1 CAMBIOS DEMOGRÁFICOS, PROTECCION SOCIAL Y POBREZA Sebastián Saras Urdiola Universitat Pompeu Fabra Presupuesto y Gasto Público 71/2013: 127-142 INTRODUCCIÓN El objetivo de este artículo es presentar algunos de los dilemas que los cambios demográficos están provocando en las instituciones de protección social. Tres mudanzas poblacionales son analizadas: el envejecimiento de la población, los cambios en la estructura y organización de los hogares, y las olas migratorias. Las tres guardan interrelación entre ellas y alteran tanto la estructura de desigualdades como el riesgo de exclusión social. En los países más ricos, estas tendencias demográficas confluyen con la desindustrialización y la polarización ocupacional entre buenos y malos empleos (Esping- Andersen 1993 y 1999, Oesch y Rodriguez, 2010) dando lugar a tensiones en los sistemas de protección social y a dilemas complejos de resolver. Las tensiones que el envejecimiento conlleva en la economía del pais y en las finanzas públicas generan dilemas sobre el reparto inter e intrageneracional de sus costes. Las migraciones son un paliativo a los problemas de envejecimiento, pero parcial, y sus efectos sobre la exclusión social pueden ser contradictorios según las decisiones que se tomen. A su vez, la revolución en las relaciones de género afecta a la estructura de los hogares y a las relaciones familiares, dando lugar a una nueva estructura de riesgos de pobreza y de exclusión que hace recomendable reconstruir la arquitectura de la proteción social. La ruptura del equilibrio entre géneros que había en la sociedad industrial y la inadecuación de las instituciones laborales y de protección social a la nueva situación hacen caer la natalidad y, como un bucle que se cierra sobre sí mismo, realimentan el envejecimiento poblacional. ENVEJECIMIENTO
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CAMBIOS DEMOGRÁFICOS, PROTECCION SOCIAL Y POBREZA
Sebastián Saras Urdiola
Universitat Pompeu Fabra
Presupuesto y Gasto Público 71/2013: 127-142
INTRODUCCIÓN
El objetivo de este artículo es presentar algunos de los dilemas que los cambios
demográficos están provocando en las instituciones de protección social. Tres mudanzas
poblacionales son analizadas: el envejecimiento de la población, los cambios en la
estructura y organización de los hogares, y las olas migratorias. Las tres guardan
interrelación entre ellas y alteran tanto la estructura de desigualdades como el riesgo de
exclusión social. En los países más ricos, estas tendencias demográficas confluyen con la
desindustrialización y la polarización ocupacional entre buenos y malos empleos (Esping-
Andersen 1993 y 1999, Oesch y Rodriguez, 2010) dando lugar a tensiones en los sistemas
de protección social y a dilemas complejos de resolver. Las tensiones que el
envejecimiento conlleva en la economía del pais y en las finanzas públicas generan
dilemas sobre el reparto inter e intrageneracional de sus costes. Las migraciones son un
paliativo a los problemas de envejecimiento, pero parcial, y sus efectos sobre la exclusión
social pueden ser contradictorios según las decisiones que se tomen. A su vez, la
revolución en las relaciones de género afecta a la estructura de los hogares y a las
relaciones familiares, dando lugar a una nueva estructura de riesgos de pobreza y de
exclusión que hace recomendable reconstruir la arquitectura de la proteción social. La
ruptura del equilibrio entre géneros que había en la sociedad industrial y la inadecuación
de las instituciones laborales y de protección social a la nueva situación hacen caer la
natalidad y, como un bucle que se cierra sobre sí mismo, realimentan el envejecimiento
poblacional.
ENVEJECIMIENTO
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En el año 2040 habrá en España dos millones de ancianos mayores de 79 años, el doble de
la cifra actual1. El envejecimiento es un fenómeno mundial que afecta a todos los
continentes (Powell y Cook, 2009) y, aunque ha sido más tardío en los países pobres, se
acelera en éstos a una velocidad más rápida de la que adquirió cuando apareció en los
países más ricos (Lloyd-Sherlock, 2004). Sus causas son, sobretodo, la caida de la
natalidad iniciada en Occidente durante los años 30, acelerada a partir de los años 60, y
que no paró de caer hasta finales de los 80, cuando se estabilizó a unos niveles que no
permiten reproducir los efectivos poblacionales en la mayoría de países más
desarrollados; y esta tendencia se ha extendido a partir de los años 90 del siglo XX por
Europa oriental y Asia (Caldwell y Schindlmayr, 2013). La persistente caida de la
natalidad a partir de los años 30 del siglo pasado dió lugar en Europa a una fase con muy
poca población dependiente, dado que había pocos niños y pocos ancianos, pero a medida
que aumenta el envejecimiento, crece de nuevo la proporción de dependientes llevando
la actual ratio de dependencia de los 4 activos potenciales por 1 dependiente, a una
previsible de 2 a 1 a mediados del siglo XXI (Coleman, 2001). Aunque estas cifras tienen
una importancia relativa, en tanto que no todos los activos potenciales realmente son
activos reales que generen PIB y contribuyan con sus impuestos al sostenimiento de los
dependientes. Por ejemplo, en el conjunto de la UE, sólo el 62% de los potencialmente
activos entre 15 y 64 años realmente lo son (Coleman, 2001).
El envejecimiento abre una ventana de incertidumbre por la que se escudriña un paisaje
más o menos sombrio según sean las premisas del observador. En el horizonte más
oscuro se perfila una sociedad donde abunda la población fragil y dependiente, con poca
capacidad de generar riqueza, que vende sus propiedades y que consume sus ahorros y
buena parte de los recursos del país, para cubrir sus cuantiosas y costosas necesidades
sociosanitarias. Un escenario, en suma, donde se frena el crecimiento económico y
aumenta el riesgo de desequilibrio fiscal. Esta previsión es razonable cuando se sustenta
en premisas derivadas de comportamientos históricos, pero puede ser errònea si los
comportamientos de los individuos cambian en el nuevo escenario.
1 Según proyecciones de población de OECD Social Statistics.
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¿El envejecimiento conlleva un aumento inasumible del gasto sociosanitario?
El envejecimiento demográfico ha traído la cuestión de la atención socio-sanitaria de las
personas mayores a un lugar preferente en la agenda política de muchos estados de la
OECD. La utilización de servicios sanitarios y de atención a la dependencia es
especialmente elevada en la vejez. El gasto socio-sanitario por habitante entre la
población de edades comprendidas entre los 65 y 69 años es casi 4 veces superior al de la
media y se debe sobre todo al consumo de servicios estrictamente sanitarios y de
fármacos, pero entre los 70 y 75 años el gasto por habitante asciende a 10 veces el gasto
socio-sanitario medio y se concentra en servicios residenciales, de atención a domicilio y
de rehabilitación (Rochon, 1998). Es de esperar, por tanto, que un aumento del
envejecimiento demográfico redunde en una mayor necesidad de recursos para atender a
las personas dependientes.
Sin embargo, en muchos países la progresión de la esperanza de vida ha ido acompañada
de una progresión igual en la esperanza de vida sin incapacidades severas. Es decir, que el
número promedio de años por persona en situación de incapacidad podría mantenerse
estable. Por otro lado, el grueso del gasto sanitario se produce en el último año de vida de
los individuos, cualquiera que sea su edad (Lubitz y Prihoda, 1984), razón por la cual se
estima que un aumento de la esperanza de vida tiene como consecuencia un retraso del
gasto en el curso vital de las personas sin que aumente significativamente el total del
gasto consumido a lo largo de la vida de una persona (Zweifel, 1990). De hecho se ha
estimado que el impacto del envejecimiento de la población en el crecimiento del gasto
sanitario observado desde 1960 en los países de la OECD ha sido muy escaso (Breyer et
al., 2010), y hay evidencia en varios países de que la prevalencia de incapacidades
crónicas entre los mayores de 65 años tiende a disminuir en los últimos decenios.
Posibles factores aducidos son la mejora en la capacidad preventiva de la sanidad pública,
entre la que se incluye la atención a domicilio que retrasa la transición hacia la
incapacidad total, y la incorporación a la vejez de cohortes mejor educadas que adoptan
estilos de vida y medidas preventivas más saludables. Ahan et al., (2003), por ejemplo,
muestran como en sólo cuatro años, entre 1993 y 1997, se redujo la proporción de
personas mayores de 64 años que manifestaban tener discapacidades para realizar sus
actividades de la vida cotidiana en España. Si ello es así, hay que esperar que el aumento
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en la esperanza de vida no haya de significar un volumen de gasto socio-sanitario
dedicado a los incapacitados severos de la misma intensidad que el actual.
Aunque es de esperar que el riesgo individual de padecer alguna discapacidad se reduzca
en el futuro, esta reducción podria ser compensada a nivel agregado por el mayor número
relativo de personas ancianas y por la menor capacidad de las familias para atender a sus
mayores dependientes. En la mayoría de países, se percibe un aumento de los ancianos
que viven solos y una disminución de los hogares donde conviven más de una generación,
al tiempo que aumenta la proporción de mujeres que trabajan fuera del hogar. Ello no
impide que las mujeres continúen haciéndose cargo de los mayores dependientes que no
viven con ellas (Sundstrom, 1994), pero aún cuando la mujer continúe asumiendo esos
cuidados, el aumento de la tasa de dependencia reducirá la capacidad de la familia para
atender a las personas dependientes, ya que la ratio entre mujeres de edad comprendida
entre 45 y 69 años y los mayores de 70 años viene cayendo sin cesar desde mediados del
siglo XX (Commission of the European Communities, 1993). En consecuencia, es de esperar
un aumento del gasto público en la atención de las personas dependientes y los gobiernos
afrontan dilemas en torno a como organizar dicha atención dado que, según sea esa
organización, serán diferentes sus efectos sobre el mercado de trabajo, el equilibrio fiscal
del presupuesto público y sobre el bienestar de las personas dependientes y sus familias.
Los costes, a precios de mercado, de los servicios de atención a mayores dependientes son
inasumibles para buena parte de la población, y la intervención del estado se hace
inevitable. Pero cómo sea dicha intervención tiene consecuencias, tanto en la equidad
como en la eficiencia. Una opción extrema sería la existente en España antes de que las
Cortes aprobaran la conocida como ley de la dependencia en el añó 2006. En este
escenario, común a muchos países anglosajones, el mercado es el principal proveedor de
servicios, mientras que el estado limita su intervención a una exígua provisión directa o
indirecta de servicios para los hogares más pobres. Esta opción, en apariencia barata para
el erario público, tiene graves consecuencias sobre la equidad, en tanto que, si bien la
cobertura es muy alta para el quintil superior de renta, es magra para el resto de la
población, incluyendo al quintil más pobre (Sarasa y Billingsley, 2008). Con ello se fuerza
a las mujeres de mediana edad a permanecer inactivas laboralmente aumentando su
riesgo de pobreza y contraviniendo la recomedación de incrementar la población ocupada
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que ha de ayudar a sostener el equilibrio de la Seguridad Social. En el otro extremo, se
sitúan los países escandinavos que ya desde los años setenta del siglo pasado pusieron en
marcha programas universales de atención a domicilio. Sus resultados han sido
excelentes en tanto que no hay ningún efecto significativo asociado a la clase social en el
acceso a los servicios, la calidad de los mismos es elevada y ha permitido desarrollar un
ámbito extenso de empleo para mujeres y trabajadores poco o semicualificados que
engrosa con sus contribuciones fiscales las arcas del estado. Una estimación del impacto
que tendría sobre el empleo en España la atención a los adultos dependientes, si se
alcanzaran las ratios de cobertura y calidad danesas, fijan la cifra en torno a un millón de
puesto de trabajo (Esping-Andersen y Sarasa, 2006).
¿El envejecimiento quebrará el sistema de pensiones?
El envejecimiento abre la posibilidad de un desequilibrio fiscal como resultado de la
reducción en los efectivos que contribuyen a la Seguridad Social y el aumento del gasto en
pensiones. Para reducir esa posibilidad a su mínima probabilidad puede optarse por
reducir los gastos, aumentar los ingresos, o por una combinación de ambas a la vez. En
cualquier caso, se trata de disminuir la ratio entre prestación y contribución, de modo que
haya una correspondencia más ajustada entre ambas partes. El dilema es como repartir
los ‘costes’ de la reforma entre generaciones y entre grupos sociodemográficos de una
misma generación.
Contener el gasto Los gobiernos pueden adoptar diferentes opciones para contener el gasto. Una consiste
en posponer la edad real de jubilación2; de modo que se prolongue el período de
contribución y se acorte el de gasto. Esta opción es aceptable en tanto que la esperanza de
vida sin discapacidades ha aumentado y son muchos los trabajadores que, a pesar de
haber cumplido la edad legal de jubilación, están en condiciones de mantenerse activos.
No obstante, incluso con las mejoras en la salud de los trabajadores, determinadas
ocupaciones son incapacitantes a partir de determinada edad, debido al desgaste físico o
psíquico que impone su desempeño, por lo que sería razonable buscar formas
alternativas que permitieran a los empleados en esas ocupaciones continuar ocupados
2 La mayoría de países de la UE han fijado hasta hace poco su edad normal de jubilación en los 65 años de edad, pero
como es sabido, las prejubilaciones son frecuentes y reducen la edad media de jubilación por debajo de los 60 años.
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pero en condiciones más soportables, bien a través de jubilaciones parciales, o de facilitar
la transición a otras ocupaciones menos exigentes.
El reto sin embargo estriba en que, si el mercado de trabajo no es capaz de suministrar
empleo suficiente para los trabajadores mayores de 60 años, se les estaría condenando al
paro en una fase de la carrera laboral que es fundamental para determinar la base
reguladora sobre la que se calcula la pensión de jubilación, y muy probablemente este
riesgo será mayor cuanto menos cualificado esté el trabajador. Esta opción, por tanto,
cargaría el coste de la reforma sobre las espaldas de los trabajadores más débiles. Salvo
que se modificara la fórmula de cálculo de las pensiones y, en vez de tomar los últimos
años de la carrera laboral, tomara toda la vida laboral o los mejores años de ella. No
obstante, tomar toda la vida laboral como referente de la base reguladora afecta de
manera distinta según el colectivo de trabajadores de que se trate. Aquellos empleados
que perciben salarios de eficiencia diferidos en el tiempo, tienden a tener mayores
salarios al final de su carrera, de manera que la consideración de toda la vida laboral
podría rebajar sus prestaciones. Por el contrario, para aquellos trabajadores precarios o,
para los que coinciden los últimos años de su vida laboral con una crisis económica y
pierden el empleo, la consideración de toda la vida laboral puede ser una mejora.
En los sistemas aseguradores de reparto donde la pensión se calcula en base a los últimos
años de la carrera laboral suele haber una ratio entre prestación y contribución más
favorable que en los sistemas donde se toma toda la vida laboral como referencia de la
base reguladora. Esta es una de las razones por las que se suele proponer el sistema de
capitalización como preferible al de reparto, ya que el primero ajusta mejor la prestación
a la contribución realmente efectuada. Pero la transformación de sistemas de reparto
maduros a capitalización sólo es viable incurriendo en riesgos elevados de deficit fiscal, o
con recortes dramáticos de las pensiones en vigor que sumirían en la pobreza a los
pensionistas3. Salvo que, como en Suecia, se articule un sistema de capitalización ficticio,
por el cual las aportaciones de cada trabajador se acumulan en una cuenta personal
ficticia remunerada a un tipo de interés ficticio igual a la tasa anual de crecimiento de la
3 La experiencia de países como Polonia, Hungria, Latvia, Estonia, Eslovaquia y Letonia, que se embarcaron en una
transición desde sistemas públicos de reparto a sistemas de capitalización privada, ha sido un fracaso con la llegada
de la crisis financiera de 2008 por su elevado coste. En todos estos países las reformas se han revertido o frenado
(Orenstein, 2013).
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economia nacional; pero manteniendo el sistema de reparto. Este sistema tiene la
particularidad de que corresponsabiliza a los agentes sociales del futuro de las pensiones,
ya que según sus estrategias y acuerdos permitan un mayor crecimiento de la economía,
más generosas serán las pensiones futuras.
Otra opción para contener gastos es actualizar las pensiones tomando el índice de precios
como referencia en vez de la evolución de los salarios, con ello se consigue reducir la tasa
de substitución de ingresos, pero de manera paulatina a medida que transcurren los años
de jubilación. Con esta medida, el efecto redistributivo intergeneracional está bastante
sometido a los ciclos económicos. Períodos de fuerte crecimiento en el empleo y los
salarios, dejan a muchos jubilados mayores en la pobreza, mientras que en períodos de
crisis de empleo, los jubilados quedan más resguardados.
En general, cualquier medida de contención de costes presenta el dilema de si aplicarla
indiscriminadamente a todos los jubilados o de manera selectiva. Algunos países tienden
a transferir rentas hacia los jubilados más desprotegidos (Myles y Quadagno, 2000), entre
ellos España, que ha topado las pensiones más elevadas a la par que ha creado un sistema
de pensiones no contributivas para ciudadanos con escaso o nulo historial contributivo.
De este modo la carga se sitúa más en los estratos bienestantes de los trabajdores a los
que se incentiva fiscalmente para que complementen sus pensiones con inversiones en
planes de jubilación privados. Por otro lado, los gobiernos tienden a evitar el coste
electoral de una reducción generalizada de las pensiones difiriendo las rebajas a los
jubilados futuros, de manera que el coste se traslada a las nuevas promociones de
jubilados. Esta transferencia de costes no ha de ser muy gravosa mientras los jubilados
sean las cohortes demográficas que se incorporaron al mercado laboral antes de la crisis
industrial desatada en los años setenta del siglo XX. Estas cohortes tienen un bienestar
superior al que tuvieron sus padres como resultado de una combinación virtuosa de
pleno empleo, estabilidad laboral y salarios crecientes que permitieron acumular
patrimonio y costear la Seguridad Social. Las tendencias recientes de los mercados de
trabajo, sin embargo, es probable que conduzcan a un escenario futuro en el que los
jubilados se hayen muy polarizados entre aquellos con carreras laborales estables y bien
remuneradas por un lado, y quienes habrán tenido carreras laborales irregulares en
condiciones laborales precarias, y mal pagados (Esping-Andersen, 2001). Este sería un
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escenario más parecido al que tuvieron los jubilados de post-guerra que al actual y, de
ser acertado el pronóstico, sería un error auyentar el riesgo de quiebra del sistema de
pensiones a base de recortar derechos y prestaciones, puesto que esto no haría si no
agravar más la situación de los futuros jubilados.
Aumentar los ingresos La opción de aumentar los ingresos tampoco está exenta de dilemas. En la búsqueda de
recursos que eviten una reducción drástica de las pensiones a corto y medio plazo, Myles
y Quadagno (2000) identifican tres fuentes: aumentar las contribuciones de los
empleados y empresarios, obtener más rendimiento de las contribuciones, por ejemplo,
invertiendo los excedentes en el mercado de valores, y complementar la financiación de
las pensiones con transferencias a cargo de los presupuestos generales del estado. La
primera opción es poco atractiva en tanto que encarece el factor trabajo y dificulta la
generación de empleo, especialmente entre los trabajadores menos cualificados. Incluso
puede ser un desincentivo para que trabajadores cualificados aumenten sus horas de
trabajo y pospongan su edad de jubilación si el coste fiscal es muy elevado (Jaag et al.,
2007).
La segunda opción, invertir los excedentes en el mercado de valores, se debate entre qué
papel otorgar al sector público y al sector privado en la gestión de esos fondos. La opción
de sustentar la pensión de jubilación en el rendimiento de los mercados bursátiles,
somete las pensiones a una mayor volatilidad y transfiere al trabajador el riesgo de
encontrarse con una pensión insuficiente en el momento de su jubilación (Burtless, 2012).
Las supuestas ventajas de esta opción estriban en que las contribuciones dejan de
consumirse, como ocurre en el sistema de reparto, para engrosar la bolsa de ahorro
nacional y alimentar la inversión que hace crecer la economía. Sin embargo, como ha
reconocido el propio Banco Mundial (Hughes, 2000) adalid de las privatizaciones (World
Bank, 1994), no se han encontrado evidencias concluyentes que avalen ese aumento del
ahorro y de la inversión (Anton et al., 2011). Por otro lado, la superior eficiencia de la
capitalización privada sobre el sistema público de reparto es cuestionable cuando los
gastos de gestión de los fondos privados son entre cuatro y cinco veces más elevados que
los gastos de gestión en la Seguridad Social (Gill et al., 2005) provocando una
transferencia de rentas hacia las instituciones financieras que se incentiva públicamente
con cuantiosas desgravaciones fiscales a los asegurados. Huges (2000) estima que el
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monto anual de los incentivos fiscales representa el 36% del gasto anual en pensiones
contributivas en Irlanda, y el 20% en USA, una pérdida de ingresos públicos difícil de
compensar con un incierto aumento del ahorro. Todo ello, con un resultado negativo en la
equidad, en tanto que los trabajadores més precarios no pueden costearse estos planes y
los sistemas públicos no contributivos acaban siendo insuficientes (Arza, 2008). Por
último, la tercera opción para aumentar los ingresos, la transferencia de recursos desde
los presupuestos generales, también participa del mismo debate, en tanto se discute si las
transferencias desde los presupuestos generales deben ir a la Seguridad Social o a los
particulares en forma de desgravaciones fiscales si contratan planes privados de
pensiones.
Pero la estrategia de ir ajustando la ratio entre prestaciones y contribuciones, no
garantiza una protección adecuada, ni una sostenibilidad del sistema de pensiones, si las
empresas del país no son capaces de mantenerse competitivas en el mercado mundial y
generar abundante empleo de calidad. Cualquier país con una población envejecida, cuyos
activos sean mayoritáriamente poco productivos, tiene su sistema de pensiones en
peligro de bancarrota y a sus jubilados condenados a la pobreza, y poco importa que su
sistema de pensiones sea público o privado.
Para garantizar ingresos suficientes los temas cruciales son aumentar la población
ocupada, el capital y la productividad (Ogawa y Takayama, 2006) y, en la medida de lo
posible, ralentizar el envejecimiento. El primer objetivo puede alcanzarse posponiendo la
edad de jubilación, facilitando la transición de la enseñanza al mercado de trabajo y
fomentando la participación laboral femenina. El aumento de la actividad laboral
femenina ha de conseguirse, empero, sin que tenga efectos negativos en la fecundidad, y
ha de ir por tanto acompañada de inversiones en servicios substitutivos a las tareas
domésticas de atención a los menores, ya que, como en el caso de los servicios para
mayores dependientes, los costes a precios de mercado de los centros de día para
menores de 6 años son inasumibles para la mayoría de las familias.
El aumento de capital por capita se produce inmediatamente al caer el volumen de
población, pero no está claro qué puede ocurrir con el stock de capital. Los modelos
teóricos (Modigliani y Brumberg, 1954) predicen que el envejecimiento debería conducir
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a una caída del ahorro y, por tanto de la inversión, pero la evidencia empírica no confirma
esa hipótesis y es verosímil pronosticar que haya aumentos de productividad basados en
aumentos de la intensidad de capital, aunque insuficientes, y es recomendable aumentar
la productividad con inversiones en capital humano (Börsch-Supan, 2003).
La inversión en capital humano requiere alargar el periodo de formación y combatir
efricazmente el fracaso y el abandono escolar. Combate que no pasa exclusivamente por
reformas educativas, sino por abolir la pobreza infantil y dar apoyo educativo a las
familias con menores de edad. En este sentido conviene no olvidar que, al caer la
natalidad, la reducción en la proporción de jóvenes permite aumentar la inversión per
cápita en capital humano con poca aportación adicional de recursos. Sólo con mantener
constante la tasa de inversión que hacen los padres y los contribuyentes, se consigue un
aumento de la productividad y de la renta per cápita que puede compensar el efecto
negativo del envejecimiento (Lee i Mason, 2010).
No obstante, una política social que apueste únicamente por la inversión en capital
humano con la esperanza de alcanzar un mercado de trabajo mayoritáriamente formado
por empleos cualificados y de alto valor añadido puede ser ilusa. Las sociedades post-
industriales requieren empleo de científicos, directivos y profesionales, pero también de
camareros, asistentes del hogar, vendedores y un largo etcétera de ocupaciones
relacionadas con los servicios de ocio y los servicios substitutivos del hogar para los
cuales no son precisas cualificaciones muy elevadas. Esta nueva economía post-industrial
es intrínsecamente más desigual y más polarizada que aquella industrial a la que
sustituye, en tanto que el empleo en servicios de escasa cualificación sólo es posible a
costa de salarios muy bajos, o a cambio de empleo público (Esping-Andersen, 1999 y
2007). De hecho, ambas opciones acaban por necesitar del apoyo colectivo a través del
sistema fiscal, ya que incluso las economías más liberales que han optado por dejar que
sea el mercado el que fije el nivel salarial de estos empleos, han tenido que arbitrar
sistemas públicos de transferencias de renta, como el ‘negative income tax’ para paliar
parcialmente la penuria de los trabajadores en situación de pobreza. Pudiera pensarse,
desde una óptica antiestatal radical, que siempre será menos costoso para el erario
público subvencionar a los trabajadores más pobres que no financiar un amplio sector de
servicios sociales público, pero esta opinión sería muy discutible si ponemos en la balanza
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dos datos. Uno, que la cuantía que se dedica a los programas de impuestos negativos
sobre la renta debería aumentar muy substancialmente para tener un efecto relevante
sobre la pobreza infantil (Marx, Marshal y Nolan, 2012) y, dos, que la calidad de los
servicios sociales ofertados y el bienestar de los niños son más altos cuando los servicios
son públicos y universales que cuando son ofertados por el mercado. Servicios sociales
como los centros de atención infantil pre-escolar tienen efectos muy positivos en el futuro
rendimiento académico, laboral y social de los niños cuando esos servicios son de calidad,
como en los países nórdicos, pero pueden tener efectos contraproducentes, reforzando la
marginación social, cuando son de escasa calidad como ocurre en muchos centros de pre-
escolar privados ofrecidos por el mercado a las clases sociales más humildes (Noailly et
al., 2007; Sosinsky et al., 2007; Cleveland et al., 2007).
Por último, la ralentización del envejecimiento es factible mediante la incorporación de
fuerza de trabajo inmigrante y el desarrollo de políticas familiares que no desincentiven
la natalidad. Pero la consecución de estos objetivos, como se verá a continuación, requiere
afrontar retos que no son baladíes.
CAMBIOS EN LA FAMILIA
El final del siglo XX ha sido testigo de un cambio radical en los roles de género. Originada
primero en los países escandinavos y anglosajones, una revolución pacífica de género
(Goldin, 2006) que se extiende paulatinamente por toda Europa. El cambio ha afectado a
la estructura y la organización de los hogares, así como a las relaciones familiares (Daly,
2005). En lo concerniente a la estructura, hay una mayor heterogeneidad de formas
familiares, un aumento generalizado en el número de divorcios, acompañado en algunos
países de una caída de los matrimonios, y la aparición de nuevas formas de cohabitación y
de nacimientos fuera del matrimonio convencional. Una consecuencia de todo ello es un
creciente número de hogares monoparentales. Los cambios en la organización tienden
hacia hogares donde ambos miembros de la pareja están ocupados, e incluso a un
aumento de hogares en los que la mujer es la sustentadora principal. En cuanto a los
cambios en las relaciones familiares, se observa una mudanza desde la familia patriarcal
autoritaria a otra más igualitaria basada en la negociación tanto entre miembros de la
pareja, como entre padres e hijos, donde la mujer goza de más poder y los hijos son, cada
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vez más, sujetos con derechos reconocidos por el Estado que ejerce un mayor control y
tutela sobre las prácticas parentales que puedan perjudicar el bienestar presente y futuro
de los hijos.
La caida de la natalidad es, en buena medida, atribuible al desajuste entre esta nueva
familia y las instituciones de protección social (Esping-Andersen, 2009). Como
repetidamente muestran las encuestas de opinión, la mayoría de mujeres afirma que
desea un número de hijos superior al que tienen. La dificultad de coordinar las carreras
laborales de ambos conyuges, el elevado coste de los servicios substitutivos a los cuidados
informales de los hijos cuando los dos miembros de la pareja están empleados, y la
necesidad de acceder a dos ingresos para escapar del riesgo de pobreza, elevan el coste de
tener hijos a cotas que muchas familias no pueden, o no quieren, soportar. El resultado es
una incapacidad colectiva para reponer el stock de población y para frenar tanto el
envejecimiento como los problemas económicos derivados de él.
Si la causa principal del envejecimiento es la renuencia a tener hijos, es razonable
pretender domeñar esa aversión atacando sus causas más relevantes. Desde la
perspectiva actual no es razonable pensar que el proceso de envejecimiento pueda ser
reversible completamente regirando las tasas de natalidad (Coleman, 2001). Pero aunque
no se alcanzara una tasa positiva de crecimiento conviene no perder de vista que
pequeñas variaciones en la ratio de fecundidad total de las mujeres provocan bruscos
saltos en el stock de población. Por ejemplo, con las tasas de fecundidad actuales, y
suponiendo que no haya cambios en otros factores, Francia reducirá su población un 15
por ciento en un siglo, mientras que España la contraerá en un 75 por ciento, reduciendo
la población de los 42 millones actuales a poco más de 10 millones de habitantes (Esping-
Andersen, 2009).
Las causas de la caida de la natalidad son complejas y abarcan tanto factores económicos,
como herencias institucionales y mudanzas culturales. Hay factores que son intrínsecos a
la manera como se está llevando a cabo la modernización mundial (Caldwell y
Schindlmayr, 2013), también responden a patrones culturales heredados en áreas
geográficas específicas (Reher, 1998) pero hay otros factores que tienen su origen en
cómo se articulan las políticas sociolaborales. En este sentido, el papel que jueguen la
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regulación del mercado de trabajo en facilitar la conciliación de la maternidad y la
paternidad, las prestaciones económicas que compensen los costes de tener hijos, y los
servicios sociales accesibles a todas las clases sociales para permitir a las madres tener
hijos sin interrumpir las carreras laborales son ejes fundamentales.
Tener o no tener hijos es una decisión que afecta al interés común, como demuestran las
consecuenias negativas derivadas del envejecimiento, pero el coste de tenerlos recae en
mayor medida sobre las madres. Tener hijos supone para la mujer abandonar su empleo
si no hay bajas ni permisos de maternidad que garanticen su vuelta al empleo. Implica
dedicarse completamente a la atención de sus hijos durante un largo período de tiempo, si
no hay centros de día de calidad o un pariente cercano que asuma esos cuidados, y en
consecuencia, un mayor riesgo de pobreza salvo que su marido sea un trabajador muy
cualificado y nunca ocurra una ruptura de la pareja. La nueva política de familia debe
eliminar esas penalizaciones a la maternidad permitiendo la conciliación del trabajo
remunerado y la maternidad mediante un sistema adecuado de permisos de paternidad y
maternidad que igualen a hombres y mujeres en su dedicación de tiempo a trabajo
remunerado y a trabajo reproductivo, y que provea de una oferta universal de servicios
de atención a la infancia. Esta oferta ha de ir acompañada de transferencias económicas a
los hogares con menores de edad que reduzcan significativamente el riesgo de pobreza
infantil, por las razones que se expondrán más adelante. Los estudios disponibles
confirman que es posible promover aumentos en la fecundidad de las mujeres mediante
esta nueva política de familia (Bonoli, 2008, Baizán, 2009; Esping-Andersen, 2009).
En los inicios de la investigación sobre las relaciones entre economia y fertilidad se
argumentaba que el empleo femenino era causa de la baja fecundidad, aduciendo
diferentes mecanismos que trataban de explicar porqué el número medio de hijos entre
las mujeres que trabajaban era inferior al de las inactivas. De aquí, que regímenes de
bienestar conservadores no hayan facilitado la conciliación del trabajo remunerado con la
maternidad y hayan incluso incentivado el abandono del mercado laboral de las madres
restringiendo la oferta de servicios pre-escolares. Al mismo tiempo, se ha argumentado
que un exceso de provisión pública de servicios a la infancia, y a los dependientes en
general, acabaría por minar las bases morales de la familia que sustentan la solidaridad
intergeneracional. Ambos argumentos son empero erróneos. La relación inversa entre
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ocupación laboral de las mujeres y fertilidad se ha ido debilitando con el tiempo
(Engelhardt et al., 2004) y, en estos momentos, entre los países más desarollados, los que
tienen tasas de fertilidad más altas son aquellos donde más extendido está el empleo
femenino, siendo los paises más ‘familistas’ y con menores tasas de actividad laboral
femenina, como España, los que menos natalidad tienen. En cuanto a la desmoralización
de la familia, es paradójico que sean los países con mayor oferta pública de servicios de
atención a niños y ancianos los que muestran mayor número de familiares implicados en
la atención de dependientes (Sarasa y Billingsley, 2008; Esping_Andersen, 2009). Al
tiempo que se detecta un efecto positivo de la oferta de servicios en la implicación de los
maridos en el cuidado de sus hijos y, a su vez, el efecto positivo que tiene dicha
implicación paterna en el número de hijos que tiene la mujer, ya que la decisión de tener
dos o más hijos está condicionada por la cantidad de tiempo que el marido ha dedicado al
cuidado del primer hijo (Esping-Andersen, 2009).
La mundialización de la economía y el cambio tecnológico han hecho que en los países
más ricos, el riesgo de pobreza haya aumentado entre aquellos hogares cuyos miembros
tienen escasas credenciales educativas y donde sólo el hombre está empleado. Para
reducir el riesgo de pobreza, las mujeres tienden a prolongar su período de formación y a
disponer de fuentes de ingresos independientes de sus maridos. Pero la incorporación de
las mujeres al mercado de trabajo aumenta el coste de oportunidad de tener hijos, y éste
coste es incluso más elevado cuando las dificultades de los jóvenes para encontrar empleo
estable posponen la transición a la edad adulta, ya de por sí retrasada al prolongar el
período de formación. El retraso de la transición supone una transferencia de costes a los
padres, limitando más su capacidad de tener hijos, y una entrada tardía al matrimonio con
el consiguiente acortamiento del periodo fertil de las jóvenes. Este bucle negativo para la
natalidad se agrava en períodos sostenidos de crisis económica, como demuestran las
contracciones de la fecundidad acaecidas durante la gran depresión de los años 30 del
siglo XX (Caldwell y Schindlmayr, 2013), durante los años inmediatos a la caida del telón
de acero en los países de la antigua URSS (Billingsley, 2010), o en la crisis de los años 90
en Suecia (Anderson, 2000), y es de esperar que la gran depresión que la Europa del sur
está viviendo en este inicio del siglo XXI tenga consecuencias negativas sobre unos índices
de fecundidad que habían repuntado tímidamente, en parte gracias al aporte de oleadas
migratorias.
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MOVIMIENTOS MIGRATORIOS
Dado el proceso de envejecimiento, el crecimiento de la población de los últimos decenios
en la UE se ha debido fundamentalmente a los flujos migratorios provinientes de países
no integrados en la Unión. Los flujos han sido especialmente intensos hacia los países de
la UE-15, incluida España, que han absorvido también a población de los recien
incorporados países del Este europeo. Buena parte de estos flujos han sido ilegales o de
personas buscando asilo político, a pesar de que sus paises centrales, abandonaron en los
años 70 los incentivos para atraer mano de obra aplicados en los años 50 y 60 (Brüker et
al., 2001).
En este contexto de inmigración sobrevenida, no siempre bienvenida en barrios de clase
trabajadora, la aportación neta de los inmigrantes al erario público ha sido objeto de
debate con resultados poco conluyentes en tanto que el saldo entre las contribuciones
fiscales y el gasto en prestaciones sociales depende mucho de la estructura de edad y de
sexo de los contingentes, de la capacidad de los mercados de trabajo locales para
absorverlos y de los criterios de acceso a las prestaciones que tenga cada país. En algunos
países europeos el saldo neto habría sido a favor de la hacienda pública, mientras que en
otros, especialmente, los paises escandinavos, el saldo podría haber sido negativo
(Nanestaad, 2007). En el caso español, hay indicios de que los inmigrantes han hecho una
contribución neta positiva a las finanzas públicas a través del IVA y, sobre todo de las
cotizaciones a la Seguridad Social, ya que sus bajos salarios hacen que su aportación a
través del IRPF sea exígua (González et al., 2009).
Estudios efectuados en Alemania y en los países escandinavos4 muestran que, en
apariencia, los inmigrantes son más dependientes de servicios y prestaciones sociales que
los nativos, en tanto que su proporción de usuarios es más elevada que su proporción en
el conjunto de la población. Sin embargo hay que considerar que esta dependencia no es
extraordinaria dada la posición social que ocupan en el mercado de trabajo, ya que la
dependencia de las prestaciones sociales está más vinculada a la posición social de los
individuos que a su origen étnico o nacional. De hecho, hay indicios de que la
dependencia que tienen los inmigrantes de las ayudas públicas es menor de la que tienen
4 Véase al respecto el informe de Brüker et al., (2001).
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nativos en su mismas circunstancias laborales y familiares. Salvo los individuos en
proceso de asilo y los refugiados, que tienen severas limitaciones legales para trabajar, los
inmigrantes suelen escapar antes de la dependencia que los nativos.
Con independencia de su lugar de nacimiento y religión, los trabajadores que estan
empleados en ocupaciones de escasa cualificación tienen un elevado riesgo de pobreza
que afecta peligrosamente al desarrollo personal e intelectual de sus hijos. Su riesgo de
exclusión amenaza la cohesión social, pero la amenaza es mayor si, a la posición de clase,
se le auna un status adscrito de inmigrante como está ocurriendo en muchos lugares de
Europa. Para auyentar este riesgo no basta con confiar en un aumento de la demanda de
trabajo. La creciente polarización del empleo en las sociedades post-industriales conlleva
un aumento de los trabajadores que, aún estando empleados, son pobres y consumidores
de recursos públicos. Este consumo puede hacerse indirectamente a través de empleos
subsidiados, como en los países nórdicos, o directamente percibiendo impuestos
negativos sobre la renta como en los EE.UU, o prestaciones de programas de asistencia
social condicionada como en España. La fijación de un salario mínimo no evita la pobreza
de los trabajadores cuando se trata de hogares con menores de edad, y tratar de eliminar
la pobreza de los menores de edad sólo aumentando el salario mínimo no es muy buena
opción cuando en el hogar sólo trabaja un adulto, máxime en aquellos países donde el
umbral de pobreza está muy condicionado por los hogares con dos perceptores de
ingresos del trabajo (Marx, Marshal y Nolan, 2012). Una política eficiente de integración
social de los inmigrantes no ha de ser diferente a la dirigida para lidiar con los cambios en
la familia, y pasa por fomentar la exitosa inserció laboral de las madres y la inserción
social de sus hijos mediante transferencias en metálico, que les saquen de la pobreza, y
servicios educativos de calidad.
Algunos estudios detectan que la generosidad de las prestaciones sociales constituye un
factor de atracción de inmigrantes y ante ello aparece el dilema entre recortar los
derechos a las prestaciones o hacer más rigurosas las políticas de control de entrada en el
país. Pero, si la economía del país reclama mano de obra poco cualificada, como ocurre
sobre todo en países con una elevada economía sumergida, el control de las entradas
puede ser de dudosa eficacia. Por otro lado, la alternativa de restringir el derecho a las
prestaciones en poco o nada ayuda a la integración de los inmigrantes y a la cohesión
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social. La consolidación de una segunda generación de inmigrantes poco cualificados, con
empleos precarios y con proteción social insuficiente apunta hacia la aparición de una
underclass europea, hasta ahora sólo perceptible en la sociedad estadounidense. Como se
ha podido comprobar con las recientes revueltas incendiarias de jóvenes inmigrantes en
Suecia, Reino Unido y Francia, el riesgo de segregar en guetos a una ‘underclass’ de
inmigrantes ya no es una hipótesis de remoto cumplimiento en la UE. Incluso en
Escandinavia ha aumentado la segregación urbana de la pobreza (Borgegard et al., 1998)
y las prestaciones universales han perdido apoyo popular mientras que se ha restringido
el acceso de los inmigrantes a algunas prestaciones (Eger, 2008).
En suma, la inmigración puede contribuir a reducir la tasa de dependencia pero tiene un
alcance limitado en tanto que un efecto significativo y perdurable exige unos flujos de
población muy elevados que pondrían en crisis a las sociedades receptoras (Coleman,
2001), al tiempo que su impacto sería poco benéfico si su composición fuera
mayoritáriamente de trabajadores poco cualificados con elevado riesgo de precariedad
laboral y exclusión social.
A modo de conclusión: una escueta reflexión sobre la política social europea El hilo argumental que se ha expuesto en este artículo es el siguiente: el envejecimiento
demográfico ha sido analizado como una amenaza para el bienestar social en tanto que
supone aumentar el gasto social y reducir el potencial de crecimiento económico. No
obstante, hay razones para pensar que dicha amenaza se ha sobredimensionado y que
con una adecuada política social, estos riesgos sean menores. Para que así sea es crucial
la activación del máximo número de ciudadanos con capacidad para trabajar y que el
empleo generado sea altamente productivo. Este último objetivo requiere una estrategia
apoyada en la inversión en capital humano, para lo que es fundamental abordar con
eficacia la adecuación a los cambios en la familia y el fenómeno migratorio. En esta nueva
arquitectura de bienestar social, una piedra clave es reducir la pobreza infantil y mejorar
el rendimiento educativo. Objetivos que estaban recogidos en la llamada Agenda de
Lisboa aprobada en el año 2000.
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Parte del debate originado con el programa de la Agenda de Lisboa ha girado en torno a la
conveniencia de sustituir, o complementar, las políticas de transferencias de rentas con
políticas de inversión en capital humano. Así se ha hablado de políticas sociales
orientadas hacia los ‘nuevos riesgos’ como alternativa a la protección de ‘viejos riesgos’
(Bonoli, 2002; Taylor-Gooby, 2004), o de políticas de ‘inversión social’ como alternativa a
las políticas ‘redistributivas’, o, simplemente, de ‘conflicto intergeneracional’ en la política
social. Algunos han atribuido a la llamada ‘tercera vía’ del laborismo británico la
encarnación política de una etrategia posibilista para substituir el paradigma de la
protección social hasta los años 70, basada supuestamente en la protección de los
individuos frente a los mercados, por una nueva estrategia del siglo XXI en la que la
protección social ha de pasar por invertir en los individuos para que puedean
desempeñarse bien en los mercados, especialmente los más jóvenes y las mujeres (Myles
y Quadagno, 2000).
Sin embargo, el método abierto de cooperación no ha permitido una verdadera política
común europea y, más grave aún, los gobiernos han adoptado una concepción sesgada y
equivocada de las políticas de inversión social que ha restringido el acceso a las
prestaciones en metálico (Cantillon, 2011; Vandenbroucke y Vleminckx, 2011). La eficacia
de la asistencia social para reducir la pobreza relativa en Europa había menguado ya
antes de la crisis, al unísono que habían crecido los programas de activación de las
personas desempleadas (Nelson, 2013; Kuivalainen y Nelson, 2010). Las prestaciones
asistenciales han sido reducidas en varios paises, entre ellos: Reino Unido, Francia,
Alemania, y casi todos los paises escandinavos. Desde mediados de lo años 90 hasta el
final de la fase ascendente del ciclo económico en 2007, la caida de la intensidad
protectora de las prestaciones asistenciales ha ido acompañada de un aumento del gasto
en políticas de activación (Nelson, 2013) y de una reducción de las prestaciones
contributivas por desempleo, pero las condiciones ‘activadoras’ de los desempleados se
han hecho más duras, aumentando las penalizaciones y los tipos de empleo de obligada
aceptación. Ello está llevando las políticas de activación más hacia instrumentos para
disuadir la dependencia de los subsidios públicos, que para invertir en el capital humano
del país.
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El resultado ha sido decepcionante. Es sintomático que a pesar de la caída en el número
medio de menores de edad por hogar, haya crecido la pobreza infantil, cuando hace 30 o
40 años la pobreza infantil era un riesgo asociado básicamente a las familias numerosas.
Mientras tanto, los brotes xenófobos crecieron, y las reformas en los sistemas de
pensiones han ido dirigidas sobre todo a reducir las prestaciones públicas y a incentivar
los planes de pensiones privados, si bien es cierto que, en muchos casos se ha extendido la
cobertura a colectivos de jubilados desprotegidos.
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