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271 José Beltran Fortes Universidad de Sevilla BRILLO Y COLOR DE JOYAS EN LA ESTATUARIA HISPANORROMANA A TRAVÉS DE LAS INSCRIPCIONES Un elemento de excepcional singularidad dentro de los recursos que en la antigüe- dad romana se utilizaron para “dar color” a las estatuas fue la incorporación de joyas rea- les que las hermoseaban, colocadas simplemente sobre la estatua o fijadas a ella, siendo un motivo de ofrenda en el caso de imágenes de dioses o un claro recuerdo del elevado rango social y económico en el caso de imágenes de personas, ya fueran de vivos o difun- tos. Por la mayor vinculación de las joyas a la mujer ese fenómeno de adornar las estatuas con joyas – aportando un significado añadido al color de la estatua - se concentra en re- presentaciones femeninas, ya sea de diosas, ya sea de matronas destacadas en la sociedad. Un fenómeno que se constata de diversas maneras, mediante referencias literarias y epi- gráficas, documentación arqueológica y representaciones iconográficas. En Roma esa característica se ha vinculado a la influencia de sociedades orientales, teniendo en cuenta además que en los rituales de cultos orientales es frecuente el fenó- meno de “vestir” y “alhajar” las imágenes de culto, como queda dicho en otro lugar de esta obra, en que se llama especialmente la atención sobre el hecho de que muchas de estas imágenes eran de madera, según se documentan en algunos textos griegos, por lo que la estatua es un simple andamiaje o modelo lígneo sobre el que se colocaban los ves- tidos y joyas reales, en una tradición que en Andalucía asimismo arrancaría desde época protohistórica y que se ha mantenido en ciertos contextos religiosos hasta nuestros días (Bendala, 1994). Para la antigüedad es obligada la referencia al culto de la diosa egipcia Isis, para el que ciertos textos conservados nos explican que en determinadas celebracio- nes la imagen de la diosa era procesionada hasta un río - originalmente a las aguas del Nilo, pero posteriormente al curso fluvial que quedara próximo al lugar donde se situara el santuario correspondiente – y lavada, “lustrada”, para ser luego vestida y cubierta con joyas. Tradicionalmente, como recogiera el especialista M. P. Nilsson (1968) en su clásica obra sobre la religión griega, esas costumbres se han vinculado con un tipo de religiosidad de “bajas creencias”, que también tenía que ver en ciertos aspectos con la magia, tan ex- tendida y aceptada en el mundo antiguo, ya que a ciertas joyas y piedras preciosas se les concedía un valor mágico, a veces como talismanes. Ya en el mundo helenístico, pero
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BRILLO Y COLOR DE JOYAS EN LA ESTATUARIA HISPANORROMANA A TRAVÉS DE LAS INSCRIPCIONES

Jan 31, 2023

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José Beltran FortesUniversidad de Sevilla

BRILLO Y COLOR DE JOYAS EN LA ESTATUARIAHISPANORROMANA A TRAVÉS DE LAS INSCRIPCIONES

Un elemento de excepcional singularidad dentro de los recursos que en la antigüe-

dad romana se util izaron para “dar color” a las estatuas fue la incorporación de joyas rea-

les que las hermoseaban, colocadas simplemente sobre la estatua o fijadas a ella, siendo

un motivo de ofrenda en el caso de imágenes de dioses o un claro recuerdo del elevado

rango social y económico en el caso de imágenes de personas, ya fueran de vivos o difun-

tos. Por la mayor vinculación de las joyas a la mujer ese fenómeno de adornar las estatuas

con joyas – aportando un significado añadido al color de la estatua - se concentra en re-

presentaciones femeninas, ya sea de diosas, ya sea de matronas destacadas en la sociedad.

Un fenómeno que se constata de diversas maneras, mediante referencias literarias y epi-

gráficas, documentación arqueológica y representaciones iconográficas.

En Roma esa característica se ha vinculado a la influencia de sociedades orientales,

teniendo en cuenta además que en los rituales de cultos orientales es frecuente el fenó-

meno de “vestir” y “alhajar” las imágenes de culto, como queda dicho en otro lugar de

esta obra, en que se llama especialmente la atención sobre el hecho de que muchas de

estas imágenes eran de madera, según se documentan en algunos textos griegos, por lo

que la estatua es un simple andamiaje o modelo lígneo sobre el que se colocaban los ves-

tidos y joyas reales, en una tradición que en Andalucía asimismo arrancaría desde época

protohistórica y que se ha mantenido en ciertos contextos religiosos hasta nuestros días

(Bendala, 1994). Para la antigüedad es obligada la referencia al culto de la diosa egipcia

Isis, para el que ciertos textos conservados nos explican que en determinadas celebracio-

nes la imagen de la diosa era procesionada hasta un río - originalmente a las aguas del

Nilo, pero posteriormente al curso fluvial que quedara próximo al lugar donde se situara

el santuario correspondiente – y lavada, “lustrada”, para ser luego vestida y cubierta con

joyas.

Tradicionalmente, como recogiera el especialista M. P. Nilsson (1968) en su clásica

obra sobre la religión griega, esas costumbres se han vinculado con un tipo de religiosidad

de “bajas creencias”, que también tenía que ver en ciertos aspectos con la magia, tan ex-

tendida y aceptada en el mundo antiguo, ya que a ciertas joyas y piedras preciosas se les

concedía un valor mágico, a veces como tal ismanes. Ya en el mundo helenístico, pero

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sobre todo en Roma, a algunos retratos marmóreos de Alejandro Magno se les ahuecaban

los ojos y se colocaban gemas en ellos, para que refulgieran con la luz, concediéndoles así

un valor mágico, acorde con la importancia ideológica que el conquistador macedonio al-

canzó en la antigüedad romana, en la que se constata una continuada imitatio Alexandri.

A. Blanco Freijeiro constataba también que en Roma el empleo de joyas y piedras precio-

sas conectaba con usos de moda de origen exótico, oriental, acordes con el proceso de he-

lenización producido desde fines de la República y que alteró las tradicionales

“costumbres austeras”, ya que “…Roma misma durante el Imperio, y de ello son testigos

Petronio y Plinio el Viejo, se vio inundada de crotalia, de joyas que hacían ruido al mo-

verse sus portadoras, hasta el extremo de que algunas beldades proclamaban su andar

con el cascabeleo de sus pendientes, como si las acompañase una rondalla. La novedad

de las perlas… contribuía a acentuar el escandaloso exotismo de la moda” (Blanco, 1988:

113). Este mismo autor apuntaba a un conjunto sobresaliente de inscripciones proceden-

tes de la Andalucía romana que documentaban el hecho de la dedicación de joyas a dio-

sas y lo vinculaba, justamente, “a este contexto hispano-africano y aún hispano-oriental”

que tanta importancia tuvo en el sur de la Península Ibérica en época romana, y que es la

singular documentación que nos interesa ahora.

En efecto, esa documentación epigráfica, que básicamente procede de los territo-

rios de la provincia romana de la Bética y, en algún otro caso, de la parte meridional de

la Tarraconense, integrada hoy en la Andalucía oriental, no tiene parangón en el resto

del imperio romano y su análisis – obligadamente somero en el contexto en que estamos

– aporta luz sobre el gusto constatable en la Hispania meridional de ornamentar las esta-

tuas de culto – pero, no sólo, como se dirá – con joyas añadidas a la imagen, lo que tenía

lógicamente un significado religioso más profundo aparte de la propia decoración y bús-

queda de efectos cromáticos. En este último sentido, un simple vistazo a los sorprendentes

retratos egipcios pintados de época helenística y romana (denominados genéricamente de

El Fayum) [Figura 1], nos puede aportar alguna idea de cómo destacarían esas joyas, co-

llares, diademas, anillos, brazaletes, etc., en los que las piedras preciosas se engastaban en

el oro, decorando las estatuas de dioses y mortales.

Del análisis de esa serie de una decena corta de inscripciones que documentan es-

tatuas con joyas y que proceden de la Andalucía romana (Del Hoyo 1984), se deduce que

quienes costeaban tales dedicaciones eran normalmente mujeres destacadas de la socie-

dad bética, como se constata por ahora en las ciudades de Italica (Santiponce, prov. Sevi-

l la), Celt i (Peñaflor, prov. Sevil la), Tucci (Martos, prov. Jaén), en Nueva Carteya (prov.

Córdoba), Algeciras (prov. de Cádiz) – y no de Barbesula (Guadiaro, Cádiz), como se había

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dicho – y, finalmente, Loja (prov. Granada), mientras que de la cercana localidad de Gua-

dix (prov. Granada), donde se sitúa la colonia de Acci, ya en la Tarraconense, proceden

dos inscripciones que documentan otras tantas dedicaciones de joyas. En otras inscripcio-

nes surhispanas se cita genéricamente que la estatua se dedicó cum suis ornamentis, y

quizás entre tales ornamentos se incluyeran joyas, aunque no se describen expresamente,

por lo que es plausible que podamos aumentar el número de este tipo de dedicaciones

constatadas epigráficamente en la Hispania meridional.

Una de las dos inscripciones referidas de Guadix (CIL II , 3386 = CILA IV, 122) - que

corresponde a un pedestal de mármol, reutilizado posteriormente en época paleocristiana

como soporte de altar para la deposición de reliquias (de ahí la alteración que presenta en

la parte superior) - se expone precisamente en esta exposición para certificar este gusto or-

namental de decorar ciertas estatuas con joyas y gemas [Figura 2]. De hecho, corresponde

a la más completa relación documentada epigráficamente. El pedestal fue descubierto en

Guadix en los inicios del XVII y adquirido por el III Marqués de Estepa, Adán Centurión,

que residía por entonces en Granada, aunque la trasladó a Estepa poco después y a la ins-

cripción dedicó él mismo un estudio cuya copia se conserva actualmente en los fondos de

la Biblioteca Capitular y Colombina de Sevilla; pocos años después la regaló a Fernando

Enríquez de Ribera, III Duque de Alcalá, para engrosar la espléndida colección escultórica

existente en su palacio sevillano de la “casa de Pilatos”. Allí quedó la pieza – traspasada la

propiedad a los Medinaceli en el mismo s. XVII - y fue referida por diversos estudiosos y via-

jeros que conocieron la colección, entre los cuáles, por ejemplo, Rodrigo Caro (s. XVII) o

Francisco Pérez Bayer (s. XVIII), intentando especialmente dilucidar de forma exacta el sen-

tido del texto, tan sorprendente para ellos. Ya en 1953 fue donada por el entonces Duque

de Medinaceli al museo Arqueológico de Sevilla, donde permanece.

La inscripción latina está dedicada “a Isis (protectora) de las jóvenes” (Isidi

puel[larum]) por Fabia Fabiana en honor de su difunta nieta Avita. Los relieves de ambos

laterales son alusivos a escenas de la vida del dios Horus: en la derecha, el dios-perro Anu-

bis lo lleva en sus brazos como niño, junto a un ibis y una palmera, mientras que, en la iz-

quierda, aparece ya el dios sedente, frente a un halcón y bajo éste el buey Apis. La

inscripción plantea, en primer lugar, un interesante problema: el material en que estaba

elaborada la estatua. Se indica que se empleó la cantidad de ciento doce libras y media,

dos onzas y media y cinco escrúpulos de plata (ex argento pondo), lo que lleva a pensar

a algunos investigadores que es el peso exacto de plata empleado en la fundición de la

propia estatua, aunque para otros autores se trata sólo de la indicación de lo que se gastó

el dedicante en toda la ofrenda, sin presuponer el material de aquélla. Se plantea además

Fig1. Retrato de El FayumParís, Museo del Louvre Foto: (c) RMN / Gérard Blot

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la cuestión de la dificultad del aditamento de las joyas en la estatua si ésta era de metal

o mármol, por lo que es interesante la hipótesis de que quizás en algunos de estos casos

el cuerpo de la imagen seguía siendo de madera, una “imagen de vestir” a la manera pre-

rromana, sobre la que se colocarían más fácilmente las joyas, como exvotos a la divinidad

(Bendala, 1994: 100). Tampoco olvidemos que se trataba en este caso de la imagen de

una diosa oriental, que conectaba, pues, mejor con esas formas tradicionales de rituales

de culto. De cualquier manera asimismo cabe otro matiz, puesto que ya también algunos

autores han argumentado que los pesos indicados en plata – en éstas y en otras dedica-

ciones con similares fórmulas epigráficas, pero en las que no se recogen donaciones de

joyas - no eran suficientes para la elaboración de grandes estatuas que estuvieran acordes

con las dimensiones de los pedestales, que son generalmente de mayor tamaño – a ex-

cepción del italicense, que se verá a continuación –, por lo que incluso se pensó que se

tratara de finas láminas argénteas que recubrieran modelos de madera u otros materiales

perecederos; no obstante, es asimismo plausible que en estas imágenes se combinaran di-

versas técnicas con núcleos de madera para ser vestidas y otras partes elaboradas en már-

mol o metal, oro o plata. Sería así significativo en esos casos cómo el ornato de joyas y

piedras preciosas se asociaba al empleo de metales preciosos, especialmente la plata (Bel-

trán y Ventura, 1992-93) y el oro, reservados para las imágenes de dioses y emperadores.

Incluso es posible también que estas estatuas dispusieran ciertas partes de su superficie

pintada, como se constata para las estatuas de bronce (Born, 2004), aunque en estos

casos se doraban generalmente, para que parecieran de oro (Wünsche, 2004).

La relación de joyas y gemas de la inscripción accitana es bastante extensa, si -

guiendo la más pura tradición oriental: “…para la diadema (basilium), una perla excepcio-

nal (unio) y seis perlas (margarita), dos esmeraldas (smaragdus), siete cilindros (cylindrus),

una gema de carbunclo (gemma carbunclus), otra de jacinto (gemma hyacinthus) y dos

gemas ceraunias (gemma ceraunia). Para (los pendientes de) las orejas, dos esmeraldas y

dos perlas; para el (collar del) cuello, una gargantilla (quadribacium) de cuatro sartas de

treinta y seis perlas y dieciséis esmeraldas y dos más para el broche (clusura); para las pul-

seras (spatalium) de los tobillos, dos esmeraldas y once cilindros; para el dedo pequeño,

dos anillos (anulus) de diamantes (gemma adamans); para el dedo siguiente (anular), un

anillo engarzado (anulus polysephus) con esmeraldas y una perla; para el dedo mayor (co-

razón), un anillo con esmeralda; y para las sandalias, ocho cilindros” (CILA IV, 122). Es evi-

dente que las joyas se colocaban sobre la estatua misma y que no eran – como ocurre en

otras donaciones preciosas - simples entregas al correspondiente santuario, como exvotos

con un importante valor también económico.

Fig. 2 Pedestal isíaco de Acci (Guadix, Granada).

Museo Arqueológico de Sevilla

Vista frontal, lateral izquierdo, lateral derecho y trasera.

Foto: Francisco Márquez Rondán / Ser vicio de Conser vacióny Restaruación. Museo Arqueológico de Sevilla

Dibujo de Asensio Juliá. F. Pérez Bayer, Diario del viageque hizo desde Valencia a Andalucía y Portugal, en1782, Real Academia de la Historia (Ms. 9/5498, fol.449)”,

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Otras inscripciones béticas apuntan a este gusto tan peculiar de enjoyar las esta-

tuas. Un pedestal de pequeñas dimensiones [Figura 3] procede del Traianeum de Italica -

el recinto de culto imperial que se hace en época de Adriano para el culto de su antecesor

y padre adoptivo Trajano y del culto dinástico -, siendo su función asimismo el soporte de

la estatua de una divinidad, en este de una personificación imperial, tan frecuente en la

religión romana. Así, en la primera mitad del siglo III d.C., la italicense Vibia Modesta, de

origen norteafricano (origine Mauritania), dedicó una estatua de la Victoria Augusta orna-

mentada con “pendientes de tres racimos de diez perlas, cuarenta gemas, ocho aguama-

rinas y una corona de oro con 25 gemas y 100 (?) gemarios” (Blanco, 1988: 112; CILA II,

358). No obstante, asimismo ofreció al santuario su corona de oro de flaminica, que había

portado durante el desempeño de este sacerdocio relacionado con el culto imperial, y bus-

tos aúreos de las diosas Isis, Ceres – éste con las manos de plata – y Juno, aunque no se

indica que fueran adornados con joyas expresamente. Además, en la colonia de Augusta

Gemella Tucci (Martos) otra flaminica, Lucrecia Campana, dedicó en el siglo II d.C. junto

a su esposo la estatua de otra personificación imperial, de la Pietas Augusta, con una co-

rona de oro (CIL II , 1663 = CIL II2/5, 69 = CILA III , 420). En otra inscripción bética, en con-

creto de “Monte Horquera” (Nueva Carteya, Córdoba), aunque lamentablemente muy

incompleta y desaparecida desde antiguo, se identifica la dedicación asimismo en el siglo

II d.C. de una estatua, en este caso de oro (signum aureum), a la que se le añaden …coro-

nam et catenam (CIL II , 1582 = CIL II2/5, 350), es decir, una corona y un collar. Y en el mu-

nicipio de Celti (Peñaflor), se erigió una estatua de Venus con sus ornamentos – que, en

este caso, se cita de forma genérica con la expresión epigráfica: cum parergo[ne] -, a la que

se le añadió un anillo de oro con una magnífica gema, anulum aureum gemma meliore

(CIL II , 2326 = CILA II, 165).

Finalmente, otra de estas estatuas de diosas con joyas se documenta en la inscrip-

ción de un originalísimo tipo de pedestal procedente de Algeciras (Rodríguez Oliva 1973

y Presedo 1974), que deriva de las formas del candelabro y tiene paralelos en otros sopor-

tes aparecidos en el ya citado Traianeum de Italica, en cuyos activos talleres en época del

reinado de Adriano es posible que se ideara ese tipo (Beltrán y Ventura, 1992-93). Origi-

nalmente se dispondría en forma de doble carrete, pero se encuentra fracturado por la

base, con una rica decoración vegetal en la superficie y sendas inscripciones en la parte

superior y en la parte central delanteras del bloque marmóreo, que iría coronado por una

estatua de Diana Augusta, como se cita en el primer epígrafe [Figura 4]. La serie de joyas

se describe en la segunda parte de la inscripción, aunque presenta menor variedad de

gemas que la testimoniada en Guadix y que nos sirve como modelo: se trata en este caso

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de “un collar con siete cilindros, brazaletes con veinte cilindros, un guardabrazo con trece

cilindros, tobilleras con dieciocho cilindros y dos anillos con gemas”.

En todos estos testimonios hemos visto que las joyas se añadían a estatuas de di-

vinidades que se situarían en ambientes públicos, de carácter sagrado, en los correspon-

dientes santuarios de las divinidades citadas, pero también las estatuas de particulares se

decoraron en la Bética con joyas y gemas añadidas, especialmente en contextos funera-

rios, donde los difuntos van adquiriendo paulatinamente características que habían sido

propias de los dioses, l legando incluso a ser representados con la iconografía de las imá-

genes de las divinidades. Aparte de las mismas piezas arqueológicas, que en ocasiones

conservan las huellas de entalles para la aplicación de joyas añadidas, como se testimonia

claramente en las series imperiales de las llamadas estelas-altares de Augusta Emerita (Mé-

rida), otra inscripción bética aporta un ejemplo excepcional, procedente de la localidad

granadina de Loja. Se trata del pedestal que soportó la estatua funeraria de una tal Pos-

tumia Aciliana, que, en un avanzado siglo II d. C., ordenó en su testamento cómo debían

ornamentar su estatua funeraria con las joyas: “una diadema (septentrio, término que es

la única vez que aparece citado en la literatura y epigrafía romanas) con cuarenta y dos

cilindros y siete perlas, un collar (linea) con veintidós cilindros, una faja (fascia) de sesenta

y tres cil indros y cien gemas, y otro collar con doce gemas” (CIL II , 2060 = CIL II2/5, 713

= CILA IV, 113), a lo que su hijo y heredero añadió “pulseras (spatalium) de plata con mu-

chas gemas”, cuyo valor igualaba el precio de las requeridas por la madre, además de “un

anillo con una gema de jaspe” (anulum gemma iaspide), que costaba siete mil sestercios.

En este caso lo añadido superaba en gasto lo dictado en el testamento materno y dejaría

en pública evidencia no sólo el cariño fil ial y la disposición del hijo y heredero en seguir

los dictados de la madre, sino la riqueza familiar.

Fig. 3 Pedestal del Traianeum de Italica(Santiponce, Sevilla).

Foto: Museo Arqueológico de Sevilla.

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Similar es el caso que nos aporta la última inscripción que citaremos, que también

es ejemplo de esas relaciones afectivas con el difunto. Corresponde a una inscripción de

la localidad antes citada de Acci (Guadix, Granada), y se trata de un pedestal sepulcral

que sostendría en este caso la estatua de Livia Chalcedonica, si bien la inscripción perma-

nece desaparecida en la actualidad y ya estaba fracturada por la parte inferior cuando se

realizó su lectura (CIL II , 3387 = CILA IV, 132). En ella la difunta se declara seguidora de

la diosa Isis – y no olvidemos la constatación ya de un importante santuario en Acci, como

se dijo -, pero el tipo de cognomen oriental (Chalcedonica) y la ausencia de fil iación pare-

cen apuntar a que en este caso se trate de una liberta, es decir, una antigua esclava liber-

tada, de menores posibilidades económicas que los otros dedicantes mencionados. Así, se

dice textualmente en el epígrafe que su estatua “fue adornada con cuanto se pudo” (or-

nata ut potuit), lo que nos hace imaginar a una familia no tan pudiente que se gastó en

el ornato de la estatua funeraria lo máximo posible, para aderezarla a la manera de la

misma imagen de la diosa a la que ella adoraba, en una especie de igualamiento en la

muerte, lo que se ha denominado en ocasiones consecratio in formam deorum, “consa-

gración a la manera de los dioses”. La inscripción nos dice que llevaba “en el cuello un co-

l lar de perlas y en los dedos de la mano derecha veinte esmeraldas…”, pero el texto se

interrumpe en este punto.

Esta abundancia de inscripciones surhispanas que relatan proli jamente las joyas

que ornan estatuas de diosas – y en menor grado de difuntas, como se ha visto – es única

en toda la epigrafía latina del Imperio romano y no responde a una imple “moda epigrá-

fica”, sino que refleja en el ámbito lapidario una costumbre bien enraizada en la sociedad

hispanorromana, en concreto en la de los territorios meridionales. De hecho, si nos fijamos

en la epigrafía romana de la cercana provincia norteafricana de Mauritania Tingitana –

en el actual Marruecos –, no constatamos ningún ejemplo. Sólo en el epígrafe de un altar

dedicado a Diana Augusta, que procede de la ciudad de Volubilis (Marruecos), se cita la

dedicación de un catellum, una cadena de oro, pero sin ningún otro elemento de joyería

y de la que tampoco existe constancia de que fuera para ser colocada en una estatua de

la diosa, ya que los altares tienen función votiva o sacrificial, pero nunca de soporte de

una imagen.

Como se ha dicho, ese gusto remite en origen al mundo oriental y hay que refe-

rirse, por tanto, a la importante presencia y contactos orientales, de origen semita, en las

costas mediterráneas y suratlánticas de la Península Ibérica durante todo el primer milenio

a.C., antes de la llegada de Roma, lo que conforma un sustrato más menos permeable a las

diversas formas de “romanización”, pero perdurable todavía en el período imperial en mu-

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chos casos, que debió constituir sin duda un primer factor proclive para el fenómeno que

nos ocupa. Otro factor importante a tener en cuenta es el desarrollo de las rel igiones

orientales en el Imperio romano a partir, sobre todo, del siglo II d.C., entre las cuáles la

egipcia de Isis, cada vez mejor constatada en los territorios béticos (Beltrán, 2008) y que

promocionaba – como se ha visto – tales prácticas de adornar, y en cierto modo “colo-

rear”, las estatuas de sus divinidades con complejas y ricas joyas. Como indicara hace al-

gunos años F. Presedo (1974: 202): “Las estatuas adornadas con joyas son un buen

ejemplo de las creencias de las clases acomodadas de la aristocracia municipal en una re-

gión, como es la Bética, densamente orientalizada desde muy antiguo”.

En este caso los rituales ancestrales de colocar joyas sobre las imágenes de culto,

que rememora una tradición prerromana del territorio surhispano, entronca con la moda

clásica, grecorromana, de colorear las estatuas de mármol o metal, desarrollando amplia-

mente el fenómeno, como se puede deducir por su excepcional testimonio en un ámbito

documental tan privilegiado como el epigráfico.

Fig. 4. Pedestal en forma de candelabro de doblecarrete, del Museo Municipal de Algeciras (Cádiz).

Foto: Museo Municipal de Algeciras / Colección Juntade Andalucía

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