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EL FILOSOFO PLATONICO
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El Filósofo Platónico

Jul 19, 2016

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EL FILOSOFO PLATONICO

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PRESENTAR una imagen del tipo ideal del filosofo en Pla-tón viene a ser tanto corno ofrecer una imagen de su pro-

pia vocación e ideal de vida. Difícil tarea ésta hoy más que nunca, cuando vemos en el pensamiento del maestro un uni ' verso completo, una grandiosa síntesis que hacen coherentes algunas ideas centrales; universo y síntesis procedentes de una problemática que hereda, tendentes a una disgregación y especialización que le suceden y sometidos en su vida a una revisión y reelaboración constantes por efecto ya de su pro­pia dinámica interna, ya de las experiencias del filófoso en el duro choque de su voluntad reformadora con el mundo. Si la interpretación puramente mística de Platón, común en la última Antigüedad y en el Renacimiento, nos resulta in­suficiente, también lo es la exclusivamente racional y episte­mológica que centra toda su filosofía en la teoría de las Ideas y que ha predominado durante mucho tiempo, a partir de Schleiermacher, por efecto de las corrientes kantianas y hege-lianas. Jäger y otros han hecho ver aquello que salta a la vista en la mayor parte de los diálogos y que además está impuesto por la herencia socrática: el ideal de la perfección del hombre y del estado es el verdadero arranque del pensa­miento platónico y constituyó para el filósofo una obsesión nunca abandonada. En el estudio de estos temas es donde se desarrolla la teoría del conocimiento, que interesa luego

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por SÍ misma y de la cual es parte, en realidad, no sólo la dialéctica sino también el descubrimiento por vía de i lumi' nación de la realidad más alta.

Al tiempo, el descubrimiento de una cronología, bien fijada en lo esencial, de los diálogos, ha permitido sentar un orden y aun una evolución en el pensamiento filosófico de Platón, así como relacionarlo estrechamente con las etapas de su vida. Hecho est.e último esencial para nuestro tema, ya que la filosofía es para el maestro ante todo un ideal de vida y, concretamente, el que él mismo ha querido seguir.

Hoy en día estamos, a consecuencia de todo esto, un tanto de vuelta de los sucesivos intentos de definir cuál es el sis-tema de la filosofía platónica; y concebimos ésta más bien a la manera de una creación que va surgiendo como algo vivo de puntos de partida diversos gracias al despliegue de algunos postulados y tendencias fundamentales. Estos postu­lados y tendencias, junto con aquellos puntos de partida y con las experiencias vitales de Platón, son precisamente los que determinan la imagen de la vida filosófica. Su estudio no nos obligará, por tanto, a penetrar en todo el detalle de la doctrina platónica, pero sí en la consideración de la fina­lidad de la misma, de las fuerzas espirituales a que apela, de sus precedentes históricos y de sus líneas generales de evo­lución; así como, de otra parte, habremos de ocuparnos de la relación que existe entre la vida de Platón y su enseñan­za en la Academia, de un lado, y el desarrollo de su pensa­miento, de otro.

Ta l vez sea la forma más directa de penetrar en lo que es para Platón la vida filosófica presentar en breve esbozo las dos versiones, en parte diferentes, que dio de la misma en dos etapas por lo demás no demasiado distantes de su v ida : la una en la República, la otra, posterior, en el Teeteto. En la República, como es bien sabido, el filósofo se nos aparece como el miembro de un reducido grupo que gobierna la ciu­dad. «A menos que los filósofos —nos dice P la tón— reinen en las ciudades o que cuantos ahora se llaman nobles y di­nastas practiquen noble y adecuadamente la filosofía, y que vengan a coincidir una y otra cosa, la filosofía y el poder po-

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il) Resp., 473 D­E. (2) Resp., 475 E. (3) Resp., 476 E. (4) Resp., 511 D. (5) Resp., 537 C.

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lítico, y sean detenidos por la fuerza los muchos caracteres que se encaminan separadamente a una de las dos, no hay, amigo Glaucón, tregua para los males de la ciudad ni tam­

poco, según creo, para los del género humano» ( i ) . Esta es la gran paradoja platónica que — s e nos dirá— sólo escanda­

liza a la multitud porque no sabe distinguir al verdadero filósofo. Este es el que gusta de contemplar la verdad (2), el que asciende de las cosas bellas a la belleza en sí (3). Es el dialéctico que, pasando por una larga etapa de formación in­

telectual que Platón nos describe, es capaz de llegar a un conocimiento superior, el del mundo ideal, que se le revela de repente por la acción de ese sumo principio que es el Bien, comparado con el sol que en el mundo sensible nos permite ver las cosas. Ese mundo ideal al que llega Platón y cuyo descubrimiento ha de ocuparnos todavía, es, ante todo, un mundo de esencias como la justicia, el valor, la belleza; sólo con reluctancia y duda admite en él las ideas de las cosas materiales; y aun las del dominio de la matemática, que tanta importancia tienen en la formación del alma, constitu­

yen sólo un escalón en la ascensión hacia las ideas superiores, y su conocimiento es de un grado inferior, es διάνοια, no νόησι; (4). La realidad más alta es un mundo de formas o ideas absolutas —el κόσμος νοητός, mundo inteligible— en el que se encuentran presentes todos los principios del mundo de la conducta humana en su estado puro, perfecto y sin mezcla. El dialéctico que llega a alcanzarlo es un sinóptico que puede establecer todas sus conexiones, toda su estructura interna ( 5 ) ; y que por el método de la διαίρεσις o clasifi­

cación puede volver a descender al mundo sensible y hacerlo por primera vez objeto de ciencia al fijar su relación con las ideas. ¿Cómo no va a ser este filósofo el verdadero gober­

nante si es el único que puede penetrar a fondo en el co­

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(6) Cf. JÄGER, El ideal fiL·sófico de la vida (Apéndice a su Ans­

tóteles, trad, esp., México, 1946), pág. 475, n. 1. La teoría de las tres vidas es de Aristóteles, pero parte de la psicología platónica, aunque cambia la vida filosófica en una ya puramente teorética.

(7) Resp., 492 E. (8) Epist. Vil, 343 E. (9) Phaedr., 250 A.

nocimiento y juicio de la conducta humana? En él culminan dos postulados de origen socrático: el de que la política debe ser una ciencia, τέχνη, basada en el conocimiento de qué es la virtud; y el de que el conocimiento se traduce en acción: el filósofo que conoce los más altos principios éticos ha por fuerza de practicarlos. Filósofo es, por tanto, el que posee la πολιτική αρετή, la virtud política.

Al tiempo, el filósofo es, respecto a los guerreros y arte­

sanos, lo que en el alma es la parte racional a la afectiva o la concupiscente; es natural que impere, a fin de que se esta­

blezca la justicia en el Estado del mismo modo que el alma racional debe imperar sobre las otras dos para que se esta­

blezca la justicia en el individuo. Si el alma racional es el hombre en el hombre —el hombre frente al león y la bes­

tia en la imagen de la República.—, paralelamente el filósofo será el más alto representante de la especie humana. Y surge la teoría de las tres vidas, cuyos lemas son, de inferior a su­

perior, los de ηδονή, αρετή y φρόνησις, esto es, placer, valor y conocimiento; pero conocimiento que implica la acción, que es la característica del filósofo (6), Este representa, por supuesto, el ideal más alto. Platón reconoce en la Republic ca (7), en la Carta Vil (8), en el Fedro (9) y en otros lugares, que sólo puede ser alcanzado por muy pocos. S e requiere, ante todo, una naturaleza especial, que en el Fedro se des­

cribe míticamente como procedente de haber pertenecido al cortejo de Zeus en la procesión de las almas antes de encar­

narse en los cuerpos; luego es precisa una lenta y penosa ascensión hacia la idea, que en la República se realiza por medio de la dialéctica (y su preludio la matemática) y en el Banquete en virtud del eros; ideales ambos que se comple­

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(10) Phaedr., 248 D. (11) Phaedr., 252 D-E. (12) Ep,st. Vn, 342 A ss.

mentan y que caracterizan uno y otro toda la vida del filó­sofo, según hemos de ver. Y , finalmente, llega ese último momento de la iluminación, de la revelación al alma del ser superior. Sólo queda el descenso hacia la tierra para hacer fructificar esa verdad entre los hombres.

Ese ideal de vida filosófica se repite en muchas ocasiones. En el mito del Fedro, las almas que en la procesión celeste han contemplado más o menos fugazmente las ideas, se en­carnan en una de las nueve vidas que allí se distinguen y que, por orden de perfección, comienzan en la vida filosófica y acaban en la tiránica. La que haya tenido una mayor con­templación irá a encarnarse en un amante de la sabiduría (ipiXónoijio;) o de la belleza, en un cultivador de las musas o en un amador: es decir, en un filósofo ( lo ) . Pero más ade­lante se nos dice ( i i ) que las almas que han pertenecido al cortejo de Zeus son las que buscan un amante que también haya sido componente de este cortejo, al cual se define como «filósofo y con aptitud natural para el mando». Es decir, en dos pasajes distintos se hacen coincidir en el filósofo los dos predicados fundamentales que se le atribuyen en la Repúblú ca: es el que más ha contemplado la Verdad (y, en conse­cuencia, mejor llega a elevarse a ella en esta vida) y, al tiem­po, el más apto para el mando (-riYTüJiovtxói;). De un modo parecido, en la Carta VII comienza Platón por describimos el papel de mando atribuido al filósofo y luego (12) se nos cuenta su ascensión al conocimiento por la dialéctica, ascen­sión que culmina en la revelación de la Idea.

Esta es, en breves rasgos, la imagen del filósofo en el pen­samiento de Platón en la culminación de éste ; trataremos de buscar sus precedentes y, luego, sus etapas de desarrollo en los diálogos. Pero hemos preferido presentarlo de ante­mano para hacer ver tanto la unidad espléndida de la cons­trucción como sus puntos de tensión interna, que habían de

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(13) Theaet., 175 D. (14) Theaet., 173 D^E. (15) ApoL, 19 C. (16) Phaedr., 230 D. (17) Epist. Vil, 324 B.

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precipitar su evolución. Me refiero de una parte al racio­nalismo extremado, de herencia socrática, de su concepción de la virtud política, que es simple conocimiento: de ahí que los imperativos de la realidad tiendan a alejar un tanto la imagen del político de la del filósofo, como veremos. De otra parte, el filósofo, cuyo interés más grande está en el conoci­miento estricto de la verdad, tiene que procurar natural­mente desentenderse de la práctica y ello ocurre ya desde la misma República y luego, más claramente, en el ideal del filósofo en el Teeteto, al cual he aludido al principio: e¡ fi­lósofo es el hombre criado «para la libertad y el ocio» (13), que nada sabe de la política de su ciudad; sólo su cuerpo se halla en la ciudad, pero su pensamiento, desprendiéndose de todas las cosas terrenas, elevado más allá de la tierra «gcome-triza» y «astronomiza» y estudia la naturaleza del Univer­so (14). ¡ Cuan lejos de aquel Sócrates que decía en la Apo-logía que él nada sabía de la ciencia de la naturaleza que Aristófanes le atribuía (15), y en el Fedro sólo se interesaba por los hombres de la ciudad y no por la naturaleza (16); y de aquel Platón joven que, según él mismo nos dice en la Carta Vil (17), tenía como los demás su objetivo en la vida política! Aquí ya está fundado el ideal de la vida teorética en Aristóteles y los filósofos y científicos alejandrinos. Pero no sin remordimientos de Platón, que volverá otra vez, en las Leyes y la Carta VII, a defender, con nostalgia y con conce­siones resignadas, su viejo ideal.

Pero no es la única línea de tensión dentro de la imagen del filósofo la que va a separar al político del científico. El hombre teorético que crea como ideal el último Platón y que él mismo representa en el período final de su vida en la Aca­demia, el que halla su reflejo en la dialéctica descendente o dierética del Sofista, el Político, etc., acude puramente a su

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(18) Epist. Vil, 324 D ss.

razón, y en nada participa de la contemplación mística de que habla el propio Platón en otros pasajes y que va a dejar una herencia tan fecunda. V a a crearse la ciencia pura, que se liberará de toda mística e incluso de toda metafísica; de toda ética incluso. Nadie más distante de los científicos hele-nísticos que los filósofos, de tendencia ética fundamental­mente, de este mismo período y que, de otra parte, los mís­ticos como Filón y luego Plotino. En Platón, sin embargo, y desde luego en su idea del filósofo, están los gérmenes de todos ellos, y al tiempo se advierte la lucha y el esfuerzo por reducir todas estas concepciones a una unidad.

Creemos que desde ahora mismo resulta evidente el hecho de la síntesis platónica, equilibrio inestable sólo asegurado por su personalidad y por las ideas centrales de la mente del maestro; por lo tanto, pronto a romperse. Vamos a conti­nuación a hablar de sus precedentes, sus puntos de partida, así como de su elaboración dentro del pensamiento del maes­tro ; pero también de su evolución y de la desintegración que se produce a su muerte. El resultado de esta desintegración es la creación de nuevos mundos, tanto dentro del pensa­miento político como del ético, el científico y el místico.

El principal testimonio acerca del origen del tipo ideal del filósofo en Platón está en las manifestaciones autobiográficas de la Carta VII, escrita al final de su vida y sobre cuya au­tenticidad hoy no se duda. Platón, a quien su nacimiento aristocrático y todas las tradiciones de su ciudad empujan a la acción política, se siente lleno de esperanza, a los veinticua­tro años de edad, cuando en el año 404, derrotada Atenas, es derrocada allí la democracia y es implantado, por imposición de Esparta, el régimen conocido en la Historia como gobier­no de los treinta tiranos. Dos de ellos, Critias y Cármidcs, erar, tíos del filósofo. Hay que conocer el odio y desprecio acu­mulado entre los aristócratas griegos contra el gobierno de­mocrático para interpretar las pocas palabras de Platón : «creí que iban a gobernar la ciudad cambiando su gobierno de in­justo en justo» (18). Piénsese en los dicterios contra e! Sìifioc,

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(19) Cf. mis Líricos Griegos, I! (Barcelona, 1959), pág. 143 s, (20) Tucídides, VI 89.

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el pueblo cuyo poder constituye la democracia, en la colee-

ción de elegías del siglo V que se nos transmitieron bajo el nombre de Teognis (19): sólo el noble tiene recto juicio (γνώμη) para distinguir el bien del m a l ; es por antonomasia αγαθός, bueno — q u e es tanto como justo, valiente, sabio al tiempo—, mientras que el hombre del pueblo es κακός, in­

ferior en toda clase de cualidades humanas. Y en cuanto al sistema, baste recordar la frase de Alcibiades en Esparta, se­

gún Tucídides, en la que se define la democracia como όμο­

λογουμένη άνοια, insensatez reconocida (20). Esta posición de principio no abandonó a Platón a lo largo de toda su vida : sus sucesivos estados ideales son regímenes aristocráticos re­

gidos por una clase superior, la de los filósofos.

De ahí la desilusión del joven Platón cuando vio, según sus propias palabras, que los Treinta «en poco tiempo hicieron que pareciera oro la anterior constitución». La violencia y la injusticia fue el final en que desembocó aquel tan deseado estado aristocrático, que intentó en vano hacer cómplice a Sócrates, el más sabio de los atenienses. Platón —nos dice él mismo— se sintió a disgusto y se apartó de aquel régimen iimioral. La restauración democrática que le siguió procedió, a pesar de violencias y venganzas inevitables, con una mo­

deración que parecía abrir una cierta esperanza; pero fue su crimen aquél que más podía herirle : la condena a muerte de Sócrates, bajo la acusación de impiedad, que a él menos que a nadie convenía. Y aquí viene el emotivo pasaje en que Pla­

tón nos cuenta cómo se convenció de que eran tales los hom­

bres que actuaban en la política, en la cual las normas mora­

les y las leyes se corrompen, que le resultaba difícil practicar rectamente la política; de que todos los regímenes de go­

bierno existentes eran malos; y de que debía aguardar a una oportunidad mejor para la acción. Pero aguardar no es aban­

donar la esperanza ; y en el mismo pasaje nuestro filósofo nos dice que no renunció a la de encontrar alguna vez mejores

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(21) Cf. la edición del Gorgias de E. R. Dodds, Oxford. 1959, página 26.

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posibilidades gracias a las perspectivas que la recta filosofía pudiera abrir en la investigación de lo que es la justicia en el individuo y la comunidad. Es este el ideal, que se nos anun­cia explícitamente, del filósofo gobernante o el gobernante filósofo. Sólo para saltar más alto ha retrocedido Platón unos pasos.

El choque brutal, la ruptura entre política práctica y filo­sofía que es la muerte de Sócrates, no es, pues, bastante para apartar a Platón del camino de su vocación. Al contrario: surge la respuesta en la negación de verdadera personalidad al antagonista. El filósofo no es otra cosa que el verdadero político. Es en el Gorgias, que suele fecharse en los años del 387 al 385, unos quince después de la muerte del maestro (21), donde éste aparece transfigurado, como paradigma del nuevo Platón que ahora surge. En la figura de este nuevo Sócrates, que ya no es el hombre que ignora y pregunta para tratar de hacer brotar la verdad, sino el jwrtador de una fe y un mensaje, es en la que Platón proclama, con pasión y violen­cia, su nueva vocación. Surge en él ahora claramente la idea de la vida filosófica, ya presagiada en la figura del Sócrates de diálogos anteriores, pero nunca tan teóricamente explícita. El diálogo se abre con la crítica por Sócrates de la Retórica, el alma de la política de su tiempo, defendida por Gorgias y Polo y calificada por Sócrates de amoral —busca la persua­sión, sin importarle de lo justo y de lo in justo— y de acien-tífica —es una pura práctica o rutina que no puede penetrar en la esencia de las cosas—. Gorgias y Polo incurren en contradicciones por no atreverse a negar un último principio moral que distingue acciones hermosas y feas y que todo el mundo reconoce aunque se niegue a extraer sus últimas con­secuencias. Y Sócrates demuestra que el sumo mal es co­meter la injusticia, más que sufrirla, puesto que la justicia representa la virtud propia de nuestra alma, que por lo tan­to queda sin ella enferma. Pero no es sólo esto. Frente a

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(22) Gorg., 502 A ss. (23) Gorg., 515 C ss., etc. (24) Gorg., 492 D. (25) Gorg., 481 C. (26) Gorg., 485 D ss. (27) Gorg., 521 B. (28) Gorg., 514 A ss.

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un tercer interlocutor, Calicles, que piensa dedicarse a la política activa en Atenas, Sócrates demuestra que el ideal del poder, que culmina en el del tirano, lo que busca en el fondo es la satisfacción de las propias pasiones y ambiciones; no se dirige al pueblo προς το βέλτιστον, conforme al interés de su perfección moral (22), e incluso los más famosos de los estadistas atenienses ^—Pericles, Cimón, Milcíades, Temísto­

cles (23)— han añadido poder a Atenas, pero no han hecho mejores a los atenienses. Existen dos vidas, la que busca sa­

tisfacción de los deseos y pasiones, y la del filósofo, que busca la perfección moral, el dominio de sí mismo o σωφροσύνη, el imperio de la justicia en el a lma: el gran problema es elegir entre ellas (24). Si Sócrates tiene razón —reconoce Calicles (25)— resultaría que «nuestra vida, la de los huma­

nos, estaría trastornada y que hacemos todo lo contrario de lo que debemos». Pues bien, es la vida de Sócrates la que hay que elegir, despreciando las críticas que, por boca de Calicles (26), se hacen contra ella : que el hombre que la siga no sabrá defender su vida en una ciudad como Atenas ; y que ésta será una vida inútil, pues que será vivir «oculto en un rincón, susurrando con tres o cuatro jóvenes».

Tenemos aquí presentado por primera vez conscientemen­

te el ideal de la vida filosófica: investigación de la verdad moral y práctica de la misma. Platón reconoce abiertamente el peligro que es para el filósofo intervenir en la política ac­

tiva de su ciudad : si me matan —es lo único que podrá ale­

gar este Sócrates platónico, tan poco socrático— matarán a un hombre justo, siendo ellos injustos (27). Mejor es esto que realizar una retórica y una política tendentes a adular a la masa dándole groseras satisfacciones y que, además, ca­

recen de todo conocimiento científico a su objeto (28) y exi­

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(29) Gorg., 512 D ss. (30) Gorg., 521 D.

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gen de su servidor ser igual a ese pueblo al que se quiere saciar; es decir, llevar la vida no filosófica. Esta retórica y política hacen olvidarse de la gran cuestión de cómo hay que hacer para vivir mejor el tiempo que se viva, poco o mucho (29). Pero hay m á s : si el ideal del gobierno es la perfección moral del pueblo, todos esos políticos de que se ha hablado hasta aquí no lo son de verdad; el verdadero po­lítico es el filósofo, el único que conoce el bien moral y puede establecer su imperio. «Creo que soy uno de los pocos atenienses —dirá Sócrates {30)— que se dedica al verdadero arte de la política y el único que la practica en estos tiempos.»

Si la gran síntesis que es la vida filosófica en la República y el Fedro tiene en estos diálogos una base metafísica, en la Carta Vil y el Gorgias, interpretado a su luz, hemos visto cómo se llega a ella a partir de la vocación política del aris­tócrata Platón, elevada a un plano superior por la dolorosa experiencia de su juventud y por el magisterio socrático. Es un ideal que va a continuar acompañándole, con varias vici­situdes. Ellas dependerán del juego de factores a que hemos aludido ya al principio: de un lado, las experiencias de esta vida misma; de otro, la dinámica interna de las ideas y los principios que se conjugan en la síntesis platónica. Vamos a estudiar, con la brevedad que exige el tiempo disponible, cómo se va fijando en el maestro el ideal de la vida filosófica, cómo luego evoluciona de manera más o menos abiertamente confesada, siguiendo el esquema que empezamos por trazar. Pero antes de ello permitidme otra vez dar un salto atrás para escarbar con cierta detención en los precedentes histó­ricos sobre los que opera Platón en la coyuntura dramática de su desengaño juvenil, para afirmar con más pasión que nunca la unidad que debe establecerse entre las dos fuerzas espirituales ahora enfrentadas. Recordad que el que os habla en un filólogo clásico que no puede resistir la vieja tentación de estudiar tanto o más que las construcciones espirituales

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de la Antigüedad, las fuerzas que en ellas se manifiestan, sus orígenes y su evolución.

He hablado de vocación política del aristócrata Platón y de influjo del magisterio de Sócrates. Estos dos factores y el juego que entre ellos se establece merecen, efectivamente, un estudio más detenido. Y también nos demorará otro nuevo factor, al que hasta ahora no hemos aludido: el conocimien­

to de los pitagóricos de la Italia meridional en el primer viaje de Platón, hacia el año 388 a. C.

El hecho de que Platón sea un aristócrata, que desciende por su padre del rey Codro y por su madre de Solón, no es el único que le lanza por el camino de la política; ésta era en Atenas el ideal del hombre libre, y sólo unos extranjeros despreciables como los sofistas y un hombre original y extraño como Sócrates se apartaban de él. L o importante es notar que Platón se encuadra desde el principio en el partido que pro­

pugnaba la implantación de un régimen estrictamente aris­

tocrático, pues miembros de la más alta nobleza, como Pericles, habían acaudillado el partido popular, y ya desde So­

lón mismo la aristocracia había ido perdiendo una a una sus principales posiciones y aun muchas de sus exigencias en la organización del estado. Así, la revolución aristocrática del año 411 no tarda, bajo Terámenes, en adquirir un carácter moderado. Los «treinta tiranos» del año 404 y sus seguido­

res, entre los cuales se encontraba inicialmente Platón, son un grupo nostálgico y reaccionario, que sólo con ayuda del extranjero triunfador pudo imponerse y que pronto, acorra­

lado por la oposición general, se vio forzado a defenderse con las armas más brutales. Sus ideas las hemos comparado con las que descubrimos en la Colección Teognídea y en el Pseudo­Jenofonte. Acabó defendiendo un privilegio —el del poder—, pero comenzó, justo es decirlo, por propugnar un ideal. Platón lo dice en el pasaje célebre de la Carta Vil: creyó que ese régimen iba a implantar la justicia. La justi­

cia, en una oligarquía estricta, es el dominio de los nobles en gracia a que hereditariamente representan el tipo más alto de la αρετή, de la excelencia humana.

Por Píndaro y Teognis, sobre todo, nos enteramos de este

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(31) II., VI 208. (32) Cf. JÄGER, Paideia, p. 236. (33) Cf. por ejemplo v. 26 ss. (34) Resp., 494 A, etc . ; Epist. Vil , 343 E.

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ideal unitario de la nobleza griega, que encierra en sí cuali' dades para nosotros tan opuestas como el valor guerrero; la superioridad en los juegos atléticos; el recto juicio o γνώμη en la política, el tribunal de justicia o la vida común; la otra cara de la γνώμη, que es el conocimiento expresado en las máximas y, de ahí, la capacidad educativa; también, si se quiere, el don de la poesía (en Píndaro) y la actuación como sacerdote, dado que a las familias aristocráticas pertenecen los antiguos cultos. Ideal verdaderamente integrador de la personalidad humana, expresado en la palabra άριστος «no­

ble», que es literalmente «el mejor», y de la que se hace sinónima la de αγαθός, que es no sólo «bueno», sino también superior en todo. Αίέν άριστεύειν χ α ι ύπείροχον εμμεναι άλ­

λων, «ser siempre el mejor y superior a todos» es ya el con­

sejo de Hipóloco a Glauco en la llíada (31) y en él puede resumirse el ideal de la antigua nobleza. Pero conviene aña­

dirle el espíritu de clase, el creer que esa capacidad superior es cosa de φύσις «naturaleza»: «llega a ser lo que eres» pue­

de ser el lema del ideal educativo de Píndaro (32); de ahí que se insista una y otra vez en el tema de la amistad entre los nobles, como se ve en Teognis (33), y en el de la ense­

ñanza de la nueva generación noble en los ideales de vida de la antigua. Para ello se emplean ante todo la máxima y la vida en común, que incluye a veces la relación erótica, como en los versos de Teognis precisamente, entre el maestro y el discípulo.

Ninguno de estos ideales echará de menos en las obras de Platón nadie que medianamente las conozca. En primer lugar y ante todo, la concepción unitaria de la excelencia posible en el hombre y, muy especialmente, de la acción política y la sabiduría moral. Luego, la idea de un grupo reducido de hombres de naturaleza superior, que es el único capaz de verdadera filosofía (34). Y la relación de amistad, el carácter

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(35) 341 C. (36) El ideal filosófico de la vida (editado como apéndice del Arii­

tóteles, trad, esp., México, 1946). (37) Sobre su vida, máximas y leyendas, véase ante todo el libro

de S N E L L : Lehen und Meinungen der sieben Weisen, Munich, 1952. (38) Phaedr., 278 D.

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de círculo aparte, de ese grupo, que halla su expresión en la Academia platónica —comparable, desde este punto de vista, como veremos, con las heterías o asociaciones aristocráticas y, también, con el ideal platónico del eros pedagógico en el Fedro o con la afirmación de la Carta Vil (35) de que la con­

templación del ente sólo se produce después del largo estudio en común. Finalmente, la sociedad clasista de la República y las Leyes, en la que impera el pequeño grupo de los filósofos.

Este ideal aristocrático del político que es sabio al propio tiempo ha cristalizado en algunos tipos humanos, en parte existentes históricamente, en parte conformados por una tra­

dición posterior, sin que sea siempre dado señalar los límites. Jäger ha visto bien (36) que en la imagen que ha llegado a la posteridad de los filósofos presocráticos se mezclan dos tra­

diciones, la que los pone como ejemplo del ideal de la vida teorética, que arrancando del último Platón y de Aristóteles continúa en Teofrasto, y la que valora por encima de ella el βίος ·πρ!χκτίχός, la vida práctica o política. Sin entrar aquí en el detalle, es posible que varias veces haya existido una síntesis basada en el ideal unitario anterior; y ello es espe­

cialmente claro en el caso de los llamados Siete Sabios (37), los sabios griegos por excelencia, que unen en sí acción política y conocimiento ético y constituyen el precedente del filósofo o «aspirante a sabio» platónico; ya que, en su estricta formulación, sabio es únicamente Dios (38). Ya en Heródoto estos sabios presentan rasgos legendarios; esta leyenda actúa en el sentido de acumular en sus figuras la acción y el pensamiento y muy concretamente el pen­

samiento «deifico» de la aristocracia de la época, con sus célebres máximas que prescriben la autolimitación del hombre. Pero no por ello es menos evidente que en al­

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(39) Aunque no faltan críticas sobre algunos de ellos. Cf. sobre todo esto el libro de Snell.

(40) Fr. , 2. 11. (41) Sobre la trasposición platónica de conceptos prefilosóficos,

cf. DiÈs: Autour de Platon, II, pág. 400 ss.

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gunos casos al menos esta pintura responde a la realidad. Plenamente histórica es la figura de Solón, antepasado de Platón precisamente, máximo político de Atenas, legislador, poeta que alumbra una nueva moral al colocar el ideal de la justicia en el centro de la política y de la conducta humana en general. Eforo en Esparta fue Cilón, dictador en Mitilene Pitaco, tirano en Corinto Periandro, juez y embajador Bión; pero si han pasado a la posteridad como sabios es porque supieron unir esta su actuación pública con un superior conO' cimiento moral y humano y una conducta justa (39). Repre­

sentan la alianza del poder y el espíritu, un espíritu que se manifiesta sobre todo en la máxima —como en los poetas aristócratas Pindaro y Teognis, por no hablar de Focílides^—, y que penetra su actuación pública y su vida.

No creemos preciso ahondar más en el detalle y dar ulte­

riores paralelos de este mismo ideal, los cuales podrían bus* carse también en la figura de Licurgo, en varios de los filó­

sofos presocráticos y aun en poetas como Alceo y Esquilo. U n poeta­filósofo como Jenófanes se creerá en el caso de jus­

tificar su σοφία, su sabiduría, en cuanto que es útil a la ciu­

dad (40). Añadamos tan sólo que este ideal unitario es un desarrollo del rey primitivo, guerrero, juez, sacerdote, todo en una pieza. Falta la coherencia, el rigor filosófico de la trasposición platónica (41). Fue necesario el desengaño po­

lítico del joven Platón en las alternativas del poder en su ciudad natal para que se viera forzado a reconocer íntima­

mente que ese ideal del hombre superior unitario, si había de ser mantenido, debía ser antes que nada profundizado filo­

sóficamente. Es el retroceso para saltar más alto de que ha­

blábamos arriba. Que el principal impulso para este salto lo recibió Platón

del magisterio de Sócrates, fue indicado ya antes y sobre ello

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RODRIGUEZ ADRADOS

(42) Cf. ((Tradition et raison dans la pensée de Socrate», en Bull. Assoc. Guillaume Bude, 1956, num. 4, pág. 27 ss.s El coti' cepto del hombre en la antigua Grecia (Madrid, 1955), pág. 63 ss.

(43) Sobre esto, cf. Bull. Assoc. Guillaume Bude, 1. e , pág. 31 . etcétera; y antes T o v A R : Vida de Sócrates, Madrid, 1947, pági­na 57 ss.

no es posible la duda : basta pensar que antes de ser formu­

lado en abstracto, el ideal del filósofo se nos presenta encar­

nado en Sócrates, como vimos, en el Gorgias; en el Sócrates semireal y semimítico de Platón, ciertamente.

En otro lugar (42) he hecho ver cómo Sócrates representa una reacción que trata de salvar las antiguas normas de con­

ducta, las antiguas άρεταί o virtudes —templanza, valor, piedad, justicia, e t c . — buscando para ellas no una justifica­

ción basada en la tradición, sino en una definición de las mismas por vía racional. Como estas άρετχί son las mismas que intervienen en la vida política, su dialéctica tenía a la larga una trascendencia en esa esfera, por más que él se mantuviera personalmente alejado de las actividades políti­

cas cuando esto no era inevitable. Si bien no llegaba, según parece, a definiciones de las que se considerara satisfecho, la búsqueda de nuevos principios objetivos del obrar arrumbaba los antiguos y hacía temer incluso por aquellos que no en­

traban en su círculo de intereses. Concretamente, su lema del cuidado del alma —θεραπεία τής ψυχής—­ como ocupa­

ción superior del hombre ; su predicación de la necesidad de fundar una ciencia para cada actividad, incluida la de la política; su unificación real o potencial de moral y política, le convertían en un reformador que, como otros, sufrió cas­

tigo por ver y querer corregir las imperfecciones del presente. No por ello deja de partir de la tradición de su patria, here­

dada en definitiva, aun en la democracia, de la de la aristo­

cracia griega (43). Antes que Platón, Sócrates ha elevado a un plano superior el ideal aristocrático griego. La política es cosa de una clase especializada: pero no porque tenga un conocimiento heredado, sino porque es una τέχνη, una cien­

cia sometida a principios racionales que por lo demás Sócra­

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EL FILÓSOFO PLATÓNICO

(44) Cf . HiRSCHBERGER: Die Phronesis in der Philosophie Piatons, Leipzig, 1932.

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tes no llega a establecer completamente. Hay unas normas que deben guiar la conducta privada y pública; pero hay que descubrirlas mediante el razonamiento. El conocimiento de estas normas y su cumplimiento se da en unas mismas per­sonas: pero ello porque el conocimiento en general se refleja automáticamente en la acción. Sócrates parte aquí del ejem­plo de los antiguos oficios artesanos, cuyo conocimiento hace la obra perfecta (44).

Sin embargo, en Sócrates todavía no está desarrollado, que sepamos, el verdadero ideal del filósofo-gobernante; todo lo más está en él presente en potencia. Sócrates investiga, tantea, abre caminos; Platón tiene ya respuestas concretas. La ne­cesidad de una política científica desemboca en la teoría de los filósofos gobernantes; la tesis de que el conocimiento del bien lleva a su práctica, al establecimiento de un Bien que es un puro principio esencial, con caracteres que nosotros atri­buimos a Dios, y a cuya contemplación ha de llegar el ver­dadero filósofo para descender luego a la acción. Es la pasión política de Platón y su postura aristocrática, que unifica el conocimiento moral y la acción política, lo que vuelca todas las posibilidades del pensamiento socrático no en el sentido de la acción en general, sino concretamente en el de la acción política. El ideal aristocrático queda «traspuesto» al ideal platónico: es una clase especial de hombres que ha contem­plado el Bien y la Belleza, la esfera más elevada del ente, la que en virtud de ese conocimiento ha de implantar la jus­ticia en el Estado. Y , efectivamente, en los primeros diálo­gos en que Sócrates incorpora el papel del verdadero filósofo, aún está fuera del ángulo de visión su actividad política. Y ello porque históricamente nunca soñó, como Platón, con llegar al poder en la ciudad para imponer en ella una filo­sofía que era aún antes que nada un método y un plan de investigación a lo largo de algunas ideas centrales. En la Apología, Sócrates es el justo condenado injustamente, el hé-

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RODRÍGUEZ ADRADOS

(45) Cf. HiLDEBRANDT: Plato (2.* ed., Berlín, 1959), pág. 50 ss . ; C. C . C O U L T E R : «The tragic structure of Plato's Apology», PhQ, 12, 1933, pág. 137-43.

roe, comparado con Aquiles, que prefiere la muerte antes que violentar las leyes de su ciudad natal (45) ; no aún el político. En el Fedón, el mismo Sócrates representa el ideal de la vida filosófica en cuanto asceta que se concentra en el espíritu para lograr el conocimiento; conocimiento que se aplica so­lamente, sin embargo, a la pureza de su propia vida, recom­pensada tras la muerte. Sólo en el Gorgias, Sócrates el justo es presentado por primera vez como el verdadero político. Este Sócrates es ya Platón, que en el Fedro y la República habrá de abandonar la referencia a Sócrates, demasiado leja­na de la realidad, para definir el nuevo ideal de la vida filo­sófica en los términos que arriba precisamos. Evidentemente, sólo poco a poco Platón ha sacado todas las consecuencias de los presupuestos de que partía: desarrollo de una doctrina dependiente de Sócrates sobre la base de un ideal ético-po­lítico de raíz aristocrática.

De este modo, Sócrates y Platón han llegado a una restau­ración en el espíritu de la antigua sociedad y la antigua política tradicionales. Han utilizado como elemento construc­tivo el factor puramente disolvente que era la razón en ma­nos de sus predecesores los sofistas, a cuyo relativismo y nihilismo oponen una moral y una política fundadas en va­lores objetivos. Pero lo que era aún pura tendencia y método en Sócrates es ya realidad bien fijada en Platón; y éste, so­bre todo, se orienta de un modo decidido, por su directa relación con la tradición aristocrática más pura, en el sen­tido de la acción política. A más de reformar su vida, va así a reformar la de todos los demás. Y ha recreado de nuevo — y esto es lo que aquí más nos interesa— un concepto uni­tario del hombre, después que había sido roto por el venda­val de la sofística ; antes ya, en cierta medida, por el raciona­lismo de los filósofos y los poetas jonios y por la misma lógica del progreso y de la vida.

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E L F I L Ó S O F O P L A T Ó N I C O

(46) Cf. EDWIN MINAR, J r . : Early Pythagorean poUties, Balti­more, 1942, pág. 86 ss.

(47) Cf. sobre esto y lo que sigue, además del libro de MiNAR que acabamos de citar, el de K. VON F R I T Z : Pythagorean politics in Southern Italy, New York, Columbia University Press, 1940. So­bre la política pitagórica en general, cf. también D E L A T T E : Essai sur la politique pythagoricienne, Lieja, 1922.

(48) Cf. por ejemplo ERICH FRANK, reseña del libro de V o N F R r r z , en A]Ph, 64. 1943, págs. 220­25.

Esta síntesis platónica tiene todavía un precedente al que ya hemos hecho alusión y que vamos a tocar aquí aunque sea en forma somera: el de Pitágoras. Es conocida la relación estrecha entre Platón y Arquitas de Tarento, comenzada sin duda en el primer viaje de Platón, cuando visitó la corte de Dionisio I de Siracusa hacia el año 388 s. C. Tras la catás­

trofe que acabó con el dominio político de la secta pitagórica en el sur de Italia en el año 454, sólo Tarento poseía un gobierno pitagórico, cuya personalidad más destacada era Arquitas, que, además de filósofo, matemático, músico, in­

ventor y escritor fue general victorioso contra los lucanios y mesapios no sólo de Tarento, sino de la liga de los italio­

tas (46). Arquitas heredaba una tradición pitagórica: el go­

bierno de una ciudad por los filósofos. Crotona, en efecto, había sido el escenario del gobierno de Pitágoras y sus dis­

cípulos.

Es característico que este hecho del gobierno pitagórico en el sur de Italia, establecido históricamente sin ningún lugar a dudas (47), haya sido algunas veces recogido como dato a c cesorio sin relación con la verdadera filosofía pitagórica: otras, pasado en silencio o negado incluso (48). El punto de vista de las escuelas aristotélicas, que oponían el βίος θεωρη­

τιχίς, la vida teorética, y el βίος πρακτικός, la vida práctica o política, ha continuado haciéndose sentir lo mismo aquí que en el caso de Platón. Afortunadamente, en uno y otro se ha producido ya la reacción.

La política pitagórica es concebida hoy como una política aristocrática, basada en una clase superior que impone su ley

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RODRÍGUEZ ADRADOS

(49) Cf. sobre esto M I N A R : Ob. cit., pág. 95 ss.

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y que ha buscado el apoyo, ante el peligro de insurrección —que ni aun así logró conjurar—, de su grupo más fanático y duro, el de la secta pitagórica. Esta formaba una especie de hetería aparte, cuyos miembros se comprometían al secte­

to. Entre la política pitagórica y el resto de la filosofía de la secta existe una relación evidente (49). H e aquí algunos datos 3 este respecto. El mismo principio elei orden que domina el mundo —llamado por primera vez κόσμος, orden—' es el que rige la relación de las clases sociales; y el imperio del número hace que el concepto democrático de igualdad sea sustituido por el de la llamada «igualdad geométrica», que viene a equivaler a que cada uno tiene los derechos que su valor merece. El imperio de Dios se refleja en el de la orden y su fundador, cuya palabra es una verdadera revela­

c ión: αυτός εφα, magister dixit. El principio de la armo­

nía impone el de la amistad entre la clase dirigente. La ley es sagrada y todos deben ayudarla y combatir a los τελέως χίχχοί, los absolutamente malos. Los deberes de mando y obediencia están sancionados por premios y castigos en la otra vida, tomados de la doctrina òrfica.

Partiendo de un régimen aristocrático, los pitagóricos han creado un sistema de gobierno con una base cósmica y teo­

crática que permite a la clase dirigente practicar las virtudes propiamente pitagóricas —la amistad, el ascetismo purifica­

dor, la virtud moral, el cultivo de la ciencia—•· Grande es la impresión que debió causar a Platón este sistema cuando lo conoció, aunque probablemente ya suavizado, en la Tarento de Arquitas. Cierto que la trasposición filosófica de la aris­

tocracia en Platón es muy diferente, de entronque puramente socrático; pero no hay duda de que la política pitagórica de­

bió de constituir una fuerte incitación para convertir la filo­

sofía puramente socrática, que buscaba el perfeccionamiento de la conducta humana, en la platónica, que postula el ideal del filósofo­gobernante. A poco de la vuelta de Italia escribe Platón el Gorgias, que contiene pasajes fuertemente pitagori­

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EL FILÓSOFO PLATÓNICO

(50) Cf. D o D D S : Ob. cit., p á g s . 26 y 296 $s . (51) M a d r i d , 1942 (pág . 75 s s . ) . (52) Op., p á g . 287 s s .

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zantes (50) y en el que por primera vez el Sócrates platónico se califica a sí mismo de único verdadero político de Atenas. De aquí vendrá luego la perfecta estructuración en la Repú' blica de la vida filosófica a la manera platónica.

El testimonio de los diálogos de Platón, el de su Car-ta VII, y, finalmente, el estudio de los precedentes históricos e ideológicos, creemos que serán suficientes para convencer de la profunda seriedad del nuevo ideal de vida que pro­pugna. Profunda seriedad que no ha impedido la ligereza de la crítica racionalista al hacer de Platón un teórico puro que se ocupa de teoría del conocimiento y tratar frivolamente la gran tragedia de la vida del f i lósofo: su choque con la rea­lidad al intentar llevar a la práctica su ideal en Sicilia. El que tenga curiosidad por este episodio de la deformación his­tórica de la figura de Platón puede leer, por ejemplo, las pá­ginas especialmente incomprensivas que dedica a esta grave crisis de su vida uno de los máximos representantes de la gran época de la filología alemana, Eduardo Schwarz, en su libro, traducido al español, Figuras del Mundo Antiguo (51).

Pero no adelantemos los acontecimientos. Imaginémonos un momento a Platón recién regresado de Italia, fresco toda­vía el recuerdo del príncipe filósofo, su amigo el pitagórico Arquitas; fresca la impresión causada por una filosofía que une en un solo sistema de pensamiento el estado y el cosmos, el conocimiento y el gobierno. La terrible crisis de concien­cia que se había abierto a la muerte de Sócrates está ya superada. La unidad socrática de pensamiento y acción es llevada ahora con decisión al marco de la política y enri­quecida con desarrollos metafísicos; el antiguo ideal aristo­crático de Platón está salvado, pero es elevado a un plano superior. Ha sido descubierto el nuevo ideal de la vida filosó­fica, que se vierte en la oposición socrática de la vida justa y la injusta, a su vez heredera de los dos caminos de la vir­tud y el vicio en los versos de Hesíodo (52) y en la alego-

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RODRÍGUEZ ADRADOS

( 5 3 ) En Xen. , Mem., II 1 , pág. 2 1 ss. ( 5 4 ) Cf. sobre esto H o w A L D : Die pht. Akademie und die mo­

derne Universitas Litterarum, Zürich, 1 9 2 1 , quien pone demasiado en el centro este elemento cultural.

( 5 5 ) HANS H E R T E R : Phtons Akademie, 2 . » ed., Bonn, 1 9 5 2 , página 9 .

( 5 6 ) Cf. P. FRIEDLÄNDER: Platon, 1 (Berlín y Leipzig, 1 9 2 8 ) , pa­

gina 1 0 4 ss. ( 5 7 ) Cf. M I N A R : Ob. cit., pág. 1 8 ss. De los pitagóricos habría

tomado Platón el culto a las Musas según BoYANCÉ (Le cuite de les Muses chez les Philosophes Grecs, París, 1 9 3 7 , pág. 2 6 7 ss.).

6 0

ría de Pródico (53). Pues bien, desde este momento mismo Platón no solamente va a servir a esta nueva vocación que proclama en el Gorgias; va a dedicarse a la formación de la futura clase de gobernantes que serán los filósofos. Es el momento de la fundación de la Academia.

Organizada bajo la forma de un δίασος o grupo reunido en rededor de un culto, el de las Musas (54), la Academia recuerda, de otra parte, a las hetenas o clubs políticos aristocráticos; ello incluso en la relación de φιλία o amistad entre los miembros y en el fomento de esta relación y de la formación de unas creencias y un sentido de la vida p r c pios del grupo mediante banquetes estrictamente regulados, de los cuales es trasposición el célebre diálogo que lleva este título (55). Pero también en este punto debió de recibir Platón un impulso del ejemplo de la Sociedad pitagórica, a la cual, mucho más que al círculo de los amigos de Sócrates, se asemeja la Academia platónica (56); bien que la Sociedad pitagórica toma a su vez el modelo de las heteras aristocrá­

ticas (57). En la Academia y los pitagóricos tenemos en el centro al maestro, objeto de veneración y luego de diviniza­

c ión; en torno, a los discípulos, unidos entre sí y con él por lazos de amistad, gracias a los cuales progresan en el conocí ' miento.

Convenía quizá decir esto porque, al ser la Academia en los últimos tiempos un lugar de cultivo de la ciencia pura, y al ser sus herederos el Liceo, el Museo de Alejandría e, in­

cluso, nuestras Universidades, se tiende demasiado a consi­

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EL FILÓSOFO PLATÓNICO

( 5 8 ) Así todavía H . C H E R N I S S : The riddle of the early Acadc mie, Berkeley University Press, 1 9 4 5 .

( 5 9 ) Sobre todo esto cf. CHERNISS : Ob. cit. ( 6 0 ) Sobre el Menón, cf. la ed. de A. Ruiz DE ELVIRA (Madrid,

1 9 5 8 ) , pág. X X V ss., e infra, pág. 3 8 ; sobre la Academia, H E R T E R : Obra citada, pág. 1 5 ss.

( 6 1 ) Cf. S C H U H L ; «Platon et l'activité politique de l'Académie», R E G , 5 9 , 1 9 4 6 - 4 7 . págs. 4 6 - 5 3 ; pRlEoaNDER: Ob. cit., pág. 1 1 8 y siguientes.

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derarla en su intención como un lugar dedicado al estudio de la filosofía pura (58). Como el concepto de filosofía en Pla­tón, la enseñanza de la Academia tenía dos vertientes. Una de ellas es el conocimiento de las ideas, llevado a cabo por la dialéctica, según la República y el Menón — q u e se con­sidera el manifiesto fundacional de la Academia— o por el eros según el Fedro y el Banquete, es decir, por la investigación dialéctica en común de maestros y discípulos. N o hay que imaginar la enseñanza de la Academia, salvo quizá en su último período, como una serie de cursos regulares (59). Hay, sí, una propedéutica matemática, descrita en el Menón y la República, en cuanto la dialéctica eleva a nuestro conoci­miento por encima del nivel de los objetos sensibles; pero luego sólo queda la larga discusión e investigación en común de la dialéctica, que culminará en la contemplación indivi­dual de la realidad más alta. Como en la República, como en el mismo Menón, en la Academia el fin del conocimiento es la acción (60). Y esto no es una pura posición teórica, puesto que tenemos datos abundantes de la actividad política de los discípulos de Platón. Larga es la lista que habría que recor­dar a este respecto (61). Mencionemos al menos a Eufreo, consejero de Pérdicas de Macedonia, a cuya corte enseña la geometría y la filosofía; a Corsico y Erasto, consejeros igual­mente de Hermias de Atarneo; a Formión, el reformador de Atenas; a Dión de Heraclea, el que dio muerte al tirano Clearco de Heraclea; a los platónicos convertidos en tiranos o que quisieron alcanzar la tiranía, como Querón en Pelena, Eneón en Lampsaco, Timeo en Cízico; recordemos también

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RODRÍGUEZ ADRADOS

(62) Cf . R u i z DE ELVIRA: L . c . (63) 592 B. (64) 519 B s j .

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a las ciudades que llaman a Platón o le piden un discípulo para redactar sus leyes, como Cirene, Megalópolis, Pirra, etc.

Pero sobre todo, hablemos del discípulo amado, de Dión, y con él de la propia intervención política de Platón, narra­da por él en sus cartas VI I y VIII y conocida también por Plutarco y otras fuentes. Corre el año 367. El viejo tirano Dionisio de Siracusa, al que conoció Platón en su primer viaje en un episodio infortunado, soldado de fortuna que salvó el helenismo en Sicilia, pero que nada quiso saber de la filosofía, ha muerto. Ha subido al trono Dionisio II, muy joven aún, y es éste el momento en que Dión, su tío, cuñado de Dionisio I. llama a Platón. Es el momento de la acción, es la oportunidad única de, con ayuda de su discípulo Dión, convertir a Dionisio a la filosofía y llevar a la realidad el estado filosófico.

Difícil debió de ser la decisión para Platón. En ese mo­mento ya no es joven : tiene unos sesenta años. Su convin-ción íntima de la posibilidad de realizar su ideal ha debido vacilar. En el Menón parece ya reconocer otra especie de virtud política que es connatural y no deriva de la cien­cia (62) y quizá se preparan ya las concesiones de las Leyes y la Carta VIH. La Academia tiende a convertirse en un refugio para el cultivo de las Ciencias que, cual ramas, se han ido desgajando del árbol de la investigación platónica del Bien. En el Teeteto ha fundado Platón el ideal de la vida puramente teorética, alejada de toda actividad práctica. Y , sin embargo, aunque alejado a veces del primer plano, aunque puesta en duda en la misma República (63) la posibilidad de realizarlo en la tierra, continúa vivo y presente como el es­calón más alto el ideal del gobierno filosófico. El filósofo de la República que ha contemplado el Bien (64) siente la tentación de no bajar a la caverna, de permanecer en con­templación indefinida sm cuidarse de los prisioneros enca-

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EL FILÓSOFO PLATÓNICO

(65) 520 E. (66) Epist. Vil, 326 E ss.

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denados en el mundo sensible; pero acabará por bajar, por­que es un hombre justo al que se le ordenan cosas justas (65). Igual Platón. Dión ha convertido a la vida filosófica a un grupo de siracusanos y espera convertir al propio Dionisio, des-pues de lo cual la vida de éste y la de toda Siracusa ha de ser ajATÍ^avov [jiaxapioT^Tt, infinitamente fel iz ; pero para ello requiere la presencia del maestro, que supo en un tiem-po despertar su deseo de una vida mejor. El propio Dionisio le llama (66). «Examinando yo y dudando —dice Platón— si debía aceptar o no, venció la opinión de que era preciso, si alguna vez se había de intentar poner en práctica las teo ' rías sobre las leyes y el gobierno, hacer la prueba ahora; pues con convencer a uno solo, daría cumplimiento a toda aquella felicidad». Ante la alternativa de dejar pasar la oca­sión, nos dice Platón, «me avergonzaba de mí mismo, no fue­ra que tuviera que llegar a acusarme de ser pura doctrina y no haberme lanzado a la acción y que me expusiera a trai­cionar la hospitalidad y la amistad de Dión».

No me es posible relatar por menudo el fracaso de la gran aventura platónica, de la que lo que nos interesa en este con­texto es su ejemplaridad. Pronto choca el filósofo con las camarillas y los partidos; Dión es desterrado y vive en la Academia. Y luego llega el magnífico riesgo, la expedición de Dión y la Academia para conquistar el trono de Siracusa, y tras él el triunfo y luego otra vez la guerra inmisericorde de la ambición y la desconfianza humanas y, finalmente, el crimen: Dión muere asesinado el año 353, y asesinado por miembros de su expedición, por compañeros de la Aca­demia. Con él perece el ideal unitario del filósofo platónico; ya no será Dión, será Aristóteles, el puro teórico que no quiso descender a la caverna, el heredero principal de Platón. Pero aquel a quien iba dirigido su amor, cantado seguramente en el Fedro, era el primero; a él el maestro dedicó en su

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RODRÍGUEZ ADRADOS

(67) Cf. C. G . R U T E N B E R G : The doctrine of the imitation of God in Plato, New York 1946 (sobre todo pág. 13, sobre el cono­cimiento de Dios).

(68) 709 E ss.

muerte aquel bello epigrama que concluye con el verso fa­

moso : ω έμήν έχμήνας ψυχήν ερωτι, Δίων

«Dión, que enloqueciste con el amor mi alma.»

Sólo nos queda por considerar ahora la otra mitad del ideal platónico de la vida filosofica, tan preñada de signifi­

cación para el futuro. Es la vida contemplativa del puro cien­

tífico, ya anunciada en el Teeteto: es el ideal del puro cono­

cimiento. Echemos antes una última mirada a la historia ulterior de la primera mitad del escindido ideal.

Antes de la muerte de Dión seguramente había escrito Platón su Político, en que éste era otra vez conocedor del Bien, el hombre regio que, en bien de la humanidad, sabe estar por encima de las leyes. Pero la parte dianoètica de su carácter está ya en un segundo plano; y en las Leyes, la última obra del filósofo, en que se proyecta una nueva constitución, esta separación se hace más acusada todavía. Pero si los medios para la práctica de la nueva política —como en la conciliatoria Carta VIII— son suavizados, lle­

gándose a una especie de constitución mixta, si el ideal con­

templativo se distancia del de la virtud política, ésta es definida siempre en los mismos términos: busca el estable­

cimiento de la justicia, que en el Fííebo se procurará hacer compatible con el concepto del placer. En vez del conoci­

miento de las ideas entra ahora en escena el conocimiento y la imitación de Dios ; el alma humana debe enriquecerse y perfeccionarse por una imitación del alma suprema que es Dios, conocida sin duda por la experiencia religiosa (67), aunque también objeto de prueba racional. Tal estado tien­

de, como en el Político, a realizarse en forma de una mo­

narquía (68), lo que no es incompatible con el imperio de

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E L F I L O S O F O P L A T O N I C O

(69) Cf. F E S T U G I È R E : Contemplation et vie contemplaüve selon PUton, París, Vrien, 1937, pág. 445 ss.

las leyes ni la existencia de la clase de los filósofos. Solamen­te, en las Leyes la actuación de éstos en la vida pública es considerada, mucho más que en la República, como una obli­gación penosa (69), que les aparta de su verdadera vocación teorética y les hace entrar, en parte al menos, en un mundo semejante al de la política.

La aproximación de Platón a las posibilidades terrestres en la Carta VIH, el Filebo y las Leyes, no hace más que pro­curar poner en práctica una parte al menos del antiguo ideal a! que, en el fondo, nunca renunció. Cada vez más laica y ale­jada de todo modelo metafisico, la teoría política griega, en Isócrates, Aristóteles, Cicerón, etc., depende claramente de él. Un género literario que inicia Isócrates y que luego tiene gran fortuna, el de los consejos al príncipe, tiene su antecedente en el ideal platónico del filósofo. Y no cabe duda de que las monarquías helenísticas y el imperio romano, así como, a la larga, las monarquías europeas, han intentado recoger en mayor o menor grado su ideal de justicia. Así, el gran teórico no ha dejado de ejercer su influencia sobre la prác­tica por el hecho mismo del carácter absoluto, fundado me­tafisicamente, que dio al antiguo ideal aristocrático de la jus­ticia, profundizado hasta hacerlo generalmente humano.

Pero nos hemos alejado del ideal unitario de la vida filo­sófica y vamos a volver a considerarlo en lo que tiene de conocimiento. Si hasta aquí hemos hablado del eterno con­flicto entre el poder y el espíritu, en tensión íntima dentro de la tesis platónica, ahora vamos a ver en uno de los elementos de esta síntesis, el ideal del hombre como ser cog­noscente, cognoscente del modelo superior del Bien concre­tamente, una nueva grieta que, como las de un edificio, se­ñala las etapas y materiales de su construcción y avisa a la vez de la futura ruina: es la dualidad entre los dos modos del conocimiento, el conocimiento lógico o racional y el co­nocimiento inspirado. Grieta innegable, por más que el ar-

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RODRÍGUEZ ADRADOS

(70) Soph., 249 A. (71) Tim., 30 C-D.

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tista que hay en Platón trate de llamar la atención sobre la armonía del edificio en su conjunto y por más que la dificultad del empeño haga más grandiosa, única, esa ar­monía.

El camino del conocimiento, metáfora que aún hoy repe­timos cuando hablamos de método, nos es pintado una y otra vez por Platón como una ascensión hacia la idea, as­censión penosa que tiene lugar en la República con ayuda de la dialéctica, en el Fedón de un modo semejante gracias a la pura contemplación del vo3;, del alma-razón, en el Banquete por el amor que nos arrastra de las cosas bellas a la Belleza en sí. En realidad, los dos factores van unidos: así se ve bien claro en la Carta Vil y el Fedro, en pasajes ya aludidos, y en el mismo Fedón cuando, en el momento de la duda producida por las objeciones de Simmias y Ce­bes, se opone al filósofo, amigo del saber, el [ X I U O X Ó Y O ; , des­confiado en la fuerza de la razón. En todos estos pasajes se trata del concepto mismo del f i lósofo: es inseparable de él el de la elevación dialéctica a la Idea por amor a la mis­ma. Ya en el Gorgias, el primer manifiesto de la vida fi­losófica, Sócrates es presentado como un enamorado de la verdad al igual que Calicles lo es del pueblo, esto es, del poder.

No es, pues, una pura y simple investigación solitaria y desapasionada la que lleva a la verdad, a la verdad moral quiero decir. Efos es un genio que hace de intermediario y nos lleva a un mundo superior, saltando de escalón en escalón por sus imitaciones. Hay igualmente una dialéctica ascendente que nos lleva a esas sumas realidades cuya rela­ción no es éste el lugar de definir, pero que representan todas ellas la suma esencia, el mundo inteligible, visto desde distintos puntos de vista : el Bien de la República, las Ideas del Fedón, la Belleza del Banquete, el Ser absoluto del 5o-jista (70), el Viviente inteligible del Timeo (71). Es un as-

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EL FILÓSOFO PLATÓNICO

(72) Phaed., 79 c. (73) 341 C. (74) 344 B. (75) ETt'éxEíva T % o ' j í j í a ; (Resp., 509 B),

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censo difícil y doloroso, que el hombre no hace de grado; pero que, buscando las causas finales, va descubriendo un mundo armónico de esencias, relacionadas y organizadas entre sí, hasta llegar a la suma unidad. Platón lo describe en el Fedón con términos tomados de la catarsis órfica. Este as­censo no se hace con apoyo de la pura lógica, sino que, aparte del eros, interviene el principio de la anamnesis; el alma, que es de la misma naturaleza que las ideas (72), ha contemplado éstas antes de su nacimiento y puede así recordarlas mediante el estudio de sus copias en el mundo sensible. La razón pura y autónoma, sin apoyo externo, sólo se emplea en la dialéctica descendente, la que a partir de las últimas realidades busca por S i a í p E c r i ; , clasificación, tra­zar un cuadro inteligible del mundo y de este modo da origen verdadero a las diversas ciencias.

Pero no es esto lo esencial. Hemos contemplado hasta aquí en todo caso una intervención del v o O ? , de la men­te —ayudada en el Fedro por el alma afectiva—. Pues bien, al llegar a un cierto punto ya no hay acción sino pasión; hay un instante que llega en forma repentina y en el cual se nos revela el ente superior como si un rayo de luz descendiera sobre el alma. El objeto último del co­nocimiento '—dice Platón en la Carta Vil (73) en términos semejantes a los que emplea respecto al Bien en la Repúblü ca— no puede describirse. Sólo se llega a él cuando, tras larga investigación, «repentinamente, como una luz que se enciende de un fuego que brota, se implanta en el alma y se alimenta ya a sí misma». En otro pasaje (74) se dice igualmente cómo tras la investigación conceptual hecha en amor, brilla la sabiduría sobre el todo. En la República el Bien, que ya es la Idea superior, ya algo en la otra vertien­te de la Esencia (75), se nos declara inexpresable y sólo se

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RODRÍGUEZ ADRADOS

(76) Resí>., 507 E ss. (77) Phaedr., 248 C, 249 C, etc. (78) Phaedr., 111 A. (79) Conu, 210 E y 211 D. (80) Platón, pág. 381 ss. (81) Pág. 391. (82) «Der Begriff der Erleuchtung bei Piaton». Antike, 2, 1926,

págs. 235-57. (83) Ob. cit., pág. 68.

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nos muestra la etapa final de su revelación como el brillar de un Sol que hace posible el conocimiento (76). En el Fedro las almas, antes de venir a este mundo, contemplan la suprema esencia, lo que es un anticipo de la contempla­ción alcanzada por el f i lósofo; el lenguaje considera esa contemplación como una iniciación en los misterios, en los que, como es sabido, había, por lo menos en Eleusis, una epifanía súbita y luminosa (77). Es importante notar que en estos y algunos otros pasajes comparables en el Fedón (con­templación del mundo ideal) (78) y el Banquete (contempla­ción de la Belleza) (79) se habla siempre de la actividad del filósofo.

Frente a la evidencia de estos pasajes, la crítica raciona­lista ha solido negar sistemáticamente la existencia de una experiencia mística, eslabón último del conocimiento, en Pla­tón. El que no pueda expresarse en el lenguaje discursivo, como dice el propio Platón en pasajes que hemos citado, no implica que se trate de puras metáforas y símiles poéticos para expresar el conocimiento intelectual, sino al contrario. Es curioso el empeño de Wilamowitz, por ejemplo (80), por dejar bien sentado que el discurso de Diotima en el Banquete sobre la revelación de la Belleza es una fábula sin sentido profundo y su afirmación (81) de que Platón aprehendió lo eterno «durch das reine Denken seiner reinen Seele», por la pura razón de su puro espíritu. Incluso Stenzel (82) y Friedlánder (83), que con tanto cuidado e intuición han es­tudiado estos pasajes, comparándolos con el repentino des­lumbramiento del místico, con lo inefable del momento de la unión, afirman taxativamente que Platón, a pesar de todo.

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E L F I L Ó S O F O P L A T Ó N I C O

(84) A. J . F E S T U G I È R E : Contemplation et vie contempUtive ie-lon Phton, Paris, Vrien, 1937.

(85) Piénsese también en el conocimiento por vía irracional del poeta y el adivino, según Platón. Cf. DODDS: The Greeks and the Irrational, pág. 218 ss.

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no es un místico. Hemos de llegar al P. Festugière (84) para que quede sentado que no podía haberse equivocado tan radicalmente toda la antigüedad, que con Plotino y San Agustín salvó para toda la mística posterior —la cristiana y también la musulmana— el esquema conceptual y la ex-presión en imágenes del misticismo platónico, que todavía resuena, por e j . , en los versos de nuestro San Juan de la Cruz: sin otra luz y guía/ sino la que en su corazón ardía./ Aquesta me guiaba/ más cierto que la luz del mediodía.

Buen ejemplo éste de lo que puede aportar una formación y una mente católicas al estudio de la religión antigua. Este nuevo punto de vista va ya difundiéndose ampliamente; en su Entdeckung des Geistes, Bruno SnpU, uno de los más inteligentes filólogos actuales, nos habla, por ejemplo, de la revelación del conocimiento divino en el Banquete (85).

Conviene, sin embargo, añadir algunas precisiones. Platón es un místico sólo en parte ; y es otras cosas además de un místico. Está presente en él el momento de la revelación de la realidad superior, en cierto modo, como veremos, de Dios ; falta la unto mystica, pues el límite entre el alma y Dios queda siempre perfectamente trazado. La mística es solamente la culminación de la dialéctica y es a su vez el punto de arranque para otra dialéctica, la dialéctica descen­dente, cuyo fin es describir científicamente el mundo sensi­ble. Hay una síntesis armónica, como antes dijimos y como comprobaremos dentro de un momento al ver el reflejo de este doble método de conocimiento en la figura ideal del filósofo. Pero esta síntesis implica una tensión, una de tantas tensiones dentro del cuadro de la filosofía platónica que han sido y son el tormento de quienes pretenden reducirla a esquemas claros y definitivos.

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(86) Resp., 509 B. (87) Ob. cit., pág. 12 ss. (88) Ob. cit., pág. 523 ss. (89) REG, 61. 1948. pág. 479 ss.

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Ese algo inefable cuyo conocimiento se revela al almi en la revelación mística es ciertamente la suprema esen­

cia del ser, como se dice en los pasajes que hemos utilizado; pero, al menos cuando se la concibe como el Bien — e n la República—, es al mismo tiempo algo más que esto. El hecho mismo de que aquí y en la Carta VII se califique de inex­

presable ya lo indica; el que esté más allá de la esencia (έπ'έχβϊνα της ούσίχς) y sea causa de la esencia de las co­

sas inteligibles (86), el que tenga una capacidad de acción al revelarse a la mente humana, todo esto le confiere para nosotros caracteres divinos. En la larga disputa sobre si el Bien de Platón es o no igual al demiurgo, el dios creador del Timeo, me parece la más acertada la posición de Ruten­

berg (87), a la que ya estaba próxima la de Dies (88). El Bien — y sus equivalentes en otros diálogos— es un dios filosó­

fico al cual se llega por inducción, considerado como la ple­

nitud del ser ; es por ello objeto de pensamiento. El demiur­

go es al contrario el dios activo de la experiencia religiosa. Pero —añadimos— en un segundo estadio se han mezclado y confundido parcialmente ambas deidades: el Bien toma rasgos del dios de la experiencia religiosa y se revela por medio de el la ; de otro lado Dios es concebido como puro νους, puro espíritu. U n a prueba clara de este carácter he­

terogéneo del Bien y del ente supremo en general tal como lo concibe Platón es el hecho, puesto de relieve por Bré­

hier (89), de que entre el punto de llegada de la ascensión —­el U n o y el Bien—­ y el de partida de la dialéctica descen­

dente existe un hiato que Platón no ha llenado. Esta dia­

léctica parte siempre de una multiplicidad de elementos: los cinco géneros del Sofista, las cuatro especies del Filebo, los esquemas geométricos o aritméticos del Timeo. En realidad, mística y dialéctica, unidas en la vida del maestro por la necesidad de una fe que reafirmara su confianza en la cien­

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EL FILÓSOFO PLATÓNICO

(90) Ob. cit., cap. VII. (91) S N E L L : Ob. cit., pág. 148 ss. de la traducción inglesa.

eia, quedan sólo provisionalmente unidas. Hay aquí una brecha que pronto se ampliará. Plotino aisla la dialéctica progresiva y la mística; de una forma ya clara ésta busca el conocimiento de Dios y la unión con Dios, aparte de todo el problema del conocimiento racional y de la Ciencia. Y la Ciencia, por su parte, tiende a desentenderse de las últimas realidades y a limitarse al campo que es accesible a la pura razón. Todo misticismo está ausente de Aristóteles y los científicos de Alejandría. Una vez más la herencia plato' nica se ha fragmentado entre varios herederos.

También aquí, como en el caso precedente, la ideología platónica era el resultado de una síntesis personal. Para bus-car los precedentes de la dialéctica no tenemos que r e t r O '

ceder más lejos de Sócrates, aunque podamos citar también a Parménides y a otros. Del conocimiento místico no ha­llamos en Sócrates más rastro que su célebre Smixoviov, que parece reducido a la esfera de la conducta. Pero en los poetas y filósofos arcaicos hay toda una larga serie de testimonios, estudiados por Snell (90), de un conocimiento superior pro­cedente de Dios. Citemos sobre todo a Parménides, cuya vi­sión del Ente, precedente inmediato de las Ideas platónicas, nos la presenta él mismo como revelación de la diosa; el conocimiento es una especie de gracia (91). Pensemos tam­bién en los misterios, cuyo lenguaje e imágenes se tomati prestados en los pasajes centrales del Fedro y el Banquete, en los que los fieles creen recibir una revelación divina. Y en personajes como Pitágoras — q u e tanto influyó en Platón'— y Empédocles, los cuales se presentaban como seres semidi-vinos cuya doctrina es una forma de revelación. Conocimien­to por inspiración divina y conocimiento por inspiración humana estaban claramente separados antes de Platón, aun­que a veces coexistieran, sobre todo en los pitagóricos y en Parménides y Empédocles, influidos por ellos o por el orfis-mo. En todo caso, se hablaba siempre de una revelación que

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(92) Cf. ZiEGLER: Von Platons Staatheit Zum christlichen Staat. Olten, 1948.

(93) Cf., por ejemplo, Teeteto, 143 E ss. (94) Cf. supra, pág. 41. (95) Conu., 215 A ss.

luego se explicitaba racionalmente. Son precedentes éstos —como en el caso de la fusión de la acción y el pensa» miento— heredados a su vez de la antigua unidad del cha­

man, sabio, mago y rey de las religiones primitivas? pero nada más. Y en pensadores como Demócrito y Anaxágoras la escisión es total. También opera Platón aquí en el sen­

tido de una restauración, que llega más lejos que la que antes estudiamos, pero no por acumulación de elementos, sino por su estructuración orgánica. La insuficiencia de la razón para llegar a la realidad más alta fué completada por la fe* Sólo el cristianismo, a partir de S. Pablo y luego de S . Agustín, creó, no sin influjo platónico, una construcción equilibrada de ciencia y fe en cierta medida semejante. En la época en que la Iglesia pesa decisivamente en el poder temporal, es cuando sobre la tierra se ha construido la más aproximada realización del ideal platónico (92).

Pero no es mi tema un análisis de la doctrina platónica y no insistiré sobre este punto. Si lo he abordado es porque la teoría del conocimiento ha de repercutir forzosamente sobre la imagen del filósofo. En ninguna parte está esto expresado directamente mediante una descripción detallada de su φύσις especial. Es fácil, sin embargo, reunir pasajes de los que se deduce su capacidad para aprender (93), su amor a la verdad (94). Y en el Banquete, bajo los rasgos de Sócrates, se nos da una imagen de esa naturaleza semi­

divina, demoníaca, del filósofo que le eleva a una contem­

plación directa de la Belleza y la divinidad. Es el famoso pasaje en que Alcibíades, en vez del elogio de Eros, el demon que eleva a la contemplación de la suprema belleza, hace el de Sócrates, el gran erótico, que, como ciertas es­

culturas de los silenos, lleva, dentro de su fealdad, un dios (95). Su palabra arrastra como un conjuro, tiene un

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(96) 218 B : μανίας τε και βακχείας; 219 C : δαιμονίω. (97) 220 C. (98) Cf. HILDEBRANDT: Ob. cit., pág. 201. (99) JÄGER: Aristoteles (trad. esp., México, 1946), pág. 19 ss.

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poder sobrehumano; es un ser inspirado (96) que cae en éxtasis (97) y tiene la fuerza única de abstenerse de la be­

lleza terrestre y ambicionar la eterna; nadie le es compa­

rabie. Y ¿quién es el Eros del Banquete más que el mismo Sócrates, feo corporalmente, aspirando en su pobreza a la Idea, uniendo el mundo de lo sensible y el de la realidad más alta? (98). Sócrates, ser demònico, humano y divino al mismo tiempo, es el verdadero prototipo del filósofo. Y es al tiempo la máscara transparente de Platón, lógico y poeta, explorador de la tierra y descubridor de mundos divinos; divino también él para toda la Antigüedad, objeto de culto heroico desde su misma muerte. Sólo su persona hizo po­

sible que por un momento se conjugaran ideales ya antes de él separados y separados otra vez a su muerte. Su tipo ideal del filósofo es él mismo y difícilmente otro habría podido repetirlo.

En sus últimos años, alejado ya del pensamiento de la realización de su ideal de un modo absoluto, los elementos místicos del mismo parecen aislarse gradualmente de los in­

telectuales, aunque de ellos quede un reflejo en el nuevo ideal de la imitación de Dios ; un Dios que es fundamen­

talmente el de la experiencia religiosa, aunque la doctrina de su imitación por el alma humana haya surgido segura­

mente por paralelismo con la doctrina de la imitación de las Ideas por las cosas de este mundo. La verdadera acti­

vidad de Platón y la Academia es en estos años el cultivo de la ciencia pura, tal como se refleja en una larga serie de diálogos y como nos lo testimonian datos diversos (99). Lo que antes era sólo método en la investigación ético­po­

lítica, se convierte en f i n : es el ideal del científico puro que ya alumbra en el Teeteto, que impulsaba a los filósofos de la República a contemplar con disgusto su deber de bajar

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(100) Fr . 118 Diels. Cf. F. BoLL: Vita contemplativa, Heidel­berg, 1922.

(101) Cf. JÄGER: «El ideal filosófico de la vida», en el An'stóte-les citado, pág. 492.

a la caverna del mundo y hacía que Platón vacilara ante el viaje a Sicilia. Con él resucita antiguos ideales de los f i ló ' sofos jonios, que su exclusivo interés por el hombre le ha-bían hecho desdeñar al principio; pensamos, por ejemplo, en Demócrito ( l o o ) cuando decía que prefería descubrir una relación causal a ser rey de los persas. En una palabra: Pla­tón ha redescubierto el ideal de la vida teorética, usando el nombre que le dio Aristóteles. Todavía en éste, a pesar de todo, la formación intelectual es la decisiva para la for­mación moral ( l o i ) ; todavía la idea de la ciencia está te­ñida de un cierto matiz religioso. Es la herencia de Platón, que, disminuida y sin el carácter absoluto de la concepción del maestro, perdura a través de lo mejor de la Ciencia antigua y hay que esperar que no se extinga por completo dentro del mundo especializado de la Ciencia moderna.

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