http://www.avempace.com/personal/jose-antonio-garcia-fernandez Prof. José Antonio García Fernández DPTO. LENGUA Y LITERATURA- IES Avempace [email protected]C/ Islas Canarias, 5 - 50015 ZARAGOZA - Telf.: 976 5186 66 - Fax: 976 73 01 69 1 Antón Chéjov (1860-1904), el sembrador de inquietudes Antón Pávlovich Chéjov (Taganrog, Rusia, 1860 - Badenweiler, Baden- Wurtemberg, Imperio alemán, 1904) vivió poco y revolucionó la literatura y el teatro con media docena de obras. Se casó con Olga Leonárdovna Knipper, actriz que actuaba en sus obras. Murió a los 44 años, de tuberculosis, una enfermedad que contrajo de sus pacientes (era médico) y que le llevó a pasar grandes temporadas en balnearios curativos y lugares cálidos, como Niza (Francia), Yalta (Crimea) y Badenweiler (Alemania). En la escena, su obra más famosa es La gaviota (1896, estrenada en el teatro imperial Alexandrinski de San Petersburgo fue un fracaso, pero en 1897 la estrenó el Teatro de Arte de Moscú, de Constantin Stanislawky, creador del método natural de interpretación, y fue un gran éxito), que aún hoy es muy leída. Además, también escribió cuentos y novelas cortas de gran calidad. Se le encuadra dentro del naturalismo y está considerado un maestro universal de la narrativa breve. Entre sus innovaciones, está el uso del monólogo, que luego retomaría el irlandés James Joyce. Aunque literato, su profesión fue la de médico, una actividad que influyó mucho en su estilo, pues hay algo en él de científico. Él mismo dijo: “La medicina es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante”. Se lo ha comparado al naturalista o al entomólogo que observa la naturaleza con curiosidad y rigor y da cuenta de lo que ha visto. Él mira a los seres humanos y los retrata con veracidad y exactitud, dando fe de sus angustias, sus esperanzas, su locura, su alegría… Sus contemporáneos fueron grandes psicólogos: el noruego Henrik Ibsen (1828-1906) y el sueco August Strindeberg (1849-1902) reaccionaron como él contra los excesos fantasiosos del romanticismo y buscaron en el interior de los hombres y las mujeres reales, de carne y hueso, sometidos siempre a la influencia del medio social. Pero los personajes de Chéjov no son seres torturados por pasiones oscuras. Son personas normales, sensibles, acometidas interiormente por el mismo mal de la gran nación rusa en aquellos tiempos del escritor: la abulia, la decadencia, la falta de ideales. El régimen zarista ya no daba para más y, poco después del fallecimiento del literato (1904), vendría la Revolución de Octubre (1917). En las obras de Chéjov, como Ivanov (1887), La gaviota (1896), Tío Vania (1899), Tres hermanas (1901), El jardín de los cerezos (1904), aparecen escritores con o sin éxito, actrices ya consagradas o a comienzos de su carrera, empleados, terratenientes, médicos, maestros, políticos, burgueses más o menos acomodados, criados…, todos ellos abrumados por la certeza de una existencia gris, de una vida mediocre con la que anhelan romper, y todos ellos ilusionados con la esperanza del cambio y urgidos por la necesidad de una transformación. Hay en Chéjov un vaivén entre el pesimismo y el optimismo, una lucha del hombre contra la desesperación. Para el escritor, este es el mensaje importante, más que la psicología profunda o la espectacularidad teatral: la decisión del hombre entre continuar o abandonarse, un poco en la línea que, con otros medios y métodos, seguiría otro dramaturgo, el irlandés Samuel Beckett. Vivimos tiempos de tránsito, piensa Chéjov, de tensión entre el presente y el futuro. El tiempo parece detenerse, hay una rara inmovilidad en el fluir de los días y el paso de las estaciones. Pero todo
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Antón Chéjov (1860-1904), el sembrador de n+Chéjov... · PDF fileEn las obras de Chéjov, como Ivanov (1887), La gaviota (1896), Tío Vania (1899), Tres...
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Antón Chéjov (1860-1904), el sembrador de inquietudes
Antón Pávlovich Chéjov (Taganrog, Rusia, 1860 - Badenweiler, Baden-Wurtemberg, Imperio alemán, 1904) vivió poco y revolucionó la literatura y el teatro con media docena de obras. Se casó con Olga Leonárdovna Knipper, actriz que actuaba en sus obras. Murió a los 44 años, de tuberculosis, una enfermedad que contrajo de sus pacientes (era médico) y que le llevó a pasar grandes temporadas en balnearios curativos y lugares cálidos, como Niza (Francia), Yalta (Crimea) y Badenweiler (Alemania). En la escena, su obra más famosa es La gaviota (1896, estrenada en el teatro imperial Alexandrinski de San Petersburgo fue un fracaso, pero en 1897 la
estrenó el Teatro de Arte de Moscú, de Constantin Stanislawky, creador del método natural de interpretación, y fue un gran éxito), que aún hoy es muy leída. Además, también escribió cuentos y novelas cortas de gran calidad. Se le encuadra dentro del naturalismo y está considerado un maestro universal de la narrativa breve. Entre sus innovaciones, está el uso del monólogo, que luego retomaría el irlandés James Joyce. Aunque literato, su profesión fue la de médico, una actividad que influyó mucho en su estilo, pues hay algo en él de científico. Él mismo dijo:
“La medicina es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante”.
Se lo ha comparado al naturalista o al entomólogo que observa la naturaleza con curiosidad y rigor y da cuenta de lo que ha visto. Él mira a los seres humanos y los retrata con veracidad y exactitud, dando fe de sus angustias, sus esperanzas, su locura, su alegría… Sus contemporáneos fueron grandes psicólogos: el noruego Henrik Ibsen (1828-1906) y el sueco August Strindeberg (1849-1902) reaccionaron como él contra los excesos fantasiosos del romanticismo y buscaron en el interior de los hombres y las mujeres reales, de carne y hueso, sometidos siempre a la influencia del medio social. Pero los personajes de Chéjov no son seres torturados por pasiones oscuras. Son personas normales, sensibles, acometidas interiormente por el mismo mal de la gran nación rusa en aquellos tiempos del escritor: la abulia, la decadencia, la falta de ideales. El régimen zarista ya no daba para más y, poco después del fallecimiento del literato (1904), vendría la Revolución de Octubre (1917). En las obras de Chéjov, como Ivanov (1887), La gaviota (1896), Tío Vania (1899), Tres hermanas (1901), El jardín de los cerezos (1904), aparecen escritores con o sin éxito, actrices ya consagradas o a comienzos de su carrera, empleados, terratenientes, médicos, maestros, políticos, burgueses más o menos acomodados, criados…, todos ellos abrumados por la certeza de una existencia gris, de una vida mediocre con la que anhelan romper, y todos ellos ilusionados con la esperanza del cambio y urgidos por la necesidad de una transformación. Hay en Chéjov un vaivén entre el pesimismo y el optimismo, una lucha del hombre contra la desesperación. Para el escritor, este es el mensaje importante, más que la psicología profunda o la espectacularidad teatral: la decisión del hombre entre continuar o abandonarse, un poco en la línea que, con otros medios y métodos, seguiría otro dramaturgo, el irlandés Samuel Beckett. Vivimos tiempos de tránsito, piensa Chéjov, de tensión entre el presente y el futuro. El tiempo parece detenerse, hay una rara inmovilidad en el fluir de los días y el paso de las estaciones. Pero todo
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ellos es augurio de una era diferente. Con Chéjov tenemos esa sensación de la inminencia del cambio, como ocurre con Pirandello, Pirestley, Ionesco, Brecht… En La gaviota (1896), el autor ruso reúne en una casa de campo a un grupo de contemporáneos y analiza su combate interior entre la claudicación y la lucha por el futuro. El antecedente de esta técnica es Iván Turguenev (1818-1883), en Un mes en el campo (1850), donde el objeto del drama es también un grupo. Hay personajes más o menos importantes, incluso se podría hablar de un protagonista, pero lo que cuenta es la pequeña colectividad, la microsociedad burguesa que se pone en escena, aquejada por una crisis personal, moral y sentimental. En La gaviota (1896), obra en cuatro actos, las criaturas que pueblan la obra viven reunidas bajo el símbolo de un pájaro estúpidamente sacrificado, sin otro objeto que el de matarlo, por aburrimiento. Poco después del estreno de la obra, desde 1902, empezarán a aparecer las obras socialistas de Máximo Gorki: Los pequeños burgueses, Los bajos fondos, Los veraneantes, donde se analiza la enferma sociedad pequeñoburguesa desde la perspectiva revolucionaria. Entonces sí que empezaba una nueva era. Sin embargo, La gaviota nos deja como lectores o espectadores una sensación incómoda, agridulce. Y es que Chéjov no quería imprimir en sus obras una dimensión moral. Consideraba que la tarea del artista era formular preguntas, no contestarlas. Era un sembrador de inquietudes. Como afirmó el escritor:
"no deseo mostrar una convención social, sino mostrar a unos seres humanos que aman, lloran, piensan y ríen. No podía censurarlos por un acto de amor."
Otra obra muy destacada de Chéjov es El jardín de los cerezos (1904), una obra maestra que acaba el siglo XIX y comienza el XX. Una batalla entre lo antiguo y lo nuevo, que habla de lo histórico, pero también de lo humano: la infancia, la nostalgia, el recuerdo de lo que fue, la huida y la pérdida, la renuncia y el adiós. Es la última obra de un Chéjov que se sabía muy enfermo y sirve también como su testamento literario. Obra coral, polifónica, Meyerhold la describió como “un grupo de personajes desprovistos de centro”.
En cuanto a su estilo, no le gustaba la retórica, era partidario del fluir natural de la narración, de una escritura sin arte, aparentemente sencilla. Cuando sus personajes hablan con afectación, es porque su educación y su clase social los llevan a hablar así, pero no por el gusto del narrador. La escritora ruso-francesa Irène Némirovsky escribió una biografía sobre Chéjov, al que admiraba profundamente, donde destaca la mala relación que tuvo con su padre, un rudo tendero de su Tagenrog natal, un hombre de trato despótico que impuso a sus numerosos hijos una disciplina férrea y que convirtió a Antón en un amante de la libertad. La vie de Tchékhov (1946, póstumo) también destaca que el escritor, al igual que Dickens, tenía que escribir sin parar para mantener a su numerosa familia, seis hermanos y varios hijos, pues todos dependían económicamente de él y además eran gastizos y manirrotos. Por eso escribía cuentos febrilmente más preocupado de ingresar dinero que de la calidad literaria: "Mamá y papá tienen que comer", solía decir el escritor con cierta sorna. Los orígenes humildes del escritor, cuyo abuelo había sido un siervo que compró la libertad, le recordaban a Némirovsky los de su propio padre, León Némirovsky, un pequeño judío de origen oscuro que llegó a ser un gran banquero. Además, Chéjov había sufrido (igual que Kafka con el suyo) la violencia de su propio padre. E Irène sufría un desarraigo similar por el desafecto que sentía hacia su madre, Fanny Némirovsky.
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Irène Némirovsky admiraba al hombre y al escritor, y analiza en su biografía la extensa obra narrativa y teatral de aquel, así como su correspondencia; destacando los rasgos fundamentales, poniendo de relieve su modernidad. Consideraba Némirovsky a Katherine Mansfield como la mejor heredera de Chéjov y cree que el peor periodo del escritor ruso es aquel en que imita sin disimulo a Tolstoi. Chéjov ha influido mucho en los países anglosajones. En América, Arthur Miller, Tennessee Willians y Raymond Carver han utilizado sus técnicas en algunas obras.
Fragmentos de La gaviota (1896)
“TREPLIOV (Deshojando los pétalos de una flor).—¿Me quiere?... ¿No me quiere?... ¿Me quiere?... ¿No me
quiere?... ¿Me quiere?... ¿No me quiere?... No... (Riendo.) ¿Ves?; mi madre no me quiere.
¿Y por qué habría de quererme? Ella lo que quiere es vivir, amar, vestir llamativamente;
mientras yo sólo vivo, con mis veinticinco años, para recordarle que ya no es tan joven.
Cuando no estoy delante representa treinta y dos años, pero cuando estoy en su presencia no
puede negar que tiene cuarenta y tres. Por eso me detesta. Además, sabe que no valgo para
el teatro. Ella ama el teatro, imaginándose que sirve así a la humanidad, mientras que yo
opino que el teatro actual es todo una rutina y está lleno de prejuicios y convencionalismos.
Cuando veo al alzarse el telón una sala de tres paredes, y a esos grandes y brillantes
personajes, a esos sumos sacerdotes del arte representar gentes que comen, beben, hacen el
amor, se pasean o lucen sus vestidos, a la luz artificial del escenario...; cuando les veo, digo,
intentando extraer una moral de sus frases y de sus escenas vulgares; una mediocre y
cómoda moral casera fácil de comprender; cuando me presentan bajo mil formas diferentes
lo mismo de siempre una y otra vez..., siento deseos de escapar, me escapo como se escapaba Maupassant de aquella
torre Eiffel que le aplastaba con su vulgaridad absoluta.
SORIN.—Sin embargo, no podemos prescindir del teatro.
TREPLIOV.—¡Pero necesitamos nuevas formas artísticas! Son necesarias nuevas formas, y si no es posible
crearlas, prescindamos en absoluto del teatro. Quiero a mi madre, la quiero mucho, pero lleva una vida tan vana,
exhibiéndose siempre con ese novelista, y apareciendo siempre su nombre en los periódicos... Todo eso me cansa. Y a
veces lamento, como simple mortal que soy, tener una madre que es una actriz célebre, y me parece que, si sólo fuera
una mujer corriente, yo sería mucho más feliz. Tío, ¿puede haber situación más necia y desesperada que la mía?
Cuando, a menudo, recibe la visita de tantas celebridades, escritores y artistas..., y yo me veo entre ellos, sólo
convertido en una nulidad..., tolerado solamente porque soy hijo suyo... ¿Quién soy yo...? ¿Qué represento...?
Abandoné la universidad al tercer año, debido a «circunstancias ajenas a nosotros», como dicen a veces los editores.
No tengo ninguna cualidad, ni un solo «grosch»: y mi pasaporte me describe como miembro de la baja clase media,
nacido en Kiev. Mi padre, aunque también famoso actor, pertenecía a la pequeña burguesía de la misma ciudad. Por
eso, cuando en su salón se reunían tantos artistas y escritores, y yo era objeto de su atención condescendiente,
experimentaba la sensación de que las miradas de todos ellos ratificaban mi nulidad. Leía sus pensamientos, y la
humillación me hace sufrir.
SORIN.—A propósito, dime por favor, ¿qué clase de persona es nuestro escritor? No es fácil catalogarle.
¡Siempre tan callado!
TREPLIOV.—Es un hombre inteligente, sencillo, un poco inclinado a la melancolía, según pienso. Un
hombre realmente honrado. Todavía le falta bastante para cumplir los cuarenta, pero ya ha alcanzado la celebridad, y
está satisfecho de la vida. En cuanto a sus escritos..., ¿cómo te diría yo...? Son muy agradables e inteligentes, pero...
después de haber leído a Tolstoi o Zola, no te quedan ganas de leer a Trigorin.
SORIN.—Debo admitir que admiro a los escritores, muchacho. Hace años, ¿sabes?, deseaba ardientemente
dos cosas: casarme y ser novelista. Ninguna de las dos las he conseguido. Sí, incluso ser un literato de segunda fila
debe ser agradable...” (Chéjov, Antón P., La gaviota. Trad.: Manuel de la Escalaera, pról.: Álvaro del Amo. Madrid,
Unidad Editorial, 1999, acto I, pp. 17-19)
“NINA.—¡Has cambiado! TREPLIOV.—Es cierto, pero ha sido desde que tú has dejado de ser la que eras. ¡Cambiaste tanto para
conmigo!... Me miras con frialdad y parece que hasta mi presencia te molesta. NINA.—¡Te has vuelto tan irritable últimamente!... ¡Y hablas siempre de un modo tan incomprensible y como
por medio de símbolos! Seguramente esta gaviota será también un símbolo, sólo que..., tienes que perdonarme, no lo
comprendo. (Pone la gaviota sobre el banco.) ¡Soy demasiado simple para comprenderte!
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TREPLIOV.—¡Empezó aquel anochecer, cuando mi obra fracasó tan estúpidamente! Las mujeres no perdo-
nan el fracaso. ¡He quemado todo! ¡Hasta el último trocito de papel! Si supieras lo desgraciado que me siento... ¡Y tu
frialdad hacia mí es terrible, inexplicable! ¡Ha sido como si un día, al despertarme, hubiese visto que el lago se secaba
o se filtraba en la tierra! Acabas de decir que eres demasiado sencilla para comprenderme. Dime, ¿qué es lo que tienes
que comprender? ¡Mi obra no gustó! Desprecias mi inspiración y ahora me consideras un ser vulgar, como hay
muchos. (Dando una patada en el suelo.) ¡Qué claro!... Se diría que me habían introducido un clavo en el cerebro. ¡El
diablo se lo lleve, junto con mi orgullo! Con ese orgullo que me chupa la sangre..., ¡que me la chupa como una
serpiente! (Viendo a TRIGORIN, que se acerca leyendo un libro.) ¡Pero aquí viene el verdadero genio!... Pisa como
Hamlet y, también como él, lleva un libro entre las manos. (En tono de mofa.) «¡Palabras, palabras, palabras!»... Aún
no se te ha acercado ese sol, y ya le sonríes y tu mirada se funde en sus rayos. No te molestaré más. (Sale
precipitadamente.) TRIGORIN (Tomando notas en su libro).—-Toma rapé y bebe vodka. Siempre viste de negro. El maestro está
enamorado de ella... NlNA.—¡Buenos días, Boris Aleksyeevich! TRIGORIN.—¡Buenos días! Parece que las cosas se han puesto de tal forma que tendremos que marcharnos
de aquí hoy mismo, de manera inesperada. Y no parece probable que nos volvamos a ver. Lo siento... ¡No es frecuente
conocer a muchachas interesantes! Por mi parte ya he olvidado cómo se siente uno a los dieciocho o diecinueve años, y
no logro representármelo con claridad. Ésa es la causa de que, en mis novelas y cuentos, los personajes jóvenes
femeninos resulten poco reales y afectados. ¡Me gustaría, aunque sólo fuese por una hora, cambiarme por usted, para
saber lo que piensa y, en general, en qué consiste! NINA.—Y a mí también me gustaría encontrarme en su lugar por un ratito. TRIGORIN.—¿Para qué? NlNA.—Para saber lo que es sentirse un escritor inteligente y célebre. ¿Qué se siente cuando se es famoso?
¿Qué experimenta usted?... TRIGORIN.—¿Que qué experimento? Quizá nada. Nunca he pensado en ello. (Tras reflexionar un instante.)
Sin duda, será una de estas dos cosas: o que exagera usted mi Celebridad, o que
la celebridad no se siente en absoluto. NlNA.—¿Y cuando lee lo que escriben sobre usted en los periódicos? TRIGORIN.—Si me alaban, me resulta agradable, y cuando me
critican, me paso un par de días de mal humor.
NlNA.—¡En qué mundo tan maravilloso vive usted! ¡Si supiera cuánto
le envidio!... ¡Qué diferente es el destino de las demás personas! Unos no hacen
otra cosa que arrastrar una existencia aburrida y oscura, idéntica a la de tantos, y
desgraciada para todos. En cambio otros, como por ejemplo usted, uno entre un
millón, gozan de una vida interesante, brillantísima y llena de sentido. ¡Qué
afortunado es!
TRIGORIN.—¿Yo?... (Se encoge de hombros.) ¡Hum!... Habla usted de la felicidad, de una vida espléndida e
interesante, pero para mí todas esas palabras, y perdóneme, son como los bombones de fruta, que nunca los como. ¡Es
usted muy joven y muy generosa!
NINA.—Pero..., ¡su vida es maravillosa!
TRIGORIN.—¿Qué hay en ella de especialmente maravilloso? (Consultando su reloj.) Tengo que escribir
algunas cosas urgentes. Perdóneme, no puedo quedarme más tiempo... (Riendo.) El caso es que ha dado usted en mi
punto flaco, y aquí me tiene excitado y comenzando a enfadarme un poquito. ¡Hablemos, pues! Hablemos de mi
maravillosa y brillante vida. Bien, ¿por dónde empezamos? (Tras un instante de reflexión.) Usted sabe lo que es tener
una idea fija, por ejemplo, cuando se le impone a uno, a la fuerza, un pensamiento que le tortura haciéndole pensar día
y noche...; por ejemplo, la luna. ¡Pues bien; yo también tengo mi luna! Día y noche vivo dominado por una idea:
«¡tengo que escribir, tengo que escribir, tengo que...!». Apenas he terminado una novela, y sin saber por qué, tengo que
comenzar una segunda, y luego otra, y otra... Escribo febrilmente, sin darme tregua, y no puedo obrar de otro modo. ¿Y
qué hay en todo esto, le pregunto yo, de maravilloso o de brillante? ¡Qué vida tan buena la mía! Aquí estoy ahora,
hablando animadamente con usted y sin dejar, no obstante, de recordar en todo momento que hay una novela, a medio
terminar, que me aguarda. Si, por ejemplo, veo pasar una nube cuya forma recuerda la de un gran piano, pienso
inmediatamente que debo describir en alguna novela el paso de una tal nube con forma de piano. Huele a heliotropo...,
y automáticamente tomo nota mental de ello: «Olor empalagoso..., flor del color de la viudez..., mencionarlo en la
descripción de un anochecer de verano...». Cada una de sus frases o palabras, o de las mías propias, es atrapada por mí,
y me apresuro a guardarla en mi despensa literaria por si algún día me sirve para algo. Cuando termino una obra, corro
a llevarla al teatro, y me voy a pescar. ¡Y ésas son las ocasiones en las que debería relajarme y olvidarme de mí mismo,
pero no! No puedo hacerlo, porque dentro de mi cabeza comienza a dar vueltas otra especie de pesada bola de acero:
¡un nuevo argumento! De manera que me apresuro a volver a mi mesa para de nuevo comenzar a escribir, a escribir y
escribir... ¡Y eso ocurre siempre, siempre! Yo soy el principal obstáculo para mi tranquilidad. Siento que estoy
devorando mi propia vida, pues, para conseguir la miel que luego entrego a unos pocos de los seres que pueblan el
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espacio, he de recoger antes el polen de mis mejores flores, privándolas de él para siempre, destrozándolas y
pisoteando sus raíces... ¿Acaso estoy loco? ¿Cree usted que la actitud de mis amigos y allegados para conmigo es la
que se tiene con una persona normal? «¿Qué está escribiendo ahora? ¿Qué nueva sorpresa nos prepara?» ¡Siempre lo
mismo, lo mismo!... Hasta que llega a parecerme que todo, la atención que me dedican todos los que me conocen, sus
alabanzas y su entusiasmo, son un puro engaño; que tratan de engañarme como si se tratara de un loco. Y, a veces,
incluso temo que se me acerquen a hurtadillas por la espalda, me agarren y me lleven, como a Poprishchin1, a un
manicomio. En cuanto a mis comienzos como escritor, los mejores años de mi vida, el escribir fue un continuo
tormento para mí. Un escritor de segunda fila, sobre todo cuando la suerte no le acompaña, se considera a sí mismo
inepto, insuficiente..., pensando que está de más. Sus nervios desgastados se mantienen en continua tensión, y se pasa
el tiempo buscando el contacto con gentes del mundillo literario o artístico, pero sin ser aceptado ni advertido por
nadie. Es incapaz de mirar a los ojos a los otros, franca y valerosamente, como el jugador apasionado que se encuentra
sin dinero. ¡Nunca he conocido a mis lectores, pero, sin saber por qué, siempre me los he imaginado como
predispuestos en mi contra y llenos de desconfianza! Sentía miedo al público, me aterraba, y cada vez que se estrenaba
una de mis obras, me parecía observar que los asistentes morenos me eran hostiles y los rubios fríamente indiferentes.
¡Qué terrible era! ¡Qué sensación de martirio!...
NlNA.—Pero incluso así, los momentos de inspiración, el mismo proceso creador, ¿no le ha proporcionado
momentos de felicidad?
TRIGORIN.—Sí, mientras escribo paso ratos agradables. Y también me resulta grata la corrección de pruebas,
pero..., tan pronto como la obra ha salido de la imprenta, no puedo seguir soportándola. Inmediatamente descubro que
no es lo que intentaba hacer, que he fallado, que más me valdría no haberla escrito, y me enojo y me deprimo...
(Riendo.) Y por otra parte, el público la lee y se limita a decir: «¡Sí, no está mal esto! ¡Tiene talento!... ¡Está bien
hecho, pero le falta mucho para ser un Tolstoi!...». O bien: «¡Una obra verdaderamente buena..., aunque, Padres e
hijos, de Turguenev, es mucho mejor!». Y así seguirán hasta el día de mi muerte; todo se reducirá al «no está mal» y al
«tiene talento», y no pasarán de ahí. Y cuando me muera, aquellos que me
hayan conocido y pasen ante mi tumba, dirán: «Aquí yace Trigorin. Fue un
buen escritor, pero no tan bueno como Turguenev».
NlNA.—Ha de perdonarme, pero me niego a intentar comprenderle.
¡Lo que pasa es que está usted demasiado mimado por el éxito!
TRIGORIN.—¿Por qué éxito? ¡Nunca me ha gustado mi propia
obra! No me resulto agradable como escritor. Pero lo peor de todo es que me
parece que vivo envuelto en una especie de bruma, y a menudo ni yo mismo
entiendo lo que escribo. ¡Amo esta agua, estos árboles, este cielo! ¡Siento la
naturaleza, que es la que excita en mí la pasión y el invencible deseo de
escribir! Pero, compréndalo, no puedo limitarme tan sólo a ser un paisajista.
Soy también un ciudadano, amo a mi país, a su pueblo. Como escritor,
comprendo que tengo el deber de escribir sobre ese pueblo, sobre sus
sufrimientos, su futuro; y también que debo hablar de la ciencia, de los
derechos del hombre, y etcétera..., etcétera... Y escribo sobre todo ello
precipitadamente, mientras todos se dedican a meterme prisas, a enfadarse, en tanto yo me agito de un lado para otro
como el zorro acosado por los perros. ¡Veo que la vida y la ciencia siguen adelante, mientras yo me quedo más y más
atrás constantemente, como un «mujik» cuando pierde el tren, y que al final, sólo sé describir paisajes, y que en todo el
resto de lo que escribo soy falso hasta la medula de los huesos!
NINA.—Trabaja usted demasiado. No tiene ni tiempo ni deseos de reconocer su propia importancia. ¡Puede
usted estar descontento de sí mismo, pero para los demás es grande y maravilloso! ¡Si yo fuese un escritor como usted,
entregaría a la masa toda mi vida, reconociendo al mismo tiempo que la felicidad de esta masa consistía en sus
esfuerzos por elevarse a mi altura!, y que una vez en ella, me llevarían en carroza triunfal.