ANTONIO MACHADO (1875 – 1936) Poemas seleccionados de Campos de Castilla, 1912 RETRATO Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud, veinte años en tierra de Castilla; mi historia, algunos casos que recordar no quiero. Ni un seductor Mañara ni un Bradomín he sido -ya conocéis mi torpe aliño indumentario-; mas recibí la flecha que me asignó Cupido y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario. Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, pero mi verso brota de manantial sereno; y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno. Adoro la hermosura, y en la moderna estética corté las viejas rosas del huerto de Ronsard; mas no amo los afeites de la actual cosmética ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar. Desdeño las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna. A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una. ¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera mi verso como deja el capitán su espada: famosa por la mano viril que la blandiera, no por el docto oficio del forjador preciada. Converso con el hombre que siempre va conmigo -quien habla solo espera hablar a Dios un día-; mi soliloquio es plática con este buen amigo que me enseñó el secreto de la filantropía. Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. A mi trabajo acudo, con mi dinero pago el traje que me cubre y la mansión que habitó, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago. Y cuando llegue el día del último viaje y esté a partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar.
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ANTONIO MACHADO (1875 – 1936)
Poemas seleccionados de Campos de Castilla, 1912
RETRATO
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud, veinte años en tierra de Castilla; mi historia, algunos casos que recordar no quiero. Ni un seductor Mañara ni un Bradomín he sido -ya conocéis mi torpe aliño indumentario-; mas recibí la flecha que me asignó Cupido y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, pero mi verso brota de manantial sereno; y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno. Adoro la hermosura, y en la moderna estética corté las viejas rosas del huerto de Ronsard; mas no amo los afeites de la actual cosmética ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar. Desdeño las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna. A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una. ¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera mi verso como deja el capitán su espada: famosa por la mano viril que la blandiera, no por el docto oficio del forjador preciada. Converso con el hombre que siempre va conmigo -quien habla solo espera hablar a Dios un día-; mi soliloquio es plática con este buen amigo que me enseñó el secreto de la filantropía. Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. A mi trabajo acudo, con mi dinero pago el traje que me cubre y la mansión que habitó, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago. Y cuando llegue el día del último viaje y esté a partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar.
EL DIOS IBERO Igual que el ballestero tahúr de la cantiga, tuviera una saeta el hombre ibero para el Señor que apedreó la espiga y malogró los frutos otoñales, y un "gloria a ti" para el Señor que grana centenos y trigales que el pan bendito le darán mañana. «Señor de la ruïna, adoro porque aguardo y porque temo: con mi oración se inclina hacia la tierra un corazón blasfemo. »¡Señor, por quien arranco el pan con pena, sé tu poder, conozco mi cadena! »¡Oh dueño de la nube del estío que la campiña arrasa, del seco otoño, del helar tardío, y del bochorno que la mies abrasa! »¡Señor del iris, sobre el campo verde donde la oveja pace, Señor del fruto que el gusano muerde y de la choza que el turbión deshace, »tu soplo el fuego del hogar aviva, tu lumbre da sazón al rubio grano, y cuaja el hueso de la verde oliva, la noche de San Juan, tu santa mano! »¡Oh dueño de fortuna y de pobreza, ventura y malandanza, que al rico das favores y pereza y al pobre su fatiga y su esperanza! »¡Señor, Señor: en la voltaria rueda del año he visto mi simiente echada, corriendo igual albur que la moneda del jugador en el azar sembrada! »¡Señor, hoy paternal, ayer cruento, con doble faz de amor y de venganza,
a ti, en un dado de tahúr al viento va mi oración, blasfemia y alabanza!» Este que insulta a Dios en los altares, no más atento al ceño del destino, también soñó caminos en los mares y dijo: es Dios sobre la mar camino. ¿No es él quien puso a Dios sobre la guerra más allá de la suerte, más allá de la tierra, más allá de la mar y de la muerte? ¿No dio la encina ibera para el fuego de Dios la buena rama, que fue en la santa hoguera de amor una con Dios en pura llama? Mas hoy... ¡Qué importa un día! Para los nuevos lares estepas hay en la floresta umbría, leña verde en los viejos encinares. Aún larga patria espera abrir al corvo arado sus besanas; para el grano de Dios hay sementera bajo cardos y abrojos y bardanas. ¡Qué importa un día! Está el ayer alerto al mañana, mañana al infinito, hombres de España, ni el pasado ha muerto, no está el mañana —ni el ayer— escrito. ¿Quién ha visto la faz al Dios hispano? Mi corazón aguarda al hombre ibero de la recia mano, que tallará en el roble castellano el Dios adusto de la tierra parda.
NOCHE DE VERANO
Es una hermosa noche de verano. Tienen las altas casas abiertos los balcones del viejo pueblo a la anchurosa plaza. En el amplio rectángulo desierto, bancos de piedra, evónimos y acacias
simétricos dibujan sus negras sombras en la arena blanca. En el cénit, la luna, y en la torre, la esfera del reloj iluminada. Yo en este viejo pueblo paseando solo, como un fantasma.
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ (1881- 1958)
EL VIAJE DEFINITIVO Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando. Y se quedará mi huerto con su verde árbol, y con su pozo blanco. Todas las tardes el cielo será azul y plácido, y tocarán, como esta tarde están tocando, las campanas del campanario. Se morirán aquellos que me amaron y el pueblo se hará nuevo cada año; y lejos del bullicio distinto, sordo, raro del domingo cerrado, del coche de las cinco, de las siestas del baño, en el rincón secreto de mi huerto florido y encalado, mi espíritu de hoy errará, nostáljico... Y yo me iré, y seré otro, sin hogar, sin árbol verde, sin pozo blanco, sin cielo azul y plácido... Y se quedarán los pájaros cantando.
LA CARBONERILLA
En la siesta de julio, ascua violenta y ciega,
prendió el horno las ropas de la niña. La arena
quemaba cual con fiebre; dolían las cigarras:
el cielo era igual que de plata calcinada.
...Con la tarde, volvió - ¡anda potro! - la madre.
Como el tumulto gris del mar levanta Un alto arco de espuma, maravilla Multiforme del agua, y ya en la orilla Roto, otra nueva espuma se adelanta;
Como el campo despierta en primavera Eternamente, fiel bajo el sombrío Celaje de las nubes, y al sol frío Con asfodelos cubre la pradera;
Como el genio en distintos cuerpos nace, Formas que han de nutrir la antigua gloria De su fuero, mientras la humana escoria Sueña ardiendo en la llama y se deshace,
Así siempre, como agua, flor o llama, Vuelves entre la sombra, fuerza oculta Del otro amor. El mundo bajo insulta. Pero la vida es tuya: surge y ama.
DÁMASO ALONSO
INSOMNIO (HIJOS DE LA IRA, 1944)
Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en
el que hace 45 años que me pudro, y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o
fluir blandamente la luz de la luna. Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un
perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre? ¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes
azucenas letales de tus noches?
PEDRO SALINAS
CERO (TODO MÁS CLARO Y OTROS POEMAS, 1949)
Invitación al llanto. Esto es un llanto, ojos, sin fin, llorando, escombrera adelante, por las ruinas de innumerables días. Ruinas que esparce un cero —autor de nadas, obra del hombre—, un cero, cuando estalla. Cayó ciega. La soltó, la soltaron, a seis mil metros de altura, a las cuatro. ¿Hay ojos que le distingan a la Tierra sus primores desde tan alto? ¿Mundo feliz? ¿Tramas, vidas, que se tejen, se destejen, mariposas, hombres, tigres, amándose y desamándose? No. Geometría. Abstractos colores sin habitantes, embuste liso de atlas. Cientos de dedos del viento una tras otra pasaban las hojas —márgenes de nubes blancas— de las tierras de la Tierra, vuelta cuaderno de mapas. Y a un mapa distante, ¿quién le tiene lástima? Lástima de una pompa de jabón irisada, que se quiebra; o en la arena de la playa un crujido, un caracol roto sin querer, con la pisada. Pero esa altura tan alta que ya no la quieren pájaros, le ciega al querer su causa con mil aires transparentes. Invisibles se le vuelven al mundo delgadas gracias: La azucena y sus estambres, colibríes y sus alas, las venas que van y vienen, en tierno azul dibujadas, por un pecho de doncella. ¿Quién va a quererlas si no se las ve de cerca?
Él hizo su obligación: lo que desde veinte esferas instrumentos ordenaban, exactamente: soltarla al momento justo. Nada. Al principio no vio casi nada. Una mancha, creciendo despacio, blanca, más blanca, ya cándida. ¿Arrebañados corderos? ¿Vedijas, copos de lana? Eso sería... ¡Qué peso se le quitaba! Eso sería: una imagen que regresa. Veinte años, atrás, un niño. Él era un niño —allá atrás— que en estíos campesinos con los corderos jugaba por el pastizal. Carreras, topadas, risas, caídas de bruces sobre la grama, tan reciente de rocío que la alegría del mundo al verse otra vez tan claro, le refrescaba la cara. Sí; esas blancuras de ahora, allá abajo en vellones dilatadas, no pueden ser nada malo: rebaños y más rebaños serenísimos que pastan en ancho mapa de tréboles. Nada malo. Ecos redondos de aquella inocencia doble veinte años atrás: infancia triscando con el cordero y retazos celestiales, del sol niño con las nubes que empuja, pastora, el alba. Mientras, detrás de tanta blancura en la Tierra —no era mapa— en donde el cero cayó, el gran desastre empezaba.
RAFAEL ALBERTI
Balada de la Nostalgia inseparable (Baladas y canciones del Paraná, 1954)
"Siempre esta nostalgia, esta inseparable
nostalgia que todo lo aleja y lo cambia.
Dímelo tú árbol.
Te miro. Me miras. Y no eres ya el mismo.
Ni es el mismo viento quien te está azotando.
Dímelo tú, agua.
Te bebo. Me bebes. Y no eres la misma.
Ni es la misma tierra la de tu garganta.
Dímelo tú tierra.
Te tengo. Me tienes. Y no eres la misma.
Ni es el mismo sueño de amor quien te llena.
Dímelo tú, sueño.
Te tomo. Me tomas. Y no eres ya el mismo.
Ni es la misma estrella quien te está durmiendo.
Dímelo tú, estrella.
Te llamo. Me llamas. Y no eres la misma.
Ni es la misma noche clara quien te quema.
Dímelo tú, noche"
POESÍA POSTERIOR AL 27 (temas poéticos durante el franquismo)
1. La guerra civil
MIGUEL HERNÁNDEZ: EL TREN DE LOS HERIDOS (sobre la guerra civil)