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Ciclo C
64

Dom ord 22 c

Aug 09, 2015

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Ciclo C

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El mensaje principal de este domingo es algo que no está muy de moda, porque estamos acostumbrados a oír lo contrario. Hoy Jesús nos habla sobre la HUMILDAD.

El evangelio (Lc 14, 1. 7-14) comienza así:

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Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando.

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En varias ocasiones nos narran los evangelios situaciones parecidas en que Jesús es invitado a comer por algún fariseo. Ello debía ser porque, aunque algunas veces nos cuentan palabras terribles de Jesús contra ellos, normalmente les trataría con mucha bondad y cortesía. Ellos sabían que su charla era amena y provechosa y se sentían halagados invitándole, por ser Jesús muy famoso.

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Jesús acepta estas invitaciones porque aprovecha para dar alguna enseñanza importante.

Hoy la enseñanza sobre la humildad vamos a dividirla en dos partes. Veamos la primera parte, la de la humildad más normal, para dejar para después la última enseñanza de una humildad más sublime.

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Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les propuso esta parábola:

"Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os

convidó a ti y al otro y te dirá: "Cédele el puesto a éste.“ Entonces, avergonzado, irás a ocupar el

último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando

venga el que te convidó, te diga: "Amigo, sube más arriba.“ Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece

será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

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A alguno le puede parecer que estas recomendaciones de Jesús son como una receta para triunfar en la vida social. Así, poniéndose en el último puesto, cuando llegue el que les invitó, le insista en que suba más arriba y subirá con triunfo. O puede ser que por no complicar las cosas, se quede toda la fiesta en el último sitio. No se trata de esto.

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Hay algo mucho más íntimo y mucho más importante, que es la actitud cristiana ante el banquete del reino de los cielos y la actitud ante los bienes de la tierra que nos ofrece Dios.

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En primer lugar, Jesús está reprobando la actitud de los fariseos, los de entonces y los de todos los tiempos. Reprueba la actitud de los que se consideran como buenos y creen merecer los mejores puestos en el Reino de Dios. Especialmente si, al considerarse superiores, miran como “por encima del hombro” a los que creen que no son como ellos.

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Esta actitud la reflejó hermosamente Jesús en la parábola del fariseo y el publicano.

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Alguno de estos fariseos hasta tocaban una especie de trompetita, cuando daban limosna, para que la gente mirase y les viera dar limosna. Jesús tuvo que decirles:

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No hagas sonar la trompeta cuando la limosna des.

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Eso lo hacen los falsos y no los hombres de bien.

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En verdad quiero deciros que su afán ya

recibieron.

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Si das con tu mano

izquierda, que a la

diestra sea secreto.

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Si oras, cierra la

puerta, que sea tu rezo en silencio;

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y el Padre que todo escucha

se gozará en tu

secreto.

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No reces en voz tan alta como rezan los farsantes,

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que oran en las esquinas,

teniendo gente delante.

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No es fácil entender la verdadera humildad. Existe un derecho verdadero, que es el de realizarnos personalmente. No consiste la humildad en andar apocado, con timidez, encogimiento, ni en huir de las responsabilidades. Porque para ser verdaderamente humilde, primeramente hay que haber desarrollado los propios talentos y cualidades.

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Santa Teresa decía que la verdadera humildad es andar en la verdad. Dios no quiere que seamos falsos. Por eso, para ser humilde, primero uno debe conocerse bien.

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Y también conocer a los demás. Aquí está el difícil equilibrio entre el conocimiento de uno con el conocimiento de los otros, para llegar a la verdadera estimación de uno propio y la estimación de los demás. Entonces tendremos la sinceridad de aceptarnos como somos y valorarnos en sus justos términos.

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¡Qué fácil se dice y qué difícil se consigue! Ahora bien, como tenemos una tendencia innata, que podemos llamar material y pecaminosa, de valorarnos más que los demás, por lo menos en algo, debemos hacer como con un arbolito inclinado.

Si lo ponemos en el medio, vuelve hacia el lado inclinado. Debemos forzarlo, y bastante, hacia el lado opuesto para que al final se quede en el medio.

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Por eso, aunque debemos estar equilibrados en el centro del conocimiento y de la estima, la humildad nos hace tirar hacia abajo, y quizá necesitemos bastante, para que podamos llegar a la verdad.

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El mundo desgraciadamente nos lleva a aspirar los primeros puestos. Por eso es muy difícil el comportamiento de un cristiano: con respecto a los deportes, a los concursos. Difícil es saber valorarnos lo nuestro y lo de los demás. Claro que lo peor es cuando uno quiere subir “pisando” a los demás.

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Lo bueno es cuando los demás puedan ver nuestra valía para glorificar a Dios. Jesús lo dijo bien claro: “Brille vuestra luz… para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre” (Mt 5, 16). Lo pecaminoso es cuando buscamos nuestra alabanza. Ahí entra el pecado de soberbia u orgullo.

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Podemos señalar tres grados en la humildad: Una primera humildad es la opuesta a la vanidad. Podemos llamarla modestia. El que es modesto reconoce con cierta racionalidad hasta dónde llega la propia valía. Porque hay personas que tienen unas pretensiones irracionales.

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La segunda humildad es la opuesta a la soberbia. Es la de aquel que se reconoce pecador ante Dios, que es perfecto y santo. Es reconocer que cuanto somos y tenemos lo hemos recibido de Dios, de quien somos siervos.

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El tercer grado de humildad sería el de Jesucristo. Y el nuestro cuanto más nos acerquemos a ese ideal. Es el vaciarse. Es lo que dice san Pablo: “Se despojó de su rango y se rebajó hasta la condición de esclavo”.

Y todo ello por amor, para servir a los hermanos.

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la de querer ocupar el último puesto con la intención de subir. Es la de aquellos que no quieren reconocer su valía, en lo externo, para que le digan lo contrario y le estimen.

Hay una falsa humildad, que está expresada en el evangelio de hoy:

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Por eso hay que intentar conocerse con absoluta sinceridad. Y comenzar siendo sincero en la oración para poderle decir a Dios. “Tu lo sabes todo…” Siempre, recordamos, tendiendo algo hacia abajo, para podernos quedar en el centro.

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Y puede ser que sea un buen cristiano. Pero el cristiano debe ocuparlo de distinta manera que el hombre terrenal. El cristiano lo ocupa elevando a todos hacia lo alto, para servir a todos desde la altura, como si todos estuvieran en el mismo nivel.

Alguno dirá: “Alguien tendrá que ocupar el primer puesto”.

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La diferencia del cristiano que ocupa un puesto alto es que no se agarra desesperadamente al puesto, sino que está dispuesto a dejarlo en el momento que sea oportuno. Y hasta que dé la sensación que, estando en el primer puesto, está sentado como si estuviese en el último.

Porque la dignidad no le viene por el puesto sino por él mismo.

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Jesús nos enseña a ser un poco como niños. Ante Dios, porque todo lo bueno lo hemos recibido de Él. Ante los demás porque estaremos más según la realidad, seremos más queridos por Dios y obtendremos un mayor premio.

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Señor, mi corazón no es ambicioso.

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Señor, ni mis ojos altaneros.

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Yo no pretendo grandezas que superan mi capacidad.

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Señor, mi corazón no es ambicioso

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Señor, ni mis ojos altaneros.

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sino que acallo y modero

mis deseos.

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Como un niño

en brazos de su

madre,

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Como un niño

en brazos de su

madre,

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Luego da un paso más, un paso fuerte, que para algunos puede parecer una cierta falta de educación hacia aquel que le ha invitado, a quien dice que no debería haber invitado a los amigos sino a los pobres y necesitados. Dice así la última parte del evangelio:

La enseñanza de Jesús no se queda sólo en lo anterior.

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Y dijo al que lo había invitado: "Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus

parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita

a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te

pagarán cuando resuciten los justos."

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A Jesús le gusta como provocar a sus oyentes para hacerles pensar. Y así lo hace ahora. A cada uno de nosotros nos dice que hay una felicidad más honda que la que se ve a primera vista: Una felicidad que viene de Dios y que consiste en hacer lo mismo que Dios hace: acercarse a nuestra debilidad.

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Jesús nos dice que tenemos que invitar a los necesitados. Invitar es un símbolo de intimidad. Dice Jesús que quienes más deben gozar de la intimidad del cristiano son los que en la sociedad están desacreditados. No quiere decir que no haya que invitar a amigos y familiares. Está hablando de preferencias hacia los pobres.

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Es una constante en las preferencias de Jesús: Los pobres, ciegos, paralíticos, leprosos, huérfanos y viudas. Esto cuesta meterlo en el corazón de los cristianos.

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Y aquí está otra enseñanza de la humildad. Que no es buena por el hecho de rebajarnos, sino porque nos dispone a servir a los demás. Aquel que sea soberbio, que sólo piensa en progresar en lo material, aun a costa de otros ¿cómo va a tener un sentido de servicio? Aquel que, valiendo, sabe rebajarse, podrá servir mejor a los demás.

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Toda la vida de Jesús fue un acto de continuo servicio y una entrega continua a su Padre. Para ello se rebajó y puso todo su poder al servicio de los necesitados. Y este servicio lo hizo sin tener un puesto extraordinario ni en lo civil ni en lo religioso organizado.

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En la Última cena, lavando los pies a sus discípulos, les dijo: “Os he dado ejemplo…” Por lo tanto estar al servicio de todos, especialmente los necesitados, he ahí la verdadera humildad.

Jesucristo es el ejemplo para la Iglesia.

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Terminamos recordando que si a Dios le agradan tanto los sencillos y humildes de corazón, procuremos rebajarnos un poco para entrar más en la esfera de los predilectos de Dios. Haciéndonos pobres y débiles, el Señor se fijará más en nosotros y seremos seducidos por su amor.

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Señor, no soy nada ¿Porqué me has llamado?

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Has pasado por mi

puerta y bien sabes

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¿Porqué te has

fijado en mi?

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Me has seducido,

Señor.

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Con tu mirada me

has hablado al corazón y

me has querido.

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Es imposible conocerte

y no amarte.

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Es imposible amarte

y no seguirte.

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Me has seducido,

Señor.

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Como a tu Madre, pobre y

sencilla de corazón.

AMÉN