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HEBERTO GAMERO CONTÍN
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CUENTOS DE PAREJAY OTROS RELATOS
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Un cuento pasaba muy cerca de mí. Lo atrapé de umanotazo. Tenía las alas muy cortas pero volabacomo un albatros.
A Nin
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CUENTOS DE PAREJA
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EL GALÁN
Se hacía llamar Robert Gas, aunque sverdadero nombre era Roberto Gastón. Pero pobanalidades de la vida desde hacía muchos año
estando frente al espejo, se dijo que en lo adelante llamaría así por ser un nombre más acorde a spersonalidad, algo que, pensaba, aderezaba svida, su estilo de hombre irresistible. Robert Gaentonces, vendedor de autos usados con ciert
éxito, mediando los cincuenta, de aspecto juvengracias a su delgadez, a su abundante cabello aúoscuro y a su forma de vestir: jeans de marcafranelas del caimancito en vivos colores, saco azu
de botones dorados con anclas al relieve y zapatoblancos tipo mocasín que usualmente usaba simedias, se presentó en la tasca de un centrcomercial cercano a su trabajo. Entró con unamplia y radiante sonrisa, síntoma anticipado de l
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productiva noche que imaginaba. Mesa para doe dijo al mesonero mientras revisaba el lugar y s
cercioraba de que todavía ella no había llegado. Apesar de que apenas eran las seis de la tarde de udía de semana, ya había suficiente gente en el siticomo para comenzar la fiesta. Los músicoafinaban los instrumentos y el olor a cigarrillo y icor comenzaba a impregnar el ambiente. Era u
establecimiento de ofertas múltiples: además de lorquesta que interpretaba en vivo las máconocidas canciones latinas, especialmente salsamerengues y boleros, contaba con un eficient
ervicio de restaurante que podía servir cualquieplato que se ofreciese en el menú casi con lvelocidad de un restaurante de comida rápida. Unarga barra atravesaba el local donde vario
mesoneros, secundados por toda clase de copavasos y botellas de licor, atendían a los que sólquerían beber o simplemente picar algo llamadopor el olor de los variados quesos, tortillas exuberantes jamones que colgaban del techo com
echosas a punto de caer. Frente al escenario, un
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pequeña pista de baile de piso pulido flanqueaba gran cantidad de mesas que había en el lugar. Lenue luz mitigaba los defectos de las manchas
pequeños huecos en los manteles sobre las mesade las rayas en las paredes y de las filtraciones ealgunas partes del techo. En los baños, un amablcuidador vendía caramelos, chicle, maní, galletaperfumes y, privadamente, otros productos par
necesidades varias.El mesonero le sugirió una de las mesas, pero éprefirió otra un poco más cerca del escenariomirando hacia la puerta del local. Un whisky co
agua por favor, le dijo al hombre quien tomó noten una pequeña libreta atravesada por un alambren espiral. Enseguida, dijo el mesonero. ¿Algpara picar?, añadió. No, aún no, dijo Robe
amborileando con sus dedos sobre la mesa acompás de los primeros acordes musicales quetumbaban en sus oídos. Miró a los lados. Detall
a varias parejas en las mesas cercanas: unos teníaas manos tomadas, se reían y se decían cosas a
oído; otros se abrazaban y se besaban como en u
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epetido año nuevo, y algunos, los un poco mayoes como él, hablaban tranquilamente sin expresa
grandes emociones. Se dio vueltas y observó en lmesa de atrás a una mujer que lloraba en silencimientras su acompañante, un hombre algo máoven que ella, veía el trago con la cara fruncidin reparar en la mujer.
Aquí tiene, salud, le dijo el mesonero. Graciaespondió Robert. Se acomodó de nuevo en la sill dio un gran sorbo a la bebida al tanto que
cerraba los ojos con placer. Se echó un poco haciatrás y continuó dándole a la mesa con la punta d
us dedos mientras miraba hacia la entrada coexpectativa y emoción. De vez en cuando sapretaba ambas manos y le daba vueltas a sudedos para luego pasárselas por el cuello y part
de la cara. De pronto, como si se hubiese dadcuenta de algo muy inconveniente, fuera de lugau placentera expresión se partió en dos, miró os lados, también hacia la entrada, y en e
movimiento rápido con que un carterista se hac
de un monedero se sacó el anillo del dedo de s
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mano derecha y lo guardó apresuradamenteRespiró profundo. De nuevo tranquilo, tomó otrrago y comenzó a mover la cabeza en juego cous manos y la música que sonaba. A veces movíus labios como si acompañara a la cantante de l
orquesta. Y una y otra vez se acomodaba epañuelo rojo y almidonado que llevaba en el boillo de la chaqueta, cuya punta sobresalía como l
de un ice berg en un mar oscuro.Se llamaba Ifigenia. Al principio, cuando escuchpor teléfono que se llamaba Ifigenia, perdió todnterés en conocerla. No le pareció que con es
nombre fuera candidata ni siquiera para compraun carro, más bien una persona mayor y anticuadaPero cuando la mujer se presentó en la agencia coel cheque en la mano, el talle esbelto y su jove
ostro decorado con unos ojos que parecían mábien dos voluminosas esmeraldas, Roberescondiendo su mano derecha, no sólo cambidrásticamente de opinión sino que se empeñó envitar a la mujer a tomar algo, como un servici
especial que se brinda a los buenos clientes de l
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agencia. La mujer le dijo que no en un primemomento, pero unos días después, dada snsistencia, las flores y alguno que otro galante
algo cursi pero al parecer efectivo: Soy un pobrhombre solitario que deambulaba por el mundcon la esperanza de algún día encontrar a salma gemela, decidió aceptar la invitación. Peromaría ciertas precauciones.
Aún no había terminado su trago cuando lflamante Ifigenia apareció por la puerta de entradaParecía un ángel. Caminaba lento y veía de un lada otro con la expresión de una cenicienta: inocente
bondadosa. Llevaba un pantalón oscuro, uncamisa celeste de lino y un collar de cuantablancas adornaba su cuello, al igual que unopequeños aretes también blancos en sus oreja
descubiertas. Su elegancia la completaba ucabello castaño, abundante y largo, recogido erenzas sobre la es palda, adornado con un ganch
de madera que brillaba como una joya. Muy cercde ella la seguía una mujer bastante gorda, car
edonda, ojos pequeños y pelo ondulado. Iban mu
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untas, por lo que Robert intuyó un cambio en loplanes. Pero no se dejaría amilanar en lconsecución de su objetivo, su vasta experiencien estas situaciones lo haría salir victoriosopensaba.
Robert se levantó al tiempo que le hacía señas coa mano. A la sazón, ella lo miró desde el otrado de la tasca y sonriente también lo saludó. Agual lo hizo la gordita, a quien Robert no conocía
Robert apuró otro trago y, como todo un caballeroe fue a darles la bienvenida. Antes de que él s
acercara totalmente, Ifigenia le ofreció la mano
Encantado de verte, dijo Robert, haciendo lpropio. ¿Cómo estás?, dijo Ifigenia. Ella es Lolauna compañera de trabajo. Hola, dijo Lola. Muchgusto, Robert, Robert Gas, dijo Robert, y continuó
iéntense por favor; le haló la silla a Ifigenia, tomotra de una mesa cercana y se la ofreció a Lola, quien le sonrió de forma un poco exageradaAmbas damas se sentaron de un solo lado de lmesa y él del otro. La música sonaba a tod
volumen por lo que había que gritar par
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escucharse. Claro, si se hubieran sentado uno aado del otro como lo tenía previsto, no se vería
en esa situación, pensó Robert. Y… ¿Cómo estodo?, dijo Robert sonriente, distraído, moviendus hombros al compás de la música —por nad
del mundo dejaría que se le notara sncomodidad. Además, necesitaba aparenta
muchos años menos de los que tenía—. Bien, mu
bien, dijo Ifigenia, también sonriente, mientras lgordita miraba hacia todos lados. El mesonero sacercó y les preguntó qué querían de tomar. ¿Que gustaría tomar?, preguntó Robert mirando
figenia; pide lo que quieras. La gordita le clavuna rápida mirada, como recordándole que ellambién estaba ahí. Él sonrió de nuevo. También, Lola, pide lo que quieras. Gracias, dij
Lola, yo quisiera un whisky; doce años, por favoClaro que sí, lo que tú quieras, dijo Robert sipoder evitar cierta carraspera en su gargant¿Alguna marca en especial para la señorita?preguntó el mesonero. Sí, etiqueta negra, dijo Lola
Robert miró a Ifigenia. Y a ti, qué te provoca
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figenia. Bueno, ya que todos están tomandwhisky, yo también me anoto con uno, graciadijo. Alguna marca en especial, preguntó esta veRobert. No, la misma que tú estás tomando, dijfigenia después de titubear un poco. Robert suborizó, levantó la cabeza, hizo la orden y pidi
otro trago de whisky para él. Con mucho gustodijo el mesonero y se alejó. La orquesta comenz
otro set y Robert a tamborilear de nuevo sobre efilo de la mesa y a acompañar a la cantante con lcanción. Tocan bien, ¿no?, gritó un pocacercándose a Ifigenia. Sí, dijo Ifigenia, so
apenas cuatro personas y parece una gran orquestaTal cual, dijo Robert. A los pocos minutos spresentó de nuevo el mesonero, sirvió las bebida se retiró. Bueno, gritó Robert, brindemos po
este encuentro, por la amistad y por el amor, lmás bello que une a los seres humanos. Salud, dijfigenia complacida con el brindis. Salud, dij
Lola. Igual Robert. Todos levantaron los vasos os hicieron sonar en el centro de la mesa. Por l
expresión de sus caras, el primer trago les pareci
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algo fuerte a las damas, pero al cabo de un ratparecieron acostumbrarse. ¿Qué tal el whisky?preguntó Robert acercando su cabeza. Muy buenodijo Ifigenia. Lola asintió con frialdad. ¿Tgustaría bailar?, le preguntó Robert a Ifigenicuando escuchó que la orquesta cambiaba a upasodoble. Él se acercó para escuchar lespuesta. Quizás después, le dijo, no soy mu
buena para el pasodoble, prefiero música máenta para bailar, donde no corras el riesgo de u
pisotón. Robert sonrió. Sintió la mirada de Lolobre su cara; quizás ella sí era una buena ba
adora de esa música, pero se hizo edesentendido. Se tomó otro trago y volteó a ver a cantante de la orquesta con quien se reía cad
vez que podía. ¡Y viiiiiiiiva España!, comenzó corear Robert, la única parte que al pareceecordaba de la canción porque en el resto de letra apenas movía los labios repitiendo lo que l
mujer cantaba pero fracciones de segundodespués, dando la sensación de que se la sabía d
cabo a rabo. De vez en cuando Lola le decía algo
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figenia y ésta reía o le contestaba cualquier cosin importancia. ¿Qué le estará diciendo est
gorda?, se preguntaba Robert, quien seguía danda sensación de que tenía veinte años menos. U
merengue comenzó a sonar y él se movía en lmesa como en sus mejores tiempos. ¡Epa!, decía, movía la cabeza hacia un lado. ¡Hu!, y movía lamanos. ¡Ah!, y movía la cintura. ¡Hea!, y movía l
cabeza hacia el otro lado. ¡Vamos!, y golpeaba lmesa con toques cortos y sonoros. ¡Upa!… Ifigenieía y él chocaba las palmas de sus manos paruego cerrarlas, bajar la cabeza, achicar los ojos
mover sus brazos como si participara en umaratón. Tengo hambre, dijo la gorda de repenteRobert levantó la mano y enseguida vino emesonero. Algo para picar, dijo Robert. Emesonero le entregó la carta. Pidieron una parrillde mariscos, la que no tardó ni cinco minutos eer servida y de la que Lola dio cuenta casi ellola en menos tiempo del que tomó traerla. Robe
gruñó tras una falsa risa. Otro trago después de l
cena era indispensable. El conjunto musica
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erminó el set y colocaron algo máuave.
Así que eres soltero, dijo Lola de pronto, co
naturalidad, como un comentario que se le hace cualquiera por hablar de algo y llenar un espacioO como si inútilmente pretendiera poner adescubierto a su anfitrión. Robert paró de cantade tamborear y asumió una actitud seria, solemneApoyó sus codos sobre la mesa para que lescucharan mejor. Eso es correcto, dijo, desdiempre he buscado a la mujer de mi vida, alguie
con quien compartir la lectura de un libro, e
amanecer de una mañana lluviosa, el trino de lopájaros en las altas ramas de un bucare, pero no henido suerte, las adversidades amorosas me ha
perseguido a lo largo del tiempo —Ifigenia sinti
que su corazón se empequeñecía. Lola se reía coa desconfianza de las gorditas inteligentes— y mhan hecho sufrir los embates de la soledad. Perno pierdo las esperanzas de que algún día no muejano… Robert sacó el pañuelo y lo pasó por su
ojos. Claro que sí, interrumpió Ifigenia mientras l
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omaba del brazo, claro que encontrarás a alguiena lo verás, el día menos pensado llegará la muje
de tu vida y todo tu sufrimiento quedará atráRobert, en un elegante ademán, tomó el centro du pañuelo y fabricó la punta del iceberg par
meterlo de nuevo en el bolsillo de su sacoGracias, Ifigenia, desde que escuché tu melodiosvoz por teléfono me imaginé que eras una mujer d
una gran calidad humana. Tus palabras ldemuestran, tus gestos, tu verde mirada de piedrpreciosa, toda tú. Y sí, tengo fe... Lola se tomotro trago, dejó un pedazo de hielo en su boca y s
echó hacia atrás. Robert se dio cuenta de su actitu decidió sacarla del juego lo más pronto posiblefigenia estaba hipnotizada. Dime Ifigenia, dij
Robert sin importarle que Lola estuviese cercapor favor no contestes si la pregunta te encómoda pero dime, ¿también eres soltera? Afigenia le brillaron los ojos, alisó el mantel con l
punta de sus dedos y después de una aspiracióprofunda le dijo: Sí, lo soy.
Voy al baño, dijo Lola de improviso y se levant
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de un tirón. Robert se sintió victorioso. Un bolerde Manzanero comenzó a sonar y de inmediato lendió la mano a Ifigenia para llevarla a la pista
Era una oportunidad que no podía perder. Ellenía las manos frías y el corazón le golpeaba la
paredes del pecho como si quisiera abrirse pasentre las costillas. Somos novios…, decía en esmomento la canción. Al llegar a la pista él s
detuvo y, sin provocarlo, como todo un veterande cien batallas, esperó que ella se acercara parpasar la mano a través de su cintura y presionarlcon delicadeza, algo casi imperceptible, hast
entir sus senos suaves pegados a su cuerpo, su abdomen plano junto al suyo, su aliento confundirscon el de él y todo su olor a jazmín que salía borbotones desde el fondo de su cuello sólo parél. Esto se está cocinando muy bien, se dijRobert, tenía mis dudas, pero creo que esto va estar listo para esta misma noche, qué golilla. Nquiero parecer cursi, le dijo Robert ya con lengua ligeramente enredada por los tragos, n
exagerado, pero lo que siento ahora es mayor
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cualquier sentimiento que este pobre corazón hayalbergado por mujer alguna. No, no te extrañes, nme juzgues de precipitado, por favor, déjamexplicarte. Es una sensación que comenzó como uimple fuego, intrascendente, de poca monta, n
mayor que el de una fogata que se hace con lntención de pasar una noche en medio del bosque
que en breve tiempo, a primera vista podría deci
e ha expandido dentro de mi pecho y ha quemadextensiones gigantescas de mi alma, devorandodo lo que en él queda y amenazando con llevarsambién mi vida si no me permites besar tus pies
adorarte por siempre. Sí, en este preciso momentno me importa el tiempo. El pasado y el futuro nienen ninguna importancia, lo único que mmporta es el ahora, esta sensación que transmite t
cuerpo cerca del mío, este presente que reúne odos los tiempos en uno solo y que perdurará poiempre en mi memoria mientras tenga vidafigenia tuvo la sensación de que sus piernas no l
aguantarían más, y débil, desarmada, cansada d
esperar, de defenderse, de luchar, de se
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escrupulosa con los hombres, dejó caer su cabezobre el hombro de Robert quien no cayó en lentación de besarla de inmediato, lo que pud
haber hecho sin resistencia alguna, lo sabía, perprefirió actuar a la altura de un verdadero dandde un Gas. Comenzó entonces a acariciarluavemente con su barbilla y a presionarla co
firmeza sobre sí, girando al compás de la canció
hasta que se escuchó …el más puro de los besosY en ese preciso momento se separó un poco hastque ella levantó la cabeza y pudo verla muy dcerca, y lentamente, como el movimiento de lo
planetas en el firmamento, se fue acercando cadvez más hasta juntar sus labios y estamparle uapasionado beso al que ella correspondió sidefensa ni timidez posible. Luego ella estiró subrazos hasta el cuello de Robert, rió con él comi lo viera por primera vez y lo abrazó con fuerza
Robert apenas pudo resistir la sensación de emitun alarido de euforia y saltar sobre la pista comun chimpancé victorioso. Eres lo mejor que me h
pasado, le dijo al oído al terminar la canción
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Cuando regresaron a la mesa el mesonero les dijque Lola se había marchado. Robert sonrió para se sentó donde antes estaba Lola, pidió otro trag le ofreció uno a Ifigenia que le dijo que no, quea no le apetecía. El primer sorbo le avisó que er
el momento: ¿Quieres que nos marchemos a otritio?, le dijo Robert al tiempo que se acercaba a besaba en el cuello. Sí, le respondió ella
decidida. La cuenta, por favor, le dijo Robert amesonero. Esto es increíble, dijo Ifigenia, con unisa nerviosa. Increíble, pero maravillosontervino Robert. El mesonero trajo la cuenta
Robert entregó la tarjeta de crédito. Nunca mepararé de ti, le dijo mientras esperaban y lpasaba la punta de los dedos por sus labios. Ellbrillaba como las luces del escenario. Emesonero trajo la tar jeta. Robert firmó, tomó uargo trago, le haló la silla a Ifigenia
abandonaron el local.
Caminaron hasta el estacionamiento tomados de lmano. Cuando Robert sacó las llaves para abrir l
puerta del carro, su anillo de matrimonio cayó a
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piso. Rodó sólo un poco, hasta tropezar con lopies de Ifigenia.
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DONALD
Llegué como a las nueve de la nocheApenas comenzaba a olerse el humo de locigarrillos en el ambiente y la música todavía sescuchaba a bajo volumen. Unos pocos clienteapoyados en la barra me miraron como si fuera dotro mundo y la persona que entrara al bar lhiciera por equivocación: un error al abrir lpuerta y la entrada por descuido a un sitio n
deseado. Posiblemente pensaron eso por matuendo de mujer decente, pero ellos deberían dmaginarse que una no puede andar por la call
vestida de la misma manera que en el trabajo, a
menos no en este trabajo. Llevaba un pantalónegro con zapatos negros que hacían juego con uncorrea también negra y una blusa verde manzande mangas largas abotonada casi hasta el cuellooda muy recatada. Recuerdo que casi no tení
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maquillaje, apenas un brillo en los labios que yno debía de notarse, y mis cejas y pestañas anatural. El cabello lo tenía recogido y, a pesar dque sólo tenía veinte años, los lentes que usabdesde pequeña me daban cierta apariencintelectual que descartaba cualquier confusió
cuando iba por la calle. Al cerrar la puerta tras dmí —la puerta que me aísla de ese otro mundo qu
pretendo enfrentar de la única manera que shacerlo—, me quité los lentes, caminé ágil comel perro que entra a la casa conocida, les sonreí odos insinuando mis labios y les dije que y
venía, que no se fueran sin saber lo que habídebajo de toda esta formalidad.
Al final de la barra había un visitante que estabolo. Uno de esos solitarios de mirada fija
expresión ausente, encorvado, escrutando el trag haciendo bailar los hielos con la punta de sudedo. Le acaricié el hombro cuando pasé y monrió; eso creo, creo que fue una sonrisa lo qu
vi, pero sin interés alguno, sin esa picardía qu
odos traen en la cara y que los delata antes d
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pagar el reservado. No le presté atención, todovienen a lo mismo, es cuestión de táctica o destilo o de tiempo, no sé. Seguí mi camino hasta lpequeña habitación que tengo asignada y cambimi atuendo. Me puse un short blanco de licrcortito y muy pegadito y un top que apenas cubrímis senos. También unas botas blancas, altas, dplataforma, que hacían ver mis piernas más larga
de lo que son. Solté mi cabello y pinte de rojo mboca más allá de la línea de los labios, unegunda línea paralela que la sustituye sin ser vist
en las sombras de humo y luces de colores de
ugar y que me hacía ver más sensual. Una pizca dperfume detrás de mis orejas, otra en medio de mienos, otra donde se doblan mis brazos y un
cepillada a mi cabello completó la operaciónLuego comprobé que había suficientepreservativos en la mesita de noche y salí al ruedcomo si me dispusiera a atravesar la alfombra rojde los artistas de Hollywood, sólo que sin laimosinas ni la gente pidiendo autógrafos ni la
isas de admiración de las personas que sueña
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con ser como ellos. El hombre que estaba solo ea barra continuaba con la mirada fija en su trag
como si este hablara con él y él lo escuchara siprestar atención a lo que decía, sólo mirando siver, girando su dedo entre los hielos sin pareceentir el frío. Me senté a su lado al tiempo que l
pasaba el brazo sobre el hombro.
—¿Cómo estás? —le pregunté.
Él me miró con la misma sonrisa de antes. Lueghizo un gesto de leve sorpresa cuando finalmentpareció darse cuenta de que yo era la misma que laludé al entrar.
—Bien —dijo—. Sutilmente se sacudió y tomó urago. Luego volvió a concentrarse en lransparencia del hielo.
— ¿Qué hora tienes? —le pregunté.Miró el reloj estirando su cuello.
—Son las nueve y media.
—Todavía es temprano —dije—. Pensé que iba
legar tarde. Había un tráfico espantoso; y u
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calor... El autobús venía lleno. Menos mal que uneñora que estaba sentada justo frente a mí sevantó y pude ocupar el puesto, porque si no…
Me quedé esperando una intervención, cualquiecosa que me dijera que no estaba hablando sola. Ehombre no contestó, apenas sonrió con una de esaonrisas carente de emoción.
Comencé a ver hacia los lados con la esperanza dencontrar un mejor candidato; y sí, cerca había doipos, uno de ellos me miraba insistentement
mientras el otro de espaldas hacia mí gesticulabcon sus manos sin parar. Tenía la cara indicada
esa que tienen todos, o casi todos los que vieneaquí. Le sonreí y por supuesto él hizo lo mismo.
—Permiso —le dije al hombre de hielo.
De inmediato el otro me invitó un trago y luego dunos minutos nos fuimos al reservado. Cuandpasé por el frente del hombre de hielo puse ubeso en mi mano y se lo lancé, por si se animabdentro de un rato. Pero no, ni siquiera un gesto
clavó la cabeza de nuevo en su trago y otra ve
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pareció irse de este mundo. Media hora despuéalí de la habitación, una de tantas a las que s
accede desde el bar y todavía él estaba allí. Eotro ni siquiera se despidió, se sentó otra vez coel que gesticulaba y reanudó la conversaciónClaro, esto es lo mejor que puede pasar, que no snteresen en ti ni tú en ellos, que se olviden de qu
estuvieron contigo, así se trabaja mejor, así nadi
e molesta porque una esté con otro. Repasé el baque ya se llenaba de humo y decidí intentarlo dnuevo con el hombre de hielo.
—Hola —dije.
—Hola —pareció responder.
— ¿Cómo te llamas?
El hombre me miró.
—No importa —dijo, y pidió otro trago amesonero.
Yo miré hacia el techo, luego me volví hacia eescenario y estuve un rato mirando cómo una d
as muchachas se contorneaba alrededor del tub
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de danza. Mientras lo hacía, los hombres sacercaban y reían con lujuria, y ponían los ojograndes cada vez que la chica se quitaba unprenda. De pronto no pude evitar verme a mmisma escondida detrás del escenario. Tenía sietaños y mi mamá me traía al trabajo porque no tenícon quien dejarme en casa, siempre de nochenoche tras noche durante años. Quédate aqu
ranquilita, me decía mientras hacía su función os hombres se babeaban frente a su cuerp
desnudo.
Al principio la miraba fascinada, pero ya despué
no, y me ponía a jugar con Donald, mi patitquerido, casi sin ver lo que hacía mi mamáBailaba bonito, eso creo. Hasta los doce años mhizo creer que sólo era bailarina, la mejor, y qu
pronto llegaría uno de la televisión parcontratarla y hacer de ella una gran estrella. Emilagro nunca ocurrió, era de esperarse, y mmamá nunca llegó a ser una gran estrella, pero suna gran puta, la mejor, a quien hoy le debo todo l
que soy.
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—Manuel —escuché de pronto.
Volteé y el hombre de hielo me recibió con unmirada diferente, como si no estuviéramos en est
ugar de ambiente enrarecido por el humo, lmúsica ahora a todo volumen y el olor a licor ecada rincón, sino en otro, en una plaza llena dflores o caminando por la orilla de un lago y patoblancos nadaran frente a nosotros. Su mirada menterneció.
―Me llamo Casandra ―le dije, y le pasé el brazde nuevo sobre el hombro.
Él se irguió un poco y me dijo que sólo queríhablar. Yo le dije que estaba bien, que habláramoMuchos dicen lo mismo y todos terminan iguaadeando en el reservado.
— ¿Es la primera vez que vienes, Manuel? —lpregunté.
—Sí —me dijo, y tomó otro trago—. No sé poqué entré a este sitio... Estaba dando vueltas por lciudad sin rumbo fijo, sin saber adónde ir. Ya m
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quedaba poca gasolina, así que paré en unestación de servicio. Mientras llenaban el tanqumiré las luces intermitentes del aviso del bar en lotra calle, justo frente a mí, no pude despegar mvista de ellas: las del centro se encienden y apagaen una seguidilla continua de rojo, verde, amarill azul, en ese orden, y después comienzan a lanversa desde el azul hasta el rojo, luego todo s
epite y se repite hasta que tus ojos se escapan da escena y se van a otro lado… Cuando salí de l
estación, casi sin pensarlo, atravesé la calle y mdispuse a descubrir qué había detrás de es
colorida intermitencia, qué otro mundo se movía amismo tiempo que el mío… Y aquí estoy, mirandcómo el hielo se deshace frente a mis ojos y unoven y bella mujer como tú me acompaña en e
vacío.
Yo estreché su mano, lo miré con cierta pena y lpropuse ir al reservado para estar más cómodoÉl me dijo que no, repitió que sólo quería hablar omarse unos tragos. Levanté una de mis cejas y l
onreí con cierta impaciencia. Debió de haberl
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notado, debió de haber entendido que yo estabrabajando y que no podía estar allí toda la noch
hablando con él y escuchando sus lamentos. Él mmiró muy largo, detenido, como si hubiera hechalgún descubrimiento grandioso. Esperé variominutos a que se decidiera, pero me cansé. Voltehacia los vecinos y esta vez el hombre qugesticulaba había cambiado de lugar con su amigo
Ahora lo tenía de frente. Me sonrió con sadismo o también a él. Luego miró a su amigo y este l
hizo una seña con su pulgar al tiempo que movía scabeza en señal de aprobación, lo que aument
considerablemente el tamaño de la risa dehombre; también la mía. No hay nada como que una le reconozcan el trabajo. Permiso, le dije Manuel, y me fui con el otro. El tipo se empinó lque quedaba de su trago y apenas llegué a dondestaba se levantó y me apretó con fuerza por lcintura. Yo me le zafé y lo halé por el brazo parlevarlo de una vez al reservado. Cuando pasé po
el frente de Manuel no fui capaz de verlo a lo
ojos. Él me miró pero yo no tuve fuerzas par
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hacer lo mismo, no sé por qué, quizás en el fondme hubiera gustado acostarme con él y no con estebueno, cliente es cliente y lo importante es edinero. Tardé más o menos lo mismo que con eanterior. Como siempre, cada quien se fue por sado.
Ya era media noche y todavía tenía tiempo para upar de clientes más. Manuel aún estaba allmoviendo el hielo con su dedo, más encorvadomás pensativo. Hice un repaso por el local y yhabían llegado nuevos candidatos para trabajaPensé en sentarme un rato con Manuel, pero una d
as muchachas que pasaba por el pasillo me pidique la acompañara al baño. Mientras se pintaba lboca me dijo asombrada, más bien molesta, que sesposo la había llamado, borracho y lloroso, par
pedirle que abandonara este trabajo, que la queríaque él pronto conseguiría algo, que los niños lnecesitaban en casa. Ella le dijo que si estaboco, de qué vivirían después, ¿de empleada e
una casa de familia?, ¿en un supermercad
acomodando latas o limpiando habitaciones en u
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hotel? No, lo que ganara en lugares así no lalcanzaría para nada. Le dije que se quedarranquila, eran crisis que vivían los hombres y qu
pronto se le pasaría. Eso espero, me dijo, alimos de nuevo al ruedo. Manuel ya parecía u
adorno sobre la barra. Me acerqué y le pregunté sa estaba listo para el reservado. Me miró fijo
con los ojos pequeños y turbios de tanto humo
icor. Me dijo que sí, que esas no eran suntenciones, pero que estaba bien, iría. Lo tom
por el brazo y lo llevé a la habitación.
—¡Ah… así es un reservado por dentro! —dijo
mientras detallaba cada espacio del cuarto—. Epequeño. Más o menos como me lo habímaginado. Sábanas limpias para agradar a
cliente, un afiche seductor en la pared, un cenicer
ecién sacudido pero aún con ceniza, luz tenueespejo en el techo…, ningún objeto personal quos clientes se puedan robar, ¿verdad? Aparte
nada que delate tu intimidad.
—Así es, ven y ponte cómodo.
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Manuel sacó la plata de su bolsillo y la puso sobra cama.
—Ya no tengo que acostarme contigo, ¿verdad? —
dijo—. Ya no tengo por qué tener sexo si nquiero. Durante la próxima media hora podremohablar sin preocupaciones, sin presiones, ¿no easí? Por los próximos treinta minutos seráotalmente mía.
Yo reí con desconfianza, tomé el dinero, lo conté e dije que estaba bien, que la próxima media horería suya. Él se sentó en la cama. Luego me tomas manos y me dijo que jugáramos a viajar, qu
cerrara los ojos; él también lo hizo.
—Imagínate que estamos en otro lugar —dijo—un hermoso bosque quizás, rodeado de árboles taaltos que cosquillean a las nubes con sus frondosa
copas. Caminamos por un estrecho camino querpentea entre la neblina y damos de comer
decenas de pequeñas ardillas que se acercan nosotros.
—Prefiero un lago con patos blancos —dije.
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—Está bien, un lago como ningún otro, con gracantidad de patos blancos que comen de nuestramanos y mueven sus colas como si nos conocieradesde siempre y nos dieran la bienvenida. Eviento es agradable y ligeramente frío. Una capde neblina baja hasta nuestros cuerpos y noenvuelve con su manto gris, sedoso. Yo te abrazo presiono tu cabeza contra mi pecho. ¿Cóm
vamos?—Bien, muy bien.
—De pronto comienza a llover, corremos haciuna pequeña casa de madera cerca de la orilla de
ago y nos sentamos muy juntos a tomar café y ver correr las gotas de agua a través del cristal da ventana. Luego nos miramos fijamente y…
Yo no pude evitar ver el reloj en ese momento
Qué vergüenza. Noté su incomodidad. Sin decpalabra se levantó y se marchó. ¿Cuándo dejaré der una puta, me dije? Pensé que no lo vería nunc
más, pero al día siguiente entró al bar y me salud
amablemente. Me dijo que le gustaría sal
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conmigo el sábado. Yo le dije que el sábadestaba ocupada, pero que el domingo podría seÉl se mostró satisfecho, le di mi número deléfono y se despidió hasta el domingo. Pasé u
día como pocos en mi vida. Primero fuimos desayunar al restaurante del zoológico. Allodeados de vegetación y con el canto de las ave
de fondo, comimos omelette, algo hecho co
huevos, frutas, jugo de naranja y café. Luegfuimos a ver a los animales. Disfrutamomuchísimo con los monos que se amontonabafrente a nosotros cuando les dábamos cotufas y
más allá, en uno de los pequeños lagos del parquevi a mi querido Donald, mi adorado patito dpeluche, nadando entre licor, humo y hombreadeantes. No pude evitarlo. Después fuimos a
museo y vimos todos esos cuadros maravillosoque te transportan a otro mundo y a otro tiempoAllí estuvimos el resto del día, llenos de arte, algnuevo para mí, contemplando nuestros rostros omados de la mano como dos personas normale
A partir de ese día no dejó de llamarme, qu
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gentil, siempre después del mediodía; y cada veque nos veíamos se presentaba con un ramo dflores y una sonrisa franca, sin reclamos necriminaciones. Todos los domingos salíamos
un sitio diferente. Íbamos a la playa, a la montañaal hipódromo a ver los caballos o a caminar por eparque. Todo era tan hermoso que me parecímposible que aquello me estuviese sucediendo
mí. Aunque había algo que me preocupaba. Nabía qué era en realidad pero me causaba ciert
molestia, cierto escozor, como un dolor de cabezque no termina de manifestarse o la sensación d
que algo importante se olvida, algo que no puedolvidarse porque está allí de forma permanentaunque no sepamos de qué se trata. Durante esiempo no quiso hablar de sus asuntos personaleolo me dijo que era divorciado y que esperabener más suerte en la vida. Yo tampoco le habl
de mis asuntos, sin embargo un día, un domingomientras regresábamos del cine me preguntó qupor qué no dejaba la vida que llevaba. Me qued
callada unos instantes. Después le dije que n
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abía hacer otra cosa, que mi mamá había muertcuando yo apenas comenzaba en la universidad que además no me imaginaba acomodando latas eun supermercado o limpiando baños en una casde familia. Me miró y me dijo con su franconrisa que no necesariamente tenía que hacer esa
cosas. Yo lo miré de la misma forma que él lhizo, preguntándole con mis ojos de qué voy
vivir entonces. En ese momento fue cuandealmente me sentí desarmada. No sé por qué intuo que me iba a decir. Mis manos se congelaron
mi corazón comenzó a palpitar con violencia.
―Cásate conmigo ―dijo.De repente el hombre de hielo se convirtió antmis ojos en uno de sol, brillante, incandescentemás de lo que ya era, mucho más de lo que y
merecía.Hace ya más de veinte años de todo aquello
unca volví a tener otra oportunidad como esaEra un hombre bueno, el mejor: cariñoso
omántico y de buena posición económica. Y s
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me casé con él. Estuve un año y dos meses casadcon él.
Pero una noche… una noche ya no pude más y sa
con unos clientes.
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EL CANADIENSE
agenda maletín marrón corbata chaquetazul camisa blanca pantalón gris zapatos negrocorrea negra pantalón gris correa negra chaquet
azul maletín marrón zapatos negros camisa blancagenda corbata correeeeeea cooooorbata maetínnnnnn pantalóooooooon griiiiiiiiiiiii
zapaaaaaaaatos neeeeeeeegros camiiiiiiiiiiisblaaaaaaanca ageeennnnnnnnnda
Querida Laura:
Los fantasmas ganan terreno en los campoinfértiles. Aparecen descoloridos con su gritos de angustia en medio de días desoladode nubes oscuras y aliento marchito. Rueganimploran, claman, víctimas de voluntadecobardes que no se atreven a buscar entre laespinas el sublime aroma de la rosa, que n
acarician sus pétalos porque no imaginan s
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textura y no caminan sobre ellas porque sólven fuego bajo sus pies. Convertidos ecomida de monstruos, fáciles presas dcharlatanes y aparecidos, víctimas de smismos, vagan por el mundo con la mirad puesta en la punta de sus pies, pateando latavacías que ruedan sin rumbo por abismos dhumo y coral.
Estaba en Margarita pasando unas vacacionesAunque me sentía ligeramente más tranquilono superaba ese aburrimiento que macompañaba a todas partes (no sa bes lo feli
que me hace hablar en pasado) y a toda hora que, por lo general, en algunos momentoaciagos cada vez más frecuentedesembocaban en deseos de violencia (no t
asustes, no me refiero a esa violencia a veceexagerada que aparece en cuentos y novelasino a uno de esos estados que ahoga, quoprime el pecho, aquella que te lleva a dejacrecer tu barba y a no querer cortarte más la
uñas o el cabello).
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Era un aburrimiento crónico, con altas y bajascon la característica de que las bajas eran má prolongadas que las de donde veía algunesperanza en mi camino. En ese momento creque me encontraba en un término medio, colos brazos aún asidos al madero en medio de ltempestad. Pero, tomando en cuenta que mivacaciones estaban a punto de terminar y qu
me faltaba poco para regresar a la ciudad, ysentía crecer dentro de mí esa angustia, essensación de no querer hacer nada, ese desede dormir todo el día, de salir corriendo haci
algún sitio, de volar hacia el fin de los cielohasta perderme de vista y quedacompletamente solo, flotando en la quietud deespacio, vasto, tranquilo, silencioso, sin tenenada que ver con la ciudad, la agenda, emaletín marrón, la corbata, la chaqueta azulas camisas blancas, los pantalones grises, lozapatos negros y las correas que le combinanY contemplar desde allá arriba, impávido
sereno, el lento movimiento del planeta
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imaginando dentro de mi cabeza algunmelodía de Bach o de Schubert que me hiciersentir aún más alejado, más distante.
Ah..., ahora que lo escribo, puedo sentir lsensación de paz. Estrellas distantes magobian con su luz; titilan al alcance de mibrazos prestas a entregarse con sólo tocarlas
Fue al final de uno de esos días de vacacionecuando una vez más decidí posponer, comtantas veces lo había hecho, el inicio de ldieta para ir a comprar una pizza, a ver si coel estómago lleno lograba apaciguar aquell
sensación de querer borrar este mundo de mcabeza, o mi cabeza de él (en ese momento yno sabía lo que pensaba, mucho menos lo ququería). Y de esta última conclusión parecí
desprenderse toda mi angustia. Me sorprendcon la revelación que apareció ante mis ojocomo las alas abiertas de un gran cisne. Tod partía del hecho de haber pasado una buen
parte de mi vida sin saber lo que realment
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quería, sin hacer lo que de verdad queríhacer, sin dedicar mi vida a lo que ella mdictaba desde lo profundo de mi ser. ¿Cóm podría descubrirlo?, me pregunté. ¿Cómo ssabe cuál es el camino cuando cada vez ququeremos intentar algo los fantasmas aparececon sus mofas y susurros mezquinos? ¿Por ques tan difícil para unos y tan fácil para otro
descubrir lo que les apasiona? Temía morir sisaberlo. Sé de personas que casi desde qunacen tienen la suerte (¿por qué sólo algunos?de saber qué es lo que harán el resto de su
vidas casi sin siquiera preguntar-selosimplemente vienen a este mundo con letiqueta pegada en la frente que dice de formclara y precisa tú amarás hacer esto aquello, y lo hacen hasta la muerte, sin dudassin divagaciones. En cambio en otros menoafortunados esa etiqueta parece no existir, y sexiste es como si se llevara debajo del brazoen medio de la espalda, detrás de las orejas
en algún sitio similar difícil de ubicar. Aún as
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cuando alguien de la mayoría (no del grupo daquellos privilegiados, por supuesto) tiene lsuerte de descubrirla por algunos de esomeandros del cuerpo, o de la vida, sencuentra con que su lectura es borrosacomplicada, difícil de interpretar. Hay ciertainjusticias que no termino de comprender. Perahora, buscar hacer únicamente lo que me hag
feliz, aunque la sola idea de hacer cambiovuelva añicos las paredes de mi pecho y atentcontra la fragilidad de mis rodillas, pasó a seel pétalo de la rosa que quiero tener entre mi
manos. Aunque las espinas me hagan sangraaunque las heridas tarden en cicatrizar, unuevo aroma emerge de la nada como el vapocuando se desprende de la sal o el agua de lanubes.
Pero basta, si todavía el panorama, aunquesperanzador resultaba inestable, ciertamentconfuso, en aquel momento aún contaba con l pizza. Sí, la pizza me ayudaría a controla
cualquier hastío, a olvidarme de la apatí
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como quien cae en un sueño profundo; por lmenos por un tiempo, al menos por algunahoras. Llegué a la pizzería. Estacioné mi carral lado de un rústico descapotable que en algúmomento debió de haber sido blanco; ya no lera, estaba tan lleno de un barro seco, casrojo, que si no fuera por la marca que dejó ededo de alguien, un niño, me imagino, al pasa
que decía límpiame, no hubiese podidadivinar el verdadero color. Caminé a su ladcomo si las piernas me pesaran (algo a lo quya me había acostumbrado). Me llamó l
atención ver que hasta los asientos y el tablerdel rústico estaban también embadurnados desa tierra rojiza que se ve en ciertas partes dla isla y que algunos utilizan para colorear lafachadas de sus casas. En la base de la palancde cambios había restos de galletas, conchade maní, monedas del color de la tierra, un pade cajas de cigarrillos hechas un ovillo varios clips oxidados. Por doquier se veía
botellas de agua, latas de refresco, pitillo
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masticados, bolsas de plástico encima deasiento y unos pedazos gruesos de barro en e piso, ya cuarteados, parte de ello pulverizados por efecto del calor y de la brisque producía pequeños remolinos que sturnaban para hacer girar en diferentedirecciones el polvo, los pitillos y las bolsasobre los asientos. Entré al sitio con la mirad
fija en las fotos que se exhibían en el área de lcaja. Motores de vida que surgen sonrienteentre extensiones de respiros que alargan laansias. Masas amorfas, largas, chatas
redondas, abundantes en sabores y brillosMostraban a todo color las suculentas pizzacon un queso derretido que les caía en formde gota por un lado. Lluvia de perlas qualimentan ríos subterráneos. Sentí uncosquilleo en el fondo de mi boca que dinmediato comenzó a salivar como si ytuviese dentro uno de esos pedazos, jugososhaciendo su trabajo para reconfortar un poco l
uvapasa que tenía dentro del pecho. Orden
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una grande, como la de la foto, la más grande para llevar, con doble salchichón y doblqueso. La mujer que me atendió, una brasileñcon el abdomen ligeramente puntiagudo y dcara risueña, me pidió el nombre, tomó la noty me dijo que en quince minutos estaría listaMientras tanto miré a mi alrededor. Barcas dblancas velas navegan en mares de flore
onduladas. Cerca de la ventana había uhombre muy delgado, de cara larga y arruga profundas en unos carrillos curtidos por el soEstaba solo. Tenía ojos pequeños muy azules
escaso pelo largo canoso. Llevaba una franelverde, descolorida, por fuera del pantalónsandalias, un collar de cuentas de colore prendado de su cuello, una esclava de plata ela muñeca y el tatuaje de una flor en su brazderecho. Sobre la mesa, al lado del cenicerouna sucia gorra de marinero con un ancldescosida bordada al frente. Tomaba caféApenas lo vi me pareció que era el dueño de
rústico que estaba en la entrada, se parecía
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tanto que no pude evitar pensarlo. Tambiéfumaba un cigarrillo con las piernas cruzadas un gesto en su cara me causó cierto escozoQuizá escozor no sea la palabra, seamofrancos: ¿envidia? Sí, podría ser. Sería másincero si lo reconociera. Si reconociera qusentí envidia de ver aquella cara tranquilarisueña, como si la vida fuese una maravilla
funcionara a la perfección. ¡Esa sonrisa dMona Lisa, segura, permanente, burlona¿Cómo podía? ¿Acaso se burlaba de mí? Pero¿qué envidia puede causar un tipo como ese
con esa fachada de indigente, de jipi, de donadie? Espigas de trigo resecas se niegan mecerse con el viento. Se oponen ante él colos ojos cerrados y las esperanzas fruncidas¿El gesto? Sí, eso es, el gesto. Esinalcanzable gesto que no lograba copiar, quno me salía por más que lo intentaba. Y estatuaje en el brazo... ¿Una flor? ¿A qué hombrse le ocurre tatuarse una flor? Y la luce com
si estuviese orgulloso de ella.
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La brasileña llamó a unas personas que estabaesperando sus pizzas al tiempo que quizás, poser cliente nuevo, me regaló una sonrisa qucon poco éxito me esforcé en devolveObservé de nuevo al tipo de la expresióinsoportable. Éste me miró en ese justmomento y me saludó con la mano. No tuvtiempo de evitarlo. Yo volteé a ver s
efectivamente se dirigía hacia mí y, sin dudaera conmigo, no había nadie cerca. Me señalapuntándome el pecho y el hombre asintió cola cabeza. Asiento de angustias frustradas po
peces de colores que nadan al descuido. Mllamó moviendo su mano repetidamente. Mextrañó un poco, pero me acerqué. Extendió s brazo señalando la silla que había a su ladoPensé que quizá lo mejor era dejarlo ahí con e brazo estirado y su sonrisa burlona, riéndosde mi ceño fruncido y de las pesas que parececolgar permanentemente de los extremos de m boca; pero luego me dije que no tenía nada qu
perder, de todas maneras tenía que esperar l
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pizza y no me iba a aburrir más de lo que yestaba. Los hombros duros doblan sus ejecansados.
Apenas me senté me dijo en un español coacento extranjero:
—A veces más tarde que quince minutos, je je… Pero esperar..., no importa. Yunou…, l
pizza ser buena, je, je…, entonces esperaAimin…, es mejor esperar sentado, je, je, je...
—Claro —le dije—. Gracias, me llamAlfonso —y me senté.
— ¿Arrrrrfonsauuu? —No, Alfonso.
— ¿Arfonsou?
—No, Alfonso. Con ele y sin la u al finaAlfonso.
—Arfonso.
—Está mejor. Pero más rápido: Alfonso.
—Arfonso, Arfonso.
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—Una vez es suficiente.
—Yes…, je, je…, entonces, ¿Arfonso?
—Sí, Alfonso, olvidemos la ele.
—Mucho gusto Arfonso —dijo el hombrofreciéndome su mano—. Soy Tom.
Yo se la estreché y le miré directo a los ojosParecía un hombre honesto, aunque tenía mi
dudas, claro. Su mano era como un guante dobrero: grande, áspera. No llevaba reloj. Asentarme separé la silla de la mesacuidándome un poco de no quedar muy cerc
de él, por si después de todo resultaba ser urufián o algo similar con pretensiones dadueñarse de mi pizza o de mi carro, o dquién sabe qué.
— ¿Cómo está? —le pregunté por llenar erequisito.
—Bueno, muy bueno —me dijo al tiempo quapagaba el cigarrillo—. Je, je, je…, e
Margarita. ¿De qué otro forma puede estar un
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persona en Margarita? Je, je…¿yunougueraimin? Aquí aire puro —miró haciarriba con los brazos abiertos—, sol tododías, caliente. Allá, mi país, siempre… —sapretó los hombros— brrrrrrrr. Yunou…mucho, mucho muy frío. Aquí —se estiró poel pecho la curtida franela— siempre así…, nchaquetas, je, je. Aimin… ¿Qué más? Yunou
aquí todo..., je, je, je... No más. — ¿De dónde viene? —le pregunté.
—Cánada, Torono.
—Ah sí, en Canadá hace mucho frío —dije—. Nos quedamos callados unos segundomientras tomaba su café.
—El café..., bueno para esperar —dijo.
Hizo una señal con el pulgar hacia su boca luego hacia mí, como invitándome.
Yo miré mi reloj.
—Tiempo sobrar en Margarita..., je, je.
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—Está bien, tomaré un cafecito —dije—. Ehombre rió de nuevo. Levantó ambas manomostrando dos de sus dedos en una y la taza ela otra. Enseguida se acercó la brasileña que lmiraba con cierto no sé qué. Olas de algúmar tímido que besa la orilla con miedo mojarla. Tom, con sus pequeños ojos que reíaclavados en la mujer, se empinó lo qu
quedaba en la taza. La brasileña tomó notarecogió la taza, pasó un paño húmedo sobre lmesa y se retiró dejando sus ojos sobre ecanadiense que la siguió con la mirada hast
que se perdió tras el mostrador. Yo me reí dver la cara del hombre siendo víctima de uensueño. Me sorprendí de mi propia risa. Recon facilidad, sin pensarlo, como si fuese unde ellos, uno de los que acostumbran a hacerloCallamos luego unos instantes hasta que ehombre me pescó mirándole la flor que llevabtatuada en su brazo.
—Woodstock —dijo, y se miró el dibujo co
complacencia—. Festival. Música —agregó
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simulando tocar una guitarra.
—Sí —respondí luego de ubicarme en etiempo y recordar mi disco de acetato.
Me lo imaginé en aquellos días de "paz amor" que vivieron los americanos por allá finales de los sesenta, sentado en la tierramoviendo su cuerpo y dando palmadas con lo
ojos cerrados en medio de aquel tumulto dgreñudos que fumaban marihuana mientraescuchaban las canciones de Janis Joplin, JoCocker o Carlos Santana. Seguramente se fual festival desde Canadá a dedo, imaginé. L
más probable es que llevara unos pantalonerojos o amarillos, bajos de cintura y muanchos en la bota como una gran campana a pie del campanario. También una franela larg
por fuera del pantalón infectada de bacteria unos zapatos de plataforma, sobre los quhabía que hacer equilibrio para no caersequizás, o unas sandalias de cuero con la suel
desgastada parecidas a las que llevaba ahora
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quién sabe. Miré a través de la ventana y l pregunté por preguntar, por hablar de algo, sel rústico era suyo, convencido de que eralquilado. Me dijo que sí, que lo habícomprado de segunda mano. Yo me sorprend porque si el hombre era un turista como me lhabía imaginado desde el principio, entonceno tenía sentido comprar un carro.
—Pero, ¿usted está de vacaciones o vive aquí —me aventuré a preguntar, corriendo el riesgde que me mandara de paseo por meterme esus asuntos.
—Sí —dijo con amabilidad—. Aquí vivir —apuntó hacia el piso—. Guan yiar…, aimin…un ano y dos meses.
—Año —le corregí.
— ¿Año? —preguntó, comprobando s pronunciación.
—Sí, año.
—Bueno, año y dos meses —dijo—. Tiemp
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pasar rápido, ¿eh?
—Quiere decir que… —dije, o más bien pensen voz alta, con la mirada clavada en la cop
de un araguaney florido que reflejaba suamarillos a través de la ventana.
—Sí, mudé, je, je —intervino—. Mudé y n pienso volver. No, no quiero marchar. Aqu
todo… Je, je, ¿qué más? —Qué más, ¿qué? —pregunté impaciente.
—Je, je, je, ¿qué más? Aimin, no hay más…en la vida. Yunou…, esto todo, ¿qué buscar tú
—se volvió a halar la franela y le sonrió dnuevo a la brasileña que batía la leche si parecer pensar en lo que hacía.
Al cabo, la mujer se acercó y puso los do
cafés sobre la mesa. —Pero, ¿cómo lo hizo? —dije, incrédulo.
—Je, je, fácil, muy fácil. Antes vine..., un meaquí. Yunou, playa, sol, franela, sandalia día
noche, japi, uf…, yunou…, je, je. Andem, y
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volar de nuevo allá, vender todo y regresar posiempre. Llegar y comprar esto —hizo unseñal hacia el rústico moviendo las manocomo si tuviera un volante entre ellas—. Je je... Además, un bote pequeno.
Observé al hombre con la expresión de uinvestigador que ve a través de un microscopiy trata de identificar qué tipo de ser estdebajo del lente. Extraños organismos pululaentre sombras de luz que buscan dioseimaginarios y responden preguntaincoherentes. Sus pequeños ojos azule
continuaban riendo al igual que toda su cararañada por las arrugas. Sus pestañas eraamarillas y de sus cejas, casi blancas, slevantaba una cantidad de pelos curvo
gruesos y rebeldes que apuntaban en diferentedirecciones.
—Su café..., ¿frío? —preguntó.
—No, aún no —le respondí—. Acerqué la taz
a mi rostro y aspiré el hilo blanco que todaví
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se desprendía del café. Di un sorbo que llende amargo mi boca y de cierto dulce mespíritu.
— ¡Alfonsau! —gritó la brasileña.Fui a buscar la pizza al tanto que rectificabaquella creencia que por tantos años me habíacompañado de que mi nombre era fácil d
pronunciar. Cuántas cosas no eran como yo la pensaba. Posiblemente muchas, incontablesquizás.
Le di las gracias a la mujer, una propina
regresé a la mesa. El canadiense ya no estaba No sé el porqué pero un frío inesperado se mmetió en las manos para luego salir por mi poros convertido en agua helada, como si u pedazo de hielo se estuviese derritiendo entr
ellas. Las sequé con las piernas de mi pantalóy miré hacia el estacionamiento. Su rústicestaba ahí, al lado del mío. Sentí un alivio. Eese momento comprendí que aún me quedaba
algunas preguntas por hacerle al extrañ
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tranquilidad. Señales invisibles surgen borbotones de aires danzantes que pulula por espacios infinitos.
—Humm, je, je, —dijo Tom mientras ssentaba y señalaba la pizza—. Bueno, ¿ehMejor pizza aquí… Ninguno como ésta… JeEn toda la isla…, aquí mejor.
Cambié de opinión en cuanto a llevarme l pizza al hotel y decidí invitar a Tom. Acerqumi silla, abrí el envase, tomé un trozo y deslicel resto sobre la mesa hacia él.
—Okey, okey, muchos gracias, je, je, je —dij —. Me gusta mucho el soalchi…, sulchi…
—Salchichón ―le dije.
―Sí, ¡eso! Es lo palabra más difícil de
espanol.Tomé un poco de aire y le pregunté:
— ¿Y a qué se dedica, Tom?
—Marino…, ahora ser marino, marino y guí
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—dijo. Asumió un aire de solemnidad y s puso la gorra con el ancla descosida—. Paseoen bote, yunou, turistas, por la costa: PlayAgua, Parguito, Guacuco, Tirano, ManzanilloPedro González, Juan Griego... Uf... Islaigual: Coche, Cubagua, Frailes… Tambié paseos por tierra…, ¿yunougueraimin?: YaquePunta Arenas, Arestinga, Macanao..., yunou
Boca Río —puso los ojos grandes—. Allmuseo bonito, ballena gigante. Ayer lluvia…Uf… Aimin…, mucho fango, mucho. Turistaencantados, gozar. Yo tranquilo…, je, je, je..
también gozar. Por eso mi espanol tan malo, je je..., siempre con turistas.
—Y en su país, ¿también se dedicaba aturismo?
—No, amigo…, allá trabajar solo…, aimin… propia cuenta. Tener empresa…, abrigos..yunou..., chaquetas y eso... Pequena —sonre —. Más o menos…, así de empleados —m
mostró cuatro veces la palma de sus manos—
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Mucho…, uf…, trabajo. Doce horas…yunou…, doce horas evridei..., veinte, ¿años —asentí con la cabeza y volví a sonreír—¡Ya!, no más, isenof —dijo, o algo así, atiempo que levantaba ambos brazos— Je, je je, je… Veinte —repitió—. Bueno, ¿no? Ahorvivir.
Tomamos otro bocado y nos quedamocallados unos segundos. Tom se divertía couna hilacha de queso que se había quedadamarrada entre la pizza y sus dientes, la estirhasta que se desprendió de la pizza y rebotó e
su boca para luego ponerla en su sitio con llengua como un niño que juega con un chicleYo me comí otro pedazo y me sucedió algsimilar: un trozo de queso rodó por mi barbill
y mi lengua no alcanzó a detenerlo por lo qutuve que ayudarme con la mano. Ambos reímocomo si estuviéramos en el recreo de unescuela.
Después dije:
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—Ahora la verdad, Tom, ¿por qué, por qué svino a esta isla?
Tom me miró, extrañado. Por primera vez le v
el ceño fruncido. —Tú no creer, ¿ah? Ya he dicho ―se haló lfranela de nuevo, señaló sus sandalias y otrvez extendió sus brazos al cielo, cerró los ojo
y respiró a fondo sin decir más. —Esas son tonterías, Tom —dije, como si lconociera desde hacía mucho.
—No, Arfonso, eso ser todo para mí…
yunou…, todo. No necesitar más…, je. Cuandir en bote y sentir brisa salada en cara yo nacenuevo. Aquí paraíso. Yo hacer lo que quere Nadie meter contigo. Café, bueno. Clima, igua
siempre. Uno que otro lluvia que pasar rápido¿qué más?
Volteé hacia la entrada y miré unas trinitaria blancas que la brisa hacía bailar con suavidadParecían seguir el compás de alguna melodí
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de aquellas que me llevan al espacio siderade esas que hacen fijar los ojos sin ver lo quse ve.
Luego murmuré: —La ciudad me tiene harto, la agenda, emaletín marrón, la chaqueta azul, el pantalógris, los zapatos negros que hacen juego con l
correa negra, la camisa blanca, las corbatas, etráfico, las cornetas... Y mi murmullo se fudesmayando como el sol de la tarde hasta qusólo se repetía dentro de mi cabeza. Tom sinclinó un poco hacia mí y como si fuese
contarme un secreto, dijo:
—Aquí no problema. Gente buena. Mucho pescar je, je. Turistas todo tiempo en playa tienda, o con Tom..., je, je, no molestar. N
problema.― ¿Y su familia, no extraña a los suyos? —l pregunté. Cambió de pierna y tomó lo que lquedaba de café. Yo terminé el mío.
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—No mucha familia. Una hermana en CánadaTambién amigos. Papá, mamá —apuntó haciel cielo—. Extraño, sí, pero je, je…, no todser perfecto… Yunou…, isimpósibol. Se bueno aceptar cosas malas, yunou..., para vivimejor. Aimin…, a veces triste, uf…, pero poccosa. Aquí el paraíso. Pescado siempre buenoy —estiró hacia arriba sus cejas, se frotó l
yema del pulgar con la del índice y con unexpresión traviesa continuó— barata, mu barata... Yo comer chucho, mucho chuchsalado..., en Conejero... ¿Yunou Conejero
Aimin, ¿el mercado? —Sí ―dije―. Luego titubeando le dij
que no.
Él me miró desconcertado y tuve qu
explicarle que con frecuencia paso cerca dConejero, pero que nunca me he parado comprar nada.
―Okey —continuó—. Tener que ir... Y
invitar un día. Ahí comer barata. Barata
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sabrosa..., je, je. Muchas mesas… Tambiécarite, pulpo, calamar, mojito, mucho mojito dcazón, empanada rica… Aimin..., baratagonderful. Todo barata. Maravilloso. Yestar... —sacó el pecho y apretó ambos puñocontra sus pectorales como si se exhibiera eun concurso de físico culturistas— como unuva..., je, je—. Después se relajó y le di
vueltas a las llaves de su rústico sobre lmesa. Mientras las miraba dijo con expresiótraviesa—: Ahora pronto familia aquí tambié —se dibujó una bola en el estómago con la
dos manos al tanto que miraba a la brasileñcon unos ojos que de pronto se le hicieron má pequeños y brillantes. Ella lo miró también le sonrió como si guardasen un secreto, algque quisieran gritarle al mundo. Yo me sen bien por él, por ambos, un cosquilleo vino a mnariz y como una arenilla a mis ojos. Lfelicité. Le tendí la mano. Él la estrechó y lamovimos muchas veces de arriba abaj
seguido de una sonora carcajada que de algun
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forma me animé a compartir—. ¿Qué más… —dijo el hombre—. Más nada…¿yunougueraimin?…, es todo…, no hay má Flechas cargadas de optimismo atraviesaaires desolados dejando a su paso trazos dluz que se derraman sobre los inquietos quesperan. El canadiense levantó su brazo chocamos las tazas en el aire. Luego, sonrient
él y confuso yo, comimos los últimos pedazode pizza.
—Entonces… —dije, y me quedé perplejo euno de los farolitos que movía su luz como un
auténtica vela, sin terminar la oración, sól pensando.
—Entonces… Dasit —intervino Tom, e hizo umovimiento con ambos brazos como la seña
que hacen los hombres que se ven pequeñitoen las pistas de aterrizaje indicándole a loaviones que deben detenerse, que el viaje hterminado.
El canadiense me ofreció un cigarrillo y le dij
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que no. Encendió uno. Lo aspiró co parsimonia, con esa expresión risueña que a principio me había causado inquina, pero qu por algún motivo ya no me molestaba, ya nenvidiaba, creo que porque llegué a entenderlaa comprender que era una expresión genuina posible, que el secreto de todo está en buscala forma de hacer lo que uno quiere —qu
trillado, pero qué verdad—, aunque en u principio sea difícil de determinar, y nendilgarle tantos defectos a la vida quescogimos o a la que no supimos escoger. E
hombre me miraba con benevolencia y movísin apuro el pie al aire sobre su pierncruzada. Yo me despedí.
―Bueno conocerte ―me dijo―. Recorda
pizza. No olvidar hoy ―agregó con scaracterística risa y apretó mi mano con fuerza
—Hasta la vista—le dije.
Y me alejé pensativo.
Y bien, querida Laura, esto fue lo que viví e
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Margarita. Quizás hubieras preferido que tdijera todo personalmente, pero después daquella conversación con el canadiense msentí tan diferente y tan dispuesto a actua(como nunca lo he hecho) que no podía dejade compartirla contigo con la mayor fidelidaa mis recuerdos, por escrito, y no tan solo co palabras que el viento puede arrastrar y nunc
tendrán el detalle y el peso de algo que sescribe. Al principio atribuí ese cambio dhumor, esa sensación de que todo serídiferente, a la pizza que comí con intencione
de aliviar mi apatía y todo lo que ya sabes pero al día siguiente muy temprano, cuando e brillo del sol llegó a mis ojos y el hambrhacía estragos en mi estómago, me di cuenta dque ya no sentía aquel aburrimiento, aquellmezcla de pereza y cólera que día a día mdespertaba y se quedaba conmigo por el restde las horas hasta erosionar mi cabeza. Esmañana supe que ya no necesitaba comer par
cambiar mi ánimo, y así lo hice, comí par
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alimentarme, sin la espera de algo que ya teníade algo que amaneció conmigo, sólo parcalmar mi cuerpo, para disfrutar del sabor de pan, del dulce de la mermelada, del aroma decafé, del calor de la taza entre mis dedos, desonido de las conversaciones cercanas que yno me molestaban, me acompañaban. Caballoalados se aproximan con sus crines al vient
y lomos despejados. En fin, aquello que despertó conmigo esaventurada mañana fue gracias al cielo lvisión de lo que quiero hacer por el resto d
mi vida. No te imaginas cómo ha cambiadtodo, hasta las bisagras de mi cuerpo parecehaber recibido un baño de aceite; ya no mduele entre las cejas, la mandíbula se ha vuelt
ligera, la nuca suave y hasta mis pasos son márápidos. Es como si me hubiera curado de un penosa enfermedad o como si una nuev persona hubiese invadido mi cuerpo.
En principio venderé todo y me mudaré a l
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isla. No sabes con qué gusto me desharé dtodas las corbatas que tengo en el clóset, dtodas las chaquetas, sobre todo de la azul, dlas medias negras y los pantalones grises, dlas camisas blancas y de los zapatos negroincluidas las correas con las que hacen juegoY, sobre todo, me desharé de mis maletines de la infernal agenda, claro, a la que le teng
un final tan caliente como las frustraciones qudurante tantos años me ocasionó. ¿Qué vohacer? Te garantizo que no me convertiré emarinero; me gusta el mar y su fragancia, ahor
me importa, pero desde la orilla, no como parcabalgar sobre las olas. Tampoco compraré urústico para pasear a los turistas, aunque nsería desagradable hacerlo, pero sabes que nhablo inglés; mucho menos me pondré un collade colores en el cuello, y por nada del mundme haré tatuar una flor en el brazo, no esto preparado para eso y creo que nunca lo estarétendría que haber estado en Woodstock, tal vez
para flirtear con esa idea. No hace falta que l
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diga, creo que ya sabes a qué dedicaré el restde mi vida. Y ojalá que tú te conviertas en unde esas mariposas de colores que cantan danzan por millares sobre mi cabeza y llenede brillo mis versos isleños. Eso espero.
Ven conmigo, Laura, aunque yo no sea ni lsombra de ellos, sé para mí lo que Matild para Neruda o Francisca para Rubén Darío. S para mí todas ellas, te propongo ahora, déjame a mí ser para ti quien verdaderamentsoy, no aquél que antes conocimos.
Ah..., fantasmas y charlatanes: intrusos quintentan verter desechos dentro de cabezainocentes, corren, huyen despavoridos co sus velos intangibles lanzando miradas dhorror y angustia, derrotados ante quien os
enfrentarlos. Y aquellos, los que con suespadas de coraje dan caza a lo parlanchines, vuelan entusiastas entre nube perfumadas cada vez más seguros de l
victoria.
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Tuyo siempre, Alfonso.
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EN MADRID
Mientras esperaba que le trajeran el caféRoberto miraba a su alrededor. Estaba sentado euna de esas terrazas que abundan en la PlazMayor de Madrid, y la esperaba. No la conocía
pero la esperaba pacientemente. Ella solía ir todaas tardes al final del día a tomar café y a fumar u
cigarrillo. Ponía la cartera y su suéter azul en lilla más cercana y recogía su pelo con un ganch
dorado. Él la observaba entonces como si ellfuera la única mujer en toda la plaza.
“Hoy debo hablarle. Mis músculos se entumecenmis piernas no responden y mi lengua se vuelv
como de trapo cuando pienso en decirle algo. Y eque no tengo mucho que ofrecerle: conversaciónquizá; tal vez un café, una cerveza o una copa dvino probablemente, pero no más”.
Ella llegó a la hora de costumbre, se sentó, acerc
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a silla de al lado para poner la cartera y el suéteencendió un cigarrillo y se pasó la mano por lcabeza poniendo en su lugar el gancho dorado quordenaba sus cabellos. Levantó la mano y emesonero se acercó.
“¿Qué le diré? Bueno, lo usual. Algo así comodisculpe señorita, me llamo Roberto Plaza y estooco por conocerla. No, eso no. Mejor: much
gusto, belleza. No, muy frívolo, señorita está bienMucho gusto señorita, me llamo Roberto Plazaoy extranjero y quisiera..., no, muy tópico
Quizás: pasaba por aquí y de pronto..., tampoco
no convence ni al más crédulo. Ademáprobablemente me ha visto en algún momento, aunque lo he intentado, vaya que lo he intentadono he podido chocar esa mirada con la mía
Cuando creo que me mira lo hace como si yo fuerel elemento muerto de un montón de frutas pintadaobre un lienzo. Lo mejor sería ir directamente a
grano y decirle: mucho gusto señorita, me llamRoberto Plaza, he visto que viene con frecuencia
a plaza y me gustaría invitarle un café si no tien
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nconveniente. Así está bien, así se lo diré, coeguridad, sin que se dé cuenta de que tiemblo po
dentro. Ella posiblemente se reirá porque mlamo Plaza, como este sitio, y me dirá que s
cómo no, que me siente. Y si tengo suerte puedque charlemos toda la noche. Hasta quizás bromeconmigo y me diga que lo único que me faltan soas palomas y los músicos para ser una verdader
plaza. Yo me reiré y le contestaré con valentía quos músicos y las palomas también necesitan alg
de compañía para ser felices. Pero, ¿y si despuéde esta entrada, si se quiere exitosa, se aburre con
mis temas, de las cosas que me apasionanPosiblemente le interese un bledo lparticularmente cruel que fue Chéjov con shermano mayor al criticar sus cuentos, o quFlaubert convertía sus manuscritos en verdaderocampos de batalla por las múltiples correccioneque les hacía, o de que a veces me siento toda unmañana y no me sale nada que valga la pena seescrito, o de que muy pronto tengo que regresar
mi América porque se me acaba el poco diner
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que traje. Esto es una ilusión. No vale la penntentar conocerla. ¿Y si pierdo el tiempo? ¡Quiempo, estúpido!, si lo tienes de sobra. Tevantas de madrugada a ver si te llega algo a es
cabeza que parece estar reseca. Pasas horas con eápiz en la mano y la hoja en blanco. Luego lee
Luego lo vuelves a intentar. Luego la casera tofrece café. Luego revisas el correo para ver s
ienes respuesta de la editorial; nunca llegamaldita sea. Luego lees la prensa. Después lescribes a mamá y le dices que todo va bien, qupronto tendrás una respuesta y que no te hace falt
nada. Y ahora pasas todo el día esperando qulegue la hora de ir a la plaza para verla a ellaClaro que vale la pena. El sólo verla ya euficiente. No, no lo es. Los primeros días m
contenté con ello, con mirar sus gestos, comaginar mi cara metida en su cuello cada vez que recogía el pelo, pero ya no puedo esperar má
Basta de fantasías, debo hablarle”.
La mujer tomaba el café mientras parecí
deleitarse con una melodía de Segovia que u
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guitarrista interpretaba en la plaza. Estaba mucerca de ellos y Roberto podía ver cómo latractiva joven cerraba los ojos en algunomomentos en que la melodía se hacía sublime. Eguitarrista terminó con la interpretación. Ellerminó el café, pagó la cuenta, se puso el suéte
azul y le dio algo de dinero al hombre. Roberto lveía sin pestañear. Llevaba un jeans desgastad
con una correa ancha, una blusa blanca debajo deuéter y zapatos puntiagudos también blancos. S
pelo claro aún destellaba con los últimos rayos dol. Roberto la siguió con la mirada hasta qu
desapareció por una de las puertas de la graplaza. Pagó la cuenta y se fue. Esta vez no habíido capaz. Una fuerza superior lo atornillaba a
piso. Pero se prometió a sí mismo que mañanamañana lo haría. Apenas llegó a su habitación, sacostó en la cama, puso las manos tras su cuello miró hacia el techo. Meditaba sobre cómo labordaría. De pronto su rostro pareció iluminarseDe un salto se incorporó y se sentó en la pequeñ
mesa que daba su frente a la ventana. Tomó e
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ápiz, lo puso unos segundos en su boca y luegcomenzó:
Mucho gusto, señorita. Mi nombre es Ricard
Plaza. Disculpe que la aborde de esta manerapero no veo otra forma de conocerla. Pensé eenviarle una nota con el mesero, pero me parecidescortés no hacerlo por mí mismo. Así que aquestoy. Verá, soy escritor, vengo de Venezuela ólo quería... no sé, hablarle, compartir un rato co
usted. Veo que viene todas las tardes, al igual quo, y que viene sola, igual que yo. Entonces m
dije, ¿por qué no intentarlo? Lo peor que pued
pasar es que me rechace, que me diga que no deseener compañía. Claro que en ese caso no mentiría feliz, no sería honesto si le dijera l
contrario, pero entendería y no la molestaría má
¿Qué me dice? La hermosa mujer de ojos azules pelo claro y brillante sonrió al pensar que enombre del príncipe que la pretendía era igual adel sitio donde se encontraban. Luego le dijo quí, que cómo no, que se sentara.
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—Plaza, ¿no? Lo único que le falta son lapalomas y los músicos —le dijo la mujer aúonriendo y en voz baja, escondiendo un poco l
cara por su ocurrencia.
Ricardo sonrió también e hizo gala de ciertcoraje.
—Sí, Plaza, como este sitio lleno de paz. Y com
os músicos y las palomas que por aquí abundanambién necesito algo de compañía.
Ella se ruborizó un poco.
—Dime, y tú, ¿cómo te llamas?
—Andreina. Andreina Prince.—Prince, ¿como princesa?
—Podría ser —sonrió.
La brisa de la tarde inundaba la gran plaza. Ella spuso el suéter azul y pidieron dos cafés.
—Escritor, ¿no? Dime, ¿acerca de qué escribes?
—Bueno, me gustan los cuentos.
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— ¡Hum!, a mí también me gustan los cuentoAdoro a Chéjov.
—Qué coincidencia, Chéjov es uno de mi
favoritos.—También para mí. Me encantan sus primerelatos, son más cotidianos, más ligeros, tiene
más humor.
Una expresión de felicidad plena apareció en eostro de Ricardo.
—Yo opino igual. De hecho, son mis favoritoaunque a veces su humor es muy negro. ¿Has leíd
“El triunfo del vencedor”?—Sí. Y odio a ese Kozulin —dijo Andreinfrunciendo el ceño―. Qué habilidad para lograransmitir tantas emociones en un relato tan corto.
—Ya lo creo. Y yo me compadezco de Kúritsin —dijo Ricardo—. Al principio la actuación depobre me hizo reír, luego estuve a punto de llorar por último sentí mucha rabia.
Ella se quedó pensativa. Ricardo aspiró con fuerz
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calló unos segundos. Andreina lo miró.
—Sucede algo —dijo.
—No —dijo Ricardo—. Sólo pienso en la gra
uerte que he tenido al conocerte.Ella saboreó un sorbo de café. Tomó un cigarrilloRicardo lo encendió.
El contacto con sus manos le produjo ciert
escalofrío.
— ¿Y tú, a qué te dedicas? —preguntó Ricardo.
—Bueno —Andreina botó el humo hacia un lad
—, estudié Letras en la Universidad Complutensde Madrid. Al graduarme me quedé comprofesora de corrección y estilo, y además trabajpara una editorial. Imprimimos libros parescritores noveles y de escasos recursos.
Ricardo no pudo esconder su asombro.
— ¡Es increíble! —dijo, con los ojos crecidos.
— ¿Por qué increíble?
—Por esta gran casualidad.
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— ¿Cuál?
Ricardo terminó su café de un tirón.
—Estoy esperando respuesta de una editorial par
a publicación de mi primer libro de relatos.— ¡Qué bueno!
De pronto Ricardo se puso serio y tomó un pocde agua.
— ¿Pasa algo? —preguntó Andreina.
Ricardo puso el vaso en la mesa, hizo un gesto coa boca y tañó con sus dedos sobre la madera.
—La verdad es que me dijeron que esperara domeses y ya han pasado cuatro. No sé qué pasa. Ya estas alturas espero lo peor. Últimamente niquiera contestan mis llamadas. Así que... N
quisiera hablar de ello, pero las esperanzas dquedarme en Madrid dependían, o dependen, no squé tiempo utilizar, de que esa respuesta sepositiva. Pero, como dije, ya tengo pocaesperanzas. Tendré que regresar a mi paí
derrotado, con las manos vacías, sin cumplir e
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ueño de ver mi libro en las librerías y a la gentojeándolo con interés.
Andreina lo miró con cierta compasión.
— ¿Tienes una copia?—Claro que tengo una copia, ¿por qué lpreguntas? —dijo Ricardo adivinando lespuesta.
—No te prometo nada, pero si me gusta quizpodamos publicarlo.
—Eso sería maravilloso —dijo Ricardo al mismiempo que sus ojos se humedecían. Ella s
conmovió también y tuvo la misma reacción.—No sé cómo agradecértelo.
—Aún no tienes por qué. Primero debo leerlo.
— ¿Vendrás mañana a la plaza?Ella sonrió y le dijo:
—Sí, mañana estaré en la plaza, señor Plaza.
Ricardo también sonrió, le tomó de las manos
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mientras las apretaba con firmeza le dijo que adía siguiente sin falta le entregaría el manuscrito.
Se despidieron con un doble beso. Ella camin
hacia una de las salidas de la plaza, él hacia otraCuando ella estaba a punto de perderse entre lopintores orientales que le ofrecían dibujar sostro, volteó. Él aún la miraba. Ella sonrió iguió su camino. Él se quedó parado
observándola, hasta ver cómo en un último gestella levantaba la mano para decirle a uno de lodibujantes que no, probablemente otro o día.
Ricardo caminó hasta su casa. Los árboles l
parecieron más verdes y la gente más bonitaSaludó con la cabeza a un par de ancianos qupaseaban con un perrito cerca del Museo dePrado. Se detuvo un rato a ojear unos libros en lo
quioscos del paseo. Estuvo a punto de comprauno de Carver, pero se arrepintió cuando contó lque tenía en el bolsillo. Después dobló en lesquina, pasó cerca del Parque El Retiro, s
nternó en una calle estrecha de casas viejas
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legó a la pensión. Pasó directo a su habitaciónSacó la copia del manuscrito de la gaveta de sescritorio y se sentó en la cama con la espaldapoyada en la pared y los pies cruzados sobre ecolchón. Se trataba de una serie de cuentos cortoque había escrito en su país. Ya llevaban algúiempo en la gaveta. Quizá por eso cuando ley
algunos de ellos lo hizo como un lector cualquier
no con la pasión del que escribe y revuelve suemociones de aprobación o desacuerdo con letrapárrafos y signos de puntuación. Cerró ecuaderno, lo dejó caer sobre su pecho y pensó qu
no estaban tan mal, que quizá serían de su agrado.Al día siguiente, a la hora acostumbrada, sencontraron en el mismo sitio y ocuparon la mismmesa que ella solía ocupar. Ella sonreía radiante
acomodaba con el gancho dorado el cabello que lbrisa sacaba de su lugar. Sus grandes ojos azulebrillaban más que nunca. Ricardo se acercó con lcarpeta en la mano. La plaza aún brillaba por eol. Llevaba un pantalón color kaki, una camis
blanca y sobre sus hombros colgaba un suéte
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vinotinto. Al acercarse y besarla, ella pudapreciar los vellos en su pecho y percibir uaroma que la hizo suspirar.
—Aquí están mis cuentos —le dijo sonriente. Ellaos tomó entre sus manos y leyó el título—Anoche los repasé un poco.
— ¿Y? —dijo ella.
—Creo que no son tan malos —respondió Ricard—. Te-nía tiempo que no los leía; desde que loentregué a la editorial. Eso me sirvió parevaluarlos de nuevo. Pero... a veces pienso qu
estoy perdiendo el tiempo, que no tengo talentoque jamás llegaré a publicar.
Ricardo llamó al mesonero. Éste se acercó con unpequeña libreta en la mano.
— ¿Café? —dijo Ricardo. Ella asintió con lcabeza—. Dos cafés, por favor.
—No te des por vencido —dijo Andreina—, estes sólo el comienzo.
— ¿Cuándo lo leerás? —preguntó Ricardo.
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Ella le dio un rápido vistazo y dijo:
—No es tan largo.
—Entonces... —dijo Ricardo, a la expectativa
mientras ella se había detenido a leer en algúitio.
—Sí, mañana. Mañana te daré una respuesta.
Ricardo se recostó a la silla, estiró sus piernas
onrió. Mientras unos músicos afinaban sunstrumentos, veía de reojo cómo Andreina habí
quedado enganchada a uno de los cuentos. Probun poco de café. Le puso otro tanto de azúca
Volvió a probarlo y aspiró el humo que calentabu nariz. La sombra de los edificios de la Plaz
Mayor llegó hasta la última silla. La melodía Aide Bach, comenzó a sonar. Andreina no probó e
café. Al poco tiempo sus ojos enrojecieron. Subial principio de la hoja y releyó lo que ya habíeído. Luego se posaron en los de Ricardo y deju mano libre sobre la mesa. Ricardo se l
estrechó.
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— ¿Te gustó? —preguntó Ricardo.
—Mucho —respondió Andreina.
Estuvieron charlando y tomados de la mano hast
que las terrazas se llenaron. Y siguieron así hastque ya quedaba poca gente. Esa noche él casi ndormiría. Daría vueltas en la cama sin saber cuáde las dos situaciones lo emocionaba más, cuál l
mantenía despierto: si la posibilidad de por fipublicar su libro, o la mano tibia de Andreinentre las de él. Mañana continuaré —pensRoberto antes de acostarse—. No sé qué haré coeste material. Quizá lo termine como un relato
hasta pueda convertirlo en una novela. Una novelaPodría ser una novela. En cualquier caso necesitponerle pimienta, un nudo fuerte, un conflicto quhaga temblar al lector, que haga que esto se venda
Ya se me ocurrirá algo. Se levantó del escritoriofeliz. Estiró los brazos hacia arriba y su cuerpo odo lo que daba desde la punta de sus pies. Lueg
fue a la cocina, se preparó un bocadillo de tortilla
omó agua y se fue a la cama. Pensó en aquell
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chica de cabello claro y ojos azules que mañanaestaba decidido, conocería a como diera lugar.
Lleno de valor salió a paso firme de su casa
Llevaba un pantalón kaki, una camisa blanca obre los hombros un suéter vinotinto. Por ecamino se detuvo en la venta de libros del pasedel Prado, ojeó uno de Carver, pero decidió ncomprarlo cuando contó lo que tenía en el bolsilloAtravesó varias calles, entró a la plaza y alestaba ella con su pelo claro y rebelde, sus ojoazules como la grieta de un glaciar, un café sobra mesa y un cigarrillo en el cenicero. Robert
aceleró el paso, tomó una bocanada de aire, sdetuvo frente a ella y le dijo: “mucho gusteñorita, me llamo Roberto Plaza. He visto qu
viene con frecuencia a la plaza y me gustarí
nvitarle el café, si no tiene inconveniente”. Ella se quedó mirando, como sorprendida e intimidadaUn ligero temblor apareció en sus manos. Tomó ecigarrillo, le dio varias chupadas seguidas paruego destriparlo con fuerza dentro del cenicero
Al hacerlo, él pudo ver unas cicatrices aún rosa
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que atravesaban la parte baja de su muñeca. Elle dio cuenta y de inmediato se alargó la mang
del suéter. Trató de sonreír.
—Sí —dijo la mujer mientras comenzaba a mordeas pocas uñas que le quedaban en los dedos.
Roberto haló la silla y tomó asiento. Amboestuvieron callados por unos segundos. Finalment
e preguntó:—Disculpe, ¿le gusta Chéjov?
— ¿Quién?
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COTUFAS
A David Martínez, ya jubilado y sin hijoque cuidar, no le había sido fácil superar la muertde su mujer. Pero poco a poco se fue adaptando
a soledad gracias a su empeño de mantenersaferrado a las pequeñas cosas que aún le causabaplacer. Ir al cine era una de ellas. De lunes viernes, cuando la afluencia de gente era menomuy temprano en la mañana compraba la prens
para repasar de un tirón los titulares y detenersargo rato en la cartelera cinematográfica.
Leía con detalle los pormenores de cada aviso: sa película había sido premiada o no, quiénes era
os actores, quién el director, y escudriñaba lmagen tratando de adivinar a qué géner
pertenecía. Así, cuando veía por ejemplo a uhombre musculoso, lentes oscuros y con un
metralleta en cada mano, pasaba a otro aviso cas
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in detallarlo. Igual hacía cuando veía unocolmillos ensangrentados o la caricatura de umuñeco malévolo con los ojos fuera de suórbitas. Pero cuando miraba la imagen de unmujer sentada en un viejo escritorio, rodeada ddetalles acogedores como la foto de un sequerido, una taza de café humeante o leyendluminada por una tenue luz, se imaginaba entonce
una de esas películas de las que ahora disfrutabaenta, cotidiana, psicológica, de escenario
modestos y héroes no tan héroes que como éhabitan en algún lugar sin pretensiones y forma
parte de la mayoría de los humanos. Con ellas sdentificaba, se veía tras la pantalla haciendcosas que todo el mundo hace y diciendo cosaque todo el mundo dice, sin efectos especiales, sigrandes muestras de tecnología y de finalenesperados. Por lo general este tipo de película
viene desde Europa, pocas veces de otros países casi ninguna de la gran fábrica de cine del norteLlegan en serie de varios títulos unidos bajo l
palabra festival. Así que siempre estaba pendient
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del inicio de uno de estos ciclos para recortar lprogramación del periódico y llevar un control se quiere detallado de su asistencia. A medida quas iba viendo las iba tachando y, por costumbre
guardaba el recorte como un recuerdo, o por limple distracción de coleccionar algo que lueg
pudiera releer, cerrar los ojos y traer a su mentalgún detalle relevante de aquella película, algun
actuación o frase que le hubiese llamado latención, o sólo para ver en sus fechas cómo eiempo pasado se alarga y el venidero se reduc
haciéndole sentir el placentero susto de estar cad
vez más cerca de su “nena”, como solía llamar u mujer. Si veía alguna película que le causaruna emoción especial, de esas que se graban ealgún lado todavía no bien definido de nuestrexistencia, la anotaba en un cuaderno dondespecificaba el título, los actores y una breveseña del tema para no olvidarla. Este era el tip
de película que no le importaba ver de nuevoobre todo cuando las había visto todas y l
cartelera se encontraba desierta de la
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proyecciones que a él le interesaban. Sus ciclopreferidos eran los franceses donde, salvo algunacontadas excepciones, encontraba esos temas parmuchos intrascendentes que lo dejaban pensativoa veces por varios días, y rumiaba en sus nochede insomnio la razón por la que el personaje habíhecho esto o aquello. También disfrutaba de laargentinas y de algunas venezolanas, sobre tod
por el hecho de que, como las españolas, carecíade subtítulos que leer, algo que le hacía lagrimeaos ojos. Pero en ausencia de éstas no tenía ningú
problema en usar un poco de colirio cuand
uviera que ver alguna francesa, alemana taliana, todo con tal de pasar un rato fuera de saunque diera la impresión de estalorando. Cuando David iba al cine l
gustaba sentarse siempre en el mismo sitio, justen el centro, lo que calculaba con una rápidmirada al voleo y con una precisión digna demejor jugador de baloncesto. Y mientras veía lpelícula comía las mismas cosas: una cotuf
pequeña, un refresco de dieta y una barra d
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chocolate sin azúcar. Allí, entre cotufa y cotufaentre sorbo y sorbo, con la lentitud de quieparece haberse acostumbrado a la soledad, pasabus horas más divertidas.
Era la tarde de un martes cuando llegó a la taquilldel cine. Prefería ir a la primera función, luego da siesta, para salir temprano, ver las noticias en lelevisión y leer algo antes de acostarse. En la fil
había una mujer un poco más joven. Tenía el pelcorto, bien peinado, un suéter blanco y pantaloneholgados color celeste; un collar de perlas pendíde su cuello. La mujer canceló y se hizo a un lad
para guardar su monedero. De pronto el tique quhabía comprado se le escapó de las manos yendo parar cerca de los pies de David. Antes de que lmujer lo intentara él se apoyó en la barra de l
aquilla y lo más rápido que las piernas se lpermitieron se agachó a recogerlo.
—No se preocupe —le dijo la mujer al notar eesfuerzo.
—De ninguna manera —dijo David mientra
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bajaba, y mientras subía agregó—: Tengo lesperanza de que todavía me soporten unocuantos años más.
—Mis rodillas también son un desastre —dijo lmujer. Lo miró fija, sonrió levemente, tomó eboleto y le dio las gracias.
David saludó al empleado con cierto júbilo de
cual él mismo se extrañó y pidió una entrada para de Almodóvar. Luego fue al área de lachucherías. Como siempre, compró una cotufpequeña, un refresco de dieta y una barra dchocolate sin azúcar. Entró a la sala aún iluminad
casi desde la puerta observó que en el centro deésta, justo donde él acostumbraba a sentarse, habíalguien. Mientras se acercaba pudo ver que srataba de la mujer de la taquilla, la del pelo cort
suéter blanco. Sin saber qué hacer se dejó guiapor el impulso de sus piernas. Se detuvo a su ladcon las manos llenas, la expresión jubilosa, eostro limpio. Ella lo miró con cierta emoción e
us ojos y quitó la cartera medio abierta que habí
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puesto en el asiento de al lado. l pudo ver dentrde la cartera un recorte de periódico con lprogramación del ciclo español y tildes al final dcada película. La mujer comía cotufas y en eportavasos del asiento reposaba un refresco ddieta. A la mitad de la película sacó de su bolsilluna barra de chocolate sin azúcar.
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SACRIFICIO
Estos veloces leopardos puededesarrollar hasta cien kilómetros por hora eescasos segundos. Su principal víctima es l
acela de Thompson, que aunque es uno de loanimales más rápidos del reino animal, pocaveces logra escapar de la zancadilla que en sdesesperado ataque le infringe el ágil gatohaciéndola rodar por el prado para luego hinca
us poderosos colmillos en su cuello.Ambos estaban en la cama. Era domingo, a medimañana, y no se hablaban desde la noche anterioElla finalmente dijo con una voz que salía desde e
fondo de la almohada.— ¿Quieres algo?
—Sí —dijo César al cabo de unos segundos.
ero tiene que comerla pronto porque el olor
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muerte fresca llama la atención de otrodepredadores y es muy probable que le roben sresa.
—Siempre lo mismo —dijo Mary cambiando dposición.
—No, esta vez fue diferente. La gacela escapó.
— ¡Qué extraño! Siempre mueren..., las pobres.
—Hay público para todo —dijo César—. Tambiéhay a quienes les gusta ver escapar la presa.
—Y tú, ¿a qué grupo perteneces?
— ¿Qué hay de comer?—Sándwich.
— ¿De qué?
—Lo de siempre. Jamón, queso…
Su principal competencia son las temiblehienas, que cuando están en grupo puedearrebatarle la cena hasta al más fiero león.
Mary se sentó en la cama, aspiró profundo y le di
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varias vueltas a su pelo para luego recogerlo coun gancho que tomó de la mesa de noche. Puso lamanos sobre sus piernas y observó cómo eeopardo caminaba lentamente sosteniendo de
cuello a una pequeña gacela que no tuvo la mismuerte que su compañera, o quizá era la misma qu
en segunda instancia se confió demasiado. Lpresa llevaba los ojos grandes, fijos, vacíos; y s
cuerpo flojo y caído pendoneaba como la rampartida que aún no termina de caer del árbol. Efelino, por el contrario, con las orejas chatas y ucaminar seguro se veía rígido, poderoso, confiado
Mary pasó la mano por su cuello y sintió uescalofrío en todo el cuerpo.
—Lo de siempre —dijo César.
—Sí, lo de siempre. Nada ha cambiado —
balbuceó Mary―. Se levantó, recogió la camisdel marido del piso y la acercó a su cara—. Nadha cambiado, ¿verdad?, todo sigue igual: el mismolor, las mismas manchas, el mismo descaro.
—No empieces —dijo César. Estiró su brazo y l
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dio volumen al televisor—. De jamón y queso estbien.
a gacela Thompson no tiene mucho tiempo par
aprender cómo huir de sus depredadores. Anacer, la madre la alienta a mantenerse en pie y estar atenta al entorno. Al poco tiempo es capade desarrollar altas velocidades y siempre que smantenga con el grupo tendrá muchaosibilidades de llegar a ser adulta.
Mary lanzó la camisa a un lado y se fue a lcocina. Abrió la nevera y por un instante pensó emeterse en ella y quedarse ahí un rato, tal vez par
iempre. Tomó un poco de agua helada y aspiró eaire frío que llegaba a su rostro. Sacó el pan, eamón, el queso, la mantequilla, lo puso sobre l
mesa y preparó el sándwich. Mientras hacía e
café sonó el teléfono. Contestó. No había nadie. Oí, parecía que había alguien…
— ¿Quién es? —gritó César desde el cuarto.
—Aló —dijo Mary una vez más. Sintió que es
ilencio la enloquecía—. Aló —repitió—. ¡Po
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favor, conteste!
— ¿Quién es? —gritó César de nuevo.
—No nos moleste más, se lo ruego —implor
Mary con ambas manos aferradas al teléfono.La voz no se escuchaba, sólo su respiración.
— ¡Maldición! —murmuró César al levantarse da cama.
l felino, astuto por naturaleza, se camufla entras altas espigas del prado y se va deslizandentamente con su cuerpo barriendo la tierra
cuidando siempre de estar en contra del vient
ara que su olor no sea detectado por la presa yen el momento preciso, salta sobre ella.
— ¿Quién era? —dijo cuando llegó a la cocina vio que Mary ya había colgado. Abrió la nevera
e empinó un trago del envase de jugo.El teléfono volvió a sonar. Mary, que servía ecafé, sobresaltada dejó caer la jarra sobre lcocina y el líquido se regó por tope y piso. Tom
un paño y comenzó a limpiar sin saber lo qu
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hacía.
— ¡Qué torpe! —dijo César—. Por fin, ¿quiéera?
—Averígualo tú mismo —respondió Mary con loojos enrojecidos—. Contesta, quizás sea la mismcon la que saliste anoche.
César levantó el teléfono.
— ¿Aló? Sí —dijo, y bajó la voz—. Dame uegundo ―tapó la bocina con su hombro.
Miró a Mary. Ella también lo hizo, por breviempo. Cesar hizo un gesto con la cabeza, con la
cejas, con los hombros, un sal de aquí que ella nofue capaz de enfrentar. Mary entonces puso lcafetera a un lado y salió de la cocina. Pasó por ecuarto del niño. Éste aún dormía. Puso la mant
obre su cuerpo y le acarició la mejilla con eenvés de su dedo. Luego se sentó a la orilla de lcama, a observarlo.
Desde el otro cuarto se escuchaba:
ero no hay que preocuparse porque siempr
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endremos gacelas Thompson. Son muchas máque los depredadores y eso garantiza subsistencia.
César colgó el teléfono. Cuando iba hacia lhabitación le preguntó a Mary qué pasaba con eándwich, no iba a esperar todo el día.
Ella fue a la cocina de nuevo, lavó el paño co
abundante agua (parte de ella no caía desde egrifo) y lo estrujó hasta quedar sin fuerzas, hastque le dolieron las manos. Luego preparó otrporción de café y lo puso sobre una bandeja juntcon el sándwich. Cuando entró a la habitació
dijo:
— ¿Podrías cambiar de canal, por favor?
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MARÍA
Alberto llegó a su apartamento a la una da tarde, como solía hacerlo. Lanzó su tradicionailbido al aire y puso las llaves, incluyendo las d
u flamante camioneta nueva, en los ganchitos questaban pegados a una pulida madera que decílaves.
o recibió la cotidiana respuesta de su mujer qupor lo general provenía del estudio y que con vomelodiosa le decía hola gordi. Volvió a silbaesta vez con más fuerza, pero nada. Sabía que ellestaba en casa pues había visto sus llaves cuandcolgó las suyas. Extrañado, y antes de ir hasta e
estudio a dejar su maletín, lentes, carterabilletera, y vaciar sus bolsillos de monedabolígrafos, chicles y otras chucherías, se asomó a cocina de donde provenía un rico olor.
—Hoy tuve que cocinar yo —dijo Marlene con e
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delantal puesto y la frente sudada mientras le dabos últimos toques a la ensalada. Sin voltea
continuó—: Como quedamos, hablé con María. Ldije que tenía que ser más expresiva, que tú nestabas contento con su actitud siempre tahermética, que eso te ponía nervioso, que hicierun esfuerzo. Y, ¿sabes lo que hizo?, renuncióComo lo oyes, renunció. Si hubiera sabido que ib
a reaccionar así me hubiera preparado. No, shubiera sabido que iba a reaccionar así no lhabría dicho nada. ¡Es tan difícil encontramuchacha! ¡Tú lo sabes! Te dije que esperáramo
un poco. A ellas no se les puede decir nada porque molestan por cualquier cosa. La otra vepasamos casi un año sin conseguir a nadie. A mno me importa cocinar, pero lavar y planchar no loporto. Son todas unas ingratas —Marlene prob
el aderezo y le echó un poco más de vinagre—Recuerdo cuando llegó hace apenas seis meseEstaba flaca como uno de esos africanos que saleen el canal de los animalitos. Y aquella mirada d
auxilio que me conmovió. ¿Te acuerdas? ¿T
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acuerdas cuando le pregunté qué sabía hacer y mdijo que de todo? Dijo que cocinaba, lavabaplanchaba, limpiaba, y resulta que a final dcuentas yo tuve que enseñarle hasta lo mámínimo. Por suerte aprendió rápido. Y ahora quaprendió, que ya yo podía descansar un poco danta brega, por una tontería en la que has debid
hacerte de la vista gorda, se va como si nada. Po
una estupidez. Alberto, quien escuchaba desde lpuerta de la cocina, caminó hacia su mujer y lomó por los hombros. Ella se volteó, le dio u
beso fugaz, como para cumplir con la costumbre,
e fue a revisar el pollo que ardía en el hornoAlberto fue hasta el estudio y vació sus bolsilloobre el escritorio. Su cara reflejó cierto alivio a
despojarse de todo ese peso. Luego regresó a lcocina, colgó la chaqueta en el espaldar de una das sillas, sacó un poco de agua de la nevera y secostó a la puerta.
—Mejor así —murmuró.
—Claro, tú no cocinas.
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—Era muy callada ―dijo Alberto mientras sentaba―. Nunca saludaba… y apenas contestabi uno le preguntaba algo.
—Cocinaba bien.—Pero planchaba horrible. ¿Te acuerdas del shonegro de nylon?
—Sí.
—Yo también. Era uno de mis favoritos.
—Lástima.
— ¿Y qué dices de mi suéter gris? Lo volvi
rizas.Marlene metió un pedacito de lechuga en su boca.
—Ese suéter ya estaba muy viejo —dijo.
Alberto tomó unos tragos de agua.
—Sí, pero hubiera aguantado un tiempo más de nhaber sido por ella.
Marlene completó con un poco de pimienta, pusel envase sobre la mesa y retiró el pollo del horno
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—Sí, mejor que se haya ido —insistió Alberto—A mí no me gustaba, ya lo sabes. No sabíamos que pasaba por la cabeza. No sabíamos nada d
ella. Ni un sólo comentario sobre cualquier cosaada. Cuando le decía que una comida le habí
quedado sabrosa no respondía. Ni siquiera ugesto que pudiese interpretarse como unespuesta… Hum, huele a gloria ese pollo. Ha
que reconocer que tú cocinas mucho mejor quMaría.
— ¿Puedes sacar los pañitos y los cubiertos?...
—Sí, ¿los verdes o los azules?
—Los azules están limpios.
— ¿Todo está completo, no? Tú sabes... Mefiero a nuestras cosas.
— ¿María? ¡No!..., María no sería capaz dlevarse nada. Podría no hablar mucho y todo esopero era honesta. Nunca se perdió nada. Y eso quú dejas los relojes por todos lados: dentro de la
chaquetas, sobre la mesita de noche, en el suel
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cuando te acuestas a leer y lo tiras al piso juntcon el libro y los lentes porque te da flojerevantar el mosquitero. ¿Y qué de la billetera? E
otro día la dejaste sobre la mesa y María me llama la tienda para decirme que ahí había unos reale que si los guardaba, porque venía el carpintero a
poner el marco de la puerta y ella no queríproblemas. O la vez que nos fuimos de vacacione
no quisimos molestar a nadie para que nocuidara las matas, ¿te acuerdas? Decidimodejarle las llaves a ella, y cuando regresamos todestaba en orden, no faltaba ni un par de medias. Y
as matas, radiantes.—Pero no se sabía qué pensaba. Eso de nuncntervenir, aunque se le preguntase, de nunca da
una opinión… No sé, menos mal que se fue, l
verdad. A veces parecía un fantasma deambulandpor la casa porque ni el caminar se le escuchab—Alberto puso los tenedores mientras Marlenos platos—. Recuerdo la vez que estaba solo, a
menos eso pensaba. Tú estabas en la tienda, creo
o en el supermercado, no recuerdo bien. Yo llegu
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emprano de la oficina y me puse a revisar lopapeles del crédito. Llevaba un par de horarabajando en el estudio, ya estaba oscureciendo,
de repente veo por el rabillo del ojo una especide sombra que pasó rápido por el centro de lala, como flotando. Iba con un vestido blanco
ancho, y su piel, que me dejó la impresión de semorena como la de María, hacía resaltar las tela
claras que se movían de un lado al otro. No sé sfue mi imaginación, eso pensé en un principiopero fue tan real que me levanté de la silla como saliera disparado del tubo de un cañón, revisé l
ala completa y no había nadie. Vi hacia los lado nada, nadie. ¿Será María, pensé? Puede queMaría aún no se haya ido, total uno nunca sabcuándo está o cuándo no. Revisé la cocina, ebalcón, la terracita del lavadero y en cada sitió llamé: ¡María, María! ¿Es usted, María? María
¿anda por ahí?, y nada. Así que desconcertado mvoy de nuevo al estudio. Y cuando ya habíolvidado el asunto la mujer asoma la cabeza co
aquellos enormes ojos abiertos como los de u
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búho en la noche y hace un gesto compreguntándome qué quiere. ¡Coño!, di un salto eesa silla que casi pego la cabeza al techo. Lmujer parece que se asustó tanto como yo y dio ugrito que me sobresaltó más todavía. Con la manen el pecho le pregunté dónde estaba, tenía ratlamándola y, ¿sabes lo que hizo? Bueno, me mir
como si me odiara, se dio la vuelta y se fue si
decir nada. Al ratico escuché el portazo que le dia la reja al salir. Me provocó esperar a verla en lplanta baja desde el balcón y gritarle algocualquier cosa, ¡bruja!, o algo parecido, pero no
qué miedo decirle algo que no le gustara porqudespués se molestaría, se iría, y conseguir a otrcomo ella —casi me convenciste de ello— serímposible. Así no se puede vivir, Marlene. Qu
bueno que se fue, después de todo.
—Siéntate, ya el pollo está listo.
—Voy por el agua. Alberto agarró otro vaso, lpuso sobre la mesa en la punta derecha del pañit
de Marlene, sacó la jarra de la nevera y los llenó.
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— ¿Qué parte quieres?
— ¿Hay muslo?
—Sí.
—Dame pechuga, entonces.
—Muy gracioso —dijo Marlene, por fin dejandver una irónica sonrisa—. En serio, chico, ahorcómo vamos hacer —hubo un corto silencio—
Yo prefiero el muslo, la pechuga siempre es máeca. Hablé con la conserje y me dijo que no sabí
de nadie. ¡Ay!, el plato para los huesos.
—Yo voy.
—Si ella no me consigue otra, imagínateendremos que llamar a una agencia. En el d
arriba, al lado de las copas… ¡Nunca encuentranada!
—Claro, cómo voy a conseguir algo si la brujcambia todo de lugar a cada momento. Buenocambiaba.
—No seas injusto. Ya hace meses que los cambi
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de sitio. Yo se lo pedí.
—Bueno, por un tiempo ella será la culpable dodo lo que pase en esta casa... Hum, esta pechug
está divina, y la ensalada deliciosa… Una agenciestaría bien. No sé por qué uno se empeña en unparte del pollo cuando todo sabe igual.
—En tu caso, por glotón.
— ¡Veinte puntos!, adivinaste, la pechuga es mágrande... Por lo menos en la agencia se encargade revisar las referencias de la gente.
Marlene repitió una porción de ensalada.
—Me dan miedo las agencias. ¿Quieres máensalada? Las agencias ya no tienen tan buenfama como antes.
—No, me serví bastante. Lo que sí quiero es pasa
el pan por esta salsa —Alberto barrió la bandejdonde Marlene había servido el pollo con doapas de pan hasta que se impregnaron de u
marrón claro, aceitoso—. Esto es lo más rico de
pollo.
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Marlene tomó un poco de agua y luego, con lema de los dedos, comenzó a hacer montañita
con las migas de pan sobre el pañito azul.
―Entonces, ¿llamo a la agencia para que menvíen a una muchacha?
—Sí, prefiero, no quiero deberle favores aconserje. “Favores”, si se pueden llamar as
Luego te los cobran de alguna manera.Unos días después la nueva doméstica iniciaba suabores.
A la una en punto Alberto abrió la puerta, colg
as llaves en el tablero de madera y silbóMarlene, desde el estudio, le contestó con sacostumbrado hola gordi.
—Ya me enviaron a alguien —dijo Marlen
apenas lo vio.— ¡Qué bueno, y qué rápido!, ¿no? ¿Qué tal se ve
—Bueno, se ve bien. Ahora, vamos a ver.
Alberto se acercó a ella, puso su quincallerí
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obre el escritorio y la besó. Luego pasaron a lcocina.
—Este es mi esposo. Y esta es la señora qu
rabajará en casa —dijo Marlene sonriente moviendo su brazo como si sostuviera unbandeja.
—Mucho gusto —dijo Alberto.
—Mucho gusto —dijo la mujer—. Hoy les haruna sopa campesina y espagueti con caraotas. Euna comida muy sana porque la sopa está hechcon puras verduras frescas que la señora trajo est
mañana. Yo, con las verduras, soy muy apretada. Amí que no me traigan cosas malas porque no lacocino. Yo las prefiero más bien duras quaguadas. Las partes aguadas se las saco porque mda la impresión de que están podridas así n
huelan mal. Además, todos los otros ingredientedeben ser naturales. Yo no trabajo con ingredienteen polvo. El ajo lo pico yo misma, y así con todoY de las caraotas no le digo mucho, les van
encantar. Están sofritas y llevan un puntico d
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azúcar.
Alberto metió la cabeza entre sus hombros y ldijo a Marlene en un murmullo que si no le habí
dicho a la mujer lo que iba a cocinar. Marlene lcontestó en el mismo tono que trató de hacerlopero que ella le había dicho que le daría unorpresa.
Ambos trataron de sonreír cuando la mujer sacercó y les sirvió la sopa.
— ¿Cómo te fue hoy? —preguntó Marlene.
—Bien —dijo Alberto, estrujándose los ojos.
— ¿Alguna noticia del crédito? —preguntMarlene.
—Los créditos están difíciles —interrumpió lnueva—, sí señor. Yo pedí uno para comprarm
una casita allá en el barrio y todavía no me halido.
Alberto la miró, sonrió y le dijo a Marlene:
—No, todavía nada. Llamé al banco y me dijero
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que en una o dos semanas, tal vez…
—Ármese de paciencia, amigo mío —intervino lnueva una vez más—. A mí me han dicho lo mism
odo este tiempo. Que si la semana que viene, qui la otra, que si le falta un papel, que si la copide la cédula está borrosa… Y en esto llevo más dun año. No se les puede creer esto contimás est—remató la mujer mostrando su índice grasientecortado por el pulgar.
Marlene se limpió la boca con la servilleta al tantque miraba a Alberto con los ojos del tamaño deplato donde comía.
—Sí, eso pasa ―comentó―. Hay que tener upoco de paciencia con ese tipo de créditos.
Alberto tomó un poco de agua.
—Sí, no hay duda. En estos casos es mejoarmarse de paciencia.
—También hay que presionar, ja —dijo la nuev—, porque nada más con paciencia no se logr
nada. Si uno se duerme se lo lleva la corriente
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Uno debe estar todo el tiempo pendiente de sasunto porque ellos se la pasan haciéndose loocos con lo de uno. Ramón, el mío, va todas laemanas a preguntar. Yo le digo que no pued
dejar de fastidiarlos porque es la única manera dque algún día salga el asunto. Ya hasta lo conocenLo saludan y todo cuando lo ven. El otro día lbrindaron un guayoyito.
Alberto dejó la mitad de la sopa alegando que nenía mucha hambre; Marlene en cambio procur
comérsela toda. La nueva recogió los platos enseguida sirvió la pasta bañada en una espes
alsa negra. Sin preguntar roció una cucharada dqueso blanco rayado por encima de las caraotaicuadas que al revolverse con los espagueti
adquirieron un tono grisáceo y una textur
pegajosa…— ¿Es el señor Pérez? Buenas tardes, es la señorMarlene, Marlene de González. Sí, la misma¿Cómo está? Bien gracias. Señor Pérez
amentablemente la señora que me envió... No, n
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es que sea mala, no, nada de eso, pero nos gustaríprobar con otra si usted es tan amable. Sí, sabíque entendería. ¿Mañana mismo? Perfecto. Se lagradezco mucho, y perdone la molestia, ¿síHasta luego.
Marlene le dio las instrucciones de rigor a lnueva empleada y se fue al estudio a leer eperiódico.
Alberto llegó con la puntualidad de siempre, pusas llaves donde siempre y silbó al aire comiempre lo hacía.
—Hola gordi —le respondió Marlene desde eestudio.
Alberto fue hasta allá, tratando antes de dar uvistazo hacia la cocina. La besó, lanzó la chaquet
obre el sofá y puso sus cosas sobre el escritorio.—Y la nueva, ¿vino? —dijo en voz baja.
—Sí, vamos a ver esta vez ―murmuró Marlene.
—Los señores pueden pasar —se escuchó desd
el pasillo.
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Ambos fueron a la cocina.
—Este es mi esposo, y esta es la señora qurabajará con nosotros a partir de hoy —dij
Marlene.—Mucho gusto —dijo Alberto, sonriente, a lexpectativa.
—Mucho gusto —dijo la mujer, también sonrient
Se sentaron a la mesa.
— ¿Qué dice el periódico? —preguntó Albertoatento a alguna interrupción.
—Nada que valga la pena. Siempre lo mismo —espondió Marlene, esperando el eco del otro ladde la cocina. Silencio total.
—Es verdad, las noticias son siempre las mismaólo cambian los actores —dijo Alberto.
Hubo un largo silencio después del cuacomenzaron a relajarse.
— ¡Ah!, por cierto, hoy llamé al banco ―adelant
Alberto.
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Ambos esperaron unos segundos. No escucharonada.
— ¿Qué te dijeron? —preguntó Marlene.
—Bueno, me dijeron que todavía no teníaespuesta.
La mujer les pidió permiso, extendió los pañitocolocó los cubiertos, las servilletas, el agua y le
irvió una sopa de cebolla.—Espero que les guste —dijo en voz baja perfecta dicción.
Ambos se llevaron la cuchara a la boca al mism
iempo y un suspiro de placer salió de lo profundde sus pulmones. Alberto levantó las cejas eeñal de aprobación. Luego les sirvió una carne ealsa de champiñones con ensalada verde y pur
de papas. Comieron como nunca.—Excelente comida —dijo Alberto al levantars—. Merece una buena siesta para celebrarlo.
—Gracias, señor —dijo la mujer.
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Marlene la miró satisfecha, le dio algunanstrucciones y se fue al cuarto con Alberto.
— ¿Qué te parece? —dijo Marlene a sabiendas d
a respuesta.— ¿Qué me parece? Creo que es lo mejor quhemos encontrado en años. ¡Por fin, Dios mío, unque sirve!
Una hora después Alberto se levantobresaltado.
—Es tarde —dijo cuando se miró el reloj.
Fue al estudio a recoger sus cosas. Miró sobre e
escritorio y sólo estaban los chicles y locaramelos. Miró sobre el sofá, sobre la sillaobre la alfombra, sobre la mesa de centro…
Corrió hasta la cocina y en ningún lado estaba l
cartera, la billetera, el celular y los bolígrafoampoco la nueva empleada.
― ¡Marlene! ―gritó.
Corrió de nuevo hacia el sitio de las llaves y, co
os ojos tan grandes como si se vieran a través d
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una potente lupa, vio que faltaban las llaves de scamioneta. ¡De su camioneta nueva!, válgamDios.
Mientras llama a la policía le pregunta a smujer:
— ¿Y María, has sabido algo de María?
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TERROR
El hombre llegó a las doce y treinta de larde, ni un minuto más ni uno menos. Al oír euido de la puerta, su mujer, que se había distraíd
ojeando una revista donde aparecían estrellas dcine, corrió a la cocina, metió una cerveza en lnevera, bajó la llama de las hornillas, arrimó upoco las tapas sobre las ollas, sacó un mantelitde una de las gavetas, un juego de cuchara, tenedo
cuchillo (la pateó para que se cerrara máápido), un vaso de la parte de arriba y laervilletas de otro gabinete. Cuando el hombr
entró a la cocina con el ceño fruncido y su boc
apretada como si sostuviera algo pesado entre lodientes ella terminaba de poner sobre la mesa lal, la mantequilla, la salsa picante y la botella d
cerveza. Él puso el saco en el respaldar de la sillaLuego miró a su alrededor, deteniéndose uno
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egundos en las ollas que humeaban. Ella le dijque pronto le serviría, que se había retrasadporque… porque vino la conserje del edificio había estado más de media hora hablándolonterías sobre la novela de las nueve. Él respiró
profundo, haló la silla con fuerza, se sentó y llenel vaso de cerveza. Al tomar el primer sorbemitió un sonido bien conocido por ella, algo as
como el gruñir de un perro a punto de morder. Ellvolteó de inmediato y retrocedió unos pasos. Él lmiró de aquella forma tan peculiar en que solíhacerlo cuando algo no le gustaba. Era una mirad
directa, demoledora, envenenada, decorada cofuego, capaz de hacer desviar la mirada de unestatua si se le cruzase en el camino. Ella dnmediato, con palabras atropelladas, le dijo qua cerveza no podía estar caliente, que la habí
metido en la nevera desde hacía horas, quprobablemente no estaba enfriando bien... que.que no volvería a pasar... llamaría al técnico parque la revisara. Él mantuvo la mirada cada ve
más afilada, aderezada con el entrecejo de u
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águila hambrienta. Sin decir nada hizo una señaápida hacia el refrigerador. Ella fue, buscó u
envase, lo llenó con hielo y lo puso cerca devaso. Esta vez él no le diría lo mismo, ella labía, no le diría que la maldita cerveza debí
estar helada pues caliente era como una patada eel estómago. Tampoco le preguntaría por qué lcomida no estaba sobre la mesa cuando llegó, er
el único que trabajaba en esa casa y el almuerzdebía estar sobre la mesa cuando él se sentara, nun segundo después. Gruñó de nuevo pero dforma más leve, metió un pedazo de hielo dentr
del vaso, le dio vueltas con el dedo y engulló lcerveza de una vez. Un hilo del líquido le corripor la comisura de la boca hasta su barbilla paruego gotear sobre la mesa. Estiró el brazo par
agarrar una servilleta pero no pudo alcanzarlaMira!, le gritó a la mujer. Ella, que se disponía ervir la comida, se sobresaltó de tal manera qu
dejó caer la cuchara dentro de la sopa hirvienteSin pensarlo le dio la espalda, metió la mano en l
olla y sacó la cuchara. Enseguida puso su man
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bajo el agua fría del chorro del fregadero. Luegvolteó hacia el marido con la cara sudadadescompuesta. La boca le temblaba y sus piernaapenas la sostenían. Él la traspasó con aquellmirada endemoniada al tanto que se apuntaba coel dedo la barbilla, que aún goteaba. Ella secó smano y le alcanzó la servilleta; al hacerlo, eesplandor del cuchillo sobre la mesa proyectó u
extraño brillo en sus ojos.
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BUEN INTENTO
“Quizás una carta...”
El hombre, ya comenzando los cincuenta, apartos lentes de sus ojos y dejó reposar a Do
Quijote sobre su pecho. A través de la ventanaveía al escuálido caballero luchando a muerte coaquellos gigantescos enemigos que blandían suespadas al viento en giros continuos amenazadores.
“Una carta. Eso es lo que haré. Le enviaré uncarta y esperaré su respuesta. Ya me la imaginoPensará que me volví loco, que después de todo lque le hice, ahora... No me creerá. Se burlará dmí. Seré el hazmerreír de ella y de todos los qupor ella se enteren. No creerá lo que le escriba, nquerrá creerme. Pero, tal vez me equivoco. Tal veestoy prejuzgando una reacción que podría se
positiva. Porque es posible que la convenza, qu
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entienda y me perdone. Sería como una fantasía, uueño hecho realidad, o más bien el despertar d
una terrible pesadilla... No, no, en qué piensas, yes demasiado tarde para pedir otra oportunidad¿Qué pretendes ahora, que con una simple cartodo vuelva a ser como antes, que te abra lo
brazos y te reciba como si nada hubiese pasado¿Por qué no? Todos cometemos errores. Sólo teng
que hablarle, decirle cómo me siento, y nada mejoque una carta para expresarle cuánto lextraño”.
Federico volteó y se quedó mirando el bolígraf
que reposaba cerca de una hoja sobre el escritoride madera. Recordó cuando era niño y jugaba cous amigos a ver quién lograba mover objetos coa mente, como aquel personaje que salía po
elevisión y doblaba llaves y cucharas con sólmirarlas. La expectativa era única. Solían poneuna aguja sobre una superficie lisa y hacíaesfuerzos sobrehumanos para lograr un pequeñmovimiento que los impresionara, algo que lo
hiciera saltar de emoción y después pudiese
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contárselo a todos. Pero fue en vano, nunca lograron; tantas veces lo habían intentado y la
mismas habían fracasado. Sin embargo un díFederico, llamando la atención de todos, sconcentró y sopló levemente mientras miraba eobjeto. Nadie se dio cuenta. Los niños percibieroasombrados el leve desplazamiento de la agujaFue un movimiento suave y continuo para lueg
volver a su posición inicial en un frágil retroceseguido de un corto vaivén. La reacción de todo
fue de tal euforia que Federico no pudo confesar lque había hecho, así que él también terminó po
creer que en verdad la aguja se había movido coa sola fuerza de su mente; hasta llegar a sadolescencia lo creyó. De pronto ya no era doQuijote quien montaba a rocinante. A través de lventana vio su propia cara amarga dentro daquella armadura de metal, creando enemigouchando contra fantasmas, gritando al viento sunnumerables aventuras. Miró de nuevo hacia e
escritorio, recostó la cabeza al sofá y pensó e
ntentar aquella vieja aventura telekinética sobre e
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bolígrafo. Se concentró, afiló la vista y lo observpor largo rato sin parpadear. Al fin se rió de smismo, con una de esas sonrisas que terminaabruptamente con la mirada húmeda y fija en upunto inexistente.
“No se moverá, ya lo sé. Tampoco ella volverá mí por la fuerza de mi mente. A fin de cuentas nengo por qué enviarle la carta. Siempre tengo l
opción de la papelera”.
Volteó hacia la ventana una vez más. Ahí estaba éél mismo o el otro, quizá ambos, dándosdentelladas con el enemigo que se alimentaba de
viento. Lo dejó en paz. Los dejó en paz a amboLuego miró el techo, después el cuadro, la foto, loibros, la lámpara, el ruedo irregular de su pijamaas pequeñas venas que comenzaban a destacars
al borde de sus tobillos, el escritorio, su dedanular desnudo. Se levantó, puso el libro encimde la mesa de noche y buscó el bolígrafo. Por umomento pensó que era su espada. Lo tomó e
forma de puñal y en un movimiento brusco asest
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una herida profunda a uno de sus enemigos. Vicaer el cadáver a sus pies, respiró profundo y sentó satisfecho frente a la mesa.
“¿Por dónde empezar? Bueno, puedo contarle ldel sábado, aunque no haya pasado nada eespecial, aunque le parezca lo más aburrido que hescuchado en su vida”.
Puso un pie sobre el cuello del cadáver deenemigo que por un momento pareció resucitar comenzó:
“Querida Elena:
Hoy pasé por la floristería de la señorEugenia a comprar un ramo de claveles. Eleglos blancos, como siempre lo hacíamos. Elllos seleccionó con mucho cuidado, me imagin
que pensando que tal vez eran para ti. ¡Qucurioso!, ya han pasado más de dos años todavía se sienten las esperanzas de quienes sacostumbraron a vernos juntos. Si preguntarme cortó sus tallos a la altura que t
solías pedirle, le colocó unas brisas, uno
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eucaliptos y unas ramas de helecho, tal cual tgustaba. Con los ojos brillantes me entregó eramo envuelto en papel celofán con un belllazo rojo que no le pedí. Ella misma lo hizmientras yo miraba sus manos. No preguntó poti, pero yo sé que quiso hacerlo.
Fue el sábado pasado. La mañana estaba frescy no tenía ganas de hacer nada, pero me animun poco después de comprar las flores. Luegfui al centro comercial —recuerdo cómo tgustaba ir de compras—, compré algunolibros, un disco de Schubert que estaba e
oferta y el periódico. Pasé por esupermercado y, como siempre, no supe cuántcomprar de verduras para hacerme una sopa¡Ah!, tu sopa… Después me senté en un cafetín
pedí un té, leí los titulares de la prensa y luegme dediqué a ver pasar a la gente. Había ugrupo de niños comiendo helados; tenían lmitad de la cara blanca y las manos pegajosasLas parejas caminaban tomados de la mano co
la mirada iluminada por las vitrinas. Y algun
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que otro andaba solo, como yo, soloesperando no sé qué, como yo. El té estabcaliente por lo que me instalé a tomarlo co paciencia. Su reconfortante olor venía directa mi cara. Pensé en el pequeño apartamentque alquilé en Las Palmas y me dio risa que excepción del juego de cuarto, el escritorio algunos libros, no he comprado otra cosa. N
he podido hacerlo, no me provoca. Sé qunecesito sillas, mesa de centro, estante para lolibros, cortinas y tantas cosas más, pero no htenido fuerzas para entrar a una tienda sin ti…
Las flores las puse en la mesita de noche dondsuelo poner el Don Quijote que aún no heterminado de leer, ¡qué pena con don Alonso!
Allí, mientras miraba a toda esa gente de vid
normal que caminaba por el centro comercial tomaba un sorbo de té, de pronto, si premeditarlo, sin saber por qué, sentí unangustiosa necesidad de comprar todo dnuevo. Sí, tener otra vez todo lo que una ve
juntos compramos, como el cuadro de lo
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árboles en medio de aquella tenue neblina¿recuerdas? No sé, imaginé que si íbamos comprarlo de nuevo, de nuevo vería tu rostriluminarse, igual que cuando lo colgamos de l pared y diste unos pasos hacia atrás parapreciarlo mejor. Pensarás que estoy fuera dmí, que estoy delirando y que esta es otra dmis locuras, pero no es así, sólo pasó. Fue u
impulso que no pude contener y que aú persiste. Y como el cuadro, también pensé ela alfombra persa que tanto te gustabaRecuerdo tu pecho expandirse cuando llegamo
a casa y la desplegamos en el centro de la salaLucías tan feliz que quisiera ver de nuevo esoojos negros admirados en aquella maraña dcolores.
Una mujer se sentó en la mesa de al lado. Msonrió y pidió un café. Cuando se lo trajeron le puso el azúcar se quedó extasiada viendo efondo del remolino que se formaba al girar lcucharilla, o quizá el color de la espuma, n
sé. Tenía tus mismos ojos grandes
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expresivos, igual de grandes y de negros…Como ves, sigo hablando de varios temas amismo tiempo. No sabes cuánto te agradezco enunca haberme criticado por ello. Parecieruna tontería, pero “ésa”, como tú la llamabano lo soportaba. Mientras la mujer movía lcucharilla con aquella paciencia que me hizrecordar a la abuela cuando bordaba surgiero
otras cosas que me gustaría volver a compracontigo. Las rosas que teníamos en el patio por ejemplo. Al principio no supe por qu pensé en ellas, pero luego entendí: record
cómo cerrabas los ojos cada vez que aspirabasu olor. Antes no le daba importancia a esodetalles, lo reconozco, así cambian las cosasTambién compraría el libro de poemas, el d Neruda que tanto te gustaba, para leerlrecostado en tus piernas como solíamohacerlo, al principio, cuando todavía yo no erel otro y tampoco éste que ahora soy. Tambiécompraría aquel perfume que solías usar. E
otro día se lo sentí a una mujer en el ascensor
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no pude evitar decírselo; decirle que era el qutú usabas y que me perdonara por ecomentario. Ella me dijo que no tuviercuidado, que entendía perfectamente. Ahora m pregunto qué es lo que ella entendía…Compraría el apartamento de la playa; abriríde par en par las puertas del balcón y nosentaríamos allí como antes, frente al mar,
mirarlo, a mirarte. Ah, y el suéter rosado qutanto te gustaba; lo compraría otra vez par borrar de mi cabeza tu cara triste cuando lolvidaste en el parque aquella tarde lluviosa
Ya estoy exagerando con tantas cosas. Pero¿qué importa? La posibilidad de arrepentirmme da coraje, la papelera me hace sentivaliente.
¡Y la cama, cómo olvidar la cama! Lcompraría ya mismo si me lo pidieras parrevivir aquella noche de estreno, y para otrvez sentir tu cuerpo tibio junto al mío, esonido de tu respiración cercana, arrullándom
y haciéndome sentir seguro. Comprarí
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también todos los boletos de cine y teatro a loque asistimos en aquellos años, paranuevamente, si pudiéramos, ver las misma películas y las mismas obras, y de nuevo, iguanúmero de veces, pasar mi brazo sobre tuhombros y sentir que no me falta nada.
Ya me he puesto poético. No quiero ser cursAunque nunca te molestó, todo lo contrario, sque te gustaba el tono poético y melancóliccon el que te escribía. Inolvidable cuand pienso en ti. Qué tiempos aquellos. A veces m pregunto por qué dejé de escribir poesías, ¡po
qué dejé de hacer tantas cosas!... La mujer decafé se levantó. Era como de tu edad, tenía e pelo sujeto con un gancho color carey y unolentes parecidos a los que tú usabas. Me sonri
nuevamente. Sentí que teníamos algo en comúnTus mismos ojos. Caminó hasta que la vdesaparecer al final del pasillo. No volteóQuizá quiso hacerlo pero no lo hizo.
Tantas cosas quisiera comprar de nuevo, Elena
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comprar: el anillo, ¡cómo podría olvidarlo! Saunque te parezca una locura y pienses questoy bajo los efectos de aquel otro que arruinmi vida, y casi también la tuya, compraría dnuevo mi anillo de bodas, el qudespreocupado perdí en no sé dónde, parusarlo nuevamente en el dedo que lo dejescapar y lucirlo orgulloso como mi mayo
tesoro.”Hoy el Quijote estuvo más entretenido quenunca. Las páginas se están moviendo solaDesde aquí puedo verlas sobre la mesa d
noche (ya sé que no soy yo quien las mueveaunque si tuviese ese poder ya sabes lo quharía: pondría un lazo alrededor de tu cuello te haría venir de inmediato). Es medianoche
Los claveles están hermosos. La mirad brillante de la mujer de las flores y la sonrisde la señora del café no salen de mi cabezaDon Quijote sigue combatiendo a suadversarios, como yo. No sé si te enviaré est
carta. Depende de quién gane la batalla de hoy
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Siempre la pierdo, lo sé, pero hoy tengesperanzas. Mis enemigos son poderosos, tantcomo los de mi adversario: habitan en ese ladoscuro del alma que a veces se vuelvincontrolable. Pero no hoy, hoy los vencerélos aniquilaré para siempre; y si no mueren mencargaré de mantenerlos dormidos, sumisos la voluntad del que se pretende más fuerte.
Perdona la disertación. La papelera me ayudaLa puedo tocar con mis pies. Justo ahora estosintiendo su superficie fría y lisa. He pensaden patearla y enviarla lejos, pero prefier
tenerla cerca por si el cadáver revive. Aunquno pienso quitar mi pie de su cuello, temo qumi pierna llegue a cansarse y mi voluntad sedoblegada. En ese caso ella es la salida. Un
salida cobarde pero salida al fin, protegida pomi soledad y objeto de satisfacción y burla dmis enemigos. No sé qué más decir. Por fin mdio un poco de sueño. Ya no tomo manzanillen las noches. Me da pereza prepararla
Además, por más que lo he intentado, nunca m
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queda igual.
No te quito más tiempo. Sé que soy el culpablde haber perdido todas esas cosas, de habert
perdido a ti. Pero dime, dime si te gustaríacompañarme a comprar todo de nuevoaunque no sean las mismas cosas que una vecompramos, aunque ya no seamos tan jóvenes”
Federico.
La mujer leyó la carta, la puso sobre la mesa, sentó y escribió:
Querido Federico:Leí tu carta con mucha atención, es tiernaconmovedora y muy convincente. Y tienerazón, me encanta (tendría que decir más bie
que me encantaba) ese tono poético, cercano a veces melancólico con el que escribes. Sólquería decirte que no hace falta que compretodo de nuevo, estoy dispuesta a venderte toda
esas cosas que juntos una vez compramos.
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Cariños, Elena.
P.S.: Nunca he creído en la telekinesia, ya lsabes.
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¿AMIGO?
Ambas parejas disfrutaban de unas pizzaen el restaurante La bella Italia de un concurridcentro comercial de la capital.
—Saben, se casa mi hija —le dijo Carlos a Leo a Mirta mientras se metía un buen pedazo de pizz
en la boca.
— ¿Sí? —preguntó Leo, sin haber terminado dcomerse un bocado.
— ¿Cuándo? —preguntó Mirta con asombro.
—El once —dijo Mary, la novia de Carlos.
—Cae un sábado, ¿pueden ir? —dijo Carlos aato, succionando con fuerza su refresco por l
punta del pitillo.— ¿El once? A ver, dentro de tres semanas —dijLeo.
Carlos asintió con la cabeza. Leo miró a Mirta
ésta subió los hombros.
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—Yo creo que sí —dijo Leo—. Qué bueno, dverdad te felicito. Debes de estar muy contento, ealgo todos los padres desean. ¿Quién es eafortunado?
Carlos lo miró sin expresión alguna.
—Sírvete otro pedazo —le dijo a Mary—. No séno lo conozco mucho. Es un tipo que conoció en l
universidad.—Ya veo —murmuró Leo.
Mirta apartó unas tiritas de anchoa de su pizza.
—Y..., ¿dónde será la fiesta? —preguntó.
—En un barco —dijo Mary, mientras se pasaba lervilleta por la boca y dejaba una marca roja e
ella.
— ¿En un barco?
—Sí, en un barco —repitió Mary.
— ¡En un barco!, Leo —dijo Mirta, y lo apretó poel brazo —qué original, qué romántico.
Leo sonrió y tomó otro trozo de pizza. Le pus
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encima las tiras de anchoa que Mirta había dejado
—Esto es lo que más me gusta de la pizza —dijo.
—Sí —dijo Carlos—. El caballero se empeñó e
casarse en un barco y los padres lo vacomplacer... Es un consentido.
—Entonces son ricos, me imagino, ¿no? —preguntó Mirta.
Carlos miró a Mary, se limpió la boca, hizo unpelota con la servilleta y la tiró sobre su plato.
—No —dijo—. Es un barco alquilado. Uncualquiera.
Leo sonrió y miró a Carlos.
—No, no tengo nada que ver con eso —dijCarlos—. La familia del novio se está encargandde todo.
Leo se acomodó mejor en su silla y Mirta se quitel pelo de la cara.
—No sé. Ofrecí llevar algo de licor. Sí, quizá
leve algo de licor. Quizás... —dijo Carlos cuand
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e interrumpió y sus ojos se volvieron pequeños ojos. Bajó la mirada y se observó las uñas. Mare tomó la mano.
—Todo saldrá bien, ya verás —dijo Mary.Leo tomó un poco de refresco, apartó el platomiró a su amigo y le dio un par de palmadas en ehombro. Mirta hizo más lento su masticar.
—El día que lo conocí..., no fue un día afortunad—dijo Carlos después de una larga aspiración—El señor tiene más de treinta años. Eso no mmportaría, diez años no es mucha diferencia, per
el asunto es que no trabaja, Leo ―miró a Mirta―no hace nada. Está estudiando, eso dice, pero se lpasa en la calle inventando historias de futuroproyectos —Carlos se suelta de la mano de Mar—. Ha repetido el segundo año de Leyes no s
cuántas veces. Por supuesto, vive en casa de supadres. ¿Qué va a ser de la niña, vivir arrimada os suegros? Por otro lado, cuando traté de habla
con los padres no me lo permitieron, quiero deci
ellos hablaban todo el tiempo y cada vez que y
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quería decir algo me interrumpían con otra y otrhistoria hasta que ya no aguanté más, me levanté me fui sin despedirme. Sé que no he debidhacerlo, por lo menos no de esa forma tadescortés, pero es que se me subió la sangre a lcabeza y no lo pude evitar. Además, eraconversaciones de la más baja calidad, chistegroseros y todo eso. Desde ese día no me toman e
cuenta para nada. A mí no me importa. Incluso lniña, mi propia hija, casi no me habla. Yo decidque no me iba a hacer la vida difícil y que si scasaban sin avisarme, allá ellos. Cuando m
dijeron la fecha del matrimonio (ni siquiercircularon tarjetas) yo sentí la necesidad de hablacon ella. Le dije todo eso que siempre se dice os hijos cuando pensamos que se equivocan, tabes, ese hombre no te conviene, no te dará un
buena vida, piensa en tu futuro, ya conocerás alguien mejor, etcétera. Y ella me respondió lmismo que dicen todos los hijos cuando piensaque tienen la razón: que los padres sólo vemos po
nuestros intereses, que es su vida, su decisión, qu
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el tipo es bueno, que nunca confiamos en ella, ququeremos tenerla sometida, que se meta a monja quién sabe cuántas cosas más. Yo cuando vi quodo lo que le dije le había entrado por un oído alido por el otro decidí no hablar más del asunt desentenderme del matrimonio, y ellos por su
parte deben de haber pensado algo similar: qumejor dejarme de lado para que no los fastidiar
con mi sermón. Tampoco me importa... Estuvhasta dispuesto a no asistir. Después pensé que emi única hija y que debía estar ahí y colaborar coalgo. Cuento con ustedes, ¿no?
—Claro que sí —dijo Leo, y buscó la aprobacióde Mirta.
—Por supuesto, Carlos, ahí estaremos.
Mary miró hacia el techo, pensativa.
El mesonero recogió la mesa.
― ¿Café? —preguntó.
—Sí, tráiganos dos cafés con leche. ¿Ustedes? —
dijo Carlos.
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—También uno para mí —dijo Mirta.
—Yo no, gracias —dijo Leo.
El mesonero se retiró y Carlos miró a su amigo
como en espera de algo.—No te preocupes —dijo Leo—, nosotroestaremos allí para apoyarte. Por otro lado, sabeque no soy un experto en psicología ni en nad
parecido ni me gusta dar consejos moralistas, pera veces las cosas suceden para que la gentaprenda. Sería muy lamentable que tu hija fuesnfeliz con ese matrimonio. Ojalá te equivoque
pero si ocurre, probablemente eso la lleve buscar una pareja diferente la próxima vez y formar una familia como tú la imaginas para elladonde todos se diviertan en el jardín y un perrcariñoso le pase la lengua por sus caras. Inclusiv
me atrevo a decir que todo esto que está pasandepresenta también un aprendizaje para ti, Leo. S
eso creo. Quizás debas reconocer que tu vida nha sido como para ponerla de ejemplo a tus hijos
entiendas que debes ser más comprensivo co
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ellos y con las decisiones que tomen, aunqupienses que estén equivocados.
Mary irguió su espalda y abrió sus ojos tod
cuanto pudo. Carlos comenzó a romper unervilleta mientras miraba a Leo con fijeza. Mirtacon una uña en la boca, comentó que ya ve-nía ecafé.
El mesonero puso los cafés sobre la mesa y se fucomo si lo hubieran despedido.
—Además —dijo Mirta—, a los hijos hay qudarles espacio para que aprendan a se
ndependientes y defenderse solos en la vidaClaro que van a equivocarse, eso es seguro, percuando lo hagan lo menos que necesitan es a upadre que les diga te lo dije, lo que realmente leayudaría es uno que les diga ánimo, inténtalo d
nuevo. —La cuenta por favor —dijo Carlos al mesonercuando pasaba con una bandeja hacia otra mesa.
El silencio se volvió espeso, impenetrable. Un
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gota de sudor rodó por la frente de Carlos. Marugaba con la punta del mantel sobre la mesa
mientras Leo y Mirta se miraban con ciertexpresión de orgullo, aunque su desconcierto no sharía esperar.
El mesonero trajo la cuenta. Carlos le hizo uneñal a Leo con la mano cuando éste intent
colaborar, sacó la cartera de su bolsillo y lanzunos billetes sobre la mesa.
Luego tomó a Mary por el brazo y se marcharoin despedirse.
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DE TIENDA
¡Estás tan gorda! —le dice Julián osefina, su mujer, mientras caminan por lo
pasillos de un centro comercial y ella husmea e
as vitrinas de ropa a ver si consigue algo que lguste. Él va hablando tranquilo, risueño, sin alzaa voz, como si hablara solo—. No sé cómo te ha
engordado tanto. Ya casi no entras por las puertae he visto, al pasar por algunas, aguantar l
espiración y entrar de lado, qué bochornoRecuerdo cuando nos conocimos. ¡Ah!, eras así dflaca, como este dedito. ¡Qué cuerpo, qué cintura—Julián dibujó unas estrechas curvas con la
manos—, como para ponerte la talla más pequeñao te hacía falta, pero ibas al gimnasio todos lodías, comías frutas, ensaladas, mucho yogur cocereal y todo lo que dijera fri, loufá o lai. Ahora ta pasas comiendo sin importar lo que diga l
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etiqueta —Josefina le hace ojitos a un bebé que ven un coche agitando una maraca—. Apenas llegaa la casa tiras el maletín sobre el sofá y te vas a lnevera a ver qué hay. La repasas nivel por nivecomo si estuvieras viendo relojes o anillos en unoyería. Luego le das un mordisco al queso, saca
un pan de sándwich, lo doblas como si estuvieraenrollando un diploma y lo metes dentro del frasc
de la mayonesa. Y si está medio vacío presionas epan con el dedo, lo apachurras contra el fondo y ldas vueltas hasta que dejas el frasco limpioransparente —Josefina sonríe—. No, no te ría
Eso para empezar, porque después de que te meteel pan completo embadurnado de mayonesa dentrde la boca, mientras masticas y tragas esa bola dharina blanquecina, con los cachetes hinchadocomienzas a abrir los envases de plástico de lque quedó el día anterior, o del anterior, poaquello que siempre dices: mientras más díaleva la comida en la nevera más sabrosa sone, y das cuenta del arroz de ayer o del poll
del sábado, porque no hay nada más rico que u
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pollo frío, ¿verdad?, y si va acompañado de arroambién frío, mejor todavía. Luego abres la botell
de refresco y te la empinas hasta que lo negro se tchorrea por la boca y terminas de tragar aquellmasa gigante de comida mientras ves qué más hapor ahí. Después, en el saltar de tus ojontranquilos, de repente ves un pedazo de arep
mal parado con una provocativa concha negra
quemadita, e imaginas qué rico sería rasparla poel fondo del envase que quedó del pollo dondviste una salsa oscura con unos brillos de ceboll unos tímidos rojos de ají dulce y pimentones que
no pudiste resistir, y la agarras, cerciorándotantes de que yo no te esté viendo, y la estrellas eel fondo del envase inclinándolo un poco hacia para que la fuerza de gravedad te ayude a que lalsa se venga sobre la concha quemada, y s
queda algo en el envase luego lo rescatas con lpunta de tu dedo, o de tu lengua; a veces, no matrevería a decir que no lo haces, y apostaría a quí, a que no resistes que una gota de salsa s
pierda y la rescatas de cualquier forma, y cuand
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e está solo hay pequeños placeres a los qualgunos no se pueden resistir, estoy tan seguro deso, de que le aplicas la lengua, como lo estoy dque después te chupas el dedo; no me mires aque es verdad —por Dios, Julián, le dice la mujeeres un payaso. Él continúa—. Finalmentedespués de todo ese aparatoso aperitivo, tienes evalor de preguntarme qué hay de cenar y te instala
a comer como si no hubieras probado bocaddesde el día anterior, con ese desespero que mevienta. Ni siquiera puedes comer con ciert
estilo, ¡no!, te metes todo a la boca como uno d
esos ratones domésticos que aparecen en lodocumentales de Discovery. Pero ni siquiera esoporque ellos lo hacen para guardar la comida, tno, tú lo haces por glotona, porque crees que emundo se va a acabar si no te llenas esa cueva quienes bajo la nariz con cien cosas distintas, toda
a la vez, para luego tragarlas y rellenar esa panzque parece un saco roto. Y luego, claro, el postreel postre no puede faltar: una torta con helado, qu
cuando la terminas me ves con esa cara como par
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que te sirva más, y yo me niego rotundamente, uego, casi llorando, me convences de que te hag
una ensalada de frutas, y que para la digestión, né cómo quieres comprar ropa. ¡Mira a lo que halegado!, tienes que ir a tiendas especialistas eallas gigantes para encontrar algo para ti, eso n
pasaba antes, claro, antes no eras la inmenspelota de grasa que eres ahora —Josefina sonrí
de nuevo—. Y lo peor es que no botas nadaTienes toda esa ropa ahí guardada como si dverdad algún día fueras a rebajar, ¡qué esperanzaEso lo veo bien difícil, sobre todo por esa cara —
ella lo mira una vez más—, sí, no me mires aspor esa cara que pones cuando vas a comerpareciera que te esperaran en una gran fiesta dondú fueras la invitada de honor, delgadita, claro, y e
más galán te escogiera a ti entre todas para bailaa pieza inaugural; sí, esa es más o menos la car
que pones, la misma que pusiste cuando éramonovios y te pedí que nos casáramos. Así que ncreo que renuncies a esa sensación de place
nfinito para algún día volver a usar esa ropa
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Además, si ocurriera el milagro, si alguna vevolvieras a tu talla, seguramente lo que puedaponerte ya estará pasado de moda y no querrás niquiera probártela, te lo garantizo —se detuviero
frente a una vitrina; ella le pregunta si le gusta esblusa azul, él le dice que sí, que está bonita, iguen caminando—. Yo no sé dónde guardarás l
que vas a comprar, si es que te decides por algo
porque ese es otro problema: tan difícil que resultencontrar algo para ti y luego te pones con peroque si pero esto, que si pero aquello. Te lo digporque esos clósets están llenos, ya no aguanta
otro pantalón, voy a tener que empezar a meter lacosas en las maletas para hacer espacio, eso es lque haré, hasta que te decidas a regalar toda esopa que, convéncete de una vez por todas, nunc
volverás a usar. Recuerdo cuando íbamos a lplaya, todo el mundo se te quedaba mirandoTenías un físico de padre y señor mío, y cercelulitis; tus piernas eran lisas, sin estríaparecían de porcelana. ¡Qué tiempos aquellos! Si
apretar la barriga se te notaban los cuadritos en l
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panza, parecía una barra de chocolate, todoordenaditos uno debajo del otro. Y ahora quenemos: los mismos chocolatitos, pero todo
derretidos, eso es lo que se te ve ahora en lpanza, nada más —ese pantalón está bello, le dijosefina. Él lo detalló. ¡Hum…! Me gusta, dijo
Ella lo haló de la mano y siguieron caminando—Otra cosa que debes ir pensando en botar so
ambién los cinturones. Te empeñaste en abrirlnuevos huecos para no perderlos. Cuando ya no tquedaba cuero, los guardaste; en vez de botarloos guardaste. Yo no sé qué vas a hacer con es
manía que tienes de no deshacerte de nada —legaron al final del pasillo. Josefina lo haló dnuevo y regresaron a la tienda donde vieron epantalón. Ella pidió uno como el que estabexhibido en la vitrina y se fue al probador.
Mientras esperaba, Julián se sentó en una silla a lque le rechinaron las patas apenas se acomodó eella. Poco después se hizo pedazos.
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R OSAS BLANCAS
Nunca me escribiste una carta. Siemprquise recibir correspondencia tuya, pero aucuando estabas de viaje, y se justificaba que l
hicieras, preferías llamar que escribir. Así qudadas las circunstancias yo lo haré. Sí, escribiruna carta de ti para mí, aunque, ya me conocecorro el riesgo de llenarla de cursilerías. Perdonesta invasión a tu privacidad, este adivinar sobr
qué hubieras escrito, esta aventura de leer tupalabras mediante mi letra… Sé que no lograré, que ni siquiera podré acercarme a lo qu
en un momento determinado pudieras habe
escrito. No me importa. La verdad es que necesitcon urgencia algo más, algo diferente a tu olor emi almohada, a tu ropa en el armario, a tupantuflas al pie de la cama, algo que siempre hayaanhelado y que nunca haya tenido, la visión de un
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palabra tuya, una carta, por ejemplo.
Amada Gaby, no sabes cuánto te extraño. Desdque abordé el avión y me acomodé en el asient
ólo pensé en que venías a mi lado con tus manoibias calentando las mías, hablándome de alguncosa para que yo no pensara que estaba dentro dun avión y que pronto estaría en el aire invadiendel espacio de las nubes. Pero a pesar de mi mieda los aviones tuve suerte: las horas de vuelo lapasé conversando con una mujer que me contobre la relación que por más de treinta años habí
mantenido con su esposo. Me dijo que se había
conocido en un pequeño vecindario de las afuerade Boston llamado Roslindale. Ambos eraextranjeros y estudiaban inglés en una vieja acogedora casa de grandes bloques grises qu
desde hacía muchos años había sido convertida eescuela y que antes, posiblemente, había sido unglesia o algo parecido. Ella era una joven com
de veinte años que para ese tiempo tenía el cabellnegro y los ojos alegres. Él era un poco mayor qu
ella y desde que la vio el primer día de clases l
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abordó como si la conociera de toda la vidaSucedió cuando él entró a la vieja casa aspirandel olor a madera y viendo hacia todos lados comi admirara las piezas de un museo. Ella estabevisando una lista de nombres pegada a un
cartelera. Él se le acercó por la espalda y le dijen un tímido español que detuviera el dedo dondencontrara su nombre. Volteó extrañada. A
principio titubeó, pero luego, al mezclarsaquellas miradas y sentir cierto inexplicablabrigo, subió el dedo hasta señalar su nombre ea lista; después sonrió. Él ya sonreía e hizo l
mismo: deslizó el dedo lentamente hasta encontrau propio nombre y, cuando lo detuvo, le dijomucho gusto. Encantada, le dijo ella. Él lextendió la mano y se las estrecharon durante ubuen rato. Desde aquel día —dijo la mujer—nunca más se separaron.
Me contó que esos meses habían sidextraordinarios. Que ella vivía en una cascercana a la escuela y que compartía su habitació
con otra chica recién llegada de Japón que tenía e
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pelo verde y las uñas negras. Todos los díadespués de clases, él la acompañaba a casa. Aveces paraban en la dulcería y compraban algúpedazo de torta que luego compartían en eRosbury Park, un bosquecito con muchos árboles pequeños caminos de tierra que formaban unespecie de laberinto verde y tupido. Se sentabaen un banco de madera plagado de corazone
flechados debajo de un oloroso pino y disfrutabadel elegante nadar de los patos que a veces hacíagiros como si siguieran el compás de algunexquisita melodía. Hacía frío, pero no nevaba
Ella le comentó que le gustaba mucho la nievporque tenía el color de sus rosas preferidas, qucuando nevaba se imaginaba millones de pequeñaosas blancas cayendo del cielo. Él, animándolae dijo que dentro de poco llegaría el verano, par
ese entonces habría rosas por doquier y mientraanto se conformaría con mirarla a ella: lo má
cercano a una blanca flor. Ella sonrió. Lo miró fijcon esa mirada que se da pocas veces y le estrech
as manos. Él hizo lo mismo. Luego se besaro
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argamente. Se besaron hasta que sus mejillas scalentaron y sus labios enrojecieron. Ella soltó unágrima que corrió a través de su cara y cuell
hasta agotarse en el centro de sus pechos, de dondél mojó sus labios una vez más. Ese día y pariempre un nuevo corazón flechado quedarí
grabado en uno de los banquitos del parque.
La mujer me contó que le daba miedo que él saburriera porque ella no paraba ni un segundo dhablar, pero a él no parecía importarle. Desdoven había sido uno de esos hombres a quienees gusta más oír, y por eso pasaba largo rat
escuchándola casi sin interrumpirla, con su caratenta a la de ella, riéndose de sus ocurrencias haciéndole sentir mimada.
Después del parque iban a la casa a hacer la
areas y a cocinar. A veces cocinaban alguncomida criolla, a veces sushi o compraban pizzaen el café de la esquina y luego se quedabaomados de manos, en el sofá, las cabezas junta
viendo una película con una manta cubriéndole
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as piernas y tratando de practicar el lisening. Uiempo después se fueron a su país y a los poco
meses se casaron. El día de la boda, cuando elllegó a la iglesia con aquella luz matutina sobre sostro, se encontró con una línea de rosas blanca
que marcaban su camino hacia el altar. Sus ojoflotaron como barcos sobre el agua. Él traía una daquellas rosas prendada en su pecho. Delante de
acerdote él le prometió amor eterno. Parecmentira que se hagan promesas de eternidacuando nuestras vidas están limitadas por lmuerte ―reflexionó la mujer—. Pero ahora
después de todo, lo entiendo bien: lo eterno vmás allá de nuestras vidas.
Tuvieron dos hijos hermosos ―me contó―, varó hembra. El varón murió en un accidente de
ránsito cuando apenas era un adolescente. Fumuy doloroso para ambos pero lo superarocuando uno de esos días recordaron lo que habíahablado sobre lo eterno, sobre el amor eterno, emismo que sentían hacia su hijo desaparecido.
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Entonces se dieron cuenta de que todavípermanecían unidos a él y que eso nunca iba cambiar. Así que llegaron a la conclusión de quaceptarían su ausencia como algo transitorio, partde una circunstancia no eterna como la vida.
Al cabo de los años la niña se casó y les trajo trenietecitos que coparon toda su atención. Ya emayor está en la universidad ―dijo―. Adorabaa su abuelo. Cuando parecía triste o cansado lmás pequeña se paraba frente a él, le halaba lamejillas hasta que finalmente reía y terminabcorreteándola por toda la casa. Él era cariñoso
ranquilo, un gran compañero. Cuando cumplieroveinticinco años de casados él le dijo que mientramás años pasaban más la amaba. A ella le hubiesgustado que lo escribiera en algún sitio, pero é
nunca escribía lo que sentía. Fue un aniversarinolvidable como todos los que habían pasadoSiempre rodeados de rosas blancas y de aquelloecuerdos de Roslindale. No era un hombr
perfecto, nadie lo es, pero la amaba; no lo decía
in embargo ella lo percibía a cada instante. L
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percibía cuando le daba tos por la noche e iba buscarle agua y luego la arropaba como si fuera ubebé, o cuando le recordaba tomar las vitaminas, cuando le dolía la cabeza y le decía que squedara en cama y le preparaba el desayuno, cuando quería leer y la acompañaba despierthasta que terminara…, tantas cosas.
Vivieron treinta años juntos. Qué rápido pasa eiempo ―dijo la mujer―. Me miró largamente cous ojos brillantes marcados de arrugas y cargado
de amor. Entonces entendí que ella no tenía dudade que él la amaba, sólo que, en vida, nunca l
había escrito una carta.Hasta siempre, Guillermo.
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SOLITARIO
Apenas había salido el sol. Iba cabizbajocaminando y hablando por la orilla de la playa. Eolor de las algas marinas era intenso y las gaviota
danzaban a su alrededor. Tenía cerca de sesenta, epelo rayado de canas, la piel bronceada. De vez ecuando reía y volteaba hacia un lado. Llevaba ebrazo tenso, ligeramente separado de su cuerpo.
―Hoy caminaremos hasta las rocas.
Sí, vamos, me encanta ver cómo el agua choccontra las piedras y luego se retira sin más.
―Si, es irrespetuosa, las golpea, las provoca, la
eta, se va y luego vuelve con la misma fuerza, siemor alguno.
Así es. Y la piedra resiste estoicamente suembates.
―Los resiste, pero el mar sabe que un día l
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vencerá y la hará polvo.
Y…, ¿ella lo sabrá? ¿Sabrá que algún día el maa destruirá?
―Sí, debe de saberlo.Entonces, ¿por qué lucha?
―Es su naturaleza, mientras no se pulverice, tienesperanzas.
¿Esperanzas?
―Sí, esperanzas.
Esperanzas, ¿de qué?
―No sé, de seguir existiendo, me imagino.Es lo razonable… No olvides lo que has dicho —él sintió cómo ella chapoteaba los pies en el agu la espuma se le desvanecía entre los dedos—
Qué hermoso amanecer.―Muy bello.
Las nubes huyeron.
―Quizá estén desayunando.
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Es posible.
―Y… ¿qué pueden estar comiendo?
A ver, a ver, ¿qué tal cereal de cactus con aire de
desierto?―¡Hum, qué rico!
Con bastante miel.
―Sí, con mucha miel.¿Y de tomar?
―¿De tomar?… No sé, pueden estar tomando jugde sueños marinos.
Sin azúcar.―Sin azúcar, claro, para que no se pongan gorda luego nos manden un diluvio de esos que no
quitan el sol por varios días.
Entonces, sin azúcar.
―Hablas de las piedras como si pensaran.
¿Quién dice que no?
―Bueno, obviamente no tienen cerebro par
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hacerlo.
Pero, tienen vida, ¿no? De alguna forma nacencrecen, se desarrollan y mueren. El principio de l
vida, ¿no es así?―Sí.
Entonces, ¿quién dice que en aquella maraña dátomos duros no se desarrollan algunas conexione
que hagan las veces de cerebro humano y den lugaa sensaciones como el amor, el miedo y tantacosas más que nos afectan?
―No me imagino a una piedra llorando.
o como los humanos, claro, pero quizá tengan spropia forma de hacerlo, y nosotros, habitantes deste mundo, amos y señores de todo lo que noodea y también de lo que no entendemo
descartamos de plano cualquier otra forma dexistencia, simplemente porque no concuerda coo que llamamos lógica.
―En conclusión, lo que quieres decir es que tod
es posible.
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Eso creo.
―Ya estamos cerca de las rocas.
Sí, ya se escucha el ruido profundo de las piedra
abatidas por el mar.―Suena doloroso, triste. Si los elementos o lacosas pudiesen sentir, ¿quién sufrirá más, el agua a piedra?
Ahora que lo preguntas, no sé. Me imagino que lpiedra, que es la que recibe la embestida de laolas.
―Parece lógico.
Pero, ¿y si lo vemos de otra forma, una más alegremás positiva? Podemos hacerlo, podemos elegcómo ver las cosas, ¿no crees?
―¿Cuál?
Qué pasaría si esa es la manera en que el mademuestra su afecto hacia la roca y ese constantgolpetear es su forma de abrazarla y de decirle qua ama.
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―Puede ser.
Y que además la roca recibe ese impacto no comalgo que duele y que eventualmente la destruirá
ino como ese gesto de amor que sí, terminarpulverizándola, pero con la intención de que un díe funda en una sola con su amada.
―Sí, prefiero pensar eso.
Qué maravilla, viéndolo así ya no se sufre por loca.
―Ni por el mar.
Tampoco por el mar.
―Mejor
Sí, mucho mejor, ya no hay dolor. Ya no hay lucha
―No, tampoco lucha.
Sólo una manera de amarse.―Así es
¿Qué cambió, el mar o la roca?
―Sabes que ninguno de ellos.
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¿Qué, entonces? Quiero oírlo.
―Nosotros cambiamos. Simplemente ahora lvemos diferente, desde otro punto de vista.
Sí…, de eso depende todo.―Así parece, aunque no es tarea fácil.
Pudimos haber disfrutado un poco más. ¿Dóndestaba este sol, este mar, este otro mundo qu
apenas apreciamos?... Qué tarde lo descubrimos.
―Sí, lo lamento tanto… no pensé… no pensé quú, que el tiempo…te extraño tanto.
También yo... Ven, sentémonos un rato.―El sonido es imponente, se siente en el pechoEl mar se mete con fuerza debajo del peñasco y lhace gritar de dolor, de angustia.
Quedamos en verlo como una señal de júbilo, dalegría.
―Sí, lo siento, de alegría. Ya no sé, de verdaquisiera pensar eso, quisiera pensar que la
piedras sienten, que el mar ama, que todo lo qu
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duele puede cambiarse sólo modificando el puntde vista… Se está tan bien aquí… Dime, dime poqué…
o lo sé, yo también quisiera saberlo.―Todo fue tan rápido, tan fugaz…
Sí, todo fue muy rápido. Teníamos tantas gaviota
que ver, tanto mar que respirar…―Pero...
Pero…, debes aceptarlo. Debes convertirte en espiedra que resiste al mar.
―No puedo, es algo más fuerte que yo.
Tienes que hacerlo. Vive, disfruta por mí.
―¿Bajo qué punto de vista se puede borrar est
dolor?Piensa en que todo esto es un experimento del quformamos parte. Piensa que, como la piedra y emar, en algún momento nos fundiremos en uno sol
para siempre. Quiero que dejes de hacer esta
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caminatas día a día y soñar que todavía existo que nada ha cambiado.
―Pero…
Promételo.―
Al día siguiente, al salir el sol.
―Hoy caminaremos hasta las rocas.Sí, vamos...
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CANSANCIO
Después de cenar y de pasar algunoegundos absorta mirando las fotos que estaba
pegadas con unos delgados imanes a la nevera
ella lo siguió hasta el sillón donde él solíentarse a leer el periódico. Observó cómo sentaba y cómo ponía sus pies, ahora descalzoobre el pequeño mueble que hacía juego con l
poltrona de flores. Se sentó en otro sillón igual a
de su marido, con el mismo colorido, pero simueble para los pies; dijo que no lo necesitabcuando se dio cuenta de que el espacio se lehabía hecho muy pequeño.
―¿Qué hay de interesante? ―preguntó ella.―No mucho ―dijo él―. Los bravos de occidente ganaron a los rudos de oriente.
Ella cogió una revista que estaba sobre la mesa
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a comenzó a ojear desde una página cualquiera.
―Hay una oferta de lavadoras ―dijo al cabo dun rato―. He estado pensando en que es hora d
cambiarla. Ya tiene diez años y a veces parece que va a desarmar. La otra vez la encontré en medidel pasillo dando tumbos como una pelota dbaloncesto. Claro, todavía funciona, pero es mejoprevenir que… tú sabes. El día menos esperado sdescompone y lo primero que nos dirá el técnices que no tiene arreglo, que la pieza que se dañestá agotada, que no la fabrican más porque emodelo está descontinuado; ya sabes, a veces lo
fabricantes se olvidan de los que no podemodarnos el lujo de cambiar de lavadora cada veque nos provoque, o de que salga un modelnuevo.
Él sacudió el periódico.―Nunca aprenderán ―dijo.
―¿Quiénes?
―Los de oriente.
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Ella se mojó un poco la yema del pulgar y continupasando las páginas de la revista.
―¡Mira!..., también de alfombras. Están a
cincuenta por ciento… por aniversario.Sin cambiar de posición fijó su mirada en lalfombra que la rodeaba. Recordó cuando éonriente, cargó sin ayuda el pesado rollo y l
dejó caer en el centro de la sala seguido de unqueja de satisfacción; y ambos, uno en cadextremo, con los ojos grandes y emocionados, lfueron descubriendo como si la vieran por primervez, o como si desenrollaran el mapa de un tesor
pirata donde encontrarían una fabulosa fortunaLuego vino a su mente todo lo que la resistentalfombra había soportado desde aquel día de lnstalación. La primera vez fue cuando uno de lo
nvitados dejó caer la copa de vino sobre ella. Lcara del pobre enrojeció al instante y ella, siperder la compostura, le dijo que no spreocupara, que era fácil de lavar. Al irse la visit
corrió a la cocina, mojó un paño con abundant
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agua y lo pasó muchas veces sobre la mancha hastque apenas se notaba; al menos de noche casi no snotaba. También le había caído cerveza, refrescoestos de comida…
—Deberíamos aprovechar esta oportunidad parcomprarnos una alfombra nueva —continuó lmujer—. Tú sabes por todo lo que ha pasado lpobre. Si te fijas un poco, desde aquí se puede vea diferencia de colores. De un lado son opacoin vida, con ciertos tonos que sobresale
dependiendo de lo que la haya manchado, y dotro, debajo de la mesa sobre todo, brillan com
nuevos: parecen dos alfombras diferentes.Él alargó su cuello al borde derecho de la páginque leía y abrió la boca, seguramente parconcentrarse mejor. Su lengua comenzó a movers
como una bandera en medio de un viento escasocomo si flotara.
―Para el dos mil veinticinco estaremos en Martequién lo iba a creer ―dijo en voz alta―. Ya está
haciendo las investigaciones y todo eso ―s
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quedó un buen rato leyendo el artículo―. Ja, quizpodamos ir algún día de vacaciones.
La mujer encogió las piernas y las puso sobre e
illón donde estaba sentada. Había comenzado eer un artículo sobre cómo perder diez kilos ereinta días.
—Sería fantástico —dijo, sin despegar los ojos d
a revista.El hombre cerró la boca, se subió los lentes que se ha-bían deslizado hacia la punta de la nariz
pasó la página.
— ¿Por qué no preparas un poco de café? —murmuró con cierto desdén.
Diez minutos después Cristina puso la revista en lmesita de la lámpara y fue hasta la cocina
Mientras preparaba el café se sentó en la silla qudaba a la ventana, apoyó la cara sobre su mano observó cómo el viento mecía la copa de loárboles vecinos. Al escuchar el agua hervdespertó. Al pasar frente a la nevera se qued
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mirando las fotos: ellos en su luna de miel; estabaabrazados y reían.
—Por qué no planificamos algo un poco má
cerca, Rodol. Marte está muy lejos —dijofingiendo una sonrisa mientras servía el café—. Yolvidé lo que son unas vacaciones. Po-dríamos una temporada a la montaña, respirar aire puro hacer excursiones. Antes lo hacíamos cofrecuencia. ¿Recuerdas cuando nos quedábamoacampando en la playa y tú hacías aquellas fogatagigantescas que nos daban calor casi toda la noch alejaban a los mosquitos de nuestra carpa? ¿Y la
noche aquella cuando llegó una brisa violenta, coese siniestro silbido que ponen en las películas dmisterios? La carpa se nos cayó encima depente, pero como estábamos haciendo el amor n
e dimos importancia y continuamos como si nadaú con todo aquel peso encima… Y después noeímos como tontos porque no conseguíamos lopa interior que se había perdido entre laábanas. ¿Y cuando nos acostábamos sobre el pis
boca arriba y veíamos aquel mar de estrellas? T
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confundías unas con otras, inventabas nombres quno existían y yo reía con tus ocurrencias. Todo eran diferente —dijo apenas.
Rodolfo terminó la taza de café, la puso sobre lmesita de la lámpara, recostó la cabeza sobre eillón, hizo reposar el periódico sobre sus pierna volteó a mirarla.
—No sé, Cristina.Ella lo miró como preguntándole no sé, qué.
—Si quieres una lavadora nueva no podemos irnode vacaciones. Y menos si también quiere
cambiar la alfombra.Ella volvió a poner su atención en la revista, y éen el periódico.
—Esta máquina de ejercicios se ve bien. Tan sól
con veinte minutos diarios te garantizan eesultado —dijo ella.
—Murió Sander, el pelotero de las grandes liga—dijo él en otro susurro—. Era un buen jugador.
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—No está mal. Podríamos comprarla para los do quitarnos estos kilos de más —dijo, mientras se
pasaba la palma de la mano por su cintura y veía de él.
—Tenía una buena curva. Récord de ponchados eaño pasado.
—Además, no cuesta tanto como la lavadora o l
alfombra, y mucho menos de lo que nos costaríaunas vacaciones —dijo ella—. Es pequeña y nocupa mucho espacio. Cabe debajo de la cama, amenos eso dicen aquí —una lágrima le corrió poa mejilla—. Luego puedes ver la foto de cóm
quedaríamos si seguimos las instrucciones al pide la letra: con la barriga bien chata, ¿te imaginas
o sería mala idea volver a tener la misma tallde cuando nos casamos. Quizás así…
Él se levantó del sillón y se asomó a la ventanaEstuvo ahí parado durante un buen rato, mirando ebamboleo de los árboles y el titilar de uno de lofaroles de la calle. A lo lejos se escuchaba e
adrar de un perro; otro parecía contestarle desd
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un lugar más lejano. De vez en cuando las luces dun carro al pasar le iluminaban el rostro. Observus dedos manchados de la tinta del periódico
fue al baño. Se lavó las manos despaciodeslizando con fuerza el jabón entre ellas. Luegabrió la llave a todo lo que daba, se inclinó sobrel lavado y lloró amargamente.
Cuando regresó a la sala, ella estaba sentada en eillón que él usaba para leer, descalza y con lo
pies puestos sobre el pequeño mueble. Se le quedmirando y ella también a él. Tomó el periódico, ldio un beso en la frente y se sentó en el otro sillón
—Tratemos con las vacaciones —dijo él.
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LAS CARTAS
Clementina siempre había sido una mujefuerte y segura de sí misma, con un corazórrompible, dispuesto a sobrellevar hasta la má
dura adversidad. Pero ya era hora, a los noventa dos, de que reconociera, o más bien de quaceptara, que no sería eterna, que por más que sopusiera a los embates del tiempo y que singular voluntad generara ese temple de acero qu
a mantenía casi intacta, su cuerpo continuarícediendo hasta encontrar la tierra que lo vio naceSin embargo, no fue por las manchas sobre sumanos ni por su dificultad para levantarse de l
illa o al caminar que decidió quemar las cartas poemas de amor que la acompañaron por más detenta años; a esas realidades se había id
acostumbrando en la misma medida en que habíado apareciendo, y por las que era mejor n
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preocuparse mucho. Lo que la llevó desprenderse de sus recuerdos fue lo mal que sintió un día que por alguna razón no sabía dónd
estaba, por aquello que dijo y que luego repitió siecordar que ya lo había dicho, o la llamada qu
hizo dos veces para hacer el mismo comentario, por las letras de su libro preferido que de prontcomenzaron a saltar frente a sus ojos como bolita
dentro de una máquina de azar. Fue en esmomento cuando la invadió el temor de udesenlace inesperado y de que aquellas cartas qucon tanto celo había guardado, leído y releíd
durante tantos años, llegaran a hacerse públicas a develar aquella intimidad que sólo a ellpertenecía. Una tarde lluviosa de septiembre, unvez más, en su cuarto lleno de fotos y de libroacó la cajita de metal donde guardaba las carta
Era de un color que alguna vez debió de habeido azul y en sus letras blancas, alg
desconchadas y amarillentas, aún podía leerseChocolate familiar, y más abajo: Lo mejor para e
aladar. La abrió con cierta dificultad ―el óxido
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era su aliado; como ella, parecía querer sellar scontenido, hacerlo desaparecer de miradacuriosas y de publicaciones de museo―, y dnmediato salió aquel olor a pergamino, a pape
viejo, a moho marchito que le envolvió el rostro e hizo sentir en sus mejillas la caricia de la manoven que algún día había escrito aquellas línea
Aspiró profundo. Por un momento el olor d
aquella pequeña caja se convirtió en la colonique Nino usaba. Cerró los ojos y se recordó a smisma con el rostro dentro del cuello de su amadoaspirando su perfume mientras él la estrechaba po
a cintura.Sacó la primera que encontró. Era un poemaEstaba doblado en cuatro partes y una de ellas ye había desprendido, el resto apenas se mantení
unido por una delgada línea de pequeños huecoalteados como un collar de cuentas. Apartó ebastón y acomodó el poema sobre sus piernapara leerlo, pero, como a veces le sucedía, laetras comenzaron a movérsele en aquel jueg
ndeseable que le dificultaba ordenarlas dentro d
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u cabeza. Sin embargo, haciendo un esfuerzo, sconcentró un poco y llegó a verlo tan claro comi lo hiciera con los ojos de su juventud, como so leyera por primera vez. Fechado en agosto d931, tenía por título: “Anhelos míos”.
A mi novia
Si fuera yo la fuente perfumada de armonios
reír, entre mis flores hospedara complacidtus amores de cuerpo de diosa, dulce amada.
Si fuera yo la brisa rumorosa de encantado jardines, cantaría con decoro triunfal en e
alma mía el prestigio de tu gracia melodiosaSi yo fuera el amor, en mis altares elevaría timagen casta y pura, y con los himnos de míntima ternura te ofrendaría espontáneo mi
cantares.Tenía poco más de veinte años. Estaba sentada eel muro de descanso de una de las ventanas coargas barandas de madera. Hoy llevaba un vestidosa de vuelos blancos en los hombros y un
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gargantilla de tela alrededor de su cuello quostenía un camafeo que mostraba el relieve d
una orquídea. Tomaba el aire de la tarde esperaba a que él hiciera su aparición mientraepasaba su capítulo preferido de Los miserables
Leía el libro a destajo, con los ojos ora sobre suíneas, ora atentos a la fila de cardones secos qu
marcaban el límite del corral de chivos por dond
él saldría. Y por cada fin de línea, una miradhacia los tallos espinosos delataba su expectativaAl cabo, él salió por la vereda sonriente y a pasápido, similar a como llega un artista a u
escenario.Vestía un pantalón blanco de lino, zapatos negroempolvados y una guayabera celeste con arabescobordados en los bolsillos. Iba peinado con el pel
brillante y muy pegado a la cabeza, con la rayhacia un lado. Ella lo recibió como si realmentfuese, toda ella, ese público que esperaba compaciencia a su ídolo favorito. Por las mejillas l
corría un rubor que terminaba en sus ojo
lenándolos de colores. Nino se plantó delante d
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u amada y en un refinado ademán, con expresióorgullosa, sacó de su bolsillo el poema. Mientraella lo leía, dejó libre una de sus manos paromar las de él.
Clementina aprisionó el papel sobre su pecho y lpuso en el fondo de la caja. Con los dedos lentoun poco doblados, y sus uñas duras, rayadacontinuó escarbando. Dejó pasar varios sobrehasta encontrar una nota que él le envió antes dalir de viaje.
Mi amada e inolvidable Menchita. Adiós parto en breves horas llevando tu recuerdo tu imagen en mi corazón. No me despidoamor mío, porque tú me conoces, lloro por mcarácter sentimental. No imagines que tolvidaré, jamás ese pájaro fatídico posará su
alas en mi corazón que es todo tuyo, ahora para siempre... Sin mancilla, Nino.
Clementina se dobló con dificultad a recoger ebastón que se había caído de la cama. En u
uspiro se subió los lentes sobre la nariz. Lueg
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abrió otra carta, fechada en diciembre de 1934. Sino, que estaba lejos por asuntos de trabajo, s
había enterado del nacimiento de su primerhija.
Elevo a Dios mis más cálidos votos porquesta mi carta, que es un vivo mensaje de miafectos y de mis sentimientos, al llegar a tumanos te encuentres en completo estado d salud. Ayer por la tarde fui sorprendido de lmanera más grata, nunca sentida en mi almacon el telegrama de mis queridos viejoanunciándome que habías dado a luz
felizmente, a una hermosa niña.Un mes íntegro, más seis días de inquietud de preocupaciones, sólo pensando en ti y elas ansias de recibir noticias. Imagínate cuá
no sería mi tormento al ver que se vencía emes que ambos esperábamos con los mismodeseos y nada de recibir la nueva, y en esestado de ánimo pasaba mis días, hasta qu
por fin vino al mundo nuestra hijita a disipa
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todas las tristezas de mvida...
Clementina no terminó de leer la carta, ni mucha
otras que esperaban por una despedida. Las letraque habían permanecido tranquilas por un ratcomenzaron a saltar una vez más frente a sus ojoLa metió dentro del sobre y la juntó con las demáRápidamente revisó por encima algunos otropapeles: facturas, documentos legales sin valoalguno, hojas de diferentes tamaños con notas quólo ella entendía, recortes de periódicos a punt
de desintegrarse y algunas cartas de pésame d
familias amigas que recibió cuando Nino fallecióLo acomodó todo dentro de la caja de chocolate, como si supiera que nunca más la volvería a vea retuvo un buen rato entre sus brazo
aprisionándola a su pecho y meciéndose mudespacio con los ojos cerrados.
Era las seis y treinta de la mañana de un día deaño 2004. En la capital hacía una temperatur
agradable. Ella esperaba al pie del edifici
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apoyada en el palo —como suele decirle abastón, quizás como una forma de insultarlo vengarse de él por el hecho de hacerse tanecesario—, acompañada por una de las hijaLlevaba su maletín de cuero claro donde entrotras cosas acarreaba el objeto de su viaje: lacartas que quería quemar. Luego lanzaría sucenizas al mar, al mismo mar donde solía ir co
ino para ver las puestas de sol y planificar sfuturo.
Seis horas duró el trayecto. Al entrar a lpenínsula de Paraguaná pidió que le bajaran e
vidrio de la ventana y respiró el olor a monte, eña quemada de algún fogón cercano. Sacó s
mano al borde de la puerta para sentir la brispasar entre sus dedos. Antes este camino era d
ierra, dijo en un murmullo, y para ir a Maracaibhabía que coger un barco.
Al día siguiente reunió a los hijos que en esmomento se encontraban con ella y pidió u
envase, una lata de leche o cualquier cos
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parecida donde pudiera quemar los papeles quraía. Los tenía amarrados con la gargantilla dela con la que sujetaba el camafeo que solí
decorar su cuello cuando esperaba a Nino, alládetrás de la ventana de rejas de madera de la casde Santa Rosalía. Una de las muchachas buscó eenvase, lo colocó sobre un banquito de concreto e quitó la tapa. Clementina se acercó y metió e
paquete de papeles, se retiró dando unos pasitohacia atrás y los ojos fijos en el capítulo que scerraba. La hija los empapó de un líquidnflamable, encendió un fósforo, lo lanzó en la lat
de inmediato las llamas dieron cuenta de aquelloque la había acompañado durante toda una vida.
Vamos, dijo Clementina cuando todo se hubconsumido. No me miren así que saben que n
puedo llorar. Ya no quedan lágrimas en mis ojoSe las llevó este viento seco que no deja de soplaY aquel que se fue hace tantos años.
Sus hijos la acompañaron a la playa que
antes parecía una sabana solitaria, pero que ahor
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estaba ocupada por un club con una larga fila dbarcos. Se acercó al muelle. Una de las hijas abria lata de leche. Clementina la tomó entre su
manos y temblorosa vació su contenido en el aguque ondulaba. Se quedó mirando cómo la cenizflotaba sobre la superficie, se empapaba y sdesintegraba en la profundidad del verde.
De pronto sintió que ella misma se deshacía en eagua y que sobre el muelle quedaba la imagen duna anciana que miraba fijamente en el mar eeflejo de una pareja de jóvenes que leían una
cartas.
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Y OTROS RELATOS
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LA CASA QUE FUE DE SANTIAGO Y
BENITO
—Si es así, sí, a usted sí se la vendo.
El día de la reinauguración de la casa, en el 2002Santiago Antonio Castillo Lobo, pese a todo
estaba allí, ni el mismo Dios habría tenido lafuerzas para negarle esa satisfacción. No reía percada músculo, cada arruga, dibujaba en su rostruna sublime expresión de gozo y placer. Llevabu acostumbrado sombrero marrón de rígida tel
que cuando se quitaba dejaba al descubierto sfrente angosta, blanca como la nieve que se formen los páramos cercanos, dando paso a una espes puntiaguda cabellera gris. Sus mejillas de un
osa oscuro, endurecidas por el frío y el sol de lamontañas andinas, arreciaban las facciones de uhombre que no conocía la renuncia pero que sabímucho de dolores y adversidades. Gruesas líneabajaban desde sus ojos como arañazos de río
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ecos hasta invadir parte de su cuello. Llevaba ungruesa ruana sobre un suéter de lana del quobresalía el filo de un cuello de camis
abotonado hasta la papada y, debajo de esta, eborde de una franela de un blanco percudido.
El aire olía a nuevo, a tierra removida, a geraniilvestre.
El viejo Santiago apretaba con fuerza la mano desús Romero Molina, el comprador de la casdonde había nacido. Por un momento desvió smirada hacia unas piedras altas que había al finadel potrero; allí quedó: perdida, lánguida
ndescifrable. Luego, como despertando de uepentino sueño, volvió sus ojos hacia los d
Romero. Su condición de hombre fuerte no evitque una lágrima saltara, llegara a la comisura d
u boca y probara ese sabor salobre no recordaddesde la muerte de Benito… Estrechaba la mande Jesús Romero sin procurar un final rápido, todo contrario, la estrecharía el tiempo que fues
necesario para demostrar su agradecimiento
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quien reconstruyó su casa tal y como era cuandnueva, y con ello ver realizado su sueño mápreciado.
Rondaba el año de 1958. Santiago tenía un pocmás de treinta años. La casa lo era todo para éAllí había pasado su infancia, su adolescenciaparte de su madurez y su plan era seguhaciéndolo ―aun casado―, hasta el día de smuerte; aunque tuviera que compartirla con suhermanos, aunque tuviera que sacrificar sprivacidad para ello. Había hecho lo imposibleambién su mujer, para que todo marchase bien
cumplir ese sueño desde siempre anhelado, pero os pocos años de su boda las discrepancias, la
disputas y enfrentamientos entre hermanos llevaron a cambiar de idea, a entender qu
necesitaba independencia para vivir con Teresain molestias, sin tener que supeditar todas sudecisiones a los argumentos siempre en pugna dos seis hermanos que habitaban también la cas
grande del valle.
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Teresa, mujer de pocas palabras y de actituolerante, era fuerte como las piedras del río qu
pasaba cerca de la propiedad, nunca se quejabaestaba dispuesta a aguantarlo todo por su esposoPero el trajín con tantas voces al mismo tiempoantas discusiones por la siembra, por el dinero
por la falta de este, por las bestias, por el aradopor sus flores pisoteadas, la llevaron a ver e
futuro con desazón, a caminar lento por los largocorredores de la casa y a dejar su mirada fija eos picos de las montañas vecinas mientras s
balanceaba en la mecedora de la finada Belén. A
esto se unió el deterioro de la casa. Nadie socupaba de ella salvo Santiago, que invertía unbuena parte de su tiempo en tratar de mantenerla epie. Material en mano, se dedicaba con paciencia reparar las losas sueltas, las cañas del techcaídas o a punto de caer, las grietas cada vez mávisibles en las pálidas paredes, mientras lohermanos lo veían al pasar como si viviesen euna posada ya de mala muerte y Santiago fuese e
único encargado de su mantenimiento. Sin embarg
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una semilla no basta para una siembra y las tejaenmohecidas comenzaron a desprenderse, lofrisos de las paredes de tapia a caerse y estrellarse contra el piso como si fueramantecadas podridas y el monte a crecer podoquier. Pero aquella decisión de mudarse nmplicaba en lo más mínimo para Santiago Antoni
Castillo Lobo renunciar a la casa, o vender l
parte que le correspondía, de ninguna manera, sba con la esperanza de algún día regresar, d
ocupar la misma habitación y respirar los mismoaires de su juventud.
—Teresa, venga y siéntese que tengo algo qudecirle—. Fue un día de abril de aquel año. Laprimeras lluvias habían comenzado a caer y eambiente se respiraba limpio y fresco. Santiag
comía un caramelo—. La he estado observando aunque usted no me ha dicho nada quiero que sepque estoy de acuerdo con usted. Ya lo hemontentado todo y no hay nada que hacer. Sí señoo mejor es mudarnos y hacer vida aparte, usted
o solos. Nosotros resolveremos solos nuestro
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problemas y seremos más felices, ¿qué le pareceAdemás, la casa se está desplomando y yo ya npuedo hacer más por ella. Algún día volveremopero en otras circunstancias, se lo prometo.
Ella lo miró y asintió con la cabeza como si suúplicas hubiesen sido escuchadas.
—Lo único que le voy a pedir —continuó Santiag
— es que nos llevemos a Benito. ¡Ese hermanmío no quiere servir para nada! Usted sabe, es mucallado, sólo conmigo se amaña. Y si lo dejaquí… no sé… Conmigo se anima al trabajo... Emejor que me lo lleve. Los demás no lo entienden
viven criticándolo, diciéndole que es un pendejoque se deja robar la papa y los ajos de la cosechaTodo por algo que ocurrió hace mucho, un error, más bien una confusión, creo yo, digo, ya no sé qu
creer. Recuerdo que estábamos terminando duntar la cosecha de aquella temporada y logramolenar casi cien sacos de ajo. Noventa y ocho, dij
Clérigo, quien los contó y que dos veces. ¡Carajo
papá estaba contento y mis hermanos sól
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pensaban en cuánto miche tomarían esa noche. Lcierto es que entre todos cargamos los sacos en lcarreta para llevarlos a San Rafael y venderlos ymientras nos aseábamos para ir al pueblo, dejamoa Benito cuidando la mercancía. Cuando llegamoa San Rafael y contamos todo, una y otra vez, sólhabía ochenta y ocho. Bueno, papá le dio unpaliza a Benito por haberse dejado robar die
acos y desde ese día todos lo tratan como a uestúpido, hasta las mujeres de la casa. El pobre niquiera se defendió, sólo lloraba sin limpiarse lo
mocos que le caían en la ruana mientras estrujab
u sombrerito entre las manos. Yo estoy seguro dque Clérigo contó mal. Eso quise creer, que habícontado mal. Cuando se lo dije a papá dejó dpegarle, pero no fue por lo que le dije, creo, sinporque ya le había dado bastante. Recuerdo quBenito se puso tras de mí como si yo pudierdefenderlo de papá. Lo agarré por la mano corrimos río abajo hasta las piedras del potrero ahí nos quedamos un buen rato hasta que mam
alió a buscarnos.
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Desde ese día Benito no es el mismo, digo yo… Oquizás siempre fue así, ensimismado, lento, y yo nme había dado cuenta. Allá en las piedras depotrero le pregunté si había vigilado bien los ajo me dijo que sí, rápido con la cabeza, como
cerrando el tema. Y luego sacó una bolsa dchocolates de su bolsillo y me los mostrponiendo los ojos tan abiertos como dos papa
grandes, así, como si lo que me estuvierenseñando fuera un cofre lleno de morocotas. Yme quedé mirándolo y callé para siemprcualquier cosa que se me hubiera ocurrido. Prefer
pensar que Clérigo se había equivocado en lcuenta. Pero sólo por eso a Benito nunca más lpermitieron cuidar la mercancía y mis otrohermanos le daban de coscorrones cada vez que lpasaban por el lado, y las hembras se reían en scara. Usted lo ha vivido. Usted ha estado ahcuando lo culpan de todo y lo regañan sin motivoSe ríen de él como si fuera un idiota y no lo eusted sabe que no lo es. A mí no me gusta que l
raten así. Yo siempre daba la cara por él. Será po
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eso que desde chiquito no quería andar con mánadie sino conmigo. Así que mejor nos llevamos.
La mujer aprobó con un gesto amable.Mientras empacaba, iluminado por la ventana por el tragaluz del techo de su habitación, Santiage detuvo un momento a revisar los papeles que l
unían a las raíces de la casa. El primero que leyfue el de la herencia que su abuela le dejó a spadre y tíos: PARTICIÓN DE LOS BIENESUCESORIOS DE LA SEÑORA BELÉNCALDERÓN CASTILLO. AÑO DE 1922. Sell
Cuarto. Valor: Tres bolívares. Nosotros José dos Reyes, José Eulogio, José Eugenio y Petr
Castillo, venezolanos, todos vecinos del municipiSan Rafael de este distrito, casados, agricultores
mayores de edad, en nuestro carácter depresentantes de sucesión intestada de la señor
Belén Calderón de Castillo, procedemos a liquida partir la herencia de nuestra causante en la forma
iguiente —Santiago no tenía nada, aparte de est
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documento, que le dijera algo de su abuela Belén mucho menos de su abuelo Concepción Castillo
desaparecido pocos años antes que ella, permientras las líneas se deslizaban frente a sus ojoe los imaginaba recios, prósperos: a él galopandobre un brioso caballo blanco, revólver en cintoecorriendo sus vastos sembradíos de papas, ajo zanahorias; y a ella en la gran casa, esplendorosa
en aquellos días, ordenando los quehaceredomésticos y supervisando a la servidumbre—ACLARACIONES. PRIMERA. Nuestra causanteBelén Calderón de Castillo falleció e
urisdicción de nuestro domicilio el seis de junidel año próximo pasado —levantó la mirada haciel techo de caruso sujetado con sendas rolas dmadera de teca y suspiró, metió la mano en uno dos bolsillos de su pantalón y sacó un caramelo
Seguramente tuvo una buena muerte, pensó, de esaque no son dolorosas, de esas que uno desedespués de haber tenido una buena vida, ¿serposible? ¿Será verdad eso de que puede habe
muertes buenas y muertes malas? Mucha gente l
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dice—. SEGUNDA. Nuestra causante fue casadcon el finado Concepción Castillo al cuaobrevivió y en cuyo matrimonio fuero
procreados cuatro hijos, a saber: José de loReyes —releyó el nombre de su padre y sonrióYa no le guardaba rencor. Ya no te guardo rencoosé de los Reyes—. José Eulogio, José Eugenio
Petra Castillo —se preguntó por qué tanto José—
TERCERA. En el inventario de los bienes sobtuvo un total de TRECE MIL DIEZ BOLÍVARECUARENTA CÉNTIMOS, del cual debeebajarse las partidas siguientes: SEISCIENTO
BOLÍVARES que nuestra causante le debía a leñora Modesta Rangel de Castillo por servicipersonal; QUINIENTOS SESENTA BOLÍVAREque se han presupuesto para cubrir los gastos desta liquidación y partición y CIENTO NOVENTAY SEIS BOLÍVARES que se destinan para cubrdeudas de la mortuoria de la causante —Santiaghizo una mueca de resignación. Le pareció uvalor muy bajo para una casa tan grande y co
anto terreno. Pensó que hacía apenas unas hora
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había gastado más de cincuenta bolívarecomprando unos pocos víveres en la bodega decompadre Eulogio. Claro, ya habían pasadmuchos años y los precios nunca retrocedenpensó. Por otro lado se sintió orgulloso de lforma en que sus antepasados honraban sudeudas, aún después de muertos—. CUARTAPracticada la rebaja de las partidas enunciada
queda un líquido partible de ONCE MISEISCIENTOS CINCUENTA Y CUATROBOLÍVARES CUARENTA CÉNTIMOS, lo qudividido entre los cuatro herederos, da para cad
uno una cuota de DOS MIL NOVECIENTOTRECE BOLÍVARES SESENTA CÉNTIMOSQUINTA. Para el pago de la deuda de ModestRangel de Castillo hemos convenido en darle eote de terreno de agricultura y pastos denominados “Achoticos”, inventariado con el númer
cuarto y valuado en SEISCIENTOS BOLÍVARESuma que cubre su acreencia y para lo cual se l
hará adjudicación especial —¿Cuál servici
personal sería aquel que valía tanto? ¿Qué habr
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hecho Modesta por la abuela Belén? ¿Quién seríesa mujer? Familiar no era. Que yo sepaSeguramente era la mucama de la casa. Una desas negras robustas que daban la vida por suamos. Quizás la cuidó en su lecho de muerteQuizá hizo por ella lo que no hicieron sus hijoquién sabe.
Con cuidado puso el documento sobre su pechoLas páginas estaban amarillas, ennegrecidas, lapuntas arrugadas, rotas, como comidas por algúdiminuto insecto y en los dobleces las letraapenas se podían leer; olía a soledad,
cementerio, a tiempo—. SEXTA. Teniendo ecuenta los inconvenientes de la comunidad, todoos herederos han convenido en que se l
adjudique al coheredero José de los Reye
Castillo —papá, sonrió— la mayor parte de shaber en la casa que fue habitación de la causantein perjuicio de adjudicarle un derecho de l
cuarta parte del valor del potrero con pastonaturales, marcado en el inventario con el númer
décimo y valuado en MIL DOSCIENTO
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BOL VARES. Todo esto, con el propósito de que quede a dicho heredero la propiedad integra da casa mencionada; y consecuente con este pacto
el coheredero José de los Reyes Castillo hconvenido en afrontar en dinero efectivo eemanente que falte a su cuota hereditaria par
cubrir el valor total de dicho inmueble… —Santiago recordó, aunque apenas era un niño, lo
esfuerzos de su padre para completar el pago de lcasa a sus tíos y la gran celebración que hicieroel día de la última cuota. Maximina Lobo organiza fiesta con ayuda de los hijos mayores quienes s
dividieron la tarea junto a la servidumbrePrepararon sancocho de gallina, carne de reasada, trucha, arepa de trigo, queso ahumadoensalada de papa y zanahoria, suspiromantecadas, curruñete, y miche, mucho miche ponche casero. Todos los vecinos fueron invitado desde la Mucuchache hasta el propio San Rafae
de Mucuchíes, a pie, sobre imponentes caballos, alguno que otro en coche, llegaron los visitantes
celebrar la propiedad absoluta de la casa por part
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de don José de los Reyes Castillo, la casa donddespués nacerían Santiago y Benito. Con sugruesas ruanas de lana sobre sacos oscurocamisas abotonadas al cuello y sombreros dgrueso fieltro, venían los campesinos, autoridadeciviles, hacendados, comerciantes, y eraecibidos en la puerta principal por el propio doosé de los Reyes Castillo y su flamante espos
con los menores Santiago y Benito de la mano. Lcasa lucía esplendorosa, no se notaba el tiempque llevaba a cuestas, por el contrario, se veímejor que cuando el abuelo Concepción l
construyó por allá por 1880, más llena de detallemás llena de las caricias de Maximina: materos dbarro que colgaban de las paredes de tapiaminiaturas de iglesias, de fogones, piedras del rípintadas con paisajes que sostenían las puertas dmadera y floreros en cada esquina, en cada rincónTenía alrededor de tres mil metros de extensiónncluyendo un potrero que daba al río, cinc
habitaciones, un jardín repleto de plantas floreada
con una fuente en el centro, una cocina con fogó
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de leña y una sala con espacio suficiente parentar a muchas personas, quienes al reunirse
contar historias o a tomar un poco de miche sextasiaban disfrutando del fuego de la chimeneaLas gruesas paredes de tapia, con ese acabadblanco al descuido, contrastaban con el verdoscuro y brillante con que estaban pintados lomarcos de las puertas y el zócalo de las parede
Vista desde lejos, hundida en aquel vallilencioso y privilegiado, daba la sensación d
formar parte de la naturaleza porque sus tejas sibrillo parecían enterrarse en medio de la montañ
donde por lo general un hilo de humo, como efuego de un pastizal seco, salía de su chimenea coentitud —Santiago sacó otro caramelo y continua lectura. Desestimó el resto de las aclaratoria
Hizo un alto cuando nuevamente apareció spadre. Decía—: CARTILLA para pagar aheredero José de los Reyes Castillo, a quien lcorresponde: POR HIJUELA Bs. 2913,60. Comcomprador de los derechos de los demá
herederos en la casa marcada con el númer
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primero: 1286,40. Total en su haber: Bs. 4200,00Para su pago se le adjudican los bienes siguientesLa casa de habitación construida de tapias y tejacon sus anexidades y patio enclaustrado, ubicaden el denominado la Mucuchache, inventariada coel número primero y valuada en Bs. 3900,00. Uderecho de trescientos bolívares en los mdoscientos bolívares en que fue valuado el terren
de potrero con pastos naturales, inventariado coel número diez y situado en el mismo punto de lMucuchache. Total en su haber: Bs. 4200,00. —Pasó por encima tres cartillas má
correspondientes a sus tíos y llegó aADJUDICACIÓN DE INMUEBLES. Buscó lparte que le interesaba—. …así alinderada, sadjudica al coheredero José de los Reyes Castillpor su justiprecio, como parte de su habehereditario y como comprador de los derechos dos demás herederos en dicho inmueble, el cua
pasa íntegro a la propiedad del adjudicatario coas usas y servidumbre que le corresponden. —
Cansado, guardó el documento, se levantó y s
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asomó a la ventana. Su mirada se fijó en el brillque proyectaba el agua de una asperjadorcercana. Pegó la frente a los barrotes de madera aspiró el olor a tierra húmeda hasta que ya no lquedó pecho. ¿Cuándo volveremos?, se pregunten un murmullo.
—Recuerde meter sus sombreros —dijo Teresa aentrar a la habitación.
—Ya los metí —respondió Santiago, sin apartaos ojos del arado y llevándose otro caramelo a l
boca.
Volvió a la caja de papeles y por fin encontró edocumento que buscaba. Se trataba de la nuevherencia donde figuraban él y sus seis hermanoLo había leído muchas veces, por lo que no lprestó la importancia que le dio al otro; document
que nunca había considerado hasta que la idea dmudarse removió algo dentro de él. Era muimilar al anterior, con la diferencia de qu
contemplaba un solo bien: la casa. El valor de l
casa se repartía entre siete partes iguales. L
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epasó de un tirón. Un rayo de sol pasó a travédel tragaluz del techo y le hizo levantar la miradaEn ese momento, como tocado por un entusiasmepentino que pareció compensar el abatimiento du partida, se dijo que él haría lo mismo que Jos
de los Reyes, que trabajaría hasta desfallecer sfuese necesario para comprar a cada hermano sparte de la casa y repetir aquella historia que vivi
u padre, cumplir su deseo de algún día regresaeconstruirla y devolverle todo su esplendor.
Poco tiempo después de que Santiago, Teresa Benito se mudaran, lo hicieron también el resto d
os hermanos. La inhabitabilidad de la casa se hizpatente. Era muy grande, decían para justificar sabandono, descartando en silencio su propidesidia, y finalmente culpando de todo a l
precaria situación económica en que quedarocuando murió José de los Reyes. Y es que José dos Reyes perdió en sus últimos años el esfuerz
de toda una vida. Algunos se lo atribuyeron amiche, otros decían que el mal de las alturas s
había apoderado de él y lo había hecho actua
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como loco. Se rumoraba que llenaba bolsas dfuertes —de aquellos de plata, grandes y pesado—, y los lanzaba al aire en la plaza del puebldando saltos que impulsaban sus brazos haciarriba mientras gritaba incoherencias que nadientendía. Todos iban detrás de las monedas y entrisas lo miraban con incredulidad. Al poco tiemp
de morir, apenas de cuarenta y dos años, la famili
e enteró de que había hipotecado la casa con tod potrero. Afortunadamente, Maximina logróalvarla para sus hijos. Poco antes lo habían vistlenando alforjas con morocotas de oro
caminando como escondido desde un pino qumarca uno de los límites de la propiedad hasta loetos de piedras que rodean el otro extremo. S
cuenta que las enterró cerca de la punta de Peña que de estas alforjas José de los Reyes sacabpara pagar sus vicios y descuidaba los asuntos da casa. La punta de Peña era el último rincón da parcela desde donde se puede ver el tranquilo,
veces furioso, río Chama. Se dice que la punt
leva ese nombre, Peña, no porque se trate de un
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piedra grande, que sí lo es, sino porque desde esitio, sobre todo en las noches de recia tormenta
cuando el río revienta con fuerza sobre la roca, sescucha un lamento largo, una voz que se desgarrdiciendo: Peeeeeña, Peeeeeeeeña. Una vez labuela Belén, contando la historia entre los niñode la casa, a la luz del fuego de la chimenea, dijque a ella le habían dicho que allí murió u
hombre de apellido Peña, que se había suicidadpor el amor de una mujer infiel, y que cuandlovía el río lo sacaba del fondo de su lecho par
que gritara su nombre y la mujer lo escuchara,
así nunca fuera feliz con otro hombre.Muy pronto, ya sin siquiera el calor de algúcuerpo humano que hasta los objetos pareceesentir, los techos de la mayoría de las estancia
de la casa se habían caído, las paredes de tapiperdieron su friso y algunas se derrumbaron caspor completo, el monte creció hasta tapar lo ququedaba de ellas, y de la fuente del patio centraos caicos del piso y la madera de puertas
ventanas, sólo quedaban escombros. Apenas la qu
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alguna vez había sido la habitación de Benitobrevivió a las inclemencias del abandono
Benito, aunque ya era un hombre, solía pasearspor las ruinas de la casa con las manos en lobolsillos y la mirada perdida. Entraba a shabitación, o lo que quedaba de ella, cerciorándose de no ser visto sacaba un carrito dmadera que guardaba con celo debajo de
esqueleto de un camastrón oxidado. Allí pasabhoras entre ruido de motores y cornetamaginarias. Aquella imagen de su niñez, aquellensación infantil jugando sin descanso con s
carro de madera a través de toda la casa, era algque intentaba repetir cada vez que podía; Santiage lo había regalado el día de su cumpleaño
número siete.
Santiago, Teresa y Benito habían conseguidentonces mudarse a una casa cercana. Erpequeña, situada al lado de la carretera principaTenía en su frente un local chico donde Teresvendía víveres y otras mercancías mientra
Santiago y Benito se encargaban de las siembra
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Era perfecta para sus planes. Cuando Santiaglegaba en las tardes con las palas al hombro, u
caramelo en su boca y Benito detrás de écargando otro tanto, besaba a Teresa con ternura e entregaba el fruto del día, que ella ib
guardando con entusiasmo junto con lo hecho en lbodega. Luego se sentaban a cenar y hacían planede todo lo que le harían a la casa cuando por fin l
escataran. Durante casi treinta años hicieron lomismos planes, repetían la misma historia como aabrir una caja de música, siempre a la misma horaiempre después de la cena y antes de dormir:
—Yo sembraré bastantes matas —decía Teresa—Afuera, una hilera larga de pinos y eucaliptos que vean desde el Mucuñuqui; y el patio donde esta fuente lo llenaré de geranios, coleos, pícara
nabos y coquetas; y rosas, muchas rosas de todoos colores.
—Yo construiré un establo grande, je, je. Sí, biegrande, para que los bueyes y las ovejas no pase
frío y también otra troja para meter las semillas —
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decía Benito con su cabeza media hundida entros hombros.
—Y yo haré la fiesta más grande. Una que jamá
e haya visto desde aquella que una vez brindpapá y vino la gente más importante de todo eEstado.
Poco a poco Santiago fue pagando, salvo a Benito
a cada hermano su parte de la propiedad, quieneno pusieron ninguna objeción en vender algo quprácticamente consideraban perdido. Primero Clérigo, después a Germán, Ana Rosa, Ana Lucía por último a Delfina. Después de cada pago e
pecho de Santiago se hinchaba, sus ojos brillabacomo las estrellas de una noche despejada eaquellas tierras cercanas al cielo y en su caraparecían gestos de fuerza y resolución. Cuand
fue a pagarle a Benito, este no aceptó. Santiagnsistió, pero con voz muy baja y casi llorando l
dijo que no, que no quería dinero, que él tambiéquería vivir en la casa. Santiago lo abrazó y l
dijo que no se preocupara, que la casa serí
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entonces de los dos.
Cuando pagó la última cuota se presentó alegrecon una sonrisa inusual, amplia, sostenida
naguantable, se metió uno de sus caramelofavoritos en la boca, se sentó con Teresa y Benit, después de una gran carcajada, les dijo que y
estaba hecho, que la casa grande era de elloArmaron una gran algarabía. Se abrazaron, rieronloraron, alabaron a Dios… Benito no paraba daltar, de girar como un trompo y de abrazar a s
hermano. Luego compartieron un miche multiplicaron sus planes. Santiago agregó co
olemnidad que ahora debían ahorrar un poco mápara poner la casa bonita, mudarse y hacer la grafiesta.
Pasaron algunos años más de ahorros y sacrificio
Cuando por fin Santiago juntó el dinero parniciar la reconstrucción de la casa ocurrió alg
que cambió todo: una pertinaz fiebre quebró sufuerzas. Comenzó a sentir mareos, resequedad e
a boca, mucha sed y ansias de comer en exceso
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Cuando le hicieron los análisis, el médico ldijo:
—Lo sentimos mucho señor Castillo, tien
diabetes.Hubo un largo silencio. Santiago miró a Teresa coa cara descompuesta. Teresa bajó la cabeza
Benito comenzó a exprimir su sombrero.
—Pero… yo siempre he sido un hombre sano —dijo Santiago, descolorido.
—Es una enfermedad que no avisa. Muchoconviven con ella por años. Siga este tratamient
al pie de la letra —le dijo el médico, quien lentregó una serie de recetas, dietas y un folleto dcómo debía afrontar su nueva vida. Teresa acariciel brazo de Santiago. Benito dejó el sombrero par
morderse las uñas y mirar hacia la ventana, lueghacia el techo y de nuevo a la ventana; en edeambular de su mirada rozaba la cara de Teresauego la de Santiago, repetidamentencansablemente.
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Al día siguiente, durante el almuerzo, una brisa dagua avivó el olor de la leña que se quemaba en efogón y una nube color plomizo había cubierto lotalidad del cielo. Santiago acariciaba sus mano
gruesas sin probar bocado. Teresa inició lconversación.
—No tenemos por qué mudarnos —dijo—. Ya noacostumbramos aquí. Además, tenemos lbodeguita. Si nos fuéramos a la casa tendríamoque cerrarla.
Benito, con sus ojos pequeños y negros enterradoen unas fosas profundas, daba vueltas a unas miga
de pan de trigo que había sobre la mesa.
—Aún podemos… —dijo Santiago—. Aúpodemos.
—No —dijo Teresa—. Usted sabe que noecesitamos el dinero para su tratamiento.
—Podríamos hacer las dos cosas, ¿no? —insistiSantiago.
La cabeza de Benito se movía de un lado al otro.
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—No, señor —dijo Teresa, enfática—. Es unenfermedad de por vida, y no sabemos qué puedpasar más adelante.
Santiago la miró con los ojos tan húmedos quunas lágrimas corrieron río abajo hasta llegarle acuello y desaparecer entre los vellos ya blancos du pecho. Resignado, o tratando de resignarse, l
estrechó la mano.
—Voy a buscar los bueyes —dijo Benito con voqueda, y se levantó de la mesa sin más.
Esa noche Benito no fue a comer, tampoco
dormir. Al día siguiente Santiago, preocupadopreguntó a los vecinos. Uno de ellos le dijo que lhabía visto camino abajo hacia la casa grandeSantiago se dirigió a la casa y entró por el espacidonde antes había una pared, bordeó el corredor
fue directo al cuarto que antiguamente ocupaba shermano. Miró a través de la ventana y allí estabacolgado del cuello. Cerca de sus pies estaba ecarrito de madera que le había regalado, con la
uedas hacia arriba.
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El viejo proyecto de vivir de nuevo en su casa de verla otra vez como cuando su padre la recibidel abuelo pasó a ser sólo un triste recuerdo parSantiago. No podía hacer más. Revivía aquellamágenes de paredes blancas y pasillos florido
mientras se balanceaba en la mecedora de labuela Belén —una de las pocas cosas qupudieron mudar de la casa grande— y veía l
procesión de nubes que seguían su camino con lndiferencia del que nada le importa, o los bueye
pastando en las montañas cercanas, o al campesindoblado recogiendo papas. Recuerdos que s
confundían con los años de su niñez cuando jugaba las escondidas con sus hermanos y se refugiabdetrás de los grandes sacos de ajos, papas zanahorias que permanentemente ocupaban la trojde la casa, o cuando se montaba en la mula coBenito a su espalda y le gritaba al animal para quapurara el paso y corrían a lo largo del potrercreyéndose los héroes de historias fantásticas, aquel suceso cuando tenía apenas nueve años y qu
nunca pudo olvidar. Se había quedado hasta tard
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en la montaña sin permiso; al llegar, su padreebrio hasta la inconsciencia, lo recibió a golpepara luego amarrarlo a un árbol durante toda unnoche...
Su enfermedad arreció y con ella se iban loahorros. Por primera vez pensó en vender la casgrande del valle. Había recibido varias ofertapero las rechazaba cuando se enteraba de lantenciones que tenían los compradores: posadaestaurantes, potreros, venta de artesanías o par
demolerla y aumentar el espacio para laiembras. Pero él no estaba dispuesto a venderl
para que se convirtiera en un sitio público, siamor, sin calor de hogar, tampoco para qudesapareciera; prefería morir antes de que fuereducida a polvo o convertida en un negoci
cualquiera. Ya casi había perdido las esperanzahasta que un día llegó un hombre de aspectdecidido y le dijo:
— ¿Es usted Santiago Castillo?
—El mismo —contestó—. ¿Para qué soy bueno?
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—Mucho gusto, me llamo Jesús Romero MolinaVengo con la intención de hacer negocio por scasa, la del vallecito.
Santiago lo detalló de arriba abajo y se sintimpresionado del gran parecido que tenía eshombre con su padre: la misma estatura, color dpiel, los mismos ojos claros de mirada directa incera.
— ¿Y para qué la quiere? Si se puede saber.
—Me siento muy bien en estos páramos —dijo ehombre mientras su mujer ponía orden a los tre
niños que los acompañaban—. También mesposa… y los niños, ni se diga. El clima, lgente… Cada vez que tenemos vacacionevenimos a pasarlas a estos páramos…
Hubo un corto silencio.—Todavía no me ha contestado —dijo Santiagoemocionado, a la expectativa, como si previera lespuesta—. ¿Para qué la quiere?
—Bueno, para serle sincero, me gustarí
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econstruirla y respetar su diseño original. Ustedi le parece bien, podría ayudarme con su
observaciones. No sabe cuánto hemos queridener una casa por aquí, algo típico, donde sespire aire puro, se esté tranquilo… qué le pued
decir... el valle donde está su casa es uno de lougares más hermosos que he visto en mi vida.
Santiago calló unos segundos al tiempo quparecía buscar la verdad de la respuesta en efondo de los ojos del hombre que lo mirabeguro, sin pestañear. Al cabo, su expresió
cambió como si estuviera amarrando el últim
aco de una gran cosecha de papas y dijo:—Si es así, sí, a usted sí se la vendo.
Dos años después don Santiago Antonio CastillLobo llegaba, en silla de ruedas y con una mant
cubriendo el espacio donde alguna vez estuvierous piernas, a la reinauguración de la casa grand
del valle de la Mucuchache. Se daba una grafiesta. Había venido gente de los pueblos má
ejanos y la casa resplandecía como siempre l
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oñó.
Por un momento, mientras Santiago estrechaba lmano del comprador, a lo lejos, al final de la
altas piedras del potrero, le pareció ver a Benitoalegre, jugando con su carrito de madera mientracomía unos chocolates que alguien le habícambiado por diez sacos de ajo.
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EL FUNCIONARIO
Ramón García, funcionario de la policíde Caracas, leía el periódico sentado en unoxidada silla que hacía juego con la mesa decomedor. Estaba de espaldas a su mujer, quiefreía huevos para la cena. Unos disparos se oyero
muy cerca de su rancho. Levantó la cabeza continuó leyendo. Al instante tuvo la ligerensación de que algo caía tras de sí, pero no l
dio importancia hasta que sintió el olor a quemad
de los huevos fritos.
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DEL BUENO
Dos compadres conversan frente a unplaya en Margarita. Están sentados en unas de esaillitas de patas cortas y tela a rayas de colore
vivos. Comparten una bebida mientras las esposahablan de sus cosas y los niños corren uno detrá
del otro lanzándose arena y chapoteando agua poa orilla. Rómulo, el más gordito, parlanchín, d
cara redonda y ojos locuaces le dice a Ricardo:
Yo lo que tomo es whisky del bueno, chico. Pur
doce años. Nada de bagatelas. Con la salud de unno se puede andar con pichirreces. Además, el ddoce no te rasca. Tú puedes tomar todo lo ququieras y al día siguiente amaneces como si nadaisto para ir al trabajo. Fíjate, yo no entiendo
esos que andan por ahí tomando y tomando y no scuidan la salud. Tú los ves con esas botellas dwhisky barato como si fuera una gran cosa y lo questán tomando es kerosene, chico. Y no se da
cuenta del daño que se están haciendo. Y n
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hablemos de los que toman ron y caña blancaEsos son los peores. Esos son unos suicidas epotencia —Ricardo, hombre parco, de pocapalabras, de prematuro pelo blanco y curtido poel sol asiente en todas las consideraciones de samigo—. No vale la pena chico, esos que tomabebida barata lo hacen no porque les guste, yo npuedo creer que les guste esa basura, ni siquiera l
hacen por ahorrarse unos reales, lo hacen —se lacerca un poco como si fuera a decirle algo dmáxima seguridad— para emborracharse dverdad, emborracharse hasta perder la noción d
oda vaina y ponerse a cantar rancheras, bailar epúblico y toda esa ridiculez. Claro, y como eso no pueden lograr con el whisky de doce —Rómulaca varios hielos de la cava y los pone en s
vaso. Luego se sirve un generoso trago del bueno ye da vueltas con el dedo que después se chupa
Ricardo hace lo suyo—, entonces optan por lo máfuerte, para llegar lo más rápido posible a esestado de inconsciencia que no les traerá nad
bueno, sólo hacer el ridículo, el payaso, ¿ah? ¿T
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qué crees? —Ricardo sube y baja la cabeza couna leve sonrisa de aprobación—. Y no hablemode la resaca que te dejan. ¡Eso sí es malocompadre! Un ratón de ron es lo peor que hayAmaneces como si te hubieran caído a palos. Coesa boca amarga y la mirada que no la puedeostener. Por lo menos dos días tienes que pasar eecuperación. A veces tres. Eso sí, tomand
opitas y comiendo verduritas, yerbitas y todo esoEn cambio con whisky del bueno nada que ver, adía siguiente amaneces como si nada, listo para al trabajo... ¿Eso ya lo dije, compadre?
Unos vecinos se instalaron cerca. Los saludaroalegremente. Sacaron una guitarra, varias botellade ron, coca cola, las colocaron sobre una mesa dplástico bajo una gran sombrilla fosforescente y s
entaron a cantar.—No se preocupe, compadre —dijo Ricardisueño—. A mí me ha pasado más de una vezobre todo cuando tomo, que digo una cosa y a
poco rato se me olvida.
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— ¿Y eso le pasó con whisky del buenocompadre? —dijo Rómulo sorprendido apretándole fuertemente el brazo.
— ¡Noooo, compadre, cómo va a creer!, eso pasuna vez que me descuidé y me dieron otra cosa. Yiempre tomo de este, del de doce —dijo Ricardo
convincente—. Como usted dice, con éste uno ne rasca y mucho menos se le olvidan las cosas. L
que pasa es que a veces le meten a uno gato poiebre. Te engañan y te sirven lo que no ha
pedido. Por eso es bueno, si uno va a un sitio pide por tragos, que te sirvan de la propia botella
porque si el mesonero viene ya con los vasoerviditos, ¡ay, papá!, mala señal, trácala segura
Así sí de verdad no se acordará de nada. Pocierto compadre, yo no recuerdo que usted hay
epetido nada.—Seguro que no, fue sólo una impresión —dijRómulo al tiempo que se servía otro trago meneaba su pie al compás de la música qu
ocaban los vecinos—. Cambiando de tema
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compadre, esta botella está pidiendo cacao.
― ¡Papá, papá!, ¿Cuándo vienes a jugar conosotros? —preguntó el hijo de Rómulo.
—Después, hijo, después.—Papi, anda a jugar con los niños —dijo la mujede Ricardo.
— ¡No empieces! —dijo Ricardo subiendo la vo
ya no tan parco—. ¿Acaso uno no puede tener unminuto de sano esparcimiento? Por favor, pasoda la semana trabajando… ¿Ah, compadre?
póngame atención —Ricardo le tocó el brazo
Rómulo para que lo mirara a los ojos—. ¿Ustecree que esto es justo? El único día que uno tienpara descansar y también se lo quieren tumbar uno. A veces las mujeres no se conduelen de nadie
o tienen sentimientos. Lo que quieren es que unesté todo el tiempo ahí, sometido, amarrado por ecuello como un perro de compañía: “Siéntate papdame la patica papi, busca la pelota, el periódicoanda papi trae el periódico…”. ¡Noooo, eso n
puede ser!
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Rómulo pone el vaso sobre la cava y comienza golpear sus rodillas con la palma de las manos. Afondo se escuchaba y volver, volver, vooooolver , Rómulo agrega cerrando los ojos y a todo gañotor tus brazos otra vez… Ricardo le dijomitando el acento mexicano: a tus brazos
compadre, no me cambie la letra.
— ¡Brindemos, familia! —dice Rómulevantando su brazo. ¡Fuera las discusionesVenga comadre, no se ponga brava con e
compadre, échese un palo del bueno con scompadre! ¡Aproveche que queda poquito! Mir
cómo brilla ese sol y cómo está de azul esa maHoy es un día para disfrutar en grande, para vivipara sacarle el máximo provecho a la vida. ¡Mamor! —gritó Rómulo— ven tú también, negra
que vamos a brindar.—No se preocupe, compadre —dijo Ricardo—que por ahí tenemos otra del bueno.
—Entonces, con más razón compadre.
Se sirvieron el resto de la botella y un poco de l
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nueva. Cuando Rómulo trató de levantarse de lilla de patas cortas para el brindis ésta se hundi
hacia un lado en la arena. Él, que se había apoyadcon una sola mano porque con la otra sostenía erago, perdió el equilibrio, se fue en picada hacia derecha y le cayó encima al compadre. Ricardoiempre resguardando su trago, no tuvo tiempo d
nada, sino de recibir aquella redonda humanida
obre sí sin contar con que la lona de su silla naguantaría semejante peso, la que se rompió dnmediato. Ambos cayeron en la arena cuan largo
eran pero con sus brazos estirados hacia arriba
protegiendo la base de su existencia. Las mujeree apartaron para no ser atropelladas y trataronin éxito, de ayudarlos. Revolcados en la arena s
desternillaron de la risa hasta llorar. Rómulgritaba entre carcajadas: “Agárrelo…, agárrelbien hermano, que no se pierda ni una gota” y eotro le respondía de igual forma: “No… no… ne preocupe compadre, esto está… esto esteguro”. Los hijos salieron del agua para ver e
alboroto. También las mujeres que presenciaban e
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espectáculo contagiadas de la risa. Los vecinos sacercaron para ver cómo estaban, y al ver eambiente de fiesta ofrecieron cantarles unacancioncitas. Rómulo, sacudiéndose la arena y aúcon los ojos mojados de la risa les dijo que cómno, muchas gracias y que si se sabían El rey, quede esa canción, se sabía una partechhhiiiiiiiiita.
Días después:
—Buenas tardes, ¿está el señor Rómulo Angulo?
— ¿De parte de quién?
—Dígale que es Ricardo.
—Lo siento señor Ricardo, el señor Angulo no hvenido a la oficina esta semana.
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LA PUERTA
¿Y quién dice que después de sematerial, palpable, corpórea, física, tangiblerracional, una puerta no puede adquirir algo de l
que se suele denominar como alma? Y es que dalgún modo, desde que fue instalada comguardián del hogar de la abuela, esta puerta llegó mostrar cierta personalidad, ciertcomportamiento de ser humano en las cosas qu
parecía hacer y sentir. Era dócil, tranquila, serenafuerte y, lo más importante, tenía un trato con labuela como lo puede tener una persona quconsidere y respete a otra. Su comportamiento er
parco, reservado y sobre todo sumiso: la abuela lcerraba y ella se dejaba llevar de buena gana. Labría y lo mismo, se quedaba abierta sin nada qua sujetara; y aunque hubiese viento no se cerrabaesistía estoicamente sus embates hasta que ést
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cambiaba de rumbo o simplemente se retirabderrotado frente a la puerta siempre victoriosaTampoco le importaba cuánto tiempo la abuela ldejara abierta, ella estaba segura de sí misma, du fortaleza, se quedaba ahí, tranquila, paciente
hasta que la abuela de nuevo la halaba y la llevabhasta la seguridad de la cerradura. Pero esdocilidad jamás podría confundirse con debilida
pues era dura como el concreto de la columna qua soportaba y su savia muerta había petrificadus vísceras. Con la abuela era también tolerante
Para ella no tenía más que obediencia y silencio.
no era por el respeto que ésta le merecía por sunoventa y tres años de edad, que sin duda muchde eso debía de haber, ni por los cuarenta años quhabían pasado juntas, era por ciertos detalles qua abuela había tenido para con ella que la hacíaentirse agradecida. Por esos detalles se rendía us pies, disfrutaba de su risa y compartía slanto. Uno de ellos era que nunca la lanzaba. A
abrirla o al cerrarla, la abuela lo hacía con e
mayor de los cuidados, como si dentro o fuera,
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oda hora, hubiesen personas durmiendo a lacuales no quería despertar; eso la hacía sentir bieratada, considerada. También por nunca haberl
encerrado detrás de una reja como a todas lademás de su piso; eso significaba que confiaba eella, en su fortaleza, en la seguridad que lbrindaba. Y algo que aflojó el fondo de suentrañas duras fue cuando la abuela colgó e
cuadro de san Ignacio de Loyola tras elladiciéndole: “Ahora sí estamos protegidas las dos”Ese fue el detalle que más la emocionó y por eque se convirtió en una más de la familia.
En el transcurso de aquellos años se hicierobuenas camaradas. La abuela la abría, la recostaba la pared y dando unos pasitos hacia atráprecedida de las palmas de sus manos, quiene
hacían el primer contacto, se recostaba a ella cooda su calma y la puerta la recibía con ternura. Sésta tuviera rostro se podría ver cómo sus ojoempequeñecían y en su boca aparecía una sonriscada vez que la abuela se acercaba a ella. Y
egura en su apoyo, la abuela pasaba rato
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hablando con la vecina, quien no perdía loportunidad de una conversación casual ymientras tanto, la puerta escuchaba interesadcómo le había quedado la torta a ésta o qué taica estaba la arepa que le había regalado l
abuela.
Un día, salvo unos truenos que se escuchaban a lejos, todo era normal. La abuela almorzó con s
calma habitual, leyó un poco y durmió la siesta eu mecedora. De pronto, al despertarse, con un né qué voy a hacer con esta cabeza mía, record
que no le había entregado a la vecina la plata de
condominio. Ésta solía pagárselo cada mes juntcon el de ella. Así que se incorporó de la sillamedia dobladita ya, y recogió el sobre de sescondite secreto que todos conocen. Abrió l
puerta que ya lucía también un poco avejentada, lecostó a la pared como siempre lo hacía y fue lamar a la vecina para entregarle el encargo. L
vecina le dijo que sí, que no se preocuparamañana iría al banco a hacer el depósito. Mientra
conversaban empezó a soplar una fuerte brisa. L
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puerta la sintió, se afincó en sí misma y resistió esistió, pero sus años ya eran muchos y parecí
desfallecer. La abuela estaba ahí, cerca de ella, necostada como otras veces, sino del lado d
afuera, sin pensar siquiera en que los años tambiéhabían pasado para su guardiana. “¡Tengo quesistir!”, se decía la puerta una y otra vez
“¡Tengo que hacerlo!”, se lo decía a gritos con l
cara aterrada y la frente húmeda, pero el vientarreció de tal forma que sintió que algo grandobrepasaba sus fuerzas, que sus pujos nesultarían, que su corazón no sería suficiente,
con un terrible alarido de impotencia que sescuchó en el confín de los cielos no aguantó má se lanzó contra el marco con toda la fuerza de un
derrumbe, de un huracán, de un mar embravecidoCuando la abuela, perpleja, vio que su amiga protectora, aquella que nunca se movía del sitidonde la dejaba, se cerraba con tal violenciametió su mano para detenerla. La puerta le gritaba“¡No, no lo hagas! ¡Vete! ¡Apártate! ¡Huye!” Per
fue demasiado tarde. La puerta, impulsada por l
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corriente enfurecida, cayó vencida por el viento en sus entrañas dejó estampado un pedazo dededo pulgar de la abuela… Quedó ahí, pegado aborde del marco, plano como una hoja de papeenrojecida, entre los gritos de la abuela y laágrimas de la puerta.
Unos días después la abuela la acarició con smano buena y le dijo que ya no eran las mismaque los años no habían pasado en vano. La puertasintió y le pidió, por favor, que ya no la dejarola.
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EL MEDICUCHO
—Usted tiene problemas con eendometrio, amigo mío. Como usted sabe, esa euna mucosa que recubre el interior del útero
cuando se inflama causa serios dolores. Sí, aquí ea parte baja, justo ahí donde usted los siente.
El paciente, un hombre joven todavía, sin afeitar pocos dientes, retorcía el sombrero entre sumanos. Llevaba alpargatas y una ropa descoloridaMiraba al doctor con ojos de asombro y la bocabierta.
—Su caso podría ser grave ―continuó emédico―, porque si observamos presencia dmucosa uterina fuera de la cavidad del úterentonces estaríamos en presencia de unendometriosis, mucho más grave inclusive que lpropia endometritis, que es solamente l
nflamación del endometrio pero dentro del útero
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más fácil de controlar porque al estar dentro lenemos encapsulado, podríamos decirlo así —
movía las manos en forma de globo—, encerradpues. En ese caso es difícil que se nos vaya algún lado y se dificulte el tratamiento.
El hombre cerró la boca y montó un pie sobre eotro con las rodillas muy juntas. Un gallo cantaba deshora y el bramido de una vaca se escuchaba o lejos.
—Y... Caracha dóctor... Eso suena muy feo. ¿Emalo? Mire que a mí me asustan esas cosas.
—En un primer momento no, pero si se descuidcon el tratamiento las consecuencias podrían sempredecibles, quizás fatales.
—Y... ¿Qué debo tomá pa’liviame?
—Bueno, debe tomarse dos guarapos diarios desta hierba, bien calientes, y venir una vez poemana durante tres meses. Es importante que n
falle con el tratamiento, sobre todo en lo que a lavisitas se refiere.
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—Y... ¿Cuánto cuesta eso, dóctor? Usted sabe.uno no tiene…
El médico lo miró fijo por unos segundos mientra
amborileaba con sus dedos sobre el diccionarimédico que tenía sobre el escritorio.
—Por eso no se preocupe —dijo—. Una gallinito una mano de plátanos cada vez que venga estarí
bien.
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EL CABALLERO
Después de pasar por el autoperiquitos comprar unos cables auxiliares de batería me fui acentro comercial a ver qué había. Escogí una rop
que estaba en oferta y fui hasta la caja. Próximodijo la cajera cuando terminó de hablar poeléfono. No había nadie en cola cuando llegué
pagar, así que mientras ella terminaba sconversación yo me había parado cerca de la caja
no justamente detrás de ésta, sino un poquito más a derecha. Observaba distraído la foto de uoven que exhibía unos llamativos lentes oscuros
me imaginaba usando uno de ellos, sonriente, co
a barba a medio crecer y una melena que caía mucerca de mis ojos, ¡ah!, y por supuesto, con esoveinte años menos.
Al cabo de unos minutos una mujer se acercó y s
paró justamente detrás de la caja, a mi lado. La v
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legar por el rabillo del ojo, pero no la detallé. Ycontinuaba flirteando con la chica rubia qupasaba su tersa mano por mi rostro y parecídecirme qué bellos lentes. La miraba con ojoeductores y una ceja arqueada. Ella se m
acercaba lentamente, sugestiva, y cuando ya estabmuy cerca de mis labios escuché la voz dróximo. Enseguida le sonreí a la mujer que s
había parado a mi lado, me adelanté y puse sobrel mostrador un pantalón con muchos bolsillos qume había chiflado y una franela manga larga que lhacía juego. De pronto oigo una voz detrás de mí:
— ¡Ya no existe la caballerosidad! —dijo la mujecomo si gruñera.
Volteé enseguida a ver si hablaba conmigo, y sme miraba con ojos de fuego.
—Perdone, señora, pero usted no estaba aqucuando yo llegué ―le dije―. Además, no mmportaría que usted pasase antes si…
—Cuando yo llegué ―me interrumpió― usted n
estaba en la cola.
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― ¿Cuál cola? ―le pregunté ya a la defensiva―Si yo soy el primero.
Miré hacia el piso a ver si había una líne
dibujada o alguna señal que indicara que yo estabfuera de lugar.
―Disculpe, aquí no hay señal alguna que indiquque yo no estaba en la cola. ¿Qué cree usted qu
estaba haciendo yo mientras la señorita hablabpor teléfono sino esperar para pagar?
La mujer enrojeció.
—Yo lo que sé es que ya no existen caballeros, lo
caballeros se acabaron, se extinguieron de la fade la tierra como los dinosaurios.
—Señora —le dije—. No estamos en un cruce dcaminos sin semáforo, ni saliendo al mismo tiemp
por una puerta, ni caminando por un pasillo dondólo cabe uno. En esos casos con mucho gusto lcedería el paso, pero estamos en una tienda, poDios, en sitios como este la costumbre es que eque va llegando va pagando, ahora, si se tratara d
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una anciana sería diferente.
Los ojos de la mujer parecieron hervir debajo das cejas que se apiñaron sobre ellos.
—Si usted fuera un caballero de verdad, mhubiera cedido el paso, pero no lo es, reconozcque no lo es, usted es otro del montón —cada vegritaba más fuerte. La cajera pasaba mi tarjeta po
a máquina y trataba de sonreír.—Señora, por favor...
—Señora nada. Todavía estamos en un país librdonde uno puede hablar lo que le dé la gana. L
que pasa es que a la gente no le gusta que le digaa verdad. Y la verdad es que usted no es u
caballero. Usted es un patán mal educado que ndesperdicia oportunidad para maltratar a un
dama, así que no me venga con expresiones comesa. “Por favor” le digo yo a usted... mal educado
Preferí no seguir en la diatriba y apenas firmé eecibo agarré la bolsa y me fui. La mujer tiró la
cosas que había escogido sobre el mostrador y
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ravés de la vitrina pude ver cómo gesticulaba edirección a la cajera.
Me senté un rato en un cafetín a tomar algo. Fum
un cigarrillo. Luego fui al estacionamiento. Morprendí cuando me encontré con la mujer de lienda. Estaba parada frente a su carro con el capevantado, justo al lado del mío. Escuché cuande preguntó a un hombre si tenía cables auxiliare
para batería y éste le dijo que no. Mientracalentaba mi carro vi cómo le hizo señas a otroconductores, imagino que preguntándoles lmismo, pero parece ser que ninguno podí
ayudarla.Entonces me pregunté si yo realmente era ucaballero.
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SORPRESA
Llovía a cántaros en la ciudad.
El calvo me tiene harto. ¿Qué quiere de mí?Claro, a cuenta de que es el jefe… Es un cabeza d
bola, eso es lo que es, un cabezón que lo único quhace es mandar: Ramírez, prepárame estoRamírez prepárame aquello, Ramírez hazme tal cual diligencia, ¡hasta cuándo! El otro día mpidió que le actualizara su chequera. ¡Quién hvisto semejante abuso! Yo entiendo que uno comempleado debe hacer las cosas para las cuales lcontratan pero, para atender asuntos personaleeso sí que no, como si uno fuera una secretaria
Yo soy un contador colegiado! ¡Quién ha visto! Amí me emplearon como contador y eso es lo qudebo hacer, nada más: estar pendiente de miibros, de mis números, cuadrar mis balances y ya
Además, a mí no me gusta eso de estarm
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enterando de la vida privada de la gente, y menode la de ese cabeza pelada… Debía conformarscon que las cuentas estén al día y los resultadoeflejen la situación real del negocio, pero no
cada vez pide más. Y todo a cuenta del bono qume dio el año pasado. Sí, reconozco que no fumalo, al contrario, fue más de lo que esperaba, coeso pude pagar el seguro médico, el del carro, la
cuentas atrasadas de la tarjeta de crédito y algunaotras deudas que tenía por ahí. Pero eso no le dderecho a pedirme cierto tipo de favoreRecuerdo el día que me dijo que fuera al banco
olicitar un préstamo para pagar una importaciónFui, no podía hacer otra cosa, la cuerda siempre sompe por lo más delgado y no es bueno tensarla
Por otro lado, no era nada personal, así que hice lolicitud como me lo pidió. Resulta que ahora
además de mis ocupaciones normales, tambiédebo estar pendiente de las compras que el calvhace en el exterior. ¡Esto es el colmo! Pero eso nes lo peor, lo peor es que el tipo es tan cómod
que el otro día llegó sonriente a mi oficina y m
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dijo que había decidido darme firma en lobancos; sí, increíble, que yo y otro colega míendríamos firma en los bancos para cuando é
estuviese de viaje pudiéramos pagar las cuentao sé si se dio cuenta de que a mí no me gustó e
asunto, pero se ve que esperaba otra reacción dmi parte: ¿No está de acuerdo, Ramírez?, mpreguntó. Yo le dije que sí, que no faltaba má
Quizá el hombre esperaba que yo le diera lagracias o algo por el estilo, pero no hizo faltporque sonrió nuevamente, me dio con la mano poel hombro y se fue a su oficina. Así me evitó l
molestia de tener que agradecer algo a lo cual ne veo ningún beneficio. Para él si lo tiene, ya lcreo que sí. De esa forma podrá viajar cuantaveces le dé la gana, y nosotros aquí, haciendo todel trabajo. Bueno, mejor así, así descansaremos dvez en cuando de su presencia. Menos mal que eipo está en desacuerdo con que se trabajen hora
extras, eso sería inaceptable, por lo menos yo no haría. Por ahí hay algunos que lo hacen
pobrecitos, pero el jefe no está pendiente de es
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para aumentar los sueldos si es lo que creen, eipo está más pendiente de los resultados que d
cualquier otra cosa. Yo de eso no me quejo, debeconocer, la última vez me aumentó bien, casi ureinta por ciento, pero no es que el hombre se
consciente de la inflación que azota al país ni ququiera que sus empleados tengan mejor calidad dvida, no, el hombre lo que quiere es que hagamo
o que a él le da la gana, someternos, tenernos aha sus ordenes sin que chistemos ni le llevemos lcontraria, eso es lo que quiere. A mí que no mvenga con cuentos de esos elevados, de que es u
patrón generoso que se preocupa por su gente oda esa paja; al hombre lo que le interesa eenernos ahí bajo el zapato, con la lengua fuera.
Pero esto no es todo, el otro día me llamó a s
oficina. Me dijo que me sentara y que si quería ucafé. Yo le dije que no y me quedé mirándolo a vecon qué saldría ahora. Sacó una carpeta y me dijque si le podía llevar el control de sus cuentas eel exterior. Por un momento me quedé com
paralizado. Inmediatamente recordé lo de l
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cuerda rota y reaccioné, le dije que cómo no, qucontara conmigo para lo que fuera. No sé de dóndme salió eso, sonó tan real que hasta yo morprendí. Y nuevamente reaccionó con esnocente sonrisa que detesto y me dijo que n
esperaba menos de mí y que muchas gracias por mcolaboración. ¡Increíble, debería renunciar! Npasaron más de siete días cuando anunció que s
ba un mes de vacaciones. ¡Yo sabía! Claroeniendo quien lleve el control de las cuentas y la
firmas de los bancos, ahora saldrá cuando quiera por el tiempo que quiera.
Al día siguiente de su salida —y de la ridículdespedida donde me dijo: ya sabe Ramírezcuídeme el negocio—, el banco llamó diciendque le faltaba el documento de propiedad de l
casa del dueño para establecer la garantía depréstamo que habíamos pedido. Yo no lo tenía, asque lo llamé por teléfono para preguntarle si habíforma de conseguirlo antes de que se marcharaMe dijo que ya no había tiempo pues iba rumbo a
aeropuerto, pero que en su oficina había una copi
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certificada de ese documento y que le pidiera llave al jefe de personal. Así lo hice. Ese mism
día pedí la llave y entré a su oficina. Sentí umpulso extraño que me llevó a cerrar la puerta.
Había un olor a cuero en el ambiente, sin duda denuevo sofá que el jefe había ordenado el mepasado. Me senté erguido, con las manoeposando en mis rodillas y la mirada puesta en u
diploma de administrador comercial que cuelga da pared. Luego, no sé por qué, deslicé el cuerp
hasta que mi cabeza se hundió en el mueble. Crucos brazos. Al lado del diploma había un cuadr
con unas estadísticas de ventas. Mientraobservaba cómo la curva había subido en loúltimos años me saqué un chicle que tenía en mboca y comencé a darle vueltas con los dedo
Luego extendí el brazo y lo pegué debajo demueble; lo hice sin darme cuenta, creo. Reí por mosadía. Después puse las piernas sobre la mesa dcentro y me estiré hasta quedar casi acostadoDetallé cada rincón de la oficina del jefe. Cambi
de posición y me acosté por completo en el sofá
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Mis zapatos sobresalían del borde y comencé moverlos como los limpiaparabrisas de un carroMe quedé así por unos segundos, mirando unocuadros que estaban en la pared de enfrente. “Poallá debe de estar el cabeza pelada metido en unplaya tomando sol con una modelito de esas quentran en su oficina a cada rato y que para castingcampaneando whisky del bueno y nosotros aqu
haciéndole todo el trabajo”.Me sentí muy cómodo en ese sofá, tanto qupresioné el tacón de uno de mis zapatos con lpunta del otro y escuché cómo golpeaba el piso a
caer. Me encogí de hombros por el ruido, pernadie se dio cuenta. Luego hice lo mismo con eotro. Estiré los dedos de los pies y lancé mibrazos hacia atrás, estirándolos también. De golp
me senté de nuevo, crucé los dedos y empecé moverlos de forma vertiginosa, buscando quhacer. Me levanté, caminé despacio entre las sillade visita, les di vueltas, pasé la mano sobre eescritorio, lo bordeé y finalmente me senté en l
illa ejecutiva de espaldar alto y vaivén agradable
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Me mecí por un buen rato, se estaba rico ahí. Pusmis pies descalzos sobre el escritorio y comencé girar un lápiz que había encima. “Bueno, señoCenteno ―le dije al jefe―, está despedidoRecoja sus cosas y lárguese. Dígame, ¿quién se hcreído? ¿Acaso usted se cree el dueño de lempresa, que puede tomar vacaciones cuandquiera? ¿O que veinticinco años frente al negoci
e da derecho a abusar de los demás? Sí, eso es lque es, un abusador, un cabeza de bola que abusde la gente dejándolos aquí trabajando mientrausted está allá en la playa, tomándose una piñ
colada. ¡Váyase de una vez! ¡Está despedido!”Sonrió malvadamente.
Ramírez bajó los pies del escritorio y abrió una das gavetas. Había, entre otras cosas, un yesquer
de modelo antiguo que encendió varias vecebolígrafos de diferentes colores, tarjetas dpresentación y un grupo de chequeras viejas atadacon una liga. “Estoy esperando licenciado
Apúrese, no tengo todo el día”. Tomó una de ella
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comenzó a leer los pequeños talones. “Quéidículo: mercado, repuesto del carro, carpinteroavandería, tarjeta de crédito, teléfono
electricidad…”. Dejó pasar varios talones y loconceptos se repetían con cierta frecuencia. “Quvida tan aburrida”. Se dio vueltas en la silla abrió la neverita. Estaba casi vacía, salvo unbotella de vino francés que brilló ante sus ojo
Estaba abierta y la línea del líquido marcaba algmás de la mitad. La sacó y la puso sobre eescritorio, también una copa. Quitó el corcho y sirvió un poco. Tomó un sorbo. Dio otra vuelta e
a silla detallando su entorno y se fijó en eelevisor. Tomó el control y sintonizó variocanales para finalmente dejarlo en el de noticiaTomó otro sorbo hasta que no quedó nada en lcopa. Se sirvió otra. Revisó la segunda gaveta deescritorio. Se encontró con una caja de madera qudecía habanos, la abrió y sacó uno. Volvió a lprimera gaveta tomó el yesquero y cuando sdisponía a encenderlo pensó en que no er
conveniente por el olor, así que lo dejó entre su
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dedos al tiempo que se terminaba la otra copa. Ldio un poco de volumen al televisor. Sacó una das tarjetas de presentación de la primera gaveta
pudo leer: Lic. Juan Centeno, presidentepropietario. “Cabeza de bola”, pensó. Las metien su bolsillo y se imaginó a él mismo en unplaya bajo el sol con un trago en la mano y uninda chica untándole bronceador en la espalda
Repartía tarjetas a diestra y siniestra y a todo emundo le decía en alta voz que él era el licenciaduan Centeno, propietario de inversiones Galax
Once, la más próspera industria de entretenimient
del país y que tomaba vacaciones cuando le daba gana. Se sirvió otra copa y esperó hasta qualiera la última gota de la botella. Extendió d
nuevo los pies sobre el escritorio y aspiró eabaco como si de verdad estuviese encendido
mirara cómo el humo se desvanecía en el cielo da paradisíaca playa.
Al momento en que el noticiero anunciaba que eaeropuerto había suspendido los vuelos por ma
iempo, el cabeza de bola abrió la puerta de s
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oficina. Al verlo, Ramírez se puso de pie yexclamó con todas sus fuerzas: “¡Está ustedespedido!”.
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NO, MEJOR NO
—Pierda cuidado, ya encerré al animal eel cuarto de los cachivaches. Le garantizo que nencontrará una como ésta en toda la isla. Es un
casa de estilo rústico, como podrá ver, muy bieerminada y con todas las comodidades qualguien quisiera tener. Además, un diseño originaen la planta baja el jardín, el estacionamiento parcuatro vehículos, la piscina, la habitación d
huéspedes, la de servicio, la lavandería y emaletero para los cachivaches, usted sabe, para laherramientas y todas esas cosas que sobran perque uno se empeña en guardar por si algún día s
necesitan, pero la verdad es que se amontonan ahhasta el punto en que ya no cabe ni un alfiler finalmente uno termina botándolas. Y en la plantalta es donde está prácticamente toda la casa, couna habitación principal, la cocina, el comedor, e
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alón de estar y una gran terraza que mira al maPase por aquí, ya le mostraré todo. Este es eardín; como puede ver, tenemos una gran cantida
de plantas —mi mujer muere por ellas—, dmuchos tipos, mire aquellas trinitarias floridas ddiferentes colores que cubren las paredes lateralede la propiedad, mire el tamaño que han alcanzadaquellos cactus de la derecha, la mata de coco y
bien cargada, la fila de isoras con ese rojo qudeslumbra, qué belleza; y eso sí, árboles por todoados. No sé a usted, pero a mí personalmente m
encantan los árboles, sobre todo sin son altos y d
bastante follaje como estos que siempre estáespesos y dan sombra casi todo el día. Si no fuerpor ellos no podríamos estar parados aquí, menos que tuviéramos un sombrero, sin embargocon la sombra que nos dan, la temperatura eagradable, no se siente el calor como en otroados. Los domingos suelo dormir la siesta debaj
de uno de ellos colgado en una hamaca... ¡Ah, esí se lo recomiendo!, aquí se disfruta mucho de l
brisa de la tarde que a veces viene del mar y
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veces de la montaña, de los pajaritos. La verdaes que esta propiedad es una maravilla, y de todesto disfrutará usted si se decide a comprármelaPase por aquí. Esta es el área del estacionamientocomo verá, por estar debajo de la segunda plantaos carros están protegidos y no sufren los rigore
del salitre y de la intemperie como si se dejaran ea calle, es una gran ventaja. Este es el cuarto de l
avandería, tiene todas sus conexiones en bueestado y una ventanita en la parte de arriba parque siempre esté aireada, ¿ve? La lavadora y lecadora, no le voy a decir que son nuevas, per
funcionan a la perfección y están incluidas en eprecio. Esta es la habitación de servicio con sbaño privado; es pequeña pero cómoda, al menoa señora no se ha quejado. Vayamos hacia la otr
parte. Este es el cuarto de los huéspedes, amplioiene televisión por cable, aire acondicionado
mosquitero para los que prefieren abrir laventanas, ducha con bañera en el baño, espejo dpared a pared con bordes de madera, en fin, com
para dormir diez horas seguidas. Allá está l
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piscina, venga, acerquémonos un poco; es pequeñ poco profunda, ideal para los niños. E
mantenimiento no es gran cosa, yo le traspasaría econtrato de servicio que ya suscribí por el restdel año sin costo alguno para usted, por eso no spreocupe, lo que quiero es que se sienta satisfechcon el negocio que va a hacer. Subamos lescalera. ¿Qué le parece la vista? Hermosa, ¿no
Esta terraza preside la entrada al área social. Deste lado, allá a lo lejos, está el mar con toda esmagia que nos pone como tontos, y de este otro, ecerro Guayamurí, esa montañita que casi todos lo
días al final de la tarde, y a veces también muemprano en la mañana, en el tope, se llena dnubes como si fuera una gran montaña y nos manduna brisa que nos obliga a abrigarnos; es muagradable. Pase, esta es la puerta principal: dpuro roble, y la talla de esta india con el sol sobra cabeza, hecha a mano por un artista de la zona
es una estampa típica de los indígenas quvivieron por aquí hace cientos de años. Adelante
este es el salón de estar, es muy amplio y lo únic
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que tendrá que hacer de vez en cuando es lavar locojines porque como ve no hay muebles, sólo unobancos fijos de concreto que se decoran como unquiera. Sí, tienen la ventaja de que los puedcambiar de color cuando lo desee, no son muprácticos porque, claro, nunca los podrá movepero sí estará de acuerdo conmigo en que son muduraderos, además, para una casa de vacaciones e
mejor tener todo bien pegado del piso. Más acenemos el comedor con seis sillas y la cocina
muy ventilada y en total funcionamiento. Vayamohasta las habitaciones. Esta es la principal, com
para un rey. Cama de dos por dos metros, televisocon pantalla gigante, amplios armarios, tambiécon aire acondicionado y mosquitero para lanoches frescas, vista a la montaña y al mar, undelicia. Pase, no se pierda el baño. Dígame, ¿no eun sueño? Imagínese tamaña bañera llena despuma, y usted allí, con una copa de vino en lmano y su libro favorito en la otra mientas smujer arregla el jardín y los niños juegan en l
piscina, qué más se le puede pedir a la vida.
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Volvamos a la terraza, por favor, siéntese, ¿lapetece algo de tomar?
—No gracias, me pregunto por qué la vende, y po
qué tan económica.—Déjeme decirle que le dejo la casa tal cuacomo está. Lo único que tiene que traer es la ropaLe dejo la cocina, el horno, el microondas, l
nevera, el resto de los artefactos eléctricos coma licuadora, la tostadora y todas esas cosas que sutilizan en la cocina, la vajilla, el juego dcubiertos, el juego de comedor —vea la lista— lavadora y la secadora —eso ya se lo dije— lo
cojines de los muebles, los televisores, los aireacondicionados, los colchones, hasta la ropa dcama se queda —aunque me imagino que ustepondrá unas sábanas nuevas, pero sepa que co
ólo lavarlas se ahorrará una buena cantidad dplata ya que son prácticamente nuevas, no hacmás de un año que las compré, créame, no hacfalta que las bote.
—Sí, todo se ve muy bien. Dígame, ¿por qué l
8/17/2019 Cuentos de Pareja y Otros Relat - Heberto Gamero Contin
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vende?
—Bueno, le diré... no quisiera venderla... lverdad es que... usted ve... es una buen
oportunidad. Quédese con la casa... no lo piensmás. El precio es muy bueno... ya usted lo dijoademás, con todas las cosas que le dejo, es uegalo.
— ¿Me permite dar un paseo?—Claro, vaya…
El posible comprador se levantó de la silla dondhabía estado conversando, puso las manos en l
baranda de la terraza y se quedó un ratcontemplando el mar y aspirando el aire qubajaba del cerro cercano. Luego bajó las escalera con las manos en los bolsillos se paseó por la
paredes laterales de la propiedad, las que estabacubiertas por las floridas y coloreadas trinitariae metió un poco debajo de ellas y observó e
borde superior de la pared lleno de pedazos dvidrios rotos con sus puntas afiladas hacia arrib
ncrustados a una gruesa capa de cemento. E
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varios de ellos vio restos de algo rojo, muoscuro, que caía hacia abajo en forma de gruesahileras a través de los vidrios y recorría toda lpared hasta llegar al suelo, donde terminaba en unespecie de pequeño charco del mismo color, canegro, reseco. Se quedó con los ojos clavados ea mancha viscosa confundida con la tierra. Subia mirada de nuevo y se acercó un poco más. Lo
vidrios tenían en las puntas restos de algo sólidocomo pedazos de cartón o algo parecido. Intrigaddio otro paso al frente, se levantó en la punta dus pies y acercó su cabeza lo más que pudo. A
ver unos pelos retorcidos que sobresalían de lmateria acartonada dio un salto atrás y dnmediato comenzó a sudar. Retrocedió coentitud. Luego, sin pensarlo un segundo, apuró e
paso hasta la terraza. Al pasar por la puerta decuarto de los cachivaches observó una mancha eel piso, larga y continua, del mismo color a las quvio en la pared y en el pequeño charco bajo larinitarias.
—Y bien estimado amigo, ¿se decidió?
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LA BOTELLA
Una mujer llegó a la orilla de una playa e sentó en la arena. Había recorrido un larg
camino. El sol se alzaba en el horizonte mientra
ella lo miraba abrazada a sus rodillas. Lo observhasta que las chispas de rojos, naranjas amarillos le hicieron achicar los ojos. Luego tomuna pequeña piedra y la lanzó al agua. Luego otra otra. A cada piedra que chapoteaba sobre el agua
una lágrima suya lo hacía sobre la arena. Ya lvida no tenía sentido para ella. Lentamente squitó los zapatos, los acomodó muy cerca el undel otro y caminó hacia las olas.
Una botella que flotaba en la orilla llamó satención. Tenía el corcho roído y un papel en snterior. Sin dificultad quitó el corcho, sacó e
enmohecido papel y leyó: Decálogo del buen vivi
1. No esperes generosidad
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2. No esperes tolerancia
3. No esperes aceptación
4. No esperes reconocimiento
5. No esperes consideración
6. No esperes humildad
7. No esperes comprensión
8. No esperes indulgencia9. No esperes agradecimiento
10. Practica todo aquello que no esperas bendice todo aquello que llegue si
esperarloLeyó el viejo papel una, dos, tres, cuatro veces. Svolvió hacia la orilla, se puso los zapatos dnuevo y no regresó a la playa hasta much
después, para tomar un poco de sol.
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OTRAS OBRAS DEL AUTOR PUBLICADAS
EN A MAZON
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MINIBIOGRAFÍAS ILEGALES SOBRE
ESCRITORES MALDITOS
¿Qué pasaba por la cabeza de Juan Rulfo cuando
iendo agente viajero, manejaba por l
nterminables carreteras de México?
¿Qué le dijo Hemingway al italiano que llevaba
cuestas antes de entregarlo a los aliados y con ell
alvarle la vida?
¿Cuál fue la reacción de un admirador ante lnegativa de la academia sueca de otorgarle e
premio Nobel a Jorge Luis Borges?
¿Quién llevó rosas rojas a la tumba de OscaWilde?
¿Cómo fueron los últimos momentos de Horaci
Quiroga o de Stefan Zweig?
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abokov, ¿alguna vez soñó con regresar a Rusia?
Sesenta relatos únicos y reveladores sobre alguno
de los escritores más famosos de la historia.
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MINIBIOGRAFÍAS ILEGALES SOBRE
PINTORES MALDITOS
¿Podría Campos de trigo con cuervos convertirse
en el símbolo de un terrible delirio; símbolo de l
esquizofrenia, demencia sifilítica, epilepsia
alcoholismo y todas las demás enfermedades que le atribuían a Vincent van Gogh?
¿Podría Salvador Dalí haber sido l
eencarnación del propio Van Gogh?¿Podría Leonardo da Vinci, siendo apenas u
aprendiz, superar a su maestro Andrea Verrocchi
cuando éste le encargó pintar una sección de Ebautismo de Cristo? ¿Cómo reaccionó Verrocchi
ante tal sorpresa?
¿Podría un grupo de escritores sostener una larg
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discusión acerca de qué escribir sobre Pabl
Picasso? ¿A qué conclusión llegarían?
¿Podría un ser humano, un genial artista com
Francisco de Goya, soportar la muerte de cuatr
de sus hijos y seguir pintando como en sus inicios
¿Podría Paul Gauguin encontrar lo que buscab
echando raíces en un solo lugar, en los cinco hijoque tuvo, en la originalidad de su pintura, en l
polinesia francesa o en las jovencitas de Tahití?
Relatos biográficos sobre cuarenta genialepintores, cuyas obras los han convertido en sere
nmortales.
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MINIBIOGRAFÍAS ILEGALES SOBRE
MÚSICOS MALDITOS
¿Sabe usted que Johann Sebastian Bach, en s
uventud, caminó cuatrocientos kilómetros (desdArnstadt hasta Lübeck) sólo para conocer a
famoso compositor alemán Dietrich Buxtehude?
¿Sabe usted que Mozart, cuando apenas comenzaba caminar, al escuchar el chillido de un cerdo gir
hacia la ventana y gritó con todas sus fuerzas: “so
ostenido”?
¿Sabe usted que Antonio Vivaldi desde muy jove
estudió en el clero de la parroquia de Sa
Geminiano, en Venecia, y luego de tomar lo
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hábitos menores, en 1703, fue ordenado sacerdote
¿Sabe usted que Ludwig van Beethoven, lejos d
considerarse un genio, engreído y arrogante, s
aisló de sus relacionados y amigos para no sufr
a humillación de tener que gritarles: “¡Habla má
fuerte, grita!, porque estoy sordo”?
¿Sabe usted que el Primer concierto para violíde Tchaikovsky (uno de los más aplaudidos d
odos los tiempos), fue calificado por u
mportante crítico musical de la época comcarente de criterio y gusto?
¿Sabe usted que la más grande obra de Mauric
Ravel no es su bolero?
¿Sabe usted de las “schubertiadas” de Schubert?
Relatos nunca escritos acerca de algunos de lo
músicos más notables de todos los tiempos.
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LOS ZAPATOS DE MI HERMANO
Tres retazos de vida en una sola propuesta. “Lo
zapatos de mi hermano” es el primero: uno
zapatos de trote que dejan de cumplir su cometid
para un hombre que de pronto ya no pued
mpulsarlos. Luego “Oficios” (primeros cuento
del autor), dramas cotidianos reflejados en lo
nuestros como si de imágenes en el espejo sratara: la secretaria víctima de una educació
igurosa, el profesor que vislumbra su propi
futuro en el comportamiento de un jove
estudiante, el abogado que sacrifica todo por su
principios, el pintor cuya esposa fallecida l
eñala el camino a seguir, el taxista que anticipa l
muerte de su mujer en el discurso de sus pasajero
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el fotógrafo que busca insistentemente lo que y
iene, el cartero poeta que en realidad es má
poeta que cartero… Y por último una serie d
“Otros relatos”, sin afinidad aparente pero unidopor una verdad existencial que subyace entre ello
a través de personajes que viven una soledad
veces resignada, a veces al borde del abandono.
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LA MARCA
“Una vez más, tal vez la última, y con la fals
ranquilidad de un pésimo actor, subo las escalera
que me llevan al piso siete del Registro de l
Propiedad Intelectual en el centro de Caraca
última parada de una larga y escabrosa travesía
Tres meses exactos, ni un día más ni un
menos…”.Así comienza La marca, la historia de un jove
provinciano y sin dinero que se resiste a ser un
más, a conformarse con lo poco que en uprincipio le ofrece la vida y lucha por abrirs
paso, por ser próspero, por lograr sus metas. U
buen día, y debido a un préstamo que le fue negad
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por la empresa donde trabajaba, Antonio se di
cuenta de que era casi imposible que, com
empleado, pudiera abrirse paso en la vida. E
entonces cuando comienza a pensar en el futurque le espera, a sacar conclusiones, a ver más all
del corto plazo y a darse cuenta de que, quizás, s
egistra una marca y funda su propio negocio logralir adelante…
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CARACAS-USHUAIA (U N VIAJE EN CUATRO
RUEDAS)¿Cómo te sientes?, le preguntó su compañera d
viaje (la copiloto) cuando salieron de casa el 9 d
diciembre de 2006, sabiendo que tardarían cuatr
o cinco meses en regresar, que recorrería
alrededor de treinta mil kilómetros, qu
atravesarían nueve países de Sudamérica, que er
mposible hacer reservaciones en hoteles y estaeguros de siempre conseguir gasolina, que má
allá de su destino sólo estaba la Antártida…
El piloto sonrió como si ya hubiese previsto espregunta y le dio a leer parte de sus notas: “L
verdad es que a veces siento, sobre todo cuand
pienso en el momento de cruzar la frontera, com
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i una mano apretara mi garganta y me dificultar
a respiración. Si quisiera hacer alguna similitu
con alguien, salvando la importancia de
personaje, diría que me siento un poco comMagallanes cuando salió del puerto de Sevill
hace casi quinientos años con la idea de llegar
as islas de las especias por occidente. Él, por sparte, con la mirada puesta en el azul infinit
después de llegar al océano por el Guadalquivi
enía también sus temores. Con seguridad temí
enfrentar las tormentas, los huracanes, los posiblemotines a bordo, el hambre y quién sabe cuánta
calamidades más. Yo, por el contrario, muy lejo
de aquellos eventos que sin duda quitaban el sueñal insigne navegante, no temo a situaciones com
ésas, pero sí a otras similares en peligrosida
como atracos, asaltos, accidentes, y, lo que e
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peor, secuestros. Pero hemos prometido cuidarno
tratar de no pensar en las cosas oscuras que
puedan pasar, en definitiva, no dejar qu
pensamientos negativos estropeen los planes doda una vida”.
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CUENTOS DE PAREJA y otros relatos
Cuentos de pareja
El galán
Donald
El canadiense
En madrid
Cotufas
Sacrificio
María
Terror Buen intento
¿Amigo?
De tienda
Rosas blancas
Solitario
Cansancio
Las cartas
Y otros relatos
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La casa que fue de Santiago y Benito
El funcionario
Del bueno
La puertaEl medicucho
El caballero
Sorpresa
No, mejor no
La botella
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MALDITOS MINIBIOGRAFÍAS ILEGALES SOBRE PINTORES MALDITOS
MINIBIOGRAFÍAS ILEGALES SOBRE MÚSICOS MALDITOS
LOS ZAPATOS DE MI HERMANO
LA MARCA
CARACAS-USHUAIA (Un viaje en cuatro ruedas)
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