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SVLVIE TENENBRUM MENSAJERO
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Como Mejorar Tu Vida de Pareja-sylvie Tenenbaum

Jun 20, 2015

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HUGO SAENZ
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SVLVIE TENENBRUM

MENSAJERO

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Sylvie Tenenbaum

COMO MEJORAR TU VIDA DE PAREJA

Afectividad Psicología

Comunicación

® EDICIONES MENSAJERO

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Quedan prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Coyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproduc­ción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimien­to informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante al­quiler o préstamo públicos, así como la exportación e importación de esos ejemplares para su distribución en venta fuera del ámbito de la Unión Europea.

Título original: Bien gérer sa vie de couple Traducción del francés: Jesús Mendibelzua

Portada y diseño: Alvaro Sánchez

© Département Retz de la Librairie F. Nathan. 1 rué du Départ, 75014 París © 1996 Ediciones Mensajero, S.A. - c/. Sancho de Azpeitía, 2 - 48014 Bilbao

ISBN: 84-271-2019-2 Depósito Legal: BU-388.- 1996.

Impreso en: Aldecoa, S.L. - Pol. Ind. Villalonquéjar. c/. Condado de Treviño, s/n - Naves C.A.M., n.° 21 - 09001 Burgos

Introducción

"Erase una vez... y vivieron felices y tuvieron muchos hi­jos": así comienzan y acaban los cuentos que colmaron nues­tra infancia... de quimeras. Los puntos suspensivos corres­ponden a las hadas benévolas y perversas, a los Pies de Asno y las Blancanieves, Cenicientas, Bellas Durmientes del Bos­que y demás Caperucitas Rojas y Príncipes Encantados que transforman nuestra vida real en una obstinación crónica por intentar descubrir en nuestra pareja el Príncipe maravilloso o la Mujer soñada, queriendo vivir una relación de amor aleja­da de la realidad; realidad acerca de lo que somos, de lo que es el otro y de nuestro entorno.

Nada acontece como en los libros puesto que somos unos seres de todo punto diferentes y únicos.

Nada acontece como en los libros puesto que ansiamos en exceso asemejarnos a esos míticos personajes.

Nada acontece como en los libros puesto que nos encon­tramos limitados por nuestra lectura.

Nada acontece como en los libros puesto que dichos libros no nos refieren el "cómo" de sus historias.

Nada acontece como en los libros puesto que Piel de Asno resulta repelente hasta el final de sus días; Blancanieves, en-

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venenada por completo, renace una y otra vez; Cenicienta tie­ne unos pies enormes y las manos enrojecidas como conse­cuencia de las tareas domésticas; la Bella Durmiente del Bos­que se muere de vieja, absolutamente decrépita; su Príncipe Azul se desmaya de miedo, perdido en la maleza...

Es urgente que escribas tú mismo tu propia historia de amor.

PRIMERA PARTE

LA PAREJA:

CHOQUE DE DOS VISIONES

DEL MUNDO

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-1 Cada ser humano supone un sistema programado

Antes de que se establezca cualquier relación, una pareja consta de dos seres humanos, únicos y diferentes. Para com­prender lo que sucede con ocasión de un encuentro, de una elección de compañero, cuando se instaura una vida entre dos, resulta esencial saber que es lo que encierra en sí cada in­dividuo.

En efecto, no existen en el mundo dos personas que sean rigurosamente idénticas: entran en juego demasiados factores en la constitución de nuestra personalidad. Bien se trate de los procesos neurológicos, de la propia manera de pensar o sentir, de las aficiones y cualidades, somos todos seres diferentes unos de otros.

NUESTROS PROGRAMAS

patrimonio genético

situación familiar

. X programa

sociocultural

YO y ^

experiencia personal

Somos todos individuos únicos y, por lo mismo, diferentes.

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Construcción del edificio

Nuestra personalidad reúne una serie de elementos que podemos denominar programas. Y, aunque el término "pro­gramado" pueda hacer que rechinen los dientes de no pocos de nosotros, la programación de cada individuo constituye una realidad tan simple que es mejor asumirla como un he­cho adquirido, de igual suerte que aceptamos sin la menor duda que hay que comer para vivir. Por otro lado, nada existe que nos impida modificar o acomodar nuestros pro­gramas en cuanto algunos de ellos puedan antojársenos inapropiados o limitadores. La posibilidad de intervenir so­bre parte de lo adquirido constituye una de nuestras liber­tades básicas, de la misma manera que podemos modificar sin límites nuestros menús y elegir la comida que deseamos tomar.

Aceptemos, pues, el principio de que todo ser vivo es por­tador de unos "soportes lógicos", de unos programas bien definidos. En el caso del ser humano, los hay de cuatro clases: programas genéticos, familiares, socioculturales y, por fin, los que se derivan de nuestra experiencia personal. Por lo que to­ca a estos últimos, en la mayoría de las ocasiones nos progra­mamos a nosotros mismos de una manera inconsciente. Por ejemplo, un niño sufre un día el arañazo de un gato y dedu­ce de ello que todos los gatos son malos y peligrosos. Se ha forjado por sí solo semejante opinión acerca de los gatos y esa decisión formará parte de su auto-programación. Por supuesto que si, en un momento u otro, se percata de que tal conclu­sión es debida a una generalización efectuada a partir de una sola experiencia (cosa que suele ser frecuente), siempre estará en su mano, si lo desea, reconsiderar la idea en cuestión y desprenderse de ella.

Por consiguiente, cada ser humano supone un sistema único compuesto de diversos programas.

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EL PROGRAMA GENÉTICO

La suerte está echada

El ser humano, desde su concepción hasta el final de la vi­da, se ve influenciado por la propia constitución neurobioló-gica: es su parte innata, el resultado del azar genético de nues­tro nacimiento. Ese es nuestro programa básico, el más arcaico, aquel sobre el que menos podemos actuar. La perso­nalidad biológica hace que todos seamos únicos como conse­cuencia de nuestro patrimonio genético.

Desde la más remota antigüedad hasta nuestros días, gran­des pensadores, "clasificadores de personalidades" -sin du­da conmovidos ante semejante diversidad en lo íntimo de la especie humana y con objeto de reconocerse un poco mejor entre todos sus hermanos humanos-, han intentado clasifi­carlas, etiquetarlas y colocarlas dentro de unas tipologías tan variadas como las modas y las ideas de la época, intentando en ocasiones a la fuerza y a cualquier precio hacer que todos los hombres entraran en las categorías que habían elaborado; una vez conseguido semejante emplazamiento, multiplica­ron las descripciones, acompañándolas de interpretaciones psicológicas de las características físicas.

Son múltiples los criterios que han dado lugar a estas clasi­ficaciones: desde el tamaño del lóbulo de la oreja hasta la se­paración de las cejas pasando por la forma de las uñas, no ha sido dejado al azar ni un solo centímetro cuadrado del envol­torio humano. No hay que omitir tampoco las seculares teo­rías vinculadas al sexo: las interpretaciones de las diferencias biológicas entre el hombre y la mujer (constitución, ritmos, etc.) han dado pie a las mayores aberraciones, lo mismo que los estudios pseudocientíficos que describen las consecuen­cias del color de los cabellos o los ojos sobre la personalidad psicológica e intelectual...

No se detiene ahí la diversidad entre los seres humanos: nuestra fisiobiología interna condiciona de manera directa el influjo que los climas y el medio ambiente ejercen sobre el in-

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dividuo, su resistencia a las enfermedades, su capacidad de adaptación o sus ritmos biológicos. Desde este punto de vis­ta, si bien quedan aún muchas cosas por descubrir, el estado actual de los conocimientos corrobora con nitidez a la par esas diferencias y la unicidad de cada ser, puesto que, si bien resulta de todo punto evidente que los sistemas culturales po­seen una considerable fuerza sobre nuestra conducta, estos mis­mos dependen en no pequeña medida de lo biológico y lo fi­siológico.

Un gato no es un gato

Aun cuando cada individuo posee los mismos receptores sensoriales del medio ambiente (las orejas, los ojos, la piel, las papilas gustativas y la nariz), el funcionamiento de tales instru­mentos difiere en una proporción nada desdeñable entre una persona y otra. Con independencia de eso, ya sabemos que la elaboración de la realidad que captamos se deriva de unos procesos neuro-fisio-biológicos extremadamente com­plejos.

A ello se debe que, por ejemplo, los testimonios oculares de un mismo acontecimiento proporcionen en ocasiones unas versiones muy alejadas unas de otras. Si pides a diez personas que describan el mismo cuadro, acaso te quedes sorprendido ante la variedad de las descripciones y, en no pocos casos, ni siquiera reconozcas la obra original, ¡tal como tú la ves!

La construcción de la realidad es el resultado de numero­sas selecciones entre las sensaciones, selecciones que suponen otros tantos fenómenos humanos universales. La persona aprende a valerse de sus receptores de una manera selectiva (construyendo, en consecuencia, su propia realidad) intro­duciendo una serie de filtros que hacen que sólo determina­dos elementos del entorno sean retenidos en tanto que otros quedan rechazados. La construcción de nuestro universo es el producto de lo que captamos, habida cuenta de que elimi­namos multitud de informaciones. Los niños van aprendien-

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do de un modo no consciente tales modos selectivos de per­cepción (adoctrinados, de manera también inconsciente por sus padres) y por eso las informaciones que retienen son muy variables.

La construcción de la realidad supone, en definitiva, algo de todo punto personal e involuntario en la mayoría de las oca­siones (¿quien podría ser capaz de decidir no ver o no oír la mayor parte de las cosas?). Por ejemplo, cuando acudimos por primera vez a casa de alguien, no elegimos dar impor­tancia al color de las paredes, a la cantidad de libros o a la ca­pa de polvo que hay sobre las baldas, etc; reparamos en de­terminadas cosas, percibimos distintos elementos (visuales, auditivos, olfativos o del ámbito de las sensaciones, como "¡Aquí hace calor!"), en tanto que otro individuo captará otra serie de características. Por lo tanto, la percepción es conse­cuencia de la selección que efectuamos entre nuestras sensa­ciones. Viene a ser como una especie de criba llevada a cabo entre los múltiples e incesantes estímulos externos que nos asaltan segundo a segundo; dicha criba es, por lo demás, un proceso de todo punto necesario puesto que, al no saber que­hacer con todas esas informaciones, nos sentiríamos muy pronto saturados.

Tal vez pueda antojarse extraño que semejante selección pueda, en parte, proceder del contexto en el que crecemos. Eso no obstante, nuestros programas neurológicos se hallan condicionados en no pequeña medida por nuestras estructu­ras socio-genéticas. Si nos hemos educado en el campo o al borde del mar, filtraremos las informaciones sensoriales de una manera muy distinta a como lo haríamos si hubiéramos sido unos niños de ciudad. Lo que un ciudadano conoce co­mo "viento", será especificado con otros términos por un agricultor o un marinero. Lo que el ciudadano califica como "hierba", gozará de numerosas y distintas denominaciones en boca de un jardinero. De igual manera, un músico o afi­cionado a la música emplearán vocablos muy diferentes pa­ra describir una obra musical: no la escuchan con el mismo oí­do, puesto que no somos capaces de percibir más que aquello que acertamos a nombrar: la memoria dirige nuestras sensaciones.

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Realidad innegable y acaso hasta irritante: estamos progra­mados incluso en nuestras mas recónditas profundidades neu-rológicas. Una vez dicho esto, nos estará permitido hasta cierto punto ampliar el marco de nuestras percepciones: abrir los ojos, prestar oídos, recordar que existen olores sutiles e incrementar las propias posibilidades perceptivas es algo que está al alcance de quien lo desee.

EL PROGRAMA FAMILIAR

El capullo delicado

"La sombra de la familia oscurece la visión del individuo"1.

La familia constituye un lugar de aprendizaje que tendrá el máximo influjo, sin duda, a lo largo de la vida del individuo; por medio de ella es como más marcado quedará desde la más tierna infancia hasta el remate de la adolescencia, y, en consecuencia, en un época (cosa sobre todo válida para los primeros años) en la que uno es joven y especialmente maleable e influenciable, en tanto que apenas si goza de energía y poder sobre los demás y sobre el propio entorno.

Su inmaduro sistema nervioso soporta mal el agota­miento, carece de recursos para cuestionar y controlar y, por lo mismo, es susceptible de recibir cantidad de infor­maciones erróneas por carencia de posibilidades de verifica­ción. En tales circunstancias, no dispone de alternativas y su marco queda limitado a aquello que le viene dado.

La conducta del niño va viéndose modificada poco a poco gracias al contacto con el medio ambiente familiar y esas pre­siones resultan tanto más fuertes cuanto que su intensa urgen­cia de seguridad le dicta, de ordinario, una actitud de aceptación proporcional a su miedo a verse rechazado, a no sentirse amado. Para un niño, el conformarse a las órdenes, modelos,

1 R.D. Laing, La politique de lafamille, Stock, 1979, p. 27.

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exhortaciones y reglas de sus padres pasa a convertirse en una cuestión de supervivencia. Si bien la transgresión suele ser anhelada no pocas veces en la intimidad recóndita de sus sueños de rebelión, dicha transgresión aparece como algo temi­ble y amenazador a lo largo de muchos años, años intermina­bles en cuyo decurso se van instalando aprendizajes y progra­mas, hasta llegar a convertirse en automatismos, inconscientes en su mayoría.

El influjo de la familia es casi permanente durante toda la vida, en grados diversos, pero conviene caer en la cuenta del detalle de que realizamos una serie de aprendizajes desde el día de nuestro nacimiento hasta el de la muerte: aprendemos todos los días, y luego nos olvidamos de que hemos aprendido ya que sabemos cómo hacer las cosas. Precisamente a eso se debe el que gocemos de la posibili­dad de modificar algunas de esas cosas aprendidas y, sobre todo, de que seamos capaces de poner en práctica nuevos aprendizajes que nos satisfagan más, que se nos antojen más ventajosos. Tan sólo como consecuencia de que, en un momento determinado y en un contexto muy peculiar, op­tamos por lo que nos parecía que era el mejor modo de pro­ceder en función de aquello que podíamos realizar en dicho momento, es por lo que es definitivamente imposible pro­ceder de otra forma y por lo que tenemos que conducirnos siempre igual. Son muchos los caminos que conducen a un resultado positivo, ¡estudiemos el mapa de cerca antes de comprometernos y recordemos que existen varios más e in­cluso mejores!

Por ejemplo, imaginemos un muchacho que acaba de ob­tener un resultado pésimo en clase; siente auténtico pánico ante la reacción de su padre y falsifica las calificaciones en el boletín de notas (cosa que incrementa todavía más su mie­do ya que corre el riesgo de ser descubierto). Ese mismo día ha comprendido que mentir puede sustraerle de la cólera paterna y acaso, aunque de forma inconsciente, tome la de­cisión de mentir siempre que se vea sorprendido en falta por los representantes de la autoridad (patrón, etc.), limi-

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tándose con ello en sus opciones de conducta y perpetuan­do una modalidad de comportamiento que ya no resulta apropiada para las situaciones que se le presenten en la vi­da como adulto. Eso no obstante, más adelante podrá refle­xionar sobre la razón que provocó semejante conducta. Un niño que ha tenido miedo a su padre puede llegar a con­vertirse en una persona mayor que se permita el error y que, por lo tanto, no sienta miedo cuando se equivoca; se ofrece a sí mismo en tal caso la posibilidad de actuar de otra manera como, por ejemplo, la de decir simplemente la verdad.

El niño, mientras vive con sus padres, al observar a éstos va almacenando multitud de informaciones sobre sí mismo, sobre los demás y sobre el mundo. Aprende a percibir a las personas de su entorno, a conferir sentido a cuanto capta (si papá sonríe, es que está contento); a comunicarse merced al modelo pater­no. Graba una serie de normas (muy explícitas o implícitas),, ri­tuales y creencias (sobre sí y sobre el mundo); aprende a de­fenderse, a hacer frente a las amenazas, a desempeñar el papel de hombrecito o mujercita. Va engranando asimismo una can­tidad enorme de datos objetivos, de métodos y habilidades que le darán pie a ampliar su marco de autonomía material. De ese modo, año tras año va formándose su personalidad.

De ahí que el medio en el que uno crece influya a la vez so­bre las propias sensaciones, percepciones y pensamientos. Ya hemos visto cómo colocamos ciertos filtros sobre los recepto­res sensoriales, filtros que suponen una selección en nuestras percepciones. Ni que decir tiene que no somos capaces de captar todo lo que es perceptible (no disponemos de los per­trechos necesarios). Hay animales, por lo demás, que gozan de una agudeza sensorial muy superior a la nuestra en deter­minados ámbitos: las aves (sobre todo las de rapiña) tienen una vista extraordinaria; los murciélagos, delfines y ballenas (por no citar más) poseen una agudeza auditiva sorprendente por completo.

Nos hallamos, pues, ante unos filtros biológicos con respec­to a los cuales nuestros recursos son limitados. Eso no obs-

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tante, tenemos la facultad de mejorar el campo de las sensa­ciones mediante ejercicios apropiados, sin dejar de tener pre­sente que existen ciertos límites infranqueables para el ser humano.

¡Cuidado con los bebés!

Supuesto todo lo anterior, vamos a estudiar nuestros filtros biológicos programados, ya que es esencial conocer su exis­tencia y saber, como consecuencia, que cada individuo dispo­ne de una visión personal y única de cuanto le rodea, de la rea­lidad, de su realidad. Por ejemplo, de conformidad con los hábitos alimenticios de tu medio ambiente familiar, una taza de café que contenga cinco terrones de azúcar te puede resul­tar amarga o, por el contrario, ¡pensarás que estás bebiendo un jarabe! Tus papilas gustativas portan la huella de la familia. Este sencillo ejemplo muestra cómo nuestro contexto de aprendi­zaje es susceptible de influir sobre la interpretación que hacemos de las sensaciones y, comoquiera que se trata de un aprendizaje, cabe modificarlo, ya que el aprender está al alcance de cual­quiera.

De todo esto cabe deducir que no existe ninguna percep­ción que sea equivocada a priori y que el error más frecuente sobre el que suele descansar lo esencial de nuestros conflictos y dificultades (que nos enfrentan a unos con otros a lo largo de la vida) consiste en la idea ingenua por demás de que nuestra visión personal de la realidad es evidentemente la única posible y la más atinada; en cuanto al otro, ¡por necesi­dad tiene que ser tonto, malo, loco o perverso para pensar, actuar y reaccionar de otra manera!

Ese otro, sea quien fuere, no capta el mundo exactamen­te como tú, puesto que las "relaciones que el hombre man­tiene para con su entorno dependen a la par de su aparato sensorial y de la manera en que está condicionado para ac­tuar" 2. Las consecuencias del torpe empeño por convencer al otro de que está equivocado -cuando lo que ocurre es

2 T. Hall, La dimensión cachee, Le Seuil, 1971, p. 86.

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simplemente que su realidad es distinta de la tuya- suelen resultar las más de las veces inútiles y originadoras de amargura.

Dentro de nuestra familia es donde aprendemos a filtrar e interpretar las percepciones. En efecto, el contexto familiar es el que, por ejemplo, provoca el rechazo (o la atracción) res­pecto a determinado tipo de hombre o mujer. Para conferir cierto sentido a nuestra percepciones, nos apoyamos en las creen­cias o en los mitos familiares, y la mayoría de tales mitos se re­montan a tiempos muy antiguos y van siendo transmitidos y acondicionados de generación en generación.

Cuéntame una historia

Manteniendo la cabeza bien fresca y el ánimo tranquilo, resulta interesante cuestionarse uno a sí mismo acerca de los mitos que circulan dentro de la propia familia, no ignorando que gran parte de ellos son producto de generalizaciones aca­so perdidas en la noche de los tiempos y que, de ordinario, no descansan sobre ninguna base lógica. Dichos mitos, compar­tidos por lo general por los miembros de una familia (hasta su puesta en tela de juicio por parte de algunos disidentes re­fractarios y rebeldes para con la cultura familiar o con deter­minados aspectos de la misma), ofrecen, sin embargo, la ven­taja de evitar los conflictos abiertos pues suponen ciertos puntos de convergencia (con frecuencia implícitos), lo cual re­sulta muy tranquilizador: las cuestiones susceptibles de ser embarazosas quedarán en la sombra, olvidadas, borradas merced al automático acuerdo que evita en no pocas ocasio­nes tener que pensar...

Existe, empero, toda una serie casi ilimitada de ejemplos contrarios respecto al consuelo que se supone que propor­cionan semejantes mitos familiares: ¡pregúntales a Romeo y Julieta si el mito de la discordia obligatoria entre sus dos fa­milias era tan tranquilizador! Cuántas almas errantes siguen todavía acudiendo, por la noche, a postrarse a los pies del patriarca quien; hierático, violento y amenazador, les espeta:

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¡Jamás una Dupont se casará con un Durand! ¡En nuestra casa, somos siempre tenderos de padres a hijos! Para que un niño ande derecho, ¡sólo valen los golpes! ¡El amor, está bien en los libros! ¡Si se quiere triunfar, es menester sufrir! ¡La felicidad no existe!... ¡O hay que pagarla muy cara! etc.

¿Qué tal si, al filo de tus recuerdos, dentro de tu propia lis­ta, te planteas este par de interrogantes: qué es lo auténtica­mente verdadero... útil...? ¿Que podría suceder si dejara de creer en eso?

¿Te das cuenta de la cantidad de ideas y juicios que reci­bimos en el seno de nuestra familia y que constituyen nuestra personalidad sin que reparemos en ello? Desde la infancia, vamos viéndonos influenciados en nuestros pensamientos sobre temas tan importantes como la vida y la muerte, el hombre y la mujer (y sus respectivos papeles), el bien y el mal, las ideologías, los valores (para aceptarlos o rechazar­los, sin matices), todos los códigos de moral (los vicios y la virtud), los apriorismos y los principios, los prejuicios (de to­dos los órdenes y necesariamente discriminatorios), los de­rechos y deberes (cuándo, dónde, respecto a quién...), las costumbres (las hay buenas y malas, pero ¡cuidado que no se tornen en coacciones!)... Todas esas ideas se nos han ido transmitiendo por parte de la familia con absoluta buena fe y no somos capaces de enseñar y compartir sino aquello que sabemos y creemos.

¡Sí, creo!

¡Y es que no es cuestión de lanzarle al bebé al agua del ba­ño! Por el contrario, acaso no quedaría fuera de lugar el que nos planteáramos una serie de cuestiones acerca de todas las creencias, que las examináramos con nuestros propios filtros, los nuestros, a fin de conservar sólo aquellas que deseamos que perduren. La posibilidad de seleccionar las" propias ideas y pensamientos se asemeja mucho a la libertad. Con objeto

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de ayudarte en semejante tarea, puedes también entrete­nerte buscando ejemplos en contra de cada uno de los mitos que encuentres: ¡tal vez experimentes un no pequeño alivio y rechinen menos tus dientes cuando te digan que constitu­yes un sistema programado, ya que entonces lo estarás en menor grado! Cabe asimismo que repliques que sí, que po­sees una serie de programas y que eso es algo necesario y provechoso, cosa en la que tendrás toda la razón del mundo, una vez que hayas comprobado la utilidad de cada uno de dichos programas.

Con independencia de los mitos y creencias, la familia trasmite además una cantidad imponderable de reglas, por lo general formuladas en frases análogas a éstas: "es preciso...; no hay que...; se debe...; no se debe...", con todas las variantes posibles y acompañadas, por lo regular, de un "si no..." ame­nazador.

Esto supuesto, lo mismo que has hecho con los mitos pue­des realizar con las reglas que han ido jalonando tu infancia y adolescencia, concernientes, por ejemplo, a:

- La alimentación: "¡hay que tomar ensalada en cada co­mida, sino...!"

- La ropa: "¡hay que llevar siempre camisa, si no...!"

- Uno mismo: "¡no hay que mostrarse demasiado original en el vestir, si no...!"

- Los horarios: "¡es preciso levantarse temprano / comer a una hora fija / ir al baño a una hora fija, si no...!"

- Las palabras: "¡no hay que hablar del propio cuerpo, si no...!"

- La higiene: "¡lavarse demasiado el ombligo resulta peli­groso!"

Es preferible detener la enumeración; mejor será que cada uno localicemos tales reglas y las sometamos a nuestro pro­pio interrogatorio, a nuestro juicio como persona adulta, aun a riesgo de que inventemos otras, útiles y provechosas, que posibiliten nuestra expansión, el ensanchamiento de nuestra vi-

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sión del mundo. No existe regla alguna que sea buena o mala: sí hay algunas que cierran una cantidad enorme de puertas, en tanto que otras las abren con generosidad. Problema nues­tro será el elegir.

Mitos y normas suponen también un asunto personal: puede que encuentres que una creencia te resulta más o me­nos útil o coactiva, eso es asunto tuyo, y no implica ningún juicio sobre la persona que la posee, ya que forma parte de su programa, del mismo modo que tu creencia. Más vale no con­fundir a la persona con aquello que dicha persona cree o hace.

Mediante las modalidades de conducta, mitos y reglas, la familia nos ofrece un terreno de aprendizaje privilegiado en todos los ámbitos, y entre ellos no es el de menor importancia el de la comunicación, ya que el lenguaje no nos sirve sólo pa­ra suministrar informaciones, sino que refleja, palabra por palabra, nuestra visión de la realidad, quedando ésta confi­gurada (ya volveremos sobre ello más adelante) por el con­junto de nuestros programas.

¡Abracadabra!

Donde el niño aprende a hablar es en el seno de su propia familia: de qué, a quién, en qué contextos, qué es lo que tie­ne derecho a creer y a decir, lo que nunca debe expresar, so­bre todo dentro del campo de los sentimientos e ideas... Y la comunicación no se limita a las palabras, al lenguaje verbal: en su sentido mas amplio, es sinónimo de comportamiento. No cabe duda de que existen las palabras, pero también to­do cuanto las acompaña (o que se expresa sin palabras): lo no verbal (gestos, actitudes, mímica, silencio, maneras de proceder, etc.), y que supone una forma de expresión muy significativa.

Además, el niño comprende muy pronto el impacto de los mensajes que envía: las reacciones verbales y no verbales de sus interlocutores le van indicando con claridad el alcance de lo que acaba de hablar y la manera en que es comprendido e interpretado.

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Así van originándose para él las primeras reglas de la co­municación, reiterativas como toda regla, y van imprimién­dose en él hasta formar su lenguaje.

Más adelante veremos cómo los modelos de comunicación adquiridos en los primeros años de la vida inñuyen sobre las interacciones y los contactos y sobre toda la vida relacional de una persona, puesto que, desde que un ser humano accede a esta tierra, la comunicación se convierte para él en el factor más importante: "Determina el estilo de relación que estable­ce para con los demás y con todo cuanto le acontece en el uni­verso que le rodea"3.

De ahí que, cuando alguien expresa una idea por medio de una palabra (como, por ejemplo, "felicidad"), sea im­portante preguntarle lo que dicho vocablo significa para él, lo que entiende bajo ese término, ya que no es evidente que tú conozcas su propia concepción de la felicidad, que no tiene por qué ser por fuerza como la tuya. El lenguaje es un elemento fundamental en la elaboración del pensamiento. El espíritu humano va almacenando y organizando de for­ma estructurada cuanto le rodea, en rigurosa adecuación con sus programas

Esto explica que la evolución de nuestro pensamiento -y la misma evolución en su sentido general- quede condicionada por el lenguaje que utilizamos.

Todo lo que nos enseña nuestra familia hace referencia por necesidad a la lengua que en ella se emplea, factor esencial en la constitución de nuestros programas. Ni que decir tiene que una estructuración así atañe a las diferentes maneras de ex­presar los sentimientos propios. Dentro de semejante ámbito de expresión es como vamos aprendiendo a valemos de to­dos los medios que la comunicación de la familia pone a nuestra disposición: tanto las palabras como lo no verbal que el niño capta muy pronto: distancia entre las personas, con­tactos físicos regidos por unas reglas muy precisas, ademanes

3 V. Satir, Pour retrouver l'harmonie familiale, Éd. Universitaires, J.-P. De­terge, 1980, p.45.

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y mímica, ruidos y silencios, posición en el espacio, ritmos y presentación de sí mismo (ropa, etc.). Extrema sutileza de to­dos esos elementos entrecruzados, las más de las veces de manera inconsciente

Ejercicios de puntuación

La comunicación está también compuesta por los ritos fa­miliares: costumbres tales como el ritual de levantarse y acos­tarse, los ritmos o la organización del ocio, la frecuencia de contactos con los restantes miembros de la familia (desde las grandes fiestas tradicionales a las comidas del sábado con el tío Filiberto...), con los amigos, etc. Este cúmulo de ritos que realza los días del año es reiterativo y está cuidadosamente organizado; forma parte del ambiente del niño que lo integra y que, a su vez, instaurará más tarde (a veces con ciertas mo­dificaciones) en su propia familia.

Este rápido bosquejo de los modelos que constituyen un programa familiar puede antojarse muy oneroso y apremian­te, pero es necesario. No es posible imaginar que unos padres transmitan algo distinto a aquello que ellos conocen, pero ca­da generación es portadora de variantes y de evolución. Y es que, ¡tranquilicémonos!, es verdad que todos esos elementos (mitos, reglas y comunicación) son susceptibles de ser modi­ficados y mejorados si así lo decidimos.

EL PROGRAMA CULTURAL

El modelado, un juego de sociedad

Dentro de una sociedad, los grandes valores, que evolucio­nan, se nos transmiten mediante eso que se conoce bajo la denominación de la cultura; tales valores y principios constitu­yen una guía de saber actuar, decir, pensar y comunicar (a través de las palabras y el comportamiento).

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Las culturas son tan numerosas como los países (por no aludir a las culturas regionales, las subculturas que, en no pocos casos, suelen ser muy específicas); se apoyan sobre tradiciones intensamente estructuradas, que dirigen y codi­fican todos los tipos de conducta y el conjunto entero de la comunicación.

Un programa cultural viene a ser como un programa fa­miliar a escala más amplia: se trata de una constante presión del medio ambiente cuyo objetivo se centra en colocarle al indivi­duo dentro de un molde. Dicha elaboración social se vale de los padres para salir adelante, toda vez que ellos mismos la han sufrido.

Nos encontramos, en efecto, sumidos dentro del progra­ma que nuestra cultura nos impone. Portamos una especie de filtros culturales que nos mantienen en nuestros princi­pios y apriorismos, impidiéndonos incluso dirigir una mi­rada objetiva sobre nuestra propia cultura. Ya en el mismo instante en que nacemos, la cultura tiene un enorme influ­jo sobre nuestras percepciones y modelos de selección de todos los pensamientos. Al margen de eso, nos resulta por demás difícil cobrar distancia en relación con dicho progra­ma: es él el que ha modelado la capacidad de nuestros re­ceptores sensoriales, el que elabora nuestra conducta. ¿Có­mo ver aquello que no hemos aprendido a mirar? ¿Cómo oír aquello que no hemos aprendido a escuchar? ¿Y cómo dar un sentido distinto a las percepciones si no sabemos que es posible otra interpretación, si el medio ambiente fa­miliar no nos ayuda a ello? Con todo, disponemos de la po­sibilidad de adoptar una postura "meta" frente a nuestra cultura a fin de adoptar cierta distancia. Una buena manera de lograrlo consiste en estudiar a los demás y sobre todo, en comportarse como ellos, sin pretender emitir ningún jui­cio; en efecto, si decidimos observar una cultura diferente de nuestras propias estructuras de pensamiento, no sere­mos libres respecto a la comprensión de nuestras observa­ciones y calificaremos determinadas conductas como ab­surdas, raras, etc.

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Están por todas partes

Nuestro programa cultural se entrecruza con la vida ente­ra puesto que se insinúa en todos sus ámbitos:

- Las relaciones (o interacciones) entre los individuos: co­municación verbal y no verbal.

- La propia estructura de nuestra sociedad para con las nociones de clases, partidos y modalidades de gobierno.

- Las necesidades físicas (como la alimentación).

- La vida profesional mediante un código de trabajo y es­tructuras precisas.

- Los comportamientos específicos vinculados con los se­xos y las funciones dentro de la sociedad.

- El territorio mediante el aprendizaje de las relaciones es­paciales: necesidades: individuales, vivienda, frontera.

- Los ritmos vitales (la temporalidad), mediante la medida y el sentido del tiempo.

- Los conocimientos, mediante el aprendizaje del saber, primero informal (en la primera infancia) y luego profesional, su valor y su empleo dentro de la educación.

- Las diversiones y los juegos, mediante lo que está prohi­bido, sugerido, autorizado... o muy aconsejado.

- La defensa del individuo, mediante unos esquemas de creencias representados por las instituciones, los ritos y la medique suponen actitudes individuales peculiares.

- La utilización de la materia, mediante la noción de co­modidad, la explotación de recursos o la tecnología4.

Todos esos aspectos integran nuestra escenificación, nuestro programa cultural que nos influye hasta en la más estricta in­timidad. Esto es lo que explica los problemas que encuentran las personas que se instalan en un país de cultura diferente: to­do allí les resulta desconocido, nuevo, distinto..,.los códigos de

4 Según E.T. Hall, Le langage silencieux, Le Seuil, 1984.

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comunicación no verbal son diferentes y, al no permitirles sus propios programas interpretar tales mensajes, su adaptación no resulta sencilla, exactamente igual que los programas propios del país de acogida no les comprenden a ellos. Aun cuando dichos emigrantes posean la lengua del país de adopción, ese conocimiento no basta, ya que cada individuo se expresa su­poniendo que su interlocutor funciona de acuerdo con un có­digo similar al suyo. Además, si el lenguaje verbal es diferen­te, no cabe duda de que el del cuerpo lo es mucho más: de igual suerte que las palabras, lo no verbal supone un discur­so codificado que encierra sus propias convenciones. Un ges­to codificado significa lo mismo tanto para el actor como pa­ra el espectador, y de ahí que aquél lo utilice.

Por supuesto que cada uno de estos aspectos se halla en evolución constante desde los comienzos de la humanidad, enriqueciéndose dicha evolución con las múltiples confronta­ciones entre los diversos modelos culturales.

No es nuestro intento analizar aquí todos los elementos de nuestro programa cultural; nos limitaremos a una ojeada su­perficial de dos temas que nos interesan de un modo más particular: los programas vinculados al sexo y nuestra "cul­tura amorosa".

¡Y cuando le veas a la reina!

Si existe un terreno en el que el ser humano se encuentre rodeado por unas reglas estrictas y, por lo tanto, no sea libre (ni en sus pensamientos ni en sus actos), ése es el de las fun­ciones vinculadas al sexo. Si bien es cierto que determinadas modalidades de conducta van evolucionando, los programas culturales están muy lejos de ser modificados toda vez que sus raíces se hallan hundidas en una historia inmemorial. A pesar de algunas investigaciones consideradas como científi­cas y profundas que intentan poner de manifiesto ciertas pruebas fisiológicas de la inferioridad constitucional de la mujer, los sabios más eminentes no han sido capaces de pro­bar dicha inferioridad: ni mediante el estudio comparativo

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del volumen de la cavidad craneal del hombre y la mujer; ni por el estudio del cerebro como tal. "Se descubren nuevas 'deficiencias' neuroanatómicas en la hembra en la región del cuerpo calloso, en la complejidad de las circumvoluciones y escisuras cerebrales, en la conformación de estas últimas y, en fin, en la rapidez del desarrollo del córtex en el feto (Wooley, 1910)5". Ahora bien, nadie ha podido probar nada que esté fundado científicamente.

¡No es preciso ser especialmente sabio para asegurar que se dan ciertas diferencias! La interpretación del estudio de ta­les diferencias queda en manos de los apriorismos ideológi­cos de aquéllos que se encargan de llevar adelante las inves­tigaciones en cuestión. Una vez más, no deja de tener su interés el encontrar la prueba que uno no busca en lugar de la que está buscando: la ciencia (si es lícito valerse de este tér­mino en el caso presente) se pone así al servicio de una ideo­logía, no consagrándose sino a aquello que la corrobora, re­fuerza y consolida, amordazando de este modo cualquier interrogante e impidiendo la menor sorpresa.

El programa cultural está totalmente impregnado de pre­juicios que fortalecen y justifican un modo de proceder res­trictivo. No es posible que se perpetúen tales creencias y con­dicionamientos sexuales sino en el supuesto de que se den en ambos sexos, cuando ambos se oponen recíprocamente; la di­ferencia entre los sexos constituye la trama y los fundamentos de la relaciones humanas: ya se trate de una chica o de un chi­co, todos los niños están modelados y vaciados de acuerdo con unas ideas bien definidas.

El poder de semejantes creencias se explica por el hecho de que son transmitidas a unos jóvenes que no disponen de los datos necesarios para analizarlas y ponerlas en tela de jui­cio. Como ocurre con otros muchos elementos de los progra­mas recibidos, suponen otras tantas verdades que controlan casi la totalidad de la vida diaria, tanto de las mujeres como de los hombres, padeciéndolas estos últimos por igual; en

5 M.-C. Hurting y M.-F. Pichevin, Les différences des sexes, Tiercé-Scien-ces, 1986, p.35.

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efecto: "¡no hay más remedio que ser hombre!... Porque, cuando uno es hombre, ha de ser sin tregua, pues el menor desfallecimiento lo comprometería todo. Ocupado en todo momento en reducir al silencio... los propios temores y lágri­mas, las cobardías y anhelos...6".

Desde su más tierna infancia, se le inculca al pequeño un código de conducta atiborrado de nociones que consolidan el concepto de virilidad: nociones tales como el valor, el sentido del honor, del deber, de las responsabilidades, la robustez psíquica... útiles todas ellas, sin duda (¡también para las mu­jeres!), pero que reducen su vida, comprimiéndola dentro de una coraza de la que quedan excluidos los sentimientos.

Yo Tarzán, tú Jane

Los estereotipos sexuales se van perpetuando a través de una imaginería tan variada como ancestral, tanto en la litera­tura como en los textos religiosos, corriendo parejas con las canciones, las películas o la publicidad. Los papeles sexuales del hombre y de la mujer condicionan no sólo su vida social y profesional, sino también la vida privada e íntima: el derecho al orgasmo en la mujer ha preocupado durante mucho tiem­po a los teólogos cristianos (a la inversa, por ejemplo, de lo que acontecía con los mesopotamios, cuyas tablillas muestran con nitidez que, a pesar de que se trataba de una sociedad machista, las mujeres y los hombres poseían idénticos dere­chos en la búsqueda del placer; dentro de este campo, la mu­jer, no considerada como objeto ni como instrumento, era res­petada como una compañera igualmente activa). Por lo que hace referencia a la Iglesia, durante mucho tiempo ha asocia­do el acto carnal (fuera del matrimonio) con un pecado grave y ha rechazado, aun en el hombre, el placer sexual ("Es vergon­zoso amar demasiado a la propia esposa; ...aquél que ama a su mujer con demasiado ardor es un hombre adúltero" -afir­maba San Jerónimo), no autorizando la sexualidad sino en or­den a la procreación y poniendo en guardia al género mascu-

6 A. Leclerc, Paroles defemme, Grasset, 1974, p. 90.

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lino contra "la mujer que inició el pecado" y que es la causa de nuestra decadencia y muerte (Eclesiastés, 25-24).

M Í programa sexual

- ¿Quiénes eran las personas importantes para mí en mi in­fancia?

- ¿Qué decía cada una de ellas sobre: • la vida de la pareja • el amor • la sexualidad • los hombres • las mujeres • la confianza • el cuerpo • la homosexualidad • la proximidad con los otros • el placer

- ¿Qué imagen de pareja te proporcionaron tus padres?

- ¿Qué decían acerca de los medios para ser felices como pareja?

- ¿Qué piensas hoy en día sobre este tema?

En cuanto a la sociedad laica, ha exaltado atrevidamente -no obstante la austera apariencia de los buenos modales- la "fornicación" adúltera y los éxitos sexuales masculinos, dando pábulo a las hazañas necesarias para demostrar la propia virili­dad, y colocando a la sexualidad, pese a ser algo tan natural, en el centro de las preocupaciones viriles, como si se tratara de al­go excepcional. Y este mito sigue propagándose alegremente.

De igual suerte, durante mucho tiempo se consideraba de buen tono en las mujeres el rechazar a su marido después de haber tenido sus hijos (o, incluso, el "soportar" el sacrosanto "deber conyugal"). Las esposas debían seguir siendo castas y los maridos buscaban así su placer junto a mujeres "de mala vida", las únicas autorizadas para procurárselo.

Un amplio movimiento de hombres y mujeres viene lle­vando adelante una cruzada incesante en contra de los mitos

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vinculados al sexo. Ahora bien, no basta una generación para modificar unos programas impresos en nuestras memorias desde hace muchos milenios. Las modificaciones que se han ido introduciendo en tales condicionamientos se deben más a concienciaciones individuales que colectivas y, desde un pun­to de vista sociológico, no se traducen en cambios culturales radicales. La evolución avanza, jalonada acá y allá por el éxi­to, pero refrenada ante la fuerza y pujanza de unas creencias que, aunque se vean legalmente contestadas o puestas en cuestión, siguen todavía gravitando con todo su peso sobre las actitudes y conductas.

Eros que hace daño

Prueba de ello la tenemos en el mito "amoroso", gigantes­co embuste que se va transmitiendo de generación en gene­ración, embuste del amor romántico que -como dice Stend­hal- consiste en esa "maravillosa capacidad para descubrir en el objeto amado una serie de virtudes que no posee" (De l'amour). Ese amor romántico ante el cual todos o casi todos -pocas son las excepciones- las hemos pasado muy mal al­gún día (¡al menos uno!) y ante el que nos hemos hecho los tontos aguardando su dentellada a la par dulce y atroz, dolo-rosa y adorable. ¡El que nunca haya pecado que nos arroje la primera piedra! Y todos los artistas ponderando sin cesar los deliciosos ardores que las flechas de Eros nos proporcionan cuando sucumbimos al amor. ¿Y en qué consiste el verdadero amor sino en el hecho de decirle al ser amado: "Cada vez que te veo, aun cuando no sea más que por un instante, mi voz se paraliza y la lengua se me pega al paladar. Un fuego sutil re­corre mi carne entera, mis ojos quedan ciegos, los oídos me zumban y el sudor baña mi cuerpo. Tiemblo con todo mi ser y me siento a punto de morir"? (Safo). ¡Horror!, si no fuese porque estamos hablando del amor, no vendrían mal unos cuantos comprimidos de quinina.

Tópicos del amor-fusión para toda la vida: "Nada ni nadie podrá separarnos; yo soy tú y tú eres yo; te quiero hasta la

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muerte; no te sobreviviré ni un segundo; moriremos juntos". Él: "Yo te defenderé", y ella: "Te adoraré".

Mujeres convertidas en "semiángeles, semicretinas 7" y hombres obligados a transformarse en padres-guerreros-héroes-dioses si quieren mantenerse sobre ese incómodo pe­destal en que el individuo no cuenta para nada: su único co­metido consiste en responder a un sueño.

Tópico de un amor que no puede darse en lo conyugal, de­masiado oneroso: amor glorificado en el adulterio, en la muerte, la locura, el exilio, el dolor y la destrucción.

Tópico de un amor de cuento de hadas que no repara más que en el contacto y los primeros momentos, quedando el res­to como un "feliz conjunto", sin que se sepa demasiado en qué consiste.

Tópico de un amor del que uno sabe de sobra que no es posible que dure por mucho tiempo bajo esa forma y que la evolución de cada una de las circunstancias de la vida contri­buye a modificar y transformar sin que ello tenga nada de triste o negativo: simplemente es otra cosa.

Tópico, en consecuencia, de un amor contradictorio, des­truido por la vida común, que anima al matrimonio... ¿Qué pensar? ¿Qué hacer? ¿En qué consiste el amor?... En lo que tú quieras que sea, de acuerdo con tus propios criterios, en el su­puesto de que te convenga. Ni el deseo de conformidad y aprobación, ni el temor ante un castigo o la exclusión deben prevalecer sobre tu propia opción vital.

LA EXPERIENCIA PERSONAL

Yo autorrealizado

Las diferencias interindividuales más importantes proce­den de nuestra experiencia personal.

7 R. Brain, Amis et amants, Stock, Le Monde ouvert, 1980, p. 293.

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Muchos individuos se extrañan a veces de que hermanos y hermanas educados de la misma manera tengan personali­dades muy distintas. Por supuesto que han recibido los mis­mos modelos y programas (cultural y familiar), pero eso no quita para que adopten caminos divergentes en cuanto a de sus propias vivencias y a la interpretación de las experien­cias personales.

La forma en que cada individuo vive una experiencia vie­ne determinada no sólo por su programa familiar, sino tam­bién por el influjo de gran número de personas que han ido mareando su vida: profesores, compañeros, escritores, etc. Al margen de eso, cada experiencia fracasada o feliz, habrá con­tribuido asimismo a construir con su matiz individual y úni­co, hasta tal extremo que incluso las palabras que utilizamos tienen como referencia ciertas experiencias, ciertas vivencias particularísimas de cada individuo: es el lenguaje de la expe­riencia. Por ejemplo, varios padres de alumnos que discutan entre sí acerca de la severidad de determinado profesor no cuentan forzosamente con los mismos criterios de definición de la severidad. Cada uno de ellos aportará su propia expe­riencia en este campo, refiriéndose a distintas personas seve­ras a su juicio, bien sea de su infancia o de su adolescencia. ¿Dónde comienza la severidad? ¿Dónde acaba? Hay casi tan­tas respuestas como interlocutores.

Esta disparidad de vivencias de las experiencias persona­les es ilimitada; constituye el programa individual de todo ser humano e influye sobre todos sus pensamientos y formas de comportarse.

ILo que yo veo Con objeto de hacer más concreta la idea de la diferencia en la percepción de la realidad, no vendría mal que acudieses a la siguiente experiencia con tu pareja. Piensa en un trayecto que os resulte familiar a ambos. Pídele a la otra parte que haga un mapa topográfico de di­cho trayecto, un esquema, anotando en él el mayor numero posible de detalles.

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Por tu parte, pon por escrito ese mismo trayecto, procuran­do, por supuesto, incluir la mayor cantidad de precisiones posibles.

También cabe que inviertas los papeles: tu compañero es­cribe y tú dibujas.

Procede con independencia el uno del otro, sin intercam­biar informaciones. Asignaos treinta minutos y luego com­parad vuestras descripciones. Es muy posible que guarden ciertos puntos comunes (Si ambos sois golosos, ¡los dos ha­bréis tomado buena cuenta de la pastelería!), pero tal vez adviertas que tus puntos de referencia no son exactamente los mismos. Tu percepción de la realidad no es la de la otra parte. Tu visión del mundo es única.

A lo largo de toda nuestra vida, disponemos de tres me­dios para autoprogramarnos: la generalización, la selección y la distorsión.

Generalización

La generalización da pie a sacar una conclusión general a partir de una experiencia; una vez que somos capaces de po­nernos unos calcetines (o, incluso, uno de ellos) sabemos ha­cerlo ya para toda la vida: la generalización supone, en efec­to, la base de todos nuestros aprendizajes. Es, asimismo, el fundamento de nuestros apriorismos y juicios: cuando Fran­cisca, a los siete años, comprendió que Papá Noel era un in­vento, concluyó de ahí que no era posible confiar en los adul­tos, que éstos eran unos mentirosos, y mantuvo una solida desconfianza respecto al género humano adulto.

Miguel y Alicia

Miguel, divorciado desde hace quince años, vive ya hace seis meses con Alicia. Esta no conocía la menor nube hasta que un día, en el transcurso de una disputa, se entera de que, en su primer matrimonio (que duró ocho años), Mi­guel mantuvo relación amorosa continua con otra mujer. A partir de ese instante, Alicia vive sumida en el temor de es­tar siendo engañada puesto que piensa: Si le engañó a su

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primera mujer, quiere decirse que no es fiel y, en conse­cuencia, por fuerza me tiene que estar engañando.

A partir de una experiencia, Alicia ha construido una gene­ralización y formula un juicio general acerca de Miguel.

Selección

La selección nos hace posible el concentrar la atención so­bre determinadas cosas, mientras ignoramos otras. Como consecuencia cuando conducimos un coche, no captamos esencialmente más que las informaciones útiles para nuestro cometido; si empezamos a interesarnos por el paisaje y dete­nemos la mirada sobre una maravillosa puesta de sol, allá le­jos, a la izquierda, olvidando la observación de la carretera, corremos enormes peligros: estamos obligados a proceder a una selección. Eso no obstante, dicha selección nos impele en ocasiones a desdeñar determinados aspectos positivos o muy importantes dentro de nuestra experiencia. Recuerdo al pe­queño Pablo que sufría terriblemente del vientre desde hacía una serie de días; su padre le aseguró que no era mas que un "pedo atravesado" y no llamó al médico a pesar de que Pablo se retorcía de dolor. El padre se desesperaba tratándole al ni­ño de blandengue a lo largo de todo el santo día. Poco más tarde, Pablo era operado con urgencia de peritonitis.

Jacqueline, por su parte, se queja sin cesar de su trabajo y de sus compañeros; curiosamente no cae en la cuenta de que acaba de conseguir ese puesto que venía ansiando desde ha­cía tres años y de que ¡precisamente su mejor amiga está en su misma oficina!

I Alexis Alexis se encuentra un poco triste: se ha ido persuadiendo poco a poco de que Clara le ama menos puesto que ya no le escribe tanto como en los primeros tiempos de su amistad y no tiene para con él las mismas atenciones (prefiere el res­taurante a las pequeñas cenas íntimas y, el último mes, pasó un fin de semana entero con su familia en el pueblo, cosa

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que antes nunca había hecho). Eso no obstante, si Alexis no hubiese efectuado semejante selección, se daría cuenta de que Clara le llama todos los días y de que con gran frecuen­cia suele confesarle su gozo por estar junto a él, el amor que le profesa y su deseo de tener un hijo suyo. Alexis no perci­be más que aquello que no responde a sus esperanzas, dan­do de lado a la mayoría de las muestras de amor de Clara.

Distorsión

La distorsión nos permite "introducir ciertos cambios en nuestra experiencia sensorial8"; de este modo disponemos to­dos de la facultad de imaginar lo que no existe o, por lo me­nos, no existe todavía de ser creativos. Un buen día, Carolina me dejó estupefacto: su máquina de escribir se había estrope­ado y producía un ruido anormal y continuo...; ella, entusias­mada, ¡escuchaba el canto de unas cigarras! Un proceso aná­logo puede muy bien inducirnos a imaginar lo peor: Fulano no toma en un par de ocasiones un postre preparado amoro­samente por su mujer y ésta, sin más, ¡concluye de eso sim­plemente que la detesta!

Franck

Franck se plantea una serie de interrogantes de lo más de­sagradables acerca del amor que le profesa su mujer. No sólo opina que no le ama, o lo hace poco, sino que le pro­voca y se burla de él. ¿En qué se fundamenta para distor­sionar de ese modo la realidad? Hace algún tiempo, él le re­galó un pañuelo de seda. ¿Y qué es lo que ha hecho con él?: se lo pone en la cabeza para protegerse cuando cocina (so­bre todo cuando prepara pescado, a fin de que su cabellera no sufra la "marea"). Por lo tanto, es el pañuelo que sopor­ta los tufos de la cocina lo que Franck considera como una afrenta que viene a corroborar su desamor hacia él. Tiene otra "prueba": dado que considera que ella tiene los cabe­llos muy deteriorados como consecuencia de los cepillados,

8 Grinder y Badler, The Structure ofMagic, vol. 1, citado por J. de Saint-Paul y A. Cayrol, Derriére la magie, Inter-éditions, 1984.

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le ha aconsejado con insistencia a Verónica que se los deje secar por sí solos, lo cual ella no hace jamás, simplemente porque, de proceder de semejante modo, ya no podría pei­narse. Para Franck, existe una gran cantidad de "pruebas" de ese tipo, toda vez que distorsiona de manera regular la realidad en beneficio de sus propias creencias.

Fielmente tuyo

Estas tres clases de construcción de nuestro modelo de ex­perimentación de la realidad nos dan también pie a hacer que esa visión nuestra de lo real sea a la par estable y tranquiliza­dora , consolidándola y perpetuándola. ¡Las experiencias vi­vidas en esa línea la confirman y constituyen otras tantas "pruebas" en su favor! Volvamos sobre el ejemplo de Francoi-se: a los siete años, una experiencia que vivió de forma harto negativa le indujo a concluir que no es posible tener confianza en los adultos (generalización), ya que el mejor ejemplo de que puede disponer es, por supuesto, el de sus padres; en con­secuencia, despreciará los signos evidentes de confianza que reciba de los amigos y de las personas con que empalme (se­lección) y, en caso de que los perciba, estimará que son intere­sados (distorsión). De este modo, cualquier individuo puede conservar una visión del mundo dentro de unos límites elabo­rados por el mismo. Ésta es también la razón por la que, me­diante la transformación del significado de la experiencia, so­mos capaces de modificar nuestra visión de la realidad.

En la actualidad, Francoise piensa que sus padres no hi­cieron más que seguir una tradición que juzgaban encanta­dora para los niños; ¡después de todo, Papá Noel trae sus re­galos! Y, al mismo tiempo, supone un enorme sacrificio por parte de los padres que ni siquiera se ven reconocidos por los presentes que les hacen a sus hijos, conformándose estos con la generosidad de ese Papá Noel a quien se dirigen todos los agradecimientos. ¡Qué enorme abnegación de parte de los padres! Semejante reconsideración de la experiencia le hace posible una vida de relaciones más gratificante y feliz.

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LA VISION DEL MUNDO

Mirada de lince

Las diferencias que median entre dos personas pueden ex­plicarse mediante el siguiente proceso: aun cuando tú perci­bas exactamente lo mismo que tu marido (cosa que puede su­ceder...), a través del significado que le otorgas a dicha percepción eres una persona única ya que creas una relación personal por entero entre aquello que percibes y lo que pien­sas de la información captada, lo cual incidirá de manera di­recta sobre tu conducta. Por ejemplo, un tiempo muy cálido les incitará a determinadas personas a salir para aprovecharse del sol, en tanto que otros se enclaustrarán en sus hogares, con los postigos bien cerrados, a fin de lograr un poco de frescura.

Acudamos a otro ejemplo: con ocasión de una velada, un hombre observa a una mujer con una atención sostenida. La mira (percepción visual) y al punto le asigna un sentido a di­cha percepción; puede pensar: "Esa mujer es muy distinguida, pues su aspecto físico corresponde a sus criterios de distin­ción: alta, hermosa, delgada, lejana, casi distante, elegante..." Al proceder así, interpreta cuanto percibe de ella, poniendo de ese modo en práctica sus programas, conocimientos y expe­riencia. Semejante interpretación dará lugar a una serie de re­acciones a nivel de su cuerpo: experimentará ciertas sensacio­nes (deseo, atracción etc.) ante las que reaccionará, siempre en función de las propias creencias al respecto. Una vez alcanza­da esta fase, se preguntara que actitud deberá adoptar ante di­cha mujer, de acuerdo con su interpretación y con lo que expe­rimenta. Semejante evaluación, consciente o no, determinará su modo de proceder. Otro hombre, ante la misma mujer, po­drá pensar con igual derecho (según su visión del mundo): "Tiene cierto aire "snob"'. Su interpretación será diferente y su comportamiento lo será también, lo mismo que sus sensacio­nes. Cabe igualmente que piense: "Debe de ser un auténtico témpano", o bien: "Parece cualquier cosa", etc. Sensaciones y conducta variarán de acuerdo con lo individuos y con el mo­delo de mundo de tales individuos.

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Las cinco etapas de la comunicación

TENGO UNA SENSACIÓN

(veo - oigo)

ATRIBUYO UN SIGNIFICADO A LA SENSACIÓN

(¿Qué quiere decir eso que percibo? Nuestra experiencia y nuestros conocimientos nos informan)

SIENTO

(Conforme he experimentado, siento una emoción o un sentimiento)

ADOPTO UNA ACTITUD INTERNA

(En función de mi interpretación y de lo que siento, decido qué pensar y qué hacer)

OPTO POR UNA CONDUCTA

(Según V. Satir)

Ese proceso se reproduce de forma automática ante cada situación que viva el ser humano, lo cual explica la infinita va­riedad de actitudes ante unos mismos acontecimientos. Eso es lo que sucede antes de pasar a la acción (percepciones-interpre­taciones-sensaciones y sentimientos-conducta) y la razón por la que los otros no siempre actúan como nosotros sin que, a pesar de ello, sean unos monstruos o unos locos.

El país de ninguna parte

En consecuencia, la visión del mundo de un individuo es­tá compuesta por la suma de sus programas y por su expe­riencia personal, cosa que la convierte en personal y única por completo. A eso se debe, sin duda, el que con frecuencia re­sulte tan difícil aceptar y reconocer que nuestra propia reali-

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dad, nuestra visión del mundo no es universal: es peculiar en ca­da uno y en eso reside precisamente nuestra riqueza. "Nues­tra visión del mundo no es el mundo 9" . Nos hallamos ante una noción fundamental y que afecta a todos los aspectos de la vida.

Esto supuesto, no existen en el mundo dos personas que posean exactamente las mismas ideas en todos los terrenos, que sientan de una forma idéntica ante una determinada si­tuación, que tengan deseos idénticos en el mismo momento, etc., toda vez que cada ser humano es único.

"Debemos considerar una imagen del mundo como la sín­tesis más amplia y más compleja que es capaz de realizar el individuo a partir de miradas de experiencias, convicciones, influjos e interpretaciones, con sus consecuencias sobre el va­lor y el significado que atribuye a los objetos percibidos (...) Es el producto de la comunicación9".

YO, TÚ, NOSOTROS

Por lo tanto, toda pareja supone el contacto de dos sistemas programados, de dos visiones del mundo únicas: yo poseo mi visión del mundo, tú posees la tuya y tú y yo procedemos ambos de un sistema de aprendizaje (familiar, cultural e indi­vidual) que nos da pie a establecer nuestra propia realidad, que nos impele a ver el mundo de conformidad con nuestra propia mirada, única y original. Disponemos de nuestro pro­pio sistema de percepción, sentimos de distinta manera aque­llo que percibimos, contamos con nuestras soluciones y mo­dos de proceder, poseemos nuestras ideas acerca de lo que creemos verdadero, justo, bueno, falso y malo, acerca de lo que hay que pensar, hacer o decir en función de los contextos en que nos encontremos. Ni tú te equivocas ni yo tengo razón al pensar de este modo: simplemente, ésa es la manera de pensar que tenemos unos y otros. Tú me darás a conocer tus pensamientos y tu visión del mundo, y yo te daré los míos.

9 P. Watzlawick, Le langage du changement, Le Seuil, 1980, p. 49.

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Descubriremos en qué nos asemejamos y aprenderemos aquello en lo que somos diferentes. Aunaremos nuestras con­cordancias y nuestras divergencias.

Estos dos sistemas (todo sistema está integrado por partes distintas pero unidas entre sí; mediante un objetivo común), estos elementos ("yo" y "tú") estructurarán un nuevo sistema compuesto por tres partes, con lo que introducirán un nuevo pro­grama condicionado por la respectiva aportación de cada parte. Este tercer lugar, el "nosotros", supone un terreno para nuevos aprendizajes que vendrán a incorporarse a los antiguos.

Este sistema, "nosotros", no borra nunca a los otros dos, al "yo" y al "tú", aun cuando determinadas creencias opinen lo contrario. Cuando aparecen los verdaderos problemas dentro de la pareja es cuando el "nosotros" suplanta o hace que de­saparezcan el "yo" y el "tú", si bien semejante eventualidad tiene pocas oportunidades de producirse cuando "yo" y "tú" son dos personas autónomas, seguras de sí mismas y cons­cientes de que antes existen el uno sin el otro. Si la relación nace de la alegría de estar juntos y no del sueño o la ilusión de una necesidad, el placer será su cimiento.

Como consecuencia precisamente de que la pareja pone en juego dos programas, dos modelos del mundo diferentes, ¡la relación no resulta tan sencilla como lo hacen creer los cuen­tos de hadas! Y es que a veces a muchos nos resulta difícil ad­mitir que existe otro modo de proceder, porque dicho com­portamiento es la prueba en el día a día de que "tú" no es yo y de que "tú" puede tener razón en ocasiones.

Esa nueva célula específica en absoluto que supone toda pareja es el lugar de cohabitación de las dos visiones del mundo de cada uno de sus miembros y el del nacimiento de un nuevo sistema.

De ahí que 1 + 1 no sea igual a 2, y menos aún a 1... sino a 3.

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Una pareja

"En una pareja existen tres partes: tú, yo y nosotros. Se tra­ta de dos personas, de tres partes, siendo cada una de ellas importante y poseyendo una su propio jefe y facilitando ca­da una la existencia del otro10".

10 V. Satir, Pour retrouver l'harmonie familiale, Éd. Universitaires, J.-P. Delarge, 1980, p. 141.

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La elección del otro

"Los 'actores dramáticos' particulares con los que cada uno de nosotros escenifica su propia vida son tan raramente elegidos al azar como la distribución de las papeles en una producción de Broadway l".

¡Y la luz fue hecha!

Desde la atracción irresistible hasta una elección fríamente calculada, pasando por el "azar" y el "destino" a las volunta­des implacables, las razones que le inducen a uno a elegir es­to o lo otro en lugar de lo de más allá son tan numerosas co­mo vagas, por no decir nebulosas o inexplicables ("y, sin embargo, me gustaba cómo era él", o, "ella es la que espera­ba, lo supe al instante") y, en la mayoría de las ocasiones, irra­cionales. Ahora bien, como suele decirse "el corazón tiene unas razones que la mente ignora", y, si es posible enunciar una verdad en este campo, es sin duda la que asegura que no elegimos una cosa de este calibre a capricho del destino. En realidad, el amor no es ciego; sólo nos induce a mirar con unos ojos

1 G. Bateson y otros, La nouvelle communication, Le Seuil, 1981, p. 226.

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distintos. ¿En qué consiste esa mirada que preside la elección del propio compañero o compañera? ¿En qué se fija?

Desde los albores de la escritura, las literaturas de todos los países son ricas en textos -todos ellos de un lirismo de­senfrenado- acerca de los flechazos que es susceptible de de­sencadenar una mirada, una simple y, con frecuencia, breve mirada. Los ojos son los instrumentos que más utilizamos: en cuanto percibimos a otra persona ponemos en funcionamien­to el proceso ya descrito, proceso de una enorme complejidad y de vertiginosa rapidez hasta llegar a convertir se en un au­tomatismo que entra en funcionamiento una cantidad incalcu­lable de veces desde la más tierna infancia. En efecto, nuestro comportamiento para con los demás funciona de acuerdo con la impresión inmediata que tenemos de ellos.

De manera inconsciente, comenzamos por "apreciar" glo-balmente las cualidades del otro y, si dicha estimación resulta satisfactoria según nuestros criterios, se lo hacemos saber. El otro se entera así de que no nos desagrada.

Al mismo tiempo, mantenemos un discurso interno que se apoya las más de las veces sobre sensaciones nuevas o desa­costumbradas, por lo menos eso es lo que solemos creer.

Versión a la carta

Lo que menos conocido nos resulta es cuanto acontece en los profundos meandros de nuestra memoria: sin ser cons­cientes de ello, vamos confiriendo sentido a todo lo que cap­tamos (conforme hemos visto más arriba). Por lo tanto, inter­pretamos nuestras percepciones en función de los conocimientos que hemos ido almacenando al correr de los años y de las experiencias que han jalonado nuestra vida. Es­te fenómeno se explica por obra de esa atribución de significa­do inconsciente a todo cuanto percibimos, seguida de sensa­ciones. Como ya afirmaba Epicteto: "No son las cosas en sí mismas las que nos perturban, sino la opinión que nos hace-

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mos de ellas". Y acabamos de ver cómo la opinión procede directamente de la interpretación de nuestras percepciones y de los sentimientos que dicha interpretación provoca. Porque nuestro cuerpo reacciona entonces ante esa interpretación: experimenta emociones, sentimientos; algunas personas sien­ten deseo sexual o ganas de estar más cerca, o bien, en otro re­gistro, de conocer, hablar con o hablar de sí (¿no hay gente que "inspira" al punto confianza?).

Esta interpretación y sentimiento serán el origen de los cambios ulteriores, con independencia de sus niveles, puesto que es primordial que intentemos verificar si nuestras informa­ciones sensoriales son justas, si su interpretación es correcta y si somos capaces de integrarlas en un todo coherente.

La atracción física es, sin lugar a dudas, el primer criterio que interviene en la elección del otro, ahora que ya sabemos lo que hay detrás, lo que acontece en nosotros (aunque no nos formulemos de manera expresa que lo que se está incu­bando sea el germen de una relación amorosa): la atracción es un hecho y experimentamos el deseo de saber más acerca de esa persona elegida entre tantas otras. Si bien el "azar" puede ser la causa de las circunstancias que han influido en el contacto, dicho azar no tiene nada que ver en la atracción que sienten recíprocamente dos personas cuando se ven por primera vez.

Sabor alternativo

Nos encontramos, pues, en el punto en que se contemplan y cuando la "afinidad electiva" que han sentido les va a hacer posible franquear, con mayor o menor nitidez, las etapas si­guientes. Dentro de un contexto tan definido (ya que resulta­ría muy diferente si se tratara de contratar a un empleado en una empresa o de buscar un socio financiero o para una par­tida de bolos), es donde van a actuar nuestros protagonistas. Conviene insistir sobre esta noción del contexto ya que, se-

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gún sea éste, los mensajes sensoriales implicarán unas inter­pretaciones susceptibles de resultar contradictorias por com­pleto: el contexto es ¡o que le confiere su significado al mensaje; asi­mismo, será de conformidad con el contexto como llevaremos a cabo ciertas selecciones dentro de nuestras percepciones. Por lo tanto, nuestros dos postulantes del amor, ante la seguridad de que tienen algo que compartir, tal vez intenten conocerse un poco más. En otro capítulo hablaremos de los inevitables juegos de la seducción, juegos que se dan en el proceso de to­do encuentro amoroso; aquí estudiamos los factores que pre­siden la elección del otro.

Volvamos a nuestra pareja de amigos: ¿qué es lo que, uno y otro, buscan para confirmar su atractivo recíproco? Y el tér­mino "confirmar" no está colocado al acaso, puesto que aquello que el ser humano decide percibir, sea consciente la elección o no lo sea, es lo que le confiere sentido de entrada a su universo y lo estructura. Podrás escucharles cómo, en las terrazas de los cafés, hablan de lo que les gusta, de lo que de­testan, de sus aficiones y desagrados, de sus alegrías y pe­nas, de sus pasiones e indiferencias, de sus ideas, de sus ma­neras de ser, de su familia, de su profesión y ocupaciones, de sus esperanzas y desilusiones. Y cada apartado viene subra­yado con un: "¡Vaya!, ¡exactamente igual que yo!", o: "Sí, yo también..."

O, incluso, y en esto reside la alegría del misterio: "No co­nozco eso en absoluto; ¡pero tiene que ser apasionante!", o: "¡Me hubiera gustado tanto a mí; también llegar tan lejos...! Tienes que contarme..."

Las correspondencias entre lo que uno es, lo que ha sido y lo que desearía ser suelen presidir, de ordinario, el en­cuentro entre dos personas que se atraen físicamente y re­sulta por demás natural el que deseen encontrarse sobre un terreno común, bien sea a nivel de los gustos, las ideas o las conductas. El opinar que se trata de dos que van a ver el mundo con una misma mirada, que lo valoran al unísono, suponen otros tantos aspectos fundamentales para sentirse uno reconocido.

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Y el reconocimiento no nace sino de las semejanzas: las diferen­cias, cuando son percibidas positivamente, abren universos de enriquecimiento, de recíprocos hallazgos y de asombros que harán de la vida común, cotidiana, un copioso manantial de intercambios y participaciones .

Se parecen; pueden aportarse mucho; caminan a gusto juntos; resulta tranquilizador sentir lo mismo; aprenderán mucho uno del otro; están de acuerdo sobre tantas cosas... po­seen un poco la misma historia; tienen la impresión de que se conocen desde siempre; uno está hecho para el otro; hasta es mejor no estar siempre de acuerdo: resulta más vivo; tienen los mismos gustos...

Descubiertos sus universos mediante sucesivas pincela­das, comienza a emerger un cuadro más preciso en ese puzz­le en el que cada pieza corresponde a una información suple­mentaria acerca de la personalidad de los dos postulantes a la relación: las expectativas y esperanzas crecen mientras se confirma su carácter. Ha nacido un nuevo vínculo, fortalecido por obra de las actitudes que cada uno adopta respecto al otro: se descubren y se encuentran a la vez. Parece que ambos satisfacen sus criterios de selección basados en su propia visión del mundo.

Orden de pedido

¿Cómo te representas a tu compañero ideal?

- Físicamente: reconozcamos que todo el mundo tiene sus alergias, y, si existe un terreno en el que es preferible no forzarse, ¡es, por supuesto, en éste!

- En su comportamiento: ¿hay actitudes, comporta­mientos que no soportarías en absoluto (desde la manera de sostener el tenedor, pasando por las uñas mordisquea­das, ciertos ademanes de cara a tus allegados o a los su­yos, y los viajes de negocios, hasta su modo de vestir, por ejemplo)?

- En su carácter: ¿cuál sería el retrato-robot en lo refe­rente a los defectos tolerables y en cuanto a las cualidades?

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- En sus ideas: ¿hay opiniones, pensamientos o convic­ciones que te resultan de todo punto incompatibles con los tuyos? ¿Cuáles, en concreto?

Clasifica tus respuestas en cada categoría de acuerdo con su orden de importancia, estableciendo así tus prioridades y el catalogo de los matices.

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SEGUNDA PARTE

PARIDAD, ESTANCAMIENTO Y CARENCIA O LAS FUENTES

DE ERROR

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Los sistemas Be creencia

El mal de amor, secular y tan investigado, viene provocan­do desde la noche de los tiempos los mismos síntomas. Y, co­mo acontece con la diabetes o la gripe, conviene conocer sus causas con miras a remediarlo. Si el azúcar es el responsable de la diabetes (en un sentido general) y si determinados virus suponen el origen de la gripe, lo que provoca la mayor parte del mal de amor, lo que mina las parejas y deja con frecuencia a las personas lesionadas y hasta deshechas, son precisamente los sistemas de creencia acerca del amor y la relación amorosa. Siguiendo con la analogía médica, bueno será desconfiar de los tratamientos esparadrapo que no hacen otra cosa que disimu­lar el síntoma: las sucesivas recaídas tan sólo logran debilitar al organismo hasta convertir el mal en crónico. Por lo tanto, lo que hay que hacer es modificar el terreno -y no los síntomas-; y el terreno en cuestión es el sistema de creencias que tiene la persona, aquél del que se deriva su visión del mundo, porque entre lo que creemos que es la realidad y la propia realidad existe una gran cantidad de imágenes e ideas en las que cree­mos, que estimamos como verdaderas y que nos impiden pen­sar y reflexionar con lucidez.

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CREENCIAS ACERCA DE UNO MISMO

¡Mi vida no es una existencia!

La creencia limitadora más grave de cara a uno mismo puede resumirse, sin duda, en esta frase lacónica y banal: "Tengo algo que no anda bien". El "algo que no anda bien" que todo ser humano posee (nadie es perfecto) condiciona en algunos un comportamiento autodesvalorizador que engendrará actitudes mas bien sumisas, pasivas, con objeto de excusarse, de "lograr que pase" el defecto. Dicha autoevaluación conduce siempre (admito que es una generalización) a una desvalori­zación susceptible de inscribirse en dos columnas: "No soy bastante..." y: "Soy demasiado..." En este juego cruel que uno lleva a cabo en su intimidad, siempre sale perdiendo. Es po­sible evaluarse, pero más vale hacerlo en términos de com­portamientos: por ejemplo, "Si no he conseguido esto o lo otro, ¿qué hacer para lograrlo mejor?" Lo que hacemos puede verse sujeto a revisiones, mejoras, etc. Un juicio definitivo so­bre uno mismo puede tener las consecuencias más nefastas sobre el sentimiento de la propia valía personal.

¿Y no tiene también el otro "algo que anda mal"? ¿Le amas menos por eso? ¿Es que ese "algo" es realmente dramático? Ese "otro" ha hecho la opción de conectar contigo, de sedu­cirte, ¿es que acaso tiene mal gusto? ¿No será más bien por­que resultas amable? Esto supuesto, ¿sería difícil dejarte que­rer y centrarte sobre lo que no anda mal (por supuesto, en ti)? Tanto más cuanto que, de ahí a decir que no eres "normal" ¡apenas si median unos kilómetros! ¿Y qué quiere decir ser "normal"? ¿Ser como los demás? Vuelve sobre la primera parte de este libro y verás que esto no quiere decir gran co­sa. Entonces tus tres kilos de exceso en las caderas, tu aver­sión a la música "pop" y la preferencia por las zapatillas de paño sobre el auto-stop con mochila al Nepal no resultan válidas para sentirte algo espantoso, que tan sólo a ti te ha ocurrido y cuya cruz has de soportar toda la vida: un padre alcohólico, una madre que hace "streap-tease", un hermano perteneciente a una secta, un tío abuelo en un sanatorio psi-

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quiátrico... Todo depende de aquél o aquélla sobre el que ha­yas puesto tu mirada. Además, "falta confesada, la mitad queda perdonada",... en especial cuando tú no eres responsa­ble de nada de eso. Nada hay que "vaya mal": tú eres diferente; eso es todo. Resultaría asimismo inútil por completo, bajo pre­texto de no sentirse a la altura, desvalorizarle al otro que te contempla con ternura pensando que también él tiene "algo que no anda bien", ¡puesto que pierde el tiempo interesándo­se por tu insignificante persona!

Si te es factible modificar eso que te molesta y la cosa me­rece la pena, puedes llevar a cabo las transformaciones que estimes necesarias; en caso contrario, saborea tu incipiente amor.

De esta creencia básica se desprenden otras, tan poco per­tinentes, y que con frecuencia suelen condicionarlo todo, co­mo: "Me siento culpable de ser...(tan pobre, tan poco culto, tan superficial, tan original, etc.)", y como consecuencia lógi­ca: "¿Qué otra cosa querrá de mí?" Es cierto que si estás de verdad convencido de tu nulidad, nadie querrá nada de ti y el presente libro no va contigo, ya que se trata de una relación entre dos. Por contra, si hay alguien que se interesa por ti lo suficiente como para intentar recorrer un trozo de camino a tu lado, fíate de él siquiera lo mínimo... Entonces, si ese otro tiene el mérito de encontrarte un poco a su gusto y si tal gus­to es recíproco, vive esa común y recíproca estima...

A no ser que seas un verdugo de niños, un asesino reitera­tivo, un torturador inveterado u otro monstruo de semejante calaña, ¿por qué ibas a tener vergüenza de lo que eres? Tanto más cuanto que somos perfectibles...

¡Mi existencia no es una vida!

Entre la multitud de tópicos que arruinan nuestros instan­tes más hermosos, hay uno, muy famoso, que logra casi la unanimidad, a saber, el célebre: "Tengo necesidad de él". Fue­ra de los niños que tienen necesidad de sus padres o de sus­titutos paternos que se ocupen de ellos, nadie tiene necesidad de

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otra persona para sobrevivir. Tener ganas de vivir con alguien es una cosa, un sentimiento de todo punto justo, tener necesi­dad de él es un mito que uno se forja para sufrir más. El ser hu­mano tiene necesidad , para nutrirse de energía, de signos de reconocimiento, de muestras de atención, pero no le resulta vital recibirlos con regularidad de una sola persona, de ese otro que no existe sobre la tierra para ser utilizado como una pila eléctrica que deba, por fuerza y a petición, insuflarnos el aprecio por la vida y la capacidad de hacerlo. Cuentas en ti mismo con todas las facultades, con toda la capacidad y con todos los recursos precisos para vivir bien y no tienes necesidad de nadie.

Las verdaderas necesidades de un individuo se resumen en el alimento, la defensa respecto a las inclemencias del tiempo, la medicina en caso de enfermedad y los contactos con otras personas (cuya frecuencia es variable de un indivi­duo a otro). Todo el resto no pasa de ser deseo, ganas, cosa que en modo alguno quiere decir que tales apetencias sean desdeñables. Además, seguramente cuentas en tu derredor con ejemplos de personas que creían con firmeza que tenían necesidad de otro para vivir y que no fallecieron al instante con ocasión de una ruptura. Sufrieron, pero no llegaron a morir.

Autorretrato

Descríbete para ti mismo, aplicando sólo adjetivos califica­tivos, las cualidades o aptitudes que encuentres en ti.

Una vez que tengas cumplimentada la relación (reparando en los aspectos físico, intelectual, moral, artístico, etc.), co­lócate delante de un espejo y díte en voz alta todo eso que has apreciado. Procede de este modo con regularidad (am­pliando la lista en cuanto descubras algo grato o apreciable en ti) y, sobre todo, en los momentos en que la moral no se encuentre en su mejor forma. Saber con qué cuentas en ti mismo, en qué recursos puedes apoyarte y qué cualidades son susceptibles de servirte como trampolín no supone nin­guna inmodestia (y, aunque lo fuera, si está justificada ¡no tendría nada de censurable!). Es importante que cuentes con lo positivo que hay en ti y, a tal efecto, conviene que tengas conciencia de ello.

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Como es natural, puedes combinar el "qué querría de mí" con "tengo necesidad de él", cosa por lo demás lógica. Si, a pesar de tus defectos, él te ama, es fácil que sientas necesidad de él para valorarte un poquito, ¡siquiera sea sólo a tus pro­pios ojos!

Querer, poder

Supone una utopía imaginar que somos capaces de pasar revista a todas las carencias que eventualmente puedan darse en nosotros mismos; no solemos reparar más que en las co­rrientes, y se da un tercer grupo que puede acarrear conse­cuencias onerosas y que atañe a la soledad y que con frecuen­cia se formulará en los siguientes términos: "No soy capaz de vivir solo", y: "Es humillante estar solo". Si bien todo indivi­duo normalmente constituido goza de la capacidad de vivir solo, puede acontecer que no lo desee, en cuyo caso sería más justo afirmar: "No quiero vivir solo". Por lo que respecta a co­nocer los motivos por que él o ella no quiere vivir solo, se tra­ta de un asunto personal y puede que las razones varíen has­ta el infinito, sin que ello implique falta de capacidad. Por otro lado, el estar solo no es algo mortal. Los momentos soli­tarios son patrimonio de la independencia, de la autonomía, lo cual significa que una persona adulta puede y debe contar ante todo consigo misma. Respecto al aserto que asimila la humillación con la soledad, no es difícil constatar su veraci­dad abriendo con amplitud los ojos al mundo, a los demás. Conozco personas (de todo punto "normales") que aprecian en gran manera el vivir solos, tanto más cuanto que vivir solo no significa de ningún modo vivir sin amor. Hay individuos fa­mosos -por acudir a pruebas conocidas por todos- que se han sabido amados durante decenios sin que, a pesar de ello, vivieran bajo un mismo techo. Pienso, por ejemplo, en J. P. Sartre y Simone de Beauvoir, pero hay otros muchos.

Cada uno organiza la propia vida a su manera y elegir vivir solo no tiene nada de humillante. ¿Acaso quiere eso decir que nadie les ha querido? Sí, tal vez, y sería cosa de verificarlo,

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pero eso puede animarles a algunos y algunas a pensarlo así, aunque no sea más que para confirmar la posibilidad de dar un giro en redondo. ¿Será también posible que tales monstruos (o santos), tales eremitas, que se han consagrado por espacio de largos años (¿toda su vida?) a una causa que les parecía más válida que cualquier relación amorosa, no hayan querido a nadie...?

¿C.O.D. o C.O.I?

Historia de una manzana

Érase una vez una preciosa muchacha y un hermoso joven que no se conocían y que, un buen día, vivieron la misma experiencia. Paseaba, cada uno por su país, ella soñando con su Príncipe Azul y él con su Gentil Princesa; camina­ban distraídamente, recogiendo frutas acá y allá. A media tarde, un poco cansados, deciden detenerse para reposar y saborear una espléndida manzana. Como una y otro sabían que no es demasiado adecuado mordisquear con energía una manzana, suelen cortarla en dos trozos. En el mismo momento, cada uno de ellos con su mitad de manzana en la mano, piensa: "He aquí que he descubierto el secreto de la felicidad: comoquiera que estas dos mitades constituyen entre las dos una manzana perfecta y basta con ellas dos, ahora sé cuál es mi objetivo: encontrar mi otra mitad, que me completará tan exacta, tan perfectamente, que ya no se­remos más que uno; y, por fuerza, no existe más que una sola persona en la tierra que sea capaz de hacer posible di­cha realización acabada y única, de igual suerte que sólo estas dos mitades de manzana están hechas la una para la otra". De esta historia hace ya mucho, mucho tiempo y el joven y la joven todavía siguen buscando.

¿No hay "algo que no anda bien" en la idea de no ser du­rante toda la vida más que una mitad? "Sin él no me siento completa, si no es él no será nadie, nadie más que él me pue­de amar; sin ella no soy nada; sin él me moriré; no puedo

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amarle más que a él; mi felicidad depende sólo de ella; sin él la vida no merece la pena ser vivida; él es mi razón de vivir; no soy capaz de vivir sin él", y todas las variantes que puedan su­marse a éstas... Como si no hubiera más que un único ser en el mundo que posea todas las cualidades buscadas, y en especial, como si una persona no fuera completa sino injertada en otra, siendo así que lo que sucede la mayoría de las veces es que precisa­mente porque uno no cree poder vivir sin una determinada persona es por lo que, en general, solemos ser incapaces de vivir con ella.

¿Qué es lo que está sin completar? ¿De verdad no eres ca­paz de vivir sin él? ¿Qué hacías antes de conocerle? ¿Te halla­bas en una incubadora o en un congelador? ¿Es la primera persona que has apreciado? ¿Quién se ha interesado por ti? ¿Nunca nadie antes? Y, si no es ella, ¿te vas a ir al convento? Eso es lo que Jacques Salomé denomina "la dependencia ima­ginaria x".

CREENCIAS ACERCA DEL OTRO

Quimeras

Todas esas ideas, asumidas como certezas y añadidas a las creencias acerca de uno mismo, resultan más bien limitado­ras. Sin olvidar a los desengañados: "Por lo menos sé con quién estoy"; los utópicos: "Formamos un solo ser; es otro yo; es mi alter ego"; los optimistas: "¡Soy capaz de morir por él!" (¡a verlo!); los distraídos:"Le amo más que a nada en el mun­do"; los inconscientes: "Con él me siento segura"; los inge­niosos: "Ella me tiene que amar por fuerza puesto que yo la amo"; los megalómanos: "Ella tiene necesidad de mí;"; los no difíciles: "Es que lo amo todo en él"; los locos: "Le amo tanto que lograré cambiarle", etc. Sin dar de lado tampoco a los im­perativos exclusivos al estilo de: "No amo más que a ese tipo de hombre", emitido por las reductoras más incondicionales.

1 J. Salomé, Parle-moi, j'ai des dioses a te diré, Éd. de l'Homme, 1985, p. 28.

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Las creencias acerca del otro miembro de la pareja, de las que cabe afirmar que carecen de lucidez, contribuyen a con­solidar aquellas que uno tiene acerca de sí mismo, y recí­procamente. De ahí que no suela ser raro el oír: "No existo más que yo en el mundo", o bien: "Soy todo para ella", lo cual supone una presunción pasmosa y presagia negros nu­barrones que ensombrecerán sin duda la relación, nubarro­nes susceptibles de merecer el nombre de "poder sobre ti", ya que él tendrá un enorme miedo a perderla, al estar solo en el mundo.

I ¡Ilusión!

Si Papá Noel y May West hicieran una carrera para saber

quién llegaría el primero al Polo Norte la que ganaría sería

May West ya que Papá Noel no existe.

(Según Milton Erickson)

CREENCIAS ACERCA DEL AMOR

Futuro del verbo "amar"

La principal creencia acerca del amor es particularmente temible: El amor es algo que dura para siempre, "amor" (en francés "amour") rima con "siempre" (en francés, "tou-jours"), ya que es posible que uno ame durante toda su vida; la otra parte de la pareja es la que tal vez no sea siempre la misma y aquéllos que tienen la suerte de conocer semejante dicha son los primeros en calificarla como algo más bien raro. Esta "ley" tiene por resultado el falsear la relación desde su comienzo. Desde luego que podemos hacer mucho en orden a alimentar el amor y, a pesar de ello, que éste disminuya has­ta dejar de existir o, simplemente, transformarse. Y, a priori, nadie es responsable del desamor.

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No deja de ser algo triste y conviene aceptar esta idea. ¿Quién puede esforzarse en amar a alguien? ¿Qué es lo que demuestra que uno le amará a la misma persona toda la vi­da? Ya pueden las religiones y las leyes cansarse en imponer­lo, no lograrán nada. ¿Cómo reaccionar ante una conminación como la de: "Ámame"? En este ámbito no cabe la exigencia. Es­ta creencia viene impulsada por otra: el amor no es cosa que brote así como así, que no es sino una variante de la anterior. Tal vez no sea algo que surja "así como así", pero sí es "cosa" que puede marcharse como ha venido. Recuerda que lo que provoca los sentimientos es la interpretación de las percepcio­nes. Por lo tanto, si la interpretación sufre ciertas modificaciones, el sentimiento también es modificado. Sus grandes ojos rasgados pue­den convertirse en grandes ojos de ternera, su pasión por el bridge en una verdadera tabarra, su energía aseguradora ad­quirir un aspecto un tanto simiesco y su prisa por hacer el amor pasar a ser una obsesión sexual, ¡y hasta su gentileza aca­ba por resultar insoportable!

El borrador universal

Se dan también creencias acerca de los beneficios del amor:

Cuando uno ama, ya no existen problemas. ¿En qué terre-no(s) exactamente? En efecto, "la sociedad pretende que la re­lación conyugal discurre casi por entero sobre el amor y (...) después exige unas respuestas que el amor por sí solo es in­capaz de proporcionar jamás...2"

¿Es que, como cuentan las historias, basta con el amor pa­ra ser feliz? Por supuesto que "da alas", que hace factible una iluminación muy positiva sobre la vida y sobre las personas que nos rodean, lo cual tiene mucha importancia. Pero, a pe­sar de todo, no es suficiente para borrar de manera definitiva las dificultades. Afirmar que, gracias al amor, no queda ya ningún problema supone en realidad confundir Roma con

2 V. Satir, Pour retrouver Vharmonie familiale, Éd. Universitaires, J.-P. Delarge, 1980, p. 148.

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Santiago o, en todo caso, será así cuando reúna a dos perso­nas que no posean absolutamente ninguna creencia. Otra fór­mula, también errónea, enuncia que: Sólo cuando se está ena­morado o enamorada se vive de verdad; ¿qué son, entonces, aquéllos que, por el momento, no viven ninguna relación amorosa? ¿Sombras? A pesar de todo, ¿no aman a nadie? ¿No tienen ninguna razón para vivir?

Creo que estoy seguro

Otras creencias hacen referencia a las pruebas del amor: ¿có­mo saber si me ama? Hay cierto indicios que parecen deter­minantes: Cuando uno ama de verdad, tiene que ser capaz de adivinar todo lo que el otro quiere. Tan hermoso asunto, ¡qué molesto resulta y qué enorme carga de responsabilidad gene­ra! "Si no lo adivino, creerá que no le amo". Es posible que, veinte años después, él confiese que no le gusta el bacalao a la provenzal o que le regales un jersey de Cachemira puesto que le raspa horriblemente. ¿Qué significará tal cosa: que ya no le amas? ¿Que deberías haber sido más eficaz preguntándole por sus gustos y sus potenciales alergias? Dos personas que se aman creyendo firmemente en este principio pueden pasar su vida intentando adivinarse, engañándose una vez sí; y otra no (o más) y aburriéndose con sus errores, con sus preo­cupaciones por ser tan malos adivinos, ¡tan mal amados y tan malos amantes! Esta creencia puede, por otro lado, cobrar ai­res de chantaje: "Si todavía no has comprendido que no quie­ro... (que tengo ganas de...), ¿qué hago contigo? Ni siquiera eres capaz de comprenderme, ¡será necesario que lo diga to­do! Si de verdad me amaras, ¡me adivinarías!"

De la precedente creencia se desprende directamente otra, a saber: Cuando uno ama de verdad, si pide algo, siente me­nos placer en recibirlo ya que eso tiene menos valor por ha­berlo solicitado y menos agrado en ofrecerlo por no ser es­pontáneo. Esto supuesto, ahí va un consejo: no pidas nunca nada: tu placer y el de tu compañero permanecerán intactos. También cabe que procedas de la siguiente manera:

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- Querido, ¿qué deseas para tu santo? - Lo que tú desees, mi amor...

Puede ser que "mi amor" se haya sentido decepcionada varias veces intentando adivinar y que la compra de un rega­lo se convierta no ya en un placer sino en uña carga cuyo in­tento pasa a hacerse aterrador.

Una creencia más viene a envenenar a no pocas parejas. Cuando se ama de verdad, se está siempre de acuerdo. ¿Quién decía tal cosa? ¿Cuál es el origen remoto o desapare­cido de semejante certidumbre que no deja margen más que a una única solución posible: la adaptación al otro, un deseo re­cíproco de conformarse? ¿ Se consigue el amor al precio de perder la propia identidad? Sabes perfectamente que toda pareja reúne dos sistemas programados y que dos personas, si bien con frecuencia suelen contar con sus puntos comunes, jamás pue­den ser idénticas. Si es posible que se dé conformidad acerca de determinados puntos, ¿por qué iba a ser necesaria la coin­cidencia en todo, siempre? No somos unos robots.

CREENCIAS ACERCA DE LA RELACIÓN

No formamos más que uno solo

Cualquier cosa que suceda, tanto en lo referente al placer como a la adversidad, "no formamos más que uno solo" (¡cuando menos hay dos personas a las que alimentar!). Se­mejante creencia enmascara una gran ignorancia respecto al detalle de que cada parte de la pareja posee necesariamente (en cuanto individuo único) su propio concepto de la natura­leza de la relación, que no será jamas un calco del otro. De ahí que la culpa no sea de nadie: simplemente, los pensamientos son diferentes.

Nunca le creeré a un hombre que me diga: "Cuando a ti te duele el estómago, yo siento idéntico dolor a la vez que tú"; es

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inútil y ni siquiera le pregunto eso. Una creencia de este tipo no resulta demasiado práctica para la vida en caso de que se entienda tal como suena. Además, es tan incómoda y hasta tan auténticamente peligrosa para la relación que ésta no constituiría ya un ámbito de expansión sino de angostura. Tal vez "haga buen efecto" presentarse como si se fuera una sola persona ante algunas amistades o ante la familia; no deja de suponer cierta tranquilidad para todo el mundo el pensar así o dar la impresión de creerlo... pero es falso. Constituye una ilusión que puede costar cara a ambos miembros de la pareja, que se culpabilizarán por atreverse a tener una idea personal o un sentimiento diferente. Con independencia de eso, nos ha­llamos ante el mismo tipo de chantaje: "Si me amaras de ver­dad, sentirías igual que yo al instante, votarías como yo, etc."

No suele ser difícil tampoco escuchar alegatos de este tipo. "Nos amamos, puesto que vivimos juntos". ¿No estaría mejor formularlo a la inversa? Sería más lógico afirmar: "Vivimos juntos porque nos amamos y porque elegimos cada día ele­girnos, vivir juntos."

Me parece que la prueba de amor que se sitúa en la vida en común encierra cierto deje de amargura, despecho o algo por el estilo: "Es menester que nos amemos ya que vivimos juntos..." ¿No te da la impresión de que existe ahí cierta con­notación más bien de tristeza y fatalismo? Como si el indivi­duo pretendiera aferrarse a una esperanza, a una certidum­bre de la que sabe, o presiente en el fondo de su alma, que no es verdadera del todo...

Jaque mate

Hay ocasiones en que esta creencia alude a la siguiente: "Es nuestro destino". ¿Qué es vuestro destino? ¿El estar jun­tos? ¿Has encontrado al fin tu otra mitad de la manzana? ¿Es Dios quien os ha aunado? ¿Cómo lo sabes? Una vez más, me da la impresión de que estoy escuchando a alguien que sufre, que no está tratando de su destino, de su vida. Como si no sé qué fatalidad, no sé qué fuerza procedente de otra parte le

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mantuviera prisionero, con las alas cortadas por miedo a trans­gredir. No deja de ser una enorme lástima vivir por mandato y "lo que Dios ha hecho, puede deshacerlo".

Hablando de deshacer, hay muchas parejas que se estan­can en cierto desamor que se va transformando a veces en odio o indiferencia, y en la mayoría de los casos en descon­tento, cuando se fundamenta en la siguiente creencia: sepa­rarse es vivir un fracaso, es mostrar que uno no es capaz de amar y ser amado. En efecto, no suele ser raro constatar que, en el momento en que una pareja se deshilacha o rompe, ha­ya individuos que descubran el rechazo respecto a sí mismos persuadiéndose de que no están "a la altura"; en tales ocasio­nes la ruptura es vivida como un fracaso. Eso no obstante, que el que nunca se haya equivocado sea quien (de nuevo) arroje la primera piedra.

Además, si se da fracaso, no es ahí donde reside; lo haría más bien en la negligencia perpetrada de cara a uno mismo cuando decidimos incrustarnos a cualquier precio dentro de una relación frustrante ya que habíamos puesto en práctica to­do lo que estaba a nuestro alcance (o al menos lo pensábamos) para volver a enderezarla. Abandonar (y ser abandonado) no equi­vale a fallar, sino que con no poca frecuencia supone ser más lúcido sobre el precio que uno paga para no estar ni siquiera bien, por hacer "como si...", como unos niños que juegan a un juego que ya no les divierte pero que intentan, cueste lo que cueste, recuperar la pasión de los primeros momentos.

Cuando se han llevado a cabo los esfuerzos necesarios y posibles, cuando ya no tiene uno energía para invertir en el buen funcionamiento de la relación, ¿a qué viene mantener­la? ¿Por no perder prestigio? Ahora bien, tus amigos, tu fa­milia verán con claridad en tu rostro que ya la cosa no fun­ciona en absoluto. El prestigio se pierde en vuestras miradas tristes o acerbas, en esa mueca amarga que dibujan tus labios, en las palabras envenenadas o los suspiros profundos que na­die puede dejar de escuchar.

¿Es ése tu concepto de la seguridad? ¿La vida de pareja a cualquier precio, cueste lo que cueste? ¿Prestas de verdad tu

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adhesión a la creencia que pretende que siempre cabe la posi­bilidad de arreglarse? En tal caso, conviene que sigas mos­trándote muy educado, muy deshonesto, ¡hasta sus últimas consecuencias!: hasta la depresión, la cura de sueño, la úlce­ra de estómago, la colitis crónica, etc. El cuadro clínico estará acorde con las "avenencias".

CREENCIAS ACERCA DE LAS REGLAS DE BUENA CONDUCTA

Seguros a todo riesgo

La normas suponen otras tantas fórmulas generales que se enuncian -recordémoslo- en términos como "es preciso...", "no hay que...", "se debe...", "no se debe...", todas ellas se­guidas de un "si no..." amenazador porque, si el "cómo" de la vida entre dos no acierta a satisfacer la esperanzas y los sue­ños, el amor corre el peligro de deshacerse. Aunque dichas reglas sean tan diversas como múltiples, algunas de ellas se repiten con mayor frecuencia, como acontece, por ejemplo con: "no hay que decepcionar jamás a la otra parte, si no..."; "no hay que molestarle nunca, si no..."; "no se debe discutir nunca, si no..."; "hay que mostrarse siempre afable, si no ..."; "disponible, si no..."; "no deben expresarse los propios senti­mientos negativos, si no..."; "es menester preservar siempre la paz, si no..."; "no se debe hablar de los problemas, si no..."; "hay que reconciliarse siempre antes de dormir, si no..."; "no se deben introducir cambios, si no..."; "hay que evitar siem­pre el conflicto abierto, si no...", etc.

Si quieres rellenar los puntos suspensivos que siguen a los "si no", tus respuestas girarán en la mayoría de las ocasiones en torno al deseo de preservar la relación o la idea que uno tiene de dicha relación. Sin embargo, aun cuando la intención es buena (hacer cuanto sea preciso para mantener la pareja en equili­brio), el clima que se suscita por parte de estas reglas revela un miedo intenso a la ruptura. Por desgracia, cuando tenemos

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verdaderamente mucho miedo a una cosa muy concreta, nos las solemos arreglar, las más de las veces de manera incons­ciente, para provocarla.

Consciente I inconsciente

Se han elaborado multitud de teorías y cada una de ellas pretende ser la buena definición del inconsciente, pero no pasan de ser otras tantas teorías, aunque algunas de ellas sean más comúnmente admitidas que otras. Por principio, cualquier definición del inconsciente no puede suponer más que una especulación intelectual.

Resultaría vano censurar con detenimiento la mayor o me­nor veracidad de una u otra: no existe prueba alguna y tan sólo se trata de hipótesis.

Esto supuesto, hipótesis por hipótesis, lo más eficaz me pa­rece elegir la más útil (y la más sencilla, por añadidura), la de Milton Erickson. Está compuesta por tres teoremas:

- el inconsciente existe;

- el inconsciente es aquello que no es consciente, lo que no accede a la clara conciencia;

- el inconsciente es nuestro aliado: concebido como un po­der positivo, está considerado como el depósito de todos nuestros conocimientos, de todas nuestras experiencias pa­sadas, de todos nuestros aprendizajes, habilidades, auto­matismos (de acción, reacción y pensamiento), de nuestros recursos y competencias.

Es aquello que interviene en el tratamiento de la informa­ción cuando recibimos determinados mensajes del entorno; lo que dirige la interpretación de nuestras percepciones y nos preserva, en ocasiones, de revelaciones brutales o trau­máticas: no permitiendo que accedan a nuestra conciencia, nos protege.

Es también lo que nos proporciona las informaciones útiles y necesarias para nuestra vida de cada día (sea que les prestemos oídos o que no).

Por el contrario, nuestra parte consciente es aquella que pien­sa, reflexiona, actúa, decide de una manera controlada (aun cuando las motivaciones sean patrimonio del inconsciente).

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Con independencia de estas reglas, están también las cre­encias sobre los derechos y deberes de cada uno de los miembros de la pareja en el ámbito de la relación, formuladas por lo común en estos términos: "Una buena esposa se debe a..."; "un buen marido es un hombre que... y que no..." El modo de cubrir esos puntos suspensivos es el mismo que hacía referencia a los "si no": han de ser rellenados luego de haber reflexionado sobre los propios tópicos, apriorísticos, referentes a una "bue­na esposa" o un "buen marido". Si no se cumplimentan todos los deberes, los "si no" quedarán a juicio de la otra parte, en función de los derechos que le otorga el sistema.

Estas series de normas sobreentienden que una, la otra o ambas partes de la pareja, en la mayoría de las ocasiones, tie­nen que ignorar u ocultar sus propios sentimientos, adorme­ciéndolos bajo la ilusión de que de ese modo no habrá proble­mas. Eso no obstante, es rigurosamente imposible mantener a largo plazo tal opción: de uno u otro modo, directa o indirec­tamente, aquello que ha permanecido en la sombra surgirá.

CREENCIAS ACERCA DE LOS HOMBRES Y LAS MUJERES

Él es fuerte, ella es dulce

De entre las creencias que juegan un papel importante den­tro de la vida de relación, son primordiales aquéllas que atañen a lo femenino y lo masculino. Condicionarán la instauración de numerosas reglas que ayudarán en mayor o menor grado en to­do lo referente al mantenimiento de una relación buena.

Han sido ya evocadas en la primera parte, desde la "mu­jer-niña (...) con un lenguaje infantil, su ligero enfurruña-miento, una debilidad enternecedora, (...), pueril, impoten­te, emotiva, débil, sumisa y dependiente3", hasta el hombre fuerte, protector, envolvente, asegurador, que no teme nada,

3 R. Brain, Amis et amants, Stock, Le Monde ouvert, 1980, p. 293.

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que se hace cargo de todo, que debe satisfacer a su señora y conferirle seguridad, pasando por: "Todas las mujeres son unas..., menos mi madre (y acaso mi hermana)"; "los hom­bres no piensan más que en "eso"; "si quieres conseguirlo to­do de ellos, haz huelga de cama (o compórtate como una Me-salina)"; "si quieres conservarlos, hazles el amor todos los días (¡el reino de los éxitos!)", etc.

Las creencias vinculadas con el sexo suelen generar, de ordi­nario, otras creencias acerca de la intimidad (peligrosa) y la con­fianza (difícil de prestar y / o de obtener) que, a su vez, condi­cionan la vida de la pareja y no sólo en el ámbito de la sexualidad.

Tras esta visión rápida de las creencias que suelen darse con mayor frecuencia (en lo tocante al tema que nos ocupa), con­viene que estudiemos nuestro comportamiento a la luz de ta­les informaciones que no son desdeñables. Y es que siempre cabe poner en tela de juicio semejantes mitos, si tenemos en cuenta que algunos de ellos resultan limitadores en exceso y se oponen a la expansión de las personas y las relaciones, con lo que dan pie a determinadas actitudes muy específicas, que se fundan en unas reglas estrictas e inadecuadas.

Lo que nos hace actuar

A / 2 / O / - / CREENCIAS < / S / PENSAMIENTOS

-1 / O / Z I SENTIMIENTOS O / U / CONDUCTAS

"La gente guarda profundamente ocultos dentro de sí los pensamientos y creencias que desafían a la lógica y, peor aún, que son susceptibles de deformar su capacidad de juz­gar sanamente cuanto cae de su propio proyecto4".

4 Dr. Howard y M. Halpern, Adieu. Apprenez a rompre sans difficultés, Le Jour Éditeur, 1983, p. 14.

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El alardftfcamoroso

Una danza singular

El alarde amoroso supone un momento precioso: se trata de unos instantes cuyo recuerdo, en aquellos que se aman por un espacio largo de tiempo, hace que la emoción crezca en ocasiones hasta las lágrimas, y que se enternezcan ante esta memoria común lejana y, a pesar de todo, tan precisa. Para otros, que se aman menos pero que todavía viven juntos, tales horas y días resultan más difuminados, cuando ambas partes de la pareja están de acuerdo sobre el desarrollo de los acon­tecimientos, cosa que no siempre suele ser el caso: tanto una ocasión como la otra son susceptibles de reanimar las brasas de un entusiasmo venido a menos o incrementar un estado de disputa crónica. Por lo que hace referencia a aquéllos que han pasado la página de su vida concerniente a la relación amoro­sa, serán capaces de hablar de aquel encuentro en términos de lo más variopintos, como: "¡Era yo tan joven!", "¡No conocía la vida!", "¡Ella me conquistó con su poquita cosa!", "¡Resulta increíble: me encontré casado sin darme cuenta!", etc.

Sucede que un buen día, como flor azul romántica o ma­cho cínico, se produce un encuentro importante. Y ya hemos

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visto más arriba cómo una sola mirada puede bastar para de­sencadenar semejante alarde (los primeros pasos junto con la otra parte) que se sitúa a dos niveles: aprender a conocerse mutuamente (la parte de los sueños y las esperanzas) e ima­ginar (con mayor o menor razón o lucidez) una vida en co­mún. (Me veo obligada a precisar que no vamos a tratar en estas páginas más que de estudiar por qué una pareja experi­menta dificultades y cómo tales dificultades se tornan a veces en problemas).

LO QUE QUIERO QUE VEAS DE MÍ

El "look"

En nuestra vida diaria, cuando nos topamos con un desco­nocido, las primeras impresiones suelen ser esenciales. Con ocasión de la seducción amorosa, momento esperado, tan so­ñado, sea arrebatada o autorizada, asistimos a un alarde en cuyo decurso una de las primeras preocupaciones consiste en la presentación de uno mismo.

Presentación física de uno mismo: se trata de la casi inevitable carrera febril en pos del look con la idea más o menos cons­ciente de lo que él prefiere (¡pero, al no conocerlo es tan fácil equivocarse!) más bien el tipo BCBG, relajado, discreto, agre­sivo, sexy o neutro, etc. La elección de la ropa y los accesorios (adornos y demás perifollos), aderezos del alarde, suponen otros tantos elementos de la mayor importancia (tanto para él como para ella) en la comunicación no verbal. Estas decisiones, que pueden antojarse secundarias, no se toman al azar, como tampoco la de ser "natural", y una vocecilla nos susurra tales consejos en función de los sentimientos que pretendemos suscitar: asombro, admiración, seguridad...

A la presentación del aspecto físico conviene añadir otra presentación que pronto o tarde se llevará a cabo: la del pro­pio territorio, imagen que confirmará la anterior (la coheren­cia puede ser tomada de una manera muy positiva) o bien,

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sin llegar a producir un "shock" (!), acaso sea la causa de una extraordinaria sorpresa; él y ella se van descubriendo por par­tes sucesivas dejando flotar múltiples misterios o, posibilida­des de misterio, cosa de lo más sugerente y que da ganas de saber más acerca del tema. "¿Cuándo dejará de admirarme?"

El conjunto de conductas vinculadas con la presentación de uno mismo (aspecto físico y territorio) responde a unas re­glas (con frecuencia inconscientes) codificadas por obra de los programas que nos vienen construidos mirando un obje­tivo muy concreto (dentro del alarde amoroso -1° mismo que en la elección de la pareja- no hay nada que sea debido al azar): seducir y, para ello, como actores en semejante alarde, tratamos de ofrecer (bajo nuestro control o al margen de él) una idea de nosotros mismos tal que la otra vez, derive de ella ésta o aquélla impresión.

¿Tarot o bola de cristal?

¿La preocupación de ambos protagonistas n o se centra en agradarle al otro? ¿Y en qué consiste agradar sino en contentar, halagar, complacer, embriagar, encantar, embelesar, respon­der a unas esperanzas adivinadas, etc.? La tarea no resulta sencilla, ya que en ocasiones Eros suele ser difícil de conven­cer. ¡Los filtros de amor resultan de un uso proporcional-mente mas rápido y económico en cuanto a t iempo, preocupa­ción y energía! Esto supuesto, y aun a riesgo d e exhibirse, ¿a qué viene hacer alarde de la peor imagen de u n o mismo? Pa­ra poder afirmar después: "¡Ya lo ves, te lo hat>ía prevenido! O por "acceso-exceso" de franqueza: "Es preferible que sepas antes ...", aun con peligro de verse tal vez rechazado de en­trada o, por el contrario, provocar la magnanimidad y la grandeza de alma de ese otro ardientemente deseado ("¡Tiene que estar bien para aceptar incluso hasta eso!").

¿A qué no llegará uno con objeto de parecer aquel lo que el otro espera, prefiere o desea? Porque jamás e s t amos seguros de responder con exactitud a las expectativas d e la otra parte, ¡puesto que no las conocemos! Por lo mismo tenemos que

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convertirnos en unos videntes extralúcidos y poner en juego todas nuestras cualidades adivinatorias. Tan solo actuamos en función de la idea de las expectativas que uno tiene respecto al otro ( fundándonos por tanto en nuestras creencias) y no se nos ocurre nunca verificar tales intuiciones. ¿En qué radicaría entonces el misterio? ¿Dónde estaría el juego? ¿Dónde el mé­rito de lograr la victoria buscada? El alarde amoroso constituye un juego difícil (y la decisión de no "interpretar la seducción" supone ya una modalidad de ella, muy sutil y sofisticada). La otra parte espera -la espera es recíproca- verse seducida: "Hazme ver de qué eres capaz, acaso me consigas".

El mayor inconveniente relacionado con esta presentación de uno mismo estriba en que no resulta sencillo cambiar la imagen durante el trayecto y uno acaba en ocasiones cansán­dose si dicha imagen es demasiado distante de la realidad. El agotamiento puede llevarse el gato al agua: no siempre con­tamos con los medios (físicos, psíquicos y... financieros) para parecer durante mucho tiempo aquello que no somos o no lo somos sino ocasionalmente.

¿Qué seré esta noche?

La etapa de la presentación de uno mismo (aspecto exte­rior y territorio) lindará con la presentación de su personalidad; ambas presentaciones discurren simultáneamente. Dentro del campo del carácter (ideas generales y peculiaridades, sue­ños, gustos, etc.) se verá facilitada la comunicación puesto que cuanto digamos tiene poca importancia cuando sabemos con qué diligencia quiere creernos nuestro "oyente" ya que eso hará que nuestra comunicación coincida con su sistema de creencias .

Una vez más, la cuestión no consiste en engañarse y facili­tar la mejor imagen posible de uno, siempre en función del con­texto y del objetivo que se persigue. Por desgracia, suele ser muy frecuente a lo largo de este período (el alarde amoroso) que se cometan los errores de peores consecuencias: a fuerza de pretender ofrecer a cualquier precio una imagen de sí (sus-

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citar una impresión a partir de la expresión de sí no es raro que ese "yo" propuesto haga olvidar, descuidar al verdadero "yo". Acaba uno por no atreverse a manifestarse a plena luz, por miedo a decepciones.

Semejante miedo a decepcionar, que subyace bajo la ma­yoría de las conductas ligadas con el encuentro, con el alarde amoroso, tiene como resultado atar al individuo dentro de un papel convirtiéndose en la imagen que ofrece de sí (hasta aca­bar en algunos casos por creer en ella). Tal prisión es el precio que uno estima que debe abonar para estar seguro de ser amado, en tanto que a la par nos enclaustramos en una doble tensión: "Si sigo siendo mi imagen, corro el peligro de trai­cionarme (lo cual acabará forzosamente por suceder, es algo ineluctable); si me libero de dicha imagen, puede que no sea amado (lo cual resulta claramente menos evidente)".

¡A la de quinientas, descanso!

Esto supuesto, mujer, si por ejemplo no hubieras tenido ga­nas de seducirle, ¿hubieses sentido placer en pasar la mayor parte de vuestras tardes escuchando jazz junto a él, cuando a ti no te agrada la música? ¿Hubieses pasado tres horas diarias ante el horno agotando tu libro de recetas internacionales?

¿Eres capaz, aquí, ahora, de asegurar que ya nunca jamás vas a dejar de ponerte crema nutritiva antes de acostarte?¿De jurar que vas a seguir riendo durante años todos sus juegos de palabras? Y tú, hombre, ¿es reciente tu afición a la nueva cocina en cada comida? ¿Tu pasión por los muebles pintados austríacos no es un simple capricho pasajero? ¿Seguirás prac­ticando "jogging" todas las mañanas de los domingos porque a ella le encanta correr a tu lado? ¿Es que te entusiasma tanto su hermanita como para escucharle hablar sin descanso? etc.

¿Cómo vais a proceder los dos para dar marcha atrás en estos puntos (y en tantos otros) que parecían logrados, pun­tos de apoyo de cara a nuevos impulsos, para otros aprendi­zajes, aprendizajes forzados que os tienen aprisionados y os atenazan cada vez más? ¿Cómo dar a conocer tus pretensio-

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nes de no ser constantemente una imagen? ¿Cómo yugular ese miedo a no dar ya placer? ¿Se te perdonará que seas lo que eres? Llegado este estadio, ¿sabes con exactitud quién eres?

Este entramado de disimulaciones y de falsas revelaciones cierra sobre ti la trampa del alarde amoroso puesto que, cuan­do un actor propone cierta definición de una escena, inser­tándose en un papel determinado, abandona a la par todas las demás posibilidades, rechaza cualquier pretensión a ser lo que no parece ser y, por lo mismo, renuncia a verse tratado como desearía ya que ese tratamiento queda reservado para unas personas que no le corresponden, toda vez que ha elegi­do mostrarse de otra manera.

-"¡Bueno, yo soy abierto de ideas, no tengo dificultad en admitir las relaciones sexuales extraconyugales! Es algo nor­mal... Hay que ser moderno, ¿no?"

-"¡Bien!... Si tú lo dices... (una mirada soñadora).

Y la esposa, fortalecida con semejante permiso, pasa a la acción, con enorme perjuicio para ese gran hombre tan mo­derno... que padecerá torturadores ataques de celos sin otor­garse a sí mismo el derecho a contradecirse.

Soplar no es interpretar

A pesar de lo dicho, no es nuestro intento tildarles de hi­pócritas a ambos miembros de la pareja. (Irene Pennacchioni -véase la bibliografía- habla de los "simuladores sinceros" que acaban por perderse entre los meandros de los espejos deformadores que colocan entre ellos mismos para no verse demasiado bien). Con frecuencia quedan apresados en su propio juego y llegan a persuadirse tranquilamente de que son aquello que pretenden ser; esa realidad que intentan cre­ar a cualquier precio se va convirtiendo poco a poco -y du­rante algún tiempo- en su realidad. En el caso contrario, ya no cabe hablar de alarde amoroso, sino de una duplicidad, si no ya de un cinismo, cuyos peores ejemplos "seducen y aban­donan" a unos hombres y mujeres confundidos.

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Esto supuesto, ¿por qué preferir la dificultad y el rechazo de la identidad de uno mismo? ¿Es que no es posible ser ama­do por lo que uno es? Por supuesto que sí, y, a pesar de todo, no es eso lo que nos han enseñado nuestra familia y nuestra cultura (en líneas generales). ¿Resultamos lo suficientemente "bien" como para mostrarnos tales como somos? Eso no obs­tante, cuando se deteriore la imagen hermosa, ¿que acontece­rá? Remitimos esta cuestión -que infunde demasiado miedo-a más adelante y nos consagramos a conservar nuestra nueva personalidad, la del momento de la seducción que, por fuer­za, tiene que agradarle más al otro, a ese otro que obtendrá tan solo de nosotros una imagen deformada y que únicamen­te contemplamos a través del caleidoscopio de nuestra mirada enamorada. ¿Y no consiste el Amor en "tener siempre razón"? (Barbey d'Aurevilly).

LO QUE QUIERO VER DE TI

Lo que deseo ver en ti son otras tantas alucinaciones progra­madas. Hay dos clases de alucinaciones o fenómenos hipnóti­cos: la alucinación positiva, que consiste en ver algo que no existe, y la alucinación negativa, que consiste en no ver aque­llo que está ante nuestros ojos. Por ejemplo, a fuerza de de­searlo, una persona es capaz de estar persuadida de que el otro le ha dicho "te amo"; o bien no ver, cuando salen juntos, que el otro mariposea sin cesar, dejándole solo frente a frente con su drink...

Y es que resulta cierto que el alarde amoroso no se conten­ta con poner en práctica una imagen de uno mismo a la par aduladora y apropiada (por lo menos eso es lo que suele cre­erse), sino que dicha imagen da lugar a otro milagro: una se­lección tal en las percepciones que ni siquiera cabe decir que el amor le haga a uno ciego. ¡Más bien nos induciría a ver ji­rafas con lunares azules! Filtros y alucinaciones trabajan y se multiplican hasta que la imagen del otro se corresponda con la so­ñada: hacer unir la realidad con el sueño en una adecuación

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justificada únicamente por los prismas de una visión de de­seos, expectativas y anhelos. Hasta ese pequeño mohín tan adorable, señal de dulzura que se convertirá en "la horrible mueca hocicona" de las horas menos gloriosas en las que el alarde dejará de ser amoroso para convertirse en marcial.

Dispongo de todas las pruebas

Cada índice (actitud, gesto, palabra, mirada, comportamien­to o ademán, incluso los esbozados) quedará encuadrado posi­tivamente.

El encuadre

Un suceso, una palabra, un gesto no posee otro sentido que aquel que le atribuyamos, en función de nuestra visión del mundo. De ahí que puede resultar importante encuadrar una interpretación y hay dos maneras de hacerlo:

- Encuadre de sentido: conferirle otro significado a una in­terpretación. Por ejemplo, Santiago se reconoce muy testa­rudo: puede proceder a un encuadre de sentido reconocien­do que es obstinado, lo cual puede significar perseverante, y eso implica una cualidad útil.

- Encuadre de contexto: aquello que connotamos de una manera negativa en determinados contextos es susceptible de revelarse muy positivo en otros. Por ejemplo, Natalia se siente muy poco diplomática en su vida profesional y, a pe­sar de todo, sus amigas la aprecian por su espontaneidad y su entusiasmo, por su sinceridad y franqueza, lo cual de­muestra que ese aspecto de su carácter tiene también sus lados positivos.

Si por ejemplo, ella se lava las manos a todas horas, signi­fica que es verdaderamente meticulosa: la casa estará bien atendida, será siempre limpia para consigo misma (¡es tan im­portante la higiene!) y, sin duda, atenderá con esmero a los ni­ños. Si él no habla apenas, significa que piensa intensamente, que es inteligente. Si ella cuenta con muchos amigos, es que es agradable, expresiva, que la quieren mucho. Si él le telefo-

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nea a su madre todas las noches, eso quiere decir que es un hijo afectuoso, que tiene sentido del deber, que se puede contar con él. Si ella no toma nunca la iniciativa en la relaciones sexua­les, significa que es seria, que no acudirá a ver a otros. Si él per­manece las tardes enteras ante el ordenador, quiere decir que no es capaz más que de amar con pasión.

En el momento del alarde amoroso, el tratamiento de la informa­ción se ve seriamente optimizado: bien se trate de lo físico o de la personalidad del otro. La percepción se torna entonces extre­madamente selectiva: no vemos más que aquello que quere­mos ver y lo que descubrimos suele ser con frecuencia lo que buscamos; por ejemplo, si de acuerdo con el comportamiento de una persona, deducimos de ello que dicha persona posee determinadas cualidades, les atribuimos a tales cualidades (con razón o sin ella) un valor científico de tipo diagnóstico; y así creemos saber más acerca de cómo es el propietario de dichas cualidades.

La caza del tesoro

En consecuencia, el otro es idolatrado, idealizado y colo­cado sobre un pedestal tan alto que no podrá por menos de caer de él aplastando bajo el peso de ensoñaciones y de todas las hermosas imágenes que se habían formado de él -imáge­nes que este último habrá contribuido a forjar, conforme he­mos visto.

Así es como uno sucumbe al amor por el Amor; al ser huma­no que queda detrás sólo le corresponde mantenerse, ¡estar a la altura! Tanto más cuanto que se le mira con unos ojos tan miopes que le resulta fácil dejarse llevar por ese amor tan po­deroso que no ve en el más que cualidades excepcionales.

La imagen que uno pretende forjarse del otro queda de­formada hasta el extremo de que los defectos pasan a con­vertirse en cualidades muy preciosas; ¡eso por lo que atañe a las cualidades! Ya no faltarán sino los altares para cele­brarlas y ni siquiera se encontrarán palabras adecuadas pa­ra su descripción: "¡Oh, ya sabes, el es., ¡es tan...!"

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¿Como describir lo indescriptible?

Ahora bien, ¿por qué no verle al otro tal cual es, como un ser humano? Una vez más, topamos con el miedo, distinto en esta ocasión: "Si no es éste, acaso no se presente nadie después; es preciso que sea él, quiero que sea él". "Esta es la teoría que de­cide qué es lo que estamos en condiciones de observar" -afir­maba Einstein. Si mi teoría me dice que es él al que quiero o el que me hace falta, haré cualquier cosa, sin que importe qué, pa­ra confirmarlo. De lo contrario, pues, tendría que volver a em­pezarlo todo con otro, si tengo ocasión de ello, ¡cosa nada segu­ra! Y no hay nadie (por el momento) consciente de verdad de una mirada tan velada, tan falseada -como tampoco de las ra­zones de esa neblina de color de rosa. Las deformaciones, gene­ralizaciones y selecciones (las modalidades de creación de nuestra propia realidad) proceden de buena fe, son inocentes y están atiborradas de sueños y esperanzas procedentes de lo más profundo de nuestro ser. Dichos sueños pasan a hacerse re­yes y reinan sobre esos instantes de los que siempre se nos ha dicho que eran los más ricos. "Todos y todas parten en busca de la idea del amor como los niños que creen en el tesoro1".

¿Y es que no es mejor un "toma" que dos "te daré"? El co­locar una aureola sobre la cabeza del otro resulta siempre más halagador para uno mismo. El ejército de los no-amados, de los malqueridos apreciará cueste lo que cueste a ese otro cuya primera virtud estriba en existir, en estar libre (entién­dase disponible); a propósito de la libertad, tiene su gracia el constatar cómo, por lo general, la mujer soltera esta conside­rada como una mujer sola y acaso libre, en tanto que el solte­ro lo está como un hombre ¡libre en absoluto y tal vez solo! La realidad no es siempre tan agradable como se ha solido ase­gurar con frecuencia, por lo que la decoramos, la maquilla­mos y hasta la olvidamos un poco, antes de que ella se acuer­de tristemente de nosotros, ¡más fea que lo que es en sí, precisamente por haber sido demasiado embellecida!

Estas alucinaciones tienen una molesta consecuencia: la decepción cuando todas las facetas de la otra parte quedan

1 I. Pennacchioni, De la guerre conjúgale, Mazarine, Essai, 1986, p. 202.

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ocultas, cuando simplemente se muestra tal cual es; esto es lo que explica los cambios bruscos que sobrevienen en el mo­mento en que los dos miembros de la pareja viven la relación en el día a día y no ya en unas condiciones privilegiadas co­mo las de la declaración de amor, la luna de miel o unas va­caciones. La visión del otro y la imagen que uno ha pretendi­do mostrar de sí mismo se ven entonces seriamente alteradas, lo cual resulta tanto mas difícil de soportar cuanto que ni uno ni otro se hallan ya tan disponibles en lo referente al tiempo como en la bendita época del encuentro cuando cada uno era para el otro. Sin omitir el dato de que solemos mostrar cierta propensión a vivir el presente en función del pasado: es ésta una tendencia tan constante como opresiva.

Imagen de sí, visión del otro, ocurre como en la declaración de amor: la persona percibida no es, pues, más que fragmentaria, par­cial, compuesta a un mismo tiempo por aquello que ella pretende mostrarnos y por lo que nosotros aceptamos ver en ella -¡lo que tan­tas ganas tenemos de ver en ella!

DOS LEYES DEL ENAMORAMIENTO: PARECERSE - ADAPTARSE

Felicidad, pudor...

Cualquier diferencia, aun la menor, tiene que quedar su­primida o disimulada con esmero, bien se trate de valores o principio de aficiones o deseos, de preferencias o repulsas. Los nuevos miembros de la pareja suelen ser, de ordinario, cómplices en el enmascaramiento e ignorancia de todo cuan­to pudiera ser fuente de conflicto o, incluso, hasta de mera fal­ta de acuerdo.

¿Hay algo, en efecto, más agradable que encontrarse en el otro? Esto supuesto, por esos mismos motivos (tan sólo ve­mos aquello que queremos ver), es fácil descubrir multitud de puntos comunes y tranquilizarse con ello. Si dos se pa­recen ¿no tienen todas las posibilidades de entenderse, en

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virtud del viejo proverbio "lo semejante se une a lo seme­jante" ("qui se ressemble s'assemble")?

De ahí que cualquier tema susceptible de litigio sea cuida­dosamente soslayado y que la conversación se asemeje en ocasiones a un simple parloteo, poco peligroso; basta con es­cucharle bien a la otra parte, con observar con atención sus actitudes y manera de proceder para adivinar las cosas que no hay que decir ni hacer. Semejantes "adivinaciones" no son verificables toda vez que permanecen en el estadio de la in­tuición e intentar desvelarlas entraña excesivos riesgos.

En consecuencia, todos y todas intentan con desesperación no desagradar y complacer al otro, hasta el extremo de que cada actor tan sólo vive en función de lo que estima que la otra parte espera. Algo así como si hiciera falta que ese otro se convirtiera en el espejo que aprueba nuestra existencia como si no fuéramos capaces de existir más que a través o gracias a la mirada del otro: "¡Me ha mirado ella, me ha sonreído, y ha caído en la cuenta de mi existencial!"; "Sin él, ¡no sería nada!"; "Ella es quien me ha hecho descubrir lo que de verdad era...!"

El envite es realmente de importancia puesto que, si la mirada se dirige a otra parte, volvemos a convertirnos en ese pobre ser carente de vida, sin consistencia, que volverá a asumir su divagar hasta localizar a algún otro (si existe) que, con su aliento, nos devuelva ese sentimiento que no tiene precio: el de existir. Y todo ello sin omitir (y es un añadido que cuenta) que, al proceder de este modo, volvemos a de­positar resueltamente la responsabilidad de nuestra vida en manos del otro. ¡Menudo regalo! Repara que se trata de algo recíproco, pero, esto supuesto, entonemos todos juntos, al amor de los farolillos: "¡Dependencia, henos aquí!"; "¡de­pendencia, henos ahí!".

Es también ésta la razón por la que determinadas acciones determinados gestos se ven reprimidos, puesto que podrían revelar ciertos aspectos que contradicen la conducta tan cui­dadosamente elaborada: la aceptación del otro. El temor a las divergencias, a las diferencias es más fuerte que la alegría y la ri­queza que pueden proporcionar.

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He aquí a nuestra pareja a la búsqueda de semejanzas en todos los ámbitos: costumbres, aficiones, ideas y maneras de pensar, persuadidos de que, cuanto más se asemejen, mejor podrán po­nerse de acuerdo, se sentirán más seguros de estar "hechos el uno para el otro". Por lo tanto, ¿está implicada la semejanza dentro del amor? ¿Y cómo va a ser uno capaz de apreciar de verdad las semejanzas (ya que es cierto que se dan) cuando pa­san a convertirse en una cuestión de vida o muerte para la exis­tencia de la relación?

Persiste y firma

Si, a pesar de todos los esfuerzos combinados por parte de cada uno por disimularlas, algunas diferencias resultan dema­siado evidentes, se imponen dos soluciones: cuando no puedan de verdad ser negadas u ocultadas, el individuo se las arregla procediendo, una vez más, a ciertos encasillamientos tan tran-' quilizadores como inadecuados: "Nunca me ha dicho ella que me amaba, pero, si no me quisiera, me habría dicho que no que­ría verme más..." "Él no deja de criticarme, pero eso demuestra con claridad que me ama; de lo contrario no se interesaría tan­to por mí..." "Es cierto que ella bebe algo más de lo debido, pe­ro me ha jurado que lo dejará pronto..." "Él me ha dicho que no quería tener un hijo, ¡pero sé de sobra que los adora y que será feliz cuando el niño esté presente!", etc.

De este modo, las divergencias quedan minimizadas, lo cual responde a una grave ignorancia en lo referente a su po­tencial impacto de cara a la relación futura; por otro lado, y suele ser la postura más corriente, la persona se adapta a la otra. Aprender a conformarse a los deseos reales o supuestos del otro y a sus necesidades (asimismo reales o supuestas) sigue siendo otra prueba que parece que la declaración de amor exige dentro de su serie de ritos iniciáticos.

Es preciso demostrar que uno es capaz de anularse ante el Amor: el objetivo (una relación duradera) anula la verdadera identidad. El precio que hay que abonar por el fin buscado parece ser, en el mejor de los casos, la confusión, una especie

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de oscurecimiento en el pensamiento, y en el peor, la volun­tad deliberada de proceder "como si". Como si no fuera gra­ve el aceptar (tascando el freno) que ella lea toda tu corres­pondencia (porque "todo lo tuyo es mío"). ¿Y qué decir contra cualquier realidad que no resulte conforme con el pro­yecto, cuando uno tiene miedo de decepcionar? Como si no fuese suficientemente grave el someterse a unos imperativos categóricos del estilo de "quiero que una mujer sea así", o "quiero que los hombres sean así", por miedo a desagradar.

En contra de la imagen que uno ofrece de sí mismo y que suele responder (con frecuencia de manera inconsciente) a lo que estimamos que el otro quiere de nosotros, se trata aquí de un proceso (que se parece a un juego cuyas reglas conoce ca­da parte de la pareja) con unas consecuencias que no se te es­capan. Puesto que, al proceder de este modo, no sólo nos en­gañamos a nosotros mismos dejándole a la relación pocas posibilidades de fundarse sobre unas bases sólidas (lo cual no excluye en absoluto el amor), sino que también suele ser en tales momentos de la declaración del amor cuando aprende­mos a engañarle al otro actuando de tal manera que no poda­mos por menos de obtener la respuesta deseada. En efecto, en toda interacción el deseo de cada parte de la pareja se centra en influir y dirigir la reacción, la respuesta del otro: es un te­ma fundamental de la seducción. La acomodación (que signifi­ca la adaptación al otro) consiste no sólo en responder a todos los deseos que suponemos en ese otro, sino también en llegar hasta a creer firmemente y a asegurar en voz alta y clara que experimentamos tanto agrado como él. Tal es el tributo que hay que satisfacer al amor romántico que no conoce otra rela­ción amorosa que la bañada en leche y miel. ¡Qué más da un embuste cuando sufrimos una embriaguez!... de la cual no ig­noramos sus inciertos y desencantadores días siguientes.

Todos esos rituales suponen otros tantos fenómenos cultu­rales que se van transmitiendo de generación en generación a través de un complejo entramado de creencias. De este modo se produce una especie de control mutuo ("Yo juego el juego si tú también lo juegas"), primera regla de la rela­ción naciente.

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NACIMIENTO DEL "NOSOTROS

Objetivo: trueque

Cada miembro de la pareja espera que el otro actuará co­mo él: a cambio de lo que él da, recibirá cuanto desea.

Mientras que al comienzo del alarde amoroso quedan abiertas todas las posibilidades, el proceso que acabamos de ver (presentación trucada de uno mismo, imagen deformada del otro, búsqueda de semejanzas, negación de diferencias y adaptación al otro) ha aminorado claramente la opción de ciertas modalidades de conducta excluyendo, dejando fuera de la relación cuanto no convenía autorizar que entrase en ella. De ese modo, ambas partes, de acuerdo con la cantidad de energía invertida en dicho proceso, muestran sin lugar a dudas lo que están dispuestas a realizar en favor de la rela­ción, en favor del otro, ajustando su compromiso a su con­cepto de la vida entre dos.

De ordinario, la noción romántica del amor crea una serie de expectativas que ninguno de los miembros podrá satisfa­cer en virtud del lado irreal de tales expectativas. Semejante decepción -muy comprensible- se acentuará todavía más si va acompañada del sentimiento de haber sido engañado, em­baucado por el otro que no sabe (que no puede) responder, ni descolgar la luna todas las noches; entonces los sueños se nu­blan, las imágenes se desgarran y los sabores exquisitos se cargan de amargura.

La movilización sobre el objetivo y los esfuerzos llevados a cabo en el transcurso de la declaración de amor no sólo han hecho que la relación se concretice, sino que ha habido tiem­po para que se hayan instaurado una serie de reglas, men­guando las posibilidades e instalando un mecanismo y un códi­go que lo convierten en un autentico sistema. ¿Responderá éste a los deseos, expectativas y esperanzas (conscientes e in­conscientes) que conoce toda persona que se compromete en una relación amorosa? Los diversos elementos que integran el alarde amoroso inducen una respuesta que apenas si tiene

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posibilidades de resultar positiva. ¿Cabría, pues, que nos planteáramos la cuestión de saber por qué ocurre tal cosa? ¿De qué puede uno tener miedo? Dado que sabemos que cuanto más fuertes son las expectativas, mayor será la frustración y causa de sufrimiento, ¿de que sirve rehusar el abrir los ojos?

Es de sobra conocido por todos que las frustraciones suelen ser de ordinario proporcionales a la potencia de las esperanzas, expecta­tivas y aspiraciones, y ya veremos cómo el sistema (sus reglas, códigos y comunicación) intentará mantener tan precario equi­librio; ¿no merecía más la pena que no se hubiera dado la rela­ción, todo el dolor y los esfuerzos llevados a cabo para cons­truirla? Hay que justificar la inversión y, por lo menos, no salir perdiendo: las leyes del nuevo sistema se encargarán de admi­nistrar esa reunión de tres conjuntos muy dispares, "yo'V'tu" y "nosotros", a fin de que pueda sobrevivir "nosotros".

Las reglas de partida

Podemos descubrir las reglas que se instauran al comienzo de la relación planteándonos las siguientes cuestiones:

- ¿Quién se dirigió hacia el otro? - ¿Quién tomó la primera iniciativa? - ¿Quién tomaba las decisiones sobre:

• las citas, • la ocupación del tiempo, • las actividades comunes?

- ¿Cuál era el clima en la incipiente vida relacional (alegre, seria, tensa...)? - ¿Se colmaron vuestras expectativas? - ¿Cuál fue tu primera decepción? - ¿Tienes la sensación de no haber sido, en ocasiones, tú mismo? - ¿Qué abandonaste? - ¿Qué recibiste?

De acuerdo con tus respuestas, tal vez descubras una serie de reglas que se han instaurado en vuestro funcionamiento como pareja. También puedes poner en práctica el presen­te ejercicio con tu compañero de pareja, descubriendo con ello su propia percepción de esta realidad.

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¡«¿ese La parejlf (desembarca o la emergencia de las reglas

Mientras que los amantes navegan, la pareja atraca en la ribera de la realidad de la vida cotidiana. Se verá abocada a "tener dicha vida juntos" y a "serla juntos".

Ha concluido ya el alarde amoroso: las dos partes deciden vivir juntas, cosa que significa que, como en toda interacción, irán emergiendo una serie de reglas de vida en común; dichas reglas, que son necesarias para el equilibrio del sistema, reduci­rán considerablemente el campo (que era ilimitado) de las posibilidades que se ofrecían con ocasión del encuentro.

Yo debo, tú debes, nosotros debemos

Eso equivale a decir que, a medida que se desarrolla una rela­ción, se va estructurando cada vez más. Significa que, de entre todos los numerosos comportamientos posibles, algunos se tor­narán cada vez mas frecuentes (y, por lo mismo, más previsi­bles), en tanto que otros, por resultar inútiles, se retirarán de la escena.

Esta estructuración (y ese es el cometido de las reglas) de­termina ciertos esquemas de conducta (apenas queda margen

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para la sorpresa) que pasarán a hacerse repetitivos, por lo que existe el peligro de que la relación pase a hacerse rígida en ex­tremo, en función justamente de esa repetitividad y de la re­ducción de las opciones dentro del "cómo vivir juntos".

Los sistemas integrados por cada miembro de la pareja su­ponen, en efecto, poca apertura en la selección de actitudes ya que suele ser raro que los mitos familiares generen programas que eviten la repetición y acepten lo imprevisible. Las situa­ciones inesperadas o los cambios desencadenarán con fre­cuencia momentos de vacilación, si no ya de pánico, puesto que "¡no lo habíamos previsto!" Entonces viene el precipitarse sobre la memoria, sobre los modelos familiares con objeto de encontrar una regla, un código susceptible de organizar algo que podría antojarse indecente: la novedad. "Las sombras contagiosas del pasado" (Virginia Satir) pasan a hacerse tan­gibles, palpables, en semejantes momentos de tormenta.

Las reglas en cuestión suponen otros tantos dispositivos que rigen la relación: estipulan y delimitan las conductas de cada uno en la mayoría de los terrenos de la vida entre dos; les atribuyen a cada uno de sus miembros tanto ciertas obligacio­nes (que son estrictamente coacciones,deberes en lo referente a la conducta que hay que adoptar) como esperanzas de cara al otro (los derechos de cada uno): "Como tengo que decirte la verdad, espero de ti que me la digas"; "como estoy obligado (por nuestras reglas) a respetarte, espero de ti que me respe­tes", etc. Los deberes son el precio para otorgarse unos derechos, de­rechos y deberes que tienen que mantener el equilibrio de la relación. El precio de cada uno se armoniza con el del otro a fin de que el "día de las cuentas" (si llega) entre lo "dado" y lo "re­cibido" constituya un día de fiesta y no de acritud: "¡Después de todo lo que he hecho por ti! ¿Así me lo agradeces?"

El iceberg al completo

Existen dos modalidades de reglas: las implícitas y las ex­plícitas, formuladas con claridad. Las primeras, dado que son implícitas, permanecen ocultas y, durante la mayor parte del

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tiempo, inconscientes; se trata, pues, de una especie de con­trato tácito (denominado también contrato psicológico) que en ningún caso suele pasar a ser objeto de discusión, de nego­ciación: por lo mismo, sus condiciones nunca quedan defini­das. Estas reglas no emergen a la conciencia de los miembros de la pareja sino cuando se ven violadas y su descubrimiento rara vez es apreciado. Además, como son implícitas, no es posible po­nerlas en tela de juicio antes de que se haya producido la transgresión, lo cual suele ser origen de no pocas dificultades dentro de la vivencia de la relación.

Un buen contrato

Establecer un contrato supone ponerse de acuerdo sobredi "cómo" vivir juntos. Se fundamenta en:

- un consentimiento mutuo, - la competencia de cada parte para cumplirlo, - la consideración recíproca, - un objetivo común.

Cuando un contrato es sinónimo de presión o de apremio, ya no es contrato: es una modalidad de sabotaje en la rela­ción. Un buen contrato se asume con entusiasmo y lucidez en lo referente a las posibilidades reales de cumplirlo y sa­biendo cuáles serán sus consecuencias para la pareja. Se enuncia de manera positiva (no en términos de prohibi­ción) y las partes saben desde el principio que puede adap­tarse a las situaciones nuevas y a la evolución personal de cada uno. El valor de un contrato depende de su claridad, de la voluntad de consentimiento, de la fuerza del compro­miso y de la sinceridad del respeto hacia el otro.

Bernardo ha adoptado, desde el comienzo de la vida en común, la costumbre de sacar las basuras cada noche, sin que se lo haya pedido jamás Blanca. La regla implícita reza: Ber­nardo es el que tiene que sacar la basura. Un buen día, Ber­nardo se absorbe en la lectura de un libro y la velada se pro­longa. Blanca, que no es capaz de dormirse más que cuando la cocina queda inmaculada, se pone nerviosa a medida que van pasando las horas y ya muy tarde, no soportándolo mas, le pregunta a Bernardo si va a sacar o no las basuras. Él, con

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tranquilidad, le responde que, excepcionalmente, puede ha­cerlo ella ya que él no tiene ganas de dejar su libro. El estupor y la cólera se apoderan de Blanca: la regla oculta se pone de manifiesto al ser transgredida. Bernardo se defiende: "¡Des­pués de todo, nadie ha dicho nunca que sea yo quien deba hacerlo todas las noches!".

Si Bernardo y Blanca no quieren transformar el incidente en una dificultad, les bastaría con enunciar una norma clara respecto a las basuras que hay que sacar; en caso contrario, dado que esa noche Bernardo rehusa obedecer, Blanca (pues­to que no soporta aguardar hasta la mañana) las sacará sin di­simular su cólera y con el sentimiento de que ha sido engañada; o bien lo hará Bernardo pensando que se le está explotando. Acaso la dificultad se convierta en un problema por no haber sido tratada. Al margen de esto, este tipo de incidentes, tan anodino en apariencia, ¡puede ser el detonante de una dispu­ta mucho más seria en caso de que ambas partes se sirvan de él para dar rienda suelta a cuanto poseen en su corazón des­pués de tantos años!

La principal contradicción inherente al tema de las reglas implícitas reside en el hecho de que la mayor parte de ellas quedan precisamente ocultas para eliminar todo conflicto, siendo así que, en realidad, lo que hace posible evitar las disputas es el enunciado de una regla, de una modalidad de funciona­miento. Comoquiera que existen gran cantidad de reglas ocultas que se han ido instaurando en virtud del adagio "si de algo no se habla, ese algo no existe", tales reglas suponen una coacción con una pujanza incuestionable; a pesar de su invisibilidad, ejercen un influjo notorio sobre la vida de los miembros de la pareja.

Condicionarán los temas prohibidos (por ejemplo, no se puede hablar nunca de que Fulana ha venido manteniendo relaciones sexuales con su cuñado desde hace treinta años, o del último hijo de la cuñada que, a sus cuatro años, no habla demasiado bien), los intercambios acerca de las percepciones (en el sentido de que no ver u oír determinadas cosas resulta muy aconsejable), las sensaciones y sentimientos que se de-

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ben compartir o reprimir (o escribir en el diario íntimo), las cuestiones que es menester plantear o callar, etc. En conse­cuencia, tienen que seguir siendo tabúes ciertos aspectos im­portantes de la vida de cada miembro.

Las reglas tácitas equivalen a una especie de contrato no formulado entre las partes (las reglas implícitas), cosa que po­dría inducir a pensar que son aceptadas libremente por el otro; ahora bien, no suele ser siempre ése el caso, sino que no pocas de ellas son impuestas -como veremos más adelante.

Más o menos el infinito r

Para concluir con esta presentación de lo que suponen las reglas, conviene hacer notar la diferencia entre los sistemas (las relaciones) abiertos y los sistemas cerrados, generadores unos y otros de reglas más bien contrarias.

Un sistema abierto ofrece un abanico de opciones de con­ducta suficientemente amplio como para que el cambio o lo imprevisto no se conviertan en otras tantas situaciones insu­perables. Se trata de un sistema que otorga la preferencia a la flexibilidad y a la lucidez: "Se fundamenta en respuestas a la realidad para seguir viviendo1".

En cambio, todo sistema cerrado descansa sobre la coac­ción, la fuerza y la rigidez: "¡Es así; porque es así y porque nunca será de otra manera! ¡No quiero oír una palabra más sobre este tema!".

Ni que decir tiene que las reglas que se instauran con cada uno de tales sistemas se hallan en las antípodas unas de las otras: los sistemas cerrados establecerán unas reglas gravosas, atosi­gantes, sin matices y de ordinario, inadaptadas; en tanto que las fle­xibles y adecuadas al contexto serán fruto de los sistemas abiertos.

Cada regla, explícita o implícita, se deriva directamente de las creencias que tengan los miembros de la pareja; cuanto

1 V. Satir, Pour retrouver Vharmoniefamiliale, Éd. Universitaires, J.-P. De­terge, 1980, p. 128.

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más limitadoras sean, mayor reducción supondrán a nivel de la elección de las conductas, bien se traten del papel y las fun­ciones de cada uno de ellos en el seno de la relación, bien de su respectivo poder, de las prohibiciones (en la mayoría de los casos implícitas), de la noción de espacio y tiempo o, in­cluso, de la imagen que la pareja pretende ofrecer de sí mis­ma en público.

PAPELES Y FUNCIONES

"¿Lo he hecho bien?"

Cuando un ser humano se confunde con el papel que debe desempeñar, su verdadera personalidad queda reducida a una sola faceta, su forma de proceder se subordina a los de­beres que van vinculados al personaje que representa y, en adelante, ya no será percibido sino de acuerdo con el papel en cuestión.

La idea de los papeles dentro de la pareja se deriva de los mitos, por ejemplo de aquellos que hacen referencia al hom­bre y a la mujer, pero también de otras creencias, como las del "buen marido" o la "buena esposa".

A partir del momento en que dos personas viven juntas, de cara al futuro se creerán obligadas a llevar la careta de su personaje y, si no lo hacen, podrán culpabilizarse o ser llama­dos al orden por parte del otro que no comprende cuanto su­cede: no cambia uno "así como así" las reglas de juego.

Esta máscara es el equivalente a una etiqueta que cada una de las partes parece que lleva sobre su frente, estereotipos de pensamientos, actitudes y conductas que no siempre tendrán demasiado que ver con su verdadera identidad y contribui­rán a hacer que se desvanezcan los sueños. A cuántas perso­nas no he oído que dirigen discursos similares a éste: "Si me escuchara a mí misma, sé perfectamente lo que haría con los niños; pero no puedo, no merece la pena siquiera pensar en

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ello: me daría la impresión de que estoy traicionando mi papel de esposa", o bien: "Si no fuera su marido, le hablaría de otra manera..."

De entre todas las etiquetas posibles una de las más difíci­les de llevar (por poner otro ejemplo) acaso sea la de suegra: resume por sí sola toda una serie de creencias -hasta quedar en ocasiones eliminada por completo la persona que inter­preta tal papel. Aunque ella lo rechace, se las vería mal (en al­gunos casos) para mostrar, demostrar y probar que es una persona con iguales títulos que cualquiera otra, ¡que no hay por qué pagar tan caro su lugar dentro de la familia! Lo cual significa que hasta se llega a olvidar e ignorar al hombre y la mujer que se hallan detrás de los papeles de esposa y esposo.

Cuando tales papeles quedan estrictamente definidos, to­do lo que uno lleva a cabo parece "normal" (como, por ejem­plo, preparar cuando menos un par de comidas al día, sonreír-le a Don Fulano porque es el jefe de su marido o hacer horas extraordinarias en el trabajo y agotarse puesto que un buen marido está obligado a hacerlo, aunque gane suficiente dine­ro sin salirse de la jornada habitual, etc.). De suerte que resul­ta extremadamente difícil ser uno mismo: las maneras de pro­ceder autorizadas y prohibidas están especificadas (de forma explícita o no -y, de ordinario, no); ideas y sentimientos que­dan condicionados por las autorizaciones que ofrece -¡o des­tila!- el sistema, el nuevo programa.

Los papeles establecen, pues, unas reglas muy estrictas sobre los deberes y entrañan intensos sentimientos de culpa­bilidad cuando sus exigencias no se ven satisfechas. Recla­man unas modalidades inmutables siendo así que el ser hu­mano está en constante evolución (como todo ser vivo), en el ámbito de sus ideas y de lo que siente. Es preferible ser y sentir lo que uno debe ser y lo que debe sentir: así reza el texto del papel. De suerte que, a veces, nuestros sentimien­tos, gustos, deseos, esperanzas y expectativas se oponen a la regla, a la ley y se ven exiliados, excomulgados, declara­dos "fuera de la ley" o, cuando menos, indeseables, puesto que ahí están y nada los puede borrar, hacer que desapa-

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rezcan. Existen, escondidos, ¿y cómo van a hacerse oír? Lo cierto es que un buen día reaparecerán, eso es seguro.

Una mirada mezquina

Los papeles pueden verse favorecidos por determinadas ideologías (sean las que fueren) que estrechan todavía más el marco y amplían su texto; en esa misma proporción incre­mentan la culpabilidad debida a una falta de memoria o a una "improvisación". Dichos papeles acaban por adherir ciertas máscaras sobre los miembros de la pareja que, en con­secuencia, ya no sabrán demasiado bien quiénes son, quienes deben ser. Por lo que hace referencia a la culpabilidad, irá cre­ciendo en función de las reacciones de la otra parte ante la transgresión. Y sentirse culpable de no interpretar bien (o mantener) el propio papel no es, sin duda, motivo para auto­rizarse a ser uno mismo. Si los papeles hacen posible conser­var el equilibrio de la relación, la condición sine qua non para que no acarreen conflictos dolorosos estriba en que sean adoptados con libertad (no impuestos por el otro) y con liber­tad reevaluados de acuerdo con los cambios que puedan pre­sentarse en la vida de la relación (vida profesional, llegada de un hijo, evolución personal de uno de los miembros, etc.)

Esta noción de papeles se inmiscuye tanto dentro de los te­rrenos propios de la vida relacional, como en los de la vida sexual por ejemplo (¿quién tiene el derecho a tomar la inicia­tiva?) y en los de las tareas caseras, la elección de vacaciones, el lugar en que se ha de vivir, la gestión financiera del gobier­no de la casa, etc. De ahí que sea importante considerar la propia relación a la luz de los papeles que se ha decidido in­terpretar dentro de ella a fin de verificar de manera minucio­sa si el individuo que está detrás de ellos no queda frustrado ni molesto.

Cumplir con una función no equivale a meterse en un papel, a adoptarlo como una de las facetas de la propia personalidad. Con frecuencia suelen surgir numerosos problemas por amal­gamar esas dos nociones. Por ejemplo, un maestro tiene como

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función ser docente en las clases de primaria: no se trata de ningún papel que haya que desempeñar sino de una función que se debe cumplir -lo cual no excluye los restantes aspectos de uno mismo. Esta separación entre el papel y la función de cada miembro en el seno de la relación hace posible una mi­rada distinta sobre los derechos y deberes de cada uno.

SIMETRÍA Y COMPLEMENTARIEDAD

El brazo de hierro conyugal

El concepto de simetría describe una de las dos formas fun­damentales que es susceptible de revestir una relación; dicho concepto puede describirse en estos términos: el comporta­miento de cada parte de la pareja determina directamente el de la otra. Una relación se llama simétrica cuando se basa en la igualdad de poderes de las dos partes: "Si tú haces esto, yo tengo derecho a hacerlo puesto que soy igual a ti y ya no tienes po­der sobre mí;, ni más derechos que yo"; las decisiones so dis­cuten sin que ni uno ni otro quiera ceder; la negociación dis­curre en pie de igualdad. No pocas veces la simetría acarrea conductas de sobrepuja y hasta, en ocasiones, de rivalidad.

Cuando el modelo de interacción es simétrico, el hombre (por ejemplo) decide actuar porque su compañera actúa, lo cual incita a esta última a subir un peldaño suplementario, obligándole así a su compañero a ascender un nuevo escalón, y la escalada puede llegar muy lejos. Ambas partes se consi­derarán como estando en igualdad a todos los niveles: deci­siones, críticas o impacto sobre el otro. El envite de tales inte­racciones se centrará en mantener el propio poder, cosa que es susceptible de originar muy pronto relaciones de fuerza:

-Querida, es preciso que le escribas invitándole a la tía Dionisia.

-¿Y por qué he de ser yo quien tengo que hacerlo? -Eres tú quien se encarga del correo, ¿no? -Yo ya sé lo que tengo que hacer.

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-¿Le has llamado al fontanero? -No, ¿y tú? etc.

La negativa a otorgarle al otro la última palabra (postura que se percibe como algo que le hace a uno superior) es pri­mordial: "Si me das, te doy; si me rechazas, te rechazo; si me mandas, te mando..." y sigue adelante la relación de competi­ción. La sobrepuja puede implicar muy pronto conflictos de­bidos a la escalada en la que el proceso de interacción resulta a veces más importante que el propio contenido.

Cuando una relación simétrica es vivida bien, descansará sobre el respeto recíproco a la personalidad de cada uno y so­bre la confianza mutua.

"Como tú quieras"

El concepto de complementariedad (segunda modalidad de la relación) supone que uno de los miembros de la pareja adopta una posición considerada como "básica" en tanto que el otro se halla en una complementaria, es decir "alta"; esta clase de relación implica la adaptación de uno al otro.

La interacción complementaria (que ha sido el estilo de rela­ción en la pareja más utilizado hasta nuestros días, como con­secuencia de la adaptación de los papeles a los sexos) supone una especie de jerarquía en cada ámbito de la vida en pareja. Todos los comportamientos quedan entonces catalogados ("división del espacio doméstico y social, distribución de ta­reas y papeles2"); la aceptación de un modelo de este tipo jus­tifica las actitudes de dominio y sumisión.

En efecto, en una relación complementaria, los dos miem­bros de la pareja rechazan la noción de igualdad en sus inte­racciones; uno de ellos ocupa una posición elevada (supe­rior): él debe ser el líder dentro de la relación, en tanto que el otro presenta todos los rasgos de la posición baja, es decir si­gue la senda marcada por el primero. Semejante actitud pue-

2 I. Pennacchioni, De la guerre conjúgale, Mazarine, Essai, 1986, p. 46.

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de proceder de una especie de acuerdo, tácito, y la relación dará la sensación de que auna a dos personas que se comple­mentan una a otra. El término "posición elevada" no tiene por qué significar necesariamente cierta referencia a no se sa­be qué pretendida inferioridad de aquel que se mantiene en la posición básica. Sencillamente, lo que son complementa­rias y adaptadas a cada una de las partes son las conductas: "Dado que tú desempeñas el papel de niña pequeña, yo seré el protector para contigo", "dado que tú adoptas el papel de protector, desempeñaré para contigo el papel de una nena".

En ambos casos, los papeles que se asumen son los que a cada uno le convienen. La complementariedad no sólo se da , a nivel de las máscaras, sino que también puede ser fuente de equilibrio si se produce a la altura de la diversidad en las com­petencias de cada una de las partes: "Admito que te ocupes de las cuentas de la casa pues a mí no me gusta hacerlo y lo hago mal"; "Es mejor que seas tú quien elija la película esta tarde ya que la conoces mejor que yo".

¿Qué elegir?

Dentro de esta modalidad de interacción complementaria, cada parte acomoda su conducta en función de la conducta del otro; al proceder así, la justifica, lo cual significa que uno y otro están de acuerdo en lo referente a la definición de la re­lación. Cuando una relación de complementariedad es sana, los dos miembros resultan fortalecidos y asegurados acerca de la "confirmación positiva y recíproca de su yo3".

Si bien la relación simétrica puede complicarse con con­flictos abiertos, también la complementaria tiene sus peligros cuando es demasiado rígida: cierto sentimiento creciente de frustración puede ir invadiendo a uno u otro de los miembros ya que una de las características de la relación complementa­ria consiste en que el equilibrio no puede mantenerse sino cuando dicha complementariedad es estable: "Yo desempeño

3 P. Watzlawick, J. Helmick - Beavin y Don D. Jackson, Une logique de la communication, Le Seuil, 1972, p. 106.

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tal papel en tanto que tú interpretes el tuyo". Si uno ya no en­tra en el juego, el otro corre el riesgo de sufrir una serie de du­das en lo tocante a su identidad real. Esto no es posible que llegue a ocurrir en una relación de tipo simétrico.

Por el contrario, cabe que se dé una falsa simetría si aquel que se sitúa en el lugar superior le autoriza al otro a colocar­se a su altura, a unirsele. Tan magnánima actitud no conduce más que a una serie de simulaciones por una y otra parte y las reglas que genera son extremadamente difíciles de respe­tar dada la sutileza de sus convenciones. Otro tanto ocurre cuando una de las partes adopta de intento la postura básica (en una relación complementaria) con objeto de controlarla, valiéndose de su supuesta debilidad para imponer su modo de proceder. Suele ser una táctica frecuente que le enreda al otro dentro de un considerable cúmulo de deberes.

Estas dos modalidades de interacción dentro de una rela­ción (simetría o complementariedad) definen, pues, las reglas que las dos partes de la pareja están obligadas a seguir si quieren mantener el equilibrio del sistema.

Según eso, ¿cuál sería la forma correcta de interacción? Ni la simetría ni la complementariedad son en sí buenas ni ma­las, normales o patológicas. Ya hemos visto cuáles son sus respectivos peligros y no nos es posible escapar a ninguna de las dos sin adherirnos más a la otra. De acuerdo con los con­textos, con los ámbitos de la relación y la personalidad de ambos miembros, una de ellas nos resultará más apropiada que la otra -y recíprocamente.

LA OCUPACIÓN DEL TERRITORIO

Pienso, luego existo

Se dan también otras reglas, de ordinario implícitas, que organizan el territorio de los miembros de una pareja. Esta no­ción de territorio comprende cuatro dominios fundamentales:

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- el territorio interior (pensamientos y sentimientos);

- el territorio constituido por el cuerpo físico;

- el espacio personal del individuo;

- el espacio compartido dentro de la vida relacional.

El territorio interior invisible por completo, constituye el ul­timo baluarte de una persona: sólo la muerte será capaz de suprimirlo ya que se cree que todo ser en el mundo puede preservarlo hasta el día postrero. Digo bien "se cree" puesto que existen abundantes medios de presión para coaccionarle al otro bien a desvelarlo, bien a modificarlo (es lo que puede denominarse la violación del pensamiento). Y, como veremos mas adelante, no es preciso que nos encontremos en situacio­nes excepcionales (guerra, resistencia, etc.) para sufrir una violencia.

Este territorio es el más privado (hasta es su prototipo) del individuo. A el le corresponde, pues, decidir los momentos "abiertos" en cuyo decurso quedan autorizadas las "visitas". Tales opciones se aplican también a las personas amadas: es­ta permitido rehusar ese derecho de acceso al territorio interior siempre que uno prefiera estar a solas consigo mismo. Una de nuestras mayores libertades reside, en efecto, en esa decisión que adoptamos en cada instante sobre compartir o no cuanto pensamos y sentimos. Eso no obstante, dicha libertad puede quedar retirada -o no utilizada- si provoca en el compañero un sentimiento de rechazo o de pérdida del control de la si­tuación o del individuo. Reglas como "hay que decirlo todo" se encuentran entre aquellas que son susceptibles de violar esta libertad fundamental a la que todos tenemos derecho.

Propiedad privada

El territorio físico, nuestro cuerpo, nos pertenece igualmente con pleno derecho y parte de nuestras libertades se centran en compartirlo con el prójimo (¡a pesar de que sea tan amado!) si­no en la medida en que lo deseemos. No porque vivamos con alguien al que amamos ese alguien tiene el menor derecho so-

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bre nuestro cuerpo -sino aquel que le otorguemos. Antiguas leyes referentes al matrimonio le suelen obligar no pocas ve­ces a la mujer a someterse al deseo sexual del hombre: ya sa­bemos cómo muchas leyes (cuando menos en este ámbito) pueden sufrir las modificaciones deseadas en nombre de la li­bertad. Esto resulta válido en ambos sentidos: un hombre no tiene por qué sentirse obligado a responder a ciertas deman­das que hagan referencia a su territorio físico si no tiene ga­nas de ello. Podemos hacer lo que queramos con nuestro pro­pio cuerpo puesto que nos pertenece, a nosotros y a nadie más; es nuestro bien propio. Vivir una relación dual no con­cede ningún derecho a nadie sobre el territorio físico del otro: ni derechos, ni deberes. El deseo, las ganas son los iónicos criterios para compartir dentro del marco de un compromiso respetuo­so para con el otro (y, por supuesto, para con sus deseos) y pa­ra con uno mismo (y con las propias ganas de responder a los deseos del otro).

Con todo, creencias como "lo que es mío es tuyo" impo­nen una serie de reglas sumamente culpabilizadoras cuando se trata del territorio físico de una persona. El demasiado cé­lebre y triste "deber conyugal", que impone la sumisión a la mujer y la potencia de obligatoriedad (ante la demanda) al hombre, es el responsable de no pocos estragos en el seno de las parejas.

Imagínate por un instante que te hallas metido dentro de una burbuja: si desearas unos momentos de compartir, de in­timidad, abrirías tu burbuja a la persona que tú quisieras; de lo contrario, dicha burbuja delimitaría (bajo tu propio con­trol) la distancia que no se debe franquear. Esto es conse­cuencia de nuestra responsabilidad, de nuestra decisión so­bre el momento y puede explicársele fácilmente al otro (que goza de los mismos derechos): las reglas implícitas se tornan así explícitas y desaparecen las culpabilidades. Si estás atento a tus sensaciones y sentimientos, ellos te avisaran al punto sobre si has dejado franquear los límites de tu burbuja en un momen­to inadecuado: problema tuyo será el escuchar tales mensajes del cuerpo y actuar en consecuencia.

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Campo libre

Con esto llegamos al tercer territorio: el espacio personal de un individuo; responde a una porción de espacio que se sitúa en torno de uno mismo y en el que cualquier intrusión del otro, si no es deseada, se considerará como una agresión y acarreará una serie de sentimientos desagradables y, en oca­siones, cierta actitud de retraimiento.

En tal supuesto, esta porción de espacio no comprende ya sólo nuestro propio cuerpo físico: implica asimismo la distan­cia que pretendemos establecer entre nosotros y el otro (dis­tancia variable de acuerdo con el humor del momento), al igual que el sentimiento de pertenencia: "Este objeto es mío"; "esta servilleta es la mía"; "esta habitación me pertenece", etc.

Este espacio personal responde a un sentimiento muy fuerte en nosotros y se asemeja a la noción de territorio entre los animales, lo cual puede explicar los trastornos que pro­voca su violación. Cada individuo tiene necesidad de un mí­nimo de espacio personal a fin de conservar su propio equili­brio interno. Las normas que rigen esta porción de espacio suelen permanecer las más de las veces ocultas y su trans­gresión constituye el origen de numerosas molestias dentro de la relación.

"Esto me basta"

El cuarto territorio es aquel que compartimos por obliga­ción con el otro una vez que decidimos vivir con él: se trata del lugar de habitación. A no ser que todas las habitaciones es­tén desdobladas la cohabitación supone una opción, lo cual significa que se pone el territorio en común. Es "nuestra casa", lugar para compartir concedido automáticamente al otro.

Con todo, dentro del conjunto de la vivienda, tienen que emerger ciertas reglas, diversas según las creencias y costum­bres derivadas de las creencias: "Esta es mi butaca"; "la coci­na es mi dominio"; "¿por qué están tus camisas en mi balda?"; "este es mi sitio aquí, ¿quieres apartarte?"

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Resulta esencial para cada miembro de la pareja el poseer, dentro del interior del territorio compartido, unos lugares, unos sitios que le sean propios: cajones, baldas, etc., ya que esos "miniterritorios" suponen la prueba tangible de la pro­pia existencia, las señales de independencia y respeto para con su importancia dentro de la relación.

Por ejemplo, si hay dos perchas en el cuarto de baño para colgar los albornoces y uno de los miembros de la pareja uti­liza las dos, está claro que el otro se sentirá excluido de su propio terreno y tal vez experimente cierto sentimiento de re­chazo. Otro tanto sucederá si uno deja tiradas por todas par­tes sus cosas: el otro podrá muy bien tener la impresión de que se ve invadido, que ya no tiene sitio.

Esta noción de territorio compartido viene regida por una reglas estrictas y, de ordinario, no formuladas, que hacen que no pocas personas se encuentren indecisas en cuanto a la de­fensa de su territorio.

Las concesiones hechas en lo referente a nuestros cuatro territorios se sitúan entre aquellas que atañen en particular a la libertad individual y, por lo mismo, son reflejo de las leyes mas rígidas. Las fronteras entre "yo" y "tú" son vagas de intento, en beneficio del "nosotros" que parece autorizado francamente a to­do, en detrimento del derecho de cada uno a conservar y preservar su territorio y no abrirlo más que a su criterio.

Esta idea de territorio es una de las mas arcaicas y se ha perpetuado hasta nuestros días: los hombres combaten desde siempre con miras a preservar su territorio y son muy punti­llosos -y hasta violentos- en su defensa, bien sea haciendo frente al "extranjero" (de otra ciudad o de otro país) que se instala cerca de él, bien contra el enemigo declarado. Luchará entonces para conservar unos cuantos metros a un lado de una línea conocida como frontera. ¿Por qué va entonces a to­lerar, a aceptar ese imperialismo, esa ocupación, cuando se trata de su territorio propio e íntimo -es acaso el menos im­portante, menos necesario o menos digno de respeto?

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EL TIEMPO EN LA RELACIÓN

Caminar al paso

La sincronización en el tiempo constituye un elemento im­portante dentro de la relación, aunque sea difícil ponerla en práctica en razón de las diferencias de ritmo entre las partes. Caminar al paso (es decir, "no ir ni lento, ni pisando los talo­nes 4" respecto al otro) no parece cosa que fluya de por sí, pues los ritmos impuestos generan cantidades importantes de esfuerzos y tensiones. Y es que no es el ritmo propio del individuo el que organiza el tiempo, sino el de la relación, y hay que tener en cuenta que hay una variedad infinita de mo­delos de tiempos, tan diferentes como seres humanos hay. Ca­da reloj interno es único.

Ahora bien, en una relación cada miembro debe acomo­darse más o menos al ritmo del otro, según las normas que fijan los horarios (levantarse, acostarse, comidas, etc.). Tales normas suelen ser en ocasiones fuente de estrés (entendien­do éste como una reacción de adaptación física a un cam­bio). El tiempo de uno no tiene por qué ser por necesidad el del otro y la vida entre dos reduce las posibilidades de op­ción al respecto.

Los empleos del tiempo de los miembros de una relación privilegiarán con frecuencia al "nosotros", relegando los tiempos del "yo" y del "tú" a unos pocos minutos robados por acá y por allá, a veces a escondidas, pues resulta difícil suponer que uno no es dueño de su tiempo (al margen de los horarios impuestos por la vida profesional, no siempre senci­llos de aceptar y respetar).

Tanto más cuanto que hay personas que tienen unas creen­cias muy precisas sobre esto: "El mundo les pertenece a aquellos que se levantan pronto", etc. ¿Y si la otra parte pre­fiere trabajar por noche (en caso de que su trabajo se lo per­mita, por supuesto)? ¿Cómo llegar a una negociación acerca

4 E. T. Hall, La danse de la vie, Le Seuil, 1984, p. 178.

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del tiempo de descanso, acerca de que uno de los dos prefiere estar a solas, o sobre las actividades comunes, etc.?

De todos modos, es preferible hablar de ello, discutirlo, ¡a fin de no agotarse en contratiempos! Y habrá que mantener dicha discusión por respeto mutuo al tiempo del otro, sin deseo de imponer el de uno como si fuese el mejor, el más eficaz, el que mejor se adapta, etc. Hay personas que tienden a hacerlo todo a última hora, con gran celeridad y a la perfección; otras son de un ritmo más lento, y los matices oscilan a todo lo lar­go de la escala. Si algunos se sienten atraídos por la improvi­sación, otros estarán más a gusto en actividades previstas y organizadas de antemano. Un ritmo de vida impuesto no po­drá por menos de entrañar somatizaciones o acumulaciones de rencores, frustraciones y cóleras cuyo origen las más de las veces se ignorará. Lo esencial consiste en organizarse de tal manera que el tiempo propio quede salvaguardado lo más posible, teniendo presente el contexto -es fruto de una escu­cha atenta del cuerpo y del respeto al mismo.

LA IMAGEN DE LA PAREJA

Levantar la cortina

La imagen de una pareja es la fachada, "la parte de la re­presentación que tiene como misión establecer y fijar la defi­nición de la situación que se ofrece a los observadores5". Siempre que una pareja se encuentra en público, cuando la relación tiene testigos, entra en escena una comunicación (con frecuencia no verbal).

Si, por ejemplo, dices: "Te presento a Pablo, mi compañero", o: "Te presento a Don Fulano, mi marido", proporcionarás unas imágenes distintas sobre tu pareja; la presentación del vínculo que existe entre tú y tu compañero no es la misma -co­mo tampoco lo es la imagen que ella ofrece de vuestra relación.

5 E. Goffman, La mise en scene de la vie quotidienne, Éd. de Minuit, 1973, tomo 1, p. 29.

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Las señales públicas del vínculo variarán de una pareja a otra, codificando semejante puesta en escena una serie de reglas muy precisas: miradas, gestos, señales de connivencia, actitu­des, maneras de tocarse (la mano, el talle, el hombro...) o de no tocarse, etc., indicaciones todas ellas ritualizadas en fun­ción de los espectadores y que atestiguan una manera pecu­liar de relación.

Tristán e Isolda

Tristán e Isolda regresan de una velada. Son las tres de la mañana. Tristán conduce con rapidez ya que se siente can­sado. Isolda no dice nada, se muerde los labios, pálida en la noche. De pronto, rompiendo el silencio, ella grita:

-¡Tristán, ya basta... basta... basta! ¡Siempre que vamos a casa de algunos amigos, me ridiculizas, te burlas de mí! -¡No! ¡Sabes de sobra que estoy de bromas...! -A ti tal vez te haga eso gracia, pero a mí no me la hace en absoluto. ¿Qué impresión doy? -¡No das ninguna impresión! Y no me burlo de ti, ¡te digo que bromeo! -¿Sí? Y cuando dices que no sé preparar más que espague-tis, ¿cómo quedo? -Pero, querida, si tú sueles preparar con frecuencia espa-guetis, por cierto deliciosos... -¿Y acaso no suelo hacer también postres? ¡Atrévete a decir que no los he hecho nunca! -Sí que los has hecho, y muy ricos; y también muchos es-paguetis. -¡Así las cosas, ya puedes esperar los postres! ¡Vete a co­merlos a casa de tu madre! ¡Es injusto, vejatorio!...nuestros amigos creen que no sé hacer más que espaguetis ¡y eso es mentira!

Isolda solloza. Tristán, con una leve sonrisa en los labios, le dice que lo dramatiza todo.

Isolda deplora la imagen que Tristán da de ella ante sus amistades: se ha transgredido una regla tácita (no burlarse de ella en público) y ella lo sufre.

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La conducta en público (tiendas, familia, amigos, etc.) de ambos miembros -identificados de este modo en la mayoría de los casos con el "nosotros" (se les invita a los Martínez a comer)- se estima que proporciona una imagen de la pareja muy concreta: ¿quién habla el primero, quién toca tal asunto o tal otro, quién es el que más habla, quién lo hace en nombre de los dos, quién es el que hace valer las cosas, qué aspectos de la personalidad hay que mostrar a éstos o a aquéllos, qué público autoriza o prohibe tal o cual postura, esta palabra o la otra, tras qué "nosotros" social conviene ocultar el "nosotros" íntimo?

La prueba de las tablas

Son muchas las reglas que establecen las modalidades de cooperación de los dos miembros de la pareja ya que la uni­dad a nivel del parecer resulta indispensable para la mayoría en orden a mantener la definición de la relación. De esa "inter­dependencia mutua6" se derivará, en efecto, la persistencia o no de la imagen que la pareja intente dar a los demás. Porque no es cuestión de fallar en la presentación de sí mismos, de olvidar su texto, de ir contra la puesta en escena o improvisar sobre ese caminar a una cuidadosamente regulado por las le­yes de la presentación. Infringir una de tales reglas será consi­derado por el otro como una de las peores afrentas. En la in­timidad, siempre cabe corregir cualquier paso en falso, pero, en público ¡eso supone una trampa! ¿Qué van a pensar los demás? ¿Qué impresión estamos produciendo?

Los regresos tras las salidas, en familia o con los amigos se asemejan en ocasiones a otras tantas rendiciones de cuentas estrictas en cuyo decurso ambas partes se echan recíproca­mente en cara el no respetar las reglas (implícitas) de la re­presentación en público: "Me has llevado la contraria tres ve­ces esta tarde, ¿te imaginas siquiera por quién me van a tomar ahora?"; "¡No me has apoyado cuando hablaba de mi

6 E. Goffman, La mise en scéne de la vie quotidienne, Éd. de Minuit, 1973, tomo 1, p. 83.

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proyecto! ¡Tienen que reírse de mí a gusto!"; "Bien que se apretujaba esta tarde junto a ti Santiago, ¿no te parece?", etc.

La mayor parte de las creencias dentro de este campo pue­den resumirse así: cuando dos aparecen juntos delante de los demás, es preciso formar un frente común, estar de acuerdo, apoyarse, darse importancia (o que lo haga el otro). La recí­proca dependencia resulta en ocasiones harto onerosa de so­portar y opresiva en alto grado aunque no provoque ningún conflicto público. Una de las cosas peor vistas es, sin duda, la crítica del otro delante de terceros, lo cual, por lo general, sue­le augurar un buen fin de velada, ¡un enfrentamiento de to­nos elevados!

En pocas palabras

Ya hemos visto cómo gran cantidad de reglas vienen a ins­taurarse en el seno de la relación: todas ellas proceden de la comunicación puesto que, las más de las veces, son resulta­do de interacciones entre los dos miembros -más que con­secuencia de una opción controlada de conducta. Por lo tanto, entran en juego mediante las modalidades de inte­racción, las transacciones entre "yo" y "tu" (de acuerdo con las creencias propias del sistema) y se consolidan median­te esos mismos tipos de interacción- lo cual cierra el siste­ma sobre una comunicación que no siempre discurrirá en el sentido deseado.

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El lenguaje del sistema

"ELLA: ¿Y entonces? EL: Y entonces, ¿qué? ELLA: Ya sabes lo que quiero decir... EL: ¿Que es lo que sé? ELLA: Conoces de sobra a que me refiero... EL: No, no lo sé en absoluto. ELLA: ¡Vamos, anda! EL: ¡Bueno! ¡Habla!... ELLA: ¡Que pesado! EL: Tu eres la que estás insistiendo ELLA: ¡Déjalo! EL: Tu has empezado. ELLA: Y tú el que continúas. EL: ¿El que continúo qué? ELLA: No has renunciado. EL: ¿A qué? ELLA: Lo sabes perfectamente. EL: No vuelvas a las andadas. ELLA: Nunca has explicado nada. EL: ¿Te gusta hablar así? ELLA: Sí, me gusta1".

1 R. D. Laing, Est-ce que tu m'aimes, vraiment?, Stock, 1978, p. 40.

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Todos hemos oído como amigos o familiares nuestros se lamentaban de que, en su pareja: "Ya no se puede hablar, re­sulta imposible la comunicación", etc. ¿Qué es eso que tienen que decirse y no se atreven, que no saben expresar para darse a entender? ¿Que rígido proceso viene impuesto por esas re­glas que dirigen sus interacciones?

"ESTAMOS DE ACUERDO POR COMPLETO"

Ya hemos visto cómo, a propósito de la declaración de amor los dos miembros de la pareja huían como de la peste hasta de la mera idea de que pudieran ser diferentes, de que no se asemejaban por completo. Eso no obstante, cuando ya viven juntos, no son capaces de seguir adelante con el mismo juego: la vida de cada día les impele a abrir los ojos a sus dife­rencias, sus divergencias, desde las más menudas (por ejem­plo, los hábitos alimenticios) hasta las más importantes (con­cepto de la relación, organización de la vida común, ideas opuestas sobre determinados temas "importantes", etc.). So­lo que, en lugar de hablar de aquello que puede suponer al­guna disconformidad reconocida (toda vez que una dispari­dad de ideas no supone por necesidad ningún desacuerdo), suelen persistir de ordinario en su silencio para seguir agra-dándole al otro (cuando menos en los primeros tiempos de la vida común). No se acepta abiertamente la menor discordan­cia, ninguna crítica (¡qué horror!), ningún reproche, ninguna insatisfacción; la más insignificante rareza quedará disimula­da con esmero, bien por temor a verse menos amado, bien por miedo a que la otra parte lo sienta así. Las viejas creencias se hacen dueñas del lenguaje, el sistema se va enredando en un mutismo que ambos esperan que resultará protector, una mu­ralla contra los conflictos que se mantienen escondidos, pres­tos a infiltrarse a través del ronroneo monótono de cada día. Más vale permanecer mudo tomando una sopa tres veces más salada de lo debido o recogiendo los discos que llevan en el suelo varios días que proferir eso que es percibido por uno y otro como una crítica, un reproche o una declaración de. guerra susceptible de provocar la ruptura en la relación.

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Los terrenos para las divergencias son ilimitados: desde la decoración de la casa hasta la elección de la película para una noche, pasando por la decisión que hay que tomar acerca de la raza del chucho, sin mencionar los comentarios que subra­yan los acontecimientos políticos, artísticos o financieros y que supondrían otras tantas ocasiones para constatar que el otro tiene ideas personales (!).

Si los miembros de la pareja desechan el mutismo, darán sus primeros pasos juntos eligiendo no abordar más que con­versaciones de bajo riesgo, sobre temas que no entrañen mo­lestia particular: sus diferencias anodinas. Semejante tipo de interacción suele bloquear con frecuencia la evolución de la relación y de su comunicación: su discurrir se torna más difi­cultoso y el crecimiento queda refrenado por ese silencio sobre las divergencias. La menor expresión directa se antoja dema­siado peligrosa: al día siguiente se verían obligados a cantar y las vocecillas internas (que no pueden por menos de hacer sus observaciones y comentarios) quedarán pronto reprimidas .

"¡Y soy muy amable!"

Por encima de todo es preciso mostrarse "amable", esto es, más bien pasivo, sin expresar más que ciertos sentimientos au­torizados (se entiende que positivos): es la mejor manera de evitar conflictos -y si no existen conflictos quiere decirse que la relación es buena. Eso no obstante, si el tal amable se aho­ga un poco, también le ahoga con frecuencia su compañero al imponerle la misma clase de conducta. ¿Quién sería capaz, en efecto, de tomar la iniciativa de ser el "malo"? "Dado lo ama­ble que soy yo, es preciso que tu también lo seas: es lo nor­mal". Semejante actitud ofrece sobre una bandeja su buena dosis de culpabilidad: el afirmar que uno no está de acuerdo, que no quiere lo que se le propone, que opta por el extremo mejor, que preferiría más caricias antes de hacer el amor, etc., no parece que resulte demasiado amable -y, por lo mismo, es inexpresable. Preciso, una vez más, que esta actitud se da con mayor frecuencia en los primeros tiempos de la relación.

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Ambos miembros de la pareja (que muchas veces opinan que se acostumbrarán) temen por igual hablar de forma abierta y oír mensajes claros: se censura la palabra por una y otra parte -en ocasiones hasta un extremo tal que los pensa­mientos y sentimientos son sencillamente desaprobados, ne­gados o tan retorcidos que llegan a resultar irreconocibles.

El proceso de adaptación (descrito con ocasión del alarde amoroso) se acentúa a fin de conservar esa paz aparente, recom­pensa de todos los esfuerzos llevados a cabo día a día, desde los tiempos de la seducción. Dicho miedo a los conflictos sue­le alcanzar, de ordinario, su más alto grado en la sexualidad, campo en el que los tabúes culturales ejercen mayor presión. Por lo menos, es más fácil confesar que a uno no le gusta el chucrut o no sé qué autor de moda que murmurar, en el secre­to húmedo de la alcoba, que se siente decepcionado, que espe­raba otra cosa, acaso con mayor frecuencia o con menor, acaso de otra manera; o, en otras circunstancias, tal vez se invierta la situación (o la problemática) concluyendo de todo ello que uno no es "normal". ¡Extraña alquimia ésta de unas personas que se aman y que prefieren ignorar sus componentes con idea de que no se conviertan en otros tantos detonantes!

Visado de censura

Ni que decir tiene que un miedo así no estimula la imagi­nación para mejorar las cosas y buscar soluciones; peor aún, no podrá por menos de acarrear una serie de decepciones -decepciones que corroborarán las creencias y que harán to­davía más rígidas las reglas Y hasta se llegará a rizar el rizo mediante un silencio en el que acabara uno por aturdirse: es­tamos en todo de acuerdo.

En los límites de dicho silencio, se concederán toda suerte de licencias ya que ni uno ni otro querrán pasar por un verdu­go, por el aguafiestas de un amor perfecto. Al contrario, suele estar bien visto animarle al otro a que sea él mismo, a que se exprese con libertad (la auténtica buena fe obliga). La prohibi­ción oficial es precisamente la censura ("Se prohibe prohibir"); pe-

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ro todo ello no pasa de ser unas fantásticas ideas cuya traduc­ción en hechos sufre multitud de alteraciones que tienden a imponer notables restricciones (siempre con miras a estar de acuerdo): "Quiero que me digas todo lo que sientes, tus emo­ciones y sentimientos, pero procura respetar la idea que tengo formada acerca de ti, ya que quieres que nos sintamos a gusto, ¿no?". "Te amo tal cual eres, no deseo que cambies nada, pero podrías hacer un esfuerzo por mostrarte más amable con mi tío; ¿no supondría un detalle de mayor gentileza por tu par­te?". "Eres absolutamente libre para hacer cuanto quieras, lo sabes de sobra, pero no me quieras poner triste, ¿de acuerdo?". "Quiero que seamos transparentes el uno para el otro, pero sa­bes de sobra que no me gusta que me hables de tus antiguos amigos". "Por supuesto que puedes hacerlo (ponerte a traba­jar, volver a la universidad, ver a las amistades que desees, etc.), pero que eso no cambie nada nuestras costumbres, ¿en­tendido?". "Necesito saber que seguirás siendo siempre tal co­mo eras cuando te conocí, como el primer día." "Procede co­mo quieras, pero a mí me gusta mucho sentir que soy la persona mas importante para ti, que ocupo el primer lugar."

¿Qué hacer ante semejante tipo de discurso? ¿Qué parte del mensaje elegir, dado que ese "pero" anula la primera se­cuencia, permisiva por completo? ¿Cómo decidir de intento desagradar, ante una perspectiva así (que no lo es tal), falsea­da desde su comienzo?

"Si te expresas, si eres tú mismo, si actúas con libertad, si eres honesto, si te abres, si procedes como quieres... no cabe duda de que sufrirás y nuestra relación correrá el riesgo de deteriorarse".

El envite -la relación- es demasiado importante como pa­ra no ceder a ese chantaje afectivo (inconsciente) susurrado con voz tierna por parte del ser amado que esconde sus frases en­tre besos y lo remata todo con un regalito en tanto que el otro, con un nudo en la garganta, el corazón en un puño y los ojos húmedos ante tanto amor, solicitud y comprensión remite a su alter ego la llave de oro de su prisión -mejor que no estar de acuerdo, suceda lo que suceda.

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¿Resultaría terrible si el peligro se produjera dado que probaría que uno es indiferente, insensible, no todo lo amable que debería, o yo qué sé más? Entonces cerremos los ojos no cedamos a la tentación, a las ganas (en ocasiones harto exi­gentes) de hablar, de compartir; resulta, en efecto, por demás tentado el optar por expresarse, por ser uno mismo, ¿pero no constituiría una trampa? "No, decididamente no, no quiero historias, eso podría arruinarlo todo: ¡estamos de acuerdo por completo!"

"NO QUIERO SABER NADA"

La mayoría de las dificultades descubiertas son fruto de nuestros propios anteojos, de nuestras inhibiciones que impi­den ver lo evidente.

Comoquiera que el conflicto resulta demasiado peligroso, es preferible rechazar que existan diferencias, divergencias o desacuerdos, crescendo que conduciría a una observación de­masiado esmerada (¿realista?) de la situación.

¿A qué vendría aceptar riesgos? Negar las dificultades y proceder como si no existiesen es la mejor manera de evitar­las; es, empero, el método soñado no ya para no resolver na­da en absoluto si no también para originar auténticos proble­mas: se dan entonces las condiciones ideales para que la relación se torne si no insoportable (no pocos la viven de ese modo), sí cada vez mas difícil y penosa y menos realizadora.

Las ignorancias

'* | Existen varias modalidades de ignorancias:

!

- acerca de uno mismo, - acerca de las situaciones Cuando surge una dificultad; cabe ignorar:

• la existencia de la dificultad; • el sentido, la importancia de dicha dificultad;

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• las posibilidades generales de resolución de la misma, las posibles opciones;

• las cualidades personales (o las de la pareja) para resolver el problema.

El desconocimiento de la existencia de un problema es evi­dentemente la más grave puesto que condiciona las restan­tes ignorancias.

Un ejemplo: Julia tiene miedo de manifestarle a Julio una decepción. Sus ignorancias pueden ser las siguientes:

- ignorará su disgusto (suscitado por el miedo) toda vez que va a estar más pendiente de un estímulo interno (náu­seas no justificadas fisiológicamente);

- o bien pensará que digiere mal, lo cual explicaría sus mo­lestias, y no procederá adelante en su reflexión;

- o bien pensará: "Siempre estoy con miedo, soy así, nadie puede hacer nada por mí";

- o bien pensará: "No puedo impedir sentir miedo".

No ver ni oír más que aquello que uno quiere ver y oír exi­ge una atención, una concentración de todos los instantes -siempre con peligro de desaparecer uno mismo. ¿Cómo negar unos índices flagrantes? ¿Cómo llegar a esa hiperselección a nivel de las percepciones, que no obedece más que a una ley: buscar tan sólo y siempre las confirmaciones de los propios sueños, mitos y creencias? ¿Cómo apartarse por propia voluntad de las demostraciones contrarias a lo que uno busca?

Parece que existen muchas personas que llegan a hacerlo, y no sólo al principio de su relación; ciertas conductas instau­radas muy pronto se convertirán a veces en otros tantos ele­mentos de la comunicación de la relación.

"Silencio, se duerme"

Semejantes actitudes de evasión pueden cobrar diversas for­mas: el sueño, por ejemplo, supone un excelente medio para escapar de una conversación o de una escena penosa, de un

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sentimiento incómodo o de un momento difícil de superar. Y toda persona bien educada está obligada a respetar el sueño del otro. Como es evidente, no cabe acudir a esta técnica (que tiene la ventaja de relajar y descansar) a lo largo de todo el día -salvo que uno elija el cansancio crónico o la cura de sueño (en un medio ambiente adecuado) como consecuencia de una depresión, o de tratamientos médicos suficientemente inten­sos como para justificar un adormecimiento casi permanente, cosa que es posible, como muy bien sabemos. Al margen de eso, el sueño tiene como efecto cierta distancia entre sí y el otro -y este proceso de fuga no siempre es consciente. Da pie a abstraerse por el momento (como una especie de protección ofrecida por el cuerpo), bien para alejar una potencial fuente de desengaños o dificultades, bien para aislarse durante unos instantes.

La barrera del sonido

Tan aislante como el sueño en ocasiones, pero mucho más fácil de turbar es el silencio impuesto al otro "por miedo a que diga demasiado o a oír demasiado", y el silencio que uno se impone a sí mismo. El silencio interno supone una postura a la cual determinadas personas acceden con facilidad (una cos­tumbre vieja para lograr la paz). Cortan en tal caso las emocio­nes, evitando todo contacto con sus sentimientos y controlan­do aquellos pensamientos insidiosos que intentan imponerse. El arte de oír nada (bien se trate de palabras ajenas, bien de la propia vida física) se adquiere tanto más rápidamente cuanto mayor sea el miedo al conflicto.

Además, el silencio constituye un buen procedimiento pa­ra obligarle al otro a que adopte la máxima responsabilidad puesto que el mutismo del compañero le forzará muchas ve­ces a actuar en solitario. Semejante fuerza de inercia puede re­sultar temible de cara al futuro de la relación. El enclaustrar­se no protege más que durante cierto tiempo -a largo plazo, supone el aislamiento lejos del otro. Este otro, que pone en juego cuanto puede para obtener informaciones, no tendrá

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más remedio que aceptar no recibir nada de ese autómata que tiene enfrente. Callarse uno para consigo mismo, callar­se de cara al otro son otras tantas técnicas que forman parte de la panoplia de la evitación.

La moda de lo desvaído

Otra estrategia para no saber nada consiste en no plantear cuestiones, rechazar toda información clara -en otros térmi­nos, elegir la niebla. De este modo, una persona puede preferir lo desvaído (no en sentido artístico en este caso concreto) que preserva las imágenes positivas -y el compañero puede sen­tirse satisfecho enteramente con ello.

Dado que toda precisión es potencialmente una base de desacuerdo, ignorémoslas, sumámonos en la ignorancia, deam­bulemos entre brumas rosáceas o planeemos sobre aguas dor­midas, confiemos en nuestro poderoso amor. Pero, ¡cuidado!, la niebla es peligrosa y el barco correrá el riesgo de perderse...

Dentro de esta misma gama, es fácil que puedas encontrar­te con individuos a los que el trabajo o la actividad les impone una concentración tan intensa y exigente, se sienten tan absor­tos en sus búsquedas, creaciones o tareas urgentes del momen­to que se quedan parapetados dentro de un universo al que pocas informaciones procedentes del entorno pueden acceder -cosa que resulta de lo más apropiado para ignorarlo todo. Pronto se produce la inversión: "No me cuesta lo más mínimo seguir sin saber nada, tengo para ello óptimas razones".

LA EXPRESIÓN DE LOS SENTIMIENTOS

El mundo del silencio

Desde la más tierna infancia, sabemos pronto que la expre­sión de los sentimientos resulta peligrosa, o puede resultarlo, cuando es simple y precisa: tenemos el peligro de vernos re-

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chazados o nos enfrentamos con conflictos en caso de que no nos adhiramos a los deseos, reglas y sentimientos de aquéllos de los que dependemos; corremos el riesgo de mil vejaciones y humillaciones si nos atrevemos a expresar algo distinto de lo que está admitido.

De ahí que aprendamos muy pronto a callarnos o a hablar de una manera tan indirecta que se soslayen la mayoría de los peligros en cuestión. Más adelante, invertiremos largos años en perfeccionarnos en ese arte del disimulo (como con­secuencia del miedo).

Precisamente debido a que tenemos miedo no manifestamos más que aquello que autorizan las reglas (implícitas), o ex­presamos mal lo que sentimos. Dicho miedo va aumentando en función de la intimidad de la relación -así como las moda­lidades indirectas de manifestarse, puesto que el miedo a per­derle al otro se incrementa. Con frecuencia tal miedo suele remontarse a muy lejos, a una época en la que uno no gozaba del derecho a decirlo todo.Sm embargo, la energía empleada pa­ra no decir nada es mucho más importante que la que entra en jue­go para expresarse cuando a uno le vienen ganas de hacerlo: es por demás difícil detener el curso de un río, ¡la construcción de una presa requiere un inmenso esfuerzo! Los programas fa­miliares y culturales dejan margen a determinados senti­mientos, en tanto que prohiben otros: en tales casos es cuan­do puede intervenir directamente la opción personal del adulto otorgándose los permisos necesarios.

Recuerdas algunos sentimientos que no tenías derecho a expresar en tu propia familia: ¿era el miedo, la cólera o la tris­teza? El niño suele aprender no pocas veces dos cosas: a ocul­tar determinados sentimientos y a patentizar un sentimiento (autorizado) en lugar de otro (prohibido) siguiendo el ejem­plo de mamá, que aseguraba que se encontraba "tan fatiga­da" cuando estaba triste, o de papá, que se encolerizaba enor­memente en cuanto se sentía inquieto. Y es que no pocas creencias certifican que la expresión de tal o cual sentimiento (y, en los casos peores -pero que también se dan-, de todos los sentimientos) o de una emoción es síntoma de debilidad, de

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falta de control. El sufrimiento de la persona que vive una ex­periencia dolorosa resulta entonces terrible por obra del si­lencio que tal tipo de "conveniencias" impone.

A ello se debe el que se convierta en un mal menor y has­ta en ocasiones nos defienda el método que, con objeto de acallar los propios sentimientos e impresiones, tiende a mos­trar otros distintos más aceptables. La dificultad estriba en que, con harta frecuencia, eso pasa a convertirse en una cos­tumbre y el sentimiento auténtico queda oculto por comple­to, sepultado en las mazmorras.

Semejante postura se explica, sobre todo, si se tiene en cuenta el hecho de que hay gente que piensa que se dan sen­timientos malos, incongruentes, fuera de lugar o inadecua­dos. Tal vez el sentimiento sea lo más humano que existe y los adjetivos "bueno" o "malo" que suelen atribuírsele resul­ten, como tales, inaceptables. Habrá sentimientos que sean más o menos agradables de vivir y experimentar, más o me­nos proporcionados respecto al contexto y más o menos limi­tadores; pero ¿quién está autorizado a aseverar de manera perentoria que unos sean mejores que otros? ¿Qué derecho te­nemos a juzgar qué es lo que el otro siente? ¿Conocemos su his­toria entera? ¿Sabemos lo que un incidente (de apariencia anodina) evoca en esa persona? ¿Por qué hay hombres que no experimentan la menor vergüenza en llorar cuando están tristes (¿y qué hay en ello de vergonzoso?) y por qué algunas mujeres se permiten dar rienda suelta a su ira? No tienen nin­gún temor a expresarse. Tan solo las consecuencias de deter­minadas emociones o sentimientos pueden resultar negativas (como algunos tránsitos a la acción violentos, contra sí mis­mos y contra los demás). El sentimiento, en cuanto tal, no tie­ne nada de condenable.

Tanto más cuanto que el silencio es una buena manera de evitar la intimidad (¡objetivo frecuente en una relación!), con miras a aislar a los miembros de la pareja, alzando paredes entre ellos.

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Por encima del volcán

Tomemos como ejemplo la cólera (sentimiento tan temido, que va en contra de los mitos románticos y de la inmensa ma­yoría de las creencias): "Expresar la propia agresividad exte­riorizando la cólera, manifestando con franqueza el resenti­miento a los ojos del otro u oponiéndose honradamente a él sigue estando considerado como una conducta, en el mejor de los casos, molesta, de mal gusto o descortés, y en el peor, como inconveniente, inaceptable y hasta "insensata" 2. Sin que pasemos por alto el hecho de que todos esos juicios ne­gativos se multiplican por diez cuando se trata de expresar la propia ira dentro del contexto de una relación amorosa: es la bestia negra de aquellos que guardan en su corazón un poco de Tristán e Isolda... tal vez junto a una úlcera de estómago, auténticos nudos en el estómago e hipertensión.

No expresar los sentimientos (en particular la cólera) en el momento en que se sienten supone un riesgo que no tiene na­da de desdeñable: no acumulamos impunemente nuestro rencor; puede estancarse durante mucho, muchísimo tiempo en nuestro interior... para resurgir un buen día, con violencia, por haber permanecido demasiado tiempo retenido, compri­mido. Cuanto más haya macerado, más se consolidará con otras cóleras no expresadas -y su expresión resultará más vi­rulenta, y hasta brutal, y acaso su expresión sea impropia. To­da la energía negativa almacenada brotará a la menor gota de agua y hará que se desborde el vaso -y no siempre en el mo­mento oportuno. Dichas tormentas suelen ser mucho más no­civas y perjudiciales que la expresión, con medida, de la ira, el descontento o la disconformidad sin más.

"No lo he hecho a propósito"

Otra manera de expresarse de manera indirecta y desfasa­da en cuanto al tiempo, consiste en mostrarse uno torpe, ne-

2 Dr. G. Bach y Dr. H. Goldberg, L'agressivité créatrice, Le Jour Éditeur, 1981, p. 108.

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gligente y distraído, acumulando errores. ¿Quién pensaría que una quemadura enorme con la plancha sobre su camisa más bonita no sea tal vez mas que la expresión indirecta de un antiguo rencor o de una cólera contenida? ¿Quién imagi­naría que ese "horroroso dolor de cabeza que le atormenta to­da la noche" y que no le permite al otro pegar ojo tal vez no sea más que la expresión indirecta de una insatisfacción? ¿Quién lo iba a creer? Y, sin embargo...

Cansancio frecuente (no justificado por ninguna actividad especial o mediante una enfermedad, incluso latente), descen­so (inexplicable desde el punto de vista médico) de energía, torpezas reiteradas, olvidos de todos los tipos... suelen res­ponder con frecuencia (cuando tales síntomas se repiten) a un mensaje indirecto: el sentimiento reprimido, oculto, rebrota de una u otra forma -comunicación terrorista (involuntariamente) y perjudicial para cada uno de los miembros de la pareja, pues "¡los tigres de la ira son más sabios que los caballos de la ins­trucción!" (William Blake, Le mariage du ciel et de l'enfer).

Los bálsamos de tigre

Virginia Satir (véase la bibliografía) describe cuatro com­portamientos que son como "unos escudos que la gente utili­za para ocultar sus sentimientos y no sufrir daño3". Son los siguientes:

• Suplicar, para que el otro no se disguste: es la conducta propia de aquel que lo acepta todo, que se hace la víctima y que responde a unos programas aprendidos (inconsciente­mente) desde la infancia, por obra de consejos como: "No te impongas"; "Supone egoísmo pedir algo para ti". El que su­plica esconde sus propias necesidades y no puede por menos de suscitar en el otro culpabilidad puesto que está sobreen­tendido que es preciso que se le proteja, ya que lo suplica; si el otro no tiene indulgencia, ¡no es más que un cínico! El su-

3 V. Satir, Pour retrouver l'harmoniefamiliale, Éd. Universitaires, J.-P. De-large, 1980 p. 106.

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plicante pensará que no es importante, que no le quieren. Es­tará persuadido de que es absolutamente necesario agradar si quiere ser amado por el otro. Es una víctima.

• Censurar con objeto de que el otro te considere como un ser fuerte; quien censura esconde a los demás sus necesida­des, guiado por vetustos consejos, como: "No permitas que nadie te supere"; "No seas cobarde"... Semejante actitud sus­citará miedo en el otro, no quedándole a éste más alternativa que obedecer, "si no..." El censurador tiene miedo a no ser respetado: habla con voz alta y fuerte para hacerse oír, cre­yendo que esta solo y que no es amado. Es una especie de dictador.

• Razonar como un ordenador, intentando (de forma implí­cita) volver a colocar en su sitio su propia estima personal me­diante la construcción de grandes frases; al proceder de este modo, esconde sus necesidades tanto a sí mismo como a los de­más y suscita en su interlocutor (fascinado ante tanta facilidad de palabra y sabiduría) una actitud de conformidad. El razona­dor opina que, si se muestra inteligente, nadie caerá en la cuen­ta de sus emociones -que él considera como una debilidad. Pre­siente que es vulnerable y teme, también éste, que no le amen.

• Enloquecerse para despreciar la situación, ignorándola al comportarse como si no ocurriera nada; aquel que "desvaría" ignora por entero sus necesidades: habla de cualquier cosa, a tontas y locas, cambia de conversación y responde a un po­tencial peligro mediante la ligereza, de acuerdo con las anti­guas conminaciones familiares: "No seas tan serio; ¡tómate suficiente tiempo! ¿Quién se preocupa por eso?" Al proceder de este modo, ¡más bien le incita al otro a reír o a ponerse ner­vioso! El "inadecuado" se encuentra presto a hacer cuanto sea para lograr que el otro se fije en él, única prueba válida de amor. Es el bufón horripilante o llegará a convertirse en tal.

Estos cuatro papeles, universales, fueron aprendidos muy pronto en el medio ambiente familiar con miras a encarar aque­llo que era percibido como una amenaza, pretendiendo con­servar o restablecer la estima de uno mismo o, simplemente, para verse reconocido (o por lo menos creerlo). Tales papeles

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proporcionan el medio de organizar y utilizar su poder sobre los de­más (en el caso que nos concierne, sobre el otro, el o la otra miembro de la pareja).

El boomerang

Esos papeles desencadenan en el interlocutor, de forma automática, un tipo de comportamiento previsible y comple­mentario, ya que no conseguimos de los otros sino lo que suscita­mos en ellos, dicho de otra manera, les enseñamos a los demás cómo deben comportarse con nosotros: es la retroacción.

Esquema de la retroacción

estado interno

1 comportamiento

exterior

estado interno

comportamiento exterior

YO TU

Feed-back: mi conducta tiene un impacto sobre el estado interno del otro y recíprocamente; nos hallamos en una continua interacción.

Le enseñamos al otro cómo debe conducirse para con no­sotros.

Por otro lado, cuando una persona se adentra en uno de tales papeles (todos tenemos nuestro papel favorito), busca sencillamente expresar su necesidad de amor, reclamar algún signo de la importancia que merece a los ojos del otro.

Introducirse en un papel viene a ser como una especie de señal de alarma que plantearía la siguiente cuestión: "¿Qué es lo que en este momento estoy percibiendo como amenazador?" Conviene atender a esta señal en orden a evitar la interpreta­ción de uno de esos papeles y ser más congruente (observan­do y expresando los propios sentimientos tal como ellos son).

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Cuando adviertas que tu compañero empieza a interpretar alguno de estos papeles, puedes invitarle a hablar, a compar­tir sus emociones e ideas: de acuerdo con esto, no asumirás el papel complementario que su actitud podría suscitar ni abri­rás nuevas opciones de conducta tanto para ti mismo como para tu interlocutor. Al autorizarle a que se exprese de manera congruente, te estás concediendo a ti mismo esa misma auto­rización -y la comunicación en el seno de tu relación ganará con ello en fluidez.

Comoquiera que sabes que la comunicación no verbal es tan significativa -si no más - que las palabras, bastarán las meras actitudes correspondientes a los papeles descritos pa­ra, en un abrir y cerrar de ojos, comprender en qué papel se ha adentrado tu compañero: el cuerpo habla con toda claridad. Esto es algo que solemos olvidar con demasiada frecuencia imaginando que es suficiente con callarse para no decir nada. Ahí es precisamente donde reside la ilusión dentro del ámbi­to de la expresión de los sentimientos. Incluso el simulador más hábil (y esto vale también para su femenino) sólo muy raramente posee el talento necesario para engañar por mucho tiempo a la persona con la que se codea a diario.

Estos despliegues de maniobras en ocasiones sutiles (e in­conscientes) resultan a la larga contrarios por demás para la propia salud mental y la de la pareja y actúan en contra de una relación sana. La confianza, aquella que autoriza la expre­sión y el compartir los sentimientos, se reserva, aguardando con impaciencia su licitud.

LOS DOBLES MENSAJES

La tinta antipática

Con anterioridad hemos visto una clase de doble mensaje cuando se expresan los sentimientos de manera indirecta; su­cede como si "nuestro consciente cerrase los ojos mientras co­municamos de manera indirecta aquello que de verdad que-

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rríamos decir4". Semejante táctica (de ordinario incontrolada) hace posible que conservemos oficialmente toda la inocencia: "No lo he hecho de intento", cosa que es real; preserva las apariencias de la buena fe, aun en el caso de que se reiteren las negligencias, olvidos, torpezas, distracciones, cansancio, etc. El otro se exasperará y, si no manifiesta tal exasperación, podrá utilizar este medio para lograr que pase el mensaje. Es ésta una escalada silenciosa: oficialmente, yo soy sólo torpe, negligente, distraído, lo cual da pie a decir muchas cosas de forma vaga, a ti te corresponde comprender eso que no me atrevo a formular -y que hago.

Así sucederá en tanto que lo no verbal no sea descifrado y traducido *en palabras, en cierto modo descodificado. En efec­to, los dobles mensajes contienen dos partes: el texto escucha­do, explícito por completo, que no expresa sino aquello que está permitido: "Estoy de acuerdo contigo (por ejemplo), lo acepto, nos amamos y no hago ni digo nada más que lo que tú quieras que diga y haga". Está claro, aparentemente, y el otro lo entiende muy bien. Al mismo tiempo, la otra parte de esa persona "aceptadora", implícita y en la mayoría de los casos in­consciente, expresará casi siempre lo contrario, aunque de una manera confusa, tortuosa y velada: indirecta. Esta parte signi­ficará: "No estoy de acuerdo contigo, no lo acepto, etc."

Los dobles mensajes son otros tantos signos de conflicto o de deseo intenso de cambio en uno de los miembros de la pareja o en ambos; conflicto que temen y que no expresan abierta­mente.

El efecto Larsen

Una modalidad frecuente de "expresión doble" consiste en utilizar cierto humor de un gusto en ocasiones dudoso co­nocido como la broma: "Te suelto una pulla en broma, ¡por su­puesto! ¿No lo encuentras divertido? ¡Sólo la verdad es lo que

4 Dr. G. Bach y Dr. R. Deutsch, Arrete! Tu m'exasperes, Le Jour Éditeur, 1985, p. 32.

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ofende!" Bajo capa de chanza aparece con nitidez la hostili­dad. Problema del otro será el acertar o rechazar semejante estilo de comunicación.

Un doble mensaje puede también revestir el aire de una incongruencia: mientras los labios dicen una cosa, tu cuerpo manifiesta otra distinta. Acude, por ejemplo, ella a abrazarte y tú respondes a su beso apretando los puños: claro lenguaje del cuerpo. Aseguras que te sientes completamente feliz por salir con él esa noche y haces alarde de una máscara dolorida o bien tu rostro cambia, o lo dices muy de prisa, dirigiendo la mirada a la punta de tu zapato...

¿No has visto nunca a alguien que decía "sí" moviendo la cabeza de derecha a izquierda (cosa que, según nuestro códi­go común, significa claramente "no")? ¿No has visto nunca a alguien asegurar "¡lo siento en el alma!", mientras lucía una amplia sonrisa? ¿No has visto nunca alguien proferir un "no" con mirada de ganas? ¿No has visto nunca a alguien decir "abrázame" con una voz hastiada, autoritaria o glacial? ¿No has oído nunca a alguien afirmar "sí, todo marcha perfecta­mente" ostentando un semblante afligido y derrumbándose sobre la primera silla que encuentra, con un sonoro suspiro al desplomarse?

Tal vez haya personas que no se otorguen el permiso de de­cir "no" ("El me ama, eso está claro, es tan superior a mí! ¿Con qué derecho yo, tan poquita cosa, podría decirle que no?"). ¿Acaso la persona en cuestión tiene miedo a provocar la cóle­ra en el otro? ¿Represalias? ¿Acaso tiene miedo a decepcio­narle, a darle pesar o herirle, cosa nada "gentil"? ¿Acaso teme ella también que la relación sufra consecuencias graves y aca­be por romperse? ¿Acaso opina además que el esforzarse no es grave: después de todo, qué importancia tiene?

Todas estas razones constituyen el origen de los dobles mensajes que exigen una percepción objetiva de la relación para ser observados y catalogados, y para que se conviertan en el núcleo de un dialogo no ciertamente muy sencillo pero sí muy favorable de cara al desarrollo de los dos miembros de la pareja y, por lo mismo, al de la relación.

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LA LECTURA DE PENSAMIENTO

La clarividencia

Estos dobles mensajes son en ocasiones efecto de un diálo­go interno que vendría a significar lo siguiente: "Si digo clara­mente que no deseo hacer esto, y que lo siento cuando lo ha­go, el me dirá que se siente decepcionado y me imagino perfectamente lo que eso supone para él"; es lo que se cono­ce como la lectura del pensamiento.

Con todo, el motivo de que la distancia entre su compren­sión sea tan grande es que ambos miembros viven la misma situación de maneras diferentes. En efecto, suponemos que conocemos muy bien lo que el otro piensa o siente, pero, al proceder así, nos estamos refiriendo tan sólo a nuestras propias ideas, a nuestros propios sentimientos (como si no pudieran existir otros, (¡incluso en el ser amado!). En consecuencia, ten­demos a omitir el detalle de que somos todos diferentes unos de otros (por ejemplo, si estamos tristes ¡podemos muy bien pedirle al otro lo imposible! o, incluso, transformar un "¡estoy enojado con él!" en un "me da la impresión de que está eno­jado conmigo.")

Creemos saber lo que hay en la cabeza y en el alma del otro (¿quién de nosotros no ha empezado alguna vez una frase con estas palabras: Sé de sobra lo que me vas a res­ponder...?); ¿en qué nos basamos para contar con tales certi­dumbres? Ni que decir tiene que estamos persuadidos de conocer bien a esa persona con la que vivimos; además, exis­ten gran cantidad de comportamientos y reacciones que esta­mos en condiciones de prever (la repetición supone un buen índice) y no es cuestión de desdeñar o negar nuestras intui­ciones. Simplemente, lo mejor es verificarlas planteando cier­tos interrogantes -en lugar de formular las preguntas y las respuestas.

La lectura de pensamiento no deja de tener consecuencias nefastas para la relación: si soy capaz de leer el pensamiento del otro dado lo íntimos que somos, entonces mis ideas no son

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simples suposiciones, y ni siquiera tengo necesidad de hacerle preguntas, de pedirle informaciones; somos unos libros abier­tos uno para el otro puesto que vivimos juntos. Por lo tanto, sé de sobra lo que piensas y ya puedes decirme lo contrario u otra cosa, ¡sé que eso no es verdad! Te conozco bien, ¡anda!

La transparencia vidriosa

Repara en que, con frecuencia, el otro sostiene el mismo discurso. De suerte que uno y otro se conceden idéntico dere­cho a hacer todas las suposiciones posibles: no sólo no imagi­nan que podrían, llegado el caso, verificar lo bien fundado de sus certezas (cuyo aspecto hipotético negarían con vehemen­cia) sino que incluso despreciarán toda información o conato de información, todo esclarecimiento procedente del otro. Se trata de un robo, hasta de una violación de pensamiento, que las más de las veces suele concluir con discusiones del estilo de: "¡Pero estaba seguro de que eso te gustaría!" o: "¡Estaba persuadida de que no esperabas más que eso!" o incluso: "¡No me vengas con cuentos, sé de sobra que no estás malhu­morado en serio!"

Llegado este nivel, tal vez no pueda por menos de resultar molesto, pero la relación corre el riesgo de chirriar seriamen­te cuando se toma en consideración lo que dice el otro (la cer­tidumbre de conocerlo tiene como resultado una enorme ig­norancia). Y cuando, al margen de ello, una de las partes intenta imponerle a la otra lo que debe pensar, sentir, no nos hallamos demasiado lejos de una modalidad de imperialismo terrorista: "No me cuentes nada acerca de ti, ¡sé con seguridad que piensas lo contrario! ¡Dices eso para ponerme de genio!" o: "¡No puedes estar triste por semejante tontería, no sería propio de ti! ¡Tú no eres así!"

El territorio interior se ve de este modo invadido y la peor crónica del conflicto inhibe con frecuencia los retoques sobre su "por lo que a él se refiere" íntimo que nadie mejor que su propietario está en condiciones de conocer y valorar -mien­tras no se demuestre lo contrario.

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Si me amaras de verdad

Al hablar de las creencias, evocábamos un aspecto de la lectura de pensamiento que hace posible una cantidad subsi­guiente de chantajes (aceptados mediante un acuerdo tácito entre ambas partes de la pareja): cuando se ama, no hay nece­sidad de decirse todo, es mejor adivinarse, supone una prueba de amor. En consecuencia ha de ser posible adivinarlo todo: to­dos los deseos, todas las necesidades, todos los sentimientos y todas las ideas.

Por lo tanto, cuando no se adivina todo, ello puede signifi­car que no se ama, que se ama mal, o que no se sabe amar; o hasta incluso que uno no es amado, que es malquerido, que el otro no sabe amar. Culpabilidad en doble sentido, ilusión recí­proca que no tiene peligro de mejorar la estima de sí mismo, al ser ilimitados los riesgos de error. Una vez más, la lectura de pensamiento pasa a hacerse tiránica ya que las faltas de lec­tura son consideradas como otras tantas pruebas incontesta­bles de desamor, carencia de amor o malquerencia.

Cabe asimismo refinar la aludida lectura de pensamiento proponiendo (siempre a condición de que el otro quiera pres­tarse con gusto a ello) una especie de suplicio de Tántalo, téc­nica que consistirá en prometer alguna cosa, suscitar una espe­ra fundada en la esperanza, estableciendo ciertas condiciones para obtenerla, condiciones tan vagas que el otro tendrá que desvivirse en adivinarlas con miras a obtener la imposible recompensa -hasta llegar a dudar de sus propios sentimien­tos y facultades mentales (en vez de hacerlo de la buena fe del otro). "Si eres muy amable, tendrás por fin tu vídeo". Pe­ro, ¿qué quiere decir eso de "muy amable"? ¿Cuáles son los criterios de la amabilidad en cuestión? A aquel que se ve re­querido le corresponderá deslomarse para buscar...

La lectura de pensamiento supone una modalidad de co­municación que genera una enorme negligencia: para qué molestarse en explicar, en hablar claro, en proporcionar infor­maciones concretas siendo así que la regla implícita estipula que el otro lo comprenderá todo, ¡con medias palabras o has-

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ta en silencio! Nos hallamos ante el dominio de la vaguedad to­da vez que está previsto que somos capaces de leer en el pen­samiento uno del otro. Frustración, decepción y hasta rabia son el resultado de las malas lecturas: "No te digo lo que de­seo pues debes adivinarlo y me siento furioso para contigo ya que no has cumplido el contrato, o (tal vez) te has confundi­do. Sin embargo no es motivo para que vaya a transgredir la regla del silencio: resultaría demasiado molesto para ti reco­nocer que me lees al revés y muy desagradable para mí con­fesar que soy mal leído".

Requiere traductor-intérprete

Existen varios métodos para provocar en el otro la lectu­ra de pensamiento, como por ejemplo, la técnica consisten­te en no dar en absoluto información, o no darla de manera suficiente, o en dar informaciones incompletas, ambiguas, imprecisas, con doble sentido, o por el contrario, ofrecer una información excesiva ahogando en un mar de detalles inúti­les lo que es importante: el otro se perderá en ellos. Cabe también no solicitar informaciones, contentarse con algunas incompletas, ambiguas, imprecisas, de doble sentido, no es­cuchar lo que el otro dice o hacerlo con oídos distraídos, o juzgar que uno lo ha comprendido bien sin verificarlo -o hacer creer que se ha tomado buena cuenta del mensaje, por pereza o deliberadamente. Puede, incluso, interpretarse cuanto dice el otro en función de los pensamientos, senti­mientos o deseos propios (se le lee entonces al otro como si fuese una lengua extranjera que uno conoce mal y que no tiene ganas de aprender), o rechazar la idea de que ese otro es diferente y leerlo a través de la trama de la etiqueta que se le ha adjudicado.

Estas estrategias permiten luego echar ciertas cosas en ca­ra: "¡No me escuchas jamás! ¡En verdad no comprendes nada de nada! ¡Mira lo que has logrado que haga!" Hasta llegar a la sempiterna expresión: "¡Es imposible entre nosotros la comu­nicación!"

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No resulta viable ningún descifrado correcto si no posee uno todas las claves -claves que se hallan, sin embargo, al al­cance de todos y todas, con tal de que todos y todas quieran tomarse la molestia de buscarlas- a no ser que prefiera valer­se de las adivinanzas como una especie de poder sobre el otro: "Como te amo, sé mejor que tú lo que te conviene", o: "Comoquiera que te amo de verdad, te conozco tan bien, aca­so mejor que tú..."

"YO NO QUIERO MÁS QUE TU FELICIDAD"

"El volverle loco al otro está en manos de todo el mundo. El envite radica en (...) el asesinato psíquico de ese otro de tal manera que no escape al amor; que no sea capaz de existir por su cuenta, de pensar, sentir o desear acordándose de sí mismo y de eso que le corresponde como propio5".

Antes de "hacer la felicidad" del otro (que cuenta en oca­siones demasiado para ti y no para él), es preferible pregun­tarle en qué puede, a su vez, construir él esa felicidad; en su defecto, hay gran peligro de procurar su felicidad a su pesar.

Me decía una amiga hace ya algún tiempo: "Mi marido hace muchas cosas por mí;, pero no aquello que espero de él, y que, sin embargo, se lo he solicitado con frecuencia; es co­mo si él supiera mejor que yo qué es lo que puede hacerme dichosa. Pero se equivoca. Esta fórmula milagrosa, "yo no quiero más que tu felicidad" suele ser de ordinario el sésamo que da acceso a todos los poderes y no es raro que el postulante a la felicidad contemplado a través de la mirada del otro se vea condenado (o se condene) a padecer tal poder -que debe hacerle tan dichoso.

5 H Searles, L'effort pour rendre Yautrefou, prefacio de P. Fédida, Galli-mard, 1977, p. 11.

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Dependencia mutua

- ¿Cuáles son los ámbitos de tu vida en los que tienes que tomar decisiones? - ¿Cómo procedes para tomarlas? ¿A quién le hablas de ello? ¿Tienes en cuenta los puntos de vista de los demás? ¿De tu compañero de pareja?

- Las más de las veces, cuando una decisión concierne a vuestras relaciones, ¿quién decide cuando no estáis de acuerdo?

- ¿Cómo es vivido esto por aquel que decide?

- ¿Cómo es vivido esto por aquel que acepta?

- ¿Le dejas a tu compañero tomar decisiones en cosas que no te conciernen más que a ti?

- ¿Qué es lo que te impide decidir por ti mismo?

- ¿Qué ocurriría si lo hicieras?

- ¿Eres capaz de decirle "no, no quiero" a tu compañero?

- ¿Expresas tus deseos o aguardas a que sean adivinados?

- ¿Cómo soportas una separación, aunque no sea más que de cuarenta y ocho horas?

- ¿Cómo reaccionas ante una responsabilidad que hay que tomar en solitario?

- ¿Tomas algunas iniciativas? ¿En qué dominios en par­ticular?

En función de tus respuestas, ¿qué decides?

Dada la enorme dificultad que encierra (si no ya imposibi­lidad) el imaginar en el otro una necesidad que él mismo ig­nora, ¿cómo se lo tomará?, no tenemos sino el apuro de la elección: podemos, por ejemplo, persuadirle al otro (y las ar­mas de la persuasión son múltiples, desde la más suave a la más autoritaria) de que sus sentimientos e ideas acerca del entorno o sobre sí mismo son erróneas; bastará con repetir la operación, apoyándolo en pruebas (y uno las encuentra siem­pre, aunque no fuera más que tomándose a sí mismo como modelo) para que ese otro, abrumado ante tantas evidencias, acabe por dudar de sus percepciones.

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En efecto, ¿cómo no otorgarle de manera espontánea toda la confianza a alguien que te ama de tal manera que hasta sabe incluso todo cuánto piensas, todo cuánto sientes -que hasta sa­be cuando piensas "mal" y cuando sientes "mal"? ¿Cómo no sentirse culpable de no sentir (o de tener un mal desvarío en sentir) lo que el otro quiere que sientas, para tu bien? ¿Cómo no ponerse a sí mismo en tela de juicio cuando no experimenta "buenos" sentimientos? ¿Cuando no tiene ideas "justas"? "¡Ya no sé lo que debo pensar! ¡Creo que me estoy volviendo loco! ¡No sé ya dónde estoy!" suponen otras tantas letanías que ha­brás oído muchas veces. ¡Qué carga de sufrimiento, angustia, duda y mala conciencia no llevan consigo!

"Sé mejor que tú"

Luego de algún tiempo (meses, años...) de semejante forma de proceder, el otro, por su propia felicidad (no lo olvidemos), ya no será más que aquello que uno quiere que sea, hasta en su "yo" más íntimo. Y el menor sobresalto de su auténtica identidad quedará pronto aniquilado: "Basta con una mira­da, un contacto, una tos (...), orden que será seguida "implíci­tamente" 6" para reducir a la nada cada intento de afirmarse. En tales casos, lo esencial del mensaje "que vuelve loco" se resume así: "Lo que tú ves, lo que oyes, piensas, etc. no es precisa­mente bueno ni para ti, ni para mí, ni para nuestra relación. Lo sé mejor que tú".

El otro, siempre con idea de mejorar "su dieta", va vién­dose reducido cada vez más a apoyarse por entero en el em­baucador, cosa que no tiene por qué resultarle forzosamente desagradable ya que al adoptar semejante actitud y mante­nerla, consolida regularmente la conducta del "fabricante de fe­licidad". Recuerda que el acusador no puede acusar más que a uno que suplica y a la recíproca: lo que hace el uno provoca por sistema la respuesta del otro. Estos juegos resultan parti­cularmente destructivos, tanto para el uno como para el otro.

6 R. D. Laing, La politique de la famule, Stock, 1979, p. 100.

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En esta especie de doma, cada uno paga en efecto su parte: la víctima sufre y su salud mental se ve seriamente maltratada en tanto que el otro (que detenta oficialmente el poder) recoge los frutos de su responsabilidad casi total en forma de acrecen­tamiento de responsabilidades que tiene que tomar en solitario, de decisiones que ha de asumir él solo, de cruz que llevar a cuestas, en cierta medida, a costa de sus propias necesidades que apenas si tendrá tiempo ni ocasión de escuchar. Pasará la mayor parte de su tiempo defendiéndose de las necesidades (reales o supuestas) del otro, necesidades que ya no sabrá siempre si las crea este último en todas sus partes para robus­tecer el estado de dependencia en el que está enredado -y que le hacen posible verse "asistido", sostenido, hacer la vida a mer­ced del otro, y criticarle, llegado el caso, si es "mal servido".

"¿Que haría yo sin ti?"

¿Cómo puede uno mantener una dependencia así;? Hay diversos medios perfectamente a propósito para llegar a ello. Por ejemplo, cabe afirmar muy amablemente: "Bien está que pienses así; o de la otra manera, pero, por otro lado, tienes que acostumbrarte a ponerlo en práctica, es mejor para ti..."; "Lo sé mejor que tú, yo me ocupo de ello... no te preocupes, aquí estoy yo..."; "No estés triste (o enojado), no adelantas nada, cuenta conmigo..."; "Sé muy bien cómo eres, no te mo­lestes en explicármelo..."; "Conozco perfectamente por qué actúas así, hazme caso, no te engañes, ya te diré yo lo que tie­nes que hacer..."; o incluso: "No hay misterio alguno, piensas eso porque no has dormido bien. ¡Vamos, se acabó!"

Ese otro, con miras a conservar su "farniente" psíquico, inte­lectual y sentimental, puede, a su vez, animar el comporta­miento "salvador" y superprotector del otro, otorgándole ple­nos poderes: "Dime lo que hay que hacer"; "Explícamelo, tú lo comprendes mejor, por fuerza"; "¿Qué harías tú en mi lugar?"; "¿Crees que tengo razón?" Estas cuestiones transmiten el men­saje siguiente: "Sabes mucho más que yo".

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"¡Mira lo que me has hecho hacer!" «

De este modo es posible echar en cara más adelante: "Si me he equivocado, ¡la culpa es tuya! ¡He seguido tus conse­jos!" Lo cual lleva consigo (por parte del "consejero"): "Te di­je eso por tu bien; quería hacerte un favor, ¡eso es todo! ¡Es evidente que no comprendiste nada!"; "Ya ves con claridad que no eres capaz de hacer nada solo, deja que yo actúe o ¡no cuentes conmigo en adelante para nada!" "Ya ves que no eres capaz de aclararte sin mí!" Se sobreentiende: "Sigue siendo dependiente".

Cuando la persona que acaba por no saber ya bien cómo se llama tiene algunos arranques de lucidez, resulta fácil su­mergirla de nuevo en su niebla, tanto más cuanto que "el hombre suele querer muchas veces verificar su sensación de lo desagradable buscando una experiencia repetida7". Vea­mos unos cuantos ejemplos de interacciones típicas de este sistema de comunicación:

- ¿De verdad me amas? - ¿Y qué es el amor?

- Me gustaría un vestido nuevo. - ¿Y quién es el que gana el dinero? Soy yo, ¿no?

- Me da miedo que no me ames ya, si te digo lo que pienso. - Ni hablar, veamos, no tengas miedo.

- Tengo ganas de conducir hoy, ¿puedo hacerlo? - Sabes de sobra que el coche es frágil; está hecho a mi mano.

- Tengo sueño. - Ya se te pasará, yo estoy en plena forma.

- Si te quieres divorciar, confiésalo, es problema sólo tuyo. - Yo te quiero. - ¡Ah, bueno!

- ¿Por qué me golpeas en el brazo? - He chocado con él, que no es lo mismo.

7 G. Bateson, Vers une écologie de Vesprit, Le Senil, 1979, p. 243-244.

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- Pero me aprietas demasiado, me haces daño. - ¡Antes no decías eso!

- Veo con claridad que estás triste. - ¿Por quién me tomas?

- ¿Salimos mañana? - ¿Es que has limpiado ya el garaje?

- ¿Vamos a esquiar este invierno? - ¿Te has olvidado acaso de que detesto la "fondue"?

- ¿Vamos al cine? - ¡Yo trabajo! ¡No fabrico el dinero!

- Me gustaría hablarte... - No tengo ni un minuto, lo sabes de sobra... preciosa...

Si la persona que ignora ya su nombre constata que está siendo un poco descuidada, cabe que intente recuperarle al otro poniéndose enferma, incluso hasta grave; puede acumular ne­gligencias, torpezas o atolondramientos, sufrir una depresión nerviosa, desencadenar unas crisis de nervios, tornarse violen­ta o apática, o incluso, lanzarse impetuosamente a un hiperacti-vismo o también mostrar incompetencia en diversos terrenos. En pocas palabras: que no faltan medios y que la imaginación carece de límite, tanto por uno como por otro lado, para mante­ner una comunicación que vaya en contra del objetivo de la re­lación: estar bien juntos, desarrollarse juntos.

Unos cuantos interrogantes que conviene plantearse

Cómodamente instalado, arrellanado en tu butaca favorita, tranquilo y solitario por un momento, si lo deseas, puedes emplear el tiempo en plantearte unas cuantas preguntas a fin de estudio vuestra relación tal como ahora la vivís. Esta investigación puede darte pie a conocer mejor tus esperan­zas y constatar hasta qué punto se han cumplido y si es de­seable añadir un poco por aquí, cambiar otro poco por allá...

- ¿Manifiestas con libertad tus sentimientos desagradables?

- ¿Cómo eres escuchado cuando lo haces?

- ¿Expresas con facilidad tus sentimientos gratos?

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- ¿Cual es la reacción de tu pareja cuando lo haces?

- ¿Recibes las muestras de atención (verbales y no verba­les) que desearías recibir (en cantidad y calidad)?

- ¿Das fácilmente todas las muestras de atención (verbales y no verbales) que desearías dar?

- ¿Cuáles son los defectos que la otra parte reconoce en ti?

- ¿Cuáles son las cualidades que te reconoce?

- ¿Te sientes satisfecho con vuestra vida sexual?

- ¿Soléis hablar de ello juntos?

- ¿Estás satisfecho de vuestras intercomunicaciones sobre lo que hacéis, sobre lo que os interesa?

- ¿Te sientes libre para ser tú mismo?

- ¿Te sientes dependiente del "nosotros", de la relación?

- ¿Estás satisfecho de la gestión del presupuesto?

- ¿Realizas algunas peticiones explícitas?

- ¿Recibes todas las informaciones que quisieras recibir?

- ¿Das todas las informaciones que resultarían útiles para tu compañero?

- ¿Qué sientes cuando el otro te dice que no?

- ¿Tienes el sentimiento de no poder vivir solo?

- ¿Quién toma las decisiones? ¿En qué campos? ¿Te en­cuentras satisfecho al respecto?

- ¿Te sientes seguro en vuestra relación?

- ¿Has renunciado a cosas importantes para ti a fin de con­servar la relación? ¿O por darle gusto a tu pareja?

- ¿Cómo defiendes tu territorio interior? ¿Tu espacio per­sonal? ¿El espacio compartido te resulta agradable?

- ¿Cuáles son los puestos respectivos otorgados al "yo", al "tú" y al "nosotros" dentro de vuestra relación?

- ¿Respetas vuestros propios ritmos?

- ¿Tenéis actividades propias? ¿Amigos propios? ¿Centros de interés propios?

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Page 69: Como Mejorar Tu Vida de Pareja-sylvie Tenenbaum

- ¿Tenéis actividades comunes? ¿Amigos comunes? ¿Cen­tros de interés comunes?

- ¿Te sientes distendido en el seno de vuestra relación?

- ¿Te sientes responsable de vuestra relación?

Por espacio de unos instantes, puedes cerrar los ojos para imaginar los que será vuestra relación -si no cambia nada-dentro de cinco años, luego de diez y luego de veinte (si te es factible hacerlo).

Este ejercicio de visualización puede ayudarte a discernir mejor tus esperanzas no satisfechas, tus logros, en qué te­rrenos, y qué modificaciones te gustaría aportar en el aquí y el ahora.

Las respuestas a estos interrogantes no resultarán siempre sencillas de formular y requieren muchos matices. Es nece­sario dedicar tiempo a semejante investigación.

Una vez que hayas encontrado tus respuestas (o ciertos ele­mentos importantes de respuesta), pregúntate cómo pue­des sacar provecho de esta pesquisa. Ni que decir tiene que, en cuanto tenga de positivo y satisfactorio, puedes apresurarte a hacer partícipe de ello a la persona interesa­da. Le supondrá un buen regalo. Acaso tu pareja quiera en­tonces, a su vez, dedicarse a esta reflexión, con lo que os se­rá posible confrontar vuestras respuestas, matizar vuestra parte de responsabilidad para cada uno e imaginar juntos en qué podéis mejorar. Hablar de esto unidos, es hablar de la relación propia y por lo mismo, situarse en posición "meta": es un buen medio para conocerse mejor y pasar de lo implícito a lo explícito.

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TERCERA PARTE

EL PLACER DE AMAR

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Cómo comunicarse

Sin duda tienes algunas ideas buenas (que ciertamente ha­brás experimentado) acerca de lo que es susceptible de mejo­rar la comunicación dentro de una relación, haciéndola más eficaz y más dilatadora para los dos miembros, lámbién po­sees ciertas ideas justas y útiles sobre aquello que puede mo­lestar, truncar dicha comunicación impidiéndole que sea flui­da y, por tanto, perjudicando al sistema.

EL MIEDO A COMUNICARSE

La torre infernal

Lo que más dificulta a ambos miembros de una relación son los miedos a mostrar, a preguntar, a expresar. Todas las catástrofes imaginarias (de ordinario no formuladas) les indu­cen a uno y otro a acurrucarse, aislándolos tras las paredes de la soledad. Esas murallas de lo no dicho, que tan solo protegen de una manera superficial, amplían las distancias, desterran­do la intimidad fuera de la relación (en ocasiones resulta más sencillo abrir el corazón a alguna amiga, a un compañero...).

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Temor a pasar por un ser débil, flojo; a perder el control de uno mismo y verse sumergido por emociones y sentimientos inconfesables, tal vez incongruentes y prohibidos (se piensa); decepcionar; temor a interpretar mal el papel propio, a in­ventar e improvisar un texto distinto; a ser rechazado; a "dar una impresión lamentable", a estropearlo todo, a pronunciar palabras irremediables o decisivas; a adoptar tales responsabi­lidades; temor a ciertas palabras que pueden resultar definiti­vas, tajantes, hirientes o, simplemente, sinceras.

Miedo a tu realidad, a tu verdad -miedo favorecido por las creencias, a su vez consolidadas por las experiencias desa­gradables (aquí y ahora o en el pasado), creencias endureci­das con los miedos...

Miedo a respirar el aire de la discordia, de un auténtico gran conflicto abierto en el que cada uno se expresa, confian­do en el otro; a respirar las miasmas de la revelación de si mismo; en la que los sentimientos positivos pueden verse también atados de pies y manos ("A pesar de todo, ¡no hay que andar con demasiados cumplidos. ¡Podría relajarse, echarse a perder! ¿Podría dar no sé qué impresión si me muestro satisfecho abiertamente? Resulta indecente mostrar de una manera excesivamente llamativa el placer o la alegría propios, ¡y eso puede pasar a ser indiscreto! Conviene hacer­se desear un poco, ¿no? Hay peligro de ablandarse, de dejar­se llevar, de acostumbrarse..."); miedo a las emanaciones de la insatisfacción; a los ataques de ira; al viento que augura la tempestad.

Ahora bien, los céfiros de la ternura son expulsados por la brisa del aburrimiento, la desmoralización, la tristeza, el do­lor de vientre o el desencanto, mientras se va infiltrando poco a poco un sutil tufillo a descomposición. Degradación de la atmósfera que uno rehusa admitir encerrándose cada día un poco más en sí mismo, un sí mismo que ni siquiera supone ya siempre un refugio toda vez que acabará por no conocerse, por no sentirse tranquilo. Lo hemos olvidado: nuestro olor no nos proporciona ya seguridad, el contacto con nosotros mis­mos resulta incómodo, como si fuera con un extraño o con un

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amigo largo tiempo alejado de nosotros. Entonces retorna­mos al hogar del "nosotros", amargados y decepcionados por semejante escapada en sí que ha dejado de ayudarnos -es co­sa de sobra conocida que, al cabo de un cuarto de hora, no percibimos ya las emanaciones molestas.

¿Cara o cruz?

Eso no obstante, a lo largo de la vida todos habéis aprendido que no existe una única manera de hacer una misma cosa: así como hay numerosas formas de preparar una salsa para la ensala­da, de narrar una historia o de dirigir una empresa, también se dan otros medios para vivir una relación, puesto que lo esencial es el "cómo" de la vida entre dos y la mejoría de ese "cómo" reside en el lenguaje propio del sistema, en la comu­nicación y en las modalidades de interacción.

No deja de ser tranquilizador el saber que tales métodos no los hemos inventado nosotros: de ordinario nos han sido en­señados al correr de los años, a través de las distintas personas que han supuesto nuestros modelos y que nos han transmiti­do sus propios sistemas, así como por la sociedad y sus prin­cipios codificados. Dado que hemos aprendido eso, somos ca­paces de aprender a proceder de otro modo, a modificar, revaluar y cambiar aquello que haya que cambiar. Basta con quererlo, con hallarse uno plenamente motivado: "Cada per­sona debe elegir entre afirmar sus derechos a la salud mental o cederlos. (...) La cuestión que nos toca plantearnos a noso­tros mismos es, pues, la siguiente: cuál de nuestros dos mie­dos fundamentales vencerá: el miedo a las posibles conse­cuencias de la expresión directa (...), o el miedo a las posibles consecuencias de nuestro rechazo a expresar(nos) abierta­mente 1".

1 Dr. G. Bach y R. Deutsch, Arrétel Tu m'exaspéres, le |oiu ídilour, 1985, p. 103.

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COMUNICARSE: UNA RESPONSABILIDAD RECIPROCA

Teoremas

En cuanto dos personas se unen (con independencia de cuál sea la naturaleza de su relación), se instaura una comu­nicación y el determinar cuáles habrán de ser las modalida­des de interacción -bien específicas- caerá bajo la responsa­bilidad de los dos miembros.

Vamos a resumir los grandes títulos de lo que podríamos encontrar en un "abecedario de la comunicación", definiendo con exactitud, antes de nada, qué es una interacción: es el in­flujo mutuo que ambos interlocutores ejercen uno sobre otro.

Partiendo de esta definición, encontramos las cinco ideas básicas importantes que conviene precisar:

• Toda actitud y toda conducta suponen sendos mensajes que le remites al otro y que tú recibes de ese otro. Por ejemplo, si tu compañero cierra la puerta de una forma más ruidosa que la acostumbrada a la vuelta del trabajo, eso es un mensaje que tú recibes: acaso lo interpretes pensando que él expresa cierto enojo contra ti o que ha tenido algunos problemas profesio­nales, etc. La mirada que le lanzarás en ese momento será asi­mismo un mensaje que indicará tu interpretación de seme­jante comportamiento. ¿Será bien comprendida tal mirada? ¿Qué provocará? Todo cuanto uno hace (mirada, gesto) y to­do cuanto constituye otros tantos mensajes.

• No puedes no comunicar: aunque no digas nada, el silen­cio es una forma de comunicación y no es indispensable apli­car ninguna lupa para comprender ciertos cambios en el rit­mo de una respiración o ciertas tensiones musculares (por ejemplo, unas mandíbulas crispadas). Las actitudes y, de modo general, el lenguaje del cuerpo dice en ocasiones con mayor facilidad aquello que las palabras tienen dificultad en expresar.

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Personas bajo influencia

• Todo comportamiento determinará el del otro: es lo que sue­le llamarse el comportamiento-respuesta. "No podemos no influir2". Tomemos el ejemplo siguiente: nos encontramos un domingo al final de la tarde; Francisca, profesora de historia corrige un montón de exámenes para el día siguiente a la ma­ñana ya que no tuvo tiempo de hacerlo antes durante el fin de semana; Pedro, su marido, está molesto y descontento por verla trabajar en ese momento pues ella se las suele arreglar de ordinario para no tener nada que hacer el domingo. El puede decirle: "¿Por que trabajas precisamente ahora? Estoy harto de esto, ¡apenas si sacas tiempo para ocuparte de mí! ¡Prefieres tu trabajo y yo no cuento!" Francisca, herida por el tono agresivo de Pedro responde elevando el tono, con bre­vedad, y se ensimisma con rabia en sus papeles. Es evidente que Pedro ha influido sobre su reacción al hacer su observa­ción en un tono de reproche -y Francisca le influirá a Pedro respondiendo a la cólera de éste con la suya. Pedro preten­día, sin duda, sacar mejor partido de su domingo con Fran­cisca -que tal vez hubiera preferido no tener que realizar aquel trabajo.

Influimos sin cesar y estamos "bajo influencia" en cuanto so­mos dos. Según la manera en que me hablas de este o aquel restaurante, siento más o menos ganas de acudir a él, etc. La utilización de dicho influjo no depende más que de nuestra propia personalidad: somos responsables, conociendo que no podemos no influir, de nuestra manera de emplear dicho in­flujo. ¿Seremos escrupulosos, honrados y respetuosos para con la persona en cualquier ocasión o nos dedicaremos a po­ner en funcionamiento esa influencia en beneficio propio, a veces con detrimento de nuestro interlocutor? liste aspecto de la comunicación constituye un asunto personal, que esta­rá en función de nuestros criterios morales. Tarea nuestra se­rá saber cómo utilizarlo, y del otro (de tu compañero en este caso) reaccionar a su manera: la pelota, según esto, está en su campo y tiene a su disposición una cantidad ingente de op-

2 P. Watzlawick, Le langage du changement, Le Seuil, 1980, p. 19.

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ciones y de posibilidades de respuestas. En el ejemplo de Francisca y Pedro, la respuesta de aquélla se vio directamen­te influenciada por la cólera de Pedro: respondió con la cóle­ra; sin embargo, eran posibles otras respuestas. En conse­cuencia, "aceptó" verse influida, lo cual formaba parte de sus opciones.

Traducción simultánea

No puedes saber realmente lo que dices (en lenguaje verbal o no verbal) más que en función de la respuesta de tu pareja: su reac­ción mostrará con claridad el significado de tu mensaje (para tu interlocutor). Se trata del "feed-back".

Si le dices a tu mujer: "Abrázame", sabrás cómo se lo has dicho observando su respuesta. ¿Habrá tomado tu invitación como una orden? ¿Como una señal de amor?, etc. De acuerdo con su respuesta, conocerás con exactitud el sentido otorgado a tu mensaje.

A cada uno de los miembros de la pareja os corresponderá aseguraros de que el otro comprende lo que decís y de que tú has comprendido lo que ha dicho el otro.

Un gato no es para todo el mundo un gato y será mejor ir­lo comprobando poco a poco durante el diálogo puesto que un mismo vocablo no tiene por qué significar necesariamente lo mismo para uno que para otro. Cada uno habláis vuestro lenguaje, en particular cuando empleáis términos abstractos (tales como "felicidad", "comunicación", "respeto", etc.) Esas expresiones (de las que cada individuo puede poseer un con­cepto personal) son susceptibles de provocar lamentables errores de traducción. Cuanto más abstracto sea el lenguaje me­nos fácil resultará la comunicación. Los discursos políticos cons­tituyen otras tantas pruebas capaces de distraer según los ca­sos: todos hablan de "mejoría", de "cambio", de "igualdad", de "progreso", etc. Resulta fundamental penetrar en el senti­do de la clarificación de los mensajes intercambiados.

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¿Quién está al aparato?

Incumbencia propia de cada uno de los miembros de la pareja será defender los derechos a una correcta comunicación. ¿Cuáles son tales derechos? Los hay de dos clases: derecho a recibir las informaciones que se juzguen necesarias y derecho a seguir siendo uno mismo y a expresarse.

Para seguir siendo uno mismo dentro del marco de una re­lación, conviene querer y saber respetar el propio territorio inte­rior, íntimo y personal. Eso significa que cada uno somos res­ponsables de permanecer o no a la escucha de nuestros pensamientos, ideas y sentimientos; responsables de fiarnos, de tener confianza en nuestras percepciones de la realidad, aun cuando no respondan con exactitud a las de nuestro compañero o a las que éste querría que tuviésemos. De ahí que sea importante que estés en contacto contigo mismo y compruebes si piensas y sientes más en función de lo que el otro espera de ti, o tus ideas y sentimientos son de verdad personales, te pertenecen por entero. En caso de que no sea éste el caso, si caes en la cuenta de que te has alejado de ti mismo, responsabilidad tuya será recorrer el camino en sen­tido inverso, volver con celeridad sobre ti y confrontar tu per­cepción de la realidad con la del otro. De lo contrario, los la­mentos resultarán estériles y comprenderás que tu compañero reacciona simplemente a tu modo de proceder.

O bien él rechazará tu postura (tu desafección respecto a ese tipo de responsabilidad) y acaso te incite a que te reen­cuentres contigo mismo (o te descubras), situándote así en el camino de una plenitud que sin duda desea para ti. Actuan­do de este modo, te impedirá que establezcas una comunica­ción perjudicial para vuestra relación y te demostrará su res­peto hacia ti.

No basta con pensar y sentir de acuerdo con la propia vi­sión del mundo: también tienes derecho a expresarte. Com­petencia tuya será decir lo que quieres decir, compartir lo que tienes ganas de compartir, cuando decidas que es el momen­to oportuno. Dado que eres responsable del poder (o del no-

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poder) que le concedes al otro sobre aquello que piensas y sientes, lo eres igualmente de tu libertad de expresión: tú elegi­rás su manera y momento, de acuerdo con lo que te parezca más eficaz para hacerte comprender. El otro, a su vez, será responsable de su reacción de cara a tu mensaje.

Es cierto que una comunicación así puede acarrear algu­nos conflictos o desacuerdos; sin embargo, un conflicto entre dos personas bien vivas, deseosas de llevar a término su ob­jetivo (vivir la mejor relación posible), dos personas que exis­ten en verdad, ¿no es más deseable que una lenta asfixia? "Una pareja estalla en primer lugar por el silencio. Si dicho si­lencio se rompe, nada hay que impida ya abordar todos los temas3". ¡Concluyendo con ello los mensajes dobles, las ne­gligencias, olvidos y torpezas de todo tipo (que, tiene que re­conocerlo, con harta frecuencia se vuelven, no obstante, con­tra su autor)! Conoces que puedes proceder de otra manera y empezar ya desde ahora a experimentar.

La buena elección

¿Y si mi compañero rechaza todas las ocasiones que le pro­pongo para expresarme? Si no quiere que lo haga, ¿soy de verdad responsable de su rechazo?

Monólogo sobre un diálogo

» Es cuestión de saber cómo induces el diálogo; si has reali-;¿ zado numerosas tentativas, variando las maneras de abor-jjl darlo, tal vez no seas tú el responsable directamente de se­fli mejante rechazo. Sin duda existirán otras razones ¿Qué S piensas al respecto?

IH Si ese fin de no-recibir es crónico y no llegas a expresarte, y M conociendo que no puedes por menos de influir, ¿qué po­l i dría ocurrir dentro de vuestra relación si cambiaseis vues-M tra comunicación? ¿Te iba a pegar tu compañero? Se trata, 11 efectivamente, de un medio para reducirte al silencio, ¿pe-

3 Revista Autrement, "Couples!", n. 24, texto de Jules Nadaud, p. 49.

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""i ro aceptas tú tal cosa? ¿Te abandonaría? ¿Estás seguro de ello? ¿Lo has intentado ya? ¿De qué modo procediste? ¿Qué aconteció entonces? ¿Serías capaz de actuar de otra manera? Y si te abandonara por este motivo, ¿qué signifi­caría eso? ¿Que ya no eres amado por el único motivo de que hablas acerca de ti? ¿Que le decepcionas por ser lo que eres: un ser auténtico que tiene sus propias sensaciones y

< emociones y que quiere compartirlas con la persona a la que ama? ¿Temes verte calificado como egoísta o harpía? Acaso puedas regresar al punto de partida y tomar el ca­mino correcto: podrías llegar allí. ¿Resulta demasiado ele­vado el riesgo?

Eres asimismo responsable por lo que hace referencia a la petición de informaciones: informaciones acerca del otro, de lo que piensa, siente, desea, de aquello sobre lo que experi­menta atractivo o necesidad. Es el momento de desacralizar la-lectura-de-pensamiento-prueba-del-verdadero-gran-amor. Cuando no sepas qué hacer (cómo o dónde actuar, etc.) pre­gunta, no te equivocarás. Aunque no obtengas la respuesta satisfactoria, sigue preguntando, buscando precisiones (me­diante ejemplos que lo apoyen, si es necesario). Tal vez resul­te molesto para el otro, ya que no tiene por costumbre hacer­lo de una manera tan sistemática, pero es un buen medio para acabar siendo claro para con él. Y además, semejante período de aprendizaje no durará eternamente o acaso sea cuestión de otra cosa, de cierta falta de energía al servicio de la relación...

Tanto uno como el otro tenéis derecho a cuantas aclaracio­nes estiméis útiles: no le consientas a nadie el indebido dere­cho a privarte de esto.

Preguntando suprimirás un amplio porcentaje de inter­pretaciones erróneas y suposiciones vagas y la energía que ya no emplearás en adivinanzas, la recuperarás intacta pudien do utilizarla en unas modalidades de conducta positivas, que beneficien al "yo", al "tú" y al "nosotros", y disminuirás al máximo las fuentes de errores -aun aceptando que el error es algo muy humano. Si tú y tu compañero compartís este crite­rio, os sentiréis proporcional mente más a gusto y disminui-

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réis las posibilidades de conflicto. Ya no tendrás por qué te­mer, puesto que serás capaz de asumir tus propias responsa­bilidades, y te comunicarás mejor.

...He ahí la cuestión

Prosigamos nuestro viaje a través de las sendas de la co­municación y veamos juntos cómo mejorar el día a día de la relación hasta convertirla en una historia a la paz singular (pues es únicamente vuestra) y enriquecedora.

Se impone una condición, que podrás añadir a cualquiera de las páginas toda vez que es indispensable para toda buena relación (sea cual fuere su contexto): se trata de la estima pro­pia y de la estima del otro.

No tienes la menor duda de que esas dos nociones tienen todos los derechos para intervenir desde el comienzo hasta el final de la presente obra: desde la elección hasta todo el largo camino que hay que recorrer mano a mano. Por lo de­más, tampoco son nada específico de una pareja feliz, sino el trampolín que nos propulsa a lo largo de la vida en todos los ámbitos.

*, Mi declaración de estima propia

Yo soy yo.

No hay nadie en el mundo entero que sea exactamente co­mo yo. Habrá personas que tengan ciertos aspectos simila­res a los míos, pero nadie los reúne todos juntos de la mis­ma manera que yo. En consecuencia, todo cuanto procede de mí es auténticamente mío ya que yo solo soy quien ha hecho su opción.

iM Reconozco como mía mi persona entera: mi cuerpo, com-M prendiendo todo aquello que él hace; mi espíritu, con todos H sus pensamientos e ideas; mis ojos, con las imágenes de to-| j | do lo que perciben; mis sentimientos, sin que importe su | | naturaleza -cólera, frustración, decepción, excitación, ale-j j gría, amor, etc.; mi boca, y todas las palabras que de ella

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brotan -delicadas, soeces o amables, maleducadas o cor­teses; mi voz, melodiosa o chillona, y todas mis acciones, bien se refieran a los demás o recaigan sobre mí mismo.

Reconozco como míos mis temores y mis esperanzas, mis fantasías y mis sueños.

Reconozco como míos todos mis fracasos y errores, mis triunfos y éxitos.

Dado que reconozco como mío todo cuanto hay en mí, es­toy en condiciones de entablar conocimiento conmigo mis­mo de la manera mas íntima. Al proceder de este modo, soy capaz de amarme y de mantener buenas relaciones con cada parte de mí mismo. Puedo, pues, hacer posible que to­do mi yo trabaje en favor de intereses.

Sé que hay determinados aspectos en mí que me intrigan y otros que ignoro. Pero, cuanto por más tiempo mantenga respecto a mí sentimientos amistosos y amables, con mejor ánimo y esperanza podrá buscar soluciones a mis proble­mas y aprenderé mucho mas acerca de mí.

Poco importa cuál sea mi semblante, lo que diga o haga, lo que piense y sienta en un momento dado; ese yo es autén­tico y representa lo que soy en ese instante preciso.

Cuando vuelva a considerar más adelante cuál era mi apa­riencia, lo que decía y hacía, pensaba y sentía, puedo que ocurra que algunas partes de mi yo se me antojen incon­gruentes. Estaré en condiciones de apartar cuanto no resul­te adecuado, conservando lo que se manifieste como idó­neo e inventando algo nuevo que sustituya a aquello que he desechado.

Puedo ver, escuchar, sentir, hablar y actuar; dispongo de una serie de instrumentos que me permite vivir bien, ser próximo a los demás, ser productivo y conferir un sentido y un orden al mundo de las personas y las cosas situadas <i I exterior de mi.

Me reconozco como mío y Yo puedo construirme a mí mismo. Yo soy yo y puedo apreciarme tal como soy.

Según Virginia Satir

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Precisamente como consecuencia de que te aprecias de manera positiva, juzgas necesario afirmarte con franqueza y claridad, y estimas conveniente expresar tus pensamientos, tus demandas de informaciones y pensamientos. Precisa­mente porque eres consciente de la importancia que tienes a tus propios ojos es por lo que el otro ya no goza de más poder sobre ti que aquel que decidas libremente concederle. Preci­samente porque te amas, no podrás realizarte sino cuando vi­vas "como persona total, entera, completa y real, en contacto con tu cabeza, con tu corazón, sentimientos y cuerpo4". Pre­cisamente tu estima de ti mismo será la que te guiará en tu parte de responsabilidad dentro de la relación: ella será la que te hará que no exageres el precio que hay que pagar pa­ra que tu pareja navegue con armonía sobre las aguas en oca­siones agitadas de ese "nosotros" tan exigente, de ese "noso­tros" que querría que "yo" y "tú" se desvaneciesen en lo profundo de las negras olas; ella será, asimismo, la que te permitirá decir sí o no de acuerdo con tu propia opción.

Porque estás convencido de que eres una persona autosufi-ciente, rechazarás toda forma de dependencia que no hayas deseado.

Porque tu aprecio de ti mismo es grande y constituye esa tierra poderosa y fértil de la que sacas tus fuerzas vivas, perma­necerás vigilante y te mantendrás en contacto contigo mismo.

Dentro de una relación feliz, cada parte está en condicio­nes de pensar y clamar a quien quiera oírle: "Pienso lo que pienso, siento lo que siento, sé lo que sé; soy yo mismo y no te reprocho a ti que seas tu mismo5".

Y es que el arte de amar consiste, ante todo, en amarse uno a sí mismo. Tal vez nos encontremos lejos de la teoría de Ovidio: otros ojos, otras miradas... El sentimiento de la propia valía y la aceptación de uno mismo en el presente (sin aguardar a ha­ber cambiado tal o cual aspecto de la propia personalidad, o de la de los dos, puesto que cambiar es, en primer lugar y antes

4 V. Satir, Pour retrouver l'harmoniefamiliale, Éd. Universitaires, J.-P. De­terge, 1980, p. 91.

5 J. de Saint-Paul y A. Cayrol, Derriere la magie, Inter-Éditions, 1984, p. 27.

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que nada, apreciarse tal como uno es) son otras tantas condicio­nes esenciales para amar bien: comunicarse, intervenir, ex­presarse, preguntar, afirmarse y sentirse libre -y recuerda que la libertad no hay que pedírsela a nadie, ¡somos nosotros quienes podemos ofrecerla! Amarse uno a sí mismo supone ya un gran paso hacia "ser amado": no esperemos del otro más de lo que somos capaces de darnos a nosotros mismos, constituye un mal cálculo el no estimarse más que a través de la mi­rada del otro.

Eso no significa que seamos perfectos o que no debamos tomar en consideración más que nuestros aspectos más ama­bles; conocernos implica también aceptar la idea de que ja­más reuniremos todo el cúmulo de virtudes y cualidades que cabe enumerar en nuestro planeta.

No hay duda de que tenemos posibilidad de mejorarnos en muchos campos, pero el término "mejorar" no significa que la "base" sea mala o negativa sino tan solo que somos perfectibles. Nunca seremos Mozart, Einstein, Albert Cohén y Borg unidos en una sola y única persona.

Uno de los más hermosos regalos que podríamos autoofre-cernos consiste en saber apreciar nuestras cualidades recono­ciendo nuestras limitaciones. Y que eso no excluye las ganas de crecer, sin colocar a pesar de todo el listón demasiado alto (inaccesible), desalentándonos a lo largo de la vida por no ser esto o aquello o por no hacer lo de más allá. Semejante apro­ximación respecto a uno mismo es, por otro lado, un excelen­te medio para incrementar el campo de las posibilidades ya que la idea misma del éxito supone el primer factor de cara al triunfo. Rodeémonos, pues, de todos los éxitos cosechados durante toda la vida, a fin de convertirlos en nuestro equipa­je cotidiano, y avancemos por el camino de la plenitud; unas maletas con una carga así serán más fáciles de llevar que el peso de los fracasos y los "fallos".

¿El amarse uno a sí mismo no significa ser egoísta, ego­céntrico, "autocontemplativo" y no sé cuántas cosas más? Si no nos entendemos con nosotros mismos, ¿quién nos va a so­portar? Somos nuestro mejor amigo, para toda la vida: esto

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supuesto, sin que nos deleitemos en una indulgencia dema­siado edulcorada, observémonos con benevolencia: el amor no es ciego, tiene en cuenta ciertas cosas...

Tú eres, yo soy, nosotros todos somos seres humanos y, por lo mismo, algo importante, con independencia de cual­quier otro título: no tenemos la menor necesidad de creernos dependientes de ninguna otra persona para estimarnos en lo que valemos. Siempre que lo estimemos necesario, podemos recavar consejos, una ayuda concreta (a las personas compe­tentes, según el contexto), exponer ciertas demandas de muestras de afecto. Tales demandas no ponen en cuestión nuestra independencia y autonomía ya que, aun admitiendo que nos estimamos, también somos capaces de procurarnos determinadas muestras de cariño, ciertas señales de reconoci­miento, sabemos apreciarnos, decírnoslo y, en consecuencia, ofrecernos esa mirada amorosa.

No sería bueno que esta noción de estima de uno mismo se estancara a nivel de una idea abstracta. No basta con pen­sar: "Me aprecio, estoy muy, pero que muy bien..." Es impor­tante concretar semejante pensamiento en la conducta, en los actos. Se trata de una experiencia cotidiana, con sus aciertos y errores, sus éxitos y fracasos que pondrán de manifiesto el ca­mino que hay que seguir o evitar. Así nos adentramos en la senda de la congruencia y tu comunicación es la señal más fla­grante del aprecio que te tienes. Al realizar todo eso, suscitarás en el otro estima y respeto hacia ti como persona.

Lo mejor de ti

Una buena comunicación requiere, pues, un aprecio de sí suficiente tanto de parte de uno mismo como del otro. Si no le respetas a tu compañero tal como es, es cierto que no tendrás ganas de hablarle, y menos aún de escucharle -y todavía me­nos de tomar en consideración sus palabras.

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Mi declaración de estima respecto a tí

Precisamente porque tú eres tú, diferente de todos los de­más y de mí, es por lo que yo te elegí un buen día.

Posees ciertos puntos en común conmigo, pero sigues sien­do único y yo amo tus diferencias (me basta con un espejo): me interesan. Algunas de ellas me extrañan, otras me cues­tionan -y hay algunas que me seducen. Eso ocurre porque tú eres tú: tu cuerpo, lo que tú piensas (que respeto de for­ma escrupulosa), lo que te imaginas (que puede atraerme o sorprenderme), lo que sientes (aunque no lo comparta del todo), lo que dices acerca de ti (con pudor y exactitud, ya que te atreves a hablar sin mostrar desprecio), lo que haces (aun cuando, en ocasiones, me parezca que podrías actuar de otra manera; aun cuando realices muchas actividades al margen de mí), lo que creas (eres capaz de reinventar cada día lo cotidiano), lo que sueñas, lo que llevas a término (aunque yo no haya tomado parte en ello)... por eso te elijo cada día.

Precisamente porque tú eres tú: cuanto descubro, cuanto se, cuanto ignoro; cuanto has sido, cuanto has vivido, cuanto has pretendido vivir; cuanto contribuye a hacerte tal como eres; tu manera de vivir la vida, tu curiosidad, tus rechazos, tus matices, tus esperanzas... por eso te elijo cada día.

Precisamente porque tú eres tú eres ese tú que nadie hu­biera sido capaz de imaginar: no constituyes ni un prototi­po, ni una imagen, ni un mito. Precisamente porque tú eres sencillamente tú y todo tú es por lo que yo te elijo, a ti, cada día, con alegría y estima hacia ti.

Ahora ya sabes que no puedes por menos de comunicar e influir: y si, bajo unas sonrisas insignificantes y unos gestos benévolos haces que pase un mensaje negativo, una idea descortés hacia tu compañero, lo que pasará y será percibido será el "discurso" negativo, y habrás destrozado su estima respecto a sí mismo, dado que esta última sea frágil. En ca­so contrario, no habrás lastimado nada en absoluto y tu compañero podrá compararte tomando en consideración la inadecuación entre tu discurso oficial y el lenguaje no ver-

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bal. De no ser así, la comunicación de la relación corre el riesgo de degradarse o estancarse en los carriles descritos con anterioridad.

Para practicar tu deporte favorito, para pasar una buena ve­lada, etc., elegirás a tu pareja del momento de acuerdo con las cualidades que reconozcas en ella para ese campo en que de­seas su compañía. Tu compañero en la vida supo seducirte con sus cualidades: tú fuiste capaz de verlas (incluso no has capta­do más que eso) y apreciarlas -por lo tanto, está claro que esti­mas que vives con una persona; la amas por sus cualidades (que has reconocido) y a esas cualidades te diriges cuando quieres comunicarte con ella, a todo eso que te parece "bien" en ella, a todo lo que hace que sea una persona estimable y es­timada de ti.

ES MEJOR COMUNICARSE

Los medios para el fin

El proceso de interacción instaurado con el nacimiento del sistema responde al "cómo" de la relación: ¿cómo estamos jun­tos? ¿Cómo nos comunicamos? Con frecuencia suele resultar más apropiado plantearse unos interrogantes así que aquellos otros que empiezan con un "¿por qué?".

Cuando acudes al médico, puedes decirle: "Me duele el pie, no sé por qué..." Aunque exista un motivo adecuado (co­mo un traumatismo, etc.), con seguridad que el médico no se detendrá sólo en ese aspecto. Procurará mirar "cómo" funcio­na tu pie, cuáles son los movimientos que provocan el dolor. La investigación es necesaria en orden a proceder a un buen diagnóstico, pero no basta el conocimiento de un eventual mi­crobio para matarlo; es mas útil saber cómo neutralizarlo. El cambio no puede producirse más que a nivel de lo que sucede; el por­qué suele ser de ordinario hipotético, sobre todo en el terreno afectivo.

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Otro tanto acontece en una relación de pareja: como nues­tros modos de comportarnos son otras tantas respuestas a los del otro, no siempre ayuda demasiado el intentar remontarse al punto de partida. Semejante actitud no puede por menos de amplificar los sentimientos desagradables y supone una in­vestigación malsana con miras a encontrar con desesperación un culpable para el recuerdo de episodios ingratos o doloro­sos. Decir "es culpa tuya" o "es culpa mía" apenas si hace avanzar el proceso de sentirse mejor. ¿Bastarán unas cuantas excusas y promesas para dar el incidente por concluido? Si éste se repite con regularidad, excusas y promesas no pasarán de ser sino unos esparadrapos que ocultarán pero sin cam­biar nada en lo referente al "como": ¿Cómo ha llegado a pro­ducirse esto? ¿Cómo he sentido tus gestos, tus palabras? Es­te tipo de preguntas y respuestas da pie a enfrentarse provechosamente y a poner en práctica una forma de interac­ción diferente.

De este modo puedes efectuar una localización de los efec­tos previsibles en vuestra comunicación a fin de reconsiderar aquellos que no os convienen.

El efecto zoom

Eso te dará pie a tomar la distancia necesaria para estudiar el lenguaje de vuestro sistema: al proceder así, os situáis en la po­sición "meta", es decir, os asignáis ambos los medios para "comunicaros a propósito de la comunicación como tal6". Tú eres quien debe asumir el control, señal de que te sientes res­ponsable de la relación y de que tienes ganas de consagrarle tiempo y energía con miras a efectuar las modificaciones con­venientes. Tales cambios intervendrán a nivel del proceso, del "cómo" de vuestra vida en pareja, puesto que resulta necesa­rio cobrar cierta distancia y observar con perspectiva.

6 G. Bateson, Vers une écologie de Vesprit, Le Seuil, 1979, p. 243.

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Pablo y Virginia

Un ejemplo de comunicación sobre la comunicación.

-Virginia: Cuando estoy enojada y te lo digo, no soporto que te calles; me hace ponerme todavía de peor humor.

-Pablo: Cuando empiezas a chillar, no lo aguanto y, con objeto de evitar que sigas o que grites todavía mas fuerte, prefiero callarme.

-Virginia: Cuanto más te cierras, más me enojo, más grito...

-Pablo: Cuanto más te encolerizas, gritas más, y me dan más ganas de callarme y de cerrarme.

-Virginia: Pero, entonces, nuestro caso supone un círculo vi­cioso: cuando tú te cierras, yo tengo la impresión de que no

*" quieres ya hacerme caso, de que ya no soy importante para ti.

-Pablo: Sí, tú eres importante para mí, y quiero seguir es­cuchándote, por supuesto. Si me callo, es con idea de pro­curar calmarte, porque hay ciertas cosas que cuando estás muy encolerizada dices que no quiero oír, que tú misma la­mentas luego y, sobre todo, que me inducen a dudar de mí, de mi amor hacia ti y de tu amor hacia mí.

-Virginia: Eso que acabas de decir es importante.

(Continuará...)

Una metacomunicación así resulta provechosa ya que hace posible aclarar el código que se ha instalado entre los miem­bros de la pareja: lo implícito abandona su nebulosa dando paso a la luz de lo explícito, de la comprensión y de una me­jor comunicación. Esta posición "meta" les ayuda tanto a uno como al otro a abrirse más, a compartir su propia percepción de la realidad y a expresarse libremente con confianza y, por lo mismo, con seguridad.

El círculo mágico

Ya hemos catalogado las principales razones inhibidoras de la libre expresión en el seno de la relación. Esas razones no

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hacen otra cosa que consolidar los miedos, éstos refuerzan los motivos y se acaba girando en redondo sin cesar.

La estima que te mereces tú mismo es suficiente -y siem­pre indispensable- para que des preferencia a la expresión di­recta de tus pensamientos, sentimientos y preguntas, con in­dependencia de cuál sea su contenido, tanto más cuanto que no le autorizas al otro a leer en tus pensamientos (o, si lo ha­ce, es preferible que lo verifique). Tu congruencia interna y el deseo de afirmarte alto y claro constituyen los recursos pro­fundos y poderosos que te proporcionarán los medios para expresarte. Sabes, asimismo, que el otro, dado que te ama, te escucha y entiende; como también él tiene derecho a su pro­pia congruencia y a la expresión de ella, nada ni nadie puede obligarle a que te siga por tu camino, a que esté de acuerdo con tus puntos de vista. No porque te comprenda bien será por lo que acepte forzosamente pensar como tú.

Cada miembro es libre de comentar y plantear cuestiones, de hacerlo dentro de un clima de respeto mutuo. Y eso no só­lo para facilitar la comprensión recíproca, sino también por simple estima de uno mismo y del otro. La expresión directa sigue siendo la mejor manera de experimentar y practicar la estima propia, la responsabilidad y el derecho a la informa­ción y de existir en plenitud dentro de la pareja.

A partir de ella, es posible decirlo y compartirlo todo, con la única condición de que se diga y se comparta con pleno aprecio de la otra parte. "Te amo y estoy muy enojado conti­go porque..." "Te amo y no estoy de acuerdo con que eches agua en el zumo de limón" (en lugar de: "¡No me quieres, por eso echas agua!"). "Cuando haces (o dices) eso, en esta situa­ción bien concreta, me siento mal y no estoy a gusto."

Formulado así, el resentimiento resulta cuando menos más grato de escuchar que ciertos insultos o portazos. No existe agresión brutal alguna, no hay ningún ataque, sino más bien una información sobre cómo vivo tu actitud y tus palabras, cómo las recibo -y, dado que no sabías que las reci­bía de este modo, no podías pensar en actuar o hablar de otra manera, a no ser que te informara de ello. Ahora que estás al

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corriente, te ruego que procedas de otro modo. Al hablar así, no le hieres a tu compañero en lo que es, sino en lo que hace, có­mo lo hace. Es una discusión, hasta acaso una disputa, pero con lealtad, que hará posible acceder con facilidad al nivel de la negociación para resolver la dificultad. Recuerda que uno no puede entenderse bien con alguien sino cuando se siente libre para decirle cosas negativas, es un factor necesario en toda vida en co­mún. Además, al expresarte, le cargas con la responsabilidad de tu propia reacción de cara a su comportamiento a tu com­pañero -y recíprocamente.

La savia vital

Donde las palabras suelen resultar de ordinario más ate­nuadas es a nivel de las necesidades afectivas hasta llegar a ne­gar uno los propios sentimientos a fin de evitar toda tentación de decirlos o incluso de susurrarlos. Sin embargo, las mues­tras de afecto, las señales de reconocimiento constituyen los esti­mulantes imprescindibles para la energía vital de una perso­na. Pueden ser verbales ("te quiero", "me encuentro muy a gusto contigo", "está bien eso que has hecho", etc., sin ningún límite) y no verbales: un gesto (una mano sobre el hombro, una caricia, una atención...), una mirada (alegre, de admiración, fe­liz, amable, cómplice...), una expresión en el rostro, una acti­tud, la mera presencia, etc. suponen otras tantas muestras de afecto tan significativas como las palabras, si no más.

Comoquiera que estas señales son generadoras de vida, resultan esenciales: a cualquier edad, la persona que no las reciba en una cantidad suficiente perderá gran parte de sus motivaciones para vivir. La esperanza se entenebrece en un sentimiento de no-existencia, de no-importancia, de no-reco­nocimiento: llegado este extremo, sufrirá su vida, sin encon­trar en ella nada motivador, y su energía irá disminuyendo, como una pila eléctrica que se descarga.

Tan importantes y necesarias son estas muestras de reco­nocimiento que, incluso cuando son negativas, siguen con­servando su función. Por ejemplo, un niño preferirá hacer

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cualquier tontería que le induzca a disputar antes que afron­tar la indiferencia -o lo que él toma como tal- de sus padres: un castigo o unos sopapos demuestran, a pesar del disgusto inmediato, que se interesan por él. Son en cualquier caso muestras de atención. Tal vez sea preferible oír que le dicen a uno: "Me pones nervioso cuando arrastras los pies", que na­da en absoluto. Si se nota que arrastro los pies, he acertado por lo menos en la primera parte de mi dominación indirecta: existo. Evidentemente, si arrastro los pies desde que sé andar, esta peculiaridad no quiere decir gran cosa -aun cuando sepa que eso exaspera a mi entorno y no haga nada para reme­diarlo. Pero, si de un día para otro, empiezo a arrastrar los pies, es muy probable que con ello intente comunicar algo, in­directamente por supuesto. A mi compañero le corresponde­rá estar atento a semejante modo de expresión, aunque su respuesta comience por la de su enojo o nerviosismo. Cual­quier cosa antes que la indiferencia.

El oxígeno necesario

La costumbre de vivir unidos no constituye seguramente un razón válida para despreciar esa atención al otro: no deje­mos que semejante forma de indiferencia penetre dentro de nuestra relación. Porque si bien para algunos puede ser sua­ve y tranquila, es indiferente; si el aire no aviva la llama, la candela corre el riesgo de extinguirse. Sin embargo, y siempre con idea de que no hay que pensar, ¿cuántas personas no se atreven a solicitar las muestras de reconocimiento que les gustarían? ¿Cuántas no ofrecen aquellas que sienten ganas de proporcionar, refrenando sus impulsos, su espontaneidad (por un viejo hábito de no ser demasiado expansivo)? ¿Cuán­tas rehusan (de manera indirecta, de ordinario: por ejemplo, mediante no sé qué tarea urgente que hay que terminar) las señales de reconocimiento que sienten tantas ganas de reci­bir? ¿Cuántas las solicitan de algún otro (padres, amigos, etc.)? ¿Cuántas ofrecen las muestras de atención que quisie­ran para sí (¡me escondo en el hueco de tu hombro dado lo mucho que ansio que tú me tomes en tus brazos!)?

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If? El intercambio de caricias

Con idea de conocer mejor los intercambios de caricias, de señales de atención en el seno de tu relación, te sugiero que reflexiones aquí con ayuda del cuadro siguiente:

Caricias que tengo ganas

de recibir

Caricias que yo le hago

Caricias que recibo de él

¿Vuestro intercambio de muestras de atención te satisface? ¿Se da adecuación entre aquello que esperas y lo que reci­bes? ¿Como podrías obtener eso que te falta? También cabe que le invites a rellenar un cuadro similar a tu compañero: el reparto de respuestas acaso sea la solución y el medio para conocer mejor vuestras respectivas expectativas en es­te campo.

Acciones - obligaciones

Existen otros métodos también temibles de cara a fracasar en la satisfacción de las propias necesidades afectivas, como el de­talle de aceptar las muestras de afecto no deseadas (si no tienes ganas a la vez que él de un mimo, ¿a qué viene decir que sí;? ¿Por qué comer si uno no tiene hambre? ¿Porque es la hora oficial? ¿Porque está preparada la comida?); o hasta el hecho de muestras de este tipo siendo así que uno preferiría proce­der de otro modo (¿por qué aceptas ir a cine fingiendo entu­siasmo cuando te estás cayendo de sueño?); o incluso propo­nerlo cuando no tienes ganas de ello (simplemente porque la otra parte no lo comprendería o por darle gusto...). Y tu pro­pio placer, ¿es menos importante que el del otro?

Cuando la gestión de intercambios de muestras de aten­ción y de señales de reconocimiento tiene lugar en el seno de

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una pareja de una relación amorosa, se llevará a cabo tenien­do en cuenta las expectativas de uno y otro -puesto que la ig­norancia de los deseos de uno de ellos no resulta favorable para la armonía. No considerar más que el propio placer, des­deñando el del otro, no se deriva de la vida entre dos, de la relación amorosa. Tener ganas de proporcionar placer es tan importante como la búsqueda del de uno mismo, sin salir del marco del deseo de proporcionar placer -nada de violencia-obligación. La alegría que se experimenta ante el contento del compañero supone una fuente importante de satisfacción. Elegir al otro, supone también elegir el comprometerse a ayudar a su felicidad.

Si la única motivación para actuar consiste en proporcio­nar agrado, no supone, sin duda, un buen medio para reali­zarse en cuanto pareja. Recordemos asimismo que cada uno es responsable (en todos los ámbitos) de su propio placer y que saber formular las peticiones en este sentido (teniendo confianza en la atención del otro) puede gratificarle a este úl­timo por tal muestra de confianza. Ahora bien, proporcionar placer en detrimento de la propia identidad, de los deseos, sentimientos y pensamientos de uno mismo, será causa de una acumulación de rencor y frustraciones que volverá a sur­gir un día u otro. ¡Hay peligro de que el otro apenas si com­prenda nada! Da cuando tengas ganas de hacerlo (es cierto que darás mejor, en calidad), acepta el recibir si es lo que res­ponde a tu expectativa del momento, pide directamente, re­husa con amabilidad y mira, pues, cómo podríais proporcio­naros deleite: hablaos tiernamente, permitios la satisfacción de los gustos dentro del ámbito de vuestras posibilidades. ¿Cuántos minutos al día consagráis a vosotros mismos, nada más que a vosotros? ¿Os gustaría hacerlo más? ¿Qué es lo que os impide sentiros satisfechos? ¿Que ocurriría si os con­cedieseis más tiempo? Sonreíros: tú eres tu mejor amigo y sa­bes lo que os conviene mejor que nadie.

Tómate de la mano y sal a pasear contigo mismo, háblate, piensa en ti: acumularás tesoros de disponibilidad y de ternu­ra para el otro toda vez que habrás sabido levantar tu ánimo y acumular energía para ponerla al servicio de vuestra relación.

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Todas las señales de amor (que uno recibe, solicita o da) responden a nuestras necesidades afectivas; son las pruebas concretas (ya que hablar sin hacer no basta, resulta demasia­do fácil) de los sentimientos recíprocos de los dos miembros de la pareja, de la estima que tienes para contigo y de la que te merece el otro, y son particularmente poderosas. De ahí que sea tan importante el expresarse con libertad y plena con­fianza: en este ámbito, el código debe estar explícito y expli-citado claramente (¡acabadas las lecturas de pensamiento y los dobles mensajes!).

En consecuencia, hablarás más claro, bien se trate de tu diálogo interno bien del diálogo con tu compañero, ya que "conocer bien lo que el otro quiere, sea cuales fueren las pala­bras que emplea, constituye la base para unas buenas relacio­nes humanas7".

Claroscuro

Existen una serie de causas de la imprecisión. Son, sobre todo:

-Las informaciones deficientes: por ejemplo, decir: "Estoy irritado", no suministra mucha información; resulta mejor decir: "Estoy irritado por oír cómo arrastrar los pies al an­dar", es ya más claro; eso da pie a llegar más lejos. Si dices: "Me encuentro triste", es preferible que precises en razón a qué estás triste. De lo contrario, ¿qué puede hacer tu compa­ñero? Poca cosa...

Por eso, las informaciones deficientes se encuentran den­tro de frases como: "Ya no comprendes" (¿Cómo lo sabes? ¿Qué es lo que hay que comprender? Concreta con exactitud eso que quieres que el otro comprenda: ¿a propósito de qué se da la incomprensión?) O bien: "¡Es peor que nunca!" (¿Cuándo es nunca? ¿Cómo era antes?) O incluso: "Eso me da igual, eso me pone nervioso" (¿En qué consiste precisamente ese "eso"?). Son éstos otros tantos hábitos universales en cada

7 V. Satir, Pour retrouver l'harmoniefamiliale, Éd. Urüversitaires, J.-P. De-large, 1980, p. 63.

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uno de nosotros, pero es factible si no ya extirparlos por com­pleto de nuestro lenguaje, sí por lo menos hacerlos más raros prestando atención a ello.

- Las generalizaciones. Por ejemplo, si escuchas una frase como ésta: "Jamás me diriges una palabra amable", al punto te das cuenta de que tales palabras suponen una generaliza­ción. Puedes responder: "¿De verdad, jamás?", insistiendo sobre el "jamás"; o bien: "¡Siempre estás en otro sitio cuando tengo necesidad de ti!" (Siempre, jamás). Los términos "ja­más" y "siempre" encierran las más de las veces (¡no te diré, por supuesto, que siempre!) una generalización contra la cual puedes encontrar fácilmente numerosos ejemplos. Co­mo si te dice alguien: "¡Lo sé todo acerca de ti!", o bien: "No se puede decir nunca nada" (en este segundo caso se dan dos generalizaciones, "nunca" y "nada"). A la última frase, podrás responder: "¿Y qué es lo que quieres decirme?" Son muchos los procesos que se pueden poner en juego para ilu­minar la comunicación y, en la mayoría de los casos, estriban en cuestiones precisas y formuladas con nitidez, según lo que quieras saber.

- Las distorsiones, tales como: "No me has telefoneado hoy, veo con claridad que ya no te intereso"; por supuesto que ésa es una hipótesis, ¿pero la única? Se trata de una distorsión de la realidad a la que puedes reargüir: "El hecho de no haberte telefoneado ¿en qué prueba que ya no me interesas? ¿Me sue­les telefonear tú todos los días? ¿Le telefoneas cada día a tu madre? ¿Eso quiere decir que ya no cuentas para mí? ¿Que tu madre no significa ya nada para ti?, etc. Donde interviene l.i distorsión es a nivel de la interpretación de un hecho. Si' d.in otras modalidades como la lectura de pensamiento (que l.iu bien conoces): "Sé que estás enojado y que no me lo quieres decir", a lo cual puedes responder: "¿Y cómo lo sabes?"; o acaso hayas tenido ocasión de enfrentarte con ciertas prcami dones de este tipo: "Si me amaras, no me harías tan desgra­ciado"; la presunción en este caso es "no me .unas" y la frase requiere dos cuestiones para que quede aclarada: "¿En qué eres desgraciado? ¿Cómo sabes (o: ¿qué es lo que te induce a decir) que no te amo?" Por lo que hace referencia a la aseve-

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ración: "Estás echando a perder mi vida", requiere de forma urgente unas precisiones que lograrás si planteas las cuestio­nes siguientes: "¿En qué echo a perder tu vida? ¿En qué se ha echado a perder tu vida? ¿En qué soy yo el responsable? Da­me algunos ejemplos".

Las respuestas a esas preguntas le hacen factible al otro completar, precisar y proporcionar las informaciones necesa­rias para una verdadera comunicación y son útiles en orden a mejorar. La expresión de los sentimientos y las peticiones será por fuerza menos borrosa, menos vaga si conservas en un rin­cón de tu memoria las principales razones para la imprecisión en el lenguaje. Con facilidad podrás pasar entonces de las abs­tracciones menos propicias a ejemplos concretos que se con­vertirán en los auténticos temas de conversación. Ya ha pasado la hora de los lamentos; conságrate a la acción y pregúntate: ¿Qué es, con exactitud, lo que quiero?, y asimismo pregúntale a tu compañero: ¿Qué es, con exactitud, lo que tú quieres? Se trata de un par de cuestiones eficaces en grado sumo.

"Lista-control" emocional

Por lo que hace referencia a la claridad del diálogo para conti­go mismo, es igualmente primordial, aunque sólo sea para sa­ber lo que quieres. De ahí que resulte importante que prestes gran atención a cuanto sucede en ti: pensamientos, senti­mientos o emociones. No desprecies esos elementos que te suministran todas las informaciones necesarias acerca de tu estado presente. Los sentimientos son otras tantas reacciones fisiológicas asociadas a ciertos pensamientos, y los principa­les pensamientos reactivos son la alegría, la tristeza, la cólera y el miedo y sus derivados, por supuesto, con todos los mati­ces imaginables sin olvidar las diferencias de intensidad.

Ahora bien, con independencia de cuál sea el sentimiento experimentado, éste se compone de dos tiempos: el de la "car-

' ga" (el sentimiento surge a partir de un suceso o de una idea) y, si no se estanca en su punto culminante, el de la "descarga". Eso no obstante, cuando un sentimiento no se descarga (por

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ejemplo, mediante su expresión libre y directa), macera y se acumula junto a otros, incrementando el estrés. Si la tensión acumulada de este modo no se descarga, tanto más difícil será que lo hagan otras y que se experimenten sentimientos dife­rentes -de placer o de alegría, cosa por demás perjudicial. Por­que la alegría remite mensajes de satisfacción, de plenitud. Una posible tristeza que sientas será testimonio de alguna carencia (por ejemplo de muestras de atención); tarea tuya será el hacer lo necesario para que aquélla se colme, mediante las adecua­das peticiones (dirigidas a ti mismo o a tu pareja). En cuanto a la cólera, en la mayoría de los casos te indicará que hay alguna dificultad o problema por resolver; puedes valerte de ella im­pulsando hacia ahí; la energía útil para buscar soluciones. El miedo, por fin, te advertirá de algún peligro: acaso imaginario, pero mejor será verificarlo permaneciendo vigilante a cuanto sucede y examinando tus intuiciones. El miedo, bien adminis­trado, da pie a movilizar los propios recursos internos. Es pre­ferible ver un peligro de cara y afrontarlo; de ese modo lo re­ducirás a sus justas proporciones cayendo en la cuenta de que no tiene por qué tratarse necesariamente de una eventualidad del tipo "todo o nada", o de una cuestión "de vida o muerte".

La confusión de los sentimientos

Ya hemos tratado de las incongruencias que pueden existir dentro de la comunicación de una persona (hay incongruen­cia cuando lo verbal y lo no verbal no dicen lo mismo: por ejemplo, sonríes afirmando que sientes una gran preocupa­ción). Con miras a mejorar el lenguaje del sistema, conviene tomar nota de estas inadecuaciones; supone una buena ma­nera de obtener ciertas informaciones, tanto sobre ti misino como sobre el otro, y así le otorgarás a cada uno la posibili­dad de expresarse directamente:

-¿Qué tal has pasado el día?

-Muy bien, gracias, muy bien (pero ves perfectamente que el semblante muestra ansiedad, que la sonrisa es triste y el suspiro no es de satisfacción).

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-Me dices que has pasado un buen día, y veo que estás suspirando, que das sensación de inquietud; ¿quieres que ha­blemos de eso?

Tu compañero conocerá así que le has entendido, que le has mirado con atención y que estás dispuesto a compartir con él aquello que no funciona bien; son otras tantas mues­tras de atención positivas, de hermosos cantos rodados muy suaves para ser depositados junto a otros sobre la playa de vuestra relación.

La congruencia (conformidad entre ambos niveles del mensaje) genera una respuesta directa en la que está presente la afirmación de uno mismo, al lado de la estima para con el otro y para consigo, y del respeto hacia el "yo", el "tú" y el "nosotros".

Estar a gusto contigo

"Me gusta vivir contigo porque, en doce años de vida co­mún, ocho de ellos casados, nada me ha parecido imposi­ble, jamás he renunciado a ninguna cosa a causa de ti (...), lo cual nos hace factible confesarnos una ternura extraordi­naria en lugar de remordimientos y pesares (.. ) No nos sentimos forrados a ofrecer al mundo un modelo de pareja inmutable y reflejo de una ideología cualquiera (...)

Nuestro pacto de agresión mutua contempla que tenemos derecho a decírnoslo todo, aun las cosas desagradables, y a permanecer enojados tres minutos y treinta y cinco se­gundos (...)

Porque puedo vivir, en suma, sin las máscaras de rigor en sociedad, sin la obligación de ser joven, rica y hermosa, sin esquemas ni condicionamientos8".

8 Revista Autrement, "Couples!", n° 24, texto de F. Simpére, p. 164-165.

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La Comunicación al servicio de la relación

Comoquiera que conoces perfectamente los movimientos, estás en condiciones de practicar y, por lo mismo, nadar en las aguas unas veces límpidas y otras turbias de vuestra rela­ción: zambúllete con entusiasmo y experimenta nuevos aprendizajes; sírvete de tus errores para corregir las manio­bras. En cualquier caso, manten el rumbo; vivir una relación correcta con tu pareja.

ACEPTAR EL PERMANECER LÚCIDO

Yo escucho

Cuando te sientas mal, a disgusto, cansado, fatigado, con­vendrá que permanezcas atento a tales signos en cuanto se manifiesten; responden a otros tantos timbres de alarma que conviene no ignorar puesto que informan sobre la manera en que estás viviendo una experiencia. Eso equivaldría tanto a permanecer deliberadamente en la ignorancia como el des­preciarlos o hipertrofiarlos hasta tomar el portante, sin otra forma de proceso.

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Cuando tu coche mete un ruido extraño, desacostumbra­do, haces lo necesario para saber de dónde proviene y qué-hay que hacer para que desaparezca; no abandonas tu vehí­culo en mitad de la calzada diciéndote: "¡Ya no funciona bien, no lo quiero!" En general, lo llevas a tu mecánico. Tú vales por fuerza más que tu coche (y lo mismo se diga de tu rela­ción), por lo tanto interésate mas por ti cuando tu cuerpo te remita esos mensajes inquietantes.

Tómate tiempo (a solas contigo mismo, en la oquedad de tu propio espacio interior) para sentir mejor, para reflexionar sobre eso que acaba de suceder o que está a punto de hacer­lo y que te molesta, te inquieta y hace que te sientas desdi­chado, triste y de mal humor. Aprovecha esa pausa para es­tudiar en términos de modalidades de conducta y de sentimientos lo que estás viviendo. Interrógate contando con la mayor cantidad posible de informaciones explícitas. Aun cuando lo que descubras no resulte demasiado agradable -y ese puede ser el caso- ya sabes que te será mas provechoso el mirar de frente la realidad de lo que estás viviendo. Todo ese material, ese conjunto de elementos serán los que te harán posible cruzar a la etapa siguiente, es decir, pasar a la bús­queda de las soluciones.

El cambio de agujas correcto

No intentes detenerte sobre el "por qué" ha ocurrido eso, si "eso" viene durando desde hace dos, cinco, diez o quince años, ¡habrás adelantado mucho! (y si "eso" dura desde hace tanto tiempo, ¡tal vez no sea tan insoportable!). Es, en efecto, de muy poco provecho hundirse en el pasado y andarlo ru­miando: "Siempre es igual"; de todos modos, no es posible hacer nada sobre él, no queda sino acostumbrarse, seguir co­mo antes, eso es todo. Si el comportamiento que te coloca en este estado se reproduce con regularidad, no merece la pena de verdad andar buscando sus razones, habrá demasiadas, tú has cambiado (tu compañero también) y te perderías en tan estériles meandros.

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Imágenes - sonidos - sensaciones

Virginia reflexiona en su soledad: "¿A qué se debe que no soporte que Pablo se calle cuando me encolerizo?"

Cierra los ojos, se deja llevar arrellanada en su butaca y re­memora ciertos momentos difíciles junto a Pablo. En su memoria, contempla el rostro de éste: hosco, tenso, con la mirada fija en otro sitio distinto de ella; vuelve a escuchar aquel pesado silencio, interrumpido tan sólo por sus pro­pios gritos que van incrementando su volumen con regula­ridad. Cada vez que ve ese rostro y escucha el mismo silen­cio y los mismos gritos, experimenta idénticas y penosas sensaciones: latidos acelerados del corazón, tensión en los hombros, manos húmedas y garganta anudada. Está muy en contacto con lo que siente. Guiada por tan desagrada­bles sensaciones, sigue adelante en su viaje hacia el centro de sí misma. Poco a poco, se va imponiendo sobre ella una

- voz que le dice: "Si él no me responde cuando me enojo, es porque le importa muy poco y porque, en el fondo, no me ama. Porque en casa (cuando estaba con su familia), si al­guien gritaba, todo el mundo acababa gritando: eso de­mostraba a las claras que se interesaban los unos por los otros, que se querían, que nadie resultaba indiferente. Pero Pablo se comporta de otra manera y no estoy segura sobre sus sentimientos para conmigo".

(continuará...)

Pasa, pues, directamente al "cómo" ha sucedido para llegar cuanto antes al aspecto más constructivo de esta reflexión: ¿Qué es lo que quiero hacer con "eso"? ¿Cómo me gustaría que "eso" discurriera? ¿Qué puedo hacer para conseguirlo? Tus lamentos tendrán ocasión de transformarse así en actos positivos para llegar a lo que deseas. Por otro lado, no hay nada como un objetivo deseado ardientemente para sentirse uno lleno de energía.

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Mejor cercar un objetivo

Contexto

Causa/Efecto

Estado interno

Estado presente Estado deseado

Contexto: situación en la que se plantea el problema. Causa/Efecto: aquello que, a mi juicio, suscita el problema. Estado interno: aquello que yo siento. Estado presente: aquello que quiero cambiar, lo que no me conviene dentro del contexto. Estado deseado: aquello que quiero conseguir en la misma situación. ¿Qué será lo que me aportará?

Reconocer lo que no funciona es el camino que conduce a la resolución de los conflictos si uno es capaz de determinar con precisión qué es aquello que quiere poner en lugar de lo que ya existe y que uno no desea que pase a hacerse crónico. Y el funcionamiento de tu relación no va a cambiar tan sólo porque sepas cómo debe funcionar, ¡como por un milagro!

Línea privada

Por lo tanto, lo único que puede conducirte al reconoci­miento de un conflicto es la atención a las señales de alarma: la manera de proceder de tu compañero te proporcionará unos indicios magníficos y desdeñarlos resultaría perjudicial para la relación. Puedes fijarte en las incongruencias, los mensajes dobles y las escapatorias ya mencionadas: supon­drán otras tantas señales evidentes, si no ya de un conflicto como tal, sí por lo menos de un problema o de una dificultad que convendrá abordar un día u otro -cuanto antes mejor.

Además, ya sabes que si tu compañero acude a una co­municación indirecta, quiere decirse que tiene miedo a per-

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judicar la relación, a perderte, a decepcionarte —¡lo cual sig­nifica que te ama! Demuéstrale con el ejemplo que es posible que se exprese con claridad: "Me parece que hoy no te en­cuentras demasiado bien, ¿me equivoco? ¿Te gustaría hablar de ello conmigo?" Eso es preferible a: "¡Evidentemente, des­de que has entrado en casa tienes mala cara! Ya no me hago ilusiones: ¡no me puedes soportar y ni siquiera te atreves a decírmelo!"

Después de ocho o diez horas de trabajo y de dificultades profesionales, es posible, en efecto, que tu compañero ya no te soporte y no tenga ganas de hablarte.

En cambio, el primer tipo de frase le muestra claramente al otro que le consideras como una persona capaz de sentir un malestar y con derecho a manifestarlo: es una señal de aten­ción que se asume con agrado puesto que patentiza que el "tú" es importante. Durante la discusión, puedes hacer lo ne­cesario para mantenerte dentro del campo de lo explícito (re­chazando la vaguedad) y lo presente (no aceptando hablar del pasado, pendiente resbaladiza que desemboca en una pa­sividad inútil y en interminables disputas). Antes de pasar al ataque, fíjate en vuestras respectivas expectativas. Por el contra­rio, sería vano virar sobre la peligrosa pista de las concesiones intentando agradar a fin de acortar la experiencia de la reali­dad (que acaso te parezca desagradable) sin llegar hasta el fi­nal: reconocer la diferencia, la dificultad o el conflicto (¡bestia negra, monstruo cuyas llamas resultan mortales!).

"¡No estoy de acuerdo!"

Sería igualmente malsano valerse de ese momento de ex­presión libre para hacerse con el control de la relación ("Te perdono ...pero no lo olvidaré: ¡me pagaras de una manera u otra el no ser perfecto!") o para castigarle a la otra parte de la pareja por manifestar lo que siente ("¿Cómo: sólo ahora me lo dices? ¡Yo que creía que podía tener confianza contigo...!"). Llevar adelante el juego de la libertad de expresión (en su do­ble sentido) significa que te encuentras dispuesto (elige bien

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el momento) para atender cuanto dice tu compañero sin juz­garle. Concédeos mutuamente el derecho a la expresión de los sentimientos. ¿Crees que comunicarse de ese modo puede llevar lejos? ¿No sabes con exactitud hacia dónde y eso te in­funde miedo? ¿Te estás adentrando en un mundo desconoci­do? ¿Es más difícil de tolerar la incertidumbre respecto a un próximo futuro que una certeza tristona y enervante? ¿Acaso conservas una brizna de esperanza de que la "cosa" se arre­glará por si sola?

Objetivo común

Virginia, consolidada por su discusión con Pablo y por las conclusiones de su reflexión, comprende que el modo de pro­ceder de éste no significa en absoluto que no la ama. Antes al contrario, se calla ante sus enojos con objeto de evitar la escalada de la agresión, para no decir esas palabras que luego uno lamenta (veneno insidioso). Al proceder así, el piensa que la calmará y que podrá más adelante hablar tranquilamente con ella.

Por lo que se refiere a Virginia, como no quiere acumular ren­cor contra Pablo, prefiere expresar su enojo en cuanto lo sien­te. Ahora bien, interpreta el silencio de aquél como un repro­che y una señal de indiferencia, lo cual redobla su cólera.

Habrás advertido que uno y la otra tienen el mismo pro­yecto, el mismo objetivo: preservar su relación viviendo bien los conflictos. Pero "vivir bien los conflictos" no supo­ne en ambos los mismos procesos, e ignoran (antes de que se hablaran de ello) cómo era vivido su modo de proceder por parte del otro.

Ahora conocen cuáles son sus expectativas y su meta y en­contrarán juntos los medios para comunicarse mejor.

¿Dónde reside el auténtico peligro? Por supuesto, "cuando el otro individuo es verdaderamente incapaz de aceptar nuestros sentimientos sinceros respecto a él o nuestra manera de ver la relación, es sin duda preferible admitir que dicha re­lación descansa sobre ilusiones1". Pero todavía nos encontra-

1 Dr. G. Bach y Dr. H. Goldberg, L'agressivité créatrice, Le Jour Éditeur, 1981, p. 261.

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mos lejos de ese extremo del muelle del que uno no puede por menos de alejarse: huir del problema no es resolverlo.

Hay ciertas medicinas, como la homeopatía, que conside­ran que le memoria es cierta cuando "eso sale", incluso en forma de granos u otras desgracias momentáneas. Lo esencial es que "eso salga", el peligro queda minimizado y la úlcera (u otra dolencia corrosiva) ya no es de temer.

Los nuevos pioneros

Ahora que sabes qué es lo que no funciona, que lo has ex­presado y el otro ha tomado buena nota de tu mensaje pues estaba enunciado con nitidez, tal vez se nos plantee una cues­tión: ¿Deseo efectuar el cambio necesario o los riesgos resul­tan demasiado grandes? En el momento actual, vamos tiran­do, ¿merece la pena removerlo todo y afrontar una serie de novedades que no nos ofrecen seguridad? ¿Es tan terrible el actual statu quo?

Tú eres quien debe responder: por lo menos lo habrás des­dramatizado, lo cual ya es positivo. ¿Piensas que sabes dónde te encuentras y que no sabes a dónde vas? Con todo, es cier­to que eres tú quien determinas tu objetivo: no se trata de partir sin rumbo, a ciegas, con los ojos vendados. Efectuar cambios no es ninguna atracción de circo. Dado que has con-cretizado tus esperanzas (de acuerdo con tus reflexiones soli­tarias), sabes perfectamente a dónde quieres ir.

O incluso, tal vez estés pensando: "La cosa es como es, no se puede hacer nada", o: "Sé de sobra que hay que actuar, pe­ro de qué va a servir, ¡al fin, siempre existen problemas! (¿siempre?)", o: "Desde el momento en que uno se ama, eso es lo único que cuenta, ¡lo demás supone andar buscando di­ficultades donde no las hay!" Tanto mejor si no las hay, si no las ha habido jamás (¿jamás?).

Como decía Hamlet, "nada hay en sí bueno o malo, ¡todo depende de lo que se piense!" Por lo que a mí toca, no pienso que no se pueda hacer nada, que baste el amor (aun cuando sea de todo punto indispensable y maravilloso).

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Y me dirijo a aquellos y aquellas que tienen ganas de cam­biar, modificar su conducta cuando no están satisfechos de lo que viven.

Me dirijo a aquellos y aquellas que no quieren soportar su relación, que son plenamente conscientes de que "eso que no funciona" viene provocado por una cosa u otra.

Me dirijo a aquellos y aquellas que quieren efectuar las mo­dificaciones precisas para sentirse mejor (¡lo cual no significa en modo alguno que estén viviendo una relación infernal!).

Me dirijo a aquellos y aquellas que han llegado a pregun­tarse que pueden hacer para aportar un cambio positivo y su­primir lo que mantiene en su sitio la dificultad.

Me dirijo a aquellos y aquellas que aceptan captar la reali^ dad de su relación a través de sus propios ojos y que quieren reconocer que la verdad de uno no tiene por qué ser obliga­toriamente la del otro.

Me dirijo a aquellos y aquellas que están dispuestos a con­sagrar tiempo y energía en favor de una mejoría en su rela­ción. Tender hacia la perfección, sabiendo que no es algo de este mundo, supone un objetivo que da alas.

ACEPTAR LA IDEA DEL CAMBIO

Decoración de interior

Porque tú pides y buscas el cambio por todos los medios (no siempre los mejores ni los más eficaces, pues nadie nos ha enseñado realmente a maniobrar esta clase de barco).

Cuando te comunicas de manera indirecta, cuando estás enfermo, torpe, etc., no haces sino expresar indirectamente una petición de cambio; tus palabras dan la impresión de que aceptan un statu quo en tanto que la comunicación no verbal grita lo contrario. La sumisión oficial no es más que aparente, la calma ficticia.

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El ser humano es por naturaleza más propenso a la felicidad que a la desgracia; no quiere mas que una cosa: vivir lo mejor posi­ble, pero no siempre sabe cómo hacerlo. Tampoco contempla de buena gana que el otro se vaya marchitando al correr de los meses o los años. Entre todas las teorías psicológicas de venta en el mercado, una de las menos favorecedoras es aquella que determina que las "compulsiones de fracaso" son patrimonio de "masoquistas" inveterados: ya está pegada la etiqueta y, suceda lo que suceda, ¡todos los comportamientos serán ex­plicados y predichos en función de ese sacrosanto masoquis­mo! El individuo queda reducido en nombre de su supuesto problema, el todo es tomado por la parte. ¿Acaso tenemos una parte de nosotros mismos que nos incita a veces a optar por una actitud de víctima, o de "verdugo-perseguidor" que no trae más que la desgracia o el sufrimiento? Eso no significa en modo alguno que seamos unas víctimas o unos verdugos. No somos lo que hacemos: ¿un niño que roba una manzana de lo más apetitosa de una tienda merece que le etiqueten de por vi­da de ladrón? ¿Es que somos nuestros errores?

Reaccionamos como podemos y sabemos que somos per­fectibles en nuestras maneras de proceder, simplemente por­que somos capaces de aprender a actuar de otra manera. Y cuando estamos bien persuadidos de ello, ¡qué alivio! ¿A qué viene pulsar siempre las mismas teclas de un piano, ignoran­do las restantes? La opción es amplia: utilicemos todo el te­clado y actuemos con todos nuestros dedos. ¿Y por qué no a cuatro manos? ¿Lavas todavía tu ropa con un cubo para la co­lada? ¿Cuentas trazando palotes? ¿Te iluminas con una can­dela (en determinados momentos resulta más íntimo, ¡pero no para siempre!")? Puedes seguir adelante con tus atractivos vetustos "trucos", aunque no resulten demasiado conforta­bles o hasta sean rotundamente molestos: eso supone tu elec­ción de no elegir.

El oso de San Francisco

El zoo de San Francisco decide adquirir un oso blanco. La dirección se dirige directamente al Polo Norte que les ga­rantiza la entrega de la bestia en un plazo de seis meses.

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Durante ese tiempo, el zoo prepara una caverna, una mag­nífica caverna, inmensa, maravillosa, cómoda, bien acondi­cionada y digna de tan extraordinario animal.

Eso no obstante, cuando llega el oso blanco, la gruta no es­tá aún del todo terminada. En consecuencia, el director del zoo, durante la espera, instala una jaula en el interior de la cueva. Le encierra en ella al oso, explicándole que, muy pronto, dispondrá de sitio, de mucho sitio.

Mientras llega ese buen día, el oso -como la mayoría de los osos en una situación así pasa el tiempo como puede. ¿Y qué es lo que hace? Camina de un extremo al otro de su jaula (ocho metros de longitud por cinco cincuenta de an­chura), incansablemente. Se comporta exactamente como un oso enjaulado.

Por un fin, un radiante día de mayo, la caverna está dis­puesta para la acogida. Es en verdad una gruta ideal, tal co­mo ningún oso blanco de ningún zoo podría soñar. Le reti­ran, pues, su jaula y pueda aprovecharse de su gruta, su río y sus rocas -en una palabra, del entorno paradisíaco creado muy especialmente para el.

¿Y qué hace nuestro oso blanco? Con los ojos clavados en el suelo, ignorando violentamente cuanto le rodea, reempren­de su interminable marcha: ocho metros a lo largo, cinco cincuenta metros a lo ancho...

Por lo menos, escúchale a tu compañero prestando aten­ción a todo cuanto pueda parecerse a una solicitud de cambio -siquiera sea indirecta. Eso no significa que te la estés jugan­do, ni tú ni la relación; más bien quiere decir que la otra par­te no está superando bien tal o cual situación: se trata de su propia percepción, que puede ser la tuya, sin que le conside­res, empero, a tu compañero como un bien que haya que de­socupar. Cuando realizas (si es que lo haces) tu limpieza de primavera, ¡no arrojas los muebles o las cortinas por la venta­na! Cuando consideras determinados aspectos de vuestra rela­ción, es que la tienes y que sientes deseos de embellecerla. A na­die le gusta hacer mal por el placer de hacerlo y todo el mundo puede sentirse tranquilo: siempre es factible cambiar en lo to­cante a la acción.

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El agua de baño

Al hablar de temor al cambio, conviene ser capaz de disociar el rechazo parcial del rechazo total: semejante distinción resulta beneficiosa para aquel que quiere lanzarse a la afirmación al­ta y clara de sus deseos de cambio y para incitarle a su com­pañero a hacerlo (pues no existe razón alguna para que el ca­mino sea único, ¿no?). Puede que este o aquel aspecto de tu personalidad no resulte grato: se trata de un rechazo parcial que no demuestra en absoluto que se te rechace por entero. No es definitivamente imposible vivir con una persona que no comparta con exactitud todos tus gustos y pensamientos.

La reciprocidad en la aceptación de peticiones de cambio dará pie a que cada demanda, idea nueva o propuesta sea atendi­da con respeto -lo cual, insisto, no quiere decir que baste con pedir para lograr lo que se solicita. Cuando una persona hace una petición, existen siempre (sí, siempre) cuando menos dos posibilidades de respuesta: sí y no y precisamente cuando sa­bes que se te puede oponer un "no" categórico y que estarás en condiciones de asumirlo (aunque sea con desagrado) es cuando podrás expresar tus peticiones con confianza. La res­puesta "no" es un caso de figura potencial, conviene recor­darlo antes de formular una petición.

Comoquiera que has decidido consagrar buena parte de tus fuerzas vivas a la mejoría de vuestra relación, invierte, pues, un poco de tiempo contigo mismo (cosa que, en cual­quier caso, supone un excelente ejercicio) en orden a determi­nar con claridad y precisión los cambios deseados a fin de ex­presarte lo más nítidamente posible durante la negociación, porque ni un solo instante de apariencia de paz merece ser pagado con una parcela de la propia identidad.

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NEGOCIAR EFICAZMENTE

Los constructores del tiempo

Dado que estableciste tu relación sobre el agrado que te proporcionaba la presencia de tu compañero (o sobre cual­quier otro aspecto positivo), es importante que hagas de tal esperanza una realidad duradera en el tiempo: ese objetivo es lo que preside el deseo de cambio -cambio que conseguirás "a la medida" gracias a una negociación eficaz, al recordarte que la realización del otro es tan importante como la tuya en orden a una relación armónica.

Se precisan un par de condiciones antes de poner en práctica un proceso de negociación: el deseo de cambiar una o varias modalidades de la relación debe quedar explicitado con toda claridad a fin de evitar cualquier confusión, toda posible duda al respecto (en efecto, si no sé exactamente qué es lo que quiero, por fuerza me sentiré decepcionado). Por otro lado, la negociación no debe recaer más que sobre una petición en cada caso, petición precisa y específica dentro de un campo bien delimitado, bien ajustado. Se trata de no mezclar un deseo de cambio que tienda a economizar, por ejemplo, con otro que se derive (siempre por ejemplo) del ámbito de la sexualidad. No habría quien se orientase -ni si­quiera tú mismo.

Una vez puestas esas dos premisas, examinemos unas cuan­tas consideraciones prácticas capaces de optimizar los resulta­dos de vuestro compromiso.

En primer lugar, dado que sabes que la formulación de tus mensajes va a influir sobre tu compañero (y recíprocamente), procura crear un clima propicio para la confianza, la calma y el respeto mutuo. Si anuncias de forma atolondrada, con negli­gencia o gritando que es el momento de negociar o de lo con­trario haces las maletas o te desentiendes de todo, tal vez no logres reunir todas las condiciones favorables. Aunque, con un poco de suerte, ¡el choque debido al estupor!... Pero no cuentes demasiado con esto. Da preferencia a alguna tregua y

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elegid juntos el momento más conveniente (no cuando haya que atender a la leche que está sobre la chapa, ni ante unos párpados cargados de sueño, ni ante un trabajo que haya que terminar para el día siguiente o al ir a rellenar la declaración de renta); has de disponer de tiempo ya que es importante que le consagres largos ratos. ¿Lo haces con frecuencia?

Tiempo, por tanto, y un lenguaje no agresivo. Ya lo he­mos visto más arriba, el feed-back (la respuesta, verbal o no, de tu interlocutor) te dirá más sobre tu mensaje que las pa­labras que te escuchas a ti mismo pronunciar. Relaja tu cuer­po, las palabras no soportarán ya tus tensiones; adopta una postura a la par vigilante y abierta, y obtendrás a cambio otro tanto.

Paso-de-dos

Puesto que ya has dejado en claro para ti el cambio que desearías conseguir, sabes a dónde quieres llegar merced a la negociación en cuestión. Para que ésta resulte lo más eficaz posible, he aquí un modelo sobre las etapas que hay que se­guir. Se trata tan solo de un modelo y no de una regla impe­rativa: es susceptible de que la adaptes y modifiques a tu an­tojo. Lo esencial es que alcances el mejor resultado:

1. Describir el comportamiento que plantea el problema: "Dejas tirados tus discos en el salón".

2. Expresar lo que sientes cuando te ves enfrentado con este tipo de conducta: "Cuando veo todos esos discos por el sue­lo, me da la sensación de que no te importo nada; que no me respetas, ni a mí ni a mi trabajo; ¡tengo la impresión de que no soy aquí más que el que ordena! Me siento triste por ello, me produce cólera."

3. Concretar lo que quieres exactamente, a poder ser me­diante una formulación positiva; en consecuencia, evita los: "No quiero que dejes tirados los discos", ya que eso no es una negociación, sino una orden: "Me gustaría que, cuando hayas acabado de escuchar tu discos, los colocaras tú misma".

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4. Expresar lo que tal cambio te va a proporcionar: "Si haces eso, me sentiré importante para ti; estaré seguro de que me respetas y de que tomas en consideración mis sentimientos".

5. Expresar lo que tal cambio aportará a la relación: "Co­noceré que somos capaces de ayudarnos mutuamente y de hablar juntos con plena seguridad".

Puedes valerte de este esquema (o de otro análogo) para comenzar una negociación: te encuentras seguro de ti mismo, sabes lo que quieres y por qué lo quieres, y lo expresas en tér­minos precisos concretos, especificando bien el contexto.

Tu compañera acaso se sienta sorprendida al escuchar que unos simples discos desparramados por la alfombra suscitan tan gran revuelo en ti: es normal, sois diferentes el uno del otro. Pregúntale qué sentiría al oír que uno de sus discos pre­feridos se ha rayado o al acostarse sobre unas sábanas llenas de migas de galletas del desayuno... Tal vez comprenda lo que experimentas al contemplar ese desorden que hiere a tus ojos como un disco rayado lo hace a sus oídos o unas migas en la cama a su piel. Tus ojos se sienten afectados como lo es­tarían sus orejas o su piel. Vuestros sentimientos, aun cuando sean debidos a estímulos o causas diferentes, son perfecta­mente comparables, y, en cualquier caso, desagradables. Lo cual es un motivo suficiente para pedirle que actúe de otra manera.

La pequeña felicidad del día

También puede ocurrir que ella no acceda a tu demanda: es el riesgo que hay que asumir cuando se formula una peti­ción clara. Repetimos que se trata de una negociación y no de un ultimátum o de una petición cuya respuesta haya de ser por fuerza favorable. A tal efecto resulta importante conocer por sí mismo qué es lo prioritario en la petición, eso que su­pone un primer paso hacia un compromiso. Y he aquí que he­mos llegado a lo siguiente: una negociación que desemboca en un compromiso, es decir que el cambio apetecido no tiene por qué conseguirse necesariamente al cien por cien. Por ejemplo, en

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el caso que nos ocupa, tu compañera puede aceptar guardar por sí misma los discos, pero no nada más acabar la audición; es posible que difiera dicho arreglo para más tarde, antes de acostarse -y no al momento. Por lo tanto, se habrá aceptado un cambio: tú veras si es suficiente para darte por satisfecho, para suprimir los sentimientos desagradables que sientes an­te esa situación concreta.

Si quieres saberlo, mantente bien a la escucha de lo que sientes. Si tu sentimiento sigue siendo aún demasiado desa­gradable, si las sensaciones se siguen pareciendo en exceso a las conocidas en tiempos de la "conducta-problema", tal vez convenga hacerle comprender a la otra parte la importancia que tiene a tus ojos (siempre en términos concretos) que or­dene sus discos en cuanto acabe de oírlos. Recuerda en tal ca­so que "a veces lo que se consigue no es lo más importante, sino lo que es posible2"; no busques la luna, no la alcanzarás. Todas las posibilidades están permitidas dentro de los límites de lo posible, justamente. Si no es así, si experimentas un fuerte acceso de alegría, de alivio, amor o reconocimiento, házselo sa­ber enseguida; no eres ningún ingrato, conoces perfectamen­te lo que le ha costado su esfuerzo. Porque ella se verá com­prometida a hacerlo y cejar en su empeño equivaldría a romper el compromiso: ahí sigue descansando una de las res­ponsabilidades de cada miembro de la relación. Tú has logra­do quedar satisfecho y, una vez dado el primer paso (el que más cuesta, según dicen), las restantes negociaciones no serán ya más que mera rutina -rutina tanto para uno como para el otro, puesto que la reciprocidad constituye un factor básico.

Vosotros mismos sois quienes os brindáis, sobre una ban­deja de plata, la libertad de hablar, de expresaros y pedir: aca­báis de efectuar su aprendizaje y de apreciar el resultado. ¿Volveréis a las andadas?

Cada compromiso felizmente negociado constituirá un es­calón suplementario sobre el que apoyaros en orden a vuestra realización personal y la de la pareja -realización que será

2 J. Salomé, Parle-moi, j'ai des choses a te diré, Éditions de l'Homme, 1985, p. 218.

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vuestra obra común, como un hijo que os asombra cada día con sus progresos, os conmueve con sus amplias sonrisas en la comisura de los labios y en los ojos, del que tú, él y ambos estáis tan orgullosos y que tiene su propia personalidad, aun­que también se parece a vosotros. Lo mismo sucederá con vuestra pareja: una vez concluidos los sacrificios, los "favo­res" que tan caros han resultado, los "tanto peor" frustrado-res y otras desafortunadas payasadas que a nadie hacen reír.

A CADA PROBLEMA SUS SOLUCIONES

Profilaxis amorosa

Habéis sabido llevar a buen puerto vuestra negociación: la resolución de los problemas y los cambios que ella entrañe no serán de temer puesto que no significarán ninguna ruptura de la relación; hasta incluso eres consciente de que es posible que existan soluciones: éstas descansarán en las múltiples po­sibilidades una vez que has aprendido a mirarlas.

Las más de las veces, dos serán las razones que originarán los problemas con los que habrás de enfrentarte: o bien las di­ficultades cotidianas son desdeñadas o, por el contrario, se las considera como otras tantas montañas que nada ni nadie es capaz de allanar.

En el primer caso, hay peligro de que la dificultad se trans­forme en un verdadero problema por el único motivo de que es negada: se repetirá e irá cobrando fuerza con tanta mayor amplitud cuanto que no se le busca ninguna solución. Eso no obstante, si desde su comienzo dicha dificultad hubiera sido objeto de una simple discusión, su vida habría podido ser só­lo de muy corta duración.

En el segundo, cuando la importancia que se le otorga a una dificultad es desproporcionada en relación a su realidad, puedes tener la sensación de enfrentarte con un problema im­posible de solucionar dado que lo miras por el lado malo de

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los anteojos o con un cristal de aumento. Con inmejorable buena voluntad, acaso hayáis multiplicado vuestros esfuer­zos, desplegándolos en el mismo sentido contemplando una única posibilidad de solución: habéis hecho siempre "más de lo mismo" y los resultados conseguidos son justamente lo contrario de lo que esperabais.

Acaso vuestros intentos de solución no hayan conseguido sino acentuar aquello que queríais que desapareciese. Por ejemplo, si tu compañera rehusa de ordinario hacer el amor por la mañana, no variará porque te obstines en hacerle idén­ticas proposiciones, en el mismo momento, exactamente de la misma manera todos los días -aunque sea con la mayor ter­nura o del modo más sensual del mundo. Si tu método no funciona, imagina otro antes de seguir practicando ese que no logra los resultados apetecidos.

Si no te gustan los pomelos y decides tomarlos tres veces al día con objeto de aprender a apreciarlos o, por lo menos, a acostumbrarte a ellos, corres el peligro de perder la moral o hastiarte pronto: habrás hecho "más de lo mismo" en lugar de hacer "otra cosa" que responda de una forma más ade­cuada a tu objetivo. El resultado es la mejor verificación posible y de él es del que conviene fiarse toda vez que es concreto.

Hay ocasiones en que la solución preconizada no hace si­no acentuar la dificultad hasta transformarla en problema (como en los dos casos precedentes: la mujer se sentirá hosti­gada por su compañero y los pomelos no se tornarán más de­liciosos milagrosamente a fuerza de ingerirlos). La solución acaba por constituir en sí misma un problema. Si tu compañero está celoso y, para demostrarle que no existe razón alguna pa­ra ello, le indicas cada mañana con todo detalle cómo vas a emplear el tiempo a lo largo del día autorizándole a cine te te­lefonee a cualquier hora, no haces más que someterte a sus celos -que no desaparecerán en absoluto, sino todo lo contra­rio (¡salvo cambio imprevisto!). Al proceder de ese modo, es­tás manteniendo cuidadosamente su sentimiento de disgusto y sufrirás cada vez más todas las coacciones que te vaya im­poniendo, transformando así vuestra relación en un nuevo

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problema del que acaso te las veas mal para deshacerte. No sólo seguirás soportando mal sus celos, sino que tu vida pro­fesional o personal podrá verse afectada seriamente con ello. Hay que pensar en otras soluciones.

El mapa de escollos

Se dan otros muchos métodos para mantener una dificultad o un problema. Uno de ellos consiste en hablar de eso que no funciona de manera totalmente abstracta (para distanciarse de ello lo más posible o para obviar emociones demasiado penosas), prefiriendo expresar grandes ideas generales en lu­gar de sentimientos auténticos, apoyándose en creencias, tó­picos, generalizaciones o estereotipias, con gran alarde -a ve­ces- de citas o ejemplos sacados de la literatura. Y todo ello con miras a mantenerse como muy racional/ sin dejarse sor­prender en la trampa de los valses-vacilaciones de las emo­ciones tan difíciles de formular, tan imperceptibles. Intelec-tualismo, racionalismo y demás compinches, miserias secas que no protegen más que por un breve instante y que, sin em­bargo, se eternizan sin motivo dentro de lo racional de los ar­quetipos que especulan hasta perderse de vista en pro del su­puesto control de la situación. Pero ¿de qué estábamos hablando?...

Existe otro escollo contra el que a veces chocan los miem­bros de una pareja, y es la técnica que consiste en cambiar de asunto por sistema en cuanto puede convertirse en un peligro de tener que enfrentarse con la realidad. Ambos pueden efec­tuar entonces un viraje peligroso comprometiéndose en el polvoriento camino de la culpabilidad: "¡Conozco de sobra que no estoy a la altura, todo es culpa mía!" (A su vez, el otro aca­so diga lo contrario para consolarle, repitiendo que eso es fal­so, que es maravilloso, perfecto, etc.). O bien caminarán por la accidentada senda de la acusación: "¡Me pregunto a qué vie­ne todo esto! No quieres cambiar nada, ¡es todo culpa tuya!" O hasta incluso es posible que se adentren en el callejón sin salida de la fuga: "¡Me pregunto qué hacemos juntos!"

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Acusaciones a uno mismo, al otro o a la propia relación que suponen otros tantos obstáculos que deberéis vivamente evitar manteniéndoos centrados sin más en la dificultad que hay que resolver, en solucionar el problema.

"Lluvia de ideas"

Una vez identificado con precisión el problema, estableced juntos una lista de soluciones, aun cuando se os puedan antojar estrafalarias o caprichosas. Dejaos llevar a merced de vuestra imaginación, de vuestra creatividad, ¡el único peligro tal vez descanse en que os riáis a la vuelta de alguna idea que os re-sulte tan incongruente como inesperada! Establecida la lista en cuestión, respetando mutuamente las sugerencias de uno y otro, consagrad tiempo a pasar cada propuesta por la criba de vuestras respectivas posibilidades; sopesad las ventajas e in­convenientes para cada una de ellas hasta quedaros sólo con dos o tres. Con esas soluciones conservadas, podéis pasar a la etapa siguiente: el establecimiento de un compromiso -sa­biendo que ni uno ni otro quedará del todo satisfecho con se­mejante consenso. Cada uno aceptará proceder a una modifi­cación (o a varias) en su manera de actuar, y también a no conseguir exactamente lo que quería.

Dicho compromiso quedará sometido a un período de prue­ba que la pareja decidirá de común acuerdo; una vez conclui­do este tiempo de probación, siempre será posible modificar y revaluar el compromiso. Únicamente la experimentación dirá si es válido tal como está o conviene introducir algunos cambios. Entonces se impone otra negociación. El respeto al precedente compromiso o contrato es de rigor y responsabili­dad de cada uno; si una de las partes rompe el acuerdo, es importante que explique el motivo y a partir de ahí, podrá re­anudarse el proceso.

^ Casi sin respiración

Pedro y Solange se enfrentan con la solución de un impor­tante problema:

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Solange: "Tengo ganas de estar sola con mayor frecuencia, no soporto que quieras hacerlo todo siempre conmigo; me da la impresión de que estoy en una cárcel, me ahogo y te odio; como me siento muy enojada contra ti por este moti­vo, dado que tengo el sentimiento de que me impides vivir, ¡menosprecio el hecho de vivir contigo!"

Pedro: "Cuando manifiestas tu deseo de estar sola, me siento rechazado por completo, excluido de tu vida; no me considero importante para ti y me siento muy triste."

Solange propone sus soluciones: marcharse algunos días, varias veces al año; disponer de la posibilidad de salir sin él de cuando en cuando; mantener ciertas actividades al mar­gen de la relación; disponer de un día a la semana para ver a sus amigas o salir de compras, sin él; poder refugiarse ella sola en la habitación (salvo por la noche) cuando quiera es­tar sola, o tener la posibilidad de prepararse un rincón para sí en casa; divorciarse; buscar un trabajo que la comprome­ta a una serie de viajes frecuentes; trabajar aunque sólo sea a media jornada.

Pedro propone las suyas: salir juntos, solos los dos, varias veces al mes; realizar dos viajes juntos al año, aunque sea cortos; Solange, con independencia de lo que haga a lo lar­go del día, estará en casa cuando él regrese del trabajo; te­ner cuando menos una actividad de recreo en común, re­gular; con idea de estar seguro de ser importante a los ojos de Solange, pide: que no sea siempre él quien tome la ini­ciativa de hacer el amor, que ella le demuestre su deseo de hacerlo; que le telefonee a su trabajo al menos un par de ve­ces a la semana; que deje de llamarle sistemáticamente a Natalia en cuanto tenga un problema, que primero lo co­mente con él.

Después de haber discutido todas esas soluciones, una por una, acuerdan el compromiso siguiente: Solange viajará sin Pedro una vez al año, no por más de cinco días, indicándo­le a él a dónde va y prometiendo enviarle noticias; dispon­drá de media jornada para sí misma a la semana y de una noche al mes; podrá dedicarse a buscar un trabajo a tiempo parcial; ambos estudiarán juntos las posiblilidades que hay de acondicionar una parte del granero a fin de preparar una habitación a gusto de ella, a la cual promete invitarle a

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Pedro con regularidad. Como contrapartida, Solange se compromete a hacerle saber (por los medios que ella juz­gue oportunos) que desea seducirle y que experimenta de­seos de él; le telefoneará a su trabajo tres veces por semana. Cada uno tendrá su propia actividad sin el otro, además de una común. Saldrán juntos, los dos, al menos una vez a la semana.

Como es evidente, ni Pedro ni Solange han conseguido la totalidad de los cambios apetecidos y, a pesar de ello, tan­to él como ella experimentan un gran alivio: han hablado con claridad de sus dificultades, de lo que sentían, y han si­do capaces de encontrar algunas soluciones. Pedro se senti­rá seguro en adelante de que es importante para Solange -la cual, a su vez, dispondrá de varios espacios de tiempo para consagrarlos a sí misma, además de un lugar que le será propio. Solange respira.

Vivir mejor para sentirse bien

De este modo, tratando un problema después del otro, po­drás llegar a dar la vuelta a eso que refrena vuestro desa­rrollo personal y el de vuestra pareja (sólo aquí y ahora, ya que toda relación va evolucionando, pues es algo vivo, y la evolución implica una serie de cambios -y hasta, en ocasio­nes, de dificultades). Acaso os veáis abocados a afrontar el tema más tabú para no pocas parejas, aquél del que se habla con mayor dificultad, la sexualidad. El proceso ha de ser el mismo y ya puedes estar seguro de que sólo concretando vuestras esperanzas, deseos y gustos persistirá, amplificán­dose, el impulso que os reunió. "Aquellos que piensan que se elimina todo el lado mágico del amor por discutir sobre él, verán cómo se van deteriorando gradualmente sus rela­ciones sexuales 3". Por qué soportar tal gesto que te desa­grada, por qué callar un deseo concreto: piensa en aprecia­ros mutuamente más y recuerda que, sobre todo en este ámbito, cada uno es responsable de su propio placer.

3 Dr. G. Bach y Dr. H. Goldberg, L'agressivité créatrice, Le Jour Éditeur, 1981, p. 278.

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Edificar una relación feliz

Ahora sabes ya cómo buscar soluciones a tus dificultades, problemas, y nunca es demasiado tarde para poner en prácti­ca cuanto sea preciso a fin de vivir una buena relación: mien­tras tengas energía, el pronóstico es totalmente favorable.

DE LO IMPLÍCITO A LO EXPLÍCITO

Las luces de candilejas

Sea en el momento en que se toma la decisión de vivir jun­tos, sea más tarde, resulta de sumo interés el plantear el marco de la relación y establecer su contrato. Semejante actitud te puede parecer en las antípodas del romanticismo (y tienes ra­zón, es lo contrario de la ceguera). Tal vez se te antoje muy árido, seco y vulgar hablar de un contrato ¡cuando uno tiene el corazón en las estrellas! ¿Y dónde queda el amor? Por su­puesto que ahí, no lo dudes, y lo preservas, tomas buen cui­dado de él al establecer dicho contrato. Puedes imaginar otro término si éste te resulta severo, austero o notarial. Acaso al­gunas otras palabras se te antojen menos ingratas: pacto,

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compromiso, cláusulas, disposiciones, convenciones, arreglo, convenio (global, en el caso presente, puesto que corresponde a la suma de convenios previos...) etc. Lo esencial no es el sig­nificante sino el significado. Estad tranquilos, no entra en el ámbito de lo posible el preverlo, organizarlo y programarlo todo: lo imprevisto te sorprenderá a la vuelta de cualquier mañana de verano o de una velada de invierno.

Pacto de agresión controlada

Romeo y Julieta reconocen, por fin, que son unos indivi­duos como tú y yo: admiten que pueden no estar de acuer­do (hasta hallarse en total desacuerdo), muy enojados uno contra el otro -amándose enormemente. Acaba de produ­cirse un gran paso. A eso se debe el que decidan buscar juntos los medios eficaces para comunicarse dentro del marco de un conflicto sin que su relación sufra por ello. Se ponen de acuerdo sobre los siguientes procedimientos:

- Cuando tengan un conflicto, se atendrán estrictamente a aquello que haya suscitado dicho conflicto: lo cual significa que evitarán las desvalorizaciones (mutuas o personales), que no pondrán en tela de juicio su relación (so pretexto, por ejemplo, de que Julieta quiere pasar la Navidad con sus padres, lo cual es rechazado en absoluto por Romeo);

- Eligen un sitio especial que será el receptáculo de sus querellas (les parece adecuado el cuarto de baño);

- Deciden limitar la exposición del conflicto a diez minu­tos, prefiriendo consagrar más tiempo, una vez pasada la tempestad, a la búsqueda de soluciones;

- Se comprometen a no agredirse jamás físicamente;

- Se comprometen ambos a respetar el presente pacto y a hacerlo respetar por parte del otro enfrentándole con sus in­fracciones, si se presenta el caso; el pacto será, por lo demás,

.; escrito, firmado por los dos y colgado en el cuarto de baño.

Tarea vuestra será reflexionar y elaborar vuestro propio pacto de agresión controlada.

Vuestro pacto (ya que la palabra "contrato" te desagrada­ba) hará referencia a diferentes dominios de la vida como pa-

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reja: la tareas de casa (no es mezquino hablar de ello), la ges­tión de las finanzas (¿Una única cuenta común? ¿Cada uno la suya y una común para los gastos comunes?...), la organiza­ción de los tiempos libres, de la vida social, la sexualidad, la protección de vuestros territorios (personales y compartidos), de vuestros ritmos (individuales y comunes), estilo de comu­nicación y trabajo, la realización personal de cada uno, la fi­delidad o la no-fidelidad, los límites a la autonomía de cada uno, los ámbitos del "yo", el "tú" y el "nosotros", etc.

Reconducción no tácita

El presente pacto irá definido en términos de modalidades de conducta concretas, fundadas en ejemplos e hipotéticos "casos figurados". La lista en cuestión hará presagiar que se­rán indispensables numerosas actualizaciones al correr de los meses y los años puesto que tanto tú como la otra parte vais cambiando y la vida -por su propia esencia- en el seno de la relación cambia igualmente. Más pues, actuar de suerte que tales cambios sean sinónimos de evolución más que de retro­ceso o de pánico.

Si os acostumbráis a adoptar unas decisiones claras frente a las distintas situaciones que se presentan y reconocéis que vuestros compromisos son susceptibles de verse modifica­dos, el marco de vuestra relación será de los más enriquece-dores: os permitirá ser flexibles (lo cual es contrario al estan­camiento estéril en modelos vetustos: si lo que estás haciendo ya no te conviene, haz otra cosa) y dar más fácilmente con so­luciones para cada dificultad que se presente -con indepen­dencia del contexto. En efecto, una simple y vaga esperanza tácita no será capaz de protegeros por mucho tiempo de una cotidiana multitud de rutinas y silencios, del mismo modo que la idea de un "contrato para siempre" supone una ilu­sión, una gran ignorancia del movimiento ininterrumpido de la vida. No pocos de los días siguientes desentonan de los del comienzo de la vida en común sencillamente porque el cam­bio es de importancia: la pareja no es ya "todo uno para el

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otro". Trabajo, familia, amigos, problemas económicos o de­claraciones de Hacienda constituyen otras tantas disonancias cargadas de consecuencias tanto más difíciles de asumir cuanto la relación haya sido menos "ajustada". La luna de miel tiene un final y la transformación es en ocasiones peno­sa: el Príncipe Azul pierde su encanto y la Princesa no tiene por qué ser un hada.

Continuidad y cambio

No voy a abordar un obstáculo potencial, a saber, la inob­servancia del contrato por una de las partes, o por ambas, so­bre todo si se repite (el error es humano y nadie es perfecto). En tal caso, es posible que determinados términos del pacto no sean adecuados o que la motivación para respetarlos se haya debilitado. En toda conciencia de la estima de uno pa­ra consigo mismo y para el otro, convendrá hablar de esta ruptura a fin de tener las ideas claras en una situación así, que puede parecer ambigua. Es innegable que las disposicio­nes establecidas son otros tantos compromisos, lo cual signi­fica que ninguna de las partes obtiene todo cuanto desea. Eso no obstante, dicha parte aceptó los términos de la negocia­ción y, si ciertas cláusulas fueron admitidas para darle gusto al otro, por abreviar la discusión, por negligencia o por no caer en la cuenta de las propias expectativas, dichas cláusulas (a pesar de todas las contrapartidas recibidas a cambio) ha­brán de ser revisadas a fin de que coincidan más con los de­seos y con la idea de la relación de cada uno de los miembros de la pareja.

Las dificultades que tal vez no tengáis más remedio que confesar serán los mejores indicios de la necesidad de actualizar vuestro contrato. Indicarán el o los objetivos que no han sido alcanzados. Al llegar aquí, te estoy oyendo casi suspirar: ¡qué cantidad de energías son necesarias para que una relación re­sulte bien! Sí, hace falta energía, tiempo, atención, disponibi­lidad, mucho amor, una gran estima respecto a sí mismo y respecto al otro, un rechazo sistemático de las interacciones

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enmascaradas y una enorme sed de triunfo: pero dispones de todos esos recursos y los utilizas a diario. Son las cualidades que pones a contribución en cada campo de la vida. Y, dado que sabes que existen, no esperes a mañana o pasado mañana para abordar vuestra relación con una mirada nueva. ¿Por qué esperar? ¿Esperar qué?

Tus sectores de dependencia

Así, iréis descubriendo juntos vuestros sectores de depen­dencia en el seno de la relación: lo que hacéis juntos y lo que compartís; las contrariedades a nivel del territorio, del ritmo, de la presencia y de la organización de cada día, vuestros sectores de independencia y autonomía (cuyos criterios y límites para cada uno habréis definido): lo que hacéis sin el otro, lo que compartís con él. Vuestra vida de cada día quedará equilibrada mediante negociaciones su­cesivas (bien sean puntuales o con carácter de urgencia), el respeto mutuo para con las ideas y sentimientos respecti­vos, la aceptación del otro tal cual es (físicamente, etc.), el reconocimiento de vuestras cualidades personales y la con­ciencia que cada uno de los dos tenéis sobre vuestras res­ponsabilidades.

La aplicación honesta y el respeto para con el contrato, las confrontaciones en cuanto pareja, si es necesario, en rela­ción a los suplementos de información y a una postura "meta" respecto al pacto en cuestión (con objeto de adoptar cierta distancia eficaz en ocasiones), la actualización de los compromisos, los estímulos y la alegría por los éxitos, que no hace sino centuplicar la energía, el gozo y el sentimiento de plenitud que experimentéis, serán algunas de las bazas

^g| mejores de que dispondrás para salir airoso en tu relación.

Crédito a voluntad del consumidor

De la estima que nos tengamos a nosotros mismos depen­derá el precio que aceptaremos pagar para conservar nuestra pareja. Si persistimos en querer mantenerla cueste lo que cueste, al precio que sea, eso será problema nuestro y la cuen-

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ta habrá que evaluarla en términos de la estima propia dete­riorada y de una amargura que se convertirán, pronto o tar­de, en una deuda tan considerable respecto a nosotros mis­mos que ya no sabremos a quién dirigirnos para saldarla.

¿Recibes en función de lo que entregas o bien estás abo­nando un precio descabellado por las migajas que es obliga­torio concederte? ¿Crees que te está costando o tienes la sen­sación de que te enriqueces en lo íntimo de tu relación? Si no consigues más que unas migajas (y, encima, a un elevado pre­cio), pregúntate si de verdad le estás dando a tu compañero la impresión de que vales más y comprueba si estáis seguros de no merecer algo mejor.

Tu valía personal no es un mito y, si en ocasiones te asaltan dudas acerca de ello, mírate en un espejo enunciando en voz alta todas las cualidades que encuentres. Verbaliza todo cuan­to constates en ti de apreciable y válido, física, intelectual y moralmente, sin complacencia ni falsa modestia. Si aún nece­sitas más argumentos, recuerda lo que otros piensan de ti (fa­milia, relaciones, amigos, etc.) y sé capaz de respetar su juicio. Háblate con amabilidad: eso que sabes hacer con los demás, empieza por aplicártelo a ti mismo.

Expectativas poco recomendables

Hay necesidades que son poco útiles -y hasta nocivas- de cara a la relación armónica. Se trata de las exigencias que van en el sentido de una perturbación -si no ya de una ruptura-de dicha relación, dado que son imposibles de cumplir.

- Mi compañero ha de responder a la imagen ideal que me he forjado de él, hora tras hora y día tras día; si no lo hace, de­mostrará con ello que me ha engañado acerca de cómo era.

- Mi compañero ha de satisfacer todos mis deseos, necesi­dades y expectativas. No debe estar disponible más que para mí.

- Mi compañero ha de estarme ensalzando en todo mo­mento.

- Mi compañero, si de verdad me quiere, tiene que adivi­nar todas mis necesidades, y responder a ellas.

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- Yo tengo que ser algo prioritario para él, en todas sus op­ciones y decisiones. Nadie más que yo debe contar con él.

- Mi compañero debe realizar cuanto sea preciso para mantenerse tal cual era cuando le conocí, física, intelectual y moralmente.

- Mi compañero tiene que acomodarse a mi propia evolu­ción, a mis cambios.

- Cuando reflexiono sobre mi relación, veo lo que me da y lo que no me da -evito tomar en consideración que yo, por mi parte, no aporto nada.

- En una relación, si es necesario realizar esfuerzos, ello %i| quiere decir que no es tan buena como debiera

EL ARTE DE AMAR

Al margen de todo eso, cuando el otro te moleste, cuando a veces resulte difícil soportarle (con todas sus manías que ya no te confunden o te impresionan menos), piensa honrada­mente en todas las cualidades que encuentras en él -y díselas en el momento que juzgue oportuno. ¿No lo amas todo en él? Lo esencial estriba en amar, en saborear cuanto encuentres de amable, sabroso y grato y... ¡en actuar sobre el resto!

De este modo, tu relación ya no será un yugo que hay que soportar un día tras otro puesto que tan sólo subsistirán aquellas obligaciones que tú deliberadamente has elegido y que, por esa misma razón, dejan de ser obligaciones: ni sumi­sión, ni relaciones de poder, ni dominado y dominador, ni go­bernante y gobernado. Se trata de un acuerdo entre dos, fun­dado sobre la autonomía, el respeto y la plenitud de uno y otro a fin de que cada uno de ellos acceda a lo mejor que hay en él, pues desea y sabe que ése es también el deseo del otro.

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Lo observable y lo observado

El arte de amar supone también cobrar conciencia de lo que se ama. Cada individuo tiene sus propios criterios para evaluar si ama, si es amado y si la relación que mantiene es correcta. En efecto, cuando le asignamos un significado a lo que estamos viviendo, evaluamos la situación de conformidad con unos determinados criterios y reaccionamos (mediante nuestra con­ducta o nuestras emociones) sobre la base de esa interpreta­ción. Nuestros criterios responden, pues, a una serie de valo­res que condicionan el juicio que efectuamos acerca de las personas y los acontecimientos. En consecuencia, considera­mos que la evaluación en cuestión resulta positiva siempre que satisfaga tales criterios y negativa cuando lo logre.

Por otro lado, nuestra percepción de una situación no pue­de llevarse a cabo sino en función de esos criterios, que vie­nen a ser como una especie de filtros ya que no nos es posible evaluar un acontecimiento (o una actitud o palabra) más que comparándolos con nuestro sistema de valores, que son las únicas referencias de las que aceptamos fiarnos. Nuestros cri­terios hacen coherente la visión del mundo que adoptamos y conviene conocerlos para valemos de ello en orden a mejorar la comunicación de la pareja.

Tus criterios

Estás en condiciones de descubrir qué es en verdad funda­mental y significativo para ti dentro de vuestra relación: se trata de tus criterios, eso que, cuando no queda satisfecho, te demuestra que tu pareja no llena tus expectativas.

Puedes confeccionar una relación con los criterios principa­les, a tu juicio, de cara a una "buena relación" ("buenos" se­gún tu concepción del mundo) planteándote las siguientes cuestiones (las respuestas ganarán si son precisas y están enunciadas en términos de conducta, en términos de "ha­cer" y no de "ser"):

- ¿Cómo sé que le amo?

- ¿Cómo, mediante qué señales, sé que soy amado?

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- ¿Qué hago para que la otra parte sepa que le amo?

- ¿Mediante qué señales conozco que soy respetado?

- ¿Cómo sé que experimentamos placer por estar juntos?

- ¿Cómo sé que nuestra relación es buena?

Una vez que hayas respondido (tal vez sea necesario tiem­po) a estos interrogantes, clasifica las respuestas por orden de importancia.

Por fin, ante cada criterio descubierto, pregúntate que es lo que significa para ti, lo que tal criterio prueba acerca de ti, de tu compañero y de la propia relación.

Al proceder de este modo, llegarás a desterrar algunas de tus creencias...

Ni que decir tiene que también estaría bien que tu compa­ñero efectuara el mismo estudio y que podéis intercambiar con utilidad las respuestas.

Precisamente sobre la base de nuestros criterios es como descubrimos y etiquetamos la manera de proceder de la otra parte de la pareja. Cuando dejamos de constatar que tales criterios quedan satisfechos, nos esforzamos en poner de re­lieve todos los que no lo están, pasando así de una sucesión de emociones positivas a un embrollo de reacciones negati­vas: el filtro de nuestras percepciones ha cambiado, y ya no retenemos sino aquellas situaciones en las que no quedan satisfechos dichos criterios. Llegado este momento, la rela­ción se halla en peligro.

Ahora bien, antes de enfrentarse con un cambio tan pro­fundo, han tenido que producirse una serie de experiencias desagradables. Los interrogantes que conviene que nos plan­teemos en tan penosos momentos pueden asemejarse a éstos: "Cuando él hace o dice eso, ¿qué es lo que me está demos­trando acerca de sí mismo, de mí o de nuestra relación?", o: "¿Cuál es el criterio que no ha quedado satisfecho ahora? ¿Es muy importante?"

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Criterio de la certeza

Todas la respuestas son tus propios criterios de evaluación (pregúntate, asimismo, si son realistas, susceptibles de ser atendidos, si caen dentro del terreno de lo posible, si todos ellos merecen la pena y cuáles son los que más te llegan al al­ma). Es importante conocerlos -en particular cuando experi­mentes cierto malestar. Por ejemplo, el marido de Carolina no le ha llevado a ésta su desayuno a la cama, lo cual constituye uno de los criterios de la amabilidad de Franck. ¿Acaso ese criterio no satisfecho es prueba de que Franck ya no es ama­ble? ¿No puede ser que no haya tenido tiempo? ¿Tal vez ha­bía un motivo válido para no hacerlo, con independencia de su relación para con Carolina? Pero ésta se siente frustrada en su ritual matutino (que, a su vez, es un criterio de la buena re­lación en cuanto pareja). Si se detiene ella en su desagrado sin formularse ninguna pregunta, es posible que se sienta enco­lerizada contra Franck. También cabe que se cuestione por qué él no la ha satisfecho esa mañana y que encuentre en las respuestas una posibilidad de incrementar el campo de lo que ella puede aceptar de parte de Franck -sin dejar de res­petar los propios criterios; de este modo podrá flexibilizarlos y diversificarlos reconociendo que la infracción de la mañana no quita nada a la amabilidad de Franck.

La mano verde

El arte de amar es todo eso y mucho más; supone también conocerle al otro el derecho a ser lo que es, a vivirlo y enrique­cerlo -y de ser feliz de compartirlo contigo, vivir a una contigo.

El arte de amar supone también considerarse a sí mismos como otras tantas plantas verdes: éstas tienen necesidad de oxígeno, luz, agua y muchos cuidados. Conviene hablarles, regarlas, proporcionarles ciertos productos que enriquezcan el mantillo. Y no basta con decirles que uno las quiere: es me­nester demostrárselo. Tener la mano verde supone un arte que reclama un aprendizaje diario que se va mejorando día a día, aunque esté uno dotado para ello. Si el amor y sus virtu-

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des son la base de la relación (la tierra rica y fértil de vuestra vida como pareja), conviene alimentar dicha tierra y deposi­tar en ella las simientes para luego recoger las cosechas...

Hay plantas que gozan de la capacidad de resistir fuertes inclemencias del tiempo si se hallan bien sustentadas y sufi­cientemente abastecidas de luz. La luz de vuestra relación es la energía que le consagráis vosotros dos. Te emocionarás ante los nuevos retoños y contarás las hojas nuevas: tu pareja va evo­lucionando, a su ritmo, a ese ritmo que vosotros le conferís a una con vuestra confianza compartida (¡porque sois dos en prodigarle cuidados!). El arte de amar sigue siendo -¿y espe­cialmente?- el agrado por vivir: reír, llorar, cantar, dormir, sa­borear los placeres y secar las lágrimas con el calor de la ter­nura, sentiros confiados de vuestra capacidad para amar y para ser amado y conseguir gozar con ello; el agrado por vivir abra­zados por la cintura, por estar juntos y gustarlo y elegirlo ca­da mañana -decírselo y repetírselo- y el gusto por la propia valía y por la del otro.

El arte de amar supone también amarse por ser tan amado y por saber amar tan bien.

Tengo ganas de decirte

He aquí una serle de interrogantes que te posibilitarán que seas más concreto cuando le asegures a tu pareja que te sientes a gusto con ella, que vuestra relación es única y re­alizadora. Tus respuestas constituirán los argumentos que te confirmen en tu opción y la garanticen en lo suyo.

- ¿Qué es lo que más aprecio dentro de nuestra relación?

- ¿Qué es lo que hace que dicha relación tenga tanta im­portancia en mi vida?

- ¿Cómo repercute sobre la confianza que tengo en mi mismo?

- ¿Qué es lo que hace que, cada día, me sienta dichoso cuando menos por unos instantes?

- ¿Qué es lo que hace que me sienta más tranquilo, más optimista y más relajado cuando pienso en nosotros?

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- ¿Qué es lo que hace que trabaje mejor, que resulte más eficaz y más motivado?

- ¿Qué es lo que hace que tenga en mi cabeza numerosos proyectos, que mi vida relacional resulte tan rica?

- ¿En qué contribuye mi relación a todo esto?

Respuestas que conviene intercambiar cuanto antes.

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Contemplar la vida con el gran angular

Revisión general

Al comienzo de la presente obra, evocábamos la noción de visión del mundo, única para cada persona. Con no poca fre­cuencia esta visión del mundo (compuesta por el conjunto de nuestras creencias, experiencias y programas) es la que nos hace factible que consideremos los acontecimientos y los in­dividuos que nos rodean y que ellos supongan una mirada más o menos positiva, más o menos favorecedora. Ella será la que nos sugiera nuestros actos, modalidades de conducta pensamientos y sentimientos. Un hecho no tiene otra impor­tancia que aquella que uno tenga a bien otorgarle. Nuestras reacciones (en términos de emociones, sentimientos y con­ductas) serán las que nos demuestren cómo lo hemos inter­pretado.

Julio y Martina

Julio, por ejemplo, llega con media hora de retraso a la cita que Martina le ha dado; de acuerdo con la visión del mun-

\ do de ésta, podrá pensar que él no la ama, que no resulta ü importante para él, que se encontraba con otra mujer, que

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ella no le inspiraba confianza, que él es un irresponsable (la puntualidad podría muy bien ser entonces uno de sus cri­terios de elección de cara a un "buen" compañero). Cabe también que piense que él se ha retrasado por alguna cita, algún atasco o cualquier otro suceso imprevisto. Puede también no pensar nada en absoluto y sentir tan sólo una li­gera impaciencia. Hasta puede aprovecharse de eso para robustecerse sobre algunas creencias acerca de ella misma pensando "no valgo nada, me hace esperar", o acerca de él "no cuento nada para él", o acerca de su relación "nuestra pareja viene después de su vida profesional". Será Martina quien atribuya un sentido peculiar al acontecimiento y, con toda probabilidad, actuará de conformidad con ese signifi­cado otorgado al retraso de Julio.

De este modo, Martina mantendrá la coherencia de su uni­verso interno perpetuando sus creencias acerca de ella, de Julio y de su relación para con él y asociando el retraso a una "verdad" sobre ella, sobre él o sobre la relación, siendo así que dispone de múltiples opciones de atribución de sig­nificado para ese evento concreto. Para reconsiderar sus creencias, podría emitir otras hipótesis o explicaciones, o buscar ejemplos (dentro de su propia experiencia o en otras) que demuestran que un retraso puede significar algo distinto, o bien pensar que, en la visión del mundo de Julio, el hecho de llegar tarde no hace referencia más que al re­traso en sí mismo y a nada más. Antes incluso de sentirse a disgusto basándose en su interpretación, Martina podría preguntarse: ¿Cómo sé que no me ama? ¿Que no soy im­portante para él? etc.; o bien: ¿El hecho de llegar con retra­so en qué prueba que ya no cuento para él?

REVISAR LAS REGLAS Y CREENCIAS

Las creencias consti tuyen, sin duda , los cimientos de nues­tra visión del m u n d o y nos servimos de las experiencias que v iv imos pa ra consolidarlas, ya que todos tenemos una g ran capacidad de adherirlo todo a cualquier cosa - c o m o el retraso de Julio a su falta de amor respecto a Martina...

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Si ésta hubiera utilizado otro filtro para interpretar y eva­luar esa situación, su concepción del mundo se habría visto ampliada en beneficio propio. Nuestra experiencia de la vida viene originada por aquello que estimamos verdadero, posi­ble e importante; de ahí que esté en nuestras manos mejorar de forma considerable la calidad de vida actuando en tres campos: respetar y hacer que sea respetada nuestra visión del mundo; reconsiderar nuestras reglas y creencias cuando las juzguemos limitadoras, y abrir de par en par nuestra capta­ción del mundo a fin de mirar la vida con el gran angular.

Ejercicios de flexibilidad

Muchas reglas serán útiles tanto para ti como para la rela­ción y no cabe imaginar una persona que pudiera vivir sin ninguna regla ni creencia (también esto es fácil que suponga una creencia, y no me molesta). Sin embargo, suele venir muy bien pasarles revista, dirigiéndoles una mirada nueva y obser­vando su eficacia y sus límites.

Repara en las reglas de vuestra pareja: sin duda necesitarás tiempo para lograr que emerjan y salgan a la luz. Sin duda, no todas ellas aparecerán, pues muchas son implícitas y ade­más hay gran cantidad de ellas: cubrirán todos los ámbitos de vuestra vida diaria -el gobierno de la casa, el presupuesto de gastos, la comunicación (en su sentido más amplio: verbal y no-verbal, lo que se dice y lo que no se dice, los tabúes y lo que está autorizado), la organización de los tiempos libres, los terrenos del "yo", el "tú" y el "nosotros", los rituales (Na­vidad en casa de tus padres, Año Nuevo en la de los míos, etc.), la sexualidad, etc.

Una vez descubierta una, puedes preguntarte cómo se in­trodujo en vuestra vida privada, y luego hazlo por la función que desempeña (¿Para qué sirve? ¿Qué obstaculiza? ¿Qué aporta?). Dejando que hable la memoria, podréis dialogar so­bre lo que ocurrió cuando se vio infringida (la violación de una regla es un buen medio para descubrir su existencia): ¿se produjo una censura, un castigo, cierta sensación de culpabi­lidad, algún peligro para la relación, malestar...?

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Cuando hayas localizado varias que se te antojen impor­tantes, vete tomándolas una a una y comprueba si hay algu­nas entre ellas que sean opresivas o, simplemente, inútiles, confusas, caducas, parciales o rotundamente nocivas por lo que respecta a vuestra realización personal o a la de la pareja. Después de haberlas pasado por esa criba honesta, rigurosa y (¿por qué no?) no desprovista de su poquito de humor, con­serva aquellas que te parezcan beneficiosas y convenientes en el momento presente, y toma la decisión de volver a conside­rarlas si llegas a no encontrarlas, por cualquier motivo, apro­piadas para vuestra evolución individual o como pareja. Es­tudiad juntos los cambios y modificaciones que podéis aportar a las reglas que no os satisfagan (parcial o totalmente: en este último caso, decidles adiós sin más proceso). Aten­ded, sobre todo, a transformar los "siempre hay que..." o "nunca hay que..." en "estaría mejor, cuando lo pida la situa­ción...", "sería preferible...", etc.

Modulad vuestras reglas quitándoles todo carácter sistemático; aprended a realizar transposiciones de una gama a otra y manteneos en contacto con vuestra creatividad a fin de mati­zar lo más posible. Así, pasaréis de un reglamento imperativo y petrificado (que incitará sin remedio a las transgresiones, co­mo cualquier ley rígida) a una guía revisable de la relación más acomodada a lo que estáis viviendo aquí y ahora. Si a veces te resulta molesto descubrir todas las reglas de vuestra vida co­mún, bastará con permanecer un poquito vigilante para des­cubrirlas a medida que se vayan presentando; con objeto de ayudarte en tal cometido, escucha con atención todo cuanto, en tu comunicación verbal, pueda asemejarse a un precepto y que se valga de giros tales como "deber", "ser preciso", etc.

Creencia! regla de Fortunato

Fortunato se siente torturado por una regla que tiene re­percusiones negativas sobre su pareja. Esta regla en cues­tión reza así:

- Mi mujer debe gozar de buena salud, debe tener energía.

Cuando le pregunto:

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- Y si tu mujer no se encuentra bien de salud o carece de energía, ¿qué quiere eso decir para ti?

- Eso significa que no está bien...

- De acuerdo que ella no está bien; pero, ¿puedes añadir­me algo más?

- ¡Claro! Si no está bien, es que no se siente feliz, ¿no?

- No lo sé.

- Por supuesto que cuando uno goza de buena salud, cuando está con energía, ¡quiere decirse que no hay duda de que es feliz!

- Por lo tanto, si tu mujer no está bien de salud, si carece de energía, ¿demuestra eso que es desgraciada?

- ¡Seguro! Siempre se encuentra cansada, ¡y eso quiere de­cir que es desgraciada! Y si es desgraciada, significa que no es feliz por vivir conmigo, puesto que no me ama ¡y que tal vez no sea un buen marido!

- Si he comprendido bien, me estás sugiriendo que tu mu­jer tiene que gozar de buena salud y energía, y si no ¿eso demuestra que tú no eres un buen marido?

- Sí, eso es precisamente lo que creo.

Teoría de la relatividad

Por otro lado, si tropiezas con algunas reglas cuya infrac­ción te inquieta (por ejemplo, la expresión de determinados sentimientos o peticiones), tienes en tus manos la posibilidad de "pasar tus reglas por un crisol" y seguramente que tus te­mores disminuirán, hasta llegar acaso a desaparecer por completo.

Una regla de Estefanía

Estefanía es consciente de que obedece a una regla que la perturba en gran manera y que ella formula en estos tér­minos: "No debo decepcionarle jamás a Boris, de lo con­trario él podría rechazarme." He aquí lo que ella podría

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decirse a sí misma, a poder ser en voz alta: "Soy capaz de ; no decepcionar jamás a Boris".

Al oírse hablar en tales términos, acaso se pregunte si es coherente del todo con lo que está diciendo; sus senti­mientos pueden patentizar cierta incongruencia entre aquello que verbaliza y sus sensaciones. Esto supuesto, de­berá añadir, siempre en alta voz: "Puedo decepcionarle a Boris en ocasiones".

Al hablar de este modo, es posible que experimente una sensación molesta, cierta especie de aprensión ya que adi­vina que ha infringido con claridad más de una vez la regla en cuestión. Eso no supone ningún descubrimiento para ella, toda vez que sabe que, a pesar de ello, Boris no la ha rechazado. Ahora está en condiciones de expresarse de la siguiente manera: "En estas tres circunstancias le decepcio­né a Boris:

- cuando me corté el pelo, siendo así que a él le gusto más con el pelo largo;

- cuando dejé de practicar el "jogging" junto con él;

- cuando organicé una cena a solas con él para su cumple­años, sabiendo que a él le habría gustado más una gran fiesta".

"Si, ya sé que le decepcioné y que él no me rechazó. Mi re­gla es inútil pues soy consciente de que puedo no seguirla; aun cuando, si la hago más flexible, podrá ayudarme a res­petar las expectativas de Boris".

Cuando lo absoluto se convierte en relativo, cuando desa­parece la obligatoriedad, Estefanía se siente aliviada de ver­dad, desculpabilizada -¡y, a pesar de ello, no se lanzará a lle­var a cabo todo lo que es capaz de hacer para decepcionar a Boris! Su regla ya no supone una ley estricta y definitiva y las consecuencias de su transgresión no son temibles; Estefanía tiende a expresarse con mayor libertad.

Hay reglas que son susceptibles de ayudar al desarrollo de los miembros de las pareja y a ésta en cuanto tal:

- Viene bien revisar con regularidad las reglas de la relación;

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- Cuando una de las partes descubra una regla que le pa­rece injusta o inadecuada, puede intervenir para lograr cier­tas modificaciones;

- Más vale una regla explícita que una implícita.

Pero no se trata precisamente de reglas: son más ciertas "ayudas" que favorecerán la buena marcha de vuestra vida entre dos; podéis encontrar muchas más.

Las cuentas de César

Lo que ha sido posible hacer con la reglas, puedes emplear­lo para tus creencias. El simple hecho de sacarlas a la luz (lo cual suele ser a veces menos sencillo que con las reglas dada la multiplicidad de sus formulaciones) te ayudará a com­prender mejor determinados modos de proceder y algunas de tus respuestas reaccionales a ciertas actitudes o palabras de la otra parte.

La nueva imagen del halcón

Veamos una sabrosa historia de creencia:

"Un día, Nasrudin encontró un halcón posado en el alféizar de su ventana. Era la primera vez que el Mulla veía un ave de esa especie. Daba la impresión de que estaba muy cansado.

- ¡Pobre viejo -dijo Nasrudin-, cómo te han podido dejar en semejante estado! Recortó las garras del halcón, le cortó el pico bien derecho y le igualó las plumas.

- ¡Ahora -dijo Nasrudin- das la impresión de ser una au­téntica ave!"

(tomado de Les Exploits de Vincomparable Mulla Nasrudin, por Idries Shah).

No es cuestión de suprimir creencias, sino más bien de ampliarlas a fin de contemplar la vida con el gran angular y, por lo mismo, amplificar el campo de visión. En nuestra vi­sión del mundo, demos preferencia al gran angular sobre el teleobjetivo.

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Como resultado de un descubrimiento en el campo de tus creencias, cabe también que te preguntes si algunas de ellas te pertenecen como propias o si otras, en cambio, no forman parte de una herencia que en modo alguno estás obligado a aceptar. Eres libre, asimismo, de inventártelas a tu medida, si se te antojan mas fértiles. Cuando las encuentres, puedes también pensar en entretenerte sobre cada una de ellas y bus­car algunos ejemplos en su contra de suerte que, de creencias limitadoras, pasen a convertirse en unas guías eficaces. Las generalizaciones (a veces apresuradas) se transformarán en "ideas-consejos" adaptables a las circunstancias.

Volvamos sobre el ejemplo de Estefanía. Tiene también co­mo creencia: "Si le decepciono a Boris, eso demostrará que soy una mala esposa, una egoísta". Es poco probable que se formule su creencia (que se traduce en actitudes y en ansie­dad) en términos tan claros; pero, con cierta reflexión sobre sí misma, puede que llegue a cobrar conciencia de ella, valién­dose de esta sencilla formula: "Si hago esto o aquello, ¿qué demostrará respecto a mí?" A la vez y en primer lugar, puede buscar algunos ejemplos, en su propia experiencia o en las de otras personas que conozca, que demuestren que una puede decepcionarle a su marido sin ser un monstruo de egoísmo o algo por el estilo; nadie es perfecto, ni siquiera la mejor espo­sa o compañera que exista en el mundo. Una vez hallados ta­les ejemplos, estará en condiciones de moderar su creencia juzgando que "es preferible" no decepcionar a Boris, y sin embargo, si llega a hacerlo, no por ello será una mala esposa. Le habrá decepcionado, y nada más. Podrán hablar de ello, en términos de actuar y no de ser (decepcionar no significa ser decepcionante): ni Boris la censurará ni ella se culpabili-zará. ¿Es que acaso Boris es tan frágil como una estatuilla? ¿No es capaz de soportar una decepción? Dado que una creen­cia acarrea la otra, nos detendremos aquí.

Hay ciertas palabras, o, mejor, ciertas expresiones que po­nen en evidencia creencias como: "x prueba con claridad y...", "x demuestra y..", etc.; por ejemplo: "Puesto que no estás de acuerdo conmigo, se sigue que no me amas", o: "Veo con cla­ridad que estás de mal humor esta noche, te has puesto el pi-

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jama viejo ¡y ya sabes que me horroriza!", o incluso: "Si fue­ra importante para ti, ¡no te irías a andar en bici todos los do­mingos!", etc. Busca la referencia directa... ¡o deja de lado la creencia! Matizar las propias reglas creencias no quiere decir cambiar la visión del mundo sino ampliarlo todo mantenién­dola única.

AMPLIAR EL MARCO

"Aprendo, luego existo"

El significado que le otorgamos a un suceso depende sobre todo del marco en cuyo interior lo contemplemos.

A lo largo de toda tu vida, desde tu más tierna infancia, has ido acumulando numerosas experiencias de aprendizaje, consciente e inconscientemente. Dicha facultad de aprender es un recurso inagotable que no se interrumpirá más que con tu último aliento y que, lo sepas con claridad o no, estás utili­zando día tras día -aunque no fuese más que para adaptarte a los cambios, técnicas, climas, nuevas habilidades, etc. Este es lo que tú quieras que sea -o acercarte a ello lo más posible (quedando el ideal en el ámbito de... lo ideal).

¿Eres acaso de la opinión de que no puedes hacer nada, que no serviría para nada, que es demasiado tarde, que uno no puede rehacerse, que eres como eres (en esto tienes ra­zón) y que no es posible que actúes de otra manera, etc.? Es fácil que no lo recuerdes, ¿pero cuántas caídas hubiste de soportar antes de ser capaz de sostenerte sobre las dos pier­nas y corretear bajo la admirativa y emocionada mirada de tus padres? ¿Cuántos rasguños y moratones fueron necesa­rios para disfrutar del placer de los patines, la bicicleta, el esquí, etc.? ¿Cuántas pruebas, ensayos, intentos y fallos no fue preciso llevar a cabo antes de saber leer, escribir, contar, etc.? Todos esos aprendizajes -entre otros muchos- fueron imprimiendo en ti ciertos automatismos: has olvidado que sabes, simplemente actúas. Aprender es la más rica y la

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más hermosa cualidad de todo ser humano; aun los errores y fracasos están llenos de enseñanzas.

Sin detenerte por más tiempo en tu pasado (lo que de él has hecho en tus pensamientos de acuerdo con el recuerdo de las percepciones e interpretaciones de entonces), puesto que con harta frecuencia suele servir de excusa para no avanzar y evitar experimentar nuevas maneras de actuar, imagínate tu vida futura, junto a la persona que amas y te ama. Recuerda que es peligroso conducir mirando sin cesar por el retrovisor, basta con unas cuantas ojeadas; o, incluso, no tomes de tus experiencias anteriores más que lo que pueda resultar útil hoy en día -sin aguardar a estar más en forma, a un traslado, a haber cambiado de trabajo, a las próximas vacaciones o a cualquier otra perniciosa razón para seguir pasivo. Sigue los consejos del poeta y "recoge ya desde hoy las rosas de la vi­da"; mañana será otro día. Aprende a ver, a desplazar los lími­tes de tu cuadro con miras a encontrarte más a gusto.

¿Qué es lo que te impide pasar ahora al gran angular? Dificultades y problemas los encontrarás a lo largo de toda tu vida (solo los muertos no tienen ninguna preocupación): no sirve de nada vagar por lo ingrato, por el displacer y resignarse hasta que todo discurra bien. Si tal día llega, tanto mejor, no tendrás ya necesidad ni ganas de hacer nada -a no ser apro­vecharte de él. ¿Pero llegará por sisólo ese día? ¿Tomarás la de­cisión de batirte en retirada en tu relación? Me parece que no.

Sin quejas por el pasado (tanto más cuanto que, si lo miras bien, con tus gafas rosas, puedes descubrir en él tesoros que tenías escondidos) y sin ilusiones utópicas de cara al futuro, es preferible actuar en y sobre el presente, modificando aque­llo que sea modificable, sin pensar sin embargo que es nece­sario desecharlo todo (todo es bueno o malo, blanco o negro). Hasta que se demuestre lo contrario, que algo no sea "bueno" no implica por fuerza que sea "malo". Entre ambos extremos, existe una multitud de matices que encontrarás al reconside­rar cada faceta de una experiencia de tu compañero o de ti mismo. Eres más de lo que piensas que eres -al igual que él: ¡te quedan tantas cosas por descubrir acerca de ti y de él!

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El peso de las palabras

Para ver de otra manera y ensanchar el cuadro, dispones de la posibilidad de utilizar una serie de palabras nuevas pa­ra describir un mismo acontecimiento: tu compañera "sus­ceptible" puede convertirse en "sensible" y "delicada"; tu compañero "de voz un poco fuerte" será "entusiasta", toma­rá las cosas a pecho, será lo contrario a la indiferencia... Si cambias tu manera de mirar y de hablar (los pequeños co­mentarios que uno tiene de ordinario en su cabeza), sentirás de modo diferente: tus sentimientos cambiarán. El entusiasmo no consiste tanto en ir hacia lo desconocido sino en reconsiderar qué es lo que uno cree conocer.

El joven Shaman

Erase una vez, allá en Mongolia, un joven shaman. Era reco­nocido por su hipersensibilidad, su carácter solitario, reser­vado y soñador, por su capacidad de padecer el sufrimiento de los demás, por su tendencia a vivir muchos aconteci­mientos ordinarios como otras tantas pruebas difíciles.

Una noche, durante un sueño, vio aparecerse una criatura llena de poder y de alegría que le preguntó cuál era su de­seo más profundo. El joven shaman respondió: "Conocer los secretos del infierno y del paraíso". Al punto, fue trans­portado al infierno.

Ante todo, se sintió sorprendido, ya desde la puerta, por un olor delicioso y apetecible, y más aún al contemplar a quin­ce personas sentadas a la mesa ante los manjares mas refi­nados y exquisitos que el pobre shaman no se hubiera atre­vido ni siquiera a imaginar nunca. Ahora bien, vio asi­mismo cada una de aquellas personas tenía una gran cu­chara, asida con la mano, demasiado grande para llegar a la boca. Estaban todas ellas obligadas a contorsionarse, de­rramando la comida sobre sus vestidos y sin llegar a gustar siquiera de tantas maravillas.

Descorazonado ante semejante visión, el joven shaman le suplicó a la extraña criatura llena de fuerza y de alegría que le condujera al paraíso. Y, a las puertas de éste, se sintió to­davía más sorprendido al percibir el mismo olor maravillo-

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W so, y luego al contemplar la misma mesa y otra quincena de convidados sentados a ella alrededor de otros platos tan re­finados y exquisitos, con idénticas cucharas demasiado grandes adheridas a la mano de cada uno.

Eso no obstante, se trataba sin duda del paraíso: cada uno, tomando los manjares de los platos, llevaba la cuchara a los labios de su vecino.

Por ejemplo, si fuerais amigos y no los dos miembros de una pareja, ¿qué podríais decir el uno del otro? Si sales del marco de la pareja para contemplaros y conoceros de otra manera, sin tener la vista alterada por las cuadrículas de pa­peles y creencias, sin pretender asemejaros cueste lo que cueste y sin decidir ocultar las diferencias (ya que no deja de suponer una ilusión que dos personas puedan poseer una vi­sión del mundo perfectamente idéntica -¡y qué aburrido re­sultaría si fuera posible!), descubrirás unos mundos, unos universos cuya existencia ni siquiera sospechabas. Te encon­trarás con una persona muy viva, única, en ocasiones desco­nocida bajo ciertos aspectos -¿y qué cosa más vivificante pa­ra vuestra andadura común que tales descubrimientos? ¡Y qué alegría iniciarle a la otra parte de la pareja en el propio universo de uno! Hasta es posible que descubras aspectos de tu propia personalidad que habían quedado en la sombra y que el otro te habrá ayudado a descubrir.

SER EL VIENTO Y NO LA HOJA

Ser una minúscula hojita flotando y girando a voluntad del viento (cuando ya no existen distintos ni contrarios, ¡qué más da!), revoloteando primero en un sentido y luego en otro, subiendo y bajando hasta depositarse en cualquier sitio, allá donde se confundirá con todas las demás hojitas pronto enterradas en el suelo para un olvido definitivo, no resulta ciertamente una suerte envidiable; ¿a quién le importa nada? ¡Ni siquiera a ella misma!

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En cambio, si decides ser el viento y no la hoja, elegirás el sentido de tu soplo; no dependerás más que de ti mismo manteniendo alerta a tu dirección. Así te convertirás en actor de tu relación -único medio para no sufrirla.

Contemplar la vida con el gran angular supone conceder­se la libertad de elegir, de elegir conscientemente las propias opciones, no las de los demás (padres, familia, amigos o com­pañero). Elegir en función de lo que tú eres, de lo que piensas y sientes, elegir lo que quieres y sin tener en cuenta teorías que no son tuyas, que convierten en previsible tu conducta de acuerdo con los acontecimientos que vivas, impidiendo toda flexibilidad de respuesta a cuanto suceda a las situaciones que vivas, a las personas con las que estés, etc.

Ventana y privilegio tuyo como adulto es el poder afirmar y expresarte tomándote en consideración a ti mismo y no a un papel que se esperaría de ti, a un ritual (que te vieras obli­gado a observar sin otro motivo que la fuerza de la costum­bre) y tampoco a ninguna regla que tú no hubieras elegido.

Optar, adoptar, cooptar

Contemplar la vida con el gran angular equivale a elegir sentirme libre, "estar solo cuando lo deseo, compartir si es mi voluntad"; elegir es sentirme libre para mostrarme tal como soy, sin "ceñirme" a una imagen que quisieran pegar sobre mí; elegir es sentirme libre de defenderme cuando experi­mento necesidad de ello y disfrutar de la intimidad de otra persona, si ése es mi auténtico placer. Elegir es sentirme libre para decir a alguien al que quiero "he aquí el límite de tu do­minio de influencia y el comienzo del territorio en el que cui­daré de mí mismo l".

Elegir es asumir mis opciones: son decisiones propias mías y yo, únicamente yo, soy su responsable, puesto que me perte­necen, con independencia de cuáles sean las consecuencias.

1 Dr. G. Bach y R. Deutsch, Arrete! Tu m'exaspéres, Le lour Editeur,

1985, p. 138.

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Elegir es otorgarme la posibilidad de elegir: multiplicar mis opciones de respuesta de cara a un mismo suceso, a una misma situación. Las que dictan mis reacciones ante lo que me pueden decir hacer son mis opciones de respuesta.

Elegir es saber proyectar soluciones personales, nuevas, convertidas en más eficaces por la experimentación que he te­nido de ellas; elegir es poder decirme: "Por costumbre, en es­te caso, yo suelo reaccionar así o de la otra manera, y, si no quedo satisfecho, decido hacer otra cosa, aunque me pueda equivocar; me preguntaré qué es lo que deseo con exactitud obtener en esta situación bien concreta y cómo puedo conse­guirlo"; elegir es incrementar el registro de mis maneras de proceder, de mis actitudes, interpretaciones y precauciones. Si me falta un poco de imaginación (a fuerza de no disponer más que de una opción restringida, mi creatividad está algo apagada pensaré en algunas personas que conozco, que pre­cisamente consiguen aquello que deseo y me ayudaré de su modelo; o bien me hablaré como si mi mejor amiga acudiera a solicitarme un consejo; al proceder así, iré multiplicando progresivamente mis posibilidades y seré capaz de elegir mejor ya que dispondré de la opción entre varias soluciones. Saber, cobrar conciencia del hecho de que uno puede actuar de otra manera da pie a considerar el mundo de un modo más libre y más satisfactorio: supone ver la vida con el gran angular. Variar las propias opciones es acceder a una mayor libertad.

Elegir es negar a cualquiera un poder sobre mí si no lo he decidido yo deliberadamente: poder de hacerme sentir a dis­gusto, de juzgarme, de controlar mis ideas y sentimientos; de impedirme que me exprese y que actúe; de "decidir" mis de­cisiones; de no molestarme en mis opciones, mediante pre­siones de todo tipo o mediante el sufrimiento que mis opcio­nes podrían acarrear. Si delego estas opciones en otras personas, aun en mi compañero al que amo, y en otros pode­res incluso, al no proteger mis propias fronteras (por defecto de estima de mí), ello será también opción mía del momento y tan sólo me quedará la de cambiar dicha situación.

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Conclusión

Tu realidad es aquella que te vas construyendo tú mismo diariamente: ten confianza. Tal como eres, hoy en día, ya que estás vivo y sientes satisfacción por vivir, por vivir bien, por amar, estas en condiciones de actuar ahora para llevar la vida que elijas vivir. De este modo tu visión del mundo resultará más adecuada con la que sueñas: la edificarás y enriquecerás según tus propias creaciones. En la actualidad, eres capaz de imaginar, de inventar y de decirte:

"Quiero poder amarte sin asirme Apreciarte sin juzgarte Reunirme contigo sin invadirte Invitarte sin insistencia Dejarte sin culpabilidad Criticarte sin reprobación Ayudarte sin disminuirte Si quieres tú concederme eso mismo Entonces podremos En verdad encontrarnos Y crecer uno y otro"

Virginia Satir

Y si tú lo quieres, ¡no será un sueño!...

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índice

Introducción 7

PRIMERA PARTE: LA PAREJA CHOQUE DE DOS VISIONES DEL MUNDO

1. Cada ser humano supone un sistema programado . 11 El programa genético 13 El programa familiar 16 El programa cultural 25 La experiencia personal 33 La visión del mundo 39 "Yo", "Tú", "Nosotros" 41

2. La elección del otro 45

SEGUNDA PARTE: PARIDAD, ESTANCAMIENTO Y CARENCIA O LAS FUENTES DE ERROR

3. Los sistemas de creencia 53 Creencias acerca de uno mismo 54 Creencias acerca del otro 59 Creencias acerca del amor 60 Creencias acerca de la relación 63 Creencias acerca de las reglas de buena conducta 66 Creencias acerca de los hombres y las mujeres 68

4. El alarde amoroso 71 Lo que quiero que veas de mí 72

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Lo que quiero ver de ti 77 Dos leyes del enamoramiento: parecerse - adaptarse 81 Nacimiento del "Nosotros" 85

5. La pareja desembarca o la emergencia de las reglas . 87 Papeles y funciones 92 Simetría y complementariedad 95 La ocupación del territorio 98 El tiempo en la relación 103 La imagen de la pareja 104

6. El lenguaje del sistema 109 "Estamos de acuerdo por completo" 110 "No quiero saber nada" 114 La expresión de los sentimientos 117 Los dobles mensajes 124 La lectura de pensamiento 127 "Yo no quiero más que tu felicidad" 131

TERCERA PARTE: EL PLACER DE AMAR

7. Cómo comunicarse 141 El miedo a comunicarse 141 Comunicar: una responsabilidad recíproca 144 Es mejor comunicarse 156

8. La comunicación al servicio de la relación 169 Aceptar el permanecer lúcido 169 Aceptar la idea del cambio 176 Negociar eficazmente 180 A cada problema sus soluciones 184

9. Edificar una relación feliz 191 De lo implícito a lo explícito 191 El arte de amar 197

10. Contemplar la vida con el gran angular 203 Revisar las reglas y creencias 204 Ampliar el marco 211 Ser el viento y no la hoja 214

Conclusión 217

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