El Gran Regalo de la Navidad P. Rodrigo Hurtado, LC ÍNDICE INTRODUCCIÓN Un evento que está por todas partes El gran regalo de Navidad LA NAVIDAD ES TIEMPO DE CELEBRACIÓN Dios te ama Dios está contigo Dios es para ti LA NAVIDAD ES TIEMPO DE SALVACIÓN Cristo nos salvó del pecado y de nosotros mismos La salvación es libertad Cristo nos salvó para la vida Cristo nos salvó para que reproduzcamos su vida LA NAVIDAD ES TIEMPO DE RECONCILIACIÓN Cristo nos trae la paz con Dios Cristo nos trae la paz de Dios Cristo nos trae la paz con los demás
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El Gran Regalo de la Navidad P. Rodrigo Hurtado, LC
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN Un evento que está por todas partes El gran regalo de Navidad
LA NAVIDAD ES TIEMPO DE CELEBRACIÓN Dios te ama Dios está contigo Dios es para ti
LA NAVIDAD ES TIEMPO DE SALVACIÓN Cristo nos salvó del pecado y de nosotros mismos La salvación es libertad Cristo nos salvó para la vida Cristo nos salvó para que reproduzcamos su vida
LA NAVIDAD ES TIEMPO DE RECONCILIACIÓN Cristo nos trae la paz con Dios Cristo nos trae la paz de Dios Cristo nos trae la paz con los demás
Introducción
Un evento que está por todas partes
Cada año, al llegar el mes de diciembre nos preparamos para celebrar la más grande fiesta de todo el mundo: la Navidad. Otras fiestas duran un día, pero la Navidad dura un mes entero. Una doceava parte del año.
Durante la temporada de Navidad, miles de millones de personas rompen sus rutinas para decorar sus casas, enviar tarjetas de saludo, comprar regalos, organizar cenas, preparar fiestas en casas y empresas, asistir a oficios religiosos especiales, cantar canciones infantiles, ver programas de TV especiales y viajar a veces largas distancias para encontrarse con amigos y familiares.
El brillo y el sonido de la Navidad están por doquier. Cuando llega la Navidad, no te puedes abstraer. Está por todos lados.
Si te detienes a pensar acerca de este fenómeno cultural, es asombroso que el simple nacimiento, inadvertido y modesto, de un niño campesino hace dos mil años en Medio Oriente pueda causar tal conmoción… su cumpleaños es incluso causa de tráfico en lugares como New York, Tokio y São Paulo…
Puede ser que nunca hayas caído en la cuenta de que cada vez que programas una cita o fijas una reunión en el calendario, lo estás haciendo en referencia al nacimiento de Jesús. A partir de él, la historia se divide en un antes y un después y cada evento histórico, cada fecha de nuestro calendario está datada de cuántos días y años han pasado a partir de su aparición en la tierra.
Incluso tu cumpleaños está fijado en referencia a SU cumpleaños.
La noche que Jesús nació en Belén, un pequeño grupo de pastores acampaba en las cercanías. Mirando las estrellas arriba, nada parecía ser distinto a miles de otras noches. Pero lo que sucedería en el silencio de aquella noche, transformaría no sólo la vida de los pastores, sino la de millones de personas en todo el mundo y en todos los tiempos.
De pronto brilló una estrella más gorda en el cielo y un ángel de Dios apareció y comenzó a hablarle a un grupo de pastores. Ellos no podían creerlo y se asustaron. La narración original dice:
“En esa misma región había unos pastores que pasaban la noche en el campo, turnándose para cuidar sus rebaños. 9 Sucedió que un ángel del Señor se les apareció. La gloria del Señor los envolvió en su luz, y se llenaron de temor. 10 Pero el ángel les dijo: «No tengan miedo. Miren que les traigo una buena nueva que serán motivo de mucha
alegría para todo el pueblo.11 Hoy les ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es *Cristo el Señor. 12 Esto les servirá de señal: Encontrarán a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.»
13 De repente apareció una multitud de ángeles del cielo, que alababan a Dios y decían:
14 «Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los que gozan de su buena voluntad.» (Lucas 2, 8 – 14)
El ángel dijo que traía una “gran alegría”. ¿Es cierto esto?
Para muchas personas, prepararse para la Navidad es más una molestia que una alegría. Es más una causa de estrés que un remanso de paz. Para muchos negocios las ventas de esos días puede llegar a representar hasta el 40 ó 50% de las ventas de todo el año y por ello, el estrés es igualmente proporcional. Para quien está en esa circunstancia –y no son pocos– lo que la Navidad representa es presión, no placer; están ocupados, no relajados. Ellos soportan el período de Navidad, rara vez lo disfrutan.
Para otros la Navidad es momento de soledad o incluso de depresión. Recuerdo a una señora que acaba de perder a su marido en noviembre… ¡Y era una familia tan hermosa y unida!
Otros se estresan porque es la época de compartir con familiares excéntricos… puede haber relaciones incómodas en la familia. Quizás no tienes a nadie que te acompañe esta Navidad. La ocasión sólo sirve para revivir heridas, fracasos o darse cuenta cómo han cambiado las cosas realmente.
Puede haber mucha gente que tenga fe y sea practicante, pero la Navidad no tienen nada que decirles en la vivencia de esa fe, no pasa de ser una fiesta familiar, una fecha anecdótica con fundamento religioso.
El gran regalo de la Navidad
En fin, quizás no ha sido un año bueno… pero en esta Navidad Dios quiere acercarse a tus sentimientos, no importa cuáles sean, y llevarte una palabra de aliento y de paz. Ese es el propósito de este libro. Ese es el mayor regalo de la Navidad.
Más allá de tus experiencias, de tu grado de fe, del ambiente social y cultural que vivimos, en verdad la Navidad nos trae el mejor regalo que podíamos recibir, la mejor noticia que podemos anunciar al mundo de hoy y que Dios tiene para cada uno de nosotros. Detrás de todos los signos sencillos, se esconden verdades muy profundas capaces de transformar tu vida aquí en la tierra y después en toda la eternidad.
En verdad te aseguro que no hay nada más importante para nosotros ahora, que desentrañar las profundas consecuencias que este regalo de Navidad puede tener en tu vida. Si detienes tus carreras unos momentos, te tomas el tiempo para releer la Biblia y
escuchar estas palabras, si te propones considerar en verdad lo que este regalo de Navidad significa, tu podrás recibir y disfrutar la mejor Navidad que jamás hayas vivido. Disfrutarás del regalo que Dios quiere darte a ti.
Este regalo de Dios tiene tres cualidades que lo hacen único. Primero, es el más costoso regalo que has recibido en tu vida. No tiene precio. Jesús pagó por él con su vida. Segundo, es el único regalo que recibirás y que te durará para siempre. Y finalmente, es un regalo extremadamente práctico, uno que usarás todos los días de tu vida.
¿Te interesa? No es una casualidad que hayamos llegado a esta Navidad. Dios ha preparado este momento desde hace mucho tiempo. Te invito a leer no sólo este libro, sino también todos los pasajes de la Biblia que encontrarás en él. Ellos se convertirán para ti en una fuente de luz y harán de este regalo algo más duradero en tu vida. En este libro te hablo yo; en la Biblia, es Dios quien te está hablando.
La Navidad es tiempo de celebración
La Navidad es primero que todo, una fiesta. La celebración de cumpleaños de Jesús. Y un cumpleaños significa celebración.
En estos días dos de mis sobrinos celebraron su cumpleaños con una única fiesta, pues las fechas de ambos son muy próximas: Una única fiesta y un único pastel. Primero apagó las velas mi sobrino mayor, José Tomás y luego, cuando le tocaba a Antonia, la menor, pusieron otra vez las velas de acuerdo a su número de año, las volvieron a encender y le presentaron el pastel para que soplara. Ella se rehusó. Ella quería un pastel propio, una fiesta propia. Quería ser la protagonista. Sólo una vez en la vida se cumplen 3 años. Eso no era justo. En la fiesta de su cumpleaños ella quería ser la festejada, no un personaje secundario.
Tristemente, en la mayoría de las partes donde se celebra la Navidad, el festejado es ignorado o en el mejor de los casos, tiene un lugar secundario, después de la familia, los niños de la casa, los regalos o el pavo. En muchos lugares jamás es mencionado o en el mejor de los casos se escucha su nombre en alguno de los villancicos, pero a la par de Rudolf el reno, Santa Claus o los peces de un rio cualquiera.
Una vez leí una encuesta que preguntaba a la gente que compraba regalos y cenas de Navidad: “¿Qué celebra esta Navidad?” La mayoría de las respuestas no tenían nada que ver con Jesús:
-‐ “Estoy celebrando que logré acabar otro año”. -‐ “Estoy celebrando estar en casa con mi familia” -‐ “El bono de Navidad” (“el décimo tercer”). -‐ “Que mi hijo llegó de USA o Inglaterra” -‐ “Que el candidato que yo voté, fue elegido” -‐ “Estoy celebrando que finalmente logré terminar todas las compras”.
-‐ “No estoy celebrando nada. Sólo trato de sobrevivir”.
Preparar la Navidad puede ser un montón de trabajo, especialmente para las mamás. Con la presión de comprar los regalos, enviar las tarjetas, decorar la casa, poner las luces, preparar las cenas y luego limpiar todo, tenemos poco tiempo para disfrutar y contemplar el sentido de la Navidad.
El primer sentido de la Navidad es la celebración. Comprendemos esto de lo que dijo el ángel a los pastores aquella noche en Belén.
“Les traigo una buena nueva que serán motivo de mucha alegría para todo el pueblo” (Lc. 2, 10)
¿Cuál es la buena noticia que nos trae Jesús en la Navidad? Su propia llegada. Y es una buena noticia porque su llegada es un regalo para nosotros con tres características: Es un regalo personal “Les traigo” (a Ustedes). Jesús viene para nosotros. Es un regalo positivo “Una buena noticia que será motivo de alegría”. Su venida traerá muchos beneficios para nosotros, traerá alegría. Y finalmente su venida será un regalo universal, es decir, “para todo el pueblo”. Nadie queda excluido de este regalo que Jesús nos quiere hacer. Realmente es la mejor noticia que nos podrían haber traído.
Para entender en qué consiste este regalo pensemos un momento en esas palabras que los ángeles dicen a los pastores. Tenemos tres motivos para celebrar, tres motivos para estar alegres: Dios te ama, Dios está contigo y Dios es para ti.
Dios te ama
Si el evangelio fuera una cordillera de muchos elevados picos, el Everest de aquella cordillera sería el pasaje de Juan : “Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo amado, para que todo el que crea en Él, tenga la vida eterna”. (Jn. 3, 16)
Toda la Navidad sólo tiene razón de ser porque Dios nos ha amado. Dios nos ha amado mucho antes que el hombre le conociera y le pudiera amar. Dios se hizo uno de nosotros, un ser humano, para que nosotros pudiéramos comprender cómo es Él en realidad.
Desde luego, podemos conocer a Dios a través de la creación: Nos dio el gusto y llenó el mundo de sabores como el chocolate o la macadamia. Nos dio la vista y llenó el mundo de colores y paisajes que el ojo nunca se cansa de contemplar. Nos dio el oído y luego llenó el mundo de melodías y músicas. Tu capacidad de disfrutar la vida es evidentemente una manifestación de que Dios te ama.
Sin embargo, antes de la venida del Salvador, nuestro conocimiento del amor de Dios era limitado. Él podría haber escogido miles de modos de comunicarse con nosotros, pero desde que nos creó, esperaba poder comunicarse con nosotros del mejor modo que existe: cara a cara, personalmente. Él no nos envió un ángel o un profeta, o un político (ahí sí estaríamos en problemas). Vino Él mismo en persona.
Si tú quieres decirle a alguien que le amas, puedes enviarle un mensaje, una fotografía, una carta. Incluso puedes llamarlo por teléfono, pero nunca será lo mismo que ir a decírselo personalmente. Esto es lo que hizo Dios en la Navidad.
San Juan dice que Dios es amor (1 Jn. 4, 7). El amor es la esencia de Dios. Dios no ama, Dios es amor, es lo más natural que puede haber en Él. La razón por la que existe todo en el Universo es simplemente porque Dios es amor: “El Señor es bueno con todos, su amor llega a todas las creaturas”. (Sal. 144, 9)
Piensa en eso: Si Dios no amara todas las cosas, simplemente no las hubiera creado. Todo lo que tu ves y las trillones de cosas que no ves, fueron hechas por Dios, por amor y para su gozo. Él nos ama incluso cuando pecamos.
Que Dios te ama es la razón por la que vives, por la que lees este libro, por la que respiras a cada instante. Cada vez que tu corazón palpita y cada vez que tu respiras, Dios te está diciendo: “Te amo”. Sin Dios no podríamos existir, incluso quienes son hijos ilegítimos, niños “no deseados”… pueden no haber sido planeados por sus padres, pero sí fueron creados y amados por Dios.
Y el amor de Dios es incondicional: Dios nos ama en nuestros días malos, tanto como en los buenos. Él nos ama cuando sentimos amor por Él y también cuando pasamos completamente indiferentes. Todo cambia, pero el amor de Dios no cambia jamás.
No hay nada que podamos hacer que cambie el amor de Dios por nosotros. Porque el amor de Dios no está basado en lo que somos, sino en Él mismo. San Pablo dice: “El amor de Cristo es tan largo y ancho, tan alto y profundo que desborda toda comprensión humana”. (Efe. 3, 19) Es decir, que no podemos siquiera imaginarlo.
Uno de los problemas por los que no comprendemos la Navidad es que cuando pensamos en ella, sólo pensamos en Jesús como un niño recién nacido. Pero el niño que nació en Belén, no es sólo un niño. Es Dios que viene a instaurar su Reino por el camino del amor. Crecerá, nos mostrará el estilo de vida que Dios quiere para nosotros, redimirá cada uno de nuestros pecados, morirá en una cruz y luego volverá a la vida, venciendo la muerte. Ese es el niño que hoy contemplamos en Belén. Todo el amor está ya encerrado en ese niño “que se nos ha dado”.
Dios está contigo
Otro motivo para estar alegre y celebrar es que a partir de este momento de la Navidad, Dios está contigo, cerca de ti, mucho más cerca de lo que nunca estuvo. San Juan dice: “El verbo se hizo carne y puso su tienda entre nosotros” (Jn. 1,14). “Acampó” en medio de nuestras ciudades, de nuestras calles, de nuestras plazas. Dios vino a dormir en un establo, para acompañar a miles que duermen en las calles, en los hospitales, en las regiones más alejadas de la civilización y del desarrollo.
Como decía antes, muchas personas se pueden sentir solas en la Navidad. Pero precisamente ahora tu puedes sentir que Dios está contigo, ahora más que nunca.
La presencia de Dios en tu vida no tiene nada que ver con lo que tú sientes. Tus emociones cambian influenciadas por todo tipo de situaciones y circunstancias, son impredecibles.
El peor consejo que podemos dar a alguien es: “Haz lo que sientas”. Con frecuencia lo que sentimos no corresponde a la realidad ni es correcto. Nuestros sentimientos son producto de temores, recuerdos, medicinas, comidas, falta de sueño o tensiones.
Dios vino a Belén a recordarte que Él siempre estará contigo, sin importar lo que pase. Lo sientas o no. Un salmo dice: “¡Jamás podría escaparme de tu Espíritu! ¡Jamás podría huir de tu presencia!”. (Sal. 139, 7) Otra cosa es que nosotros lo “sintamos”.
Uno de los secretos de la verdadera paz interior es aprender a vivir en la presencia de Dios, es decir, ser consciente de su presencia permanente. Pero esta es una habilidad que hay que aprender y desarrollar. Dios nace en Belén para recordarnos que está con nosotros siempre. Vienen a instaurar su Reino en el mundo y en nuestro corazón.
Uno de los profetas da a Jesús el nombre de “Emmanuel” y lo traduce como “Dios con nosotros” (Mt. 1, 23) La Navidad nos quiere recordar esto. No debemos sentirnos abandonados, no debemos sentir miedo, como dijeron los ángeles a los pastores. Dios está con nosotros, vino a hacernos compañía.
Puede ser que alguien te haya abandonado en la vida –un esposo, un pariente muy querido, unos padres, unos hijos o personas que considerabas amigas– que nada pueda borrar esta verdad contundente de la presencia de Dios. Tú no estás solo(a).
Todos podemos haber experimentado alguna vez el rechazo por algún motivo: prejuicios étnicos o religiosos, intolerancia, clasismo de cualquier tipo, etc. Dios no te ha abandonado. Él nunca lo hará. Alguno podría sentir que Dios le traicionó permitiendo que gastara los mejores años de su vida inútilmente. Dios dice en la Escritura: “Nunca te dejaré, jamás te abandonaré” (Heb. 13, 5). Una de las promesas más hermosas de Dios es la de Isaías 43:
“Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti. Porque yo el Señor, Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador… No temas porque yo estoy contigo”. (Isaías 43, 2-‐3, 5)
En esta Navidad, el regalo que te trae Jesús es precisamente su presencia cercana y su protección, no importa qué situación personal, familiar o de cualquier tipo estés pasando. Dios la conoce y Él está contigo. NO estás solo. Esto nos lleva al tercer motivo para estar alegres.
Dios es para ti
La frase “para ti” es muy común en la Sagrada Escritura. Cuando Jesús se encuentra con enfermos o con personas, muchas veces les pregunta: “¿Qué puede hacer por ti? (para ti)” Cuando Jesús instituye la Eucaristía dice: “Este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros” y San Pablo dice: “Si Dios está con nosotros, quién con nosotros”. Ese “está con nosotros” está dicho en el sentido de está a nuestro favor, por eso pregunta después “¿quién estará en contra?”. Cuando experimentamos un ataque personal, es bueno saber que Dios está con nosotros, pero es mejor todavía saber que está a favor nuestro.
Recuerdo una vez que caminaba por la calle con un compañero seminarista y notamos que en un bar cercano había una pelea. De pronto un hombre salió arrojado por la puerta del bar y calló en la calle delante de nosotros. Tres hombres salieron detrás de él dispuestos a seguir golpeándole. Nosotros estamos justo en ese lugar, e instintivamente se me ocurrió decirles con voz amenazante a aquellos tres hombres: “Déjenlo”. La verdad el hombre del suelo se veía francamente acabado.
Aquellos tres hombres levantaron su mirada amenazante y me miraron fijamente. En ese momento yo pensé: “Dios mío, ¿y ahora qué hago?” En ese momento sólo pensé en salir corriendo. Como Ustedes comprenderán en el seminario no nos enseñan a disolver riñas de bar. Hubiese querido razonar con ellos, pero no tenían cara de querer discutir el asunto.
Antes de que pudiera reaccionar, los tres hombres salieron corriendo por la calle. Yo entonces me sorprendí de su reacción. Pensé en gritarles: “¡Y no vuelvan más por aquí!”, pero me contuve. Aquello me resultaba francamente inexplicable. Entonces sentí una presencia detrás de mí, me di vueltas y me encontré con un hombre de casi dos metros de altura, que parecía Schwarzenegger.
Luego supe que le llamaban “el Moncho”. Era el hombre encargado de cuidar el bar y disolver las peleas que pudieran formarse. Fue la primera vez que sentí admiración por esa profesión. Sentí un gran alivio.
Un alivio parecido debemos sentir cuando tenemos la certeza de que Dios está con nosotros y a nuestro favor. No “el Moncho”, sino el mismo Dios, cuidando de nosotros y acompañándonos en cada momento. Él está siempre con nosotros, y sólo busca nuestro bien.
Cuando caemos o cometemos un error, Dios no está listo para decirnos: “Te lo dije”. Él está a favor nuestro. Dice la Escritura: “Porque yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes —afirma el Señor—, planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza”. (Jer. 29, 11)
Nadie quiere algo mejor para ti, que Dios. Nadie conoce mejor que Dios, lo que te hace feliz. No debemos tener miedo en confiarnos a las manos de Dios. Esta es la invitación que
más nos repite Dios en la Biblia: “No tengáis miedo”. En la Biblia lo repite 365 veces, una por cada día del año.
Nadie conoce cómo será el año próximo, pero sabemos que estamos en las manos de Dios y él nos ama y nos cuida. Dios está a nuestro favor.
¿De dónde vienen nuestros miedos de Dios? Yo creo que hay dos fuentes primarias: De la ignorancia de lo que Dios realmente es y de quién es. San Juan dice: “No hay temor en el amor, porque el perfecto amor echa fuera el temor” (1 Jn. 4, 18) Tememos a Dios porque no lo conocemos y nos da miedo lo desconocido.
La otra fuente es la culpabilidad. He visto gente que se eriza de sólo oír mencionar el nombre de Jesús. Rechazan instintivamente cualquier mención de Él. Con frecuencia el motivo es que llevan culpas ocultas por las que no quieren ser juzgados, por las que no quisieran responder. Tememos a Dios porque no tenemos la conciencia tranquila. Sabemos que lo que hicimos no está bien, y percibimos a Dios como Alguien que viene a pedirnos cuentas de ello.
Pero Dios no está enojado contigo. Cuando Dios está enojado por algo que hicimos, está enojado contra el pecado que hay en nosotros, pero nos ama y está siempre pronto a perdonar cuando nos volvemos arrepentidos y buscamos su perdón. “Dios no envió a su Hijo a juzgar al mundo, sino a que el mundo sea salvo por Él” (Jn. 3, 14).
Si tú estudias la vida de Cristo, rápidamente te darás cuenta que cuando alguien cometía un error, Él no lo echa en cara, sino que asume el pecado y está siempre pronto a levantar al pecador. Por eso dijeron los ángeles a los pastores: “No tengáis miedo”. Jesús viene a salvarnos, no debemos tenerle miedo. Él está a nuestro favor. Y eso es un motivo para celebrar.
Celebrar la Navidad es celebrar la fiesta de cumpleaños de su nacimiento y de la fundación de su Reino en la tierra.
Recientemente tuve la oportunidad de hacer un viaje con mi familia porque mis padres estaban celebrando 45 años de matrimonio. ¡Cuánto nos gusta celebrar los aniversarios! Fundación de la empresa, los años que llevamos trabajando en un lugar, los cumpleaños, los matrimonios…
Cuentan que en una ocasión un señor llegó a su oficina con un ojo amoratado… Su colega le preguntó: ¿qué te pasó? Él respondió: “Mi mujer y yo estuvimos de aniversario”. “¿Y qué pasó, te caíste en la fiesta?”. “No. Se me olvidó”. Los aniversarios son importantes y no los podemos olvidar, hay que celebrarlos.
En esta Navidad celebramos la llegada de Jesús y de su Reino a la tierra.
Uno de mis sobrinos me preguntó también una vez qué celebrábamos en la Navidad. Yo le dije que el cumpleaños de Jesús. Él en su razonamiento de niño, me respondió:
“¿Entonces va a haber pastel con velas y cantaremos el Feliz Cumpleaños?” Yo dirigí una mirada de entendimiento a mi mamá y le dije. “Sí, por supuesto, es lo que corresponde”.
Jesús va a nacer y él te trae un gran regalo. ¿Cómo lo vamos a recibir? ¿Qué le vas a regalar a Jesús en este aniversario? ¿Qué es lo que tienes que agradecerle? Estas simples preguntas pueden dar un sentido completamente nuevo a nuestra Navidad.
La Navidad es tiempo de salvación
“Cuando se cumplieron los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley” (Gal. 4, 4)
El otro día vi un señor que esperaba en su carro a que su mujer saliera del supermercado y mientras esperaba, tenía a su hijo de unos 3 años, en la silla para niños, en el asiento trasero. El niño, desesperado ya de esperar, gritaba por la ventana: “Que alguien me ayude”.
Él sabía que no era capaz sólo de salir de aquella silla y sacarse el cinturón de seguridad, necesitaba a alguien más fuerte y más grande para salir de aquella situación. Él no era libre. Todos hemos sentido alguna vez esto. Necesitamos ayuda para salir de alguna situación. Quizás esta misma Navidad, debido a diferentes problemas o presiones le hemos dicho a Dios más de una vez: “Señor, ayúdame a salir de esto”.
Pues bien, la segunda razón por la que Dios nació en Belén, fue para salvarnos. Teológicamente siempre han definido salvación como liberación del pecado, del egoísmo y del infierno. Definitivamente la salvación incluye estas cosas, pero no son las más inmediatas a nuestra experiencia cotidiana.
Nosotros no somos salvados sólo de algo malo, somos salvados para algo bueno. San Pablo dice: “En Cristo, Dios nos creó para hacer obras buenas, las cuales planeó antes de la creación del mundo” (Efe. 2, 10). Dios tiene un plan para tu vida y es algo maravilloso. Ser salvado es también ser libre para realizar ese plan de Dios en nuestras vidas. Esto es lo que dijeron los ángeles a los pastores:
“Os ha nacido un salvador, que es Cristo, el Señor” (Lc. 2, 11)
Nótese “Os ha nacido”. Es decir, ha nacido para Ustedes. Él viene para mí, es mi propia y personal salvación la que Él me trae. ¿Qué significa ser salvado en este sentido?
Probablemente no sepas muy bien de qué debemos ser salvados. La gente tiene ideas muy dispares sobre esto. El año pasado hice una pequeña encuesta con la siguiente pregunta: “¿De qué necesitas ser salvado en esta Navidad?”. Algunas de las respuestas fueron:
-‐ Del aburrimiento -‐ Del costo de la gasolina -‐ De la gente que me hiere -‐ De mis rencores -‐ De mi pasado -‐ De mis malos hábitos -‐ De mí mismo…
Cuando la gente piensa en la salvación tiene un concepto muy estrecho de la misma. Pensamos que la salvación es del infierno y poca cosa más. Pero Dios tiene muchas más cosas en su lista, tiene muchas más cosas en su mente. La salvación de Dios incluye por lo menos tres grandes dimensiones: el pasado, el presente y el futuro. Jesús no salva de algo, para algo, y por algo.
Cristo nos salva del pecado y de nosotros mismos.
Lo que yo he podido constatar es que nosotros somos la fuente de la mayor parte de nuestros problemas. Incluso cuando otras personas son las que nos han creado los problemas, nuestra natural respuesta, empeora más las cosas. Somos fuente de nuestros problemas mucho más de lo que nos damos cuenta o estaríamos dispuestos a admitir.
Si somos honestos con nosotros mismos, reconoceremos que tenemos hábitos que sabemos que no están bien, pero con los cuales no podemos romper, pensamientos que no quitan la paz y no podemos evitar, emociones que no nos gustan y a las cuales con frecuencia nos abandonamos, inseguridades y miedos, que no podemos ocultar y rencores y resentimientos que no logramos borrar del todo y que nos llevan a decir cosas de las que luego nos arrepentimos.
Francamente tú eres el problema de ti mismo y yo soy mi propio problema. Para cambiar tenemos que comenzar por el corazón.
Todos nacemos con este “Yo” problema. Si tu tienes tus propios hijos, lo sabrás. Nunca has tenido que enseñarle el egoísmo. Es algo natural que es preciso corregir y encausar. Si las personas fuéramos naturalmente anti-‐egoísmo, nunca tendríamos ningún conflicto. No habría divorcios, abusos, crímenes, envidias o guerras en el mundo. El egoísmo es nuestro natural camino en lugar del camino de Dios.
Seguir esta tendencia e ir en contra de la voluntad de Dios es lo que llamamos pecado. Esta tendencia aunque es natural y muchas veces “la deseamos”, sin embargo, nos destruye. El pecado es nuestro gran problema y es algo universal. Pecamos todos los días en cosas grandes o pequeñas. Es muy difícil no dejarse llevar en nada por el egoísmo. Nadie es perfecto.
Este no es un concepto muy popular, pero ¿no es así a caso? Nosotros sabemos que no pocas veces tomamos decisiones erradas. San Juan dice: “SI alguno dice no tengo pecado, se engaña a sí mismo, y no está en la verdad” (I Jn. 1, 8)
Recuerdo que cuando Joseph Ratzinger salió elegido Papa y asumió el nombre de Benedicto XVI, una persona especializada en tecnología, registró a su nombre los dominios de internet, “BenedictXVI.com” y “PopebenedictXVI.com”.
Cuando el Vaticano se dio cuenta, ya era demasiado tarde. Los dominios ya eran propiedad de esta persona de Estados Unidos. Todos pensaron que pediría una gran suma de dinero por los nombres y en cambio los regaló al Papa una vez pasados las primeras semanas de pontificado. Una periodista le preguntó, por qué lo hizo. Él respondió: “Por que si no, mi abuela se hubiera enojado conmigo. Además soy católico y los registré precisamente para evitar que otro lo hiciera y se aprovechara de la Iglesia”.
Entonces el periodista insistió: “¿Si pudiera pedir algo qué le gustaría pedir?”. El hombre respondió: “Pediría tres cosas: una noche en las estancias vaticanas, un uniforme de guardia suizo y una absolución sin preguntas de la noche del 19 de abril de 1976”.
Se estarán preguntando ¿qué sucedió el 19 de abril de 1976? No lo sabemos. La condición era no hacer preguntas… pero la verdad es que todos tenemos una noche de un 19 de abril de 1976. Cada uno ponga su fecha. Cada uno sabe en su corazón.
Pero lo peor de todo, no es el pecado en nuestra vida. Lo peor es que ellos se convierten en hábitos. La mayoría de nosotros lo sabe por experiencia: que difícil es dejar una adicción, perseverar en la dieta, mantener un propósito de Año Nuevo o cambiar de vida con las propias fuerzas. Cualquiera se podría identificar con San Pablo cuando decía: “Quiero hacer el bien, pero no puedo. Veo el bien que quiero, pero hago el mal que no quiero. Yo no hago lo que quiero, sino lo que odio“. (Rom. 7, 15 – 17)
Esto desgasta enormemente nuestra relación con Dios. Crea estrés, cansancio, baja autoestima, desaliento… Este hacer el mal que no quiero es lo que nos hace sentir lejos de Dios. Tener nuestro foco siempre en nosotros mismos es lo que produce que sintamos que Dios está millones de kilómetros de nosotros y nuestra oración no le alcance.
Como recordarán en diciembre del año 2012 se cumplía una nueva fecha del fin del mundo. Esta vez anunciada supuestamente por los Mayas. Un tiempo antes hablé con un amigo y me contó que estaba organizando una fiesta “para el fin del mundo”. Iba a ser el 21 de diciembre, para que cuando llegue el fin y se acabe el mundo, “al menos que lo estemos disfrutando al máximo. Voy a tirar la casa por la ventana. Va a ser un reventón”.
Desde luego él no cree en el fin del mundo, pero encontró una buena escusa para hacer una fiesta. Yo le dije “no está mal que hagas una fiesta, pero no lo hagas por ese motivo. Hazlo simplemente para divertirte con tus amigos sanamente”. Él me respondió: “Si Dios quiere que se acabe el mundo, no hay problema que me sorprenda festejando, eso es lo
que soy y no puedo engañar a Dios”. Muchas personas piensan así. “Yo ya no tengo salvación”. Sólo vemos nuestros pecados y nos sentimos lejos de Dios.
Esta desconexión de Dios es a todos los niveles el gran mal del mundo. A nivel personal es la causa del aburrimiento, los miedos, las ansiedades, la confusión, la depresión, los conflictos, los desánimos, el vacío. A nivel global, es la causa de las guerras, la corrupción, las injusticias, los prejuicios, la pobreza, el tráfico sexual y todos los demás problemas sociales. ¿Quién puede salvarnos de esto? No el gobierno, no una empresa, no las universidades. Ellos sólo palean o gestionan las manifestaciones del problema. La verdadera solución comienza siempre en el corazón de los hombres y sólo Dios puede transformar el corazón.
La salvación es libertad.
Un sinónimo de “salvación” es “liberación” (bien entendida, no como lo hicieron en la “Teología de la liberación”). David dice en el Salmo 118: “En el peligro clamé al Señor y Él me respondió y me liberó” (Sal. 118, 5).
-‐ Dios nos libra de la culpabilidad del pasado: La culpabilidad es el precio de violar la ley de Dios. Pero Dios tiene un amor muy grande por nosotros y nos perdona y libera de cualquiera de esas culpas. Cuando Jesús murió en la cruz, Él pagó por todos nuestros pecados. Ese es lo que los santos padres llaman el gran intercambio: Nosotros le damos a Dios nuestros pecados y Él nos da la salvación. El poder de la misericordia de Dios es más grande que todos nuestros pecados juntos. No hay nada que podamos hacer que haga que Dios nos ame menos.
-‐ Dios nos libra de la amargura y el resentimiento: Sin duda hemos sufrido en el pasado alguna herida. Dios quiere también sanar esas heridas. Quiere que llevemos una vida con un corazón lleno de paz y alegría, abierto siempre a la esperanza, a la confianza.
Jesús hablaba de volverse como niños (Mt. 18, 3). Una de las características de los niños es que ellos confían con la seguridad de que no se verán defraudados. Es tan grande la esperanza de un niño, que la expectativa ante la Navidad, no consiste en saber si recibirá un regalo o no, sino en cómo será sorprendido. Nosotros con el tiempo hemos perdido esta capacidad de confiar tan ciegamente. Queremos confiar, pero en el fondo, no nos abandonamos del todo a la confianza, porque no queremos sufrir, no queremos vernos defraudados. Dios viene a librarnos de esa desconfianza fundamental que puede haber en nuestro corazón. El amor de Dios no debe dejar espacio a la desconfianza y al temor.
-‐ Dios quiere librarnos de las expectativas de los demás: ¡Cuántas veces hacemos cosas para evitar la desaprobación de los demás! El libro de los Proverbios dice: “El temor al hombre es un lazo, pero el que confía en el Señor estará seguro” (Prov. 29, 25).
Estar constantemente preocupado de la opinión de los demás es una horrible prisión que nos roba espontaneidad y libertad, mina la confianza en nosotros mismos, limita nuestro potencial, drena nuestra energía y arruina todos los planes que Dios tienen para nosotros.
El remedio contra el temor a la desaprobación de los demás es construir nuestra vida sobre el amor de Dios. Es el único amor que nos ama tal como somos y nos llama a crecer y nos da la fuerza para hacerlo… Es un amor liberador. San Juan dice: “En el amor no hay temor. Porque el perfecto amor echa fuera el temor. El temor tiene que ver con el castigo. Quien teme no ha alcanzado el perfecto amor” (I Jn. 4, 18).
Mucha gente basa su seguridad e incluso su identidad, en lo que digan las personas que le rodean. Eso nos hace muy inseguros. Busca tu identidad y tu seguridad sólo en Dios.
El Papa Benedicto XVI dice en su extraordinario libro Jesús de Nazareth: “El hombre se conoce a sí mismo, sólo cuando él aprende a entenderse a sí mismo a la luz de Dios y conoce a los demás, sólo cuando los ve en el misterio de Dios” (Benedicto XVI, Jesús de Nazareth, p. 282). Dios debe ser nuestro punto de referencia, nunca la opinión de los demás.
-‐ Dios quiere librarnos de los malos hábitos: Todos lo hemos experimentado. Hemos querido cambiar en algo y no hemos podido. Hemos hecho propósitos y no ha servido de nada. Necesitamos una fuerza mayor, algo que no está en nosotros mismos, necesitamos un salvador. Dios quiere ser la fuerza con la que dejarás cualquier mal hábito y te convertirás en aquello que Él siempre soñó. Él está esperándote. Que dejes de tratar con tus solas fuerzas y comiences a confiar en Él. Que comiences a contar con su poder.
-‐ Dios quiere liberarnos del temor a la muerte: La “prueba ácida” para medir nuestra fe, no es cómo actuamos el día de nuestro cumpleaños, o de nuestra graduación o de nuestra boda… Es fácil creer en los momentos felices, cuando vives cosas que te hacen sentir bien. Pero en las pruebas emocionales, ante los sueños rotos, cuando las relaciones más importantes tiemblan, cuando nuestras finanzas se vuelven cenizas, cuando la enfermedad grave toca a nuestra puerta… Como sacerdote, me ha
tocado muchas veces acompañar a las personas en esas situaciones difíciles y sé lo distinta que es la relación con Cristo en esos momentos. La carta a los Hebreos dice: “Por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Heb. 2, 14-‐15). Esa es la realidad: no nos podemos librar de la muerte, pero sí del miedo a la misma, confiando en Cristo que nos ha abierto un horizonte lleno de esperanza detrás de ella.
Cristo nos salvó para la vida
En algún punto de nuestra vida, todos nos hacemos tres preguntas: La pregunta de la existencia ¿Por qué existo?, la pregunta sobre el significado ¿Qué me está pasando? Y la pregunta sobre el propósito: ¿Para qué existo?
Dios no creó nada sin un sentido. Desde antes de la creación Dios nos tenía pensado y dispuso los días de nuestra vida (Efe. 1, 4). Pero ahí está el problema. Cada uno va por la vida muchas veces a ciegas y erramos el camino, como un tren que se salió de los rieles. El nacimiento de Cristo tiene también este sentido: volver nuestra vida al rumbo que Dios le había trazado inicialmente, para restaurar el original proyecto que hemos extraviado.
“Cristo murió por nosotros, para que todos los que viven, no vivan ya para sí mismos, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó” (2 Cor. 5, 15).
Alejandro Magno fue uno de los más grandes conquistadores que conoció la historia. El único que logró unificar oriente y occidente, por casi tres siglos. Probablemente tenía el ejército mejor preparado de su época: una combinación perfecta de caballería altamente adiestrada, infantería de gran experiencia, y diversas falanges especializadas en diversas técnicas militares… pero sin duda el mayor activo de ese ejército era el propio Alejandro. Creía poseer una misión divina. Se arrojaba a la batalla delante de sus hombres y nunca exigía nada, que él mismo no arrostrara primero. Era una combinación de estratega militar hábil, valiente soldado y líder carismático y místico.
En numerosas ocasiones licenció a sus tropas para que pudieran regresar con sus familias y disfrutar lo que habían ganado, y muchos de ellos no lo hacían porque querían ser parte de la historia y sabían que con Alejandro lograrían ciertamente un lugar en ella. Conocerían lugares y culturas que jamás hubiesen imaginado, alcanzarían riquezas y fama sin límite. Preferían ser parte de aquella gran aventura hasta los confines del mundo, aunque aquello les costara la vida.
No hay nada en el corazón humano que pueda superar este anhelo: un propósito grande en nuestra vida.
Los hombres los podríamos dividir en tres categorías: los que sobreviven, los exitosos y los que han dado un significado a su vida. La mayoría del mundo vive en el nivel de la supervivencia. La vida se les pasa tratando de solucionar los problemas básicos de subsistencia. Luego están los que han tenido éxito y lograr desentenderse del día a día. Tienen más de lo que necesitan, se pueden permitir diversos caprichos y aunque siempre aspiran a más, se puede decir que son personas satisfechas y exitosas.
Finalmente están los que han logrado dar un significado a su vida. Este es un grupo muy pequeño. Ese significado no se encuentra en las posesiones, ni en los placeres, ni en la fama o el poder. Este significado se encuentra en el servicio, servir a una causa más grande que nosotros mismos.
Esto es lo que trata de decir Jesús en aquella famosa frase: “El que quiera ganar su vida la perderá y aquel que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la ganará”. No sólo porque alcanzará el premio de la vida eterna. También se debe interpretar este pasaje como si dijera: “el que pierda su vida por mí, sí que conocerá lo que es vivir de verdad”. Nada más emocionante que ser parte de una gran aventura, de un gran proyecto, y no hay mayor proyecto, no hay mayor aventura, que la de Cristo y la salvación del mundo.
Cuando alguien encuentra este sentido trascendente, descubre el más grande tesoro de su vida. “Eso es para lo que yo nací. Eso es lo que yo puedo hacer bien. Esto es todo lo que desea mi corazón y sé que Dios espera de mí”. Todo el éxito del mundo jamás podrá compararse con la satisfacción de poseer un sentido trascendente en nuestra vida.
Cristo nos salvó para que reproduzcamos su vida
San Pablo dice “Por gracia habéis sido salvados” (Efesios 2, 8). La gracia es un concepto teológico que produce corto circuito en nuestra mente. No estamos acostumbrados a las cosas gratuitas. Vivimos en una sociedad donde todo se gana y se merece. Incluso cuando éramos niños nuestras madres nos decían: “Te quiero mucho porque te comiste toda la comida”, “Te voy a querer mucho si acabas la tarea…”. Aunque no sea así, parece que todo se logra con esfuerzo, incluso el cariño de nuestra madre…
Por eso tendemos a aplicar este mismo concepto a Dios. Si preguntas cómo llegar al cielo a la gente de la calle, la mayoría te dirá que “haciendo obras buenas”, “portándose bien” porque eso es lo que hemos aprendido. El amor de Dios hay que conquistarlo.
La idea de la gracia es incluso antiética y poco popular. Nos asusta pensar que hagamos lo que hagamos Dios nos querrá igual. Desconfiamos de un pensamiento así. Toda nuestra práctica religiosa está centrada en lo que tenemos que “hacer”. Cada uno tiene su lista.
Cuando le preguntaron a Jesús qué teníamos que hacer, Él dijo: “La obra de Dios es que creáis en Aquel que Él ha enviado” (Jn. 6, 28). Creer, confiar en Él. Amar. El amor de Dios es incondicional. Todo lo que Dios te da es totalmente gratuito. La salvación de Dios no es algo que haya que hacer, es algo que ya está hecho.
Cuando Jesús murió dijo: “Todo está cumplido”. ¿En qué sentido? ¿Ya había cumplido la voluntad de Dios? De hecho faltaba la parte más importante: resucitar, aparecer a los apóstoles, pasearse 40 días por Jerusalén, luego ascender al cielo y enviar al Espíritu Santo. Eso sin contar el acompañamiento que hará a su Iglesia durante toda la historia. ¿En qué sentido entonces, toda está cumplido? En el sentido de que toda la deuda del pecado está pagada. Ya no quedó nada pos satisfacer.
Si el Joven rico llegara donde Cristo después de la resurrección para preguntarle “Qué tenía que hacer para alcanzar la vida eterna”, Jesús le podría haber respondido: “Amigo, llegaste tarde. Ya todo está cumplido”. Ya la vida eterna está ganada. Completando la frase que cité la inicio de San Pablo, diríamos: “Es por gracia que habéis sido salvados, por medio de la fe y esto no por Ustedes mismos, es un don de Dios, no por las obras, para que nadie se gloríe”. (Efe. 2, 8). Nunca como ahora en Navidad se ve clara esta donación tan gratuita y tan total.
¿Qué falta entonces? San Pablo nos da la respuesta. La salvación está cumplida en la cabeza que es Cristo, pero falta el cuerpo: “Ahora me alegro de lo que sufro por ustedes, porque de esta manera voy completando, en mi propio cuerpo, lo que falta de los sufrimientos de Cristo por la iglesia, que es su cuerpo.” (Col. 1, 24)
El sentido de la propia vida lo encontramos sólo en Cristo, en la entrega total a su voluntad. Buscándola constantemente, reproduciendo en nuestra vida la misma vida de Cristo. Hoy con la Navidad comienza ese recorrido de la vida de Cristo, hacia la total consumación de nuestra salvación. Hoy comienzan por tanto el misterio que esconde el significado último de nuestra vida: responder a cada circunstancia que se presente en nuestra vida con los mismos sentimientos de Cristo. Sólo así encontraremos el plan original de Dios para cada uno de nosotros.
Así es como la Navidad es salvación de la falta de sentido y de trascendencia en nuestra vida.
La Navidad, tiempo de reconciliación
“Nos regocijamos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, pues gracias a él hemos recibido la reconciliación” (Rom. 5, 11)
La mayoría del tiempo de la historia de la Humanidad ha sido guerras y conflictos. De los 5.560 años que tenemos más o menos registrados, ha habido cerca de 15.000 guerras.
Con frecuencia estamos en desacuerdo, discutimos, nos enfrentamos. Hace algo más de medio siglo, las naciones más educadas y avanzadas del planeta se enfrentaron en una guerra que dejó millones de muertos. El año 2011 Europa ganó el premio Nobel de la paz, porque lleva un tiempo record de 50 años sin un conflicto armado de consideración. Se
premió un modelo de convivencia y solución de conflictos, que al menos ha dejado de lado las guerras armadas.
Esto desde luego es ya un gran logro, pero sólo el 2012 tuvimos 40 conflictos armados en todo el mundo. Realmente no somos muy buenos para vivir en paz con los demás.
Necesitamos una profunda reconciliación a todos los niveles. Reconciliar es restaurar la paz, la justicia, el amor. Primero con Dios, luego con nosotros mismos y finalmente con los demás.
Afortunadamente el tercer sentido de la Navidad es la reconciliación del hombre con Dios y de los hombres entre sí. Los ángeles dijeron a los pastores: “Será llamado Príncipe de la Paz”. Cristo no sólo viene a enseñarnos la paz, sino también a darnos la paz y fortalecernos para vivir en paz si aprendemos a confiar en Él.
“Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombre que ama el Señor” (Lc. 2, 14)
Por las noticias y por lo que hemos podido ver, conflictos hay por todo el mundo y de los tipos más inimaginables: conflictos entre razas, religiones, nacionalidades, lenguas, políticos y etnias. Conflictos entre ricos y pobres, entre hinchas de un equipo y otro.
Como sacerdote me ha tocado mediar en todo tipo de conflictos: familiares, de pareja, de herencias, laborales, de barrios y entre los miembros de la misma Iglesia. A veces han sido grandes desacuerdos.
El triste resultado de todos estos conflictos es la división, el rencor, las familias destrozadas, los niños traumados o abandonados, las relaciones dañadas, las sociedades destruidas.
¿Es posible la paz en el mundo? Los ángeles dijeron que traían “paz a los hombres de buena voluntad”. Para construir la paz tenemos que comenzar por comprender la causa de todos los conflictos y yo creo que podemos encontrar dos causas:
-‐ La primera es nuestra natural tendencia a centrarnos en nosotros mismos: Cuando yo quiero algo y tú quieres otra cosa, ya mi propósito choca con el tuyo. Incluso cuando hay amor, surge el conflicto. Yo conozco el testimonio de muchas parejas que tuvieron sus primeros conflictos y no pequeños en la luna de miel. Por eso dice el libro de los Proverbios: “El orgullo sólo genera contiendas, pero la sabiduría está con quienes oyen consejos”. (Prov. 13, 10). Por eso San Pablo daba este sabio consejo a los filipenses: “No busque cada uno su propio interés, sino cada cual también el de los demás” (Fil. 2, 4). Subrayo la palabra “también”. No se trata sólo de pensar en los demás, es legítimo tener necesidades e intereses, pero no debemos centrarnos en nosotros como si no existiera nadie más en el mundo.
-‐ La segunda razón, menos conocida, que causa conflicto son las expectativas que nos formamos de los demás. Mucha gente se casa con unas expectativas de felicidad absolutamente irreales, se asocian en negocios esperando que todo saldrá a la perfección, emprenden viajes con la esperanza de disfrutar sin ningún tipo de inconveniente. No es realista tener este tipo de expectativas en este mundo, la perfecta felicidad sólo podemos esperarla de Dios. Cuando no se ven realizadas esas expectativas, simplemente nos frustramos, las parejas se divorcian, las sociedades se acaban y se demandan, los viajes resultan un fracaso. Esa felicidad es trabajo de Dios, no de los hombres. Santiago en su carta habla de este tema con una intuición muy profunda: “¿De dónde surgen las guerras y los conflictos entre ustedes? ¿No es precisamente de las pasiones que luchan dentro de ustedes mismos? Desean algo y no lo consiguen. Matan y sienten envidia, y no pueden obtener lo que quieren. Riñen y se hacen la guerra. No tienen, porque no piden. Y cuando piden, no reciben porque piden con malas intenciones, para satisfacer sus propias pasiones” (Sant. 4, 1-‐3). Si oráramos a Dios todo el tiempo que dedicamos a quejarnos y lamentarnos, tendríamos muchos menos argumentos y más paz en el corazón.
En una ocasión, me comentaron de una famosa psicóloga que daría una conferencia sobre el manejo del estrés y yo que he predicado conferencias sobre el tema decidí participar para ver si me aportaba alguna idea novedosa. Una de las sugerencias de la psicóloga para manejar el estrés era “descargar las preocupaciones contándoselas a alguien que te escuche incondicionalmente”. Luego agregó rápidamente: “El mejor modo para hacer esto es hablar con tu mascota”.
¡Me parece sorprendente que la gente hoy pague para escuchar que te digan que lo que necesitas es tener un corazón a corazón con tu hámster o con tu perico! Las mascotas son muy buenas, me encantan los animales, pero no pueden ayudarte a resolver los conflictos en tu vida que son la raíz de tu estrés.
San Pablo nos da una alternativa mucho mejor: “No se inquieten por nada; más bien, en toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4, 6)
Ahí está el secreto. Cambiar preocupación por oración. En lugar de preocuparte por tantas cosas que nos inquietan, por tantas situaciones que no podemos controlar, orar por ellas. Cambia preocupación por oración. Deja de preocuparte y comienza a rezar.
Preocupándote no solucionas nada, orando no sólo descargas tus preocupaciones en Dios, como aconsejaba San Pedro (I Pedro 5, 7), sino que pones el motivo de la preocupación en manos de Aquel que sí puede arreglar y ocuparse del problema con un remedio eficaz.
La realidad es que nunca habrá paz en el mundo, mientras no haya paz entre las naciones. Nunca habrá paz entre las naciones, mientras no haya paz entre las comunidades o partidos. Nunca habrá paz entre las comunidades, mientras no haya paz entre las familias. Nunca habrá paz entre las familias mientras no haya paz en la vida de cada uno en particular.
Nada se podrá hacer hasta que el “Príncipe de la Paz” no reine en nuestros corazones. Cristo viene esta Navidad a traernos tres tipos de paz:
-‐ Paz con Dios -‐ Paz de Dios -‐ Paz entre nosotros.
Cristo nos trae la paz con Dios
Puede ser que nunca nos hayamos dado cuenta, pero cada vez que construimos nuestra vida según nuestros planes y no consideramos los planes de Dios, entonces estamos en conflicto con Él, vivimos en rebelión contra Él.
Isaías lo dice de un modo contundente: “Todos andábamos perdidos, como ovejas; cada uno seguía su propio camino, pero el Señor hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros” (Isaías 53, 6).
Este es un conflicto de muy bajo perfil. Puede pasar completamente desapercibido. Pero produce tensión y fatiga en toda nuestra alma, incluso en el cuerpo. Los síntomas de este conflicto nos los describe San Pablo en los Gálatas. Algunas de las manifestaciones que menciona son: “impureza y libertinaje; odio, discordia, celos, ira, rivalidades, disensiones, sectarismos y envidia” (Gal. 5, 19-‐21). En contraste, los efectos de estar reconciliado con Dios, en paz con Él, produce todas las cualidades que desearíamos para nuestra vida: “Los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio” (Gal. 5, 22).
He conocido muchas personas que tienen alguna relación rota desde hace mucho tiempo. Un resentimiento con un padre, el abandono de una madre, un hermano alejado por motivos de herencia, un amigo que les traicionó, etc. Por muy difíciles que sean las circunstancias, el deseo de conectar, de restaurar la relación es siempre más profundo. Se sufre, pero no se está dispuesto a poner los medios o a pagar el costo que tiene la restauración. Lo mismo sucede con Dios.
No importan cuan profundo o inconsciente se encuentre este deseo de conectar con Dios, siempre aflora el sentimiento de que “algo le falta a la vida”, de que “la vida no puede ser sólo esto”. Han probado todo tipo de remedios: activismo, éxito material, drogas, ocupación. Nada puede compensar una relación rota con Dios.
La buena noticia es que Cristo en la Navidad viene a restablecer nuestra relación con Dios. San Pablo lo expresa así: “en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomándole en cuenta sus pecados y encargándonos a nosotros el mensaje de la reconciliación” (II Cor. 5, 19).
¿Cómo una persona imperfecta como yo puede reconciliarse con Dios, que es perfecto? No necesitamos negociar, sólo arrepentirnos de nuestros errores y pecados y aceptar su reconciliación, su paz. La paz que Cristo nos trae es totalmente incondicional. No pregunta por el pasado. Sólo tenemos que creer en ese Dios que viene a salvarnos.
Cristo nos trae la paz de Dios
Lo primero que ganamos reconciliándonos con Dios es la experiencia de la paz de Dios en nuestro corazón. Cuanto más oramos y confiamos en Dios, menos temores y preocupaciones experimentamos. Aprendemos a depositar todos nuestros problemas en las manos de Dios.
“Al de carácter firme (es decir que ha mantenido su confianza en Dios) lo guardarás en perfecta paz, porque en ti confía. Confíen en el Señor para siempre, porque el Señor es una Roca eterna” (Isaías 26, 3)
¿Qué es lo que nos quita la paz? Básicamente tres tipos de cosas: las circunstancias incontrolables (las enfermedades, la muerte, los despidos, etc), las personas que no podemos cambiar (que se rehúsan a colaborar) y los problemas inesperados (aquellos que hacen que la vida parezca una injusticia: un accidente, una quiebra económica, la pérdida de un ser querido). Al mismo tiempo, las personas responden ante estas cosas de tres maneras distintas:
-‐ Tratan de controlar lo incontrolable, aunque tienen casi la garantía de que no lo lograrán.
-‐ Simplemente se abandonan con una actitud fatalista, sintiéndose completamente desbordados por las circunstancias.
-‐ Tratan de conquistar la paz, poniendo sus problemas en las manos del único que puede cambiar las circunstancias y tiene siempre todo bajo su control.
Seguramente hemos escuchado o leído una oración que hoy se repite mucho. Según lo que he leído pertenece a un americano llamado Reinhold Niebuhr. Dice así:
“Dios, dame la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar aquellas que puedo y sabiduría para conocer la diferencia”.
Lo que sucede es que la oración no termina ahí. Lo que sigue es una explicitación de nuestra actitud ante la vida, especialmente cuando tenemos problemas del primer tipo: “cosas que no podemos cambiar”. Creo que esta debería ser la parte más importante:
“Viviendo un día a la vez; disfrutando cada momento; aceptando las dificultades tanto como los momentos de paz. Tomando, como Él lo hizo, el mundo pecador tal como es, no como tendría que ser, confiando que Él hará las cosas bien si estoy cobijado bajo su voluntad; así podré ser razonablemente feliz en esta vida y supremamente feliz para siempre en la otra”.
La paz vendrá una persona a la vez, conquistando los corazones uno a uno. La paz de Dios es el regalo que Él nos hace cuando nos reconciliamos profundamente con Él.
Cristo nos trae la paz con los demás
Una vez que hemos conquistado la paz con Dios y la paz interior, Dios quiere que experimentemos también la paz con todas las personas que nos rodean. Este es el camino para convertirse realmente en un hombre o una mujer de paz, y que lleva paz a todos los demás. San Pablo lo expresa bellamente:
“¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo! Todo esto proviene de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo y nos dio el ministerio de la reconciliación: esto es, que en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomán-‐dole en cuenta sus pecados y encargándonos a nosotros el men-‐saje de la reconciliación. Así que somos embajadores de Cristo, como si Dios los exhortara a ustedes por medio de nosotros: «En nombre de Cristo les rogamos que se reconcilien con Dios” (II Cor. 5, 18).
¿Qué es hacer la paz? Cuando tenemos a Cristo en el corazón, una de las primeras áreas donde notamos la diferencia es en las relaciones con los demás. Jesús dijo: “Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt. 5, 9). La traducción exacta de “pacíficos” es “los que obran la paz”, lo que es muy importante. Podría haber dicho “los que aman la paz”, pero en realidad todo el mundo ama la paz, sin embargo, eso no basta. Tenemos que obrar la paz. ¿Qué significa obrar la paz, construir la paz? Voy a decir primero lo que NO es construir la paz:
-‐ No es evitar conflictos: Ante todo no es evitar el conflicto, correr de los problemas o pretender que ellos no existen. Cuando alguien dice: “No quiero oír hablar de eso” (para evitar un problema), no es un pacifista, sino un
cobarde. Muchas veces es alguien que no tiene la capacidad de escucha, ni la capacidad de ser imparcial.
-‐ Dilatar el problema: Cuando alguien dilata enfrentar un problema sólo está permitiendo que el problema se haga más profundo y que se agranden las heridas.
-‐ Ceder en todo: Cuando alguien sólo busca apaciguar los ánimos, ceder y dejar que los demás se salgan con las suya, tampoco es ser un constructor de la paz. Jesús nunca dijo que teníamos que ser un felpudo o un camaleón, perdiendo incluso nuestra identidad. De hecho, Jesús nunca permitió que otros le dijeran lo que tenía que hacer o decir (Mt. 12, 38). Una nombre que ha adoptado esta actitud es la de “pacifista”. En los años 60 había un gran movimiento pacifista. Pero este pacifismo no es lo mismo que ser constructor de paz, es cuando alguien promueve la paz públicamente, pero sin condiciones. La paz se construye sólo sobre la justicia y la verdad. El pacifista, quieren la paz por encima y a costa de cualquier cosa, incluso pasando por encima de la verdad o de la justicia. Eso a largo plazo produce más guerras y conflictos.
Construir la paz significa buscar activa y sinceramente el fin del conflicto, analizando las causas y restaurando la justicia.
Construyes la paz cuando ofreces perdón y oportunidad para restablecer una relación rota. Ofreces a otro el mismo don que Dios te dio a ti, el perdón.
Muchas personas se resisten a reconciliar una relación rota, porque no entienden la diferencia entre ofrecer el perdón y tener confianza, reconciliarse y solucionar todos los problemas. Tienen miedo que si perdonan, puedan regresar a la relación que les hirió, sin que nada haya cambiado.
Para entender esto hay que tener en cuenta tres cosas:
1. La reconciliación no es solucionar todos los problemas con la otra persona. Reconciliarse es poner fin a la hostilidad, lo que no significa que ahora él o ella, se conviertan en tu mejor amigo(a), ni se haya solucionado el problema de fondo. Habrá que seguir hablando sobre los puntos candentes y habrá que seguir trabajando en ellos. Mientras haya buena disposición para la reconciliación, pero se hará con respeto y comprensión, no con sarcasmo o rencor como podría ser cuando aún no se ha perdonado. La reconciliación se centra en la relación, mientras que la solución se centra en el problema. Siempre tenemos que enfocarnos primero en la relación, luego en el problema. Primero viene la reconciliación y luego viene la solución. Siempre que hacemos eso, el problema se ve con más objetividad y a veces incluso, nos damos cuenta de que es muy pequeño o no existe.
2. Hay una gran diferencia entre perdonar y confiar. Perdonar es ser libre y
espontáneo. Ofrecer al otro el mismo perdón que Dios nos da. Por lo general sólo perdonamos cuando ya ha pasado el rencor y la amargura. Entonces tenemos que recordar lo que dijo Jesús: “Si no perdonas a los que te han ofendido, tampoco tu Padre que está en el cielo te perdonará” (Mc. 11, 26). Sin embargo, restaurar la confianza es una cosa muy distinta. Perdonar tiene que ver con el pasado. Confiar tiene que ver con el futuro. El perdón se ofrece desde la propia libertad. La confianza se gana con las obras y muchas veces con el tiempo. La confianza puede ser perdida en un segundo, pero requiere mucho tiempo para restaurarla.
3. Perdonar no quiere decir ignorar la realidad. La realidad muchas veces nos enfrenta ante situaciones que precisan de límites. Hay personas que piensan que “dar la otra mejilla” (Mt. 5, 39), significa dejar que los demás abusen de nosotros, convertirnos en víctimas de todas las injusticias y oportunismos que hay el mundo. Si vives en una relación abusiva, si la confianza es sistemáticamente defraudada, sin arrepentimiento, ni esperanza de cambio, Dios espera que tú perdones, pero no que continúes esa relación. El modelo lo tenemos siempre en el mismo Jesús: Él está siempre dispuesto a perdonar, pero requiere el arrepentimiento y el cambio de conducta de la persona. Perdonó a la mujer pecadora porque se arrepintió, pero le pidió que cambiara de vida (Jn. 8, 11). Sólo después de anunciar Zaqueo que devolvería todo lo que había robado, anunció Jesús que la salvación había llegado a ese hogar (Lc. 19, 9). Alguien podría objetar que Jesús también perdonó sin el arrepentimiento de los pecadores, por ejemplo cuando dijo en la cruz: “Padre perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34). Pero en realidad, Jesús no los estaba perdonando. Jesús estaba dispuesto a perdonarlos e intercedía por ellos ante el Padre, pero el perdón completo vendrá después de la resurrección, cuando ellos se arrepintieron y convirtieron (Hechos 2, 37). Lo que nos enseña Jesús en estas palabras, es que debemos estar siempre dispuestos a perdonar y desear que quienes actúan mal, se conviertan. Cuando esto no se da –manteniendo un corazón abierto y bien dispuesto– no debes, dejar que te sigan ofendiendo o dañando. Aquí vale lo que decía Jesús acerca del pecador que no se quiere convertir: “Trátalo como si fuera un renegado” (Mt. 18, 17).
Si quieres ser un constructor de paz en tu vida, en tu matrimonio, en la relación con tus amigos o amigas, en tu trabajo, puedes realizar algunas de las siguientes estrategias para reconciliarte y construir un camino de paz:
-‐ Planear un conversación para restaurar la confianza y la relación. -‐ Poner atención a los sentimientos del otro, son más importantes que los
problemas en la relación. -‐ Atacar el problema, no la persona. Habla con sinceridad, pero con amor. -‐ Cooperar siempre que sea posible, buscar el terreno común, la tercera vía. -‐ Enfatizar la reconciliación, no la solución.
Perdonar es una necesidad, pues el resentimiento es auto-‐destructivo y sólo prolonga el sufrimiento. Cristo, vino a traer la paz y la reconciliación a todos los hombres. Este es el gran regalo de la Navidad. ¿Con quién necesitamos reconciliarnos en esta Navidad? Piénsalo. Si te cuesta mucho, piensa que tienes un Salvador, que ha venido para liberarte y restaurar toda tu vida. Piensa que Jesús trae un regalo muy especial para ti en esta Navidad.