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I n n
o v a c i ó n S o c i a l
Ander Gurrutxaga: «Recorridos por la innovación»
¿Cómo es
una sociedad
innovadora?
Daniel Innerarity: «La sociedad de la Innovación»
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Edita: Innobasque - 2009
Agencia Vasca de la Innovación
Parque Tecnológico de Bizkaia
Laida Bidea 203, 48170 Zamudio
Depósito Legal: BI-2752-09
Los contenidos de este libro, en la presente edición, se publican bajo la licencia:
Reconocimiento–No comercial–Sin obras derivadas 3.0 España de Creative Commons
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Diseño: Doble Sentido
Impresión: Tecnigraf
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5Índice
Prólogo 6
Introducción 14
Daniel Innerarity
La sociedad de la Innovación.
Notas para una teoría de la innovación social 18
Ander Gurrutxaga Abad
Sentidos de la innovación social 42
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Prólogo
Xabier Retegi
Ex-Presidente del Consejo Ejecutivo de Dirección
de Innovación Social
Luis Mari Ullibarri
Director General de Innovación Social - Innobasque
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implicar a toda la ciudadanía, y también los recursos de cientos de
entidades.
Para conseguir la movilización de la sociedad en su conjunto, es
preciso superar un enfoque técnico o simplemente empresarial de
la innovación. Existen un conjunto de retos, que no son tecnológi-
cos, y que son cruciales para nuestro futuro, como la potenciación
de la educación, la propia cohesión social, la construcción de una
sociedad multiétnica, multicultural y trilingüe, la igualdad real de
género, … Todos ellos son fundamentales para alcanzar el éxito de
nuestra transformación que, necesariamente, será social si en lo
económico pretendemos tener éxito.
Esta condición, vinculada al papel central de la persona en este
proceso, ha estado presente desde el primer momento en el proyec-
to de Innobasque, pero adquiere una importancia radical en esta
etapa, en la que es clave movilizar a la sociedad vasca y por ende,
las enormes capacidades de las y los ciudadanos. Resulta impres-
cindible alinear todos los elementos de esta gran apuesta: personas
dispuestas a desarrollar sus capacidades latentes, organizaciones
dispuestas a favorecer el crecimiento de sus activos, instituciones
comprometidas con la sostenibilidad, etc.
Este objetivo ambicioso e ilusionante, requiere igualmente
de una intensa labor conceptual y de acción transformadora de
nuestra realidad. Para cambiar nuestra realidad necesitamos com-
prenderla e identificar las claves de su innovación. Éste ha sido el
principal cometido del Área de Innovación Social de Innobasque
en estos dos primeros años de andadura. Los cambios que se han
producido, y se van a seguir produciendo, en nuestra sociedad nos
plantean interesantes interrogantes sobre nuestra actitud, sobre las
respuestas que aportamos, y sobre los silencios que proyectamos.
Hemos observado las dinámicas de las sociedades que nos rodean,
su sociología, sus conflictos, sus respuestas, sus logros y sus fracasos;
y hemos llegado al convencimiento de que la innovación social es
el «eje de transmisión» que nos moverá hacia la transformación.
Nos está tocando vivir la paradoja de una sociedad que presume de
conocimiento (así nos autodenominamos) y al mismo tiempo, vive
sumida en una permanente y profunda incertidumbre, impotente
ante los ritmos en que se producen los cambios. Ante esta situación
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(«modernidad líquida») que nos desborda, sólo cabe una actitud
proactiva y una única fórmula: la innovación en el ámbito social.
El punto de partida de esta publicación es claro: la innovación
es un fenómeno social, que implica a personas, a organizaciones y
a la sociedad en su conjunto. Los diferentes artículos incluidos en
esta primera publicación de Innobasque, nos brindan una visión
integral de los agentes, los contextos, los recorridos, las velocida-
des y condiciones de la innovación. Se ofrecen las claves para una
conceptualización de la innovación que se amplía y que reivindica
su vertiente social, estructural y evolutiva. Los autores refutan el
reduccionismo tecno-económico de la innovación que ha sido im-
perante en el enfoque y desarrollo de la innovación en las últimas
décadas. Se desmonta la idea dual y fragmentada de que la innova-
ción tecnológica y económica tiene únicamente implicaciones tan-
gibles, productivas y cuantificables; así como que las innovaciones
sociales únicamente afectan a lo intangible o espiritual. La sociedad
y la innovación son consustanciales a la evolución humana. Como
dice Daniel Innerarity, «No hay innovación sin Sociedad».
En la lectura de estos artículos emerge una hipótesis compar-
tida, que nos propone una visión estimulante: la innovación so-
cial está asociada a la mejora de la capacidad de la sociedad para
resolver problemas existentes e identificar problemas futuros. Se
entiende que la innovación no es lineal y continua en el tiempo,
y a través del uso, la práctica y la utilidad se socializa y extiende. Y,
como señala Ander Gurrutxaga, su socialización hará que «estemos
más preparados para las innovaciones futuras».
Desde la complementariedad, estos artículos plantean dos cues-
tiones claves: en primer lugar, la ralentización de lo social ante lo eco-
nómico y, en segundo, cómo abordar la competitividad global desde
la innovación local. Temas de innegable transcendencia, e igual-
mente, claves para la actividad presente y futura de Innobasque.
Daniel Innerarity defiende como causa importante de los problemas
de nuestra sociedad, el desequilibrio entre las distintas velocidades
de la innovación de lo económico, político, tecnológico y social. La
ralentización de lo social ante lo económico produce desincroni-
zaciones temporales y espaciales en la innovación (desigualdades,
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conflictividad, etc.) que han tratado de ser resueltas desde el ámbito
de la política con escaso éxito. La innovación no acontece por la
mera formulación e implementación de políticas públicas, ya que
requiere de un caldo de cultivo económico y socio-cultural apropia-
do. La política alcanza a crear las condiciones necesarias en las que
pueda surgir la innovación, y a evitar las rutinas o restrictores que
la dificultan o imposibilitan. En opinión de Innerarity, sin embargo,
la política se está adaptando escasamente a los cambios, y avanza
por detrás de otras innovaciones (económica, tecnológica, etc.), con
respuestas reactivas y sectoriales ante problemas complejos y globa-
les. De esta manera, retrocede la capacidad de innovación social de
la política. No se alcanza a concebir el futuro, y se reacciona y repara
con una limitada capacidad de entender los cambios sociales, anti-
cipar los escenarios futuros y formular un proyecto para conseguir
un orden social inteligente e inteligible. La actividad pública pier-
de representatividad, ya que cada vez se externaliza más el diseño
e implantación de las políticas públicas: definición de estrategias,
desarrollo de planes, oferta de servicios, etc.
Todo ello produce la despolitización de nuestra realidad. La de-
mocracia está en riesgo y es necesario innovar lo público, moder-
nizando la Administración y favoreciendo nuevas formas de gober-
nanza. Daniel Innerarity concluye que la solución a esta situación
de estancamiento pasa por posibilitar una comprensión y desarrollo
de la política como poder cooperativo en una red heterogénea.
Algunos de estos retos están ya incorporados en las líneas es-
tratégicas de Innobasque: creación de entornos que revalorizan el
dinamismo social, reflexión sobre los nuevos ritmos que acompa-
sarán la innovación social a la técnico-económica, y promoción de
nuevas formas de gobernanza y de innovación social.
Ander Gurrutxaga nos propone abordar la competitividad global
desde la innovación local, para lo cual invita a aunar el capital hu-
mano con sistemas educativos de calidad, con sistemas de políticas
públicas y entornos institucionales que premian las nuevas y buenas
ideas. Un objetivo que, necesariamente, debe reposar en la cohesión
social. Las redes humanas y la cultura de innovación serán diferen-
tes en cada lugar, en función a las características de su entorno, sus
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i-Talde de Conceptualización de la Innovación Social, en el Área de
Innovación Social de Innobasque.
Toda esta pasión y energía ha sido ofrecida generosamente para
crear una sociedad orientada al aprendizaje e innovación.
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Introducción
Pedro Luis Uriarte
Presidente de Innobasque
Constructores sociales
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Constructores sociales
Vivimos, como ya se ha apuntado en varias ocasiones, el «cambio
de los tiempos», aunque hasta ahora sólo lo habíamos analizado
como «un tiempo de cambios». Nos toca, por lo tanto, contribuir a
que la sociedad «nasciturus» se sustente en una estructura de valo-
res acorde a las necesidades y expectativas de un mundo que se ha
transformado intensa y rapidísimamente.
Como apuntan en su introducción Xabier Retegi y Luis Mari
Ullibarri, el modelo de sociedad por el que estamos trabajando pre-
tende favorecer la construcción de un entorno en el que las perso-
nas vivan de forma coherente los comportamientos y actitudes vin-
culadas a la innovación. En este contexto, no sorprende que una de
nuestras líneas de trabajo prioritarias haya sido, precisamente, el
análisis sobre los valores que, entendemos, deben guiar esta trans-
formación.
La innovación es un fenómeno netamente social. Estrictamente
social, podríamos decir. Vivimos tiempos felices en los que, parece
ser que de forma ya definitiva, el individualismo va dejando paso
a la individualidad. Un salto importante, gracias al cual las perso-
nas dejamos de actuar como miembros de una especie, y pasamos
a ser cons-ructores sociales, y aportamos de forma crítica nuestros
conocimientos a la organización de la especie. Una reflexión básica
que tomó prestada del siempre preclaro Eudald Carbonell. Como
él, yo también soy optimista cuando reflexiono sobre la intensa
transformación que estamos experimentando, como personas y
como sociedad.
Este optimismo se ve alimentado, entre otros estímulos, por el
talento de las personas que han colaborado en el ensayo que ten-
go el honor del prologar, los profesores Daniel Innerarity y Ander
Gurrutxaga. No voy a extenderme en glosar su extenso e impresio-
nante curriculum profesional, sobradamente conocido y admirado,
pero no puedo dejar de hacer un reconocimiento expreso a su enor-
me calidad personal y a la generosidad demostrada en estos meses
de trabajo. Son, sin duda, amigos de una gran experiencia, en el sen-
tido apuntado por G. W. Leibniz: «la experiencia no consiste en el nú-
mero de cosas que se han visto, sino en el número de cosas sobre las que
se ha reflexionado con fruto». Y ellos lo han hecho, con mucho fruto.
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Esta publicación quiere ser un vehículo para compartir las reflexio-
nes sobre los valores de la innovación que durante muchos meses
hemos tenido el inmenso privilegio de trabajar, codo con codo, con
los autores. El trabajo se enmarca en la labor realizada por muchas
personas del Consejo de Innovación Social de Innobasque, y más
específicamente, en el I-Talde en el que tanto Daniel Innerarity
como Ander Gurrutxaga han participado.
Sirvan estas líneas como reconocimiento a todas y cada unas
de las personas que, con enorme generosidad, han contribuido a
enriquecer nuestra visión. Han logrado, igualmente, alimentar la
esperanza y el optimismo, alientos fundamentales en este proce-
so de transformación. No quiero desaprovechar esta ocasión para
agradecerles, igualmente, su confianza en Innobasque, como plata-
forma de difusión y reflexión.
En julio de 2007 pusimos en marcha un proyecto ilusionante y
que podía juzgarse como irrealizable en términos objetivos (muy a
menudo me pregunto si no lo son, en definitiva, todos los proyectos
vitales en los que realmente merece la pena embarcarse). Formula-
mos nuestro objetivo centrado en la máxima aspiración: convertir a
Euskadi en «EL» referente en innovación en Europa, y nos pusimos
un plazo de realización de una generación. Dimos, con ello, el pri-
mer paso para convertir en realidad lo que parecía ser un sueño.
Desde ese momento, cientos de personas se han acercado a Inno-
basque (a los diferentes grupos de trabajo, a los foros de reflexión y
actividades que hemos promovido) con la voluntad de aportar su
visión y conocimientos a la construcción del proyecto de intensa
transformación de nuestra realidad social y económica que estamos
impulsando.
Este trabajo es uno de los resultados más ilusionantes del pro-
ceso y, a buen seguro, no será el único.
Mi enhorabuena, y mi profundo agradecimiento, a todos los
hombres y mujeres que han empeñado su tiempo en comenzar a
hacer realidad nuestro sueño.
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La sociedad de la Innovación.
Notas para una teoría de la innovación social
Daniel Innerarity
La sociedad de la Innovación
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La carencia de un concepto adecuado de innovación social se debe a
que no hay una teoría de la sociedad de la innovación que explique
la vinculación de ambos conceptos. Este texto pretende contribuir
a paliar este deficit conceptual. Parte de una crítica a la idea de que
la sociedad pueda existir sin innovación o con una innovación res-
tringida al dominio técnico-económico (1) y a los efectos que en el
conjunto de la sociedad provoca esta carencia de integración social
de lo que podría llamarse una innovación sin sociedad (2); en una
segunda parte, más propositiva, se explica por qué no hay innova-
ción sin sociedad o, dicho de otra manera, por qué la innovación es
un asunto social (3), y por qué no hay sociedad sin innovación, al
menos sociedad moderna tal y como la hemos entendido (4).
1. La sociedad sin innovación
El discurso dominante acerca de la innovación parece caracterizar-
se por una restricción que la reduce a un proceso de adquisiciones
técnicas con el fin de fortalecer la competitividad en un mercado
globalizado. Sirva para ilustrar esta visión estrecha de la innovación
la definición que da de ella la OCDE. El determinismo de las con-
cepciones sociales de Marx, Schumpeter o Taylor se ha transmutado
en una retórica de la innovación que hace depender la prosperi-
dad social únicamente de las adquisiciones técnico-económicas. Es
muy frecuente que la investigación acerca de la innovación, incluso
cuando se propone explicar los cambios estructurales de la socie-
dad, lo haga con una concepción muy tecnicista. No hay una teoría
que ponga en sintonía satisfactoriamente la innovación y la consti-
tución de la sociedad moderna. Podría sintetizarse este desencuen-
tro diciendo que quienes se ocupan de la innovación están poco
interesados en la sociedad y quienes piensan la sociedad no parecen
haber entendido la centralidad que la innovación tiene a la hora de
comprender nuestras sociedades. En última instancia, la sociedad
es pensada como una realidad sin innovación o, lo que es lo mis-
mo, con una innovación restringida que no afecta a su constitución
como sociedad.
Las explicaciones habituales de la innovación son insuficientes
en virtud de su determinismo. El ejemplo más claro de ello es la teo-
ría de los ciclos de Kondratieff que fue reelaborada por Schumpeter
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(Kondratieff 1926; Schumpeter [1939] 1961). Según esta teoría, las
innovaciones técnico-económicas básicas desencadenan ciclos lar-
gos en el desarrollo económico y social. Su falta de solidez se debe a
que la relación implícita que establece entre desarrollo técnico, eco-
nómico y social es infracompleja. El crecimiento no sólo se explica
económicamente sino mediante interdependencias entre procesos
socioeconómicos y procesos político-institucionales. Esta teoría de
la innovación desconoce la dinámica propia, la interdependencia,
pero también la indiferencia de los subsistemas sociales como con-
secuencia de la diferenciación social.
Incluso en las más recientes teorías de la sociedad de la infor-
mación y del conocimiento ha seguido dominando la dependen-
cia de lo social respecto de lo técnico (Hack 1998; Rammert 1997).
Resuelven la relación entre innovación, desarrollo tecnológico y
procesos de cambio social en favor de uno de los elementos. El sa-
ber que conciben como fuente de innovación y de cambio social
lo es gracias a la combinación de redes sociales y nuevas tecnolo-
gías de la información. De manera muy semejante a la teoría de
los «grandes ciclos», también Castells ve en la tecnología la base de
las modificaciones, aunque la innovación se encuentre propiamente
en la manera de gestionar información y saber (Castells 1996). Las
principales concepciones de la sociedad del conocimiento recono-
cen el significado de la innovación para el cambio social, pero las
causalidades implícitas quedan sin explicar. En la dependencia de
lo social frente a lo técnico, así como en la identificación de técnica
e innovación, se presupone lo que debería propiamente explicarse.
Pero la relación entre desarrollo tecnológico y cambio social debe
ser explicada en toda su complejidad, si es que queremos entender
adecuadamente la relación entre innovación y sociedad.
Aunque la expresión «innovación social» fue formulada hace po-
cos años por Wolfgang Zapf (1989), sus orígenes pueden rastrearse
en la teoría del cambio social de William Ogburn en 1923 (1969).
Según este sociólogo americano, el cambio social tendría lugar en la
interacción entre dos culturas complementarias: la cultura material
(los artefactos y proyectos tecnológicos) y la cultura inmaterial (las
reglas y prácticas que caracterizan nuestra relación con la tecnolo-
gía). A partir de esta distinción, Ogburn formula su distinción, tantas
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veces citada, del «cultural lag»: el diferencial que se crea entre ambas
culturas debido a sus distintas velocidades de desarrollo. El ejemplo
que aduce para ilustrar esto es el aprovechamiento de los bosques en
los Estados Unidos. En la época de las primeras migraciones, la tala
de árboles era considerada como algo lógico para la supervivencia.
Esta cultura inmaterial estaba en equilibrio con la reposición natu-
ral de los bosques mientras no había una gran demanda de madera,
pero, con el aumento de la población esa forma de relación con la
naturaleza superaba la velocidad de reposición del medio natural y
amenazaba las condiciones de la supervivencia. Ha sido precisamen-
te la innovación social de la conciencia ecológica la que ha posibili-
tado después la superación del «cultural lag» entre la cultura mate-
rial y la inmaterial, favoreciendo de este modo el progreso social.
Otro momento de la historia de la innovación social procede de
la misma teoría económica. Cuando se quiere comprender el pro-
ceso de innovación en su complejidad social y política, entonces
su versión tecnológica y económica aparece como algo insuficiente.
El intento de ampliar socialmente el concepto de innovación fue
llevado a cabo por la economía evolutiva de las instituciones, que
criticaba la teoría clásica de la innovación en dos aspectos: por su
concepción abstracta del comportamiento del mercado y por su
idea simplista de la empresa. Para la teoría económica clásica, el
mercado era entendido como una instancia natural, independiente
de toda consideración social y que, siguiendo leyes objetivas, decide
si una innovación tecnologica tiene éxito o fracasa. Pero en los mer-
cados liberalizados las fuerzas sociales deciden o influyen sobre las
innovaciones: el mercado no es una instancia independiente sino
una institución donde comparecen diversos intereses. El desarrollo
de muchas innovaciones, como la energía nuclear o las alternativas,
sería impensable sin intervenciones políticas. Muchos mercados
para productos innovadores no existirían sin inversiones públicas.
El otro objetivo de la crítica es la idea simplificada de empresa
como una racionalidad que permitiría anticipar calculadoramen-
te las innovaciones tecnológicas. Si una innovación funciona, si es
aceptada por la sociedad, son cuestiones caracterizadas por una
gran inseguridad. La empresa no es, además, una organización mo-
nolítica: el departamento de investigación juzgará una innovación
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de una manera diferente del de producción. Una empresa es más
bien un espacio polémico en el que compiten diferentes percep-
ciones, lógicas e intereses. Las decisiones empresariales no surgen
necesariamente de un cálculo racional en el que no intervinieran
consideraciones sociales. Cuanto más compleja sea la estructura
socio-tecnológica de la que surgen las innovaciones, más atención
debemos prestar a los aspectos no económicos que contribuyen al
éxito o fracaso económico.
La crítica del estrechamiento técnico de la inovación tuvo otro
momento culminante en la discusión sobre las consecuencias socia-
les de la técnica a lo largo de los años 90 (Simonis 1993; Sauer/Lang
1999). Contra los anteriores determinismos se hizo valer incluso el
esquema inverso: lo social como condición de posibilidad de las
innovaciones técnicas (North 1990). Las innovaciones requieren
determinadas condiciones sociales que no se explican exclusiva-
mente en virtud de las innovaciones técnicas. Como resultado de
estos debates, se puso el acento en los presupuestos sociales de las
innovaciones técnicas y económicas (tanto de las queridas como de
las no-queridas), en la inserción social de tales innovaciones y en el
papel de las instituciones sociales a la hora de llevarlas a la práctica.
La atención al aspecto social de la innovación produce también un
cambio de acento en la concepción social de la tecnología. Mien-
tras que la sociología de la técnica ha tendido a concebirla como
un mecanismo controlado, intencional y repetible, una sociología
de la innovación incidiría más bien en el aspecto incontrolable, no-
intencional y diferenciador de la técnica. El acento consistiría en
tomar en consideración la inseguridad constitutiva que la acción
social produce y a la que, al mismo tiempo, ha de hacer frente, supe-
rando así una concepción instrumental y mecánica de la técnica.
Al mismo tiempo, lo social pasa a ser considerado también
como un ámbito de innovación. La innovación no se da sólo en
el ámbito de las ciencias de la naturaleza, en la tecnología o en el
mundo empresarial, sino en otros espacios sociales como la polí-
tica, la educación, el sistema sanitario o la administración, que son
igualmente capaces de descubrimiento, novedad, progreso e in-
vención. También en ellos surgen, ocasionalmente, lo que William
Ogburn llamaba las «invenciones sociales», conquistas sociales como
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la introducción del sufragio femenino, el seguro de desempleo o los
acuerdos de paz, que contribuyen a la mejora de las condiciones de
vida colectiva e impulsan el cambio social.
¿Hasta qué punto las sociedades innovan, más allá de sus siste-
mas de innovación tecnológica, científica, productiva y económica?
Vivimos efectivamente en una sociedad descompensada: entre la
euforia tecno-científica y el analfabetismo de valores cívicos, en-
tre la innovación tecnológica y la redundancia social, entre cultura
crítica en el espacio de la ciencia o en el mundo económico y un es-
pacio político y social donde se innova poco, donde hay una escasa
capacidad para articular el equilibrio entre consenso y disenso, para
canalizar los conflictos y diseñar modelos de convivencia.
Al mismo tiempo, hay que pensar seriamente la capacidad
de innovación social de la política (entendida en su sentido más
amplio). Es una valoración casi unánimemente compartida que la
capacidad configuradora de la política retrocede de manera pre-
ocupante en relación con sus propias aspiraciones y con la función
pública que se le asigna. Esta debilidad contrasta con el dinamis-
mo de otros sistemas sociales. En nuestras sociedades conviven la
innovación en los ámbitos financieros, tecnológicos, científicos y
culturales con una política inercial y marginalizada. El repliegue de
la política frente al vigor de la economía o al pluralismo del ámbito
cultural es un dato que merece ser tomado como punto de parti-
da de cualquier reflexión acerca de la función de la política en el
momento actual. Hace tiempo que las innovaciones no proceden
de instancias políticas sino de la inventiva que se agudiza en otros
espacios de la sociedad. No se concibe, sino que se repara, desde una
crónica incapacidad para comprender los cambios sociales, antici-
par los escenarios futuros y formular un proyecto para conseguir un
orden social inteligente e inteligible.
Hay quien ha entendido las innovaciones sociales como mero
contrapunto compensatorio de las innovaciones tecnológicas,
como «complemento de la innovación técnica» (Gillwald 2000, 36).
Pero este planteamiento olvida que en la innovación tecnológica
hay ya, frecuentemente, una innovación social. La mejor sociología
de la técnica reconoce que en los artefactos técnicos está inscrito un
orden politico y social (Winner 1980). Las innovaciones sociales no
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son tanto compensación de las innovaciones técnicas sino que están
insertas en ellas. En el fondo de esta teoría de la innovación social
como compensación subyace un dualismo entre materia y espíritu
según el cual lo técnico se identificaría con lo material y lo social
con lo simbólico. Reducir la tecnología al artefacto material signifi-
ca olvidar todo ese saber explícito e implícito que es necesario para
desarrollar y utilizar una innovación tecnológica. Una tecnología
contiene tanto el artefacto material como el saber simbólicamente
codificado. La dicotomía material–espíritu es fatal para la innova-
ción social ya que cualquier innovación social, si ha de durar, re-
quiere una estabilización material.
No tiene sentido oponer lo técnico a lo simbólico; la gran cues-
tión es hoy cómo articular las innovaciones simbólicas y comuni-
cativas con las innovaciones técnicas y materiales. La idea de inno-
vación social nos obliga a pensar fuera del dualismo entre ciencias
y letras, técnica y valores, identidad y ciudadanía, global y local. Las
mayores innovaciones van a producirse, precisamente, en el reno-
vado encuentro entre estas dimensiones que, hasta ahora, se han
pensado y vivido como opuestas y que adjudicaban el monopolio
de la innovación a uno de los polos, mientras que asignaba al otro
la repetición vetusta y el retraso histórico. No se trataría de volver
la balanza hacia al otro extremo, sino de cuestionar esta contraposi-
ción y buscar redefiniciones inéditas de esas tensiones básicas.
¿Cómo entender entonces la naturaleza de la innovación social?
Según Zapf, las innovaciones sociales se miden por el hecho de que
«ayudan a resolver mejor nuestros problemas sociales» (Zapf 1989,
174) o porque elevan la capacidad de adaptación de las sociedades.
Para Gillwald, como innovación social podemos entender «aquellas
regulaciones socialmente exitosas de actividades y procedimientos que
se desvían de los esquemas acostumbrados hasta entonces» (Gillwald
2000, 1). Pero si se trata de una verdadera innovación, el lenguaje
de la adaptación o el de la desviación resultan insuficientes. Un de-
bate colectivo se empobrecería si estuviera prohibido preguntarse
qué debe adaptarse a qué (cuestión que, en la versión tópica de la
innovación para la competitividad, está completamente oculta por
la banalidad del lugar común). ¿Y si la verdadera innovación (no
sólo la social) consistiera menos en la invención de soluciones para
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problemas ya existentes que en el descubrimiento de problemas
nuevos, hasta ahora inadvertidos o reprimidos? En una sociedad
bien constituida las soluciones de eficacia no pueden resolver com-
pletamente los problemas de legitimación. En las sociedades demo-
cráticas tiene que haber un espacio crítico donde puedan discutirse
las innovaciones que pretenden poner en entredicho o superar los
criterios dominantes.
Esto era lo que pretendían hacer valer quienes, en los años 80,
retomaron el concepto de innovación política (Polsby 1984; White
1982). Entre ellos cabe destacar la idea de Polsby de que, a diferen-
cia de la reforma, que discurre en los cauces de la política oficial,
las innovaciones políticas ponen en marcha procesos sociales que
rompen con las rutinas institucionales. Hay siempre una tensión
irreductible entre la acción creadora y las meras exigencias funcio-
nales de adaptación.
Para comprender bien en qué puede consistir la innovación so-
cial es necesario volver a pensar la relación entre desarrollo técnico,
innovación y cambio social. Es un buen escenario para hacer verda-
deramente justicia a la complejidad de la sociedad contemporánea
y obtener una concepción alternativa de la innovación, que no su-
prima ni su tensión, ni su riqueza, ni su ambivalencia.
2. La innovación sin sociedad
La mayor parte de los problemas de la sociedad contemporánea no
proceden tanto del exceso o de la falta de inovación, como del des-
equilibrio entre velocidades de innovación diferentes; la innovación
se realiza sin una sociedad que la acoja e integre equilibradamen-
te. La debilidad conceptual y práctica de la innovación social tiene
como consecuencia el hecho de que sigamos confiando en que las
innovaciones técnicoeconómicas nos vayan a asegurar la mejora de
las condiciones de vida en toda su amplitud. Pero el hecho es que
una innovación sin sociedad produce efectos socialmente indesea-
dos y todavía continúa siendo una cuestión completamente abierta
la de comprender y gobernar los efectos sociales de la innovación.
El mundo avanza con distintas velocidades, por lo que conti-
nuamente aparecen líneas de quiebra entre las distintas dinámicas
de innovación. Estas disparidades o líneas de falla reciben diversos
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nombres: décalage, gap, brecha, choque…; en todas ellas, se pone de
manifiesto que las lógicas temporales son distintas, incompatibles
e incluso antagónicas, y que, en algunas de ellas, es muy fuerte la
pretensión de imponerse sobre el resto.
Hay heterocronías que se hacen patentes como conflictos entre
los sujetos y los grupos (el tiempo de los jóvenes y el de los mayores,
el desequilibrio entre las generaciones o las desigualdades en gene-
ral) o como falta de sincronía entre los diversos sistemas sociales
(las innovaciones tecnológicas frente a la lentitud del derecho, el
tiempo del consumo contra el tiempo de los recursos, el tiempo
mediático que contrasta con el tiempo científico). Los subsistemas
sociales han desarrollado una lógica propia también desde el punto
de vista de la innovación y su dinámica, aceleración, su ritmo y ve-
locidad, que son, en buena medida, independientes: el tiempo de la
moda no coincide con el tiempo de la religión, ni el de la tecnología
con el del derecho, ni el de la economía con el de la política, ni el
de los ecosistemas con el del consumo. Las desincronizaciones son
una prueba de que el progreso no avanza unitariamente, de que, por
ejemplo, el progreso de la ciencia y la técnica no es equivalente al
progreso social. Se ha desvanecido la suposición, más bien determi-
nista, de que la innovación económica y el desarrollo político vayan
necesariamente de la mano.
Pero no sólo existen conflictos de tiempo porque los diferentes
sistemas no estén sincronizados. Hay también contrastes y disfun-
ciones temporales dentro de cada sistema. Un ejemplo lo podemos
encontrar en el modo en que la economía financiera tiende a impo-
nerse sobre otras dimensiones de la economía. Con el auge y la crisis
de la new economy lo que se puso de manifiesto fue precisamente
la divergencia entre la alta velocidad de los mercados financieros y
las inversiones reales.
Las grandes disfuncionalidades en las que vivimos tienen en su
origen alguna falta de sincronía temporal. La desintegración social
es una consecuencia de una creciente desincronización temporal, la
destrucción del medio ambiente resulta de que los ciclos naturales
de regeneración se encuentran sobrecargados, la pérdida de auto-
nomía personal se sigue de una aceleración social que impide a los
individuos formarse una opinión coherente (Rosa 2005, 110).
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La mayor escala de esa falta de sincronía que caracteriza al mundo
actual se realiza en el contraste entre el tiempo global y el tiempo
local, entre las sincronizaciones globales (financiera, comunicativa,
internet) y las desincronizaciones también globales (desigualdades,
conflictividad, grupos enteros de población, el tercer mundo, fun-
damentalismos…). El desequilibrio es bien evidente y explica las
fuerzas de fondo que operan en los espacios globales: movimientos
migratorios, falta de unidad jurídica, distintas responsabilidades
respecto del medio ambiente, el poder hegemónico que se resiste a
entrar en lógicas de sincronización postsoberanista… La debilidad
de las instituciones para la gobernanza mundial dificulta enorme-
mente la sincronización de un mundo disparatado. La innovación
social se encuentra aquí en un estado rudimentario.
La desincronización también tiene que ver con la desigual uni-
ficación del mundo (que nos hace a todos presentes, pero que no
unifica completamente) o con la multiculturalización de nuestras
sociedades, en las que comparecen distintos grupos con identida-
des diferentes. En ambos casos lo que hay es, o bien unificación del
tiempo sin unidad de lugar (instantaneidad de la comunicación y
los mercados financieros), o bien unidad de lugar sin unificación
del tiempo (multiculturalidad). La tensión entre unas fuerzas que
unifican pero no diferencian y unas diferencias sin capacidad o vo-
luntad de unificar, entre un tiempo sin lugar y un lugar sin tiem-
po, seguirá ocupándonos mientras seamos incapaces de formular
lógicas que permitan una sincronización que no sea impositiva
(Innerarity 2008).
La naturaleza colectiva del tiempo en el que vivimos nos obliga
a unas especiales sincronizaciones, gracias a las cuales se regula la
compatibilidad, la cooperación o la competencia. La política tiene
precisamente como función asegurar la unidad cultural del tiempo
frente a las tendencias de desintegración social, respetando al mis-
mo tiempo el profundo pluralismo social que también se expresa
como pluralismo de temporalidades. Una «política del tiempo» se-
ría precisamente una innovación social que tendría como objetivo
identificar los diferentes planos institucionales que actúan a dife-
rentes velocidades y ritmos de interacción social (Pels 2003, 209).
La democracia moderna es un juego complejo de equilibrios en el
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orden de la velocidad y la lentitud; el pluralismo político también se
refleja como un pluralismo de la temporalidad: el tiempo lento de
la constitución, el tiempo medio de las legislaturas, el tiempo corto
de la opinión pública…
Ahora bien, ¿cómo puede la política organizar un poder sobre
el tiempo? ¿Cabe equilibrar la aceleración económica, técnico-
científica y mediática? ¿De qué manera se integran, política y so-
cialmente, la heterogeneidad de las innovaciones? La política de-
mocrática se encuentra máximamente expuesta al peligro de la
desincronización frente a los acelerados desarrollos económicos y
sociales. La principal desincronización entre los sistemas sociales se
debe al desencuentro entre los niveles de innovación económicos,
científicos y técnicos, y nuestra capacidad de tematizarlos política-
mente integrándolos en una totalidad social con sentido.
La autodeterminación democrática de la sociedad requiere unos
presupuestos culturales, estructurales e institucionales que parecen
erosionados precisamente por la aceleración social que promueven
las formas de innovación dominantes. Los procesos de innovación
y aceleración, que en su momento se originaron desde un impulso
utópico, se han autonomizado a costa de las esperanzas de progreso
politico y social. Hoy en día resulta más claro que la aceleración de
los procesos de cambio social, económico y tecnológico despolitiza,
en la medida en que dificulta la sincronización de los procesos y los
sistemas, sobrecarga la capacidad deliberativa del sistema político,
así como la integración social y el equilibrio generacional.
Uno de los principales problemas que se nos plantean es preci-
samente el que se deriva del contraste entre la rapidez de los cam-
bios sociales y la lentitud de la política. Los estados son demasiado
lentos en relación a la velocidad de las transacciones globales. La
formación, la política y el derecho no aguantan el ritmo del mundo
globalizado. Sus instituciones pierden progresivamente capacidad
de configuración sobre los procesos de innovación técnica y econó-
mica. Gobernar se convierte en un problema. Bajo la complejidad
de las exigencias de decidir y la presión mediática de inmediatez,
las instituciones políticas ven reducida su esfera de influencia, en el
mejor de los casos, a la reparación de los daños generados por las
innovaciones económicas y tecnológicas.
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El sistema político se encuentra ante un grave dilema. Por un lado
tiene que adaptarse al desarrollo acelerado de la ciencia y la técnica
para integrar sus innovaciones en el sistema social, pero por otro
no está en condiciones de seguir la velocidad del saber producido.
Mientras que la técnica sigue un curso enormemente acelerado, la
velocidad de los procedimientos políticos está limitada por sus pro-
cedimientos.
Esta es la razón por la cual el estado, que surgió como un ele-
mento dinamizador de las sociedades modernas, aparece hoy como
una figura de la ralentización social. Las administraciones, la bu-
rocracia, se presentan como paradigmas de lentitud, ineficiencia e
inflexibilidad. Todos los procesos de desburocratización o descen-
tralización están motivados por esta presión para acelerar las deci-
siones de las administraciones públicas. Esta búsqueda desesperada
de eficacia explica también el desplazamiento de los procedimien-
tos de decisión desde los ámbitos de la política democrática a otros
escenario más ágiles, pero menos representativos y democráticos. Y
explica también que el ámbito de la administración y la gobernanza
sean uno de los más urgidos por realizar avances significativos de
innovación social.
La dinámica de la innovación desincronizada constituye una
amenaza contra la política en la medida en que representa una
pérdida de la capacidad de autodisposición política de la sociedad.
Hay una contradicción en el hecho de que la vida democrática
supone autogobierno y sin embargo tenemos la conciencia de que
las temporalidades dominantes no nos permiten disponer de no-
sotros mismos. Existe toda una presión para convertir a la polí-
tica en un verdadero anacronismo, para que el mundo carezca de
forma política: las instancias más poderosas en lo que se refiere a la
determinación del tiempo no son democráticamente controladas o
controlables. Algunos anuncian por ello el «final de la política»;
otros, como respuesta a la «ingobernabilidad» de las sociedades
complejas, recomiendan una «desregulación» que representa de
hecho, una capitulación frente a los imperativos del movimien-
to económico. Por eso, nuestro gran desafío consiste en defender
las propiedades temporales de la formación democrática de una
voluntad política, sus procedimientos deliberativos, de reflexión
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y negociación, frente al imperialismo de las exigencias técnico-
económicas y la agitación del tiempo de los medios de comunica-
ción.
La cuestión es saber si, a pesar de la complejidad del mundo
contemporáneo, una sociedad puede, a través de la acción política,
configurar de algún modo su tiempo colectivo, darle un sentido y
resolver los problemas que plantea una aceleración discriminatoria.
Es uno de los principales ámbitos de innovación social si es que
queremos que la innovación no se ejerza contra la sociedad sino en
y para ella.
3. No hay innovación sin sociedad
En la retórica más habitual de la innovación se revela una falta de
comprensión de lo que esta significa: una creación imprevisible,
más bien escasa y siempre social. No existe innovación sin sociedad
por lo que, propiamente hablando, la misma expresión de «inno-
vación social» sería una redundancia; incluso cabría cuestionar la
oportunidad de una terminología que distingue las innovaciones
tecnológicas o económicas de otras que habría que entender como
propiamente sociales. La innovación solamente se da en sociedad y
carece de sentido fuera de un espacio intersubjetivo de aprobación
y reconocimiento. Las innovaciones, esa singular combinación de
novedad y optimación, son artefactos materiales o simbólicos que
los observadores perciben como novedosas y que sirven para me-
jorar lo existente.
Las innovaciones son un asunto social, de entrada, porque se
dan en un contexto social. Las innovaciones no irrumpen en las so-
ciedades desde el más allá; son resultado de practicas y estructuras
sociales. Hay un contexto social que las favorece. Las innovaciones
son un producto interactivo. Ningún inventor genial las produce
en exclusiva. Por muy poderoso o creativo que pueda ser un genio
individual, una innovación no es imputable a un actor solitario,
sino que es debida a la integración de las diversas prácticas (entre
ellas, la creatividad individual, por supuesto) en las que se articula
la división del trabajo. Las innovaciones interactúan socialmente
con otras innovaciones, de manera que se condicionan o disuelven
unas a otras.
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La identificación o atribución de una novedad no tiene lugar fuera
de un contexto. No se trata sólo del contexto social en el que una
innovación es registrada como tal, sino que el juicio de que algo es
nuevo o no depende de estructuras previas, es decir, expectativas y
experiencias, colectivas e individuales (Weick 1998). La caracteri-
zación de una novedad presupone un observador que está en un
contexto social, que califica a una desviación como novedad sobre
la base de unas estructuras de expectativa dentro de un contexto
específico (Luhmann 1994, 216).
El carácter imprevisible de la novedad y su inserción dentro de
una sociedad son dos caras de la misma moneda; la innovación es
imprevisible porque es un asunto social y nadie puede asegurar que
los demás reconocerán como tal una supuesta novedad. No basta
con que haya nuevas ideas para que pueda hablarse de innovación.
Una innovación tiene lugar cuando la idea se traduce en un nuevo
producto o servicio y es aceptada en el mercado. Una innovación es
algo real cuando es producida pero también cuando es reconocida
como innovadora por los demás, que la hacen propia, consumién-
dola o invirtiendo en ella, por ejemplo. La atribución del carácter
de innovación a una novedad requiere un juicio independiente del
sistema que la ha generado. Lo que decide si estamos ante una in-
novación o ante una mera ocurrencia es su aceptación por parte de
la sociedad. De ahí que la innovación sea el resultado de un juicio
social que sólo puede hacerse a posteriori. La experiencia de que
fracasan todos los intentos de definir la innovación, lo nuevo, aten-
diendo a una realidad objetiva, lo que se impone es dirigir la mira-
da hacia los procesos comunicativos de una sociedad en los que se
decide qué ha de entenderse por innovación, en el que se toman en
cuenta los contenidos, pero bajo las condiciones de determinadas
expectativas estructurales.
Donde mejor se comprueba el carácter social de las innovacio-
nes, su emancipación respecto de la creatividad individual, es en el
hecho de su variación histórica. Muchas novedades adoptaron su
forma exitosa en otros ámbitos y la utilidad fue distinta de la inicial-
mente pretendida. El más célebre ejemplo de ello en la historia de la
técnica lo tenemos en el caso del teléfono, que había sido pensado
por Bell para transmitir música, pero que desde Edison se consolidó
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en el ámbito de la comunicación oral (Rammert 1993, 233). Una his-
toria semejante es la del ordenador personal, para los que se espera-
ba una demanda muy escasa y con unas utilidades muy reducidas.
Por eso cabe suponer que la actual forma de muchas innovaciones
está fijada de manera transitoria, ya que puede haber reinvenciones
que la modifiquen y no sabemos aún lo que pueden dar de sí. Las
innovaciones se caracterizan frecuentemente por tener una forma
fluida. Pocas veces el objeto es el mismo al principio y al final de
un proceso de innovación. Una de las causas de esta capacidad de
transmutación reside en el hecho de que la confrontación con nue-
vas ideas suscita en los participantes un proceso de aprendizaje que
lleva a modificar productos y finalidades, adaptándolos a sus ne-
cesidades e intereses concretos. Las mismas innovaciones pueden
ser utilizadas para cosas distintas y no podemos ni determinar ni
predecir absolutamente ese uso que, por su carácter imprevisible,
forma también parte del proceso de innovación.
Incluso cuando la intencionalidad de una innovación estaba
fuertemente predeterminada, la innovación toma pocas veces el
curso previsto. Los procesos de innovación siguen una lógica que
no se muestra ni previsible ni calculable, pero tampoco completa-
mente azaroso. De ahí lo difícil que resulta establecer rígidos mode-
los causa-efecto para explicar la innovación, pronosticar su curso,
calcularlo económicamente y controlarlo políticamente.
La sociología ha puesto de manifiesto repetidamente hasta
qué punto las innovaciones están sometidas al curso del tiempo;
no siempre coinciden el sentido originario, el pretendido por sus
autores y el consumo que de ellas realizan los demás; desarrollos
posteriores, combinaciones con otros artefactos, reinterpretaciones
del usuario las van modificando con el paso del tiempo. Tan im-
portante como la producción es el consumo de las innovaciones
a la hora de determinar si las hay y en qué consisten. El uso y la
apropiación son los que deciden el éxito o el fracaso de un proceso
de innovación. La teoría de la «difusión» de las innovaciones, por
ejemplo (Rogers [1962] 2006), mostró hace tiempo en qué medida
los clientes y los lugares de aplicación contribuyen decisivamente al
desarrollo de las innovaciones, hasta el punto que se debería hablar
de un «proceso recursivo» (Asdonk / Bredeweg / Kowol 1991) entre
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innovación y difusión. También en este aspecto puede concluirse
que pensar la innovación al margen de sus condiciones sociales de
realización y variación es una abstracción que no hace justicia a
toda la complejidad del fenómeno.
4. No hay sociedad sin innovación
No es posible entender la sociedad moderna sin hacerse cargo de
la centralidad que en ella ha adquirido la institucionalización de
la innovación. La innovación se ha convertido en un motivo gene-
ralizado de acción. El «ubiquitious Innovating» (Braun-Thürmann
2005, 5) se traduce en el hecho, inimaginable en otras sociedades
o en otros momentos de la historia, de que apenas hay ámbito de
la sociedad moderna que renuncie a observarse desde el punto de
vista de lo que hay que renovar.
La sociedad moderna tiene una especial debilidad por lo nuevo
y que se traduce en diversas dinámicas de innovación en los diferen-
tes ámbitos sociales. En el arte moderno se exige originalidad, pero
no toda propuesta que apuesta por la transgresión encuentra la co-
rrespondiente aceptación; las noticias de los medios de comunica-
ción se orientan por el valor de novedad que ellos mismos crean;
en la política se trata de que los actores principales reconozcan a
tiempo (es decir, antes de las elecciones) los temas políticamente
relevantes a fin de encauzarlos en los correspondientes procesos de
decisión; desde que en la economía se tiene que producir bajo las
condiciones de escasez, para las empresas es muy importante que sus
productos se distingan suficientemente de los de la competencia.
Esta exigencia generalizada de innovar se debe a que un lar-
go proceso de diferenciación y profesionalización ha configurado
instituciones que están especializadas en producir sistemáticamente
innovaciones. Especialmente en las ciencias y en las artes se ha insta-
lado una dinámica que apuesta por extender las informaciones no-
vedosas y sorprendentes. Mientras que la innovación premoderna
era concebida como desviación, exorcizada como heterodoxia o
tolerada como genialidad, las sociedades modernas se constituyen
institucionalizando la producción de novedad. Sin este proceso no
podrían entenderse realidades que nos son tan constitutivas como
la conciencia, el gusto o la libertad política.
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La pregunta que todo esto nos plantea es si tiene sentido y en qué
medida hay que hacer algo para favorecer e impulsar la innovación,
en general y concretamente a escala local. La paradoja estriba en
que si algo es verderamente innovador no puede ser el resultado de
una acción intencional; por su propia definición, lo nuevo no puede
saberse con anterioridad; tendría que ser el resultado azaroso de un
descubrimiento, pero nada perseguido expresamente. ¿Hay alguna
posibilidad de escapar de esta contradicción?
De entrada, hay quien parte del supuesto de que las innova-
ciones son algo que se pueden, básicamente, planificar. Si esto fuera
así, entonces las innovaciones surgirían allí donde hubiera un plan
adecuado para producir la innovación y se aplicara consecuente-
mente. Todo esto presupone una concepción funcionalista de las
instituciones y una idea de la acción humana, en general, como
mera implementación de conceptos y modelos teóricos. Es evidente
que el tipo de acción encaminada a favorecer la innovación no pue-
de ser la misma que la rígida planificación que puede tener sentido
a la hora de conseguir otro tipo de objetivos. Propiamente hablan-
do, la innovación es algo que no puede exigirse ni producirse de una
manera decisionista. Lo que está a nuestro alcance es crear las con-
diciones necesarias, aunque no suficientes, en las que puede surgir
y evitar las rutinas o restrictores que la imposibilitan radicalmente.
En esto, la formulación negativa es la más socorrida, pero también
la más razonable teniendo en cuenta el carácter impredecible de lo
que se quiere favorecer. Porque la creatividad, que es el presupues-
to básico de la innovación, no puede ser forzada, ni tiene sentido
determinar previamente qué innovación se debe conseguir. Parece
mucho más lógico plantearse la cuestión de bajo qué condiciones
aumenta la verosimilitud de que se realicen innovaciones y crear
esas condiciones (Wottawa/Gluminski 1995).
Hay un debate paralelo en el que se discute cuál debe ser el
papel de los poderes públicos en lo que se refiere a las políticas de
innovación. Según los principios de laissez faire, la industria sería la
encargada de la innovación, mientras que las instituciones deberían
limitarse al campo de la ciencia y la formación. Esta sería la tradicio-
nal división del trabajo. El estado se ocuparía de la innovación úni-
camente de manera reactiva, para adaptar la legislación a las nuevas
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circunstancias tecnológicas y compensar los efectos negativos que
la innovación produciría sobre el conjunto de la sociedad. Para el
planteamieno más dirigista, el estado debería controlar la innova-
ción, especialmente a través de los grandes proyectos tecnológicos.
Frente a ambas concepciones destaca la comprensión de la política
como poder cooperativo en una red heterogénea, que plantea a la
acción del estado tanto límites como posibilidades. »La intervención
configuradora del estado está limitada hoy más que nunca a establecer
marcos para los contextos de investigación, desarrollo, producción y
aplicación de nuevas tecnologías para actores no estatales, que en gran
medida están autoorganizados y siguen su propia dinámica» (Dolata
2004, 23). Con ello se reconoce que el estado y los poderes públicos
no están en condiciones de planificar procesos complejos de inno-
vación tecnológica, pero que sí pueden establecer las condiciones
generales para las diversas actividades de innovación.
En sociedades complejas y tratándose de innovación se impo-
ne una especial modestia. Las sociedades y su cambio social son
solo limitadamente planificables y gobernables. Ahora bien, a pesar
de la indeterminabilidad temporal, en cuanto al contenido de los
procesos de innovación, sería completamente equivocado, por falta
de actitud anticipativa, abandonar este proceso a la casualidad. Los
procesos de innovación no son sólo procesos económicos, sino que
tienen lugar en un amplio contexto de realidades institucionales,
estructurales y políticas, que a su vez interactúan en espacios regio-
nales y supranacionales. Las fuerzas económicas no son suficientes
para «institucionalizar» la innovación. Es indudable que los pode-
res públicos tienen a su disposición una capacidad configuradora
que favorece la innovación, en la cultura, en la sociedad civil, en las
organizaciones y las instituciones. La cuestión sería entonces qué
condiciones estructurales hay que propiciar para que haya un clima
favorable a la innovación.
Entre estos factores que favorecen la innovación están determi-
nados elementos culturales, que, en parte, pueden propiciarse con
las políticas públicas y en parte se deben a procesos que se inscriben
en el largo plazo. Podría sintetizarse esa cultura en la idea de una
sociedad abierta al aprendizaje, capaz de cuestionar sus certezas,
evidencias y rutinas, de afrontar el efecto desestabilizador que todo
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ello supone. Los sistemas y las sociedades que se orientan por el
aprendizaje ganan la partida frente a los que solo aprenden con di-
ficultad y prefieren decirle a la realidad cómo debería ser.
La sociedad del aprendizaje implica también una nueva cultu-
ra en las organizaciones, cuya exigencia de informalidad aumenta
cuando se trata de gestionar el conocimiento y la innovación, asun-
tos para los cuales la organización jerárquica y sectorializada plan-
tea grandes limitaciones.
La verdadera riqueza de las sociedades reside en su saber. La
apelación a la sociedad del conocimiento y la innovación debería
convertirse en un horizonte perseguido con tenacidad, desde las
instituciones y con la colaboración de quienes tienen alguna res-
ponsabilidad en ello, tejiendo así una gran red que ponga en la mis-
ma dirección a las instituciones políticas, económicas y educativas,
los sectores público y privado. El paso hacia la sociedad del conoci-
miento consiste, sobre todo, en darnos cuenta de que la energía de
los talentos es incomparablemente superior a la fuerza de la materia
y de todas sus posibles transformaciones.
La llamada sociedad del conocimiento o del aprendizaje es
un tipo de sociedad que no compite tanto por recursos materiales
como por las destrezas que tienen que ver con el saber en un sentido
muy amplio. La innovación consiste, de entrada, en la capacidad de
distanciarse de las propias rutinas, de lo sabido, de los estereotipos
y en tener la capacidad de no contentarse con lo adquirido. El ma-
yor enemigo de la innovación es contentarse con lo bien que nos
haya podido ir hasta ahora. Por eso la innovación exige, de entrada,
una cultura del riesgo, la responsabilidad y el aprendizaje. Esta es la
clave del dinamismo social y del protagonismo que pueden ejercer
las sociedades. La innovación que resulta de estar en disposición
de aprender es un imperativo general, un valor que afecta tanto a
la organización empresarial como al modelo de convivencia que
hemos de diseñar, tanto a las formas de expresión en el mundo de la
cultura como a las políticas públicas.
En una economía del conocimiento, la innovación es potencia-
da cuando se acierta a configurar sistemas de innovación regional:
«redes empresariales espacialmente concentradas, insertadas socio-
culturalmente y estabilizadas institucionalmente que disponen de las
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ventajas especiales de acumulación, recombinación y aprovechamien-
to de saber técnico en los ámbitos tecnológicos elegidos» (Heidenreich
2000, 89). De entrada, puede parecer algo extemporáneo poner el
foco de la estrategia innovadora en la región o la nación en la era
de la globalización. El saber tecnológico, científico y cultural es pro-
ducido mundialmente; las innovaciones son consumidas a escala
global; gracias a la comunicación y el transporte las distancias es-
paciales pierden significación; incluso a las medianas empresas no
les asusta construir estructuras de producción y distribución globa-
les. Pues bien, en una economía del conocimiento, para sobrevivir
en la competencia global, los recursos están, cada vez más, a escala
local: bajo la forma de conocimientos, capacidades, en las relacio-
nes y motivaciones de los que no disponen los competidores ale-
jados (Cooke / Gómez / Etxebarria 1998; Freeman 1991; Lundvall /
Johnson / Andersen / Dalum 2002; Maillat 1995; Nelson 1993; Porter
1990; Storper 1997). Esta conexión entre la sociedad de la innova-
ción y la revalorización de espacios locales tiene una nueva lógica
que es preciso comprender y aprovechar.
Lo que se está produciendo es una confluencia entre las modi-
ficaciones del orden del espacio y las dinámicas de la innovación.
Durante mucho tiempo, la localidad de las innovaciones fue conce-
bida como una cuestión de competitividad. La cercanía especial de
las materias primas, las vías de transporte, los espacios de acogida
para el incremento de la población; todo esto se consideraba como
favorable para el surgimiento de industrias tecnológicas claves. Tales
factores de competitividad pierden su relevancia cuando decae el
tipo de economía que está en función del suministro de materias
primas y las correspondientes fuerzas de trabajo de la industria
clásica. Este es el punto de partida de las teorías de la sociedad que
diagnostican el tránsito de la sociedad industrial orientada por la
producción a la sociedad postindustrial del conocimiento (Bell
1973; Stehr 1994; Knorr Cetina 2000; Willke 2001). Gracias a la ve-
locidad, abaratamiento y extensión de la comunicación, y a la posi-
bilidad que todo ello ofrece de generar conocimiento en forma de
saber experto en todo el mundo, también es posible que trabajen en
un mismo proyecto o producto personas que no están en cercanía
física.
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Pero sería un error pensar que la globalización anula la significación
del espacio local en favor de un sistema mundial desterritorializado
de comunicaciones e intercambios. Con el proceso de globalización,
no se destruye la localidad sino que adquiere una nueva significa-
ción. Mientras que el desarrollo de las innovaciones puede ser im-
pulsado a través de la division global del trabajo, se forman nuevas
redes en la forma de sistemas regionales de innovación. Los estados
nacionales ya no son los únicos marcos de referencia para los pro-
cesos de innovación.
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42 Recorridos por la innovación
Recorridos por la innovación
Ander Gurrutxaga Abad
Catedrático Sociología. Universidad País Vasco
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43Recorridos por la innovación
1. Introducción
El éxito del discurso de la innovación está asociado a las transfor-
maciones estructurales que atraviesan el final de la década de los
noventa y la primera década del siglo XXI. Los últimos años del siglo
XX visualizan mutaciones sociales y económicas y el surgimiento de
paradigmas que intentan entender el mundo que cada vez se ajusta
menos al creado por el orden social de posguerra. La globalización
es el punto de llegada y el punto de salida, interpreta el mundo,
fusiona ideas desde categorías como las de incertidumbre, riesgo,
inseguridad, flexibilidad, precaución, competitividad, productivi-
dad, innovación, caos, entropía, etc. Es importante entre los cambios
que podemos relatar citar la importancia que tiene la emergencia
y difusión global de las tecnologías de la información y la comu-
nicación (TIC), de tal modo que una de las definiciones al uso
«habl a» de la sociedad del conocimiento. Los procesos de globali-
zación se anclan sobre las facilidades tecnológicas que crea el des-
arrollo de este tipo de sociedades. En ellas las finanzas y los merca-
dos se globalizan, los flujos de información por Internet y los medios
de comunicación interconectan sociedades y personas que, hasta
entonces, habían subsistido en ámbitos locales, regionales o nacio-
nales, la transferencia de conocimiento se acelera y la complejidad
obliga a preguntarse sobre quién gobierna sistemas tan inestables.
Algunos de sus resultados tienen como consecuencia que el conoci-
miento y la innovación son «nuevas fuentes de riqueza, poder y cali-
dad de vida». La sociedad de la innovación deslumbra y recuerda
que sus interlocutores son la incertidumbre, las paradojas y la
gobernanza que actúa como gestora de la complejidad. Las llamadas
a la innovación son, entre otras, una de las respuestas al universo
plagado de incertidumbres.
La cultura de la innovación genera resultados valiosos en
muchos ámbitos sociales y no sólo entre las empresas con I+D+i.
Existen sectores no tecnológicos (aunque utilicen las TIC), en los
que los procesos de innovación son fomentados o impulsados. En
suma, cabe hablar de sistemas expandidos de innovación, en los
que no sólo se apoya a los procesos de innovación tecnológica,
sino a otras modalidades de la misma. La hipótesis es que la
innovación social está asociada a la mejora de la capacidad de las
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44 Recorridos por la innovación
sociedades para resolver problemas e idear futuros. Se basa en el
conocimiento adquirido para aprovechar la inteligencia social,
vinculando la relación entre los seres humanos con la capacidad a
la hora de enfrentarse al conflicto, la diversidad, el cambio climático,
la cultura, la ciudad y sus nuevos espacios, etc. Se trata de buscar
soluciones originales para pensar y descubrir objetivos nuevos. Si
la innovación social emerge como la capacidad para experimentar
ideas que funcionan a la hora de enfrentarse a metas sociales, la
definición comporta objetivos y agentes intencionales, hace de-
pender los procesos de los sistemas de valores que cada agente,
institución, organización o grupo social promueve. Por otra parte,
se aplica en escalas, es decir, en micro, meso o macrocosmos y en
ámbitos distintos en los que se recoge la distinción entre sistemas
de innovación local, regional, nacional y transnacional (o global).
La teoría de la innovación ha de tener en cuenta, como mínimo,
diversos agentes, tipos, fuentes y escalas de innovación.
Los nutrientes de los que se alimenta el aprendizaje colectivo
están inscritos en el espacio geográfico como código cultural
y humano con el que todos los ciudadanos se encuentran. Esto
indica que son posibles gracias a contextos socio-culturales e
institucionales que generan un clima de confianza y construyen
objetivos compartidos. El resultado es que, al innovar, produ-
cimos sistemas de tolerancia que aceptan algunos aspectos básicos
de la realidad y modifican otros, se trate de bienes tangibles
–procesos, productos, tecnologías, mercadotecnia– o intangibles
–valores, ideas e instituciones–. Si los procesos tienen éxito, los
aspectos transformados adquieren nuevos usos y sentidos.
Desde mi perspectiva, las sociedades innovadoras consiguen
aunar el capital humano con sistemas educativos de calidad,
con sistemas de políticas públicas y entornos institucionales que
premian las nuevas y buenas ideas. La interconexión e
interdependencia dan como resultado la gestación de bienestar y
calidad de vida de los ciudadanos. Los hechos observan que las
sociedades innovadoras no son la consecuencia directa (relación
causa-efecto) de la aplicación de medidas institucionales o el
resultado de la inversión y la financiación de sus expresiones.
Del mismo modo, innovar no implica seguir