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Díptico Emilia Pardo Bazán Obra reproducida sin responsabilidad editorial
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Díptico¡sicos en Español..."La sordica" Las cuatro de la tarde ya y aún no se ha levan-tado un soplo de brisa. El calor solar, que agrie-ta la tierra, derrite y liquida a los negruzcos

Jun 23, 2020

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Díptico

Emilia Pardo Bazán

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"La sordica"

Las cuatro de la tarde ya y aún no se ha levan-tado un soplo de brisa. El calor solar, que agrie-ta la tierra, derrite y liquida a los negruzcossegadores encorvados sobre el mar de oro de lamies sazonada. Uno sobre todo, Selmo, que porprimera vez se dedica a tan ruda faena, siéntesedesfallecer: el sudor se enfría en sus sienes y unvértigo paraliza su corazón. ¡Ay, si no fuese la vergüenza! ¡Qué dirán loscompañeros si tira la hoz y se echa al surco! Ya se han reído de él a carcajadas porque seabalanzó al botijón vacío que los demás habíanapurado... Maquinalmente, el brazo derecho de Anselmobaja y sube; reluce la hoz, aplomando mies,descubriendo la tierra negra y requemada, so-bre la cual, al desaparecer el trigo que las am-paraba, languidecen y se agostan aprisa lasamapolas sangrientas y la manzanilla de acreperfume. La terca voluntad del segadorcillo

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mueve el brazo; pero un sufrimiento cada vezmayor hace doloroso el esfuerzo. Se asfixia; lo que respira es fuego, lluvia debrasas que le calcina la boca y le retuesta lospulmones. ¿A que se deja caer? ¿A que rompe allorar? Tímidamente, a hurtadas, como el quecomete un delito, se dirige al segador máspróximo: -¿No trairán agua? Tú, di, ¿no trairán? -¡Suerte has tenido, borrego! Ahí viene justocon ella La Sordica... Anselmo alza la cabeza, y, a lo lejos sobre unhorizonte de un amarillo anaranjado, cegador,ve recortarse la figura airosa de la mozuela,portadora del odre, cuya sola vista le refrigerael alma. De la fuente de los Almendrucos es el aguacristalina que La Sordica trae; agua más heladacuanto más ardorosa es la temperatura; sorbeteque la Naturaleza preparó allá en sus misterio-sos laboratorios, para consolar al trabajador enlos crueles días caniculares.

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¡Si Anselmo no se contiene al encuentro de lazagala, saltaría, a manera de corzo, cuando ven-tea el manantial cercano!

Como si La Sordica adivinase dónde estaba elmás sediento, el más ansioso de aquellos des-heredados, recta venía hacia Anselmo, gallar-damente enhiesta para sostener el odre mejor, yen la mano una cantarita de añadidura, unacantarita de barro salpicada de divinas gotas dehumedad, que a la luz del sol relucían comosueltos brillantes...

Y llegándose al segador novicio -leyendo ensu cara amortecida la necesidad- le tendió lacantarita, a la cual pegó Anselmo los labios conun suspiro violento, que parecía un sollozo...

Al anochecer, cuando los enormes carros ibancamino de las eras, cargados de gavillas, Selmoy La Sordica volvían juntos, por la senda querodea el lugar; y el mozo decía a la zagala, muycerca del oído, sin duda a causa del defectilloque declara el apodo:

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-Na, mujer; en la chola se ma ha metío y en elquerer muy aentro... Tú vas a ser mi novia... Nome des un esaire, borrega, que me gustas másque el agua de tu cantarita... "La Ilustración Artística, núm. 887, 1899.

"Tía Celesta"

¿No la visteis al cruzar la esquina, a la viejecitadel pelo más blanco que los copos de la nieve,detenidos en los aleros de los tejados, de tezrancia como el marfil, de dentadura cabal yfirme todavía, sin postizo ni engañifa alguna?Las curtidas y arrugadas manos con que, mane-jaba la badila revolviendo las castañas en eltostador dicen a voces la vida de labor incesan-te; la venerable calma de la frente y la limpidezde los ojos, que debieron de ser hermosos a losveinte años; la tranquilidad de la conciencia...Sentada en la bocacalle, al margen de la acera,procurando no estorbar con su humilde comer-

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cio a los transeúntes, en primavera, vendía lilas,clavellinas y rosas "de olor"; pero apenas aso-maba el frío, saliendo a relucir las primeras"pañosas", establecía su puesto de castañas asa-das, y allí la tenían los chiquillos golosos de laescuela y los estudiantes que van a la Universi-dad y al Instituto, despachando la mercancíacon una afabilidad y un desinterésseñoril... Generosa y franca, a fuer de española neta,jamás escatimó la ración al niño que, tiritando,alarga su "perra chica", ni al mozo que, riendo,suelta la peseta en el regazo; jamás regateó yjamás pidió limosna. Ahogos y miserias, cruji-das y hasta enfermedades sospechamos que selas pasó la Tía Celesta muy agazapada, en susotabanco de la Ronda; pero ¿extender ellaaquella mano? Primero se moriría. Era precisooírla cuando se expresaba en confianza. "Traba-jar, sí, señor; que ésa es la ley del pobre..., digodel pobre honrado. Con mi trabajo me he man-tenido y nadie ha tenido que avergonzarme ni

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de moza ni de vieja... Y ya, ¿pa qué voy a pe-dir? To me sobra. ¡Con setenta y seis que cum-plí el día de Santos...! Se me murió mi hija; criéun nieto que quedaba y se me escapó; dicenque sa embarcao pa las Américas, porque eracodiciosillo y quería hacer un fortunón... A mí,que la Virgen no me quite mi cocido y mi ca-tre..." Y cuando insistíamos para saber si no aspirabaa algo, murmuró confidencialmente la Tía Ce-lesta: -Me pide el cuerpo, con este frío barbero, otromantón abrigadito, que el puesto ya parece detelaraña... Y el caso es que me conviene quevenga todavía más frío, más nieve, más escar-cha...; así venderé más castañas calientes, y pueque junte pa el mantón... Ya llevo tres reales enun décimo... Mientras, está una aterecía..., y,por otra parte, achicharrá... La mañana en que Tía Celesta expresó tanmodestas aspiraciones (¡qué mañana!; se hela-ban las palabras en la boca) fue la última que la

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vio ocupar su puesto y revolver las castañas,sobre la hornilla. Desapareció... "Estará acata-rrada..." Buen catarro debía de ser, que pasaronlas Navidades y llegaron los Carnavales sin quela castañera volviese a su sitio de costumbre. Ytampoco, cuando los últimos cierzos de la Sie-rra soplaron ya fatigados sobre Madrid, se pre-sentó, cual otros años, ofreciendo los precocesnarcisos, que anuncian la resurrección de Flo-ra... Seguramente la Tía Celesta había logrado elmantón con que soñaba; un mantón color detierra, que no se rompe, que no se gasta y queabriga de una vez... "La Ilustración Artística, Almanaque", 1899.

El mundo

Las dos hermanas se encontraron en el estre-cho pasillo; casi se tropezaron, y se dieron unbeso, siendo de cariño a pesar de lo tristes que

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estaban. La mayor, Dionisia, venía del cuartode la madre enferma, trayendo una taza de cal-do vacía ya; la menor, Germana, de la cocina,de calentar por sus manos un parche cáustico.La penosa y quebrantadora faena de enferme-ras, la vigilia y las inquietudes habían empali-decido y ajado sus caras graciosas, donde es-plendía, antes, fresca y atractiva, la "belleza deldiablo". -¿Cómo queda ahora? -preguntó Dionisia. -Me parece que peor... Con mucha fatiga, ¿sa-bes? -¿Recado al médico? -No quiere. -¡Aunque no quiera...! Suplicantes, momentos después balbuceabanal oído de la paciente... Era necesario que vinie-se el doctor; con que recetase un calmante,aquel acceso pasaría... Respiroteaba la señora como pez a quien sa-can de su elemento y dejan temblar sobre laplaya en anhelo agónico. Desmadejada, azulosa

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la tez, sus labios morados se abrían desmesura-damente, queriendo beberse todo el aire delmundo. Las hijas, conteniendo el sollozo, laauxiliaban como podían; dábanle friccionessuaves, la incorporaban, abrían la ventana depar en par. El parche, olvidado, se enfriaba so-bre la mesa de noche. Al fin se aquietó un poco;la respiración era más fácil y franca. Pudohablar: -Ahorrad médico. Lo indispensable. Acordaosde que cada visita cuesta un duro. Ante el gesto de desinterés de indiferencia delas muchachas, la señora añadió, no sin esfuer-zo doloroso, terrible: -Es que no sabéis de la misa la media... Creéisque únicamente hemos bajado de posición...Ayer me entregasteis carta del tío Manolo, queha terminado la liquidación de nuestra fortu-na... Estamos completamente arruinadas, y aúnpeor: estamos alcanzadas en seis mil y pico deduros. ¿Qué tal?... Llamad médico, llamad mé-dico... ¡Si al fin yo duraré pocos días, y no hay

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médico en el mundo que pueda curarme! Coneste golpe..., lo he sentido; se me ha descom-puesto algo dentro, en el corazón... ¡Pobres pe-queñas mías! ¡Ánimo, no lloréis!... Era tardío el encargo, Dionisia y Germana,abrazadas, se mojaban recíprocamente los ros-tros con el llanto ardiente y salado de las gran-des amarguras... La primera en dominarse fuela menor; arrastró fuera de la habitación a lamayor y la llevó hacia una salita amuebladacon cierto lujo, reliquia del bienestar antiguo. -¿Qué va a ser de nosotras? -tartamudeóhipando aún Dionisia. -Trabajaremos -decidió Germana prontamen-te-. Y desde hoy mismo. No en balde nos lla-man Manitas de oro. No creas que aguardaré aque mamá se muera, a que nos echen de estacasa y perdamos nuestra única esperanza desalvación. -Y, por mucho que trabajemos, ¿crees tú quesacaremos para vivir? -De seguro. Y para volver a tener coche.

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-¿Y los intreses de la deuda de los seis mil?Porque hay que pagarlos, ¿entiendes? -¡Vaya si hay que pagarlos! -murmuró pensa-tiva, lacrimosa, Germana-. No vamos a dejar envergüenza la memoria de mamá. Sólo que en-tonces..., habrá que trabajar de otro modo. -¿De qué modo? -interrogó, recelosa, Dionisia. -Yo me entiendo. -No vayas a hacer una de las tuyas... Vistióse Germana con elegancia y coquetería:traje sastre de fino paño marrón; toca azul,donde anidaba un pajarito tornasolado; tomóun coche y fue recorriendo las casas de las ami-gas de antaño, que se mostraban frías o, por lomenos, alejadas, desde el momento en que "lasde Ramos" se encontraron en mala situacióneconómica... Donde la recibían, Germana en-traba decidida, sonriente bajo el velito de mo-tas; un ramillo de violetas naturales, preso en lasolapa, la anunciaba con la discreta brisa de superfume; y soltaba el discurso, no en tono su-

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plicante, sino como el que pide lo que se le de-be.

-No estamos lo que se dice en grave apuro, esono; sin embargo, hemos sufrido pérdidas... ¡Fí-gurate que vivíamos con tanto lujo...! Cuesta,cuesta el acostumbrarse a recortar gastos.Echamos de menos el coche, los abonos, losviajes. En vista de esto -añadía precipitadamen-te la niña al notar las nubes de desconfianza yprecaución que iban cubriendo la faz de su in-terlocutora-, hemos resuelto ser en breve másricas que nunca. Yo tengo disposición, buengusto, algo de chic. He aceptado la representa-ción de una modista muy elegante de Biarritz,la que nos vestía antes; este traje es de ella...Reproduciremos aquí sus modelos con algunarebaja, naturalmente... Haremos las toilettes ylos sombreros; todo completo. Pago, eso sí, alcontado; la modista nos lo exige... Hemos mon-tado taller. Conque, querida, a ver si nos ayu-das..., ¿eh? No te pido otro favor... Es en ventajatuya; vestirás bien con menos sacrificio, y lo

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que lleves será igual, como que es el modelo, alo que otras

traigan de casa madama Lagazc... Te dejo lasseñas. Corre la voz... Ven a casa a ver los mode-litos...

Los confeccionó ella misma, con trapos suyos,sobre maniquíes de alambre de unas cuantaspulgadas de alto. Había el traje de sociedad, elde calle, el de abrigo y hasta el alborotado, in-solente, enorme sombrero. La fiebre de la inspi-ración hacía que Germana ni tuviese tiempo denotar que su madre empeoraba. Dionisia, des-esperanzada y temblona, lloraba por los rinco-nes. Germana, valerosa, esperaba las parro-quianas seguras. Al espejuelo de la eleganciaextranjera, la mujer acude, y acudió. Dos anti-guas amigas se encargaron trajes sastre; tres ocuatro desconocidas, abrigos y sombreros; unadama de alto copete pidió el traje de sociedadmuy aprisa, a plazo fijo, para comida y baile enla Embajada de Rusia...

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-Oye, Dionisia -suplicó Germana, con voz rotapor la emoción-: coge, sin que mamá te vea,todo el dinero que tenga ella en su armario...hay que adelantar tela, los adornos... -No me atrevo... ¡Coger, así, del armario! ¡Laseconomías de mamá! -¿Prefieres pedir limosna? La energía sugestiona, la resolución fascina.Dionisia se apoderó de la cantidad, y los trajesempezaron a surgir. Las hermanas no dormían,no comían ni vivían. La enferma hubo de notaralgo extraño. -¿Qué os pasa? ¡Qué raras estáis! ¿Por qué medeja Germana sola tanto tiempo? ¿A qué sededica? ¡Ingrata! Que venga... Una mañana, el ahogo de la señora fue máslargo, o las fuerzas se hallaban más agotadas talvez... Sobre el brazo de Dionisia cayó la inertecabeza de la madre, libre ya de penas y sufri-mientos, bañada en eterno reposo. Las hijas,arrodillándose al pie de la cama, sollozaban sin

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consuelo. Se oyó sonar la campanilla imperio-samente. -¡Llaman!... -gimió Dionisia. -¡Es la parroquiana del traje de sociedad!... ¡Lahabía citado a esta hora! Viene a probar -hipóGermana, levantándose. -¿Vas a recibirla? -reprobó la hermana mayor. -¡Ya lo creo!... Y Germana, limpiándose las lágrimas, salióaprisa. -¿Llora usted? -preguntábale entre compade-cida y curiosa la cliente, mientras ahuecaba conel dedo un pliegue del cuerpo escotado, paraseñalar la arruga. -Sí, señora. Acabo de saber que se me hamuerto una parienta... allá en Andalucía. -¿Cercana? No mucho... Pero la queríamos... ¿Le gusta a laseñora el escote bajo, o sin hombreras? Ahorase llevan poco... -Más bajito..., así... Que no me falte usted ma-ñana, ¿eh? Espero el vestido por la tarde...

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Al día siguiente -horas después del entierro-Germana cobraba la primera toilette de las quehicieron la reputación de las famosas hermanasRamos. Se ganaba en el traje sobre unas tres-cientas pesetas. -Si yo confieso mi verdadera situación -decíame Germana, al referirme su escondidatragedia-, o me vuelven la espalda o me danunas "perras" de limosna... Hay que pedir consoberbia y para lujo; no para comer... "La Ilustración Española y Americana", núm.29, 1908.

El disfraz

La profesora de piano pisó la antesala todarecelosa y encogida. Era su actitud habitual;pero aquel día la exageraba involuntariamente,porque se sentía en falta. Llegaba por lo menoscon veinte minutos de retraso, y hubiese queri-do esconderse tras el repostero, que ostentaba

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los blasones de los marqueses de la Ínsula,cuando el criado, patilludo y guapetón, le dijo,con la severidad de los servidores de la casagrande hacia los asalariados humildes: -La señorita Enriqueta ya aguarda hace unratito... La señora marquesa, también. No pudiendo meterse bajo tierra, se precipi-tó... Sus tacones torcidos golpeaban la alfombraespesa, y al correr, se prendían en el desgarróninterior de la bajera, pasada de tanto uso. Apique estuvo de caerse, y un espejo del salónque atravesaba para dirigirse al apartado gabi-nete donde debía de impacientarse su alumna,le envió el reflejo de un semblante ya algo de-macrado, y ahora más descompuesto por elterror de perder una plaza que, con el empleíllodel marido, era el mayor recurso de la familia. ¡Una lección de dieciocho duros! Todos losagujeros se tapaban con ella. Al panadero, al dela tienda de la esquina, al administrador impla-cable que traía el recibo del piso, se les respon-día invariablemente: "La semana que viene...

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Cuando cobremos la lección de la señorita de laÍnsula..." Y en la respuesta había cierto inocenteorgullo, la satisfacción de enseñar a la hija úni-ca y mimada de unos señores tan encumbrados,que iban a Palacio como a su casa propia, ydaban comidas y fiestas a las cuales concurríalo mejor de lo mejor: grandes, generales, minis-tros... Y doña Consolación, la maestra, contabay no acababa de la gracia de Enriquetita, de labondad de la señora marquesa, que le hablabacon tanta sencillez, que la distinguía tanto...

Todo era verdad -lo de la sencillez, lo de ladistinción-, pero la profesora no por eso se sen-tía menos achicada -hasta el extremo de emo-cionarse- cuando la madre de esa alumna,siempre vestida de terciopelo, siempre adorna-da con fulgurantes joyas, le dirigía la palabra, lehablaba de música... Porque la marquesa de laÍnsula, que no sabía ni cuáles eran las notas delpentagrama, disertaba a veces con verbosidad,repitiendo lo que oía decir a los entendidos ensu platea. Y doña Consolación, sin enterarse de

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lo que explicaba aquella voz tan suave, a me-nudo imperiosa en su dulzura, contestaba in-distintamente. -Verdad... Así es... No cabe duda... Tiene ra-zón la señora... ¡Si por culpa de la tardanza perdiese la lec-ción! ¡Si, al verla entrar, la marquesa hiciese ungesto de contrariedad, de desagrado! El cora-zón fatigado de la profesora armaba un ruidode fuelle que la aturdía... Se detuvo para tomaraliento. Y, en el mismo instante, oyó que la lla-maban con acento cordial, afectuoso. Era sudiscípula. -¡Doña Consola! ¡Doña Consola! -repetía laniña, en el tono del que tiene que dar una noti-cia alegre-. Venga usted... ¡Hay novedades! "Doña Consola" corrió, no sin grave peligro deenganche y caída. La marquesa, llena de corte-sía, se había levantado, de lo cual protestó lamaestra, exclamando: -¡Por Dios! La chiquilla batía palmas.

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-¡Mamá, mamá, díselo pronto!... -Dame tiempo... -contestó risueña la madre-.Doña Consolación, figúrese usted que desea-mos... Vamos a ver: ¿no tiene usted muchasganas de oír Lohengrin? -Yo... La profesora se puso amoratada, que es elmodo de ruborizarse de los cardíacos. -Yo... ¡Lohengrin! ¡Ya lo creo, señora! -prorrumpió de súbito, en involuntaria efusiónde un alma que hubiese podido ser artista si nofuese de madre de familia obligada a ganar elpan de tres chiquitines-. ¡Ya lo creo! Sólo unavez oí una ópera... ¡y hace tantos años ya! ¡YLohengrin! Se dice que lo cantan divinamente... -¡Oh! ¡Ese Capinera! ¡Y la Stolli! ¡Si es un bor-dado! Bueno; pues se trata de que esta nochetenemos dos asientos... El amoratado fue morado oscuro. ¿Estaríasoñando? ¿La convidaban al palco? ¿Al palco,con la marquesa?

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-Son dos butacas que le han enviado a nuestrojefe -prosiguió la dama-, y yo no sé por dóndelo ha sabido este diablillo de Enriqueta, queademás ha averiguado que el jefe no quiereaprovechar esas localidades, ni para sí ni parasu hijo; ¡prefieren irse a Apolo!... Y ha sido sudiscípula de usted quien ha pensado en segui-da... -¡Mil gracias, Enriquetita!... ¡Mil gracias, seño-ra! -balbució la maestra, ya recobrada de suprimera emoción-. Agradezco tanta bondad, ydisfrutaría mucho oyendo la ópera, que no co-nozco sino en papeles...; pero ni mi esposo niyo tenemos ropa..., vamos..., como la que hayque tener para ir a las butacas del Real. -¡No importa! -gritó Enriqueta, que no renun-ciaba a su benéfico antojo-. Mamá le da a ustedun vestido bonito... ¿No lo dijiste? -añadió, col-gándose del cuello de su madre como un dia-blillo zalamero, habituado a mandar-. ¿No dijis-te que aquel vestido que se te quedó antiguo,de seda verde? ¿Y el abrigo de paño, el de color

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café, que no lo usas? ¿Y ropa de papá, un fracya antiguo, para el marido de doña Consola? -Sí, todo eso es verdad -confirmó la marquesa-. Y si doña Consolación no tiene inconvenien-te... La profesora no sabía lo que le pasaba. Igno-raba si era pena, si era gozo, lo que oprimía sucorazón enfermo y mal regulado. Pero Enrique-tita, tenaz, aferrada al capricho bondadoso y ala diversión de la mascarada, insistía. -¡Doña Consola! ¡Doña Consolita! Mire ustedque lo pasará divinamente. Verá: mandamosun recado a su señor esposo, y le traen en uncoche. Usted ya no se va. Les darán de cenaraquí. Toinette les viste... -¿También va Toinette a vestir al marido dedoña Consolación? -preguntó la marquesa, con-tagiada del buen humor de la chiquilla. -No; quise decir que Toinette la viste a usted,y a su marido le viste Lino, el ayuda de cámarade papá. ¡Ande usted, diga que sí!... Luego les

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tomamos otro coche, ¿no dijiste que se lo toma-bas mamá?, y se van ustedes al teatro.

La marquesa hacía señales de aprobación, y,entre tanto, la maestra meditaba... ¡Desnudarsedelante de aquella Toinette, la doncella france-sa, remilgada y burlona, que vería la ropa inter-ior desaseada, los bajos destrozados, el corséroto, de pobre dril gris! ¡Mostrar los estigmasde la miseria sufrida heroicamente, la flojedadde las carnes, que olían al sudor enfriado detantas caminatas hechas a pie, por ahorrarse losdiez céntimos del tranvía! ¡Enseñar su faldillade barros, con el desgarrón, que no había teni-do tiempo de remendar! Una vergüenza, unahumillación dolorosa, la impulsaban a gritar:"No, no iré; no me vestirán de carnaval con lalibrea de lujo..." Pero los ojos preciosos, límpi-dos, de Enriqueta expresaban tan buena volun-tad, tal afectuoso empeño de proporcionar a suprofesora, por una noche, los goces de los privi-legiados, que doña Consolación tuvo miedo denegarse a aquella humorada o gentil travesura.

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"Pueden quedar descontentos... Puedo perderestalección de ricos, los dieciocho duros al mes, casitanto como gana Pablo con su empleo..." Y envoz alta, tartamudeó: -Pues lo que quiera Enriquetita... Lo que quie-ra... Dos horas después estaba vestida y peinadadoña Consola. Sobre su ropa blanca, perfumadade foin, crujía la seda musgo del traje, antiguopara la elegante marquesa, en realidad casi deúltima moda, primorosamente adornado conbordados verde pálido y rosas en ligera guir-nalda; en la cabeza, un lazo de lentejuela hacíaresaltar el brillo del pelo castaño, rizado conarte. Las mangas de la almilla de algodón habí-an estorbado, porque la manga del traje termi-naba en el codo; pero Toinette, con alfileres, loarregló, y la maestra lucía guantes blancos, lar-gos, que le hacían la mano chica. Enriqueta bai-laba de contento. No hacía sino contemplar a suprofesora y repetir:

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-¡Si se ha vuelto tan guapa! ¡Si no parece la delos demás días! Bajaban la escalera interior doña Consolacióny su consorte, para meterse en el cochecillo, yapenas se atrevían a mirarse; tan raros se en-contraban, él de rigurosa etiqueta, envarado;ella, emperifollada, sintiéndose, en efecto, boni-ta y rejuvenecida dos lustros... Al arrancar elsimón, el marido murmuró, bajo y como si serecatase: -¿Sabes que me gustas así? Y ella -pensando que al otro día iba a recobrarsus semiandrajos, su traje negro, decente y raí-do, y que la vida continuaría con los ahogoseconómicos y físicos, las deudas y los ataquesde sofocación al subir tramos de escaleras- seechó en brazos de él y rompió en sollozos. "La Ilustración Española y Americana", núm.6, 1909.

Mal de ojo

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Aun sin pecar de timorato había motivo so-brado para escandalizarse con aquella conver-sación de última hora. Terminaba la magníficafiesta del club, a bordo del vapor fletado expre-samente para presenciar desde él las regatas,donde corría el equipo de la sociedad, y lasseñoras invitadas -lo mejor de la población-regresaban ya a tierra, al suave deslizar de es-quifes y botes sobre el agua oleosa y verde ape-nas picada por la salitrosa brisa que se alza alanochecer. Los caballeros -al menos una partede ellos, la más animada y jaranera- se habíanquedado solos ante no pocas botellas intactasde excelente Clicquot y bandejas colmadas deemparedados frescos, y aprovechaban la oca-sión de alegrarse sin ordinariez, con cierto tonode ricos calaveras, aunque distasen mucho deserlo todos. Había entre ellos no pocos padres de familia,excelentes y caseros; bastantes modestos em-pleados, oficiales de la guarnición, y, por ex-

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cepción, algunos célibes y muchachos dehumor, hijos de familia mimados y alegres. Lomismo éstos que aquéllos reían a carcajadas,rompían el gollete de las botellas, por noaguardar a que las descorchasen, contra lasbarras del puente, y discutían exagerando lasopiniones bajo el influjo del espumoso. La luna salía, roja e inflamada, y un misterioromántico, una voz extraña y sugestiva parecíaascender del oleaje denso, cuyo chapalateo es-parcía soplos salobres. En el grupo más gárrulo y vocinglero se hacíaabierta profesión de incredulidad religiosa. Lascabezas calientes se expansionaban con alardede franqueza. De los allí reunidos, ningunoadmitía ciertas cosas..., vamos..., eso que lasmujeres se empeñan en que se ha de admitir yque repugna a la razón. Una cosa es que novaya uno por ahí buscando ruidos..., y otra queen lo interno... Y sonreían y alzaban los hom-bros. Nadie quería -entre los casados- guerra encasa. Ante todo, ¡la buena armonía! Y además,

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los hijos, el ejemplo... Sólo el incorregible donZósimo Guijarro, concejal, personal enemigo deDios Nuestro Señor -amén de dueño de unbuen surtido almacén de ferretería-, no estabaconforme, y gritaba que era preciso hablar muyclaro y muy alto, acabar con las pamemas y laspamplinas, aunque chillasen las señoras. ¡Yacallarían! Cada marido manda en su hogar,manda en jefe..., y es un tío calzonazos si sedeja arrollar por el cura. ¡A él con ésas! -Pero usted es soltero, don Zósimo -arguyó elpresidente del club, dándole en el hombro laclásica palmada de la confianza española-. Us-ted no tiene que guardar respetos a nadie. -Ni los guardaría. -Eso se dice pronto, pero... -Capaz soy de casarme dentro de un mes paraenseñarles a ustedes cómo se llevan los panta-lones. ¡Baraja! Y una ristra de vocablos de los que no figuranen el Diccionario, a pesar de oírse a cada mo-mento por doquiera, salió de la boca airada del

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almacenista. La cual, de pronto, quedó muda yabierta, mientras en la cara rojiza se pintabauna especie de terror, mezclado con extrañezaprofunda. Se volvieron todos hacia donde mi-raba él, y entre la penumbra que empezaba aenvolver el puente distinguieron algo que tam-bién les paralizó. Y no era basilisco ni dragónespantable ni viperina testa de Medusa, sino unciudadano que a primera vista se confundiríacon otro cualquiera; un vulgar burgués, quesubía la escalera del entrepuente y avanzabacon timidez, a paso receloso y zopo. Eran suandar y su actitud algo que recortaba involun-tariamente al insecto sombrío que al morir laluz sale de su guarida, temiendo que un pie loaplaste; había en él cautela y disimulo, concien-cia de que no debía mostrarse y ansia de que seperdonase su importuna presencia. -¿Le ha convidado usted? -preguntó, al fin,por lo bajo, Mauro Pareja, uno de los más anti-guos socios del club, al presidente, visiblementecontrariado.

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-¿Yo? ¡Líbreme Dios! Pero ya sabe usted lo quepasa en estas fiestas... Se cuela el que se le anto-ja... -No se le ha visto antes... ¿Dónde estaría aga-zapado? -¡Junto al carbón y como las cucarachas! -bramó don Zósimo. Y cerrando enérgicamente el puño derecho,dejó asomar el pulgar entre el índice y el dedocorazón: la higa típica, popular. Muchos del grupo le imitaron; otros presenta-ron los cuernos, a la napolitana, con índice ymeñique; y dos o tres muchachos jóvenes, afec-tando sonreír, pero fríos de emoción, murmu-raron bajo: "¡Lagarto!", repetidas veces. Momentos después -habiendo sucedido unsilencio profundo a la alborotada charla,habiéndoles quitado la sed a todos y revuélto-seles dentro del alma el poso de la embriagueztriste- se deshizo el grupo y fue descalificadopor la escalerilla, al costado del vapor, en de-manda de los botes, que aguardaban. Allí se

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quedaron las botellas llenas, las copas rebosan-tes de espumilla fina, los pasteles de fundentechocolate, la dulce posdata de la merienda.¡Qué remedio! Se huía del que hace mal de ojo,del que trae consigo la negra sombra... Jamás seha aproximado a nadie que no sobrevenga ladesgracia... Y se empujaban impacientes, comosi se tratase de salvarse de naufragio o incen-dio, porque el de la mala pata podía tener laocurrencia de meterse en la misma embarca-ción... El incauto que se rezagase no evitaría iracompañado del mirar fatídico. En el apresu-ramiento de la desbandada, alguien quedaatrás por fuerza, y tampoco es extraño que su-cedan atropellos, que haya encontrones

involuntarios, máxime si las cabezas no vanserenas y frescas del todo. Fue don Zósimo elque más empujaba, quien, sin poder evitarlo,resbaló en los peldaños estrechos y mojados dela escalerilla y se cayó pesadamente al agua,entre el remolino de oleaje alborotado por la

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maniobra de la embarcación chica al acercarseal vapor. Salvado, auxiliado, desembriagado, sentadoya en el bote, con la ropa chorreante, el profe-sional del descreimiento y enemigo jurado delas supersticiones repetía bufando y escupiendoaún amarguras: -¿Lo ven ustedes? ¡Si tenía que suceder! ¡Sidonde entra ese demonio de hombre entra lafatalidad! -Tanto como eso... -objetó el socarrón de Mau-ro Pareja. -Tanto y no rebajo nada. Sabe Dios la enfer-medad que me cuesta el bañito. ¡Barajas!, pare-ce que se han olvidado ustedes de todo lo quesabemos perfectamente. Cuando ese tío acom-paña a un estudiante a examinarse, salen lasdos únicas papeletas, aquellas mismas, que elestudiante no se ha aprendido de memoria..., y,claro, le suspenden. Cuando asiste a una boda,al mes, divorcio. Si visita a un enfermo, queavisen a la funeraria. Si va a vivir con un pa-

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riente suyo, en una casa feliz, le acompañan lamuerte y la ruina. Si va en el tren, el tren desca-rrila. Si se acerca a usted en la calle, a los dossegundos se le viene a usted encima un auto-móvil. ¿Me lo van ustedes a negar? Hombre,¡barajas!, bien escaparon ustedes así que él apa-reció... -Bueno, corriente... -confirmaron a coro losdemás tripulantes-. Los hechos nadie los nie-ga... Pero usted, don Zósimo, que es tan terne yno cree en nada y puso verde a nuestro presi-dente porque nos decía que todos los milagrosson invenciones... -¡No tiene que ver! -tiritó el ensopado concejal-. ¡Esto es otra cosa! ¡Éstos son hechos! -Hechos que pueden explicarse, naturalmen-te... -advirtió el presidente, con seriedad mez-clada de escepticismo. -Bueno, yo me entiendo -contestó don Zósi-mo-. Y déjenme llegar a mi casa, que más he demenester cama y friegas de espíritu de vino quediscusiones. Lo que sabemos, lo sabemos.

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***

Callaron todos. Era noche cerrada. Un terror alo desconocido flotaba en el aire. El presidentedel club, que acababa de combatir con la pala-bra las aprensiones de don Zósimo, tenía lamano derecha dentro del bolsillo de la ameri-cana, y sin ser visto hacía la higa.

El espectro

Mi amigo Lucio Trelles es un excelente sujeto,sin graves problemas en la vida y que parecenormal y equilibrado. Como nadie ignora, estode ser equilibrado y normal tiene actualmentetanta importancia como la tuvo antaño el serlimpio de sangre y cristiano viejo. Hoy, paradesacreditar a un hombre, se dice de él que esun desequilibrado o, por lo menos, un neuróti-co. En el siglo diecisiete se diría que se mudaba

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la camisa en sábado, lo cual ya era una superio-ridad respecto a los infinitos que no se la mu-darían en ningún día de la semana. Ahora bien: Lucio Trelles sostiene la teoría deque desequilibrado lo es todo el mundo; que anadie le falta esa "legua de mal camino" psico-lógica; que no hay quien no padezca manías,supersticiones, chifladuras, extravagancias, sinmás diferencia que la de decirlo o callarlo, lle-var el desequilibrio a la vista o bien oculto. Dedonde venimos a sacar en limpio que el equili-brio perfecto, en que todos nuestros actos res-ponden a los citados de la razón, no existe; esun estado ideal en que ningún hijo de Adán seha encontrado nunca, en toda su vida. Lucioapoyaba esta opinión con razonamientos que, adecir verdad, no me convencían. Parecíame queLucio confundía el desequilibrio con los esta-dos pasionales, que pueden desequilibrar mo-mentáneamente, pero no son desequilibrios,pues son tan inevitables en la vida psíquicacomo otros procesos en la fisiología.

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Ello es que a Lucio no le conocía nunca nienamorado, ni encolerizado, ni apasionado, nivicioso. Hasta me sorprendía la normalidad desu tranquila existencia, sazonada con distrac-ciones de buen gusto y aun de arte, y dedicadaa regir bien una fortuna pingüe y a acompañary proteger a su hermana, con la cual se portabalo mismo que un padre. Y solía yo decirle,cuando nos encontrábamos en una agradabletertulia adonde los dos concurríamos: -Todos seremos desequilibrados, pero el des-equilibrio de usted no se ve por ninguna parte. Él meneaba la cabeza, y la confidencia parecíaasomarse un segundo, como se asoma un insec-to horrible a una grieta de la pared, retirándoseapenas entrevé la claridad... Ya en el camino delas curiosidades, di en notar que algunas veceslas pupilas de Lucio revelaban extravío. No eraque bizcase; la expresión respondía a un espan-to íntimo sin relación con los objetos exteriores. Lucio solía ir a la tertulia donde más nos veí-amos, con su hermana y en carruaje. Como le

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viese una noche salir a pie, me dijo que su her-mana estaba un poco indispuesta, y él no habíaquerido hacer enganchar. Entonces caminamosjuntos. No hacía la luna, y las calles del barrioestaban oscuras y solitarias. Íbamos hablando animadamente, cuando depronto sentí que el cuerpo de mi amigo gravi-taba sobre mi hombro, desplomado. Apenastuve tiempo para sostenerle e impedir que ca-yese al suelo. Al hacerlo oí que murmurabafrases confusas, entre gemidos. Yo no sabía quéhacer. No veía nada que justificase el terror deLucio. Sin duda sufría una alucinación. No recobró el sentido hasta momentos des-pués, y soltó una carcajada forzada y seca, paratranquilizarme. Anduvo unos instantes vaci-lando, y de súbito, volviéndose hacia mí, susu-rró con terror indescriptible, un terror frío: -¿Y el gato? ¿Y el gato? -¿Qué gato es ése? -pregunté asombrado. -El gato blanco. ¡El que pasó cuando yo caí...!

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Recordé que había visto, en efecto, una formablanca, deslizarse rozando la pared. Pero ¿quéimportancia tenía?... -¡Ninguna para usted! -murmuró sordamentemi amigo. Yo sentía el retemblido de su cuerpo, el rechi-nar de sus dientes, y su mano crispada me asió,incrustándome los dedos en la muñeca. De sugarganta, contraída, las palabras brotaron comoun torrente, en la inconsciencia con que el se-miahorcado se arranca el dogal. -Claro, no puede usted entender... para ustedun gato blanco no es más que un gato blanco...Para mí... Es que yo... No, aquello no fue cri-men, porque el crimen lo hace la intención; pe-ro fue una desventura tan grande, tan tremen-da... No he vuelto a disfrutar de un día de paz,un día en que no me despierte con el pelo riza-do... Mi disculpa es que yo tenía entonces vein-te años... -añadió con un sollozo-. Desde la ni-ñez, la vista o el contacto de un gato me produ-cían repulsión nerviosa; pero no en grado tal

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que no pudiese dominarla si me lo propusiese.Lo malo es que en ese período de la juventudno quiere uno dominarse, no quiere sino hacersu capricho... Cree uno que puede dirigir lavida a su arbitrio, solazándose con ella, comocon los juguetes. Esto ocurría hallándome yo enel campo, en compañía de mi madre y de mi tíaLucy, la que me ha dejado mi capital, pues mispadres no eran ricos. -Cálmese usted -dije, viéndole tan agitado yobservando la poca ilación de lo que me refería. -Sí, ya me voy calmando... Verá usted cómo esnatural mi impresión. ¿Qué decíamos? Sí; yo estaba en el campo conmi madre y con mi tía Lucy, solterona, queadoraba en su gato blanco, el favorito de labuena señora, siempre dormido en su regazo oacurrucado al borde de su falda. ¡Puf! ¡Quégustos más raros! Yo -cosa de los veinte años,afán de dominar la vida y arreglarla a nuestroantojo- se la tenía jurada al bicho. Resolví que,si alguna vez lo atrapaba solo, su merecido le

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daría. Al efecto, llevaba siempre conmigo undiminuto bull-dog, y ya no veía el momento demeter una bala en la panza gorda del monstruo,del odiado animalejo. Después, me proponíahacer desaparecer sus restos..., y negocio con-cluido.

Fue una noche... Una noche como ésta; sinluna, de una oscuridad tibia, en que todo con-vidaba a vivir y a amar... Salí de mi cuarto conánimo de espaciarme en el jardín. Había en élun cenador de madreselva... ¡lo estoy viendo!Era todo tupido, y de costado tenía una especiede ventanita cuadrada, practicada recortandolas enredaderas. Distraído miré... En el marcodel follaje se encuadraba un objeto blanco. Nipor un momento dudé que fuese el gato abo-rrecido.

Saqué el bull-dog, apunté... Hice fuego... Ungrito me heló la sangre... Me arrojé al cenador...Mi madre estaba allí... Envolvía su cabeza unatoquilla blanca...

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-¿Muerta? -interrogué con ansia, empezando acomprender la historia. -No... Herida levemente; rozadura; el pelochamuscado... Entonces... Mi madre me cobró horror... Nun-ca volvió a quererme... Nunca creyó mis protes-tas de que no intentaba asesinarla... Y muriópoco después, de una enfermedad cardíaca,originada probablemente por la emoción...¡Quedé bajo el peso del odio, de la eterna sos-pecha de mi madre! -¿No la pudo usted convencer? -Jamás... Medité un segundo... -¿Había algún motivo para que ella recelaseque usted..., en fin, que usted... podía ser ca-paz... de... "eso"? Sin duda herí una fibra sensible, porque Luciose demudó y vaciló tambaleándose, próximo acaer de nuevo. Sus ojos, alocados, me miraronun instante. No contestó. Y al llegar a su casa,me dijo secamente, bruscamente:

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-Buenas noches... Nunca más, en ocasión alguna, volvió ahablarme del caso, por el cual un gato blanco espara él un espectro. "La Ilustración Española y Americana", núm.4, 1909.

El mausoleo

Esto de las ambiciones humanas tiene muchoque observar. Cada quisque pone la mira enalgo que quizá al vecino le sería indiferente.Hay ambiciones generales; hay otras individua-les, extrañas y de difícil justificación, si no su-piésemos que todas son igualmente vanas. A pocos seguramente les desvelará lo que fueobjeto de las constantes ansias de un hombre,por otra parte sencillo y ajeno a la mundanalvanagloria. Don Probo Gutiérrez López, em-pleado subalterno, sólo lamentaba carecer debienes de fortuna, porque desde niño había

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fantaseado que sus despojos esperasen el Juiciofinal encerrados en un mausoleo suntuoso, eri-gido en el cementerio de su ciudad natal, Re-poblada.

Este cementerio, para el cual se han aprove-chado terrenos baldíos que antes fueron ester-coleras públicas, es uno de los ejemplares másdesastrosos de lo antiestético y antipoético delas construcciones modernas, ya se consagren alreposo de la muerte, ya al tráfago de la vida.Una tapia blanca y maciza lo cerca, dando a suforma fastidiosa regularidad. Una capilla deestilo gótico de alcorza rompe únicamente lamonotonía del cuadrilongo, proyectando enuna esquina la pobreza de su endeble aguja.Dentro, los nichos, adosados a las paredes, enfi-lan sus anaqueles mezquinos, que sugieren laidea de muertos asfixiados en la estrechez. Laslápidas ostentan rótulos candorosos, y al abrigode vidrios ovales, fotografías amarillentas, me-chones de pelo lacio y ramos de siemprevivas.El arbolado nuevo, cipreses y sicómoros, no ha

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adquirido todavía el frondoso porte que tantohermosea algunos camposantos modestos. Fal-tando el verdor, faltan pájaros, esas aves decanto vivaz y alegre que

en tales lugares parecen adquirir sugestiva me-lancolía. Y así, el cementerio de Repoblada esrealmente de una tristeza depresiva, aburrientey seca, que irrita en vez de conmover.

Pues con todo esto, Probo Gutiérrez anhelabaocupar en el cementerio más feo del mundo unlugar de preferencia. Es de advertir que donProbo, no sé si por costumbre, por penitencia opor entretenimiento, era obligado acompañantede los cortejos fúnebres. Ninguno cruzaba lascalles de la ciudad, a son de fagot y entre sal-modias, que no llevase detrás al buen don Pro-bo, con su raída levita y su sombrero anticuado.Y los socios del Recreo, donde Probo jugaba altresillo, siempre que no se trataba de enterrar aalguien, le gastaban la broma de decirle que niaun después de muerto quedaría franco de ser-

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vicio, puesto que habría de figurar honrosa-mente en su entierro propio.

En sus diarias visitas al campo santo, seguíadon Probo con inexplicable interés la construc-ción de cenotafios y panteones, la colocación delápidas y rejas. Comenzaba a estar de modaeste género de lujo, y los edículos neogriegos,románicos, góticos, al apiñarse, formaban elmás incoherente revoltijo. Había columnastruncadas revestidas de hiedra; había cruces enque se enredaban campanillas; había pirámidescoronadas por un busto; había, incluso estatuaso más bien monigotes, y el dorado de las verjasnuevas desafinaba al sol como desafinaba lablancura sacarina del recién esculpido alabastroitaliano. Y don Probo sentía con más vehemen-cia el ansia de yacer, él también, bajo un sun-tuoso monumento... Era la sed de inmortalidadque a veces acomete a los seres más predesti-nados al olvido, los cuales buscan la supervi-vencia en un afecto, en un corazón, y, a falta deesto, en unas piedras amontonadas. Don Probo

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no tenía ni hondos cariños ni íntimas amista-des; solterón sin

relieve social ni sentimental, tímido y torpe conlas mujeres, indiferentes a todos, cuando des-apareciese de entre los vivos sería como briznade paja un día de aire. Acaso esta considera-ción, siempre mortificadora para el amor pro-pio del aniquilamiento absoluto, explique elsueño monumental de don Probo. El olvido esforma del no ser, y él, don Probo, quería perpe-tuarse en granito y en bronce, ya que no en hijo,en libro, en amor, en hecho alto e ilustre.

No le era fácil, por otra parte, inferir que suilusión se realizase nunca. Atenido a mezquinosueldo, vivía estrechamente. No era lo bastanteloco para esperar en la lotería. No se le conocíamás familia que un hermano menor, un balaperdida, jugador y borracho, que rodaba no sesabe por dónde. Y el carácter enteramente idealde su gran aspiración la elevaba, prestándolaradiaciones y luces de belleza inaccesible.

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Por la ley que dispone que siempre muramosde lo mismo que llenó nuestra vida, fue en unaexcursión al cementerio donde Gutiérrez Lópezcontrajo la enfermedad que no perdona. Corría diciembre; el frío acuchillaba, la pul-monía vino pegando; en la casa de huéspedesno se extremó el cuidado en la asistencia..., y,por caso inaudito, pudo notarse que don Probono seguía a pie un entierro y que, contra sucostumbre, desempeñaba en una ceremonia elprincipal papel. El mismo origen de la pulmonía traidora im-pidió que don Probo llevase numeroso acom-pañamiento y que los pocos del séquito llega-sen al campo santo. Los acompañados por élestaban en la imposibilidad de devolverle laatención, y los vivientes se retrajeron al saberque, camino del cementerio, se "ganaba lamuerte". El día era horrible, lluvioso, glacial,tormentoso, con rachas huracanadas; el suelo,un mar de fango, y los caballos del coche fúne-bre, con los cascos, chapoteaban y salpicaban

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agua cenagosa. Y allá fue, casi solitario, el cons-tante acompañador. El hermano perdulario había dicho por telé-grafo que se enterrase a don Probo con todadecencia; pero, temerosos de un chasco des-agradable, los compañeros de oficina no seatrevieron con la primera clase, y se dispuso lasegunda, un ataúd sencillo, un nicho sin lápidade mármol -lo indispensable y estricto-. Almismo tiempo que a don Probo, condujeron asu última morada a cierto usurero, detestadopor la gente pobre, y a quien su viuda, másavara que él, dispuso un entierro exactamenteigual al de don Probo en el nicho contiguo. Pararesistir la temperatura y la humedad, albañilesy sepultureros se previnieron con buena raciónde caña; sorprendidos por el rápido anochecerinvernal, confundieron los féretros, y en el ni-cho destinado al logrero depositaron el cuerpode Gutiérrez López. Seis meses después llegaba a la ciudad el her-mano tronera, el garbanzo negro. La antojadiza

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suerte le había sonreído, y se presentó con boa-to, desempedrando calles, en su automóvil, yanunciando la resolución de erigir en el cemen-terio de Repoblada un panteón de familia, atodo coste. Quizá era este deseo de honorespóstumos una propensión característica de lacasta. Ello es que el jugador soñaba lo mismoque el formal y metódico, y se traía los planos,el presupuesto, el arquitecto, hasta operarios deItalia. Tratábase de un monumento original,destinado a chafar a los restantes, en que semezclaban los jaspes de color, las serpentinas,los vidrios polícromos, hasta la cerámica, parauna creación modernista sorprendente, dondese agotaba el tema de los letreros en asirio, laamapola somnífera, los cipreses formando pro-cesión de obeliscos, los girasoles, emblema deinmortalidad, y los lotos, emblema del sueño ydel nirvana. Hubo quien censuró tal maravilla,y hasta la puso

en solfa; hubo quien se extasió, y quien se es-candalizó de que el mausoleo careciese de em-

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blemas religiosos, y después de acalorada po-lémica en la Prensa local, la autoridad compe-tente ordenó que aquel jeroglífico rematase enuna cruz. Ya terminado, sin faltarle requisito vino elfundador e hizo trasladar a él solemnemente elcuerpo... del usurero, que ocupaba el nicho des-tinado a don Probo; mientras los restos de éste -frustrado allende la tumba en su perenne an-helo-, continuaron disolviéndose olvidados enhumilde nicho.

Los cirineos

Aquella cuitada de Romana Meléndez, tanmona, en lo mejor de la edad, los veinticinco;unida por su familia, sin previa consulta delgusto, al vejete socio de su padre, a don Lau-reano Calleja, pasó dos años medio secuestra-da, recluida en su casa de Madrid, grande, có-moda, hasta lujosa, pero que trasudaba por las

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paredes murria y aburrimiento. El viejo mari-do, observando la perpetua melancolía de suesposa, a su vez se mostraba hosco y gruñón;los criados desempeñaban sus quehaceres demal talante, recelosos; nunca llamaba a la puer-ta una visita; nunca se le ofrecía a Romana nin-gún honesto esparcimiento: a misa los domin-gos y fiestas de guardar; a "dar una vuelta" porRecoletos cuando hacía bueno, y el resto deltiempo sepultada en su butaca, peleándose conuna eterna labor de gancho, una colcha, que nose acababa porque a la labrandera no le intere-saba que se acabase, y en lugar de mover losdedos, dejaba el hilo y las tiras sobre el regazo yse entregaba a una de esasmeditaciones sin objeto, fatigosas como cami-nar sobre guijarros, entre polvo. Tal género de vida y la pasión de ánimo quese originó de él, minaron la salud de Romana.Contrajo una de esas propensiones a languide-cer que agotan y secan la vida en sus mismosmanantiales y pueden dar origen a afecciones

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consuntivas. Tuvo una elevación diaria detemperatura, que en vano combatió con la qui-nina, y el médico, no sabiendo qué disponer, noteniendo remedios para aliviar, la envió a quepasase un mes respirando aire puro y saturadode emanaciones balsámicas en un sanatorio delMediodía, de esos en que la sobrealimentacióny la suavidad del clima suelen proporcionaralivio; pero el tedio y la contemplación de tan-tas miserias fisiológicas abruman con la pesa-dumbre de la fatalidad que nos rodea. ParaRomana el tedio era un compañero antiguo, yla variación ya por sí sola, distracción segura yaprovechable. Además, la casualidad le deparóla adquisición de una amiga, una señora queocupaba la habitación contigua: llamábase Ig-nacia López, y era esposa de unmodestísimo empleado en Hacienda. Ignacia no padecía mal ninguno; se encontra-ba en el sanatorio acompañando y cuidando auna hermanita suya, criatura muy interesante,tísica confirmada. Simpatizaron Ignacia y Ro-

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mana desde el primer momento; en el pinarallegaron las mecedoras, y entre efluvios deresina y tibias caricias de sol, charlaron conalegrías y vivezas de pájaros. Eran casi de lamisma edad; fuera de eso, en nada se parecían.La actividad de Ignacia contrastaba con la pasi-vidad de Romana, siempre resignada y en bra-zos del Destino, mientras su nueva amiga lu-chaba con él y aspiraba a vencerlo. Inteligente yjamás cansada, Ignacia, sin dejar de atender a latísica, discurría diabluras, organizaba entre lospinos meriendas y paellas que galvanizabanhasta a los moribundos. Romana ponía el dine-ro; la empleadita, el buen humor y la disposi-ción. Pero la tísica empeoró y hubo que pensaren volverse al domicilio, que es, al fin y al cabo,donde mejor lo pasa un enfermo. La idea dequedarse sin su amiga

achicó el corazón de Romana; en un santiaménhizo la maleta; reunidas se metieron en un de-partamento de segunda (no podía darse el lujode primera Ignacia) y, muy hermanadas, llega-

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ron a Madrid. Se despidieron en la estación, enla cual nadie las esperaba, con estrechos abra-zos y letanías de promesas. Romana, al meterseen un coche, se sintió oprimida, como si le fal-tase de golpe aire blando y regenerador.

Desde entonces su vida tuvo un objeto, unafinalidad: escaparse a ver a la amiga, pasarse eltiempo en su casa, insensiblemente; aquel inte-rés era vitalidad, era rayo de luz en el limbo.Hasta cuidar a la tísica le parecía género dediversión; y no digamos vestir y desnudar a loschiquitines (tres tenía Ignacia), porque eso síque envolvía inmenso placer. ¡Tan guapos, tanzalameros, tan rubios, tan ricos! ¡Si daban ganasde comérselos por pan! A la insípida existenciapropia, Romana sustituyó la ajena; careciendode afectos, recogió con avidez los que no la per-tenecían; no padeciendo disgustos ni cuidados,adoptó los de Ignacia; la escasez de metálico,las inquietudes por la enferma, por el saram-pión de los chiquillos, por la urgencia de vestir-se de invierno...; y se acostumbró a no entrar en

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casa de Ignacia sin un paquetito: ropa, artículosde consumo, medicamento caro, juguete... Elmomento de desenvolver el regalo proporcio-naba a Romana gratísima emoción. Los chicosseagarraban a sus faldas, trepaban hasta su cue-llo, la asfixiaban a cariños. -¡Hija, quién como tú! -exclamaba la empleadi-ta-. ¡Si estás mejor que quieres! ¡Encontrarte elprimero de mes con mil pesetas que no sabesqué hacer con ellas! Yo, que sólo me encuentrorecibos atrasados de la tienda, del zapatero, delcasero! ¡Tener un marido formal, que se babarápor ti! -Pues mira: yo -contestaba Romana, acarician-do al angelito menor- te trocaba la suerte. Si medas este muñeco, ¡quieto, diabólico!, te entregolas mil pesetas en un billete. Y ya que te gustael marido viejo..., te lo traspasaba, cediéndometú, por supuesto, al joven... Fue dicha esta enormidad como se dicen lasfrases humorísticas más gordas cuando hay

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confianza y ternura; las dos amigas rieron acarcajadas y se besaron. Es de advertir que porentonces ninguna de las dos conocía al maridode la otra. El de Ignacia estaba en Zamora, conlicencia de dos meses, ultimando asuntos deuna testamentaría; el de Romana, envueltotambién en negocios, y, por contera, huraño yescamón, prevenido contra todo y todos y, enespecial, contra "los pobretes" y "los pegotes",no permitía ni oír nombrar a las recién adquiri-das relaciones de su esposa. Mas sucedió quecierta mañana dominical, volviendo de las Ca-latravas el señor Calleja, en la acera de Alcalá leparó una señora... ¡Demontre! ¡Qué señora másdespabilada! Aquello fue un acosón chancero,igual que si se hubiesen tratado tú por tú desdela cuna Ignacia y don Laureano. Hubo dichosgraciosos, tiroteo de picantes frases. "A mí ya séque no me puede usted ver ni en pintura...",repetía Ignacia,

riendo, enseñando los dientes blancos, las bienfrotadas encías. Nadie gastaba bromas con el

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viejo; se le hablaba en tono grave, al diapasónde su cara seca y muerta como una hoja arran-cada del árbol. La chistosa franqueza de Ignaciale hizo el efecto que hace al sobrio un vaso devinillo puro. "¿Pues quién le privó a usted devenir a mi casa..., digo, a la de usted?", barbota-ba confusamente. "Usted mismo, que es capazde espantarme con un palo..." "Nada de eso.""Pues si no me pega usted, cónstele que voy..., aver si me querrá usted tanto así cuando vea quesoy una buena persona, aunque me esté mal eldecirlo...; y yo también me convenceré de queusted no es un tirano, sino un barbián simpáti-co y amable..." A la hora de comer, don Laureano rezongóentre los vapores de la sopa: -No sé por qué has de andar corriendo la famade que soy raro... ¿Te quito yo ningún gusto?Hoy mismo vendrá aquí esa amigota que teechaste en el sanatorio... Y vino "la amigota", y de un modo gradual fuerepitiendo las visitas, diciendo a Romana:

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-Hija, no te celes si atiendo más a tu esposoque a ti, si le llevo las manías al buen señor...Nos conviene conquistarle... Que crea que metiene prendada... Tú hazte la sueca... ¡Ya lo creo que se haría la sueca, y loca de con-tento! Y el viejo se acostumbró a la presencia deIgnacia a la hora del café, a su pico fresco y vi-vaz, a sus entrometimientos de mal tono, perochuscos y divertidos. Había aquello de: "¡Jesús,y qué hombre tan tacaño! ¿Por qué no hace us-ted así..., o asado?... ¡Si yo fuese su mujer deusted...!" Y la respuesta: "Pues como fuese yo sumarido..., la encerraba, por aturdida, por lio-sa..." Transcurrido un mes, Calleja se corrió e invitóa "esa golfa" a cenar los domingos. Romananotó, con agradable admiración, que ese día sumarido se mudaba, se acicalaba, se afeitabacuidadosamente, recortándose los cuatro peli-tos de la calva, y se ponía la levita, anticuadapor desuso; y colmó su satisfacción el anunciode que tenían palco en Lara, donde acabaron la

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noche divertidísimos, riendo como tontos conlas ocurrencias y los gestos de Rodríguez...

Poco después llegó a Madrid el esposo de Ig-nacia, y fue presentado a Romana. Como suce-de siempre que se ha hablado mucho de unapersona antes de conocerla, hubo cortedad, alpronto, en las relaciones. Miguel -así se llamabael consorte- frisaría en los treinta: el rubio bigo-tico, la boca roja, le daban aspecto más juvenilaún; su cara era adamada, su piel fina; perosólido su tronco, y sus piernas ágiles y nervio-sas. A la segunda entrevista, confesó a Romanasu única debilidad, su único vicio: la afición a lafotografía. A la sordina, el entretenimiento escaro; nadie sabe lo que se gasta, amén de losaparatos, en placas, películas, reactivos, carto-nes, mil accesorios. Eso sí, con Huertas y Fran-zen se las tenía él...

-Anda, enseña tus monos -exclamó Ignacia,como quien se aviene al capricho de un niño-.Hija, ya verás... Yo le digo que se establezca; al

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menos nos valdrá guita la manía de las instan-táneas... Romana y Miguel se instalaron cerca de laventana, con un velador delante, y el fotógrafode afición fue trayendo álbumes, carteras, en-voltorios de papel: su tesoro. Los niños jugabanen la antesala; se oían sus voces, sus chillidos,su batalla con las cuatro sillas que les servíanpara improvisar un coche; allá, muy abajo en lacalle, poco transitada, rodaba algún simón, sealzaba algún pregón; el sol se ponía; un fríosuave, ligero, cruzaba los vidrios, y las cabezasde Miguel y de Romana se aproximaban invo-luntariamente, al inclinarse para mejor ver laspruebas. -Mañana haré una instantánea de usted -declaró el aficionado. -¿Dónde? -¡Bah! En cualquier parte... En la calle... Cuan-do vaya usted a misa, a tiendas... Los mejoresclichés son esos que se obtienen así, cogiendo almodelo descuidado...

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Ignacia, que entraba en aquel momento, inter-vino... -En la calle, no. ¡Qué tontería! Cruza un perro,cruza un golfo..., ¡echa a perder la placa! Es másbonito en el Retiro, con el fondo de los árbolessin hojas, que dices tú que hace tan fino... ¿Nosabes? Como la que sacaste cuando éramosnovios... Se convino el sitio, la hora, todos los detalles.La mañana de aquel día, Romana se levantóagitada, cual si esperase que algo extraordina-rio, algo desconocido iba a aparecerse en suhorizonte. Desde temprano se lavó, se peinó, serizó, se acicaló, se puso su mejor traje, su som-brero más de moda. Luego, sin saber en quéinvertir el tiempo que faltaba, dio por la casamil vueltas; y, de pronto, pensando que ya eratardísimo, descendió las escaleras precipitada ytomó un coche de punto. A la entrada del Reti-ro la esperaba, solo, el marido de su amiga. Éstano había podido venir por no sé qué pupa delmenor de los pequeños...

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Era la mañanita una de las que el calumniadoclima de Madrid ofrece como regalo divino:bañada de luz, de una luz rubia, vibrante, re-animadora; una luz que parecía que nunca iba aacabarse, que nunca transigiría con la noche.Las calles enarenadas y los arriates del Retiroconvidaban a ejercitarse en pasear; las estatuasblancas, sin pedestal, destacándose de su al-fombra de césped, parecían sugerir cosas re-cónditamente dulces, un misterio gozoso de lavida. La ramazón rojiza del arbolado desnudode hoja formaba un fondo como de viejo gui-pur, y la masa sombría, intensamente verde delas coníferas, realzaba aquellas delicadezasotoñales, contrastando con ellas de un modobrusco y vigoroso. De los macizos de arbustosascendían perfumes de violetas tardías, y azu-les estrellitas de agérato miraban a Romana y aMiguel, como miran las cándidas pupilas de losniños. No había un alma en el parque; la gloriamatinal, la hermosura de un día tan radioso,pertenecía únicamente a la

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pareja, la cual podía creer que el cielo celebrabafiesta en su honor. Se sentaron en un banco. Nosabían qué decirse. Al fin, Miguel, bromeando,entabló la conversación lírica, la que natural-mente fluye en la soledad cuando escucha unamujer. Habló de amores, de cosas pasadas; di-sertó sobre lo que forma el único atractivo realy poderoso de la existencia. Aquello no eraofender a Romana, pues no era cortejarla. Unpalique dulce, entretejido de recuerdos, unapágina de subjetivismo, la lectura en alta vozde una novela vivida... Miguel había queridomucho a una mujer; obstáculos invencibles lehabían separado de ella, después de aventurasrománticas, bonitas... y raras... Ya las referiría,ya... En una crisis de desaliento, para olvidar,fue cuando se casó con Ignacia. "A usted se lopuedo contar, a usted su mejor amiga...; peroguárdeme el secreto... Esto entre los dos..." Ro-mana prometía discreción, reserva absoluta. ¡Elprimer secretillo de amor que le fiaban! Uncosquilleo

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delicioso activaba en sus venas el curso de lasangre... Al preguntar por la tarde Ignacia: "¿Qué tal elRetiro?", Romana, respondió, titubeando unpoco: -Divinamente... ¡Qué mañana! ¡Parecía deprimavera! Sólo faltabas tú... -Pues, serrana...; yo a cada paso más sujeta.Entre los muñecos de carne y la enfermita...Pero me encanta que os hayáis divertido lamar... Paseítos así te convienen, hija; tienes hoyuna cara que te la han hecho de nuevo. Hayque mirar por la salud. Cuando quieras, Miguelte acompañará. Me lo cuidas, ¿eh? Porque él esde la piel de Barrabás, y si no hay quien le lla-me al orden... Y como el empleado protestase sonriendo,Ignacia insistió: -Nada, nada; que te pongo a Romita de guar-dia civil... Establecido así el modus vivendi, fue la exis-tencia fácil y suave como el curso de un arroyo,

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y crecieron en sus márgenes florecillas y plan-tas frescas, tersas, lozaneadoras, cuyo colorregocija el espíritu. Romana, poco a poco, reco-bró la salud, se puso inmejorable; una de esascuraciones que hacen decir a los doctores: "Elefecto de la aeroterapia no se nota hasta el in-vierno." Lo extraño es que don Laureano, sintomar más aires que los que descienden arma-dos de navaja barbera de las altitudes del Gua-darrama, también se mostró remozado, al me-nos en el genio y condición; volvióse expansivoy casi galante; su dinero, oculto por la parsi-monia, sudoroso de fatiga al multiplicarse ennegocios sórdidos, empezó a ostentarse, a relu-cir, a correr con argentinos choques, sonoros ylimpios como una explosión de risa. El viejo,¡qué maravilla!, se abonó a landó y palco, seña-ló cantidades para trapos y moños, despidió ala cocinera por guisar mal -Ignacia solía dejaren el plato la

blanqueta de gallina- y declaró a voces:

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-¡Para el tiempo que hemos de vivir...! Pasé-moslo bien; ¿verdad, Romana? Romana lo aprobaba todo. Por las tardes, lar-gas ya, los dos matrimonios paseaban en cochedescubierto; y si la esposa de Calleja tenía al-gún capricho especial y necesitaba cuartos, de-cía a su amiga: -Mujer, Nacita, tú que entiendes mejor el ca-rácter de Laureano, ¿eh? Hacia mediados de abril expiró la tísica, cuyavida se prolongaba a fuerza de cuidados y dealimentos exquisitos. Ignacia se mudó a un pisomejor, que no le recordase tristezas, y llevó unluto elegante; primero, crespón inglés; luego,ríos de azabache y oleadas de encaje negro.Romita no manifestó extrañeza ante la prospe-ridad de su amiga; pero ésta le hizo confiden-cias en tono chancero... -¿No te enteraste? Pues en la lotería de febrerome ha caído un premio regular... ¡Qué suertaza!Sí, serranita, unos cuantos miles de pesetas... Yyo pensé: "¿Por qué no he de disfrutar algo?

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Bastantes privaciones he aguantado... El dineroes redondo..." -Has hecho perfectamente -contestó Romana,acariciando a la empleadita. Sin embargo, hacia el mes de julio, cuandoempezaba a agitarse la cuestión de veraneo y adiscutirse las ventajas de San Sebastián compa-radas a las de Santander, Romana, a solas consu marido, sacando los pies del plato, indicóque debía preferirse una playa modesta. -Si han de acompañarnos Ignacia y Miguel -advirtió-. Ellos no son ricos... El gasto de dosmatrimonios, uno de ellos con niños... -¿Qué importa? -exclamó enfurruñado donLaureano-. Los ayudaremos...; al fin, nosotrosno tenemos hijos..., ni esperanzas... Romana se turbó, bajó los ojos y murmuró,sobando el lindo broche de "estrás" de su cintu-rón grana: -¿Quién sabe? El viejo, inmóvil de sorpresa, le miraba de hitoen hito. Al fin, halagado, envanecido, tendió las

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manos, atrajo hacia sí a su mujer y la abrazódespacio, de un modo lento y profundo, mien-tras ella se ponía toda del color de su cinturón.Y ambos, al darse aquel abrazo, se sintierondichosos, libres un instante del peso de la cruz. "Nuestro tiempo", tomo I, 1903.

Paria

-Yo nunca me entenderé bien con la gente, yacabaré por meterme monja, si no fuese quetambién hay gente en los conventos -declaróPiedad, guardándose una carta y contestando auna interrogación que le dirigía su amiga Mar-garita-. ¿Conque me caso con un tapeur? -añadió-. Puede que no fuese ningún disparate...Lo malo es que a mí me gusta comer todos losdías; es un vicio que he contraído... Te aseguroque cuando me decida a casarme, ser bajo esaexpresa condición: que se comerá los siete díasde la semana...

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-Tú eres muy excéntrica -advirtió Margarita,que tiene por costumbre escandalizarse a cadamomento, con un remilgo de gata pulcra, ene-miga de estrépitos y trastornos-. Ni una misssolterona te gana en excentricidad. -¡Valiente excentricidad la mía! -protestó lamuchacha, frotándose activamente con el puli-dor las uñas de la mano izquierda; estaban enel tocador las dos amigas, y Piedad se vestíapara el teatro-. Mi excentricidad se reduce ahacer cosas naturalísimas, que han llegado a noparecerlo, a fuerza de estar falseando el criterioen todo y por todo. -¡Mujer! No me digas que es natural lo que sete pasa por la cabeza. Si no estás en paz ni conlos guardacantones. Debes de tener azoguedentro. Parece que buscas quimera, por el gustode buscarla. ¡Mira que lo que hiciste en el duelode Artías del Valle! ¡Aquellas carcajadas altas ysonoras! -Pero, criatura... no me pude contener. Me daalgo si no me río... Figúrate a Petrita Artías, con

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aquella cara fúnebre, y rebosándole la alegríapor dentro, de verse rica y libre... Y aquel cua-dro de sainete de Lara... La gente vestida denegro, la sala a media luz, un suspiro que salede un rincón, todos hablando en sordina. Petri-ta de pañuelo sobre un ojo..., tentaciones medieron de gritar: "Abran las ventanas; vengaclaret; vengan emparedados... Si somos lasmismas de los otros miércoles..." No, y falta lodelicioso... Pepín Barquera, muy compungido,a dos pasos de la viuda... Por poco le chillo:"Consuélala, cena a oscuras, que costumbretienes..."

-¡Qué atrocidad! Acabarán por huir de ti...

-¡Sí que sería atrocidad consolar a Petrita, tanfanée y con la tripa que va echando! -declaróPiedad, afectando no entender el sentido de laexclamación de su amiga.

-Mujer -suplicó Margarita-, ten juicio, si pue-des, cinco minutos, y explícame por qué andandiciendo que estás enamorada del tapeur.

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-Me figuro -respondió Piedad, emprendiendola tarea de abrillantar las uñas diminutas de laotra mano- que será, en segundo lugar, por loque voy a referirte... -¿En segundo lugar? -En primero, por ser estúpido todo el mundo,y más estúpido cuando se reúne a fallar de loque no entiende. -Pero, en fin, cuando el río suena... -Es que no tiene otra cosa mejor que hacer...Pues verás tú, Margaritita, y te autorizo paraque lo cuentes, si te da la gana, y si no, deja quehablen; a mí me es enteramente igual... Yo tedoy, en parte, la razón: soy un poco maniática.No me divierto con lo que otros se divierten, niencuentro aburrido sino lo que a mí me aburre.Además, opino que muchísimas cosas no debi-eran ser como son, sino de otro modo. -En ese particular no puedo estar conforme -yMargarita sonrió-. Todo me parece a mí perfec-tamente arreglado; al menos, lo mejor posible.

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-Dichosa tú... Yo voy a un baile; uno de estosbailecitos pequeños y de confianza, como los decasa de Almansa, por ejemplo. Tú entras y tefijas en las reinas de la fiesta. ¡Qué guapa estáMenganita! ¡Perenganita estrena un fourreau degasa de oro! ¡Zutanita trae su collar falso, susperlas de cera legítima! Yo, casi ni las miro. Melas sé de memoria. Tampoco a los hombres lesconcedo gran atención. Ya presumo lo que hande espetarme. Mil simplezas, y, sobre todo, elinevitable "¡Qué calor!", que trae aparejada larespuesta ingeniosísima: "¡Ya, ya!"

En cambio..., me interesan esas personas dequienes en las fiestas no se hace caso ninguno.Las institutrices y damas de compañía que aveces tienen que ir con las muchachas o con losniños, en los bailes infantiles, y a quienes no sedecide nadie a dar la mano, aunque ellas hacensus conatos de adelantarla tímidamente; lasparientas pobres, insignificantes, embutidas enun traje mil veces remendado y que fue dese-cho de su rica parienta; las feas de solemnidad,

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a las cuales nadie lleva el buffet ni da un ratode palique: las cursis francamente cursis, queparece que tienen la peste y van mendigandoun saludo y una palabra..., y, sobre todo, losmúsicos. ¿Te has fijado en los músicos tú?

Yo estoy pendiente de ellos. Mis miradas no seapartan del desdichado profesor, tan formal yhumilde, con su frac color de ala de mosca, cu-yas rozaduras disimuló la tinta; oculto por elpiano que cubren los pliegues de un pañolónde Manila charro y por las macetas de floresque se colocan adrede para que el pianista nivea ni sea visto... Allí está ese paria, convertidoen máquina de teclear para que los demás sediviertan y bailen; arrinconado para que notengamos el espectáculo de su faena, y enchi-querado porque no es lícito a su juventud diri-gir miradas a las muchachas bonitas... Así está,aguardando a que un gomoso le chille: "¡Vals!""¡Rigodón!" Y yo rondo alrededor del piano, yacabo por apoyarme en él y por meditar algo

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raro. "¿Y si le hablase?" Dicho y hecho... Pongola voz muy dulce, sonrío... -¡Qué humorada! -exclamó Margarita. -Él se vuelve, me mira con sorpresa... -Y... ¿qué tal? ¿Guapo? ¿Tipo romántico? -Puedes cerciorarte -respondió Piedad, sacan-do del bolsillo la carta que acababan de entre-garle, y que había leído despacio-. Te presentola fotografía. Margarita la examinó, observando si teníadedicatoria. Una maliciosa sonrisa vagaba ensus labios. -A la verdad, parece poco seductor, hija... Ano ser que lleve la música dentro. Piedad recogió la tarjeta, y, sonriente a su vez,continuó: -Era feíllo, canijo, amarillento... y con trazas deenfermo, mejor dicho, de tuberculoso... Perotenía cara de sentir y comprender su posición yuna actitud de dignidad triste y resignada... Teconfieso que el corazón me dio una vuelta. Haymomentos en que la compasión se sube a la

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cabeza y se halla uno capaz de cualquier des-atino... Y cuando más metida en conversaciónestaba yo con el artista (llamémosle así), seacerca Petrita, la muy insolente, y me dice consorna: "Veo que el maestro ha hecho conquistahoy..." Se me encrespó el genio, se me erizó elalma y solté esto que vas a oír: "Por cierto quees verdad, y ¡cuánto más vale el maestro quePepín Barquera y otros macacos por el estilo,aunque anden persiguiéndolos las señoras!" Yera verdad; cinco minutos antes los había vistoen una puerta, él tratando de escabullirse y ellano queriéndole soltar. Enseguida la dejó con lapalabra en la boca y digo al pianista: "¿Quiereusted hacerme el favor de llevarme al come-dor?"

¡Habías de ver aquella cara! Una expresión se-mejante..., sólo en los santos extáticos. Y almismo tiempo, vergüenza; sí, vergüenza. Tuveque llevármele casi a la fuerza; no se atrevía;¡acaso temiese de mí una burla! La gente nosmiraba; se cuchicheaba; no faltó quien a mi

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paso dijese agudezas. Y la Almansa salió des-pués con que yo le había estropeado el baile...¡Vaya un baile para que nadie lo estropee! ¡Unbuffet miserable, y por orquesta, un tapeur! Enfin, yo no me ocupé de lo que pensasen; mesenté al lado del profesor; le serví de todo..., detodo lo que había, que no era mucho; le cuidé;le pregunté su vida; supe que mantenía a sumadre con su trabajo; le auguré que sería unRubinstein..., andando el tiempo; le prometíorganizar conciertos en que él tomase parte yyo aplaudiese; vamos, me colé... -¡Cuándo no es Pascua! -declaró la amiga gra-ve y desaprobadora-. Y él..., ¿no te hizo el amordespués, a todo trapo? -Él después se tuvo que ir a su tierra, Alicante,porque ya te dije que estaba tísico. ¡Hace unosquince días que... se ha muerto! -¿Cómo lo sabes? -Porque su madre me lo escribe hoy... Diceque se despide de mí por encargo de su hijo, yque, además, me envía ese retrato...

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-Mira -murmuró Margarita, cavilosa-: eso nodejar de ser así..., como una cosa en verso... Piedad calló. Había terminado de bruñirse lasuñas, y alzó los hombros, mientras ordenaba ala doncella: -Traiga usted el vestido vieux rose... ¡Ah! Y laestola de armiño... No calientan ese teatro Real,y se tirita... "Blanco y Negro", núm. 656, 1903.

Siguiéndole

No acostumbraba don Magín Dávalos practi-car ninguna buena obra; y, hablando en plata,hacía lo menos treinta años que ni se le ocurríaque las pudiese practicar. Solterón empederni-do, pendiente del cultivo intensivo de su bien-estar propio, encogíase de hombros cuandoalguien se molestaba o sacrificaba por algo; y,en tono desdeñosamente benévolo, no dejabade murmurar:

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-¡Qué tonta es la humanidad! En su interior, rodeábase de todas las comodi-dades que la civilización facilita a los pudien-tes, aunque no sean archimillonarios. Dávalosno lo era; pero su caudal le bastaba y sobrabapara darse vida de rey, rey solitario sin familiay sin corte; rey holgazán y epicúreo, dedicado adiscurrir todas las mañanas un nuevo goce ego-ísta y selecto, un copo más de algodón en rama,que aislase su cuerpo de los roces de la lucha yde la vida. El cuidado nimio de la salud formaba parte desus habituales preocupaciones, y aún puededecirse que, al avanzar la edad, iba sobrepo-niéndose a las restantes. Precauciones múltiplescontra corrientes de aire, saltos de temperaturay ambientes viciados; estudios sobre alimentosnocivos o útiles; un régimen defensivo, prescri-to por el médico de fama, daban a la existenciade don Magín un objeto: la autoconservación.Nada de lo que sucedía en el planeta le impor-taba dos cominos; lo único serio era la contin-

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gencia del catarro o de la pulmonía, la apari-ción medrosa de una de esas infecciones que elcierzo helado de noviembre trae en sus alas deescarcha. Y mientras se prevenía de burletes enventanas y puertas de ricos tapabocas de sedablanca -Dávalos no renunciaba todavía a pare-cer agradable-, de pastillas para la tos y de se-siones de masaje para conservar la elasticidadde los miembros, he aquí que el leñador invisi-ble que ataca al árbol por el pie hasta que lotumba, descargóun golpecito sordo, mejor asestado, que produ-jo entalla; y el médico -consultado ante cadasíntoma y cada fenómeno, de los más viles yvulgares de la fisiología y la patología- previnoa su cliente: -He observado esto, aquello, lo de más allá...No me gusta tal y cual manifestación. Hay queestar en guardia contra..., etc., etc. No tengaaprensión; no hay motivo "por ahora"; trátasesólo de un toque de atención... ¡Un toque deatención! Don Magín, cuando el doctor hubo

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salido, se miró al espejo y se encontró des-hecho, ruinoso, desfigurado. ¿Era el miedo, oera "ya" el estrago de los consabidos esto, aque-llo, lo de más allá? ¿Por qué no darle su verda-dero nombre? Era... ¡Horror! Era lo que siempreacecha, lo que siempre va pisando los talones almozo como el viejo... La diferencia es que elmozo no lo ve, y aunque lo viese, acaso no lotemería... En la vejez es cuando no se quieremorir... -Yo no he sido nunca cobarde -se argüía donMagín-. ¿A qué viene, entonces, tanto cavilar?Será peor; me causará más daño la cavilaciónque el achaque... Para distraerse salió, hizo vida social; buscó -instintivamente- relaciones, calor de trato, fic-ciones de amistad; el aturdimiento de los cui-dados e intereses ajenos, que divierten de lospropios. En vez de pasearse solo en su magnífi-co landó eléctrico, solicitó a los conocidos, enalgunos círculos que frecuentaba, para que leacompañasen... Prestóse a ello el marqués de

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Marlota, vividor semiarruinado, hombre muycorriente, de sugestiva conversación, a quien leconvenía tomar el aire gratis en coche ajeno.Asociados los dos egoísmos, se convirtieron ensimpatía. Dávalos no hubiese paseado a gustosin llevar a su lado al marqués, el cual adquiriósobre el ricacho gran ascendiente. Regresaban una tarde, casi anochecido, de suvuelta por las Rondas, cuando les sonó en losoídos el tilín de una campanilla. Un grupo degentes avanzaba a compás: mujeres de mantón,hombres de blusa. Se percibía el golpeo acom-pasado de las suelas del calzado basto sobre latierra endurecida por la helada. -¡El Viático! -exclamó el marqués, que era car-lista, calavera con rasgos devotos-. No hay re-medio sino bajarse. -Paren -mandó Dávalos, que no se atrevió adisentir de aquella autorizada opinión. A los dos minutos, el sacerdote ocupaba elasiento del fondo del carruaje, y el dueño y suamigo, a pie, iban detrás. Don Magín sentía

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algo extraño; al pronto, una incomodidad física,el leve cansancio del ejercicio; luego, una espe-cie de interés, una emoción que no tenía causaracional. Acaso atavismos que despertaban;acaso el presentimiento de lo que va a sobreve-nir cuando rompemos la costumbre, y, comopor vidrio quebrado en aposento saturado decarbónico entra aire nuevo en nuestra existen-cia. ¡Había, sin embargo, tanto de previsto en elepisodio! Escaleras mugrientas y desvencijadas,casa mal oliente, buhardilla estrecha...; la mo-nótona decoración de la miseria, igual a símisma. Lo inesperado fue que, al acercarse el séquitoa la puerta de la vivienda adonde llevaban elSeñor, una arrogante mujer -la vecina caritativaque aparece infaliblemente en estos casos- sa-liese exclamando, con lágrimas en la voz varo-nil: -Ya no hace falta el Señor, ni na... Esto s'arre-mató. Acaba de quedarse...

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Todos se detuvieron. Un silencio de respeto,un murmullo de piedad... -¿Y la niña? -preguntaron muchas voces. -¿La niña...? ¿Qué sé yo, hijos? si yo no tuvieseya en casa aquellas seis bocazas abiertas... Enfin; ahora, conmigo se viene la creatura; no va aquedarse ahí, al lao de la muerta... Y, entrando en la alcoba, sacó de la mano a lachiquilla. Venía refregándose los puños por losojos, inflamados de llorar. Tendría unos diezaños; el pelo sombrío, greñoso, abundante, re-belde; la cara de un color moreno agitanado; laspupilas de un negror nocturno, que ahora en-cristalaba en llanto, temblante en las pestañas.Quizá fuese bonita después de fregada; de se-guro era gentil, espigadilla, conmovedora, alrepetir, zollipando: -¡Ay, mi ma...! ¡Que-me-dejen-con-mi-ma!... -Amigo Dávalos -indicó el marqués, que enmedio de sus apuros se preciaba de rumboso, yrevolvía ya un pápiro de cinco entre los dedos-,

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se impone la contribución. Usted puede másque yo; afloje sus ciento... Don Magín no respondía. Miraba a la niñafijamente, alucinado por una idea. Allá, dentrode su conciencia, sentía formularse un reprochehondo: "¿Por qué no tienes una así? ¿Por qué no hasprocurado tenerla..., tenerla, vamos, lo que sedice, con certeza de amor? ¿Por qué estás solo,cuando una infeliz, acaso una mendiga, pudosentir en la agonía la despedida de unos labios?Magín, con tanta cuquería has sido un necio...Te espera muerte solitaria..." El cura, entretanto, se acercaba y le daba lasgracias, alabando la cristiana acción de no dejara pie a Jesucristo. -Vuélvase en el coche, señor cura -suplicó Dá-valos-. Después me lo envía usted aquí... -Las pesetas -insistió por lo bajo el marqués-.Me parece que a esta flamenca bondadosa po-demos confiárselas...

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Dávalos respiró fuerte. Aún titubeaba. Se ale-jaba el Señor lentamente, con la precaución queimponía al sacerdote la vetustez de la escalera,carcomida y sebosa de puro sucia. Un homi-gueo en las venas..., una especie de ola que su-bió del pulmón a la garganta... -Señora, ¿no le parece a usted que soy yoquien debe llevarse a la niña? Conmigo nada lefaltará. Será como si tuviese una hija, ¿no eseso? Vente, pequeña... Ahora volverá el coche...Te subirás a él conmigo... El marqués sonreía. Le gustaban a él losarranques gallardos, románticos; los había te-nido a centenares cuando derrochaba suhacienda; y todavía... -¡Bien, bien, Dávalos! ¡Muy bonito! Nos lleva-mos a la chica... La recogemos... Y en secreto, susurrante, advirtió alborozado: -¡Ahora el billete tiene que ser de mil! Ya veusted: entierro, medicinas..., y algo para la fla-menca, que lo merece... Y usted va a tener unahija. ¡Ahí es nada!

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El solterón callaba. No sabía si avergonzarse opreciarse del arranque repentino. No se lo ex-plicaba satisfactoriamente. ¿Habrá algún sortilegio en "seguirlo"? "La Ilustración Española y Americana", núm.44, 1908.

Sin pasión

El defensor, el joven abogado Jacinto Fuentes,se encontraba desorientado. Si el mismo defen-dido le desbarataba los recursos empleadossiempre con tanto provecho..., se acabó; nohabía manera de sacarle absuelto, y tal vez en-tre aplausos de la muchedumbre. -¿Qué trabajo le cuesta a usted decir la ver-dad? -preguntaba insistente al asesino, que, conla cabeza baja, el demacrado rostro muy ceñu-do, estaba sentado sobre el camastro de su té-trica celda en la Cárcel Modelo-. Confiese que

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se encontraba..., vamos, enamorado de la mu-jer, de la Remigia... -No, señor. ¡Ni por soñación! -exclamó since-ramente el criminal-. Pero... ¿qué iba yo a andarnamorao de la pobre de Remigia, que pareceuna aceituna aliñá, tan denegría como está decarnes, con lo que el marido, mi vítima, learreaba a todas horas? Lo digo como si me fue-se a morir: en ese caso de arrimarme, primerome arrimo a un brazao de leña seca que a laRemigia. Por éstas, que no se me ha pasao nun-ca semejante cosa ni por el pensamiento. El abogadito, de recortada y perfumada barba,que había realizado tantas conquistas en susaños, relativamente pocos, se quedó confuso alnotar que aquel hombre vigoroso y mozo tam-bién no mentía. Acostumbraba Fuentes expli-cárselo todo o casi todo por la atracción queejerce sobre el hombre la mujer, y viceversa, ysus derroches de elocuencia los tenía prepara-dos para el caso natural de que el oficial de za-patero Juan Vela, Costilla de apodo, hubiese

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matado a Eugenio Rivas, alias el Negruzo, poramores de la señá Remigia, mujer de este últi-mo y dueña de un baratillo muy humilde en lacalle de Toledo.

Sólo con la clave amorosa podía el defensorreconstruir el drama lógicamente. Vela erahuésped de los esposos Rivas. Nada más infali-ble que la inclinación o el "lío" entre el huéspedy el ama. El marido, bruto y vicioso, desloma agolpes a su mujer, acaso por celos. En la casahay un hombre que lo presencia y que estáprendado de la mártir. La pasión le exalta; elespectáculo le es intolerable, y un día, ante tra-tamientos más horribles, al ver que el maridoenarbola una silla para descargársela a la mujeren la cabeza, se interpone, ve rojo, empalma lafaca y la sepulta, una, dos, tres veces, en elcuerpo del verdugo. ¿Quién no hubiese hecholo mismo? ¿Quién, ante el martirio de una mu-jer que se ama, no se arrojaría a matar, ciego,anulada la voluntad, suprimido el albedrío,impulsado irresistiblemente por la violencia de

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la pasión que todo lo arrolla? ¿Quién respondede sí mismo en tales ocasiones, ante tales con-flictos del alma? Por estos caminos contaba dirigir su brillanteperoración forense el abogado, seguro -a pocoque apretase por varios lados, especialmente enalgunos periódicos donde disponía de amigos-de un triunfo más sobre los ya obtenidos en sucarrera refulgente, que le llevaba hacia un bufe-te lucrativo. Y he aquí que toda la combinaciónse venía a tierra, y a la poesía del crimen pasio-nal, ardiente, típico, sustituía la prosa de unvulgar asesinato. -Entendámonos -murmuró, haciendo con lamano derecha la señal de esperar-. Usted notenía nada con la Remigia; la Remigia... no leseducía a usted. Bueno. Y entonces, amigo Juan,¿cómo me explica usted el hecho de autos? ¿Porqué montó usted al Negruzo? ¿Había mediadoentre ustedes alguna cuestión? -No, señor. Cuestión, ninguna. Al contrario;en el taller nos llevábamos perfectamente.

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Aquella mañana, la del día en que pasó el "dis-gusto", estuvimos echando unas copas en lataberna del Pelele, y me las pagó, por cierto, él. -¿Estaban ustedes, o uno de ustedes, embria-gados cuando ocurrió el hecho? -Tampoco, tampoco. Yo nunca lo he tenío porcostumbre, y el Negruzo, que la cogía a menu-do, entonces no la cogió, porque total fuerondos copillas, y de mañana, y la cosa pasó alretirarnos. -Siendo así, ¿cómo se comprende...? -Fue de esas cosas..., vamos, de esas cosas quehace un hombre..., sin saber muchas veces nipor qué las hace. Verá usté... Yo tomé posadaen ca el Negruzo porque él se empeñó, dicién-dome que estaría muy bien y muy bien. Tocan-te al hospedaje, no tengo na que decir: su buencocido, su buena cena, la cama aseá, y todo se-gún corresponde. Pero a mí me llevaba el de-monio viendo el trato que le daba aquel tío a sumujer delante de mí. Que la matase allá en sualcoba, malo será; pero nadie tié que meterse;

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para eso era su señora. En mi cara... era cosa deavergonzarme. Estar un hombre presenciandoque a una mujer la hacen tajás, y dejarlo... va-mos, que se le requema a uno la sangre. Yo enjamás le levanté la mano ni a mi madre ni a mishermanas cuando vivía con ellas. Es mala ver-güenza para un hombre el sacudir a las hem-bras, y más si son como la Remigia, que se caede puro honrá.

Así se lo dije al Negruzo muchísimas veces, ysi hubiese quedado con vida él no lo negaría,que por amonestao no quedó. ¿Sabe usted, donJacinto, lo que me contestaba el fresco? Que laRemigia era tan fea, que le chocaba que la salie-sen defensores. "¿Para qué se quieren las feas ylas flacas esmirriás en el mundo?", era lo quedecía. Y yo le replicaba: "Pues mira: cuandoatices leña a la Remigia, procura que no esté yoelante, porque un día me atufo y hago una bar-baridá"; y se reía, se reía a carcajadas: "Anda,que le ha salío un galán a la Remigia." Y usteddirá -prosiguió el asesino- que siendo la Remi-

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gia tan buena, no se entiende por qué la pegabasu hombre... Pues ahí está lo que me sacó demis casillas. Ver que no había motivo; pero¿qué motivo?, ni como el que dice tanto así dela sombra de pretexto. Que si la sopa de fideosera un engrudo..., que si los garbanzos estabanduros..., que si los chicos lloraban..., que si fal-taba un botón a la blusa... Todo mentira las

más veces...; y un descuido lo tiene cualquiera,me se figura. En fin, que el día de la cosa..., dela desgracia..., porque en medio de todo, des-gracia fue..., pues el Negruzo entró en su casade mal talante, y sin reparar que estaba yo allí,y también el mayor de los niños, una criaturade ocho años, la tomó con la Remigia, y porprimera providencia le pegó dos puñetazos enel pecho. Y como ella se echó a llorar, la dio unapatá en una pierna que la tiró al suelo, y ya quela vio en el suelo, alzó una silla para darla Diossabe dónde... Y entonces, un servidor...; na..., eldemonio... Me lo hubiese comido, vamos; le ditantas, sin saber lo que estaba haciendo, que me

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contaron después que hasta le "secioné" unaoreja y tres dedos de la mano... No, por avisadono fue; que se lo advertí veces. ¡Y no hubomás!... ¡Ah! Sí. El chico pequeño, cuando yo meharté de dar, vino a mirar a su padre, que ya nose movía, y me dijo muy calladito: "¡Bienhecho!" El abogado, silencioso y ceñudo, reflexionaba: -Se hará lo posible... Pero como no se trata deun crimen pasional, no me atrevo a que ustedesté muy esperanzado... ¿Por qué no dice usted,cuando llegue el caso, que andaba usted pren-dado de la Remigia? -Porque sólo con verla, señor, no lo creerán...Y tampoco es mu regular eso de calumniar auna mujer decente. "Pues lo que es éste, de presidio no se escapa",pensó el defensor malhumorado, y resolviendoya, en su interior, no "apretar" en aquel asuntoborroso y deslucido. "Blanco y Negro", núm. 532, 1901.

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El rival

-La única mujer que me ha trastornado inspi-rándome algo espiritual, algo dominador -dijoTresmes evocando uno de sus recuerdos degalanteador incorregible-, ni era bonita, ni ele-gante, ni descendía del Cid... Por no ser nada,tengo para mí que ni aun era "virtuosa", en elsentido usual de la palabra. Para mí, virtuosafue, o dígase inexpugnable; y acaso sea ésa laverdadera razón de mi sinrazón, porque, créan-lo ustedes, estuve loco. Ante todo, referiré cómo la conocí. Es el casoque otra mujer, Marcela Fuentehonda... ¿No osacordáis? ¡Fue tan público aquello! Sí, Celita,mi prima, a la sazón mi "doña Perpetua" (yaíbamos cansándonos de constancia, preciso esdecirlo en elogio de los dos), un día en que nosaburríamos más de la cuenta y temblábamosante la perspectiva de pasarnos la tarde enteraponiendo bostezos de a cuarta entre un "palo-

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ma" y un "mía", me propuso lo que acepté in-mediatamente: ir a consultar a una adivina,sonámbula o qué sé yo, recién llegada a París.Dicho y hecho; nos embutimos en un simón -aesas cosas no se suele ir en coche propio-, lle-gamos a la calle de la Cruz Verde, nombre fatí-dico que recuerda la Inquisición, subimos unaescalera destartalada y entramos en una salitacon muebles antiguos, de empalidecido damas-co carmesí... -¿Y cómo es que una hechicera parisiense sehabía metido en tal tugurio? -preguntamos alvizconde. -¡Ah! Ella vivía en un hotel; pero, para mayormisterio, consultaba en aquella casa, que desdetiempo inmemorial habitaban las brujas deMadrid. Sí, es una morada -lo averigüé enton-ces- donde nunca falta quien eche las cartas ypractique los ritos quirománticos. Soltamos la carcajada, sin que Tresmes uniesesu risa a la nuestra, de un superficial escepti-cismo.

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-Esperamos -continuó- cosa de media hora, yla espera irritó la curiosidad. Sin embargo, to-mamos la cosa como travesura. Cuando noshicieron pasar al gabinete, nos dábamos al co-do. Aunque era día claro, las seis de la tarde enabril, las ventanas estaban cerradas hermética-mente, y la habitación, revestida de paños ne-gros, la alumbraban cirios en candeleros deplata. Ante una mesita con tapete de raso negrovi sentada a la bruja. ¿Me permiten ustedes quela llame así? ¡Como que jamás he sabido suverdadero nombre! -Vaya por la bruja -respondimos burlones ycondescendientes. -La bruja, pues, era una mujer joven, pálida,muy pálida, casi demacrada, cuyos ojos, de uncolor de avellana amarillento, hervían en chis-pas de luz como la venturina al sol. Sus labioseran demasiado rojos; su pelo, lacio, negro,abundante, debía de pesarle. Vestía una batagrana y llevaba al cuello un collar de amuletosegipcios...

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-¡Estaría hecha una birria! -exclamamos algu-nos, que habíamos determinado poner en solfael cuento de Tresmes. -Eso opinó Celita cuando salimos a la calle -repuso él-; pero ¿qué sabemos lo que es "risi-ble", lo que es "ridículo"? El convencionalismosocial dicta leyes; la pasión nos las conoce...Desde que puse los pies en el gabinete negro dela bruja me sentí, ¿cómo explicarlo?, "fuera" deo "sobre" lo convencional. Mi prima Celita, in-tachablemente vestida, me produjo el efecto deuna muñeca. Los ojos chispeantes de la brujame habían sorbido el corazón. Sin levantarse, sin ofrecernos asiento, nos pre-guntó cuál era el objeto de nuestra visita. -Que nos diga usted la buenaventura -gritóCelia, aturdidamente-. Mi hermano y yo (aldecir "hermano" me miraba con malicia invo-luntaria) queremos conocer el porvenir. -Denme ustedes a un tiempo la mano -contestó la bruja; y reuniendo mi diestra abra-sada y temblorosa con la de Celita, pronunció

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lentamente, sin mirarnos, con los ojos puestosen el techo-: Hermanos, no. Enamorados, tam-poco. Parientes... y ligados por un lazo que yase afloja. Nos miramos con miedo. No cabía más amar-ga y completa lucidez. La bruja soltó mi mano,conservando asida la de Marcela; la extendióabriéndole la palma y me hizo señas de quealumbrase con un cirio. -¿Debo decir la verdad? -preguntó gravemen-te. -Venga la verdad -tartamudeó Celita, impre-sionada. -Pues la línea de la vida, en usted, hace unarápida inflexión, ¡tan rápida...! -¿Es... presagio... de muerte? -Pudiera serlo... No lo afirmo así, en absoluto...Sólo..., convendría que tuviese usted cuidado... Celita quiso reír, pero su risa era forzada y sucara estaba lívida. -¿Y yo? -pregunté para distraerla, tendiendo ami vez la mano. La bruja la tomó y sentí como

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una fuerte corriente eléctrica que atravesaba micuerpo. -Usted... ¿A ver? Tenga la bondad de alum-brar, señora... ¡Oh! ¡Larga, muy larga existencia!Ni los excesos ni los placeres han conseguidoatacar la vitalidad. A no ser por muerte violen-ta... La sangre que veo -continuó con una espe-cie de extravío- es ajena. ¡Esta mano sabe dirigirla bala! Tresmes calló un instante, preocupado; todosle imitamos, recordando su famoso desafío conLamira, a quien había clavado una en mitad delcorazón. -En fin -prosiguió después de un rato de silen-cio-, salimos de allí, y aunque Celita declarabahaberse divertido muchísimo, en realidad íba-mos los dos preocupados; ella, temblando antela idea de la muerte; yo, sin poder olvidar elrostro descolorido y los ojos de venturina. Alotro día, a la misma hora, me fui solo a la callede la Cruz Verde. Recibido por la bruja, no séqué le dije; le confesé el atractivo que en mí

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ejercía, la fuerza psíquica que tenía sobre mí.Helada y serena, me señaló una silla, y em-prendimos larga conversación entre el olor deiglesia de los encendidos cirios y el tétrico si-lencio de una habitación tan semejante a unacámara mortuoria.

Algo emanaba de aquella mujer que yo nohabía hallado en ninguna. Conocedor y expertoen el género -creo que ustedes saben que no esjactancia-; coleccionista de impresiones femeni-les; aficionado al amor como otros al objeto dearte, encontraba allí "lo nuevo", y nada escaseaen amor como la novedad. Si he de definir missentimientos por medio de una contradicción,diré que al lado de la bruja experimentaba loque llamaré "frío ardiente". Todo en ella eraglacial: su piel marmórea, lisa, semejante a untémpano; su rostro impasible de sibila; su hablasolemne; el mirar de sus ojos de ágata, transpa-rentes como un vino puro. No necesito decirque rompí con Celita; fue un trueno silencioso,sencillamente; no volví a poner los pies en su

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casa. Pasaba las tardes en el gabinete negro,tratando de leer en el alma enigmática de mibruja, ¡en su alma, lo único de que yo sentíainextinguible sed! Averigüé que no era france-sa, sino dinamarquesa; que no tenía familia,parientes niallegados; que desde los quince años rodabapor el mundo, y que estaba casada, aunque novivía con su marido. -Mi esposo -díjome un día con orgullo- es unpríncipe de la más ilustre progenie; sus domi-nios son tan vastos, que jamás podrá medirlos;su poder no reconoce límites; ningún soberanocompite con él. Como sabe que tantas mujeresle adoramos, nos hace poco caso, y nos es infielsin cesar. Conmigo sólo pasó un día -el denuestras bodas-, y desde ese día le idolatro.¡Nadie borrará su recuerdo, nadie! Al pronto me causó suma extrañeza la consejadel príncipe archimillonario y poderosísimoque deja a su mujer ganarse la vida diciendo labuenaventura, y declaro que creí que la bruja

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mentía por vanidad; pero después una ideahirió mi imaginación, y se me ocurrió que el talpríncipe... sólo podía ser... ¡Ea!, si se ríen uste-des, me callo. Ese "personaje" no está de moda,y, sin embargo, ¡caramba, confiésenlo!, en él"nos movemos, vivimos y somos" todos lospecadores y epicúreos de la coronada villa y decuantas villas existen. La ocurrencia de que elesposo de la bruja era ni más ni menos que... elmismo "Diablo"; sí, ríanse cuanto quieran...; meempeñó más en su insensato amor, sin espe-ranza alguna. ¡Rival de Lucifer! Eso no se vetodos los días. Al tocar la mano de la bruja, elhielo de su piel me encendía el alma. Llegué acreer lo que cuentan de la posesión diabólica... -¿Y cómo acabó esa rara manía, vizconde? -insistimos. -¡Ah! De un modo extraño también. Ya medirán si me equivoco... Oigan ustedes. Andabayo más embebecido que nunca en mi pasión delotro mundo, cuando, casualmente, al leer unperiódico, me encuentro con la noticia de que

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Celita había muerto... Una imprudencia a lasalida de un baile; un enfriamiento... No sé quéenfermedad repentina... En fin: que aquel día laenterraban. Profundamente emocionado al verrealizada la profecía de la sibila resolví acudiral funeral; ¡no podía hacer menos! Al entrar enuna iglesia, por primera vez después de mu-chos años, creí divisar a la bruja en la puerta,abriendo sus brazos blancos y sin calor paraestorbarme el paso. Instintivamente -¡hábitosde la niñez!- me persigné, murmurando restosde una oración casi borrada de mi memoria.Entonces desapareció la figura de mujer y pen-sé ver el ataúd de Celita cubierto de paños ne-gros y oí con terror, ¿a qué negarlo?, los rezosde difuntos... Me posterné de rodillas, hecho undoctrino. ¡Pobre Celita!

Hubiese jurado que su voz, llorosa y débil,pronunciaba mi nombre... Se me enmudecieronlos ojos..., y fue como si me arrancasen del pe-cho una raíz muy larga, de planta venenosa; ¡seme borró enteramente la imagen de la bruja! Ni

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volví a pasar por la calle de la Cruz Verde.¡Cuando pienso que, ocho días antes, me habíarevolcado a sus pies, rogándole que se divor-ciase de mi rival y aceptase mi mano... Y Tresmes, sacudiendo la ceniza del cigarro,añadió: -Ante el amor, más aún que ante la muerte,debemos reconocer que "no somos nadie"...Polvo y ceniza. "Blanco y Negro", núm. 565, 1902.

Los rizos

Cuando pasa la reducida cajita blanca confiletes azules o color de rosa, que en hombrosva camino del cementerio, no volvemos la ca-beza siquiera. El tráfago del vivir es tal, que nohay tiempo de mirar cómo desfila la muerte,segando capullos con el mismo brío certero conque siega los árboles añosos.

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Aquella caja, sin embargo -rosados eran losfiletes-, me obligó a recordar un incidente yaolvidado... La señora que me acompañaba merefrescó la memoria... -¿Sabe usted de quién es el entierro? Pues dela chiquilla bonita que le llamó a usted la aten-ción..., ¡y mucho!, en la visita a las escuelasmunicipales, cuando fuimos a designar las ni-ñas para la colonia escolar del año... -Hace ya lo menos dos o tres que sucedió eso...Sí; me acuerdo ahora perfectamente: una cria-tura morena, de facciones de cera, perfiladitas,con unos ojos oscuros, grandes, que le comíanla cara, y unos rizos negros también, flotantespor los hombros; una melena maravillosa... ¿Yes ésa? -Ésa misma... Evoqué la escena, el rebaño de criaturitas enpie ante sus pupitres, respetuosamente dere-chas e inmóviles a la voz de la profesora. Unaserie de cabecitas mal peinadas, de pelo bravío,corto y revuelto; de semblantes colorados y

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cachetudos, o macilentos, señalados por el lin-fatismo con el estigma que anuncia tan gravesdesórdenes fisiológicos para el porvenir; uncalabazal gracioso a veces -¡la niñez es tan fá-cilmente graciosa!-, pero, en conjunto, entriste-cedor, como lo son las muchedumbres infanti-les de asilos y hospicios, como suele ser la prolenumerosa de los necesitados... Las privaciones -que se revelan para el hombre de ciencia en elpeso, en la estatura, en la estructura ósea delchiquillo- las descubre el novelista en lo reviejode la tez, en la impureza de los ojos, en la na-ciente deformidad de los miembros... El niñoestá más cerca que el adulto de la vida vegeta-tiva; bien cuidado, parece una flor regada ylozana, mal cuidado, es la planta que se ahílapor falta

de agua y de aire. Entre el plantel destacóse laniña de los rizos, y ante el tono algo céreo de sumenuda faz encantadora, a un tiempo resolvi-mos: "Ésta necesita playa y campo."

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-Habrá que cortarle el pelo -observó alguiende nosotros, en el tono con que se reconoce unanecesidad dolorosa, porque el pelo nos habíadeslumbrado desde el primer momento, comodeslumbra la pluma magnífica, tornasolada, deun ave tropical. Sabíamos de sobra que la rapa-dura es el rito inicial de caridad y de higiene enlas colonias. De caridad, porque es preciso te-nerla para realizar y hasta para ordenar y diri-gir esa operación, que descubre tantas veces enlas cabelleras infantiles la fauna asquerosa de lamiseria; de higiene, porque al niño que le me-dran los cabellos se le desmedra el cuerpo, essabido... Ni aun para los hijos de los ricos, fami-liarizados con el peine y los petróleos de toca-dor, es bueno cultivar esos bucles de paje delsiglo XV.

Sin embargo, desde que pronunciamos lasfatales palabras "Habrá que cortarle el pelo...",comprendimos que no sería fácil... La niña, fi-jándonos desde lo hondo con el par de morasmaduras de sus ojazos, parecía decirnos silen-

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ciosa y expresivamente: "No me quitaréis misrizos, no tal..." El lacito colorado, que una co-quetería de madre engreída de la belleza deuna criatura había prendido cerca de la sienizquierda, era como banderín de la vanidad deaquellos siete u ocho años ya femeniles. Y losojos sombríos nos miraban maldiciéndonos, ylas facciones hechas a torno se contraían conmohín de repugnancia...

Al día siguiente lo supimos ya de un modopositivo, por referencias diversas: la niña de losrizos no vendría a la colonia. Su familia com-partía la opinión de que la salud no compensael desmoche de unos tirabuzones tan ricos y tanondeantes. Mejor dicho (conviene ser exactos),aquel menaje de obreros habituados a la vidasórdida y angustiada, en que si no falta el pandel todo, no hay nunca de sobra; reñido con eljabón y el aseo, en la promiscuidad y estrechezdel domicilio, creía firmemente que eso de ra-par a los chicos es una manía de burgueses me-tidos a filántropos que distraen el aburrimiento

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inventando molestias a cambio de problemáti-cos beneficios. ¡Llevarse a la chica un mes a laplaya! ¡Gran puñado son tres moscas! ¡Y, encambio, quitarle aquellos rizos, orgullo de lamadre, envidia de las demás chiquillería y co-madrería del barrio! El único lujo del hogar, loque hacía sonreír babosamente al padre cuandoconducía a su hija al "gallinero" del teatro porhoras, o al"cine", y en el ambiente viciado, del etéreo, car-gado de olor humano, resonaban las frases deadmiración. "¡Mira ese pelo!... ¡Mira esa peque-ña! ¡Si parece un cromo!" Tuvimos que sustituir a la niña de la melenapor otra, que se dejó pelar sin oposición, aun-que no sin pena, pues es increíble el cariño quetienen a su áspera zalea hasta los chicos másfeos y pobres. Las criaturas fueron lavadas yfregadas; averiguaron que a unos huesos quetenemos en la boca hay que frotarlos diaria-mente con cepillo; se vistieron de limpio, co-mieron a mantel blanco, con flores silvestres en

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el centro y servilleta nívea; corretearon en laplaya, ganaron en peso y estatura; se pusieronalegres y morenas, el moreno sano del pan ín-tegro..., y volvieron al pueblo contentas, enva-necidas del veraneo aquel, con hábitos de "se-ñoritas", que en sus casas eran reprobados... La de los rizos seguía causando la misma im-presión, mientras jugaba en el arroyo, vestidade percal rosa sucio y con el moñito rojo entrelas alborotadas y finas ondas del soberbio pelo.Sin embargo, transcurrido bastante tiempodespués del día en que la conocimos, las frasesde la gente que la admiraban se habían modifi-cado un poco. "¡Qué pelo!", era siempre lo pri-mero, y después: "¡Está consumidita!... ¡Quécolor tan malo!..." La gente del pueblo, nadie loignora, no se anda en contemplaciones paradecir lo que piensa en la cara de todo el mun-do... Hubo quien soltó crudamente: -¡Qué lástima! Ésta no llega a grande... ¿Cayeron en la cuenta los padres? ¿Consulta-ron médico? Ello es que, al cabo, la madre

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murmuró tristemente la misma frase por todospronunciada: -Habrá que cortarle el pelo... El desconsolado llanto de la niña -próxima aconvertirse en mujercita- impidió que se verifi-case la poda... El doctor que la vio -postrada yaen mal jergón, que compartía con dos herma-nos menores- movió la cabeza, y decidió queera inútil darle el disgusto. De todas maneras,había de ser igual... Y los rizos no cayeron bajola fría mordedura de la tijera, y envuelta en suregia aureola de sombra, la colocaron en la exi-gua caja blanca con filetes rosados, que loscompañeros del padre -marmolistas, gente muyfamiliarizada con el cementerio y sus esplendo-res- conducían a hombros cuando acertamos averla... En el fondo de mi alma de artista -¿a qué ne-garlo?- latía una especie de respeto ante aquellamuerte ocasionada por el culto ciego, incons-ciente, idolátrico, de la Belleza... Yo hubiesemandado a tiempo trasquilar a la desdichada.

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Absalona, víctima de su hermosa cabellera; sí,en nombre de la Ciencia y del bien, yo hubiesedispuesto sin ningún escrúpulo ese crimen...Pero, como tengo dos almas -¡dos lo menos!-,me gusta que en el ara de la eterna Hermosurase sacrifiquen sin piedad niños y adultos. Elolor de tales sacrificios es grato a la impasibleDiosa... "La Ilustración Española y Americana", núm.40, 1908.

Implacable Kronos

¡Qué juventud y qué edad madura tan labo-riosas y aperreadas las de don Zoilo Terrón! Sinuna hora de descanso y recreo, sin un minutoque pertenciese al gusto y al solaz, vivió donZoilo, no como la ostra -al fin, la ostra no traba-ja-, sino como la polilla, que roe y roe y no salede su rincón, no deja su viga telarañosa, nodespliega nunca sus alas, buscando lo que las

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mariposas: luz, calor solar y entreabiertas flo-res.

Resuelto a ganarse un caudal, porque donZoilo veía en el dinero la clave de la vida y eleje del mundo, sudó, se afanó y atesoró conincansable codicia, hasta llegar a la suma de-seada. Cebado en la asidua labor, no supo donZoilo lo que era pasear, ni se miró al espejo, nicuidó de su salud, ni se enteró de que ya ibanencorvándose sus espaldas y pesando sobre sucuerpo, recio como plomo, los años. Sólo cuan-do se encontró poderoso, dueño de la riquezapingüe que de antemano se propusiera obtener,entró a cuentas consigo mismo y advirtió queno había disfrutado miaja ni catado los goceslícitos y sabrosos de la existencia. "He sido unabestia de carga", pensó, lleno de remordimientoy de melancolía. "Esto no puede quedar así. Aver si una vez, por lo menos, soy un racional.Es preciso que yo me case, que tenga familia ypruebe sus alegrías y sus expansiones, y, ade-más, que mi mujer me guste mucho..., tanto

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como me gusta Casildita Ramírez, la viuda quevive en el segundopiso." Al hacer estas reflexiones conoció don Zoiloque precisamente la Casildita susodicha era laque le venía pintiparada, porque su lozana bel-dad, y su sandunga encantadora le sugerían unremolino de ideas bucólicas y juveniles. Al verde cerca a Casildita, a quien solía encontrarsepor la escalera, don Zoilo sentía que toda sumalograda mocedad le subía a la cabeza y deallí bajaba al corazón en olas de sangre. Y comoel dinero infunde gran aplomo y arrogancia,don Zoilo no titubeó, y sin demora subió a casade la linda viuda, celebrando con ella una en-trevista y descubriéndole llanamente su cristia-no y honrado pensamiento. Estaba Casildita, cuando recibió la fulminantedeclaración del opulento don Zoilo, más monaaún que de costumbre, porque la sorpresa y lamalicia hacían chispear sus grandes ojos moru-nos, y avivaban la risa en sus labios, y cavaban

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los traviesos hoyuelos en sus mejillas pálidas yfrescas como las hojas de la magnolia. Jugandocon un diminuto perrillo de lanas que parecíauna bola de cardado y crespo algodón, oyó Ca-silda las extremosas palabras del vecino, y asíque éste acabó de formular su súplica, la viuda,halagando al gracioso animalejo por quien setrocaría de muy buena gana don Zoilo, respon-dió categóricamente: -A la verdad, lo que usted me propone, parapenitencia es atroz, y para ganar la gloria pue-de que no baste. No me atrevo, vamos, no meatrevo. Si tuviese usted diez añitos menos, diezañitos... Pero ¡si está usted más gris que las ra-tas y más desdentado que un serrucho viejo! Sereirían de nosotros cuando fuésemos juntos porla calle, créalo usted, ¡la gente es tan mala...!Sólo por eso no le complazco a usted, que porlo demás, es usted persona muy apreciable ymuy digna. Salió don Zoilo del cuarto de la viudita desa-zonadísimo, y al mismo tiempo convencido de

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que nunca le había gustado tanto, que se moríapor ella, y que todas aquellas cosas que habíaleído que les pasaban a los enamorados furio-sos las sentía él en grado heroico y superfino."¿De qué sirve el dinero -iba rumiando- si nosirve para tener, cuando a uno se le antoja y lonecesita, el pelo negro como la noche y unosdientes que deslumbren de blancos?" Y depronto, como al que va a ahogarse se le ocurreasirse a un clavo muy delgadillo, ocurriósele adon Zoilo que con "guano" se compran tambiéndientes y pelo.

A escape, el mejor dentista de Madrid -porsupuesto, norteamericano- se encargó deamueblar espléndidamente el tenebroso antrode la boca de don Zoilo con una doble fila demondados piñones, iguales, relucientes y pare-jos. Llegó después la vez al peluquero -francés,quién lo duda-, y valiéndose de una serie debotecillos de cristal y hasta media docena decepillos y brochas, hizo pasar la cabellera dedon Zoilo del gris amarillento al castaño oscu-

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ro, y del castaño oscuro a un negro de carbón,profundo, casi puedo decir que insolente. Lamisma prolija operación, realizada con la barba,arrancó a don Zoilo una exclamación de puerilregocijo, porque el mágico licor de los empeca-tados botes le había aliviado del peso de veinteaños lo menos, dejándole el rostro encerrado enun marco que afrentaba a la endrina y al ala delcuervo también.

A contemplar la restauración vino el ortopédi-co con una faja-corsé, firme represión de ab-domen y derechura del espinazo, y el sastre y elayuda de cámara coronaron la obra, ataviando,perfilando, atusando y componiendo a donZoilo, dejándole hecho un petimetre, según losúltimos decretos de la moda. Remozado así,perfumado, con un capullo en el ojal y radiantede esperanza, don Zoilo subió otra vez las esca-leras, y sin que le anunciase nadie, cayó comouna bomba en el coquetón gabinete de Casildi-ta. Era tal su arrebato, tan grande la turbaciónque el instante aquel le producía, que sólo acer-

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tó a murmurar, en entrecortadas frases, unanueva declaración más apasionada, más vehe-mente que la anterior, y a repetir la proposiciónde casamiento, entre protestas de exaltada ter-nura Casildita le oía y contemplaba con eviden-te asombro, y callaba, aguardando a que acaba-se su relación el galán. Así que éste hizo un compás de espera, tal vezpor necesidad de respirar, la viuda, abarqui-llando las orejas rizosas y suaves del perrito, ycon un sonreír que era el abrirse de una rosa enuna mañana de mayo, pronunció con ingenuapicardía: -El caso es que no puedo complacerle en loque me pide, y bien lo deploro. -¿Por qué? -articuló don Zoilo, con anheloinfinito. -Porque hará cosa de quince días estuvo aquícon la misma pretensión su señor papá, empe-ñado en pedir mi mano..., y después de darcalabazas a una persona más respetable queusted, no es cosa de decirle a usted que "sí".

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"El Imparcial", 17 de junio de 1895.

Primaveral Moderna

Obligado a trasladarme a una capital de pro-vincia, al noroeste de España (de esta Españaque los extranjeros se imaginan siempre achi-charrada por un sol de justicia), hice mis male-tas, sin olvidar la ropa de abrigo, aunque, loque refiero sucedía en el mes de mayo, y al su-bir al tren me instalé en el departamento de "nofumadores", esperando poder fumar en él atodo mi talante, sin que me incomodase elhumo de los cigarros ajenos, pues ese departa-mento suele ir completamente vacío. En efecto, hasta el amanecer, hora en que noscruzamos con el expreso de Francia, nadie vinoa turbar mi soledad. Dormía yo profundamen-te, envuelto en mi manta, cuando se realizó elcruce. No sé si a los demás les sucede lo que amí; si también notan, dormidos y todo, la sen-

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sación extraña y oscura de no estar ya solos; dela presencia de "alguien". Yo percibí esa sensa-ción durante mi sueño, y poco a poco me des-perté. A la luz blanquecina del amanecer vi enel asiento fronterizo a un viajero. Era un mozode unos diecinueve a veinte años, de cara fina eimberbe. Su oscura gorrilla de camino, parecidaa la prolongada toca con que representan a LuisXI, acentuaba la expresión indiferente y cansa-da de su fisonomía y la languidez febril de susojos, rodeados de ojeras profundas. Sus manosenflaquecidas se cruzaban sobre el velludoplaik, que le abrigaba las rodillas y le tapaba lospies; caído sobre el plaid había un volumen deamarilla cubierta.

Mi imaginación, activa, tejedora, sobreexcita-da además por el movimiento del tren, se dedi-có al punto a girar en torno del viajerito enfer-mo. Discurrí manera de entrar en conversacióncon él, y la encontré en el socorrido tema delcigarro.

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-Sin duda le incomoda a usted el humo, cuan-do se ha venido a este departamento -pregunté,haciendo ademán de embolsar la petaca des-pués de haberla sacado como por inadverten-cia. -No, señor -contestó el mozo con voz opaca ymate, cual si realizase un esfuerzo penoso-.Puede usted fumar. Yo también fumaría, si nome lo hubiesen prohibido. -¿Está usted... indispuesto? -pregunté, demos-trando interés; y la repuesta afirmativa me diohecha la plática que deseaba entablar. Nadie seresiste a hablar de sus padecimientos, sean re-ales o imaginarios. Mi compañero, dengosa-mente al principio, animándose gradualmentedespués, me enteró de cuanto quería: era vene-zolano, hijo de español; venía de París, adondele había enviado su familia para que se instru-yese y formase; y, atacado de un mal indefini-ble, tal vez neurosis complicada con anemiaprofunda, se dirigía, por consejo de los médi-cos, a pasar el verano en el noroeste de España

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en casa de un hermano de su padre, rico pro-pietario, dueño de una quinta en el valle de laRosa. Al oír este nombre, tan dulce y sugestivo, batípalmas: el valle de la Rosa estaba cerca de laciudad a que me encaminaba yo. -¿Conoce ese sitio? -preguntóme con el pecu-liar acento de su país mi compañero de viaje,que se enderezó, echando a un lado la manta. -¡Sí lo conozco! -respondí-. He vivido más detres años en Urbigena, adonde voy ahora otravez, y el valle de la Rosa, en que veraneábamos,lo tengo tan presente como si lo estuviésemosviendo, como lo veremos a mediodía desde esaventanilla. ¡Qué valle! No cabe soñar nada másdivino. Vamos a pasar una serie de montañasabruptas, y hasta áridas y peladas por lo menosen esta estación, pues en junio se cubren deterciopelo verde; pero el valle, que recoge todoel sol y toda el agua de las arroyadas del in-vierno, ¡es un vergel, un paraíso! Le sorprende-rá a usted el cuadro que presenta, y sorprende

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a cuantos lo ven por primera vez. En este tiem-po del año, los árboles están igual que si hubie-se nevado copiosamente, de tanta flor como losreviste; los albaricoqueros y los pavíos sonplumaje rosa pálido; las fresas rojean y huelen agloria; los senderos están llenos de violetas tar-días, y las camelias, que allí son árboles corpu-lentos, tienen al pie una alfombra de hojasencarnadas de una carta de espesor. Verá ustedqué verde tan delicado el de los praditos, quéde agua cristalina en las fuentes; y por los setos,cuánta rosa silvestre; han dado nombre al valle.Y no es sólo la flora: hay la poesía de la Huma-nidad también. ¡Las aldeanitas! ¡El día que secuelgan los aretes de filigrana y se atan el "den-gue" con las cintas de seda! No sé si ellas sonrealmente tan guapas, o es que las hermosea laNaturaleza, que lo embellece todo. El mozo guardaba silencio, con el ceño frunci-do y una chispa de descontento en las negraspupilas; y de pronto, mirándome fríamente,murmuró:

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-¡La Naturaleza! Para mí no hay cosa más an-tipática. La extrañeza me impidió hasta protestar. Mequedé turulato, como solemos decir cuandooímos una herejía muy gorda, algo que echapor tierra afirmaciones que creemos indiscuti-bles y evidentes. El enfermo, sonriendo consarcasmo, continuó: -Ya ve usted si he nacido, en un continente deNaturaleza espléndida... Supongo que por lomismo la detesto doble. Todo lo natural meparece estúpido, bueno sólo para la gente ruti-naria y mansa...: para los especieros, como de-cimos en París. ¡El agua, los bosques, los pra-dos, las florecillas del campo! ¡Beeee! -emitió elbalido de la oveja-. ¿Qué sentido puede encon-trarse en nada de eso? ¿Dónde existe funciónmás mecánica, menos intelectual que la de laNaturaleza? Llueve, brota la vegetación; hacesol, se agosta; llega el otoño, las hojas caen; vie-ne la primavera, vuelta a salir... Es puramenteanimal; ruin fisiología. No sé por qué la manía

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de conservar la vida ha de hacernos transigircon las cosas más opuestas a nuestros gustos ynuestras convicciones... Yo preferiría morir enParís, en el bulevar, con su asfalto, que vivir enese valle de la Rosa, que, por su descripción deusted, debe de ser el arquetipo de la vulgari-dad, el oasis de un paisajista cursi. Diré a ustedmás: no existe tal Naturaleza. La hacemos noso-tros; la creamos, y sólo cuando la creamos valealgo y tiene sentido. ¡La Naturaleza! Es la ene-miga del arte y de la ficción, lo único hermoso;la ficción encantadora... Al llegar al valle escu-piré sobre la primera Rosa que me salga al pa-so..., sea vegetal o sea de carne... Al decir estas amenidades, matices de carmíntiñeron las mejillas demacradas del joven en-fermo, y sus labios, que apenas sombreabanuna dedada de bozo oscuro, se contrajeron iró-nicamente. -La belleza -prosiguió, notando que yo meescandalizaba, y encantado de ello-, la bellezano es lo natural, sino al contrario, lo artificial,

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obra del hombre, creación de su inteligenciaemancipada del ciego instinto. No me dé ustedel racimo, sino el licor; no la tez virginal y lava-da en agua pura, sino la que ha curtido e im-pregnado el amor y adobado la perfumería; noel bloque de mármol, sino la estatua de Ca-peaux; no la rosa rústica de los setos, sino laorquídea monstruosa criada en estufa; no elanimal viviente, sino la sierpe de esmalte y pe-drería o el pájaro que canta por mecanismo. Laobra del hombre civilizado va en sentido con-trario a la Naturaleza. La Naturaleza se acuestatemprano, y nosotros, tarde, haciendo de lanoche día; la Naturaleza es sencilla, y nosotrossomos complicados; la Naturaleza no aspirasino a perpetuar la especie y nosotros..., ¡quédiablo!, ¡si la pudiésemos suprimir...!

Éstas y otras teorías análogas desarrolló exal-tadamente mi interlocutor, mientras nos acer-cábamos al valle, que por fin avistamos cuandoel sol ascendía a su cenit. Viva fragancia demadreselvas, en ráfagas de esencia arrancadas

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por el airecillo juguetón, penetraba en el depar-tamento; y en un prado de un verdegay ideal,una gran vaca, roja, acostada, parecía inmóvil,esfinge de cobre. Allá abajo se posaban, comogrupos de palomas torcaces, las casitas, y cercade nosotros una fuente, sombreada por saucespálidos, se desataba murmuradora, dándomeenvidia de beber un trago en el hueco de lamano, a la manera primitiva. Confieso que ol-vidé enteramente a mi compañero de viaje pararecrearme en aquellos pormenores, y sólo re-cordé al notar que el tren se detenía en la esta-ción y escuchar que el artificialista me decía: -Feliz viaje, adiós; he tenido gusto en conocer-le. ¡A su servicio! Saludé y tendí la mano, declarando mi nom-bre y profesión: Félix Llaguno, magistrado... -Aristeo Abigail Fierro, poeta -respondió, nosin algo de sequedad altanera, el enfermo, vol-viéndose para recoger su pulcro maletín decuero inglés y su sombrerera, que entregó alcriado que le esperaba con un birlocho.

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Y como yo hiciese un involuntario movimien-to al oír lo de "poeta", añadió: -Poeta decadente. "Blanco y Negro", núm. 333, 1897.

Casi artista

Después de una semana de zarandeo, del Go-bierno Civil a las oficinas municipales, y de lastabernas al taller donde él trabajaba -es un mo-do de decir-, preguntando a todos y a "todas",con los ojos como puños y el pañuelo echado ala cara para esconder el sofoco de la vergüenza,Dolores, la Cartera -apodábanla así por habersido cartero su padre-, se retiró a su tugurio conel alma más triste que el día, y éste era de losturbios, revueltos y anegruzados de Marineda,en que la bóveda del cielo parece descenderhacia la tierra para aplastarla, con la indiferen-cia suprema del hermoso dosel por lo que ocu-rre y duele más abajo...

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Sentóse en una silleta paticoja y lloró amar-gamente. No cabía duda que aquel pillo habíaembarcado para América. Dinero no tenía; peroya se sabe que ahora facilitan tales cosas, garan-tizando desde allá el billete. En Buenos Airesno van a saber que el carpintero a quien llamanpara ejercer su oficio es un borracho y deja ensu tierra obligaciones. La ley dicen que prohíbeque se embarquen los casados sin permiso desus mujeres... ¡Sí, fíate en la ley! Ella, a prohibir,y los tunos, a embarcar... y los señorones y lasautoridades, a hacerles la capa..., ¡y arriba!

Bebedor y holgazán, mujeriego, timbista yperdido como era su Frutos, alias Verderón,siempre acompañaba y traía a casa una cortezade pan... Corteza escasa, reseca, insegura; perocorteza al fin. Por eso (y no por amorosos me-lindres que la miseria suprime pronto) llorabaDolores la desaparición, y mientras corría sullanto, discurría qué hacer para llenar las dosboquitas ansiosas de los niños.

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Acordóse de que allá en tiempos fue pizpiretaaprendiza en un taller que surtía de ropa blancaa un almacén de la calle Mayor. Casada, habíaolvidado la aguja, y ahora, ante la necesidad,volvía a pensar en su dedal de acero gastadopor el uso y sus tijeras sutiles pendientes de lacintura. A boca de noche, abochornada -¡comosi fuera ella quien hubiese hecho el mal!-, sedeslizó en el almacén, y en voz baja pidió labor"para su casa", pues no podía abandonar a lascriaturas... La retribución, irrisoria; no hay nadapeor pagado que "lo blanco"...

Dolores no la discutió. Era la corteza -muydura, muy menguada, eventual- que volvía asu hogar pobre...

Corrió el tiempo. Habitaba hoy la Cartera unpiso modesto, limpio, con vista al mar: su chicoconcurría a un colegio; la pequeña ayudaba asu madre, entre las oficialas del obrador. Por-que Dolores tenía obrador y oficialas; hacía porcuenta propia equipos, canastillas, y poseía una

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clientela de señoras, que iban personalmente aencargar, probar y charlar su rato. -¡Buena mujer! ¡Y muy puntual, y habilísima! -repetían al bajar las escaleras, despidiéndosetodavía, con una sonrisa, de la costurera, quesalía al descansillo, a murmurar por última vez: -Se hará, señora... No tenga cuidado... Comoguste... Así se ha ganado la parroquia, por medio dehumildades dulces, de discretas confidenciasde esas penas domésticas con que toda hembrasimpatiza, y poniendo cuidado exquisito enentregar la labor deslumbrante de blancura,primorosa de cosido y rematado, espumosa devalenciennes, hecha un merengue a fuerza deesmero. Con la reputación de tantas virtudesobreras vino el crédito, el desahogo; con el des-ahogo, el trabajo suave y halagador y el cariñointenso del artífice a la obra perfecta, en la cualse recrea y goza antes de enviarla a su destino.En la Cartera había desaparecido la esposa delcarpintero vicioso, chapucero y zafio, en chan-

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cletas y desgreñada, y nacido una pulcra traba-jadora, semiartista, encantada, aun desinteresa-damente, con los lazos de seda crespos y coque-tones, los entredoses y calados de filigrana, lasondulaciones flexibles de la batista y las graciasdel corte, que señala y realza las líneas delcuerpo femenil. Algo de la delicadeza de sutrabajo sehabía comunicado a todo su vivir, a su manerade cuidar a los niños, al claro aseo de sus habi-taciones, a la frugalidad de su mesa. Aunquetodavía fresca y apetecible, la Cartera guardabasu honra con cuidado religioso -no por mira-mientos al pillo, de quien no se sabía palabra,sino porque esas cosas estropean la vida y danmal nombre-, y era preciso que a su casa vinie-sen sin recelo sus parroquianas, las señorasprincipales... Extendida estaba sobre las mesas del obradoruna canastilla de hijo de millonario -la más caray completa que le había encargado a la costure-ra, un poema de incrustaciones, realces y plie-

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gues-, cuando se entró habitación adelante,entre las risas fisgonas de las oficialas un hom-bre de trazas equívocas. Venía fumando unpitillo, y al preguntar por "Dolores" y oír queno se podía hablar con ella -lo cual era un modode despedirle-, soltó a la vez un terno y la coli-lla ardiendo; el terno sólo produjo alarma en laschiquillas; la colilla, chamuscó el encaje de Ri-chelieu de una sábana de cuna.

-¡Soy su marido! -gritó el intruso-, y a cual-quier hora "me se" figura que la podré ver...

No cabía réplica. Corrieron a avisar a la maes-tra; se presentó temblona, y se retiraron a uncuarto, allá dentro. No se sabe lo que conversa-rían; acaso el Verderón confesase que se hallabaya convencido de que también en el NuevoContinente tienen la absurda exigencia de quese trabaje, si se ha de ganar la plata... Lo ciertoes que se hizo un convenio: el Verderón come-ría a cuenta de su mujer, y hasta bebería y fu-maría, comprometiéndose a respetar la labor de

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ella, su negocio, su industria ya fundada, suarte elegante. Y Frutos prometió. Mas no era el holgazán del escaso número delos que cumplen lo pactado, y su orgullo devarón y dueño tampoco se avenía a aquelladependencia, a aquel papel accesorio... ¡Vamos,que él tenía derecho a entrar y salir en "su casa"cuándo y cómo se le antojase! ¡Bueno fuera quepor cuatro pingos de cuatro señorones que ve-nían allí se le privase de pasarse horas en eltaller requebrando a las oficialas! Y así lo hizo,a pesar del enojo y las protestas de Dolores. -Tienes celos, ¿eh, salada? -preguntábale él,sarcástico. -¡Celos! -repetía ella-. Si te gustan las oficialas,llévatelas a todas..., pero fuera de aquí, ¡entien-des!... A un sitio en que tus diversiones no memanchen la labor. ¡Eso no! Eso no te lo aguantoy te lo aviso... ¡No me toca a mis encargos unpuerco como tú! Con la malicia de los borrachos, así que Frutoscomprendió que ahí le dolía a su mujer, empe-

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zó a meterse con la ropa blanca. Escupía en elsuelo, tiraba los cigarros sin mirar, manoseabalas prendas, se ponía las enaguas bromeando,se probaba los camisones. Naturalmente, cual-quier desmán de las oficialas lo disculpabanachacándolo al marido de la señora maestra.Venían ya quejas de clientes, recados agrios: eldescrédito que principia... Un día "se perdie-ron" unos ricos almohadones... Dolores averi-guó que estaban empeñados por Frutos parabeber.

***

Una tarde de exposición de equipo de novia,anunciada hasta en periódicos, el carpinterovolvió a su casa chispo y maligno. La madre dela novia, la novia y parte de la familia examina-ban el ajuar. Entró el Verderón, y su bocahedionda, de alcohólico, comenzó a dispararpullas picantes, a glosar, en el vocabulario de lataberna, los pantalones y los corsés, las prendas

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íntimas, florecidas de azahar... Cuando las se-ñoras hubieron escapado, despavoridas e in-dignadas, exigiendo el envío inmediato de suropa y jurando no volver más a tal casa y con-társelo a las amigas, Dolores, pálida, tranquila,se plantó ante el esposo. -Vuelve a hacer lo que hiciste hoy... y sales deaquí y no entras nunca... -¿Tú a mí? -rugió el borracho-. ¿Tú a mí? Aho-ra mismo voy a patear esas payaserías quehaces... ¿Ves? Las pateo porque me da la gana. Y agarrando a puñados las blancuras vaporo-sas de tela diáfana, orladas de encajes precio-sos, las echó al suelo, danzando encima con suszapatos sucios... Dolores se arrojó sobre él... Lapacífica, la mansa, la sufrida de tantos años sehabía vuelto leona. Defendía su labor, defendía,no ya la corteza para comer, sino el ideal dehermosura cifrado en la obra. Sus manos araña-ron, sus pies magullaron, la vara de metrarpuntilla fue arma terrible... Apaleado, subyu-gado, huyó Verderón a la antesala y abrió la

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puerta para evadirse. Todavía allí Dolores leperseguía, y el borracho, tropezando, rodó laescalera. La cabeza fue a rebotar contra los úl-timos peldaños, de piedra granítica, quedandotendido inerte en el fondo del portal... Su mu-jer, atónita, no comprendía... ¿Era ella quienhabía sacudido así? ¿Era ella la que todavíaapretaba la vara hecha astillas?... El chiquillo deuna oficiala que subía la aterró... El hombre nose movía, y por su sien corría un hilo de sangre. "Blanco y Negro", núm. 919, 1908.

La clave

Calixto Silva se enteró -al regresar de un viajeque había durado cuatro meses-, de que su tío ytutor, aquel excelente don Juan Nepomuceno, aquien debía educación, carrera, la conservacióny aumento de su patrimonio y el más solícitocuidado de su salud, iba a casarse..., ¿y conquién?, con la propia Tolina Cortés..., la casqui-

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vana que de modo tan terco había tratado deatraerle a él, Calixto, mediante coqueterías,artimañas y diabluras, cuyo efecto fue contra-producente, pero cuyo recuerdo, ante la noticia,le causaba una impresión de temor y repug-nancia. Su tío no le consultaba, y no parecía dispuestoa escuchar observación ninguna respecto alasunto de la boda. Calixto tuvo, pues, que re-signarse; su única protesta fue expresar el de-seo de marcharse a vivir solo: pero en eso noestaba don Juan conforme. -¡No faltaba otro dolor de muelas! Tú no eresmi sobrino, que eres mi hijo; si llegan a nacer-me, no los querré más que a ti. La niña -así lla-maba don Juan a su futura- se hará cuenta deque soy un viudo que tiene un chico. Se acabó...Mientras no te cases tú también, todo siguecomo antes. Asistió Calixto a la ceremonia nupcial, estre-meciéndose interiormente de rabia al mirar latersa guirnalda de azahares que, bajo la nube

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de tul del velo, coronaba la frente audaz de ladiabólica criatura. ¿Cómo se las habría com-puesto la serpezuela para anillarse al corazóndel honrado viejo? ¿Qué arterías, qué travesu-ras, qué sortilegios usaría? ¡Sin duda, aquellosmismos que Calixto evocaba mientras el órganoemitía su vibrante raudal de sonidos plenos ygraves, y en el altar, una grácil figura, envueltaen blancas sedas que la prolongaban mística-mente, articulaba un "sí" apagado, un "sí" blan-co también! El irritante enigma que preocupaba a Calixtole obligó a pensar incesantemente en la esposade su tío, a tenerla presente día y noche. Resol-vió vigilarla, mirar por la honra de don Juan, yno consentir que nadie le burlase impunemen-te. Semejante propósito, noble y firme, era justi-ficación de su permanencia en la casa. Ojo yoído: que Tolina anduviese con pies de plomo,o si no... Tolina, sin género de duda, desplegaba lahipocresía más maquiavélica; nada cabía re-

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prender en su conducta. Concurría a algunasdiversiones sin mostrar afán por ellas; se ador-naba y componía sin exceso; igual y alegre decarácter, con su marido era realmente la niña,más hija que esposa; le cuidaba, le complacíazalameramente, le respetaba en público, le mi-maba de puertas adentro y -Calixto hubo deconfesárselo a sí propio- don Juan disfrutaba deuna felicidad verdadera. Chocho con la dulce ysabrosa mujercita, repetía incesantemente, di-solviendo en babas las frases: -¿Ves, Calixto, qué mona es? Búscate una así.No debe nadie morirse sin primero disfrutarestos goces. Calixto, ceñudo, se tragaba sus cavilaciones ysospechas malignas. ¡Vamos, no podía ser! Tarde o temprano, Toli-na enseñaría la oreja. Si ahora se portaba biensería por algo... ¡Bah!... Y continuaba observán-dola con malévola atención. Tolina, afectuosa,algo quejosa, con queja muda, procuraba nichocar ni insinuarse demasiado con el sobrino,

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a quien llamaba hijo don Juan, y el sobrino, aquien era indiferente Tolina como mujer, nocesaba de preocuparse de su psicología comoesposa. ¿Por qué guardaba tan estricta y dig-namente el decoro de su marido? ¿Por qué nodaba motivo alguno, ni aun de sospecha? Y, envez de felicitarse -¡somos tan poco lógicos!-,Calixto se reconcomía. Es humano; todo el queaugura mal, sufre mortificación cuando noacierta.

La causa del buen comportamiento de Toli-na... Súbito resplandor alumbró a Calixto paraadivinarla. ¡Si estaba más claro! No haberlocomprendido! Lo que la joven buscaba y asegu-raba con tal arte era la fortuna del viejo, sucuantiosa herencia... Un cálculo ambicioso res-guardaba su virtud y la ventura del confiadocónyuge. Antolinita Cortés pertenecía a la fa-lange de las calculadoras, la sabia falange queespera y prepara la lámpara de la noche si-guiente...

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Al descubrir esta clave, Calixto se dio por do-blemente satisfecho. Su pesimismo se contenta-ba con reconocer en Tolina instintos de mez-quindad y avidez; su generosidad le movía aalegrarse de renunciar a una sucesión que nun-ca había codiciado. Y, adelantándose a lo quepudiese sobrevenir, un día en que la conversa-ción cayó oportunamente, dijo a don Juan: -Tío, nadie está seguro de vivir mañana... Yohe testado desde que soy mayor de edad. ¿Porqué no toma usted disposiciones y deja a la tíaAntolina sus bienes? Lo merece, y es justo. -Lo merece, y es justo -repitió el anciano, re-medando al sobrino-, y yo le dejaría los reinosde España... pero has de saber que no quiere,que no se le antoja y que, al hablarle yo de eso,fue tal su enfado y el daño que le hizo, que has-ta se puso enferma. Es el único disgusto quetuvimos. Me ha exigido que mi heredero seastú... ¿Qué significa ese asombro? ¿Habías su-puesto que Tolina me aceptó por interés? ¿Ella?¿Ella?

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Y el anciano irradiaba placer por su cara sim-pática, rojiza entre la gris aureola de la barba ylos cabellos. -Bueno; pero no consentiré tal disparate y talinjusticia -declaró Calixto-. Lo que usted melegue, para ella será. -No la persuadirás. No quiere. ¡Es más buenaque los ángeles! Desde esta conversación, cambió Calixto demodo de ser. Huía de Tolina, en vez de vigilar-la. La sospecha de ahora era más punzante, máshonda, más perturbadora que la antigua. Unatristeza, una inquietud sin límites, invadieron elespíritu de Calixto. Perdió el apetito y el sueño.Una tarde, habiendo echado de menos su carte-ra, donde guardaba un fajo de billetes, bajó aljardín del hotel a hora impensada, casi anoche-cido, por si la encontraba allí, y registró, aga-chándose, los macizos de plantas, hasta ungrupo de arbustos que ocultaban un banco depiedra. Se detuvo. Una mujer, sentada en elblanco, besaba un objeto rojo.

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-¿Qué haces aquí? -murmuró él, sobrecogido,sin darse cuenta de lo que decía. -¿Y tú? -respondió ella serenamente. -Yo... Yo... Buscaba mi cartera... -Aquí la tienes: la encontré momentos hace. Tolina le tendió, sonriente, la cartera de cuerode Rusia. Calixto no la tomó. Notaba que pali-decía, y la voz se le atascaba en la garganta. -¿Qué te sucede? -la dama, aproximándose,acercaba la cartera a las manos inertes que no larecogían-. Vamos -añadió melancólicamente ycon malicia-, coge tu dinero... Ya sabes que yono me lo he de guardar. La contestación de Calixto fue -sin levantarsedel suelo- echar los brazos a aquel cuerpo quetemblaba de pasión y de triunfo... Tolina, incli-nándose, balbucía: -¡Al fin! Trabajo ha costado... ¡Ciego, ciego! Un paso plomizo hizo crujir la arena... Calixtose incorporó... Don Juan se acercaba. -Buscábamos esta cartera -explicó Tolina, ra-diante, blandiéndola en alto-. Figúrate que Ca-

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lixto la tocaba con las manos, y no la veía. ¡Ycuidado si saltaba a la vista! Pero siempre su-cede así: las cosas más evidentes son las quenos empeñamos en no ver... Toma, sobrino -prosiguió, deslizando ella misma, con graciosafamiliaridad, el objeto en el bolsillo del joven-.No la vuelvas a perder, que vale un pico... A la mañana siguiente, Calixto se marchó,dejando una carta de despedida, breve, aunquecariñosa. Necesitaba viajar largo tiempo, com-pletar sus conocimientos, recorrer el mundo.Tolina, al enterarse de la carta que don Juanleyó furioso -¡diablo de chiquillo!, ¡qué salidade pie de banco es ésta!-, no pronunció palabra. Poco después se alteró gravemente su salud, ydon Juan la pasea por balnearios y antesalas decelebridades médicas sin que se sepa todavía apunto fijo qué mal padece. Los nervios, de fijo...Los nervios, otro enigma sin clave... "Blanco y Negro", núm. 914, 1908.

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Feminista

Fue en el balneario de Aguasacras donde hiceconocimiento con aquel matrimonio: el marido,de chinchoso y displicente carácter, arrastrandoel incurable padecimiento que dos años des-pués le llevó al sepulcro; la mujer, bonitilla, concara de resignación alegre, cuidándole solícita,siempre atenta a esos caprichos de los enfer-mos, que son la venganza que toman de lossanos. Conservaba, no obstante, el valetudinario laenergía suficiente para discutir, con irritaciónsorda y pesimismo acerbo, sobre todo lo huma-no y lo divino, desarrollando teorías de cerradaintransigencia. Su modo de pensar era entreinquisitorial y jacobino, mezcla más frecuentede lo que se pudiera suponer, aquí donde losextremos no sólo se han tocado, sino que hansolido fusionarse en extraña amalgama. Hansido generalmente prendas raras entre nosotrosla flexibilidad y delicadeza de espíritu, engen-

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dradoras de la amable tolerancia, y nuestrorecio y chirriante disputar en cafés, círculos,reuniones, plazuelas y tabernas lo demostraría,si otros signos del orden histórico no bastasen.

El enfermo a que me refiero no dejaba cosa avida. Rara era la persona a quien no juzgabadurísimamente. Los tiempos eran fatídicos y larelajación de las costumbres horripilantes. Enlos hogares reinaba la anarquía, porque, perdi-do el principio de autoridad, la mujer ya nosabe ser esposa, ni el hombre ejerce sus prerro-gativas de marido y padre. Las ideas modernasdisolvían, y la aristocracia, por su parte, contri-buía al escándalo. Hasta que se zurciesen mu-chos calcetines no cabía salvación. La blanden-guería de los varones explicaba el descoco ygarrulería de las hembras, las cuales teníanpuesto en olvido que ellas nacieron para cum-plir deberes, amamantar a sus hijos y espumarel puchero. Habiendo yo notado que al hallar-me presente arreciaba en sus predicaciones el

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buen señor, adopté el sistema de darle la razónpara que no se exaltase demasiado.

No sé qué me llamaba más la atención, si laintemperancia de la eterna acometividad verbaldel marido, o la sonrisilla silenciosa y enigmáti-ca de la consorte. Ya he dicho que era ésta derostro agraciado, pequeño de estatura, delgada,de negrísimos ojos, y su cuerpo revelaba esacontextura acerada y menuda que promete lon-gevidad y hace las viejecitas secas y sanas comopasas azucarosas. Generalmente, su presencia,una ojeada suya, cortaban en firme las diatribasy catilinarias del marido. No era necesario quemurmurase:

-No te sofoques, Nicolás; ya sabes que lo hadicho el médico...

Generalmente, antes de llegar a este extremo,el enfermo se levantaba y, renqueando, apoya-do en el brazo de su mitad, se retiraba o dabaun paseíto bajo los plátanos de soberbia vegeta-ción.

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Había olvidado completamente al matrimonio-como se olvidan estas figuras de cinematógra-fo, simpáticas o repulsivas, que desfilan duran-te una quincena balnearia-, cuando leí en unacuarta plana de periódico la papeleta: "El exce-lentísimo señor don Nicolás Abréu y Lallana,jefe superior de Administración... Su desconso-lada viuda, la excelentísima señora doña Clo-tilde Pedregales..." La casualidad me hizo en-contrar en la calle, dos días después, al médicodirector de Aguasacras, hombre muy observa-dor y discreto, que venía a Madrid a asuntos desu profesión, y recordamos, entre otros desapa-recidos, al mal engestado señor de las opinio-nes rajantes. -¡Ah, el señor Abréu! ¡El de los pantalones! -contestó, riendo, el doctor. -¿El de los pantalones? -interrogué con curio-sidad. -Pero ¿no lo sabe usted? Me extraña, porqueen los balnearios no hay nada secreto, y esto nosólo se supo, sino que se comentó sabrosamen-

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te... ¡Vaya! Verdad que usted se marchó unosdías antes que los Abréu, y la gente dio en reír-se al final, cuando todos se enteraron... ¿Diráusted que cómo se pueden averiguar cosas quesuceden a puerta cerrada? Es para asombrarse:se creería que hay duendes... En este caso especial, lo que ocurrió en el bal-neario mismo debieron de fisgarlo las camare-ras, que no son malas espías, o los vecinos altravés del tabique, o... En fin, brujerías de larealidad. Los antecedentes parece que se cono-cieron porque allá de recién casado, Abréu, quedebía de ser el más solemne majadero, anduvojactándose de ello como de una agudeza y unrasgo de carácter, que convendría que imitasentodos los varones para cimentar sólidamentelos fueros del cabeza de familia. Y fíjese usted: los dos episodios se completan.Es el caso que Andréu, como todos los que a loscuarenta años se vuelven severos moralistas,tuvo una juventud divertida y agitada. Alifafesy dolamas le llamaron al orden, y entonces

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acordó casarse, como el que acuerda mudarse aun piso más sano. Encontró a aquella mucha-cha, Clotildita, que era mona, bien educada ysin posición ninguna, y los padres se la dierongustosos, porque Abréu, provisto de buenasaldabas, siempre tuvo colocaciones excelentes.Se casaron, y la mañana siguiente a la boda, aldespertar la novia, en el asombro del cambio desu destino, oyó que el novio, entre imperioso ysonriente, mandaba: -Clotilde mía..., levántate. Hízolo así la muchacha, sin darse cuenta delporqué; y al punto el esposo, con mayor impe-rio, ordenó: -¡Ahora..., ponte mis pantalones! Atónita, sin creer lo que oía, la niña optó porsonreír a su vez, imaginando que se trataba deuna broma de luna de miel..., broma algo cho-cante, algo inconveniente...; pero ¿quién sabe?¿Sería moda entre novios?... -¿Has oído? -repitió él-. ¡Ponte mis pantalones!¡Ahora mismo, hija mía!

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Confusa, avergonzada, y ya con más ganas dellorar que de reír, Clotilde obedeció lo mejorque pudo. ¡Obedecer es ley! -Siéntate ahora ahí -dispuso nuevamente elmarido, solemne y grave de pronto, señalandoa una butaca. Y así que la empantalonada niñase dejó caer en ella, el esposo pronunció-: Hequerido que te pongas los pantalones en estemomento señalado para que sepas, queridaClotilde, que en toda tu vida volverás a ponér-telos. Que los he de llevar yo, Dios mediante, acada hora y cada día, todo el tiempo que durenuestra unión, y ojalá sea muchos años, en san-ta paz, amén. Ya lo sabes. Puedes quitártelos. ¿Qué pensó Clotilde de la advertencia? A na-die lo dijo; guardó ese silencio absoluto, impe-netrable, en que se envuelven tantas derrotasdel ideal, del humilde ideal femenino, honrado,juvenil, que pide amor y no servidumbre... Vi-vió sumisa y callada, y si no se le pudo aplicarla divisa de la matrona romana, "Guardó elhogar e hiló lana asiduamente", fue porque hoy

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las fábricas de género de punto han dado altraste con la rueca y el huevo de zurcir. Pero Abréu, a pesar de la higiene conyugal,tenía el plomo en el ala. Los restos y reliquiasde su mal vivir pasados remanecieron en acha-ques crónicos, y la primera vez que se consultóconmigo en Aguasacras, vi que no tenía reme-dio; que sólo cabía paliar lo que no curaría sinoen la fuente de Juvencia... ¡Ignoramos dóndemana! Su mujer le cuidaba con verdadera abnega-ción. Le cuidaba: eso lo sabemos todos. Se des-vivía por él, y en vez de divertirse -al cabo erajoven aún-, no pensaba sino en la poción y elmedicamento. Pero todas las mañanas, al dejarlas ociosas plumas el esposo, una vocecita dul-ce y aflautada le daba una orden terminante,aunque sonase a gorjeo: -¡Ponte mis enaguas, querido Nicolás! ¡Ponteaprisa mis enaguas! Infaliblemente, la cara del enfermo se des-componía; sordos reniegos asomaban a sus

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labios..., y la orden se repetía siempre en voz depájaro, y el hombre bajaba la cabeza, atándosetorpemente al talle las cintas de las faldas guar-necidas de encajes. Y entonces añadía la tiernaesposa, con acento no menos musical y fino: -Para que sepas que las llevas ya toda tu vida,mientras yo sea tu enfermerita, ¿entiendes? Y aún permanecía Abréu un buen rato en ves-timenta interior femenina, jurando entre dien-tes, no se sabe si de rabia o porque el reúmaapretaba de más, mientras Clotilde, dandovueltas por la habitación, preparaba lo necesa-rio para las curas prolijas y dolorosas, las fric-ciones útiles y los enfranelamientos precavidos.

La boda

El día era espléndido, primaveral, y la genteapiñada en el ómnibus, camino de los Viveros,iba del mejor humor posible, con el hambrecanina que se despierta después de una maña-

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na ajetreada, de emociones y aire libre. Se espe-raban grandes cosas del yantar: bien rico y ge-neroso era el novio, y bien pirrado estaba por lanovia. Le constaba a Nicasio, el platero, que selo había confiado a doña Fausta, la tintorera, ya sus niñas: habría champaña y langostinos, yhasta se esperaba una sorpresa, un plato demarqueses, que se llama ¡bestión de fuagrá!

Y no mentía el platero Nicasio. Don Elías,dueño de varias fábricas de quincalla y del me-jor bazar de la calle de Atocha, había perdido lacuenta del tiempo que llevaba cortejando a ladesdeñosa Regina, hija de doña Andrea, la di-rectora del colegio de niños de la plazuela deSanta Cruz. Regina era una rubia airosa, aseño-ritada como pocas, instruidita, soñadora pornaturaleza y también por haber leído bastantehistoria, novela, versos, cosas de amores...;amén de su afición al teatro, insaciable; no alteatro alegre ni sicalíptico: a los dramas y a lascomedias serias y sentimentales. Sería excesollamar hermosa a Regina; pero tenía atractivo,

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elegancia, un modo de ser muy superior a suesfera social, y su cuerpo mostraba líneas deadmirable concisión, realzadas por el vestirsencillo y delicado, a la francesa. No pasabainadvertida en ninguna parte, y tenía sus envi-diosas y sus imitadoras. A pesar de la campaña de su madre -loca degozo al presentarse un pretendiente como donElías-, Regina luchó años enteros antes de acep-tarle. No daba razones. No quería. Que no lehablasen de semejante cosa. Era dueña de suvoluntad: no tenía ambición, no estaba en ven-ta..., y argumentos por el estilo. No se le cono-cía otro novio... Esto era lo que a la madre lavolvía loca. "¡Si al fin ella no quiere a nadie! ¡Sipor más que estoy a la mira no veo moros en lacosta!" Nunca se observan sino los hechos materia-les... Los corazones no tienen ventanillas decristal. Regina se negaba tan resueltamenteporque no acababa de convencerse de que elprofesor de francés del colegio, señorito pobre

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y guapo como un Apolo, no se acordaba deella, sino para saludarla atentamente al entrar ysalir de clase. ¡Aquél, sí! ¡Una palabra de aquél!Regina, en secreto y sin ridículas apariencias,sufría el largo y cruel proceso de la fiebre amo-rosa. Cierto día, cuando más renegaba de latriste condición de la mujer, que no le permiterevelar su afán, por hondo que sea, notó quedisimuladamente el gallardo profesor pasabaun billetito a una alumna jorobada, hija únicade un usurero millonario. Hubo noches de in-somnio y días de desgano; hubo lágrimas invo-luntarias y hasta crisis nerviosas; la defensa delideal, que no quiere morir... Al cabo de un mes,de pronto, sin preámbulos, Regina anunció a sumadre que estaba dispuesta a la unión con donElías. Su consuelo

era que nadie conociese la malhadada y de-fraudada ilusión... Había acertado a disimular-la; su humillación era como si no hubiese exis-tido, puesto que no la sospechaba ni doña An-drea, después de espiar a su hija continuamen-

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te. Sería el tesoro que guardase: su amor muer-to, su desengaño, paloma de blancas alas, rotasy sangrientas...

Ya se detenía en la plazuela de los Viveros elómnibus: la novia, ricamente vestida de rasonegro, bajaba del interior. Antes que el novio letendiese la mano para ayudarla, se adelantó unapuesto mozo: el propio Damián Antiste, elprofesor, en ensueño hecho hombre, el verda-dero autor del enlace entre la romántica criatu-ra y el excelente y clásico industrial madrileño...¿Cómo estaba allí Damián? Regina sabía a pun-to cierto que no había asistido a la boda en laiglesia. Sin duda, haciéndose el encontradizo, odoña Andrea, o don Elías le convidarían... Locierto era que estaba..., y que iba a comer talvez a su lado... o enfrente... Regina recordó queel usurero había sacado del colegio a la niñacorcovada, encerrándola a piedra y lodo; y pen-só que Damián ya no se acordaría de sus ambi-ciosos planes. Todo esto lo calculó en un re-lámpago. La sensación terriblemente dulce de

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la mano del profesor estrechando la suya, delos ojos que la devoraban, abolió las demás ysuprimió

cuanto no fuese el acre placer del triunfo. Lamirada de Damián era atrevida, explícita, larga.Detallaba a Regina, hermosa realmente enaquel momento, bajo el velo blanco que nubabalos cabellos brilladores, ondulados con coquete-ría, adornada con el azahar céreo de verde fo-llaje, resplandeciéndole en las orejas dos gotasde agua, limpias, gruesas, mil duros en cadalóbulo; el derroche del espléndido y entusias-mado consorte... "Hoy le gusto", pensó Regina,trémula de placer. Desvió las pupilas; pero elimán del alma le hizo girarlas otra vez hacia elprofesor, que seguía devorándola con las suyas.¡Aquella mirada hacía dos meses! ¿Y por qué"ahora"? ¡Oh, no cabía duda! Era efecto del tra-je, del tul, de las joyas... Damián "no la habíavisto" hasta aquel instante. Las mujeres tienende estas aprensiones; creen en el efecto irresis-tible del adorno, del traje, de las galas, y así se

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hacen pedazos tras ellas. ¡Ah, si Damián la veantes radiante, engalandada, quién duda que lahubiese contemplado como la contemplabaahora! Pero Damián no sabía ni que ella erabonita, ni que se moría por él... Como agua a lacual se le abre la salida, la ilusión de Regina sedesbordó... Era la larga pasión que se satisfacíasin poder contenerse, sin atender ni a respetosni a pudores... Afortunadamente, el novio habíacorrido a hablar con el dueño del fondín parasaber si todas sus instrucciones se cumplían y elespléndido almuerzo se serviría pronto. Las amigas despojaron a Regina de su velo yse decidió que, mientras no llegaba la hora desentarse a la mesa, jugarían al escondite... Laboda se desparramó por los senderos de la ori-lla del agua, que embalsamaban las postreraslilas y las primeras celindas blancas y olorosas.El aroma de aquellas flores madrileñas, en elaire seco y cálido, era trastornador. El follajetierno, flexible, fino de los arbustos escondía losaltos troncos de los árboles y tendía como una

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cortina movible y embalsamada ante el riachue-lo. Era poesía lo burgués del oasis, y hasta po-seía las notas del organillo que, lejos, empezabaa ganarse la propina con sus tocatas de zarzue-la popular. Arremangando la cola de su magní-fico traje, la novia, que sentía hervir la juven-tud, corrió, dio el ejemplo. Damián la siguió.Nadie reparaba en ellos, o si reparaban lasamiguitas, se sentían cómplices; dejar a la noviaque se riese, que se alegrase; ¡estaba aún en laantesala del grave deber!

Damián alcanzó a la novia muy pronto. Co-ntra un bosquete de arbolillos, ya densamentehojosos, que empezaba a hacer languidecer elcalor, la acorraló, sonriendo. Se acercó, y Regi-na saboreó la sensación extrañamente divina dever de cerca, muy de cerca, un rostro que se hasoñado y que ahora, próximo, dominador, pa-rece distinto con el puntilleo de las pupilas alsol y el color cambiante del bigote que se en-ciende bajo la luz viva... Desfallecida la mujer,el galán le echó al talle los brazos y empezó a

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pronunciar palabras confusas: la canción eternaque se apodera de las almas... Al pronto Reginaescuchó bebiendo aquel hablar que la desvane-cía y la embriagaba a la vez. Luego..., ¿qué de-cía aquel hombre? Regina se hizo atrás espan-tada de lo que oía. Y él, inhábil, torpe, conti-nuaba: -No niegue que me quiso, que me quería alláen el colegio... No lo niegue... Si yo lo sabía... Silo noté desde el mismo momento en que empe-zó... Las facciones de la novia, al pronto asombra-das, expresaron, al fin, bochorno, desprecioinfinito, ira profunda. ¡Miserable! ¡De modoque lo sabía! ¡Y entre tanto, escribía a la millo-naria! ¡Y a ella ni una señal de gratitud, ni unafrase de consuelo, de simpatía! ¡La dejaba mo-rir! ¡La dejaba casarse con otro! Y ahora... ¡Mi-serable! La palabra asomó a los labios blancos de cóle-ra: -¡Miserable! -gritó en alto.

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Y a paso lento, sin volver el rostro atrás, saliódel bosquete y se dirigió hacia el comedor. Allídebía de estar su novio, su marido. Y estaba, enefecto, dando disposiciones, señalando sitios enla mesa. -¡Elías! -dijo ella cariñosamente-. Mira quequiero sentarme a tu lado, ¿eh? Era la primera vez que le hablaba así... Todosnotaron que durante el almuerzo -aquel al-muerzo que dejó memoria- ella estuvo tierna,insinuante, y el novio loco de alegría.

Los escarmentados

La helada endurecía el camino; los charcos,remanente de las últimas lluvias, tenían super-ficie de cristal, y si fuese de día relucirían comoespejos. Pero era noche cerrada, glacial, límpi-da; en el cielo, de un azul sombrío, centelleabael joyero de los astros del hemisferio Norte; loscinco ricos solitarios de Casiopea, el perfecto

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broche de Pegaso, que una cadena luminosareúne a Andrómeda y Perseo; la lluvia de pe-drería de las pléyades; la fina corona boreal, elcarro de espléndidos diamantes; la deslumbra-dora Vega, el polvillo de luz del Dragón; elchorro magnífico, proyectado del blanco senode Juno, de la Vía Láctea... Hermosa noche parael astrónomo que encierra en las lentes de sutelescopio trozos del Universo sideral, y al es-tudiarlos, se penetra de la serena armonía de lacreación y piensa en los mundos lejanos, habi-tados nadie sabe por qué seres desconocidos,cuyo misterio no descifra la razón. Hermosatambién para el soñador que, al través de am-plia ventana de

cristales, al lado de una chimenea activa, encombustión plena, al calor de los troncos, dejavagar la fantasía por el espacio, recordandoversos marmóreos de Leopardi y prosas amar-gas y divinas de Nietzsche... ¡Noche negra, trá-gica, para el que solo, transido de frío, pisa lacinta de tierra encostrada de hielo y avanza con

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precaución, sorteando esos espejos peligrososde los congelados charcos! Es una mujer joven. La ropa que la cubre, sinabrigarla, delata la redondez de un vientre fe-cundo, la proximidad del nacimiento de unacriatura... Muchos meses hace que Agustinavive encorvada, queriendo ocultar a los ojoscuriosos y malévolos su desdicha y su afrenta;pero ahora se endereza sin miedo; nadie la ve.Ha huido de su pueblo, de su casa, y experi-menta una especie de alivio al no verse obliga-da a tapar el talle y disimular su bulto, pues lasestrellas de seguro la miran compasivas o si-quiera indiferentes. ¡Están tan altas! En el pueblo, ¡qué desprecio, qué burla, quéreprobación habían caído sobre ella al saberseel desliz! Era la segunda vez que delinquía enaquel honrado lugar una muchacha; la primera,al quinto mes, se había arrojado a un pozo, dedonde sacaron su cadáver. Recordaba Agustinacómo la extrajeron del pozo con cuerdas y ga-rruchas, y cómo traía rota una sien y el pelo

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pegado a la cara lívida, y recordaba también elhaber soñado con la ahogada muchas noches.Cuando, al confirmarse su desdicha, pensóAgustina en la solución de la muerte, la imagende la rota sien y la lívida cara le impidió ponerpor obra una desesperada resolución. Vinieronal pueblo entonces unos misioneros francisca-nos, y Agustina se confesó deshecha en lágri-mas. -Grande es tu pecado -dijo el fraile-; pero loque pensaste es peor aún. No debes morir nidebe morir por tu culpa el hijo. Sufre con pa-ciencia, espera el último instante, y entoncesvete a Madrid con esta carta mía. El señor aquien va dirigida hará que te admitan en lacasa de Maternidad. Acercábase el día. Sin despedirse de nadie -nide sus padres, que en vez de compadecerla lamaldecían-, Agustina puso en hatillo dos cami-sas y un refajo; en un bolso de lienzo, unas pe-setas; y guardaba la carta en el pecho, salió aloscurecer por la puerta del corral antes de que

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empezasen a rondar los mozos, sabedores de sudesdicha y compañeros del que la ocasionó, yque, en vez de repararla, cobardemente habíadesaparecido del pueblo. Era víspera de No-chebuena, y sería milagro que no saliesen deparranda, Agustina apretó el paso. La vergüen-za le puso alas en los pies. Dos horas hacía ya que caminaba, y faltabatodavía para Madrid una legua. Deshabituadade hacer ejercicio, el cansancio rendía a Agusti-na y el frío la penetraba hasta los tuétanos.Además tenía miedo; ¡aquella carretera tan soli-taria! A uno y otro lado extendíase la estepa gris, sinrastros de habitación; torcidos chaparros reme-daban figuras grotescas, enanos deformes operros agachados para saltar y morder. El si-lencio era majestuoso y aterrador. Y la fugitivatambién sentía hambre, el hambre próvida queavisa a las que van a ser madres que hay quesostener a dos seres. En su precipitación, nohabía sacado de su casa ni un mendrugo.

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Quería llorar, y dos o tres veces se detuvo pa-ra quejarse en alto, cual si alguien pudiese oírla."¡Ay señor! ¡Ay mi madre!", como si su madre,la dura paleta, no la hubiese tratado peor que elpadre todavía... La abrumaba un inmenso des-fallecimiento, la tentación de arrojarse al sueloy dormir. Durmiendo, creía que iba a remediar-se todo su padecer; que entraría en un estadode beatitud. Resabio de los últimos meses, enque infaliblemente, al despertarse, tenía la ilu-sión de que su desgracia era pesadilla de sueño,y se sentaba, y creía que el bulto del vientre noexistía... ¡Oh! ¡Si así fuese! ¡Quién volvería asorprenderla, a engañarla; quién se acercaría aella sin llevar su merecido!

***

Los pies, calzados toscamente, resbalaron depronto sobre la vítrea superficie de una charca.El movimiento fue de báscula, y la muchachacayó hacia atrás, boca arriba, atravesada en la

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carretera y desvanecida por el brutal sacudi-miento del batacazo. Diez minutos después se oyó en la carretera, alo lejos, el cascabeleo y la rodadura de un carri-coche. La claridad de los faroles avanzó, y elcaballejo que tiraba, no muy gallardamente, delvehículo pegó una huida ante el cuerpo queobstruía el paso. El hombre que guiaba refrenóal jaco y miró con sorpresa. Vamos, habría quebajarse, que prestar socorro al borracho... ¡Nose trataba de un borracho! De una mujer... Peorque peor... ¡Una mujer! Nadie las aborrecía como el me-diquín rural que, llamado por asunto de interésse dirigía a Madrid en noche tan cruda... Elgolpe de la traición sufrida, del amor escarne-cido por su novia, su ideal -rompiendo la con-certada boda tres días antes del señalado y ca-sándose con otro hombre antes de un mes-, fueorigen, primero, de grave fiebre nerviosa, de lacual conservaba huellas en el amarillento ros-tro, y luego, de una misantropía profunda. Inte-

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lectual, sentimental y con aspiraciones, cuandoandaba enamorado, el desengaño le cortó lasalas de la voluntad; le causó una de esas humi-llaciones en que dudamos de nosotros mismospara siempre, y le arrinconó en el poblachónoscuro donde vegetaba como un asceta,haciendo penitencia de tristeza y retiro por elajeno pecado, caso más frecuente de lo que sesupone. Sólo por estricta necesidad había re-suelto el viaje. ¡Y ahora aquel estorbo en el ca-mino! ¡Una hembra! Desencajó un farol del coche y con él alumbróla cara de la mujer privada de sentido. Se sor-prendió. Joven, bonita, de facciones de cera,delicadas y dulces. ¡Y perdida a tal hora, en lasoledad! ¿Atentado? ¿Crimen? La quiso incor-porar... Un gemido débil reveló la vida. ¿Qué tiene usted? ¿Está usted enferma? -preguntó el médico, sosteniéndola por los so-bacos en el aire. Otro gemido contestó; era de sufrimiento, deun sufrimiento concreto, positivo.

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-¿Está usted herida? La muchacha se incorporó difícilmente; pare-cía atónita y no se daba cuenta de por qué seencontraba allí, por qué la interrogaba un des-conocido. La memoria acudió, y con ella la con-ciencia del mal... Su brazo derecho no obedecía;colgaba inerte, y una sensación extraña de pará-lisis, iba extendiéndose al hombro. -Se me figura que tengo roto este brazo... Las manos del médico palparon, reconocie-ron... ¡Era verdad! -¿Adónde iba usted? ¿De dónde es usted? Agustina miró al que le dirigía la palabra y laamparaba enérgicamente. Vio un rostro con-sumido de melancolía, una barba descuidada,unos ojos en que la indiferencia luchaba con lacompasión... No sería fácil explicar, a no ser porla franqueza súbita y total del ser desampara-do, que nada recela porque todo lo ha perdido,como Agustina -la paletita cansada de disimu-lar y mentir a su familia y a todo un pueblo-, nosupo callar nada al incógnito que acababa de

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socorrerla. Habló entre sollozos, sin reparo,hasta sin vergüenza ni confusión, como el quecree estar contando a un desdichado desdichasmayores. Hizo su historia en pocas y desgarra-doras frases. -Súbase usted al coche... Tápese con la manta...Yo la llevaré al hospital. Un cuarto de hora rodó el coche por la carrete-ra -despacio, porque en la helada resbalabatambién el caballejo-, cuando Agustina, en elbienestar infinito de la ardiente gratitud, al sen-tirse acompañada, salvada, extendió la manoizquierda, asió la del médico y la besó sin saberlo que hacía. Él tembló. ¡Hacía tanto tiempo quesólo sentía en sueños el roce de unos labiosfemeniles! Por su parte, la muchacha, pasado eltransporte, se quedó abochornada, acortada deconfusión. ¡Qué había hecho, ay mi madre! ¡Unhombre, y ella que estaba determinada a notocar ni al pelo de la ropa a ninguno! ¡Ella, laescarmentada, el gato escaldado, la del apren-dizaje cruel y definitivo! Pero ¿era realmente un

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hombre el que la llevaba así, a su lado, con tan-ta caridad, con tanta consideración? No, hom-bre, no; era... un santo; un santo como los quese ven en los altares... De pronto, el médico volteó el coche, empren-diendo la caminata en sentido opuesto. -Estamos más cerca de mi casa que de Ma-drid... Urge curarle a usted ese brazo. Si llega-mos a Madrid tarde, van a perderse horas... Espreciso que yo reconozca pronto esa fractura, yque la atendamos... Viene usted a mi casa, allínada le faltará. Y cuando hablaba así a una mujer, el escar-mentado, el dolorido, el misógino, pensaba:"No es una mujer; es una víctima, una mártir..." Y bajo la manta que les cubría y les prestabacalor y abrigo a medias, los efluvios de la ju-ventud, la necesidad de querer, se insinuabanriéndose del escarmiento. Las estrellas, más fulgentes a medida que lanoche avanzaba, no se enterarían. ¡Están tanaltas! ¡Tan distantes!

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