EL DÍA, Tenerife, domingo, 11 de marzo de 1984 LAS FIRMAS DEL SÉPTIMO DÍA Temas isleños £1 castillo dormido en la playa A NACRÓNICA, la antigua, centenaria estampa guerrera se alza a la orilla del mar que canta y baña los callaos con el acompasado abrir y cerrar de las olas. Rodeado de pueblo y silencio, el bastión se adormece y cae en sueño de años y siglos. En San Andrés, al filo de la ola, el castillo ya no es el centi- nela que alerta estaba al ale- tear blanco de velas en la raya lejana del horizonte, allí donde se hermanaban —se herma- nan— el azul del cielo con el del Atlántico isleño. Vencida por los años y mares de barranco, la antigua fortaleza abatió su orgullo y poderío. Las negras, amenazadoras bocas de su arti- llería de antaño, son vanos fan- tasmas en la ruina que duerme. En los paredones parece resue- nan aún los truenos terribles, los relámpagos de pólvora con los que el bronce ornamentado —belicosidad y belleza extraña- mente hermanadas— batía al marino invasor. Troneras y aspilleras, naci- das en la época más gallarda de las estampas marineras, po- nen su mirar en el constante desfile que ante ellas pasa. Ya no hay «tres puentes» en la mar que lancen al cielo las flechas de sus palos machos, mastele- ros y mastelerillos; eran los ve- leros que se dejaban llevar por el viento y luz que soplaba en las lonas tensas. Hoy, proas lanzadas y auda- ces muerden la mar, como po- seídas de esa extraña prisa de vivir que domina al mundo; tras ellas, como rúbrica de sus pasos, el leve aliento de los mo- tores impregna la mar con su característico aroma tan opuesto al del alquitrán mari- nero de tiempos ya idos para siempre. Firmemente asentada en la playa y sedienta de brisas, la centenaria fortaleza de San An- drés mira el contraste que a sus plantas se extiende. Sobre el re- poso húmedo de los callaos, los botes valientes reposan a la es- pera de volver a la mar. Un re- brillar de irisadas escamas, palpitantes aún, justifica el tri- buto que la mar paga a las qui- llas que, audaces, aran la lámi- na azulada e inquieta. El recio macizo de verticales acantilados abriga la playa pla- centera. Humilde, el campo- santo guarda cenizas de viejos pescadores que duermen bajo la vigilancia ya inútil del cas- quillo y el canto eterno, inútil también, de toda la mar, su amable y terrible enemigo. Desde tierra, la fronda de laureles de Indias, de estirpe habanera, lanza al aire la fle- cha trinadora cuyos ecos rebo- tan en el pétreo baluarte. Este añora las flores rojas de sus úl- timos disparos, el acre olor de la pólvora y el efímero, blanco penacho, que adornó los bron- ceados bronces. Santa Cruz defendía enton- ces sus costas del ataque del vencedor de Abukir y Copenha- gue —futuro héroe y víctima de Le mató un vecino por preguntarle hacía Granada.— Un hombre mu- rió a consecuencia de la agre- sión de que fue objeto por parte de un vecino al que preguntó qué hacía, siendo golpeado con una pala en la cabeza, por toda respuesta. Vicente Guirado Martínez, de 64 años, saludó a su vecino Antonio Gárrula, preguntándo- le qué tal estaba. Este respon- dió: «estoy haciendo obras y tengo ganas de matar a al- guien». Sin mediar más pala- bras se fue hacia Vicente con una pala y le golpeó repetida- mente en la cabeza, producién- dole fractura de cráneo y he- morragia cerebral. •La Laguna!! Sus anuncios en «EL DÍA» T.ilrrpría Ti ani f»1 trafalgar— y, en aquella oca- sión, la fortaleza de San An- drés, tuvo a su cargo los últi- mos disparos. Aquel cambio de andanadas con el «Theseus» fue el último sonar de la voz gue- rrera en los bronces —de nom- bres sonoros y labrados escu- dos— del castillo siempre vigi- lante. Orónos y mares de ba- rranco —marea de tierra aden- tro— la vencieron años más tar- de. Los años han ido poniendo sobre él la pátina del Tiempo que, desde luego, añade a su estirpe e historia sueño de si- glos, Las viejas piedras, con ese verde reflejo que bien caracte- riza a todas las que en el valle de Salazar se han tallado, tie- nen, bien mantienen vida. Allí, en San Andrés, un trozo del pa- sado isleño queda enmarcado entre nobles aunque derruidos muros. Las ruinas son también parte de un pasado que, here- dado, tendremos que transmi- tir. El viejo castillo de San An- drés, el que duerme junto a to- da la mar —el sueño sonoro de Machado— es y será todo un capítulo de la historia de Santa Cruz, de la Isla toda. Juan A. Padrón Albornoz redondel de los días Adiós a la ñesta T E quedan, amigo lector, muy pocas horas de fiesta. Y ten- drás que pensar, además, que mañana, lunes, la cuaresma anual y la cuaresma cotidiana te van a llevar por otros de- rroteros y no tendrás ocasión posible para lucir el disfraz de tu personaje favorito, el otro yo de tus sueños, la otra dimensión que tu personalidad, tuya y ajena, hurtan a tu intimidad rabiosa y des- bordada en estas horas de vino y de rosas de papel. Después de esta amanecida dominical, la languidez de los trajes usados y quemados en los días previos te va a mover a la nostalgia, el viejo error en el que todos incurrimos, pero aquí se te invita a que pienses que dentro de trescientos cin- cuenta y nueve días —poco más, poco menos— las exigen- cias de la calle bulliciosa van a poner a prueba tu ingenio, tu vocación de divertirte, tu inte- gración en la muchedumbre abigarrada que no exige más identidad que la de la partici- pación, con iguales reglas, en el regocijo colectivo. Pedimos y anunciamos valoraciones, aná- lisis. El redondel de los días se tiñe muchas veces de tintes franciscanos o presuntamente doctorales, que es una de las pocas ventajas de los periodis- tas que pueden pensar, y dejar mancha efímera en el papel co- tidiano, en voz alta, y otras se tuerce, cuando imbuidos de un cierto perfeccionismo, del que tal vez carecemos para las obli- gaciones puntuales, apuntamos a las cosas el rumbo ideal y no el rumbo propio. En cualquier caso, los Car- navales dicen adiós. Pero no rompen la piñata de las cintas y las golosinas, sino que en cualquier caso, los Carnavales dicen adiós. Pero no rompen la piñata de las cintas y las golosi- nas, sino que la dejan suspendi- da de los cordones del aire, pa- ra que preñada de sorpresas gratas e ingratas, alegrías y tensiones, libertades y opresio- nes, tedios y divertimientos se vaya deshaciendo a lo largo del año y apunte con su deseo la presencia del Carnaval catárti- co, donde se puede ser todo lo que no se fue en un año, todo lo que no se será a lo peor, o a lo mejor, en una vida. Quedan pocas horas y en el Carnaval, pese a la máscara, muchos podemos encontrar nuestra hora heroica. Es im- prescindible, justo y necesario, que no la desaprovechemos, para tener un año mejor, para dormir un par de noches más tranquilos. Luis Ortega • E referí, el pasado do mingo, en esta co~ ___ lumna a lo que llamé la prehistoria del actual Carna- val de Santa Cruz que es, en cierto modo, un Carnaval re- construido sobre los recuerdos del de antes de la guerra. Me- diaron, entre uno y los intentos del otro, casi veinte años y en veinte años se cambia mucho. Quiero decir que los jóvenes de esa edad, que son ios que teóri- camente deben entrar con más ganas a la fiesta, no sabián de qué iba la cosa. Los que éramos un poco mayores teníamos unos recuerdos confusos de los Carnavales de nuestra niñez en los que, desde luego, no partici- pamos sino como espectadores asombrados que nada com- prendíamos. En resumen, que sólo los que ya peinaban alguna que otra cana y la gente mayor porque, antes más que ahora, el Carnaval rio entiende de eda- des, eran los encargados de de- cirnos a los demás corno era y cómo se jugaba al Carnaval La verdad es que fuimos unos discípulos aventajados. Hasta aprendimos a hacer de máscaras, que es un arte bas- tante difícil que se trasmite de padres a hijos y que, en nuestro caso, había tenido una drástica interrupción. La gente mayor decía que éramos unos «desa- bridos». Era cuando todas las máscaras no decían otra cosa que «bandido, bandido». Uno hacía lo que podía, pero las máscaras de nuevo cuño igno- raban ciertas reglas de oro, co- mo, por ejemplo, no comprome- ter al sujeto con el cual había estado bailando la noche ante- rior en el Parque Recreativo. El individuo le había asegurado en el Parque que estaba soltero y sin compromisos y no era así, sino que, en el momento del nuevo encuentro, paseaba con su esposa o con su novia por la calle del Castillo, todo seriecito él... Pero, más o menos ortodo- xas, todavía quedaban másca- ras que pasaron de la prehisto- ria a la historia del Carnaval nuevo. Lo que pasa es que las modas foráneas, en forma de comparsas, y el afán de este pueblo por el espectáculo —que es un afán sano— fueron dejan- do a la máscara en segundo plano hasta convertirla en un fenómeno raro. Y no puede cul- parse a la Comisión de Fiestas del Ayuntamiento de este dete- rioro de la gran figura de los carnavales de antaño. Incluso, cuando mi querido y desapare- cido amigo Ernesto de la Rosa presidía esa Comisión, en un in- tento desesperado por conser- var la máscara, se inventó el balón de oxígeno de un «Día de la Máscara», con premio a los mejores ejemplares. Creo que no consiguió mucho. Las más- caras que estaban, siguieron estando, con estímulo y sin es- tímulo, pero como se trataba de una escala a extinguir, pues las máscaras fueron dejando va- cantes que nadie cubría y las mismas que seguían en la pa- lestra observaban una baja for- ma paulatina producto de los años. Cuando ios Carnavales, dis frazados de «Fiestas de Invier- no», obtuvieron la luz verde del Gobierno a principios de ios años sesenta, la gente se encon- tró, de repente, con poco tiem- po para preparar la fiesta. Los comercios hicieron oedidos ur- De domingo a domingo Las «Fiestas de Invierno», carnaval disfrazado baúl y ponerse encima lo que fuera. Y los almacenes vendie- ron todos los retales que te- nían, desempolvaron las telas arrinconadas y puede decirse que la gente entró a saco en las tiendas. Los desconsolados se prometían un Carnaval mejor para el año próximo. Pero no todo fue improvisación. En aquellos tiempos surgió la «Ni Fu Ni Fa», que había de conver- tirse en la reina de las murgas de la mano del incansable Enri- que González Bethencourt, quien, por la tarde, se disfraza- ba de murguero y, por la no- che, de gitana. La rivales directas de la «Ni. Fu Ni Fa», que siempre ganaba hasta que optó por presentarse fuera de concurso, eran «Los Megatones» y «Los Desampara- dos», como conjuntos más des- tacados. «Los Desamparados» fue fundada por el inolvidable Luis Gangeu, un hombre entu- siasta que se coqía fuertes ca- breos cuando no clasificaban a su murga, pero eso no le resta- ba ganas para seguir hasta el mismo domingo de Piñata, con sus largas y sonoras caminatas por todos los rincones de Santa Cruz. Los «instrumentos» de la murga de Luis Gangeu, que du- ró muchos años, casi hasta que murió su director, eran muy originales. Reproducían calde- ros, sartenes, espumaderas y demás utensilios de cocina. Mientras las comparsas aso- maban tímidamente con «Los Rumberos», que rompió el fue- go, las rondallas aparecieron como los conjuntos aristocráti- cos del Carnaval. No desfilaban con la Cabalgata del viernes porque podrían «estropearse» las voces. La gente llenaba la Plaza de Toros los domingos de Carnaval, que es cuando se ce- lebraban los concursos. Y allí había competición de la buena. La cosa terminaba casi siempre poco menos que como el Rosa- rio de la aurora hasta que a la Comisión de Fiestas se le ocu- rrió nombrar un jurado único, el maestro Rafael Ibarbia, que entonces estaba muy de moda en la «Tele». Cuando, en 1963, salió al aire Tve C, siempre re- transmitió en directo el Con- curso de Rondallas. De aquellos tiempos recuer- do los cábreos sordos de Fausti- no Torres, con su Agrupación Artística del Cabo. Faustino se tomaba a pecho los fallos del jurado y casi nunca estaba con- forme. Pero quizás lo calmara la admiración de la gente, que aplaudía a todas las rondallas no sólo en la Plaza de Toros si- no cuando, terminado el con- curso, hacían su desfile triunfal por las calles de la ciudad. Era, en resumen, un número de éli- te, que daba mucho que hablar y hasta provocaba enfrenta- mientos en los grádenos, aun- que nunca llegara al río la san- gre. Revolviendo en los recuer- dos, me viene a la memoria aquellos primeros concursos de murgas. Opelio Rodríguez Pe- ña, que era presidente de la Co- misión Municipal de Fiestas y secretario de Información y Turismo, se arriesgó con el pri- mer certamen. Ernesto Salce- do, entonces director de este periódico, fue jurado. Y creo re- cordar que, a partir de enton- ces, casi todos los años f tam- bién formó parte del jurado mi querido e inolvidable amigo y compañero José Morales Glavi- jo, un humorista que se tomaba muy en serio su papel. Era arriesgarse mucho, en aquellos tiempos de censura y buenas formas donde decir unas palabrota era delito. Pero los organizadores salieron airo- sos. Por entonces llegó a Tene- rife en viaje inaugural el «Fran- ee», que era el trasatlántico más largo del mundo. Y al co- rresponsal de una agencia in- formativa en Las Palmas no se le ocurrió otra cosa que «atra- carlo» en un malecón el Puerto de la Luz. Fue cuando la «Ni Fu Ni Fa» sacó la famosa canción de «los «malecones» de Las Pal- mas». «Los Megatones», que era una buena murga, hizo temblar a los responsables cuando, en el primer concurso, cantó aquellas coplas que todavía re- cuerdo: «Mi cuñada el otro día/cogió un coche de alquiler/y el chófer, equivocado/, se la lle- vó a San Andrés./Estando en aquella playa/vaya un susto que pasó/se le metió una caba- lla/por el mismo contador». Estas coplas, que hoy no cantan ni las murgas infantiles, se juzgaron atrevidísimas y los organizadores esperaron teme- rosos un «palo» de Madrid que, afortunadamente, no se pro- dujo. En fin, se me acaba el espa- cio y sólo he descrito retazos de la historia del Carnaval último. Tendría que referirme a los veinte años siguientes donde el Carnaval santacrucero llegó a su cénit, en calidad, pero nece- sitaría muchas páginas. Hago aquí punto final con la sensa- ción de que apenas he dicho nada. Pero me queda la satis- facción de haber sacado a la luz algunos nombres que mere- cerían un reconocimiento ofi- cial y popular como verdaderos artífices de estas fiestas. Otros muchos se me quedan en el tin- tero, pero merecen también ser distinguidos. Francisco Ayala CARNAVAL EN Participación de la murga Los Rebeldones celebró el pasado lu- nes la fiesta de Carnaval ofreciendo una estupenda merienda y un gran baile de máscaras en el que participaron muchos de los alumnos que allí estudian. Entre los maravillosos disfraces caben destacar los de los «lecheros» con su cabrita, Juan Manuel y Marcelino, así como la «patita» Beatriz Muertegui con su parejita el «patito»; y, cómo no, todas las «camareras», que aunque no bebieron mucho, lo pasaron muy bien y no dejaron de bailar. agradecer la gran actuación de la murga LOS REBELDONES que deleitaron con sus cantares. Esperamos repetir el próximo año la fiesta y ya desde ahora quedan todos invitados.