1 UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA Facultad de Periodismo y Comunicación Social Seminario Cultura Política y Comunicación Documento de Cátedra El Concepto de Capital Social Fragmentos traducidos del libro de Robert D. Putnam Bowling Alone. The Collapse and Revival of American Community, Simon & Schuster, New York, 2000. Selección y Traducción: Prof. José Eduardo Jorge Seminario Interdisciplinario Cultura Política y Comunicación Año 2007 CONTENIDOS La noción de capital social: pág. 1. Los beneficios del capital social: pág. 7. Capital social y democracia: pág. 10. Capital social, libertad y tolerancia: pág. 21. Capital social e igualdad: pág. 24 La noción de capital social De “Bowling Alone”, págs. 18-23 (Fragmento) [...] Por analogía con las nociones de capital físico y capital humano -herramientas y capacitación que mejoran la productividad individual-, la idea central de la teoría del capital social es que las redes sociales tienen valor. Así como un destornillador (capital físico) o una educación universitaria (capital humano) pueden incrementar la productividad (tanto individual como colectiva), así también los contactos sociales afectan la productividad de individuos y grupos. Mientras el capital físico se refiere a los objetos físicos y el capital humano a las propiedades de los individuos, el capital social alude a las conexiones entre los individuos: redes sociales y normas de reciprocidad y confianza que surgen de ellas. En este sentido, el capital social está
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El Concepto de Capital Social: fragmentos traducidos de Bowling Alone, de Robert Putnam
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UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATA
Facultad de Periodismo y Comunicación Social
Seminario Cultura Política y Comunicación
Documento de Cátedra El Concepto de Capital Social
Fragmentos traducidos del libro de Robert D. Putnam Bowling Alone. The Collapse and Revival of American
Community, Simon & Schuster, New York, 2000.
Selección y Traducción: Prof. José Eduardo Jorge
Seminario Interdisciplinario Cultura Política y Comunicación Año 2007
CONTENIDOS
La noción de capital social: pág. 1. Los beneficios del capital social: pág. 7.
Capital social y democracia: pág. 10. Capital social, libertad y tolerancia: pág. 21. Capital social e igualdad: pág. 24
La noción de capital social
De “Bowling Alone”, págs. 18-23 (Fragmento)
[...] Por analogía con las nociones de capital físico y capital humano -herramientas y capacitación que mejoran la productividad individual-,
la idea central de la teoría del capital social es que las redes sociales
tienen valor. Así como un destornillador (capital físico) o una educación universitaria (capital humano) pueden incrementar la productividad
(tanto individual como colectiva), así también los contactos sociales
afectan la productividad de individuos y grupos.
Mientras el capital físico se refiere a los objetos físicos y el capital
humano a las propiedades de los individuos, el capital social alude a las
conexiones entre los individuos: redes sociales y normas de reciprocidad y confianza que surgen de ellas. En este sentido, el capital social está
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estrechamente relacionado a lo que algunos han llamado “virtud cívica”.
La diferencia es que el concepto de “capital social” atiende al hecho de
que la virtud cívica es más poderosa cuando está inserta en una densa red de relaciones sociales recíprocas. Una sociedad de muchos
individuos virtuosos, pero aislados, no es necesariamente rica en capital
social.
El término “capital social” ha sido inventado, en forma independiente, al
menos seis veces a lo largo del siglo XX; en cada caso, para llamar la atención sobre la forma en que nuestras vidas se tornan más
productivas con los vínculos sociales. El primer uso conocido del
concepto no corresponde a un teórico, sino a un reformador práctico:
L.J. Hanifan, un supervisor estadual de escuelas rurales de Virginia Occidental. Al escribir en 1916 sobre la importancia de la participación
de la comunidad para el buen funcionamiento de las escuelas, Hanifan
invocó, para explicar la razón, la idea de “capital social”. Para Hanifan, el capital social hace referencia a:
“aquellas sustancias tangibles (que) tienen importancia en la vida diaria para la mayoría de las personas: buena voluntad, camaradería, comprensión y relaciones sociales entre los individuos y familias que componen una unidad social… El individuo, abandonado a sí mismo, es socialmente indefenso… Si entra en contacto con su vecino, y ambos con otros vecinos, habrá una acumulación de capital social, que puede satisfacer directamente sus necesidades sociales y portar suficiente potencialidad social para mejorar en forma sustancial las condiciones de vida de toda la comunidad. La comunidad como un todo se beneficiará con la cooperación de todas sus partes, mientras el individuo encontrará en sus asociaciones las ventajas de la ayuda, la comprensión y la camaradería de sus vecinos”.
La descripción del capital social de Hanifan anticipó virtualmente todos
los elementos centrales de las interpretaciones posteriores; sin
embargo, aparentemente, su invención conceptual no atrajo la atención de otros analistas sociales y desapareció sin dejar rastro. Pero como un
tesoro hundido que, en forma recurrente, es revelado por los
movimientos de la arena y las olas, la misma idea fue redescubierta, independientemente: en los años 50, por sociólogos canadienses, para
caracterizar la participación en clubes de los habitantes de los
suburbios que ascendían socialmente; en los 60, por la urbanista Jane
Jacobs, para exaltar la buena vecindad en la metrópolis moderna; en los 70, por el economista Glenn Loury, para analizar el legado social de
la esclavitud; y en los 80, por el teórico social francés Pierre Bourdieu y
el economista alemán Ekkehart Schicht, para subrayar los recursos sociales y económicos encarnados en las redes sociales. Finalmente, a
fines de los 80, el sociólogo James S. Coleman instaló firmemente el
término en la agenda intelectual, utilizándolo (como lo había hecho originalmente Hanifan) para resaltar el contexto social de la educación.
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Como indica este conjunto de definiciones independientes, el capital
social tiene tanto un aspecto individual como colectivo, un rostro privado y otro público. En primer lugar, los individuos creamos
conexiones que benefician nuestros propios intereses. Una estrategia
predominante de quienes ambicionan buenos puestos de trabajo es “hacer relaciones”: la mayoría de nosotros obtiene su trabajo gracias a
“quién” conoce y no “qué” conoce; es decir, gracias a su capital social,
no su capital humano [...] Pero el retorno privado del capital social no se limita a los beneficios económicos. Como ha notado Claude S. Fischer,
un sociólogo de la amistad: “Las redes sociales son importantes en toda
nuestra vida, con frecuencia para encontrar trabajo, más a menudo
para encontrar ayuda, compañía o un hombro para llorar”.
Si todo lo que hubiera en el capital social fueran la influencia y la
compañía individual, para crearlo o adquirirlo deberíamos suponer individuos interesados en sí mismos, dispuestos por eso a invertir la
suficiente cantidad de tiempo y energía. Sin embargo, el capital social
también puede tener “externalidades” que afectan a la comunidad más amplia, de modo que los costos y beneficios de las conexiones sociales
no son acumulados en su totalidad sólo por la persona que hace el
contacto. Un individuo bien conectado en una sociedad pobremente conectada no es tan productivo como un individuo bien conectado en
una sociedad bien conectada. Incluso, un individuo pobremente
conectado puede derivar algunos de los beneficios colaterales que surgen de vivir en una comunidad bien conectada. Si el índice de delitos
en mi barrio desciende gracias a la vigilancia que realizan los demás
vecinos, yo me beneficio aun si, personalmente, paso la mayor parte de
mi tiempo fuera del barrio y nunca saludo a los otros residentes del barrio.
El capital social puede ser así, simultáneamente, un “bien privado” y un “bien público”. Algunos de los beneficios de una inversión en capital
social van a los espectadores, mientras otros influyen sobre los
intereses inmediatos de la persona que hace la inversión. Por ejemplo, los clubes como el Rotary movilizan la energía local para dar becas de
estudio o combatir las enfermedades, al tiempo que sus miembros se
benefician en forma personal con amistades y relaciones económicas.
Las conexiones sociales son importantes también por las reglas de
conducta que sustentan. Las redes implican (casi por definición)
obligaciones mutuas; no son de interés como meros “contactos”. Las redes de compromiso comunitario fomentan sólidas normas de
reciprocidad: hoy voy a hacer esto por vos, esperando que vos (o quizás
otra persona) me devolverá el favor. “El capital social es semejante a lo que Tom Wolfe llamaba el „banco de favores‟ en su novela La Hoguera de las Vanidades”, nota el economista Robert Frank. No fue, sin embargo,
un novelista o un economista, sino el deportista Yogi Berra quien
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ofreció la definición más sucinta de reciprocidad: “Si no vas al funeral
de alguien, no van a venir al tuyo”.
A veces, como en esos casos, la reciprocidad es “específica”: voy a hacer
esto por vos si vos haces eso por mí. Aún más valiosa, sin embargo, es
una norma de reciprocidad “generalizada”: voy a hacer esto por vos sin esperar ninguna devolución específica de parte tuya, en la confiada
expectativa de que otra persona hará algo por mí en algún momento. La
Regla de Oro [“Todas las cosas que quieren que los hombres les hagan, también ustedes de igual manera tienen que hacérselas a ellos”] es una
formulación de la reciprocidad generalizada [...]
Una sociedad que descansa en la reciprocidad general es más eficiente que una sociedad desconfiada, por la misma razón que el dinero es más
eficiente que el trueque. Si no tenemos que equilibrar instantáneamente
cada intercambio, podemos conseguir mucho más. La confianza lubrica la vida social. La frecuente interacción entre un conjunto diverso de
personas tiende a producir una norma de reciprocidad generalizada. El
compromiso cívico y el capital social suponen obligación mutua y responsabilidad por las acciones. Como reconocían L.J. Hanifan y sus
sucesores, las redes sociales y las normas de reciprocidad pueden
facilitar la cooperación para el beneficio mutuo. Cuando las transacciones políticas y económicas se insertan en densas redes de
interacción social, se reducen los incentivos para el oportunismo y la
malversación [...] Densos vínculos sociales facilitan la circulación de comentarios y otras formas valiosas de cultivar el prestigio, un cimiento
esencial para la confianza en una sociedad compleja.
El capital físico no es una “cosa” simple y sus diferentes formas no son intercambiables. Una batidora y un transporte aéreo aparecen por igual
como capital físico en nuestras cuentas nacionales [...] En forma
similar, el capital social -es decir, las redes sociales y las normas de reciprocidad asociadas- vienen en diferentes formas y tamaños con
muchos usos distintos. La familia extensa representa una forma de
capital social, igual que una reunión parroquial, los viajeros que juegan a las cartas en el tren suburbano, nuestros compañeros de facultad, las
organizaciones civiles a las que pertenecemos, el grupo de chat de
Internet en el que participamos y la red de profesionales que tenemos registrados en nuestra agenda.
A veces la palabra “capital social”, como su prima conceptual
“comunidad”, tiene una connotación cálida y tierna. El sociólogo urbano Xavier de Souza Briggs, sin embargo, nos advierte correctamente para
que nos cuidemos de una interpretación dulzona del capital social.
Generalmente, las redes y las normas de reciprocidad asociadas son buenas para quienes se hallan dentro de la red, pero los efectos
externos del capital social no son siempre positivos. Por ejemplo, fue el
capital social el que permitió a Timothy McVeigh hacer volar con una bomba el edificio Alfred P. Murrah en Oklahoma. La red de amigos de
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McVeigh, unidos por una norma de reciprocidad, le permitió hacer lo
que no podría haber hecho por sí solo. De manera similar, las patotas
urbanas y las elites con poder explotan a menudo el capital social para lograr fines que son antisociales desde una perspectiva más amplia. Por
cierto, para esos grupos es retóricamente útil ocultar las diferencias
entre las consecuencias pro-sociales y antisociales de las organizaciones comunitarias [...]
El capital social, en pocas palabras, puede estar dirigido a propósitos malvados y antisociales, como cualquier otra forma de capital. (McVeigh
también se apoyaba, para lograr su propósito, en el capital físico, como
el camión lleno de explosivos, y en el capital humano: el conocimiento
técnico para hacer una bomba.) Por eso es importante determinar cómo pueden ser maximizadas las consecuencias positivas del capital social -
apoyo mutuo, cooperación, confianza, efectividad institucional- y
minimizadas sus manifestaciones negativas: sectarismo, etnocentrismo, corrupción.
Algunas formas implican redes intensivas, recurrentes y con muchos puntos de reunión, como el grupo de trabajadores que se reúne a beber
todos los viernes después del trabajo y se vuelve a ver el domingo en la
Iglesia; otras son anónimas, episódicas y con un solo punto de reunión, como el rostro levemente familiar que vemos varias veces al mes en la
caja del supermercado. Algunos tipos de capital social, como numerosas
ONGs, están organizados formalmente, con documentos legales, reuniones regulares, un acta de constitución escrita y un vínculo con
una organización nacional, mientras otros, como un “picado” de fútbol,
son más informales. Algunas formas de capital social, como los
bomberos voluntarios, tienen propósitos públicos explícitos; otras, como un club para jugar a las cartas, existen para el disfrute privado de sus
miembros; y otros, como los clubes Rotarios, tienen fines tanto públicos
como privados.
De todas las dimensiones en las que varía el capital social, quizá la más
importante es la distinción entre “puente” (inclusivo) y “vínculo” (exclusivo). Algunas formas de capital social, por elección o necesidad,
miran hacia el interior del grupo y tienden a reforzar identidades
exclusivas y grupos homogéneos. Ejemplos de capital social de vínculo son las organizaciones étnicas y los clubes de campo exclusivos. Otras
redes miran hacia fuera del grupo e involucran personas a través de
diversos sectores sociales. Ejemplos de capital social puente son el
movimiento por los derechos civiles, muchos grupos juveniles de servicio y las organizaciones religiosas ecuménicas.
El capital social de vínculo es bueno para asegurar la reciprocidad específica y movilizar la solidaridad. Las redes sociales densas en áreas
o regiones étnicas, por ejemplo, proveen un apoyo vital, social y
psicológico, para los miembros menos afortunados de la comunidad, así como financiamiento y recursos humanos para los emprendimientos
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locales. Las redes puente, en contraste, son mejores para establecer
relaciones con activos externos a la región y para la difusión de
información. El sociólogo de la economía Mark Granovetter apunta que, cuando se trata de buscar trabajo -o aliados políticos-, las relaciones
“débiles” que nos ligan con conocidos lejanos que se mueven en círculos
diferentes al nuestro, son en realidad más valiosas que los parientes y los amigos íntimos, cuyo círculo social es muy parecido al nuestro. El
capital social de vínculo, como señala Xavier de Souza Briggs, es bueno
para “salir del paso”, pero el capital social puente es vital para “salir adelante”.
Más aún, el capital social puente puede generar identidades y
reciprocidad más amplias, mientras que el capital social de vínculo refuerza nuestro yo más estrecho. En 1829, en la inauguración de un
liceo comunitario en el puerto ballenero de New Bedford,
Massachusetts, Thomas Greene expresó elocuentemente esta idea crucial:
“Venimos de todas las divisiones, jerarquías y clases de la sociedad… para enseñar y aprender. Mientras nos reunimos con ese propósito, aprenderemos a conocernos de manera más íntima; nos quitaremos muchos de los prejuicios que han fomentado la ignorancia y el conocimiento parcial que tenemos unos de otros… En los partidos y sectas en los que nos hemos dividido, a veces aprendemos a querer a nuestro hermano a expensas de quien, en muchos aspectos, no vemos como un hermano… [Desde este liceo] Podemos volver a nuestros hogares con sentimientos más cordiales entre nosotros, porque hemos aprendido a conocernos mejor”.
El capital social de vínculo constituye una suerte de “superadhesivo”
sociológico, mientras el capital social puente provee un lubricante
social. El capital social de vínculo, al crear fuertes lealtades al interior del grupo, puede crear también fuertes antagonismos hacia fuera del
grupo, como sabían Thomas Greene y sus vecinos de New Bedford; por
esa razón, podríamos esperar que los efectos externos negativos sean más comunes con esta forma de capital social. De todos modos, bajo
muchas circunstancias, tanto el capital social puente como el de
vínculo pueden tener poderosos efectos sociales positivos.
Muchos grupos, simultáneamente, establecen vínculos en algunas
dimensiones sociales y tienden puentes a través de otras. La iglesia
negra, por ejemplo, reúne a personas de la misma raza y religión a través de líneas de clase. […] Los grupos de chat de Internet pueden
tender puentes a través de la geografía, género, edad y religión, siendo a
la vez sumamente homogéneos en educación e ideología. En pocas palabras, vínculos y puentes no son categorías excluyentes dentro de
las cuales serían netamente divididas las redes sociales, sino
dimensiones “en más o en menos” en las que pueden compararse diferentes formas de capital social.
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Obviamente, sería valioso contar con distintas medidas de la evolución
en el tiempo de esas variadas formas de capital social. Sin embargo, como ocurre con los investigadores del calentamiento global, debemos
contentarnos con la evidencia imperfecta que podemos encontrar y no
simplemente lamentarnos de sus deficiencias [...]
Los beneficios del capital social
De “Bowling Alone”, págs. 287-290 (Fragmento)
El capital social ¿tiene efectos beneficiosos sobre los individuos,
comunidades, incluso sobre naciones enteras? Sí: un corpus impresionante y creciente de investigación sugiere que las conexiones
cívicas nos ayudan a incrementar nuestra salud, riqueza económica y
sabiduría. Vivir sin capital social no es fácil, para un aldeano en el Sur de Italia, una persona pobre en un barrio marginal de EEUU o un
emprendedor en un distrito industrial de alta tecnología.
Si hemos de creer que el capital social beneficia a los individuos y
comunidades, primero debemos comprender cómo lo hace. Altos niveles
de confianza y participación ciudadana operan por medio de una
variedad de mecanismos para producir resultados socialmente deseables. Obviamente, el o los mecanismos en funcionamiento
variarán en función de las circunstancias y el resultado en
consideración, pero, en general, el capital social tiene muchos aspectos que contribuyen a que las personas puedan convertir sus aspiraciones
en realidad.
En primer lugar, el capital social permite a los ciudadanos resolver más
fácilmente los problemas colectivos. Los cientistas sociales han estado
preocupados durante mucho tiempo sobre los “dilemas” de la acción colectiva. Las personas, a menudo, podrían estar mejor si cooperaran,
contribuyendo cada una con su parte. Pero cada individuo se beneficia
más si, en lugar de esforzarse en cumplir sus responsabilidades, espera
que los demás hagan el trabajo por él. Más aún, incluso si esa persona está equivocada y los demás tampoco hacen el esfuerzo, sigue estando
mejor que si hubiera sido el único “tonto”. Obviamente, si todos los
individuos piensan que los demás harán el trabajo, nadie terminará tomando parte y todos quedarán peor que si hubieran hecho su
contribución.
Un dilema de acción colectiva es, por ejemplo, el acto de apoyar al
Estado mediante el pago de impuestos. También, regar menos el césped
y ducharse menos tiempo en los meses de verano. Estos y otros desafíos de coordinación adoptan varios nombres: “problemas de acción
colectiva”, “el problema del polizón” [free-rider] y “la tragedia de los
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comunes”, para mencionar algunos. Pero todos comparten un rasgo
común: se solucionan mejor mediante un mecanismo institucional con
el poder de asegurar el cumplimiento de la conducta colectivamente deseable. Este mecanismo es provisto por las normas y las redes
sociales.
En segundo lugar, el capital social lubrica las ruedas que permiten a las
comunidades avanzar con suavidad. Allí donde la gente confía en los
demás y es digna de confianza, y donde está sujeta a interacciones reiteradas con los demás ciudadanos, las actividades de cada día y las
transacciones sociales son menos costosas. No hay necesidad de
consumir tiempo y dinero para asegurarse que los otros cumplirán con
lo acordado o serán penalizados si no lo hacen. Economistas como Oliver Williamson y cientistas sociales como Elinor Ostrom han
demostrado cómo el capital social se traduce en capital financiero y
riqueza de recursos en empresas y unidades autogobernadas. El Premio Nobel de economía Kenneth Arrow ha concluido: “Virtualmente, todas
las transacciones comerciales llevan en sí un elemento de confianza;
por cierto, cualquier transacción que se extienda por un periodo de tiempo. Puede decirse plausiblemente que mucho del atraso económico
en el mundo se explica por la falta de confianza mutua”.
Una tercera vía en la que el capital social nos beneficia es ampliando
nuestra conciencia de las muchas maneras en que están ligados
nuestros destinos. Las personas que tienen relaciones activas y de confianza con otros -sean parientes, amigos o compañeros de juegos-
desarrollan o mantienen rasgos de carácter que son positivos para el
resto de la sociedad. Los participantes se hacen más tolerantes, menos
descreídos y más sensibles a las desgracias de los demás. Cuando las personas carecen de conexiones con otros, son incapaces de comprobar
la veracidad de sus propios puntos de vista, ya sea en el toma y daca de
la conversación casual o en una deliberación más formal. Sin tales oportunidades, es más probable que las personas caigan bajo la
influencia de sus peores impulsos. No es coincidencia que ciertos actos
de violencia al azar, como la oleada de disparos de armas de fuego por parte de escolares del año 1999, tienden a ser cometidos por personas
identificadas, después de los hechos, como “solitarios”.
Las redes que constituyen capital social sirven también como canales
para el flujo de información útil que facilita el logro de nuestros
objetivos. Por ejemplo, muchos de nosotros, quizás la mayoría,
obtenemos nuestros empleos por medio de conexiones personales. Si nos falta capital social, según han mostrado los sociólogos de la
economía, nuestras perspectivas económicas se ven seriamente
reducidas, incluso si tenemos mucho talento y capacitación (es decir, “capital humano”). En forma similar, a las comunidades que carecen de
interconexiones cívicas les resulta difícil compartir información y, de
este modo, movilizar a sus miembros para encontrar oportunidades o enfrentar amenazas.
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El capital social opera también, a través de procesos psicológicos y
biológicos, para mejorar la vida de los individuos. Una creciente evidencia sugiere que las personas cuyas vidas son ricas en capital
social afrontan los traumas y las enfermedades en forma más efectiva.
El capital parece ser un complemento, si no un sustituto, del Prozac, las pastillas para dormir, los antiácidos, la vitamina C y otros remedios
que compramos en la farmacia [...]
Para clarificar cómo operan en la práctica esos mecanismos,
consideremos el siguiente ejemplo simplificado, que, aunque
imaginario, responde a la realidad que enfrentan muchos padres.
Roberto y María Rosa Pérez, padres de Juan, de seis años, viven en una comunidad llena de placeres y problemas por igual. Prefieren la
educación pública y les gustaría que su hijo, al entrar a primer grado,
se relacionara con chicos que provengan de diversos ambientes, una oportunidad que las escuelas públicas ofrecen. Sin embargo, el colegio
local es un desastre: las maestras están desmoralizadas; las paredes,
descascaradas; no hay dinero para actividades extracurriculares o computadoras. Preocupados por las posibilidades que tenga Juan de
aprender y progresar en ese entorno, Roberto y María Rosa tienen que
tomar una decisión. Pueden sacar a su hijo de la educación pública y pagar una suma considerable para que entre a una escuela privada, o
persistir y tratar de mejorar la escuela pública. ¿Qué hacer?
Supongamos que los Pérez quieren persistir y formar una Asociación de
Padres y Maestras1 en la escuela de Juan. Las posibilidades de que
puedan hacerlo dependen de dos cosas: la existencia de otros padres
preocupados, que tengan interés en participar; y la probabilidad de que la Asociación sea realmente efectiva en mejorar las condiciones de la
escuela. Aquí entra en juego el capital social. Cuanto más conozcan los
Pérez a sus vecinos y tengan confianza con ellos, mayor será su capacidad de conseguir y retener miembros confiables para la
Asociación. En barrios cohesionados, con muchas conexiones
superpuestas, los individuos aprenden más fácilmente con quién se puede contar y pueden hacer mejor uso de sus argumentos para llamar
la atención sobre los problemas.
Asumamos que los Pérez tienen éxito en iniciar la Asociación, y que
ésta, varios meses después, tiene una participación activa de diecisiete
padres. ¿Qué hace esta nueva institución, este añadido al stock de
capital social, para los individuos involucrados y la comunidad en general? Por un lado, casi con seguridad, el hecho de pertenecer a la
Asociación inculca a los padres destrezas cívicas. Personas que nunca
habrían diseñado un proyecto, hecho una presentación, realizado gestiones ante un funcionario público o, incluso, hablado en una
reunión, se ven empujadas a hacerlo. Lo que es más, la Asociación sirve
1 Parent Teacher Association (PTA).
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para establecer y hacer cumplir normas de compromiso y desempeño
por parte de los directivos de la escuela, maestras y, quizás, también
alumnos. Permite asimismo profundizar los vínculos interpersonales y el sentido de “nosotros” entre familias y educadores. En una nota más
personal, las reuniones de la Asociación están destinadas a establecer o
reforzar normas de reciprocidad e interés mutuo entre los padres. Esas conexiones, casi con seguridad, traerán variados beneficios, de formas
inesperadas, en el futuro. Si Roberto pierde su trabajo, tendrá ahora
otros quince adultos a quienes recurrir para que lo orienten en la búsqueda de un empleo o incluso para obtener apoyo moral. Si María
Rosa decide formar un grupo para presionar por mejores instalaciones
de atención de la salud para los chicos, tendrá otros quince potenciales
participantes para ayudarla en la causa. Como mínimo, Roberto y María Rosa conseguirán una o dos parejas para acompañarlos a mirar una
película el viernes a la noche. Todos estos beneficios -destrezas cívicas,
apoyo social, contactos profesionales, trabajo voluntario, compañeros de salidas- surgen porque los Pérez querían poner más computadoras
en la escuela de su hijo.
Las conexiones comunitarias no consisten sólo en cálidas historias de
triunfo cívico. En formas mensurables y bien documentadas, el capital
social tiene una gran importancia en nuestras vidas [...] Aquí presento evidencia de que el capital social nos hace más inteligentes, más sanos,
más seguros, más prósperos y más capaces de dirigir una democracia
estable y sólida [...]
Capital social y democracia
De Bowling Alone, 2000, págs. 336-349 (Fragmento) [...] Por siglos, ha sido una obviedad decir que el autogobierno
democrático requiere una ciudadanía activamente comprometida. (No
fue sino hasta mediados del siglo XX, que algunos teóricos de la política comenzaron a afirmar que la buena ciudadanía exigía simplemente
elegir entre grupos de políticos que compiten por el voto, del mismo
modo que se elige entre marcas de dentífrico.) En este capítulo considero el argumento convencional de que la salud de nuestra
democracia requiere ciudadanos que cumplan nuestros deberes
públicos, así como el argumento más amplio y controversial de que la
salud de nuestras instituciones públicas depende, al menos en parte, de la participación generalizada en grupos voluntarios “privados”, es
decir, esas redes de compromiso cívico en las que se encarna el capital
social [...]
[...] Haciéndose eco de las observaciones de Tocqueville2, muchos
estudiosos de la democracia contemporáneos celebran las asociaciones
2 Nota del Traductor: El autor hace referencia al comentario de Alexis de Tocqueville sobre la
importancia de la actividad cívica en la esfera local para la democracia en general; en particular, cuando
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“intermedias” o “mediadoras”, sean consciente o indirectamente
políticas, como fundamentales para mantener una democracia vigorosa.
Las asociaciones voluntarias y las redes sociales de la sociedad civil que hemos venido llamando “capital social” contribuyen a la democracia en
dos formas: tienen efectos “externos” sobre la polis en general y efectos
“internos” sobre los mismos participantes.
Desde el punto de vista externo, las asociaciones voluntarias, como las
iglesias, las asociaciones profesionales, los clubes y los grupos de lectura, permiten a los individuos expresar sus intereses y demandas
dirigidas al gobierno y protegerse de los abusos de poder por parte de
los dirigentes políticos. La información política fluye a través de las
redes sociales y en ellas es discutida la vida pública. Como pasa a menudo, Tocqueville vio este punto claramente: “Cuando algún punto
de vista es representado por una asociación, debe adoptar una forma
más clara y precisa. Cuenta con sus partidarios y los compromete para su causa; esos partidarios llegan a conocerse entre sí y su ardor
aumenta con su número. Una asociación une las energías de los
espíritus divergentes y los dirige con vigor hacia un objetivo claramente señalado”.
Cuando las personas se asocian en grupos barriales, asociaciones de padres y maestras, partidos políticos o incluso grupos de apoyo, sus
voces individuales y, de otro modo, silenciosas, se ven multiplicadas y
amplificadas. “Sin acceso a una asociación con disposición y capacidad para defender nuestros puntos de vista y valores”, escribe la filósofa
política Amy Gutman, “tenemos posibilidades muy limitadas de ser
oídos por un gran número de otras personas o de ejercer influencia
sobre el proceso político, a menos que seamos ricos o famosos”. La conectividad entre los ciudadanos no requiere la existencia de
instituciones formales para ser efectiva. Un estudio del movimiento
democrático en Alemania Oriental antes de la caída del Muro de Berlín, por ejemplo, encontró que la captación de adherentes tuvo lugar a
través de redes de amistad y que esos vínculos informales fueron más
importantes que el compromiso ideológico, el temor a la represión o los esfuerzos formales de organización para determinar quiénes
participaban en la causa.
Internamente, las asociaciones y otras redes de compromiso cívico
menos formales inculcan en sus miembros hábitos de cooperación y
espíritu público, así como las destrezas prácticas necesarias para tomar
parte de la vida pública. Tocqueville observaba que “los sentimientos y las ideas no se renuevan, el corazón no se engrandece, ni el espíritu
el filósofo francés afirma: “Difícilmente se aparta a un hombre de sí mismo para interesarle en el destino
de todo el Estado, porque percibe mal la influencia que la suerte del Estado ejercerá en la suya propia. Pero si se trata de abrir un camino a través de sus tierras, al momento se dará cuenta de que hay una
relación entre ese pequeño asunto público y sus más importantes asuntos privados, de modo que
descubrirá, sin necesidad de ayuda, el estrecho lazo que une aquí el interés particular con el general” (La
democracia en América, Vol. II, 1840).
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humano se desarrolla, sino por la acción recíproca de unos hombres
sobre otros” [...]
[...] Las asociaciones voluntarias son ámbitos donde se aprenden
destrezas sociales y cívicas (“escuelas de democracia”). Los miembros
aprenden cómo llevar adelante una reunión, hablar en público, escribir cartas, organizar proyectos y debatir cuestiones públicas con corrección
[...]
El estudio más sistemático sobre destrezas cívicas en la norteamérica
contemporánea sugiere que, para el sector social de los trabajadores,
las asociaciones voluntarias y las iglesias ofrecen las mejores
oportunidades de desarrollo de habilidades cívicas; incluso para los profesionales, ese tipo de grupos sólo es superado por el lugar de
trabajo para el aprendizaje cívico. Dos tercios o más de los miembros de
organizaciones religiosas, literarias, juveniles y fraternales o de servicio ejercitan destrezas cívicas, como hacer una presentación o dirigir una
reunión. Las iglesias, en particular, son una de las pocas instituciones
vitales que quedan para que los ciudadanos de bajos ingresos, miembros de minorías o en situación social desventajosa puedan
aprender habilidades políticamente relevantes e ingresar en la acción
política. Las implicaciones son vitalmente importantes para todos los que valoran una democracia igualitaria: sin estas instituciones, el sesgo
de clase en la política norteamericana sería mucho mayor.
Así como las asociaciones inculcan hábitos democráticos, también
sirven como fórums para la deliberación reflexiva sobre temas públicos
vitales. Recientemente, los teóricos políticos han renovado su atención
sobre las promesas y escollos de la “democracia deliberativa”. Algunos argumentan que las asociaciones voluntarias elevan la deliberación
cuando son un microcosmos de la sociedad en términos económicos,
étnicos y religiosos. Otros, que incluso que las organizaciones homogéneas pueden elevar la democracia deliberativa al hacer más
inclusivas nuestras interacciones públicas. Por ejemplo, cuando los
grupos minoritarios presionan por normas que no los discriminen y la inclusión obligatoria de sus intereses en las currículas de las escuelas y
en puestos de gobierno, están, en los hechos, ampliando el círculo de
participantes.
Las asociaciones voluntarias pueden servir no sólo como fórums para la
deliberación, sino también como ocasiones para aprender virtudes
cívicas, como la participación activa en la vida pública. Un estudio realizado en alumnos avanzados de nivel secundario encontró que, dos
años después de haberse graduado, aquellos que participaron en
asociaciones voluntarias en el ámbito de la escuela tenían muchas más probabilidades que quienes no participaron de ejercer el voto, intervenir
en campañas políticas y discutir asuntos públicos, y esto
independientemente de la clase social, la formación académica y la autoestima. Otra virtud cívica es la confianza. Una abundante
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investigación sugiere que cuando las personas interactúan en forma
repetida, es mucho menos probable que eludan sus responsabilidades o
hagan trampa. Una tercera virtud cívica que se adquiere a través de la conectividad social es la reciprocidad [...] Cuantos más están
involucradas las personas en redes de compromiso cívico (desde
reuniones de club y de parroquia hasta las que tienen lugar entre amigos), es más probable que muestren preocupación por el otro
generalizado -es decir, que hagan voluntariado, donen sangre o dinero y
así siguiendo. Para los teóricos políticos, la reciprocidad tiene además otro significado: la disposición, por parte de los lados opuestos en un
debate democrático, a acordar las normas básicas para buscar una
mutua convivencia después de suficiente discusión, incluso (o
especialmente) cuando no están de acuerdo sobre qué debe hacerse. Mis conexiones regulares con los demás ciudadanos no aseguran que
seré capaz de ponerme en su lugar, pero el aislamiento social garantiza
virtualmente que no podré hacerlo.
Por otro lado, numerosos críticos sensatos han planteado dudas acerca
de que las asociaciones voluntarias sean necesariamente buenas para la democracia. Como es obvio, algunos grupos son abiertamente
antidemocráticos (el Ku Klux Klan es el ejemplo favorito). Ningún teórico
sensato ha afirmado jamás que todos los grupos trabajan para fomentar los valores democráticos. Pero incluso si restringimos nuestra atención
a los que actúan dentro de las normas de la democracia, una común
preocupación es que las asociaciones -o los grupos de interés- distorsionen la toma de decisiones gubernamentales [...] En
contraposición al ideal de los pluralistas, en el que las negociaciones
entre diversos grupos conducen al bien mayor para el mayor número,
llegaríamos en cambio a los bienes mayores para unos cuantos bien organizados.
Una segunda preocupación es que los lazos asociativos beneficien a quienes están mejor preparados, por la naturaleza o las circunstancias,
para organizarse y hacer oír sus voces. Las personas con educación,
dinero, estatus y vínculos estrechos con miembros de su comunidad de intereses, tendrán mucha mayor probabilidad de beneficiarse
políticamente que aquellos que tienen baja educación, son pobres y
carecen de relaciones. En nuestras propias palabras, el capital social se refuerza a sí mismo y beneficia en mayor proporción a quienes ya tienen
un stock de él para intercambiar. En la medida en que el
asociacionismo tiene un sesgo de clase, como lo sugieren virtualmente
todos los estudios, entonces la democracia pluralista no será tan igualitaria. En las célebres palabras del cientista político E. E.
Schattschneider: “El defecto del cielo pluralista es que el coro celestial
canta con un fuerte tono de clase alta”.
Finalmente, los críticos del pluralismo han sugerido que puede
impulsar la polarización política y el descreimiento. Los cientistas políticos preocupados por el declive de los partidos políticos de masas
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como fuerzas para organizar la política, argumentan que la política de
los grupos de ciudadanos es extremista casi por naturaleza, ya que las
personas con opiniones fuertes tienden a ser los dirigentes y activistas. La evidencia de los archivos de la encuesta Roper sobre Tendencias
Políticas y Sociales sugiere que hay una correlación entre el extremismo
ideológico y la participación cívica, aunque, como veremos pronto, este hecho resulta tener implicaciones inesperadas para nuestro problema.
Si la participación y el extremismo están relacionados, hay una serie de importantes repercusiones. Primero, las organizaciones voluntarias que
son ideológicamente homogéneas podrían reforzar las opiniones de sus
miembros y aislarlos de puntos de vista alternativos y potencialmente
reveladores. En algunos casos, este “parroquialismo” puede fomentar la paranoia y la tendencia a obstruir. En un universo de grupos
voluntarios polarizados, son casi imposibles una deliberación razonada
y una negociación que apunte a un compromiso mutuamente aceptable, ya que cada parte rechaza “por principio” la posibilidad de ceder
terreno. Más aún, la polarización política podría aumentar el
descreimiento sobre la capacidad del gobierno para resolver los problemas y reducir la confianza en que el compromiso cívico tenga
importancia.
Estas son preocupaciones serias. Las asociaciones voluntarias no son
buenas siempre y en todas partes. Pueden reforzar tendencias opuestas
a la libertad; y pueden ser dañadas por fuerzas antidemocráticas. Todavía más, no todos los que participan se convertirán en mejores
personas: por ejemplo, algunos de los que se unen a los grupos de
autoayuda aprenderán a cooperar y ser compasivos, mientras otros se
harán más narcisistas. En palabras de Nancy Rosenblum: “Los usos morales de la vida asociativa por parte de los miembros están
indeterminados”.
Los grupos voluntarios no son una panacea para los males de nuestra
democracia. Y la ausencia de capital social -normas, confianza, redes de
asociación- no elimina la política. Pero, sin capital social, es más probable que tengamos política de un cierto tipo [...]
Una política sin relaciones sociales y organización cara-a-cara tendría la forma de un Municipio electrónico, un tipo de democracia plebiscitaria.
Se escucharían muchas opiniones, pero sólo como una maraña de voces
desencarnadas, que no hablan entre sí, ni ofrecen mucha guía para
tomar decisiones. Para la acción política, la política basada en la televisión es como mirar la serie de TV “Urgencias” para salvar la vida
de alguien que se siente mal. Así como no podemos hacer volver a
palpitar un corazón con el control remoto, tampoco podemos dar el salto a la ciudadanía republicana sin participación directa y cara-a-
cara. La ciudadanía no es un deporte de espectadores.
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La política sin capital social es política a distancia. Las conversaciones
entre las personas que llaman a un estudio de TV no son confiables,
dado que esos “participantes” nunca se ven en la necesidad de tratar en forma significativa con opiniones opuestas a la suya y aprender de ese
intercambio. Las conversaciones reales -del tipo de las que tienen lugar
en las reuniones comunitarias sobre casas abandonadas o presupuestos escolares- son más “realistas” desde la perspectiva de la
solución democrática de problemas. Sin esa interacción cara-a-cara, sin
respuesta (feedback) inmediata, sin vernos forzados a examinar nuestras opiniones a la luz del escrutinio de otros ciudadanos, nos
resulta fácil aferrarnos a soluciones rápidas y demonizar a quienes no
están de acuerdo. El anonimato es un anatema para la deliberación.
Si declina la participación en la deliberación política -si son cada vez
menos las voces que se comprometen en el debate democrático-,
nuestra política se volverá más estridente y menos equilibrada. Cuantas más personas evitan la reunión, los que quedan tienden a ir a los
extremos. Por ejemplo, el cientista político Morris Fiorina describe cómo
una propuesta muy popular para extender una reserva natural en Concord, Massachusetts, donde él vivía, se empantanó en una larga y
costosa controversia, debido a un minúsculo grupo de ambientalistas
“devotos”.
Las encuestas Roper sobre Tendencias Políticas y Sociales muestran
que la experiencia de Fiorina es típica: los norteamericanos que se
hallan políticamente en los polos se comprometen más en la vida cívica, mientras los moderados tienden a dejarla. Controlando por todas las
características demográficas estándar -ingreso, educación, tamaño de la
ciudad, región, edad, sexo, raza, empleo, estado civil y situación parental-, los norteamericanos que se consideran “muy” liberales o
“muy” conservadores tienen más probabilidades de asistir a reuniones
públicas, escribir al Congreso, participar activamente en las organizaciones cívicas locales e, incluso, asistir a la iglesia, que los
ciudadanos con opiniones más moderadas. Más aún, la correlación
entre “extremismo” ideológico y participación se fortaleció en el último cuarto del siglo XX, a medida que las personas que se consideran
ideológicamente “en el medio” han desaparecido
desproporcionadamente de las reuniones públicas, las organizaciones
locales, los partidos políticos, los mitines y demás [...]
Tan importante como el compromiso real es el compromiso físico. Aquí
también es clave el capital social. Las encuestas muestran que la mayoría de nuestras discusiones políticas tienen lugar informalmente;
en la mesa, mientras almorzamos; en la oficina, al lado del refrigerador
de agua. Aprendemos sobre política por medio de la conversación casual. Alguien me dice lo que escuchó y lo que cree, y lo que
escucharon y creen sus amigos, y yo acomodo esta nueva información
en mi archivo mental, al tiempo que evalúo y examino mi posición sobre el tema. En un mundo de redes cívicas, tanto formales como informales,
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nuestras opiniones se forman a través del intercambio con amigos y
vecinos. El capital social permite que la información política se
disemine.
Sin embargo, como han apuntado los cientistas políticos Cathy J.
Cohen y Michael C. Dawson, esas redes informales no están disponibles para todos. Las personas de color que viven en núcleos urbanos de
pobreza no sólo sufren privaciones económicas, sino también la escasez
de información y oportunidades políticas [...] Las personas que viven en barrios de extrema pobreza se sienten incomunicadas con sus
representantes políticos y perciben como fútil el compromiso político y
comunitario. Si bien esto es, en parte, una evaluación realista de la
prolongada falta de atención de la nación por los sectores más postergados, esta alienada apatía también refleja el hecho de que los
núcleos urbanos pobres carecen de instituciones para movilizar a los
ciudadanos a la acción política. En otras palabras, la gente no participa porque no está movilizada y, si no se moviliza, nunca verá los frutos de
la participación.
Pero, quizás, la movilización cara-a-cara no es necesaria para una
democracia efectiva. Según este argumento, sería suficiente, para las
grandes organizaciones no gubernamentales de alcance nacional [...], representar los intereses de su difusa afiliación. Así como contratamos
un mecánico para arreglar el auto o un asesor para preservar nuestros
ahorros, así también, se podría argumentar, es para nosotros una simple y sensata división del trabajo contratar a la Asociación Nacional
de Jubilados para defender nuestros intereses con vistas a nuestro
futuro retiro [...]. “Esta no es la democracia de Tocqueville”, concede
Michael Schudson, “pero esas organizaciones pueden representar un uso muy eficiente de la energía cívica. Los ciudadanos que se convierten
en sus miembros pueden obtener los mismos resultados cívicos con
menos molestias personales. Esto es así, especialmente, si concebimos la política como un conjunto de políticas públicas. Los ciudadanos
pueden influir más sobre el gobierno con el pago de su afiliación anual
[...] [a una de estas grandes organizaciones nacionales] que asistiendo al lunch en el club local”. Para algunos intelectuales, la ciudadanía a
través de apoderados tiene cierto atractivo.
Pero si tenemos una concepción más amplia de la política y la
democracia que la mera defensa de estrechos intereses, entonces la
explosión de las organizaciones dirigidas por profesionales y con sede
en Washington podría no ser tan satisfactoria, puesto que es en los locales de lunch donde se perfeccionan las destrezas cívicas y tiene
lugar el genuino toma y daca de la deliberación [...]
Peter Skerry ha dicho que las amplias organizaciones nacionales de
afiliación tienden a estar dominadas no por la iniciativa de sus
miembros -que normalmente se limitan a pagar su cuota-, sino por el staff de la sede. Estas personas son empujadas inevitablemente hacia
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los deseos de sus principales patrones: individuos ricos, fundaciones,
incluso organismos de gobierno que financian indirectamente a muchas
de esas organizaciones. Debido a que los miembros de las organizaciones voluntarias están dispersos geográficamente, esas
asociaciones tienden también a apoyarse en estrategias de medios para
impulsar sus agendas. Las estrategias de medios para generar más contribuciones enfatizan con frecuencia las amenazas de los grupos
“enemigos”; en el proceso, nos ofrecen una política confrontativa más
que un debate razonado.
Hay otra razón por la cual las grandes organizaciones “terciarias” no
sustituyen las formas más personales de compromiso político: la
mayoría de las decisiones políticas no tienen lugar en Washington. Para ser efectiva, la actividad política no puede estar limitada a pagar una
cuota. Por ejemplo, el economista James T. Hamilton descubrió que los
barrios donde las personas eran propietarias de sus casas y ejercían su voto, tenían (a igualdad de otros factores) menos probabilidades de
sufrir la instalación de peligrosas plantas de desechos que los barrios
donde la gente alquilaba y no votaba. Concluyó que las empresas, al decidir dónde localizarían sus plantas, buscaban los lugares donde
podían esperar la menor oposición organizada a nivel local [...]
El capital social no sólo afecta lo que ingresa a la política, sino también
lo que sale de ella. La mejor ilustración del poderoso impacto del
compromiso cívico sobre el desempeño del gobierno no procede de EEUU, sino de una investigación que conduje con varios colegas sobre
el tema de los gobiernos regionales de Italia.
A partir de 1970, Italia estableció en todo el país un conjunto de gobiernos regionales potencialmente vigorosos. Esas veintiuna
instituciones eran virtualmente idénticas desde el punto de vista formal,
pero el contexto social, económico, político y cultural en que se hallaban implantadas difería dramáticamente, desde lo preindustrial a lo
postindustrial, desde lo devotamente católico a lo fervientemente
comunista, desde la inercia feudal al frenesí moderno. Así como un botánico podría investigar el desarrollo de las plantas midiendo el
crecimiento de semillas idénticas genéticamente en diferentes terrenos,
nosotros apuntamos a comprender el desempeño de los gobiernos estudiando de qué manera esas nuevas instituciones evolucionaban en
sus diversos escenarios. Como esperábamos, algunos gobiernos
demostraron ser un fracaso total: ineficientes, letárgicos y corruptos.
Otros, sin embargo, fueron notablemente exitosos, al crear programas sociales innovadores y centros de capacitación laboral, promoviendo la
inversión y el desarrollo económico, tomando la iniciativa en materia
ambiental y de salud familiar, es decir, administrando los asuntos públicos eficientemente y dando satisfacción a sus electores.
¿Qué podía dar cuenta de esas marcadas diferencias en la calidad del gobierno? Algunas respuestas en apariencia obvias resultaron ser
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irrelevantes. La organización de los gobiernos era demasiado similar de
región en región para explicar los contrastes en el desempeño. Los
partidos políticos o la ideología hacían poca diferencia. La riqueza y la prosperidad no tenían influencia directa. La estabilidad social, la
armonía política o los movimientos de población no eran la clave.
Ninguno de esos factores estaba correlacionado con el buen gobierno. En cambio, el mejor factor predictivo es el que hubiera esperado Alexis
de Tocqueville. Tradiciones vigorosas de compromiso cívico -
participación electoral, lectura de diarios, afiliación a sociedades corales y círculos literarios, Club de Leones y clubes de fútbol- eran el sello
distinto de una región exitosa.
Algunas regiones de Italia, como la Emilia-Romaña y la Toscana, tenían muchas organizaciones comunitarias activas. Los ciudadanos en esas
regiones están comprometidos con los asuntos públicos, no con
relaciones de clientelismo. Confían entre sí en que los demás también actuarán con limpieza y cumplirán la ley. En esas comunidades, los
dirigentes son relativamente honestos y comprometidos con la igualdad.
Las redes políticas y sociales están organizadas en forma horizontal, no de un modo jerárquico. Esas “comunidades cívicas” valoran la
solidaridad, la participación cívica y la integridad. Y aquí la democracia
funciona.
En el otro polo están las regiones “no cívicas”, como Calabria y Sicilia,
bien caracterizadas por el término francés “incivisme”. Allí se encuentra
atrofiado el concepto mismo de ciudadanía. El compromiso en asociaciones sociales y culturales es exiguo. Desde el punto de vista de
los habitantes, los asuntos públicos son cosa de otros -de “i notabili”, de
“los patrones”, de “los políticos”- pero no de ellos. Casi todo el mundo sostiene que las leyes están para romperse; sin embargo, temiendo la
falta de cumplimiento de la ley por parte de los demás, todos demandan
férrea disciplina. Atrapados en esta red de círculos viciosos, todos se sienten impotentes, explotados e infelices. No sorprende que el gobierno
representativo sea aquí menos efectivo que en las comunidades más
cívicas.
Las raíces históricas de la comunidad cívica son extraordinariamente
profundas. Tradiciones duraderas de participación cívica y solidaridad
social pueden rastrearse hasta cerca de un milenio antes, en el siglo XI, cuando se establecieron las repúblicas comunales en lugares como
Florencia, Boloña y Génova, exactamente las comunidades que gozan
de compromiso cívico y gobierno exitoso. En el centro de esta herencia cívica se encuentran ricas redes de reciprocidad organizada y
solidaridad cívica: gremios de artesanos, hermandades religiosas y
sociedades para la defensa de las comunas medievales; cooperativas, sociedades de ayuda mutua, asociaciones barriales y sociedades corales
en el siglo XII.
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El compromiso cívico es importante para el gobierno tanto del lado de la
demanda como de la oferta. Del lado de la demanda, los ciudadanos de
las comunidades cívicas esperan un mejor gobierno y (en parte a través de sus propios esfuerzos) lo consiguen. Como ya vimos en el caso de las
plantas de desecho, si quienes toman las decisiones creen que los
ciudadanos los controlarán, se verán más inclinados a atemperar sus peores impulsos antes que enfrentar protestas públicas. Del lado de la
oferta, el desempeño del gobierno representativo se ve facilitado por la
infraestructura social de las comunidades cívicas y por los valores democráticos de funcionarios y ciudadanos. En el lenguaje de la
economía, el capital social reduce los costos de transacción y mitiga los
dilemas de acción colectiva. Donde las personas se conocen entre sí,
interactúan cada semana en la práctica de coro o en el encuentro deportivo y confían en que los otros actuarán en forma honorable,
tienen un modelo y un cimiento moral sobre el que apoyar futuros
emprendimientos cooperativos. El gobierno que utiliza pocas regulaciones funciona en forma más eficiente en presencia de capital
social. La policía resuelve más casos cuando los ciudadanos monitorean
las idas y venidas en el barrio. Los organismos de bienestar infantil hacen mejor su trabajo de “preservación de la familia” cuando los
vecinos y parientes suministran apoyo social a los padres con
problemas. Las escuelas públicas brindan un mejor educación cuando los padres hacen voluntariado en el salón de clase y se aseguran de que
los chicos hagan los deberes. Cuando falta la participación comunitaria,
la carga de los empleados del gobierno -funcionarios, trabajadores sociales, maestros y demás- es mucho más grande y su éxito mucho
más elusivo.
Las tradiciones cívicas parecen ser importantes también en EEUU. En los años 50, el cientista político Daniel Elazar hizo un estudio sobre las
“culturas políticas” norteamericanas. Concluyó que había tres culturas:
una “tradicionalista” en el Sur; una “individualista” en los estados del Oeste y de mitad del Atlántico; y una “moralista” concentrada en el
Noreste, el Medio Oeste superior y el Pacífico Noroeste. El mapa de las
culturas políticas de Elazar es muy parecido al de la distribución del capital social. Los estados tradicionalistas, donde la política tiende a
estar dominada por las elites que muestran resistencia a la innovación,
son también los estados que tienden a poseer bajos niveles de capital social. Los estados individualistas, que se caracterizan por partidos
fuertes y políticos profesionales, y donde la política está enfocada en el
crecimiento económico, tienden a poseer niveles moderados de capital
social. Los estados moralistas -en los cuales se premia el “buen gobierno”, las campañas basadas en temas públicos y la innovación
social- cuentan, comparativamente, con altos niveles de capital social.
La correlación entre el índice de cultura política derivado del estudio de Elazar y nuestro Índice de Capital Social es notablemente grande.
¿Pueden las tradiciones cívicas predecir también las características de los gobiernos en EEUU? Sugestivos estudios encuentran que los
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estados “moralistas”, ricos en capital social, tienden a ser inusualmente
innovadores en materia de política pública y en contratar a los
empleados del gobierno según sistemas basados en el mérito. En estos estados, la política está más orientada a temas, se enfoca en servicios
sociales y educacionales y, aparentemente, es menos corrupta. Los
estudios preliminares sugieren que los estados con alto capital social sustentan gobiernos más efectivos e innovadores.
En el nivel municipal, asimismo, las investigaciones han encontrado que altos niveles de participación popular tienden a desgastar el
clientelismo y asegurar una mejor distribución de fondos federales para
las organizaciones comunitarias. Las ciudades que tienen
organizaciones barriales institucionalizadas [...] son más efectivas en aprobar las propuestas que desea la gente. Estas ciudades muestran
también altos niveles de apoyo y confianza hacia el gobierno municipal.
La conexión entre elevado capital social y desempeño efectivo del
gobierno trae una pregunta obvia: ¿Hay una relación similar entre un
declive del capital social y un declive de la confianza en el gobierno? ¿Hay una conexión entre nuestro descontento democrático y nuestra
pérdida de compromiso cívico? Se asume generalmente que el
descreimiento hacia el gobierno es la causa de nuestra pérdida de compromiso con la política, pero lo inverso es igualmente probable: que
nos hemos desafectado porque, al habernos retirado nosotros y nuestro
vecino, el desempeño real del gobierno se ha deteriorado. Como dice Pogo: “Hemos encontrado el enemigo y somos nosotros”.
El capital social afecta al gobierno de muchas maneras. Todos estamos
de acuerdo en que el país está mejor si todos pagan sus impuestos. Nadie quiere subvencionar a los evasores. La legitimidad del sistema
impositivo depende en parte de la creencia de que todos cumpliremos
con nuestra parte. Pero sabemos que el gobierno no puede auditar a todos, de modo que los ciudadanos racionales tienen toda la razón para
creer que si ellos pagan su parte, subsidiarán a los que no lo hacen.
Esta es una receta para la desilusión con el gobierno y el sistema impositivo en general.
Sin embargo, no todos se desilusionan por igual. En los estados donde los ciudadanos perciben a los demás como honestos, el cumplimiento
de los impuestos es mayor que en los estados con bajo capital social. Si
consideramos las diferencias entre los estados en materia de capital
social, ingreso per cápita, desigualdad en el ingreso, composición racial, urbanización y niveles de educación, el capital social es el único factor
que logra predecir el cumplimiento impositivo. En forma similar, las
encuestas han encontrado que si el contribuyente cree que los otros son deshonestos, o si no confía en el gobierno, tiene más probabilidades de
evadir. Mi disposición a pagar la parte que me toca depende
esencialmente de que perciba que los demás hacen lo mismo. En efecto, en una comunidad rica en capital social el gobierno es “nosotros”, no
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“ellos”. De esta manera el capital social refuerza la legitimidad del
gobierno: pago mis impuestos porque creo que la mayor parte de la
gente también lo hace y veo que el sistema impositivo funciona como debería. A la inversa, en una comunidad en la que los lazos de
reciprocidad entre sus habitantes son escasos, no me siento obligado a
pagar los impuestos voluntariamente, porque creo que la mayoría de la gente evadirá y percibiré el sistema impositivo como otro programa de
gobierno defectuoso, instituido por “ellos”, no por “nosotros”.
En este contexto, no sorprende que, a partir de los datos del Censo
nacional, uno de los factores que mejor predice la cooperación sea el
nivel de participación cívica. Aún más llamativo es descubrir que las
comunidades con un alto ránking en medidas de capital social, tales como asistencia electoral y confianza social, muestran contribuciones
significativamente mayores a la radiodifusión pública, incluso
controlando por todos los otros factores que, según se dice, afectan las preferencias y gastos de la audiencia: educación, riqueza, raza,
deducciones impositivas y gasto público. La radiodifusión pública es un
ejemplo clásico de bien público: obtengo el beneficio, pague o no, y es improbable que mi contribución, por sí misma, mantenga la estación en
el aire. ¿Por qué una persona racional, un escucha con interés propio,
aunque fuera adicto a uno de los programas, debería enviar un cheque a la estación local de radio? La respuesta parece ser que, al menos en
las comunidades que son ricas en capital social, las normas cívicas
sustentan un significado más amplio del concepto de “interés propio” y una confianza más firme en la reciprocidad. Así, si nuestros stocks de
capital social disminuyen, nos veremos tentados, en número cada vez
mayor, a “viajar gratis” [free-ride], no sólo por ignorar los llamamientos
a “los espectadores como usted”, sino por desatender la miríada de deberes cívicos que permiten funcionar nuestra democracia.
[...] La democracia no requiere que los ciudadanos sean santos, pero asume de muchas maneras que la mayoría de nosotros, durante la
mayor parte del tiempo, resistiremos la tentación de hacer trampa. El
capital social, como sugiere cada vez más la evidencia, fortalece nuestro mejor y más expansivo “yo”. El desempeño de nuestras instituciones
democráticas depende, en forma mensurable, del capital social.
Capital social, libertad y tolerancia
De Bowling Alone, 2000, págs. 350-358 […] Las banderas de la Revolución Francesa llevaban inscripta una
tríada de ideales: libertad, igualdad, fraternidad. La fraternidad, como la
pensaban los demócratas franceses, era otro nombre para lo que he llamado “capital social”. La cuestión no resuelta en esas banderas o en
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los siguientes debates filosóficos es la de si esos tres ideales van
siempre juntos. En Occidente, la mayor parte del debate político de los
últimos doscientos años ha girado en torno a los balances [trade-offs] entre libertad e igualdad. Demasiada igualdad, o al menos demasiada
igualdad en ciertas formas, puede minar la libertad. Menos familiares,
pero no menos importantes, son los balances que involucran al tercer valor de la tríada: demasiada fraternidad, ¿es mala para la libertad y la
igualdad? Las cosas buenas no van necesariamente juntas, de modo
que, quizás, buscar el desarrollo de capital social sin tomar mayores recaudos podría afectar en forma inaceptable la libertad y la justicia […]
¿Se halla el capital social en guerra con la libertad y la tolerancia? Esta
fue y sigue siendo la clásica objeción liberal a los vínculos comunitarios: la comunidad restringe la libertad y fomenta la intolerancia. Un inglés
perspicaz del siglo XIX, Walter Bagehot, describió cuán opresivos
pueden ser los suaves grilletes de la comunidad:
“Uno puede hablar de la tiranía de Nerón y Tiberio, pero la verdadera tiranía es la tiranía de nuestro vecino de al lado. ¿Qué ley es tan cruel como la de hacer lo que él hace? ¿Qué yugo es tan mortificante como la necesidad de ser como él? ¿Qué espionaje del despotismo viene a tu puerta con tanta efectividad como el ojo del hombre que vive al lado? La opinión pública es una influencia penetrante y exige que se la obedezca; nos demanda pensar los pensamientos de otros, decir las palabras de otros, seguir los hábitos de otros”.3 […] ¿No enfrentamos, en última instancia, una dolorosa y aún arbitraria
elección de valores: comunidad o individualismo, pero no ambos?
Libertad o fraternidad, pero no los dos […] Si este marco conceptual es acertado, entonces quienes de preocupan tanto por la libertad como por
la comunidad enfrentan un doloroso equilibrio; pero todas las nubes
dejan un resquicio de luz. Michael Schudson afirma: “El declive en la solidaridad organizacional es una verdadera pérdida, pero es también la
otra cara de la moneda de un ascenso de la libertad individual, que es
un verdadero beneficio”.4 Ya no nos conectamos más, pero al menos tú
no me molestas y yo no te molesto.
La solidaridad, sin embargo, ¿viene inevitablemente a expensas de la
libertad, como las caras de una moneda vienen inevitablemente a expensas de las cecas? ¿Es realmente la falta de compromiso “la otra
cara” de la liberación? Antes de aceptar esta engañosa interpretación,
consideremos el siguiente cuadro:
3 The Collected Works of Walter Bagehot, ed. Norman St. John-Stevas. London: The Economist, 1965-
1986, vol. iii, 243). 4 Michael Schudson: The Good Citizen: A History of American Civic Life. New York: The Free Press,
1998, p. 307.
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Capital Social y Tolerancia: Cuatro Tipos de Sociedad
Bajo Capital Social
Alto Capital Social
Alta Tolerancia
(1) Individualista: Vos te ocupás de lo tuyo; yo, de lo mío
(3) Comunidad cívica
Baja Tolerancia (2) Anárquica: Guerra de todos contra todos
(4) Comunidad sectaria: Nuestro grupo contra lo externo al grupo
Conceptualmente, al menos, la tolerancia y el capital social no son fines opuestos en un continuum que va desde el individualismo extremo al
sectarismo extremo. De hecho, desde un punto de vista lógico, hay
cuatro tipos posibles de sociedad. La interpretación simple “libertad vs. comunidad” corresponde a las celdas (1) y (4): la sociedad individualista
con mucha libertad pero poca comunidad y la sociedad sectaria con
mucha comunidad pero poca libertad. Sin embargo, no deberíamos
descartar demasiado rápido los otros dos tipos, especialmente la atractiva celda (3), que combina capital social con tolerancia. ¿Podrían
ser compatibles la comunidad y la libertad, al menos bajo ciertas
circunstancias?
La primera evidencia a favor de esta interpretación más alentadora es
que los individuos que están más comprometidos con sus comunidades son, generalmente, más tolerantes que sus vecinos “caseros”, no menos.
Muchos estudios han encontrado que la correlación entre participación
social y tolerancia es, si cabe, positiva, no negativa, aún manteniendo la educación constante. La relación positiva entre conectividad y
tolerancia es especialmente fuerte respecto al género y la raza: cuanto
más involucradas se hallan las personas con las organizaciones de la
comunidad, más abiertas se hallan a la igualdad de género y a la integración racial.
[…] Excepto por el hallazgo muy común de que la participación religiosa, especialmente en confesiones fundamentalistas, se halla
ligada a la intolerancia, no he encontrado un solo estudio empírico que
confirme el supuesto vínculo entre participación comunitaria e intolerancia […]
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Capital social e igualdad
De Bowling Alone, 2000, págs. 358-363
[…] El capital social, ¿se halla en guerra con la igualdad? Pensadores
radicales reflexivos lo han temido por largo tiempo. El capital social,
particularmente el que nos vincula con personas similares a nosotros, refuerza a menudo la estratificación social. El abundante capital social
de los años 50 [en Estados Unidos] fue con frecuencia excluyente a lo
largo de las líneas de clase, género y raza. Hablando en general, las personas pudientes están mucho más implicadas en la actividad cívica
que las no pudientes. Así, fortalecer el poder social y político de las
asociaciones voluntarias podría muy bien aumentar las diferencias de clase.
Liberales e igualitarios han atacado a menudo algunas formas de capital social (desde los gremios de artesanos del medioevo hasta las
escuelas vecinales) en nombre de la oportunidad individual. No hemos
reconocido siempre los costos sociales indirectos de nuestras políticas,
pero tenemos razón en preocuparnos por el poder de las asociaciones privadas. Las inequidades sociales pueden estar insertas en el capital
social. Las normas y las redes que son útiles para algunos grupos
pueden ser una obstrucción para otros, en particular si las normas son discriminatorias o si las redes son socialmente segregadas. Un
reconocimiento de la importancia del capital social para sustentar la
vida comunitaria no nos exime de la necesidad de preocuparnos acerca de cómo se define “comunidad”, es decir, acerca de quién está dentro y
se beneficia así del capital social y quién está fuera y no lo hace.
¿Significa esta lógica que debemos elegir, en algún sentido
fundamental, entre comunidad e igualdad? La evidencia empírica sobre
las tendencias recientes no dejan margen a la ambigüedad: No. La
comunidad y la igualdad se refuerzan mutuamente, en lugar de ser mutuamente incompatibles. El capital social y la igualdad económica se
han movido en forma conjunta a través de la mayor parte del siglo XX.
En términos de la distribución de la riqueza y el ingreso, en los años 50 y 60 Estados Unidos era más igualitario que en los cien años anteriores.
Esas mismas décadas fueron también el punto más alto de conectividad
social y compromiso cívico. Los picos en igualdad y capital social coinciden […]
A la inversa, el último tercio del siglo XX fue un periodo de creciente desigualdad y erosión del capital social. Hacia fin de siglo, la brecha
entre ricos y pobres se había venido incrementando durante casi tres
décadas; esto representa el aumento de la desigualdad más sostenido y
prolongado que haya tenido lugar en al menos cien años, que estuvo unido al primer declive sostenido del capital social en un lapso similar.
La sincronización de las dos tendencias es notable: en algún momento
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entre 1965 y 1970, el país revirtió su curso y empezó a volverse menos
justo en lo económico y menos conectado en el ámbito social y político.
Estas tendencias ilustran que la fraternidad y la igualdad son valores complementarios, no beligerantes.
La misma conclusión se ve reforzada al comparar la igualdad y el capital social en los distintos Estados norteamericanos. Los Estados
con los niveles más altos de capital social son precisamente los que se
caracterizan por la igualdad económica y cívica. El ingreso se distribuye en forma más equitativa en los Estados con elevado capital social y la
brecha entre ricos y pobres es especialmente grande en los Estados con
capital social bajo5. En los Estados con alto capital social, las personas
de diferentes clases sociales tienden por igual a asistir a reuniones públicas, dirigir organizaciones locales y demás, mientras que en los
Estados con bajo capital social la vida cívica es monopolizada por los
pudientes, dejando fuera a los no pudientes. En síntesis, tanto a través del espacio como del tiempo, la igualdad y la fraternidad están
fuertemente correlacionadas.
Este análisis simple no puede detectar qué está causando qué. Hay
varias alternativas plausibles. Primero, el capital social puede ayudar a
producir igualdad. Históricamente, el capital social ha sido el arma principal de los desposeídos, que carecen de otras formas de capital.
“Solidaridad eterna” es un grito orgulloso y estratégico para aquellos
que, como las minorías étnicas o la clase trabajadora, no tienen acceso a los canales convencionales de influencia política. Es plausible, pues,
que las comunidades bien entretejidas puedan sustentar una mayor
igualdad social y política. A la inversa, las grandes disparidades de
riqueza y poder son hostiles a una participación extendida y a una integración comunitaria ampliamente compartida; así, es plausible que
la flecha causal vaya de la igualdad hacia el compromiso cívico y el
capital social […]
No puedo decidir aquí esta complicada cuestión histórica, pero la
evidencia contradice claramente la visión de que el compromiso comunitario debe ampliar necesariamente la desigualdad. Por el
contrario, existen todas las razones para creer que las tendencias
dominantes de nuestro tiempo -menos igualdad, menos compromiso- se refuerzan entre sí. Así, los esfuerzos para fortalecer el capital social
deberían ir de la mano con los esfuerzos para incrementar la igualdad
[…]
5 N. del T.: Los Estados con más bajo capital social se concentran en el Sur. Se destacan, en particular,
Lousiana, Mississipi, Alabama, Georgia y Tennessee. Los Estados con capital social más elevado se
encuentran al norte; entre ellos sobresalen Minnesota, Dakota del Norte, Dakota del Sur y Vermont.