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Antología de Persona y Sociedad Universidad Panamericana Selección de textos del Dr. Vicente de Haro Edición del Departamento de Humanidades
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Antología de Persona y Sociedad - Universidad Panamericana · EL MUNDO COMO VOLUNTAD Y REPRESENTACIÓN ... y qué esperas, cuando te veo, importuno, ... Hoy me lo permite, ...

Nov 02, 2018

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Antología de Persona y

Sociedad

Universidad Panamericana

Selección de textos del Dr. Vicente de Haro

Edición del Departamento de Humanidades

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© 2014 Universidad Panamericana Departamento de Humanidades Augusto Rodin 498 Insurgentes Mixcoac 03920 México, DF [email protected]

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TABLA DE CONTENIDO

Nota: Los textos no están ordenados cronológicamente. Su orden se corresponde con el programa del curso. Los textos son de dominio público y las traducciones utilizadas son propias o de dominio público (las traducciones que no son propias han sido ligeramente corregidas y se han agregado algunos corchetes explicativos o subrayados por parte de los editores).. Las fuentes de los textos se señalan al final del documento.

I. INTRODUCCIÓN: ¿QUÉ ES EL SER HUMANO? ....................................................................................... 5

EL PRIMER ALCIBIADES O DE LA NATURALEZA HUMANA ............................................................................. 6

FRAGMENTOS DE ANAXIMANDRO, ANAXÍMENES Y HERÁCLITO ................................................................ 95

FEDÓN ....................................................................................................................................................... 97

DEL ALMA (ON THE SOUL) II, 1-3 .............................................................................................................. 116

SUMA TEOLÓGICA, I, Q. 75 ...................................................................................................................... 121

II. INTELIGENCIA Y VERDAD ................................................................................................................. 127

METAFÍSICA I,1 ........................................................................................................................................ 128

TEETETO (160C-163A) .............................................................................................................................. 131

ACERCA DE LA VERDAD Q. 1 A.1 Y 4 (C) .................................................................................................... 135

SUMA TEOLÓGICA I, Q. 16, A. 6 ............................................................................................................... 138

SUMA TEOLÓGICA I, Q. 85, A. 7 ............................................................................................................... 140

REPÚBLICA VII (514A-521C) ..................................................................................................................... 142

SUMA TEOLÓGICA I, Q. 2, A.3 .................................................................................................................. 152

FE Y RAZÓN .............................................................................................................................................. 155

FE Y SABER ............................................................................................................................................... 161

SUMA CONTRA GENTILES II, 66 ................................................................................................................ 167

III. VOLUNTAD Y AUTODETERMINACIÓN .............................................................................................. 168

EL MUNDO COMO VOLUNTAD Y REPRESENTACIÓN ................................................................................. 169

MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL ................................................................................................................ 172

SUMA TEOLÓGICA Q. 82, A.2 Y 3 .............................................................................................................. 174

CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA: TERCER CONFLICTO DE LA ANTINOMIA TRASCENDENTAL (A444 B 472 – A452

B480) ....................................................................................................................................................... 177

IV. AFECTIVIDAD Y CARÁCTER .......................................................................................................... 180

CARTAS A LUCILIO 11 ............................................................................................................................... 181

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REPÚBLICA IV (439A-441C) ...................................................................................................................... 183

ÉTICA NICOMAQUEA VII, 6 ....................................................................................................................... 194

MANUAL .................................................................................................................................................. 196

V. PERSONA Y TRASCENDENCIA ........................................................................................................... 201

CONFESIONES .......................................................................................................................................... 202

SUMA TEOLÓGICA I, Q. 29, A.3 Y 4 (C)...................................................................................................... 215

PENSAMIENTOS ....................................................................................................................................... 216

FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES ................................................................. 219

PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS ................................................................................................................. 225

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I. INTRODUCCIÓN: ¿QUÉ ES EL

SER HUMANO?

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EL PRIMER ALCIBIADES O DE LA

NATURALEZA HUMANA

Platón1

Sócrates

Hijo de Clinias, estarás sorprendido de ver, que habiendo sido yo el primero a amarte, sea ahora el último en dejarte; que después de haberte abandonado mis rivales, permanezca yo fiel; y en fin, que teniéndote los demás como sitiado con sus amorosos obsequios, sólo yo haya estado sin hablarte por espacio de tantos años. No ha sido ningún miramiento humano el que me ha sugerido esta conducta, sino una consideración por entero divina, que te explicaré más adelante. Ahora que el Dios no me lo impide, me apresuro a comunicarme contigo, y espero que nuestra relación no te ha de ser desagradable para lo sucesivo. En todo el tiempo que ha durado mi silencio, no he cesado de mirar y juzgar la conducta que has observado con mis rivales; entre el gran número de hombres orgullosos que se han mostrado adictos a ti, no hay uno que no hayas rechazado con tus desdenes, y quiero explicarte la causa de este tu desprecio para con ellos. Tú crees no necesitar de nadie, tan generosa y liberal ha sido contigo la naturaleza, comenzando por el cuerpo y concluyendo con el alma. En primer lugar te crees el más hermoso y más bien formado de todos los hombres, y en este punto basta verte para decir que no te engañas. En segundo lugar, tú te crees pertenecer a una de las más ilustres familias de Atenas, Atenas que es la ciudad de mayor consideración entre las demás ciudades griegas. Por tu padre cuentas con numerosos y poderosos amigos, que te apoyarán en cualquier lance, y no los tienes menos poderosos por tu madre. Pero a tus ojos el principal apoyo es Pericles, hijo de Xantippo, que tu padre dio por tutor a tu hermano y a ti, y cuya autoridad es tan grande, que hace todo lo que quiere, no sólo en esta ciudad, sino en toda la Grecia y en las demás naciones extranjeras. Podría hablar también de tus riquezas, si no supiera que en este punto no eres orgulloso. Todas estas grandes ventajas te han inspirado tanta vanidad, que has despreciado a todos tus amantes, como hombres demasiado inferiores a ti, y así ha resultado que todos se han retirado; tú lo has llegado a conocer, y estoy muy seguro de que te sorprende verme persistir en mi pasión, y que quieres averiguar qué esperanza he podido conservar para seguirte sólo después que todos mis rivales te han abandonado.

1 Platón (428/427 a. C. – 347 a. C) filósofo griego, alumno de Sócrates y maestro de Aristóteles; de familia noble

y aristocrática. Existe discusión respecto a si este diálogo es auténticamente de Platón o no. Al margen de ello, es un texto que expone la importancia del autoconocimiento: si Alcibíades quiere ser un político exitoso -le demuestra Sócrates- ha de conocerse primero a sí mismo, esto es, a su alma, y ha de luchar por conseguir las virtudes que auténticamente perfeccionan al alma humana. El texto plantea, pues, la necesidad del conocimiento antropológico: para alcanzar la excelencia en cualquier actividad, hay que saber antes quién es el hombre, y quién es uno mismo, planteando las preguntas correctas desde un espíritu inquisitivo y filosófico como el de Sócrates.

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Alcibiades

Lo que tú no sabes, Sócrates, es que me has llevado de ventaja un solo momento, porque tenía intención de preguntarte yo primero qué es lo que justifica tu perseverancia. ¿Qué quieres y qué esperas, cuando te veo, importuno, aparecer siempre y con empeño en todos los parajes a donde yo voy? Porque, en fin, yo no puedo menos de sorprenderme de esta conducta tuya, y será para mí un placer el que me digas cuáles son tus miras.

Sócrates

Es decir, que me oirás con gusto, puesto que tienes deseo de saber cómo pienso; voy, pues, a hablarte como a un hombre que tendrá la paciencia de escucharme, y que no tratará de librarse de mí.

Alcibiades

Sí, Sócrates, habla pues.

Sócrates

Mira bien a lo que te comprometes, para que no te sorprendas si encuentras en mí tanta dificultad en concluir como he tenido para comenzar.

Alcibiades

Habla, mi querido Sócrates, y por mí te doy todo el tiempo que necesites.

Sócrates

Es preciso obedecerte, y aunque es difícil hablar como amante a un hombre que no ha dado oídos a ninguno, tengo, sin embargo, valor para decirte mi pensamiento. Tengo para mí, Alcibiades, que si yo te hubiese visto contento con todas tus perfecciones y con ánimo de vivir sin otra ambición, ha largo tiempo que hubiera renunciado a mi pasión, o, por lo menos, me lisonjeo de ello. Pero ahora te voy a descubrir otros pensamientos bien diferentes sobre ti mismo, y por esto conocerás que mi terquedad en no perderte de vista no ha tenido otro objeto que estudiarte. Me parece que si algún Dios te dijese de repente: Alcibiades, ¿qué querrías más, morir en el acto, o, contento con las perfecciones que posees, renunciar para siempre a otras mayores ventajas? se me figura que querrías más morir. He aquí la esperanza que te hace amar la vida. Estás persuadido de que apenas hayas arengado a los atenienses, cosa que va a suceder bien pronto, los harás sentir que mereces ser honrado más que Pericles y más que ninguno de los ciudadanos que hayan ilustrado la república; que te harás dueño de la ciudad, que tu poder se extenderá a todas las ciudades griegas y hasta a las naciones bárbaras que habitan nuestro continente. Pero si ese mismo Dios te dijera: Alcibiades, serás dueño de toda la Europa, pero no extenderás tu dominación sobre el Asia; creo que tú no querrías vivir para alcanzar una dominación tan miserable, ni para nada que no sea llenar el mundo entero con el ruido de tu nombre y de tu poder; y creo también que, excepto Ciro y Xerxes, no hay un hombre a quien quieras conceder la superioridad. Aquí tienes tus miras; yo lo sé y no por

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conjeturas; bien adviertes que digo verdad, y quizá por esto mismo no dejarás de preguntarme: Sócrates, ¿qué tiene que ver este preámbulo con tu obstinación en seguirme por todas partes, que es lo que te proponías explicarme? Voy a satisfacerte, querido hijo de Clinias y de Dinomaca. Es porque todos esos vastos planes no puedes llevarlos a buen término sin mí; tanto influjo tengo sobre todos tus negocios y sobre ti mismo. De aquí procede sin duda que el Dios que me gobierna no me ha permitido hablarte hasta ahora, y yo aguardaba su permiso. Y como tú tienes esperanza de que desde el momento en que hayas hecho ver a tus conciudadanos lo digno que eres de los más grandes honores, ellos te dejarán dueño de todo, yo espero en igual forma adquirir gran crédito para contigo desde el acto en que te haya convencido de que no hay ni tutor, ni pariente, ni hermano que pueda darte el poder a que aspiras, y que sólo yo, como más digno que ningún otro, puedo hacerlo, auxiliado de Dios. Mientras eras joven y no tenías esta gran ambición, Dios no me permitió hablarte, para no malgastar el tiempo. Hoy me lo permite, porque ya tienes capacidad para entenderme.

Alcibiades

Confieso, Sócrates, que te encuentro más admirable ahora, desde que has comenzado a hablarme, que antes cuando guardabas silencio, aunque siempre me lo has parecido; has adivinado perfectamente mis pensamientos, lo confieso; y aun cuando te dijera lo contrario, no conseguiría persuadirte. Pero, ¿cómo conseguirás probarme que con tu socorro llegaré a conseguir las grandes cosas que medito, y que sin ti no puedo prometerme nada?

Sócrates

¿Exiges de mí que haga un gran discurso como los que estás tú acostumbrado a escuchar? Ya sabes, que no es esa la forma que yo uso. Pero estoy en posición, creo, de convencerte de que lo que llevo sentado es verdadero, con tal que quieras concederme una sola cosa.

Alcibiades

La concedo, con tal que no sea muy difícil.

Sócrates

¿Es cosa difícil responder a algunas preguntas?

Alcibiades

No.

Sócrates

Respóndeme, pues.

Alcibiades

No tienes más que preguntarme.

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Sócrates

¿Supondré, al interrogarte, que meditas estos grandes planes que yo te atribuyo?

Alcibiades

Así me gusta; por lo menos tendré el placer de oír lo que tú tienes que decirme.

Sócrates

Respóndeme. Tú te preparas, como dije antes, para presentarte dentro de pocos días en la Asamblea de los atenienses, para comunicarles tus luces. Si en aquel acto te encontrase y te dijese: Alcibiades, ¿con motivo de qué deliberación te has levantado a dar tu dictamen a los atenienses? ¿Es sobre cosas que sabes tú mejor que ellos? ¿Qué me responderías?

Alcibiades

Te respondería sin dudar, que es sobre cosas que yo sé mejor que ellos.

Sócrates

Porque tú no puedes dar buenos consejos, sino sobre cosas que tú sabes.

Alcibiades

¿Cómo es posible darlos sobre lo que no se sabe?

Sócrates

¿Y no es cierto, que tú no puedes saber las cosas, sino por haberlas aprendido de los demás, o por haberlas descubierto tú mismo?

Alcibiades

¿Cómo se pueden saber las cosas de otra manera?

Sócrates

Pero ¿es posible que las hayas aprendido de los demás o encontrado por ti mismo, cuando no has querido ni aprender nada, ni indagar nada?

Alcibiades

Eso no puede ser.

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Sócrates

¿Te ha venido a la mente indagar o aprender lo que tú creías saber?

Alcibiades

No, sin duda.

Sócrates

Luego lo que tú sabes ahora, hubo un tiempo en que pensabas no saberlo.

Alcibiades

Eso es muy cierto.

Sócrates

Pero yo sé, poco más o menos, las cosas que has aprendido; si olvido alguna, recuérdamela. Tú has aprendido, si no me equivoco, a leer y escribir, tocar la lira y luchar, porque la flauta la has desdeñado. He aquí todo lo que tú sabes, a no ser que hayas aprendido algo de que no dé yo cuenta, a pesar de que día y noche he sido testigo de tu conducta.

Alcibiades

Es cierto; son las únicas cosas que he aprendido.

Sócrates

Cuando los atenienses deliberen sobre la escritura, ¿te levantarás para dar tus consejos acerca de cómo es necesario escribir?

Alcibiades

No, seguramente.

Sócrates

¿Te levantarás cuando deliberen sobre el modo de tocar la lira?

Alcibiades

¡Vaya una magnífica deliberación!

Sócrates

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Pero los atenienses, ¿no tienen costumbre de deliberar sobre los diferentes ejercicios de la palestra?

Alcibiades

Convengo en ello.

Sócrates

¿Sobre qué esperas tú que deliberen para que pueda aconsejarles? ¿No será sobre la manera de construir una casa?

Alcibiades

No, ciertamente.

Sócrates

El más miserable albañil les aconsejaría mejor que tú.

Alcibiades

Tienes razón.

Sócrates

¿Tampoco será cuando deliberen sobre algún punto de adivinación?

Alcibiades

No.

Sócrates

Un adivino sabe en esta materia más que tú.

Alcibiades

Seguramente.

Sócrates

Ya sea pequeño o grande, hermoso o feo, de alto o bajo nacimiento.

Alcibiades

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Ciertamente.

Sócrates

Porque un buen consejo viene de la ciencia y no de las riquezas.

Alcibiades

Sin dificultad.

Sócrates

Y si los atenienses deliberasen sobre la salud de los ciudadanos, ¿no buscarían un médico para consultarle, sin averiguar si era rico o pobre?

Alcibiades

Eso es bien seguro.

Sócrates

¿Con qué motivo y con qué razones te levantarías a dar a los atenienses buenos consejos?

Alcibiades

Cuando deliberan sobre sus negocios.

Sócrates

¡Qué! ¿cuando deliberan en lo relativo a la construcción de buques para saber la clase de los que deben construir?

Alcibiades

No es eso, Sócrates.

Sócrates

Porque tú no has aprendido a construir buques, y he aquí por qué sobre esta materia no hablarás. ¿No es así?

Alcibiades

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Tú lo has dicho.

Sócrates

¿Cuándo, pues, deliberan sobre sus negocios, dime?

Alcibiades

Cuando se trata de la paz, de la guerra o de cualquier otro negocio que atañe a la república.

Sócrates

Es decir, cuando deliberan con qué pueblos debe estarse en guerra o hacerse la paz, y cuándo y cómo?

Alcibiades

Eso mismo.

Sócrates

¿Si es preciso llevar la paz o la guerra a pueblos con que convenga adoptar uno u otro medio?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Consultando la conveniencia como mejor partido?

Alcibiades

Seguramente.

Sócrates

¿Y por todo el tiempo que convenga?

Alcibiades

Nada más cierto.

Sócrates

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Si los atenienses deliberasen con qué atletas es preciso luchar, y con quiénes agarrarse de manos, sin tocar a los cuerpos, y cómo y cuándo es preciso hacer estos diferentes ejercicios, ¿darías tú mejores consejos sobre todo esto que un maestro de palestra?

Alcibiades

El maestro de palestra los daría mejores sin dificultad.

Sócrates

Puedes decirme ¿a qué atendería principalmente este maestro de palestra, para ordenar con quién, cuándo y cómo deben hacerse estos ejercicios? ¿No atendería a que se ejecutaran lo mejor posible?

Alcibiades

Sin duda.

Sócrates

¿Ordenaría, como lo mejor, que se ejecutaran por todo el tiempo que se creyera conveniente?

Alcibiades

Por todo el tiempo.

Sócrates

¿Y en las ocasiones que mejor conviniera?

Alcibiades

Seguramente.

Sócrates

Y el que canta ¿no debe tan pronto acompañarse con la lira y tan pronto bailar, cantando y tocando?

Alcibiades

Así es preciso.

Sócrates

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¿Y esto debe hacerlo, cuando sea lo mejor y más conveniente?

Alcibiades

Es cierto.

Sócrates

¿Y por todo el tiempo que mejor sea?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

Puesto que hay un mejor en el canto y en el acompañamiento, como le hay en la lucha, ¿cómo llamas tú a este mejor? porque al de la lucha yo le llamo mejor gimnástico.

Alcibiades

No te entiendo.

Sócrates

Procura seguirme. Si fuera yo, respondería, que este mejor es lo que siempre es bien; y lo que siempre es bien ¿no es lo que se hace conforme a las reglas del arte?

Alcibiades

Tienes razón.

Sócrates

¿El arte de la lucha no es la gimnástica?

Alcibiades

Así lo has dicho.

Sócrates

¿Pero no tengo razón?

Alcibiades

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Me parece que sí.

Sócrates

Ánimo; a ti me dirijo, y procura responderme bien. ¿Cómo llamas el arte que enseña a cantar, tocar la lira y bailar bien? ¿No podrías decírmelo en una sola palabra?

Alcibiades

No en verdad, Sócrates.

Sócrates

Haz un ensayo; voy a ponerte en el camino. ¿Cómo llamas tú a las diosas que presiden a este arte?

Alcibiades

¿Quieres hablar de las musas?

Sócrates

Seguramente. Mira qué nombre ha tomado este arte de las musas.

Alcibiades

¡Ah! ¿hablas de la música?

Sócrates

Precisamente; y como te he dicho, que lo que se hace conforme a las reglas de la lucha y de la gimnasia se llama gimnástica, dime igualmente cómo llamas tú lo que se hace según las reglas de este arte.

Alcibiades

Yo lo llamo arte musical.

Sócrates

Muy bien. Pero, dime, en el arte de hacer la guerra y en el de hacer la paz ¿cuál es lo mejor y cómo lo llamas? Así como en cada una de las otras dos artes dices que lo mejor en el uno es lo que es más gimnástico, y lo mejor en el otro lo que es más musical, trata de decirme ahora, en lo que te he preguntado, el nombre de lo mejor.

Alcibiades

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No podré decírtelo.

Sócrates

Pero si alguno te oyese razonar y dar consejos sobre alimentos, y decir: este alimento es mejor que aquel, es preciso tomarlo en tal tiempo y en tal cantidad, y él te preguntase: Alcibiades, ¿qué es lo que llamas mejor? ¿no sería una vergüenza que no pudieses responderle que lo mejor es lo que es más sano, aunque no seas médico, y que en las cosas que haces profesión de saber y sobre las que te mezclas en dar consejos, como sabiéndolas mejor que los demás, no tuvieses nada que responder? ¿No te llena esto de confusión?

Alcibiades

Lo confieso.

Sócrates

Aplícate pues y haz un esfuerzo para decirme cuál es el objeto de este mejor que buscamos en el arte de hacer la paz o la guerra, y con quién se debe estar en guerra o en paz.

Alcibiades

Yo no podré encontrarlo por más que me empeñe.

Sócrates

¡Qué! ¿No sabes, que cuando hacemos la guerra nos quejamos de cualquier cosa que nos han hecho aquellos contra los que tomamos las armas, e ignoras qué nombre damos a aquello de que nos quejamos?

Alcibiades

Sé que decimos que se nos ha engañado o insultado o despojado.

Sócrates

Ánimo y sigamos. Cuando tales cosas nos suceden, ¿puedes explicarme la diferente manera en que pueden ocurrir?

Alcibiades

¿Quieres decir, Sócrates, que pueden ellas ocurrir justa o injustamente?

Sócrates

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Eso mismo.

Alcibiades

Y esto constituye una diferencia infinita.

Sócrates

¿A qué pueblos declararán la guerra los atenienses por tus consejos? ¿Será a los que siguen la justicia o a los que la violan?

Alcibiades

¡Terrible pregunta, Sócrates! Porque aun cuando hubiese alguno que creyese que es preciso hacer la guerra a los que respetan la justicia, ¿se atrevería a sostenerlo?

Sócrates

Es cierto; eso no es conforme a las leyes.

Alcibiades

No, sin duda; eso no es ni justo, ni decente.

Sócrates

¿Tendrás por consiguiente en cuenta la justicia en todos tus consejos?

Alcibiades

Es indispensable.

Sócrates

Pero ese mejor, que yo te reclamaba antes, con motivo de la paz y de la guerra, para saber con quién, cómo y cuándo es preciso hacer la guerra y la paz ¿no es siempre lo más justo?

Alcibiades

Así me parece.

Sócrates

Pero, mi querido Alcibiades, es preciso que suceda una de dos cosas: o que sin saberlo, ignores tú lo que es justo, o que, sin saberlo yo, hayas ido a casa de algún maestro que te enseñara a distinguir lo que es más justo y lo que es más injusto. ¿Quién es ese maestro? Dímelo, te lo suplico, para que me pongas en sus manos y me recomiendes a él.

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Alcibiades

Esa es una de tus ironías, Sócrates.

Sócrates

No, te lo juro por el Dios que preside a nuestra amistad, y que es un Dios a quien no querría ofender con un perjurio. Te lo suplico muy seriamente; si tienes un maestro, dime quién es.

Alcibiades

¡Ah! y aunque yo no tenga maestro, ¿crees tú que no pueda saber por otra parte lo que es justo y lo que es injusto?

Sócrates

Lo sabrás, si lo has descubierto tú mismo.

Alcibiades

¿Y crees tú que no lo he descubierto?

Sócrates

Si has hecho indagaciones, lo habrás descubierto.

Alcibiades

¿Piensas que no he hecho yo indagaciones?

Sócrates

Pero si has hecho indagaciones, habrás creído ignorarlo.

Alcibiades

¿Te imaginas que no ha habido un tiempo en que yo lo ignoraba?

Sócrates

Muy bien. Pero podrías señalarme precisamente ese tiempo, en que has creído que ignorabas lo que es justo e injusto. Veamos; ¿fue el año pasado cuando empezaste a hacer tus indagaciones porque lo ignorabas? ¿O creías saberlo? Di la verdad para que no hablemos en vano.

Alcibiades

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El año pasado creía saberlo.

Sócrates

¿Hace tres, cuatro, cinco, no lo creías lo mismo?

Alcibiades

Lo mismo.

Sócrates

Antes de este tiempo tú eras un niño; ¿no es así?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Y en ese mismo tiempo de tu infancia, estoy seguro de que creías saberlo?

Alcibiades

¿Cómo dices que estás seguro?

Sócrates

Porque durante tu infancia, en casa de tus maestros y en todas partes; en medio de tus juegos de dados o cualquier otro, te he visto muchas veces no dudar sobre la decisión de lo justo y de lo injusto, y decir con tono firme y seguro a cualquiera de tus camaradas, que era un pícaro, que era injusto, que te hacía una injusticia; ¿no es cierto esto?

Alcibiades

¿Qué debía hacer, a juicio tuyo, cuando se me hacía alguna injusticia?

Sócrates

¿Quieres decir, lo que debías hacer, ignorando o sabiendo que lo que te se hacía era una injusticia?

Alcibiades

Pero yo no lo ignoraba; antes bien, reconocía perfectamente que se me hacía una injusticia.

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Sócrates

Ya ves por esto que, cuando no eras más que un niño, creías conocer ya lo justo y lo injusto.

Alcibiades

Creía conocerlo y lo conocía.

Sócrates

¿En qué época fue el descubrimiento? porque no fue cuando ya creías saberlo.

Alcibiades

No, sin duda.

Sócrates

¿En qué tiempo creías tú ignorarlo? Míralo, echa cuentas; tengo mucho miedo que no des con ese tiempo.

Alcibiades

En verdad, Sócrates, no puedo decírtelo.

Sócrates

¿Por consiguiente, tú no has encontrado por ti mismo esta ciencia de lo justo y de lo injusto?

Alcibiades

Así parece.

Sócrates

Pero confesaste antes que no la has aprendido de los demás; y si no la has encontrado por ti mismo ni la has aprendido de los demás, ¿cómo la sabes? ¿De dónde te ha venido?

Alcibiades

Pero quizá me engañé, cuando te dije que no la había aprendido por mí mismo.

Sócrates

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Pues entonces, ¿cómo la has aprendido por ti mismo?

Alcibiades

Creo que la he aprendido como los demás.

Sócrates

¿Otra vez volvemos a empezar? ¿de quién la has aprendido? habla.

Alcibiades

Del pueblo.

Sócrates

Mal maestro me citas.

Alcibiades

¡Qué! ¿el pueblo no es capaz de enseñarla?

Sócrates

¡Bien libre está! si no es capaz de enseñar a juzgar bien sobre las jugadas de un tablero, ¿cómo ha de enseñar lo que es justo o injusto, que es mucho más difícil? ¿no lo crees tú como yo?

Alcibiades

Si, sin duda.

Sócrates

¿Y si no es capaz de enseñarte cosas de tan poca consecuencia, cómo te ha de enseñar las que son más importantes?

Alcibiades

Soy de tu dictamen; sin embargo, el pueblo es capaz de enseñar muchas cosas muy superiores a este juego.

Sócrates

¿Cuáles?

Alcibiades

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Nuestra lengua, por ejemplo, yo no la he aprendido de nadie sino del pueblo, sin que pueda nombrar ni un solo maestro; y esta enseñanza se la debo a él, a pesar de tenerle tú por un mal maestro.

Sócrates

¡Ah! es cierto, querido mío, que el pueblo, en materia de lengua, es un excelente maestro y tienes razón en referirte a él.

Alcibiades

¿Por qué?

Sócrates

Porque en materia de lengua el pueblo tiene todo lo que deben tener los mejores maestros.

Alcibiades

¿Qué es lo que tiene?

Sócrates

¿Los que quieren enseñar una cosa no deben saberla bien antes?

Alcibiades

¿Quién lo duda?

Sócrates

¿Los que saben bien una cosa no deben estar de acuerdo entre sí sobre lo que saben, sin disputar jamás?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Y si disputasen, creerías que estaban bien instruidos?

Alcibiades

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24

De ninguna manera.

Sócrates

¿Cómo, pues, serían capaces de enseñarlo?

Alcibiades

De ningún modo.

Sócrates

¡Qué! ¿todo el pueblo no conviene sobre la significación de estas palabras: una piedra, un bastón? Interroga a todos los griegos; ellos te responderán la misma cosa, y cuando les pidan una piedra o un bastón, todos se dirigirán a estos objetos, y así de todo lo demás. ¿Porque creo que esto es lo que tú quieres decir por saber la lengua?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Y todos los griegos no convienen en esto, ciudadanos con ciudadanos, ciudades con ciudades?

Alcibiades

Seguramente.

Sócrates

¿Por consiguiente, para la lengua el pueblo sería muy buen maestro?

Alcibiades

Sin duda.

Sócrates

¿Y así si quisiéramos que un hombre se hiciera muy entendido en la lengua, le pondríamos justamente en manos del pueblo?

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Alcibiades

Justamente.

Sócrates

Pero si en lugar de querer saber lo que significan las palabras “hombre” o “caballo”, quisiéramos saber si un caballo es bueno o malo, ¿el pueblo sería capaz de enseñárnoslo?

Alcibiades

No, seguramente.

Sócrates

Porque una prueba bien segura de que no lo sabe y de que no puede enseñarlo es que no está de acuerdo sobre este punto consigo mismo.

Alcibiades

Sin duda.

Sócrates

Y si quisiéramos saber, no lo que quiere decir la palabra “hombre”, sino lo que es un hombre sano o enfermo, ¿el pueblo estaría en estado de decírnoslo?

Alcibiades

Menos aún.

Sócrates

En todo lo que le veas en desacuerdo consigo mismo, ¿no le juzgarás muy mal maestro?

Alcibiades

Sin dificultad.

Sócrates

¿Y crees tú que sobre lo justo y lo injusto y sobre sus propios negocios el pueblo esté más de acuerdo consigo mismo que en los demás?

Alcibiades

No, ¡por Júpiter!

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Sócrates

¿No crees tú que precisamente en esto es en lo que menos de acuerdo está el pueblo?

Alcibiades

Estoy persuadido de eso.

Sócrates

¿Has oído ni leído jamás, que por sostener que una cosa está sana o enferma, hayan tomado los hombres las armas y se hayan degollado los unos a los otros?

Alcibiades

¡Qué locura!

Sócrates

Pero confiesa que si no lo has visto, por lo menos has leído que eso ha sucedido por sostener que una cosa es justa o injusta; por ejemplo, en la Odisea y en la Ilíada de Homero.

Alcibiades

Sí, seguramente.

Sócrates

El fundamento de estos poemas ¿no es la diversidad de opiniones sobre la justicia y la injusticia?

Alcibiades

Sí, Sócrates.

Sócrates

¿No es esta diversidad la que causó tantos combates y tantas muertes entre los griegos y troyanos, la que ha hecho pasar por tantos peligros a Ulises, y la que perdió a los amantes de Penélope?

Alcibiades

Dices verdad.

Sócrates

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27

¿No es esta misma diversidad sobre lo justo y lo injusto la única causa que ha hecho perecer a tantos atenienses, lacedemonios y beocios en la tomada de Tanagre, y después de ésta en la batalla de Coronea, donde recibió la muerte tu padre?

Alcibiades

¿Podrá nadie negarlo?

Sócrates

¿Nos atreveremos a decir que el pueblo sabe bien una cosa sobre la que disputa con tanta animosidad, dejándose llevar de los más funestos arranques?

Alcibiades

No, sin duda.

Sócrates

¡Ah! ¡mira los maestros que nos citas; en el acto mismo reconoces su ignorancia!

Alcibiades

Lo confieso.

Sócrates

¿Qué trazas hay de que tú sepas lo que es justo o injusto, cuando se te ve tan indeciso y tan fluctuante, y cuando ni lo has aprendido de los demás, ni lo has descubierto por ti mismo?

Alcibiades

Ninguna traza hay, según tú dices.

Sócrates

¿Cómo, según tú dices? hablas muy mal, Alcibiades.

Alcibiades

¿Cómo?

Sócrates

¿Sostienes que soy yo el que dice eso?

Alcibiades

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¡Y qué! ¿no eres tú el que dices que yo no sé nada de todo lo relativo a la justicia e injusticia?

Sócrates

No, no soy yo seguramente.

Alcibiades

¿Quién es entonces? ¿soy yo?

Sócrates

Sí, tú mismo.

Alcibiades

¿Cómo?

Sócrates

He aquí cómo. Si yo te preguntase entre el uno y el dos, cuál es el mayor número, ¿no me responderías que el dos?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

Y sí yo te preguntase, ¿en qué es más grande?

Alcibiades

En uno.

Sócrates

¿Quién de nosotros dice que dos es más que uno?

Alcibiades

Yo.

Sócrates

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29

¿No soy yo el que pregunta y tú el que respondes?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

Y en este momento sobre lo justo y lo injusto, ¿no soy yo el que pregunta y tú el que respondes?

Alcibiades

Es cierto.

Sócrates

Y si te preguntase cuáles son las letras que componen el nombre de Sócrates y las dijeses una por una, ¿quién de los dos las diría?

Alcibiades

Yo.

Sócrates

¡Y bien!... en una palabra, en una conversación de preguntas y respuestas, ¿quién afirma una cosa? ¿el que pregunta o el que responde?

Alcibiades

Me parece, Sócrates, que el que responde.

Sócrates

¿Y hasta ahora no soy yo el que ha preguntado?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Y no eres tú el que me ha respondido?

Alcibiades

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Seguramente.

Sócrates

¿Quién de los dos ha sido, tú o yo, el que ha afirmado todo lo que hemos dicho?

Alcibiades

Tengo que convenir en que yo.

Sócrates

¿No se ha dicho que el precioso Alcibiades, hijo de Clinias, no sabiendo qué es lo justo y lo injusto, creyendo sin embargo saberlo, se presenta en la Asamblea de los atenienses para darles consejos sobre cosas que él mismo ignora? ¿no es esto?

Alcibiades

Eso mismo es.

Sócrates

Se te puede aplicar, Alcibiades, este dicho de Eurípides: tú eres él que la ha nombrado, porque no soy yo el que lo he dicho, sino tú; y no tienes motivo para achacármelo.

Alcibiades

Me parece que tienes razón.

Sócrates

Créeme, Alcibiades; es una empresa insensata querer ir a enseñar a los atenienses lo que tú no sabes, lo que no has querido saber.

Alcibiades

Me imagino, Sócrates, que los atenienses y todos los demás griegos raras veces examinan en sus asambleas lo que es más justo o más injusto, porque están persuadidos de que es un punto demasiado claro. Así es que, sin detenerse en esta indagación, marchan derechos a lo que es más útil; y lo útil y lo justo son muy diferentes, puesto que siempre hubo gentes que se han encontrado muy bien cometiendo grandes injusticias, y otros que por haber sido justos han estado muy mal.

Sócrates

¡Qué! Si lo útil y lo justo son muy diferentes, según dices, ¿piensas conocer lo que es útil a los hombres y por qué les es útil?

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Alcibiades

¿Quién lo impide, Sócrates? a no ser que exijas de mí que diga de quién lo he aprendido, o si lo he descubierto por mí mismo.

Sócrates

¿Qué es lo que haces, Alcibiades? Supuesto que hablas así, puede ser, y de hecho lo es, fácil refutarte con las mismas razones que ya he expuesto; tú quieres nuevas pruebas y nuevas demostraciones, y tratas las primeras como trajes viejos que salen a la escena y que tú no quieres vestir, porque deseas cosa nueva. Yo, sin seguirte en tus extravíos, te preguntaré, como ya lo hice, dónde has aprendido lo que es útil y quién ha sido tu maestro; en una palabra, te pregunto de una vez todo lo que te pregunté antes. Es bien seguro que me darás la misma respuesta, y que no podrás probarme, ni que has aprendido de otros lo que es útil, ni que lo has encontrado por ti mismo. Pero como eres muy delicado, y no gustas oír dos veces la misma cosa, quiero abandonar esta cuestión: si sabes o no sabes lo que es útil a los atenienses. Pero si lo justo y lo útil son una misma cosa, o si son muy diferentes, como tú dices, ¿por qué no me lo has probado? Pruébamelo, sea interrogándome, como yo te he interrogado, sea en forma de discurso, haciendo patente la cosa.

Alcibiades

Pero no sé, Sócrates, si seré capaz de hablar delante de ti.

Sócrates

Mi querido Alcibiades; supón que soy yo la Asamblea, que soy yo el pueblo; cuando concurres allí, ¿no es preciso que persuadas a cada particular?

Alcibiades

Así es.

Sócrates

Y cuando se sabe bien una cosa, ¿no es igual demostrarla a uno por uno, o a muchos a la vez, como un maestro de lira enseña a uno o a muchos discípulos?

Alcibiades

Eso es cierto.

Sócrates

Y el mismo maestro, ¿no es capaz de enseñar la aritmética a uno o a muchos?

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Alcibiades

Sí.

Sócrates

Y este hombre ¿no debe saber aritmética?

Alcibiades

Ciertamente.

Sócrates

Por consiguiente, lo que puedas enseñar a muchos lo puedes enseñar a uno solo.

Alcibiades

Sin duda.

Sócrates

¿Pero qué es lo que puedes enseñar? ¿No es lo que sabes?

Alcibiades

Seguramente.

Sócrates

¿Qué otra diferencia hay entre un orador, que habla a todo un pueblo, y un hombre que habla con su amigo en conversación particular, sino que el primero tiene que convencer a muchos, y el segundo a uno solo?

Alcibiades

Así parece.

Sócrates

Veamos. Puesto que el que es capaz de probar a muchos lo que sabe, es con más razón capaz de probarlo a uno sólo, despliega para conmigo toda tu elocuencia, y trata de demostrarme, que lo que es justo no siempre es útil.

Alcibiades

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Eres bien exigente, Sócrates.

Sócrates

Tan exigente, que voy a probarte en el acto lo contrario de lo que tú rehúsas probar.

Alcibiades

Vamos, habla.

Sócrates

Sólo quiero que me respondas.

Alcibiades

¡Ah! Nada de preguntas, te lo suplico; habla tú sólo.

Sócrates

¡Qué! ¿Es que no quieres que se te convenza?

Alcibiades

Yo no pido tanto.

Sócrates

Cuando tú mismo me concedas que lo que yo siento es verdadero, ¿no te darás por convencido?

Alcibiades

Así me parece.

Sócrates

Respóndeme, pues, y si no aprendes por ti mismo que lo justo es siempre útil, no lo creas jamás bajo la fe de ningún otro.

Alcibiades

En buen hora; estoy dispuesto a responderte, porque pienso que en ello ningún mal me resultará.

Sócrates

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34

Eres profeta, Alcibiades; pero dime, ¿crees tú que haya cosas justas que sean útiles, y otras que no lo sean?

Alcibiades

Seguramente lo creo.

Sócrates

¿Crees igualmente, que las unas sean honestas y las otras todo lo contrario?

Alcibiades

Sea como tú dices, si gustas.

Sócrates

Pregunto: ¿un hombre que hace una acción inhonesta, hace una acción justa?

Alcibiades

Estoy muy lejos de creerlo.

Sócrates

¿Crees que todo lo que es justo es honesto?

Alcibiades

Estoy persuadido de ello.

Sócrates

¿Pero todo lo que es honesto es bueno? ¿o crees que hay cosas honestas que son malas?

Alcibiades

Yo creo, Sócrates, que hay ciertas cosas honestas que son malas.

Sócrates

¿Y, por consiguiente, que las hay deshonestas que son buenas?

Alcibiades

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Sí.

Sócrates

Observa si te he entendido bien. En los combates ha sucedido muchas veces que un hombre, queriendo socorrer a su amigo o pariente, ha recibido muchas heridas o ha sido muerto, y que otro, abandonando a su pariente o amigo, ha salvado la vida. ¿No es esto lo que tú quieres decir?

Alcibiades

Eso mismo.

Sócrates

El socorro que un hombre da a su amigo es una cosa honesta en cuanto se trata de salvar al que está obligado a socorrer; ¿y no es esto lo que se llama valor?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Y este mismo socorro es una cosa mala, en cuanto el que lo ejecuta se expone a ser herido y a morir?

Alcibiades

Sí, sin duda.

Sócrates

¿Pero el valor no es una cosa y la muerte otra?

Alcibiades

Seguramente.

Sócrates

¿Entonces este socorro que se da a su amigo no es al mismo tiempo y por el mismo concepto una cosa honesta y una cosa mala?

Alcibiades

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Así me lo parece.

Sócrates

Pero mira, si lo que hace esta acción honesta no es igualmente lo que la hace buena; porque tú has reconocido que, con respecto al valor, esta acción es bella. Examinemos, pues, ahora si el valor es un bien o un mal, y he aquí el medio de hacer bien este examen. ¿Te deseas a ti mismo bienes o males?

Alcibiades

Bienes sin duda.

Sócrates

¿Sobre todo, los mayores bienes de que no querrías verte privado?

Alcibiades

Sí, los mayores.

Sócrates

¿Qué piensas tú del valor? ¿A qué precio consentirías verte privado de él?

Alcibiades

A precio de la vida, si era cosa de vivir con nota de cobarde.

Sócrates

¿La cobardía se parece al más grande de todos los males?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Igual a la muerte misma?

Alcibiades

Sí, a la muerte.

Sócrates

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37

¿La vida y el valor no son los contrarios de la muerte y de la cobardía?

Alcibiades

Quién lo duda.

Sócrates

¿Desechas los unos y deseas los otros?

Alcibiades

Sí, ciertamente.

Sócrates

¿No es porque encuentras los unos muy buenos y los otros muy malos?

Alcibiades

Sin dificultad.

Sócrates

¿Has reconocido tú mismo, que socorrer al amigo en los combates es una cosa honesta, considerándola con relación al bien, que es el valor?

Alcibiades

Lo he reconocido.

Sócrates

¿Y que es una cosa mala con relación al mal, es decir, a la muerte?

Alcibiades

Lo confieso.

Sócrates

Se sigue de aquí, que se debe llamar cada acción según lo que ella produce; si la llamas buena cuando se convierte en bien, es preciso también llamarla mala cuando se convierte en mal.

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Alcibiades

Así me parece.

Sócrates

Una bella acción ¿no es honesta en cuanto es buena, y deshonesta en cuanto es mala?

Alcibiades

Sin contradicción.

Sócrates

Desde el momento en que dices, que socorrer a un amigo en los combates es una acción honesta y al mismo tiempo una acción mala, es como si dijeras que es mala y que es buena.

Alcibiades

Me parece que dices verdad.

Sócrates

No hay nada honesto que sea malo, en tanto que honesto, ni nada de deshonesto que sea bueno, en tanto que deshonesto.

Alcibiades

Así me parece.

Sócrates

Busquemos otra prueba de esta verdad. ¿Todos los que hacen bellas acciones no obran bien?

Alcibiades

Muy bien.

Sócrates

Y obrar bien ¿no es ser dichoso?

Alcibiades

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39

Sí.

Sócrates

¿No es dichoso por la posesión del bien?

Alcibiades

Ciertamente.

Sócrates

¿Y este bien no se adquiere por obrar bien?

Alcibiades

¿Quién lo duda?

Sócrates

Luego ¿son dichosos los que obran bien?

Alcibiades

Sí, seguramente.

Sócrates

Luego ¿hay razón para decir, que obrar bien y ser dichoso es todo uno?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

Las bellas acciones ¿son siempre buenas?

Alcibiades

¿Quién puede negarlo?

Sócrates

Lo que es honesto y lo que es bueno ¿nos parecen la misma cosa?

Alcibiades

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Es indudable.

Sócrates

Por consiguiente ¿todo lo que encontremos honesto debemos encontrarlo bueno?

Alcibiades

Es de una necesidad absoluta.

Sócrates

Y ahora, lo que es bueno, ¿es útil o no lo es?

Alcibiades

Muy útil.

Sócrates

Te acuerdas de lo que hemos dicho, hablando de la justicia, y en lo que estamos de acuerdo?

Alcibiades

Estamos de acuerdo, me parece, en que las acciones justas son necesariamente honestas.

Sócrates

Y lo que es honesto ¿es bueno?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

Por consiguiente, Alcibiades, todo lo que es justo es útil.

Alcibiades

Así parece.

Sócrates

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41

Ten bien presente, que eres tú mismo el que asegura todas estas verdades, porque yo no hago más que interrogar.

Alcibiades

En eso estoy.

Sócrates

Si alguno, creyendo conocer bien la naturaleza de la justicia, entrase en la Asamblea de los atenienses o de los peparetienses, y les dijese, que sabía que las acciones justas son algunas veces malas, ¿no te burlarías de él, tú que acabas de reconocer que la justicia y la utilidad son la misma cosa?

Alcibiades

Te juro, Sócrates, por todos los dioses, que yo no sé lo que digo, y francamente, temo que he perdido la razón, porque estas cosas me parecen tan pronto de una manera, tan pronto de otra, según tú me preguntas.

Sócrates

¿Ignoras, querido mío, la causa de este desorden?

Alcibiades

La ignoro completamente.

Sócrates

Y si alguno te preguntase, si tienes dos o tres ojos, dos o cuatro manos, ¿responderías tú tan pronto de una manera, tan pronto de otra? ¿No responderías siempre de una misma manera?

Alcibiades

Comienzo a desconfiar mucho de mí mismo; creo, sin embargo, que respondería siempre de igual modo.

Sócrates

¿Y por qué? Porque sabes bien que no tienes más que dos ojos y dos manos; ¿no es así?

Alcibiades

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Lo creo.

Sócrates

Puesto que respondes tan diferentemente, a pesar tuyo, sobre la misma cosa, es una prueba infalible de que tú la ignoras.

Alcibiades

Así parece.

Sócrates

Si convienes en que fluctúas en tus respuestas sobre lo justo y lo injusto, sobre lo honesto y lo inhonesto, sobre lo bueno y lo malo, sobre lo útil y su contrario, ¿no es evidente que esta incertidumbre procede de tu ignorancia?

Alcibiades

Eso me parece evidente.

Sócrates

Es máxima segura, que el espíritu siempre está fluctuante e incierto sobre lo que ignora.

Alcibiades

No puede ser de otra manera.

Sócrates

Pero, dime, ¿sabes cómo podrías subir al cielo?

Alcibiades

No, ¡por Júpiter! te lo juro.

Sócrates

¡Y tu espíritu está fluctuante sobre esto?

Alcibiades

Nada de eso.

Sócrates

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43

¿Sabes la razón, o quieres que te la diga?

Alcibiades

Dila.

Sócrates

Es, querido mío, que no sabiendo el medio de subir al cielo, no crees saberlo.

Alcibiades

¿Qué dices?

Sócrates

Examinemos este punto. Cuando ignoras una cosa y sabes que la ignoras, ¿estás incierto y fluctuante sobre esta misma cosa? Por ejemplo, ¿no sabes que ignoras el arte de preparar las viandas?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Te complaces en razonar sobre la manera de prepararlas, y hablas de ellas tan pronto de una manera, tan pronto de otra? ¿no dejas obrar al cocinero, que es a quien corresponde?

Alcibiades

Dices verdad.

Sócrates

Y si estuvieses a bordo de un buque, ¿te mezclarías en dar tu dictamen sobre el movimiento del timón, si había de ser a la izquierda o a la derecha? ignorando el arte de navegar, ¿dirías tan pronto una cosa, tan pronto otra, o dejarías más bien gobernar al piloto?

Alcibiades

Sin duda le dejaría gobernar.

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Sócrates

Luego tú jamás estás fluctuante e indeciso sobre cosas que no sabes, con tal que sepas que no las sabes.

Alcibiades

Así me parece.

Sócrates

¿Comprendes bien que todas las faltas que se cometen, no proceden sino de esta especie de ignorancia, que hace que se crea saber lo que no se sabe?

Alcibiades

¿Qué dices?

Sócrates

Digo, que lo que nos arrastra a emprender una cosa es la creencia en que estamos de que sabemos llevarla a cabo.

Alcibiades

Ya entiendo.

Sócrates

Porque cuando estamos persuadidos de que no lo sabemos, se deja el negocio a otros.

Alcibiades

Eso sucede constantemente.

Sócrates

Así es, que los que están en esta última clase de ignorancia, jamás fallan; porque dejan a los demás el cuidado de las cosas que ellos no saben.

Alcibiades

Estoy conforme.

Sócrates

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¿Quiénes son, pues, los que cometen faltas? ¿No son los que saben las cosas?

Alcibiades

No, seguramente.

Sócrates

Puesto que no son ni los que saben las cosas, ni los que las ignoran, sabiendo que las ignoran, se sigue de aquí necesariamente, que son aquellos, que no sabiéndolas, creen sin embargo saberlas; ¿hay otros?

Alcibiades

No, no hay más que estos.

Sócrates

He aquí la más vergonzosa ignorancia; he aquí la que es causa de todos los males.

Alcibiades

Eso es cierto.

Sócrates

Y cuando esta ignorancia recae sobre cosas de grandísima trascendencia, ¿no es entonces vergonzosa y terrible en sus efectos?

Alcibiades

¿Puede negarse eso?

Sócrates

¿Puedes citarme cosa alguna que sea de mayor trascendencia que lo justo, lo honesto, lo bueno, lo útil?

Alcibiades

No, ciertamente.

Sócrates

Y no es sobre estas mismas cosas, sobre las que tú mismo dices que estás fluctuante e indeciso?

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Alcibiades

Sí.

Sócrates

Y esta incertidumbre no es una prueba, como ya lo hemos dicho, de que no sólo ignoras las cosas más importantes, sino que, ignorándolas, crees saberlas?

Alcibiades

Me temo que sea así.

Sócrates

¡Oh Dios! en qué estado tan miserable te hallas; no me atrevo a darle nombre. Sin embargo, puesto que estamos solos, es preciso decirlo. Mi querido Alcibiades, estás sumido en la peor ignorancia, como lo acreditan tus palabras, y como lo atestiguas contra ti mismo. He aquí, por qué te has arrojado, como cuerpo muerto, en la política, antes de recibir instrucción. Y tú no eres el único a quien sucede esta desgracia, porque es común a la mayor parte de los que se mezclan en los negocios de la república; un pequeño número exceptúo, y quizá sólo a Pericles, tu tutor.

Alcibiades

También se dice, Sócrates, que no se ha hecho tan hábil por sí mismo, sino que ha vivido en estrecha relación con muchos hombres hábiles, como Pitoclides, Anaxágoras, y aún hoy día, en la edad en que ya está, pasa días enteros con Damon, para instruirse constantemente.

Sócrates

¿Has conocido a alguno que, sabiendo perfectamente una cosa, no pueda enseñarla a otro? Tu maestro de lira te ha enseñado lo que sabía y lo ha enseñado a todos los que ha querido.

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Y tú, que lo has aprendido de él, no podías enseñarlo a otro?

Alcibiades

Sí.

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Sócrates

¿No sucede lo mismo con un maestro de música y un maestro de gimnasia?

Alcibiades

Ciertamente.

Sócrates

Porque la mejor prueba de que se sabe bien una cosa, es el estar en posición de enseñarla a otros.

Alcibiades

Así es verdad.

Sócrates

¿Pero puedes nombrarme alguno a quien Pericles haya hecho hábil? Comencemos por sus propios hijos.

Alcibiades

¡Pero, Sócrates, si los hijos de Pericles son estólidos!

Sócrates

¿Y Clinias tu hermano?

Alcibiades

Eso es hablarme de un loco.

Sócrates

Si Clinias es loco, y los hijos de Pericles mentecatos, de dónde nace que Pericles se ha desentendido de material tan precioso como el tuyo?

Alcibiades

Tengo yo la culpa, por no haberme aplicado a nada de lo que él me ha dicho.

Sócrates

Pero entre todos los atenienses y entre los extranjeros, libres o esclavos, puedes nombrarme alguno a quien el trato con Pericles haya hecho más hábil, como puedo yo

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nombrarte un Pitodoras, hijo de Isoloco, y un Callias, hijo de Calliades, que se han hecho muy hábiles, a costa de cien minas, en la escuela de Zenon?

Alcibiades

No puedo nombrarte ni uno solo.

Sócrates

Enhorabuena; ¿pero qué pretendes hacer de ti, Alcibiades? ¿quieres seguir como te encuentras, o en fin, quieres mirar por ti?

Alcibiades

Tratemos este asunto entre los dos, Sócrates. Comprendo todo lo que dices, y estoy conforme con ello; sí, todos los que se mezclan en los negocios de la república no son más que ignorantes, si se exceptúa un corto número.

Sócrates

¿Y después?

Alcibiades

Si fueren personas instruidas, sería preciso que el que pretende igualarse con ellos o sobrepujarlos, trabajase y se ejercitase, y que después entrase en lid con atletas de reputación; pero, puesto que no dejan de mezclarse en el gobierno sin saber nada, ¿qué necesidad hay de tomarse el trabajo de prepararse y ejercitarse? Yo estoy bien seguro de que con el solo socorro de la naturaleza sobrepujaré a todos.

Sócrates

¡Ah! mi querido Alcibiades, ¿qué es lo que acabas de decirme? ¡tu manifestación es indigna del noble continente y demás ventajas que posees!

Alcibiades

¿Cómo? Sócrates, explícate.

Sócrates

¡Ah! estoy inconsolable por ti y por mí, si...

Alcibiades

¿Qué significa ese si...?

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Sócrates

Si crees no tener que combatir y superar más que a gentes de esa calaña.

Alcibiades

¿A quién quieres entonces que trate de superar?

Sócrates

Aún eso me sorprende más; ¿es esa la pregunta que debe hacer un hombre que cree tener un corazón grande?

Alcibiades

¿Qué quiere decir eso? ¿No son éstos los únicos que puedo temer?

Sócrates

Si tuvieses que conducir un buque de guerra que debiese pronto combatir, ¿te bastaría ser más hábil para la maniobra que todos los que compusiesen la tripulación? ¿No te propondrías más bien superar a los mejores pilotos de los enemigos, en lugar de medirte, como haces ahora, con los tuyos, por cima de los cuales debes sobresalir tanto, que no sólo crean que no pueden disputarte el puesto, sino que reconociéndose inferiores no piensen más que en combatir con los enemigos bajo tus órdenes? He aquí los sentimientos que deben animarte, si tienes intenciones de hacer alguna cosa grande, digna de ti y de la patria.

Alcibiades

¡Ah! ese es mi ídolo.

Sócrates

¡Vaya una ambición digna de Alcibiades, limitarse a ser el más bravo de nuestros soldados! ¿No deberás tener más bien en cuenta los generales enemigos para superarlos, y por este medio ejercitarte y compararte sin cesar a ellos?

Alcibiades

¿Quiénes son esos grandes generales, Sócrates?

Sócrates

¿No sabes que nuestra república está casi siempre en guerra con los lacedemonios o con el gran rey?

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Alcibiades

Lo sé.

Sócrates

Si piensas ponerte a la cabeza de los atenienses, es preciso que te prepares para combatir los reyes de Lacedemonia y el rey de Persia.

Alcibiades

Quizá digas verdad.

Sócrates

¡Oh! no, no, mi querido Alcibiades; no debes pensar sino en superar a un Midias, tan entendido en la cría de codornices y a otros de este jaez, que se inmiscuyen en el gobierno de la república, descubriendo aún, como dirían ciertas mujerzuelas, la larga cabellera de esclavos que llevan en su alma, y que con su lenguaje bárbaro, lejos de gobernarla, han llegado a corromper la ciudad por medio de sus cobardes adulaciones. He aquí las gentes que debes proponernos por modelos, sin pensar en ti mismo, sin pensar en instruirte; y de esta manera irás y sostendrás los combates que te esperan, sin haberte ejercitado jamás, sin haber hecho ningún preparativo; y en tal estado te pondrás a la cabeza de los atenienses.

Alcibiades

Todo lo que me dices, Sócrates, lo tengo por verdadero; sin embargo, me imagino que los generales de Lacedemonia y el rey de Persia son como los demás.

Sócrates

¡Ah, mi querido Alcibiades; fíjate un poco, te lo suplico, en esa opinión!

Alcibiades

¿Cómo?

Sócrates

Primeramente, ¿cuál de estas dos cosas te daría más cuidado: formarte de estos hombres una idea que te les haga temibles, o tomarlos por hombres de quienes nada tienes que temer?

Alcibiades

Sin dudar, prefiero formar una gran idea de ellos.

Sócrates

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¿Crees que será un mal para ti el tener cuidado de ti mismo?

Alcibiades

Por lo contrario, estoy persuadido de que sería un gran bien.

Sócrates

De esa manera la opinión que has formado de tus enemigos es ya un gran mal.

Alcibiades

Lo confieso.

Sócrates

Además es falsa, y puedo hacértelo ver.

Alcibiades

¿Cómo?

Sócrates

¿Qué hombres piensas que son los mejores: los de alto, o los de bajo nacimiento?

Alcibiades

Los de alto nacimiento, evidentemente.

Sócrates

Y los que a este gran nacimiento han unido una buena educación, ¿no crees que tienen todo lo necesario para la perfección de la virtud?

Alcibiades

Eso es indudable.

Sócrates

Comparando, pues, nuestra condición a la suya, veamos en primer lugar, si los reyes de Lacedemonia y el rey de Persia son de nacimiento inferior al nuestro. ¿No sabemos que los primeros descienden de Hércules, y los últimos de Aquemenes y que Hércules y Aquemenes descienden de Júpiter?

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Alcibiades

Y mi familia, Sócrates, ¿no desciende de Eurisaces y Eurisaces no remonta hasta Júpiter?

Sócrates

Y la mía, mi querido Alcibiades, ya que lo tomas por ese rumbo, ¿no desciende de Dédalo, y Dédalo no nos lleva hasta Vulcano, hijo de Júpiter? Pero la diferencia que hay entre ellos y nosotros es, que remontan hasta Júpiter por una gradación continua de reyes sin ninguna interrupción; los unos han sido reyes de Argos y de Lacedemonia, y los otros siempre han reinado en Persia y han poseído muchas veces el Asia, como sucede en este momento; en lugar de que nuestros abuelos no han sido más que simples particulares como nosotros. Si te vieses precisado a dar explicación a Artaxerxes, hijo de Xerxes, de tus antepasados, y de Salamina la patria de Eurisaces, o de Egina la de Eaco, más antigua aún, ¿qué objeto de risa no sería para él? Así como estamos precisados a darnos por vencidos en punto a nacimiento, veamos si no somos tan inferiores en punto a educación. ¿No te han dicho nunca las grandes ventajas que tienen en esto los reyes de Lacedemonia, cuyas mujeres son guardadas por los Éforos, para asegurarse, cuanto es posible, de que no darán a luz más que reyes de la raza de Hércules? Y el rey de Persia está en este concepto tan por encima de los reyes de Lacedemonia, que jamás se ha sospechado que la reina pueda dar a luz un príncipe que no sea hijo del rey, y por esta razón jamás se ha guardado, siendo su única guarda el temor. En el nacimiento del primogénito, que debe suceder en la corona, todos los pueblos de este gran imperio celebran con festejos este día, y posteriormente todos los años se solemniza el día con sacrificios solemnes en todas las provincias del Asia; en lugar de que cuando nosotros nacemos, mi querido Alcibiades, se nos puede aplicar el dicho del poeta cómico: apenas nuestros vecinos se aperciben de ello. El tal niño es educado, no por una nodriza de bajo nacimiento, sino por los más virtuosos eunucos de la corte, que tienen cuidado de formar y amoldar su cuerpo para que tenga el talle más hermoso posible, y cuyo empleo da una consideración muy alta. Cuando tiene siete años, le pone a cargo de escuderos, y entra ya a ejercitar la caza. A los catorce se le entrega a los preceptores del rey, que son cuatro señores escogidos, los más estimados de toda la Persia, y se procura que estén en el vigor de la edad; el uno pasa por el más sabio, el otro por el más justo, el tercero por el más templado y el cuarto por el más valiente. El primero le enseña la magia de Zoroastro, hijo de Ormuz; es decir, la religión y todo el culto de los dioses, y le enseña igualmente todos los deberes de buen rey. El segundo le enseña a decir siempre la verdad, aunque sea contra sí mismo. El tercero le enseña a no dejarse jamás vencer por sus pasiones, a fin de que se mantenga siempre libre y rey, teniendo siempre imperio sobre sí mismo. El cuarto le acostumbra a ser intrépido, y le enseña a no temer nada; porque si teme, es esclavo. En vez de todo esto, dime tú, ¿qué preceptor has tenido? Pericles te abandonó en manos de Zopiro, esclavo de Tracia, que era incapaz de otro empleo a causa de su ancianidad. Te referiría todo el curso de la educación de tus adversarios si no fuese tarea larga, pero la muestra que acabo de darte creo sea bastante para que puedas juzgar de lo demás. Nadie ha tenido más cuidado de tu nacimiento que del de cualquiera otro ateniense, ni nadie cuida de tu educación, a menos que tengas algún amigo que se interese en ello. Si atiendes a las riquezas de los persas, a la magnificencia de sus trajes, al prodigioso gasto que hacen en perfumes y esencias, a la multitud de esclavos de que se ven rodeados, a todo su lujo y delicadeza, te ruborizarías al verte tan por bajo de ellos. ¿Quieres echar una mirada sobre la templanza de los lacedemonios, su modestia, su desembarazo, su dulzura, su magnanimidad, su igualdad de espíritu en todos los accidentes de la vida, sobre su valor, su firmeza, su paciencia en los

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trabajos, su noble emulación, su amor a la gloria? en todas estas cualidades tú eres un niño cotejado con ellos. Si quieres que miremos a las riquezas, porque creas tener por este lado alguna ventaja, voy a hablarte de ellas para hacerte conocer quién eres tú. No hay ninguna comparación entre nosotros y los lacedemonios, pues son ellos infinitamente más ricos. ¿Se atrevería ninguno de nosotros a comparar nuestras tierras con las de Esparta y de Mesena, que son mucho más extensas y mejores, y que mantienen un número infinito de esclavos sin contar los ilotas? Añade los caballos y los demás ganados que moran en los pastos de Mesena. Pero dejo esto aparte para hablarte sólo del oro y de la plata; toda la Grecia reunida tiene menos que Lacedemonia sola, porque hace tiempo el dinero de toda la Grecia y muchas veces el de los bárbaros entra en Lacedemonia y no sale jamás; y como la zorra dijo al león en las fábulas de Esopo: veo muy bien los pasos del dinero que entra en Lacedemonia, pero no veo los del que sale. También es cierto que los particulares son más ricos en Lacedemonia que en todo el resto de la Grecia, y que el rey es allí más rico que todos los particulares; porque además de los grandes bienes que tiene como suyos propios, se le pasa una cantidad considerable. Pero si la riqueza de los lacedemonios aparece tan grande cotejada con la del resto de la Grecia, no es nada para con la del rey de Persia. He oído decir a un hombre digno de fe, que había sido uno de los embajadores cerca de este príncipe, que había hecho una gran jornada por un país bellísimo y fertilísimo, que los naturales llamaban la cintura de la Reina; que en otra jornada pasó por otro país que se llamaba el velo de la Reina, y que había otras grandes y fértiles provincias destinadas únicamente a suministrar los trajes de la reina, cada una de las cuales llevaba el nombre de la prenda de ropaje que tenía que suministrar. De manera, que si alguno fuese a decir a la esposa de Jerjes, a Amestris madre del rey: hay en Atenas un hombre, que, en todo lo que tiene, sólo cuenta con trescientos arpentas, poco más o menos, de tierra que posee en el pueblo de Erquies, y es hijo de Dinomaca, cuyo equipo, menaje y joyas apenas valen cincuenta minas, y este hombre se prepara para hacer la guerra a Artajerjes. ¡Cuál sería al pronto su sorpresa, al ver la audacia de este hombre, que quiere atacar al gran rey Artajerjes!... ¿Qué crees que pensaría? Sin duda diría: este hombre funda seguramente el triunfo de semejante empresa en su aplicación, en su gran habilidad, porque estas son las únicas cosas que aprecian los griegos. Pero cuando se le dijese: este Alcibiades es un joven que no tiene veinte años, sin ninguna clase de experiencia, y tan presuntuoso, que cuando su amigo le hizo ver que debe ante todas cosas tener cuidado de sí, trabajar, meditar, ejercitarse, y que sólo después de esto podrá hacer la guerra al gran rey, no quiere creer nada, y dice, que tal como es, se considera con el mérito necesario para ello. Creo que la sorpresa de la reina sería mucho mayor, y nos preguntaría: ¿en qué se fía ese joven? y si nosotros le respondiéramos: en su belleza, en su talle, en su riqueza y en las dotes de su espíritu, ¿no es cierto que nos tendría por locos, si fijaba su atención en la superioridad de estos datos respecto de ella misma? Pero sin subir tan alto, creo, que Lampito, hija de Leoliquidas, mujer de Arquidamo y madre de Agis, que son todos de casta real en Lacedemonia, no se sorprendería menos, si se le dijese que, mal educado como has sido, deseas ponerte a la cabeza de los atenienses para hacer la guerra a su hijo. ¡Ah! ¿y no sería una vergüenza, que mujeres, y mujeres de nuestros enemigos, sepan mejor que nosotros mismos las cualidades que deberíamos tener para hacerles la guerra? Así, mi querido Alcibiades, sigue mis consejos, y obedece al precepto que está escrito en el frontispicio del templo de Delfos: Conócete a ti mismo, porque los enemigos con quienes te las has de haber son tales, como yo los represento y no como tú te imaginas. El único medio de vencerlos es la aplicación y la habilidad; si renuncias a estas cualidades necesarias, renuncia también a la gloria fuera y dentro de tu país, gloria a que has aspirado con más ardor que otro alguno.

Alcibiades

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Puedes explicarme, Sócrates, ¿cuál es el cuidado que debo tomar de mí mismo? porque me hablas, lo confieso, con más sinceridad que ningún otro.

Sócrates

Sin duda puedo hacerlo; pero no es esto útil a ti sólo. Juntos debemos buscar los medios de hacernos mejores, que yo no tengo menos necesidad que tú, yo que sobre ti tengo sólo una ventaja.

Alcibiades

¿Cuál es esa ventaja?

Sócrates

Que mi tutor es mejor y más sabio que Pericles, que es el tuyo.

Alcibiades

¿Quién es ese tutor?

Sócrates

El Dios que hasta hoy no me ha permitido hablarte; siguiendo sus aspiraciones, sólo mediando yo puedes conseguir la gloria, como antes te dije.

Alcibiades

¿Te burlas, Sócrates?

Sócrates

Quizá; pero siempre es una verdad que tenemos una necesidad muy grande de mirar por nosotros mismos, como la tienen todos los hombres, y nosotros dos más que ninguno.

Alcibiades

Sí, Sócrates, cuando menos por lo que a mí toca.

Sócrates

Y lo mismo me sucede a mí.

Alcibiades

¿Qué haremos, pues?

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55

Sócrates

Este es el momento, querido mío, en que es preciso quitar la pereza y la desidia.

Alcibiades

Convengo en ello.

Sócrates

Veamos y examinemos juntos lo que intentamos. Dime, ¿no queremos hacernos muy buenos?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿En qué clase de virtud?

Alcibiades

En la virtud que constituye la bondad del hombre.

Sócrates

¿Y quién es el hombre bueno?

Alcibiades

El que lo es para los negocios.

Sócrates

¿Para qué negocios? ¿Para los de equitación?

Alcibiades

No.

Sócrates

Porque eso corresponde a los picadores.

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56

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿En los de la marina?

Alcibiades

Tampoco.

Sócrates

Porque eso corresponde a los pilotos.

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Pues en qué negocios?

Alcibiades

En los negocios que ocupan a nuestros mejores atenienses.

Sócrates

¿Qué entiendes por nuestros mejores atenienses? ¿Son los hábiles o los inhábiles?

Alcibiades

Los hábiles.

Sócrates

¿Por lo tanto, según tú, cuando es hábil uno para una cosa, es bueno para la cosa misma?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Y los inhábiles no son en manera alguna, buenos?

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Alcibiades

Sin duda.

Sócrates

Un zapatero tiene toda la habilidad para hacer zapatos; ¿es bueno para esto?

Alcibiades

Muy bueno.

Sócrates

¿Pero es inhábil para hacer trajes?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

Por consiguiente es un mal sastre.

Alcibiades

Sin dificultad.

Sócrates

Este mismo hombre, por lo tanto, ¿es bueno y malo?

Alcibiades

Así me lo parece.

Sócrates

Se sigue de este principio, que aquellos que tú llamas buenos son igualmente malos.

Alcibiades

No es eso lo que yo quiero decir.

Sócrates

Pues entonces ¿qué entiendes por hombres buenos?

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Alcibiades

Entiendo los que saben gobernar.

Sócrates

¿Gobernar, qué? ¿caballos?

Alcibiades

No.

Sócrates

¿Hombres?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Los enfermos? No. ¿Los pilotos? Tampoco. ¿Los labradores? Tampoco.

Sócrates

Pues, ¿quiénes? ¿Los que hacen algo, o los que no hacen nada?

Alcibiades

Los que hacen alguna cosa.

Sócrates

¿Quiénes son? ¿Qué? Trata de explicarte y de hacérmelo comprender.

Alcibiades

Los que viven en sociedad y se sirven los unos a los otros, como los que vivimos en las ciudades.

Sócrates

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59

Según tú, es gobernar a los hombres que se sirven de otros hombres.

Alcibiades

Así lo entiendo.

Sócrates

¿Es gobernar a los contramaestres que se sirven de los marineros?

Alcibiades

No.

Sócrates

Porque eso pertenece a los pilotos.

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Es gobernar a los tocadores de flauta que se sirven de músicos y danzantes?

Alcibiades

Tampoco.

Sócrates

Porque eso pertenece a los maestros de capilla.

Alcibiades

Es cierto.

Sócrates

Entonces ¿qué entiendes por gobernar a los hombres que se sirven de otros hombres?

Alcibiades

Entiendo mandar a hombres que viven juntos bajo las mismas leyes y el mismo gobierno.

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Sócrates

¿Y qué arte es ese que enseña a mandarlos? Si te preguntase, cuál es el arte que enseña a mandar a todos los marineros de un mismo buque, ¿qué me responderías?

Alcibiades

Que es el arte de los pilotos.

Sócrates

Y si te preguntase, ¿cuál es el arte que enseña a mandar a los músicos y danzantes?

Alcibiades

Yo te respondería que es el arte de los maestros de capilla.

Sócrates

¿Cómo llamas este arte que enseña a mandar a los que forman un mismo cuerpo de Estado?

Alcibiades

El arte de aconsejar bien.

Sócrates

¡Cómo! ¿El arte de los pilotos es el arte de dar malos consejos?

Alcibiades

No.

Sócrates

¿No se proponen darlos buenos?

Alcibiades

Seguramente, por el bien de los que se hallan embarcados.

Sócrates

Dices muy bien. ¿Pero de qué buenos consejos hablas, y qué es a lo que tienden?

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Alcibiades

Tienden a conservar y mejorar el gobierno.

Sócrates

¿Pero qué es lo que conserva los Estados? ¿Qué cosa es esa cuya presencia o ausencia sostiene la sociedad? Si tú me preguntaras, qué es lo que un cuerpo debe tener o no tener para mantenerse sano y en buen estado, yo te respondería sobre la marcha, que debe tener la salud y no tener la enfermedad. ¿No lo crees tú como yo?

Alcibiades

Lo mismo que tú.

Sócrates

Y si me preguntases lo mismo sobre el ojo respondería igualmente, que está bien cuando tiene buena vista, y mal cuando tiene ceguera; sobre los oídos lo mismo, que están bien cuando tienen todo lo que necesitan para oír, sin ninguna disposición para la sordera.

Alcibiades

Eso es cierto.

Sócrates

Y en un Estado, ¿qué es lo que debe haber o no haber para que se halle en la mejor situación posible?

Alcibiades

Me parece, Sócrates, que es preciso que la amistad reine entre los ciudadanos, y que se destierren entre ellos el odio y la división.

Sócrates

¿Qué llamas amistad? ¿es la concordia o la discordia?

Alcibiades

La concordia seguramente.

Sócrates

¿Cuál es el arte que hace que los Estados concuerden, por ejemplo, sobre los números?

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Alcibiades

Es la aritmética.

Sócrates

¿Es un arte en el que concuerdan entre sí los particulares?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Y cada uno consigo mismo?

Alcibiades

Sin dificultad.

Sócrates

¿Y cómo llamas al arte que hace que cada uno concuerde consigo mismo siempre sobre la magnitud de un pie o de un codo? ¿no es el arte de medir?

Alcibiades

Sí, sin duda.

Sócrates

Y los Estados y los particulares ¿se ponen de acuerdo por medio de este arte?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿No sucede lo mismo sobre los pesos?

Alcibiades

Lo mismo.

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Sócrates

¿Y cuál es la concordia de que hablas? ¿en qué consiste y qué arte es el que la da a conocer? ¿la de un Estado es la misma que hace que un particular se ponga de acuerdo consigo mismo y con los demás?

Alcibiades

Me parece que es la misma.

Sócrates

¿Cuál es? no desistas de responderme, e instrúyeme por caridad.

Alcibiades

Creo que es esta amistad y esta concordia que hacen que un padre y una madre estén bien con sus hijos, un hermano con su hermano, una mujer con su marido.

Sócrates

¿Crees que un marido puede estar de acuerdo con su mujer sobre obras de lana que ella entiende perfectamente y que él no entiende?

Alcibiades

No, sin duda.

Sócrates

Es imposible, porque es una obra de mujer.

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Es posible que una mujer pueda estar de acuerdo con su marido en materia de armas, cuando no sabe lo que son?

Alcibiades

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No.

Sócrates

Me podrías responder que sólo es acomodado al talento del hombre.

Alcibiades

Es cierto.

Sócrates

¿Convienes en que hay ciencias que están destinadas a las mujeres, y otras que están reservadas a los hombres?

Alcibiades

¿Quién puede negarlo?

Sócrates

Sobre todas estas ciencias no es posible que las mujeres estén de acuerdo con sus maridos.

Alcibiades

Eso es cierto.

Sócrates

Por consiguiente no habrá amistad, puesto que la amistad no es más que la concordia.

Alcibiades

Soy de tu opinión.

Sócrates

Y así cuando una mujer haga lo que debe hacer, ¿no será amada por su marido?

Alcibiades

No me parece.

Sócrates

Y cuando un marido haga lo que debe hacer, ¿no será amado por su mujer?

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Alcibiades

No.

Sócrates

¿Luego los Estados, en los que hace cada uno lo que debe hacer, no estarán bien gobernados?

Alcibiades

Me parece que sí, Sócrates.

Sócrates

¿Qué es lo que dices? ¿Será bien gobernado un Estado sin que la amistad reine en él? ¿No hemos convenido en que por la amistad un Estado está bien regido, y que en otro caso todo es desorden y confusión?

Alcibiades

Pero me parece, sin embargo, que es esto mismo lo que produce la amistad; que cada uno haga lo que debe hacer.

Sócrates

Hace un momento decías lo contrario; pero es preciso que te hagas entender. ¿Cómo dices ahora que la concordia bien establecida produce la amistad? ¡Ah! ¿puede haber concordia sobre negocios que los unos saben y los otros no saben?

Alcibiades

Eso es imposible.

Sócrates

Cuando cada uno hace lo que debe hacer, ¿hace lo que es justo o lo que es injusto?

Alcibiades

¡Vaya una pregunta! cada uno hace lo que es justo.

Sócrates

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De aquí se sigue, que en el acto mismo en que todos los ciudadanos hacen lo que es justo, no pueden sin embargo amarse.

Alcibiades

La consecuencia parece necesaria.

Sócrates

¿Cuál es, pues, esta amistad o esta concordia que puede hacernos hábiles y capaces de dar buenos consejos, para que entremos así en el número de los que llamas tú buenos ciudadanos? Porque no puedo comprender, ni lo que es, ni en quién se encuentra; porque tan pronto se la encuentra en ciertas personas, tan pronto no se la encuentra ya, como se ve por tus palabras.

Alcibiades

Te juro, Sócrates, por todos los dioses, que yo mismo no sé lo que me digo, y que corro gran riesgo de estar dentro de algún tiempo en muy mal estado, sin apercibirme de ello.

Sócrates

No te desanimes, Alcibiades; si te apercibieses de este estado a los cincuenta años, te sería difícil poner remedio y tener cuidado de ti mismo; pero en la edad en que tú estás, es justamente el tiempo oportuno de sentir tu mal.

Alcibiades

Y cuando uno siente el mal ¿qué deberá hacer?

Sócrates

Sólo hace falta, Alcibiades, responder a algunas preguntas; si lo haces, espero que, con la ayuda de Dios, tú y yo nos haremos mejores de lo que somos, por lo menos si damos fe a mi profecía.

Alcibiades

Si sólo consiste en responder, el éxito es seguro.

Sócrates

Veamos pues. ¿Qué es tener cuidado de sí mismo? no sea que cuando creamos tener más cuidado de nosotros mismos, nos suceda muchas veces, que, sin apercibirnos, sea otra cosa muy distinta la que llame nuestra atención. ¿Qué es preciso hacer para tener cuidado de sí mismo? ¿Tiene un hombre cuidado de sí cuando le tiene de las cosas que son suyas?

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Alcibiades

Así me parece.

Sócrates

¿Cómo? ¿un hombre tiene cuidado de sus pies, cuando le tiene de las cosas que son para sus pies?

Alcibiades

No te entiendo.

Sócrates

¿No conoces nada que esté únicamente hecho para la mano? Las sortijas, ¿para qué parte del cuerpo están hechas? ¿no son para los dedos?

Alcibiades

Sin duda.

Sócrates

¿Los zapatos no están hechos también para los pies?

Alcibiades

Seguramente.

Sócrates

¿Tenemos cuidado de nuestros pies cuando le tenemos de nuestros zapatos?

Alcibiades

Aún no te entiendo, Sócrates.

Sócrates

¡Pero qué! ¿no has dicho, Alcibiades, que se toma cuidado por las cosas?

Alcibiades

Sí.

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Sócrates

¿Y hacer una cosa mejor no es tomar cuidado por ella?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Cuál es el arte que hace los zapatos mejores?

Alcibiades

El arte del zapatero.

Sócrates

¿Por medio del arte del zapatero es como tenemos cuidado de nuestros zapatos?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Es por el arte del zapatero por el que nosotros tenemos cuidado de nuestros pies, o es por el arte que hace nuestros pies mejores?

Alcibiades

Es por este último arte sin duda.

Sócrates

¿No hacemos nuestros pies mejores por el mismo arte que hace todo nuestro cuerpo mejor?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Y este arte no es la gimnástica?

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Alcibiades

Seguramente.

Sócrates

¿Por medio de la gimnástica tenemos cuidado de nuestros pies, y por el arte del zapatero tenemos cuidado de las cosas destinadas a nuestros pies?

Alcibiades

Sin duda.

Sócrates

¿Por medio de la gimnástica tenemos cuidado de nuestras manos, y por el arte del joyero tenemos cuidado de las cosas destinadas a nuestras manos?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Por medio de la gimnástica tenemos cuidado de nuestro cuerpo, y por el arte del tejedor y todas las demás artes tenemos cuidado de las cosas destinadas a nuestros cuerpos?

Alcibiades

Es indudable.

Sócrates

Y por consiguiente ¿el arte por el que tenemos cuidado de nosotros no es el mismo, que aquel por el que tenemos cuidado de las cosas que son para nosotros?

Alcibiades

Así lo creo.

Sócrates

Se sigue de aquí, que cuando tienes cuidado de las cosas que son tuyas, no tienes cuidado de ti mismo.

Alcibiades

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Eso es cierto.

Sócrates

¿Porque no es el mismo arte por el que un hombre tiene cuidado de sí mismo y lo tiene de las cosas destinadas para sí mismo?

Alcibiades

Lo confieso.

Sócrates

¿Cuál, pues, es el arte, por el que tenemos cuidado de nosotros mismos?

Alcibiades

No puedo decírtelo.

Sócrates

Estamos convenidos ya en que no es ninguno por el que podemos mejorar las cosas que son nuestras, sino que es aquel por el que podemos hacernos nosotros mismos mejores.

Alcibiades

Eso es cierto.

Sócrates

¿Pero podemos conocer el arte de hacer zapatos, si no sabemos antes lo que es un zapato?

Alcibiades

No.

Sócrates

¿Y el arte de engastar sortijas, si no sabemos antes lo que es una sortija?

Alcibiades

Es claro que no.

Sócrates

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¿Qué medio tenemos de conocer el arte que nos hace mejores a nosotros mismos, si no sabemos antes lo que somos nosotros mismos?

Alcibiades

Es absolutamente imposible.

Sócrates

¿Pero es una cosa fácil conocerse a sí mismo, y fue un ignorante el que inscribió este precepto a las puertas del templo de Apolo en Delfos? ¿O es una cosa muy difícil que no es dado a todos los hombres conseguir?

Alcibiades

Para mí, Sócrates, he creído con la mayor evidencia, que es dado a todos los hombres conseguirlo; pero también que ofrece gran dificultad.

Sócrates

Pero, Alcibiades, sea fácil o no, es cosa infalible que si una vez llegamos a conocerlo, sabremos bien pronto y sin dificultad el cuidado que debemos tener de nosotros mismos; en vez de que si lo ignoramos, jamás llegaremos a conocer la naturaleza de este cuidado.

Alcibiades

Eso es indudable.

Sócrates

¡Ánimo, pues! ¿Por qué medio encontraremos la esencia de las cosas, hablando en general? Siguiendo este rumbo encontraremos bien pronto lo que somos nosotros, y si ignoramos esta esencia nos ignoraremos siempre a nosotros mismos.

Alcibiades

Dices verdad.

Sócrates

Sígueme, y te conjuro a ello por Júpiter. ¿Con quién conversas en este momento? ¿Es con otro más que conmigo?

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Alcibiades

No, es contigo.

Sócrates

¿Y yo contigo?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Es Sócrates el que habla?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Es Alcibiades el que escucha?

Alcibiades

Así es.

Sócrates

Y para hablar Sócrates, ¿no se vale de la palabra?

Alcibiades

¿Qué quieres decir con eso?

Sócrates

Servirse de la palabra y hablar, ¿no son la misma cosa?

Alcibiades

Sin dificultad.

Sócrates

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73

El que se sirve de una cosa y la cosa de que se sirve, ¿no son diferentes?

Alcibiades

No te entiendo.

Sócrates

Un zapatero, por ejemplo, ¿se sirve del trinchete, de las hormas y otros instrumentos?

Alcibiades

Sin duda.

Sócrates

¿Y el que corta con su trinchete es diferente del trinchete con que corta?

Alcibiades

Ciertamente.

Sócrates

Por consiguiente, el hombre que toca la lira no es la misma cosa que la lira con que toca

Alcibiades

Es seguro.

Sócrates

Esto es lo que te preguntaba antes: si el que se sirve de una cosa te parece diferente siempre de la cosa de que él se sirve.

Alcibiades

Sí, muy diferente.

Sócrates

Pero el zapatero no corta sólo con sus instrumentos, corta también con sus manos.

Alcibiades

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74

También con sus manos.

Sócrates

¿Se sirve de sus manos?

Alcibiades

Sin duda.

Sócrates

¿Se sirve igualmente de sus ojos al cortar?

Alcibiades

Seguramente.

Sócrates

¿Estamos de acuerdo en que el que se sirve de una cosa es siempre diferente de la cosa de que se sirve?

Alcibiades

Estamos de acuerdo.

Sócrates

Por consiguiente, ¿el zapatero y el tocador de lira son otra cosa que las manos y los ojos de que ambos se sirven?

Alcibiades

Es claro.

Sócrates

El hombre se sirve de su cuerpo.

Alcibiades

¿Quién lo duda?

Sócrates

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¿Y lo que se sirve de una cosa es diferente que la cosa de que se sirve?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

El hombre, por consiguiente, es otra cosa que su cuerpo.

Alcibiades

Lo creo.

Sócrates

¿Qué es el hombre?

Alcibiades

Yo no puedo decirlo, Sócrates.

Sócrates

Por lo menos podrías decirme, que el hombre es una cosa que se sirve del cuerpo.

Alcibiades

Eso es cierto.

Sócrates

¿Hay alguna cosa que se sirva del cuerpo más que el alma?

Alcibiades

No, no hay más que el alma.

Sócrates

¿Es ella la que manda?

Alcibiades

Ciertamente.

Sócrates

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Y yo creo, que no hay nadie que no se vea forzado a reconocer...

Alcibiades

¿Qué?

Sócrates

Que el hombre es una de estas tres cosas.

Alcibiades

¿Qué cosas?

Sócrates

O el alma o el cuerpo, o el compuesto de uno y otro.

Alcibiades

Conforme.

Sócrates

¿Pero estamos conformes en que el alma manda al cuerpo?

Alcibiades

Lo estamos. Sócrates. ¿El cuerpo se manda a sí mismo?

Alcibiades

No, ciertamente.

Sócrates

Porque hemos dicho que el cuerpo es el que obedece.

Alcibiades

Sí.

Sócrates

Luego no es lo que buscamos.

Alcibiades

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Así parece.

Sócrates

¿Es el compuesto el que manda al cuerpo? ¿y éste compuesto es el hombre?

Alcibiades

Podrá suceder.

Sócrates

Nada menos que eso, porque no mandando uno de los dos, es imposible que los dos juntos manden.

Alcibiades

Eso es muy cierto.

Sócrates

Puesto que ni el cuerpo ni el compuesto de alma y cuerpo son el hombre, es preciso de toda necesidad, o que el hombre no sea absolutamente nada, o que el alma sola sea el hombre.

Alcibiades

Seguramente.

Sócrates

¿Hay necesidad de demostrar aún más claramente que el alma sola es el hombre?

Alcibiades

No, ¡por Júpiter! está bastante probado.

Sócrates

Aún no hemos profundizado esta verdad con toda la exactitud que ella exige, pero es suficiente la prueba hecha, y esto basta. La profundizaríamos más, cuando hubiésemos encontrado lo que acabamos de abandonar, porque era de difícil indagación.

Alcibiades

¿Qué es?

Sócrates

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Lo que dijimos antes, que era preciso, en primer lugar, conocer la esencia de las cosas generalmente hablando, y en lugar de esta esencia absoluta nos hemos detenido a examinar la esencia de una cosa particular, y quizá esto baste, porque no podremos encontrar en nosotros nada que sea más que nuestra alma.

Alcibiades

Eso es muy cierto.

Sócrates

Por consiguiente, es un principio sentado que cuando conversamos tú y yo, es mi alma la que conversa con la tuya.

Alcibiades

Entendido.

Sócrates

Esto es lo que decíamos hace un momento: que Sócrates habla a Alcibiades dirigiéndole la palabra, no a su cuerpo como parece, sino a Alcibiades mismo; es decir, a su alma.

Alcibiades

Eso es evidente.

Sócrates

¿El que manda que nos conozcamos a nosotros mismos manda, por consiguiente, que conozcamos nuestra alma?

Alcibiades

Yo lo creo así.

Sócrates

¿Luego el que conoce sólo su cuerpo conoce lo que está en él, pero no conoce lo que él es?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

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Así ¿un médico no se conoce a sí mismo, en tanto que médico, ni un maestro de palestra, en tanto que maestro de palestra?

Alcibiades

No, a mi parecer.

Sócrates

Aún menos los labradores y todos los demás artesanos que lejos de conocerse a sí mismos, ni conocen lo que particularmente les toca, y además su arte los liga a cosas más lejanas aún de ellos que lo que está en ellos. En efecto, el objeto de sus cuidados no es tanto su cuerpo como las cosas que tienen relación con el cuerpo.

Alcibiades

Todo eso es también muy verdadero.

Sócrates

Por lo tanto, si es sabiduría conocerse a sí mismo, ninguno de estos artistas es sabio por su arte.

Alcibiades

Soy de tu dictamen.

Sócrates

Y he aquí por qué todas estas artes parecen viles, y por consiguiente indignas de una persona decente.

Alcibiades

Eso es cierto.

Sócrates

Volviendo, pues, a nuestro principio, todo hombre que tiene cuidado de su cuerpo, tiene cuidado de lo que le pertenece, pero no de sí mismo.

Alcibiades

Estoy de acuerdo.

Sócrates

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Todo hombre que ama las riquezas no se ama a sí mismo, ni lo que está en él; sino que ama una cosa aún más lejana de él y de lo que está en él.

Alcibiades

Así me lo parece.

Sócrates

El que sólo se ocupa en amontonar riquezas, ¿maneja mal sus negocios?

Alcibiades

Es muy cierto.

Sócrates

Si alguno se ha enamorado del cuerpo de Alcibiades, no es Alcibiades el objeto de su cariño, sino una de las cosas que pertenecen a Alcibiades.

Alcibiades

Estoy convencido de ello.

Sócrates

El que ha de amar a Alcibiades ha de amar su alma.

Alcibiades

Consecuencia necesaria.

Sócrates

He aquí por qué el que sólo ama tu cuerpo se retira desde que esta flor de belleza comienza a marchitarse.

Alcibiades

Es cierto.

Sócrates

Pero el que ama tu alma, no se retira jamás, en tanto que puede ella aspirar a mayor perfección.

Alcibiades

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Así parece.

Sócrates

Aquí tienes la razón por qué he sido yo el único que no te ha abandonado y que permanece constante, después que aparece marchita la flor de tu belleza y que todos tus amantes se han retirado.

Alcibiades

Gran placer me das, y te suplico que no me abandones.

Sócrates

Trabaja sin descanso con todas tus fuerzas para hacerte mejor.

Alcibiades

Trabajaré.

Sócrates

Al ver lo que sucede, es fácil juzgar que Alcibiades, hijo de Clinias, jamás ha tenido, y aun ahora mismo no tiene, más que un único y verdadero amante; y este amante fiel, digno de ser amado, es Sócrates, hijo de Sofronisco y de Fenarete.

Alcibiades

Nada más verdadero.

Sócrates

¿No me dijiste, cuando me avisté contigo y antes de que yo te hiciera prevención alguna, que tenías intención de hablarme para saber por qué era el único que no me había retirado?

Alcibiades

Así te lo dije, y es muy cierto.

Sócrates

Ahora ya sabes la razón, y es, que yo te he amado a ti mismo, mientras que los demás sólo han amado lo que está en ti. La belleza de lo que está en ti comienza a disiparse cuando tu belleza propia comienza a florecer; y si no te dejas malear y corromper por el pueblo, yo no te abandonaré en toda mi vida. Pero temo que infatuado con el favor del pueblo, como ha

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sucedido a un gran número de nuestros mejores ciudadanos; porque el pueblo de la magnánima Erectea tiene una preciosa máscara; pero es preciso verle con la cara descubierta. Créeme, pues, Alcibiades, y toma las precauciones que te digo.

Alcibiades

¿Qué precauciones?

Sócrates

La de ejercitarte y aprender bien lo que es preciso saber antes de mezclarte en los negocios de la república, a fin de que, robustecido con una buena protección, puedas sin temor exponerte a los peligros.

Alcibiades

Todo eso está muy bien dicho, Sócrates; pero trata de explicarme cómo podemos tener cuidado de nosotros mismos.

Sócrates

Ese es negocio ya ventilado; porque ante todas cosas hemos sentado lo que es el hombre, y con razón, porque temeríamos, no siendo este punto bien conocido, dirigir nuestro cuidado a otras cosas que no fueran nosotros mismos, sin apercibirnos de ello.

Alcibiades

Así es.

Sócrates

Estamos convenidos, además, en que es el alma la que es preciso cuidar, debiendo ser este el único fin que nos propongamos.

Alcibiades

Sin duda.

Sócrates

Que es preciso dejar a los demás el cuidado del cuerpo y de lo que pertenece al cuerpo, como las riquezas.

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Alcibiades

¿Puede negarse eso?

Sócrates

¿Cómo podríamos sentar esta verdad de una manera más clara y evidente? porque si consiguiéramos verla con toda claridad, es indudable que nos conoceríamos perfectamente a nosotros mismos. Tratemos, pues, en nombre de los dioses, de entender bien el precepto de Delfos, de que ya hemos hablado; pero ¿comprendemos, por ventura, ya toda su fuerza?

Alcibiades

¿Qué fuerza? ¿Qué quieres decir con eso, Sócrates?

Sócrates

Voy a comunicarte lo que a mi juicio quiere decir esta inscripción y el precepto que ella encierra. No es posible hacértele comprender por otra comparación que por esta que se toma de la vista.

Alcibiades

¿Cómo?

Sócrates

Fíjate bien: si esta inscripción hablase al ojo, como habla al hombre, y le dijese: mírate a ti mismo, ¿qué creeríamos nosotros que le decía? ¿No creeríamos que la inscripción ordenaba al ojo que se mirase en una cosa, en la que el ojo pudiera verse?

Alcibiades

Eso es evidente.

Sócrates

Busquemos esta cosa, en la que, mirando, podamos ver el ojo y nosotros mismos.

Alcibiades

Puede verse en los espejos y en otros cuerpos semejantes.

Sócrates

Hablas muy bien. ¿No hay también en el ojo algún pequeño punto que hace el mismo efecto que el espejo?

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Alcibiades

Hay uno seguramente.

Sócrates

¿Has observado que siempre que miras en tu ojo ves, como en un espejo, tu semblante en esta parte que se llama pupila, donde se refleja la imagen de aquel que en ella se ve?

Alcibiades

Es cierto.

Sócrates

¿Un ojo, para verse, debe mirar en otro ojo, y en aquella parte del ojo, que es la más preciosa, y que es la única que tiene la facultad de ver?

Alcibiades

¿Quién lo duda?

Sócrates

Porque si fijase sus miradas sobre cualquiera otra parte del cuerpo del hombre, o sobre cualquier otro objeto, a menos que no fuese semejante a esta parte del ojo que ve, de ninguna manera se vería a sí mismo.

Alcibiades

Tienes razón.

Sócrates

Un ojo, que quiere verse a sí mismo, debe mirarse en otro ojo, y en esta parte de ojo, donde reside toda su virtud, es decir, la vista.

Alcibiades

Seguramente.

Sócrates

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Mi querido Alcibiades, ¿no sucede lo mismo con el alma? para verse ¿no debe mirarse en el alma, y en esta parte del alma donde reside toda su virtud, que es la sabiduría, o en cualquiera otra cosa a la que esta parte del alma se parezca en cierta manera?

Alcibiades

Así me lo parece.

Sócrates

¿Pero podremos encontrar alguna parte del alma, que sea más divina que aquella en que residen la esencia y la sabiduría?

Alcibiades

No ciertamente.

Sócrates

En esta parte del alma, verdaderamente divina, es donde es preciso mirarse, y contemplar allí todo lo divino, es decir, Dios y la sabiduría, para conocerse a sí mismo perfectamente.

Alcibiades

Así me parece.

Sócrates

Conocerse a sí mismo es la sabiduría, según hemos convenido.

Alcibiades

Es cierto.

Sócrates

No conociéndonos a nosotros mismos, y no siendo sabios, ¿podemos conocer ni nuestros bienes, ni nuestros males?

Alcibiades

¡Ah! ¿cómo los conoceríamos, Sócrates?

Sócrates

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Porque no es posible que el que no conoce a Alcibiades conozca lo que pertenece a Alcibíades, como perteneciendo a Alcibiades.

Alcibiades

No, ¡por Júpiter! eso no es posible.

Sócrates

Sólo conociéndonos a nosotros mismos, es como podemos conocer, que lo que está en nosotros nos pertenece.

Alcibiades

Seguramente.

Sócrates

Y si no conociésemos lo que está en nosotros, no conoceríamos tampoco lo que se refiere a las cosas que están en nosotros.

Alcibiades

Lo confieso.

Sócrates

Hemos hecho mal, cuando hemos convenido en que hay gentes, que no conociéndose a sí mismos, conocen sin embargo lo que está en ellos, porque ni aun las cosas que pertenecen a lo que está en ellos conocen. Estos tres conocimientos: conocerse a sí mismo, conocer lo que está en nosotros, y conocer las cosas que pertenecen a lo que está en nosotros, están ligados entre sí; son efecto de un solo y mismo arte.

Alcibiades

Así parece.

Sócrates

Todo hombre que no conoce las cosas que están en él, no conocerá tampoco las que pertenecen a otros.

Alcibiades

Eso es verdad.

Sócrates

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No conociendo las cosas pertenecientes a los demás, no puede conocer las del Estado.

Alcibiades

Es una consecuencia necesaria.

Sócrates

¿Un hombre semejante puede ser alguna vez un buen hombre de Estado?

Alcibiades

No.

Sócrates

¿Ni puede ser tampoco un buen administrador para gobernar una casa?

Alcibiades

No.

Sócrates

¿Ni sabe lo que hace?

Alcibiades

Nada sabe.

Sócrates

No sabiendo lo que hace, ¿es posible que no cometa faltas?

Alcibiades

Imposible, seguramente.

Sócrates

Cometiendo faltas, ¿no causa mal en particular y en público?

Alcibiades

Seguramente.

Sócrates

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Haciendo mal ¿no es desgraciado?

Alcibiades

Sí, muy desgraciado.

Sócrates

¿Y aquellos a cuyo servicio se consagra?

Alcibiades

Desgraciados también.

Sócrates

¿Luego no es posible que el que no es ni bueno, ni sabio, sea dichoso?

Alcibiades

No, sin duda.

Sócrates

¿Todos los hombres viciosos son entonces desgraciados?

Alcibiades

Muy desgraciados.

Sócrates

¿Luego no son las riquezas, sino la sabiduría la que libra al hombre de ser desgraciado?

Alcibiades

Seguramente.

Sócrates

Por lo tanto, mi querido Alcibiades, los Estados para ser dichosos no tienen necesidad de murallas, ni de buques, ni de arsenales, ni de tropas, ni de grande aparato; la única cosa de que tienen necesidad para su felicidad es la virtud.

Alcibiades

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Es cierto.

Sócrates

Y si quieres manejar bien los negocios de la república, es preciso que imbuyas a tus conciudadanos en la virtud.

Alcibiades

Estoy persuadido de eso.

Sócrates

¿Pero puede darse lo que no se tiene?

Alcibiades

¿Cómo puede darse?

Sócrates

Ante todas cosas es preciso, pues, que pienses en ser virtuoso, como debe de hacer todo hombre, que no sólo quiera tener cuidado de sí mismo y de las cosas que son suyas, sino también del Estado y de las cosas que pertenecen al Estado.

Alcibiades

Sin dificultad.

Sócrates

No debes, por consiguiente, pensar en adquirir para ti y para el Estado un grande imperio y el poder absoluto de hacer todo lo que te agrade, sino únicamente lo que dicten la sabiduría y la justicia.

Alcibiades

Eso me parece muy cierto.

Sócrates

Porque si tú y el Estado gobernáis sabia y justamente, obtendréis el favor de los dioses.

Alcibiades

Estoy persuadido de ello.

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Sócrates

Y gobernaréis justa y sabiamente, si como te dije antes, no perdéis de vista esa luz divina que brilla en vosotros.

Alcibiades

Así parece.

Sócrates

Porque mirándoos en esta luz, os veréis vosotros mismos, y conoceréis vuestros verdaderos bienes.

Alcibiades

Sin duda.

Sócrates

Y obrando así, ¿no haréis siempre el bien?

Alcibiades

Ciertamente.

Sócrates

Si hacéis siempre el bien, me atrevo a salir garante de que seréis siempre dichosos.

Alcibiades

En esta materia eres tú una buena garantía, Sócrates.

Sócrates

Pero si gobernáis injustamente, y en lugar de suspirar por la verdadera luz, os fijáis en lo que está sin Dios y lleno de tinieblas, no haréis, sin que pueda ser de otra manera, sino obras de tinieblas, porque no os conoceréis a vosotros mismos.

Alcibiades

Así lo creo.

Sócrates

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Mi querido Alcibiades, represéntate un hombre que tenga el poder de hacerlo todo, y que no tenga juicio; ¿qué debe esperarse y cuál será el resultado para él y para el Estado? Por ejemplo, que un enfermo tenga el poder de hacer todo lo que le venga a la cabeza, que no conozca la medicina, y que nadie se atreva a decirle nada ni a contenerle, ¿qué le sucederá? Destruirá sin duda su cuerpo.

Alcibiades

Eso es cierto.

Sócrates

Y si en una nave un hombre, sin tener ni buen sentido ni la habilidad de piloto, se toma la libertad de hacer lo que le parezca, tú mismo ves lo que no puede menos de suceder a él y a todos los que a él se entreguen.

Alcibiades

No podrán menos de perecer todos.

Sócrates

Lo mismo sucede con todas las ciudades, repúblicas y todos los poderes; si están privados de la virtud, su ruina es infalible.

Alcibiades

Imposible de otra manera.

Sócrates

Por consiguiente, mi querido Alcibiades, si quieres ser dichoso tú y que lo sea la república, no es preciso un grande imperio, sino la virtud.

Alcibiades

Seguramente, Sócrates.

Sócrates

Y antes de adquirir esta virtud, lejos de mandar, es mejor obedecer, no digo a un niño, sino a un hombre, siempre que sea más virtuoso que él.

Alcibiades

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Eso me parece cierto.

Sócrates

Y lo que es mejor, ¿no es lo más precioso?

Alcibiades

Sin duda.

Sócrates

Y lo que es más precioso, ¿no es lo más conveniente?

Alcibiades

Sin dificultad.

Sócrates

¿Es conveniente al hombre vicioso ser esclavo, porque esto le cuadra mejor?

Alcibiades

Seguramente.

Sócrates

¿El vicio, pues, es una cosa servil?

Alcibiades

Convengo en ello.

Sócrates

¿Y la virtud una cosa liberal?

Alcibiades

Sí.

Sócrates

¿Y no es preciso evitar este servilismo?

Alcibiades

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Seguramente, Sócrates.

Sócrates

Pues bien, mi querido Alcibiades, conoces tu propia situación; ¿eres digno de ser libre o esclavo?

Alcibiades

¡Ah! Sócrates, conozco bien mi situación.

Sócrates

¿Pero sabes cómo puedes salir de ese estado, que no me atreveré a calificar, hablando de un hombre como tú?

Alcibiades

Sí, lo sé. ¿Cómo? Si Sócrates quiere.

Sócrates

Dices muy mal, Alcibiades.

Alcibiades

¿Pues cómo tengo que decir?

Sócrates

Si Dios quiere.

Alcibiades

Pues bien, digo si Dios quiere; y añado, que para lo sucesivo vamos a mudar de papeles, tú harás el mío y yo el tuyo, es decir, que yo voy a mi vez a ser tu amante, como tú has sido el mío hasta aquí.

Sócrates

En este caso, mi querido Alcibiades lo que se dice de la cigüeña se podrá decir de mi amor para contigo, si después de haber hecho nacer en tu seno un nuevo amor alado, este le nutre y le cuida a su vez.

Alcibiades

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Así será; y desde este día voy a aplicarme a la justicia.

Sócrates

Deseo que perseveres en ese pensamiento; pero te confieso, que sin desconfiar de tu buen natural, temo que la fuerza de los ejemplos que dominan en esta ciudad, nos arrollen al fin a ti y a mí.

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FRAGMENTOS DE ANAXIMANDRO, ANAXÍMENES Y HERÁCLITO

2

Fragmento de Anaximandro

…proclama principio y elemento de los seres lo infinito, habiendo sido el primero en introducir este nombre de principio. Dice, en efecto, que el principio no es ni el agua ni ningún otro de los llamados elementos, sino otra cierta naturaleza, infinita, de la que se generan todos los cielos y los mundos que hay en ellos; pues:

“En aquello en que los seres tienen su origen, en eso mismo viene a parar su destrucción, según lo que es necesario; porque se hacen justicia y dan reparación unos a otros de su injusticia, en el orden del tiempo.”

Como dice en estos términos un tanto poéticos.

Fragmento de Anaxímenes

2 Anaximandro de Mileto. Nació en el año 610 a. C. en la ciudad Jonia de Mileto (Asia Menor) y murió

aproximadamente en el 546 a. C. Discípulo y continuador de Tales, se le atribuye sólo un libro, que es sobre la naturaleza. Anaxímenes de Mileto (585 a. C. - 524 a. C.) fue discípulo y compañero de Anaximandro, coincidiendo con él en que el principio de todas las cosas es infinito. Declaró principio de los seres al aire, por generarse de él todo y disolverse en él de nuevo. Heráclito de Éfeso, conocido también como «El Oscuro de Éfeso», nació en el año 535 a. C. y falleció en el 484 a. C. Los siguientes fragmentos son una muestra de lo que los intentos de los primeros filósofos por encontrar el principio (arché) de la naturaleza. Estos grandes autores, antecedentes del desarrollo científico y filosófico de Occidente, fueron los primeros en tratar de ofrecer una explicación estrictamente racional del orden que podemos contemplar en la naturaleza: de los ciclos y los ritmos naturales y de sus elementos más básicos. Al margen de las respuestas que cada uno de ellos ofrece (Anaximandro propone el ápeiron o infinito como principio de lo natural; Anaxímenes defiende al aire como principio de todos los seres y Heráclito examina el cambio y su relación con el lógos o principio racional del universo y lo representa con el fuego), lo relevante de estos fragmentos en una aproximación filosófica al ser humano, es que ponen las bases para comprender el orden natural y la racionalidad del cosmos. Sin comprender las distintas dimensiones del orden natural, es imposible comprender al ser humano como aquella creatura que depende de la naturaleza y a la vez la trasciende mediante su inteligencia y su voluntad. Los límites, sin embargo, de la aproximación al hombre que puede intentarse desde las ideas de estos primeros filósofos, se encuentran en su tendencia al materialismo: aparentemente los principios de la naturaleza que ellos identifican son elementos materiales de la misma, lo cual, como se verá más adelante, resultará insuficiente para una comprensión completa tanto de la naturaleza en general como del ser humano en particular.

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“Como nuestra alma, afirma, que es aire, nos domina y une, así un aliento y un aire circunda y sujeta al mundo entero.

Fragmentos de Heráclito

(123) 10 La naturaleza ama el ocultarse.

(30) 20 Este mundo, el mismo para todos, no lo hizo ninguno de los dioses ni de los hombres, sino que ha sido eternamente y es y será un fuego eternamente viviente, que se enciende según medidas y se apaga según medidas.

(31) 21 Vicisitudes del fuego: primeramente, la mar: de la mar, la mitad tierra, la mitad borrasca.

(31) 23 Se funde en la mar en la misma medida y razón en que existía antes de hacerse tierra.

(76) 25 El fuego vive la muerte del aire y el aire vive la muerte del fuego; el agua vive la muerte de la tierra, la tierra la del agua.

(53) 44 La guerra es la madre de todo, la reina de todo, y a los unos los ha revelado dioses, a los otros hombres; a los unos los ha hecho esclavos, a los otros libres.

(51) 45 No comprenden cómo divergiendo coincide consigo mismo: acople de tensiones, como en el arco y la lira.

(51) 56 Acople de tensiones, el del mundo, como el del arco y la lira.

(80) 62 Hemos de saber que la guerra es común a todos, y que la lucha es justicia, y que todo nace y muere por obra de la lucha.

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FEDÓN

Platón3

(…)

[Sócrates dice] Preguntémonos, por lo pronto, si las almas de los muertos están o no en los infiernos. según una opinión muy antigua, las almas, al abandonar este mundo, van a los infiernos, y desde allí vuelven al mundo y vuelven a la vida, después de haber pasado por la muerte. Si esto es cierto, y los hombres después de la muerte vuelven a la vida, se sigue de aquí necesariamente que las almas están en los infiernos durante este intervalo, porque no volverían al mundo si no existiesen, y será una prueba suficiente de que existen, si vemos claramente que los vivos no nacen sino de los muertos; porque si esto no fuese así, sería preciso buscar otras pruebas.

—De hecho, dijo Cebes.

—Pero -replicó Sócrates- para asegurarse de esta verdad, no hay que concretarse a examinarla con relación a los hombres, sino que es preciso hacerlo con relación a los animales, a las plantas, y a todo lo que nace; porque así se verá que todas las cosas nacen de la misma manera, es decir, de sus contrarias, cuando tienen contrarias. Por ejemplo; lo bello es lo contrario de lo feo; lo justo de lo injusto; y lo mismo sucede en una infinidad de cosas. Veamos, pues, si es absolutamente necesario que las cosas que tienen sus contrarias sólo nazcan de estas contrarias; como también si cuando una cosa se hace más grande, es de toda necesidad que antes haya sido más pequeña, para adquirir después esta magnitud.

—Sin duda.

—Y cuando se hace más pequeña, si es preciso que haya sido antes más grande, para disminuir después.

3 El Fedón o, como se le subtituló después, “Sobre la inmortalidad del alma”, es un diálogo platónico que se

ambienta en las últimas horas de vida de Sócrates, ante la mayoría de sus amigos reunidos. La cuestión de la que se ocupa esta lectura es, quizá, el tema antropológico por antonomasia: el tema del alma humana. ¿Qué es el alma? ¿Cómo se relaciona con el cuerpo? ¿Puede separarse de él? ¿Qué pasa con el alma después de la muerte? Además de las creencias religiosas, ¿hay argumentos racionales, estrictamente filosóficos, para probar la inmortalidad del alma? Platón es uno de los primeros en ocuparse sistemáticamente del tema del ser del alma y sus relaciones con el cuerpo. El Fedón, diálogo que expone las últimas disertaciones de Sócrates antes de su muerte, presenta algunos de los pasajes más relevantes y mejor estudiados sobre el alma y su inmortalidad en toda la historia del pensamiento occidental. El fragmento aquí presentado incluye los argumentos preliminares para demostrar la inmortalidad del alma, las objeciones que dos de sus interlocutores plantean a Sócrates, y luego la respuesta definitiva de este último con un argumento que, se dice, es el crucial para demostrar que el alma no muere. El análisis de todos estos argumentos, y de la postura platónica respecto al alma y el cuerpo, es indispensable en un curso de antropología filosófica. Como se verá en la lectura, nos apartamos ahora de una antropología materialista, aunque de la mano de Platón nos aproximamos a una antropología dualista, no exenta de problemas teóricos que habrá que analizar con cuidado.

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—Seguramente.

—Asimismo, lo más fuerte viene de lo más débil; lo más ligero de lo más lento.

—Es una verdad manifiesta.

—Y -continuó Sócrates- cuando una cosa se hace más mala, ¿no es claro que era mejor, y cuando se hace más justa, no es claro que era más injusta?

—Sin dificultad, Sócrates.

—Así, pues, Cebes, todas las cosas vienen de sus contrarias; es una cosa demostrada.

—Muy suficientemente, Sócrates.

—Pero entre estas dos contrarias, ¿no hay siempre un cierto medio, una doble operación, que lleva de este a aquél y de aquél a este? Entre una cosa más grande y una cosa más pequeña, el medio es el crecimiento y la disminución; al uno llamamos crecer y al otro disminuir.

—En efecto.

—Lo mismo sucede con lo que se llama mezclarse, separarse, calentarse, enfriarse y todas las demás cosas. Y aunque sucede algunas veces, que no tenemos términos para expresar toda esta clase de cambios, vemos, sin embargo, por experiencia, que es siempre de necesidad absoluta que las cosas nazcan las unas de las otras, y que pasen de lo uno a lo otro por un medio.

—Es indudable.

— ¡Y qué! -repuso Sócrates-: ¿la vida no tiene también su contraria, como la vigilia tiene el sueño?

—Sin duda, dijo Cebes.

— ¿Cuál es esta contraria?

—La muerte.

—Estas dos cosas, si son contrarias, ¿no nacen la una de la otra, y no hay entre ellas dos generaciones o una operación intermedia que hace posible el paso de una a otra?

— ¿Cómo no?

—Yo -dijo Sócrates- te explicaré la combinación de las dos contrarias de que acabo de hablar, y el paso recíproco de la una a la otra; tú me explicarás la otra combinación. Digo, pues, con motivo del sueño y de la vigilia, que del sueño nace la vigilia y de la vigilia el sueño; que el

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paso de la vigilia al sueño es el adormecimiento, y el paso del sueño a la vigilia es el acto de despertar. ¿No es esto muy claro?

—Sí, muy claro.

—Dinos a tu vez la combinación de la vida y de la muerte. ¿No dices que la muerte es lo contrario de la vida?

—Sí.

— ¿Y que la una nace de la otra?

—Sí.

— ¿Qué nace entonces de la vida?

—La muerte.

— ¿Qué nace de la muerte?

—Es preciso confesar que es la vida.

—De lo que muere, replicó Sócrates, nace por consiguiente todo lo que vive y tiene vida.

—Así me parece.

—Y por lo tanto -repuso Sócrates- nuestras almas están en los infiernos después de la muerte.

—Así parece.

—Pero de los medios en que se realizan estas dos contrarias, ¿uno de ellos no es la muerte sensible? ¿No sabemos lo que es morir?

—Seguramente.

— ¿Cómo nos arreglaremos entonces? ¿Reconoceremos igualmente a la muerte la virtud de producir su contraria, o diremos que por este lado la naturaleza es coja? ¿No es toda necesidad que el morir tenga su contrario?

—Es necesario.

— ¿Y cuál es este contrario?

—Revivir.

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—Revivir, si hay un regreso de la muerte a la vida -repuso Sócrates- consiste en verificar este regreso. Por lo tanto, estamos de acuerdo en que los vivos no nacen menos de los muertos, que los muertos de los vivos; prueba incontestable de que las almas de los muertos existen en alguna parte de donde vuelven a la vida.

—Me parece, dijo Cebes, que lo que dices es una consecuencia necesaria de los principios en que hemos convenido.

—Me parece, Cebes, que no sin razón nos hemos puesto de acuerdo sobre este punto. Examínalo por ti mismo. Si todas estas contrarias no se engendrasen recíprocamente, girando, por decirlo así, en un círculo; y si no hubiese más que una producción directa de lo uno por lo otro, sin ningún regreso de este último al primer contrario que le ha producido, ya comprendes que en este caso todas las cosas tendrían la misma figura, aparecerían de una misma forma, y toda producción cesaría.

— ¿Qué dices, Sócrates?

—No es difícil de comprender lo que digo. Si no hubiese más que el sueño, y no tuviese lugar el acto de despertar producido por él, ya ves que entonces todas las cosas nos representarían verdaderamente la fábula de Endimion, y no se diferenciaría en ningún punto, porque les sucedería lo que a Endimion; estarían sumidas en el sueño. Si todo estuviese mezclado sin que esta mezcla produjese nunca separación alguna, bien pronto se verificaría lo que enseñaba Anaxágoras: todas las cosas estarían juntas. Asimismo, mi querido Cebes, si todo lo que ha recibido la vida, llegase a morir, y estando muerto, permaneciere en el mismo estado, o lo que es lo mismo, no reviviese; ¿no resultaría necesariamente que todas las cosas concluirían al fin, y que no habría nada que viviese? Porque si de las cosas muertas no nacen las cosas vivas, y si las cosas vivas llegan a morir, ¿no es absolutamente inevitable que todas las cosas sean al fin absorbidas por la muerte?

—Inevitablemente, Sócrates -dijo Cebes-; y cuanto acabas de decir me parece incontestable.

—También me parece a mí, Cebes, que nada se puede objetar a estas verdades, y que no nos hemos engañado cuando las hemos admitido; porque es indudable, que hay un regreso a la vida; que los vivos nacen de los muertos; que las almas de los muertos existen; que a las almas buenas les va bien, y que las almas malas les va mal.

- Cebes, interrumpiendo a Sócrates, le dijo-: lo que dices es un resultado necesario de otro principio que te he oído muchas veces sentar como cierto, a saber: que nuestra ciencia no es más que una reminiscencia. Si este principio es verdadero, es de toda necesidad que hayamos aprendido en otro tiempo las cosas de que nos acordamos en éste; y esto es imposible, si nuestra alma no existe antes de aparecer bajo esta forma humana. Esta es una nueva prueba de que nuestra alma es inmortal.

-Simmias, interrumpiendo a Cebes, le dijo-: ¿Cómo se puede demostrar este principio? Recuérdamelo, porque en este momento no caigo en ello.

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—Hay una demostración muy preciosa -respondió Cebes- y es que todos los hombres, si se les interroga bien, todo lo encuentran sin salir de sí mismos, cosa que no podría suceder, si en sí mismos no tuvieran las luces de la recta razón. En prueba de ello, no hay más que ponerles delante figuras de geometría u otras cosas de la misma naturaleza, y se ve patentemente esta verdad.

—Si no te das por convencido con esta experiencia, Simmias -replicó Sócrates-, mira si por este otro camino asientes a nuestro parecer. ¿Tienes dificultad en creer que aprender no es más que acordarse?

—No mucha -respondió Simmias- pero lo que precisamente quiero es llegar al fondo de ese recuerdo de que hablamos; y aunque gracias a lo que ha dicho Cebes, hago alguna memoria y comienzo a creer, no me impide esto el escuchar con gusto las pruebas que tú quieres darnos.

—Helas aquí -replicó Sócrates-. Estamos conformes todos en que, para acordarse, es preciso haber sabido antes la cosa de que uno se acuerda.

—Seguramente.

— ¿Convenimos igualmente en que cuando la ciencia se produce de cierto modo es una reminiscencia? Al decir de cierto modo, quiero dar a entender, por ejemplo, como cuando un hombre, viendo u oyendo alguna cosa, o percibiéndola por cualquiera otro de sus sentidos, no conoce sólo esta cosa percibida, sino, que al mismo tiempo piensa en otra, que no depende de la misma manera de conocer sino de otra. ¿No diremos con razón que este hombre recuerda la cosa que le ha venido al espíritu?

—¿Qué dices?

—Digo, por ejemplo, que uno es el conocimiento del hombre y otro el conocimiento de una lira.

—Seguramente.

—Pues bien -continuó Sócrates- ¿no sabes lo que sucede a los amantes, cuando ven una lira, un traje o cualquiera otra cosa, de que el objeto de su amor tiene costumbre de servirse? Al reconocer esta lira, viene a su pensamiento la imagen de aquel a quien ha pertenecido. He aquí lo que se llama reminiscencia; frecuentemente al ver a Simmias, recordamos a Cebes. Podría citarte un millón de ejemplos.

—Hasta el infinito -dijo Simmias.

—He aquí lo que es la reminiscencia; sobre todo, cuando se llega a recordar cosas, que se habían olvidado por el trascurso del tiempo, o por haberlas perdido de vista.

—Es muy cierto -dijo Simmias.

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—Pero, replicó Sócrates, al ver un caballo o una lira pintados, ¿no puede recordarse a un hombre? Y al ver el retrato de Simmias, ¿no puede recordarse a Cebes?

—¿Quién lo duda?

—Con más razón, si se ve el retrato de Simmias, se recordará a Simmias mismo.

—Sin dificultad.

—¿No es claro, entonces, que la reminiscencia la despiertan lo mismo las cosas semejantes, que las desemejantes?

—Así es en efecto.

—Y cuando se recuerda alguna cosa a causa de la semejanza, ¿no sucede necesariamente que el espíritu ve inmediatamente si falta o no al retrato alguna cosa para la perfecta semejanza con el original de que se acuerda?

—No puede menos de ser así -dijo Simmias.

—Fíjate bien, para ver si piensas como yo. ¿No hay una cosa a que llamamos igualdad? No hablo de la igualdad entre un árbol y otro árbol, entre una piedra y otra piedra, y entre otras muchas cosas semejantes. Hablo de una igualdad que está fuera de todos estos objetos. ¿Pensamos que esta igualdad es en sí misma algo o que no es nada?

—Decimos ciertamente que es algo. Sí, ¡por Júpiter!

—¿Pero conocemos esta igualdad?

—Sin duda.

—¿De dónde hemos sacado esta ciencia, este conocimiento? ¿No es de las cosas de que acabamos de hablar; es decir, que viendo árboles iguales, piedras iguales y otras muchas cosas de esta naturaleza, nos hemos formado la idea de esta igualdad, que no es ni estos árboles, ni estas piedras, sino que es una cosa enteramente diferente? ¿No te parece diferente? Atiende a esto: las piedras, los árboles que muchas veces son los mismos, ¿no nos parecen por comparación tan pronto iguales como desiguales?

—Seguramente.

—Las cosas iguales parecen algunas veces desiguales; pero la igualdad considerada en sí, ¿te parece desigualdad?

—Jamás, Sócrates.

—¿La igualdad y lo que es igual no son, por consiguiente, una misma cosa?

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—No, ciertamente.

—Sin embargo; de estas cosas iguales, que son diferentes de la igualdad, has sacado la idea de la igualdad.

—Así es la verdad, Sócrates -dijo Simmias.

—Y esto se entiende, ya sea esta igualdad semejante ya desemejante respecto de los objetos que han motivado la idea.

—Seguramente.

—Por otra parte; cuando al ver una cosa, tú imaginas otra, sea semejante o desemejante, tiene lugar necesariamente una reminiscencia.

—Sin dificultad.

—Pero -repuso Sócrates- dime: ¿cuando vemos árboles que son iguales u otras cosas iguales, las encontramos iguales como la igualdad misma, de que tenemos idea, o falta mucho para que sean iguales como esta igualdad?

—Falta mucho.

—¿Convenimos, pues, en que cuando alguno, viendo una cosa, piensa que esta cosa, como la que yo estoy viendo ahora delante de mí, puede ser igual a otra, pero que la falta mucho para ello, porque es inferior respecto de ella, será preciso, digo, que aquel, que tiene este pensamiento, haya visto y conocido antes esta cosa a la que dice que la otra se parece, pero imperfectamente?

—Es de necesidad absoluta.

—¿No nos sucede lo mismo respecto de las cosas iguales, cuando queremos compararlas con la igualdad?

–Seguramente, Sócrates.

—Por consiguiente, es de toda necesidad que hayamos visto esta igualdad tintes del momento en que, al ver por primera vez cosas iguales, hemos creído que todas tienden a ser iguales como la igualdad misma, y que no pueden conseguirlo.

—Es cierto.

—También convenimos en que hemos sacado este pensamiento (no podía salir de otra parte) de alguno de nuestros sentidos, por haber visto o tocado, o, en fin, por haber ejercitado cualquiera otro de nuestros sentidos, porque lo mismo digo de todos.

—Lo mismo puede decirse, Sócrates, tratándose de lo que ahora tratamos.

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—Es preciso, por lo tanto, que de los sentidos mismos saquemos este pensamiento: que todas las cosas iguales que caen bajo nuestros sentidos, tienden a esta igualdad inteligible, y que se quedan por debajo de ella. ¿No es así?

—Sí, sin duda, Sócrates.

—Porque antes que hayamos comenzado a ver, oír, y hacer uso de todos los demás sentidos, es preciso que hayamos tenido conocimiento de esta igualdad inteligible, para comparar con ella las cosas sensibles iguales; y para ver que ellas tienden todas a ser semejantes a esta igualdad, pero que son inferiores a la misma.

—Es una consecuencia necesaria de lo que se ha dicho, Sócrates.

—Pero, ¿no es cierto que, desde el instante en que hemos nacido, hemos visto, hemos oído, y hemos hecho uso de todos los demás sentidos?

—Muy cierto.

—Es preciso, entonces, que antes de este tiempo hayamos tenido conocimiento de la igualdad.

—Sin duda.

—Por consiguiente, es absolutamente necesario, que lo hayamos tenido antes de nuestro nacimiento.

—Así me parece.

—Si lo hemos tenido antes de nuestro nacimiento, nosotros sabemos antes de nacer; y después hemos conocido no sólo lo que es igual, lo que es más grande, lo que es más pequeño, sino también todas las cosas de esta naturaleza; porque lo que decimos aquí de la igualdad, lo mismo puede decirse de la belleza, de la bondad, de la justicia, de la santidad; en una palabra, de todas las demás cosas, cuya existencia admitimos en nuestras conversaciones y en nuestras preguntas y respuestas. De suerte que es de necesidad absoluta que hayamos tenido conocimientos antes de nacer.

—Es cierto.

—Y si después de haber tenido estos conocimientos, nunca los olvidáramos, no sólo naceríamos con ellos, sino que los conservaríamos durante toda nuestra vida; porque saber, ¿es otra cosa que conservar la ciencia, que se ha recibido, y no perderla?, y olvidar, ¿no es perder la ciencia que se tenía antes?

—Sin dificultad, Sócrates.

—Y si después de haber tenido estos conocimientos antes de nacer, y haberlos perdido después de haber nacido, llegamos en seguida a recobrar esta ciencia anterior, sirviéndonos del

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ministerio de nuestros sentidos, que es lo que llamamos aprender; ¿no es esto recobrar la ciencia que teníamos, y no tendremos razón para llamar a esto reminiscencia?

—Con muchísima razón, Sócrates.

—Estamos, pues, conformes en que es muy posible, que aquel que ha sentido una cosa, es decir, que la ha visto, oído o, en fin, percibido por alguno de sus sentidos, piense, con ocasión de estas sensaciones, en una cosa que ha olvidado, y cosa que tenga alguna relación con la percibida, ya se le parezca o ya no se le parezca. De manera que tiene que suceder una de dos cosas: o que nazcamos con estos conocimientos y los conservemos toda la vida; o que los que aprenden, no hagan, según nosotros, otra cosa que recordar, y que la ciencia no sea más que una reminiscencia.

—Así es, Sócrates.

—¿Qué escoges tú, Simmias? ¿Nacemos con conocimientos, o nos acordamos después de haber olvidado lo que sabíamos?

—En verdad, Sócrates, no sé al presente qué escoger.

—Pero, ¿qué pensarías y qué escogerías en este caso? Un hombre que sabe una cosa, ¿puede dar razón de lo que sabe?

—Puede, sin duda, Sócrates.

—¿Y te parece que todos los hombres pueden dar razón de las cosas de que acabamos de hablar?

—Yo querría que fuese así, respondió Simmias; pero me temo mucho que mañana no encontremos un hombre capaz de dar razón de ellas.

—¿Te parece, Simmias, que todos los hombres tienen esta ciencia?

—Seguramente no.

—¿Ellos no hacen entonces más que recordar las cosas que han sabido en otro tiempo?

—Así es.

—¿Pero en qué tiempo han adquirido nuestras almas esta ciencia? Porque no ha sido después de nacer.

—Ciertamente no.

—¿Ha sido antes de este tiempo?

—Sin duda.

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—Por consiguiente, Simmias, nuestras almas existían antes de este tiempo, antes de aparecer bajo esta forma humana; y mientras estaban así, sin cuerpos, sabían.

—A menos que digamos, Sócrates, que hemos adquirido los conocimientos en el acto de nacer; porque esta es la única época que nos queda.

—Sea así, mi querido Simmias, replicó Sócrates; pero ¿en qué otro tiempo los hemos perdido? Porque hoy no los tenemos según acabamos de decir. ¿Los hemos perdido al mismo tiempo que los hemos adquirido?, ¿o puedes tú señalar otro tiempo?

—No, Sócrates; no me había apercibido de que nada significa lo que he dicho.

—Es preciso, pues, hacer constar, Simmias, que si todas estas cosas, que tenemos continuamente en la boca, quiero decir, lo bello, lo justo y todas las esencias de este género, existen verdaderamente, y que si referimos todas las percepciones de nuestros sentidos a estas nociones primitivas como a su tipo, que encontramos desde luego en nosotros mismos, digo, que es absolutamente indispensable, que así como todas estas nociones primitivas existen, nuestra alma haya existido igualmente antes que naciésemos; y si estas nociones no existieran, todos nuestros discursos son inútiles. ¿No es esto incontestable? ¿No es igualmente necesario que si estas cosas existen, hayan también existido nuestras almas antes de nuestro nacimiento; y que si aquellas no existen, tampoco debieron existir estas?

—Esto, Sócrates, me parece igualmente necesario e incontestable; y de todo este discurso resulta, que antes de nuestro nacimiento nuestra alma existía, así como estas esencias, de que acabas de hablarme; porque yo no encuentro nada más evidente que la existencia de todas estas cosas: lo bello, lo bueno, lo justo; y tú me lo has demostrado suficientemente.

—¿Y Cebes? -dijo Sócrates-, porque es preciso que Cebes esté persuadido de ello.

—Yo pienso -dijo Simmias- que Cebes considera tus pruebas muy suficientes, aunque es el más rebelde de todos los hombres para darse por convencido. Sin embargo, supongo que lo está de que nuestra alma existe antes de nuestro nacimiento; pero que exista después de la muerte, es lo que a mí mismo no me parece bastante demostrado; porque esa opinión del pueblo, de que Cebes te hablaba antes, queda aún en pie y en toda su fuerza; la de que, después de muerto el hombre, su alma se disipa y cesa de existir. En efecto, ¿qué puede impedir que el alma nazca, que exista en alguna parte, que exista antes de venir a animar el cuerpo, y que, cuando salga de este, concluya con él y cese de existir?

—Dices muy bien, Simmias -dijo Cebes-: me parece que Sócrates no ha probado más que la mitad de lo que era preciso que probara; porque ha demostrado muy bien que nuestra alma existía antes de nuestro nacimiento; mas para completar su demostración, debía probar igualmente que, después de nuestra muerte, nuestra alma existe lo mismo que existió antes de esta vida.

—Ya os lo he demostrado, Simmias y Cebes, repuso Sócrates; y convendréis en ello, si unís esta última prueba a la que ya habéis admitido; esto es, que los vivos nacen de los muertos. Porque si es cierto que nuestra alma existe antes del nacimiento, y si es de toda necesidad que,

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al venir a la vida, salga, por decirlo así, del seno de la muerte, ¿cómo no ha de ser igualmente necesario que exista después de la muerte, puesto que debe volver a la vida? Así, pues, lo que ahora me pedís ha sido ya demostrado. Sin embargo, me parece que ambos deseáis profundizar más esta cuestión, y que teméis, como los niños, que, cuando el alma sale del cuerpo, la arrastren los vientos, sobre todo cuando se muere en tiempo de borrascas.

—Entonces Cebes, sonriéndose dijo-: Sócrates, supón que lo tememos; o más bien, que sin temerlo, está aquí entre nosotros un niño que lo teme, a quien es necesario convencer de que no debe temer la muerte como a un vano fantasma.

—Para esto -replicó Sócrates- es preciso emplear todos los días encantamientos, hasta que se haya curado de semejante aprensión.

—Pero, Sócrates, ¿dónde encontraremos un buen encantador, puesto que tú vas a abandonarnos?

—La Grecia es grande, Cebes -respondió Sócrates- y en ella encontraréis muchas personas muy entendidas. Por otra parte, tenéis muchos pueblos extranjeros, y es preciso recorrerlos todos e interrogarlos, para encontrar este encantador, sin escatimar gasto, ni trabajo; porque en ninguna cosa podéis emplear más útilmente vuestra fortuna. También es preciso que lo busquéis entre vosotros, porque quizá no encontrareis otros más capaces que vosotros mismos para estos encantamientos.

—Haremos lo que dices, Sócrates; pero si no te molesta, volvamos a tomar el hilo de nuestra conversación.

—Con mucho gusto, Cebes, ¿y por qué no?

—Perfectamente, Sócrates -dijo Cebes.

—Lo primero que debemos preguntarnos a nosotros mismos, dijo Sócrates, es cuáles son las cosas que por su naturaleza pueden disolverse; respecto de que otras deberemos temer que tenga lugar esta disolución; y en cuáles no es posible este accidente. En seguida, es preciso examinar a cuál de estas naturalezas pertenece nuestra alma; y teniendo esto en cuenta, temer o esperar por ella.

—Es muy cierto.

—¿No os parece que son las cosas compuestas, o que por su naturaleza deben serlo, las que deben disolverse en los elementos que han formado su composición; y que si hay seres, que no son compuestos, ellos son los únicos respecto de los que no puede tener lugar este accidente?

—Me parece muy cierto lo que dices -contestó Cebes.

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—Las cosas que son siempre las mismas y de la misma manera, ¿no tienen trazas de no ser compuestas? Las que mudan siempre y que nunca son las mismas, ¿no tienen trazas de ser necesariamente compuestas?

—Creo lo mismo, Sócrates.

—Dirijámonos desde luego a esas cosas de que hablamos antes, y cuya verdadera existencia hemos admitido siempre en nuestras preguntas y respuestas. Estas cosas, ¿son siempre las mismas o mudan alguna vez? La igualdad, la belleza, la bondad y todas las existencias esenciales, ¿experimentan a veces algún cambio, por pequeño que sea, o cada una de ellas, siendo pura y simple, subsiste siempre la misma en sí, sin experimentar nunca la menor alteración, ni la menor mudanza?

—Es necesariamente preciso que ellas subsistan siempre las mismas sin mudar jamás.

—Y todas las demás cosas -repuso Sócrates- hombres, caballos, trajes, muebles y tantas otras de la misma naturaleza, ¿quedan siempre las mismas, o son enteramente opuestas a las primeras, en cuanto no subsisten siempre en el mismo estado, ni con relación a sí mismas, ni con relación a los demás?

—No subsisten nunca las mismas- respondió Cebes.

—Ahora bien; estas cosas tú las puedes ver, tocar, percibir por cualquier sentido: mientras que las primeras, que son siempre las mismas, no pueden ser comprendidas sino por el pensamiento, porque son inmateriales y no se las ve jamás.

—Todo eso es verdad- dijo Cebes.

—¿Quieres -continuó Sócrates- que reconozcamos dos clases de cosas?

—Con mucho gusto -dijo Cebes.

—¿Las unas visibles y las otras inmateriales? ¿Éstas, siempre las mismas; aquellas, en un continuo cambio?

—Me parece bien -dijo Cebes.

—Veamos, pues. ¿No somos nosotros un compuesto de cuerpo y alma? ¿Hay otra cosa en nosotros?

—No, sin duda; no hay más.

—¿A cuál de estas dos especies diremos, que nuestro cuerpo se conforma o se parece?

—Todos convendrán en que a la especie visible.

—Y nuestra alma, mi querido Cebes, ¿es visible o invisible?

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—Visible no es; por lo menos, a los hombres.

—Pero cuando hablamos de cosas visibles o invisibles, hablamos con relación a los hombres, sin tener en cuenta ninguna otra naturaleza.

—Sí, con relación a la naturaleza humana.

—¿Qué diremos, pues, del alma? ¿Puede ser vista o no puede serlo?

—No puede serlo.

—Luego es inmaterial.

—Sí.

—Por consiguiente, nuestra alma es más conforme que el cuerpo con la naturaleza invisible; y el cuerpo más conforme con la naturaleza visible.

—Es absolutamente necesario.

—¿No decíamos que, cuando el alma se sirve del cuerpo para considerar algún objeto, ya por la vista, ya por el oído, ya por cualquier otro sentido (porque la única función del cuerpo es atender a los objetos mediante los sentidos), se ve entonces atraída por el cuerpo hacia cosas, que no son nunca las mismas; se extravía, se turba, vacila y tiene vértigos, como si estuviera ebria; todo por haberse ligado a cosas de esta naturaleza?

—Sí.

—Mientras que, cuando ella examina las cosas por sí misma, sin recurrir al cuerpo, se dirige a lo que es puro, eterno, inmortal, inmutable; y como es de la misma naturaleza, se une y estrecha con ello cuanto puede y da de sí su propia naturaleza. Entonces cesan sus extravíos, se mantiene siempre la misma, porque está unida a lo que no cambia jamás, y participa de su naturaleza; y este estado del alma es lo que se llama sabiduría.

—Has hablado perfectamente, Sócrates; y dices una gran verdad.

—¿A cuál de estas dos especies de seres, te parece que el alma es más semejante, y con cuál está más conforme, teniendo en cuenta los principios que dejamos sentados y todo lo que acabamos de decir?

—Me parece, Sócrates, que no hay hombre, por tenaz y estúpido que sea, que estrechado por tu método, no convenga en que el alma se parece más y es más conforme con lo que se mantiene siempre lo mismo, que no con lo que está en continua mudanza.

—¿Y el cuerpo?

—Se parece más lo que cambia.

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—Sigamos aún otro camino. Cuando el alma y el cuerpo están juntos, la naturaleza ordena que el uno obedezca y sea esclavo; y que el otro tenga el imperio y el mando. ¿Cuál de los dos te parece semejante a lo que es divino, y cuál a lo que es mortal? ¿No adviertes que lo que es divino es lo único capaz de mandar y de ser dueño; y que lo que es mortal es natural que obedezca y sea esclavo?

—Seguramente.

—¿A cuál de los dos se parece nuestra alma?

—Es evidente, Sócrates, que nuestra alma se parece a lo que es divino, y nuestro cuerpo a lo que es mortal.

—Mira, pues, mi querido Cebes, si de todo lo que acabamos de decir no se sigue necesariamente, que nuestra alma es muy semejante a lo que es divino, inmortal, inteligible, simple, indisoluble, siempre lo mismo, y siempre semejante a sí propio; y que nuestro cuerpo se parece perfectamente a lo que es humano, mortal, sensible, compuesto, disoluble, siempre mudable, y nunca semejante a sí mismo. ¿Podremos alegar algunas razones que destruyan estas consecuencias, y que hagan ver que esto no es cierto?

—No, sin duda, Sócrates.

(…)

—[Sócrates argumenta, ofreciendo a Simmias y Cebes su razonamiento definitivo para demostrar la inmortalidad del alma] Vamos a ver si convienes en esto: ¿hay algo que se llama frío y algo que se llama caliente?

—Seguramente.

—¿Como la nieve y el fuego?

—No, ¡por Júpiter!

—¿Lo caliente es entonces diferente del fuego, y lo frío diferente de la nieve?

—Sin dificultad.

—Convendrás, yo creo, en que cuando la nieve ha recibido calor, como decíamos antes, ya no será lo que era, sino que desde el momento que se la aplique el calor, le cederá el puesto o desaparecerá enteramente.

—Sin duda.

—Lo mismo sucede con el fuego, tan pronto como le supere el frío; y así se retirará o perecerá, porque apenas se le haya aplicado el frío, no podrá ser ya lo que era, y no será fuego y frío a la vez.

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—Muy bien- dijo Cebes.

—Es, pues, tal la naturaleza de algunas de estas cosas, que no sólo la misma idea conserva siempre el mismo nombre, sino que este nombre sirve igualmente para otras cosas que no son lo que ella es en sí misma, pero que tienen su misma forma mientras existen. Algunos ejemplos aclararán lo que quiero decir. Lo impar debe tener siempre el mismo nombre. ¿No es así?

—Sí, sin duda.

—Ahora bien, dime: ¿es esta la única cosa que tiene este nombre, o hay alguna otra cosa que no sea lo impar y que, sin embargo, sea preciso designar con este nombre, por ser de tal naturaleza, que no puede existir sin lo impar? Como, por ejemplo, el número tres y muchos otros; pero fijémonos en el tres. ¿No te parece que el número tres debe ser llamado siempre con su nombre, y al mismo tiempo con el nombre de impar, aunque lo impar no es lo mismo que el número tres? Sin embargo, tal es la naturaleza del tres, del cinco y de la mitad de los números, que aunque cada uno de ellos no sea lo que es lo impar, es, no obstante, siempre impar. Lo mismo sucede con la otra mitad de los números, como dos, cuatro; aunque no son lo que es lo par, es cada uno de ellos, sin embargo, siempre par. ¿No estás conforme?

—¿Y cómo no?

— Fíjate en lo que voy a decir. Me parece que no sólo estas contrarias se excluyen, sino también todas las demás cosas, que sin ser contrarias entre sí, tienen, sin embargo, siempre sus contrarias, no pueden dejarse penetrar por la esencia que es contraria a la que ellas tienen, sino que tan pronto como esta esencia aparece, ellas se retiran o perecen. El tres, por ejemplo, ¿no perecerá antes que hacerse en ningún caso número par, permaneciendo tres?

—Seguramente- dijo Cebes.

—Sin embargo -dijo Sócrates- el dos no es contrario al tres.

—No, sin duda.

—Luego las contrarias no son las únicas cosas que no consienten sus contrarias, sino que hay todavía otras cosas también incompatibles.

—Es cierto.

—¿Quieres que las determinemos en cuanto nos sea posible?

—Sí.

—¿No serán aquellas, ¡oh Cebes! que obligan a la cosa en que se encuentran, cualquiera que sea, no sólo a retener la idea que es en ellas esencial, sino también a rechazar toda otra idea contraria a ésta?

—¿Qué dices?

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—Lo que decíamos antes. Todo aquello en que se encuentra la idea de tres, debe necesariamente, no sólo permanecer tres, sino permanecer también impar.

—¿Quién lo duda?

—Por consiguiente, es imposible que en una cosa tal como ésta penetre la idea contraria a la que constituye su esencia.

—Es imposible.

—Ahora bien, lo que constituye su esencia, ¿no es el impar?

—Sí.

—Y la idea contraria a lo impar, ¿no es la idea de lo par?

—Sí.

—Luego la idea de lo par no se encuentra nunca en el tres.

—No, sin duda.

—El tres, por lo tanto, no consiente lo par.

—No lo consiente.

—Porque el tres es impar.

—Seguramente.

—He aquí lo que queríamos sentar como base; que hay ciertas cosas, que, no siendo contrarias a otras, las excluyen, lo mismo que si fuesen contrarias, como el tres que aunque no es contrario al número par, no lo consiente, lo desecha; como el dos, que lleva siempre consigo algo contrario al número impar; como el fuego, el frío y muchas otras. Mira ahora, si admitirías tú la siguiente definición: no sólo lo contrario no consiente su contrario, sino que todo lo que lleva consigo un contrario, al comunicarse con otra cosa, no consiente nada que sea contrario al contrario que lleva en sí. Piénsalo bien, porque no se pierde el tiempo en repetirlo muchas veces. El cinco no será nunca compatible con la idea de par; como el diez, que es dos veces aquel, no lo será nunca con la idea de impar; y este dos, aunque su contraria no sea la idea de lo impar, no admitirá, sin embargo, la idea de lo impar, como no consentirán nunca idea de lo entero las tres cuartas partes, la tercera parte, ni las demás fracciones; si es cosa que me has entendido y estás de acuerdo conmigo en este punto. Ahora bien; voy a reasumir mis primeras preguntas: y tú, al responderme, me contestarás, no en forma idéntica a ellas, sino en forma diferente, según el ejemplo que voy a ponerte; porque además de la manera de responder que hemos usado, que es segura, hay otra que no lo es menos; puesto que si me preguntases qué es lo que produce el calor en los cuerpos, yo no te daría la respuesta, segura sí, pero necia, de que es el calor; sino que, de lo que acabamos de decir, deduciría una respuesta más acertada, y te

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diría: es el fuego; y si me preguntas qué es lo que hace que el cuerpo esté enfermo, te respondería que no es la enfermedad, sino la fiebre. Si me preguntas qué es lo que constituye lo impar, no te responderé la imparidad, sino la unidad; y así de las demás cosas. Mira si entiendes suficientemente lo que quiero decirte.

—Te entiendo perfectamente.

—Respóndeme, pues -continuó Sócrates-. ¿Qué es lo que hace que el cuerpo esté vivo?

—Es el alma.

—¿Sucede así constantemente?

—¿Cómo no ha de suceder?- dijo Cebes.

—¿El alma lleva, por consiguiente, consigo la vida a donde quiera que ella va?

—Es cierto.

—¿Hay algo contrario a la vida, o no hay nada?

—Si, hay alguna cosa.

—¿Qué cosa?

—La muerte.

—El alma, por consiguiente, no consentirá nunca lo que es contrario a lo que lleva siempre consigo. Esto se deduce rigurosamente de nuestros principios.

—La consecuencia es indeclinable, dijo Cebes.

—Pero, ¿cómo llamamos a lo que no consiente nunca la idea de lo par?

—Lo impar.

—¿Cómo llamamos a lo que no consiente nunca la justicia, y a lo que no consiente nunca el orden?

—La injusticia y el desorden.

—Sea así: y a lo que no consiente nunca la muerte, ¿cómo lo llamamos?

—Lo inmortal.

—El alma, ¿no consiente la muerte?

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—No.

—El alma es, por consiguiente, inmortal.

—Inmortal.

—¿Diremos que esto está demostrado, o falta algo a la demostración?

—Está suficientemente demostrado, Sócrates.

—Pero, Cebes, si fuese una necesidad que lo impar fuese inmortal, ¿el tres no lo sería igualmente?

—¿Quién lo duda?

—Si lo que no tiene calor fuese necesariamente inmortal, siempre que alguno aproximase el fuego a la nieve, ¿la nieve no subsistiría sana y salva? Porque ella no perecería; y por mucho que se la expusiese al fuego, no recibiría nunca el calor.

—Muy cierto.

—En la misma forma, si lo que no es susceptible de frío fuese necesariamente inmortal, por mucho que se echara sobre el fuego algo frío, nunca el fuego se extinguiría, nunca perecería; por el contrario, quedaría con toda su fuerza.

—Es de necesidad absoluta.

—Precisamente tiene que decirse lo mismo de lo que es inmortal. Si lo que es inmortal no puede perecer jamás, por mucho que la muerte se aproxime al alma, es absolutamente imposible que el alma muera; porque, según acabamos de ver, el alma no recibirá nunca en sí la muerte, jamás morirá; así como el tres, y lo mismo cualquiera otro número impar, no puede nunca ser par; como el fuego no puede ser nunca frío, ni el calor del fuego convertirse en frío. Alguno me dirá quizá: en que lo impar no puede convertirse en par por el advenimiento de lo par, estamos conformes; ¿pero qué obsta para que, si lo impar llega a perecer, lo par ocupe su lugar? A esta objeción yo no podría responder que lo impar no perece, si lo impar no es inmortal. Pero si le hubiéramos declarado inmortal, sostendríamos con razón que siempre que se presentase lo par, el tres y lo impar se retirarían, pero de ninguna manera perecerían; y lo mismo diríamos del fuego, de lo caliente y de otras cosas semejantes. ¿No es así?

—Seguramente- dijo Cebes.

—Por consiguiente, viniendo a la inmortalidad, que es de lo que tratamos al presente, si convenimos en que todo lo que es inmortal es imperecedero, el alma necesariamente es, no sólo inmortal, sino absolutamente imperecedera. Si no convenimos en esto, es preciso buscar otras pruebas.

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—No es necesario -dijo Cebes- porque, ¿a qué podríamos llamar imperecedero, si lo que es inmortal y eterno estuviese sujeto a perecer?

—No hay nadie, replicó Sócrates, que no convenga en que ni Dios, ni la esencia y la idea de la vida, ni cosa alguna inmortal pueden perecer.

—¡Por Júpiter! Todos los hombres reconocerán esta verdad, dijo Cebes; y pienso que mejor aún convendrán en ello los dioses.

—Si es cierto que todo lo que es inmortal es imperecedero, el alma que es inmortal, ¿no está eximida de perecer?

—Es necesario.

—Así, pues, cuando la muerte sorprende al hombre, lo que hay en él de mortal muere, y lo que hay de inmortal se retira, sano e incorruptible, cediendo su puesto a la muerte.

—Es evidente.

—Por consiguiente, si hay algo inmortal e imperecedero, mi querido Cebes, el alma debe serlo; y por lo tanto, nuestras almas existirán en otro mundo.

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DEL ALMA (ON THE SOUL) II, 1-3

Aristóteles4

1

Let the foregoing suffice as our account of the views concerning the soul which have been handed on by our predecessors; let us now dismiss them and make as it were a completely fresh start, endeavouring to give a precise answer to the question, What is soul? i.e. to formulate the most general possible definition of it.

We are in the habit of recognizing, as one determinate kind of what is, substance, and that in several senses: (a) in the sense of matter or that which in itself is not 'a this', and (b) in the sense of form or essence, which is that precisely in virtue of which a thing is called 'a this', and thirdly (c) in the sense of that which is compounded of both (a) and (b). Now, matter is potentiality, form actuality; of the latter there are two grades related to one another as e.g. knowledge to the exercise of knowledge.

Among substances are by general consent reckoned bodies and especially natural bodies; for they are the principles of all other bodies. Of natural bodies some have life in them, others not; by life we mean self-nutrition and growth (with its correlative decay). It follows that every natural body which has life in it is a substance in the sense of a composite.

But since it is also a body of such and such a kind, viz. having life, the body cannot be soul; the body is the subject or matter, not what is attributed to it. Hence the soul must be a substance in the sense of the form of a natural body having life potentially within it. But substance is actuality, and thus soul is the actuality of a body as above characterized. Now the word actuality has two senses corresponding respectively to the possession of knowledge and the actual exercise of knowledge. It is obvious that the soul is actuality in the first sense, viz. that of knowledge as possessed, for both sleeping and waking presuppose the existence of soul, and

of these waking corresponds to actual knowing, sleeping to knowledge possessed but not

4 Aristóteles (384 a. C.-322 a. C.) fue un filósofo, lógico y científico de la Antigua Grecia cuyas ideas ejercieron

una enorme influencia sobre la historia intelectual de Occidente. Después de haber estudiado el texto de Platón y haber comprendido cómo para él el alma es una substancia independiente y separable del cuerpo, el siguiente fragmento del De anima de Aristóteles nos planteará justamente la postura contraria: existe el alma y es inmaterial, pero no es una substancia de suyo, sino la forma y el acto de la vida, en tanto el cuerpo es la materia y la potencia. Es por ello que alma y cuerpo son coprincipios de una sola substancia, el ser vivo. Esta postura -llamada hilemorfista, es decir, que propone una composición de materia (hylé, en griego) y forma (morfé)- elude muchos de los problemas teóricos y prácticos del dualismo platónico, pero requiere también precisiones y correcciones para enfrentar muchos otros temas, por ejemplo, el de la posible inmortalidad del alma. Veremos más adelante cómo es posible integrar las ventajas del hilemorfismo aristotélico con una visión trascendente del alma humana, tal como propuso Santo Tomás de Aquino.

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employed, and, in the history of the individual, knowledge comes before its employment or exercise.

That is why the soul is the first grade of actuality of a natural body having life potentially in it. The body so described is a body which is organized. The parts of plants in spite of their extreme simplicity are 'organs'; e.g. the leaf serves to shelter the pericarp, the pericarp to shelter the fruit, while the roots of plants are analogous to the mouth of animals, both serving for the absorption of food. If, then, we have to give a general formula applicable to all kinds of soul, we must describe it as the first grade of actuality of a natural organized body. That is why we can wholly dismiss as unnecessary the question whether the soul and the body are one: it is as meaningless as to ask whether the wax and the shape given to it by the stamp are one, or generally the matter of a thing and that of which it is the matter. Unity has many senses (as many as 'is' has), but the most proper and fundamental sense of both is the relation of an actuality to that of which it is the actuality.

We have now given an answer to the question What is soul?- An answer which applies to it in its full extent. It is substance in the sense which corresponds to the definitive formula of a thing's essence. That means that it is 'the essential whatness' of a body of the character just assigned. Suppose that what is literally an 'organ', like an axe, were a natural body, its 'essential whatness', would have been its essence, and so its soul; if this disappeared from it, it would have ceased to be an axe, except in name. As it is, it is just an axe; it wants the character which is required to make its whatness or formulable essence a soul; for that, it would have had to be a natural body of a particular kind, viz. one having in itself the power of setting itself in movement and arresting itself. Next, apply this doctrine in the case of the 'parts' of the living body. Suppose that the eye were an animal. Sight would have been its soul, for sight is the substance or essence of the eye which corresponds to the formula, the eye being merely the matter of seeing; when seeing is removed the eye is no longer an eye, except in name- it is no more a real eye than the eye of a statue or of a painted figure. We must now extend our consideration from the 'parts' to the whole living body; for what the departmental sense is to the bodily part which is its organ, that the whole faculty of sense is to the whole sensitive body as such.

We must not understand by that which is 'potentially capable of living' what has lost the soul it had, but only what still retains it; but seeds and fruits are bodies which possess the qualification. Consequently, while waking is actuality in a sense corresponding to the cutting and the seeing, the soul is actuality in the sense corresponding to the power of sight and the power in the tool; the body corresponds to what exists in potentiality; as the pupil plus the power of sight constitutes the eye, so the soul plus the body constitutes the animal.

From this it indubitably follows that the soul is inseparable from its body, or at any rate that certain parts of it are (if it has parts) for the actuality of some of them is nothing but the actualities of their bodily parts. Yet some may be separable because they are not the actualities of any body at all. Further, we have no light on the problem whether the soul may not be the actuality of its body in the sense in which the sailor is the actuality of the ship. This must suffice as our sketch or outline determination of the nature of soul.

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2

Since what is clear or logically more evident emerges from what in itself is confused but more observable by us, we must reconsider our results from this point of view. For it is not enough for a definitive formula to express as most now do the mere fact; it must include and exhibit the ground also. At present definitions are given in a form analogous to the conclusion of a syllogism; e.g. What is squaring? The construction of an equilateral rectangle equal to a given oblong rectangle. Such a definition is in form equivalent to a conclusion. One that tells us that squaring is the discovery of a line which is a mean proportional between the two unequal sides of the given rectangle discloses the ground of what is defined.

We resume our inquiry from a fresh starting-point by calling attention to the fact that what has soul in it differs from what has not, in that the former displays life. Now this word has more than one sense, and provided any one alone of these is found in a thing we say that thing is living. Living, that is, may mean thinking or perception or local movement and rest, or movement in the sense of nutrition, decay and growth. Hence we think of plants also as living, for they are observed to possess in themselves an originative power through which they increase or decrease in all spatial directions; they grow up and down, and everything that grows increases its bulk alike in both directions or indeed in all, and continues to live so long as it can absorb nutriment.

This power of self-nutrition can be isolated from the other powers mentioned, but not they from it-in mortal beings at least. The fact is obvious in plants; for it is the only psychic power they possess.

This is the originative power the possession of which leads us to speak of things as living at all, but it is the possession of sensation that leads us for the first time to speak of living things as animals; for even those beings which possess no power of local movement but do possess the power of sensation we call animals and not merely living things.

The primary form of sense is touch, which belongs to all animals. Just as the power of self-nutrition can be isolated from touch and sensation generally, so touch can be isolated from all other forms of sense. (By the power of self-nutrition we mean that departmental power of the soul which is common to plants and animals: all animals whatsoever are observed to have the sense of touch.) What the explanation of these two facts is, we must discuss later. At present we must confine ourselves to saying that soul is the source of these phenomena and is characterized by them, viz. by the powers of self-nutrition, sensation, thinking, and motivity.

Is each of these a soul or a part of a soul? And if a part, a part in what sense? A part merely distinguishable by definition, or a part distinct in local situation as well? In the case of certain of these powers, the answers to these questions are easy, in the case of others we are puzzled what to say. Just as in the case of plants which when divided are observed to continue to live though removed to a distance from one another (thus showing that in their case the soul of each individual plant before division was actually one, potentially many), so we notice a similar result in other varieties of soul, i.e. in insects which have been cut in two; each of the segments possesses both sensation and local movement; and if sensation, necessarily also

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imagination and appetition; for, where there is sensation, there is also pleasure and pain, and, where these, necessarily also desire.

We have no evidence as yet about mind or the power to think; it seems to be a widely different kind of soul, differing as what is eternal from what is perishable; it alone is capable of existence in isolation from all other psychic powers. All the other parts of soul, it is evident from what we have said, are, in spite of certain statements to the contrary, incapable of separate existence though, of course, distinguishable by definition. If opining is distinct from perceiving, to be capable of opining and to be capable of perceiving must be distinct, and so with all the other forms of living above enumerated. Further, some animals possess all these parts of soul, some certain of them only, others one only (this is what enables us to classify animals); the cause must be considered later. A similar arrangement is found also within the field of the senses; some classes of animals have all the senses, some only certain of them, others only one, the most indispensable, touch.

Since the expression 'that whereby we live and perceive' has two meanings, just like the expression 'that whereby we know'-that may mean either (a) knowledge or (b) the soul, for we can speak of knowing by or with either, and similarly that whereby we are in health may be either (a) health or (b) the body or some part of the body; and since of the two terms thus contrasted knowledge or health is the name of a form, essence, or ratio, or if we so express it an actuality of a recipient matter-knowledge of what is capable of knowing, health of what is capable of being made healthy (for the operation of that which is capable of originating change terminates and has its seat in what is changed or altered); further, since it is the soul by or with which primarily we live, perceive, and think:-it follows that the soul must be a ratio or formulable essence, not a matter or subject. For, as we said, the word substance has three meanings: form, matter, and the complex of both and of these three what is called matter is potentiality, what is called form actuality. Since then the complex here is the living thing, the body cannot be the actuality of the soul; it is the soul which is the actuality of a certain kind of body. Hence the rightness of the view that the soul cannot be without a body, while it cannot be a body; it is not a body but something relative to a body. That is why it is in a body, and a body of a definite kind. It was a mistake, therefore, to do as former thinkers did, merely to fit it into a body without adding a definite specification of the kind or character of that body. Reflection confirms the observed fact; the actuality of any given thing can only be realized in what is already potentially that thing, i.e. in a matter of its own appropriate to it. From all this it follows that soul is an actuality or formulable essence of something that possesses a potentiality of being besouled.

3

Of the psychic powers above enumerated some kinds of living things, as we have said, possess all, some less than all, others one only. Those we have mentioned are the nutritive, the appetitive, the sensory, the locomotive, and the power of thinking. Plants have none but the first, the nutritive, while another order of living things has this plus the sensory. If any order of living things has the sensory, it must also have the appetitive; for appetite is the genus of which desire, passion, and wish are the species; now all animals have one sense at least, viz. touch, and whatever has a sense has the capacity for pleasure and pain and therefore has pleasant and painful objects present to it, and wherever these are present, there is desire, for desire is just appetition of what is pleasant. Further, all animals have the sense for food (for touch is the sense for food); the food of all living things consists of what is dry, moist, hot, cold, and these

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are the qualities apprehended by touch; all other sensible qualities are apprehended by touch only indirectly. Sounds, colours, and odours contribute nothing to nutriment; flavours fall within the field of tangible qualities. Hunger and thirst are forms of desire, hunger a desire for what is dry and hot, thirst a desire for what is cold and moist; flavour is a sort of seasoning added to both. We must later clear up these points, but at present it may be enough to say that all animals that possess the sense of touch have also appetition. The case of imagination is obscure; we must examine it later. Certain kinds of animals possess in addition the power of locomotion, and still another order of animate beings, i.e. man and possibly another order like man or superior to him, the power of thinking, i.e. mind. It is now evident that a single definition can be given of soul only in the same sense as one can be given of figure. For, as in that case there is no figure distinguishable and apart from triangle, etc., so here there is no soul apart from the forms of soul just enumerated. It is true that a highly general definition can be given for figure which will fit all figures without expressing the peculiar nature of any figure. So here in the case of soul and its specific forms. Hence it is absurd in this and similar cases to demand an absolutely general definition which will fail to express the peculiar nature of

anything that is, or again, omitting this, to look for separate definitions corresponding to

each infima species. The cases of figure and soul are exactly parallel; for the particulars subsumed under the common name in both cases-figures and living beings-constitute a series, each successive term of which potentially contains its predecessor, e.g. the square the triangle, the sensory power the self-nutritive. Hence we must ask in the case of each order of living things, What is its soul, i.e. What is the soul of plant, animal, man? Why the terms are related in this serial way must form the subject of later examination. But the facts are that the power of perception is never found apart from the power of self-nutrition, while-in plants-the latter is found isolated from the former. Again, no sense is found apart from that of touch, while

touch is found by itself; many animals have neither sight, hearing, nor smell. Again, among living things that possess sense some have the power of locomotion, some not. Lastly, certain living beings-a small minority-possess calculation and thought, for (among mortal beings) those which possess calculation have all the other powers above mentioned, while the converse does not hold-indeed some live by imagination alone, while others have not even imagination. The mind that knows with immediate intuition presents a different problem.

It is evident that the way to give the most adequate definition of soul is to seek in the case of each of its forms for the most appropriate definition.

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SUMA TEOLÓGICA, I, Q. 75

Tomás de Aquino5

a. 1

Whether the Soul Is a Body

Objection 1: It would seem that the soul is a body. For the soul is the moving principle of the body. Nor does it move unless moved. First, because seemingly nothing can move unless it is itself moved, since nothing gives what it has not; for instance, what is not hot does not give heat. Secondly, because if there be anything that moves and is not moved, it must be the cause of eternal, unchanging movement, as we find proved Phys. VIII, 6; and this does not appear to be the case in the movement of an animal, which is caused by the soul. Therefore the soul is a mover moved. But every mover moved is a body. Therefore the soul is a body.

Obj. 2: Further, all knowledge is caused by means of a likeness. But there can be no likeness of a body to an incorporeal thing. If, therefore, the soul were not a body, it could not have knowledge of corporeal things.

Obj. 3: Further, between the mover and the moved there must be contact. But contact is only between bodies. Since, therefore, the soul moves the body, it seems that the soul must be a body.

On the contrary, Augustine says (De Trin. VI, 6) that the soul "is simple in comparison with the body, inasmuch as it does not occupy space by its bulk."

5 Tomás de Aquino (1224-1274), fue un filósofo y teólogo católico, Santo y Doctor de la Iglesia. Una vez que se han estudiado textos de Platón (con su dualismo, donde el alma y el cuerpo son dos substancias independientes y a veces hasta contrapuestas) y de Aristóteles (con su hilemorfismo, donde alma y cuerpo son forma y materia de una misma sustancia, coprincipios de un mismo ser), nuestra exploración intelectual sobre el alma humana se ocupa de la postura de Santo Tomás de Aquino, quien aceptará tanto el hilemorfismo aristotélico como la inmaterialidad e inmortalidad del alma que defiende Platón, desde un horizonte cristiano e iluminado por su fe religiosa. Aquino argumenta filosóficamente que el alma existe una vez que se ha separado del cuerpo, que es incorpórea e inmortal, y a la vez sostiene que sólo tiene una naturaleza completa cuando se encuentra unida al cuerpo, por lo que hace su filosofía compatible con la creencia cristiana en la resurrección de los cuerpos. Se resuelven así los problemas del dualismo platónico y a la vez se va más allá en los puntos donde Aristóteles se había quedado corto, en concreto, en dar cuenta de la aspiración humana natural a una vida inmortal.

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I answer that: To seek the nature of the soul, we must premise that the soul is defined as the first principle of life of those things which live: for we call living things "animate," [i.e. having a soul] and those things which have no life, "inanimate." Now life is shown principally by two actions, knowledge and movement. The philosophers of old, not being able to rise above their imagination, supposed that the principle of these actions was something corporeal: for they asserted that only bodies were real things; and that what is not corporeal is nothing: hence they maintained that the soul is something corporeal. This opinion can be proved to be false in many ways; but we shall make use of only one proof, based on universal and certain principles, which shows clearly that the soul is not a body.

It is manifest that not every principle of vital action is a soul, for then the eye would be a soul, as it is a principle of vision; and the same might be applied to the other instruments of the soul: but it is the first principle of life, which we call the soul. Now, though a body may be a principle of life, as the heart is a principle of life in an animal, yet nothing corporeal can be the first principle of life. For it is clear that to be a principle of life, or to be a living thing, does not belong to a body as such; since, if that were the case, every body would be a living thing, or a principle of life. Therefore a body is competent to be a living thing or even a principle of life, as "such" a body. Now that it is actually such a body, it owes to some principle which is called its act. Therefore the soul, which is the first principle of life, is not a body, but the act of a body; thus heat, which is the principle of calefaction, is not a body, but an act of a body.

Reply Obj. 1: As everything which is in motion must be moved by something else, a process which cannot be prolonged indefinitely, we must allow that not every mover is moved. For, since to be moved is to pass from potentiality to actuality, the mover gives what it has to the thing moved, inasmuch as it causes it to be in act. But, as is shown in Phys. viii, 6, there is a mover which is altogether immovable, and not moved either essentially, or accidentally; and such a mover can cause an invariable movement. There is, however, another kind of mover, which, though not moved essentially, is moved accidentally; and for this reason it does not cause an invariable movement; such a mover, is the soul. There is, again, another mover, which is moved essentially—namely, the body. And because the philosophers of old believed that nothing existed but bodies, they maintained that every mover is moved; and that the soul is moved directly, and is a body.

Reply Obj. 2: The likeness of a thing known is not of necessity actually in the nature of the knower; but given a thing which knows potentially, and afterwards knows actually, the likeness of the thing known must be in the nature of the knower, not actually, but only potentially; thus color is not actually in the pupil of the eye, but only potentially. Hence it is necessary, not that the likeness of corporeal things should be actually in the nature of the soul, but that there be a potentiality in the soul for such a likeness. But the ancient philosophers omitted to distinguish between actuality and potentiality; and so they held that the soul must be a body in order to have knowledge of a body; and that it must be composed of the principles of which all bodies are formed in order to know all bodies.

Reply Obj. 3: There are two kinds of contact; of "quantity," and of "power." By the former a body can be touched only by a body; by the latter a body can be touched by an incorporeal thing, which moves that body.

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a.2

Whether the Human Soul Is Something Subsistent?

Objection 1: It would seem that the human soul is not something subsistent. For that which subsists is said to be "this particular thing." Now "this particular thing" is said not of the soul, but of that which is composed of soul and body. Therefore the soul is not something subsistent.

Obj. 2: Further, everything subsistent operates. But the soul does not operate; for, as the Philosopher says (De Anima i, 4), "to say that the soul feels or understands is like saying that the soul weaves or builds." Therefore the soul is not subsistent.

Obj. 3: Further, if the soul were subsistent, it would have some operation apart from the body. But it has no operation apart from the body, not even that of understanding: for the act of understanding does not take place without a phantasm, which cannot exist apart from the body. Therefore the human soul is not something subsistent.

On the contrary, Augustine says (De Trin. X, 7): "Who understands that the nature of the soul is that of a substance and not that of a body, will see that those who maintain the corporeal nature of the soul, are led astray through associating with the soul those things without which they are unable to think of any nature—i.e. imaginary pictures of corporeal things." Therefore the nature of the human intellect is not only incorporeal, but it is also a substance, that is, something subsistent.

I answer that, It must necessarily be allowed that the principle of intellectual operation which we call the soul, is a principle both incorporeal and subsistent. For it is clear that by means of the intellect man can have knowledge of all corporeal things. Now whatever knows certain things cannot have any of them in its own nature; because that which is in it naturally would impede the knowledge of anything else. Thus we observe that a sick man's tongue being vitiated by a feverish and bitter humor, is insensible to anything sweet, and everything seems bitter to it. Therefore, if the intellectual principle contained the nature of a body it would be unable to know all bodies. Now every body has its own determinate nature. Therefore it is impossible for the intellectual principle to be a body. It is likewise impossible for it to understand by means of a bodily organ; since the determinate nature of that organ would impede knowledge of all bodies; as when a certain determinate color is not only in the pupil of the eye, but also in a glass vase, the liquid in the vase seems to be of that same color.

Therefore the intellectual principle which we call the mind or the intellect has an operation per se apart from the body. Now only that which subsists can have an operation per se. For nothing can operate but what is actual: for which reason we do not say that heat imparts heat, but that what is hot gives heat. We must conclude, therefore, that the human soul, which is called the intellect or the mind, is something incorporeal and subsistent.

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Reply Obj. 1: "This particular thing" can be taken in two senses. Firstly, for anything subsistent; secondly, for that which subsists, and is complete in a specific nature. The former sense excludes the inherence of an accident or of a material form; the latter excludes also the imperfection of the part, so that a hand can be called "this particular thing" in the first sense, but not in the second. Therefore, as the human soul is a part of human nature, it can indeed be called "this particular thing," in the first sense, as being something subsistent; but not in the second, for in this sense, what is composed of body and soul is said to be "this particular thing."

Reply Obj. 2: Aristotle wrote those words as expressing not his own opinion, but the opinion of those who said that to understand is to be moved, as is clear from the context. Or we may reply that to operate per se belongs to what exists per se. But for a thing to exist per se, it suffices sometimes that it be not inherent, as an accident or a material form; even though it be part of something. Nevertheless, that is rightly said to subsist per se, which is neither inherent in the above sense, nor part of anything else. In this sense, the eye or the hand cannot be said to subsist per se; nor can it for that reason be said to operate per se. Hence the operation of the parts is through each part attributed to the whole. For we say that man sees with the eye, and feels with the hand, and not in the same sense as when we say that what is hot gives heat by its heat; for heat, strictly speaking, does not give heat. We may therefore say that the soul understands, as the eye sees; but it is more correct to say that man understands through the soul.

Reply Obj. 3: The body is necessary for the action of the intellect, not as its origin of action, but on the part of the object; for the phantasm is to the intellect what color is to the sight. Neither does such a dependence on the body prove the intellect to be non-subsistent; otherwise it would follow that an animal is non-subsistent, since it requires external objects of the senses in order to perform its act of perception.

a.6

Whether the Human Soul Is Incorruptible?

Objection 1: It would seem that the human soul is corruptible. For those things that have a like beginning and process seemingly have a like end. But the beginning, by generation, of men is like that of animals, for they are made from the earth. And the process of life is alike in both; because "all things breathe alike, and man hath nothing more than the beast," as it is written (Eccles. 3:19). Therefore, as the same text concludes, "the death of man and beast is one, and the condition of both is equal." But the souls of brute animals are corruptible. Therefore, also, the human soul is corruptible.

Obj. 2: Further, whatever is out of nothing can return to nothingness; because the end should correspond to the beginning. But as it is written (Wis. 2:2), "We are born of nothing"; which is true, not only of the body, but also of the soul. Therefore, as is concluded in the same passage, "After this we shall be as if we had not been," even as to our soul.

Obj. 3: Further, nothing is without its own proper operation. But the operation proper to the soul, which is to understand through a phantasm, cannot be without the body. For the soul

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understands nothing without a phantasm; and there is no phantasm without the body as the Philosopher says (De Anima I, 1). Therefore the soul cannot survive the dissolution of the body.

On the contrary, Dionysius says (Div. Nom. IV) that human souls owe to Divine goodness that they are "intellectual," and that they have "an incorruptible substantial life."

I answer that, We must assert that the intellectual principle which we call the human soul is incorruptible. For a thing may be corrupted in two ways—per se, and accidentally. Now it is impossible for any substance to be generated or corrupted accidentally, that is, by the generation or corruption of something else. For generation and corruption belong to a thing, just as existence belongs to it, which is acquired by generation and lost by corruption. Therefore, whatever has existence per se cannot be generated or corrupted except "per se"; while things which do not subsist, such as accidents and material forms, acquire existence or lose it through the generation or corruption of composite things. Now it was shown above (AA. 2, 3) that the souls of brutes are not self-subsistent, whereas the human soul is; so that the souls of brutes are corrupted, when their bodies are corrupted; while the human soul could not be corrupted unless it were corrupted per se. This, indeed, is impossible, not only as regards the human soul, but also as regards anything subsistent that is a form alone. For it is clear that what belongs to a thing by virtue of itself is inseparable from it; but existence belongs to a form, which is an act, by virtue of itself. Wherefore matter acquires actual existence as it acquires the form; while it is corrupted so far as the form is separated from it. But it is impossible for a form to be separated from itself; and therefore it is impossible for a subsistent form to cease to exist.

Granted even that the soul is composed of matter and form, as some pretend, we should nevertheless have to maintain that it is incorruptible. For corruption is found only where there is contrariety; since generation and corruption are from contraries and into contraries. Wherefore the heavenly bodies, since they have no matter subject to contrariety, are incorruptible. Now there can be no contrariety in the intellectual soul; for it receives according to the manner of its existence, and those things which it receives are without contrariety; for the notions even of contraries are not themselves contrary, since contraries belong to the same knowledge. Therefore it is impossible for the intellectual soul to be corruptible. Moreover we may take a sign of this from the fact that everything naturally aspires to existence after its own manner. Now, in things that have knowledge, desire ensues upon knowledge. The senses indeed do not know existence, except under the conditions of "here" and "now," whereas the intellect apprehends existence absolutely, and for all time; so that everything that has an intellect naturally desires always to exist. But a natural desire cannot be in vain. Therefore every intellectual substance is incorruptible.

Reply Obj. 1: Solomon reasons thus in the person of the foolish, as expressed in the words of Wisdom 2. Therefore the saying that man and animals have a like beginning in generation is true of the body; for all animals alike are made of earth. But it is not true of the soul. For the souls of brutes are produced by some power of the body; whereas the human soul is produced by God. To signify this it is written as to other animals: "Let the earth bring forth the living soul" (Gen. 1:24): while of man it is written (Gen. 2:7) that "He breathed into his face the breath of life." And so in the last chapter of Ecclesiastes (12:7) it is concluded: "(Before) the dust return into its earth from whence it was; and the spirit return to God Who gave it." Again the process

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of life is alike as to the body, concerning which it is written (Eccles. 3:19): "All things breathe alike," and (Wis. 2:2), "The breath in our nostrils is smoke." But the process is not alike of the soul; for man is intelligent, whereas animals are not. Hence it is false to say: "Man has nothing more than beasts." Thus death comes to both alike as to the body, by not as to the soul.

Reply Obj. 2: As a thing can be created by reason, not of a passive potentiality, but only of the active potentiality of the Creator, Who can produce something out of nothing, so when we say that a thing can be reduced to nothing, we do not imply in the creature a potentiality to non-existence, but in the Creator the power of ceasing to sustain existence. But a thing is said to be corruptible because there is in it a potentiality to non-existence.

Reply Obj. 3: To understand through a phantasm is the proper operation of the soul by virtue of its union with the body. After separation from the body it will have another mode of understanding, similar to other substances separated from bodies, as will appear later on (Q. 89, A. 1).

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II. INTELIGENCIA Y VERDAD

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METAFÍSICA I,1

Aristóteles6

Todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber. El placer que nos causan las percepciones de nuestros sentidos es una prueba de esta verdad. Nos agradan por sí mismas, independientemente de su utilidad, sobre todo las de la vista. En efecto, no sólo cuando tenemos intención de obrar, sino hasta cuando ningún objeto práctico nos proponemos, preferimos, por decirlo así, el conocimiento visible a todos los demás conocimientos que nos dan los demás sentidos. Y la razón es que la vista, mejor que los otros sentidos, nos da a conocer los objetos, y nos descubre entre ellos gran número de diferencias.

Los animales reciben de la naturaleza la facultad de conocer por los sentidos. Pero este conocimiento en unos no produce la memoria; al paso que en otros la produce. Y así los primeros son simplemente inteligentes; y los otros son más capaces de aprender que los que no tienen la facultad de acordarse. La inteligencia, sin la capacidad de aprender, es patrimonio de los que no tienen la facultad de percibir los sonidos, por ejemplo, la abeja y los demás animales que puedan hallarse en el mismo caso. La capacidad de aprender se encuentra en todos aquellos que reúnen a la memoria el sentido del oído. Mientras que los demás animales viven reducidos a las impresiones sensibles o a los recuerdos, y apenas se elevan a la experiencia, el género humano tiene, para conducirse, el arte y el razonamiento.

En los hombres la experiencia proviene de la memoria. En efecto, muchos recuerdos de una misma cosa constituyen una experiencia. Pero la experiencia al parecer se asimila casi a la ciencia y al arte. Por la experiencia, progresan la ciencia y el arte en el hombre. La experiencia, dice Polus, y con razón, ha creado el arte; la inexperiencia marcha a la aventura. El arte comienza, cuando de un gran número de nociones suministradas por la experiencia, se forma una sola concepción general que se aplica a todos los casos semejantes. Saber que tal remedio ha curado a Calias atacado de tal enfermedad, que ha producido el mismo efecto en Sócrates y en muchos otros tomados individualmente, constituye la experiencia; pero saber que tal remedio ha curado toda clase de enfermos atacados de cierta enfermedad; los flemáticos, por ejemplo, los biliosos o los calenturientos, es arte. En la práctica la experiencia no parece diferir del arte, y se observa que hasta los mismos que sólo tienen experiencia consiguen mejor su objeto que los que poseen la teoría sin la experiencia. Esto consiste en que la experiencia es el conocimiento de las cosas particulares, y el arte, por lo contrario, el de lo general. Ahora bien, todos los actos, todos los hechos, se dan en lo particular. Porque no es al hombre al que cura el médico, sino

6 Sin duda la Metafísica de Aristóteles es uno de los libros más influyentes en la historia del pensamiento

occidental. Antologamos aquí precisamente sus primeras líneas. La declaración inicial refleja ya toda una comprensión del ser humano basada en la búsqueda de la verdad y en el uso de la inteligencia como aquello que distingue lo propiamente humano. El itinerario del saber que se esboza a continuación -que señala tanto la continuidad como las diferencias entre el conocimiento sensible, la experiencia, el arte y la ciencia- resulta fundamental para entender la aspiración humana a la sabiduría, y por tanto, a la filosofía misma.

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accidentalmente, y sí a Calias o Sócrates o a cualquier otro individuo que resulte pertenecer al género humano. Luego si alguno posee la teoría sin la experiencia, y conociendo lo general ignora lo particular en él contenido, errará muchas veces en el tratamiento de la enfermedad. En efecto, lo que se trata de curar es al individuo. Sin embargo, el conocimiento y la inteligencia, según la opinión común, son más bien patrimonio del arte que de la experiencia, y los hombres de arte pasan por ser más sabios que los hombres de experiencia, porque la sabiduría está en todos los hombres en razón de su saber. El motivo de esto es que los unos conocen la causa, y los otros la ignoran.

En efecto, los hombres de experiencia saben bien que tal cosa existe, pero no saben por qué existe; los hombres de arte, por lo contrario, conocen el por qué y la causa. Y así afirmamos verdaderamente que los directores de obras, cualquiera que sea el trabajo de que se trate, tienen más derecho a nuestro respeto que los simples operarios; tienen más conocimiento y son más sabios, porque saben las causas de lo que se hace; mientras que los operarios se parecen a esos seres inanimados que obran, pero sin conciencia de su acción, como el fuego, por ejemplo, que quema sin saberlo. En los seres inanimados una naturaleza particular es la que produce cada una de estas acciones; en los operarios es el hábito. La superioridad de los jefes sobre los operarios no se debe a su habilidad práctica, sino al hecho de poseer la teoría y conocer las causas. Añádase a esto, que el carácter principal de la ciencia consiste en poder ser transmitida por la enseñanza. Y así, según la opinión común, el arte, más que la experiencia, es ciencia; porque los hombres de arte pueden enseñar, y los hombres de experiencia no. Por otra parte, ninguna de las acciones sensibles constituye a nuestros ojos el verdadero saber, bien que sean el fundamento del conocimiento de las cosas particulares; pero no nos dicen el porqué de nada; por ejemplo, nos hacen ver que el fuego es caliente, pero sólo que es caliente.

No sin razón el primero que inventó un arte cualquiera, por encima de las nociones vulgares de los sentidos, fue admirado por los hombres, no sólo a causa de la utilidad de sus descubrimientos, sino a causa de su ciencia, y porque era superior a los demás. Las artes se multiplicaron, aplicándose las unas a las necesidades, las otras a los placeres de la vida; pero siempre los inventores de que se trata fueron mirados como superiores a los de todas las demás, porque su ciencia no tenía la utilidad por fin. Todas las artes de que hablamos estaban inventadas, cuando se descubrieron estas ciencias que no se aplican ni a los placeres ni a las necesidades de la vida. Nacieron primero en aquellos puntos donde los hombres gozaban de reposo. Las matemáticas fueron inventadas en Egipto, porque en este país se dejaba un gran solaz a la casta de los sacerdotes.

Hemos asentado en la Moral la diferencia que hay entre el arte, la ciencia y los demás conocimientos. Todo lo que sobre este punto nos proponemos decir ahora, es que la ciencia que se llama Filosofía es, según la idea que generalmente se tiene de ella, el estudio de las primeras causas y de los principios.

Por consiguiente, como acabamos de decir, el hombre de experiencia parece ser más sabio que el que sólo tiene conocimientos sensibles, cualesquiera que ellos sean; el hombre de arte lo es más que el hombre de experiencia; el operario es sobrepujado por el director del trabajo, y la especulación es superior a la práctica. Es, por tanto, evidente que la Filosofía es una ciencia que se ocupa de ciertas causas y de ciertos principios.

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TEETETO (160C-163A)

Platón7

Sócrates [discute con Teeteto y Teodoro sobre la opinión de Protágoras de que el saber puede reducirse a sensación]

Resulta, pues, que, a mi parecer, el sujeto que siente y el objeto sentido, ya se los suponga en estado de existencia o en vía de generación, tienen una existencia o una generación relativas, puesto que es una necesidad que su manera de ser sea una relación, pero una relación que no es de ellos a otra cosa, ni de cada uno de ellos a sí mismo. Resulta, por consiguiente, que tiene que ser una relación recíproca, de uno respecto del otro; de manera, que ya se diga de una cosa que existe o ya que deviene, es preciso decir que siempre es a causa de alguna cosa, o viene de alguna cosa, o hacia alguna cosa; y no se debe decir, ni consentir que se diga, que existe o se hace cosa alguna en sí y por sí. Esto es lo que resulta de la opinión que hemos expuesto.

Teeteto

Nada más verdadero, Sócrates.

Sócrates

Por consiguiente lo que obra sobre mí es relativo a mí y no a otro; yo lo siento y otro no lo siente.

Teeteto

Sin dificultad.

Sócrates

7 El siguiente texto es una parte del Teeteto, que versa principalmente sobre qué es el saber, qué es el

conocimiento, y en concreto el conocimiento científico, que debería ser seguro y ofrecer plena certeza. Se presenta aquí uno de los primeros momentos de la discusión: aquel en el que Sócrates y sus interlocutores analizan la postura de quienes opinan que el saber se reduce a la sensación. Para los fines antropológicos de esta antología, estos pasajes son sumamente relevantes, porque en la discusión con esta postura, Sócrates se enfrenta al relativismo, tan difundido hoy en día, que sostiene que las cosas son tal como se le presentan a cada sujeto (“...según el cristal con que se mira”, “cada quien tiene su verdad”, etc.). La refutación socrática de esta postura es contundente y de mucha relevancia si queremos recuperar, hoy en día, el ideal de una verdad objetiva y universal que dé sentido a la acción y el discurso del ser humano.

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Mi sensación, por lo tanto, es verdadera con relación a mí, porque afecta siempre a mi manera de ser, y según Protágoras a mí me toca juzgar de la existencia de lo que me afecta y de la no existencia de lo que no me afecta.

Teeteto

Así parece.

Sócrates

Puesto que no me engaño, ni me extravío, en el juicio que formo sobre lo que existe o deviene, ¿cómo puedo verme privado de la ciencia de los objetos, cuya sensación experimento?

Teeteto

Eso no es posible.

Sócrates

Así pues, tú has definido bien la ciencia, diciendo que no es más que la sensación; y ya se sostenga por Homero, Heráclito y los demás, que piensen como ellos, que todo está en movimiento y flujo continuo; o ya con el muy sabio Protágoras, que el hombre es la medida de todas las cosas; o ya con Teeteto, que, siendo esto así, la sensación es la ciencia; todas estas opiniones significan lo mismo. Y bien, Teeteto, ¿diremos que, hasta cierto punto, es este el hijo recién nacido, que, gracias a mis cuidados, acabas de dar a luz? ¿Qué piensas de esto?

Teeteto

Es preciso reconocerlo, Sócrates.

Sócrates

Cualquiera que sea este fruto, buen trabajo nos ha costado el darle a luz. Pero después del parto es preciso hacer ahora en torno suyo la ceremonia de la anfidromia; procurando asegurarnos, si se merece que se le críe o si no es más que una producción quimérica. ¿O bien crees que a todo trance es preciso criar a tu hijo y no exponerle? ¿Sufrirás con paciencia que se le examine, y no montarás en cólera, si se re arranca, como lo haría una primeriza, si le quitaran a su primer hijo?

Teodoro

Teeteto lo sufrirá con gusto; no es un hombre tan descontentadizo. Pero, en nombre de los dioses, dinos si esta opinión es falsa.

Sócrates

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Es preciso que tengas gusto en la conversación, Teodoro, y que seas muy bueno, para imaginarte que yo soy como un costal lleno de discursos, y que es me fácil sacar uno, para probarte que esta opinión no es verdadera. No reflexionas que ningún discurso sale de mí sino de aquel con quien yo converso, y que sé muy poco, quiero decir, que sólo sé recibir y comprender tal cual lo que otro más hábil dice. Esto es lo que voy a intentar frente a frente de Protágoras, sin decir nada que sea mío.

Teeteto

Tienes razón, Sócrates; hazlo así.

Sócrates

¿Sabes, Teodoro, lo que me sorprende en tu amigo Protágoras?

Teodoro

¿Qué?

Sócrates

Estoy muy satisfecho de todo lo que ha dicho en otra parte, para probar que lo que parece a cada uno es tal como le parece. Pero me sorprende, que al principio de su verdad no haya dicho que el cerdo, el cinocéfalo u otro animal más ridículo aún, que es capaz de sensación, son la medida de todas las cosas. Esta hubiera sido una introducción magnifica y de hecho ofensiva a nuestra especie, con la que él nos hubiera hecho conocer, que mientras nosotros le admiramos como un Dios por su sabiduría, no supera en inteligencia, no digo a otro hombre, sino ni a una renacuajo. Pero, ¿qué digo? Teodoro. Si las opiniones, que se forman en nosotros por medio de las sensaciones, son verdaderas para cada uno; si nadie está en mejor estado que otro para decidir sobre lo que experimenta su semejante, ni es más hábil para discernir la verdad o la falsedad de una opinión; si por el contrario como muchas veces se ha dicho, cada uno juzga únicamente de lo que pasa en él y si todos sus juicios son rectos y verdaderos, ¿por qué privilegio, mi querido amigo, ha de ser Protágoras sabio hasta el punto de creerse con derecho para enseñar a los demás y para poner sus lecciones tan en alto precio? Y nosotros, si fuéramos a su escuela, ¿no seriamos uno necios, puesto que cada uno tiene en sí mismo la medida de su sabiduría? ¿Será cosa que Protágoras haya hablado de esta manera para burlarse? No haré mención de lo que a mí toca en razón del talento de hacer parir a los espíritus. En su sistema este talento es soberanamente ridículo, lo mismo, a mi parecer, que todo el arte de la dialéctica. Porque, ¿no es una insigne extravagancia querer examinar y refutar mutuamente nuestras ideas y opiniones, mientras que todas ellas son verdaderas para cada uno, si la verdad es como la define Protágoras? Salvo que nos haya comunicado por diversión los oráculos de su santo libro.

Teodoro

Sócrates, Protágoras es mi amigo; tú mismo acabas de decirlo; y no puedo consentir que se le refute con mis propias opiniones, ni defender su sistema frente a frente de ti contra mi

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pensamiento. Continúa, pues, la discusión con Teeteto, con tanto más motivo cuanto que me ha parecido que te está escuchando con una atención sostenida.

Sócrates

Sin embargo, si tú te encontrases en Lacedemonia en el circo de los ejercicios, Teodoro, después de haber visto a los otros desnudos y algunos de ellos bastante mal formados, ¿te creerías dispensado de despojarte de tu traje, y mostrarte a ellos a tu vez?

Teodoro

¿Por qué no, si querían permitírmelo y rendirse a mis razones, como ahora espero persuadiros a que me permitáis ser simple espectador, y no verme arrastrado por fuerza a este momento, en que tengo mis miembros entumecidos, para luchar con un adversario más joven y más suelto?

Sócrates

Si eso quieres, Teodoro, no me importa, como se dice vulgarmente. Volvamos al sagaz Teeteto. Dime, Teeteto, con motivo de este sistema, ¿no estás sorprendido, como yo, al verte de repente igual en sabiduría a cualquiera, sea hombre o sea Dios? ¿O crees tú que la medida de Protágoras no es la misma para los dioses que para los hombres?

Teeteto

No ciertamente; yo no lo pienso así, y para responder a tu pregunta me encuentro como sorprendido. Cuando examinábamos la manera que ellos tienen de probar que lo que parece a cada uno es tal como le parece, creía yo que era una cosa innegable, mas ahora he pasado de repente a un juicio contrario.

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ACERCA DE LA VERDAD Q. 1 A.1 Y 4 (C)

Tomás de Aquino8

a. 1

(…)

En el alma hay dos potencias: la cognoscitiva y la apetitiva. Y así la conveniencia del ente respecto del apetito viene expresada por el nombre de bueno, pues como dice Aristóteles al comienzo de su Ética: “bueno es lo que todas las cosas apetecen”. Mientras que la conveniencia del ente respecto del entendimiento se expresa con el nombre de verdadero. Todo conocimiento, en efecto, se verifica por la asimilación del cognoscente respecto de la cosa conocida, de tal suerte que dicha asimilación es precisamente la causa del conocimiento, como ocurre con la vista que, por el hecho de ser informada por la especie del color, conoce el color.

Así, pues, la primera comparación del ente respecto del entendimiento es que el ente se corresponda con el entendimiento, correspondencia ésta a la que se llama adecuación de la cosa y el entendimiento, y en la que se cumple formalmente la razón de verdadero. Porque esto es lo que lo verdadero añade al ente, la conformidad o la adecuación de la cosa y el entendimiento, a la cual conformidad, como hemos dicho sigue el conocimiento de la cosa. Y así la entidad de la cosa precede a la razón de verdad, mientras que el conocimiento es como un efecto de la verdad.

Con arreglo a esto, pues, la verdad y lo verdadero se pueden definir de tres maneras.

Primera, atendiendo a aquello que precede a la razón de verdad y en lo que se funda lo verdadero; y así lo define San Agustín en el libro de Los Soliloquios: “verdadero es aquello que es”; y Avicena, en su Metafísica: “la verdad de una cosa es el ser propio de ella tal como le ha sido establecido”; y ciertos otros así: “verdadero es la indivisión del ser y de aquello que es”.

Segunda, atendiendo a aquello que realiza formalmente la razón de verdadero; y así dice Isaac Israeli que “la verdad es la adecuación de la cosa y el entendimiento”; y San Anselmo, en su libro Sobre la Verdad: “la verdad es la rectitud que sólo la mente puede percibir”, pues esta

8 Tomás de Aquino (1224- 1274), fue un importantísimo teólogo y filósofo católico, Doctor de la Iglesia,

perteneciente a la Orden de Predicadores, y es el principal representante de la tradición escolástica. Además de la Suma Teológica (su obra central, que antologaremos inmediatamente a continuación), Santo Tomás de Aquino escribió paralelamente numerosas obras escritas a manera de comentarios: las “cuestiones libres” y las “cuestiones disputadas”. Dentro de estas últimas, se encuentra esta cuestión, que resume el pensamiento del autor en torno a la verdad. A continuación se presenta el primer artículo de la cuestión disputada sobre la verdad, en el que expone la definición de verdad.

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rectitud se dice según cierta adecuación, de acuerdo con lo que afirma Aristóteles en su Metafísica, que al definir lo verdadero decimos ser lo que es o no ser lo que no es.

Tercera, atendiendo al efecto consiguiente, y así lo define San Hilario cuando dice: “verdadero es lo que manifiesta y declara el ser”, y San Agustín, en el libro Sobre la verdadera Religión, que “la verdad es la que manifiesta lo que es”; y en otro lugar de la misma obra que “la verdad es aquello con arreglo a lo cual juzgamos de las cosas inferiores”.

a. 4

(…)

Debe decirse que, como es manifiesto por lo dicho anteriormente, en el artículo segundo, la verdad se encuentra propiamente en el entendimiento humano o en el divino, como la sanidad en el animal. En cambio, en las otras cosas se encuentra por relación al entendimiento, como también la sanidad se atribuye a algunas otras cosas en cuanto son productivas o preservativas de la salud animal.

Por tanto, en el entendimiento divino está la verdad propia y principalmente; en el entendimiento humano lo está propia y secundariamente; pero en las cosas está de manera impropia y secundaria, pues sólo está en ellas por relación a las otras dos verdades.

Pues bien, la verdad del entendimiento divino es solamente una y de ella derivan muchas verdades en el entendimiento humano, como de una sola cara de hombre resultan muchas imágenes en el espejo, según dice la Glosa de San Agustín a aquellos del Samista: “Se han disminuido las verdades entre los hijos de los hombres”. En cambio, las verdades que están en las cosas son muchas, como también lo son las esencias de las cosas.

La verdad que se dice de las cosas en comparación el entendimiento humano es en cierto modo accidental a ellas, pues, suponiendo que el entendimiento humano no existiera ni pudiese existir, todavía las cosas permanecerían en su esencia. Pero la verdad que se dice de las cosas en comparación al entendimiento divino pertenece a ellas de manera inseparable, pues no podrían subsistir sin el entendimiento divino que las produce.

Y así la verdad se da antes en la cosa por comparación al entendimiento divino que por comparación al humano, pues al entendimiento divino se compara como a su causa, mientras que al humano se compara en cierto como a su efecto, en cuanto que el entendimiento recibe de las cosas la ciencia. Así, pues, una cosa se dice verdadera de un modo más principal en

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orden a la verdad del entendimiento divino que en orden a la verdad del entendimiento humano.

Por eso, si se trata de la verdad propiamente dicha según la cual todas las cosas son verdaderas de una manera principal, entonces todas las cosas son verdaderas por una sola verdad, esto es, por la verdad del entendimiento divino; y en este sentido la toma San Anselmo en su libro Sobre la Verdad. Pero si se trata de la verdad propiamente dicha según la cual las cosas se dicen verdaderas de una manera secundaria, entonces en las distintas almas se dan muchas verdades respecto de las múltiples cosas verdaderas. Por último, si se trata de la verdad impropiamente dicha según la cual todas las cosas se dicen verdaderas, entonces hay muchas verdades respecto a las múltiples cosas verdaderas, pero respecto de una sola cosa, sólo hay una verdad.

Como el alimento se denomina sano por la sanidad que está en el animal y no por alguna forma inherente, así las cosas se denominan verdaderas por la verdad que está En el entendimiento divino o en el humano; pero así como el alimento también se denomina sano por una cualidad suya por la que se dice sano, así también las cosas se denominan verdaderas por alguna forma inherente, o sea por la verdad que está en ellas mismas ( y que no es más que la entidad adecuada al entendimiento o que hace que el entendimiento se adecúe a ella).

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SUMA TEOLÓGICA I, Q. 16, A. 6

Tomás de Aquino9

Whether There Is Only One Truth, According to Which All Things Are True?

Objection 1: It seems that there is only one truth, according to which all things are true. For according to Augustine (De Trin. XV, 1), "nothing is greater than the mind of man, except God." Now truth is greater than the mind of man; otherwise the mind would be the judge of truth: whereas in fact it judges all things according to truth, and not according to its own measure. Therefore God alone is truth. Therefore there is no other truth but God.

Obj. 2: Further, Anselm says (De Verit. XIV), that, "as is the relation of time to temporal things, so is that of truth to true things." But there is only one time for all temporal things. Therefore there is only one truth, by which all things are true.

On the contrary, it is written (Ps. 11:2), "Truths are decayed from among the children of men."

I answer that, In one sense truth, whereby all things are true, is one, and in another sense it is not. In proof of which we must consider that when anything is predicated of many things univocally, it is found in each of them according to its proper nature; as animal is found in each species of animal. But when anything is predicated of many things analogically, it is found in only one of them according to its proper nature, and from this one the rest are denominated. So healthiness is predicated of animal, of urine, and of medicine, not that health is only in the animal; but from the health of the animal, medicine is called healthy, in so far as it is the cause of health, and urine is called healthy, in so far as it indicates health. And although health is neither in medicine nor in urine, yet in either there is something whereby the one causes, and the other indicates health. Now we have said (A. 1) that truth resides primarily in the intellect; and secondarily in things, according as they are related to the divine intellect. If therefore we speak of truth, as it exists in the intellect, according to its proper nature, then are there many truths in many created intellects; and even in one and the same intellect, according to the number of things known. Whence a gloss on Ps. 11:2, "Truths are decayed from among the children of men," says: "As from one man's face many likenesses are reflected in a mirror,

9 Santo Tomás muestra que la verdad no puede ser tratada de manera “unívoca”: con un único significado. Una

visión univocista impediría el diálogo y lesionaría la búsqueda del conocimiento. Pero el autor también es consciente de que no puede existir una equivalencia en los diferentes sentidos de verdad, lo que se denomina “equivocidad”. Esto último deja las puertas abiertas al relativismo, en el que toda opinión es igualmente válida y la verdad es inasequible. Para resolver este problema (usar un sentido único de verdad o atender a una multiplicidad de sentidos), Santo Tomás propone la “analogía”: comprender que existe un sentido central gracias al cual los demás sentidos de una proposición adquieren su validez. Así se consigue la unidad de entre una diversidad de sentidos, unidad que es necesaria en el estudio de la verdad.

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so many truths are reflected from the one divine truth." But if we speak of truth as it is in things, then all things are true by one primary truth; to which each one is assimilated according to its own entity. And thus, although the essences or forms of things are many, yet the truth of the divine intellect is one, in conformity to which all things are said to be true.

Reply Obj. 1: The soul does not judge of things according to any kind of truth, but according to the primary truth, inasmuch as it is reflected in the soul, as in a mirror, by reason of the first principles of the understanding. It follows, therefore, that the primary truth is greater than the soul. And yet, even created truth, which resides in our intellect, is greater than the soul, not simply, but in a certain degree, in so far as it is its perfection; even as science may be said to be greater than the soul. Yet it is true that nothing subsisting is greater than the rational soul, except God.

Reply Obj. 2: The saying of Anselm is correct in so far as things are said to be true by their relation to the divine intellect.

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SUMA TEOLÓGICA I, Q. 85, A. 7

Tomás de Aquino10

Whether One Person Can Understand One and the Same Thing Better Than Another Can?

Objection 1: It would seem that one person cannot understand one and the same thing better than another can. For Augustine says (QQ. 83, qu. 32), "Whoever understands a thing otherwise than as it is, does not understand it at all. Hence it is clear that there is a perfect understanding, than which none other is more perfect: and therefore there are not infinite degrees of understanding a thing: nor can one person understand a thing better than another can."

Obj. 2: Further, the intellect is true in its act of understanding. But truth, being a certain equality between thought and thing, is not subject to more or less; for a thing cannot be said to be more or less equal. Therefore a thing cannot be more or less understood.

Obj. 3: Further, the intellect is the most formal of all that is in man. But different forms cause different species. Therefore if one man understands better than another, it would seem that they do not belong to the same species.

On the contrary: Experience shows that some understand more profoundly than do others; as one who carries a conclusion to its first principles and ultimate causes understands it better than the one who reduces it only to its proximate causes.

I answer that, A thing being understood more by one than by another may be taken in two senses. First, so that the word "more" be taken as determining the act of understanding as regards the thing understood; and thus, one cannot understand the same thing more than another, because to understand it otherwise than as it is, either better or worse, would entail being deceived, and such a one would not understand it, as Augustine argues (QQ. 83, qu. 32). In another sense the word "more" can be taken as determining the act of understanding on the part of him who understands; and so one may understand the same thing better than someone else, through having a greater power of understanding: just as a man may see a thing better

10 Este artículo de la Suma Teológica se plantea si puede alguna persona conocer mejor o peor la verdad sobre

alguna cosa, comparada con otra persona cognoscente. La cuestión es relevante para la refutación del relativismo, tan extendido hoy en día. Esta incoherente postura afirma que, ya que “todo es según el cristal con que se mira”, cualquier opinión es igualmente válida y “cada quien tiene su propia verdad”. De ser así, además de que el diálogo, la enseñanza, la autocorrección, serían absurdos, habría que admitir que no hay una gradación objetiva que haga mejor o peor un conocimiento determinado. El Aquinate defiende que dicha gradación es real y establece, en este artículo, los criterios de la misma.

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with his bodily sight, whose power is greater, and whose sight is more perfect. The same applies to the intellect in two ways. First, as regards the intellect itself, which is more perfect. For it is plain that the better the disposition of a body, the better the soul allotted to it; which clearly appears in things of different species: and the reason thereof is that act and form are received into matter according to matter's capacity: thus because some men have bodies of better disposition, their souls have a greater power of understanding, wherefore it is said (De Anima ii, 9), that "it is to be observed that those who have soft flesh are of apt mind." Secondly, this occurs in regard to the lower powers of which the intellect has need in its operation: for those in whom the imaginative, cogitative, and memorative powers are of better disposition, are better disposed to understand.

The reply to the First Objection is clear from the above; likewise the reply to the Second, for the truth of the intellect consists in the intellect understanding a thing as it is.

Reply Obj. 3: The difference of form which is due only to the different disposition of matter, causes not a specific but only a numerical difference: for different individuals have different forms, diversified according to the difference of matter.

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REPÚBLICA VII (514A-521C)

Platón11

[Habla Sócrates a Glaucón]

Sócrates

Ahora represéntate el estado de la naturaleza humana, con relación a la ciencia y a la ignorancia, según el cuadro que te voy a trazar. Imagina un antro subterráneo, que tenga en toda su longitud una abertura que dé libre paso a la luz, y en esta caverna hombres encadenados desde la infancia, de suerte que no puedan mudar de lugar ni volver la cabeza a causa de las cadenas que les sujetan las piernas y el cuello, pudiendo solamente ver los objetos que tienen en frente. Detrás de ellos, a cierta distancia y a cierta altura, supóngase un fuego cuyo resplandor les alumbra, y un camino escarpado entre este fuego y los cautivos. Supón a lo largo de este camino un muro, semejante a los tabiques que los charlatanes ponen entre ellos y los espectadores, para ocultarles la combinación y los resortes secretos de las maravillas que hacen.

Glaucón

Ya me represento todo eso.

Sócrates

Figúrate personas que pasan a lo largo del muro, llevando objetos de toda clase, figuras de hombres, de animales, de madera o piedra, de suerte que todo esto aparezca sobre el muro. Entre los portadores de todas estas cosas, unos se detienen a conversar y otros pasan sin decir nada.

11 En la República, Platón elabora la filosofía política de un Estado ideal. El siguiente es uno de los textos más

comentados de la historia del pensamiento occidental: se trata del célebre “mito de la caverna”. El mito pretende transmitir un mensaje sobre el conocimiento de lo sensible y sobre cómo se ha de trascender este modo de conocimiento para acceder a la verdad última de las cosas. Es, a la vez, una metáfora de la misión de Sócrates en Atenas, y un imperativo para la Filosofía misma, que debe ayudarnos a “salir de la caverna” y nos obliga a compartir después esta forma de liberación con las demás personas. En un curso de Antropología, este texto nos recuerda el carácter práctico y liberador de la verdad filosófica: la importancia del conocimiento del ser -incluso, más allá de lo meramente corpóreo o sensible- para la orientación de la vida humana.

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Glaucón

¡Extraños prisioneros y cuadro singular!

Sócrates

Se parecen, sin embargo, a nosotros, punto por punto. Por lo pronto, ¿crees que puedan ver otra cosa de sí mismos y de los que están a su lado, que las sombras que van a producirse en frente de ellos en el fondo de la caverna?

Glaucón

¿Y cómo habían de poder ver más, si desde su nacimiento están precisados a tener la cabeza inmóvil?

Sócrates

Y respecto de los objetos que pasan detrás de ellos, ¿pueden ver otra cosa que las sombras de los mismos?

Glaucón

No

Sócrates

Si pudieran conversar unos con otros, ¿no convendrían en dar a las sombras que ven los nombres de las cosas mismas?

Glaucón

Sin duda.

Sócrates

Y si en el fondo de la prisión hubiera un eco que repitiese las palabras de los transeúntes, ¿no se imaginarían oír hablar a las sombras mismas que pasan delante de sus ojos?

Glaucón

Sí.

Sócrates

En fin, no creerían que pudiera existir otra realidad que estas mismas sombras.

Glaucón

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Sin duda.

Sócrates

Mira ahora lo que naturalmente debe suceder a estos hombres si se les libra de sus cadenas y se les cura de su error. Que se desligue a uno de estos cautivos, que se le fuerce de repente a levantarse, a volver la cabeza, a marchar y mirar del lado de la luz: hará todas estas cosas con un trabajo increíble; la luz le ofenderá los ojos, y el alucinamiento que habrá de causarle le impedirá distinguir los objetos, cuyas sombras veía antes. ¿Qué crees que respondería, si se le dijese, que hasta entonces sólo había visto fantasmas, y que ahora tenía delante de su vista objetos más reales y más aproximados a la verdad? Si enseguida se le muestran las cosas a medida que se vayan presentando, y a fuerza de preguntas se le obliga a decir lo que son, ¿no se le pondrá en el mayor conflicto, y no estará él mismo persuadido de que lo que veía antes era más real que lo que ahora se le muestra?

Glaucón

Sin duda.

Sócrates

Y si se le obligase a mirar al fuego, ¿no sentiría molestia en los ojos? ¿No volvería la vista para mirar a las sombras, en las que se fija sin esfuerzo? ¿No creería hallar en éstas más distinción y claridad que en todo lo que ahora se le muestra?

Glaucón

Seguramente.

Sócrates

Si después se le saca de la caverna y se le lleva por el sendero áspero y escarpado hasta encontrar la claridad del sol, ¡que suplicio sería para él verse arrastrado de esa manera! ¡Cómo se enfurecería! y cuando llegara a la luz del sol, deslumbrados sus ojos con tanta claridad, ¿podría ver ninguno de estos numerosos objetos que llamamos seres reales?

Glaucón

De pronto, no podría.

Sócrates

Necesitaría indudablemente algún tiempo para acostumbrarse a ello. Lo que distinguiría más fácilmente sería, primero, las sombras; después, las imágenes de los hombres y demás objetos pintados sobre la superficie de las aguas; y por último, los objetos mismos. Luego dirigiría sus miradas al cielo, al cual podría mirar más fácilmente durante la noche a la luz de la luna y de las estrellas que en pleno día a la luz del sol.

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Glaucón

Sin duda.

Sócrates

Y al fin podría, no sólo ver la imagen del sol en las aguas y dondequiera que se refleja, sino fijarse en él y contemplarlo allí donde verdaderamente se encuentra.

Glaucón

Sí.

Sócrates

Después de esto, comenzando a razonar, llegaría a concluir, que el sol es el que crea las estaciones y los años, el que gobierna todo en el mundo visible, y el que es en cierta manera la causa de todo lo que se veía en la caverna.

Glaucón

Es evidente que llegaría como por grados a hacer todas esas reflexiones.

Sócrates

Si en aquel acto recordaba su primera estancia, la idea que allí se tiene de la sabiduría y sus compañeros de esclavitud, ¿no se regocijaría de su mudanza y no se compadecería de la desgracia de aquellos?

Glaucón

Seguramente.

Sócrates

¿Crees que envidiaría aún los honores, las alabanzas y las recompensas que allí se daban al que más pronto observaba las sombras a su paso, al que con más seguridad recordaba el orden en que marchaban yendo unas delante o detrás de otras o juntas, y que en este concepto era el más hábil para adivinar su aparición; o que tendría envidia a los que eran en esta prisión más poderosos y más honrados? ¿No preferiría, como Aquiles según Homero, pasar la vida al servicio de un pobre labrador y sufrirlo todo antes que recobrar su primer estado y sus primeras ilusiones?

Glaucón

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No dudo que estaría dispuesto a sufrir cuanto se quisiera antes que vivir de esa suerte.

Sócrates

Fija tu atención en lo que voy a decir. Si este hombre volviera de nuevo a su prisión, para ocupar su antiguo puesto, en este tránsito repentino de la plena luz a la oscuridad, ¿no se encontraría como ciego?

Glaucón

Sí.

Sócrates

Y si cuando no distingue aún nada, y antes de que sus ojos hayan recobrado su aptitud, lo que no podría suceder sin pasar mucho tiempo, tuviese precisión de discutir con los otros prisioneros sobre estas sombras, ¿no daría lugar a que estos se rieran, diciendo que por haber salido de la caverna había perdido la vista, y no añadirían además, que sería de parte de ellos una locura el querer abandonar el lugar en que estaban, y que si alguno intentara sacarlos de allí y llevarlos al exterior sería preciso cogerle y matarle?

Glaucón

Sin duda.

Sócrates

Y bien, mi querido Glaucon, ésta es precisamente la imagen de la condición humana. El antro subterráneo es este mundo visible; el fuego que le ilumina es la luz del sol; este cautivo, que sube a la región superior y que la contempla, es el alma que se eleva hasta la esfera inteligible. He aquí por lo menos lo que yo pienso, ya que quieres saberlo. Sabe Dios si es conforme con la verdad. En cuanto a mí lo que me parece en el asunto es lo que voy a decirte. En los últimos límites del mundo inteligible está la idea del bien, que se percibe con dificultad; pero una vez percibida no se puede menos de sacar la consecuencia de que ella es la causa primera de todo lo que hay de bello y de bueno en el universo; que, en este mundo visible, ella es la que produce la luz y el astro de que ésta procede directamente; que en el mundo invisible engendra la verdad y la inteligencia; y en fin, que ha de tener fijos los ojos en esta idea el que quiera conducirse sabiamente en la vida pública y en la privada.

Glaucón

Soy de tu dictamen en cuanto puedo comprender tu pensamiento.

Sócrates

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Admite, por lo tanto, y no sorprenda, que los que han llegado a esta sublime contemplación, desdeñan tomar parte en los negocios humanos, y sus almas aspiran sin cesar a fijarse en este lugar elevado. Así debe suceder, si es que ha de ser conforme con la pintura alegórica que yo he trazado.

Glaucón

Sí, así debe ser.

Sócrates

¿Es extraño que un hombre, al pasar de esta contemplación divina a la de los miserables objetos que nos ocupan, se turbe y parezca ridículo, cuando, antes de familiarizarse con las tinieblas que nos rodean, se ve precisado a entrar en discusión ante los tribunales o en cualquier otro paraje sobre sombras y fantasmas de justicia y explicar como él las concibe delante de personas que jamás han visto la justicia en sí misma?

Glaucón

No veo en eso nada que me sorprenda.

Sócrates

Un hombre sensato reflexionará, que la vista puede turbarse de dos maneras y por dos causas opuestas; por el tránsito de la luz a la oscuridad, o por el de la oscuridad a la luz; y aplicando a los ojos del alma lo que sucede a los del cuerpo, cuando vea a aquella turbada y entorpecida para distinguir ciertos objetos, en vez de reír sin razón al verla en tal embarazo, examinará si este procede de que el alma viene de un estado más luminoso, o si es que al pasar de la ignorancia a la luz, se ve deslumbrada por el excesivo resplandor de ésta. En el primer caso, la felicitará por su turbación; y en el segundo, lamentará su suerte; y si quiere reírse a su costa, sus burlas serán menos ridículas, que si se dirigiesen al alma que desciende de la estancia de la luz.

Glaucón

Lo que dices es muy razonable.

Sócrates

Si todo esto es cierto, debemos concluir que la ciencia no se aprende de la manera que ciertas gentes pretenden. Se jactan de poder hacerla entrar en un alma donde no existe, poco más o menos del mismo modo que se volvería la vista a un ciego.

Glaucón

Lo dicen resueltamente.

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Sócrates

Pero lo que estamos diciendo nos hace ver que cada cual tiene en su alma la facultad de aprender mediante un órgano destinado a este fin; que todo el secreto consiste en llevar este órgano, y con él el alma toda, de la vista de lo que nace a la contemplación de lo que es, hasta que pueda fijar la mirada en lo más luminoso que hay en el ser mismo, es decir, según nuestra doctrina, en el bien; en la misma forma que si el ojo no tuviese un movimiento particular, sería necesario que todo el cuerpo girase con él al pasar de las tinieblas a la luz; ¿no es así?

Glaucón

Sí.

Sócrates

En esta evolución, que se hace experimentar al alma, todo el arte consiste en hacerla girar de la manera más fácil y más útil. No se trata de darle la facultad de ver, porque ya la tiene; sino que lo que sucede es que su órgano está mal dirigido y no mira a donde debía mirar, y esto es precisamente lo que debe corregirse.

Glaucón

Me parece que no consiste en otra cosa el secreto.

Sócrates

Con las demás cualidades del alma sucede poco más o menos como con las del cuerpo; cuando no se han obtenido de la naturaleza, se adquieren mediante la educación y la cultura. Pero respecto a la facultad de saber, como es de una naturaleza más divina, jamás pierde si virtud; se hace solamente útil o inútil, ventajosa o perjudicial, según la dirección que se le da. ¿No has observado hasta donde llevan su sagacidad esos hombres conocidos con el nombre de embaucadores? ¿Con que penetración su alma ruin discierne todo lo que les interesa? Su vista no está ni debilitada ni turbada, y como la obligan a servir como instrumento de su malicia, son tanto más maléficos cuanto son más sutiles y perspicaces.

Glaucón

Esa observación es exacta.

Sócrates

Si desde la infancia se hubieran atajado estas tendencias criminales, que como otros tantos pesos de plomo arrastran al alma hacia los placeres sensuales y groseros y la obligan a mirar siempre hacia abajo; si después de haberla librado de esos pesos, se hubiera dirigido su mirada hacia la verdad, la habría distinguido con la misma sagacidad.

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Glaucón

Así parece.

Sócrates

¿No es una consecuencia probable, o más bien necesaria, de todo lo que hemos dicho, que ni los que han recibido educación alguna y que no tienen conocimiento de la verdad , ni aquellos a quienes se ha dejado que pasaran toda su vida en el estudio y la meditación , son a propósito para el gobierno de los Estados; los unos, porque en su conducta no tienen un punto fijo a quien puedan dirigir todo lo que hacen en la vida pública y en la visa privada; y los otros porque no consentirán nunca que se eche sobre ellos semejante carga, creyéndose ya en vida en la isla de los bienaventurados?

Glaucón

Tienes razón.

Sócrates

A nosotros, que fundamos una república, toca obligar a los hombres de la naturaleza privilegiada, a que se consagren a la más sublime de todas las ciencias, contemplando el bien en sí mismo y elevándose hasta él por ese camino áspero de que hemos hablado; pero después que hayan llegado a ese punto y hayan contemplado el bien durante cierto tiempo, guardémonos de permitirles lo que hoy se les permite.

Glaucón

¿Qué?

Sócrates

No consentiremos que se queden en esta región superior, negándose a bajar al lado de los desgraciados cautivos, para tomar parte en sus trabajos, y aún en sus honores, cualquiera que sea la situación en que se vean.

Glaucón

¿Pero habremos de ser tan duros con ellos? ¿Por qué condenarles a una vida miserable, cuando pueden gozar de una suerte más dichosa?

Sócrates

Vuelves, mi querido amigo, a olvidar que el legislador no debe proponerse por objeto a la felicidad de una determinada clase de ciudadanos con exclusión de los demás, sino la felicidad

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de los demás; que este fin debe unir a todos los ciudadanos en los mismos intereses, comprometiéndolos por medio de la persuasión o de la autoridad a que se comuniquen unos a otros todas las ventajas que están en posición de procurar a la comunidad; y que el formar con cuidado semejantes ciudadanos, no pretende dejarlos libres para que hagan de sus facultades el uso que les acomoden, sino servirse de ellos con el fin de fortificar los lazos del Estado.

Glaucón

Es verdad; se me había olvidado.

Sócrates

Por lo demás, ten presente, mi querido Glaucón, que nosotros no seremos culpables de injusticia para con los filósofos que se formen entre nosotros, y podremos exponerles muy buenas razones para obligarles a que se encarguen de la guarda y de la dirección de los demás. Les diremos: en otros Estados puede excusarse a los filósofos que evitan la molestia de los negocios públicos, porque deben su sabiduría a sólo sí mismos, puesto que se han formado a pesar del gobierno, y por lo tanto es justo que lo que sólo se debe a sí mismo en su origen y en su desarrollo, no esté obligado a ninguna clase de reconocimiento para con nadie; pero vosotros no estáis en este caso; os hemos formado consultando el interés del Estado y el vuestro, para que, como en la república de las abejas, seáis en esta nuestros jefes y nuestros reyes, y con esta intención os hemos dado una educación más perfecta que os hace más capaces que a todos los demás para unir el estudio de la sabiduría al manejo de los negocios. Descended, pues, cuanto sea necesario, a la estancia común; acostumbrad vuestros ojos a las tinieblas que allí reinan; y cuando os hayáis familiarizado con ellas, juzgaréis infinitamente mejor que los demás la naturaleza que allí se ven; distinguiréis mejor que ellos los fantasmas de lo bello, de lo justo y del bien, porque habéis visto en otra parte la esencia de lo bello, de lo justo y de lo bueno. Y así, tanto para vuestra dicha como para la de la república, el gobierno de nuestro Estado será una realidad, y no un sueño como en la mayor parte de los demás Estados, donde los jefes se baten por sombras vanas, y se disputan con encarnizamiento la autoridad, que miran como un gran bien. Pero la verdad es, que todo Estado, en que los que deben mandar no muestran empeño por engrandecerse, necesariamente ha de ser bien gobernado y ha de reinar en él la concordia; mientras que donde quiera que se ansía el mando, no puede menos de suceder todo lo contrario.

Glaucón

Es cierto.

Sócrates

¿Resistirán nuestros discípulos la fuerza de estas razones? ¿Se negarían a cargar alternativamente con el peso del gobierno, para ir después a pasar juntos la mayor parte de su vida en la región de la luz pura?

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Glaucón

Es imposible que lo rehúsen, porque son justos y justas también nuestras exigencias; pero entonces cada uno de ellos, al contrario de lo que sucede en todas partes, aceptará el mando como un yugo inevitable.

Sócrates

Así es, mi querido amigo. Si puedes encontrar para los que deben obtener el mando una condición que ellos prefieran al mando mismo, también podrás encontrar una república bien ordenada, porque en tal Estado sólo mandarán los que son verdaderamente ricos, no en oro, sino en sabiduría y en virtud, riquezas que constituyen la verdadera felicidad. Pero donde quiera que hombres pobres, hambrientos de bien, y que no tienen nada por sí mismos, aspiren al mando, creyendo encontrar en él la felicidad que buscan, el gobierno será siempre malo, se disputará y usurpará la autoridad, y esta guerra doméstica e intestina arruinará el fin al Estado y a sus jefes.

Glaucón

Nada más cierto.

Sócrates

¿Conoces alguna condición como no sea la de verdadero filósofo, que pueda inspirar el desprecio de las dignidades y los cargos públicos?

Glaucón

No conozco otra.

Sócrates

Además es preciso confiar la autoridad a los que no están ansiosos de poseerla, porque en otros casos la rivalidad haría nacer disputas entre ellos.

Glaucón

Sin duda.

Sócrates

¿A quién obligarás a aceptar el mando sino a los que, instruidos mejor que nadie en la ciencia de gobernar, cuentan con vida y otros honores que prefieren a los que ofrece la vida civil?

Glaucón

No me dirigiría a otros.

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SUMA TEOLÓGICA I, Q. 2, A.3

Tomás de Aquino12

Whether God Exists?

Objection 1: It seems that God does not exist; because if one of two contraries be infinite, the other would be altogether destroyed. But the word "God" means that He is infinite goodness. If, therefore, God existed, there would be no evil discoverable; but there is evil in the world. Therefore God does not exist.

Obj. 2: Further, it is superfluous to suppose that what can be accounted for by a few principles has been produced by many. But it seems that everything we see in the world can be accounted for by other principles, supposing God did not exist. For all natural things can be reduced to one principle which is nature; and all voluntary things can be reduced to one principle which is human reason, or will. Therefore there is no need to suppose God's existence.

On the contrary, It is said in the person of God: "I am Who am." (Ex. 3:14)

I answer that, The existence of God can be proved in five ways.

The first and more manifest way is the argument from motion. It is certain, and evident to our senses, that in the world some things are in motion. Now whatever is in motion is put in motion by another, for nothing can be in motion except it is in potentiality to that towards which it is in motion; whereas a thing moves inasmuch as it is in act. For motion is nothing else than the reduction of something from potentiality to actuality. But nothing can be reduced from potentiality to actuality, except by something in a state of actuality. Thus that which is actually hot, as fire, makes wood, which is potentially hot, to be actually hot, and thereby moves and changes it. Now it is not possible that the same thing should be at once in actuality and potentiality in the same respect, but only in different respects. For what is actually

12 El tratamiento de la inteligencia como facultad propia del ser humano estaría incompleto si no enfrentáramos la cuestión de si la inteligencia puede alcanzar lo incondicionado, la respuesta última a sus interrogantes fundamentales, es decir, si es capaz de demostrar la existencia de Dios. En este célebre pasaje de la Suma Teológica, Tomás de Aquino sintetiza magistralmente las cinco vías o argumentos que concluyen con la existencia de Dios (como primer motor, primera causa, ser necesario, ser máximo en la jerarquía de los seres y ordenador del mundo). También resuelve las dos objeciones principales por las que podría parecer que Dios no existe. Obsérvese que tanto en la argumentación de las cinco vías como en el planteamiento y resolución de las objeciones, el Aquinate procede con todo rigor, de modo estrictamente filosófico, mostrando así la capacidad metafísica de la razón humana.

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hot cannot simultaneously be potentially hot; but it is simultaneously potentially cold. It is therefore impossible that in the same respect and in the same way a thing should be both mover and moved, i.e. that it should move itself. Therefore, whatever is in motion must be put in motion by another. If that by which it is put in motion be itself put in motion, then this also must needs be put in motion by another, and that by another again. But this cannot go on to infinity, because then there would be no first mover, and, consequently, no other mover; seeing that subsequent movers move only inasmuch as they are put in motion by the first mover; as the staff moves only because it is put in motion by the hand. Therefore it is necessary to arrive at a first mover, put in motion by no other; and this everyone understands to be God.

The second way is from the nature of the efficient cause. In the world of sense we find there is an order of efficient causes. There is no case known (neither is it, indeed, possible) in which a thing is found to be the efficient cause of itself; for so it would be prior to itself, which is impossible. Now in efficient causes it is not possible to go on to infinity, because in all efficient causes following in order, the first is the cause of the intermediate cause, and the intermediate is the cause of the ultimate cause, whether the intermediate cause be several, or only one. Now to take away the cause is to take away the effect. Therefore, if there be no first cause among efficient causes, there will be no ultimate, nor any intermediate cause. But if in efficient causes it is possible to go on to infinity, there will be no first efficient cause, neither will there be an ultimate effect, nor any intermediate efficient causes; all of which is plainly false. Therefore it is necessary to admit a first efficient cause, to which everyone gives the name of God.

The third way is taken from possibility and necessity, and runs thus. We find in nature things that are possible to be and not to be, since they are found to be generated, and to corrupt, and consequently, they are possible to be and not to be. But it is impossible for these always to exist, for that which is possible not to be at some time is not. Therefore, if everything is possible not to be, then at one time there could have been nothing in existence. Now if this were true, even now there would be nothing in existence, because that which does not exist only begins to exist by something already existing. Therefore, if at one time nothing was in existence, it would have been impossible for anything to have begun to exist; and thus even now nothing would be in existence—which is absurd. Therefore, not all beings are merely possible, but there must exist something the existence of which is necessary. But every necessary thing either has its necessity caused by another, or not. Now it is impossible to go on to infinity in necessary things which have their necessity caused by another, as has been already proved in regard to efficient causes. Therefore we cannot but postulate the existence of some being having of itself its own necessity, and not receiving it from another, but rather causing in others their necessity. This all men speak of as God.

The fourth way is taken from the gradation to be found in things. Among beings there are some more and some less good, true, noble and the like. But more and less are predicated of different things, according as they resemble in their different ways something which is the maximum, as a thing is said to be hotter according as it more nearly resembles that which is hottest; so that there is something which is truest, something best, something noblest and, consequently, something which is uttermost being; for those things that are greatest in truth are greatest in being, as it is written in Metaph. II. Now the maximum in any genus is the cause of all in that genus; as fire, which is the maximum heat, is the cause of all

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hot things. Therefore there must also be something which is to all beings the cause of their being, goodness, and every other perfection; and this we call God.

The fifth way is taken from the governance of the world. We see that things which lack intelligence, such as natural bodies, act for an end, and this is evident from their acting always, or nearly always, in the same way, so as to obtain the best result. Hence it is plain that not fortuitously, but designedly, do they achieve their end. Now whatever lacks intelligence cannot move towards an end, unless it be directed by some being endowed with knowledge and intelligence; as the arrow is shot to its mark by the archer. Therefore some intelligent being exists by whom all natural things are directed to their end; and this being we call God.

Reply Obj. 1: As Augustine says (Enchiridion XI): "Since God is the highest good, He would not allow any evil to exist in His works, unless His omnipotence and goodness were such as to bring good even out of evil." This is part of the infinite goodness of God, that He should allow evil to exist, and out of it produce good.

Reply Obj. 2: Since nature works for a determinate end under the direction of a higher agent, whatever is done by nature must needs be traced back to God, as to its first cause. So also whatever is done voluntarily must also be traced back to some higher cause other than human reason or will, since these can change or fail; for all things that are changeable and capable of defect must be traced back to an immovable and self-necessary first principle, as was shown in the body of the Article.

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FE Y RAZÓN

Juan Pablo II13

Cap. III Intellego ut credam

Caminando en busca de la verdad

24. Cuenta el evangelista Lucas en los Hechos de los Apóstoles que, en sus viajes misioneros, Pablo llegó a Atenas. La ciudad de los filósofos estaba llena de estatuas que representaban diversos ídolos. Le llamó la atención un altar y aprovechó enseguida la oportunidad para ofrecer una base común sobre la cual iniciar el anuncio del kerigma: «Atenienses —dijo—, veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: “Al Dios desconocido”. Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar » (Hch 17, 22-23). A partir de este momento, san Pablo habla de Dios como creador, como Aquél que transciende todas las cosas y que ha dado la vida a todo. Continua después su discurso de este modo: « El creó, de un sólo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra fijando los tiempos determinados y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen la divinidad, para ver si a tientas la buscaban y la hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros » (Hch 17, 26-27).

El Apóstol pone de relieve una verdad que la Iglesia ha conservado siempre: en lo más profundo del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios. Lo recuerda con énfasis también la liturgia del Viernes Santo cuando, invitando a orar por los que no creen, nos hace decir: « Dios todopoderoso y eterno, que creaste a todos los hombres para que te busquen, y cuando te encuentren, descansen en ti ». Existe, pues, un camino que el hombre, si quiere, puede recorrer; inicia con la capacidad de la razón de levantarse más allá de lo contingente para ir hacia lo infinito.

13 Juan Pablo II fue el ducentésimo sexagésimo cuarto Papa de la Iglesia Católica y monarca soberano de la Ciudad del Vaticano de 1978 a 2005. Publicó la Carta encíclica Fe y razón el 14 de septiembre de 1998. Este texto es una pequeña muestra de las muchas y fecundas ideas que expone la encíclica Fe y Razón. Si bien la Carta Encíclica puede parecer ligeramente más dirigida a filósofos y científicos católicos que requieren orientación para armonizar su tarea intelectual con su fe religiosa, lo cierto es que interpela a todos los creyentes y hasta a quienes no lo son, pero están interesados en cómo la creencia religiosa no sólo no se opone al uso pleno y riguroso de la razón, sino que la estimula y orienta, de modo que fe y razón se animen, purifiquen y perfeccionen mutuamente. El pasaje que aquí presentamos corresponde al capítulo III, donde se explica cómo el ser humano, que es el ser que busca la verdad, es también un ser que vive de tradiciones y creencias, y se defiende la unidad última de la verdad y a la vez el respeto a las diversas esferas y métodos de pensamiento. El título del capítulo es parte del “lema” de San Agustín y San Anselmo, que resume la postura católica ante las relaciones fe – razón, y que Juan Pablo II toma como inspiración de la Encíclica y de su estructura: credo ut intelligam, intelligo ut credam: creo para entender, entiendo para creer.

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De diferentes modos y en diversos tiempos el hombre ha demostrado que sabe expresar este deseo íntimo. La literatura, la música, la pintura, la escultura, la arquitectura y cualquier otro fruto de su inteligencia creadora se convierten en cauces a través de los cuales puede manifestar su afán de búsqueda. La filosofía ha asumido de manera peculiar este movimiento y ha expresado, con sus medios y según sus propias modalidades científicas, este deseo universal del hombre.

25. «Todos los hombres desean saber» y la verdad es el objeto propio de este deseo. Incluso la vida diaria muestra cuán interesado está cada uno en descubrir, más allá de lo conocido de oídas, cómo están verdaderamente las cosas. El hombre es el único ser en toda la creación visible que no sólo es capaz de saber, sino que sabe también que sabe, y por eso se interesa por la verdad real de lo que se le presenta. Nadie puede permanecer sinceramente indiferente a la verdad de su saber. Si descubre que es falso, lo rechaza; en cambio, si puede confirmar su verdad, se siente satisfecho. Es la lección de san Agustín cuando escribe: « He encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que quisiera dejarse engañar ». Con razón se considera que una persona ha alcanzado la edad adulta cuando puede discernir, con los propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso, formándose un juicio propio sobre la realidad objetiva de las cosas. Este es el motivo de tantas investigaciones, particularmente en el campo de las ciencias, que han llevado en los últimos siglos a resultados tan significativos, favoreciendo un auténtico progreso de toda la humanidad.

No menos importante que la investigación en el ámbito teórico es la que se lleva a cabo en el ámbito práctico: quiero aludir a la búsqueda de la verdad en relación con el bien que hay que realizar. En efecto, con el propio obrar ético la persona actuando según su libre y recto querer, toma el camino de la felicidad y tiende a la perfección. También en este caso se trata de la verdad. He reafirmado esta convicción en la Encíclica Veritatis splendor: «No existe moral sin libertad [...]. Si existe el derecho de ser respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y seguirla una vez conocida».

Es, pues, necesario que los valores elegidos y que se persiguen con la propia vida sean verdaderos, porque solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la persona realizando su naturaleza. El hombre encuentra esta verdad de los valores no encerrándose en sí mismo, sino abriéndose para acogerla incluso en las dimensiones que lo transcienden. Ésta es una condición necesaria para que cada uno llegue a ser sí mismo y crezca como persona adulta y madura.

26. La verdad se presenta inicialmente al hombre como un interrogante: ¿tiene sentido la vida?, ¿hacia dónde se dirige? A primera vista, la existencia personal podría presentarse como radicalmente carente de sentido. No es necesario recurrir a los filósofos del absurdo ni a las preguntas provocadoras que se encuentran en el libro de Job para dudar del sentido de la vida. La experiencia diaria del sufrimiento, propio y ajeno, la vista de tantos hechos que a la luz de la razón parecen inexplicables, son suficientes para hacer ineludible una pregunta tan dramática como la pregunta sobre el sentido. A esto se debe añadir que la primera verdad absolutamente cierta de nuestra existencia, además del hecho de que existimos, es lo inevitable de nuestra muerte. Frente a este dato desconcertante se impone la búsqueda de una respuesta exhaustiva. Cada uno quiere —y debe— conocer la verdad sobre el propio fin. Quiere saber si la muerte será el término definitivo de su existencia o si hay algo que sobrepasa la muerte: si le está

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permitido esperar en una vida posterior o no. Es significativo que el pensamiento filosófico haya recibido una orientación decisiva de la muerte de Sócrates que lo ha marcado desde hace más de dos milenios. No es en absoluto casual, pues, que los filósofos ante el hecho de la muerte se hayan planteado de nuevo este problema junto con el del sentido de la vida y de la inmortalidad.

27. Nadie, ni el filósofo ni el hombre corriente, puede substraerse a estas preguntas. De la respuesta que se dé a las mismas depende una etapa decisiva de la investigación: si es posible o no alcanzar una verdad universal y absoluta. De por sí, toda verdad, incluso parcial, si es realmente verdad, se presenta como universal. Lo que es verdad, debe ser verdad para todos y siempre. Además de esta universalidad, sin embargo, el hombre busca un absoluto que sea capaz de dar respuesta y sentido a toda su búsqueda. Algo que sea último y fundamento de todo lo demás. En otras palabras, busca una explicación definitiva, un valor supremo, más allá del cual no haya ni pueda haber interrogantes o instancias posteriores. Las hipótesis pueden ser fascinantes, pero no satisfacen. Para todos llega el momento en el que, se quiera o no, es necesario enraizar la propia existencia en una verdad reconocida como definitiva, que dé una certeza no sometida ya a la duda.

Los filósofos, a lo largo de los siglos, han tratado de descubrir y expresar esta verdad, dando vida a un sistema o una escuela de pensamiento. Más allá de los sistemas filosóficos, sin embargo, hay otras expresiones en las cuales el hombre busca dar forma a una propia « filosofía ». Se trata de convicciones o experiencias personales, de tradiciones familiares o culturales o de itinerarios existenciales en los cuales se confía en la autoridad de un maestro. En cada una de estas manifestaciones lo que permanece es el deseo de alcanzar la certeza de la verdad y de su valor absoluto.

Diversas facetas de la verdad en el hombre

28. Es necesario reconocer que no siempre la búsqueda de la verdad se presenta con esa trasparencia ni de manera consecuente. El límite originario de la razón y la inconstancia del corazón oscurecen a menudo y desvían la búsqueda personal. Otros intereses de diverso orden pueden condicionar la verdad. Más aún, el hombre también la evita a veces en cuanto comienza a divisarla, porque teme sus exigencias. Pero, a pesar de esto, incluso cuando la evita, siempre es la verdad la que influencia su existencia; en efecto, él nunca podría fundar la propia vida sobre la duda, la incertidumbre o la mentira; tal existencia estaría continuamente amenazada por el miedo y la angustia. Se puede definir, pues, al hombre como aquél que busca la verdad.

29. No se puede pensar que una búsqueda tan profundamente enraizada en la naturaleza humana sea del todo inútil y vana. La capacidad misma de buscar la verdad y de plantear preguntas implica ya una primera respuesta. El hombre no comenzaría a buscar lo que desconociese del todo o considerase absolutamente inalcanzable. Sólo la perspectiva de poder alcanzar una respuesta puede inducirlo a dar el primer paso. De hecho esto es lo que sucede normalmente en la investigación científica. Cuando un científico, siguiendo una intuición suya, se pone a la búsqueda de la explicación lógica y verificable de un fenómeno determinado,

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confía desde el principio que encontrará una respuesta, y no se detiene ante los fracasos. No considera inútil la intuición originaria sólo porque no ha alcanzado el objetivo; más bien dirá con razón que no ha encontrado aún la respuesta adecuada.

Esto mismo es válido también para la investigación de la verdad en el ámbito de las cuestiones últimas. La sed de verdad está tan radicada en el corazón del hombre que tener que prescindir de ella comprometería la existencia. Es suficiente, en definitiva, observar la vida cotidiana para constatar cómo cada uno de nosotros lleva en sí mismo la urgencia de algunas preguntas esenciales y a la vez abriga en su interior al menos un atisbo de las correspondientes respuestas. Son respuestas de cuya verdad se está convencido, incluso porque se experimenta que, en sustancia, no se diferencian de las respuestas a las que han llegado otros muchos. Es cierto que no toda verdad alcanzada posee el mismo valor. Del conjunto de los resultados logrados, sin embargo, se confirma la capacidad que el ser humano tiene de llegar, en línea de máxima, a la verdad.

30. En este momento puede ser útil hacer una rápida referencia a estas diversas formas de verdad. Las más numerosas son las que se apoyan sobre evidencias inmediatas o confirmadas experimentalmente. Éste es el orden de verdad propio de la vida diaria y de la investigación científica. En otro nivel se encuentran las verdades de carácter filosófico, a las que el hombre llega mediante la capacidad especulativa de su intelecto. En fin están las verdades religiosas, que en cierta medida hunden sus raíces también en la filosofía. Éstas están contenidas en las respuestas que las diversas religiones ofrecen en sus tradiciones a las cuestiones últimas.

En cuanto a las verdades filosóficas, hay que precisar que no se limitan a las meras doctrinas, algunas veces efímeras, de los filósofos de profesión. Cada hombre, como ya he dicho, es, en cierto modo, filósofo y posee concepciones filosóficas propias con las cuales orienta su vida. De un modo u otro, se forma una visión global y una respuesta sobre el sentido de la propia existencia. Con esta luz interpreta sus vicisitudes personales y regula su comportamiento. Es aquí donde debería plantearse la pregunta sobre la relación entre las verdades filosófico-religiosas y la verdad revelada en Jesucristo. Antes de contestar a esta cuestión es oportuno valorar otro dato más de la filosofía.

31. El hombre no ha sido creado para vivir solo. Nace y crece en una familia para insertarse más tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree. De todos modos el crecimiento y la maduración personal implican que estas mismas verdades puedan ser puestas en duda y discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del pensamiento. Esto no quita que, tras este paso, las mismas verdades sean « recuperadas » sobre la base de la experiencia llevada que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo. A pesar de ello, en la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal. En efecto, ¿quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿Quién podría controlar por su cuenta el flujo de informaciones que día a día se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan en línea de máxima como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por los cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de religiosidad de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues también aquél que vive de creencias.

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32. Cada uno, al creer, confía en los conocimientos adquiridos por otras personas. En ello se puede percibir una tensión significativa: por una parte el conocimiento a través de una creencia parece una forma imperfecta de conocimiento, que debe perfeccionarse progresivamente mediante la evidencia lograda personalmente; por otra, la creencia con frecuencia resulta más rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia, porque incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades cognoscitivas, sino también la capacidad más radical de confiar en otras personas, entrando así en una relación más estable e íntima con ellas.

Se ha de destacar que las verdades buscadas en esta relación interpersonal no pertenecen primariamente al orden fáctico o filosófico. Lo que se pretende, más que nada, es la verdad misma de la persona: lo que ella es y lo que manifiesta de su propio interior. En efecto, la perfección del hombre no está en la mera adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad. Al mismo tiempo, el conocimiento por creencia, que se funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el hombre, creyendo, confía en la verdad que el otro le manifiesta.

¡Cuántos ejemplos se podrían poner para ilustrar este dato! Pienso ante todo en el testimonio de los mártires. El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia. Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte violenta lo harán apartar de la adhesión a la verdad que ha descubierto en su encuentro con Cristo. Por eso el testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, desde el momento en que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En definitiva, el mártir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar.

33. Se puede ver así que los términos del problema van completándose progresivamente. El hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está destinada sólo a la conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca sólo el verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el absoluto. Gracias a la capacidad del pensamiento, el hombre puede encontrar y reconocer esta verdad. En cuanto vital y esencial para su existencia, esta verdad se logra no sólo por vía racional, sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma. La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos y expresivos.

No se ha de olvidar que también la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un diálogo confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos, quienes consideraban la amistad como uno de los contextos más adecuados para el buen filosofar.

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De todo lo que he dicho hasta aquí resulta que el hombre se encuentra en un camino de búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de una persona de quien fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado el objetivo de esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la simple creencia la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios Uno y Trino. Así, en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia.

34. Esta verdad, que Dios nos revela en Jesucristo, no está en contraste con las verdades que se alcanzan filosofando. Más bien los dos órdenes de conocimiento conducen a la verdad en su plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado fundamental de la razón humana, expresado en el principio de no contradicción. La Revelación da la certeza de esta unidad, mostrando que el Dios creador es también el Dios de la historia de la salvación. El mismo e idéntico Dios, que fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que se apoyan los científicos confiados, es el mismo que se revela como Padre de nuestro Señor Jesucristo. Esta unidad de la verdad, natural y revelada, tiene su identificación viva y personal en Cristo, como nos recuerda el Apóstol: «Habéis sido enseñados conforme a la verdad de Jesús» (Ef 4, 21; cf. Col 1, 15-20). Él es la Palabra eterna, en quien todo ha sido creado, y a la vez es la Palabra encarnada, que en toda su persona revela al Padre (cf. Jn 1, 14.18). Lo que la razón humana busca «sin conocerlo» (Hch 17, 23), puede ser encontrado sólo por medio de Cristo: lo que en Él se revela, en efecto, es la «plena verdad» (cf. Jn 1, 14-16) de todo ser que en Él y por Él ha sido creado y después encuentra en Él su plenitud (cf. Col 1, 17).

35. Sobre la base de estas consideraciones generales, es necesario examinar ahora de modo más directo la relación entre la verdad revelada y la filosofía. Esta relación impone una doble consideración, en cuanto que la verdad que nos llega por la Revelación es, al mismo tiempo, una verdad que debe ser comprendida a la luz de la razón. Sólo en esta doble acepción, en efecto, es posible precisar la justa relación de la verdad revelada con el saber filosófico. Consideramos, por tanto, en primer lugar la relación entre la fe y la filosofía en el curso de la historia. Desde aquí será posible indicar algunos principios, que constituyen los puntos de referencia en los que basarse para establecer la correcta relación entre los dos órdenes de conocimiento.

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FE Y SABER

Jürgen Habermas14

Discurso de agradecimiento pronunciado en la Paulkirche de Frankfurt el día 14 de Octubre de 2001, con motivo de la concesión del “premio de la paz” de los libreros alemanes.

(…)

Por parte de la ciencia se expresaba el miedo a un renacer del oscurantismo y a que se siguiesen cultivando sentimientos residuales de tipo arcaico sobre la base de dar pábulo a un escepticismo contra la ciencia, y la otra parte se revolvía contra la fe cientificista en el progreso, contra ese crudo naturalismo que es capaz de enterrar a toda moral. Pero el 11 de Septiembre la tensión entre sociedad secular y religión ha vuelto a estallar de una forma muy distinta.

Los asesinos decididos al suicidio, que transformaron los aviones civiles en armas vivientes y las volvieron contra las ciudadelas capitalistas de la civilización occidental, estaban motivados por convicciones religiosas, como hoy sabemos por el testamento de Mohamed Atta. Para ellos los signos más representativos de la Modernidad globalizada eran una encarnación del gran Satán. Pero también a nosotros, a los testigos universales, a los que nos fue dado seguir por televisión ese acontecimiento “apocalíptico”, parecían imponérsenos imágenes bíblicas. Y el lenguaje de la venganza, con el que no sólo el Presidente americano empezó reaccionando a lo incomprensible, cobraba tonos viejo-testamentarios. Como si el fanático atentado hubiese hecho vibrar en lo más íntimo de la sociedad secular una cuerda religiosa, se llenaron en todas partes las sinagogas, las iglesias y las mezquitas. Si bien la ceremonia de tipo religioso y civil celebrada hace tres semanas en Nueva York, pese a todas las correspondencias de fondo, no ha conducido a ninguna actitud simétrica de odio.

14 Jürgen Habermas (Düsseldorf, 18 de junio de 1929) es un filósofo y sociólogo alemán, conocido sobre todo por sus trabajos en filosofía práctica (ética, filosofía política y del derecho). Es el miembro más eminente de la segunda generación de la Escuela de Fráncfort y uno de los exponentes de la Teoría crítica desarrollada en el Instituto de Investigación Social de Fráncfort. Entre sus aportaciones está la construcción teórica de la democracia deliberativa y la acción comunicativa. En este discurso desarrolla una interesante reflexión sobre lo ocurrido el 11 de septiembre de 2001. A partir de este dramático suceso, el pensador analiza las relaciones entre las creencias religiosas, la ciencia y el proceso de secularización (es decir, el proceso histórico por el que los contenidos y mandatos de las creencias religiosas han pasado al ámbito meramente civil, político, jurídico y racional, o se han debilitado en su influencia social). Habermas analiza el significado, los riesgos y las contradicciones internas de dicho proceso de secularización, y defiende que no todo lo relevante de la vida humana puede ser reducido a una visión cientificista o naturalista del mundo, por lo que es necesario saber articular un diálogo – una “traducción”, dice él- entre fe y razón, entre tradición y progreso, y entre religión y mundo secular.

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Pese a su lenguaje religioso, el fundamentalismo es un fenómeno exclusivamente moderno. En los terroristas islámicos llamaba enseguida la atención la a-simultaneidad entre motivos y medios. En tal a-simultaneidad entre motivos y medios se refleja la a-simultaneidad entre cultura y sociedad en los países de origen de los autores, la cual se ha producido a consecuencia de una modernización acelerada y radicalmente desenraizadora. Lo que bajo circunstancias más favorables ha podido ser percibido en definitiva entre nosotros [en el curso de la civilización occidental] como un proceso de destrucción creadora, no pone en perspectiva en estos países compensación alguna por el dolor que la destrucción de formas tradicionales de vida conlleva. Y ello no sólo se refiere a la falta de perspectiva de mejora de las condiciones materiales de vida, pues eso es sólo un punto. Sino que lo decisivo es que a causa de sentimientos de humillación queda manifiestamente bloqueado el cambio espiritual que había de expresarse en la separación entre religión y Estado. También en Europa, a la que la historia le ha concedido siglos para alcanzar una actitud suficientemente sensible a ese “rostro de Jano” que la Modernidad ofrece [es decir, a las ambigüedades de la Modernidad], la “secularización” sigue estando cargada todavía de sentimientos ambivalentes (como quedó claro en la disputa en torno a la tecnología genética).

Ortodoxias endurecidas las hay tanto en Occidente como en el Oriente próximo y en el lejano Oriente, entre cristianos y judíos lo mismo que entre musulmanes. Quien quiera evitar una guerra entre culturas habrá de hacer memoria de la dialéctica del propio proceso de secularización, es decir, del proceso occidental de secularización, una dialéctica que está todavía lejos de concluirse. La “guerra contra el terrorismo” no es guerra alguna, y en el terrorismo se manifiesta también el choque fatal y mudo de mundos que han de poder desarrollar un lenguaje común allende al mudo poder de los terroristas y los misiles. En vistas de una globalización que se imponía a través de mercados des-limitados, muchos de nosotros esperábamos un retorno de lo político en una forma distinta (no en la forma hobbesiana original de un globalizado Estado de la seguridad, es decir, en las dimensiones de la policía, del servicio secreto, y ahora también de lo militar, sino en forma de un poder configurador y civilizatorio a nivel mundial). Por el momento parece que a los que esperábamos eso, no nos queda más que la desvaída esperanza de una “astucia de la razón” [de que sea la propia “astucia de la razón” lo que lleve a la razón a imponerse], y también [nos queda] la oportunidad de reconsiderar un poco las cosas. Pues esa desgarradura de la falta de lenguaje se extiende también a nuestra propia casa. A los riesgos de una secularización que en la otra parte corre descarrilada, sólo les haremos frente con cordura si cobramos claridad acerca de qué significa secularización en nuestras sociedades post-seculares. Es con esta intención con la que retomo hoy el viejo tema de “fe y saber”. No deben ustedes, por tanto, esperar de mí “una charla de domingo” que polarice, es decir, que haga saltar a algunos de sus asientos y a otros los deje satisfechamente sentados.

El término “secularización” tuvo originalmente el significado jurídico de una transferencia coercitiva de los bienes de la Iglesia al poder secular del Estado. Y por eso, ese significado ha podido entonces transferirse al surgimiento de la Modernidad cultural y social en conjunto. Pues desde entonces se asocian con el término “secularización” valoraciones contrapuestas según que en primer plano queden o bien la domesticación exitosa de la autoridad eclesiástica por parte de los poderes mundanos, o bien el acto de apropiación antijurídica de los bienes de la Iglesia. Conforme a la primera lectura, las formas religiosas de pensamiento y las formas religiosas de vida quedan sustituidas por equivalentes racionales, y en todo caso por equivalentes que resultan superiores; conforme a la otra lectura las formas

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modernas de pensamiento y las formas modernas de vida quedan desacreditadas como bienes ilegítimamente sustraídos.

(…)

Lo que parece quedar en segundo plano en una imagen tan estrecha y polarizada de las cosas, es el papel civilizador que ha venido desempeñando un commonsense democráticamente ilustrado que en esta algarabía de voces que rememoran el Kulturkämpf (conflicto cultural) semeja un tercer partido que se abre su propio camino entre los contendientes que serían la ciencia y la religión. Desde el punto de vista del Estado liberal sólo merecen el calificativo de “racionales” aquellas comunidades religiosas que por propia convicción hacen renuncia a la exposición violenta de sus propias verdades de fe. Y esa convicción se debe a una triple reflexión de los creyentes acerca de su posición en una sociedad pluralista. La conciencia religiosa en primer lugar tiene que elaborar cognitivamente su encuentro con otras confesiones y con otras religiones. En segundo lugar, tiene que acomodarse a la autoridad de las ciencias que son las que tienen el monopolio social del saber mundano. Y finalmente, tiene que ajustarse a las premisas de un Estado constitucional, el cual se funda en una moral profana. Sin este empujón en lo tocante a reflexión, los monoteísmos no tienen más remedio que desarrollar un potencial destructivo en sociedades modernizadas sin miramientos. La expresión “empujón reflexivo” sugiere, sin embargo, la falsa representación de un proceso efectuado unilateralmente y de un proceso concluso. Pero en realidad este trabajo reflexivo encuentra una prosecución en todo nuevo conflicto que irrumpe en todos los lugares de tránsito de los espacios públicos democráticos.

Tan pronto como una cuestión existencialmente relevante – piensen ustedes en la de la tecnología genética – llega a la agenda pública, los ciudadanos, creyentes y no creyentes, chocan entre sí con sus convicciones impregnadas de cosmovisión, haciendo una vez más experiencia del escandalizador hecho del pluralismo confesional y cosmovisional. Y cuando aprenden a arreglárselas sin violencia con este hecho, cobrando conciencia de la propia falibilidad, se dan cuenta de qué es lo que significan en una sociedad post-secular los principios seculares de decisión establecidos en la constitución política. Pues en la disputa entre las pretensiones del saber y las pretensiones de la fe, el Estado, que permanece neutral en lo que se refiere a cosmovisión, no prejuzga en modo alguno las decisiones políticas en favor de una de las partes. La razón pluralizada del público de ciudadanos sólo se atiene a una dinámica de secularización en la medida en que obliga a que el resultado se mantenga a una igual distancia de las distintas tradiciones y contenidos cosmovisionales. Pero dispuesta a aprender, y sin abandonar su propia autonomía, esa razón permanece, por así decir, osmóticamente abierta hacia ambos lados, hacia la ciencia y hacia la religión.

(…)

La naturaleza queda despersonalizada en la medida en que se hace accesible a la observación objetivante y a la explicación causal. La naturaleza científicamente investigada cae fuera del sistema de referencia social que forman las personas que mutuamente se atribuyen intenciones y motivos. Pero, ¿qué se hace de tales personas cuando poco a poco van quedando subsumidas bajo descripciones suministradas por las ciencias naturales? ¿Resultará que finalmente el common sense no sólo se dejará instruir por el saber contra intuitivo de las ciencias,

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sino que se verá consumido con piel y cabellos por ese saber? El filósofo Wilfrid Sellars respondió ya a esta cuestión en 1960 describiéndonos el escenario imaginario de una sociedad en la que los juegos de lenguaje pasados de moda de nuestra existencia cotidiana quedan fuera de juego en favor de la descripción objetivante de procesos fisiológicos de conciencia. Sellars no hizo más que proyectar ese escenario imaginario. El punto de fuga de tal naturalización del espíritu era una imagen científica del hombre construida con los conceptos extensionales de la física, de la neurofisiología o de la teoría de la evolución, que desocializa también nuestra propia autocomprensión. Tal cosa sólo podría lograrse si la intencionalidad de la conciencia humana y la normatividad de nuestra acción pudieran agotarse sin residuo alguno en esta clase de descripciones. Las teorías que serían menester para ello tendrían que explicar, por ejemplo, cómo las personas pueden seguir o vulnerar reglas, ya sean reglas gramaticales, conceptuales o morales. (…)Los propósitos de una modernización de nuestra psicología cotidiana en términos de ciencia natural han conducido incluso a tentativas de una semántica que trata de explicar biológicamente los contenidos del pensamiento. Pero incluso estos planteamientos científicamente más avanzados fracasan en que el concepto de finalidad que no tenemos más remedio que introducir de contrabando en el juego de lenguaje darwinista de “mutación y adaptación”, es demasiado pobre para dar abasto a esa diferencia entre ser y deber que estamos implícitamente suponiendo cuando vulneramos reglas.

Cuando se describe lo que una persona ha hecho, lo que ha querido hacer y lo que no hubiera debido hacer, estamos describiendo a esa persona, pero, ciertamente, no como un objeto de la ciencia natural. Pues en ese tipo de descripción de las personas penetran tácitamente momentos de una autocomprensión precientífica de los sujetos capaces de lenguaje y de acción, que somos nosotros. Cuando describimos un determinado proceso como acción de una persona, sabemos, por ejemplo, que estamos describiendo algo que no se explica como un proceso natural, sino que, si es menester, precisa incluso de justificación o de que la persona se explique. Y lo que está en el trasfondo de ello es la imagen de las personas como seres que pueden pedirse cuentas los unos a los otros, que se ven desde el principio inmersos en interacciones reguladas por normas y que se topan unos con otros en un universo de razones y argumentos que han de poder defenderse públicamente.

Y esta perspectiva que es la que siempre estamos suponiendo en nuestra existencia cotidiana, explica la diferencia entre el juego de lenguaje de la justificación y el juego de lenguaje que representa la pura descripción científica. (…) En el trato cotidiano dirigimos la mirada a destinatarios a los que interpelamos con un “tú”. Y sólo en esta actitud frente a segundas personas entendemos el “sí” o el “no” de los otros, las tomas de postura susceptibles de críticas, que nos debemos unos a otros y que esperamos unos de otros.

La conciencia que tenemos de ser autores, es decir, la conciencia de una autoría que, llegado el caso, está obligada a dar explicaciones, es el núcleo de una autocomprensión que sólo se abre a la perspectiva del participante y no a la perspectiva del observador, pero que escapa a toda observación científica que quiera revisar esta visión de las cosas.

(…)

Frente a la religión, el common sense ilustrado democráticamente, se atiene a razones que no solamente son aceptables para los miembros de una comunidad de fe. Por eso el Estado

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liberal democrático también despierta a su vez por el lado de los creyentes la sospecha o suspicacia de si la secularización occidental no será una vía de una sola dirección que acaba dejando de lado a la religión.

Y de hecho, el reverso de la libertad religiosa fue una pacificación del pluralismo cosmovisional que supuso una diferencia en las cargas de la prueba. Pues la verdad es que hasta ahora el Estado liberal sólo a los creyentes entre sus ciudadanos les exige que, por así decir, escindan su identidad en una parte privada y en una parte pública. Son ellos los que tienen que traducir sus convicciones religiosas a un lenguaje secular antes de que sus argumentos tengan la perspectiva de encontrar el asentimiento de mayorías. Y así hoy, católicos y protestantes, cuando reclaman para el óvulo fecundado fuera del seno materno el estatus de un portador de derechos fundamentales, hacen la tentativa (quizá algo apresurada) de traducir el carácter de imagen de Dios que tiene la creatura humana al lenguaje secular de la constitución política. La búsqueda de razones que tienen por meta conseguir la aceptabilidad general, sólo dejaría de implicar que la religión queda excluida inequitativamente de la esfera pública, y la sociedad secular sólo dejaría de cortar su contacto con importantes recursos en lo tocante a creación y obtención de sentido de la existencia, si también la parte secular conservase y mantuviese vivo un sentimiento para la fuerza de articulación que tienen los lenguajes religiosos. Los límites entre los argumentos seculares y los argumentos religiosos son límites difusos. Por eso la fijación de esos controvertidos límites debe entenderse como una tarea cooperativa que exige de cada una de las partes ponerse también cada una en la perspectiva de la otra.

El common sense democráticamente ilustrado no es ninguna entidad singular, sino que se refiere a la articulación mental (a la articulación espiritual) de un espacio público de múltiples voces. Las mayorías secularizadas no deben tratar de imponer soluciones en tales asuntos antes de haber prestado oídos a la protesta de oponentes que en sus convicciones religiosas se sienten vulnerados por tales resoluciones; y debe tomarse esa objeción o protesta como una especie de veto retardatorio o suspensivo que da a esas mayorías ocasión de examinar si pueden aprender algo de él.

(…)

El lenguaje del mercado se introduce hoy en todos los poros, y embute a todas las relaciones interhumanas en el esquema de la orientación de cada cual por sus propias preferencias individuales. Pero el vínculo social, que viene trabado por las relaciones de mutuo reconocimiento, no se agota en conceptos tales como el de contrato, el de elección racional y el de maximización de la utilidad.

(…)

Los hijos e hijas no creyentes de la Modernidad parecen creer en tales instantes deberse más cosas y tener necesidad de más cosas que aquéllas que ellos llegan a traducir de las tradiciones religiosas, comportándose en todo caso como si los potenciales semánticos de éstas no estuviesen agotados. Pero precisamente esta ambivalencia en el comportamiento respecto a esos potenciales semánticos de las tradiciones religiosas, puede conducir a la actitud racional de mantener distancia frente a la religión, pero sin cerrarse del todo a su perspectiva. Y esta actitud podría reconducir al camino correcto a esa auto ilustración de una sociedad civil que en

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estos asuntos pudiera verse desgarrada por peleas ideológicas. Las sensaciones morales que hasta ahora sólo en el lenguaje religioso han encontrado una expresión suficientemente diferenciada, pueden encontrar resonancia general tan pronto como se encuentra una formulación salvadora para aquello que ya casi se había olvidado, pero que implícitamente se estaba echando en falta. El encontrar tal formulación sucede raras veces, pero sucede a veces. Una secularización que no destruya, que no sea destructiva, habrá de efectuarse en el modo de la traducción. Y esto es lo que Occidente, es decir, ese Occidente que es hoy un poder secularizador de alcance mundial, puede aprender de su propia historia.

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SUMA CONTRA GENTILES II, 66

Tomás de Aquino15

Some of the early philosophers came near to these through thinking that intellect differs not from sense. But this is impossible. For sense is found in all animals: whereas animals other than man have no intellect.

1. This is evident from the fact that they do diverse and opposite things, not as though they had intelligence, but as moved by nature, performing certain determinate operations that are uniform within the same species: thus every swallow builds its nest in the same say. Therefore intellect is not the same as sense.

2. Further. Sense is not cognizant except of singulars: for every sensitive power knows by individual species, since it receives the species of things in corporeal organs. But the intellect is cognizant of universals, as evidenced by experience. Therefore intellect differs from sense.

3. Moreover. The knowledge of the senses does not extend beyond things corporeal. This is clear from the fact that sensible qualities, which are the proper objects of the senses, are only in corporeal things, and without them the senses know nothing. On the other hand the intellect knows things incorporeal, for instance, wisdom, truth, and the relations of things. Therefore intellect and sense are not the same.

4. Again. Sense knows neither itself nor its operation: for sight neither sees itself, nor sees that it sees, but this belongs to a higher power, as is proved in De Anima. But the intellect knows itself, and knows that it understands. Therefore intellect is not the same as sense.

5. Further. Sense is corrupted by an excelling sensible. But intellect is not corrupted by the excellence of the intelligible; in fact, he who understands greater things, can afterwards better understand lesser things. Therefore the sensitive power differs from the intellective.

15 En este capítulo de la Suma Contra Gentiles -texto dirigido a la conversión de los no-cristianos-, santo Tomás de Aquino intenta demostrar que el entendimiento es diferente al sentido y, por tanto, que el alma humana racional es distinta de la del resto de los animales y capaz de trascendencia. Los argumentos son importantes y vigentes: muestran la reflexividad, apertura y creatividad de la inteligencia humana y son, así, indicio de la espiritualidad en el hombre.

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III. VOLUNTAD Y

AUTODETERMINACIÓN

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EL MUNDO COMO VOLUNTAD Y

REPRESENTACIÓN

Arthur Schopenhauer16

II, 18

De hecho, el significado investigado del mundo que se me presenta como mi representación o como un paso desde ella, no se encontraría nunca como mera representación del sujeto cognoscente, o lo que el mundo pueda ser además de eso, si el investigador mismo no fuera más que un sujeto cognoscente puro (una cabeza angelical alada sin cuerpo). Pero él mismo [el investigador] se enraíza en aquel mundo y se encuentra en él como un individuo, es decir, su conocer –el cual es soporte de y condiciona a todo el mundo como representación- está mediado a través de un cuerpo, cuyas afecciones, como se ha señalado, son el punto de partida para el entendimiento de la intuición de aquel mundo. Este cuerpo es, para el sujeto cognoscente puro como tal, una representación como cualquier otra, un objeto entre objetos: los movimientos y las acciones del mismo no son conocidos para él más que como los cambios de todos los otros objetos visibles, y serían para él igual de ajenos e incomprensibles si el

16 Arthur Schopenhauer (Danzig, 22 de febrero de 1788 — Fráncfort del Meno, Alemania, 21 de septiembre de

1860) fue un filósofo alemán. El mundo como voluntad y representación es el título de su obra capital. Fue publicada por primera vez en 1819. Hemos presentado ya textos sobre la inteligencia humana y su trascendencia. Nos ocuparemos ahora de la otra facultad específicamente humana: la voluntad. Al respecto, es paradigmática, por su radicalidad, la postura de un importante filósofo moderno, Arthur Schopenhauer, quien sostiene que la voluntad es la “cosa en sí” (la única esencia, el único principio) del universo y que la inteligencia es sólo uno de sus efectos, de sus disfraces o de sus manifestaciones (una “representación”). La voluntad es, para Schopenhauer, una fuerza radicalmente ciega e infinita, sin propósito alguno. El concepto mismo de voluntad se radicaliza: no es ya una facultad específicamente humana, en relación con la inteligencia, sino una energía identificable en plantas, animales, e incluso en la naturaleza inerte. En lo vivo se manifiesta como un apego a la vida, una “voluntad de vivir”, que al final explica todos los deseos y la conducta de animales y seres humanos y que, en estos últimos, acaba negando la radicalidad de la inteligencia y la libertad misma. Por esto la vida es puro deseo insatisfecho, sufrimiento o hastío: porque es un deseo siempre incumplido, una voluntad desgarrada. Schopenhauer piensa que conocemos esa voluntad de modo inmediato, a través de nuestro cuerpo, que es pura voluntad; sin embargo, sostiene también que a través de la compasión (que nos conduce a olvidar el propio sufrimiento y a pensar en el de algún otro ser), el ascetismo (que nos lleva a renunciar nuestros deseos) y algunas experiencias de la belleza, el hombre puede negar a la voluntad misma y acceder a un estado de tranquilidad. Como puede verse, ésta es una propuesta antropológica muy particular, derivada de una muy especial y controvertida comprensión de la voluntad, y sin embargo, muy presente en ciertas corrientes actuales de pensamiento, que ven nuestros deseos como una pulsión ciega e indeterminada.

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significado de los mismos no le fuera descifrado de un modo muy distinto. Si no fuera así, él vería su acción seguirse de motivos dados con la constancia de una ley natural, como los cambios de otros objetos por causas, estímulos y motivos. Él no entendería la influencia del motivo mejor que la conexión de cualquier otro efecto que se aparece con su causa. El denominaría arbitrariamente una fuerza, una cualidad o un carácter, a esa esencia interior incomprensible para él de las expresiones y acciones de su cuerpo, pero no tendría ninguna comprensión de ella.

Pero las cosas no son así: más bien al sujeto del conocer que aparece como individuo le está dada la clave del acertijo, y esta clave se llama voluntad. Ésta, y sólo ésta, le da la llave de su propio fenómeno, le revela el significado, le señala la maquinaria interior de su esencia, de su hacer y de sus movimientos. Al sujeto de conocimiento que surge a través de su identidad con el cuerpo como individuo, este cuerpo le es dado de dos modos muy diferentes: por un lado, como representación en una intuición del entendimiento, como objeto entre objetos, y subordinado a las leyes de éstos. Pero a la vez de otro modo muy diferente, es decir, como aquello conocido inmediatamente, a lo que refiere la palabra voluntad. Cada verdadero acto de su voluntad es a la vez y sin remedio un movimiento de su cuerpo: él no puede querer realmente sin percibir a la vez que aparece como movimiento del cuerpo. El acto de la voluntad y la acción del cuerpo no son dos estados objetivamente conocidos como distintos, que el vínculo de la causalidad enlace; no están en relación de causa y efecto, sino que son uno y el mismo, sólo dado de dos modos totalmente diferentes: por un lado, de modo completamente inmediato, y por otro, en la intuición para el entendimiento. La acción del cuerpo no es otra cosa que el acto objetivado de la voluntad, es decir, puesto en la intuición. Después se señalará que esto vale para cada movimiento del cuerpo, no sólo el que se da a partir de motivos, sino también para los que siguen meros estímulos involuntarios; ya que todo el cuerpo no es otra cosa que la voluntad objetivada, es decir, convertida en representación, lo cual se explicará y aclarará a continuación.

En el libro anterior y en el tratado sobre El principio de razón…, con el propósito unilateral del punto de vista de la representación, llamé al cuerpo el objeto inmediato; pero aquí le llamaré, con otra consideración, la objetividad de la voluntad. También podría decirse en otro sentido: la voluntad es el conocimiento a priori del cuerpo, y el cuerpo es el conocimiento a posteriori de la voluntad.

II, 21

Yo digo que quien haya alcanzado conmigo esta convicción, verá cómo ella, desde sí misma, se convierte en la llave para el conocimiento de la esencia interior de la naturaleza en su conjunto, en tanto que esto también se transfiere a cualquier otro fenómeno, que a él no le sea dado en un conocimiento inmediato como el suyo propio, junto al mediato, sino [que le sea dado] sólo del último modo [de modo mediato] y unilateralmente, sólo como representación. No sólo reconocerá aquella voluntad como la esencia interior en aquellos fenómenos que son muy similares al suyo propio –en seres humanos y animales- , sino que la reflexión ulterior le conducirá también a la fuerza que pulsa y vegeta en la planta, a la fuerza a través de la cual el cristal se cristaliza, a esa por la cual el magneto apunta al Polo Norte, a esa por la que la descarga surge del contacto de metales heterogéneos, a esa por la que parece haber huida y búsqueda, separación y unión en las afinidades de la materia, y al final incluso en el peso, el cual se esfuerza tan poderosamente en toda materia, para atraer la piedra a la Tierra y la Tierra

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al Sol…- todo esto sólo es distinto en el fenómeno; según su esencia interior ha de reconocerse como lo mismo, como aquello que es lo inmediatamente, íntimamente y mejor conocido que todo lo demás, eso que ahí donde se da con la mayor claridad se llama voluntad.

Esta aplicación de la reflexión es lo único que nos permite ir más allá del fenómeno y apuntar a la cosa en sí. El fenómeno se llama representación y nada más: toda representación, del tipo que sea, todo objeto, es fenómeno. Cosa en sí es sólo la voluntad: como tal no es representación, sino algo absolutamente distinto de ella; es eso de lo cual toda representación y todo objeto es el aparecer, la visibilidad y la objetividad. Es lo más interior, el núcleo, de cada individuo y del todo: aparece en cada fuerza natural ciega y aparece también en el actuar reflexionado del ser humano; la gran diferencia entre ambas sólo se encuentra en el grado del aparecer, no en la esencia de lo que aparece.

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MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL

Friedrich Nietzsche17

I, 19

Los filósofos suelen hablar de la voluntad como si fuera la cosa más conocida del mundo; así Schopenhauer dio a entender que la voluntad nos sería propia y completamente conocida, sin reducción ni agregados. Pero v se me ha antojado siempre que Schopenhauer, también en este caso, sólo ha hecho lo que los filósofos suelen hacer: ha asumido un prejuicio popular y lo ha exagerado.

El querer me parece ante todo algo complejo, algo que sólo tiene unidad en la palabra – y aún en una palabra donde se inmiscuye el prejuicio popular, que es lo que en todo tiempo ha dominado la prudencia de los filósofos.

Seamos nosotros, por una vez, más prudentes, seamos “no filósoficos”- digamos: en cada querer hay en primer lugar una pluralidad de sentimientos, es decir: el sentimiento del estado de donde se parte, el sentimiento del estado a donde se apunta, el sentimiento de este “de dónde” y “a dónde”, e incluso un sentimiento muscular acompañante que, sin poner en movimiento aún brazos y piernas, empieza su propio juego a través de un cierto tipo de costumbre, en cuanto nosotros “queremos”.

Así como debe reconocerse que sentir, y sentir de muchos modos, es un ingrediente del querer, también ha de reconocerse que lo es el pensar: en cada acto de la voluntad se da un

17 Friedrich Wilhelm Nietzsche (Röcken, 15 de octubre de 1844 – Weimar, 25 de agosto de 1900) fue un

filósofo, poeta, músico y filólogo alemán, considerado uno de los pensadores modernos más influyentes del siglo XIX. Una vez que hemos visto, en el texto de Schopenhauer, cómo este filósofo entiende a la voluntad como el único principio de la Naturaleza y como una fuerza ciega e irracional, revisamos a uno de los seguidores críticos de la filosofía schopenhaueriana: Friedrich Nietzsche. Mientras Schopenhauer pretendía fundar una ética para que los seres humanos aprendiéramos a renunciar a la voluntad y así entráramos en una especie de “nirvana” en la que no se desea nada y por tanto no se sufre, aunque ello suponga renunciar al mundo, Nietzsche saca consecuencias muy distintas de la teoría de que la voluntad es el único principio de las cosas. La voluntad no tiene, para Nietzsche, la unidad y consistencia que tenía para Schopenhauer. Además, piensa Nietzsche, la voluntad sólo se quiere a sí misma, es decir, se “curva” sobre sí misma y sólo desea una mayor efectividad como voluntad; es decir, toda voluntad es “voluntad de poder”. Para Nietzsche, los valores, los principios morales, los sentimientos de compasión o de amistad, no son sino máscaras de una voluntad de dominación y de poder, disfraces que ocultan la radicalidad de la violencia y de la ley del más fuerte, por la cual se rige todo. Estos razonamientos nietzscheanos nos obligan a replantear, desde la metafísica y la antropología filosófica, cuál es el ser de la voluntad y sus relaciones con la inteligencia y con el ser mismo del mundo.

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pensamiento de dominación; - y no se debe creer que este pensamiento se pueda separar del querer, como si así aún quedara voluntad.

En tercer lugar, la voluntad no es sólo un complejo de sentir y de pensar, sino ante todo un afecto, y en concreto el afecto de dominar. Eso que se llama “libertad de la voluntad” es esencialmente el afecto de superioridad con vistas a aquel que tiene que obedecer. “Yo soy libre”, “él tiene que obedecer” – esta conciencia se adhiere a la voluntad y aún aquella tensión de la atención, aquella mirada que exclusivamente se fija en alguna cosa, aquella valoración incondicional de “ahora se hace esto y no se necesita otra cosa”, aquella conciencia interior de eso que debe ser obedecido, y así todo lo que pertenece al estado del que ordena. Un ser humano que quiere –manda algo en sí, que se obedece o que cree que se obedece.Véase ahora que lo más maravilloso de la voluntad es que en ella hay múltiples cosas para las cuales el pueblo sólo tiene una palabra: en tanto nosotros en dados casos somos a la vez los que ordenan y los que obedecen, y como obedientes conocemos los sentimientos del coaccionar, el empujar, el presionar, el oponer, el mover, los cuales suelen empezar justo tras el acto de la voluntad; en tanto nosotros por otro lado tenemos la costumbre de pasar por alto y engañarnos respecto a esa dualidad por medio del concepto sintético del “Yo”, al querer se han adjuntado toda una red de claves erróneas y por tanto de valoraciones falsas de la voluntad misma – de forma que el que quiere cree con buena fe que querer basta para la acción. Porque, en la mayor parte de los casos, sólo se ha querido donde es lícito esperar el efecto del ordenar, es decir, el obedecer y así la acción, así se ha traducido la apariencia en un sentimiento como si hubiera la necesidad del efecto. Basta que el que quiere crea, con algún grado de seguridad, que la voluntad y la acción son una sola cosa; él le atribuye el resultado de la realización del querer a la voluntad misma y disfruta de un sentimiento, de aquel sentimiento de poder que trae consigo todo logro.

“Libertad de la voluntad” – ésa es la expresión para un múltiple estado de placer del que quiere, que ordena y se identifica con el que realiza, que disfruta como tal el triunfo sobre los obstáculos y juzga como si fuera su voluntad la que ha superado los obstáculos. El que quiere asume de esta forma el sentimiento de placer de las herramientas exitosas, de las “subvoluntades” o de las “subalmas” –nuestro mismo cuerpo es una construcción social de muchas almas- que le son útiles para su sentimiento de placer como el que ordena. El efecto soy yo – se da aquí lo que pasa en toda comunidad bien construida y feliz: que la clase dominante se identifica con el éxito del ser común. En todo querer se trata, en todo caso, de ordenar y obedecer. Sobre la base, como se ha dicho, de una construcción social de muchas almas: por eso un filósofo debe asumir el derecho de tomar el querer en sí mismo bajo la perspectiva de la moral: moral entendida como doctrina de las relaciones de dominio, bajo las cuales surge ese fenómeno llamado vida.

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SUMA TEOLÓGICA Q. 82, A.2 Y 3

Tomás de Aquino18

a.2

Whether the Will Desires of Necessity, Whatever It Desires?

Objection 1: It would seem that the will desires all things of necessity, whatever it desires. For Dionysius says (Div. Nom. IV) that "evil is outside the scope of the will." Therefore the will tends of necessity to the good which is proposed to it.

Obj. 2: Further, the object of the will is compared to the will as the mover to the thing movable. But the movement of the movable necessarily follows the mover. Therefore it seems that the will's object moves it of necessity.

Obj. 3: Further, as the thing apprehended by sense is the object of the sensitive appetite, so the thing apprehended by the intellect is the object of the intellectual appetite, which is called the will. But what is apprehended by the sense moves the sensitive appetite of necessity: for Augustine says (Gen. ad lit. IX, 14) that "animals are moved by things seen." Therefore it seems that whatever is apprehended by the intellect moves the will of necessity.

On the contrary, Augustine says (Retract. I, 9) that "it is the will by which we sin and live well," and so the will extends to opposite things. Therefore it does not desire of necessity all things whatsoever it desires.

I answer that, The will does not desire of necessity whatsoever it desires. In order to make this evident we must observe that as the intellect naturally and of necessity adheres to the first principles, so the will adheres to the last end, as we have said already (A. 1). Now there are some things intelligible which have not a necessary connection with the first principles; such as contingent propositions, the denial of which does not involve a denial of the first principles. And to such the intellect does not assent of necessity. But there are some propositions which

18 Para fundamentar una opinión crítica frente a los voluntarismos antes revisados, la equilibrada postura de Tomás de Aquino ofrece una buena base. En estos textos de la Suma Teológica, el Aquinate se plantea si nuestra voluntad es libre, cara a la necesaria búsqueda humana de la felicidad e incluso a la contemplación de Dios como fin último de la existencia del hombre. El segundo fragmento responde también a una inquietud humana fundamental y a una de las cuestiones que ya veíamos presente en los textos antes antologados: ¿qué es más relevante: la inteligencia o la voluntad? ¿Es más importante o más digno conocer la verdad o buscar el bien? La respuesta tomista se aleja de todo radicalismo (tanto intelectualista como voluntarista) y ofrece una respuesta matizada, de acuerdo a los objetos con los que se enfrentan ambas facultades.

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have a necessary connection with the first principles: such as demonstrable conclusions, a denial of which involves a denial of the first principles. And to these the intellect assents of necessity, when once it is aware of the necessary connection of these conclusions with the principles; but it does not assent of necessity until through the demonstration it recognizes the necessity of such connection. It is the same with the will. For there are certain individual goods which have not a necessary connection with happiness, because without them a man can be happy: and to such the will does not adhere of necessity. But there are some things which have a necessary connection with happiness, by means of which things man adheres to God, in Whom alone true happiness consists. Nevertheless, until through the certitude of the Divine Vision the necessity of such connection be shown, the will does not adhere to God of necessity, nor to those things which are of God. But the will of the man who sees God in His essence of necessity adheres to God, just as now we desire of necessity to be happy. It is therefore clear that the will does not desire of necessity whatever it desires.

Reply Obj. 1: The will can tend to nothing except under the aspect of good. But because good is of many kinds, for this reason the will is not of necessity determined to one.

Reply Obj. 2: The mover, then, of necessity causes movement in the thing movable, when the power of the mover exceeds the thing movable, so that its entire capacity is subject to the mover. But as the capacity of the will regards the universal and perfect good, its capacity is not subjected to any individual good. And therefore it is not of necessity moved by it.

Reply Obj. 3: The sensitive power does not compare different things with each other, as reason does: but it simply apprehends some one thing. Therefore, according to that one thing, it moves the sensitive appetite in a determinate way. But the reason is a power that compares several things together: therefore from several things the intellectual appetite—that is, the will—may be moved; but not of necessity from one thing.

a.3

Whether the Will Is a Higher Power Than the Intellect?

Objection 1: It would seem that the will is a higher power than the intellect. For the object of the will is good and the end. But the end is the first and highest cause. Therefore the will is the first and highest power.

Obj. 2: Further, in the order of natural things we observe a progress from imperfect things to perfect. And this also appears in the powers of the soul: for sense precedes the intellect, which is more noble. Now the act of the will, in the natural order, follows the act of the intellect. Therefore the will is a more noble and perfect power than the intellect.

Obj. 3: Further, habits are proportioned to their powers, as perfections to what they make perfect. But the habit which perfects the will—namely, charity—is more noble than the habits which perfect the intellect: for it is written (1 Cor. 13:2): "If I should know all mysteries, and if I should have all faith, and have not charity, I am nothing." Therefore the will is a higher power than the intellect.

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On the contrary, The Philosopher holds the intellect to be the higher power than the intellect.

I answer that, The superiority of one thing over another can be considered in two ways: "absolutely" and "relatively." Now a thing is considered to be such absolutely which is considered such in itself: but relatively as it is such with regard to something else. If therefore the intellect and will be considered with regard to themselves, then the intellect is the higher power. And this is clear if we compare their respective objects to one another. For the object of the intellect is more simple and more absolute than the object of the will; since the object of the intellect is the very idea of appetible good; and the appetible good, the idea of which is in the intellect, is the object of the will. Now the more simple and the more abstract a thing is, the nobler and higher it is in itself; and therefore the object of the intellect is higher than the object of the will. Therefore, since the proper nature of a power is in its order to its object, it follows that the intellect in itself and absolutely is higher and nobler than the will. But relatively and by comparison with something else, we find that the will is sometimes higher than the intellect, from the fact that the object of the will occurs in something higher than that in which occurs the object of the intellect. Thus, for instance, I might say that hearing is relatively nobler than sight, inasmuch as something in which there is sound is nobler than something in which there is color, though color is nobler and simpler than sound. For as we have said above (Q. 16, A. 1; Q. 27, A. 4), the action of the intellect consists in this—that the idea of the thing understood is in the one who understands; while the act of the will consists in this—that the will is inclined to the thing itself as existing in itself. And therefore the Philosopher says in Metaph. VI (Did. v, 2) that "good and evil," which are objects of the will, "are in things," but "truth and error," which are objects of the intellect, "are in the mind." When, therefore, the thing in which there is good is nobler than the soul itself, in which is the idea understood; by comparison with such a thing, the will is higher than the intellect. But when the thing which is good is less noble than the soul, then even in comparison with that thing the intellect is higher than the will. Wherefore the love of God is better than the knowledge of God; but, on the contrary, the knowledge of corporeal things is better than the love thereof. Absolutely, however, the intellect is nobler than the will.

Reply Obj. 1: The aspect of causality is perceived by comparing one thing to another, and in such a comparison the idea of good is found to be nobler: but truth signifies something more absolute, and extends to the idea of good itself: wherefore even good is something true. But, again, truth is something good: forasmuch as the intellect is a thing, and truth its end. And among other ends this is the most excellent: as also is the intellect among the other powers.

Reply Obj. 2: What precedes in order of generation and time is less perfect: for in one and in the same thing potentiality precedes act, and imperfection precedes perfection. But what precedes absolutely and in the order of nature is more perfect: for thus act precedes potentiality. And in this way the intellect precedes the will, as the motive power precedes the thing movable, and as the active precedes the passive; for good which is understood moves the will.

Reply Obj. 3: This reason is verified of the will as compared with what is above the soul. For charity is the virtue by which we love God.

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CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA: TERCER

CONFLICTO DE LA ANTINOMIA

TRASCENDENTAL (A444 B 472 – A452

B480)

Immanuel Kant19

Tesis

La causalidad según leyes de la naturaleza no es la única de donde los fenómenos del mundo pueden ser todos deducidos. Es necesario admitir además, para la explicación de los mismos, una causalidad por libertad.

Prueba

Admítase que no hay otra causalidad más que la causalidad según leyes de la naturaleza; entonces todo lo que ocurre presupone un estado anterior el cual, inevitablemente y según una regla, sigue. Ahora bien, ese mismo estado anterior debe ser algo que ha ocurrido (que ha llegado a ser en el tiempo, en donde antes no era); porque si siempre hubiera sido, su consecuencia no se hubiera originado, sino que también hubiera sido siempre. Así pues, la causalidad de la causa, por la cual algo ocurre, es ella misma algo ocurrido y que, según leyes de

19 Immanuel Kant (Königsberg, Prusia, 22 de abril de 1724 – 12 de febrero de 1804) fue un filósofo de la Ilustración. Es el primero y más importante representante del idealismo alemán y está considerado como uno de los pensadores más influyentes de la Europa moderna y de la filosofía universal. Ya en el texto anterior veíamos las reflexiones de Tomás de Aquino respecto a si la voluntad humana es libre. El tema ha sido planteado con urgencia también en la filosofía moderna, en la que ciertas interpretaciones de la ciencia positiva han querido poner en entredicho la capacidad humana para la autodeterminación. En el siguiente texto -el célebre pasaje del tercer conflicto de la antinomia de la razón pura-, Kant se plantea la cuestión en su radicalidad: pareciera que, o todo está determinado por la causalidad natural como presupone el enfoque científico del mundo, o hay libertad entendida como la capacidad de iniciar, desde la propia voluntad humana, una cadena causal independiente, sin una causa anterior que la determine. Kant plantea los argumentos a favor de una y otra postura, y finalmente, él resuelve su oposición con elementos de su propio idealismo trascendental, que no nos ocuparán en este contexto. Presentamos sólo el texto sobre la antinomia misma, para plantear el problema entre causalidad y libertad en toda su magnitud.

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la naturaleza, supone a su vez un estado anterior y la causalidad de éste; éste a su vez supone otro más antiguo y así sucesivamente. Si pues todo ocurre según meras leyes de la naturaleza, no hay nunca más que un comienzo subalterno, nunca un primer comienzo y, así pues, en general, no hay integridad en la serie por el lado de las causas, engendrándose unas a otras. Ahora bien, la ley de la naturaleza consiste precisamente en que nada ocurre sin causa suficiente determinada a priori. Así pues, la proposición de que toda causalidad sólo es posible según leyes naturales, se contradice a sí misma, en su universalidad ilimitada; y esa causalidad no puede por tanto admitirse como única. Según esto, hay que admitir una causalidad por la cual algo ocurra, sin que la causa de ello sea determinada por otra causa anterior según leyes necesarias; es decir, que hay que admitir una espontaneidad absoluta de las causas, para comenzar por sí una serie de fenómenos que transcurren según leyes naturales; por lo tanto, la libertad transcendental, sin la cual en el curso mismo de la naturaleza nunca es completa la serie sucesiva de los fenómenos por el lado de las causas.

Antítesis

No hay libertad alguna, sino que todo, en el mundo, ocurre solamente según leyes de la naturaleza.

Prueba

Suponed que haya una libertad, en sentido transcendental, como especie particular de causalidad según la cual los acontecimientos del mundo puedan seguirse, una facultad de comenzar absolutamente un estado y por ende también una serie de consecuencias del mismo; entonces comenzará absolutamente por medio de esa espontaneidad no sólo una serie, sino la

determinación de esa espontaneidad misma a la producción de la serie, es decir que comenzará absolutamente la causalidad, de suerte que nada preceda, por donde la acción que está ocurriendo sea determinada según leyes constantes. Mas todo comienzo de acción presupone un estado de la causa no operante aún y un comienzo dinámicamente primero de la acción presupone un estado que no tenga, con el anterior de esa misma causa, ninguna conexión de causalidad, es decir, que no se siga de él en modo alguno. Así pues, la libertad transcendental es contraria a la ley causal y semejante enlace de los estados sucesivos de causas eficientes -según el cual no es posible unidad alguna de la experiencia y que por lo tanto no se encuentra en ninguna experiencia- es, por ende, un ente vano, fingido por el pensamiento. No tenemos, pues, más que la naturaleza, en donde hemos de buscar la conexión y el orden de los acontecimientos del mundo. La libertad (independencia) respecto de las leyes de la naturaleza es ciertamente una liberación de la coacción, pero también del hilo conductor de todas las reglas. Pues no puede decirse que, en lugar de las leyes de la naturaleza, entren en la causalidad del curso del mundo leyes de la libertad; pues si ésta fuese determinada según leyes, no sería libertad, sino naturaleza. La naturaleza y la libertad transcendental diferencíanse, pues, como la legalidad y la anarquía; aquella, si bien impone al entendimiento la dificultad de buscar la generación de los acontecimientos siempre más allá en la serie de las causas, puesto que la

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causalidad en ellos es siempre condicionada, en cambio promete una unidad universal y legal de la experiencia; por el contrario la ilusión de la libertad, si bien da descanso al entendimiento que investiga la serie de las causas, conduciéndolo a una causalidad incondicionada que comienza a operar por sí misma, en cambio rompe, porque es ciega, el hilo conductor de las reglas, que es el único que hace posible una experiencia universalmente conexa.

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IV. AFECTIVIDAD Y CARÁCTER

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CARTAS A LUCILIO 11

Lucio Anneo Séneca20

Séneca a su Lucilio saluda,

Habló conmigo un amigo tuyo de buena índole, cuya grandeza de espíritu, ingenio y logros, ya nuestra primera conversación puso en evidencia. Nos dio el sabor de lo que se puede esperar de él. Se expresó sin haber preparado nada de antemano, pues tomado de sorpresa. Al reaccionar, apenas podía ocultar su timidez, buen signo en un joven, tan desde lo profundo irradiaba su rubor. Bien sospecho, que incluso cuando se afirme y libere de todos sus defectos, aun sabio, su rubor lo seguirá. Porque ninguna sabiduría puede eliminar las debilidades naturales del alma o del cuerpo; lo que es inherente y congénito puede ser suavizado por el arte, no vencido.

Aun los más sólidos, una vez frente al público, son invadidos por el sudor de manera similar como suele suceder a los fatigados y acalorados. A algunos les tiemblan las rodillas ni bien se disponen a hablar, a otros se les entrechocan los dientes, la lengua les titubea, o se les pegan los labios: todo esto ni la disciplina ni el hábito extirpa, por el contrario, la naturaleza ejerce su potestad e incluso a los robustísimos sus debilidades les recuerda.

Entre otras cosas está - y sé del mismo - aquel rubor que invade súbitamente incluso a los más graves personajes. Si bien aparece mayormente en los jóvenes, más ardientes y de frente más delicada, también toca a los veteranos y a los viejos. Algunos nunca son más de temer que cuando ruborizan, como si entonces se vaciaren de toda vergüenza.

Sila era en efecto violentísimo cuando la sangre invadía su faz. Nadie era más impresionable que Pompeyo: nunca podía evitar ruborizarse en presencia de muchos o en asambleas. Fabiano, recuerdo, habiendo sido llevado como testigo al senado, se sonrojó, y tal pudor le convenía maravillosamente.

20 Séneca (Córdoba, 4 a. C.- Roma, 65) fue un filósofo romano conocido por sus obras de carácter moralista. Hijo del orador Marco Anneo Séneca, fue tutor y consejero del emperador Nerón.Ya que hemos revisado textos clásicos sobre inteligencia y voluntad, antologamos ahora algunos textos sobre otra dimensión humana: la afectividad, lo relativo a los sentimientos. Incluimos aquí un fragmento de la Carta 11 de Séneca a su amigo Lucilio, donde el filósofo estoico hace anotaciones respecto al rubor que causan la vergüenza y la timidez. El texto es interesante porque nos muestra el reconocimiento de que hay un elemento natural, corpóreo y en buena medida temperamental, en muchas de nuestras reacciones afectivas. La sabiduría y los buenos hábitos, si bien no pueden extirpar del todo estas tendencias o inclinaciones que cada uno tiene por naturaleza, sí pueden darles cauce o atenuarlas, e incluso darles un buen uso y hacer que colaboren para los fines de una vida bien estructurada.

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No sucede esto por flaqueza de la mente sino por la novedad del evento, que si no desmorona a los inexpertos, turba aquellos de naturaleza sensible o físicamente predispuestos. Así como algunos tienen buena sangre, en otros es vehemente y móvil, pronta a repartirse en el rostro.

Esto, como dije, ninguna sabiduría lo suprime: tendría la naturaleza bajo control si pudiere erradicar todo defecto. Aquellos atribuidos por los albures del nacimiento y la constitución física, aunque sean intensa y largamente combatidos por el espíritu, siguen adheridos: no podemos ni vetarlos ni convocarlos.

Los artistas en escena, que imitan afectos, que expresan temores y trepidaciones, que representan la tristeza, imitan el pudor con gestos: bajan la cabeza, hablan en voz baja, fijan y mantienen la vista en el suelo. No pueden controlar por sí mismos el rubor: ni impedirlo ni provocarlo. En esto, la Sapiencia, no promete ni progresa; el rubor sólo se obedece a sí mismo: sin mandato viene, sin mandato se aleja…

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REPÚBLICA IV (439A-441C)

Platón21

Sócrates [discute con Glaucón sobre cómo distintos deseos interactúan con la razón y entre sí]

- ¿No incluyes la sed en el número de las cosas que tienen relación con otras y que se refiere a alguna cosa?

Glaucón

- Sí, a la bebida.

Sócrates

- De manera que tal sed tiene relación con tal bebida, mientras que la sed en sí no es la sed de una tal bebida, buena o mala, en grande o en pequeña, sino simplemente la bebida.

Glaucón

-Sin duda.

Sócrates

-Por consiguiente, el alma de un hombre que meramente tiene sed, no desea otra cosa que beber. Esto es lo que quiere y esto es lo único a que se dirige.

21 Uno de los puntos más desconcertantes, pero también más interesantes, de lo que nos enseñan los filósofos

griegos acerca del alma humana, es el de su “división” o sus “partes”. No resulta, al principio, evidente, por qué Platón, y a su modo Aristóteles, quienes reconocen que el alma es inmaterial, hablan después de una cierta división en ella y distinguen sus dimensiones y sus facultades. ¿No sería mejor hablar del alma como una unidad absolutamente simple? Lo cierto es que existen experiencias humanas que parecen contradecir la unidad del alma. Si la razón es lo que orienta nuestra conducta, ¿cómo podemos explicar que a veces hagamos cosas que nuestra razón nos presenta como malas o inconvenientes, y sin embargo las deseamos y las llevamos a cabo?, ¿por qué no hacemos cosas que, a la luz de la razón, son adecuadas?, ¿por qué se presentan los conflictos de deseos, si el alma humana es unitaria? ¿Es verdadera la tesis filosófica -que se atribuye, quizá erróneamente, a Sócrates - de que “nadie hace el mal a propósito”? Y si así fuera ¿entonces por qué culpamos a quien actúa mal, si actúa por ignorancia respecto a lo que es mejor? ¿Cómo conseguir la armonía entre las diversas “partes” del alma? Este texto de la República de Platón pone las bases de la discusión de estos problemas mediante una particular división del alma humana y una propuesta concreta para su armonización y la unidad de la vida intelectual y afectiva. De un modo muy sugerente, Platón propone también en estos pasajes que el orden y unidad de la ciudad y de la organización política y social, debe basarse en el mismo modelo que da orden y armonía al alma.

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Glaucón

- Es evidente.

Sócrates

- Y así, cuando busca la bebida y hay algo que le separa de su propósito, es imposible que sea el mismo principio el que le obliga a abstenerse y el que le excita a la sed y le arrastra como una bestia hacia la bebida. Porque ya dijimos, que un mismo principio no puede producir dos efectos opuestos con relación al mismo objeto.

Glaucón

- Eso no puede ser.

Sócrates

- Lo mismo que no habría razón para decir, a mi juicio, de un arquero, que con sus dos manos atrae el arco hacia sí y le rechaza al mismo tiempo, sino que debe decirse, que atrae el arco hacia sí con una mano y le rechaza con la otra.

Glaucón

- Muy bien.

Sócrates

- ¿No hay personas que tienen sed y no quieren beber?

Glaucón

- Se encuentran muchas veces y en gran número.

Sócrates

-¿Que puede pensarse de tales personas, sino que hay en su alma un principio, que les ordena beber, y otro que se lo prohíbe y que puede más que el primero? Yo así lo pienso. Este principio que les prohíbe beber ¿no es la razón? El que los lleva y los arrastra a ello, ¿no es un resultado de la enfermedad o de una cierta disposición?

Glaucón

- Sí.

Sócrates

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- Tenemos, pues, derecho para decir que son estos principios distintos, y para llamar razón a esta parte de nuestra alma, que es el principio del razonamiento, y apetito sensitivo, privado de razón, amigo de los goces y de los placeres, a esta otra parte del alma, que es el principio del amor, del hambre, de la sed y de los demás deseos.

Glaucón

- Quizá pertenece al apetito sensitivo.

Sócrates

- Me contaron una cosa que tengo por verdadera, y es la siguiente: Leoncio, hijo de Aglaion, volviendo un día del Pireo, percibió de lejos, a lo largo de la muralla septentrional, unos cadáveres tendidos en el lugar destinado a las ejecuciones de los reos, y sintió a la vez un deseo violento de aproximarse para verlos y un temor mezclado de aversión a la vista de cuadro semejante. Al pronto resistió y se tapó la cara, pero cediendo al fin a la violencia de su deseo, se dirigió hacia los cadáveres, y abriendo los ojos cuanto pudo, exclamó: “¡Y bien! ¡Desgraciados, gozad anchamente de tan magnífico espectáculo!”

Glaucón

-He oído referir lo mismo.

Sócrates

- Este suceso nos hace ver que la cólera se opone algunas veces en nosotros al deseo, y por consiguiente que es una cosa distinta.

Glaucón

- Es cierto.

Sócrates

- ¿No observamos también en muchas ocasiones, que cuando uno es arrastrado por sus deseos a pesar de la razón, se dirige cargos a sí mismo, se irrita contra lo que le hace violencia interiormente, y que en esta especie de discordia, el valor se pone de parte de la razón? ¿No has experimentado en ti mismo y observado en los demás, que la cólera jamás se pone de parte del deseo, cuando la razón decide que nada debe hacerse?

Glaucón

- Seguramente.

Sócrates

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- ¿No es cierto que cuando se cree no tener razón, se nota más generosidad en los sentimientos y menos motivo para enfadarse, aún en medio de los sufrimientos que otro nos proporcione, como el hambre, la sed, o cualquiera otro mal tratamiento, cuando se cree que tiene razón para conducirse de esta manera, y contra el cual, para decirlo de una vez, la cólera no puede despertarse?

Glaucón

- Nada más cierto.

Sócrates

- Pero si estamos persuadidos de que se comete con nosotros una injusticia, ¿no se inflama entonces nuestra cólera, y no se inclina del lado de lo que nos parece justo? En lugar de dejarse dominar por el hambre, el frío o cualquier otro mal tratamiento, ¿no intenta sobreponerse a todo? ¿Cesa ni un solo momento de hacer esfuerzos generosos hasta que ha obtenido satisfacción, o la muerte le ha quitado poder, o la razón, siempre presente en nosotros, le ha apaciguado y dulcificado como un pastor tranquiliza a su perro?

Glaucón

- Esa comparación es tanto más justa, cuanto que, como hemos dicho, los guerreros en nuestro Estado deben estar sometidos a los magistrados, como los perros están a los pastores.

Sócrates

- Comprendes muy bien lo que quiero decir. Pero he aquí una reflexión que te suplico me oigas.

Glaucón

-¿Qué reflexión?

Sócrates

- Que la cólera nos parece ahora una cosa distinta de como la entendimos al principio. Pensábamos que era parte del apetito sensitivo, y ahora estamos muy distantes de pensarlo así, y vemos que cuando se suscita en el alma alguna rebelión, la cólera toma siempre las armas en favor de la razón.

Glaucón

- Es cierto

Sócrates

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- ¿Y es diferente de la razón o tiene algo de común con ella, de suerte que no haya en el alma más que dos partes, la razonable y la concupiscible? O más bien, así como nuestro Estado se compone de tres órdenes, mercenarios, guerreros y magistrados, ¿el apetito irascible entra también en el alma como un tercer principio, cuyo destino es secundar la razón siempre que no haya sido corrompido por una mala educación?

Glaucón

- Necesariamente es un tercer principio.

Sócrates

- Muy bien. Pero necesitamos demostrar que es distinto de la razón, como hemos demostrado que es distinto del apetito sensitivo.

Glaucón

- Eso no es difícil. Vemos que los niños apenas salen al mundo, están ya sujetos a la cólera, y que para algunos nunca luce la razón, y en la mayor parte muy tarde.

Sócrates

- Dices muy bien. También puede servir de prueba lo que pasa con los animales. Y asimismo podemos traer a colación el testimonio de Homero citado más arriba: Ulises, golpeándose el pecho, reprende así a su alma (Odisea XX, 17) Es evidente que Homero presenta aquí dos principios distintos: de una parte, la razón, que reprende al valor, después de haber reflexionado sobre lo que conviene hacer o no hacer; de otra, el valor irracional.

Glaucón

-Perfectamente dicho.

Sócrates

-En fin, hemos llegado, aunque con gran dificultad, a mostrar claramente que hay en el alma del hombre tres principios que responden a los tres órdenes del Estado.

Glaucón

- Es cierto.

Sócrates

- ¿No es ahora necesario que el particular sea prudente de la misma manera y en la misma forma que el Estado?

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Glaucón

-Sí

Sócrates

- ¿Que el particular sea valiente de la misma manera y por el mismo camino que el Estado? En una palabra, que todo lo que contribuye a la virtud, se encuentre lo mismo en uno que en otro.

Glaucón

-Sin duda.

Sócrates

- Por lo tanto, mi querido Glaucón, diremos que lo que hace al Estado justo, hace igualmente justo al particular.

Glaucón

-Esa es una consecuencia necesaria.

Sócrates

- No hemos olvidado que el Estado es justo, cuando cada uno de los tres órdenes que lo componen hace únicamente lo que es su deber.

Glaucón

- No creo que lo hayamos olvidado.

Sócrates

- Acordémonos de que cada uno de nosotros será justo y cumplirá su deber, cuando cada una de las partes de sí mismo realice su tarea.

Glaucón

- Sí, es preciso no olvidarlo.

Sócrates

-¿No pertenece a la razón mandar, puesto que en ella es donde reside la prudencia, y que a ella toca también la inspección sobre toda el alma? ¿Y no toca a la cólera la obediencia y secundarla?

Glaucón

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-Sí.

Sócrates

-¿Y cómo se podrá mantener un perfecto acuerdo entre estas dos partes sino mediante esa mezcla de la música y de la gimnasia de que hablamos más arriba, y cuyo efecto será, de una parte, nutrir y fortificar la razón con buenos preceptos y con el estudio de las ciencias, y de otra, dulcificar y apaciguar el valor por el encanto de la medida y de la armonía?

Glaucón

-Yo no veo otro medio.

Sócrates

- Estas dos partes del alma, así educadas e instruidas en su deber gobernarán el apetito sensitivo que ocupa la mayor parte de nuestra alma y que es insaciable por su naturaleza. Tendrá buen cuidado de que, después de haberse aumentado y fortificado con el goce de los placeres del cuerpo, no salga de los límites de su deber y no pretenda arrogarse sobre el alma una autoridad que no le pertenece, y que producirá en el conjunto un extraño desorden.

Glaucón

-Sin duda

Sócrates

-En caso de un ataque exterior, tomarán las mejores medidas para la seguridad del alma y del cuerpo. La razón deliberará; la cólera combatirá, y secundada por el valor, ejecutará las órdenes de la razón.

Glaucón

-Muy bien.

Sócrates

-El hombre merece el nombre de valiente, cuando esta parte de su alma, donde reside la cólera, sigue constantemente en medio de los placeres y de las penas las órdenes de la razón sobre lo que es o no es de temer.

Glaucón

-Sí.

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Sócrates

- Es prudente mediante esta pequeña parte de su alma, que manda y da órdenes, y que es la única que sabe lo que es útil a cada una de las otras partes y a toda juntas.

Glaucón

- Es cierto.

Sócrates

-¿Y no es también templada mediante la amistad y la armonía que reinan entre la parte que manda y las que obedecen, cuando éstas dos últimas están de acuerdo en que a la razón corresponde mandar y que no debe disputársele la autoridad?

Glaucón

-La templanza no puede tener otro principio, sea en el Estado, sea en el particular.

Sócrates

-En fin, mediante todo lo que hemos dicho repetidas veces, será también justo.

Glaucón

-Sin contradicción.

Sócrates

-¿Hay por ahora algo que nos impida reconocer que la justicia en el individuo es la misma que en el Estado?

Glaucón

-No lo creo.

Sócrates

-Si en este punto nos quedase alguna duda, la haríamos desparecer atendiendo a los absurdos que de lo contrario se seguirían.

Glaucón

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-¿Cuáles?

Sócrates

-Por ejemplo; si respecto de nuestro Estado y del individuo formado sobre este modelo por la naturaleza y por la educación, se trata de examinar si este hombre podría convertir en su provecho un depósito de otro o de plata; ¿crees que nadie le supondría capaz de un hecho semejante, sino aquellos que no están como él formados según el modelo de un Estado justo?

Glaucón

-No lo pienso.

Sócrates

-¿No será asimismo incapaz de robar los templos, dilapidar y hacer traición al Estado o a sus amigos?

Glaucón

-Sí.

Sócrates

-¿De faltar en manera alguna a sus juramentos y a sus promesas?

Glaucón

-Sin duda.

Sócrates

-El adulterio, la falta de respeto para con sus padres y de veneración para con los dioses: he aquí faltas de las que será menos capaz que otro cualquiera.

Glaucón

-Sí.

Sócrates

-La causa de todo esto ¿no es la subordinación establecida entre las partes de su alma y la aplicación de cada una de ellas a cumplir sus deberes?

Glaucón

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-No puede ser otra.

Sócrates

-Pero, ¿conoces tu alguna otra virtud, que no sea la justicia, que pueda formar hombres de este carácter?

Glaucón

-No, seguramente.

Sócrates

-Vemos, pues, ahora con toda claridad lo que al principio no hacíamos más que entrever. Apenas habíamos echado los cimientos de nuestro Estado, cuando, gracias a alguna divinidad, hemos encontrado como un modelo de justicia.

Glaucón

-Es cierto.

Sócrates

-Y así, mi querido Glaucón, cuando exigíamos que el que hubiese nacido para zapatero o carpintero o para cualquier otro arte, desempeñase bien su oficio y no se mezclase en otra cosa, nosotros trazábamos entonces la imagen de la justicia, y de ese modo llegamos a conseguir nuestro objetivo.

Glaucón

-Evidentemente.

Sócrates

-La justicia, en efecto es algo semejante a lo que prescribíamos, en concepto de lo que no se detiene en las acciones exteriores del hombre, sino que arregla el interior, no permitiendo que ninguna de las partes del alma haga otra cosa que lo que le concierne y prohibiendo que las unas se entrometan en las funciones de las otras. Quiere que el hombre, después de haber ordenado a cada una de las funciones que le son propias; después de haberse hecho dueño de sí mismo y de haber establecido el orden y la concordia entre estas tres partes, haciendo que reine entre ellas perfecto acuerdo, como entre los tres tonos extremos de la armonía, la octava, el bajo u la quinta, y los demás tonos intermedios, si los hubiere; después de haber ligado unos con otros todos los elementos que le componen, de suerte que de su reunión resulte un todo bien arreglado y bien concertado; quiere, repito, que cuando el hombre comience a obrar, ya se proponga a reunir riquezas o cuidar su cuerpo, ya consagrarse a la vida privada o a la vida pública; que en todas estas circunstancias dé el nombre de acción justa y bella a la que crea y mantiene en él este buen orden, y el nombre de prudencia a la ciencia que preside a las

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acciones de esta naturaleza; que, por lo contrario llame acción injusta a la que destruye en él este orden, e ignorancia a la opinión que preside a una acción semejante.

Glaucón

-Mi querido Sócrates, nada más verdadero que lo que dices.

Sócrates

-Por lo tanto, no temamos engañarnos si aseguramos que hemos encontrado lo que un hombre justo, un Estado justo, y en que consiste la justicia.

Glaucón

-Nada tenemos que temer.

Sócrates

-¿Lo podremos asegurar?

Glaucón

.Sí; ¡por Júpiter!

Sócrates

-Sea así, y ahora me parece que nos falta examinar lo que es la injusticia.

Glaucón

-Sin duda.

Sócrates

-¿Puede ser otra cosa que una sedición de las tres partes del alma, que se extralimitan entrando en lo que no es de su incumbencia, usurpando atribuciones ajenas; una sublevación de la parte contra el todo, para arrogarse un autoridad que no le pertenece, porque por su naturaleza está hecha para obedecer a lo que está hecho para mandar? De aquí, diremos nosotros, de este desorden, de esta turbación, es de donde nace la intemperancia y la injusticia, la ignorancia y la cobardía, en una palabra, todos los vicios…

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ÉTICA NICOMAQUEA VII, 6

Aristóteles22

La intemperancia en la cólera es menos culpable que la intemperancia en los deseos

Hagamos ver también que es menos vergonzoso ceder con intemperancia a la cólera, que dejarse dominar por el empuje de los deseos. A mi parecer, la cólera que nos inflama el corazón escucha aún la razón hasta cierto punto; sólo que la escucha mal, al modo de esos servidores que llevados de un excesivo celo corren antes de haber oído lo que se les dice y se engañan después al cumplir con la orden que se les encomienda; o como los perros que, antes de ver si es conocido el que llega, ladran sólo por haber oído el ruido. Esto es lo que hace el corazón, que cediendo a su ardor y a su impetuosidad natural y sin oír de la razón más que alguna cosa y no la orden entera que ella daba, se precipita a la venganza. El razonamiento o la imaginación le han revelado que existe un insulto o un desdén; y en el momento, el corazón, deduciendo por una especie de silogismo que es preciso combatir a este enemigo, se enfurece y ataca en el acto. En cuanto al deseo, basta que la razón o la sensibilidad le digan que tal objeto es agradable, para que se lance en el momento a su goce.

Así la cólera hasta cierto punto obedece más a la razón. El deseo no la obedece en nada; es más vergonzoso que la cólera; porque el intemperante en la cólera se deja conducir hasta cierto grado por la razón, mientras que el otro que no sabe domar sus deseos, se ve dominado por ellos y no cede nada a aquella. Por otra parte admite siempre más excusa seguir los movimientos naturales, como es siempre más disculpable ceder a estas pasiones que son patrimonio común de todos los hombres, cuando como los demás uno cede a ellas. La cólera misma con sus violencias es algo más natural que los arrebatos producidos por estos deseos, que nos conducen a cometer excesos y que no responden a necesidades precisas. Es como aquel hombre que creía excusarse de haber golpeado a su padre, diciendo: «Mi padre pegaba al suyo; su padre pegaba igualmente a nuestro abuelo; y este recién nacido, añadía, mostrando a su hijo, este inocente a su vez me pegará a mí cuando sea grande; porque es esto entre nosotros un hábito de familia.» También puede citarse aquel desgraciado que arrastrado por su hijo, decía a éste que se detuviera al umbral de la puerta, porque su padre, cuando le había arrastrado a él, jamás había pasado del mismo.

22 El fenómeno del que antes hemos hablado - cuando la inteligencia nos señala algo como malo, y sin embargo

lo hacemos, movidos por el apetito- es conocido como ―incontinencia‖. En este texto de la Ética Nicomaquea, Aristóteles hace algunas distinciones respecto a los tipos de incontinencia que pueden presentarse según las diversas pasiones o afecciones anímicas del ser humano. La falta de control de la ira difiere, en cierta medida, de la falta de control de los deseos más básicos (hambre, cansancio, deseo sexual, por ejemplo). El pasaje invita a reflexionar sobre las diversas dimensiones de la afectividad humana y cómo encauzarlas virtuosamente para que operen de acuerdo a la razón.

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Puede añadirse, que los más culpables son en general los que disimulan sus designios y sus travesuras. El hombre que obra arrastrado por el corazón no oculta sus proyectos, y lo mismo hace la cólera, la cual se pone siempre en evidencia. El deseo es, por lo contrario, como Venus, si hemos de creer los retratos que de ella se hacen:

«La pérfida Cipride que sabe urdir artificios.»

O también como el ceñidor de que habla Homero:

«...Este divino talismán.

Lazo en que podía caer hasta el corazón de un sabio.»

Por consiguiente, si esta clase de intemperancia disimulada es más culpable y más vergonzosa que la de la cólera, podría casi decirse que es la intemperancia absoluta y el vicio propiamente dicho. Pero hay más: no se sufre cuando se dirige un insulto a otro; pero cuando se obra movido por la cólera se obra siempre con un vivo sufrimiento, mientras que el que insulta sólo encuentra placer en ello. Luego si las acciones contra las que puede uno indignarse con más razón, son también las más culpables, la intemperancia, resultado del deseo, será más culpable que la intemperancia en la cólera; porque no hay insulto en la cólera.

Concluyamos, pues, de nuevo que la intemperancia a que nos arrastran los deseos es más vergonzosa que la de la cólera; y que la templanza, así como la intemperancia, se aplica a las pasiones y a los placeres puramente corporales. Estos puntos están ya puestos muy en claro. Pero es preciso además recordar aquí cuáles son las diferentes especies de placeres. Como ya se dijo al principio de la discusión, unos son propios del hombre y son naturales en su género y en su intensidad; otros son placeres brutales; otros, en fin, no son más que resultado de dolencias o efecto de enfermedades. Las ideas de sobriedad y de incontinencia no pueden aplicarse más que a los primeros; y he aquí por qué no puede decirse de los animales, sino por metáfora, que son sobrios o incontinentes; como cuando se quiere señalar una especie de animales respecto de otra por la diferencia de sus condiciones de incontinencia, de lascivia o de voracidad. La causa de esto es que los animales no tienen libre albedrío, ni razonamiento; y son extraños a la naturaleza racional, poco más o menos como los dementes entre los hombres. La brutalidad, por otra parte, es un menor mal que el vicio, por más que sus efectos sean más terribles; el principio superior no está pervertido en el bruto como lo está en el hombre vicioso; pero es que el bruto no le posee. Es como si se comparara un ser animado con otro inanimado, para saber cuál de los dos es el más vicioso; porque un ser es siempre menos malo y menos pernicioso cuando no tiene el principio que corrompe al otro; y este principio en el caso actual es la inteligencia. También puede decirse, que es como si se quisiera comparar la injusticia con el hombre injusto; en ciertos conceptos se encontraría, alternativamente, que uno de los dos términos es más malo que el otro. Pero un hombre malo puede hacer diez mil veces más mal que una bestia feroz.

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MANUAL

Epicteto23

En cuanto a todas las cosas que existen en el mundo, unas dependen de nosotros, otras no dependen de nosotros. De nosotros dependen; nuestras opiniones, nuestros movimientos, nuestros deseos, nuestras inclinaciones, nuestras aversiones; en una palabra, todas nuestras acciones.

Las cosas que no dependen de nosotros son: el cuerpo, los bienes, la reputación, la honra; en una palabra, todo lo que no es nuestra propia acción.

Las cosas que dependen de nosotros son por naturaleza libres, nada puede detenerlas, ni obstaculizarlas; las que no dependen de nosotros son débiles, esclavas, dependientes, sujetas a mil obstáculos y a mil inconvenientes, y enteramente ajenas.

Recuerda pues que, si tú crees libres a las cosas por naturaleza esclavas, y propias a las que dependen de otro encontrarás obstáculos a cada paso, estarás afligido, alterado, e increparás a Dios y a los Hombres. En cambio si tú tienes, a lo que te pertenece, como propio y, a lo ajeno como de otro, nunca, nadie te forzará a hacer lo que no quieres ni te impedirá hacer lo que quieres. No increparás a nadie, ni acusarás a persona alguna; no harás ni la más pequeña cosa, que no desees; nadie, entonces, te hará mal alguno, y no tendrás enemigos, pues nada aceptarás que te sea perjudicial.

Aspirando entonces a tan grandes bienes, recuerda que tú no debes trabajar mediocremente para lograrlos, y que en lo que concierne a las cosas exteriores, debes

23 Epicteto (Hierápolis, 55 – Nicópolis, 135) fue un filósofo griego, de la escuela estoica, que vivió parte de su vida como esclavo en Roma. Hasta donde se sabe, no dejó obra escrita, pero de sus enseñanzas se conservan un Enchyridion o 'Manual', y unos Discursos, editados por su discípulo Flavio Arriano. En la discusión sobre las pasiones y la afectividad del ser humano y sobre cómo afectan nuestra vida, es obligado revisar la propuesta de la filosofía estoica. Esta escuela helenística defiende una ética centrada en la autarquía individual: en que el ser humano conserve el control racional de sus acciones y consiga la ataraxia, es decir, la falta de perturbación afectiva, ante todo lo que sucede en el mundo, que ocurre de un modo determinista y que no se puede cambiar. La clave para este control de la afectividad radica en que no son los sucesos del mundo lo que nos afecta, sino nuestros propios juicios sobre el mundo. De modo que la sabiduría y la felicidad (que para los estoicos se identifican) se alcanzan mediante una constante vigilancia de uno mismo y del modo de juzgar sobre el mundo. Si bien este control racional sobre las pasiones resulta, a muchos, demasiado frío o autosuficiente, la ética estoica defiende una idea de libertad interior digna de ser considerada en cualquier estudio antropológico. El pasaje que aquí presentamos corresponde al Manual, compendio de las clases del célebre estoico Epicteto -un esclavo liberto de la época imperial- que hizo su discípulo Arriano y que ha sido uno de los textos morales más influyentes en la historia del pensamiento.

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enteramente renunciar a algunas y diferir otras. Pues si buscas armonizarlas, y ambicionas estos bienes y también riquezas y honores, quizá no obtengas ni siquiera éstos últimos, por desear también los otros; pero con toda seguridad, no obtendrás los únicos bienes con los que logras tu libertad y felicidad.

Así, ante toda fantasía perturbadora, está presto a decir: “Tú no eres sino una imaginación, y en absoluto eres lo que parece”, enseguida examínala con atención y ponla a prueba, para ello sírvete de las reglas que tienes, principalmente con esta primera que es: si la cosa que te hace penar es del número de aquellas que dependen de nosotros o de aquellas que no están en nuestro poder, di sin titubear: “Esa en nada me atañe”.

-

Recuerda pues que el objeto de tus deseos es obtener lo que tú deseas, lo que anhelas; tú no te lamentarás de nadie, no acusarás a nadie, no harás nada, ni siquiera la cosa más pequeña, sin que corresponda a tú deseo; entonces, nadie te hará mal, y no tendrás enemigos, pues nada que no desees te motivará.

Y que el objeto de tus temores, es evitar lo que temes. Quien no logra lo que desea es desafortunado, y quien cae en lo que teme es miserable. Si no rechazas sino lo que no corresponde a tu verdadero bien, y que depende sólo de ti, entonces nunca caerás en lo que no deseas. En cambio si te empeñas en huir de lo que temes, como la muerte, la enfermedad, la pobreza, serás miserable.

Si tal ha sido tu elección, conduce entonces tus miedos, y pásalos de las cosas que no dependen de nosotros, a las que sí dependen; y, en cuanto a los deseos, suprímelos enteramente, por el momento. Pues si tú deseas alguna cosa que no está en nuestro poder, necesariamente, estarás fracasado; y, en cuanto a las cosas que están en nuestro poder, no estás en estado aún de saber cuál es la que deseas. Mientras lo sabes, conténtate por el momento con escucharte y analizar las cosas, pero lentamente, siempre con reservas y sin prisa pero sin pausa.

Ante cada una de las cosas que te divierten, que sirven para tus necesidades, o que amas, no olvides decirte a ti mismo lo que ellas verdaderamente son. Incluso para las cosas más insignificantes. Si amas un cántaro, dítelo, que amas un cántaro; y si él se estropea, tú no te perturbarás. Si amas tu hijo, o tu mujer, dítelo a ti mismo que amas a un ser mortal; que si acaba por morir, no te turbarás.

-

Cuando estés por emprender alguna cosa, pon en tu pensamiento lo que para ti es la cosa que tú vas a hacer. Si vas a bañarte, representa-te lo que ordinariamente pasa en las piscinas públicas, que allí se tira al agua, que allí empujan, que allí se dicen injurias, que allí se roba. Irás, después de esto, con toda probabilidad, a lo que vas, si te dices esto: “Deseo bañarme pero también, deseo conservar mi libertad y mi independencia, verdadera herencia de mi naturaleza” Y así con cada cosa que llegue. Pues, de esta manera, si algún obstáculo impide

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que te bañes, harás rápidamente esta reflexión: “No quería solamente bañarme, sino también conservar mi libertad y mi independencia; y no las conservaría si me altero”.

-

Lo que turba a los hombres no son las cosas, sino las opiniones que de ellas se hacen. Por ejemplo, la muerte no es algo terrible, pues, si lo fuera, a Sócrates le hubiera parecido terrible; por el contrario lo terrible es la opinión de que la muerte sea terrible. Por lo que, cuando estamos contrariados, turbados o tristes, no acusemos a los otros sino a nosotros mismos, es decir, a nuestras opiniones.

Acusar a los otros por nuestros fracasos es de ignorantes; no acusar más que a sí mismo es de hombres que comienzan a instruirse; y no acusar ni a sí mismo ni a los otros, es de un hombre ya instruido.

-

Así como en un viaje por mar, cuando tu barco entra a un puerto, y se te envía por agua, puedes, por el camino, recoger mariscos o acumular champiñones, pero no alejas tu pensamiento del barco, volteando seguido la cabeza, temeroso de que el capitán no te llame, y si te llama, sea preciso arrojarlo todo y correr, a fin de que, al hacerte esperar, no tengas que ser arrojado al barco atado de pies y manos como a una bestia. Es lo mismo en el camino de esta vida: si, en lugar de un marisco o de un champiñón, se te da una mujer o un niño, tú puedes tomarlos, pero si el capitán te llama, es preciso correr al barco y dejar todo, sin mirar atrás. Y, si eres viejo, no te alejes mucho del navío, no sea que si el capitán llega a llamarte no estés en estado de seguirlo.

-

No pidas que las cosas lleguen como tú las deseas, sino deséalas tal como lleguen, y prosperarás siempre.

-

La enfermedad es un obstáculo para el cuerpo, pero no para la voluntad, a menos que ésta esté debilitada. “Soy discapacitado”. He aquí un impedimento para mis pies, pero en lo absoluto para mi voluntad. Para todos los accidentes que te lleguen, dítelo de este modo, y encontrarás que este es un impedimento para cualquiera otra cosa, y no para ti.

En cada cosa que se presente, recuerda entrar en ti mismo y buscar allí alguna virtud que tengas para hacer uso adecuado de este objeto. Si ves a un joven o a una niña bellos, encontrarás para tales objetos, una virtud; abstenerte. Si es algo que fatiga, algún trabajo, encontrarás; coraje; si son injurias, afrentas, encontrarás; resignación y paciencia.

Si así te acostumbras a desplegar, en cada accidente, la virtud que la naturaleza te ha dado para el combate, tus fantasías no te cautivarán nunca.

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-

Nunca digas respecto a nada “Lo he perdido”, sino “Lo he devuelto”. ¿Ha muerto tu hijo? Lo has devuelto. ¿Ha muerto tu mujer? La has devuelto. ¿Te han robado la tierra? También esto has restituido. “Pero, aquel que la ha tomado es un malvado” ¿Y a ti, que te importan las manos por las cuales aquel que te la ha dado a querido retirártela? Mientras Él te la deje, úsala como algo que no te pertenece, como los turistas disfrutan los hoteles.

-

Si quieres progresar en el estudio de la sabiduría deja razonamientos como éstos: “Si descuido mis negocios, pronto estaré arruinado y no tendré de qué vivir; si no llamo la atención a mi empleado se tornará perezoso” Pues vale más, morir de hambre después de haber desterrado las preocupaciones y los miedos que vivir en la abundancia con inquietud y temor. Más vale que tu empleado sea perezoso a que tú seas miserable. Comienza entonces por las pequeñas cosas.

¿La lámpara se te ha caído? ¿Se te ha perdido algo? Dítelo: “Este es el precio con el que se compra la tranquilidad, es este el precio con que se compra la libertad; nada es gratuito”. Cuando llames a tu empleado, piensa que él no puede entenderte, o que, habiéndote entendido, no puede hacer lo que le has pedido. Pero, dirás tú, “mi empleado abusará de mi paciencia y se tornará incorregible”... Sí, pero tú te fortalecerás, pues, gracias a él, aprenderás a ponerte por fuera de toda inquietud o turbación.

-

Si quieres progresar en el estudio de la sabiduría, no rehúses, en las cosas exteriores, pasar por lerdo y por insensato. No busques pasar por sabio, y, si pasas por un personaje en la mente de algunos, desconfía de ti mismo. Pues sábete que no es fácil conservar las dos cosas a la vez: tu voluntad conforme a la naturaleza y las cosas ajenas; sino que es preciso descuidar lo uno si te atareas en lo otro.

-

Si quieres que tus hijos y tu mujer y tus amigos vivan siempre, estás loco; pues quieres que las cosas que no dependen de ti, dependan, y que lo ajeno, sea tuyo. Igual si quieres que tu empleado no cometa falta alguna, estás loco; pues él es tu colaborador y no tú su colaborador, esta es una buena razón.

Si quieres no frustrar tus deseos, tú puedes: sólo desea lo que depende de ti.

El único Amo es el deseo. El verdadero amo de cada uno de nosotros es aquel que tiene el poder de darnos o no, quitarnos o no, lo que deseamos o no. Todo hombre entonces, que quiere ser libre, no desea y no rechaza nada que dependa de otros, de lo contrario, necesariamente será esclavo.

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Podemos aprender, sobre la naturaleza del deseo, a partir de las cosas, sobre las cuales, no discordamos unos de otros. Por ejemplo: cuando un esclavo de otro amo ha roto un utensilio o alguna otra cosa, de éste, no dejas de decirle, para consolarlo, que ha sido un accidente común.

Sábete entonces que, cuando se rompa algo que es tuyo, es preciso que tú estés tan tranquilo como cuando lo de tu vecino ha sido roto. Lleva esta máxima a las cosas más importantes.

Cuando el hijo o la mujer de otro, muere; no hay nadie que no diga que así es la vida. Pero cuando se trata de los hijos o la mujer propia, no se escucha más que lágrimas, gritos, gemidos: “!Que soy de malas!, ¡que estoy perdido!” Es preciso entretanto acordarse de los sentimientos que experimentamos cuando los mismos accidentes le pasan a otros.

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V. PERSONA Y TRASCENDENCIA

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CONFESIONES

Agustín de Hipona24

I,1. Grandes eres, Señor, y muy digno de alabanza; grande tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación; precisamente el hombre, que, revestido de su mortalidad, lleva consigo el testimonio de su pecado y el testimonio de que resistes a los soberbios. Con todo, quiere alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación. Tú mismo le estimulas a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti.

(…)

II,2. Pero, ¿cómo invocaré yo a mi Dios, a mi Dios y mi Señor?, puesto que, en efecto, cuando lo invoco, lo llamo [que venga] dentro de mí mismo. ¿Y qué lugar hay en mí adonde venga mi Dios a mí?, ¿a dónde podría venir Dios en mí, el Dios que ha hecho el cielo y la tierra? ¿Es verdad, Señor, que hay algo en mí que pueda abarcarte? ¿Acaso te abarca el cielo y la tierra, que tú has creado, y dentro de los cuales me creaste también a mí? ¿O es tal vez que, porque nada de cuanto es puede ser sin ti, te abarca todo lo que es?

Pues si yo existo efectivamente, ¿por qué pido que vengas a mí , cuando yo no existiría si tú no estuvieses en mí? No he estado aún en el infierno, mas también allí estás tú. Pues si descendiere a los infiernos, allí estás tú.

Nada sería yo, Dios mío, nada sería yo en absoluto si tú no estuvieses en mí; pero, ¿no sería mejor decir que yo no existiría en modo alguno si no estuviese en ti, de quien, por quien y en quien son todas las cosas? Así es, Señor, así es. Pues, ¿adónde te invoco estando yo en ti, o de dónde has de venir a mí, o a que parte del cielo y de la tierra me habré de alejar para que desde allí venga mi Dios a mí, él, que ha dicho: Yo lleno el cielo y la tierra?

24 Agustín de Hipona, o San Agustín (en latín: Aurelius Augustinus Hipponensis) (Tagaste, 13 de noviembre de

354 – Hippo Regius, 28 de agosto de 430), es junto con Jerónimo de Estridón, Gregorio Magno y Ambrosio de Milán uno de los cuatro más importantes Padres de la Iglesia latina. La lectura completa del libro de las Confesiones de San Agustín sería lo más recomendable para estudiar el tema de la interioridad humana y cómo en ella encontramos una vocación a la trascendencia. Recopilamos aquí solamente algunos pasajes a modo de ejemplo. En ellos, Agustín de Hipona expresa, con un lenguaje bellamente literario, la búsqueda humana de Dios y la comprensión de la divinidad como origen y destino de todas las cosas. El ejercicio autobiográfico de Agustín se resume precisamente en el hallazgo de Dios en su propia interioridad: buscando la verdad sobre su propia identidad, encuentra a Dios; buscando en su interior, encuentra aquello que es superior a él mismo. Apuntamos aquí algunos pasajes en los que Agustín reconoce sus dificultades iniciales para pensar y para aceptar realidades inmateriales, y cómo finalmente lo resuelve de la mano de la filosofía y del Cristianismo, proponiendo un modelo de armonía y mutua colaboración entre fe y razón.

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III,3. ¿Te abarcan, acaso, el cielo y la tierra por el hecho de que los llenas? ¿O es, más bien, que los llenas y aún sobra por no poderte abrazar? ¿Y dónde habrás de echar eso que sobra de ti, una vez lleno el cielo y la tierra? ¿Pero es que tienes tú, acaso, necesidad de ser contenido en algún lugar, tú que contienes todas las cosas, puesto que las que llenas las llenas conteniéndolas? Porque no son los vasos llenos de ti los que te hacen estable, ya que, aunque se quiebren, tú no te has de derramar; y si se dice que te derramas sobre nosotros, no es cayendo tú, sino levantándonos a nosotros; ni es esparciéndote tú, sino recogiéndonos a nosotros.

(…)

IV.8. 8. ¡Cómo ardía, Dios mío, cómo ardía en deseos de remontar el vuelo desde las cosas terrenas hacia ti, sin que yo supiera lo que entonces tú obrabas en mí! Porque en ti está la sabiduría. Y el amor a la sabiduría tiene un nombre en griego, que se dice filosofía, al cual me encendían aquellas páginas. No han faltado quienes han engañado sirviéndose de la filosofía, coloreando y encubriendo sus errores con nombre tan grande, tan dulce y honesto. Mas casi todos los que en su tiempo y en épocas anteriores hicieron tal están indicados y descubiertos en dicho libro. También se pone allí de manifiesto aquel saludable aviso de tu Espíritu, dado por medio de tu siervo bueno y piadoso [Pablo]: Ved que no os engañe nadie con vanas filosofías y argucias seductoras, según la tradición de los hombres, según la tradición de los elementos de este mundo y no según Cristo, porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad. Mas entonces –tú lo sabes bien, luz de mi corazón–, como aún no conocía yo el consejo de tu Apóstol, sólo me deleitaba en aquella exhortación que me excitaba, encendía e inflamaba con su palabra a amar, buscar, lograr, retener y abrazar fuertemente no esta o aquella escuela, sino la Sabiduría misma, dondequiera estuviese. Sólo una cosa enfriaba tan gran incendio, y era el no ver allí escrito el nombre de Cristo. Porque este nombre, Señor, este nombre de mi Salvador, tu Hijo, lo había yo por tu misericordia bebido piadosamente con la leche de mi madre y lo conservaba en lo más profundo del corazón; y así, cuanto estaba escrito sin este nombre, por muy verídico, elegante y erudito que fuese, no me arrebataba del todo.

X.1. Conózcate a ti, Conocedor mío, conózcate a ti como soy conocido. Virtud de mi alma, entra en ella y ajústala a ti, para que la tengas y poseas sin mancha ni ruga. Esta es mi esperanza, por eso hablo; y en esta esperanza me gozo cuando rectamente me gozo. Las demás cosas de esta vida, tanto menos se han de llorar cuanto más se las llora, y tanto más se han de llorar cuanto menos se las llora. He aquí que amaste la verdad, porque el que la obra viene a la luz. Quiérola yo obrar en mi corazón, delante de ti por esta mi confesión y delante de muchos testigos por este mi escrito

8. No con conciencia dudosa, sino cierta, Señor, te amo yo. Heriste mi corazón con tu palabra y te amé. Mas también el cielo y la tierra y todo cuanto en ellos se contiene he aquí que me dicen de todas partes que te ame; ni cesan de decírselo a todos, a fin de que sean inexcusables. Sin embargo, tú te compadecerás más altamente de quien te compadecieres y prestarás más tu misericordia con quien fueses misericordioso: de otro modo, el cielo y la tierra cantarían tus alabanzas a sordos.

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Y ¿qué es lo que amo cuando yo te amo? No belleza de cuerpo ni hermosura de tiempo, no blancura de luz, tan amable a estos ojos terrenos; no dulces melodías de toda clase de cantilenas, no fragancia de flores, de ungüentos y de aromas; no manás ni mieles, no miembros gratos a los amplexos de la carne: nada de esto amo cuando amo a mi Dios. Y, sin embargo, amo cierta luz, y cierta voz, y cierta fragancia, y cierto alimento, y cierto amplexo, cuando amo a mi Dios, luz, voz, fragancia, alimento y amplexo del hombre mío interior, donde resplandece a mi alma lo que no se consume comiendo, y se adhiere lo que la saciedad no separa. Esto es lo que amo cuando amo a mi Dios.

9. Pero ¿y qué es entonces? Pregunté a la tierra y me dijo: «No soy yo»; y todas las cosas que hay en ella me confesaron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos y a los reptiles de alma viva, y me respondieron: «No somos tu Dios; búscale sobre nosotros.» Interrogué a las auras que respiramos, y el aire todo, con sus moradores, me dijo: «Engáñase Anaxímenes: yo no soy tu Dios.» Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas. «Tampoco somos nosotros el Dios que buscas», me respondieron.

Dije entonces a todas las cosas que están fuera de las puertas de mi carne: «Decidme algo de mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de él.» Y exclamaron todas con grande voz: «Él nos ha hecho.» Mi pregunta era mi mirada, y su respuesta, su apariencia. Entonces me dirigí a mí mismo y me dije: «¿Tú quién eres?», y respondí: «Un hombre.» He aquí, pues, que tengo en mí prestos un cuerpo y un alma; la una, interior; el otro, exterior. ¿Por cuál de éstos es por donde debí yo buscar a mi Dios, a quien ya había buscado por los cuerpos desde la tierra al cielo, hasta donde pude enviar los mensajeros rayos de mis ojos? Mejor, sin duda, es el elemento interior, porque a él es a quien comunican sus noticias todos los mensajeros corporales, como a presidente y juez, de las respuestas del cielo, de la tierra y de todas las cosas que en ellos se encierran, cuando dicen: «No somos Dios» y «Él nos ha hecho». El hombre interior es quien conoce estas cosas por ministerio del exterior; yo interior conozco estas cosas; yo, Yo-Alma, por medio del sentido de mi cuerpo. Interrogué, finalmente, a la mole del inundo acerca de mi Dios, y ella me respondió: «No lo soy yo, simple hechura suya»

10. Pero ¿no se muestra esta hermosura a cuantos tienen entero el sentido? ¿Por qué, pues, no habla a todos lo mismo? Los animales, pequeños y grandes, la ven; pero no pueden interrogarla, porque no se les ha puesto de presidente de los nunciadores sentidos a la razón que juzgue. Los hombres pueden, sí, interrogarla, por percibir por las cosas visibles las invisibles de Dios; más hácense esclavos de ellas por el amor, y, una vez esclavos, ya no pueden juzgar. Porque no responden éstas a los que interrogan, sino a los que juzgan; ni cambian de voz, esto es, de aspecto, si uno ve solamente, y otro, además de ver, interroga, de modo que aparezca a uno de una manera y a otro de otra; sino que, apareciendo a ambos, es muda para el uno y habladora para el otro, o mejor dicho, habla a todos, mas sólo aquellos la entienden que confieren su voz, recibida fuera, con la verdad interior. Porque la verdad me dice: «No es tu Dios el cielo, ni la tierra, ni cuerpo alguno.» Y esto mismo dice la naturaleza de éstos, a quien advierte que la mole es menor en la parte que en el todo. Por esta razón eres tú mejor que éstos; a ti te digo; ¡oh alma!, porque tú vivificas la mole de tu cuerpo prestándole vida, lo que ningún cuerpo puede prestar a otro cuerpo. Mas tu Dios es para ti hasta la vida de tu vida.

11. ¿Qué es, por tanto, lo que amo cuando amo yo a mi Dios? ¿Y quién es Él sino el que está sobre la cabeza de mi alma? Por mi alma misma subiré, pues, a él. Traspasaré esta virtud mía por la que estoy unido al cuerpo y llena su organismo de vida, pues no hallo en ella a mi Dios.

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Porque, de hallarle, le hallarían también el caballo y el mulo, que no tienen inteligencia, y que, sin embargo, tienen esta misma virtud por la que viven igualmente sus cuerpos. Hay otra virtud por la que no sólo vivifico, sino también sensifico a mi carne, y que el Señor me fabricó mandando al ojo que no oiga y al oído que no vea, sino a aquél que me sirva para ver, a éste para oír, y a cada uno de los otros sentidos lo que les es propio según su lugar y oficio; las cuales cosas, aunque diversas, las hago por su medio, yo un alma única. Traspasaré aún esta virtud mía, porque también la poseen el caballo y el mulo, pues también ellos sienten por medio del cuerpo.

12. Traspasaré, pues, aun esta virtud de mi naturaleza, ascendiendo por grados hacia aquel que me hizo. Mas heme ante los campos y anchos senos de la memoria donde están los tesoros de innumerables imágenes de toda clase de cosas acarreadas por los sentidos. Allí se halla escondido cuanto pensamos, ya aumentando, ya disminuyendo, ya variando de cualquier modo las cosas adquiridas por los sentidos, y todo cuanto se le ha encomendado y se halla allí depositado y no ha sido aún absorbido y sepultado por el olvido. Cuando estoy allí pido que se me presente lo que quiero, y algunas cosas preséntanse al momento; pero otras hay que buscarlas con más tiempo y como sacarlas de unos receptáculos abstrusos; otras, en cambio, irrumpen en tropel, y cuando uno desea y busca otra cosa se ponen en medio, como diciendo: «¿No seremos nosotras ?» Mas espántolas yo del haz de mi memoria con la mano del corazón, hasta que se esclarece lo que quiero y salta a mi vista de su escondrijo.

Otras cosas hay que fácilmente y por su orden riguroso se presentan, según son llamadas, y ceden su lugar a las que les siguen, y cediéndolo son depositadas, para salir cuando de nuevo se deseare. Lo cual sucede puntualmente cuando narro alguna cosa de memoria.

13. Allí se hallan también guardadas de modo distinto y por sus géneros todas las cosas que entraron por su propia puerta, como la luz, los colores y las formas de los cuerpos, por la vista; por el oído, toda clase de sonidos; y todos los olores por la puerta de las narices; y todos los sabores por la de la boca; y por el sentido que se extiende por todo el cuerpo (tacto), lo duro y lo blando, lo caliente y lo frío, lo suave y lo áspero, lo pesado y lo ligero, ya sea extrínseco, ya intrínseco al cuerpo. Todas estas cosas recibe, para recordarlas cuando fuere menester y volver sobre ellas, el gran receptáculo de la memoria, y no sé qué secretos e inefables senos suyos. Todas las cuales cosas entran en ella, cada una por su propia puerta, siendo almacenadas allí. Ni son las mismas cosas las que entran, sino las imágenes de las cosas sentidas, las cuales quedan allí a disposición del pensamiento que las recuerda. Pero ¿quién podrá decir cómo fueron formadas estas imágenes, aunque sea claro por qué sentidos fueron captadas y escondidas en el interior? Porque, cuando estoy en silencio y en tinieblas, represéntome, si quiero, los colores, y distingo el blanco del negro, y todos los demás que quiero, sin que me salgan al encuentro los sonidos, ni me perturben lo que, extraído por los ojos, entonces considero, no obstante que ellos [los sonidos] estén allí, y como colocados aparte, permanezcan latentes. Porque también a ellos les llamo, si me place, y al punto se me presentan, y con la lengua queda y callada la garganta canto cuanto quiero, sin que las imágenes de los colores que se hallan allí se interpongan ni interrumpan mientras se revisa el tesoro que entró por los oídos. Del mismo modo recuerdo, según me place, las demás cosas aportadas y acumuladas por los otros sentidos, y así, sin oler nada, distingo el aroma de los lirios del de las violetas, y, sin gustar ni tocar cosa, sino sólo con el recuerdo, prefiero la miel al arrope y lo suave a lo áspero .

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14. Todo esto lo hago yo interiormente en el aula inmensa de mi memoria. Allí se me ofrecen al punto el cielo y la tierra y el mar con todas las cosas que he percibido sensiblemente en ellos, a excepción de las que tengo ya olvidadas. Allí me encuentro con mí mismo y me acuerdo de mí y de lo que hice, y en qué tiempo y en qué lugar, y de qué modo y cómo estaba afectado cuando lo hacía. Allí están todas las cosas que yo recuerdo haber experimentado o creído. De este mismo tesoro salen las semejanzas tan diversas unas de otras, bien experimentadas, bien creídas en virtud de las experimentadas, las cuales, cotejándolas con las pasadas, infiero de ellas acciones futuras, acontecimientos y esperanzas, todo lo cual lo pienso como presente. «Haré esto o aquello», digo entre mí en el seno ingente de mi alma, repleto de imágenes de tantas y tan grandes cosas; y esto o aquello se sigue. «;Oh si sucediese esto o aquello» «¡No quiera Dios esto o aquello!» Esto digo en mi interior, y al decirlo se me ofrecen al punto las imágenes de las cosas que digo de este tesoro de la memoria, porque si me faltasen, nada en absoluto podría decir de ellas.

15. Grande es esta virtud de la memoria, grande sobremanera, Dios mío, Penetral amplio e infinito. ¿Quién ha llegado a su fondo? Mas, con ser esta virtud propia de mi alma y pertenecer a mí naturaleza, no soy yo capaz de abarcar totalmente lo que soy. De donde se sigue que es angosta el alma para contenerse a sí misma. Pero ¿dónde puede estar lo que de sí misma no cabe en ella? ¿Acaso fuera de ella y no en ella? ¿Cómo es, pues, que no se puede abarcar?

Mucha admiración me causa esto y me llena de estupor. Viajan los hombres por admirar las alturas de los montes, y las ingentes olas del mar, y las anchurosas corrientes de los ríos, y la inmensidad del océano, y el giro de los astros, y se olvidan de sí mismos, ni se admiran de que todas estas cosas, que al nombrarlas no las veo con los ojos, no podría nombrarlas si interiormente no viese en mi memoria los montes, y las olas, y los ríos, y los astros, percibidos ocularmente, y el océano, sólo creído, con dimensiones tan grandes como si las viese fuera . Y, sin embargo, no es que haya absorbido tales cosas al verlas con los ojos del cuerpo, ni que ellas se hallen dentro de mí, sino sus imágenes. Lo único que sé es por qué sentido del cuerpo he recibido la impresión de cada una de ellas.

16. Pero no son estas cosas las únicas que encierra la inmensa capacidad de mi memoria. Aquí están como en un lugar interior remoto, que no es lugar, todas aquellas nociones aprendidas de las artes liberales, que todavía no se han olvidado. Mas aquí no son ya las imágenes de ellas las que llevo, sino las cosas mismas. Porque yo sé qué es la gramática, la pericia dialéctica, y cuántos los géneros de cuestiones; y lo que de estas cosas sé, está de tal modo en mi memoria que no está allí como la imagen suelta de una cosa, cuya realidad se ha dejado fuera; o como la voz impresa en el oído, que suena y pasa, dejando un rastro de sí por el que la recordamos como si sonara, aunque ya no suene; o como el perfume que pasa y se desvanece en el viento, que afecta al olfato y envía su imagen a la memoria, la que repetimos con el recuerdo; o como el manjar, que, no teniendo en el vientre ningún sabor ciertamente, parece lo tiene, sin embargo, en la memoria; o como algo que se siente por el tacto, que, aunque alejado de nosotros, lo imaginamos con la memoria. Porque todas estas cosas no son introducidas en la memoria, sino captadas solas sus imágenes con maravillosa rapidez y depositadas en unas maravillosas como celdas, de las cuales salen de modo maravilloso cuando se las recuerda.

17. Pero cuando oigo decir que son tres los géneros de cuestiones—si la cosa es, qué es y cuál es—, retengo las imágenes de los sonidos de que se componen estas palabras, y sé que pasaron por el aire con estrépito y ya no existen. Pero las cosas mismas significadas por estos sonidos

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ni las he tocado jamás con ningún sentido del cuerpo, ni las he visto en ninguna parte fuera de mi alma, ni lo que he depositado en mi memoria son sus imágenes, sino las cosas mismas. Las cuales digan, si pueden, por donde entraron en mí. Porque yo recorro todas las puertas de mi carne y no hallo por cuál de ellas han podido entrar. En efecto, los ojos dicen: «Si son coloradas, nosotros somos los que las hemos noticiado.» Los oídos dicen: «Si hicieron algún sonido, nosotros las hemos indicado.» El olfato dice: «Si son olorosas, por aquí han pasado.» El gusto dice también: «Si no tienen sabor, no me preguntéis por ellas.» El tacto dice: «Si no es cosa corpulenta, yo no la he tocado, y si no la he tocado, no he dado noticia de ella.» ¿Por dónde, pues, y por qué parte han entrado en mi memoria? No lo sé. Porque cuando las aprendí, ni fue dando crédito a otros, sino que las reconocí en mi alma y las aprobé por verdaderas y se las encomendé a ésta, como en depósito, para sacarlas cuando quisiera. Allí estaban, pues, y aun antes de que yo las aprendiese; pero no en la memoria. ¿En dónde, pues, o por qué, al ser nombradas, las reconocí y dije: «Así es, es verdad», sino porque ya estaban en mi memoria, aunque tan retiradas y sepultadas como si estuvieran en cuevas muy ocultas, y tanto que, si alguno no las suscitara para que saliesen, tal vez no las hubiera podido pensar?

18. Por aquí descubrimos que aprender estas cosas—de las que no recibimos imágenes por los sentidos, sino que, sin imágenes, como ellas son, las vemos interiormente en sí mismas—no es otra cosa sino un como recoger con el pensamiento las cosas que ya contenía la memoria aquí y allí y confusamente, y cuidar con la atención que estén como puestas a la mano en la memoria, para que, donde antes se ocultaban dispersas y descuidadas, se presenten ya fácilmente a una atención familiar. ¡Y cuántas cosas de este orden no encierra mi memoria que han sido ya descubiertas y, conforme dije, puestas como a la mano, que decimos haber aprendido y conocido! Estas mismas cosas, si las dejo de recordar de tiempo en tiempo, de tal modo vuelven a sumergirse y sepultarse en sus más ocultos penetrales, que es preciso, como si fuesen nuevas, excogitarlas segunda vez en este lugar-—porque no tienen otra estancia—y juntarlas de nuevo para que puedan ser sabidas, esto es, recogerlas como de cierta dispersión, de donde vino la palabra cogitare; porque cogo es respecto de cogito lo que ago de agito y facio de factito. Sin embargo, la inteligencia ha vindicado en propiedad esta palabra para sí, de tal modo que ya no se diga propiamente cogitari de lo que se recoge (colligitur), esto es, de lo que se junta (cogitur) en un lugar cualquiera, sino en el alma.

19. También contiene la memoria las razones y leyes infinitas de los números y dimensiones, ninguna de las cuales ha sido impresa en ella por los sentidos del cuerpo, por no ser coloradas, ni tener sonido ni olor, ni haber sido gustadas ni tocadas. Oí los sonidos de las palabras con que fueron significadas cuando se disputaba de ellas; pero una cosa son aquellos, otra muy distinta éstas. Porque aquellos suenan de un modo en griego y de otro modo en latín; mas éstas ni son griegas, ni latinas, ni de ninguna otra lengua. He visto líneas trazadas por arquitectos tan sumamente tenues como un hilo de araña. Mas aquéllas [las matemáticas] son distintas de éstas, pues no son imágenes de las que me entran por los ojos de la carne, y sólo las conoce quien interiormente las reconoce sin mediación de pensamiento alguno corpóreo. También he percibido por todos los sentidos del cuerpo los números que numeramos; pero otros muy diferentes son aquellos con que numeramos, los cuales no son imágenes de éstos, poseyendo por lo mismo un ser mucho más excelente. Ríase de mí, al decir estas cosas, quien no las vea, que yo tendré compasión de quien se ría de mí.

20. Todas estas cosas téngolas yo en la memoria, como tengo en la memoria el modo como las aprendí. También tengo en ella muchas objeciones que he oído aducir falsísimamente en las

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disputas contra ellas, las cuales, aunque falsas, no es falso, sin embargo, el haberlas recordado y haber hecho distinción entre aquéllas, verdaderas, y éstas, falsas, aducidas en contra. También retengo esto en la memoria, y veo que una cosa es la distinción que yo hago al presente y otra el recordar haber hecho muchas veces tal distinción, tantas cuantas pensé en ellas. En efecto, yo recuerdo haber entendido esto muchas veces, y lo que ahora discierno y entiendo lo deposito también en la memoria, para que después recuerde haberlo entendido al presente. Finalmente, me acuerdo de haberme acordado; como después, si recordare lo que ahora he podido recordar, ciertamente lo recordaré por virtud de la memoria.

21. Igualmente se hallan las afecciones de mi alma en la memoria, no del modo como están en el alma cuando las padece, sino de otro muy distinto, como se tiene la virtud de la memoria respecto de sí. Porque, no estando alegre, recuerdo haberme alegrado; y no estando triste, recuerdo mi tristeza pasada; y no teniendo nada, recuerdo haber temido alguna vez; y no codiciando nada, haber codiciado en otro tiempo. Y al contrario, otras veces, estando alegre, me acuerdo de mi tristeza pasada, y estando triste, de la alegría que tuve. Lo cual no es de admirar respecto del cuerpo, porque una cosa es el alma y otra el cuerpo; y así no es maravilla que, estando yo gozando en el alma, me acuerde del pasado dolor del cuerpo. Pero aquí, siendo la memoria parte del alma—pues cuando mandamos retener algo de memoria, decimos: «Mira que lo tengas en el alma», y cuando nos olvidamos de algo, decimos: «No estuvo en mi alma» y «Se me fue del alma», denominando alma a la memoria misma—, siendo esto así, digo, ¿en qué consiste que, cuando recuerdo alegre mi pasada tristeza, mi alma siente alegría y mi memoria tristeza, estando mi alma alegre por la alegría que hay en ella, sin que esté triste la memoria por la tristeza que hay en ella? ¿Por ventura no pertenece al alma? ¿Quién osará decirlo? ¿Es acaso la memoria como el vientre del alma, y la alegría y tristeza como un manjar, dulce o amargo; y que una vez encomendadas a la memoria son como las cosas transmitidas al vientre, que pueden ser guardadas allí, mas no gustadas? Ridículo sería asemejar estas cosas con aquéllas; sin embargo, no son del todo desemejantes.

22. Mas he aquí que, cuando digo que son cuatro las perturbaciones de alma deseo, alegría, miedo y tristeza, de la memoria lo saco; y cuanto sobre ellas pudiera disputar, dividiendo cada una en particular en las especies de sus géneros respectivos y definiéndolas, allí hallo lo que he de decir y de allí lo saco, sin que cuando las conmemoro recordándolas sea perturbado con ninguna de dichas perturbaciones; y ciertamente, allí estaban antes que yo las recordase y volviese sobre ellas; por eso pudieron ser tomadas de allí mediante el recuerdo. ¿Quizá, pues, son sacadas de la memoria estas cosas recordándolas, como del vientre el manjar rumiando? Mas entonces, ¿por qué no se siente en la boca del pensamiento del que disputa, esto es, de quien las recuerda, la dulzura de la alegría o la amargura de la tristeza? ¿Acaso es porque la comparación que hemos puesto, no semejante en todo, es precisamente desemejante en esto? Porque ¿quién querría hablar de tales cosas si cuantas veces nombramos el miedo o la tristeza nos viésemos obligados a padecer tristeza o temor? Y, sin embargo, ciertamente no podríamos nombrar estas cosas si no hallásemos en nuestra memoria no sólo los sonidos de los nombres según las imágenes impresas en ella por los sentidos del cuerpo, sino también las nociones de las cosas mismas, las cuales no hemos recibido por ninguna puerta de la carne, sino que la misma alma, sintiéndolas por la experiencia de sus pasiones, las encomendó a la memoria, o bien ésta misma, sin haberle sido encomendadas, las retuvo para sí.

23. Mas, si es por medio de imágenes o no, ¿quién lo podrá fácilmente decir? En efecto: nombro la piedra, nombro el sol, y no estando estas cosas presentes en mí sentidos, están

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ciertamente presentes en mi memoria sus imágenes. Nombro el dolor del cuerpo, que no se halla presente en mí, porque no me duele nada, y, sin embargo, si su imagen no estuviera en mi memoria, no sabría lo que decía, ni en las disputas sabría distinguirle del deleite Nombro la salud del cuerpo, estando sano de cuerpo: en este caso tengo presente la cosa misma; sin embargo, si su imagen no estuviese en mi memoria, de ningún modo recordaría lo que quiere significar el sonido de este nombre; ni los enfermos, nombrada la salud, entenderían qué era lo que se les decía, si no tuviesen en la memoria su imagen, aunque la realidad de ella esté lejos de sus cuerpos. Nombro los números con que contamos, y he aquí que ya están en mi memoria, no sus imágenes, sino ellos mismos. Nombro la imagen del sol, y preséntase ésta en mi memoria, mas lo que recuerdo no es una imagen de su imagen, sino esta misma, la cual se me presenta cuando la recuerdo. Nombro la memoria y conozco lo que nombro; pero ¿dónde lo conozco, si no es en la memoria misma? ¿Acaso también ella está presente a sí misma por medio de su imagen y no por sí misma?

24. ¿Y qué cuando nombro el olvido y al mismo tiempo conozco lo que nombro? ¿De dónde podría conocerlo yo si no lo recordase? No hablo del sonido de esta palabra, sino de la cosa que significa, la cual, si la hubiese olvidado, no podría saber el valor de tal sonido. Cuando, pues, me acuerdo de la memoria, la misma memoria es la que se me presenta y a si por sí misma; mas cuando recuerdo el olvido, preséntanseme la memoria y el olvido: la memoria con que me acuerdo y el olvido de que me acuerdo. Pero ¿qué es el olvido sino privación de memoria? Pues ¿cómo está presente en la memoria para acordarme de él, siendo así que estando presente no puedo recordarle? Mas si, es cierto que lo que recordamos lo retenemos en la memoria, y que, si no recordásemos el olvido, de ningún modo podríamos, al oír su nombre, saber lo que por él se significa, síguese que la memoria retiene el olvido. Luego está presente para que no olvidemos la cosa que olvidamos cuando. se presenta. ¿Deduciremos de esto que cuando lo recordamos no está presente en la memoria por sí mismo, sino por su imagen, puesto que, si estuviese presente por sí mismo, el olvido no haría que nos acordásemos, sino que nos olvidásemos? Mas al fin, ¿quién podrá indagar esto? ¿Quién comprenderá su modo de ser?

25. Ciertamente, Señor, trabajo en ello y trabajo en mí mismo, y me he hecho a mí mismo tierra de dificultad y de excesivo sudor. Porque no exploramos ahora las regiones del cielo, ni medimos las distancias de los astros, ni buscamos los cimientos de la tierra; soy yo el que recuerdo, yo el alma. No es gran maravilla si digo que está lejos de mi cuanto no soy yo; en cambio, ¿qué cosa más cerca de mí que yo mismo? Con todo, he aquí que, no siendo este «mí» cosa distinta de mi memoria, no comprendo la fuerza de ésta . Pues ¿qué diré, cuando de cierto estoy que yo recuerdo el olvido? ¿Diré acaso que no está en mi memoria lo que recuerdo? ¿O tal vez habré de decir que el olvido está en mi memoria para que no me olvide? Ambas cosas son absurdísimas. ¿Qué decir de lo tercero? Mas ¿con qué fundamento podré decir que mi memoria retiene las imágenes del olvido, no el mismo olvido, cuando lo recuerda? ¿Con qué fundamento, repito, podré decir esto, siendo así que cuando se imprime la imagen de alguna cosa en la memoria es necesario que primeramente esté presente la misma cosa, para que con ella pueda grabarse su imagen? Porque así es como me acuerdo de Cartago y así de todos los demás lugares en que he estado; así del rostro de los hombres que he visto y de las noticias de los demás sentidos; así de la salud o dolor del cuerpo mismo; las cuales cosas, cuando estaban presentes, tomó de ellas sus imágenes la memoria, para que, mirándolas yo presentes, las repasase en mi alma cuando me acordase de dichas cosas estando ausentes. Ahora bien, si el olvido está en la memoria en imagen no por sí mismo, es evidente que tuvo que estar éste

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presente. para que fuese abstraída su imagen. Mas cuando estaba presente, ¿cómo esculpía en la memoria su imagen, siendo así que el olvido borra con su presencia lo ya delineado? Y, sin embargo, de cualquier modo que ello sea—aunque este modo sea incomprensible e inefable—, yo estoy cierto que recuerdo el olvido mismo con que se sepulta lo que recordamos.

26. Grande es la virtud de la memoria y algo que me causa horror, Dios mío: multiplicidad infinita y profunda. Y esto es el alma y esto soy yo mismo. ¿Qué soy, pues, Dios mío? ¿Qué naturaleza soy? Vida varia y multiforme y sobremanera inmensa. Vedme aquí en los campos y antros e innumerables cavernas de mi memoria, llenas innumerablemente de géneros innumerables de cosas, ya por sus imágenes, como las de todos los cuerpos; ya por presencia, como las de las artes; ya por no sé qué nociones o notaciones, como las de los afectos del alma, las cuales, aunque el alma no las padezca, las tiene la memoria, por estar en el alma cuanto está en la memoria. Por todas estas cosas discurro y vuelo de aquí para allá y penetro cuando puedo, sin que dé con el fin en ninguna parte. ¡Tanta es la virtud de la memoria, tanta es la virtud de la vida en un hombre que vive mortalmente!

¿Qué haré, pues, oh tú, vida mía verdadera, Dios mío? ¿Traspasaré también esta virtud mía que se llama memoria? ¿La traspasaré para llegar a ti, luz dulcísima? ¿Qué dices? He aquí que ascendiendo por el alma hacia ti, que estás encima de mí, traspasaré también esta facultad mía que se llama memoria, queriendo tocarte por donde puedes ser tocado y adherirme a ti por donde puedes ser adherido. Porque también las bestias y las aves tienen memoria, puesto que de otro modo no volverían a sus madrigueras y nidos, ni harían otras muchas cosas a las que se acostumbran, pues ni aun acostumbrarse pudieran a ninguna si no fuera por la memoria. Traspasaré, pues, aun la memoria para llegar a aquel que me separó de los cuadrúpedos y me hizo más sabio que las aves del cielo; traspasaré, sí, la memoria. Pero ¿dónde te hallaré, ¡oh, tú, verdaderamente bueno y suavidad segura!, dónde te hallaré? Porque si te hallo fuera de mi memoria, olvidado me he de ti, y si no me acuerdo de ti, ¿cómo ya te podré hallar?

27. Perdió la mujer la dracma y la buscó con la linterna; mas si no la hubiese recordado, no la hallara tampoco; porque si no se acordara de ella, ¿cómo podría saber, al hallarla, que era la misma? Yo recuerdo también haber buscado y hallado muchas cosas perdidas; y sé esto porque cuando buscaba alguna de ellas y se me decía: «¿Es por fortuna esto?», «¿Es acaso aquello?», siempre decía que «no», hasta que se me ofrecía la que buscaba, de la cual, si yo no me acordara, fuese la que fuese, aunque se me ofreciera, no la hallara, porque no la reconociera. Y siempre que perdemos y hallamos algo sucede lo mismo. Sin embargo, si alguna cosa desaparece de la vista por casualidad—no de la memoria—, como sucede con un cuerpo cualquiera visible, consérvase interiormente su imagen y se busca aquél hasta que es devuelto a la vista; el cual, al ser hallado, es reconocido por la imagen que llevamos dentro. Ni decimos haber hallado lo que había perecido si no lo reconocemos, ni lo podemos reconocer si no lo recordamos; pero esto, aunque ciertamente había perecido para los ojos, mas era retenido en la memoria.

28. ¿Y qué cuando es la misma memoria la que pierde algo, como sucede cuando olvidamos alguna cosa y la buscamos para recordarla? ¿Dónde al fin la buscamos sino en la misma memoria? Y si por casualidad aquí se ofrece una cosa por otra, la rechazamos hasta que se presenta lo que buscamos. Y cuando se presenta decimos: «Esto es»; lo cual no dijéramos si no la reconociéramos, ni la reconoceríamos si no la recordásemos. Ciertamente, pues, la habíamos olvidado. ¿Acaso era que no había desaparecido del todo, y por la parte que era retenida

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buscaba la otra parte? Porque sentíase la memoria no revolver conjuntamente las cosas que antes conjuntamente solía, y como cojeando por la truncada costumbre, pedía que se le volviese lo que la faltaba: algo así como cuando vemos o pensamos en un hombre conocido, y, olvidados de su nombre, nos ponemos a buscarle, a quien no le aplicamos cualquier otro distinto que se nos ofrezca, porque no tenemos costumbre de pensarle con él, por lo que los rechazamos todos hasta que se presenta aquel con que, por ser el acostumbrado y conocido, descansamos plenamente.

Mas éste, ¿de dónde se me presenta sino de la memoria misma? Porque si alguno nos lo advierte, el reconocerlo de aquí viene. Porque no lo aceptamos como cosa nueva, sino que, recordándolo, aprobamos ser lo que se nos ha dicho, ya que, si se borrase plenamente del alma, ni aun advertidos lo recordaríamos. No se puede, pues, decir que nos olvidamos totalmente, puesto que nos acordamos al menos de habernos olvidado y de ningún modo podríamos buscar lo perdido que absolutamente hemos olvidado.

29. ¿Y a ti, Señor, de qué modo te puedo buscar? Porque cuando te busco a ti, Dios mío, la vida bienaventurada busco. Búsquete yo para que viva mi alma, porque si mi cuerpo vive de mi alma, mi alma vive de ti ¿Cómo, pues, busco la vida bienaventurada—porque no la poseeré hasta que diga «Basta» allí donde conviene que lo diga—, cómo la busco, pues?¿Acaso por medio de la reminiscencia, como si la hubiera olvidado, pero conservado el recuerdo del olvido? ¿O tal vez por el deseo de saber una cosa ignorada, sea por no haberla conocido, sea por haberla olvidado hasta el punto de olvidarme de haberme olvidado? ¿Pero acaso río es la vida bienaventurada la que todos apetecen, sin que haya ninguno que no la desee? Pues ¿dónde la conocieron para así quererla? ¿Dónde la vieron para amarla? Ciertamente que tenemos su imagen no sé de qué modo. Mas es diverso el modo de serlo el que es feliz por poseer realmente aquélla y los que son felices en esperanza. Sin duda que éstos la poseen de modo inferior a aquellos que son felices en realidad; con todo, son mejores que aquellos otros que ni en realidad ni en esperanza son felices; los cuales, sin embargo, no desearan tanto ser felices si no la poseyeran de algún modo; y que lo desean es certísimo. Yo no sé cómo lo han conocido y, consiguientemente, ignoro en qué noción la poseen, sobre la cual deseo ardientemente saber si reside en la memoria; porque se está en ésta, ya fuimos en algún tiempo felices: ahora, si todos individualmente o en aquel hombre que primero pecó, y en el cual todos morimos y de quien todos hemos nacido con miseria, no me preocupa por el momento, sino lo que me interesa saber es si la vida bienaventurada está en la memoria; porque ciertamente que no la amaríamos si no la conociéramos. Oímos este nombre y todos confesamos que apetecemos la cosa misma; porque no es el sonido lo que nos deleita, ya que éste, cuando lo oye en latín un griego, no le causa ningún deleite, por ignorar su significado; en cambio, nos lo causa a nosotros—como se lo causaría también a aquél si se la nombrasen en griego—, porque la cosa misma ni es griega ni latina, y ésta es la que desean poseer griegos y latinos, y los hombres de todas las lenguas.

Luego es de todos conocida aquélla; y si pudiesen ser interrogados «si querían ser felices», todos a una responderían sin vacilaciones que querían serlo. Lo cual no podría ser si la cosa misma, cuyo nombre es éste, no estuviese en su memoria.

30. ¿Acaso está así como recuerda a, Cartago quien la ha visto? No; porque la vida bienaventurada no se ve con los ojos, porque no es cuerpo. ¿Acaso como recordamos los números? No; porque el que tiene noticia de éstos no desea ya alcanzarlos; en cambio, la vida

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bienaventurada, aunque la tenemos en conocimiento y por eso la amamos, con todo, la deseamos alcanzar, a fin de ser felices. ¿Tal vez como recordamos la elocuencia? Tampoco; porque aunque al oír este nombre se acuerdan de su realidad aquellos que aún no son elocuentes—y son muchos los que desean serlo, por donde se ve que tienen noticia de ella—, sin embargo, esta noticia les ha venido por los sentidos del cuerpo, viendo a otros elocuentes, y deleitándose con ellos, y deseando ser como ellos, aunque ciertamente no se deleitaran si no fuera por la noticia interior que tienen de ella, ni desearan esto si no se hubiesen deleitado; y la vida bienaventurada no la hemos experimentado en otros por ningún sentido. ¿Será por ventura como cuando recordamos el gozo? Tal vez sea así. Porque así como estando triste recuerdo mi gozo pasado, así siendo miserable recuerdo la vida bienaventurada; por otra parte, por ningún sentido del cuerpo he visto, ni oído, ni olfateado, ni gustado, ni tocado jamás el gozo, sino que lo he experimentado en mi alma cuando he estado alegre, y se adhirió su noticia a mi memoria para que pudiera recordarle, unas veces con desprecio, otras con deseo, según los diferentes objetos del mismo de que recuerdo haberme gozado. Porque también me sentí en algún tiempo inundado de gozo de cosas torpes, recordando el cual ahora lo detesto y execro, así como otras veces de cosas honestas y buenas, el cual lo recuerdo deseándolo; aunque tal vez uno y otro estén ausentes, y por eso recuerde estando triste el pasado gozo.

31. Pues ¿dónde y cuándo he experimentado yo mi vida bienaventurada, para que la recuerde, la ame y la desee? Porque no sólo yo, o yo con unos pocos, sino todos absolutamente quieren ser felices, lo cual no deseáramos con tan cierta voluntad si no tuviéramos de ella noticia cierta. Pero ¿en qué consiste que si se pregunta a dos individuos sí quieren ser militares, tal vez uno de ellos responda que quiere y el otro que no quiere, y, en cambio, si se les pregunta a ambos si quieren ser felices, uno y otro al punto y sin vacilación alguna respondan que lo quieren y que no por otro fin que por ser felices quiere el uno la milicia y el otro no la quiere? ¿No será tal vez porque el uno se goza en una cosa y el otro en otra? De este modo concuerdan todos en querer ser felices, como concordarían, si fuesen preguntados de ello, en querer gozar, gozo al cual llaman vida bienaventurada. Y así, aunque uno la alcance por un camino y otro por otro, uno es, sin embargo, el término adonde todos se empeñan por llegar: gozar. Lo cual, por ser cosa que ninguno puede decir que no ha experimentado, cuando oye el nombre de «vida bienaventurada», hallándolaen la memoria, la reconoce.

32. Lejos, Señor, lejos del corazón de tu siervo, que se confiesa a ti, lejos de mí juzgarme feliz por cualquier gozo que disfrute. Porque hay gozo que no se da a los impíos, sino a los que generosamente te sirven, cuyo gozo eres tú mismo. Y la misma vida bienaventurada no es otra cosa que gozar de ti, para ti y por ti: ésa es y no otra. Mas los que piensan que es otra, otro es también el gozo que persiguen, aunque no el verdadero. Sin embargo, su voluntad no se aparta de cierta imagen de gozo.

33. No es, pues, cierto que todos quieran ser felices, porque los que no quieren gozar de ti, que eres la única vida feliz, no quieren realmente la vida feliz. ¿O es acaso que todos la quieren, pero como la carne apetece contra el espíritu y el espíritu contra la carne para que no hagan lo que quieren, caen sobre lo que pueden y con ello se contentan, porque aquello que no pueden no lo quieren tanto cuanto es menester para poderlo? Porque, si yo pregunto a todos si por ventura querrían gozarse más de la verdad que de la falsedad, tan no dudarían en decir que querían más de la verdad cuanto no dudan en decir que quieren ser felices. La vida feliz es, pues, gozo de la verdad, porque éste gozo de ti, que eres la verdad, ¡oh Dios, luz mía, salud de mi rostro, Dios mío! Todos desean esta vida feliz todos quieren esta vida, la sola feliz; todos

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quieren el gozo de la verdad. Muchos he tratado a quienes gusta engañar; pero que quieran ser engañados, a ninguno. ¿Dónde conocieron, pues, esta vida feliz sino allí donde conocieron la verdad? Porque también aman a ésta por no querer ser engañados, y cuando aman la vida feliz, que no es otra cosa que gozo de la verdad, ciertamente aman la verdad; mas no la amaran si no hubiera en su memoria noticia alguna de ella. ¿Por qué, pues, no se gozan de ella? ¿Por qué no son felices? Porque se ocupan más intensamente en otras cosas que les hacen más bien miserables que felices con aquello que débilmente recuerdan.Pues todavía hay un poco de luz en los hombres: caminen, caminen; no se les echen encima las tinieblas.

34. Pero ¿por qué «la verdad pare el odio» y se les hace enemigo tu hombre, que les predica la verdad, amando como aman la vida feliz, que no es otra cosa que gozo de la verdad? No por otra cosa sino porque de tal modo se ama la verdad, que quienes aman otra cosa que ella quisieran que esto que aman fuese la verdad. Y como no quieren ser engañados, tampoco quieren ser convictos de error; y así, odian la verdad por causa de aquello mismo que aman en lugar de la verdad. Ámanla cuando brilla, ódianla cuando les reprende; y porque no quieren ser engañados y gustan de engañar, ámanla cuando se descubre a sí y ódianla cuando les descubre a ellos. Pero ella les dará su merecido, descubriéndolos contra su voluntad; ellos, que no quieren ser descubiertos por ella, sin que a su vez ésta se les manifieste.

Así, así, aun así el alma humana, aun así ciega y lánguida, torpe e indecente, quiere estar oculta, no obstante que no quiera que se le oculte nada. Mas lo que le sucederá es que ella quedará descubierta ante la verdad sin que ésta se descubra a ella. Pero aun así, miserable como es, quiere más gozarse con las cosas verdaderas que en las falsas. Bienaventurado será, pues, si libre de toda molestia se alegrase de sola la verdad, por quien son verdaderas todas las cosas.

35. Ved aquí cuánto me he extendido por mi memoria buscándote a ti, Señor, y no te hallé fuera de ella. Porque, desde que te conocí no he hallado nada de ti de que no me haya acordado; pues desde que te conocí no me he olvidado de ti. Porque allí donde hallé la verdad, allí hallé a mi Dios, la misma verdad, la cual no he olvidado desde que la aprendí. Así, pues, desde que te conocí, permaneces en mi memoria y aquí te hallo cuando me acuerdo de ti y me deleito en ti. Estas son las santas delicias mías que tú me donaste por tu misericordia, poniendo los ojos en mi pobreza.

36. Pero ¿en dónde permaneces en mi memoria, Señor; en dónde permaneces en ella? ¿Qué habitáculo te has construido para ti en ella? ¿Qué santuario te has edificado? Tú has otorgado a mi memoria este honor de permanecer en ella; mas en qué parte de ella permaneces es de lo que ahora voy a tratar.

Porque cuando te recordaba, por no hallarte entre las imágenes de las cosas corpóreas, traspasé aquellas sus partes que tienen también las bestias, y llegué a aquellas otras partes suyas en donde tengo depositadas las afecciones del alma, que tiene en mi memoria— porque también el alma se acuerda de sí misma—, y ni aun aquí estabas tú; porque así como no eres imagen corporal ni afección vital, como es la que se siente cuando nos alegramos, entristecemos, deseamos, tememos, recordamos, olvidamos y demás cosas por el estilo, así tampoco eres alma , porque tú eres el Señor Dios del alma, y todas estas cosas se mudan, mientras que tú permaneces inconmutable sobre todas las cosas, habiéndote dignado habitar en mi memoria desde que te conocí.

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Mas ¿por qué busco el lugar de ella en que habitas, como si hubiera lugares allí? Ciertamente habitas en ella, porque me acuerdo de ti desde que te conocí, y en ella te hallo cuando te recuerdo.

37. Pues ¿dónde te hallé para conocerte—porque ciertamente no estabas en mi memoria antes que te conociese—, dónde te hallé, pues, para conocerte, sino en ti sobre mí? No hay absolutamente lugar, y nos apartamos y nos acercamos, y, no obstante, no hay absolutamente lugar. ¡ Oh Verdad!, tú presides en todas partes a todos los que te consultan, y a un tiempo respondes a todos los que te consultan, aunque sean cosas diversas. Claramente tú respondes, pero no todos oyen claramente. Todos te consultan sobre lo que quieren, mas no todos oyen siempre lo que quieren. Optimo ministro tuyo es el que no atiende tanto a oír de ti lo que él quisiera cuanto a querer aquello que de ti oyere.

38. ¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serian . Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz.

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SUMA TEOLÓGICA I, Q. 29, A.3 Y 4 (C)

Tomás de Aquino25

a.3, c.

"Person" signifies what is most perfect in all nature—that is, a subsistent individual of a rational nature. Hence, since everything that is perfect must be attributed to God, forasmuch as His essence contains every perfection, this name "person" is fittingly applied to God; not, however, as it is applied to creatures, but in a more excellent way; as other names also, which, while giving them to creatures, we attribute to God; as we showed above when treating of the names of God (Q. 13, A. 2).

a.4. , c

For "person" in general signifies the individual substance of a rational figure. The individual in itself is undivided, but is distinct from others. Therefore "person" in any nature signifies what is distinct in that nature: thus in human nature it signifies this flesh, these bones, and this soul, which are the individuating principles of a man, and which, though not belonging to "person" in general, nevertheless do belong to the meaning of a particular human person.

25 Presentamos ahora dos textos brevísimos de Tomás de Aquino sobre qué significa ser persona. Dado que el

nombre de “persona” asume su pleno significado en el estudio teológico de la Trinidad, primero referimos al texto en el que el Aquinate explica el carácter personal de Dios. Más adelante se presenta el pasaje en el que Aquino, inspirado por la definición de persona de Boecio (“sustancia individual de naturaleza racional”), explica por qué los seres racionales tenemos un ser personal, es decir, individual en grado sumo, irremplazable, único y con un valor absoluto, con dignidad. Ser persona va, pues, más allá de tener un cuerpo humano o ciertas facultades racionales. Si bien no es posible antologar aquí todos los textos relevantes al respecto, sirvan éstos al menos como ejemplo del paradigmático tratamiento tomista de la metafísica del ser personal.

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PENSAMIENTOS

Blaise Pascal26

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Thought constitutes the greatness of man.

347

Man is but a reed, the most feeble thing in nature; but he is a thinking reed. The entire universe need not arm itself to crush him. A vapour, a drop of water suffices to kill him. But, if the universe were to crush him, man would still be more noble than that which killed him, because he knows that he dies and the advantage which the universe has over him; the universe knows nothing of this.

All our dignity consists, then, in thought. By it we must elevate ourselves, and not by space and time which we cannot fill. Let us endeavour, then, to think well; this is the principle of morality.

348

A thinking reed.—It is not from space that I must seek my dignity, but from the government of my thought. I shall have no more if I possess worlds. By space the universe encompasses and swallows me up like an atom; by thought I comprehend the world.

792

The infinite distance between body and mind is a symbol of the infinitely more infinite distance between mind and charity; for charity is supernatural.

26 Blaise Pascal (Clermont-Ferrand, Auvernia, Francia, 19 de junio de 1623 - París, 19 de agosto de 1662) fue un matemático, físico, filósofo y teólogo francés. En estos breves pensamientos de Blaise Pascal se condensan algunas de las ideas más importantes en una comprensión filosófica del ser humano. Pascal es uno de los autores más representativos del pensamiento moderno y a la vez, es un autor con reflexiones tan profundas que parecen superar, por momentos, los mismos límites de la Modernidad. En estas líneas apunta el reconocimiento de la dignidad humana (que radica en la capacidad intelectual, y que constituye al hombre como algo único e infinitamente valioso aun cuando deba reconocer que, desde el punto de vista físico y material, no es más que un ser insignificante en el vasto Universo). Pero también en estos aforismos admite que hay algo que no puede explicarse desde el hombre mismo: el amor, que sería incomprensible desde una perspectiva puramente limitada a la Naturaleza y requiere una explicación de otro orden y más profunda.

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All the glory of greatness has no lustre for people who are in search of understanding.

The greatness of clever men is invisible to kings, to the rich, to chiefs, and to all the worldly great.

The greatness of wisdom, which is nothing if not of God, is invisible to the carnal-minded and to the clever. These are three orders differing in kind.

Great geniuses have their power, their glory, their greatness, their victory, their lustre, and have no need of worldly greatness, with which they are not in keeping. They are seen, not by the eye, but by the mind; this is sufficient.

The saints have their power, their glory, their victory, their lustre, and need no worldly or intellectual greatness, with which they have no affinity; for these neither add anything to them, nor take away anything from them. They are seen of God and the angels, and not of the body, nor of the curious mind. God is enough for them.

Archimedes, apart from his rank, would have the same veneration. He fought no battles for the eyes to feast upon; but he has given his discoveries to all men. Oh! how brilliant he was to the mind!

Jesus Christ, without riches, and without any external exhibition of knowledge, is in His own order of holiness. He did not invent; He did not reign. But He was humble, patient, holy, holy to God, terrible to devils, without any sin. Oh! in what great pomp, and in what wonderful splendour, He is come to the eyes of the heart, which perceive wisdom!

It would have been useless for Archimedes to have acted the prince in his books on geometry, although he was a prince.

It would have been useless for our Lord Jesus Christ to come like a king, in order to shine forth in His kingdom of holiness. But He came there appropriately in the glory of His own order.

It is most absurd to take offence at the lowliness of Jesus Christ, as if His lowliness were in the same order as the greatness which He came to manifest. If we consider this greatness in His life, in His passion, in His obscurity, in His death, in the choice of His disciples, in their desertion, in His secret resurrection, and the rest, we shall see it to be so immense, that we shall have no reason for being offended at a lowliness which is not of that order.

But there are some who can only admire worldly greatness, as though there were no intellectual greatness; and others who only admire intellectual greatness, as though there were not infinitely higher things in wisdom.

All bodies, the firmament, the stars, the earth and its kingdoms, are not equal to the lowest mind; for mind knows all these and itself; and these bodies nothing.

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All bodies together, and all minds together, and all their products, are not equal to the least feeling of charity. This is of an order infinitely more exalted.

From all bodies together, we cannot obtain one little thought; this is impossible, and of another order. From all bodies and minds, we cannot produce a feeling of true charity; this is impossible, and of another and supernatural order.

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FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA

DE LAS COSTUMBRES

Immanuel Kant27

La voluntad es pensada como una facultad de determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación de ciertas leyes. Semejante facultad sólo en los seres racionales puede hallarse. Ahora bien, fin es lo que le sirve a la voluntad de fundamento objetivo de su autodeterminación, y el tal fin, cuando es puesto por la mera razón, debe valer igualmente para todos los seres racionales. En cambio, lo que constituye meramente el fundamento de la posibilidad de la acción, cuyo efecto es el fin, se llama medio. El fundamento subjetivo del deseo es el resorte; el fundamento objetivo del querer es el motivo. Por eso se hace distinción entre los fines subjetivos, que descansan en resortes, y los fines objetivos, que van a parar a motivos y que valen para todo ser racional. Los principios prácticos son formales cuando hacen abstracción de todos los fines subjetivos; son materiales cuando consideran los fines subjetivos y, por tanto, ciertos resortes. Los fines que, como efectos de su acción, se propone a su capricho un ser racional (fines materiales) son todos ellos simplemente relativos, pues sólo su relación con una facultad de desear del sujeto, especialmente constituida, les da el valor, el cual, por tanto, no puede proporcionar ningún principio universal válido y necesario para todo ser racional, ni tampoco para todo querer, esto es, leyes prácticas. Por eso todos esos fines relativos no fundan más que imperativos hipotéticos.

Pero suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que, como fin en sí mismo, pueda ser fundamento de determinadas leyes, entonces en ello y sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la ley práctica.

27 Nos encontramos con uno de los textos más importantes para reflexionar el tema de la dignidad de la persona humana: el escrito de Kant titulado Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Esta obra está dedicada a identificar el principio supremo de la moralidad, que Kant expresa con el “imperativo categórico”, es decir, con un mandato incondicionado, que nos viene dado por la razón, y que permite distinguir lo moralmente bueno de aquello que es éticamente malo y prohibitivo. Dicho imperativo categórico es sólo uno, pero puede expresarse de tres maneras o con tres formulaciones. La que se recoge en el texto aquí antologado es la segunda fórmula, conocida como “Fórmula de la Humanidad”. En ella, el filósofo alemán establece que sólo puede ser buena aquella acción que trata a los seres humanos como fines y no solamente como medios. Esta idea de la dignidad humana, fundada en la razón y la autonomía, impide la instrumentalización de los seres humanos y ofrece un criterio de orientación moral. También incluimos algunos pasajes en los que se conecta la fórmula de la Humanidad con la idea de autonomía. El texto es sumamente fecundo y uno de los más importantes para una reflexión ética y para la consideración de la dignidad humana, que está más allá de cualquier precio o valor relativo.

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Ahora yo digo: el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin. Todos los objetos de las inclinaciones tienen sólo un valor condicionado, pues si no hubiera inclinaciones y necesidades fundadas sobre las inclinaciones, su objeto carecería de valor. Pero las inclinaciones mismas, como fuentes de las necesidades, están tan lejos de tener un valor absoluto para desearlas, más bien debe ser el deseo general de todo ser racional el librarse enteramente de ellas. Así, pues, el valor de todos los objetos que podemos obtener por medio de nuestras acciones es siempre condicionado. Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, empero, si son seres irracionales, un valor meramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio, y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto del respeto). Éstos no son, pues, meros fines subjetivos, cuya existencia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor para nosotros, sino que son fines objetivos, esto es, cosas cuya existencia es en sí misma un fin, y un fin tal, que en su lugar no puede ponerse ningún otro fin para el cual debieran ellas servir de medios, porque sin esto no hubiera posibilidad de hallar en parte alguna nada con valor absoluto; mas si todo valor fuero condicionado y, por tanto, contingente, no podría encontrarse para la razón ningún principio práctico supremo.

Si, pues, ha de haber un principio práctico supremo y un imperativo categórico con respecto a la voluntad humana, habrá de ser tal, que por la representación de lo que es fin para todos necesariamente, porque es fin en sí mismo, constituya un principio objetivo de la voluntad y, por tanto, pueda servir de ley práctica universal. El fundamento de este principio es: la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. Así se representa necesariamente el hombre su propia existencia, y en ese respecto es ella un principio subjetivo de las acciones humanas. Así se representa, empero, también todo ser racional su existencia, a consecuencia del mismo fundamento racional, que para mí vale; es, pues, al mismo tiempo un principio objetivo, del cual, como fundamento práctico supremo, han de poder derivarse todas las leyes de la voluntad. El imperativo práctico será, pues, como sigue: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio.

(...)

Este principio de la humanidad y de toda naturaleza racional en general como fin en sí mismo, principio que es la condición suprema limitativa de la libertad de las acciones de todo hombre, no se deriva de la experiencia: primero, por su universalidad, puesto que se extiende a todos los seres racionales y no hay experiencia que alcance a determinar tanto; segundo, porque en él la humanidad es representada, no como fin del hombre —subjetivo—, esto es, como objeto que nos propongamos en realidad por fin espontáneamente, sino como fin objetivo, que, sean cualesquiera los fines que tengamos, constituye como ley la condición suprema limitativa de todos los fines subjetivos y, por tanto, debe originarse de la razón pura. En efecto, el fundamento de toda legislación práctica hállase objetivamente en la regla y en la forma de la universalidad, que la capacita para ser una ley (siempre una ley natural), según el primer principio; hállase, empero, subjetivamente en el fin. Mas el sujeto de todos los fines es todo ser racional, como fin en sí mismo, según el segundo principio; de donde sigue el tercer principio práctico de la voluntad, como condición suprema de la concordancia de la misma

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con la razón práctica universal, la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora.

Según este principio, son rechazadas todas las máximas que no puedan compadecerse con la propia legislación universal de la voluntad. La voluntad, de esta suerte, no está sometida exclusivamente a la ley, sino que lo está de manera que puede ser considerada como legislándose a sí propia, y por eso mismo, y sólo por eso, sometida a la ley (de la que ella misma puede considerarse autora).

Los imperativos, según el modo anterior de representarlos, a saber: la legalidad de las acciones semejante a un orden natural, o la preferencia universal del fin en pro de los seres racionales en sí mismos, excluía, sin duda, de su autoridad ordenativa toda mezcla de algún interés como resorte, justamente porque eran representados como categóricos. Pero fueron solamente admitidos como imperativos categóricos, pues había que admitirlos así si se quería explicar el concepto de deber. Pero no podía demostrarse por sí que hubiere proposiciones prácticas que mandasen categóricamente, como tampoco puede demostrarse ahora en este capítulo. Pero una cosa hubiera podido suceder, y es que la ausencia de todo interés en el querer por deber, como característica específica que distingue el imperativo categórico del hipotético, fuese indicada en el imperativo mismo por medio de alguna determinación contenida en él, y esto justamente es lo que ocurre en la tercera fórmula del principio que ahora damos; esto es, en la idea de la voluntad de todo ser racional como voluntad legisladora universal.

Pues si pensamos tal voluntad veremos que una voluntad subordinada a leyes puede, sin duda, estar enlazada con esa ley por algún interés; pero una voluntad que es ella misma legisladora suprema no puede, en cuanto que lo es, depender de interés alguno, pues tal voluntad dependiente necesitaría ella misma de otra ley que limitase el interés de su egoísmo a la condición de valer por ley universal.

Así, pues, el principio de toda voluntad humana como una voluntad legisladora por medio de todas sus máximas universalmente, si, en efecto, es exacto, sería muy apto para imperativo categórico, porque, en atención a la idea de una legislación universal, no se funda en interés alguno y es, de todos los imperativos posibles, el único que puede ser incondicionado, o aún mejor, invirtiendo la oración: si hay un imperativo categórico (esto es, una ley para toda voluntad de un ser racional), sólo podrá mandar que se haga todo por la máxima de una voluntad tal que pueda tenerse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora respecto del objeto, pues sólo entonces es incondicionado el principio práctico y el imperativo a que obedece, porque no puede tener ningún interés como fundamento.

Y no es de admirar, si consideramos todos los esfuerzos emprendidos hasta ahora para descubrir el principio de la moralidad, que todos hayan fallado necesariamente. Veíase al hombre atado por su deber a leyes: mas nadie cayó en pensar que estaba sujeto a su propia legislación, si bien ésta es universal, y que estaba obligado solamente a obrar de conformidad con su propia voluntad legisladora, si bien ésta, según el fin natural, legisla universalmente. Pues cuando se pensaba al hombre sometido solamente a una ley (sea la que fuere), era preciso que esta ley llevase consigo algún interés, atracción o coacción, porque no surgía como ley de

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su propia voluntad, sino que esta voluntad era forzada, conforme a la ley, por alguna otra cosa a obrar de cierto modo. Pero esta consecuencia necesaria arruinaba irrevocablemente todo esfuerzo encaminado a descubrir un fundamento supremo del deber. Pues nunca se obtenía deber, sino necesidad de la acción por cierto interés, ya fuera este interés propio o ajeno. Pero entonces el imperativo había de ser siempre condicionado y no podía servir para el mandato moral. Llamaré a este principio el de la autonomía de la voluntad, en oposición a cualquier otro que, por lo mismo, calificaré de heteronomía.

El concepto de todo ser racional, que debe considerarse, por las máximas todas de su voluntad, como universalmente legislador, para juzgarse a sí mismo y a sus acciones desde ese punto de vista, conduce a un concepto relacionado con él y muy fructífero, el concepto de un reino de los fines.

Por reino entiendo el enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes. Mas como las leyes determinan los fines, según su validez universal, resultará que, si prescindimos de las diferencias personales de los seres racionales y asimismo de todo contenido de sus fines privados, podrá pensarse un todo de todos los fines (tanto de los seres racionales como fines en sí, como también de los propios fines que cada cual puede proponerse) en enlace sistemático; es decir, un reino de los fines, que es posible según los ya citados principios.

Pues todos los seres racionales están sujetos a la ley de que cada uno de ellos debe tratarse a sí mismo y tratar a todos los demás, nunca como simple medio, sino siempre al mismo tiempo como fin en sí mismo. Mas de aquí nace un enlace sistemático de los seres racionales por leyes objetivas comunes; esto es, un reino que, como esas leyes se proponen referir esos seres unos a otros como fines y medios, puede llamarse muy bien un reino de los fines (desde luego que es sólo un ideal).

Un ser racional pertenece al reino de los fines como miembro de él, cuando forma en él como legislador universal, pero también corno sujeto a esas leyes. Pertenece al reino como jefe, cuando como legislador no está sometido a ninguna voluntad de otro.

El ser racional debe considerarse siempre como legislador en un reino de fines posible por libertad de la voluntad, ya sea como miembro, ya como jefe. Mas no puede ocupar este último puesto por sólo la máxima de su voluntad, sino nada más que cuando sea un ser totalmente independiente, sin exigencia ni limitación de una facultad adecuada a la voluntad.

La moralidad consiste, pues, en la relación de toda acción con la legislación, por la cual es posible un reino de los fines. Mas esa legislación debe hallarse en todo ser racional y poder originarse de su voluntad, cuyo principio es, pues, no hacer ninguna acción por otra máxima que ésta, a saber: que pueda ser la tal máxima una ley universal y, por tanto, que la voluntad, por su máxima, pueda considerarse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora. Si las máximas no son por su propia naturaleza necesariamente acordes con ese principio objetivo de los seres racionales universalmente legisladores, entonces la necesidad de la acción, según ese principio, llámase constricción práctica, esto es, deber. El deber no se refiere al jefe en el reino de los fines; pero sí a todo miembro y a todos en igual medida.

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La necesidad práctica de obrar según ese principio, es decir, el deber, no descansa en sentimientos, impulsos e inclinaciones, sino sólo en la relación de los seres racionales entre sí, en la cual la voluntad de un ser racional debe considerarse siempre al mismo tiempo como legisladora, pues sino no podría pensarse como fin en sí mismo. La razón refiere, pues, toda máxima de la voluntad como universalmente legisladora a cualquier otra voluntad y también a cualquier acción para consigo misma, y esto no por virtud de ningún otro motivo práctico o en vista de algún provecho futuro, sino por la idea de la dignidad de un ser racional que no obedece a ninguna otra ley que aquella que él se da a sí mismo.

En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente, en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad.

Lo que se refiere a las inclinaciones y necesidades del hombre tiene un precio comercial, lo que, sin suponer una necesidad, se conforma a cierto gusto, es decir, a una satisfacción producida por el simple juego, sin fin alguno, de nuestras facultades, tiene un precio de afecto; pero aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad.

La moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo; porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines. Así, pues, la moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad, es lo único que posee dignidad. La habilidad y el afán en el trabajo tienen un precio comercial; la gracia, la imaginación viva, el ingenio, tienen un precio de afecto; en cambio, la fidelidad en las promesas, la benevolencia por principio (no por instinto), tienen un valor interior. La naturaleza, como el arte, no encierra nada que pueda sustituirlas, caso de faltar, pues su valor no consiste en los efectos que de ellas brotan, ni en el provecho y utilidad que proporcionan, sino en los sentimientos morales, esto es, en las máximas de la voluntad, que están prontas a manifestarse de esa suerte en acciones, aun cuando el éxito no las favorezca. Esas acciones no necesitan que las recomiende ninguna disposición o gusto subjetivo para considerarlas con inmediato favor y satisfacción; no necesitan de ninguna tendencia o sentimiento inmediato; presentan la voluntad, que los realiza, como objeto de un respeto inmediato, que no hace falta sino razón, para atribuir a la voluntad, sin que ésta haya de obtenerla por halagos, lo cual fuera, en los deberes, una contradicción. Esta apreciación da, pues, a conocer el valor de dignidad que tiene tal modo de pensar y lo aleja infinitamente de todo precio, con el cual no puede ponerse en parangón ni comparación sin, por decirlo así, menoscabar la santidad del mismo.

Y ¿qué es lo que justifica tan altas pretensiones de los sentimientos morales buenos o de la virtud? Nada menos que la participación que da al ser racional en la legislación universal, haciéndole por ello apto para ser miembro de un reino posible de los fines, al cual, por su propia naturaleza, estaba ya destinado, como fin en sí mismo y, por tanto, como legislador en el reino de los fines, como libre respecto de todas las leyes naturales y obedeciendo sólo a aquéllas que él mismo da y por las cuales sus máximas pueden pertenecer a una legislación universal (a la que él mismo se somete al mismo tiempo). Pues nada tiene otro valor que el que la ley le determina. Pero la legislación misma, que determina todo valor, debe por eso justamente tener una dignidad, es decir, un valor incondicionado, incomparable, para el cual sólo la palabra respeto da la expresión conveniente de la estimación que un ser racional debe

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tributarle. La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional.

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PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS

ALCIBIADES. La traducción es de Patricio de Azcárate y es de dominio público: Obras completas de Platón, tomo primero, Madrid 1871, páginas 117-199. Se ha tomado de http://goo.gl/s7YqMI (recuperado en junio 2014). Proyecto Filosofía en español.

FRAGMENTOS DE ANAXIMANDRO, ANAXÍMENES Y HERÁCLITO. Tomados de: Teofrasto, Opiniones de los físicos, fragmento 2, en Simplicio, Comentario a la Física de Aristóteles, 24, 13 y Pseudo-Plutarco, Sentencias de los filósofos, 3,4.

FEDÓN. La traducción es de Patricio de Azcárate y es de dominio público: Obras completas de Platón, tomo quinto, Madrid 1871, páginas 19-112. Se ha tomado de http://goo.gl/BMYV1J (recuperado en junio 2014). Proyecto Filosofía en español.

DE ANIMA. Se incluye el texto en inglés por ser éste de dominio público. Traducción al inglés de J.A. Smith, en la edición abierta de Cristopher Green. Se ha tomado de http://goo.gl/ocU7EE (recuperado en junio 2014). Si quiere consultarse una versión en castellano, se recomienda la de Tomás Calvo (Gredos, Madrid, 1978. Clasificación en Biblioteca UP: 185 A75 A55g 1978)

SUMA TEOLÓGICA. Todos los textos tomados de la S.Th. se toman de la versión inglesa de dominio público de http://goo.gl/OSfoNz (recuperado en junio 2014). Para una versión en castellano, se puede consultar la de la BAC (Madrid, 1988-1994. Clasificación en Biblioteca UP: 230.2 T65sb 1990)

METAFÍSICA. . La traducción es de Patricio de Azcárate y es de dominio público: Obras de Aristóteles, Madrid 1875, tomo 10, páginas 51-54. Tomada de http://goo.gl/wNPWkf (recuperado en junio 2014). Proyecto Filosofía en español.

TEETETO. La traducción es de Patricio de Azcárate y es de dominio público: Obras completas de Platón, tomo tercero, Madrid 1871,. Se ha tomado de http://goo.gl/JjGuFU (recuperado en junio 2014). Proyecto Filosofía en español.

DE VERITATE. La traducción es de Jesús García López, en Doctrina de Santo Tomás sobre la verdad, EUNSA, Pamplona, 1967. Permiso de EUNSA en trámite.

REPÚBLICA. Todos los pasajes antologados se han tomado de la traducción de Patricio de Azcárate que es de dominio público: Obras completas de Platón, tomo 8, Medina y Navarro, Madrid 1872. Tomado de http://goo.gl/ejGxiQ (recuperado en junio de 2014).

CARTA ENCÍCLICA FIDES ET RATIO. Se ha tomado de http://goo.gl/yI8QUU/ (recuperado en junio 2014).

FE Y SABER. Traducción de Manuel Jiménez Redondo. El traductor afirma en http://goo.gl/H7lRCm (recuperado en junio 2014) que la transcripción de esta conferencia no presenta problema de derechos.

SUMA CONTRA GENTILES. Se toma el pasaje de la versión inglesa libre en http://goo.gl/VXYn2e . (recuperada en junio 2014). Para una traducción al castellano, se puede acudir a la de la BAC, Madrid, 1967-1968. Clasificación en Biblioteca UP: 239.7 T65cc 1967).

EL MUNDO COMO VOLUNTAD Y REPRESENTACIÓN. Traducción de Vicente de Haro, a partir del original alemán en Werke in fünf Bänden, Haffmanns Verlag, 1988.

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MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL. Traducción de Vicente de Haro, a partir del original alemán tomado de http://goo.gl/FY55At (recuperado en junio 2014)

CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA. Se toma el pasaje de la traducción de dominio público en http://goo.gl/RNva8K (recuperada en junio 2014).

CARTAS A LUCILIO. Traducción de Antonios Djacnov, en http://goo.gl/0RdXnZ bajo licencia de Creative Commons.

ÉTICA NICOMAQUEA. La traducción es de Patricio de Azcárate y es de dominio público: Obras de Aristóteles, Madrid 1873, tomo 1, páginas 190-192. Se ha tomado de http://goo.gl/uCza9t (recuperado en junio 2014). Proyecto Filosofía en español.

MANUAL. Traducción de dominio público en http://goo.gl/4VArpi (recuperado en junio 2014).

CONFESIONES. Edición del portal encuentra.com descargada de http://goo.gl/bPpIQz (junio 2014).

PENSAMIENTOS. Versión libre en inglés en http://goo.gl/WO6ZQS (recuperado en junio 2014). Para una versión castellana puede acudirse a la de X. Zubiri, en Espasa-Calpe, Madrid, 1940 (Clasificación en Biblioteca UP: 230.2 P38 pe 1940)

FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES. Traducción bajo licencia de Creative Commons en http://goo.gl/B5k2e2 (recuperado junio 2014).

OTRAS LECTURAS RECOMENDADAS

1. Introducción. ¿Qué es el ser humano? Se puede consultar:

a. Aquino, Tomás de, Comentarios al libro del alma de Aristóteles, Arché, Buenos Aires, 1979. Clasificación en Biblioteca UP: 185 T64c

b. Cruz, Juan, ¿Inmortalidad del alma o inmortalidad del hombre? Introducción a la antropología de Tomás de Aquino, EUNSA, Pamplona, 2006. Clasificación en Biblioteca UP 128 C78i 2006

c. Fabro, Cornelio, Introducción al problema del hombre, Rialp, Madrid, 1982. Clasificación en Biblioteca UP: 086 CR/CF 23

2. Inteligencia y verdad. Se puede consultar:

a. García López, Jesús, El valor de la verdad y otros estudios, Gredos, Madrid, 1965. Clasificación en Biblioteca UP: 111.83 G56

b. Jiménez Cataño, Rafael, Mi verdad, tu verdad, Bonaterra-Libros de Homero, Aguascalientes, 2006. Clasificación en Biblioteca UP: 121.68 J55m 2006

c. Llano, Alejandro, Gnoseología, EUNSA, Pamplona, 1983. Clasificación en Biblioteca UP: 121 L53g 1983

3. Voluntad y autodeterminación. Se puede consultar:

a. Arana, Juan, Los filósofos y la libertad, Síntesis, Madrid, 2005. Clasificación en Biblioteca UP: 123.5 A73f 2005

b. Llano, Carlos, Formación de la inteligencia, la voluntad y el carácter, Trillas, México, 1999. Clasificación en Biblioteca UP: 128.3 L53f 1999

c. González, Juliana, Ética y libertad, UNAM, México, 1997. Clasificación en Biblioteca UP: 170 G659e 1997

4. Afectividad y carácter. Se puede consultar:

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a. Malo Pe, Antonio, Antropología de la afectividad, EUNSA, Pamplona, 2004. Clasificación en Biblioteca UP: 128.37 M35a 2004

b. Ricoeur, Paul, Caminos del reconocimiento, Trotta, Madrid, 2005. Clasificación en Biblioteca UP: 121.3 R52c 2005

c. Scheler, Max, Gramática de los sentimientos, Crítica, Barcelona, 2003. Clasificación en Biblioteca UP: 128.37 S24g 2003

d. Sellés, Juan Francisco, Los filósofos y los sentimientos, U. de Navarra, Pamplona, 2010. Clasificación en Biblioteca UP: 128.37 S45f 2010

5. Persona y trascendencia. Se puede consultar:

a. Mounier, Emmanuel, Manifiesto al servicio del personalismo, Taurus, Madrid, 1976. Clasificación en Biblioteca UP: 141.5 M67 1976

b. Llano, Carlos, Viaje al centro del hombre, Diana, México, 1999. Clasificación en Biblioteca UP: 128 L53v

c. Ricoeur, Paul, Amor y justicia, Caparrós, Madrid, 2000. Clasificación en Biblioteca UP: 177.7 R52a 2000