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Anticlericalismo, espacio y poder.La destruccin de los
rituales
catlicos, 1931-1939Manuel Delgado Ruiz
l. Lo explcito y lo implcito en el anticlericalismocontemporneo
espaol
Si las formas hasta tal punto destructoras que adopt el
anticle-ricalismo popular en la dcada de los treinta en Espaa han
constituidoun punto ciego para la historiografa poltica, que con
frecuencia lasha exiliado al campo de lo anacrnico o al de lo
simplemente demencial,ha sido, en gran medida, por la negativa a
contemplar el fenmenocomo directamente complicado en dinmicas que
son esencialmentede ndole cultural. No se ha querido reconocer,
salvo excepciones, lapresencia de factores inconscientes, o cuanto
menos implcitos, quesituaran hechos como stos en el campo de las
inercias, las repeticiones,las invariancias, las pervivencias y las
resistencias que una sociedadpresenta en las tecnologas de que se
vale para controlar y comprenderel universo, ese mismo universo que
previamente ha inventado. Nose han querido aplicar las evidencias
en las que muchos historiadoresy antroplogos fundan la conviccin de
su mutua dependencia: quela historia es ordenada por la cultura y
la cultura por la historia; quese impone asociar la contingencia de
los sucesos con lo recurrentede las estructuras, y que un
acontecimiento es una relacin entre algoque pasa y una pauta
significadora que subyace.
Esa va explicativa, que otorgara un papel de importancia a
losesquemas latentes que orientan a los actores histricos, ha sido
sis-temticamente ignorada en favor de lecturas dispuestas a aceptar
ingre-dientes explicativos procedentes slo del mbito estrctamente
polti-
AYER 27*1997
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150 Manuel Delgado Ruiz
ce-institucional, econmico o de clase l. Esto ha provocado que
lasviolencias iconoclastas de la Espaa del siglo xx no hayan sido
asociadascon los sistemas de representacin y accin a los que
interpelabanagresivamente y que eran los que, ajenos y hasta cierto
punto indiferentesa la lucha por la conquista y el control del
Estado, reciban el encargode presentar como sobrenaturalmente
inspirados, y, por tanto, inalte-rables e inquebrantables, los
axiomas que organizan las conductas ylas experiencias humanas en
sociedad. Por su parte, los antroplogosse han mostrado demasiado
ocupados en estudiar las filias religiosastradicionales
-procesiones, romeras, fiestas populares, etc.- comopara atender
esa dimensin tan espectacular, y no menos tradicional,del paisaje
que contemplaban como eran las fobias: los incendios,
lasdestrucciones, las decapitaciones ... Es decir, las violencias
contra aque-llo mismo cuya devocin pareca ser su nica competencia,
como sila jurisdiccin del etnlogo fuera la reverencia hacia lo
sagrado y nosu aniquilamiento. La renuncia de los historiadores a
plantear cuestionescomo stas en trminos de cultura ha ido
fatalmente pareja a la delos antroplogos de la religin a tratar
cualquier cosa que desalentarasu visin integradora, funcional y
feliz de las conductas religiosas.
Sealar que, con pocas salvedades, se ha mantenido cerrado
uncamino que hubiera sido sobremanera frtil en la explicacin de
losacontecimientos de violencia anticlerical, no quiere decir que
esa inter-pretacin socio-culturalista que se ha echado en falta
tuviera que dejarde atribuir a los factores poltico-econmicos un
papel fundamental.Se trata, tan slo, de advertir de la
insuficiencia insalvable que esteltimo tipo de anlisis presentara
en orden a clarificar acontecimientosque lo trascienden. Dicho de
otro modo, la complicidad de la Iglesiacon el latifundismo, los
carlistas, el absolutismo, la burguesa, la monar-qua, el Estado o
la insurreccin militar de 1936 no son suficientes-o al menos no lo
han sido hasta ahora- para dar cuenta del aspectodesmesurado e
irracional que adopt el anticlericalismo espaol enlos siglos XIX y
XX.
Apenas algunos contemporanestas 2 han percibido la necesidad
de
] Vase al respecto un inventario reciente: M. P. SALOMN, Poder y
tica. Balancehistoriogrfico sobre anticlericalismo, Historia
Social, nm. 19, primavera-verano 1994,pp. 113-128.
2 Pienso, por ejemplo, en G. RANZATO, Dies Irae: la persecuzione
religiosa nellazona repubblicana durante la guerra civile spagnola
(1936-1939>, Movimento Operarioe Socialista, nm. 2, 1988, pp.
195-220.
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Anticlericalismo, espacio y poder 151
conectar ordenadamente los hechos e ideas anticlericales con
otros dis-positivos e instancias culturales, de mettre en systme
uno de los fen-menos ms intrigantes e inexplicados de la reciente
historia espaola,aplicando aquellas explicaciones paradjicas que
singularizan, segnThomas, la manera etnolgica de conocer. No se ha
atendido el contenidosimblico de los motines iconoclastas, a pesar
de que era ostensiblede que lo que agredan eran precisamente
smbolos. No ha existidovoluntad de instalar el antagonismo contra
la religin catlica, quepareca parasitar cualquier acontecimiento y
aprovechar no importa qucoartada para actuar, en una racionalidad
estructurante. Sabemos quese incendiaban iglesias, se despedazaban
altares, se arrastraba por lascalles cristos, vrgenes y santos y se
asesinaba en condiciones muchasveces atroces a sacerdotes, pero los
historiadores han hecho bien pocopara relacionar estos
acontecimientos con lo que los antroplogos lespodan decir que eran
significativamente una iglesia, un altar, una ima-gen o un
sacerdote, cul era el sentido oculto que podan tener
aquellasactuaciones tanto para sus ejecutores como para sus
vctimas, as comolos tipos culturales que mimaban o combatan, o
quizs ambas cosasa la vez.
El presupuesto que cualquier anlisis de los fenmenos
iconoclastasdebera reconocer como innegociable es que su objeto es
el trato quehan recibido determinados smbolos sagrados. Su tarea,
por tanto, nopuede ser en esencia distinta ni se debe valer de
instrumentos analticosdiferentes de la que resulta de explicar o
interpretar tanto su significadocomo su funcin en unas coordenadas
socioculturales concretas. Elreferente terico mayor debe ser
siempre el que los smbolos que unasociedad determinada sacraliza no
son resultado de una seleccin arbi-traria, sino que responden a un
orden estructurado de significados,en que stos aparecen
jerarquizndose, oponindose unos a otros yconstituyndose en, a la
vez, determinante principal de la inteligibilidaddel universo y
condicin bsica para la comunicacin entre sus com-ponentes
individuales. El sistema religioso es, por ello, el lugar enque se
resume lo ms inconmovible y fundamental del conocimientoque una
sociedad tiene sobre el mundo, pero tambin dnde se demuestrael
carcter activo de ese conocimiento, como ha sealado Pierre
Bour-dieu .3. Ese orden simblico-representacional que rige una
sociedad,casi siempre bajo la forma de lo que denominamos comnmente
una
:~ P. BOlJHDlEU, Sur le pouvoir symbolique, Annales ESe,
XXXII/3, 1977,pp. 405-411.
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152 Manuel Delgado Ruiz
religin, debe ser considerado a la luz de su doble dimensin:
ins-trumental y funcional, por un lado, expresiva e intelectual,
por el otro.O, lo que es igual, relativa, en primer lugar, a qu y
para qu significanlos simbolismos rituales y, en segundo lugar, a
cmo llegan a ser sig-nificativos, es decir, cules son las
cualidades lgico-formales que loshacen eficaces.
Tal necesidad de estudiar los smbolos sagrados, tambin en
lascondiciones de su violabilidad, sin separar su aspecto de
instrumentosde un orden social y de su labor como productores y
distribuidoresde sentido, ha propiciado algunas estrategias
explicativas que bienpodran servimos para el caso de los motines
iconoclastas en la Espaacontempornea. Por ejemplo, el anlisis
dinmico y procesual de lossmbolos religiosos, tal y como Vctor
Turner nos ha sugerido, tambinpara considerar las situaciones en
que son destruidos y violentados 4.Esta lnea interpretativa parte
de que no se puede perder de vistala pluralidad de significados que
afecta a los simbolismos sagrados,su polisemia o multivocidad,
cuyos elementos constituyentes puedenproceder de todo tipo de
fuentes y propiciar diferentes interpretacionespor parte de quienes
se relacionan con ellos. El concepto se pareceal que la glosemtica
conoce como concomitancia, para referirse a esacopresencia de
diferentes programas narrativos en el interior de unestado o
discurso determinado.
El anlisis de los smbolos sagrados es lo que no se ha tenidoen
cuenta por parte de quienes han pretendido comprender los
sentidosltimos y ms profundos de las violencias anticlericales. Si
los hubieranconsiderado, hubieran podido reconocer las eficacias y
los fracasos deese sistema de representacin y el conjunto de
dispositivos de fisca-lizacin en que su objeto de conocimiento
estaba organizado y cobrabasignificado, y que no se limitaba a los
planos polticos y econmicosa que el discurso ideolgico del
anticlericalismo liberal los remita,sino que iba bastante ms all, a
un nivel al que los protagonistasno estaban en condiciones de
acceder plenamente. A su vez, las propiasactuaciones iconoclastas,
su gestualidad, su repertorio formal, la mismaritualidad que
practicaban habra podido ser incorporada a un sistemasimblico
prexistente, que estaba proveyendo a los iconoclastas de loque
Geertz hubiese llamado modelos de y para la agresin, que iban
4 V. TURNER, La selva de los smbolos, Madrid, 1981, pp. 55-58, Y
V. TURNERy E. TURNER, Iconophily and Icanoelasm in Marian
Pilgrimage, Image and Pilgrimagein Christian Culture, Nueva York,
1978, pp. 140-171.
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Anticlericalismo, espacio y poder 153
desde los ritos de violencia disponibles por la cultura
tradicional -lasfiestas cruentas, las agresiones simblicas, los
carnavales, etc.- hastalas experiencias histricas de progromos
contra grupos estigmatizados,en particular contra los judos 5.
La violencia iconoclasta respondi en Espaa, a partir de
finalesdel XVIII, a la creciente necesidad que amplios sectores
sociales expe-rimentaron de liquidar las viejas formas de
organizacin social, al tiempoque se modificaba y redefina la
totalidad del orden ideolgico-culturalexistente, en la direccin de
incorporarse a los principios de la Moder-nidad, y hacerlo adems en
el sentido de los intereses del capitalismo.La interpretacin de esa
estructura socio-religiosa a desactivar impe-rativa e
inaplazablemente no slo parta del conocimieno que las muche-dumbres
tenan de sus dispositivos ni del entrenamiento que habanrecibido en
su seno, sino no menos de construcciones especulativasexternas a la
propia tradicin cultural, procedentes de la literatura cul-tivada y
de las teoras sociales, a las que segmentos crecientes delas clases
populares tenan acceso gracias a los avances de la vul-garizacin
escrita e incluso por medio de una predicacin oral de
incon-fundibles resonancias misionales. Lo que los anticlericales
ms inte-lectualizados escriban y divulgaban -de los clsicos del
atesmo filo-sfico a los folletines baratos-, se haba incorporado al
estilo culturalde quienes componan las muchedumbres, orientaba y
perfilaba su expe-riencia del mundo, confirmaba, desbarataba o
provea de argumentosracionalizadores a quienes practicaban el
incendiarismo y el martiriode curas y frailes.
Eso implica que no haba tanta diferencia como se supone entrela
ira anticlerical de las turbas y el anticlericalismo ms o menos
mode-rado de los intelectuales y los polticos reformistas. Las
multitudesanticlericales no hacan sino propiciar soluciones
expeditivas e irre-
Es el sentido de trabajos antropolgicos como los de T. J.
MITCHELL, Violenceand Piety in Spanishfolklore, Minessotta, 1988;
B. LINcoLN, Revolutionary Exhumationsin Spain, july 1936,
Comparative Studies in Society and History, XVII, 2, abril 1985;D.
D. GILMORF:, The anticlericalism of the Andalusian Rural
prolerarians, en C. LVARF:Z,M. J. Bux y S. RODRGUEZ BECEHRA, eds.,
La religiosidad popular. J. Antropologa ehistoria,
Barcelona-Sevilla, 1989, y M. DELGADO RUIZ, La ira sagrada.
Anticlericalismo,iconoclastia y antirritualismo en la Espaa
contempornea, Barcelona, 1992, y Las pala-bras de otro hombre.
Anticlericalismo y misoginia, Barcelona, 1993. Sobre la
analogaentre anticlericalismo y antisemitismo, ya sugerida por
Poliakov, me remito a M. DELGADORuiz, La cam dels infants. La
usurpaci de menors en la imaginaci persecutoria,Arxiu d'etnografia
de Catalunya, nm. 9,1992-1993, pp. 171-187.
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154 Manuel Delgado Ruiz
versibles a cuestiones para las que la cultura poltica -fuera de
libe-rales, de constitucionalistas, de federalistas, de radicales
lerrouxistasrepublicanos o de frentepopulistas- slo poda destinar
la lentitudde las iniciativas legislativas o, como mucho, de una
vigilancia msestrecha. Los iconoclastas slo se anticipaban
liquidadoramente -losdisturbios de 1834 con respecto a la
desamortizacin de Mendizbal,por citar un ejemplo- a una reforma de
las estructuras socio-religiosasque los gobiernos modernizadores ya
preparaban y que la propia Iglesia,consciente de la necesidad de
reconvertir su exceso de ritualidad, tam-bin iba a acabar por
asumir como inevitable. Las turbas estaban eje-cutando
inconscientemente un plan lgico para resolver para siemprey del
todo la cuestin religiosa en Espaa. Andreu Nin escriba en1936: Haba
muchos problemas en Espaa que los republicanos bur-gueses no se
haban preocupado de resolver. Uno de ellos era el dela Iglesia.
Nosotros lo hemos resuelto totalmente yendo a la raz:
hemossuprimido los sacerdotes, las iglesias y el culto. O: La clase
obreraha resuelto el problema de la Iglesia, sencillamente no
dejando una
. 6en pIe .
2. El anticlericalismo como antisacramentalismo
El primer malentendido de que ha sido vctima el anlisis
polticode las violencias iconoclastas es el de que el enemigo a
batir porel anticlericalismo era aquel que sus discursos explcitos
reconocan,esto es la Iglesia romana y el ascendente desptico que
pareca ejercersobre la sociedad. En realidad, una observacin de los
desencadenantesy desarrollos de los motines sacrlegos y un anlisis
un poco ms atentode los discursos que urgan a acabar con el poder
del clero pondrande inmediato de manifiesto que el objetivo a
desactivar no era tantola Iglesia, en tanto que institucin
vinculada a poderes polticos o eco-nmicos detestados, como la
institucin religiosa de la cultura, tal ycomo se suele registrar en
las sociedades tradicionales o todava enproceso de modernizacin.
Puede establecerse entonces que la religininterpelada agresivamente
por los anticlericales y los iconoclastas noera tanto la religin
teolgica, emanada por la Iglesia oficialmente,como la religin real,
es decir, lo que loan Prat ha identificado con
(, La Vanguardia, 8 de agosto de 1936, para la primera cita, y 2
de agosto, parala segunda.
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Anticlericalismo, espacio y poder 155
la experiencia religiosa ordinaria, el conjunto completo de
compor-tamientos, ritos, concepciones, vivencias, representaciones
sociales ysmbolos de carcter religioso que en un marco concreto
-espacialy temporalmente- sustentan unos individuos tambin
concretos. Olo que Gutirrez Estvez ha denominado sistema religioso
de denomi-nacin catlica, aquel en que, al margen de cul sea su
procedencia,teolgica o tradicional, todos los elementos estn
estructurados en unnico sistema que organiza su experiencia y
proporciona determinadasenergas simblicas para vivir en sociedad
7.
Fijar que la religin era una institucin cultural bsica en las
socie-dades tradicionales supone establecer que era desde ella que
se legi-timaban, se ordenaban y se fiscalizaban los principios que
regan laaccin y el pensamiento tanto individuales como colectivos.
Como haescrito Berger, el mundo que una institucin religiosa defina
era elmundo, que no se mantena solamente por los poderes mundanos
dela sociedad y sus instrumentos de control social, sino
fundamentalmentepor el "consenso" de sus miembros. Esto implica que
la institucinreligiosa de la cultura, en sociedades no
modernizadas, se constituyeen un marco referencial mucho ms amplio
que el que definiran losdogmas y operaciones de las religiones
polticamente instituidas. Comointua Richard Wright en su Espaa
pagana, el mbito de la religiosidadespaola traspasa las fronteras
de la Iglesia 8. Lo que los antroplogosreconoceran como la religin
incluira un amplio conglomerado de prc-ticas y creencias que
trascenderan el marco estricto de la liturgiay la doctrina
oficiales, pero que la Iglesia transiga en patrocinar apesar de las
dificultades o incluso de la imposibilidad de homologacinteolgica
que presentaban. La voluntad de la institucin poltica dela Iglesia
de confundirse con la sociedad la llev a ponerse al serviciode las
comunidades en que se asentaba, que, al contrario de lo quese
apreciara superficialmente, la convirtieron enseguida en
instrumentode sus necesidades de simbolizacin, a cambio de
prestarle el simulacrode su sumisin. La identificacin entre Iglesia
y religin no ha sido,por otra parte, slo la consecuencia del
predominio de los prejuicios
7 1. PRAl', Religi popular o experiencia religiosa ordinria?,
Arxiu etnogroficde Catalunya, nm. 2, 1983, p. 63, Y M. GUTIf:H1u:z
ESl'VEZ, En torno al estudiocomparativo de la pluralidad catlica,
Revista Espaola de Investigaciones Sociolgicas,nm. 27,1984, p.
154.
8 P. BERGER, Para una teora sociolgica de la religin, Barcelona,
1976,pp. 194-195, YR. WHIGHl', Espaa pagana, Buenos Aires, 1972
[1955], p. 297.
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156 Manuel Delgado Ruiz
teolgicos, sino, ya en el marco de las ciencias sociales, el
resultadode una cierta sociologa autoentendida como una ciencia de
las ins-tituciones sociales, congruente con una determinada
tradicin del posi-tivismo terico.
Es ste el mbito en que se producen las convulsiones
anticlericalesen la Espaa contempornea. Un mbito del que la Iglesia
y su cleroeran protagonistas subrogados, vehculos de una autoridad
que para-sitaban a cambio de dejarse instrumentalizar por ella, y
que no eraotra que la de las formas de control propias de las
sociedades tra-dicionales, basadas en una consciencia o sistema de
mundo compartidoy de las que la tarea principal era garantizar que
cada cual ocuparael lugar previsto para l en la estructura
societaria. Es contra ese modelode sociedad que se erige el gran
proyecto modernizador, y es paradesarticular las funciones
estratgicas que en dicho modelo desempeanlos dispositivos de
sacralizacin que la politizacin, la urbanizaciny la
industrializacin se hacen acompaar de una lgica paralela
desecularizacin, con la que mantienen una relacin dialctica y
bidi-reccional. Por secularizacin entendemos, en primer lugar, el
procesoque lleva a los individuos a sustraerse de la dominacin de
smbolose instituciones sagradas, haciendo que la religin se
repliegue del vastoterritorio hasta entonces bajo su control en las
sociedades tradicionales-la vida de la comunidad en su totalidad- a
ese nuevo espacio res-tringido que era la propia conciencia
personal, y ya no bajo la formade rituales externos sino de la
vivencia emocional de lo sobrenatural.La secularizacin es,
entonces, idntica al proceso de acuartelamientode lo sagrado en lo
que Hegel llamaba el ser consigo mismo del individuo,esto es, en el
sujeto y su subjetividad, que quedan eximidos de laobediencia hasta
entonces debida a los principios que la religin vehi-culaba en sus
ritos y mitos. Secularizacin es, as pues, subjetivizacin.
La subjetivizacin, la inmanencia de los sentimientos ntimos y
labsqueda de una autencidad personal son los factores discursivos
quecimentan los valores del individualismo, sistema
jurdico-filosfico pro-pio de las sociedades modernizadas que coloca
al individuo psicofsicocomo fundamento y fin de todas las leyes y
relaciones morales y polticas.La premisa de la individualizacin es,
desde el Renacimiento, la deque la persona debe dirigir su conducta
al margen de los presupuestosmorales heredados de la tradicin y
cuya obediencia la comunidada la que pertenece vigilara. Para que
se diese ese proceso de sub-jetivacin e individualizacin, del que
dimanar la figura moderna del
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Anticlericalismo, espacio y poder 157
ciudadano, era indispensable que lo sagrado -es decir, el
determinanteltimo de la existencia humana- abandonase el que haba
sido sucarcter factible y objetivo, ya que su realidad no poda
resultar deun acuerdo intersubjetivo, cuyo tema era el cosmos
social, sino deuna vivencia puramente ntima, cuyo asunto
fundamental iban a serahora los estados de nimo personales. La
creencia se despliega enun nuevo territorio: el de la psicologa o
ciencia de la vida interior,aquella cuyas necesidades y
requerimientos pasarn a ser la nuevacompetencia de la piedad
religiosa. La religin en el plano de lo pblicose reduce a una pura
retrica o, como mucho, a un humanismo secular,mientras que slo es
reconocida como significativa y pertinente en sunueva localizacin:
la experiencia del corazn. La dicotoma sagra-do/profano pasa a
equivaler a la de privado/pblico, o mejor, intimo/p-blico.
Fue as que eso que llamamos proceso de secularizacin de lasmasas
europeas no consisti sino en el envo al exilio de la
supe-restructura de la religin practicada, que era tambin la
trascenden-talizacin de la vida cotidiana. Los edificios, objetos,
personas y ritualesque los anticlericales atacaban en Espaa eran
representaciones deun cosmos social pensado como sagrado, de cuyos
imperativos el nuevoindividuo deba emanciparse. La renuncia de la
religin a continuarllevando a cabo lo que haba sido su tarea en los
sistemas socialesno modernos, aglutinar a los miembros de una
comunidad en tornoa determinados valores y pautas para la accin,
dejaba en libertada los individuos para elegir sus propias reglas
morales, puesto quela vida social haba dejado de tener un sentido
nico y obligatorio.Se rompa con la identificacin comunidad-religin,
ya que esta ltimaapareca restringida a producir estructuras de
plausibilidad fragmen-tarias y con una eficacia que slo poda
funcionar a nivel individualo, como mucho, familiar o de
comunidades muy restringidas y encap-suladas, pero nunca del
conjunto de miembros de una sociedad cadavez ms globalizada.
Es contra esa institucin religiosa de la cultura que el
movimientoanticlerical acta en la Espaa contemornea, con lo que se
conducecomo una versin contempornea de aquella misma violencia que
elproceso de secularizacin haba desplegado en tantas ocasiones
comohaba sido preciso contra las formas premodernas de
religiosidad, basa-das en los ritos pblicos, en el culto a las
imgenes y en la autoridadde los sacramentos. Es ms, en cierto modo
el anticlericalismo no sera
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158 Manuel Delgado Ruiz
sino una ideologizacin politizante de la lucha contra los
sacramentosemprendida tanto por la Reforma como por sus precedentes
medievales,incluyendo ah la propia revolucin islmica, que eran ya
de algnmodo anticlericales, por mucho que el trmino fuera acuado
por ellibrepensamiento burgus del XIX 9. De igual modo, el
anticlericalismoviolento espaol de los aos treinta anticipa el que
despliegan actual-mente en Amrica Central las sectas
pentecostalistas y sus aliados guber-namentales en pases como
Guatemala, tambin ellos convencidos deque es urgente acabar con el
poder del papismo y sus ritos si se quieremerecer la incorporacin
de sus respectivas sociedades a la Modernidad.
Podemos afirmar, por tanto, que la oposicin
clericalismo-anticle-ricalismo no es sino una expresin contempornea
de la oposicin sacra-mentalismo-antisacramentalismo. Este ltimo se
constituye a partir deldivorcio entre lo interior/anmico y lo
exterior/sensible que es comna la teologa protestante y al
pensamiento racionalista. Es ese cortelo que provoca un
desprestigio creciente del pensamiento simblicoque, por su
dependencia de las operaciones analgicas, no puede sinorecurrir una
y otra vez a la naturaleza para nutrirse de repertorio. Apli-cado
al campo de las relaciones con la divinidad, la analoga no
puedesino resultar enfermiza, puesto que una forma de conocer que
afirmaque algo santo est en un objeto del mundo -personas, sitios o
cosa-aleja al hombre de la inmanente verdad de Dios, percibible slo
atravs de la experiencia interior directa. La mediacin de lo
visiblepara hacer accesible 10 Invisible es, por definicin,
blasfema. Esto impli-ca que los sacrlegos no fueron nunca los
iconoclastas, como pudieraparecer, sino justamente los no
reformados, ya que eran ellos quienesensuciaban lo sagrado al negar
su inefabilidad.
Para el cristianismo no reformado los sacramentos pretendan
serlo que San Agustn llamaba la forma visible de la gracia
invisible.La lgica de la sacramentalizacin se traduca dogmticamente
en elmisterio de la transubstanciacin eucarstica y se ampliaba a
los otrosseis sacramentos oficiales. Pero esa tipificacin eclesial
era abundan-temente sobrepasada por la prctica religiosa
consetudinaria, que gene-ralizaba esa misma capacidad de las
representaciones de encarnar lite-ralmente lo representado a la
globalidad de individuos, objetos, situa-ciones o lugares
devocionales. En efecto, la religiosidad tal y como
9 As lo ha reconocido N. COHN, que titulaba un artculo sobre la
revolucin ana-baptista Anticlericalism in the Gerrnan Peasants
Wan>, Past & Present, nm. 83, mayo1979, pp. 3-31.
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Anticlericalismo, espacio y poder 159
era practicada bajo denominacin catlica, ampli el principio de
lapresencia real de lo simbolizado al conjunto de imgenes de
santos,vrgenes y cristos, a las reliquias, a los sitios, los
sujetos y los momentoslitrgicos, etc. Todo ello pasaba a ser prueba
palpable de cmo lamateria y la forma sacramental, aplicadas con la
debida intencin ysin defecto de forma; conferan gracia ex opere
operato, es decir, almargen de la dignidad moral del oficiante.
Esto lleva a matizar las visiones que vinculan el pensamiento
yla accin reformadora con lo que Mary Douglas ha llamado el
rechazodel ritual o Nicole Belmont el desprestigio de la
religiosidad extrnseca 10,una hostilidad contra los excesos de la
piedad religiosa al que la mismaIglesia oficial no sera ajena. Es
cierto que el proceso de secularizacinllev pareja una insistente
denuncia de los rituales vacos, y hastadel ritual en cuanto tal, en
nombre de la exaltacin de la experienciantima y la denigracin de su
expresin uniformada, as como de lapreferencia por una forma de
conocimiento intuitiva e instantnea yel rechazo de instituciones de
mediacin entre lo visible y lo invisible.Pero no sera del todo
exacto plantear el movimiento anticlerical comoun movimiento de
rechazo a la comunicacin por medio de sistemassimblicos
complejos.
La historia de la dinmica modernizadora est repleta de
ejemplosde cmo los movimientos revolucionarios y los nuevos poderes
secularesasumieron la necesidad de las ceremonias pblicas y las
teatralizaciones,aunque slo fuera para una didctica de las nuevas
formas de cohesincivil, ya no fundamentadas tanto en la comunidad
de consciencias comoen la comunidad de experiencias y emociones.
Entre los motores msactivos del anticlericalismo burgus estuvieron
sociedades secretas que,herederas del inmanentismo hermtico y
neognstico de cierta Ilustracin-la masonera, por ejemplo-,
practicaron formas sofisticadas de ritua-lismo. La impugnacin
contra las prcticas religiosas vigentes en laEspaa en el siglo xx
tena que ver no con los ritos en s, sino consu pretensin de
eficiencia, es decir, contra lo que lo que Lvi-Straussllamaba la
eficacia simblica o Bourdieu la magia social: el poderque la accin
ritual se autoatribuye de actuar sobre lo real actuandosobre sus
representaciones. La desaprobacin del ritual es, por tanto,la
desaprobacin de una cosmologa, pero sobre todo de la virtud que
10 M. DOUGLAS, Smbolos naturales, Madrid, 1988, pp. 20-38, Y N.
BELMONT, Su-persticin y religin popular en las sociedades
occidentales, en M. IZARD y P. SMITH,eds., Lafuncin simblica, Gijn,
1989, pp. 55-74.
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160 Manuel Delgado Ruiz
los ritos se arrogan de transformar la realidad al margen del
mritopersonal de los sujetos implicados en ellos. La violencia con
que lanegacin de los sistemas de sacramentalizacin se exprese ser
el sn-toma a la vez de la urgencia en destruirlo o modificarlo y de
la resistenciaque en cada circunstancia socio-histrica presente a
ese destino fatalque se le depara.
En el caso espaol, al desbaratar el entramado mito-ritual, los
anti-clericales violentos estaban contribuyendo estratgicamente a
modificar,desestructurndola de forma contundente, toda la mecnica
de obe-diencia a lo que Schleiermacher llamaba el espritu de la
sociedad.Dicho de otro modo, estaban haciendo lo mismo que Davis 11
planteabarefirindose a la iconoclastia hugonote del siglo
XVIfrancs: replantearseglobalmente sus relaciones con lo sagrado.
En Espaa, la Iglesia eraidentificada con las ceremonias que
albergaba mucho ms que conlos principios teolgicos que deca
sostener, y que respondan a losintereses de una burocracia
administrativa y una lite de poder, inca-paces de procurar
estructuras simblicas eficaces y obligadas, por tanto,a depender de
las ya socialmente en vigor, a las que, con mucho,consegua
sobreponerles sus denominaciones y algunas de sus frmulasexternas.
Todas las monografas etnogrficas han sealado esta circuns-tancia
que en las comunidades no plenamente modernizadas haca delas
celebraciones religiosas -entre las que la misa era sin duda la
menosimportante- el centro neurlgico de toda la vida social. Este
principiode intercambio entre la capacidad figurativa de las
imgenes y smbolosreligiosos y las dinmicas grupales es extensivo a
toda la prctica reli-giosa consuetudinaria que la Iglesia
usufructuaba y su aplicabilidadafecta a un desarrollo histrico que,
en ese aspecto, no ha visto modi-ficarse tal funcin bsica. En el
marco de la religiosidad medieval,Peter Brown ha subrayado cmo las
imgenes de los santos dejabanor da voz grave de la comunidad. Ya en
el siglo xx y en relacina la religiosidad popular en un pueblo
santanderino, W.A. Christianllamaba la atencin acerca de cmo dos
imperativos de la accin eran,por tanto, imperativos religiosos
12.
Comte deca que el cristianismo empezaba a encontrar su esenciaen
el examen individual de las enseanzas bblicas, y que esto deba
11 N. Z. DAVIS, Los ritos de la violencia, en Sociedad y cultura
en la Franciamoderna, Barcelona, 1993, pp. 149-185.
12 P. Bnowx, El cuerpo y la sociedad, Barcelona, 1993, p. 265, Y
W. A. CHRISTIAN,Religiosidad popular, Madrid, 1979, p. 38.
-
Anticlericalismo, espacio y poder 161
enfrentarlo con el juicio social propio de la vieja
religiosidad. sta,a su vez, vendra definida por lo que ya Erasmo,
precursor de lo quehoy son las tesis antirritualistas de la propia
Iglesia de Roma, llamabalas simples ceremonias de los ventrlocuos
que profanan los librosen los que la palabra celestial vive y
respira 13. La funcin de laspersonas, objetos y lugares agredidos
por los iconoclatas haba sidola de consagrar, es decir, sancionar y
dar a conocer de una maneraincontestable, un estado de cosas
cultural, y, por tanto, transpoltica.Ese orden a desbaratar deba
ser ocupado por otro cuya autoridad nose vehiculara ya por la accin
ritual, sino por medio de interiorizacionesticas que prescindirn
para su cumplimiento de cualquier fiscalizacinque no proceda de la
propia conciencia personal y del ejercicio dellibre arbitrio.
Desde la antropologa simblica escriba Leach: El ritual sirvepara
recordar a los presentes qu posicin ocupa cada uno de
ellosexactamente en relacin con los dems, as como en relacin con
unsistema ms amplio. Los rituales consisten en informacin que
debeser almacenada y transmitida de una generacin a otra, y que,
porotra parte, puede ser de dos clases: la informacin sobre la
sociedad,concerniente a las relaciones de los hombres entre s, y la
de la naturalezade los grupos sociales, las reglas y los contratos
que hacen posiblela vida social 14. Esta tipificacin del ritual
como una pauta de smbolosque hace patente la estructura social
conduce a una comprensin alter-nativa de las hasta ahora ofrecidas
respecto del fenmeno anticlericale iconoclasta espaol,
conceptualizado ahora como una modalidad enespecial virulenta del
impulso antirritualista y antisacramental quecaracteriza en los
ltimos siglos el paulatino advenimiento de la RaznModerna. Los
anticlericales haban recibido de la lgica histrico-dia-lctica
instrucciones para atacar el lugar ms neurlgico de todo elsistema
de representacin desde el que partan y se aplicaban los pre-ceptos
de la vida social y donde stos se mostraban como sobrena-turalmente
originados.
No era nicamente la Iglesia, como institucin oficial y como
aparatodel viejo Estado, lo que estaba sufriendo los embates
demoledores de
13 A. COMTE, Systeme de politique positive, Pars, 1980, III, p.
550. De Erasmo,las palabras que dedic a Len X en su Nuevo
Testamento.
14 La funcin del ritual en E. R. LEAcH, Ritual, Enciclopedia
Internacional delas Ciencias sociales, Madrid, 1969, IX, p. 386. La
definicin en E. R. LEAcH, Laritualisation chez l'homme par rapport
a son developpement cultures et social, enJ. HUXLEY, ed., Le
comportement rituel chez l'homme et l'animmal, Pars, 1969, p.
246.
-
162 Manuel Delgado Ruiz
los anticlericales. Ms bien se debera reconocer que la
institucineclesial se haba mostrado incompetente para constituirse
en vehculode inculcamiento del orden poltico entre las capas
populares. Comoreconoca La Batalla, rgano del POUM, el 19 de agosto
de 1936, delo que se trataba, antes que nada, era de destruir la
Iglesia comoinstitucin social. Ortega afirmaba que el poder de la
Iglesia noera, en verdad, suyo, suscitado y mantenido
exclusivamente por susfuerzas ... ; El poder que la Iglesia ejerca
en la vida social, es cierto,no era suyo, pero tampoco se
corresponda, como Ortega daba por supues-to, slo al de los
intereses econmicos, polticos o ideolgicos de lasclases dominantes,
sino que en gran medida le vena de las relacionesde parasitamiento
que deba mantener -entre otras cosas, por la propiaineptitud del
clero para otra cosa- con esa misma dinmica social,de la que, al
prestarle toda su infraestructura sacramental y su panten,acaba por
resultar indistinguible. Dilthey haba sealado: Los lugaressantos,
las personas sagradas, las imgenes divinas, los smbolos,
lossacramentos son casos particulares en los que se expresa una
potenciade excepcional energa 15. Esa excepcional energa no era
otra quela de la sociedad, que empleaba el aparato que la Iglesia
le prestabapara mostrar sus axiomas en tanto que inalterables y
perpetuos.
He ah lo que apremiaba destruir: los ritos, sus smbolos, sus
esce-narios... y sus oficiantes. Esto explica la lgica de la
masacre de losmiembros del clero parroquial, eliminados por su
condicin de lo queHobsbawn llamaba personas rituales 16,
funcionarios encargados derealizar pblicamente los ritos de paso y
de presidir la prctica cultual.De igual manera, la preocupacin de
los iconoclastas por destruir losarchivos parroquiales reflejaba su
voluntad de eliminar lo que no eransino registros de iniciaciones,
lugares en donde se podan encontrar,una por una, las mareas de
irreversibilidad de todas las secuenciasque qualquier sujeto deba
dar pblicamente en su proceso de socia-lizacin: su nacimiento, su
introduccin a la pubertad, su matrimonio,su muerte, etc.
Tenemos entonces que la desactivacin del sistema simblico
vigenteen las sociedades tradicionales, del que la Iglesia prestaba
su aparato,su funcionariado y su imagen exterior, era un requisito
indispensable
15 J. ORTEGA y GASSET, Escritos Polticos, Il
(1922-1933)>>, en Obras Completas,Madrid, 1969, VI, p. 408, Y
W. DILTHEY, Teora de las concepciones del mundo, Madrid,1974
[1911], pp. 52-53.
16 E. J. HOBSBWAN, Las revoluciones burguesas, Madrid, 1976, p.
396.
-
Anticlericalismo, espacio y poder 163
en orden a hacer viable el pasaje de una organizacin basada en
posi-ciones sociales heredadas y objetivables, la tradicional, a
otra, la moder-na, fundada en el contrato personal y voluntario y
del que la sub-jetivizacin era requisito principal.
3. Anticlericalismo y desterritorializacin
Escribe Lvi-Strauss en El pensamiento salvaje: "Toda cosa
sagradadebe estar en su sitio", remarcaba con profundidad un
pensador indgena.Tambin se podra decir que era eso lo que la hacia
sagrada, puestoque, suprimindola, aunque slo fuera del pensamiento,
el orden enterodel universo resultara destruido 17.
Esta reflexin nos advierte de cmo los acontecimientos que
loshistoriadores agrupan bajo el captulo de anticlericalismo
fueron, engran medida, acontecimientos relativos a lugares, sonidos
y trayectos.Se trat, as pues, de fenmenos espaciales, no slo en el
sentido deque actuaron en el paisaje, sino sobre todo de que lo
hicieron sobrel. Puesto que el territorio y su administracin
simblica fue uno delos asuntos que pareci concernir a los
anticlericales con mayor inten-sidad, sus actuaciones tanto
legislativas como violentas podran sercontempladas como objeto de
conocimiento por parte de la antropologadel espacio, esa
subdisciplina que atiende el paisaje brindando unavisin cualitativa
de sus texturas, de sus accidentes y regularidades,de las energas
que lo recorren, de sus conflictos y problemticas, delos principios
que lo organizan... El espacio, desde tal perspectiva,puede ser
considerado, con respecto de las prcticas sociales que albergay que
en su seno actan, a la manera de una presencia pasiva, undecorado,
un teln de fondo, acaso slo un marco. Pero tambin comoun agente
activo, mbito de accin de dispositivos que determinan yorientan lo
que acontece en la sociedad, a los que sta se pliega deuna forma ms
o menos dcil. Es el espacio, eso que las sociedadesorganizan pero
que a su vez las somete, lo que aparece privilegiadamenteen litigio
en el conflicto antieclesial en Espaa. La lgica anticlericales, as
pues, en muchos sentidos una lgica topogrfica.
Lo que los anticlericales haban decidido sentenciar a muerte
eranmecanismos espaciales directamente comprometidos en tareas de
terri-
17 C. LVI-STRAUSS, El pensament salvatge, Barcelona, 1971, p.
28.
-
164 Manuel Delgado Ruiz
torializacin. Ese principio sera aplicable a todos y cada uno de
losedificios incendiados, a las cruces derribadas, a las imgenes
despe-dazadas, cada una de las cuales era protagonista central de
despla-zamientos rituales cuya funcin era sacramentalizar el
espacio social.En todos los casos, la inquina se diriga contra lo
que sobrenaturalmentefundaba y refundaba las marcas sociales del
suelo, el conjunto de ret-ricas espaciales en que se expresaba la
identidad de la comunidady que le servan a esa comunidad para
referenciar su defensa contralas amenazas externas e internas. Esos
puntos o itinerarios del planoestaban asociados a un conjunto de
potencialidades, de normativas yde interdicciones sociales, de tal
forma que resultaban ser proveedoresestratgicos de organicidad. Los
elementos agredidos aparecan jerar-quizando el espacio,
zonificndolo a la vez social y msticamente, impo-niendo sobre l, a
la manera de una malla, una serie organizada decontrastes y
complementariedades, levantando fronteras y puentes, ytodo ello
dando por incontestable una inspiracin celestial que no podaser
destacada, puesto que en ella se expresaba la voluntad divina.
Esa funcin desterritorializadora que asume el anticlericalismo
con-temporneo en Espaa permite una comparacin indita. Se ha vistoen
las algaradas antieclesiales de los aos treinta una especie de
mani-festaciones tardas del estilo de revuelta que caracterizara el
siglo XIX,incluso expresiones rezagadas del espritu iconoclasta del
milenarismomedieval y de la reforma protestante, cuya labor de
demolicin delos sistemas de mundo premodernos todava no se haba
aplicado enla sociedad espaola. Pero las violencias iconoclastas
podran ser inter-pretadas tambin como precursoras de corrientes
recientes de accinsobre lo real, definidas precisamente por haber
hecho de la desterri-torializacin su preocupacin nodal. se sera el
caso de los situa-cionistas europeos de los aos cincuenta y
sesenta, que haban hechode la supresin de los lugares de culto uno
de sus elementos pro-gramticos principales. En su subversivo
proyecto de embellecimientode Pars, publicado en la revista Potlach
en octubre de 1955, Debordy Michle Bernestein sugeran que los
edificios religiosos fueran des-truidos radicalmente, que
desapareciesen sin dejar rastro, a fin deque el espacio liberado
pudiera ser utilizado. Wolman propuso des-proveer las iglesias de
cualquier uso religioso, para que los nios pudie-ran jugar. Jacques
Fillon, por su parte, propona que los templos fueranconvertidos en
casas de los horrores, para no desaprovechar su atmsferalgubre.
Todos coincidan en la necesidad de suprimir la totalidad de
-
Anticlericalismo, espacio y poder 165
nombres repugnantes del callejero parisino, como, por ejemplo,
Ruede l'Evangile o todos aquellos que empezaran por saint. En 1961,
Cons-tant, uno de los fundadores del movimiento, y todo el grupo
holandsfueron expulsados de la Internacional Situacionista por
haber contruidouna iglesia 18.
Una vez instaladas las violencias anticlericales en la
jurisdiccinde las ciencias sociales del espacio, pueden los
estudiosos de la vio-lencia anticlericales en la Espaa contempornea
prescindir de lo quese ha escrito, desde la antropologa del espacio
y del territorio, acercade la funcin simblica de los objetos del
paisaje que iban a ser des-truidos, arrasados e incendiados entre
1931 y 1936, o antes? Puedenignorar lo que se ha escrito sobre la
misin que asumen las procesionesy las romeras que se desautorizan
durante el perodo republicano, sobreel papel en las dinmicas
sociales de los lugares tan violentamenteinterpelados por los
iconoclastas? Es obvio que difcilmente se podradesatender todo lo
producido por una amplia tradicin que, en antro-pologa social, se
ha consagrado a analizar cmo los lugares y las mani-pulaciones
espaciales del culto religioso de denominacin catlica eran,y son
todava, puestos al servicio de esas lgicas de territorializacin,o
lo que es igual, de esas formalizaciones cualitativas de un
espacioque era de esa manera socializado y culturalizado, dotado de
valoressemnticos 19.
Desde una perspectiva morfognetica, es decir, relativa a los
procesosde formacin y de transformacin del espacio edificado o
urbanizado,ya se ha considerado la importancia del enajenamiento a
la Iglesiade sus posesiones territoriales. Las desolaciones
iconoclastas fueronen muchos casos justamente eso, creacin de
solares, que no dejabande practicar una suerte de desamortizacin
radical, versin apremiantey expeditiva de la que ejecutara
legalmente Mendizbal en el XIX. Lasmasas anticlericales se
convertan de este modo en algo as como brigadasespontneas de
derribo, al servicio de la culminacin de un proyectourbanstico que
haba beneficiado de forma extraordinaria a la espe-culacin
capitalista. En efecto, la demolicin legal o turbulenta de
igle-
IR En L. ANDREOTrJ y X. COSTA, eds., Teoria de la deriva i
altres textos situacionistes,Barcelona, 1996, pp. 56-57, Y109.
19 Ver, por ejemplo, C. LISN TOLOSANA, Antropologa social de
Galicia, Madrid,1971; 1. 1,. CARCA, Antropologa del territorio,
Madrid, 1976; J. A. FERNNDEZ DE ROTA,Antropologa de un viejo
paisaje gallego, Madrid, 1984; y F. SNCHEZ Pf:REZ, La liturgiadel
espacio, Madrid, 1990.
-
166 Manuel Delgado Ruiz
sias y conventos -con sus huertos, colegios o locales
parroquialesanexos- a lo largo de todo el siglo XIX haba hecho
posible, a partirde la transferencia de la propiedad de los
terrenos de la Iglesia ala burguesa, que el crecimiento demogrfico
pudiera ser absorbidopor los propios centros urbanos 20. Fue lo que
pas en Zaragoza conel cabildo del Pilar y sus huertos, con una
cuarta parte de lo queera la Mlaga de principios del siglo pasado,
con las 1.150 pertenecientesal clero en Sevilla, con la huerta del
convento de San Francisco enAlmera, o con grandes parcelas de lo
que luego seran barrios enterosde Valladolid o Granada. Laureano
Figuerola celebraba la supresinde las rdenes religiosas en tanto
que acontecimiento ventajossimopara Barcelona. Mesonero Romanos
apuntaba la conveniencia de queel huerto del convento de Jess,
cercano a El Pardo, en Madrid, setransformase en un barrio entero
con una plaza y varios mercados.Lo mismo podra decirse de plazas
como las del Progreso y de Pontejoen Bilbao (Capuchinos de la
Paciencia, Mercedarios Calzados, San Felipedel Real), la Real y la
de Medinaceli en Barcelona (Capuchinos ySan Francisco), la plaza de
Espaa en Zaragoza (huerta de San Fran-cisco), la de la Trinidad y
del Carmen en Granada (sobre los cimientosde los conventos del
mismo nombre). Trabajos recientes han insistidoen esa direccin,
como el relativo a Ciudad Real, Almagro o Villanuevade los
Infantes. All la venta de bienes urbanos origin
consecuenciasclaves, como la salida al mercado de una buena
cantidad de espacioo el propiciamiento de cambios urbansticos que
implicaran la paulatinaconformacin de modernas ciudades burguesas
en La Mancha 21.
Pero ms all de esa dimensin puramente instrumental, los
acon-tecimientos afectaban otro nivel acaso ms estratgico todava.
El obje-tivo de las agresiones era, por encima de todo, la
eliminacin o ladesactivacin de los elementos del paisaje
considerados incompatiblescon un orden civilizatorio en proceso de
construccin. Los lugares ymomentos a aniquiliar eran interpretados
como focos desde los queactuaban, ms all de la poltica y la
economa, los niveles ms profundosy determinantes del sistema de
mundo hegemnico todava en un paspor modernizar.
20 Ver A. FOLCH, Aspectes de la desamortitzaci (segle XIX),
Barcelona, 1973.21 L. FIGUEROLA, Estadstica de Barcelona en 1849,
Madrid, 1968 [1867]; R. DE
MESONERO ROMANOS, Proyecto de mejoras generales de Madrid,
Madrid, 1846, reproducidoen 1nformacin Comercial Espaola, nm. 403,
1967, pp. 225-239, Y A. RAMN DELVALLE, Desamortizacin y cambio
social en La Mancha, 1836-1859, Ciudad Real, 1996.
-
Anticlericalismo, espacio y poder 167
Qu significaban esos SItIOS sagrados que eran objeto de
saqueo,incendio y demolicin, y que podan ser desde magnficas
catedralesurbanas a las ms modestas capillas o a perdidas ermitas
de montaa? 22La respuesta debe empezar reconociendo cmo esos puntos
de la topo-grafa estaban destinados a devenir nudos en los que se
una sacra-mentalmente el pasado con el presente, el cielo y la
tierra, la voluntaddivina y la accin humana, lugares de referencia
para una actividadritual de la que la misa era sin duda el elemento
menos relevante,puesto que era la distribucin de los sacramentos,
es decir, de losrituales de paso sociales (bautizos, primeras
comuniones, bodas,entierros, etc.}, y el ciclo de la liturgia
popular lo que les otorgabasu funcin principal. Esa voluntad de
borrar lo sagrado se pudo percibirincluso en la concienzuda accin
sobre la toponimia. La onomsticaespacial es, en efecto, otra de las
estrategias de territorializacin quepermite convertir los sitios
identificados en identificadores: los nombresde santos santifican
los lugares, en tanto los cargan de la fuerza caris-mtica y
salvfica de sus poseedores originales. El lugar mismo quepresiden
las iglesias incendiadas, la plaza principal de la ciudad,
delbarrio o del pueblo, es ya significativo, puesto que en la
sociedadtradicional las actividades principales de la comunidad
tienen su esce-nario all. Las iglesias son, como seala Zulaika en
relacin a las vascasde ahora mismo, una sntesis del espacio social
del pueblo 23.
Una de las manifestaciones del urbanismo insurrecional
desplegadopor la clase obrera en la Semana Trgica fue, como se
sabe, la quemade iglesias, escuelas religiosas y conventos. Pere
Lpez, que ha analizadolos hechos de 1909 en Barcelona desde la
geografa crtica, se equivoca,no obstante, cuando diagnostica, de
una manera una tanto reduccionista,que los proletarios atacaron en
esos edificios signos urbanos extraosa la comunidad y localizados
en sus territorios 24. En realidad, dejandode lado la simplificacin
que implica plantear el contencioso anticlericalcomo un avatar de
la guerra de clases, lo cierto es que la lgica ico-noclasta se ensa
con los lugares de culto no porque fueran ajenos
22 Pinsese, por ejemplo, en el caso de los santuarios, oratorios
y ermitas delPirineo cataln: Catllar, Vinyoles, Mogrony, Nria, la
Salut, Vidabona, el Remei ... , todosellos saqueados por
destacamentos dedicados en exclusiva a esa tarea de higienizacinde
espacios abiertos. Ver. D. PI I TRAMUNT, Santuaris muntanyencs del
Ripolls, Barcelona,1985.
2;~ J. ZULAIKA, Violencia vasca. Metfora y sacramento, Madrid,
1988, p. 26.24 P. LPEZ SNCHEZ, Un verano con mil julios y otras
estaciones, Madrid, 1986,
p.236.
-
168 Manuel Delgado Ruiz
a la comunidad, sino precisamente porque pretendan encarnarla,
yhacerlo adems sacramentalmente, es decir, no representndola, ni
sim-bolizndola, sino pretendiendo ser idnticos a ella, ser ella
misma. Heah la razn por la cual vemos reaparecer una y otra vez ese
figuradel extrao como protagonista de las destrucciones. En la
inmensa mayo-ra de casos, las agresiones contra los objetos,
lugares y servidoresdel culto en zonas rurales son sistemticamente
presentadas como incur-siones de personas llegadas de fuera,
intrusos, cuyo origen se suponeque son poblaciones industrializadas
cercanas y que, se dice, se dedicana ir de pueblo en pueblo
destruyendo las iglesias, asesinando a losprrocos, ordenando a los
vecinos que entreguen los objetos de cultopara su quema en pblico
2.'). Su papel dramtico parece ser muchasveces el de autnticos
embajadores de exterminio que representan vica-riamente la sociedad
ya urbanizada, un destacamento destructivo quesintetiza los
aspectos ms traumticos del proceso de industrializaciny anuncia su
inevitabilidad. En las ciudades, en cambio, el personajecentral de
las agresiones no es ya el forastero, sino ms bien ese
pro-tagonista de la sociabilidad especficamente urbana que es el
deseo-noculo, el individuo annimo aludido por el discurso poltico
comoel incontrolado, al que parece casi siempre imposible
identificar. Otroculpable puede ser tambin esa otra figura del
imaginario urbanoque es la masa, la turbamulta, la muchedumbre que
es descrita porracionalizaciones de todo signo como enfebrecida,
frentica, se-dienta de sangre. Forastero, desconocido o masa se
constituyen aquen reversos categoriales del valor comunidad: slo a
ellos puede corres-ponderles las destrucciones de aquello en que la
colectividad tradicionalobtiene su reificacin absoluta.
Este tipo de operaciones de desterritorializacin no afect slo
alos espacios urbanizados o urbanizndose. No se insistir lo
bastanteen que el movimiento anticlerical no fue un fenmeno
especficamenteurbano, por mucho que aparezca directamente
comprometido en laestructuracin material y simblica de las ciudades
burguesas y en
2,5 Por supuesto que la inmensa mayora de agresiones
iconoclastas contaron conla complicidad activa o pasiva o, en todo
caso, con la indiferencia de una parte importantedel vecindario. No
obstante, la conviccin de que las destrucciones de los smbolosde la
religiosidad local slo podan ser cosa de extraos deriv en episodios
tan trgicoscomo la muerte de seis personas a las que los habitantes
de la poblacin granadinade Atarle confundieron, en mayo de 1931,
con una de esas supuestas brigadas mvilesde iconoclastas. Ver J. A.
ALARcN-CABALLF:RO, El movimiento obrero en Granada enla II Repblica
(1931-1936), Granada, 1990, pp. 362-363.
-
Anticlericalismo, espacio y poder 169
el proceso de urbanizacin. Los mbitos rurales conocieron
actuacionesde violencia antisacramental de intensidad, que tambin
pretendieronla desarticulacin de territorializaciones consideradas
incompatibles conel porvenir moderno 26. Es ms, es bien conocido la
insistencia delos anticlericales del verano de 1936 de acabar con
elementos religiosossituados en puntos recnditos, como las cruces,
las ermitas o los oratorios,que cumplan un papel fundamental como
indicadores de reas quelas comunidades locales consideraban
propias, y que deslindaban estasde aquellas otras que eran tenidas
como no territorializadas o corres-pondientes a otras comunidades.
As, en la comarca de Osona, un testigode la poca relata: La tarea
destructiva es sistemtica: vehculos congente armada recorren
pueblos y aldeas de Osona a la bsqueda delas ermitas y parroquias
ms aisladas y perdidas. Se llega al paroxismocon la destruccin de
cruces de cima y de trmino, por pequeas quesean 27.
Otro de los mbitos predilectos de actuacin del
anticlericalismocontemporneo espaol es el festivo. Los rituales
festivos sirven jus-tamente para instaurar y reinstaurar
cclicamente un cdigo tanto sobretiempo social como sobre el espacio
social, vinculando para ello nocionesque ataen tanto a los
territorios como a los momentos. En tanto queinstrumentos de la
didctica social su tarea es la de interiorizar, enun sentido
trascendente, la puesta en valor que esa distribucin delas cosas en
el espacio y en el tiempo implica. El tema comn deestas categoras o
nociones espacio-temporales es siempre y en cualquiercaso la
comunidad y su voluntad de objetivarse, de, por as decirlo,hacerse
carne y teatralizar como la ms incontestable de las verdadessu
propia ficcin. Las agresiones contra las fiestas religiosas,
tantopopulares como oficiales previamente folclorizadas, y la
ilegalizacinoficial de un buen nmero durante la 11 Repblica se
colocaban enla misma direccin apuntada con respecto de las
manifestaciones ico-noclastas. Su objetivo: suprimir los recursos
espaciales de santificacinque, aportndoles un marco escnico y una
estructura de auto sacra-
26 Un ltimo desmentido del tpico sobre la condicin rural
exclusiva del anti-clericalismo violento: A. Boscn, Agrociutats i
anticlericalisme a la 11 Repblica, L 'A-ven~, nm. 204, junio 1996,
pp. 6-1l.
27 Sobre la funcin de las cruces y los oratorios, ver SNCHEZ
PREZ, Confinesde identidad, en La liturgia del espacio..., pp.
177-198. Del dietario personal de AntoniBasas i Cun, citado por M.
SALA Y A. Esous, La revolta anticlerical a la comarcad'Osona,
Departament d'Antropologia Social, Facultat de Geografia i
Historia, Universitatde Barcelona, indito, 1989.
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170 Manuel Delgado Ruiz
mental, organizaban significativamente los ciclos y los
episodios dela vida comunitaria, inscribindolos en un orden csmico
inalterabley trascendente.
se es el sentido de la preocupacin anticlerical por suprimir
lasexpresiones de culto que tenan lugar fuera de los templos, es
decir,las manifestaciones que implicaban algo as como incursiones
hacia(romeras, peregrinaciones) o de (procesiones, viacrucis) lo
sagrado msall de sus santuarios, y que implicaban traslaciones por
espacios assocializados, tales como calles, plazas o caminos. En
estas actividadesla distribucin de los actores y de los repertorios
formales no es nuncaarbitraria. La disposicin de cada uno de los
elementos concurrentes-pblico, sacerdotes, autoridades, imgenes,
emblemas- es el resul-tado de una tarea discriminatoria de la que
la fuente es una determinadaorganizacin de las posiciones, una
morfologa, que remite no a lo queocurre slo dentro de la
concentracin religiosa esttica o ambulatoria,sino fuera de ella, en
el plano de las relaciones sociales reales o ideales,en ese
contexto en que se ubica y del que es, a un tiempo, emanaciny
modelo maquetado. Todos y cada uno de los participantes, cada
objeto,cada lugar especfico por el que se transcurre... , son
sometidos a unaclasificacin que los jerarquiza de acuerdo con
criterios que se inspiranen cmo sn o cmo deberan ser las relaciones
sociales en el senode una determinada comunidad. Las imgenes que
luego habran deser arrastradas por los suelos, ultrajadas o
quemadas en las plazaspblicas fueron las mismas que haban sido
sacadas en procesin 28o a las que haba ido a visitar cada ao en
romera. Eran esos objetosen los que se resuma poderosamente tanto
la comunidad como losprincipios ideolgicos que la haban fundado y
que la regan. Esa preo-cupacin por limpiar el espacio pblico de
presencias sagradas esla misma que orienta la destruccin de las
pequeas imgenes expuestasen hornacinas en las calles de cualquier
pueblo o ciudad, pero tambinde los colosales monumentos que dominan
grandes extensiones de pai-
28 Vanse dos trabajos relativamente recientes sobre las tareas
socio-espacialesasignadas a las procesiones religiosas: H. VELASCO,
El espacio transformado, el tiemporecuperado, Antropologa, nm. 2,
marzo 1992, pp. 5-30, Y R. SANMAHTN, Identidady experiencia ritual.
Qu hay en una procesin?, en Identidad y creacin, Barcelona,1993,
pp. 83-108. Pinsese, por ejemplo, en la saa con que fueron
destruidas lasAveneradas imgenes de la Semana Santa almeriense.
Ver, M. 1. GAHCA SNCHEZ, Ladestruccin artstica de Almera en la
guerra civil: imgenes de la tradicin almeriense,Boletn del
Instituto de Estudios Almerienses, nms. 11-12, 1992-1993, pp.
229-244.
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Anticlericalismo, espacio y poder 171
saje, como el del Cerro de los ngeles en Madrid o el Tibidabo
enBarcelona, fusilados por los iconoclastas en el verano de
1936.
Semejante fobia hacia lo que era entendido como una idolatra yun
ritualismo inaceptables no fue ni mucho menos un objetivo
exclusivode las turbas iconoclastas de 1936. Los legisladores
laicistas de la11 Repblica ya se ensaaron contra las expresiones
externas del cultoque implicaban la utilizacin sacramental del
espacio pblico. Superadoslos primeros meses desde el inicio de la
persecucin contra la clerecaen 1936, el culto pblico continuar
estando prohibido en Espaa yslo en un ltimo perodo se tolerar a
nivel privado. Cuando se legislabajo la presin anticlerical, las
principales vctimas de la interdiccinson las expresiones de la
exterioridad ceremonial. se fue el caso delas grandes batallas
laicistas emprendidas desde 1931 contra los fune-rales y entierros
religiosos, como en la tradicin legislativo-anticlericalmexicana
haba sido, desde la Constitucin de 1917, la prohibicinde las
ceremonias fuera de los templos o de que los sacerdotes
seexhibieran en sotana por la calle. O, mucho antes, en 1791, la
inter-diccin parecida --de mostrarse con traje eclesistico fuera de
la liturgiay de celebraciones religiosas fuera de los templos-
emitida por laAsamblea Legislativa francesa. Relativo a la Espaa de
1933 -el aoen que aparece promulgada la Ley de Confesiones y
Congregaciones-,Jos Mariano Snchez narra:
En Sevilla, dos sacerdotes fueron detenidos por encabezar un
entierroy acusados de violar una ley que prohiba las
manifestaciones religiosas pblicas.Uno fue multado, por decir misa
en una iglesia, cuyo tejado haba sido destruidopor un rayo, pues se
le acus de desplegar en pblico los signos del culto.Se mult a
sacerdotes por permitir que se tocara msica "monrquica" enla
iglesia, al aludir al "reino de Dios", lo que igualmente ocurra en
todaslas alusiones en los sermones a Cristo Rey. En algunas
localidades se fijaronimpuestos al taer de las campanas y en otras
se prohibi llevar crucifijoscomo joyas de adorno 29.
La voluntad radicalmente antirritualista de los anticlericales
no podaquedar ms manifiesta y explcita que en la misma resolucin
del con-greso que la CNT celebra en Zaragoza en 1934. All, para que
no hubieradudas sobre la intencin de los nuevos reformadores de
apostar por
29 J. M. SNCHEZ, Reform and Reaction: The Political-religious
Background of theSpanish War, Chapel Hill, 1964.
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172 Manuel Delgado Ruiz
la religiosidad interior y de detestar hasta la liquidacin la
extroversinritual, se contiene una sola y breve consideracin
relativa a la llamadacuestin religiosa:
La religin, manifestacin puramente subjetiva del ser humano, ser
reco-nocida en cuanto permanezca relegada al sagrario de la
conciencia individual,pero en ningn caso podr ser considerada como
forma de ostentacin pblicani de coaccin moral ni intelectual. Los
individuos sern libres para concebircuantas ideas morales tengan
por conveniente, desapareciendo todos los ritos.
Esto coincida con el punto de vista liberal-reformador que
encamabala masonera. La logia barcelonesa Manuel Ruiz Zorrilla,
pertenecienteal Gran Oriente de Espaa, dirigi en 1931 un escrito a
las CortesConstituyentes, que fue objeto de una masiva difusin
pblica. En l,entre otras medidas anticatlicas, se exige
taxativamente, en su punto16: No permitirse en ningn caso
manifestaciones de ndole religiosaen las calles 30.
El proyecto antifestivo de los anticlericales vena a
constituirse asen una suerte de iconoclasta desplegndose en un eje
no espacial,sino temporal, cuyos objetivos a suprimir eran perodos
y momentossagrados. Un trabajo ya clsico a puesto de manifiesto cmo
las cele-braciones falleras en la ciudad de Valencia estuvieron
sometidas aactuaciones guiadas por esa voluntad de secularizar el
tiempo urbano,paralela de la que estaba afectando a los nuevos
conceptos de espaciopblico. En Martorell, tres semanas despus de
proclamada la Repblica,el Ayuntamiento, que ya haba ordenado
cambiar la denominacin decalles y barrios con nombres de santos,
prohbe, por motivos de ordenpblico, que la procesin de Corpus y
cualquier otra manifestacinreligiosa se celebre fuera de los
templos. A pesar de la nueva normativa,numerosos balcones y
ventanas estaban engalanados siguiendo la tra-dicin, lo que llev a
las autoridades municipales a multar con 500pesetas a todas las
viviendas que presentasen signos pblicos de cele-bracin 31.
De igual forma que las procesiones y las romeras eran mucho
msexasperantes para los anticlericales que una liturgia oficial
cuyo segui-
30 Sobre la CNT, J. PEIRATS, La CNT en la Revolucin Espaola,
Toulouse, 1951,11. El punto 16, citado en J. A. FERRER-BENIMELLI,
Masonera espaola contempornea.2. Desde 1868 hasta nuestros das,
Madrid, 1987, p. 85.
31 Sobre las Fallas, A. ARIO, La ciudad ritual, Barcelona, 1990.
Para las multas,ver F. BALANZA, Anticlericalismo i iconoclstia a
Martorell. Dels primers precedents
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Anticlericalismo, espacio y poder 173
miento resultaba ms bien minoritario, es significativo que la
ira ico-noclasta pareciese mucho ms preocupada en destruir los
exponenteslocales y zonales de la religiosidad que los grandes
monumentos reli-giosos. Trabajos recientes relativos al
anticlericalismo violento en zonasrelativamente poco afectadas por
las destrucciones, como fue el PasVasco, han puesto de manifiesto
la obsesin por atacar templos parro-quiales y ermitas. En 1933 y
1934 se producen atentados en la zonaminera de Vizcaya contra las
ermitas de Santa Luca, la Trinidad, enLas Carreras y San Pedro y
contra la iglesia de Santa Juliana, en Abanto;contra la ermita de
La Magdalena, en Urallaga; la ermita de San Bernabde Castao, en
Galdames; la iglesia de Ntra. Seora de la Asuncin,en La Rigada; la
ermita del barrio minero de San Justo... , muchasveces en las
vsperas de fiestas patronales o romeras. Esto no dejade ser
coherente con el razonamiento planteado hasta ahora. La parroquiay
la ermita eran los centros de la actividad religiosa de la
comunidad,mucho ms que los grandes centros catedralicios, en los
que la Iglesiaoficial proclamaba su propia grandeza. La situacin no
habra cambiadodesde la Edad Media, en la que, tal y como describe
Richard Sennet,el lugar religioso de mayor importancia era la
parroquia, a la que elnacimiento, la vida y la muerte del habitante
de las ciudades estabaninextricablemente unidas. Es cierto que la
Iglesia elabor todo un sim-bolismo con el fin de legitimar un
dominio de vocacin universal, yque para ello dispuso todo un
colosal sistema figurativo y teolgico,pero en la prctica, en lo que
era la religiosidad verdaderamente vividapor las masas y no por una
pauprrima lite, el catolicismo vino asoportar ante todo, tal y como
seala de nuevo Sennet, vnculos pro-fundamente locales 32.
Eran de igual modo ocupaciones acsticas del espacio lo que
odiabanlos anticlericales. Renan haba dicho, recordando sus
experienciasromanas:
Cuando las campanas de Roma y sus trescientas iglesias suenan a
lavez, no hay filosofa que valga, es como si trescientas ninfas se
metieran conSan Antonio... Oh!, es tan fcil entender que este
pueblo se haya adormecido
a 1936, Departament d'Antropologia Social, Facultat de Geografia
i Historia, Universitatde Barcelona, indito, 1996, pp. 17-19.
32 Los atentados en 1. I. HOMoBoNo, La cuenca minera vizcana.
Trabajo, patrimonioy cultura popular, Bilbao, 1994, pp. 150-152. La
parroquia en R. SENNET, La carney la piedra, Madrid, 1987, p. 187,
Ylos vnculos, en p. 170.
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174 Manuel Delgado Ruiz
en la devocin sensual que slo es un placer, que slo exige en
aparienciarenuncia y sacrificio.
En su trabajo sobre el obrerismo cataln de principio de
siglo,Romero-Maura informa de la desesperacin que de sbito sentan
cier-tos anticlericales en los pueblos cuando taan las ancestrales
campanasde la iglesia 3:~. Recurdense todos los esfuerzos
legislativos por acabarcon su sonido, las tasas y las multas con
las que muchos ayuntamientosintentaron hacerlas callar. Es una
revista comarcal de orientacin liber-taria se escriba con alivio,
en septiembre de 1936:
Si sals a las afueras, echad un vistazo a la ciudad y,
enseguida, notarisuna tan gran transformacin que os parecer
imposible. Como por arte deencantamiento, han desaparecido aquellas
campanadas que, durante siglos yms siglos, haban sido la llamada
matinal... De pronto, los campanarios hanenmudecido. Qu ha pasado?
Ha pasado que el pueblo, el verdadero, levantandoel puo ha hecho
saltar la venda que cegaba los espritus apagados, y lesha dicho:
Campanas, no! Sirenas! Y este pueblo inflamado por un sentimientode
progreso ha escalado decidido y entusiasta los treinta y pico
campanariosy de un empujn ha tirado las campanas de arriba a abajo;
bajaban por elespacio dando repiques, hasta que su pesado cuerpo
sordo y amortiguado apa-gaba su clamor para siempre, aquel clamor
que, hasta ayer, lo mismo servapara tocar a fiesta que a duelo
.34.
Ese mismo proyecto de liberacin del espacio de presencias
sacra-mentalizadoras fue aplicado a la esfera domstica, como antes
lo habasido por ley sobre los interiores de las escuelas pblicas,
de las quelas legislaciones laicizantes ya haban suprimido
cualquier signo con-fesional. Se destruyeron los crucifijos, las
estampas religiosas, las im-genes de santos o de vrgenes, las
ltimas cenas, los sagrados corazones,los nios jess, los altares
familiares y cualquier objeto de significacinreligiosa que
presidiera los domicilios particulares. Las habitacionesprivadas
fueron objeto del mismo mecanismo de purificacin que habaafectado a
los grandes espacios urbanos o rurales. En Martorell unacircular
del Comit Antifascista orden entregar todos los objetos reli-
:B La cita en sangrado en E. RENAU, Voyage en ltalie, Paris,
1927 [1850], Y J.ROMERO MAURA, La rosa de fuego, El obrerismo
barcelons de 1899 a 1909, Madrid,1989, p. 522.
34 L 'Hora Nova, Vic, 3 de septiembre de 1936, citado por SALA y
Esous, Larevolta anticlerioal.c..
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Anticlericalismo, espacio y poder 175
giosos domsticos a los llamados matasants, una suerte de brigada
derequisa que recorra las calles del pueblo. Los vecinos deban
lanzarlas imgenes y los cuadros religiosos desde los balcones o las
ventanassobre los camiones o carros de recogida, que conducan su
carga alcampo de ftbol, donde era amontonada en una pira y quemada
enun acto pblico :35. Ese mismo procedimiento se habra de seguir
enotras muchsimas poblaciones, en que fueron entregados a la
hogueratodos aquellos objetos destinados a sacramentar el devenir
de lo cotidianoen las casas, un mbito que slo relativamente poda
ser consideradocomo privado, si se lo comparaba con el nuevo
sagrario en que sehaba convertido la subjetividad personal. La
inclusin de objetos sacra-mentados en la decoracin domstica cumpla
idntica funcin quela de edificios o monumentos religiosos en los
espacios pblicos: recordarimperativamente en todos y cada uno de
los momentos del da a sususuarios, en este caso a las familias, cul
era su lugar en la red delas relaciones sociales, inscribir sobre
ellas una cosmovisin y unaidentidad, convertirlas en partcipes de
un patrimonio simblico, obli-garlas a no olvidar bajo ningn
concepto los aspectos ms estratgicosdel sistema de representacin
que compartan con su comunidad.
4. La politizacin del espacio
La voluntad de suprimir fsicamente o cuanto menos de
desactivarlos usos sacramentales del espacio pblico, fueran
edificaciones, monu-mentos, elementos de la decoracin domstica u
ocupaciones proto-colizadas en forma de desplazamientos o
concentraciones, culminabaun proceso que arranc en el siglo XVI y
que todava est por completarseen muchas naciones, sobre todo en
Amrica Latina, en las que la reli-giosidad popular de denominacin
catlica continua obstruyendo noslo los intentos de reforma
encarnados por las corrientes protestantes,sino tambin a los
esfuerzos de la propia Iglesia catlica por redimiruna exterioridad
ritual de la que su teologa abomina. Ese procesono es otro que el
de modernizacin-secularizacin, que ha sido tambinun proceso de
politizacin.
35 Sobre la significacin de las decoraciones domsticas me remito
a M. RAUTENBEHG,Dmnagement et culture domestique, Terrain, nm. 12,
abril 1989, pp. 54-66, oM. PERROT, Habiter et se dplacer en
Margeride, Ethnologie [rancaise, XI/l, 1982,pp. 61-72. La brigada
de requisa, en BALANZA, Anticlericalisrne i iconoclstia... , p.
22.
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176 Manuel Delgado Ruiz
La culminacin de los grandes procesos de modernizacin y
urba-nizacin, que tanto haban urgido el desmantelamiento de los
ritualesnominalmente catlicos en Espaa, no tardaron en aceptar la
necesidadde protocolos que proclamasen la legitimidad del nuevo
orden. Un nuevoaparato litrgico vendra a atender los requerimientos
de los imaginariosmodernos centrados en la nacin, la cultura, la
clase o la ideologa.Dejando de lado el rigorismo antifestivo que
demostraron eventualmentelos anarquistas, rechazando los carnavales
y hasta las celebracionesdel Primero de Mayo, la secularizacin no
implic en absoluto unarenuncia a los ritos y a los mitos. Hemos
visto como la laicizacindel espacio implic una
desterritorializacin, pero sta fue seguida caside inmediato, en
todos sitios, por una reterritorializacin. Se repitiel mismo
proceso que haban conocido las ciudades medievales comoconsecuencia
de las revoluciones puritanas: las iglesias, las catedralesy las
ermitas, los signos de puntuacin territorial ms destacados dela
jerarqua premoderna de los lugares, cedieron su espacio a las
expre-siones espaciales de la autoconsciencia de la burguesa y de
los Estadoscentralizados, lo que Lortz llamaba los nuevos
monumentos urbanos ;{6.En los siglos XIX y XX habra de suceder algo
parecido aqu. Los mercadosde Santa Catalina y de la Boquera en
Barcelona estn donde estabanel monasterio de Jerusaln y el de Santa
Catalina. El Instituto de Ense-anza Media de Almera era antes el
convento de Santo Domingo, deigual forma que el lugar del Gobierno
Civil y de la Diputacin habasido antes el del convento de las
Claras. El Congreso de los Diputadosde Madrid est sobre lo que
antes haba sido el espacio de la iglesiay convento del Espritu
Santo. Y el terreno donde se erige el Liceo,mximo emblema de la
burguesa catalana, lo haba sido del monasteriode los Trinitarios
Descalzos. Por doquier veremos, en 1936, a las masasprimero y luego
a las autoridades municipales reunidas en pleno, derri-bando los
focos de la vieja religiosidad comunitaria para levantar ensu lugar
lonjas, espacios para el comercio, almacenes.
Que objetivamente, y en casi todas sus manifestaciones, la
ico-noclastia reformadora primero y el anticlericalismo ms adelante
secolocasen al servicio de los propsitos econmicos y
gubernamentalesde las nuevas clases dirigentes no tiene porque
extraar, ni siquieraa la luz de la asuncin por parte de los
sectores ms espontaneistasde las clases populares de los principios
del antisacramentalismo. Lde-
36 J. LORZ, Historia de la Reforma, Madrid, 1962, 1, p. 54.
-
Anticlericalismo, espacio y poder 177
res y tericos del obrerismo ms politizado (Pablo Iglesias, Jules
Valles,Jules Guesde, Lenin) insitieron desde un principio en
denunciar lacondicin reaccionaria y contraproducente de la idea,
segn la cualel enemigo principal a batir era la Iglesia catlica. El
anticlericalismoapareca como una estrategia banalizadora y de
distraccin promocionadapor la burguesa, con el fin de aprovechar
para sus intereses las energaspopulares y dispensar de cambios
estructurales de verdad revolucio-narios. El caso espaol no tena
porque ser, de hecho, esencialmentedistinto del que conoci el Mxico
de aquella misma dcada de lostreinta. All el jacobinisno en matera
religiosa del gobierno de ElasCalles, con expresiones tan radicales
como el mandato de Toms Garridoen Tabasco, fue la ms slida garanta
de que el proceso de moder-nizacin no se iba a apartar de los
patrones sociales y culturales delcapitalismo. Estudiosos como
Rmond, en relacin con el anticleri-calismo francs del XIX, Connelly
Ullman, en el caso de la iconoclastialerrouxista de 1909, o lvarez
Junco con respecto del anticlericalismoanarquista han sugerido lo
mismo. No existi una forma especficamenteanarquista de
anticlericalismo, de manera que ste no fue otra cosaque una versin
extremista del librepensamiento reformista y burgusdel XIX :{7. En
cuanto a los socialistas, la radicalizacin tarda de
suanticlericalismo fue a remolque del de los anarquistas, como se
hapuesto de manifiesto recientemente para el caso de la Andaluca
ruralde los aos treinta 38. Bien podra decirse que los ataques
contra elcatolicismo desde la razn anticlerical se deban no a que
la Iglesiasirviera a los intereses polticos y econmicos del
capitalismo, sinoa que haba demostrado su incompetencia absoluta
para ello. En lugarde llevar a cabo la misin para la que haba sido
patrocinada en unmomento dado por el Estado, la de constituirse en
uno de sus aparatosideolgicos, la Iglesia pareca incapaz de
desembarazarse de las ina-ceptables formas de religiosidad que le
imponan sus propios fieles.Squatterzada por las comunidades a las
que tericamente deba educaren la ideologa dominante -no la que
dominaba, sino la de los domi-nantes-, el aparato litrgico y
funcionarial catlico apareca a dis-posicin del hipostatamiento de
los viejos modelos de sociedad y como
37 Ver C. MARTNEZ ASAD, El laboratorio de la revolucin. El
Tabasco garridista,Siglo XXI, Mxico, DF, 1991. Sobre el tema del
anarquismo, ver P. SNCHEZ, Magoneria,republicanisme i anarquisrne,
en 1. TERMES, et al., Les Jornades sobre moviment obrera l'Amis,
Barcelona, 1991, pp. 31-39.
38 G. A. COLLIER, Socialistas de la Andaluca rural, Barcelona,
1997, pp. 174-175.
-
178 Manuel Delgado Ruiz
factor de resistencia frente a los grandes propsitos del proceso
moder-nizador: secularizacin, subjetivizacin y politizacin.
Esas tres dimensiones que se acaban de citar son en realidad
unasola. La secularizacin es subjetivizacin, en la medida que
implicala renuncia de lo sagrado a encontrar otro espacio para
manifestarlos territorios que la psicologa reclamar como su
jurisdiccin: la viven-cia emocional e ntima de lo sobrenatural. A
su vez, la subjevitizacines el requisito ms innegociable de la
politizacin, La supresin delos lugares y las conductas
sacramentalizadoras, que hacan incontes-tablemente reales la
comunidad, sus lmites y sus leyes, era fundamentalpara transitar de
la vieja congregacin de las consciencias a la modernacongregacin de
las emociones y las experiencias, un vnculo ste ltimoque no
vulneraba el principio cristiano reformado, adoptado por la
moralpoltica secular, de la autonoma de las consciencias en la fe y
lagracia. El individuo quedaba liberado as de las cadenas que el
ritualle impona, quedando a merced de la eleccin de su propio
caminomoral y a la espera de merecer esa luz interior con que el
EsprituSanto alumbra el corazn de los elegidos.
La desactivacin de la eficacia simblica permita el proyecto
dedisolucin de aquel reino espiritual de Cristo que espacial y
tempo-ralmente se encarnaba en las figuras intercambiables de la
comunidadsocial y de la comunidad de los fieles. Es ms, que haca de
la comunidadsocial la expresin visible, transustanciada, de la
presencia de Cristoen la tierra, a la que los individuos
psicofsicos deban plegarse sumi-samente, negando incluso una
inmanencia subjetiva de la que el des-potismo de la costumbre
impeda la emancipacin. La iconoclastia delos reformadores, y su
expresin laica contempornea, el anticlerica-lismo, diriga toda su
energa destructora contra el principio sacramentalque la prctica
religiosa ordinaria haba extendido a la totalidad delos objetos,
lugares y funcionarios sagrados. Esas cosas, esos sitiosy esas
personas vean arrebatada su capacidad salvfica y se veanlimitados,
en el mejor de los casos, a ser reconocidos como signosvisibles de
una fe trascendente que, puesto que slo puede ser interior,ellos
estaban contribuyendo a profanar. Ese Reino de Cristo ya nose
reconocera ms en la comunidad, considerada como un todo
obje-tivado, sino slo en la privacidad del corazn humano slo ante
Dios.La congregacin de los creyentes pasaba de ser la presencia
fsicasacramental de Cristo, para devenir una mera reunin de sujetos
solitariosque buscaban consuelo ante la intangibilidad absoluta de
la divinidad.
-
Anticlericalismo, espacio y poder 179
Los ceremoniales de la sociedad secular, incluso aquellos que
con-servarn una denominacin o a veces tan slo un look religioso,
norecojern la antigua pretensin de resultar eficientes per se. Sern
ritossin eficacia ritual, smbolos sin eficacia simblica, puesto que
se resig-narn a asumir su condicin puramente conmemorativa o
represen-tacional. Sern slo ritos, slo smbolos. Dentro del brutal
divorcio racio-nalista impuesto a la vida entre dos esferas
antagnicas e incompatibles,la religin debe someterse al mbito
claramente segregado de lo intan-gible, lo expresivo, lo metafsico,
lo ideal, lo trascendente... , es decir,de todo aquello que slo
puede ser experimentado, pero no representadosino plidamente, a la
manera de una aproximacin puramente metafricao del reflejo que
pueda prestarle la alegora. Lo destruido haba sidoencontrado
culpable de la peor de las faltas que la razn modernapoda hallar en
las relaciones entre mente y mundo: haber trascendidosu iconicidad
o su naturaleza puramente simblica, para reclamar unasuperacin
absoluta de la ilusin referencial, pasando de la ficcina la
literalidad, del discurso a la manifestacin.
Plantendolo en los trminos de la semitica de Peirce, bien
podra-mos decir que los iconos y los smbolos de la religiosidad
popularde denominacin catlica eran sacrlegos, puesto que no se
conformabancon parecerse a su objeto, ni con traducirlo por un
signo convencional.Proclamaban, por contra, su naturaleza de
indicios, en tanto pretendanparticipar de la naturaleza misma del
referente, como el humo respectodel fuego. La lgica sacramental del
catolicismo, que el uso popularhaba extendido a la globalidad de
sus prcticas, haba hecho quelos procedimientos constitutivos de
toda figurativizacin, a saber la acto-rializacin (los sacerdotes,
los fieles), la espacializacin (los templos,las cruces, las
imgenes) y la temporizacin (las fiestas, los ritos,
lasprocesiones), vieran cumplirse la pretensin de todo pensamiento
sim-blico, tal y como lo ha descrito Lvi-Strauss: convertir las
metforasen metonimias.
Los usos sagrados del espacio eran, por ello, un asunto de
vitalimportancia en ese drama civilizatorio del que el
anticlericalismo espaolcontemporneo no dejaba de ser un episodio
ms. En efecto, lo santono poda reconocer una dimensin espacial, tal
y como los ritualesy enclaves catlicos pretendan. Lo inefable no
tiene, no puede tenerun lugar, a no ser por la va de lo
alegrico-representacional. Por defi-nicin el espacio y el tiempo
pertenecan, en el dualismo cartesianoy en la teologa protestante,
al campo categorial de lo exterior, asociado
-
180 Manuel Delgado Ruiz
al cuerpo, al mundo, a la materia, es decir, a aquellas vas por
lasque lo nico sobrehumano que podra manifestarse seran
potenciasmalignas. La comunidad espiritual no puede materializarse,
la Iglesiaes invisible e inefable y los creyentes deben aceptar que
el mundoobjetivo y sensible es un dominio sometido a la constante
amenazadel pecado, el desorden y las pasiones, amenaza que slo la
obedienciaal Estado puede mantener a raya. El poder de Dios ya no
sera msun poder geogrfico. Acta en y sobre el espacio, pero no est,
nopuede estar en el espacio.
El espacio pblico, puesto que es mundo, y parafraseando a
Lutero,no puede ser ms que espacio del Demonio, cuyo domeamiento,
esdecir, cuya territorializacin, debe corresponder al Estado, nica
sal-vaguarda que la debilidad humana encuentra frente a Satans y
frentea sus propias inclinaciones antisociales. La secularizacin es
entonces,repitmoslo, politizacin del espacio, en el sentido de que
las comu-nidades locales se ven desposedas por la violencia de su
dominioespacial, que ejercan a travs de la territorializacin
sacramental llevadaa cabo desde los lugares y las deambulaciones
rituales. El paisaje pasabaahora a quedar sometido a las lgicas de
organizacin y fiscalizacinterritorial ejecutadas ya no desde el
poder divino, es decir, desde laspropias comunidades reificadas y
objetivadas, sino desde el poder estatal,el Leviatn hobessiano a
cuyo gobierno un mundo desacralizado debasometerse.