1 DISCURSO FÍMICO Y CONSTRUCCIÓN DE IMAGINARIOS Mundo proyectado y activación ciudadana 1 Francisco Javier Gómez Tarín Dpto. Ciencias de la Comunicación Universitata Jaume I. Castellón. España TEORÍA DE BASE: UN PUNTO DE PARTIDA NECESARIO. Todo discurso cinematográfico vehicula un relato, una representación inserta en el seno de un mundo posible (imaginario e ilimitado), plasmada en una imagen sobre la pantalla de proyección, a la que el espectador se enfrenta desde una perspectiva física, perceptiva y sensorial afectada hoy por el influjo de otros medios audiovisuales (esencialmente la televisión) que, en última instancia, condicionan tanto su forma de visión como la de consumo. Centrarnos en la imagen propiamente dicha, en aquello que se proyecta y en su relación con lo que permanece ausente, es un problema complejo que implica no sólo a dicho flujo de imágenes, sino una triple caracterización que afecta dialécticamente al estado receptivo y hermenéutico de ese espectador, puesto que la visión tiene un límite que obedece a tres parámetros: marco, borde y cuadro. En ellos, indefectiblemente, se inscribe la imagen. Una primera aproximación, de tipo funcional, tiende a definir cuadro y marco como dos elementos de un todo unitario. El marco provee la delimitación espacial, el límite de la imagen tanto longitudinal como transversal. Durante el rodaje estaría físicamente constituido por el objetivo de la cámara y durante la proyección sería el recuadro de la pantalla en el que se contiene la imagen. El cuadro –habilitado como campo–, en tal caso, sería durante el rodaje el continente del contenido visual en el seno del objetivo que filma y durante la proyección el de la imagen presentada, propiamente dicha, lo visible por el espectador. Ahora bien, esta “funcionalidad” resulta un tanto esquemática y propicia algún que otro nivel de confusión. 1 Algunos de los aspectos aquí recogidos han sido tratados en textos previos o en fase de publicación, siempre vinculados a los trabajos que desarrolla el Grupo de Investigación I.T.A.C.A. y en el seno del proyecto investigador Nuevas Tendencias e hibridaciones de los discursos audiovisuales contemporáneos, financiado por la convocatoria del Plan Nacional de I+D+i del Ministerio de Ciencia e Innovación, para el periodo 2008-2011, con código CSO2008-00606/SOCI, bajo la dirección del Dr. Javier Marzal Felici.
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DISCURSO FÍMICO Y CONSTRUCCIÓN DE IMAGINARIOS
Mundo proyectado y activación ciudadana1
Francisco Javier Gómez Tarín Dpto. Ciencias de la Comunicación
Universitata Jaume I. Castellón. España
TEORÍA DE BASE: UN PUNTO DE PARTIDA NECESARIO. Todo discurso cinematográfico vehicula un relato, una representación inserta en el
seno de un mundo posible (imaginario e ilimitado), plasmada en una imagen sobre la
pantalla de proyección, a la que el espectador se enfrenta desde una perspectiva física,
perceptiva y sensorial afectada hoy por el influjo de otros medios audiovisuales
(esencialmente la televisión) que, en última instancia, condicionan tanto su forma de
visión como la de consumo.
Centrarnos en la imagen propiamente dicha, en aquello que se proyecta y en su
relación con lo que permanece ausente, es un problema complejo que implica no sólo a
dicho flujo de imágenes, sino una triple caracterización que afecta dialécticamente al
estado receptivo y hermenéutico de ese espectador, puesto que la visión tiene un límite
que obedece a tres parámetros: marco, borde y cuadro. En ellos, indefectiblemente, se
inscribe la imagen.
Una primera aproximación, de tipo funcional, tiende a definir cuadro y marco como
dos elementos de un todo unitario. El marco provee la delimitación espacial, el límite de la
imagen tanto longitudinal como transversal. Durante el rodaje estaría físicamente
constituido por el objetivo de la cámara y durante la proyección sería el recuadro de la
pantalla en el que se contiene la imagen. El cuadro –habilitado como campo–, en tal caso,
sería durante el rodaje el continente del contenido visual en el seno del objetivo que filma
y durante la proyección el de la imagen presentada, propiamente dicha, lo visible por el
espectador. Ahora bien, esta “funcionalidad” resulta un tanto esquemática y propicia algún
que otro nivel de confusión.
1Algunos de los aspectos aquí recogidos han sido tratados en textos previos o en fase de publicación, siempre vinculados a los trabajos que desarrolla el Grupo de Investigación I.T.A.C.A. y en el seno del proyecto investigador Nuevas Tendencias e hibridaciones de los discursos audiovisuales contemporáneos, financiado por la convocatoria del Plan Nacional de I+D+i del Ministerio de Ciencia e Innovación, para el periodo 2008-2011, con código CSO2008-00606/SOCI, bajo la dirección del Dr. Javier Marzal Felici.
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Para poder centrar nuestra reflexión, debemos recordar que el artefacto fílmico es
el resultado de un proceso que no concluye en su constitución como ente físico (película
de celuloide impresionado) ya que tiene un recorrido posterior que implica su exhibición
pública, y es ahí donde se desvela como texto, en el momento de fruición espectatorial.
Un filme (como todo texto) existe en la medida en que es interpretado, sin su proyección
está incompleto; por tanto, no podemos referirnos a marco, borde o cuadro, sin antes ser
conscientes del múltiple juego de participaciones: 1) durante el rodaje: “recorte” de un
profílmico; 2) durante la proyección: cabina, pantalla, sala; y 3) durante la fruición
espectatorial: “recorte” de una imagen en la oscuridad.
El marco está presente desde el momento del rodaje, delimita una fracción del
profílmico pero tiene una entidad física, puesto que responde a un mecanismo tecnológico
(la cámara); esa cámara tiene su “doble” en el aparato de proyección, aunque, con toda
seguridad, el “recorte” físico de la imagen no responde enteramente al inicialmente
efectuado en el momento del rodaje. El haz luminoso se expande sobre la pantalla y el
espectador –rodeado por la oscuridad– impregna su mirada con “otro recorte” cuyo marco
ya no es físico porque sus bordes han sido difuminados por un entorno en tinieblas. Si
para el espectador cuadro y marco pueden resultar partes de un todo homogéneo, no lo
es así en su origen: el cuadro obedece a una composición durante el profílmico, limitada
por el marco, es un continente y no un limitador.
Deberemos, pues, analizar los precedentes y evolución de un mecanismo de
representación con el que podemos reconstruir un universo mucho más amplio que el
ofrecido a la visión (de ahí la importancia de la relación campo – fuera de campo, que
diferenciaremos de la de marco – fuera de marco) y, sobre todo, cómo se genera
mediante la ilusión de continuidad en el seno de una fragmentación máxima reelaborada
por el montaje.
Toda representación es el resultado de una mirada que recorta un fragmento de un
mundo real o imaginario y, de acuerdo con la “distancia”, ese fragmento adquiere o no la
dimensión de espectacular. La primera mirada, la fundacional, es aquella que se produce
en la relación directa entre el acontecimiento y el ojo humano, al que no le es posible una
visión ilimitada y que, necesariamente, debe efectuar una selección (punto de vista). En
tal acto, el hecho fluye, aun limitado, sin un marco que lo encierre (el borde tiene una
existencia fluctuante, se difumina hasta perderse): es la representación mental que el
individuo construye a partir de una manifestación de la realidad sobre la que se ve
obligado a generar una determinada interpretación. Por tanto,
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no es la imitación lo que define más directamente la representación; aunque nos desembarazáramos de las nociones de lo "real", lo "verosímil" y la "copia" seguiría habiendo representación, en la medida en que un sujeto (autor, lector, espectador o curioso) dirija su mirada a un horizonte y en él recorte la base de un triángulo cuyo vértice esté en su ojo (o en su mente). El Organon de la Representación (que hoy ya es posible escribir, en cuanto que se adivina esa otra cosa) se basaría, a la vez, en la soberanía del acto de recortar y en la unidad del sujeto que recorta (Barthes, 1986: 93-94).
La condición hermenéutica con que la persona se enfrenta a una representación
hace posible el texto, que inviste de sentido aquello que, durante la fruición, podemos
llamar “espacio textual” (Talens, 1986: 21-22). Tal “espacio” puede concebirse en función
del principio ordenador que lo constituye:
1) Espacio textual (ET): “organizado estructuralmente entre unos límites precisos
de principio y fin”, es un artefacto finalizado, que ya lleva en sí un orden
inmutable (un solo principio ordenador), sobre el que únicamente es posible
ejercer la lectura. Es el caso de la novela, el filme, el cuadro, etc.: textos
concluidos.
2) Espacio textual 1 (ET1): “una mera propuesta, abierta a varias posibilidades
de organización y fijación”, pre-textos sobre los que pueden actuar distintos
principios ordenadores para constituirlos en textos, como el guión (que servirá
de base para el filme), el drama (que posibilitará la representación teatral), la
partitura musical, etc.
3) Espacio textual 2 (ET2): no constreñido por “ningún tipo de organización ni
fijación”, aunque puede convertirse en cualquiera de los dos anteriores por la
aplicación de algún principio ordenador. Es el caso de la naturaleza (paisaje
para la obra pictórica) o del “espacio de la realidad” (expresión reduccionista
cuya complejidad no podemos olvidar), comprensibles mediante la
constitución en representación, única forma de que el ser humano haga
asequible a su entendimiento el mundo que le rodea.
Estas representaciones adquieren el carácter de “espectáculo” cuando la
implicación del sujeto deja de ser intrínseca y su participación tiene lugar a través de la
mirada y no del acontecimiento. La “mirada” es, pues, una mediación –condicionada a un
punto de vista– que se ejercita directamente (por la visión del hecho) o indirectamente
(bien como resultado de la aplicación de una tecnología o bien a través de otra mirada
entendida como delegada). En el segundo caso, todo “aparato” posee una entidad física,
un límite concreto, no fluctuante, al igual que toda “mirada por delegación” genera un
espectáculo enmarcado en un espacio físico. “La representación (pues de ella tratamos)
tiene que contar inevitablemente con el gestus social: desde el momento en que se
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‘representa’ (se recorta, se circunda el cuadro, y se hace así discontinuo el conjunto), hay
que decidir si el gesto es social o no (si remite, no a una u otra sociedad, sino al Hombre)”
(Barthes, 1986: 97-98).
Es por la representación que el hombre hace suyo el universo que le rodea,
dotándole de un sentido que profiere como unívoco a sabiendas de la inconsistencia de
toda expresión metafísica; en su ejercicio de fijación, separa una fracción sublime del flujo
plurisignificante para acotar su mirada y convertirla en discurso: “El sentido comienza con
el gestus social (con el instante preñado); fuera del gestus no hay lugar más que para lo
vago, lo insignificante” (Barthes, 1986: 99). La herencia cultural ha fijado en el tiempo
modelos de representación de los que hoy es prácticamente imposible desprendernos y
que responden a una mirada privilegiada; ese gesto social, semántico, se ha transformado
en un gesto estético, en ocasiones vacío de contenido. Por otro lado, la fijación de la
representación en artefactos artísticos, no ha buscado la similitud con la visión sino que
ha restringido violenta y significativamente su contorno. Aunque el contorno del área de visión humana es de bordes redondeados, y
con un acentuado estrechamiento de su extensión vertical en el centro, la cultura occidental ha impuesto contra natura la abstracción del encuadre rectangular, que supone una negación explícita de las leyes de la óptica humana, cuya movilidad gracias al cuello y a las órbitas oculares destruye además los rígidos límites del encuadre estático. Esta desviación o repudio de la imitación de la naturaleza se completa con la convención de la imagen uniformemente nítida, cuando los seres humanos perciben con gran imprecisión los bordes que constituyen su visión periférica (Gubern, 1994: 129)
La llegada del cinematógrafo, después de múltiples experimentos que a lo largo de
la historia han buscado la representación del movimiento, es la conclusión de un periplo
que se inicia en las cavernas de la prehistoria, con la pintura rupestre, y parece encontrar
su punto de inflexión en la fijación de la imagen sobre un soporte (la fotografía). El cine,
lejos de constituirse en una entidad representacional y discursiva diferenciada, bebe de
las fuentes de la pintura y del teatro, se apoya en sus principios y obedece a la
perspectiva artificialis dominante desde el Renacimiento en la cultura occidental. Tanto en
la obra pictórica como en la representación teatral:
1) La delimitación del espacio es radical, ya que separa el contenido de cuanto le
rodea de forma violenta y explícita.
2) El marco y el límite (borde) no sólo son definidos sino que manifiestan su
entidad mediante la presencia física como objetos con formas específicas, lo
que es mucho más relevante en el caso del teatro con la acumulación de
proscenio, telón, cortinas, etc.
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3) La representación se produce para la fruición extrema privilegiada desde un
punto de vista muy concreto (centramiento espectatorial).
Sin embargo, una gran diferencia entre ambas es la que se establece entre el
carácter estático de la pintura y la movilidad del espectáculo teatral (movilidad de los
actores e incluso, en algunos casos, del decorado); otra, el disfrute individual frente al
colectivo, puesto que la pintura habla de tú a su espectador mientras que el teatro hace
uso del vosotros. El cine participa de los dos sistemas, pero el enmarcamiento fotográfico,
donde el límite es el borde, responde a un mecanismo tecnológico (la cámara) incapaz de
suavizar el contorno; en la sala de proyección cinematográfica, ese contorno se explicita
en la pantalla en tanto que la ausencia de luz exterior pretende difuminarlo. Mientras que
“el cuadro (pictórico, teatral, literario) es un simple recorte, de bordes netos, irreversible,
incorruptible, que hunde en la nada todo lo que le rodea, innominado, y eleva a la esencia,
a la luz, a la vista, a todo lo que entra en su campo; esta discriminación demiúrgica
implica un pensamiento elevado: el cuadro es intelectual, pretende decir algo (moral,
social), pero también afirma saber cómo hay que decirlo; a la vez significativo y
propedéutico, impresivo y reflexivo, emocionante y consciente de las vías de la emoción”
(Barthes, 1986: 94), el cuadro cinematográfico se manifiesta como parte de un todo que
se abre al pensamiento, sus límites llaman a un más allá que participa de la
representación e impide la clausura del sentido, por más que los intentos del modelo
hegemónico vayan en la dirección contraria.
Como muy bien ha indicado Jacques Aumont (1983: 19-24), el primer estatuto de la
imagen es la mostración; antes que nada, responde a un punto de vista que
necesariamente establece una relación de co-implicación entre presencia y ausencia,
pero, inmediatamente, construye sentido y, a través de los innumerables códigos de que
hace uso (icónicos y representacionales), se apropia significados, se convierte en
“predicativa”. Se produce así una “collusion entre le donner à voir et le donner à
comprendre”2 que está directamente relacionada con la esencia narrativa del filme (de
ficción, puesto que todo filme es ficción). Si se puede leer en la imagen una calificación de lo representado, es casi
siempre a través, de una parte, de la coincidencia entre punto de vista representativo y punto de vista narrativo, de otra parte, por y correlativamente, de la institución de esquemas narrativos y de funciones actanciales (de personajes) que movilizan más directamente el registro de lo simbólico. Lo narrativo, y más especialmente el punto de vista narrativo, sería así el que, inscribiéndose a la vez en términos icónicos (especialmente bajo las categorías diversas del cuadro) y en
2 Mantenemos la cita en francés por la dificultad de llevar a cabo una traducción que no la traicione. La equivalencia podría ser “colisión entre mostrar y relatar”
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términos de significaciones y de juicios de valor, operaría la mediación necesaria a todo valor predicativo de la imagen3
Para Aumont toda obra de arte es “donation”4 y, en esa relación de entrega entre el
filme y su espectador, se puede distinguir siempre: 1) La mirada, como acto mostrativo,
sobre un espacio imaginario. "La institución del
cuadro, sus modificaciones, su movilización, se sustituyen con la mirada del sujeto
espectador”; 2) El relato, que habilita el lugar del espectador como punto de relación entre
ficción y enunciación; y 3) La perversión, fruto de la imposición de un sentido unívoco
ligado al doble juego de la tradición narrativo-representativa y a la capacidad de
seducción a través de la identificación a que siempre es inducido el espectador, de tal
forma que la pulsión escópica quede aparentemente satisfecha por la consecución de sus
demandas.
Esa tradición, en cuanto modelo de representación, obedece a una cultura
“oculocentrista” que “no es otra cosa que la unión de lo objetivo y lo subjetivo, la no
distinción de lo uno y lo otro. Hacer una imagen es siempre, pues, dar el equivalente de
un cierto campo –campo visual y campo fantasmático– y los dos a la vez,
indivisiblemente” (Aumont, 1997: 83).
La fusión de ambos campos –visual y fantasmático– contagia la ficción con la
impresión de realidad y facilita los mecanismos de identificación, pero el espectador
queda sujeto por el corsé del límite espacial, que no es sino la garantía de su inmersión
en la dirección de sentido propuesta mediante la generación de una secuencia de
imágenes que responde a un punto de vista móvil (el cinematográfico) construyendo un
espacio fílmico que implica al tiempo y también relaciones topológicas y de orden
(Aumont, 1983: 10). En el encuadre se ha plasmado un punto de vista –el de la cámara–
que es a su vez la adquisición de una imagen –otro punto de vista– (Aumont, 1983: 8).
Sin embargo, este punto de vista ha variado considerablemente desde los primeros
espectáculos cinematográficos, en los que la mirada obedecía a una situación ideal del
espectador no vinculada a dimensión narrativa alguna (frontalidad y distancia respecto al
sujeto) donde la “cámara” posibilitaba la visión de un “cuadro” en que no había distancia
alguna entre lo mostrado y lo narrado (Jost, 1988: 27). Ciertamente, la cámara fija y
distante de los primeros tiempos ancla su condición en el intento de un “efecto verdad”
que no es capaz de desvincularse de la estructura pictórica ni de la teatral: pictórica para
la representación mal llamada “documental”, y teatral para la ficcional 3 La traducción es nuestra. 4 Término que podemos, con todas las reservas, traducir por “entrega”, “dación”
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(independientemente de la simbiosis entre ambas, que ha venido funcionando hasta la
actualidad). De ahí la permanencia de un marco, incluso visible en ocasiones en la propia
imagen representada. Cuando Lumière filma Llegada del tren a la estación de La Ciotat, el mismo hecho de instalar su cámara en un sitio en vez de en otro, antes de que el tren aparezca, consigue determinar por adelantado el comportamiento plástico de uno de los elementos de su imagen (el propio tren) puesto que se trata de un elemento completamente previsible. Establece asimismo un cuadro, tanto en sentido propio como figurado, que forzosamente va a delimitar el área en la que se desarrollará el resto de la acción, por otra parte imprevisible. Más allá pues de la lucha ciega, intransigente contra el azar, da un primer paso hacia su control (Burch, 1998: 115).
Ese control depende del establecimiento de límites espaciales y temporales (mejor:
espacio-temporales), con lo que comienza la construcción del cine como mecanismo
discursivo, al que no es ajena la constricción física del encuadre, mucho antes de que la
industria del cine fuera creada. El marco es ya, desde el origen, un elemento esencial de
la “vista Lumière”, pero es en el encuadre donde el cine se gesta, donde la sensibilidad se
hace patente y hay un primer paso hacia el equilibrio entre “lo filmado” y “la forma de
filmarlo”: equilibrio composicional, centrado de la imagen que privilegia los puntos de fuga
y juega con ellos hasta establecer una relación dialéctica entre la percepción y la
representación, desbordamiento (que es transgresión de los límites y constatación de un
“más allá” del cuadro). El encuadre genera “una relación entre la posición de la cámara y
la del sujeto; establece una superficie de contacto imaginaria entre las dos zonas, la de lo
filmado y la del filmador” (Aumont, 1997: 23-24).
Para el cine de los orígenes, el cuadro cinematográfico es similar al pictórico (de
ahí la denominación de tableaux en los primeros filmes); se busca una representación
parcial de los acontecimientos tendente a:
1) Comprimir el relato en una sola instancia escénica, condensando la diégesis
en una micro-representación que se lleva a cabo en un lugar privilegiado
(única toma, como acontece en El regador regado) por condicionamientos de
índole técnico (filmes en una sola bobina), o bien en varias tomas que, a su
vez, son microespacios no ligados entre sí por un lazo de continuidad
narrativa (raccord), que sólo aparece mucho después.
2) Fijar un momento privilegiado del relato (en la línea del “instante preñado”)
desde donde situar al espectador con relación al discurso.
En el cine de los primeros tiempos (una sola toma) no hay dimensión espacio-
temporal, solamente se produce una manifestación espacial que fluye en un tiempo lineal
(el del rodaje = el de la proyección), y ese espacio es tan solo la consecuencia del “haber
estado allí” de la cámara, siendo su limitación –puramente física– la del aparato que filma.
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Por ello, no es de extrañar el carácter centrífugo de la imagen primigenia, puesto que
había un espacio “más allá” –negado como tal para el espectador– hacia el que pugnaba
por dirigirse y, frente a él, toda organización tendía hacia el privilegio del centro, salvo
excepciones en que ese “fuera de campo” se manifestaba mediante el flujo de entradas y
salidas de los personajes. El marco era, pues, penetrable, y la herencia pictórica –de
carácter centrípeto– coexistía con la vocación centrífuga intrínseca de la imagen
cinematográfica, según indicara en su momento André Bazin y recogiera Jacques Aumont
(1997: 80): Para Bazin, el marco fílmico es “centrífugo”: conduce a mirar lejos del
centro, más allá de los bordes del marco; reclama indefectiblemente el fuera de campo, la ficcionalización de lo no visto. Inversamente, el marco pictórico es “centrípeto”: cierra el cuadro sobre el espacio de su propia materia y de su propia composición; obliga a la mirada del espectador a volver incesantemente al interior, a ver menos una escena ficcional que una pintura, un cuadro, pintura.
La relación espacial, la permeabilidad del marco, la unidad espectáculo-espectador,
sufren posteriormente transformaciones radicales con la constitución de un nuevo marco
espacio-temporal a través del montaje, llevado a sus últimas consecuencias por Griffith,
auténtica piedra angular de la constitución del M.R.I. (Modelo de Representación
Institucional, en términos de Nöel Burch), y transmitido hacia nosotros como la evolución
lógica del embrionario lenguaje cinematográfico de los primeros tiempos. El montaje
asumía así formas espaciales, rítmicas y discursivas (Mitry, 1987: 19):
1) Multiplicando los puntos de vista y relacionándolos entre sí para:
1) No permitir al espectador la desvinculación del entorno diegético.
2) Dotarle de omnisciencia y movimiento ilimitado en el interior de la
representación, entre los personajes.
3) Generar la impresión de realidad espacial.
2) Fijando un ritmo explícito para cada filme, merced a la variedad de puntos de
vista, de intensidad y de encuadres, organizados según las relaciones de
duración entre los planos (intervención del tiempo) y por las interrelaciones
entre espacios y tiempos.
3) Posibilitando un paso más allá de la denotación (lo mostrado) al poner en
relación los diferentes fragmentos y generar un significado añadido, un plus de
sentido, o connotación.
El cine, pues, ha ido sufriendo variaciones de muy diversa índole desde los tiempos
primitivos (y pioneros); a cada periodo han correspondido diferentes relaciones entre la
imagen y su contexto: la existencia de una delimitación física (el marco) se ha mantenido
inalterable, pero no así su permeabilidad. Nos interesa, en consecuencia, establecer los
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límites de la pantalla cinematográfica y, sobre todo, la función que esta constricción
impone desde la perspectiva del discurso cinematográfico y su interpretación.
Discrepamos de una concepción que da como supuesto e incuestionable que el cine es lo
que se ve en la pantalla, aun reconociendo su relación con lo que no es visible (“El cine es
lo que vemos en la pantalla y lo que, durante el rodaje, vemos en el visor de la cámara.
Sin embargo, lo que está en la pantalla (dentro) se trabaja en relación a lo que no está o
aún no está” (Villain, 1997: 29); no sólo no compartimos esta teoría, sino que entendemos
cualitativamente el factor de “sugerencia” en el cine como una de sus esencias
inalienables y, evidentemente, esta facultad está directamente ligada a las “ausencias”
(las elipsis y el fuera de campo). Quizás el estudio de “lo ausente” se ha visto perjudicado
por el carácter empírico de “lo presente”, sobre el que las reflexiones teóricas han sido
considerables.
La pantalla tiene dos dimensiones, pese al efecto tridimensional en que consigue
sumir al espectador, y toda imagen reflejada en ella se constituye en una “presencia”
conjugada en “presente”, incluso en sus partes menos reconocibles e imprecisas (tal
como ocurre con la visión humana) que son ya materia por el simple hecho de su
proyección, “paquetes de flou” en términos de Noël Burch (1998: 42). Ahora bien, el cine,
en tanto que entidad discursiva, no puede limitarse; las dos dimensiones de la pantalla
son un corte sobre un universo imaginario que puede o no actualizarse en la imagen. La
mirada al interior de ese universo es móvil (como acontece en la visión) y con límites
difuminados, es ubicua (por la fragmentación), pero no obedece a la voluntad del
espectador, está prefijada y no es susceptible de ser actualizada.
El marco “centra” la representación (y aquí podemos pensar en sinónimos como
“encamina”, “dirige”, “sitúa”) y con ella la visión del espectador (que mira “a través de”,
como lo haría desde una ventana), acotando el rectángulo de “lo permitido”; su entidad es
material y, como tal, tiene un límite que se difumina en el contorno de la imagen (el
borde), allá donde ésta pierde el carácter de nítida, como queriendo escapar de la
imposibilidad de iluminar más allá de la pantalla, y otro límite, exterior, que establece su
frontera en la presencia física de la sala (una pared, un soporte, un proscenio) y devuelve
al público la sensación de seguridad. Pero ese marco tiende a expandirse, a quebrarse, a
no ser fiel a sus límites, permitiendo “suponer” cuanto está más allá de aquello que
retiene; este carácter centrífugo abre a la imaginación los mecanismos de identificación y
permite la dualidad de participar e interpretar.
Tanto el marco como el borde son comunes a rodaje y proyección al tratarse de
límites manifiestos del aparato cinematogrático que tienen su correspondencia física con
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el objetivo de la cámara o del proyector; sin embargo, sobre la pantalla, en la sala de
exhibición, el borde se confunde con los límites de la tela (allá donde se difumina la
imagen) y el marco (explícito mediante un soporte o implícito en la porción de sala a
oscuras que rodea al haz de luz) adquiere una especial consistencia que fija un espacio
discontinuo (encierro y delimitación del universo imaginario por el real). Ambos actúan en
el nivel espacial, insensibles al desarrollo de la temporalidad fílmica; impiden que el
espectador pueda transgredir el carácter espectacular de la proyección. El proceso de
identificación se personifica e individualiza, su participación en los
acontecimientos que se narran es parcial y dirigida.
El encuadre y la toma tienen que ver con el momento del rodaje. Es, pues, el
“recorte” espacial efectuado sobre el profílmico, la parte que contiene el “campo”, es decir,
el desplazamiento que un marco (físico, del aparato que filma, tangible y concreto) efectúa
sobre la materialidad de una representación (el profílmico) para fijar fotoquímicamente la
inmaterialidad de una mirada sobre el celuloide; el encuadre, en consecuencia, es el
ejercicio de la mirada sobre un acontecimiento y todo cuanto engloba se constituye en un
campo que será el puente entre el momento del rodaje y el de la proyección....
El encuadre ejerce su función en el espacio pero, por el movimiento, puede ser
actualizado, actúa también en el nivel de lo temporal; la toma, por su parte, es un continuo
temporal, puramente mecánico -el tiempo ininterrumpido de filmación-, cuyo único sentido
está en el rodaje, en el juego constante del recorrido del celuloide entre los rodillos que lo
aprisionan, desfilando gracias al arrastre de las ruedas dentadas. La toma es identificable
como una sección longitudinal de la película cuyo tiempo es continuo y cuyo espacio
puede ser actualizado (los movimientos de cámara, como en el caso del encuadre,
pueden romper los condicionamientos espacio-temporales).
El plano, a veces confundido con la toma, no es una entidad material sino la
expresión de la “distancia” entre espectador y espectáculo. “Todo plano define un campo,
entendido éste como la porción de espacio imaginario contenida en el interior del
encuadre” (Zunzunegui, 1995: 159) y también en (Carmona, 1993: 99). El campo,
recogido por el encuadre, deviene en fracción viva de la representación y llama a su
desbordamiento en todas las direcciones; el plano, que lo acota, se ve sometido al dictado
del espacio-tiempo pero puede triunfar sobre él combinando el sentido mecánico de la
toma con el plástico del encuadre. Es claro que nos encontramos ante términos
conflictivos, muchas veces mal utilizados, cuya constante es la “delimitación”.
Tal como ha señalado Aumont (1992: 154-156), el marco desarrolla toda una serie
de funciones, no siempre de carácter restrictivo:
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1) Función visual, que segmenta un exterior y un interior con respecto a la imagen,
cumpliendo la doble misión de resaltarla sobre un fondo y suavizar el corte
perceptivo entre ese “dentro” y “fuera”.
2) Función económica, que empaqueta el contenido para hacerlo más asequible o
apetitoso al espectador, de acuerdo con los códigos sociales que conceden un
valor determinado según la apariencia del entorno.
3) Función simbólica, que lo convierte en una aseveración de que lo que se está
percibiendo es una imagen, se está ejerciendo una mirada que, por esa
condición –la del artefacto–, debe cumplir una serie de requisitos culturales
preestablecidos (condiciona una forma de lectura)
4) Función representativa-narrativa, que acentúa su dimensión de límite y refuerza
el valor del imaginario a través de la constatación de un fuera de campo en
relación directa con la imagen interior o campo.
5) Función retórica, que acontece en aquellas situaciones en que el marco es, de
por sí, un ente discursivo autónomo.
Esta clasificación, acertada y oportuna, genera una contradicción entre la función
visual y la representativa, cuando otorga al marco la capacidad de “suavizar” (en el nivel
perceptivo) la diferencia entre exterior e interior al tiempo que valora (desde el punto de
vista narrativo) la relación campo – fuera de campo. Creemos que el marco, lejos de
suavizar, es la constatación violenta de un “fin de imagen” que habría que acercar mucho
más a la función simbólica, puesto que sus objetivos son los de diseñar: 1) un recorrido de
lectura, 2) una forma de lectura, y 3) una dirección de sentido.
Claro está que, por las especiales características del texto icónico, la imposición del
cerco discursivo tiene considerables aperturas a otras direcciones y a otros niveles
espaciotemporales, más allá de lo representado, que quedan pendientes de la
actualización que todo espectador puede llevar a cabo, aunque, en principio, le sea
aparentemente negada. Y es que la pantalla no es un marco como el del cuadro, sino un orificio que no deja ver más que una parte del acontecimiento. Cuando un personaje sale del campo visual de la cámara, admitimos que escapa a nuestro campo visual, pero continúa existiendo idéntico a sí mismo en otra parte del decorado que nos permanece oculta. La pantalla no tiene pasillos, no podría haberlos sin destruir su ilusión específica, que consiste en hacer de un revólver o de un rostro el centro mismo del universo. En oposición al espacio de la escena, el de la pantalla es un espacio centrífugo (Bazin, 1999: 183).
La contradicción se acrecienta al considerar la pantalla como un espacio centrífugo,
puesto que el espectador está fijado a su butaca y el viaje inmóvil, aunque omnisciente,
parece no tener otro punto de partida posible que el de la propia imagen (lo cual fomenta
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considerablemente el flujo de movimientos de cámara, hoy en día casi permanente). Esta
disociación la refleja Aumont (1997: 100) al decir que
si en la imagen del filme, los bordes son más permeables y al mismo tiempo terriblemente separadores, es porque el cine es la más completa encarnación del ojo variable, porque el ojo productor -la cámara- es en él más fantasmable como pirámide visual móvil, como muestra de un campo y, correlativamente como recorte. Es para el cine para el que se ha forjado la palabra enmarcado, es en el cine donde adquiere su verdadero sentido, el sentido de una actividad del marco que fundamenta también el desenmarcado.
Ya hemos visto la gran diferencia existente entre marco y campo, por lo que
debemos separar claramente el fuera de campo de un supuesto fuera de marco. Más allá
del marco, toda “presencia” o “acción” nos transporta a lo cotidiano, al entorno vívido y
tangible de la sala de proyección, negándonos el mundo imaginario de la pantalla. De ahí
que el centramiento del espectador –de su visión– obedezca al deseo indefectible de
mantenerlo en el interior de la imagen (compartiendo la evolución de la diégesis) y su
consecución cuente con un proceso de “centrado” en toda imagen proyectada. A ello
tiende el cine clásico por excelencia y es uno de los elementos básicos del M.R.I.: un
personaje “no centrado” provoca necesariamente una reacción de extrañeza en el
espectador; uno desenmarcado, de rechazo; es el fruto de la asunción de códigos a lo
largo de los años.
El desenmarcado rompe el nexo identificativos, porque vacía el centro de la imagen
de la presencia humana, y evidencia el fuera de campo y le otorga un valor diegético; la
presencia humana se precipita al interior del cuadro “a través del marco”, el campo pierde
su condición narrativa para reclamar de lo ausente el complemento que subvierta su
carencia diegética, y todo ello tiene lugar en el interior de:
1) Una escala cualitativa que patentiza:
a. La fragilidad del campo como significante de la representación.
b. La fuerza del fuera de campo como generador de sentido.
2) Una escala cuantitativa que puede visualizar:
a. El desbordamiento del marco por entradas o salidas.
b. El propio marco físico, por oscurecimiento de una zona limítrofe o por
proyección del haz de luz más allá de la pantalla.
c. Un marco procedente de la ficción diegética que se manifieste en la
imagen por inclusión, compresión o mise en abîme.
d. Fraccionamiento de la pantalla.
e. Las posibles combinaciones de los anteriores.
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Algo similar explica Pascal Bonitzer, en resumen que hace Jacques Aumont (1997:
95), cuando revisa las características del “desenmarcado” que, según él, son: 1)
manifestación del vacío en el centro de la imagen, 2) acentuación del marco como borde,
y 3) única posibilidad de reabsorción a través de la secuencialidad.
Todo lo anterior nos permite señalar en el encuadre el nexo entre los aspectos
materiales e inmateriales, entre lo rodado y lo proyectado, entre la captación del profílmico
y la exhibición del filme concluido. El encuadre responde al “punto de vista” aplicado, es la
forma de mirar. Si el encuadre es la forma de mirar, el campo es “lo mirado” y el plano es
el resultado de la conjunción de ambos. El puente entre la mirada que genera el artefacto
cinematográfico y la del espectador en la sala de proyección hemos de situarlo en el
encuadre; “a través del fantasma de la pirámide visual, la noción de encuadre atrae, pues,
el marco al ámbito de una equivalencia, propuesta por el dispositivo de las imágenes,
entre ojo del productor y ojo del espectador. Esta misma asimilación de uno a otro es la
que incluye, en sus avatares, la noción de punto de vista” (Aumont, 1992: 164).
Estamos ante una serie de caracterizaciones, de definiciones y de terminología que
resultan altamente fluctuantes, en muchos casos contradictorias y pocas veces resueltas
en la práctica. Nuestra pretensión, lejos de ser dogmática o excluyente, pretende la
fijación de un punto de vista concreto, pero no renuncia a la duda que toda hipótesis debe
afrontar como elemento dinamizador.
Sobre esta base, que apunta hacia los mecanismos por los que el cine construye
los procesos de identificación primaria (con la mirada de la cámara o punto de vista) y,
acto seguido, si la primera condición se cumple, secundaria (con los personajes, acciones
y vivencias), se generan los procesos que llevan a la construcción de imaginarios (tanto
individuales como colectivos).
MODELOS DE CINE Y MODELOS DE VIDA. Los Juegos Olímpicos de Pekín (o Beijing, en la corrección política de los tiempos
que corren) nos han permitido constatar que la imagen obtenida como resultado de la
filmación de un acontecimiento celebrado en directo puede llegar a ser el resultado de un
proceso de espectacularización que tiene por objetivo esencial una representación en
formato audiovisual dirigida sobre todo al público frente a sus televisores (en todo el
mundo) e incluso a través de Internet o de los teléfonos móviles (desde luego, algo se ve
a través de ellos, pero ya poco tiene que ver esa mirada con la del espectador con
capacidad crítica) Esto nos permite plantear dos cuestiones de base: que deberíamos
14
distinguir muy seriamente entre los actos de “mirar” y de “ver”, y que, a fin de cuentas,
toda esa espectacularización es conducida por, desde y hacia la tecnología.
Que la ceremonia inaugural fuera dirigida por el reconocido cineasta Zhang Yimou
(afortunadamente Spielberg rechazó la oferta) y que los desajustes climatológicos se
suplieran con imágenes prefilmadas, no puede inquietar a nadie en los tiempos que
corren. Lo importante, a fin de cuentas, era el “éxito visual” del acontecimiento y la
repercusión mediática del buen hacer de los técnicos chinos (porque –no puede caer en
saco roto– la exhibición era visual, sí, pero para colocar en primera línea la tecnología y la
disciplina del hombre junto a la máquina, ya empoderada).
¿Manipulación? Quizás hace algunos años habría quien se hubiera rasgado las
vestiduras; hoy, solamente es necesario convocar una rueda de prensa y explicar que los
recursos técnicos permiten suplir carencias del directo. Personalmente, no es una
cuestión que me preocupe especialmente, como tampoco me preocupaban demasiado los
Juegos y, precisamente por ello, creo estar en condiciones de haberme “asombrado” –es
un decir, uno ya ha perdido la capacidad de sorprenderse– al ver algunas de las
apariciones de miembros de los equipos participantes (vestuario, iconografía, referencias
implícitas, publicidad encubierta y también exhibida)
Me explico. Para no abandonar esta referencia en torno a los Juegos Olímpicos –
por otro lado, tan brillantes y bien organizados como cabía esperar–, avanzo, aunque
pueda parecer que me voy por extraños derroteros, que me resulta de bastante interés la
campaña reciente de la marca Coca Cola en la que las latas se han convertido en vasos
de uso cotidiano. Desde luego, la iconografía de la marca en estos vasos respeta el
diseño habitual, el tipo de letra y su disposición, si bien se refuerza con una tríada de
líneas curvas entrelazadas, a modo de subrayado, que ya habían aparecido antes en las
botellas pero no siempre en los diferentes productos de la compañía. En la página web de
esta entidad, podemos leer: “la botella contour, la curva dinámica y el disco rojo son
marcas registradas de The Coca Cola Company”. Nada que objetar.
Sin embargo, el vestuario de una parte significativa de los componentes del equipo
olímpico de Estados Unidos (sobre todo femeninos: el caso del atletismo o de la natación,
por poner algún ejemplo) ofrecía a nuestros ojos un diseño estilizado que sobre rojo
superponía la palabra “USA” con fuertes “curvas dinámicas”, muy similares a las de la
marca antedicha. Azar o no –y creo poco en la intervención de los hados en estas
cuestiones–, el proceso de relación dialéctica entre la marca y el país resultaba muy
visual y, además, adquiría propiedades subliminales (esto creo que puedo decirlo, ya que
lo detecté a primera vista, sin ser aficionado ni a esta bebida ni a los juegos). Por
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supuesto, si es una cuestión casual, nadie es responsable y solamente habría que felicitar
a la marca por la connivencia deus ex machina. Pero, si no es casual, sino causal, ¿con
qué nos encontramos?, ¿no es esta imagen una vía propicia para afirmar que se está
produciendo un fenómeno de manipulación? Esto conduce abiertamente a formular una
afirmación que, en mi criterio, es muy importante: la primera condición para la
manipulación es la ocultación de tal intención, es decir, la ocultación del ente enunciador y
de los mecanismos de la enunciación. Y, como hemos visto anteriormente, la
transparencia enunciativa es precisamente la condición inicial de los mecanismos de
identificación (tanto primaria como secundaria) a través de los cuales se transmiten
modelos de vida (es decir, imaginarios colectivos - sociales e individuales - personales).
Podría pensarse en el documental como un género más afín a la representación
de la realidad, y en la ficción como aquel tipo de cine que promueve visiones de mundo y
construye imaginarios, pero, en los tiempos que corren, con una hibridación cada vez
mayor de los discursos, estas definiciones no nos resultan rentables.
En otros textos e intervenciones,5 he defendido la necesidad que tenemos desde el
campo de la teoría de desprendernos de lastres que dificultan cada vez más nuestras
reflexiones, demasiado acomodadas a las etiquetas vigentes por mucho que estas sean
cada vez menos satisfactorias6. Para quebrar la dicotomía entre ficción y documental, eje
sintomático de tal problemática, propuse partir de las reflexiones de Jacques Goimard en
torno al cruce de los conceptos de dialogía de Mijail Bajtin con los de denotación y
connotación (puesto que toda imagen es polisémica, deberemos entender que, cuando se
habla de denotación, hay que interpretar “voluntad denotativa en el origen del discurso”).
Partiendo de esta base, nos encontraríamos con una serie de posibilidades
graduales (nunca compartimentadas ni exclusivas) para el audiovisual, a saber:
• Materiales con voluntad denotativa en el origen y con relación dialógica hacia el
5 GÓMEZ TARÍN, FRANCISCO JAVIER, “Ficcionalización y naturalización: caminos equívocos en la supuesta representación de la realidad”, en El Documental, Carcoma de la Ficción Volumen 1. Actas del X Congreso de la Asociación Española de Historiadores del Cine (AEHC), Córdoba, Consejería de Cultura y Filmoteca de Andalucía, 2004. Págs. 63-70. GÓMEZ TARÍN, FRANCISCO JAVIER, “La realidad como construcción o la fragilidad del concepto ‘documental’”, en Actas del II Congreso Internacional sobre el cine europeo contemporáneo (CICEC), Barcelona, Universitat Pompeu Fabra, 2006. En CD-ROM. GÓMEZ TARÍN, FRANCISCO JAVIER, “El documental en construcción y la cámara urbana”, en Cahiers d´études romanes nº 16: La ville dans le cinéma documentaire espagnol, Université de Provence, Aix-en-Provence, 2007. ISSN: 0180-684X. GÓMEZ TARÍN, FRANCISCO JAVIER, “Estils i gèneres documentals”, en MARZAL, XAVIER Y GIL, LONGI (EDS.), Eines per a la producció de vídeo documental, Benicarló, Onada Edicions, 2008. 6 El afán clasificatorio a que nos tiene acostumbrada nuestra cultura y el empirismo imperante, ha provocado una acumulación irrefrenable de etiquetas y subetiquetas que, partiendo de una utilidad más que constatable, nos ha ido conduciendo paulatinamente a un callejón sin salida, a un maremágnum de insospechadas consecuencias en el que teoría y práctica se pierden, invalidando, en muchos casos, la funcionalidad y eficacia de los conceptos.
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espectador, que podríamos denominar informativos, de los que son buena
muestra muchos programas de televisión y una gran parte de los denominados
films documentales.
• Materiales con voluntad denotativa en el origen y con relación monológica hacia
el espectador, que podríamos denominar performativos (perlocutivos, desde la
perspectiva de los “actos de habla”)7, de los que son ejemplo las campañas
institucionales, gran parte de las publicidades y, en un grado extremo, las
campañas de propaganda de los partidos políticos.
• Materiales con voluntad connotativa en el origen y con relación dialógica hacia el
espectador, que podríamos denominar narrativos, de los que son exponentes
tanto el cine denominado de ficción –y, por extensión, el audiovisual en general–
como otra gran parte del documental, aquella que no entra en el territorio de los
materiales informativos.
• Materiales con voluntad connotativa en el origen y con relación monológica hacia
el espectador, que podríamos denominar poéticos, de los que son muestra las
producciones de video-arte o los films-ensayo, pero también algunas publicidades
que buscan la seducción más que la persuasión (objetivo final, en cualquier caso,
que muchas veces permanece latente).
Por lo que respecta a los términos de dialogía y monología, tal como los he usado
aquí, se trataría de la constatación de una relación hipotética que establecería el emisor
del discurso con el supuesto receptor, es decir, la percepción de si este último aparece
inscrito directamente en el propio producto mediático o no. Esta inscripción se habría de
desvelar no solamente por el hecho de su marca de incorporación –sería, en este caso,
muy similar a los casos de interpelación que, en nuestro criterio, no suponen
necesariamente una actitud dialógica– sino, fundamentalmente, por el condicionamiento
del discurso a esa posible respuesta, en tanto que supuesto lector-modelo, con
independencia de los flujos contextuales que repercuten siempre en ambas partes (emisor
y receptor) de forma dialéctica o, en su caso, del establecimiento de mecanismos de feed-
back.
Así pues, como hemos visto, desde la perspectiva dialógica, producciones de
carácter informativo y narrativo, son concebidas en su origen para públicos conscientes
de su relación de fruición con el producto, inscritos en él como un “tú” al que se dirigen o
7 He introducido este paréntesis para indicar que la palabra “performativo” no se está usando en el sentido en que habitualmente viene siendo utilizada por los teóricos del documental, en tanto que respuesta del sujeto ante la cámara. El sentido que le adjudico es similar al del acto de habla perlocutivo, es decir, que produce consecuencias-acciones en el oyente, en este caso, en el espectador.
17
como “espectadores” a través de un medio de difusión o de espectacularización. Origen y
destino son conscientes, pues, de su mutua relación y la producción del discurso en
origen no puede ser ciega a tal hecho.
En el otro extremo, el de la monología, los materiales performativos y poéticos, o
bien tienen en cuenta a su público (determinado y concreto, mediante el target en
ocasiones) a los efectos de producir una determinada respuesta (el voto, el consumo, la
sumisión o la obediencia) que en modo alguno puede revestir un carácter dialógico pues,
cuando se da la inscripción específica en el texto y/o en su difusión, se trata de puras
interpelaciones, o, en otros casos, son resultado de una producción más cercana al origen
que a su destino (la creación es la meta y no su exhibición, quedando la comunicación un
tanto sojuzgada), que es lo que acontece sobre todo con los materiales poéticos, muchas
veces orientados hacia la etiqueta del “arte” (con toda la ambigüedad que esto supone).
Habrían otras posibilidades, vinculadas a los nuevos medios de difusión, que
encajarían plenamente en la dialogía y, según los casos, en la denotación o en la
connotación: las producciones de carácter interactivo. Es este un territorio en el que no
nos adentramos, por el momento, toda vez que está vinculado a imágenes infográficas
que, en muchos casos, no han sido generadas a partir de un profílmico (los videojuegos
serían un ejemplo patente).
Nuestra propuesta apunta hacia una quiebra de la disonancia ficción vs documental
que, cuando menos, debiera dejar expedito el camino hacia una relación ficción vs no-
ficción o, en el caso óptimo, la desvirtuación de ambos términos o la conservación
exclusiva del de ficción, si pudiéramos consensuar la premisa de que todos los materiales
audiovisuales son ficcionales y toda cadena sintagmática contiene índices de narratividad.
Se rompería así la presencia de esos dos términos tan conflictivos y, en ocasiones,
aleatorios: ficción y documental. Pero también se quiebra otra frontera, más relevante: la
de la supuesta reproducción fidedigna de la realidad que, para muchos, sigue siendo una
pauta ética privativa del documental. Cuando los tiempos producen tormentas que hacen
muy difícil defender esa “veracidad”, habida cuenta de la sucesión de hibridaciones,
aparecen conceptos que, en cierto modo, tienen algo de eufemismo, sin que con esto
estemos negando su validez y coherencia: Al explicar el concepto que tengo del documental como una película de
"representación de veracidad expresa", afirmé que, cuando un realizador o una realizadora anuncia que su obra es un documental, está asegurando de manera implícita que tanto las imágenes como los sonidos son ejemplos precisos de lo que ocurrió delante de la cámara y que lo que se afirma o insinúa son verdades del mundo real. Por tanto, una obligación ética del documentalista es representar lo que, a su entender, es verdad, del mejor modo posible (Plantinga, 2008-63)
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“Representación de veracidad expresa” implica, según el autor referenciado, que se
obtuvo una sucesión de imágenes de un profílmico “no manipulado” y que la posición
ética del documentalista se afirma en la verdad del mundo real. Una vez más, como he
mantenido en textos previos, insisto en la imposibilidad de reflejar el mundo real tal cual
es, en la imposibilidad de la “no manipulación”, toda vez que el simple hecho de colocar
una cámara ante un profílmico implica la asunción de un punto de vista por parte del
cineasta y, por otro lado, la reacción ante la cámara de los sujetos y objetos que habitan
ese profílmico. A nadie le escapará que una de las películas tenidas por paradigma del
cine documental, Nanuk, el esquimal (Nanook of the North, Robert Flaherty, 1922), es lo
que en términos actuales denominaríamos un “docudrama”; ficción, a fin de cuentas.
Ciertamente, la posición ética del realizador debe ser reivindicada, pero esto no
tiene por qué ser una exclusividad del llamado cine documental (el propio Plantinga, en su
texto, indica que es el propio realizador el que califica la obra de documental y no un
etiquetado superpuesto cuya base es la maleable –y muy maleada– historia del cine).
Ítem más, toda película es una sucesión de imágenes que son fiel reflejo de un
profílmico. Ficción o no, la cámara filma el profílmico, y esta es su única verdad, su única
“realidad”. Esto se me puede desmentir alegando que las nuevas tecnologías intervienen
sobre la imagen e incluso están en condiciones de generar mundos virtuales allá donde
no hay nada que filmar. Suscribo esta reflexión, pero nos lleva por un camino muy
diferente al que aquí estamos abordando; por lo tanto, fijemos como base previa que
hablamos en estas páginas de imágenes que han sido filmadas por una cámara y no de
infografía o efectos especiales.
Si la verdad del profílmico es la filmada por la cámara, ¿qué diferencia habría entre
la llamada “ficción” o el denominado “documental”? Evidentemente, el grado de
manipulación, pero, exactamente eso: el “grado”. La manipulación es inevitable. Sin
embargo, esa ética del documentalista (de aquel que documenta) debe centrarse, como
muy bien indica Bill Nichols (2008-33), en “proteger los intereses de dos grupos
diferentes: los sujetos del film y los espectadores reales. En cada caso, es necesario que
en el código ético prime el respeto al sujeto o telespectador como un ser humano
autónomo cuya relación con el cineasta no se limita a una relación contractual formal o se
rige exclusivamente por ella”.
Pues bien, aceptando estas premisas, el mismo código ético debiera ser aplicado a
los discursos audiovisuales de cualquier tipo, sean o no de carácter documental. La
cuestión es que la verosimilitud de las imágenes no garantiza su veracidad, y esto es tan
aplicable a la ficción como a la no-ficción. En una producción audiovisual se construye un
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“mundo posible” que, lógicamente, va a tener relación más o menos referencial, más o
menos directa, con el “mundo real” y que va a generar en el espectador otra percepción,
compuesta por la suma de su visión y de sus condiciones contextuales, culturales y
sociales, el “mundo proyectado” (etiqueta que propone Plantinga y que no me parece
pueda aplicarse en exclusiva al cine de no-ficción, puesto que el espectador siempre va a
generar mentalmente este mundo, con independencia de la propuesta que se le haga).
La otra cuestión que proponía Plantinga era que “lo que se afirma o insinúa son
verdades del mundo real”. Si interpretamos esta frase de manera textual, sin valoraciones
al margen, nos encontramos con una posición que no podemos en modo alguno
compartir: la de que habrían verdades del mundo real que son verdades “en sí”. Esta
acaparación de la verdad por parte del realizador, sería inaceptable. Ahora bien, como
bien señala el propio autor un poco más adelante, si se trata de representar lo que al
entender del realizador es la verdad, el problema es muy diferente y nos permite regresar
a nuestra afirmación de partida: la primera condición para la manipulación es la ocultación
de tal intención. El código ético se cumplirá allá donde la enunciación se manifieste y
marque su punto de vista: no engaña quien dice desde dónde habla, quien engaña es
aquel que no se inscribe en el discurso como ente enunciador y lo hace aparecer con
plena transparencia. Por ejemplo, se ha acusado a Michael Moore de ser panfletario, lo
cual podrá ser positivo o negativo, según quien interprete su discurso, pero lo que es
evidente es que marca explícitamente su punto de vista en los films: con su presencia
física, con sus intervenciones verbales (diciendo, pongamos por caso, que hace un film
para que Busch no gane las elecciones). Como vemos, el concepto de manipulación es
harto ambiguo.
Por otro lado, la famosa expresión que ha cerrado durante años los telediarios de
una cadena privada española de televisión, “así son las cosas y así se las hemos
contado”, afirmaba un punto de vista objetivo que es, evidentemente, imposible,
pretendiendo la verdad como esencia del programa. Recordemos las múltiples
“informaciones documentales” sobre Rwanda, la caída de Ciauchescu en Rumanía, la
toma de la embajada de Japón en Perú por Sendero Luminoso y la masacre en la
liberación, la invasión de Kuwait, las guerras de Irak, etc… “Documentos” que en lugar de
documentar, desinformaban, construyendo un mundo ficcional a partir de un referente
real, quebrando el referente del mundo proyectado por el espectador y deformando sin
escrúpulos la realidad. Los códigos éticos han desaparecido en estos materiales, pero la
impresión de objetividad, la carga de aparente veracidad, es extrema.
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Por lo tanto, no podemos afirmar la relación entre documental y verdad como un
camino de ida y vuelta, ni podemos establecer que una producción documental es más
válida para enjuiciar el mundo real que una producción de ficción.
No obstante, para seguir utilizando la terminología que mayoritariamente
aceptamos en nuestro quehacer cotidiano -“documental”-, el otro lado de la moneda
vendría dado por (1) el hecho de que ciertamente hay producciones cuya esencia es
“documentar” sobre algo, y también por (2) el método de trabajo utilizado. De ahí que,
coincidiendo con las tesis de Guy Gauthier (1995), propongamos la validez de un
concepto como el de método de trabajo documental, que sí distinguiría muy bien formas
de abordar el discurso audiovisual. Pero, a la hora de documentar sobre algo, la reflexión
debe discurrir por otros territorios; y estos son los que aquí nos van a interesar con
preferencia.
“Mundo posible”, “mundo real”, “mundo proyectado” (aquí, como hemos anticipado,
no haremos referencia a los “mundos virtuales”)… son tres conceptos con los que nos
hemos encontrado en múltiples ocasiones y que se relacionan con el espacio-tiempo
construido por el discurso audiovisual (dejaremos de lado si ficcional o no), por el contexto
vivencial autoral y espectatorial, y por la percepción espectatorial, respectivamente. Las
producciones audiovisuales responden a una concepción de mundo posible, cuya
coherencia otorga el estatuto de verosimilitud, que repercute directamente en la
generación de imaginarios sociales; estos imaginarios, a su vez, afectan dialécticamente a
la relación entre espectador y contexto -confirmando su comprensión del mundo que le
rodea o modificándola- a través del constructo de intermediación, que no es otra cosa que
el mundo proyectado, en el que el espectador hace suya de forma transitoria la
percepción generada por el audiovisual y la cruza con su bagaje vivencial, socio-cultural y
contextual.
Al espectador le llegan, pues, múltiples datos que son deducidos con irregular
nitidez del producto fruitivo: una visión de mundo (espacio físico), una posición ideológica
sobre “estar en el mundo” (relaciones sociales), una “máscara” social (apariencia externa
de los individuos y de sus relaciones), una temporalidad (inscripción del discurso en el
pasado, el presente o el futuro)… Estos datos, inscritos en el discurso audiovisual con una
mayor o menor voluntad en origen de influencia, son transformados en informaciones
explícitas e implícitas que, a su vez, serán o no desechadas por el espectador una vez
sean cotejadas con su bagaje enciclopédico y sociocultural, pero en ningún caso serán
inocentes ni asépticas.
21
Así, la comprensión que tenemos de los mundos de la antigüedad, la imagen
mental que nos hemos hecho de ellos, está claramente influenciada por las muchas
películas que a lo largo de nuestras vidas hemos podido visionar. El antiguo Egipto,
Roma, Grecia, nos han llegado a través de representaciones ficcionales que han
construido una imagen mental de la que es muy difícil desprenderse, a sabiendas de que,
en una gran parte, ese mundo posible generado por films como Tierra de faraones (Land
of the Pharaons, Howard Hawks, 1955), Los diez mandamientos (The ten
commandments, Cecil B. DeMille, 1956) o Quo Vadis? (Cecil B. DeMille, 1951), es en
gran parte resultado de una imaginación cuya base documentada es mínima, aunque,
evidentemente, la haya. No digamos nada de los films que se introducen en aspectos
relacionados con la mitología.
Cada mirada hacia el pasado ha acumulado informaciones que han ayudado a
construir nuestra idea de mundo, probablemente muy lejos de lo que realmente aconteció,
y de las formas de vida que tuvieron lugar en él. Así, la Prehistoria, la Edad Media, el
Renacimiento, e incluso las fechas más recientes no son sino extrapolaciones ficcionales.
Esto por lo que respecta a la exterioridad de esos mundos; si a ello le añadimos la
veracidad de las informaciones que nos han sido suministradas, nos encontramos en un
auténtico callejón sin salida. Pero, ciertamente, sobre el pasado lejano no tenemos la
posibilidad de establecer mecanismos estrictos de cotejo ni de verificación, y hemos de
conformarnos con referencias tangenciales (pinturas, tapices, objetos, arquitectura,
escasos documentos –aquellos que no hayan sido manipulados para contar la historia
desde la perspectiva de los vencedores).
Lo cierto es que con la aparición de la fotografía y del cinematógrafo, la relación
entre mundo posible, mundo proyectado y mundo real se hizo mucho más directa y con
ello, contrariamente a lo que cabría suponer, las posibilidades de manipulación se
acrecentaron.
La cuestión, lo digo una vez más, es que todo depende de dos factores esenciales:
el punto de vista y la enunciación. Un ejemplo nos ayudará sobremanera. Al final del
excelente texto audiovisual 10 on Ten (Abbas Kiarostami, 2004), el propio realizador, que
ha venido impartiendo al volante las diez lecciones sobre un cine de diferente concepción
al hegemónico, detiene el vehículo y sale de él, desapareciendo en el fuera de campo
pero haciendo patente su presencia en off; al regresar, toma la cámara con sus propias
manos, desde su fijación frontal –lo que confirmamos por el movimiento que se produce y
por su reflejo en el lateral del vehículo–, y se acerca a un pequeño túmulo de tierra en el
que paulatinamente, mediante el zoom, nos deja ver un pequeño agujero y las siempre
22
trabajadoras hormigas que en él se afanan, pasando así desde un plano amplio hasta un
plano muy de detalle. Con este pequeño ejemplo, Kiarostami metaforiza a la perfección
cómo es posible documentar con el menor grado de manipulación: 1) desvelando el
proceso tecnológico de la filmación, 2) haciendo patentes los recursos expresivos y
narrativos que permiten llegar hasta ese túmulo de tierra donde están las hormigas y, al
mismo tiempo, 3) provocando en el espectador la capacidad de reflexión, en este caso
sobre la posibilidad de mostrar lo que aparentemente no vemos y que es, a fin de
cuentas, la realidad, o la representación que nos es permitido hacer mediante un
intermediario de lo real inalcanzable. Como puede deducirse, la discusión entre ficción y
no ficción es irrelevante ante un planteamiento como el que hace Abbas Kiarostami.
Puede cerrarse, pues, esa dicotomía subyacente entre los conceptos de ficción y
documental, que ya sabemos son casi imposibles de dejar al margen del debate, tanto
más cuanto que las más recientes “modas” que se inscriben en el territorio del documental
(el montaje a partir del metraje encontrado o found footage, el falso documental o
mockumentary, y el film-ensayo) no hacen sino poner de manifiesto que el trabajo que se
lleva a cabo, sea a través del montaje-remontaje o de la construcción discursiva,
responde esencialmente al uso de recursos expresivos y narrativos orientados por la
enunciación y, en consecuencia, mucho más cerca de la ficción narrativa que de cualquier
otro mecanismo representacional.
El momento actual es insospechadamente enriquecedor, aunque hayan en él
ámbitos de luz y de sombra. Los procesos de hibridación son tales que las técnicas
documentales se inscriben en las películas de ficción sin ningún pudor y la ficcionalización
cada vez está más en la esencia de los proyectos edificados sobre ese procedimiento que
antes denominábamos método de trabajo documental, y que, a fin de cuentas, supone
una importante reducción de costes para poder satisfacer una demanda cada vez más
importante (no podemos olvidar el inminente apagón analógico y la aparición de cientos
de nuevas cadenas digitales que deberán cubrir una programación cuantiosa, calidades
aparte).
No obstante, tampoco conviene presentar una visión idealizada de un mundo
creativo en el terreno del audiovisual en el que se barajan nuevos conceptos y
procedimientos, como si nada de esto hubiera acontecido en el pasado. Muchas de estas
hibridaciones ya se han producido anteriormente en la historia: el uso de técnicas
documentales fue decisivo en los “nuevos cines” (ahí tenemos los ejemplos de la Nouvelle
Vague, del Neorrealismo italiano, o del Free Cinema inglés) y no tan nuevos (los
cineastas soviéticos, con Eisenstein a la cabeza, supieron bien de ello, y la radical
23
experiencia de Dziga Vertov es paradigmática); por otro lado, se han producido más y
más ficcionalizaciones en el seno de los llamados materiales documentales (los films de
Marker, Ivens o de Rouch, los trabajos de Errol Morris, de Peter Watkins y de tantos
otros); ha habido ejemplos ilustres de “falso documental”, como es el caso de Fraude (F
for Fake, Orson Welles, 1973), y también de “metraje encontrado” -es notable el uso por
ambos bandos durante la Guerra Civil española de materiales cuyo origen estaba en el
adversario, o el ejemplo paradigmático del film Morir en Madrid (Mourir à Madrid, Frédéric
Rossif, 1962), ejercicio de montaje a partir de diversas fuentes documentales; claro está
que esto es lo que siempre se ha hecho por parte de las televisiones para construir sus
reportajes sobre hechos del pasado. Por su parte, las vanguardias también hicieron uso
habitual de materiales de carácter documental.
Pero hoy hay otro tipo de fenómenos diferenciales: la aparición de Internet y de las
plataformas multimedia generan un ámbito para el audiovisual que convierten a este en
un enorme espacio hipertextual. Nos encontramos así con el denominado “falso
documental multiplataforma” (cross-platform mockumentary), que “hace referencia a
aquellas obras que aparecen en medios de comunicación distintos con diferentes
formatos, aumentándose de este modo el número de implicaciones efectivas del público
en planos diversos” (Hight, 2008-188)
Pues bien, este importante cambio en los mecanismos de difusión convierte las
salas de cine en un espacio poco menos que minoritario y aúpa a primer nivel Internet, los
teléfonos móviles o las televisiones con programación especializada (al menos en lo que
se refiere a las producciones que responden al método de trabajo documental). Otro tanto
sucede con los textos ficcionales, que incorporan esta fluidez audiovisual y permiten la
hibridación de géneros, estilos, procedimientos e, incluso, usos. La existencia de formatos híbridos, tales como el docudrama o el
documental sobre naturaleza, siempre ha apuntado en mayor medida hacia un continuo trasversal de formatos que se despliegan entre los polos de realidad y ficción. Estas fronteras aún se han difuminado más por la eclosión de híbridos televisivos, entre los que se incluyen los concursos de telerrealidad, los docu-soaps, los programas sobre el estilo de vida y otros formatos similares… El continuo realidad/ficción más general incorpora elementos visuales que se asocian a imágenes grabadas por cámaras de seguridad, a la fotografía y videografía no profesionales y a formatos más recientes de medios de comunicación personales como las webcams, los videologs y las cámaras de fotos de los móviles. Todos ellos comparten la estética del vídeo digital no profesional, que consiste en capturar, con cámaras de bolsillo, acontecimientos espectaculares o arrebatos apasionados, desde perspectivas limitadas y espontáneas, y con una calidad fotográfica baja, de imágenes granuladas. Esta técnica no deja de imponerse como el verdadero indicador de la autenticidad (Hight, 182-183)
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Como podemos comprobar, se está produciendo una ampliación del inventario de
formatos audiovisuales posibles que apunta hacia índices de verosimilitud, hacia esa
“captura de lo real” que durante tantos años la teoría del cine ha defendido como esencia
olvidando que se trataba de un “efecto” y no de una ontología. Paralelamente a tal
proliferación de mecanismos representacionales y difusores, no es un hecho menor la
bajada en picado de la calidad fotográfica que, de nuevo, se constituye en protocolo de
veracidad. En este contexto de saturación visual, donde las posibilidades de comunicar
son cada vez más remotas, triunfa la otrora dudosa doble sentencia: “el medio es el
mensaje” / “el medio es el masaje”. Fluye la información-desinformación, en tanto se
escapa la capacidad de reflexionar sobre los acontecimientos: el esquema emisor
receptor nunca fue tan unidireccional como en la era que se autoproclama interactiva.
Por ello, no puede extrañar en modo alguno que las películas de ficción absorban –
como, por otro lado, siempre hicieron– toda esta serie de mecanismos de captura y los
integren en su trama argumental e, incluso, en la propia textura formal de sus discursos.
Es desde esta perspectiva desde la que más claramente se han quebrado las diferencias
entre ficción y no-ficción. Los cuatro puntos esenciales que se desprenden del brillante diagnóstico de
Geertz para las ciencias sociales en la década de 1980 -hibridación de géneros, ruptura de corsés en la escritura al servicio de la interpretación de la sociedad, la puesta en cuestión de una legitimidad epistemológica desligada de la propia práctica interpretativa y discursiva y la alteración de las relaciones entre el conocimiento y la acción social- poseen fuertes resonancias y un aire de familia con lo que, en los últimos años, se viene afirmando a propósito de los caminos emprendidos por el cine documental y sus aledaños. Afirmamos estar asistiendo a una hibridación en las prácticas cinematográficas ligada a la representación de lo real, donde -parafraseando la fórmula enumerativa de Geertz o, más bien tomándola como fructífera analogía- vemos aparecer panfletos políticos y contra-informativos disfrazados de diarios o búsquedas personales, la imagen de archivo y el documento visual al servicio de la poesía, la indagación social bajo diversas formas de thriller policíaco o el uso de la teatralidad y la dramatización distanciadora ocupando el lugar de la entrevista natural para la reconstrucción histórica (Ortega, 2005-186)
En consecuencia, la posibilidad de establecer un discurso que reflexione en
profundidad sobre el mundo en que vivimos y el compromiso ético con la realidad parecen
alejarse, devienen cada vez más utópicos.
Hemos visto cómo los materiales audiovisuales conocidos como documentales
son cada vez menos fiables; hemos establecido que la relación entre la representación y
la realidad se viabiliza a través de un “efecto verdad” que pocas veces es reflejo certero
de esta; sabemos que la hibridación de medios, soportes y formatos es tal que los usos
han devenido objetivos finales para gran parte de los espectadores; parece evidente que
la comunicación se quiebra y la información no consigue documentar, simplemente
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fluye… ¿Por qué, visto lo visto, afirmamos que la ficción documenta o está en condiciones
de hacerlo? Y esto quiere decir que la construcción de imaginarios tanto puede apuntar
hacia un modelo reaccionario como a uno radical o revolucionario; es decir, hacia la
negación o la reivindicación de la conciencia ciudadana.
Más arriba hemos ejemplificado el influjo que el cine ha tenido sobre nuestro
imaginario cultural en lo que respecta a épocas pretéritas, pero las películas hablan a
través de sus significantes tanto de la época representada en su trama argumental como
del presente, con independencia de que la acción pueda estar afincada en una u otra
temporalidad. Como decía Jean-Luc Godard, todo film es un documental sobre su propio
rodaje, parafraseando la siempre vigente sentencia de Roman Jakobson que indica que
toda obra de arte nos cuenta la génesis de su propia creación. Quiere esto decir que una
producción audiovisual lleva en sí misma, de forma implícita, los índices de sus
mecanismos de producción de sentido y de su relación con el mundo real conjugado en
presente, puesto que nadie ni nada puede eludir su implicación contextual.
Algunos productos ficcionales recientes, cada vez más numerosos, se hacen eco
de ese mundo de formatos y lo integran en sus discursos. Puesto que el efecto verdad se
asimila a las imágenes de baja calidad que nos suministran las cámaras de seguridad, los
móviles o los reportajes televisivos, estas formas se prodigan en las tramas argumentales,
llegando a confundir los métodos a través de los aspectos formales de los resultados
obtenidos. Puesto al servicio de la constitución de un grado de verosimilitud, el resultado
puede ser tan ambiguo como en el caso de los falsos documentales; sin embargo,
desvelado el efecto y tratado desde una perspectiva claramente ficcional, en la que la
enunciación no se oculta, la puerta de la reflexión queda abierta y el espectador se
constituye ante el producto con la suficiente capacidad crítica como para sentir que está
siendo “informado” sobre un acontecimiento determinado o sobre una visión de mundo.
Así, estableceremos que la ficción documenta:
1. sobre el espacio y el tiempo (presente, pasado, futuro);
2. sobre el mundo real, por analogía o metafóricamente;
3. sobre los imaginarios sociales y culturales, que se contrastan entre emisor
(ente enunciador) y receptor (espectador):
4. sobre sus propias condiciones de producción (destacando el aspecto
tecnológico), y
5. sobre su condición de ficcionalidad.
Este último parámetro deviene esencial, ya que el contrato de suspensión de la
incredulidad por parte del espectador permite que este mantenga una clara conciencia de
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que lo que visiona es un constructo ficcional y, en consecuencia, el efecto verdad de las
imágenes no puede suponer una fe ciega en ellas (como vemos, todo lo contrario de lo
que ocurre en el sistema mal denominado documental).
El camino de la hibridación siempre ha estado abierto, pero el caso de El proyecto
de la Bruja de Blair (The Blair Witch Project, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999) es
muy sintomático, ya que en su seno habían formatos diferenciados y se utilizaban
procedimientos de rodaje afines al método documental. Sin embargo, en esta producción,
el éxito se garantizó a través de una campaña de efecto verdad a través de Internet, muy
bien orquestada pero que jugaba con el espectador planteándole la duda sobre la
veracidad o no del acontecimiento en cuestión. En este caso, la relación film – Internet se
convirtió en el eje esencial del producto y ambos se retroalimentaban. Por lo tanto, este
film nos aporta una información clave sobre el uso de las nuevas tecnologías para
construir discursos verosímiles desde la ficción.
Más recientemente, En el valle de Elah desarrollaba una trama argumental en torno
a una filmación en DV, supuestamente hecha por un militar en Irak, que habría de permitir
desvelar los horrores de la guerra y el proceso de degradación de un soldado americano.
El DV se convierte, en este caso, en leit motiv y eje esencial del film, que, a su vez,
desvela la condición tecnológica (se pueden recuperar imágenes borradas o en mal
estado). En este caso, la condición crítica se enraíza en el presente, en la vivencia de la
guerra-ocupación en Irak, con un más que evidente posicionamiento. Para el espectador,
la película suministra un bagaje de datos que son, en muchos casos, recordatorio de lo
que ya conoce, pero, además, aporta una carga emocional que, desde la fijación en un
individuo (el padre que busca las razones de la muerte de su hijo), se abre a la
decadencia de la sociedad norteamericana en su conjunto (el plano final poniendo al
revés la bandera es en exceso evidente).
Un caso más extremo es el de Redacted (Brian de Palma, 2007). En este film se
produce una exhibición expresa de la hibridación a que antes hacíamos referencia. Los
diferentes formatos confluyen por diversos canales hacia la construcción de un material
de ficción que se reviste de todos los aparejos del método documental hasta producir una
indiscriminación absoluta entre ficción y documental. De nuevo los cinco parámetros son
claros. En este sentido, no es menos interesante el cine del realizador chino Jia Zhang-ke,
quien presenta en pantalla la hibridación misma, generando transiciones a través de
animaciones gráficas en teléfonos móviles (The World, 2004) o incorporando a los
personajes en espacios de realidad extrema (la presa de las tres gargantas) en
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Naturaleza muerta (Sanxia Haoren, o Still Life, 2006) como hicieran años atrás los
celebrados directores neorrealistas.
Banderas de nuestros padres (Flags of our fathers, Clint Eastwood, 2006), nos
ayuda a reflexionar sobre el pasado y sobre el mismo concepto de manipulación de la
imagen (en este caso fotográfica) en relación con su profílmico, convirtiendo la apelación
a los sentimientos de los ciudadanos en objetivo de rentabilidad económica para poder
proseguir la guerra (el paralelismo con el modelo cinematográfico hegemónico no es
casual, desde luego). Esa mirada sobre el pasado, al ser relacionada con la situación
actual, permite una lectura metafórica en torno al presente (parámetros 1 y 2) y,
esencialmente, sobre la guerra de Irak, eje y suma de falsedades de todo tipo.
Desde la imagen al servicio de una causa justa, con independencia de si es o no
manipulada, a la manipulación como intervención efectiva sobre las conciencias, hay un
abismo. Cuando Robert Capa hizo la fotografía que recorrió el mundo, El miliciano
muerto, el valor de representación de la realidad estaba mucho más allá de la propia
imagen, nada importaba que esta fuera o no tomada en el momento de la muerte, la
simulación era tan real como la propia guerra: el objetivo ideológico debía necesariamente
situarse por encima de la veridicción. Sin embargo, cuando con el paso del tiempo los
herederos de Capa intentan a toda costa salvaguardar el concepto de veracidad y la idea
de que aquella fotografía reflejaba exactamente una muerte en el frente tal como tuvo
lugar (y no la situación bélica -algo mucho más importante, sobre lo que la fotografía
actuaba como símbolo) emerge la mala conciencia de una supuesta manipulación que
nunca hubo: la manipulación aparece, pues, con la negación del valor de una ficción que
había documentado positivamente a la sociedad desde la propia esencia del
acontecimiento.
Por lo tanto, incluso en el seno de la industria de Hollywood, se están produciendo
hoy en día materiales que pueden contribuir a la construcción de un imaginario social que
aborde positivamente una conciencia ciudadana orientada hacia la defensa de los valores
radicales frente a los reaccionarios, tanto más si esto se lleva a cabo por medio de la
hibridación que aporte fragmentos documentales en films de ficción o a la inversa, ya que
importan los resultados e importa que el flujo discursivo se muestre a sí mismo como
manipulador (desvelando su punto de vista) y no como encubridor.
¿QUÉ HACER: DENTRO O FUERA DEL SISTEMA? En el lado opuesto de los discursos audiovisuales progresistas, se sitúan los que
construyen imaginarios mediante la transparencia enunciativa, los hegemónicos. El
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enmascaramiento, como dinámica del sistema para invisibilizar los procesos de
dominación, ha repercutido en todos los discursos, desde el histórico al científico, desde
el ideológico al epistemológico o al puramente convencional. Puede considerarse un
microsistema de impregnación que llega a los textos (relatos) a través del oscurantismo y
esto se padece especialmente en las áreas de la cultura de élite (no popular ni masiva),
de la educación, de la investigación…
La riqueza del momento que vivimos estriba precisamente en la capacidad para
tener una visión múltiple del mundo que nos rodea. Desde nuestra perspectiva, la tesis del
pensamiento único como nueva ideología del sistema neoliberal, no es más que un mito,
una necesidad ontológica del sistema para regenerarse. Ahora bien, las prácticas de
producción sígnica, la industria de la cultura -arropada en la tecnología-, como
consecuencia inmediata de un sistema dominante que controla los medios a través de los
costes de producción, son reproductoras de ideología y transmisoras de cultura. En
consecuencia, las alternativas a ese sistema navegan en la utopía. La duda, una vez más,
estriba en la concepción del concepto dialógico: diálogo entre qué y quién, y en virtud de
qué. Quizás la honrada perspectiva democrática, no violenta, esencialmente vivencial, sea
un modo de tránsito lento hacia la consecución de parcelas del poder hegemónico o de
cambios estructurales en el mismo; pero ese poder, mucho nos tememos, sólo puede
llegar a un cambio real y efectivo a través de un proceso violento: Una contradicción
insalvable (para los que creemos (?) todavía en la fuerza del diálogo y el conflicto
ideológico) o una tesis totalmente diferente: El caos como alternativa.
Lo cierto es que, si en el ejercicio de nuestras reflexiones amparadas en la duda
permanente, concluimos que se ejerce desde el poder una violencia ilimitada sobre el
ciudadano (concedamos al sistema el beneficio de la etiqueta), es lógico deducir que el
propio mecanismo sistémico, en su jerarquización, legitima el ejercicio de la violencia
frente a él, tanto más cuanto hay una evidente descompensación de los medios, sean
físicos, materiales o virtuales / simbólicos. La interiorización del rechazo a la violencia en
los individuos se ha constituido históricamente en un medio de la hegemonía ideológica
del sistema dominante, que no duda en ejercerla en aras de un bien común que satisface
plenamente sus ansias de enriquecimiento.
El poder se ha constituido a sí mismo a través de un relato vehiculizado en el
discurso hegemónico que ha ejercido permanentemente en el seno de la sociedad. Ese
relato no es sino una ficción más (story vs history) que se mantiene gracias precisamente
a su fuerte impresión de realidad (verdad). En él confluyen el poder económico-social, el
político y el cultural, actuando en círculos concéntricos cuya conexión es precisamente la
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establecida a través de los mecanismos de representación, los relatos, y, hoy en día, con
la aparición de las nuevas tecnologías y los sistemas masmediáticos, las formas de
representación simbólica, esencialmente la televisión. Hay ahí todo un paradigma de la
violencia, ejercida sin escrúpulos, abierta e ilimitadamente.
En el polo opuesto, una violencia desorganizada, que arrastra el caos como
alternativa y que brota inesperadamente en los momentos de crisis generalizada, ante la
carencia de perspectivas y la anulación de las esperanzas (ayer Argentina, Argelia,
Venezuela; hoy las múltiples guerras limitadas y el enfrentamiento de los
fundamentalismos con Occidente… y tantos otros ejemplos), o bien organizada en la
creencia ideológica, fe ciega en sistemas alternativos las más de las veces viciados por la
estructura del hegemónico (terrorismo, guerrillas, fundamentalismos de nuevo). Violencia
frente a violencia, legitimada por la institucional y que interioriza su propia ilegitimidad
porque se ha construido a partir de las estructuras discursivas del poder.
El panorama esbozado en torno a la situación actual se presenta como
desesperado y sin vías alternativas. Oponer violencia a violencia, en una escala de
fuerzas claramente deficitaria para la ciudadanía, reforzaría el poder, que abiertamente se
ejercería desde el principio de autoridad, transformando lo poco que resta de las
democracias actuales en nuevas dictaduras.
Partimos de una posición teórica en la que hemos aseverado: 1) que la duda es un
principio esencial para poder juzgar nuestro entorno e incluso nuestros modelos de
mundo, a partir del imaginario social que, evidentemente, nos ha sido impuesto; 2) que la
violencia que se ejerce hoy desde el sistema (no como ente abstracto, sino en su calidad
de poder -principalmente económico, que, en última instancia, superpone sus decisiones
al político-) es ilimitada y se disimula borrando su enunciación en el seno de los discursos
simbólicos (esencialmente mediáticos); 3) que la conclusión anterior, incluso en su
desproporción, concede carta de legitimidad a cualquier violencia que se enfrente a ese
poder omnímodo; y, 4) que el caos -no existente, sino sobrevenido- podría entenderse
como una alternativa aceptable para el planeta, al margen del ser humano como ente
biológico, y alcanzable mediante la destrucción de los valores simbólicos actuales:
En consecuencia, no podemos disfrazar en falsos escrúpulos la necesidad (única
esperanza) de (re)construir para el ser humano un entorno que apunte hacia el imperio de
la equidad, solo posible sin el ejercicio de poder alguno sobre él. Ciertamente una utopía,
pero, establecida como meta, nos permite:
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1) Desalojar de nuestros prejuicios la creencia en la maldad intrínseca de la
violencia, afirmando que es necesaria para romper el círculo de poder -
sumisión en que nos encontramos. Esto implica la supresión de cualquier
principio ético que permita al poder asentarse en su ejercicio a través de un
discurso moral.
2) Identificar un triple círculo opresor (económico-social, político y cultural) que
se ejercita hoy en día de forma esencialmente simbólica, -y física en
determinadas circunstancias de conflictividad- a través de los aparatos
ideológicos, esencialmente mediáticos, capaces de generar un imaginario
colectivo que subsume la ideología dominante en el conjunto de la población
(que, a su vez, la hace suya).
3) Explicitar que todo mecanismo discursivo se construye mediante un relato de
ficción que obedece a tramas en las que el poder se borra a sí mismo de la
enunciación para aparecer naturalizado.
4) Postular discursos que se enfrenten al sistémico (no como marginales o
alternativos, sino abiertamente en contra de) desde parámetros cuyas
premisas esenciales sean:
a. desvelar los mecanismos discursivos del poder;
b. cuestionar todo tipo de representaciones, nociones de mundo e
imaginarios sociales, enfrentando a ellos la duda y la ambigüedad;
c. actuar esencialmente en el terreno de la cultura, mediante producciones
simbólicas en la línea de una resistencia activa que abra marcos teóricos;
y,
d. destruir los modelos discursivos hegemónicos y sus maquinarias de
producción mediante el uso de la violencia simbólica (artefactos
culturales) y/o real.
Cada paso en esa dirección, por ínfimo que sea, quiebra la estructura de la ficción
que ha dado llamarse poder en nuestras sociedades; impidiendo que se otorgue a sí
mismo la potestad de legislar y condicionar nuestras vidas, sus cimientos se corroen. La
resistencia no es ni más ni menos que la puesta en marcha de productos (artefactos
audiovisuales, en el caso que preconizamos) que asuman su función:
1) Como artefactos simbólicos, mostando y desmantelando los códigos de la
producción de ficción hegemónica (MRI), estableciendo otros alternativos,
propios.
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2) Evidenciando los parámetros de ejercicio del poder y proponiendo instancias
resolutivas que pueden o no hacer uso de la violencia.
3) Denunciando la ficcionalización (espectacularización) de lo real y la
naturalización de lo ficticio en nuestras sociedades mediáticas.
4) Interpelando al espectador sobre su posición ante el mundo en que vive.
La acción a través de productos simbólicos puede desarrollarse esencialmente en
el terreno de la cultura y es ahí donde habría que ser creativos y construir mecanismos de
difusión que permitieran una nueva forma de ver (una nueva mirada) y contribuyeran a
desvelar los engaños de la hegemónica.
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