Universidad de los Andes Facultad de Artes y Humanidades Departamento de Humidades y Literatura Borges y la memoria eterna del lenguaje atemporal Tesis para optar al grado de la Maestría en Literatura Presentado por: Pablo Obando Guzmán Dirigida por: Camilo Hernández Noviembre de 2015
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Universidad de los Andes
Facultad de Artes y Humanidades
Departamento de Humidades y Literatura
Borges y la memoria eterna del lenguaje atemporal
Tesis para optar al grado de la Maestría en Literatura
Presentado por: Pablo Obando Guzmán
Dirigida por: Camilo Hernández
Noviembre de 2015
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Agradecimientos
A Camilo, porque su guía y su ayuda exceden este texto.
A mi familia, por sentir mis logros como propios.
A Martín, porque escribe conmigo.
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Tabla de contenidos
1. Introducción [5]
2. Tiempo y eternidad [8]
Interpretación del tiempo [9]
Construcción de la eternidad [11]
Tiempo circular [14]
Infinitos matemáticos [15]
3. Lenguaje: rememoración y representación [17]
La metáfora [20]
Autoridad atemporal: original y traducciones [23]
Espejos: la presencia de lo ausente [26]
Lengua y distancia [27]
Lenguaje y eternidad [28]
4. Fuentes transversales [29]
Idealismo: de Parménides a Borges [30]
Borges: autor y lector, uno y todos [39]
5. La memoria, después de todo [41]
¿Mnēmē o anamnēsis? [42]
Memoria y eternidad [44]
Memoria e imaginación [45]
6. Borges: escritura apócrifa [46]
Jugando con Borges [46]
Eternización de lo escrito [48]
7. Inconclusiones [50]
“Arte de injuriar”: lenguaje y circularidad [51]
Historiar la eternidad. Eternizar la historia [53]
Obras citadas [56]
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“Lo demás es literatura, sintaxis”
Borges, “Arte de injuriar” 752.
“Ibbûr se llama esa variedad
de la metempsicosis”
Borges, “El acercamiento a Almotásim” 748.
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1. Introducción
De entrada, Borges incomoda. Llegar a sus textos buscando comodidad es, tal
vez, saltar el primer obstáculo que lo hace tan atractivo. Y para mí, temeroso hasta hace
muy poco de enfrentármele, encontrarme frente a la incomodidad de un título como
Historia de la eternidad fue transformar ese temor en una especie de morbo inmediato,
en un placer por su escritura y por las múltiples preguntas que me planteaba sin siquiera
haber empezado. La primera, la pregunta que surge a partir de la reflexión inmediata de
pensar en la eternidad como opuesto de lo temporal: ¿cómo sería posible historiar la
eternidad? Seguramente no habría habido ningún morbo si, en el título, “Historia”
tuviera antes un artículo previo que me despojara de la incertidumbre por la mayúscula:
“La historia de la eternidad” o “La Historia de la eternidad” ya me hubiera entregado
una comodidad, una certidumbre que no me interesaba recibir. El placer a priori estaba
justamente en esa polisemia indefinida, en esa ambigüedad primaria que me permitía
seguir transformando la pregunta inicial. La imposibilidad de hacer Historia de algo que
no tiene ni inicio ni final dejó de ser, entonces, la única preocupación: como ejercicio
lineal que da cuenta de sucesión, de una temporalidad, ¿cómo sería posible que hubiera
lenguaje en la eternidad? Y, finalmente, eso me llevó a la segunda transformación de mi
incomodidad: la memoria. Historiar supone, necesariamente, un ejercicio de
rememoración: tomar y buscar –o encontrar– ciertos recuerdos para darle un orden
determinado a un sujeto, un objeto, un concepto, etc. Entonces, en la aparente
imposibilidad lingüística y conceptual que suponía el título, mi pregunta terminó
convirtiéndose en: ¿cómo podía hacer Borges memoria –un ejercicio plenamente
temporal– de la eternidad y, además, inscribirlo como lenguaje? Así, bajo estas
incomodidades –que suponía extensibles para otros lectores– surgieron en mí la
necesidad y el gusto por entrar a ese texto.
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Escrito en 1936 y editado en 1953 por Emecé editores, el texto de Historia de la
eternidad nos enfrenta de entrada, entonces, con la problemática de cómo construye
Borges el concepto de memoria en la eternidad y, asimismo, cómo hace que su lenguaje
no contradiga esta construcción. La respuesta parece estar justamente ahí, en la ruptura
de las características “tradicionales” bajo las que generalmente se asume la
temporalidad y, consecuentemente, el lenguaje. El prólogo con el que contamos en la
edición de Emecé nos anuncia esta ruptura:
No sé cómo pude comparar a “inmóviles piezas de museo” las formas de Platón y cómo
no entendí, leyendo a Schopenhauer y al Erígena, que éstas son vivas, poderosas,
orgánicas. El movimiento, ocupación de sitios distintos en instantes distintos, es
inconcebible sin tiempo; asimismo lo es la inmovilidad, ocupación de un mismo lugar
en distintos puntos del tiempo. ¿Cómo pude no sentir que la eternidad, anhelada con
amor por tantos otros poetas, es un artificio esplendido que nos libra, siquiera de manera
fugaz, de la intolerable opresión de lo sucesivo? (Borges, “Prólogo” 689).
Acá, de entrada, Borges nos entrega ya algunas primeras, si no respuestas, al menos
pistas, posibilidades: las referencias que, podríamos decir, están inscritas en una misma
tradición; la temporalidad que no es excluyente con la inmovilidad; la eternidad como
artificio; el cuestionamiento de lo sucesivo. Y, sumado a esto, si finalmente entramos a
Historia de la eternidad, nos encontramos con otra incomodidad: sólo el primero de los
ocho textos que componen a su obra homónima habla explícitamente de la eternidad y
de su historia. Después tenemos, en este orden, uno sobre un tipo de escritura
escandinava, otro sobre la metáfora, dos sobre concepciones no lineales del tiempo, uno
sobre traducción y dos notas, una sobre un texto árabe y otra sobre cómo se debe
insultar. Esta heterogeneidad temática, nuevamente, abre muchas más preguntas que
respuestas. Lo que veremos, entonces, es que la construcción y el sustento de esas
primeras afirmaciones del prólogo están precisamente posibilitadas en textos que, en su
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variedad, dan cuenta de unos planteamientos que los atraviesan y, en última instancia,
los unen. Así, lo que aparece como una aparente contradicción en el título, se
transforma desde esa variedad temática en la posibilidad de que memoria, tiempo y
eternidad se encuentren y se construyan finalmente como mecanismos y artificios del
lenguaje.
Bajo estos presupuestos, es pertinente antes aclarar que lo que busco acá no es
dilucidar los conceptos de tiempo, eternidad, memoria y lenguaje en Borges o en su
obra; es entenderlos dentro de Historia de la eternidad para poder ver si, contrario a
como pareciera ser desde su título, el texto no es una contradicción en sí mismo. En esta
medida, no recurriré a otros textos del autor argentino –salvo cuando me sirva como
referencia externa para algún tema o materia puntual y no como una respuesta que
complemente el análisis– porque, primero, más allá de poder encontrar patrones,
intentar dilucidar este tipo de conceptos en una obra tan extensa sería encontrarse con
construcciones que cambian de un texto a otro, de un Borges a otro. No pretendo acá
determinar y establecer qué entendía él –o ellos– por estos conceptos, sino dilucidar
cómo están construidos en Historia de la eternidad para entender cómo funciona y
opera esa obra, con las incomodidades y problemáticas que nos plantea su lenguaje y la
heterogeneidad de los textos que la componen. Es por esto que, indistintamente, saltaré
de texto en texto para construir mi análisis. Y segundo, porque lo que quiero ver es
justamente si el texto tiene un sentido propio, más allá del resto de la obra de Borges. Ni
siquiera se trata de explicar el contenido de cada texto, sino de entender a qué responde
su inserción dentro de la obra. Así, salirme de ese texto y recurrir a otros sería,
simultáneamente, renunciar a la posibilidad de entenderlo como un todo que es
significante por sí mismo.
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2. Tiempo y eternidad
Lo primero es entender cómo Borges define tiempo y eternidad dentro de
Historia de la eternidad. Pero antes, la primera aclaración necesaria es que no se pueden
definir ambas bajo los mismos criterios. No es que uno no sea antónimo del otro, sino
que pertenecen a categorías epistemológicas distintas: “oscuridades inherentes al
tiempo: misterio metafísico, natural, que debe preceder a la eternidad, que es hija de los
hombres” (Borges, “Historia” 691). El tiempo es natural, es un fenómeno cuyo
entendimiento sigue escapándosele a nuestro entendimiento. Y, en contraposición, la
eternidad es un artificio, un concepto que el ser humano crea y construye a partir del
tiempo. Así, “Historia de la eternidad”, el primer texto, inicia como una respuesta, un
desacuerdo frente al planteamiento de Plotino en el que la eternidad antecede al tiempo.
Pero su inconformidad responde a la jerarquización, al orden bajo el que las presenta el
filósofo, no frente a su separación como categorías distintas.
Hecha esta aclaración, el autor argentino hace explícita su intención: “la
eternidad es una imagen hecha con sustancia de tiempo. Esa imagen, esa burda palabra
enriquecida por los desacuerdos humanos, es lo que me propongo historiar” (Borges,
“Historia” 691). Desarticulemos ahora esta cita porque entenderla como conjunto es
limitar sus posibilidades de significación. Lo primero que se nos presenta es la primera
definición que tenemos de la eternidad: “imagen hecha con sustancia de tiempo”.
Hablar de una imagen implica pensar en una representación y, asimismo, en una
distancia. No sabemos de qué es representación la eternidad, ni con respecto a qué hay
una distancia, pero la consciencia de que es una representación y de que hay una
distancia ya es suficiente para entender que, cuando hablamos de eternidad, hay una
construcción mediada por la subjetividad. De hecho, también se abre la posibilidad de
que la eternidad sólo exista como imagen, sin un referente que la determine, pero para
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esto no tenemos todavía suficiente información. La que sí tenemos es que esa imagen
está hecha de tiempo, sea cual sea su sustancia, característica que inevitablemente la
condiciona a la imposibilidad de salirse de esa temporalidad: la eternidad, acá, no es una
construcción atemporal. O tal vez lo es, pero no como tradicionalmente asumimos
atemporalidad. La segunda parte de la cita determina a la eternidad no sólo como una
imagen, sino como una palabra que, además, es “burda”. Sin embargo, esta
descalificación es inmediatamente contrapuesta con las posibilidades que se abren en el
encuentro de múltiples subjetividades que también intentan construirla y determinarla:
la eternidad es lenguaje y se enriquece en la polisemia de su propia ambigüedad. Y la
tercera parte de la cita nos muestra cuál es, al menos en ese primer texto, la intención de
Borges. Y esta búsqueda histórica implica dos cosas. Primero, aunque nos quede la
pregunta por la obra homónima, sí podemos entonces asumir que, si se añadiera un
artículo, este primer texto se llamaría “La Historia de la eternidad”. Y segundo, como
parte de un ejercicio de rememoración activo sobre el que se construye el concepto, es
posible empezar a aclarar la contradicción que el título suponía. La imposibilidad estaba
dada por el absurdo de hacer Historia de algo que, en su atemporalidad, no podía tener
una linealidad. Más allá de cómo se construya esa eternidad, lo que nos dice Borges es
que su intención es historiar el concepto mismo: quiénes y cómo han hablado de él. Sin
embargo, sí hay un primer guiño del autor frente a lo que representa el ejercicio
histórico: historiar la eternidad es volverla lenguaje, inscribirla, apropiarnos de ella
como artificio.
Interpretación del tiempo
Partamos de que el tiempo no se construye. Es un fenómeno que atraviesa al ser
humano indistintamente; no opera de una manera u otra de acuerdo a un propósito o a
una subjetividad. Está allí, permanente e inmutable, sujeto únicamente a cómo lo
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interprete quien busque definirlo. Lo que cuestiona Borges no es, entonces, su
naturaleza, sino la forma en la que se ha interpretado tradicionalmente: “Una de esas
oscuridades, no la más ardua pero no la menos hermosa, es la que nos impide precisar la
dirección del tiempo. Que fluye del pasado hacia el porvenir es la creencia común, pero
no es más ilógica la contraria” (Borges, “Historia” 691). Más allá de la imposibilidad de
resolver este problema de su “dirección”, lo importante acá es abrir la posibilidad de la
no-linealidad –o al menos preguntarse por la certeza de la linealidad–. Asumir una
dirección es darle una respuesta a uno de los muchos misterios del tiempo aún por
resolver. Por un lado, pensar en un tiempo que vaya del futuro –o del porvenir, como lo
llama Borges– al pasado es igualmente posible, como nos dice Borges que propone
Miguel de Unamuno en el soneto LXXXVIII: “Nocturno el río de las horas fluye desde
su manantial que es el mañana eterno…” (Borges, “Historia” 691). No sólo es la
posibilidad de un tiempo con una dirección distinta, sino también la de un tiempo sin
una dirección determinada, ni lineal ni no-lineal: “Aceptada la tesis de Zarathustra [la
del eterno retorno], no acabo de entender cómo dos procesos idénticos dejan de
aglomerarse en uno. ¿Basta la mera sucesión, no verificada por nada?” (Borges, “La
doctrina” 726). El tiempo puede superponerse, funcionar también como una agregación
de instantes, como una simultaneidad en la que convergen temporalidades: sin
dirección, pasado, presente y futuro se fusionan en un momento: en la instantaneidad.
La repetición eterna, la no-linealidad no implica la atemporalidad que conocemos: no
como ausencia de tiempo sino como la ausencia de la certeza de linealidad. Asumir,
entonces, un curso del tiempo es limitar sus propias posibilidades. Y, nuevamente,
Borges no busca –ni yo, mediante este análisis– llegar a una respuesta frente a la
dirección del tiempo, sino la apertura a distintas posibilidades que responden a la
imposibilidad de definir una dirección del tiempo.
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Construcción de la eternidad
Definidos los límites –o la ilimitación– de las posibilidades interpretativas que
surgen a partir del misterio del tiempo, y como artificio que parte de ese misterio, es
ahora posible analizar cómo construye Borges la eternidad dentro del texto. La primera
reflexión –dada implícitamente ya en este punto– es que la eternidad no es singular.
Como concepto, y sobre todo como concepto historiable, debemos entender que no hay
eternidad, sino eternidades: “Ninguna de las varias eternidades que planearon los
hombres –la del nominalismo, la de Ireneo, la de Platón– es una agregación mecánica
del pasado, del presente y del porvenir. Es una cosa más sencilla y más mágica: es la
simultaneidad de esos tiempos” (Borges, “Historia” 692). Las eternidades han sido
“planeadas”. Es decir, no sólo son una construcción sino que su creación responde a un
plan, a una intención, a un propósito particular. Y, como las que busca historiar, la de
Borges supone una convergencia temporal; los tiempos no se suman para crear un
tiempo eterno, sino que se encuentran y se vuelven uno.
Hecha esta aclaración de pluralidad, Borges nos da dos pistas sobre las
características de la eternidad que él está construyendo que, si no la definen, al menos
nos dan un panorama cercano del concepto. Primero, y siguiendo con la agregación de
temporalidades, tres veces en “Historia de la eternidad” –aunque, en la tercera, sólo la
segunda parte– cita Borges a Hans Lassen Martensen: “Aeternitas est merum hodie, est
immediata et lucida fruitio rerum infinitarum” (Borges, “Historia” 696, 698, 701).
Rolando Costa Picazo e Irma Zangara, anotadores de la Edición crítica de las Obras
completas de Emecé, lo traducen de dos maneras distintas: “La eternidad es sólo el
presente, es la inmediata y lúcida fruición de las cosas infinitas” (Costa Picazo &
Zangara 781) y “La eternidad es sólo el presente, es la inmediata y luminosa fruición de
los bienes infinitos” (Costa Picazo & Zangara 782). Más allá de la diferencia –tal vez
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muy técnica, casi inútil para nuestro propósito– entre “bienes” y “cosas” y “lúcida” y
“luminosa”, nos permite ver, por un lado, que esa simultaneidad temporal antes
planteada es, en otras palabras, el presente; que la inmediatez en la que vivimos es,
entonces, eterna. Y, por otro lado, que esa eternidad presente supone un goce en el
encuentro de esas cosas o bienes infinitos. No hay que olvidar que este placer está
enmarcado en un contexto religioso en el que “La eternidad quedó como atributo de la
ilimitada mente de Dios” (Borges, “Historia” 698). Pero la repetición del enunciado
dentro del texto no es gratuita, por lo que volveremos más adelante tanto sobre el goce
como sobre ese “presente eterno”. Y la segunda pista que nos da, refiriéndose al cielo
que plantea Plotino en las Enéadas donde “todo es todo”, es: “Ese universo unánime,
esa apoteosis de la asimilación y del intercambio, no es todavía la eternidad; es un cielo
limítrofe, no emancipado enteramente del número y del espacio” (Borges, “Historia”
693). La protesta de Borges está en que la presencia del número –de un orden, de una
forma de sucesión– y del espacio –un referente, un arquetipo– no es una forma de
eternidad sino, tal vez, un límite de lo temporal. La liberación de cualquier espacio y de
cualquier número son requisitos que Borges propone para la eternidad y que,
consecuentemente, formarán parte de su propia construcción del concepto.
Y, después de dar algunas características de la eternidad que él está
construyendo –que, más que definir qué es, determinan qué no es– desde la Historia del
concepto, nos acerca finalmente a su propia teoría de la eternidad: “Sólo me resta
señalar al lector mi teoría personal de la eternidad. Es una pobre eternidad ya sin Dios, y
aun sin otro poseedor y sin arquetipos” (Borges, “Historia” 701). Antes de ver cuál es
esa teoría, es evidente que aquí recoge los atributos de los que ya venía hablando: es
sólo una de las muchas eternidades, es subjetiva, no es estática y –acá nos responde– no
tiene referentes. Su eternidad sí es, entonces, imagen; es lenguaje, capaz de
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autorreferenciarse. Paso, entonces, a la experiencia de eternidad narrada por Borges al
final de “Historia de la eternidad” y experimentada ocho años antes de su registro en
este último. Su primer objetivo, nuevamente, es histórico:
Deseo registrar aquí una experiencia que tuve hace unas noches (…) Se trata de una
escena y de su palabra: palabra ya antedicha por mí, pero no vivida hasta entonces con
entera dedicación de mi yo. Paso a historiarla, con los accidentes de tiempo y de lugar
que la declararon.
La rememoro así (Borges, “Historia” 702).
Desde acá, desde esta simple anécdota, veremos entonces las características de tiempo,
eternidad, memoria y lenguaje que atravesarán todo el texto de Historia de la eternidad.
Claro, sólo las señalaré para, después, desde los demás textos que conforman la obra,
reafirmar su permanencia como elementos constitutivos significantes de la misma. La
eternidad no como fenómeno, ni siquiera como concepto, sino como lenguaje que le da
significancia a una experiencia; la necesidad de historiarla y, como anécdota, la ruptura
de la distancia asumida entre Historia e historia; la memoria como su posibilidad de ser
recreada, escrita y, así, registrada, inscrita. Sigamos con la anécdota:
El fácil pensamiento Estoy en mil ochocientos y tantos dejó de ser unas cuantas
aproximativas palabras y se profundizó a realidad (…) No creí, no, haber remontado las
presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o
ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa
imaginación. La escribo, ahora, así: Esa pura representación de hechos homogéneos
(…) no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin
parecidos ni repeticiones, la misma (Borges, “Historia” 702).
La eternidad, nuevamente, como convergencia de temporalidades, como superposición
de instantes que se encuentran, se igualan y, así, se eternizan. Eternidad, además, como
sensación, como experiencia de la imaginación. Y para, además, confirmar la
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concepción de la eternidad como imagen de sí misma, Borges habla de “pura
representación”: lenguaje autorreferencial que sólo existe así, como lenguaje. Y sigue:
”El tiempo, si podemos intuir esa identidad, es una delusión: la indiferencia e
inseparabilidad de un momento en su aparente ayer y otro de su aparente hoy, bastan
para desintegrarlo” (Borges, “Historia” 702). La eternidad supone, en su concepción, la
ruptura de la linealidad temporal, que no es sinónimo de atemporalidad, sino de
reformulación de la dirección del tiempo. Y, finalmente, también en relación con su
necesidad de ser registrada, nos dice el autor: “Quede, pues, en anécdota emocional la
vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de
éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara” (Borges,
“Historia” 703). Volvemos entonces a Martensen y a su afirmación de la eternidad, de
las experiencias de infinitud como goce: el placer inmediato y fugaz de la inmortalidad,
de la eternidad.
Tiempo circular
El cuestionamiento borgiano de la sucesión no se queda allí, en una refutación
del tiempo lineal. Como parte de Historia de la eternidad aparecen más adelante “La
doctrina de los ciclos” y “El tiempo circular” como continuación y complemento de este
cuestionamiento:
El número de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito,
y sólo capaz como tal de un número finito (aunque desmesurado también) de
permutaciones. En un tiempo infinito, el número de las permutaciones posibles debe ser
alcanzado, y el universo tiene que repetirse (Borges, “La doctrina” 720).
Esta circularidad, entonces, no se contrapone con la eternidad. Al contrario, la finitud de
la materia y su inevitable –lejana o no– repetición plantean una eternidad circular que
supone que eventualmente habrá otro final y, consecuentemente, que también habrá un
nuevo comienzo. En otras palabras –citando a David Hume, sobre quien volveremos
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más adelante–, “Este mundo, con todos sus detalles, hasta los más minúsculos, ha sido
elaborado y aniquilado, y será elaborado y aniquilado: infinitamente” (Borges, “El
tiempo” 728). Infinitos inicios e infinitos finales suponen lo que en otro contexto
parecería una redundancia sin sentido: infinitas eternidades. Pero, como Borges, “Marco
Aurelio afirma la analogía, no la identidad, de los muchos destinos individuales. Afirma
que cualquier lapso –un siglo, un año, una sola noche, tal vez el inasible presente–
contiene íntegramente la historia” (Borges, “El tiempo” 729). Es decir, no son
momentos infinitos que son iguales al otro: son los mismos momentos que se repiten al
infinito. Y como la anécdota de la eternidad, estos momentos de eternidad reúnen el
tiempo y permiten que el pasado y el futuro (o, en palabras de Borges, el momento ya
aniquilado y el que será reelaborado) se encuentren con el presente no como suma del
otro sino como simultaneidad. En las eternidades que, en su circularidad, se repetirán
infinitamente, convergen las temporalidades.
Infinitos matemáticos
Pero Borges no se conforma con el planteamiento teórico y deductivo de la
pluralidad de las eternidades y apoya su teoría en los conjuntos de Georg Cantor.
Pongamos el ejemplo de las series numéricas para entender que, también desde la
matemática, no podemos hablar de infinito sino de infinitos. Tenemos, entonces, los
números naturales: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8… Hasta el infinito. Simultáneamente tenemos
todos los números reales que hay entre 1 y 2. Es decir, 1,00000… con infinitos ceros
hasta 1,99999… con infinitos nueves que eventualmente llegarían a 2. De esta manera,
hay un infinito de números naturales en el primer conjunto, pero también hay un infinito
de números reales en la segunda serie que, sin embargo, está contenida en la primera. La
primera y la segunda serie son infinitas pero, al contenerla, es mayor la primera que la
segunda, lo que no quiere decir que la primera no sea infinita. En esta explicación
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simple de los infinitos se encuentra esa eternidad que ya hemos ido dilucidando: “la
realidad y aun vulgaridad de números infinitos, pero que se dan de una vez, por
definición, no como término “final” de un proceso enumerativo sin fin. Esos guarismos
anormales de Russell son un buen anticipo de la eternidad, que tampoco se deja definir
por enumeración de sus partes” (Borges, “Historia” 692). Aparece acá, incluso desde
series matemáticas, ese requisito inicial de la eternidad borgiana: la liberación total de
los números y del espacio porque, justamente, estos infinitos no son entendidos como
números sino como conjuntos. Como cada entero puede convertirse, entonces, en un
infinito, cada instante es transformable en eternidad. Este recurso matemático al que
recurre Borges, además, le ayuda también a sustentar la no-linealidad del tiempo:
La serie de los números naturales está bien ordenada: vale decir, los términos que la
forman son consecutivos; el 28 precede al 29 y sigue al 27. La serie de los puntos del
espacio (o de los instantes del tiempo) no es ordenable así; ningún número tiene un
sucesor o un predecesor inmediato (…) Podemos siempre intercalar otros más, en
número infinito. Sin embargo, debemos procurar no concebir tamaños decrecientes.
Cada punto “ya” es el final de una infinita subdivisión (Borges, “La doctrina” 722).
La infinita subdivisión refuta la posibilidad de darle un orden a esos números porque
siempre hay, de una u otra manera, un espacio, una distancia entre un número y otro. Es
decir, nunca un número realmente sucede al otro. Esta imposibilidad de ordenar –pero
que igualmente ordenamos, o intentamos ordenar– responde a la misma intención de
darle una dirección lineal al tiempo que no es de ninguna manera demostrable. Son,
simplemente, características sustraídas de nuestra necesidad de ordenar la realidad. Sin
embargo, hay un punto en el que las eternidades de Borges y estos infinitos no son
equiparables: la circularidad. La materia finita que representa la posibilidad de ese
eterno regreso se pierde en la infinitud de términos matemáticos de estos infinitos: “Si
el universo consta de un número infinito de términos, es rigurosamente capaz de un
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número infinito de combinaciones –y la necesidad de un Regreso queda vencida. Queda
su mera posibilidad, computable en cero” (Borges, “La doctrina” 722). La respuesta
inmediata ante esta imposibilidad podría ser un cuestionamiento al argumento de
Borges. Sin embargo, al contrario, estos infinitos se adhieren a la intención histórica del
autor argentino como otras eternidades.
3. Lenguaje: rememoración y representación
Entendida la interpretación del tiempo y definidas las eternidades bajo los que
opera Historia de la eternidad¸ es pertinente ver que el lenguaje juega un papel
preponderante dentro de estos planteamientos no sólo como inscripción y registro de
ellos, sino como posibilitador de los mismos. Lo primero es entender cómo el lenguaje
mismo es un índice de la operatividad lineal de esa temporalidad: “podemos entender
como un deseo de capturar, mediante lo que se llama, no por nada, “tiempos verbales”,
la presencia de lo temporal en la lengua misma” (Jitrik 94). Pasado, presente y futuro y
sus diferentes formas están dados por el lenguaje. Lo que llamamos “tiempo” es
simplemente una palabra, un nombre para el movimiento –sin una dirección
determinada, como ya vimos– que se vuelve tiempo en el momento en el que lo
volvemos lenguaje. Aunque ese movimiento sea un fenómeno natural, su denominación
es un artificio humano dado desde el lenguaje. Por esto, haciendo referencia a la
traducción de Alejandro Vigo de Física IV de Aristóteles, Ricœur dice: “percibimos el
tiempo al percibir el movimiento; pero el tiempo sólo es percibido como diferente del
movimiento si los “determinamos (horizonem)”” (Ricœur 34). Y si, como ya vimos, la
eternidad nace a partir del tiempo y no al revés, ésta también es la verbalización de una
experiencia de simultaneidad temporal: “los modos potenciales del verbo pudieron
ingresar en la eternidad” (Historia, Borges 699). Pensemos, por ejemplo, en el pretérito
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imperfecto del verbo haber: hubiera. Desde esa conjugación, se encuentren el pasado (lo
que no pasó), el presente (la reflexión que se mueve entre lo que sí pasó y lo que no) y
el futuro (las consecuencias que hubiera traído lo que no pasó). La eternidad es la
experiencia cuya simultaneidad sólo puede ser asumida al volverla lenguaje; el tiempo
es el movimiento que sólo entendemos como “tiempo” porque así lo hemos
determinado desde el lenguaje. Si volvemos, entonces, a la narración de la experiencia
de eternidad de Borges, vemos que allí habla del registro de “una escena y su palabra”
(Borges, “Historia” 702). El evento como tal es una cosa y su narración, los nombres
que le demos, son otra distinta. Y tanto en el modo potencial del verbo como en la
narración de la experiencia de eternidad de Borges hay un elemento común que los
atraviesa y, de hecho, los posibilita: la rememoración. En ambos casos hay
necesariamente una búsqueda de recuerdos que, de hecho, son simples “archivos” de un
proceso de movilidad –o de inmovilidad– anterior que reaparecen y se traen al presente
en el momento en que los verbalizamos y los volvemos eso: recuerdos. Y este ejercicio
de rememoración puede ser justamente lo que permite la eternidad:
¿Cómo fue incoada la eternidad? San Agustín ignora el problema, pero señala un hecho
que parece permitir una solución: los elementos del pasado y de porvenir que hay en
todo presente. Alega un caso determinado: la rememoración de un poema. “Antes de
comenzar, el poema está en mi anticipación; apenas lo acabé, en mi memoria; pero
mientras lo digo, está distendiéndose en la memoria, por lo que llevo dicho; en la
anticipación, por lo que me falta decir. Lo que sucede con la totalidad del poema,
sucede con cada verso y con cada sílaba. Digo lo mismo, de la acción más larga de la
que forma parte el poema, y del destino individual, que se compone de una serie de
acciones, y de la humanidad, que es una serie de destinos individuales”. Esa
comprobación del íntimo enlace de los diversos tiempos del tiempo incluye, sin
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embargo, la sucesión, hecho que no coincide con un modelo de la unánime eternidad
(Borges, “Historia” 701).
En la rememoración del poema, entonces, se encuentran pasado, presente y futuro como
memoria, dicción y anticipación respectivamente. Y esta convergencia temporal es
trasladada al destino individual y al destino de la humanidad. En ellos, las acciones
individuales y los destinos individuales que las componen corresponderían a esa dicción
presente del poema. Acciones y destinos que tienen, ya sea en su rememoración o en su
anticipación, la misma operatividad que San Agustín plantea para el poema. No
obstante, al final Borges acusa que esta eternidad daría cuenta de una sucesión que,
como ya vimos, es excluyente con su propuesta de eternidad. Más allá de si esta
rememoración da cuenta o no de una sucesión, lo importante acá es la evidencia de que
esa convergencia de temporalidades es posible no sólo desde el lenguaje, sino que el
hecho de que esta posibilidad aparezca desde un texto no es gratuito: en y desde el
lenguaje se construyen las eternidades.
Es desde la verbalización de las experiencias y los fenómenos que es posible dar
cuenta de ellos. Desde el lenguaje es que el tiempo es tiempo, la memoria memoria y la
eternidad eternidad. Sin él, el primero es movimiento, flujo sin dirección; la segunda,
un almacenamiento arbitrario de ese movimiento; y la tercera, de hecho, no es. La
eternidad sólo es desde el lenguaje: como imagen, como representación autorreferencial.
Pero esta no es la única forma en que la eternidad se construye desde el lenguaje.
La polisemia, la ambigüedad, la interpretación, la reescritura, la capacidad de significar
desde la ausencia son también, entre muchas otras características de lenguaje, como
posibilidades de significación, posibilidades de eternización que otorga el lenguaje. Y es
en la metáfora en donde Borges justamente encuentra este universo infinito de
significados.
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La metáfora
No es gratuito que Borges le dedique dos textos (“Las Kenningar” y “La
metáfora”) en Historia de la eternidad a la metáfora, más allá de que no establezca de
manera explícita una relación con la eternidad. El primero, para quien lo desconozca,
nos presenta las kenningar: una serie de juegos semánticos de la poesía islandesa con
una estructuración rígida pero infinitamente mutable desde las palabras que las
componen: “Bástenos reconocer por ahora que fueron el primer deliberado goce verbal
de una literatura instintiva” (Borges, “Las Kenningar” 704). Es decir, estas kenningar
suponen la primera búsqueda de placer desde juegos lingüísticos. No es que su literatura
previa no generara placer, sino que, en lugar de ser una finalidad, era simplemente una
consecuencia de sus narraciones. Así, lo que hacen estas kenningar es jugar con la
ausencia de un concepto desde la presencia del lenguaje. En otras palabras –vale la pena
ya decirlo–, son metáforas, ubicadas una tras otra:
Los teñidores de los dientes del lobo
prodigaron la carne del cisne rojo.
El halcón del roció de la espada
se alimentó con héroes en la llanura.
Serpientes de la luna de los piratas
cumplieron la voluntad de los Hierros (Borges, “Las Kenningar” 704).
Sobre estos versos de Egil Skalagrímsson dice Borges: “Lo que procuran transmitir es
indiferente, lo que sugieren nulo. No invitan a soñar, no provocan imágenes o pasiones;
no son un punto de partida, son términos. El agrado –el suficiente y mínimo agrado–
está en su variedad, en el heterogéneo contacto de sus palabras” (Borges, “Las
Kenningar” 705). Su construcción no está supeditada a la búsqueda de un contenido. El
contenido es, de hecho, su forma, el lenguaje con el que están escritas. Su valor no está
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en qué nos digan, sino en la heterogeneidad con la que nos lo digan. Es por esto que
antes hablé de metáforas distribuidas una tras otra, no de sucesión; porque allí radica
justamente su valor: no son metáforas sucesivas porque su orden no es lo que importa.
Esta ruptura con la sucesión lingüística desde el lenguaje mismo (que en otro contexto,
tal vez, sonaría como algo descabellado) es lo que les da un lugar dentro de Historia de
la eternidad: como metáforas, la presencia de su significado está precisamente dado por
su ausencia; y como metáforas, además, no sucesivas, no-lineales¸ carentes de un
comienzo o de un final propios, encuentran su valor en la ambigüedad infinita de su
contenido. Ahora, tal vez el lector se llevaría la misma sorpresa –decepción, incluso–
cuando sepa que Borges nos informa sobre la existencia de un catálogo (Borges, “Las
Kenningar” 707-711) de interpretación de cada una de las metáforas. Es decir, “luna de
los piratas”, “voluntad de los Hierros” o “dientes del lobo” tienen un significado
puntual, ya dado por unas lecturas correctas del verso. Esto, aparentemente, limitaría
sus posibilidades de significado y de significación. Sin embargo, si el lector alguna vez
se ha enfrentado o se enfrenta a una de estas kenningar, se dará cuenta de cuánto goce
hay en dejarse llevar por el juego de la ambigüedad y la polisemia; el placer de
enfrentarse a ellas sin recurrir al catálogo e intentar entender qué es lo que allí dice o,
aunque más difícil, leerlas y no buscarles un significado. Simplemente encontrarse con
el lenguaje por y para el lenguaje. Pero, si no es así, Borges también nos dice que “Los
escaldos manejan puntualmente esas mismas figuras; su innovación fue el orden
torrencial en que las prodigaron y el combinarlas entre sí como bases de más complejos
símbolos” (Borges, “Las Kenningar” 713). La infinidad de sus posibilidades
significantes no se reduce con este catálogo porque, de hecho, sus posibilidades están en
la combinación. La aliteración está allí, permanentemente presente con metáforas que se
repiten. Lo que no se repite es su orden: allí, de hecho, es donde está su potencialidad:
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en el no-orden. No es un desorden que alude a una ausencia de orden y que, en esa
medida, cuente con la referencia previa de un orden; es casi un accidente, una
contingencia que no tiene un ordenamiento determinado anterior ni ulterior. Vive y
sobrevive de sí mismo, de su propia lógica lingüística no-lineal. Es por esto que estas
metáforas exceden incluso a las que Aristóteles funda sobre las cosas y no sobre el
lenguaje: “los tropos conservados por Snorri son (o parecen) resultados de un proceso
mental, que no percibe analogías sino que combina palabras” (Borges, “La metáfora”
717). No son metáforas que tengan un referente en las cosas y que busquen un
significado o un contenido puntuales; son metáforas en el lenguaje, simples juegos de
forma que, entonces, no se inscriben como tiempo, sino como movimiento. Son
accidentes móviles que se eternizan permanentemente en significados infinitos. Y aun
así, la infinitud de las metáforas no se cuestiona –volviendo a pensar en los conjuntos de
Cantor, son simplemente un infinito menor, o tal vez mayor, al de las kenningar–:
El primer monumento de las literaturas occidentales, la Ilíada, fue compuesto
hará tres mil años; es verosímil conjeturar que en ese enorme plazo todas las afinidades
íntimas, necesarias (ensueño-vida, sueño-muerte, ríos y vidas que transcurren, etcétera),
fueron advertidas y escritas alguna vez. Ello no significa, naturalmente, que se haya
agotado el número de metáforas; los modos de indicar o insinuar estas secretas
simpatías de los conceptos resultan, de hecho, ilimitados. Su virtud o flaqueza está en
las palabras (Borges, “La metáfora” 719).
Las metáforas, en sí, ya son ilimitadas. La forma de representar un objeto está sujeta a
contingencias ilimitadas que lo pueden modificar: subjetividad, contexto social,