“La Pasión de Michelangelo”, el choque de mundos paralelos [1] La película de Esteban Larraín nos trae de vuelta a la memoria colectiva la historia de Miguel Ángel Poblete, joven habitante de la localidad de Peñablanca que aseguraba ver a la Virgen María, y recibir de ella mensajes de salvación para el pueblo de Chile. Tal consigna, causó el esperable impacto en un país a la fecha profundamente católico, víctima de una dictadura, y en una plena crisis social que resultaba ser el augurio del retorno a la democracia. La complejidad enorme de los hechos y sus repercusiones culturales y filosóficas, es resuelta de manera brillante tanto por la dirección, como por el guión -del propio director en conjunto con José Román- logrando poner en escena el desarrollo de los hechos en mundos paralelos. El primero de ellos, y más evidente, es el de la religiosidad popular. A pesar de situarse cronológicamente en una época moderna, y de ser la propia religión católica un sistema de creencias de creciente pretensión racionalista, los devotos existen en una temporalidad que podríamos llamar barroca; la fe no es un resultado de un proceso lógico, sino el cese de éste ante una experiencia que desborda el análisis y la propia percepción de los sentidos. Las supuestas apariciones son validadas en tanto hacen de Miguel Ángel un intermediario que corporaliza su mensaje sangrando, sollozando, impostando su voz, hablando en latín -el idioma de los ángeles-, en definitiva, dramatizando y convirtiendo en
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“La Pasión de Michelangelo”, el choque de · muestra un dejo de tragedia en el fervor popular, pues bajo el contexto barroco enunciado anteriormente, toda desgracia es un castigo
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“La Pasión de Michelangelo”, el choque de
mundos paralelos [1]
La película de Esteban Larraín nos trae de vuelta a la memoria colectiva la
historia de Miguel Ángel Poblete, joven habitante de la localidad de Peñablanca
que aseguraba ver a la Virgen María, y recibir de ella mensajes de salvación para
el pueblo de Chile. Tal consigna, causó el esperable impacto en un país a la
fecha profundamente católico, víctima de una dictadura, y en una plena crisis
social que resultaba ser el augurio del retorno a la democracia. La complejidad
enorme de los hechos y sus repercusiones culturales y filosóficas, es resuelta de
manera brillante tanto por la dirección, como por el guión -del propio director
en conjunto con José Román- logrando poner en escena el desarrollo de los
hechos en mundos paralelos.
El primero de ellos, y más evidente, es el de la religiosidad popular. A pesar de
situarse cronológicamente en una época moderna, y de ser la propia religión
católica un sistema de creencias de creciente pretensión racionalista, los
devotos existen en una temporalidad que podríamos llamar barroca; la fe no es
un resultado de un proceso lógico, sino el cese de éste ante una experiencia que
desborda el análisis y la propia percepción de los sentidos. Las supuestas
apariciones son validadas en tanto hacen de Miguel Ángel un intermediario que
corporaliza su mensaje sangrando, sollozando, impostando su voz, hablando en
latín -el idioma de los ángeles-, en definitiva, dramatizando y convirtiendo en