DÍA & prensa del domingo 11 L PDDnDDnDDaDDDDnDDDaDDDDaDnDDDnDDinDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDnDDDDDDDDDDanGnnDDDDDDaDanDaDDaDDDDDD PaDDDDDDDDDDDDDDDDDDDnDDDDDDDDDDDDlDDDDanDnDDnnDDDDnDDDDDDDnDnDDDDDDDDDDDDDnODDDDDDDDDDDDDnaDDDDanDDDnDaDDaDDD DDDDDaODDDDDDDaDDDDDDDDDDDaDDDDDDDlDDDDDDDDDPDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDaDDDaDDDDDDnDDDDnDDDDDDODDDDDDDDDDDDDaaaDDDDD L A imagen QS de cuando Santa Cruz de Tenerife te- nía y mantenía playas abiertas a la mar alta y libre. Desde la «muralla» de la calle de La Marina, así era, en primer término, la playa de La Peñita y, tras el varadero de Hamilton y Compañía, la de San Antonio, seguida por la de Los Melones, el «muellito» carbonero de la Eiders Dempster and Company —con los almacenes que no ha mucho se derribaron y bien de- bieron ser conservados— el Muelle Norte en construcción junto a la pequeña playa en que, luego, se alzó el varadero de la entonces Junta de Obras del Puerto de Santa Cruz de Tene- rife. Entre las playas y la «muralla» —entre la de San Antonio y el fuerte de Almeida— la carretera de San Andrés, camino en el que sólo se aprecia un carro de mu- ías —de aquellos del basto bre- gar y el basto ganar— y, hacia el fondo, se adivina el penacho de una locomotora que, entre reso- plidos de vapor, agudas pitadas y rechinar de hierros por las cur- vas, venía desde la cantera de La Jurada con buena piedra de es- collera hacia las obras del Mue- lle Sur. En este litoral que bien refleja la imagen, las playas de San An- tonio y La Peñita que, partidas y separadas por el varadero de Hamilton, se abrían entre una antigua batería y el fuerte de Al- meida. En esta antigua costa, Santa Cruz de Tenerife —mucho me- jor, su puerto—iba tendiendo la capa de nuevas tierras, nuevos rellenos, en busca de nuevos es- pacios necesarios para su expan- sión. Al pie de la montaña de La Al- tura —allí de donde casi muere el barranco de Tahodio— aún se aprecia la herida de los explosi- vos que, en años idos, la desga- rraron y dieron vida a la ya casi olvidada cantera de la Canaria. Su piedra iba al Muelle Sur siempre en las vagonetas que, arrastradas por la célebre loco- motora «Añaza», llegaban al pie de la primera grúa «Titán», sus- tituida por la que en los años de la década de los 50 fue desgua- zada en el Muelle Norte y, más tarde, por la que —sin pena de gloria y tras muchos años de buen trabajo— murió en la Dár- sena de Los Llanos. Cerca de la «casa de la Pólvora», del Casti- llo de San Juan Bautista —o Ne- gro, si se prefiere— el desapare- cido Lazareto y la ermita de Re- gla, se le corrió soplete a la grúa que —siempre de azul claro o gris pálido— tanto y tan bien tra- bajó en la ampliación de los muelles del puerto de la capital tinerfeña. En la imagen, las playas que duermen bajo los rellenos que dieron vida a la amplia Avenida de Anaga. Eran playas con ca- llaos redondos y musgo verde que, aún sin el resguardo del Muelle Sur, estaban abiertas a la mar alta y libre. Eran playas con vida de cangrejos, cangrejos er- mitaños, «lisas», «pejes verdes», «pejes tamborines» y, por Los Melones, aquellos grandes can- grejos que por todos recibían el nombre de «capeludas». De vez en cuando, entre las playas y las gabarras el alegre saltar de los delfines —para no- sotros toninas— que seguían y perseguían a los cardúmenes de sardinas y caballas que rizaban la mar de puerto. Al atardecer, por Punta Ana- ga aparecía el blancor de las em- barcaciones santacruceras que practicaban la pesca de bajura. Unos arrumbaban a San Andrés, otras a María Jiménez y Vallese- co y, mientras algunas seguían proa a la bocana del puerto —para varar en las playas citadas— otras desfilaban a lo largo del Muelle Sur para, lue- go, «dar con la quilla en el ma- risco» por El Cabo y Los Llanos, En primer término la antigua carretera de San Andrés y, a la izquierda, la «muralla» de la Marina y el fuerte de Almeida. Frente a la mar alta y libre, el varadero de Hamilton con las playas de La Peñita, San Antonio y Los Melones. Entre las playas y la «muralla» de ¡a Marina donde Santa Cruz nació, donde creció y aún más lo hará. Santa Cruz de Tenerife dio con satisfacción todas sus playas —ahora trata de conservar la pequeña y entrañable de Valleseco— para lograr el puer- to tan necesario al desarrollo agrícola e industrial de la Isla toda. Para siempre se fueron las pla- yas de Ruiz, la del «muellito del carbón» que, situada al pie del fuerte de San Pedro, también se denominaba «de la frescura». Se- guía la del antiguo Club Náuti- co y, después de la explanada de las oficinas de don Alvaro Rodrí- guez López —la de La Peñita—. Por cierto que en esta explanada se alzaban dos pares de antiguos pescantes radiales que servían para izar los recios botes calete- ros que, bien apuntalados, eran luego sometidos a reparación y calafeteados. Allí, el canto de los mazos —la capa sonora y alegre del trabajo bien hecho— y, casi como un eco, el olor profundo del oscuro chapapote que hervía sobre un fuego de leña. Luego se abría a la mar —muy breve— la playa de La Peñita que, ante sí, tenía las rocas que le daban nombre. Allí se alzaban los restos del murallón que for- mó parte de una antigua batería de costa y, sobre el reposo hú- medo de los callaos, siempre bu- cetas de fondo plano y chalanas, embarcaciones que ya han desa- parecido de las aguas del puer- to, aguas que, por fortuna, con- serva las descendientes de los an- tiguos «dos proas», los chincho- rros heredados de los balleneros estadounidenses que, en flotillas, por Santa Cruz recalaban para hacer la aguada. En la antigua estampa, y bien se aprecia a la derecha, elegante y fina casa de madera —siempre pintada de rojo— que, cuando la Avenida de Anaga apuntaba, fue desmontada y trasladada a Gra- cia. Allí, en el vestíbulo de La Laguna —subiendo, a la derecha y poco antes de la célebre curva— durante años y años si- guió luciendo su estampa elegan- te la casa que nació casi donde estallaba la salmuera y su fres- cura. Seguía el histórico varadero de Hamilton y Compañía con, en primer término, los talleres de carpintería y sierras mecánicas, ya que los de mecánica se encon- traban en la calle de la Marina y fueron, siempre, centro de las prácticas que realizaban de los alumnos que, en la entonces Es- cuela Oficial de Náutica y Má- quinas, cursaban sus estudios. En dicho varadero, todo el sonar y resonar de las sierras y el chi- rrido —protesta sonora— de las maderas hendidas, maderas que, previamente, habían sido some- tidas a cura y sazonamiento tan- to en la mar como en tierra firme. Tras los talleres, la caseta del «winche», la máquina de vapor que en las varadas tiraba de la «cuna» sobre la que descansaba el velero o vapor de cabotaje que iba a ser sometido a obras de ca- rena, repaso de fondos, jarcia fir- me y de labor. En estos varaderos, buena y larga historia de construcciones navales —«Marte», «Diana», «Mardolo», etc.— y, también, de cuando en la década de los años 40 el «Boheme», de don Juan Padrón Saavedra, fue sometido a obras de alargamiento de la es- lora. Este pequeño vapor — compañero de los «Águila de Oro» e «Isla de La Gomera»— fue varado y, tras cortarle en dos el casco a proa del puente, se se- pararon ambas secciones para, luego, unirlas por medio de una nueva que, así, aumentó su ca- pacidad de carga. Poco después, allí se arbolaron las quillas de dos arrastreros, a los que se equipó con las alter- nativas y calderas que, con an- terioridad, dieron vida en la mar a los dos «Caperochipi» que, cansados de la mar y faenar, lue- go se desguazaron en los varade- ros de la Eider, ya por entonces de Industrias Marítimas, S.A. A la altura de Almeida, entre la carretera de San Andrés y la playa se alzó un galpón —de ma- dera y techado con planchas metálicas— en el que la empre- sa Hamilton depositó sus anti- guas falúas a vapor y embarca- ciones del «tren de lanchas». En- tre el varadero y dicho galpón —enmarcado por dos caminos de tierra que llevaban a la playa— durante años, y en seco, lució su sencilla y elegante estampa ma- rinera el remolcador «Tenerife», también de Hamilton; éste, con aparejo provisional de goleta lle- gó a Santa Cruz en los primeros años del siglo y, durante años y años, aquí prestó sus buenos ser- vicios. Ya vencido por los años, el «Tenerife» fue varado y, apunta- lado, durmió a la sombra de Al- meida. De cuando en cuando se picaban sus planchas que, luego, eran pintadas con minio rojo para su mejor conservación. En los años de la década de los 40, el «Tenerife» fue adquirido por un armador que lo iba a destinar a la pesca y, tras un repaso de casco —que no de máquinas— volvió a la mar. A remolque del «Águila de Oro» marchó a Las Palmas, puerto donde se le trans- formó en arrastrero. Conservó nombre y matrícula y, si bien en alguna ocasión recaló por Santa Cruz de Tenerife, su historia ma- rinera posterior se perdió para siempre. MAS PLAYAS Y VARADEROS Tras la playa de Los Melones —frente a la cual estaba la Cuesta de los Camellos y el antiguo fielato— se encontraban los va- raderos de la Eider Dempster (Canary Islands) Ltd., empresa ligada a la Teneriffe Coaling Company que, dedicada al sumi- nistro de carbón, contaba con buena flota de gabarras y remol- cadores, toda la cual era allí so- metida a obras de carena. En estos varaderos de la Eider —luego de Industrias Marítimas, S.A.— limpiaban fondos las pri- meras gabarras de casco de ace- ro que operaron en aguas de San- ta Cruz cuando ya el carbón se retiraba, como combustible esencial, de las rutas marineras del mundo todo. Con ellas —todas pintadas de un rojo man- chado por el negro del polvillo del carbón— tenían buen festón de defensas, como sus hermanas construidas de madera, y fueron muy eficaces en aquellos últimos años de los «colliers» en fondeo, los carboneros tiznados y retiz- nados que llegaban, abarrotados hasta las marcas, con el buen ga- les de poco humo y mucha fuerza. Frente a la antigua bloquera —que estaba donde ahora se alza el edificio de la Junta del Puerto— estaban, con propio «muellito», los amplios almace- nes carboneros de la citada Ei- der Dempster. Con rojez de te- jas y fachadas, hasta no hace mu- cho bien lucieron la geometría de su arquitectura hasta que, no hace mucho tiempo, fueron de- rruidos para aumentar la expla- nada del Muelle de Ribera. Fren- te, y también de rojo, el edificio que albergaba las oficinas de di- cha empresa carbonera y, en lo alto, un sencillo mirador rema- tado por el palo y cruceta que servían para las señales con los barcos en fondeo. En el extremo del «muellito», las plumas para izar los carga- mentos de carbón que, en vago- netas, eran trasladados a los al- macenes. Thmbién allí, las plan- chas por la que, más tarde, el combustible volvía a las negras y oscuras calas de las gabarras que, siempre a remolque, lo lle- varían al costado de los vapores que operaban en los tradiciona- les fondeaderos en aguas de San- ta Cruz. Hace años —no muchos años— cuando era presidente de la Junta del Puerto de Santa Cruz de Tenerife el señor Trujillo Ar- mas, se proyectó instalar en ta- les almacenes, pavimentados con antiguas losas chasneras, un sen- cillo museo que recogiese la am- plia —y también sencilla— his- toria del puerto de la capital ti- nerfeña. No se plasmó en reali- dad aquel buen propósito que, desde luego, también hubiese servido para el centro por el que, con ilusión, tanto y tanto lucha el buen amigo Ricardo Genova Araujo. Frente a dichos almacenes, el verde intenso y extenso de la fin- ca de Ventoso que, por uno de sus lados, limitaba con el barran- co de Tahodio, el puente de la ca- rretera de San Andrés y el pe- queño —de hierro y madera— que servía para el transporte de materiales a la bloquera. Por allí, la blancura de los hornos de cal y, hacia arriba —hacia la ladera suave— el verde fresco que, más tarde, cedió parte para la insta- lación del taller de locomotoras que allí instaló la empresa que te- nía a su cargo las obras de am- pliación del Muelle Sur. Aún se aprecia el antiguo fuer- te de San Miguel entre el Mué- lie Norte y la desembocadura del barranco de Tahodio y, más allá, la cantera de La Canaria, muy al fondo los almacenes carboneros de Hamilton, Depósitos de Car- bones de Tenerife y, casi en sus comienzos, los de Cory Brot- hers, que iban a sustituir a los que, con «muellito» propio, se al- zaban por la plaza de la Iglesia y muy cercanos a la histórica ca- lle de la Caleta. Más allá de Valleseco —por donde los acantilados daban sombra a la mar— el Atlántico golpeaba su locura de olas con- tra la playa aplacerada. Otras pe- queñas playas —María Jiménez, Cueva Bermejo, Los Pasitos, Ja- gua y Los Trabucos— eran en- trada, verdadero vestíbulo del buen barrio de San Andrés que, pescador y agricultor, se reman- saba en su paz amplia. La estampa, de un pasado casi reciente, nos muestra cuando las aguas, remansadas y al socaire del Muelle Sur, no tenían olas al- tas y empenachadas. Ya era la etapa en que, sin ímpetus, el Atlántico, sereno y domesticado, rompía sobre los callaos. Estos, traídos y llevados por el abani- co blanco de las olas, cantaban su canción eterna —canción con reflejo sonoro de truenos lejanos— al ir y venir de la mar. Hoy, la estampa del puerto que fue pertenece al pasado. En la caseta del «winche» de los vara- deros de Hamilton no luce, como entonces, la chimenea en candela que con anterioridad adornó la silueta marinera del «Esperan- za» —también se le llamaba «Es- perancita»— el antiguo vapor dedicado al tráfico intenso de los huacales de plátanos y atados de tomates que movía la firma Ha- milton, empresa cuya historia nos ha contado recientemente Agustín Quimera Ravina. En las playas que ya no son, los callaos —traídos y llevados por el abanico blanco de las olas— cantaban su eterna can- ción, canción con todo un refle- jo sonoro y profundo de truenos lejanos. Aquellas playas y varaderos son hoy puerto, puerto que se ini- cia casi en San Andrés y, luego, termina en el campo de boyas de la Compañía Española de Petró- leos. Desde la Dársena Pesque- ra, el Dique del Este, Muelle de Contenedores, el Polivalente que se inicia, el Norte que, tras el de Ribera —que con la Avenida de Anaga proyectó el inolvidable e inolvidado don Miguel Pintor— enlaza con el Sur y la Dársena de Los Llanos. Esta estampa de años idos —y todos bien recordados— nos muestra una etapa en el desarro- llo del puerto que, cuanto mayor se hace, por paradoja resulta más pequeño para las necesidades de la Isla que, en todos los órdenes, crece y crece. Las playas santacruceras de antaño son parte de un pasado ya ido para siempre. Pero de ellas nos queda la nostalgia y el re- cuerdo y, al mismo tiempo, el or- gullo de haber llevado a buen tér- mino algo que proyectaron —y bien alcanzaron— las generacio- nes que nos precedieron por el ancho camino de la vida. Juan A. Padrón Albornoz NECESITAMOS DINERO Vendemos naves industriales a precio de costo. Llave en mano 700 m2. 35.000 Ptas./m. Facilidades Teléfono 700400. 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