orden: «Pare sus máquinas; no utilice la radiotelegrafía; entréguese»; el Wairuna no obedieió hasta que el hidroavión dejó caer una bomba en su misma proa y el Wolf, advertido, salía a recoger su presa con la que

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fondeó al socaire de la isla. Carbón, agua, víveres frescos en abundancia, reses inclusive; dos maquinistas intentaron escapar en la noche y se arrojaron al agua; nunca se ha sabido de ellos...

El Wolf hizo un somero ajuste de sus máquinas y algunas reparaciones, por espacio de una semana; la telegrafía sin hilos, imprudentemente usada por los ingleses, ponía al Wolf al corriente de los viajes de sus futuras presas; así en un caso pudo detener an un vapor y asombrar al capitán, al preguntarle: «¿En qué bodega lleva usted las quinientas toneladas de carbón?» Así apresó al velero Winslow.

Cuando temía que su presencia pudiera ser notada, bien por haber sido visto o también por la desaparición de más de un barco en la misma derrota, se alejaba y al llegar a un nuevo teatro de sus andanzas comenzaba por fondear minas en series de doce a veinticuatro; el 23 de junio las dejaba caer en Nueva Zelandia, el 3 de julio en la isla Gabo y unos días antes, en el estrecho de Cook, pasaron unos barcos con las luces apagadas, pero no lo vieron. El Wolf siguió hacia las islas Fidji, el archipiélago Salomón, la antigua Nueva Guinea alemana...

Como nadie sospechaba aún la existencia de un corsario alemán en aguas tan remotas, las presas continuaban cayendo en el lazo. Hacían travesías largas y era difícil darse cuenta de su desaparición; el Pacífico ha sido siempre el mar de las tragedias marítimas, en su enorme extensión…

En Nueva Guinea permaneció en una rada solitaria con una de sus presas, el vapor Malunga, alijando la carga y mientras un buzo limpiaba los fondos del Wolf, harto necesitado de esta medida con tan larga navegación, y se hacían ejercicios de lanzamiento de torpedos.

El 20 de agosto nueva reanudación de sus actividades; el 29, pasaba a las islas Célebes, rumbo al oeste, llegando el dia 30 a la mar de Java; siguió hasta delante de Singapur donde fondeó 108 minas audazmente, en las inmediaciones del puerto militar británico. Con ellas quedaba libre de su carga peligrosa hasta entonces, en caso de tener que combatir, y desde aquel momento comenzó realmente el regreso a su país.

El Wolf tropezó un buen día con el vapor Igotz Mendi, de Bilbao, y como el cargamento iba de Lourenço Marques a Colombo, lo decomisó haciendo que el Igotz Mendi lo acompañase; llevaba 5.500 toneladas de combustible de propiedad inglesa. Juntos doblaron el cabo de la Buena Esperanza y entraron en el Atlántico. En España se dio al vapor por perdido. Todos los prisioneros fueron transbordados al vapor español y en la primera semana de febrero se ordenó al Igotz Mendi que regresase a Alemania; pasó por el noroeste de Islandia, alcanzando el Círculo Polar Artico el 7 entra nieblas y brumas, llegando a la costa noruega el 21 para

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entrar por el Kattegat; esta vez la niebla fue aún más densa y el 24, a las tres y media de la tarde, el Igotz Mendi varaba en la costa danesa para no salir jamás. Pudieron desembarcar todos, con sus efectos personales.

El Wolf pudo regresar a Alemania con toda felicidad al cabo do 451 días de navegación ininterrumpida, con un recorrido de 64.000 millas. El 19 de febrero, al cabo de unos cuantos días de ansiedad tanto suya como del Almirantazgo de Berlín que conocía su posición exacta, entraba entre las aclamaciones de los tripulantes de la escuadra, obligados a una inercia fatal por el bloqueo enemigo y la indecisión de los altos dirigentes de la Marina.

El Wolf, cuya navegación es la más dilatada que ha habido en el mundo, aún en los tiempos de la navegación a vela, echó a pique o inutilizó siete barcos ingleses, tres norteamericanos, un japonés, un español, un francés y un noruego por medio de su acción directa. A estas pérdidas hay que agregar los hundidos o averiados por las minas; cinco en el cabo de la Buena Esperanza, dos frente a Colombo, cinco en Bombay, uno en la isla Gabo y dos en el estrecho de Cook.

El Emden

El 15 de agosto de 1914, el Emden fue destacado de la escuadra de Von Spee, en aguas del Pacífico, para mover guerra al comercio aliado, y cruzó el archipiélago malayo convoyado por el vapor Markomannia. Su comandante, von Müller, añadió una cuarta chimenea al Emden para que pudiese ser confundido, a distancia, con un inglés. Éstos juzgaban que continuaba con von Spee y no sospechaban ni siquiera remotamente que el Emden andaba por aquellos parajes. Fue a carbonear a una isla desierta, en la costa occidental de Sumatra, de donde los holandeses le hicieron salir.

Las estaciones radiotelegráficas inglesas fueron los auxiliares más fieles de las capturas del crucero alemán; llegado al golfo de Bengala hundió siete vapores ingleses entre el 9 y el 13 de septiembre, embarcando las tripulaciones en el Dovre, que fue enviado a Rangún. Supo, siempre por las emisoras enemigas, que los vapores corrían a refugiarse en el estuario de Hugli y se trasladó al golfo de Martabán; era suficiente que la radiotelegrafía avisase que tal o cual derrota era segura para que el corsario alemán fuese allí donde afluían los vapores, confiados en el aviso de seguridad; la consecuencia era encontrar un magnifico coto de caza.

Tan pronto como se supo en qué regiones había sido visto, se lanzaron en su persecución varios cruceros enemigos, menos veloces pero mucho

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mejor armados que el Emden todos ellos. El gobernador de la India envió un radiograma al Hampshire que descifrado por von Müller lo puso sobre aviso y le permitió escapar de los dos cruceros que se le aproximaban.

El 22 de septiembre el Emden se presentaba ante Madrás y disparaba

130 granadas contra los grandes depósitos de petróleo allí existentes e incendiaba dos de ellos, ocasionando la pérdida de más de 2.000 toneladas de combustible. Cuando las baterías inglesas quisieron rechazar el ataque, ya era tarde; el Emden se alejó de Madrás y fue a mostrarse ante Pondicherry, el puerto francés, desde donde pasó a las costas de Ceylán. en las cuales hizo seis presas en los días 25 al 27 de septiembre, hundiendo cuatro y enviando una con las tripulaciones a Colombo, conservando otra consigo, el Buresk, por llevar cargamento de carbón.

La prudencia aconsejaba a von Müller desaparecer por algún tiempo y el comandante del Emden se dirigió, pues, a las islas Tehagos, en las que consideraba acertadamente que nadie tendría noticias de la guerra; decidió ir allá para carenar su barco, como lo hacían los clásicos corsarios de antaño. Sólo que en su viajo supo que la ruta Colombo-Adén se consideraba segura y así se advertía a los barcos; del 18 al 20 de octubre apresaba seis buques enemigos en la zona «segura» y uno de ellos con cargamento justipreciado en 200.000 esterlinas. Y el 21 escapaba, sólo por un chubasco oportuno, al Hampshire, que se cruzó con él a muy corta distancia; en este intervalo, sus carboneros, el Markomannia y el vapor griego Pontoporos, habían sido encontrados por el Yarmouth y hundido el primero y conducido a Singapur el segundo de ellos.

El Emden atravesó el océano Indico, carboneando en las islas Nicobar, de una de sus presas, y el 26 de octubre arrumbó a Penang, donde conocía por uno de sus prisioneros que las precauciones no eran como para ser

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tomadas en consideración; al amanecer del 28, con su cuarta chimenea colocada, pintado del mismo color que el de los cruceros ingleses y con la bandera británica arriba, entró tranquilamente en el puerto, llegó hasta cuatrocientos metros del crucero rápido Jemtehug allí anclado, y mientras los centinelas juzgaban habérselas con un crucero amigo, el Emden izó su bandera y lanzó un torpedo, seguido de una granizada de proyectiles sobre el barco ruso. El torpedo hizo blanco y el fuego de la artillería produjo incendios a granel. Un segundo torpedo acababa con el Jemtehug antes de que pasasen cinco minutos del comienzo del ataque, entre el asombro de los que se despertaban con el tiempo justo para salvarse a nado.

El alemán salió del puerto a todo andar y, encontrando un vapor inglés, le dio orden de parar para capturarlo; en aquel instante apareció, terminada su vigilancia nocturna, el torpedero francés Mousquet que se lanzó resueltamente contra el enemigo; salvó el vapor, pero el combate fue tan heroico como rápido en su desenlace. El torpedero fue destrozado por la artillería alemana.

Tras este golpe de audacia, el Emden navegó hacia las Nicobar apresando por el camino el vapor inglés Saint Egbert, que envió a un puerto de Sumatra con los prisioneros que tenia y que había de ser la última captura. En el día 5 de noviembre pasaba el estrecho de la Sonda y se dirigía a las islas Cocos, grupo perdido en el Índico y donde von Müller se proponía destruir la caseta de amarro del cable submarino, hazaña que comenzaba a rayar en la temeridad.

Von Müller llegó a las Cocos al amanecer del 9 de noviembre y mandó a tierra un destacamento para proceder a la destrucción del cable y de la estación radiotelegráfica; pero ya ésta había tenido tiempo de radiar un «buque sospechoso a la vista», y los telegrafistas comunicaron por el cable una serie de llamadas urgentes. La mala suerte del Emden quiso que cruzase por el norte, a solamente 55 millas de distancia, un convoy de tropas australianas, camino de Europa, fuertemente protegido por barcos de guerra. El comandante del crucero Melbourne comprendió en seguida lo que se trataba y envió al Sidney.

A las nueve de la mañana, desde el Emden, que estaba fondeado, se avistó un crucero de cuatro chimeneas que se aproximaba a toda velocidad; von Müller llamó urgentemente a los 60 hombres que al mando del teniente de navío Helmüth von Mücke estaban en tierra y se dispuso a combatir.

A las 9 y 40 los dos cruceros enemigos luchaban ya con rumbo al norte y el Emden, que había abierto el fuego desde 9.300 metros hacía blanco en el telémetro de la proa del Sidney inutilizando el aparato;

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pasaron unos minutos hasta que el inglés consiguiera regular su tiro, pero pronto comenzaron sus granadas de lydita a producir efectos devastadores. Su artillería de 152 y su mayor andar —una ventaja de cuatro nudos— le permitían llevar el combate a su manera; ni uno ni otro podían dudar acerca de cuál había de ser el resultado. A las diez de la mañana, el Emden quedaba sin gobierno y tenía que manejarse con las hélices; un incendio grande se declaró a bordo. Von Müller intentó atacar con torpedos, pero desde el Sidney comprendieron la maniobra y la hicieron fracasar. Ardía la popa del alemán y toda su cubierta era un montón de hierros retorcidos; su palo mayor y sus chimeneas cayeron uno tras otro sucesivamente. A las 11 y 20 von Müller decidió varar en la playa para evitar que pereciese la tripulación. No cabía continuar la defensa. El Sidney, dejando al crucero embarrancado, fue a dar caza al Buresk, el ténder del Emden, que se presentó en el teatro del combate para atraer sobre si la atención del inglés y cuya dotación, al ver perdida toda posibilidad de escapar, lo echó a pique. A las cuatro de la tarde el Sidney volvió cerca del Emden, que continuaba con su bandera izada, y tiró sobre el ya silencioso crucero alemán.

En cuanto al destacamento desembarcado, no tuvo tiempo de regresar a bordo y pudo capturar una vieja goleta, medio podrida, la Ayesha, fondeada en una escotadura de las Cocos; con ella, tras grandes peripecias que por sí solas constituyen un libro de aventuras, pudo llegar a un puerto del mar Rojo y tras luchas con los beduinos alcanzar Constantinopla, desde donde se trasladó a Berlín, siendo objeto de un apoteósico recibimiento.

Así terminaron las andanzas de este crucero que fue popular en todo el mundo. Las pérdidas directas ocasionadas por el Emden se calcularon en más de dos millones de libras esterlinas. Apresó veintitrés buques con un total de más de 100.000 toneladas. Se movilizaron barcos en gran número para destruir el corsario, los fletes sufrieron alzas y los seguros llegaron a cifras altas.

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II – Combate en las Malvinas Al estallar la guerra, la escuadra alemana de cruceros destacada en

Extremo Oriente estaba en Tsing-Tao. Para no ser embotellada en ese puerto, su comandante von Spee decidió hacerse a la mar. Del 11 al 13 de agosto de 1914 fondea en Pagan; al salir, el Emden se separa de ella y arrumba al Oeste iniciando su raid que lo haría famoso. Los cinco cruceros, desde agosto a octubre navegan por el Pacífico haciendo verdaderas proezas para aprovisionarse, destruyen el cable de la isla de Fanning y en su camino hacia las costas de Chile, bombardean Papeití, y desembarcan en las islas Marquesas. El 1º de noviembre, frente a Coronel, se traban en batalla con los ingleses hundiéndoles el crucero Monmouth y el crucero acorazado Good Hope; los alemanes salen indemnes de esta acción.

Ese mismo día, Lord Fisher tomaba posesión de su destino de Primer Lord Naval. El fogoso temperamento del viejo almirante, sintió el desastre como un trallazo y puso manos a la revancha. Comenzó por enviar dos de lso mejores cruceros de combate, el Inflexible y el Invencible en persecución de la escuadra de con Spee. El secreto se imponía y Fisher hizo construir rápidamente ―sirviéndose de dos barcos mercantes― con armazones de lonas y maderas dos falsos cruceros, gemelos de los que se desplazaban hacia el Atlántico meridional, y hacerlos visibles en parajes propicios al espionaje enemigo; para ello nada mejor que Gibraltar.

Los falsos cruceros fueron amarrados en el fondo del arsenal gibraltareño donde nadie, a excepción de un limitadísimo número de iniciados, podía llegar. Y cuantos observaban desde Algeciras ―que durante la guerra fue un gran centro de agentes secretos de todos los países beligerantes―, o cruzaban el estrecho, pudieron dar la noticia de que dos cruceros de combate se hallaban allí. Entretanto los auténticos navegaban velozmente hacia las islas Malvinas. Simultáneamente a la orden de partida de éstos, se le mandó al almirante Stoddart ir hacia Montevideo dejando la zona encomendada a su vigilancia ―las islas Canarias, y del Cabo Verde― para reunirse con el Glasgow y el Otranto, más el crucero acorazado Defence que reforzaría su escuadra, la quinta de cruceros, y el auxiliar Orama. Y al Canopus, se le ordenó que entrase en Puerto Stanley, capital de las Malvinas, y organizase su defensa.

El Inflexible y el Invincible salieron a la mar a las cuatro y tres cuartos de la tarde del día 11; un simple retraso de veinticuatro horas hubiese sido fatal para las Malvinas. Carbonearon en aguas de San Vicente de Cabo Verde, furtivamente, porque en la sorpresa estribaba el éxito de la delicada misión encomendada al almirante Sturdee. Reunidos con los

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buques de Stoddart en las costas brasileñas, siguieron todos hacia las Malvinas. El 7 de diciembre, Sturdee fondeaba con todos sus buques en Puerto Stanley y encontraba al Canopus, apostad de tal suerte que sus piezas podían disparar por encima de las colinas sin ser visto, dando al puerto una defensa eficaz

Como quiera que la ausencia de todos estos barcos no pudiera prolongarse, sin constituir un riesgo para los planes de guerra, era imprescindible evitar una larga búsqueda por el Atlántico o el Pacífico; la única solución era localizar pronto la división de von Spee, cosa nada difícil… Y fue entonces cuando se hizo uso del código de señales secretas alemán hallado a bordo del crucero Magdeburg, encallado en las costas de Finlandia a principios de la guerra. Los ingleses expidieron a Valparaíso un telegrama cifrado, exactamente igual a los verdaderos del almirantazgo de Berlín, ordenando a von Spee el ataque a las islas Malvinas.

El día 3 de noviembre de 1914, von Spee con el Scharnhorst, el Gneisenau y el Nürnberg, entraba en el puerto de Valparaíso donde sólo podía permanecer 24 horas. Su intención era regresar a Alemania burlando la vigilancia inglesa. La orden terminante de atacar la base británica de las Malvinas debió desconcertado, pues hasta entonces Berlín le había dejado en completa libertad de movimientos y entregado a su propia iniciativa.

La escuadra salió a la mar, el 4 de noviembre, donde se le reunieron el Leipzig, el Dresden, el transporte Titania y los carboneros capturados por éste. En un consejo algunos comandantes alemanes hicieron ver su opinión contraria al ataque a las Malvinas. Pero von Spee se dispuso a cumplir las órdenes recibidas y arrumbó al Sur. Se fondeaba en los islotes desiertos del litoral meridional de Chile, entre el dédalo de canales y a pasos del Chiloé; el aislamiento con el mundo civilizado era absoluto y la escuadra seguía lentamente hacia el Sur, con rumbo a los desolados parajes del estrecho de Magallanes y los vientos gélidos del Cabo de Hornos.

A las ocho menos diez de la mañana del 8 de diciembre, los barcos alemanes estaban a la vista de Puerto Stanley. Si bien algunos oficiales del Gneisenau aseguraban ver los palos trípodes de los cruceros de combate, su comandante no los distinguió y ordenó llevar a cabo el ataque. A las 9 y 25, cuando tomaba posiciones, dos enormes columnas de agua se alzaron en sus proximidades y oyó distintamente las sordas detonaciones clásicas de los disparos de grueso calibre. Von Spee, enterado de que eran seis los barcos enemigos anclados en el puerto, aun sin conocer la presencia del Invincible y del Inflexible, ordenó formar

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todos los barcos en línea de fila rumbo al Este y a velocidad de veinte nudos. No podía empeñar el combate en tan desiguales condiciones, sin posibilidad de reparar las averías. La superioridad inglesa era, en realidad, abrumadora, mucho mayor de lo que imaginaba von Spee.

El primer disparo se hizo desde 14.500 metros, por el Inflexible sobre el Leipzig; pero cuando el Invincible también comenzó a disparar sobre el Leipzig, éste, en unión de los otros cruceros menores, salió de la línea por orden de su almirante y todos arrumbaron al Sur, para intentar escapar a una destrucción que ya se perfilaba como inevitable. Von Spee combatiría hasta el fin con los cruceros acorazados. Arrumbó para el viento no molestase el tiro, ya que le era igual una dirección u otra, puesto que trataba de morir luchando con honor. La batalla comenzó a la una y media. Los ingleses eran invulnerables al tiro de 210, a mientras los alemanes no podían contar con que éste sirviese para algo ante los disparos de 305 de los cruceros de batalla.

El Inflexible disparaba sobre el Scharnhorst, buque almirante, y el Invincible sobre el Gneisenau. A las dos de la tarde, ambos combatientes cesaron de disparar por haberse alejado. A las tres menos diez se reanudaba la lucha disminuyendo la distancia hasta 10.800 metros, sin que Sturdee quisiera aproximarse más para evitar el tiro de la artillería alemana de calibre medio, mientras abrumaba con su fuego al enemigo. El casco del Gneisenau vibraba bajo el choque de las granadas enemigas y los incendios menudeaban a bordo de los dos cruceros alemanes.

A las tres y cuarto, el Gneisenau comenzó a escorar y una de las chimeneas del Scharnhorst se derrumbó; los ingleses aprovecharon estos indicios de que se aproximaba el fin para evolucionar y disparar a favor de otras condiciones de humo. Ya la escora del Gneisenau era tal que sus cañones de 150 no podían disparar y las chimeneas del buque almirante iban cayendo una tras otra; las siluetas, tan airosas antes, de los dos cruceros acorazados germanos iban desapareciendo como si las recortasen, y por los enormes agujeros causados por las granadas se escapaba un resplandor rojizo oscuro y tremendas humaredas, mezcladas con escapes de vapor. Continuaban disparando, con alguna intermitencia, pero ajustando su tiro, signo de que el magnífico espíritu se conservaba a vordo de la escuadra de von Spee. Unos minutos antes de las cinco, Sturdee se aproximó a una distancia mínima y unas salvas fueron el golpe de gracia para el Scharnhorst, el que, a las cinco y diecisieta, y tras intentar decir al Gneisenau que tratase de salvarse, se fue a pique rápidamente con la vandera en alto… Cuando, apenas transcurridos quince minutos, pasó el Carnarvon por el lugar en que desapareciera la insignia alemana, no pudo encontrar ni restos ni un solo náufrago.

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A las seis menos veinte, el Gneisenau dejaba de disparar a su vez. El comandante, agotadas las municiones, mandó subir a cubierta a toda la tripulación y ordenó buscar cuanto pudiese ayudarles a salvarse; las hamacas, trozos de madera, cuanto era capaz de flotar fue arrojado al agua, y cuando el crucero dio la voltereta y se hundió, también con su bandera izada, los ingleses iludieron salvar a 166 de sus tripulantes, de los 800 que llevaba el buque. Así terminó la fase principal del combate, el encuentro de los cruceros grandes.

El Kent, el Cornwall y el Glasgow se habían lanzado en persecución de los tres cruceros ligeros Nürnberg, Leipzig y Dresden, al separarse éstos de la línea e intentar escapar rumbo al Sur; el Kent perseguía al Nürnberg; se echaron en los hornos del inglés todos los objetos que podían arder y, como dijo un tripulante, «se quemaba el barco para hacerlo correr»; tiraba sobre el Nürnberg y éste respondía eficazmente, pero la superioridad de la artillería del inglés pronto lo dejó inmóvil e indefenso. Los tubos de sus calderas reventaron y se hundió lentamente de popa, envuelto en llamas, también sin arriar su bandera. El Kent echó sus botes al agua; pero cuando a las siete y veintisiete el Nürnberg se hundió rápidamente, sólo pudieron recoger a doce de sus hombres, cinco de los cuales fallecieron poco después a bordo del Kent.

A las siete y media el Leipzig, sobre el que continuaban disparando sus enemigos, pese a que ardía «como un pozo de petróleo» pero que no arriaba su bandera, escoraba rápidamente y se echaron al agua algunos botes. Solamente cinco oficiales y trece marineros fueron encontrados en el agua helada y algunos de ellos, como de los supervivientes de los cruceros grandes, murieron a bordo. El Leipzig, tumbado sobre el costado de babor, desapareció de la superficie, con su flotación desgarrada por los numerosos blancos recibidos y sus costados acribillados.

El Glasgow se puso a dar caza al Dresden; mas éste logró escapar, favorecido por la lluvia y la niebla, refugiándose en los parajes que rodean las aguas del estrecho de Magallanes. Cruceros ingleses estuvieron buscándolo inútilmente por canales y bahías durante dos meses. Después de una verdadera odisea, el Dresden logró pasar al Pacífico refugiándose, falto de combustible, en la Isla de Juan Fernández donde, el día 14 de marzo de 1915, tres cruceros ingleses lo destruyeron en su refugio.

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INDICE

I - Cómo se forma un marino. ..................................................4 Preámbulo. Mi fuga del domicilio paterno. En Hamburgo. Entro como grumete en un velero ruso. El bautizo de los que cruzan el Ecuador. Caigo al mar. Mi combate con el albatros y mi salvamento.

II - En busca de una profesión en tierra ...................................17 Deserción en Australia. Me empleo como lavaplatos. En el Ejército de Salvación. Torrero de faros. Con unos faquires indios. Me preparo para ser boxeador. De nuevo marino en un buque americano. Atentan contra mí. Huyo del barco con otro compañero.

III - Marinero en los siete mares ...............................................26 Me enrolo en el barco inglés Pinmore. Derribo a un luchador profesional en Hamburgo. Me alisto en mi primer barco alemán. Me nombran cocinero. En una cárcel de Chile. Un ciclón. Rumbo a Nueva York. Me rompo una pierna. Naufragamos. En un tres palos canadiense. Me abandonan en Jamaica. A bordo del crucero imperial Panther. Soldado en el ejército mejicano. Administro un bar en Hamburgo. Historia de «Juan Marinero». En los mares del Sur.

IV - En la escuela náutica de Lübeck........................................52 Navego a bordo de un vapor. Ingreso en la escuela de náutica. Mi familia me da como desaparecido. Mi primer examen. Piloto.

V - Ingreso en la marina de guerra...........................................56 Oficial de cubierta en el Petrópolis. Voluntario en la Marina de Guerra. Mi tío Fritz. Sufro un accidente. Asciendo a teniente de reserva naval. La vuelta del hijo pródigo. Árbol genealógico.

VI - Conde, oficial y marinero ..................................................63 Salvo a uno que se ahogaba. Mi examen de capitán. En la Marina de Guerra. Me nombran primer teniente. Marinero por tres días en un velero. La sorpresa de un capitán. El asilo de marinos ancianos.

VII - Oficial del Panther en la colonia del Camerún .................82 La caza del elefante y del búfalo. Un reyezuelo. Protestantismo y catolicismo. Notas de color. ¡La guerra!

VIII - Oficial artillero en la batalla de Skagerrak ........................87 Movilización. Me hago operar para salir del Panther. Al mando de una torrecilla del Kronprinz. La batalla naval de Skagerrak.

IX - Comandante de un velero corsario ..................................102

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Oficial del Moewe. Me nombran comandante do un velero corsario. Preparativos. Me toman por espía. El Seeadler. Oficiales y tripulación. Todo dispuesto. La orden de partida.

X - Forzando el bloqueo inglés..............................................113 A través de los campos de minas. Cruzamos las líneas del bloqueo inglés. Rumbo a Islandia. Frío. En pleno Atlántico.

XI - Angustias durante una inspección inglesa en alta mar ...118 ¡Crucero auxiliar enemigo! La comedia de la mujer del capitán. Los documentos mojados. Pasamos por noruegos. Peligro de hablar sin necesidad. Por un tris no volamos por los aires. Otro peligro imprevisto. Libres de nuestros engañados enemigos.

XII - En plena guerra de corso..................................................127 Nuestra primera presa, En ocho semanas hundimos 40.000 toneladas. De nuevo en el Pinmore. En el Cambronne liberamos 203 prisioneros. Tempestad en el Cabo de Hornos. Huyendo de un crucero inglés. Estratagemas.

XIII - Vida de Robinson a causa de un maremoto.....................145 Abordamos la isla Mopelia. Una ola destroza al Seeadler. Fundamos un poblado. Construimos una canoa. Abandono la isla con cinco compañeros para tratar de apoderarme de un barco.

XIV - Dos mil trescientas millas marinas en una cáscara de nuez..........................................................................................154 Desembarcamos en Atiu. Desconfianza del residente de Aitutaki. Lucha con los elementos. En la isla Niue. Llegada a las Fidji. Planes para apoderarnos de una goleta. ¡Prisioneros!

XV - Prisioneros de los ingleses ...............................................166 Nos trasladan a Suwa. Encarcelado y separado de mis compañeros. Entrevista con un almirante japonés. Odisea de los camaradas que quedaron en la isla Mopelia. Se apoderan del barco francés Lutèce. Naufragan en la isla Pascua. Son llevados a Talcahuano.

XVI - En el campo de concentración de Motuihi ......................174 En Auckland. Hacia Motuihi. Trato inhumano de los ingleses. El comandante del campamento. Una canoa automóvil. Preparo la fuga. Enfermo de ciática. Ensayo general. Dispuestos para la evasión.

XVII - Evasión de Motuihi. Otra vez corsarios...........................192

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La evasión. Descubren nuestra fuga. Nos dan por ahogados. Capturamos un velero. Una tempestad. Nos aprovisionamos en Curtis Island. Un crucero auxiliar nos descubre. De nuevo prisioneros.

XVIII - Nuevo cautiverio hasta el armisticio................................205 Nos encierran en Mount Eden, la cárcel de Auckland. La vida de los forzados. En el fuerte Jervois de River Island. Plan de fuga. De nuevo en Motuihi. Otro proyecto de evasión. El armisticio. Los maoríes me nombran su jefe. De regreso en el suelo patrio.

XIX - Apéndices.........................................................................216 I – Otros corsarios alemanes de la Primera Guerra Mundial...........216

El Moewe..................................................................................216 El Wolf......................................................................................220 El Emden..................................................................................223

II – Combate en las Malvinas...........................................................227