Rafael del Moral EUROPA Y LAS LENGUAS (Conferencia) Universidad Rey Juan Carlos (Madrid) 29 de noviembre de 2012
EUROPA Y LAS LENGUAS
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Rafael del Moral
EUROPA Y LAS LENGUAS (Conferencia)
Universidad Rey Juan Carlos
(Madrid)
29 de noviembre de 2012
EUROPA Y LAS LENGUAS
Universidad Rey Juan Carlos
Rafael del Moral
ueridos colegas, queridos estudiantes, queridos
amigos: Una mujer fenicia de singular belleza, una
de aquellas jóvenes dotada de proporciones áureas,
jugaba con otras amigas en la playa. Hablamos de una épo-
ca lejana, de la época en que el fenicio era la lengua del
Mediterráneo. Tal vez ligera de ropa, tal vez un día soleado,
tal vez creyéndose solas, el omnipresente dios Zeus, que
observaba sus graciosos movimientos, se encaprichó de
ella sin compasión y aún con voluntad seductora, según
cuentan las crónicas mitológicas. Y para conseguir los fa-
vores sin instigación, sin violencia y sin fogosidad, ingenió
una astucia: se transformó en toro blanco, manso y fasci-
nante. Y tan atractivo le pareció a la bella fenicia aquel ru-
do animal que se acercó a él, puso flores sobre su cuello y
se atrevió a montarlo. Entonces fue cuando el falso toro
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emprendió veloz carrera, cruzó el mar y condujo a su cor-
tejada a la isla de Creta. La joven fenicia se llamaba Europa.
Aquella hermosa bañista que atrajo al mismo Zeus dio
nombre a nuestro suelo. Pocos conocen hoy la leyenda…
¡qué pena! Ni tampoco identifican al sex simbol de la anti-
güedad con nuestro viejo, torpe y fragmentado continente.
Europa, nuestro espacio vital, es cuna de la cultura
occidental. Las naciones europeas supervisan los asuntos
mundiales desde que Colón se topó con el nuevo mundo, el
que da cobijo a los europeos aventureros que construyen
la América de las tres lenguas, el español, el inglés y el por-
tugués. En los siglos XVII y XVIII las naciones europeas
controlaban también la mayor parte de África, gran parte
de Asia, y Oceanía.
Pero esa radiante trayectoria se vio truncada por las
dos guerras mundiales, y Europa quedó debilitada, y sus
dominios, desprotegidos.
Recogió el testigo una antigua colonia inglesa con
proyecto imperial, Estados Unidos, y un país que busca im-
poner al mundo sus principios sociales, la Unión Soviética.
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La Guerra Fría separó el viejo continente a lo largo
del Telón de Acero.
Desde la caída de la Unión Soviética en 1991,
La Unión Europea se expande hacia el este en busca de un
imperio a la manera moderna, sin guerras, es decir, me-
diante la diplomacia, el respeto, la solidaridad y el enten-
dimiento. Mientras tanto veíamos fragmentarse al país de
los principios marxistas en más de quince nuevos estados.
En la actualidad el viejo continente se encuentra
hermanado en una nación que avanza, o que cree avanzar.
Digamos, por ser optimistas, que crece sin despreciar los
retrocesos. Pero lo que nadie puede evitar, según parece,
mientras tanto, es que estemos fragmentados, astillados,
rotos en unos cincuenta países. Más pericia y resultados
hemos mostrado los humanos en aplicar con éxito nuestra
inteligencia en avanzadas técnicas como la investigación
espacial que nos ha desvelado recientemente los confines
del universo.
Tan ridículas son nuestras fronteras que en ellas
descubrimos países extensos como Rusia, y otros tan
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minúsculos como Mónaco o San Marino. El astillamiento,
los alambicados cotos, los límites sin límites racionales no
acaban aquí. Añadamos, para ser fieles a la geografía
humana, una serie de territorios sin identidad convencio-
nal que gozan de cierta autonomía, e incluso de una inde-
pendencia teórica con un limitado reconocimiento interna-
cional como Gibraltar o la isla de Man, o la autoproclamada
República de Kosovo, que recientemente ha dibujado en
negro intenso sus trazos de identidad separatista.
Las fronteras políticas de los cincuenta países euro-
peos y la decena de territorios están en continuo riesgo. Ni
siquiera los que parecen más estables tienen asegurada su
persistencia. El asentado Reino Unido condiciona su uni-
dad a un programado referéndum en Escocia; y las ansias
secesionistas de Cataluña o Córcega no están suficiente-
mente medidas mientras penden de la fuerza o debilidad
de los gobiernos, que es lo que ha sucedido siempre; y de la
propagación de los pensamientos colectivos, pues es sabi-
do y ampliamente comentado, que el comportamiento en
masa tiene tanto de desconcierto, de confusión, como las
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deficiencias intelectuales, de ahí la fácil manipulación.
Que nadie piense, aunque hay quien todavía no lo en-
tienda, que cada país, cada territorio tiene su lengua. No
hay más lengua propia que la heredada en los primeros
años de vida. Los territorios, los dominios, las regiones, no
suelen tener lengua unificada. Es difícil encontrar espacios
donde las fronteras lingüísticas coincidan con las adminis-
trativas.
Si hemos hablado de unos sesenta países o territo-
rios ¿habría que hablar de otras tantas lenguas? Sí. Descu-
brimos en Europa unas sesenta lenguas, pero ninguna de
ellas se identifica claramente con el territorio de la nación.
Tenemos un laberinto aún mayor que el de las fronteras
administrativas. Rara vez un país se tiñe del tono, del acen-
to, del deje, de la afinidad de una sola lengua. El alemán se
esparce por Austria y Suiza; el francés por Bélgica, Suiza y
también Italia, y el catalán por Cataluña, pero traspasa las
fronteras comunitarias hacia Aragón, Comunidad Valen-
ciana, islas Baleares e incluso Murcia; y también traspasa
las fronteras nacionales para introducirse en Francia, An-
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dorra y al noroeste de la isla de Cerdeña. Tampoco es el
alemán la lengua única de Alemania, donde convive con el
sorbio, lengua eslava de la región de Lusacia, y el danés,
lengua germánica de la región de Schleswig-Holstein. Y si
queremos ser exhaustivos, tendríamos que añadir los más
de dos millones de hablantes de turco, y el millón de ser-
bocroatas, entre otros..
Pero busquemos la unidad. Todas las lenguas euro-
peas, excepto cinco, proceden de la misma: la indoeuropea.
Las cinco externas son el húngaro, el finés y el estonio, que
pertenecen a la familia fino-húngara. El vasco, que ha so-
brevivido a las convulsiones aislado y refugiado en caser-
íos; y el turco, vivo y activo en un rincón de Europa desde
que Constantinopla fue conquistada por los otomanos.
El indoeuropeo, lengua primitiva más sospechada
que comprobada, se fragmentó en otras lenguas a las que
tampoco podemos darles claramente un nombre. De ma-
nera genérica las llamamos protocelta, protoeslavo, proto-
germánico, es decir, prototipos de lenguas celtas, eslavas o
germánicas que fueron los que luego se volvieron a frag-
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mentar en las actuales lenguas celtas, eslavas o germáni-
cas. Por eso rusos, bielorrusos y ucranianos se entienden, y
también polacos, checos, serbios y croatas. Todos ellos son
herederos de una antigua lengua eslava que se fragmentó
en tres ramas, y estas ramas en otras lenguas cuyos
hablantes aún pueden entenderse. Similar parentesco
comparten el inglés, alemán, holandés, danés, sueco, no-
ruego y frisio, lenguas herederas de un germánico primiti-
vo.
De las lenguas celtas, que fueron las que ocuparon el
centro de Europa y las más usadas y generalizadas hace
unos dos mil quinientos años, solo quedan cuatro, el ir-
landés, el escocés, el galés y el bretón. Así se acaban las
hegemonías, o dicho en latín, lengua de los artífices de su
aniquilamiento, sic transit gloria mundi. Aquellas victorias
sobre los galos, que hoy son conocidas a través de la cróni-
cas de Julio César, nos parecen, merecidas, singulares, re-
sultado de un ejército ordenado. Ignoramos la versión de
los celtas que tenían tanto miedo a la escritura que pensa-
ban que lo redactado cobraba vida propia. Si tuviéramos
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las crónicas de los vencidos como tenemos hoy las de otras
masacres europeas o americanas, tal vez hablaríamos del
holocausto celta. Remitámonos, sin necesidad de ir muy
lejos en los ejemplos, a las crónicas y testimonios de la
conquista del huevo mundo o a las referidas al exterminio
del pueblo judío o el soviético, ya durante el siglo XX.
La lengua celta de los galos fue sustituida por el
latín. Sabemos que el galo existía gracias a unos cientos de
inscripciones en piedra, cerámica y otros artefactos como
láminas de plomo, y también monedas, encontrados por
toda la antigua Galia, que fue especialmente la ac-
tual Francia, pero también partes Bélgica, Alemania, Italia
y Suiza. Eso que enuncio con tanta facilidad, no fue un pro-
ceso cómodo. El galo debió sobrevivir cinco o seis siglos
más después de las guerras de Julio César. Durante ese pe-
riodo buena parte de la población sabría utilizar las dos
lenguas, galo y latín, con gran destreza, y luego los hablan-
tes abandonaron la lengua autóctona que ya no les servía o
les servía poco. El latín no era más sencillo, ni más musical,
ni más amado por las gentes. El galo también hubiera po-
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dido ser un excelente instrumento de comunicación man-
tenido hasta hoy. El latín ganó terreno porque fue la lengua
del ejército vencedor. Y durante muchos siglos las legiones
romanas y sus generales dominaron, desplazaron o eclip-
saron a las lenguas celtas. La misma buena suerte había
corrido el griego que, además de ser una lengua sabiamen-
te cultivada por sus escritores, viajó en la mochila del ejer-
cito de Alejandro Magno y ensombreció a lenguas tan im-
portantes como el persa, el fenicio o el egipcio. El fenicio
había sido, como el inglés de hoy, lengua del comercio, y tal
alto grado de desarrollo alcanzó, que sirvió de base para
inventar la escritura moderna. También el latín se instaló
junto al milenario egipcio por la época en que César con-
quistaba las Galias. Fue por entonces cuando la lengua de
las pirámides quedó herida de muerte.
Quiero decir con todos estos ejemplos que las len-
guas se extienden con los ejércitos vencedores. Así se ins-
taló el árabe en el norte de África y desplazó al latín, y
también, durante muchos siglos, desplazó al latín de His-
pania, pero una heredera de aquél hablada en Castilla tuvo
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la fortuna de ser la lengua de los ejércitos de Fernando III y
de Isabel I de Castilla, que de haber sido la de las huestes
catalanohablantes de Jauma primer d’Aragó, también
llamado Jauma el Conqueridor, tal vez sería hoy el ca-
talán, y no la nuestra, la lengua de Extremadura y del An-
dalucía.
Doy estos ejemplos a favor del entendimiento, del
razonamiento, de la justeza en la reflexión. Pero imagine-
mos, solo imaginemos, que los americanos y los rusos no
nos hubieran prestado tan valiosa ayuda militar, y que los
ejércitos de Hitler, triunfantes en sus proyectos anexionis-
tas, se adueñan del territorio pretendido. Tal vez hoy nadie
pondría en duda la condición del alemán como lengua uni-
ficadora de Europa. Lengua de los gobernantes, lengua de
la administración, lengua de la enseñanza media y de las
brillantes universidades, única lengua subvencionada en
las publicaciones generales y en las periódicas, multiplica-
da en cadenas de televisión y radio, y única autorizada en
todo el dominio para los carteles y rótulos, y gestionada
desde Berlín y capacitada para ensombrecer otras hablas
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regionales y periféricas como el italiano o el español. En-
tiendo que es difícil imaginar, pero tal vez un cambio de
régimen pacífico habría atenuado el absolutismo hitleriano
sin prescindir del alemán como lengua soberana por una
razón eminentemente práctica: todo imperio necesita una
lengua unificadora.
No podemos rendirnos a la imaginación. Hemos lle-
gado al siglo XXI así, con este perfil, con los atuendos que
conocemos, con los rasgos citados y no de otra manera más
romántica o deseada. Podría ser otra cosa, pero hemos lle-
gado a este puzle donde tampoco podemos decir que las
lenguas se distribuyan como un mosaico porque es sabido
que junto a dominios monolingües aparecen otros de dos
lenguas. No llamaremos bilingües a los hablantes de estos
territorios, sino ambilingües. La distinción bilingüe - ambi-
lingüe contribuye al entendimiento. Veamos las razones.
En territorios o regiones de dos lenguas como el País
de Gales, Alsacia o el País Vasco, todos los hablantes se ex-
presan sin dificultad en inglés, francés o español respecti-
vamente, y algunos de ellos (tal vez un 20% en el país de
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Gales, un 40% en Alsacia y un 30% en Euskadi) son tam-
bién capaces de hacerlo con igual o muy parecida destreza
en galés, alsaciano o vasco, que son las lenguas propias de
la región. Diremos así que Londres, París y Madrid son ciu-
dades monolingües porque en ellas hay una sola lengua de
referencia. Pero Cardiff, Estrasburgo o San Sebastián son
ciudades ambilingües porque muchos de sus habitantes se
expresan y entienden con amplia destreza el galés y el
inglés; el alsaciano y el francés; el eusquera y el español.
No decimos que algunos hablantes de estas demarcaciones
han elegido hablar dos lenguas, no. Lo que ha sucedido es
que, por razones históricas (guerras, anexiones, invasio-
nes, acuerdos, tratados… ) una lengua, la perteneciente a
los más poderosos, ha entrado en el territorio de otra y se
espera que la desplace. Muchos oriundos, acuciados por las
circunstancias, abandonan la propia, pero otros la mantie-
nen. Las decisiones se producen en los cambios de genera-
ción. Como los gobernantes y los inmigrantes no dejan de
aportar savia nueva con la lengua invasora, ambas convi-
ven hasta que la oriunda, más débil, desaparece. El proceso
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puede durar varias generaciones, varios siglos. Así murió
el dalmático en 1898, desplazado por el serbocroata; así
desapareció el córnico y el manés, desplazados por el
inglés; y así parece que va a morir en breve el casubio,
anegado por el polaco.
Para facilitar una mejor comprensión de estos tan
sutiles asuntos, mucho más delicados en un país como el
nuestro, llamaremos lengua independiente a aquella que
se nutre esencialmente de hablantes monolingües, como el
inglés, el alemán, el francés, el español o el italiano, y len-
gua dependiente o condicionada a aquella de hablantes
ambilingües, es decir, autóctonos que disponen de la len-
gua propia más otra que se instala para completar las ne-
cesidades comunicativas. Son, por tanto, lenguas condicio-
nadas el galés, el alsaciano y el vasco, que necesitan al
inglés, al francés o al español, respectivamente, pero tam-
bién el tártaro, apoyado en el ruso, o el véneto que no pue-
de prescindir del italiano, o el casubio que necesita todavía
al polaco.
El ambilingüismo no es una moda contemporánea,
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sino una transición obligatoria en los cambios lingüísticos
de las regiones. Cuando los romanos se propusieron, y lue-
go consiguieron, hacer de Hispania una provincia más de
su imperio, se instalaron en un territorio que fue primero
ambilingüe íbero-latino, y luego los hablantes se quedaron
con la lengua más útil para satisfacer sus necesidades co-
municativas y fueron olvidando el íbero hasta su desapari-
ción.
La lengua condicionada por lo general, sufre un pro-
ceso de enfermedad más o menos grave que ha de acabar
con la muerte. Así está sucediendo, por ejemplo, con el la-
bortano y el suletino, que son lenguas vascas habladas en
el sur de Francia y preparadas para su extinción porque
sus hablantes prefieren convivir, sin remilgos, en francés,
lengua que consideran más útil. En las variedades vascas
hispanas, sus habitantes, sin embargo, parecen mostrar
mayor arraigo a la lengua de sus antepasados con inde-
pendencia de la universalidad, de la utilidad o de otros
principios que siempre han inspirado a los pueblos.
El hecho es que la vieja y dulce Europa, que tuvo
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cierta unidad lingüística con los primitivos indoeuropeos,
que tuvo amplio entendimiento con el celta antiguo, o al
menos eso es lo que suponemos, y con los romanos, y eso
está más atestiguado, es hoy un laberinto de estados y es-
tadillos, lenguas y hablas, unas junto a otras y unas sobre
otras, sin que nadie sepa lo que habría que hacer para un
mejor entendimiento.
¿Cómo atenuar el galimatías?¿Cómo entendernos
desde el respeto a todas las lenguas o con la selección de
una o alguna de ellas? ¿Cómo liberarnos de los obstáculos
de la babelización?
La primera propuesta, en una observación lógica,
sería el establecimiento de una lengua común vehicular
que se añada a la propia, que todos los europeos estudien y
que se institucionalice como lengua oficial internacional.
La segunda, a falta de un acuerdo para la primera, el
respeto a todas las lenguas existentes. Se hace necesario
para ello coordinarlas con un buen sistema para la traduc-
ción o interpretación.
Y la tercera, considerando que las lenguas son bienes
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naturales del hombre, dejar que sea la propia necesidad
natural la que nos saque del embrollo, aunque este tercer
procedimiento sea tan lento y complejo como engorroso.
1. PROPUESTA DE LENGUA VEHICULAR
Las lenguas vehiculares aparecen con espontaneidad
cada vez que una comunidad plurilingüe la necesita. Así se
erigió el griego por el Mediterráneo, el suajili por el centro
de África, y el inglés por el mundo entero. Nadie la ha auto-
rizado. Nadie le ha concedido el privilegio, ni la ha elevado
de categoría, y al mismo tiempo lo hemos hecho todos, que
es lo que suele suceder con los cambios lingüísticos. Nadie
decide qué palabras debemos usar y cuáles no, somos los
propios hablantes, en conjunto, quienes las elegimos y les
concedemos, sin ponernos de acuerdo, el valor que mejor
se ajusta a nuestras necesidades.
Los europeos hemos elegido al inglés como lengua de
comunicación. Pero no al inglés en su dominio absoluto,
porque tampoco lo necesitamos, sino al inglés… pera salir
del paso. Ese nivel que supera el de principiante y que re-
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sulta suficiente para salir airoso. Así se han adaptado
siempre las lenguas a los hablantes, en la medida en que se
han necesitado. Los suecos, que tienen una lengua de me-
nor tradición cultural y escrita que los franceses o españo-
les, han elegido añadir a su lengua el inglés como lengua de
transmisión cultural. Por eso es raro encontrar a un sueco
que no domine ampliamente su lengua y la británica.
Pero el inglés tiene dos dificultades como lengua de
aprendizaje o lengua adquirida. La primera es la indefini-
ción vocálica, tan compleja para los oídos de hablantes no
germánicos. Y la segunda es una tara fundada en el absur-
do conservadurismo de los británicos que impide raciona-
lizar la ortografía. Esa endiablada exigencia entorpece el
estudio y la comprensión, y son pocas las voces que piden
una racionalización de la escritura inglesa.
Como todas las lenguas ajenas son mucho más difíci-
les que la propia, a finales del siglo XIX se alzaron voces que
reclamaban una lengua universal vehicular fácil de apren-
der y utilizar. El esperanto, ideada por el médico polaco
Ludwig Zamenhof, alcanzó más difusión que otras como
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interlingua o volapuk. El mérito consistió en idear la
gramática más simple que puede concebirse, el léxico más
accesible a la mayoría de los hablantes occidentales, y los
sonidos mejor adaptados a la fonética común. Con todo ello
Zamenhof propuso un sistema que superaba con creces las
dificultades de aprendizaje de cualquier otro, y que en muy
pocas horas de acercamiento puede servir como instru-
mento útil de comunicación entre los hablantes más dispa-
res del planeta. Su interés no se refugia tanto en su finali-
dad unificadora, aunque también, sino en los rasgos que la
definen como una lengua sencilla de rapidísimo aprendiza-
je.
Como las lenguas añadidas al patrimonio genético se
suelen aprender desde la escritura, y no de oído, diremos
que el esperanto utiliza el alfabeto latino compuesto por
veintiocho letras. No hay grafías mudas, todas se pronun-
cian. Parece una obviedad, pero no lo es, en absoluto. Un
principio tan elemental ya supera a todos los alfabetos del
mundo. El acento recae, sistemáticamente, en la penúltima
sílaba. El léxico básico consta de quince mil raíces, las más
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coincidentes de las lenguas indoeuropeas. El noventa y
cinco por ciento son de origen greco-latino o anglosajón,
de fácil combinación para aumentar el vocabulario me-
diante la composición de palabras. Su gramática es útil y
sencilla, sin excepciones. Los nombres toman el sufijo [-o],
los adjetivos [-a], los verbos [-i] y los adverbios [-e]. Una
misma raíz sirve, por tanto, para formar cuatro tipos de
palabras: brilo, brila, brili, brile significa respectivamente
brillo, brillante, brillar, brillantemente. Y si a esta regla,
que no tiene excepción alguna, añadimos doce más, ya co-
nocemos la gramática en su totalidad. Como conocemos,
por nuestra propia lengua, buena parte de las raíces, ya
solo necesitamos practicar y ganar soltura.
Por los años 1970 se enseñaba en unas seiscientas
escuelas y se utilizaba en más de treinta universidades. Va-
rias emisoras de radio emitían en esperanto, una de ellas
en Pekín. Contaba con sedes para esperantistas en más de
sesenta países, entre ellos España, donde asistí a encuen-
tros y sesiones. Llegaron a censarse decenas de miles de
esperantistas, la mayor parte de ellos en el este de Europa
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y en Asia. Más de mil sociedades locales aunaron sus es-
fuerzos para extender su práctica. Las Naciones Unidas y la
UNESCO concedieron espacios al esperanto en sus publica-
ciones. Y alcanzó alto grado de uso en China, en Estados
Unidos, en Polonia y en Rusia, principalmente, aunque
también en muchos más países.
La lengua, que aún utilizan algunos nostálgicos, re-
sulta simpática, y también la idea. Nos gusta pensar en una
lengua internacional para todos.
Pero si alguna asociación o poder político se propu-
siera promocionarlo, el esperanto tendría dos serías difi-
cultades: la carencia de transmisión familiar y la falta de
biblioteca. No me refiero a las obras que se hayan podido
traducir, que son muchas, sino a las que hubieran podido
crear sus usuarios. Ese fue siempre el punto débil de las
lenguas, porque a las palabras en imágenes acústicas se las
lleva el viento, las escritas permanecen, marcan y dan for-
ma a la historia.
La década de 1980 marcó el inicio de su decadencia.
Su desarrollo se vio frenado por las dificultades para obte-
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ner un reconocimiento oficial, por ciertos recelos que asi-
milaron su contenido y finalidad con el de otras doctrinas,
y sobre todo por la paulatina y tenaz propagación del
inglés.
Hemos visto cómo el cambio de lengua en un territorio
es casi siempre el resultado de una situación más o menos
violenta, de luchas, de conquistas, de imposiciones. Lo sa-
ben muy bien los gobiernos dictatoriales o nacionalistas.
La prohibición, el cierre, la imposición, el desprecio, la
humillación, es el camino para empujar a la lengua vecina.
¿Cómo podía el esperanto hacerse un hueco en la socie-
dad? ¿Qué lengua no ha llegado a un dominio después de
una victoria social, cultural o política?
Sin hablantes de lengua materna, y sin hablantes mo-
nolingües, los esperantistas no tenían fuerza alguna, ni
protección, ni futuro.
Dicen que en su periodo más próspero pudo alcanzar, y
tal vez superar, los diez millones de hablantes.
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2. PROPUESTA SOCIO-POLÍTICA
Los Estados Unidos de América, la Unión Soviética, Francia,
España, el Islam y el Imperio romano procuraron unificar
sus dominios territoriales con medios más o menos per-
suasivos, y eligieron como lenguas de unificación al inglés,
el ruso, el francés, el español, el árabe o el latín.
En nuestra época y por primera vez en la historia de
los pueblos un nuevo proyecto-estado, la Unión Europea,
versión moderna de los antiguos imperios, busca la unidad
en la diversidad. Y esta vez no lo acompaña un ejército, si-
no medios pacíficos y magnánimos protegidos en princi-
pios de igualdad.
Los constructores de la Unión Europea, tan carentes de
armamento como armados de principios solidarios, apues-
tan por la unidad en la diversidad. Países como India, más
rico que Europa en etnias y hablas, y también en habitan-
tes, solo tiene al hindi y al inglés como lenguas nacionales
oficiales, aunque la tendencia es el reconocimiento regio-
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nal de muchas más, nunca alcanzará a las doscientas del
país.
La política lingüística de la Unión Europea fue fijada
por el Tratado de Roma en 1957. Las lenguas oficiales de
los países miembros, decía aquella carta fundacional, lo
serían automáticamente de la Comunidad Europea. Por en-
tonces eran seis: Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia
y Luxemburgo. Este último había renunciado a una de sus
tres lenguas, el luxemburgués. La recién nacida comunidad
se instituía, por tanto, con cuatro oficiales: alemán, italiano,
francés y holandés.
En 1973 firmaron su adhesión Dinamarca, Gran Breta-
ña e Irlanda; en 1981 Grecia; y cinco años más tarde Espa-
ña y Portugal. Con quince miembros las lenguas oficiales
aumentaron a once. Recordemos, con generosidad para el
escéptico, que Irlanda había renunciado a una de sus len-
guas oficiales, el irlandés.
En el año 2009 la Unión Europea ya tenía veintisiete
estados miembros.
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El artículo veintidós de la Carta de los Derechos Fun-
damentales, adoptada en 2000, declara el respeto a la di-
versidad lingüística; y el artículo veintiuno prohíbe la dis-
criminación de las leguas. El principio se aplica igualmente
a las lenguas regionales y minoritarias.
En diciembre de 2007 todos los Estados miembros de
la UE firmaron el Tratado de Lisboa por el que los Jefes de
Estado o de Gobierno se comprometían a respetar el pa-
trimonio de la diversidad cultural y lingüística, y a velar
por la conservación y el desarrollo del patrimonio cultural
europeo. Cada estado miembro estipula, en la adhesión, el
idioma o los idiomas que desea se declaren lenguas oficia-
les. Las lenguas actuales son veintitrés: alemán, búlgaro,
castellano, checo, danés, eslovaco, esloveno, estonio, finés,
francés, griego, húngaro, inglés, irlandés, italiano, letón,
lituano, maltés, neerlandés, polaco, portugués, rumano y
sueco. Nunca imperio alguno tuvo consideración tan deli-
cada con las lenguas de sus administrados, y esto es, no lo
dudemos, un bien para el respeto y la convivencia.
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Pero tiene sus inconveniencias. El número de combina-
ciones de traducción posibles es el resultado de multiplicar
el número de lenguas, que son veintitrés, por el mismo
número menos uno. Obtenemos así quinientas seis combi-
naciones, que son las necesidades en traductores-
intérpretes. En una reunión de veintitrés jefes de estado o
representantes tendrían que estar pendientes de lo que
dicen y traducirlo de inmediato quinientos seis intérpretes.
La Unión Europea cuenta hoy con unos tres mil traduc-
tores-intérpretes, y es conocida la generosidad de las insti-
tuciones internacionales en el momento de la remunera-
ción. ¿Qué presupuesto lo soporta? ¿Cómo gestionar la bu-
rocracia? ¿Cómo establecer los protocolos?
La Unión Europea, por otra parte, se manifiesta firme
partidaria de la enseñanza y aprendizaje de idiomas como
medio para potenciar la comprensión mutua entre los eu-
ropeos, pero es imposible que nadie aprenda los veintitrés.
Y también financia y promueve proyectos destinados a
proteger y fomentar las lenguas regionales y minoritarias.
Se ha fijado, además, el ambicioso objetivo de conseguir
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que el mayor número posible de europeos sea capaz de
hablar dos idiomas además del propio.
El veintiocho por ciento de los ciudadanos europeos
dice conocer dos lenguas además de la propia, según cifras
de la unión. El desafío es ampliar esta base mediante un
esfuerzo sostenido que consiste en animar, y en su caso
propiciar, el aprendizaje. Quedan incluidas las lenguas
condicionadas sean o no oficiales. Estos hablantes ambilin-
gües son en la Unión unos cincuenta millones.
La posibilidad de entenderse y comunicarse en más de
un idioma es ya, como hemos dicho, una realidad cotidiana
para la mayoría de la población del planeta, particularmen-
te en el arcoíris de las mil doscientas lenguas africanas, y
deseable para todos los ciudadanos europeos. Las lenguas
facilitan una visión más amplia y respetuosa del mundo y
su entorno, propician la formación y mejoran los contactos.
La mitad de los ciudadanos de la Unión Europea afirma
estar capacitado para mantener una conversación por lo
menos en un idioma además de su lengua materna. Los
porcentajes difieren según los países y los grupos sociales.
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Y si contamos a los ciudadanos necesariamente ambilin-
gües, las cifras se falsean.
En Hungría, el Reino Unido, España, Italia y Portugal la
mayoría de los hablantes sólo domina su lengua materna.
Los hombres, los jóvenes y la población urbana, más dados
a hablar un idioma extranjero, siempre según las estadísti-
cas, superan a mujeres, ancianos y población rural.
El artículo veintiuno del tratado constitutivo de la Co-
munidad Europea dispone que todo ciudadano de la Unión
pueda dirigirse por escrito a cualquiera de las instituciones
u organismos en una de las lenguas mencionadas en el
artículo trescientos catorce, y recibir una contestación en
la misma lengua.
De manera más general los ciudadanos de los países
miembros tienen derecho a contribuir a la integración eu-
ropea, se les alienta a ejercerlo y a han de poder hacerlo en
su propio idioma. La posibilidad de que cada uno de los
participantes en una reunión, en una convención o en el
parlamento europeo hable en su propia lengua es funda-
mental para la legitimidad democrática.
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Si Europa evoluciona hacia una federación de regiones
podría orientarse hacia el predominio del inglés en coexis-
tencia de una pluralidad de pequeñas lenguas como el sici-
liano, el corso, el bretón, el occitano… mientras que el
alemán, el francés, el italiano o el español serían lentamen-
te conducidos a un estatus de lenguas centrales, a caballo
entre unas y otras. Aún así los protocolos, las situaciones
enfrentadas, las dificultades para respetar a lenguas espe-
cialmente minoritarias no son nada fáciles de superar.
3. PROPUESTA HISTÓRICO-PRÁCTICA
Y llegamos ahora a la tercera propuesta, la que llama-
mos histórico práctica porque se inspira en la tendencia
natural de los hombres para superar los problemas de en-
tendimiento.
La babelización es una sanción para nuestra especie.
Así lo entendieron nuestros antepasados. Cuando la huma-
nidad fue consciente de la fragmentación de las lenguas, se
protegió, sin política alguna, en un principio que ha inspi-
rado a la evolución: los progresos naturales en búsqueda
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constante del entendimiento, incluso en contra del aban-
dono de las lenguas menos útiles. Tan natural es el naci-
miento de una flor como la desaparición de los dinosau-
rios, y también son naturales los huracanes, las lluvias to-
rrenciales y el final de las especies. ¿Tendríamos que dejar
morir lo menos útil a favor de lo más práctico? Y mientras
tanto… ¿Quién se atreve a poner freno a las decisiones que
significan integración? ¿Tendrían que astillarse las con-
ciencias de los alemanes que todavía no han permitido a
los millones de turcos que habitan su país fundar colegios
y universidades para atender los derechos básicos de su
lengua familiar que es el turco? ¿Tendrían que añadir en
Francia la enseñanza en árabe para atender las necesida-
des de los cuatro millones de franceses originarios del Ma-
greb que todavía siguen utilizándolo? ¿Habría que añadir
por ello al árabe en la Unión Europea? Los grandes princi-
pios que pueden parecer moralmente intachables, pueden
conducirnos hacia la ineficacia o la parálisis. Y sin embargo
debemos actuar con respeto.
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Y mientras encontramos una solución, tenemos claro,
en una mirada al pasado, que las políticas lingüísticas han
sido raras o inexistentes en la historia. Las lenguas fuertes
han eclipsado a las débiles que han ido muriendo sin pie-
dad como los guerreros en las batallas, las especies en me-
dios hostiles y los paisajes en los cambios climáticos. Y ca-
da vez que las civilizaciones han necesitado comunicarse,
han buscado recursos en la medida en que la necesidad de
comunicación se ha hecho importante. Así, en una familia
cuyos progenitores tienen lenguas propias distintas, los
hijos son ambilingües. En una comunidad integrada, los
ciudadanos manejan con la misma habilidad dos lenguas. Y
en un mundo globalizado, los hablantes plurilingües, sin
que gobierno alguno lo imponga, eligen una lengua vehicu-
lar útil. De esa misma manera nuestros antepasados eli-
gieron el francés en los siglos que nos preceden, al árabe
en la Edad Media, al latín en el dominio romano, y otras
muchas como el arameo, fenicio o el sumerio en las épocas
en que fue necesario.
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Las lenguas identifican a los individuos con su grupo y
esa identidad solo ha desaparecido en la historia cuando
los hombres han buscado, una generación tras otra, len-
guas comunes: el latín para matrimonios íbero-romanos, el
español para los inca-hispánicos, el francés para los franco-
senegaleses... Esa es la tendencia natural de la historia. La
lengua de los conquistadores o colonizadores nunca ha ga-
nado adeptos por la fuerza, de la misma manera que el jo-
ven que no quiere estudiar matemáticas no hay quien lo
convenza por mucho que le aprieten en el cuello o le su-
priman las bondades familiares.
Es posible que el error esté en creer que las lenguas
son un patrimonio de sus hablantes a la manera de un mo-
numento histórico, con independencia de quiénes las
hablan, de quienes las practican.
Hemos de entender que las lenguas están al servicio de
los hombres. Si el instrumento que más puede ayudarme a
jugar al tenis, y lo tengo, es una raqueta, no elijo un marti-
llo, ni un palo, ni siquiera una pala de ping-pong. Si dispon-
go de un tractor para arar la tierra, no utilizaré una yunta
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de bueyes, si el instrumento que más me sirve para hablar
con mi hermano es el bretón, lo usaré, pero si cuando salgo
a la calle o visito a mis amigos no todos hablan bretón, pe-
ro sí francés, elegiré esta lengua. Cuando el hablante de
bretón viaja a San Sebastián y quiere preguntar a qué hora
juega al futbol la Real Sociedad contra al Olimpique de
Lyon, lo hará, probablemente, en inglés, que es la mejor
raqueta en ese momento. Y sin embargo en nuestro Senado
utilizan, por razones políticas, la pala de ping-pong para
jugar al tenis.
Una lengua debe protegerse cada vez que sus hablantes
lo necesitan. Pero no debe mantenerse artificialmente in-
flada, en supervivencia antinatural, alimentada con oxíge-
no y suero. Debemos procurarle, eso sí, protección; y en-
noblecerla en su uso cada vez que sea necesario y, sobre
todo, cada vez que sea útil.
Diremos, por tanto, que no hay lenguas más importan-
tes que otras porque no hay personas más importantes que
otras, todas merecen el mismo respeto. Pero desde el pun-
to de vista de sus funciones y sus representaciones, las
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lenguas son profundamente desiguales. Intentemos racio-
nalizar esta afirmación mediante la vía histórico-natural.
Cada ciudadano europeo conoce y usa tres tipos de
lenguas: la familiar, la administrativa o nacional y la inter-
nacional.
Para el londinense, la lengua familiar coincide con la
nacional y la internacional o vehicular. Solo necesita una, el
inglés. Por eso los británicos, no sé si ustedes lo han expe-
rimentado, son los hablantes más monolingües del mundo.
Ellos mismos descubren cómo los demás aprenden su len-
gua, y no sienten la necesidad de ser diestros en lenguas
extranjeras.
El habitante de Varsovia, de Budapest o de Roma nece-
sita, digámoslo con escaso rigor científico y más bien con
una subjetiva descripción sociológica, necesitan, digo, una
lengua y media. Es decir, la familiar, que coincide con la
nacional (polaco, húngaro e italiano) y conocer suficiente-
mente el inglés para necesidades parciales: leer algún artí-
culo, consultar una página web o entenderse en inglés con
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un colega de otra lengua a nivel medio, es decir, sin pro-
fundizar excesivamente en la conversación.
Los europeos que heredan en familia la lengua bretona,
o el calabrés o el catalán, necesitan, espero que ustedes me
entiendan, una lengua más, la de la nación. Y no la pueden
elegir. Es también lengua propia de hecho y por derecho.
No es una herencia familiar, pero sí histórica, o si quieren
la podemos llamar herencia social. Hay quien dice que
puede darse el caso de un bretón, calabrés o catalán que no
conozca la lengua de la nación, es decir, el francés para el
bretón, el italiano para el calabrés y el español o el francés
para el catalán según pertenezca a uno u otro país. Sería
malintencionado decir que hay bretones o catalanes que
pueden hacer su vida solo en bretón o catalán. No es impo-
sible. Harían solo una parte de su vida si no disponen del
otro instrumento de comunicación.
Pero queda aún el tercer instrumento: el inglés. Y no
puede cambiarlas. Si un hablante de gallego o de alsaciano
quiere añadir libremente una lengua para añadirla a su pa-
trimonio intelectual, tendrá que ser la cuarta. Las otras
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tres, gallego, español, inglés; o bien alsaciano, francés,
inglés son invariables.
Observemos ahora cómo a pesar de que Estados
Unidos, el país imperial del siglo XX y XXI, suscita, como
todos los poderosos, grandes desprecios, y también el Re-
ino Unido, no por eso la humanidad repudia a la lengua an-
glosajona. Ni los países árabes, tan enfrentados con nor-
teamerica, ni los países que aún mantienen dictaduras co-
munistas como Bielorrusia o Venezuela, e incluso los paí-
ses que se oponen a la política exterior belicista, prescin-
den del inglés como lengua añadida a su patrimonio cultu-
ral. Hoy nadie pone en duda la necesidad de aprender
inglés y ni siquiera la obligación de utilizarlo.
Y esta es, a mi juicio, la situación natural de Europa, la
tendencia natural sin los artificios (no criticables, por su-
puesto), de la Unión Europea.
CONCLUSIONES
Vistas estas tres propuestas, descubrimos que ni la
lengua unitaria, ni la traducción-interpretación, ni el dejar-
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se llevar por la tradición natural de las gentes son solucio-
nes definitivas.
No parecen existir propuestas que satisfagan plena-
mente nuestros deseos de entendimiento y unidad. Prin-
cipios tan intachables de aprendizaje por una parte e in-
terpretación y traducción por otra, encajan mal con una
realidad enmarañada. Ni aprender una lengua es tan fácil o
llevadero como promulgan las autoridades europeas, ni la
traducción se muestra como el medio más eficaz en el en-
tendimiento, ni la comunicación con la segunda o tercera
lengua del individuo llega a ser siempre tan fluida.
Recordemos que muchos son los hablantes que dicen
hablar lenguas que apenas balbucean, que quienes las
hablan lo hacen en distintos grados de destreza no siempre
habilitados para cualquier tipo de comunicación, que los
hábitos fónicos en una lengua extranjera solo se adquieren
en una edad temprana, que las lenguas que no se cultivan
acaban por desaparecer de la memoria y, por no prolongar
la lista de inconveniencias, muchísimos son los europeos
que sin dejar de estudiar inglés años y años no se muestran
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diestros más allá de sus necesidades inmediatas, que no
son sino aquellas que practican.
Sin teorizar excesivamente sobre el asunto recordemos
también que ni los encuentros internacionales de estudian-
tes o profesores son tan satisfactorios como se sospecha, ni
las reuniones internacionales tan cordiales.
Sin embargo todas las lenguas merecen el mismo res-
peto. Hemos olvidado, menos mal, esa despreciativa consi-
deración de dialectos. Hoy los lingüistas entienden que to-
das las lenguas son dialectos en relación a la originaria. Así
el italiano, el francés y el español se dice que son dialectos
del latín. Y el andaluz, el canario y el mexicano, dialectos
del español.
(Pausa)
Con una belleza mediterránea, la enamorada de Zeus,
la vieja y bella Europa, camina hacia la unidad en busca de
una lengua común sin menospreciar, lo hemos dicho, a las
lenguas minoritarias, ni siquiera a las lenguas muy minori-
tarias como el mirandés, especie de asturiano hablado en
la localidad portuguesa de Miranda del Duero, o el aranés,
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lengua del Valle de Arán en los Pirineos. Ninguna de las dos
supera, tal vez, los cinco mil hablantes, pero figuran entre
las lenguas protegidas de la Unión Europea.
Europa puede entenderse con una lengua común,
con tres mil intérpretes, o con los trabalenguas de siempre,
pero nunca la diversidad lingüística ha de ser una dificul-
tad para el entendimiento. Hay otras trabas mayores.
Nos cuesta creer que es tan fácil aprender a hablar
una lengua cuando se necesita, como difícil hacerse con
ella sin necesidad o por imposición. Las lenguas no se im-
ponen, ni se obligan. Fluyen dóciles cuando las necesita-
mos, se adormecen cuando no nos hacen falta.
La humanidad ha adaptado las lenguas a sus proyec-
tos, y lo seguirá haciendo, con toda naturalidad, y difícil-
mente se pondrá freno a una idea, a un plan, a un deseo
por carecer del adecuado instrumento de comunicación.
Dejemos que fluyan lenguas y entendimiento, que
cada cual use y proyecte la que más se acomode a sus ne-
cesidades, sin menospreciar ni marginar a la lengua que el
vecino, con inteligencia o sin ella, considere que es más in-
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teresante usar en cada momento.
Mientras tanto no sabemos, ni nadie lo ha dicho, si
Zeus habló en griego para seducir a aquella chica joven y
bella que descubrió en la playa, o si lo hizo en fenicio, len-
gua de la agasajada, o si tal vez, para entenderse y procrear
tres hijos, Minos, Radamantis y Sarpedón, no necesitaron
utilizar instrumento alguno… de comunicación.
Muchas gracias.