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Antología
Primer Concurso de Cuentos de
EducaRed e Imaginaria
Levemente hacia atrás. Texto: Ángeles Durini. Imagen: Pablo
Fernández.
La guarida de los perros tristes. Texto: Ariela Kreimer. Imagen:
Ariel Abadi.
El ataque secreto. Texto: Sergio Petriw. Imagen: César Da
Col.
¿Para qué sirve la corbata? Texto: Martín Blasco. Imagen:
Douglas Wright.
Ettie hace la India. Texto: Clara Levín. Imagen: Gustavo
Mazali.
Te espero abajo, tiburón. Texto: Fabiana Margolis. Imagen: Laura
Michell.
Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o
fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin
consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta.
Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y
EducaRed:
http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca
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Candelario Amante yacía en el cementerio de Tumbaya desde el año
25. Era una tumba simple, cubierta de piedras, con una cruz hecha
de dos tablas de madera donde todavía se podía leer el nombre y la
fecha de su muerte:
Candelario Amante23 de junio
1925
En Tumbaya no acostumbraban a poner párrafos largos recordando a
los muertos. Las palabras se decían con la boca en el rato de
visita y no necesita-ban estar escritas en ninguna lápida.
Candelario pasaba el tiempo entre dormido y despierto, menos
cuando venían Eulalia y Virginia, no había domingo en que no le
pusieran un ramo de flores junto a la cruz y arriba de su corazón.
Esa hora de visita la pasaba
Ángeles Durini
Levemente hacia atrásPrimer premio en el Primer Concurso
Internacional de Cuentos
para Niños de Imaginaria y EducaRedIlustrado por Pablo
Fernández
Texto © 2004 Ángeles Durini. Dibujo © 2004 Pablo Fernández.
Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines
educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin
consentimiento escrito de los
autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma
gratuita por Imaginaria y
EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
bien despierto, abriendo mucho los ojos, aunque después le
molestara la tierra que le había entrado. Los muertos pueden ver a
los que se acercan entre nubarrones de polvo. Así veía el buen
hombre a su mujer y a su hija, entre los nubarrones adivinaba sus
cinturas y les seguía la mirada de esos ojos del mismo color que la
tierra que lo tapaba, mientras ellas le acomodaban las flores. Y se
sentía feliz.
Mantener los ojos abiertos durante esta visita le costaba un
cansancio enorme. Luego de que las mujeres se iban, cerraba los
ojos y perdía la noción del tiempo, si es que ya no la había
perdido con la muerte, aunque a veces los volvía a abrir con algún
ruido distinto: pasos de gente, un nuevo entierro. O también con el
silencio de la noche.
Si lo que lo había despertado era un recién enterrado, volvía a
dormirse, en la espera del despertar a la muerte del nuevo,
pensando en remover levemente la tierra con el dedo índice para
mandarle señales. No conocía hasta ahora ningún muerto que se
hubiera mantenido despierto en su propio entierro. No hay quien no
se duerma después de la muerte. Cansa mucho. Pero no hay quien no
se alegre cuando, al abrir los ojos por primera vez debajo de toda
esa tierra, sienta las vibraciones que les mandan los otros con el
sólo hecho de mover los dedos.
Y si lo que lo había despertado era la oscuridad del silencio,
Candelario se ponía a contar las estrellas. Él había sido amante de
la noche también en vida.
Pero los gustos de los muertos no eran los mismos para todos.
Leoncia y Nicolasa Marleta, hermanas en la vida y en la muerte, en
cambio, abrían los ojos con el sol. Y se estaban déle mandar
mensajes durante todo el día, hasta que, junto con la noche, caían
agotadas en el fondo de sus tumbas.
Otra cosa que le gustaba a Candelario era la brisa entre los
cerros. Torcía levemente la cabeza hacia atrás para poder ver
saltar la brisa, que movía las puntas de los cerros de un lado a
otro de una manera casi imperceptible. Si alguien quisiera ver los
movimientos tendría que tener la paciencia de un muerto, quedarse
quieto, mirar fijo aquellas puntas y esperar. La tierra de los
cerros hacía olas como el vaivén de los abanicos y los ojos de
Candelario se movían al compás. La vida en el cementerio era
pacífica y estaba llena de place-
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
res, las visitas de su mujer y su hija le alegraban el alma.
Candelario no necesi-taba salir a dar vueltas por ahí como hacía,
por ejemplo, Miguel Milagro.
Miguel Milagro estaba enterrado a pocos pasos. Su tumba no era
bajo tierra sino en nicho, detrás de unos ladrillos. Quizás le era
más fácil salir y volver a entrar. En vida, Miguel había sido el
borracho del pueblo, y en muerte era el borracho del cementerio. La
mayoría de las noches se las pasaba afuera de su tumba, sin
importarle que se le llenara de espíritus, y buscaba botellas que
los visitantes hubieran podido dejar con algún fondito. Por suerte
para Miguel, todavía se acordaban de él en Tumbaya, y siempre había
alguien que ponía cerca de su tumba un buen trago de vino. Después
de chupar lo que había encontrado, se quedaba dormido a la
intemperie. Y despertaba con el rayo del sol y el parloteo de las
hermanas Marleta para dirigirse a los tropezones a la tumba. Pero
allí tenía que librar batallas, varios espíritus de la noche se
habían metido en la tumba vacía. Miguel se retorcía con los
espíritus y a veces tardaba días en echar a todos. Luego, caía en
un letargo. Hasta una nueva noche con nuevos vinos.
Así y todo, aunque Candelario y Miguel eran distintos, mantenían
conver-saciones muy largas, Candelario bajo tierra y Miguel
recostado sobre la tumba de Candelario. Después de un rato, Miguel
se quedaba dormido y Candelario miraba las estrellas o escuchaba la
brisa entre los cerros.
Un sábado a la noche se quedaron charlando hasta muy tarde.
Candelario insistía en que Miguel dejara el alcohol y no se
anduviera paseando tanto fuera de su nicho. Imposible. Miguel no
quería saber nada. La cuestión es que Miguel no volvió a su nicho
hasta el amanecer y recién ahí Candelario se quedó dormido. Es por
eso que, aunque por la mañana hubo un entierro, no se despertó, los
ruidos de pasos no lograron hacerle abrir los ojos. A pesar de que
anduvieron muy cerca de su propia tumba.
Recién los abrió a la hora de la visita. Pero quedó sorprendido.
Había venido una sola mujer.
La mujer le puso unas flores tristes y se fue. Fue tan rápida la
visita que Candelario no pudo darse cuenta de cuál de las dos era,
si la mujer o la hija. Se quedó preocupado. ¿Alguna de las dos se
habría olvidado de él? Entonces, por
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
primera vez en veinte años, decidió salir esa noche de la tumba
para averiguar la razón de la ausencia de una.
Esperó a que se hiciera oscuro bien despierto. Y en cuanto se
hizo oscuro, el que salió fue Miguel Milagro. Por allí andaba,
siempre borracho entre las cruces.
Candelario estaba a punto de sacar un pie pero le dio miedo. No
había salido en veinte años, le gustaba la muerte. Nunca había
deseado estar vivo después de muerto. Su mujer y su hija lo venían
a visitar y eso era lo que más feliz lo hacía. ¿Qué se iba a poner
a buscar encima de la tierra? ¿Botellas semivacías como hacía
Miguel? No sentía deseos de tomar vinos ajenos, ni tampoco la
necesidad del hambre. ¿Para qué, entonces, iba a salir de allí? Se
comunicaba con los otros muertos mandándose mensajes, los cerros lo
acompañarían eternamente. La soledad no le pasaba por el cuerpo.
¿Qué iría a buscar saliendo esa noche de la tumba? Su mujer y su
hija volverían el domingo siguiente. Pero su mujer y su hija no
habían ido a verlo ese día, había ido una sola. Tenía que
averiguar, tenía que levantarse. Candelario Amante sacó un pie de
la tumba. La brisa le bailó en los huesos. Sintió que su pie era un
cerro movido por la brisa. Iba a sacar el otro. ¿Y si le entraban
espíritus al dejar la tumba vacía? ¿Cuánto tiempo le llevaría
averiguar lo que había pasado y poder volver de nuevo a la tumba?
Tiempo. Por primera vez en veinte años pensaba en el tiempo.
Por allá lejos se zarandeaba Miguel Milagro, que no tardaría en
caer a dormir su mona de muerto. Candelario esperó hasta verlo a
Miguel abrazarse a una cruz y quedarse inmóvil. Entonces sacó todo
el cuerpo de la tumba.
Sentir la brisa y el aire. Estar parado sobre su propia tierra.
Candelario dio un paso. Algunos muertos le mandaron vibraciones que
él pudo percibir en los pies:
>>No tenía tiempo para contestarles. Tiempo. Los vivos son
a quienes no les
alcanza el tiempo. A los muertos les llueve el tiempo.
Candelario siguió cami-nando hasta donde dormía Miguel Milagro.
Luego, se lo cargó a los hombros y lo metió adentro de su
tumba.
>
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
Ya por lo menos, no dejaba la tumba vacía. Y entonces sí,
comenzó a bajar el cerro. Salió apurado. Cosa rara en Candelario.
Salió apurado como un vivo y no notó que al lado de su tumba yacía
la tumba nueva.
Llegó al pueblo, que por suerte estaba dormido. No sabía qué
impresión podía causar si alguien lo veía. Un pueblo chico, de
cinco calles. Dos cuadras antes de la plaza, su casa de adobe. Miró
por la ventana. Una mujer recostada bajo una luz de vela. Era la
espalda de Eulalia a la que no le había pasado el tiempo. Su mujer,
en su cuarto, como veinte años atrás. Con un camisón blanco. El
camisón con puntillas en el escote que a él siempre le había
gustado tanto.
Candelario sintió deseos de entrar, pero alguien le ganó de
mano. En ese momento se abrió la puerta y entró un hombre. Un
hombre en el cuarto de su mujer, eso era lo que realmente temía
Candelario. Lo que era la muerte. Sólo un ramo de flores los
domingos. Candelario pasó la mano por el vidrio para desempañarlo.
Podía ver a través de la tierra pero le costaba más a través del
humo de su propio aliento. Su aliento de muerto. El hombre se
acercó a su mujer y la comenzó a acariciar. Su mujer se dejaba.
Eran caricias cariñosas, como de consuelo. Candelario hubiera dado
lo único que tenía para dar, que era su propia muerte, por
acariciarla así. Él conocía al hombre. Era Jacinto, el que tenía la
verdulería a una cuadra. ¿La acariciaría así cuando él estaba vivo?
En eso Jacinto se paró para cerrar la cortina. Candelario se quedó
en la ven-tana. Mientras Jacinto cerraba la cortina, Candelario lo
miró fijo:
Jacinto cerró la cortina sin asustarse. >.Candelario subió el
cerro muy deprimido. ¿Qué sería de su hija, ahora, con
su madre distraída en amores? ¿Qué sería de él? ¿Qué sería de no
verla todos los domingos con el ramo de retamas?
Llegó al cementerio. Sus pies notaron los mensajes que andaban
por la tierra:
>>>
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
>>No contestó a ninguno. Se acercó a su tumba, lentamente,
como si estu-
viera más muerto que muerto. Y allí sí, vio la tumba nueva al
lado de la de él. Qué raro, no haberse des-
pertado en el momento del entierro. A veces pasaba. Se acercó
por acercarse, por cortesía. Leyó en la cruz:
Eulalia Vázquez de Amante23 de junio
19�5
¡Eulalia, al lado de su tumba! ¿Cómo? Pero si hacía un
momento... Se dio cuenta de que había visto a una mujer joven, aún
más joven de como era Eulalia por la época en que él se había
muerto. Y que entonces el que había visto no era Jacinto sino el
hijo de Jacinto. ¿Se habría casado con su hija?
Si no se apuraba por sacar a Miguel Milagro de su propia tumba y
meterse él, Eulalia, su mujer, se iba a encontrar con Miguel y no
con él cuando des-pertara a la muerte. Y entonces sí, podría
decirse que su mujer se encontraría acostada con otro hombre.
Enterró las manos y tiró a Miguel de las patas. El cuerpo de Miguel
salió de la tumba protestando entre sueños de muerto. Candelario lo
llevó alzado hasta el nicho. Lanzando un rugido de muerto espantó a
los posibles espíritus de la noche que hubieran podido ocupar el
lugar del borracho. Lo arropó. Luego se metió apurado en su tumba.
No fuera a ser que los espíritus se escondieran en ella. Después
miró para el costado. Allá estaba dormida, detrás de la tierra. Iba
a esperarla con los ojos abiertos. Y apenas despertara, le
enseñaría a estirar la cabeza levemente hacia atrás para mirar cómo
salta la brisa, con vaivén de abanico, en la punta de los
cerros.
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A Casiperro Gil del Hambre, caballero de la Oreja,quien al final
de sus aventuras y desventuras supo hallar una guarida feliz.
Mar, acantilado, avenida costanera y el pueblo atrás: un lugar
de vacacio-nes como cualquier otro. Y la guarida es algo así como
un nudo al final, la unión de las cuatro cosas. El sonido del mar,
el reparo de los acantilados, las luces de la avenida y las sobras
del pueblo.
No hace frío, pero el pelaje de la Renga no se lleva bien con el
viento. Las orejas caídas, la cola como un cable desenchufado...
Repasa con la mirada las pocas ventanas que iluminan distraídas lo
que queda de la tarde. Su estampa de perra vieja no asusta a los
Perritos Nuevos, que la miran con ojos casi abier-tos casi
cerrados.
—¿Cuánto tendrán? —pregunta la Chillona.
Texto © 2004 Ariela Kreimer. Dibujo © 2004 Ariel Abadi.
Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines
educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin
consentimiento escrito de los
autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma
gratuita por Imaginaria y
EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca
Ariela Kreimer
La guarida de losperros tristes
Segundo premio en el Primer Concurso Internacional de
Cuentospara Niños de Imaginaria y EducaRed
Ilustrado por Ariel Abadi
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
La Renga no contesta. —¿Hermanito Perdido era así de chiquito
cuando se lo llevaron? La Renga no contesta. Pero sí, a simple
vista no son diferentes de como
eran la Chillona y sus tres hermanitos cuando llegaron a la
guarida, junto con los primeros turistas. A uno se lo habían
llevado al poco tiempo y no lo habían vuelto a ver. Pero... ¡si
habrá visto cachorros como ésos la Renga! Camadas enteras crió
después de que ese ruido sordo acabó con su carrera. A ladrona
profesional había llegado, para orgullo de sus diez hermanos,
cuando don Carnes —ninguno sabe su verdadero nombre— hizo colgar el
cartel de “Buscada” en los alrededores de la carnicería. Y ya ni
ganas le quedaron de contar sus viejas hazañas.
—¡Mal momento pa´ tener cría! —masculla. El sol se cae temprano,
las lámparas se niegan a encenderse; todo indica el fin de la
temporada. Habrá que acostumbrarse; los Perritos Nuevos, si
sobreviven las primeras lunas, for-marán parte de la manada
estable. Sin despedidas hasta que el calor apriete.
—Vaya, Chillona, vaya a los tachos a buscar algo de comer que yo
me quedo cuidando a los chiquitos —la Renga sabe organizarlos.
—¡Negro! ¡Vago! ¿Qué esperan? ¡Sigan a su hermana!
A la Loca la deja seguir en su puesto, fiel, ladrándole a los
autos que pasan. Invierno y verano ladra, desde que años atrás un
coche grande, color verde musgo, se llevó a su único cachorro.
Arisco y Colita habían conseguido un buen almuerzo —la gente
saca a la calle lo que queda en las heladeras antes de marcharse— y
ahora esperan la comida mientras juegan con algunos de sus tesoros:
un barrilete roto, un sombrero de paja, un barrenador.
Salvaje aguarda en lo alto del acantilado, lo más lejos posible
del pueblo.Los Perritos Nuevos están desde la mañana, pero nadie se
animó a sacarlos
de la caja. Tampoco lo hace ahora la Renga, que los olfatea, los
acicala un poco y los acomoda para protegerlos del viento.
Y ya llega de vuelta la Chillona, arrastrando los restos de un
asado de despedida en la clásica bolsa de la carnicería de don
Carnes. Y ya llegan el Vago y el Negro, arrastrando un par de
pescados con olor a anteayer. Lenta y
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
trabajosamente, la Renga se aleja de los perritos. Aleja su
preocupación y su ternura, y reparte equitativamente las
provisiones.
Cada uno busca un lugar tranquilo para disfrutar de su suerte.
La Loca, como todos las noches, entierra un hueso fresco por si su
cachorro vuelve. Nadie se enoja, a la mañana lo desentierra y se lo
da a alguno de los perros más jóvenes.
Colita se acerca a la Renga y se echa a su lado, mirando el mar.
Trata de imitar la tranquilidad de la perra vieja.
—¿Qué vamos a hacer con los Perritos Nuevos? Son todavía muy
chiquitos para comer lo mismo que nosotros... necesitan leche. Hoy
era un buen día para dejarlos en la estación, ¡pero acá...! No se
los va a llevar nadie... Y en el invierno, apenas si va a alcanzar
para los que éramos hasta ahora: el Salvaje, el Arisco, la Loca,
los hermanitos negros... Ay, Renga... —Colita suspira.
Los ladridos de la Loca quiebran el monótono murmullo del
mar.—Por suerte el Hermanito Perdido no volvió, seguro que
consiguió una
familia que lo quiere... ¿no le parece?—Estoy segura —dice la
Renga. Y sigue pensando en cómo alimentar a los
Perritos Nuevos.Pero su oído de vieja ladrona no la engaña. ¿Por
qué ladra la Loca? Autos
no pasan. Apenas seis o siete entre que el sol sale y el sol se
pone. ¿Entonces? Se da vuelta con dificultad, y lo ve. Es el
Hermanito Perdido que, caminando por el medio de la avenida
costanera, estira la pena junto a su sombra.
Colita también lo ve y comprende esa sensación mejor que nadie.
Ella también fue una cachorrita regalona que lamía los pies de los
turistas. Ella también supo ganarse el amor de una familia durante
un verano. No le había sido nada fácil arrastrar nuevamente hasta
la guarida su vergüenza de mirada hambrienta.
—¡Vamos a recibirlo! —dice y busca la mirada de la Renga, para
que lo apruebe.
Pero Arisco, a pocos pasos de allí, se arquea y la mira con
recelo. Salvaje se aleja por el acantilado hacia la nada. La
Chillona, el Negro y el Vago lo reco-nocen; paran las orejas, alzan
la cola, esperan una señal.
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
—Yo le avisé que esto iba a pasar —dice Arisco—. ¿Por qué se
fue? —Fue lo mejor para él. Sólo va estar unos días triste,
después... —trata de
explicar Colita.—No, le va a resultar muy difícil sobrellevar el
abandono. Yo le avisé...
Además, acá...—¡Por favor, Arisco! También a usted le avisaron y
se fue igual —intercede
la Renga y quiebra el viento con un ladrido que es casi una
orden. —¡Chillona, Negro, Vago! ¡Vayan a recibir a su Hermanito
Perdido!
Colita mira a Arisco asombrada y herida. No conocía su pasado de
perro abandonado. Había aparecido por la guarida el verano que
Colita estaba afuera y, a su regreso, un poco por arrancarla de la
tristeza y otro poco para enamorarla, le había contado mil
historias sobre las playas exóticas que había recorrido. Decía ser
un viajero de paso que dejaba sus hábitos aventureros por amor.
La mirada severa de la Renga les recuerda que no es el momento
de pedir explicaciones ni de darlas.
—Bienvenido, Hermanito Perdido —dicen ahora sus hermanos los
perros jóvenes, los no tan jóvenes y los viejos. Los recién nacidos
todavía no saben de reencuentros.
La Loca le ofrece el hueso reservado a su cachorro, y está a
punto de ale-grarse, pero su propia pena la envuelve como el
viento:
—En algún lugar de este pueblo hay una mamá triste porque la
separaron de sus cachorros.
—¡Una mamá! ¡Claro! —Hermanito Perdido levanta las orejas y
desentur-bia la mirada— En el edificio donde yo vivía, una perra
estuvo llorando largo. No pude verla, pero tal vez sea la mamá de
estos perritos.
—¿Podría llevarnos hasta esa casa? —pregunta la Renga.—Sí,
pero...—No pierda tiempo entonces. Vaya con sus hermanos y el
Arisco y traiga
a esa mamá para que amamante a sus cachorros.Galopan la avenida
costanera casi hasta la otra punta del pueblo, donde
el nudo final lo hace un muelle y no una guarida. Allí se alejan
del ruido del mar, dos cuadras para adentro de las luces. Se
detienen. Hermanito Perdido
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
olfatea decidido una puerta de madera. Ladra. Sus compañeros lo
imitan. Ladran muy fuerte, aúllan; Hermanito Perdido llora un poco
aprovechando el ruido. Todavía encuentra en el aire el olor de ese
chico que dijo quererlo, y, en la tierra, la humedad de las
lágrimas que regaron ese cantero horas atrás, cuando se separaban
en esa puerta y el chico era arrastrado por el brazo firme de su
papá hacia la estación.
De lejos llegan algunos ladridos débiles de perros amables que
contestan. Pero no quedan dudas, el edificio está vacío.
Vuelven despacio para la guarida, por el medio de la avenida
costanera: vuelven con la pena honda, las orejas bajas, el rabo
caído. Un auto pasa y los obliga a separarse, a olfatear el cordón
de la vereda. Ya van llegando.
La Loca ladra, pero no a ellos: al auto, como siempre. Y el auto
también ladra. Adentro una perra se desespera. El auto sigue de
largo hacia la ruta.
—Todos los veranos son más o menos iguales —piensa la Renga y se
dis-pone a sacar de la caja a los Perritos Nuevos para acomodarlos
junto a su cuerpo y pasar la noche.
Más allá, los hermanitos negros se acurrucan alrededor del
recién encon-trado para que les cuente los olores de su historia.
Colita y Arisco vuelven a sus tesoros de la mañana y a su amor de
siempre. Salvaje merodea la zona, no comparte sus tristezas.
La Loca ladra. La Renga levanta la vista, retrocede alerta.
Desde la ruta, caminando por el medio de la avenida costanera, la
sombra de una Mamá Fugitiva se desembaraza de su tristeza y va al
encuentro de sus crías. Esta vez van a ser muchos para pasar el
invierno, van a ser muchos pero va a alcanzar, de alguna manera va
a alcanzar.
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Aunque el platillo volador no andaba muy bien, Tamoclapeco lo
manejó como pudo -quejándose en su idioma marciano- y se ocultó
detrás de las nubes que cubrían Sauce Solo, esperando el mejor
momento para bajar.
Cien habitantes (a la mayoría le gustaba jugar al pato), una
plaza esteparia, un surtidor de combustible. Nada más que eso era
Sauce Solo, a 400 kilóme-tros de la Capital.
Las Cuchas era su único pueblo vecino. Los separaban 50
kilómetros y un viejo rencor, de cuando se disputaron cuál de ellos
tendría una estación de servicio.
Sergio Petriw
El ataque secreto[Cuento muy popular en Las Cuchas, y no así en
otros lugares]
Segundo premio en el Primer Concurso Internacional de
Cuentospara Niños de Imaginaria y EducaRed
Ilustrado por César Da Col
Texto © 2004 Sergio Petriw. Dibujos © 2004 César Da Col.
Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines
educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin
consentimiento escrito de los
autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma
gratuita por Imaginaria y
EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
Las vueltas de la vida y el fixture del campeonato regional de
pato hicieron que la final del torneo se jugase en Las Cuchas; los
locales contra Sauce Solo. Así que todos dejaron el pueblo y
viajaron hasta la cancha en tres camiones repletos. El último en
irse fue el empleado de la estación de servicio, cuando estuvo
seguro que ya no quedaba nadie. Cerró todo, y cuando cargó gasoil
en su chata, del apuro olvidó poner la manguera en su lugar, y
quedó colgada a la suerte del viento.
Al rato, la nave aterrizó en medio de la calle, enfrente de la
estación de servicio.
Se abrió una escotilla y por ahí asomó una antena que
inspeccionó el aire. Enseguida descendió una rampa hasta el suelo y
por ahí bajó Tamoclapeco. Apoyó tímidamente un pie en la tierra,
después los otros dos. Con sus tentá-culos se acomodó la escafandra
y miró alrededor.
El marciano estaba muy nervioso; era la primera vez que salían
de su pla-neta y jamás se hubiese imaginado que sería para
colonizar otro. Sin embargo, la presión y la prisa por la conquista
(otro país en Marte tenía los mismos planes) hizo que saliesen sin
saber demasiado cómo eran los habitantes de la Tierra. Tamoclapeco
tenía esa responsabilidad, pero sólo había dedicado un domingo a la
tarde a leer algo sobre los terrícolas en una biblioteca marciana.
El libro no tenía fotos así que lo ojeó por arriba. Cuando bajó de
la nave, Tamoclapeco solamente se acordaba de haber leído que los
terrícolas eras seres conflictivos y algo traicioneros.
—Hola terrícola —le dijo al surtidor.El marciano echó un rápido
vistazo, por si había alguien más.Soplaba un viento caliente, que
partía la tierra. Lejos, en Las Cuchas, se
jugaba la final y Sauce Solo ganaba con la ayuda del
árbitro.—Terrícola: ¿Entiendes el idioma? La manguera oscilaba de
aquí para allá. En eso, un pequeño chorro de
gasoil cayó y se deslizó por el piso.El combustible alcanzó el
pie viscoso del marciano. Apenas lo tocó, le hizo
una reacción que le carcomió todos los dedos del pie, dejándole
los huesos a la vista.
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
Tamoclapeco sacó su radiotransmisor y se comunicó con su
planeta.—Hay resistencia a la invasión, repito, hay resistencia a
la invasión. El
terrícola que encontré es muy hostil y ha utilizado armas ante
el primer contacto. Cambio.
—Proceda.Y Tamoclapeco sacó su arma láser y descargó sobre el
surtidor.—Muere, terrícola.La manguera voló por el aire, el
surtidor se rompió en pedazos, y se pinchó
un caño que escupió gas-oil contra el marciano.—Retirada. Están
contraatacando.Corrió hacia su platillo volador, tropezando varias
veces; subió y se fue
cruzando las nubes.—Volveré —amenazó desde el cielo.
Los tres camiones repletos de gente volvían al pueblo,
festejando la victo-ria, la injusta victoria.
De pronto se detuvieron al ver el surtidor destruido. Todos se
pararon alre-dedor del fierrerío, mirándose sin decir nada, con
mucha bronca.
—Estos de Las Cuchas sí que quedaron con bronca porque
perdieron... No se lo vamos a perdonar nunca —dijo un sauceño.
Y así fue. Desde esa vez, los sauceños le hicieron la vida
imposible a los de Las Cuchas...
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En el colegio sacaron fotos de todos los cursos. Trajeron un
fotógrafo de afuera y todo. Nos pidieron que fuéramos bien vestidos
para las fotos. La maestra dice que en las fotos tenemos que salir
lindos y arreglados porque son el recuerdo que nos va a quedar del
colegio. Pero la verdad es que en el colegio estamos siempre sucios
y desarreglados, así que no creo que esa foto nos sirva para
recordar el colegio. Quizá la maestra espera que con los años,
cuando seamos viejos, nos olvidemos de todo y al ver las fotos
pensemos que todos los días íbamos vestidos así.
La cuestión es que a los varones nos hicieron poner corbata. Yo
nunca antes me había puesto una, ¡son muy incómodas! Igual fue una
buena idea, porque las fotos quedaron graciosísimas.
Al colorado, que es muy grandote, le puso la corbata la maestra
y como al mismo tiempo estaba retando al gordo Aníbal, le hizo el
nudo muy fuerte.
Martín Blasco
¿Para qué sirvela corbata?
Segundo premio en el Primer Concurso Internacional de
Cuentospara Niños de Imaginaria y EducaRed
Ilustrado por Douglas Wright
Texto © 2004 Martín Blasco. Dibujo © 2004 Douglas Wright.
Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines
educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin
consentimiento escrito de los
autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
Tan fuerte que el colorado se puso todo rojo. Pero a nadie le
llamó la atención. Siempre está todo rojo. Pelufo, en la otra punta
de la foto, tenía una corbata del hermano mayor que le llegaba
hasta la rodilla. Peña tenía un moño en vez de corbata, él siempre
quiere llamar la atención, y le cantábamos “el ñoño tiene moño...”,
con una musiquita tipo del Caribe muy linda. La musiquita la
inventó Bruno, es muy bueno para la música. Tiene mucho ritmo y con
la lapicera y el pupitre hace una batería bárbara. Mamá me dijo que
es porque es uruguayo y que todos los uruguayos tienen ritmo. Ella
lo sabe porque antes de casarse tuvo un novio uruguayo, pero no
puede hablar del tema porque papá se enoja.
Al que le quedaba increíble la corbata era al gordo Aníbal. La
usaba con anteojos negros de sol y parecía un mafioso de esos de
película. A la maestra sin embargo no le gustaba mucho. ¿Quién la
entiende?
Pero vamos con la pregunta. Lo que todos nos preguntábamos era:
¿para qué sirve la corbata? En serio, piénsenlo.
“Para abrigar el cuello”, dijo Agustín. Pero todos estuvimos de
acuerdo en que no puede ser, para eso ya está la bufanda, que es
mucho mejor.
“Para usar el botón de arriba de las camisas”, dijo Pelufo. Y
ahí nos pregun-tamos si será así o será que el botón está para
poder usar la corbata. Lo que es como la pregunta de si vino
primero el huevo o la gallina.
“Como adorno”, dijo Peña. Todos nos reímos: ¡si es horrible! No,
como adorno no puede ser.
Por más que hablamos mucho del tema no encontramos cuál es la
utili-dad de la corbata. Igual fue un día divertido y la foto salió
buenísima. Justo cuando el fotógrafo sacó la foto el colorado se
desmayó por culpa de la cor-bata ajustada, y como estábamos en una
grada y él estaba arriba de todo, al caerse tiró a todo el
mundo.
En la foto se ve una montaña de gente una arriba de otra. Es muy
graciosa, aunque la maestra se puso a llorar. Al colorado hubo que
llevarlo al hospital.
-
“¿O creés que vas a entrar en el Jardín de las Delicias sin
pasar por las mismas pruebas que quienes te precedieron?”
(Corán, 2:21�)
Volvió la primavera a una granja pujante del sur de Francia, y
con ella, volvió Olulu. Ettie estaba pastando y vio la sombra
planear a su alrededor.
—¿Se me corrieron las manchas que no me reconocés?—Con ese
humor, tenés que ser vos. —Olulu aleteó en el aire. —Estoy de
raje, Ettie. La bandada va para Portugal. Pero antes te doy un
consejo. Fugate. Escuché decir a un peón que mañana te van a hacer
bife.
—¡No! —Ettie abrió grandes los ojos negros. —La posta es India,
gordi. ¡Apurate! —el pájaro remontó un viento oeste.
Ettie quiso volar.
Clara Levín
Ettie hace la IndiaSegundo premio en el Primer Concurso
Internacional de Cuentos
para Niños de Imaginaria y EducaRedIlustrado por Gustavo
Mazali
Texto © 2004 Clara Levín. Dibujo © 2004 Gustavo Mazali.
Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines
educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin
consentimiento escrito de los
autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma
gratuita por Imaginaria y
EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
Xénia, Jacotte, Copélia y Zaïde dormían la siesta. Ettie se
ovilló al pie de un fresno y contempló el tráfico de pájaros detrás
del velo verdinegro de hojas. El verano pasado Olulu le había piado
que en India las vacas son sagra-das, veneradas y respetadas. Muy
halagada, Ettie mugió “Ah, yo me voy”, pero vio pasar un toro y se
olvidó. Ahora, pasó el peón Claude y la miró con ojos carniceros.
Ettié tembló.
—Mejor para mí. Me largo de acá —mugió. Ettie se refrescó en el
estanque y enfiló hacia las remolonas que se desperezaban y se
sacudían las lagañas.
—Chicas, se pudrió todo. Somos bife.Se produjo un silencio.
Zaïde rascó el pasto con una pezuña. —Nosotras somos lecheras, y
Premium. Sólo Jacotte y vos…Ettie parpadeó. Dio unos pasos hacia
Jacotte.—¡Hermana, vamos a India!Jacotte revoleó los ojos.—Qué va a
pasar, qué va a pasar. —Se tendió en el pasto. —¿Patear hasta
allá? ¿Baquetearse los cascos? —chasqueó la lengua—. Antes,
bife. Un griterío en la manga acuchilló el aire. Todas voltearon
hacia Jacotte. —Para qué, seguro que no llegás. Ettie protestó que
paso a paso, que hay una vida mejor, que el mundo es
una aldea global, que no hay peor ciego, pero no hubo caso. Las
chicas le limpiaron las orejas con la lengua para que oyera bien el
peligro e idearon la huida. Cuando cantaron los primeros grillos,
la acompañaron hasta el alam-brado y la vieron cruzar campos de
flores y alejarse hasta que no pudieron distinguir vaca de flor, de
flor de vaca.
Ettie caminó entre viñedos, mojándose con el dulce aroma
zumbante de abejas. Pensaba: Mañana planto bandera en un hindumonte
de lujo y les mando una invitación por paloma. Copélia y Jacotte no
se mueven ni con diez arrieros. Xénia, qué sé yo. Ufa, qué lástima
mi reflejo; India le encantaría pero no quiso salir del estanque.
Zaïde dice que me lo cuida, pero Olulu ya me cantó que para llegar
tengo que cruzar medio cielo. Y yo avanzo y el cielo se agranda.
Pucha que nos vamos a extrañar. Ettie cruzó la granja vecina
bajo
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
una pandilla de estrellas. Al despuntar el sol, las estrellas se
dispersaron y Ettie se escondió en una zanja lindera con Italia.
Así, de noche y hablando sola, atravesó los campos de Europa del
Este y China. Amaneció con una manada distinta cada día durante
ocho años fatigosos. Dormía todo el día para no levantar la perdiz.
Una madrugada, un ucraniano con boina la despertó para el ordeñe a
la voz de “¡Haragana! ¡Ganate el pasto!”, a lo cual Ettie bostezó y
mugió que ojito o le llenaba el balde de mala leche. Y así… hasta
que un día sintió olor a curry. Siguió su olfato y las plantaciones
de arroz cedieron a un sembrado de turbantes.
Ettie entró en India con paso de reina. Fue al centro del
mercado y se apoltronó en una tarima de sandías. Alzó la frente,
lista para recibir la marea de adoradores. Pero la multitud de
turbantes rojos, túnicas violetas y saris con arabescos que iba y
venía cargando vasijas en la cabeza y canastas del brazo, la
esquivaba. Algunos hasta chasqueaban la lengua a un tris de
tro-pezarse con ella. También transitaban motos, carritos,
monopatines, cabras, camellos, bicicletas. La esquivaban con
bocinazos. Entonces, Ettie se irguió y proclamó:
—Alló bonjour! ¡Soy Sor Vaca! ¡Su Majestad Ettie!En los puestos,
los hombres freían dátiles y vendían comida picante; las
mujeres tejían tapices; los chicos pintaban cerámicas azules.
Había una fila de monos atados con una soga al cuello. No le
hicieron ni saludo ni monigote. Ettie se sonrojó y se alejó del
bullicioso mercado con la cabeza gacha.
Marchó varias horas mugiendo bajito. Tengo tantas llagas en las
pezuñas que un par más…, pensó. De pronto, vio unas albondiguitas
de bosta. Concluyó, donde hay humo, hay fuego. A pocos pasos,
encontró una manada de Brah-mans. Ettie corrió hacia la vacada y
mugió:
—Muuu. ¡Muuuu!Las vacas se miraron, la miraron. —¡Mu-uuu!!
—Ettie topetó suavemente a la más cercana. La vaca gruñó.
Las demás la miraron con ojos duros. Ettie se acostó sobre la
espalda. Les
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
mostró la panza y el cuello. La manada se alejó unos pasos y
reanudó sus actividades: pastar y papar moscas. Será cultural,
pensó Ettie. Permaneció acostada en la hierba con las orejas
(limpias) paradas.
—Mujtmuj.Ettie tensó las orejas. —Muun mut… —dijo una vaca
vieja. —¿Murnutmuj? —preguntó un ternero.—Mu-mu-mu-mu —le
respondieron. Ettie sacudió la cabeza, apretó los ojos, escupió,
carraspeó y volvió a escu-
char. Oía perfectamente, pero no entendía esos mugidos extraños.
Eran más dentales; los suyos, guturales. Me cacho en diez, pensó,
me estafaron con la veneración y ahora esto. Pero Ettie estaba
decidida a ganárselas. En los días siguientes, aprendió que “Mutj”
es “pasto con hormigas”, que “Mnuuu” es “sombra fresca para la
siesta” y que “¡Muuurtn!” es “no te comas mi comida”. Ettie mugía
sus imitaciones modulando despacio. Ellas fruncían el ceño
dis-cretamente. También se paraban distinto. Al reclinar el cuello
para arrancar pasto, observaba, ponen todo el peso en una pata
trasera y una cadera les queda más alta. Los toros siempre las
miran cuando comen y los cuernos les brillan. Ettie trató de copiar
la pose, pero cayó de rodillas frente a la manada.
Una tarde llovió y el pasto se llenó de charcos. Ettie vio un
reflejo huesudo y contuvo un mugido de horror. Ettie pisó el charco
y lloró. Nada estaba bien. Todo sabía a curry. En casa, el pasto
era mantecoso, mentolado, un colchón afelpado para la siesta, y las
briznas eran mimosas. Acá es ralo y crujiente, y me pincha. Y
siempre me estoy chocando con alguna; necesito espacio para pastar.
Ay, si estuvieran Copélia o Xénia. Marcharíamos al mercado para
exigir la veneración que es nuestra. ¿Cómo será pastar sin mí? A
Jacotte le voy a mugir que el país entero me veneró.
Mientras Ettie cavilaba, llegó al monte una vaca blanca con
manchas mar-rones. Saludó a la manada y la manada no le contestó.
Ettie se acercó. La blanquimarrón arrancó un manojo de hierbas y
las soltó a los cascos de Ettie.
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
Ettie mugió un saludo y ella respondió en tailandés. Con Bharat
—Ettie no sabía cómo se llamaba, pero tenía cara de Bharat y algo
había que lla-marla— se llevaron fenomenal de inmediato. Pastaban,
se dejaban ordeñar por niños hambrientos, clasificaban estrellas,
rumiaban, meaban, se bañaban en el Ganges, hasta estornudaban
juntas. Intercambiaron mugidos hasta esta-blecer un código de
mugidos en común, precario pero funcional. Claro, Ettie no era la
primera vaca en atar los cabos y “hacer la India”, intercambiando
un destino de bife por uno de reverencias y reencarnaciones.
Después de Bharat, llegó Chowk. Chowk vino de las plantaciones de
arroz y tenía los ojos achi-nados. Ettie olfateó hasta que lo vio.
Tenía el rabo bien durito. Estaba para mugirle cositas al oído. Yo
para vos me pinto toda con Henna, pensó. Chowk le miró las pestañas
y las ubres.
—Me gusta tu pilcha de cuero, nena. Ettie se dejó husmear,
imaginando cómo serían los toritos.
Un mediodía, Chowk y Bharat fueron a explorar el territorio sur,
en busca de monte sin curry. Ettie rumiaba la comilona de la noche
anterior a la sombra de unos pinos. La manada masticaba pasto. Una
familia humana comía un picnic. Los niños reían. De pronto, Ettie
detectó pasos sigilosos con sus orejas hiperlimpias. Entre los
pinos, apareció un tigre de bengala. Miró a la manada y eligió a
Ettie. Ettie sintió escalofríos sin saber qué animal era. El felino
se acercó casi sin hacer ruido. Se miraron. Los humanos corrieron a
su casa rodante. Manteles y sándwiches volaron por el aire. Las
vacas gimieron y se escondieron entre los pinos. El tigre no desvió
la vista. Sus rayas naranjas y negras titilaban y sus bigotes
blancos estaban tensos. Abrió las fauces: su boca era una sierra de
colmillos. Ettie olió pis y caca de miedo proveniente de los
árboles. Tragó saliva. El felino no respetaba las cosas sagradas y
se acercó relamiéndose. Las manchas de Ettie se volvieron grises.
En eso, un pájaro parecido a Olulu tomó en su pico un cuchillo del
picnic. El filo plateado voló hacia Ettie. Desde los pinos estalló
una liturgia de mugidos coránicos. Ettie se inspiró y con un
movimiento diestro y veloz, mordió el cuchillo. El felino arqueó
las cejas. Ettie meneó la cabeza y, mirándolo con ojos
brillantes,
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
se comió el filo resplandeciente. El tigre dio un paso atrás y
maulló. Ettie masticó el cuchillo, sabiendo que en unas horas lo
rumiaba y lo escupía. El tigre astuto no se arriesgó a cortarse la
lengua y se alejó como una serpentina naranja entre la
vegetación.
Las vacas emergieron de sus escondites y los humanos de la casa
rodante. Los humanos se arrodillaron alrededor de Ettie y le
profirieron alabanzas. Las vacas la contemplaron con admiración y
cada una le trajo un haz de pasto. En efecto, la combinación de sus
rezos y el ingenio de Ettie habían redundado en una victoria para
la raza. Porque a partir de entonces, las vacas indias andan
equipadas con un cuchillo para ahuyentar a los temibles tigres de
bengala. Y lo que es más, la manada comenzó a mugirle, viendo que
tenía ideas tan provechosas. Con maestras dedicadas, Ettie, Bharat,
y Chowk aprendieron a imitar a la manada. Después vino la
normalidad, y Ettie volvió a extrañar su granja natal, su reflejo,
el olor del sol sobre la brizna, la humedad en los cuernos, el
brillo del alambrado, los peones discutiendo en francés, el olor a
crema fresca del tambo.
Entonces los tres vacunos emprendieron un tour de sus ciudades
natales. Visitaron Chantou, China; Phuket, Tailandia; y llegaron a
Azur después de trece años siguiendo la exitosa estrategia de Ettie
de moverse de manada en manada bajo el cielo estrellado. A pesar de
la oscuridad, cuando pisaron la granja, Ettie distinguió las
manchas de Zaïde, Xénia y Copélia. Esperó al pie de sus lechos de
pasto hasta el amanecer. Chowk y Bharat durmieron. Cuando despertó
y vio a Ettie, a Zaïde se le dilataron las pupilas. Despertó a
Copélia y ambas se refregaron los ojos contra el pasto sin creer
que Ettie estu-viera de veras allí. Luego amanecieron Chowk y
Bharat, y Ettie hizo las pre-sentaciones. Zaïde, Xénia y Copélia
contaron que Jacotte fue bife al poco de partir Ettie. Los viajeros
dieron un gritito aunque, siendo tan flacos, estaban fuera de
peligro. Las chicas se arrodillaron en la hierba a escuchar el
relato del viaje. Pero Ettie no mugió nada sobre el olor a curry
del pasto, sobre el sabor del agua, sobre los colores de los
turbantes, sobre el sonido de las voces huma-
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
nas. Para narrar todo necesitaría el mismo tiempo que empleó en
vivirlo. Así que sólo mugió los hits y, al terminar, Zaïde
emocionada la llevó al estanque. Pero cuando Ettie se miró en el
agua, no vio el reflejo conocido. Volví, pensó Ettie, pero no soy
la misma. Este no es el reflejo que era y, a veces, me paro a comer
como una vaca india. Acá en la granja trato de no hacerlo, pero es
más cómodo, se digiere mejor.
—¿Al final te veneraron o no? —quiso saber Xénia. Ettie le dio
la espalda al estanque y mugió que al final, sí.
Chowk y Bharat volvieron a India. Xénia fue con ellos para
conocer un tigre de bengala. Llegaron en época de festival. Xénia
asistió a un polo en elefantes, pero los cornudos no la saludaron.
Vio encantadores de serpientes, pero las serpientes no estuvieron
encantadas de verla. Le dio una pataleta en una calle principal y
Chowk y Bharat la arrastraron al monte a comer un pasto crujiente
con delicioso sabor a curry.
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Fabiana Margolis
Te espero abajo, tiburónSegundo premio en el Primer Concurso
Internacional de Cuentos
para Niños de Imaginaria y EducaRedIlustrado por Laura
Michell
El salto fue increíble. Perfecto.Primero entraron los brazos
estirados, abriendo un camino preciso a través
de la superficie plateada del agua que, hasta ese momento,
parecía un espejo calmo y silencioso. Después la cabeza, en el
lugar exacto entre los brazos firmes, como si un hilo invisible la
estuviera sosteniendo para no dejarla caer.
El cuerpo entero atravesó el agua de la pileta, cortándola en
dos como un cuchillo filoso, hasta que al final se perdieron de
vista las piernas, tan estira-das, tensas y perfectas como los
brazos. Entonces el camino abierto en el agua se cerró de golpe,
tragándose ese cuerpo que Federico conocía de memoria.
Texto © 2004 Fabiana Margolis. Dibujo © 2004 Laura Michell.
Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines
educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin
consentimiento escrito del
autor. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma
gratuita por Imaginaria y
EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
Unos minutos antes de que ella saltara, Federico la había
observado en silencio, como siempre, desde el otro extremo de la
pileta. Había visto sus ojos celestes parpadear, medir la
distancia, calcular la altura, planificar la caída. Él sabía que
ella los cerraba —siempre lo hacía— cuando sus pies se acomodaban
en el trampolín y estaba a punto de saltar, como si dejara un
último instante para que el azar se mezclara con aquel salto tan
pensado, tan planificado hasta en sus más mínimos movimientos. Le
gustaba pensar eso. Y le gustaba, sobre todo, mirarla.
Ema apareció en la superficie, del otro lado de la enorme
pileta. Se impulsó con los brazos y se sentó en el borde, dejando
caer sus piernas dentro del agua. Por su cuerpo húmedo resbalaban
miles de gotitas transparentes. Entonces Federico contuvo la
respiración, porque sabía que ella iba a quitarse el gorro de baño,
dejando sueltos sus cabellos colorados, que caían en una suave
cas-cada llena de rulos hasta su cintura. Nunca tendrían que
haberse inventado los gorros de baño, pensó con amargura.
Estuvo a punto de acercarse. Siempre lo estaba. Pero en ese
momento lle-garon corriendo Celeste y Mónica para felicitarla por
el salto y abrazarla. Ema todavía estaba sentada en el borde de la
pileta, con el gorro en su mano y los pies dentro del agua, cuando
apareció Matías, sonriendo. Federico no lo conocía más que de vista
y ya lo odiaba. Desvió la mirada porque no quería volver a ver ese
beso que también se sabía de memoria y le lastimaba como si algo lo
estuviera quemando por dentro.
* * *
La competencia era en dos semanas y Ema se preparaba casi desde
que las clases habían empezado. A veces, incluso, venían los
profesores de natación, pedían permiso y se la llevaban del aula
para practicar un rato. Esos días, Federico la observaba irse a
través de la ventana de su división —él estaba en segundo tercera;
ella, en segundo cuarta— y no podía volver a concentrarse hasta que
Ema no regresaba. Más tarde, en el recreo compartido del patio, él
veía que las puntas de su cabello permanecían húmedas, más
coloradas e
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
intensas que el resto del pelo. Se entretenía imaginando el
salto; ese instante en que el cuerpo de Ema marcaba un camino
perfecto a través del aire y se sumergía en la pileta, como si
entrara en otro mundo, distante y lejano.
Hacían natación en un club que quedaba cerca del colegio.
Federico odiaba nadar. El primer día, los profesores habían
evaluado a los nuevos para saber en qué nivel ubicarlos. Pusieron a
todos los de segundo año juntos y les pidieron que fueran nadando
de una punta a otra de la pileta.
Cuando lo vieron a Federico intentar unas brazadas desesperadas,
más parecidas a un pedido de auxilio que a la práctica inocente de
un deporte, determinaron para él la pileta de menor categoría.
—¡Federico! –gritó una de las profesoras, luego de emitir un
chillido agudo con el silbato que llevaba colgado del cuello,
suficiente para que todos en la pileta se dieran vuelta—
¡mojarrita!
Mojarrita era el absurdo nombre de la pileta más bajita de
todas. Cuando Federico se paraba, el agua le llegaba por las
rodillas. No entendía muy bien eso de ponerles nombres de peces a
las distintas piletas. ¿No podrían haberles puesto sencillamente
números? Pileta número uno, pileta número dos. Le daba una
vergüenza terrible decir que pertenecía a la pileta de las
mojarritas. Por lo menos podrían haberlo puesto en la pileta
intermedia, la de los delfines. Aunque observándose con justicia,
nada tenía él de delfín en su cuerpo.
Ema estaba en la pileta de los tiburones. Inalcanzable. ¿Cómo
podía una mojarrita acercarse siquiera a un tiburón? Ganas no le
faltaban. Pero allí estaba también Matías, protegiéndola con su
mirada, y a Federico no le quedó más remedio que tomarse del borde
de la pileta y, como todas las mojarritas, empezar a patalear
dentro del agua.
* * *
—¿Cómo te fue hoy, Fede? –preguntó su papá esa noche, mientras
le alcan-zaba el salero.— A esta comida le falta sal, Mirta.
—Sabés que no podés comer con mucha sal, no acostumbres a los
chicos tampoco...
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
—Hoy tuvimos natación –se adelantó su hermana, mientras Federico
sentía que se iba poniendo cada vez más colorado. Y mudo.
—¿Sí? ¿Qué tal?—Estoy en la pileta de los delfines... –dijo ella
orgullosa— pero seguro que
me pasan a la de los tiburones en poco tiempo. La profesora me
felicitó por lo bien que nadaba.
—¿Y vos, Fede? –quiso saber su mamá.—Bien, ma.—¿Bien
qué?—Bien...—A Fede lo pusieron en la pileta más chiquita, la de
las mojarritas... –dijo
ella aguantando la risa.—¿Y vos qué sabés? –gritó Federico con
furia, pensando que a veces tenía
ganas de matar a todo el mundo. Y muy especialmente a su hermana
menor.—El hermano de Sofía, una de mis compañeras, está en tu misma
división
y ella me dijo. —¿Y ella qué sabe?—Bueno, basta. Seguro que ahí
vas a aprender a nadar mejor y dentro de un
tiempo te pasen de pileta, ¿no? –su papá seguía echándole sal a
la comida.—Sí, seguro –la mirada de odio de Federico se clavó en la
cara de Analía,
que no se dio por aludida y siguió comiendo en silencio.Tal vez
fuera sólo para molestarlo —Federico realmente creía que todo
lo que hacían las hermanas menores era para molestar a los
indefensos hermanos mayores— o para demostrarles a sus padres lo
bien que nadaba, lo cierto es que, tres semanas después, Analía
decidió festejar su cumplea-ños en la pileta, en el mismo club
donde él odiaba tener que ir una vez por semana.
—Genial –pensó Federico, pero no le quedó más remedio que ir. No
pen-saba ponerse la malla y hacer el ridículo entre los compañeros
de su hermana, así que se llevó algunas de sus historietas
preferidas, con la intención de pasar un rato en silencio,
acompañado por superhéroes a los que todo parecía salir-les siempre
bien. Se olvidó por completo de su tía Selva, que nunca faltaba
a
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
los cumpleaños. Selva no paró de hablar ni un segundo: le contó
de sus vaca-ciones en Chascomús y de su nuevo perrito llamado
Sancho.
—Sancho, por Sancho Panza –aclaró— el compañero de Don Qui-jote,
¿viste?
—Ah... –respondió Federico mientras veía la boca colorada de
Selva abrié-ndose y cerrándose mucho, como si pronunciara palabras
gigantescas y luego las lanzara muy lejos suyo. Estaba
completamente aburrido.
Entonces ocurrió lo inesperado.En un momento, cuando tía Selva
detuvo su catarata de palabras inter-
minables para tomar aire, a Federico le pareció ver a Ema subida
al tram-polín más alto. Los chicos ya no estaban en el agua; pronto
vendrían para seguir festejando el cumpleaños en el salón vidriado.
Federico abrió y cerró sus ojos tres veces para comprobar que ella
estuviera allí y no fuera un invento de su imaginación. Tal vez la
voz monótona de su tía ya lo hacía ver visiones.
Pero no. No era su imaginación. Ema –la Ema que él conocía—
estaba allí parada.
Sus ojos celestes parpadearon, como siempre. A lo lejos,
parecían dos puntos luminosos. Midieron la distancia, calcularon la
altura, planificaron la caída. Después se cerraron. Y un segundo
más tarde, el agua de la pileta se la tragaba por unos
instantes.
Federico dudó. Ema estaba por salir en el otro extremo de la
pileta, se impulsaría con sus brazos y se sentaría en el borde.
Tenía ganas de acercarse. Ahora no había excusas: no estaban las
amigas que siempre llegaban corriendo para felicitarla y abrazarla.
Tampoco estaba Matías. No había nadie. ¿Pero qué decirle? Tal vez
Ema ni siquiera lo reconociera. No eran compañeros de división;
mucho menos de pileta.
Federico vio que, en la caída, Ema había perdido su gorro de
baño, que flotaba ahora contra uno de los bordes de la pileta. Era
la oportunidad que estaba esperando. Sin pensarlo más, dejó a Selva
hablando sola sobre las aven-turas de Sancho y corrió a buscarlo.
Menos mal que se habían inventado los gorros de baño, después de
todo.
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
—Tomá, se te cayó... –los rulos colorados de Ema se pegaban a su
espalda. Ella tomó su cabello con ambas manos y lo escurrió,
formando un pequeño charco sobre el piso de baldosas tibias.
—Gracias –le sonrió y después desvió la mirada.Federico pensó
que, si no decía nada, la conversación se acabaría antes
de comenzar. No tendría muchas más oportunidades como ésta para
acer-carse a ella.
—Somos... somos compañeros de escuela, ¿sabías? –antes de
terminar la frase, Federico sintió deseos de morderse la lengua. No
podría habérsele ocur-rido algo más estúpido. Su cabeza era un
remolino de palabras entrecortadas y le resultaba imposible
encontrar alguna que no sonara tonta o sin sentido.
—¿Sí? –ella lo miró con curiosidad, desde el piso, tratando de
reconocerlo. Se veía que intentaba hacerlo. Por fin dijo, luego de
unos minutos que a Fede-rico le parecieron horas: —Sí, ya sé.
La conversación amenazaba con perderse nuevamente. Entonces fue
ella la que dijo:
—¿Me viste saltar? ¿Qué tal estuve?—Genial, como siempre... –las
palabras le salieron antes de que tuviera
tiempo de pensarlas, de ordenarlas en una frase. Por segunda vez
en una conversación que no llevaba más de dos minutos, Federico
quiso volverse invisible, desaparecer cuanto antes de la faz de la
tierra.
—¿Sí? ¿En serio? –ella volvió a sonreír. Y lo miró con sus ojos
grandes que, de cerca, parecían más grises que celestes. Ahora
sabía que él la había estado observando y la seguridad de saberlo
se reflejaba en el tono de su voz, cada vez más seductora.
—Bueno, en realidad, justo al final torciste un poco la cabeza
y...—Sí, es cierto –ella lo miró entre sorprendida y divertida.— Yo
también lo
sentí. ¿Cómo te diste cuenta?Federico estuvo a punto de decirle
que era imposible no notarlo cuando
la había visto tirarse tantas veces. Que sabía, incluso, que
ella cerraba los ojos segundos antes de lanzarse a través del aire
y que conocía de memoria la posición exacta de cada una de las
partes de su cuerpo para que el salto saliera
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
perfecto. Todo eso quería decirle; sin embargo, en ese momento,
escuchó la voz inoportuna de su mamá que lo llamaba desde el salón,
con la cámara de fotos en su mano:
—¡Fede! ¡Vení que estamos por soplar las velitas! –Federico
intentó no escucharla.
—Te llaman, ¿no? –ella ya se había puesto de pie. Era apenas
—unos centí-metros, tal vez— más alta que él. A Federico le
gustaban las chicas más altas.
—Sí, es el cumpleaños de mi hermana...—Bueno, andá –se
despidieron con un beso. Ella tenía la mejilla mojada,
tibia y suave.Cuando Federico se había alejado algunos pasos,
Ema lo llamó:—Si querés, mañana vengo a practicar un rato. No sé,
si justo no tenés
nada que hacer. A las cinco...
* * *
Ese domingo, Federico estuvo en la pileta desde las cuatro y
media de la tarde. De a ratos no podía creer su suerte; de a ratos
temía que todo fuera una broma y pensaba que Ema nunca
aparecería.
Pero a las cinco en punto, tal como le había dicho, Ema llegó.Se
saludaron con un beso tímido, silencioso. Tuvieron que esperar
un
rato a que se desocupara la pileta y se sentaron en el borde,
dejando caer las piernas dentro del agua. Entre los dos se formó un
silencio espeso, cálido y brumoso. De vez en cuando, era
interrumpido por el chapoteo de alguna brazada.
—¿Puedo preguntarte algo...? –Federico la miró sin poder creer
del todo que ella estuviera allí, tan cerca. Al ver que Ema
asentía, preguntó:— ¿qué sentís cuando estás abajo del agua?
Ema sonrió antes de responder:—¿Sabés? Sos el primero que me lo
pregunta. No sé... es una sensación
rara. Es como entrar en otro mundo. Es tan silencioso ahí abajo.
De repente dejás de escuchar sonidos, voces, ruidos. Es como estar
de paseo en un lugar
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
misterioso, casi mágico, donde sabés que no podés quedarte mucho
tiempo. Por eso siempre tenés ganas de volver.
Federico la miró. Estaban muy cerca, casi podía sentir las
piernas de ella dentro del agua.
—¿Por qué no te tirás conmigo? Aunque sea una vez... –y al ver
la expre-sión de terror en el rostro de Federico, que ya estaba
empezando a pensar en refugiarse en un lugar más seguro, dijo:— Así
ves lo que se siente...
—Prefiero seguir imaginándolo.Ema soltó una carcajada. Era la
primera vez que se reía y el eco de su risa
—una risa fuerte, clara, contagiosa— rebotó en todos los
rincones de la pileta. —Bueno, como quieras –y se puso de pie.—
Entonces miráme. Federico pensó que no hubiera podido hacer otra
cosa. Ema practicó. Una,
dos, tres, cuatro veces se tiró del trampolín y su cuerpo
atravesó el aire como una flecha rápida y certera. Federico no
dejaba de observarla y le marcaba si había inclinado apenas su
cabeza o si los brazos no estaban del todo estirados.
—Creo que por hoy es suficiente –dijo ella luego de un rato,
saliendo del agua y sentándose cerca suyo.
—¿Cuándo es la competencia? –preguntó él.—El próximo domingo...
no me hagas acordar, que me pongo nerviosa.—¿En serio? Si cada vez
te tirás mejor. Es imposible que alguien te gane.Ella sonrió.—Tengo
que hacer un salto perfecto. No puedo cometer ni el más mínimo
error. Si no, me descalifican enseguida. Además, el trampolín no
es como éste, es un poco más alto...
—¿Más alto que éste? –la cara de Federico se llenó de
vértigo.—Sí, un poco.—¿Y por qué lo hacés? —No sé... supongo que es
en parte para complacer a mi papá. Él me dijo
una vez, cuando yo era chiquita, que tenía una habilidad
especial para la nata-ción y que no podía desperdiciarla. Quiero
ganar esta beca para que él vea lo buena que puedo llegar a
ser.
—Sos genial... digo, sin necesidad de demostrárselo a nadie.
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Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e
Imaginaria
De repente, Federico se quedó callado. Había pronunciado la
última frase pensando cada una de las palabras: eso era exactamente
lo que había querido decir. Después no supo qué más agregar; pero
ese silencio, por primera vez, no le molestaba. Era raro, porque
siempre había pensado que quedarse sin palabras al lado de una
chica –sobre todo una chica como Ema— lo hubiera hecho sentir
incómodo. Había aprendido que era necesario rellenar los huecos de
silencio con frases, por más tontas que pudieran sonar. En cambio
ahora, la ausencia de palabras hacía que todo fuera más natural,
más espontáneo. Si no tenía nada que decir, ¿por qué andar
inventando cosas?
En medio de ese silencio, se inclinó sobre los labios de Ema y
la besó. Así, casi sin pensarlo, como si fuera la cosa más natural
del mundo.
Ema no dijo nada, pero enseguida se apartó suavemente, como si
corriera entre ambos una cortina invisible.
—Tengo que irme, se me hace tarde –ya cuando se había alejado
unos pasos, se dio vuelta y lo miró.— Vas a venir el domingo, ¿no?
Me gustaría que vinieras.
* * *
Federico no vio pasar la semana. Casi tampoco la vio a Ema, que
aprove-chaba los últimos días para prepararse.
El domingo amaneció cubierto de nubes grises, panzonas y
perezosas. No querían irse y todo el día se pasearon lentamente por
el cielo. De a ratos llovía; de a ratos se apartaban un poquito y
dejaban que asomara el sol.
La competencia era en el gimnasio de un importante colegio que
tenía su propia pileta olímpica. El lugar estaba lleno de gente;
familiares y amigos de las diez competidoras iban y venían ocupando
sus lugares.
Federico llegó temprano. Apenas entró, lo vio a Matías de lejos
y sintió que se le caía el mundo. Por un momento realmente había
creído que él no iría. Matías estaba con algunos amigos, todos
compañeros de su división, y Fede-rico se dio cuenta de que
hablaban de él, porque lo miraban de reojo.
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Imaginaria
Matías era alto, mucho más que él, y sobresalía a la distancia.
Llevaba el pelo largo y de vez en cuando hacía un movimiento para
quitárselo de la cara que a Federico le parecía de lo más estúpido,
pero que a las chicas les fascinaba. Tenía además una forma de
mirar a las mujeres, de acercarse a ellas, que él nunca hubiera
podido imitar. Las chicas se reían como bobas cuando él les dirigía
la palabra y Federico no podía imaginar qué cosas tan graciosas
decía. Después de todo, tal vez fuera él quien sobrase y Ema
siguiera prefiriéndolo a Matías. Deci-dió irse ni bien Ema saltara.
¿Para qué le había pedido que fuera a verla?
Federico recién la divisó a Ema cuando anunciaron a las
competidoras y una a una fueron apareciendo entre los aplausos de
la gente. Ema era sin duda la más hermosa, delgada y atlética con
su malla de competición color azul marino.
Ema estaba nerviosa, no podía quedarse quieta. Matías se acercó
para salu-darla y Federico desvió la mirada. ¿Se habían dado un
beso? Si era así, prefería no enterarse.
Cuando anunciaron su nombre, después del salto de una chica
morocha y petisa, Ema se quedó petrificada. No podía moverse; mucho
menos subir al trampolín. La chica morocha había recibido un
excelente puntaje de parte del jurado; no sería fácil
superarlo.
Federico se dio cuenta enseguida de que algo no funcionaba bien
cuando distinguió los ojos de Ema, más apagados que de costumbre.
Entonces decidió acercarse; tener su última oportunidad antes de
desaparecer para siempre.
Fue hasta donde estaba Ema esquivando la mirada de odio de
Matías, que se había pegado a su cuerpo como una malla mojada.
—No puedo... –le dijo ella con una mirada que era celeste y
desesperada.—Claro que sí. ¿Cómo no vas a poder? Para eso te
preparaste tanto tiempo.
Para eso practicamos juntos la semana pasada.Matías escuchó las
últimas palabras y su cara hirvió de indignación.—¿Qué hace una
mojarrita fuera del agua? ¿Por qué no te volvés a tu
pileta? –y señaló al lugar donde estaba la pileta más bajita de
todas. Los que estaban con él se rieron.
Federico ni lo miró. Pero sintió que algo cambiaba dentro suyo.
Algo que se acomodaba, como si por fin hubiera encontrado su lugar.
Sentía que, si en
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aquel momento lo hubieran puesto a nadar, no hubiera habido
pileta suficien-temente profunda donde entrara tanta decisión,
tanto valor. Y así como se sintió fuerte por dentro, también
comprendió que hay veces en que las pala-bras no alcanzan para
demostrar lo que uno es capaz de hacer. Simplemente, hay que
hacerlo.
—Dejálo, Ema... –Matías hizo un intento de retenerla. Y su
sonrisa fue más seductora que nunca.— Si no te sentís segura,
podemos practicar más para la próxima vez...
Pero ella no le hizo caso. Permaneció inmóvil, observando en
silencio un punto fijo y lejano que sólo sus ojos eran capaces de
ver. Por los parlantes anunciaron nuevamente su nombre.
—Vení –Federico la agarró de la mano con suavidad.—
Vamos.—¿Adónde? –preguntó Ema, como una nena chiquita que tiene
miedo de
ir a lugares que no conoce.—Arriba.Y ahí, al lado de la primera
de las muchas escaleras que había que subir para
llegar “arriba”, Federico se sacó las zapatillas. Subió el
primer tramo, llevando siempre de la mano a Ema. La gente abajo
empezó a mirar con curiosidad y a señalar con los brazos
estirados.
—¿Estás seguro? –Ema lo miraba sin poder creer del todo lo que
estaba pasando.— ¿No era que le tenías miedo a las alturas?
—¿Quién te dijo eso?Ella sonrió en silencio, dejándose llevar.
Estaban cada vez más arriba y
Federico no quería mirar para abajo, como si temiera romper el
hechizo que lo mantenía subiendo.
—¿Dónde están tus papás? –preguntó de pronto.—Allá... –Ema
señaló un lugar impreciso entre las sillas llenas de fami-
liares. Su papá tenía un rostro severo, aunque una imperceptible
sonrisa lo suavizaba un poco.
Habían llegado arriba. Era increíble lo chiquito que se veía
todo desde allí. —¿Y ahora? –Ema lo miraba sorprendida. Algunos
rulos colorados se esca-
paban de su gorro de baño.
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Imaginaria
—¿Era cierto lo que dijiste el otro día? ¿Eso de que abajo del
agua era como entrar en otro mundo?
Ella asintió en silencio, con un movimiento de cabeza y sus
rulos se agita-ron ligeramente.
—Bueno, allá te espero entonces.—Estás loco... No podés tirarte.
Estás vestido y...Pero Federico ya no la escuchaba. Se había
alejado unos pasos y estaba
sobre la superficie inestable y móvil del trampolín. Nunca antes
había estado en un lugar tan alto ni tan movedizo. Así como la
había visto hacer a Ema tantas veces, midió la altura y calculó la
distancia —aunque prefería no cal-cularla demasiado—. Estaba lleno
de una fuerza extraña, que lo impulsaba a hacer algo de lo que
nunca se hubiera creído capaz.
La gente no dejaba de señalarlo y murmuraba asombrada. —Te
espero abajo... –dijo, casi en un susurro, y cerró los ojos.Los que
ese día vieron a un chico vestido con unos pantalones de jean y
una remera tirándose del trampolín más alto en medio de una
competencia donde las participantes eran todas chicas, dijeron que
fue uno de los saltos más perfectos e increíbles jamás
presenciados. Alguno hasta se lamentó de que no le hubieran puesto
puntaje.
Federico no vio nada: tenía los párpados apretados con fuerza y
sólo sintió que su cuerpo atravesaba el aire con una rapidez
inimaginable. Después, todos los ruidos se apagaron como si alguien
hubiera accionado un interruptor de luz, y sus movimientos se
hicieron más lentos, más pausados.
Allí la esperó a Ema para decirle que sí, que tenía razón: era
como estar en otro mundo ahí abajo. Un mundo donde los silencios no
eran espacios vacíos que había que rellenar con palabras. Un mundo
donde los minutos podían durar horas y cada pequeño movimiento
tardar una eternidad, porque el tiempo parecía transcurrir más
lentamente.
Le gustaba ese mundo, después de todo. Un lugar así, exactamente
igual a ése, era el que quería compartir con ella. Y se lo dijo,
sin palabras, apenas Ema se reunió con él.