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El monstruo pedorreta

Mar 07, 2016

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Cuento. El monstruo pedorreta le miraba desde el espejo, sacaba fuego por la boca y se tiraba pedos.
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Page 1: El monstruo pedorreta
Page 2: El monstruo pedorreta

Carlos tiene momentos malos y momentos buenos, como todos, y

cuando está furioso va corriendo a mirarse al espejo, entonces, se

ríe recordando lo que le pasó el verano anterior y consigue

desenfadarse.

Todo empezó hace aproximadamente un año. Al terminar el curso se

fue con sus padres a pasar las vacaciones a casa de su abuela en el

pueblo. El pueblo no está mal, con sus vacas y sus boñigas, y además

tiene un río donde bajan a bañarse todas las tardes.

La casa de la abuela es muy antigua, de paredes gordísimas de piedra

y suelos de madera.

Su abuela es una señora con moño y delantal, que siempre tiene cara

de enfadada y que solo sonríe a Marilyn, que es una cerda enorme,

que debe pesar como mil kilos o más. Va con la abuela a todas partes,

la persigue por el huerto y por el jardín. Y si la abuela se sienta en un

banco a descansar, Marilyn se tumba a sus pies y frota su hocico

plano y rosa con las zapatillas de la abuela. Es como un perro faldero

pero a lo grande.

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Los primeros días de las vacaciones pasaron entre excursiones en

bici, baños en el río y partidas de parchís con su padre.

Cuando apenas habían transcurrido dos semanas, los padres de

Carlos tuvieron que regresar a Madrid por asuntos de trabajo, ya se

sabe, los mayores y sus obligaciones. Antes de irse, su madre le

había dicho que él se quedaría en el pueblo con la abuela, que solo

estarían fuera diez días, que fuera bueno, que hiciera caso a la

abuela, bla bla bla bla. A estas alturas del discurso, Carlos ya no

escuchaba, en su cabeza retumbaban una y otra vez las mismas

palabras: “se quedaría solo con la abuela”, “sólo con la abuela”, “sólo

con la abuela”… El corazón comenzó a latirle tan fuerte que casi le

dolía. Intentó protestar, pero su madre le dijo que no perdiera el

tiempo lloriqueando, que se iba a quedar de todas todas y que,

además, estaba segura de que se lo pasaría muy bien. Y él no podía

dejar de pensar: “¿Pasárselo bien con el ogro?” eso era

imposible. Carlos intentaba no llorar, pero las lágrimas salían

de sus ojos a borbotones.

Page 4: El monstruo pedorreta

A pesar de las súplicas y su llanto incesante, los padres de Carlos se

fueron un domingo por la mañana y Carlos se quedó solo con su abuela-

ogro. Intentó buscar compañía y consuelo en el regazo de la abuela, pero

ella se limitó a decirle: - Vete a jugar un rato por ahí y procura no

molestarme que tengo mucho que hacer.

Carlos se sentó en el suelo pensando: - “¿A qué puedo jugar yo sólo?”.

Empezó a tirar piedras a lo lejos, primero con desgana, después con

mucha rabia.

Carlos pasaba los días de malhumor y aburrido. Su abuela le había dicho

que como no quería que le pasara nada mientras sus padres estaban fuera

no podía alejarse, sólo podía jugar en la casa o en el jardín y, claro, eso

quería decir que se acababan las excursiones en bici y los baños en el río.

Tenía la sensación de que el único propósito en la vida de su abuela era

amargarle las vacaciones.

La abuela pasaba los días refunfuñando y siempre atareada de aquí para

allá. A veces, la observaba ir de un sitio a otro; ahora al huerto con la

azada; después al jardín a regar o al pilón a lavar ropa. Siempre seguida

de Marilyn.

Mirar a su abuela y a la cerda era el entretenimiento más divertido que

había por allí. Las miraba y comparaba el culo y el caminar de las dos. Y a

pesar que sabía que aquello no estaba bien, le hacía mucha gracia

comprobar que tenían cierto parecido y, en secreto, se burlaba de su

abuela.

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Una tarde después de comer, sentado en el banco de piedra, observaba

el trajín de las dos cuando su abuela tropezó con una piedra, no se llegó a

caer, solo dio un traspié y mientras su abuela maldecía, Marilyn que iba

siguiendo sus pasos tropezó también con la misma piedra. A Carlos, esto

le pareció tremendamente gracioso y comenzó a reír a grandes

carcajadas. Su abuela lo escuchó y se giró a mirarlo mientras levantaba

el dedo amenazadoramente y le decía: -¿te parece gracioso que tu vieja

abuela se tropiece?- Carlos intentaba decirle que no, pero no podía parar

de reír y su abuela muy muy enfadada lo envió a la casa a dormir la

siesta, porque ya estaba harta de que le siguiera a todas partes

molestándola. Dejó de reírse y agachó la cabeza, ni siquiera intentó

convencerla, su abuela no atendía a razones y no le enternecían para

nada sus pucheros.

Así que se encaminó hacia su habitación con paso resignado, pero aun

conteniendo la risa y pensando que aquello era lo más divertido que le

había pasado en todo el verano.

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Esa tarde durante la siesta pasó algo inesperado.

Hacía un rato que estaba en la cama y no tenía nada de sueño. La

habitación estaba en penumbra y el sol se colaba por la rendija de la

persiana y se reflejaba en el enorme espejo de la puerta del armario.

“¡Qué aburrimiento!” - Pensaba Carlos - “Si al menos tuviera una tele,

aunque fuera minúscula”.

Pero en la casa del pueblo no había televisión, ni PlayStation, ni… es

decir, no había nada con lo que Carlos supiera pasárselo bien.

Convencido de que no podría dormirse, se puso de pie en la cama y

empezó a saltar arriba y abajo, arriba y abajo. La cama crujía con cada

salto y los muelles rechinaban. Ahora sí que se lo estaba pasando bien.

Se reía con ganas mientras hacía volteretas y daba palmas. Entonces

escuchó la voz de su abuela que le gritaba desde la escalera:

- ¡Venga, a dormir! – Se tumbó de golpe.

Su abuela era temible. Estuvo callado durante un rato. En la habitación

solo se escuchaban las moscas y sus resoplidos de aburrimiento. Cerró

los ojos y con todas sus fuerzas intentó dormir. Pero, ¡qué va! imposible,

no tenía sueño y además estaba de malhumor. - ¡Qué rollo eso de la

siesta! - Dijo en voz alta, sin darse cuenta.

Los ojos se empeñaban en estar abiertos. Miró un rato el techo, contó

las vigas de madera, las manchas de humedad y hasta siguió un rato el

trajinar de dos hormigas bajo la cama.

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El corazón le hacía pumba, pumba, un poco

por la sorpresa y mucho por mieditis. Iba

a gritar, ya estaba con la boca abierta

cuando el monstruo del espejo le dijo con

un gesto que no lo hiciera, la boca se le

cerró instantáneamente y dijo, para sí

mismo: - Sí mejor no gritar, si no me

escuchará la abuela y mejor que no suba.

Pero se moría de ganas de llamar a su

madre para que viniera volando a salvarlo,

¡cómo la echaba de menos!

Volvió a abrir la boca para chillar con

todas sus fuerzas cuando vio que el

monstruo le sonreía y de su boca

empezaba a salir fuego. Se cayó de culo en

la cama sin poder decir ni mu.

Mirándose al espejo que estaba enfrente se puso hacer muecas con

la cara, sacaba la lengua y se estiraba las orejas o intentaba poner

los ojos en blanco y, de golpe, notó unos escalofríos tremendos que

le empezaban por los pies, se los miró y no vio nada especial pero,

cuando levantó la vista, en el espejo había un monstruo que le

miraba.

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Arrastrándose y temblando llegó hasta la almohada y con ella se

tapó la cabeza. Deseó desaparecer de allí. Pero lo que ocurrió en

realidad fue algo más sorprendente. Con la cabeza bajo la almohada

y el culo en pompa se le escapó un pedo y Carlos escuchó las

carcajadas del monstruo. Giró un poco la cabeza para poder mirarlo

por el rabillo del ojo y vio cómo desde el espejo le señalaba y se

tapaba la nariz mientras se reía. Carlos, muerto de vergüenza y aún

con miedo, se metió esta vez bajo las sábanas.

Durante un rato no se escuchó nada y

pensó que quizá el monstruo había

desaparecido, se armó de valor y

asomó su naricilla por encima de las

sábanas. Lo que vio le llenó de rabia,

¡qué furioso estaba! El monstruo lo

miraba descaradamente, sacaba por la

nariz un poco de fuego y con el humo

que sacaba por la boca estaba

escribiendo, una y otra vez, “pedorro”.

Carlos estaba indignadísimo, tenía los

puños apretados de la rabia y notaba

la cara y las orejas ardiendo de furia.

De un brinco se puso de pie en la cama

y se enfrentó al espejo diciéndole: -

¿Pero, tú qué clase de monstruo eres?

No das miedo ni nada, que lo sepas.

Los ogros de los cuentos de niños

pequeños dan más canguelo que tú.

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Pero el monstruo no se lo tomaba muy en serio y le sacaba la

lengua. Una lengua enorme y verde que se movía de arriba abajo

burlonamente y en cada movimiento de lengua salían despedidas

babas espesas y blanquecinas que iban a parar encima de los

muebles de la habitación y sobre la colcha. Entonces Carlos le

gritó: - ¡Para de echar babas! ¡Como lo vea la abuela…!

Al escuchar esto, el monstruo metió la lengua dentro de la bocaza

y puso cara de susto. - ¿Tú también le tienes miedo a mi abuela? –

Le preguntó Carlos sorprendido - y el monstruo, un poco

avergonzado, le dijo que sí con la cabeza.

A Carlos le dio un poco de pena, pero seguía enfadado y no podía

ser simpático ni compasivo con él. Le dijo: - ¡Pues vaya monstruo

de pacotilla!

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El monstruo puso toda la

cara de malo que pudo y

comenzó a sacar fuego otra

vez por la boca y del esfuerzo

se le escapó un pedo. Los dos

estallaron en risas, no podían

dejar de reírse, Carlos se

agarraba la barriga que le dolía de

tanto reír, los ojos le lloraban y entre las

lágrimas veía al monstruo que también se

reía.

Acabó por caerse sentado en la cama y cuando volvió a mirar

el espejo vio que el monstruo ya se había ido

Page 11: El monstruo pedorreta

y que en el espejo había

dejado escrito: “RÍETE DE

TODO Y SÉ FELIZ”. Le

dio pena su desaparición

y deseó volver a verlo

alguna vez.

Justo en ese momento

escuchó la voz de su

abuela que le decía: -

Tienes la merienda

encima de la mesa de

la cocina.

Saltó de la cama, abrió

la puerta en un suspiro

y bajó las escaleras de

cuatro en cuatro.

RÍETE

DE

TODO

Y SÉ

FELIZ

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En la cocina olía requetebién, la abuela había hecho magdalenas de

chocolate, sus preferidas! Cogió una que aún estaba caliente y salió al

jardín, su abuela estaba sentada en un banco a la sombra

desgranando guisantes. Marilyn estaba tumbada a sus pies, comiendo

las vainas que la abuela le acercaba amorosamente al hocico. Carlos

se acercó y con una gran sonrisa agradeció a su abuela aquella

maravillosa merienda, alargó la mano en un intento de acariciar a la

cerda pero ésta le espantó con un gruñido, así que Carlos se fue a la

cocina dispuesto a darse un buen atracón de magdalenas de

chocolate.

Pero eso pasó el verano pasado. Ahora ya es mayor y no tiene miedo

de nada y, aunque a veces, se sigue enfadando y se pone rojo de

rabia ya sabe cómo desenfadarse fácilmente. Sólo tiene que mirarse

en un espejo para recordar al monstruo pedorreta y reírse a

carcajadas. Lo malo es cuando se pelea con algún amigo en el cole,

porque allí no es fácil encontrar espejos.

Page 13: El monstruo pedorreta

Entonces, lo primero que hace para que se le pase el enfado es

aflojar los puños que los tiene apretadísimos y estirar los dedos,

hasta conseguir abrir las manos, después se esfuerza en sonreír,

porque ahora sabe que la sonrisa y la risa son incompatibles con los

enfados y cuando ya ha relajado las manos y más o menos sonríe, es

el momento ideal para la última fase del desenfado, se tira un pedo,

sí, sí, se tira un pedo y esto le hace estallar en risas hasta el punto

en que la rabia desaparece como por arte de magia.

Probarlo, cuando estéis muy muy enfadados, probar las tres fases

del desenfado:

Primera, desapretar puños.

Segunda, hacer un esfuerzo por sonreír.

Tercera, tirarse un pedo, si es sonoro mejor.

Ya veréis como funciona. Eso sí, para la última fase es muy

importante que no tengáis ningún adulto alrededor, porque si no os

ganaréis una buena regañina.