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Cuentos Para Reir, Rabiar y Ena - Karina Ballesteros

Jul 09, 2016

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CUENTOSPARAREÍR,

RABIARY

ENAMORARSE

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KARINA BALLESTEROS

CUENTOS PARA REÍR,RABIAR Y ENAMORARSE

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Índice

Cuarenta años, más o menosAlgo usado…algo nuevoLos ojos del funeralMis dos identidadesEsta vez: ¡NO!El asesinoApurosEl despidoCosa de niñosLa llamadaUn sobre, un destinoPantalla intrusa

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CUARENTA AÑOS, MÁS O MENOS Llegué al bar “El Tranquilo” muynerviosa. Había dejado pasar unos lentísimos diezminutos para asegurarme de que mi cita tuvieraque esperarme a mí y no yo a él. Este desconocidome había atraído desde el primer instante en quenos contactamos. La foto que lo identificaba merecordaba a un atractivo actor norteamericano:James Whither, Walker o algo así. Allí, micibernético pretendiente lucía bigote y meobservaba sonriente desde un rostro parcialmentecubierto por un sombrero de cowboy y unos lentesRay-Ban. Me había ido conquistando de a pococon palabras mudas pero cálidas. Su insistenciapor comunicarse conmigo me había hecho sentirnuevamente deseada, aún cuando la mayoría de lasveces que nos escribíamos yo estaba arropada enmi abrigadísimo salto de cama rosa y mis infladaspantuflas de lana, que me hacían ver más como unaabuelita que como una femme-fatal. Hacía poco

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tiempo que me había inscrito en Match.com. Unaamiga, que me había visto triste desde que dejaracon mi novio, ocho meses atrás, y que habíaconocido a su actual pareja a través de Internet, mehabía alentado, una y otra vez, a incursionar enesta aventura. Yo siempre le decía que no. Sinembargo, una lluviosa y gélida noche de sábado enla que el sueño no venía y la T.V. cable seempeñaba en no conectar, me sumergí curiosa enese espacio intangible de currículumsmaravillosos. Luego de buscar por largo rato entre misrecientes fotos una en la que fuera y no fuera yo,encontré la que me generó un sinnúmero deadmiradores virtuales. Segura de no poder serreconocida en esa imagen y con el falso nombre deMIA, comencé a filtrar conquistadores. Luego deuna rigurosa selección, quedaron tres. Lacoherencia y la educación de James (así megustaba llamarlo, aunque en su perfil rezaraAlejandro Magno) hicieron que finalmente medecidiera únicamente por él. En un acto deconfianza, le di una dirección privada de correo

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electrónico y comenzamos a escribirnos. A partirde allí seguimos haciéndolo por algunas semanas.

Dos meses después de nuestro primercontacto, resolvimos conocernos personalmente. Dado el vínculo que se había generado, parecíaque estar frente a frente era el paso siguiente. Finalmente, nos diríamos nuestros verdaderosnombres y nos veríamos. No era tan importante,nuestros ojos con seguridad confirmarían lo que yanos decían nuestros corazones.

Ingresé al bar. Recorrí con la mirada todaslas mesas buscando un rostro parecido al de lafoto de James. No lo hallé. Mis ojos dedesconcierto se encontraron de pronto con lasfacciones sonrientes de un señor de unos ochentaaños, esmirriado, pelado y de canoso mostachoque repetía, a modo de mantra, mientras meguiñaba un ojo: MIA, MIA, MIA. Mi primerimpulso fue salir corriendo. Me sentí estafada. Sin embargo, como una autómata, me acerqué a sumesa. Aunque había veinticinco centímetros ycuarenta años de falsedad, resolví, en una fracciónde segundos, que conversaría con el alma que

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había tocado mi esencia durante sesenta días. Doscafés después, me invitó a ir a Fun-Fun a escuchartangos.

-Hoy no puedo- contesté, sin pretender queentendiera mi negativa.

-Dame tu teléfono-me dijo-y arreglamos paraotro día.

-Dame el tuyo. Yo te llamo-repliqué,vengando su mentira con otra.

Alegre me lo dio. Me acompañó hasta micoche y nos despedimos con un imperceptible besoen la mejilla.

En total desconcierto, volví a casa. Apenasme desplomé en mi cama, rompí en pedacitos elpapel con el número telefónico recibido. Mediahora después, eliminé mi perfil del sitio decontactos. Cancelé también la dirección de correoelectrónico que hacía de nexo entre James y yo.

Nunca sabré si tenía muy alta autoestima o eraun delirante. De todos modos, nuestro irrealvínculo, me había hecho volver a la realidad de laesperanza luego de mi dolorosa ruptura amorosa. Pocos días después, me presentaron al que hoy es

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mi marido.

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ALGO USADO... ALGO NUEVOPor unos segundos mi mirada quedó

enceguecida en el resplandor de los brillantes. - Tenés que llevar también algo usado - me

había recordado mi amiga Rosario.El día de mi boda llevaría las caravanas de

mi bisabuela paterna. Las había heredado hacía yamuchísimo tiempo, al igual que su nombre anteDios el día de mi bautismo. Descansaban desdeentonces en el interior de mi necessaire rojo, quehacía las veces de disimulada caja fuerte, en elmás oscuro rincón del placard de mi dormitorio. Mi abuela me las había dado varios años atrás.

Recordé que, desde que las había visto porprimera vez, muchos fracasos sentimentales habíantenido lugar en mi vida. Durante años, habíaintentado, infructuosamente, descifrar el enigma demis desamores. Tenía que haber alguna razón queexplicara mi condición de imán irresistible dehombres inmaduros, mujeriegos y pocotrabajadores. Algo debía explicar mi terca

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incapacidad para dejarlos ir, cuando en míresonaba la necesidad de un vínculo sano con unhombre de características totalmente opuestas. Aún sin respuesta, finalmente, parecía que habíaencontrado al compañero indicado.

Me llevaba bien con Enrique. Era atento yamoroso conmigo, había nacido en la Argentinaaunque hacía años que trabajaba en Uruguay. Sushijos, fruto de su anterior matrimonio, residían enLa Plata con su madre. Eran niños pequeños, poreso Enrique los visitaba con asiduidad. Nuestrointenso y apasionado noviazgo, de apenas sietemeses, hizo que decidiéramos casarnos a pesar deque hacía tan poco tiempo que nos conocíamos.

*****Una semana antes de mi casamiento recordé lo

que me había dicho mi amiga sobre llevar algoviejo, algo nuevo, algo prestado y algo azul. Lonuevo sería el vestido y lo prestado una pulsera demi madre. En la gastada liga, que guardaba desdela boda de mi prima, cumplía con lo azul. Lousado serían las caravanas de mi bisabuela.

- Ponete las caravanas para ver el efecto que

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producen - me sugirió mamá, mientrascompartíamos una de las últimas pruebas de mivestido de encaje marfil.

Me las puse. A pesar de su luminosidad,apenas tocaron mi piel, una extraña melancolía,aún más profunda de la que sentía desde siempre,tocó mi alma. Vi con total claridad el rostro dulcede mi bisabuela ya fallecida: sus ojos de cielodespejado me miraron desde algún lugar, mientrasmis oídos creyeron escuchar su tímida risita. Sorprendida por mi extraña visión, me las quité deinmediato. Algo se recompuso en mí, aunque ladesazón no me abandonó.

Esa noche, invadida por una curiosidad nueva,llamé a una tía vieja, la única persona más cercanaa mi bisabuela que aún vivía. Necesitaba saber lahistoria de amor de mis bisabuelos. Lo único queconocía era que mi bisabuelo había fallecido eldía antes que yo naciera y que yo me llamabaCarmen, como mi bisabuela.

*****- Sí, claro, claro. Te cuento lo que se

rumoreaba cuando yo era pequeña. Carmen y

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Julián se casaron en Maracena, España. No sébien cómo se conocieron. Él había heredado unestablecimiento de productos porcinos que le dababuenas ganancias y le servía para mantener susvicios de juego y bebida, como también a suesposa, a sus siete hijas y a su hijo varón. Juliánera también bastante mujeriego y poco afecto altrabajo. Pasados los primeros tres meses decasados, volvió a las andadas. Con el correr delos años, el juego se tragó a todos sus clientes. Julián tuvo que hipotecar la casa en que vivía consu familia, así como los demás bienes que poseía. En una deuda de juego llegó a apostar a su propiaesposa. Perdió. El ganador, confuso e impactadopor su extraño premio, se dirigió a la casa de lafamilia Barrancos a cobrarse la deuda. Suespíritu “timbero”, pero menos ennegrecido que elde Julián, se conmovió profundamente apenas seabrió la puerta de entrada de la humilderesidencia. Allí frente a él, sus ojos seencontraron con la mirada pura de una pequeñamujer que, rodeada de varios niños y con una bebaen brazos, le obsequiaba una media sonrisa

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interrogante. El hombre no pudo articularpalabra. Se dio media vuelta y partió, con pasolento y sin explicación alguna, compungido por lasituación y tremendamente furioso con sucontrincante. Le perdonó la deuda al infame, nopor él sino por su familia.

*****- Julián no escarmentó. En busca de dinero

fácil, se fue por unos meses a Nueva York. Con loque logró juntar, no sabemos bien cómo, pagó lospasajes en barco para toda su familia con la quepartió un día rumbo a América. Llegaron aUruguay en 1928 en busca de una nueva vida. EnMontevideo, Julián fue guarda de tranvía, mozo,peón. Su decadencia económica no le hizo perderlas mañas. Ni la misteriosa muerte de María, lamás joven, linda e inteligente de las hijas delmatrimonio, lo hizo madurar a este hombre. Solosé que María sufría de crisis nerviosas y que, enuna de las tantas internaciones en un psiquiátrico,falleció cuando tenía diecinueve años. A losochenta y uno, el corazón inquieto de Juliándecidió detenerse. Como bien sabes, muy pocas

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horas antes de que el tuyo, que ya latía, irrumpieraen este mundo.

Quedé muda. No tenía idea de la azarosa vidade esta generación de ancestros. ¿Mi bisabuelaCarmen, que yo recordaba como una viejita deojos bondadosos, habrá querido decirme algo consus caravanas? Sin comentarlo con nadie, contratéun detective.

Dos días antes de la ceremonia, suspendí laboda. El sabueso, pagado por mí, viajó a laArgentina. Allí, no le fue muy difícil descubrirque Enrique mantenía una relación informal conotra mujer. Bastó seguirlo durante unas horas, ensu última visita a su tierra antes de nuestrocasamiento, para constatar su doble vida.

Creyéndose protegido por la distancia, nodudó en despedirse con un abrazo y un besoapasionados de una pelirroja en la puerta deledificio donde ella residía. Luego supimos que setrataba de una antigua compañera de trabajo. Mesentí muy dolida por un tiempo largo.

Poco a poco, la tristeza se fue transformandoen calma. Fue desapareciendo con el correr de los

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días la melancolía que llevara conmigo desdeniña. El efecto de la historia oculta de mibisabuela sobre mi psiquis parecía por fin haberdesaparecido. Me sentía diferente, como si porprimera vez fuera realmente yo. Tambiénempezaron a aparecer un nuevo tipo de hombres enmi vida. No creo que fuera una simplecasualidad.

Totalmente repuesta, un día decidí ponermenuevamente las caravanas. Con ellas puestas, fui acomprar el ramo de rosas, las más blancas y lasmás lindas que encontré, y las llevé a la iglesiadonde me bautizaron. Las consagré a mi bisabuelay a mi abuela, que también se llamaba Carmen yque, como buena hija mayor que tuvo que cuidarde sus hermanos más pequeños, fue la que mássufrió las consecuencias de los desmanes de supadre. Llevé también una rosa roja para Julián, mibisabuelo que, en su inconsciencia, había dañado alas personas que más debía amar. Dejé unpimpollo color té en memoria de María. Nadieenloquece porque sí. No sé si fue mi imaginacióno mi intuición, pero algo me hizo percibirla como

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otra víctima inocente de este hombre insólito. Entendí que, además de tanto dolor escondido,

las mujeres de mi familia me habían legado laesencia del alma femenina: amor, compasión y unainquebrantable fortaleza. Logré por fin hacer laspaces con la intrincada trama de mi sagradolinaje. El delicado perfume del capullo rosaalilado que el florista me había regalado mevolvió al presente. Sin darme cuenta, la bella florse había deslizado para descansar al pie de lasotras, mientras cuatro pares de pupilas cómplicesme sonreían, augurándome mi destino siempreanhelado.

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LOS OJOS DEL FUNERALSorprendente la transformación de esas

pupilas. La había seguido hasta el baño. Allí,bajo una mortecina luz que acompañaba laatmósfera de la sala velatoria que acababa deabandonar, fui silencioso testigo de lametamorfosis de esos ojos jóvenes y femeninos tancautivantes. Los que todos habíamos visto comodos receptáculos de un profuso manantial detristezas, se convirtieron, bajo el asombro de miimperceptible presencia, en un par de relucientesmonedas de oro. La boca, que en la habitacióncontigua se desfigurara de dolor, reflejaba en eldiminuto espejo del baño una sonrisa desatisfacción que jamás hubiera imaginado unossegundos antes.

- ¡Por fin se murió este idiota! - la oí decirentre dientes, mientras la observaba a prudencialdistancia.

Me alejé de allí invisible para esa extraña tanensimismada en sus propias emociones. Cuan

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zombi, entre la gente y en total desconcierto, meacerqué al cajón. Observé ese rostro que no teníamás de cuarenta años. Junto al féretro, un par depequeños niños, uno a cada lado de su madre,intentaban ponerse en puntas de pie para depositaren el pecho sin vida un par de rosas blancas.

- Digámosle adiós - escuché murmurar a laseñora con una dulzura indescriptible.

Recorrí los tres pares de ojos. Los percibítransparentes, incrédulos, angustiados. Micorazón se retorció lastimado.

El andar sensual, aún en el riguroso luto de laconocida mujer del baño, me impulsó a caminardetrás de ella nuevamente.

- Mañana daremos lectura al testamento - manifestó el atractivo profesional quehablaba ahora con ella en privado y enpenumbras.

- Por unos meses mantengamos las formas. Pasado un tiempo, nadie se extrañará alenterarse de que el escribano y la viuda sehayan enamorado. Es algo totalmente normalentre un hombre y una mujer de veinte y

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pocos años.Dolieron más esas palabras que la

puntada del día anterior en el estómago alingerir aquel vaso de vino. Yo ya veníasospechando algo. Esa duda y la culpaque me acuciaba desde que había dejado ami esposa embarazada de mellizos haciasiete años por mi secretaria me habíanllevado, un mes atrás, a revocar eltestamento. Este último documento,desconocido para todos salvo para elviejo escribano de la familia, obligaba arealizar una rigurosa investigación en casode muerte inesperada.

- “Descansa en paz” - alcancé aescuchar de la boca del PadreMiguel mientras me alejabalentamente a un recinto másluminoso.

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MIS DOS IDENTIDADESFaltaban apenas diez días para que yo

regresara definitivamente a Uruguay. Hacía pocomás de tres años que vivía en Estados Unidos. Había estado trabajando allí como secretaria en elBanco Interamericano de Desarrollo. Mi amigabrasilera, Georgina, dueña de la casa donde yo mealojaba, propuso una última salida con Elizabeth. Esta última, que compartía el “basement” deGeorgina conmigo y era la más trasnochadora delgrupo, decidió nuestro destino. Iríamos al “RiverClub”. Allí nos dirigimos mi penúltimo sábado enWashington, D.C.

Apenas acabábamos de ingresar en el finoclub, se me acercó un hombre alto, de cabello yojos oscuros y rasgos angulosos y armónicos. Tendría unos treinta años.

—Would you like to dance? — me dijo en uninglés con una pronunciación que me resultó algoextraña.

—Ok— dije yo encantada con su amplia

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sonrisa y, de inmediato, nos dirigimos al centro delsalón.

La noche fue avanzando entre bailes y tragos. A eso de las dos de la mañana y, tal comohabíamos acordado de antemano con mis amigas,Elizabeth se acercó para decirme que se iba. Elladebía estar el domingo a las nueve en unbautismo. A mí me esperaban varias valijas parallenar y despachar como carga, a primera hora dellunes. Por lo tanto, me despedí de mi pareja debaile que resultó ser iraquí. Georgina, que habíaintercambiado números de teléfono con un amigode mi acompañante, hizo lo propio y nosretiramos.

Fueron pasando los días. Yo me ibaconvirtiendo en un cóctel de emociones y estréscada vez más fuerte. Una tarde, cinco antes de mipartida, Georgina me anunció que tenía en su líneatelefónica un llamado para mí. Atendí. EraZaman, el iraquí del baile. Quería saber cómoestaba e invitarme a tomar algo. ¿Por qué no? medije. Sería una forma de distenderme un poco.

Esa misma noche pasó a buscarme a las ocho.

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Elizabeth me había prestado una cartera. Ya habíadespachado la mayoría de mis cosas y el bolso,que había reservado para el viaje, no era adecuadopara esta salida.

Mi “cita” propuso caminar a orillas delPotomac y tomar algo en un pub en Georgetown. Accedí encantada. Cuando detuvo el auto,mientras yo desabrochaba mi cinturón deseguridad, Zaman me aconsejó dejar mi carteradebajo del asiento del coche. Sería más cómodopara mí, agregó. Sin pensarlo, consentí. Inmediatamente saqué mi licencia de conducir, quehacia las veces cédula de identidad, y unpañuelito, sin darme cuenta que la blusa de encajey la pollera roja que llevaba puestas no teníanbolsillos. Zaman se ofreció a guardarme ambos enuno de los bolsillos de su pantalón. Nuevamentedije sí. Eran casi las once de la noche cuando lepedí a Zaman que me llevara a casa. Se estabaempezando a poner meloso y yo nerviosa. Lasmargaritas que había tomado giraban en micabeza. Le dije a Zaman que no me sentía bien.

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Aceptó de mala gana. Luego de un recorrido queme pareció oscuro y eterno, se detuvo en la puertade la casa de Georgina. Yo me apresuré adespedirme con un rápido beso en la mejilla. Albajar, tropecé con la cartera, que apenas seasomaba por debajo del asiento. Me abracé a ellay bajé sin mirar atrás.

—¿Qué tal te fue anoche? — me preguntóElizabeth al otro día.

—Bien, aunque tuve que frenar los avances deZaman. Gracias por la cartera, saco las cosas y tela de…

No había terminado mi frase cuando recordéque Zaman no me había dado ni mi licencia deconducir ni mi pañuelo. No tenía forma decomunicarme con él. Recurrí a Georgina queconservaba el teléfono de su amigo. Lasinnumerables llamadas que le hicimos fueroninfructuosas. Nunca nos atendió.

El vuelo de United que el martes siguienteaterrizó en Montevideo llevaba una uruguaya tristey feliz a la vez. A tantos sentimientos mezcladosque experimentaba, se había sumado una

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preocupación innecesaria. Antes de partir hiceprometer a Georgina y Elizabeth que no contaríanmi momento de estupidez a nadie. Me convencí deque la renuncia oficial a mi trabajo en el Bancogarantizaba que la institución cancelaría toda midocumentación norteamericana apenas dejara elsuelo de Estados Unidos.

En Uruguay, me fueron absorbiendo nuevaspreocupaciones, un nuevo trabajo y un nuevo novioy aquel asunto quedó prácticamente olvidado.

Dos años pasaron. Mi memoria parecía haberborrado definitivamente aquel incidente cuando,con los mismos sentimientos de angustia de tantaspersonas alrededor del mundo, observé incrédulalo que acontecía un once de setiembre en aquelpaís que tantos gratos momentos me habíaproporcionado. Cuando logré asimilar que lo quehabía visto no era una película con extraordinariosefectos especiales, me vino a la mente el obsesivorecuerdo del atractivo iraquí que había conocidode nombre Sarman, Zaman o algo parecido.

De ahí a la paranoia fue solo un paso. Noperdonaba informativo. Veía los que aparecían en

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la tele en la mañana, la tarde y la noche. Consultaba diarios de otros países por internet ycompraba todos los nacionales. Buscaba entre losterroristas desaparecidos y ya identificados a unamujer con mi nombre. También la buscaba entrelos supuestos sospechosos aún vivos. En los rarosmomentos de calma que tenía, me decía que parala gente de esas latitudes los atentados eran cosade hombres, que en esa cultura la mujer casi noexistía. Con esos pensamientos lograba ciertatranquilidad que, sin embargo, no duraba mucho.

Sufría mi pánico en secreto. A nadie le habíacontado en Uruguay mi noche de tintes islámicos. Georgina y Elizabeth estaban demasiadopreocupadas con su propia seguridad enWashington para encima endosarles mistribulaciones.

La angustia silenciosa que experimentabahabía modificado mi carácter. Me costaba dormiry había perdido por completo el apetito, lo queacrecentaba mi malhumor. Mi novio y mi familiacomenzaban a preocuparse. No entendían quédiablos me pasaba. Yo seguía encerrada en mi

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mutismo. Comenzaba a tener miedo hasta de salira la calle cuando la noticia llegóprovidencialmente a mis oídos.

Ese día no había ido a trabajar. Un desganogeneralizado me había mantenido en la cama hastalas once. Me desperté. Desde la cama, sin haberabierto siquiera los ojos y, como hacía a diario,encendí el televisor con el control remoto.

—…. Es Carolina Ortiz…. – rezaba una vozcon ese acento castizo, tan característico de lasnoticias internacionales.

Entre lagañas vi mi nombre en letras amarillasenormes al pie de la pantalla. Mis retinas seinundaron de la imagen de una mujer de extrañabelleza que desfilaba, con paso levementeondulante, por una pasarela. A medida que lachica de brazos torneados se acercaba, la cámaraiba concentrándose cada vez más en la partesuperior de su figura, hasta enfocarse por completoen su rostro. Pegué un grito. La sonrisa insinuanteque encerraba unos dientes perfectos yextremadamente blancos, me resultó familiar. Enese segundo que tardé en ir de la boca a los ojos

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renegridos cargados de rímel, mi proyector mentalemitió una instantánea de la cara del iraquí de misúltimas margaritas de frutilla. Se veía másdelgado y su pelo, de tonalidades artificialmenterojizas, le llegaba casi a los hombros. Sus rasgos,sin embargo, me resultaron inconfundibles.

Me desbordé en un ataque de risa que duróvarios minutos cuando la modelo comenzó a tirarsensuales besos a la pantalla. Luego vino elllanto, que descargó toda la angustia contenida enlos últimos tiempos. Cuando finalmente mecalmé, sentí unas tremendas ganas de comerme unamilanesa con papas fritas.

— ¡Qué mi yo norteamericano cuide la línea!— grité en voz alta, mientras la Carolina uruguaya,finalmente liberada por su terrorista, discabaentusiasmada el número de teléfono del bar de laesquina.

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ESTA VEZ: ¡NO!Lo miró fijamente a los ojos. El miedo se

mezcló con el asombro y, mientras le decía no, no,no con la cabeza sintió que algo o alguien moría ensu interior. La mujer observó con horror alhombre que intentaba forzarla. En la negrura deesas pupilas enturbiadas de alcohol creyó ver a unadolescente graniento y asqueroso. Fue solo uninstante. El cinturón, que había caído sin aviso enla lucha, quedó enganchado en los cordones de unode los zapatos de ese varón furioso, que tropezó yla trajo a la realidad.

- No, no - gritó ella, mientras seacomodaba, como podía, la ropa.

Aturdida salió corriendo de la habitación y delapartamento, mientras él intentaba incorporarse ydesprenderse de su peculiar cadena.

Si bien hacía ya un par de años que lo conocíadado que ambos trabajaban en la misma empresa,nunca habían intercambiado más de dos palabrashasta unos pocos días atrás. Esta era su tercera o

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cuarta cita, no podía recordarlo con claridad enese momento. Habían ido al cine una vez, otra acenar. Parecían entenderse. Eran adultos. Sabíaque aceptar ir un sábado de noche a su casa aprobar esa carne asada con exóticos ingredientes,que él consideraba su especialidad, sería unpasaje seguro a un poco más de intimidad. Imposible imaginar el resto.

El ascensor no llegaba. Confundida aún y conpasos rápidos bajó por la escalera. Eran variospisos. Fue ahí cuando la vio. Estaba arrinconadaen uno de los recodos de ese laberinto que se lehacía interminable. Era una niña de tan solo cincoaños. No logró divisar con claridad ni su rostro nisu cuerpo. Apenas percibía los movimientos delser que estaba frente a ella, su gesto obsceno, quela pequeña rechazaba con la cabeza inclinada a unlado mientras asentía y alargaba su mano. Nopodía escabullirse. Ese pantalón a medio caminodel suelo era un obstáculo gigante. La mujerindignada con la escena estiró los brazos haciaadelante a modo de violento empujón. El sacudónhizo desaparecer al hombre. Libre de la prisión de

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ese recuerdo que creía olvidado, vomitó aliviada. ¡Esta vez: ¡NO!

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EL ASESINO

I No sabía con exactitud la fecha en que sehabía convertido en asesino. Seguro que no fue eldía en que la conoció sino tiempo después. A lomejor mucho antes, cuando ni siquiera sabía de suexistencia pero la iba gestando, poco a poco, encada recuerdo inconsciente y en cada mujer queconocía. El encuentro había sido puramentecasual. El ascensor se había detenido en el cuartopiso (él venía del noveno) para dejar entrar unaseductora sonrisa con una joven mujer. No huboojos encontrados. Solo una boca estudiadamenteabierta y prometedora. ¡Qué buena que está!,pensó, mientras devolvía la insinuación con suspropios labios. Ese, suponía ahora, había sido elinstante de destrucción mutua. Tres cruces más en el ascensor y una

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salida después armaron flor de matete en la cama. Ella le había contado a grandes rasgos la historiade su vida. Él supo de su triste infancia, susnovios desalmados y la pobreza en que vivía. Sehabía venido del interior a buscar un mejor futuroen la capital. Trabajaba de promotora de ventasen un supermercado. Con eso se pagaba lapensión y la comida. ¡Pobre chica!, se dijo a símismo. Por suerte me encontró a mí. ¡A pesar desu edad es toda una mujer! No como esa otra. Laque conocí hace pocos días en aquel boliche y que,varios cafés y charlas más tarde me ofreció quenos fuéramos a un motel. Es cierto que me sentícómodo hablando con ella y teníamos interesescomunes, pero una propuesta tan abierto, no sé, medesanimó, me paralizó. No la quise ver más. Graciela, sin embargo, me atrajo de otra forma. Su audacia es diferente. Me parece que más quenada la mueve la necesidad de afecto yprotección. Esa es, me juego la cabeza, la razónde su inhibición.

*****- Papá, Graciela está embarazada y vamos a

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casarnos. La mamá de ella dice que la hija jamásserá una madre soltera.

- Alfredo, a lo hecho, pecho. Eso es lo quehace un hombre. Yo mismo te voy a acompañar alRegistro Civil a hacer los trámites.

- Gracias, papá. Te pido, también, que hablescon mamá. A mí me cuesta. Sé que se va a ponermal. Graciela me dijo que siente que le hace laguerra.

- Yo hablo con tu madre.- Gracias, viejo. Estoy un poco asustado. No

soy un niño. Tengo veintitrés años pero este bebéno estaba en mis planes.

***** Tenía doce años recién cumplidos cuandolo obligaron a hacerse hombre. Era verano yestaba de vacaciones en casa de los abuelos enColonia. Su tío materno, padre de un muchacho unaño mayor que él, decidió, sin consultar a ningunode los dos adolescentes, que ya era hora de lafamosa iniciación. Él, que no mucho tiempo atrásjugaba con soldaditos y autitos de colección, seencontró una tarde, de cómplices cuarenta grados,

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en una habitación semi-oscura de extraños olores,con una pulposa mujer de unos treinta años. Unaverdadera vieja, pensó. La señora, casi de la edadde su madre, movió con habilidad los resortessensoriales del chico, hasta sorprenderlo con lareacción de su propio cuerpo, que se estremecióde placer y una casi imperceptible repugnancia,más pariente del miedo que del asco.

El niño salió de allí algo mareado y tan niñocomo antes. Guardó su secreto durante muchotiempo. No había suficiente confianza con papá,que estaba trabajando en la capital, para compartiresa vivencia. El tío hizo lo que veinticinco añosantes habían hecho con él.

*****- ¡Qué los cumplas feliz! ¡Qué los cumplas

feliz! ¡Qué los cumplas, Pablito, qué los cumplasfeliz!

Parecía mentira que Pablito ya estuvieracumpliendo dos años. Ese regordete y risueñopersonaje había cambiado radicalmente suexistencia. Él, que jamás ayudaba a su madre enlas tareas de la casa, era ahora el perfecto amo de

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casa. Su actual esposa, que poco después deconocerlo, había decidido dejar el trabajo paraestar totalmente disponible para él, pasaba todo eldía durmiendo y mirando la tele. A pesar de teneruna gran habilidad para las tareas domésticas y lasmanualidades, Graciela aclaraba a todo el mundoque las tareas de la casa la aburrían y la agotaban.

Decía, además, que se veía obligada a dormirmuchas horas porque se sentía agotada y temíaestar muy enferma. Con la constante amenaza deun empeoramiento de su salud, su marido asumíala mayor parte de las responsabilidades dentro yfuera del hogar. Trabajaba, incluso horas extra, enel Departamento de Informática de una empresapara pagar el alquiler, los gastos de la casa y lasestadías periódicas de los familiares de su mujeren su domicilio. Dejó la facultad y sus cursos dediseño. Su hijo se convirtió en el único testigo desu talento con las formas creativas. Elefantitos yotros muñequitos hacían las delicias de Pablito,que aleteaba, entre gorjeos, sus piernas y susbrazos cada vez que Ricardo, su papá, llegaba acasa.

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II¿Cuándo comenzó a tener miedo de sí mismo?

Estaba convencido de que era un monstruo. Sóloun ser despiadado y violento, como interiormentese sentía, podría desear estrangularla, que la tierrala tragara ya, que desapareciera. Aborrecía suspropios ataques de ira, que no podía detener. Explotaba con sus padres, con sus compañeros detrabajo, con el quiosquero de la esquina. Rara vezcon ella. Acataba las ideas mediocres de suesposa y, muchas veces, hasta era cómplice de suspequeñeces. Sólo mostraba cierta rebeldíadespués de cada internación de ella. MientrasGraciela permanecía internada para que lerealizaran chequeos sin fin que nunca acusabannada, él recuperaba algo de cordura. Reconocíaque la relación era enferma, que debía alejarse. Pero no podía. ¿Cómo iba a quedar Pablito enmanos de semejante loca? Si hubiera sido unamujer normal y responsable, seguramente ya sehubiera divorciado. Pero esta débil y pobreenferma era capaz de cualquier cosa. Yo laquiero, se repetía a sí mismo, confundiendo

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lástima con amor, con esa tonta conmiseración quela fortalecía a ella y lo destruía a él. Ya no era, nisiquiera, cuestión de sexo. Como estúpidavenganza, buscaba las mujeres más superficialespara acostarse. Sabía que ella lo presentía y, almenos así, él tenía su revancha.

*****- ¿Dónde estaba usted el jueves a las ocho de

la noche?, preguntó el inspector de policía en tonoadusto.

- Me quedé trabajando en la oficina hastatarde. Mi jefe me pidió un informe para primerahora del viernes y quería terminarlo antes de irmea casa.

- ¿Hay alguien que pueda atestiguar queefectivamente fue así?

- No, musitó Ricardo. – A las siete ya noquedaba nadie.

- ¿Por qué su hijo de cinco años no estaba ensu casa con su madre esa tarde?

- Mi esposa lo dejó en casa de una vecinaporque iba al gimnasio. Hace un par de meses queva tres o cuatro veces por semana a un lugar cerca

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de donde vivimos. Vital, Vida…algo así se llama.- Señor Jiménez, ¿es usted consciente de que

es el principal sospechoso de la muerte de sumujer? Algunos vecinos nos han informado de lasescandalosas peleas que tenían. ¿Qué puededecirnos al respecto? ¿Quién, salvo usted, tendríamotivos para dispararle dos veces con tanta saña?

- No nos llevábamos bien, pero esono me convierte en asesino. Yo no la maté. Era lamadre de mi hijo.

- Lamento decirle que lo vamos ademorar en la Jefatura.

III El retiro espiritual forzado en aquella

celda estrecha y maloliente no fue precisamente unacercamiento a Dios. Por primera vez tuvo tiempopara estar a solas con su matador interno. La fieraque había tratado de domar con sexo, alcohol ycigarrillos perdió su contención. Quedó libre enla jaula. Vio sus facciones aterradoras deviolencia contenida. Golpeó repetidamente suspuños contra el colchón sucio y vencido delcamastro, hasta quitarle la careta. Descubrió sus

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negados miedos, sus inseguridades, el constantecastigo de sí mismo por tener sentimientoscomprensiblemente humanos. Decidió sincerarsey admitir que, cada vez que tenía deseos deestrangularla, en realidad quería estrangular supropia debilidad. Su falta de firmeza para escapardel desamor que creía era lo único que él merecía.¡A cagar con la sensación de impotencia! Supecado había sido asesinar lentamente su propiavida y lastimar a otros, por no saber como serbueno consigo mismo.

*****Señora, nos gustaría hacerle algunas preguntas.

- No tengo inconveniente. Diga, usted,inspector – respondió la cincuentona Gloria.

- ¿Desde cuándo conoce a la familia Jiménezy, en especial a la fallecida?

- Desde que ellos compraron el apartamento,poco antes que naciera su hijo. Unos cinco o seisaños atrás, creo.

- ¿Usted era amiga de la Sra. Graciela? Tengoentendido que le cuidaba al niño mientras ella ibaal gimnasio.

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- Es verdad. No tengo trabajo. Hace poco meseparé de mi esposo y preciso dinero. Le cuidabaa Pablito y le hacía algunas tareas de la casa acambio de unos pesos. Es un niño tan lindo ycariñoso. Era duro ver como ella lo descuidaba ymaltrataba.

- ¿A qué se refiere, señora?- Bueno, inspector…Graciela no era

precisamente una madre amantísima. Algunasveces lo dejaba solo en el apartamento para ir alsupermercado o a la peluquería. Cuando era unbebé, el chico permanecía largas horas con lospañales sucios y mojados. Ella decía que era paraahorrar. Quedaba llorando y encerrado en sucuarto mientras ella dormía la siesta. Se volvíaronquito, el pobre. Graciela decía que así iba aaprender a no molestar. No me extraña que elmarido la matara. El niño ya estaba mostrandoalgunos comportamientos raros y tenía algunosproblemas con su pancita. No era para menos, conla comida que ella le daba. Cuando le daba…

- Señora, veo que usted está muy al tanto de lavida de la familia Jiménez. Nos gustaría saber

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algunas cosas más. Mañana por la mañana laespero en la Seccional a las diez y media.

- No sé que más pueda decirle…pero estábien. Hasta mañana, inspector.

*****- Señora…Gloria, ¿no? Como le dije ayer,

quisiéramos saber algunas cosas más.- ¿Es suyo este revólver que apareció en un

contenedor de basura a unas diez cuadras de sucasa?

- Yo…no. No tengo armas.- ¿No es acaso de su esposo? Hicimos las

averiguaciones y está registrado a su nombre.- ¿Cómo? ¿Qué?

- Señora, ¿usted no sabe que las armas seregistran? No perdamos tiempo. ¿Por qué asesinóa su vecina?

- Yo no la maté. No sé nada. ¡Eso es undisparate!

- Señora Gloria, no haga más difíciles lascosas…

La mujer, que pocos minutos antes habíaentrado al despacho del inspector de policía con

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pasos rápidos y gestos nerviosos, estalló.- ¡Esa hija de puta me arruinó la vida! Le

cuidé a su hijo. Le atendí la casa. Hasta laacompañé más de una vez a ver a esa bruja, quecon sus trabajos le garantizaba el matrimonio aella y el regreso de mi marido a mí. ¿Y la muyyegua se estaba acostando con mi esposo! Él nuncafue un santo. Lo sé. Yo lo aceptaba así. Perohasta ahora nunca había decidido abandonarme.

- ¿Señora, le parece motivo suficiente paramatarla? Su esposo ya la había dejado.

- No sé que me pasó por la cabeza. Enrealidad, no lo pensé demasiado. Pablito se habíadormido y yo estaba pasando la aspiradora en eldormitorio de Graciela. El cajón de su mesa deluz estaba entreabierto. No resistí la tentación. Loabrí y allí estaba. Era un libro de metafísica,¿vio? Comencé a hojearlo cuando, entre suspáginas, descubrí una tarjetita de cartulina rosadaescrita con la letra inconfundible de mi marido. “A las cuatro en el lugar de siempre. Mil besos,Héctor”, decía. Me senté en la cama. Después deun rato, no sé cuánto, me di cuenta de que la

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decisión de mi marido de separarnos coincidiócon la herencia que había recibido de su madre ycon las clases de gimnasia de Graciela. ¡Y yocomo una cornuda cuidándole el hijo ylimpiándole la casa!

- Señora, ¿por qué tenía usted el arma de suesposo y cómo llegó a matarla?

- La separación con el Héctor no fueamistosa. Todavía quedaban muchas cosas de élen casa. Pablito seguía durmiendo. Me fuicorriendo a mi apartamento. Tomé el arma. Comopude, le puse las balas que estaban en una bolsita yvolví a lo de Graciela. Ella llegó casi enseguida.Mi intención era asustarla para que me dijera laverdad. Apenas entró, me descontrolé. Comencéa gritarle. Ella me miraba con una frialdad que meenloquecía y no decía nada. Insistí, esperando queme dijera que yo estaba equivocada. ¡Quéhistérica que sos!, fueron sus únicas palabras. Ahíno aguanté más y disparé. Dos veces, creo. Elrevólver me pesaba en la mano. Pablito sedespertó y empezó a llorar. Inmediatamente abríla puerta y me fui a mi apartamento, que queda al

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lado. Me arrollé en el sofá del living y así mequedé durante horas. Todo lo demás usted ya losabe. Yo lo escuché desde mi casa, hasta que unpolicía golpeó a mi puerta. Antes de atender, metíel arma debajo de un almohadón. Mi ataque dellanto al recibir la noticia no sorprendió a nadie. Todos en el edificio sabían que éramos amigas.

- ¿Y cuándo se deshizo del arma?- Esa misma noche, a eso de las doce ola una, por el silencio que había en elpiso, supuse que todos estarían en elvelatorio. Me abrigué y salí a caminarcon el arma escondida dentro de uno delos bolsillos de mi tapado largo. No sabíadónde tirarla. Cuando vi el contenedor debasura, miré a mi alrededor. No habíanadie. Hacía mucho frío. Levanté la tapay tiré el revólver. Me pareció un lugarseguro. Me sentí aliviada.- Queda detenida, señora.

IV Si sanaba, un poco al menos, algún díapodría unirse a otro tipo de mujer. Ricardo sabía,

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con innata certeza, que existía un amor más sano. Mejor dicho, que existía el amor. Dejaría debuscar las respuestas en los libros, en los demás, yhasta en la psicoterapia, que lo había ayudadohasta cierto punto, pasado el cual solo habíalogrado enredarlo aún más. Ahora podía entender,desde otro lugar inculto pero sabio, que amor noes manipulación, tortura psicológica ni presiónconstante. Tampoco debía pretender tener todoresuelto en su interior para intentar una nuevaoportunidad. Simplemente era necesario que sequisiera lo suficiente para permitirse ser feliz. Yano era un niño confundido y asustado. Era unhombre. El hombre que se equivocó más de unavez y que, más de una vez, mereció su propioperdón. El terror paralizante que sentía frente a suira interna lo condujo hasta donde estaba hoy. Hasta ese lugar del que su hijo, que era para élmucho más que un cheque al portador, como lo fuepara su madre, lo estaba rescatando. Ese serquerido e inocente le estaba mostrando que podíaexperimentar un sentimiento puro e incondicional. No merecía, como no merece nadie, pagar por los

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errores de sus mayores. Trataría de estar siemprecerca de él. Intentaría acompañarlo como padreen las diferentes etapas de su vida. Pablitocontaría siempre con él y él ya no se olvidaría decontar consigo mismo.

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APUROSÉl se apresuró. Yo me demoré. La misma

ansiedad equiparó tiempos y precipitó un final. El castillo de la rambla cargado dealquimia del primer encuentro me pareció un buenpresagio. Mientras esperaba a sus nuevosalumnos, que en pocos minutos se presentarían alpromisorio curso del famoso fotógrafo, meacerqué a él. Como ironía del azar, lo habíaconocido a través de una instantánea. No estoysegura si fue su rostro, ingeniosamente enmarcado,o su trayectoria, lo que me decidió a convertirmeen su discípula. El folleto que promocionaba sutaller había llegado a mis manos por puracasualidad. Había sido mi hermana y no yo lainvitada a esa exposición de cuadros que, a lasalida, entregaba un listado con las másinteresantes propuestas artísticas que ofrecíaMontevideo para el incipiente mes de junio.

- Hola. Gerardo Dyer ¿no? Mucho gusto. Minombre es Sofía Balestra. Soy una fotógrafa

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aficionada. Llegó a mis manos información sobreeste curso de ocho semanas. Se me ocurrió que alo mejor sería bueno para mí recibir algunaorientación profesional. Tengo entendido que yano hay cupo para este taller. Quería saber si dasalguno parecido en otro lado.

- Encantado. Sí, todos los jueves a las siete ymedia de la tarde ofrezco otro similar que dura elaño entero. Te doy mi teléfono y mi correoelectrónico. Escribime o llamame que, con mástiempo, te amplio la información. El taller es en…

Mientras apuntaba entusiasmada los datos delque acababa de elegir como mi futuro maestro, mesentí aliviada. Gerardo parecía una personaagradable y accesible, muy diferente a la imagenque mi volada cabeza tenía de las personasvinculadas de alguna manera al arte. Lo único quecoincidía con el estereotipo que guardaba mimente era su ropa. Su corpulento metro ochenta seguarecía del duro otoño con una vestimentamonocromáticamente negra. La cálida voz varonildel fotógrafo contrastaba con la violencia de lasimágenes que había retratado durante sus

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incursiones por los más exóticos parajes delmundo, especialmente por aquellos rincones delplaneta donde la guerra, la miseria, la violencia yla degradación eran el común denominador.

- El jueves próximo estaré allí.- Te espero.

En un arrebato que despistó mi timidez le di unrápido beso en la mejilla y salí del salón, mientrascomenzaban a ingresar otras personas.

*****El jueves siguiente, como tantos otros durante

el lapso de cinco meses, acudí en forma regular alcurso de fotografía. Mientras aprendía técnicashasta entonces desconocidas para mí, y concluíaque el arte no es siempre tan casual ni espontáneo,me iba liberando de mis prejuicios, largamentearraigados sobre el hecho de reflejar el propioespíritu a través de imágenes. Al compartir conotros el mismo cariño especial por esta peculiarforma de expresión, me sentí por primera vezacompañada en ese universo. No sólo el nuevoprofesor me aportaba cosas. Él era un orientadory un fuerte canal de aprendizaje que desembocaba

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en los otros artistas, que emergían de cada una delas personalidades que integraban, junto conmigo,ese acogedor lugar de estudio. También estabancon nosotros aquellos que, a través de lasreproducciones que nos acercaba Gerardo, nosenseñaban a pesar de la distancia física. Con cadafoto tomada que cada participante del cursocompartía, nos llegaba parte de su interior. Elautor de la obra se revelaba a nuestros ojos comoun ser completamente nuevo. La sesentona serenay callada nos conducía por los vericuetoscomplicados de un alma torturada. El brillanteabogado se transformaba ante nuestra sorprendidamirada en un hombre de ácido humor. Yo aportaba lo mío, con algo de recelo alprincipio y bastante osadía poco después. Me ibaconociendo en mi propia obra y alejándome, enforma no tan imperceptible, de lo que habíafotografiado durante años. Elegía, cada vez conmás asiduidad, el blanco, el negro y los infinitosmatices que los separaban. Mi nueva obligación autoimpuesta decada jueves se convirtió en una parte importante

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de mi vida. La relación que había retomado conmi antiguo y casi abandonado hobby me infundíaun nuevo ánimo y me llevaba a crear mejores ymás cuidadas imágenes. No sólo la parte artísticaalimentaba mis días. El entusiasmo porque llegarala quinta noche de la semana nacía también de lainnegable curiosidad y fascinación que meprovocaba mi profesor. Gerardo tenía treinta yocho divorciados y aventureros años que, paramis treinta y cuatro solteros y tranquilos,constituían una atracción más.

- Impresionante tu última fotografía, Sofía. Estámuy bien lograda.

- Gracias. Valoro tu opinión porque conozco tucarrera y aprecio tu sensibilidad.

- Creo que podés llegar a ser una muy buenafotógrafa. Quizás deberíamos trabajar un pocomás sobre las posibilidades que nos ofrece hoy latecnología. Lo nuevo no sólo simplifica, tambiénenriquece. Podés conservar tu estilo, sindespreciar las nuevas tendencias.

Los labios de Gerardo se movían con la mismarapidez que mis ideas. Antes de asistir por

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primera vez a su curso, había leído todo lo queexistía sobre él en Internet. Las fotografías quehabía tomado a lo largo de más de veinte años decarrera distaban mucho de las que me gustabatomar a mí. Era evidente su inclinación por lacomplejidad y, sobre todo, por la violencia quesurge a veces de la naturaleza humana y de losreinos animales. Los trozos congelados en suavecartulina de elementos materiales mostraban elmismo gusto por lo despiadadamente agresivo. Unojo sensible y más agudo podía, sin embargo,distinguir entre las mayores crueldades un dejo deternura y mucho de belleza. Una hermosura quelastimaba, justamente por perderse entre lo másmiserable.

Siempre me gustó imaginar lo que laspersonas sienten más allá de lo fácilmenteaparente. Mi nuevo profesor no escapó a minovelesca visión. Durante los meses que asistí asu curso fue mi caballero de reluciente armadura. Admiraba su inteligencia y su habilidad comoartista. Yo lo decoraba, además, con lascualidades que mejor compaginaban con mi

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concepto del hombre ideal.- Sofía, quisiera hablar contigo un minuto.- Bueno, respondí, mientras Gerardo meconducía a un rincón del salón y los otros seiban retirando al final de sa noche de juevesde insólito veranillo.

- Me gustaría que fueras a casa para quepodamos hablar más tranquilos sobre tu futuro. Realmente te veo condiciones y, a veces, en eltaller es difícil atender las necesidades de todos almismo tiempo. Quisiera conversar contigo sobrealgunas posibilidades que me parecen interesantespara tu carrera como fotógrafa. ¿Te queda bien elpróximo lunes a las tres de la tarde?

- Sí, perfecto. Allí estaré, respondí feliz depoder tener por primera vez un rato a solas con elprofesor.

- Sería bueno que me llevaras las fotos quepensás que representan tu vida y las que creas quemejor te describen a ti. También me gustaría tenerun breve relato de los momentos que considerásfundamentales a lo largo de tus treinta y cuatroaños. Es una sugerencia, nada más.

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*****- Hola, me alegro de que hayas venido.

Contame un poco de vos y de tu vida. Veo que metrajiste las fotos. Vamos a ver que hay por aquí…

- Te hice también mi currículum existencial. Noes tan sencillo resumir una vida en cuatro páginas,pero lo logré.

- ¡Qué bueno que lo hicieras! Eso nos va a serde gran utilidad.

Nos sentamos frente a frente. Una distancia demás de un metro nos separaba. Me acomodé en misillón. Intentaba distenderme mientras Gerardorepasaba rápidamente las hojas que me definíansegún mi criterio. Al concluir la lectura, meofreció un café que no acepté. Luego se dedicó aanalizar con detenimiento las fotos que yo habíaarreglado provisoria pero prolijamente en unnuevo álbum adquirido para la ocasión. A medidaque iba pasando las transparencias que cubrían ala Sofía que había sido junto a otros personajes yapretéritos, yo le comentaba en breves palabras lasanécdotas que enriquecían las imágenes.

Sólo él podrá decir si fue la foto donde aparecía

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como una dama antigua de profundo escote yromántica capelina, tomada junto a un grupo deamigos en un parque de diversiones, ladesencadenante de nuestra batalla. Quizás laeclosión la causó aquélla que me mostrabadébilmente amparada del sol en un bikini fucsia enPlaya del Carmen. Es más sensato concluir que setrató de la conjunción. Épocas y vestimentasdiametralmente opuestas convirtieron alcorrectísimo profesor de los últimos meses declase en una especie de oso enormemente cariñosoal principio, y salvajemente hambriento decontacto físico después. En milésimas desegundos, el ser trasmutado se abalanzó hacia míen un abrazo que me envolvió completamente. Fuela antesala de un beso largo y completamenteinesperado. También la muerte del Gerardoidealizado y el nacimiento del real.

- Vení, vení. Te quiero mostrar el lugar dondetrabajo en mi casa.

Lo seguí entre nubes. A pesar de mi estado deamorosa ensoñación, tuve un momento de cordura. Sabía que debá hacer la temida pregunta. Esa que

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me carcomía desde hacía un par de días y que meexigía, una y otra vez, mi instinto de conservaciónde mi respeto personal.

- Gerardo, ¿es verdad que tenés una relación conTatiana?, dije mientras intentaba desprenderme desus tenazas.

Tatiana había asistido el año anterior al curso. Era amiga de mi hermana y, según me habíacomentado ésta última, pensaba retornar en brevea las clases. Yo apenas la conocía. La había vistoun par de veces en reuniones en casa de mihermana y otra a la salida del taller. Según mecomentó en esa última ocasión, había ido a buscara Gerardo para asistir juntos a un vernisage. Unacompañera del curso me había comentado, elmismo día en que Gerardo me invitó a su casa, queTatiana y Gerardo tenían una relación amorosa. Yo elegí creer que no era verdad. Me convencí amí misma que Tatiana había largado esa “bomba”para evitar que cualquier otra chica, de las tantasque asistíamos a su taller, intentara algo con él. Gerardo no parecía mostrar un interés particularpor Tatiana. Sin lugar a dudas, los refranes son

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sabios: “no hay peor ciego que el que no quierever”. Lo que es peor aún: “no hay peor ciego queel que ve y no quiere aceptar lo que ve porque nole conviene a sus intereses”.

- Gerardo, ¿es verdad que tenés una relación conTatiana?, repetí, mientras unos ojos sorprendidosme miraban.

- Sí, fue la respuesta que no esperaba escuchar.Creo que mi interrogatorio fue tan imprevisible

que su contestación salió, sin filtros, como un actopuramente reflejo.

- Bueno, en realidad en este momento estamosalgo alejados – Se corrigió, pasado el instante eautomática sinceridad.

Ese debería haber sido el momento indicadopara tomar mis cosas y retirarme de su casa. Sinembargo, no lo hice. Me quedé. Anestesié elsentido común y, mientras me engañaba a mímisma y a él haciéndonos creer que confiaba ensus palabras, me dejaba besar y besaba a uncompleto extraño. Al que había aniquilado con laverdad a aquél a quien yo había dado vida en lafantasía para satisfacer mi necesidad de cariño.

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Entre muestras de afecto recíprocas, nos contamosalgunas cosas que nos desmitificaron mutualmentee hicieron desaparecer a los personajes que hastaentonces habían representado la alumna y elprofesor. Sin previa presentación, se encontraronpor primera vez Sofía y Gerardo.

Luego de horas de lucha cuerpo a cuerpo ypalabra a palabra, salieron triunfantes mispantalones. Mis aliados lograron permanecer todauna tarde en su lugar protegiendo mis territoriosíntimos de los numerosos combates que seprodujeron en otros terrenos, menos fértiles y másvulnerables. Los argumentos reiterados, una y otravez, por Gerardo sobre la inestabilidad de surelación con Tatiana y la promesa de una relaciónconmigo me produjeron náuseas al llegar a casa. Una vez que las pasiones mal asentadas en loilusorio se esfumaron, recuperé la sensatez. Decidí que mantendría el respeto por mí y por unarelación entre dos personas, sin importar suprofundidad.

La lección fue más grande que dolorosa. Notuve que renunciar a un hombre real. Sólo dejé

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atrás uno inventado por mí. El de carne y huesonada tenía que ver conmigo, salvo el gusto por unaforma de arte y la complejidad evidente denuestras mentas. Puedo seguir admirando sutalento. Lo respeto como artista y como profesor. Como hombre, que lo descifre Tatiana.

El se apresuró a actuar. Yo me demoré endecirme la verdad. La misma ansiedad equiparótiempos y precipitó un final.

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EL DESPIDO ¿Cómo le digo a Susana que medespidieron hace cuatro días? Sería mejor que selo contara cuanto antes. Me sacaría este peso deencima que me está matando. Y ella comprenderíapor qué estuve tan distante estos días. La tratébastante mal. La verdad es que tuve miedo, miedode que pensara que soy un fracasado, que no sirvopara nada.

***** ¡Qué bruta borrachera me agarré! Nuncahabía vomitado así. Creo que la culpa no fue solodel whisky y los maníes. Le había perdido elgustito al cigarrillo después de tanto tiempo sinfumar, pero toqué uno y ya no pude parar. ¿Quéotra cosa podía hacer? Ese día finalmente mehabía animado a hablar con Héctor. Fuehumillante. Yo, que siempre odié pedir favores, leconté lo del laburo y, sin mucha vuelta, le pregunté

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qué posibilidades había para mí en su empresa. No me quedaba otra. Hace siete meses que mandocurrículums y nada. Se lo comenté a Susana. Ellame escucha y me apoya. Me siento como uninválido. Seguro que ya no me admira como antes.

***** Necesito estar solo. Quizás sea mejortambién para Susana. Estamos todo el día juntos y,sin embargo, cada vez nos distanciamos más. Soyconsciente que me porto como un desgraciadoegoísta. No me siento bien con eso, pero no voy adisculparme. Tampoco voy a sacarme la barba. Susana la odia, dice que le ralla la cara y le daalergia. A mí me gusta.

***** No sé cómo fue que empezamos a hablar. Ya habíamos apagado la luz. Un comentarioestúpido sobre la bolsa de agua caliente llevó aotras cosas. En un momento, Susana dijo algo queme conmovió: que a pesar de lo que estábamosviviendo (me gustó ese plural) era feliz conmigo.

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Que sabía que íbamos a salir adelante. No intentódarme soluciones, no me criticó ni me culpó. “Tequiero y confío en vos”, me dijo. Nos abrazamos. Entonces le hablé de mis planes. De ese proyectoque me ronda la cabeza desde hace algún tiempo. Sé que crear mi propia empresa, aún con un socio,no va a ser fácil. Tendré que arriesgar bastante yromperme el culo veinte horas por día. Pero nome importa. Ahora estoy decidido a intentarlo.

***** Hoy sin falta me afeito y me voy a cortarel pelo. Creo que mi equipo jogging, ese que casino me saco desde hace semanas, está paraincinerar. De todos modos, ya no lo voy anecesitar tanto. Tengo que hacer un montón detrámites y dar mil vueltas. Espero entrar en mitraje gris a pesar de mis kilitos de más.

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COSA DE NIÑOSMala. Ni más ni menos que mala. Sentía un

placer morboso en molestar a los demás. Cada díaen la oficina trataba de imponerse sobre el restode sus compañeros a quienes, en lugar de comoiguales, veía como sus subordinados. Nadie laquería, pero no tenían más remedio queaguantarla. Por alguna razón que nadie seexplicaba, el jefe la respetaba. Y no eraprecisamente porque tuviera algún tipo de relaciónsentimental con ella. Imposible. A nadie se lecruzaría semejante idea por la cabeza. Porquepara una mujer así el amor no contaba, por lomenos no el amor por otro ser humano. Sinembargo, ella sentía amor. Un amor incondicionalpor el dinero y, sobre todo, por el poder. Esepoder que trataba de ejercer sobre todos. Unpoder superficial, lleno de mentiras, que utilizabapara dividir a la gente, sembrar desconfianzas ydestruir amistades.

Estaba casada y tenía dos hijos. No obstante

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ello, era poco y anda el tiempo que dedicaba a sufamilia. Entraba a la oficina a las ocho y media dela mañana y permanecía allí hasta las ocho o nuevede la noche. Sus hijos tenían prohibido llamarlapor teléfono al trabajo. Las dos o tres veces quelo hicieron, durante las vacaciones de invierno,para contarle pequeños dramas infantilesrecibieron la siguiente respuesta:

- Den diez vueltas a la manzana. Lloren, si lonecesitan, pero no más de media hora y tómense unvaso de agua. Luego respiren profundo variasveces y no molesten más a mamá que está haciendocosas muy importantes ahora. -

Su esposo no existía como tal. Era su chofer,su empleado, una persona débil, sin carácter, quepodría definirse como un ser cómodo y perezoso. Escondía detrás de la aparente sumisión a sumujer, un gran gusto por la holgazanería, quejustificaba con la falta de trabajo que imperaba enel país. Tampoco intentaba buscar algo parahacer. No tenía tiempo. Durante el día dormía lashoras que le quitaba al sueño de la noche mirandola televisión o películas por cable. Se despertaba

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al mediodía. Comía algo, y luego dedicaba sutiempo a la ardua tarea de ir a buscar a los hijos alcolegio y a cumplir, inexorablemente, losmandatos que su esposa le daba telefónicamente.

Cada día que pasaba se traducía en una nuevamaldad que afloraba casi naturalmente del interiorde María Elvira. Era una habilidad innata, dignade asombro más que de admiración, dada lanaturaleza despiadada de sus actos. Ni elgeneralizado rechazo ante su proceder, ni el pococariño que despertaba su persona parecíandetenerla. Los sentimientos de sus compañeros sedividían entre reclamos de justicia, escondidosdetrás de irónicos y nerviosos comentarios sobresu forma de actuar, y un profundo sentimiento delástima de aquellos más piadosos, al pesar queella tenía que recurrir a todas las artimañasposibles para atravesar las veinticuatro horas decada día, creando cizaña, simulando y fingiendouna seguridad y una sensación de victoria queestaba lejos de sentir. Sus mentiras eran muchasveces infantiles y fáciles de descubrir. Susestrategias para sembrar el terror entre quienes la

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rodeaban no eran eficaces. Sin embargo, habíaque reconocerle una extraña virtud: la de salirairosa de todas las situaciones, inclusive deaquella donde era obvia su mala intención, y sudeseo de dejar mal parado al otro. Algunos, losmenos, le temían. Aunque todos se cuidaban muybien de sus palabras y actos en presencia de MaríaElvira. La mayoría la soportaba en silencio,sobrellevando así la convivencia que implicabacompartir un mismo espacio durante ocho o máshoras al día.

Una de sus actividades favoritas era arruinarlos buenos momentos de los otros. Por ejemplo,obligaba a permanecer en la oficina, pasado elhorario de trabajo, a aquel empleado que,justamente esa noche, tenía una fiesta o uncompromiso ineludible. Anécdotas como éstas ypeores hay muchas. Muchos recuerdan, con lujode detalles, aquella tan famosa ocasión en queprohibió salir a festejar el último día del año a suscompañeros de trabajo cuando, estando a cargo dela oficina en ausencia de los jefes, aquellos lepidieron permiso para ausentarse por dos horas al

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mediodía para compartir un brindis juntos –permiso que había sido otorgado telefónicamentepor sus superiores, según se supo después-. Suscompañeros – por llamarlos de algún modo –tuvieron que conformarse con comer una pizza depie en la cocina y a las apuradas. María Elviracreyó arruinar la alegría que todos parecían sentirese día. En parte lo logró y hubo hasta quienprefirió no ingerir alimento alguno para que no lecayera mal. De todas maneras, no pudo impedirque luego del horario de trabajo todos celebraran– excepto ella que no fue invitada, por supuesto –el fin de ese año que, sin saberlo, marcaríatambién el fin de su imperio.

El nuevo año llegó y con él las tan ansiadasvacaciones. María Elvira, como todos, tambiénlas tuvo y ese mes fue una bendición para laempresa en pleno. Se respiraba un antesdesconocido aire de tranquilidad y paz, exento derisas sarcásticas y órdenes dadas a destiempo paracomplicar la labor de todos. Como siempresucede, poco a poco hasta los más calladoscomenzaron a “despacharse”. Incluso los

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proveedores de la oficina destacaron lasatisfacción de no tener que tratar con MaríaElvira por un tiempo. También hubo clientes que,tímidamente primero y sin reparos después,hicieron comentarios sobre lo desagradable queles resultaba hablar con ella, a pesar de sudisfrazada voz de amabilidad y sus cínicos buenosmodos. Por más que lo intentara, no lograbaengañar a nadie.

Durante su ausencia, la oficina siguiófuncionando igual o mejor que antes, pues losempleados estaban más distendidos, lo que sereflejaba en la expresión de sus rostros. Estenuevo ambiente de trabajo no pasó desapercibidopara los gerentes de la empresa, quienes tambiénde alguna forma se sintieron liberados de tanimperativa y, hasta entonces, aparentementeimprescindible presencia.

Sin embargo, como lo buena algunas vecesdura poco, llegó finalmente el día en queterminaron las vacaciones de María Elvira. Elaire se enrareció nuevamente. Las sonrisasdesaparecieron, sustituidas por una tensión

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fácilmente perceptible al cruzar la puerta deacceso a la compañía. Resonaron nuevamente lashipócritas carcajadas, las mentiras despiadadas yla voz ronca y áspera de cigarrillos y falsedades. Un día, como tantos otros, transcurrida ya más deuna semana del retorno de María Elvira, éstacomenzó a notar lo que, hasta ese momento, lehabía parecido una casualidad. Nadie le hablaba,al menos que fuera por motivos laborales. Nisiquiera le sonreían. Era como si no estuviesepresente. Por su parte, el gerente de la partelogística, a quien María Elvira nunca le habíacaído demasiado bien, luego de haber descubiertoen su ausencia que Álvaro era tan o más eficienteque ella en las tareas administrativas, preferíadarle el trabajo a este último, ya que se trataba deuna persona sumamente agradable, siempre biendispuesta y que gozaba de las simpatías de todo elmundo, tanto dentro como fuera de la empresa.

La renuncia de una de las secretarias, pocotiempo después del regreso de María Elvira a laoficina, al no soportar más las tiranías a que erasometida a diario por su jefa, fue el detonante para

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que la situación diera un vuelco enorme. No sólovarios empleados dejarían de recibir las órdenesde María Elvira –según el nuevo dictamen delmencionado gerente – sino que la mayoría de losasuntos que ella manejaba pasarían ahora a seradministrados por Alvaro, quien pacientementehabía soportado el mal humor y el maltrato de estamujer, y había sido descubierto por casualidad enausencia de ella.

Esta solución fue un latigazo en el orgullo deMaría Elvira, que comenzó a perder los estribos ya manejar las cosas ya sin la astucia de antaño. Por otro lado, sus compañeros seguíanprácticamente sin dirigirle la palabra. Las ochohoras comenzaron entonces a ser una tortura paraella. Con su poder disminuido y sin el falsorespeto que anteriormente trataba de inspirar, yano sabía cómo actuar. Su atención se centróentonces en tratar de destruir a Alvaro ya que, enopinión de María Elvira, había sido el causante dela pequeña revolución que se había originado enlas hasta entonces tierras de su exclusivajurisdicción.

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La oportunidad no tardó en llegar. Sepresentó en la forma de dinero desaparecidomisteriosamente de la caja chica que, casualmente,manejaba Alvaro. La administración del dinerohabía sido una de las nuevas obligaciones que lehabían sido asignadas a Alvaro y que antes eraresponsabilidad de María Elvira. El gerente de laempresa había aducido que María Elvira teníasuficiente trabajo con sus tareas de supervisión,como para continuar efectuando los pagos de laoficina, que cada vez se hacían más numerosos. Pensaba, además, que Álvaro podría manejarse enesta actividad si ningún tipo de problemas dentrode su nuevo esquema de trabajo. Algo que paramuchos hubiera sido una agradable liberación, porla responsabilidad que implicaba, se convirtió enobsesión para María Elvira que, entre otras cosas,sabía cómo hacer que la caja cerraracorrectamente con alguna ventaja a su favor –dinero para el almuerzo, para pares de medias queles hacía falta a los chicos y otras menudenciaspor el estilo.

El faltante en la caja puso muy nervioso a

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Álvaro, que había asumido sus nuevasobligaciones con cierto resquemor ya que, en sufuero interno, había temido que María Elviratramara algo para desprestigiarlo, pues ella no sehabía preocupado en disimular el malestar que lanueva situación le producía. Antes de que surgierael problema, Alvaro se mostraba especialmentedesconfiado, ya que la actitud de María Elvirahabía cambiado súbitamente, y se había vueltomoderadamente amable con él. Nadie en laoficina creía que Álvaro hubiera robado el dinerode la caja, ya que conocían muy bien su integridady la clase de persona que era. Sin embargo, todoparecía acusarlo. Era el único que tenía acceso ala caja. Las llaves estaban siempre en su poder y,aunque la caja se había encontrado abierta, nohabía indicios de haber sido forzada en modoalguno. Sin embargo, todo parecía muy obvio parainculparlo. Eso pensaba más de uno, incluso elgerente, que no había querido hacer una denunciapolicial por los veinte mil pesos faltantes, con laesperanza de que todo se esclareciera, sin tenerque exponer el nombre de la empresa a una

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situación semejante. Los días fueron pasando y elambiente de la oficina se enrarecía cada vez más. El robo nunca llegó a aclararse totalmente y,aunque nadie pensaba que Álvaro se habíaquedado con el dinero, flotaba en el aire unmargen de duda que alguien contribuyó a crear alcomentar que, precisamente dos días antes de quedesapareciera el dinero, Álvaro había mencionadoque había cambiado de auto por uno más nuevo, yque eso le había ocasionado muchos gastos.

Poco tiempo después, la empresa contrató auna chica para que trabajara en forma más directacon María Elvira y fuera, de algún modo, laintermediaria entre las labores de ésta y el resto delos empleados, como forma de sanear el ambientede trabajo. Cinthia, la chica contratada, era dignadiscípula de su maestra. Su llegada fortaleció aMaría Elvira en un principio. A pesar de ello,pasados algunos meses, comenzó a sentirseamenazada por su supuesta aliada, que demostrabatantas habilidades como las suyas, sumadas a unrostro más joven y agradable y a una esbeltafigura, así como varios años menos. Su presencia

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era mucho más placentera para los hombres y sutrato con la gente en general más diplomático.María Elvira empezó así a recibir, poco a poco,pequeñas dosis de su propia medicina, y reiniciósus ataques injustificados de rabia, los malostratos y las vulgaridades que habían disminuido unpoco desde que Cinthia había ingresado como suaparente socia.

En el mes de junio, el gerente de la empresaconvocó a todos los empleados a una reunión paraponerlos al tanto sobre el especial momento queestaba atravesando la compañía. Aparentemente,las cosas no andaban nada bien, por lo que debíahacerse una reducción de personal. La idea eracomenzar con el personal recientementecontratado. De todos modos, se trataría dedespedir a la menor cantidad posible de gente. Enprimera instancia, se echarían diez personas.

- En el término de los próximos tres díasserán notificados aquellos de quienesprescindiremos - dijo el jefe de personal frente atodo el grupo de empleados.

Esos tres días fueron interminables para

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todos. Se hicieron muchas especulaciones, ya quenadie sabía con exactitud qué pasaría. Cuandofinalmente el día tan fatalmente señalado llegó,fueron convocadas cada una de las personas queserían despedidas. En esa ruleta rusa que duróprácticamente todo el día, aquellos que se ibansalvando de ser “invitados” a las oficinas delcontador de la empresa, respiraban aliviados. Losdespidos no constituyeron una gran sorpresa paralos empleados ya que, como se había anunciadopreviamente, se realizaron entre la gente que habíaentrado en los últimos tiempos a la compañía. Sinembargo, hasta el momento Cinthia se veníasalvando, sobre todo teniendo en cuenta que habíasido la última en ingresar a la firma, y solamentefaltaba comunicar dos despidos de los diezanunciados. El personal de la empresa intentaba, sinconseguirlo demasiado, seguir con sus tareascotidianas, como si nada anormal pasara. Lasocho personas cesadas habían tenido susentrevistas en el correr de la mañana. La últimahabía sido a las doce del mediodía. A pesar de

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que eran ya las cuatro de la tarde, nadie más habíasido convocado por las oficinas administrativas,por lo que empezaron a correr rumores de que, enlugar de los diez comunicados, probablementefueran únicamente ocho los despidos, al menosmomentáneamente. María Elvira, con su característicamorbosidad, disfrutaba a medias de la situación. Le hubiera gustado que Cinthia fuera despedida.En realidad lo esperaba, sobre todo teniendo encuenta el poco tiempo que hacía que la muchachaestaba trabajando en la oficina.

-Bueno- se dijo para sus adentros, tal vez enla próxima tanda. Todo esto estaba cavilando cuandoCinthia le comunicó que el gerente general de laempresa quería hablar con ella. María Elvira sesorprendió un poco, ya que esto no era unasituación común. Inmediatamente pensó que,debido a la reestructura, impuesta por el recorte degastos en la empresa, le serían devueltas algunasde sus antiguas tareas, o le serían asignadas otrasnuevas de mayor responsabilidad. Tal vez Alvaro

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sería despedido y le restituirían sus anteriorestareas contables. Después de todo, pesaba sobreél cierta duda que nunca se había disipado. Alvaro no había sido alejado de su cargo pero, apartir de la llegada de Cinthia, sus funciones sehabían concentrado en el manejo del dinero de laoficina – pago de cuentas, sueldos, etc. – y,después de lo acontecido con el faltante de caja yla confianza que habían depositado en él, sededicaba de lleno y con los máximos cuidados a sutrabajo. No eran éstas las labores que más legustaban, pero le había dado la ventaja de alejarsede María Elvira, ya que ésta había dejado de tenertodo tipo de control sobre él desde que le fueranasignadas a Álvaro algunas actividades que MaríaElvira desempeñaba hasta entonces. Trabajabaahora en forma independiente. Esto, sumado a unconsiderable aumento de sueldo, lo habíaestimulado a seguir adelante. El único tema que aveces le preocupaba era que el robo, acontecidovarios meses atrás, no hubiera sido resuelto. Suesposa le había recomendado en variasoportunidades que tratara de olvidar lo sucedido,

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pero no había sido fácil para él hacerlo,principalmente teniendo en cuenta que eran sureputación y su honestidad las que estaban enjuego. Fue una sorpresa para María Elvira, alingresar a la oficina del gerente general,encontrarse con que también estaban allí el gerenteadministrativo y el contador general. Una vezdentro, la invitaron a sentarse. Fue entonces elgerente administrativo el que tomó la palabra. Enprimer lugar, hizo referencia a la larga trayectoriade María Elvira dentro de la compañía –diez años,en una empresa de escasos quince, era algoconsiderable-. Mencionó el arduo trabajo quehabía desempeñado ella a lo largo de los primerossiete años, para finalmente citar su actitud durantelos últimos tres, en los cuales, según textualespalabras del gerente: “la calidad del trabajo nohabía disminuido, pero sí la cordialidad y el tratocon los otros empleados de la empresa, situaciónque había motivado su alejamiento de algunastareas y la contratación de Cinthia para hacer máscordiales las relaciones dentro de la empresa”.

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Nunca se le había mencionado nada porque sabíanque era su forma de ser, y porque en algunosmomentos su actitud había, inclusive, favorecidolos intereses de la firma, aún en detrimento delambiente de compañerismo que siempre se habíaquerido mantener. Sin embargo, por casualidad ypor esas jugarretas del destino, dos días anteshabían salido a la luz hechos que determinabanesta conversación. En ese preciso instante el contadorgeneral tomó la palabra. María Elvira conservabasu compostura, sin tener la más mínima idea dequé era lo que vendría después. En todo momento,el gerente general permanecía en silencio, con unaexpresión imperturbable que María Elvira nopodía descifrar.

- María Elvira, como tú recordarás, dos díasatrás tus hijos estuvieron en la oficina a últimahoras de la tarde. Según tus propias palabras, supadre los había traído pues iban a ir al médicocontigo. Casualmente regresaba yo de una reuniónfuera de la oficina cuando los vi jugando muyanimadamente en la recepción. Para que la

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recepción no pareciera una guardería, por un lado,y para que los niños pudieran esperarte sinaburrirse, le pedí a Rosa, tú sabes, larecepcionista, que los hiciera pasar a la salita dereuniones que generalmente utilizamos paraconversaciones más informales. Le solicitétambién que les diera algunos lápices y hojas paradibujar. Así lo hizo Rosa. Aproximadamentemedia hora después, tú finalmente saliste y losniños se fueron contigo. Unos quince o veinteminutos más tarde, en el preciso momento en queme disponía a salir de la oficina, entró el Dr.Jiménez, del Estudio Lebrán, diciendo que teníaurgencia en hablar conmigo. Lo hice pasar deinmediato a la salida de reuniones y, cuandoencendí la luz, descubrí que Rosa se habíaolvidado de retirar los papeles en que los niñoshabían estado dibujando. El Dr. Jiménez, en suansiedad, intentó desplegar un montón dedocumentos sobre la mesa que hay allí, sin prestaratención a los demás papeles. En el apuro, a loúnico que atiné fue a guardar los dibujos de tushijos en la carpeta que tenía en ese momento en la

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mano. Conversamos durante aproximadamente unahora y media. Luego nos retiramos juntos. Al otrodía de mañana, de regreso a la oficina, al abrir lacarpeta me encontré con los dibujos de tus chicos. Inmediatamente recordé la escena del día anterior. Me puse a observar la obra de los niñostranquilamente, rememorando, con cierta nostalgia,el tiempo en que mis hijos eran pequeños cuando,entre los papeles garabateados, vi dos quellamaron poderosamente mi atención. Uno era uncomprobante de depósito en una cuenta bancaria atu nombre por dieciséis mil pesos, firmado por tuesposo y fechado al día siguiente de queconstatáramos el robo en la empresa. El otropapel era una misiva con tu letra donde se podíaleer claramente: “En mi cajón te dejé para quedeposites este regalo que tan gentilmente nos hahecho Álvaro. Sacá dos mil de allí para lascomprar del supermercado y algo más para pagarla luz y el teléfono. Beso, María Elvira”.-

- En un primer momento - prosiguió el gerente- no logré entender nada, sobre todo la forma enque esos papeles fueron a parar allí, menos aún

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teniendo en cuenta el tiempo que ha transcurridodesde el lamentable incidente. Luego recordé alos niños y pensé en mis propios hijos a los tres ycinco años. Realmente eran especialista enrevolver todo cuanto estaba a su alcance. Creo,María Elvira, que no es necesario que te aclarenada más. Tú sabrás mejor que nosotros cómo fueque esos papeles llegaron a poder de los niños. Tal vez fue sólo la invisible mano de la justicia laque los llevó a poner esas hojas en sus mochilas, ya dejarlas luego desparramadas con aquellas queRosa les dio.

María Elvira estaba pálida. Por primera vezen mucho tiempo no supo cómo reaccionar. Noencontró explicación posible, ni palabrasadecuadas, menos aún excusas. Pasados unossegundos, se repuso y resurgió nuevamente lamujer que todos conocían. Intentó, como únicoargumento, decir que todo eso era una historiainverosímil. Alguien seguro había puesto pruebasfalsas para desprestigiarla y, de todos modos, nadade eso constituía una verdadera evidencia denada. Probablemente había sido Cinthia. Dese que

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había llegado y, a pesar de todo el apoyo que ellale había brindado y lo que le había enseñado,hacía lo imposible por desplazarla y ocupar ellugar que ella se había ganado en esos diez añosde esfuerzo.

Como única respuesta, el contador mostró aMaría Elvira los papeles referidos que ella,apenas tuvo en sus manos, rompió en mil pedazos,mientras repetía reiteradamente:

- Todo es una infamia, una absurda infamia.Finalmente, el gerente general tomó por

primera vez la palabra. Con su voz gruesa ycalma, y la lentitud y serenidad que siempre lohabían caracterizado, explicó a María Elvira que,en consideración a los años que ella le había dadoa la empresa que él dirigía, así como debido a sudesempeño, en muchas ocasiones altamenteaceptable y, en conocimiento de que era ella quiensostenía a su familia, no harían la denuncia ante laPolicía.

María Elvira hizo un último intento. - No puede hacer nada sin pruebas. Yo acabo

de destruir esos infames papeles- sentenció

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agriamente.Con la clásica seguridad de aquellos que han

vivido lo suficiente como para saber cómoenfrentar cada situación, el gerente refutó:

- Tenemos copias. - Como acabo demencionarte, María Elvira, no haremos la denunciapor las razones que expuse recién. De todasmaneras, no te queremos más en nuestra empresa. Traicionaste nuestra confianza. Supimos tolerartemuchas cosas que no nos gustaban del todo, peroesto es inaceptable. Sin embargo, teniendo encuenta los años que has trabajado aquí y por tushijos, que inocentemente te han condenado, hemosdecidido darte la salida más honrosa que pudimosencontrar. Serás despedida. Aduciremos, comomotivo, la reducción de personal que estamosponiendo en práctica en este momento. Tu sueldoes de los más altos entre el personaladministrativo y muchos pensarán que es unadecisión lógica. Recibirás la correspondienteindemnización, pero de nosotros no esperes nadamás. Este es el ofrecimiento más generoso quepodemos hacerte. Lamentamos esta situación que

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únicamente tú creaste. A pesar de que no tedenunciaremos a la policía y de la discreción conque intentamos manejar el tema, es probable quealguna información se filtre. Conocemos muy bienla habilidad del “radiopasillo” para obtener datoscerteros.

Todavía no nos hemos puesto de acuerdosobre cómo manejar este aspecto de la situación –interrumpió otro de los gerentes – pero creemosque lo justo sería limpiar la imagen de Álvaro. Túsabes, después de aquel incidente, algunos puedenaún tener dudas sobre su inocencia. Demás estádecirte que nosotros nunca la tuvimos. Aunquepara serte sinceros, tampoco sospechamos de ti.

-Bueno, María Elvira - dijo el primer gerente,retomando la palabra - esta conversación hallegado a su fin. Ahora te agradecemos que teretires. Puedes pasar el lunes por la tarde acobrar lo que te corresponde, y a arreglar todoslos papeles que sean necesarios. Buenas tardes.-

María Elvira recogió sus cosas, salió a lacalle y se dirigió a su casa como una autómata. Alllegar, abrió la puerta de servicio y fue

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directamente a la cocina donde su marido estabapreparando la comida. Desde allí divisó a sushijos, que jugaban despreocupadamente sobre laalfombra del living. El más grande, al sentirseobservado, levantó la vista y sonrió a su madrediciendo:

-¡Hola, mami! Papá está enojado connosotros porque descubrió que hace unos díasSeba y yo estuvimos revolviendo tus cajones. Nonos dejó salir a jugar y ahora no nos quiere dejarmirar la tele. Decile que nos perdone, que no lovamos a hacer nunca más, ¿tá?-

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LA LLAMADAMadelón, la hija menor de un importante

diplomático argentino, tuvo una infancia marcadapor innumerables viajes y escasos momentoscompartidos junto a sus padres, ya que éstossiempre tenían muchos compromisos que atender. Conoció diversos continentes y se empapó deculturas varias. Tuvo amistades que duraroncuatro o cinco años como máximo, y en sueducación recibió la influencia de cada uno de lospaíses donde vivió. Todos sus caprichosmateriales fueron atendidos, no así los otros. Raras veces había tiempo para compartir un cuentocon mamá o un paseo por el zoológico con papá. Fue creciendo y su adolescencia la encontró enArgentina, donde permaneció cinco años, lo que lepermitió conocer mejor su patria. A los catorceaños sus padres se separaron, por lo que su madredebió radicarse definitivamente en Buenos Aires.Madelón vivió con ella durante dos años. Luegodecidió que podía pasarla mejor con su padre y se

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fue a Italia, donde su progenitor estaba cumpliendouna misión diplomática. El cambio de vida hizode la madre de Madelón una persona un tantoamargada. Se había acostumbrado demasiado alos halagos y a una vida cargada de loscompromisos sociales que tanto le gustaban, comopara adaptarse fácilmente a una existenciaanónima. Madelón era una chica linda y, por esarazón, siempre estaba rodeada de muchachos. Desenvuelta, extrovertida y siempre a la últimamoda, le gustaba llamar la atención y ser el centrode las reuniones a las que asistía. Le gustaban loscomentarios maliciosos y no perdía oportunidadde inmiscuirse en todo lo que podía. No soportabaque los muchachos miraran a otras chicas. Por esemotivo, no dejaba pasar ocasión que se lepresentara para coquetear con los novios de susamigas. En Italia pudo retomar la vida a la queestaba acostumbrada desde pequeña. Asistía aaquellas reuniones que eran más informales ysiempre tenía algún hombre dispuesto a

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acompañarla a los boliches de moda delmomento. Permaneció allí durante tres años en losque paseó, se divirtió, estudió algo y acompañó asu padre, recientemente casado en segundasnupcias, a cuanto viaje pudo, a pesar de nollevarse muy bien con la esposa de aquél. Ademásde cierta rivalidad estrictamente femenina,Madelón sentía que esta señora ocupaba el puestoque debería haber seguido teniendo su mamá. Lasrelaciones eran tirantes. Siempre hacia todo loposible para escandalizar a su madrastra y crearconflictos entre esta última y su esposo. Madelóntenía un novio doce años mayor que ella. Era unhombre de personalidad fuerte, un renombradoempresario, con fama de playboy, a quien legustaba lucirse con una chica más joven. En laintimidad era bastante tirano con ella. Algunasveces había llegado incluso a pegarle. Mantuvieron una relación durante dos años. Mientras todavía estaban juntos, Madelón conocióa Piero, un muchacho de veintiséis años de edad. De inmediato quedó fascinada con él. Piero eramuy atractivo, amable, simpático y entrador. Por

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todo ello, Madelón no dudó en dejar a su noviopor Piero. Su antigua pareja, a pesar de que desdehacía ya algún tiempo mantenía una relaciónparalela y clandestina con otra mujer, armó unabuena escena antes de alejarse de su vida. Latrifulca finalizó cuando el padre de Madelon,enterado de la situación, ordenó al desplazado quedejara en paz a su hija. -De lo contrario- sentenció – tendrá ustedserios problemas legales. En poco tiempo, todos comenzaron aconsiderar a Piero como el novio oficial deMadelón. Ella estaba contenta. Piero era como unperrito faldero que no dudaba un instante ensatisfacer todos los caprichos de su novia. Durante seis meses, Madelón pensó que Piero erael hombre de su vida. En dos o tres oportunidadesanteriores había experimentado lo mismo, pero esasensación no la había acompañado más de losprimeros tres meses de relación. Pasada lanovedad, Madelón iba poco a poco perdiendointerés en su ocasional enamorado. Por eso, lo dePiero parecía realmente algo serio.

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-Casémonos, Madelón- le dijo Piero unanoche de luna llena. La propuesta asustó un poco a la jovenmujer ya que no estaba aún en sus planes tomar unpaso tan decisivo en su vida. Aprovechando quesu madre le había escrito contándole que iría aInglaterra a visitar a su hija mayor, Madelóndecidió acompañarla en su viaje. Nunca se habíallevado muy bien con Ángela, su única hermana. Sin embargo, el viaje era una buena excusa paraalejarse un poco de Piero, que se estaba poniendoun poco pesado con el tema del casamiento. Pocos días después partió hacia Londrescon su mamá, con la idea de pasar un mes allí yluego regresar a Italia. Piero la fue a despedir alaeropuerto, recordándole que, cuando regresara,debía darle una respuesta. Madelón sonrió parasus adentros y partió rumbo a este nuevo país, queya había visitado en dos oportunidades previas. Ángela estaba estudiando en una Universidad enForest Hill y trabajaba medio horario en unaempresa internacional. Lo hacía no porquenecesitara dinero, sino como un complemento de

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sus estudios de administración. La habíancontratado bajo un régimen especial por el cualtrabajaría seis meses, transcurridos los cualespodía pasar a ser parte del personal en formadefinitiva. Su idea era permanecer unos años másen Inglaterra. A través de ciertos contactos de supadre había conseguido ese empleo. Por ello, noiba a serle difícil, luego de recibirse, lograr unpuesto allí en forma efectiva. Madelón admiraba secretamente a suhermana. Nunca se lo había demostrado, no loharía jamás. Sentía algo de celos pues Ángelaparecía llevarse mejor con su madre que conella. Madelón era una chica inteligente, aprendíarápidamente todo aquello que se le enseñaba, peronunca se había interesado demasiado en estudiar. Sabía hablar y escribir perfectamente en inglés.Hablaba italiano como si hubiera nacido en el paísfamoso por su pasta. Una vez finalizados susestudios secundarios, hizo un curso desecretariado pero nunca había trabajado hastaentonces. Al enterarse del empleo de su hermana,su envidia aumentó. Fue recién al llegar a

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Inglaterra que lo supo. Su padre, conocedor de lossentimientos de Madelón hacia su hermana, sehabía cuidado muy bien de comentárselo. Madelón era la mimosa de su padre. Por esemotivo, apenas tuvo la oportunidad la muchacharogó por teléfono a su papá que le consiguiera unempleo en la misma empresa donde su hermanatrabajaba. Su padre no pudo negarse, como nohabía podido negarse anteriormente a ninguno delos caprichos de su hija menor. Le consiguió uncontrato por un año como secretaria dentro delDepartamento de Inversiones de la empresa. Ángela estaba furiosa. Sabía que era norma de lainstitución no contratar a familiares directos de susempleados. Supuso que habían hecho unaconcesión especial por tratarse su padre de unapersona influyente, y porque ella tenía solamenteun contrato temporal que vencía en pocos días. Ángela no ejercía sobre la gente engeneral y sobre los hombres en particular elencanto de su hermana. Era extrovertida pero noera linda ni demasiado simpática aunque, sinninguna duda, era una persona mucho más auténtica

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que Madelón. Algo bohemia y de tipo intelectual,no prestaba demasiada importancia a su vestimentay su aspecto era un tanto descuidado. Teníaalgunos amigos, tanto hombres como mujeres. Pocos pero buenos, solía decir. Una vez que su contrato venció, y ante laimposibilidad de conseguir una nueva oportunidaddentro de la empresa, Ángela resolvió volver a laArgentina. Su padre había regresado a su país dossemanas antes, ya que sus funciones de Encargadode Negocios en Italia habían finalizado. Ángelapensó que, con el Master en Administración deEmpresas y las influencias políticas de su padre,no le sería nada difícil conseguir una buenaoportunidad allí. Le gustaba Inglaterra, pero lasola idea de vivir cerca de Madelón, que siemprese había mostrado como su más seria rival,sumada a la indignación que le había provocado suactitud, la llevaron a tomar una rápida decisión. Lamentaba dejar los buenos amigos, que tenía enese país, pero estaba acostumbrada a los cambios,que habían sido la constante en la familia. Detodos modos, se hizo el firme propósito de que

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ésta sería la última vez que soportaría una cosa asíde su hermana. Ángela regresó a Buenos Aires yallí emprendió una nueva vida. Consiguió unexcelente empleo en una financiera y se viorodeada, al igual que algunos años atrás, de laadulonería de aquellos que querían congraciarsecon su padre para ver si podían obtener elpreciado favor que nunca llegaría. Madelón se quedó en Londres. Fue laexcusa perfecta para zafar de Piero e involucrarseen nuevas aventuras. Esas que habían sidosiempre la sal de su vida. Piero, por su parte,llamaba a Madelón por teléfono casi diariamentedurante los dos primeros meses de su estadía en elviejo continente. Ella nunca quería atenderlo. Hasta que un día, ante la insistencia del muchacho,tomó el celular con total indiferencia para decirlesimplemente: -Ya no te quiero. Todo se acabó. No memolestes más.- Piero no lo podía creer. A pesar de quesabía como había actuado Madelón en anterioresocasiones, pensó que con él sería distinto, sobre

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todo teniendo en cuenta lo paciente y bueno que élhabía sido con ella. El amor que antes habíasentido por Madelón se fue transformando, amedida que transcurrían los días, en un profundoodio. Se juró a sí mismo que nunca más seríaengañado por esa mujer fría y egoísta que, ahoracomprendía, nunca lo había querido y que tal veznunca podría llegar a querer a nadie. Ajena y desinteresada de las reaccionesque sus impulsos habían desencadenado en suhermana y su ex novio, Madelón inició una nuevavida en Londres. Conoció en una reunión en casade unos amigos argentinos a un compatriota quevivía desde hacía años en Inglaterra y, sin pensarlodemasiado, se convirtió en su novia. Gerardo, sunueva adquisición, era divorciado, bastante celosoy algo inseguro. Madelón no puso demasiadosreparos cuando Gerardo le propuso que se fuera avivir a su departamento. Constituía una excelenteforma de que todo lo que ella cobrara por sutrabajo lo pudiera gastar en sí misma, comosiempre había hecho. Eso sí, había exigido quepara guardar las apariencias frente a su familia

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debía parecer que él vivía con unos amigos. Gerardo, a quien más que la atracción queciertamente sentía por Madelón, lo movía elpensar en el estatus que le daba su relación con lahija de un personaje tan importante de laArgentina, como era el padre de ella, aceptó sinchistar. Por esa razón, aunque pasara gran parte delos días y de las noches con la joven, decidióasegurarse un pequeño cuarto en una casa de dosplantas que alquilaba un grupo de amigosargentinos que también vivían y trabajaban enInglaterra. De ese modo, protegía a su enamoradade las posibles habladurías, dada su condiciónsocial. Los primeros meses de noviazgo fueronpara Madelón como los de sus anterioresrelaciones: casi perfectos y llenos de pasión. Gerardo, al igual que sus predecesores, accedía asus más mínimos caprichos, y pagaba el alquiler,los gastos de la casa y otras cositas. Aunqueganaba bien, su sueldo le alcanzaba solamentepara darse algunos gustos. Por otra parte, debíaenviar dinero a Buenos Aires donde residía su hija

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de cinco años, fruto de un matrimonio anterior. Amedida que la relación avanzaba, los celos deGerardo comenzaron a hacerse notar. Sabedor dela gran atracción que ejercía la chica sobre el sexoopuesto, comenzó sugiriéndole primero yexigiéndole después que cambiara su forma devestir. A seis meses de iniciada la convivencia,Madelón había dejado casi por completo la ropasexy a la que estaba acostumbrada y suguardarropa estaba repleto de polleras largas,amplias y poco elegantes. De todas maneras, susformas bien marcadas de mujer y su bustoexuberante no pasaban desapercibidos a suscompañeros de trabajo. Además, su naturalezaextrovertida, insinuante y pícara era una tentaciónpara más de uno, que no reparaba en suindumentaria. Nueve meses después de haberloconocido, Gerardo ya no era una novedad para lamuchacha. El trabajo también había dejado deinteresarle. En realidad, desde que habíacomenzado a trabajar en la empresa, compartíatareas con Dianne, una chica muy trabajadora que,

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además de su trabajo, hacía gran parte del deMadelón sin decir palabra, a pesar de tener quesufrir muchas veces sus desaires y estupideces. Un fin de semana de otoño, aprovechandoque Gerardo había hecho un viaje relámpago decinco días a Buenos Aires para ver a su hija, quehabía contraído hepatitis, Madelón decidió irse aFrancia, concretamente a París, a visitar a unaamiga de la época liceal, que residía desde hacíaalgunos años en la ciudad luz. El sábado de nocheMadelón salió con su amiga, el novio de ésta yotro amigo de la pareja a bailar. Este último eraun economista francés, de unos treinta años de dad,que había viajado por todo el mundo y que, aexcepción de los hombres que Madelón habíaconocido anteriormente, no parecía sentirsedemasiado impresionado por los atributos de laargentina. De esta forma llegó a su fin la era deGerardo. Escenas de llanto y súplicas mediante,este hombre también pasó a formar parte de lahistoria amorosa de la enamoradiza señorita. También el trabajo en la prestigiosa empresa

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inglesa quedó atrás. Madelón empacó una vez mássus valijas y partió nuevamente, esta vez conFrancia como destino, a tratar de conquistar alimpenetrable Jean-Pierre. Mientras tanto, la vida de la familia deMadelón iba cambiando sustancialmente. Ángela,su hermana, se había casado con un abogado derenombre de su país, que le hizo dejar de ladoparte de su bohemia. Su madre, abatida por ladepresión que la aquejaba desde que se habíanacabado los tiempos de gloria, sumado a un granconsumo de antidepresivos, debió ser internadadurante varios meses en una clínica psiquiátrica. Por su parte, el padre, con varios años encima,había abandonado la carrera diplomática, de laque solamente quedaron recuerdos, dosapartamentos y cientos de litros de alcohol en susangre, que se tradujeron en serios problemas desalud. Viejo y sin demasiado dinero, debíapermanecer bajo la tutela de su última esposa, unamujer de buena posición económica, con una fuertepersonalidad y de nobles sentimientos, que seesforzaba siempre para que las historias de la hija

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menor de su marido no llegaran a oídos de éste,con el propósito de evitarle disgustos y elagravamiento de su ya quebrantada salud. Madelón vivió todos estosacontecimientos desde lejos. Hizo dos o tresviajes relámpago a la Argentina para ver a supadre y a su madre. Lloró un poco con cada unode ellos y, sin demasiado esfuerzo, olvidó todo ensu viaje de regreso a Francia. No había sido fácilconquistar al francés, pero finalmente lo habíalogrado. Compartían un dúplex de propiedad deJean-Pierre en el centro mismo de París y unfogoso romance.

Al cumplirse el tercer aniversario deapasionada convivencia, lo que constituía todo unrécord en la vida de Madelón, y lejos de lo quesiempre había sucedido en la vida de esta versiónfemenina de Don Juan, Jean-Pierre seguíaatrayéndola e interesándola. Probablementeporque tenía con ella una actitud bastanteindiferente. Él no necesitaba lucirse con una bellamujer – podía tener las que quisiera – ni se sentíaseducido por el supuesto prestigio del que

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Madelón gozara en el pasado entre los círculosdiplomáticos de su país y del exterior. Poco antesde enfermarse, su padre le había conseguidoempleo en un banco privado internacional consucursal en Francia. Ella no era muy afecta altrabajo, pero era la única forma de justificar suestadía en la famosa capital. También debíacolaborar con los gastos del apartamento de Jean-Pierre, ya que él no compartía, ni siquieraconcebía, la idea tan latina por la cual los hombresdeben solventar todos los gastos de las mujeres acambio de sus favores amorosos.

En el banco no querían demasiado aMadelón. Ella tampoco hacía ningún esfuerzo pormodificar esta situación. Provocabadescaradamente a todos los hombres y se ganabala antipatía de las mujeres, creando intrigas ytratando siempre de buscar la forma en que alguienhiciera su trabajo. Nadie decía nada porque supadre era muy amigo de uno de los gerentes de lainstitución. Sin embargo, cuando este gerente seretiró, no tardaron en echarla. Madelón no sepreocupó demasiado por ello. En realidad, estaba

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cansada de su rutina laboral. Por esa razón,decidió inscribirse en un curso de arte. Jean-Pierre me bancará, se decía a sí misma.

Jean-Pierre no se puso muy contento con lanoticia. Estaba empezando a cansarse de lamuchacha. Hasta el momento había podidoesquivar hábilmente los intentos de la chica poratraparlo mediante supuestos embarazos, que ellano se animaba a concretar porque sabía con quiénse metía. Conocía, con total certeza, cuál sería lareacción del hombre.

-Hacete un aborto-le contestó en una ocasiónen la que Madelón le planteó que tenía un atraso ensu periodo.

Una noche, luego de mantener una seriadiscusión, como tantas otras que habían tenidolugar en los últimos tiempos, Jean-Pierre le pidióque se fuera de la casa.

-Esto no da para más, Madelón. Te doyquince días para que te vayas de casa – le pidiócon voz firme Jean Pierre.

De nada sirvieron las lágrimas y los ataquesde histeria. Tampoco fueron efectivas las

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exageradas demostraciones de dulzura por parte deMadelón. Era el fin.

Diez días después, Madelón se mudabatemporalmente a casa de su única amiga verdaderay, un mes después, también de ahí se iría Suamiga, que no soportaba más su mal humor, su faltade colaboración en las tareas de la casa y el pocoempeño que ponía Madelón en buscar un nuevotrabajo para poder irse de allí, le dijo que debíaabandonar su hogar inmediatamente. Su esposo yella habían hecho todo lo posible por ayudarla,pero la paciencia tenía un límite y lo de Madelónrayaba en el abuso y la desconsideración, habíamanifestado su compinche de la adolescencia. -Además-agregó la mujer con la vozentrecortada por los sollozos- no puedo tolerarque te insinúes de esa forma a mi marido frente amis ojos. -Él mismo lo advirtió y lo comentóconmigo. Realmente no puedo aguantar algo así dequien se supone es mi amiga y a quien abrí laspuertas de mi casa y mi corazón. Efectivamente, Madelón había tratado deconquistar al marido de su amiga en múltiples

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ocasiones. No porque le interesara. Loconsideraba feo y aburrido. Sino simplementeporque tenía la secreta ilusión de que de esa formapodría instalarse en casa de sus amigos por tiempoindeterminado y, sobre todo, porque le molestabala buena relación que su amiga tenía con suesposo. Madelón pretendía que la consintierancomo lo habían hecho, hasta poco tiempo atrás,todos cuantos la conocían. Ahora la situación eracompletamente distinta. Se marchó sin saber adónde iría. Luegode decirle un montón de disparates a su antiguaamiga, dejó el lugar. En la habitación del coqueto hotel dondefue a pasar esa primera noche sola, pensó enllamar a la Argentina, específicamente a casa de suhermana para pedir ayuda, pero no pudo hacerlo. No sabía el número de teléfono fijo de ella y notenía tampoco el del celular. Hacía casi dos añosque no se hablaban. No había ido a su casamiento,ni la había ayudado a cuidad de sus padres cuandofue necesario. Su mamá, que seguía internada enla clínica, no podía serle de ayuda material, mucho

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menos espiritual. Decidió llamar a casa de supadre y, aunque debido a su enfermedad no podríahablar directamente con él, intentaría apelar albuen corazón de su madrastra, a quien habíaofendido y destratado tantas veces en los últimosaños. Llamó insistentemente durante horas, peronadie contestó. Probablemente tendrían captor dellamadas y su madastra seguro no quería niescuchar su voz. Ante la desesperación y la impotencia nosupo qué hacer. No día pensar claramente. Recordó las pastillas que tenía en su cartera y quehabía estado consumiendo sistemáticamentedurante los últimos días. Intentó una nuevallamada a su única amiga en Francia, pero éstaprácticamente no le prestó atención. Pensó que setrataba de una nueva extorsión emocional de suantigua confidente, como tantas otras del pasado yle colgó enseguida. Madelón buscó en su agendaotros contactos. Llamó a todos. Escuchó algunapalabra de consuelo, pero nadie se ofreció aacompañarla o visitarla, ni siquiera a escucharlademasiado. Estaba sola, terriblemente sola. En su

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mente surgió el relámpago salvador de la imagen yel recuerdo de Piero. Buscó con desesperación sunúmero telefónico en su agenda. Marcó y esperócon ansiedad. Luego de unos interminablessegundos, sintió el ruido tranquilizador que,muchas veces, se escucha cuando responden unallamada internacional. De inmediato, una voz lecontestó del otro lado. Preguntó por Piero. Unamujer, posiblemente la mucama, le dio otroteléfono al cual llamar. Su nerviosismo crecía amedida que sus dedos formaban este número queno le era familiar. Atendió el propio Piero, que sesorprendió un poco al reconocer la voz deMadelón, aunque se repuso de inmediato. Escuchó, sin interrumpirle, todo lo que la antiguamujer de sus sueños le decía. Con el odio y larabia prácticamente desaparecidos gracias alsanador paso del tiempo, se limitó a decir: -Cuando me dejaste sin explicaciónalguna sufrí mucho. Sólo Dios sabe cuánto, perofue gracias a eso que pude conocer a la que desdehace cinco meses es mi esposa. Lamento no poderayudarte en este momento. Espero soluciones tus

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problemas. Chau, Madelón.- Con el sonido de la línea cortada comoúnica compañía, Madelón inició una lenta y tristeceremonia. Tomó el frasco de pastillas y fueingiriendo, una a una, las veintidós que quedabanen el envase. Necesitaba dormir. Algo aturdida,intentó nuevamente llamar a su padre, pero elteléfono seguía sin contestar. Un profundo ypesado sueño fue envolviéndola lentamente. Susojos se cerraron finalmente y se hizo silencio en sucorazón.

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UN SOBRE, UN DESTINO Eran las cuatro de la mañana y Pequelaestaba despierta. Acostada en su cama pensaba ensu marido. La calidez de un nuevo sentimiento quenunca había experimentado antes la estremeció,mientras una sonrisa iluminaba su rostro alrecordar todo lo que había acontecido en su vidaen los últimos cuatro años. Esa noche habíadescubierto que estaba enamorada de Kirk. Todavía no se lo había dicho. Aún estaba bajo elimpacto de ese descubrimiento que, aunque paraotros podía ser algo normal y sencillo, para ellaera toda una revelación, sobre todo teniendo encuenta cómo se habían desarrollado los hechoshasta ese momento. A través de la ventana, que se encontrabalevemente abierta, llegaban los ecos de algunasvoces lejanas y el fresco del sereno de esa nochede verano, tan diferente a la de su Perú natal. Súbitamente, se vio como era algunos años atrás, yse fue dejando llevar, poco a poco, por los

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recuerdos, que daban vueltas en su mente, en unremolino de emociones e imágenes. En el año 2000 la vida de Pequelatranscurría plácidamente. Trabajaba comorecepcionista en la sucursal de la ciudad de Limade GBCMail, la famosa empresa internacional quedistribuía correspondencia en todo el mundo. Díatras día, entraba a la oficina a las nueve de lamañana y, aunque su horario era hasta las cinco dela tarde, permanecía allí la mayoría de las veceshasta las siete, o el tiempo que fuese necesario,según las exigencias de su jefe. Nunca le habíainteresado demasiado estudiar. Por esa razón, unavez que finalizó la secundaria, consiguió esetrabajo por medio de un aviso que había aparecidoen el principal diario limeño. Con veintiochoaños de edad como tenía y viviendo con suspadres, el sueldo le parecía más que suficiente. Después de todo, no era nada despreciable,teniendo en cuenta la escasez de trabajo queimperaba en ese momento en su país. Pequela tenía muchos amigos. Aunque denaturaleza más bien tranquila y poco afecta a las

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salidas nocturnas, se divertía siempre que podía. Nunca había tenido novio. Conocía a algunosmuchachos y varias veces había ido a bailar, perono había pasado de eso. No parecía interesarleningún chico en especial. Tampoco se preocupabapor ello. Ya llegaría el amor. No había apuro, sedecía a sí misma, y a todo aquel que le preguntarasobre el tema. En la empresa donde desempeñaba sustareas trabajaban alrededor de ochenta personas. Pequela no tenía problemas con nadie, Era amablecon todos y discreta con las confidencias de losdemás. Aunque nunca se comentaba abiertamente,y sólo existían algunos rumores, ella sabía que sujefe, de treinta y ocho años y casado, mantenía unarelación amorosa con una de las secretarias de laempresa. Muchas veces desaparecía en horario detrabajo, supuestamente para encontrarse con suamante, aunque para todos estaba en una reuniónde trabajo. Esta situación no afectaba en absolutoa Pequela. Eduardo, su jefe, la trataba bien y esoera lo único que a ella le interesaba. Además de atender el teléfono, el trabajo

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de Pequela consistía en encargarse de lacorrespondencia que llegaba a la empresa. Todoslos días recibía gran cantidad de sobres quecontenían muestras de diversos tipos demercaderías que enviaban o eran recibidas por lascompañías exportadoras e importadoras de supaís. Una tarde como tantas otras, cuando estaba apunto de retirarse de la oficina, recibió un sobrecerrado que debía ser enviado a Brasil. Firmó laboleta correspondiente, y dejó el sobre junto aotros que serían despachados a primera hora deldía siguiente. Esa acción tan simple cambiaría sudestino ¡Y de qué forma! A las seis y cuarto de latarde se fue a su casa, cenó con sus padres y, comohacía habitualmente, se quedó mirando televisiónhasta medianoche. Al día siguiente, se levantó, se duchó y,sin desayunar, pues ya era muy tarde, saliócorriendo a tomar el ómnibus que la llevaría a sutrabajo. Durante el viaje de veinte minutos caminoa la oficina, se distrajo observando el movimientode la ciudad que se desplegaba a lo largo de suscalles. Descendió tranquilamente donde siempre

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lo hacía y, pocos pasos antes de llegar a laempresa, se sorprendió al ver un patrullero paradoen la puerta de la misma. Miró su reloj y seapresuró a entrar, ya que eran casi las nueve ycuarto de la mañana. Apenas cruzó la entradaprincipal, vio junto a su escritorio a dos policías ya un hombre de particular. Se disponía a preguntara uno de los policías qué era lo que estabapasando cuando el hombre de civil le dijo:

- Señorita Martínez, queda usted detenida.Pequela no atinó a pronunciar palabra alguna,mientras los policías la tomaban uno de cadabrazo y la conducían hacia la calle rumbo alpatrullero. ¿Se trataba acaso de una broma?, sepreguntó Pequela. No, no podía ser. No unabroma de esa naturaleza. Ya adentro del automóvil y saliendo unpoco de su inicial asombro, atinó a preguntarqué era lo que sucedía; por qué la detenían.

- Ha de tratarse de un error – musitó entresollozos ante el silencio de los oficiales. –Hablen con mi jefe, el señor EduardoLeivas. Él les dirá que soy empleada de

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GBCMail pero que no manejo dinero. Si setrata de algún robo, es imposible que yotenga algo que ver.

La fría mirada de los hombres fue la únicarespuesta que obtuvo. Ni los policías que iban enel asiento delantero del patrullero, ni el hombre detraje negro, que se encontraba sentado junto a ella,le contestaron.

Luego de unos minutos, que Pequela no pudoprecisar, el auto arribó a la dependencia policialde la zona. Chiquita como era, su metro cincuentade altura se perdía entre los dos uniformados quenuevamente la conducían del brazo. Pequelalloraba y caminaba entre nubes, protagonista deuna pesadilla que no había soñado y que reciéncomenzaba. Una vez dentro del edificio, lacondujeron a la oficina del Comisario donde laobligaron a sentarse en una silla algo desvencijadapor el uso. De inmediato, se retiraron losguardianes del orden y quedó a solas con elhombre del terno oscuro. Transcurrieron algunossegundos hasta que la puerta se abrió. Detrás deuna gran barriga y un inmenso bigote, Pequela vio

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entrar a un hombrón de unos cincuenta y cincoaños aproximadamente, uniformado y de caraseria. Supuso que sería el comisario. El panzónse sentó y, luego de intercambiar una mirada conel hombre de particular, dijo sarcásticamente:

- ¡Así que aquí tenemos a la “chica de lospequeños envíos”! ¡Con esa cara deinocente, quién lo diría! ¿Te creíste muy lista,no? Hace ya algún tiempo que nos habíanavisado que cada semana salía un paquetitode cocaína para Brasil simulando ser unamuestra de cereal. Teníamos una idea dequién era que lo enviaba, pero suponíamosque, para que saliera del país sin problemas,a través de un servicio de correo especial,debía de haber un cómplice en la firmadonde trabajas. Siendo tú la que recibes lossobres y, según asumimos, la encargada derevisar su contenido antes del envío, eresevidentemente parte del “negocio”. Joven,sin antecedentes y aparentemente inofensiva,constituyes la compinche perfecta parafacilitar la salida de la “merca”. Por esa

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razón, pequeña, quedas detenida como una delas sospechosas en esta cadena de traficantesque hace tiempo estamos buscando.

Pequela no lo podía creer. Entre ahogos,producidos por su incontenible llanto, trató deexplicar que ella no tenía nada que ver en eseasunto. Efectivamente, recibía los sobres y erasu tarea revisarlos antes de cerrarlos. Sinembargo, su jefe, Eduardo Leivas, le habíaordenado que, para facilitar la recepción de lasllamadas y la atención al público, los firmara yse los entregara a él, quien personalmente seencargaría de corroborar el contenido de losmismos.-Llámenlo, por favor- repitió Pequela, con voz

entrecortada por las lágrimas. – Él se losexplicará mejor – dijo, mientras caía en un tristelamento sin palabras.

El comisario y el hombre de particular semiraron, sonrieron y se hizo un extraño silencio, alcabo del cual el hombre de negro le comentó alcomisario, con cierta ironía, que el famosoEduardo Leivas había partido esa mañana rumbo a

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Miami. Esa había sido la primera información quele habían suministrado al ingresar a la empresa ypreguntar por él.

- No puede ser, no puede ser – repetíaPequela, saliendo de su sopor.

Ella no sabía nada sobre el viaje de su jefe.- Debe de haber una equivocación. Porfavor, llamen a mis padres, mi teléfono es el33198985. Se trata de una espantosaconfusión, un malentendido, un error…

No acabó de decir esto último, cuando sedesmayó. Al despertar tuvo la sensación deestar en una sala de hospital. Efectivamente asíera. Una enfermera se encontraba sentada a sulado y una mujer policía estaba apostada en lapuerta de la habitación, que estaba entreabierta.

- Mamá ¿dónde estás mamá? – preguntóPequela, a la vez que las últimas escenas desu vida se iban sucediendo en su mente.

La enfermera se incorporó y, acercándose a ella,le contestó en un tono muy dulce que se quedaratranquila, que todo saldría bien.

- Por el momento, sólo trata de descansar.

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Tus padres han venido a verte pero no leshan permitido entrar – añadió.

Las paredes giraban a un ritmo vertiginosoalrededor de Pequela, la mujer policía y la puertatambién, todo en una calesita macabra de soledad,miedo e impotencia. Unos instantes después,volvía a perderse entre confusos sueños. Cuandoabrió los ojos nuevamente, era otra la cara que laestaba observando. Un hombre enfundado en unatúnica blanca y de cara solemne le estaba tomandoel pulso. Pequela dirigió su mirada hacia la puertadonde vio, una vez más, a la mujer policía, tal vezla misma de antes, tal vez no. Poco a poco fueronencajando las piezas en el rompecabezas de sucerebro y recordó todo lo sucedido. No sabía siera de día o de noche, no sabía con exactituddónde estaba. Sus labios se movieron con laintención de formular una pregunta, pero no pudopronunciar frase alguna. Las palabras no salían desu boca. Sentía su cuerpo caliente y sus pieshelados. Temblaba. Oyó que el médico llamaba ala enfermera.

- Traigan un calmante y preparen la sala de

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operaciones de inmediato. No hay tiempoque perder – le oyó decir antes de que laenvolviera un enjambre de voces y rostros.

Se perdió otra vez en etéreas escenas en las quealgunos niños jugaban en el parque y ella, tambiénniña, buscaba afanosamente a su mamá. Lossueños se sucedían. La realidad se mezclaba conla fantasía y Pequela ya no sabía en qué día vivíani dónde estaba. Así permaneció por un lapso detiempo que no conoció sino hasta haberserecuperado por completo.

Una tarde lluviosa de verano abrió los ojos paraencontrarse con la mirada tierna y cariñosa de supadre. Otro sueño, pensó. Sin embargo, esta vezse trataba de la realidad. Junto a él estaba sumadre, que le acariciaba la mano, en un gesto deamor entrañable. Luego de unos instantes, oyócomo su madre le decía que todo estaba en orden,que debía descansar. El malentendido había sidoaclarado. Eduardo Leivas era el responsable detodo lo ocurrido. Evidentemente, alguien lo habíaalertado de la denuncia y, por ese motivo, habíatenido tiempo de huir del país. El muchacho que

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había traído el sobre a la oficina había confesadotodo. Al principio se había negado a hablar, perofinalmente había admitido que Pequela nada teníaque ver en el asunto. Ahora ella estaba libre decargos y podía volver a su trabajo. Leivas todavíano había sido apresado. Había una ordeninternacional de captura contra él pero,aparentemente, estaba bien escondido en algúnlugar de los Estados Unidos o en alguna otra partedel mundo. Todo eso escuchó de boca de sumadre, aunque fue recién al otro día que se enteróque había estado internada durante quince días. Había sufrido un shock. Hubo complicaciones yhasta habían tenido que operarla de urgencia deapendicitis. En ese tiempo había perdido bastantepeso. Si bien siempre había sido muy delgada,ahora estaba pesando apenas cuarenta y cincokilos.

La recuperación de Pequela siguió en su casa. Sus amigos iban a visitarla. Ella los recibía, peroen realidad no tenía demasiadas ganas de ver anadie. El médico le ordenó reposo. Permanecióun tiempo en la cama, sin embargo su cabeza no

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tenía descanso. No cesaba de pensar. Habíadecidido que no volvería a trabajar. Renunció a suempleo y decidió tomarse unas vacaciones hastaresolver qué haría con su vida. Un mes después dehaber retornado al hogar, luego de su desagradableexperiencia, recibió una carta de Adriana, suentrañable amiga que, dos años atrás, habíapartido a probar suerte en los Estados Unidos. Adriana vivía en Maryland, donde le estaba yendobastante bien. Sin pensarlo demasiado, Pequeladecidió que ella también intentaría una nueva vidaen aquel país. Sentía que debía alejarse de todo loque pudiera recordarle los momentos vividosúltimamente. Habló con sus padres y estosestuvieron de acuerdo con ella. Pequela estabamejor físicamente pero no recuperaba su peso. Todo lo que comía le caía mal. Por esa razón, susprogenitores pensaron que tal vez un cambio deambiente era lo que necesitaba su hija pararestablecerse totalmente. Pequela dejó Perú una mañana de otoño. Sus padres y su hermano la despidieron con unsentimiento entremezclado de tristeza y de

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esperanza. Al subir al avión, Pequela sintió ungran alivio. El futuro se presentaba como un granmisterio. Una incertidumbre muy grande laembargaba con respecto al paso que estaba dando. En el Aeropuerto de Washington laesperaba su amiga Adriana. Ésta la recibió conalegría y le ofreció que se quedara en su casa porunos días. Pequela aceptó. Los primeros días,mientras Adriana trabajaba, Pequela aprovechabapara recorrer la ciudad. Se sentía libre ymaravillada por todo lo nuevo que conocía. Almismo tiempo, buscaba trabajo. No era fácil yaque tenía una visa de turista. El dinero que habíallevado, que no era mucho, ya que Pequela nuncahabía sido demasiado ahorrativa, se iba poco apoco, a pesar de que sus gastos se reducíansolamente a la comida. Fue a varias entrevistas,pero su inglés no era bueno. Además nadie queríacontratar a una muchacha sin residencia legal. Unmes y medio después, luego de mucho buscar ydesesperarse un poco, el dueño de un pequeñorestaurante de comidas mexicanas le ofreció unpuesto en la cocina. El sueldo era bajo pero, dada

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su situación económica, decidió aceptarlo. Lamayoría de sus compañeros de tareas eran tambiénmexicanos o personas de origen latino. Allí hizoalgunos amigos. Una chica salvadoreña, quetrabajaba como mesera, le ofreció compartir elalquiler de su pequeño apartamento. Pequelaaceptó ya que consideraba que era un abusopermanecer en el hogar de su amiga, sobre todoconsiderando que Adriana vivía en el “basement”de una casa, cuyo alquiler compartía con unacompañera de trabajo. Pequela siguió desempeñando tareas en elrestaurante durante ocho meses. Allí conoció aKirk, un norteamericano que proveía de productosenlatados al restaurante. Se hicieron buenosamigos. Kirk tenía cuarenta y cinco años y erasoltero, más bien reservado y algo tímido. Atentoy respetuoso con ella, acostumbraba invitarla alcine o a cenar todos los fines de semana. Pasaron cinco meses más, al final de loscuales Pequela decidió buscar otro empleo. Estaba cansada de pelar papas y de lavar frutas yverduras durante horas. Lamentablemente, nada

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surgía. Un día en que se encontraba especialmenteangustiada por su situación, le comentó a Kirk suinquietud. Éste, como única respuesta le dijo:

-Cásate conmigo.Así de simple. Sin una declaración de amor.

Sin que nunca hubiera insinuado de manera algunasentirse atraído por la chica. Hasta ese momento,Kirk siempre se había comportado como un buenamigo y ella lo veía únicamente como tal. Loconsideraba muy mayor para ella y, en ocasiones,hasta le parecía un poco aburrido. Ante elasombro de Pequela, Kirk le respondió quesolamente le hacía ese ofrecimiento para que ellapudiera obtener un nuevo empleo. Casada con él,sería más fácil lograr una buena oportunidad. Nole exigía nada, ni siquiera que se fuera a vivir conél. Era un trato puramente comercial, del cual élno obtenía beneficio alguno. Pequela no se detuvodemasiado a pensarlo. Dudó durante unos minutospero luego le contestó que sí. Kirk le parecía una persona confiable y había demostrado ser un buenamigo. Además, estaba literalmente harta de sutrabajo y su jefe era insoportable. Exigía y exigía

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pero de aumentos de sueldo, nada. Se sentíacansada tanto mental como físicamente. Durante eltiempo que llevaba en Estados Unidos no habíalogrado recuperar el apetito. Necesitaba ver a unmédico, pero las consultas eran caras. Era un lujoque no podía permitirse. Su visa de turista habíavencido. Deseaba con todo su corazón ir de visitaa su patria, ver a su familia, experimentar un pocode calor de hogar, pero si lo hacía era muy difícil,prácticamente imposible, que consiguiera unanueva visa para regresar a los Estados Unidos. Ella no deseaba establecerse definitivamente en supaís, al menos no por el momento. Todavía sentíael sabor amargo de lo que había sucedido en suanterior empleo.

Esa noche llamó a su amiga Adriana y le pidióque fuera testigo de su boda. Adriana sesorprendió mucho. Sabía que Pequela salía aveces con Kirk, pero pensaba que eran solamenteamigos. Por otra parte, en muchas oportunidadesPequela le había comentado, ante sus insistentesbromas, que Kirk le parecía un hombre sinatractivo alguno.

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La ceremonia de matrimonio fue sencilla. Estaban presentes solamente el oficial que loscasó, Adriana y un amigo de Kirk. No hubofestejo. Después de la ceremonia civil fueronsimplemente a comer unas hamburguesas. LuegoPequela regresó a su trabajo y Kirk al suyo. Denoche, como todos los días, Pequela retorno alapartamento que compartía con su amigasalvadoreña, a quien no le comentó nada de loacontecido. Kirk, por su lado, había prometidoguardar el secreto también. Sólo su amigo, quehabía oficiado de testigo, sabía de la boda. Unavez casada con Kirk, no fue difícil para Pequelaconseguir un empleo mejor. Fue una bendiciónpoder dejar el restaurante y emplearse comocajera en un supermercado. Allí tenía un contactomás directo con la gente. Sus conversacionesbilingües con Kirk le habían ayudado a mejorar suinglés. Se defendía bien con su escasovocabulario. Después de todo, no tenía que hablardemasiado y el trabajo le gustaba bastante. Fue almédico, quien le recomendó alimentarse mejor y lemandó una cantidad de vitaminas y algunos

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medicamentos para abrirle el apetito. El sueldoera más alto que el percibía en el restaurantemexicano. De todos modos, no era suficientecomo para poder vivir holgadamente. Seguíaviendo a Kirk con regularidad pero este últimohabía cambiado. Se mostraba más agresivo conella. Pequela no le prestaba demasiada atención. Estaba interesada en un muchacho que trabajaba enel supermercado, y que no parecía darse cuenta delos sentimientos que despertaba en la jovenperuana. La saludaba, le sonreía amablemente ynada más.

Seis meses después del enlace, los espososrecibieron una comunicación que decía quedebían presentarse en una oficina del Estado pararegularizar la situación de Pequela, lo que provocópánico a la flamante esposa.

¿Y si descubrían que el casamiento era unafarsa? Eso era algo muy común en los EstadosUnidos. Ella lo sabía por gente conocida y portantas películas que había visto sobre este tema. Le planteó sus temores a Kirk. Éste, parco comosiempre, solamente atinó a decirle:

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- Ven a vivir conmigo.-Esta vez Pequela no dio una respuesta

inmediata. Deseaba pensarlo mejor. Confiaba enKirk pero no le había gustado su actitud de losúltimos tiempos. Una cosa era que fueran amigosy se vieran de vez en cuando. Otra muy distintaera compartir una casa. Además, había recibidouna carta de su hermano donde le decía quedeseaba visitarla para probar él también suerte enese país. Pequela se moría de ganas de ver aalguien de su familia. En unos meses tal vezpodría ir a visitarlos, pero no sería factible hastaque no tuviera todos los papeles en regla. Suangustia se veía aumentada debido a que laamistad con su “roomate” salvadoreña se habíadeteriorado. Pequela le toleraba muchas cosasporque la parte de alquiler que debía pagar eramuy baja, y eso le permitía ahorrar más dinero. Muchas veces había pensado en mudarse sola a unapartamento, pero económicamente era imposible. Finalmente, luego de mucho meditarlo, le dijo aKirk que se trasladaría a su casa, con la condiciónde que le permitiera pagar un alquiler. La casa era

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propiedad de Kirk, pero Pequela temía que, siaceptaba el ofrecimiento de aquél, sin pagar suparte, tuviera que hacer algún tipo de concesiónque ella no estaba dispuesta a otorgar. Kirk semostró muy contento cuando Pequela aceptó supropuesta. Al principio, puso objeciones al pagode un alquiler por parte de ella pero luego, viendoque era la única forma de que la muchachaaceptara compartir su casa, no tuvo más remedioque acceder.

La mudanza de Pequela coincidió con lallegada de Enrique, su hermano, lo que contribuyóa que la convivencia entre los esposos fuera másllevadera. Pequela estaba feliz con la visita. Ensus horas libres llevaba a Enrique a recorrerdiferentes lugares. Se puso al día con lasnovedades de su país y de su gente y, sobre todo,con las noticias de su familia. Sus padres estabanbien, deseosos también de visitarla. Prometíanhacerlo en el correr de los próximos meses, siKirk permitía que se alojaran con ellos. Kirkseguía mostrándose parco y no permanecíademasiado en la casa. Regresaba tarde de su

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trabajo. Algunas veces compartía la cena conPequela y Enrique, otras tantas ni eso. Siemprehabía sido muy amable con Enrique, pero nuncahabía querido salir con él y su hermana.

La mamá de Kirk, una señora de más desetenta años, había ido a visitarlos en dosoportunidades. La dama estaba encantada conPequela. Ella pensaba que su hijo y la chicaestaban enamorados y no hacía más que preguntarcuándo vendrían los nietos. Como persona mayorque era, deseaba disfrutar mientras estuviera biende la nueva familia que su hijo había formado.

Enrique permaneció en Estados Unidos dosmeses. No pudo encontrar trabajo y decidióregresar a su país. Al mes de su partida, lospadres de Pequela decidieron también visitarla yestuvieron con ella durante unos veinte días. Pequela estaba feliz. Se sentía mejor. Eltratamiento médico y su familia habían hecho querecuperara algo de su apetito. Había engordadocinco kilos, lo que, teniendo en cuenta su delgadez,era mucho. Cuando partieron, Pequela se sintiómuy triste. La casa parecía vacía sin su

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presencia. Sus padres sabían cuál era laverdadera situación con Kirk y se habíanpreocupado un poco. Kirk les había parecido unhombre agradable. Había sido muy correcto conellos pero en su opinión, y aunque Pequela leshabía dicho en reiteradas ocasiones que no era así,Kirk estaba enamorado de ella.

-¿Por qué razón sino habría de ser tancondescendiente contigo, hija?-reflexionó sumadre.

-Se siente solo, mamá. Al compartir su casaconmigo está más acompañado. Yo no lo molestoen absoluto y además le pago un alquiler-respondió algo molesta Pequela.

Las entrevistas con el oficial del RegistroCivil habían salido bien. Nada hizo sospechar alfuncionario que se trataba de un matrimonioirreal. La documentación oficial pronto estaría enmanos de Pequela, quien comenzó a pensar en laposibilidad de irse a vivir sola. Ya no aguantabael mal humor de Kirk, ni su marcada indiferencia. Compartían un techo pero ya no más charlas. Ambos trataban de llegar a casa en horarios en que

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el otro no estuviera, para evitar así roces oconversaciones. Cada uno tenía su dormitorio. Era fácil eludir encuentros cuando no lo deseaban.

Un día en que la situación era ya insostenible,Pequela decidió hablar con Kirk. Le diría que seiba a ir definitivamente de la casa. Ya no tolerabamás esa peculiar convivencia. Le agradeceríamucho todo lo que él había hecho por ella pero eramomento de salvar, aunque fuera, la amistad quehabía existido en un tiempo entre ellos. Alejarsesería mejor que terminar odiándose.

Esa noche, apenas Kirk llegó a la casa,Pequela le dijo que quería hablar con él. Kirksonrió.

-Yo también tengo algo que decirte-respondió de inmediato él.Sin darle tiempo a Pequela de articularpalabra, comenzó un breve pero sentidodiscurso que ella escuchó con indisimuladoasombro.-Estoy enamorado de ti. Siempre lo heestado. Todo lo que hice fue con la esperanzade que te enamoraras de mí. Nunca quise

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forzar tus sentimientos. Por eso no te habíamencionado nada de esto antes. Lamentablemente, me di cuenta de que nocompartes lo que yo siento por ti. Si lodeseas, puedes dejar la casa cuando quieras. Siempre seguiré siendo tu amigo, pero creoque será conveniente que no te vea por untiempo, por lo menos hasta que se alivie midolor, y pueda enfrentar esta situación deotro modo.

Pequela se quedó paralizada. A pesar de quela situación había sido obvia para sus padres ytambién para Adriana, que le había insinuado queKirk estaba interesado en ella, Pequela siempre sehabía negado a aceptarlo. Ahora todo estabaclaro. Entendía el porqué de sus silencios y sumal humor. Tenía la libertad de irse. Podíaempezar una nueva vida. Sin embargo, esaposibilidad no la hacía del todo feliz.

Los días siguientes trabajó como unaautómata. Trataba de no pensar demasiado, peroun cúmulo de ideas se mezclaba en su cabeza. Casi no veía a Kirk. Él se cuidaba de llegar a su

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casa prácticamente de madrugada, cuando ella yaestaba en su cuarto. Pequela lo sentía ir y venirpor las diferentes habitaciones del hogar. Ella,por el contrario, no se movía de su dormitorio. Nosabía qué hacer ni qué decirle. Comprendió lasoledad de ese hombre maduro. Pensó que tal vezel aburrimiento que había percibido en él era elresultado de demasiados años de aislamiento. Nunca le había hablado de amores anteriores, sólode ocasionales aventuras. No era un hombre buenmozo, tampoco le parecía una persona demasiadointeresante. De todos modos, lo consideraba unexcelente ser humano. No solamente por la formacomo la había tratado a ella, sino porque sabíacómo era con la gente que trabajaba junto a él. Talvez el hecho de haber sido hijo único y de haberperdido a su padre de pequeño había sido la causade que se sintiera responsable de su mamá. Apesar de que desde los veintidós no vivía con ella,nunca se había separado ni mental niemocionalmente de su progenitora. Eso,probablemente, le había impedido formar unapareja.

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Con el correr de los días, los sentimientos dePequela se fueron transformando. Quizás siemprehabían estado allí y ella no había sabidointerpretarlos. Sentía algo especial hacia Kirk,pero no podía definirlo. Ella nunca se habíaenamorado, y en sus fantasías románticas nunca sehabía visto junto a un hombre casi veinte añosmayor que ella.

Las dos, las tres, las cuatro de la mañana. Sí,definitivamente estaba enamorada de Kirk. Apenas se levantara, se lo haría saber. Parecía tanclaro ahora que tenía la libertad de alejarse de él. Muchas cosas habían sucedido en su vida en losúltimos años. Mucho había cambiado también. Ella había cambiado. En esos instantes leparecían muy lejanos los momentos vividos en suciudad natal, su antigua angustia, su desesperacióny decepción. Después de todo, la terribleexperiencia sufrida la había llevado hasta dondeestaba hoy y le había permitido conocer a Kirk. En ese momento entendió la razón de todo loacontecido. La confusión de los últimos tiemposse transformó súbitamente en agradecimiento,

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hecho de amor, paz y comprensión.

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PANTALLA INTRUSA—Te propongo un strip-tease.—Perfecto. Una melodía ronca y sensual comenzó a

transitar por el hombre. Frotó, expectante elrespaldo de la silla con su espalda, hasta lograrrecostarse en la posición exacta para gozar lo quevendría. Tomó el vaso de whisky que estaba sobreel escritorio y bebió dos sorbos. La oscuridad dela habitación, quebrada únicamente por elrectángulo que tintineaba frente a él, lo despojó detoda incomodidad. Encendió un cigarro.

—Estoy listo, podés empezar cuandoquieras.

La música la alcanzó también a ella que

acarició su cuerpo aún vestido, con detenimiento. Primero fue el cabello castaño, abundante ysedoso. Pasó luego sus manos por su rostro y lasdetuvo en los labios. Humedeció sus dedos, que

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ahora llevaban su sabor mezclado con un leveperfume recogido, al descuido, detrás de lasorejas. Acunó sus brazos. Descendió hasta lacintura que se ensanchó más abajo. Las manos seperdieron para volver, ya audaces, al inicio de surecorrido.

Él comenzó a moverse ansioso en su asiento.

Apenas se conocían. Se habían visto solamentedos veces antes de que tuviera que regresar aMontevideo. Fue suficiente. La atracción, quehabía comenzado con un intenso cruce de miradasen un bar de Buenos Aires, había sido un flashrecíproco. Él se había acercado a ella.Conversaron. Al otro día se volvieron aencontrar. Sin demasiadas preguntas y menosrespuestas, se fueron al hotel donde él se alojaba. Hoy solamente recordaba el nombre de ella, ladanza horizontal que inventaron en total armonía yesa dirección que le había permitido ubicarla.

— ¿Qué hacés?—Fumar y disponerme a disfrutarte en la

penumbra.

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—El humo se lleva las palabras. Primero unzapato, luego el otro. El charol, que quitolentamente, reluce olvidado en un rincón. Mipie derecho, aún envuelto en una media sinpuntera, se apoya insolente en el borde de lasilla, entre tus piernas. Desprendo, sin prisa, lasargollas que nacen en el encaje oscuro queaprisiona mis caderas. Ojos que se elevan y ojosque descienden. El fino nylon desaparece y lapiel se asoma, sin pudor, por el tajo infinito demi vestido color rubí. Tu cigarrillo se acabajusto cuando mi pie desnudo vuelve al suelo…

Nunca un corte de corriente fue más

inoportuno. Ni siquiera había llegado a pedirle sunúmero telefónico. Ahora estaba seguro de quequería volver a verla. Apenas el monitor de sucomputadora se encendiera nuevamente, labuscaría entre sus contactos. La semana siguienteviajaría nuevamente a Buenos Aires. Debíaconcretar un negocio y ser testigo, sin pantallasintrusas, de un final de strip-tease.

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Karina Ballesteros Minutti (Montevideo, 1962) se inició en elmundo de las letras en su infancia, como ávida lectora yescribiendo poemas.Su vida laboral se centró primero en el trabajo de secretariabilingüe en Uruguay y Estados Unidos, para luego pasar aejercer como traductora pública de inglés, actividad que realizaen forma free-lance hasta el día de hoy.En el año 2001 publicó en Uruguay su primer libro de cuentoscortos “VIDAS”, que agotó dos ediciones en unos meses. Apartir de entonces, alternó el hobby de la escritura con su otrapasión: el yoga. Se convirtió así en el 2010 en instructora deyoga para adultos y en el 2011 en profesora de yoga para

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niños. Hoy nos ofrece esta nueva obra que incluye tres cuentosde “Vidas” y otros tantos que fueron surgiendo entretraducciones, respiraciones profundas y la existencia cotidiana.