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(Cronicas de La Prehistoria 01) Hermano - Michelle Paver

Oct 29, 2015

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Lalo Kura
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Annotation

Hace miles de años, un niñollamado Torak vive feliz en elbosque, hasta el día en que un osogigante ataca y hiere a su padre.Moribundo, éste le ordena que sedirija al Norte para encontrar laMontaña del Espíritu del Mundo,antes de que aparezca en el cielo laLuna del Sauce Rojo. Pero Toraksólo tiene doce años, desconoce quécamino tomar y no puede acudir anadie en busca de ayuda. Sin

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embargo, perseguido por el enormeoso, el niño emprende el viajeacompañado de un lobezno que haencontrado a la orilla de un río.Pronto se unirá a ellos Renn, unaniña perteneciente al Clan de losCuervos, y juntos vivirán excitantes ypeligrosas aventuras que pondrán aprueba su valor, su habilidad comocazadores, su inteligencia y sunaciente amistad.

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Michelle Paver

HERMANO LOBO Crónicas de la Prehistoria I

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Sobre la autora

Michelle Paver nació enMalawi, África. Sus padres setrasladaron a Inglaterra cuando ellatenía tres años. Paver estudióBioquímica en la Universidad deOxford y es abogada, profesión queejerció durante trece años, antes dededicarse exclusivamente a laliteratura.

Hermano Lobo es el primerlibro de las Crónicas de laPre h i s t o r i a , que relatan las

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aventuras de Torak y su lucha paravencer a los Devoradores de Almas.

La serie Crónicas de laPrehistoria surge de la pasión deMichelle Paver por los animales, laantropología y la historia. Sus viajesa Noruega, Laponia, Islandia y losCárpatos han sido importantesfuentes de inspiración, así como suencuentro con un gran oso en un valleremoto del sur de California.

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Torak se despertó sobresaltado,

pues no había pretendido quedarsedormido.

El fuego estaba casi apagado. Elchico se puso en cuclillas en el frágilarco de luz y miró fijamente la

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negrura del Bosque que se cerníasobre él. No se veía nada. No se oíanada. ¿Habría vuelto? ¿Estaría ahí,observándolo con ojos ardientes yasesinos?

Notaba el estómago vacío yestaba helado. Se daba cuenta de quenecesitaba desesperadamente comeralgo, de que le dolía el brazo y teníalos ojos irritados de puro cansancio,pero en realidad no sentía nada deeso. Había montado guardia ante losrestos del refugio de ramas de abetorojo toda la noche, viendo sangrar asu padre. ¿Cómo podía estar pasando

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algo así?El día anterior — tan sólo el día

anterior— habían acampado duranteel anochecer azulado del otoño.Torak había bromeado, y su padre sehabía reído. Pero entonces el Bosquese estremeció. Los cuervosgraznaron. Los árboles crujieron. Yde la oscuridad bajo los árbolessurgió una oscuridad más profundaaún: una gigantesca y arrasadoraamenaza en forma de oso.

De pronto se les echó encima lamuerte. Un frenesí de garras. Unestruendo tan espantoso que hacía

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sangrar los oídos. En un abrir ycerrar de ojos, aquella bestia habíahecho añicos el refugio. En un abrir ycerrar de ojos, había desgarrado uncostado de su padre dejándole unaherida en carne viva. Luego habíadesaparecido y se había fundido conel Bosque tan silenciosamente comola niebla.

Pero ¿qué clase de osoacechaba a un hombre paradesvanecerse sin terminar lamatanza? ¿Qué clase de oso jugabacon su presa?

¿Y dónde estaba ahora?

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Torak no veía nada más allá dela luz del fuego, pero estaba segurode que el claro era también un caosde arbustos y helechos aplastados.Olía a sangre de pino y a tierraarañada, y oyó el dulce y tristeburbujear del arroyo a treinta pasosde él. El oso podía estar en cualquierparte.

Su padre gimió junto a él. Abriólentamente los ojos y miró a su hijosin reconocerlo.

A Torak se le encogió elcorazón.

— So… so… soy yo

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— tartamudeó— . ¿Cómo teencuentras?

El dolor convulsionó el morenoy delgado rostro de su padre, cuyasmejillas tenían un matiz grisáceo quehacía resaltar el color morado de lostatuajes del clan. El sudor leapelmazaba el largo cabello oscuro.

La herida era tan profunda que,cuando Torak se la restañótorpemente con musgo de los árboles,vio brillar las entrañas de su padrebajo la luz del fuego y tuvo queapretar los dientes para no vomitar.Confió en que Pa no se hubiese dado

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cuenta, pero por supuesto lo habíanotado. Pa era un cazador. Se dabacuenta de todo.

— Torak… — jadeó. Tendióuna mano y los ardientes dedos seaferraron a los del muchacho con laansiedad de una criatura. Torak tragósaliva. Eran los hijos quienesaferraban las manos de sus padres,no al revés.

Trató de ser práctico, de ser unhombre en lugar de un chico.

— Aún me quedan algunashojas de milenrama — dijo tanteandoen busca de la bolsa de los remedios

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curativos con la mano libre— . Quizáeso detenga la…

— Quédatela. Tú también estássangrando.

— No me duele — mintióTorak. El oso lo había arrojadocontra un abedul, y tenía las costillasdoloridas y un tajo en el antebrazoizquierdo.

— Torak… vete. Ahora. Antesde que vuelva. — Torak se quedómirándolo. Abrió la boca, pero noemitió sonido alguno— . Tienes queirte — insistió su padre.

— No. No, no puedo.

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— Torak… Me estoy muriendo.Habré muerto cuando salga el sol.

Torak aferró la bolsa de losremedios. Sentía un estruendo en losoídos.

— Pa…— Dame… lo que necesito para

el Viaje a la Muerte. Luego coge tuscosas.

El Viaje a la Muerte. No. No.Pero el rostro de su padre era

severo.— Mi arco — pidió— . Tres

flechas. Tú… quédate con lo demás.Donde yo voy… la caza es fácil.

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Había un desgarrón en lascalzas de ante de Torak a la altura dela rodilla. Se clavó la uña del pulgaren el muslo. Le dolió. Y se esforzóen concentrarse en su propio dolor.

— La comida — jadeó su padre— . La carne seca. Quédatela tú…toda.

La rodilla de Torak habíaempezado a sangrar, pero siguióclavándose la uña. Trató de noimaginar a su padre en el Viaje a laMuerte. Trató de no imaginarse soloen el Bosque. Solamente tenía doceveranos. No podría sobrevivir por sí

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mismo. No sabía cómo lo lograría.— ¡Torak! ¡Vamos!Parpadeando furiosamente,

Torak alcanzó las armas de su padrey las colocó a su lado. Separó lasflechas y se pinchó los dedos con lasafiladas puntas de sílex. Entonces seechó al hombro el arco y el carcaj, yescarbó en los restos del refugio enbusca de su pequeña hacha debasalto. Como su fardo de madera deavellano había quedado destrozadoen el ataque, tendría que embutirsesus cosas en el jubón o atárselas alcinto.

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A continuación, agarró el sacopara dormir de piel de reno.

— Llévate el mío — dijo supadre— . Nunca llegaste a… repararel tuyo. Y cambiémonos loscuchillos.

Torak se horrorizó.— ¡Tu cuchillo no! ¡Lo

necesitarás!— Tú lo necesitarás más que

yo. Y… estará bien que me llevealgo tuyo en el Viaje a la Muerte.

— Pa, por favor. No…En el Bosque, una ramita se

quebró.

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Torak se volvió en redondo.La oscuridad era absoluta. Allí

donde miraba, las sombras teníanforma de oso.

No soplaba el viento.Los pájaros no cantaban.Tan sólo se oía el restallar del

fuego y el retumbar del corazón deTorak. Hasta el Bosque contenía elaliento.

— Aún no está aquí — dijo elpadre después de lamerse el sudor delos labios— . Pronto. Pronto vendrápor mí… Rápido. Los cuchillos.

Torak no quería intercambiar

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los cuchillos porque eso significabaque todo había acabado. Pero supadre lo estaba mirando con unaintensidad que no permitía unanegativa.

Apretando las mandíbulas contanta fuerza que le dolieron, Toraksacó su propio cuchillo y se lo pusoen la mano a Pa. Luego desató lafunda de ante del cinturón de supadre. El cuchillo de Pa era hermosoy mortífero: tenía la hoja de pizarraribeteada de azul y en forma de hojade sauce, y el mango de asta deciervo estaba forrado de tendón de

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alce para sujetarlo mejor. Alcontemplarlo, Torak cayó en lacuenta de la verdad: se estabapreparando para una vida sin Pa.

— ¡No pienso dejarte!— exclamó— . Lucharé…

— ¡No! ¡Nadie puede lucharcontra este oso! — Unos cuervoslevantaron el vuelo desde losárboles. Torak contuvo el aliento— .Escúchame — siseó el padre— . Unoso, cualquier oso, es el cazador másfuerte en el Bosque. Ya lo sabes.Pero este oso… es mucho más fuerte.

Torak sintió que se le erizaban

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los pelos de los brazos. Al dirigir lamirada hacia los ojos de su padre,vio en ellos unas minúsculas venasescarlatas, y en las pupilas, unaoscuridad insondable.

— ¿Qué quieres decir?— susurró— . ¿Qué…?

— Está… poseído. — Su padretenía el rostro sombrío. Ya noparecía Pa— . Algún… demonio…del Otro Mundo… ha entrado en él ylo ha vuelto malvado.

Una brasa chisporroteó, y losárboles se inclinaron un poco máspara escuchar.

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— ¿Un demonio? — preguntóTorak.

Su padre cerró los ojos, en unintento de reunir fuerzas.

— Vive sólo para matar — dijoal fin— . Cada vez que mata… supoder aumenta. Lo destrozará…todo: las presas, los clanes. Todomorirá. El Bosque morirá… — Seinterrumpió— . Dentro de una luna…será demasiado tarde. El demonioserá… demasiado fuerte.

— ¿Una luna? Pero ¿qué…?— ¡Piensa, Torak! Cuando el

ojo rojo está en lo más alto en el

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cielo nocturno es cuando losdemonios son más poderosos. Tú yalo sabes. Entonces el oso será…invencible. — Tuvo que esforzarsemucho en respirar. A la luz del fuego,Torak vio latir muy débil el pulso enel cuello de su padre, como si fuera adetenerse en cualquier momento. Paañadió— : Necesito… que me juresalgo.

— Lo que sea.Pa tragó saliva.— Dirígete al norte, a muchos

días de camino. Encuentra… laMontaña… del Espíritu del Mundo.

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— ¿Qué? — Torak se quedómirándolo.

Su padre abrió los ojos yobservó fijamente las elevadasramas, como si viera cosas en ellasque nadie más fuera capaz de ver.

— Encuéntrala — repitió— . Esla única esperanza.

— Pero… nadie la ha halladojamás. Nadie puede hacerlo.

— Tú puedes.— ¿Cómo? Yo no…— Tu guía… te encontrará.Torak estaba desconcertado. Su

padre nunca le había hablado de esa

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forma. Era un hombre práctico, uncazador.

— ¡No entiendo nada!— exclamó— . ¿Qué guía? ¿Por quédebo encontrar la Montaña? ¿Estaréa salvo allí? ¿Es eso? ¿A salvo deloso?

Muy despacio, la mirada de Pase apartó del cielo para fijarse en lacara de su hijo. Parecía que sepreguntaba cuánto más podría asumirTorak.

— ¡Ah, eres demasiado joven!— dijo— . Pensé que dispondría demás tiempo. Hay tantas cosas que no

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te he contado, pero no… no me odiesmás adelante por ello.

Torak lo miró horrorizado.Luego se puso en pie de un salto.

— No puedo hacerlo yo solo.Debería tratar de encontrar a…

— ¡No! — repuso su padre conuna fuerza asombrosa— . Te hemantenido apartado toda tu vida,incluso… de nuestro propio Clan delLobo. ¡Permanece alejado de loshombres! Si ellos descubren… loque puedes hacer…

— ¿Qué quieres decir? Yo no…— No queda tiempo — lo

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interrumpió su padre— . Ahorajúralo sobre mi cuchillo. Jura queencontrarás la Montaña, o quemorirás en el intento.

Torak se mordió el labio confuerza. A través de los árboles,desde el este, empezaba a llegarlesuna luz grisácea.

«Todavía no — se dijo, presadel pánico— . Por favor, todavíano.»

— Júralo — siseó el padre.Torak se arrodilló y cogió el

cuchillo. Pesaba mucho; era uncuchillo de hombre, demasiado

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grande para él. Con torpeza, tocó conla hoja la herida de su antebrazo.Luego se lo llevó al hombro, dondetenía cosida al jubón una tira depelaje de lobo, el animal de su clan,y pronunció el juramento con vozinsegura.

— Juro, por mi sangre en estahoja y por cada una de mis tresalmas, que encontraré la Montaña delEspíritu del Mundo, o moriré en elintento.

— Bien. Bien — suspiró Pa— .Ahora, ponme las Marcas de laMuerte. Date prisa. El oso… no está

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lejos.Torak sintió el escozor salado

de las lágrimas. Se las enjugó,furioso.

— No me queda ocre — musitó.— Coge… el mío.Sin apenas ver nada, Torak

encontró el pequeño cuerno para losremedios curativos hecho con unapúa de cornamenta, que había sido desu madre, arrancó el tapón de roblenegro y se vertió un poco de ocrerojizo en la palma de la mano. Depronto se detuvo.

— No puedo.

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— Sí puedes. Hazlo por mí.Torak escupió en la palma,

amasó una pasta pegajosa con el ocrey trazó pequeños círculos en la pielde su padre que ayudarían a lasalmas a reconocerse unas a otras y apermanecer unidas después de lamuerte.

En primer lugar, con toda lasuavidad que pudo, le quitó a supadre las botas de piel de castor ydibujó un círculo en cada talón paramarcar el alma del nombre. Despuéstrazó otro círculo sobre el corazónpara marcar el alma del clan, aunque

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no le resultó fácil, pues su padretenía en el pecho una vieja cicatriz,de manera que Torak sólo consiguiódibujar un óvalo torcido. Confió enque fuera suficiente.

Finalmente, hizo la marca másimportante de todas: un círculo en lafrente para señalar el Nanuak, elalma del mundo. Cuando acabó,estaba tragándose las lágrimas.

— Así está mejor — murmurósu padre. Pero Torak sintió unapunzada de terror al ver que el pulsolatía más débil todavía en el cuellode Pa.

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— ¡No puedes morirte!— soltó. Su padre le dirigió unamirada de dolor y de anhelo— . Pa,no pienso dejarte; yo…

— Torak, has hecho unjuramento. — Volvió a cerrar losojos— . Vamos. Quédate tú… con elcuerno. Yo ya no lo necesito. Recogetus cosas y tráeme agua del río.Después… vete.

«No voy a llorar», se dijoTorak mientras enrollaba el sacopara dormir de su padre y se lo atabaa la espalda, se enfundaba el hachaen el cinturón y se embutía la bolsa

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de los remedios en el jubón.Se puso en pie y miró alrededor

en busca del odre de agua. Estabahecho jirones, así que tendría quetraer agua en una hoja de acedera.Estaba a punto de marcharse cuandosu padre lo llamó con un murmullo.Torak se dio la vuelta.

— ¿Qué, Pa?— Acuérdate. Cuando estés

cazando, mira detrás de ti.Siempre… te lo digo. — Se esforzóen sonreír— . Tú siempre te…olvidas. Mira detrás de ti, ¿deacuerdo?

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Torak asintió con la cabeza eintentó devolverle la sonrisa.Entonces se alejó hacia el arroyodando traspiés por entre los húmedoshelechos.

Cada vez había más luz, y elolor del aire era fresco y dulce. Juntoa él los árboles sangraban: de lostajos que les había infligido el osomanaba la sangre dorada de lospinos, al tiempo que algunosespíritus de los árboles gemían muysuavemente en la brisa del amanecer.

Torak llegó al riachuelo, dondela niebla flotaba sobre los helechos,

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y los sauces se mojaban los dedos enla fría agua. Tras mirar rápidamentealrededor, arrancó una hoja deacedera y avanzó hacia el arroyo,mientras las botas se le hundían en elblando barro rojizo.

Se quedó inmóvil.Junto a su bota derecha había

una huella de oso: la de una zarpadelantera. Era el doble de grande quela cabeza de Torak, y tan recienteque se veía hasta dónde habíanpenetrado las largas y feroces garras.

«Mira detrás de ti, Torak.»Se giró.

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Sauces. Alisos. Abetos.Ni rastro del oso.Un cuervo se posó en una rama

cercana y Torak dio un brinco. Elpájaro plegó las tiesas alas negras yle clavó un ojo redondo y brillantecomo una gota de agua. Luego ladeóla cabeza, emitió un único graznido ylevantó el vuelo.

Torak miró fijamente en ladirección que parecía que el avehabía indicado.

Oscuros tejos. Abetos rojos delos que goteaba agua. Densos.Impenetrables.

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Pero un poco más allá, a no másde diez pasos de donde él estaba, lasramas se agitaron. Había algo ahí.Algo gigantesco.

Torak trató de impedir que sushorrorizados pensamientos se leescaparan, pero la mente se le habíaquedado en blanco.

«El problema con un oso— decía siempre su padre— es quees capaz de moverse tansilenciosamente como el aliento.Podría estar mirándote a diez pasosde distancia, y tú ni siquiera te daríascuenta. No hay defensa posible

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contra un oso. No puedes correr másrápido que él, ni trepar más alto, niluchar tú solo contra él. Lo único quepuedes hacer es aprender suscostumbres y procurar convencerlode que no eres ni una amenaza ni unapresa.»

Torak se esforzó porpermanecer inmóvil.

«No corras — se dijo— . Nocorras. A lo mejor no sabe que estásaquí.»

Se oyó un siseo. De nuevo lasramas se agitaron.

A continuación oyó unos

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susurros furtivos cuando la criaturase dirigió hacia el refugio, hacia supadre. Esperó en absoluto silenciohasta que hubo desaparecido.

«¡Cobarde! — chilló una voz ensu cabeza— . ¡Dejas que se vaya sinintentar siquiera salvar a Pa!» «Pero¿qué podías hacer? — le dijo lapequeña parte de la mente todavíacapaz de pensar como era debido— .Pa sabía que esto iba a ocurrir. Poreso te ha enviado a buscar agua.Sabía que iría por él…»

— ¡Torak! — le llegó el gritodesesperado de su padre— . ¡Corre!

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Los cuervos graznaban entre losárboles. Un rugido sacudió el Bosquey se prolongó más y más hasta queTorak sintió la cabeza a punto deestallar.

— ¡Pa! — gritó.— ¡Corre!De nuevo se estremeció el

Bosque. De nuevo le llegó el grito desu padre. Entonces, de pronto, elgrito se interrumpió.

Torak se llevó un puño a laboca.

A través de los árbolesvislumbró una gran sombra oscura en

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los restos del refugio.Torak se dio la vuelta y echó a

correr.

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Torak corría a trompicones

entre las ramas de los alisos y sehundía hasta la rodilla en lostremedales. Los abedules susurrabana su paso, y él les rogó en silencioque no delataran su presencia al oso.

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Le ardía la herida del brazo, ycon cada aliento las costillasmagulladas le provocaban un dolorterrible, pero no se atrevía a parar.El Bosque estaba lleno de ojos. Seimaginó al oso yendo en su busca ycontinuó corriendo.

Asustó a un jabalí joven queescarbaba en busca de castañuelas ymurmuró entre dientes una rápidadisculpa para prevenir un ataque. Eljabalí soltó un bufido malhumorado,lo dejó pasar y siguió buscandotubérculos.

Un glotón le gruñó que no se

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acercara, y Torak le devolvió elgruñido con toda la ferocidad quepudo, pues lo único que escuchan losglotones son las amenazas. El animalse convenció de que aquélla iba enserio y desapareció hacia lo alto deun árbol.

Por el este, el cielo tenía untono gris lobuno. En ese momentobramó un trueno. Bajo la luz de latormenta, los árboles lucían un verderesplandeciente.

«Lluvia en las montañas— pensó Torak, medio atontado— .¡Cuidado con las riadas!» Se esforzó

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por pensar en esa posibilidad yapartar de sí el terror, pero no dioresultado, y siguió corriendo.

Al final tuvo que detenerse pararecobrar el aliento, y se dejó caercontra el tronco de un roble. Cuandolevantó la cabeza para observar lashojas verdes que se agitaban, elárbol murmuró secretos para sí eignoró la presencia de Torak.

Por primera vez en la vidaestaba completamente solo y ya no sesentía parte del Bosque. Era como sisu alma del mundo hubiese roto loslazos con todos los demás seres

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vivos: árbol y pájaro, cazador ypresa, río y roca. Nada en el mundosabía cómo se sentía Torak. Nadaquería saberlo.

El dolor en el brazo lo arrancóde sus pensamientos. De la bolsa delos remedios curativos sacó la últimatira de albura que le quedaba y sevendó toscamente la herida con ella.Luego se apartó del árbol y miróalrededor.

Torak había crecido en esaparte del Bosque. Cada ladera, cadaclaro le resultaba familiar. En elvalle hacia el oeste se hallaba el Río

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Rojo, poco profundo para las canoas,pero lleno de buena pesca enprimavera, cuando el salmónremontaba el río desde el mar. Haciael este, hasta llegar al límite delBosque Profundo, se extendían losamplios bosques soleados donde laspresas engordaban durante el otoño yhabía gran cantidad de bayas y frutossecos. Hacia el sur se hallaban lospáramos donde los renos comíanmusgo en invierno.

Pa decía que lo mejor de esaparte del Bosque era que apenashabía gente. Muy de vez en cuando un

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grupo del Clan del Sauce llegaba deloeste por el mar, o del Clan de laVíbora desde el sur, pero nunca sequedaban mucho tiempo. Tan sólopasaban de camino a otro sitio ycazaban libremente, como hacía todoel mundo en el Bosque, sinpercatarse de que Torak y Pacazaban allí también.

Torak nunca se habíacuestionado esa situación. Siemprehabía vivido así: a solas con Pa,apartado de los clanes. Ahora, sinembargo, ansiaba ver gente. Quisogritar, chillar pidiendo ayuda.

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Pero Pa le había advertido quepermaneciera alejado de la gente.

Además, si gritaba podía atraeral oso.

El oso…Sintió que el pánico le oprimía

la garganta. Tragó saliva paracontrolarlo. Inspiró profundamente yechó a correr de nuevo, a un ritmomás constante en esta ocasión, y sedirigió hacia el norte.

Mientras corría, iba detectandoindicios de presas: huellas de alce,excrementos de uro, el sonido de uncaballo de bosque moviéndose entre

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los helechos… El oso no los habíaasustado. Al menos aún no.

Así pues, ¿se habría equivocadosu padre? ¿Le habría fallado lacabeza al final?

— ¡Tu padre está loco!— habían dicho los niños burlándosede Torak cinco años antes, cuando ély Pa habían viajado hasta la costapara la reunión anual del clan. Era laprimera vez que Torak asistía a unareunión del clan, y había sido undesastre. Pa no lo había llevadonunca más.

— Dicen que se tragó el aliento

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de un fantasma — habían dicho condesprecio los niños— . Por esoabandonó su clan y vive solo.

Torak, a sus siete años, se habíapuesto furioso. Se habría enfrentadoa todos ellos de no haber aparecidosu padre para sacarlo de allí.

— Torak, no les hagas caso— había dicho Pa riendo— . Nosaben lo que dicen.

Había tenido razón, porsupuesto.

Pero ¿tenía razón en lo del oso?Camino adelante, los árboles

daban paso a un claro. Torak salió a

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tropezones al sol… y sintió el golpede un espantoso olor a podrido.

Dio un traspié y se detuvo.Los caballos de bosque yacían

donde el oso los había arrojadocomo si fueran juguetes rotos. Ningúncarroñero se había atrevido aalimentarse de ellos, y ni siquiera lasmoscas los tocaban.

No se parecían a ningunavíctima de oso que Torak hubiesevisto hasta entonces. Cuando un osonormal se alimenta, arranca la piel asu presa y le devora las tripas y loscuartos traseros, y se lleva el resto

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para comérselo más tarde. Comocualquier cazador, no desperdicianada. Pero ese oso no habíaarrancado más que un único bocadode cada animal muerto. No habíamatado por hambre. Había matadopara divertirse.

A los pies de Torak yacía unpotrillo muerto, todavía con unacostra de arcilla del río en lospequeños cascos, de la última vezque había ido a beber. Torak sintiónáuseas. ¿Qué clase de criatura mataa una manada entera? ¿Qué clase decriatura mata por placer?

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Se acordó de los ojos del oso,vislumbrados durante un atrozinstante. Jamás había visto unos ojosasí: en ellos no había más que rabia yodio hacia todo ser viviente. El caosardiente y turbulento del OtroMundo.

¡Pues claro que su padre teníarazón! Ese animal no era un oso. Eraun demonio. Y mataría y mataríahasta que el Bosque estuvieramuerto.

«Nadie puede luchar contra esteoso», había dicho su padre.¿Significaba eso que el Bosque

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estaba condenado? ¿Y por qué él,Torak, tenía que encontrar laMontaña del Espíritu del Mundo, laMontaña que nadie había vistojamás?

La voz de su padre le resonó enla mente:

«Tu guía te encontrará.»¿Cómo? ¿Cuándo?Torak salió del claro para

volver a hundirse en las sombrasbajo los árboles, y echó a correr denuevo.

Corrió durante una eternidad.Corrió hasta que ya no sintió las

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piernas. Pero al final llegó a unalarga pendiente boscosa y tuvo quedetenerse, doblado en dos yrespirando agitadamente.

De pronto sintió un hambrevoraz. Hurgó en la bolsa de comida ysoltó un bufido de indignación.Estaba vacía. Demasiado tarde,recordó los pulcros atados de carnede ciervo seca, olvidados en elrefugio.

¡Qué tonto eres, Torak! ¡Miraque echarlo todo a perder en tuprimer día solo!

Solo.

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No era posible. ¿Cómo podíahaberse ido Pa, y para siempre?

Gradualmente captó un sonido,como un maullido débil, procedentedel otro lado de la colina.

El sonido se repitió. Algúnanimal joven que llamaba a sumadre.

A Torak le dio un vuelco elcorazón. ¡Oh, gracias al Espíritu!Una presa fácil. El vientre se le pusotenso al pensar en carne fresca. No leimportaba lo que fuera, pues teníatanta hambre que se comería unmurciélago.

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Torak se echó al suelo y reptó através de los abedules hasta lo altode la colina.

Miró hacia abajo, hacia unangosto barranco a través del cualfluía una veloz corriente de agua. Lareconoció: era el Río Rápido. Máshacia el oeste, él y Pa solían acamparen verano para recoger corteza detilo con que hacer cuerdas, pero esaparte no le resultaba familiar.Entonces comprendió por qué.

Una riada procedente de laladera había dejado un caos demaleza y arbolillos arrancados.

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También había destrozado unaguarida de lobos al otro lado delbarranco. Allí, bajo una gran rocaroja y lisa con forma de uro dormido,yacían dos lobos ahogados quesemejaban dos pieles empapadas,mientras que tres lobeznos muertosflotaban en un charco.

El cuarto estaba sentado junto aellos, temblando.

El lobezno parecía tener unostres meses. Estaba flaco y mojado, yse quejaba suavemente con unlloriqueo continuo y apenas audible.

Torak parpadeó. Sin previo

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aviso, el sonido le había hechoaparecer en la mente una visiónasombrosa: pelaje negro; una cálidapenumbra; leche rica y grasa; lamadre que lo lamía para limpiarlo;arañazos de minúsculas garras yleves empujones de unos hocicos,pequeños y fríos, de suaves yesponjosos cachorros que le pasabanpor encima a él, el lobezno másreciente de la carnada.

La visión fue tan vivida comoun relámpago. ¿Qué significaba?

Apretó fuertemente con unamano el mango del cuchillo de su

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padre.«No importa qué signifique

— se dijo— . Las visiones no van amantenerte con vida. Si no te comes aese lobezno, estarás demasiado débilpara cazar. Y te está permitido matara la criatura de tu clan para nomorirte de hambre. Ya lo sabes.»

El lobezno levantó la cabeza yprofirió un aullido de desconcierto.

Torak lo escuchó… y entendiósu significado.

De algún extraño modo, que lepareció indescifrable, reconoció losagudos y temblorosos sonidos porque

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la mente de Torak conocía susformas. Las recordaba.

«No puede ser», se dijo.Escuchó los aullidos del

lobezno y sintió que le penetraban enla mente.

«¿Por qué no jugáis conmigo?— preguntaba el lobezno a sucarnada muerta— . ¿Qué os hehecho?»

Lo repetía una y otra vez.Mientras Torak escuchaba, algo sedespertó en él. Se le tensaron losmúsculos del cuello, y en lo máshondo de la garganta notó que

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empezaba a formarse una respuesta.Pero luchó contra el urgente deseo deechar la cabeza hacia atrás y aullar.

¿Qué estaba ocurriendo? Ya nose sentía Torak. No se sentía unchico, ni hijo, ni miembro del Clandel Lobo; o al menos no se sentíasólo esas cosas. Una parte de él eralobo.

Se levantó una brisa que le helóla piel.

En el mismo momento, ellobezno dejó de aullar y se dio lavuelta para mirar en dirección a él.Tenía la mirada extraviada, pero

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había levantado las largas orejas yolisqueaba el aire. Lo había olido.

Torak miró al pequeño yansioso animal y se mostróinflexible.

Sacó el cuchillo del cinturón yempezó a descender la ladera.

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El lobezno no entendía en

absoluto qué estaba pasando.Se hallaba explorando la cuesta

que había sobre la Guarida cuandohabía llegado rugiendo el AguaRápida, y ahora su madre, su padre y

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sus hermanos de carnada estabantendidos en el barro, ¡y no le hacíancaso!

Mucho antes de que llegara laLuz había estado empujándolos conel hocico y mordiéndoles la cola,pero seguían sin moverse. No hacíanruido y olían raro: olían a presa.Pero no era el olor a la presa quehuye, sino a la del No Aliento, lapresa que se come.

El lobezno tenía frío y estabamojado y muy hambriento. Habíalamido muchas veces el hocico de sumadre para pedirle que, por favor,

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vomitara un poco de comida para él,pero ella no se había movido. ¿Quéhabría hecho mal esta vez?

Sabía que era el lobezno mástravieso de la carnada. Siempre loestaban regañando, pero no podíaevitarlo. Sencillamente, le encantabaprobar cosas nuevas. Así que leparecía un poquito injusto que ahoraque se había quedado en la Guaridacomo un buen lobezno, nadie se dieracuenta.

Se acercó sin hacer ruido alborde del charco donde estabantumbados sus hermanos y lamió un

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poco del agua que quedaba. Teníamal sabor.

Comió un poco de hierba y unpar de aranas.

Se preguntó qué iba a hacer.Empezó a sentirse asustado.

Echó la cabeza hacia atrás y aulló.Al hacerlo se animó un poco porquele recordó los buenos aullidos quehabía compartido con la manada.

Pero a medio aullido seinterrumpió. Olía a lobo.

Se dio la vuelta, tambaleándoseun poco a causa del hambre, giró lasorejas y olisqueó. Sí. Lobo. Lo oyó

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descender ruidosamente la pendientedel otro lado del Agua Rápida, y olióque era macho, crecido a medias, yque no era de la manada.

Pero había algo extraño en él:olía a lobo, pero también a no lobo.Olía a reno, a ciervo y a castor, asangre fresca… ya algo más: un olornuevo que no conocía aún.

Le pareció muy raro. A menosque… a menos que… significara queel lobo no lobo fuera en realidad unlobo que había comido muchaspresas distintas ¡y viniera ahora atraerle un poco de comida!

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Temblando de entusiasmo, ellobezno meneó la cola y soltó unosruidosos gañidos a modo debienvenida.

Por un momento el extraño lobose detuvo. Luego empezó a avanzarotra vez. El lobezno no lo veía conmucha claridad porque no tenía losojos tan agudos como la nariz o lasorejas, pero cuando lo vio chapotearpara cruzar el Agua Rápida se diocuenta de que, desde luego, aquél eraun lobo muy raro.

Caminaba sobre las patas deatrás, y el pelaje de la cabeza era

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negro y tan largo que le llegaba a loshombros, aunque lo más raro de todoera que ¡no tenía cola!

Y aun así sonaba a lobo, puesemitía un sonido bajo entre el gañidoy el aullido que parecía que dijera:«Todo va bien, soy un amigo.» Esoresultaba tranquilizador, aunque dabala impresión de que todo el rato sesaltaba los gañidos más agudos.

Pero algo andaba mal. A pesardel tono amistoso captaba una notatensa. Y aunque aquel lobo rarosonreía, el lobezno no sabía decir siera una sonrisa sincera.

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La bienvenida del lobeznocambió y se convirtió en unlloriqueo.

«¿Me estás cazando? ¿Porqué?»

«No, no», le llegó aquel sonidoentre gañido y aullido amistoso perono amistoso.

Entonces el lobo raro dejó degañir y aullar y avanzó en medio deun silencio aterrador.

Sin fuerzas para correr, ellobezno retrocedió.

El lobo raro se abalanzó, cogióal lobezno por el pescuezo y lo

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levantó en alto.Débilmente, el lobezno meneó

la cola para rechazar un ataque.El lobo raro levantó la otra pata

delantera y oprimió con una garragigantesca la barriga del lobato.

Éste soltó un gañido y, con unamueca de terror, metió la cola entrelas patas.

Pero el lobo raro tambiénestaba asustado. Le temblaban laspatas delanteras y tragaba saliva yenseñaba los dientes. El lobeznocaptó soledad, incertidumbre y dolor.

De pronto el lobo raro tragó

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saliva otra vez y apartó de un tirón suenorme garra del vientre del lobezno.Entonces se sentó pesadamente en elbarro y estrechó al cachorro contra elpecho.

El terror del lobato sedesvaneció, pues a través del extrañopellejo sin pelo que olía más a nolobo que a lobo, oyó un consoladorgolpeteo, como el sonido quepercibía cuando se le subía encima asu padre para dormir un poco.

El lobezno se escabulló delabrazo del lobo raro, le apoyó laspatas delanteras en el pecho y se

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sostuvo sobre las de atrás. Entoncesempezó a lamerle el hocico.

Molesto, el lobo raro lo apartóde un empujón, y el lobato cayó haciaatrás. Sin dejarse intimidar, seincorporó para sentarse y alzar lamirada hacia el lobo raro.

¡Vaya cara tan extraña, tan planay sin pelo tenía! Los labios no erannegros, como los de un auténticolobo, sino pálidos; y las orejastambién eran pálidas, ¡y no semovían! Pero los ojos eran de un grisplateado y estaban llenos de luz: eranlos ojos de un lobo.

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El lobezno se encontraba mejorde lo que se había sentido desde quehabía llegado el Agua Rápida. Habíahallado a un hermano de carnada.

Torak estaba furioso consigomismo. ¿Por qué no había matado allobezno? ¿Qué iba a comer ahora?

El cachorro le dio un golpe conel hocico en las costillas magulladasque lo hizo gemir.

— ¡Lárgate! — exclamóapartándolo de una patada— . ¡No tequiero conmigo! ¿Me entiendes? ¡Nome sirves para nada! ¡Lárgate ya!

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Ni siquiera intentó decírselo enla lengua de los lobos porque sehabía dado cuenta de que no lahablaba muy bien. Tan sólo conocíalos gestos más simples y cómo seformaban algunos sonidos. Pero ellobezno lo comprendió. De modo quese alejó trotando unos cuantos pasos,y después se sentó y lo miróesperanzado mientras barría el suelocon la cola.

Torak se puso en pie… y semareó. Tenía que comer algo cuantoantes.

Paseó la vista por la ribera del

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río en busca de comida, pero sólovio a los lobos muertos, y olíandemasiado mal para pensar encomérselos. Torak se dejó llevar porla desesperación. El sol estabadescendiendo en el cielo. ¿Qué debíahacer? ¿Acampar ahí? Pero ¿quéhabía pasado con el oso? ¿Habríaacabado con Pa e iría tras él?

Algo se le retorciódolorosamente en el pecho.

«No pienses en Pa. Piensa enqué vas a hacer. Si el oso te hubieseseguido, ya te habría alcanzado. Asíque a lo mejor estás a salvo aquí, al

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menos por esta noche.»Los cuerpos de los lobos eran

demasiado pesados para arrastrarlos,de manera que decidió acampar unpoco más río arriba. Antes, sinembargo, utilizaría uno de loscuerpos muertos como carnaza parauna trampa, con la esperanza deatrapar durante la noche algo quecomer.

Le costó mucho esfuerzo montarla trampa: apoyó una roca planacontra un palo, y luego apuntaló éstecon otro palo cruzado que actuaría dedesencadenante. Si tenía suerte,

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podía aparecer un zorro durante lanoche que hiciera caer la piedra. Nosupondría una delicia, pero seríamejor que nada.

Acababa de terminar cuando ellobezno se acercó trotando y olfateóla trampa con gesto inquisitivo.Torak lo agarró del hocico y se loaplastó contra el suelo.

— No — dijo con firmeza— .¡No te acerques!

El lobezno se retorció paraliberarse y retrocedió con aireofendido.

«Más vale ofendido que

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muerto», pensó Torak.Sabía que había sido injusto

porque debería haber gruñidoprimero para avisar al cachorro queno se acercara, y sólo si no le hacíacaso agarrarlo del hocico. Peroestaba demasiado cansado parapreocuparse por algo así.

Además, ¿por qué se habíamolestado siquiera en avisarlo? ¿Quémás le daba si el lobezno seacercaba vacilante durante la noche yacababa aplastado? ¿Qué leimportaba si lo entendía o no, o porqué? ¿De qué le serviría que lo

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hiciera?Se levantó, y casi se le doblaron

las rodillas.«Olvídate del lobezno.

Encuentra algo de comer.» Se obligóa trepar por la cuesta que había trasla gran roca roja en busca de morasboreales. Cuando llegó arriba, seacordó de que esas moras crecían enpáramos y pantanos, pero no enbosques de abedules, y que de todasformas ya no era temporada.

Torak advirtió que en ciertospuntos el terreno estaba alfombradode excrementos de urogallo, de forma

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que dispuso algunos cepos hechoscon hierbas retorcidas: dos cerca delsuelo, y dos más en las ramas bajaspor las que a veces correteaban esasaves, teniendo buen cuidado deocultarlos con hojas para que no losvieran. Entonces regresó al río.

Sabía que estaba demasiadomareado para pescar un pezatravesándolo con una lanzaimprovisada, así que dispuso unahilera de anzuelos que consistían enespinas de zarza con caracoles deagua como cebo. A continuaciónechó a andar río arriba en busca de

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bayas y raíces.Durante un rato el lobezno lo

siguió; luego se sentó y empezó amaullar pidiéndole que volviera. Noquería dejar a su manada.

«Estupendo — se dijo Torak— . Quédate ahí. No quiero que memolestes.»

Mientras buscaba, el soldescendió aún más y el aire sevolvió cortante. El jubón le refulgíacon el neblinoso aliento del Bosque.Pensó vagamente que debería estarconstruyéndose un refugio en lugar debuscar comida, pero desechó la idea.

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Al final encontró un puñado decamarinas y las engulló, despuésunos pocos arándanos rojos, un parde caracoles y unos cuantos hongosde la ciénaga, que tenían algunosgusanos, pero no sabían del todo mal.

Ya era casi oscuro cuando tuvoun golpe de suerte y encontró unamata de castañuelas. Con un paloafilado cavó cuidadosamentesiguiendo los retorcidos tallos hastala pequeña y nudosa raíz. Masticó laprimera; tenía un sabor dulce y anuez, pero apenas daba para unbocado. Tras mucho cavar de forma

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agotadora, consiguió desenterrarcuatro más; se comió dos y se guardólas otras dos en el jubón para mástarde.

Con un poco de comida en suinterior, volvió a recuperar algo defuerza en los miembros, perocontinuaba teniendo la menteextrañamente confusa.

«¿Qué hago ahora? — sepreguntó— . ¿Por qué me resulta tandifícil pensar?» El refugio. Eso era.Luego un fuego. Luego dormir.

El lobezno lo estaba esperandoen el claro. Temblando y dando

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gañidos de placer, se arrojó sobre élcon una gran sonrisa de lobo. Nosólo arrugó el hocico y enseñó losdientes, sino que le sonrió con todoel cuerpo: estiró las orejas haciaatrás y ladeó la cabeza, meneó lacola y movió las patas delanteras, ydio grandes saltos en el aire,haciendo cabriolas.

Torak se sintió mareado alobservarlo, así que no le hizo caso.Además, tenía que construir unrefugio.

Miró alrededor en busca deramas secas, pero la riada se lo

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había llevado casi todo. De modoque tendría que cortar algunosarbolillos, si es que aún teníafuerzas.

Sacó el hacha del cinturón, sedirigió a un grupo de abedules yapoyó una mano sobre el máspequeño. Musitó una rápidaadvertencia al espíritu del árbol paraque encontrara otro hogar enseguida,y empezó a talar.

El esfuerzo hizo que la cabezale diera vueltas, al tiempo que el tajoen el brazo le palpitaba ferozmente.Pero se esforzó en continuar talando.

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Se hallaba en una especie deoscuro e interminable túnel en quedebía talar y arrancar ramas y volvera talar aún más. Pero cuando losbrazos se le habían vuelto tan flojoscomo el agua y ya no pudo continuar,comprobó con alarma que sólo habíaconseguido cortar dos enclenquesabedules y un raquítico abeto rojo.

Tendría que apañarse con eso.Juntó los arbolillos y los amarró

con una raíz de abeto rojo paraformar un burdo cobertizo bajo, locubrió por tres lados con ramas deabeto y metió dentro unas cuantas

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para tenderse sobre ellas.El resultado fue bastante

desastroso, pero le serviría. No teníafuerzas para impermeabilizarlo conlimo y hojas, así que si llovía tendríaque confiar en que el saco paradormir lo mantendría seco, y rogarpor que el espíritu del río no enviaraotra riada, puesto que habíaconstruido el refugio demasiadocerca del agua.

Mientras masticaba otracastañuela, paseó la vista por elclaro en busca de leña. Pero encuanto se hubo tragado la castaña, las

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tripas le dieron un vuelco y lavomitó.

El lobezno soltó un gañido dealegría y se zampó el vómito.

«¿Por qué he hecho eso? — sepreguntó Torak— . ¿Habré comidoun hongo malo?»

Pero no le pareció que se tratarade un hongo malo. Debía de ser otracosa. Estaba sudando y temblando y,aunque no le quedaba nada quevomitar en la tripa, aún se sentíamareado.

Una horrible sospecha seapoderó de él. Se quitó el vendaje

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del antebrazo, y el miedo lo invadiócomo una niebla helada. La heridaestaba hinchada y de un rojo furioso,y olía mal. Torak notaba el calor queemanaba de ella. Al tocarla, el dolorfue como una llamarada.

Del pecho del muchacho brotóun sollozo. Estaba agotado,hambriento y asustado, y necesitabadesesperadamente a Pa. Y ahoratenía un nuevo enemigo: la fiebre.

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Torak tenía que hacer un fuego.

Era una carrera entre él y la fiebre, yel premio era su propia vida.

Hurgó en el cinturón en buscade la bolsita de la yesca. Las manosle temblaban al sacar unas tirillas de

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corteza de abedul, y todo el rato se lecaía el pedernal y no conseguía unsolo golpe certero. Gruñía defrustración cuando finalmenteconsiguió que prendiera una chispa.

Una vez que tuvo el fuegoencendido, continuaba temblando deforma incontrolada y apenas sentía elcalor de las llamas. Los ruidosretumbaban con una intensidad fuerade lo corriente: el gorgoteo del río,el ulular de un búho y los famélicosgañidos del exasperante lobezno.¿Por qué el animal no lo dejaba enpaz?

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Se acercó tambaleante al ríopara beber agua. Justo a tiempo,recordó que Pa le había dicho que nose inclinara demasiado: «Cuandoestés enfermo, nunca veas reflejadatu alma del nombre en el agua. Verlahará que te marees. Podrías caerte yahogarte.»

Con los ojos cerrados, bebióhasta hartarse, y luego trastabilló devuelta al refugio. Necesitabadescansar, pero sabía que primerotenía que ocuparse de su brazo, o nole quedaría ninguna oportunidad.

Cogió un poco de corteza de

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sauce seca de la bolsa de losremedios y la mordisqueó, perosintió náuseas por su sabor amargo yarenoso. Se embadurnó el antebrazocon la pasta obtenida y volvió avendarlo con la albura de abedul. Eldolor fue tan intenso que casi sedesmayó. Apenas pudo quitarse lasbotas y reptar hasta meterse en elsaco. El lobezno trató de metersetambién, pero Torak lo apartó de unempujón.

Con desánimo y castañeteándolelos dientes, Torak observó que ellobezno se acercaba al fuego y lo

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estudiaba con curiosidad. El animalextendió entonces una larga pata grisy dio unos golpecitos con ella sobrelas llamas, pero retrocedió de unsalto con un gañido de indignación.

— Lo tienes bien empleado— musitó Torak.

El lobezno se sacudió ydesapareció en la penumbra.

Torak se hizo un ovillo paraacunarse el brazo palpitante y pensaramargamente en el tremendo apuro enque se había metido.

Toda la vida había vivido en elBosque con Pa; acampaban durante

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un par de noches para después seguircaminando. Conocía las reglas:«Nunca escatimes a la hora deconstruir un refugio. Nunca empleesmás esfuerzo del necesario en labúsqueda de comida. Nunca dejespara muy tarde el momento deacampar.»

Se llevó la mano sana a lostatuajes del clan para acariciar el parde finas líneas punteadas que ledibujaban cada pómulo. Cuando éltenía siete años, Pa se los habíahecho frotándole jugo de gayuba enla piel perforada.

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«No los mereces — se dijoTorak— . Si mueres, será culpatuya.»

Una vez más sintió que el pechose le encogía de pena. Jamás en suvida había dormido solo. Nunca sinPa. Por primera vez la mano de supadre, áspera pero delicada, no ledaba las buenas noches. Ni captabael familiar olor a ante y sudor.

Empezó a notar escozor en losojos. Los cerró con esfuerzo y sesumió en un sueño diabólico.

Camina hundido hasta la rodillaen el musgo intentando escapar del

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oso. Los gritos de su padre leresuenan en los oídos. El oso vienepor él.

Trata de correr, pero sólo sehunde todavía más en el musgo. Éstelo absorbe. Su padre grita.

Los ojos del oso arden con elfuego letal del Otro Mundo, el fuegodemoníaco. El animal se yerguesobre las patas de atrás: unaimponente amenaza,inconcebiblemente enorme. Lasgrandes mandíbulas se abren de paren par cuando ruge su odio hacia laluna…

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Torak despertó con un alarido.Los últimos rugidos del oso

resonaban aún a través del Bosque.No eran un sueño. Eran reales.

Torak contuvo el aliento. Vio laluz azul de la luna a través de lasrendijas del refugio y observó que elfuego casi se había extinguido. Elmuchacho sintió los latidos de supropio corazón.

Una vez más, el Bosque seestremeció. Los árboles se quedaroninmóviles para escuchar. Pero en esaocasión Torak se dio cuenta de quelos rugidos venían de lejos, de

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muchos días andando hacia el oeste.Exhaló el aire muy despacio.

A la entrada del refugio, ellobezno estaba sentadocontemplándolo. Los ojos rasgadosdel cachorro eran de un extraño tonodorado oscuro. «Ámbar», se dijoTorak al acordarse del pequeñoamuleto que Pa había llevado en unatira de piel en torno al cuello.

Esa coincidencia se le antojóextrañamente tranquilizadora. Almenos no estaba solo.

A medida que los latidos de sucorazón volvían a la normalidad, el

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dolor producido por la fiebre loinvadía de nuevo; la piel le ardía ysentía el cráneo a punto de estallar.Luchó por sacar más corteza desauce de la bolsa de los remedios,pero la dejó caer y no consiguióencontrarla en la penumbra. Cogiócon esfuerzo otra rama para echarlaal fuego y volvió a tendersejadeando.

No podía quitarse aquellosrugidos de la cabeza. Pero ¿dóndeestaba ahora el oso? El claro de loscaballos muertos se hallaba más alnorte del río donde el animal había

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atacado a Pa, pero el oso parecíaestar ahora hacia el oeste.¿Continuaría dirigiéndose hacia esepunto? ¿O habría captado el olor deTorak y habría regresado? ¿Cuántotiempo pasaría hasta que llegara adonde estaba y lo encontraraindefenso y enfermo?

Una voz tranquila y firmepareció susurrarle en la mente, casicomo si Pa estuviese con él: «Si eloso vuelve, el lobezno te avisará.Recuerda, Torak: el olfato de un loboes tan agudo que puede oler elaliento de un pez, y su oído es tan

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fino que puede oír pasar una nube.»«Sí — se dijo Torak— , el

lobezno me avisará. Algo es algo.Quiero morir con los ojos abiertos,enfrentándome al oso como unhombre. Como Pa.» En algún lugaren la lejanía, ladró un perro. No eraun lobo, sino un perro.

Torak frunció el entrecejo. Losperros significaban gente, pero nohabía gente en esa parte del Bosque.

¿O sí la había?Se hundió de nuevo en la

oscuridad. De vuelta a las garras deloso.

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Casi había oscurecido cuando

Torak se despertó. Había dormidotodo el día.

Se sentía débil y muerto de sed,pero la herida estaba más fría y le

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dolía mucho menos. La fiebre habíadesaparecido.

Y el lobezno también.A Torak le extrañó que le

preocupara la desaparición delanimal. Pero ¿por qué tenía quepreocuparse? El lobezno nosignificaba nada para él.

Se acercó a trompicones al río ybebió, y luego reavivó el fuego casiextinguido con más leña. El esfuerzolo dejó tembloroso. Descansó unpoco y se comió la última castañuelay unas cuantas hojas de acedera queencontró en la ribera del río. Estaban

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duras y muy amargas, pero lofortalecieron.

El lobezno seguía sin aparecer.Consideró la posibilidad de

llamarlo con un aullido. Pero, siacudía, no haría sino pedirle comida.Además, si aullaba podía atraer aloso. De manera que, en lugar dellamar al cachorro, se puso las botasy fue a echar un vistazo a lastrampas.

Los anzuelos estaban vacíos aexcepción de uno, que sujetaba laraspa de un pequeño pez que habíandejado limpia a mordiscos. En

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cambio tuvo más suerte con loscepos, pues en uno de ellos habíaatrapado un urogallo que forcejeabadébilmente. ¡Carne!

Musitando un rápidoagradecimiento al espíritu del ave,Torak le retorció el pescuezo, leabrió de un tajo el vientre y engullóde un trago el hígado, crudo ycaliente. Tenía un sabor amargo yviscoso, pero tenía demasiadahambre para que le importara.

Sintiéndose ligeramente mejor,se ató el urogallo al cinturón y sedirigió a comprobar la trampa de la

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piedra.Para su alivio, no contenía un

lobezno muerto, sino que éste sehallaba sentado junto a su madrepropinando golpecitos con una pataal apestoso cuerpo muerto. Alacercarse Torak, empezó a dirigirsehacia él, pero se detuvo y volvió amirar a la loba mientras emitíagañidos de indignación. Quería queTorak arreglara esa situación.

Torak suspiró. ¿Cómo podíaexplicarle lo que era la muerte si niél mismo lo comprendía?

— Vamos — dijo sin

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molestarse en hablar lobo.Las grandes orejas del lobezno

giraron para captar el sonido.— Aquí no hay nada — insistió

Torak con impaciencia— . Vámonos.De vuelta en el refugio,

desplumó el urogallo, lo ensartó y lodispuso sobre el fuego para asarlo.El lobezno se abalanzó hacia él, peroTorak lo agarró del hocico y se loaplastó contra el suelo.

— ¡No! — refunfuñó— . ¡Esmío!

El lobezno obedeció y se quedóinmóvil dando golpetazos con la

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cola. Cuando Torak le soltó elhocico, el animal rodó hasta quedarcon la pálida y sedosa barriga haciaarriba y esbozó una silenciosasonrisa a modo de disculpa. Entoncesse alejó correteando para quedarse acierta distancia, con la cabezacortésmente gacha.

Torak asintió, satisfecho. Ellobezno tenía que aprender que él erael jefe de la manada, o en el futurotendrían interminables problemas.

«Pero ¿en qué futuro?», se dijocon el entrecejo fruncido. Su futurono incluía al lobezno.

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El olor a carne asada le impidiópensar en cualquier otra cosa. Lagrasa chisporroteaba sobre el fuego,y se le hizo la boca agua.Rápidamente, arrancó una pata delurogallo, la insertó en la horqueta deun abedul a modo de ofrenda para elguardián de su clan, y se dispuso acomer.

Era lo mejor que había probadojamás. Succiono cada pedazo decarne y de grasa de los huesos ymascó cada bocado de piel, crujientey salada. Y se esforzó por ignoraraquellos grandes ojos ambarinos que

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observaban cada mordisco que daba.Cuando hubo acabado, se

enjugó la boca con el dorso de lamano. El lobezno seguía con la vistatodos sus movimientos.

Torak exhaló profundamente.— Bueno, está bien — musitó.

Arrancó la pata que quedaba delcuerpo del urogallo y se la arrojó.

El lobezno se la zampó en unosinstantes. Después miró a Torakesperanzado.

— No tengo más — le dijoTorak.

El lobezno soltó un gañido

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impaciente y se quedó mirandofijamente los restos que el muchachotenía en las manos.

Torak había dejado los huesoslimpios, pero aún podría obtener deellos agujas, anzuelos de pesca ycaldo; aunque, sin un pellejo paracocinar, no podría hacer ningúncaldo.

Con la sensación de que bienpodía estar buscándose problemas, learrojó la mitad de los huesos allobezno.

El animal los trituró con suspoderosas mandíbulas, y a

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continuación se hizo un ovillo y sedurmió de inmediato: era una bola decálido pelaje gris que respirabasuavemente.

Torak también deseaba dormir,pero sabía que no podía hacerlo. Sequedó sentado mirando el fuego amedida que caía la noche y llegaba elfrío. Ahora que se había librado dela fiebre y había comido algo decarne, podía reflexionar por fin conla mente despejada.

Pensó en el claro de loscaballos muertos y en los ojosdemoníacos del oso.

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«Está poseído — había dichoPa— . Algún demonio ha entrado enél y lo ha vuelto malvado.»

«Pero ¿qué es en realidad undemonio?», se preguntó Torak. No losabía. Sólo sabía que los demoniosodian a todo ser vivo y que a vecesescapan del Otro Mundo para surgirde la tierra y provocar enfermedadesy destrucción.

Mientras pensaba en eso se diocuenta de que, aunque tenía bastantesconocimientos sobre cazadores ypresas, sobre linces y glotones, urosy caballos y ciervos, ignoraba

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muchas cosas sobre las demáscriaturas del Bosque.

Lo único que sabía era que losguardianes de los clanes vigilan loscampamentos, y que los fantasmasgimen en los árboles sin hojas lasnoches de tormenta, en su eternabúsqueda del clan que han perdido.También sabía que la Gente Ocultavive dentro de las rocas y los ríos, aligual que los clanes viven enrefugios, y que esos seres parecenhermosos hasta que te dan la espalda,que la tienen tan hueca como un árbolpodrido.

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En cuanto al Espíritu delMundo, que envía la lluvia y la nievey las presas… de eso era de lo quemenos sabía Torak. Hasta entonces nisiquiera se había detenido a pensaren ese tema. Era algo demasiadoremoto: un espírituinconcebiblemente poderoso quehabitaba muy lejos, en su Montaña;un espíritu al que nadie había vistojamás, pero del que se decía que enverano aparecía como un hombre conla cornamenta de un ciervo, y eninvierno como una mujer con lasramas desnudas de un sauce rojo por

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cabello.Torak apoyó la cabeza en las

rodillas. El peso de su juramento aPa lo oprimía como una roca.

De pronto el lobezno dio unrespingo y emitió un gruñido tenso.

Torak se puso en pie de unsalto.

Los ojos del lobezno estabanfijos en la oscuridad; tenía las orejastiesas y el pelo del lomo erizado.Entonces se alejó como un rayo de laluz del fuego y desapareció.

Torak se quedó muy quieto, conla mano en el cuchillo de Pa. Sintió

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que los árboles lo observaban y losoyó susurrarse unos a otros.

En algún lugar no muy lejos deallí, un petirrojo empezó a entonar sulastimero canto nocturno. El lobeznoreapareció, con las orejas gachas yuna leve sonrisa en el suave hocico.

Torak relajó los dedos queaferraban el cuchillo. Fuera lo quefuese lo que había en el exterior, o sehabía marchado o no representabauna amenaza. De haber estado cercael oso, el petirrojo no habríacantado. Torak lo sabía muy bien.

El muchacho volvió a sentarse.

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«Tienes que encontrar laMontaña del Espíritu del Mundoantes de la próxima luna», se dijo.Eso era lo que había dicho Pa.

«Cuando el ojo rojo está en lomás alto… es cuando los demoniosson más poderosos. Tú ya lo sabes.»«Sí, lo sé — pensó Torak— . Sé lodel ojo rojo. Lo he visto.» Cadaotoño, el Gran Uro, un torogigantesco y el demonio máspoderoso del Otro Mundo, huyehacia el cielo nocturno. Al principiotiene la cabeza gacha porque estápiafando, de manera que sólo se ve

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el resplandor estrellado de su lomo.Pero a medida que se acerca elinvierno, se yergue y se vuelve másfuerte. Y entonces se le ven losrelucientes cuernos y el ojo rojoinyectado en sangre, la estrella rojadel invierno.

Y durante la Luna del SauceRojo, cabalga en lo más alto, y elmal es más poderoso. Es entoncescuando los demonios caminan. «Esentonces cuando el oso seráinvencible.» Al alzar la mirada através de las ramas, Torak vio el fríotitilar de las estrellas. Y exactamente

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encima de la distante negrura de lasMontañas Altas, en el horizonteoriental, descubrió el estrelladolomo del Gran Uro.

Se acercaba el final de la Lunade los Venados Rugientes. En la lunasiguiente, la Luna del Endrino,aparecería el ojo rojo, y el poder deloso aumentaría. Y cuando llegara laLuna del Sauce Rojo, seríainvencible.

«Dirígete al norte — habíadicho Pa— . A muchos días decamino.» Torak no quería ir más alnorte porque lo conduciría más allá

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de la pequeña zona del Bosque queconocía, y se internaría en lodesconocido. Sin embargo, Pa debíade creer que tenía algunaposibilidad, o de lo contrario no lehabría hecho jurar.

Tendió la mano para coger unpalo y removió las brasas.

Sabía que las Montañas Altasquedaban lejos hacia el este, másallá del Bosque Profundo, y quetrazaban una curva de norte a sur alarquearse en el confín del Bosque,como el espinazo de una ballenagigantesca. Y también sabía que se

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decía que el Espíritu del Mundovivía en la montaña más al norte.Pero nadie había llegado nunca aaproximarse a ella, pues el Espíritusiempre los hacía retroceder conventiscas huracanadas y traicionerosdesprendimientos de rocas.

Torak había estado todo el díahuyendo hacia el norte, pero aún sehallaba a la altura del extremomeridional de las Montañas Altas, yno tenía ni idea de cómo iba a llegartan lejos por sí solo. Todavía sesentía débil a causa de la fiebre y noestaba en condiciones de iniciar un

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viaje.«Pues no lo hagas — se dijo— .

No tropieces dos veces con la mismapiedra: no te dejes llevar por elpánico hasta casi matarte por puraestupidez. Quédate aquí al menosotro día. Ponte más fuerte y despuésemprende el camino.» Tomar unadecisión hizo que se sintiera un pocomejor.

Añadió más ramas al fuego ycomprobó, sorprendido, que ellobezno estaba observándolo. Losojos del animal lo miraban con fijezay no parecían los de un lobezno; eran

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los ojos de un lobo.Una vez más, la voz de Pa

resonó en sus recuerdos:«Los ojos de un lobo son

distintos de los de cualquier otracriatura, a excepción de los delhombre. Los lobos son nuestroshermanos más cercanos, Torak, y seles nota en los ojos. La únicadiferencia es el color. Los suyos sondorados, mientras que los nuestrosson grises. Pero eso el lobo no lo veporque su mundo no tiene colores.Sólo percibe los plateados y losgrises.»

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Torak le había preguntado cómosabía todo eso, pero Pa habíasonreído, había negado con la cabezay le había dicho que se lo explicaríacuando fuera mayor. Había montonesde cosas que iba a explicarle cuandofuera mayor.

Frunció el entrecejo y se frotóla cara.

El lobezno continuabamirándolo.

El cachorro ya tenía algo de labelleza de un lobo adulto: el finohocico gris pálido, las grandes orejasplateadas y ribeteadas de negro y

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unos ojos elegantes, perfilados enoscuro.

Aquellos ojos… tan claroscomo la luz del sol en el agua de unmanantial.

De pronto Torak tuvo lasensación de que el lobezno sabía loque él estaba pensando.

«Más que otros cazadores en elBosque — le susurró Pa en la mente— , los lobos se parecen a nosotros:cazan en manada; disfrutan de lacharla y del juego; sienten un amorintenso por sus compañeros y por suscrías, y cada lobo se esfuerza por el

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bien de la manada.» Torak se sentómás derecho. ¿Sería eso lo que Pahabía tratado de decirle?

«Tu guía te encontrará.» ¿Eraposible que el lobezno fuera su guía?

Decidió ponerlo a prueba.Aclarándose la garganta, se puso acuatro patas, y como no sabía decir«montaña» en la lengua de los lobos,se lo inventó: haciendo gestos con lacabeza y emitiendo por lo bajo esosgañidos y aullidos que forman partedel lenguaje lobuno, le preguntó siconocía el camino.

El lobezno hizo girar las orejas

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y lo miró, para luego apartar la vista,pues en el lenguaje de los lobosmirar demasiado fijo entraña unaamenaza. Entonces el lobezno seincorporó, se estiró y meneóperezosamente la cola.

Nada en los movimientos delanimal le reveló a Torak que habíaentendido su pregunta. Volvía a sersimplemente un lobezno.

¿O no?¿Podía en realidad haberse

imaginado la mirada del cachorro?

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6

Habían pasado muchas Luces y

Penumbras desde que Alto Sin Colahabía llegado.

Al principio dormíaconstantemente, pero ahora ya secomportaba más como un lobo

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normal. Si estaba triste, permanecíaen silencio, y si estaba enfadado,gruñía. Le gustaba jugar al corre quete pillo con un pedazo de piel deliebre, y cuando el lobezno le saltabaencima, rodaba por la tierraprofiriendo esos extraños gañidosque el lobezno sospechaba que eranla forma que tenía de reírse.

A veces Alto Sin Cola se uníaal lobezno en un aullido, y los dos lecantaban sus sentimientos al Bosque.El aullido de Alto Sin Cola era roncoy no muy afinado, pero estaba llenode emoción.

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El resto de su charla era igual:tosca pero expresiva. Por supuestoque no tenía cola, ni podía mover lasorejas o erizar el pelaje, ni llegar alos gañidos más altos, pero por logeneral conseguía hacerse entender.

Así pues, en muchos sentidosera exactamente igual que cualquierotro lobo, aunque no en todo.

El pobre Alto Sin Cola apenaspodía oler u oír siquiera, y durante laPenumbra le gustaba mirar fijamentela Bestia Brillante que MuerdeCaliente. Más de una vez, la habíapisado sin querer con las patas

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traseras, y en una terrible ocasiónhabía tenido que apartar el pellejo.Lo más raro de todo era que sepasaba la vida durmiendo. Por lovisto no sabía que un lobo debedormir sólo a ratos y que ha delevantarse con frecuencia paraestirarse y dar vueltas, de maneraque esté preparado para cualquiercosa.

El lobezno trató de enseñarle aAlto Sin Cola a despertarse más amenudo dándole empujones con elhocico y mordiéndole las orejas.Pero en lugar de mostrarse

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agradecido, Alto Sin Cola no hizosino enfadarse mucho. Al final ellobezno lo dejó dormir; y cuandollegó la Luz siguiente, Alto Sin Colase levantó tras un sueñoridículamente largo, y de un malhumor horroroso. Bueno, y quéesperaba, si no había dejado que suhermano de carnada lo despertara.

Ese día, sin embargo, Alto SinCola se había levantado antes de laLuz y con un estado de ánimo muydistinto. El lobezno sentía sunerviosismo.

Con curiosidad, el lobezno

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observó que Alto Sin Cola echaba aandar por el sendero que discurríaagua arriba. ¿Iría de caza?

El lobezno lo siguió dandosaltos, pero de repente soltó ungañido para que se detuviera. Eso noera una cacería. Y Alto Sin Cola seestaba equivocando de camino.

No era sólo que estuvierasiguiendo el Agua Rápida, que era loque el lobezno más odiaba y temía,sino que ése era el caminoequivocado porque… pues porque noera el correcto. El camino correctose hallaba subiendo la colina y luego

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se prolongaba durante muchas Lucesy Penumbras.

El lobezno no sabía cómo sabíaeso, pero lo sentía en su interior: erauna fuerza débil y profunda que loatraía, como la fuerza de la Guaridacuando se había alejado demasiadode ella; aunque era más débil porquevenía de muy lejos.

Más adelante, Alto Sin Colaseguía caminando sin darse cuenta.

El lobezno profirió un «¡Uff!»de advertencia en tono grave, comohacía su madre cuando quería que lacarnada volviera a la Guarida de

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inmediato.Alto Sin Cola se giró y preguntó

algo en su propio lenguaje. Sonócomo «¿Quépassa?» — ¡Uff! — soltóel lobezno. Trotó hasta el pie de lacolina y se quedó mirando el caminocorrecto. Entonces dirigió la vistahacia Alto Sin Cola, y de nuevo alcamino: «Es por aquí. No por ahí.»

Impaciente, Alto Sin Colarepitió la pregunta. El lobeznoesperó a que captara lo que le decía.

Alto Sin Cola se rascó lacabeza, dijo algo más en la lengua delos sin cola, y entonces empezó a

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retroceder hacia el lobezno.

Torak observó que el cuerpo deLobo se ponía en tensión.

Las orejas de Lobo se movieronhacia delante y su negro hocico seestremeció. Torak siguió su mirada.Sin embargo, no pudo ver nada através de la maraña de avellanos yadelfillas, pero estaba seguro de queel corzo estaba allí, porque Lobosabía que así era, y Torak habíaaprendido a confiar en él.

Lobo alzó la vista hacia Torak,aunque apenas fijó sus ambarinos

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ojos en los del chico, y despuésvolvió a concentrarse en el Bosque.

Silenciosamente, Torak arrancóun diente de león y lo deshizo con lauña del pulgar para dejar que lasminúsculas semillas flotaran en labrisa. Estupendo. El viento seguíasoplando en contra, de modo que elcorzo no captaría el olor de suscuerpos. Además, antes de partir,Torak había disimulado su olorfrotándose la piel con ceniza de leña,como hacía siempre.

Sin hacer ruido, sacó una flechadel carcaj y la colocó en el arco. No

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se trataba más que de un pequeñocorzo, pero si lograba abatirlosupondría la primera presa deenvergadura que conseguía por símismo. La necesitaba. Las presaseran mucho más escasas de lo quedeberían serlo en aquella época delaño.

El lobezno agachó la cabeza.Torak se agazapó.Avanzaron con sigilo los dos

juntos.Llevaban todo el día rastreando

al corzo; Torak le había seguido lapista de ramitas arrancadas y huellas

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de pezuñas hendidas, tratando desentir lo que el animal sentía, y deadivinar adónde se dirigía.

«Para seguirle el rastro a unapresa, primero debes aprender aconocerla como lo harías con unhermano. Has de saber qué come, ycuándo y cómo lo hace; dóndedescansa y cómo se mueve.» Pa lehabía enseñado bien. Torak sabíacómo seguir un rastro: uno debedetenerse con frecuencia a escuchar yha de abrir los sentidos a lo que elBosque le dice…

En ese momento, estaba

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convencido de que el corzo se estabacansando, pues en las primeras horasdel día las huellas de cada pezuñahabían sido profundas y estabanseparadas unas de otras, lo cualsignificaba que iba al galope. Encambio, ahora las huellas eran mássuperficiales y estaban más juntas;había aminorado el paso.

Debía de estar hambrientoporque no había tenido tiempo depastar, y también sediento porque sehabía mantenido al abrigo de losmatorrales más densos, donde nohabía agua.

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Torak miró alrededor en buscade indicios de un arroyo. Hacia eloeste a través de los avellanos, unostreinta pasos más allá del sendero,vislumbró un grupo de alisos, quesólo crecen cerca del agua. Era ahíadonde debía de dirigirse el corzo.

Con mucha suavidad, él y ellobezno avanzaron a través de laespesura. Al llevarse una manoahuecada a la oreja, Torak captó elleve murmullo del agua.

De pronto Lobo se quedóinmóvil con las orejas apuntandohacia delante y una pata delantera

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levantada.Sí. Ahí estaba, al otro lado de

los alisos. El corzo se habíainclinado para beber agua.

Cautelosamente, Torak apuntócon el arco.

El corzo levantó la cabeza,mientras el agua le goteaba delhocico.

Torak lo observó olisquear elaire y vio que se le erizaba el pálidopelaje de la grupa en señal dealarma. Un instante más, y el animalhabría desaparecido. Disparó laflecha.

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Ésta se clavó con un ruidosordo entre las costillas del corzo,por detrás de la paletilla. Con unelegante estremecimiento, el corzodobló las rodillas y cayó al suelo.

Torak soltó un grito y se abriópaso hacia él a través de la espesura.Lobo corrió con él y lo ganó confacilidad, pero se detuvo para dejarque Torak lo alcanzara. El lobeznoestaba aprendiendo a respetar al jefede la manada.

Jadeando, Torak se detuvo juntoal corzo que aún respiraba, pero lamuerte estaba cercana. Las tres almas

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del animal estaban a punto deabandonarlo.

Torak tragó saliva. Ahora debíallevar a cabo lo que había vistohacer a Pa incontables veces. Peropara él sería la primera vez, y teníaque hacerlo bien.

Arrodillándose junto al corzo,tendió una mano y le acariciósuavemente el áspero y sudorosocarrillo. El corzo yació tranquilobajo la palma del chico.

— Lo has hecho bien — le dijoTorak. Su voz sonaba torpe— . Hassido valiente y listo, y has aguantado

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todo el día. Te prometo quemantendré el pacto con el Espíritudel Mundo y te trataré con respeto.Ahora, vete en paz.

Observó cómo la muertevidriaba el ojo, grande y oscuro.

Se sintió agradecido para con elcorzo, pero también orgulloso de símismo. Ésa era su primera presaimportante. Dondequiera queestuviese Pa en su Viaje a la Muerte,se sentiría complacido.

Torak se volvió hacia Lobo yladeó la cabeza, al tiempo quearrugaba la nariz y enseñaba los

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dientes con una sonrisa lobuna.«Bien hecho, gracias.»Lobo le saltó encima y estuvo a

punto de derribarlo. Torak rió y ledio un puñado de moras de su bolsade comida, que Lobo se zampó.

Habían pasado siete días desdeque partieran del Río Rápido, yseguía sin haber rastro del oso, nihuellas, ni pelo enredado en laszarzas, ni más rugidos que sacudieranel Bosque.

Algo andaba mal, sin embargo.En esa época del año, deberíanresonar en el Bosque los bramidos

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de los ciervos rojos en celo y elentrechocar de las cornamentas ensus luchas por las hembras. Perotodo estaba en silencio. Era como siel Bosque se estuviese vaciandolentamente; como si las presashuyeran de aquella amenazainvisible.

En siete días las únicascriaturas que Torak había encontradoeran pájaros y ratones de campo, yuna vez, de forma tan inesperada quele dio un vuelco el corazón, unapartida de caza: tres hombres, dosmujeres y un perro. Por suerte, se las

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apañó para escabullirse sin que lovieran.

«Permanece alejado de loshombres — le había advertido Pa— .Si ellos descubren lo que puedeshacer…»

Torak no sabía qué significabaeso, pero sí sabía que Pa tenía razón.El chico había crecido alejado de loshombres y no quería tener nada quever con ellos. Además, ahora tenía aLobo. Cada día que pasaba secomprendían mejor el uno al otro.

Torak estaba logrando entenderque el habla de los lobos consistía en

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una compleja mezcla de gestos,miradas, olores y sonidos, y que losgestos podían hacerse con el hocico,las orejas, las patas, la cola, el lomo,el pelaje o con el cuerpo entero.Muchos de esos gestos eran muysutiles: una mera inclinación, unlevísimo movimiento. Y la mayoríade ellos no entrañaban sonidoalguno. Para entonces, Torak yaconocía muchos gestos, pero no ledaba la sensación de haber tenidoque aprenderlos. Era más bien comosi los estuviese recordando.

Aun así, era consciente de que

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había una cosa que jamás sería capazde dominar, porque él no era un lobo.Se trataba del «sentido lobuno», yera el asombroso don que tenía ellobezno de captarle los pensamientosy los cambios de humor.

Lobo también tenía sus propioscambios de humor. A veces era ellobezno que adoraba las bayas y lasmoras, o se mostraba incapaz depermanecer quieto, como aquellaocasión en que se había meneado sincesar mientras Torak celebraba unrito del nombre para él, y se habíalamido el jugo rojo de aliso con que

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el chico le había embadurnado laspatas. Al contrario que Torak, que sehabía puesto nervioso al llevar acabo un rito tan importante, noparecía que Lobo se hubieraimpresionado, sino que sólo se habíaimpacientado por que terminara deuna vez.

En otras ocasiones, sinembargo, Lobo era el guía,misteriosamente seguro del caminoque debía seguir. Pero si Toraktrataba de hacerle preguntas alrespecto, nunca le daba una respuestasatisfactoria. «Simplemente lo sé.»

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Eso era todo.En ese momento, Lobo no

estaba siendo el guía, sino ellobezno. Tenía el hocico morado dejugo de moras y emitía insistentesgañidos para que le diera más.

Torak rió y lo apartó con unapalmada.

— ¡Ya está! Tengo trabajo quehacer.

Lobo se sacudió y sonrió, y sealejó para dormir un poco.

A Torak le llevó dos díasenteros descuartizar el cuerpo delcorzo. Le había hecho una promesa al

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animal, y cumplirla significaba nodesperdiciar nada. Ése era elantiquísimo pacto entre los cazadoresy el Espíritu del Mundo. Loscazadores debían tratar a las presascon respeto, y a cambio el Espíritules mandaría más.

Era una ardua tarea, puesrequería muchos veranos de prácticaaprender a darles buen uso a laspresas. El de Torak no fue un trabajoexcelente, pero lo hizo lo mejor quepudo.

En primer lugar, rajó el vientredel corzo y cortó una tajada del

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hígado para el guardián del clan. Elresto del hígado lo cortó en tiras ylas puso a secar. Pero se apiadó deLobo y separó un trozo para él, quese lo zampó.

Luego Torak despellejó elcuerpo y quitó toda la carne de lapiel con su espátula de asta. Lavó elpellejo en una mezcla de agua concorteza de roble desmenuzada parasoltar los pelos, y después loextendió entre dos arbolillos, fueradel alcance de los saltos de Lobo. Acontinuación se dedicó a raspar elpelo de forma inexperta, pues hizo

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varios agujeros, y suavizó la pielfrotándola con los sesos del corzotriturados. Tras una última ronda enque volvió a empaparla y a secarla,obtuvo una aceptable piel sin curtirque podía utilizar para hacer cuerdase hilos de pescar.

Mientras la piel acababa desecarse, cortó la carne en finas tirasy las colgó sobre un humeante fuegode madera de abedul. Cuandoestuvieron secas, las golpeó entredos rocas para hacerlas más finas, ylas enrolló hasta formar pequeñospaquetes apretados. La carne era

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deliciosa. Cada paquetito le duraríamedio día.

Lavó entonces las tripas delcorzo, las empapó en agua de cortezade roble y las dejó secar sobre unarbusto de enebro. El estómago leserviría de odre, con la vejigatendría una bolsa de yesca derepuesto y los intestinos le seríanútiles para guardar nueces. Lospulmones le correspondían a Lobo,aunque todavía no, pues Torak losmascaría en las comidas y en lascenas, y luego los escupiría para ellobezno. Pero como no tenía un

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pellejo para cocinar en el que hacercola, dejó que Lobo disfrutara deinmediato de los cascos del animal.El lobezno jugó con ellosinfatigablemente antes de hacerlospedazos entre sus mandíbulas.

Después Torak lavó los largostendones de las patas de atrás quehabía salvado del descuartizamiento,los golpeó hasta aplanarlos y sacóestrechas fibras para utilizarlas comohilo, una vez secas y frotadas congrasa para hacerlas flexibles. Loshilos resultantes no le quedaron tanlisos ni regulares como los que solía

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hacer su padre, pero le servirían. Yeran tan resistentes que durarían másque cualquier prenda que cosiera conellos.

Finalmente, raspó los cuernos ylos huesos largos hasta dejarloslimpios, e hizo un fardo con ellospara astillarlos más tarde yconvertirlos en anzuelos de pescar,agujas y puntas de flecha.

Ya caía la tarde del segundo díacuando hubo terminado. Se sentójunto al fuego, que estaba gratamentelleno de carne, para tallar un silbatode un pedazo de hueso de urogallo

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porque necesitaba llamar de algunaforma al lobezno cuando anduviesepor ahí en uno de sus solitariospaseos, pero de una manera mássilenciosa que con un aullido. Comoaquella partida de caza aún podíaseguir en los alrededores, no podíaarriesgarse a continuar aullando.

Acabó de tallar y probó si elsilbato sonaba. Para suconsternación, no produjo sonidoalguno. Pa había elaboradoincontables silbatos exactamenteiguales que ése, y siempre producíanun claro gorjeo parecido al de un

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pájaro. ¿Por qué no sonaba el quehabía hecho él?

Frustrado, Torak volvió aintentarlo y sopló tan fuerte comopudo. Seguía sin sonar. Pero sesorprendió cuando Lobo se levantóde un salto como si lo hubiese picadoun avispón.

La mirada de Torak iba delsobresaltado lobezno al silbato.Sopló una vez más.

De nuevo no se produjo ningúnsonido. En esa ocasión Lobo profirióun leve gruñido, y luego un gemido,para demostrar que estaba molesto,

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aunque no quería pasarse de la raya yofender a Torak.

El chico le pidió perdónrascándole suavemente bajo elhocico, y el lobezno agachó lacabeza. La expresión de Lobo lo dejóbien claro: Torak no debía llamarlo amenos que pretendiese algo concretoal hacerlo.

El día siguiente amaneciódespejado y radiante, y cuandopartieron de nuevo, Torak se sintiómuy animado.

Hacía doce días que el oso

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había matado a Pa. En ese tiempoTorak había luchado contra elhambre y había derrotado a la fiebre,había encontrado a Lobo y habíacazado su primera presa importante.También había cometido muchoserrores, pero seguía vivo.

Se imaginó a su padre en elviaje a la Tierra de los Muertos, latierra en que hay flechas de sobra ycaza abundante.

«Por lo menos — se dijo— ,lleva consigo sus armas, y micuchillo que lo acompaña.» Esepensamiento suavizó un poquito su

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dolor.Torak sabía que la tristeza por

la pérdida de su padre nunca loabandonaría, que la llevaría en elpecho toda su vida, como una piedra.Pero esa mañana la piedra no se leantojaba tan pesada. Habíasobrevivido por el momento, y supadre estaría orgulloso de él.

Se sintió casi feliz mientras seabría paso entre la maleza por elsendero moteado por el sol. Un parde tordos reñían en lo alto. Ellobezno, gordo y contento, semantenía junto a él, con la peluda

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cola plateada bien alta.Gordo, contento y descuidado.Torak oyó que una ramita se

quebraba tras él en el mismo instanteen que una mano enorme le tiraba deljubón y lo levantaba en el aire.

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Tres cazadores.Tres armas de sílex, letales, que

lo apuntaban todas a la vez.A Torak le daba vueltas la

cabeza. No podía moverse ni ver aLobo.

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El hombre que lo sujetaba porel jubón era enorme. La rojiza barbaera una maraña como el nido de unpájaro; tenía una mejilla desgarradapor una fea cicatriz, y fuera lo quefuese lo que le había mordido, lehabía arrancado una oreja. En lamano libre sostenía un cuchillo conhoja de sílex, cuya punta presionabadebajo de la mandíbula de Torak.

Junto a él había un hombrejoven y alto y una chica más o menosde la misma edad de Torak. Los dostenían el pelo rojo oscuro, carastersas y despiadadas, y le apuntaban

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al corazón con flechas también desílex.

Torak trató de tragar saliva yconfió en no parecer tan asustadocomo se sentía.

— Soltadme — jadeó. Intentódarle un golpe al hombre grandote,pero falló.

— Bueno, ¡así que aquí tenemosa nuestro ladrón! — gruñó el hombregrandote, e izó a Torak más alto, tanalto que casi lo ahogó.

— Yo no soy… un ladrón— repuso Torak entre toses tratandode aferrarse el cuello.

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— Miente — dijo el joven confrialdad.

— Nos quitaste a nuestro corzo— intervino la chica, que le dijoentonces al grandullón— : Oslak,creo que lo estás ahogando.

Oslak dejó que los pies deTorak se apoyasen en el suelo, perono lo soltó y su cuchillo siguió contrael cuello del muchacho.

Con cuidado, la chica volvió acolocar la flecha en el carcaj y seechó el arco al hombro, pero el jovenno lo hizo. Por el brillo de sus ojos,era obvio que se estaba divirtiendo.

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No dudaría en disparar.Torak tosió y se frotó el cuello,

y deslizó una furtiva mano hacia elcuchillo.

— Eso me lo quedo yo — dijoOslak. Todavía sujetando a Torak, lodespojó de sus armas y se las arrojóa la chica.

Ella estudió el cuchillo de Pacon curiosidad.

— ¿También has robado esto?— ¡No! — exclamó Torak— .

Era de… mi padre. — Quedó claroque no le creían. Torak miró a lachica— . Has dicho que yo os quité

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vuestro corzo. ¿Cómo podía servuestro?

— Ésta es nuestra parte delBosque — repuso el joven.

— ¿Qué quieres decir?— preguntó Torak, perplejo— . ElBosque no le pertenece a nadie…

— Ahora sí — soltó el joven— . Se acordó que así fuera en lareunión de los clanes. A causa de…— se interrumpió, y frunció elentrecejo— . Lo que importa es quete apropiaste de nuestra presa. Esosignifica la muerte.

Torak empezó a sudar. ¿La

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muerte? ¿Cómo podía significar lamuerte apropiarse de un corzo?Tenía la boca tan seca que apenaspodía hablar.

— Si… si es el corzo lo quequeréis — dijo— , cogedlo ydejadme marchar. Está en mi fardo.He comido muy poco.

Oslak y la muchachaintercambiaron miradas, pero eljoven movió la cabeza en señal dedesprecio.

— La cosa no es tan simple.Eres mi prisionero. Oslak, átale lasmanos. Vamos a llevarlo a Fin-

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Kedinn.— ¿Dónde está eso? — quiso

saber Torak.— No es un sitio — contestó

Oslak— . Es un hombre.— ¿No sabes nada o qué? — se

burló la chica.— Fin-Kedinn es mi tío

— explicó el joven, que se puso muytieso— . Es el jefe de nuestro clan.Yo soy Hord, el hijo de su hermano.

— ¿De qué clan? ¿Adónde melleváis?

No le contestaron.Oslak le dio un empujón que lo

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hizo caer de rodillas. Mientrasforcejeaba para ponerse en pie, miróhacia atrás… y, horrorizado, vio queLobo había vuelto a buscarlo.Permanecía con aire vacilante a unosveinte pasos de ellos, olisqueando elaroma de los extraños.

No lo habían visto. ¿Qué haríansi lo descubrían? Era probable queincluso ellos respetaran la antigualey que prohibía dar muerte a otrocazador. Pero ¿y si perseguían aLobo para espantarlo? Torak se loimaginó perdido en el Bosque.Hambriento. Aullando.

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Para avisar a Lobo que no sedejara ver, profirió por lo bajo unurgente «uff».

«¡Peligro!» Oslak casi le cayóencima de pura sorpresa.

— ¿Qué has dicho?— ¡Uff! — repitió Torak.

Consternado, vio que Lobo noretrocedía, sino que echaba haciaatrás las orejas y salía disparadohacia Torak.

— ¿Qué es esto? — murmuróOslak. Tendió una mano y cogió aLobo por el pellejo del lomo.

Lobo se retorció y gruñó

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mientras colgaba de aquella enormemano roja.

— ¡Suéltalo! — gritó Torakforcejeando— . ¡Suéltalo o temataré! — Oslak y la chica seecharon a reír— . ¡Suéltalo! ¡No teestá haciendo ningún daño!

— Espántalo de una vez yvayámonos — dijo Hord conirritación.

— ¡No! — exclamó Torak— .Es mi guí… ¡no!

— ¿Que es tu qué? — lepreguntó la chica dirigiéndole unamirada de sospecha.

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— Va conmigo — musitóTorak. Sabía que no debía revelar subúsqueda de la Montaña, o que podíahablar con Lobo.

— Vamos, Renn — gruñó Hord— . Estamos perdiendo el tiempo.

Pero Renn seguía mirandofijamente a Torak. Entonces sevolvió hacia Oslak.

— Dámelo. — De su fardo, lachica extrajo un saco de ante, metiódentro al lobezno y cerró bien fuertela abertura. Mientras se echaba alhombro el saco, que no paraba deretorcerse y de gimotear, le dijo a

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Torak— : Será mejor que vengas porlas buenas, o lo reventaré contra unárbol.

Torak la miró echando chispaspor los ojos. Probablemente, no haríauna cosa así, pero acababa deasegurarse la obediencia del chicocon mucha más eficacia que Oslak uHord.

Oslak le propinó otro empujón aTorak, y se pusieron en marcha porun sendero de ciervos, en direcciónnoroeste.

Las ataduras de cuero sin curtirestaban bien prietas, y a Torak

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empezaron a dolerle las muñecas.«Bueno, pues que me duelan»,

se dijo. Estaba furioso consigomismo. «Mira detrás de ti», le habíadicho su padre. No lo había hecho, yahora estaba pagando por ello, yLobo también. Ya no se oían gemidosamortiguados procedentes del saco.¿Estaría ahogándose? ¿O habríamuerto ya?

Torak le rogó a Renn queabriera el saco y dejara entrar unpoco de aire.

— No es necesario — repusoella sin darse la vuelta— . Noto

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cómo se retuerce.Torak apretó los dientes y

continuó a trompicones. Tenía queencontrar alguna forma de escapar.

Oslak estaba detrás de él, peroHord iba justo delante. Éste debía detener unos diecinueve veranos y erafornido y guapo, aunque demostrabatanta arrogancia como inseguridad,pues se le veía dispuesto a ser elprimero, pero temeroso de llegar ensegundo lugar. Su ropa estaba bienhecha y era de colores vivos: eljubón y las calzas estaban cosidoscon tendones trenzados y teñidos de

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rojo, y ribeteados con alguna clasede piel de ave con tintura verde.Sobre el pecho llevaba un magníficocollar de dientes de ciervo.

Torak estaba intrigado. ¿Por quéiba a querer un cazador lucir tantoscolores? Además, el collartintineaba, que era lo último que auno le convenía.

Renn tenía unas faccionesparecidas a las de Hord, y Torak sepreguntó si serían hermanos, aunqueella era cuatro o cinco veranos másjoven. Los tatuajes de clan de Renn— tres finas franjas de un negro

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azulado en los pómulos— se veíancon claridad sobre la pálida piel y ledaban una expresión de perspicacia ydesconfianza. Torak supuso que no lepediría ayuda a ella.

El jubón y las calzas de ante deRenn estaban sucios, pero el arco yel carcaj eran preciosos, y lasflechas estaban hábilmenteempendoladas con plumas de búhopara que su trayectoria fuesesilenciosa. En los dos primerosdedos de la mano izquierda, la chicallevaba unas protecciones de cuero, yen el antebrazo derecho una

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muñequera de pizarra verde pulidaatada con cintas. Torak sospechó quela gente que vivía de lo que cazabacon su arco llevaba esa clase deadornos.

«Eso es lo que le importa a ella— se dijo— , y no la ropa elegante,como a Hord.»

Pero ¿de qué clan era Renn? Lachica, al igual que Hord y Oslak,llevaba cosida en el lado izquierdodel jubón la piel de la criatura de suclan: una franja de plumas negras.¿De cisne? ¿De águila? Como lasplumas estaban demasiado hechas

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jirones, Torak no supo decir de quéeran.

Anduvieron toda la mañana sindetenerse para comer ni beber,cruzaron valles cenagososatiborrados de álamos temblones queno paraban de parlotear, yascendieron colinas ensombrecidaspor pinos siempre alertas. CuandoTorak pasó por debajo de ellos, losárboles suspiraron quejumbrosos,como si ya lamentaran su muerte.

Unas nubes oscurecieron el sol,y Torak se desorientó. Llegaron a unacuesta en que el suelo del Bosque era

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desigual a causa de unos hormiguerosaltos hasta la cintura, y como lashormigas rojas que los construíansólo lo hacían en el lado sur de losárboles, Torak dedujo que se dirigíanal oeste.

Por fin se detuvieron junto a unarroyo para beber.

— Vamos muy despacio— refunfuñó Hord— . Tenemos quecruzar un valle entero antes de llegaral Río del Viento.

Torak aguzó los oídos. A lomejor se enteraba de algo que leresultaba útil, pero Renn se dio

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cuenta de que estaba escuchando.— El Río del Viento — le

explicó ella despacio, como sihablara con un bebé— está hacia eloeste, en el próximo valle. Es dondeacampamos en otoño. Y a un par dedías de camino hacia el norte está elRío Ancho, donde acampamos enverano. Por los salmones. Son unospeces. A lo mejor has oído hablar deellos.

Torak sintió que se ruborizaba.Pero ahora sabía adónde se dirigían:al campamento de otoño de suscaptores. Sonaba mal. Un

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campamento significaría más gente, ymenos oportunidades de escapar.

Mientras caminaban, el sol sehundía cada vez más y los captoresde Torak estaban también cada vezmás nerviosos y se detenían confrecuencia a escuchar y a mirar entorno a sí. El muchacho supuso queconocían la existencia del oso. Quizápor eso habían adoptado esa medidatan insólita de «poseer» presas,porque empezaban a escasear; el osolas estaba ahuyentando.

Descendieron a un gran valle derobles, fresnos y pinos, y no tardaron

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en llegar a un ancho río plateado. Ésedebía de ser el Río del Viento.

De pronto Torak olió a humo deleña. Estaban acercándose alcampamento.

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Mientras los cuatro cruzaban el

río a través de un puente de madera,Torak se quedó mirando las aguasque se deslizaban y consideró laposibilidad de saltar a ellas. Perotenía las manos atadas. Se ahogaría.

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Además, no podía dejar a Lobo.A unos diez pasos río abajo, los

árboles daban paso a un claro. Torakolió a humo de pino y a sangrefresca, y vio cuatro grandes refugiosde piel de reno, distintos de los quehabía visto hasta entonces, y unnúmero apabullante de personas,todas ellas muy atareadas y que hastaentonces no se habían percatado dela presencia del chico. Con unaclaridad nacida del miedo, captócada detalle.

En la ribera del río, doshombres despellejaban un oso

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colgado de un árbol. Como ya lehabían rajado el vientre, habíanenfundado los cuchillos y estabanarrancándole el pellejo a mano, paraevitar rasgarlo. Ambos llevaban elpecho desnudo y delantales de pielde pescado sobre las calzas. Dabanmiedo: eran muy fuertes y teníanabultadas cicatrices que les recorríanlos musculosos brazos. La sangregoteaba lentamente del cuerpo delanimal y caía en un balde de cortezade abedul.

En la parte menos profunda delrío, dos jovencitas con túnicas de

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ante soltaban risitas mientras lavabanlas tripas del oso, al tiempo que tresniños pequeños hacían con gestosolemne tortas de barro y lesclavaban ramitas de sicómoro. Habíados bonitas canoas de cuero fuera delagua, y la tierra en torno a ellasestaba reluciente de escamas de pez.Un par de perros grandotes rondabanpor ahí en busca de sobras.

En medio del claro, cerca de ungran fuego de leña de pino, había ungrupo de mujeres sentadas en esterasde rama de sauce, que hablabansuavemente mientras pelaban

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avellanas y picaban de una cesta debayas de enebro. Ninguna se parecíaen nada a Hord ni a Renn; Torak sepreguntó por un momento si, al igualque él, ambos habrían perdido a suspadres.

Algo apartada de las mujeres,una anciana ponía puntas de flechainsertando astillas de sílex finascomo agujas en los astiles, y luegolas fijaba con una pasta hecha desangre de pino y cera de abejas. Enla pechera del jubón, la ancianallevaba cosido un amuleto redondode hueso en el que había grabada una

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espiral. Al ver el amuleto, Torakpensó que debía de ser la hechiceradel clan. Pa le había hablado de losmagos: gente que puede curar laenfermedad, soñar dónde se escondeuna presa o qué tiempo va a hacer.Pero daba la sensación de queaquella anciana podía hacer cosasmucho más peligrosas que ésas.

Junto al fuego, una muchachamuy guapa se inclinaba sobre unpellejo de cocinar. El vapor leondulaba el cabello mientrasutilizaba un palo ahorquillado paradejar caer en el interior del pellejo

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piedras al rojo vivo. El sabroso olorde lo que estaba cocinando provocóque a Torak se le hiciera la bocaagua.

Cerca de ella, un hombre algomayor estaba arrodillado ensartandoun par de liebres en un palo. Al igualque Hord, tenía el pelo castañorojizo y una corta barba roja, peroahí acababa el parecido. De su rostroemanaban una calma y una presenciatan marcadas que Torak pensó en lapiedra tallada. Olvidó el olor acomida, y supo, sin que se lo dijeran,que ese hombre era quien ejercía el

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poder.Oslak le soltó las ataduras a

Torak y lo empujó hacia el claro.Los perros se incorporaron de

un salto ladrando con ferocidad. Perola anciana hizo un gesto con la palmade la mano, como si cortara, y losdos se calmaron y solamenteprofirieron gruñidos. Todo el mundose quedo mirando a Torak. Todo elmundo excepto el hombre junto alluego, que siguió ensartandotranquilamente las liebres. Cuandohubo acabado, se frotó las manos enel polvo y se incorporó para esperar

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en silencio a que ellos se acercaran.La muchacha guapa miró a Hord

y esbozó una tímida sonrisa.— Te he guardado un poco de

caldo — dijo.Torak sospechó que o era su

compañera, o bien deseaba serlo.Renn se volvió hacia Hord y

puso los ojos en blanco.— Dyrati te ha guardado un

poco de caldo — se burló.«Decididamente es su

hermana», pensó Torak.Hord las ignoró a ambas y se

acercó a hablar con el hombre junto

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al fuego. Le contó rápidamente lo quehabía pasado. Torak advirtió quehacía ver que había sido él, en vez deOslak, quien había pillado al«ladrón». No pareció que a Oslak leimportara, pero Renn le dirigió a suhermano una agria mirada.

Entretanto, los perros habíanolido a Lobo. Con el pelo del lomoerizado, avanzaron hacia Renn.

— ¡Atrás! — ordenó ella. Laobedecieron. Renn se agachó paraentrar en el refugio más cercano yvolvió a salir con un rollo de cuerdade corteza trenzada. Ató un extremo

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en torno al cuello del saco quecontenía a Lobo, arrojó el otro porencima de la rama de un roble e izóel saco bien alto, fuera del alcancede los perros.

«Y fuera de mi alcance», sepercató Torak.

Ahora, ni siquiera podríaescapar aunque tuviera laoportunidad de hacerlo. No se iríasin Lobo.

Renn captó su mirada y ledirigió una irónica sonrisa.

Él la miró con cara de pocosamigos, pero por dentro estaba

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muerto de miedo.Hord había acabado de hablar.

El hombre que estaba junto al fuegoasintió una sola vez con la cabeza, yesperó a que Oslak empujara a Torakhacia él. Tenía los ojos de un colorazul intenso y casi no parpadeaba;unos ojos llenos de vida en aquelrostro impenetrable. A Torak se lehizo difícil mirarlos, pero más difícilaún apartar la mirada.

— ¿Cómo te llamas?— preguntó el hombre en un suavetono de voz que por el hecho de sertan suave daba más miedo todavía.

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Torak se lamió los labios.— Torak… ¿Y tú? — Pero ya

se lo imaginaba.Fue Hord quien contestó.— Es Fin-Kedinn, jefe del Clan

del Cuervo. Y tú, miserable canalla,deberías aprender a mostrar másrespeto.

Fin-Kedinn hizo callar a Hordcon una mirada, y se volvió haciaTorak.

— ¿De qué clan eres?— Lobo — respondió alzando

la barbilla.— Pues vaya sorpresa

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— comentó Renn, y varios de lospresentes se rieron.

Fin-Kedinn no fue uno de ellos.Ni por un instante apartó los intensosojos azules de la cara de Torak.

— ¿Qué estás haciendo en estaparte del Bosque?

— Me dirijo hacia el norte— contestó Torak.

— Ya le he dicho que esta partenos pertenece ahora a nosotros— intervino rápidamente Hord.

— ¿Cómo iba yo a saberlo?— preguntó Torak— . No estuve enla reunión de los clanes.

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— ¿Por qué no? — quiso saberFin-Kedinn.

Torak no respondió.Los ojos del jefe de los Cuervos

taladraron los del muchacho.— ¿Dónde está el resto de tu

clan?— No lo sé — contestó Torak

con sinceridad— . Nunca he vividocon ellos. Vivo… vivía… con mipadre.

— ¿Dónde está?— Muerto. Lo mató… un oso.Se propagó un siseo entre los

que observaban. Algunos miraron

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temerosos hacia atrás, otros sellevaron una mano a la piel de sucriatura del clan, o hicieron la señalcon la mano para conjurar el mal. Laanciana dejó sus flechas y se acercóa ellos.

El rostro de Fin-Kedinn notraslució emoción alguna.

— ¿Quién era tu padre?Torak tragó saliva. Sabía, como

también debía de saberlo Fin-Kedinn, que está prohibidopronunciar el nombre de una personamuerta durante cinco veranosdespués de su muerte. Sólo se puede

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hacer referencia a ella nombrando asus padres. Pa apenas le habíahablado de su familia, pero Torakconocía sus nombres y sabía dedónde procedían. La madre de Pahabía sido del Clan de la Foca; elpadre, del Clan del Lobo. Torakreveló los nombres de ambos.

La expresión delreconocimiento es una de las másdifíciles de ocultar. Ni siquiera Fin-Kedinn logró disimularla del todo.

«Conocía a Pa», se dijo Torak,aterrado.

Pero ¿cómo? Pa nunca le había

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mencionado a Fin-Kedinn ni al Clandel Cuervo. ¿Qué significaba eso?

Observó a Fin-Kedinn, que sepasó lentamente el pulgar por ellabio inferior. Era imposible saber siel padre de Torak había sido sumejor amigo o su mayor enemigo.

Por fin habló Fin-Kedinn:— Repartid las cosas del chico

entre todos — le dijo a Oslak— .Después, llevadlo río abajo ymatadlo.

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A Torak se le doblaron las

rodillas.— ¿Có… cómo? — jadeó— .

¡Si ni siquiera sabía que el corzo eravuestro! ¿Cómo puedo ser culpablesi no lo sabía?

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— Es la ley — repuso Fin-Kedinn.

— Pero ¿por qué? ¿Por qué?¿Por que tú lo digas?

— Porque los clanes dicen quees así.

Oslak apoyó una pesada manoen el hombro de Torak.

— ¡No! — exclamó el chico— .¡Escuchadme! Decís que es la ley,pero… existe otra ley, ¿no es así?— Cogió aliento— . El juicio porcombate. Lu… luchemos paradecidirlo. — No estaba seguro de silo había entendido bien, pues Pa lo

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había mencionado tan sólo una vezcuando le enseñaba las leyes de losclanes, pero Fin-Kedinn aguzó lamirada— . Tengo razón, ¿verdad?— insistió Torak esforzándose poraguantar la mirada del jefe de losCuervos— . Tú no estás convencidode que sea culpable porque no tienesla seguridad de que yo supiera que elcorzo era vuestro. De manera quevamos a luchar. Tú y yo. — Tragósaliva— . Si gano, soy inocente.Viviré. Quiero decir, yo y el lobo. Sipierdo, los dos moriremos.

Varios hombres soltaron

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risillas, y una mujer se dabagolpecitos con un dedo en la frente ynegaba con la cabeza.

— Yo no lucho con críos— dijo Fin-Kedinn.

— Pero está en lo cierto, ¿no?— intervino Renn— . Es la ley másantigua de todas. Tiene derecho aluchar.

— Yo pelearé con él — seofreció Hord dando un paso adelante— . Mi edad es más cercana a lasuya. Será más justo.

— No mucho más — repusosecamente Renn.

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Estaba apoyada contra el árboldel que se hallaba suspendido Lobo.Torak vio que Renn había aflojadoun poco el cuello del saco, de modoque sobresalía la cabeza del animal.Tenía aspecto desaliñado, peromiraba con curiosidad a los dosperros que estaban debajo babeando.

— ¿Qué dices entonces, Fin-Kedinn? — intervino la hechicera— . El chico tiene razón. Déjalosluchar.

Fin-Kedinn miró a los ojos a laanciana, y por un momento parecióque se entablaba entre ellos una

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batalla de voluntades. Pero él dijoque sí con la cabeza, despacio.

Torak sintió una oleada dealivio.

Todo el mundo parecióexcitarse ante la perspectiva de unapelea. Se pusieron a hablar encorrillos pateando el suelo yexhalando vaho en el gélido aire dela tarde.

Oslak le arrojó a Torak elcuchillo de Pa.

— Vas a necesitarlo. Y unalanza y un brazal.

— ¿Un qué? — preguntó Torak.

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El hombretón se rascó lacicatriz donde había estado la oreja.

— Sabes cómo se lucha, ¿no?— No — repuso Torak.Oslak puso los ojos en blanco.

Se dirigió al refugio más cercano yvolvió con una lanza de madera defresno, que acababa en una dañinapunta de basalto, y con algo similar aun pedazo de piel de reno de triplegrosor.

Torak cogió la lanza con ciertavacilación y observó perplejo cómoOslak le ataba la piel curtida entorno al antebrazo derecho. Le

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pareció tan pesada y rígida como unapierna de venado, y se preguntó quése suponía que debía hacer con ella.

Oslak indicó con la cabeza elvendaje en el otro brazo de Torak yesbozó una mueca.

— Al parecer tienes pocasposibilidades de ganar.

«Bien pocas», pensó Torak.Cuando había sugerido un

combate, había pensado en una luchacon asaltos, quizá utilizando elcuchillo, que era la clase de peleaque él y Pa habían practicado conbastante frecuencia, pero sólo por

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diversión. Estaba claro que para losCuervos un combate significaba otracosa. Torak se preguntó si habríareglas especiales y si daría laimpresión de flaqueza por su partepreguntar cuáles eran.

Fin-Kedinn atizó el fuego, delque volaron chispas. Torak loobservó a través de unaresplandeciente bruma de calor.

— Sólo hay una regla — dijoFin-Kedinn, como si le hubieseadivinado el pensamiento a Torak— . No puedes utilizar fuego.¿Entendido? — Su mirada se clavó

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en los ojos del chico, y se lamantuvo.

Torak asintió firmemente. Nopoder utilizar fuego era la última desus preocupaciones. Torak vio cómole ponían el brazal a Hord, queestaba detrás de Fin-Kedinn. Eljoven se había quitado el jubón yparecía gigantesco y terriblementefuerte. Torak decidió no quitarse sujubón. No hacía falta poner derelieve el contraste.

Se desató todo lo que llevaba enel cinturón y lo dejó en un montón enel suelo. Luego se ató un pedazo de

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hierba trenzada en la frente paraimpedir que el cabello se le metieraen los ojos. Como tenía las manosresbaladizas de sudor, se agachó y selas frotó en el polvo.

Alguien lo tocó en el hombro, yeso le hizo dar un respingo.

Era Renn. Sostenía un cuenco decorteza de abedul.

Torak lo cogió, agradecido, ybebió de él. Se sorprendió al ver quecontenía jugo de bayas de saúco,ácido y fortalecedor.

Renn advirtió su sorpresa y seencogió de hombros.

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— Hord ha bebido un trago. Esjusto que tú lo hagas. — Señaló unbalde junto al fuego— . Ahí tienesagua si la necesitas.

— No creo que la cosa duretanto — dijo Torak devolviéndole elcuenco.

— ¿Quién sabe? — titubeóRenn.

Se hizo el silencio. Losespectadores formaron un anillo entorno al borde del claro; Torak yHord se hallaban en el centro, cercadel fuego. No hubo formalidades. Elcombate había dado comienzo.

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Con recelo, describieroncírculos uno frente al otro.

Pese a su gigantesco tamaño,Hord se movía con la elegancia de unlince, flexionando las rodillas ycambiando la posición de los dedossobre el cuchillo y sobre la lanza.Tenía el rostro tenso, pero leasomaba a los labios una levesonrisa. Le encantaba ser el centro deatención.

A Torak no le gustaba serlo. Elcorazón le latía con fuerza contra lascostillas. Oía vagamente a losespectadores animar a gritos a Hord,

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pero sus voces sonabanamortiguadas, como si estuviera bajoel agua.

La lanza de Hord arremetiócontra el pecho de Torak, y él laesquivó a tiempo. Sintió que el sudorempezaba a perlarle la frente.

Torak intentó hacer el mismomovimiento, confiando en que nopareciera que imitaba a Hord.

— ¡No va a servirte de muchoque te limites a copiar! — exclamóRenn.

A Torak se le encendió elrostro.

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Él y Hord se movían más rápidoahora. En determinados puntos, elterreno estaba resbaladizo por lasangre del oso que había caído.Torak resbaló y estuvo a punto decaerse.

El chico no tenía esperanzas deganar por la fuerza, así que tendríaque utilizar el ingenio. Pero sóloconocía dos trucos de combate y nolos había practicado más que unascuantas veces.

«Pues ahí va», se dijo,temerario. Arremetió con la lanzacontra el cuello de Hord. Como era

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de prever, el brazo protegido de éstese alzó para detenerla. Torak tratóentonces de asestarle un rápido golpebajo al vientre, pero Hord lo parócon alarmante facilidad, y la lanza deTorak se deslizó por el brazal de sucontrincante sin causarle dañoalguno.

«Ése lo conocía», pensó Torak.Con cada movimiento resultaba másobvio que Hord era un luchadorexperimentado.

— ¡Vamos, Hord! — exclamóun hombre— . ¡Tíñele la piel derojo!

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— Dadme tiempo — contestóHord con una mueca de desprecio enlos labios.

Hubo una oleada de risas.Torak puso a prueba su segundo

truco: fingiendo una totalincompetencia — lo cual no le fuemuy difícil— se lanzó como un locoy dejó que Hord le viera por uninstante el pecho al descubierto paratentarlo. Hord mordió el anzuelo,pero cuando arremetió con la lanza,Torak blandió el brazo protegidopara interceptarla. La punta de lalanza de Hord se hundió en el grueso

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brazal de piel, y a punto estuvo dederribar a Torak, pero éste se lasapañó para seguir con su plan detorcer con rapidez el brazo protegidoy levantarlo bruscamente. De talmanera que el asta de la lanza deHord se partió en dos. Losespectadores se lamentaron, y Hordretrocedió tambaleante, sin lanza.

Torak estaba perplejo, pues nohabía confiado en que dieraresultado.

Hord se recuperó con rapidez.Abalanzándose, atacó con su cuchillocontra la mano armada de Torak.

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Éste gritó cuando el sílex se ladesgarró entre el índice y el pulgar.Perdió pie y dejó caer la lanza. Hordvolvió a atacar. Torak tuvo el tiempojusto de rodar sobre sí mismo yponerse apresuradamente en pie.

Los dos se habían quedado sinlanza y ambos tenían que recurrir alcuchillo.

Para descansar un poco, Torakse puso detrás del fuego. Respirabaagitadamente, y la mano herida lepalpitaba. El sudor le empapaba loscostados. Lamentó con amargura nohaber imitado a Hord quitándose el

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jubón.— ¡Date prisa, Hord! — chilló

una mujer— . ¡Acaba con él!— ¡Vamos, Hord! — gritó un

hombre— . ¿Es eso lo que teenseñaron en el Bosque Profundo?

En esos momentos, sin embargo,no todos los vítores eran para Hord,sino que había algún que otro gritode ánimo para Torak, aunque élsospechaba que se trataba menos deun sincero apoyo que de gratasorpresa porque estaba resistiendomás de lo que esperaban.

Él sabía que no aguantaría

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mucho, pues se cansaba enseguida yya no le quedaban más trucos. Hordestaba haciéndose con el control.

«Lo siento, Lobo — se dijopensando en el lobezno— . No creoque consigamos salir de ésta.»

Por el rabillo del ojo,vislumbró al animal que se retorcía ygimoteaba entre la bruma de supropio aliento en lo alto del árbol.

«¿Qué está pasando?— preguntaba— . ¿Por qué no vienesa liberarme?» Torak dio un saltopara esquivar una cuchillada dirigidaa su cuello.

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«Concéntrate — se dijo conseveridad— . Olvídate de Lobo.»

Y sin embargo… algo le dabavueltas en la cabeza; algo conrespecto a Lobo. ¿Qué era?

Volvió a echarle un vistazo allobezno, que aullaba en el árbol entrela nubecilla de vapor producida porsu respiración.

«No puedes utilizar fuego»,había dicho Fin-Kedinn.

De pronto la mente de Torak sedespejó, y él supo lo que tenía quehacer. Fingiendo arremetidas, se fuetrasladando hacia un lado hasta que

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puso una vez más el fuego entre sucontrincante y él.

— ¿Escondiéndote otra vez?— se burló Hord.

Torak indicó con la cabeza elbalde de corteza de abedul con elagua.

— Quiero echar un trago. ¿Teparece bien?

— Bueno, si tienes que hacerlo,niño.

Con la mirada fija en Hord,Torak se agachó y cogió agua con lamano para bebería. Lo hizo despacio,para hacer creer a Hord que tramaba

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algo con el balde de agua, y paradistraer su atención del pellejo decocinar que burbujeaba en el fuego.

Funcionó. Hord se acercó másal fuego y se inclinó sobre él paraintimidar a Torak.

— ¿Quieres echar un trago tútambién? — preguntó Torak todavíaagachado.

Hord soltó un bufido dedesprecio.

De repente Torak arremetió,pero esta vez contra el pellejo decocinar. Hundiendo su cuchillo en ladura piel, lo volcó y vertió caldo

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hirviendo sobre las ardientes brasas.Siseantes nubes de vapor se elevaronhacia la cara de Hord.

Los espectadores profirierongritos ahogados. Torak aprovechó laoportunidad y se lanzó contra lamuñeca de su adversario. Cegado,Hord aulló de dolor y dejó caer elcuchillo. Torak lo apartó de unpuntapié y luego se abalanzó sobreHord y lo hizo caer al suelo.

Mientras Hord yacía sin aliento,Torak se montó a horcajadas sobre elpecho de su adversario y leinmovilizó los brazos con las

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rodillas. Durante un furioso instante,la mente de Torak se nubló de rojo ysintió el insistente deseo de matar.Agarró a Hord del cabello rojooscuro y le golpeó la cabeza contrael suelo.

Entonces sintió unas fuertesmanos en los hombros que loapartaban.

— Ya basta — dijo Fin-Kedinndetrás de él.

Torak se retorció bajo lasmanos del jefe. Hord se puso en piede un salto y se precipitó hacia sucuchillo. Jadeantes y furiosos, se

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miraron el uno al otro.— He dicho que se acabó

— dijo con brusquedad Fin-Kedinn.Se desató el caos entre los

espectadores porque no creían enabsoluto que la lucha hubieraterminado.

— ¡Ha hecho trampa! Ha usadofuego.

— ¡No, ha ganado limpiamente!— ¿Quién sabe? Tendrán que

volver a luchar.Tanto Torak como Hord

parecieron horrorizarse ante esaposibilidad.

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— El chico ha vencido— concluyó Fin-Kedinn, y soltó aTorak.

Torak se sacudió y se enjugó elsudor de la frente mientras observabaa Hord envainar de nuevo sucuchillo. Hord estaba furioso, aunquese hacía difícil decir si lo estabaconsigo mismo o con Torak. Dyratile puso una mano en el brazo, pero élla rechazó, enfadado, se abrió pasopor entre la gente y se metió en unode los refugios.

Ahora que la sed de sangre lohabía abandonado, Torak se percató

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de que estaba tembloroso y mareado.Enfundó el cuchillo y miró alrededoren busca de sus cosas. Entonces vio aFin-Kedinn que lo contemplaba.

— Has roto la regla — le dijocon tranquilidad el jefe de losCuervos— . Has utilizado fuego.

— No, no es verdad — repusoTorak. Aparentaba mucha másconfianza en sí mismo de la quesentía— . No he utilizado fuego; heutilizado vapor.

— Habría preferido — dijoFin-Kedinn— que usaras agua enlugar de caldo. Ha sido un

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desperdicio de un buen alimento.Torak no contestó.Fin-Kedinn lo escudriñó, y por

un instante le relucieron los azulesojos con un brillo de diversión.

Oslak se abrió paso para llegarhasta ellos llevando en los brazos elsaco que contenía a Lobo.

— ¡Toma, aquí tienes a estelobezno tuyo! — exclamó, y le arrojóel saco a Torak con tal fuerza que lohizo trastabillar.

Lobo se retorció y lamió labarbilla de Torak, y al mismo tiempole explicó lo espantosamente mal que

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lo había pasado. Torak quiso decirlealgo consolador, pero se contuvo.Sería una estupidez meter la pata enesos momentos.

— La ley es la ley — declaróFin-Kedinn con energía— . Hasganado. Eres libre de marcharte.

— ¡No! — exclamó una vozfemenina, y todas las cabezas sevolvieron. Era Renn, que corríahacia ellos— . ¡No puedes dejarlomarchar!

— Acaba de hacerlo — repusoTorak— . Ya lo has oído. Soy libre.

— No podemos dejarlo marchar

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— dijo Renn a su tío— . Esto esdemasiado importante. Podríatratarse de… — Se llevó a un lado aFin-Kedinn para hablarle en urgentessusurros.

Torak no consiguió captar loque decía, pero, horrorizado, vio queotras personas se acercaron aescuchar. La hechicera frunció elentrecejo y asintió. Hasta Hordemergió de su refugio, y cuando oyólo que estaban diciendo, le dirigió aTorak una mirada extraña, cautelosa.

Fin-Kedinn estudió a Renn,pensativo.

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— ¿Estás segura de lo quedices?

— No lo sé — respondió ella— . Quizá lo sea. Quizá no.Necesitamos tiempo paradescubrirlo.

— ¿Qué te hace sospecharque…? — preguntó Fin-Kedinnmesándose la barba.

— La forma en que ha vencido aHord. Y he encontrado esto entre suscosas. — Abrió la palma, y Torakvio en ella su silbato de hueso deurogallo; la chica le preguntó— :¿Para qué lo usas?

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— Para llamar al lobezno— contestó Torak.

Renn sopló en el silbato, y Lobose retorció en los brazos de Torak.Un estremecimiento de inquietudrecorrió a la gente. Renn y Fin-Kedinn intercambiaron miradas.

— No produce ningún sonido— le dijo Renn a Torak con tonoacusador.

Torak no respondió. Se percatócon un respingo de que ella no teníalos ojos azul claro como su hermano,sino negros; negros como el carbón.Y se preguntó si también sería una

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hechicera.— No podemos dejarlo marchar

hasta que lo sepamos seguro— afirmó Renn volviéndose haciaFin-Kedinn.

— Tiene razón — dijo lahechicera— . Sabes lo que dice tanbien como yo. Todo el mundo losabe.

— ¿Lo que dice qué? — quisosaber Torak con tono suplicante— .¡Fin-Kedinn, hemos hecho un pacto!Hemos dicho que si ganaba elcombate, Lobo y yo seríamos libresde marcharnos.

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— No — repuso Fin-Kedinn— ;lo que hemos dicho ha sido queviviríais. Y así será. Al menos porahora. Oslak, átalo otra vez.

— ¡No! — gritó Torak.— Has dicho que a tu padre lo

mató un oso — dijo Renn levantandola barbilla— . Conocemos laexistencia de ese oso, y algunos denosotros incluso lo han visto.— Junto a ella, Hord se estremeció yempezó a morderse la uña del pulgar— . Llegó hace una luna — prosiguióRenn en voz baja— . Igual que unasombra, oscureció el Bosque y mató

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gratuitamente; mataba incluso a otroscazadores: lobos, linces… Era comosi… como si anduviera en busca dealgo. — Hizo una pausa— . Perohace trece días desapareció. Uncorredor del Clan del Jabalí le siguióla pista hacia el sur. Creímos que sehabía marchado, de modo que ledimos las gracias al guardián denuestro clan. — Tragó saliva— .Pero ha vuelto. Ayer nuestrosexploradores volvieron del oeste.Encontraron muchísimos animalesmuertos, que llegaban hasta la orillamisma del mar. Los del Clan de la

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Ballena les contaron que hace tresdías se llevó a un niño.

— ¿Qué tiene eso que verconmigo? — comentó Torakpasándose la lengua por los labios.

— Hay una Profecía en nuestroclan — continuó Renn como si él nohubiese hablado— : «Una sombraasola el Bosque. Nadie puede contraella…» — Se interrumpió y fruncióel entrecejo.

— «Entonces llega El QueEscucha — continuó la hechicera ensu lugar— . Lucha con aire y hablacon silencio.» — La mirada de la

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mujer se posó en el silbato quereposaba en la mano de Renn.

Todo el mundo callaba mientrasmiraban a Torak.

— Yo no soy ese El QueEscucha del que habláis — dijo elchico.

— Creemos que podrías serlo— respondió la hechicera.

Torak recordó la Profecía: «ElQue Escucha… lucha con aire…»Era lo que él acababa de hacer:había utilizado vapor.

— ¿Y qué le pasa? — preguntóen voz baja— . ¿Qué le pasa a El

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Que Escucha en la Profecía? — Perotenía la terrible sensación de que yalo sabía.

El silencio en el claro se hizomás intenso aún. La mirada de Torakfue desde los rostros atemorizadosque lo rodeaban hasta el cuchillo desílex que Oslak llevaba en elcinturón. Miró también el relucientecuerpo del oso que pendía del árboly la oscura sangre que goteaba en elbalde debajo del animal. Sintióclavada en él la mirada de Fin-Kedinn y se dio la vuelta paraenfrentarse a aquellos ardientes ojos

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azules.— «El Que Escucha — citó

Fin-Kedinn— le entrega la sangre desu corazón a la Montaña. Y lasombra es aplastada.» La sangre desu corazón.

Bajo el árbol, la sangre goteabasuavemente en el balde.

Una gota, y otra, y otra más…

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— ¿Qué vais a hacerme?

— preguntó Torak cuando Oslak leató las muñecas a la espalda y luegoal poste que sostenía el techo— .¿Qué vais a hacer?

— No tardarás en saberlo

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— repuso Oslak— . Fin-Kedinnquiere que quede resuelto antes delamanecer.

«El amanecer», pensó Torak.Miró hacia atrás y vio a Oslak,

que ataba a un reacio Lobo al mismoposte con una corta correa de pellejosin curtir. A Torak empezaron acastañetearle los dientes.

— ¿Quién decide qué ha depasarme? ¿Por qué no puedo estarpresente para defenderme? ¿Quién estoda esa gente alrededor del fuego?

— ¡Ay! — exclamó Oslak, y sechupó el dedo mordido— . Fin-

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Kedinn envió corredores paraconvocar una reunión de los clanesen la que hablar del oso. Ahora estándecidiendo también qué hacercontigo.

Torak inspeccionó a las figurasencorvadas en tomo al fuego: eranentre veinte y treinta hombres ymujeres, cuyos rostros, iluminadospor las llamas, se mostraban severos.No le pareció que tuviera muchasposibilidades.

Al amanecer. De alguna forma,antes de que amaneciera, tenía quesalir de ahí.

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Pero ¿cómo? Estaba dentro deun refugio, atado a un poste, sinarmas ni fardo; y aunque consiguieraescapar, el campamento se hallabafuertemente vigilado, pues como yahabía oscurecido, alrededor de élhabía surgido un anillo de hogueras,y unos hombres con lanzas y cuernosde corteza de abedul montabanguardia. Fin-Kedinn no quería correrriesgos con el oso.

Oslak le quitó las botas a Torakcon sendos tirones y le ató lostobillos; luego se marchó llevándoseconsigo las botas.

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Torak no oía lo que se decía enla reunión del clan, pero al menospodía ver a los asistentes, gracias ala extraña construcción del refugiode los Cuervos: el techo de piel dereno descendía en picado por detrásde él, pero por delante no habíaninguna pared, sino tan sólo una vigatransversal que parecía desviar elhumo de la pequeña hoguera querestallaba justo delante de ella, peroimpedía que saliera el calor dedentro.

En un esfuerzo por enterarse delo que pasaba, Torak vio que varias

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personas se levantaban de una en unapara hablar: un hombre de anchoshombros que sujetaba una enormehacha arrojadiza; una mujer de largocabello de color de nuez, con un rizoen la sien tiznado de ocre rojizo; unachica de ojos muy abiertos con lacabeza extrañamente cubierta dearcilla amarilla para conferirle ladureza de la corteza de roble…

No veía a Fin-Kedinn, pero,algo apartada de los demás, lahechicera se hallaba en cuclillas enel polvoriento suelo observando a uncuervo grande y lustroso. El ave

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batía las alas sin temor y profería devez en cuando graznidos pocoamistosos.

A Torak le habría gustado sabersi era el guardián del clan. ¿Qué leestaría diciendo a la hechicera?¿Cómo tenían que sacrificarlo a él?¿Lo destriparían como a un salmón olo descuartizarían como a una liebre?Nunca había oído hablar de clanesque sacrificaran a la gente, exceptoen el pasado muy remoto, en losmalos tiempos que siguieron a laGran Ola. Pero también era ciertoque nunca había oído hablar del Clan

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del Cuervo.«Fin-Kedinn quiere que quede

resuelto antes del amanecer. .. ElQue Escucha le entrega la sangre desu corazón a la Montaña…» ¿Habríasabido Pa lo de la Profecía? No, nopodía ser. No habría enviado a lamuerte a su propio hijo.

Y, sin embargo, había hechojurar a Torak que encontraría laMontaña. Le había dicho: «No meodies más adelante por ello.» Másadelante. Cuando descubras ciertascosas.

El hecho de sentir la áspera

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lengua del lobezno en las muñecas lohizo volver al presente. A Lobo legustaba el sabor del pellejo sincurtir. Torak experimentó una oleadade esperanza: si pudiera hacer queLobo mordiera en lugar de lamer…

Precisamente cuando se estabapreguntando cómo expresar eso en lalengua de los lobos, un hombre selevantó de su lugar junto al fuego ycruzó el claro hacia él.

Era Hord.Frenético, Torak le gruñó a

Lobo que parase, pero éste estabademasiado hambriento para darse

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cuenta y siguió lamiendo.Sin embargo, Hord no estaba

interesado en Lobo, así quepermaneció en pie junto a la pequeñahoguera ante el umbral, mordiéndosela uña del pulgar y mirandofuribundo a Torak.

— Tú no eres El Que Escucha— le espetó— ; no puedes serlo.

— Pues díselo a los demás— contestó Torak.

— No necesitamos que un chiconos ayude a matar al oso. Podemoshacerlo nosotros. Yo lo haré. Seré yoquien salve a los clanes.

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— No tendrías ni una solaposibilidad — repuso Torak. Notóque Lobo empezaba a mordisquearlas ataduras de pellejo con losafilados incisivos y se quedó muyquieto para no distraerlo. Rogó porque Hord no mirase detrás del postey viera lo que estaba haciendo Lobo.

Pero Hord parecía demasiadoagitado para advertir algo así.Caminó de un lado para otro y luegose volvió hacia Torak.

— Tú lo has visto, ¿verdad?Has visto al oso.

Torak se sobresaltó.

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— Por supuesto que lo he visto.Mató a mi padre.

Hord lanzó una mirada furtivahacia atrás.

— Yo también lo he visto.— ¿Dónde? ¿Cuándo?Hord retrocedió, como si

rechazara un golpe.— Yo estaba en el sur, con el

Clan del Ciervo Rojo. Estabaaprendiendo hechicería. — Indicócon un gesto de la cabeza a laanciana que hablaba con el cuervo— . Saeunn, nuestra hechicera, quisoque fuera. — Una vez más se mordió

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la uña del pulgar, que habíaempezado a sangrarle— . Estuve allícuando atraparon al oso. Vi… vicómo lo creaban.

Torak lo miró fijamente.— ¿Que viste cómo lo creaban?

¿Qué quieres decir?Pero Hord se había ido.

Pasó la medianoche, la

moribunda luna ascendió en el cieloy la reunión de los clanes todavíaproseguía. Lobo continuaba lamiendoy mordisqueando el pellejo. PeroOslak había apretado bien los nudos

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y no parecía que Lobo consiguieradeshacerlos entre sus mandíbulas.

«No pares — rogósilenciosamente Torak— . Por favor,no pares.»

Estaba demasiado asustado paratener hambre, pero se sentíamagullado y agarrotado por la peleacon Hord y le dolían los hombros deestar atado tanto tiempo. AunqueLobo lograra romper a mordiscos lasataduras de Torak, el chico no estabaseguro de que fuera a tener fuerzaspara huir corriendo y escabullirseentre los guardias.

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No paraba de pensar en lo quehabía dicho Hord: «Vi cómo locreaban…»

Y había algo más: Hord habíaestado con el Clan del Ciervo Rojo,y la madre de Torak habíapertenecido a ese clan. No la habíaconocido, pues había muerto siendoél pequeño, pero si los Cuervostenían amistad con el clan de sumadre, a lo mejor podíaconvencerlos de que lo dejaranmarchar…

En el exterior unas botasrestregaron el polvo. Rápido. No

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debían pillar a Lobo afanándose enlas muñecas del chico.

Torak tuvo el tiempo justo deproferir un rápido «¡uff!» deadvertencia, que por suerte Loboobedeció, antes de que Rennapareciera en el umbralmordisqueando una pata de liebreasada.

La aguda mirada de la chicacaptó a Lobo, sentado inocentementetras Torak, antes de que Renn sefijase en el muchacho, que la miró asu vez deseando que no se acercaramás.

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Torak indicó con la cabeza lareunión de los clanes y preguntó si sehallaba presente algún miembro delClan del Lobo.

— No quedan muchos miembrosdel Clan del Lobo últimamente— respondió ella— . De manera queno van a rescatarte, si es en eso en loque estás pensando.

Torak no contestó. Acababa dedar un tirón de la cuerda que le atabalas muñecas y la había sentido cederun poco, pues empezaba a estirarse,como le sucede al pellejo sin curtircuando se moja. ¡Ojalá Renn se

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marchase!Pero ella se quedó exactamente

donde estaba.— No hay nadie del Clan del

Lobo — dijo con la boca llena— ,pero hay muchas personas de otrosclanes. Ése de ahí, Cabeza deArcilla, es del Clan del Uro. Songente del Bosque Profundo, que rezanmuchísimo. Creen que es así comodeberíamos lidiar con el oso:rezándole al Espíritu del Mundo. Elhombre del hacha es del Clan delOso, y quiere hacer un muro de fuegopara conducir al oso hacia el mar. La

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mujer con sangre de tierra en elcabello es del Ciervo Rojo. No estoysegura de lo que piensa. Con esagente resulta difícil saberlo.

Torak se preguntó por quéestaría hablando tanto Renn. ¿Quéquería? Fuera lo que fuese, decidióseguirle la corriente para desviar suatención de Lobo.

— Mi madre era del CiervoRojo — dijo Torak— . A lo mejoresa mujer es pariente mía. A lomejor…

— Ella dice que no. No va aayudarte.

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— Los de tu clan tienen amistadcon los del Ciervo Rojo, ¿no es así?— preguntó Torak después de pensarunos instantes— . Tu hermano me hadicho que aprendió hechicería conellos.

— ¿Y?— Me ha contado que vio cómo

«creaban» al oso. ¿Qué ha queridodecir?

Renn lo miró con los ojosentrecerrados y llenos dedesconfianza.

— Necesito saberlo — insistióTorak— . El oso mató a mi padre.

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Renn examinó detenidamente lapata de liebre.

— Los del Ciervo Rojotuvieron adoptado a Hord. Sabes loque significa adoptar a alguien, ¿no?— En su voz había un dejo dedesprecio— . Es cuando vives unatemporada con otro clan para haceramigos, y quizá para encontrarpareja.

— He oído hablar de ello— respondió Torak. Tras él, sintióque Lobo volvía a husmearle lasmuñecas. Trató de ahuyentarlo conlos dedos, pero no dio resultado.

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«Ahora no — se dijo— . Porfavor, ahora no.» — Estuvo con ellosdurante nueve lunas — continuó Renndando otro mordisco— . Son losmejores en hechicería en todo elBosque. Por eso fue Hord. — Esbozóuna mueca exenta de humor— . AHord le gusta ser el mejor. — Depronto frunció el entrecejo— . ¿Quéestá haciendo ese lobezno?

— Nada — contestó Torakdemasiado rápido. Y forzó la vozpara decirle a Lobo: «Vete, vete.»Lobo, por supuesto, no le hizo caso,y Torak se volvió de nuevo hacia

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Renn— . ¿Qué pasó entonces?Renn le lanzó otra de aquellas

miradas suyas.— ¿Por qué lo preguntas?— ¿Por qué estás tú hablando

conmigo?El rostro de Renn se volvió

impenetrable. Era tan hábil comoFin-Kedinn en no dejar traslucir lasemociones.

Pensativa, se quitó un pedacitode carne de entre los dientes.

— Hord no llevaba muchotiempo con los del Ciervo Rojo— explicó— cuando llegó un

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extraño a su campamento. Unvagabundo del Clan del Sauce,tullido por un accidente de caza. Oeso dijo al menos. Los del CiervoRojo lo acogieron. Pero…— titubeó, y de pronto pareció máspequeña y mucho menos confiada— .Él los traicionó, pues no era sólo unvagabundo, sino que sabíahechicería. Ese hombre buscó unlugar secreto en los bosques yconjuró a un demonio. Y después loencerró en el cuerpo de un oso.— Hizo una pausa— . Hord lodescubrió, pero fue demasiado tarde.

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Más allá del refugio, lassombras parecían haberse tornadomás profundas. En el Bosque se oyógañir a un zorro.

— ¿Por qué? — preguntó Torak— . ¿Por qué hizo eso el…vagabundo?

— Quién sabe — contesto Rennmoviendo negativamente la cabeza— . Quizá para tener una criatura quehiciera lo que a él se le antojara.Pero le salió mal. — La luz del fuegohacía relucir los oscuros ojos deRenn— . Una vez que el demonioestuvo dentro del oso, se volvió

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demasiado poderoso. Se liberó.Mató a tres personas antes de que losdel Ciervo Rojo consiguieranalejarlo. Pero cuando lo lograron, elvagabundo tullido habíadesaparecido.

Torak guardó silencio. Losúnicos sonidos que se oían eran elsusurrar de los árboles en la brisanocturna y el raspar de la lengua deLobo al lamerle las ataduras depellejo.

El lobezno pellizcó sin quererla piel de Torak con los dientes. Elmuchacho giró la cabeza y le soltó un

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brusco gruñido de advertencia.Al instante Lobo retrocedió de

un salto y esbozó una sonrisa dedisculpa.

Renn soltó un grito ahogado.— ¡Puedes hablar con él!— ¡No! — exclamó Torak— .

No, te equivocas.— ¡Te he visto! — La cara de

Renn estaba más pálida que nunca— . De modo que es cierto. LaProfecía es verdad. Tú eres El QueEscucha.

— ¡No!— ¿Qué le estabas diciendo?

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¿Qué estáis tramando?— Ya te lo he dicho, no

puedo…— No voy a darte la

oportunidad de hacerlo — susurróRenn— . No pienso dejar queconspiréis contra nosotros. Ytampoco lo permitirá Fin-Kedinn.— Sacó el cuchillo, cortó la correade Lobo, lo cogió en brazos y echó acorrer hacia la reunión de los clanes.

— ¡Vuelve! — gritó Torak.Tironeó con fuerza de sus ataduras,pero éstas no cedieron. Lobo nohabía tenido tiempo de romperlas del

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todo.Sintió una oleada de terror.

Había puesto todas sus esperanzas enLobo, y ahora Lobo no estaba. Nofaltaba mucho para que amaneciera,pues los pájaros ya se agitaban en losárboles.

Una vez más tironeó de lascuerdas que le ceñían las muñecas, yuna vez más éstas se mantuvieronfirmes.

Al otro lado del claro, Fin-Kedinn y la anciana llamada Saeunnse pusieron en pie y echaron a andarhacia él.

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— ¿Cuánto sabes? — preguntó

Fin-Kedinn.— Yo no sé nada — respondió

Torak mirando de reojo el cuchillode hueso dentado, que el líder de losCuervos llevaba en el cinturón— .

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¿Vais a sacrificarme?Fin-Kedinn no contestó. Él y

Saeunn se hallaban en cuclillas aambos lados del umbral,observándolo. Torak se sentía comouna presa.

Tanteó detrás de sí en busca dealgo, lo que fuera, que pudieseutilizar para cortar la cuerda depellejo. Sus dedos encontraron tansólo una estera de ramas de sauce,blanda e inservible.

— ¿Cuánto sabes? — volvió apreguntar Fin-Kedinn.

Torak inspiró profundamente.

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— Yo no soy ese El QueEscucha vuestro — repuso con todala firmeza de que fue capaz— . Nopuedo serlo. Ni siquiera he oídohablar nunca de la Profecía. — Sepreguntó, sin embargo, por quéestaría Renn tan segura. ¿Qué teníaque ver que hablara la lengua de loslobos?

Fin-Kedinn, cuyo rostro era tanimpenetrable como siempre, miróhacia fuera, pero Torak vio cómo lamano del jefe de los Cuervosagarraba con fuerza el cuchillo.

Saeunn se inclinó hacia Torak y

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lo miró fijamente a los ojos. A la luzde la hoguera, el chico la vio decerca. Nunca había conocido aalguien tan viejo. Por entre el escasocabello blanco, el cuero cabelludode la anciana brillaba como huesopulido, y la cara era tan aguileñacomo la de un pájaro. Los añoshabían arrasado con todo sentimientobondadoso para dejar tan sólo laferoz esencia del cuervo.

— Según dice Renn — lo acusócon aspereza— , puedes hablar conel lobo; eso es parte de la Profecía.La parte que no te hemos contado.

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— Renn se equivoca — dijomirándola— . Yo no puedo…

— No nos mientas — intervinoFin-Kedinn sin girar la cabeza.

Torak tragó saliva.De nuevo tanteó detrás de sí. Y

esa vez… ¡sí! Halló un pedazominúsculo de sílex, no mayor que lauña de un pulgar; probablemente, lohabía dejado caer alguien al afilar uncuchillo. Cerró los dedos sobre él.¡Ojalá Fin-Kedinn y Saeunnregresaran a la reunión de los clanes!Así a lo mejor conseguía cortar lacuerda. Entonces podría averiguar

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adónde se había llevado Renn aLobo, escurrirse agazapado entre losguardias y…

Pero Torak fue presa deldesánimo porque iba a hacerle faltamuchísima suerte para lograr todoeso.

— ¿Quieres que te cuente— dijo Saeunn— por qué eres capazde hablar la lengua de los lobos?

— Saeunn, ¿qué sentido tieneque lo hagas? — preguntó Fin-Kedinn— . Estamos perdiendo eltiempo…

— Tenemos que contárselo

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— repuso la anciana. Entoncesguardó silencio y se llevó unamarillento dedo, que semejaba unagarra, al amuleto que le colgabasobre el pecho y comenzó a acariciarla espiral.

Torak observó la garra, quetrazaba una vuelta tras otra, y empezóa sentirse mareado.

— Hace muchos años — dijo lahechicera de los Cuervos— , tupadre y tu madre abandonaron suclan. Se marcharon para ocultarse desus enemigos. Lejos, muy lejos, en elBosque Profundo, entre las almas

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verdes de los árboles que hablan.— La garra de la hechicera seguíatrazando la espiral y atraía a Torakhacia el pasado— . Tres lunasdespués de que tú nacieras— prosiguió Saeunn— , tu madremurió.

Fin-Kedinn se puso en pie,cruzó los brazos sobre el pecho ymiró fijamente hacia la oscuridad.

Torak parpadeó, como sidespertara de un sueño.

Saeunn ni siquiera miró endirección a Fin-Kedinn. Su atenciónestaba totalmente centrada en Torak.

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— Tú no eras más que unacriatura — explicó Saeunn— . Tupadre no podía alimentarte.Habitualmente, cuando sucede algoasí, el padre asfixia a su hijo paraahorrarle una muerte lenta porinanición. Pero tu padre encontróotro recurso: una loba con unacarnada. Te dejó en su guarida.— Torak se esforzó en asumir lo quele contaba— . Pasaste tres lunas conla loba en la guarida. Tres lunas paraaprender la lengua de los lobos.

Torak apretó con tanta fuerza elpedazo de sílex que se le clavó en la

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palma. Tenía la convicción de queSaeunn le estaba diciendo la verdad.Ése era el motivo de que pudiesehablar con Lobo. Ése era el motivode la visión que había tenido alencontrar la guarida: los lobeznosque se revolcaban, la leche rica ygrasa…

¿Cómo era posible que Saeunnlo supiera?

— No — dijo— . Esto es unatrampa. Tú no podías saber eso. Noestabas allí.

— Tu padre me lo contó— repuso Saeunn.

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— No pudo haberlo hecho.Nunca nos acercábamos a la gente…

— ¡Oh, pero lo hicisteis unavez! Hace cinco años. ¿No lorecuerdas? La reunión de los clanesjunto al mar. — Torak notó que elcorazón empezaba a latirle muyrápido— . Tu padre acudió allí paraencontrarme, para hablarme de ti.— La garra de Saeunn se detuvo enel centro de la espiral— . Tú no erescomo los demás — dijo entonces consu voz cascada de cuervo— . Tú eresEl Que Escucha.

Una vez más, Torak apretó el

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puño con fuerza sobre el sílex.— No… no puede ser. No lo

comprendo.— Por supuesto que no lo

entiende — dijo Fin-Kedinn mirandohacia atrás, y se volvió hacia Torak— . Tu padre no te contó nada sobrequién eres. Tengo razón, ¿verdad?

Torak asintió con la cabeza.El líder de los Cuervos guardó

silencio unos instantes. Su rostrotraslucía calma, pero Torak sepercató de que detrás de la máscarade sus facciones se estaba librandouna batalla.

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— Sólo hay una cosa que espreciso que sepas — dijo entoncesFin-Kedinn— . Es la siguiente: nofue una casualidad que el oso atacaraa tu padre, pues fue a causa de tupadre que el oso llegó a existir.

A Torak le dio un vuelco elcorazón.

— ¿A causa de mi padre?— Fin-Kedinn… — advirtió

Saeunn.El líder de los Cuervos le

dirigió a la hechicera una severamirada.

— Has dicho que tenía que

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saberlo. Pues se lo estoy contando.— Pero — intervino Torak—

fue el vagabundo tullido quien…— El vagabundo tullido

— interrumpió Fin-Kedinn— era elpeor enemigo de tu padre.

Torak volvió a hundirse contrael poste.

— Mi padre no tenía enemigos.Al líder de los Cuervos le

relucieron peligrosamente los ojos.— Tu padre no era tan sólo un

cazador más del Clan del Lobo. Erael hechicero de ese clan. — Torak sequedó sin respiración— . Tampoco

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te contó eso, ¿no es así? — preguntóFin-Kedinn— . ¡Oh, sí, era elhechicero de los Lobos! Y él tuvo laculpa de que esa… criatura… estéasolando el Bosque.

— No — susurró Torak— . Esono es cierto.

— Se ocupó de que tú nosupieras nada de nada, ¿no es así?

— Fin-Kedinn — intervinoSaeunn— , sólo trataba deprotegerlo…

— ¡Sí, y mira el resultado! — leespetó Fin-Kedinn— . ¡Un chico amedio crecer que no sabe nada! Y,

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sin embargo, me pides que crea quees el único que puede… — Seinterrumpió en seco, e hizo un gestonegativo.

Siguió un tenso silencio. Fin-Kedinn inspiró profundamente.

— El hombre que creó al oso— le dijo a Torak en voz baja— lohizo con un único propósito. Creó aloso para matar a tu padre.

El cielo se estaba iluminado enel este cuando Torak consiguió porfin cortar la cuerda que le ceñía lasmuñecas con el trocito de sílex. No

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había tiempo que perder. Fin-Kedinnacababa de volver a la reunión de losclanes con Saeunn, donde se habíasumido en una acalorada discusióncon los demás. En cualquiermomento podían llegar a unadecisión y venir a por él.

Le supuso un gran esfuerzocortar las ataduras de los tobillos. Lacabeza le daba vueltas.

«Tu padre te dejó en la guaridade una loba… Era el hechicero delos Lobos… Fue asesinado…» Laastilla de sílex estaba resbaladiza desudor. Se le cayó. Volvió a buscarla

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a tientas. Al fin cortó la cuerda.Flexionó los tobillos y casi gritó dedolor. Las piernas le ardían porhaberlas tenido encogidas tanto rato.

Peor aún era el dolor que sentíaen el corazón. Pa había sidoasesinado. Lo había asesinado elvagabundo tullido, que había creadoal oso con el único objetivo de darlecaza a él…

No era posible. Tenía quetratarse de un error.

No obstante, en lo más hondo,Torak sabía que era cierto.Recordaba la severidad en el rostro

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de Pa cuando yacía moribundo.«Pronto vendrá por mí», había dicho.Sabía lo que su enemigo había hechoy por qué había sido creado el oso.

Era demasiado duro paraasimilarlo. Torak se sentía como sitodo lo que él conocía hubieraquedado arrasado, como si se hallaraen pie sobre un pedazo de hieloviendo cómo las grietas se extendíanigual que rayos bajo sus pies.

El dolor en las piernas lo hizovolver bruscamente al presente.Trató de frotarlas para recuperar unpoco la sensibilidad. Al estar

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descalzo tenía los pies fríos, pero nopodía hacer nada porque no habíalogrado ver adónde se había llevadoOslak las botas.

De alguna forma, sin que lovieran, tenía que salir del refugio ycruzar hasta los avellanos quebordeaban el claro. De alguna forma,tenía que eludir a los guardias.

Pero no podría hacerlo. Lodescubrirían. ¡Ojalá consiguieseencontrar alguna manera dedistraerlos…!

En el otro extremo delcampamento, un aullido solitario se

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elevó hacia el neblinoso aire delalba.

«¿Dónde estás? — se lamentóLobo— . ¿Por qué me hasabandonado esta vez?»

Torak se quedó paralizado. Oyóa los perros del campamentoresponder al aullido y vio que lagente de la reunión se levantaba depronto para correr a investigar. Sedio cuenta de que Lobo le había dadouna oportunidad.

Tenía que actuar deprisa. Salióprecipitadamente del refugio y seinternó en las sombras de los

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avellanos. Sabía lo que tenía quehacer, aunque lo detestara.

Debía dejar atrás a Lobo.

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A causa del aire frío, a Torak le

escocía la garganta mientras se abríapaso a través de unos espesos saucesen dirección al río, y las piedras lehacían sangrar los pies desnudos.Apenas se daba cuenta.

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Gracias a Lobo había escapadodel campamento sin ser visto, perono sería por mucho tiempo. Oyó trasél un profundo y resonante estruendo:cuernos de corteza de abedul estabandando la alarma. Oyó también ahombres que gritaban y perros queaullaban. Los Cuervos iban en subusca.

Se deslizó por la ribera del río,entre las zarzas, hasta aterrizar conun chapoteo en un lecho de altosjuncos. Hundido hasta la rodilla en elnegro y gélido lodo, se cubrió laboca para impedir que el vaho del

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aliento lo delatara.Por suerte, el viento soplaba a

su favor, pero estaba empapado ensudor y todavía llevaba agarrada lacuerda de pellejo que le habíasujetado los tobillos; los perroscaptarían fácilmente su aroma. Nosupo si tirarla o quedársela por si lanecesitaba.

La confusión se arremolinaba enla mente de Torak como un ríoembravecido. No tenía botas, nifardo, ni armas ni nada con quefabricarlas; sólo contaba con losconocimientos que poseía y con la

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destreza de sus manos. Si conseguíahuir, ¿qué haría?

De pronto, imponiéndose alsonido de los cuernos, le llegó unaullido. «¿Dónde estás?» Al oírlo,las dudas de Torak se esfumaron. Nopodía dejar a Lobo. Tenía querescatarlo.

Deseó poder aullarle enrespuesta: «Ya voy. No tengasmiedo, no te he abandonado», peropor supuesto no podía hacerlo. Losaullidos continuaron.

Se le estaban congelando lospies. Tenía que salir del río o estaría

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demasiado entumecido para correr.Pensó con rapidez.

Los Cuervos supondrían queiría al norte porque él había dichoque se dirigía allí cuando lo habíancapturado; de manera que decidióhacer exactamente eso, al menosdurante un rato, y luego volveríasobre sus pasos en dirección alcampamento para encontrar algunaforma de llegar hasta Lobo, con laesperanza de que los Cuervoscayeran en la trampa y continuaranhacia el norte.

Río abajo, se quebró una rama.

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Torak se volvió en redondo.Un suave chapoteo. Una

maldición entre dientes.Escudriñó a través de los

juncos.Unos cincuenta pasos río abajo,

dos hombres descendían a hurtadillaspor la ribera hacia el lecho dejuncos. Se movían con cautela,concentrados en darle caza. Unollevaba un arco que era más alto queTorak, con una flecha ya colocada enla cuerda; el otro empuñaba un hachaarrojadiza de basalto.

Había sido un error ocultarse en

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el lecho de juncos. Si permanecíadonde estaba, lo encontrarían, y sitrataba de cruzar el río a nado, loverían y lo atravesarían como a unlucio. Tenía que volver al amparodel Bosque.

Tan silenciosamente comopudo, empezó a trepar por la ribera.Ésta se hallaba cubierta de espesossauces que le permitían quedar acubierto, pero era muy escarpada. Larojiza tierra se le desmoronaba bajolos pies. Si caía en el río, lo oirían…

Unos guijarros se deslizaronhacia el agua cuando arañó la tierra

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al trepar. Por fortuna el retumbar delos cuernos disimuló el ruido, y losdos hombres no lo oyeron.

Respirando agitadamente, llegóa la parte superior de la ribera y deinmediato se dirigió al norte. El cieloestaba cubierto, de modo que nopodía orientarse mediante el sol,pero puesto que el río fluía endirección al oeste, sabía que si lodejaba exactamente detrás de síestaría yendo más o menos hacia elnorte.

Echó a correr a través de unespeso bosque de álamos y hayas,

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teniendo cuidado de arrastrar lacuerda de pellejo para dejar unrastro bien intenso.

De repente sonó un aullidofurioso detrás de Torak,terroríficamente cerca. Había dejadoel rastro del pellejo demasiadopronto, y los perros habían captadoya el olor.

Presa del pánico, trepó al árbolmás cercano, un álamo alto ylarguirucho, y apenas habíaconseguido hacer una bola con elpellejo y lanzarla tan lejos comopudo hacia el río cuando un enorme

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perro rojo surgió de entre los juncos.Merodeó bajo el árbol de

Torak, con hilillos de babacolgándole de las fauces. Entoncescaptó el aroma del pellejo y saliódisparado en su persecución.

— ¡Allí! — se oyó un grito ríoabajo— . ¡Uno de los perros haencontrado el rastro!

Tres hombres pasaron corriendobajo el árbol de Torak, jadeando acausa del esfuerzo por alcanzar alperro. Torak se aferró al tronco delárbol. Si uno de ellos alzaba lamirada…

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Siguieron corriendo hastadesaparecer. Unos instantes después,Torak oyó unos débiles chapoteos.Debían de estar buscándolo entre losjuncos.

Esperó un poco por si aparecíanmás y luego saltó del árbol.

Corrió hacia el norte entre losálamos para poner cierta distanciaentre él y el río, y fue reduciendo lavelocidad hasta detenerse. Ya erahora de girar hacia el este y dirigirsede vuelta al campamento, siempre ycuando encontrara alguna forma deocultar su rastro a los perros.

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Desesperado, miró alrededor enbusca de algo con que disimular suolor. ¿Excrementos de ciervo? No,los perros lo perseguirían de todasformas. ¿Hojas de milenrama? Talvez. Su fuerte aroma a nuez deberíade ser lo bastante intenso paraocultar el del sudor de Torak.

Al pie de un haya encontró unmontón de excrementos de glotón,retorcidos, velludos y tan hediondosque se le humedecieron los ojos. Esoestaba mucho mejor. Dando arcadaspor el mal olor, se embadurnó conellos los pies, las espinillas y las

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manos. Los glotones eran más omenos del tamaño de los tejones,pero se enfrentaban a todo lo que semoviera, y solían ganar.Probablemente, los perros no searriesgarían a un encuentrosemejante.

El bramido de los cuernos sedetuvo de pronto.

El silencio le latió en los oídos.Con una punzada de terror, se diocuenta de que los aullidos de Lobotambién habían cesado. ¿Estaríabien? Los Cuervos no se habríanatrevido a hacerle daño, ¿verdad?

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De vuelta al campamento, Torakse abrió paso entre la maleza. Elterreno se elevó mientras que el ríofluía con rapidez entre rocasdesprendidas, resbaladizas por elmusgo que las cubría.

Más adelante se veía unacolumna de humo que se elevaba porel encapotado cielo. Torak debía deestar acercándose al campamento. Seagachó y aguzó los oídos por sicaptaba sonidos de la persecución apesar del rugir del agua. A cadamomento esperaba oír el cimbrear dela cuerda de un arco o sentir que una

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flecha se le deslizaba entre losomoplatos.

Nada. Quizá habían caído en latrampa y estaban siguiéndole elrastro hacia el norte.

A través de los árboles, algogrande y abombado se alzó ante lavista de Torak, que se paró en seco.Sospechó de qué se trataba y deseóequivocarse.

Como un sapo inmenso, eltúmulo se elevaba imponente ante losojos de Torak. Le sacaba una cabezade altura y estaba densamentecubierto de musgo y de matorrales de

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arándanos. Detrás había dos túmulosmás pequeños y alrededor se alzabauna densa espesura de tejos y acebosahogados por la hiedra.

Torak se quedó donde estabapreguntándose qué hacer. En ciertaocasión Pa y él se habían topado contúmulos como ésos. Debía de tratarsedel osario del Clan del Cuervo, ellugar en que yacían los huesos de susmuertos.

El camino hacia el campamentoy hacia Lobo pasaba a través delosario. Pero ¿se atrevería a cruzarlo?Él no pertenecía al Clan del Cuervo.

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No podía aventurarse en el osario deotro clan sin despertar la ira de susancestros…

La niebla flotaba en los huecosentre los túmulos, donde los pálidosy fantasmales esqueletos de lasplantas de cicuta se alzaban sobre lacabeza de Torak, y los tallos decolor púrpura de unas adelfillasmoribundas liberaban sus pelusas,inquietantemente errantes. Por todaspartes lo rodeaban los oscurosárboles, escuchándolo; unos árbolesque permanecían verdes todo elinvierno y que nunca dormían. En las

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ramas del tejo más alto habíaposados tres cuervos que loobservaban. Se preguntó cuál deellos sería el guardián del clan.

Unos perros aullaron detrás deél.

Estaba atrapado. Qué astuto eraFin-Kedinn: había arrojado una granred para luego ceñirla en torno a supresa.

Torak no tenía adónde ir. El ríoera demasiado rápido para nadar enél, y si trepaba a un árbol, loscuervos les revelarían a loscazadores dónde estaba, y lo harían

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caer como a una ardilla. Si seinternaba en la espesura, los perroslo sacarían a rastras como a unacomadreja.

Se dio la vuelta para enfrentarsea sus perseguidores. No tenía nadacon qué defenderse; ni siquiera unapiedra.

Retrocedió unos pasos… ychocó contra el mayor de lostúmulos. Ahogó un grito. Estabaatrapado entre los vivos y losmuertos.

Algo lo agarró desde atrás y loarrastró hacia la oscuridad.

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— No te muevas — le susurró

una voz al oído— , no hagas ruido, ¡yno toques los huesos!

Torak ni siquiera podía ver loshuesos; no veía nada en absoluto.Estaba acurrucado en medio de una

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negrura apestosa con un cuchillooprimiéndole la garganta.

Apretó los dientes para quedejaran de castañetearle. En torno aél sentía el gélido peso de la tierra yde los huesos enmohecidos de losmuertos de los Cuervos. Rogó porque todas las almas se hallasen muylejos, en el Viaje a la Muerte. Pero¿y si alguna se había quedado atrás?

Tenía que salir de allí. Tras laprimera impresión al ser apresado,había oído que raspaban la piedra,como si su captor estuviese sellandoel túmulo. Pero al adaptársele los

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ojos a la penumbra, vislumbró unleve borde de luz. Fuera lo que fueselo que habían arrastrado parabloquear la entrada, no encajaba a laperfección.

Estaba pensando en echar acorrer hacia ella cuando oyó vocesen el exterior. Débiles, pero cada vezmás cerca.

Torak se puso tenso. Y sucaptor también.

Los crujidos y susurros seoyeron más cerca y se detuvieron depronto a unos tres pasos de distancia.

— Nunca se habría atrevido a

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venir aquí — susurró una vozatemorizada de hombre.

— Quizá sí — musitó una mujer— . Ese chico es distinto. Ya viste laforma en que le ganó a Hord. Quiénsabe qué es capaz de hacer.

Torak oyó un chapoteo en elmusgo. Movió un pie instintivamentey, en la penumbra, algo tintineó.Esbozó una mueca.

— ¡Silencio! — exclamó lamujer— . He oído algo.

Torak contuvo el aliento. Elcuchillo de su carcelero lo oprimiócon más fuerza.

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El graznido de un cuervo resonóentre los árboles.

— El guardián no nos quiereaquí — musitó la mujer— .Deberíamos irnos. Tienes razón. Elchico no se habrá atrevido.

Mareado de alivio, Torak oyóque se alejaban.

Al cabo de un rato trató decambiar de postura, pero la punta delcuchillo se lo impidió.

— ¡Quédate quieto! — siseó sucaptor.

Torak reconoció la voz. EraRenn. ¿Renn?

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— Apestas — susurró ella.Torak trató de girar la cabeza,

pero una vez más el cuchillo se loimpidió.

— Es para mantener alejados alos perros — contestó.

— De todas formas nuncavendrían aquí; no les está permitido.

Torak reflexionó unos instantes.— ¿Cómo sabías que yo pasaría

por aquí? ¿Y por qué…?— No lo sabía. Ahora cállate.

Podrían volver.Tras una fría y entumecida

espera que pareció eternizarse, Renn

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le propinó un puntapié y le dijo quese moviera. Torak consideró laposibilidad de imponerse a la chicapor la fuerza, pero decidió nohacerlo. Si forcejeaban, podíanperturbar a los huesos. En lugar deello, apartó con esfuerzo la losa depizarra que cerraba la entrada y reptópara salir a la luz del día. Lostúmulos estaban desiertos. Hasta loscuervos se habían marchado.

Renn salió tras él, de espaldas ya gatas y arrastrando dos fardos demadera de avellano; uno de ellos erael de Torak. Perplejo, se agachó

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entre las adelfillas y observó queRenn volvía a entrar, y de nuevosalía con dos sacos de dormirenrollados, dos juegos de arco ycarcaj, ambos envueltos en piel desalmón para protegerlos de lahumedad, y un saco de gamuza que seretorcía con furia.

— ¡Lobo! — exclamó Torak.— ¡Cállate! — Renn dirigió una

cautelosa mirada hacia elcampamento.

Torak abrió de un tirón el sacoy Lobo emergió de él, sudoroso ydesaliñado. Olisqueó el aire y habría

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salido corriendo de no haberlocogido Torak para asegurarle conladridos en voz baja que, en efecto,era él y no un mortífero glotón. Loboesbozó una gran sonrisa de lobo,meneó los cuartos traseros y saludó aTorak con calurosos mordisquitosbajo la barbilla.

— Date prisa — dijo Renndetrás de él.

— Ya voy — repuso Torak.Cogió puñados de musgo empapadoen rocío y se quitó la mayor parte delexcremento; luego se enfundó lasbotas. Renn había tenido la previsión

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de llevárselas.Al volverse para coger su fardo,

comprobó con asombro que Rennhabía puesto una flecha en el arco ylo apuntaba hacia él. Además, sehabía colgado al hombro el arco y elcarcaj del propio Torak, así como elhacha y el cuchillo del chico, y se loshabía embutido en el cinturón.

— ¿Qué haces? — preguntóTorak— . Pensaba que me estabasayudando.

Ella lo miró con desprecio.— ¿Por qué iba a ayudarte? Lo

único que hago es ayudar a mi clan.

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— Entonces ¿por qué no me hasdelatado hace un momento?

— Porque pretendo asegurarmede que llegues a la Montaña delEspíritu del Mundo. Si yo no teobligara, ni siquiera lo intentarías.No harías más que huir con el raboentre las piernas porque eres uncobarde.

— ¿Un cobarde? — repitióTorak con voz entrecortada.

— Un cobarde, un mentiroso yun ladrón. Robaste nuestro corzo,utilizaste trucos para que Hordperdiera la pelea y nos mentiste

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sobre que tú no eras El Que Escucha.Luego huiste. Y ahora, por últimavez, ¡muévete!

Mientras Renn lo apuntaba a laespalda con la flecha, y los oídos leardían por la acusación de la chica,Torak se dirigió río abajo hacia eloeste, manteniéndose al amparo delos sauces y llevando a Lobo enbrazos para impedir que lasalmohadillas del lobezno dejaran unrastro de olor para los perros.

Por asombroso que pareciese,no se oían ruidos de persecución.

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Esa circunstancia le resultaba aTorak más inquietante aún que loscuernos de corteza de abedul.

Renn impuso un ritmo rápido, yTorak tropezaba con frecuencia.Estaba cansado y hambriento,mientras que Renn había descansadoy había comido; eso haría más difícillibrarse de ella. Pero era másmenuda que él, y Torak se dijo que,probablemente, podría reducirlaantes de que causara demasiado dañocon el arco.

La cuestión era: ¿cuándo? Por elmomento parecía estar sinceramente

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decidida a eludir a los Cuervos y loguiaba por senderos de ciervos,estrechos y serpenteantes, siemprebien guarecidos. Torak decidióesperar a que estuviesen más lejosdel campamento. Pero el insulto deRenn le seguía doliendo.

— Yo no soy un cobarde— dijo girando la cabeza mientrasseguían el río hacia un umbríobosque de robles, al ver que laamenaza de la persecución parecíahaber disminuido.

— Entonces ¿por qué has huidodel campamento?

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— ¡Iban a sacrificarme!— Aún no lo habían decidido.

Por eso estaban discutiendo.— Así pues, ¿qué debería haber

hecho? ¿Esperar a averiguarlo?— La Profecía — repuso Renn

con frialdad— podía significar doscosas distintas. De no haber huido, tehabrías enterado.

— Y supongo que vas acontármelas — dijo Torak— ,porque tú lo sabes todo.

— La Profecía — suspiró Renn— puede querer decir que tesacrifiquemos y le entreguemos tu

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sangre a la Montaña, y que al hacerlodestruyamos al oso. Eso es lo queHord cree que significa. Quierematarte porque así será él quien llevetu sangre a la Montaña. — Hizo unapausa— . Saeunn cree que significaotra cosa: que sólo tú puedesencontrar la Montaña y destruir aloso.

Torak se dio la vuelta y sequedó mirándola.

— ¿Yo? ¿Destruir al oso?— Ya sé que no parece posible

— respondió ella observándolo dearriba abajo— . Pero Saeunn está

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segura de ello. Y yo también. El QueEscucha debe encontrar la Montañadel Espíritu del Mundo, y luego, conayuda del Espíritu, tiene que destruiral oso.

Torak parpadeó. No podía ser.Habían cometido un error.

— ¿Por qué sigues negándolo?— preguntó Renn, enfadada— . Túeres El Que Escucha. Sabes que loeres. Luchaste con aire, exactamentecomo dice la Profecía. Hablaste consilencio, con el silbato. Y lasprimeras palabras de la Profecíadicen que El Que Escucha puede

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hablar con los demás cazadores delBosque, y tú puedes hablar con ellosporque tu padre te dejó en unaguarida de lobos cuando eraspequeño.

Torak aguzó la mirada.— ¿Cómo sabes tú eso?— Porque estaba escuchando

— respondió Renn.Siguieron el río hacia el oeste.

Mientras caminaban, Torak oyó elsuave trinar de los pardillos alcomerse las moras y a un trepadorque picoteaba en una rama en buscade larvas. Si había tantos pájaros por

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ahí, el oso no podía andar cerca…De pronto Lobo levantó las

orejas y movió los bigotes.— ¡Agáchate! — siseó Torak

tirando de Renn.Unos instantes después vieron

pasar dos piraguas. Torak distinguiócon claridad la que estaba más cercade él. El hombre que remaba tenía elcabello castaño corto y con flequillo,y llevaba un tieso manto de pellejosobre los anchos hombros y uncolmillo de jabalí colgado de unacorrea sobre el pecho. Un hachaarrojadiza de pizarra negra reposaba

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sobre las rodillas del hombre. Aligual que su compañero de la otrapiragua, escudriñaba las riberas altiempo que se deslizaba por el aguacon potentes paladas. Estaba bienclaro qué andaban buscando.

— Clan del Jabalí — susurróRenn al oído de Torak— . Fin-Kedinn debe de haberles pedidoayuda para que nos encuentren.

Torak abrigó sospechas alinstante.

— ¿Cómo han sabido quetomaríamos este camino? ¿Les hasdejado alguna clase de pista?

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— ¿Por qué iba a hacer algoasí? — repuso Renn poniendo losojos en blanco.

— Por lo que sospecho, meestás guiando hacia algún otro clan,para que me sacrifiquen.

— O a lo mejor — repuso ellacon cansancio— esos Jabalíes pasanpor aquí porque resulta que sucampamento está río abajo y… — Seinterrumpió— . ¿Cómo has sabidoque venían?

— No lo sabía. Me lo ha dichoLobo.

Renn pareció sorprendida y

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alarmada a la vez.— Es verdad que puedes hablar

con él, ¿no es así?Torak no contestó.Renn se incorporó esforzándose

por sobreponerse a su inquietud.— Ya se han ido. Va siendo

hora de que nos dirijamos al norte.— Volvió a poner la flecha en elcarcaj y se echó el arco al hombro, ypor un instante Torak creyó que habíacambiado de opinión. Pero entoncessacó el cuchillo y pinchó suavementea Torak para que se pusiera enmarcha.

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Llegaron a un riachuelo quedescendía de un desfiladero rocoso ycomenzaron a trepar. Torak empezó asentirse mareado de cansancio. Lanoche anterior no había dormido yllevaba más de un día sin comer.

Al final no pudo dar ni un pasomás e hincó las rodillas. Lobo saltóde los brazos del chico, trastabilló ycayó en sus ansias por llegar al agua.

— ¿Qué haces? — exclamóRenn— . ¡No podemos detenernosaquí!

— Pues acabamos de hacerlo— gruñó Torak. Cogió un puñado de

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hojas de jabonera, las apretujó conagua y se limpió el resto delexcremento de glotón. Entonces seinclinó y bebió hasta saciarse.

Sintiéndose mucho mejor, hurgóen el fardo en busca de uno de losrollos de carne seca de corzo quehabía preparado; parecía que hacíamuchas lunas de ello. Tras arrancarun pedazo de un mordisco yarrojárselo a Lobo, empezó a comer.Sabía de maravilla y ya notaba lafuerza del corzo que recorría suinterior.

Renn titubeó, pero desató su

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fardo y se arrodilló, aunque todavíaapuntaba a Torak con el cuchillo.Hundiendo una mano en el fardo,extrajo tres finas tortas de colormarrón rojizo. Le tendió una a Torak.

Él la cogió y mordió unpequeño trozo. Tenía un sabor rico ysalado, con un regusto aromático.

— Salmón seco — explicóRenn con la boca llena— . Lomachacamos con grasa de ciervo ybayas de enebro. Permanece en buenestado todo el invierno.

Para sorpresa de Torak, Renn letendió una torta de salmón a Lobo.

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Éste la ignoró deliberadamente.Renn titubeó, pero se la dio a

Torak. Él la frotó entre las palmaspara disimular el olor de Renn con elsuyo, y entonces se la ofreció a Lobo,que se la zampó de un mordisco.

Renn trató de no mostrar queestaba dolida.

— ¿Y qué? — dijoencogiéndose de hombros— . Ya séque no le gusto.

— Eso es porque no paras demeterlo en sacos — repuso Torak.

— Por su propio bien.— Pero él no sabe que es así.

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— ¿No puedes decírselo tú?— No hay forma de decir eso en

la lengua de los lobos. — Dio otromordisco a la torta de salmón ydespués le preguntó a Renn algo quele intrigaba.

— ¿Por qué lo has traído?— ¿A quién?— A Lobo. Lo has sacado del

campamento. No debe de haber sidofácil. ¿Por qué?

— Parece que lo necesitas— contestó al cabo de un momento— . No sé por qué, pero pensé quequizá fuera importante.

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Torak se sintió tentado dedecirle que Lobo era su guía, pero secontuvo. No confiaba en ella. Lehabía sido útil para eludir a losCuervos, pero eso no cambiaba elhecho de que se hubiese quedado consus armas y lo hubiese llamadocobarde. Y todavía lo estabaapuntando con el cuchillo.

El desfiladero se volvió másempinado, pero Torak consideró queno era peligroso dejar que Lobocaminara, de modo que el lobeznoascendió con dificultad ante él con la

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cola baja. A Lobo, trepar no legustaba más que a Torak.

Más o menos a media tarde,llegaron a una cresta desde la que sedominaba un amplio valle boscoso.A través de los árboles, Torakvislumbró el lejano destellar de unrío.

— Ése es el Río Ancho— explicó Renn— . Es el río demayor caudal en esta parte delBosque. Fluye desde los ríos dehielo en las Montañas Altas y formael lago Cabeza de Hacha, y va aparar a las cataratas del Trueno y de

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allí al mar. Acampamos en ese lugara principios de verano por lossalmones. A veces, si el viento sopladel este, se oyen las cataratas…— Se interrumpió.

Torak supuso que la chica seestaba preguntando cómo lacastigaría su clan por ayudar aescapar a su cautivo. Si no le hubiesellamado cobarde, bien podría habersentido lástima por ella.

— Cruzaremos el valle— continuó Renn con tono másenérgico— . Debería resultar fácilvadear el río por donde están esos

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prados. Después podemos dirigirnoshacia el norte.

— No — dijo de pronto Torak,y señaló a Lobo. El animal habíaencontrado un sendero de alces quese internaba en un bosque de altosabetos rojos de los que colgabamusgo de los árboles, y estabaesperando a que lo siguieran.

— Por ahí — indicó Torak— .Ascenderemos desde el valle, perono lo cruzaremos.

— Pero eso está al este. Sivamos hacia allí, llegaremos a lasMontañas Altas demasiado pronto. Y

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nos será mucho más difícil dirigirnosal norte.

— ¿Hacia dónde irá Fin-Kedinn? — quiso saber Torak.

— Durante un tiempo, al oeste,siguiendo los senderos, y luego alnorte.

— Bueno, pues entonces lo dedirigirse hacia el este parece buenaidea.

— ¿Se trata de alguna clase detruco? — preguntó Renn frunciendoel entrecejo.

— Mira — insistió Torak— .Vamos en dirección al este porque

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Lobo dice que debemos hacerlo. Élconoce el camino.

— ¿Cómo? ¿Qué quieres decir?— Quiero decir — respondió

Torak en voz baja— que conoce elcamino hacia la Montaña.

Renn se quedó mirándolo ydespués soltó un bufido.

— ¿Ese pequeño lobezno?— Torak hizo un gesto afirmativo— .No te creo.

— No me importa — repusoTorak.

Lobo odiaba a la hembra sin

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cola.La había odiado desde el primer

momento en que la olió, cuandoapuntaba con la Larga Garra queVuela a su hermano de carnada.¡Vaya cosa! ¡Como si Alto Sin Colafuera una presa!

Después de eso, la hembra sincola había hecho cosas terribles. Lohabía apartado a la fuerza de AltoSin Cola y lo había metido en unaextraña Guarida sin aire, donde lehabían hecho dar tantos tumbos quese había mareado.

Peor incluso era la forma en que

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se comportaba con Alto Sin Cola.¿No sabía acaso que él era el jefe dela manada? Se mostraba muy ruda eirrespetuosa cuando le soltabagañidos en la lengua de los sin cola.¿Por qué Alto Sin Cola no le pegabaun rugido y la perseguía hasta hacerlahuir?

En ese momento, mientras Lobotrotaba por el sendero, se sintióaliviado al oír que ella se habíaquedado varios pasos atrás.Estupendo. Debería irse.

Se detuvo a masticar unoscuantos arándanos rojos al borde del

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sendero, escupió uno en mal estado ycontinuó, sintiendo la tierra seca bajolas almohadillas y la calidez del OjoBrillante Caliente en el lomo.Levantó el hocico para captar losaromas que le llegaban del valle:unos arrendajos y unos cuantosexcrementos rancios de alce, variosabetos rojos abatidos por tormentas ygran cantidad de adelfillas yarándanos mustios. Todos eranolores buenos e interesantes; perotras ellos captaba el aroma frío yterrorífico del Agua Rápida.

El miedo se apoderó de Lobo.

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De alguna manera, él y Alto Sin Colatenían que llegar al otro lado delAgua Rápida. El sitio en que habíande cruzarla estaba aún muchos pasosadelante, pero Lobo ya la sentíarugir. Y lo hacía con tal fuerza quehasta su hermano de carnada, mediosordo, no tardaría en oírla.

El peligro estaba ahí delante, yLobo ansiaba regresar, pero sabíaque no podía hacerlo. La Llamadaera cada vez más fuerte: esa Llamadaque era como la de la Guarida, perono lo era.

De pronto Lobo captó otro olor.

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Las fosas nasales del lobezno seabrieron para asimilarlo, y echóhacia atrás las orejas. Eso era malo.Malísimo.

Lobo giró en redondo y corrióde vuelta hacia Alto Sin Cola.

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— ¿Qué ocurre? — preguntó

Renn mirando fijamente alaterrorizado lobezno.

— No lo sé — musitó Torak. Sele empezó a poner la carne degallina. No se oía ningún pájaro.

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Renn se sacó el cuchillo deTorak del cinturón y se lo arrojó.

Torak lo cogió asintiendo con lacabeza.

— Deberíamos volver — dijoRenn.

— No podemos. Éste es elcamino hacia la Montaña.

Los ojos ambarinos de Loboestaban oscuros de miedo. Avanzódespacio y con sigilo, con la cabezagacha y el pelo del lomo erizado.

Torak y Renn lo siguieron tansilenciosamente como pudieron. Losenebros se les enredaban en las botas

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y el musgo de los árboles les rozabala cara con los dedos. Los árbolesestaban absolutamente inmóviles, ala expectativa de lo que iba a ocurrir.

— A lo mejor no es…— empezó Renn— . Quiero decir,podría tratarse de un lince. O de unglotón.

Ni Torak ni la propia Renncreyeron que así fuera.

Volvieron un recodo y llegaronante un abedul caído que sangrabapor unas profundas huellas de garrasabiertas en la corteza.

Ninguno de los dos dijo nada.

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Ambos sabían que los osos a vecesarañan los árboles para marcar suterritorio o para asustar a otroscazadores.

Lobo se acercó al abedul paraolisquearlo mejor. Torak lo siguió ysuspiró de alivio.

— Un tejón.— ¿Estás seguro? — preguntó

Renn.— Los arañazos son más

pequeños que los de un oso, y haybarro en la corteza. — Rodeó elárbol— . Se llenó las garrasdelanteras de tierra, escarbando en

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busca de gusanos, se detuvo aquípara limpiárselas y volvió a sutejonera. Por ahí… — señaló haciael este con un ademán.

— ¿Cómo lo sabes? — quisosaber Renn— . ¿Te lo ha dichoLobo?

— No. Me lo ha dicho elBosque. — Advirtió la mirada deperplejidad de Renn— . Hace un ratohe visto un petirrojo con pelos detejón en el pico. Venía del este.— Se encogió de hombros.

— Eres bueno siguiendorastros, ¿no es así?

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— Pa era mejor.— Bueno, pues eres mejor que

yo — repuso ella. Su tono no fue deenvidia; no hacía más que reconocerun hecho— . Pero ¿por qué habráasustado un tejón a Lobo?

— No creo que lo haya hecho— contestó Torak— . Supongo quelo ha asustado otra cosa.

Renn cogió el hacha, el arco yel carcaj de Torak y se los tendió.

— Toma. Será mejor que loslleves.

Continuaron sendero arriba.Lobo iba primero, seguido de Torak,

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que exploraba en busca de señales, yla última era Renn, que estiraba elcuello para ver a través de losárboles.

Habían recorrido otroscincuenta pasos cuando Torak sedetuvo de forma tan brusca que Rennchocó contra él.

La joven haya todavía gemía,pero no le quedaba mucho tiempo devida. El oso se había empinado sobrelas patas de atrás para dar riendasuelta a su furia, había arrancado lacopa entera del árbol, habíadesgarrado la corteza en largos

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jirones sangrantes y había hechoprofundos tajos en lo alto del tronco.Terroríficamente arriba. De haberseencaramado Renn a los hombros deTorak, no habría podido llegar a lamás baja de las marcas de las garrasde la fiera.

— Ningún oso puede ser tanenorme — musitó Renn.

Torak no contestó. Habíaregresado a aquel anochecer azuladodel otoño y estaba ayudando a Pa aacampar. Torak había bromeado, y supadre se había reído. Pero entoncesel Bosque se estremeció. Los

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cuervos graznaron. Los árbolescrujieron. Y de la oscuridad bajo losárboles surgió una oscuridad másprofunda aún…

— No es reciente — dijo Renn.— ¿Qué? — preguntó Torak.Ella indicó el tronco con un

gesto.— La sangre del árbol se ha

endurecido. Mira, está casi negra.Torak estudió el árbol. Renn

tenía razón. El oso había arañado lacorteza al menos dos días antes.

Pero no pudo compartir elalivio de Renn. Ella no sabía lo peor.

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«Cada vez que mata — habíadicho Pa— , su poder aumenta. ..Cuando el ojo rojo esté en lo másalto en el cielo… el oso seráinvencible.»

Ahí estaba la prueba: la nocheen que el oso los había atacado, eltamaño del animal era enorme. Perono tanto como ahora.

— Cada vez es más grande— dijo Torak.

— ¿Cómo? — preguntó Renn.Torak le contó lo que le había

dicho Pa.

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— Pero… para eso no falta niuna luna.

— Ya lo sé.A unos pasos del sendero,

Torak encontró tres largos pelosnegros enredados en una rama a laaltura de la cabeza. Retrocedióbruscamente.

— Se fue por ahí. — Señalóhacia el valle— . Mira cómo lasramas han vuelto a crecer siguiendouna dirección ligeramente distinta.

Pero eso no lo tranquilizó. Eloso podía haber regresado por otrocamino.

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En ese momento, desde loprofundo de la espesura, les llegó elagudo reclamo de un carrizo.

— No creo que ande cerca— Torak espiró— , o ese carrizo noestaría llamando.

Mientras caía la noche, hicieronun refugio con jóvenes avellanos ymantillo junto a un arroyo lodoso.Tenían la sensación de que losacebos les ofrecían amparo.Encendieron un pequeño fuego ycomieron unas cuantas tiras de carneseca, pero no se atrevieron a sacarlas tortas de salmón porque el oso

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las habría olido aunque estuviera auna distancia de muchos días decamino.

La noche era fría y Torakpermanecía encogido en su saco paradormir escuchando el leve y distanterugido que, según Renn, producíanlas cataratas del Trueno.

¿Por qué no le había habladonunca Pa de la Profecía? ¿Por quéera él El Que Escucha? ¿Quésignificaba?

Junto a él, Lobo dormíamoviendo las orejas y Rennobservaba a un escarabajo que

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descendía por un tronco del fuego.Torak estaba seguro de que

podía confiar en ella porque se habíaarriesgado mucho para ayudarlo. Nohabría podido huir sin su auxilio.Pero tener a alguien de su parte erauna sensación nueva para él.

— Necesito contarte algo— dijo Torak. Renn tendió la manopara coger una ramita y ayudar alescarabajo a bajarse del tronco— .Antes de morir, mi padre me obligó ahacer un juramento: debo encontrarla Montaña o morir en el intento.— Hizo una pausa— . No sé por qué

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me obligó a jurar eso. Pero lo hice.Y haré cuanto pueda por cumplirlo.

Renn asintió con la cabeza, yTorak se dio cuenta de que porprimera vez lo creía de verdad.

— Yo también tengo algo quedecirte — afirmó ella— . Es sobre laProfecía. — Frunciendo el entrecejo,le dio vueltas a la ramita entre losdedos— . Cuando encuentres… siencuentras la Montaña, no puedessencillamente pedirle ayuda alEspíritu, sino que tienes que probarque eres digno de ella. Saeunn me locontó anoche. Dijo que cuando el

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vagabundo tullido creó al oso,rompió el pacto porque creó unacriatura que mata sin un propósito.Hizo enfadar al Espíritu. Costarámuchísimo conseguir su ayuda.

— ¿Qué hará falta? — preguntóTorak intentando tragar saliva.

— Tienes que llevarle los tresfragmentos más poderosos delNanuak — contestó Renn mirándoloa los ojos. — Torak la miró a su vezsin comprender— . Saeunn dice queel Nanuak es como un gran río quenunca se acaba. Todo ser vivo, loscazadores, las presas, las rocas, los

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árboles, lleva una parte de él en suinterior. Y a veces una parte especialde él asume una forma, como laespuma en un río. Cuando lo hace, esincreíblemente poderosa. — Titubeó— . Eso es lo que tienes queencontrar. Si no lo haces, el Espíritudel Mundo no te ayudará. Y entoncesnunca destruirás al oso.

Torak contuvo el aliento.— Tres fragmentos del Nanuak

— repitió con voz ronca— . ¿Quéson? ¿Cómo los encuentro?

— Nadie lo sabe. Todo cuantotenemos es un acertijo. — Cerró los

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ojos y recitó:

En lo más profundo, la visiónahogada.

En lo más antiguo, el mordiscode piedra.

En lo más frío, la luz másoscura.

Se levantó una brisa. Losacebos emitieron murmullos deirritación.

— ¿Qué significa? — quisosaber Torak.

Renn abrió los ojos.

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— Nadie lo sabe.— Así pues — comentó Torak

apoyando la cabeza en las rodillas— , he de encontrar una montaña quenadie ha visto jamás. Y averiguar larespuesta a un acertijo que nadie haresuelto nunca. Y matar a un osocontra el que nadie puede luchar.

— Tienes que intentarlo— repuso Renn inspirando entredientes.

Torak guardó silencio y despuéspreguntó:

— ¿Por qué te contó todo esoSaeunn? ¿Por qué a ti?

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— Yo no quería que me locontara, pero lo hizo. Cree que demayor debería ser hechicera.

— ¿Y tú quieres serlo?— ¡No! Pero supongo… que

quizá todas esas cosas tienen unpropósito. Si ella no me las hubiesecontado, yo no podría habértelasdicho.

Siguió otro silencio. EntoncesRenn reptó para salir del saco paradormir.

— Llevaré fuera nuestrosfardos. No queremos que el olor acomida atraiga al oso.

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Cuando hubo salido, Torak seacurrucó sobre un costado ycontempló ensimismado el ardientecorazón de las brasas. Alrededor, elBosque crujía en sueños, unos sueñosverdes y profundos. Pensó en losmiles y miles de almas triples queabarrotaban la oscuridad, a la esperade que él, y sólo él, las liberase deloso.

Pensó en el abedul dorado y enel serbal escarlata y en los roblescon su verde resplandeciente. Pensóen las abundantes presas; en loslagos y ríos rebosantes de peces; en

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todas las diferentes clases de maderay corteza y piedra que están a tudisposición si sabes dóndebuscarlas. El Bosque tenía todo loque uno podía desear. Hasta entoncesnunca se había dado cuenta de lomucho que lo apreciaba.

Pero, si no conseguían acabarcon el oso, todo eso se perdería.

Lobo se levantó de un salto ysalió en una de sus caceríasnocturnas. Renn volvió, se metió enel saco sin decir una palabra y sequedó dormida. Torak continuócontemplando el fuego.

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«Todas esas cosas tienen unpropósito», había dicho Renn. De unmodo extraño, esa idea le dio fuerzasa Torak. Él era El Que Escucha, sinduda, y había jurado encontrar laMontaña. El Bosque lo necesitaba.Lo haría lo mejor que pudiera.

El chico durmió de maneraintermitente. Soñó que Pa volvía aestar vivo, pero, en lugar de rostro,tenía una piedra blanca.

«Yo no soy Pa. Soy el hechicerode los Lobos…»

Torak despertó con un respingo.Sintió el aliento de Lobo en la

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cara, el sedoso roce de los bigotesdel animal en los párpados, y lospinchazos, como de finísimas agujas,de su pelaje en las mejillas y en elcuello.

Lamió el hocico del lobezno, yLobo le acarició la barbilla antes dearrellanarse contra él con unresoplido.

— Deberíamos haber cruzadomás abajo — comentó Renn mientrasestiraban el cuello para ver lascataratas del Trueno.

Torak se enjugó las finísimas

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gotitas que tenía en la cara y sepreguntó cómo era posible que algoen el Bosque pudiera mostrarsemejante rabia.

Llevaban todo el díaremontando el verde y tranquilocurso del Río Ancho. Pero ahora, alprecipitarse retumbando sobre unapared vertical de piedra, la ira delagua resultaba espantosa. Antesemejante furia, el Bosque enteroparecía haberse detenido paracontemplarla.

— Deberíamos haber cruzadomás abajo — repitió Renn.

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— Nos habrían visto— contestó Torak— . Aquellosprados quedaban demasiadoexpuestos. Además, Lobo queríapermanecer a este lado.

— Si él es el guía, ¿dónde sesupone que está? — preguntó Rennesbozando una mueca.

— Odia los rápidos de agua. Sumanada se ahogó en una riada. Peroregresará cuando hayamosencontrado una forma de pasar sobrelas cataratas.

— Vaya — repuso Renn, pococonvencida. Al igual que Torak,

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había dormido mal y llevaba toda lamañana de mal humor. Ninguno delos dos había mencionado el acertijo.

Por fin encontraron una sendade ciervos que ascendía serpenteantepor un lado de las cataratas. Eraescarpada y estaba llena de barro, ycuando llegaron a lo alto, estabanagotados y empapados por el aguapulverizada. Lobo los estabaesperando, sentado bajo un abedul auna distancia prudencial del RíoAncho, temblando de miedo.

— Y ahora, ¿adónde? — jadeóRenn.

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— Sigamos el río hasta que élnos diga que crucemos — repusoTorak, que observaba a Lobo.

— ¿Sabes nadar? — preguntóRenn.

Torak asintió.— ¿Y tú?— Sí. ¿Y Lobo?— No lo creo.Emprendieron la marcha río

arriba abriéndose paso entre zarzas yun laberinto de serbales y abedules.Hacía un día frío y nublado y elviento desparramaba hojas de abedulen el agua como pequeñas y

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ambarinas puntas de flecha. Lobotrotaba con las orejas echadas haciaatrás. El río fluía liso y veloz en sucamino hacia las cataratas.

No habían llegado muy lejoscuando Lobo empezó a corretear deun lado para otro por la riberaprofiriendo débiles gañidos. Torakpudo sentir el miedo del lobezno. Sevolvió hacia Renn.

— Quiere cruzar, pero estáasustado.

— Las zarzas son demasiadodensas aquí — dijo Renn— . ¿Quétal ahí arriba, por esas rocas?

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— Torak asintió— . Yo pasaréprimero.

Renn se quitó las botas, las atóal fardo y se arremangó las calzas.Buscó un palo para ayudarse amantener el equilibrio y se colgó elfardo de un hombro para que no laarrastrara al fondo si se caía. El arcoy el carcaj los llevaba en la otramano, en alto.

Parecía asustada al aproximarseal agua, pero cruzó al otro lado sintitubear hasta la última roca, desde laque tuvo que saltar a la ribera yacabó agarrándose a una rama de

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sauce para izarse.Torak dejó el fardo y las armas

en la orilla y se quitó las botas.Cruzaría a Lobo, y luego regresaría abuscar sus cosas.

— ¡Vamos, Lobo! — dijo paradarle ánimos. Y lo repitió en lalengua de los lobos agachándose yprofiriendo graves gañidostranquilizadores.

Lobo salió disparado paraocultarse bajo un matorral de enebro,y se negó a salir.

— ¡Mételo en el fardo!— exclamó Renn desde el otro lado

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— . ¡Sólo así conseguirás que cruce!— ¡Si hago eso — gritó Torak

en respuesta— jamás volverá aconfiar en mí!

Se sentó en el musgo al bordede la ribera. Entonces bostezó y seestiró para mostrarle a Lobo lorelajado que estaba.

Al cabo de un rato, Loboemergió del enebro y se sentó a sulado.

Torak volvió a bostezar.Lobo lo miró de reojo e imitó a

Torak con un bostezo enorme queacabó en un gañido.

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Muy despacio, Torak se puso enpie y cogió a Lobo en brazos,murmurando suavemente en la lenguade los lobos.

Torak sintió las rocas frías yresbaladizas bajo los pies desnudos.En sus brazos, Lobo empezó atemblar de terror.

En la otra orilla, Renn se agarrócon una mano a un abedul joven y seinclinó hacia ellos.

— Eso es — exclamósobrepasando el clamor de lascataratas— , ¡ya casi estáis!

Las garras de Lobo se hundieron

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en el jubón de Torak.— ¡La última piedra! — gritó

Renn— . Ya lo cojo yo…Una ola rompió contra la piedra

y los salpicó de agua helada. Elvalor de Lobo se vino abajo.Retorciéndose frenéticamente paraliberarse de los brazos de Torak, dioun salto hacia la ribera y aterrizó conlas patas de atrás en el agua mientrasque las delanteras arañaban la tierra.

Renn se inclinó y lo agarró porel pescuezo.

— ¡Ya lo tengo! — exclamó.Torak perdió el equilibrio y

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cayó al río.

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Torak emergió resoplando de

frío y luchando con el agua.Era buen nadador, de modo que

no estaba muy preocupado. Seagarraría a esa rama que sobresalíade la ribera…

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Bueno, pues a la siguiente.Tras él, oyó a Renn, que gritaba

su nombre mientras se abría pasoentre las zarzas, y los urgentesladridos de Lobo. Se le ocurrió quelas zarzas debían de ser muy espesas,pues Renn y Lobo se estabanquedando cada vez más atrás.

El río lo golpeó en la espalda ylo dejó tan flojo como una hojamojada contra una roca. Se hundió.

Pataleó hasta emerger a lasuperficie y quedó horrorizado al verlo lejos que lo había llevado el río.Ya no oía ni a Renn ni a Lobo, y la

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cascada se acercaba con asombrosavelocidad ahogando todas las vocesa excepción de la suya propia.

El jubón y las calzas tironeabande Torak hacia abajo. El frío le habíaentumecido los miembros hastaconvertirlos en palos de hueso ycarne que se afanaban en mantenerlosobre la superficie, aunque no lossentía. Tampoco veía nada exceptoolas de espuma blanca y una masaborrosa de sauces. Pero incluso esodesapareció cuando el agua losuccionó una vez más.

Fue claramente consciente de

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que sería arrastrado hasta lascataratas, y la caída lo mataría.

No hubo tiempo para el miedo.Sólo para una rabia distante por elhecho de acabar de esa manera.Pobre Lobo.

¿Quién iba a cuidar de él ahora?Y pobre Renn. Torak esperaba queella no encontrase el cuerpo porqueestaría hecho un desastre.

La muerte le habló con vozatronadora. A través de la espuma ydel agua pulverizada vio destellar unarco iris… entonces las olas sealisaron como un pellejo y de pronto

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ya no hubo más río delante de él, y sele hizo difícil respirar cuando cayó.La muerte tendió las manos y loatrajo a las profundidades. Fue uninstante brillante y dulce, comocuando uno se queda dormido…

Se hundió más y más, mientrasel agua le llenaba la boca, la nariz,las orejas. El río se lo tragó entero:estaba dentro de él y rugía con él,con aquella fuerza latente de agua.No obstante, de alguna forma,emergió para dar bocanadas de aire.Pero el río volvió a atraerlo hacia elremolino de sus verdes

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profundidades.El rugir del río fue

disminuyendo. En la mente de Torakparpadeaban luces. Se hundió. Elagua pasó del azul al verde oscuro yluego al negro. Se notaba tanlánguido y congelado que ya nosentía nada. Ansiaba rendirse ydormir.

Captó de pronto unas risas levesy burbujeantes. Unos cabellos queeran como algas verdes le hacíancosquillas en el cuello. Unos rostroscrueles le lanzaban miradas lascivascon unos implacables ojos blancos.

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«¡Ven con nosotros! — lollamaba la Gente Oculta del río— .¡Deja que tus almas floten y seliberen de esa carne pesada yaburrida!»

Se sintió mareado, como si se leestuvieran soltando las entrañas.

«¡Mirad, mirad! — rió la GenteOculta— . ¡Mirad con qué rapidezempiezan a liberarse sus almas! ¡Quéansiosas están de venir a nosotros!»Torak dio vueltas y vueltas como unpez muerto. La Gente Oculta teníarazón. Qué fácil le resultaríaabandonar su cuerpo para dejarles

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que le dieran vueltas para siempre ensu frío abrazo…

De pronto el aullidodesesperado de Lobo llegó hasta él.

Torak abrió los ojos. Burbujasde plata fluyeron a borbotones de laoscuridad al huir la Gente Oculta.

Lobo lo llamó una vez más.Lobo lo necesitaba. Había algo

que tenían que hacer juntos.Agitando los miembros

entumecidos, empezó a luchar porsalir a la superficie. El verde setornó más brillante. La luz loatrajo…

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Casi lo había logrado cuandoalgo le hizo mirar hacia el fondo… ylos vio. En las profundidades, dosojos blancos y ciegos lo mirabanfijamente.

¿Qué eran? ¿Perlas de río? ¿Losojos de alguien de la Gente Oculta?

La Profecía. El acertijo: lo másprofundo, la visión ahogada.

Tenía el pecho a punto deestallar. Si no respiraba aire pronto,moriría. Pero si no se hundía ahorapara agarrar esos ojos, fueran lo quefuesen, los perdería para siempre.

Se dobló hasta quedar cabeza

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abajo y pateó con todas sus fuerzas,impulsándose hacia el fondo.

Los ojos le ardieron a causa delfrío, pero no se atrevía a cerrarlos.Cada vez estaba más cerca… tendióuna mano hacia lo hondo y agarró unpuñado de gélido lodo. ¡Los tenía!No había forma de asegurarse, puesel lodo se arremolinaba en torno a ély no podía arriesgarse a abrir lamano, por si se escapaban; perosentía cómo los ojos tiraban de élhacia abajo. Se volvió en redondo ypataleó de nuevo hacia la luz.

Sin embargo, las fuerzas le

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estaban fallando y ascendía conangustiosa lentitud, con la dificultadañadida de la ropa empapada. En lamente de Torak parpadearon másluces. Más risas acuosas.

«Demasiado tarde — susurró laGente Oculta— . ¡Ya nunca volverása alcanzar la luz! Quédate aquí connosotros, chico de las almas a laderiva. Quédate aquí parasiempre…» Algo le agarró de lapierna y tiró de él hacia abajo.

Pataleó otra vez. No logróliberarse. Algo le sujetaba la calzapor encima del tobillo. Se retorció

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para soltarse, pero lo sujetaban confirmeza. Trató de sacar el cuchillo desu vaina, pero había ceñido bien lacorrea en torno a la empuñaduraantes de empezar a cruzar el río, yfue incapaz de soltarla.

La rabia le hizo hervir lasangre.

«¡Apártate de mí! — chillómentalmente— . No puedesposeerme, ¡ni puedes quedarte con elNanuak!» La furia le prestó fuerzas ydio patadas con ferocidad. Lo que lesujetaba la pierna lo soltó. Algoprofirió un aullido burbujeante y se

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hundió en la oscuridad. Torak saliódisparado hacia arriba.

Emergió del agua en unestallido boqueando para llenarse lospulmones de aire. A través delresplandor del sol, vislumbró unacapa de agua verde y una ramacolgante que se aproximaba muydeprisa. Tendió la mano libre haciaella… pero no acertó a cogerla. Eldolor le hizo explosión en la cabeza.

Sabía que no había perdido elconocimiento. Aún podía sentir eltirón del río y notar que respiraba,pero tenía los ojos abiertos y no

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lograba ver nada.El pánico se apoderó de él.«No, ciego no — se dijo— .

Por favor, que no me haya quedadociego.»

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La hembra sin cola estaba

lloriqueando y agitando las patasdelanteras, de manera que Lobo ladejó y se precipitó sendero abajo.

Cuando olió a Alto Sin Colaentre los sauces, él también se puso a

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gimotear. Su hermano de carnada sehallaba desplomado sobre un tronco,con medio cuerpo en el agua. Olíaintensamente a sangre y no se movía.

Lobo le lamió la helada mejilla,pero Alto Sin Cola continuó sinmoverse. ¿Se habría vuelto de NoAliento? Lobo levantó el hocico yaulló.

Un torpe crujido anunció a lahembra sin cola. Lobo dio un saltopara defender a su hermano decarnada, pero ella lo apartó de unempujón, metió las patas de delantebajo los cuartos delanteros de Alto

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Sin Cola y lo sacó del agua.Muy a su pesar, Lobo quedó

impresionado.Observó cómo ponía las patas

delanteras sobre el pecho de Alto SinCola y apretaba con fuerza. Alto SinCola empezó a toser. ¡Alto Sin Colavolvía a tener aliento!

Pero cuando Lobo saltó denuevo sobre su hermano de carnadapara lamerle el hocico, ¡la hembravolvió a apartarlo de un golpetazo!Sin prestar atención a los gruñidosde advertencia de Lobo, ella levantóa Alto Sin Cola para que se

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sostuviera sobre las patas y los dossubieron dando tumbos la ribera.Alto Sin Cola se tropezaba todo elrato con los avellanos, como si noviera.

Atento, Lobo caminó junto aellos y se relajó un poco cuandollegaron a una guarida a buenadistancia del Agua Rápida; era unaguarida como debía ser, y no de ésaspequeñas y sin aire.

La hembra seguía sin dejar queLobo se acercase a su hermano decarnada. Gruñendo, Lobo la golpeócon el cuerpo. En lugar de apartarse,

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la hembra cogió un palo y lo arrojófuera de la guarida; lo señaló y luegoseñaló a Lobo.

Lobo la ignoró y volvió aconcentrarse en Alto Sin Cola, quetrataba de arrancarse el pellejo.Finalmente, Alto Sin Cola se quedótan sólo con el largo pelo oscuro quele cubría la cabeza. Yacíaacurrucado de lado con los ojoscerrados, temblando de frío. Aquelpobre segundo pellejo suyo, sin pelo,no servía de nada.

Lobo se apoyó contra él paradarle calor, mientras la hembra sin

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cola daba vida rápidamente a laBestia Brillante que MuerdeCaliente, adonde Alto Sin Cola seacercó para calentarse, pero Lobo lovigiló ansioso, no fuera que la Bestiale mordiera las patas.

Fue entonces cuando Lobo notóque una de las patas delanteras deAlto Sin Cola sujetaba algo quedespedía un extraño brillo.

Lobo lo olisqueó… yretrocedió. Olía a cazador, a presa, aAgua Rápida y a árbol, todomasticado junto, y producía un leve yagudo murmullo, tan agudo que Lobo

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apenas lo captaba.Lobo estaba asustado porque

sabía que se hallaba en presencia dealgo muy, muy poderoso.

Torak se acurrucó en el sacopara dormir temblando de maneraincontrolable. Le ardía la cabeza y elcuerpo entero se le antojaba una granmagulladura, pero lo peor de todoera que no podía ver. «Ciego,ciego», le decía palpitante elcorazón.

El chico oyó que Renn,imponiéndose al restallar del fuego,

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murmuraba enfadada:— ¿Querías matarte a propósito

o qué?— ¿Cómo? — preguntó Torak,

pero sólo logró decirlo entre dientesporque tenía la boca espesa delsabor agridulce de la sangre.

— Casi habías llegado a lasuperficie — dijo Renn oprimiéndolela frente con lo que le parecierontelarañas— , ¡y entonces has vuelto azambullirte deliberadamente haciaabajo!

Torak se dio cuenta de que ellano sabía lo del Nanuak. Pero tenía el

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puño tan frío que no logró abrirlopara mostrárselo.

Sintió la lengua caliente deLobo en la cara. Apareció unresquicio de luz y después una grannariz negra. Se le levantó el ánimo.

— ¡Veo! — exclamó.— ¿Cómo? — le espetó Renn

— . ¡Pues vaya, por supuesto queves! Te has hecho un corte en lafrente al golpearte contra aquellarama, y la sangre se te ha metido enlos ojos. Las heridas del cuerocabelludo sangran mucho. ¿No losabías?

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Torak se sintió tan aliviado quehabría reído de no ser porque losdientes le castañeteabanviolentamente.

Vio que se hallaban en unapequeña cueva de paredes de tierra.Un fuego de leña de abedul ardía, ysu ropa empapada, que colgaba deunas raíces de árbol que sobresalíandel techo, ya empezaba a soltarvapor. El sonido atronador de lascataratas era muy audible, y por suvolumen y por la vista de las copasde los árboles a través de la boca dela cueva, calculó que debían de

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hallarse en algún punto elevado de lapendiente del valle. No recordabahaber llegado hasta allí, así que Renndebía de haberlo arrastrado. Lehubiera gustado saber cómo se lashabía apañado para hacerlo.

La chica estaba arrodilladajunto a él y parecía afectada.

— Has tenido mucha, muchasuerte — le dijo— . Ahora quédatequieto. — De su bolsa de losremedios curativos sacó unas hojassecas de milenrama y las trituró en lapalma de la mano. Entonces, una vezretirada la pelusilla, se las aplicó en

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la frente. Se le pegaron a la heridapara formar una costra instantánea.

Torak cerró los ojos y escuchóla furia interminable de la cascada.Lobo reptó para meterse en el sacocon él y se arrebujó hasta sentirsecómodo. Torak lo encontródeliciosamente peludo y calentitocuando le lamió un hombro. A su vezél le lamió el hocico a modo derespuesta.

Cuando despertó, ya notemblaba y todavía aferraba elNanuak, cuyo peso sentía en el puño.

Lobo estaba olisqueando en el

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fondo de la cueva y Renn clasificabahierbas en su regazo. El fardo, lasbotas, el arco y el carcaj de Torakestaban pulcramente apilados detrásde ella. Torak se percató de que,para recuperarlos, Renn tenía quehaber vuelto a cruzar el río. Dosveces.

— Renn — llamó.— ¿Qué? — preguntó ella sin

alzar la mirada. Por su tono, Toraksupo que aún estaba enfadada.

— Me has sacado del río, mehas traído a rastras hasta aquí y hasrecuperado mis cosas. No consigo

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imaginar… Quiero decir, has sidomuy valiente. — Ella no contestó— .Renn — volvió a decir Torak.

— ¿Qué?— Tenía que volver al fondo.

Tenía que hacerlo.— ¿Por qué?Con torpeza, Torak sacó la

mano que contenía el Nanuak y abriólos dedos.

En cuanto lo hizo, el fuegopareció encogerse y las sombrasbrincaron en las paredes de la cueva.Dio la impresión de que el airechisporroteaba, como sucede

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instantes después de que haya caídoun rayo.

Lobo dejó de olisquear y soltóun gruñido de advertencia. Renn sequedó muy quieta.

Los ojos del río reposaban en lapalma de Torak en un nido de lodoverde, y refulgían levemente, como laluna en una noche de niebla.

Al mirarlos, Torak sintió un ecode la mareante sensación que lohabía acometido en el fondo del río.

— Es la primera parte delNanuak, ¿verdad? — preguntó— .«En lo más profundo, la visión

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ahogada.»El rostro de Renn se había

quedado pálido.— No… no te muevas — dijo, y

salió precipitadamente de la cueva,para volver poco después con unpuñado de hojas de serbal de colorescarlata— . Suerte que tienes lodoen la mano — afirmó— . No debesdejar que te toquen la piel porquepodrían succionar tu propia parte delalma del mundo.

— ¿Es eso lo que me estabapasando? — musitó Torak— . En elrío empezaba a sentirme… confuso.

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— Le contó lo de la Gente Oculta.Parecía que Renn estaba

horrorizada.— ¿Cómo te has atrevido? Si

llegan a cogerte… — Hizo elademán para protegerse del mal— .No puedo creer que hayas estadodurmiendo con eso en la mano. Nohay tiempo que perder.

Sacó una pequeña bolsa negradel interior de su jubón y la llenó dehojas de serbal.

— Las hojas nos protegerán— explicó— , y la bolsa tambiéndebería hacerlo; es de piel de

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cuervo.Aferrando la muñeca de Torak,

dejó caer los ojos del río en labolsita y la cerró bien fuerte.

En cuanto el Nanuak estuvo abuen recaudo, las llamas crecieron ylas sombras se encogieron. El aire enla cueva dejó de chisporrotear.

Torak se sintió como si lehubiesen quitado un peso de encima.Observó que Lobo se acercaba consigilo y se tendía junto a Renn con elhocico entre las patas, mientrascontemplaba la bolsita en su regazo ygemía suavemente.

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— ¿Crees que puede olerlo?— preguntó Renn.

— O quizá lo oye — repusoTorak— . No lo sé.

— Siempre y cuando no hayaalgo más que pueda hacerlotambién… — dijo Renn con unestremecimiento.

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Torak despertó al alba

sintiéndose agarrotado y dolorido.Pero podía mover todos losmiembros y no notaba nada roto, demanera que llegó a la conclusión deque estaba mejor.

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Renn estaba arrodillada a laentrada de la cueva tratando de darlea Lobo un puñado de camarinas.Lobo se acercó poco a poco y concautela, y retrocedió de nuevo con unmovimiento brusco. Al final decidióque podía confiar en ella y sorbió lascamarinas. Renn rió cuando losbigotes le hicieron cosquillas en lapalma de la mano.

Pilló a Torak mirándola y dejóde reír, avergonzada por que la vierahaciéndose amiga del lobezno.

— ¿Cómo te encuentras? — lepreguntó.

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— Mejor.— Pues no lo parece.

Necesitarías descansar al menos undía. — Se levantó— . Voy a cazar.Deberíamos guardar la comida secapara cuando haga falta.

Torak se incorporó hastasentarse, dolorido.

— Yo también voy.— No, tú no vienes, tienes que

descansar…— Pero mi ropa está seca y

necesito moverme. — No le revelóel verdadero motivo, que era queodiaba las cuevas. Él y Pa a veces se

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guarecían en ellas, pero Toraksiempre acababa fuera. No le parecíaapropiado dormir entre sólidasparedes, aislado del viento y delBosque, pues tenía la sensación deque se lo hubiese tragado la tierra.

— Prométeme que en cuantoconsigamos una presa volverás aquía descansar — le dijo Rennsuspirando.

Torak se lo prometió.Vestirse le dolió más de lo que

esperaba, y cuando hubo acabado, lelloraban los ojos. Por fortuna, Rennno se dio cuenta, pues se estaba

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preparando para la caza. Se cepillóel pelo con un peine de madera defresno tallada en forma de garra decuervo, se lo recogió en una cola decaballo y se colocó una pluma debúho para tener suerte en la caza. Acontinuación se embadurnó la pielcon ceniza para disimular su olor yengrasó el arco con un par deavellanas machacadas, al tiempo quecanturreaba:

— Que el guardián del clanvuele conmigo y me haga tener éxitoen la caza.

— Nos preparamos para la caza

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de la misma forma, sólo que nosotrosdecimos: «Que el guardián corraconmigo» — explicó Torak,sorprendido— . Y no engrasamos losarcos cada vez.

— Es algo que sólo hago yo— explicó Renn. Lo sostuvo en altocon el mayor cuidado para que lamadera engrasada reluciera— . Fin-Kedinn lo hizo para mí cuando yotenía siete años, precisamentedespués de que mataran a mi padre.Es de madera de tejo, curada paraque dure cuatro veranos, y se le pusoalbura en la parte exterior para darle

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flexibilidad, y duramen en la interiorpara que fuera duro. Él también hizoel carcaj. Trenzó por sí mismo elmimbre y me dejó escoger ladecoración: una banda en zigzag desauce rojo y blanco. — Hizo unapausa y el rostro se le ensombreciópor los recuerdos— . Nunca conocí ami madre; Pa lo era todo para mí.Cuando lo mataron, llorédesesperadamente. Entonces vinoFin-Kedinn, y yo le golpeé con lospuños. No se movió. Tan sólopermaneció allí, tieso como un roble,dejándome que le pegara. Más tarde

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me dijo: «Era mi hermano. Yocuidaré de ti.» Y estaba segura deque lo haría. — Frunció el entrecejoy apretó los labios.

Torak se dio cuenta de que Rennechaba de menos a su tío, yprobablemente también estabapreocupada por él, ya que Fin-Kedinn estaba siguiendo el rastro desu sobrina en el Bosque en querondaba el oso. Para darle tiempo,Torak hizo sus propios preparativosy cogió sus armas. Entonces le dijo:

— ¡Vamos! Vayamos a cazar.Renn asintió y se echó el carcaj

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al hombro.Hacía una mañana radiante y

fría, y el Bosque nunca habíaparecido tan hermoso. Serbalesescarlatas y abedules doradosrefulgían como llamas contra losabetos de un verde oscuro,matorrales de arándanos relucían conmillares de minúsculas telarañastachonadas de escarcha, y el musgocongelado crujía bajo los pies. Unpar de inquisitivas urracas, que seestaban peleando, los seguían deárbol en árbol. El oso debía de estarmuy lejos.

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Por desgracia, Torak no dispusode mucho tiempo para disfrutarlo.Alrededor de media mañana, Loboasustó a un grupo de perdicesblancas, que levantaronprecipitadamente el vuelo conindignados glugluteos. Las avesvolaban rápido y hacia el sol, demanera que Torak ni siquiera semolestó en apuntar con su arco, puessabía que no alcanzaría a ninguna deellas. Asombrado, vio cómo Renntensaba su arco y disparaba, y unaperdiz blanca cayó sobre el musgocon un golpe seco.

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— ¿Cómo has hecho eso?— dijo, boquiabierto.

— Bueno, es que practicomucho — contestó Rennsonrojándose.

— Pero… jamás había visto anadie disparar tan bien. ¿Eres lamejor de tu clan? — Parecía que lachica se sentía incómoda— . ¿Hayalguien mejor que tú?

— Bueno, en realidad no.— Todavía avergonzada, Renn seinternó en los matorrales dearándanos para recuperar la perdiz— . Aquí tienes. — Y esbozó una

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sonrisa que mostraba sus afiladosdientes— . ¿Recuerdas tu promesa?Ahora tienes que volver y descansar.

Torak cogió la perdiz. De habersabido que era tan buena tiradora,jamás se lo habría prometido.

Cuando Renn regresó a lacueva, celebraron un banquete. Por elulular de un búho joven, sabían queel oso estaba lejos; y Renn calculóque habían viajado lo suficientehacia el este para haber huido de losCuervos. Además, necesitabancomida caliente.

La chica envolvió dos pequeños

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pedazos de perdiz en hojas deacedera y los dejó para losguardianes del clan, mientras queTorak trasladó el fuego a la entradade la cueva, pues estaba decidido ano pasar otra noche en su interior. Acontinuación llenó hasta la mitad conagua el pellejo de cocinar de Renn ylo colgó sobre el fuego. Entonces,utilizando una rama quebrada, dejócaer en él piedras al rojo paracalentarla, y añadió la perdiz blancadesplumada y cortada en trozos. Notardó en estar revolviendo unfragante estofado aderezado con

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cebollas silvestres y acompañado degrandes y carnosas setas.

Se comieron la mayor parte dela carne, dejando un poco para lahora de comer, y rebañaron el jugocon raíces de achicoria asadas en lasbrasas. Después tomaron undelicioso puré que Renn hizo conarándanos rojos tardíos y avellanas,y por fin unos hayucos, quereventaron sobre el fuego, y asípudieron pelarlos y comerse elpequeño y rico fruto de su interior.

Cuando acabaron, Torak tuvo lasensación de que nunca más

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necesitaría comer. Se instaló junto alfuego para reparar el desgarrón enlas calzas donde lo había agarrado laGente Oculta. Renn se sentó un pocoapartada y recortó las aletas de susflechas, y Lobo se tumbó entre ambosa lamerse las patas, pues había dadocuenta rápidamente del pedazo deperdiz que Torak había reservadopara él.

Durante un rato reinó unsilencio cordial, y Torak se sintiósatisfecho, incluso esperanzado.Después de todo, había encontrado laprimera parte del Nanuak. Y de algo

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serviría.De pronto Lobo se incorporó de

un salto y salió disparado del haz deluz que proyectaba el fuego. Regresóinstantes después y comenzó a darvueltas alrededor de la hogueraprofiriendo leves gañidos.

— ¿Qué ocurre? — musitóRenn.

Torak estaba de pie observandoa Lobo. Negó con la cabeza.

— No consigo descifrarlo.«Olor a muerte. A muerte vieja.¡Vamos!» Dice algo así.

Miraron fijamente hacia la

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oscuridad.— No deberíamos haber

encendido un fuego — dijo Renn.— Ahora ya es demasiado tarde

— repuso Torak.Lobo paró de soltar gañidos,

levantó el hocico y dirigió la vista alcielo.

Torak alzó la mirada… y lo quequedaba de su buen humor sedesvaneció.

Hacia el este, sobre la distantenegrura de las Montañas Altas, el ojorojo del Gran Uro los contemplabaimplacable.

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Se hacía imposible confundirlo,pues se distinguía su furibundo colorcarmesí y su malévolo titilar. Torakno podía apartar los ojos de él ysentía su poder, que le enviabafuerzas al oso y, en cambio, minabasu propia voluntad de esperanza y suresolución.

— ¿Qué posibilidades tenemoscontra el oso? — preguntó— . Loque quiero decir es si de verastenemos alguna posibilidad.

— No lo sé — repuso Renn.— ¿Cómo vamos a encontrar las

otras dos partes del Nanuak? «Lo

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más antiguo, el mordisco de piedra.Lo más frío, la luz más oscura.»Además, ¿qué significa eso?

Renn no contestó.Torak logró por fin apartar la

mirada del cielo y se sentó junto alfuego. Parecía que el ojo rojo lofulminaba con la mirada desde lasbrasas.

Renn, que estaba detrás deTorak, dijo con emoción.

— ¡Mira, Torak, es el ÁrbolPrimigenio!

Torak levantó la cabeza.El ojo se había oscurecido, y en

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su lugar, un resplandor silencioso ysiempre cambiante ocupabacompletamente el cielo. En esosmomentos una inmensa franja de luzse estremecía a merced de un vientoque guardaba silencio, pero la franjase desvaneció y unas relucientesondas de un tono verde pálido semecieron a través de las estrellas. ElÁrbol Primigenio se extendióinterminablemente y arrojó su fuegomilagroso sobre el Bosque.

Cuando Torak lo miró, unachispa de esperanza volvió aencenderse en su interior. Siempre le

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había encantado observar el ÁrbolPrimigenio en las noches gélidas,mientras Pa le explicaba la historiadel Inicio. El Árbol Primigeniosignificaba tener buena suerte en lacaza, de modo que quizá le trajeratambién suerte a él.

— Creo que es una buena señal— dijo Renn como si le hubieraleído el pensamiento— . Me heestado preguntando si fue realmentela suerte la que te hizo encontrar elNanuak. Quiero decir, ¿por quétuviste que caer precisamente en laparte del río en que se hallaba? No

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creo que se tratara de una casualidad,sino que… que estabas predestinadoa encontrarlo. — Torak le dirigió unamirada inquisitiva— . A lo mejor— continuó Renn despacio— , tepusieron el Nanuak en tu camino,pero dependía de ti la decisión decómo actuar. Cuando lo viste en elfondo del río, podrías haberdeterminado que era demasiadopeligroso tratar de cogerlo. Pero nolo hiciste. En cambio, arriesgaste tuvida para conseguirlo. A lo mejor…eso formaba parte de la prueba. Erauna buena reflexión, y a Torak lo

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reconfortó. Se quedó dormidomientras observaba las silentesramificaciones verdes del ÁrbolPrimigenio, al tiempo que Lobo salíadisparado de la cueva en una de susmisteriosas misiones.

Lobo dejó la Guarida yascendió trotando hacia la cresta dela colina sobre el valle para captar elaroma que había en el viento: unpoderoso olor a presa podrida, comosi llevara mucho tiempo muerta,aunque se movía.

Mientras corría, Lobo sintió con

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alegría que las almohadillas se leestaban endureciendo y que losmiembros del cuerpo se le volvíanmás fuertes con cada Oscuridad quepasaba. Le encantaba correr ydeseaba que a Alto Sin Cola tambiénle gustara. Pero a veces su hermanode carnada podía ser terriblementelento.

Cuando Lobo se aproximaba ala cresta, oyó el rugido del AguaAtronadora y el ruido que hacía unaliebre que se alimentaba en el vallecontiguo. En lo alto, vio el OjoBlanco Brillante con sus muchos

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pequeños lobeznos. Todo estabacomo debía estar, a excepción deaquel olor.

En lo alto de la cresta levantó elhocico para oler los vientos cargadosde aromas, y una vez más lo captó;estaba cerca y se acercaba aún más.Corriendo para internarse de nuevoen el valle, no tardó en encontrar aaquella cosa extraña que searrastraba y que olía tan mal.

Se aproximó lo suficiente paraverla con claridad en la oscuridad,aunque tuvo buen cuidado de nodejar que se diera cuenta de que

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estaba cerca. Sorprendido, descubrióque en realidad no se trataba de unapresa vieja. Tenía aliento y garras, yse movía con unos extraños ydesgarbados andares, al tiempo quegruñía para sus adentros mientras lababa le colgaba del hocico.

Lo que dejó más perplejo aLobo era que no podía captar lo quela criatura sentía, pues parecía comosi tuviera la mente rota, desperdigadacomo huesos viejos. Lobo jamáshabía detectado nada semejante.

Observó cómo se abría pasopor la cuesta hacia la guarida donde

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estaban durmiendo los sin cola.Merodeó y se acercó un poco más…

En el mismo momento en queLobo estaba a punto de atacar, lacriatura se agitó y se alejóarrastrándose. Pero, a través de lamaraña de los deshilachadospensamientos del ser, Lobo captó queregresaría.

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18

La niebla los sorprendió cual

ladrón en plena noche.Cuando Torak reptó con el

cuerpo entumecido para salir delsaco para dormir, el valle que seextendía debajo de ellos había

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desaparecido. El aliento del Espíritudel Mundo se lo había tragado porcompleto.

El muchacho bostezó. Lobo lohabía despertado con frecuenciadurante la noche al corretear de aquípara allá y al proferir por lo bajoinsistentes ladridos: «Huelo a presa,vigila.» Aquello no tenía sentido.Cada vez que Torak iba a investigar,no notaba nada más que un hedor acarroña y la sensación de serobservado.

— Quizá sencillamente detestala niebla — sugirió Renn con tono

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gruñón mientras enrollaba el sacopara dormir— . Al menos yo la odio,porque en medio de la niebla nada eslo que parece.

— No creo que se trate de eso— repuso Torak mientrascontemplaba a Lobo, que olisqueabael aire.

— Bueno, ¿y qué es, entonces?— No lo sé. Es como si hubiese

algo ahí fuera. Pero ni el oso ni losCuervos. Otra cosa.

— ¿Qué quieres decir?— Ya te lo he dicho, no lo sé.

Pero deberíamos estar en guardia.

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— Con aire pensativo, echó más leñaal fuego para calentar el resto delestofado para la hora de comer.

Con el ceño fruncido, Renncontó las flechas que tenían.

— Catorce entre los dos. No essuficiente. ¿Sabes cómo tallar sílex?

— Mis manos no son lo bastantefuertes — respondió Torak haciendoun gesto negativo— . Pa iba aenseñarme el próximo verano. ¿Y tú?

— Igual que tú. Vamos a tenerque andarnos con cuidado. Nosabemos cuánto nos falta para llegara la Montaña, y necesitaremos más

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carne.— A lo mejor apresamos algo

hoy.— ¿Con esta niebla?Renn tenía razón. La niebla era

tan densa que no veían a Lobo acinco pasos delante de ellos, y era deesa clase de bruma que los clanesllamaban «humo de escarcha»: unhelado soplo que descendía desdelas Montañas Altas a principios deinvierno, ennegrecía las bayas yprovocaba que las pequeñascriaturas se escabulleran hacia susmadrigueras.

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Lobo los guiaba por una sendade uros que serpenteaba hacia elnorte y ascendía por una ladera delvalle; fue una gélida escalada através de helechos helados yquebradizos. La niebla amortiguabalos sonidos y hacía difícil juzgar lasdistancias, y los árboles surgíanimponentes ante ellos con alarmantebrusquedad. Una vez dispararon a unciervo, pero descubrieron que lehabían dado a un tronco. Y esosignificó una lucha frustrante porrecuperar las puntas de flecha, ya queno podían permitirse el lujo de

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perderlas. En otras dos ocasiones, aTorak le pareció ver una figura entrela maleza, pero cuando corrió en subusca no encontró nada.

Tardaron toda la mañana enascender hasta la cresta, y toda latarde en llevar a cabo el durodescenso hasta el valle siguiente,donde un silencioso bosque de pinoscustodiaba un apacible río.

— ¿Te has dado cuenta— preguntó Renn cuando se hubieronguarecido en un refugio hecho a todaprisa tras una cena muy triste— deque no hemos visto ni un solo reno?

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A estas alturas deberíamos hallarlospor todas partes.

— Yo también he estadopensándolo — repuso Torak. Aligual que Renn, sabía que la nieveque había en los montes debería estarconduciendo a las manadas hacia elBosque para que engordarancomiendo musgo y hongos. A vecesestos animales comían tantos hongosque hasta su carne sabía a ellos.

— ¿Qué van a hacer los clanessi los renos no aparecen? — quisosaber Renn.

Torak no contestó. Los renos

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significaban supervivencia: carne,lecho y ropas.

Se preguntó qué haría paraconseguir prendas de invierno, puesRenn había tenido la previsión deponerse las suyas antes de abandonarel campamento de los Cuervos, perono había podido llevarse nada paraél, de manera que sólo contaba consus prendas de ante, ni mucho menostan calientes como la pelliza y lascalzas de pelo que él y Pa se hacíancada otoño.

Aunque encontraran presas, nisiquiera dispondrían de tiempo para

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hacerse ropa. Más allá de la niebla,el ojo rojo del Gran Uro estabaascendiendo más y más.

Torak cerró los ojos para alejaraquellos pensamientos, y por fin sesumió en un sueño intranquilo. Perosiempre que se despertaba durante lanoche le llegaba aquel extraño olor acarroña.

La mañana siguiente amaneciómás fría y brumosa que nunca, y hastaLobo parecía abatido cuando losguiaba río arriba. Llegaron a un roblecaído que formaba un puente sobre elrío y pasaron sobre él a gatas. Poco

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después el sendero se bifurcó. Haciala izquierda, se internabaserpenteante en un valle neblinosopoblado de hayas; hacia la derecha,ascendía hasta desaparecer en un fríoy húmedo desfiladero, cuyosescarpados costados constituían unamezcla muy poco atractiva depeñascos cubiertos de musgo.

Tanto Torak como Renn sedesanimaron cuando Lobo eligió lasenda de la derecha.

— ¡Ésa no puede ser la eleccióncorrecta! — exclamó Renn— . LaMontaña queda hacia el norte. ¿Por

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qué no deja de dirigirse hacia eleste?

— A mí también me da lasensación de que se equivoca. Peroparece estar seguro.

Renn soltó un bufido. Estabaclaro que volvía a abrigar dudas.

Al ver a Lobo que esperabapacientemente, Torak sintió unapunzada de culpabilidad. El lobeznono tenía ni cuatro lunas. A esa edad,debería estar jugando junto a suguarida, en vez de recorrer lasmontañas.

— Creo — dijo— que

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debemos confiar en él.— Vaya — murmuró Renn.Subiéndose más los fardos

sobre los doloridos hombros, seinternaron en el desfiladero.

No habían recorrido ni diezpasos cuando se percataron de que supresencia no era grata en ese lugar.Extendiendo los brazos, los altosabetos rojos les advirtieron queretrocedieran, un peñasco se estrellódelante de ellos y otro cayó alsendero exactamente detrás de Renn.El hedor a carroña se tornó másintenso. Pero, si procedía de una

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presa muerta, era de una bienextraña, pues no se oía a cuervoalguno.

La niebla se cernió sobre elloshasta que apenas vieron a dos pasosdelante de sí. Todo cuanto oían era elincesante gotear de la niebla sobrelos helechos y el borboteo de unarroyo que fluía veloz entre riberasahogadas por esas plantas. Torakempezó a ver formas de oso en laniebla y observó a Lobo en busca delmás mínimo signo de alarma, pero ellobezno trotaba tranquilamente, sintemor.

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A mediodía, o lo que se lesantojó mediodía, se detuvieron adescansar. Lobo se dejó caer,jadeante, y Renn se despojó de sufardo. Tenía mala cara y el cabelloempapado.

— He visto algunos juncos ahíatrás — dijo— , así que voy atrenzarme una capucha. — Despuésde colgar arcos y carcajes de unarama, se alejó a través de loshelechos. Lobo se levantó conesfuerzo y salió trotando detrás deella.

Torak se agachó al borde del

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arroyo para rellenar los odres deagua, pero al cabo de muy poco ratooyó regresar a Renn.

— Qué rapidez — comentóTorak.

— ¡Fuera! — bramó una vozdetrás de él— . ¡Fuera del valle delCaminante, o el Caminante cortarápescuezos!

Torak se volvió en redondopara encontrarse ante un hombre muyalto e increíblemente mugriento quesostenía un cuchillo.

El chico captó al instante un

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ajado rostro, tan áspero como cortezade árbol, una cabellera hasta lacintura, enmarañada por la suciedad,y una capa de viscosos juncosamarillos. Por fin aquel hedor acarroña tenía explicación, pues delcuello del hombre colgaba el cuerposemipodrido de una paloma.

De hecho, todo en él parecíaestar podrido: desde la cuenca delojo, vacía y purulenta, hasta lasnegras y desdentadas encías y lanariz rota de la que pendía un buclede cieno amarillo verdoso.

— ¡Fuera! — bramó de nuevo

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blandiendo un cuchillo de pizarraverde— . ¡Narik y el Caminantedicen que se vayan!

Rápidamente, Torak se llevóambos puños al corazón para hacerla señal de la amistad.

— Por favor…, venimos comoamigos. No pretendemos hacerteningún daño…

— ¡Pero ya han hecho daño!— rugió el hombre— . ¡Lo traenconsigo a este hermoso valle! ¡ElCaminante vigila toda la noche!¡Toda la noche aguarda para ver sicausarán daño en este valle!

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— ¿De qué daño hablas?— preguntó Torak, desesperado— .¡No pretendíamos causar ninguno!

Algo se movió entre loshelechos, y Lobo se precipitó haciaTorak, que lo atrajo hacia sí y sintiólatir con fuerza el pequeño corazóndel animal.

El hombre no se percató de ello,pues había oído a Renn acercarsecon sigilo por detrás.

— Con que atacando por laespalda, ¿eh? — gruñó el hombremientras se volvía en redondoblandiendo el cuchillo ante la cara de

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Renn.Renn retrocedió, pero eso no

hizo sino enfadar más al hombre.— ¿Quiere ella que los tire al

agua? — preguntó arrancando losarcos y carcajes de la rama ysosteniéndolos sobre el arroyo— .¿Es que quiere ella ver cómo nadanestas bonitas flechas y estos arcos tanrelucientes? — Muda por el horror,Renn negó con la cabeza— .Entonces ellos van a dejar caer suscuchillos y hachas bien rápido, ¡o sevan al agua!

Torak y Renn sabían que no les

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quedaba otra opción, de modo quearrojaron las armas que les quedabana los pies del hombre, y él se lasguardó rápidamente bajo la capa.

— ¿Qué quieres que hagamos?— preguntó Torak, con el corazónlatiéndole tan rápido como el deLobo.

— ¡Que se larguen! — bramó elHombre— . ¡El Caminante les hadicho que se vayan! ¡Narik se lo hadicho! ¡Y la ira de Narik es terrible!

Tanto Renn como Torak miraronalrededor en busca de Narik,quienquiera que fuese, pero tan sólo

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vieron árboles mojados y niebla.— Ya nos vamos — dijo Renn

mirando su arco atrapado en aquelpuño enorme.

— ¡Pero no hacia lo alto delvalle! ¡Fuera! — El hombre indicócon un gesto la pared del desfiladero.

— Pero… no podemos irnospor ahí — repuso Renn— ; esdemasiado escarpada y…

— ¡Nada de más trucos!— bramó el Caminante, y arrojó elcarcaj de Renn al arroyo.

Renn gritó y dio un brinco pararecuperarlo, pero Torak la agarró del

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brazo.— Demasiado tarde — le dijo

— . Se ha perdido. — El arroyo eramás profundo y rápido de lo queparecía. El adorado carcaj de Rennhabía desaparecido.

Ella se volvió hacia elCaminante.

— ¡Estábamos haciendo lo quenos decías! ¡No tenías por qué hacereso!

— ¡Oh, sí, el Caminante sí teníapor qué hacerlo! — repuso el hombrecon una sombría sonrisa desdentada— . Ahora ellos saben que habla en

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serio.— Vamos, Renn — intervino

Torak— . Hagamos lo que nos dice.Furiosa, la muchacha cogió su

fardo.Si el trayecto había sido duro

antes, ése fue peor. El Caminanteavanzaba a grandes zancadas trasellos, casi obligándolos a correr poruna rocosa senda de alces que enocasiones los forzaba a trepar agatas. Renn iba delante, con cara depocos amigos, lamentándose por lapérdida del carcaj. Lobo no tardó enempezar a quedarse atrás.

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Torak se dio la vuelta paraayudarlo, pero el cuchillo delCaminante hendió el aire a menos deun dedo de la cara del chico.

— ¡Él sigue! — exclamó.— Tan sólo quiero llevar a…— ¡Él sigue!— Eres del Clan de la Nutria,

¿no es así? — intervino Renn— .Reconozco tus tatuajes.

El Caminante la fulminó con lamirada.

Torak aprovechó la oportunidady cogió en brazos al desfallecidolobezno.

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— Era del Clan de la Nutria— musitó el Caminante hundiéndoselas uñas en el cuello donde la piel,llena de costras, llevaba tatuadasunas ondas verde azuladas.

— ¿Por qué los abandonaste?— preguntó Renn, que parecía estarhaciendo un esfuerzo supremo porolvidarse de su carcaj y trabaramistad con el hombre, con elobjetivo de mantenerlos a todos convida.

— No los abandonó — repusoel Caminante— . Los Nutrias loabandonaron a él. — Arrancó un ala

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de la paloma y la succionó entre lasencías sin dientes, acompañada de ungeneroso montón de lodo. Torak setambaleó y Renn se puso de un verdepálido— . El Caminante estabahaciendo puntas de flecha — dijo enpleno y rancio bocado— y el sílexvuela hacia él y lo muerde en lacabeza. — Soltó una risa como unladrido y los salpicó a ambos— .Trozos de él que quedaron mal, quehubo que remendar, que volvieron aponerse mal. Al final el ojo se le salede la cuenca, y va un cuervo y se locome. ¡Ja! A los cuervos les gustan

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los ojos. — El rostro se le contrajo yse golpeó la cabeza con un puño— .¡Ah, pero cómo duele, cómo duele!¡Todas las voces aúllan, las almaspelean en la cabeza de él! ¡Por eso esque los Nutrias lo obligan amarcharse!

— Uno de mi clan perdió un ojode la misma forma — explicó Renntragando saliva— . Mi clan es amigodel de la Nutria. No… nopretendemos hacerte ningún daño.

— Es posible — repuso elCaminante sacándose un hueso de laboca y guardándolo cuidadosamente

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bajo la capa— . Pero siguen trayendoel daño consigo. — De pronto sedetuvo y recorrió con la vista lasladeras— . Pero el Caminante loolvidaba. ¡Narik le pide avellanas!¿Adónde se han ido los árboles deavellanas?

Torak levantó un poco más aLobo en los brazos.

— Ese daño que crees quetraemos… — le dijo al hombre— .¿Te refieres a…?

— Ellos saben a lo que él serefiere — interrumpió el Caminante— . El demonio oso, el oso demonio.

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¡Y el Caminante le dijo que no lollamara!

Torak se detuvo.— ¿A quién se lo dijo? ¿Te

refieres a… al vagabundo tullido?¿Al que creó al oso?

Un pinchazo del cuchillo lerecordó que siguiera avanzando.

— ¡El tullido, sí, por supuesto!El sabio, siempre detrás de losdemonios para que cumplieran susdeseos. — Otro ladrido de risa— .Pero el chico Lobo nada sabe dedemonios, ¿no es así? ¡Ni siquierasabe qué son! ¡Ah, sí, el Caminante

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siempre se da cuenta de esas cosas!— Renn parecía sorprendida y Torakevitó su mirada— . El Caminante sísabe cosas de ellos — continuó elhombre, todavía observando lasladeras en busca de avellanos— .¡Oh, sí! Antes de que el sílex lomordiera, él era un hombre sabio.Había aprendido que si mueres ypierdes tu alma del nombre, tevuelves un fantasma y olvidas quiéneres. Al Caminante siempre le danlástima los fantasmas. Pero si la quepierdes es tu alma del clan, lo quequeda es un demonio.

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— Inclinándose hacia delante,envolvió a Torak en una nube dealiento fétido— . Piensa en eso,chico Lobo: te quedas sin alma delclan, y eres un demonio. Todo elpoder del Nanuak, pero sinconciencia de clan para dominarlo;tan sólo queda la ira que te provocaque te hayan quitado algo. Por esoodian a los vivos.

Torak sabía que el Caminanteestaba diciendo la verdad. Él mismohabía visto ese odio, que habíamatado a su padre.

— ¿Y qué me dices del tullido?

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— preguntó con voz ronca— . El quecogió al demonio y lo atrapó dentrodel oso. ¿Cómo se llamaba?

— ¡Ah! — repuso el Caminanteindicándole con un ademán a Torakque continuara— . Era tan sabio, tanastuto… Para empezar, sólo quierelos demonios pequeños, los que sedeslizan y corretean. Pero no son lobastante poderosos para él, y quieremás y más. Así que llama a los quemuerden y a los que cazan. Y siguesin ser suficiente. — Esbozó unaamplia sonrisa, y le ofreció a Torakotra nube de aliento carroñero, y

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susurró— : Al final, convoca a un…primigenio.

Renn soltó un jadeo.Torak estaba desconcertado.— ¿Qué es eso?— ¡Ah, ella lo sabe! — rió el

Caminante— . ¡La joven Cuervo losabe!

Renn clavó su mirada en la deTorak. Los ojos de la chica se veíanmuy oscuros.

— Cuanto más poderosas sonlas almas, más poderoso es eldemonio. — Renn se lamió loslabios— . Un primigenio adquiere

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vida cuando alguien tremendamentepoderoso muere (algo parecido a unacascada que cae sobre un río helado)y sus almas quedan desperdigadas.Un primigenio es el demonio máspoderoso de todos.

Lobo se retorció hasta liberarsede los brazos de Torak y desaparecióentre los helechos.

«Un primigenio», se dijo Torak,aturdido.

Pero aquella charla sobredemonios estaba volviendo a alteraral Caminante.

— ¡Oh, cómo odian a los vivos!

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— gimió meciéndose de un lado aotro— . ¡Brillan demasiado,demasiado… esas almas tanrelucientes! ¡Duele! ¡Duele! ¡El chicoLobo y la joven Cuervo tienen laculpa! ¡Lo traen consigo al hermosovalle del Caminante!

— Pero ya casi estamos fuerade tu valle — puntualizó Renn.

— Sí, mira — añadió Torak— ,ya casi hemos llegado a la cima…

El Caminante no quería que localmaran.

— ¿Por qué lo hacen?— exclamó— . ¿Por qué? ¡El

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Caminante nunca les ha hecho ningúndaño! — Blandiendo los arcos sobrela cabeza, los sujetó ambos por losextremos, como si fuera a partirlosen dos.

Aquello fue demasiado paraRenn.

— ¡No te atrevas a hacer eso!— chilló— . ¡No te atrevas a dañarmi arco!

— ¡Atrás — bramó el hombre— , o el Caminante los parte en doscomo ramitas!

— ¡Déjalos! — exclamó Renn,y se abalanzó sobre él tratando en

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vano de alcanzar su arco.Torak tuvo que actuar con

rapidez. Abrió a toda prisa su bolsade comida y tendió la mano quehabía metido en ella.

— ¡Avellanas! — exclamó— .¡Avellanas para Narik!

El efecto fue inmediato.— ¡Avellanas! — musitó el

Caminante. Dejando caer los arcossobre las piedras, le arrancó lasavellanas a Torak de la mano y sepuso en cuclillas. Luego sacó unapiedra del interior de la capa yempezó a cascarlas— . Humm, son

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buenas y dulces. Narik se sentirácomplacido.

Sin hacer ruido, Renn recuperólos arcos y les pasó una mano paraquitarles la humedad. Le ofreció aTorak el suyo, pero él no lo cogióporque estaba mirando fijamente lapiedra que el Caminante utilizabapara cascar las avellanas.

— ¿Quién es Narik?— preguntó, con la intención de queel Caminante siguiera hablando paraasí poder verla más de cerca— . ¿Esamigo tuyo?

— El Caminante lo ve con

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claridad — murmuró el hombre enrespuesta— . ¿Por qué no puedeverlo el chico Lobo? ¿Le pasa algomalo en los ojos? — Hundió la manoen la capa para extraer un sarnosoratón de color marrón. Aferrabamedia avellana entre las patas yparecía irritado por la interrupción.

Torak parpadeó. El ratónestornudó y volvió a su comida.

Con ternura, el Caminante leacarició el pequeño lomo encorvadocon un dedo mugriento.

— ¡Ah, el niño adoptivo delCaminante!

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La piedra yacía desechada en elsuelo. Era más o menos del tamañode la mano de Torak: una garraafilada y curva, de reluciente piedranegra.

Y si había una garra de piedra,¿no podía haber un diente de piedra?Torak miró a Renn. Ella también lahabía visto. Y, por su expresión,había pensado lo mismo: «En lo másantiguo, el mordisco de piedra.» Lasegunda parte del Nanuak.

— ¿Me diría el Caminantedónde consiguió esa piedra?— preguntó Torak con cautela.

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El Caminante levantó la cabeza,aturdido por las caricias que le hacíaal ratón, se le crispó el rostro y dijo:

— En la boca de piedra. Hacemucho, en tiempos malos. Se estáescondiendo. Los Nutrias lo hanechado, pero aún no ha encontrado suhermoso valle.

Una vez más Torak y Rennintercambiaron miradas. ¿Seatreverían a arriesgarse a otroestallido de ira?

— La criatura de piedra — dijoTorak— , ¿tiene dientes de piedradentro de la boca de piedra?

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— ¡Por supuesto! — gruñó elCaminante— . Si no, ¿cómo iba acomer?

— ¿Dónde podemosencontrarla? — quiso saber Renn.

— ¡El Caminante lo ha dicho!¡En la boca de piedra!

— ¿Y dónde está esa criaturacon la boca de piedra?

De pronto el rostro delCaminante se volvió flácido, yparecía que el hombre estaba muycansado.

— Un sitio malo — dijo— .Muy malo. La tierra asesina que te

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devora y te traga. Con vigías portodas partes. Ellos te ven, pero tú nolos ves a ellos. No los ves hasta quees demasiado tarde.

— Dinos cómo encontrarla— pidió Torak.

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— De todas formas, ¿cómo va a

existir una criatura de piedra?— preguntó Renn, enfadada. Estabade mal humor desde que habíaperdido el carcaj.

— No lo sé — respondió Torak

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por enésima vez.— ¿Y qué clase de criatura es?

¿Un oso? ¿Un lince? Deberíamoshabérselo preguntado.

— Probablemente no nos lohabría dicho.

— Hemos hecho todo lo que nosdijo — protestó Renn poniendo losbrazos en jarras y haciendo un gestonegativo con la cabeza— . Hemoscaminado dos días enteros, hemoscruzado tres valles y hemos seguidoel arroyo que él mencionó. Y todavíanada. Creo que sólo trataba delibrarse de nosotros.

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A Torak le había pasado lamisma idea por la cabeza, pero noestaba dispuesto a admitirlo. Laniebla no se había disipado a lolargo de los dos días. Tenía laimpresión de que eso no estaba bien.Todo en aquel lugar parecía no estarbien.

Siguiendo las instrucciones delCaminante, habían dejado «el arroyoal pie de la colina gris y pedregosa»y ascendían por la senda queserpenteaba hacia la cima, pero ellugar les producía una sensacióninhóspita, amenazadora. Raquíticos

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abedules emergían de la niebla. Aquíy allá vieron el brillo de la rocadesnuda, donde la montaña habíaquedado pelada por la erosión,mientras que el único sonido era elmartilleo de un pájaro carpintero,que advertía a sus rivales que sealejaran.

— No nos quiere aquí — dijoRenn— . Quizá nos hemosequivocado de camino.

— De ser así, Lobo nos habríaavisado.

— ¿Todavía crees eso?— preguntó Renn, dudosa.

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— Sí — repuso Torak— . Locreo. Después de todo, si no noshubiera guiado hasta el valle delCaminante, no habríamos visto lagarra de piedra y no habríamossabido nada de la existencia de undiente de piedra.

— Es posible. Pero me siguepareciendo que nos hemos desviadomucho hacia el este. Nos estamosacercando demasiado a las MontañasAltas.

— ¿Cómo puedes saberlo, si novemos a diez pasos de nuestrasnarices?

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— Puedo sentirlo. ¿Notas eseaire helado? Viene del río de hielo.

Torak se detuvo y la mirófijamente.

— ¿Qué río de hielo?— El que hay al pie de las

montañas.Torak apretó los dientes. Se

estaba cansando de ser el único queno sabía las cosas.

Ascendieron en silencio, ypronto dejaron atrás hasta al pájarocarpintero. Lleno de inquietud, Torakse dio cuenta de los ruidos quehacían: los crujidos del fardo, el

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golpeteo de los guijarros al abrirsepaso Renn con esfuerzo. Percibía quelas rocas los escuchaban y que losretorcidos árboles les advertían ensilencio que volvieran atrás.

De pronto Renn se volvió ydescendió con estrépito hasta él.

— ¡Lo entendimos mal!— exclamó jadeante, con los ojosmuy abiertos y asustada.

— ¿Qué quieres decir?— ¡El Caminante nunca dijo que

se tratara de una criatura de piedra!Fuimos nosotros quienes dijimos talcosa. ¡Él sólo habló de una boca de

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piedra! — Agarrándolo del brazo,tiró de Torak hasta lo alto de lacolina.

Allí el terreno se nivelaba y lasenda se había acabado. Torak separó en seco en medio de la nieblaque se arremolinaba, y al captar loque había ante sus ojos, el miedo seapoderó de él.

Una pared rocosa se erguía anteellos, gris como una nube detormenta, a cuyos pies, custodiadapor un tejo solitario, se hallaba unacaverna, oscura cual grito silencioso:una boca de piedra abierta de par en

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par.

— No podemos entrar ahí— dijo Renn.

— Tenemos… tengo quehacerlo — repuso Torak— . Esta esla boca de piedra de la que hablabael Caminante. Es donde encontró lagarra de piedra, y es donde quizá yohalle el diente de piedra.

Vista de cerca, la boca de lacueva era más pequeña de lo quehabían creído: un semicírculo ensombras que tan sólo le llegaba aTorak a la altura del hombro. El

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chico apoyó una mano sobre el labiode piedra y se inclinó paraescudriñar el interior.

— Ten cuidado — advirtióRenn.

El suelo de la cueva describíauna pronunciada pendiente haciaabajo, y de ella emanaba frío: unaacre bocanada de aire como elaliento de alguna antigua criatura quejamás hubiese visto el sol.

«Un sitio malo — había dichoel Caminante— . Muy malo. La tierraasesina que te devora y te traga. Convigías por todas partes.» — No

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muevas la mano — dijo Renn aespaldas de Torak.

Al alzar la vista, él vio con unsobresalto que casi estaba rozandocon los dedos una gran manoextendida que había sido tallada enla piedra, y apartó rápidamente sumano.

— Es una advertencia— susurró Renn— . ¿Ves esas tresbarras sobre el dedo corazón? — Seacercó más— . Es antigua. Muyantigua. No podemos entrar. Ahíabajo hay algo.

— ¿Qué? — quiso saber Torak

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— . ¿Qué hay ahí abajo?— No lo sé. Quizá un umbral

hacia el Otro Mundo. Ha de ser algomalo para que alguien tallase esamano.

— No creo que me quedeelección — concluyó Torak despuésde reflexionar— . Entraré. Túquédate aquí.

— ¡No! Si tú vas, yo también.— Lobo no puede venir

conmigo; no soportaría el olor. Túquédate aquí con él. Si necesitoayuda, te llamaré.

Tardó un rato en persuadirla,

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pero cuanto más lo discutía más seconvencía él mismo también.

Como preparativo dejó el arcoy el carcaj bajo el tejo junto con elfardo, el saco para dormir y el odrede agua; luego se quitó el hacha delcinturón. Sólo el cuchillo le sería dealguna utilidad en la oscuridad.Finalmente, cortó una tira de pellejosin curtir para atar al lobezno. Lobose retorció y le habló con brusquedadhasta que Torak se las apañó paraexplicarle que tenía que quedarsecon Renn, quien resolvió el asuntosacando un puñado de arándanos

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rojos de su bolsa de comida. PeroTorak no halló modo alguno dedecirle a Lobo que regresaría. Por lovisto, en la lengua de los lobos noexistía el futuro.

Renn le dio a Torak un ramitode serbal como protección y uno desus mitones de piel de salmón cogidocon un cordón.

— Recuerda — le dijo— : siencuentras el diente de piedra, no lotoques con las manos desnudas. Yserá mejor que me des a mí la bolsacon los ojos del río.

Tenía razón. No había forma de

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saber qué pasaría si se llevabaconsigo el Nanuak a la cueva.

Con la extraña sensación dedesembarazarse de una carga nodeseada, Torak le tendió la bolsitade piel de cuervo, y ella se la ató alcinturón. Lobo observó lo quesucedía moviendo las orejas, y Torakse dijo que era como si la bolsaemitiese alguna clase de ruido.

— Necesitarás luz — dijoRenn, contenta de hacer algopráctico. De su fardo, sacó dos velasde junco, hechas con médula decarrizo que se empapaba en grasa de

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ciervo y se dejaba secar al sol. Conel pedernal encendió una yesca decorteza de enebro, y una de las velasde junco cobró vida con una llamabrillante, clara y reconfortante. Torakse sintió enormemente agradecido.

— Si necesitas ayuda — dijoRenn arrodillándose y abrazando aLobo para impedir su propio temblor— , grita. Acudiremos corriendo.

Torak asintió. A continuación seagachó y entró en la boca de piedra.

Buscó a tientas la pared. Lanotó viscosa, como carne muerta.

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Avanzó arrastrando los pies y tanteócon ellos el camino. La vela de juncose estremeció y se redujo a untrémulo brillo. El hedor que flotabaen el aire, procedente de laoscuridad, le provocaba escozor enlas fosas nasales.

Tras dar varios pasosvacilantes, topó con piedra. La bocade la cueva se había estrechado hastaformar una garganta, así que tendríaque volverse de lado para avanzar.Cerrando los ojos, continuó paso apaso. Le daba la sensación de que selo estuvieran tragando. No podía

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respirar ni dejaba de pensar en elpeso de la pared rocosa que ejercíapresión sobre él…

El aire se tornó más frío. Aún sehallaba en un túnel, pero era másancho y torcía bruscamente hacia laderecha. Al echar una mirada haciaatrás, vio que la luz del día se habíadesvanecido y, con ella, Renn yLobo.

El hedor se volvió más intensoa medida que recorría el túnel, sinoír otra cosa que su propiarespiración, sin ver nada más quedestellos de reluciente piedra roja.

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Sintió una repentina frialdad asu izquierda, y casi perdió elequilibrio. Oyó un tamborileo deguijarros que poco después sesumieron en el silencio.

La pared a mano izquierdahabía desaparecido, y Torak sehallaba de pie sobre una estrechacornisa que sobresalía sobre laoscuridad. De muy abajo le llegó eleco de un chapoteo de agua. Unresbalón… y caería.

Otra curva, esta vez a laizquierda, y una roca bajo un pie deTorak se ladeó. Dando un grito,

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tanteó con la mano para aferrarse yrecuperó el equilibrio justo a tiempo.

A consecuencia de su grito, algose estremeció.

El chico se quedó inmóvil.— ¿Torak? — La voz de Renn

sonó muy lejos.No se atrevió a responderle.

Fuera lo que fuese lo que se habíamovido, volvía a estar quieto, aunqueera una quietud horrible, a la espera,y sabía que él estaba ahí. «Vigías portodas partes. Ellos te ven, pero tú nolos ves a ellos. No los ves hasta quees demasiado tarde.» Hizo un

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esfuerzo por continuar. Hacia abajo,siempre hacia abajo. El hedor lellegaba en oleadas. «Respira por laboca», le dijo una voz en la mente.Eso era lo que él y Pa solían hacercuando llegaban al apestosoemplazamiento de una presa o a unacueva infestada de murciélagos. Lointentó, y el hedor se volviósoportable, aunque aún le irritaba losojos y la garganta.

De pronto el terreno se niveló, yTorak sintió que en torno a él seampliaba el espacio. De alguna partellegaba una luz mortecina porque

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logró distinguir una enorme cavernallena de sombras. Las emanacioneseran casi sobrecogedoras. Se hallabaen las entrañas empapadas ymalolientes de la tierra.

La cornisa sobre la que seencontraba se acabó y el terreno quehabía a continuación estabaextrañamente abombado. En mediode la caverna una gran roca, cuyaparte superior era plana, brillabacomo hielo negro. Parecía llevar allíintacta miles de inviernos, y aunestando a veinte pasos de distanciade ella, Torak sintió su poder.

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Era ahí donde el Caminantehabía encontrado la garra de piedra.Y ésa era la razón de ser de la manode advertencia en la entrada de lacueva. Eso era lo que los vigíascustodiaban: una puerta hacia el OtroMundo.

Torak no fue capaz de dar unpaso más. Se sentía como esas vecesen que se despertaba tan soñolientoque mover un solo dedo le parecíaimposible.

Para calmarse, apoyó la manolibre en la empuñadura del cuchillo.La capa de tendón que la cubría

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estaba levemente caliente y le dio elvalor necesario para bajar al suelode la caverna.

Al hacerlo, profirió un grito deasco. El suelo se hundía bajo suspies; era una capa blanda ymaloliente que lo succionaba. «Latierra asesina que te devora y tetraga…»

Su grito resonó en las paredes, ymuy lejos, allá en lo alto, oyó unmovimiento furtivo. Algo oscuro sedesprendió del techo y se abatiósobre él.

No había dónde esconderse, ni

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hacia dónde correr. El blando suelole succionaba las botas como arenahúmeda. Captó una fétida oleada yaquella cosa se colocó encima de él:un pelaje grasiento que le obstruía lanariz y la boca, unas garras afiladasque se le hincaban en el pelo. Con ungruñido de horror, golpeó alsilencioso atacante.

Por fin éste se elevó paraapartarse de él con un chasquidocorreoso. Pero Torak supo que no lohabía vencido. El vigía simplementehabía acudido a descubrir qué eraTorak. Una vez averiguado, se iba.

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Pero ¿qué era? ¿Un murciélago?¿Un demonio? ¿Cuántos vigías máshabía?

Torak avanzó a trompicones. Amedio camino de la piedra, tropezó ycayó. El hedor era insoportable. Serevolcó en una negrura asfixiante; noveía nada, no podía pensar. Hasta lavela de junco se oscureció: una llamanegra que ardía encima de él…

Se puso en pie tambaleándose ymovió todo el cuerpo para liberarse,como un nadador que da boqueadasen busca de aire. La mente se letranquilizó, y la llama negra se

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volvió amarilla otra vez.Llegó hasta la piedra. En su

superficie lisa y antiquísima sehabían dispuesto en espiral seisgarras de piedra, pero se veía unagujero donde el Caminante habíaarrancado la séptima. En el centro sehallaba un único diente de piedranegra.

«En lo más antiguo, el mordiscode piedra.» La segunda parte delNanuak.

El sudor recorría la espalda deTorak. Se preguntó qué poderesdesataría si lo tocaba.

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Tendió una mano, pero la retiróbruscamente porque recordó laadvertencia de Renn: «No toques elNanuak con las manos desnudas.»

¿Dónde estaba el mitón? Debíade habérsele caído.

Con la vela de junco buscó enderredor hundiendo la mano en losapestosos montículos. Una vez másaumentó su aturdimiento. Una vezmás la llama se oscureció…

Al fin lo encontró atado a sucinturón. Se lo puso con brusquedady extendió la mano hacia el diente.

La trémula luz del junco se

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proyectó sobre la pared de la cuevadetrás de la roca… e hizo brillarmillares de ojos.

Con la mano suspendida encimadel diente, Torak movió lentamentela llama de un lado a otro y apresó ellíquido resplandor de los ojos. Lasparedes rebosaban de vigías.Dondequiera que la luz incidía, seretorcían y palpitaban como en uncadáver infestado de gusanos. Sicogía el diente, irían a por él.

De pronto todo sucediósúbitamente.

Desde muy lejos le llegó el

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agudo y urgente ladrido de Lobo.— ¡Torak! ¡Ya viene! — chilló

Renn.Los vigías hicieron explosión en

torno a él.La vela de junco se apagó.Algo lo golpeó en la espalda y

lo hizo caer sobre la piedra.— ¡Torak! ¡El oso! — volvió a

gritar Renn.

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Aferrando el carcaj de Torak,

Renn echó a correr hacia el bordedel sendero y tropezó con una raíz deárbol; al caer desparramó unasflechas en el suelo. El pánico leburbujeó en la garganta. ¿Qué iba a

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hacer ahora? ¿Qué iba a hacer?Sólo unos instantes antes había

estado caminando de un lado paraotro, mientras una bandada deverderones picoteaba las jugosasbayas rosadas del tejo y Lobotironeaba de la correa profiriendogañidos que Torak habría entendido,pero que a ella le preocupaban.

En ese momento los verderoneshabían levantado el vuelo en unanube de gorjeos, y Renn habíamirado hacia el pie de la colina. Unabrecha en la niebla le había ofrecidouna visión clara: había visto el

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arroyo, que fluía veloz ante un grupode abetos rojos, y una gran rocaoscura agazapada junto a ellos.Entonces la roca se había movido.

Paralizada por el horror, Rennhabía visto que el oso se empinabasobre los cuartos traseros paraalzarse imponente sobre los abetos.La enorme cabeza giró al tiempo queolisqueaba el aire. El animal captó elolor de Renn y se dejó caer de nuevosobre las cuatro patas.

Ella había corrido a la cuevapara advertir a gritos a Torak, perono había obtenido otra respuesta que

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el eco.Ahora, al cerrarse de nuevo la

niebla y mientras buscaba a tientaslas flechas, Renn imaginó al osotrepando por la colina hacia ella.Sabía cuán rápidamente se muevenlos osos; en unos instantes lo tendríaencima.

La pared rocosa era demasiadoescarpada para escalarla; además, nopodía dejar a Lobo. Le quedaba lacueva, pero todo en su interior legritaba que no entrara ahí porqueestarían atrapados como liebres enuna trampa, y nunca saldrían de ella.

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Los desesperados tirones deLobo lograron que se sobrepusiera alpánico. El lobezno tiraba endirección a la cueva, y Renn se diocuenta de pronto de que Lobo teníarazón. Torak estaba dentro. Allílucharían todos juntos.

Se zambulló dentro arrastrandofardos y sacos de dormir detrás de sí.La oscuridad la cegó. Chocó contrala sólida roca y se golpeó la cabeza.

Tras una agotadora búsqueda,descubrió que la cueva se estrechababruscamente hasta convertirse en unamera hendidura. Lobo ya se había

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internado en ella, y tiraba de Rennpara que lo siguiera. Ella se puso delado y avanzó paso a paso, rápido, yluego se dejó caer de rodillas ytendió una mano a través de lahendidura para coger sus cosas.

Mientras recuperaba a tironeslos fardos, los arcos y el carcaj,sintió una punzada de esperanza.Quizá la hendidura fuera demasiadoangosta para el oso. Quizá pudieranresistir allí…

Algo le arrancó el odre de aguade la mano con una fuerza que laaplastó contra la salida de la

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hendidura y notó oleadas de dolor enel hombro. Aturdida, gateó de ladohacia un hueco y arrastró a Loboconsigo.

El oso no podía haberse movidocon tanta rapidez, se dijo, atontada.

Un profundo gruñido retumbó através de la cueva. A Renn se le pusola piel de gallina.

«No puede pasar a través de lahendidura — pensó— . No temuevas. Quédate muy, muy quieta.»De las profundidades de la cueva lellegó un grito.

— ¡Renn!

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¿Era Torak que llamabapidiendo ayuda, o volvía paraayudarla a ella? No lo sabía, ni eracapaz de responder. No podía hacerotra cosa que encogerse de miedojunto a Lobo en aquel hueco,sabedora de que se hallabademasiado cerca de la hendidura— a tan sólo un par de pasos— , ysin embargo era incapaz de moverse.Alguna fuerza la retenía allí. Nopodía apartar los ojos de la estrechafranja de claridad.

Pero la claridad se volviónegra.

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Sabiendo que era lo peor quepodía hacer, Renn se inclinó paraescudriñar a través de la hendidura.La sangre le atronaba en la cabeza.Vislumbró una pesadilla de pelajeoscuro, que bailaba al son de unviento que ella no sentía, y eldestello de unas largas y cruelesgarras relucientes de sangre negra.

Un rugido hizo temblar la cueva.Gimiendo, Renn se llevó los puñoscon fuerza a los oídos mientras elrugido la azotaba una y otra vez hastaque creyó que iba a estallarle lacabeza.

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Silencio; tan espeluznante comoel rugido. Al quitarse los puños delas orejas, oyó un polvorientosusurro. Lobo jadeaba. Nada más.

Despacio, horrorizada ante loque estaba haciendo, reptó hacia lahendidura arrastrando consigo alreacio lobezno.

Volvió a ver la luz del día. Lapared rocosa gris y el tejo con bayasdesparramadas debajo de él. Ningúnoso.

Oyó un rugido estremecedor, tancerca que captó el húmedoentrechocar de mandíbulas y olió el

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hedor a carnicería. Entonces laclaridad se emborronó, y un ojo seclavó en los suyos. Más negro que elbasalto, pero con un fuego que searremolinaba en él, la atraía… ladeseaba.

Renn se inclinó hacia delante.Lobo tiró de ella hacia atrás y

rompió el hechizo, de forma queRenn se encogió para apartarse en elpreciso momento en que unas garrasmortíferas rebanaban la tierra dondeella había estado arrodillada.

Una vez más el oso rugió. Unavez más Renn se encogió de miedo

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en el hueco de la cueva. Entonces lellegaron nuevos sonidos: elentrechocar de rocas, los gemidos deun árbol moribundo. En su furia, eloso hincaba sus garras ante la bocade la cueva para arrancar de raíz eltejo y hacerlo pedazos.

Sollozando, Renn se encogiótodavía más en el hueco.

La roca en que apoyaba elhombro se movió, y con un grito,Renn dio un salto atrás.

Desde el exterior le llegó elsonido de piedras que se hacíanañicos y de tierra arrojada a un lado

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con letal resolución. Comprendió quéestaba ocurriendo: la roca queconstituía ese lado de la hendidurano formaba parte, como había creído,de la cueva misma, sino que era unamera lengua de piedra que sobresalíadel suelo de tierra. El oso hincabalas garras en sus raíces parasocavarlas y sacarlos de allí como ahormigas rojas de un hormiguero.

Renn estaba empapada en sudor.Miró a Lobo.

Con un respingo, advirtió que yano era un lobezno, pues tenía lacabeza gacha y los ojos fijos en lo

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que había más allá de la hendidura, yhabía echado hacia atrás los negroslabios en un gruñido que desnudabaunos formidables colmillos blancos.

La firmeza se apoderó de Renn.— No va a atraparnos como a

hormigas — susurró. El sonido de supropia voz le dio valor.

Soltó la correa para devolverlea Lobo la libertad; quizá pudieraescapar, aunque ella y Torak no loconsiguieran. Entonces tanteó enbusca del arco. El tacto de la fría ylisa madera de tejo le dio fuerzas. Sepuso en pie.

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«Concéntrate en el objetivo— se dijo, recordando las muchaslecciones que le había dado Fin-Kedinn— . Eso es lo más importante.Debes concentrarte hasta tal puntoque hagas un agujero en elobjetivo… Y mantén el brazo de lacuerda relajado, no te pongas tensa…La fuerza procede de tu espalda, node tu brazo…»

— Catorce flechas — dijo— .Debería ser capaz de clavarle unascuantas antes de que me atrape.

Salió del agujero y se colocó enposición.

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Torak manoteaba para quitarse

de encima el enjambre de vigías.Las garras le arañaban la cara y

el cabello. Alas apestosas le tapabanla boca y la nariz, sofocándolo. Dealgún modo se las había apañadopara ponerse el mitón de Renn ycoger el diente de piedra, peropesaba más de lo que habíaesperado. Se arrancó el mitón con eldiente en su interior y se lo embutióen el cuello del jubón.

— ¡Renn! — chilló dándoseimpulso para apartarse de la roca.

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Unas alas correosas ahogaron sugrito.

Emprendió la marcha a travésdel hedor pero, sin la vela de junco,ni siquiera se veía las manos delantede la cara.

Muy débiles y lejanos lellegaban desde lo alto los frenéticosaullidos de Lobo:

«¿Dónde estás? ¡Peligro!¡Peligro!» Vadeó hacia el sonidomientras los vigías, formando unenjambre sobre él, lo empujabanhacia abajo, hacia el hedor.

Imágenes terribles acudían en

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tropel a la mente de Torak: Lobo yRenn yacían muertos, igual que Pa.¿Por qué los había obligado aquedarse arriba, ya que era más«seguro», si siempre había sidodonde acechaba el verdaderopeligro?

Furioso consigo mismo, sacó elcuchillo de la vaina y la emprendió atajos con los vigías, que parecía quese elevaban para evitar la hoja.

— Oh, así que le tenéis miedo,¿no? — exclamó— . Bueno, ¡puesaquí tenéis más! — Blandió de nuevoel cuchillo, y una vez más los vigías

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se elevaron en una oscura nube fuerade su alcance. La empuñadura se lecalentó más y más en la mano.Gruñendo, avanzó pesadamente através del mal olor.

Se golpeó las espinillas contraroca sólida. Había llegado a lacornisa.

— ¡Ya voy! — exclamó; subiócon esfuerzo a la cornisa y empezó aascender por ella.

Un rugido estremeció la cueva ylo hizo caer de rodillas. Los vigíasse elevaron en una nube ydesaparecieron.

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El silencio después de que elúltimo eco se extinguiera fue aúnpeor. Torak adquirió conciencia deque era roca lo que tenía bajo lasrodillas y de que el diente de piedrale latía en el jubón. Se esforzó porponerse en pie y corrió ascendiendopor la cornisa. Era muy escarpada.¿Por qué no le llegaba ningún ruidode arriba? ¿Qué estaba pasando?

Trepó y trepó hasta que ledolieron las rodillas, y el aliento ledejó seca la garganta. Entoncesdobló el último recodo, y la luz deldía lo cegó.

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La entrada de la cueva estaba acinco pasos de distancia y era másancha de lo que recordaba. Lahendidura en la que se había metidoen el descenso estaba desgarrada yabierta, y ante ella se hallaba Renn,una figura pequeña y erguida,increíblemente valiente, apuntandocon su última flecha a aquella cosaque se alzaba imponente sobre ella.

Durante un instante Torak se viojunto a Pa en la noche del ataque,petrificado por la maldad deaquellos ojos poseídos por undemonio…

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— ¡No! — exclamó.Renn disparó la flecha. El oso

la desvió con un golpe de garra. Perojusto cuando estaba a punto de caersobre su presa, Lobo saltó de entrelas sombras, aunque no se precipitóhacia el oso, sino hacia Renn. Con unúnico chasquido de sus poderosasmandíbulas, Lobo le arrancó labolsita de piel de cuervo delcinturón, hizo caer a Renn fuera delalcance del oso, y salió disparado dela cueva. El oso dio un zarpazo yhendió la tierra a un palmo dedistancia de donde había estado el

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lobezno.— ¡Lobo! — chilló Torak

abalanzándose hacia delante.Con la bolsita entre los dientes,

Lobo desapareció en la niebla. Eloso se volvió en redondo conterrorífica agilidad y se precipitótras él.

— ¡Lobo! — volvió a gritarTorak.

La niebla los engulló y dejó unaladera desierta que se burlaba deTorak. El oso había desaparecido. YLobo también.

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— ¿Dónde estás? — El aullido

desolado de Torak resonó en lapared rocosa.

— ¿Dónde estás? — lecontestaron las colinas.

Un viejo dolor le desgarraba el

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pecho. Primero Pa, ahora Lobo. No,Lobo no, por favor…

Renn parpadeaba en la entradade la cueva.

— ¿Por qué le has soltado lacorrea? — exclamó Torak.

— Tenía que hacerlo — dijotambaleándose— . Tenía que dejarloen libertad.

Con un gemido, Torak empezó arebuscar en el desorden.

— ¿Qué estás haciendo?— quiso saber Renn.

— Quiero encontrar mi fardo.Voy a buscar a Lobo.

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— ¡Pero si pronto habráoscurecido!

— ¿Nos sentamos simplementeaquí a esperar, entonces?

— ¡No! Recuperemos nuestrascosas, construyamos un refugio yhagamos un fuego. Y entoncesesperaremos. Esperaremos a queLobo nos encuentre.

Torak iba a contestar, pero semordió la lengua. Por primera vezhabía advertido que Renn estabatemblando. Tenía un arañazosanguinolento en una mejilla, y unmoretón del tamaño de un huevo de

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paloma empezaba a salirle en el ojodel otro lado de la cara.

Se sintió avergonzado. Renn sehabía enfrentado al oso y hasta habíatenido el valor de dispararle. Nodebería haberle gritado.

— Lo siento — se disculpó— .No pretendía… Tienes razón. Nopuedo seguirle el rastro en laoscuridad.

Renn se sentó pesadamente enun peñasco.

— No tenía ni idea de cómosería — dijo— . Jamás pensé quesería tan… — Se tapó la boca con

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las manos.Torak desenterró una flecha de

los escombros. El asta estaba partidaen dos.

— ¿Le has dado? — preguntó.— No lo sé. ¡Qué más da! Las

flechas no pueden acabar con él.— Negó con la cabeza— . Por unmomento fue por mí, pero al instantefue en busca de Lobo. ¿Por qué?

— ¿Acaso importa? — contestóTorak arrojando a un lado el astarota.

— Tal vez. — Renn lo miró— .¿Has conseguido el diente de piedra?

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Torak casi se había olvidado deél. En ese momento, al hurgar en eljubón y sacar el mitón, tan sólo deseólibrarse de él. A causa del Nanuak,Lobo podía estar muerto. No habríamás mordisqueos por las mañanas, nimás divertidos juegos al escondite…Torak se mordió un nudillo tratandode controlar el miedo. No podíaperder a Lobo.

Renn cogió el mitón y le diovueltas entre los dedos.

— Tenemos la segunda partedel Nanuak — dijo, pensativa— , yhemos perdido la primera. Pero ¿por

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qué se la ha llevado Lobo?Con un esfuerzo, Torak trató de

centrarse en lo que ella decía hastaque algo le vino a la memoria comoun destello.

— ¿Recuerdas que cuandoencontré los ojos del río era como siLobo pudiese oírlos o sentirlos dealgún modo?

— ¿Crees que… el oso tambiénpuede? — preguntó con el entrecejofruncido.

— «Esas almas tan relucientes»— murmuró Torak— . Eso es lo quedijo el Caminante. Los demonios

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odian a los vivos y detestan que lasalmas de éstos reluzcan tanto.

— Y si las almas de lascriaturas corrientes son demasiadobrillantes — prosiguió Rennponiéndose en pie y empezando acaminar de un lado para otro— ,¡cuánto más brillante y másdeslumbrante ha de serlo el Nanuak!

— Por eso te atacó, porquetenías los ojos del río.

— Y por eso Lobo cogió labolsa. Porque él lo sabía. Porque. ..— Dejó de pasearse y miró fijamentea Torak— . Porque quería desviar la

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atención del oso de nosotros. ¡Oh,Torak! Nos ha salvado la vida.

Torak se acercó dando traspiésal borde del sendero. La niebla seestaba disipando al fin, y debajo deél, la inmensidad del Bosque seextendía inexorable hacia el oeste.¿Qué posibilidades tenía Lobo allíabajo, solo contra el oso?

— Los lobos son más astutosque los osos — dijo Renn.

— Es sólo un lobezno, Renn.No tiene ni cuatro lunas.

— Pero también es el guía. Sihay alguien capaz de encontrar un

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camino, ése es Lobo.

Lobo corría entre hayas, conviento de cola, mientras sujetaba confuerza entre los dientes la bolsa depiel de cuervo.

De muy lejos le llegó elsolitario aullido de Alto Sin Cola.

Lobo ansió aullar en respuesta,pero no podía hacerlo. El viento letraía ráfagas del olor de aqueldemonio, y captaba la rabia y elhambre terribles del oso, y oía suincansable aliento. Pero, por encimade todo, percibía el odio de la fiera:

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el odio que abrigaba hacia él y hacialo que llevaba.

Pero a Lobo le producía unaferoz y radiante alegría saber quenunca lo atraparía. El demonio erarápido, pero él lo era más.

Ya no se sentía como unlobezno que tenía que esperar a quelos pobres y lentos sin cola loalcanzaran. Ahora era un lobo, quecorría entre las hayas con esa velozzancada lobuna que no se acabanunca. Se deleitaba con la potenciade sus patas, con la flexibilidad de sulomo y con la agilidad que le

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permitía girar a toda velocidad sobreuna pata. ¡Oh, no, el demonio no loatraparía jamás!

Lobo se detuvo a beber en unaruidosa y pequeña agua dejando labolsita por unos instantes. La cogióotra vez y volvió a la carrera, paratrepar en dirección al Gran FríoBlanco que sólo había husmeado ensueños.

Un aroma nuevo le quitó esaidea de la cabeza porque estabaentrando en el territorio de unamanada de lobos extraños. De vez encuando se encontraba con las marcas

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de olor que dejaban. Debía tenercuidado. Si lo pillaban, podíanatacarlo. Cuando necesitó derramarsu olor, esperó hasta llegar a otrapequeña Agua Rápida para hacerloahí en lugar de marcar un árbol. Elagua se llevaría su olor, y ni loslobos extraños ni el demonio loolerían.

Llegó la Penumbra. A Lobo leencantaba la Penumbra. En ella, losolores y los sonidos eran másagudos, pero él veía casi igual que enla Luz.

Mucho más adelante, la extraña

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manada dio comienzo a sus aullidosnocturnos, Pero eso puso triste aLobo porque recordó lo alegrementeque solía aullar su propia manada;con cuánto entusiasmo se saludabanunos a otros después del sueño; loslametones de hocicos y losfrotamientos para transmitirse oloresunos a otros, y las sonrisas y losjuegos mientras se daban ánimospara ir de caza.

De pronto, mientras pensaba ensu manada, empezó a cansarse.Notaba que sus almohadillasgolpeaban las rocas como no lo

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había notado hasta entonces. Laspatas se le estaban entumeciendo yempezaron a dolerle.

El miedo se apoderó de él, puesno podría continuar corriendosiempre. En realidad no llegaríamucho más lejos. Se hallaba a muchadistancia de Alto Sin Cola y estabacruzando el territorio de una extrañamanada. Y el demonio le estabasiguiendo el rastro, incansable, através de la Penumbra.

Torak trasladó lo que quedabade sus cosas al refugio de ramas de

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tejo; luego pateó el fuego y envióchispas hacia el cielo. Aquellaespera era terrible. Llevaba aullandodesde que había caído la noche,aunque sabía que se arriesgaba aatraer al oso, pero Lobo era másimportante. ¿Dónde estaría?

Hacía una noche fría yestrellada, y sin alzar siquiera lavista al cielo sentía que el ojo rojodel Gran Uro lo fulminaba con lamirada, como si se complaciera de laconfusión de Torak.

Renn emergió de la oscuridad,con los brazos llenos de hojas y

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corteza.— Has tardado mucho — dijo

secamente Torak.— Necesitaba ciertas cosas.

¿No hay rastro de Lobo? — Torakdijo que no con la cabeza y ella searrodilló junto al fuego y dejó sucarga en el suelo— . Cuando buscabaesto he oído cuernos. Cuernos decorteza de abedul.

— ¿Qué? ¿Dónde? — preguntóTorak, horrorizado.

— Lejos, muy lejos. — Rennindicó hacia el oeste con la cabeza.

— ¿Era… Fin-Kedinn? — Renn

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asintió una vez más— . Creía que aestas alturas ya se habrían rendido— comentó Torak cerrando los ojos.

— Él no se rinde — aseguróRenn. Hubo un dejo de orgullo en suvoz que irritó a Torak.

— ¿Has olvidado acaso quequería matarme? — dijo— . «El QueEscucha le entrega su sangre a laMontaña.»

— ¡Por supuesto que no lo heolvidado! — le espetó Rennvolviéndose hacia él— . ¡Pero estoypreocupada por ellos! Si el oso noestá aquí arriba, es que está allá

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abajo, donde están ellos. ¿Por qué sino iba Fin-Kedinn a hacer sonar elcuerno?

Torak se sintió mal. Renn estabapreocupada, al igual que él. Pelearseno los ayudaba en nada.

Se desató del cinturón elpequeño silbato de hueso deurogallo, que había hecho cuandohabía encontrado a Lobo.

— Toma. — Se lo tendió aRenn— . Ahora tú también puedesllamar a Lobo.

— Gracias — repuso Renn, y lomiró sorprendida.

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Se produjo un silencio, ydespués Torak le preguntó para quénecesitaba las hierbas.

— Para el diente de piedra.Tenemos que encontrar algunamanera de ocultárselo al oso. Si nolo hacemos, nos seguirá el rastro.

«Al igual que está siguiendo elde Lobo», se dijo Torak. El doloraumentó en su pecho.

— Si las hojas de serbal y labolsa no lograron ocultar los ojos delrío, ¿por qué crees que van a servirde algo la corteza y el ajenjo?

— Porque voy a utilizarlos para

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hacer algo más fuerte. — Renn semordió el labio— . He estadotratando de recordar exactamente quéhace Saeunn. Siempre andaintentando enseñarme hechicería, yyo siempre me voy a cazar en lugarde hacerlo. Ojalá la hubieraescuchado.

— Tienes suerte de saber quéhacer — musitó Torak.

— Pero ¿y si lo hago mal?Torak no respondió. Percibía

que el ojo rojo se burlaba de él.Aunque Lobo encontrase una formade volver, traería consigo al oso,

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atraído por los ojos del río. Y laúnica manera que tenía Lobo dequitarse al oso de encima eraperdiendo los ojos del río… Lo cualsignificaría que no habríaposibilidad de destruir al oso.

Tenía que existir algunasolución, pero Torak no conseguíahallarla.

Lobo se estaba cansando conrapidez. No había remedio.

El demonio ya se había quedadodemasiado rezagado para podercaptar la piel de cuervo, pero aún le

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llegaba el olor del propio Lobo, demodo que continuaría siguiéndole elrastro. Cuando por fin Lobo redujerael ritmo, como le pedían lasdoloridas patas, el oso lo alcanzaría.

Hacía mucho que la extrañamanada había acabado de aullar y sehabía ido de caza allá lejos por lasmontañas. Lobo echaba de menos susvoces. Se sentía verdaderamentesolo.

El viento viró, y Lobo captó unnuevo olor: a reno. Él nunca habíacazado renos, pero conocía biencómo olían, pues su madre solía

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traerle las ramas que les crecen en lacabeza a esos animales, de las quecolgaba el pellejo en deliciososjirones masticables. Ahora, al oler ala manada en el valle contiguo, elansia de sangre le confirió nuevafuerza a los miembros, y la esperanzadio un brinco en su interior. Siconsiguiera alcanzarlos…

Cuando ascendió con esfuerzola ladera, el retumbar de muchoscascos se tornó muy cercano. Depronto las grandes presasirrumpieron hacia él, mientrasgalopaban con la ramada cabeza en

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alto y aplastaban contra el suelo lasgrandes pezuñas en su fluir entre lashayas como un Agua Rápidaimposible de detener.

Lobo giró sobre una pata y seinternó de un salto entre ellos, quedescollaron sobre él cuando sehundió en medio del olor almizcladode los renos. Un macho cargó contraLobo, y éste esquivó las ramas de lacabeza del animal, y una hembra leadvirtió con un bufido que seapartara de su cría cuando Lobo seagazapó debajo de ésta para huir delos cascos que aporreaban. Pero la

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manada no tardó en darse cuenta deque Lobo no tenía intención de cazar,y olvidó su presencia. Lobo ascendiócorriendo por el valle, y el olor de lamanada se tragó el suyo.

Los renos salieron de entre lashayas y trotaron por un bosque deabetos rojos. Las rocas se volvieronmás grandes y los árboles máspequeños; entonces dejaroncompletamente atrás los árboles yfluyeron hacia una llanura de piedra,distinta a todo cuanto Lobo conocía.

Por el olor que había en elviento, Lobo supo que aquella

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llanura se extendía muchas zancadasen la Penumbra, y que a lo lejosestaba el Gran Frío Blanco. Pero¿qué era eso? No lo sabía. Sinembargo, en algún lugar más allá deél se hallaba aquello que lo habíallamado cuando estaba en su primeraGuarida, y lo había atraído…

Muy lejos detrás de él, eldemonio bramó. ¡Había perdido elolor de Lobo! Encantado, éste lanzóal aire la piel de cuervo y volvió acogerla con un chasquido.

Al cabo de un rato le llegó otroruido, muy débil, pero inconfundible:

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¡la aguda y monótona llamada queproducía Alto Sin Cola cuando sellevaba al hocico el hueso de pájaro!

Entonces oyó otro sonido aúnmás querido: ¡el del propio Alto SinCola aullando por él! ¡El mejorsonido del Bosque!

Los renos continuaroncorriendo, pero Lobo fue conscientede que tenía que dar la vuelta ydirigirse de nuevo al Bosque. Aún nohabía llegado el momento de llegaral Gran Frío Blanco y a lo que habíamás allá; tenía que regresar a buscara Alto Sin Cola.

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Renn estaba acurrucada en el

saco, pensando en levantarse, perocuando Torak apareció en la entradadel refugio, dio un respingo.

— Ya es hora de ponernos enmarcha — dijo Torak al tiempo que

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se agachaba junto al fuego y le tendíauna tira de carne de corzo seca. Porlas sombras que Torak tenía bajo losojos, Renn supuso que no habíadormido mejor que ella.

Se incorporó hasta sentarse ydio un desganado mordisco a sucomida de la jornada. Le ardía elarañazo de la mejilla y le dolía elmoretón del ojo. Pero lo peor detodo era el miedo que se estabaapoderando de ella y que no sólo selo provocaba la cercanía de la cuevao el terror ante el oso, sino que eraalgo más: algo en lo que no quería

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pensar.— He encontrado el rastro

— dijo Torak interrumpiendo suspensamientos.

— ¿Por dónde se fueron?— preguntó Renn, y se detuvo amedio bocado.

— Hacia el oeste; han rodeadoel otro lado de la colina y luego handescendido hasta un bosque de hayas.— Torak tendió una mano y removióel fuego, mientras el delgado rostrose le agudizaba aún más de ansiedad— . El oso iba detrás de Lobo.

Renn imaginó a Lobo corriendo

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a través del Bosque con el oso cadavez más cerca.

— Torak — dijo— , ¿te dascuenta de que, si seguimos el rastro aLobo, se lo estaremos siguiendotambién al oso?

— Sí.— Si llegamos a alcanzarlo…— Ya lo sé — la interrumpió

Torak— , pero estoy harto deesperar. Hemos esperado toda lanoche, y todavía nada. Tenemos queir a buscarlo. Al menos yo tengo queir. Tú puedes quedarte aquí si…

— ¡No! ¡Por supuesto que voy

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contigo! Sólo era un comentario.— Miró hacia el mitón de piel desalmón que colgaba del techo.

— ¿Crees que dará resultado?— preguntó Torak al seguir lamirada de Renn.

— No lo sé.A Torak le había parecido un

hechizo muy astuto cuando Renn se lohabía explicado el día anterior.

— Cuando alguien cae enfermo— había dicho Renn sintiéndoseimportante— , suele ser porque hacomido algo malo. Pero a veces esporque los demonios han tentado sus

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almas. En esos casos es necesariorescatar a las almas enfermas. Hevisto a Saeunn hacerlo numerosasveces: ella se ata pequeños anzuelosen las yemas de los dedos paraatrapar a las almas enfermas, y tomauna poción especial para liberar suspropias almas, de manera que éstaspuedan abandonar el cuerpo de lahechicera y encontrar a…

— ¿Qué tiene eso que ver con elNanuak?

— Estoy a punto de contártelo— había dicho Renn para que secallara— . Para encontrarlas, Saeunn

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tiene que ocultar sus propias almas alos demonios.

— ¡Ah! Así pues, si repites loque ella hace, ¿conseguirás ocultarleel Nanuak al oso?

— Sí, eso creo. Para ocultarse,Saeunn se embadurna la cara conajenjo y sangre de tierra; después sepone una máscara de corteza deserbal atada con cabellos de cadamiembro del clan. Eso es lo que voya hacer yo. Bueno, más o menos.

Después de explicar elprocedimiento, Renn había hecho unacajita de corteza de serbal doblada y

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la había embadurnado de ajenjo yocre rojizo. A continuación habíapuesto dentro el diente de piedra, yla había atado con rizos de su propiocabello y del de Torak.

Había supuesto un alivio estarhaciendo algo en lugar depreocuparse por Lobo, y Renn sehabía sentido orgullosa de sí misma.Pero ahora, en el gélido amanecer,los invadían las dudas. Al fin y alcabo, ¿qué sabía ella de hechicería?

— ¡Vamos! — dijo Torakponiéndose en pie de un salto— . Esun buen rastro. Y la luz es tenue y

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adecuada.Renn miró hacia el exterior del

refugio.— ¿Y qué hacemos con el oso?

Puede haber perdido el rastro deLobo y volver por nosotros.

— No lo creo — repuso Torak— . Creo que aún anda detrás deLobo.

Por algún motivo, esas palabrasno la tranquilizaron.

— ¿Qué te pasa? — quiso saberTorak.

Renn suspiró. Lo que habríaquerido decir era: «Echo muchísimo

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de menos a mi clan; me aterrorizaque Fin-Kedinn nunca me perdonepor haberte ayudado a escapar; creoque estamos locos por seguirledeliberadamente el rastro al oso;tengo la horrible sensación de que túy yo vamos a acabar en el único sitioal que no deseo ir jamás, y estoypreocupada porque yo no deberíaestar aquí, pues, al contrario que tú,yo no soy El Que Escucha niaparezco en la Profecía, sino que tansólo soy Renn. Pero no tiene sentidodecirte nada de esto porque tú sólopiensas en encontrar a Lobo.» De

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modo que, al final, sencillamentedijo:

— Nada. No me pasa nada.Torak le dirigió una mirada de

incredulidad y empezó a apagar elfuego con los pies.

Durante toda la mañanasiguieron el sendero a través delbosque de hayas, y luego, doblandohacia el nordeste y ascendiendocontinuamente, se internaron en otrobosque de abetos rojos. Comosiempre, Renn estaba desconcertadapor la destreza de Torak a la hora de

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seguir un rastro. Parecía que el chicoentraba en trance mientrasinspeccionaba el terreno con infinitapaciencia, y con frecuenciaencontraba alguna minúscula señalque la mayoría de los cazadoresadultos habría pasado por alto.

Era media tarde, y la luz habíaempezado a menguar cuando Torakse detuvo.

— ¿Qué ocurre? — quiso saberRenn.

— ¡Chist! Creo haber oído algo.— Se llevó una mano ahuecada a laoreja— . ¡Ahí está! ¿Lo has oído?

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— Renn negó con la cabeza— . ¡EsLobo! — exclamó Torak con unaamplia sonrisa.

— ¿Estás seguro?— Reconocería su aullido en

cualquier parte. ¡Vamos, es subiendopor ahí! — Señaló hacia el este.

A Renn se le encogió elcorazón.

«Hacia el este no — se dijo— .Por favor, hacia el este no.» Amedida que Torak seguía el sonido,el terreno se volvió más rocoso y losárboles se convirtieron en abedules ysauces que no les llegaban más allá

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de la cintura.— ¿Estás seguro de que está

aquí? — preguntó Renn— . Sicontinuamos, vamos a acabar en losmontes.

Torak no la había oído porquehabía echado a correr. Desapareciótras una roca, y unos instantesdespués Renn oyó que la llamaba agritos por su nombre con excitación.

Renn se precipitó colina arribay rodeó la roca para verse expuestaal mordisco de un gélido viento delnorte. Retrocedió tambaleándose.Habían llegado al mismísimo confín

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del Bosque, al límite de los montes.Ante sus ojos se extendía un

vasto terreno yermo y sin árboles,donde el brezo y la mimbreraabrazaban el suelo en un vano intentopor evitar el viento, y dondepequeñas lagunas marrones de turbase estremecían entre hierbas de laszarandeadas marismas. En ladistancia, un traicionero pedregal sealzaba imponente sobre los montes, ymás allá se erigían las MontañasAltas. Pero entre éstas y el pedregal,vislumbrado tan sólo como un reflejoblanco, yacía lo que Renn había

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estado temiendo.Torak, por supuesto, no era

consciente de nada de eso.— ¡Renn! — exclamó, y el

viento le azotó la voz y se lalleve»— . ¡Estoy aquí!

Con tremendo esfuerzo, Renndirigió la mirada hacia Torak y vioque estaba arrodillado en la riberade un pequeño arroyo. Lobo yacíajunto a él, con los ojos cerrados ycon la bolsita de piel de cuervo juntoa su cabeza.

— ¡Está vivo! — exclamóTorak, y enterró la cara en el mojado

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pelaje gris. Lobo abrió un ojo ygolpeó débilmente el suelo con lacola. Renn se abrió paso entre elbrezo para llegar hasta ellos— . Estáagotado y empapado — explicóTorak sin alzar la mirada— . Haestado corriendo por el arroyo parahacer perder el rastro al oso. Eso hasido astuto, ¿no crees?

— Pero ¿ha dado resultado?— preguntó Renn mientras lanzabatemerosas miradas alrededor.

— ¡Oh, sí! — repuso Torak— .Mira todas esas bisbitas ribereñas.No estarían aquí si el oso anduviese

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cerca.Deseando poder compartir la

confianza de Torak, Renn searrodilló y rebuscó en el fardo enbusca de una torta de salmón quedarle a Lobo, y se vio recompensadacon otro golpeteo de colaligeramente más fuerte.

Era maravilloso volver a ver aLobo, pero se sentía extrañamenteexcluida. Había demasiadas cosasque la agobiaban; demasiadas cosasde las que Torak nada sabía.

Renn cogió la bolsita de piel decuervo y le aflojó el cuello para

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comprobar el interior. Los ojos delrío seguían en su nido de hojas deserbal.

— Sí, cógelos — dijo Torak, ylevantando a Lobo en brazos, lo dejósuavemente sobre unas hierbas— .Es preciso esconderlos del oso deinmediato.

Renn desató la cajita de cortezade serbal que contenía el diente depiedra, y volcó en ella los ojos delrío; volvió a atar la cajita, la metióen la bolsa y se la sujetó al cinturón.

— Ahora Lobo estará bien— dijo Torak, y se inclinó para darle

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un afectuoso lametón en el hocico— .Podemos construir un refugio ahí, alabrigo de esa ladera, haremos unfuego y dejaremos que Lobodescanse.

— Aquí no — contestórápidamente Renn— . Deberíamosvolver al Bosque. — En aquel montebarrido por el viento se sentíaexpuesta, como una oruga colgandode un hilo.

— Será mejor que nosquedemos aquí — insistió Torak, yseñaló hacia el norte, hacia elpedregal y el reflejo blanco— . Ese

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es el camino más rápido para ir a laMontaña.

El vientre de Renn se pusotenso.

— ¿Cómo? ¿De qué estáshablando? — Renn notó que elvientre se le contraía.

— Me lo ha dicho Lobo. Es ahíadonde debemos ir.

— Pero… no podemos subirahí.

— ¿Por qué no?— ¡Porque eso es el río de

hielo!Torak y Lobo la miraron

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sorprendidos, y Renn se encontróante dos pares de ojos lobunos, unosambarinos y los otros de un grisclaro. Se sintió totalmente al margen.

— Pero, Renn — dijo Torakcon paciencia— , ése es el caminomás corto para llegar a la Montaña.

— ¡No me importa! — Trató depensar en alguna razón que Torakaceptara— . Todavía tenemos queencontrar la tercera parte delNanuak, ¿te acuerdas? «En lo másfrío, la luz más oscura.» No vamos aencontrarla ahí arriba, ¿verdad?

Hará frío, eso sí, ¡pero ahí

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arriba no hay nada! «Nada aexcepción de la muerte», pensó parasí.

— Ya viste el ojo rojo anoche— respondió Torak— . Se estáhaciendo más grande. Sólo nosquedan unos días.

— ¿No me has escuchado?— gritó Renn— . ¡No podemoscruzar el río de hielo!

— Sí, sé que podemos— repuso Torak con una calmaaterradora— . Encontraremos unmodo de hacerlo.

— ¿Cómo? ¡Tenemos un odre

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de agua y cuatro flechas entre losdos! ¡Cuatro flechas! Y está llegandoel invierno, ¡y tú sólo tienes ropa deverano!

— Ése no es el motivo por elque no quieres subir ahí arriba— contestó Torak mirándolapensativo.

Renn se puso en pie de un saltoy se alejó a grandes zancadas; pocodespués volvió, y dijo:

— Mi padre murió en un río dehielo igual que ése. — El vientosiseó con tristeza sobre los montes.Torak bajó la mirada hacia Lobo y

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luego volvió a posarla en Renn— .Fue en una nevada — continuó ella— . Él estaba en el río de hielo quehay más allá del lago Cabeza deHacha. Le cayó encima medio riscode hielo, y no encontraron su cuerpohasta la primavera. Saeunn tuvo quellevar a cabo un rito especial parareunir las almas de mi padre.

— Lo siento — dijo Torak— .No sabía…

— No te lo estoy contando paraque me tengas lástima — interrumpióRenn— . Te lo cuento para que locomprendas. Era un cazador fuerte y

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experimentado que conocía bien lasmontañas, y aun así el río de hielo lomató. ¿Qué esperanzas, quéposibilidades crees tú quetendríamos nosotros?

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— Quédate callado, muy

callado — musitó Renn— .Cualquier sonido repentino, y podríadespertarse.

Torak estiró el cuello para verlos acantilados de hielo que se

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alzaban imponentes sobre ellos.Había visto hielo antes, pero nadacomo eso. Nada como esos riscosafilados como cuchillos, ni esosenormes barrancos, o esoscarámbanos de hielo más altos queárboles. Era como si una olagigantesca y arqueadísima hubiesequedado congelada al tocarla undedo del Espíritu del Mundo. Y, sinembargo, cuando Torak habíavislumbrado los acantilados desde elpedregal, no le habían parecido másque una mera arruga en el vasto ytumultuoso río de hielo.

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Después de dejar descansar aLobo durante un día junto al arroyo,habían emprendido la lenta y pesadamarcha a través de las marismas y elascenso del pedregal, donde habíanacampado en un recoveco que leshabía proporcionado escasaprotección contra el viento.

No habían encontrado ni rastrodel oso. Quizá el hechizo encubridorhabía funcionado, o quizá, comoseñaló Renn, el oso se hallaba en eloeste causando estragos entre losclanes.

A la mañana siguiente habían

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trepado por el flanco del río de hielopara dirigirse hacia el norte.

Era una locura caminar bajo losacantilados de hielo porque encualquier momento una nevada podíaprovocar un derrumbe, pero no lesquedaba otra opción. El caminohacia el oeste estaba interrumpidopor un torrente de agua de deshieloque había tallado un profundo cauce.

Por otra parte, se hacíaimposible avanzar en silencio, puesla nieve era recién caída y las botasproducían sonoros crujidos. La nuevacapa de juncos de Torak susurraba

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como hojas secas, y hasta el alientodel chico hacía un ruidoensordecedor. De todas partes lellegaban extraños chasquidos ygemidos resonantes: el río de hielomurmuraba en sueños. Daba laimpresión de que no hacía falta grancosa para despertarlo.

Curiosamente, esa situación noparecía preocupar a Lobo. Leencantaba la nieve; iba saltandosobre ella y arrojaba al aire pedazosde hielo, y luego se deslizaba hastadetenerse para escuchar a loslemmings y a los ratones de nieve

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que escarbaban bajo la superficie.En ese momento, Lobo se paró a

olisquear un pedazo de hielo y le diogolpecitos con una pata. Como nohubo respuesta, Lobo se agachósobre las patas de delante y pidióque jugaran con él emitiendo gañidosinvitadores.

— ¡Chist! — siseó Torakolvidando hablar en la lengua de loslobos.

— ¡Chist! — siseó Renn másadelante.

Desesperado por hacer callar aLobo, Torak fingió que había visto

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una presa distante y se quedó muyquieto mirando fijamente.

Lobo lo imitó. Pero cuando nole llegó olor ni sonido alguno,retorció los bigotes y miró a Torak.

«¿Dónde está? ¿Dónde está lapresa?» «No hay presa», contestóTorak desperezándose y dando unbostezo.

«¿Cómo? Entonces, ¿por quéestamos cazando?»

«¡Quédate callado y ya está!»Lobo profirió un leve aullido

ofendido.— ¡Vamos! — susurró Renn— .

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¡Tenemos que llegar al otro ladoantes de que caiga la noche!

Hacía muchísimo frío a lasombra de los acantilados de hielo.Habían hecho cuanto habían podidomientras estaban acampados junto alarroyo: se habían llenado las botasde hierbas de las marismas, sehabían hecho mitones y gorros con lapiel de salmón de Renn y con el restodel pellejo sin curtir, y habíanelaborado una capa para Torak conmanojos de juncos, atados con gatuñay cosidos con tendón. Pero no erasuficiente.

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Sus provisiones empezabantambién a escasear: sólo tenían unodre de agua, y salmón seco y carnede corzo para un par de días. Torakse imaginaba qué habría dicho Pa:«Un viaje por la nieve no es ningúnjuego, Torak. Si crees que lo es,acabarás muerto.»

Era consciente de que enrealidad no sabía gran cosa sobre lanieve, del mismo modo que Rennhabía dicho con su absoluta exactitudhabitual: «Todo lo que sé es que conla nieve se te hace más fácil seguirun rastro, que es estupenda para

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hacer bolas con ella, y que si te vesatrapado en medio de una ventisca denieve se supone que has de cavar unacueva y esperar a que pase. Pero esoes todo cuanto sé.» El espesor de lanieve aumentó, y no tardaron enavanzar hundiéndose hasta losmuslos. Lobo se rezagó, dejando conastucia que Torak abriera el caminopara poder trotar por las pisadas delchico.

— Confío en que sepa elcamino — dijo Renn en voz muy baja— . Yo nunca había llegado tan alnorte.

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— ¿Lo ha hecho alguien?— quiso saber Torak.

— Bueno, sí — contestó Rennarqueando las cejas— . Los Clanesdel Hielo. Pero vivían en lasplanicies, no en el río de hielo.

— ¿Los Clanes del Hielo?— Los Zorros Blancos, los

Perdices de las Nieves y losNarvales. Pero seguro que ya los…

— No — interrumpió Torak concansancio— . No los conozco. Nisiquiera…

Detrás de ellos, Lobo profirióun gruñido urgente.

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Torak se dio la vuelta para vercómo el lobezno saltaba paraguarecerse bajo un arco de hielosólido. Alzó la vista.

— ¡Cuidado! — exclamó, yagarró a Renn tirando de ella parameterse bajo el arco.

Se oyó un crujidoensordecedor… y se vieroninundados por una rugiente blancura.El hielo caía con estruendo en tornoa ellos para estrellarse contra lanieve en explosiones de letalesfragmentos. Agazapado bajo el arco,Torak rogó por que no se

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derrumbase. Si lo hacía, quedaríandesparramados sobre la nieve comobayas machacadas…

El alud terminó con la mismabrusquedad con que había empezado.

Torak respiró hondo. Todo loque se oía en ese momento era elsuave asentarse de la nieve.

— ¿Por qué se ha parado?— siseó Renn.

— Quizá tan sólo estaba dandouna voltereta en sueños.

Renn miró fijamente el hieloque se amontonaba en torno a ellos.

— De no haber sido por Lobo,

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ahora estaríamos ahí debajo.— Estaba pálida, y sus tatuajes declan destacaban con viveza. Toraksupuso que estaba pensando en supadre.

Lobo se levantó y se sacudió,salpicándolos. Trotó unos pasos,husmeó profundamente y los esperó.

— Vamos — dijo Torak— .Creo que el camino es seguro.

— Y tan seguro — musitó Renn.A medida que el día avanzaba y

el sol viajaba hacia el oeste a travésde un cielo sin nubes, ibanapareciendo en la nieve charcos de

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agua deshelada del azul más intensoque Torak había visto jamás. Fuehaciendo cada vez menos frío, yhacia media tarde el sol incidió enlos acantilados y, en un abrir y cerrarde ojos, las gélidas sombras seconvirtieron en puro fulgor blanco.Torak no tardó en estar sudando bajola capa.

— Toma — le dijo Renntendiéndole una tira de albura— .Córtale dos rendijas y átatela sobrelos ojos. Si no, la nieve te dejaráciego.

— Creía que nunca habías

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llegado tan al norte.— Yo no, pero Fin-Kedinn sí.

Me explicó que había que hacerlo.A Torak le produjo inquietud

tener que mirar a través de unaestrecha raja porque necesitaba estaren guardia para controlar los bloquesde nieve o los gigantescoscarámbanos de hielo que caían devez en cuando desde los acantilados.A medida que avanzaban con grandesdificultades, se percató de que Rennse estaba rezagando. Eso nunca habíapasado antes; normalmente era másrápida que él.

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Mientras esperaba a que llegaraa su altura, se sorprendió al ver quelos labios de Renn estaban teñidosde azul y le preguntó si se encontrababien.

Renn negó con la cabeza y seinclinó para apoyar las manos en lasrodillas.

— Llevo todo el día notándolo— comentó— . Me siento… agotada.Creo… creo que es por el Nanuak.

Torak se sintió culpable. Sehabía concentrado hasta tal punto enno despertar al río de hielo que habíaolvidado que todo ese tiempo era

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Renn quien llevaba la bolsita de pielde cuervo.

— Dámela a mí — dijo— . Nosturnaremos.

— De acuerdo, pero yo llevaréel odre de agua. Es justo que lo haga.

Se los intercambiaron. Torak seató la bolsita al cinturón, mientrasque Renn miró hacia atrás para vercuánta distancia habían cubierto.

— Vamos muy despacio— afirmó— . Si no conseguimosllegar al otro lado antes de queoscurezca…

No tuvo necesidad de añadir

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nada más. Torak se los imaginócavando una cueva de nieve yencogiéndose de miedo en laoscuridad, mientras el río de hielosuspiraba y gemía en torno a ellos.

— ¿Crees que tendremossuficiente leña? — preguntó.

Renn volvió a decir que no conla cabeza.

Antes de dirigirse hacia elpedregal, cada uno había recogido unhaz de leña y había preparado unpequeño fuego para llevárseloconsigo. Para ello habían cortado unpedazo del hongo de herradura que

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crece en los abedules muertos y lehabían prendido fuego, y luego lohabían apagado a soplidos de formaque siguiera ardiendo muy despacio.A continuación lo habían enrolladoen corteza de abedul, en la quehabían hecho unos cuantos agujerospara dejar que el fuego respirase, yhabían rellenado el rollo con musgopara mantenerlo adormecido. Elfuego podía transportarse todo el día,mientras dormitaba apaciblemente,pero estaba a punto para despertarlocon yesca y soplidos cuando lonecesitaran.

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Torak consideró que quizátenían leña suficiente para que lesdurara una noche. Pero si selevantaba una tormenta, y tenían queguarecerse durante días, secongelarían.

Continuaron penosamente, yTorak no tardó en comprender porqué el Nanuak había cansado a Renn,puesto que él ya sentía cómo loabrumaba.

De pronto Renn se detuvo y searrancó la albura de los ojos.

— ¿Dónde está el río? — jadeó.— ¿Cómo? — preguntó Torak.

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— ¡El agua del deshielo! Acabode darme cuenta de que el cauce yano está. ¿Crees que eso significa quepodemos salir de debajo de losacantilados?

Quitándose su propia albura,Torak miró la nieve con los ojosentrecerrados. No veía nada a causadel resplandor.

— Aún lo oigo — dijo, y seadelantó para investigar— . A lomejor tan sólo se ha hundido másbajo la…

No recibió advertencia alguna,ni oyó el crujir del hielo, ni el ruido

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sordo de la nieve al derrumbarse. Enun momento dado estabacaminando… y al instante siguientecaía al vacío.

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Torak se rasguñó la rodilla y no

pudo reprimir un grito.— ¡Torak! — susurró Renn

desde lo alto— . ¿Estás bien?— Creo… que sí — respondió

él. Pero no lo estaba. Había caído en

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un agujero de hielo, y tan sólo unaminúscula cornisa había impedidoque se precipitara hacia la muerte.

En la penumbra vio que elagujero era estrecho — con losbrazos extendidos podía tocar amboslados— pero insondable. Desde muyabajo le llegó el potente fluir deltorrente del deshielo. Torak estabadentro del río de hielo, nada menos.¿Cómo iba a salir de allí?

Renn y Lobo lo estabanmirando. Debían de estar a unos trespasos sobre él, pero lo mismo dabaque hubieran sido treinta.

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— Ahora ya sabemos dóndeestá el agua del deshielo — dijoesforzándose por permanecertranquilo.

— No estás tan abajo — tratóde animarlo Renn— . Al menos aúntienes el fardo.

— Y el arco — contestó Torak,y confió en no parecer demasiadoasustado— . Y el Nanuak. — Aúnllevaba la bolsita bien atada alcinturón.

«El Nanuak», pensó,horrorizado.

¿Y si no conseguía salir? Se

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quedaría ahí atrapado, y el Nanuakquedaría atrapado con él. Sin elNanuak, no se podría destruir al oso.Y el Bosque entero estaríacondenado; condenado porque él nohabía mirado dónde ponía los pies…

— ¿Torak? — musitó Renn— .¿Estás bien?

Trató de contestar que sí, perosólo le salió un quejido ronco.

— ¡No hables en voz alta!— jadeó Renn— . Podrías provocarotro alud… o… que el agujero secerrara contigo dentro.

— Gracias — musitó Torak— .

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No lo había pensado.— Toma, trata de agarrar esto.

— Inclinándose peligrosamentesobre el borde, Renn balanceó elhacha cabeza abajo, con la cinta delmango sujeta a la muñeca.

— No podrías con mi peso. Tearrastraría y nos caeríamos los dos…

«Los dos, los dos», canturreó eleco en torno a Torak.

— ¿Hay alguna forma de quepuedas trepar? — preguntó Renn; suvoz empezaba a sonar temblorosa.

— Es probable. Si fuera unglotón y tuviera garras.

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«Garras, garras», coreó elhielo.

Esa palabra le dio una idea aTorak.

Lentamente, aterrado ante laposibilidad de resbalar de la cornisa,se quitó el fardo del hombro ycomprobó que aún contuviera loscuernos del corzo. Ahí estaban. Erancortos y sus raíces tenían bordesdentados. Si lograba sujetarse uno acada muñeca y agarrarlos por eltronco, podría utilizar las raícescomo punzones, que clavaría en elhielo, y así escalaría.

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— ¿Qué vas a hacer? — quisosaber Renn.

— Ya lo verás — repuso. Notenía tiempo para explicárselo. Lacornisa se estaba volviendoresbaladiza bajo las botas de Torak,y le dolía la rodilla.

Dejando los cuernos en el fardohasta que los necesitara, se sacó elhacha del cinturón.

— Tengo que hacer muescas enel hielo — le dijo a Renn— . Tansólo espero que el río de hielo no lonote.

Renn no contestó. Por supuesto

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que lo notaría. Pero ¿qué otra opcióntenía?

El primer hachazo envió a todavelocidad esquirlas de hielo alabismo. Aunque el río de hielo no losintiera, tendría que haberlo oído.

Apretando los dientes, Torak seesforzó en dar otro hachazo. Másfragmentos salieron disparados, y alcaer, resonaron una y otra vez.

El hielo estaba duro, y Torak nose atrevía a balancear el hacha portemor a caer de la cornisa, pero alcabo de mucho y ansioso picarconsiguió cuatro muescas a

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intervalos escalonados y tan altocomo pudo llegar, habiendo dejadomás o menos un antebrazo dedistancia entre cada una de ellas.Comprobó temeroso que eran pocoprofundas, pues no medían más demedio pulgar, y no sabía si loaguantarían. Si apoyaba todo su pesoen una de las muescas, podía ceder ylo arrastraría consigo.

Se metió de nuevo el hacha enel cinturón, se quitó los mitones yrevolvió en el fardo en busca de loscuernos y de las últimas tiras depellejo. Tenía los dedos ateridos de

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frío, y atarse los cuernos a lasmuñecas resultó difícil. Al final,utilizando los dientes para apretarlos nudos, lo consiguió.

Tendió la mano derecha hacia lamuesca que había justo encima de sucabeza y hundió en ella con fuerza elborde dentado del cuerno. Éstemordió el hielo y quedó bien sujeto.Con el pie izquierdo, tanteó en buscadel primer punto de apoyo, un pocopor encima de la cornisa. Loencontró y apoyó el pie en él.

El fardo tiraba de Torak haciaatrás, hacia el agujero de hielo.

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Desesperado, se inclinó para apoyarla cara contra el hielo y consiguiórecuperar el equilibrio.

Lobo le dijo con un gañido quese diera prisa, y a Torak le lloviónieve en el cabello.

— ¡Apártate! — le siseó Rennal lobezno.

Torak oyó los sonidos de unarefriega y le cayó más nieve;entonces le llegó un aullidomalhumorado de Lobo.

— Sólo un poco más — loanimó Renn— . Y no mires abajo.

Demasiado tarde. Torak

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acababa de hacerlo y había captadouna escalofriante visión del vacíodebajo de él.

Tendió una mano hacia lasiguiente muesca… pero falló yarrancó una costra de hielo que casise lo llevó consigo. Luchó porencontrar la muesca… y el cuerno sehincó a tiempo en el hielo.

Despacio, muy despacio, doblóla pierna derecha y encontró elsiguiente punto de apoyo para el pie,más o menos a un antebrazo de alturade donde había hincado el izquierdo.Pero, al izarse sobre él, la rodilla

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empezó a temblarle.«¡Oh, muy listo! — se dijo

Torak— . Acabas de poner todo tupeso sobre la pierna equivocada, laque te has lastimado al caer.» — Mirodilla no aguanta — jadeó— . Nopuedo…

— Sí, sí puedes — lo instóRenn— . Busca el último asidero conla mano. Yo te cogeré…

A Torak le ardían los hombros;le daba la sensación de que el fardoestaba lleno de piedras. Se dio unenorme impulso, y la rodilla se ledobló. Entonces una mano aferró la

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correa del fardo y, entre tirones yempujones, lo sacó del agujero.

Torak y Renn yacieronjadeantes en el borde del agujero dehielo. Luego se pusieron en pie conesfuerzo, se tambalearon hastaalejarse de los acantilados y sederrumbaron al fin en un ventisquerode nieve en polvo. Lobo creyó que setrataba de un juego y dio brincosalrededor de ellos con una gransonrisa lobuna.

Renn dio rienda suelta a unarisa que era fruto del pánico.

— ¡Te has salvado por muy

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poco! ¡La próxima vez a ver si miraspor dónde vas!

— ¡Lo intentaré! — respondióTorak respirando con dificultad.Estaba tendido boca arriba, dejandoque la brisa le echara bocanadas denieve en las mejillas. En el cielo,unas finas nubecillas blancas seestaban disponiendo como pétalos.Nunca había visto nada tan hermoso.

Detrás de él, Lobo escarbaba enel hielo en busca de algo.

— ¿Qué tienes ahí? — preguntóTorak.

Pero Lobo había liberado su

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trofeo y lo estaba arrojando en altopara volver a cogerlo entre losdientes; ése era uno de sus juegosfavoritos. Dio un salto para atraparloen el aire, lo mordisqueó un par deveces y después se acercó brincandoy se lo escupió a Torak en plenacara. Otro de sus juegos favoritos.

— ¡Ay! — exclamó Torak— .¡Cuidado con lo que haces!— Entonces vio de qué se trataba:era más o menos del tamaño de unpuño pequeño, marrón, peludo yextrañamente aplanado, supuso que acausa de un alud. La expresión de

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indignación en la carita de la criaturale pareció a Torakindescriptiblemente divertida.

— ¿Qué es? — preguntó Renn,y bebió un sorbo del odre.

Torak sintió que la risa brotabaen su interior.

— Un lemming congelado.— Renn se echó a reír y escupióagua sobre el hielo— . Y es planocomo una hoja — añadió Torak convoz entrecortada rodando sobre símismo en la nieve— . ¡Deberíasverle la cara! ¡Es de… sorpresa!

— ¡No, no puede ser!

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— exclamó Renn sujetándose loscostados.

Rieron hasta no poder más,mientras Lobo hacía cabriolasalrededor con una alegríadesbordante, tirando al aire yvolviendo a coger el lemmingcongelado. Por fin lo arrojódesmesuradamente alto, dio un saltoespectacular retorciendo el cuerpo, ylo engulló de un solo trago. Entoncesdecidió que tenía calor y se dejó caeren un charco de hielo derretido pararefrescarse.

Renn se sentó y se enjugó los

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ojos.— ¿Alguna vez te trae

simplemente las cosas en lugar detirártelas a la cara?

— No. He intentado pedírselo,pero nunca lo hace.

Torak se puso en pie. Hacía másfrío, el viento soplaba con mayorfuerza y la nieve en polvo searremolinaba sobre el suelo igualque humo. Las nubes como pétaloshabían cubierto por completo el sol.

— Mira — dijo Renn a su lado.Señalaba hacia el este.

Torak se volvió para ver unas

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nubes que se estaban formando sobrelos riscos de hielo.

— ¡Oh, no! — musitó.— ¡Oh, sí! — dijo Renn. Tuvo

que levantar la voz para hacerse oírsobre el viento— . Una tormenta denieve.

El río de hielo se habíadespertado. Y estaba furioso.

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La furia del río de hielo se

desató sobre ellos con un ímpetuterrorífico.

Torak tenía que inclinarse hacialas ráfagas para mantenersesimplemente en pie, y aferrarse la

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capa para impedir que el viento se laarrancara. A través de la nievetorrencial, veía a Renn que trataba deavanzar con todas sus fuerzas, y aLobo que se tambaleaba de lado ycuyos ojos eran meras ranuras contrael viento. El río de hielo los teníaentre sus garras y no los soltaba.Aullaba tanto que a Torak le dolíanlos oídos, y le restregaba el rostrocon trozos de hielo que volaban; lehizo dar tumbos hasta que ya no pudover ni a Renn, ni a Lobo, ni siquierasus propias botas. En cualquiermomento podía arrojarlo en un

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agujero de hielo…A través de la blancura que se

arremolinaba, vislumbró un oscuropilar. ¿Una roca? ¿Un ventisquero?¿Podría ser que hubiesen llegado porfin al borde del río de hielo?

— ¡No podemos continuar!— chilló Renn cogiéndolo del brazo— . ¡Tenemos que cavar y esperarhasta que haya pasado!

— ¡Todavía no! — gritó Torak— . ¡Mira! ¡Ya casi hemos llegado!

Siguió luchando por alcanzar elpilar. Pero éste se quebró ydesapareció, disipado por el viento.

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No era más que una nube de nieve, unmalicioso truco del río de hielo.Torak se volvió hacia Renn.

— ¡Tienes razón! ¡Tenemos quecavar una cueva en la nieve! — PeroRenn había desaparecido— . ¡Renn!¡Renn! — El río de hielo le arrancóde los labios el nombre y provocóque éste se arremolinase en laoscuridad que se avecinaba.

Torak se dejó caer de rodillas yavanzó a gatas en busca de Lobohasta que su mitón se topó con algopeludo, y agarró al lobezno. Lobotrataba de encontrar el rastro de

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Renn, pero ¿quién podía oler algo enmedio de aquella tormenta, por loboque fuera?

Aunque pareciera asombroso,Lobo levantó las orejas y mirófijamente al frente. A Torak lepareció ver que una figura flotaba através de la nieve.

— ¡Renn!Lobo saltó tras ella y Torak lo

siguió, pero no había llegado muylejos cuando el viento lo arrojócontra hielo sólido. Cayó hacia atrásy casi aplastó a Lobo. Habíatropezado con lo que parecía una

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colina de hielo. A un lado tenía unagujero lo bastante grande parareptar a través de él. ¿Una cueva denieve? Renn no habría tenido tiempopara cavar una tan rápido, ¿no?

De un salto, Lobo desaparecióen el interior del agujero. Tras unosinstantes de duda, Torak fue tras él.

El clamor del río de hielo fuedisminuyendo al tiempo que Torakreptaba hacia la oscuridad. Tanteó loque lo rodeaba con los mitonescubiertos de hielo: un techo bajo, tanbajo que tenía que ir a gatas, y unbloque de hielo junto al orificio de

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entrada. Alguien debía de haberlocortado para utilizarlo como puerta.Pero ¿quién?

— ¿Renn? — llamó.No hubo respuesta.Empujó el bloque para tapar el

agujero, y la quietud se cernió sobreél. Oía cómo Lobo se lamía la nievede las patas, mientras a él leresbalaba el hielo de sus propioshombros.

Tendió una mano y Loboprofirió un gruñido de advertencia.

Torak apartó la mano de untirón y se le erizaron los pelillos de

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la nuca. Renn no estaba ahí, perohabía algo. Algo que esperaba en laoscuridad.

— ¿Quién está ahí? — preguntó.Se palpaba la tensión en la

gélida negrura.Arrancándose un mitón con los

dientes, Torak desenfundó elcuchillo.

— ¿Quién anda ahí?Siguió sin obtener respuesta.

Buscó a tientas una de las velas dejunco de Renn. Tenía los dedos tanfríos que dejó caer la bolsa de layesca. Tardó una eternidad en volver

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a encontrarla, en golpear el pedernalcontra la piedra de chispa y enderramar chispas sobre el montoncitode virutas de corteza de tejo quetenía en la mano, pero por fin la velade junco ardió.

Torak soltó un grito. Se olvidódel río de hielo y hasta se olvidó deRenn.

Casi tocándole la rodilla habíaun hombre.

Estaba muerto.

Torak se pegó todo lo que pudoa la pared de hielo. Si Lobo no le

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hubiera avisado, habría tocado elcadáver, y tocar a los muertos suponecorrer un terrible riesgo. Cuando lasalmas dejan el cuerpo, pueden estarenojadas o confusas, o sencillamenteno desear embarcarse en el Viaje a laMuerte. Si uno de los vivos se acercademasiado a ellas, las almasdespojadas del cuerpo pueden tratarde poseerlo o de seguirlo.

Todo eso le pasó por la cabezaa Torak mientras contemplaba alhombre muerto.

Los labios del individuoparecían cincelados en hielo y su

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piel tenía un tono amarillo cerúleo.La nieve se le había amontonado enlas fosas nasales en una cruelparodia de respiración, pero losojos, empañados por el hielo,estaban abiertos y miraban fijamentealgo que Torak no podía ver, algoque acunaba en la parte interior delinerte brazo.

Daba la impresión de que Lobono le tenía ningún miedo, sino que,por el contrario, era como si elcuerpo lo atrajera. El lobezno estabatumbado con el hocico entre laspatas, sin apartar la vista de él.

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El muerto tenía el pelo castaño,y lo había llevado largo y suelto, aexcepción de un único rizo en la sien,apelmazado con ocre rojizo. Torakpensó en la mujer del Clan delCiervo Rojo en la reunión de losclanes de Fin-Kedinn, pues ella sepeinaba el cabello de la mismaforma. ¿Habría pertenecido esehombre al mismo clan? ¿Al mismoclan que la madre del propio Torak?

Sintió una punzada de lástima.¿Cómo se llamaba aquel hombre?¿Qué estaría buscando allí, y cómohabría muerto?

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Torak advirtió entonces que enla morena frente tenía pintado uncírculo en ocre rojizo. La gruesapelliza de invierno se veía abierta deun tirón, y había otro círculo trazadosobre el esternón. Torak supuso que,si hubiera sido lo suficientementeinsensato para quitarle las pesadas ypeludas botas, habría encontrado unamarca similar en cada talón. LasMarcas de la Muerte. El hombredebía de haber sentido que la muerteiba en su busca, y había trazado suspropias marcas para que las almaspermanecieran juntas una vez muerto.

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Debía de ser por eso que habíadejado la puerta entreabierta: paraliberar a sus almas.

— Fuiste valiente — dijo Toraken voz alta— . No te resististe a lamuerte. — Recordó la figura quehabía vislumbrado en la nieve. ¿Sehabría tratado de una de las almasdel muerto que partía en su últimoviaje? ¿Podía uno ver a las almas?Torak no lo sabía— . Descansa enpaz — le dijo al cuerpo— . Que tusalmas encuentren reposo ypermanezcan juntas. — Inclinó lacabeza ante su pariente muerto.

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Lobo se sentó y levantó lasorejas ante el cadáver. Torak dio unrespingo, pues parecía que Loboestaba escuchando.

Torak se acercó más.El hombre miraba

tranquilamente lo que acunaba en elbrazo. Pero cuando Torak vio de quése trataba se sintió aún másdesconcertado. Era una lámparacorriente: un óvalo liso de areniscaroja de más o menos la mitad deltamaño de la palma de la mano, conun cuenco poco profundo paracontener el aceite de pescado y una

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muesca para la mecha de musgo delos árboles retorcido. La mechahabía ardido hacía mucho, y cuantoquedaba del aceite era una tenuemancha grisácea.

Junto al muerto, Lobo, que teníael pelo del lomo erizado, profirió unagudo y suave gañido, pero noparecía asustado. Ese gañido habíasido… un saludo.

Torak frunció el entrecejo. Lobohabía actuado antes de esa manera enla cueva bajo las cataratas delTrueno.

El chico volvió a contemplar al

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muerto e imaginó sus últimosmomentos: acurrucado en la nieveobservando la pequeña llamabrillante al tiempo que su propiavida parpadeaba y se extinguía…

Torak se percató de pronto: «Enlo más frío, la luz más oscura.» Laluz más oscura es la última luz queve un hombre antes de morir.

Había encontrado la terceraparte del Nanuak.

Sujetando la vela de junco conuna mano, Torak desató la bolsa depiel de cuervo con la otra y volcó la

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cajita sobre la nieve.— ¡Uff! — advirtió Lobo.Torak deshizo la cuerda hecha

de cabellos y levantó la tapa. Losojos del río, acurrucados sobre laparte curva del diente de piedranegra, le dirigieron una mirada ciega.Y a su lado había el espacio exactopara la lámpara. Torak pensó que eracomo si Renn hubiese sabido de quétamaño hacer la caja.

Con los dedos entumecidos sepuso un mitón, se inclinó hacia elhombre muerto, teniendo buencuidado de no tocarlo, y cogió la

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lámpara. En el momento en que latuvo a buen recaudo dentro de la cajay ésta de nuevo en la bolsa, sepercató de que había estadoconteniendo el aliento.

Ya era hora de ir en busca deRenn, así que se ató rápidamente labolsa al cinturón. Pero cuando sedaba la vuelta para apartar el bloquede hielo, algo hizo que se detuviera.

Tenía las tres partes delNanuak. Ahí, en esa cueva de nieveen la que estaba a salvo.

«Si te ves atrapado en medio deuna ventisca de nieve — había dicho

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Renn— , se supone que has de cavaruna cueva y esperar a que pase.» SiTorak ignoraba ese consejo ahora, sile hacía frente a la ira del río dehielo para ir en busca de Renn…probablemente no sobreviviría. ElNanuak acabaría enterrado con él, yel Bosque entero estaría condenado.

Pero si no lo hacía, Renn podíamorir.

Torak se sentó sobre lostalones. Lobo lo observabaintensamente, y sus ojos ambarinosno parecían los de un lobezno.

La llama del junco tembló en la

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mano de Torak. No podía abandonara Renn. Era su amiga. Pero ¿podía, odebía, arriesgar el Bosque parasalvarla?

Echó de menos a Pa, más quenunca. Pa habría sabido qué hacer…

«Pero Pa no está aquí — se dijo— . Eres tú quien tiene que decidir.Tú, Torak. Por ti mismo.»

Lobo ladeó la cabeza,esperando a ver qué haría Torak.

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— ¡Torak! — chilló Renn con

todas sus fuerzas— . ¡Torak! ¡Lobo!¿Dónde estáis?

Estaba sola en medio de latormenta. Los demás podían estar atres pasos de ella, y nunca los vería.

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O podían haberse caído en unagujero de hielo, y jamás oiría susgritos.

El viento la arrojó contra unventisquero y se atragantó con lanieve. Se le salió uno de los mitones,y el río de hielo se lo llevó de unsoplido.

— ¡No! — gritó golpeando lanieve con los puños— . ¡No, no, no!

A cuatro patas, gateó contra elviento.

«Tranquila. Encuentra nievesólida. Cava.»

Tras un esfuerzo interminable,

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chocó contra una montaña de nieve.El viento la había apretado bien,pero no lo suficiente para que fuerahielo sólido. Arrancándose el hachadel cinturón, Renn empezó a cavar unagujero.

«Torak probablemente estáhaciendo lo mismo — se dijo— .¡Por el Espíritu que sea así!» Consorprendente velocidad, abrió unhueco lo bastante grande para que, sise encogía bien, cupieran ella y elfardo. Cavar la había hecho entrar encalor, pero ya no sentía la mano enque no llevaba mitón.

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Tras entrar reptando marchaatrás, apiló los montones que habíaexcavado en el agujero de entrada yse emparedó en la gélida oscuridad.Su aliento no tardó en fundir la costrade hielo que cubría sus ropas, yempezó a tiritar. A medida que losojos se le adaptaban a la penumbra,vio que tenía los dedos de la manosin mitón blancos y duros. Trató deflexionarlos, pero no se movieron.

Sabía bien lo que era lacongelación, pues por su causa elhijo del líder del Clan del Jabalí,Aki, había perdido tres dedos del pie

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el invierno anterior. Si no secalentaba pronto los dedos, sepondrían negros y se le morirían;entonces tendría que cortárselos omoriría ella también. Desesperada,se los sopló, y luego se embutió lamano en el jubón, debajo de la axila.La sintió pesada y fría, como si ya noformara parte de su cuerpo.

La acometieron nuevos temores.¿Moriría sola, como su padre?¿Volvería a ver alguna vez a Fin-Kedinn? ¿Dónde estaban Torak yLobo? Y aunque sobrevivieran,¿cómo se las apañaría para

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encontrarlos?Quitándose el mitón que le

quedaba, se palpó el cuello en buscadel silbato de urogallo que le dieraTorak. Sopló con fuerza, pero noprodujo sonido alguno. ¿Lo estaríahaciendo bien? ¿Sería Lobo capaz deoírlo? Quizá sólo sonaba si lo usabaTorak. Quizá se tenía que ser El QueEscucha.

Sopló hasta sentirse aturdida ymareada. «No vendrán», se dijo.Haría mucho tiempo que se habríancavado una cueva. Si es que aúnestaban vivos.

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El silbato tenía un sabor salado.¿Era el hueso de urogallo, o estaballorando? No tenía sentido llorar,pensó, y cerrando los ojos con fuerzacontinuó soplando.

Despertó para encontrarseflotando en una hermosa calidez. Lanieve estaba tan caliente y suavecomo piel de reno. Se acurrucó enella, tan soñolienta que no era capazde levantar los párpados…,demasiado soñolienta para metersesiquiera en el saco…

Unas voces trataban dearrancarla del sueño. Fin-Kedinn y

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Saeunn habían venido a visitarla.«¡Ojalá me dejaran dormir!», se

dijo, confusa.Su hermano se burlaba de ella,

como hacía siempre.— ¿Por qué la ha hecho tan

pequeña? ¿Por qué nunca puedehacer las cosas como es debido?

— Hord, eso no es verdad— contestó Fin-Kedinn— . La hahecho lo mejor que ha podido.

— Aun así — intervino Saeunn— , podría haber hecho una puertamejor.

— Estaba demasiado cansada

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— musitó Renn.En ese preciso momento, la

puerta se abrió y le desparramó hielopor encima.

— ¡Cerrad la puerta!— protestó.

Uno de los perros delcampamento le saltó encima y lallenó de nieve, y le frotó el fríohocico contra la barbilla. Renn loapartó de un manotazo.

— ¡Perro malo! ¡Largo de aquí!— ¡Despierta, Renn! — le gritó

Torak al oído.

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— Estoy dormida — musitóRenn enterrando la cara en la nieve.

— ¡No, no lo estás! — exclamóTorak. El mismo ansiaba dormir,pero primero tenía que hacer sitiopara él y para Lobo, y despertar aRenn. Si se dormía ahora, sería parasiempre— . ¡Vamos, Renn! — Laagarró de los hombros y la sacudió— . ¡Despierta!

— Déjame en paz — respondióella— . Estoy bien.

Pero no lo estaba. Tenía la carallena de manchones e inflamada acausa del hielo, los ojos casi

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cerrados por la hinchazón, y losdedos de su mano derecha estabantiesos y parecían de cera. Torakpensó, nervioso, que se parecían alos del cadáver del Clan del CiervoRojo.

Mientras daba hachazos en lanieve, Torak se preguntó cuántohabría aguantado Renn de no haberlaencontrado Lobo, y cuánto habríanaguantado él y Lobo de no haberhallado la cueva de nieve de Renn.Torak estaba casi agotado, y nohabría tenido fuerzas para cavar unrefugio nuevo desde el principio.

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De los tres, Lobo era el quemejor estaba. Su pelaje era tangrueso que la nieve se le quedabaencima sin siquiera fundirse. Unabuena sacudida, y la nieve salíavolando y los rociaba a todos.

Tambaleándose de cansancio,Torak acabó de ampliar la cueva denieve, volvió a tapar la entrada ydejó una ranura en lo alto parapermitir que saliera el humo delfuego que se había prometido hacer.Entonces se arrodilló junto a Renn y,tras varios intentos, consiguió sacarel saco para dormir que había debajo

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de ella.— Métete aquí dentro — gruñó.Renn lo apartó de una patada.Cogiendo nieve entre los puños

congelados, Torak se la frotó a Rennen la cara y en las manos.

— ¡Ay! — chilló.— Despierta ya o te mato — le

espetó Torak.— Ya me estás matando

— repuso Renn.Sabedor de que tenía que hacer

un fuego cuanto antes, Torak se frotósus propias manos en la nieve y tratóde calentárselas bajo las axilas. La

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sensibilidad volvió, y con ella eldolor.

— ¡Ay! — gimió— . ¡Oh, cómoduele!

— ¿Qué has dicho? — preguntóRenn, y se incorporó hasta quedarsesentada al tiempo que se daba ungolpe en la cabeza contra el techo.

— Nada.— Sí, sí has dicho algo; estabas

hablando solo.— ¿Que yo estaba hablando

solo? ¡Pero si eras tú la quecharlabas con todo tu clan!

— No es verdad — contestó

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Renn, indignada.— Sí, sí lo es — repuso Torak

con una amplia sonrisa. Por fin Rennse estaba despertando. Nunca sehabía alegrado tanto de tener unadiscusión.

De algún modo, entre los dos selas apañaron para hacer un fuego. Elfuego precisa calor además de aire,así que utilizaron una parte de la leñapara hacer una pequeña plataformacon que aislar el resto de la nieve; yen esa ocasión, en lugar de manejartorpemente el pedernal, Torak seacordó del rollo de fuego que

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llevaba en el fardo. Al principio, elfuego en el rollo de corteza deabedul se negó a despertar, a pesarde que Torak sopló para animarlo yRenn lo alimentó con pedazos deyesca calentada entre las manos. Porfin ardió y recompensó los esfuerzosde ambos con una hoguera pequeñapero alentadora.

Con el cabello chorreando y losdientes castañeteando, seacurrucaron ante el fuego y gimieroncuando empezó a descongelarles lasmanos y a sacarles ampollas en lacara. Pero las llamas les dieron más

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consuelo que calor, puesto que, a lolargo de su vida, todas las noches sehabían ido a dormir al son de aquelrestallante siseo y con aquel fuerte ypicante olor agridulce a maderahumeante. El fuego era una pequeñaparte del Bosque.

Torak encontró su último rollode carne seca de corzo, y locompartieron entre los tres. Renn lepasó el odre de agua.

Torak no se había dado cuentade que tenía sed, pero cuando bebióun largo sorbo sintió que le volvíanlas fuerzas.

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— ¿Cómo me has encontrado?— quiso saber Renn.

— No he sido yo — contestó él— . Ha sido Lobo. No sé cómo lo hahecho.

— Creo que yo sí lo sé — dijoRenn después de meditarlo, y lemostró el silbato de urogallo.

Torak se imaginó a Rennsoplando aquel silencioso silbato enla oscuridad, y se preguntó cómo sehabría sentido allí sola. Al menos éltenía a Lobo.

Le contó lo del cadáver delClan del Ciervo Rojo, y cómo había

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encontrado la tercera parte delNanuak, pero no mencionó elespantoso momento en que habíaconsiderado no tratar de buscarla. Sesentía demasiado avergonzado.

— Una lámpara de piedra— murmuró Renn— . Nunca se mehabría ocurrido.

— ¿Quieres verla?Renn dijo que no con la cabeza,

y al cabo de un rato añadió:— Yo en tu lugar me lo habría

pensado dos veces antes deabandonar la cueva de nieve. Estabasarriesgando el Nanuak.

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Torak permaneció en silencio, yal fin dijo:

— Sí, lo he pensado dos veces.He estado tentado de quedarme y nosalir en tu busca.

Renn se quedó callada.— Bueno — dijo poco después

— . Yo habría hecho lo mismo.Torak no supo si se sentía mejor

o peor por habérselo dicho.— Pero ¿qué habrías hecho tú?

— quiso saber— . ¿Te habríasquedado o habrías salido abuscarme?

Renn se limpió la nariz con el

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dorso de la mano y esbozó de prontosu amplia sonrisa de dientes afilados.

— ¿Quién sabe? Pero a lomejor… se trataba de otra especie deprueba. Quizá no era cuestión de versi encontrabas la tercera parte delNanuak, sino de saber si eras capazde arriesgarla por una amiga.

Torak despertó en medio de unsilencioso resplandor azulado,aunque no sabía dónde estaba.

— Se acabó la tormenta — dijoRenn— . Y tengo tortícolis.

Torak también tenía tortícolis.

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Acurrucado en el saco para dormir,se volvió para mirar a Renn.

Ella ya no tenía los ojoshinchados, pero la piel de la caraestaba roja y despellejada. Cuandosonrió, resultó obvio que le dolía.

— ¡Ay! — se lamentó— .Hemos sobrevivido.

Torak le devolvió la sonrisa, ydeseó no haberlo hecho. Sentía elrostro como si se lo hubieran frotadocon arena. Probablemente, tenía elmismo aspecto que Renn.

— Ahora lo único que tenemosque hacer es salir del río de hielo

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— dijo él.Lobo gemía para que lo dejaran

salir. Torak gateó en busca del hachay abrió un agujero. La luz entró araudales. Lobo salió disparado yTorak reptó detrás de él.

Emergió a un reluciente mundode montañas nevadas y cornisastalladas por el viento. El cielo estabade un azul intenso, como si lohubiesen lavado. La quietud eraabsoluta. El río de hielo había vueltoa dormirse.

Sin previo aviso, Lobo le saltóencima y lo derribó contra un

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ventisquero. Antes de que pudieralevantarse, Lobo se le montó en elpecho, sonriendo y meneando la cola.Riendo, Torak se abalanzó hacia ellobezno, pero éste lo esquivó hastaquedar fuera de su alcance, y luegogiró en el aire y volvió a caer con lacola doblada sobre el lomo. «¡Vamosa jugar!» A gatas, Torak agachó eltorso doblando los brazos.

«¡Vamos, adelante!» Lobo searrojó contra Torak, y juntos rodarony rodaron. Lobo lo mordía en bromay le daba tirones de pelo, y Torak loagarraba del hocico y lo tironeaba

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del pescuezo. Finalmente, Torakarrojó hacia lo alto una bola de nievey el lobezno dio uno de susespectaculares saltos con torsión, laatrapó y acabó aterrizando en unventisquero, del que salió con unmontoncito de nieve encima de lanariz.

Cuando Torak se ponía en pie,jadeante, oyó a Renn que se abríapaso para salir de la cueva.

— Espero — dijo con unbostezo— que el Bosque no quedemuy lejos. ¿Qué ha sido de tu capa?

Torak estaba a punto de contarle

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que la tormenta se la habíaarrancado, pero en ese momento sedio la vuelta y… se olvidó de lacapa.

En el este, más allá de la cuevade nieve, más allá del propio río dehielo, las Montañas Altas se veíanaterradoramente cercanas.

Durante muchos días la nieblalas había ocultado; y el día anteriorlos acantilados de hielo se habíanalzado tan cerca de ellos que no leshabían permitido ver nada más allá.Pero ahora, bajo aquella límpida yfría luz, las Montañas Altas

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devoraban el cielo.Torak se tambaleó. Por primera

vez en su vida no le parecían tan sólouna oscuridad distante en el horizonteoriental, sino que se hallaba junto asus mismísimas raíces mientrasestiraba el cuello ante las vastas yabruptas paredes rocosas, ante losnegros picos que perforaban lasnubes. Sentía el poder y la amenazaque entrañaban. Eran la morada delos espíritus, pero no de los hombres.

«En algún lugar entre ellas— se dijo— , se alza la Montaña delEspíritu del Mundo. La Montaña que

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juré encontrar.»

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El ojo rojo ascendía en el cielo.

A Torak le quedaban sólo unos díaspara encontrar la Montaña.

Y si la encontraba, ¿qué haríaentonces? ¿Qué tenía que hacerexactamente con el Nanuak? ¿Cómo

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iba a lograr destruir al oso?Renn se acercó haciendo crujir

la nieve.— Vamos — le dijo— .

Tenemos que salir del río de hielopara volver al Bosque.

En ese momento, Lobo dio unrespingo, corrió hacia lo alto de unacornisa de hielo y giró las orejashacia el pie de las colinas.

— ¿Qué ocurre? — preguntóRenn— . ¿Qué ha oído?

Entonces Torak lo oyó también:unas voces en la lejanía de lasMontañas Altas, que se mezclaban

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entre sí en la cantinela salvaje ysiempre cambiante de las manadas delobos.

Lobo echó atrás la cabeza, conel hocico apuntando al cielo, y aulló.

«¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!»Torak estaba estupefacto. ¿Por qué leaullaba a una manada extraña? Loslobos solitarios no hacen esas cosas,sino que tratan de evitar a los lobosdesconocidos.

Con un gañido, le pidió a Loboque se acercara a él, pero Lobopermaneció donde estaba, con losojos entrecerrados y los negros

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labios curvados sobre los dientesmientras entonaba su cántico. Torakse percató de que ya casi no parecíaun cachorro. Tenía las patas máslargas, y en la parte anterior del lomole estaba creciendo un manto deespeso pelaje negro. Hasta su aullidoestaba perdiendo el inseguro tono delobezno.

— ¿Qué les está diciendo?— quiso saber Renn.

— Les está diciendo dónde está— respondió Torak tragando saliva.

— ¿Y qué le contestan ellos?Torak escuchó, sin apartar los

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ojos de Lobo.— Están hablando de dos

miembros de la manada, dosexploradores que han descendido alas colinas en busca de renos. Por loque oigo… — Hizo una pausa— . Sí,han encontrado un pequeño rebaño.Los exploradores les están diciendoa los demás dónde se halla éste, yque aúllen con los hocicos en lanieve.

— ¿Cómo? ¿Para qué?— Es un truco que los lobos

utilizan a veces, para que los renoscrean que están más lejos de donde

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están realmente.— ¿Puedes entender todo eso?

— Parecía que Renn se sentíaincómoda.

Torak se encogió de hombros.Renn cavó en la nieve con el

talón.— No me gusta cuando hablas

la lengua de los lobos. Me resultamuy raro.

— Y a mí no me gusta que Lobohable con otros lobos — repusoTorak— . También me parece raro.

Renn le preguntó qué queríadecir con eso, pero él no contestó.

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Era demasiado doloroso paraexpresarlo con palabras. Empezaba adarse cuenta de que, por mucho quehablara su lengua, no era un auténticolobo, y nunca lo sería. En ciertosentido, siempre estaría apartado dellobezno.

Lobo dejó de aullar y bajótrotando de la cornisa; Torak searrodilló y lo rodeó con los brazos.Notó los ligeros huesos del animalbajo el denso pelaje invernal y elferoz latido de un corazón leal.Cuando se inclinó para inhalar elolor a hierba dulce del lobezno, éste

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le lamió la mejilla y apoyósuavemente la frente contra la deTorak. «No me abandones nunca»,deseó decirle a Lobo. Pero no supocómo pronunciar esas palabras.

Emprendieron el camino haciael norte.

Era una marcha agotadora. Latormenta había amontonado la nieveen duras cornisas heladas, entre lascuales había agujeros en los que sehundían hasta el muslo. Pendientes delos agujeros, pinchaban la nieve conflechas, lo cual los obligaba a ir aún

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más despacio. Constantemente teníanla sensación de que las MontañasAltas los observaban, como siesperaran a ver si caían.

Cuando llegó el mediodía,habían progresado muy poco ytodavía alcanzaban a ver la cueva denieve. Se toparon entonces con unnuevo obstáculo: un muro de hielo.Era demasiado escarpado para treparpor él y demasiado duro paraatravesarlo. Otra de las salvajesbromas del río de hielo.

Renn dijo que iría a investigarmientras Torak esperaba con el

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lobezno. El chico se alegró de poderdescansar, pues la bolsa de piel decuervo le pesaba mucho.

— Cuidado con los agujeros enel hielo — advirtió mientrasobservaba con inquietud a Renn, queinspeccionaba una hendidura entredos de los colmillos de hielo demayor altura.

— Da la sensación de que sepuede pasar — dijo Renn. Se quitó elfardo de los hombros, se introdujocon esfuerzo en la hendidura ydesapareció.

Torak estaba a punto de ir tras

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ella cuando Renn asomó la cabeza.— ¡Oh, Torak, ven a ver esto!

¡Lo hemos conseguido! ¡Lo hemosconseguido!

Lobo se introdujo de un saltotras ella. Torak se quitó el fardo ylos siguió. Detestaba tener quemeterse por una hendidura, pues lerecordaba a la cueva, pero cuandollegó al otro lado se quedó sinaliento.

Estaba contemplando un torrentede hielo que descendía cual cascadacongelada. Debajo de él se extendíauna ladera de peñascos nevados y,

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más allá, apenas a la distancia a laque podía lanzarse un guijarro, sehallaba el Bosque.

— Creía que jamás volvería averlo — dijo Renn con fervor.

Lobo levantó el hocico paracaptar los olores; luego miró a Toraky meneó la cola.

Torak no podía hablar. No sehabía dado cuenta de hasta qué puntole dolía, sí, dolía, estar lejos delBosque. Sólo habían pasado tresnoches fuera, pero tenía la impresiónde que habían sido tres lunas.

A media tarde habían

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descendido de la última cornisa dehielo y habían empezado a zigzaguearladera abajo. Las sombras se estabantornando de color violeta y los pinosles hacían señas con sus ramas llenasde nieve. Supuso un alivio tremendointernarse entre ellos, fuera de lavista de las Montañas Altas. Sinembargo, el silencio absolutoresultaba inquietante.

— No puede ser a causa del oso— susurró Renn— . No había rastrode él en el río de hielo. Y si hubieseido rodeando los valles habríatardado muchos días.

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Torak le echó un vistazo aLobo: tenía las orejas hacia atrás,pero el pelo del lomo no estabaerizado.

— No creo que ande cerca— dijo— . Pero tampoco está lejos.

— Mira esto — dijo Rennseñalando la nieve bajo un enebro— . Huellas de pájaro.

Torak se agachó paraexaminarlas.

— Un cuervo. No iba saltando,sino que caminaba. Eso significa queno estaba asustado. Y por aquítambién ha pasado una ardilla.

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— Señaló hacia la base de un pinodonde había unas piñasdesparramadas, que estabanmordisqueadas hasta el corazón— .Y hay huellas de liebre. Bastanterecientes. Aún se ven algunos restosde pelo.

— Si son recientes, buena señal— comentó Renn.

— ¡Ajá! — Torak miródetenidamente hacia la penumbra— .Pero eso no lo es.

El uro yacía sobre un costadocomo un gran peñasco marrón. Envida había sido más alto que el más

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alto de los hombres, y la envergadurade sus relucientes cuernos negroscasi había alcanzado una anchurasemejante a la altura del animal. Peroel oso le había rajado el vientre,convirtiéndolo en un amasijo denieve carmesí.

Torak contempló a la granbestia destrozada y sintió una oleadade rabia. Pese a su tamaño, los urosson criaturas dulces que sólo utilizansus cuernos para las luchas deapareamiento o para defender a suscrías. Aquel toro de nariz chata nohabía merecido una muerte tan brutal.

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Su cuerpo ni siquiera habíaservido para alimentar a otrascriaturas del Bosque. Ni zorros nimartas se le habían acercado; ningúncuervo se había dado un festín allí.Ningún animal tocaba las presas deloso.

— ¡Uff! — dijo Lobocorreteando en círculos con el pelodel lomo erizado.

«No te acerques», le advirtióTorak.

Estaba oscureciendo, peroTorak aún podía advertir las huellasdel oso, y no quería que Lobo las

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tocara.— No parece una presa reciente

— dijo Renn— . Algo es algo, ¿no?Torak estudió el cuerpo del

animal teniendo buen cuidado de norozar las huellas. Lo pinchó con unpalo y asintió con la cabeza.

— Está congelado. Tiene undía, por lo menos.

Tras él, Lobo gruñó.Torak se preguntó por qué

estaría tan agitado, si la presa no erareciente.

— No sé por qué — dijo Renn— , creía que estaríamos más

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seguros ahora que hemos regresadoal Bosque. Creía que…

Pero Torak nunca llegó a saberqué creía Renn porque, de pronto, lanieve bajo los árboles hizo erupción,y varias figuras altas, vestidas deblanco, los rodearon.

Demasiado tarde, Torakcomprendió que Lobo no le habíaestado gruñendo al uro, sino a esossilenciosos asaltantes.

«Mira detrás de ti, Torak.» Lohabía olvidado. Una vez más.

Con el cuchillo en una mano y elhacha en la otra, Torak se acercó más

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a Renn, que ya había puesto unaflecha en el arco. Lobo saliódisparado hacia las sombras.Espalda contra espalda, él y Renn seenfrentaron a un círculo erizado deflechas.

La más alta de las figuras deblanco dio un paso adelante y seechó atrás la capucha. En lapenumbra, su cabello de color rojooscuro se vio casi negro.

— ¡Por fin os tenemos! — dijoHord.

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— ¿Por qué haces esto?

— exclamó Renn— . ¡Está intentandoayudarnos! ¡No puedes tratarlo comoa un proscrito!

— Pues mira cómo lo hago— repuso Hord, y arrastró a Torak

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por la nieve.El chico luchó por mantenerse

en pie, pero no le fue fácil con lasmanos atadas a la espalda. No habíaesperanzas de escapar: estabarodeado por Oslak y cuatro robustoshombres de los Cuervos.

— ¡Más rápido! — lo instóHord— . ¡Tenemos que llegar alcampamento antes de que anochezca!

— ¡Pero él es El Que Escucha!— gritó Renn— . ¡Puedo probarlo!— Señaló la bolsita de piel decuervo en el cinturón de Torak— .¡Encontró las tres partes del Nanuak!

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— No me digas — musitó Hord.Sin aminorar el paso, sacó elcuchillo y cortó la bolsa del cinturónde Torak— . Bueno, pues ahora mepertenece.

— ¿Qué haces? — chilló Renn— . ¡Devuélveselo!

— ¡Cállate de una vez! — leespetó Hord.

— ¿Por qué he de callarme?Quién ha dicho que puedes…

Hord le dio un bofetón. Fue ungolpe fuerte en plena cara que envióa Renn volando y cayó desplomada.

Oslak gruñó una protesta, pero

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Hord le ladró una advertencia. Surespiración era jadeante mientrasobservaba cómo Renn se sentaba.

— Tú ya no eres mi hermana— le espetó— . Creímos que habíasmuerto cuando encontramos tu carcajen el arroyo.

Fin-Kedinn pasó tres días sinhablar, pero yo no lo lamenté. Mealegré. Traicionaste a tu clan y medeshonraste. Deseé que estuvierasmuerta.

Renn se llevó una manotemblorosa al labio. Sangraba. Y enla mejilla le estaba saliendo un

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verdugón rojo.— No deberías haberla pegado

— dijo Torak.— ¡Tú no te metas en esto!

— exclamó Hord volviéndose haciaél.

Torak miró fijamente a Hord yquedó impresionado por el cambioque se había producido en él. Sehallaba ante una sombra demacradaen lugar del robusto joven contra elque había luchado hacía menos deuna luna. Hord tenía los ojosdesorbitados por la falta de sueño, yla mano que sujetaba el Nanuak no

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tenía uñas, sino llagassanguinolentas. Algo le estabadevorando las entrañas.

— Deja ya de mirarme— gruñó.

— Hord — dijo Oslak— ,tenemos que continuar. El oso…

Hord se volvió en redondo,forzando la vista para horadar laoscuridad.

— El oso, el oso — murmuró,como si sólo pensar en él leprodujera dolor.

— Vamos, Renn. — Oslak seinclinó y le ofreció la mano— . No

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tardaremos en ponerte un emplastoahí. El campamento no está lejos.

Renn lo ignoró y se puso en piesin ayuda.

Al mirar sendero arriba, Torakvislumbró un destello de colornaranja en la penumbra cada vez másintensa. Y más cerca, en las sombrasbajo un joven abeto rojo, un par deojos ambarinos.

El corazón le dio un vuelco. SiHord veía a Lobo, no había forma desaber de lo que sería capaz…

Por suerte, la atención de todoel mundo se concentraba en Renn.

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— ¿Acaso es ahora mi hermanoel jefe del clan? — exigió saber— .¿Le seguís a él en lugar de obedecera Fin-Kedinn?

Los hombres agacharon lascabezas.

— La cosa no es tan simple— explicó Oslak— . El oso atacóhace tres días. Mató a… — Se lequebró la voz— . Mató a dos denosotros.

El rostro de Renn palidecióintensamente. Se acercó más a Oslak,que llevaba la frente y las mejillasmarcadas con arcilla gris del río.

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Torak no sabía qué significabanesas marcas, pero cuando Renn lasvio, ahogó un grito.

— No — musitó, y le tocó lamano a Oslak.

El hombretón asintió con lacabeza y se apartó de ella.

— ¿Y Fin-Kedinn? — preguntóRenn con tono estridente— .¿Está…?

— Malherido — contestó Hord— . Si muere, yo seré el jefe, puedesestar bien segura de ello.

Renn se llevó las manos a laboca y salió corriendo hacia el

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campamento.— ¡Renn! — gritó Oslak— .

¡Vuelve!— Déjala marchar — dijo

Hord.Cuando Renn hubo

desaparecido, Torak se sintióabsolutamente solo. Ni siquiera sabíalos nombres de los otros Cuervos.

— Oslak — rogó— , ¡haz queHord me devuelva el Nanuak! Esnuestra única esperanza. Tú sabesque es así.

Oslak abrió la boca para hablar,pero Hord lo interrumpió.

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— Tu papel en esta historia haterminado — le dijo a Torak— .¡Soy yo quien llevará el Nanuak a laMontaña! ¡Soy yo quien ofrecerá lasangre de El Que Escucha parasalvar a mi gente!

Lobo estaba tan asustado quesentía deseos de aullar. ¿Cómo podíaayudar a su hermano de carnada?¿Por qué se habían complicado tantolas cosas?

Mientras seguía a los adultossin cola a través del Frío Blando yBrillante, luchó contra el hambre que

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le roía el vientre y contra el olor deunos lemmings, a sólo un brinco dedistancia, que le hacía el hocicoagua. Luchó contra la Llamada, queera ahora tan fuerte que la percibíaconstantemente, y contra el temor aldemonio que olía en el viento. Girólas orejas para no oír los aullidosdistantes de la extraña manada, cuyosmiembros ya no le sonaban comoextraños, sino como parienteslejanos…

Tenía que prescindir de todoeso porque su hermano de carnadaestaba en peligro. Lobo se daba

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cuenta del dolor y del miedo de AltoSin Cola, así como de la rabia y delmiedo de los adultos. Le teníanmiedo a Alto Sin Cola.

El viento cambió, y Lobo captóuna oleada de aromas de la granGuarida de los sin cola. Los sonidosy los olores lo abrumaron. «¡Malo,malo!» Su valor flaqueó.Gimoteando, corrió a escondersebajo un árbol caído.

La Guarida significaba unpeligro terrible. Era enorme ycomplicada, y en ella había perrosfuriosos que no escuchaban y muchas

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Bestias Brillantes que MuerdenCaliente. Lo peor de todo eran lospropios sin cola que no podían oír nioler gran cosa, pero lo compensabanhaciendo cosas astutas con las patasde delante y enviando sus GarrasLargas que Vuelan Lejos para quemordieran a las presas.

Lobo no sabía si salir corriendoo quedarse.

Por si lo ayudaba a pensar,mordisqueó una rama y después untrozo del Frío Blando y Brillante.Corrió en círculos. Nada de eso dioresultado. Ansiaba aquella extraña

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seguridad que a veces sentía y ledecía qué debía hacer. Pero no lellegó. La seguridad había salidovolando como un cuervo hacia loalto.

¿Qué debía hacer?

Torak se sintió culpable. Acausa de su despreocupación habíaperdido el Nanuak. Todo era culpasuya. En torno a él los árbolescargados de nieve arrojaban azulessombras de luna en el sendero.

«Es culpa tuya», parecíandecirle.

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— Más rápido — exigió Hordpinchándole la espalda.

Los Cuervos habían acampadoen un claro junto a un arroyo demontaña. En el centro del claro, unfuego alargado, hecho a base de trestroncos de pino, refulgía con luzanaranjada. Apiñados a su alrededorse hallaban los inclinados refugiosdel clan, así como un anillo dehogueras más pequeñas y de zanjasde pinchos, custodiadas por hombresarmados con lanzas. Daba lasensación de que el clan entero habíaviajado hacia el norte.

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Hord se adelantó corriendomientras Torak esperaba con Oslakjunto a uno de los refugios. El chicovio a Renn y se animó. Estabaarrodillada a la entrada de un refugioal otro lado del claro, hablandoapresuradamente. Pero ella no lo vio.

La gente se acurrucaba en tornoal fuego alargado. El miedo se olíaen el aire. Según Oslak, losexploradores habían encontradoseñales del oso a sólo dos valles dedistancia.

— Se está volviendo más fuerte— explicó— . Está despedazando el

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Bosque como si… como si anduvieseen busca de algo.

Torak se echó a temblar. Lamarcha forzada impuesta por Hord lehabía hecho entrar en calor, peroahora se estaba congelando, porquesólo llevaba las ropas de ante deverano. Confió en que no pensaranque estaba asustado.

Oslak le desató las muñecas y leapoyó una mano en el hombro paraguiarlo a través del claro. Torak seolvidó del frío cuando entrótambaleante en el resplandor de lagran hoguera y en el zumbar de

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muchas voces, que parecía un panalde abejas airadas.

Vio a Saeunn, sentada con laspiernas cruzadas sobre un montón depieles de reno con la bolsa de piel decuervo en el regazo; a Hord junto aella, mordiéndose el pulgar, y aDyrati que observaba a Hord con elrostro tenso.

Se hizo el silencio. La gentedejó paso a cuatro hombres quellevaban a Fin-Kedinn en una literade pellejo de uro. El jefe de losCuervos tenía el rostro demacrado yla pierna izquierda envuelta en

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vendajes de albura manchados desangre. La cara se le contrajolevemente cuando los hombres lodejaron junto al fuego. Fue el únicosigno de que estuviera padeciendoalgún dolor.

Entonces apareció Rennhaciendo rodar un pedazo de troncode pino. Lo dejó detrás de Fin-Kedinn para que él se apoyara, y seacurrucó a su lado encima de unapiel de reno. No miró a Torak, sinoque mantuvo los ojos fijos en elfuego.

Oslak le dio a Torak un

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empujoncito en la espalda, y el chicoavanzó con paso vacilante hacia lalitera.

El jefe de los Cuervos clavó sumirada en la de Torak, sin apartarla,y Torak experimentó una oleada dealivio, puesto que los ojos azules deFin-Kedinn eran tan intensos eimpenetrables como siempre. Hordiba a tener que esperar mucho máspara ser jefe de los Cuervos.

— Cuando encontramos porprimera vez a este chico — dijo Fin-Kedinn con voz fuerte y clara— , nosabíamos quién era, o qué era. Desde

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entonces, ha hallado las tres partesdel Nanuak y ha salvado la vida deuna de los nuestros. — Hizo unapausa— . Ya no abrigo más dudas.Él es El Que Escucha. Pero lacuestión es: ¿le permitimos que lleveel Nanuak a la Montaña?¿Permitimos que un chico tan jovenvaya solo? ¿O enviamos al másfuerte de nuestros cazadores, a unhombre adulto con posibilidadesmucho mayores que las suyas devencer al oso? — Hord dejó demorderse el pulgar y se cuadró.Torak fue presa del desaliento.

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»Queda poco tiempo— prosiguió Fin-Kedinn mirando elcielo nocturno, donde refulgía elGran Uro— . Dentro de unos días, eloso será demasiado fuerte paravencerlo. Y no podemos convocaruna reunión de los clanes; no haytiempo. He de tomar una decisión yo,y ahora; en nombre de todos losclanes. — El único sonido era elsisear y el restallar del fuego. LosCuervos estaban pendientes de cadapalabra— . Hay muchos entrenosotros — continuó Fin-Kedinn— que creen que sería una locura

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confiarle nuestros destinos a unchico.

— ¡Y tanto que sería unalocura! ¡Yo soy el más fuerte!¡Dejadme ir a mí a la Montaña ysalvar a mi gente! — exclamó Hordponiéndose en pie de un salto.

— Tú no eres El Que Escucha— dijo Torak.

— Pero ¿y el resto de laProfecía? — preguntó Saeunn con suvoz de cuervo— . «El Que Escuchale entrega la sangre de su corazón ala Montaña.» ¿Podrías tú hacer eso?

— Si es eso lo que hace falta, sí

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— contestó Torak inspirandoprofundamente.

— ¡Pero hay otra manera!— exclamó Hord— . ¡Lo matamosahora y yo llevo su sangre a laMontaña! ¡Al menos así tendremosuna posibilidad!

Se oyó un murmullo deaprobación entre los Cuervos.

Fin-Kedinn levantó una manopara pedir silencio y le habló aTorak.

— Antes negabas que fueras ElQue Escucha. ¿Por qué estás tanseguro ahora?

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— El oso mató a mi padre— repuso alzando la barbilla— . Fuecreado para que lo hiciera.

— ¡Esto es más importante quela venganza! — exclamó Hord condesdén.

— Y también es más importanteque la vanidad — le espetó Torak.Después se dirigió a Fin-Kedinn— .A mí no me importa ser «el salvadorde mi gente». Además, ¿qué gente? Sini siquiera he conocido nunca a mipropio clan. Sin embargo, le juré ami padre que encontraría la Montaña.Hice un juramento.

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— ¡Estamos perdiendo eltiempo! — exclamó Hord— .¡Dadme el Nanuak, y yo lo haré!

— ¿Cómo? — preguntó unapausada voz. Era Renn— . ¿Cómovas a encontrar la Montaña? — quisosaber.

Hord titubeó.Renn se puso en pie.— Se dice que es el pico más

lejano en el extremo norte de lasMontañas Altas. Bueno, pues aquíestamos, en el extremo norte de lasMontañas Altas. Así que, ¿dóndeestá? — Extendió las manos— . Yo

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no lo sé. — Se volvió hacia Hord— .¿Lo sabes tú?

Hord hizo rechinar los dientes.Renn se dirigió entonces a

Saeunn.— ¿Lo sabes tú? No. Y tú eres

la hechicera. — Confrontó entonces aFin-Kedinn— . ¿Lo sabes tú?

— No — respondió él.— Ni siquiera él sabe dónde

está — afirmó Renn señalando aTorak— , y él es El Que Escucha.— Renn hizo una pausa— . Pero hayalguien que lo sabe. — Miródirectamente a Torak y lo taladró con

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los ojos.Torak entendió qué quería

decir.«Astuta Renn — se dijo— .

Siempre y cuando salga bien, claro.»Torak se llevó las manos

ahuecadas a los labios y aulló.Los Cuervos ahogaron un grito y

los perros del campamento armarongran revuelo.

Torak aulló una vez más.De pronto un haz de color gris

cruzó a toda velocidad el claro y seestrelló contra él.

La gente murmuró y señaló; los

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perros se volvieron locos, hasta queunos hombres los ahuyentaron. Unniño pequeño rió.

Torak se arrodilló y enterró elrostro en el pelaje de Lobo. Entoncesle dio al lobezno un lametónagradecido en el hocico. A Lobo lehabía hecho falta un valor enormepara responder a su llamada.

Cuando el revuelo se fuecalmando, Torak levantó la cabeza.

— Únicamente Lobo puedeencontrar la Montaña — le dijo aFin-Kedinn— . Nos ha traído hastaaquí. Es sólo gracias a él que hemos

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encontrado el Nanuak. — El jefe delos Cuervos se acarició la oscurabarba roja— . Dadme el Nanuak— rogó Torak— . Dejad que se lolleve al Espíritu del Mundo. Esnuestra única posibilidad.

El fuego restalló y escupió. Deun abeto cercano cayó nieve con unruido sordo. Los Cuervos esperaronla decisión de su jefe.

Fin-Kedinn habló al fin.— Te daremos comida y ropa

para el viaje. ¿Cuándo partirás?Torak espiró aliviado.Renn le dirigió una leve

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inclinación de cabeza.Hord profirió una protesta, pero

Fin-Kedinn lo silenció con unamirada. Una vez más le dijo a Torak:

— ¿Cuándo partirás?Torak tragó saliva.— Pues… ¿mañana?

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Al día siguiente, Torak y Lobo

partirían hacia el Bosque donderondaba el oso, y Torak no tenía niidea de lo que iban a hacer.

Aunque consiguieran llegar a laMontaña, ¿qué harían entonces?

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¿Debía dejar sencillamente elNanuak en el suelo? ¿Pedirle alEspíritu del Mundo que destruyera aloso? ¿Tratar de luchar con la fierapor su cuenta?

— ¿Quieres unas botas nuevas,o te arreglamos las tuyas?— preguntó con irritación lacompañera de Oslak, que le estabatomando medidas para darle ropa deinvierno.

— ¿Cómo? — preguntó Torak.— Botas — repitió la mujer.

Tenía ojos de cansancio y marcas dearcilla de río en las mejillas, y

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estaba furiosa con él. Torak no sabíapor qué.

— Estoy acostumbrado a misbotas — dijo— . Quizá podrías…

— ¿Remendarlas? — La mujersoltó un bufido— . Creo que puedoapañármelas.

— Gracias — respondió Torakcon humildad. Dio un vistazo a Lobo,que estaba encogido en un rincón conlas orejas hacia atrás.

La compañera de Oslak cogióun pedazo de tendón y le dio lavuelta a Torak para medirle loshombros.

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— ¡Oh, sí! Te irá bien— murmuró— . Bueno, siéntate.¡Siéntate! — Torak se sentó y laobservó hacer nudos para marcar lasmedidas. La mujer tenía los ojoshúmedos y parpadeaba rápidamente.Lo pilló mirándola— . ¿Qué estásmirando?

— Nada — contestó Torak— .¿Debo quitarme la ropa?

— No, a menos que quierascongelarte. Tendrás las prendasnuevas cuando amanezca. Ahoradame las botas. — Torak obedeció, yla mujer las miró como si fueran un

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par de salmones podridos— . Tienenmás agujeros que una red de pescar— dijo. Fue un alivio cuando salióruidosamente del refugio.

No hacía mucho que se habíaido cuando entró Renn. Lobo seacercó y le lamió los dedos. Ella lerascó detrás de las orejas.

Torak quería darle las graciaspor haberlo defendido, pero noestaba seguro de cómo empezar. Elsilencio se prolongó.

— ¿Qué tal te ha ido conVedna? — preguntó de pronto Renn.

— ¿Vedna? ¡Ah! ¿La compañera

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de Oslak? Me parece que no le gusto.— No es eso. Es por tu ropa

nueva. La estaba haciendo para suhijo, y ahora tiene que acabarla parati.

— ¿Su hijo?— Lo mató el oso.— Vaya.«Pobre Vedna — se dijo— . Y

pobre Oslak.»Eso explicaba la arcilla de río.

Debía de ser la forma de llevar lutode los Cuervos.

La magulladura en la mejilla deRenn se había vuelto de un tono

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violeta. Torak le preguntó si le dolía,y Renn negó con la cabeza. El supusoque la avergonzaba lo que habíahecho su hermano.

— ¿Cómo se encuentra Fin-Kedinn? — preguntó— . ¿Está muymal su pierna?

— Está mal. Le ha llegado alhueso. Pero no hay indicios de laenfermedad que ennegrece.

— Eso está bien. — Toraktitubeó— . ¿Estaba… muy enfadadocontigo?

— Sí. Pero no he venido poreso.

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— ¿Por qué has venidoentonces?

— Por lo de mañana. Voy a ircontigo.

— Me parece que tenemos queir tan sólo Lobo y yo — repusoTorak mordiéndose el labio.

— ¿Por qué? — Renn lofulminó con la mirada.

— No lo sé. Simplemente, melo parece.

— Eso es una estupidez.— Quizá. Pero así están las

cosas.— Hablas como Fin-Kedinn.

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— Ésa es otra razón. Él nuncalo permitiría.

— ¿Desde cuándo he dejadoque eso me detenga?

Torak esbozó una ampliasonrisa.

Ella no se la devolvió.Aparentemente furiosa, Renn seacercó al fuego que había en laentrada del refugio.

— Vas a tomar la comida de lanoche con él — dijo— . Es un honor,por si no lo sabías.

Torak tragó saliva. Le teníamiedo a Fin-Kedinn, pero de un

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modo extraño también deseaba suaprobación. Comer con él sonabainquietante.

— ¿Estarás tú también?— quiso saber.

— No.— ¡Oh!Se hizo otro silencio. Luego

Renn se ablandó un poco.— Si quieres, me quedaré a

Lobo conmigo. Es mejor no dejarlosolo con los perros.

— Gracias.Renn asintió con la cabeza, y

entonces advirtió los pies desnudos

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de Torak.— Veré si puedo encontrarte un

par de botas.

Un rato después Torak sedirigió al refugio de Fin-Kedinntropezando, con unas botas prestadasque le iban grandes.

Encontró al jefe de los Cuervoscharlando acaloradamente conSaeunn, pero se interrumpieroncuando él entró. Saeunn tenía unaspecto temible. En cambio, el rostrode Fin-Kedinn no revelaba nada.

Torak se sentó con las piernas

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cruzadas en una piel de reno. No vionada de comida, pero había genteafanándose con los pellejos decocinar junto a la hoguera. Torak sepreguntó cuánto tardarían en comer.Y qué pintaba él allí.

— Ya te he dicho lo que creo— dijo Saeunn.

— Ya me lo has dicho— repuso Fin-Kedinn sin alterarse.

No hicieron ningún intento porincluir a Torak en la conversación, locual le dio la libertad de estudiar elrefugio de Fin-Kedinn. No era másostentoso que los otros, y del poste

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del techo colgaban las pertenenciashabituales de un cazador, pero lacuerda del gran arco de tejo estabarota y la pelliza de piel de renoblanco estaba salpicada de sangreseca: crudos recordatorios de que eljefe de los Cuervos se habíaenfrentado al oso y habíasobrevivido.

De pronto Torak advirtió que unhombre lo observaba desde lassombras. Tenía el cabello castañocorto y unas facciones tristes yapergaminadas.

— Éste es Krukoslik — dijo

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Fin-Kedinn— , del Clan de la LiebreAlpina.

El hombre se llevó ambospuños al corazón e inclinó la cabeza.

Torak hizo lo mismo.— Krukoslik conoce estos

parajes mejor que nadie — explicóFin-Kedinn— . Habla con él antes departir. Si no puede ofrecerte otracosa, al menos te dará un par deindicaciones de cómo sobrevivir enlas Montañas Altas. No meimpresionó precisamente el estado enque te hallabas cuando te apresamos:sin ropa de invierno y con un solo

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odre de agua y sin comida. Tu padrete enseñó algo más que eso.

Torak contuvo el aliento.— Así pues, ¿lo conociste?Saeunn se mostró irritada, pero

Fin-Kedinn la silenció con unamirada.

— Sí — contestó— . Lo conocí.Hubo un tiempo en que fue mi mejoramigo.

Furiosa, Saeunn giró la cara.— Si eras su mejor amigo, ¿por

qué me condenaste a morir?— inquirió Torak al tiempo que sepercataba de que él también se

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enfadaba— . ¿Por qué me dejasteluchar con Hord? ¿Por qué memantuviste atado mientras la reuniónde los clanes decidía si sacrificarmeo no?

— Para ver de qué maderaestabas hecho — repusotranquilamente Fin-Kedinn— . No lesirves de nada a nadie si no erescapaz de utilizar tu ingenio. — Hizouna pausa— . Si te acuerdas, no temantuve bajo una guardia rigurosa.Hasta te dejé tener contigo allobezno.

— ¿Quieres decir que… que me

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estabas sometiendo a una prueba?— reflexionó Torak.

Fin-Kedinn no contestó.Llegaron dos hombres, que

venían de la hoguera grande,llevando cuatro humeantes cuencosde madera de abedul.

— Come — dijo Krukoslik, y letendió uno de ellos a Torak.

Fin-Kedinn le arrojó unacuchara de cuerno, y durante un ratoTorak se olvidó de todo mientrasdevoraba la comida. Era un caldoligero hecho con cascos de alce yunas cuantas tajadas de corazón seco

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de ciervo, acompañados de serbas yde esos hongos duros e insípidos quelos clanes llaman orejas de uro.Además, tomaron una única tortaplana de bellota asada, que era muyamarga, pero no estaba mal si larompías y la mojabas en el caldo.

— Siento no poder ofrecertenada mejor — se disculpó Fin-Kedinn— , pero las presas escasean.— Fue la única referencia que hizoal oso.

Torak tenía demasiada hambrepara preocuparse ahora por eso. Noobstante, cuando hubo lamido su

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cuenco, advirtió que Fin-Kedinn ySaeunn apenas habían tocado el suyo.Saeunn devolvió el contenido alpellejo de cocinar y regresó a susitio. Krukoslik se colgó su cucharadel cinturón y se alejó paraarrodillarse junto a la pequeñahoguera a la entrada del refugio,donde musitó una breve plegaria deagradecimiento.

Torak nunca había visto a nadiecomo él. Llevaba una gruesa túnicade pellejo de reno marrón que lellegaba hasta las pantorrillas y unancho cinturón de gamuza roja. La

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piel distintiva de su clan era unmanto de pelaje de liebre, teñido deun rojo furibundo, que llevaba sobrelos hombros, y su tatuaje de clanconsistía en una banda roja en zigzagen la frente. Sobre el pecho lecolgaba un fragmento de cristal deroca ahumado de un dedo de largo.

Vio que Torak lo estabamirando, y sonrió.

— El humo es el aliento delEspíritu del Fuego. Los clanes de lasmontañas adoran el fuego por encimade todo.

Torak recordó el consuelo que

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el fuego les había ofrecido a Renn ya él en la cueva de nieve.

— Comprendo que sea así— dijo.

La sonrisa de Krukoslik se tornómás amplia.

Una vez concluida la comida dela noche, Fin-Kedinn les pidió a losdemás que los dejaran para poderhablar a solas con Torak. Krukoslikse levantó e inclinó la cabeza.Saeunn soltó un siseo airado y saliófuribunda del refugio.

Torak se preguntó qué pasaríaentonces.

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— Saeunn — explicó Fin-

Kedinn— no cree que deba decirtenada más. Cree que podría distraertemañana, si lo hago.

— ¿Nada más sobre qué?— preguntó Torak.

— Sobre lo que quieres saber.— Quiero saberlo todo — dijo

Torak considerándolo.— Eso no es posible. Inténtalo

de nuevo.Torak hurgó en un desgarrón en

la rodilla de las calzas.— ¿Por qué yo? ¿Por qué soy El

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Que Escucha?— Es una larga historia

— repuso Fin-Kedinn mientras seacariciaba la barba.

— ¿Es a causa de mi padre?¿Porque era el hechicero de losLobos? ¿El enemigo del vagabundotullido, el que creó al oso?

— Eso… forma parte de lahistoria.

— Pero ¿quién era ese hombre?¿Por qué eran enemigos? Pa nunca lomencionó siquiera.

El jefe de los Cuervos removióel fuego con un palo, y Torak

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observó que tenía más acusado elrictus de dolor a ambos lados de laboca. Sin girar la cabeza, Fin-Kedinndijo:

— ¿Mencionó alguna vez tupadre a los Devoradores de Almas?

— No. Nunca he oído hablar deellos. — Torak estabadesconcertado.

— Entonces debes de ser elúnico en el Bosque que no lo haoído. — Fin-Kedinn guardó silenciomientras el fuego le arrojabasombras sobre el rostro— . LosDevoradores de Almas — prosiguió

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— eran siete hechiceros, cada unode un clan distinto. Al principio noeran malos. Ayudaban a los clanes.Cada uno contaba con una destrezaparticular: uno era tan sutil como unaserpiente, y siempre investigabasobre hierbas y pocionestradicionales; otro era fuerte como unroble y deseaba conocer las mentesde los árboles; había otra cuyospensamientos volaban más rápidoque un murciélago, y le encantabahechizar a pequeñas criaturas paraque cumplieran los deseos que tenía,y otro era orgulloso y poderoso, le

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fascinaban los demonios y siempreandaba tratando de controlarlos. Sedecía que había otro que podía haceracudir a los muertos. — Revolvió elfuego una vez más.

Como no prosiguió, Torak hizoacopio de valor.

— Ésos sólo son cinco. Hasdicho que… había siete.

— Hace muchos años, hicieroncausa común en secreto — prosiguióFin-Kedinn sin hacerle caso— . Alprincipio se llamaban a sí mismoslos Sanadores. Pero se engañabancreyendo que deseaban tan sólo

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hacer el bien curando la enfermedado protegiendo de los demonios.— Hizo una mueca de desprecio— .No tardaron en decantarse hacia elmal, pervertidos por sus ansias depoder.

Torak se clavó los dedos en larodilla.

— ¿Por qué se llamabanDevoradores de Almas? — preguntóapenas moviendo los labios— .¿Podían realmente devorar almas?

— ¿Quién sabe? La gente estabaasustada, y cuando la gente se asusta,los rumores se vuelven realidad.

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— El rostro de Fin-Kedinn seensimismó al recordar— . Porencima de todo, los Devoradores deAlmas deseaban poder. Es por lo quevivían: para gobernar el Bosque,para obligar a todo el mundo a hacerlo que se les antojara. Pero, hacetrece años, sucedió algo que echópor tierra su poder.

— ¿Qué? — musitó Torak— .¿Qué ocurrió?

Fin-Kedinn suspiró.— Todo cuanto necesitas saber

es que hubo un gran fuego y que losDevoradores de Almas se

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dispersaron. Algunos quedaronmalheridos, y todos procedieron aesconderse. Creímos que la amenazahabía desaparecido para siempre,pero nos equivocamos. — Partió endos el palo y lo arrojó al fuego— .El hombre al que tú llamas elvagabundo tullido, el hombre quecreó al oso, era uno de ellos.

— ¿Un Devorador de Almas?— Lo supe en cuanto Hord me

habló de él. Sólo un Devorador deAlmas habría atrapado a un demoniotan grande. — Clavó su mirada en lade Torak— . Tu padre era su

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enemigo. Era el peor enemigo detodos los Devoradores de Almas.

Torak no conseguía apartar lamirada de aquellos intensos ojosazules.

— Nunca me contó nada.— Tenía sus razones. Tu

padre… — dijo Fin-Kedinn— . Tupadre se equivocó en muchas cosasen su vida. Pero hizo cuanto pudo pordetener a los Devoradores de Almas.Por eso lo mataron. Y también poreso te crió aparte de los demás. Paraque jamás supieran que existías.

Torak se lo quedó mirando.

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— ¿Yo? ¿Por qué?Fin-Kedinn no lo escuchaba.

Una vez más, miraba fijamente lasllamas.

— No parecía posible— murmuró— . Nadie sospechójamás que existiera un hijo. Nisiquiera yo.

— Pero… Saeunn lo sabía. Pase lo dijo hace cinco años en lareunión de los clanes junto al mar.¿Ella no…?

— No — interrumpió Fin-Kedinn— . Nunca me lo dijo.

— No lo comprendo — se

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quejó Torak— . ¿Por qué no podíanlos Devoradores de Almas saber demi existencia? ¿Qué tenía yo demalo?

— Nada — repuso Fin-Kedinnmientras estudiaba el rostro del chico— . No debían saber de ti porque…— Negó con la cabeza, como sihubiera demasiado por decir— .Porque algún día quizá fueras capazde detenerlos.

— ¿Yo? ¿Cómo? — Torak sesintió horrorizado.

— No lo sé. Sólo sé que sihubieran descubierto tu existencia,

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habrían ido por ti. — Una vez máslos ojos del jefe de los Cuervos seclavaron en los de Torak— . He aquílo que Saeunn no quería quesupieras. Y lo que yo creo que espreciso que sepas: si sobrevives, siconsigues destruir al oso, no será elfinal. Los Devoradores de Almasdescubrirán quién lo hizo.Descubrirán tu existencia. Y tarde otemprano irán a buscarte.

Restalló una brasa.Torak dio un respingo.— Lo que quieres decir es

que… aunque mañana sobreviva,

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estaré huyendo toda mi vida.— Yo no he dicho eso. Puedes

salir corriendo o puedes luchar.Siempre hay una opción.

Torak alzó la mirada hacia lapelliza salpicada de sangre. Hordtenía razón: ésa era una lucha parahombres, no para jóvenes.

— ¿Por qué Pa nunca me contónada? — preguntó.

— Tu padre sabía lo que setraía entre manos — repuso Fin-Kedinn— , aunque hizo algunascosas mal; ciertas cosas por las queyo nunca lo perdonaré. Pero creo que

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actuó correctamente contigo.— Torak era incapaz de hablar— .Hazte esta pregunta, Torak: ¿por quéla Profecía habla de «El QueEscucha» y no de «El Que Habla» o«El Profeta?». — Torak hizo ungesto negativo— . Porque la cualidadmás importante de un cazador essaber escuchar: escuchar lo que leestán diciendo el viento y losárboles, escuchar lo que otroscazadores y las presas dicen acercadel Bosque. Ése es el don que te diotu padre. No te enseñó hechicería nila historia de los clanes. Te enseñó a

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cazar, a utilizar tu ingenio. — Hizouna pausa— . Si mañana has de teneréxito, es así como lo conseguirás:utilizando el ingenio.

Ya era pasada la medianoche,pero Torak seguía sentado junto alfuego grande en el claro, con lamirada fija en la imponenteoscuridad de las Montañas Altas.

Estaba solo. Lobo se había idoa una de sus expediciones nocturnas,y los únicos indicios de vida en elcampamento eran los silenciososCuervos, que custodiaban las

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defensas, y el ruido sordo de losronquidos procedentes del refugio deOslak.

Torak deseó despertar a Renn ycontárselo todo. Pero no sabía dóndedormía. Además, no estaba seguro deque fuera capaz de hablarle de Pa, delas cosas malas que Fin-Kedinndecía que había hecho.

«Si sobrevives… no será elfinal. Los Devoradores de Almas…irán a buscarte… Puedes salircorriendo o puedes luchar. Siemprehay una opción…» Imágenesterribles se arremolinaban en la

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mente de Torak como en unatormenta de nieve: los ojos asesinosdel oso, los Devoradores de Almas,como sombras vislumbradas amedias en una pesadilla, la cara dePa cuando yacía moribundo…

Para quitárselas de la cabeza, selevantó y empezó a caminar de aquípara allá. Hizo un esfuerzo porpensar.

No tenía ni idea de qué iba ahacer al día siguiente, pero sabía queFin-Kedinn tenía razón. Si había detener alguna posibilidad contra eloso, sería utilizando el ingenio. El

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Espíritu del Mundo tan sólo loayudaría si trataba de ayudarse a símismo.

Una vez más, repasó los versosde la Profecía: «El Que Escuchalucha con aire y habla con silencio…El Que Escucha lucha con aire…»

El germen de una idea empezó adarle vueltas en la mente.

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A Torak le temblaban tanto los

dedos que no conseguía quitarle eltapón al cuerno de los remedioscurativos.

¿Por qué había dejado eso parael último momento? Lobo se paseaba

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inquieto de un lado para otro ante elrefugio, y los Cuervos esperabanpara despedirlo, y él seguía sinpoder quitar el tapón del…

— ¿Necesitas ayuda?— preguntó Renn desde el umbral.Tenía el rostro pálido y los ojostristes.

Torak le tendió el cuerno de losremedios, y Renn arrancó el tapón deroble negro con los dientes.

— ¿Para qué sirve? — preguntómientras se lo devolvía.

— Para las Marcas de laMuerte — respondió Torak sin

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mirarla.— ¿Como el hombre del río de

hielo? — preguntó Renn con vozentrecortada, y Torak asintió— .Pero él sabía que iba a morir. Túpuedes sobrevivir.

— Eso no lo sé. No quieroarriesgarme a que mis almas quedenseparadas. No quiero correr el riesgode convertirme en un demonio.

Renn se agachó para acariciarlelas orejas a Lobo.

— Tienes razón.Torak miró más allá de donde

estaba Renn, hacia el claro, hacia el

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lugar en que despuntaba el amanecerde color azul oscuro. Durante lanoche, las nubes habían descendidosuavemente de las Montañas Altaspara cubrir el Bosque de un gruesomanto de nieve. Se preguntó si eso loayudaría o sería un obstáculo.

Se vertió un poco de ocre rojizoen la palma y escupió sobre él. Perotenía la boca demasiado seca y noconsiguió hacer una pasta.

Renn se inclinó y le escupió enla palma a Torak. A continuacióncogió un poco de nieve, la calentó enlas manos y se la añadió.

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— Gracias — murmuró Torak.Tembloroso, se trazó círculos en lostalones, en el pecho y en la frente.Cuando terminó el de la frente, cerrólos ojos. La última vez que habíahecho eso había sido para Pa.

Lobo se apretó contra él, y letransmitió su olor a las calzasnuevas. Después puso una pata en elantebrazo de Torak.

«Estoy contigo.» Torak seinclinó y le frotó el hocico con lanariz.

«Ya lo sé.» — Toma — dijoRenn tendiéndole la bolsita de piel

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de cuervo— . He añadido más ajenjoy me he ocupado de que Saeunn leechara un vistazo. El hechizo deencubrimiento debería funcionar. Eloso no captará el Nanuak.

Torak se ató la bolsita alcinturón. Ya notaba cómo las Marcasde la Muerte se le endurecían sobrela piel.

— Será mejor que te lleves estotambién. — Renn le tendía unpequeño bulto envuelto en albura.

— ¿Qué es?— Lo que me pediste. — Renn

parecía sorprendida— . Lo que me

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he pasado la mayor parte de la nochepreparando.

Torak estaba horrorizado. Casilo había olvidado. Si se hubieramarchado sin eso, ¿qué habría sidode su plan?

— Te he puesto también unascuantas hierbas purificadoras — dijoRenn.

— ¿Por qué?— Bueno… es que si… si

matas al oso, quedarás impuro. Loque quiero decir es que no deja deser un oso, no deja de ser otrocazador, aunque lleve un demonio

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dentro. Necesitarás purificartedespués.

¡Qué propio de Renn preveresas cosas y qué tranquilizador leresultaba a Torak que creyera que éltenía alguna probabilidad!

Lobo soltó un gañidoimpaciente, y Torak inspiróprofundamente. Había llegado lahora de marcharse.

Cuando empezaban a cruzar elclaro, Torak recordó que habíadejado el cuerno en el refugio ycorrió a buscarlo. Cuando salió, alabrir la bolsa de los remedios con

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dedos temblorosos, el cuerno se lecayó de entre las manos.

Fue Fin-Kedinn quien lorecogió.

El jefe de los Cuervos caminabacon la ayuda de unos palosahorquillados. Al examinar el cuernode los remedios que tenía en la mano,el rostro de Fin-Kedinn palidecióintensamente.

— Esto era de tu madre — dijo.— ¿Cómo lo sabes? — preguntó

Torak parpadeando.Fin-Kedinn guardó silencio y se

lo devolvió.

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— No lo pierdas nunca.Torak se guardó el cuerno en la

bolsa. Le pareció un comentario muyraro, teniendo en cuenta adónde sedirigía. Cuando se daba la vueltapara marcharse, Fin-Kedinn lo llamóotra vez.

— Torak.— ¿Qué?— Si sobrevives, hay un sitio

para ti entre nosotros. Si lo quieres.Torak estaba demasiado

sorprendido para hablar. Paracuando se hubo recuperado, el jefede los Cuervos ya se alejaba con el

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rostro tan impenetrable comosiempre.

Las Montañas Altas estabanribeteadas de oro cuando Torakavanzó haciendo crujir la nieve hacialos Cuervos. Oslak le tendió el sacopara dormir y el odre de agua; Rennle dio el hacha, el arco y el carcaj.Le sorprendió que Hord lo ayudara aponerse el fardo. Tenía aspectodemacrado, pero parecía haberaceptado que no era él quien iría enbusca de la Montaña.

Saeunn hizo la señal de la manosobre Torak, y luego sobre Lobo.

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— Que el guardián vuele conlos dos — dijo.

— Y que también corra convosotros — añadió Renn tratando desonreír.

Torak le hizo una leveinclinación de cabeza. Sólo deseabamarcharse.

Los Cuervos lo observaron ensilencio emprender el camino através de la nieve mientras Lobotrotaba sobre las huellas del chico.

Torak no miró atrás.

El Bosque estaba silencioso,

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pero cuando Lobo se puso a lacabeza, pareció entusiasmado y nadatemeroso. Torak avanzaba lentamentey con dificultad tras él, formandonubecillas con el aliento. Hacíamucho frío, pero gracias a Vedna élno lo sentía. Mientras Torak dormía,ella le había dejado las prendasnuevas en el refugio: un jubóninterior de piel de pato, cuyos suavesplumones le tocaban la piel; unapelliza con capucha y calzas hechascon el cálido pellejo invernal delreno; mitones de pelo de liebresujetos con una cinta que pasaba por

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las mangas; y sus viejas botas,hábilmente remendadas con parchesde resistente piel de pata de reno,rellenas de pelo de marta, y con unastiras de piel de cazón cosidas a lassuelas para mejorar la adherencia.

Vedna hasta había desprendidola piel de clan del viejo jubón deTorak y se la había cosido en lapelliza. La banda de pelaje de loboestaba raída y sucia, pero era muypreciada para él. La había preparadoPa.

Lobo se desvió para investigaralgo, y Torak se puso

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instantáneamente en guardia. Setrataba de unas huellas de ardillaminúsculas, como si tuvieran formade manos. Torak siguió el senderomientras la ardilla brincaba entrematorrales de enebro cubiertos denieve para acabar dando unoscuantos saltos asustados ydesaparecer hacia lo alto de un pino.

Torak se echó atrás la capucha ymiró alrededor.

En el Bosque reinaba una calmaabsoluta. Fuera lo que fuese lo quehabía asustado a la ardilla, habíadesaparecido. Pero Torak estaba

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enfadado consigo mismo. Él tambiéndebería haber advertido esas huellas.

«Permanece alerta.» Unarrendajo los siguió de árbol enárbol al tiempo que avanzaban. Elsol se elevó en un cielo sin nubes.Torak no tardó en empezar a jadear acausa de su trabajoso andar, pues ibahundido hasta la rodilla en ladeslumbrante nieve. Había decididono llevar raquetas porque, aunquecon ellas se caminaba másfácilmente, serían una molestia sitenía que moverse con rapidez.

Lobo se las apañaba mejor,

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pues su estrecho pecho cortaba lanieve como una canoa que atraviesael agua. A media mañana, sinembargo, incluso el lobezno seestaba cansando. El terreno ascendíade manera regular, como Krukoslikhabía dicho que sucedería.

— Mi abuelo llegó una vezcerca de la Montaña — habíaexplicado cuando Torak lo habíadespertado en plena noche— . Tancerca que pudo sentirla. Desde aquí,sigue el arroyo hacia el norte y verásque el terreno asciende, hasta que tehallarás a la sombra de las Montañas

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Altas. Hacia el mediodía llegarás aun abeto rojo, alcanzado por un rayo,en la entrada de un barranco, que esdemasiado escarpado para trepar porél, pero hay un sendero que asciendepor su flanco occidental…

— ¿Qué clase de sendero?— había querido saber Torak— .¿Quién lo abrió?

— Nadie lo sabe.Sencillamente, síguelo. Ese árbol delrayo… tiene el poder de proteger.Defiende el sendero de cualquiermal. Quizá te proteja a ti también.

— ¿Qué hago entonces? ¿Hacia

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dónde voy?— Sigue el sendero.

— Krukoslik había extendido lasmanos— . En algún lugar, al final delbarranco, se alza la Montaña.

— ¿A qué distancia?— Nadie lo sabe. Mi abuelo no

llegó muy lejos antes de que elEspíritu lo detuviera. El Espíritusiempre detiene a la gente. Tal vez…tal vez tú seas distinto.

«Tal vez», se dijo Torakavanzando penosamente por la nieve.

Si su plan funcionaba, si elEspíritu del Mundo atendía a su

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ruego, el oso quedaría destruido y elBosque sobreviviría. Si no, no habríauna segunda oportunidad. Ni para élni para el Bosque.

Delante de Torak, Lobo levantóla cabeza, olisqueó y se le erizó elpelo del lomo. ¿Qué habría captado?

Unos pasos más allá, Torakadvirtió que algo había arrancado lanieve de las puntas de las ramas queestaban más o menos a la altura delhombro. Encontró entonces unarbolillo de enebro con variasramitas mordisqueadas.

— Un ciervo — murmuró.

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Un revoltijo de huellas se loconfirmó. Por el aspecto que teníanse trataba de un solo ciervo,probablemente un macho, porque losmachos no levantan las patas tan altocomo las hembras, y Torak vioindicios en la nieve de que las habíaarrastrado.

Pero si no era más que unciervo, ¿por qué se le había erizadoel pelo del lomo a Lobo?

Torak miró alrededor. Percibíacómo el Bosque contenía el aliento.

Las huellas del oso atrajeron suatención hacia la nieve.

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No las había visto antes por loespaciadas que estaban, pero en esemomento distinguió las huellas deldescenso del ciervo, presa delpánico, por la ladera que quedabamás abajo, mientras las huellas deloso se precipitaban tras él. Ladistancia de las zancadas eraaterradora.

Haciendo un esfuerzo portranquilizarse, Torak se obligó aexaminar el rastro. El oso habíacorrido al galope, pues las huellasestaban dispuestas al revés, es decir,las de las patas de atrás, parecidas a

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las humanas, iban por delante de lasde las patas delanteras, que eran másanchas. Cada una de ellas era tresveces el tamaño de su cabeza.

«Son recientes — se dijo— ,pero los bordes están un pocoredondeados. Aunque con este sol noestarán así mucho tiempo…» Lobosaltó por encima de las huellas,ansioso de proseguir.

Torak lo siguió más despacio.Cada arbusto y cada peñasco teníanforma de oso.

A medida que ascendían condificultad por la ladera, Lobo se fue

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excitando más y más: se adelantabadando brincos, para luego retrocederde nuevo hasta Torak, y emitiendopequeños sonidos que estaban amedio camino entre el gruñido y elgañido, lo instaba a seguir. Quizá porfin se estaban aproximando a laMontaña. Quizá por eso Lobo estabamás impaciente que asustado. Torakdeseó poder compartir esaimpaciencia suya, pero todo cuantosentía era el peso del Nanuak en elcinturón y la amenaza del oso.

Un rugido distante hendió elBosque.

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El arrendajo soltó un graznido ylevantó el vuelo.

Torak aferró la empuñadura delcuchillo con tanta fuerza que se hizodaño. ¿Estaba muy cerca? ¿Dónde seencontraba? No supo decirlo.

Lobo estaba esperando a que loalcanzara; tenía el pelo del lomoerizado, pero llevaba la cola alta. Elsignificado de esa actitud estabaclaro: «Todavía no.»

Al vadear a través de la nieve,Torak se preguntó qué les habríapasado a las almas del oso. Despuésde todo, como había dicho Renn,

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seguía siendo un oso; antaño debíade haber pescado salmones y sehabría alimentado de bayas, y habríadormido profundamente durante elinvierno. ¿Estarían aún las almasdentro de su cuerpo, con el demonio?¿Atrapadas, aterrorizadas?

Torak rodeó un peñasco, y ahíestaba el abeto alcanzado por unrayo.

Le flaquearon los ánimos.Por encima de él, las Montañas

Altas se erigían hacia el cielo,cegadoramente blancas. El barrancolas cortaba cual tajo de cuchillo y se

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internaba más y más en las MontañasAltas, cuyos extremos se perdían enuna nube impenetrable. Un angostosendero, que arrancaba serpenteantedesde donde se hallaba Torak, seaferraba al lado occidental de lasmontañas. ¿Quién había abierto esesendero? ¿Y con qué propósito?¿Quién se atrevería a poner un pie enél y se aventuraría en ese parajehechizado?

De pronto las nubes que habíaal final del barranco se desgarraron,y Torak vio qué había más allá: laMontaña del Espíritu del Mundo, en

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cuyas faldas se arremolinaban nubesde tormenta, y de cuya cima,inimaginablemente alta y que seerigía hasta perforar el cielo,emanaba un frío intenso pero sinviento.

Torak cerró los ojos, pero aúnfue capaz de notar el poder delEspíritu que lo obligaba aarrodillarse. Sintió su rabia. LosDevoradores de Almas habíanconjurado un demonio del OtroMundo y habían liberado a unmonstruo en el Bosque. Habían rotoel pacto. ¿Por qué iba el Espíritu a

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ayudar a los clanes, cuando alguienentre ellos había sido tan malévolo?

Torak agachó la cabeza. Nopodía continuar. Estaba de más enese lugar. Ésa no era la morada delos hombres, sino la de los espíritus.

Cuando abrió los ojos, laMontaña había desaparecido, una vezmás envuelta en nubes.

Torak se sentó sobre lostalones.

«No puedo hacerlo — se dijo— . No puedo subir ahí arriba.»Lobo se sentó delante de él, con susojos en forma de lágrima tan claros

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como el agua.«Sí puedes. Estoy contigo.»Torak negó con la cabeza.Lobo continuó mirándolo

fijamente.Torak pensó en Renn, en Fin-

Kedinn y en los Cuervos, y en todoslos demás clanes que ni siquieraconocía. Pensó en las incontablesvidas en el Bosque. Pensó en Pa, nocuando yacía moribundo en los restosdel refugio, sino en Pa como habíaestado justo antes de que el oso losatacara: riéndose de las bromas deTorak.

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Una profunda pena despertó enel pecho del chico. Sacó el cuchillode la vaina y se quitó el mitón paraposar la mano sobre la fría pizarraazul.

— No puedes detenerte ahora— dijo en voz alta— . Hiciste unjuramento. Se lo juraste a Pa.

Se quitó el arco y el carcaj y losapoyó contra el árbol. Hizo lo mismocon el fardo, el saco para dormir, elodre y el hacha. No los necesitaría;sólo el cuchillo, el Nanuak en subolsita de piel de cuervo, y elpequeño bulto de albura de Renn que

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llevaba en la bolsa de los remedios.Con una última mirada hacia el

Bosque, siguió a Lobo senderoarriba.

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En cuanto Torak puso un pie en

el sendero, el frío se tornó intenso.El aliento le crujía en las fosasnasales, y se le habían pegado laspestañas. El Espíritu le advertía queretrocediera.

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A Torak se le resquebrajaba elhielo bajo las botas, y cada paso quedaba resonaba en el barranco. Encambio, las mullidas patas de Lobono producían sonido alguno. Ellobezno, que tenía el hocico relajadoy meneaba levemente la cola, se diola vuelta y esperó a que Torak loalcanzara. Era como si le alegrarahallarse allí.

Jadeando, Torak llegó a sualtura. El sendero era tan estrechoque apenas disponían de espaciopara estar uno al lado del otro. Torakmiró hacia abajo… y deseó no

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haberlo hecho. El fondo del barrancoestaba ya muy por debajo de ellos.

Treparon todavía más. El soliluminó el otro flanco del barranco yel resplandor se tornó cegador. Elhielo se volvió traicionero. CuandoTorak se acercó demasiado al bordedel sendero, el hielo se desprendió, yel chico estuvo a punto de caer alvacío.

Unos cuarenta pasos másadelante, el sendero se volvíaligeramente más ancho bajo unsaliente rocoso. Éste era pocoprofundo para convertirlo en cueva,

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pues no era más que una hondonadaen la que se veía el basalto negro delflanco del barranco. Al verla, Torakse animó porque había confiado enencontrar alguna clase de refugio. Lonecesitaba si su plan iba a…

Junto a él, Lobo se puso tenso.El animal miraba hacia las

profundidades del barranco, con lasorejas hacia delante y todos los pelosdel lomo erizados.

Protegiéndose los ojos con lamano, Torak escudriñó desde elborde. Nada. Troncos de árbolesnegros. Peñascos cubiertos de nieve.

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Perplejo, estaba a punto de darse lavuelta para marcharse cuando el osoapareció de repente, como lo hacenlos osos. Primero se produjo unmovimiento en el fondo delbarranco… y luego apareció.

Incluso desde aquella distancia,a unos cincuenta o sesenta pasosdebajo de donde estaba Torak, seveía enorme. Mientras el chicopermanecía paralizado en su sitio, eloso se meció de un lado a otro,olfateando.

No detectó ningún olor. Torakestaba demasiado arriba. El oso no

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sabía que estaba allí. Torak observóque la fiera se daba la vuelta ydescendía por el barranco, endirección al Bosque.

Ahora Torak tenía que haceralgo impensable. Tenía que lograrque volviera.

Pero sólo había una manerasegura de conseguirlo. Se quitó losmitones y sopló para calentarse losdedos; luego se soltó la bolsita depiel de cuervo del cinturón. Trasdesatar la cuerda de pelo que lasujetaba, abrió la cajita de corteza deserbal, y el Nanuak lo contempló.

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Los ojos del río, el diente de piedra,la lámpara.

Lobo profirió un sonido grave,entre el gruñido y el gañido.

Torak se lamió los labioscortados por el frío. De la bolsa delos remedios, sacó el pequeño bultode albura de Renn. Se embutió lashierbas purificadoras y el envoltoriode albura en el cuello de la pelliza ycontempló lo que Renn había hechopara él durante la noche. Era unsaquito de hierba trenzada y anudada,de una malla tan fina que sostendríahasta los ojos del río, pero permitiría

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que la luz de la lámpara pasase através; esa luz que Torak no podíaver, pero el oso sí.

Teniendo buen cuidado de notocar el Nanuak con las manosdesnudas, volcó la lámpara, el dientede piedra y los ojos del río en elsaquito de hierba trenzada, lo cerró yse pasó el cordón por la cabeza.Llevaba el Nanuak colgando aldescubierto sobre el pecho.

Los ojos de Lobo reflejaron unalevísima luz dorada yresplandeciente: si Lobo la veía,también lo haría el demonio. Torak

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contaba con que así fuera.Se dio la vuelta para enfrentarse

al oso, que se hallaba a ciertadistancia del barranco, moviéndosesin esfuerzo a través de la nieve.

— Aquí lo tienes — dijo Toraksin alzar la voz para no provocar laira del Espíritu del Mundo— . Estoes lo que andabas buscando: lo másbrillante de esas almas brillantes alas que tanto odias, a las que ansiasapagar para siempre. Ven a cogerlo.

El oso se detuvo. Unestremecimiento recorrió la macizamole que era su lomo. La gran

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cabezota giró. El oso se volvió yempezó a dirigirse de nuevo haciaTorak.

Torak experimentó una ferozoleada de júbilo. Ese monstruo habíamatado a Pa, y él había estadohuyendo desde entonces. Ahora ya noiba a huir más. Iba a luchar contra él.

El oso era más rápido de lo queTorak había esperado y no tardó enestar debajo de él. A la manera delos hombres, se alzó sobre las patastraseras. Aunque Torak estabacincuenta pasos más arriba, lo viocon la misma claridad que si pudiera

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tender la mano y tocarlo.El oso levantó la cabeza y clavó

su mirada en la de Torak… y ésteolvidó al Espíritu, olvidó sujuramento a Pa. Ya no estaba de pieen un gélido sendero de montaña,sino en el Bosque. Del refugiodestrozado le llegó el gritodesesperado de Pa: «¡Torak!¡Corre!»

No pudo moverse. Quiso correr,quiso ascender a toda velocidad elsendero hasta el saliente, como sabíaque debía hacer, pero no pudo. Eldemonio estaba sorbiéndole la

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voluntad, atrayéndolo hacia abajo,hacia abajo…

Lobo gruñó.Torak consiguió liberarse y

ascendió tambaleante el sendero.Mirar fijamente esos ojos había sidocomo mirar el sol: su imagenbordeada de verde le había quedadoestampada en la mente. Oyó el crujirdel hielo cuando el oso empezó atrepar con las garras por la falda delbarranco. Torak imaginó que subíacon letal facilidad. Tenía que llegaral saliente, o no le quedaría la másmínima oportunidad.

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Lobo ascendió a saltos elsendero. Torak resbaló y cayó sobreuna rodilla. Luchó por ponerse enpie. Echó un vistazo por encima delborde. El oso había trepado un terciodel camino.

Torak siguió corriendo. Llegó alsaliente y se dejó caer en el huecorocoso, doblado en dos y jadeandopara recuperar el aliento. Ahoradebía poner en marcha el resto delplan: había que llamar al Espíritupara pedirle ayuda.

Esforzándose en ponersederecho, se llenó el pecho de aire,

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echó atrás la cabeza y aulló.Lobo se sumó al aullido, y sus

gritos desgarradores sacudieron elbarranco para resonar una y otra vezpor las Montañas Altas.

«Espíritu del Mundo — aullabaTorak— . ¡Te traigo el Nanuak!¡Escúchame! ¡Envía tus poderes paraaplastar al demonio que asola elBosque!

Debajo de él, el oso se estabaacercando… y el hielo caía conestrépito al barranco.

Torak aulló una y otra vez hastaque le dolieron las costillas.

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«Espíritu del Mundo, oye misúplica…» No ocurrió nada.

Torak dejó de aullar. El horrorlo invadió. El Espíritu del Mundo nohabía respondido a su ruego. El osovenía por él…

Se dio cuenta de pronto de queLobo también había dejado de aullar.

«Mira detrás de ti, Torak.» Sedio la vuelta y vio a Hord queblandía el hacha hacia él.

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Torak se agachó, y el hacha le

pasó siseando junto a la oreja parahacer añicos el hielo donde él habíaestado un momento antes.

Hord la arrancó otra vez.

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— ¡Dame el Nanuak!— exclamó— . ¡Tengo que llevarlo ala Montaña!

— ¡Apártate de mí! — chillóTorak.

Desde el borde del barranco lesllegó el rechinar del hielo. El oso seacercaba a la cima.

El demacrado rostro de Hord seretorció de dolor. Torak no pudoimaginar cómo se las había apañadopara seguirles el rastro a través delBosque en que rondaba el oso, y parahacer frente a la ira del Espíritu alaventurarse sendero arriba.

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— Dame el Nanuak — repitióHord.

Lobo avanzó hacia élprofiriendo un estremecedor gruñidocon todo su cuerpo. Ya no era unlobezno; era un lobo, joven y feroz,que defendía a su hermano decarnada.

Pero Hord lo ignoró.— ¡Tengo que conseguirlo! ¡Lo

que está pasando es culpa mía!¡Tengo que conseguir que termine!

De repente Torak lo entendiótodo.

— Fuiste tú — dijo— . Tú

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estabas allí cuando crearon al oso.Estabas con el clan del Ciervo Rojo.Ayudaste al Devorador de Almastullido a atrapar al demonio.

— ¡Yo no lo sabía! — protestóHord— . Dijo que necesitaba un oso.Yo cacé uno joven para él. ¡No sabíaqué iba a hacer!

Entonces ocurrieron variascosas a la vez: Hord blandió el hachahacia el cuello de Torak. Torak seagachó. Lobo saltó hacia Hord y lehincó los dientes en la muñeca. Hordgritó a voz en cuello y soltó el hacha,pero con el puño libre empezó a

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descargar una lluvia de golpes sobrela cabeza desprotegida de Lobo.

— ¡No! — gritó Torak altiempo que sacaba el cuchillo y seabalanzaba hacia Hord. Hord agarróa Lobo del pescuezo y lo arrojó albasalto; después se dio la vueltarápidamente y arremetió contra elNanuak que pendía del cuello deTorak.

Torak se apartó de un tirónfuera de su alcance. Hord seabalanzó entonces hacia las piernasdel chico y lo hizo caer de espaldascontra el hielo. Pero al caer, Torak

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se arrancó el saquito del cuello y loarrojó sendero arriba, lejos delalcance de Hord. Lobo se puso enpie con una sacudida, y saltandohacia el saquito lo cogió en plenovuelo, pero cayó peligrosamentecerca del borde del barranco.

— ¡Lobo! — gritó Torakforcejeando debajo de Hord, que sele había montado a horcajadas en elpecho y le sujetaba los brazos conlas rodillas.

Las patas traseras de Loboescarbaron desesperadamente en elborde. Exactamente desde debajo de

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Lobo les llegó un rugido amenazador,y en ese momento las negras garrasdel oso hendieron el aire y casirozaron las patas de Lobo…

El lobezno logró izarse con unesfuerzo enorme y volver al sendero.Pero, por primera vez, decidiódevolver lo que Torak le había tiradoy dio brincos hacia él con el Nanuakentre los dientes.

Hord se estiró para alcanzar elsaquito. Torak liberó una mano yarrastró por el suelo el brazo paraapartarlo. Si no tuviera el brazo quesostenía el cuchillo sujeto bajo la

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rodilla de Hord…Un rugido sobrenatural desgarró

el barranco. Horrorizado, Torak vioque el oso se alzaba por encima delborde del sendero.

Y en ese momento final, en queel oso se elevaba imponente sobreellos, en que Lobo se detenía con elNanuak entre los dientes, en esemomento final, mientras Torakforcejeaba con Hord, captó elverdadero significado de la Profecía:«El Que Escucha le entrega la sangrede su corazón a la Montaña.»

La sangre de su corazón.

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Lobo.«¡No!», gritó Torak

mentalmente.Pero sabía qué tenía que hacer.

De modo que le gritó en voz bien altaa Lobo:

— ¡Llévalo a la Montaña! ¡Uff!¡Uff! ¡Uff! — La dorada mirada deLobo se clavó en la suya— . ¡Uff!— jadeó Torak. Le dolieron los ojos.

Lobo se dio la vuelta y saliódisparado sendero arriba hacia laMontaña.

Hord gruñó de furia y setambaleó en su persecución… pero

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resbaló y cayó hacia atrás, chillando,en brazos del oso.

Torak se puso en pieprecipitadamente. Hord aún estabagritando. Tenía que ayudarlo…

Desde lo alto les llegó uncrujido ensordecedor.

El sendero tembló. Torak cayóde rodillas.

El crujido fue aumentando hastaconvertirse en un estruendo. Torak searrojó bajo el saliente… y unosinstantes después llegó la avalancha:un mortífero alud de nieve que hizodesaparecer a Hord, que hizo

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desaparecer al oso, y se los llevó aambos aullando hacia su muerte.

El Espíritu del Mundo habíaescuchado el ruego de Torak.

Lo último que vio Torak fue aLobo, con el Nanuak aún entre losdientes, corriendo bajo la nieveatronadora hacia la Montaña.

— ¡Lobo! — gritó. Peroentonces el mundo entero se volvióblanco.

Torak nunca supo cuánto tiempohabía pasado agazapado contra lapared rocosa, con los ojos

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firmemente cerrados.Por fin adquirió conciencia de

que el retumbar se habíatransformado en ecos, y que los ecosse estaban tornando más débiles. ElEspíritu del Mundo se alejaba agrandes zancadas hacia las MontañasAltas.

Y el sonido de sus pisadasdisminuyó hasta convertirse en unsiseo de nieve que se asentaba…

Luego en un susurro…Y por fin en silencio. Torak

abrió los ojos.Veía más allá del barranco. No

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había quedado enterrado en vida. ElEspíritu del Mundo había pasadosobre el saliente y le había permitidovivir.

Pero ¿dónde estaba Lobo?Se puso en pie y fue

tambaleándose hasta el borde delsendero. El frío mortal habíadisminuido. Vio las Montañas Altasa través de una bruma de nieve quese asentaba. A sus pies, el barrancohabía desaparecido bajo un caos dehielo y rocas, y enterrados en élyacían Hord y el oso.

Hord había pagado con su vida,

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y el oso no era más que una carcasavacía, pues el Espíritu habíadesterrado al demonio al OtroMundo. Quizá las almas del osoestarían ahora en paz, después de sulargo encarcelamiento con eldemonio.

Torak había cumplido eljuramento que le hiciera a Pa: habíaentregado el Nanuak al Espíritu delMundo, y el Espíritu había destruidoal oso.

Sabía que era así, pero nolograba sentir todo eso. Lo único quesentía era un dolor en el pecho.

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¿Dónde estaba Lobo? ¿Habríallegado a la Montaña antes de laavalancha de nieve? ¿O yacía éltambién enterrado bajo el hielo?

— Por favor, que esté vivo— musitó Torak— . Por favor.Nunca en mi vida volveré a pedirnada más.

La brisa le movió el pelo, perono trajo respuesta alguna.

Un cuervo joven sobrevoló lasMontañas Altas graznando ybailando, disfrutando del placer devolar. Del este le llegó un retumbarde cascos. Torak supo qué

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significaba. Significaba que los renosestaban descendiendo de los montes.El Bosque volvía a la vida.

Al darse la vuelta, vio que lasenda hacia el sur seguía despejada;sería capaz de encontrar el caminode regreso hasta Renn y Fin-Kedinn ylos Cuervos.

En ese instante, desde el norte,desde más allá del torrente de hieloque bloqueaba el sendero, desdedetrás de las nubes que ocultaban laMontaña del Espíritu del Mundo, lellegó el aullido de un lobo.

No era el agudo y tembloroso

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aullido de un lobezno, sino laauténtica canción de un lobo jovenque le desgarraba a uno el corazón.Y aun así seguía siendo lainconfundible voz de Lobo.

El dolor en el pecho de Torakse liberó para volar libremente.

Mientras escuchaba la músicadel canto de Lobo, otras voces delobo se unieron a él y se trenzaronunas con otras, pero sin llegar aahogar nunca aquella voz clara y tanquerida. Lobo no estaba solo.

Las lágrimas nublaron los ojosde Torak porque comprendió de qué

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se trataba. Lobo estaba aullando sudespedida. No iba a regresar.

Los aullidos cesaron, y Torakinclinó la cabeza.

— Pero está vivo — dijo en vozalta— . Eso es lo que importa. Estávivo.

Ansió aullar en respuesta,decirle a Lobo que no era parasiempre, que algún día encontraríaalguna forma de que pudieran estarjuntos. Sin embargo, no se le ocurríacómo decirlo porque en la lengua delos lobos no existe el futuro.

En lugar de aullar, lo dijo en su

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propia lengua. Sabía que Lobo no leentendería, pero también sabía que seestaba haciendo la promesa tanto a símismo como a Lobo.

— Algún día — exclamó, y suvoz resonó en el aire radiante— ,algún día estaremos juntos.Cazaremos juntos en el Bosque.Juntos… — Se le quebró la voz— .Te lo prometo, hermano lobo.

No le llegó respuesta alguna.Pero Torak no la esperaba. Habíahecho su promesa.

Se agachó para coger un puñadode nieve con que refrescarse la cara

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que le ardía. Le sentó bien. Cogió unpoco más y se la frotó en la frentepara quitarse la Marca de la Muerte.

Entonces se dio la vuelta y echóa andar de regreso al Bosque.

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Nota de la autora

Si pudieras regresar al mundode Torak, una parte de él te resultaríaasombrosamente familiar, y otraabsolutamente extraña. Habríasretrocedido seis mil años, hasta untiempo en que el Bosque cubría todoel noroeste de Europa. La Edad deHielo habría concluido varios milesde años antes, de forma que losmamuts y los tigres diente de sable sehabrían extinguido; y aunque lamayor parte de los árboles, plantas y

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animales serían los mismos que hoyen día, los caballos de bosque seríanmás fuertes, y te sorprendería ver porprimera vez un uro: un enorme torosalvaje con cuernos hacia el frenteque medía unos dos metros de altodesde el lomo hasta el suelo.

La gente del mundo de Toraktendría el mismo aspecto que tú oque yo, pero su modo de vida tesorprendería de lo distinto que era.Los cazadores vivían en pequeñosclanes y se trasladabanconstantemente: unas vecespermanecían en un campamento sólo

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unos días, como Torak y Pa del Clandel Lobo, y otras se quedabandurante una luna entera o unaestación, como los clanes del Cuervoo del Jabalí. Aún no habían oídohablar de la agricultura ni habíandescubierto la escritura, los metaleso la rueda. No los necesitaban. Eranmagníficos supervivientes. Lo sabíantodo sobre animales, árboles, plantasy piedras del Bosque. Cuandoquerían algo, sabían dóndeencontrarlo o cómo fabricarlo.

Gran parte de lo que aquí cuentohe podido aprenderlo de la

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arqueología, es decir, de los restosde armas, alimentos, ropas y refugiosque los clanes dejaron tras de sí en elBosque. Pero eso es sólo una parte.¿Cómo pensaban? ¿Qué creenciastenían sobre la vida y la muerte, y dedónde procedían éstas? Para ello heestudiado las vidas de cazadores máscercanos en el tiempo, incluidasalgunas tribus de indios americanos,los inuit (esquimales), los san delÁfrica meridional y los ainu deJapón.

Y aun así queda todavía lacuestión de qué se sentía en realidad

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al vivir en el Bosque. ¿A qué sabe laresina de abeto rojo? ¿O el corazónde reno, o el alce ahumado? ¿Cómoera dormir en uno de los refugiosabiertos del Clan de los Cuervos?

Por suerte, es posibleaveriguarlo, al menos hasta ciertopunto, porque hay partes del Bosqueque aún se conservan. Yo he estadoen ellas. Y hay veces en que se tardasólo unos tres segundos en retrocederseis mil años. Si oyes bramar alciervo rojo a medianoche oencuentras huellas recientes de loboque se cruzan con las tuyas; si de

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pronto tienes que convencer a un osomuy irritado de que no eres niamenaza ni presa… entonces hasretrocedido hasta el tiempo de Torak.

Quisiera dar las gracias a variaspersonas. Gracias a Jorma Patosalmipor guiarme a través de los bosquesde la Finlandia septentrional, porpermitirme probar un cuerno demadera de abedul, por enseñarme atransportar el fuego en un pedazo dehongo humeante, y por montones deotros trucos de caza y consejosprácticos en el Bosque. También

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quiero darle las gracias al señorDerrick Coyle, alabardero y maestroencargado de los cuervos de la Torrede Londres, por presentarme aalgunos cuervos extremadamenteaugustos. Por lo que respecta a loslobos, les debo mucho a las obras deDavid Mech, Michael Fox, LoisCrisler y Shaun Ellis. Y por finquisiera darles las gracias a miagente Peter Cox y a mi editora FionaKennedy por su entusiasmo y suapoyo constantes.

Michelle Paver, 2004

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