Gemma Lienas www.gemmalienas.com Carlota y el misterio de la varita mágica La tribu de Camelot Este documento es un extracto de la obra Destino
Gemma Lienas
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Carlota y el misteriode la varita mágica
La tribu de Camelot
Este documento esun extracto de la obra
Destino
Aquella tarde de domingo había empezado
torcida. Mamá y papá discutían por culpa de
no se sabía qué. Sus voces airadas fl otaban por
la casa. ¡Brrrr!
—¿Qué les pasa? —preguntó Marcos,
abriendo la puerta de mi habitación, donde
yo me había refugiado porque me pone de los
nervios oír que se pelean.
Me encogí de hombros. No tenía ni idea.
Marcos se sentó en mi cama y me miró
con cara de perrito abandonado.
—¡Uf! —dijo solamente.
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CAPÍTULO 1
Una tarde de domingo
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LA TRIBU DE CAMELOT
Decidí que me tocaba hacer de hermana
mayor y refl otarle la moral.
—Anda, enano, no te comas el coco; ya se
les pasará.
—¿Tú no estás preocupada?
Enérgicamente, con un movimiento de la
cabeza, dije que no.
—¿Nunca te preocupa que se separen?
«¡Glups! ¿Ahora qué le digo?», pensé. Por-
que tenía razón Marcos: cuando papá y mamá
tienen una de sus broncas, siempre se me en-
coge el corazón y pienso que quizá acabarán
viviendo separados, como el padre y la madre
de Mireya.
En vez de decirle lo que de verdad de la
buena estaba pensando, le dije que no, que pe-
leas las tiene todo el mundo y esto no quiere
decir que la gente acabe en casas distintas,
¿verdad?
—Verdad —dijo Marcos, con cara de no
estar nada convencido.
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UNA TARDE DE DOMINGO
Del otro lado de la puerta, llegaba la voz
cansada de papá.
—Tú ves las cosas de una manera y yo, de
otra —estaba diciendo.
Me dije que no le faltaba razón, porque él
y mamá tienen maneras muy diferentes de ver
la vida.
—¡De esto me quejo! —dijo mamá.
La puerta de mi habitación se abrió un pal-
mo y, por allí, entró Merlín.
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—¡Miau! —maulló quejoso, mientras de un
salto se subía a mi cama.
Marcos lo acarició.
—A ti tampoco te gusta que se tiren los
trastos a la cabeza, ¿verdad? —preguntó Mar-
cos.
—¡Miau! —maulló de nuevo Merlín, como
si le diera la razón al enano. Se tumbó y cerró
los ojos.
Marcos se lo quedó mirando con cara de
pocos amigos.
—No sé por qué nunca hablas conmigo,
Merlín —se quejó—. ¿Por qué sólo tienes
conversaciones con Carlota?
Mi gato abrió un solo ojo y puso cara de
víctima.
—Anda, déjalo en paz, Marcos. No lo ago-
bies —le recomendé.
Porque es verdad: mi gato es genial y ha-
bla. Pero sólo lo hace por la noche y conmigo.
Quizá por eso no he conseguido nunca que
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UNA TARDE DE DOMINGO
nadie de la familia, excepto Marcos, crea que
son ciertas mis largas charlas con Merlín.Entonces me di cuenta de que, de la sala,
no venía ningún grito ni ninguna voz gruño-
na ni ningún reproche.
—Me parece que ya han fumado la pipa de la paz.
Marcos abrió mucho los ojos y se quedó
quieto, escuchando.
—Tienes razón
—admitió con una
sonrisa luminosa.
Justo en ese mo-
mento, la puerta de
la habitación se abrió
de par en par y apa-
reció mamá.
—Hola, ratitas.
Marcos salió
volando y se le tiró
al cuello.
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Mamá lo llenó de besos. Des-
pués, dijo:
—Papá y yo hemos pensado
que quizá querríais ir al Centro
Cívico, donde dan un espectácu-
lo...
No tuvo tiempo de terminar,
porque Marcos se adelantó.
—¡De magia! —gritó. Y aña-
dió—: ¡Oh, sí, sí! Tengo muchas
ganas de ir.
—¿Y tú, Carlota?
—También —dije mientras
pensaba que quizá la tarde torci-
da se acababa de enderezar.
Merlín me miró como si estuviera de acuer-
do con mis pensamientos. Y es que, a veces,
creo que mi gato no sólo habla, sino que tam-
bién sabe qué tengo en la cabeza.
—Poneos las parcas y vámonos —dijo
mamá. Y cuando ya estaba en el pasillo, re-
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trocedió para avisar a Marcos—: Acuérdate
de hacer un pipí y de lavarte las manos.
—De prisa, enano —le soplé por lo bajini,
no fuera a estropearse otra vez la tarde.
En menos de dos minutos estábamos listos
junto a la puerta.
—Vamos allá —dijo papá.
Salimos a la calle. El día era desapacible,
otoñal. Además, hacía viento. Las hojas secas
se arremolinaban al pie de los árboles.
En poco rato llegamos a la plaza del Reloj,
donde está el Centro Cívico, casi enfrente de
la biblioteca en la que trabaja mamá.
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Al observar la larguísima cola de gente
que se había formado en la taquilla, Marcos
se preocupó.
—A ver si no quedarán entradas —dijo.
Pero sí quedaban, porque la sala de actos
del Centro Cívico es muy espaciosa.
Nos vendió las localidades el chico con gafas
de pasta naranja bastante cantonas que también
atiende el punto de información del Centro. El
tipo parecía más pendiente de su móvil que de
la gente. A mamá, eso le pareció mal.
—Si estás en un trabajo de cara al público,
hay que atenderlo con corrección —comentó.
El caso es que nos dio las entradas y
resultó que nuestros asientos estaban
bastante bien situados: se veía
perfectamente el escenario.
Aunque el espectáculo
estaba a punto de empe-
zar, un vendedor ambulan-
te con bandeja colgada del
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cuello, como en los circos, pasaba por los pa-
sillos laterales.
—Anda. Esto sí que es una novedad —dijo
Marcos.
—¿Compramos palomitas? —pregunté.
Mamá accedió, y el tipo de pelo rubio y
muy rizado nos tendió dos bolsas.
—¡El mago Triki! —exclamó Mar-
cos, después de mirar el programa que
le había dado mamá—. Este tío es
una caña. Lo sé porque me lo han
dicho los de mi curso.
En ese momento, un hombre
calvo como una bombilla y ves-
tido con un mono azul cruzó el
escenario y entró en una cabina.
Desde allí, empezó a hacer prue-
bas con focos de distintos colores.
De pronto, cuando la sala ya estaba casi
llena, sonó un timbre de aviso y una voz pidió
que desconectáramos los teléfonos.
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