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Don Quijote como mitologema nacional en la generación de posguerra
Autores: María Ángeles Varela Olea Localización: Anuario de estudios cervantinos, ISSN 1697-4034, Nº. 10, 2014 , págs.
323-336 Idioma: español
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Don Quijote y la generación de posguerra
09/11/2013 | La Dialéctica de Sofía
Don Quijote como mitologema nacional
en la generación de posguerra
Mª Ángeles Varela Olea
Universidad San Pablo CEU
:
La frecuente formación y hasta dedicación universitaria de muchos escritores de
posguerra explica su bien conocido intelectualismo y el espíritu crítico que les es
común. Estos rasgos son garantía de su aprecio por la obra cervantina, pero será la
situación de crisis nacional la que los conduzca a valorar de dicha obra su capacidad
como mitologema reinterpretador político. Como autores de posguerra, sigue
definiéndolos su preocupación por España, pero con un carácter diferente respecto a
regeneracionistas o noventaiochistas, como también será diferente su utilización del
mitologema quijotesco. Y es que la adaptabilidad que como mitologema le es inherente
al recurso, es el rasgo que permite su supervivencia en otros tiempos y circunstancias.
Como he desarrollado ampliamente –y aquí, muy someramente apunto-, en
generaciones precedentes el recurso es más que mito, mitologema (Varela: 2003).
Siguiendo la teoría científica de la cultura de Malinowski, la nacionalidad es una
“unidad en la cultura” en la que los mitos operan como organizadores de las
experiencias humanas (Malinowski, 1981). Pero como expuse, la amplitud de realidades
que denota el mitologema quijotesco no es comparable a la de ningún mito, pues
siguiendo a Jung y Kerényi, su significado no puede ser expresado exacta ni
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correctamente de modo no mitológico. El mitologema, como la música, es por su forma,
intraducible: cualquier explicación lo reduce. Los mitos más ricos se expresan en
mitologemas: conjunto de representaciones, imágenes y símbolos. No es una imagen
fija, como puede serlo un mito, sino que pone en primer término el logos: es toda una
elaboración discursiva de las ideas políticas que, alegóricamente, se sirve del relato
cervantino seleccionando, descartando o creando nuevos pasajes, personajes o temas.
Frente a la irracionalidad del mito, el mitologema es paradójica reflexión lógica –
logikê– que acepta del primero su ficcionalidad para revertirla en realidad racional.
Pero además, desde las Reflexiones sobre la violencia de Sorel se ha distinguido entre
las utopías y mitos, pues lejos del carácter intelectualmente minoritario y elitista de las
primeras, estos últimos se divulgan en los pueblos, tienen base en la realidad y son el
germen de la acción. De ahí su llamada al “mito de la huelga general”, como medio para
contrarrestar y vencer la fuerza del Estado. Antes de que las ideas políticas se
conformen racionalmente –“victoria”, “democracia”, “derrota”- han pasado por un pre-
estado mítico. Es decir, en el caso del mitologema quijotesco, el exégeta tiende al
desarrollo del discurso de interpretación nacional proyectándolo en el cervantino. Todo
lo cual, hace que una generación esencialmente poética haga escueta mención a don
Quijote como mito o lo recupere desde perspectivas ajenas al análisis político.
Aleixandre o Cernuda rescatarán al Cervantes poeta, Bergamín al místico y metafísico o
Salinas al lírico don Quijote autor de “La mejor carta de amores de la literatura
española” (Aleixandre, 2005: 155-160; Cernuda, 1943: 175-195; Bergamín, 1985;
Salinas, 2005: 41-55). Desde el estudio científico, Dámaso Alonso en su “Sancho-
Quijote. Sancho-Sancho” también centra su interés en la españolidad del retrato
psicológico de sus personajes. Sancho le parece paradigma de ese realismo pintado con
inigualable ligereza, “remanso” con que cantar el ensueño y la realidad (Alonso, 2005:
132, 138). El estudio de la lengua realizado por Gerardo Diego, afirma que la lengua
cervantina es el español de Extremadura, de Andalucía o de Castilla conservado aún en
familias criollas, como “ley” a la que “gustosamente” se someterán generaciones
venideras. Así, emotivamente concluye que “la lengua de Cervantes es ya español
universal” (Diego, 2005: 112). La Generación del 27 se interesa por la obra cervantina,
pero, en calidad de tal, no lo hace desde la perspectiva que le ofrece como mitologema
político. Sin embargo, los mismos autores en otras ocasiones, reflexionando ya como
autores de posguerra, volverán sus ojos a la obra cervantina buscando esa orientación y
consuelo que como mitologema les ofrece.
En las épocas en que una sociedad se hace apolítica y prescinde de emocionalidad en
esa dirección, explica García-Pelayo, los mitos pierden su vigor. Así sucedió
brevemente. En 1927 La Gaceta Literaria publicó una encuesta en la que trataba de
“dilucidar lo que separe nuestra generación de las anteriores, en lo que atañe a la
política”, para lo que preguntó si la política debía intervenir en la literatura.
Respondieron entre otros, Gómez de la Serna, Benjamín Jarnés, Antonio Espina, Juan
Estelrich, Gerardo Diego, Juan Chavás, César Mª Arconada, Eugenio Montes, Rafael
Alberti, José Bergamín, Guillermo de Torre o Francisco Ayala. La respuesta general fue
la indiferencia: el escritor debía sentir la política, pero dejársela a los políticos. Sólo dos
años después, en 1929, la mayoría de los encuestados admiten la política dentro de la
literatura (Hernando, 1974: 55 y 60). La literatura se humaniza y pierde el apoliticismo
que había caracterizado a las vanguardias.
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Así, un Salinas poético ve en la muerte que el autor da a don Quijote la consumación de
los pragmatismos. En su “Alba del matador” (abril de 1949), la pluma siente la muerte
más infame; la que mata a su sangre sin que el autor –Cervantes y Salinas– puedan
hacer nada:
Cuántas noches en vela me ha costado esta muerte.
Sangre hay que no se seca, que no se lava nunca.
Por siglos de los siglos yo seré el asesino.
¿Es esta pluma un día de ave de torpe vuelo
inocente y pesada entre el aire y el agua?
Yo la he trocado en algo que no tiene perdón.
Y ¿quién va a perdonarme, si yo no me perdono?
Ahí le tenéis bien muerto: en su cama y con todos
alrededor llorándole: mansas mujeres, los vecinos.
No murió cara al cielo sobre la tierra plana.
No murió de lanzada, el que tanto lo quiso.
El que buscó la muerte por todos los caminos.
Él, que quería dar su sangre limpia cual la sangre de cordero.
Todas las aventuras terminan bajo techo.
Yo le maté, sin lanza, bendito por el cura.
Las estrellas velaban con mil ojos mirándome.
Por él estaban todas; qué bien le conocían.
Cuántas noches estuvo sin dormirse los ojos
vueltos hacia su cielo más estrellado aún.
La locura está siempre sembrándose de estrellas.
«¿Qué vas a hacer?», me dicen.
Es tuyo, mira, es tuyo: tú quien le concebiste
sin pecado en su alma. ¿Te atreverás a hundirle
la pluma en el costado? La pluma de la hiel
en el alma melifica.
Ya las chusmas esperan su risible agonía.
¿Por qué, por qué le matas? Nunca tuviste hijo
de tu carne, más tierno. Alma más inocente
no salió de la tuya. Te matarás con él, morirás de su herida.
Los que vienen con toga, letrados, notarios, policías con porra y hombres con cuentas
corrientes son los “razonadores” que mandan y afilan la pluma asesina de don Quijote
(Escartín, 2005: 9-10). La poesía, antes apolítica, recurre al mito para reconstruir con
sus imágenes y símbolos, las experiencias y sentimientos ocasionados por la situación
política del momento. Salinas se expresa a través del mitologema quijotesco.
Esta recuperación del mitologema quijotesco es una combinación poética y retórica de
contenidos míticos y racionales, es decir, conocimiento basal, de naturaleza crítica en su
desarrollo racional. Se trata, por tanto de un ejemplo superlativo de lo que Jesús G.
Maestro define como literatura sofisticada o reconstructivista: Un tipo de conocimiento
de naturaleza irracional que sofisticadamente desarrolla la racionalidad y ejercita la
desmitificación, reconstruyendo estética y artificialmente una reflexión crítica de la
España del momento bajo la cobertura de un “aparente y seductor irracionalismo”
(Maestro, 2012: 433-4).
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En esta nueva recuperación del fenómeno, adaptado a nuevas necesidades y contexto,
hemos de señalar que, en general, desaparece la técnica regeneracionista heredada por
noventaiochistas de volver la mirada a nuestro pasado para buscar el momento histórico
en que se inició la decadencia española, y, en cambio, aumenta el estudio de psicología
nacional basado en la españolidad de la obra cervantina. Según Cernuda, esa vuelta al
pasado era una inútil manía muy española (2005: 220). Aunque al volver su mirada al
Quijote aún veremos ecos de revisión histórica, por ejemplo, en autores como Aub
(2005: 296)[1] o más prolijamente en Giménez Caballero (1971: 20-32). Pero lo más
frecuente será que nos encontremos ya únicamente notas deslizadas en aproximaciones
a la obra cervantina desde la Historia de la Literatura. Respecto a la búsqueda de la
psicología nacional, Antonio Machado, comentando la exégesis orteguiana, había
escrito en 1915 que el Quijote era la “enciclopedia del sentido común español”, y
situando esta obra como antítesis de la de Teresa de Ávila, señalaba que “la materia con
que labora Teresa es su propia alma; la materia cervantina es el alma española,
objetivada ya en la lengua de su siglo” (Machado, 1989: 1570).
Uno de los rasgos más problemáticos de la generación de posguerra es su
heterogeneidad. Sin embargo, como mitologema, el quijotesco posibilita la proyección
de los problemas y soluciones nacionales en las figuras, pasajes y episodios cervantinos
de intelectuales con posturas ideológicas distintas. Aunque su interpretación de España
variase, lo que no variaba era esa concreta preocupación, por lo que, aun con
significaciones opuestas, se acudía al recurso: Carlistas y republicanos, liberales o
conservadores se servían de don Quijote para expresar esa común preocupación por
España. Así sucederá también entre los escritores de posguerra: republicanos o
nacionales, residentes en España o exiliados.
Otra notable variación en el uso del mitologema por parte de esta generación es que el
interés se desplaza al propio Cervantes, teniendo muy en cuenta a su autor. Como dice
Talens, “ya sea como escritor o como individuo humano, ya sea Cervantes como
escritura” (2005: 9). Frente a la tajante afirmación unamuniana de que lo que importa es
lo que uno “pone” o “sotopone” en el Quijote -es decir, aquello que el exégeta ve y
añade-, la nueva generación recrea el mitologema interpretándolo sin la explícita
libertad creativa anterior. Con este desplazamiento de los personajes a su autor, se
aminora y se hace indirecta la envergadura de la obra como mitologema para la
interpretación nacional, si bien, aún permanece su capacidad para hallar esa esencia
española. No olvidemos la tendencia academicista de muchos de estos autores, quienes
ahora deslizarán su interpretación nacional basada en la lectura cervantina, contenidos
por la ingente bibliografía científica ya existente entonces[2]. Así, en un estudio
científico y erudito, el intelectual puede concluir rasgos de nuestra psicología nacional
en que bulle una identificación con el mito de índole sentimental.
Frente a ese realismo y naturalismo consustancial de generaciones anteriores, los
autores de posguerra aprecian la comicidad e ironía con que afrontar la realidad. En su
artículo de 1925 sobre la nueva orientación artística española, Ortega analizaba aquel
nuevo estilo, describiendo esas tendencias generales como la deshumanización del arte
o una “esencial ironía” (Hernando, 1975: 24). Este aspecto de la obra cervantina será
uno de los más destacados por nuevos autores como José Bergamín, Cernuda, Giménez
Caballero, Salinas, Chacel, Corpus Barga… Este será uno de los rasgos de Don Quijote
que atraiga a los entonces jóvenes escritores, por ser “el gran instrumento de combate
frente al estupor”, lo cual lleva a ver en Don Quijote la “gran burla de lo estupefaciente”
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(Giménez Caballero, 1971: 34)[3]. Como escribirá Pedro Salinas en su “Don Quijote en
presente”, el desequilibrio de don Quijote da medida del nuestro y nos da la
significación del desequilibrio ideal que ninguno alcanzamos, pero todos deseamos: “Sí,
Cervantes fue un humorista maestro. La ironía que mejor le salió fue la de hacernos
creer, por tres siglos, lo menos, que Don Quijote estaba loco. Ahora, en el siglo IV de la
era quijotesca, empezamos a sospechar que los tontos hemos sido nosotros.” (Salinas,
1983: III, 82).
Entre los autores de esta época, interesa esencialmente la complejidad formal de la obra
cervantina, sus diferentes puntos de vista y su humor. Así, “La confesión” de Rosa
Chacel admira lo que de Cervantes hay en su obra, explicitando las concomitancias y
disensiones respecto de la lectura unamuniana, sin olvidar mencionar a Galdós o a
Maeztu. A su juicio, la comicidad de la obra no está puesta para la risa del lector, sino
para que Cervantes se ría de sí mismo (Chacel, 2005: 147). Es a través de la técnica
literaria empleada por el autor en la que ve el alma nacional. Es decir, Cervantes se
confiesa en su obra, y lo hace al modo netamente español: la imprecación popular, la
ironía y el escepticismo. El “acento cascado del escepticismo” nos es tan medular que
se delata en “el sonido de la imprecación blasfematoria.” En el Quijote ve la
españolidad: al hombre herido de increencia en Dios, en el hombre, en el héroe, y sobre
todo, en sí mismo (Chacel, 2005: 148). La ironía de Cervantes, de Galdós o de
Unamuno que considera nuestra rama más genuina. En 1947, Domenchina también
había destacado de la obra el “exabrupto del espíritu español”, los “prontos quijotescos
de la españolidad” que junto a su “frenesí ideal” son sus armas de fuego (Pulido, 2008:
459).
Y si Chacel refleja ese humor del desencantado por el que “Don Quijote no puede
terminar nunca triunfando” (2005: 149), ese es el mismo acento que, desde la
perspectiva de la guerra y del falangismo también se aprecia en La piel de toro (1944)
de Ximénez de Sandoval. Como muestra de la capacidad del mitologema, desde
perspectiva tan diferente, el Quijote es entendido como el libro de todos los ex
combatientes del mundo, símbolo del desencanto nacional y del concreto desencanto
falangista (Rodríguez Puértolas, 2008: II, 919-920). El Don Quijote “Vencido”,
caballero derrotado del joven León Felipe a quien antes de la guerra le pedía sitio en su
montura (Versos y oraciones de caminante, 1920), será tras la guerra sustituido en esa
autoidentificación por “Rocinante”. El poeta lleva al héroe sobre el espinazo: con él
respira, relincha, blasfemia, injuria y maldice (2004: 940).
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Herencia tradicional y noventaiochista
Los escritores de posguerra son, pues, nietos del 98 y herederos de ese cúmulo de obras
de análisis nacional en que don Quijote muchas veces sirvió de guía en la interpretación.
Pero como señaló Cernuda en 1943, el hecho de que “una considerable parte de la obra
literaria de esa generación” del 98 esté dedicada a la exégesis del Quijote hace que
parezca “ocioso preguntarse después de ellos por don Quijote. Ahora bien: ¿es su don
Quijote el mismo que nosotros vemos?” (Cernuda, 2005: 219). Me atrevo a contestarle
que no lo fue, sencillamente porque la experiencia de la guerra ha cambiado las
circunstancias. Y sin embargo, don Quijote se mantiene en aquello que para Cernuda
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definía a la Generación del Desastre: sigue siendo “encarnación mítica y mística de lo
español”, pero como veremos, con matices nuevos.
Una generación no sólo es superación de la anterior, sino sobre todo, filiación y
herencia. En este sentido, hay un legado de comentadores cervantinos que se han
servido del mitologema nacional a quienes ampliar, rebatir o personalizar. Entre ellos,
son citados con frecuencia Unamuno y Ortega, y en segundo lugar Galdós y Maeztu.
Tras sus exégesis, poco parece que puedan añadir los jóvenes. Además, en torno a la
obra cervantina hay una cierta contienda, pues el Quijote se convierte en símbolo que
ambos contendientes reivindican como propio.
Así, por ejemplo, don Quijote fue símbolo con quien se identificó tanto a Franco como a
Negrín. El 18 de junio de 1938, Juan Negrín, presidente del Consejo y ministro de
Defensa, pronuncia un conocido discurso difundido a través de Unión Radio Madrid en
que pide a los republicanos que sientan entusiasmo por la causa republicana para evitar
“desviarse” hacia “la transigencia y el arreglo”. Con ese mismo ardor, dice desde el
Madrid republicano: “mientras haya un techo en que palpite un corazón español, si está
en juego el porvenir de nuestra tierra, se sucumbe o se vence. Y se vencerá” (Negrín,
1938). La exaltación idealista de quien invita a resistir y a ser “duros e inexorables con
el enemigo, abierto o encubierto” para evitar la invasión y expoliación entusiasmó a
Antonio Machado. La Vanguardia recogió su glosa admirativa sobre el discurso que
calificó como magnífico y que le dio pie a hablar del quijotismo de Negrín a propósito
de su frase de que “Las más de las veces al vencedor lo hace el vencido”. Conforme con
él, Machado afirma que, en efecto, al vencedor lo hace “el éticamente vencido, el que se
adelanta a su derrota con el convencimiento de merecerla”. Por eso, aunque Negrín no
mencione a don Quijote, “bien claro se ve que como buen español, lo lleva en el alma”
y si no hay muchos españoles de esta laya, tampoco los hay pragmáticos que rindan
culto al éxito, como Cervantes los definió: “Bien se ve, Sancho, que eres villano, de los
que dicen: viva quien vence” (Machado, 1986: 199-200).
Pero aún será más frecuente la utilización del franquismo del Quijote como elemento de
una tradición que muchos rechazan. En este sentido, cabe recordar un gesto que resume
esa utilización como seña identitaria: la jura, ideada por Eugenio D’Ors, de los
componentes de las varias Academias en diciembre de 1939, ante un crucifijo, los
Evangelios y un ejemplar del Quijote decorado por el yugo y las flechas (Rodríguez
Puértolas: 2008, 445-446). La jura, así como la utilización en prensa escrita o en el nodo
del Quijote como símbolo tradicional asimilado al Régimen, o en un nivel culto, la
reinterpretación del mitologema realizada por figuras tan señaladas como Maeztu (Don
Quijote, don Juan y la Celestina, 1926) o Ledesma Ramos (El Quijote y nuestro tiempo,
1924), fusilados por los republicanos en 1936, crea un rechazo entre quienes se oponen
al franquismo. Así, un periodista afirma que en Franco se reúnen la espada del Cid, la
vara del alcalde de Zalamea y la lanza de don Quijote, y escritores de prestigio como
Pemán comentan la entrada de Franco y su ejército en Barcelona, comparándola a la del
personaje cervantino en la misma ciudad (Rodríguez Puértolas, 2008: II, 775 y 837).
Esa identificación política –a la que algunos siguen aludiendo con resquemor como
“apropiación ilegítima” –, así como la dificultad de originalidad, contribuyen a
desplazar el interés de algunos escritores de la reelaboración del mitologema al trabajo
erudito sobre la obra, a interesarse por otras obras cervantinas, o a esforzarse en hallar
nuevas sendas de interpretación nacional en el Quijote.
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Entre los menos hostiles a la ideología del Régimen, no hay esa reticencia inicial. La
situación de crisis de 1932 es reverberación de ese 1898 y de 1915. Giménez Caballero,
fundador y director de La Gaceta Literaria, no se avergüenza de sentirse el último “98”
y de justificar esa nietez reverberada en “grito” frente a la destrucción de España. A su
juicio, en 1931 España fue sacudida por corrientes separatistas, socializantes, laicas o
universalistas quedando “desarmada, anticaballeresca y anticidiana: Quijotera”. Por
ello, distingue dos tipos de exégesis de la obra cervantina: Las “salmodias quijotescas
de los que se divirtieron con el Quijote a costa de España” y aquellas otras “voces
honradas y leales que nos lo denunciaron” (1971: 246-7).
Pero el legado noventaiochista es inesquivable hasta para quien como Cernuda o
Domenchina, lo deploran. Guillén, Cernuda, Salinas, D. Alonso, Aub, Chacel, León
Felipe, Giménez Caballero o Rosales, al volver el rostro al Quijote, lo vuelven también
a quien Bergamín llamaba “su otro don Miguel” (Unamuno). Desde el exilio, María
Zambrano desarrolla la idea del asistematismo de nuestra Filosofía, que se encuentra
dispersa en la novela, poesía, cuentos y refranes populares. Por ello, en su Pensamiento
y poesía en la vida española (1939), reproducido parcialmente en la prensa del
exilio[4], reivindica las lecturas quijotescas de Unamuno y Ortega.
Es así como acaba siendo posible que Max Aub en su reflexión sobre el Quijote, recoja
el pensamiento de noventaiochistas, ya sin complejos, acompañado de la tradicional
revisión histórica española, sin añadir notas nuevas a lo ya desarrollado por aquellos. En
el Aub de 1958, la reflexión en torno al Quijote reproduce la reflexión en torno a Carlos
I, Felipe II, los tercios “invencibles”, el oro y la ruina de América… (2005: 297). Como
aquellos, afirma que “don Quijote es España y no arquetipo de españoles. Don Quijote
es España luchando por ideales muertos, metida en empresas descabelladas y gloriosas”
(2005: 297-8). A su juicio, como gran creación literaria tiene el destino glorioso de
representar el espíritu nacional, ese dualismo tan nuestro que está en la sangre misma de
los personajes, nacidos de que “Los españoles no conocen el término medio; salvo
pocos, siempre extremados.” (2005: 301).
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Libertad y vitalismo
En la renovación tímida –por temerosa de la generación precedente– del mitologema de
don Quijote, las circunstancias históricas llevarán a los intelectuales de toda ideología a
rescatar de la obra cervantina varios aspectos novedosos: la libertad, la soledad, la
derrota o el desencanto, la marcha y, sin embargo, la vitalidad del idealista. También en
esta generación como en la precedente, el mitologema muestra su operatividad y
capacidad de adaptación a la ideología de quien a él acude. Así, el exiliado ve en el
personaje al defensor de la libertad, quien, vencido, ha de salir de su tierra; y el
vencedor en la contienda, reconoce en él al idealista arrojado que batalla por la libertad
de sus principios, que se decepciona ante el curso de los acontecimientos, y que resiste
ante las dificultades, siempre animoso. Un poema de Salinas dedicado a don Quijote
(“Alba del matador”, 1949) nos habla de unos y otros: “Chocan los hombres, / muerden
el polvo, derrotados quedan. / Fingen los otros, pobres vencedores / que serán bronce o
mármol, allí aupados / en su corta victoria, pero el grande, / el caballero de la inmensa
vista, / a todos los reúne como Dios: / que del polvo nos saca, / y al polvo nos devuelve
como aquella / tarde de la aventura verdadera.” (Escartín, 2005: 10)
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Ese aspecto de la derrota será uno de los más atractivos para quienes desde el exilio
reclaman como suya la obra cervantina. Para Salinas, “Lo que debemos a don Quijote”
es, entre otras lecciones, el mostrarnos que sus derrotas constantes no significan que
esté vencido, sino que son sólo batallas perdidas de una victoria futura: “Lo que hace
don Quijote es convertir el fracaso en algo como una etapa, como un escalón hacia el
deseado triunfo futuro.” Su paciencia, su perseverancia y su fe son una lección presente
de la que el hombre contemporáneo debe aprender. Lejos de su hacienda, como al
exiliado lejano de España, al hombre le queda el espíritu: “La tierra propia del hombre,
la que no comparte con ningún otro ser vivo, es su alma. Su solar incomparable es su
cualidad de ser espiritual. Hoy necesita, para no ser vergonzosamente derrotado, tocar
alma, asentar su acción en la base más honda de su persona: el espíritu.” (1983: 51-65).
De estas circunstancias, nace también la apreciación del vitalismo de la obra cervantina
y de la libertad. Por eso, el exiliado y derrotado ve el sentido trascendente de la realidad
y valora su influjo vital capaz de dar hálito al lector. Para Salinas, “Si el Quijote vale
algo, no es por lo que en él veamos los profesores, o los cervantistas, o los eruditos, o
los académicos, no. El Quijote vale, únicamente, por su capacidad de infundir vida; de
suscitar raudales nuevos de vida en cada uno de sus lectores» (1983: 52). Y junto a ese
vitalismo, aprecia también el respeto a la libertad de conciencia que Cervantes concede
a sus lectores, dejando caminar a sus personajes sin decirnos si son buenos o malos,
locos o cuerdos, “En suma, para que estemos a cada instante ejercitando la prodigiosa
capacidad de elegir y de preferir” (1983: 64).
Desde el exilio, se reclama la ilegitimidad de la conmemoración oficial del nacimiento
de Cervantes de 1947. Así lo hace, por ejemplo, Ramón J. Sénder: el Quijote es una
defensa de la libertad, y por ello, “es un libro exiliado”. Su artículo en Las Españas,
“Hace cuatro siglos que nació Cervantes”, contribuyó a la identificación de todo escritor
exiliado con el autor del Quijote, pues en dicha obra se encuentra y consuela el
desterrado. Cervantes, como los exiliados actuales, representa el triunfo del espíritu en
libertad, capaz de descubrir en el hombre las constantes de su universalidad (Piñero,
2005: 7). Se recoge aquí una identificación con el héroe, con su idealismo, con su
marcha y su soledad, o se proyecta en él la nostalgia de España. Así, se recupera el
Quijote como mitologema capaz de expresar la ansiedad y la esperanza de los exiliados
por regresar a su patria. Aquel número especial de Las Españas contenía diversos
artículos en la misma línea. Gallegos Rocafull destaca “El mensaje de esperanza de
Cervantes”, que explica como “fidelidad a su misión” y “empeño de ser hasta la
muerte”. La meditación sobre la obra cervantina lo es también sobre la psicología
nacional y así, le permite explicar la anarquía del pueblo español por su empeño de ser
fiel a sí mismo. En línea voluntarista y vitalista, escribe: “Anticipándose en años a
Spinoza y en siglos a Schopenhauer, Cervantes sabe que toda voluntad de ser, que es el
fondo más radical de nuestra existencia, se condensa y vierte en una sola esperanza, la
de ser cada uno lo que es” (Pulido, 2008: 459). En la misma publicación, Daniel Tapia -
quien poco después será uno de los fundadores del Ateneo Español de México-,
contribuirá a ello en numerosas ocasiones. Según describe, la visión de la realidad del
exiliado es quijotescamente alterada por su obsesiva idea de regresar a España:
Los españoles hemos sufrido la amputación bárbara y despiadada de nuestra visión. No
vemos o no queremos ver nada que no sea España (…) Imaginar hasta llegar a ver, y ver
para no morir. Imaginar ejércitos donde no los hay, como don Quijote, o ínsulas más o
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menos Baratarias, como la que le fue dado ver al bueno de Sancho. Ver a España en
todas partes, en una flor, en una palabra, en un paisaje.
Y en el mismo año, su “Don Quijote desterrado” describe cómo los exiliados han
llegado a México como el personaje cervantino, “por un imprevisto encantamiento”.
Sólo se es español de verdad al salir a buscar aventuras. Unos son como Quijote, y
sienten su misma “ansia” y “perenne inquietud” por su anhelo de volver a España, otros
como Sancho, quedan absortos y encandilados ante lo que ahora ven. Don Quijote:
Lo añora todo, hasta los libros que le volvieron el seso, que le hicieron liberal. Pues no
sólo quiere volver a España, sino volver a ella con la misma locura con que se marchó.
Volver tan loco como antes, tan obstinado y terco, sin ceder en un punto. Piensa más en
todo eso que en la propia Dulcinea, pues no ve otra señora de sus pensamientos que su
tierra nativa a la que idealiza y ensalza sobre toda otra. (Piñero, 2005; 8 y 9).
La revisión del mitologema rescata del caballero cervantino su naturaleza débil y
vencida, con la que escritores de toda ideología se identifican. Escribía Giménez
Caballero en 1940 que España debe recordar que:
Don Quijote mató nuestro mito nacional del Cid. Que el señor de los débiles españoles
–Don Quijote- venció al Señor de los españoles fuertes. Al Dios de Rodrigo de Vivar.
Al Dios de Lepanto. Al Dios del Cervantes juvenil y noble. Al Dios que renegaría en su
vejez, de alma resentida, Cervantes. (Giménez Caballero, 1979: 247).
El tema de la libertad, lógicamente, trae a colación el pensamiento y vida de Cervantes.
Así, la lectura del Quijote de Luis Rosales indaga en el pensamiento del autor, en textos
nacidos en 1947, a raíz del centenario, pero que permutarían su interés hasta centrarse
en el tema de la libertad, en su magnífico Cervantes y la libertad (1972) (Lozano-
Renieblas, 2012). Él mismo se declara continuador de la estética vital de Unamuno y
Ortega. Como los grandes adeptos al mitologema cervantino, también Rosales hace a
Cervantes un contemporáneo y busca el paralelo entre la situación vivida por el autor
del Quijote y él mismo, entendiendo la importante amenaza a la libertad de ambas
épocas: “La crisis de la libertad es el eje del mundo cervantino y es el drama de nuestro
tiempo” (Rosales, 1960: I, 2). Ese vitalismo es a su juicio la raíz de lo español, que él
reconoce en el espíritu popular y que en Cervantes y Velázquez ve magníficamente
captado. A su juicio, la caracterización de nuestra cultura no está en la oposición entre
idealismo y realismo, sino entre vitalismo y racionalismo. Tanto en la obra cervantina
como en la pintura de Velázquez, queda de manifiesto cómo la cultura española se
anticipó casi dos siglos al representar “la autónoma belleza de la vida”, su valor estético
independiente de la valoración racional. El pensamiento cervantino es un trasunto del
democratismo y necesidad de convivencia de lo diverso en nuestra historia:
El genio velazqueño y cervantino no cae en la sátira. No cae, tampoco, en la adulación.
No sustantiva de manera abstracta virtudes o defectos. Convive íntegramente la realidad
que tiene ante los ojos. No transparenta, sino revela cuanto mira. No enjuicia, narra. No
razona, valora. No determina, vivifica. Saben que la orfandad y la miseria, así también
como la autoridad y la riqueza, son muy frecuentemente carga pesada para el hombre.
Comprendiéndolo así, dice Cervantes, “que si entonces no podía dormir por pobre,
ahora no podía sosegar por rico; que tan pesada carga es la riqueza al que está usado a
tenerla, ni sabe usar de ella, como lo es la pobreza al que de continuo la tiene. Cuidados
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acarrea el oro y cuidados la falta dél; pero los unos se remedian con alcanzar alguna
mediana cantidad y los otros se aumentan mientras más parte se alcanza”. La distinción
es justa: si la pobreza hace perder el sueño, la riqueza quita el sosiego. Vaya lo uno por
lo otro. La diferencia entre hombre y hombre no estriba en el poder, sino en el valor. La
humanidad nos hace a todos ser hijos de Dios. La hombredad nos hace ser a todos
parejamente iguales. La individualidad nos hace ser a todos distintos como hombres. La
personalidad nos hace ser a cada uno hijo de nuestras obras. En España, probablemente
por la coexistencia secular de razas, religiones y aun Estados distintos, no confundimos
nunca estos valores. Sobre la viva y siempre tornadiza realidad histórica española, se
estableció nuestra convivencia, no sólo como apremio exterior, sino también como
íntima necesidad. (Rosales, 1949: 270-271).
Vitalismo y libertad aparecen hermanados en la nueva versión del mitologema. El
exiliado Bergamín dedicará a exponerlo algunas de las más hermosas y vehementes
páginas de la generación. La vitalidad del personaje lo hace resistir a las desventuras
que lo atenazan; sin importar la razón, el apasionado ve en él, como Rosales, un
hermoso vitalismo en que reconocerse:
Nunca quiso don Quijote tener razón. De nada ni por nada. Con nadie ni tampoco contra
nadie. Sino con todo y contra todo. Quiso tener pasión hasta la muerte. Muerte siempre
actual y actuante en su vida. Muerte personal porque siempre esperó porque siempre
quiso. Que no quería Cervantes que hubiera palabra ni acto de esa vid de su don Quijote
que no nos desenmascarase claramente a los ojos el engaño de su corazón, la
temporalidad material que nos condena a vivir presos en la jaula vacía de nuestra razón
o libertados de ella por la furiosa y entusiasta enajenación racional de nuestro
pensamiento o pensamientos (Bergamín, 1985: 75).
El republicano, católico y exiliado tras la guerra civil, insiste en el vitalismo del
personaje que convierte en acción su pensamiento, que como repite incesantemente es el
pensamiento cristiano nacional: “el pensamiento que enajena la razón humana
quijotescamente”. En 1941 y desde México, el escritor ve en el final del personaje “la
verdad de la vida” y la “pasión de la verdad en el escepticismo”, ese “pensamiento
cristiano, en definitiva que es el de la fe que en Cervantes se hizo conciencia popular de
España con la figuración quijotesca de su palabra verdadera” (1985: 76). Como don
Juan, don Quijote da forma a la soledad del exiliado, desprendido de los bultos que le
restaban claridad (1985: 55).
La cuestión vital humana tiene en la obra cervantina varias preguntas abiertas que
adquieren forma en sus personajes. Ante esta angustia, queda la “resignación dolorida,
melancólica, desengañada, de don Quijote ante las puertas del Infierno” o la postura que
magistralmente nos explica de ese “Sancho recién salido del Purgatorio” y el
comentario que Cervantes le hace pronunciar y entusiasma a Bergamín: “Dios me
entiende y basta”.
:
La Numancia como alternativa al Mitologema del Quijote
En el Madrid republicano cercado de 1937-1938 conmociona la adaptación de La
destrucción de Numancia realizada por Alberti. Su peculiar versión actualiza el tema de
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la resistencia popular frente al imperialismo. En el prólogo, escribe que “en el ejemplo
de resistencia, moral y espíritu de los madrileños de hoy domina la misma grandeza y
orgullo de alma numantinos» (Aznar Soler, 2005: 50). La reinterpretación política de
los escritores de posguerra renovará su expresión en esta otra obra cervantina
desapercibida por noveintaiochistas.
En el episodio histórico y en su recreación cervantina se reconoce el dolor, la represión
popular, su resistencia, la invasión extranjera de fuerzas imperialistas y se discute sobre
el derrotismo suicida de los españoles. En consecuencia, a Max Aub le interesará “La
Numancia de Cervantes” pues en la España imperial del s. XVI un escritor “prejuzgaba
las contiendas de hoy y de mañana”. El enemigo de ayer en la Numancia tiene en el
fascismo actual las “mismas facciones capitales”: “Que quien con la muerte juega, y el
fascismo hace con la muerte algo más que jugar, acabará quemado en ella, mientras, tras
él, y en torno suyo, vuelva a surgir, espléndida, la vida” (Aub, 1989: 26)
El Cernuda que criticaba a quienes prescindían de Cervantes en su lectura del Quijote,
aquel que hablaba de la manía española de tratar nuestro pasado histórico como algo
modificable, aquel que ante noventaiochistas decía estar entre quienes no sentían dolor
de “nuestra tierra en parte alguna”, o si les dolía, guardar “ese dolor para nosotros
mismos”, “descubre” El Cerco de Numancia. Y en ella, la voz de la España que antes y
ahora ve a sus hijos enfrentados, bárbaros y enfurecidos, que se ve apresada y víctima
de extranjeros: “Para quienes atravesamos una guerra civil durante la cual uno de los
bandos atacó a su tierra y a sus paisanos con la ayuda de nazis alemanes, fascistas
italianos y (última desvengüenza) de soldados marroquíes, la voz de Cervantes nos
suena ahí con acento inolvidable”. Cervantes “caló hondo en el carácter de los
españoles” (2005: 241-2). Cómo no reconocerse en estas palabras que Cervantes hizo
que España le dirigiera al cielo:
Muévate a compasión mi amargo duelo.
Y, pues al afligido favoreces,
favoréceme a mí en ansia tamaña,
que soy la sola y desdichada España.
(…) ¿Será posible que continuo sea
esclava de naciones extranjeras,
y que un pequeño tiempo yo no vea
de libertad tendidas mis banderas?
Con justísimo título se emplea
en mí el rigor de tantas penas fieras
pues mis famosos hijos y valientes
andan entre sí mismos diferentes.
:
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NOTAS
[1] A estilo regeneracionista y noventaiochista afirma que “don Quijote es España y no
arquetipo de españoles. Don Quijote es España luchando por ideales muertos, metida en
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empresas descabelladas y gloriosas” (2005: 297-8). A propósito de la obra cervantina,
reflexiona sobre Carlos I, Felipe II, los tercios “invencibles”…
[2] Por ejemplo, en referencia al Quijote Cernuda escribirá en 1940: “Tan densa puede
ser la masa de comentarios eruditos acumulada sobre una obra, que ya es difícil
adelantarse hasta aquélla sobre la cual recaen”, dicho legado, dice, nos separa del texto
y, en lugar de “aclararlo, lo oscurece” (2005: 217).
[3] “El ‘Quijote’ es la correlación espiritual al desastre que se fraguaría en Münster. El
‘Quijote’ es el primer ‘estado de ánimo de puro 98’. Alarma e ironía. Primera despedida
de toda grandeza y aventura española.“
[4] “El problema de la filosofía española”, Las Españas, núm. 8, abril de 1948.
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