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Todo en un punto, Italo Calvino
Con arreglo a los clculos iniciados por Edwin P. Hubble sobre la
velocidad del alejamiento delas galaxias, se puede establecer el
momento en que toda la materia del universo estaba con -centrada en
un solo punto, antes de empezar a expandirse en el espacio.
Naturalmente que estbamos todos all dijo el viejo Qfwfq-, y dnde
bamos a estar, si no?Que pudiese haber espacio, nadie lo saba
todava. Y el tiempo, dem: qu quieren quehiciramos con el tiempo,
all apretados como sardinas?He dicho apretados como sardinas por
usar una imagen literaria: en realidad no haba espa-cio, ni
siquiera para estar apretados. Cada punto de nosotros coincida con
cada punto de losdems en un punto nico que era aquel donde estbamos
todos. En una palabra, ni siquieranos molestbamos, salvo en lo que
se refiere al carcter, porque, cuando no hay espacio, tenersiempre
montado en las narices a un antiptico como el seor Pbert Pberd es
de la ms car-gante. Cuntos ramos? Bueno, nunca pude saberlo, ni
siquiera aproximadamente. Para contar hayque poder separarse por lo
menos un poquito uno de otro, y nosotros ocupbamos todos elmismo
punto. Contrariamente a lo que podra parecer, no era una situacin
que favoreciesela sociabilidad; s que por ejemplo en otras pocas
los vecinos se frecuentan; all, en cambio,como todos ramos vecinos,
no haba siquiera un buenos das ni un buenas noches. Cada uno
terminaba por tener trato solamente con un nmero restringido de
conocidos. Losque yo recuerdo son sobre todo la seora Phi(i)Nk0, su
amigo De XuaeauX, una familia de emi-grados, los Zzu, y el seor
Pbert Pberd que he nombrado. Estaba tambin la mujer de lalimpieza
adscripta a la manutencin la llamaban-, una sola para todo el
universo dado loreducido del ambiente. A decir verdad, no tena nada
que hacer en todo el da, ni siquieraquitar el polvo dentro de un
punto no puede entrar ni un granito de polvo- y se desahoga-ba en
continuos chismes y lamentos. Con estos que he nombrado ya hubiera
habido supernumerarios; aada, adems, las cosas quedebamos tener all
amontonadas: todo el material que despus servira para formar el
uni-verso, desmontado y concentrado de manera que no conseguas
distinguir lo que despuspasara a formar parte de la astronoma (como
la nebulosa de Andrmeda), de lo que estabadestinado a la geografa
(por ejemplo, los Vosgos) o a la qumica (como ciertos istopos
delberilio). Adems, se tropezaba siempre con los trastos de la
familia Zzu, catres, colchones, ces-tas: estos Zzu, si uno se
descuidaba, con la excusa de que eran una familia numerosa
hacancomo si no hubiera ms que ellos en el mundo, pretendan incluso
tender cuerdas a travs delpunto para poner a secar la ropa. Pero
tambin los otros tenan su parte de culpa con los Zzu, empezando por
la calificacin deemigrados basada en el supuesto de que mientras
los dems estaban all desde antes, elloshaban venido despus. Me
parece evidente que ste era un prejuicio infundado, pues noexista
ni un antes ni un despus ni otro lugar de donde emigrar, pero haba
quien sostenaque el concepto de emigrado poda entenderse al estado
puro, es decir, independiente-mente del espacio y del tiempo. Era
una mentalidad, confesmoslo, limitada, la que tenamos entonces,
mezquina. Culpa delambiente en que nos habamos formado. Una
mentalidad que se ha mantenido en el fondode todos nosotros;
fjense: sigue asomando todava hoy, cuando por casualidad dos
denosotros se encuentran en la parada del mnibus, en un cine, en un
congreso internacionalde dentistas- y se ponen a recordar aquellos
tiempos. Nos saludamos a veces es alguien queme reconoce, a veces
yo reconozco a alguien- y de pronto empezamos a preguntar por ste
ypor quel (aunque cada uno recuerde slo a algunos de los que
recuerda al otro) y as sereanudan las disputas de una poca, las
maldades, las difamaciones. Hasta que se nombra a laseora Phi(i)Nk0
todas las conversaciones van a parar siempre all- y entonces de
golpe se
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dejan de lado las mezquindades y uno se siente como elevado por
un enternecimiento beat-fico y generoso. La seora Phi(i)Nk0, la
nica que ninguno de nosotros ha olvidado y que todosaoramos. Dnde
ha ido a parar? Hace tiempo que he dejado de buscarla: la
seoraPhi(i)Nk0, su pecho, sus caderas, su batn anaranjado, no la
encontraremos ms, ni en este sis-tema de galaxias ni en otro. Que
quede bien claro, a m la teora de que el universo, despus de haber
alcanzado un gradoextremo de enrarecimiento, volver a condensarse y
que, por lo tanto, nos tocar encon-trarnos en aquel punto para
recomenzar, despus, nunca me ha convencido. Y, sin embargo,son
tantos los que cuentan solamente con eso, los que siguen haciendo
proyectos para cuan-do estemos todos de nuevo all. El mes pasado
entro en el caf de aqu de la esquina, y aquin veo? Al seor Pbert
Pberd. -Qu cuenta de bueno? Qu anda haciendo por aqu? Me entero de
que tiene una representacin de material plstico de Pava. Est tal
cual, con sudiente de oro y los tirantes floreados. Cuando volvamos
all me dice en voz baja- habr quefijarse para que esta vez cierta
gente quede afueraUsted me entiende: esos ZzuHubiera querido
contestarle que esta conversacin ya se la he escuchado a ms de uno,
con elaadido: Usted me entiendeel seor Pbert Pberd Para no dejarme
arrastrar por la pendiente, me apresur a decir: -Y a la seora
Phi(i)Nk0, creeque la encontraremos?-Ah, s A ella s -dijo
enrojeciendo. El gran secreto de la seora Phi(k)Nk0 es que nunca ha
provocado celos entre nosotros. Ni tam-poco chismes. Que se
acostaba con su amigo, el seor De XuaeauX, era sabido. Pero en
unpunto, si hay una cama, ocupa todo el punto; por lo tanto, no se
trata de acostarse, sino deestar en la cama, porque todo el que est
en el punto est tambin en la cama. Por consigu-iente, era
inevitable que ella se acostara tambin con cada uno de nosotros. Si
hubiera sidootra persona, quin sabe cuntas cosas se habra dicho a
sus espaldas. La mujer de la limpiezaestaba siempre dando rienda
suelta a la malidecencia, y los otros no se hacan rogar para
imi-tarla. De los Zzu, para no variar, las cosas horribles que haba
que oir: padre hijas hermanoshermanas madres tas, no haba
insinuacin retorcida que los parara. Con ella, en cambio,
eradistinto: la felicidad que me vena de la seora Phi(i)Nk0 era al
mismo tiempo la de escon-derme yo puntiforme en ella, y la de
protegerla a ella puntiforme en m, era contemplacinviciosa (dada la
promiscuidad del converger puntiforme de todos en ella) y al mismo
tiempocasta (dada la impenetrabilidad puntiforme de ella). En una
palabra, qu ms poda pedir?Y todo esto, as como era cierto para m,
vala tambin para cada uno de los otros. Y para ella:contena y era
contenida con la misma alegra, y nos acoga y amaba y habitaba a
todos porigual. Estbamos tan bien todos juntos, tan bien, que algo
extraordinario tena que suceder. Bastque en cierto momento ella
dijese: -Muchachos, si tuviera un poco de espacio, cmo me gus-tara
amasarles unos tallarines! Y en aquel momento todos pensamos en el
espacio quehubieran ocupado los redondos brazos de ella movindose
adelante y atrs con el rodillosobre la lmina de masa, el pecho de
ella bajando lentamente sobre el gran montn de hari-na y huevos que
llenaba la ancha tabla de amasar mientras sus brazos amasaban,
amasaban,blancos y untados de aceite hasta el codo; pensamos en el
espacio que hubiera ocupado laharina, y el trigo para hacer la
harina, y los campos para cultivar el trigo, y las montaas delas
que bajaba el agua para regar los campos, y los pastos para los
rebaos de terneras quedaran la carne para la salsa; en el espacio
que sera necesario para que el Sol llegase con susrayos a madurar
el trigo; en el espacio para que de las nubes de gases estelares el
Sol se con-densara y ardiera; en la cantidad de estrellas y
galaxias y aglomeraciones galcticas en fugapor el espacio que seran
necesarias para tener suspendida cada galaxia, cada nebulosa,
cadasol, cada planeta, y en el mismo momento de pensarlo ese
espacio infatigablemente se forma-ba, en el mismo momento en que la
seora Phi(i)Nk0 pronunciaba sus palabras: -los tallarines, eh,
muchachos!-; el punto que la contena a ella y a todos nosotros
seexpanda en una irradiacin de distancias de aos-luz y siglos-luz y
millones de milenios-luz, y
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nosotros lanzados a las cuatro puntas del Universo (el seor
Pbart Pbard hasta Pava), y elladisuelta en no s qu especie de
energa luz calor, ella, la seora Phi(i)Pk0, la que en medio
denuestro cerrado mundo mezquino haba sido capaz de un impulso
generoso, el primerMuchachos, qu tallarines les servira!, un
verdadero impulso de amor general, dandocomienzo a la vez al
concepto de espacio y al espacio propiamente dicho, y al tiempo, y
a lagravitacin universal, y al universo gravitante, haciendo
posibles millones de soles, y de plan-etas, y de campos de trigo, y
de seoras Phi(i)Nk0 dispersas por los continentes de los plane-tas
que amasan con los brazos untados y generosos y enharinados y desde
aquel momentoperdida y nosotros llorndola.
Un signo en el espacio, Italo Calvino
Situado en la zona exterior de la Va Lctea, el Sol tarda casi
200 millones de aos en cumpliruna revolucin completa de la
Galaxia.
Exacto, es el tiempo que se tarda, nada menos -dijo Qfwfq-, yo
una vez al pasar hice un sig-no en un punto del espacio, a
propsito, para poder encontrarlo doscientos millones de aosdespus,
cuando pasramos por all en la prxima vuelta. Un signo cmo? Es
difcil decirlo,porque si uno dice signo, ustedes piensan en seguida
en algo que se distingue de algo, y allno haba nada que se
distinguiese de nada; ustedes piensan en seguida en un signo
marcadocon cualquier instrumento o con las manos, instrumento o
manos que despus se quitan y encambio el signo queda, pero en aquel
tiempo no haba instrumentos todava, ni siquiera ma-nos, ni dientes,
ni narices, cosas todas que hubo luego, pero mucho tiempo despus.
Qu for-ma dar al signo, ustedes dicen que no es un problema,
cualquiera que sea su forma, un signobasta que sirva de signo, es
decir que sea distinto o igual a otros signos; tambin esto es
fcildecirlo, pero yo en aquella poca no tena ejemplos a que
remitirme para decir lo hago igualo diferente; cosas para copiar no
haba, y ni siquiera se saba qu era una lnea, recta o curva,o un
punto, o una saliencia, o una entrada. Tena intencin de hacer un
signo, eso s, es decir,tena intencin de considerar signo cualquier
cosa que me diera por hacer; as, habiendo he-cho yo, en aquel punto
del espacio y no en otro, algo con propsito de hacer un signo,
resul-t que haba hecho un signo de veras.En fin, por ser el primer
signo que se haca en el universo, o por lo menos en el circuito de
la
Va Lctea, debo decir que sali muy bien. Visible? S, muy bien, y
quin tena ojos para ver,en aquellos tiempos? Nada haba sido jams
visto por nada, ni siquiera se planteaba la cues-tin. Que fuera
reconocible con riesgo de equivocarse, eso s, debido a que todos
los otrospuntos del espacio eran iguales e indistinguibles, y en
cambio ste tena el signo.As, prosiguiendo los planetas su giro y el
Sistema Solar el suyo, pronto dej el signo a mis es-paldas,
separados por campos interminables de espacio. Y yo no poda dejar
de pensar cun-do volvera a encontrarlo, y cmo lo reconocera, y el
placer que me dara, en aquella exten-sin annima, despus de cien mil
aos-luz recorridos sin tropezar con nada que me fuese fa-miliar,
nada por cientos de siglos, por miles de milenios, volver y que all
estuviera, en su lu-gar, tal como lo haba dejado, mondo y lirondo,
pero con aquel sello -digamos- inconfundibleque yo le haba
dado.Lentamente la Va Lctea se volva sobre s misma con sus flecos
de constelaciones y de pla-
netas y de nubes, y el Sol, junto con el resto, hacia el borde.
En todo aquel carrusel slo el sig-no estaba quieto, en un punto
cualquiera, al reparo de cualquier rbita (para hacerlo me ha-ba
asomado un poco a los mrgenes de la Galaxia, de manera que quedase
fuera y el girarde todos aquellos mundos no se le fuese encima), en
un punto cualquiera que ya no era cual-quiera desde el momento que
era el nico punto que seguramente estaba all, y en relacincon el
cual podan definirse los otros puntos.Pensaba en l da y noche; es
ms, no poda pensar en otra cosa; es decir, era la primera oca-
sin que tena de pensar en algo; o mejor, pensar en algo nunca
haba sido posible, primero
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porque faltaban cosas en qu pensar, y segundo porque faltaban
los signos para pensarlas, pe-ro desde el momento que haba aquel
signo, apareca la posibilidad de que el que pensase,pensara en un
signo, y por lo tanto en aqul, en el sentido de que el signo era la
cosa que sepoda pensar y el signo de la cosa pensada, o sea de s
mismo.Por lo tanto la situacin era sta: el signo serva para sealar
un punto, pero al mismo tiem-
po sealaba que all haba un signo, cosa todava ms importante
porque puntos haba mu-chos mientras que signos slo haba aqul, y al
mismo tiempo el signo era mi signo, el signode m, porque era el
nico signo que yo jams hubiera hecho y yo era el nico que jams
hu-biera hecho signos. Era como un nombre, el nombre de aquel
punto, y tambin mi nombreque yo haba signado en aquel mundo, en
fin, el nico nombre disponible para todo lo quereclamaba un
nombre.Transportado por los flancos de la Galaxia nuestro mundo
navegaba ms all de espacios le-
jansimos, y el signo estaba donde lo haba dejado signando aquel
punto, y al mismo tiempome signaba, me lo llevaba conmigo, me
habitaba enteramente, se entrometa entre yo y todacosa con la que
poda intentar una relacin. Mientras esperaba volver a encontrarlo,
poda tra-tar de derivar de l otros signos y combinaciones de
signos, series de signos iguales y contra-posiciones de signos
diversos. Pero haban pasado ya decenas y decenas de millares de
mile-nios desde el momento en que lo trazara (ms todava: desde los
pocos segundos en que lolanzaraa al continuo movimiento de la Va
Lctea) y justo ahora que necesitaba tenerlo pre-sente en todos sus
detalles (la mnima incertidumbre acerca de cmo era, volva inciertas
lasposibles distinciones respecto a otros signos eventuales), me di
cuenta de que, a pesar de te-nerlo presente en su perfil sumario,
en su apariencia general, algo se me escapaba, en fin, sitrataba de
descomponerlo en sus varios elementos no recordaba si entre uno y
otro haba es-to o aquello. Hubiera debido tenerlo all delante,
estudiarlo, consultarlo, y en cambio estabalejos, todava no saba
cunto porque lo haba hecho justamente para saber el tiempo que
tar-dara en encontrarlo, y mientras no lo hubiese encontrado no lo
sabra. Pero entonces lo queme importaba no era el motivo por el que
lo haba hecho, sino cmo era, y me puse a elabo-rar hiptesis sobre
ese cmo y teoras segn las cuales un signo determinado deba ser
nece-sariamente de una manera determinada, o procediendo por
exclusin trataba de eliminar to-dos los tipos de signos menos
probables para llegar al justo, pero todos esos signos imagina-rios
se desvanecan con una labilidad incontenible porque no haba aquel
primer signo que sir-viera de trmino de comparacin. En este cavilar
(mientras la Galaxia segua dando vueltas in-somne en su lecho de
mullido vaco, como movida por el prurito de todos los mundos y
lostomos que se encendan e irradiaban) comprend que haba perdido
tambin aquella confu-sa nocin de mi signo, y slo consegua concebir
fragmentos de signos intercambiables entres, esto es, signos
internos del signo, y cada cambio de esos signos en el interior del
signo cam-biaba el signo en un signo completamente distinto, es
decir, haba olvidado del todo cmo erami signo y no haba manera de
hacrmelo recordar.Me desesper? No, el olvido era fastidioso pero no
irremediable. Dondequiera que fuese, sa-ba que el signo estaba
esperndome, quieto y callado. Llegara, lo encontrara y podra
rea-nudar el hilo de mis razonamientos. A ojo de buen cubero,
habramos llegado ya a la mitaddel recorrido de nuestra revolucin
galctica; era cosa de paciencia, la segunda mitad da siem-pre la
impresin de pasar ms rpido. Ahora no deba pensar sino en que el
signo estaba y enque yo volvera a pasar por all.Pasaron los das,
ahora deba de estar cerca. Temblaba de impaciencia porque poda
toparmecon el signo en cualquier momento. Estaba aqu, no, un poco
ms all, ahora cuento hastacien... Y si no estuviera ms? Si lo
hubiera pasado? Nada. Mi signo quin sabe dnde habaquedado, atrs,
completamente a trasmano de la rbita de revolucin de nuestro
sistema. Nohaba contado con las oscilaciones a las que, sobre todo
en aquellos tiempos, estaban sujetaslas fuerzas de gravedad de los
cuerpos celestes y que les hacan dibujar rbitas irregulares
yquebradas como flores de dalia. Durante un centenar de milenios me
quem las pestaas re-haciendo mis clculos; result que nuestro
recorrido tocaba aquel punto no cada ao galcti-co sino solamente
cada tres, es decir, cada seiscientos millones de aos solares. El
que ha espe-rado doscientos millones de aos puede esperar
seiscientos; y yo esper; el camino era largo,pero no tena que
hacerlo a pie; en ancas de la Galaxia recorra los aos-luz
caracoleando enlas rbitas planetarias y estelares como en la grupa
de un caballo cuyos cascos salpicaban cen-
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tellas; mi estado de exaltacin era cada vez mayor; me pareca que
avanzaba a la conquistade aquello que era lo nico que contaba para
m, signo y reino y nombre...Di la segunda vuelta, la tercera. Haba
llegado. Lanc un grito. En un punto que deba ser jus-to aquel
punto, en el lugar de mi signo haba un borrn informe, una raspadura
del espaciomellada y machucada. Haba perdido todo: el signo, el
punto, eso que haca que yo -siendo elde aquel signo en aquel punto-
fuera yo. El espacio, sin signo, se haba convertido en un abis-mo
de vaco sin principio ni fin, nauseante, en el cual todo -incluso
yo- se perda. (Y no ven-gan a decirme que para sealar un punto, mi
signo o la tachadura de mi signo daban exacta-mente lo mismo: la
tachadura era la negacin del signo, y por lo tanto no sealaba, es
decir,no serva para destinguir un punto de los puntos precedentes y
siguientes.)Me gan el desaliento y me dej arrastrar durante muchos
aos-luz como insensible. Cuandofinalmente alc los ojos (entre tanto
la vista haba empezado en nuestro mundo, y por consi-guiente tambin
la vida), cuando alc los ojos vi aquello que nunca hubiera esperado
ver. Viel signo, pero no aqul, un signo semejante, un signo
indudablemente copiado del mo, peroque se vea en seguida que no
poda ser mo por lo grosero y descuidado y torpemente pre-tencioso,
una ruin falsificacin de lo que yo haba pretendido sealar con aquel
signo y cuyaindecible pureza slo ahora lograba por contraste
evocar. Quin me haba jugado esa malapasada? No consegua
explicrmelo. Finalmente, una plurimilenaria cadena de inducciones
mellev a la solucin: en otro sistema planetario que cumpla su
revolucin galctica delante denosotros precedindonos, haba un tal
Kgwgk (el nombre fue deducido posteriormente, en lapoca ms tarda de
los nombres), un tipo despechado y carcomido por la envidia que en
unimpulso vandlico haba borrado mi signo y despus se haba puesto
con descarado artificio atratar de marcar otro.Era claro que aquel
signo no tena nada que sealar como no fuera la intencin de Kgwgk
deimitar mi signo, por lo cual no se trataba siquiera de
compararlos. Pero en aquel momento eldeseo de no ceder al rival fue
en m ms fuerte que cualquier otra consideracin: quise en se-guida
trazar un nuevo signo en el espacio que fuera un verdadero signo e
hiciese morir de en-vidia a Kgwgk. Haca casi setecientos millones
de aos que no intentaba hacer un signo, des-pus del primero; me
apliqu con empeo. Pero ahora las cosas eran distintas, porque el
mun-do, como les he explicado, estaba empezando a dar una imagen de
s mismo, y en cada cosaa la funcin comenzaba a corresponder una
forma, y se crea que las formas de entonces ten-dran un largo
porvenir por delante (en cambio no era cierto: vean -para citar un
caso relati-vamente reciente- los dinosaurios), y por lo tanto en
este nuevo signo mo era perceptible lainfluencia de la manera en
que por entonces se vean las cosas, llammosle el estilo, ese mo-do
especial que tena cada cosa de estar ah de cierto modo. Debo decir
que qued realmen-te satisfecho, y ya no se me ocurra lamentar aquel
primer signo borrado, porque ste me pa-reca infinitamente ms
hermoso.Pero durante aquel ao galctico empezamos a comprender que
hasta aquel momento las
formas del mundo haban sido provisionales y que iran cambiando
una por una. Y esta con-ciencia iba acompaada de un hartazgo tal de
las viejas imgenes que no se poda soportar si-quiera su recuerdo. Y
empez a atormentarme un pensamiento: haba dejado aquel signo enel
espacio, aquel signo que me haba parecido tan hermoso y original y
adecuado a su fun-cin, que ahora se presentaba a mi memoria en toda
su jactancia fuera de lugar, como signoante todo de un modo
anticuado de concebir los signos, y de mi necia complicidad con
unadisposicin de las cosas de la que hubiera debido saber separarme
a tiempo. En una palabra,me avergonzaba de aquel signo que los
mundos en vuelo seguan costeando durante siglos,dando un ridculo
espectculo de s mismo y de m y de aquel modo nuestro provisional de
ver.Me suban ondas de rubor cuando lo recordaba (y lo recordaba
continuamente), que durabaneras geolgicas enteras; para esconder mi
vergenza me hunda en los crteres de los volca-nes, clavaba los
dientes de remordimiento en las calotas de los glaciares que cubran
los con-tinentes. Me carcoma pensando que Kgwgk, precedindome
siempre en el periplo de la VaLaea, vera el signo antes de que yo
pudiese borrarlo, y como era un patn se burlara de my me remedara,
repitiendo por desprecio el signo en torpes caricaturas en cada
rincn de laesfera circungalctica.En cambio esta vez la complicada
relojera astral me fue propicia. La constelacin de Kgwgk
no encontr el signo, mientras nuestro sistema solar volvi a
caerle encima puntualmente al
-
trmino del primer giro, tan cerca que pude borrar todo con el
mayor cuidado.Ahora signos mos en el espacio no haba ni uno. Poda
ponerme a trazar otro, pero en ade-
lante saba que los signos sirven tambin para juzgar a quien los
traza y que en un ao galc-tico los gustos y las ideas tienen tiempo
de cambiar, y el modo de considerar los de antes de-pende del que
viene despus, en fin, tena miedo de que lo que poda parecerme ahora
signoperfecto, dentro de doscientos o seiscientos millones de aos
me hiciera hacer mal papel. Encambio, en mi aoranza, el primer
signo vandlicamente borrado por Kgwgk segua siendoinatacable por la
mudanza de los tiempos, pues haba nacido antes de todo comienzo de
lasformas y contena algo que sobrevivira a todas las forrnas, es
decir, el hecho de ser un signoy nada ms.Hacer signos que no fueran
aquel signo no tena inters para m; y aquel signo lo haba olvi-
dado haca millares de millones de aos. Por eso, como no poda
hacer verdaderos signos, pe-ro quera de algn modo fastidiar a
Kgwgk, me puse a trazar signos fingidos, muescas en elespacio,
agujeros, manchas, engaifas que slo un incompetente como Kgwgk poda
tomarpor signos. Y, sin embargo, l se empecinaba en hacerlos
desaparecer borrndolos (como com-probaba yo en los giros
subsiguientes) con un empeo que deba de darle buen trabajo.
(En-tonces yo sembraba esos signos fingidos en el espacio para ver
hasta dnde llegaba su nece-dad.)Pero observando esos borrones un
giro tras otro (las revoluciones de la Galaxia se haban con-vertido
para m en un navegar indolente y aburrido, sin finalidad ni
expectativa), me di cuen-ta de una cosa: con el paso de los aos
galcticos tendan a desteirse en el espacio, y debajoreapareca el
que haba marcado yo en aquel punto, como deca, mi falso signo. El
abrimien-to, lejos de desagradarme, reaviv mis esperanzas. Si los
borrones de Kgwgk se borraban, elprimero que haba hecho en aquel
punto deba de haber desaparecido ya y mi signo habrarecobrado su
primitiva evidencia!As la expectativa devolvi el ansia a mis das.
La Galaxia se daba vuelta como una tortilla en
su sartn inflamada, ella misma sartn chirriante y dorada
fritura; y yo me frea con ella de im-paciencia.Pero con el paso de
los aos galcticos el espacio ya no era aquella extensin
uniformemen-
te despojada y enjalbegada. La idea de marcar con signos los
puntos por donde pasbamos,as como se nos haba ocurndo a m y a
Kgwgk, la haban tenido muchos, dispersos en millo-nes de planetas
de otros sistemas solares, y continuamente tropezaba con una de
esas cosas,o con un par, o directamente con una docena, simples
garabatos bidimensionales, o bien sli-dos de tres dimensiones (por
ejemplo, poliedros) y hasta cosas hechas con ms cuidado, con
lacuarta dimensin y todo. El caso es que llego al punto de mi signo
y me encuentro cinco, to-dos all! Y el mo no soy capaz de
reconocerlo. Es ste, no, es este otro, pero vamos, ste tie-ne un
aire demasiado moderno y, sin embargo, podra ser tambin el ms
antiguo, aqu no re-conozco mi mano, como si pudiera ocurrrseme
hacerlo as... Y entre tanto la Galaba se desli-zaba en el espacio y
dejaba tras s signos viejos y signos nuevos y yo no haba encontrado
elmo.No exagero si digo que los siguientes aos galcticos fueron los
peores que viv jams. Seguabuscando, y en el espacio se espesaban
los signos, en todos los mundos el que tuviera la posi-bilidad no
dejaba ya de marcar su huella en el espacio de alguna manera, y
nuestro mundo,pues, cada vez que me volva a mirarlo, lo encontraba
ms atestado, tanto que mundo y es-pacio parecan uno el espejo del
otro, uno y otro prolijamente historiados de jeroglficos
eideogramas, cada uno de los cuales poda ser un signo y no serlo:
una concrecin calcrea enel basalto, una cresta levantada por el
viento en la arena cuajada del desierto, la disposicinde los ojos
en las plumas del pavo real (poco a poco de vivir entre los signos
se haba llegadoa ver como signos las innumerables cosas que antes
estaban all sin signar nada ms que supropia presencia, se las haba
transformado en el signo de s mismas y sumado a la serie designos
hechos a propsito por quien quera hacer un signo), las estras del
fuego en una pa-red de roca esquistosa, la
cuadragesimovigesimosptima acanaladura -un poco oblicua- de
lacornisa del frontn de un mausoleo, una secuencia de estriaduras
en un video durante unatormenta magntica (la serie de signos se
multiplicaba en la serie de los signos de signos, designos
repetidos innumerables veces siempre iguales y siempre en cierto
modo diferentes por-que el signo hecho a propsito se sumaba al
signo advenido all por casualidad), la patita mal
-
entintada de la letra R que en un ejemplar de un diario de la
tarde se encontraba con una es-coria filamentosa del papel, uno de
los ochocientos mil desconchados de una pared alquitra-nada en un
callejn entre los docks de Melbourne, la curva de una estadstica,
una frenada enel asfalto, un cromosoma... Cada tanto, un
sobresalto: Es aqul! Y por un segundo estaba se-guro de haber
encontrado mi signo, en la tierra o en el espacio, daba lo mismo,
porque a tra-vs de los signos se haba establecido una continuidad
sin lmite definido.En el universo ya no haba un continente y un
contenido, sino slo un espesor general de sig-nos superpuestos y
aglutinados que ocupaba todo el volumen del espacio, era una
salpicadu-ra continua, menudsima, una retcula de lneas y araazos y
relieves y cortaduras, el universoestaba garabateado en todas
partes, a lo largo de todas las dimensiones. No haba ya modode
establecer un punto de referencia: la Galaxia continuaba dando
vueltas, pero yo ya no con-segua contar los giros, cualquier punto
poda ser el de partida, cualquier signo sobrepuesto alos otros poda
ser el mo, pero descubrirlo no hubiese servido de nada, tan claro
era que in-dependientemente de los signos el espacio no exista y
quiz no haba existido nunca.
El Aleph, Jorge Luis Borges
O God, I could be bounded in a nutshell and count myself a King
of infinite space. Hamlet, II, 2
But they will teach us that Eternity is the Standing still of
the Present Time, a Nunc-stans (astthe Schools call it); which
neither they, nor any else understand, no more than they would
aHic-stans for an Infinite greatnesse of Place. Leviathan, IV,
46
La candente maana de febrero en que Beatriz Viterbo muri, despus
de una imperiosa ago-na que no se rebaj un solo instante ni al
sentimentalismo ni al miedo, not que las cartele-ras de fierro de
la Plaza Constitucin haban renovado no s qu aviso de cigarrillos
rubios; elhecho me doli, pues comprend que el incesante y vasto
universo ya se apartaba de ella y queese cambio era el primero de
una serie infinita. Cambiar el universo pero yo no, pens
conmelanclica vanidad; alguna vez, lo s, mi vana devocin la haba
exasperado; muerta yo po-da consagrarme a su memoria, sin
esperanza, pero tambin sin humillacin. Consider que eltreinta de
abril era su cumpleaos; visitar ese da la casa de la calle Garay
para saludar a su pa-dre y a Carlos Argentino Daneri, su primo
hermano, era un acto corts, irreprochable, tal vezineludible. De
nuevo aguardara en el crepsculo de la abarrotada salita, de nuevo
estudiaralas circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz
Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con an-tifaz, en los
carnavales de 1921; la primera comunin de Beatriz; Beatriz, el da
de su boda conRoberto Alessandri; Beatriz, poco despus del
divorcio, en un almuerzo del Club Hpico; Bea-triz, en Quilmes, con
Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekins
que leregal Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos,
sonriendo, la mano en el mentn...No estara obligado, como otras
veces, a justificar mi presencia con mdicas ofrendas de
libros:libros cuyas pginas, finalmente, aprend a cortar, para no
comprobar, meses despus, que es-taban intactos.
Beatriz Viterbo muri en 1929; desde entonces, no dej pasar un
treinta de abril sin volver asu casa. Yo sola llegar a las siete y
cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada ao apa-reca un
poco ms tarde y me quedaba un rato ms; en 1933, una lluvia
torrencial me favore-ci: tuvieron que invitarme a comer. No
desperdici, como es natural, ese buen precedente; en1934, aparec,
ya dadas las ocho, con un alfajor santafecino; con toda naturalidad
me queda comer. As, en aniversarios melanclicos y vanamente
erticos, recib las graduales confiden-cias de Carlos Argentino
Daneri.
Beatriz era alta, frgil, muy ligeramente inclinada; haba en su
andar (si el oxmoron* es tole-rable) una como graciosa torpeza, un
principio de xtasis; Carlos Argentino es rosado, consi-derable,
canoso, de rasgos finos. Ejerce no s qu cargo subalterno en una
biblioteca ilegiblede los arrabales del Sur; es autoritario, pero
tambin es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy
-
poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos
generaciones de distancia, la eseitaliana y la copiosa gesticulacin
italiana sobreviven en l. Su actividad mental es
continua,apasionada, verstil y del todo insignificante. Abunda en
inservibles analogas y en ociosos es-crpulos. Tiene (como Beatriz)
grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses pa-deci la
obsesin de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una
gloria intacha-ble. Es el Prncipe de los poetas de Francia, repeta
con fatuidad. En vano te revolvers con-tra l; no lo alcanzar, no,
la ms inficionada de tus saetas.
El treinta de abril de 1941 me permit agregar al alfajor una
botella de coac del pas. CarlosArgentino lo prob, lo juzg
interesante y emprendi, al cabo de unas copas, una vindicacindel
hombre moderno.
-Lo evoco -dijo con una animacin algo inexplicable- en su
gabinete de estudio, como si dij-ramos en la torre albarrana de una
ciudad, provisto de telfonos, de telgrafos, de fongra-fos, de
aparatos de radiotelefona, de cinematgrafos, de linternas mgicas,
de glosarios, dehorarios, de prontuarios, de boletines...
Observ que para un hombre as facultado el acto de viajar era
intil; nuestro siglo XX habatransformado la fbula de Mahoma y de la
montaa; las montaas, ahora, convergan sobreel moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su
exposicin, que las relacio-n inmediatamente con la literatura; le
dije que por qu no las escriba. Previsiblemente res-pondi que ya lo
haba hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban
en elCanto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prlogo de un
poema en el que trabaja-ba haca muchos aos, sin rclame, sin
bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dosbculos que se
llaman el trabajo y la soledad. Primero, abra las compuertas a la
imaginacin;luego, haca uso de la lima. El poema se titulaba La
Tierra; tratbase de una descripcin delplaneta, en la que no
faltaban, por cierto, la pintoresca digresin y el gallardo
apstrofe**.
Le rogu que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abri un
cajn del escritorio, sac unalto legajo de hojas de block estampadas
con el membrete de la Biblioteca Juan CrisstomoLafinur y ley con
sonora satisfaccin:
He visto, como el griego, las urbes de los hombres, los
trabajos, los das de varia luz, el hambre; no corrijo los hechos,
no falseo los nombres, pero el voyage que narro, es... autour de ma
chambre.
-Estrofa a todas luces interesante -dictamin-. El primer verso
granjea el aplauso del catedr-tico, del acadmico, del helenista,
cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerablede la
opinin; el segundo pasa de Homero a Hesodo (todo un implcito
homenaje, en el fron-tis del flamante edificio, al padre de la
poesa didctica), no sin remozar un procedimiento cu-yo abolengo est
en la Escritura, la enumeracin, congerie o conglobacin; el tercero
-barro-quismo, decadentismo; culto depurado y fantico de la forma?-
consta de dos hemistiquios ge-melos; el cuarto, francamente
bilinge, me asegura el apoyo incondicional de todo espritusensible
a los desenfadados envites de la facecia. Nada dir de la rima rara
ni de la ilustracinque me permite, sin pedantismo!, acumular en
cuatro versos tres alusiones eruditas que abar-can treinta siglos
de apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los
Trabajos ydas, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan
los ocios de la pluma del saboyano...Comprendo una vez ms que el
arte moderno exige el blsamo de la risa, el scherzo.
Decidi-damente, tiene la palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas me ley que tambin obtuvieron su aprobacin
y su comentario profu-so. Nada memorable haba en ellas; ni siquiera
las juzgu mucho peores que la anterior. En suescritura haban
colaborado la aplicacin, la resignacin y el azar; las virtudes que
Daneri lesatribua eran posteriores. Comprend que el trabajo del
poeta no estaba en la poesa; estaba
-
en la invencin de razones para que la poesa fuera admirable;
naturalmente, ese ulterior tra-bajo modificaba la obra para l, pero
no para otros. La diccin oral de Daneri era extravagan-te; su
torpeza mtrica le ved, salvo contadas veces, trasmitir esa
extravagancia al poema1.
Una sola vez en mi vida he tenido ocasin de examinar los quince
mil dodecaslabos del Pol -yolbion, esa epopeya topogrfica en la que
Michael Drayton registr la fauna, la flora, la hi-drografa, la
orografa, la historia militar y monstica de Inglaterra; estoy
seguro de que eseproducto considerable, pero limitado, es menos
tedioso que la vasta empresa congnere deCarlos Argentino. ste se
propona versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya
habadespachado unas hectreas del estado de Queensland, ms de un
kilmetro del curso del Ob,un gasmetro al norte de Veracruz, las
principales casas de comercio de la parroquia de laConcepcin, la
quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de
Septiembre, enBelgrano, y un establecimiento de baos turcos no
lejos del acreditado acuario de Brighton.Me ley ciertos laboriosos
pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e
informesalejandrinos carecan de la relativa agitacin del prefacio.
Copio una estrofa:
Sepan. A manderecha del poste rutinario (viniendo, claro est,
desde el Nornoroeste) se aburre una osamenta -Color?
Blanquiceleste- que da al corral de ovejas catadura de osario.
-Dos audacias -grit con exultacin-, rescatadas, te oigo
mascullar, por el xito. Lo admito, loadmito. Una, el epteto
rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable
tedioinherente a las faenas pastoriles y agrcolas, tedio que ni las
gergicas ni nuestro ya laureadoDon Segundo se atrevieron jams a
denunciar as, al rojo vivo. Otra, el enrgico prosasmo seaburre una
osamenta, que el melindroso querr excomulgar con horror pero que
apreciarms que su vida el crtico de gusto viril. Todo el verso, por
lo dems, es de muy subidos quila-tes. El segundo hemistiquio
entabla animadsima charla con el lector; se adelanta a su viva
cu-riosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al
instante. Y qu me dices de esehallazgo, blanquiceleste? El
pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor
importan-tsimo del paisaje australiano. Sin esa evocacin resultaran
demasiado sombras las tintas delboceto y el lector se vera
compelido a cerrar el volumen, herida en lo ms ntimo el alma
deincurable y negra melancola.
Hacia la medianoche me desped.
Dos domingos despus, Daneri me llam por telfono, entiendo que
por primera vez en la vi-da. Me propuso que nos reuniramos a las
cuatro, para tomar juntos la leche, en el contiguosaln-bar que el
progresismo de Zunino y de Zungri -los propietarios de mi casa,
recordars-inaugura en la esquina; confitera que te importar
conocer. Acept, con ms resignacinque entusiasmo. Nos fue difcil
encontrar mesa; el saln-bar, inexorablemente moderno, eraapenas un
poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas, el
excitado pblicomencionaba las sumas invertidas sin regatear por
Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fin-gi asombrarse de no s qu
primores de la instalacin de la luz (que, sin duda, ya conoca) yme
dijo con cierta severidad:
-Mal de tu grado habrs de reconocer que este local se parangona
con los ms encopetadosde Flores.
Me reley, despus, cuatro o cinco pginas del poema. Las haba
corregido segn un depra-vado principio de ostentacin verbal: donde
antes escribi azulado, ahora abundaba en azu -lino, azulenco y
hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para l; en
la impetuo-sa descripcin de un lavadero de lanas, prefera lactario,
lacticinoso, lactescente, lechal... De-nost con amargura a los
crticos; luego, ms benigno, los equipar a esas personas, que
nodisponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor,
laminadores y cidos sulfri-cos para la acuacin de tesoros, pero que
pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro.Acto continuo
censur la prologomana, de la que ya hizo mofa, en la donosa
prefacin del
-
Quijote, el Prncipe de los Ingenios. Admiti, sin embargo, que en
la portada de la nuevaobra convena el prlogo vistoso, el
espaldarazo firmado por el plumfero de garra, de fuste.Agreg que
pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprend,
entonces, la singu-lar invitacin telefnica; el hombre iba a pedirme
que prologara su pedantesco frrago. Mi te-mor result infundado:
Carlos Argentino observ, con admiracin rencorosa, que no creaerrar
en el epteto al calificar de slido el prestigio logrado en todos
los crculos por lvaroMelin Lafinur, hombre de letras, que, si yo me
empeaba, prologara con embeleso el poe-ma. Para evitar el ms
imperdonable de los fracasos, yo tena que hacerme portavoz de
dosmritos inconcusos: la perfeccin formal y el rigor cientfico,
porque ese dilatado jardn detropos, de figuras, de galanuras, no
tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad.Agreg que
Beatriz siempre se haba distrado con lvaro.
Asent, profusamente asent. Aclar, para mayor verosimilitud, que
no hablara el lunes conlvaro, sino el jueves: en la pequea cena que
suele coronar toda reunin del Club de Escrito-res. (No hay tales
cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los
jueves, hechoque Carlos Argentino Daneri poda comprobar en los
diarios y que dotaba de cierta realidada la frase.) Dije, entre
adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prlogo,
descri-bira el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar
por Bernardo de Irigoyen, encarcon toda imparcialidad los
porvenires que me quedaban: a) hablar con lvaro y decirle que
elprimo hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo explicativo me
permitira nombrarla) habaelaborado un poema que pareca dilatar
hasta lo infinito las posibilidades de la cacofona ydel caos; b) no
hablar con lvaro. Prev, lcidamente, que mi desidia optara por
b.
A partir del viernes a primera hora, empez a inquietarme el
telfono. Me indignaba que eseinstrumento, que algn da produjo la
irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a recep-tculo de
las intiles y quiz colricas quejas de ese engaado Carlos Argentino
Daneri. Feliz-mente, nada ocurri -salvo el rencor inevitable que me
inspir aquel hombre que me habaimpuesto una delicada gestin y luego
me olvidaba.
El telfono perdi sus terro res, pero a fines de octubre, Carlos
Argentino me habl. Estaba agi-tadsimo; no identifiqu su voz, al
principio. Con tristeza y con ira balbuce que esos ya ilimita-dos
Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitera,
iban a demoler su casa.
-La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la
calle Garay! -repiti, quiz olvi-dando su pesar en la meloda.
No me result muy difcil compartir su congoja. Ya cumplidos los
cuarenta aos, todo cambioes un smbolo detestable del pasaje del
tiempo; adems, se trataba de una casa que, para m,aluda
infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadsimo rasgo; mi
interlocutor no meoy. Dijo que si Zunino y Zungri persistan en ese
propsito absurdo, el doctor Zunni, su abo-gado, los demandara ipso
facto por daos y perjuicios y los obligara a abonar cien mil
nacio-nales.
El nombre de Zunni me impresion; su bufete, en Caseros y Tacuar,
es de una seriedad pro-verbial. Interrogu si ste se haba encargado
ya del asunto. Daneri dijo que le hablara esamisma tarde. Vacil y
con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar
algomuy ntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable
la casa, pues en un ngulodel stano haba un Aleph. Aclar que un
Aleph es uno de los puntos del espacio que contie-nen todos los
puntos.
-Est en el stano del comedor -explic, aligerada su diccin por la
angustia-. Es mo, es mo:yo lo descubr en la niez, antes de la edad
escolar. La escalera del stano es empinada, mistos me tenan
prohibido el descenso, pero alguien dijo que haba un mundo en el
stano. Serefera, lo supe despus, a un bal, pero yo entend que haba
un mundo. Baj secretamente,rod por la escalera vedada, ca. Al abrir
los ojos, vi el Aleph.
-El Aleph? -repet.
-
-S, el lugar donde estn, sin confundirse, todos los lugares del
orbe, vistos desde todos los n-gulos. A nadie revel mi
descubrimiento, pero volv. El nio no poda comprender que le fue-ra
deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me
despojarn Zuninoy Zungri, no y mil veces no. Cdigo en mano, el
doctor Zunni probar que es inajenable miAleph.
Trat de razonar.
-Pero, no es muy oscuro el stano?
-La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos los
lugares de la tierra estn enel Aleph, ah estarn todas las
luminarias, todas las lmparas, todos los veneros de luz.
-Ir a verlo inmediatamente.
Cort, antes de que pudiera emitir una prohibicin. Basta el
conocimiento de un hecho parapercibir en el acto una serie de
rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombr nohaber
comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco.
Todos esos Viter-bo, por lo dems... Beatriz (yo mismo suelo
repetirlo) era una mujer, una nia de una clarivi-dencia casi
implacable, pero haba en ella negligencias, distracciones,
desdenes, verdaderascrueldades, que tal vez reclamaban una
explicacin patolgica. La locura de Carlos Argentinome colm de
maligna felicidad; ntimamente, siempre nos habamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de
esperar. El nio estaba, comosiempre, en el stano, revelando
fotografas. Junto al jarrn sin una flor, en el piano intil,sonrea
(ms intemporal que anacrnico) el gran retrato de Beatriz, en torpes
colores. No po-da vernos nadie; en una desesperacin de ternura me
aproxim al retrato y le dije:
-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida,
Beatriz perdida para siempre,soy yo, soy Borges.
Carlos entr poco despus. Habl con sequedad; comprend que no era
capaz de otro pensa-miento que de la perdicin del Aleph.
-Una copita del seudo coac -orden- y te zampuzars en el stano.
Ya sabes, el decbito dor-sal es indispensable. Tambin lo son la
oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodacin ocular.Te acuestas en
el piso de baldosas y fijas los ojos en el decimonono escaln de la
pertinenteescalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algn
roedor te mete miedo fcil empre-sa! A los pocos minutos ves el
Aleph. El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro con-creto
amigo proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor, agreg:
-Claro est que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi
testimonio... Baja; muy en breve po-drs entablar un dilogo con
todas las imgenes de Beatriz.
Baj con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El stano,
apenas ms ancho que la es-calera, tena mucho de pozo. Con la
mirada, busqu en vano el bal de que Carlos Argentinome habl. Unos
cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecan un ngulo.
Carlos to-m una bolsa, la dobl y la acomod en un sitio preciso.
-La almohada es humildosa -explic-, pero si la levanto un solo
centmetro, no vers ni una piz-ca y te quedas corrido y avergonzado.
Repantiga en el suelo ese corpachn y cuenta diecinue-ve
escalones.
Cumpl con sus ridculos requisitos; al fin se fue. Cerr
cautelosamente la trampa; la oscuridad,pese a una hendija que
despus distingu, pudo parecerme total. Sbitamente comprend
mipeligro: me haba dejado soterrar por un loco, luego de tomar un
veneno. Las bravatas de Car-los transparentaban el ntimo terror de
que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su
-
delirio, para no saber que estaba loco, tena que matarme. Sent
un confuso malestar, que tra-t de atribuir a la rigidez, y no a la
operacin de un narctico. Cerr los ojos, los abr. Enton-ces vi el
Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aqu, mi
desesperacin de escritor. To-do lenguaje es un alfabeto de smbolos
cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocu-tores
comparten; cmo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi
temerosa memoriaapenas abarca? Los msticos, en anlogo trance,
prodigan los emblemas: para significar la di-vinidad, un persa
habla de un pjaro que de algn modo es todos los pjaros; Alanus de
Insu-lis, de una esfera cuyo centro est en todas partes y la
circunferencia en ninguna; Ezequiel, deun ngel de cuatro caras que
a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al
Sur.(No en vano rememoro esas inconcebibles analogas; alguna
relacin tienen con el Aleph.)Quiz los dioses no me negaran el
hallazgo de una imagen equivalente, pero este informequedara
contaminado de literatura, de falsedad. Por lo dems, el problema
central es irreso-luble: la enumeracin, siquiera parcial, de un
conjunto infinito. En ese instante gigantesco, hevisto millones de
actos deleitables o atroces; ninguno me asombr como el hecho de que
to-dos ocuparan el mismo punto, sin superposicin y sin
transparencia. Lo que vieron mis ojos fuesimultneo: lo que
transcribir, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo,
recoger.
En la parte inferior del escaln, hacia la derecha, vi una pequea
esfera tornasolada, de casiintolerable fulgor. Al principio la cre
giratoria; luego comprend que ese movimiento era unailusin
producida por los vertiginosos espectculos que encerraba. El
dimetro del Aleph serade dos o tres centmetros, pero el espacio
csmico estaba ah, sin disminucin de tamao. Ca-da cosa (la luna del
espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la vea
desdetodos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba
y la tarde, vi las muchedumbresde Amrica, vi una plateada telaraa
en el centro de una negra pirmide, vi un laberinto ro-to (era
Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutndose en m como en
un espejo, vitodos los espejos del planeta y ninguno me reflej, vi
en un traspatio de la calle Soler las mis-mas baldosas que hace
treinta aos vi en el zagun de una casa en Fray Bentos, vi racimos,
nie-ve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos
desiertos ecuatoriales y cada uno de susgranos de arena, vi en
Inverness a una mujer que no olvidar, vi la violenta cabellera, el
alti-vo cuerpo, vi un cncer en el pecho, vi un crculo de tierra
seca en una vereda, donde anteshubo un rbol, vi una quinta de
Adrogu, un ejemplar de la primera versin inglesa de Plinio,la de
Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada pgina (de
chico, yo sola maravi-llarme de que las letras de un volumen
cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso dela noche), vi
la noche y el da contemporneo, vi un poniente en Quertaro que
pareca refle-jar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio
sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaarun globo terrqueo entre dos
espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin
arremoli-nada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la
delicada osatura de una mano, vi a los so-brevivientes de una
batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de
Mirzapur unabaraja espaola, vi las sombras oblicuas de unos
helechos en el suelo de un invernculo, vi ti-gres, mbolos,
bisontes, marejadas y ejrcitos, vi todas las hormigas que hay en la
tierra, vi unastrolabio persa, vi en un cajn del escritorio (y la
letra me hizo temblar) cartas obscenas, in-crebles, precisas, que
Beatriz haba dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento
enla Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente haba
sido Beatriz Viterbo, vi la cir-culacin de mi oscura sangre, vi el
engranaje del amor y la modificacin de la muerte, vi elAleph, desde
todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez
el Aleph y en elAleph la tierra, vi mi cara y mis vsceras, vi tu
cara, y sent vrtigo y llor, porque mis ojos ha-ban visto ese objeto
secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que
nin-gn hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sent infinita veneracin, infinita lstima.
-Tarumba habrs quedado de tanto curiosear donde no te llaman
-dijo una voz aborrecida yjovial-. Aunque te devanes los sesos, no
me pagars en un siglo esta revelacin. Qu observa-torio formidable,
che Borges!
-
Los zapatos de Carlos Argentino ocupaban el escaln ms alto. En
la brusca penumbra, acer-t a levantarme y a balbucear:
-Formidable. S, formidable.
La indiferencia de mi voz me extra. Ansioso, Carlos Argentino
insista:
-Lo viste todo bien, en colores?
En ese instante conceb mi venganza. Benvolo, manifiestamente
apiadado, nervioso, evasivo,agradec a Carlos Argentino Daneri la
hospitalidad de su stano y lo inst a aprovechar la de-molicin de la
casa para alejarse de la perniciosa metrpoli, que a nadie crame,
que a na-die! perdona. Me negu, con suave energa, a discutir el
Aleph; lo abrac, al despedirme, y lerepet que el campo y la
serenidad son dos grandes mdicos.
En la calle, en las escaleras de Constitucin, en el subterrneo,
me parecieron familiares todaslas caras. Tem que no quedara una
sola cosa capaz de sorprenderme, tem que no me aban-donara jams la
impresin de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio,
me tra-baj otra vez el olvido.
Posdata del primero de marzo de 1943. A los seis meses de la
demolicin del inmueble de lacalle Garay, la Editorial Procusto no
se dej arredrar por la longitud del considerable poema ylanz al
mercado una seleccin de trozos argentinos. Huelga repetir lo
ocurrido; Carlos Ar-gentino Daneri recibi el Segundo Premio
Nacional de Literatura2. El primero fue otorgado aldoctor Aita; el
tercero, al doctor Mario Bonfanti; increblemente, mi obra Los
naipes del tahrno logr un solo voto. Una vez ms, triunfaron la
incomprensin y la envidia! Hace ya muchotiempo que no consigo ver a
Daneri; los diarios dicen que pronto nos dar otro volumen.
Suafortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha
consagrado a versificar los eptomesdel doctor Acevedo Daz.
Dos observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza del
Aleph; otra, sobre su nombre.ste, como es sabido, es el de la
primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicacinal
disco de mi historia no parece casual. Para la Cbala, esa letra
significa el En Soph, la ilimi-tada y pura divinidad; tambin se
dijo que tiene la forma de un hombre que seala el cielo yla tierra,
para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del
superior; para la Men -genlehre, es el smbolo de los nmeros
transfinitos, en los que el todo no es mayor que algu-na de las
partes. Yo querra saber: Eligi Carlos Argentino ese nombre, o lo
ley, aplicado aotro punto donde convergen todos los puntos, en
alguno de los textos innumerables que elAleph de su casa le revel?
Por increble que parezca, yo creo que hay (o que hubo) otroAleph,
yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitn Burton ejerci en el Brasil
el cargo de cnsul britnico;en julio de 1942 Pedro Henrquez Urea
descubri en una biblioteca de Santos un manuscritosuyo que versaba
sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Z al-Karnayn, o
Alejan-dro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el
universo entero. Burton menciona otrosartificios congneres -la
sptuple copa de Kai Josr, el espejo que Trik Benzeyad encontr enuna
torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo
examinar en la luna(Historia verdadera, I, 26), la lanza especular
que el primer libro del Satyricon de Capella atri-buye a Jpiter, el
espejo universal de Merlin, redondo y hueco y semejante a un mundo
devidrio (The Faerie Queene, III, 2, 19)-, y aade estas curiosas
palabras: Pero los anteriores(adems del defecto de no existir) son
meros instrumentos de ptica. Los fieles que concurrena la mezquita
de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo est en el
interior de unade las columnas de piedra que rodean el patio
central... Nadie, claro est, puede verlo, peroquienes acercan el
odo a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado
rumor...La mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de
otros templos de religiones anteisl-micas, pues como ha escrito
Abenjaldn: En las repblicas fundadas por nmadas es indispen -sable
el concurso de forasteros para todo lo que sea albailera.
-
Existe ese Aleph en lo ntimo de una piedra? Lo he visto cuando
vi todas las cosas y lo he ol-vidado? Nuestra mente es porosa para
el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajola trgica
erosin de los aos, los rasgos de Beatriz.
A Estela Canto
1. Recuerdo, sin embargo, estas lneas de una stira que fustig
con rigor a los malos poetas:
Aqueste da al poema belicosa armadura De erudiccin; estotro le
da pompas y galas. Ambos baten en vano las ridculas alas...
Olvidaron, cuidados, el factor HERMOSURA!
Slo el temor de crearse un ejrcito de enemigos implacables y
poderosos lo disuadi (me di-jo) de publicar sin miedo el poema.
2. Recib tu apenada congratulacin, me escribi. Bufas, mi
lamentable amigo, de envidia,pero confesars -aunque te ahogue!- que
esta vez pude coronar mi bonete con la ms rojade las plumas; mi
turbante, con el ms califa de los rubes.
* Oxmoron: Combinacin en una misma estructura sintctica de dos
palabras o expresionesde significado opuesto, que originan un nuevo
sentido. Ejemplo: un silencio atronador.** Apstrofe: Figura que
consiste en dirigir la palabra con vehemencia en segunda persona
auna o varias, presentes o ausentes, vivas o muertas, a seres
abstractos o a cosas inanimadas, oen dirigrsela a s mismo en
iguales trminos.
Viaje a la semilla , Alejo Carpentier
IQu quieres, viejo?...Varias veces cay la pregunta de lo alto de
los andamios. Pero el viejo no responda. Andabade un lugar a otro,
fisgoneando, sacndose de la garganta un largo monlogo de frases
in-comprensibles. Ya haban descendido las tejas, cubriendo los
canteros muertos con su mosai-co de barro cocido. Arriba, los picos
desprendan piedras de mampostera, hacindolas rodarpor canales de
madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas
sucesivas queiban desdentando las murallas aparecan despojados de
su secreto cielos rasos ovales ocuadrados, cornisas, guirnaldas,
dentculos, astrgalos, y papeles encolados que colgaban delos
testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la
demolicin, una Cerescon la nariz rota y el peplo desvado, veteado
de negro el tocado de mieses, se ergua en eltraspatio, sobre su
fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de
sombra,los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y
tibia, mirando con el ojo re-dondo aquellos obreros, negros sobre
claro de cielo, que iban rebajando la altura secular dela casa. El
viejo se haba sentado, con el cayado apuntalndole la barba, al pie
de la estatua.Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban
restos apreciables. Oanse, en sordina, losrumores de la calle
mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro
con pie-dra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.Dieron
las cinco. Las cornisas y entablamentos se desploblaron. Slo
quedaron escaleras demano, preparando el salto del da siguiente. El
aire se hizo ms fresco, aligerado de sudores,blasfemias, chirridos
de cuerdas, ejes que pedan alcuzas y palmadas en torsos pringosos.
Pa-ra la casa mondada el crepsculo llegaba ms pronto. Se vesta de
sombras en horas en quesu ya cada balaustrada superior sola regalar
a las fachadas algn relumbre de sol. La Ceresapretaba los labios.
Por primera vez las habitaciones dormiran sin persianas, abiertas
sobreun paisaje de escombros.Contrariando sus apetencias, varios
capiteles yacan entre las hierbas. Las hojas de acantodescubran su
condicin vegetal. Una enredadera aventur sus tentculos hacia la
voluta j-nica, atrada por un aire de familia. Cuando cay la noche,
la casa estaba ms cerca de la tie-rra. Un marco de puerta se ergua
an, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de susbisagras
desorientadas.
-
II
Entonces el negro viejo, que no se haba movido, hizo gestos
extraos, volteando su cayadosobre un cementerio de baldosas.Los
cuadrados de mrmol, blancos y negros volaron a los pisos, vistiendo
la tierra. Las pie-dras con saltos certeros, fueron a cerrar los
boquetes de las murallas. Hojas de nogal clave-teadas se encajaron
en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvan a
hundirseen sus hoyos, con rpida rotacin.En los canteros muertos,
levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus
frag-mentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en
lluvia sobre la armadura del te-cho. La casa creci, trada
nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida.
LaCeres fue menos gris. Hubo ms peces en la fuente. Y el murmullo
del agua llam begoniasolvidadas.El viejo introdujo una llave en la
cerradura de la puerta principal, y comenz a abrir venta-nas. Sus
tacones sonaban a hueco. Cuando encendi los velones, un
estremecimiento amari-llo corri por el leo de los retratos de
familia, y gentes vestidas de negro murmuraron entodas las galeras,
al comps de cucharas movidas en jcaras de chocolate.Don Marcial, el
Marqus de Capellanas, yaca en su lecho de muerte, el pecho
acorazado demedallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas
de cera derretida
III
Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando
recobraron su tamao, los apa-g la monja apartando una lumbre. Las
mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa sevaci de
visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial puls
un teclado invisi-ble y abri los ojos.Confusas y revueltas, las
vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de
medici-na, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera,
los daguerrotipos, las palmas de lareja, salieron de sus nieblas.
Cuando el mdico movi la cabeza con desconsuelo profesional,el
enfermo se sinti mejor. Durmi algunas horas y despert bajo la
mirada negra y cejudadel Padre Anastasio. De franca, detallada,
poblada de pecados, la confesin se hizo reticen-te, penosa, llena
de escondrijos. Y qu derecho tena, en el fondo, aquel carmelita, a
entro-meterse en su vida? Don Marcial se encontr, de pronto, tirado
en medio del aposento. Ali-gerado de un peso en las sienes, se
levant con sorprendente celeridad. La mujer desnudaque se
desperezaba sobre el brocado del lecho busc enaguas y corpios,
llevndose, pocodespus, sus rumores de seda estrujada y su perfume.
Abajo, en el coche cerrado, cubriendotachuelas del asiento, haba un
sobre con monedas de oro.Don Marcial no se senta bien. Al
arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se
viocongestionado. Baj al despacho donde lo esperaban hombres de
justicia, abogados y escri-bientes, para disponer la venta pblica
de la casa. Todo haba sido intil. Sus pertenencias seiran a manos
del mejor postor, al comps de martillo golpeando una tabla. Salud y
le deja-ron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en
esas hebras negras que se enlazan ydesenlazan sobre anchas hojas
afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando com-promisos,
juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos,
ttulos, fechas, tierras,rboles y piedras; maraa de hilos, sacada
del tintero, en que se enredaban las piernas delhombre, vedndole
caminos desestimados por la Ley; cordn al cuello, que apretaban su
sor-dina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad.
Su firma lo haba traicionado,yendo a complicarse en nudo y enredos
de legajos. Atado por ella, el hombre de carne sehaca hombre de
papel. Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis
de latarde.
IV
Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento
cada vez mayor. Al prin-cipio, la idea de traer una mujer a aquel
aposento se le haca casi razonable. Pero, poco a
-
poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por
escrpulos crecientes, quellegaron al flagelo. Cierta noche, Don
Marcial se ensangrent las carnes con una correa, sin-tiendo luego
un deseo mayor, pero de corta duracin. Fue entonces cuando la
Marquesa vol-vi, una tarde, de su paseo a las orillas del
Almendares. Los caballos de la calesa no traan enlas crines ms
humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el resto del
da, dispara-ron coces a las tablas de la cuadra, irritados, al
parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.Al crepsculo, una tinaja
llena de agua se rompi en el bao de la Marquesa. Luego, las
llu-vias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con
tacha de cimarrona y palo-mas debajo de la cama, que andaba por el
patio murmurando: Desconfa de los ros, nia;desconfa de lo verde que
corre! No haba da en que el agua no revelara su presencia. Pe-ro
esa presencia acab por no ser ms que una jcara derramada sobre el
vestido trado dePars, al regreso del baile aniversario dado por el
Capitn General de la Colonia.Reaparecieron muchos parientes.
Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las ara-as del
gran saln. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano
regres al clavicor-dio. Las palmas perdan anillos. Las enredaderas
saltaban la primera cornisa. Blanquearon lasojeras de la Ceres y
los capiteles parecieron recin tallados. Ms fogoso Marcial sola
pasarsetardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrbanse patas de
gallina, ceos y papadas, y lascarnes tornaban a su dureza. Un da,
un olor de pintura fresca llen la casa.
V
Los rubores eran sinceros. Cada noche se abran un poco ms las
hojas de los biombos, lasfaldas caan en rincones menos alumbrados y
eran nuevas barreras de encajes. Al fin la Mar-quesa sopl las
lmparas. Slo l habl en la obscuridad. Partieron para el ingenio, en
grantren de calesasrelumbrante de grupas alazanas, bocados de plata
y charoles al sol. Pero, ala sombra de las flores de Pascua que
enrojecan el soportal interior de la vivienda, advirtie-ron que se
conocan apenas. Marcial autoriz danzas y tambores de Nacin, para
distraerseun poco en aquellos das olientes a perfumes de Colonia,
baos de benju, cabelleras esparci-das, y sbanas sacadas de armarios
que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo devetiver. El
vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oracin. Volando
bajo, las au-ras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras
gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas portejas tan secas que tenan
diapasn de cobre. Despus de un amanecer alargado por unabrazo
deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos
regresaron a la ciu-dad. La Marquesa troc su vestido de viaje por
un traje de novia, y, como era costumbre, losesposos fueron a la
iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a
parientes yamigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces,
cada cual tom la calle de su morada.Marcial sigui visitando a Mara
de las Mercedes por algn tiempo, hasta el da en que losanillos
fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados.
Comenzaba, para Marcial,una vida nueva. En la casa de s rejas, la
Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y losmascarones de la
fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todava
en-cendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.
VI
Una noche, despus de mucho beber y marearse con tufos de tabaco
fro, dejados por susamigos, Marcial tuvo la sensacin extraa de que
los relojes de la casa daban las cinco, luegolas cuatro y media,
luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepcin
remotade otras posibilidades. Como cuando se piensa, en
enervamiento de vigilia, que puede an-darse sobre el cielo raso con
el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados en-tre
las vigas del techo. Fue una impresin fugaz, que no dej la menor
huella en su espritu,poco llevado, ahora, a la meditacin.Y hubo un
gran sarao, en el saln de msica, el da en que alcanz la minora de
edad. Esta-ba alegre, al pensar que su firma haba dejado de tener
un valor legal, y que los registros yescribanas, con sus polillas,
se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribuna-les
dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por
los cdigos. Luegode achisparse con vinos generosos, los jvenes
descolgaron de la pared una guitarra incrus-
-
tada de ncar, un salterio y un serpentn. Alguien dio cuerda al
reloj que tocaba la Tirolesade las Vacas y la Balada de los Lagos
de Escocia.Otro emboc un cuerno de caza que dorma, enroscado en su
cobre, sobre los fieltros encar-nados de la vitrina, al lado de la
flauta traversera trada de Aranjuez. Marcial, que estaba
re-quebrando atrevidamente a la de Campoflorido, su sum al
guirigay, buscando en el tecla-do, sobre bajos falsos, la meloda
del Trpili-Trpala. Y subieron todos al desvn, de pronto,recordando
que all, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban
los trajes y li-breas de la Casa de Capellanas. En entrepaos
escarchados de alcanfor descansaban los ves-tidos de corte, un
espadn de Embajador, varias guerreras emplastronadas, el manto de
unPrncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y
difuminos de humedad enlos pliegues. Matizronse las penumbras con
cintas de amaranto, miriaques amarillos, tni-cas marchitas y flores
de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido
enuna mascarada de carnaval, levant aplausos.La de Campo florido
redonde los hombros empolvados bajo un rebozo de color de
carnecriolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes
decisiones familiares, para avivarlos amansados fuegos de un rico
Sndico de Clarisas.Disfrazados regresaron los jvenes al saln de
msica. Tocado con un tricornio de regidor,Marcial peg tres
bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse,
que lasmadres hallaban terriblemente impropio de seoritas, con eso
de dejarse enlazar por la cin-tura, recibiendo manos de hombre
sobre las ballenas del corset que todas se haban hechosegn el
reciente patrn de El Jardn de las Moodas. Las puertas se
obscurecieron de f-mulas, cuadrerizos, sirvientes, que venan de sus
lejanas dependencias y de los entresuelossofocantes para admirarse
ante fiesta de tanto alboroto. Luego. se jug a la gallina ciega yal
escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detrs de un
biombo chino, le estampun beso en la nuca, recibiendo en respuesta
un pauelo perfumado, cuyos encajes de Bruse-las guardaban suaves
tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces
delcrepsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en
grisnegro sobre el mar, los mo-zos fueron a la Casa de Baile, donde
tan sabrosamente se contoneaban las mulatas de gran-des ajorcas,
sin perder nuncaas fuera de movida una guarachasus zapatillas de
alto ta-cn. Y como se estaba en carnavales, los del Cabildo Arar
Tres Ojos levantaban un truenode tambores tras de la pared
medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos enmesas y
taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de
pasas entreca-nas, que volva a ser hermosa, casi deseable, cuando
miraba por sobre el hombro, bailandocon altivo mohn de reto.
VII
Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia,
eran ms frecuentes. Se sentabagravemente a la cabecera de la cama
de Marcial, dejando caer al suelo su bastn de canapara despertarlo
antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de
alpaca,cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogan ttulos y
rentas. Al fin slo qued unapensin razonable, calculada para poner
coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcialquiso ingresar en el
Real Seminario de San Carlos.Despus de mediocres exmenes, frecuent
los claustros, comprendiendo cada vez menos lasexplicaciones de los
dmines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que haba
sido,al principio, una ecumnica asamblea de peplos, jubones, golas
y pelucas, controversistas yergotantes, cobraba la inmovilidad de
un museo de figuras de cera. Marcial se contentabaahora con una
exposicin escolstica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se
dijeraen cualquier texto. Len, Avestruz, Ballena, Jaguar, lease
sobre los grabados en co-bre de la Historia Natural. Del mismo
modo, Aristteles, Santo Toms, Bacon, Descar-tes, encabezaban pginas
negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretacio-nes
del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a poco,
Marcial dej de estudiar-las, encontrndose librado de un gran peso.
Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendotan slo un concepto
instintivo de las cosas. Para qu pensar en el prisma, cuando la
luzclara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del
puerto? Una manzana que caedel rbol slo es incitacin para los
dientes. Un pie en una baadera no pasa de ser un pie
-
en una baadera. El da que abandon el Seminario, olvid los
libros. El gnomon recobr sucategorla de duende: el espectro fue
sinnimo de fantasma; el octandro era bicho acoraza-do, con pas en
el lomo.Varias veces, andando pronto, inquieto el corazn, haba ido
a visitar a las mujeres que cu-chicheaban, detrs de puertas azules,
al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba za-patillas
bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo persegua, en tardes de
calor, como undolor de muelas. Pero, un da, la clera y las amenazas
de un confesor le hicieron llorar deespanto. Cay por ltima vez en
las sbanas del infiemo, renunciando para siempre a sus ro-deos por
calles poco concurridas, a sus cobardas de ltima hora que le hacan
regresar conrabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta
acera rajada, seal, cuando andaba conla vista baja, de la media
vuelta que deba darse por hollar el umbral de los perfumes.Ahora
viva su crisis mstica, poblada de detentes, corderos pascuales,
palomas de porcelana,Vrgenes de manto azul celeste, estrellas de
papel dorado, Reyes Magos, ngeles con alas decisne, el Asno, el
Buey, y un terrible San Dionisio que se le apareca en sueos, con un
granvaco entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un
objeto perdido. Tropezabacon la cama y Marcial despertaba
sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas.Las mechas,
en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imgenes que
recobraban su colorprimero.
VIII
Los muebles crecan. Se haca ms difcil sostener los antebrazos
sobre el borde de la mesadel comedor. Los armarios de cornisas
labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso,los moros de la
escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las
butacaseran mas hondas y los sillones de mecedora tenan tendencia a
irse para atrs. No haba yaque doblar las piernas al recostarse en
el fondo de la baadera con anillas de mrmol.Una maana en que lea un
libro licencioso, Marcial tuvo ganas, sbitamente, de jugar conlos
soldados de plomo que dorman en sus cajas de madera. Volvi a
ocultar el tomo bajo lajofaina del lavabo, y abri una gaveta
sellada por las telaraas. La mesa de estudio era de-masiado exigua
para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sent en el
piso. Dispusolos granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales
a caballo, rodeando al abanderado. De-trs, los artilleros, con sus
caones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pfanos
ytimbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados
de un resorte que per-mita lanzar bolas de vidrio a ms de un metro
de distancia.Pum!... Pum!... Pum!...Caan caballos, caan
abanderados, caan tambores. Hubo de ser llamado tres veces por
elnegro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al
comedor.Desde ese da, Marcial conserv el hbito de sentarse en el
enlosado. Cuando percibi lasventajas de esa costumbre, se sorprendi
por no haberlo pensando antes. Afectas al tercio-pelo de los
cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a
notariocomoDon Abundiopor no conocer, con el cuerpo echado, la
frialdad del mrmol en todo tiem-po. Slo desde el suelo pueden
abarcarse totalmente los ngulos y perspectivas de una habi-tacin.
Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos,
rincones de sombra, quese ignoran a altura de hombre. Cuando llova,
Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Ca-da trueno haca
temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar.
Del cielocaan los rayos para construir aquella bveda de
calderones-rgano, pinar al viento, mando-lina de grillos.
IX
Aquella maana lo encerraron en su cuarto. Oy murmullos en toda
la casa y el almuerzoque le sirvieron fue demasiado suculento para
un da de semana. Haba seis pasteles de laconfitera de la
Alamedacuando slo dos podan comerse, los domingos, despues de
misa.Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo
creciente, entrando por debajode las puertas, le hizo mirar entre
persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portandouna caja con
agarraderas de bronce.
-
Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareci el calesero
Melchor, luciendo sonrisa dedientes en lo alto de sus botas
sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo.l, era
Rey. Tomando las losas del piso por tablero, poda avanzar de una en
una, mientrasMelchor deba saltar una de frente y dos de lado, o
viceversa. El juego se prolong hastams all del crepsculo, cuando
pasaron los Bomberos del Comercio.Al levantarse, fue a besar la
mano de su padre que yaca en su cama de enfermo. El Marqusse senta
mejor, y habl a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los
S, padre y losNo, padre, se encajaban entre cuenta y cuenta del
rosario de preguntas, como las respues-tas del ayudante en una
misa. Marcial respetaba al Marqus, pero era por razones que
nadiehubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada
estatura y salla, en nochesde baile, con el pecho rutilante de
condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entor-chados de
oficial de milicias; porque, en Pascuas, haba comido un pavo
entero, relleno dealmendras y pasas, ganando una apuesta; porque,
cierta vez, sin duda con el nimo de azo-tarla, agarr a una de las
mulatas que barran la rotonda, llevndola en brazos a su habita-cin.
Marcial, oculto detrs de una cortina, la vio salir poco despus,
llorosa y desabrochada,alegrndose del castigo, pues era la que
siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas ala alacena.El
padre era un ser terrible y magnnimo al que debla amarse despus de
Dios. Para Marcialera ms Dios que Dios, porque sus dones eran
cotidianos y tangibles. Pero prefera el Diosdel cielo, porque
fastidiaba menos.
X
Cuando los muebles crecieron un poco ms y Marcial supo como
nadie lo que haba debajode las camas, armarios y vargueos, ocult a
todos un gran secreto: la vida no tena encantofuera de la presencia
del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de
lasprocesiones del Corpus, eran tan importantes como
Melchor.Melchor vena de muy lejos. Era nieto de prncipes vencidos.
En su reino haba elefantes, hi-poptamos, tigres y jirafas. Ah los
hombres no trabajaban, como Don Abundio, en habita-ciones obscuras,
llenas de legajos. Vivan de ser ms astutos que los animales. Uno de
ellossac el gran cocodrilo del lago azul, ensartndolo con una pica
oculta en los cuerpos apreta-dos de doce ocas asadas. Melchor saba
canciones fciles de aprender, porque las palabrasno tenan
significado y se repetan mucho. Robaba dulces en las cocinas; se
escapaba, de no-che, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta
vez, haba apedreado a los de la guardia civil,desapareciendo luego
en las sombras de la calle de la Amargura.En das de lluvia, sus
botas se ponan a secar junto al fogn de la cocina. Marcial
hubiesequerido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se
llamaba Calambn. La izquierda,Calambn. Aquel hombre que dominaba
los caballos cerreros con slo encajarles dos dedosen los belfos;
aquel seor de terciopelos y espuelas, que luca chisteras tan altas,
saba tam-bin lo fresco que era un suelo de mrmol en verano, y
ocultaba debajo de los muebles unafruta o un pastel arrebatados a
las bandejas destinadas al Gran Saln. Marcial y Melchor te-nan en
comn un depsito secreto de grageas y almendras, que llamaban el Ur,
ur, ur,con entendidas carcajadas. Ambos haban explorado la casa de
arriba abajo, siendo los ni-cos en saber que exista un pequeo stano
lleno de frascos holandeses, debajo de las cua-dras, y que en desvn
intil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas
polvorientasacababan de perder las alas en caja de cristales
rotos.
XI
Cuando Marcial adquiri el habito de romper cosas, olvid a
Melchor para acercarse a losperros. Haba varios en la casa. El
atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; elgalgo,
demasiado viejo para jugar; el lanudo que los dems perseguan en
pocas determi-nadas, y que las camareras tenan que encerrar.Marcial
prefera a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y
desenterraba los rosa-les del patio. Siempre negro de carbn o
cubierto de tierra roja, devoraba la comida de losdems, chillaba
sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en
cuando,
-
tambin, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina
al aire con brusco palan-cazo del hocico. Todos daban de patadas al
Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lollevaban. Y el perro
volva triunfante, moviendo la cola, despus de haber sido
abandonadoms all de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto
que los dems, con sus habilida-des en la caza o desvelos en la
guardia, nunca ocuparan.Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces
escogan la alfombra persa del saln, para dibujaren su lana formas
de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo
decintarazos.Pero los cintarazos no dolan tanto como crean las
personas mayores. Resultaban, en cam-bio, pretexto admirable para
armar concertantes de aullidos, y provocar la compasin de
losvecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de
brbaro, Marcial miraba a Ca-nelo, riendo con los ojos Lloraban un
poco ms, para ganarse un bizcocho y todo quedabaolvidado. Ambos
coman tierra, se revolcaban al sol, beban en la fuente de los
peces, busca-ban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas
de calor, los canteros hmedos sellenaban de gente. Ah estaba la
gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; elgallo
viejo de culo pelado; la lagartija que deca ur, ur, sacndose del
cuello una corbatarosada; el triste jubo nacido en ciudad sin
hembras; el ratn que tapiaba su agujero con unasemilla de carey. Un
da sealaron el perro a Marcial.Guau, guau!dijo.Hablaba su propio
idioma. Haba logrado la suprema libertad. Ya quera alcanzar, con
susmanos objetos que estaban fuera del alcance de sus manos
XII
Hambre, sed, calor, dolor, fro. Apenas Marcial redujo su
percepcin a la de estas realidadesesenciales, renunci a la luz que
ya le era accesoiria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautis-mo,
con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el odo, ni
siquiera la vista. Sus manosrozaban formas placenteras. Era un ser
totalmente sensible y tctil. El universo le entrabapor todos los
poros. Entonces cerr los ojos que slo divisaban gigantes nebulosos
y penetren un cuerpo caliente, hmedo, lleno de tinieblas, que mora.
El cuerpo, al sentirlo arrebo-zado con su propia sustancia, resbal
hacia la vida.Pero ahora el tiempo corri ms pronto, adelgazando sus
ltimas horas. Los minutos sona-ban a glissando de naipes bajo el
pulgar de un jugador.Las aves volvieron al huevo en torbellino de
plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejandouna nevada de escamas
en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas,
desapare-ciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos
sorban sus hojas y el suelo tiraba detodo lo que le perteneciera.
El trueno retumbaba en los corredores. Crecan pelos en la ga-muza
de los guantes. Las mantas de lana se destejan, redondeando el
velln de carnerosdistantes. Los armarios, los vargueos, las camas,
los crucifijos, las mesas, las persianas, salie-ron volando en la
noche, buscando sus antiguas races al pie de las selvas.Todo lo que
tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantn, anclado no se saba
dnde, llevpresurosamente a Italia los mrmoles del piso y de la
fuente. Las panoplias, los herrajes, lasllaves, las cazuelas de
cobre, los bocados de las cuadras, se derretan, engrosando un ro
demetal que galeras sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se
metamorfoseaba, regresan-do a la condicin primera. El barro, volvi
al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.
XIII
Cuando los obreros vinieron con el da para proseguir la
demolicin, encontraron el trabajoacabado. Alguien se haba llevado
la estatua de Ceres, vendida la vspera a un anticuario.Despus de
quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos
de un parquemunicipal. Uno record entonces la historia, muy
difuminada, de una Marquesa de Capella-nas, ahogada, en tarde de
mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestabaatencin
al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las
horas que crecen a laderecha de los relojes deben alargarse por la
pereza, ya que son las que ms seguramentellevan a la muerte.