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El viaje y otros desamores

Mar 22, 2016

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Diego Castillo

Colección de relatos de Andrea Morales Vidal. Ilustraciones Diego Castillo.
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A propósito de una fotografía Caleidoscopio La colcha granate Paseo Madame

El gran azul El perfil Monólogo El viaje

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A propósito de una fotografía

La playa desierta reverberaba y la vista se perdía en la calima blanca del desierto. Yo hacía fotos. Intentaba retener la soledad y el exceso de luz. Por la noche me abismaba ante el exceso de estrellas. De pronto, desde lo alto de una duna, lejos, muy lejos, divisé un pequeño cubo blanco. Al enfocar mejor fue dibujándose una casa. También distinguí una terraza de tablas y una silla de lona que me daba la espalda. Su forma sugería el peso de un cuerpo. Acaso dos ángulos más oscuros fuesen sus codos.

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¿Quién habitaba esa soledad? ¿Cómo se llegaba hasta allí? Esa casa y el peso en la lona daban más idea de soledad que la playa despoblada. Me marché sin esperar que bajara el sol, pero volví al día siguiente casi al alba y conseguí acercar mi jeep hasta donde suponía que estaba la casa. Lo transitado del sendero entre las dunas me indicó la dirección. Era un rectángulo blanco con una puerta muy pequeña y dos ventanas como dos ojos en alerta. Me acerqué con cuidado, dando un rodeo. En la terraza de tablas el viento arrancaba chasquidos a la lona de la silla ahora vacía. Estaba ante un enorme ventanal que miraba hacia el mar. Entonces la vi. Una mujer de pelo entrecano y rizado que caminaba a grandes y lentas zancadas mirando el suelo. Algo me hizo alejarme sin haberme dejado ver. Pero la casa solitaria siguió intrigándome. No obstante quería esperar. Fotografiar toda la playa con pájaros escasos y casi ninguna vegetación. Quería haber atrapado la luz y la vastedad antes de buscar la escueta construcción humana que se levantaba como un ex-voto bajo el sol. Una sombra. La vida, una sombra moviéndose lentamente, empujada por el viento. Por fin me acerqué desde la playa. La mujer estaba de pie dibujando con una varilla en la arena mojada. Temiendo asustarla, llamé y ella levantó la cabeza frunciendo los ojos. Me sentí algo intimidada porque me pareció alta y majestuosa. -Hago fotos -le expliqué. En ese momento vi su dibujo. Era muy complejo y recordaba el mapa de una constelación. -Se los lleva el mar -me dijo sonriendo-. Por eso dibujo aquí. Al final quedan unas pocas líneas más sugerentes que éstas. Tenía la voz grave y un acento que no pude identificar. Tampoco pude imaginar su edad.

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Ni supe cómo seguir. Me encontré hablando incoherencias sobre la luz, atropellándome, hasta que me salvó una mancha negra que se movía en el agua. -¡Una foca! -exclamamos las dos y nos echamos a reír. Me invitó a la casa. Ya adentro me señaló una hamaca. -Este es el lugar más estrellado del mundo y en esa hamaca se puede dormir acompañada de estrellas y celajes. Es la idea de esta casa. Ser un receptáculo de estrellas, un estelario. Añadió: -Puedes fotografiar la casa, pero no me fotografíes a mí. No quiero que me encuentren, ...aunque no me oculto de nadie. Es sólo que existe un mundo donde me esperan, donde esperan cosas de mí; sin embargo por ahora yo prefiero dibujar en la arena. -Vuelve otro día -me dijo después-. Vuelve cuando quieras. No tengo obligaciones- añadió riendo. Volví dos días más tarde con una cesta de frutas, pan, queso y vino. Esa tarde me mostró las maquetas. Eran construcciones de papel, algunas increíblemente delicadas y tenues, y otras fuertes y torturadas con manchas que parecían moho o sangre; algunas tenían filos azulados. -Cuando vuelva serán esculturas -me explicó-. Estaba trabajando en una exposición, pero necesitaba silencio. Entonces dejé todo y me vine. Esa tarde, mientras ella preparaba té, me entretuve mirando su casa. El libro estaba sobre una mesa y pude reconocer una forma severa y a la vez diáfana, muy parecida a las maquetas de papel. De modo, pensé, que en Europa dedican libros a su obra y sin embargo ha buscado este escondrijo para estar en silencio. -Me has descubierto -dijo con cierta ironía mientras dejaba la bandeja en la mesa-. Ni siquiera recordaba que el libro estuviera aquí. Pero sí: esa soy yo y mi trabajo en un mundo muy remoto si se mira desde esta playa.

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Se quedó con la vista fija en el mar y no me atreví a preguntar nada. Sentía su necesidad de hablar, pero también intuía que le costaba, que tenía el corazón lleno. Entonces continuó: -Te hablé del silencio. Aunque eres muy joven, tal vez ya sepas que los fantasmas están hechos de una materia tenue y que no tiene sentido cerrarles las puertas pues siempre encuentran la forma de volver. Entonces, aunque duela, conviene saber escucharlos. Sólo se puede seguir después de haber oído sus voces. Yo intentaba hacer lo contrario. Ocupar cada instante con ruido, sin dejar momentos para el alma. Un día... Volvió a mirar el mar y me pareció que tenía que marcharme, pero me dijo: -Si quieres vuelve mañana y te quedas a pasar la noche. Verás cómo la Vía Láctea se derrama sobre tu cabeza, y oirás el mar. Y a mí me hace falta hablar un poco.

Volví al día siguiente antes de la puesta de sol. Ella había instalado otra hamaca frente al ventanal. Cuando llegó la noche nos entretuvimos mucho rato contando estrellas fugaces. Más tarde se levantó algo de viento y su ruido apagado nos dio la sensación de haber dejado la tierra firme, de ir gratamente a la deriva, un poco adormiladas. Entonces comenzó a contarme, aunque tal vez hablase con ella misma: -Fui amada por un hombre bello como un cosaco. Tenía el corazón más tierno y arrebatado... Lo perdí porque no supe oponerme al miedo. >Había inaugurado una exposición. En la cena se sentó a mi lado un joven muy apuesto, que transmitía una enorme vitalidad. Me dijo que siempre le había gustado mi obra y que estaba contento de conocerme, que podía ver por qué de mis manos salían esas formas, en todo afines conmigo, que le daba pena no poder quedarse más tiempo esa noche,

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pero que tenía que marcharse a otro país, que ya me vería. En fin. Sólo cuando se fue pude preguntar quién era. Ya sabía que era arquitecto y tenía su estudio en Amsterdam. Todos me hablaron de su talento. Por eso y porque me había impresionado lo llamé unos meses mas tarde, a punto de visitar su ciudad. Pareció encantado, me habló largamente y me dijo que me iría a esperar a la estación. >Para descansar y porque me gusta ese trayecto algo melancólico desde Dusseldorf a Amsterdam, había decidido ir en tren, pero aunque ya llegaba la primavera, una súbita tempestad de nieve nos retrasó largamente. Estaba nerviosa porque sabía que me esperaba. Y en efecto, al verme corrió hacia mí, me levantó en sus brazos, me hizo girar en el aire y me dio un beso en la boca. Esa noche Amsterdam fue una ciudad distinta, con ruidos de tranvías y carillones. Desde entonces sería para mí la ciudad de las campanas. >Puedes imaginar que me asustaba haberme enamorado de un hombre diez años menor, hermoso, promisorio. Fue en esos días que me contó del estelario. Nació aquí, de padres holandeses que no tardaron en volver a Europa. Pero él nunca olvidó la playa enorme de su infancia, la soledad, el cielo desmesurado. Cuando hizo su proyecto de título lo encabezó con esta leyenda: “Este es un estelario, para ser construido en otro hemisferio y mirando el mar.” >Por eso cuando me invitó a acompañarlo, cancelé todos mis compromisos y lo seguí. >Cuesta hablar de la felicidad. Como si no tuviese historia, sólo te puedo decir que fuimos felices, que cada mañana nos despertó la luz blanca de la playa, que cada noche nos tocó el infinito. Hasta que un día comencé a preguntarme qué hacía encerrada y sola en una playa desierta. Comencé a preguntarme si mi vida iba a reducirse a seguirlo, a renunciar.

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>Cuando se lo dije, cuando el miedo hubo hecho prolijamente su trabajo, como si el estelario hubiese atrapado una mala conjunción, las noches asombrosas se volvieron negras en nuestros corazones. >Y un día huí, arrogante y despiadada como un Pegaso. Mientras me llevaba al aeropuerto noté el cambio en sus ojos; esos ojos que habían sido tan tiernos y transparentes se habían vuelto duros y la dureza ya no los abandonó. A partir de entonces elegimos vivir en el infierno. Y aunque lo intentamos durante un tiempo largo, la felicidad no volvió a visitarnos.>Él se alejaba y yo ya no podía volver atrás, restablecer el sueño, disipar el miedo , ahora de perderlo. Y lo perdí. Un día se marchó con una mujer de su edad. Y yo, aunque sabía que era el único final posible, me enfermé de pena. >Un año entero intenté aturdirme. Trabajé frenéticamente e hice esculturas que no tenían sentido. Y me rodeé de gente, viajé sin cesar, acepté todas las invitaciones. Pero la voz interior comenzó a gritar en forma de pequeñas enfermedades, hasta que un día tuve un accidente sin importancia, pero significativo. Me vi tirada en la calle. Me vi convertida en despojo y sólo entonces reaccioné. >Pero no fue fácil, pues había perdido la capacidad de hablar conmigo misma. Poco a poco, no obstante, comprendí que tenía que retomar los hilos allí donde me había perdido, que tenía que volver atrás, esta vez sola. >Le escribí explicándole que quería pasar una temporada en esta casa. A vuelta de correo recibí la llave. Y cuando llegué encontré un geranio florecido y una nota suya: “Que los días te den fuerza y que las noches te cuiden. Que te visiten hermosos sueños.” Un gesto tan propio de él. Imaginé cómo habría removido el mundo para que alguien me trajera la maceta y la carta justo antes de mi llegada. Me sentí cuidada e infinitamente triste, y dispuesta a cualquier cosa para recuperarlo. Hubiese podido prometerle lo imposible. Porque la verdad es que cuando se tiene

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una vida hecha, no basta con enamorarse. También hay que tener espacio, serenidad, y conciencia de lo que no vamos a ceder. De modo que si esa noche hubiese llegado a acompañarme, le hubiera mentido. La huida loca del Pegaso había sido irreparable, pero seguía teniendo un fondo de verdad. >Como un conjuro y para recordarme a qué había venido, copié unas líneas del De Profundis, de Oscar Wilde. Dicen: “Cuando se ha pesado el Sol en la balanza y medido los pasos de la Luna, y trazado estrella por estrella el mapa de los siete cielos, aún queda uno mismo. ¿Quién puede calcular la órbita de su propia alma?” Entonces, mañana a mañana comencé a dibujar constelaciones, justo donde podía borrarlas la marea. Constelaciones tan efímeras como mis estados de ánimo. Y pensaba que en las líneas borradas por el agua iba quedando algo del alma que buscaba y quería escuchar. Necesité mucha voluntad para no huir. Para quedarme aquí, sola, con la memoria como única compañía. >Después fui a la ciudad y compré papel, cartulina, cartones. Pase días enteros construyendo cubos, cilindros, espirales, rejillas. Usé cola, pinturas, agua. Poco a poco volvió el placer de las formas y me encontré ocupada con un trozo de papel que podía haber sido una esfera del mundo, una luna llena, una moneda desgastada. Recordé los meses que torturé materiales sólo para calmar la ansiedad y vi la diferencia. El alma había comenzado a hablar y los fantasmas se estaban convirtiendo en compañeros gentiles. Desde entonces la visité casi todos los días. Mientras paseábamos, me contaba de un mundo lejano y sofisticado y a veces me hablaba de su amor. A veces me decía: “Es tan bello. Recuerdo las primeras noches en Amsterdam, su pelo, sus ojos transparentes en aquellos primeros días, cuando todo fue tan perfecto y diáfano. Pero cuando le fallé sus ojos se volvieron duros.”

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Una tarde notamos que en el aire comenzaba a haber sabor a invierno. “Tal vez haya llegado la hora de marcharme”, me dijo. A partir de entonces pasamos muchas horas envolviendo las delicadas construcciones de papel. Ella sonreía, tranquila y algo ensimismada, pensando acaso en su fuerza recuperada o en un nuevo miedo. El día que partió cargamos todas las cajas en mi jeep. También la maceta de geranios. Le regalé una fotografía en que se veía una esquina de la casa, la silla de lona agitada por el viento y su silueta dibujando en la arena mojada. Ella me regaló una escultura de madera, en parte obra del mar. Juntas cerramos la puerta del estelario. Antes de subir a su coche se volvió hacia la playa: “... Después de haber trazado estrella por estrella el mapa de los siete cielos”, murmuró. Supe muy poco de ella durante más de un año, pero nunca dejamos de estar en contacto. Un día recibí el catálogo de su nueva exposición. Había usado mi foto. Al pie decía: “Agradezco esta fotografía a mi amiga..., compañera de paseos y confidencias alumbradas por la Cruz del Sur. El estelario, esa casa tan pequeña como un guiño a la naturaleza, está hecho para recoger la luz. Aunque no tengo la pretensión de haber reflejado cabalmente esa atmósfera en mis esculturas, su creación se nutrió de constelaciones que casi se podían tocar y de los cambios de mareas que borraban mis dibujos en la arena.”

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Caleidoscopio

La vieja dama sabe que le queda poca vida. Aunque a veces la deseó, nunca fue presa de la enfermedad romántica que le hubiera permitido su último acto literario: visitar uno a uno a los hombres que había querido un tiempo y que guardó para siempre en el corazón. Había pensado llevarles el mismo regalo a todos, por ejemplo una libreta de papel de arroz, un abrecartas de sándalo que ya no abriría las suyas, o un caleidoscopio. Y se había reído de esa última maldad ideada, pensando que todos iban a creerse

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únicos, el destinatario elegido de esa ceremonia de despedida. Pero sabe que el tiempo pasó igual de cruel para todos y que sus antiguos amantes ya no están, o se han vuelto seniles.

Y cada mañana se sorprende un poco al volver a encontrarse ante las paredes de siempre, su ventana que mira gaviotas y golondrinas. Entonces aparta con cuidado el edredón y se observa los pies, milagrosamente intactos, con las uñas rojas. Los pies y las uñas lacadas son el último vínculo con el cuerpo que tuvo, con la mujer que fue. Pero odia los espejos, su imagen de lechucita. En esa cama se recuerda todavía tersa, cuando su piel apenas comenzaba a opacarse. Primero fue la línea misteriosa que le cruzó el labio superior y el vientre, más abajo del ombligo. Señales del final del ciclo de su madurez. Y la vejez llegó lentamente. Un día dejó de teñirse el pelo y las canas le brillaron como un halo. Se vio muy hermosa. Reconocía aún su mirada, la sonrisa con dientes casi infantiles. Y habiéndose despedido de su imagen, abolió los espejos.

Esa mañana recordaba el caleidoscopio que le hizo su padre con tres tiras de vidrio que envolvió en papel de diario para formar un prisma. Después de poner trocitos de papel en el interior, le había pasado el extraño objeto. Ella había mirado con un ojo y encontró la maravilla. Las formas que cambiaban, se multiplicaban y no se repetían jamás. No eran flores, ni estrellas, ni constelaciones. Eran las luces detrás de los párpados cuando los tocaba el sol, eran el viaje vertiginoso al sueño, lo más sorprendente, lo más bello. Tal vez sus viejos amantes no hubieran entendido. Tal vez en la niñez nunca se habían quedado prendidos en esos reflejos. Qué hubieran pensado de ella. Ahora su fantasía romántica le parece ridícula. Demasiado tarde. Sabe que hasta sus hijos y sus nietos ya se cansan de traerle noticias del mundo, de pintarle las uñas, de sacarla a veces a mirar el mar. Pero la gran luz no llega y tiene miedo. No quiere partir desde la penumbra. Quiere irse en plena lucidez.

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Y cada mañana de postergación espera una idea, una imagen como la del caleidoscopio, como la de la piel de sus brazos cuando todavía era tersa, como un traje dorado, o una jovencita bailando, o el perfume de las rosas una noche de luna llena. Algo que la ayude a seguir viviendo, a llenar la soledad de su cuarto donde cada objeto cuenta mil historias, todas perdidas en un tiempo ilimitado, vaporoso.

Para su familia había sido una niña algo rara. Después del caleidoscopio fueron las piedras, los guijarros, los restos de caracolas, de vidrio, de cerámica. Durante muchos veranos de la infancia fue haciendo un mosaico debajo de la palmera. Se levantaba al alba y recogía lo dejado por la primera marea. Después iba llenando su obra, combinando los colores y las texturas. Esa infancia solitaria preocupaba a su madre convencida de que de tanta soledad no se puede esperar nada bueno, sólo un exceso de ideas, sueños vagos, fantasías, como su eterna inapetencia porque no lograba encontrar el sabor exquisito, el que no existía. Pero su padre confiaba en que llegada la edad del matrimonio se convertiría en una mujer sensata y sensible, como debía ser.

Raimundo había entrado en su vida en esos primeros veranos de recoger guijarros. Algo mayor que ella, estaba dotado de belleza e imaginación, era esbelto y ágil, vital y complejo. Fue su primo favorito y su gran amor. Con él compartió el secreto de su jardín de colores y después cada cosa que pudo conmoverla, hacerla reír, provocarle una rabieta. Pero no se casaron como se habían prometido. Al crecer, Raimundo se convirtió en un joven atormentado y los dioses parecieron abandonarlo. Ella en cambio ganó en sensatez. Aunque la siguieran tildando de “original”, en todo hizo lo que se esperaba de ella. Su madre podía por fin estar tranquila. Raimundo iba de una aventura a otra, desaparecía y regresaba, cada vez más sombrío,

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más triste. No estuvo en su fiesta de matrimonio y sólo reapareció cuando ya estaba embarazada. Nunca olvidó ese abrazo, tanta nostalgia, tanto imposible.

Un día le avisaron que había muerto. Nadie explicó con claridad qué había pasado. Un virus fulminante, una enfermedad secreta. Pero nada de eso importaba mucho. No quiso mirarlo. Puso la mano en el cristal de su ataúd y sólo pronunció un reproche: “Me prometiste que ibas a acompañarme siempre.”

Con Raimundo se fueron los años luminosos. En el primer momento no supo que la desolación había entrado en su vida, una congoja sorda, súbita, como recorrer una ciudad desconocida con aguacero... porque ya nunca iba a llegar a un hotel y se iba a sacar los zapatos para mostrarle los pies mojados, manchados por el cuero, ni se reirían, secándose. Pero en verdad ese Raimundo había desaparecido mucho antes de su muerte física, la había abandonado mucho antes. Y tal vez sólo por eso se había encariñado con El Diplomático -siempre llamó así al que fuese su esposo- que la llevó por el mundo y le dio hijos y desapareció discretamente, dejándola en pleno esplendor.

Fue entonces cuando aparecieron otros hombres a los que quiso y trató con mimo, entretenida con el intrincado invento de una relación. Sólo la había herido la deslealtad, pero muy pocos fueron desleales. Con Raimundo había aprendido el dolor de querer y, extrañamente, al sentir el corazón atenazado, era él quien revivía, ocupando el lugar del que se iba.

Esa mañana volvió a sentirlo, ahí, a los pies de la cama. Percibió el destello de sus ojos tan asombrosamente jóvenes, la invitación con un gesto de la cabeza: “Vamos al mar”.

Nadie vendría hasta dentro de unas horas. ¿Sería capaz de bajar de la cama, de vestirse? Raimundo le sonreía:

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-Vamos al mar -insistió, y era su voz.-¿Podrías pasarme el vestido de seda verde y el collar de perlas? -le

pidió.-No puedo -respondió su voz-. ¿No ves que soy un fantasma?

Tendrás que hacerlo tú. Pero voy a esperarte. Ya no me iré.

Olga sonrió. No había perdido el humor. Tampoco en apariencia el ectoplasma de Raimundo había perdido el humor. Murmuró un verso con que a veces lo invocaba:“Del nicho helado en que los hombres te pusieronte bajaré a la tumba humilde y soleada.Que he de dormirme en ella los hombres no supieron,y que hemos de soñar sobre la misma almohada.”

-Y ahora me acompañarás al mar -le dijo-. Lástima que ya no podamos bailar en la playa.

Consiguió vestirse y encontrar el grueso collar de perlas y un bonito chal. Eligió para la ocasión su perfume de rosas. Consiguió asimismo caminar dignamente apoyada en su bastón de empuñadura de ámbar, salir sin que la viera el portero y hacer parar un taxi en la esquina.

-Raimundo -le dijo-. No me gusta nada que estés tan joven, pero me hace feliz que me acompañes, que hayas venido a buscarme.

El taxi la dejó en el paseo marítimo. Sólo tuvo que andar unos pasos hasta el banco, y lo hizo con elegancia. Era una bonita mañana transparente. Respiró hondo y puso la mano en el brazo de Raimundo, que se había sentado junto a ella. El sol en la cara y la alegría le dieron sueño. Cerró los ojos sintiendo que su peso leve se fundía en la levedad de él. Detrás de sus párpados comenzaron a bailar las estrellas, las figuras prodigiosas del caleidoscopio, la gran luz.

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La colcha granate

Querido Fernando:¿Te sorprende esta carta, después de tantos años, tanto silencio? No sé si irrumpo, no sé si tu corazón está en paz, o si te gustará saber de mí. No sé tampoco si me perdonaste, si es que hubo algo que perdonar. No nos encontramos nunca más, y como si hubiera habido una conjura de silencio, nadie volvió a nombrarte… Ni yo.

Es posible que te preguntes por qué hoy, cuando han pasado los años. ¿Por qué hoy, justamente?

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Esta tarde estaba en mi estudio mirando el vacío, esperando una idea. De pronto la radio trajo la voz de Leo Ferré y la sensación fue tan fuerte, tan real como si me hubiera desplazado en una estela que acababa en una colcha color granate que guardaba la luz de dos cuerpos muy jóvenes, tus manos que me inmovilizaban apoyadas en mis manos, los brazos en alto y tú sobre mí, cubriéndome entera, envolviendo mis pies con tus pies. El viento hacía trepidar la ventana húmeda de mar, empañada, esa noche de grandes olas y alguna gaviota trasnochadora.

Esto ocurrió hace unas horas y, tomada por sorpresa y más allá de cualquier freno razonable, empecé a hablar contigo, a decirte cosas que no sé si son del todo ciertas, así como no sé si algún día vas a leer lo que te he escrito pues, aunque podría encontrarte, no quiero, no sabría volver atrás. Por miedo a que ya no seas el que me enseñó palabras e imágenes, el que me amó antes de tiempo. Hace unos años la nostalgia era una tarde larga de primavera con ganas de tomar el auto e irme a un cerro. Imágenes: El aire está tibio y quieto, puede cantar un zorzal. A lo lejos diviso una pareja de enamorados (¿felices o desesperados, cómo saberlo? Tiendo a creer que son felices) y duele. Si tuviera un auto veloz manejaría sin detenerme hasta llegar al mar, hasta una hostería acogedora donde podría sentarme a mirar el infinito, con la misma soledad en los huesos; nada sucede. Estiro las piernas y las veo largas y esbeltas. Y me da un poco de risa. Sabes, sabías, que tiendo a reírme de mí misma. Sería tan fácil… Cuando ese hombre (que es atractivo, sin duda) me mira, podría moverme para que mi cuerpo diga: “quiero que me veas”, pero sólo grita “elegí estar sola”. Y después de pensar estas cosas absurdas, vuelvo a mi casa, al lugar al que pertenezco. Entro y dejo caer la chaqueta en un sillón. Me saco los zapatos porque odio el ruido de las pisadas, el ruido que podría hacer una visita cuyos pasos resuenan en el vacío de las paredes.

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-¿Cómo están los niños? –y ya me he entregado. -Están jugando en su pieza. Los niños son la realidad. La realidad buena. Voy a jugar con ellos. Sebastián me mira seriamente con sus ojos inteligentes y me dice: -Mamá. Tú eres una niñita. Tienes la misma edad que yo. -Entonces podríamos ser primos –propone Matías-. ¿Te gustaría jugar a los náufragos? Estoy contenta. -Señora, llamó don Cristián y dijo que están invitados a cenar –dice Noelia, con su acento del sur-. Que lo espere arreglada.

¿A dónde? ¿A dónde esta noche? Y “arreglada” quiere decir que el show es elegante y hay que repetir la fórmula de bañarse, perfumarse, ponerse el pijama de seda, la última novedad, porque no sigo la moda, sólo la invento. Porque me siento cómoda disfrazándome y siendo buena actriz. Me miro al espejo y me veo mejor que en la adolescencia, mejor que cuando me encontrabas bonita. Muevo el cuello, suficientemente largo, pero un poco musculoso. Buen perfume. Estiro la mano. Los brazos son algo nervudos, pero el movimiento tiene gracia, no en vano he pasado una vida haciendo yoga. Pestañas postizas. Misterio. Disfraz completo. Pienso que Cristián va a estar contento con mi aspecto. Se sentirá orgulloso. Y quizás se emborrache un poco y se ponga posesivo. Si bailamos, va a apretarme, pero no hay cuidado: la piel nos protege. Esa noche cada cual dormirá su propio sueño.

Empecé mal. Me fui por las ramas. Yo quería contarte mi historia de estos años y en el fondo te estoy hablando de soledad. Pero ¿quiénes no están solos, finalmente? Una pareja que se ama, sin duda, o tal vez un grupo de guerrilleros unidos por el peligro y un ideal común. Seguramente entre

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ellos se da un violento amor. O no. Veo sudor, carne magra, pecho al aire. Pero en la noche, en la zozobra de lo incierto, al dormirse con una mochila como almohada, en el campo o en una pieza de tránsito ¿en qué piensan? Tal vez la mano busque un vientre que no está, y sabrá que no hay nadie. Entonces ¿es la buena pareja humana lo único que se salva? De modo precario, sin embargo, en la calma de los días y las noches compartidas, pero llenas de esquinas, de acechanzas, con largas tardes inciertas, o momentos en que nos sorprende el viento en un puerto cualquiera, o que cruzamos una ciudad desconocida donde la gente vuelve a casa, o circula por las calles de siempre en la rutina diaria, viviendo los pequeños destinos, bien o mal, esclarecidos o estúpidos. Uno sabe que no pertenece. Sólo una sonrisa para el mozo de la estación, para el gasolinero. Se sigue de largo. Y qué importa.

Cuando nos conocimos en aquellas apasionadas reuniones de la universidad, no te oculté que estaba formalmente de novia con Cristián. Que Cristián pertenecía a mi clase y a mi mundo. Después te aclaré que pensaba llegar virgen al matrimonio. Pero aún así te dejé apoderarte de mí, ocupar mi vida, mis rincones, mi intimidad. Hasta que un buen día te llevaste mi preciosa virginidad. Era nuestro secreto. Y el amor, pero el miedo me paralizaba y tú… tú. Todavía no me atrevo a preguntártelo. Pero te quiero contar lo que recuerdo.

La pieza del hotel en Cartagena, donde fuiste con tu grupo a dar una función y donde escapándonos de todos dormimos juntos, tenía papel floreado, viejísimo, y una ampolleta colgando en lo alto, con su luz cruda. Lo primero que hiciste fue saltar para taparla con una toalla que se quemó. La cama de bronce tenía perillas, y la colcha era de raso color granate, un poco gastada, pero suave y tibia. Pasamos dos noches juntos. Si sumo nuestras noches juntos… ¿cuántas fueron?

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Cuando terminó la función y todos se fueron desperdigando, nos sentamos en una terraza a tomar unas vainas. Hablábamos sin parar, comiendo aceitunas y pan con ají. Se nos ocurrió pedir erizos, pero no había y nos fuimos a San Antonio a las 12 de la noche. Hasta que por fin encontramos el boliche de pescadores donde era la única mujer y estabas asustado. Pero yo, después de una botella de vino blanco me sentía algo más allá del bien y del mal. Por primera vez me desnudé contigo y tuve un poco de frío al principio, un cosquilleo de miedo, pero después fue bueno retozar y amarnos, ser tiernos e impúdicos, dormir y despertar juntos sin tener que levantarse a hurtadillas. Al amanecer nos despertó el viento que golpeaba la ventana. Entonces -¿te acuerdas?- saltaste de la cama envuelto en la colcha justo cuando la ventana se abrió con violencia llenando la pieza con una ráfaga de olor a mar; volaron las hojas de tu libreto y tú, tratando de atraparlas, primero en serio y después haciendo una pantomima desenfrenada, parecías un tribuno ridículo. Reírnos era en esos días una forma de conjurar la felicidad que se nos escapaba porque ninguno de los dos hacía nada por hacerla durar. Marcel Marceau te había invitado a trabajar con él en París. Y yo estaba “comprometida” y me enredaba entre el miedo y la lealtad hacia alguien que no me atrevía a herir porque había formado parte de mi vida casi desde que tenía recuerdos. Éramos, no obstante, tan jóvenes. Podríamos habernos permitido la aventura, la fuga. Pero ni tú ni yo. Ni tú ni yo. La despedida en Valparaíso fue horrorosa, entre todos los amigos, disimulando hasta el último beso. Pero después me llamaste. Una huelga de estibadores había detenido el barco carguero en Coquimbo y corrí a encontrarme contigo. Tuvimos cuatro días y cinco noches de hacer el amor, de comer mariscos y tomar vino blanco. De sentirte dormido sobre mi pecho y mirar tus cejas, el pliegue de tu boca. (“El corazón se

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me revienta, se me escapa del pecho, me duele. Imposible detener los momentos, hacer que no llegue la noche, pero sobre todo que no cante el gallo, que no llegue el día” decía un papel que no sé cómo sobrevivió muchos años hasta que desapareció al fin.)La última tarde sólo quería grabar tu imagen mientras bajábamos a la playa llena de gaviotas y pájaros niños. Nuestra llegada provocó el caos, alas, plumas, chillidos. Y nos dio pena haber despertado a un pingüino chiquito que dormía profundamente al borde del agua. El final se confunde con esa estampida de pájaros. O con un parto que es sólo desgarramiento, sólo líquido caliente. Tiempo de vivir y tiempo de morir. Nunca engendramos al hijo que nos hubiera salvado. (Te levantas de mí suavemente, con un último beso. Desde la ventana veo el barco que se aleja. Es un día de sol. De esos que dibujan las sombras. Hay que vivir, me digo. Es la luz del norte, la tierra seca, el corazón seco. Nunca más mi mano buscará tu cintura mientras duermes. Siempre llega la hora en que canta el gallo.) Cuando vuelvo, Cristián me preguntó por ti, sin ironía: -¿Se fue tu amigo? Supe entonces que lo sabía todo, aunque nunca volvimos a hablarlo. Sólo años más tarde. Cuando ni eso ni otras cosas podían herirnos. Dos meses después confirmaron la beca de Cristián. Había que partir, y rápido. En esas circunstancias conseguí que el matrimonio fuese una ceremonia civil, sin invitados. Nuestra vida en común empezó en Inglaterra, en un departamento con grandes ventanales, abierto a Primrose Hill. Poco a poco fuimos aprendiendo a convivir como los grandes amigos que éramos, sin amor. El amor aprendido en una cama de pensión barata, con ruido de olas y gaviotas, quedó guardado en la caja de Pandora.

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Entendí entonces que Cristián, de cuyo cariño no dudaba, más que nada me había necesitado para poder vivir en conformidad con su clase y su tiempo. Aunque fuese otro el latido de su corazón. Antes, sólo lo había visto feliz entre sus compañeros de universidad. Esos jóvenes apolíneos y talentosos. Y en Londres era lo mismo. Entre los jóvenes arquitectos del estudio sus ojos brillaban y de todo su cuerpo emanaba una energía que a mí me estaba negada. Y de pronto fue Gordon, los proyectos con Gordon. Noches enteras en el estudio. No obstante yo seguía sin darle un nombre a mi certeza. Mientras esperaba a Sebastián, yo también empecé a hacer diseños mezclando metales y piedras. Iba a ser madre. En ese estado de recogimiento profundo era capaz de ver el otro lado de la esfera del mundo en la profundidad de un ágata. Me encerré. Con un hijo podría ser lo que Cristián quería que fuera, sin esperar nada más. Podría regalarle una superficie tan tersa como la de mis ágatas, y su fondo hermético. Sólo supe de ti cuando volvimos, y todo lo que me contaron me dolió. Tenías una compañía de teatro comercial y te habías casado, ceremonia que celebraste con una fiesta rimbombante y absurda que despertó sospechas. ¿Dónde había quedado el puro? ¿El revolucionario? ¿Para qué había servido el tiempo que pasaste con Marceau? ¿Los proyectos para montar las grandes obras de Brecht? ¿El teatro popular? Yo no había sido capaz de romper con el único mundo que conocía y nunca dejé de reprochármelo, pero tú, tú, que habías sido tan estricto conmigo, que me habías puesto ante opciones tan en blanco y negro, resulta que habías hecho un matrimonio más burgués que el mío y habías abandonado los sueños. Aunque ¿qué hubieras tenido que ver tú con la mujer que iba a las inauguraciones y los estrenos, que estaba entre la gente linda fotografiada por la revista Paula? Que tenía algún que otro amante, además, porque en ese mundo la desolación justificaba cualquier abandono.

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Aún así, podría haber conservado la imagen de pareja, porque ya nada dolía. Pero Cristián, por fin, fue descarnadamente honesto.

Preparó un acto de despedida digno de él. Hacía meses que estábamos distanciados y sabía que tenía un nuevo amor, un joven muy bello y silencioso que lo acompañaría en la aventura que pensaba emprender en Tierra del Fuego. -Mañana parto a la Patagonia. Por favor, acompáñame y hablemos. Salimos. Cristián manejaba en silencio. -He arreglado todo para que no tengas que preocuparte por ningún asunto económico. Todo está en manos de nuestro abogado, así que sólo tienes que hablar con él. A mí me disgusta profundamente que al final haya que abordar una especie de transacción comercial, de modo que te pido que no caigamos en esos detalles. -De acuerdo –le dije. -¿Quieres ir a un restaurante? -No. Comenzamos a subir hacia Lo Curro y comprendí sus intenciones. Buscaba el escenario de nuestra adolescencia. La vieja casa de su padre. Lo miré y me miré en el retrovisor. Tenía el pelo largo, como entonces, pero aunque todavía me colgaba a un lado de la cara, no era el mismo pelo ni la misma cara. Un pequeño pliegue me iba cambiando la comisura de la boca. Cristián me pareció gastado. Ya no era el muchacho de ojos asombrados y brillantes. Ahora tenía la mirada fija de un ave nocturna. Siguió subiendo, siempre en silencio. Detuvo el auto y bajó, y me invitó a bajar. Nos sentamos en una piedra. -Mira como titilan las luces. Es tan bonito. Esta noche podríamos recorrer la suma de nuestra vida juntos, pero me falla el ánimo. Es mejor despedirse como amigos ¿no? Sin más, ya que somos amigos. Los dos sabemos.

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>Pero mira la ciudad. Hay otras vidas en esos puntos de luz. Hay otras parejas que están queriéndose o separándose, como nosotros. O celebran un nacimiento, o sufren angustia y duelo. Y nosotros hemos caminado por esas calles juntos o separados, sin mirarnos nunca desde arriba, minúsculos. Podría decirse que hemos sido poco lúcidos. No sonrías, por favor, poco lúcidos. Quisimos engañarnos… por cariño, por no defraudar. Pero no fue una buena causa. >Quiero, desde mañana, estar muerto para ti y mis hijos. Ellos deben olvidarme. No es bueno para dos muchachitos saber que tienen un padre maricón, aunque se haya enterrado en el último extremo del mundo. Y tú, no vuelvas a tenderme la mano, mi querida Manuela, porque ya no nos salvamos. Tendremos que aceptar lo que somos durante lo que nos queda de vida. No vamos a envejecer juntos y es penoso. Pero me alegra haber conocido tus primeras arruguitas y haberte visto contenta y enferma, llevando mis hijos en el vientre… aunque siempre sola, muy sola. No lo sabes ahora, pero algún día probablemente sabrás cómo es compartir realmente una vida. Cómo es amar sin trabas y sin miedo. >¿Dónde está Fernando ahora? –preguntó de pronto. -En alguna parte. Creo que vive en Valparaíso. -¿Por qué no te fuiste con él? -Por lo que acabas de decir. Por las trabas y el miedo. -¿Te gustaría buscarlo? -No. -A los errores hay que respetarlos y darles tiempo. Es la única manera de quedar en paz. Dame la mano. Me voy porque soy consciente de que es imposible seguir caminando juntos. But I love you dearly -¿de qué película se nos quedó esta frase de alguien que estaba despidiéndose?- y es contigo y con nuestros hijos con quienes he sido feliz y a quienes regresaré cada día, aunque nunca más pueda tocarlos.

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No se despidió de los niños. Tomó su mochila y me dio un beso. Lo único que sé de él es lo que me cuenta nuestro abogado. Cada día es más rico. Y ahora te debo una explicación. Sí. Tuve miedo. De tantas cosas. De tu determinación, de tu empecinamiento, de que quisieras cambiar el mundo, incluso el pequeño reducto que creía mi mundo. Tuve miedo, también, de que me llevaras a una vida ordenada y modesta, con esa modestia de buen revolucionario que va gritando su superioridad ética. ¡Cuánta arrogancia! No era, no soy así. Soy romántica y me equivoco y a veces me caigo de las cornisas, pero vivo con libertad y entereza. Anárquica y tal vez caprichosa. Trato, sin embargo, de ser justa. Sólo eso. Acaso esperé que te apoderaras de mí, que no me dejaras elegir, aunque el que había elegido eras tú. Eras un militante y todo lo que te enriqueciera como ser humano y artista –incluso yo-, se lo devolverías a La Causa. Eso era lo que en verdad importaba, aunque me amaras, aunque como yo esperaras cada mes el hijo que no concebimos. Sí, tendríamos que hablar. No para hacernos reproches. Sólo volver a hablar. Porque me ha dolido muchos años y hoy sé, con absoluta nitidez, que existe un ruidito que no olvido. El que hacían tus anteojos en el velador cuando los dejabas para volverte hacia mí, para hundirte en mi cuello, para amarme.

Escrito una tarde cualquiera. Escrito para ti y para el viento. Viajando en una colcha color granate.

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Paseo

El poeta danés recitaba:Je sais les cieux crevant en éclairs, et les trombes

Et les ressacs et les courants: je sais le soir, L’Aube exaltée ainsi qu’un peuple de colombes Et j’ai vu quelquefois ce que l’homme a cru voir!

Pronunciaba el francés con la entonación monótona de los nórdicos y la hacía recordar a Oscar Werner en Jules et Jim. Ese hombre solitario con un chaleco de lana que pide que no lo abandonen. Le hubiera gustado

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seguir oyéndolo muchas horas, muchos días. Pero ya había aprendido. Una voz, la intui ción de una borrasca sobre el Mar del Norte, no son suficientes. Los cinco habían salido de su encierro porque la mañana había amanecido soleada. Habían huido contentos como niños en el auto del lector italiano. Una editorial los había invitado a leer, a leer, a leer y había puesto una hermosa casa a su disposición. Se entendían en un idioma nórdico, una de sus asig naturas laterales en la univer sidad, que después se había convertido en especialidad. -Nadie habla este idioma voluntaria mente -dijo Giancarlo-. La pregunta es, queridos colegas: ¿Qué nos llevó a aprenderlo? Irina, la joven checa, esbelta y sonrosada, rió: -Yo me enamoré del profesor. -¿Dónde? -insistió Giancarlo. -En Praga. -Es el idioma de mis padres -dijo de golpe Dena, la norteamericana-. Ellos se marcharon durante la guerra, cuando yo acababa de nacer. Soy judía. Hubiera querido decirle que también era judía, pero no era cierto. Y aunque su familia se había desintegrado, sobre su espalda y en su corazón no pesaba un holocausto. Sólo una nube de cenizas. Giancarlo dijo: -Hasta aquí no hay motivos académicos. Yo vine un verano a ganar algún dinero para seguir estudiando en Peruggia. Me casé y me quedé diez años. Ahora estoy divorciado. -Para mí fue una ciudad, el agua, los nubarrones. También olores que me gustaron. Pero tienes razón, Giancarlo. Tampoco mis motivos fueron académicos. El poeta danés se encogió de hombros, mirándola: -Y yo ¿qué puedo decir? Había mucho viento en esa playa donde jugaban enormes perros belgas. La luz era tan pálida que ni el cielo ni el mar alcanzaban a teñirse de azul. El mar

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pardo como el café desleído de sus desayunos tenía vetas verdes y rincones sombríos. Pero estában contentos. En el viaje habían cantado Alouette, gentille alouette a coro y después había n tomado chocolate, dispuestos a disfrutar con cualquier cosa. Porque se habían escapado, porque ese día no leerían, porque había sol y viento. Miró a Dena que corría tras las gaviotas y se preguntó si sentía lo mismo que ella sentía a veces, en ese mundo que le gustaba y no era suyo, en que la única raíz era la memoria. Una vez tuvo una casa, padres, y una hermana que no era hija de su madre. Las separaban muchos años, pero la admiraba por su fuerza, porque en el campo hacía los trabajos de un hombre, porque a veces la llevaba a caballo y corrían, corrían, en un galope desbocado. Un día desapareció y nunca volvió a saber de ella. Su padre no quería nombrarla. Tampoco su madre. Los dos envejecieron, y fueron quedándose inmóviles mientras sobre la quinta se abatían las plagas. La casa perdió la luz, las cortinas juntaron polvo. Ella comprendió lo que significaba ser hija de viejos y estar atrapada en un tiempo de rutinas insignificantes y tediosas. ¡Oh, Dios, tenía que irse! Entonces, en un cajón de su padre, encontró una carta de su hermana. Sin abrirla, la había tirado allí hacía más de un año. El matasellos sugería el trópico y otros colores. Decía muy poco. Hablaba de una vida tranquila, de un marido, y preguntaba, probablemente por milésima vez, por qué la habían negado. Así comenzó su proyecto de huida. Así comenzó su huida. Finalmente un canto de pájaros la despertó antes del amanecer. La naturaleza hacía ruido, tenía un olor dulzón que se le pegaba en la boca. Y ahí estaba su hermana. Mayor, más fuerte. Ahora tenía una moto. Se agarraba a ella con

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la misma confianza que cuando galopaban. Volvían a ser niñas. Cuando su marido trabajaba, se quedaban comiendo fruta, riéndose por su parecido, especialmente una calidad lechosa de la piel que la hacía brillar en la oscuridad. -Somos fosforescentes -le decía la hermana. -Somos fuegos fatuos -decía ella. Pues sin que ninguna de las dos lograra explicarlo, también ella había desaparecido. También la habían negado, pero era casi lo mejor, porque no quería volver atrás: “Madame Ivonne, la cruz del sur fue como un sino”, cantaba echándose una boa de plumas negras sobre los hombros. Pero su sino iba a ser la estrella polar. Su hermana se quedó en su Arcadia de pájaros y frutas, y ella viajó hacia el frío. En un lugar de ese mundo tuvo un hogar. Tuvo amor, niños y perros, y después... ¿Cuándo fue el primer indicio? ¿Qué cambio impalpable anunció el desamor? ¿En qué momento la vida se cargó de recelos y silencio? Recuerda el día en que se tocó un brazo y le pareció tan suave que quiso que alguien más lo tocara. Pero no recuerda, no consigue imaginar las primeras señales antes de las pequeñas mentiras, las pequeñas traiciones, las grandes traiciones. Mira por la ventana. Su habitación tiene tres grandes ventanas y nunca cierra las cortinas. Los vecinos de enfrente tampoco bajan sus cortinas. Ve tres vidas. Cada vez que levanta la vista de los libros y sus informes, ve el tapiz de tres vidas: la pareja joven con su niñito e interminables horas de comida cucharada a cucharada; la mujer mayor que le recuerda a su hermana y que cuida a su marido en silla de ruedas; el pintor que a veces recibe a una amiga alta y rubia, pero que casi siempre está solo ante una

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tela que no alcanza a distinguir. A veces miran hacia su ventana. La mujer mayor sirve el té a su esposo y lo ayuda porque a él le tiemblan las manos. Hace dos años su hermana le escribió que su marido comenzaba a olvidar cosas y se hacía viejo. También le escribió que lo amaba mucho. Raro, pensó, porque siempre los vi discutiendo, pero... ¿quién sabe? ¿Cuál es la calidad de la pareja que la hace indisoluble? No lo sabía, aunque también ella había querido y se había prodigado. También ella había preparado infinitos cafés con leche, había horneado cerros de galletas y en verano había embotellado frutas en aguar dien te, como en la quinta. También ella. Hubo un tiempo en que también ella... Y ahora mira por la ventana. Por la mañana desayuna con los colegas y comentan los libros, comentan algún juego de palabras, cualquier detalle que les haya parecido curioso. Vién dolos tan gentiles y esclarecidos, piensa en sus vidas secre tas. ¿Qué son cuando se acaba la tregua, esta pausa en la tierra de nadie? ¿Qué son todos ellos fuera del amparo de esta casa bonita en este país bonito? El poeta danés señala un punto en el horizonte. -Un faro -dice. En un impulso ella murmura: -Hamlet, príncipe de Dinamarca. Sonríe, sonríen. Un enorme perro Bouvier de Flandes se acerca corriendo y se sacude el agua y la arena junto a sus piernas. Para limpiarse la arena, se apoya en su brazo. Le gusta la calidad tosca de su chomba de lana, la firmeza del brazo. Fácil. No retirar la mano. Apoyarse de veras. Acercarse a la orilla de ese mar barroso, fijar la vista en el faro, o en un nubarrón, y seguir hablando en francés como en una película de hacía tantos años, o hacerlo recitar en danés. Las cosas que siempre la entretienen, la complicidad de las palabras, aunque sólo sean

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sonidos. Pero no quiso que la cobijara cuando cayeron las primeras gotas de lluvia. De pronto era otra lluvia, y ella volvía a ser extranjera.

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Madame

-Colgaba del precipicio como una flor. Su vestido era blanco y vaporoso. Eso contaba mi tío Severo y por eso no dudó en arriesgar la vida para salvarla -estaba diciendo el padre. El padre se emborrachaba con sus amigos. Estaban en su barco. Se había vestido de capitán, pero el mar agitado sólo le servía de pretexto para abrir botellas de whisky. Sus amigos lo rodeaban entretenidos y a Clara le llamó la atención su historia. Pocas veces lo había visto tan lúcido. Para ella había sido siempre un gigantón rubio y algo adormilado que aceptaba con resignación de niño la solicitud de su amante. Le costaba imaginarlo como el padre dominante y violento, temido por Javier.

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Y ese día de viento y gran marejada estaba contento. Todos estaban contentos, aunque Clara se sentía cohibida entre ese grupo de personas mayores, y en ese papel un poco ridículo de novia del hijo. Pero Javier la había llevado a proa y cuando comenzó a salpicar la espuma de las grandes olas la había abrazado. Alguien tomó una foto que le mostrarían muchos años más tarde: Alicia en el País de las Maravillas y el Príncipe Valiente. Cuando el capitán comenzó a cambiar de rumbo, hizo señas para que entraran y el padre de Javier los acogió con un gesto y sin interrumpir el relato. -En el instante en que el tío Severo vio el cuerpo reposando en el saledizo de rocas y matojos, dio unas voces para pedir ayuda y sin pensarlo dos veces comenzó a bajar la pared de piedra agarrándose con las manos. Al llegar donde estaba la joven, observó que no parecía mal herida. Mientras tanto ya se habían reunido los vecinos que dejaron caer unas cuerdas. La subida fue agotadora, pero finalmente unos brazos sostuvieron a la joven y él pudo dejar su carga. Estaba mareado: sólo veía puntos de colores. Después alguien le pasó una toalla empapada en agua fría. Recién entonces comenzó a tomar conciencia de su acción. >Había llegado la noche anterior a ese pueblo del mediodía francés y esa mañana había salido a dar un paseo con intención de recrearse en el panorama, con el mar a lo lejos. Pero a poco andar captó su atención ese punto blanco que resultó ser una mujer. No pensó en ese momento por qué había caído, ni en el prodigio de que la hubiese sostenido una saliente en la cual crecían unos arbustos achaparrados por el viento. Sólo pensó que debía hacer algo. >El pueblo lo acogió como a un héroe y esa tarde, entre cojines mullidos y con las manos bien vendadas, recibió a la patrona que le traía caldo en una sopera. “Tendré que dárselo en la boca”, le dijo con aire satisfecho. Mi tío aceptó, porque tenía mucha hambre. “Ya no está mareado ¿no?”, le dijo la mujer. “Apenas la atendió a ella, el doctor vino a hacerle

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sus curaciones. ¡Pobre doctor! ¡Su propia hija! Y puedo asegurarle que nadie la empujó. Tal vez se acercó mucho a la orilla y perdió el equilibrio, o la arrastró una ráfaga de viento, pero esas son cosas que le pueden pasar a un niño pequeño. No a una adulta. ¿Por qué lo habrá hecho?” >Con el segundo tazón de caldo la mujer siguió reflexionando sobre sus motivos. Mi tío retuvo: solitaria y rara, toca muy bien el piano y últimamente pasaba días enteros en la iglesia, practicando en un clavecín. Aunque era muy agraciada, no se le conocían más amores que la música. Destinada a vestir santos, sentenció la mujer. >Apenas pudo moverse, mi tío fue a presentar sus respetos a la familia. Quería interesarse por el estado de la joven y agradecer al doctor sus buenos cuidados. Éste había vuelto a visitarlo, pero se había limitado a dar instrucciones a la patrona. >Lo recibieron con la amabilidad que merecía su acción y le informaron que Elodie sólo sufría un estado de confusión y desorden emocional. La tranquilizaban con infusión de amapolas. También era posible que tuviera alguna costilla rota. Estaba fuera de peligro. >Mi tío volvió dos días después con un ramo de flores y pudo verla. Tenía la cara magullada y parecía un tanto adormecida por el láudano. Pero le agradeció las flores con una sonrisa entre terca y culpable. >Mi tío, que ya se había enamorado de la historia, de su propio heroísmo y los cortes en sus manos, ese día se enamoró de ella. >Todo el pueblo admiraba al valiente sudamericano y cuando sondeó con la patrona si podría ser aceptado como pretendiente de la joven, la noticia corrió más rápida que el azogue. Por supuesto la patrona lo animó a pedir la autorización de la familia para cortejarla. >Todos se alegraron, menos Elodie, que pasó tres días llorando. Al cabo de los tres días, lo despertó un golpe en su ventana. En el balconcillo había caído una piedra envuelta en un papel. Era una nota de Elodie que le daba cita para la mañana siguiente, casi al alba.

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>Se encontraron en el bosque de pinos. Elodie tenía los ojos hinchados y apenas lo vio volvió a llorar. Era la primera vez que tenían la ocasión de charlar y mí tío estaba emocionado y perplejo. La joven se sentó en un tronco y comenzó a hablar: >-Me casaré con usted -le dijo- si usted me acepta después de lo que tengo que contar. Sencillamente se trata de que je suis deshonnorée. >-Queda más bonito en francés -intercaló el padre-. Elodie siguió su historia: >-Todos los días iba a practicar en el clavecín de la iglesia. Era muy feliz. El párroco es mi amigo y entiende lo que significa la música para mí. Sé que no es posible, pero hubiese querido que toda mi vida hubiese seguido así. Un día llegó Albert, el sobrino del párroco. Es seminarista. Nos hicimos amigos. Nos hicimos amigos y... nos enamoramos. También pecamos. Pero Albert, sintiéndose culpable, decidió volver al seminario sin despedirse siquiera... y... me parece que estoy embarazada. Por eso salté al abismo. >En un instante el tío Severo pensó que quien salva una vida se hace responsable de ella. Se casaría. Era rico. La llevaría lejos. Nadie conocería su deshonra. >Con el pretexto de que su barco estaba a punto de zarpar desde Marsella, se casaron dos semanas después. En Marsella la alcanzó una carta. Decía: “Lo he dejado todo. Espérame. A.” >Pero ya era demasiado tarde para el seminarista. El niño nació en el fundo. Después, cuando el tío empezó sus negocios pesqueros, compró la isla que vamos a visitar. Finalmente pudo sentirse seguro de que el seminarista no los alcanzaría. Aunque en su fuero interno sabía que era un pusilánime, incapaz de sobrevivir a un viaje a las antípodas. Yo estoy convencido de que aunque mi tío siempre lo trató como a un hijo, Claude no lleva nuestra sangre. También es un pusilánime que jamás ha salido de la isla, aunque habla en francés con Madame.

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El señor calló y le pidió a su amiga que le sirviera más whisky y pusiera un disco de Patachou. Clara miró a Javier, esperando que añadiera algo, pero él le dijo que jamás los había visto, porque la familia nunca había aceptado ni a Madame ni a su hijo. -La isla es bastante grande -añadió Javier- y nosotros sólo vamos a la hostería y la terma que no está cerca de donde tienen la casa. Pero si te da curiosidad, Clarita, podríamos intentar acercarnos.

La hostería era una construcción de madera con un gran comedor y dormitorios minúsculos. Al final del corredor había un baño enorme y frío. Habían llegado anocheciendo y ya los esperaban con cena. El padre, que había dormido una larga siesta, apareció compuesto y radiante. Del barco habían bajado unas cajas de vino blanco y como era previsible, comieron mariscos hasta el hartazgo y volvieron a emborracharse. Javier estaba tenso. No le gustaba que Clara oyera conversaciones soeces. Para tranquilizarlo, ella se retiró a su habitación -un pequeño cuarto crujiente con olor a madera- y se durmió como si siguiera sobre el mar inquieto. Despertó muy temprano y salió. Estaban en una ensenada formada por un glaciar, el agua era color esmeralda, algo lechosa, y el bosque bajaba tupido hasta el mar, donde se internaba en un tejido de raíces. Todo estaba completamente inmóvil. De pronto aparecieron tres focas pequeñas y negras que se alejaron retozando. Entonces Clara oyó la voz del padre: -Desayuno, señorita, para después tomar un baño. Cuando bajó a la terma, que era una piscina de agua burbujeante en la roca, el padre ya estaba flotando, rosado y apacible. El agua hacía un efecto de lupa y su cuerpo parecía gigantesco e impreciso. Después Javier fue a buscarla y ella salió del agua sintiéndose liviana y algo mareada.

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-Nos vamos a dar un paseo -le anunció Javier. Pidieron un bote y una cesta con merienda, y recorrieron la costa de la isla. Bajaron en una playa de troncos plateados, rodeada de bosque impenetrable. -Una vez vi en esta playa una pareja de pumas. Se levantaron lentamente, nos miraron con desdén y desaparecieron -le contó Javier añadiendo enigmáticamente-, y nosotros hemos desembarcado en su playa. Un zarpazo, recordaría Clara años después.

Javier le tomó la mano y se quedó ensimismado mirando los troncos pulidos por el mar y el tiempo, transformados en esculturas plateadas. -Cuando estuve en París -le dijo-, me gustaba mirar Notre Dame. Recuerdo un día muy claro que estaba formándose en tormenta, de modo que unos vitrales recibían la luz y otros reflejaban las tinieblas. Entonces pensé que si hay Dios, si tiene una manifestación en nosotros, es en esa capacidad humana de crear belleza, de trabajar cientos de años y dejar la vida en algo tan intangible como un rayo de sol a través de un cristal. Pero aquí la belleza no es creación de nadie. Es sólo el tiempo y el agua. Cambió de tema: -A mi papá le encanta la historia de Madame. Le encanta eso de “colgaba del precipicio como una flor”. Lo he escuchado cambiar la historia muchas veces, pero nunca se olvida de ese comienzo. En verdad es bonito. Hay mujeres que son como flores. Tú eres una flor. Clara sintió el corazón anhelante y confundido.

-Y ahora llegamos al territorio de Madame -dijo tras un rato de remar en silencio. Caminaban por un bosque de manzanos. No veían la casa, pero a lo lejos divisaron un hombre alto que se paseaba absorto. De cuando

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en cuando se detenía y parecía hablar con los árboles. El pelo blanco y muy liso le colgaba a los lados de la cara. Llevaba una varilla que a veces levantaba en dirección a los árboles, para enfatizar su perorata. -Ese debe de ser Claude -dijo Clara- porque está hablando en francés. -¡Claude! -lo llamó Javier. El hombre los miró casi con miedo, pero Javier se adelantó y le explicó que eran de la familia. Entonces su expresión fue de desconcierto: -¿Aquí? -preguntó. -Mi padre y yo, y mi novia. Nosotros hemos venido a verlos. -Madame no esperaba visitas -insistió desconfiado. -Es que no nos esperaba, pero se nos ocurrió venir. Mi papá se quedó en la terma. -Pero tal vez Madame se alegre de tener visitas- dijo finalmente poniéndose a andar. Lo siguieron. -Está tocando arreboles -comentó Clara con risa, mirando a Javier. Cuando era una niñita llamaba arreboles a los acordes apasionados de las sonatas de Beethoven. Los arreboles los envolvieron, casi hacían vibrar la tierra. Por la expresión de Claude comprendieron que no había que interrumpir a Madame cuando estaba ante el piano y se quedaron inmóviles en la entrada de esa casa grande y adusta, rodeada de árboles que la obscurecían. Luego, en una pausa, Claude los hizo pasar haciéndoles grandes señas de no romper el silencio. Madame no los vio. A contraluz, su figura leve envuelta en un chal negro, parecía casi inmaterial, un invento de la imaginación. Pero entonces

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volvió a poner las manos en el teclado y fue construyendo una melodía exquisita, ligeramente ácida, angulosa. -Es Satie -le susurró Clara al oído. -Pedante -fue la respuesta y ella estuvo a punto de atragantarse de risa. Estaban en una sala alta y muy oscura. Había dos sillones de ébano con desconchadas incrustaciones de madreperla, un sofá de felpa color palo de rosa, un aparador con cubierta de alabastro, alfombras indias en el suelo. De una pared colgaba un gran retrato de una joven vestida de blanco con un perrito Pomerania, también blanco. ¿Madame o las fantasías del tío Severo? Finalmente dejó de tocar y Claude se acercó a su oído. Entonces los miró, sin moverse ni hablar. -Pueden saludarla -anunció Claude. Ella esperaba erguida como una reina. Javier se presentó como su sobrino nieto. Clara le dijo en su mejor francés y mientras Javier le hacía gestos secretos para hacerla perder la compostura, que le encantaba Satie. Madame sonrió, pero no dijo nada. En cambio le hizo un gesto a Claude para que la ayudara a levantarse. Era alta y muy delgada. Les dirigió una última sonrisa de solista que abandona la escena y, ayudada por Claude, desapareció en otra habitación. Estaban perplejos, pero no se atrevían a marcharse sin más. Pero el tiempo pasaba y a Clara la intranquilizaba la idea del anochecer. Finalmente volvió Claude. Traía una cajita de porcelana azul, con un borde dorado. -Se la manda Madame -dijo pasándosela a Clara-. Está contenta de que conozca a Satie.

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Era el final de la visita. Volvieron al bote en silencio. Remaron en silencio. -Estoy impesionado -fue el único comentario de Javier. Clara apretaba la cajita, pequeña como una nuez. No sabía qué decir. No hubiera podido hacer un comentario mundano. Cuando desembarcaron el padre los recibió sonriente y malicioso, imaginando el transcurso posible de una larga tarde en la naturaleza. Y ellos, tácitamente de acuerdo, no mencionaron la visita a Madame.

Un año después Clara y Javier se habían casado. Ella supo desde el principio que no serían felices. Un fin de semana que pasaban en un balneario, Clara se retiró temprano. Muy entrada la noche, despertó aterida. Javier no estaba con ella. Cubriéndose con un abrigo salió a buscarlo. El salón estaba a oscuras y en la chimenea sólo quedaban brasas apagándose. Se acercó al calor y tal vez dormitó un poco. Después volvió a su habitación. Detrás de una puerta oyó la voz de Javier. Esa noche tuvo tercianas y náuseas y se juró que nunca volvería a sufrir de ese modo. Cuando Javier abrió la puerta al amanecer, su corazón se había cerrado. No necesitó decir nada. Pero lo quedaba el recuerdo. A veces, sólo a veces, volvía a ver el mar esmeralda, volvía a imaginar una pareja de pumas siempre esfumándose, como un dibujo de humo. Y recordaba que había intuido sus zarpazos.

Pasaron los años. Clara se había instalado en una vida hecha de rutinas, renunciaciones y silencio. Había encontrado, no obstante, un cierto equilibrio. Trabajaba con Javier. Proyectaban juntos hermosos escenarios. Javier desaparecía a menudo, pero en ese mundo abigarrado del teatro, a

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nadie le llamaba la atención. A veces Clara también desaparecía. Y seguían juntos porque a la hora de proyectar eran uno, porque se trataban bien, porque a veces los dos recordaban, porque los misterios de las parejas son los misterios de las parejas.

Una tarde a Clara le llamó la atención una figura alta de hombros cargados y pelo y traje blanco. Caminaba abstraído, hablando para sí. -¿Claude? -lo llamó desde el coche. Claude la miró sin sorprenderse y Clara fue a su encuentro. Claude le dijo en francés: -Madame est malade. Une maladie de l’âme. Elle veux partir. -¿Se irán a Francia? -No -respondió Claude-. Ella se irá. Clara comprendió que Madame estaba muriéndose. -¿Puedo verla? -le preguntó.

A la tarde siguiente Clara se encontró recorriendo los corredores de una residencia de monjas hospitalarias. Había un patio central con rosales y jazmines que rodeaban una gruta. También había árboles frutales y pájaros que picoteaban los restos de fruta. Claude vino a recibirla. Había conseguido permiso para acompañar a Madame día y noche. -Ahora no tengo piano, señorita -fue lo primero que le dijo. Estaba muy delgada, pero conservaba la elegancia. Clara pensó que las mujeres desdichadas y dignas mantienen el esqueleto muy erguido y se preguntó, recordando la disciplina con que en ciertas ocasiones se obligaba a levantar la cabeza, si ése iba a ser su caso. Madame siguió hablando: -Me han traído aquí porque Claude tiene miedo de que me muera y

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no saber qué hacer con mis restos. Pero no tengo el piano y estos días se hacen infinitos. La única música es el canto de los pájaros y los ruidos de la ciudad, pero mi cabeza ya no puede formar melodías. Al retirarse habló con las monjas. No. No tenían un piano. ¿Les importaría si ella traía uno? No. La anciana dama estaba tan débil que no podría sacarle mucho sonido. Además cuidaban a otras ancianas que estaban dementes. La música no podría hacerles mal. Clara gastó el sueldo de ese mes en un piano vertical.

Para celebrarlo, Madame tocó unos preludios de Chopin. Después pidió que les trajeran té. -Claude, hoy me siento muy bien. Me gustaría que me cuentes… Claude se levantó y comenzó a recitar en francés: “Hace una semana he llegado a Panamá con un contrato para trabajar en los almacenes del Canal. Hace mucho calor y los insectos se ensañan con mis brazos, mi cara, mis pies. De noche nos protegemos con un mosquitero. Pero no me quejo porque el trabajo no es demasiado duro y pienso que día a día voy acercándome un poco más a ti, mi amor.” Madame sonreía, con los ojos cerrados. Después miró a Claude casi con dureza y le dijo: -Ahora Claude, acompaña a la señora. Clara se despidió y en el jardín le preguntó a Claude qué había recitado. -Son las cartas de Albert, mi padre. Un día la dama estuvo locuaz, y en lugar de sentarse ante el piano, comenzó a desgranar recuerdos: -Severo siempre supo que Claude era hijo de Albert. Por eso se negó a quererlo y lo entregó a un ama de cría. Yo sólo podía verlo casi a

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escondidas. Pero lo más raro fue que Claude aprendió a hablar en francés. Así nos comunicábamos y Severo no podía oponerse.>Entonces vivíamos en el fundo y no era una mala vida. Severo me compró un piano excelente y yo tocaba para él. Pero nunca aprendí las gracias sociales de las mujeres de este país y poco a poco nos fuimos quedando solos. Claude era raro. Demasiado huraño, demasiado ensimismado. >Cuando tenía unos diez años, Severo empezó un negocio en el sur, la fábrica de conservas. Recuerdo las manos enrojecidas y siempre mojadas de las mujeres que envasaban el marisco. Sacaban carretillas de conchas y las echaban en una pila que en un instante se cubría de tiuques y gaviotas. Pájaros feroces. El olor de los peroles donde hervían el marisco era nauseabundo. Recuerdo… Si no hubiera sido por las cartas. Las cartas empezaron a llegarme justo antes de irnos al sur. Yo pensé que nos íbamos porque Severo tenía miedo. Mientras tanto, entre tazas de té y preludios, Claude seguía recitando: “Un pájaro tenía el pecho azul y el otro era encarnado. Puse agua para ellos, algunas migas y fruta. Así se fueron acercando. Ahora vienen siempre y me distraen con sus colores y sus trinos. Pero a veces me hundo en la desesperanza. No sé si algún día podré llegar al remoto país donde vives. Ni cómo podré arrancarte de tu vida de dama.” Madame cerraba los ojos y sonreía apenas. A veces hablaba:-Al principio la casa estaba al lado de la fábrica y Severo solía marcharse con los barcos. Siempre me pregunté por qué había elegido una vida tan dura. Tan dura que lo fue endureciendo. Yo era buena y amable con él, pero sólo recibía miradas furtivas y a Claude no le hablaba. Dejó de sentarse a escucharme. Y a mí me asustaba la soledad. Al principio sólo oía graznidos. -A veces llegaban cartas -intercaló Claude-. Las traía un niño. Algunas eran de la familia de Francia, pero de vez en cuando llegaba carta de Albert.

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-Las cartas -murmuró Madame- …Todas venían de Panamá. Albert vivió muchos años en Panamá. Claude miró a Clara y le hizo un gesto. Clara no dijo nada y Madame se quedó mirando por la ventana. Claude recitó: “Querida Elodie: Es la estación de las lluvias y al amanecer me despiertan miles de sonidos. Los truenos traen aguaceros. Sólo segundos en que el cielo se desborda. A pesar del calor, la humedad se me va metiendo en los huesos y recuerdo entonces el país de los cerezos, las primaveras amables. Te recuerdo en el país de los cerezos.” Madame seguía mirando por la ventana y de pronto dijo, con la voz seca: -Claude, si quieres puedes contárselo a Clara. Claude se arregló la caída de la chaqueta de lino. Parecía prepararse para pronunciar un discurso, pero sólo dijo: -Las cartas de Albert las escribía Severo. Madame encontró las huellas en un secante. Entonces supo la verdad, pero nunca dijo nada. -¿Por qué? -preguntó Clara, asombrada. -Posiblemente porque me quería -susurró Madame sin ninguna emoción.

Esa noche Clara le contó a Javier lo que había sabido. -¿Por qué? –volvió a preguntar-. ¿Qué crees tú? -Tal vez Severo era un romántico y se alimentaba con ese equívoco, y así mantenía vivos sus celos. O tal vez era simplemente bueno y quería alegrarla. Y tal vez ella, al descubrirlo, supo que Severo la quería. -Nunca hablaron -reflexionó Clara-. Nunca fueron una pareja. Ella aceptó su destino, el destierro, el desamor. Sólo tenía a su hijo y su música. Pobre Madame. Pobres mujeres de esos años -captó la nota de crispación

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en su voz y se puso en guardia contra ella misma-. Hoy ninguna mujer está obligada a sufrir en silencio. De ella depende ahuecar el ala y volar.

Pero Clara sabía que ella no era mujer de ahuecar el ala. Lo pensaba a veces mirando las gaviotas que esperan la exacta corriente de viento para dejarse llevar y definir su rumbo. No sabía cuál era su rumbo. No habían llegado hijos a su matrimonio que se había ido quedando inane. Pero no era la falta de hijos, que tal vez hubieran desorganizado ese acuerdo estético, los cuerpos que se mueven al mismo ritmo frente a la gran mesa de trabajo, la minucia de las maquetas, las conversaciones, el reposo, ese estar juntos y perfectamente ausentes todas esas horas de soledad tan cuidada; era una especie de parálisis, de aceptación de que entre ellos sólo era posible inventar escenarios, el marco para una situación creada por otros, con principio y fin, no como la vida que se prolonga y pierde momentum, esa palabra gringa que le gustaba. Su vida con Javier ¿tuvo momentum alguna vez? ¿No fue más bien ir haciendo lo que todos esperaban de ellos como de los niños obedientes? ¿Cuándo supo que ese matrimonio nunca acabaría de cumplirse? ¿En qué se diferenciaba de Madame, cincuenta o más años después? Encontraba algo de sí misma en la anciana dama que por lo menos había tenido el valor de ser deshonnorée y dejarse arrastrar al fin del mundo, lejos del país de los cerezos, lejos del amante pusilánime. Valientemente enquistada en sí misma, resistiendo a Severo con amabilidad, con gestos corteses, cuidando el secreto enloquecido: haber descubierto su amor y su dulzura cuando ya era demasiado tarde.

Madame se apagaba día a día y Claude había entrado en una especie de delirio. Cada vez que los visitaba, Claude creaba otra carta, más olor a papayas, más calor insoportable, más muertes de malaria, más imposibles.

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Madame ya no tocaba el piano. A veces Claude abría la tapa, sentaba a Madame en el taburete y ella apoyaba la mano fina y todavía fuerte, pero la abandonaba sobre el teclado, como en un diálogo secreto, ahora silencioso. Un amanecer sonó el teléfono: -Elle veux partir, elle veux partir. Clara y Javier corrieron a la casa de reposo. Claude le sostenía la mano con los ojos fijos en una vena de la sien que seguía palpitando. Y le hablaba del país de los cerezos, de Marsella que nunca había conocido, le hablaba de los acantilados y los meandros, el Mediterráneo, nombraba ciudades: Montpellier, Beziers. Le contaba la desembocadura del Ródano, los caballos libres de la Camarga. Y la hora en que sale el sol sobre el mar. Ella respiraba apenas. No notaron cuando dejó de respirar. Y Claude siguió hablando.

Clara y Javier lo dejaron solo con su madre. Después entraron las monjas. Madame sería enterrada, pero Claude se opuso con una firmeza insospechada. Quería tener sus cenizas y llevarlas a su isla, o tal vez, algún día, devolverlas a su país de origen. No obstante cumplieron con todos los ritos católicos, y la familia de Javier -o por lo menos aquellos que conocían la existencia de la anciana- se presentó a despedirla, acaso por curiosidad, acaso por lástima.Después de la ceremonia Clara y Javier acompañaron a Claude a la estación. Con sus maletas y su ánfora que llevaba como si fuese una maceta, les pareció más frágil, más desorientado. Lo instalaron en su asiento. Le dijeron muchas palabras tranquilizadoras. Claude se tironeaba la chaqueta del traje blanco, se peinaba con los dedos los mechones de pelo liviano y liso que le caían sobre la cara. Estaría solo por primera vez y lo esperaba

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un largo viaje. Por fin el tren se puso en movimiento. Desde el andén Clara y Javier siguieron mirando su cara pálida, sus grandes ojos tristes, la mano apoyada en el cristal, tan parecida a la mano que en sus últimos días Madame apoyaba sobre el teclado. Cuando desapareció, buscaron la salida de la estación. Clara se detuvo. Vaciló. Después besó a Javier en la mejilla, retrocedió un paso y siguió andando sola, en otra dirección.

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El gran azul

A los treinta años el poeta atravesaba una crisis: las dificultades del oficio y algunos ejemplos inalcanzables lo habían hundido en dudas y excesos paralizantes. Además la crítica comenzaba a retener su nombre. Motivos suficientes para desencadenar miedos y perder el rumbo.

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Marthe se lo encontró en un sofá de su casa una mañana de domingo. No lo conocía ni imaginaba quién lo había dejado allí. La fiesta había sido tumultuosa y ella, atosigada de humo e ingenio, se había ido a la cama mucho antes de que sus invitados pensaran en retirarse. Era una mujer eficaz e independiente y el hallazgo del poeta dormido no la asustó. Esperaría a que despertara y, mirándolo, pensó que tal vez había llegado la hora de tener un hombre en casa. Ese mismo día Marthe comenzó la construcción de El Poeta. Le dio confianza, controló sus excesos, vigiló que nada perturbara sus horas de trabajo, sus rarezas, su soledad a veces. Se adelantó en todo, incluso en el amor. Él se dejó querer y algunas de sus poesías, no muchas, hablaron de la mujer fuerte, de la compañera. A veces la llamó Diótima. La conferencia fue un éxito como siempre que al poeta se le sentaba un ángel en el hombro, ese otro yo que se apoderaba de él y lo hacía seducir e ironizar, jugar con enigmas y paradojas, y acabar con todo “suficientemente confuso” -como le gustaba decir- y un auditorio perplejo y encantado. Esta vez su público respondió haciéndole preguntas originales y rotundas, y él comentó que en esa ciudad siempre reencontraba la energía de la primera vez. Luego vino la cena de rutina, el cansancio, la necesidad de parecer brillante, o por lo menos alerta. Marthe estaba contenta como siempre que la envolvía el resplandor de su marido. Instalada por fin en su habitación de hotel y todavía sin relajarse, comenzó el ir y venir de los preparativos nocturnos. Notó sin embargo que su esposo seguía sentado en la cama a medio desvestir, abatido. -¿Te duele la cabeza? -le preguntó. -No. No es nada -masculló él sin cambiar de actitud.

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Marthe no insistió. Sabía ser discreta. Sabía que vivir con un gran hombre tiene sus bemoles. Pero él, que seguía inmóvil, por fin se volvió hacia ella y casi le gritó: -¿Por qué publicaste El gran azul? Marthe no entendió. Su libro, aparecido hacía muchos años, tuvo buena crítica, pero muy poca difusión. Y lo publicó porque lo había escrito y no quiso que la fama de su marido la inhibiera. Pero ni ella misma lo recordaba. No había sido más que un gesto cumplido. Después nunca volvió a sentir la necesidad de escribir y fue como si ese libro le hubiese bastado para demostrarse a sí misma que había podido hacerlo, pero que su vida iba por otros derroteros. -¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué te pasa? -le preguntó extrañada. -Pasa que la primera vez que estuve en esta ciudad me alojé en este hotel. Pasa que entonces era un buen poeta. Estaba vivo. Ahora no hago más que repetirme. Lo sé. Se acabó. Me sequé. Ella... Ahogado por un sollozo, sintió que quería herirla, culparla por todo lo que él no había sido, culparla por la mujer que se fue cuando leyó el libro de su esposa, esa ficción que hablaba de un gran amor, de una relación excepcional, la de ellos. Y él no se había atrevido a decir nada a Marthe, a criticar el impudor, justamente porque amaba a otra y no quería herir. Marthe no alcanzaba a comprender qué estaba ocurriendo. Ella... ¿qué ella? Ninguno de los dos volvió a hablar, el silencio se prolongó, la tensión fue perdiendo intensidad. Era hora de dormir. Dormir como otras noches. Escapar a un enfrentamiento y pensar en la charla y la recepción del día siguiente. Estuvo a punto de decirle “mañana: ahora hay que descansar”. Pero él murmuró, levantándose: -La primera vez que vine a esta ciudad me enamoré. La lamparilla de noche iluminaba un rostro en alto contraste, su rostro de gárgola húmedo de lágrimas.

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Lentamente Marthe comenzó a asimilar lo que acababa de oír. Se dejó caer en un sillón conteniendo una náusea. “Lo que me está diciendo es que todo ha sido una mentira, años y años, una mentira. Mentira. Con mis buenas intenciones hemos creado un monstruo, una relación que necesitó la mentira más feroz.” “Me has mentido” -pensó- “y quizás publiqué El gran azul porque quería creer, dejar por escrito mi autoengaño, lo que siempre sospeché recónditamente. Pero he sido una buena esposa. Te ayudé. Te ayudé a vivir, a centrarte, a dejar la bebida. Te ayudé a ser un gran escritor. Para ti lo he sido todo. Cocinera, secretaria, crítica, amante. ¿Amante? ¿Qué pasó en realidad? ¿Fue en este hotel precisamente? ¿De dónde viene un recuerdo tan violento? ¿Reflejaban las ventanas los destellos verdes del letrero luminoso? ¿Llegaban los ruidos de la calle? ¿Y la fidelidad? ¿El amor? ¿Los años de lealtad, de ternura, de camaradería?” -Ya no escribo ni vivo -insistía él-. Pero aquí la gente sigue siendo inquieta y sensible. Esta es la ciudad de que hablo a veces, donde no quería volver. Sólo vine porque habías aceptado la invitación y me creí fuerte. Pensé que podía mirar la cara del fantasma y no darte indicios. Pero no fue posible porque toda esta ciudad está poblada de ella. Enamorarse es una enfermedad, si quieres, pero para mí fue sentir la vida en la yema de los dedos. Yo ahogué ese amor, pero no fue mi voluntad sino El gran azul lo que desencadenó el final. -No entiendo. O entiendo que quieres culparme de algo muy grave -replicó Marthe-. ¿Quieres decirme que te has ido secando porque añoras un amor que sacrificaste por mí, y por eso tu poesía ha dejado de fluir? Lo que yo creía un tiempo normal de silencio. Nada demasiado inquietante. Y ahora resulta que durante años has guardado, me has ocultado, un fantasma. La musa perdida... -Marthe, escucha. Escúchalo como un cuento. Ahora no puedo callar… y tal vez después... no sé -susurró él-. Pero no banalices. Las musas no existen.

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>Imagina un cuadro un poco Magritte. El cielo pálido al ponerse el sol y la humedad creaban un distanciamiento, haciendo que cada cosa surgiera aislada y precisa, sola. La rueda enorme de una bicicleta negra, el pequeño zapato balanceándose colgado de la punta del pie. La mancha blanquecina del pie, un espacio impreciso, otra mancha blanquecina y el pelo de bacante, apenas sujeto en un moño. Fue el rayo. Si todo hombre guarda la fantasía de una mujer, esa figura en reposo, ausente, fue de súbito el rayo, la inquietud, el anhelo.

>Ocurrió en el muelle de Sète. Yo estaba lejos, no hubiera podido llegar a ella cuando se levantó y desapareció en su bicicleta negra. Esa mujer desdibujada por la distancia y a quien llamé la ingrávida, no habría de ser en mi vida más que una imagen, la sustancia de la poesía. >Cinco días después viajaba en un tren nocturno. Tenía un ciclo de charlas aquí, acaso lo recuerdes. Desde el comienzo fue un viaje raro, acompañado por la luna llena. Muy tarde fui al bar. Estaba vacío y parecían a punto de cerrar. Entonces divisé a una mujer sola, en reposo. Era pálida, estaba vestida de negro y tenía pelo de bacante. Sin poder contenerme me acerqué. “Perdone”, le dije: “¿Estuvo en Sète hace unos días?” “Sí”, respondió”. “La vi de lejos en el muelle”, le expliqué. “Curioso. Estuve de paso. Mi abuelo recitaba a Valèry y quería encontrar su tumba. Mi abuelo era francés.” “¿Y tú de dónde eres?”, le pregunté tuteándola. “De Quebec”. >Así comenzó la noche más larga y más bella de mi vida. La luna llena fue perfilando, palmo a palmo, colinas y árboles y el curso del río. El amanecer nos depositó aquí. >A veces pienso cuántas palabras nos dijimos antes de que la invitara a mi departamento, antes de que le tomara la mano y sintiera su cuerpo reposando en el mío. >Esa noche hablamos y dormitamos. Todavía no despuntaba el alba cuando me recogió un alumno, y ella se despidió para ir donde la

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esperaban. Pero volvimos a encontrarnos por la tarde y vinimos a este hotel, posiblemente a esta misma habitación de los destellos verdes. >El curso duraba una semana. Nos veíamos a ratos y en esos ratos fui mostrándole la ciudad. “Gracias, entre muchas cosas, por esta ciudad”, me dijo al despedirnos. “Creo que intentaré quedarme aquí.” >Pues era fotógrafa e iba de un lado a otro haciendo reportajes. De modo que al separarnos ante todos los alumnos y como si ella fuese otra alumna más, pensé que nunca más la vería, que sólo la reencontraría en mis recuerdos, en esas cosas raras que nos habían pasado. Gente que nos hablaba en la calle, como si siempre nos hubiese visto juntos. Como si siempre hubiésemos estado juntos. Como si los dioses hubiesen querido devolvernos algunos instantes de una vida pasada. >Pero también ese corto lapso de descubrimiento estuvo marcado por el pudor, por el temor de decir la palabra excesiva, de desbordarnos en la ternura... tal vez porque nos creíamos grandes y sofisticados, acostumbrados a las separaciones y a los encuentros clandestinos en un hotel. Y porque tú eras mi esposa. Infinitamente respetuosos, no nos dijimos las cosas fundamentales y en cambio hablamos de gatos y arquitectura. Ella me veía canturrear y desperezarme en esas pocas mañanas que compartimos y me decía que le gustaría nadar conmigo como cuando era muy joven y nadaba en los fríos lagos de su frío país. Y aprendimos a caminar juntos, pensando en voz alta, descubriendo espacios. Era tan difícil medirse, jugar el juego de los adultos que saben cuidarse y se dejan ir, o se ven desaparecer como en La autopista del sur, accidente en el tiempo, regalo, zona de nadie. Pero en el último momento cometió un error. Me dijo: “No desaparezcas. Yo te quiero.” Y en seguida añadió temerosa de haber faltado a las reglas del juego: “Pero no te asustes. Sé que es más elegante sellar la historia aquí y para siempre. Aunque es posible que te escriba alguna carta de vez en cuando para hablarte de mi país o de lo que voy viendo en Europa un

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poco asombrada de ver la historia aprendida en los libros, las catedrales, pensando cuántos cayeron de los andamios, o quiénes arrebataron sus jardines a los moros.” >Después, entre los estudiantes que nos rodeaban, nos dijimos “adeu”, una palabra extranjera para los dos. No sabíamos qué iba a ser de nosotros. >A los pocos días le escribí: “Buen día. Como el movimiento eterno del mar, adeu, siempre presente.” >Muchos meses más tarde, derrotados los empeños de la voluntad, no había ocurrido el esperado olvido y, enredados en las artimañas del amor, habíamos tejido un dédalo impalpable de encuentros, de señales. También habíamos conocido la otra cara del sueño. >La recuerdo. La recuerdo de tantas maneras. Cuando fijaba la mirada con atención y distanciamiento y podía haber tenido mil años, o caminando lenta e ingrávida, casi invisible. La recuerdo sentada sobre los talones, escribiendo en el suelo. Nunca supe bien qué esperaba su corazón, sospecho que muy poco. Sólo ansiaba no perder el asombro. Poder seguir, distraída y absorta, el ir y venir de las cosas. Pensando en el instante que se apagaba la última estrella sobre la catedral de Sans-souci, mientras recordaba el país de los cartógrafos de Borges, cubierto por una corteza de mapas que desgarra el viento. “¿Te imaginas una ciudad entera de casas pintadas con flores celestes y doradas, y balcones como bocas de tiburón?”, le dije una vez para suavizar la despedida. >Esa mujer viajera que no tenía nada fue un rayo de sol al final de la tarde. La calma y el silencio. Prefería la soledad y yo trataba de acompañarla cuando la pensaba atravesando países, prodigando su risa, recorriendo una ciudad de piedra, durmiendo en autocares, en el coche, de mañana calentándose las manos en un vaso de leche hirviente con una lágrima de café, tratando de adaptarse a los designios de lo invisible. Pienso que nunca hubiéramos aprendido a convivir. “¿Qué comeríamos?” me preguntaba

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a veces. O, “¿tendría que ocuparme de tu pasaporte? ¿Pierdes las gafas? ¿Eres arbitrario? Quisiera aprender a conocerte haciendo una suma de instantes. Pero no te quiero mío. Tampoco te quiero ajeno, pero eso ya no me corresponde. Porque no lo he conocido, soy la primera en respetar el amor conyugal, las lealtades. Y cuando me duele imaginarte en otra vida, me acompaño con el corazón de la noche”. >Sin embargo, aunque casi te parezca una burla, volver a ti era tranquilizante. Se restablecía el orden de lo cotidiano, de las rutinas que alimentan el cariño. Tú estabas siempre. Nunca te ibas. >Dirás qué fácil, qué fácil. Encuentros fugaces, largas ausencias, una mujer sin ataduras. Dirás que es más difícil construir una relación de cada día. Y es verdad, pero también es verdad que su soledad podía ser dura y que ella jamás intentó apartarme de ti. Tal vez el corazón no pueda latir dividido o tal vez pertenezca a la naturaleza humana el querer de varias y diversas maneras. Pero tú nunca lo hubieses aceptado, y no te lo reprocho. Tú y yo inventamos un hermoso laberinto, cada vez más inextricable, sin centro ni salida, pero sí con muchas puertas y compuertas. Una creación sumamente refinada: el gran amor y las trampas consecuentes. Pero ¿qué es nuestro gran amor? ¿Fue justo, para estar juntos esta noche después de tantos años, que ella se marchara? ¿Fue justo aniquilar esa energía que para mí era la creación, el viento libre? Ya sé que no tuviste culpa alguna, pero El gran azul ¿por qué? Entonces no me atreví a preguntártelo, pero ahora dime: ¿tanto te dolía vivir a mi sombra que te resultó necesario escribir que existo porque tú existes, que mi obra se alimenta de la armonía nacida de nuestro gran amor excluyente, cerrado, asfixiante, en que ni siquiera hubo lugar para un hijo? >No sé cómo llegó a sus manos. Acaso tú misma sin saberlo lo pusiste a su alcance. Y ella, pudorosa, acostumbrada a irse y guardar silencio, no lo resistió. >Poco antes me había escrito…

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El poeta fue a buscar su cartera y sacó unas hojas muy gastadas:No son sus cartas -explicó-. Las copié para llevarlas conmigo. Si

alguna vez las encontrabas, podría decirte que eran notas de una novela, qué sé yo.Marthe hizo un gesto, pero él no estaba dispuesto a callar:

-Escucha ahora. Ella tuvo que escucharte a ti. Y yo… “Estuve sola en el puerto donde me viste por primera vez. Vi morir la tarde junto a un puente carcomido y el mar sucio. Se había apagado la luz del Mediterráneo y en el cuerpo todavía llevaba tu peso. Tenía risa y pena por la escapada burguesa, esas horas de hotel tan clandestinas. ¿Qué dijiste? ¿Que ibas a comprar croissants? ¿Que meditarías al alba? ¿Que te esperaba el comandante Cousteau? ¿Qué pensaste de mí, de vuelta en la carretera? Valiente y sola, desprendida, o prendida a tu corazón como una espina de rosa, si me perdonas la cursilada, porque la rosa me parece una flor burguesa, artera, frágil.” >Imagina los años que llevo releyendo cada una de sus notas. Imaginando su expresión aplicada, su sonrisa en la pausa de una coma. Imaginándola en su autito verde, alimentándose de fruta, alejándose, siempre alejándose. >Pocos días después recibí otra carta que ni siquiera estaba dirigida a mí, que decía así, de golpe: “Tantas palabras no dichas todavía. Si pudiera irme, pero habiendo dicho todas mis palabras. Si pudiera irme, pero después del abrazo. Si pudiera irme dejando algo que fuéramos nosotros. Te escribo desde un tren que me acerca a la ciudad donde ya no hay inocencia. Que ya no es mi atalaya inexpugnable. En mi corazón hay lágrimas tan duras y cortantes como un trozo de cristal estrellado. Ha llegado a mis manos El gran azul con toda su carga de impudor. Gran arma femenina. El impudor de quien revela su intimidad, esgrimido

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como espada, llegó finalmente a mis manos. El golpe fue certero. ¡Qué duda cabe! Sé que no soy la llama sagrada de tu hogar. Sé que ni siquiera deseo serlo. Soy simplemente la otra. Y soy, también, la que se va.”

>Cuando recibí esa carta, ya había borrado sus huellas y no pude encontrarla, y además ¿qué hubiera podido decirle? ¿Que “el esqueleto de las ciudades conserva el amor de los que amaron como un sol opaco que vuelve cada invierno”? No sé por qué esas líneas obsesivas y recurrentes, acaso el inicio del poema que ya no escribiría. Pues como gran simulador que soy, desde entonces sólo he pulido y repulido cosas viejas, y “mi obra”, lo sabes, es una construcción cuidadamente estética y perfectamente inane. Para el dolor de la absurda espina de rosa no tengo palabras. >Pasaron los años y de pronto empezaron a llegarme cartas. Me emocionaba de sólo ver la arquitectura de su letra en el sobre. Eran fotos: la corteza de un árbol, una ola magnífica, un oasis con niños y mujeres. Nunca me dio una dirección ni escribió nada, aunque en las imágenes podía leer sus palabras, podía verla en el momento de descubrir el cementerio abandonado en medio de un desierto, de sentarse en un bar de carretera al otro lado del mundo o muy cercana, pero siempre como la primera vez que se esfumó en ese muelle, porque simplemente me había dejado, esfumándose una vez más. >Pero una noche hace tres años se dejó ver. Me esperaba a la salida de una conferencia. Casi no había cambiado. Tal vez estaba más delgada y tenía algunas canas. Me olvidé de todo, de todos los que nos rodeaban. Me olvidé de la discreción. La abracé y volvimos a perdernos en la ciudad, recuperando el mismo paso, el mismo modo de tomarnos de la mano, las mismas pausas. Liberados, finalmente pudimos decirnos las palabras omitidas. Dos días más tarde nos despedimos en una estación. Sólo el azar dirá si volveré a verla.

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Marthe, incapaz de hablar, pensaba que jamás hubiese podido imaginar que su libro se convertiría en arma arrojadiza y daría en el blanco del modo más inesperado. Desde entonces, desde antes, habían vivido una mentira. “Y ahora ¿qué será de nosotros? ¿Cómo podría juzgarlo si ha sido leal a mí hasta el punto de perder la palabra? ¿Cómo gritar ¡vida corrige, corrige los renglones torcidos, borra su dolor, borra mi espanto, apaga esa luz verde, por favor apaga esa luz!?”

Pasaron seis meses. El poeta había recibido muchas ofertas de universidades que lo invitaban a dar charlas o leer su obra, pero empecinadamente se había quedado en la ciudad. Al principio había tratado de encontrarla. Pero en ninguno de los teléfonos que probó supieron decirle dónde estaba. Por la noche la pensaba, repitiendo alguna de sus pocas cartas: “Siempre seré una niña inconclusa que sólo ha conocido ausencias, y el miedo de saber que en la noche de las lechuzas no habría compañía ni consuelo. En todos los océanos, al filo de los acantilados, frunciendo los ojos, haciéndome visera con las manos, esperé que el último rayo de sol, el último, fuera verde. Después se apagarían los árboles y volarían las últimas gaviotas. Pero no lo vi, ya no lo busco, o tal vez lo busque sin esperanzas.” Repetía las palabras como el último asidero. Como si todavía existiese para ellos un rayo verde, como si esa luz artificial en el cuarto de hotel hubiese sido el resplandor elusivo. Pero finalmente abandonó la búsqueda. Un día intuyó que si la encontraba ya no sabría qué decirle. Poco después empezó a echar de menos su sillón de orejas y la comida algo insípida de Marthe. Una mañana cualquiera tuvo la certeza de que se había cerrado un ciclo, de que junto con una especie de paz no desprovista de melancolía, la Poesía había vuelto.

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Comenzó entonces una carta que ella sólo leería si podía hacérsela llegar con su obra, su próximo libro. Decía: “Amiga mía: No sé dónde estás. No sé que ha sido de ti, pero hoy te veo como la última vez, con el pelo alborotado y algunas canas. Te veo como un fuego fatuo. Te veo en Sète: la bicicleta negra, enorme, el zapato colgando de los dedos del pie, el pelo color bronce oscurecido por la distancia y la puesta de sol. Te veo desapareciendo en la bicicleta enorme y negra... ¡Te he perdido para siempre! Pero no. Reapareces con la luna llena y te muestro los manzanos. Y te encuentro bajo el resplandor nocturno del volcán, cuando te seguí en un viaje porque quería saber adónde ibas, qué hacías cuando estabas lejos y fotografiabas niños y volcanes, fumarolas y ruinas. Es allí donde te veo bajo la luz helada de las estrellas, las lágrimas por dentro que una vez me dijiste, cortantes como hielo. Y viéndote y sabiendo que nunca más serás mía (perdona: soy hombre, sé que nunca fuiste mía y que mi única posesión es la memoria), porque fui yo el que tuvo miedo, sabiendo que no ibas a reemplazar a Marthe, mi sostén cotidiano, la fuerza de cada día; porque fuiste y serás la Ingrávida, la de Sète, la que buscaba la tumba de un poeta hoy, como el escultor que reconoce la forma oculta en una piedra cualquiera, estoy ante los destellos interiores de un gran trozo de cuarzo y comienza a prefigurarse una primera frase: “Amiga mía tan lejana”... o toda la melancolía de Hopper, la desolación una vez más en ese muelle más bien feo, y tú, mi amiga, abrazada a mí o tan lejana ahora, cuando el dolor comienza a apagarse después de haber llorado por una luz verde de neón y haber herido a Marthe. Vacío, vaciado, solo por primera vez, me quedé en la ciudad, la nuestra, la de entonces. Y aunque te he evocado cada noche, poco a poco

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ha ido ocurriendo lo casi milagroso: la paz. Cuando el dolor dejó de lacerarme, pude por fin acogerte, perdida y remota, pero viva en mí como cuando era poeta y me besabas.”

Escribió a Marthe:“Querida Marthe: ¡La poesía ha vuelto! Será duro para ti, no obstante. Será un escándalo y te dolerá cada línea; cada palabra será una puñalada, pero ¡la poesía ha vuelto!”

Marthe contestó:“Estoy preparada. Te espero.”

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El perfil

Se levantó. Se pasó las manos por la cara y por el pelo. Bostezó y le dio una última mirada al artículo. Estaba terminado, redondo y pulido. Sólo tenía que enviarlo. Y era la hora de bajar al bar a tomar una ginebra o dos antes de llamar a alguna de sus ex mujeres, o a una amiga nueva, para no cenar solo. Todas eran leales y él les daba el gusto de prestarse a sus reproches,

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siempre un poco díscolo, para seguir siendo el niño terrible que no podían dejar de querer. Empezaba a anochecer. Miró la calle, la luz de la farola envuelta en neblina.

Los adoquines mojados hacían resonar los pasos de la mujer que apareció bajo la luz. Vista desde arriba sólo era un pelo más rojizo que rubio y un abrigo con hombreras, imitación leopardo. Andaba rápido, aunque con cierta languidez, y desapareció en un instante. No supo por qué, pero la imagen fugaz lo inquietó. Tenía algo de déjà vu, el pelo, la manera de pisar, el abrigo decididamente de otro tiempo, posiblemente comprado en el mercado de las pulgas. Le hubiera correspondido llevar una maleta de cartón piedra y estar huyendo de la ocupación, o ir en busca de un amante que arriesgaba la vida escondiendo judíos. Hacía calor en su bar de todos los días. Hacía calor, había humo y todos hablaban al mismo tiempo. Buscó uno de los silloncitos de felpa del fondo. Después de la segunda ginebra pidió algo de comer, pensando que esa noche prefería emborracharse solo. El invierno implacable iba acortando los días, anticipando la niebla, el vaho en la ventana. Y fue entonces, cuando limpiaba el vaho con la manga, que volvió a verla, tan fugaz como la primera vez, pero igualmente nítida. El déjà vu se había materializado. El recuerdo fue como un golpe en el pecho: -¡La doctorcita! -casi gritó y quiso salir corriendo, aunque sabía que no iba a alcanzarla. Habían pasado muchos años. Todos los que van de la juventud al comienzo de la vejez. Estudiaba periodismo en México y quería ser escritor. Tuvo una primera ocurrencia: llegar a Nueva York en autobús.

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Era pleno verano y la humedad de Nueva York se le pegaba a la piel, le hinchaba los pies y las manos, y además necesitaba un trabajo, cualquier cosa. Finalmente encontró un enorme galpón donde servían cerveza y había mujeres enjauladas que bailaban casi desnudas. Le ofrecieron trabajo de portero. Y allí estaba la noche que apareció Claudia con sus pasos largos y sus caderas firmes de italiana. Claudia cantaba, y de vez en cuando la contrataban para que amenizara las noches con su voz baja y su mirada antigua. La simpatía fue inmediata y al poco tiempo ella lo invitó a compartir su departamento cercano a Washington Square. La doctorcita era la otra inquilina y lo primero que le dijeron, riendo, es que las dos acababan de operarse la nariz. Claudia había aligerado su majestuosa nariz romana, y Fanny, la doctorcita, había querido eliminar la inconfundible curva judía. Las dos eran bellas y totalmente distintas. Mientras Fanny iniciaba sus estudios de psiquiatría, Claudia era aventurera y se buscaba la vida alegremente, improvisando aquí y allá. Parte de la improvisación fue hacerse amantes, o más bien amigos que de vez en cuando se van a la cama juntos, relación que habían mantenido a lo largo de toda una vida y algunos matrimonios. Pero era Fanny quien lo intrigaba. También era europea y de padres judíos que habían tenido el tiempo justo y milagroso para escapar de Varsovia en plena guerra, con ella y un niño. En su caso, en cambio, su padre, comunista y judío, había llegado solo a México donde se casó con una mujer de la tierra, tan oscura que la llamaban Oliva. Y para él la única relación con Europa fueron los exiliados españoles que hablaban de su guerra, cantaban canciones, enseñaban en colegios laicos y sufrían a su modo, con terquedad. Jamás se sintió judío, jamás tuvo demasiada curiosidad por la lengua de su padre, ni por su piel extremadamente blanca. Él y sus hermanos nacieron como la Oliva, oscuros, de ojos brillantes como tizones.

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Pero Fanny, tan transparente, un poco torpe de movimientos, como si siempre estuviera a punto de tropezar con algo o desplomarse como si no calculara bien las distancias, le provocaba una nostalgia imprecisa. La nostalgia de los recuerdos que no tenía -aunque podía cantar a voz en cuello a las niñas morenas que iban a la cárcel de Oviedo a ver a los comunistas- porque nadie se los había puesto en la cabeza. Mirándola comenzó a imaginar Varsovia, los campos de Galizia, la neblina enredada en los abedules, las casas iluminadas los días de fiesta. Comenzó a imaginar la huida de los padres con los niños, compartió su miedo, su pobreza, la desolación de la llegada, una sociedad que porfiadamente hablaba yiddish y que no tenía camino de regreso. Su padre en cambio había elegido ser otro, conocer otra lengua, amar a una mujer de ojos negros, aceptar otros olores, otro cielo, aunque tal vez en su corazón guardara la forma de una ciudad, los carillones en plena noche, las escaleras empinadas, el agua. Se preguntaba ahora por ese largo silencio; tal vez sólo los españoles comprendían al viejo comunista y por eso eran sus amigos. Pero Fanny tampoco decía mucho. Salía temprano, titubeando, y al volver se encerraba en sus estudios aunque a veces, en cualquier momento, empezaba a hablar, proponía temas de análisis o controversia, se sentaba en la ventana con descuido y él no sólo atendía aplicadamente a todo lo que le decía, sino que se preparaba para saltar a sostenerla.

Fanny era hermosa. Cuando el sol le tocaba el pelo, lo hacía brillar como una corola rojiza.

Claudia se burlaba:-La doctorcita nos mete su abrelatas de la psiquis, pero a ella no la

toca nadie porque anda ausente. ¿Has visto a alguien más ausente?Entonces era eso. Por eso no calculaba bien las distancias e iniciaba

movimientos que interrumpía; porque andaba ausente y no registraba la solidez de las paredes, la verticalidad de las puertas.

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Por pudor jamás durmió con Claudia cuando Fanny estaba cerca, insomne con sus libros, asomada a la ventana, buscando un poco de aire o a punto de irse por la noche como una doncella de Chagall. Doncella, dueña de su cuerpo y su aura. “Puedo verte, pero tú no puedes tocarme”, le decían sus ojos pardos. Él no la deseaba. Prefería imaginarla en sus vuelos astrales sobre el Vístula. O acaso sí la deseaba.

Cuando ya había empezado el invierno y él había decidido volver a México, ella le pasó una foto:

-Mira –casi le ordenó-. Así era yo con mi nariz.Entonces él conoció el perfil prodigioso de la judía de Galizia, la

nariz aguileña y los ojos más profundos.-¿Por qué…? –empezó a preguntar, pero calló.-No quería ser un eslabón en la historia. No quería la historia pegada

a mi cara, cada día, cada día. Quiero pertenecerme a mí misma.¿Qué podía decirle? ¿Qué ese perfil delineaba sus propias añoranzas,

la parte de identidad que le faltaba? ¿Qué se hubiera enamorado de aquella mujer que había desaparecido?

-También con tu nariz eras muy bella doctorcita –le dijo livianamente, devolviéndole la foto con un nudo en la garganta.

“Esa mujer no existe”, se había repetido desde entonces cuando lo invadía una especie de congoja. “No es ella. Ella no se quería así. En América nos reinventamos. Que así sea.”

Volvió a México y sus actividades de joven periodista comprometido le ganaron cierto renombre. También enemigos. Alguien se acordó de que su padre era comunista y que había estudiado en el colegio de los exiliados españoles. Todo eso lo estimulaba. Y en la contingencia de la vida política, olvidó la idea de ser escritor. Lo arrastró la vitalidad de la “historia del hoy”, y la posibilidad de servir una causa.

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Pero lo que nunca imaginó fue que ante la fuerza creciente del movimiento estudiantil, lo declararan enemigo público. Un día descubrió que le habían quitado la nacionalidad mexicana por ser hijo de extranjero que nunca se nacionalizó. Veinticuatro horas después lo expulsaron de vuelta a Europa, que no conocía, sin darle tiempo para apelar.

Así fue como un día cualquiera se encontró en una oficina de inmigración y sin papeles. Sin hablar ni una palabra de su supuesto idioma paterno. Tenía que volver a empezar desde el silabario. ¿Cómo podría escribir algún día ese idioma de otra naturaleza? ¿Podría algún día volver a América con su pasaporte estigmatizado? ¿Qué le dolía en realidad, recorriendo esas calles que bordean el agua? Le habían quitado el cielo, los olores, la causa. Le habían quitado el idioma; estaba mudo, mudo en la nieve sucia bajo el cielo gris, en los espacios helados con patinadores alegres. Estaba mudo en medio de la historia. ¿Cuándo fue que su padre pisó aquellas calles por última vez? ¿En qué momento entre la llegada y su nacimiento había aprendido castellano, relegando su propia lengua? Y cómo él, ahora, ¿se había asombrado en una ciudad sin recuerdos ni referencias? ¿Qué había sentido cuando invadieron su país? ¿Alguna vez se lo contaba a su madre? ¿Lo susurraban por la noche? Empezó a recibir cartas. Su suerte no había sido anónima. Todos esos primeros meses estuvo contestando cartas. Claudia le escribió desde Roma; le contaba que la doctorcita se había metido en un programa de salud mental con una organización internacional y estaba en África empeñada en inmolarse, agregaba. Y así fue pasando el tiempo. Y así definitivamente pasó el tiempo. Tuvo una primera esposa holandesa con sangre indonesia, que tenía un aire a la Oliva.

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Años después su nueva lengua era impecable, había tenido hijos, lo habían autorizado a volver a México. No se había quedado. Desde el aire, cada vez que volvía a Europa, sólo pensaba “vuelvo a casa”, nada más, sólo eso, el lugar donde está la cama más conocida, y los libros. La ciudad donde vivían los hijos, las ex esposas, y las amigas que lo querían. La ciudad que olía a tabaco de liar y esencias ultramarinas. Su bar. Al otro lado del mar estaban la aventura y la añoranza. Ya no esperaba sobresaltos del corazón. Se disponía a entrar en la vejez con rutinas y pequeñas gratificaciones como el par de ginebras de cada noche. El incidente de la ventana había sido nimio, un resplandor demasiado fugaz que lo retrotraía a un tiempo que ya le costaba visualizar. Sin embargo, a veces se sorprendía anhelando el ruido de unas pisadas en los adoquines mojados. Que la campanilla de una bicicleta lo hiciera levantar la vista y desde el ángulo de su escritorio que miraba a la calle, divisar, sólo divisar, un pelo más rojo que rubio perdiéndose en la neblina…

Lo primero que vio al entrar en el bar fue el abrigo colgado de un perchero. La mujer estaba allí, en algún sitio, entre el humo. ¡Fanny! La que sería ahora. Entonces la vio, casi dándole la espalda. Instalada en su rincón favorito. Estaba sola y la mano que acababa de pasarse por el pelo le escondía la cara. Bajó la mano, pero inclinó el cuello, como si quisiera ocultarse. Entonces levantó la cabeza y lentamente volvió la cara hacia él. Una mujer de sus años, con una bella nariz aguileña de judía de Galizia, lo miraba entrecerrando los ojos.

Se acercó a saludarla, como si la conociera de toda una vida.

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Monólogo

Me gusta visitar a los viejos. Me alegra cuando la compañía inesperada los saca de sus caparazones y se lanzan a hilar monólogos, el relato de anécdotas y batallitas. Porque casi no se interesan en lo que pasa más allá de sus recuerdos, pero sienten esa urgencia de contar, de perdurar a través de la memoria de alguien que tal vez vaya a vivir un poco más.

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El otro día un viejo amigo me mostró la genealogía de su esposa muerta, una baronesa belga que apenas conocí. Supe que no se trataba de hablar de títulos ni de oropeles, sino de volver a manosear esos legajos que probaban una existencia muy anterior, incluso, a su encuentro. Y como los hombres callan sus penas, imaginé que era su manera de decirme que la echaba de menos.

Entonces me pregunté si alguna vez sería capaz de contar historias, yo que nunca percibo los detalles concretos y siempre me cuesta recordar qué hice ayer o qué están haciendo, exactamente, mis amigos. Me quedo con lo que me cuentan. Me quedo con sus emociones. No hago preguntas. No me fijo en la ropa, pero puedo recordar para siempre un modo de moverse, los gestos, las atmósferas. Por ejemplo: ¿a quién podría importarle que un día de sol de otoño en París, acercándome al ábside de Notre Dame, un recogedor de la basura probablemente argelino, se me haya acercado sonriendo de oreja a oreja y haya abierto los brazos en un gesto de abrazar al mundo y abrazarme a mí, porque c’est un joli jour, madame! Un encuentro demasiado fugaz para convertirlo en anécdota, pero que me alegró un día entero y que hoy, tantos años después, me vuelve a los ojos porque París... en fin. Hubo un París, el de la nouvelle vague, que soñé, que soñamos los jóvenes de mis años, y que nunca viví. Del París que sí viví hasta la exasperación no me gusta acordarme.

Tiene que ver con un matrimonio que todavía no puedo explicar. Aunque bien mirado, era mi destino histórico, lo normal en mi familia. Por eso cuando Eduardo, por entonces segundo secretario de la embajada argentina, después de haberme mandado varios ramos de flores y haberme cortejado con bastante elegancia, hay que reconocerlo, me propuso matrimonio, se desencadenó una marejada que no fui capaz de parar. Nadie me dio la oportunidad de abrir la boca, y tuve miedo de ser la aguafiestas que siempre había sido, la que llevaba la contraria, la que no iba a la peluquería y usaba medias negras. ¡Todos estaban tan contentos!

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Así que dejé que me casaran, y mi única reivindicación fue imponer cierta sobriedad.

La verdad, pasado el primer relumbrón, fue que éramos pobretes y que debía cumplir con mi parte del trabajo. Formábamos una sociedad, como corresponde en la carrera diplomática. La mujer es un plus, no existe por sí misma. La otra verdad es que no me quedé embarazada y a falta de esa ocupación destinada a llenarme la vida, pude seguir estudiando Bellas Artes e incluso a veces, sólo a veces, volvía a los talleres de mis amigos donde reencontraba el vino malo y las camas deshechas, algunas de las cuales había conocido en un pasado que me parecía remoto, mi remota juventud me decía, aunque siguiera siendo una niña que jugaba a ser señora.

Después de dos años, Eduardo fue destinado a París y, lejos de la familia y otras distracciones, sentí que había llegado el momento de que nos miráramos de frente para empezar una relación de verdad. Descubrir qué había detrás de unas formas educadas. La típica fantasía femenina, tan poco práctica, por otro lado. Mi marido no quería ni pensar en nada de eso. Yo cumplía casi bien mi parte del contrato... ¿qué más? Había aprendido a recibir visitas, a organizar cenas formales, a disponerlas suficientemente bien y no caerme de cabeza sobre la tabla de quesos. Literalmente. De tan aburrida, adormilada por una conversación eterna sobre la calidad de los quesos y del vino, y con el cóccix adolorido de tenerlo pegado a una silla, pensaba “¿y qué pasaría si me duermo y me caigo de cabeza en la tabla de quesos, en el melón, si tiro el mantel ...cualquier cosa que los sobresalte y acabe con tanto tedio?”

Hasta que llegó el día en que no pude más. Tiré el mantel, me tropecé en la alfombra, dejé que se propagara el olor a aguarrás de mi taller. Eduardo dijo que estaba loca. Yo también dije que estaba loca y me dejé mandar al psiquiatra, aunque era la primera vez que me sentía realmente sana, dueña de mi vida. Y contenta.

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Por eso París y Eduardo Vilarullo desaparecieron como un mal sueño.

Volví y me instalé en un taller lleno de ventanas. Era un espacio enorme, vacío. Mi ducha era un balde de agua tibia que me echaba encima. Me olvidé de cocinar. Tenía un anafre para hacerme el desayuno. Después iba a La Vega y elegía ensaladas suculentas, o comía en bares de obreros. Me llamaron hippie. No era hippie. Era sobria como un monje y trabajaba duro. Hacía grabados, mis grabados, los que no daban de comer. Para comer estaban los esmaltes, muy bonitos, y las clases a las señoras desdichadas. No sé si era feliz. Pasaba miedo por la noche, sola en ese espacio lleno de ventanas que a veces me parecía una pecera. Pero me había descolonizado. Podía empezar a equivocarme, sabiendo que los errores serían mis errores.

Poco a poco, con tabiques y biombos, convertí el galpón en un hogar. Además tuve éxito. Hice exposiciones que tuvieron buenas críticas, fotografías. Guardo algunas fotos en que me veo graciosa y muy formalita. Y poco a poco, junto con el arraigo, también me fui abriendo a lo que pasaba a mi alrededor. Vi un país que despertaba, que rompía ataduras, que ofrecía posibilidades, que dejaba soñar.

Tuve un sueño, pero no sabía cómo salir a buscarlo. Además la soledad me estaba pesando y en esa sociedad mojigata empezaban a mirarme raro. A veces cuando volvía por la noche a mi pecera me reía de mí misma. Otras veces echaba una lágrima. A veces no volvía sola y muchas, muchas noches me quedaba dormida allí donde me pillaba el cansancio, en cualquier taller de amigos, o en una casa bien organizada donde por la mañana me despertarían los niños. No pertenecer. Es raro para una mujer muy joven no pertenecer. Un día me alcanzó un amigo en la calle. Me dijo que iba a pedirme algo importante, que era muy serio y podía cambiar mi vida. Me explicó

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que necesitaba una casa para Juan Carlos, un dirigente revolucionario que estaba fuera de la ley y vivía en clandestinidad.

-¿Y yo qué tengo que ver con eso? –le pregunté intrigada.-Es que eres perfecta. Nadie sospecharía de ti, y en el estudio

tienes espacio de más. Sólo será por unos días. Además la cobertura es evidente. Un romance. No sabes ni entiendes nada de nada. Simplemente lo conociste, te gustó, y lo invitaste a pasar unos días contigo. ¿Puedes?

No sé por qué dije que sí. Tal vez por romanticismo, por sentirme excepcional, por tener algo real que ocultar. Sólo puse una condición. Quería saber quién era Juan Carlos de verdad. Si llegaba el momento, sabría defenderme. No podría defenderme hilando mentiras. No sé mentir. Tampoco parezco tonta.

Y así fue cómo Juan Carlos llegó a mi vida. Traía el viento del sur pegado al pelo, una muda de ropa y una manta para abrigarse. También me traía una botella de vino muy bueno. Era alto, relajado y amable. Y siempre estaba alerta.

Hice una de mis ensaladas magníficas y conversamos. En esa conversación me contó que había estudiado sociología en Lovaina, donde se había doctorado. Que lo había contratado la Universidad de Concepción, pero que... Aunque nunca perdía cierto distanciamiento irónico, creía... que se podía cambiar el mundo, se podía intentar la revolución, de hecho su grupo estaba bien organizado y había llevado a cabo algunas “acciones”. Además estaba el potencial olvidado de los pobres, de los “pobres del campo y la ciudad”, dijo.

Lo escuchaba sin estar del todo de acuerdo y sin conseguir localizar a ese intelectual de voz educada y grandes manos de dedos largos entre los más desposeídos. Pero su entusiasmo era un canto de sirena. “Tal vez sea posible”, pensé recordando que desde niña me había revelado contra “las cosas como son”. “Pobres y ricos” en un orden inmutable. Fácil, cuando se ha nacido entre los privilegiados.

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Juan Carlos se quedó muchos días. Con paciencia me fue educando, tal vez me hizo reemplazar unos prejuicios por otros, pero me mostró un mundo más coherente, menos determinista, más vivo.

Al final me comprometí a colaborar con su grupo en lo que me pareciera justo y razonable, aunque jamás aceptaría una disciplina que me convirtiera en soldadito. “Allá tú”, me dijo.

Cuando lo cambiaron de casa, me quedé desconectada y desconcertada. Descubrí que lo echaba de menos, que había dejado pequeñas huellas: una mancha de yodo en el lavatorio, el cuchillito afilado que me regaló porque dijo que no sabía pelar papas, un sencillo ejercicio de karate que no quería repetir ante una sombra.

Llegó el invierno. Una noche, muy tarde, llamaron a la puerta. Detrás de la mirilla vi un hombre muy joven, con el pelo rapado como si acabara de salir de la cárcel. Me dio miedo, pero me explicó que Juan Carlos me necesitaba. Que había habido un incidente y muy probablemente habría detenciones. Un error con un auto robado y una delación. ¿Podría ir a buscarlo?

Cuando lo encontramos, caminaba fumando tranquilamente, como quien sale a dar un paseo después de cenar. Me pidió que lo dejara manejar porque iba a llevar a su compañero a un lugar seguro. Y que mientras tanto me recostara en el asiento trasero y no abriera los ojos. Lo que nunca supo es que tengo un sentido de orientación casi mágico, y me costó mucho no seguir el curso de los semáforos y los cruces. Por fin me dijo:

-Ahora vamos al taller. Ya puedes mirar.Habíamos vuelto a mi barrio. Estacionó y me abrió la puerta para

que bajara. “Niño bien educado”, pensé.Cuando tomó la llave que tenía en la mano y abrió la puerta, supe que

del cielo había caído una piedra de trueno. Esa noche dormimos juntos. Y llegada a este punto me doy cuenta de que no quería contar mi

historia, que la idea inicial era contar anécdotas, esas situaciones únicas y

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un tanto externas cuyo relato evita, justamente, revelar la intimidad. Pero soy mujer y no viejo, y cuando sea realmente vieja seguiré siendo mujer. Las mujeres, ahora que lo pienso mejor, no cuentan anécdotas, tal vez porque vemos la vida de otro modo. Pero es cierto que me puse a hacer memorias partiendo de un par de situaciones, y para hacerlas coherentes tengo que darles un contexto, y en ese contexto están mis sentimientos. ¡Ay las mujeres, siempre volviendo a los sentimientos!

A partir de ese momento me convertí en la compañera de Juan Carlos. No nos dijimos nada porque en ese devenir no había nada que decir. Sólo podíamos vivirlo en momentos huidizos, como cualquier tarde que aparecía sin avisar por el estudio, siempre tranquilo, siempre fumando como si nada. También a veces llegaba un taxi a buscarme. Por formalidad cerraba los ojos, pero sabía a dónde íbamos, dónde estaba. Mi vida dio un vuelco. Empecé a llamarme “trabajadora de la cultura” y dediqué muchas horas a hacer carteles, a organizar charlas, a realizar pequeños documentales. Los días se llenaban de canciones y banderas. Juan Carlos estuvo conmigo el día del triunfo -¡por fin la izquierda tenía el gobierno!- pero aún debía tener cuidado. Aunque oficialmente vivíamos en el taller, nunca pasábamos demasiado tiempo juntos. Él hacía sus cosas y yo no preguntaba. Yo tenía un trabajo a la luz del día. Con un equipo me dediqué a la realización de documentales. Cuando terminábamos alguno, organizábamos una reunión en una escuela, un sindicato, una cooperativa campesina. Se trataba de mostrarles cómo vivían los otros en ese país larguísimo y desconocido para la mayoría. Después había un debate. Veía ojos brillantes y me conmovía la expresión de la experiencia, del sentido común, de la lucidez. Aprendí a respetar, a escuchar, a sentir que yo era sólo un medio, un recurso, en una tarea enorme. Sentía amor. Sentía que estábamos construyendo nuestro país con amor, desde el amor.

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Pero nada era fácil. Vivíamos en el peligro y la posibilidad de la derrota era cada vez más evidente.

Juan Carlos estuvo conmigo en la última marcha. Alegraba ver tanto pueblo, tanto fervor candoroso. No sé si en algún momento tuve pena. Tal vez sea la mirada hacia atrás, el ojo melancólico del recuerdo. Con mi grupo habíamos organizado un taller en Laraquete. Una mañana me despertó el silencio. Puse la radio… El sueño había acabado. Finalmente los trenes volvieron a moverse y pude irme a casa. No sabía nada de Juan Carlos. Por precaución no fui al taller. Me contaron que lo habían allanado, que habían roto la cerradura de un balazo. Mi madre, la pobre, la que me había casado tan contenta con el diplomático Eduardo Vilarullo, fue a recoger algunas cosas. Y Juan Carlos seguía sin aparecer. Pasaron unos meses en que sólo lo vi una vez. Un día me avisaron que estaba a salvo en una embajada. Yo podía partir con él. No quise. Él se fue. A mí me acosaban. Al cabo de unos meses tuve que entregarme a la evidencia. Me habían paralizado. No podía hacer nada ni tenía medios para reinventarme. Así fue como llegué al país donde hablaban raro. Juan Carlos tenía un puesto ínfimo en una universidad. Enseñaba cooperativismo, materia que casi no conocía. Y en inglés, idioma que apenas conocía. Le habían dado una casita en un pueblo. Y yo llegué a vivir con él.

Primeras impresiones: el frío, el idioma raro, la desolación. ¿Cómo empezar una pareja con tanta desolación? Nos daba miedo mirarnos a la cara, nos abrazábamos con pudor, la comida nos parecía insípida, el aire, helado. A veces me despertaba por la noche con el miedo que ya se había hecho parte de mí, y oía pisadas en el hielo. Me asomaba a la ventana y veía una espalda, una mano con un cigarrillo encendido. No sé cómo explicar la extrañeza. El extrañamiento.

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Y la vida se nos llenó de actividades. La Resistencia. Organizarse. Mantenerse a flote. Luchar. Poco a poco fui aprendiendo el idioma raro. Un día comí un arenque en la calle y me gustó. Me hice amiga de una grulla que paseaba frente a nuestra ventana pidiendo sobras. Me acostumbré a andar en bicicleta. Pero con las manos y el alma paralizadas, no podía volver a mi oficio, ni tampoco podía quedarme eternamente en señora eficaz que ayuda a organizar pequeños actos. No obstante Juan Carlos había encontrado un quehacer y vivía dedicado a las reuniones, algunas de las cuales deben de haber sido importantes, supongo. A veces le notaba un aire conspirativo que me dejaba perpleja.

Cuando empecé a hablar el idioma raro, conseguí trabajo. Un gran escritor, muy viejo y ya senil, necesitaba que lo cuidaran. No había comunicación posible, pero a veces me miraba y decía: “¡España! ¡El Ebro!” porque había estado en las Brigadas Internacionales y sabía que yo hablaba castellano. Cuidar ese cuerpo decrépito fue un ejercicio de humildad y ternura. Fue mi primer afecto en la vida extraña que me había tocado.

Un atardecer me hizo un gesto, mostrándome una estantería. Lo acerqué en su silla de ruedas y sacó un libro. Entonces sucedió el portento. Era una de sus novelas. Buscó una página y empezó a leer en voz alta un capítulo que hablaba del sentido de la vida. Un estudiante de geología está solo en un paraje del Ártico. Ha perdido un amigo. A su alrededor sólo hay piedras, mosquitos y algún reno. Piensa en voz alta.

Entendí lo que hacía falta entender. Entendí esa voz que recuperaba fuerza e inflexiones. Entendí la mirada que me dio al cerrar el libro y callar, ya para siempre. En ese último destello de lucidez, el anciano escritor me había dado algo a qué agarrarme. Pensé en el apego a la vida de aquel hombre que había luchado en España, que había vivido una guerra, que también conocía la desolación y la muerte.

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Por la noche volvía a nuestra casa, siempre a oscuras. En verdad y para ser justa, Juan Carlos y yo jamás pensamos constituir una pareja. Habíamos sido compañeros y ahora éramos náufragos agarrados a unos deshechos que se desplazaban lentamente por el Mar de los Zargazos. Pero antes, en los días felices, nos habíamos querido, habíamos disfrutado de pequeñas cosas, habíamos hecho divertidos hallazgos culinarios, habíamos llenado el taller de membrillos para que lo impregnaran de olor a otoño. Y de algún modo habíamos vivido la pareja como la entendíamos. Una relación tan sólida que permitía la libertad y que cada cual creciera por su cuenta, pues la lealtad del otro era indestructible. Mis opciones no eran exactamente las suyas, pero nos respetábamos y posiblemente nos gustábamos en las diferencias, en los compromisos distintos. Nunca pudimos rehacer esa vida. Estábamos tristes y hasta el estómago se resistía a las nuevas costumbres que le imponíamos, como tomar un té al mediodía, lo que, no sin ironía, llamábamos “resayuno”, y a tener hambre a las seis de la tarde. No se podía hacer hogar en esa casa sin olores reconocibles. A veces encontraba a Juan Carlos pasando los dedos por su manta, lo único que tenía del pasado. Un día, con algo de vino en el cuerpo, volvió a acariciarla, y sólo dijo “América” con los ojos llenos de lágrimas. Después la dobló y la puso a los pies de la cama. “América” era esa textura tosca, el calor que nos abrigaba por la noche.

No obstante hubo algunos momentos buenos, alguna fiesta en que volvimos a bailar y a reírnos, algún domingo por la mañana en que ninguno de los dos quería salir de la cama por miedo a la niebla blanquecina que nos rodeaba. Las horas de trabajo en lo que llamábamos “la Resistencia”, momentos en que volvíamos sentirnos útiles. Nuestras propias historias tragicómicas, que se iban convirtiendo en mitos. ¿Cómo no reírse de “el

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cóndor pasa”, aquel compañero que se tiró con su poncho de un tercer piso? Dicen que ocurrió en un barrio gueto para exiliados e inmigrantes. Los compañeros que tomaban mate en el segundo piso, divisaron al cóndor –el poncho desplegado- en su caída. Salieron al balcón y vieron al compañero despatarrado entre los matojos. Nunca supimos si la historia era cierta, pero ese suicidio frustrado nos hizo reír con ganas. Hasta ahora.

De cuando en cuando volvía la ternura, que casi nos costaba reconocer.

Y así vivimos juntos más de un año un mes, como en el Velero Escarlata. Una tarde tocaron el timbre. Sorprendida, fui a abrir. Juan Carlos no se movió. En la puerta esperaba una mujer rubia que me habló en ese castellano impecable e implacable de los europeos que habían “observado” nuestro proceso en terreno. Me preguntó por Juan Carlos. La hice pasar. Noté que Juan Carlos se ponía lívido. -¡Ria! –exclamó y ella se acercó y lo saludó con un beso. Hasta ahí pensaba que era una compañera de alguna actividad que le traía algo. Le ofrecí té y ella aceptó. Lo serví según el protocolo del país, con una galleta. Ella se sentó tranquilamente en el único sofá. -Quería verlos –dijo- porque ya es tiempo de que hablemos. La situación se ha prolongado demasiado y tengo que volver a Berlín, pero antes quiero saber qué pasa con nosotros. Ya veo, Juan Carlos, que sigues sin atreverte a decir nada. Pues bien. Lo diré yo. Él y yo tenemos una relación. En el fondo él no esperaba que te vinieras, Laura, pero no podía dejarte en la estacada. Me habló de solidaridad. Y de un tiempo, no mucho, para explicarte lo nuestro y ayudarte a encontrar un lugar donde vivir. Pero ustedes se instalaron en esta casita y el tiempo pasa. Todavía alega que no puede dejarte en la estacada. Me dice que te has vuelto dependiente, que lo necesitas. Y me asegura que apenas pueda resolverá todo esto. Pero a mí se me acabó la paciencia. ¿Qué dices ahora, Juan Carlos?

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Nada, por supuesto. Silencio absoluto. La cara blanca, la boca blanca, los nudillos blancos, la mirada fija en algún punto que no éramos ni ella ni yo. Tampoco yo podía decir nada, a punto de desplomarme. Finalmente saqué la voz: -Vas a quedarte con ella, Juan Carlos. Con esta señora de sentimientos tan finos. Probablemente una gran feminista, una activa colaboradora con la solidaridad, un alma cálida y bondadosa. Mis bendiciones. Pero usted, señora, no se equivoque en un detalle. No crea que la ama. No olvide que es latinoamericano, y que a nuestros hombres no les cuesta mucho esfuerzo decir “te amo”. Dentro de poco estará diciéndoselo a otra. Y explicándole a esa otra que usted lo necesita y se ha vuelto dependiente. Así habló Zaratustra. Juan Carlos, en completa mudez, la acompañó a la puerta.

Volvió y se dejó caer en una silla con la cabeza entre las manos. Yo me distancié, contemplando a un extraño, un pelele. Todo había sido tan rápido… y tan brutal. Estaba helada.

-No me vas a perdonar ¿verdad? –dijo por fin-. ¿Cómo podría pedirte que me perdones?

-Tienes miedo ¿no? Esa mujer, como se llame, te acaba de mostrar su verdadera cara, pero ya es tuya, toda tuya. Puedes elegir quedarte solo, pero sé que no lo harás. Te irás con ella, porque conmigo se acabó. Sabes que no hacía falta que me mintieras. La mentira fue tu elección. No perdonarte es mi elección.

-Sólo escúchame un poco. Cuando llegué acá y me miraban como un héroe y yo sabía que no lo era, aunque había peleado, aunque había resistido con mi arma, aunque había arriesgado la vida y volvería a arriesgarla, me sentía un despojo humano. Te veía a ti en la distancia, diciéndome que te quedabas, contándome un plan delirante para sobrevivir, tan candorosa

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y decidida como siempre. Veía a los compañeros que se reorganizaban, que se la jugaban cada día. Veía a nuestros muertos. ¿Quién era el héroe? Además me habían regalado un trabajo absurdo, en que sólo podía vender mi imagen mentirosa. ¿Cómo crees que me sentía? ¿Y qué crees que hace un hombre derrotado? ¿Dónde está nuestra virilidad? Algunos compañeros empezaron a decir que las rubias tenían un defecto en los talones, porque bastaba darles un empujoncito para que se cayeran de espaldas. Y ellas se acostaban con América, con un continente, con sus fantasías de calvinistas. Era fácil, era demasiado fácil. Nos habían sacado la mierda, nos habían cortado las pelotas, pero el miembro viril seguía funcionando. ¡Milagro! Y las gringas no sabían que éramos una tropilla de impostores.

>Con Ria fue distinto. Trabaja en la universidad. Me ayudó. Fue mi amiga. Me devolvió algo de confianza. Después supe que tú ya no podías mantener tu empeño de quedarte. Que estabas en peligro y en cualquier momento podían liquidarte. Entonces empecé a volver a verte real, cuando ibas a buscarme a los puntos, cuando partías alegremente a los lugares más difíciles. Me volvió la ternura, las ganas de abrazarte, de volver a ser un hombre. Pero no rompí con Ria. Tuve miedo de quedarme en pelotas. Así que te he estado engañando desde el principio, y a veces tenía tanta vergüenza, tanta vergüenza. Estaba entrampado y tú te alejabas, tu dolor te alejaba. Mi dolor. No se puede amar con tanto dolor. Pero se puede ser leal y yo no fui leal. No tengo perdón.

Esa noche larga hablamos, hicimos recuerdos, lloramos. Al amanecer me fui en mi bicicleta para darle tiempo a que sacara sus cosas y no tener que despedirnos. Volví a una casa en que sólo faltaba su maleta.

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Juan Carlos se fue a Berlín con Ria. Ella lo llevó a trabajar a su Centro de Altos Estudios de la Realidad Latinoamericana. Era su trofeo. Y entre ellos, como era previsible, empezó el silencio. A veces recibía cartas. Recuerdo una en particular. Decía algo así:“Me aburro. Me aburro en las tardes interminables sin nada que decirnos. Ella cocina. Pasa horas cortando cebolla en cuadraditos minúsculos, perejil en cuadraditos minúsculos, y ajo en cuadraditos minúsculos para hacer una salsa francesa que disfraza el sabor insípido del pescado insípido. Como nuestras conversaciones.

Y ya me enferman los intelectuales europeos que opinan de lo que no conocen. Que tienen repuestas para todo, hasta para el desamor…” Pero yo no mordía el anzuelo. Con mucho esfuerzo iba dando rumbo a la vida. Volvía a hacer grabados. Volvieron los colores, distintos, pero vivos. Juan Carlos, mi querido Juan Carlos de los días felices, había quedado atrás.

Pasaron los años y aprendí a sobrevivir. Después de todo me gustaba esa ciudad con tanta agua donde empecé a reconocer olores, a establecer rutinas, a hablar en ese idioma imposible. El dolor no desaparecería nunca, pero la vida volvía a ofrecerme mañanas de sol.

Entonces, no sé quién de nuestros políticos estimó que había llegado la hora de volver a nuestro país a la luchar clandestina. No sé qué análisis fue ése. Desde el comienzo me pareció delirante. Por supuesto no iba conmigo, pero me dolía que engancharan a los más débiles o a los más desesperados en una iniciativa que los llevaría, casi con certeza, a la muerte. Entonces recibí una carta de Juan Carlos. Había decidido volver, y quería verme. Tratándose de él, entendí su decisión. Iba a jugarse el todo por el todo. Le devolvería el sentido a su vida, aunque fuera por unas semanas.

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Pero no quise que viniera a visitarme. No quise que en mi nueva vida se colara, no sin ironía, de vuelta la cuchillada en los huesos, el corazón apretado que compartimos. No obstante de pronto recordé su piel pálida, tan fina y tan dura al mismo tiempo. (Son raras las cosas que guarda la memoria. Sus manos. Nuestros movimientos en mi cocina improvisada del taller. Mis trayectos a ciegas en el asiento trasero de un taxi desvencijado. Y su piel.) Le contesté que iría a Berlín.

Aproveché un viaje a París. Desde allí podría tomar el tren que iba a Moscú, cruzando Alemania y Polonia. Siempre me atrajo la Gâre du Nord, estación que se me había vuelto familiar, y más me gustó ese tren antiguo y larguísimo, con empleados de seguridad soviéticos. Acercándome a mi vagón divisé un enorme samovar reluciente. Pero estaba en los carros que iban a Moscú, al los cuales no tenía acceso. En mi compartimiento ya estaba sentada una mujer más o menos de mis años, que parecía ensimismada. Cuando me miró nos reconocimos al instante. Había sido mi compañera en Bellas Artes y una conocida modelo. Después desapareció. Supimos que se había casado con un polaco ya muy mayor que tenía un negocio de numismática. Nos resultaba raro imaginarla con ese anciano huesudo y parco de palabras que todos habíamos visto alguna vez. Nada de simpático. Pero ella, al parecer, lo amaba. Después de saludarnos con sorpresa y efusión por el encuentro tan insólito, me explicó que iba a Varsovia a dejar las cenizas de su esposo en tierra polaca. -Lech fue tan bueno, tan gentil –me dijo-. Fue discreto hasta para morir. Se quedó dormido y no despertó. Sólo eso. Lo echo terriblemente de menos. Ahora voy a cumplir su último deseo.

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No le conté que yo iba a Berlín a despedirme de un hombre que había querido y pensaba inmolarse. Viajes parecidos al fin y al cabo. Y aquí el viaje se convirtió en la secuencia de momentos que mi memoria convertiría en relato.Llegó un mulato, alto y elegante, que en el primer momento nos habló en francés. Pero no tardó en contarnos que era dominicano, que iba a Moscú a terminar su doctorado en astrofísica. Hablaba ruso, francés, inglés, y era simpático y refinado. Parecía tener el mundo a sus pies. -Señoras, la ocasión lo merece –anunció-. Tengo un buen vino. Pediré copas para hacer un brindis. Después deberé desaparecer como Cenicienta en mi vagón que va a la Unión Soviética. Pero ha sido un placer conocerlas. Ese anochecer salimos de París con una copa de vino en la mano y cierta sensación de magia. En Aquisgrán apareció un matrimonio polaco con una niña finita y paliducha que podía haber sido su nieta. La mujer hablaba ruso y nos contó la historia. Ella y su marido habían nacido en la misma hacienda, en Polonia. Después de una infancia juntos, habían tenido un romance adolescente. Pero durante la guerra ella había acabado en la Unión Soviética. Nunca volvieron a saber el uno del otro. Hacía sólo quince años que había podido volver a su pueblo. Y ahora tenían una hija. Brindamos con ellos, con los ojos brillantes, al modo más eslavo. El tren paró, chirriante, en una estación mal iluminada. Abrazos, cestas, monjas polacas corriendo por el hielo. Apenas el tren volvió a ponerse en marcha, la policía abrió con violencia la puerta de nuestro compartimiento. Estábamos en Alemania Democrática, en el Este. Posiblemente no les gustó el grupo de latinoamericanos y polacos que habían abierto una segunda botella de vino. Nos revisaron de mala manera.

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Era la primera vez que transitaba por un país comunista, y me negué a hacerme comentarios; me negué a ironizar. Cuando fui al baño, noté que había un policía en ambas puertas del vagón, los mismos que volvieron a irrumpir en nuestro camarote en cada estación. Finalmente el amigo dominicano tuvo que irse al carro que iba a Moscú. Nos despedimos emocionados. Con la primera luz, vi un bosque de abedules. Aunque aún había manchas de nieve, un hombre corría con una red para cazar mariposas.

Mientras abrazaba conmovida a mi amiga en la estación de Zoo, divisé a Juan Carlos. Me pareció flaco, cansado. Claro que eran las seis de la mañana, hora inclemente para pasear por un andén con unas flores en la mano. Y aunque nos abrazamos con la espontaneidad del cariño, después nos costó hablar. Tal vez era mejor no contarnos mucho. Ria lo había dejado hacía tiempo. Ahora vivía en un departamento compartido. En su cuarto había una sola cama. -Pero dormiré en un sofá -me dijo. Sobre la cama, como un perro fiel, estaba enrollada la vieja manta. “América”, quise decirle, pero preferí callar, por miedo a entrar de golpe en una intimidad que ya no quería. -He viajado toda la noche –le dije-. Necesito estirarme y sacarme los zapatos. -Haré té y pondré las flores en un vaso. Volvió con una bandeja, las flores, y té, pan negro y mantequilla. Todo muy pulcro. Durante horas fuimos dándole vueltas a la periferia de las cosas, hablando de todo y de nada. En un pequeño parque que estaba muy cerca, nos sentamos frente a una laguna con aves acuáticas. Yo no podía apartar los ojos de las huellas en el agua.

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-Te agradezco que hayas venido –me dijo Juan Carlos-. No podía irme sin haberme despedido de ti. Además quiero decirte algunas cosas, muy sencillas. En primer lugar, no creas que me encandila el proyecto. Sé perfectamente que es un error, que no es el momento y que no tenemos los recursos. De modo que no hace falta que me digas nada. Pero tengo que hacer algo con una vida que se fue al garete. Todo ha sido un error. Me asilé porque me convencí y me convencieron de que era un peligro para los demás, ya que no había garantías de que me mataran sin más, en plena calle. Podía delatar. ¿Quién puede asegurar cuánta tortura será capaz de resistir? Tal vez en eso fui responsable. Pero no fui capaz de ser responsable con lo que me quedaba de vida. Todavía me avergüenza haber sido desleal contigo, y con Ria, en cierto modo, aunque no me costó mucho descubrir que entre nosotros sólo hubo palabras que nunca fueron diálogo. Y tengo un trabajo inane que me invalida. Pero puedo irme y, al arriesgar el pellejo, volver a sentirme hombre. Pasaré unos meses en un entrenamiento muy duro y después ¡vaya uno a saber! Es todo. También quería decirte que en mi corazón tú has sido mi única compañera. ¿Me perdonas, Laura? -Para perdonar hay que ponerse en una posición de agravio –le dije-. Ya ves que estoy aquí. No hubiera venido a verte si no me sintiera en paz contigo y nuestra historia. Así de simple. Un viejo, hermoso cariño. Dormimos juntos esa noche y todas las noches que siguieron. Pero se había acabado.

Dos años después me trajeron la noticia de que Juan Carlos había muerto. Una muerte extraña, un accidente en avioneta que nadie podía explicar.

¿Qué hacía en esa avioneta que sobrevolaba la cordillera de Nahuelbuta? ¿Y qué pasó? ¿Por qué se estrellaron?

Pensé, no sé por qué pensé, que mientras observaba el paisaje

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escarpado, los árboles tupidos, llevaba su manta sobre los hombros, la misma con que había llegado a mi casa hacía ya tantos años. La policía tardó días en descubrir que el agricultor de apellidos muy respetables que había muerto en el accidente, era Juan Carlos, el subversivo, el peligroso, uno de los más buscados en los primeros bandos. Después no supe más. Por fin una mañana desperté con un canto de zorzales. Empezaba la primavera y el aire estaba frío. Salí a la calle de un barrio desconocido de Santiago, donde me alojaban unos amigos. Encontré una panadería y olor a pan recién hecho. En la puerta también había unos cajones con unas verduras muy feas, entierradas. Tomé un manojo de zanahorias y dos paltas negras. Compré pan y quesillo. Ya sabía cuál iba a ser mi desayuno. Una niebla vaporosa velaba la cordillera. Tan cerca, con sus matices de un azul acerado. Estaba en un barrio tradicional, donde casi no se notaban cambios. Podía ser cualquier mañana del pasado, antes de ir a clases.

Dicen que en el momento de la muerte volvemos a ver toda nuestra vida. En el momento del regreso, yo más bien olvidé que alguna vez me había ido. Eso volvería más tarde, cuando comprendí que pertenecía a dos mundos.

Aquí acaba la historia. Quería ver si era capaz de contar anécdotas como mis amigos viejos, pero me enredé y emprendí este relato, mucho más íntimo. No fui capaz de traer al primer plano sólo aquellas cosas que se cuentan sin implicarnos, las grandes ideas o los chascarrillos. Pero como dije antes, es que soy mujer. Tal vez sea eso.

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Haré el viaje una vez más. Acaso perfeccione la soledad o me rodee de antiguas voces. Acaso sea capaz de llegar a la playa de conchuelas, de mirar los arrayanes. Esta vez y quizás la última. Volver la página. Quiero entrar sin anteojeras en el puerto remoto del alerce, buscar el árbol con iniciales de la juventud, trabajadas por lluvias y savias. Traer la memoria de las lindes del agua, de la luz que lame los guijarros, sabiendo que sólo el aire helado salará mis labios cuando rocen un rostro de aire.

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Finalmente ha llegado el momento de emprender el viaje proyectado en la memoria tantas veces; unas, con la intensidad de la semivigilia, cuando los sentimientos se desbocan en ese estado primigenio anterior a la censura; otras, como simple rutina para no olvidar. Porque alimenté los años de ausencia con ese recorrido ritual: el reencuentro con la muchachita que fui, con las facciones difuminadas en el vidrio de las ventanas, de los ojos de buey, con la muerte. Siempre, cogida de improviso por el reflejo de un escaparate, de la ventanilla de un tren, cada vez que la luz imprecisa me redujo a formas elementales, sin huellas ni arrugas, me sorprendió la empedernida inocencia de mis ojos, que mis ojos conservaran el asombro. Y ocurrió que sin habérmelo propuesto, un año cualquiera de mis años maduros comenzaron a suceder cosas que me devolvían al comienzo de mi historia adulta y me obligaban a reparar olvidos. Los afectos negados, congelados por la lejanía, pero que fueran amor y otros desgarros antes de convertirse en un calco casi transparente, como yo misma había querido ser cuando mi padre me contó dando un paseo que en Australia los aborígenes eran como sombras, que no intentaban diferenciarse de la naturaleza. “Me gustaría ser así”, pensé en los inicios de una vida que me haría transeúnte, y aprender la fugacidad. Con los años acepté que todo, desde el nacimiento, estaba preñado de despedida, aunque un día se transformase en la calidez de un buen recuerdo, o un vacío.

El tren es largo, larguísimo. Un microcosmos con todas las clases sociales representadas vagón por vagón. Los departamentos no han cambiado. Tienen las mismas felpas verdes y polvorosas, los bronces relucientes y la madera encerada. Y yo parto en busca del puerto del alerce, de un vestido a rayas y un trigal. La memoria es un tejido de trama deshilachada y la isla, al final, brilla como esmeralda. A. que murió como la falena quemado muy pronto justo antes de comenzar a marchitarse, hace un gesto de opereta saludando con su gorro de marinero, tras haberme vestido con algas y hojas.

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Lo más triste, me decía, es una vida mirando por la ventana. Acaso como el balcón abierto, la pequeña cortina de plantas, las plantas que me esperan, allá al otro lado del mundo.

Cuando el aire se detiene, mi casa se convierte en una pecera. Me pregunto si esa es la vida mirando por la ventana, si la reclusión, o la estética, o la memoria colectiva que elegí no acabarán por convertirme en el negativo borroso de mí misma. He creado un entorno donde muchas cosas se parecen a lo que siempre amé. El sol y los barcos. Un puerto con palmeras y humedad, las premoniciones. ¿Por qué no, al fin de cuentas? ¿Por qué no podría ser cierto que la higuera y la vid y los latidos del Mediterráneo también me pertenecen, tanto como el mar austral y la lluvia, y las fragantes embarcaciones, o el recalentado olor de las esquinas de Antofagasta? ¿Por qué no, al fin de cuentas? La defensa de un balcón, de la melancolía a veces, de las horas detenidas, de la soledad auto referida, auto alimentada. Un sueño impreciso, sin palabras ni voces, sin colores, se convirtió en un dolor punzante, en la carretera larguísima, el empecinado repaso. No olvidar. Mi país, concepto tan manido. Mi país, el mapa chiquito. Que recorro con un dedo, abrazo con un dedo, reconociendo las cuestas y el color de los árboles y del radiante sol, la línea parda del desierto, los niños que fueran, saltando por las rocas, los caballos inquietos al amanecer. Se murió el Poncho. Era alto, flaco y oscuro. Me prestaba caballos. Yo le daba lo que quisiera. Plantaba alfalfa en mi terreno, o choclos, o tomates. Los tratos se basaban en el recuerdo de mi padre, y era suficiente. Se murió el Poncho. Había querido que me esperara. Volver a tomar leche de sus vacas, hacer oscuros tratos de conejos y medierías, volver a oírlo gritar de alegría la mañana de la primera lluvia. La devastación del tiempo. El Poncho no esperó. Los potreros no están, ni los álamos altísimos donde hacían un alto los pájaros nocturnos.

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La nueva realidad superpuesta a la realidad de la memoria y del sueño. El desarraigo: Dejar transcurrir el otoño, los otoños, cuidando las macetas donde el ají de México ha ido tomando la forma afiligranada del helecho, donde el cilantro se prodiga. Esperar la noche sabiendo que viajaré en la estela de la luna, como otra nube, sombras, en la delicuescente sustancia de los desarraigados. Entonces pienso en los que vuelven y momentáneamente recobran la savia -aunque luego las grietas y las rupturas irrevocables cobren sus presas- y en mi empecinada ausencia a riesgo de secarme. Durante muchos años me sorprendían las esquinas de nada. Así, caminando por calles ausentes, de pronto ante una esquina la mirada recorría la arquitectura desanimada, la no-vida. Y al escapar de esa experiencia espectral, la vida resurge en un muelle con barquitos y gente que come y se asolea, donde me gustaría compartir con ellos una ensalada de lechuga y caracolitos de mar, con limón un poco amargo. Pero las palabras “mi país” se han ido debilitando y ya no levantan bandadas de gaviotas ni fragancias de alerce. Sólo un hilo de emoción como el fugaz ramalazo de los amores olvidados. Tirar de ese hilo. Recrear el perfil de un pájaro, el olor borroso de la menta que crecía en la acequia. Aunque el trayecto en el tiempo es irrecuperable. Los lagos permanecerán y seguirán latiendo, pero no reencontraré jamás a una joven mujer -yo- allí, sus instantes, las voces que ya no están. Entonces ¿qué es el desarraigo? ¿Es la pérdida definitiva de lo que fuimos, de ese yo-otro que quedó para siempre escuchando el ruido del agua que me acogía por las noches, mi casa, mis paredes, mis amores, el rayo de sol que descansó en dos cuerpos desnudos? Cuando era niña, cuando me gustaba acompañar la cosecha de papas, cuando había hambre en Europa, cuando vivía mi padre. Cuando

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fui una muchachita valiente, cuando fui madre, cuando participé de un amor colectivo... Porque el desarraigo dividió el tiempo (todavía me sorprende reconocer mis ojos, mis propios ojos antiguos en los espejos). Se llevó a los viajeros intrépidos, develó los abismos. No conozco trayecto de regreso, no conozco manera de restablecer (o de inventar) un orden. Voy viviendo. Me acompaña la memoria.

A. murió antes de que los años lo opacaran, antes de cualquier mancha grosera. La última vez que nos vimos, como siempre recaímos en el antiguo impulso que nos hacía acercarnos. Estaba construyendo un palafito, una casa de troncos recostada en la ladera de uno de los muchos cerros que dominan la ciudad. Cada noche podría dormir sobre un lecho de luces. La casa todavía no estaba techada. Nos recostamos a mirar el cielo frío y negro. Tomados de la mano, con los cuerpos distantes, hablamos hasta el amanecer. Como tantas otras veces, helados, hambrientos, con los ojos muy abiertos de insomnio y frío buscamos casi a tientas algo para desayunar. Ninguna premonición en la despedida. Podía ser por unos días, o quién sabe. Además, no había que caer en la emoción peligrosa, en el deseo de permanencia. Murió una semana después, fulminado por una enfermedad imprevisible y feroz. Años más tarde soñé que estábamos en un bar cerca de la universidad. Contentos y animados, cómplices como siempre, nos acompañaban los amigos de entonces. De pronto recordé que no podía ser. Le dije: “Pero tú estás muerto.” Él respondió con una risa maliciosa -se disponía a escapar- y se levantó. En la puerta de cristal había un vidrio roto. Mirándome, pasó la palma de la mano por la punta de vidrio. Brotó una gota de sangre. Me mostró la mano en que se deslizaba la sangre como diciendo: “¿Ves? No estoy muerto”.

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***

Las grandes sacudidas comienzan más o menos en el kilómetro 200. Entonces se cena y cuesta sostener el plato. Me pregunto si todavía existe el jamón con huevos -que los camareros llamaban jamanei- si todavía existen esas pailas brillantes que queman los dedos. No puedo dejar de mirarme en los vidrios y pensar en las muchas veces que he cruzado países con catedrales y otra clase de frío. Aquí no hay catedrales. Los intentos del hombre se vienen abajo según los ciclos del fuego subterráneo. Y el agua se va apoderando del delgado país que se rompe, se fragmenta, se abre en el fin del mundo.

Que fue el comienzo de la aventura y la sal, con tu gorra de cuero y los ojos que el viento te llenaba de lágrimas. Jóvenes. Jugando a encontrar el rastro del león, de un león de verdad, allí donde nadie hubiese pisado, sólo nosotros en ese paisaje que parecía el principio de la creación, cerrado de helechos y raíces. Jóvenes también a la hora de separarnos. Valientemente convencidos de que las huellas se borran, tan nuevos éramos en las rupturas. Y llegó el día en que los trenes nocturnos ya no cruzaban mi país, los senderos del humo y los olores reconocibles, y hubo una noche muy helada en Francia con polacos cantando una canción nupcial que también era despedida. Una pareja de novios corrían por la nieve hacia el tren. La novia llevaba un velo blanco y una comitiva de amigos se lo sostenía en el aire; así, mis nuevos ojos nacidos de la violencia se posaron en campos desconocidos que arañaron en busca de signos. Después los caminos comenzaron a repetirse y encontré lugares de llegada: una habitación en París con un collar africano, el primer café y el ruido del tranvía, el Mediterráneo y la lengua de los antepasados. Pero las palabras antiguas siguieron lloviendo en mis oídos. Receptora de palabras.

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Siempre he rechazado los círculos perfectos que inventa la literatura: pocos tienen la suerte de morir cuando el cristal frotado lanza su nota más pura. Fuera de la ficción, la muerte suele llegar a destiempo, demasiado tarde, o solapada. Y el momento peor pudo ser la espalda que desapareció en una esquina, o la despedida casual después de una fiesta. Tal vez entonces se cerró un ciclo, pero no se sabe hasta mucho más tarde, cuando el momento pletórico ha dado paso al silencio que comienza a poblar las lámparas, las sillas, las tazas. Se arrincona detrás de los libros, invade la memoria, nos encierra en la piel. ¿Con qué palabra entonces nombrar el instante en que el mundo que fue árboles, casas, pájaros, colinas, se convierte en el paisaje despoblado que no es siquiera un accidente geográfico, ni nada reconocible? Empeñada en hacer de la vida el círculo de un anillo, he avanzado a tientas por el borde de los tejados y las aceras, siempre por el borde, evitando los caminos seguros porque el arquero dispara su flecha a las estrellas y el centauro galopa ¿en busca de qué? ¿Qué ciego instinto gatilla el corazón siempre anhelante? ¿Qué necesidad de verdad última, de riesgo asumido? ¿Quién me hubiera acompañado? ¿Quién hubiera podido retenerme? Tal vez el regreso, finalmente, ponga fin a la trayectoria errática. Pero el albergue es morada de fantasmas y ya no sé buscar consuelo, ni volver al juego de dar y quitar, mendigar y despoblar, aunque al extremo de la soledad invadan las luces que revelan la otra realidad, el mundo quimérico en que las partículas de polvo que brillan en el haz de sol se convierten en planetas y un objeto cualquiera revela los muchos dedos que lo sostuvieron, como si se pudiera leer la historia con un microscopio. El ejercicio de la soledad se perfecciona y pule como una joya; se descubre el olfato, el gusto, el sueño y los pequeños placeres que abren los sentidos para convertir en universo el cuenco vacío. Me costó muchos años construir la entereza que

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revelara que eran míos los muelles recorridos a solas, el sol benigno. Sin dejar de repetir a veces los rituales de otros, como un regalo, un guiño, un símbolo. Me he llamado a mí misma Mujer Oreja. Sin compararme con otra oreja mítica, la de Dionisos, por mi condición de mujer sencillamente, como si hubiera sido un cántaro vacío que había que llenar, he escuchado palabras, las palabras de los que se hablaban a sí mismos, y las que querían impregnarme. He escuchado, paciente, espacios, geografía, construcciones, revolución, colores, arpegios mayores y menores, qui est ce chien qui hurle dans la nuit? cayendo como garúa en mis oídos. A veces eran palabras compañeras. Otras, las más, eran el sonido benigno que confirmaba la soledad. En el recuerdo quedan los espacios en que las voces se fueron apagando: un río bajo la luna, o una campana de tranvía.

Contemplando el paisaje oscurecido, sin pueblos y con alguna luz escasa en lontananza, pienso que el corazón puede estrellarse en estrellas, como cuando las fiestas del fuego del Mediterráneo, con su olor a pólvora y el ruido que me estremece el estómago y me transforman en fragmento, en otra luminaria que se eleva. Admiro a los castellers, y los insondables motivos que hacen que haya niños que sigan trepando sobre la torre humana. El día de mi llegada, no obstante, no encontré el Mar Tirreno de Odiseo. No olía a nada y los fósforos, los trocitos de papel, flotaban su ritmo impávido, simplemente insignificante. ¿Hacia dónde señala Colón? Antes, en los primeros sueños recordados, había brillado una colina verde y redonda, y un minarete blanco. El mar lamía islas también brillantemente blancas. No sé si ese sueño nació de una ilustración o de la memoria más profunda, pero es la primera imagen nítida después de la confusión de los ruidos inquietantes, del penetrante canto de un pájaro nunca visto, de la sombra de la zarzamora.

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Ese trocito de mar prisionero y vejado no era ni podía ser -lo sabía- el restallante océano que arrebataba con su yodo. Lejos, muy lejos, en el largo mar fundido a mi largo país los huiros seguirían trenzándose, las mareas seguirían desnudando el vientre secreto de las embarcaciones. Una larga distancia me separaba de la entrada a la dimensión del infinito, al tejido más secreto, o la amable profundidad del abrazo verde y frío que me acogiera cuando niña. El sueño más lejano no se reveló unos pasos más allá de la elevada estatua que señala un rumbo equivocado, interminable cadena de errores. Ese trozo de agua también sería un error, pues el conocimiento habría de ser lento y ceremonial: un día la aurora borró las estrellas; otro, un atardecer muy quieto, me mostró sus meandros. La luz reveló el destello de los azulejos, y se deslizó por la cuenca de los valles. Finalmente se posó en mi ventana. ¿Por qué imaginando el lejano aullido de perros flacos, el paso de un caballo, vuelvo a la que convertí en mi casa? Allí a veces el calor no me deja dormir. Me tumbo entonces en las baldosas y apoyo los pies en la pared. La luz que entra por el balcón abierto me muestra el contorno de las piernas. Las muevo, las desplazo, abro los dedos, tuerzo los pies, busco posturas grotescas y muy muy lentamente me entra el sueño. Otras veces me quedo quieta oyendo las conversaciones triviales de mis vecinos, abuelas y niños, y su idioma áspero. En verano la calle no tiene secretos, mezcla de voces, olores, y ruido de platos en el fregadero. Noches de pensar y estar bien, de estirarse en la “camita de virgen”. (Cuántos años de eso, cuando le decía a mi madre “buenas noches desde mi camita de virgen”), dormir a ratos, como los perros, con música sonando apenas. Y ahora con toda una noche para rehacer el camino de la memoria, la mente se empecina en otra letanía: las noches y las noches de pasos

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en la calle. Como globo chinesco, o corazón, resplandece la mano que abriga una cerilla. Gatos llamando en los tejados; la planta trepadora ha conquistado un grano de cemento. Viajo en un barco de sábanas y lanas. Inmensamente libre espero el momento en que el sol lamerá la entraña rosada de la caracola. Entonces la gaviota, sin mirarme, cruzará mi ventana y mis ojos miopes quedarán prendidos al don fugaz y terco de sus alas. Pero este es el viaje real. El tren traquetea y se agita y pronto vendrá el camarero a abrir el camarote de madera caoba en el ritual que conozco desde niña, cuando existía la casa de largos corredores que fuera mía. En verano las abejas borrachas de fruta llevaban el olor a duraznos y cerezas a todos los rincones y los días de sol transcurrían entre olas y caballos. La familia: una abuela pelirroja, “los italianos”, mis padres, mi hermano. Porque prefería los sapos a las muñecas, mi abuela y mi madre no sabían muy bien cómo tratarme. Los italianos en cambio apreciaban mi habilidad para atrapar lagartijas. Mi padre se fue muriendo a lo largo de todo un verano. Sabía que estaba enfermo en Europa, a donde había ido a terminar un doctorado. Sabía que estaba en una clínica y que mi madre estaba a punto de viajar a acompañarlo. Por eso estábamos en el campo de la abuela, donde también habían llegado los italianos, mis primos. La abuela no los quería... tampoco me quería mucho a mí, ni a mi hermano, pero tal vez fuera su modo, sus pudores escoceses que, no obstante, no le impedían atronar los corredores dando órdenes a voces. Pero los italianos definitivamente no le gustaban. Su hija se había casado con un hombre meridional y expansivo. Que sus hijos gritaran y gesticularan confirmaba lo desacertado de su elección. Mi padre apareció una tarde reseca de calor, cuando nadie lo esperaba. Apenas estaba más flaco, pero había una sombra gris en sus sienes, los hombros se le habían venido hacia adelante, y sus ojos no brillaban. Parecía,

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aunque intentó ser el mismo de siempre, remoto. Era esa opacidad vidriosa de los ojos que ya no lo abandonaría, la que lo diferenciaba del que fuera, distanciándolo. (“Es la morfina”, susurraba mi madre a menudo. Más tarde pensaría si mi padre había sido consciente de que cuanto le quedaba de mundo, del mundo que tal vez quería asir y atrapar lúcidamente, pasaba por el tamiz de su embotamiento, de la tenebrosa elección entre el dolor y la semipenumbra.) Esa noche le explicó a mi madre y mi abuela que venía a morir, que era inútil prolongar el tratamiento y su agonía porque la enfermedad no iba a ceder y se estaba muriendo. Y a partir de ese día, cada mañana iba a sentarse bajo el damasco cercano a la piscina con un diario o una revista que invariablemente resbalaba de sus dedos. A veces dormitaba, a veces seguía con la vista al gato que cruzaba corriendo, con el pelo rojo ralo por el calor del verano. Otras veces, envuelto en su albornoz blanco, nos miraba bañarnos. Pero los niños no se atrevían a acercársele. Ni siquiera yo que lo había amado más que a nadie. En alguna ocasión en que volví a ordenarle los pelos del pecho alrededor de su medalla de oro, pensé que le dolía, que no había forma de tocarlo sin que le doliera. Y a medida que lo veía decaer me mantenía más y más apartada. Intuía asimismo el pavor de mi madre, sus ganas de escapar, de correr y cruzar los cerros que cerraban el valle, y desaparecer. Ya adulta he intentado imaginar el horror de sus noches junto al enfermo insomne con las sienes grises y las gotitas de sudor en la frente. ¿Podía tocarlo? ¿Podía encontrar algún lugar del cuerpo que viviera todavía, algún lenguaje de ternura y complicidad? ¿Contaba las noches, una menos, una menos? Mi madre no era una criatura que llevara en las manos los misterios de la vida y la muerte. Las cosas elementales se le escapaban, porque nunca nadie le enseñó que también se quiere con los dedos, que se puede perder la compostura, que la vida puede ser áspera e

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implacable, que la muerte así, presenciada día a día, no tiene belleza, no es la manchita roja en la comisura de los labios de Margarita Gauthier. La casa estaba cada vez más silenciosa. Sólo los italianos más pequeños y mi hermano seguían jugando con la gran alfombra de pieles de zorro y regresaban de sus correrías por los árboles con el cuerpo negro de tierra y grandes surcos pegajosos de jugo de fruta. Entonces la abuela enarbolaba su autoridad con la energía de un batallón de gaiteros y la casa volvía a llenarse de voces y órdenes, y se oían chorros de agua casi hirviente llenando las bañeras. Pero ni los italianos, ni el pelo rojo de la abuela conseguían mantener la vida de la casa, dominada por los ojos empavorecidos de mi madre (años más tarde volví a ver el mismo horror y la misma tristeza en los ojos de una condenada a muerte que había matado a sus hijos), la mano caída de mi padre, y el diario en el césped. El verano era caluroso. Mi padre, a la sombra y cada vez más cerúleo, transpiraba y dormitaba y ya no seguía con los ojos. Se concentraba en mantenerse respirando tan livianamente que cada cierto rato necesitaba tomar una gran bocanada que lo dejaba agotado. Desde su llegada, casi no hablaba y ya no tenía fuerzas para hacerlo. Las facultades lo abandonaban una a una y la muerte avanzaba y se quedaba alrededor de su boca, en los pies que estaban dejando de sostenerlo, en la postura de las manos. Trabajaba lenta y minuciosamente, demorando el final. Tendría que pasar todo el verano y sus calores, y comenzar a amarillear algunas hojas para que un golpe de aire desencadenara la fiebre y el rápido final. Mi padre había desaparecido y estuvo desaparecido durante muchos años hasta que el vacío, el frío, lentamente se transformaron en pena y finalmente pude llorarlo. Sólo entonces volvieron los paseos a caballo cuando lo mejor era el regreso pensando en el café con leche, el pan con mantequilla. Mi padre y yo. Lo miraba de reojo porque me gustaba que fuera alto y elegante. Y anticipaba la merienda en el repostero con su olor a

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resina y manzanas. Un día que volvíamos por el camino de los abedules en completo silencio, mi madre -que casi nunca nos acompañaba y no solía revelar sus sentimientos- me dijo: “Recuerda este momento. Estos son los momentos felices de la infancia”. Me tomó por sorpresa: la infancia parecía eterna y feliz siempre que pudiera subirme a los árboles, que nadie intentara peinarme. Y mi madre había venido de paseo con nosotros a pesar de que no le gustaban mucho los caballos. ¿Por qué ese día? ¿Para anunciarme que todo tiene un fin? Años más tarde también le dije a mi hija después de un picnic feliz: “Algún día te acordarás de este lugar”. Pero no está bien anticipar los algún día de la memoria. Esa vez miré a mi madre y tuve el mismo miedo que, cuando al besarme la noche antes de mi cumpleaños, me anunciara: “Ultima nochecita de cinco años.” Enhiesto en su caballo mi padre sonreía, ausente. Cuando tenía seis o siete años me dormía pensando que el sueño era el transcurso de la vida, y que un día despertaría en otra cama, no en mi camita blanca de hierro forjado, sino en otra, en mi lecho de muerte. Entonces sabría que el sueño había sido ser niña de nuevo. Todo el transcurso de una vida en un viaje nocturno. Como ahora, entregándome, mecida por los vaivenes del tren. Todavía no tenía trece años. Era delgada e inconclusa, con una boca que estallaba de dientes, piernas de potrillo y una dura corona de pelo color nuez. Acurrucada, oía los Preludios de Chopin. Sabía que en el centro de mi cuerpo, entre el diafragma y el ombligo, se concentraba la energía que una vez atrapada, controlada, irradiaría en danza, en la expresión más antigua de veneración y regocijo. David, desnudo y brillante danzando su amor por Javé; el cazador solitario repitiendo los movimientos rituales que lo convertirían en sombra o en la presa que iba a ofrecérsele, sabiéndolo su hermano. Y un día mi cuerpo también se abriría, sabría ser grácil y gentil, atormentado y duro.

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Pero por más que me esforcé durante años de sudor y dedos llagados, el cuerpo se negó a ser el instrumento del alma. Se interpuso infranqueable con sus huesos y sus articulaciones y sus ligamentos. La mano no supo ser gentil o breve y las piernas se negaron a volar. No obstante, en duermevela, la semilla que vive en mi vientre germina y me invade. Se apodera de mis brazos, de mi cuello, de mis piernas. Inmóvil contemplo como definitivamente liberada por el tiempo, danza una adolescente dura y somera, una adolescente que me cuesta reconocer, pero que tiene mi misma boca ancha y el pelo color nuez de antes que lo invadieran las canas. La música había sido un punto de calor en el centro del pecho y su irradiación hacia brazos y piernas, pero ese acto, parecido al amor, quedó para siempre inconcluso. Imaginaba que esos cuerpos sudorosos, reverberantes de luz, consumaban la unión más perfecta. Como mi sueño de la muerte, que no era otro que el de Orfeo y Eurídice. Bajar de la mano a la gruta más profunda, horadada por una gota de agua. Abrazarse y ser primero hueso limpio, polvo, aura. Un día me miré al espejo. Había crecido y una lozanía insultante negaba mis esfuerzos, mis pies torturados. De regreso a casa, con la vista fija en las luces de los autos, de los conductores que sabían a dónde iban, comencé a pensar que acaso mi cuerpo tuviese otro destino puesto que porfiadamente se había negado a ser espíritu. “Tendré hijos”, pensé.

Se ha cerrado la noche. Tengo hambre, pero el viejo comedor de metales brillantes ha desaparecido. El coche que lo sustituye es nuevo y pobre. Tampoco quiero ver a mis compatriotas, ni hacer el esfuerzo de hablar, de sonreír. Cuando vengan a prepararme la cama, pediré jamanei y leche con vainilla, papá. “Es la tierra de nadie esta estación de noche”, escribí una vez en la estación más fea del mundo, con la nostalgia puesta en las estaciones de mi país: los sacos de trigo, el olor a madera, el palmotear

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de frío, la luz sucia de mariposas muertas. Pero la tierra de nadie dejó de ser la ausencia para convertirse en todo lo que el hombre ha construido eficazmente y sin amor. Tierras de nadie han sido el inicio, no obstante, de noches que me han acogido como un vientre amable, que han sido cerezos y luna, autopistas, celajes, lluvia. La noche es una bóveda que me convierte en pez, en pájaro plateado. Sólo recogida en mí misma puedo intentar dar respuesta a los absurdos. La luz diurna son los anillos rotos, los círculos que nunca se cerraron. Y que a veces intento posar en otras manos. Manos ausentes que, trabajadas por el tiempo, ofrecen cobijo y compañía.

***

Mi hija me contó que sus abuelos eran tan viejos que no estaba segura de que supieran quién era. Sabía que dos pasos más allá, tres, estaría frente a la iglesia en el extenso prado. Sólo faltaba doblar la esquina y vería el número en la puerta, la ventana de mi cuarto dominada por el campanario agudo y gris. Sólo tenía que acercarme a la puerta y llamar. Miré las ventanas. En ese momento la sombra de un brazo blanco movió un visillo; el movimiento era de una mujer muy vieja. No pude llamar. Bajé al pueblo y compré algo de comer. Después fui a sentarme en el banco entre la iglesia y la casa, pero nadie volvió a mover los visillos. El banco tenía un in memoriam: “in remembrance of my dear husband”...my dear husband... El esposo que no amé, el padre de mi hija. El hombre bueno al que veleidosamente rechacé, quitándole a su hija, negando a ambos el afecto que pudieron haberse dado. ¿Por qué? Con cuánta arrogancia le negué la posibilidad de conocer mi mundo, de hacer una historia juntos. Con cuánta arrogancia. Y sentada en ese banco ... “in remembrance of my dear husband...” recuperé después de tantos años de olvido, su cara, la fuerza de

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sus manos, sus chombas mexicanas de lana gruesa y tosca, el autito Singer en que recorríamos la campiña, algunos amigos, algunas casas. Pero no hay nadie, no puedo buscar a nadie y contarle, preguntarle, tal vez justificarme. Nadie puede rescatarme del dolor de ese campanario en forma de huso, de la casa a la que no me atrevo a llamar. A. solía decirme: -Te llevaré a París. Viviremos en una buhardilla y comeremos zanahorias, pero crecerás y yo voy a cuidarte. Créeme. O: -Quiero dormir contigo para darte los buenos días y enseñarte lo linda que eres. O: -No esperes mucho de mí. Soy inconstante. Tú estás, persistes. Yo me voy, siempre. O: -En México los niños pobres se frotan el cuerpo con luciérnagas y, apropiándose de su luz, se adentran en el bosque y juegan a los ángeles. A. me había revelado mi propia belleza. Me había mostrado la riqueza de las opacidades, el claroscuro. Me mostró con el pelo desanudado y coronas de flores, envuelta en cortinas, bailando. La ninfa Natura. Y también fue mi gnomo, mi muñeco preferido de la infancia, perdido cuando lo senté en una piedra a mirar la puesta de sol, y lo olvidé. Pero había arrecifes y tempestades. Mis ausencias. Una especie de distracción, de no pensar que tal vez estaba solo. Reencontraba mis refugios de niña, oía música con los tíos, paseaba por la playa después de haber tomado el desleído café con leche de la infancia. Pero él no tenía refugio. Cuando lo dejaba, desaparecía el orden, la inocencia. Volvía la angustia. Años después me contaría esas tardes de mis desapariciones

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cuando se preguntaba: “¿Qué soy, por qué, por qué no puedo quedarme simplemente con ella, conocerla, despertar y olvidar, ponerme las jáquimas que me aíslen de todo aquello que es...la madre que me envuelve y me expulsa, me recoge y maneja; mi padre, pobre hombre ahora decaído y solo, pero poderoso en un tiempo, el dueño de terror. Mi madre con la ceja rota por un puñetazo, la sangre, y yo diciendo te quiero, te odio, te quiero, te odio, hasta que también a mí me golpeó y sangré. El refugio en los títeres, en ese mundo ficticio de armonía, telas suaves y bocas sonrientes. El miedo. Pero del despertar, aún más pavoroso, no puedo perdonarme. Al miedo se agregó la repugnancia. Mi estigma. No sé si algún día me atreveré a decírselo, antes de que se pregunte, me pregunte”. Entonces se encerraba, era huraño y cruel, y yo me preguntaba, mientras su angustia, solapadamente, iba cerrándome la boca del estómago. Ese verano en la isla estuvimos juntos y observados de lejos por la familia. Como niños trepábamos a los árboles y nos dejábamos mecer echados sobre las gruesas ramas. Grabamos iniciales en los troncos. Miramos las estrellas y los guijarros. Inventamos juegos. Mientras todos dormían escuchábamos música. Desde Bélgica cruzó el océano un órgano con voz de catedrales de cristal. Milagro que la chirriante radio proyectara tanta belleza, voces que caían como uvas, como lágrimas, como collares, mientras el mar pulía los guijarros y me adormecía sobre su cuello. Otras noches nos instalábamos en su gran cama y leíamos, en francés, un libro de teatro clásico que había aparecido en el desván cubierto de moho. Entonces, contentos, a veces nos dormíamos hasta que el frío me despertaba y me iba de puntillas a mi cama. Y por el día nos empeñábamos en dejar huellas, en pisar donde nadie pisó, en fijar el punto donde vimos deslizarse el pez o caer la estrella fugaz, en marcar las cortezas y reconocer las señales: un pedrusco, una ramita, una pluma. Pero no tuvimos, ni imaginamos, los

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cuerpos entrelazados y el lento acostumbrarse a otra piel con sus poros y vellos y humedades, tan firme y perfectamente ajena, en que cada instante se va grabando en recuerdo y en la obscura conciencia de que nunca volverá a ser. Nunca pudimos decirnos a qué teníamos miedo, y ese afán de marcar fue un intento cándido de perdurar, de perdurarnos. Cuando partí, A. me acompañó al continente. En el Gran Hotel junto al lago pidió una habitación doble. Cenamos en el enorme comedor modernista, bailamos y fuimos a caminar al pueblo desierto. Nos sentamos en la arena gruesa y fría de la playa del lago. Estábamos descontentos. Una casita tenía una ventana iluminada como si fuera un escaparate, con un gran piano de cola y una muñeca de tamaño humano en actitud de detenerse un instante sobre el teclado. Era la clase de absurdo que adoraba. Nos reímos. No esperaba que durmiera conmigo. Me acurruqué en la cama junto a la ventana y traté de dormir. Mucho más tarde se metió en su cama con la luz apagada. Dijo: -No puedo. Entre nosotros hay una distancia y yo no puedo romperla. Recién amanecido me dejó en el tren. Me besó y me pidió que olvidara esa noche. Semanas más tarde, cuando nos volvimos a ver, nada había cambiado, excepto que me iría a Inglaterra al cabo de unos meses. A. me dijo que iba a seguirme muy pronto, pero sabíamos que no sería así. Una noche, pocos días antes del viaje, me despertó un golpe en la ventana. Me pidió que abriera y no hiciera ruido. Abrí y él, sin decir nada, se desnudó y se metió en mi cama. Lo sentí desnudo, frío y desvalido como un niño. Lo acuné en mis brazos y lo hice dormir sin querer, o poder, ofrecerme en otra forma porque tenía miedo y sabía que ya nos habíamos separado. La noche antes de mi partida lloramos abrazados. Esa misma noche A. conoció a P. En Londres el otoño comenzaba a invadir el verano. El sol no calentaba y, aunque las hojas todavía estaban firmes, el viento era insistente

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y las ardillas se afanaban haciendo acopio de provisiones. Sola por primera vez en mi vida me maravillaba con ese mundo insólito aunque familiar en las mermeladas y los tés de la abuela, en su voz ácida y sus pudores. Y también me maravillaba de mis propios recursos, de mi capacidad para adaptarme y endurecerme. D. era profesor de literatura y teatro isabelino. Tenía una hermosa voz y cuando leía trozos que lo emocionaban su piel clara cambiaba de color, como si el corazón bombeara la sangre por los capilares precisos que hacían fluir la intensidad de los versos. Pero fuera de la clase era alegre y expansivo, “isabelino”, decía. Se enamoró violentamente y no vaciló en abrazarme, en apoderarse de mí sin dar espacio a la duda. Era tan fuerte y cálido que a veces conseguía que el mundo dejado pareciera realmente lejano. Durante el tiempo que me mantuvo atrapada, casi fui feliz. La tarde que conocí los frisos del Partenón -nunca olvidaría esas primeras revelaciones, la primera vez que se ve algo que quedará para siempre- de entre los mármoles, como una aparición, surgió el pequeño Puck, que fuera mi compañero cuando intentaba ser bailarina. Puck era un efebo liviano, casi evanescente. Nos hicimos amigos y de vez en cuando nos quedábamos juntos en el cuarto de uno u otro, donde dormíamos arrebujados en un edredón y con una botella de oporto al alcance de la mano. Durante una de esas conversaciones interminables con traguitos de oporto, el pequeño Puck nombró a A., sin notar que yo tenía que apretar los puños para no temblar, y comenzó a contarme una aventura reveladora. Hubiera querido perder la conciencia, o llorar, pero me quedé quieta, intentando que los dientes no me castañetearan, que nada en mi voz, ni en mi actitud, revelara mis emociones. Y no entendía mi estupor -y una mezcla de celos y espanto- pues aquello era lo que nunca me había atrevido a nombrar. Pero ahora había que afrontarlo con los ojos abiertos. Lo que hice, no obstante, fue pedirle a D. que nos quedáramos juntos, consciente de que él sólo entendería matrimonio.

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La distancia comenzó antes de la boda. D. quería una ceremonia religiosa, pero no sólo eso. Quería que estuviera convencida. Argumenté que si existe un Dios su único templo es la naturaleza y el único culto que puede complacerle es la bondad y el respeto por todas sus criaturas. Pues las iglesias, sus ritos, sus antiguas querellas, no son más que formas y yo sólo podía creer en la elección cotidiana de cada acto, con la cruda aceptación solitaria de los errores y las debilidades. -Y, por último, mi raíz es católica -recuerdo haberle dicho-. Es una cultura y emociones muy atávicas que no espero que entiendas ni compartas. Aún así nos casamos. Tuvimos una ceremonia religiosa y no pude sustraerme a la belleza de los votos que D. me enseñó con su hermosa voz. En esos momentos creí en el juramento que pronunciaba, en los misterios del matrimonio santificado, en el sentido trascendente del compromiso entre un hombre y una mujer. Pero las emociones son fugaces. En realidad el único encuentro entre nosotros era la gratitud por su bondad y poco más. Y no cejaba. Cierto día me hizo visitar a un obispo notable, que había iniciado su ministerio en las misiones. La casa era buena, pero fea y ciertamente húmeda. Una esposa pálida y discreta, casi invisible. Un hombre de risa sonora y manos cálidas (“un gran teólogo”, me había dicho D.), de ojos vigilantes. Comenzó a hablarme de Paraguay, donde habían vivido. Nada en sus palabras traslucía amor ni comprensión. Simplemente habían ido como portadores de una verdad inamovible y absoluta e, intocados, habían regresado a su casa de los suburbios sin un rayo de sol, ni una sonrisa de los niños indios en el alma. Sin haber disfrutado el perfume de las frutas, el enervante olor del mediodía en el trópico. Tal vez como nunca antes sentí mi identidad y lo mucho que me separaba de aquella gente, de mi esposo. Fijé los ojos en el adorno de

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plumas de loro que tristemente colgaba en un muro y quise decirles, decirle a D.: -Mírenme. Yo soy de allá. Pero no lo hice y pacientemente acepté que me mostraran el album de fotos con niños indios domesticados, cubiertos con feos delantales (“les hemos enseñado a vestirse”, me estaban diciendo) y expresión indefinible; la misma expresión indefinible de otra foto, de juegos, en que también había dos niños rubios (“nuestros hijos jugando con los niños aborígenes”, me dijeron). -Son niños jugando con niños -me oí comentar tranquilamente, aunque supongo que algo en mi expresión fue demasiado elocuente. No tardamos en marcharnos. Camino a casa bastó un reproche para desencadenar toda mi pena, las heridas, el error de ese matrimonio, la frustración, la ira. Me sabía en gran medida injusta, pero tenía necesidad de vociferar. Desde ese día comenzamos a tratarnos con cuidado, como si estuviéramos enfermos y necesitáramos dietas suaves e inocuas. Yo seguía abrigando la esperanza de que quizás aprenderíamos a ser espontáneos y respetarnos realmente. La noticia del embarazo fue una tregua aunque al cabo de unos meses la tristeza se había apoderado de mí hasta el punto de rogarle que me permitiera dar a luz en mi país. Quería estar sola el día del nacimiento. Sentía que era un momento profundamente femenino y debía cumplirse en soledad, respetando ciertos ritos que ni siquiera imaginaba, pero que se realizaban entre mujeres, entre las mujeres de una misma estirpe. Y fue así como volví, con siete meses de embarazo y un gran alivio. No regresaría a Inglaterra hasta pasados veinte años. D. no me pidió que volviera. Vino él y se quedó. Me cuesta recordar esos años, tan pocos. La casa, las pequeñas

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rutinas, las noches compartiendo una cama. Dediqué un año entero a la niña, a amamantarla y vigilar sus días y sus noches, tocando su cabecita en el punto donde sabía que sus venas estaban latiendo. Además sentía la necesidad de hacer cosas mínimas y minuciosas: pequeños bordados, pequeños telares. Sedas y colores, conchas y cuentas, nudos. Así, absorta, pasaba los días con mi niña. Con D. era amable y ausente. También protectora. Pensaba en sus posibles nostalgias, que le faltaba su iglesia, sus olores, sus hábitos. Traducía, traducía para él cada palabra, cada broma, cada gesto. A veces me cansaba. A veces no era buena. A veces fui áspera y descomedida. No entendí el matrimonio o no conseguí que se pareciera a lo que había imaginado. Sólo los gestos más elementales del cariño daban calidez a una vida silenciosa y sin risas. D. dejó de leer en voz alta y calló para siempre el mundo que su voz enriquecía. Sólo volvió a existir a partir de las horas que estuve sentada en ese banco entre la iglesia y la casa de sus padres. Volvió con su bonhomía y su fuerza. Volví a ver sus ojos, su piel, el nacimiento de su pelo. Nunca imaginé que lo llevaba tan profundamente grabado, con su olor y sus poros. Y hubiera querido decirle que tal vez la intransigente fui yo, y no tanto por no haber intentado lo que él quería, sino por no haber tratado de hacerlo comprender. Y decirle que no había sabido ser paciente ni generosa. Pues la paciencia y la generosidad se aprenden con los años y después de pruebas que entonces no había vivido. La bondad del alma no nos viene dada. Tú tampoco la tuviste, querido D. porque no quisiste tomar lo posible y preferiste batallar por quimeras. Sé que te defraudé y lo doloroso que debe de haber sido para ti reconocerlo, puesto que creías en la unión santificada en el cielo. Pero yo sólo oía los imperativos de mis emociones. Y mira qué absurdo, hoy, cuando es absolutamente imposible, quisiera decirte que pudo haber amor entre nosotros, aunque no supiéramos que estaba tan

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cerca, en esas cosas sencillas que yo entonces menospreciaba: una mano que tomar, una mano viva y cálida. Hoy te veo correr echando la cabeza hacia atrás, o recitar “What must the King do now?...” cuando los ojos se te llenaban de lágrimas por el dolor de un rey que ya sólo quería una pequeña tumba, una tumba modesta, muy pequeña, junto al camino real. Y tú, si me hubieses entendido mejor también hubieras sido más paciente. Tal vez si me hubieras dejado madurar en vez de irte y negarme. Nada de ti fuera del dinero anual para nuestra hija. Nada, ni una palabra. También la negaste a ella. Ni siquiera supe la fecha del accidente, ni si mi hija tiene hermanos de tu nueva vida. Sólo la carta de una firma de abogados contratada por tus padres informándome que habías muerto en Australia y habías dejado un legado para nuestra hija expresando tus deseos de que hablara inglés y se educara en Inglaterra. Tu fatal amor por mí torció tu vida ¿no? ¿Era eso lo que no querías decirme? ¿Lo que no querías reprocharme? Estoy pensando en ti cuando este tren me lleva a hablar con otra sombra. Y sé que ni siquiera ahora podré zanjar nada, ni poner en paz las palabras que no se dijeron ni los gestos que no se hicieron. Tal vez te guste saber que tu hija es una gran persona, que es rubia y habla un inglés tan elegante como el tuyo. No se te parece, no obstante. La sangre de la abuela Agnes fue más fuerte. Buscar refugio. ¿Quién es capaz, al comienzo de la vida adulta de caminar airosamente solo? ¿Quién no usa, manipula, ruega en busca de cobijo? Hasta los corazones más fuertes, o más altivos, necesitan una mano, una respiración que acompase la nuestra cuando la angustia, los miedos al amanecer, agarrotan el pecho. La soledad es el aprendizaje más difícil y demoroso. Sólo mucho más tarde se puede ahuyentar el miedo con una luz, música, un libro, o saltando de la cama para plantar cara al amanecer en la hora que no es ni perro ni lobo, en vez de refugiarse en el hueco de una espalda entrañable aunque igualmente ajena cuando los

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contornos imprecisos se parecen tanto al fantasma que invade. No estamos en paz, querido D. Desde esa mañana que estuve sentada frente a tu casa y la iglesia, sé que necesitas algún tipo de ceremonia, algún rito de la muerte, algún gesto que no hice. No una expiación. Tal vez un abrazo o las oraciones que no sé decir, que intenté sin embargo en una de tus iglesias más queridas. Que intenté como pagana que soy, por ver si te resucitaba y podía mirarte a los ojos. Pero no te resucité. Las sombras no son dóciles y la tuya no quiere ser benigna. No me acompaña. No quiere ser un soplo cómplice en el pelo. Tu sombra me duele por lo ausente. Con A. nos habíamos prometido ser amigos toda la vida. Casi siempre de lejos, pero toda la vida. Puedo imaginármelo grotescamente envejecido haciendo un paso de polka, ofreciéndome una flor, apareciendo en medio de una ciudad que cruzaríamos cantando “trilirililoy, artista es lo que soy”. Amaneciendo en cualquier lugar, pálidos y desorbitados de insomnio. Me acostumbré a hablar con él. Me acostumbré a que me acompañara en los viajes, en los días solitarios. Le hablaba. Le mostraba el mundo: “¡Rucio, te gustaría tanto...!” Y a veces, después de un fracaso, después de un ridículo, de una situación grotesca: “¡Rucio, te reirías de mí...!” “¿Estoy bonita? Tengo que hacer el paripé. Tengo que estar inolvidable. ¿Qué me dices?” Y siempre ha estado ahí. En el asiento trasero del auto, en mi banco favorito junto al Sena, mirando Nôtre Dame, en el miedo a los aviones, en mi casa de ventanas verdes, acompañándome. Viniste a buscarme. Sabías que D. estaba de viaje y viniste a buscarme. Tenías que reunirte con P. y tu hermana en el puerto y me pediste que te acompañara. Anochecía cuando partimos; un trayecto de pocos kilómetros que podían haber sido miles. Volvíamos a estar juntos y solos, un poco clandestinos. Teníamos mil horas. Toda la noche. La Vía Láctea, cuestas y curvas, la sombra de los eucaliptos.

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En el pequeño país todo el mundo se conoce. Nos vieron. Creo que nos gustó que nos vieran. Habíamos abolido los años. Una vez más escapábamos de noche como al final de una fiesta, cuando a alguien le daba la locura de ver amanecer junto al mar. Me pediste que te contara. Mi matrimonio, todo, por qué. Por qué me fui. Por qué D. y no otro (¿más parecido a ti, tal vez?). No recuerdo mi relato. Posiblemente inventé un poco, corregí aquí y allá. Callé que me había sentido amada, pero que no podía, que más allá de la ternura, la simpatía, eso, lo que yo había llamado amor conyugal, no lo conocí. Había hecho promesas ...till death us do part. Me había emocionado y dejándome llevar por la emoción estética como siempre, había creído. Creo en el matrimonio y la fidelidad, creo en un hombre y una mujer juntos para lo bueno y lo malo. Y luego ¿qué ocurrió? ¿En qué momento se volvió vacío, un puro acto de bondad? ¿Te conté todo eso o más bien busqué justificaciones? Y tú no dijiste nada aunque íbamos a reunirnos con P. a quien ciertamente también querías. Pero estábamos solos con todas las estrellas del Sur, con la filigrana de sombras, con el perfil de los caballos inmóviles. Y finalmente apareció el puerto, las luces agarradas a los cerros, las luces de los barcos, el agua negra, el horizonte. Cuando comenzábamos a bajar la última cuesta, te pedí que me tomaras la mano. Se acabaron las palabras. No era ternura. Era duro, fuerte, final. Acababa esa licencia de mil horas, de mil kilómetros. Nos esperaban. Veríamos a otra gente, gente que se preguntaría qué hacíamos juntos. Y tendríamos que componer una imagen, sonreír, ir a un hotel donde tú dormirías con P. Y una última confesión pensando que acaso te mentí esa noche en otras cosas. Nunca tuve celos de P. que te quiso con bondad. Sabes -¿sabías?- que en aquellas ocasiones que nos reunieron a los tres -y éramos tan bonitos- hubo armonía, una extraña fraternidad que nunca me hizo daño. El sueño: la cama grande de la isla, tu cama, cubierta con una tela clara, espesa y blanda al mismo tiempo. El respaldo es el tapiz del unicornio. Estamos contentos, envueltos en unas especies de túnicas. De pronto aparece P., también con una túnica

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como la nuestra. Le contamos que nos hemos casado y que no puede quedar fuera de la familia. P. se sienta a los pies de la cama. Le decimos que será nuestro hijo. Y ahora estás en mi camarote, asombrado de ver tu país con mis ojos que contemplan las sábanas tendidas, duras por la escarcha. En esas sábanas tendidas, tan rígidas, abandonadas en espera del rayo de sol, de la brisa sin agua que acabe de secarlas, veo una especie de símbolo. La casa se limpia para empezar una nueva vida. La gran noche, la gran pesadilla ha quedado atrás. Algunos muertos encontrarán una tumba con flores y lágrimas, otros permanecerán ocultos, almas en pena que sólo serán llorados en el silencio de la almohada, apretando los dientes. Tantos años de odio hasta esta primavera con canciones de nuevo y de nuevo las ganas de abrazar. Con los brazos de la Pacha Mama quisiera cubrir la faz de mi pequeño país, lamer heridas, porque sé que en cada una de esas casitas de los pueblos apenas iluminados, en cada una de aquellas casitas que no son más que un vago resplandor y los ladridos, en cada una de aquellas casitas con techo de zinc donde la lluvia golpea su insistente danza, pasó algo, algo cambió para siempre, alguien sufrió, alguien no está, se instaló una pena nueva, o un miedo, o un aborrecimiento. Me fui en los días del odio. Cuando el odio se apoderó de mi país. Me fui después de haber ayudado a mis amigos y de haber perdido a algunos. Me había cortado el pelo, casi como una mutilación ritual. Había visto la sospecha, los recelos, el miedo: “Mujer de cabeza rapada, no te acerques.” Había vivido en un pequeño mundo feudal donde me tocó ser señora, donde tuve la audacia y desmesura de la inocencia. Pero me pregunto si hubiese actuado igual sin el corte en la cabeza que me convirtió en delincuente. De pronto el país estaba en guerra. Destrozaron los neumáticos del autobús en que viajaba, que se salió de la calzada dando tumbos. El corte

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en la cabeza fue más largo que profundo y me raparon un mechón de pelo para curarme. Decidí cortarme todo el pelo. Así me sentía. Fuera dulzura. Los ojos muy abiertos y la nariz sorprendentemente agresiva. Cuando los agentes del odio se apoderaron del país, mi cara no les gustó. Me hicieron bajar del auto y me tumbaron sobre el capó. El pequeño recluta campesino tuvo que hacerme un “allanamiento corporal” rojo de vergüenza. Sentí mucha pena por el pequeño recluta. Si me hubiese tocado el otro, el que mandaba, tal vez lo hubiese mordido o provocado. Me había rapado la cabeza. Gran crimen. Me alegré de que A. no viera aquello. También me alegré de que D. se hubiera marchado y no estuviera en sus manos protegerme. “Me voy -me dije-. Mi hija no crecerá en un país ganado por los más viles y rastreros.” No quise que mi hija creciera en un mundo de miradas de soslayo. Sabía que D., obstinadamente silencioso, estaba en Australia, en su remota Terra Australis de la cual nunca llegaría respuesta. Entonces pensé en el Mediterráneo donde habría naranjas y sol. Podía haber sido cualquier otro lugar de la tierra. En esos momentos no importaba. Mi mundo había sido de personas, de casas y personas. Y súbitamente se transformó en acciones, sin casas reconocibles. Mi mundo había sido el de una parte de la ciudad, de ciertos lugares de veraneo, las casas: “la casa de...”, “ahí viven los...” y una historia completa, una trama en que finalmente cabían todos, porque en la pequeña sociedad tarde o temprano se tocaba el mismo tronco de amores legítimos o ilegítimos. Había pertenecido a esa sociedad. Todavía tenía una casa, la casa construida poco después de mi nacimiento con las vigas de una iglesia que se desplomó en un terremoto. Las vigas y las tejas de las Clarisas. “Ah, las Clarisas”, diría alguien. “La madre superiora era hermana de mi abuela.” Había cambiado ese mundo por el anonimato. Mucho le debo. Ser anónima me convirtió en lo que soy y lo que valgo. Sin privilegios. Una mujer sola con una hija.

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Aprendí a usar las manos: la cocina, la casa, la economía. Enseñé a mi hija a ser valiente, a que la aventura valía la pena. La familia se había diseminado. Aunque no hubiese sido así, nunca más nuestra casa hubiese albergado a los amigos, los primos. Pero mi hija no conoció, creo, mi desgarramiento, ni el ejercicio de la memoria. Creció, no obstante, sintiéndose extranjera y buscó sus raíces: las de su padre.

Un puesto callejero. Comí algo, un sabor fuerte, picante, alegre. Un sabor que se combinaba con el tipo de sol y aire, de apetencia. El sabor imposible. El bocado mordido en sueños, era tan evocador que la emoción me despertó. “El sabor imposible es el sabor de la juventud”, pensé, ya enteramente despierta. Las papilas, la piel que agradecía el sol de otra manera en una calle cualquiera perfumada de especias y yerbas medicinales. Días en que con mis amigos iba al mercado y compraba enormes cestas de verduras, frutas, y cuanto fuese necesario para dar de comer y compartir la vida. Días de casa abierta o de partida hacia el mar. Días de cogollo de albahaca sujeto en la oreja. Pelo, almohada oliendo a albahaca. Después las cocinerías abiertas, la profusión de mariscos, limones, cilantro, yodo. El sabor de la juventud gustado no sólo en la boca sino en toda la piel, en la promesa de la tarde prolongada con amigos, niños y animales. El galope loco de un caballo arrancado del sueño por la llegada del tren, acabó de despertarme. Alcancé a ver sus ojos desorbitados, las crines plateadas. El tren se detuvo lentamente en la pequeña estación de madera, con sacos de trigo y hombres oscuros. La zona central se despide poco a poco del sol que velará la llovizna interminable. Los rostros son cada vez más secretos, el tejido de las mantas es más espeso y opaco. No vi el nombre de la estación perdida que reúne todo aquello que he memorizado, empecinada: sacos de trigo, hombres con frío antes del amanecer saltando en uno y otro pie, golpeándose las manos para entrar en calor y comenzar

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a cargar. Sé que al aclarar el día veré carretas y charcos de agua. Sé que quedan pocas horas para los grandes lagos y el último recodo.

***

El tren se retrasaba, un incendio rodeaba las vías. No se sabía cuándo sería dominado. A. me esperaba en la última estación y el tren se retrasaba. El tren se retrasaba ahora, detenido en un pastizal cualquiera, por un motivo cualquiera. Decidí salir del camarote y vi que muchos pasajeros habían bajado y que de la nada iban llegando mujeres con canastos. Pan, miel, pequeños quesos. Nadie está irritado; hay quienes se sientan en el pasto mojado, dispuestos a recibir la mañana. El camarero me dice que están esperando un tren que ha salido tarde, que no me preocupe, y sonríe mostrando sus dientes anchos. Observo la nubecita que probablemente traiga lluvia. El viento la está acercando y pasa soltando agua, no mucha. Todos ríen y se cubren las cabezas; las señoras abrigan sus canastos. No puedo hablar. Quisiera acercarme a un grupo, pero no puedo hablar. ¿Qué decir? ¿Cómo ocultar que soy extranjera? Extranjera también aquí aunque en mi cabeza haya guardado el trayecto de esa nube, casi la misma, año tras año; aunque si me sentara en la hierba sería capaz de elegir el tallo más largo y flexible del diente de león, y tejer una silla, un cesto diminuto, como me enseñaron las nanas. Un largo pitazo y los pasajeros vuelven tranquilamente, sin darse prisa. Entonces me miro al espejo, escudriño el mensaje de las arrugas, de las pecas en el escote. A. todavía me esperaba a pesar de las muchas horas de retraso. Sólo quedaba viajar hasta la isla, donde llegamos con noche cerrada. Me regalaste una flor roja, un juguete de feria: una simple flor de plástico encerrada en una burbuja de vidrio y agua que le daba el brillo y la tenue indefinición de la forma. Y un día el vidrio se trizó, el agua se escurrió imperceptiblemente y al final

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sólo quedó la flor de plástico en su irrisoria campana de vidrio. Como de tantos objetos que se guardan un tiempo, es posible que un día me deshiciera de ella. Y hoy lo lamento. Estaría tan desteñida, sería tan incomprensible y vulgar para quien no la hubiese visto en su esplendor. Después me di cuenta de que no guardo nada tuyo. Nada. Hice el gesto que se esperaba de mí. Lo hice porque lo sentía y porque esperaban que lo hiciera. Había muerto. En ese ataúd en la sacristía de la vieja iglesia estaba su cuerpo. Hécuba -¿qué otro nombre dar a la mujer enlutada y todavía muy bella de ojos de pitonisa?-, Hécuba, su madre, junto a la cabecera del ataúd parecía más vigilante que rendida. A través del cristal divisé sus ojos cerrados... plácidamente, pensé, como cuando escuchábamos música, no como cuando dormía porque entonces se crispaba, atrapado por las pesadillas. No lo habían afeitado, hacía días que no se afeitaba. Y no volví a mirarlo. Ya había aprendido, cuando una mañana encontré muerto a mi hermoso perro perdiguero, que la muerte impone pequeñas deformaciones que marcan la separación definitiva. Encabecé el cortejo con su madre. Me vestí de negro. Cuando ya habían terminado de enterrarlo, se adelantó una mujer muy bella y dejó una rosa roja sobre la lápida. Un gesto teatral que le hubiera encantado. Su novia de los quince años había aparecido y desaparecido como un hada de la medianoche.

Muerta Hécuba ¿existe todavía la caja con los dibujos de los niños? ¿Existe todavía la mujer de enormes orejas y cuerpo contorsionado que imaginaste a los seis años? ¿Quién va a acordarse de la Tinigriti? ¿Quién recordará que Puerto Cisnes, que nunca vimos, significaba la nostalgia de lo no conocido? ¿Qué quedó de ti en tus sobrinos, en tu linaje? La verdadera muerte es la desaparición de la última palabra repetida de generación en generación. Tal vez ya nadie más que yo recuerde a la Tinigriti y la Tinigriti se irá

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conmigo. En mi familia se repitieron palabras que saltaron de continente en continente, dichos de antepasados que nadie conoció pero que dejaron una frase, un nombre, una ironía, una costumbre trivial. Todavía viven en mi hija. Acaso vivirán en su descendencia. Acaso a través de ella pueda legar el recuerdo de la mujer fabulosa, el dibujo de un niño de seis años.

Tras la muerte de mi padre insensiblemente mi madre fue apartándome de la familia paterna. Mi abuela se llevó para siempre la casa en Escocia que la conoció de niña. Imagino una mezcla de olores de maderas lustrosas, pero su mundo desapareció irremisiblemente y dejó pocas huellas: una cortina hecha a bolillo, el brillo de una tetera. Porque la gente que llega al Nuevo Mundo calla, por pudor, nostalgia o empecinamiento. ¿Quiénes hay en Escocia que lleven su apellido? ¿Quiénes como tantos otros tienen su pelo rojo, su voz sonora? Con cada muerte se cierra un mundo, como la última mirada a Aberdeen. Intento enseñárselo a mi hija. Quiero que el olor de la cocina de la abuela viva en mi hija, y que ella, que casi no conoció ese olor, ni las zanahorias diminutas, ni la nata batida en el repostero, pueda contar “hubo una vez” hasta que la historia se cierre en las muertes sucesivas, con un zorro de porcelana roja como único y más perdurable testigo. ¿Me has oído cuando te cuento que no se puede pensar tanto en los puntos de luz que avanzan por los caminos sin perder la razón? ¿Sabes qué quiero decir? Son las luces en la noche mientras voy en un tren, en un autobús, esas interminables travesías nocturnas. Incluso desde el aire, sobre el Sahara o la inmensidad de América descubro un punto, un punto que se mueve... que va a algún lugar; las rutinas de los otros, sus empresas, como mis viajes en la noche, una rutina rara, a veces desolada. La ciudad desconocida, desconfianza, anticipación, estímulo, desafío. Olvidar -siempre- la reserva de hotel. Husmear la ciudad, los jardines. A veces son naranjos; otras, un campanario que se eleva atravesando el frío. ¿Me imaginas?

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Pues es así: bajo de los autobuses, de los trenes, trabajo, el bolso me pesa, reniego de los diccionarios, en el taxi me pongo bonita pues voy camino al otro mundo, el de las alfombras o los suelos de mármol. ¡Tanto mármol! Puede ser un gran hotel con pérgolas y fuentes de agua verde y rosa, piano en sordina. Pero no me quedo en ese mundo. Antes de irme, me siento en un parque. He comprado pan, queso, fruta. Comparto las migas con los gorriones, señora hobbo, bag lady del alma, linyera que se sorprende hablando sola, o con un gato marcado por las batallas. ¿Qué piensas gato? En esos momentos no tengo nada. Soy casi libre, casi feliz. Y a veces hablo con las sombras que me acompañan. Con la muchacha de corazón arrebolado que no le temía a las lechuzas y para vivir eligió las cornisas. Una noche que íbamos en tu auto nos envolvió una cortina de lluvia que distorsionaba la luz y hacía irreconocible el camino cotidiano. El mismo trayecto en que no dejaba de preguntarme adónde iban los otros, a qué casas; qué olores, qué certezas los esperaban. Esa noche supe que contigo todo sería como la lluvia que nos encerraba en esa cápsula humedecida, y que los humanos no sabemos respirar en el agua. Un ahogo que no se parecía a la felicidad. Al separarnos me dijiste con tu mejor sonrisa: “il n’y a pas d’amour hereux”. Y te creí. Pensaba, si consigo cruzar el corto trayecto de agua, estaré frente a la casa, iré a hurtadillas hasta tu ventana -con las cortinas que bordé, amarillas, en jirones, o reemplazadas por otras sin manchas de humedad- y tomaré una foto y en esa foto tal vez haya una sombra, un aura. Pero no llegué hasta la isla, pues no quise forzar al destino. Acompañada por los pájaros y las embarcaciones varadas, esperé. Si alguien hubiese venido con su bote hubiese sido señal de que había llegado la hora, pero nadie vino. Inaccesible y cercana, la pequeña isla sólo me mostró su perfil oscuro. ¿Han crecido los árboles o he olvidado que la casa no se ve desde esa distancia? ¿Qué he olvidado? ¿Qué cambió? He llegado hasta

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el linde y no puedo ir más allá. No es la hora del rito de pasaje, sólo de adormecerse sobre las conchas vaciadas, las piedras del embarcadero con su olor a sal y algas. Tantos pájaros, las gordas patrancas, las gaviotas y tiuques, los petreles, cormoranes, patos huito. Armonía mientras espero y cae la tarde, mientras me adormezco y busco una concha, algo para llevarme que me diga que volví, que estuve tan cerca en ese lugar de encuentros y despedidas. Pues tal vez fuese aquél varadero el mismo donde embarcamos por primera vez, donde un indio esquivo nos ofreció un bote y remó en silencio, sin mirarnos. Más tarde conocería muy bien ese trayecto iluminado a veces por las noctilucas que resplandecían en los remos, una cascada de gotas refulgentes. Aprendería la luz del pez que ilumina la luna. Aprendería los cambios de viento, y cómo desembarcar sin mojarse los pies. Pero no recuerdo la última partida cuando intentamos lo imposible después de la partida de D. Sí recuerdo que no pudimos dormir juntos, que no pudimos dar el paso crucial... Hacer nuestra la casa, instalarnos en rutinas, en pequeños trabajos, quedarnos rodeados por el mar, solos, hasta la placidez o el horror. Antes había preferido escapar. Tanto tenía que ver y aprender, pero cuando creí haber aprendido, tener el conocimiento y la fuerza, tú ya habías viajado a la otra cara de la luna. No dormimos juntos en esa cama donde un día compartimos lecturas y juegos, confidencias y risas. Dormí en el comedor abrigada por la estufa y desperté antes del amanecer. Sabía que si iba a mirarte vería lo que no quería ver: tu cuerpo contraído, el brazo sobre la cabeza, hombre pequeñito aprisionado en el horror. Esa noche acabó todo. En adelante sólo sería la larga despedida, los momentos inesperados, la fuerza que nos mantuvo unidos y lejanos hasta tu muerte. ¿Por qué no estuvimos juntos esa noche? Porque no quise. Porque no quisiste. Porque era más que querer estar solo y reflexionar. Ya no pensabas

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en mí, ya no querías protegerme ni salvarme: yo ya no era inocente. Tenía que saber, abrir los ojos. Avec les yeux grand ouvertes… Recuerdo cuando me detuve en esa misma frase que te leí y repetí. Con los ojos bien abiertos. Sin paliativos, en plena lucidez. Salí a la neblina, a las gotitas de agua, a los olores: lana mojada, marisco arrojado por el mar. Más allá de la playa de conchuelas estaba la playa de cantos rodados, de pequeñas piedras pulidas e impregnadas de sal. Quería ponerme en paz, entregarme a la naturaleza, dejar que la neblina y el frío de la noche, al envolverme, me alejaran incluso de tu aliento. “No podemos respirar bajo el mismo techo”, pensé “pero yo puedo acompasar mi corazón”, dejarlo latir con las olas, con el flujo y reflujo que arrastraba las piedras, que estallaba a veces o prolongaba el silencio. Me pareció oír ruido de remos, pero lo olvidé. Con la primera claridad apareció P. -Nadie ha dormido esta noche, parece, y yo me iré antes de que A. despierte. Todo va mal ¿no? Cuando nos separamos me dijo que se casaría contigo y fue a buscarte. Yo sigo aquí porque no podía dejar todo de golpe. Pero no quería que me notaran. Por eso vine a esta hora. -Sabes que me gusta verte -le dije. -Espera, quiero hacerte un regalo -y entró en la casa. Aclaraba cuando volvió. Traía una bandeja con ostras recién abiertas, una botella de champagne y una camelia roja. -Vamos a desayunar con ostras y champagne, como los privilegiados de la tierra. Y no vamos a estar tristes. Si quieres me cuentas, pero no hace falta. Lanzábamos las conchas a la orilla donde las recogía el mar. Acaso nos emborrachamos un poco. Ciertamente reímos y el sol y un asomo de tibieza nos adormeció. Los dos lo queríamos. Ninguno de los dos podía arrancarlo de sus pesadillas.

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Nos encontró dormidos, rodeados de los restos del banquete. Inesperadamente sonrió. Una sonrisa ancha, feliz: -Mis dos amores- dijo besándonos. Quedaban aún momentos alegres, quedaban rayos de sol. Pero mi corazón se había cerrado. No recuerdo cómo volvimos, ni cuando, ni a qué hora, ni si iba P. con nosotros. Fue la última vez, pocos años antes de tu muerte. Un día me encontré en un recodo del camino y me atreví a mirar la isla desde lejos. Los valientes muchachos, las muchachitas, los bonitos colores, las linternas mágicas, habían desaparecido tal como nuestras sombras proyectadas en el bosque de arrayanes. La isla no era más que una mancha más cercana y más oscura contra el fondo de otras islas.

Pues sobre todo era ser jóvenes -Gaudeamus igitur-, era el viento en la cara como esa vez que navegamos cortando las grandes olas con la lluvia de sal en la boca. Cuando volvió la calma, creció el silencio, apenas un leve chapoteo en la quilla. El silencio, disponer los nervios al nuevo estado, la casi inmovilidad, canciones en susurros. Yo era inocente, tan inocente como nuestra ropa bonita, como la piel bien nutrida, generaciones bien nutridas, de bibliotecas y pianos. Nada era muy serio para los niños audaces que se atrevían a entrar en los recodos secretos y visitar la noche. Pero para ti no fue nunca la aventura inocente. Era asimismo tu parte enmascarada, la que odiabas. Claro, hubiera sido mejor haber respetado las tradiciones, haber tenido una casa con grandes árboles y muchos niños, acaso ir a misa los domingos, cuando fuese necesario. Pero no fue así. Ni tú ni yo cumplimos esos sueños de manteles y sombras, de pasos apagados y largos corredores, aunque lo llevases en la sangre, tanto que durante años quisiste salvar mi inocencia... Empeño inútil, pues aquello se interpuso. Y jugamos la última partida sin buen nombre que cuidar ni tapujos. Hablamos serenamente y alguna vez dormimos abrazados, pero no fuimos amantes. Y no hubo redención. Sólo el consuelo de que de un modo u otro nos acompañaríamos siempre.

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Obstinada, me aferro a la idea de que te mantengo vivo. No he querido dejarte morir. Te hablo y también te he olvidado. Pero muy dentro, vago, inaprensible, como diminutas bolitas de mercurio, se desliza el miedo. En el mar abisal de aguas empañadas hace un movimiento súbito, como pez de las profundidades que despierta. Aunque ya no dé dentelladas, ni salga de su estanque de linfa, el miedo subyace, agazapado, y exige las lágrimas que te niego.

A la ceremonia le faltó el final. Acaso estaba cumplida, o quedaba abierta para otra indagación, otro retorno. Es posible que los ritos de pasaje sólo sean comprendidos mucho después. El viaje al espacio de tinieblas ha concluido. Sentí que había concluido mientras observaba el hormiguero humano en la plaza que marca el centro de la ciudad que un alarife segmentó en calles rectas y esquinas perfectas. Pero los terremotos acabaron con los chatos edificios de los primeros días y pocas veces el progreso y los vaivenes han respetado una casa vetusta con pórtico de sillería. No obstante, allí está la Historia, la acumulación de señas de identidad tan absurdas como el monumento a un héroe nacional, que es en realidad una alegoría italiana. Me rodean las voces susurrantes, sonrío cuando me llaman “dama”. Sé que queda poco, sólo horas de ser la que fui, como afirmara al verme un borracho de mi pueblo natal que se agarraba al puente colgante donde nos cruzamos: “Soy el que fui”, me dijo. Antes, mucho antes, otro había dicho: “Mi oficio es andar andando”. Durante unas semanas me permití la ilusión de volver a ser hija, y con las viejas nanas pude regocijarme en los sabores que fuesen consuelo, en el aroma de las cosas buenas, en el tazón de la niña que se siente querida porque la hacen comer. Pero la vida que elegí me hace “andar andando”.

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El Mediterráneo está quieto y un poco sucio. Como aquella primera vez no se desencadena en rompientes ni se prodiga en yodo y azotes. Nada tiene en común con el mar que dejé, donde las almas viajan en cristales de hielo, donde el gris se traga a las gaviotas, donde destellan las noctilucas y el pez fugaz es una luz azogada. Donde me esperaste con tu gorra de marinero y los ojos llenos de viento y seguirás esperándome aunque yo vuelva a la rutina de tantos años, anónima en los paseos junto a este otro mar. Pues también soy yo en este mundo abierto al aire, sonoro y colectivo. Aquí pasó el tiempo, pasó lo que quedaba de juventud y se acabaron los días en que una niña corría trayéndome conchitas o pequeños vidrios largamente amasados por la resaca. Y pasaron los arrebatos del corazón que se cuelan como el viento bajo las puertas. Aunque a veces -todavía- me alcancen de golpe los vestigios de pena, manchas tenues como una salpicadura de lejía.

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El viaje y otros desamoresAndrea Morales Vidal

Ediciones MardelsurBarcelona abril 2011Diseño

e ilustraciones: Diego Castillo Morales

© Sucesión Morales Vidal