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CUADERNOS fflSPANOAMERICANOS
625-626 julio-agosto 2002
DOSSIER: Luis Cernuda (1902-1963)
Felisberto Hernndez (1902-1964) Tristn Tzara
Poemas rumanos
Rafael Gutirrez Girardot La obra de Georg Heym
Dominique Viart Genealogas y filiaciones
Entrevistas con Hctor Rojas Herazo y ngel Gonzlez Garca Notas
sobre Georges Braque, Enrique Jardiel Poncela,
Julio Cortzar, Len Felipe, el teatro argentino actual y la
escultura sacra espaola
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CUADERNOS HISPANOAMERICANOS
DIRECTOR: BLAS MATAMORO REDACTOR JEFE: JUAN MALPARTIDA
SECRETARIA DE REDACCIN: MARA ANTONIA JIMNEZ ADMINISTRADOR:
MAXIMILIANO JURADO
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Cuadernos Hispanoamericanos: Avda. Reyes Catlicos, 4 28040
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Los ndices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic
American Periodical Index), en la MLA Bibliography
y en Internet: www.aeci.es
* No se mantiene correspondencia sobre trabajos no
solicitados
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625-626 NDICE DOSSIER
Luis Cernuda (1902-1963)
JOS MARA ESPINASA Mejor la destruccin, el fuego 7
NGEL L. PRIETO DE PAULA Una desolacin sin adjetivos. Cernuda en
la poesa espaola de posguerra 17
ADOLFO SOTELO VZQUEZ Luis Cernuda ante la crtica y la tradicin
literarias 29
GEMMA SU MINGUELLA Reescribiendo a Rilke. La pantera de Luis
Cernuda 41
RAQUEL VELZQUEZ VELZQUEZ En torno a El viento en la colina
53
JORDIAMAT Leccin de la placa en Camden Town 63
IRMA EMILIOZZI De mscaras y transparencias. Cernuda y Aleixandre
69
DOSSIER Felisberto Hernndez (1902-1964)
TERESA PORZECANSKI Un estudio del rgimen de la mirada 81
JUAN GARGALLO Felisberto en el umbral 87
JORGE SCLAVO El caso Clemente Colling 97
CLAUDIA CERMINATTI Una lectura de Las hortensias 109
AMANCIO TENAGUILLO Y CORTZAR Una escritura en movimiento 117
BLAS MATAMORO El msico, ese perseguidor 129
PUNTOS DE VISTA
DARIE NOVACEANU Los poemas rumanos de Tristn Tzara 141
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TRISTAN TZARA Poemas rumanos 147
EMETERIO DEZ Jardiel y el cine 153
RAFAEL GUTIRREZ GIRARDOT Georg Heym o la configuracin potica del
ennui 171
LUIS ESTEPA Un aleluya de Barradas y la novela rosa 189
CARLOS D'ORS Escultura sacra espaola contempornea 197
DOMINIQUE VIART Genealogas y filiaciones 207
MARIO BOERO El peso y el paso de la religin en Espaa 219
CALLEJERO
JORGE GARCA USTA Entrevista con Hctor Rojas Herazo 227
OSVALDO PELLETTIERI Teatro argentino 2001 247
EVA FERNNDEZ DEL CAMPO Entrevista con ngel Gonzlez Garca 255
ALEJANDRO FINISTERRE Len Felipe 265
CARLOS ALFIERI Georges Braque: el legado de un grande 271
LUIS PULIDO RITTER Carta de Bogot. Tan lejos y tan cerca del
cielo 275
JORGE ANDRADE Carta de Argentina. Vida de nufragos 279
BIBLIOTECA
IRMA EMILIOZZI, AGUSTN SEGU, MILAGROS SNCHEZ ARNOSI, VANESA
GONZLEZ, JUAN ULLOA BUSTINZA, BETTY GRANATA DE EGES, SAMUEL
SERRANO
Amrica en los libros 285 JOS MUOZ MILLANES, JOS AGUSTN MAHIEU,
MILAGROS SNCHEZ ARNOSI, B. M.
Los libros en Europa 296
El fondo de la maleta Libros de feria 313
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DOSSIER Luis Cernuda (1902-1963)
Coordinador: ADOLFO SOTELO VZQUEZ
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Luis Cernuda en 1936
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Mejor la destruccin, el fuego
Jos Mara Espinasa
A los lectores de fines del siglo XX y principio del XXI les
sorprender ver cmo, en la mirada retrospectiva, el azar se combina
con los argumen-tos del destino para proponer la imagen de un
poeta. Y a todos los grandes poetas del siglo XX les ronda esa
necesidad: ser ante el lector de una determinada manera. Pero lo
que determina esa manera es en muchos casos una biografa -la del
lector- inscrita en una tradicin. As, hacia mediados de los aos
setenta, la lectura de Cernuda fue, en Mxico, una divisa
generacional que, a pesar de lo intensa y combativa, no dio
resulta-dos concretos, como s los dio en Espaa, en trabajos de
investigacin y ediciones crticas generalmente serias y confiables,
acompaadas tambin de, en ocasiones, estriles polmicas sobre el
carcter y el valor del autor de La realidad y el deseo. Esa actitud
tiene su origen en la propia obra o es consecuencia de ese olvido
tan mexicano y que el poeta tanto padeci?
A mediados de los aos setenta en Mxico, Cernuda, tanto la
persona como la obra, era una presencia extraa: muchos de mis
contemporneos lo leyeron impulsados por el brillante ensayo que
Octavio Paz le dedic en Cuadrivio, un momento clave en la
bibliografa sobre l, ya que no slo se trataba de un notable texto
crtico sino que se deba a quien ya despuntaba en ese momento como
la figura rectora de la poesa en castellano en las prximas dos
dcadas. La lectura se inscriba tambin en la aureola que rodeaba a
la obra -incomprendida, maldita- y a la persona. Yo lo le con
avidez: La realidad y el deseo en la edicin de Sneca fue una
extraordi-naria sorpresa en la biblioteca de la escuela Instituto
Luis Vives, donde curs la preparatoria; sorpresa -como los panes-
multiplicada, ya que haba un buen altero de ejemplares que ante la
mirada permisiva de los profeso-res regalbamos a quien se
dejara.
No es un dato intrascendente: La realidad y el deseo en la
edicin del Fondo de Cultura Econmica estaba agotada y fue aquella,
que no inclua Desolacin de la quimera, la que nos form en el
entusiasmo cernudiano. Un grupo de aprendices de escritores
llegamos entonces a organizar una lectura en voces de Donde habite
el olvido, poema que a la menor provo-cacin, cual cancin ranchera,
vena a nuestros labios, memorizado casi sin
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darnos cuenta. Me llama la atencin ahora que el texto,
orgullosamente desolado, poco tena que ver con el ambiente de los
grupos y tertulias lite-rarias, ms bien festivamente ldicas, que se
vivan entonces. Tena desde luego un efecto catrtico al anticipar la
cruda de una minscula pero fasci-nante belle poque adolescente.
Pero esa desolacin, insisto, no era an la de la quimera. La poesa
de Cernuda no nos dejaba ver el desencanto y el resentimiento que
vendra despus, fruto de un exilio que le doli hasta el alma. La
esfera de ese olvido era todava la del mito.
El texto, escrito a raz del rompimiento con Serafn, uno de sus
grandes amores, era ledo con una intensa irona, como un poema de
amor cumpli-do, ms all de su contrapuesta literalidad, y es que eso
vena en la letra. No necesito explicar por qu la lamentacin, tan
frecuente en el verso, cuando encarna de veras en un poema,
funciona como afirmacin y pre-sencia de aquello que se lamenta
ausente, y que por eso ms que provocar una catarsis permite el
reconocimiento, la toma de conciencia, el imposible olvido. Todo lo
que en sus poemas era fechado, de los coqueteos andalu-cistas a la
poesa comprometida, pasando por el surrealismo, Cernuda lo haba
interiorizado a tal grado, que a veces ni se le reconoca y slo
estaba l, de cuerpo entero, con esa elegancia y belleza que tanto
mencionan los que lo conocieron. Pero entonces lleg el exilio y,
como a muchos, el mundo se le vino abajo.
Ese exilio no poda ser consuelo alguno por ms que lo vivieran
muchos, ya que era, de todas maneras, su exilio. Cernuda tard en
llegar a nuestro pas, y eso es importante, despus de un peregrinaje
nada cmodo como profesor -aquello que l, segn ve lcidamente Mara
Zambrano, no poda ser-. Arriba a Mxico en 1954: a pesar de la
lengua y el ambiente, de que aqu vivan amigos suyos como Emilio
Prados y Manuel Altolaguirre, no puede encontrar ese paraso que tal
vez sin haber tenido nunca ya estaba definitivamente perdido. Es
curioso que, independientemente del estilo de vida que cada cual
tuvo en el exilio mexicano, ninguno de los poetas exi-liados, ni
siquiera Len Felipe, pudo reconstruir un lugar, un espacio vital
para su literatura.
Si otros poetas -un ejemplo es Pedro Garfias- ahogaron en
alcohol ese desarraigo, Cernuda lo ahog en un licor an ms
enervante: el resenti-miento. No se trata de entrar en una
descripcin del carcter de la persona sino de situar lo que ocurri
con los textos. La generacin del 27 tuvo como virtud reunir
distintas opciones estticas sin que stas fueran excluyentes -y
tambin sin excluir la en ocasiones violenta defensa de sus
posiciones-y Cernuda representa un extremo de esa paleta. Por eso
resulta importante haberlo ledo en la edicin mencionada de La
realidad y el deseo, cuando
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an no estaba presente ese resentimiento. No deja de ser
significativo que se hayan ocupado de l muchos de los grandes
escritores mexicanos. Al ensayo de Paz habra que agregar los que le
dedicaron Toms Segovia, Ramn Xirau, Juan Garca Ponce y Carlos
Monsivis, todos ellos, desde pticas diferentes, muy admirativos.
Tambin es sintomtico que dos de los libros ms importantes de la
bibliografa sobre Luis Cernuda hayan sido escritos por poetas de mi
generacin: Manuel Uacia y Vicente Quirarte.
Es importante sealar que Segovia, Xirau y Garca Ponce dejaron
cons-tancia de su admiracin desde fechas muy tempranas y que
Monsivis pro-loga una edicin conjunta de Variaciones sobre tema
mexicano y Desola-cin de la quimera a principios de los noventa.
Este prlogo, por ms que parece terminado apresuradamente, tiene una
importancia enorme: Monsi-vis, especialista en lo mexicano, pocas
veces se ocupa de autores ajenos al tpico, y cuando se lee la
presentacin uno siente algo que se ha dicho muchas veces y pocas se
ha realmente desarrollado, la similitud entre el 27 y los
Contemporneos. Lo que el autor de Das de guardar dice parece a
veces un juicio sobre Owen -su radical diferencia con el grupo- o
sobre Novo -su no menos radical asuncin de la sexualidad como
postura estti-ca- o hasta sobre Villaurrutia. Notable lector de
poesa, Monsivis suele entender el poema desde el lado si no
prosaico s ms ajeno a la poesa, y por eso Desolacin de la quimera
es para l un gran libro. Tiene razn, pero habra que agregar (cosa
que l no hace) que es un libro que ningn gran poeta debe escribir:
en l, oficio e inspiracin estn al servicio del ren-cor y del ajuste
de cuentas, la circunstancia se eleva a la categora del infi-nito
quitndole incluso su componente nostlgico. Y es que, al contrario
de Novo en sus stiras, Cernuda haba sido abandonado no slo por
hombres (tanto la humanidad como los amigos y cmplices literarios)
sino por el humor que le poda hacer creer en el perdn.
El perdn, ese gesto tan poco atractivo, tan cristiano en el
fondo, implica sin embargo una culpa La hubo? No necesariamente en
el entorno sino en el ncleo, el propio Cernuda, implcito en las
minucias de berrinches casi infantiles, amenazado por una pobreza
pecuniaria que se le volvi pobreza del alma. Rechaz sus orgenes
literarios -Juan Ramn Jimnez, descalifi-cado violentamente, Pedro
Salinas- y a sus compaeros de aventura -Pra-dos, Altolaguirre,
Aleixandre- y hasta a sus herederos estticos -Juan Gil-Albert-
hasta quedarse sin otro interlocutor que l mismo. Era -adems-muy
callado, incluso en esas conversaciones, de las que tambin
descon-fiaba. Cernuda vivi en la pgina algo an peor que en la vida,
el constatar la limitacin de la palabra. Modernismo y vanguardia
haban legado al escritor un sino: la poesa nombra lo innombrable, y
eso slo ocurre en la
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concentracin y en la soledad. Palabra esencial, slo se conquista
al esen-cializarla. Fue un largo proceso, el de su generacin, para
descubrir que la poesa pura est hecha de impurezas, y el de Cernuda
para entender que eso no le interesaba.
Desolacin de la quimera es un libro testamentario, pero no hay
que ponerlo en el final de una obra, aunque lo sea de una vida,
sino en el ori-gen. De haberlo escrito a los veinte aos, con menos
oficio y resentimien-to, tal vez lo habra vacunado contra la
amargura que corroe sus palabras por dentro. Leerlo as concede al
lector la oportunidad de leerlo como lo que a pesar de todo Cernuda
fue, un gran poeta. Y es que lo que el libro expresa es la
imposibilidad del futuro, pero no en un plano mtico, sino en el
concreto, incluso en el prctico. Su reino fue el del pasado y por
eso esa ptina muy siglo XIX -trat de rescatar a Campoamor, por
ejemplo-, esa sintaxis extraa por opaca.
Su admiracin por Unamuno (y su rechazo de Jimnez y Machado) es
perfectamente lgica: representa la poesa existencial en la que
buscaba inscribirse. Quiso romper el espaol para hacerlo dctil a
las exigencias de su expresin, pero al contrario del Vallejo de
Trilce, romper era reconstruir: ya antes haba sido esa lengua capaz
de la poesa. Nunca pudo Cernuda pensar que se trataba de otra
lengua aunque ambas fueran espaol, y que los aos -los siglos-
transcurridos entre fray Luis y Juan de la Cruz hab-an lastrado la
lengua, y no bastaba con la intensidad de lo personal para
reconstruirla (incluso, en aquellos aos, era la intensidad de lo
social lo que provocaba su reconstruccin). Lo que fascina en Donde
habite el olvido es precisamente su parte dramtica (a la inglesa o
a lo Caldern), su condicin escnica, su cualidad recitativa. En sus
primeros poemas busca esa felici-dad que la generacin y la poca
tuvieron (y aqu incluyo a otros pases de habla espaola), una
transparencia de luz no usada a la manera clsica pero tambin en
brazos de esa vanguardia que despuntaba una dcada antes. Entre los
ejercicios de bsqueda de una voz propia se asoman ya sin embargo
sus preocupaciones futuras, la abismal y que divide a la realidad
del deseo en el ttulo que agrupara toda su obra:
Vivo un solo deseo, Un afn claro, unnime; Afn de amor y
olvido.
Como en el amor, en la poesa le preocupaba la duracin del
instante, no la prolongacin del momento, y en la diferencia entre
instante y momento entra el difcil asunto del tiempo. La felicidad
de la imagen nunca acaba de
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cuajar en una felicidad de lo expresado, no consigue la gracia
melanclica del duende lorquiano ni encuentra las virtudes del mundo
bien hecho a la Guillen. Ante esa dificultad de tono empieza a
surgir de dentro mismo de los textos el desasosiego. Habla en esos
primeros poemas -los reunidos en los apartados en Primeras poesas,
gloga, elega, oda y Un ro, un amor- un instante colectivo en el que
apenas surge el acento personal, ese que estallar en un libro
clave, Los placeres prohibidos, fundamental rei-vindicacin de su
homosexualidad como bandera tica y esttica (la belle-za es,
siempre, masculina). Libro valiente, comparable a los poemas de
Novo en Nuevo amor por los mismos aos. Y clara propuesta del poema
como reflexin autobiogrfica, camino contrario al de muchos de sus
com-paeros de generacin.
Esos textos, sin embargo, apuntan otro dato importante: la
impaciencia. En Cernuda hay una clara dialctica entre instante y
permanencia, un dilogo desgarrador entre la anulacin de uno en
brazos de la otra en la vida y ape-nas paliado el dolor por la
ambicin de reconciliarnos en el arte. La imagen autosufciente se
desboca en una reflexin que ya lo acerca desde entonces a la poesa
metafsica inglesa y al aspecto dramtico sealado antes, pero l no
poda convocar la multiplicidad de voces de La tierra balda; al
contra-rio, quiere la singularidad de una voz que pueda llamar suya
en el poema. La exigencia de impersonalidad tan en boga se le
vuelve conflictiva.
No en balde muchas veces se ha relacionado a Bcquer con Cernuda:
hay en su obra una vocacin romntica que lo empuja a poner en el
centro del discurso su propio yo, no hay rboles, hay olmos,
cipreses, cedros, de la misma manera que no hay poetas, sino Luis
Cernuda. No es humilde, desde luego. La poesa eres t porque hay un
yo que la vive. Pero esa situacin sealada en la imagen en sus
primeros poemas se extiende al amor; como ella, la relacin fsica (y
cuando habla de amor habla de eso precisamente) no satisface y esto
comunica un sentimiento de tristeza. Esa tristeza adquie-re cuerpo
en expresiones inspiradas: Qu ruido tan triste el que hacen dos
cuerpos cuando se aman.
La inspiracin mayor est sin embargo en el tono oracular: Dir cmo
nacisteis, placeres prohibidos. Es difcil encontrar un principio ms
afor-tunado para un poema y un libro, verso que marca un tono
semigtico, de ecos simbolistas, con una impostacin que casi
parecera imposible, a la vez que con una verdad rotunda. Slo el
principio del oratorio inmediato que ser Donde habite el olvido lo
superar en la obra del escritor. Pero el peso del verso reside, a
pesar de la resonancia de la palabra prohibidos en el dir inicial,
ya que vuelve a situar al poema en una verdad de la per-sona, una
sinceridad que habra sido abandonada por la lrica.
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La dcada de los treinta ser histricamente muy importante: los
seis aos de la repblica y los tres de la guerra civil. Tambin lo
ser para la bibliografa de Cernuda: publica Los placeres
prohibidos, Donde habite el olvido, Invocaciones, Las nubes. La
incidencia de lo histrico en lo perso-nal fue muy profunda, la
guerra civil, su compromiso con la repblica y el final exilio. El
tono mtico de su poesa ser, en una extraa sntesis, pro-fundamente
personal y marcadamente autobiogrfico. En pocas obras como en la
suya se mostrar la necesidad de expresar el sentido subyacen-te en
cada gesto, sea ste colectivo o individual. El poeta se pregunta,
como lo har Celan repitiendo a Heidegger, que repite a Hlderlin,
una dcada despus para qu la poesa en tiempos de miseria? El acento
hoelderlinia-no resonar en cada uno de sus libros, y es
precisamente la poesa lo que permitir medir la hondura de esa
miseria.
Los placeres prohibidos ser, en su confesin implcita, un camino
de liberacin de la culpa. Pero la Espaa negra no se revelar en la
luminosi-dad a la que aspira, sino en una sordina, en una grisalla
tpicamente ingle-sa (primera estacin del periplo del exilio, como
en el caso de Garfias). Es esa culpa -o esa prohibicin- la que
parece volver fascinante esa bsque-da de satisfaccin del deseo. La
voluntad del poeta ser expresada siempre por su contrario, de all
el desgarramiento, no por retrico menos verdade-ro, de Donde habite
el olvido. El poeta no acta sino que encarna su dolor: poema del
abandono, es la imagen opuesta de La voz a ti debida de Sali-nas.
Celebrar el abandono como deseable y necesario erige la figura del
abandonado como eje de la potica, y no la del amado. Postura,
precisa-mente, en la que no hay redencin.
Para Cernuda esos aos sern los que lo alejarn para siempre de la
emo-cin interior y cumplida pero no para precipitarlo en una
bsqueda deses-perada y turbulenta del amor y el deseo -como ocurra
con los poetas mal-ditos del siglo XIX-, sino para rendir
testimonio de la imposibilidad de ese cumplimiento fuera de ese
lugar, paraso o infierno, del cual ha sido expul-sado. No deja de
ser curioso que poetas muy distintos a l, recuperaran de una manera
gozosa y sin queja, ese tono mtico-personal, como ocurri con Jaime
Gil de Biedma en Espaa, Toms Segovia en Mxico y Alvaro Mutis en
Colombia (y Mxico).
En Invocaciones se incluye uno de los poemas ms perfectos de
Cernuda: Soliloquio del farero, especie de coda final a Los
placeres prohibidos:
Te negu por bien poco; Por menudos amores ni ciertos ni
fingidos, Por quietas amistades de silln y de gesto,
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Por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma, Por los
viejos placeres prohibidos, Como los permitidos nauseabundos, tiles
solamente para el elegante saln susurrado, En boca de mentiras y
palabras de hielo.
En slo unos cuantos aos, el poeta, que apenas media sus treinta
aos (los que para Dante habran sido la mitad del camino), se
confiesa viejo a travs de sus placeres, indigno de vivir la
plenitud del amor, pero -signifi-cativamente- plenos en la soledad
conquistada (Cmo llenarte, soledad / Sino contigo misma) y al final
(Por ti, mi soledad, los busqu un da / En ti, mi soledad, los amo
ahora). Es de esa soledad conquistada de la que el exilio lo
despojar para entregarlo a una soledad impuesta.
Cernuda tuvo siempre presente la juventud como momento de la
poe-sa, pero no slo de manera externa -la juventud del otro, del
amante- sino tambin la propia. Mano de viejo mancha / el cuerpo
juvenil si intenta acariciarlo dice en Desolacin de la quimera, y
se sinti viejo, mucho antes de serlo y cuando ms joven era su
poesa. En nombre de esa soledad vemos cmo el entorno lucha por
mostrarse y no puede en la escritura. Cer-nuda se comprometi con la
Repblica activamente, pero eso se manifest poco y de manera muy
ingenua en sus poemas -A un poeta muerto, Un espaol habla de su
tierra- en buena medida porque se libraba una lucha en su interior
entre esa fugacidad y la permanencia, rota la dialctica intui-da
una dcada antes. El compromiso civil no entraba en su diapasn
siquie-ra como gesto (al contrario de la mayora de sus amigos, que
escribieron cancioneros republicanos), pero su condena de la
canalla que gobernara Espaa no deja duda. Y cuando intenta, en
Resaca en Sansuea, escribir el poema dramtico de la colectividad,
se queda corto (basta compararlo con Primavera en Heaton Hastings
de Garfias) ya que no puede (aunque entonces todava quiere) hablar
en nombre de un nosotros.
Los poetas del 27, al igual que los Contemporneos en Mxico,
fueron escritores de juventud, sus mejores textos los publicaron
antes de la guerra, y en ocasiones despus se repitieron a s mismos.
Pero si esto es cierto desde el punto de vista histrico, hay una
parte entraable en lo que escri-bieron despus, como un indicio de
sobrevivencia, un no pasarn espiri-tual que resuena tan estremecido
como aquel que se enarbol en la con-tienda civil. Muy distintos
seran los casos de su maestro Juan Ramn Jimnez, que en el exilio
reconquist un impulso creador que lo volvi el ms joven de los
poetas de aquellos aos, o (sin exilio) el de Borges -poeta siempre
viejo- que hizo de la vejez una extraordinaria potica.
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Hay que insistir en que Cerauda vio la poesa perdida al perder
esa juven-tud, al perder la alegra de una irresponsable vitalidad,
pero -al menos po-ticamente- habra que decir que nunca la tuvo, su
escritura; incluso desde sus primeras composiciones de aprendizaje,
estuvo condicionada por una nostalgia de lo perdido, pero que en
realidad nunca haba existido. La ale-gra andaluza, indudable a
pesar de su simplificacin por los gitanos pro-fesionales, que
represent la moda Lorca, tuvo en Cernuda su anttesis, en una
melancola a la inglesa. En aquella biblioteca del Luis Vives citada
algunos pudimos leer tambin el extraordinario Poeta en Nueva York,
libro que prolonga a su manera el impulso que haba en Los placeres
prohibidos y en Donde habite el olvido. Ese mismo tono de oratorio
se abre hacia los otros ante la sorpresa que resulta la Babel de
hierro y su peculiar mezcla de culturas, tan lejana de las peinetas
y castauelas, pero con tanto en comn en su condicin de espectculo,
de anhelo por ese mbito de marquesinas en donde todo, en especial
la poesa, es puesto en escena.
La homosexualidad en Garca Lorca se transform en farndula,
exhibi-cionismo seductor, alegra incluso en la tragedia -Cernuda
acierta en su elega: El fresco y alto ornato de la vida-, mientras
que en l se interio-riz. No hay una correspondencia lineal entre el
exterior y el interior como espacio habitable, pero es evidente que
Cernuda se volvi sobre s mismo como una sombra del poeta muerto,
tal vez esa a quien escribe los Cuatro poemas a una sombra:
El amor nace en los ojos, Adonde t, perdidamente, Tiemblas de
hallarle an desconocido, Sonriente, exigiendo; La mirada es quien
crea, Por el amor, el mundo, Y el amor quien percibe, Dentro del
hombre oscuro, el ser divino, Criatura de luz entonces viva En los
ojos que ven y que comprenden.
La obra posterior de Cerauda est llena de atisbos luminosos, de
puertas hacia la luz que el poeta nunca se decidi a abrir, y es que
en su esttica era esa condicin desolada la del poeta, a pesar de
que era muy consciente de que no, de que en el amigo ausente
(Federico o cualquier otro) haba la pre-sencia luminosa: Y tu intil
trabajo de amor no te dola, / Aunque donde recela el ngel la pisada
/ Algn bufn se instala como dueo. El senti-
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miento de que el mundo no merece al poeta y que ste ser siempre
derro-tado en el tiempo (Oyen los muertos lo que los vivos dicen
luego de ellos? / Ojal nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio
interminable), por eso sus versos alcanzan diapasones muy altos, ms
all del siempre ten-tador plair.
Hay que diferenciar entre pesimismos: el de Cernuda es de
aquellos que no alcanza la paz en el exabrupto ni aspira a una
lucidez que lo site a dis-tancia. Cuando el poeta busca otra vez
esa numinosidad del poema, a la manera de Prados, no llega a
crerselo y suena a imitacin; cuando quiere tener timbres civiles
(Dptico espaol) le gana la voluntad discursiva y no la potica. En
sus momentos ms intensos Cernuda llega incluso a coquetear con una
necrofilia a la Lpez Velarde, con una poesa fantasmal, de
ultratumba, que nos habla de un mundo desaparecido pero del que no
han desaparecido las exigencias vitales.
Esa condicin dramtica que conserva hasta el final se debe a que
el poeta sigue pensando que habla en l la voz de los otros. El
mismo Cernu-da habla del poeta como una multiplicidad de voces,
pero en su caso no es cierto, hay una sola voz, muy suya, es l
siempre quien se refleja en sus modelos -Rimbaud y Luis de Baviera,
Mozart y Dostoievski- y esa voz se ahoga en rabia. Incluso cuando,
en el poema que da ttulo a su ltimo libro, describe la derrota y
destruccin de la quimera no es a s mismo a quien retrata?
En los testimonios sobre la juventud del poeta se insiste mucho
en su belleza, en su atildada presencia de dandi andaluz, con unos
ojos fascinan-tes que subrayaba con pintura negra para hacer ms
profunda la mirada. No seduce, imanta. Y las fotos de la poca
(1920, 1930) corresponden con lo dicho: la mirada va hacia l como
si lo exigiera. La aterradora descripcin de la quimera derrotada,
del envejecimiento, no se corresponde sin embar-go con su imagen de
hombre mayor, de elegante porte se senta as por dentro? El poema
citado es un ejemplo de que el envejecimiento se le vol-vi un
infierno.
Otro elemento importante es su rencor por la familia, como s
tuvieron la mayora de sus compaeros de generacin, incluso algunos,
como Prados, por adopcin, es decir: una eleccin personal, no
biolgica. Pero an as sorprende el constante rechazo a ese sentido
burgus de la permanencia. Es en esto donde se diferencia ms de lo
espaol, tan obsesivamente presente en otras cosas, y lo que impide
cualquier reconstruirse de la quimera -resu-citar no, porque no ha
muerto, ni morir, como suplicio-. El instante, ten-dr que confesar
el poeta, no se prolongar en la eternidad, ni siquiera en la
duracin.
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La admiracin creciente por Cernuda desde su muerte hasta
nuestros das, ahora que cumplira cien aos, se debe en buena medida
a que ese resentimiento lo volvi insobornable, no relativiz nunca
las exigencias de la poesa. Si, como l dice, vendi por bien poco el
amor que lo movi en su juventud, ese destino de poeta no fue ya
nunca mercanca y lo asumi no slo como actitud sino como escritura.
El exilio le dio una condicin que a Garca Lorca o a Miguel Hernndez
les dio la muerte. Entre los poe-tas del 27 fue la suya la
literatura ms reconcentrada: no busc ni la trans-parencia de un
Moreno Villa, un Salinas, un Guillen o hasta un Bergamn en los
poemas del final de su vida, ni el barroquismo gongorino al que
qued adscrita la parafernalia vanguardista misma que vivi sin
manchar-se. Cernuda consider siempre la poesa un asunto personal.
Es decir: su esttica es determinada por unas exigencias vitales,
las de su orgullosa soledad. Pero no se trata, aunque pasa por
ello, de devolver al escritor su condicin de persona, sino tambin
de sealar que slo as es posible la fundacin del sentido. El
neoclasicismo de Cernuda se morda la cola afir-mando una posicin
absolutamente romntica. Por eso, y a pesar de sus ajustes de cuenta
culturales, fue el menos literario de los escritores del 27, se
alej de la imagen afortunada tanto como del halago al pblico, y a
ste le peda concentracin, justamente lo que impeda el halago.
En el ya mencionado poema Limbo (dedicado a Paz) se describen un
escenario y una ancdota; es uno de los pocos textos de Cernuda con
ver-dadero interlocutor, y el final -asombroso- tiene un tono que
pocas veces alcanza su poesa, es de un Apocalipsis absoluto y sin
redencin, despoja-do de teatralidad. Para Cernuda, tan espaol (ya
se dijo), ni Dios ni la muer-te orientan la poesa y la vida, sino
el deseo. Y por eso puede ser tan ter-minante, tan sin futuro:
Mejor la destruccin, el fuego. No slo ese poema debe ser ledo en
ese tono, ensayarlo con la voz en el pecho o en el vientre, no slo
en la garganta. Y eso, claro, porque Cernuda crey siempre en la
poesa hasta su ltimo suspiro, no se aferr a ella como a una tabla
de salvacin (la posteridad espuria), sino porque gracias a ella
todo futuro estaba perdido, incluso el pasado de cenizas a lo
Eliot, o este presente que no nos pertenece.
-
Una desolacin sin adjetivos Cernuda en la poesa espaola de
postguerra
ngel L. Prieto de Paula
Grande es mi vanidad, diris, Creyendo a mi trabajo digno de la
atencin ajena Y acusndoos de no querer la vuestra darle. Ah tendris
razn. Mas el trabajo humano Con amor hecho, merece la atencin de
los otros, Y poetas de ah tcitos lo dicen Enviando sus versos a
travs del tiempo y la distancia Hasta m, atencin demandando. Quise
de m dejar memoria? Perdn por ello os pido. L. C, A sus paisanos,
Desolacin de la Quimera
Aunque ahora se afirme con menos contundencia que hace unos aos,
todava se mantiene la idea de una desvinculacin cultural entre
Cernuda y la poesa espaola de postguerra, al menos hasta la muerte
del poeta, tras la que se iniciara el proceso de su canonizacin
esttica. Una desvincula-cin, dgase, en dos sentidos: los poetas
jvenes del interior no tendran aprecio real y motivado por Luis
Cernuda, debido al escaso conocimiento de su obra posterior a la
guerra civil, publicada fuera de Espaa como con-secuencia del
exilio; por su parte Cernuda se habra alejado de la tradicin
literaria espaola, algo que, incluso antes de 1936, lo converta en
un raro entre sus coetneos del 27. Nada extrao si tiene razn
Octavio Paz cuando escribe taxativamente, apoyndose en motivos de
peso, que Cer-nuda es antiespaol. Sin embargo, los versos que
encabezan estas lneas, pertenecientes al poema que cierra la obra
del escritor, lo expresan a las claras: en el cuarto de siglo que
dur su destierro, Luis Cernuda no se des-conect del curso de la
poesa espaola, aunque fuera por la va negativa del afn de una
trabazn inexistente con los poetas del interior. Y si los
transterrados se haban llevado la cancin, segn la afirmacin un
punto exagerada de Len Felipe, Espaa sigui siendo un territorio de
los lecto-res de Cernuda y de tantos otros, y tambin el de su
formacin literaria bsica, sobre la que iran aposentndose influjos y
modelos posteriores.
-
18
Pero convendr matizar. De todos los poetas que hubieron de salir
al exi-lio, quiz ninguno ha sufrido como Cernuda una obstinacin
crtica que lo escinde inmisericordemente, aunque no sin algn motivo
por lo que se dir luego, en dos poetas sucesivos de orientaciones
diferentes y distintamente apreciados segn las posturas estticas de
cada lector1. Por una parte est el autor de los libros incluidos en
la primera salida de La realidad y el deseo (1936), donde se
conjuntan, en unidades desiguales pero ntimamente soli-darias, los
influjos que conformaron una sensibilidad reconocible: purismo del
27 (Perfil del aire), garcilasismo de escayola {gloga, elega, oda),
liberacin de las ligaduras racionalistas y de las correspondientes
mordazas psicosociales (Un ro, un amor y Los placeres prohibidos),
becquerianismo (Donde habite el olvido), solemnidad hmnica
(Innovaciones). Por otra parte tenemos al poeta que comenz a
desplegarse a partir de Las nubes, un libro compuesto entre 1937 y
1940, coincidiendo con la inflexin biogrfi-ca provocada por la
guerra, la pretensin de desembarazarse de la poetici-dad acomodada
en la tradicin y por ello demasiado patente, y el impulso lector
que lo convertira en conocedor meticuloso y gustador apasionado de
literaturas no espaolas.
A veces los poetas doblados de crticos ejercen, respecto a su
propia con-dicin creativa, una funcin orientadora que no tiene por
qu ser de una Ha-bilidad absoluta, pues el poeta-crtico tiende a
ver concretadas, aun sin pre-tenderlo, sus propuestas poticas en
sus realizaciones artsticas. En el caso de Luis Cernuda, su
perspicacia terica, tambin acompaada por su arbi-trariedad
genialoide -una y otra creo que slo equiparables a las de Juan Ramn
Jimnez-, dio pistas suficientes para que interpretramos de un
determinado modo su poesa de madurez, a la que pocos se asoman
desen-tendindose de las migas de pan sembradas por el poeta para
encaminar la lectura. Dicha poesa aparece acotada por unos influjos
y valores exgenos convertidos ya en estereotipo para los exegetas
de Cernuda. Segn las afir-maciones del poeta, su segunda poca
obedecera a la impronta dejada en su escritura por la poesa inglesa
principalmente, con la que comenz a familiarizarse a partir de su
estancia en Glasgow (1939), y de la que en Espaa nadie haba sabido
sacar partido adecuado, excepcin hecha de
1 No es ste el lugar de las valoraciones, aunque voy a arriesgar
una: la mayor intensidad
potica, excluidas consideraciones extrnsecas relativas a la
historia literaria, se encuentra en ciertos libros anteriores a Las
nubes; pero son los que se inician con Las nubes los que influ-yen
ms fructferamente en la poesa espaola, provocando una beneficiosa
ruptura con cier-tos usos lricos y abriendo el campo a otras
tradiciones.
-
19
Unamuno, considerado por Cernuda como el ms importante poeta del
siglo2.
Aunque poco llamativa, la influencia de la poesa metafsica
inglesa -Donne- est muy presente en su diccin meditativa (a la que
tambin aportan sus voces poetas reflexivos hispanos como Aldana o
Fernndez de Andrada). De Wordsworth pudiera proceder, en parte al
menos, el empeo de una poesa destensada y contigua a la prosa,
capaz de recoger en reali-dades tangibles los merodeos de la
observacin. Con l tambin concuerda Cernuda en cierto sentimiento
exttico ante la naturaleza, y en la conside-racin de la infancia
como una edad ucrnica, fuera de las cadenas de la historia. La
armonizacin inestable entre lo potico y la llaneza discursiva
propici algunos de los mejores poemas de Las nubes, pero tambin se
resolvi otras veces en ciertos desequilibrios. La influencia de
Coleridge es ms ocasional, aunque llega a alimentar grandes -y
largos- poemas y aun libros. La extraversin del yo, uno de los
nervios de toda poesa de calado romntico, se tamiza mediante la
diseminacin del psiquismo autorial en una diversidad de sujetos
segn la idea del poeta como ventrlocuo: pues-tos a huir de la
impostura, ninguna peor que la impostura del yo, de la que, por
cierto, ya haba comenzado a desconfiar Cernuda antes de entrar en
contacto con los autores ingleses. Esa es la tradicin del
Victoriano Brow-ning, de quien se reconoce deudor3, o de Eliot; en
cambio es menos funda-mental la influencia de Yeats, traducido por
l, salvo en los temas de sus poemas de madurez. Y ello sin contar
con la presencia de otros autores europeos como el protorromntico
Hlderlin, del que public una traduc-cin en Cruz y Raya (1936),
hecha con Hans Gebser, y cuyo fragoroso patetismo a veces recala en
el Cernuda ms retrico; aunque el estmulo holderliniano afecta sobre
todo al reconocimiento de un helenismo pagani-zante que se le
presentaba como alternativa a los remordimientos y triste-za vital
del catolicismo. Todo lo cual es razonable, siempre que se acepte
que el sistema cernudiano recoge las incitaciones aludidas no para
suplan-tar los modelos de los comienzos, sino para nutrirlos y
sazonarlos; y que no
1 Sobre las concomitancias entre Unamuno y Cernuda, cf. Jos ngel
Valente, Luis Cernu-
da y la poesa de la meditacin, La Caa Gris, nms. 6-8 (1962); en
J. . V, Las palabras de la tribu, Barcelona, Tusquets, 1994 (Ia
ed.: 1971), pp. 111-123.
3 En carta de 11 de marzo de 1961 a Philip Silver, escribe
Cernuda: Por cierto, algunos
captulos de un libro que acabo de leer, de Robert Lagbaum (es
norteamericano), The Poetry of Experience (edicin inglesa de Chatio
& Windus), aunque sin gran inters para m en parte, tiene [sic]
captulos sobre the dramatic lyric and the dramatic monologue [sic]
que s me inte-resan mucho y parecen referirse a varios poemas mos.
No es de extraar, pues hablan de Brow-ning, al que esos poemas mos
deben no poco; en Philip W. Silver, Luis Cernuda: el poeta en su
leyenda, Madrid, Castalia, 1996 (edicin revisada), p. 282.
-
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toda la evolucin de Cernuda a partir de Las nubes puede
interpretarse en trminos poticamente positivos: la obra citada
culminaba un empeo cuya intensificacin poda suponer la cada en
defectos de lasitud o de aparato-sidad sintctica tan perniciosos
como aquellos de los que procur escapar.
Esta biparticin de lo que, atendiendo al particular
confesionalismo del autor, es un solo libro fluyente, responde a la
pretensin de entender el cre-cimiento de una obra encaminada, tras
la guerra civil, por unos derroteros que no eran sin ms la
prolongacin de los recorridos unos aos antes. Al segundo tramo
creativo aplic en especial las medidas correctoras de los vicios
atribuidos al grueso de la lrica espaola, y a los que se refiri en
Historial de un libro, fundamentalmente el ornamentalismo efectista
muy anclado en un romanticismo declamatorio, y el engao sentimental
deriva-do de transferir directamente al texto, sin filtros estticos
que la reconstru-yan como ente de arte, la emocin personal situada
en el origen de la pul-sin potica. Cuando el poema no genera su
propia emocin -claro que a partir de los sentimientos del autor
pero sin identificarse automticamente con ellos-, bien puede
ocurrir que, como ha sealado varias veces Francis-co Brines, los
versos que el conmovido poeta escribe llorando el lector los lea
sonriendo.
La obra de Cernuda se sita en el vrtice donde se contraponen dos
ver-tientes: la del escritor dual referido, secuenciado en dos
tramos de desarro-llo esttico; y la del autor de un solo libro,
como hemos escrito antes apo-yados en las consideraciones del
propio Cernuda. La cuestin no se resuelve optando por una de las
dos vertientes. Si entendemos el libro como la organizacin de una
obra urdida en comunin con su biografa, entonces estamos, en
efecto, ante un solo libro, cuyas entregas sucesivas -los
diferentes poemarios de La realidad y el deseo- estn engastadas por
el hilo de una vida esencialmente literaria que se va enriqueciendo
y con-formando con los arrastres aluviales de su existir. Sin
embargo, la unidad del libro cernudiano no supone un ensanchamiento
concntrico en torno a un tematismo fijo y a un mismo dibujo
estructural, tal como apareca en la primera edicin. Al contrario:
la obra de Cernuda marcha en progresin, adentrndose en territorios
estticos nuevos al comps de su trayecto vital. Debido a ello,
Perfil del aire, publicado como suplemento de Litoral en 1927, fue
profundamente reconvertido al integrarse, con el ttulo de Pri-meras
poesas, a La realidad y el deseo: un impuesto que hubo de pagarse
para que una creacin literaria inicialmente exenta pudiera formar
parte de una psicobiografa en construccin. Hemos de hablar, en fin,
de una unidad de calado no textual, sino experiencial: sus poemas
son, para decirlo con
-
21
palabras de Gil de Biedma en una lcida reflexin4, poticos a
posterio-ri, redactados sobre el caamazo de la vida real que se
expresa en poesa como lo pudiera haber hecho en otro gnero
literario. La sucesiyidad en que los hechos vitales van ahormando
la sensibilidad literaria es propia ya de un espritu que reemplaza
las antiguas verdades compactas y generales, organizadas en un
sistema y aplicables a los espejeos de la realidad, por reta-zos de
verdades minsculas derivadas de los avatares vivenciales, en medio
del vaco esfngico en que ha aprendido a vivir el hombre
contemporneo. He aqu, pues, cmo la hipertrofia de tales
experiencias se produce por la dimisin de un pensamiento
totalizador: una pstula posmoderna no ajena a la filosofa
existencial, cuya completa integracin cultural ha terminado por
hacer innecesarios, a los efectos de sus manifestaciones artsticas,
los arranques expresionistas, las gesticulaciones retricas y las
contorsiones espirituales.
Esta condicin de poeta de la experiencia, que se atreva a erigir
la pre-cariedad de lo subjetivo en un espacio del cual se haban
retirado los siste-mas omnicomprensivos, fue pronto absorbida por
numerosos poetas de las sucesivas promociones literarias tras 1939,
ello a pesar de las restricciones con que circul su obra en Espaa:
la primera (Ricardo Molina, Garca Baena); la de los cincuenta
(Vicente Nez, Francisco Brines, Gil de Bied-ma, Aquilino Duque); la
del 68, sobre todo entre los incorporados tras la eclosin inicial
(Juan Luis Panero, Snchez Rosillo); la de la democracia (Juan
Lamillar, Jos Julio Cabanillas), ya fuera de nuestro foco. Basten
estos nombres como representacin de lo afirmado. Es ms difcil
precisar lo que cada uno debe al sevillano, porque los influjos
dependen tambin de los filtros del influido. Un denominador casi
comn son ciertos rasgos vin-culados a la potica de la identidad, al
dilogo entre las diversas y protei-cas mostraciones del yo. Esta
hipstasis del uno es quizs, de todos los elementos de Cernuda
influyentes en la poesa del medio siglo, el ms importante: se trata
del tema jnico de la ipsidad y del desdoblamiento, motivo de ntima
raz rimbaudiana -je est un autre- y formante esencial de la poesa y
de las reflexiones sobre poesa de Gil de Biedma, de donde deri-vara
hacia los poetas posteriores. El monlogo dramtico y los correlatos
objetivos, tan frecuentes en la obra de madurez de Cernuda, son slo
cau-ces de canalizacin de esa potica. En ella prevalece la idea del
arte como representacin ficcional, mediante la cual el poeta revela
sus estados an-micos sin incurrir en el confesionalismo directo
(pues un personaje histri-
4 Jaime Gil de Biedma, El ejemplo de Luis Cernuda, La Caa Gris,
nms. 6-8 (1962); en
J. G. de B., El pie de la letra, Barcelona, Crtica, 1994 (Ia
ed.: 1980), pp. 63-68.
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22
co o legendario, pero en todo caso ajeno al autor, expone
interioridades conectadas por analoga a las de ste). Otros
caracteres que conforman su peculiar potica de la experiencia,
conceptualizada por Robert Langbaum y los new crides5, han sido
asimilados por diversos autores de los cincuen-ta (Brines), as como
por los de la segunda hornada sesentayochista y por los ms jvenes.
Con todo, conviene ser cautos al aplicar acrticamente el marbete
anterior a los poetas figurativos posteriores al sesentayochismo
tal como suele hacerse, reduciendo el concepto de poesa de la
experiencia a algunos rasgos temticos -avatares biogrficos, vida
urbana, temporalis-mo-, estticos -realismo, llaneza expositiva,
escritura representativa- y de psiquismo autorial -desengao,
ligereza, ingeniosidad-
Las conexiones entre la poesa espaola y la lrica cernudiana se
mantie-nen con dificultades en los aos de su madurez literaria -es
decir, aquellos en que pareca sentirse menos espaol-, aunque la
novedad e inters de lo aportado por el sevillano contrarrestan en
parte la mayor distancia fsica y cultural; pero ahora la direccin
de tales conexiones es ms bien desde Cer-nuda hacia Espaa que al
revs. En el difcil asentamiento posterior a 1945, trmino de la II
Gran Guerra -Espaa en su aislamiento autrquico y Cer-nuda muy
pronto en el continente americano tras los nueve aos vividos en
tierra inglesa-, se inician contactos regulares con la cultura del
interior. La segunda edicin de Ocnos aparece en la editorial nsula
en 1949, y un ao antes haba comenzado a escribir en la revista
homnima, comandada por Enrique Canito y Jos Luis Cano. Los trabajos
crticos de Cernuda se fue-ron abriendo paso editorial en Espaa,
inicialmente Estudios sobre poesa espaola contempornea, publicado
por Guadarrama en 1957, ms tarde el primer volumen de Poesa y
literatura, publicado en 1960 por Seix Barral, pero
clandestinamente y con pie de imprenta mexicano, para burlar en lo
posible al censor espaol, segn manifiesta6. Otro tanto ira
sucediendo a lo largo de los aos cincuenta con trabajos sobre su
obra, como los de Jos Cano o Luis Felipe Vivanco, que delataban la
atraccin que despertaba el sevillano no ya slo entre los jvenes
que, en el interior de Espaa, busca-ban pautas morales y dechados
estticos.
La idea de la segregacin del poeta respecto de la literatura
espaola pro-cede en muy buena parte del trasvase mecnico al mbito
literario de los juicios negativos de Cernuda sobre Espaa, en un
proceso anlogo, por cierto, al que protagonizaran aos despus los
poetas del 68 de la vertien-
5 Robert Langbaum, The poetry of experience, 1957; traduccin
espaola: La poesa de la
experiencia, Granada, Contares, 1996. 6 Carta de 8 de diciembre
de 1960 a Philip Silver; en Philip W. Silver, op. cit., p. 272.
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23
te novsima. Numerosas pginas de su obra, en efecto, estn regadas
de amargas diatribas, improperios y denuestos contra Espaa, un pas
decr-pito y en descomposicin, una taca al revs adonde no quiere
regresar, cementerio de afectos truncados y desolacin sin
adjetivos. Pero su actitud no puede restringirse al caso de Espaa,
pues Cernuda es un hombre segre-gado por su voluntad de todas las
patrias posibles: la Espaa de que hubo de salir, el Reino Unido que
lo acogi en el primer exilio, los Estados Uni-dos que le
garantizaron un buen pasar como profesor, incluso Mxico, la nacin a
la que en momentos consider reencarnacin de su antiguo para-so
andaluz. Ese repudio del medio se manifiesta con singularidad en
los poemas o incluso en los ensayos crticos en que erige esculturas
morales de los solitarios que no fueron absorbidos por sus
respectivas patrias y pocas: Aldana, que fue a desaparecer, como
quien avanza hacia el cumplimiento de una profeca, en el desastre
de Alcazarquivir sin que la sociedad litera-ria justipreciara su
arte; Rimbaud y Verlaine, homenajeados por los repre-sentantes de
la hipocresa social que los conden en vida, una vez neutra-lizados
por la muerte; Gngora, quien en la hora del retiro final hubo de
acostumbrarse a conllevar paciente su pobreza, / Olvidando que
tantos menos dignos que l, como la bestia vida / Toman hasta
saciarse la parte mejor de toda cosa, / Dejndole la amarga, el
desecho del paria (Gngo-ra, Como quien espera el alba); Lorca, al
que dedica A un poeta muer-to y Otra vez, con sentimiento, poema el
ltimo de la terrible andanada contra Dmaso Alonso, en que Cernuda
enloda la elega con el insulto; Larra (A Larra con unas violetas),
etctera. Son casos de elogios resuel-tos en denuestos, o a la
inversa (en una composicin como Superviven-cias tribales en el
medio literario, la defensa de Manolito Altolaguirre ante la
estulta sociedad de escritores termina siendo menos favorable al
defendido que a los acusados).
En el poema A sus paisanos con que concluye Desolacin de la
Qui-mera -libro aparecido en 1962, y slo tras la muerte del autor
incorporado a la edicin definitiva de La realidad y el deseo-, se
resume la idea cernu-diana de una conspiracin entre los poetas
espaoles para hacerle el vaco. Y, sin embargo, la verdad es otra,
antes y despus de la guerra, al margen de que en sus coetneos de la
generacin del 27 -o del 25, como l la deno-min-, apreciadores
sinceros de su poesa, se terminara instalando el repu-dio al hombre
por su actitud esquiva y refractaria al entorno. Su recelo de los
jvenes poetas espaoles, como si les atribuyera alguna complicidad
con el sistema sociopoltico por el hecho de escribir en Espaa, no
le aho-rr vivir con amargura lo que l consideraba escaso
conocimiento o desvo de aqullos con respecto a su poesa. Pero pese
a los problemas de acceso
-
24
a ias sucesivas ediciones mexicanas de la obra de Cernuda, la
desatencin que l da por supuesta no existi nunca. Hay dos momentos
bien conoci-dos de reivindicacin de la obra cernudiana a cargo de
poetas de postgue-rra. El primero fue el homenaje tributado por la
revista cordobesa Cntico en 1955 (nmeros 9 y 10), en la segunda
poca de su existencia. All que-daba expresa la dileccin por Cernuda
de los escritores espaoles de la fac-cin neorromntica y
culturalista. La revista de Ricardo Molina, Garca Baena y restantes
poetas del grupo no haca sino acogerse a la sombra de quien, por
numerosos conceptos, era el referente esttico ms importante de
entre los del 27. Es innegable, en fin, la caudalosa influencia de
Cernu-da sobre ellos, a veces incluso en las particularidades del
tematismo7 o de su solitaria altivez en medio de una sociedad
hostil o desdeosa. Sin embargo, Cernuda no hall en Cntico un
valedor efectivo, pues mal pod-an desempear esa tarea quienes
marchaban fuera de los cauces por los que discurra mayoritariamente
la poesa del momento. Ntese que los que figuraban como defensores e
intrpretes del espritu cernudiano estaban ellos mismos preteridos
ante la omnipresencia del realismo dialctico, que en 1952 haba
inspirado la Antologa consultada de Ribes, sobre autores de la
primera generacin de postguerra, y en 1960 lo hara con Veinte aos
de poesa espaola de Castellet, quien presentaba en sociedad a
poetas de los cincuenta, aunque ni mucho menos puedan todos ellos
considerarse social-realistas. Debido al empuje de esa esttica,
atenida sobre todo al testimo-nialismo social, al uso funcional del
lenguaje literario y al engagement como tarea moral, no era extrao
que los poetas de la cuerda de Cntico perdieran pie. De manera que
si hay que explicar una cierta resistencia de los poetas espaoles
de la postguerra a la poesa cernudiana, bueno ser situar dicha
resistencia en el contexto de las direcciones estticas domi-nantes
en Espaa, que privilegiaron una potica concreta en detrimento de
quienes, como Cernuda -al igual que otros varios, y no por tratarse
de Cer-nuda-, avanzaban por otras sendas.
Adems de ello, el caso de Cernuda no es homologable al de otros
auto-res coetneos que tambin marcharon al exilio. En el momento de
la gue-
7 Un ejemplo evidente es el tratamiento del tema de las ruinas.
Ricardo Molina -Elega de
Medina Azahara, 1957- es quizs el caso ms rotundo, pero ni mucho
menos excepcional o raro entre los poetas andaluces de esttica
simbolista, tanto de Cntico o Caracola como de otras revistas o
ncleos poticos. El motivo, por su parte, fue recurrente en Cernuda:
Las ruinas, Como quien espera el alba; Otras ruinas, Vivir sin
estar viviendo; etc. El sevillano debi de beber en precedentes
histricos bien conocidos de la poesa urea sevillana -Medrana, Caro,
Rioja-, as como del movimiento prerromntico y romntico europeo, que
explot el tema hasta la saciedad en la plstica y en la literatura
(Hubert Robert, Piranesi, Winckelmann, Steuer-waldt, Holderlin,
Keats, Leopardi.etc).
-
25
rra civil, Cernuda no haba ofrecido un universo creativo
completo o cir-cular, como Lorca en un sentido absoluto, o Jorge
Guillen e incluso Pedro Salinas en otro ms relativo. Tanto Guillen
como Salinas eran ya los poe-tas que habran de seguir siendo
andando los aos, aunque posteriores libros obligaran a retocar una
imagen ya consolidada en lo esencial. Por eso la pobre difusin de
sus respectivas obras tras la guerra no afect al prestigio y
consideracin pblica de aquellos tanto como lo hizo con Luis
Cernuda. La primera edicin de La realidad y el deseo fue una puerta
que se cerraba y otra que se abra a parajes menos frecuentados que
los que dejaba atrs El poeta conocido por los lectores espaoles se
terminaba en Invocaciones, donde haba dejado seales de una pltora
en el camino fre-cuentado por determinados autores del romanticismo
alemn -Holderlin, Novalis- o italiano -los cantos leopardianos
constituidos en himnos en que la nostalgia del pasado se reviste
con ecos de epopeya-. En cierto modo, Invocaciones podra haber
garantizado un cambio de rumbo de la poesa espaola que no tuvo
lugar dada la ruptura de la guerra; pero influy en libros tan
importantes, aunque sin peso en el interior, como Las ilusiones
(Buenos Aires, 1944) de Gil-Albert, ms sereno y templado que el de
Cer-nuda. Al cegar el franquismo los conductos de la transmisin
potica con los desterrados, el comercio intelectual con Cernuda y
con otros autores qued embarrancado un tiempo; pero el inters que
su poesa de madurez despert entre los jvenes, segn ya se ha dicho,
venci trabajosamente las muchas dificultades que obstaculizaban
dicho contacto.
La situacin variara algo en los primeros aos de la dcada del
sesenta, el momento de un segundo intento de implantacin
cernudiana. Esta vez los agentes fueron los autores de los
cincuenta, sin duda los que mejor absorbieron las pautas estticas
de Cernuda, que a partir de su muerte no haran sino difundirse. En
1962, la revista valenciana La Caa Gris dedic al poeta, ya prxima
la fecha de su muerte, un nmero triple (6, 7 y 8). Jvenes
escritores como Francisco Brines, Gil de Biedma, Angelina Gatell,
Jos ngel Valente, Lpez Gradol, Ricardo Defarges o Csar Simn, todos
ellos del mismo registro generacional, haban tenido un trato lector
con el sevillano que no se limitaba a su produccin de preguerra.
Aunque los poe-tas de los cincuenta haban ido apareciendo en el
espacio pblico a partir de 1952 o 1953, su consolidacin fue
bastante posterior8, en un tiempo en
8 Los poetas de los cincuenta no responden a la idea de
generacin surgida a partir de una
eclosin propagandstica y unitaria, que luego irradiara su
influjo a crculos cada vez ms amplios, sino a la simultnea floracin
de estticas y grupos con notorias, en algunos casos, afinidades
electivas. Uno de estos grupos, cuya importancia deriva
parcialmente de su capaci-dad para absorber a otros y difundir su
modelo potico, es la llamada escuela de Barcelona,
-
26
que ya se anunciaban las primeras deserciones del
socialrealismo. Ese era el momento, pues, en que el modelo esttico
cernudiano poda cuajar en la poesa espaola.
En su tarda pero provechosa leccin, propona Cernuda el abandono
del lirismo previo y la evidencia sentimental, y un discurso verbal
ms comu-nicativo y rtmicamente cercano a la prosa. Cernuda mismo
haba incurri-do en algunos empalagos lricos, algo lgico dada la
sustancia romntica de su potica y su fervor becqueriano. Donde
habite el olvido es, precisa-mente, manifestacin de ese
primitivismo sentimental y ostentacin imp-dica de sus llagas, lo
que pronto habra de producirle rubor y humilla-cin. La evolucin de
su voz, que fue tendiendo a una llaneza controlada, encontr acomodo
entre los del cincuenta. Buena parte de stos escap de la
simplicidad emotiva mediante la utilizacin de sistemas de refraccin
como la irona -cuya sinuosidad y sutileza se avienen mal con la
desapaci-ble y terminante tribulacin de Luis Cernuda-, el sarcasmo,
los injertos prosaicos y los esguinces sentimentales, que impiden
una adhesin inme-diata y simplista a los contenidos lricos del
poema. Ejemplos como los de Valente y Biedma en sus recreaciones de
la guerra son difciles de explicar sin el aporte cernudiano. Y
tambin es perceptible dicho influjo en los habi-tuales
cortocircuitos emotivos de Barral, o incluso en un autor como ngel
Gonzlez, mucho ms contundente en la expresin de su intimidad, el
cual utiliza quiebros humorsticos o alambicamientos prossticos para
enfriar o controlar los desbordamientos cordiales cuyo abuso puede,
paradjicamen-te, desactivar los artefactos configurados para
conmover. En todo ello, la influencia de Cernuda viene compartiendo
lugar con la de Manuel Macha-do, tan poco apreciado por aqul, no
obstante lo cual me parece muy for-zada la afirmacin de Luisa
Cotoner de que aunque la autoridad de este ltimo [Cernuda] sobre la
generacin de los poetas de los 50 lograra silen-ciar el nombre de
Manuel Machado, no consigui impedir que se siguieran leyendo sus
poemas9. Cernuda, en cualquier caso, no estuvo solo en este
descortezamiento de los defectos ms consolidados de la poesa en
espaol, pues el ejemplo manuelmachadiano de El mal poema ya haba
impulsado una suerte de antirretoricismo contrario a la solemnidad
(que, por cierto, no
conectada inicialmente al socialrealismo. Su consolidacin como
grupo generacional, con una expresada intencin de irrumpir
pblicamente en el escaparate literario, se intensific en 1959
(homenaje a Antonio Machado en Collioure, Conversaciones de
Formentor, preparacin de Veinte aos de poesa espaola...). Cf. mi
Introduccin a Poetas espaoles de los cincuenta, Salamanca, Almar,
2001, 2a ed.
9 Luisa Cotoner, Modernidad de la poesa de Manuel Machado,
prlogo a Manuel Macha-
do, Del arte largo (Antologa potica), Barcelona, Lumen (El
Bardo), 2000, p. 21.
-
27
siempre acert a evitar Cernuda, muchas de cuyas composiciones
conjun-tan extraamente el ritmo prosario y la escritura denotativa,
por un lado, con un empaque ceremonioso y altilocuente, por otro:
he ah una combina-cin que no puede sino sorprender a sus lectores).
Esta doble influencia, superados ya los recelos anticasticistas que
despertaba Manuel Machado en ciertos sectores de los cincuenta y en
los primeros y ms iconoclastas poe-tas del 68, se hara ms visible
en la segunda hornada de estos ltimos -Javier Salvago, Abelardo
Linares, Miguel d'Ors, Luis Alberto de Cuenca, Fernando Ortiz...- y
en los poetas que, como Carlos Marzal, se inician en la publicacin
a finales de la dcada del setenta o en la del ochenta, fuera, por
tanto, del mbito cronolgico que nos interesa aqu.
Por razn de su actitud elegiaca, Brines parece a primera vista
el ms cer-nudiano de los poetas de su tiempo. Sin embargo, es
Biedma el verdadero puente entre Cernuda y los sesentayochistas, a
quienes antecede en la reac-cin contra el confesionalismo romntico,
conjurado por algunos jvenes mediante los diversos procedimientos
en que se despliega la reserva senti-mental10 como marca de poca
(equivalente, por cierto, a la reticencia que segn Octavio Paz,
Cernuda aprendi de Reverdy): alambicamiento ensa-ystico, sincopacin
del discurso, introduccin de referencias al oficio de la
escritura... El crecimiento del prestigio de Cernuda a partir de su
muerte, en 1963, y el impacto que tuvo su ltimo libro, coincidieron
en el tiempo con la formacin de los escritores que empezaron a
publicar entre 1964 y 1968 aproximadamente: no debe, en fin,
atribuirse sin ms a Cernuda la introduccin en Espaa de tales
procedimientos; pero caben pocas dudas de que su ejemplo fue
determinante. Y si lo fue para los del 68, vino tambin a dar un
espaldarazo a los ejercicios de los del medio siglo; as lo
recono-ce Gil de Biedma cuando habla de una proximidad genuina
consistente en algo ms que en personales afinidades -de
temperamento potico en Bri-nes, de admiracin por la tradicin potica
inglesa en Valente y en m-, porque se perciba asimismo en otros
compaeros nuestros, y desde antes de 195811.
En conexin con lo anterior, aunque de una importancia menos
relevan-te, est la utilizacin de la intertextualidad. A veces estos
procedimientos slo son un homenaje a tal o cual autor, del que se
toma un verso o un ttu-lo -de San Juan, de Garcilaso, de Aldana, de
Bcquer, de Fernndez de
10 Explico el concepto y analizo su aplicacin en Musa del 68.
Claves de una generacin po-
tica, Madrid, Hiperin, 1996, pp. 105-117. 11
Jaime Gil de Biedma, Como en s mismo, al fin, El pie de la
letra, ed. cit., pp. 344-345. El artculo apareci inicialmente enAA.
W., Luis Cernuda, 3, Sevilla, Universidad, 1977.
-
28
Andrada...-, pero en otras ocasiones se trata de una red de
cierta compleji-dad, no limitada al acarreo de una expresin o unas
frases, de manera que el poema puede quedar dispuesto sobre tonos y
voces de muy vario signo y de un sentido indeterminado. Cernuda fue
matizando y enriqueciendo este sistema de taraceado textual, ya
naturalizado del todo en los poemas finales, segn se aprecia en
Despedida, de Desolacin de la Quimera (Muchachos / Que nunca
fuisteis compaeros de mi vida), donde no hace ascos a un conocido
tango, casi irreverentemente mezclado con ecos del prlogo
cervantino al Persiles (Adis, adis, manojos de gracias y donaires).
El ltimo poema, A mis paisanos, tiene un cierre pattico: Si queris
/ Que ame todava, devolvedme / Al tiempo del amor. Os es posible? /
Imposible como aplacar ese fantasma que de m evocasteis. Ninguna
verdad, ni vital ni literaria, se roba a estos versos si se conocen
los de la carta metrificada de los que proceden, dirigida por
Voltaire a Mme. Du Chtelet: Si vous voulez que j'aime encor, /
rendez moi l'ge des amours; / au crpuscule de mes jours, /
rejoignez s'il se peut l'aurore.
La consideracin del texto como sistema que se completa con la
referen-cia a otros textos fue muy productiva entre ciertos poetas
de los cincuenta, algunos de los cuales establecieron cadenas de
correspondencias que fue-ron, en ocasiones, continuadas por
escritores ms jvenes. Tales procedi-mientos sirvieron para acotar
un mbito de contigidad esttica o moral entre autores distintos, o
para trabar con remisiones internas la obra de un mismo autor.
Sirva como nico ejemplo el poema de Gil de Biedma Pan-dmica y
Celeste, todo l un palimpsesto entretejido de citas sobre el
soporte de El banquete platnico: por referir una, el verso hipcrita
lector -mon semblable, -monfrre! procede del poema de Baudelaire Au
lec-teur, citado por Eliot en The waste land (I The burial of the
dead, verso final), y tambin por Cernuda en La gloria del poeta, de
Innovaciones: Demonio hermano mo, mi semejante (de nuevo el motivo
de la identi-dad y del desdoblamiento). Lo cual, aparte de otros
significados a los que ya no podemos atender aqu, revela
familiaridad con las fuentes y voluntad de insercin en un universo
potico reconocido como propio. Y deja, en fin, a la luz -y de este
modo cerramos enlazando circularmente con el comien-zo- una
comunicacin psquica y esttica a la que ha parecido contradecir,
quiz ms que los tpicos crticos, la dolorosa misantropa de ese poeta
ingls nacido, como Bcquer y Manuel Machado, en Sevilla.
-
Luis Cernuda ante la crtica y la tradicin literarias
Adolfo Sotelo Vzquez
Ya en tu vida las sombras pesan ms que los cuerpos (Como quien
espera el alba, 1944)
El propsito de las pginas que siguen es situar a Luis Cernuda,
crtico literario, frente a la tradicin, esa vasta presencia
innumerable1 segn atin a definirla su primer maestro, Pedro
Salinas. Esta ubicacin queda circunscrita al mbito de la literatura
espaola y atiende fundamental pero no exclusivamente al dominio de
la prosa narrativa. Al margen quedan las importantes
consideraciones crticas que el poeta sevillano ofreci sobre la
poesa de la Edad de Oro y sobre los grandes poetas de la Edad de
Plata, influidas, tanto en su ptica como en su metodologa, por T.
S. Eliot, cuyos ensayos crticos ley, acompaados de los de Mathew
Arnold, en los pri-meros meses de su exilio britnico2.
I
La lectura que Cernuda hace de la tradicin literaria espaola es
singular, exigente y arbitraria. Conviene, en primer lugar, dibujar
el enclave histri-co-literario desde el que lee dicha tradicin. La
ejecutoria crtica de Cer-nuda viene condicionada por su radical
desconfianza ante la lectura que de los clsicos espaoles haba
realizado la generacin del 98. En el ensayo El modernismo y la
generacin del 98, recogido en Estudios sobre poe-sa espaola
contempornea (1957), sostiene que los escritores del 98 -sobre todo
en sus comienzos- no llevaron a cabo una crtica objetiva de la
tradicin nacional, sino que tendieron a censurarla subjetivamente,
al mismo tiempo que indica cmo en su mirada a los clsicos prevaleci
el modo impresionista, importado de Francia, que Azorn (su
exponente
1 Pedro Salinas, Jorge Manrique o tradicin y originalidad
(1947), Barcelona, Seix Barral,
1974, p. 103. 2 Para enmarcar el quehacer crtico de Luis Cernuda
son indispensables las pginas intro-
ductorias de Luis Maristany, El ensayo literario de Luis
Cernuda, en Luis Cernuda, Obra completa, 1.11, Prosa (I), Madrid,
Siruela, 1994, pp. 17-63.
-
30
principal) llam sin razn crtica psicolgica3. Aunque Cernuda
segura-mente ande equivocado, porque Azorn tena un buen puado de
razones para sentirse heredero del modo de psicologa literaria y de
crtica sugesti-va que apadrinaron Paul Bourget y Jules Lemaitre en
Francia y del que tan buenos resultados obtuvo Leopoldo Alas en
Mezclilla (1889) y sus alrede-dores, lo cierto es que su enclave
crtico no comparta el movimiento pol-tico, literario, nacionalista
[PI, 116] del 98 y tampoco aceptaba que en su acercamiento a los
clsicos se adueasen de su materia literaria para recre-arla en sus
escritos. As, censuraba que en el captulo tercero, Un Hidal-go, de
Castilla (1912), Azorn utilizase como hroe nada menos que al
hidalgo mismo, al escudero del Lazarillo de Tormes,
sentimentalizado, casi descarnado de su admirable realidad original
[PI, 116].
Desde su severo malestar de espaol al margen, Cernuda reprueba
en 1957 -y para ello apela a la conferencia Vieja y nueva poltica
(1914) de Ortega- que frente a los escritores del 98 se siga
manteniendo una actitud panegrica, pese a que la historia espaola
en los ltimos treinta aos haba puesto un comentario terrible a
muchas de las pginas que escribieron con irresponsabilidad extraa
[PI, 113-114]. Cernuda descree de los valores literarios que ofreci
una generacin tan poco pdica en cuestiones de recato espiritual
[PII, 166] -trminos que emplea en un ensayo de 1941 sobre Juan Ramn
Jimnez-, mientras en 1963 sigue quejndose de los piropos, elogios y
mimos que reciben los escritores de esa generacin por parte de los
crticos; queja de la que queda exenta la nica personalidad que
verdaderamente le interes (y no como poeta): Valle Incln. Lo que no
era obstculo para que considerase -en 1954- a Unamuno como el mayor
poeta que Espaa ha tenido en lo que va de siglo [PI, 121], al
tiempo que admita en 1955 que el lector venidero de la poesa de
Antonio Machado encuentre en ella algn eco vivo a cierta angustia
de lo eterno humano [PI, 140]
Seguramente hay ms de una razn profunda y acertada en el
desprecio que la crtica de Cernuda profesa al antiptico egotismo
[PI, 816] de Unamuno y que convive con su honda estima por la poesa
de la medita-cin que el maestro vasco haba practicado4. Tambin le
asisten ciertas razones, aunque con un notorio poso de
arbitrariedad, en la mirada crtica
3 Luis Cernuda, Obra completa, t. II, Prosa (I), p. 115. En
adelante citar los tomos de la
prosa de Cernuda en el propio texto, indicando, entre corchetes,
el tomo en romanos y a conti-nuacin la pgina.
4 En un ensayo magistral, Luis Cernuda y la poesa de la
meditacin, Jos ngel Valente
expuso la deuda unamuniana de la poesa de Cernuda. Cf. Las
palabras de la tribu, Madrid, Siglo XXI de Espaa, 1971, pp.
127-143,
-
31
que proyecta sobre el Azorn visitador de los clsicos espaoles,
porque la madurez crtica de Cernuda, con la mediacin constante de
T. S. Eliot, no poda compartir los valores de la ingente labor
azoriniana de los primeros aos de la segunda dcada del siglo XX, si
bien no cabe echar en saco roto (para aclimatar las afinidades que
ms adelante trataremos) el consejo de una temprana prosa de la
etapa sevillana (1924-27). En ella Cernuda -con significativo
desafecto hacia el Azorn tortuatesco- recomendaba a los jvenes que
no leyesen a Azorn: No es conveniente -escriba-. La voz de las
sirenas nos apresa leyndole y una vez cerramos el libro es intil
que-rernos liberar de su mrbido encanto [PII, 728]. Encanto que
haba gana-do en muchas ocasiones la sensibilidad del joven Cernuda,
quien confesa-ba su profunda gratitud hacia Azorn. Parece, en
cambio, fuera de lugar su afirmacin de que Baraja escriba mal en su
gnero (el positivista), matizada con singular aspereza crtica con
la proposicin concesiva: aun-que no peor que Ortega y Gasset en el
suyo (el melodramtico) [PI, 164]5, segn reza un brillante ensayo
escrito con motivo de la muerte de Moreno Villa, en 1955.
La malquerencia por la vertiente literaria -prosa narrativa y
prosa de ideas- del 98 (Valle Incln, al margen) tuvo en la lectura
que Unamuno y Azorn hicieron de los clsicos un constante argumento
en los ensayos lite-rarios de Cernuda en el exilio, sin reparar (y
su pensamiento sobre la tradi-cin literaria le habilitaba para
ello) en que -como ha escrito Jos Carlos Mainer- los escritores
espaoles de fin de siglo accedieron a sus clsicos sin el filtro de
un canon trazado por eruditos y transmitido a travs de los usos de
escuela6. Filtro que Cernuda -tras el esfuerzo del Centro de
Estu-dios Histricos y de la coleccin de La Lectura, primero, y
Clsicos Castellanos, despus- rechazaba en 1940: Resulta as que la
crtica eru-dita, antes que acercarnos a un texto, nos lo separa, y
antes que aclararlo, lo oscurece [PI, 669].
Por ello, an reconociendo, de un lado, la lucidez y la exigencia
de sus quehaceres crticos y, de otro, la pertinencia de sus reparos
a la visitacin de los clsicos que hicieron Unamuno -especialmente,
de En torno al cas-ticismo (1895) a Vida de Don Quijote y Sancho
(1905)- y Azorn en la tetraloga que va de Lecturas espaolas (1912)
a Al margen de los clsicos (1915), lo cierto es que reclamar para
Valera, Menndez Pelayo y Galds
5 Cernuda crey siempre -especialmente afnales de los aos veinte
y durante los tiempos
republicanos- que Ortega, en cuestiones poticas, profesaba una
rara ignorancia [PI, 175]. 6 Jos Carlos Mainer, Tres lecturas de
los clsicos espaoles (Unamuno, Azorn y Antonio
Machado), Historia, literatura, sociedad (y una coda espaola),
Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, p. 197.
-
32
-como hace Cernuda en 1957- un mejor conocimiento de los clsicos
que el de los escritores del 98 supone una notoria opacidad crtica
para las labo-res de vertebracin de la tradicin que Unamuno y Azorn
-junto con las empresas de raz gineriana e institucionista-
llevaron a cabo durante las primeras dcadas del siglo XX. Pero
conviene anotar que el aprecio por lo intrahistrico y la valoracin
de lo popular y su identificacin con lo nacio-nal, nunca fueron
consignas compartidas por la crtica de Cernuda, mien-tras resultan
familiares en los diapasones crticos de otros poetas del 27, como
Pedro Salinas o Federico Garca Lorca. Quizs ah radique una de las
claves de las flagrantes contradicciones de Cernuda acerca de la
valoracin de las tareas azorinianas en la lectura y la crtica de
los clsicos.
II
El pensamiento crtico de Cernuda parte de una conviccin ajena al
his-toricismo y que en la Espaa de la segunda mitad del XIX haba
tenido su mximo valedor en don Francisco Giner de los Ros, con todo
lo que supo-ne de proyeccin en Galds, Clarn, Unamuno y, a travs de
ellos, en la cr-tica literaria de la Edad de Plata. En el estudio
de 1862, Consideraciones sobre el desarrollo de la literatura
moderna, don Francisco Giner, abrien-do camino en la afirmacin segn
la cual las artes y, en especial, la litera-tura bella es expresin
fiel de la civilizacin que respira, sostena que el objeto de la
creacin artstica que aspire a vivir eternamente en la memoria de
los pueblos ha de ser doble:
Debe por un lado referirse a las leyes necesarias de lo bello;
por otro, al carcter de la civilizacin en que nace: lo inmutable y
lo temporal, lo acci-dental y lo absoluto han de tener en ella
representacin. All donde el esp-ritu encuentra fundidos ambos
trminos se une con la obra contemplada y siente el puro goce de lo
bello; all donde uno de ellos falta, el arte no puede pretender ms
que una existencia efmera que se borrar con los ltimos vestigios de
las tendencias que ha halagado7.
Este doble aspecto de la obra literaria, sobre el que deba
asentarse -segn Giner- la crtica moderna, es el que alimenta los
planteamientos del Centro de Estudios Histricos y las labores
azorinianas de los aos 1912-1915 y sus alrededores, saludadas por
Ortega en El Imparcial (ll-VI-1912)
7 Cito por Juan Lpez Morillas (ed.), Krausismo: esttica y
literatura, Barcelona, Labor,
1973, p. 159.
-
33
como un ensayo histrico de trascendencia8, en cambio, le resulta
enojo-so a Cernuda, quien en 1941 escriba desde las prestigiosas
pginas del Bulletin ofSpanish Studies:
El arte no es producto exclusivo de una poca ni de una sociedad,
sino del espritu humano mismo que dirige pocas y sociedades, y
hacerle depender de stas es someter lo superior a lo inferior. La
obra artstica que no resista la desaparicin de la poca y sociedad
en que apareci, no mere-ce que como tal obra de arte se la
considere [PI, 4781.
A este enojo se une una desconfianza, reveladora de la distancia
que media entre la crtica literaria de Cernuda y las fraguadas a la
sombra de la personalidad de Ramn Menndez Pidal. Se trata de la
desconfianza ante la poesa popular, que expone en el texto de 1941,
donde discrepa del carcter popular del Romancero tradicional,
avalando su percepcin con palabras de Juan Ramn Jimnez. Cernuda
alude veladamente al ideario histrico-crtico de Menndez Pidal
cuando observa que los juicios estti-cos y literarios sobre la
poesa popular estn condicionados por un ele-mento ajeno a su
mismidad: me refiero -escribe en 1941- a la labor de indagacin
cientfica con que tal o cual profesor vincula a su nombre los
restos venerandos del pasado [P, 479]. Su pensamiento crtico cree
ms en el talento individual de un Gngora o un Lope que en la
admiracin ili-mitada que producen la poesa primitiva y la
tradicional, a la par que niega el carcter exclusivamente popular
de las joyas estticas que atesora el Romancero, porque difcil es
que en poca alguna de la historia exis-tiera un arte exclusivamente
popular, ya que el arte ni en su esencia ni en su fin es una
actividad popular [PI, 482],
Desde estas dos negaciones -el arte no es producto exclusivo de
una poca y el arte no es una actividad popular- Cernuda se acerca a
la tradi-cin literaria espaola, con el eslabn imprescindible de
Cervantes, piedra de toque esencial de las diferentes
interpretaciones de la literatura espao-la desde las obras de
Unamuno y los alrededores del centenario de 19059.
8 Jos Ortega y Gasset, Obras Completas, Madrid, Alianza-Revista
de Occidente, 1983, t. 1,
p. 241. He tratado de este aspecto de la obra azoriniana en mis
artculos Azorn, lector y cr-tico de Quevedo, Anales Azorinianos, 7
(999), pp. 77-98 y Una posibilidad espaola (en torno a la creacin
del Centro de Estudios Histricos, 1910), Sistema, 160 (2001), pp.
93-106,
9 Es tema en el que hay que ahondar ms. Como punto de partida
debe servir el artculo de
Ee Storm, El centenario de El Quijote. La subjetivizacin de la
poltica, La perspectiva del progreso. Pensamiento poltico en la
Espaa del cambio de siglo (1890-1914), Madrid, Biblio-teca Nueva,
2001, pp. 289-309.
-
34
Este acercamiento interpretativo se lleva a cabo, sin embargo,
desde un prejuicio10 procedente de los prejuicios de Menndez Pidal
y su escue-la, que Cernuda acepta al soslayo, aunque -hay que
subrayarlo- no com-parte su naturaleza. Me refiero al carcter
realista del pensamiento y la lite-ratura espaoles. Detrs estn las
afirmaciones de Costa y Unamuno, pero tambin de Galds y Pardo Bazn,
pero fue Menndez Pidal quien le con-firi rasgo de elemento bsico en
el ensayo Algunos caracteres primor-diales de la literatura
espaola, publicado en el Bulletin Hispanique en 1918 y reimpreso el
ao siguiente en el Boletn de la Institucin Libre de Enseanza. Deca
all el maestro de la filosofa acerca de la naturaleza del
prejuicio:
La austeridad artstica del alma ibera busca la emocin en las
entraas mismas de la realidad, y all la encuentra clida y
palpitante; quiere realizar la belleza con sobriedad magistral de
recursos, y siempre que se siente embelesar con las reverberaciones
misteriosas de lo imposible, reacciona en una profunda aoranza por
la meridiana luz de la realidad11.
Prejuicio que, por cierto, vinculaba a otro que -como he notado
ms arriba- Cernuda repudiaba por entero, el popularismo: Los ms
aguilenos vuelos del espritu espaol -escriba Menndez Pidal- van
animados por una ntima compenetracin del genio del artista con el
de su pueblo12. El joven Cernuda reconoca oblicuamente ese
prejuicio instalado en la tradi-cin literaria espaola, hasta el
punto de hablar de la tradicin realista espaola, si bien lo hace
con entero desafecto. Aos despus -ya en el exi-lio- explic en
sendos trabajos crticos sobre Cervantes y Galds cmo entenda la
presencia de estos maestros en dicha tradicin. En 1932 y desde las
columnas de Heraldo de Madrid (11-11-1932), analizando El Rastro de
Ramn Gmez de la Serna, vastago ilustre de la tradicin realista,
sostiene:
La realidad no se cuenta, no puede contarse y, sobre todo, no
vale la pena de contarse. Pero su espritu, si de su espritu puede
hablarse aqu (tal vez sea mejor hablar de raza), es de esos que
tanto nombre han dado a la
10 Uso el trmino prejuicio en la acepcin de Hans-Georg Gadamer,
Verdad y Mtodo,
Salamanca, Sigeme, 1984, pp. 337-339. Para los prejuicios de
Menndez Pidal, puede verse Jos Portles, Medio siglo de filologa
espaola (1896-1952), Madrid, Ctedra, 1986, pp. 64-83.
11 Cito el ensayo de Menndez Pidal por ngel del Ro / M. J.
Bernardette, El concepto con-
temporneo de Espaa. Antologa de ensayos (1895-1931), Buenos
Aires, Losada, 1946, p. 276. 12
Ibdem, pp. 277-278.
-
35
tradicin realista espaola, tradicin que se dibuja ya,
amenazadora e intransigente, desde el Poema del Cid. Dentro de ella
Cervantes y Galds son dos arquetipos, que, a su vez, explican y
disculpan dicha tradicin [PII, 50].
Cernuda admita la presencia del realismo en una determinada
direccin de la literatura espaola, pero, al mismo tiempo, le
hastiaba la naturaleza de ese prejuicio realista, que intent
universalizar -aos ms tarde- en sus breves aproximaciones a
Cervantes y Galds.
Si las bases tericas de su interpretacin de la tradicin
literaria espao-la se asientan sobre el descrdito de algunos de los
postulados fundamen-tales del historicismo, que hicieron suyo los
profesores del Centro de Estu-dios Histricos, las herramientas para
esa interpretacin tambin descreen de algunos aspectos de los
quehaceres de la filologa espaola contempo-rnea. As, Cernuda se
niega a aceptar como colaboradora en la lectura de la tradicin, la
labor erudita -la erudicin indigesta ajena [PI, 670]- en torno a
una obra de arte o los comentarios biogrficos -leyenda o disfraz
que encubre un irreparable vaco humano [PI, 670]- alrededor de la
per-sonalidad del artista.
Y an ms: dado el lugar histrico que ocupa, rechaza tambin la
crti-ca esttica (se trata de la que han escrito otros artistas
sobre aquellos que les precedieron), por un doble motivo. Uno,
genrico, la crtica esttica crea vicios de acomodacin inicial a la
obra de arte, nada provechosos para la forja de una visin singular.
Otro, producto de la ubicacin en la historia literaria, la que
ocupan los que venimos tras una generacin como la de 1898, que
examin parte de la tradicin literaria desde un punto de vista un
tanto sentimental y caprichoso, proyectando sobre aqulla su pro-pia
imagen [PI, 671], escribe en 1941. En consecuencia, su labor crtica
prescinde tambin de esos comentarios, ltimo obstculo para acercarse
a la obra de arte o a la obra clsica con nuestros propios ojos [PI,
671]. nicamente el poeta andaluz solicita una tarea de la filologa
contempor-nea: un texto puro y fiel [PI, 670], desde el que
adentrarse en la expe-riencia individual de la lectura para ofrecer
-ste es el testimonio de la cr-tica- una reaccin literaria
subjetiva [PI, 691], que fomente la necesidad individual de
verificar esa reaccin por s, de experimentarla, para que el
conocimiento del pasado, histrico, literario, artstico, sin ser
informacin, es decir, erudicin, redima la ignorancia natural del
hombre y enriquezca su vida [PI, 691]. Tal es la finalidad ltima de
sus plantea-mientos crticos.
-
36
III
La crtica literaria de Cernuda se detiene -en el dominio de la
prosa narrativa- en las obras de Cervantes y Galds. Su aproximacin
a Cervan-tes data de 1940, la que le acerca a Galds -ms lacnica- es
de 1954. En los dos grandes novelistas aprecia afinidades que
convergen en su genero-sidad y en su capacidad de comprensin ante
la polifona de la naturaleza y de las actitudes humanas. Estas
afinidades tienen que ver, en primer lugar, con su calidad de
escritores no librescos, dotados de una inmensa curiosidad humana.
De ella deriva su pareja condicin de artistas.
En el ensayo de 1940, Cernuda, libertando a don Quijote de las
plumas de los noventayochistas que confundan -a su juicio- la vida
con el arte y ste con la historia13, se admira ante la incomparable
experiencia de la vida de Cervantes, que se proyect mediante la
irona en la conviccin de que la vida existe por s [PI, 672]. Por
ello sus creaciones artsticas -El Qui-jote- tienen por materia la
vida humana y escapan de la historia que es recuerdo de la vida
muerta [PI, 672] y que no puede mezclarse con la mis-midad de las
obras artsticas. Paralelamente, al analizar a Galds -al que
reconoce como hombre de su tiempo, el de la revolucin liberal-,
pone de relieve el asentamiento de sus novelas en la historia, en
la realidad y en la vida: sus novelas parecen incluirse dentro de
nuestra historia [PI, 522]. Ahora bien, pese a las resonancias
histricas en el ambiente, en los perso-najes o en la trama, sus
novelas le parecen a Cernuda vivas y actuales [PI, 522], porque ms
all de las ancdotas histricas est la vida humana, materia de
verdadera creacin artstica y de valor perenne: Galds no uti-liza
los acontecimientos de la historia sino en funcin del hombre, as
que, agotadas las posibilidades histricas, las posibilidades
humanas siguen en pie [PI, 522], Reflexiones que, al margen de su
posible significado auto-biogrfico, afirman el talento individual y
la singularidad, as como la dimensin universal de lo cervantino y
lo galdosiano, pero que no calan en los elementos vivos de la
historia, renunciando como crtica literaria a la lucidez que la
mirada histrica puede proporcionar sobre los autores de El Quijote
y Fortunata y Jacinta.
Cervantes y Galds son, desde la ptica de Cernuda, artistas
realistas y universales. Al poeta sevillano le importa ms indicar
sus latentes afinida-des que la inspiracin que Cervantes
proporciona una y otra vez a Galds,
13 Dicha confusin tiene que ver con una mana comn a los espaoles
que Cernuda cifra en
tratar nuestro pasado como algo que puede modificarse an, o al
menos como algo que poda-mos darnos la satisfaccin de reprochar a
alguien /PI, 6727.
-
37
y que, no obstante, subraya con penetracin exquisita. Afinidad
hay en sus respectivos empleos del humor y de los efectos cmicos, y
afinidad es su querencia por la poesa de la prosa. Similar es su
adentramiento en las inmensas posibilidades del ser humano,
juntando los planos imaginario y real, como con mano maestra lo
ense Cervantes y lo aprendi Galds. Cernuda hace hincapi, tanto en
1940 como en 1954, en este aspecto que explica en su ensayo sobre
el autor de El Quijote. La verdad humana, la armoniosa dimensin
humana de los personajes cervantinos -y por exten-sin, de los
galdosianos- est en que no estn construidos en un solo plano,
oscuro o luminoso [PI, 677], sino en dos planos simultneos de
sombra y luz, en las dos caras de sueo y verdad que componen la
realidad humana [PI, 677].
Si gracias a la agudeza crtica de Cernuda se nos hacen explcitas
estas afinidades del arte cervantino y galdosiano, donde su bistur
crtico ahon-da con mayor sabidura es en la razn profunda que
permiti a Cervantes y a Galds maravillarnos con la recreacin
artstica de la vida misma. Cervantes acogi para el arte la
admirable poesa de la realidad, como slo antes lo haba hecho el
Lazarillo -mencionado explcitamente por Cernuda-:
la vida misma, sin intrigas, ni peripecias melodramticas, la
vida de cada da: los caminos cotidianos y sus posadas vulgares, con
las gentes que por ellos cruzan un momento: gentes, caminos, cosas
que nadie hasta l supo ver con mirada tan clara y honda, se
despiertan y entran al fin en la esfera del arte [PI, 686-687].
Por su parte, Galds, gran dominador de la realidad, extrajo de
sus entra-as el personaje entero y palpitante ante el lector [PI,
521]. A ambos les gua una razn profunda, lo que vulgarmente se
llama buen sentido, o la facultad de ajustar cada cosa a su valor
intrnseco. Cernuda intuye la clave de sus afinidades en esa rara
cualidad que, sin embargo, sus genios crea-dores manejaron de modo
opuesto, a tenor de las diferentes circunstancias que les
rodeaban:
El genio de Cervantes tuvo que crear, dentro de la poca
extravagante en que viva, el freno necesario que le permitiera
marchar serenamente, tal Pegaso cruzado en Clavileo; el genio de
Galds tuvo que agitar con la ins-piracin de sus hroes patolgicos la
sociedad mezquina y tacaa donde se mova, y espolear a Clavileo para
que de los costados le brotasen las alas de Pegaso PI,
687-688].
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Cervantes -lo que no es ms que una cara de la verdad cervantina-
refre-n la locura con un loco entreverado de sensata cordura. Galds
espole la locura para que lo visionario y lo regeneracionista
ensanchasen los lmites de la mediocridad y la ramplonera ambientes.
Un mismo sentido comn que apostaba por la armoniosa dimensin
humana.
Una ltima razn abona la consanguinidad de Cervantes y Galds. Son
dos clsicos14. Qu valor y qu significado tienen para Cernuda los
clsi-cos? Esta es, precisamente, la encrucijada que descubre la
filiacin azori-niana de la lectura e interpretacin de los clsicos
que postula -malgr lui-el poeta sevillano, seguramente mediatizada
por el magisterio de Pedro Salinas15, en cuyos aprendizajes
intelectuales se advierte la huella de Azo-rn y sus labores crticas
de los primeros aos de la segunda dcada del siglo XX, paralelas a
los quehaceres iniciales del Centro de Estudios His-tricos.
La pauta azoriniana de lectura de los clsicos nace del ideario
krausista y unamuniano, segn el cual la verdadera tradicin es un
valor dinmico y creativo, no infecundo y esttico. La tradicin es
una entrega viva y ope-rante. Los clsicos son parte de esa tradicin
y los lectores son sus garan-tes, sus nuevos hacedores. O dicho en
un lenguaje ms prximo a nosotros: la forma como Lulli, Gngora o
Bernini ejemplifican para nosotros el arte barroco debe seguramente
ms a nuestra visin del arte que a la de esos artistas mismos y de
sus contemporneos16. Es decir -y cito Le Muse imaginaire de Andr
Malraux- les oeuvres d'art ressuscitent dans notre monde de l'art,
non dans le leur17. Azorn reivindicaba en el cannico Nuevo prefacio
de Lecturas espaolas (edicin Nelson, 1915) para los clsicos una
lectura por cuenta propia, porque dichos autores son un reflejo de
nuestra sensibilidad moderna, aadiendo:
Un autor clsico no ser nada, es decir, no ser clsico, si no
refleja nuestra sensibilidad. Nos vemos en los clsicos a nosotros
mismos. Por eso los clsicos evolucionan: evolucionan segn cambia y
evoluciona la sensi-bilidad de las generaciones. Complemento de la
anterior definicin: un
14 La condicin de clsico moderno de Galds viene certificada por
esta afirmacin del
ensayo de 1954: Si algn escritor espaol moderno tiene la talla y
las proporciones de nues-tros mayores clsicos, se es Galds [Pl,
518].
15 Punto en el que son muy oportunas las consideraciones de Jos
Carlos Mainer, Salinas,
crtico: la bsqueda del valor vital, Revista de Occidente, 726
(1991), pp. 107-119. !6
Grard Genette, La obra plural, La obra del arte. Inmanencia y
trascendencia, Barcelo-na, Lumen, 1996, p. 286.
17 Andr Malraux, Le Muse imaginaire (1947). Cito por Grard
Genette, La obra de arte,
p. 286.
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autor clsico es un autor que siempre se est formando. No han
escrito las obras clsicas sus autores; las va escribiendo la
posteridad18.
Cernuda -como Pedro Salinas o Dmaso Alonso- hace suya esta idea
azoriniana (tan cara, por otra parte, a T. S. Eliot) y, dejando a
un lado, la trascendencia esttica que constituye el principal
significado de un autor clsico, sostiene que en su lectura -la de
Cervantes, por ejemplo- no se debe perseguir descubrir a Cervantes,
sino descubrirnos a nosotros mis-mos, hombres de hoy, en Cervantes
[PI, 691]. He ah la clave de su acer-camiento a la tradicin.
El clsico azoriniano est siempre dispuesto a dar cuenta de su
valor.