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Anotaciones sobre hitler sebastian haffner

Aug 16, 2015

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“Anotaciones sobre Hitler”constituye una apasionanteindagación histórica y psicológicadel enigma que plantea elpersonaje de Adolf Hitler: quiénfue, cómo alcanzó un poder tandesmesurado, y por qué, desde unprincipio, estaba destinado alfracaso. No cabe duda de que, hoyen día, la figura de Adolf Hitlersigue siendo, casi sesenta añosdespués de su muerte, uno de losmayores filones explotados por lahistoriografía mundial. Sinembargo, “Anotaciones sobre

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Hitler” de Sebastian Haffner, unbreve libro, con apenas 200 páginasy publicado por primera vez en1978, vuelve a ser un referenteindispensable en el debatealrededor de la figura másimportante del Tercer Reich.Haffner sondea las fuerzas sociales,políticas y emocionales quemoldearon el carácter de unhombre sin el cual la historia deEuropa y del mundo entero sehabría escrito de otra manera. Elanálisis de la inhumanidad deHitler, para quien la política seconvirtió en un sustituto absoluto

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de la vida, lleva al autor a describirla extraña relación que mantuvocon las mujeres, su atrofiadodesarrollo psicológico, suspervertidas concepcionesideológicas y su creciente obsesiónpor el exterminio de masas. Al final,Haffner se confronta con lapregunta más perturbadora: ¿Existealguna posibilidad de que un nuevoHitler crezca en la Alemaniamoderna? La lectura de este ensayohistórico, convertido en un clásico,ha sorprendido a cientos de milesde personas desde su primeraedición en 1978.

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Sebastian Haffner

Anotaciones sobreHitler

ePUB v1.0J666 13.03.12

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Título: Anotaciones sobre HitlerTítulo original: Anmerkungen zu HitlerTraducción: María Esperanza Romero yRichard Gross1ª edición en alemán: Frankfurt am Main,19781ª edición en español: Barcelona, 2002

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Nota del Editor

“Anotaciones sobre Hitler” constituyeuna apasionante indagación histórica ypsicológica del enigma que plantea elpersonaje de Adolf Hitler: quién fue,cómo alcanzó un poder tan desmesurado,y por qué, desde un principio, estabadestinado al fracaso.

No cabe duda de que, hoy en día, lafigura de Adolf Hitler sigue siendo, casisesenta años después de su muerte, unode los mayores filones explotados por lahistoriografía mundial. Sin embargo,“Anotaciones sobre Hitler” de Sebastian

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Haffner, un breve libro, con apenas 200páginas y publicado por primera vez en1978, vuelve a ser un referenteindispensable en el debate alrededor dela figura más importante del TercerReich.

Haffner sondea las fuerzas sociales,políticas y emocionales que moldearonel carácter de un hombre sin el cual lahistoria de Europa y del mundo entero sehabría escrito de otra manera. Elanálisis de la inhumanidad de Hitler,para quien la política se convirtió en unsustituto absoluto de la vida, lleva alautor a describir la extraña relación quemantuvo con las mujeres, su atrofiado

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desarrollo psicológico, sus pervertidasconcepciones ideológicas y su crecienteobsesión por el exterminio de masas.

Al final, Haffner se confronta con lapregunta más perturbadora: ¿Existealguna posibilidad de que un nuevoHitler crezca en la Alemania moderna?

La lectura de este ensayo histórico,convertido en un clásico, ha sorprendidoa cientos de miles de personas desde suprimera edición en 1978.

Amaba las palabras claras y lasformulaciones agudas. SebastianHaffner, seudónimo de Raimund Pretzel,fue uno de los analistas políticos másdestacados de la Alemania del siglo

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XX. Nació en Berlín en 1907 y, tras elascenso de los nacionalsocialistas alpoder, se exilió en Londres, dondeadoptó su seudónimo para salvaguardara sus parientes de las posiblesrepresalias por la crítica política queejercía. En Inglaterra, Sebastian Haffnerpublicó su primer libro Germany: Jekyll& Hyde (1940), calificado por ThomasMann en sus diarios como «un análisisextraordinario». El ensayo, con el queHaffner pretendía llamar la atención delos británicos sobre lo que ocurría enAlemania, le abrió las puertas delprestigioso periódico The Observer, enel que trabajó durante años. Con él

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demostraba además su sorprendentecapacidad previsora, pues reconocíatempranamente en Hitler al «asesinopotencial por excelencia» que antes odespués llevaría a Alemania a la ruina.

Cuando Sebastian Haffner regresó en1954 a Berlín como corresponsal de TheObserver ya era un periodista y un autorreconocido. Pronto se convirtió en uncolumnista muy apreciado también en supaís de origen, primero como redactordel periódico conservador Die Welt.Tras el escándalo de la revista Spiegel yel encarcelamiento de su director RudolfAugstein bajo la acusación de traición ala patria –promovida por F. J. Strauss,

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ministro de Defensa del gobierno deAdenauer–, Haffner cambió de postura eincluso abandonó Die Welt para trabajaren la revista de tendencia másprogresista Stern. En relación con ela s u n t o Spiegel, es famosa suintervención en un conocido programatelevisivo, que culminó con laadvertencia: «Si la opinión públicaalemana permite que ocurra esto, si noexige con insistencia una aclaración delos hechos, entonces adiós a la libertadde prensa, adiós al Estado de derecho,adiós a la democracia».

Sebastian Haffner fue, a fin decuentas, un intelectual que no abandonó

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una visión crítica frente a ninguna de lascircunstancias históricas que le tocópresenciar. En 1978, cuando ya habíad e j a d o Stern para dedicarseexclusivamente a escribir ensayoshistórico-políticos, publicó Anotacionessobre Hitler, que se convertiría en suobra más destacada. Desde el principioeste conciso y contundente ensayocosechó un enorme éxito. Incluso loshistoriadores alemanes másrenombrados reconocieron su valía. Enapenas doscientas páginas Haffneraborda, con un estilo periodísticodepurado y de brillante factura, el temamás espinoso de la reciente historia

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alemana. Como probablemente ningunaotra obra sobre el nacionalsocialismo,Anotaciones sobre Hitler ilumina lascausas y los efectos de la tragediaalemana y sus consecuencias paraEuropa. Sebastian Haffner demuestraque no existe un curso forzoso de lahistoria que conduzca a las nacionesirremediablemente a la catástrofe,porque no sólo las circunstanciasdeterminan el devenir histórico, sino quetambién lo hacen los hombres, hasta elpunto que en ocasiones una sola personaes capaz de alterar por completo elrumbo de la historia. «El mundo actual,nos guste o no, es obra de Hitler»,

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sentencia el autor.Es motivo de satisfacción para los

editores poner al alcance del lectorhispanohablante este magistral ensayo,traducido del texto original de 1978 ypublicado en plena guerra fría. Eltiempo transcurrido desde entonces noha mermado su validez. Por ello esprevisible que este delgado volumensiga acaparando nuestra atención cuandomuchos de los gruesos tomos de historiahayan caído ya en el olvido.

En su epílogo el historiador JürgenPeter Schmied aborda de modo másprolijo la sugestiva personalidad y obrade Sebastian Haffner.

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Galaxia Gutenberg / Círculo deLectores

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Vida

El padre de Adolf Hitler fue untriunfador. Hijo ilegítimo de una criada,llegó a ocupar un alto cargo en elescalafón funcionarial, y al morir era unhombre respetado que gozaba deexcelente reputación.

El hijo comenzó como perdedor. Noterminó la escuela secundaria, fracasóen el examen de ingreso a la academiade arte y, desde los dieciocho hasta losveinticinco años, primero en Viena,luego en Munich, llevó una vida entrebohemia y de prejubilado, sin oficio ni

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beneficio ni objetivos profesionalesclaros. Su pensión de orfandad y laventa ocasional de sus cuadros lepermitieron vivir precariamente. Cuandoestalló la guerra de 1914, se alistóvoluntario en el ejército bávaro.Siguieron cuatro años de servicio en elfrente, durante los que su coraje le valióla cruz de hierro de primera y desegunda clase, pero no logró ascenderpor falta de capacidad de mando. Elfinal de la guerra lo sorprendió en unhospital militar lejos del frente, dondese reponía de las secuelas de un ataquecon gas, y después vivió todo un año enun cuartel. Seguía sin aspiraciones ni

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perspectivas profesionales. Tenía treintaaños.

A esa edad, en el otoño de 1919, seafilió a un pequeño partido de extremaderecha en el que no tardaría enrepresentar un papel destacado y eniniciar una carrera política quefinalmente lo convertiría en una figurahistórica.

Hitler vivió del 20 de abril de 1889al 30 de abril de 1945, es decir, casicincuenta y seis años exactos, un lapsode tiempo inferior a la esperanza mediade vida. Entre los primeros treinta añosy los veintiséis subsiguientes parecemediar un abismo inexplicable: durante

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tres décadas no es más que un oscurofracasado. Luego, y casi de inmediato,se convierte en una celebridad políticade ámbito local, y por último es elhombre en torno al cual gira la políticadel mundo entero. ¿Cómo se explica esatransformación?

Ese abismo ha dado lugar amúltiples comentarios, pero es másaparente que real. No sólo porque losdiez primeros años de su carrerapolítica también tienen un perfilaccidentado, ni porque el Hitler políticoa fin de cuentas también resulta ser unfracasado –aunque a lo grande–, sinosobremodo porque su vida privada

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continúa siendo deleznable y de escasasustancia durante la segunda etapa, laetapa pública, al tiempo que su vidapolítica interior, a poco que laexaminemos mas de cerca, presenta yaen las primeras décadas –insignificantesa los ojos del público– muchos aspectosinsólitos que encierran el germen detodo lo que está por venir.

El corte que atraviesa la vida deHitler no es un corte transversal sinolongitudinal. No se trata de unadicotomía entre «debilidad y fracasohasta 1919» y «fuerza y potencia desde1920»; lo que hay es más bien, tantoantes como después, una extraordinaria

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intensidad en la vida y en las vivenciaspolíticas que contrasta con una insólitapobreza en el ámbito personal. Eloscuro bohemio de antes de la guerra yavivía y sentía el devenir político de sutiempo como si fuese un político deprimera fila; y el Führer y canciller delReich siguió siendo, en su vidapersonal, un bohemio bien situado. Elrasgo más significativo de esa vida es suunidimensionalidad.

Muchas biografías llevan porsubtítulo, bajo el nombre delprotagonista, las palabras «Su vida y sutiempo», aunque la «y» sea másdisyuntiva que copulativa. Se alternan en

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ellas capítulos biográficos e históricos;la gran figura del individuo apareceretratada plásticamente ante el trasfondoplano de los acontecimientos de suépoca, sobresale a la vez que intervieneen él. No tiene sentido escribir unabiografía de Hitler de esta manera. Todolo que cuenta en su vida se funde con lahistoria contemporánea, es historiacontemporánea. El joven Hitler laconvierte en objeto de reflexión; en laetapa intermedia sigue reflexionandosobre ella, pero ya influye en la misma;el Hitler tardío determina su curso.Primero la historia lo hace a él; luego élhace historia. Y es precisamente de esa

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relación de lo que merece la penahablar. Aparte de eso, la vida de Hitlerse reduce, básicamente, a una serie depistas falsas, tanto antes como después.Abreviemos pues. Falta en esa vida–«antes» como «después»– todo lo quesuele dar peso, calor y dignidad a unavida humana: la cultura, la profesión, elamor y la amistad, el matrimonio, lapaternidad. Si dejamos a un lado lapolítica y su pasión por ésta, es una vidasin contenido y, por tanto, carente defelicidad, pero peculiarmente ligera,liviana, fácil de tirar por la borda. Enefecto, la permanente disposición alsuicidio acompaña toda la carrera

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política de Hitler. Y, de hecho, es elsuicidio el que rubrica, como algonatural, esa vida.

Sabido es que Hitler no contrajomatrimonio ni tuvo hijos [1]. También elamor representó un papel insólitamenteinsignificante en su vida. Hay en ellaalgunas mujeres, pocas; les concedióescasa importancia y no las hizo felices.Eva Braun, dolida por su desatención ylos agravios constantes («Sólo menecesita para ciertos menesteres»),intentó suicidarse en dos ocasiones; suantecesora, Geli Raubal, sobrina deHitler, llegó a suicidarse de verdad,probablemente por el mismo motivo. Lo

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cierto es que Hitler se encontraba decampaña electoral y la había dejadosola cuando ella, con su acto, logróobligarlo –y fue la única vez– ainterrumpir lo que era más importantepara él. Él le guardó luto y la sustituyópor otra. Esa turbia historia es lo quemás se asemeja a un gran amor en suvida.

Hitler no tenía amigos. Le gustabapasar horas y horas con auxiliaressubalternos –conductores,guardaespaldas, secretarios– y llevarsiempre la voz cantante. En compañía deesa «choferesca» solía relajarse. Rehusóla amistad propiamente dicha durante

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toda su vida. Sus relaciones conhombres como Göring, Goebbels oHimmler siempre fueron frías ydistantes. A Röhm, el único de suspaladines con el que tenía una relaciónde tú a tú, lo mando fusilar. Es ciertoque lo hizo principalmente porque Röhmse había convertido en un factorpolíticamente incómodo. De todosmodos, el tuteo no representó unobstáculo para que lo liquidara. Suaprensión general a la intimidad inclusohace sospechar que la apelación deRöhm a una amistad ya prescrita supusomás bien un motivo adicional paraquitarlo de en medio.

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Quedan la cultura y la profesión.Hitler nunca recibió una formación entoda regla; sólo cursó unos cuantos añosde escuela secundaria, y obtuvo siempremalas notas. En sus años errantes leyóprofusamente pero –según él mismoconfesó– sólo retenía de sus lecturas loque al fin y al cabo ya creía saber. En elcampo político, Hitler tenía losconocimientos de un asiduo lector deprensa. Pero sólo era realmente versadoen cuestiones militares o técnico-militares.

En este terreno, su experienciapráctica de soldado del frente locapacitaba para asimilar con sentido

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crítico cuanto leía. Por extraño queparezca, esa experiencia del frente fue,probablemente, la única vivenciadecisiva para su formación. Por lodemás, siguió siendo durante toda suvida el típico hombre semiculto, una deesas personas que siempre lo saben todoy reparten medias verdades y pseudo-conocimientos, sobre todo ante unpúblico absolutamente ignorante y poreso mismo fácil de impresionar. Lasconversaciones de sobremesa en elcuartel general del Führer constituyentestimonios ilustrativos de subochornosa incultura.

Por lo que respecta a una profesión,

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Hitler no sólo nunca la tuvo ni la buscósino que incluso la rehuyó mientrasestuvo a tiempo de adquirirla. Sureticencia a dedicarse a una profesión esun rasgo tan llamativo en él como suaprensión al matrimonio y a laintimidad. Tampoco se le puedecalificar de político profesional. Lapolítica era su vida pero no suprofesión. En los comienzos de suactividad política se definía,alternativamente, como pintor, escritor,comerciante o voceador; más tarde fuesencillamente el Führer y no tenía querendir cuentas a nadie; primero sólo elführer ('dirigente') de un partido, al final

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e l Führer por excelencia. El primercargo político que asumió fue el decanciller del Reich; desde el punto devista profesional fue un canciller muypeculiar, que se iba de viaje cuando sele antojaba, leía o no leía losexpedientes, y convocaba reuniones degabinete a intervalos irregulares –cosaque desde 1938 dejó de hacer–. Sumanera de trabajar nunca fue la delmáximo funcionario del Estado, sino lade un artista libre e independiente queespera el momento de la inspiración,holgazanea al parecer días y semanasenteras para luego, cuando el ingeniollama a su puerta, volcarse de repente en

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una actividad frenética. Fue en loscuatro últimos años de su vida, en sufunción de comandante militar en jefe,cuando desarrolló por primera vez unaactividad regular. En esa época no podíafaltar a las reuniones diarias del EstadoMayor. Y fue precisamente entoncescuando los momentos de inspiraciónempezaron a escasear.

Se dirá que el vacío y la nimiedadde la vida privada no son característicasinsólitas en hombres consagradostotalmente a una gran meta autoimpuesta,y entregados a la ambición de hacerhistoria. Es una idea equivocada. Haycuatro hombres a quienes, por distintos

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motivos, se impone confrontar conHitler, si bien éste no resiste lacomparación con ninguno de ellos. Setrata de Napoleón, Bismarck, Lenin yMao. Ninguno, ni siquiera Napoleón,fracasó en última instancia tancalamitosamente como Hitler; ésta es larazón principal –que aquí no interesa–por la que el personaje no da la talla. Esimportante señalar que ninguno de ellosera, como lo fue Hitler, un hombreexclusivamente político y un cero a laizquierda en todos los demás terrenos.Los cuatro eran sumamente cultos ytenían una profesión en la que habíandemostrado sus capacidades antes de

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«pasarse a la política» y entrar en lahistoria: general, diplomático, abogadoy maestro, respectivamente. Los cuatroestaban casados, y sólo Lenin no llegó atener hijos. Todos tuvieron su granamor: Joséphine Beauharnais, KatharinaOrlow, Inessa Armand, Chiang Ching.Es precisamente eso lo que hacehumanos a estos grandes hombres; y sinsu humanidad, faltaría algo a sugrandeza. Y no es poca la que falta aHitler.

Hay algo más que le falta y quedebemos mencionar siquiera brevementeantes de pasar a lo que en realidadmerece la atención en la vida de Hitler.

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Y es que en él no se produce undesarrollo ni una maduración delcarácter y del fondo de su persona. Sucarácter está definido desde muy pronto–o tal vez seria mejor decir bloqueado–y permanece asombrosamente invariableen el tiempo; no va incorporandoelementos nuevos. No es un carácterenvolvente. Le falta cualquier tipo derasgo suave, agradable, conciliador, ano ser que se quiera considerar rasgoconciliador su aprensión a relacionarsecon la gente, peculiaridad que a vecesparece timidez. Todas sus cualidadespositivas –fuerza de voluntad, audacia,valentía, perseverancia– se sitúan en la

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vertiente «dura». Y aún más lasnegativas: ausencia de escrúpulos,deseo de venganza, deslealtad ycrueldad. A esto se añade, y tambiéndesde el principio, una falta absoluta decapacidad de autocrítica. Hitler estuvodurante toda su vida extraordinariamenteposeído de sí mismo y, desde sutemprana edad hasta sus últimos días,fue proclive a sobrevalorarse. Stalin yMao emplearon fríamente el culto a supersona como instrumento político sinque por ello se les subieran los humos.Hitler no sólo era el objeto del cultohitleriano, sino también su mástemprano, más asiduo y más ferviente

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adorador.Hasta aquí nos hemos ocupado de

unos cuantos apuntes sobre la persona yla esmirriada vida privada de Hitler.Centrémonos ahora en su biografíapolítica, que sí merece la atención y nocarece, a diferencia de la semblanzapersonal, de evolución e intensificación.Comienza mucho antes de su primeracomparecencia pública y se desarrollaen siete etapas o saltos evolutivos:

1. Temprana concentración enla política como sucedáneode vida.

2. Primera acción política

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(todavía de carácterprivado): su emigración deAustria a Alemania.

3. Decisión de consagrarse ala política.

4. Descubrimiento de suscapacidades hipnóticascomo orador de masas.

5. Decisión de convertirse enel Führer.

6. Decisión de subordinar sucalendario político a suesperanza de vida personal(que equivale, a la vez, a sudecisión a favor de laguerra).

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7. Decisión de suicidarse.

Las dos últimas decisiones sediferencian de las anteriores en que sontomadas en solitario. En todas las demásdecisiones la parte subjetiva y laobjetiva son indisociables. Sondecisiones de Hitler, pero en él y através de él actúa siempre el espíritu ola atmósfera de la época como el vientoque hincha las velas.

El despertar del apasionado interéspor la política en el joven de dieciochoo diecinueve años que acaba de fracasaren sus ambiciones artísticas –pero quetraslada su ambición a su nuevo foco de

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interés– respondía ya a la atmósfera deuna época o era producto de la misma.La Europa anterior a la Primera GuerraMundial estaba mucho más politizadaque la actual. Era la Europa de lasgrandes potencias imperialistas,inmersas todas ellas en una rivalidadpermanente, en una constante lucha pormejorar sus posiciones, y dispuestas aentrar en guerra en cualquier momento.Una constelación así resultabaemocionante para todo el mundo. Eratambién la Europa de los antagonismosde clase y de la prometida o temidarevolución roja. También eso eraemocionante. De una manera u otra,

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tanto en las tertulias burguesas como enlas tabernas proletarias, la políticasiempre estaba en el candelero. La vidaprivada, no sólo la de los obreros sinotambién la de los burgueses, eraentonces mucho más estrecha y pobreque hoy en día. Al atardecer, sinembargo, cualquiera podía convertirseen león o águila de su país, enabanderado de un gran futuro para suclase. Hitler, que no tenía nada quehacer, lo era a tiempo completo. Hastacierto punto, la política era entonces unsucedáneo de la vida para casi todo elmundo; para el joven Hitler lo fue alciento por ciento.

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El nacionalismo y el socialismo eranconsignas poderosas, capaces de movera las masas. ¡Qué fuerza explosivaliberarían si se lograba unirlos! Esposible, aunque no seguro, que al jovenHitler se le hubiera ocurrido ya estaidea. Más tarde escribiría que puso «loscimientos de granito» de su visión delmundo a los veinte años, en la Viena definales de la primera década del siglo.Pero es discutible que a esta visión delmundo pueda atribuírselejustificadamente el nombre denacionalsocialismo. La verdadera rocaprimitiva, lo más primigenio y másprofundo de Hitler, que se configura ya

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en su época vienesa, no es, en todo caso,una fusión de nacionalismo ysocialismo, sino una fusión denacionalismo y antisemitismo. Y alparecer el antisemitismo fue lo primero.Hitler lo arrastra como una jorobacongénita. Pero también sunacionalismo, un nacionalismo muyconcreto, de cuño étnico (völkisch) ypangermánico, se engendra ya sin dudaen el periodo vienes. Por el contrario, elsocialismo es probablemente uningrediente posterior.

El antisemitismo hitleriano no essino una excrecencia de la Europaoriental. En la Europa occidental, y

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también en Alemania, el antisemitismoestaba en decadencia hacia principiosdel siglo; es más, se propugnaba laasimilación y la integración de losjudíos, proceso que, entonces, seencontraba en pleno auge. Pero en laEuropa del Este y Sudeste, dondemuchos judíos vivían, voluntaria oinvoluntariamente, como pueblosegregado en el seno de otro pueblo, elantisemitismo era (¿y es?) de naturalezaendémica y asesina: no buscaba laasimilación y la integración de losjudíos, sino su expulsión y exterminio.Tal antisemitismo asesino, que noconcede ninguna salida a los judíos,

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llegaba hasta las entrañas de Viena, encuyo tercer distrito comienzan losBalcanes, según el famoso dicho deMetternich; y fue allí donde lo pescó eljoven Hitler. No sabemos cómo. Noconsta que sufriera ninguna experienciapersonal desagradable; él mismo nuncadeclaró nada que apuntara en esesentido. Según expone en Mi lucha, laobservación de que los judíos erandiferentes bastaba para concluir quehabía que «quitarlos de en medio». Másadelante dedicaremos un capítulo aanalizar cómo Hitler racionalizóposteriormente esa conclusión, y otro ala descripción de su puesta en práctica.

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Al principio, el antisemitismo asesinode corte europeo oriental que tan hondoy firme había calado en el joven Hitler,no tuvo consecuencias prácticas, nisiquiera en su propia y oscura vida.

No cabe decir lo mismo de sunacionalismo pangermánico, el otroproducto de sus años vieneses. Fue éste,en 1913, el origen de la primeradecisión política de su vida: ladeterminación de emigrar a Alemania.

El joven Hitler era un austríaco queno se sentía austríaco sino alemán, unalemán desheredado, dejado en laestacada, injustificadamente excluido dela fundación del Reich y del Reich

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mismo. Compartía así los sentimientosde muchos germano-austríacos de sutiempo. Con la gran Alemania a susespaldas, los alemanes del Imperioaustrohúngaro habían dominado eimpuesto su sello a un Estadomultiétnico. Pero en 1866 perdieron suinfluencia sobre Alemania y seconvirtieron en minoría dentro de supropio Imperio, indefensos ante elnacionalismo emergente de los puebloseslavos –que se consideraban a símismos como austríacos forzosos– ycondenados a ejercer una supremacía(compartida con los húngaros a partir de1867) para cuyo mantenimiento su fuerza

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y su número eran ya insuficientes. Deuna situación tan precaria se podíansacar las más diversas conclusiones. Eljoven Hitler, sumamente proclive aextraer conclusiones, no tardó en sacarla más radical: Austria debíadesaparecer, pero de su desapariciónhabía de emerger un gran Imperioalemán que abarcara de nuevo a todoslos austríacos alemanes y volviera adominar, con su peso, a los pequeñosEstados que compartiesen esa herencia.En su fuero interno ya no se sentía unsúbdito de la monarquía habsburguesa,sino un ciudadano de ese futuro GranImperio Alemán, y de ello extrajo

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también conclusiones para sí mismo, yde nuevo las más radicales: en laprimavera de 1913 emigraría aAlemania.

Hoy sabemos que Hitler se marchóde Viena a Múnich para sustraerse alservicio militar austríaco. Que no se fuepor cobardía ni para escabullirse lodemostró cuando, al estallar la guerra de1914, se alistó voluntario; pero lo hizoen el ejército alemán y no en elaustríaco. La guerra ya se veía venir en1913, y Hitler no estaba dispuesto aluchar por una causa de la que se habíaapartado interiormente, ni por un Estadoque consideraba acabado. Entonces

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estaba aún muy lejos de quererdedicarse a la política –¿cómo habríapodido hacerlo en el Imperio alemán delKaiser siendo como era un extranjerosin oficio?–, pero lo cierto es que yaactuaba a partir de una concienciapolítica.

Durante la guerra, Hitler se sentíapolíticamente feliz. Sólo suantisemitismo quedaba insatisfecho; sipor él hubiera sido, habría utilizado laguerra para erradicar del Imperio el«internacionalismo» –palabra queescribía con una falta de ortografía y conla que aludía a los judíos–. Por lodemás, durante cuatro años todo marchó

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sobre ruedas: las victorias se sucedían,y sólo había derrotas en el bandoaustríaco. «Con Austria pasará lo que yosiempre he dicho», escribió, sabihondo,desde el frente a unos conocidosmuniqueses.

Abordemos ahora su decisión dededicarse a la política, una de lasmuchas decisiones que calificaría como«la más difícil de mi vida». El hechoobjetivo que la hizo posible fue laRevolución de 1918. En el Imperio delKaiser un extranjero de la categoríasocial de Hitler no habría podidoplantearse siquiera una actividadpolítica, a no ser que hubiera actuado

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desde las filas del SPD, partido en elque no encajaba y que constituía uncallejón sin salida en cuanto a influenciareal sobre la política estatal. Hasta elestallido de la Revolución el caminohacia el poder no quedaría despejadopara los partidos políticos; unarevolución que, por otra parte, sacudióel tradicional sistema partidario de talmanera que hasta los nuevos partidosllegaron a tener una oportunidad –entre1918 y 1919 se produjo una verdaderaexplosión de nuevas formaciones–.Tampoco la ciudadanía austríaca deHitler suponía ya un obstáculo para queparticipara de forma activa en la

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política alemana. Desde 1918 la anexiónd e Deutschösterreich (Austriaalemana), como se llamaba a este paíspor entonces, aunque prohibida por laspotencias vencedoras, erafervorosamente anhelada ypsicológicamente consumada en amboslados de la frontera, de modo que unaustríaco residente en Alemania apenasera considerado ya un súbditoextranjero. Y para un político alemántampoco existían barreras sociales deningún tipo tras una revolución quehabía eliminado el poder de lospríncipes y los privilegios de lanobleza.

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Si hacemos hincapié en este factores porque suele pasarse por alto una yotra vez. Es sabido que Hitler seintrodujo en la política como enemigodeclarado de la Revolución de 1918, del«crimen de noviembre», y por eso seresiste a ser identificado como suproducto. Pero objetivamente lo fue, aligual que Napoleón fue un producto dela Revolución francesa, a la que, dehecho, logró superar. Uno y otro seríanimpensables sin las respectivasrevoluciones precedentes. En efecto,ninguno de los dos restableció nada delo que éstas habían abolido. Fueron susenemigos, pero asumieron su herencia.

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También subjetivamente laRevolución de noviembre impulsó aHitler a tomar la decisión de hacersepolítico –y en este caso podemoscreerle–, aunque no la materializarahasta el otoño de 1919. Esta revoluciónfue algo así como una experienciainiciática. «Nunca mas debe repetirse nise repetirá en Alemania el noviembre de1918», dice tras muchas elucubracionesy especulaciones, enunciando así suprimer propósito político, la primerameta concreta que se fijó el jovenpolítico de ámbito privado –y la únicameta, por cierto, que habría dealcanzar–. La Segunda Guerra Mundial

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no tuvo, en efecto, un noviembre de1918: no se produjo la oportunainterrupción de una guerra que se estabaperdiendo, ni tampoco hubo revolución.Hitler supo impedir ambas cosas.

Tratemos de ver con claridad todolo que encerraba ese «nunca más unnoviembre de 1918». Son muchas cosas.Primero, el propósito de imposibilitaruna futura revolución en una situaciónsemejante a la del noviembre de 1918.Segundo, pues de otro modo lo primeroquedaría en el aire, el de restablecer esasituación. Y ello significaba –tercero–retomar la guerra perdida o dada porperdida. Así que –cuarto– había que

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reanudar la guerra en unas condicionesinternas libres de fuerzas potencialmenterevolucionarias. De ahí al quintopropósito sólo mediaba un paso. Habíaque abolir todos los partidos deizquierda, y puestos a hacerlo, ¿por quéno abolir de una vez todos los demáspartidos? Pero como no se podía abolirlo que había detrás de los partidos deizquierda, a saber, el colectivo obrero,había que atraer a los trabajadores haciael nacionalismo, y esto significaba –sexto– que era preciso ofrecerlessocialismo, por lo menos una especie desocialismo, es decir, unnacionalsocialismo. Sin embargo, era

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necesario erradicar –séptimo– lacreencia a la que éstos se habíanadherido hasta el momento, el marxismo,y eso significaba –octavo– laaniquilación física de los políticos eintelectuales marxistas, entre los cualesfiguraba, gracias a Dios, un gran numerode judíos, de modo que –noveno, y éstaera la aspiración más antigua de Hitler–se podía exterminar de una vez por todasa los judíos.

Se observa, pues, que el programade política interior de Hitler esta casicompleto en el momento en que esteaparece en la escena pública. De hecho,entre noviembre de 1918 y octubre de

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1919, cuando entró en la política, tuvotiempo suficiente para hacerse sucomposición de lugar. Y hay que admitirque no le faltaba talento para ello nipara extraer las consecuenciassubsiguientes. Ese talento no le habíafaltado tampoco en su juventud vienesa,como tampoco carecía de valor paramaterializar radicalmente lasconsecuencias teóricas a las que tanradicalmente había llegado. Perotambién es importante observar que todosu edificio teórico descansaba sobre unaequivocación: la de creer que laRevolución había sido la causa de laderrota cuando en realidad fue su

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consecuencia. Se trataba de unaequivocación que Hitler compartía conmuchos alemanes.

La experiencia iniciática de 1918 nodesembocó todavía en un programa depolítica exterior, cuyos principios iríaelaborando en los seis o siete añossucesivos. Aprovecharemos esta alusiónpara despacharlos de una vez.

Al principio sólo existía ladeterminación de reanudar a toda costala guerra abortada –abortadaprematuramente, en opinión de Hitler–.Luego concibió la idea de plantear esanueva guerra no sólo como repetición dela vieja contienda sino en un contexto de

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alianzas nuevas y más favorables,aprovechando los antagonismos queantes y después de la Primera GuerraMundial habían hecho que la coaliciónenemiga reventara. Dejaremos aquí delado las fases en las que fue cuajandoesa idea y las diferentes posibilidadesque Hitler barajó entre los años 1920-1925, pues esta cuestión ha sido yadesarrollada en otros libros. Elresultado final, consignado en Mi lucha,preveía, en resumidas cuentas, queInglaterra e Italia serían sus aliados oactuarían como neutrales benévolos, losEstados sucesores de la monarquíaaustrohúngara y Polonia se verían

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sometidos a la condición de pueblos desiervos, Francia no sería sino unenemigo secundario al que eliminarcuanto antes, y que Rusia, el principalenemigo, debería ser conquistado ysojuzgado a perpetuidad a fin deconvertirlo en espacio vital(Lebensraum) para los alemanes, en «laIndia alemana». Se trata del plan quesubyacía en la idea de la SegundaGuerra Mundial y que desde uncomienzo estaba destinado al fracaso, yaque Inglaterra y Polonia no asumieronlos papeles que Hitler les habíaasignado. Volveremos a ello másadelante.

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Estamos ahora en el otoño de 1919 yen el invierno de 1919-1920, momentoen que Hitler entra en política y sale a lapalestra pública. Es entonces cuando,tras la experiencia iniciática denoviembre de 1918, conoce por primeravez la experiencia del triunfo. Ésta noconsistió tanto en su rápida ascensión enel Partido Obrero Alemán –que notardaría en rebautizar con el nombre dePartido Nacionalsocialista ObreroAlemán (NSDAP) y que, cuando élingresó en sus filas, no era más que unturbio conciliábulo de trastienda conalgunos cientos de miembros pocoimportantes–, sino en el descubrimiento

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de su propia fuerza oratoria. Taldescubrimiento tiene una techa exacta, asaber, el 24 de febrero de 1920, Hitlerpronuncio con éxito contundente suprimer discurso ante las masas.

Conocida es la capacidad de Hitlerde transformar a las multitudes másvariopintas –cuanto más grandes yheterogéneas mejor– en una masahomogénea y moldeable, de sumirlasprimero en una especie de trance paraluego proporcionarles algo parecido aun orgasmo colectivo. Tal capacidad nose basaba propiamente en un arteretórico –sus discursos comenzabanlenta y entrecortadamente, carecían de

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estructura lógica y a veces también de uncontenido claro; además los pronunciabacon una voz gutural ronca y áspera–,sino en una habilidad hipnótica: eltalento propio de una voluntadreconcentrada y orientada a apoderarsepor completo del subconscientecolectivo que se prestara a ello. Esteefecto hipnotizador sobre las masas fuela primera, y durante mucho tiempo laúnica, baza de Hitler. De su fuerza danfe las innumerables personas quesucumbieron a su poder.

Aún más importante que el efectosobre las masas fue la repercusión queesa experiencia tuvo sobre el mismo

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Hitler. Sólo podemos entenderla si nosimaginamos lo que debió de significarpara un hombre que tenía motivos paraconsiderarse impotente, el hecho deverse, de súbito, en condiciones deobrar verdaderos milagros de potencia.Ya en el pasado, con sus camaradas deguerra, Hitler solía abandonar enocasiones su habitual mutismo paraprorrumpir en una frenética verborreahasta perder los estribos cuando seplanteaban los temas que lo hacíanvibrar de verdad: la política y losjudíos. Entonces sus exabruptos sólocausaban extrañeza y le valieron la famade «chalado». Ahora el «chalado» se

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veía de repente convertido endominador de masas, en «tambor», en«rey de Múnich». La muda y amargasoberbia del genio ignorado se trocó asíen la embriaguez de seguridad y aplomodel triunfador.

Hitler sabía ahora que poseía unacapacidad única. También sabíaexactamente lo que quería, por lo menosen el terreno de la política interior; ypor fuerza tuvo que advertir que ningunode los demás políticos de la derecha –actores inicialmente mucho másrenombrados en un escenario donde élse convertiría durante los próximos añosen una gran figura– sabía muy bien lo

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que quería. Una y otra cosa debieron dedarle una sensación de singularidad,para la que desde siempre había tenidocierta predisposición, precisamente porsu condición de fracasado y «genioignorado». De ahí nació poco a poco laque sería sin duda la determinación másimportante y revolucionaria de su vidapolítica: llegar a ser el Führer.

Esta determinación no tiene fecha nies fruto de un acontecimiento concreto.Podemos estar seguros de que no existióen los primeros años de su carrerapolítica. Por entonces, Hitler aún secontentaba con ser el propagandista, el«tambor» de un movimiento propulsor

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del despertar nacional. Sentía todavíarespeto por los grandes hombres delImperio del Kaiser venidos a menos,que se congregaban en Múnich paraurdir toda clase de planes golpistas; enespecial, por el general Ludendorff, quedurante los dos últimos años de laguerra había sido el cerebro de lasoperaciones bélicas alemanas y que eraahora la figura central de todos losmovimientos subversivos de signoderechista.

Ese respeto desapareció a medidaque fue conociéndolos mejor. A sucertidumbre de dominar a las masascomo nadie se sumó poco a poco la

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sensación de superioridad política eintelectual sobre cualquiera de susrivales potenciales. Además, en algúnmomento debió de ver con claridad –cosa nada obvia– que esa rivalidad nogiraba sólo en torno al reparto de cargosy al orden jerárquico en un futurogobierno de derechas, sino que estaba enjuego algo sin precedentes: la posiciónde un dictador todopoderoso eindestituible, libre de las ataduras deuna constitución o división de poderes,desligado de toda forma de direccióncolegiada.

Es aquí donde se hace patente elvacío dejado por la desaparecida y ya

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insostenible monarquía, que laRepública de Weimar no logró colmar,pues no contaba ni con la aceptación delos revolucionarios del noviembre de1918 ni con la de sus adversarios.Siempre fue, como dice el famosotópico, una «república sinrepublicanos». En los primeros añosveinte empieza a respirarse unaatmósfera en la que, en palabras deJakob Burckhardt, «se torna irresistiblela nostalgia de algo análogo a lospoderes de antaño» y que «prepara elterreno para aquel único hombre». Unagran parte de la nación añoraba a «aquelúnico hombre» no sólo para tener un

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sustituto del Kaiser sino también porotra razón: el resentimiento por la guerraperdida y el rencor impotente contra untratado de paz impuesto y sentido comouna afrenta. El poeta Stefan George diopalabras a un sentimiento muy difundidocuando en 1921 vaticinaba una épocaque «engendra al hombre, al único queayuda», y a la vez le indicaba lo quedebía hacer:

«Rompe las cadenas, arrojael orden a las escombreras,

fustiga a los descarriados alredil

del derecho eterno, donde lo

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grande torna a ser grande;el señor, señor; la

disciplina, disciplina; fijael símbolo verdadero en la

enseña nacional,conduce a través de las

tempestades y los signosatroces

en la aurora a sus lealeshacia la obra

del nuevo día, y planta elNuevo Imperio».

Parece una alusión a Hitler. Incluso el«símbolo verdadero», la esvástica,engalanaba (aunque sin connotaciones

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antisemitas) desde hacía décadas loslibros de George. Y otro verso deGeorge, del año 1907, parece unatemprana visión anunciadora de Hitler[2]. ¡El hombre, la acción! Anhelos sondel pueblo y su sanedrín. ¡No esperéisque sea quien a vuestras mesas sesentaba! Quizás quien durante añosestuvo entre vuestros asesinos,durmiendo en vuestras celdas, quizásése se levante y sea quien ejecute laacción.

Es poco probable que Hitlerconociera los versos de George, peroseguro que era consciente delsentimiento generalizado que reflejaban

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y al que él no había permanecido ajeno.No obstante, la determinación deconvertirse en «el hombre» que todosaguardaban y del que esperabanmilagros requería, sin duda alguna, uncoraje que por entonces nadie teníasalvo él. El primer volumen de Milucha, dictado en 1924, da fe de estadeterminación, ya plenamente maduraday oficializada por primera vez cuando,en 1925, refunda el partido. En el nuevoNSDAP había, desde el principio y parasiempre, una única voluntad: la delFührer. Que la determinación de llegara ser el Führer adquiriera más tarde unadimensión mucho mayor representa en el

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desarrollo político y personal de Hitlerun salto menor que el de aventurarse aserlo.

Entre ambas decisionestranscurrieron, según el cálculo que seaplique, seis, nueve o incluso diez años,pues la omnipotencia plena de unFührer a quien nadie puede pedircuentas no la alcanzaría hasta la muertede Hindenburg en 1934. Tenía entoncescuarenta y cinco años, así que debíaplantearse hasta qué punto iba a poderrealizar, el programa de política interiory exterior en lo que le quedaba de vida.A esta pregunta respondió con la másinsólita –y todavía hoy no lo

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suficientemente conocida– de susdecisiones políticas y la primera quemantuvo en un secreto absoluto: ¡iba arealizar el programa entero! Esarespuesta implicaba una monstruosidad,a saber: la subordinación de su políticay calendario político a la presumibleduración de su vida terrenal.

Es, en el sentido cabal de la palabra,una decisión sin precedentes. Pensemosque los seres humanos son efímeros,mientras que los Estados y los pueblosson longevos. No sólo todas lasconstituciones, tanto republicanas comomonárquicas, se asientan naturalmentesobre este axioma, sino que también los

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«grandes hombres» que quieren «hacerhistoria» actúan de acuerdo al mismo,tanto si es la inteligencia la que los guíacomo si es el instinto. De hecho, ningunode los cuatro políticos con los que anteshemos comparado a Hitler postulaba opracticaba su propia insustituibilidad.Bismarck se fabricó un cargo poderosopero claramente acotado en el seno deun sistema constitucional concebido concarácter duradero, y cuando se vioobligado a abandonarlo, lo hizo aregañadientes, pero obedeció; Napoleóntrató de fundar uña dinastía; Lenin yMao organizaron los partidos que ellosmismos habían creado sin olvidar su

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carácter de vivero de los que habrían desalir sus sucesores; y en efecto, esospartidos, no sin atravesar sangrientascrisis, produjeron delfines aptos ysupieron eliminar a los ineptos.

Nada de eso se da en Hitler. Deforma consciente, todo lo orienta haciasu insustituibilidad, hacia un eterno «yoo el caos», y casi diríamos, hacía un«después de mí, el diluvio»; No huboconstitución, ni dinastía –ciertamenteanacrónica pero también imposible porla aversión que Hitler sentía hacia elmatrimonio y por su falta dedescendientes–, ni siquiera un partidocapaz de vertebrar el Estado, generar

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líderes y perdurar en el tiempo. Elpartido fue para Hitler un meroinstrumento para hacerse con el poder;nunca tuvo un comité ejecutivo, nipermitió que surgieran en él príncipesherederos. Se negó a pensar más allá desu propia vida y prever lo necesario.Todo había de pasar por él.

De este modo se autoimpuso unapremura que necesariamente había dellevarlo a decisiones precipitadas yerróneas. En efecto, toda política que nose basa en unas circunstancias yposibilidades concretas sino en laduración de la vida de una sola personaes errónea. Y la decisión de Hitler venía

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a significar justamente eso. Significaba,sobre todo, que la gran guerra por elespacio vital que se había propuestotenía que hacerla él mismo y, por fuerza,durante los años que le quedaban devida. Naturalmente, nunca se refirió aello públicamente. Los alemanes sinduda se habrían llevado un buen susto silo hubiera hecho. Pero en los dictados aBormann de febrero de 1945, loreconoce todo sin tapujos. Después delamentarse de haber comenzado laguerra con un año de retraso, esto es, en1939 en lugar de 1938 («pero no pudehacer nada, puesto que los ingleses y losfranceses aceptaron en Múnich todas

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mis reivindicaciones»), prosigue: «Lopeor es que lo tengo que consumar todoen el breve lapso de una vida humana…Mientras los demás disponen de unaeternidad, yo sólo tengo unos cuantosmíseros años. Los otros saben quetendrán sucesores…». Sin embargo, fueél mismo quien se encargó de notenerlos.

También en 1939, cuando estalló laguerra, dejó entrever en algunasocasiones –aunque nunca en público–que estaba resuelto a incorporar ysubordinar la historia de Alemania a subiografía personal. «Tengo cincuentaaños, y prefiero que la guerra sea ahora

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y no cuando cumpla cincuenta y cinco osesenta», le dijo al ministro rumano deAsuntos Exteriores Gafencu cuando éstevisitó Berlín en la primavera de 1939. Yel 22 de agosto justificó ante susgenerales su «decisión irrevocable dehacer la guerra» señalando entre otrasrazones «el rango de mi personalidad yla autoridad sin parangón de la misma»,de la que más tarde tal vez no sedispondría: «Nadie sabe cuánto tiempome queda de vida». Y unos mesesdespués, el 23 de noviembre, empujandoa esos mismos generales a acelerar losplanes de la ofensiva en el oeste:«Como último factor tengo que señalar,

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con toda modestia, que mi propiapersona es insustituible. No hayautoridad militar ni personalidad civilque pudiera sustituirme. Los intentos deatentado pueden repetirse… El destinodel Reich sólo depende de mí. Actuaréen consecuencia».

Se trata pues, en último término, dela determinación de subordinar lahistoria a la autobiografía, de someter eldestino de un Estado o un pueblo a lapropia trayectoria vital; constituye unproyecto tan perverso y desorbitado quele quita a uno el aliento. No se puedeprecisar en qué momento esta idea seapoderó de Hitler. Pero sus gérmenes se

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hallan ya en el concepto de Führer quehabía cuajado a mediados de los añosveinte: de la irresponsabilidad absolutade éste a su total insustituibilidad nomedia más que un paso. Sin embargo,hay indicios que hacen sospechar queHitler no dio ese paso –que fue a la vezel paso decisivo hacia la guerra–, hastala segunda mitad de los años treinta. Laprimera referencia documentada es laconversación secreta del 5 denoviembre de 1937, recogida en eldenominado Protocolo Hossbach, en laque por primera vez insinuó, vagamente,su proyecto bélico ante sus más altosministros y militares, provocándoles a la

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sazón un susto en toda regla. Tuvieronque darse los asombrosos y, para elpropio Hitler, inesperados éxitos de susprimeros años de gobierno para que laconfianza en sí mismo se acrecentarahasta rayar en la superstición y sesintiera poco menos que un elegido, conderecho no sólo a identificarse conAlemania sino a incorporar y subordinarla vida y muerte de Alemania a supropia vida y muerte («El destino delReich sólo depende de mí»). Y fue esomismo lo que finalmente hizo.

Lo cierto es que vida y muerteestaban muy próximas en Hitler.Sabemos que terminó suicidándose, y

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ese suicidio no llegó de buenas aprimeras. En efecto, en sus fracasossiempre tuvo presente esa salida, y sudisposición permanente a tirar esa vidade la que al mismo tiempo hacíadepender el destino de Alemania es elremate –nunca mejor dicho– de sufilosofía. Frustrada la intentona deMúnich de 1923, manifestó ante ErnstHanfstaengl, en cuya casa se habíarefugiado, que acabaría con su vidapegándose un tiro, y a su anfitrión lecostó Dios y ayuda hacerle desistir de supropósito. En una crisis posterior, endiciembre de 1932, cuando el partidoamenazaba con escindirse, le dijo a

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Goebbels, que así lo testimonió: «Si elpartido se divide, cojo la pistola y encinco minutos todo se ha acabado».

A la vista de su suicidio real el 30de abril de 1945, tales declaraciones nose pueden tachar de mera palabrería. Esmuy reveladora la referencia a los«cinco minutos» que aparece en la frasetransmitida por Goebbels. Endeclaraciones posteriores que incidenuna y otra vez en lo mismo, los minutosse convierten en segundos y, finalmente,incluso en «fracción de segundo».Parece que Hitler estuvo toda su vidapensando en el poco tiempo que senecesitaba para realizar un suicidio y lo

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fácil que por tanto resultaba consumarlo.Después de Stalingrado desahogó muyexpresivamente su decepción al saberque el mariscal Paulus, en lugar desuicidarse, se había entregado a losrusos: «El hombre tenía que habersepegado un tiro, debía haber tomadoejemplo de los caudillos de antes, quese clavaban la espada cuando veían quesu causa estaba perdida… ¡Cómo sepuede tener miedo a ese segundo en queuno puede liberarse de la pesadumbre,cuando el deber ya no te retiene en estevalle de lágrimas! ¡Hay que ver!». Ydespués del atentado del 20 de julio: «Sise hubiera acabado con mi vida, yo, por

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mi parte, me habría visto liberado depreocupaciones, de noches en vela y deuna grave afección nerviosa. Sólo es unafracción de segundo y uno se libera detodo eso, recupera la tranquilidad yconsigue la paz eterna».

Por consiguiente, el suicidio deHitler, cuando se produjo, apenas causósorpresa; fue registrado como algonatural, y no porque tras una guerraperdida el suicidio de los responsablesse tome por un hecho natural; enrealidad no lo es en absoluto, es más:ocurre muy raras veces. Si el de Hitlerse dio por descontado fue porque,retrospectivamente, toda su vida parecía

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estar abocada de antemano al suicidio.La vida privada de Hitler había sidodemasiado vacía como para merecer sucontinuidad en la desgracia; y su vidapolítica fue, prácticamente desde elcomienzo, una apuesta a todo o nada.Cuándo le tocó la nada, el suicidio seprodujo casi por sí solo. La valentíaespecífica que se necesita paraperpetrarlo nunca le había faltado, y sila gente se hubiese preguntado si Hitlerera capaz de hacerlo, la respuestasiempre habría sido afirmativa.Curiosamente, nadie tomó a mal susuicidio. Pareció del todo natural.

Lo que sí pareció antinatural además

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de una embarazosa falta de buen gustofue el hecho de que arrastrara a lamuerte a su amante, que en vida le habíaimportado poco, y que se casara con ellaen secreto veinticuatro horas antes delfinal común. Un acto peripatético,gazmoño y que anulaba el efectobuscado. Y una cosa que sólo se sabríamucho después –hay que decir que paragran suerte suya, pues la gente lo habríatomado pero que muy mal, y con razón–fue que también intentó arrastrar consigoa Alemania, o lo que quedaba de ella.De esto y de su relación con Alemaniaen general, tratará el último capítulo,titulado «Traición».

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Por lo pronto, vamos a examinar másde cerca sus extraordinarios logros y loséxitos que tanto asombraron a suscontemporáneos. Que los hubo, nadiepuede negarlo.

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Logros

En los seis primeros de los doce añosque duró su régimen, Hitler sorprendió atirios y troyanos con una serie de logrosde los que casi nadie lo había creídocapaz. Son estos logros los quedesconcertaron y desarmaroninteriormente a sus adversarios –en1933, todavía la mayoría de losalemanes– y los que hoy en día siguenotorgándole cierto prestigio en algunossectores de las viejas generaciones.

Hasta entonces Hitler sólo habíatenido fama de demagogo. Sus logros

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como orador e hipnotizador de masas,en cambio, siempre habían sidoinnegables, y durante los años de crisiscreciente de 1930-1932 fueronconvirtiéndolo en un cada vez más serioaspirante al poder. Pero prácticamentenadie esperaba que, una vez lo hubieraalcanzado, resultara ser un gobernanteeficaz. Gobernar, se decía, es una cosamuy distinta a pronunciar discursos.Además era sabido que Hitler nuncahacía propuestas concretas sobre cómocombatir la crisis económica y eldesempleo –los problemas másacuciantes por entonces– y que en losdiscursos se limitaba a increpar sin

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mesura a los políticos en el gobierno, areclamar todo el poder para sí mismo ysu partido y a prometer el oro y el moroa los descontentos de todos los bandos,sin preocuparse por incurrir encontradicciones. Tucholsky prestó voz alo que muchos pensaban cuandoescribió: «Ese hombre no existe; no esmás que el ruido que provoca». Así, elgolpe psicológico fue aún mayor cuandoese hombre resultó ser, tras 1933, unhacedor sobremanera enérgico,ingenioso y eficiente.

Sin embargo, aparte de su capacidadoratoria, hay otra cosa que losobservadores y críticos de Hitler

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deberían haber notado ya antes de 1933si hubiesen estado más atentos. Nosreferimos a su talento organizador, omás exactamente, a su capacidad decrear y dominar potentes y eficacesaparatos de poder. El NSDAP de losúltimos años veinte fue una creaciónexclusiva de Hitler; como organizaciónya era superior a cualquier otro partidocuando comenzó a atraer, en losprimeros años treinta, a masas devotantes potenciales. Incluso hizosombra a la tradicional y famosaorganización del SPD; mucho más queeste último en tiempos del Kaiser, eraun estado dentro del Estado, un

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contraestado en miniatura. Y adiferencia del SPD, que pronto sevolvió plúmbeo y autosuficiente, elNSDAP de Hitler poseía, desde loscomienzos, una dinámica fuera de locomún. Obedecía a una única voluntaddominante (la extraordinaria capacidadde Hitler de neutralizar o eliminar encualquier momento a rivales yopositores dentro del partido era otrorasgo premonitorio que un observadorperspicaz podría haber notado ya en losaños veinte) y estaba imbuido, hasta ensus más pequeñas células, de un celoluchador que lo convertía en unaauténtica apisonadora electoral sin

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precedentes en Alemania. Asimismo, lasegunda organización creada por Hitleren los años veinte, el ejércitoparamilitar de las SA, hacía parecer atodas las demás organizaciones políticasde choque –el grupo nacionalgermánicoStahlhelm (Casco de Acero), elsocialdemócrata Reichsbanner (Pendóndel Imperio), e incluso el comunistaRoter Frontkämpferbund (Alianza Rojade Combatientes del Frente)–inoperantes tertulias de pequeño-burgueses. A todas ellas las superabacon creces en ansias de lucha y bravura,y por supuesto también en brutalidad yafán asesino. Eran las SA, y sólo éstas,

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las que causaban verdadero temor. Fueeste miedo, atizado premeditadamentepor Hitler, el que hizo que el terror y lasconstantes violaciones de la ley quedesde marzo de 1933 acompañarían sutoma de poder provocaran tan pocaindignación como escasa voluntad deresistencia. Hacía tiempo quepresagiaban cosas peores. De hecho, lasSA habían anunciado durante un añoentero y con sanguinario placeranticipado una «noche de los cuchilloslargos». Al final, ésta no llegó aproducirse. Sólo hubo asesinatosesporádicos, secretos y prontoreprimidos –aunque nunca castigados–

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de unos pocos adversariosparticularmente odiados. El mismoHitler había anunciado con solemnidad(bajo juramento y como testigo ante elTribunal del Reich) que cuandoasumiera el poder rodarían cabezas: lasde los «criminales del noviembre de1918». Después casi hubo cierto alivioal comprobar que, en la primavera y elverano de 1933, los veteranos de laRevolución de 1918 y las figurasprominentes de la República «sólo»eran internados en campos deconcentración. No obstante, aunquesufrían brutales maltratos y estabanexpuestos a un permanente peligro de

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muerte, tarde o temprano eran puestos enlibertad. Y hubo algunos a quienes lasnuevas autoridades ni siquiera losmolestaron. Todo el mundo estabamentalmente preparado para pogromos,pero sólo hubo un boicot, más biensimbólico y sin derramamiento desangre, de los negocios judíos elprimero de abril de 1933 y que duró undía. En definitiva, la situación era grave,si bien un poco menos grave de lo quehabían hecho temer las amenazas. Yaquellos que –con razón, como se veríamás tarde– decían que eso sólo era elcomienzo, fueron aparentementedesmentidos cuando en el transcurso de

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los años 1933 y 1934 el terror empezó aremitir poco a poco para dar paso, entre1935 y 1937 –los «buenos» años nazis–,a una cierta normalidad, sóloligeramente enturbiada por lapersistencia de los campos deconcentración, aunque entonces conmenos reclusos que en el pasado.Quienes decían que se trataba de«fenómenos lamentables perotransitorios» parecían en ese momentotener la razón de su lado.

En suma, hay que considerar unprodigio de la psicología la maestríacon la que Hitler maneja y dosifica elterror durante los primeros seis años: al

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principio hace cundir el miedo conamenazas tremebundas, después aplicamedidas de terror que, aunque graves, sequedan por debajo de las amenazaslanzadas previamente, luego pasa poco apoco a una cuasi normalidad, pero sinrenunciar a cierto terror de fondo. Talestrategia proporciona el grado justo deintimidación a aquellos que al principioadoptan una actitud de rechazo o espera–es decir, la mayoría de los alemanes–,sin empujarlos a una resistenciadesesperada y, lo que es más importanteaún, impidiendo que pierdan de vistaaquellas actuaciones del régimenconsideradas más bien positivas.

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Entre estas actuaciones positivas hayque mencionar, en primer lugar, su«milagro económico», que eclipsa todolo demás. La expresión, que entoncesaún no existía, se acuñó para denominarel fenómeno sorprendentemente rápidode la reconstrucción y la reactivacióneconómica que Alemania experimentódespués de la Segunda Guerra Mundialbajo la batuta del entonces ministro deEconomía Erhard. De hecho, laexpresión se ajusta mucho más a lo quesucedió a mediados de los años treintaen la Alemania de Hitler, época en quela gente vivía intensa y profundamente lasensación de que se había producido un

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auténtico milagro y de que Hitler, elhombre que lo había hecho posible, eraun milagrero.

Cuando en enero de 1933 Hitler seconvirtió en canciller del Reich había enAlemania seis millones de parados.Apenas tres años después, en 1936,había empleo para todo el mundo. Laescasez y la miseria que afectaban a lasmasas se habían trocado en un bienestarmodesto pero generalizado. Y casi tanimportante como eso era que la desazóny la desesperanza habían cedido elterreno al optimismo y la autoconfianza.Y, más milagroso aún, el paso de ladepresión a la bonanza económica se

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había logrado sin inflación, con salariosy precios absolutamente estables. NiLudwig Erhard iba a lograr tamañaproeza.

La grata admiración con que losalemanes reaccionaron ante ese milagrodesborda lo imaginable, y, después de1933, los obreros desertaron endesbandada de las filas del SPD y delKPD para pasarse al bando de Hitler.Entre 1936 y 1938, tal admiracióndominaba absolutamente el sentir de lasmasas que todo el que seguía rechazandoa Hitler era tachado de criticóninveterado. «El hombre tendrá susdefectos, pero nos ha dado pan y

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trabajo», decían en aquellos añosmillones de antiguos votantes del SPD ydel KPD, que todavía en 1933 formabanla gran masa de los que se oponían aHitler.

¿Podemos considerar realmente elmilagro económico alemán de los añostreinta un logro de Hitler? Pese a ciertasobjeciones, hay que responderafirmativamente a esta pregunta. Nocabe duda de que Hitler era un lego eneconomía y política económica; lamayoría de las ideas con las que puso enmarcha el milagro económico noprovenían de él, y en especial latemeraria acrobacia financiera de la que

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dependía todo fue, a todas luces, obra deotro hombre, Hjalmar Schacht, su magode las finanzas. Pero fue Hitler quienprimero colocó a Schacht a la cabezad e l Reichsbank y luego a la delMinisterio de Economía, y quien lo dejóhacer y deshacer a su antojo. Y fuetambién Hitler quien consintió queSchacht sacara del cajón todos losplanes de reactivación –que ya existíanantes de su llegada al poder, pero que nose habían puesto en práctica por todaclase de reservas, sobre todo de índolefinanciera–, desde los bonos fiscaleshasta las letras Mefo, desde el serviciode trabajo hasta las autopistas. Hitler no

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era ciertamente un experto en políticaeconómica y jamás habría soñado que lacrisis económica le haría de puente parallegar al poder, como tampoco debió deimaginar que su cometido seríasolucionar el paro masivo. No erantareas para él; en sus pIanes y en suideario político lo económico apenas escontemplado hasta 1933. Pero poseíasuficiente instinto político como paracomprender que eso era lo primordial enaquel momento, y, sorprendentemente,también tenía bastante instinto político-económico para captar –a diferencia deldesastroso Brüning, por ejemplo– que laexpansión económica era, en esas

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circunstancias, más importante que laestabilidad presupuestaria y monetaria.

Además hay que decir que, adiferencia de sus antecesores, tenía elpoder de imponer a la fuerza laapariencia de una estabilidadmonetaria. En efecto, no debe ignorarseel lado oscuro de su milagro económico;como éste se producía en medio de unapersistente depresión mundial y hacía deAlemania una isla del bienestar,requería el aislamiento de la economíaalemana frente al mundo exterior; ycomo su financiación tenía,inevitablemente, efectos inflacionistas,requería salarios y precios decretados

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desde arriba. Un régimen dictatorial concampos de concentración como telón defondo podía permitirse ambas cosas.Hitler no tenía que respetar niasociaciones empresariales nisindicatos, pues confinó a unos y a otros,inmovilizándolos, en el Frente Alemándel Trabajo; y podía encerrar en uncampo a cualquier empresario quehiciera negocios con el extranjero sin ladebida autorización, igual que a unobrero que exigiera un aumento salarialo amenazara con ir a la huelga paraconseguirlo. También en este sentido elmilagro económico de los años treintadebe ser considerado obra de Hitler; y,

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en el mismo sentido, cabe añadir quequienes aceptaban los campos deconcentración por mor del milagroeconómico sólo eran, en cierto modo,coherentes con su pensamiento.

El milagro económico fue el máspopular pero no el único logro de Hitler.No menos espectacular e inesperado fueel rearme del país que llevó a cabo enlos primeros seis años de su gobierno.Cuando asumió el cargo de canciller,Alemania tenía un ejército de cien milhombres desprovisto de armamentomoderno y de aviación. En 1938, sehabía convertido en la potencia militarde tierra y aire más importante de

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Europa. ¡Una autentica hazaña! Tampocoeste logro habría sido posible sin lascondiciones necesarias gestadas en laépoca de Weimar, ni fue, en todos suspormenores, resultado únicamente de lalabor de Hitler; antes bien, se trató deuna proeza del establishment militar.Pero Hitler dio la orden y fue suinspirador. Sin su impulso decisivo, elmilagro militar habría sido aún menosimaginable que el económico –que al finy al cabo fue resultado de unaimprovisación del propio Führer,mientras que el milagro militar surgió deplanes y propósitos largamenteacariciados por él mismo–. El hecho de

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que este milagro, en manos de Hitler, nollegara a convertirse más tarde en unabendición para Alemania, es otrahistoria. Pero no por eso deja de ser unlogro del que al principio nadie lohabría creído capaz, como tampoconadie lo habría creído capaz del milagroeconómico. Que lo consiguiera en contrade lo que se esperaba suscitó sorpresa yadmiración, en algunos pocos tal vezcierto pavor (¿qué pretendía el hombrecon ese rearme febril?), pero en lamayoría provocó satisfacción y orgullonacional. Tanto en lo militar como en loeconómico Hitler había resultado ser unmilagrero a quien sólo el testarudo más

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recalcitrante podía negarle suagradecimiento y su adhesión.

A continuación analizaremosbrevemente dos aspectos de su políticade rearme y luego nos detendremos enun tercero que requiere un tratamientomás amplio.

En primer lugar, a menudo se haafirmado que el milagro económico y elmilagro militar de Hitler fueron, en elfondo, una misma cosa, pues la creaciónde empleo se debió, en su totalidad o engran parte, al rearme. Esto no es cierto.Si bien la implantación del serviciomilitar obligatorio hizo desaparecer dela calle a unos cuantos cientos de miles

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de parados potenciales y la producciónmasiva de tanques, cañones y avionesdio empleo a otros tantos cientos demiles de trabajadores metalúrgicos, lagran mayoría de los millones dedesocupados con los que Hitler seencontró al llegar al poder fue absorbidapor industrias civiles normales ycorrientes. Fue Göring, que en su vidasoltó muchas bravatas y dislates, quienpuso en circulación el engañoso tópicode «cañones en vez de mantequilla». Enrealidad, el Tercer Reich produjocañones y mantequilla, y muchas cosasmás.

En segundo lugar, el rearme también

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tenía un importante significado enpolítica exterior. Supuso, entre otrascosas, la anulación de varios puntosclave del Tratado de Versalles y, portanto, un triunfo político sobre Francia eInglaterra, y comportaba además uncambio radical de las relaciones depoder en Europa. De esto hablaremos enel capítulo titulado «Éxitos». En elpresente capítulo, dedicado a los logrosde Hitler, interesa el logro como tal.

En tercer lugar, el rearme encierrauna aportación muy personal de Hitler,que merece ser considerada siquierabrevemente. Hemos dicho antes que laimpresionante obra del rearme fue, en

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sus pormenores, un logro no sólo deHitler sino del Ministerio de Guerra ydel generalato. Pero hay una salvedad.En una cuestión concreta, que en eltranscurso de la guerra resultaríasobremanera importante, Hitler intervinopersonalmente, determinando laorganización de la nueva Wehrmacht y,con ello, el modo de operar que éstatendría: en contra del criterio de la granmayoría de los militares profesionalestomo la decisión de crear divisiones yejércitos acorazados integrados yautónomos. Estas novedosas unidades decombate, que en 1938 sólo poseía elejército alemán, resultaron un arma

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decisiva en las campañas de los dosprimeros años de la guerra y fueronposteriormente copiadas por todos losdemás ejércitos.

Su creación es un mérito personal deHitler y representa su mayor logro en elterreno militar, mayor que sucontrovertida actividad de caudillodurante la guerra. Sin el apoyo de Hitler,los pocos generales –representadossobre todo por Guderian– que acertarona ver las posibilidades de una unidadacorazada autónoma probablemente nose habrían impuesto contra la mayoríaconservadora, como no se impusieronFuller y De Gaulle, los partidarios de la

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misma en Inglaterra y Franciarespectivamente, que, como es sabido,fracasaron por la resistencia de lostradicionalistas. No es exageradoafirmar que en estas controversiasmilitares internas, de escaso interés parala opinión pública, se decidieron deantemano las campañas de los años1939-1941, especialmente la de Franciade 1940. El que Hitler hubiera tomadola decisión correcta es –a diferencia desus demás logros, que siempre explotabade un modo tan rápido como efectista–un logro oculto, que al comienzo nocontribuyó en nada a su popularidad; alcontrario, le costó enemistarse con

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muchos militares conservadores. Peroarrojó su rédito en el triunfo sobreFrancia en 1940, que por un momentohizo dudar de sí mismos a sus últimos ymás firmes rivales en Alemania.

Pero ya antes, en 1938, Hitler habíaconseguido ganarse la confianza deaquella gran mayoría que en 1933 votaracontra él, y éste fue tal vez el mayor detodos sus logros. Un logro que hoy endía avergüenza a los que sobrevivierony resulta incomprensible para losjóvenes que nacieron después. «¿Cómopudimos?», «¿cómo pudisteis?», sepreguntan retrospectivamente ahora unosy otros. En aquel entonces, sin embargo,

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había que tener una agudeza y unaperspicacia excepcionales para detectaren los logros y éxitos de Hitler lasraíces ocultas de la futura catástrofe, yse necesitaba una fortaleza de carácterextraordinaria para sustraerse al efectode tales logros y éxitos. Los discursosde Hitler, una sarta de ladridos rabiososque, escuchados hoy, provocan asco orisa, se referían con frecuencia a unarealidad de fondo que acallaba todaréplica en el interior del oyente. Era esarealidad de fondo la que impactaba, y nolos ladridos rabiosos del orador.Veamos a continuación un fragmento deldiscurso pronunciado por Hitler el 28 de

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abril de 1939:

«He superado el caos enAlemania, he restablecido elorden y aumentadoenormemente la producción entodos los ámbitos de nuestraeconomía nacional… Hereincorporado al trabajoproductivo a los siete millonesde desempleados que tanto nosdolían en el alma a todos… Nosólo he reunificadopolíticamente al pueblo alemánsino que también lo herearmado, y he procurado

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eliminar hoja por hoja aqueltratado que en sus 448 artículosrepresenta la humillación másabyecta a la que jamás hayansido sometidos hombres ypueblos. He devuelto al Reichlas provincias que nos fueronrobadas en 1919, hereintegrado a su patria a losmillones de alemanesprofundamente infelices que noshabían sido arrebatados, herestablecido la milenariaunidad histórica del espaciovital alemán, y me he…, me heesforzado por conseguir todo

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esto sin derramamiento desangre y sin infligir a mi puebloo a otros pueblos el sufrimientode la guerra. Lo he conseguidocon mi propio esfuerzo… comoun trabajador y un soldado demi pueblo que hace veintiúnaños todavía era undesconocido…»

Repugnante autobombo. Estilo ridículo(«los siete millones de desempleadosque tanto nos dolían en el alma atodos»). ¡Pero diablos, si todo, o casitodo, era cierto! Quien se aferraba a lascuatro cosas que tal vez no eran ciertas

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(¿superar el caos sin constitución?,¿restablecer el orden con campos deconcentración?) podía llegar a sentirseun pedante mezquino y un tiquismiquis.¿Pero qué podía alegar una sola personacontra el resto en aquel abril de 1939?Era verdad que la economía florecía denuevo, que los desempleados volvían atener trabajo (no habían sido sietemillones, sino seis, pero bueno), que elrearme era una realidad, que el Tratadode Versalles se había convertido enpapel mojado (¡quién lo hubiera dichoen 1933!), que el Sarre y la región deMemel pertenecían otra vez al Reich,como también los austríacos y los

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sudetes, a quienes esta circunstanciaalegraba de verdad y cuyos gritos dejúbilo todavía resonaban en los oídos dela gente. Era verdad que,milagrosamente, todo eso no habíaprovocado la guerra, y tampoco se podíanegar que veinte años atrás Hitler era undesconocido (aunque no un trabajador,pero bueno). ¿Lo había conseguido consu propio esfuerzo? Claro que habíatenido ayudantes y colaboradores, pero¿se podía afirmar de veras que todosesos logros habrían sido posibles sin él?¿Se podía, por tanto, seguir rechazandoa Hitler sin rechazar a la vez todo lo queél había conseguido? Y ante tales logros

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los rasgos desagradables de su personay sus fechorías, ¿eran acaso algo másque defectos de forma? Lo que losantiguos detractores de Hitler,ciudadanos cultos y de buen gusto,incluso cristianos creyentes o marxistas,necesariamente se preguntaban amediados y finales de los años treinta ala vista de los innegables logros y lainterminable cadena de milagros deHitler era lo siguiente: «¿Es posible quemi escala de valores sea incorrecta?¿Será que todo lo que he aprendido y enlo que he creído es equivocado? ¿No medesmienten los hechos que se producenante mis ojos? Si el mundo –el mundo

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económico, el político, el moral– fuerarealmente como siempre he creído, esehombre tendría que haber naufragado alas primeras de cambio de la maneramás hilarante; es más: ¡nunca habríapodido llegar tan lejos como ha llegado!¡Pero he aquí que, en menos de veinteaños, ha salido de la nada absoluta paraconvertirse en la figura central delmundo, y todo, todo le sale bien, inclusolo que parece imposible! ¿No me obligaesto a una revisión general de todos misconceptos, inclusive los estéticos y losmorales? ¿No debo admitir por lo menosque me he equivocado con misexpectativas y pronósticos? ¿No tengo

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que contenerme en mis críticas y ser muyprudente a la hora de emitir juicios?».

Son estas dudas personalesabsolutamente comprensibles y hastasimpáticas. Pero de ahí al primer,aunque todavía renuente, «Heil Hitler!»no mediaba sino un paso.

Estos conversos o semiconversos acausa de los aparentes logros de Hitlerno solían hacerse nacionalsocialistas,pero sí seguidores de Hitler, adeptos alFührer.

Y en el momento en que la generalcreencia en el Führer alcanzaba suscotas más altas constituían, seguramente,más del noventa por ciento de los

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alemanes.¡Fue un logro enorme el de reunir a

su alrededor a casi la totalidad delpueblo, y eso en menos de diez años!. Ytodo gracias, básicamente, a los hechosmucho más que a la demagogia. En losaños veinte, cuando Hitler sólo disponíade la demagogia, de su elocuenciahipnotizadora, de las artesembriagadoras y enceguecedoraspropias de un director de escena en unespectáculo de masas, apenas conseguíacaptar más del cinco por ciento de losvotos; en las elecciones al Reichstagde1928 obtuvo sólo un 2,5 por ciento. Elcuarenta por ciento de los votos le llegó,

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en los años 1930-1933, de manos de lapenuria económica y de la impotencia delos demás gobiernos y partidos paraluchar contra la miseria. El último ydecisivo cincuenta por ciento se lo ganó,principalmente, gracias a sus logros.Quien en 1938, por ejemplo,pronunciaba una critica contra Hitler enlos círculos donde ello todavía eraposible, tarde o temprano y trasaprobaciones a medias («Lo de losjudíos a mí tampoco me gusta») recibíaindefectiblemente la siguiente respuesta:«¡Pero hay que ver todo lo que halogrado este hombre!». No se decía:«¡Pero qué oratoria más apasionante

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tiene!», ni tampoco: «¡Pero quémagnífico ambiente el del últimocongreso del Partido!», ni siquiera:«¡Pero cómo ha triunfado!». Nada deeso. Lo único que se decía era: «¡Hayque ver todo lo que ha logrado estehombre!». ¿Y qué se podía realmentereplicar a esto en el año 1938 o inclusoen la primavera de 1939?

Había una segunda frase hecha quese oía constantemente en boca de losnuevos partidarios de Hitler: «¡Si elFührer llegara a enterarse de esto!».Indicaba que la creencia en el Führer yla conversión al nacionalsocialismoeran dos cosas bien distintas. Lo que a

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la gente no le gustaba delnacionalsocialismo –y eran todavíamuchos los que estaban en desacuerdocon bastantes aspectos del mismo–procuraba instintivamente noatribuírselo a Hitler. Objetivamente seequivocaban, por supuesto. Hitler eratan responsable de las medidasdestructivas como de las constructivasde su régimen. En cierto sentido,también hay que calificar de «logros» deHitler la destrucción del Estado dederecho y del entramado constitucional–aspectos sobre los que volveremos másadelante–, logros destructivos queimplicaban tanta fuerza como los logros

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positivos en los campos económico ymilitar. En alguna zona intermedia sesitúan los logros sociales. En éstos se daun equilibrio entre lo destructivo y loconstructivo.

En sus doce años en el poder, Hitlerrealizó grandes cambios sociales. Sinembargo, es ésta una afirmación querequiere un análisis no exento dematices.

Existen tres grandes procesos detransformación social que comienzan enlas postrimerías del Imperio del Kaiser,prosiguen tanto durante la época deWeimar como en la de Hitler, ycontinúan impetuosamente en la

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República Federal y la RepúblicaDemocrática Alemana. Se trata, enprimer lugar, de la democratización y eligualitarismo de la sociedad, esto es, ladesintegración de los estamentos y lapermeabilización de las clases; ensegundo lugar, de la revolución de lamoral sexual, es decir, la crecientedesvalorización y rechazo de la ascesiscristiana y de los principios de ladecencia burguesa; y, en tercer lugar, dela emancipación de la mujer, a saber, laprogresiva nivelación de la diferenciade sexos en el orden jurídico y en elmundo laboral. En estos tres ámbitos, laaportación de Hitler, sea positiva o

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negativa, es comparativamente escasa, ysólo la mencionamos aquí porquetodavía hoy subsiste la idea errónea deque Hitler frenó o hizo retroceder lostres procesos.

Donde ese error resulta más patentees en la emancipación de la mujer, queel nacionalsocialismo, como se sabe,rechazaba oficialmente. Pero lo cierto esque sobre todo en el segundo sexeniodel régimen, coincidente con la guerra,la emancipación dio grandes saltos queel Partido y el Estado veían con buenosojos y a menudo incluso promovía.Nunca las mujeres habían accedido atantas profesiones ni habían

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desempeñado tantas funcionesmasculinas como durante la SegundaGuerra Mundial. Este proceso era yairreversible y también lo habría sido enel caso de que Hitler hubierasobrevivido a la contienda.

En el campo de la moral sexual, laactitud oficial del nacionalsocialismoera contradictoria. Por una parte,ensalzaba la disciplina y la continenciaalemanas, por otra protestabaairadamente contra la mojigatería de loscuras y la estrechez pequeñoburguesa, yno tenía nada que objetar a una «sanasensualidad», máxime si ésta, dentro ofuera del matrimonio, daba lugar a una

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procreación genéticamente sana. En lapráctica, el culto al cuerpo y al sexo,que había comenzado en los años veinte,continuó su carrera imparable en lostreinta y los cuarenta.

Por último, en lo que respecta a laabolición de los privilegiosestamentales y al derribo de las barrerasde clase, hay que decir que losnacionalsocialistas defendían, inclusooficialmente, tales cambios (a diferenciade los fascistas italianos, abanderadosdel restablecimiento de un «Estadocorporativo», es decir, de un Estadoestamental; es ésta una de las razonespor las cuales no se debe echar en el

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mismo saco el nacionalsocialismo deHitler y el fascismo de Mussolini). Sólocambiaron el vocabulario: lo que antesse llamaba «sociedad sin clases», elloslo denominaron «comunidad étnica». Aefectos prácticos era lo mismo. Esinnegable que, bajo el régimen de Hitler,incluso en mayores proporciones quedurante la República de Weimar, huboascensos y descensos sociales en masa,promiscuidad y resquebrajamiento declases. «Vía libre para el hombre detalento», y para el de talante ideológicocorrecto. Es cierto que no todo en esteproceso era positivo, pero no puedenegarse que era «progresista» en el

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sentido de que se avanzaba en eligualitarismo. Donde más se notaba estatendencia –mimada por el mismo Hitler–era en el cuerpo de oficiales, dominiocasi exclusivamente aristocrático en elejército de los cien mil hombres deWeimar. Los primeros mariscales deHitler, procedentes de la Reichswehr(las fuerzas armadas de Ia República deWeimar), llevaban casi todos un von(“de”) en su apellido; entre los quellegarían después, no hubo,prácticamente, ninguno que pertenecieraa la nobleza.

Mencionamos todo esto de refilón ysólo para no dejarnos nada en el tintero.

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Se trata, como decíamos, de procesosque comenzaron ya antes de la llegadade Hitler y continuaron tras la caída desu régimen. La influencia de Hitler sobrelos mismos fue escasa, tanto en lopositivo como en lo negativo. Pero hayun gran cambio social que es obrapersonal de Hitler y que, curiosamente,sufrió una involución en la RepúblicaFederal, pero no en la RepúblicaDemocrática, donde subsistió yevolucionó. Hitler lo llamó«socialización de las personas». «¿Paraqué necesitamos la socialización de losbancos y las fábricas?», le dijo aRauschning. «¿Qué sentido tiene eso si

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ya he impuesto firmemente a laspersonas una disciplina de la que nopueden librarse?… Nosotrossocializamos a las personas.» Se tratadel lado socialista delnacionalsocialismo de Hitler, tema quetrataremos a continuación.

Quien, como Marx, identifica lasocialización de los medios deproducción con el rasgo decisivo y hastaexclusivo del socialismo negará,naturalmente, el lado socialista delnacionalsocialismo. Hitler no socializóninguno de los medios de producción,por tanto no fue un socialista. Para unmarxista acaba aquí la discusión. ¡Pero

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cuidado! la cosa no es tan sencilla;curiosamente, ninguno de los paísessocialistas se quedó en la socializaciónde los medios de producción, sino quetodos también pusieron gran empeño en«socializar a las personas», esto es, enorganizarlas colectivamente, de la cunaa la sepultura, a ser posible, en forzarlasa llevar una «vida socialista» y en«imponerles firmemente una disciplina».Es absolutamente lícito preguntarse siesto no es, pese a Marx, el lado másimportante del socialismo.

Estamos habituados a pensar en ladicotomía entre socialismo ycapitalismo. Pero es probablemente más

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correcto, o en todo caso más importante,ver en el individualismo, y no en elcapitalismo, el término opuesto alsocialismo. De hecho, también elsocialismo de la era industrial es,inevitablemente, una especie decapitalismo. También un Estadosocialista tiene que acumular, renovar yampliar capital; el modo de pensar y detrabajar de un ejecutivo o un ingenieroes exactamente el mismo en elcapitalismo y en el socialismo, y eltrabajo de fábrica es irremediablemente,también en un Estado socialista, untrabajo alienado; el que la máquina o lacadena de producción sean propiedad de

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un consorcio privado o de unacooperativa del pueblo no tiene, aefectos prácticos, relevancia apreciablepara la labor que realiza el trabajador.Muy relevante es, en cambio, el queéste, al término de la jornada, seencuentre abandonado a sí mismo o que,a las puertas de la fábrica, le espere uncolectivo, llámese también comunidad.En otras palabras: más importante que laalienación del hombre con respecto a sutrabajo –cosa que en una economíaindustrial probablemente no se puedecambiar de forma sustancial, sea cualsea el sistema– es la alienación delhombre con respecto a sus congéneres.

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O dicho de otro modo: si la meta delsocialismo es eliminar la alienaciónhumana, esa meta se alcanza a través dela socialización de las personas muchoantes que con la de los medios deproducción. Ésta última elimina tal vezuna injusticia, aunque a costa de laeficiencia, como han demostrado losúltimos treinta o sesenta años. Lasocialización de las personas eliminauna alienación de verdad, a saber, la quesufren los hombres de la gran ciudad,aunque su coste sea la pérdida de lalibertad individual. Pues la libertad y laalienación son las dos caras de unamisma moneda, como también lo son la

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comunidad y la disciplina.Concretemos. Lo que diferenciaba la

vida de aquella abrumadora mayoría dealemanes no excluidos o perseguidospor razones raciales o políticas en elTercer Reich de la vida en la Alemaniaprehitleriana y también de la vida en laRepública Federal, y lo que la volvíacasi idéntica a la vida en la actualRepública Democrática Alemana, era elhecho de que se desarrollara en granparte en comunidades y colectivosextrafamiliares, de los que,prácticamente, no había escapatoria paranadie, fuese o no obligatoria laafiliación a los mismos. El escolar

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pertenecía al Jungvolk (Pueblo Joven,como en la República Democráticaforma parte de los Junge Pioniere(Jóvenes Pioneros); el adolescente teniasu segundo hogar en la Hitlerjugend(Juventudes Hitlerianas) igual que ahoralo tiene en la Freie Deutsche Jugend(Juventud Libre de Alemania); el varónjoven hacía deporte militar en las SA oen las SS como hoy en día en laGesellschaft für Sport und Technik(Sociedad para el Deporte y laTécnica); la mujer participaba en laDeutsche Frauenschaft (AsociaciónFemenina Alemana) al igual queactualmente participa en la

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Demokratischer Frauenbund(Federación Femenina Democrática); yquien había medrado o quería hacerloera miembro del Partido, tanto en elTercer Reich como en la RepúblicaDemocrática; por no hablar de cientosde organizaciones profesionales, deaficionados, de deporte, cultura y tiempolibre –Kraft durch Freude ('Fuerza porAl e gr í a ' ) , Schönheit der Arbeit('Belleza del Trabajo')–, de cortenacionalsocialista o socialistarespectivamente. Claro que lascanciones y los discursos del TercerReich eran distintos de los de laRepública Democrática, pero las

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actividades –el excursionismo, lasmarchas, las acampadas, el canto y lasfiestas, el bricolaje, la gimnasia y eltiro– son las mismas, como también losinnegables sentimientos de calorhumano, de camaradería y de felicidadque se desarrollan en tales comunidades.Hitler era, sin duda alguna, un socialista–incluso un socialista muy productivo–en el sentido de que forzó a la gente auna felicidad colectiva.

¿Era felicidad? ¿O la coacción paracompartir la felicidad era sentida a suvez como infelicidad? Los ciudadanosde la República Democrática Alemanatratan a menudo de escapar de la

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felicidad impuesta; pero cuando llegan ala República Federal se quejan con nomenos frecuencia de la soledad que es laotra cara de la libertad individual. Algoparecido debía de suceder en el TercerReich. No vamos a responder aquí a lacuestión de si el hombre socializado esmás feliz que el hombre que vive en elindividualismo.

En general, el lector habrá notado(quizás con extrañeza) que en estecapítulo dedicado a los logros de Hitlerhemos sido parcos en juicios de valor.La causa reside en el mismo objeto deanálisis. Los logros como tales sonmoralmente neutrales. Sólo pueden ser

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positivos o negativos, pero no buenos omalos. Hitler hizo muchas cosas malas,y los capítulos que siguen nos brindaránocasiones suficientes para condenarlomoralmente. Sin embargo, no debecondenársele por falsas razones, errorque todavía se comete con frecuencia yque ya en aquellos tiempos se pagó muycaro. ¡Pero cuidado! Siempre ha sidogrande la tentación de subestimar aHitler, un personaje que, efectivamente,tenía rasgos mezquinos y ridículos; hoy,después de su fracaso, esa tentación esaún más grande. Deberíamos procurarno caer en ella.

Uno duda, y con razón, en

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considerarlo un «gran hombre». «Losgrandes destructores carecen de todagrandeza», dice Jakob Burckhardt, y enefecto, Hitler demostró ser un grandestructor. Pero no cabe la menor dudade que, no sólo en lo que a destrucciónse refiere, fue una máquina muyproductiva; sin su productividadabsolutamente insólita la catástrofe queocasionó habría sido menos clamorosa.Sin embargo, tampoco puede ignorarseque su camino hacia el precipicio pasópor cumbres muy elevadas.

Joachim Fest, en la introducción a subiografía de Hitler, plantea una hipótesisinteresante. Dice: «Si a finales de 1938

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Hitler hubiera sido víctima de unatentado, pocos dudarían en calificarlocomo uno de los mas grandes hombresde Estado de Alemania, quizás como elestadista que representaría laculminación de su historia. Susdiscursos agresivos y Mi lucha, elantisemitismo y la idea de la dominaciónmundial, presumiblemente habrían caídoen el olvido como fantasmagorías de susprimeros años… Seis años y medioseparaban a Hitler de esa reputación».«Seis años», como escribe Fest en otropasaje de su libro, «llenos de grotescoserrores, fallos y más fallos, crímenes,absurdidades, furia exterminadora y

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muerte.»Ahora bien: con toda seguridad, Fest

no cree que los errores, los fallos y loscrímenes de Hitler comenzaran en losúltimos seis años; el propio Festdescubre magistralmente las raíces deesos males, que se remontan a la épocatemprana de Hitler. Por otra parte, elautor afirma con total acierto que susefectos no se hicieron sentir con todacontundencia hasta la segunda mitad delrégimen, mientras que en la primeraestuvieron encubiertos por logros yéxitos inesperados, que para el mismoHitler sólo cumplían una funciónpreparatoria. Y Fest vuelve a tener

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razón cuando dice que el otoño einvierno de 1938-1939 constituyó elvértice de la carrera de Hitler: si hastaentonces había tenido una trayectoriasiempre ascendente, a partir de esemomento empieza a prepararse –empieza a preparar él mismo– sudescenso y su caída. Si entonces hubierasido víctima de un atentado (o si hubierasufrido un accidente o un infarto), lamayoría de los alemanes seguramentehabrían pensado que con él perdían auno de sus grandes hombres. ¿Perohabrían tenido razón al pensar así? Yretrospectivamente, ¿pensaríamos hoyde esta manera sobre un Hitler muerto en

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1938?Creemos que no. Y ello por dos

razones.La primera estriba en que Hitler, ya

en el otoño de 1938, estaba resuelto ahacer la guerra, que necesariamentecomprometería todos sus logrosanteriores. En septiembre de 1938 Hitlerya deseaba la guerra, y en los dictados aBormann de febrero de 1945 selamentaba por no haberla comenzadoentonces: «Desde el punto de vistamilitar nos interesaba empezar la guerraun año antes… Pero no pude hacer nadaporque los ingleses y los francesesaceptaron en Múnich todas mis

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reivindicaciones». Y ya en noviembrede 1938, en un discurso pronunciadoante los redactores jefe de la prensanacional, había reconocido que todassus promesas de paz de los añosanteriores habían sido una maniobra dedistracción.

Las circunstancias me han obligadoa hablar casi exclusivamente de pazdurante varios años. Sólo subrayandocontinuamente la voluntad y lasintenciones de paz de los alemanes meha sido posible dar a nuestro pueblo…el armamento necesario en todomomento para efectuar cada uno de lospasos siguientes. Está claro que esa

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propaganda pacifista sostenidadurante años tiene también susaspectos cuestionables; en efecto,puede fácilmente conducir a muchaspersonas a pensar que el actualrégimen se identifica de por sí con ladeterminación y con la voluntad demantener la paz bajo cualquierconcepto. Ello no sólo llevaría a unaapreciación errónea de la finalidad deeste sistema, sino que conduciría,sobre todo, a que la nación alemana seimbuyera de un espíritu que, porderrotista, a la larga anularíajustamente –y no podría ser de otramanera– los éxitos del actual régimen.

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Discurso enrevesado, perosuficientemente claro. Viene a significarque con sus alocuciones pacifistasengañó, durante años, no sólo a lacomunidad internacional sino también alos alemanes. Y éstos le habían dadocrédito; sus deseos revisionistas estabansatisfechos; en 1939, contrariamente a loque sucedió en 1914, los alemanes nofueron a la guerra con entusiasmo sinoperplejos y abatidos. Al menos la mitadde los logros obtenidos por Hitler entre1933 y 1938 debían su efectoprecisamente al hecho de que sehubieran conseguido sin guerra. Si losalemanes hubiesen sabido que tales

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logros siempre habían estado al serviciode los preparativos bélicos, tal vezmuchos de ellos habrían cambiado deopinión al respecto; y aun cuando sehubieran enterado más tarde (lainvestigación histórica difícilmentehabría podido evitar sacarlo a la luz),¿habrían seguido considerando a Hitlercomo a uno de sus próceres?

Sin embargo, merece la penadesarrollar otra vertiente de la hipótesisde Fest. Es cierto que si en el otoño de1938 se hubiese producido la noticia dela súbita muerte de Hitler la mayoría delos alemanes habrían tenido la sensaciónde que perdían a uno de sus grandes

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estadistas. Pero tal sensaciónprobablemente habría durado pocassemanas, al cabo de las cuales todoshabrían constatado con horror que suEstado había dejado de funcionar:Hitler, a la chita callando, lo habíadestruido.

¿Qué habría pasado después? En1938 Hitler no tenía sucesor, ni habíaconstitución a partir de la cual elegir unsucesor, ni tampoco institución algunacon legitimidad y poder incuestionablespara designarlo. La Constitución deWeimar, que hacía tiempo había dejadode tener vigencia, nunca fue sustituidapor otra. Al Estado le faltaban, por

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tanto, los órganos capaces de dar aAlemania un nuevo mandatario. Losposibles candidatos a la sucesión seapoyaban en un estado dentro delEstado: Göring, en las fuerzas aéreas;Himmler, en la SS; Hess, en el Partido(y entonces los alemanes se habríandado cuenta de que éste estaba ya casitan desprovisto de funciones como lasSA); y, por último, había también unejército, cuyos máximos generales, enseptiembre de 1938, preparaban ungolpe de Estado. En suma, un caosestatal contenido y tapado únicamentepor la figura de Hitler, y que habríaquedado al descubierto sin paliativos

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con la desaparición de su persona. Y esecaos fue obra de Hitler, su «logro», porasí decirlo; un logro destructivo en elque apenas se ha reparado hasta hoy endía, ya que al final quedó inmerso yabsorbido por una destrucción demagnitudes aún mayores.

Cuando hemos repasado la vida deHitler hemos topado con el hechobastante monstruoso de que el hombresubordinaba su calendario político a supropia esperanza de vida. Ahora, ydesde un ángulo muy distinto, nosencontramos con algo similar, a saber,que Hitler destruyó, conscientemente ydesde el comienzo, el funcionamiento

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del Estado en provecho de suomnipotencia e insustituibilidadpersonal. El funcionamiento de unEstado descansa sobre su constitución,que puede ser de carácter escrito o noescrito. El Tercer Reich, sin embargo,no tenía, al menos desde el otoño de1934, ningún tipo de constitución, niconocía ni respetaba ninguna clase dederechos fundamentales que limitasen elpoder del Estado frente al ciudadano, niposeía el mas mínimo e imprescindiblereglamento estatal interno que al menosdefiniera las atribuciones de losdiferentes órganos estatales ygarantizara una interacción coherente de

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los mismos. Por el contrario, Hitlerhabía establecido una situación en la quelas más diversas instancias del poderrivalizaban y se solapaban mutuamente,oponiéndose y yuxtaponiéndose unas aotras sin orden ni concierto, presididasúnicamente por él en calidad de jefe deltinglado. Sólo así logró asegurarse lalibertad de acción sin restricciones a laque aspiraba en todos los ámbitos. Teníala intuición absolutamente certera de quecualquier orden constitucional limita elpoder de todo órgano estatal porpoderoso que sea: en un Estadoconstitucional incluso el hombre máspoderoso topa con las competencias de

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otros, no puede mandar todo a todos; yse garantiza, por lo menos, que elsistema puede seguir funcionandotambién sin él. Hitler no quiso ni unacosa ni otra, y por eso abolió laConstitución sin reemplazarla por unanueva. No quiso ser el primer servidorde un Estado sino el Führer: un señorabsoluto. Y advirtió que el dominioabsoluto no es posible en un sistemaestatal intacto, sino sólo en un caoscontrolado. Por eso sustituyó, desde elcomienzo, al Estado por el caos, y hayque admitir que supo controlarlomientras vivió. Eso sí: aun cuando sumuerte se hubiese producido en el otoño

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de 1938, en la cumbre del éxito, el caospor él creado hubiera quedado aldescubierto, lo que habría cuestionado,sin duda, su hipotética reputaciónposterior.

Pero hay algo más que movió aHitler a destruir el Estado. Siestudiamos con detalle su personalidad,detectamos en ella un rasgo quepodríamos llamar aprensión a definirseo, tal vez mejor dicho, aprensión antetodo lo definitivo. Es como si algo en élle hiciera echarse atrás a la hora deponer coto no sólo a su poder, medianteun orden estatal, sino a su mismavoluntad, por medio de un objetivo fijo.

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De hecho, Hitler nunca se propusoconsolidar ni mantener el ImperioAlemán que asumió, ni tampoco el GranImperio alemán que creó en 1938ampliando el que ya existía; antes bien,éstos eran un mero trampolín para saltarhacia un imperio muy distinto, muchomás grande y que tal vez ni siquierafuera un Imperio alemán sinopangermánico, al cual, en su mente, notrazó más confines geográficos que una«frontera militar» fijada en el Volga, otal vez en los Urales, o tal vez en lacosta del océano Pacífico. Cuando en suya varias veces citado discurso del 28de abril de 1939 se ufanaba de haber

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«restablecido la milenaria unidadhistórica del espacio vital alemán» nodecía lo que realmente pensaba: elespacio vital que ambicionaba estabasituado muy al este, y no era históricosino futurista. Es en el también citadodiscurso del 10 de noviembre de 1938en el que deja traslucir un ápice de suverdadero pensamiento cuando serefiere a «cada uno de los pasossiguientes» para los cuales había quepredisponer psicológicamente al puebloalemán. Pero si cada paso no era másque una preparación para el pasosiguiente no había ninguna necesidad dedetenerse y fijar con ánimo duradero y

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dentro de un marco estatal lo que sehabía alcanzado –o recibido enbandeja–. Al contrario, había queconvertir lo fijo en móvil y ponerlo arodar; todo debía ser provisional y,desde esa provisionalidad, impulsar latransformación, el agrandamiento, laampliación permanentes. El Imperioalemán debía dejar de ser un Estadopara convertirse en un instrumento deconquista.

No hay en este aspecto mayorcontraste que el que existe entre Hitler yBismarck: éste se convirtió en unpolítico de la paz cuando habíaalcanzado lo que podía alcanzar. Y

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también resulta instructivo compararlocon Napoleón: aunque, igual que Hitler,fracasara como conquistador, muchos desus logros de estadista como sus grandescódigos legislativos, o su sistemaeducativo, han perdurado; hasta surígida arquitectura estatal dedepartamentos y prefectos sigueincólume hoy en día, pese a todas lasmodificaciones del régimen políticohabidas desde entonces. Hitler nolevantó ninguna arquitectura estatal, ysus logros, que durante diez añossobrecogieron a los alemanes e hicieronque el mundo contuviera el aliento,fueron efímeros y no dejaron rastro: no

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sólo porque terminaron en catástrofe,sino porque nunca fueron concebidospara ser definitivos. Comoplusmarquista de logros, Hitler llegóincluso a un nivel más alto queNapoleón. Pero nunca fue un hombre deEstado.

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Éxitos

La curva de éxitos de Hitler plantea unenigma similar al de su curva vital. Enésta, recordemos, era el sorprendentepunto de inflexión entre la inactividad yel anonimato total de los primerostreinta años y la actividad pública almáximo nivel en los veintiséis añossiguientes lo que requería unaexplicación. Con respecto a los éxitospodemos observar incluso dos puntos deinflexión. Todos sus éxitos se producenen el lapso de los doce añoscomprendidos entre 1930 y 1941. Antes,

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Hitler ha sido bastante desafortunado enuna carrera política que dura ya diezaños. Su intentona golpista de 1923fracasó y el partido, refundado en 1925,no era más que un insignificantegrupúsculo político. Después de 1941 –o ya desde el otoño de 1941– seacabaron los éxitos: sus empresasmilitares fracasaban, las derrotas seacumulaban, sus aliados le daban laespalda y la coalición enemiga resistía.El final es bien conocido. Pero entre1930 y 1941 Hitler consiguió, paraasombro del mundo entero,prácticamente todo, tanto en políticainterior y exterior como en el terreno

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militar.Fijémonos en la cronología de los

hechos: en 1930 multiplica por ocho losvotos que había obtenido antes en laselecciones al Reichstag; en 1932 vuelvea doblarlos; en enero de 1933 seconvierte en canciller, en julio disuelvetodos los partidos rivales; en 1934asciende a presidente del Reich ycomandante en jefe del ejército,alcanzando así el poder total. En elplano de la política interior ya lo haconquistado todo. Comienza entonces laserie de sus éxitos en política exterior:en 1935 implanta el servicio militarobligatorio violando el Tratado de

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Versalles, y no pasa nada; en 1936remilitariza Renania violando el Tratadode Locarno, y no pasa nada; en marzo de1938 anexiona Austria, y no pasa nada;en septiembre del mismo año anexionala región de los Sudetes, y recibeincluso la aprobación expresa deFrancia e Inglaterra; en marzo de 1939establece el protectorado sobreBohemia y Moravia y ocupa Memel.Aquí se acaba la serie de los éxitosinternacionales, pues a partir de esemomento sus adversarios oponenresistencia. Comienzan entonces loséxitos bélicos: en septiembre de 1939derrota a Polonia; en 1940 ocupa

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Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgicay Luxemburgo, y derrota a Francia; en1941 ocupa Yugoslavia y Grecia. Eneste momento Hitler domina elcontinente europeo.

En suma, diez años de fracasos,luego una serie ininterrumpida de éxitosvertiginosos durante doce años; acontinuación otra vez cuatro años defracasos, con la catástrofe como puntofinal. Y unos y otros separados por dosmarcadas inflexiones.

Por mucho que busquemos en lahistoria, no encontraremos nadaparangonable. Hallaremos casos deascenso y caída, de alternancia de éxitos

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y fracasos, pero nunca una sucesión detres periodos nítidamente delimitadosque hayan estado dominadosexclusivamente por el fracaso, el éxito yde nuevo por el fracaso. Jamás unmismo hombre de Estado resulta serprimero y durante mucho tiempo unchapucero aparentemente incorregible,luego y durante un tiempo no menoslargo un hacedor aparentemente genial, ydespués de nuevo un chapuceroincorregible, aunque esta vez no sólo enapariencia. Estas afirmaciones requierenuna explicación. Pero veremos que losejemplos empíricos más cercanos a losque se recurre instintivamente no sirven

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para explicar el fenómeno.Es cierto que no todos los políticos

son igual de buenos en todos losperiodos de su carrera; la mayoríacometen errores de tanto en tanto, queluego corrigen como buenamentepueden. Es algo sabido. Como tambiénes sabido que muchos políticosnecesitan cierto tiempo de aprendizaje yrodaje para alcanzar el apogeo de surendimiento; y que, estando en suapogeo, llega el momento en que danmuestras de cansancio y pierden fuerzao, por el contrario, se desbocan y sepasan de rosca. El caso es que todosesos esquemas interpretativos, por

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plausibles que sean, sencillamente nopueden aplicarse a Hitler. Pues no dancuenta del doble y marcado hiato entreel éxito sostenido y el fracaso no menossostenido. Y no responden tampoco acambios en el carácter de Hitler ni a unaumento o disminución de suscapacidades. Hitler fue siempre elmismo.

No es en absoluto una de esasfiguras históricas (nada infrecuentes)que, una vez alcanzado el éxito, pierdenlas cualidades a las que deben tal éxito.No hay el menor indicio de que enningún momento se relajara y aflojara operdiera las riendas del poder. Su

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energía y su fuerza de voluntad fueronigual de formidables desde el primerohasta el último día de su acción pública,e incluso en el bunker de la Cancilleríadel Reich –territorio al que al finalquedó reducido su dominio– seguíaejerciendo un poder absoluto. Cuandouno de los ocupantes del bunker,Fegelein, el cuñado de Eva Braun, quisoescaparse el 28 de abril de 1945, dosdías antes del suicidio de Hitler, ésteordenó su captura y su fusilamiento. Yasí se hizo. Tanto la orden como suejecución inmediata son muy propias deél. El Hitler huérfano de éxitos era elmismo Hitler de los años anteriores, en

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los que el éxito le sonreía; que tomarapastillas, padeciera insomnio y sufrieraun temblor ocasional en el brazo noreducía en lo más mínimo su voluntad ysu poder de mando. Las descripcionesque presentan al Hitler de los últimosaños de la guerra como una sombra de símismo o una lamentable piltrafa humana,son excesivamente caricaturescas. Lasupuesta decadencia física o intelectualno explica el fracaso estrepitoso en elperiodo comprendido entre 1941 y 1945que siguió a los doce años de éxitosanteriores.

Los delirios de grandeza de unhombre que, mimado por el éxito,

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desafía al destino con un espíritumegalómano –tesis esta que a veces seha avanzado conjuntamente con laopinión opuesta de su presuntadecadencia física– tampoco explicaneste fracaso. Su determinación de atacara Rusia, que significaría el comienzo desu declive, no constituyó unailuminación tardía producto de unasoberbia alimentada por sus triunfos.Antes bien, fue siempre su objetivoprincipal y lo mantuvo deliberadamentedesde que lo pergeñara y justificara enMi lucha en 1926. Su segundadeterminación fatal, la declaración deguerra a Estados Unidos en 1941, nació

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en un momento de desesperación másque de soberbia (la examinaremos conmayor detenimiento en el capítulodedicado a sus desaciertos). Y latozudez con que Hitler mantuvo, enmedio de tanto fracaso, el rumbo fijadoen su momento, fue la misma tozudez queya había mostrado en otra época plagadade desventuras, a saber, entre los años1925-1929, cuando su partido, a pesarde todos los esfuerzos por acceder alpoder de forma «legal», no avanzaba niun paso hacia esa meta.

Si Hitler era megalómano –y encierta forma se le puede calificar de tal–lo fue desde el comienzo. ¿Hay acaso un

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ejemplo más claro de megalomanía queel de un ser anónimo tempranamentefracasado que toma de pronto ladecisión de convertirse en político? Elmismo Hitler dijo una y otra vez que, encomparación con la osadía de suscomienzos, todo lo demás fue coser ycantar. Lo creemos. Sus «años deaprendizaje» fueron, por cierto,insólitamente cortos, si es que puedehablarse en su caso de años deaprendizaje. En realidad, el fracaso desu intentona golpista de 1923 fue laúnica experiencia de la que extrajo unaenseñanza. Por lo demás, siguió fiel a símismo de una manera casi siniestra. Su

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política, al menos la de las dos décadascomprendidas entre 1925 y 1945, fueabsolutamente invariable. Lo único quea lo largo de esos veinte años cambiódos veces fue la fuerza de la resistenciacon la que topó.

Y aquí tenemos de súbito la claveque nos revela el secreto de la curva delos éxitos hitlerianos. Esta clave noconsiste en una supuesta evolución deHitler; consiste en la evolución y elcambio de los adversarios con que seenfrentó.

No sin razón hemos distinguido entrelos logros y los éxitos de Hitler. Loslogros pertenecen a la persona; los

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éxitos, en cambio, siempre implican lapresencia de dos, y el éxito de unoequivale al fracaso de otro. Con lamisma fuerza se puede tener éxito frentea un rival más débil y no tenerlo frente auno más fuerte. Verdad de Perogrullo.Pero justamente las verdades dePerogrullo son las que suelen pasarsepor alto. Si en este caso no las pasamospor alto, todo se aclara. Los éxitos yfracasos de Hitler se explican enseguidasi uno aparta la mirada de su persona,para dirigirla hacia los contrincantesque tuvo en cada momento. En efecto,Hitler nunca obtuvo sus éxitos frente aun adversario fuerte, ni siquiera contra

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un adversario tenaz. La mismaRepública de Weimar de finales de losaños veinte, y la Inglaterra de 1940resultaron demasiado fuertes para él. Yno tuvo nunca el ingenio ni la destrezacon que el más débil puede en ocasionesburlar y vencer al más fuerte. En lalucha contra la coalición aliada de losaños 1942-1945, por ejemplo, no seaprecia en su actuación ni el asomo deuna idea de cómo aprovechar lastensiones internas de la coalición pararomperla. AI contrario, el mismo Hitlercontribuyó más que nadie, a que seformara la coalición bélica del Este y elOeste, antinatural en muchos aspectos, y

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con su ciega tozudez hizo todo loposible para que se mantuviera unida enlos momentos en que ya hacía aguas.

Obtuvo todos sus éxitos contraadversarios incapaces o no dispuestos aoponer una resistencia verdadera.

En política interior dio la estocadade muerte a la República de Weimarcuando ésta ya estaba socavada yprácticamente desahuciada. En políticaexterior, liquidó el sistema de lostratados de 1919 cuando éste,resquebrajado por dentro, resultaba yainsostenible. En ambos casos, Hitlersólo derribó lo que ya se venía abajo.

Además, en los años treinta, y a

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diferencia de los años veinte y loscuarenta, Hitler se enfrentabaexclusivamente a adversarios depersonalidad débil. Los conservadoresalemanes que le disputaban la sucesiónde la República de Weimar carecían detoda concepción programática,mantenían desavenencias entre sí yvacilaban interiormente entre oponerse aHitler y aliarse con él. Entre laoposición y la alianza vacilaban tambiénlos estadistas ingleses y franceses de losúltimos años treinta, ante quienes Hitlerconquistó sus éxitos internacionales. Simiramos más de cerca la situación deAlemania en 1930, la de Europa en 1935

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y la de Francia en 1940, los éxitos deHitler pierden el nimbo de lomaravilloso que tenían para suscontemporáneos. A riesgo de quenuestro análisis parezca desviarse de suobjeto, debemos pues fijar brevementela mirada en el contexto histórico, yaque, de no hacerlo, los éxitos hitlerianosno se comprenden.

Ya antes de que Hitler lograra suprimer gran éxito electoral enseptiembre de 1930, la República deWeimar estaba acabada. El gobierno deBrüning, formado en marzo, fue elprimero de los gabinetes presidencialesque habían de servir de transición hacia

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un orden estatal y constitucional muydistinto, si bien aún no estructurado nidefinido en detalle. A diferencia de sussucesores Papen y Schleicher, Brüningse mantenía aún en el límite de lalegalidad constitucional –los «decretosde emergencia» con los que gobernabaeran «tolerados» por el Reichstag–,pero ya no tenia la mayoríaparlamentaria exigida por laConstitución y, con la ficción de unestado de emergencia permanente que lepermitía gobernar sin el parlamento,prácticamente había abolido la CartaMagna de Weimar. Es por tanto un error,aunque muy difundido, pensar que fue el

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asalto de Hitler lo que tumbó a laRepública. Esta ya estaba cayendocuando Hitler irrumpió de verdad en laescena política; y, en las luchas internasde los años 1930-1934, en realidad noestaba en juego la defensa de laRepública, sino solamente la naturalezadel régimen que había de sucederle.Sólo quedaba por resolver si la yadesahuciada República sería sustituidapor una restauración conservadora –seguramente monárquica–, o bien por elmismo Hitler.

Si queremos comprender estasituación de partida, debemos echar unvistazo a la historia de la República de

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Weimar, una historia desafortunadadesde sus orígenes.

En el momento de su fundación, laRepública sólo tenía el apoyo de unacoalición integrada por tres partidos decentro izquierda (SPD, liberales deizquierda y católicos), que ya habíanformado mayoría en el Reichstag de losaños postreros del Imperio; cuando, enoctubre de 1918, éste agonizaba,impusieron el sistema parlamentario (o,mejor dicho, lo recibieron en bandeja).Después de la Revolución de noviembrede 1918, formaron la coalición deWeimar en el seno de la AsambleaNacional, crearon la Constitución,

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calcada prácticamente de la del Imperioparlamentarizado, y se pusieron agobernar. Pero al cabo de un año, en lasprimeras elecciones al Reichstagrepublicano, la coalición perdió lamayoría parlamentaria, que jamásrecuperaría.

La Revolución de noviembre de1918 no encajaba en absoluto en losplanes de la coalición en el poder, demodo que fue reprimida. A partir deentonces hubo una oposición permanentey encarnizada por parte de una izquierdadecepcionada que nunca aceptó elEstado de Weimar, ni jamás sereconcilió con él. Así y todo, la

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Revolución arrojó un éxito irreversible:la abolición de la monarquía. Lacoalición no tuvo más remedio quehacer suya la República engendrada porla Revolución. En consecuencia, se creóuna oposición permanente también en lasfilas de la derecha, oposición aún másnutrida y potente que la que procedía delos decepcionados revolucionarios de laizquierda; la derecha tampoco aceptónunca el Estado de Weimar, el «Estadode la Revolución de noviembre», y estaoposición era tanto más peligrosa que lade la izquierda, por cuanto quienes lamantenían seguían ocupando casi todoslos puestos clave en el ejército y en la

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administración. ¡El Estado de Weimartuvo, pues, desde sus orígenes, toda unalegión de enemigos constitucionalesejerciendo como funcionarios públicos!Por añadidura, a partir de 1920, losadversarios de la República, tanto de laderecha como de la izquierda, sumabanla mayoría en el Reichstag, y hasta 1925la nave de la República, apenas botada,bandeaba como una embarcación a puntode zozobrar. Prácticamente no pasabaaño sin una intentona golpista lideradapor la derecha o por la izquierda (laencabezada por Hitler en 1923 fue unaentre muchas). En aquellos años, nadiehabría apostado por una larga vida de la

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República.Y luego, a pesar de todo, la

república conoció un breve periodo deaparente consolidación: los «doradosaños veinte» de 1925 a 1929, años quecoinciden con una ausencia total deéxitos de Hitler, en los que su ruidosahostilidad antirrepublicana se quedó sineco y en los que estuvo a punto de caeren el ridículo. ¿Qué había cambiado?¿Qué hacía que, de repente, la«República sin republicanos» fueraviable? Varias cosas. Un ministro deAsuntos Exteriores habilidoso, GustavStresemann, consiguió un principio dereconciliación con los adversarios de la

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guerra, además de algunas facilidades ypequeños éxitos de prestigio. Loscréditos de Estados Unidos dieron lugara un modesto florecimiento de laeconomía. Pero lo principal fue que lamasiva y poderosa derecha opositora,desde siempre (o todavía) ancladafirmemente en los ministerios einstancias del mismo Estado que ellarechazaba, abandonó de un modotransitorio y tentativo su oposicióncontra ese Estado para dignarsegobernarlo. Los enemigos de laRepública se convirtieron, por unosaños, en «republicanos deconveniencia».

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El acontecimiento decisivo que hizoposible ese medio cambio de talante yproporcionó a la República laoportunidad de consolidarse fue laelección de Hindenburg como presidentedel Reich en abril de 1925. Muchos hanvisto en ese hecho el comienzo del finde la República. Nada más lejos de laverdad. La elección de Hindenburg fuepara la República un golpe de suerte yle dio la única oportunidad que jamáshabía tenido. En efecto, con el héroe dela Gran Guerra y mariscal del Kaiser ala cabeza, la República ofrecía, derepente, un aspecto presentable para unaderecha que hasta entonces la había

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rechazado férreamente. Se insinuaba unaespecie de reconciliación, que durómientras la coalición de centro-derechaintegrada por católicos, liberales dederecha y conservadores formó gobierno(de 1925 a 1928). Así, los partidosvertebradores del Estado abarcarontransitoriamente, y por primera y únicavez, todo el espectro parlamentario de laderecha a la izquierda, a excepción dealgunos grupos radicales como loscomunistas o los nacionalsocialistas; ytanto los socialdemócratas como losliberales de izquierda, ahora en laoposición, no dejaban lugar a dudas encuanto a su lealtad al Estado.

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Sin embargo, esta situación no pasóde ser un mero episodio. Todo se acabócuando, en 1928, el gobierno dederechas perdió las elecciones y unsocialdemócrata se convirtió, porprimera vez desde 1920, en canciller delReich. Los conservadores, liderados porun nuevo dirigente (Hugenberg),volvieron a tomar un rumboresueltamente antirrepublicano, eincluso el católico centro, tambiénliderado por una figura nueva (Kaas),empezó a hablar de la necesidad de unrégimen autoritario; mientras tanto, en elMinisterio de Defensa un general conambiciones políticas (Schleicher)

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tramaba planes golpistas. La derechaquería evitar a toda costa que volviera arepetirse un resultado electoral como elde 1928, y pretendía que el gobierno –uneterno gobierno de derechas– nodependiera del parlamento ni de laselecciones, como en el Reich deBismarck. Había que acabar con elpoder parlamentario e instaurar unrégimen presidencial.

En marzo de 1930 llegó el momento.Stresemann había muerto en octubre de1929, mes en el que un crack bursátil enEstados Unidos provocó una crisiseconómica de trascendencia mundial quetuvo consecuencias inmediatas y

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nefastas para Alemania. El gobierno,incapaz de hacerle frente, dimitió sinque esta vez lo sustituyera otro gobiernoparlamentario. En su lugar, un hombredel centro poco conocido, Brüning(candidato de Schleicher), asumió elcargo de canciller sin mayoríaparlamentaria, pero dotado de poderescuasi dictatoriales y con la misiónsecreta de consumar el paso hacia unrégimen autoritario-conservadorindependiente del parlamento. Primerogobernó con decretos avalados por elartículo que regulaba el estado deemergencia, y cuando el Reichstag serebeló, lo disolvió sin más. Esta fue la

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oportunidad de Hitler. En la Repúblicaintacta (o aparentemente intacta) de losaños 1925-1929 no había tenido ningunaopción. Pero en la crisis del Estado de1930 su partido se convirtió de golpe enel segundo mas votado.

¡Hitler ante portas! A partir deahora incluso los socialdemócratastoleraron, como mal menor, elantiparlamentario régimen deemergencia de Brüning, y éste pudoseguir gobernando casi dos años más deforma semilegal. Pero la miseria fueaumentando, y también creció la olaprohitleriana; además, Brüning noencontró la manera de dar el paso hacia

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el nuevo Estado autoritario queSchleicher le había encomendadopreparar, por lo que fue derrocado enmayo de 1932. Papen, el nuevocandidato de Schleicher, con aún menosapoyo parlamentario que su antecesor,se convirtió en canciller, formo un«gabinete de los barones» y proclamó«una forma totalmente nueva de conducirel Estado». El primer acto de sugobierno fue también disolver elReichstag; el partido de Hitler volvió adoblar su número de votos y se convirtióen la formación más fuerte. A partir deentonces no hubo otra alternativa que lade Papen/Schleicher o Hitler. Ya nadie

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hablaba de la república parlamentaria.Había sido sepultada en silencio. Lo queahora estaba en liza era el régimen quehabía de sucederle.

En la apasionante comedia deintrigas entre Papen/Schleicher y Hitlerque marcó el período comprendido entreagosto de 1932 y enero de 1933 y que novamos a narrar aquí con pelos y señales,se sabía de entrada que Hitler tenía lasmejores cartas. En primer lugar, por elmero hecho de ser uno y susantagonistas dos. Luego, porque lorespaldaba un movimiento de masas,mientras que Papen y Schleicher sólocontaban con la élite desbancada del

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difunto Imperio del Kaiser. Pero, sobretodo, porque sabía exactamente lo quequería, mientras que Papen y Schleicherno lo sabían y, en el fondo, no podíansaberlo: lo único que habría podido darsostén a su Estado autoritario tras ladesaparición de Hindenburg, queentretanto había cumplido ochenta ycinco años, era una restauraciónmonárquica; pero no se atrevieron acontemplar esta posibilidad, y conrazón: no había un candidato apropiadoni convincente que pudiera ocupar eltrono. Así, se empecinaron en formulasimposibles: Papen, como arrojadocaballero que era, soñaba con una

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prohibición de todos los partidospolíticos y con una dictadura de lasclases altas o incluso de la nobleza quese apoyara únicamente en las bayonetasdel ejército; Schleicher, considerando(con realismo) que tal misióndesbordaba al ejército, tenía sueños nomenos fantasiosos: dividir a losnacionalsocialistas y formar unacoalición con los nazis «moderados»(sin Hitler), los sindicatos, lasasociaciones juveniles y el ejércitocomo fundamentos de un Estadoestamental de corte fascista.Naturalmente, ambos fracasaron ya deentrada, pero la consecuencia más grave

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de sus intentos fallidos fue el hecho deque acabaron por pelearse. Schleicherderrocó a Papen y se erigió en canciller.Y Papen, sediento de revancha ysiempre dispuesto a jugarse el todo porel todo, se alió con Hitler y persuadió aHindenburg para que retirara su apoyo aSchleicher y nombrara a Hitlercanciller, Siempre había estadodispuesto a aceptar a Hitler como sociomenor (en cierto modo de nuevo como«tambor»); ahora estaba dispuesto a serél quien desempeñara el papel de sociomenor de un Hitler canciller. Todavíaalbergaba la esperanza de poderlo«cercar» con su equipo ministerial de

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aristócratas conservadores.Pero la esperanza se frustró. La

manera en que Hitler fue sacando delruedo a sus socios menores en los mesessucesivos hasta hacerse con el podertotal después de la muerte deHindenburg en agosto de 1934 esdemasiado conocida para que tengamosque repasarla con todos sus detalles. Encambio, de lo que sí merece la penadejar constancia –pues no es en absolutode dominio público e incluso puedesorprender a algunos– es de lo que siguea continuación.

Los únicos adversarios o rivalesinternos con los que Hitler tuvo que

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contar seriamente y, en ocasiones,incluso batallar durante los años 1930-1934, fueron los conservadores. Losliberales, los hombres del centro y lossocialdemócratas no le preocuparon lomás mínimo, como tampoco loscomunistas.

Y así siguió siendo después de1934, en los años de su poder sinrestricciones. En la medida en quepermanecieron fieles a susconvicciones, los liberales, los hombresdel centro y los socialdemócratas sereplegaron, casi todos, en la pasividadde un exilio interior o exterior queresultó inofensivo para Hitler; y la

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resistencia meramente simbólica depequeños grupos comunistasdesactivados y reorganizados una y otravez en la clandestinidad –cuyodesprecio a la muerte en una situaciónsin salida infunde ciertamente respeto–,no suponía para Hitler más que unproblema policial. Pero losconservadores, bien atrincherados en elejército, la diplomacia y laadministración, siempre representaronun verdadero problema político paraHitler. Imprescindibles para quefuncionara el engranaje del Estado, eranaliados a medias, pero, también,opositores a medias, y, algunos de ellos,

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incluso absolutos: Papen y Schleichervolvieron a levantar cabeza en la crisisdel verano de 1934 (Schleicher lo pagócon su vida, Papen con el ostracismo deun puesto diplomático en el extranjero);algunos generales conservadores de laWehrmacht tramaron planes golpistas en1938 y 1939; políticos conservadorescomo Goerdeler y Kopitz conspiraron,mientras duró la guerra, en alianza conlas más diversas fuerzas del ejército, laadministración y el mundo económico; yfinalmente, en 1944 se había formadouna especie de gran coalición deopositores conservadores, tantopolíticos como militares, cuya máxima

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expresión fue el atentado del 20 de julio.Atentado que, en su esencia, fue unaacción eminentemente conservadora –seha dicho, con razón, que la lista de susmuertos parecía un extracto delnobiliario de Gotha–, si bien en el futurogobierno posgolpista estaban previstas,con intención maquilladora, algunascarteras para jóvenes socialdemócratas.La intentona se frustró, y el hecho de quelas ideas románticas que se proponíamaterializar en un Estado conservadorfueran tan poco meditadas, tananacrónicas y tan alejadas de la realidadcomo lo fueron antes las de Papen ySchleicher, tuvo un papel no poco

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determinante en este fracaso.La oposición conservadora nunca

logró convertirse en un verdaderopeligro para Hitler, y la serie de éxitosfáciles que se apuntó contra la misma esinterminable. Así y todo, fue la únicaoposición que le dio quehacer hasta elfinal; la única que tuvo la oportunidad,aunque minúscula, de tumbarlo y que almenos intentó hacerlo en una ocasión. Yhay que recalcar que esa oposiciónvenía de la derecha. Desde superspectiva, Hitler era de izquierdas.

Esto da que pensar. Hitler no encajatan fácilmente en la extrema derecha delespectro político como acostumbra a

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pensar mucha gente. Naturalmente, noera un demócrata, pero sí un populista,un hombre que basaba su poder en lamasa y no en las élites; en cierto modo,un tribuno popular que consiguió elpoder absoluto. Su recurso másimportante fue la demagogia, y suinstrumento de poder no fue unajerarquía estructurada sino un caóticohatajo de organizaciones de masas sincoordinación y únicamente aglutinadaspor su persona. Todos ellos constituyenelementos más propios de la«izquierda» que de la «derecha».

Todo indica que Hitler, en el desfilede dictadores del siglo XX, se sitúa en

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algún lugar entre Mussolini y Stalin; y,si nos fijamos atentamente, más cerca deStalin que de Mussolini. Nada más falazque calificar a Hitler de fascista. Elfascismo es el dominio de las clasesaltas apuntalado por una exaltación demasas creada artificialmente. Si bien escierto que Hitler exaltó a las masas nolo hizo para apuntalar a ninguna clasealta. No era el político de unadeterminada clase, y sunacionalsocialismo era todo menosfascismo. Hemos visto en el capítuloanterior que su «socialización de laspersonas» tiene equivalencias exactas enla Unión Soviética o en la República

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Democrática Alemana, equivalenciasque en los Estados fascistas no existen oalcanzan, cuando mucho, un grado dedesarrollo ínfimo. El«nacionalsocialismo» de Hitler sedistinguía, naturalmente, del estalinista«socialismo en un país» (¡repárese en laidentidad terminológica!) en que enaquél seguía existiendo la propiedadprivada de los medios de producción,aspecto que para los marxistasconstituye una diferencia fundamental.No vamos a entrar aquí en la cuestión desi tal diferencia resulta realmente tanfundamental en un Estado de mandototalitario como el hitleriano. Más

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fundamentales son, en cualquier caso,las diferencias con respecto al fascismoclásico de Mussolini: en el de Hitler nohabía monarquía, por lo tanto el dictadorno era ni destituible ni sustituible; nohabía jerarquía establecida en el partidoni en el Estado, ni tampoco habíaconstitución (¡ni siquiera unaconstitución fascista!); y no existía unaverdadera alianza con las tradicionalesclases altas ni, menos aún, ningún tipode prestación de servicios a las mismas.Hay un signo externo que simboliza lasdiferencias de fondo: Mussolini lucía elfrac tan a menudo como el uniforme delpartido. Hitler se lo enfundaba sólo de

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vez en cuando y únicamente en elperiodo de transición de 1933-1934,mientras Hindenburg era presidente delReich y había que guardar lasapariencias de la alianza ficticia conPapen; después sólo vistió de uniforme,como Stalin.

Antes de abandonar los éxitosobtenidos por Hitler en política interiordurante los años 1930-1934 y decentrarnos en sus éxitos internacionalesde 1935-1938, igualmente fáciles deexplicar desde el contexto histórico, seimpone una última observaciónmarginal. A menudo surge la pregunta desi Hitler tendría las mismas

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posibilidades de triunfar como en 1930si apareciera hoy en día en la RepúblicaFederal, sobre todo en una situación decrisis económica y desempleo similar ala de la República de Weimar. Sinuestro análisis de la toma de poder deHitler es correcto, la respuesta estranquilizadora: Hitler no tendría lasmismas posibilidades. Y eso por lasencilla razón de que en la RepúblicaFederal no existe una derecha querechace el Estado y esté dispuesta adestruirlo para allanar el camino a undictador.

Un Estado no se desintegra así comoasí a causa de una crisis económica y un

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desempleo masivo. De lo contrario,también los Estados Unidos de la GranDepresión, por ejemplo, con sus trecemillones de parados, deberían habersedesintegrado en los años 1930-1933. LaRepública de Weimar no fue destruidapor la crisis económica y el desempleo–aunque contribuyeron, naturalmente, aenturbiar la atmósfera de decadenciaque se respiraba– sino por la previadeterminación que la derecha asumió deabolir el Estado parlamentario en arasde un Estado autoritario vagamentedefinido. Tampoco fue destruida porHitler, que se la encontró ya arrasadacuando llegó a canciller, y lo único que

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hizo fue arrebatar el poder a quienes lahabían echado abajo.

La gran diferencia entre Bonn yWeimar radica en que, en la RepúblicaFederal, no existe ya aquella fuerzapolítica que destruyó a la República deWeimar, a saber, una derecha querechazaba el Estado. Tal vez fuejustamente su derrota en la lucha contraHitler y la amarga y, en parte, sangrientaexperiencia de varios años de vanaoposición lo que hizo que la derechaalemana se convirtiera alparlamentarismo y a la democracia. Encualquier caso, con Hitler aprendió quemás vale medirse como partido

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democrático con otros partidosparlamentarios de izquierdas en laalternancia del gobierno que intentarcompetir con un dictador populista ydemagogo por la dirección de un Estadoautoritario. La creación de la CDU, unafusión del católico centro con losantiguos partidos derechistas, marca estefundamental cambio de actitud de laderecha y representa, en la políticaalemana, un acontecimiento tanimportante como el cambio efectuadotreinta años atrás por el SPD, cuandodejó de ser un partido revolucionariopara transformarse en parlamentario.

La República Federal tiene lo que

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no tuvo la de Weimar: una derechademocrática. No sólo la sustenta unacoalición de centro izquierda, sino quegoza del apoyo de todo el espectro delos partidos (excepto los gruposmarginales de tendencia radical). Coneste panorama ya no cabe imaginar unaevolución como la que despejó elcamino a Hitler en 1930. Bonn es, por suestructura política y no sólo por lassupuestas ventajas de su NormaFundamental frente a la Constitución deWeimar, un Estado democrático mássólido y fuerte que la República de1919. Y continuará siéndolo, dicho seade paso y para zanjar el tema, aun

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cuando vuelva a tener un gobierno dederechas –como ya lo tuvo en losprimeros diecisiete años de suexistencia– o cuando, bajo el impactodel terrorismo, endurezca sus leyes.Quienes comparan la República Federalcon el Reich de Hitler –personas casitodas ellas que no vivieron bajo surégimen– no saben de qué estánhablando.

Hasta aquí los éxitos de Hitler enpolítica interior. Pasemos ahora a suséxitos internacionales, que tambiéndeben más a la flaqueza de susadversarios que a su propia fortaleza.Igual que en 1930 Hitler se había

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encontrado con la República de 1919 enplena agonía, en 1935 halló el ordeneuropeo heredado de la paz de 1919 enfranca decadencia. Y lo mismo queentonces, ahora topaba con defensoresdel statu quo desalentados, e incluso conaliados involuntarios entre quienesdeseaban sustituir ese orden por algodiferente. Para comprender el porqué deesa constelación debemos dirigir unabreve mirada retrospectiva a la historiadel orden europeo creado en París en1919, al igual que antes hemos pasadorevista fugazmente a la historia de laRepública de Weimar.

Se trata de una historia no menos

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desafortunada y que incluso se hallaprovista de una estructura idéntica. Elorden europeo de 1919 padecía elmismo defecto congénito que laRepública de Weimar. Así como éstafracasó por no haber desbancado, desdeel comienzo y de una vez por todas, alque seguía siendo el grupo de poderpolítico interior más fuerte ydeterminante para el funcionamiento delEstado, a saber, la derecha alemana(oportunidad que le proporcionó laRevolución de 1918), y también por nohaber sabido integrarlo de formaperdurable en el nuevo Estadorepublicano, así el tratado de paz

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parisino fracasó por el hecho de nohaber derrocado de forma duradera a laque seguía siendo la potencia europeamás fuerte y determinante para laestabilidad del continente, es decir, elImperio alemán, y también por nohaberlo integrado de forma perdurableen ese nuevo orden europeo. Suscreadores hicieron todo lo contrario. Enlugar de involucrar desde el comienzo aAlemania como un artífice más en lacreación del nuevo orden –como hicieraMetternich con Francia después de lasguerras napoleónicas–, la ofendieron yla ultrajaron. Y en lugar de actuar enconsecuencia y neutralizarla de forma

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duradera mediante su partición uocupación, no sólo no tocaron su unidade independencia –que ya entre 1871 y1918 la habían convertido en la potenciamás fuerte de Europa– sino que inclusoaumentaron su poderío al eliminar,inconscientes de lo que hacían, granparte de los contrapesos existentes.

Es psicológicamente comprensibleque el Tratado de Versalles –concretamente las estipulacionesreguladoras de la paz que concerníandirectamente a Alemania– fuese sentidopor los alemanes como una ofensa, pues,en efecto, lo fue. La ofensa radicaba,sobre todo, en la forma en que se había

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gestado el tratado. Era realmente, y asílo denominaban los ultrajados alemanes,una imposición. No fue negociado ypactado entre vencedores y vencidoscomo los tratados europeos de pazprecedentes, en los que, si bien laposición de los vencedores era la másfuerte –por la naturaleza misma de lanegociación–, los vencidosparticipaban, formalmente, en igualdadde condiciones, quedando a salvo suhonor y asegurada su implicación moralen el cumplimiento de los pactos. Por elcontrario, los alemanes fueronobligados, por ultimátum y con laamenaza de una declaración de guerra, a

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estampar su firma en un documentonegociado y pactado sin suparticipación. Así pues estaba claro deantemano que no se sentirían vinculadosa lo que habían firmado bajo coacción, yno habría sido necesaria la larga lista dedisposiciones oprobiosas,discriminatorias y ultrajantes quecontenía el tratado, para que losalemanes se reafirmasen en su propósitode sacudirse cuanto antes las ataduras deVersalles. Este propósito determinó lapolítica exterior alemana entre 1919 y1939, tanto la de Weimar como la deHitler, y las dos se apuntaron éxitos enla lucha contra el tratado. Cuando Hitler

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apareció, el orden europeo del queformaban parte «las ataduras deVersalles» se hallaba ya en plenadesintegración.

En efecto, las ataduras de Versalleseran papel mojado, como ya habíaquedado demostrado antes de que Hitlerrompiera con asombrosa facilidad loque restaba de ellas. Eran papel mojadotanto la prohibición de la anexión deAustria, deseada por alemanes yaustríacos, como la de dotar a lasfuerzas armadas alemanas de armamentomoderno; era papel mojado la limitaciónde sus efectivos a cien mil hombres yera papel mojado la obligación impuesta

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a Alemania de pagar reparacionesdurante varias generaciones. De hecho,no había ningún poder capaz de forzar elcumplimiento de esas limitaciones yobligaciones. Las resoluciones de laconferencia de paz celebrada en París en1919 se habían encargado de que talpoder no existiera. Es más, habíanlogrado justamente aquello queAlemania no había conseguido en loscuatro años de empeño bélico –aunqueal comienzo, bajo el impacto de laderrota, los alemanes no se percatarande ello y tardaran algún tiempo enhacerse cargo de la situación–: dar aAlemania una supremacía absoluta y

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aplastante en Europa. Las amputacionesterritoriales que se le practicaron no lerestaron fuerza alguna.

Entre 1871 y 1914, sólo la estrechavecindad con cuatro grandes potencias –Inglaterra, Francia, Austria-Hungría yRusia– había impedido que Alemania,desde su posición de primera potenciaeuropea, alcanzara un papel dehegemonía absoluta. Todas ellas eranpotencias a las que debía tener presenteporque, aunque Alemania era más fuerteque cada una de ellas, resultaba,naturalmente, más débil que todas ellasjuntas. Y fue precisamente la grancoalición de Inglaterra y Francia,

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primero con Rusia y luego con EstadosUnidos, lo que, entre 1914 y 1918,abortó la conquista alemana del podermundial. Ahora bien, con los tratadosparisinos de 1919, de las cuatro grandespotencias europeas, una, Austria-Hungría, fue destruida, y otra, Rusia,resultó excluida de toda participación enlos asuntos europeos y, por supuesto,también de la coalición vencedora. Almismo tiempo Estados Unidos, que en1917 había cerrado la brecha abiertapor Rusia, se retiró de la coalición y senegó a coasumir el orden europeo de susantiguos aliados. Así pues el nuevoorden sólo fue asumido por Inglaterra y

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Francia, del mismo modo que laRepública de Weimar únicamente fueasumida por los tres partidos queintegraban la coalición weimariana. Enambos casos, la base era demasiadoestrecha para poder afianzar lasrespectivas estructuras políticas. Enefecto, el Imperio alemán, cuyasustancia había quedado intacta, era a lalarga demasiado fuerte –y bastaba confijarse en el desarrollo de la guerra paraverlo con claridad– como para queInglaterra y Francia pudiesen por sísolas mantenerlo dentro de las fronterastrazadas por el Tratado de Versalles. Ylos pequeños y recién creados Estados

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que, ahora ocupaban el espacio de laantigua Austria-Hungría y el quemediaba entre Alemania y Rusiaparecían casi predestinados aconvertirse en satélites alemanes unavez que Alemania se hubiese recuperadodel agotamiento de la guerra y delimpacto de la derrota. Con el tratoultrajante dispensado a Alemania enParís no sólo se la había empujado alcamino del revisionismo y delrevanchismo –y se diría que de maneracasi obsesiva–, sino que se había hecholo posible por allanarle ese camino.

Las dos potencias responsables,Inglaterra y Francia, no tardarían en

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advertir qué habían cometido un errorcapital, pero sacaron consecuenciasopuestas de la tenue luz que les encendióla razón. Inglaterra apostó por lanecesidad de apaciguar (appease) aAlemania suavizando de forma paulatinalas condiciones impuestas con miras aconvertir a un rival irreconciliable en unsocio dispuesto a asumir el ordeneuropeo en cuanto éste hubiera sidorevisado: Francia, por el contrario,defendía que había que hacer lo que nose había hecho en París, a saber,despojar de una vez por todas aAlemania de su poder. El antagonismose hizo patente cuando Francia, en 1923,

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intentó llevar a cabo su propósitoocupando la cuenca del Ruhr. Inglaterrano la secundó, y Francia tuvo que cedery alinearse, a regañadientes, con lapolítica inglesa de apaciguamiento.Política esta que no comenzó, como dicela leyenda, en Múnich en 1938 y conNeville Chamberlain –donde más bienterminó–, sino en Locarno en 1925, consu hermano Austen Chamberlain.

El periodo siguiente –asociado enAlemania al nombre de Stresemann–coincide de manera sorprendentementeexacta con el lapso de tiempo posteriora la elección de Hindenburg comopresidente (aunque se extiende más allá

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del mismo, puesto que también Brüning,Papen y Schleicher siguieron navegandoen la estela del apaciguamiento inglés; y,durante los cinco primeros años de surégimen, el mismo Hitler hizo lo propio,al menos en apariencia): así como enAlemania la derecha opositora de laRepública se dignó por un tiempoaceptar la República con la condiciónde poder gobernarla, así tambiénAlemania se dignó aceptar el ordeneuropeo de 1919 con la condición deque fuera siendo desmanteladopaulatinamente.

Y así sucedió. Los éxitos deStresemann, Brüning, Papen y

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Schleicher –el Tratado de Locarno, laincorporación de Alemania en laSociedad de Naciones, la retiradaanticipada de los franceses de laRenania ocupada, la cancelación de lasreparaciones, el reconocimiento delderecho de Alemania a rearmarse igualque los otros países– no fueron menoresque los de Hitler –el rearme y elservicio militar obligatorio, el acuerdonaval con Inglaterra, la remilitarizaciónde Renania, las anexiones de Austria yde la región de los Sudetes–, pero conuna diferencia: los antecesores de Hitlerprocuraban subrayar el carácterconciliador de sus éxitos, a fin de no

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contrariar a Inglaterra y mantener enmarcha su política de apaciguamiento.Hitler, por el contrario, puso el máximoénfasis en presentar sus éxitos como silos hubiese conquistado con tesón a unmundo hostil; efecto que, por ciertoconsiguió, y no sólo por su total controlde la opinión pública alemana sinotambién gracias a cierta predisposiciónanímica del pueblo alemán, que siemprehabía ansiado tales triunfos sobre elodiado orden europeo creado enVersalles y había celebrado sólo amedias los éxitos de política exteriormientras fueron obtenidos en nombre dela reconciliación.

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Por otra parte, Hitler, con suparticular manera de escenificar loséxitos internacionales que le eranconcedidos e incluso servidos enbandeja, acabó agriándoles el humor asus interlocutores ingleses. A éstos nopodía ocultárseles que Hitler les negabamás y más la esperada contraprestación,a saber, su participación en laconsolidación de la paz europea y laasunción del orden europeo revisado enfavor de Alemania. Incluso empezaron asospechar –y su sospecha era más quefundada– que todas las concesiones quele habían hecho en aras de consolidar lapaz, él las usaba para fortalecerse con

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vistas a una nueva guerra. La anexión deAustria todavía fue aceptada enInglaterra sin pestañear; en la anexióndel territorio de los Sudetes, Londresquería ya tener voz y voto, y losacuerdos de Múnich a los que accediópara satisfacer la «última reclamaciónterritorial» de Hitler fueronenormemente controvertidos. Lapaciencia de Inglaterra se agotó cuando,al cabo de un año, Hitler violó estosacuerdos marchando sobre Praga. Lapolítica de apaciguamiento fuesepultada, y en su lugar surgió, tambiény precisamente en Inglaterra, unadisposición entre resignada y feroz a

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tensar la cuerda y arriesgarse aemprender una nueva guerra contraAlemania.

Bajo esta luz cabe inclusopreguntarse si los éxitos internacionalesde Hitler –precisamente por el carácterdeslumbrante que supo darles y con elque al mismo tiempo fue cegando poco apoco la fuente de la que manaban–pueden calificarse verdaderamentecomo tales, o si no deberían añadirsemás bien a sus desaciertos, que nosocuparán en un capítulo posterior. Encualquier caso, fueron el preámbulo deun gran error, a saber, el cometido porHitler en los años 1939-1941, cuando se

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jugó la hegemonía alemana en Europa –que ya nadie discutía y que había sidorestablecida sin necesidad de guerra– altransformarla en conquista bélica yocupación del continente, actocomparable a la violación con alevosíaque un hombre comete contra una mujertotalmente dispuesta a entregársele.

Así y todo, esos años le depararonotra tanda de éxitos, superfluos y, por suefecto duradero, incluso perjudiciales,pero éxitos al fin y al cabo, si bien estavez no de carácter político sino militar.De todos ellos sólo uno fue realmenteimpresionante: la rápida y fácil victoriamilitar sobre Francia. Que Alemania

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pudiera si se le antojaba avasallarmilitarmente a países como Polonia,Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica,Luxemburgo, Yugoslavia y Grecia, nosorprendía a nadie y sólo suscitabatemor y odio, pero no admiración. Peroque Francia, con la que no había podidodurante los cuatro años de la PrimeraGuerra Mundial, fuera ahora obligada acapitular en cuestión de seis semanasbajo el mando de Hitler, reforzaba unavez más –por última vez– su fama demilagrero y de genio militar. En 1940 seconvirtió a los ojos de sus admiradores,después de todos sus éxitos nacionales einternacionales, en «el mariscal más

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grande de todos los tiempos». Hoy ya nohace falta perderse en prolíficasexplicaciones para demostrar que no lofue. Antes bien, hay que salir en sudefensa cuando lo atacan los críticos delestamento militar. En efecto, a juzgarpor sus memorias, todos los generalesalemanes de la Segunda Guerra Mundialhabrían ganado la contienda si Hitler nose lo hubiera impedido.

Pero no fue para tanto. Hitler sabíaperfectamente cómo conducir unaguerra. Intelectualmente, habíaasimilado mejor que cualquier otra cosasus experiencias de campaña en laPrimera Guerra Mundial. Además siguió

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ampliando sus conocimientos militaresdespués de la guerra, y, comparado consus adversarios Churchill, Roosevelt yStalin –como Hitler, estrategas noprofesionales que asumieron el mandosupremo no sólo formalmente sinoimpartiendo a menudo órdenes a susgenerales– no sale mal parado, comotampoco sale perdiendo si se le comparacon algunos de sus propios generales. Escierto que la idea de las divisionesacorazadas independientes procedió deGuderian y que el plan, estratégicamentebrillante, de la campana de Francia (unplan mucho mejor que el famoso planSchlieffen) fue concebido por Manstein.

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Pero, sin Hitler, ni Guderian ni Mansteinse habrían impuesto contra los generalesde mayor rango en el escalafón, másdevotos de la tradición y de mentalidadmás cerrada. Fue Hitler quien se hizoeco de sus planes, y sólo a él debían queéstos se hubieran llevado a la práctica.Y si, por una parte, la obstinada, rígiday nada ingeniosa estrategia defensivaseguida por Hitler en los últimos añosde la guerra contra Rusia dejabademasiado patente su obsesión por lastrincheras heredada de la PrimeraGuerra Mundial, por otra parte hay quepreguntarse si, de no ser por la mismaobstinación de Hitler, esa guerra no se

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hubiera perdido ya en el primer inviernode forma clamorosa. Sin duda, Hitler nofue el genio militar que creía ser, perotampoco fue el ignorante y chapuceroredomado en que, como chivo expiatoriode la derrota, aparece en tantasmemorias de generales. En cualquiercaso, una buena parte del éxito porsorpresa que constituyo la campaña deFrancia de 1940 le corresponde a él.

Y no sólo porque supo reconocer elvalor del plan Manstein e imponerlo encontra de las reservas de Brauchitsch,comandante del ejército, y de Halder,jefe del estado mayor, sino sobre todoporque fue él, y sólo él, quien se

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encargó de que se osara siquieraemprender tal campaña. De hecho, todoslos generales alemanes tenían presenteel espectro de la campaña de Francia de1914, que tras la primera embestida sehabía paralizado para convertirse en unaguerra de posiciones de cuatro años deduración. Antes de embarcarse porsegunda vez en una aventura similar,algunos altos mandos estaban inclusodispuestos a protagonizar una intentonacontra Hitler. Y, al igual que losgenerales alemanes, el mundo enterodaba por supuesto que Francia repetiríael milagro defensivo de 1914. Todosmenos Hitler. Fueron precisamente esa

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esperanza generalizada y su súbitafrustración las que hicieron que lavictoria de Hitler sobre Franciaapareciera rodeada de la aureolaresplandeciente de un auténtico milagro.Pero no lo fue en absoluto. El milagrohabía sido la heroica defensa de Franciade 1914; pero la Francia de 1940 no erala de 1914. (Tal vez no sea ociososeñalar que la Francia de 1978 tampocoes la de 1940. Se trata de una naciónrejuvenecida y física y moralmenterefortalecida.) En realidad, Francia yaestaba derrotada interiormente antes deque los primeros tanques alemanesatravesaran el Mosa.

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Cuando antes hemos esbozado ladisolución del orden europeo de 1919,hemos dejado a Francia en el año 1924,año en que, tras el fracaso de suempresa en solitario en la cuenca delRuhr, no tuvo más remedio queacomodarse a la política inglesa deapaciguamiento, primero mostrándosereacia y actuando de freno, luego conuna inercia creciente y al final con unexceso de celo casi masoquista. Enefecto, Francia desempeñó, a partir deese año, un papel inferior en la políticaeuropea. Los protagonistas eran ahoraInglaterra y Alemania, y la preguntacrucial era si el apaciguamiento inglés

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armonizaría con el revisionismo alemán.A Francia no le quedaba más queesperar lo mejor, es decir, que al finalAlemania se contentara con la paulatinasatisfacción de sus reclamaciones.

De lo contrario, a Francia le tocaríala peor parte, pues cada concesión aAlemania sería a sus expensas; con cadaconcesión, la supremacía natural de lossetenta millones de alemanes sobre loscuarenta millones de franceses, queFrancia había tratado de romper en vanoen 1919 y 1923, quedaba restablecida; ysi el apaciguamiento, como en Franciasiempre se había temido, no daba frutos,y la Alemania refortalecida pasaba

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algún día al ataque y a la revancha,Inglaterra tenía al menos el mar de pormedio, pero Francia no tenia ya nisiquiera el Rin. Francia siguió lapolítica inglesa aunque desde elcomienzo juzgó con profundoescepticismo sus posibilidades de éxito;la siguió porque no tenía más remedio.Pero en esta partida su nervio vital sefue debilitando poco a poco, y suvoluntad de autoafirmación se atrofiabamás y más; con el tiempo, no se atrevía aimaginar una segunda batalla del Marneo un segundo Verdún. Desde que, en1936, las tropas de Hitler habían vueltoa ocupar sus antiguas posiciones de

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despliegue en Renania –la mismaRenania que Francia, siguiendo lapolítica de apaciguamiento, habíaevacuado seis años atrás y antes delplazo previsto–, Francia miraba aAlemania como el conejo a la serpiente;y en última instancia debía de desear, ensu subconsciente, que llegara el horriblepero inevitable final. // faut en finir(«Hay que acabar con esto»): el gritocon que Francia entró en la guerra en1939 sonaba ya casi como la invocaciónde la derrota: «¡Acabemos de una vez!».

La historia de Francia entre 1919 y1939, que comprende una victoriaamarga y duramente conquistada,

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después irremediablemente perdida, yun gradual descenso de la más orgullosaautoconciencia a un autoabandono casiconsumado, constituye toda una tragedia.Naturalmente en Alemania no sepercibió así; Francia seguía siendo, enla memoria colectiva de los alemanes, elogro malvado de los primeros años dela posguerra. Es más: su tragedia no sepercibió en absoluto. Se creía que elpaís vecino seguía siendo no sólo laFrancia triunfante de 1919 sino tambiénla Francia heroica de 1914. Losgenerales alemanes temían un nuevoMarne o un nuevo Verdún, tanto comolos franceses. Y cuando estalló la guerra

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en 1939 no sólo los alemanes, sino –yesto fue lo más sorprendente– el mundoentero, con Inglaterra y Rusia a lacabeza, daba por descontado queFrancia, igual que en 1914, estaría entodo momento dispuesta a derramar lasangre de sus hijos para defender elsuelo patrio. Hitler fue el único que nolo creyó así.

A posteriori es fácil ver lo queentonces solo Hitler veía: Francia, presade una desesperación resignada, llevabaquince años actuando en contra de susintereses vitales, primero aregañadientes, luego con inerciacreciente. En 1925 había cerrado el

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Tratado de Locarno, con el queprácticamente abandonó a su suerte a suspequeños aliados del Este europeo; en1930, evacuó Renania, en la que habríapodido quedarse cinco años más; en elverano de 1932, renunció a susreclamaciones de reparación; a finalesde otoño, concedió a Alemania suigualdad de derechos en el terrenomilitar; en 1935, contempló petrificadacómo Alemania proclamaba a los cuatrovientos su impresionante programa derearme; no menos sorprendida se vio en1936, cuando la Wehrmacht entró enRenania, que según el Tratado deLocarno había de permanecer

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desmilitarizada; y también en marzo de1938, cuando Alemania, no sin recurrira la fuerza militar, consumó la anexiónde Austria; en septiembre de ese año,incluso la misma Francia entregaría aAlemania grandes territorios de sualiada Checoslovaquia para comprar lapaz; y cuando al cabo de un año, por fin,le declaró la guerra a Alemania –significativamente seis horas despuésque Inglaterra y mas apesadumbrada queencolerizada–, porqué ésta acababa deatacar a su segundo aliado, Polonia,mantuvo a sus soldados descansandoarmas durante tres semanas, tressemanas en las que la totalidad del

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ejército francés sólo tuvo enfrente unaúnica unidad alemana, mientras quetodos los demás efectivos germanos sehallaban en el extremo oriental,empleados en acabar con Polonia. ¿Y unpaís así iba a ser capaz de un segundoMarne o un segundo Verdún cuandofuera atacado? ¿No se derrumbaría alprimer asalto, como se derrumbó Prusiaen 1806, que también había practicadouna política cobarde durante once años,para declarar, en el último y peormomento, a un Napoleón ya muysuperior, una guerra cuyo sentido ellamisma no comprendía del todo? Hitlerestaba muy seguro del triunfo de su

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empresa. Y hay que reconocer que teníarazón. La campaña de Francia seconvertiría en su mayor éxito.

Claro está que de este éxito cabedecir lo mismo que hemos dicho conrespecto a todos sus demás éxitos. Nofue el milagro por el que el mundoentero lo tomó. Fueran la República deWeimar o el orden europeo de 1919 losque recibieran la estocada final, fueranlos conservadores alemanes o Franciaentera las víctimas de su avasallamiento,lo cierto es que Hitler se limitó a tumbarlo que ya se venía abajo, a rematar loque ya agonizaba. Si hay quereconocerle algo es el instinto para

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adivinar lo que se venía abajo, lo queagonizaba esperando el golpe de gracia;instinto que lo aventajaba frente a todossus rivales (ya lo había tenido de jovenen la vieja Austria) y con el queimpresionaba tanto a suscontemporáneos como a sí mismo. Peroeste instinto, que sin duda es un don muyútil en un político, se parece menos a lavista del águila que al olfato del buitre.

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Errores

La vida de los hombres es breve, y largala de los Estados y la de los pueblos;también los estamentos y las clases, lasinstituciones y los partidos suelenperdurar considerablemente más que losindividuos que están a su servicio encalidad de políticos. De ahí que en sumayoría éstos actúen de formapuramente pragmática –y curiosamentecuanto más a la derecha están, mayor esesta tendencia–. No conocen la obraentera en la que tienen su breveintervención; tampoco pueden ni quieren

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conocerla y se limitan a hacer lo queparece pedir el momento. Se trata de unaactitud con la que a menudo tienen máséxito que aquellos que persiguen metaslejanas e intentan, por lo general envano, descubrir el sentido de la obraentera. Hay incluso políticos agnósticos(y con frecuencia son los de mayoréxito) que ni siquiera creen que la obratenga sentido. Bismarck fue uno deellos: «¡Qué son nuestros Estados ynuestro poder y honor ante Dios sinohormigueros que aplasta la herradura delbuey, o colmenas de abejas a las que eldestino les llega disfrazado deapicultor!».

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El otro tipo de político, aquel queintenta llevar a la práctica una teoría y,sirviendo a su Estado o a su partido,quiere servir también a la providencia, ala historia o al progreso, suele actuardesde la izquierda y acostumbra a tenermenos éxito. Los políticos idealistas yutopistas fracasados son legión. Así ytodo, algunos grandes hombres hantenido éxito con esa clase de política,sobre todo los grandes revolucionarios,como Cromwell, Jefferson o, en nuestrosiglo, Lenin y Mao. Que en la realidadsu éxito siempre fuera muy distinto alesperado –léase más feo–, no afecta aléxito como tal.

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Hitler, y ésta es la razón principalpor la que deberíamos ser prudentes a lahora de encasillarlo sin más en laderecha, pertenecía por completo a estasegunda clase de políticos. No deseabaen absoluto ser un político meramentepragmático, sino que aspiraba a ser unpensador y pretendía fijar metaspolíticas; lo que Hitler quería eraconvertirse en un político«programático», según su expresiónprivativa; en cierto modo, no sólo en elLenin sino también en el Marx delhitlerismo. Y estaba muy orgulloso deque en él se unieran el «programático» yel político, cosa que, en su opinión, sólo

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pasaba una vez «en largos periodos dela humanidad». También supo veracertadamente que el político cuyotrabajo se inspire en una teoría o«programa» tiene, por lo general,mayores dificultades que el políticomeramente pragmático: «Pues cuantomás grandes para el futuro son las obrasde un hombre, más difícil es también lalucha, y más raro el éxito. Si éste, noobstante, llega a sonreírle alguna vez ensiglos, entonces podrá rodearle a uno, ensus días postreros, un tenue brillo de lagloria venidera».

Es sabido que no fue éste el destinode Hitler. Lo que en sus días postreros

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le «rodeó» fue todo menos el brillo dela gloria venidera. Pero esabsolutamente cierto que en su quehacerpolítico siguió un programa deconfección propia, con lo cual más biense complicó las cosas antes quefacilitárselas. Podemos incluso ir máslejos y decir que prácticamenteprogramó su fracaso. En efecto, laconcepción del mundo que se habíafabricado, y sobre la cual descansaba suprograma, no era correcta; y una políticainspirada en esa concepción no podíaalcanzar su meta, como tampoco puedealcanzarla el viajero que usa un mapaequivocado.

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Así pues, merece la pena examinarmás de cerca la cosmovisión política deHitler para separar en ella loequivocado de lo correcto omínimamente tolerable. Curiosamentehasta la fecha apenas se han realizadointentos de este tipo. En 1969, cuandoEberhard Jäckel desbrozó la«cosmovisión de Hitler» a partir de lamasa informe de sus pensamientosdispersos en libros y discursos, losestudiosos de Hitler ni siquiera habíanapuntado la existencia de talcosmovisión. Antes bien, la opinióndominante hasta entonces puederesumirse con las palabras de su

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biógrafo inglés Alan Bullock: «El únicoprincipio del nazismo era el poder y eldominio per se». Estaría así en explícitaoposición a Robespierre y Lenin, porejemplo, en quienes «la voluntad delpoder (…) coincidía con el triunfo de unprincipio». Hitler era considerado –ysigue siendo considerado por muchosque no han profundizado en el tema– unmero oportunista y un político guiadoúnicamente por su instinto.

Pero eso es justamente lo que no fue.Por mucho que en cuestiones de táctica yde calendario confiara en su instinto –ensu «intuición»–, Hitler se guiaba en suestrategia política por principios fijos e

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incluso rígidos, principios que por otraparte había ordenado de tal manera queconformaban un entramadomedianamente coherente aunquedeshilachado en sus bordes –una«teoría» en el sentido marxista de lapalabra–. Jäckel reconstruyó esa teoríaa posteriori, por así decirlo, recogiendolos numerosos y dispersos fragmentos ydivagaciones sobre la misma en losescritos políticos de Hitler. Sinembargo, el autor no pasó de allí, puesconsideró superfluo someter la teoría aun análisis crítico: «Entre personascivilizadas huelga decir que estacosmovisión, que de antemano se valía

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de la guerra y el asesinato descarada yexclusivamente, jamás ha sido superadaen cuanto a primitivismo y brutalidad».Cierto y más que cierto. En efecto, nosupone ningún placer ahondar en Hitlercomo pensador político en aras de unanálisis crítico. No obstante, parecenecesario hacerlo, y por dos motivoscontrapuestos.

Por una parte, porque mientras serehuya tal análisis, seguirán perviviendomás elementos de la teoría hitleriana delos que uno creería, y no sólo entre losalemanes ni tampoco únicamente entrelos adeptos declarados. Por otra parte,porque mientras lo equivocado de esos

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pensamientos no se separe de losaspectos más o menos certeros que hayen ellos, lo correcto corre el peligro deser convertido en tabú por el merohecho de haber sido pensado tambiénpor Hitler. Sin embargo, dos y dos soncuatro, y así seguirá siendo aunqueHitler, indudablemente, estaría deacuerdo.

El segundo peligro es tanto mayorcuanto que casi todas las posiciones departida hitlerianas carecen deoriginalidad. Lo original, y casi siempreequivocado, como pudo comprobarse,es lo que hizo a partir de ahí –de formasimilar a como en sus proyectos

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arquitectónicos partía de un clasicismoconvencional inobjetable para luegoestropearlo mediante proporcionesexageradas y ostentosamenteprovocadoras–. Sus concepcionesbásicas eran compartidas por la mayoríade sus contemporáneos; se tratabamuchas veces de verdades de Perogrullodel tipo «dos y dos son cuatro».

Verdad de Perogrullo es, porejemplo, afirmar que existen diferentespueblos, y diferentes razas, aunquedesde Hitler esta última palabra apenaspuede utilizarse ya. Una idea casiuniversalmente aceptada en su tiempo,incluso hoy muy dominante, es la de que

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los Estados y los pueblos deberíancoincidir entre sí lo máximo, y por tantolos Estados ser Estados nacionales. Ytambién la opinión de que las guerrasson indisociables de las relaciones entrelos países es una manera de pensar queno ha sido puesta en tela de juicio hastadespués de Hitler, y la cuestión de cómoeliminarlas sigue sin tener respuesta enla actualidad.

Valgan estos ejemplos comoadvertencia para no rechazar porindiscutible cuanto Hitler dijo y pensó,por el mero hecho de haberlo dicho ypensado él; para no acallar con sumortífero nombre a todo aquel que

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considere a los pueblos y las razas comolas realidades que efectivamente son,defienda el Estado-nación, o contemplela posibilidad de la guerra. Que Hitlerhaya calculado mal no es motivo paraabolir los números.

Intentemos ahora exponer, siquierabrevemente, la concepción histórico-política del mundo que informaba elpensamiento de Hitler, esto es, la teoríadel «hitlerismo». Tiene, a grandesrasgos, el siguiente perfil.

Los únicos actores de todo acontecerhistórico son los pueblos o las razas, nolas clases ni las religiones, ni tampoco,en rigor, los Estados. La historia «es la

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representación de cómo se desarrolla lalucha vital de un pueblo». O también, sise quiere: «Todo acontecer histórico-universal no sería más que lamanifestación del instinto deconservación de las razas». El Estado es«en principio sólo un medio para un finy entiende que su finalidad es la deconservar la existencia racial de loshombres». O, de manera menosdefensiva: «Su finalidad radica en laconservación y potenciación de unacomunidad de seres vivos de igualnaturaleza física y anímica». «Lapolítica interior ha de asegurarle a unpueblo la fortaleza interna para que

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pueda afirmarse en su política exterior.»Afirmarse en la política exterior

significa luchar: «Luche, pues, el quequiera vivir, y el que no quiera batallaren este mundo de la pugna eterna nomerece la vida», y la lucha entre lospueblos (o las razas) adopta normal ynaturalmente la forma de la guerra. Bienmiradas, «las guerras pierden el carácterde sorpresas aisladas más o menosviolentas y se integran en un sistemanatural y hasta espontáneo de desarrolloprofundo, sólidamente cimentado yduradero de un pueblo».

«La política es el arte de llevar acabo la lucha vital de un pueblo por su

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existencia en la tierra. La políticaexterior es el arte de asegurarle a unpueblo el tamaño y la calidad deespacio vital que necesita. La políticainterior es el arte de conservar el valorde la raza y el número de un pueblocomo recursos necesarios paraconseguir lo anterior.» En suma, lapolítica es la guerra o la preparaciónpara la misma, y lo que en ella estárealmente en liza es el espacio vital. Setrata de una ley general que vale paratodos los pueblos e incluso para todoslos seres vivos, pues «ilimitado es suinstinto de conservación y el ansia depervivencia, y limitado es, en cambio, el

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espacio en el que tiene lugar todo eseproceso vital. En esta limitación delespacio vital radica la necesidad de lalucha vital». Pero es una ley que valeparticularmente para el pueblo alemán,que «debe acumular fuerzas paraavanzar por la vía que ha de conducirlode la estrechez del espacio vital en laque hoy vive, hacia nuevas tierras». Suprincipal meta ha de ser «eliminar ladesproporción existente entre el númerode miembros de nuestro pueblo y lasuperficie de su suelo, vista ésta comofuente de alimentación y como base delpoder político».

En segundo lugar, sin embargo, la

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guerra tiene por objeto el dominio y lasubyugación. Lo que «desea el principioaristocrático de la naturaleza es lavictoria del más fuerte y la destrucción ola sumisión incondicional del másdébil». En ello consiste aquel «librejuego de fuerzas que ha de conducir a unpermanente perfeccionamiento mutuo dela raza a través de la crianza».

En tercer lugar, el objeto último deesa lucha permanente de los pueblos esla dominación mundial. Es en sudiscurso del 13 de noviembre de 1930,donde más clara y concisamente loexpresó: «Todo ser aspira a laexpansión, y todo pueblo a la

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dominación del mundo». Y está bien quesea así, pues «todos nosotros intuimosque en un futuro lejano se cernirán sobreel ser humano problemas a cuyasuperación sólo estará llamada una razasuprema por su condición de pueblo deamos que puede apoyarse en losrecursos y las posibilidades de todo unplaneta». Y al final de Mi lucha dice, enreferencia inequívoca a Alemania, «quenecesariamente tiene que ganar laposición que le corresponde en estatierra»: «Un Estado que en la era de laintoxicación de las razas se dedica alcuidado de sus mejores elementosraciales tiene que convertirse algún día

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en amo y señor de la tierra».Hasta aquí todo su pensamiento

resulta ciertamente un poco estrecho,enrevesado y temerario, pero no deja deser coherente. Sólo se torna angustiosocuando se observan los juegosmalabares que Hitler hace con elconcepto de «raza», concepto clave desu ideario («la cuestión racial es laclave de la historia universal») pero queno llega a definir nunca y que equiparaal concepto de «pueblo». «Una razasuprema por su condición de pueblo deamos» dominará un día el mundo, segúnHitler. ¿Pero quién, en definitiva? ¿Unaraza o un pueblo? ¿Los alemanes o los

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arios? Hitler nunca lo aclara.Tampoco aclara a quiénes considera

arios. ¿Sólo a los pueblos más o menosgermánicos?, ¿O a todos los blancosexcepto los judíos? No hay en Hitlerninguna referencia concreta sobre esteparticular.

En efecto, el término «raza» tienedos significados distintos, tanto en lalengua corriente como en la de Hitler:uno es ponderativo y el otro neutral confunción diferenciadora. «Buena raza»,«mejorar la raza» son expresionesponderativas propias del ámbito de loscriadores de animales útiles, queexcluyen a ejemplares de valor inferior

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y tratan de potenciar determinadascualidades de la raza mediante lacrianza. Así es también como Hitleremplea el término a menudo: habla del«valor de la raza» de un pueblo, quedebe ser aumentado, por ejemplo,mediante la esterilización de losoligofrénicos o la exterminación de losperturbados mentales. Junto a este uso,en la lengua corriente existe el empleoneutral del término «raza» paradiferenciar las variedades de una mismaespecie, variedades que, evidentemente,existen tanto en los humanos como en loscaballos o en los perros. A los humanosde diferente color de piel se les llama,

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sin ningún juicio de valor, personas dediferentes razas, y si desde Hitler uno seniega a usar la palabra no hay másremedio que inventar otra con el mismosignificado. Por otra parte, y paracomplicar aún más las cosas, en tiemposde Hitler se había generalizado latendencia a llamar «razas» –nórdicas,del Este, del Oeste o «dináricas»– a lasdiferentes variantes de la raza blanca, esdecir, a los pueblos germánicos,románicos y eslavos, o a los distintostipos somáticos y craneales, a los que seasociaban toda clase de prejuicios yvaloraciones arbitrarias; «germánico» o«nórdico» sonaba para algunos más fino

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que «eslavo» o «del Este».En Hitler todas estas ideas aparecen

en completo desorden, y Jäckel, cuyameritoria exposición de la cosmovisiónhitleriana hemos seguido hasta aquí enlo esencial, acentúa tal vez esedesorden, si bien procura otorgar a ladoctrina racial de Hitler un lugar fijo einobjetable, desde un punto de vistalógico, en el panorama global. Ello sóloes posible obviando una cosa, y esprecisamente esa cosa la que Hitlerconsideraba la idea principal.Ciertamente, todo encaja mientras sólose utilice el término «raza» en el sentidoque le dan los criadores –y como lo

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hace también Hitler algunas veces–, estoes, diciendo que un pueblo puede y debemejorar el «valor de su raza» por mediodel «perfeccionamiento de la crianza».Los actores de la historia son entonceslos pueblos; la propia historia consisteen las guerras y en la lucha por elespacio vital y la dominación del mundopor parte de los mismos pueblos, y enconsecuencia éstos deben rearmarseconstantemente no sólo en el planomilitar y en el ideológico sino tambiénen el biológico, aumentandoprecisamente el «valor de la raza», esdecir, aniquilando a los débiles ycultivando conscientemente las

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cualidades útiles para la guerra. Aunquetodo eso no sea correcto –y volveremossobre esta cuestión– debemos reconocerque es coherente y concluyente. Pero norepresenta más que una mitad de laconcepción hitleriana del mundo. La otracorresponde a su antisemitismo, cuyajustificación y racionalización requiereel segundo significado de «raza». Esmás: podemos afirmar que necesita unateoría totalmente nueva y que secontradice con la primera en muchosaspectos.

Hasta aquí hemos tocado sólo en unaocasión, y brevemente, el antisemitismode Hitler: cuando, al examinar su

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biografía, hemos concluido que elantisemitismo fue lo primero que cuajóen él, antes aun que su nacionalismoétnico y pangermánico. A partir deahora, este aspecto repugnante de supensamiento nos ocupará en todos loscapítulos, pues su visión de los judíosno sólo fue entre sus errores de conceptoel que más consecuencias acarreó, sinoque su política con respecto a los judíosfue también su primera actuacióndesacertada; contra los judíos cometióel más grave de todos sus crímenes, ytambién en su traición final a Alemaniasu obsesión antisemita desempeñó unpapel nada despreciable. En este

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capítulo nos ocuparemos de los aspectoserróneos que presenta su teoríaantisemita. Se trata, una vez más, de todauna teoría en sí misma, y únicamente congrandes malabarismos puede hacerseque encaje en la otra, que acabamos deesbozar y que podríamos llamar teoríanacionalista. En ésta, la historia sóloconsistía en las luchas permanentes quelos pueblos libran por el espacio vital.Ahora de repente vemos que ésa no estoda la historia. Además de la lucha delos pueblos, la historia tiene, segúnHitler, otro contenido perpetuo, a saber,la lucha de las razas, que no es unapugna entre blancos, negros y amarillos

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(las diferencias raciales que puedanexistir entre éstos le tienen sin cuidado),sino una lucha dentro de la raza blanca,es decir, entre los «arios» y los«judíos», o sea, entre los judíos y todoslos demás, quienes, aunque esténluchando constantemente unos con otros,pertenecen a un mismo bando: el bandoopuesto al de los judíos. No es una luchapor el espacio vital sino, literalmente,por la vida: es una lucha de exterminio.«El judío» es el enemigo común detodos: «Su meta final es ladesnacionalización, la bastardía total delos otros pueblos, el rebajamiento delnivel racial de los superiores, así como

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el dominio sobre esa maraña de razaspor medio del exterminio de lasinteligencias nacionales y su sustituciónpor miembros de su propio pueblo». Yno sólo eso: «Si el judío, con la ayudade su credo marxista, triunfa sobre lospueblos de este mundo, su corona será lacorona funeraria de la humanidad;entonces este planeta vagará por el étervaciado de seres humanos, como hacemillones de años». Por tanto los judíosno sólo pretenden exterminar «lasinteligencias nacionales» sino acabar, alparecer, con toda la humanidad. Siendoasí, la humanidad entera tiene que unirsenaturalmente para exterminarlos a su

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vez; y en efecto, Hitler, en su calidad deexterminador de judíos, no se presentacomo un político específicamentealemán sino como el pionero de toda lahumanidad: «Defendiéndome de losjudíos, lucho por la obra del Señor». Ensu testamento político dice del«judaísmo internacional» que es el«intoxicador de todos los pueblos delmundo», y su último dictado a Bormann,del 2 de abril de 1945, termina con lassiguientes palabras: «Gracias eternasserán dadas al nacionalsocialismoporque yo haya borrado a los judíos delmapa alemán y centroeuropeo». Hitlerse presenta aquí como un político

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internacionalista y benefactor de lahumanidad.

De momento aún nos abstendremosun poco más de criticar su ideario (pormuy difícil que resulte reproducir sincensura esas barbaridades asesinas) ynos limitaremos a exponerlo. Y en estepunto, la exposición requiere que demosrespuesta a tres preguntas.

La primera: ¿qué son, enrealidad, los judíos a los ojos deHitler? ¿Una religión, un pueblo,una raza?

La segunda: ¿qué hacen, segúnHitler, para convertirse en un

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peligro tan grande para los otrospueblos y merecer una suerte tanatroz?

La tercera: ¿cómo se puedeconciliar la doctrina hitlerianade la lucha eterna entre losjudíos y el resto de los puebloscon su doctrina de la lucha nomenos eterna –y asimismodeseada por Dios– de todos losdemás pueblos entre sí?

Hitler intentó responder a las trespreguntas, pero sus respuestas resultanun tanto confusas y forzadas. Es en estasúltimas donde su ideario se deshilacha.

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En cuanto a la primera pregunta,para Hitler sólo está claro que losjudíos no son una comunidad religiosa.No se cansa de repetirlo, aunque jamásofrece la justificación que su afirmaciónrequiere. Pues está a la vista de todosque existe una religión judía, y quegracias a ella los judíos se mantuvieronunidos durante casi mil novecientosaños de diáspora. Sea como fuere, paraHitler no constituyen una comunidadreligiosa. En cambio, parece que nuncaacabó de definir si se trataba de una razao de un pueblo. Si bien habla una y otravez de la raza judía –en el doble sentidode «raza mala» y «otra raza»–, en su

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segundo libro, donde se encuentra laexposición más elaborada de su teoríadel antisemitismo, los llama, másacertadamente sin duda, un pueblo, eincluso les concede lo mismo que a losdemás pueblos: «Del mismo modo quetodo pueblo posee, como fuerza motriz ytendencia básica del conjunto de susacciones terrenales, la obsesión porconservarse a sí mismo, también losjudíos la tienen». Pero se apresura aañadir: «Sólo que en ellos la lucha porla supervivencia adopta formasdiferentes, dada la predisposiciónradicalmente distinta de los pueblosarios y de los judíos».

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Pues los judíos –y ahora pasamos ala respuesta dada por Hitler a la segundapregunta– son, por esencia,internacionales, y por tanto incapaces deformar Estado. «Judío» e«internacional» son para Hitler casisinónimos. Todo lo que es internacionales a la vez judío, y en este contextohabla incluso de un Estado judío: «ElEstado judío nunca ha estado limitadogeográficamente sino que ha sidoilimitadamente universal en el espacio;sin embargo, está restringido a lacohesión de una raza». De ahí que ese«Estado judío» –y ahora viene logordo–, el «judaísmo internacional», sea

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el enemigo de todos los demás Estados,a los que combate implacablemente portodos los medios: en la política exterior,mediante el pacifismo y elinternacionalismo, el capitalismo y elcomunismo; en la política interior,mediante el parlamentarismo y lademocracia. Instrumentos todos ellospara debilitar y destruir el Estado,inventados por los judíos, que sólobuscan una cosa: perturbar y debilitar alos pueblos «arios» en su magníficalucha por el espacio vital (lucha en laque los judíos arteramente noparticipan) para asegurarse de estemodo su propia y perniciosa dominación

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del mundo.Y con ello ya tenemos la respuesta

de Hitler a la tercera pregunta. ¿Por quétodos los pueblos deben cerrar filas encontra de los judíos cuandosupuestamente se dedican de lleno aluchar entre sí por el espacio vital?Respuesta: deben hacerlo justamenteporque han de luchar por el espaciovital y para que puedan consagrarse aesa lucha sin que nadie los moleste. Losjudíos son los aguafiestas de esehermoso juego: con su internacionalismoy su pacifismo, su capitalismo(internacional) y su comunismo(asimismo internacional) distraen a los

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pueblos «arios» de su tarea y ocupaciónprincipal, y por eso tienen quedesaparecer, desaparecercompletamente, del mundo entero y nosólo de Alemania. Hay que «quitarlos deen medio», pero no como se quita unmueble para ponerlo en otro sitio, sinocomo se quita una mancha,eliminándolos. No hay que dejarlesninguna salida. Aun cuando abjuren desu religión, eso no significa nada, ya queno son una comunidad religiosa sino unaraza. Y si intentan escapar de su razamezclándose con los «amos», es todavíapeor, puesto que así deterioran la raza«aria» y hacen del pueblo en cuestión un

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pueblo inepto para la necesaria luchavital. Pero lo peor de todo es cuandotratan de asimilarse a ese puebloconvirtiéndose en patriotas alemanes,franceses, ingleses o de la nación quesea: pues entonces su propósito es«empujar a los pueblos a enzarzarse enguerras unos con otros», ¿pero no eraésta la misión de los pueblos, segúnHitler?, «y erigirse así lentamente en susamos mediante el poder del dinero y dela propaganda». Vemos que los judíos,hagan lo que hagan, nunca están en suderecho; y en cualquier caso, deben serexterminados.

Hasta aquí la segunda teoría de

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Hitler, la antisemita, independiente de laprimera e incluso difícil de compaginarcon ésta. Una y otra constituyen lo quepuede llamarse el «hitlerismo», elideario del Hitler «programático», y encierto modo es su correlato delmarxismo.

Con éste, el hitlerismo comparte almenos una cosa: la pretensión deexplicar toda la historia universal desdeun solo punto de partida: «La historia detodas las sociedades existentes hastanuestros días es la historia de las luchasde clases», dice el Manifiestocomunista; y, de forma análoga, Hitlerdice: «todo acontecer histórico

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universal sólo es la manifestación delinstinto de conservación de las razas».

Tales frases poseen un gran poder desugestión. Quien las lee tiene lasensación de que, de repente, se le estáencendiendo una luz: lo embrollado setorna sencillo, lo complicado, simple. Aquien las acepta de buena voluntad ledan una agradable sensación de habersido iluminado y saberlo todo; ademássuscitan rabia e impaciencia contraaquellos que no las aceptan, pues laconnotación implícita de tancontundentes palabras es que «todo lodemás es superchería». Esa mezcla dearrogancia e intolerancia se encuentra

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tanto en los marxistas como en loshitleristas convencidos.

Naturalmente, es un error pensar que«toda la historia» es una cosa o es otra.La historia es una jungla, y ningunabrecha que se abra en ella permiteacceder a todo el bosque. En la historia,ha habido luchas de clases y luchas derazas, pero, además (y con mayorfrecuencia), ha habido luchas entreEstados, pueblos, religiones, ideologías,dinastías, partidos y un largo etcétera.No hay comunidad humana imaginableque en determinadas circunstancias nopueda entrar en conflicto con otra, niexiste ninguna que no lo haya hecho en

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algún momento de la historia.Sin embargo, la historia no sólo

consiste en luchas. He aquí el segundoerror de concepto que subyace aaseveraciones de este género. Tanto lospueblos como las clases han convividoen paz durante bastante mas tiempohistórico de lo que lo han hecho enguerra, y los medios con los que lo hanconseguido son al menos tan interesantesy dignos de investigación histórica comolas causas que, una y otra vez, los hanllevado a enfrentarse bélicamente.

Uno de estos medios es el Estado, yllama la atención el papel subalternoque éste desempeña en el esquema

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político de Hitler. En un contexto muydiferente, al examinar sus logros hemostopado ya con el hecho sorprendente deque Hitler no era un estadista y queincluso destruyó en lo posible, muchoantes de la guerra, lo que quedaba delEstado alemán sustituyéndolo por uncaos de «estados dentro del Estado».Ahora encontramos en su ideario lajustificación teórica de esecomportamiento erróneo. Hitler no seinteresaba por el Estado, no entendíanada del Estado ni le concedía la menorimportancia. Para él, únicamentecontaban los pueblos y las razas. ElEstado era «solo un medio para llegar a

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un fin», a saber: la guerra. De hecho,entre 1933 y 1939, no escamoteó mediospara preparar la guerra, por lo que creóuna maquinaria bélica y no un Estado. Yello habría de volverse en su contra.

Pues un Estado no es solamente unamaquinaria bélica –a lo sumo la tiene– ytampoco es, necesariamente, laorganización política de un pueblo. Laidea del Estado-nación no tiene más dedoscientos años de existencia. Lamayoría de los Estados históricosabarcaban o abarcan muchos pueblos,como los grandes imperios de laantigüedad o la Unión Soviética, osolamente partes de un pueblo, como los

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antiguos Estados-ciudad o los dosEstados alemanes modernos resultadode la Segunda Guerra Mundial. No poreso dejan de ser Estados; no por esodejan de ser necesarios. La idea deEstado es mucho más vieja que la ideade nación. Y la función principal de losEstados no es la de librar guerras sino,al contrario, la de conservar y asegurarla paz interior y exterior de sushabitantes, sean éstos nacionalmentehomogéneos o no. Los Estados sonsistemas de orden. La guerra es, nomenos que la guerra civil, un estado deexcepción y de emergencia estatal. Pararesolver tales situaciones el Estado tiene

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su monopolio de poder, su ejército y supolicía. Naturalmente, los tiene tambiénpara dirimir conflictos, pero no paraconquistar espacio vital a costa de otrospueblos, ni para librar guerras a fin demejorar la raza u obtener la dominacióndel mundo.

De todo eso Hitler no tenía la menoridea. O tal vez deberíamos decir que noquería tener la menor idea. En efecto, elcarácter voluntarista de su concepcióndel mundo es innegable: veía el mundocomo quería verlo. Que el mundo esimperfecto, lleno de luchas, miserias ysufrimientos, que también lo es el mundode los Estados, tan salpicado de recelos,

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hostilidades, temores y guerras… ¡esuna gran verdad¡ Y cuánta razón tienenlos que no se engañan al respecto!Mientras no dice otra cosa, Hitler habitaen la verdad. Lo malo es que no lo dicecon la triste y valerosa seriedad con queLutero o Bismarck afrontaban,ecuánimes, el pecado original y laimperfección terrenal respectivamente,sino que lo dice con la voz chillona conla que Nietzsche, por ejemplo, ensalzabaa menudo lo deplorable. Para Hitler, elestado de excepción era la norma, y larazón de ser del Estado era la guerra. Yen esto se equivocaba. El mundo no esasí. Tampoco el mundo de los Estados.

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Tal como éste aparece organizado, lasguerras siempre se hacen para llegar auna paz. Eso se sobreentiende en lasguerras defensivas, pero también sucedeasí en las guerras de agresión, si éstaspersiguen algún objetivo. Toda guerraconcluye con un tratado de paz o deEstado y abre un nuevo periodo de paz,que suele durar mucho más que elperiodo bélico precedente. Cuando lasarmas han decidido la contienda hay quehacer la paz, pues, de lo contrario, laguerra no habría tenido sentido. Elhecho de que Hitler no lo viera así, o noquisiera verlo, lo llevó a cometer uno desus más fatales desaciertos, como

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veremos en el capítulo siguiente.En la concepción hitleriana del

mundo, las guerras eran más bienguerras de conquista con el objeto deganar espacio vital para el pueblobeligerante, de subyugar (o destruir)duraderamente al vencido y de alcanzar,en último término, la dominación delmundo. He aquí otro error de concepto.En Europa no se habían dado guerraspara aumentar el territorio –por lomenos hasta Hitler– desde la granmigración de los pueblos ocurrida en eldeclive del Imperio romano, esto es,desde hacia un milenio y medio. Europaestaba ya colonizada. Sus pueblos eran

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sedentarios. Y cuando, a raíz de untratado de paz, una provincia pasaba aformar parte de otro Estado, o un Estadoentero era repartido entre sus vecinos,como fue el caso de Polonia, sushabitantes permanecían en su lugar deresidencia. En Europa el espacio vitalno se ganaba ni se perdía, pues no era unfin por el que luchar. Fue Hitler quien,tras un paréntesis de mil quinientos añosaproximadamente, lo introdujo de nuevoen la historia europea, conconsecuencias terribles para Alemania.La expulsión, como la que sufrirían losalemanes residentes en los territoriosdel Este, fue justamente lo que Hitler

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siempre había pregonado como elsentido de toda guerra, y él mismo ya lahabía practicado en la Poloniaconquistada.

La idea del «espacio vital» eratambién una concepción equivocada porotra razón. Y es que, en el siglo XX, nomerece ya la pena luchar por el espaciovital. Si Hitler medía el bienestar y elpoder de un pueblo en función delperímetro del área que éste habitaba ycultivaba, y si exigía y ponía en prácticauna «política del suelo», olvidaba odejaba de lado la revolución industrial.Desde el advenimiento de ésta, elbienestar y el poder ya no dependen del

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tamaño del territorio, sino del niveltecnológico. Y para este último eltamaño del espacio vital es irrelevante.

A efectos del desarrollotecnológico-industrial de un país, unexceso de «espacio vital», es decir, unagran extensión poco poblada puedesuponer incluso un impedimento; sirvacomo botón de muestra la UniónSoviética, que no consigue de ningúnmodo explotar y desarrollar el inmensoterritorio rico en materias primas de lademasiado poco poblada Siberia. Entodo caso, salta a la vista que algunos delos países más pobres y débiles delmundo actual disponen de una superficie

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enorme, mientras que algunos de los másprósperos y seguros son realmentediminutos. Con su teoría del espaciovital, Hitler, que en otros campos –tecnología militar o motorización de lasmasas– tenía un pensamientoabsolutamente moderno, estaba ancladopor completo en la era preindustrial.

Y éste es precisamente uno de loserrores de concepto más persistentes deHitler. En efecto, la nostalgia de la erapreindustrial y el angustioso hastíocausado por el mundo «inhumano» queha creado el hombre y al que desde hacedoscientos años nos acomodamos cadavez más deprisa, no sólo estaban muy

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difundidos en tiempos de Hitler sino quehan recobrado fuerza justamente en laépoca en que vivimos. A estossentimientos se debe el que la ideahitleriana del espacio vital les resultaratan obvia a muchos de suscontemporáneos. ¿Acaso Alemania,vista en el mapa, no parecía demasiadopequeña para su fortaleza y su númerode habitantes? Si Alemania había dereconvertirse en un paíspredominantemente agrario –es curiosoque Hitler coincidiera en este punto conMorgenthau–, necesitaba más espaciovital. Pero sólo sentada esta premisa.

También la idea de que, en las

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guerras del siglo XX, lo que endefinitiva estaba en liza era ladominación del mundo, es más antiguaque Hitler y ha perdurado en el tiempo.Ya antes de la Primera Guerra Mundial,Kurt Riezler, asesor del cancillerBethmann-Hollweg y hombre muyilustrado, escribió: «Todo pueblo tienela idea de crecer, expandirse, dominar,subyugar sin fin, de cohesionarse cadavez más firmemente e incorporarelementos siempre nuevos, de ser unaentidad cada vez más superior hasta queel universo, bajo su dominio, se hayaconvertido en un todo orgánico».Hitlerismo puro, aunque con mayor

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unción. Pero el autor se equivoca: notodos los pueblos tienen tales metas. ¿Oacaso los suizos o los suecos, por ponerdos ejemplos, no son pueblos? Nisiquiera puede afirmarse que las grandespotencias europeas de la era delimperialismo colonial aspiraran deverdad, en solitario, a la dominación delmundo: la idea de que no podíaneliminarse mutuamente y de que todatentativa de alcanzar la supremacía,aunque sólo fuera en Europa, provocabaindefectiblemente una coalición de lasotras grandes potencias –que,amenazadas por esa tentativa, seencargaban de hacerla fracasar– había

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calado hondo en todas ellas.También los pangermánicos de la

época guillermina, cuando hablabanexultantes de una potencia mundialalemana sólo querían decir, por logeneral, que Alemania debería ser una«potencia mundial» al lado de lasdemás. Tenían en mente un gran imperiocolonial alemán en Asia y África,sustentado por la supremacía alemana enel continente europeo, pero no unaconquista y dominación del mundo en elsentido estricto de la palabra.

Hitler, por el contrario, se refería alparecer a una dominación del mundo enel sentido literal del término, aunque en

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vida apenas esperaba alcanzar más quela dominación de Europa, incluyendo aRusia en particular (las colonias leinteresaban poco). Y el «Gran ImperioAlemán» que se proponía construir apartir de la Europa conquistada, y en elque los pueblos serían fundidos yrefundidos en una nueva jerarquía derazas, había de ser el trampolín hacia laverdadera hegemonía mundial.

Ahora bien, no es del todoequivocado pensar que nuestro mundo,menguado por la tecnología yamenazado por las armas de destrucciónmasiva, necesita unidad, y que, porconsiguiente, la idea de la hegemonía

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mundial –los conceptos de unidadmundial, gobierno mundial o hegemoníamundial están, en definitiva, muypróximos entre sí– ha recobradoactualidad en el siglo XX. El error deHitler no fue haber hecho suya esa idea.Consistió en que veía al Imperio alemáncomo serio aspirante a esa dominacióndel mundo. La Alemania de su tiempoera, sin duda alguna, una gran potencia,incluso la más fuerte de Europa. Sinembargo, seguía siendo una potenciaentre otras, y había fracasado ya una vezen su intento de alcanzar la supremacíaeuropea y la hegemonía mundial. Sólo sise hubiese logrado la unificación

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europea –imposible de conseguirmediante guerras de conquista y desubyugación–, tal vez la unión resultante,en la que Alemania tendría que haberestado integrada, habría podido optar ala dominación del mundo. ¡Perocontemplar la unificación de Europahabría sido propio del internacionalismojudío! Hitler, en cambio, creía podertriunfar desde una gran Alemaniaétnicamente pura, dominada por lapolítica racial y el antisemitismo. Burdaequivocación. Un rearme biológico pormedio del perfeccionamiento de la razaal estilo de los criadores de animales,aparte de su problemática en sí, habría

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requerido varias generaciones dealemanes. Demasiado tiempo paraHitler, que quería lograr en vida cuantose había propuesto.

En lo que concernía alantisemitismo, Hitler no sólo seequivocaba sobre los judíos sinotambién acerca de los mismosantisemitas. Creía de verdad –y así lodemuestran no sólo las declaracionesescritas y públicas que hemos citado,sino también las opiniones que expresóen privado durante la guerra– que con suantisemitismo ganaría las simpatías detodo el mundo para la causa alemana yque, en cierto modo, podría convertirla

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en una causa de la humanidad. Élcontaba con que había antisemitas entodo el mundo, pero su antisemitismoexterminador no existía en ninguna partesalvo en el Este de Europa, de donde lohabía importado. Y tampoco allírespondía –dicho sea en honor deucranianos, polacos y lituanos– a lasfantasías hitlerianas de un complotuniversal judío encaminado a esclavizaro exterminar a la humanidad «aria», sinoal mero hecho de que los judíosresidieran en esas regiones como unpueblo extraño y muy cohesionado. Erala única parte del mundo donde losjudíos vivían de esa forma, de ahí que el

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antisemitismo de otros lugares notuviera por objeto el exterminio o la«eliminación» de los judíos.

Allí donde existía, el antisemitismoera, mayormente, de naturalezareligiosa. Fue sobre todo la Iglesiacatólica la que, hasta el ConcilioVaticano Segundo, combatió a los judíoscomo infieles. La meta de talantisemitismo religioso, el másextendido con creces, no era elexterminio sino la conversión de losjudíos. Si éstos se hacían bautizar, todoquedaba zanjado.

Luego existía, en zonas ruralesparticularmente, un antisemitismo de

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carácter social. En efecto, los judíoseran odiados por su papel deprestamistas, oficio que, como essabido, era el único que les estabapermitido desempeñar en los tiemposanteriores a su emancipación. Elantisemitismo social, aunque resulteparadójico, en el fondo buscaba laemancipación de los judíos. Tan prontocomo el judío desempeñaba una funcióndiferente de la de prestamista, esa formade antisemitismo desaparecía: así, porejemplo, el judío médico, dondeexcepcionalmente lo hubo, siempre fuemuy apreciado y solicitado.

Por último, existía un antisemitismo

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nuevo y post-emancipatorio, al quepodemos llamar antisemitismo derivalidad. Desde su emancipación amediados del siglo XIX, los judíos, enparte por su talento, en parte –hay queadmitirlo– gracias a su cohesión comogrupo social, habían alcanzadoposiciones manifiestamente destacadasen muchos países así como ennumerosos ámbitos de la vida cultural,pero también en la medicina, laabogacía, la prensa, la industria, lasfinanzas, la ciencia y la política. De esemodo resultaron ser, si no la sal de latierra, sí en muchos países una especiede flor y nata de la sociedad. En la

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República de Weimar, al menos enBerlín, constituían algo parecido a unasegunda aristocracia, que despertaba nosólo la merecida admiración sinotambién la envidia y la animadversiónde los no judíos. Quien era antisemitapor este motivo se alegraba de que losjudíos recibieran algún que otrocoscorrón, y deseaba incluso que lesdieran una buena paliza. ¿Peroexterminarlos? ¡Por Dios! Al comienzo,mientras se limitaba a desfogarverbalmente su particular forma dedelirio y odio asesino contra los judíos,Hitler provocaba sacudidas de cabezaentre los mismos antisemitas de todos

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los países; más tarde, cuando pasó a laacción, muchos se horrorizaron. Puesincluso los antisemitas corrientes sólocompartían una mínima parte de lasideas aberrantes difundidas por Hitlersobre los judíos.

A continuación someteremos estasideas a crítica, que será breve porque,en realidad, ya han quedado refutadaspor lo antes expuesto.

Por mucho que Hitler insistiera enque los judíos no constituían unacomunidad religiosa, cualquiera se dacuenta de que eran todo lo contrario. Lareligión judía se yergue como unpeñasco colosal ante los ojos del

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mundo: es la primera y hasta hoy la máspura religión monoteísta, la única queosó concebir y logró conservar, sindiluirla ni ablandarla, la sobrecogedoraidea de un Dios único, sin nombre y sinimagen, inaprensible e inescrutable: yes, seguramente, la única que ha sidocapaz de mantener la unidad de susfieles durante diecinueve siglos dediáspora y de persecuciones recurrentes.Hitler no lo vio así, probablemente no lovio en absoluto. Pues a pesar de suhabitual invocación retórica a laProvidencia y al Todopoderoso, no sólono era un hombre religioso sino quetampoco tenía sensibilidad alguna para

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captar lo que la religión puede significarpara otras personas. El trato quedispensó a las iglesias cristianas lodemuestra claramente.

Por el contrario, los judíos no son,bajo ningún concepto, una raza, nisiquiera si aplicamos el término a lasdistintas tribus y variedades de la razablanca. El Israel actual, por ejemplo, esun Estado eminentemente multirracial,cosa que cualquier visitante puedecomprobar con sus propios ojos.Además, es sabido que la razón de estavariedad racial radica en que eljudaísmo siempre ha sido una religiónmisionera y proselitista. Entre los

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convertidos a su credo en la Roma delBajo Imperio había representantes detodos los pueblos, tribus y variedadesde la raza blanca existentes en aquellaépoca, si bien no fueron tantos como losque se hicieron cristianos. (No puedenegarse que el judaísmo y elcristianismo mantuvieron durante siglosuna competencia misionera.) Incluso hayjudíos, aunque pocos, que pertenecen ala raza negra o a la amarilla. Fue ArthurKoestler quien avanzó la tesis fidedignade que los judíos del Este, los máscastigados por Hitler, no eranprobablemente, en su gran mayoría,semitas sino descendientes de los

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kasares, un pueblo turco originalmenteasentado entre el Volga y el Cáucasoque abrazó la religión judía en la EdadMedia y luego se desplazó hacia el oestey noroeste. (En este sentido, la mismapalabra «antisemita» es imprecisa; si laempleamos es porque ha tomado cartade naturaleza.)

¿Podemos decir que los judíos sonun pueblo, una nación? Esta es ya unacuestión más opinable. Sin duda alguna,carecen del atributo más infalible queexiste para reconocer a un pueblo, lalengua común. Los judíos ingleseshablan ingles; los judíos franceses,francés; los judíos alemanes, alemán,

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etcétera. Y también es cierto que muchosjudíos –seguramente la mayoría deellos– se han convertido, desde suequiparación jurídica, en buenospatriotas de sus respectivos paísesnatales; a veces, y justamente enAlemania, han llegado a ser«superpatriotas». A pesar de ello, nopuede ignorarse que existe ciertosentimiento de copertenencia ysolidaridad judía que trasciende lasfronteras, un sentimiento judío de puebloo nación que hoy en día se manifiestaparticularmente en la solidaridadgeneral con Israel. Cosa que, por otraparte, no es difícil de explicar, ya que a

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muchos pueblos que durante largotiempo no tuvieron Estado propio lareligión les sirve de aglutinantenacional. Así, el catolicismo de lospolacos y los irlandeses tiene, aparte desu componente religioso, un claroingrediente nacional. Entre los judíos,que vivieron sin Estado propio durantemucho más tiempo que los polacos y losirlandeses, esa fuerza aglutinante yconstituyente de un sentimiento nacionalha sido tal vez aún más acusada.Además, las frecuentes persecucionesque padecieron también contribuyeron aque se mantuvieran unidos. Seguramente,algo de esta fuerza cohesionadora de la

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religión (y de la persecución) sigueexistiendo en aquellos que han abjuradode su credo, cosa que puede observarsetambién en miembros de otrasreligiones. La diferencia entre un excatólico y un ex protestante viene a sermás o menos la misma que la que existeentre un católico y un protestante. Amenudo, su hábito espiritual quedaimpregnado, durante generaciones, de lareligión de sus padres y antepasados.Tratándose de una religión tan fuertecomo la judía, los efectos que ésta dejaen sus apóstatas pueden ser incluso máspersistentes.

Sin embargo, todo ello no es motivo

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para ser antisemita y, menos aún, paraperseguir a los judíos con el odioasesino y la voluntad aniquiladora queHitler les demostró desde un comienzo.El odio antijudío específicamentehitleriano sólo puede clasificarse comofenómeno patológico, pues lajustificación que Hitler intenta ofrecer –la presunta conspiración internacionaljudía para exterminar a todos los«arios»– es, evidentemente, no sólo unerror conceptual sino una aberraciónparanoide. O ni siquiera eso, sino unaforma fantasiosa de racionalizar unaintención asesina premeditada. Susargumentos se caen por su propio peso.

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El «judaísmo internacional» no sólo notenía los designios tenebrosos que Hitlerle imputó, sino que carecía en absolutode designios comunes. Al contrario: entiempos de Hitler, el judaísmo estabamás desunido y escindido que en ningúnmomento anterior de los tres mil años desu historia: escindido entre religiosidadtradicional y secularización moderna,entre asimilación y sionismo, entrenacionalismo e internacionalismo… porno hablar de las grandes divisiones yescisiones políticas que tambiénafectaban de lleno a los judíos, quedesde su emancipación civil seintegraban en el mundo de una forma

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muy distinta a como lo habían hechoanteriormente. Desde hacía un siglo máso menos, y debido a la asimilación, lasconversiones y los casamientos con nojudíos, muchos incluso estaban en trancede abandonar deliberadamente suidentidad y disolverse por completo enlos países en que vivían. Y en ningunaparte lo hacían con tanta convicción, contanto fervor, como en Alemania. Ensuma, cuando recibieron el terriblegolpe, los judíos, que Hitler pretendíaver como una comunidad deconspiradores tan poderosa comodiabólica, eran en realidad un colectivoen plena crisis, más debilitado que

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nunca e incluso inmersomayoritariamente en una incipientedisolución. Es sabido que fueron comocorderos al matadero, y el que presumíade matar dragones asesinó a genteindefensa.

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Desaciertos

El análisis de los desaciertos de Hitlerse ve entorpecido por dos barreraspsicológicas. La primera es la mismacon que nos topamos ya a la hora deconsiderar sus errores de concepto. Lapropensión a calificar de erróneo, apriori y sin examen previo, todopensamiento de Hitler por el mero hechode haber sido él quien lo tuviera, secorresponde con la tendencia a tacharindiscriminadamente de desacierto todolo que Hitler hizo, por la sencilla razónde haber sido él quien lo hiciera. Se

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trata de una actitud harto comprensible;pero, naturalmente, tal prejuicio noredunda en provecho del conocimientoni sirve para formarse una opinión alrespecto. La segunda barrera consiste enla tendencia, hoy predominante en lainvestigación histórica, a identificar enlo posible la historiografía con unaciencia exacta, es decir, a buscar leyes yenfocar principalmente aquellosprocesos sociales y económicos dondese supone que éstas se cumplen conmayor probabilidad; a minimizar, portanto, el papel del factorespecíficamente político en la historia y,sobre todo, a negar la influencia que los

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«grandes hombres» o las personalidadesque moldean la política ejercen sobre lamarcha de la historia. Naturalmente,Hitler no encaja en ese planteamiento dela historiografía moderna, y quienes loaplican consideran francamenteintolerable que un historiador serio sededique a explorar cuanto haya deacertado o desacertado en los actos deun individuo que hizo política durantenada más que quince años, y que,encima, tal pesquisa le exija rastrear losrasgos específicos de su carácter,máxime si se trata de un carácter tancarente de atractivos como el de Hitler.¡Qué enfoque más anacrónico!

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Pero también se puede opinar locontrario y sostener que precisamente unfenómeno como el de Hitler demuestraque toda esa corriente histórica va pormal camino; como, por lo demás,también lo demuestran los fenómenos deLenin y Mao, aunque la influenciainmediata de ambos se limita a suspropios países, mientras que la de Hitlerempujó al mundo entero en otradirección, aunque diferente de la que élpretendía. Es por eso por lo que su casoes tan complejo y a la vez taninteresante.

Un historiador serio no puedeafirmar, bajo ningún concepto, que la

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historia del siglo XX se habríadesarrollado de la misma manera si nohubiese existido Hitler. No hay certezaalguna de que, sin Hitler, la SegundaGuerra Mundial hubiera llegado aproducirse; y es del todo seguro que, dehaberse producido, habría transcurridode otro modo –posiblemente incluso conotras alianzas, otros frentes y otrosresultados–. El mundo actual, nos gusteo no, es obra de Hitler. Sin Hitler, nohabría división de Alemania y deEuropa; sin Hitler, no habría habidoamericanos y rusos en Berlín; sin Hitler,no existiría Israel; sin Hitler, no habríatenido lugar la descolonización o, por lo

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menos, no se habría llevado a cabo contanta celeridad; ni tampoco se habríanemancipado los países asiáticos, árabesy del África negra, ni Europa habríaperdido su papel hegemónico en elmundo. Para ser más exactos debemosdecir que, sin los desaciertos de Hitler,nada de eso habría sucedido. De hecho,ninguna de esas consecuencias entrabaen sus planes.

Hay que remontarse a épocashistóricas muy remotas –tal vez hastaAlejandro Magno– para encontrar a unhombre que, en una vida relativamentebreve, haya transformado el mundo deforma tan radical y duradera como

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Hitler. Y lo que no se hallará en toda lahistoria universal es otro hombre que,con un despliegue de energía sin par,haya conseguido justo lo contrario de loque se proponía conseguir.

Lo que Hitler se proponía era lasupremacía de Alemania en Europa y ladominación directa de Rusia; ademásquería conservar el dominio europeosobre África y sobre grandesextensiones de Asia y Oceanía.Construiría una pirámide de poder cuyabase estaría constituida por las antiguascolonias europeas de ultramar y porRusia como nueva colonia alemana; ensu cuerpo central se encontrarían los

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demás países europeos, escalonados enpaíses anexos, pueblos de siervos,satélites y aliados medio opseudoindependientes; el vértice loocuparía Alemania. Ese enormeconglomerado de poder habría de lucharposteriormente por la hegemoníamundial contra Estados Unidos y contraJapón, y tendría buenas perspectivas desalir victorioso de la contienda.

Lo que Hitler consiguió fue lasupremacía de Estados Unidos en laEuropa occidental, y la de Rusia en laEuropa oriental, además de la particiónde Alemania y la desintegración detodos los imperios coloniales europeos.

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Un mundo con dos vértices de poder, enel que las antiguas colonias europeasgozaban de una súbita autonomía y decierta libertad controlada, mientras queEuropa (también escalonadamente)quedaba supeditada a las dossuperpotencias. Alemania, tras perderpor completo su soberanía estatal, quedótotalmente hundida y tardaría años enascender siquiera, dividida y ocupada,al estatus de aliado dependiente deEstados Unidos y de Rusia en el quepermanece el resto de Europa.

En otras palabras, Hitler no obtuvoresultados positivos, pero sí resultómonstruosamente negativo. De los

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demás «grandes hombres» de laHistoria, prácticamente ninguno falló elgolpe con tan asombrosa contundenciacomo él. Sin embargo, no hay duda deque logró un efecto enorme, comotampoco puede negarse que en dosocasiones –otoño de 1938 y verano de1940– estuvo muy cerca de su objetivo.Desde un punto de vista histórico, no espues un juego inútil sino una tareaabsolutamente seria tratar de descubrirlos desaciertos que le llevaron adeshacer cuanto ya había alcanzado amedias, como tampoco responde a unacuriosidad morbosa que con ese objetouno se detenga a examinar los rasgos de

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la personalidad hitleriana. En efecto, loserrores que cometió solían tener suorigen en los defectos de su carácter.

Pero en parte también se derivabande los errores de concepto que hemostratado en el capítulo anterior. Hay almenos una actuación desacertada que elHitler «programático» dicta al Hitlerpolítico. Es la primera de todas, y yacomienza a traer consecuencias en 1933.

En el capítulo anterior veíamos que,en la teoría hitleriana del acontecermundial, corrían en paralelo dos líneasde actuación totalmente distintas. Poruna parte, la lucha eterna de los pueblos–más exactamente, de los pueblos

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blancos, pues los de color no contabanpara Hitler– por el espacio vital y por ladominación o la subyugación, con lahegemonía mundial de uno de elloscomo máximo premio por la victoria;por otra, la lucha común de todos lospueblos blancos contra los judíos. Porconsiguiente, el Hitler políticoperseguía, desde un comienzo, dosobjetivos totalmente distintos: por unlado, el dominio de Alemania sobreEuropa; por otro, el «apartamiento» delos judíos, que equivalía para él a suexterminio. El primer propósito no teníanada que ver con el segundo, yviceversa; es más: ambos se

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obstaculizaban mutuamente.En política siempre es un error

perseguir dos objetivos a la vez, tantomás cuanto que el primero es ya tanambicioso que solo puede alcanzarseconcentrando todas las fuerzas ycontando con una buena dosis de suerte.Hasta entonces todos los hombres que sehabían propuesto dominar Europahabían fracasado: tanto Carlos V yFelipe II, como Luis XIV y Napoleón.Tal vez eso no justificabanecesariamente que no se volviera aintentarlo por imposible; al fin y alcabo, no podía desecharse laposibilidad de que la Alemania del siglo

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XX lograra lo que no consiguieron laEspaña del XVI ni la Francia del XVII ydel XIX. Pero, en todo caso, era unmotivo para no añadir, innecesaria ygratuitamente, más resistencias a las quetal empeño ya oponía de por sí, y que sepreveían enormes. Quien pretendieraconquistar Europa no debía engrosar lalista de enemigos que con esa empresase creaba en el continente sumándolenuevos enemigos, desperdigados peroinfluyentes, en el mundo entero (y en elpropio país). Hacer eso era unaequivocación, sobre todo teniendo encuenta que esos enemigos adicionalescreados arbitrariamente habían sido

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antes los mejores amigos. Y los judíoslo fueron hasta que Hitler los convirtióen enemigos.

En este aspecto, no importa el gradode influencia que uno quiera atribuir alos judíos en la política de susrespectivos países. Hitler seguramentela sobrevaloraba, y eso tendría quehaber sido una razón más paramantenerlos en su bando y no obligarlos,sin motivo, a pasarse al del enemigo. Dehecho, hasta la llegada de Hitler, lainfluencia judía en el mundo había sidode carácter eminentemente germanófila,y los adversarios de Alemania en laPrimera Guerra Mundial pueden dar

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prolijo testimonio de ello. En EstadosUnidos, los judíos se opusieronabiertamente y durante mucho tiempo aque el país entrara en guerra al lado dela Entente. En la Rusia zarista habíandesempeñado un papel importante en elmovimiento revolucionario impulsadoexitosamente por Alemania. De modoque con su antisemitismo, Hitler no solose creó enemigos adicionales sinninguna necesidad, sino que convirtió alos amigos en enemigos, colocando en elotro lado de la balanza un peso queantes había estado en el platillo alemán.Una doble pérdida.

Por otra parte, se sigue

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subestimando la rémora que elantisemitismo de Hitler creó desde elcomienzo en la misma Alemania, auncuando al principio ese antisemitismosólo se manifestaba en forma de ofensa,difamación y discriminación permanentede los judíos alemanes y no permitíavislumbrar todavía la espeluznantedimensión que adoptaría al final. Hastala irrupción de Hitler, la gran masa delos judíos alemanes estaban francamenteenamorados de Alemania –conmuevecomprobar que algunos pocos inclusosiguieron estándolo después de Hitler ya pesar de él–. Los judíos se habíanconvertido en buenos patriotas en todos

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los países occidentales, pero en ningunosu patriotismo había adoptado rasgos tanfervorosos y profundamente emotivoscomo en Alemania. Se puede hablar deuna relación amorosa de los judíos conAlemania, que duró el medio centenarde años anterior a Hitler (Jörg vonUthmann, en su libro Doppelganger, dubleicher Geselle, ha intentado llegar alfondo de la afinidad judío-germana). Yno cabe duda de que los judíosdesempeñaban el papel del amante,mientras que los alemanes, lisonjeados yalgo extrañados, a lo sumo secomplacían de ser el objeto de tantaadoración por parte de sus compatriotas,

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cuando no la rechazaban porconsiderarla un acoso judío. Lo cierto esque esa relación de amor judío-germanahizo brotar retoños primorosos en elcampo cultural: pensemos en el editorSamuel Fischer y sus escritores, o en eldramaturgo Max Reinhardt y sus actores.También es innegable que los judíosalemanes contribuyeron en buenamedida a que Alemania llegara aaventajar claramente y por primera vez aFrancia e Inglaterra tanto en el campointelectual y cultural como en la cienciay la economía durante el primer terciodel siglo XX. En 1933 esa relación seacabo tajantemente. Hitler se encargó de

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que en la mayoría de los judíosalemanes ese amor ofendido seconvirtiera en odio. Y aparte de laenemistad de los judíos alemanes,también se granjeó la hostilidad deaquellos alemanes que –ciertamente nomayoritarios pero tampoco la escoria dela sociedad– siguieron siendo fieles asus amigos judíos. En efecto, una granparte de la resistencia pasiva que la oladel hitlerismo encontró en Alemania sedebió al antisemitismo del Führer. Nose puede calcular, naturalmente, en quémedida esa negativa silenciosa acolaborar de una minoría, y no ínfima,de la población debilitó a Hitler. Así,

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por ejemplo, la emigración de casi todoslos escritores de prestigio no le quitó elsueño, pero fue un imponderable quecontribuyó a estropear de antemano lareputación de la Alemania hitleriana enel mundo. Todavía más grave fue lasangría que Hitler causó a la cienciaalemana. No sólo emigraron loscientíficos judíos, con Einstein a lacabeza, sino que los siguieron suscolegas o maestros no judíos. Y losextranjeros que antes habían peregrinadoen masa a Alemania dejaron de hacerlo.Hasta la llegada de Hitler el centromundial de la investigación atómicaestaba en Gotinga; en 1933 se desplazó

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a Estados Unidos. Es interesante pensaren la hipótesis de que, sin elantisemitismo de Hitler, habría sidoprobablemente Alemania y no EstadosUnidos la primera potencia endesarrollar la bomba atómica.

El hecho de que Hitler, con suantisemitismo, lastrara desde elcomienzo y con consecuenciasimprevisibles sus aspiraciones de poderfue sin duda su primer desacierto grave,un error aún subestimado hoy en día.Pero, naturalmente, tuvieron queañadirse otros errores para que secolmara el vaso.

A pesar de los daños que el

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antisemitismo hitleriano infligió, desdeel principio, a la causa alemana, locierto es que Hitler estuvo en dosocasiones a punto de alcanzar suobjetivo: en el otoño de 1938, cuandocon el pleno consentimiento de Francia eInglaterra se le concedió una posiciónpredominante en el este de Europa; y enel verano de 1940, momento en el que,tras la victoria sobre Francia y laocupación de muchos otros países, tuvoa sus pies a casi todo el continentesituado al oeste de Rusia. Esto obliga apreguntarse si un dominio o unpredominio de Alemania en y sobreEuropa era de por sí una utopía y

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representa, por tanto, uno de los erroresa priori de Hitler.

Hoy en día, si surge la pregunta, larespuesta es afirmativa, incluso para losalemanes actuales y en especial para lasgeneraciones jóvenes, que miran a suspadres y abuelos como si fuesen seresdesquiciados por haberse fijadosemejante meta. Por lo pronto hay quehacer constar que esos padres y abuelos,es decir, dos generaciones de alemanes,la de la Primera y la de la SegundaGuerra Mundial, consideraron en su granmayoría que tal objetivo era racional yalcanzable, lo abrazaron con entusiasmoy no pocos dieron su vida por él.

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Naturalmente, ello no quiere decirque el objetivo fuera alcanzable odeseable. Son pocos los que hoy en díaestán dispuestos a afirmar lo contrario.Pero si evocamos algunas imágenes dela Europa del otoño de 1938 y delverano de 1940, y, más aún, sicomparamos el estatus desolador de laEuropa poshitleriana con la posiciónque ocupaba en un nivel mundial en laprehitleriana, nos asaltan una serie dedudas. ¿No necesitaba Europa la unidadsi quería conservar esa posición en elmundo? ¿Podía esa unidad conseguirsesin recurrir a la violencia? ¿Nopresuponía dicha unidad, por lo menos

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en su fase inicial, el predominio de lapotencia más poderosa del continente?¿Y no era acaso Alemania esa potencia?De todos modos, no eran sólo losalemanes –dos generaciones– los querespondían afirmativamente a talespreguntas. Es sabido que entre 1938 y1940 también muchos europeos noalemanes habrían contestadoafirmativamente, aunque tal vez conreservas. Y la posguerra pondría enevidencia que tal vez no estaban tanequivocados, o no lo habrían estado sila Alemania con la que tuvieron quevérselas no hubiese sido la de Hitler.

Indudablemente, una Europa

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dominada por Hitler habría sido unapesadilla, como lo fue la Alemaniahitleriana en muchos aspectos:persecución de los judíos, campos deconcentración, caos constitucional,abolición del Estado de derecho eimposición de un provincianismocultural. Pero no por ello debe pasarsepor alto que el equilibrio europeo delsiglo XIX estaba irremediablementeperdido en el XX. Ya la Primera GuerraMundial y el acuerdo de paz subsecuentehabían destruido en su esencia eseequilibrio, y el tímido intento derestablecerlo emprendido por Inglaterray Francia en 1939 tras un largo titubeo,

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fracasó al año siguiente. La SegundaGuerra Mundial demostró que la Europadel siglo XX sólo tenía dos opciones: ose sometía a una supremacía alemana o auna americano-rusa. No hay duda deque, comparada a una supremacíaalemana con Hitler a la cabeza, era muypreferible una americana, e incluso yhasta cierto punto una rusa, aunquealgunos discrepen. Por otra parte, unasupremacía alemana habría unido aEuropa, mientras que una americano-rusa forzosamente había de dividirla. Yuna Europa unida bajo la supremacíaalemana habría podido conservar pormucho tiempo su supremacía

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imperialista en Asia y África, mientrasque la Europa dividida entre EstadosUnidos y Rusia estaba abocada aperderla precipitadamente.

Así se comprende por qué Hitler, en1938 en Europa del Este y en 1940 trassu victoria sobre Francia, encontró, entodo el continente, cierta disposición alentendimiento y a la subordinación, sibien el anhelo europeo de unidad no eratan fuerte como lo había sido, porejemplo, en los alemanes a mediadosdel siglo XIX. Tal anhelo no empezó asurgir hasta después de 1945, cuando lacasa había quedado reducida a cenizas.Sin embargo, ya en 1938 y en 1940 se

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hizo evidente en Europa ciertadisposición a ceder ante la fuerza ysacar el mayor provecho posible de lasubordinación a la potencia superior.Esa disposición tenía que ver, al menosen algunos lugares, con la intuición deque a Europa quizá le convendría unmayor grado de unidad, incluso si elprecio era la aceptación de unasupremacía alemana (que podía ser decarácter provisional). Todavía seguardaba un vivo recuerdo de cómo laPrusia de Bismarck había unido lospaíses alemanes derrotados en la guerrade 1866 para luego disolversepaulatinamente en la Alemania

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unificada. ¿No se podía pensar que unaAlemania victoriosa también sedisolvería paulatinamente en una Europaunida, perdiendo poco a poco sus rasgosrepulsivos? ¿No se podría acelerar talvez ese proceso deseado cooperandocon ella? En 1940, tales ideas estabanmuy difundidas en los países europeos,sobre todo en Francia, por mucho quedespués se haya renegado de ellas. Si laAlemania de entonces hubiese tenido unBismarck y no un Hitler…

Pero no nos pongamos a soñar.Alemania tenía un Hitler, y de éldependía –diga lo que diga la escuelasociológica de la historiografía– que de

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esa situación surgiera una Europa uniday fortalecida, si bien al principiodominada por Alemania, o la quefinalmente surgiría. «He sido la últimaoportunidad de Europa», declaró en losdictados a Bormann en febrero de 1945,y en cierto modo tenía razón. Perotendría que haber añadido: «Y la hedesperdiciado». Desperdiciarla fue susegundo gran desacierto después delprimero, consistente en hipotecar supolítica europea con el antisemitismo.Para comprender cómo y por qué ladesperdició –en dos ocasiones–,tenemos que repasar la política quellevó a cabo en el otoño de 1938 y en el

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verano de 1940. Observaremos que enambos momentos no acertó a ver, orechazó deliberadamente, la oportunidadque se le brindaba –omisión doble y tangrave como el desacierto, más obvio,cometido en 1941 de atacar Rusia ydeclarar la guerra a Estados Unidos.

Repasemos brevemente los hechos.En marzo de 1938, Hitler, mediante

la anexión de Austria, había convertidoel Imperio alemán en el Gran ImperioAlemán; en septiembre del mismo año,Inglaterra y Francia, en virtud delCompromiso de Munich, toleraron queese Imperio se anexionara las regionesperiféricas de Bohemia y Moravia, de

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población alemana. Pero el Compromisode Múnich significó mucho más que elmero desmembramiento deChecoslovaquia, que en vano habíaconfiado en su alianza con Francia.Significó, a efectos prácticos, elrepliegue político de Francia eInglaterra de la mitad oriental delcontinente y el reconocimiento de laEuropa del Este, hasta la frontera rusa,como zona de influencia alemana. LaChecoslovaquia desmembrada quedejaba el Compromiso de Múnich eracomo un pedazo de cera en las manos deHitler. Polonia y Hungría, países a losque hizo cómplices de su apropiación de

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Checoslovaquia, se convertían en susaliados, aliados débiles de un Estadofuerte. Rumania y Yugoslavia, que yatenían vínculos económicos tan fuertescon Alemania que cabía hablar de unadependencia de hecho, debían buscaruna relación política lo más estrechaposible, ahora que su alianza conFrancia había quedado anulada por elCompromiso de Múnich. TambiénBulgaria y Turquía, antiguos aliadosalemanes de la Primera Guerra Mundial,se pusieron del lado de Alemania. Asípues Hitler había hecho realidad laprimera visión política de su juventud:una gran Alemania como potencia

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hegemónica de los Estados sucesores dela antigua Austria y, más allá de ésta, detodo el territorio comprendido entreAlemania-Austria y Rusia; lo habíaconseguido, además, sin guerra y con elpleno consentimiento de Francia eInglaterra, mientras Rusia no tenía másremedio que contemplar, recelosa peroimpotente, esa enorme concentración depoder en su frontera occidental. Todo loque ahora quedaba por hacer eraordenar ese nuevo Imperiopangermánico-europeo-oriental,configurarlo y dar tiempo a sus pueblospara que se adaptasen a la nuevarealidad. Ya no hacía falta una guerra, y

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que se hiciera sin guerra fue lacondición implícita a la que Francia eInglaterra vincularon su consentimiento.Pues era la «paz para nuestro tiempo» laque quisieron comprar en Munich, ycuando a su regreso de la capital bávarael primer ministro británicoChamberlain proclamó –precipitadamente, como la historiademostraría– que tal objetivo se habíaalcanzado, lo hizo con elconvencimiento de que Hitler estaríadurante años pacíficamente ocupado enesa tarea. En efecto, la organización yconsolidación de la enorme yheterogénea zona de influencia europeo-

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oriental que Chamberlain y su homólogofrancés Daladier habían despejado enMunich para Alemania requería, ademásde tacto y delicadeza, dos cosas: el artepara construir un Estado –podríamosdecir: el arte de la arquitectura estatal–y paciencia.

Pero éstas eran justamente lascualidades de las que Hitler carecía. Yanos hemos topado una vez con su faltade habilidad constructiva: había sidoincapaz, o no había querido, dar a supropio y ya existente Estado un nuevoorden constitucional. ¡Cómo iba adárselo a una comunidad de Estados aúnpor crear! Sencillamente no tenía la

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imaginación de estadista necesaria paraello, y tampoco le interesaba –resultaextraño decirlo– el destino de los paísesy pueblos que ahora tenía en sus manos.No eran más que pueblos de siervos,suministradores de materias primas y deterritorios de despliegue de tropas paralanzarse a empresas ulteriores.

Tampoco tenía la paciencianecesaria para organizar su nuevoimperio, cosa que efectivamente habríasido la tarea de toda una vida. Desde1925, por lo menos, acariciabaproyectos más ambiciosos: la conquistay el sometimiento de Rusia previaneutralización de Francia. Y, como ya

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hemos visto, todo lo que le rondaba porla cabeza lo quería conseguir en vida.No tenía tiempo. En abril de 1939cumplió cincuenta años, y pronunció lafrase que ya hemos citado anteriormente:«tengo cincuenta anos, y prefiero que laguerra sea ahora y no cuando cumplacincuenta y cinco o sesenta». En elfondo ya quería la guerra en 1938, comotambién hemos recordado en otrocontexto. El Compromiso de Munich,considerado con razón por tirios ytroyanos como un triunfo fabuloso deHitler, a él le pareció casi una derrota:las cosas no habían salido como quería,había tenido que recibir de la mano de

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Francia e Inglaterra lo que hubierapreferido tomar por la fuerza, y habíaperdido tiempo. Así que en 1939 forzóla guerra que se le había escapado en1938: con la ocupación militarabsolutamente superflua de la inerme,indefensa y desmembradaChecoslovaquia y su repartimientoulterior destruyó la base sobre la que sehabía negociado el Compromiso deMunich; y cuando, a raíz de ello, Franciae Inglaterra establecieron o renovaron sualianza con Polonia, desencadenó elenfrentamiento bélico con una especiede «ahora sí», provocando de este modola declaración de guerra de Inglaterra y

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Francia. La declaración de guerra, ytodavía no la guerra propiamente dicha.En efecto, en 1939, Inglaterra y Franciano estaban ni material nipsicológicamente armadas para libraruna guerra activa contra Alemania. Ledejaron la iniciativa a Hitler, que estabapreparado para la contienda contraFrancia, pero no para una guerra contraInglaterra. La «destrucción» de Franciasiempre había figurado en sus planescomo preludio de la verdadera guerrapor el espacio vital contra Rusia. Asífue como la campaña de Francia de1940 se convirtió en su mayor éxito.

En cuanto a Inglaterra, estaba

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previsto que fuera un aliado o, al menos,un país benévolamente neutral. Hitler nose había preparado para una invasión nipara un bloqueo o una guerra marítimacontra Gran Bretaña. Se arredraba antela idea de una invasión improvisada –sin duda con razón, en vista de lasuperioridad aérea y naval inglesa–. Elterror de las bombas, lejos de disuadir alos ingleses de entrar en guerra, tuvo elefecto contrario. De ese modo, desde elverano de 1940, Hitler arrastró unenfrentamiento no deseado conInglaterra sin poder resolverlo, lo queconstituyó una primera señal de que supolítica de 1938-1939 había sido

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equivocada.En cambio, había vencido a Francia,

lo que le confirió en toda Europa un aurade poder irresistible, y además habíaocupado con su ejército toda la parteoccidental del continente, desde el caboNorte hasta los Pirineos. Volvía abrindársele una vez más, y ahoraampliada a la totalidad del continente, laoportunidad que le había ofrecido elCompromiso de Munich con respecto ala Europa del Este: darle a Europa un«nuevo orden» y hacer perdurable lasupremacía alemana en el continente.Tal oportunidad no sólo se brindabasino que esta vez prácticamente se

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imponía: se había librado una guerra, yuna guerra conducida con éxito, para queno haya sido en vano, ha de desembocaren un tratado de paz. Es más: Francia nosólo se mostraba dispuesta a hacer lapaz, sino que algunos de sus políticosahora en el poder estaban inclusodispuestos a establecer una alianza. Loque ofrecían lo bautizaron expresamente«colaboración», un término muymaleable. Si Hitler lo hubiese querido,en el verano de 1940 habría podidoconseguir la paz con Francia encualquier momento, y si hubiera sido unapaz más o menos generosa, habríadespertado, sin duda alguna, la sed de

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paz en todos los pequeños países deEuropa occidental a los que habíaarrastrado a la guerra. La paz conFrancia y la posterior convocatoria –apoder ser juntamente con ésta– de uncongreso europeo para la pazdesembocarían en una especie dealianza de Estados europeos o, almenos, en una comunidad económica ydefensiva: en el verano de 1940, todoello estaba al alcance de un estadistaalemán que gozara de la posición deHitler. Por otra parte, habría sido laestrategia más prometedora paradesarmar psicológicamente a Inglaterray extinguir el conflicto con ella. ¿Qué

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razón tendría Inglaterra para continuarluchando cuando los países por cuyacausa había declarado la guerra a Hitlerya estaban en paz con éste? ¿Y quéhabría podido conseguir contra unaEuropa unida y unificada en torno aAlemania?

Lo curioso es que, durante los docemeses comprendidos entre junio de 1940y junio de 1941, estas posibilidades noentraran en absoluto en los proyectos ylas ideas de Hitler. Ni siquiera lascontempló para luego desecharlas. Nofue a la vencida Francia a la que, tras latriunfante campaña de 1940, le ofrecióla paz, sino a la invicta Inglaterra,

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comportamiento del todo paradójico porpoco que uno se detenga a reflexionar.Para Inglaterra, que acababa dedeclararle la guerra y, con las espaldascubiertas por una aviación y una marinaque la protegían de una invasión,empezaba a movilizar sus fuerzas yreservas, todos los motivos paracontinuar la guerra seguían en pie. Esmás: se habían multiplicado con losnuevos ataques de Hitler y con suocupación de Noruega y Dinamarca,Holanda, Bélgica y Luxemburgo. ¿Porqué Londres habría de hacer la paz? Esel vencido, y no el invicto, quien estádispuesto a negociar la paz.

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Las guerras se hacen para que eladversario, una vez derrotadomilitarmente, acepte la paz, y elvencedor que no utiliza esa disposicióna la paz desperdicia la victoria que halogrado por las armas. Lo que hizoHitler fue desaprovechar la victoriasobre una Francia derrotada y dispuestaa la paz, y ofrecer, en su lugar, la paz auna Inglaterra invicta y de ningún mododispuesta a aceptarla –sin siquiera dejarentrever cualquier concesión en lospuntos conflictivos que habíandesencadenado la guerra–. Fue un errorpolítico tan fundamental comoincomprensible. Que junto con su

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victoria sobre Francia desperdiciara,además, la oportunidad singular deunificar Europa y de hacerle másllevadera –mediante tal unificación– lasupremacía de Alemania, no hizo sinoagigantar esa equivocación. Essorprendente que, hasta el día de hoy, enla literatura sobre Hitler apenas se hayareparado en un error tan colosal.

Por otra parte, cuesta imaginarse aHitler como un vencedor generoso,paciente hacedor de la paz y visionariodel futuro. En su última alocuciónradiofónica, pronunciada el 30 de enerode 1945, se califica a sí mismo como unhombre «que sólo supo hacer una cosa:

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golpear, golpear y golpear»,caracterización que pretendía ser unelogio de su persona pero que enrealidad representa una autoacusación;tal vez incluso una autoacusaciónexcesiva. Pues Hitler supo ser no sóloviolento, sino también astuto, aunque nocomprendió jamás la sabiduría de lafamosa frase de Cromwell, según la cualuno no posee realmente lo que sóloposee por la fuerza. No fue unpacificador, ya que carecía de esetalento. Tal vez sea esa la razón por laque la mayoría de los estudios sobreHitler y la Segunda Guerra Mundialapenas calibran la enorme oportunidad

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que dejó escapar en el verano de 1940.Pero es a la vez una razón para detenerla película justo en ese verano de 1940,a fin de valorar correctamente los puntosfuertes y débiles de Hitler, pues enningún otro momento quedan tan bienencuadrados en un solo plano. En efecto,fue el mismo Hitler quien creó laoportunidad que luego desecharía. Sinduda alguna, había demostrado ser undechado de voluntad, de energía y depotencia. Había desplegado todo elabanico de talentos políticos nadadespreciables que poseía: sobre todo, unolfato infalible para detectar lasdebilidades ocultas de sus adversarios,

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y la capacidad de aprovecharse de talesdebilidades «con frialdad absoluta» y«con la velocidad del rayo», por decirlocon dos de sus expresiones favoritas.Por si fuera poco, poseía unacombinación nada frecuente de talentospolíticos y militares, según demostrótambién en ese momento histórico. Encambio carecía en absoluto de laimaginación constructiva propia de todoestadista: la capacidad de edificar algoperdurable. Por este motivo no podíalograr un tratado de paz, al igual queantes no había sido capaz de crear unaconstitución (para la comunidad deEstados, los tratados de paz cumplen la

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misma función que la constitución parael Estado). También se lo impedía suaprensión a definirse y su impaciencia,ambas relacionadas con suautoadmiración: considerándoseinfalible y confiando ciegamente en su«intuición» no podía crear institucionesque le ataran las manos; y como se creíainsustituible y se empeñaba en realizaren vida todo su programa, no podíaplantar nada que necesitara tiempo paradesarrollarse, ni podía dejar nada a sussucesores y ni siquiera velar por que loshubiera (siempre le resultabaextrañamente desagradable pensar en unsucesor).

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Hasta aquí son, pues, los defectos decarácter y la falta de talento los queexplican las graves omisiones del año1940. Sin embargo, éstas se debentambién a errores de concepto del Hitler«programático» que ya hemos tratado enel capítulo anterior.

Para el Hitler pensador político, laguerra representaba el estado denormalidad, mientras que la pazequivalía a un estado de excepción.Entendía que la paz podía servir parapreparar la guerra, pero no entendía quela guerra siempre ha de conducir a lapaz. No era la conquista de la paz sinola guerra victoriosa la que constituía

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para él el fin último de toda política.Durante seis años había preparado laguerra proclamando sus intencionespacíficas. Ahora que por fin la tenía, nopodía permitir que se le volviera aescapar enseguida. En algunas ocasioneshasta lo dijo abiertamente: si tras lasguerras victoriosas contra Polonia yFrancia consentía que se produjera unestado intermedio de paz, luego tendríadificultades para «movilizar» aAlemania para una nueva guerra, laguerra contra Rusia.

Había otra razón por la cual Hitlerrechazaba la idea de hacer la paz conFrancia. Como hemos visto en el

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capítulo dedicado a los erroresconceptuales, en su pensamiento políticola victoria del más fuerte significabasiempre «el aniquilamiento del débil osu subyugación incondicional».Justamente cuando se refiere a Franciae n Mi lucha emplea, con muchanaturalidad, la palabra«aniquilamiento». «La eterna y de por síinfructuosa pugna con Francia», dice,únicamente cobraría sentido «bajo lacondición de que Alemania viera en elaniquilamiento de Francia sólo un mediopara permitir por fin a nuestro pueblo laexpansión hacia otros lugares.» Vista lasituación que reinaba en el verano de

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1940, cuando Hitler aún confiaba en queInglaterra terminaría por transigir,evidentemente descartaba practicar enFrancia una política de aniquilamientocomo la que llevaba a cabo ya enPolonia o la que al año siguienteiniciaría en Rusia. Aunque un objetivobélico que no consistiera en elaniquilamiento de Francia era, alparecer, inimaginable para Hitler, puesen su pensamiento no cabía la paz conesta nación, una paz que, para resultarútil, tendría que ser de reconciliación, oincluso de unificación. Lejos deabandonar la idea de aniquilarla, sólohabía aplazado o, al menos, dejado

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pendiente su puesta en práctica. Encualquier caso, no quería taponarseninguna salida.

En este aspecto se juntan dos rasgosde Hitler que, a primera vista, parecencontradecirse: su aprensión a definirse ysu terquedad programática. Una y otra encierto modo no le dejaban ver larealidad. No veía las oportunidadesinsospechadas y no programadas, comotampoco veía los peligros adversos a suprograma. En esto se diferenciaba deStalin, con quien compartía muchascaracterísticas (como la crueldad, a laque habremos de dedicarnos en elpróximo capítulo): Stalin siempre estuvo

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ojo avizor para captar las realidadesque lo circundaban; Hitler, en cambio,se creía capaz de mover montañas.

En ningún otro momento eso quedatan patente como en el año yamencionado comprendido entre junio de1940 y junio de 1941, cuando Hitler, sinsaberlo, selló su destino. No quiso verque había alcanzado todo cuanto podíaalcanzar. Y no quiso saber nada de lapaz que entonces tocaba pactar en elcontinente europeo y que a la larga,necesariamente, habría consumidoincluso la voluntad bélica de Inglaterra.En el fondo, esa guerra en ultramar no leinteresaba, porque no entraba en sus

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planes ni encajaba en su concepción delmundo. Que detrás de Inglaterra estabala amenaza cada vez más cercana deEstados Unidos era un hecho que notomó en serio durante mucho tiempo.Confiaba en el atraso armamentístico delos norteamericanos, en el desacuerdoque enfrentaba a intervencionistas yaislacionistas en el país, y, en el peor delos casos, en el factor de distracción queJapón representaba para ellos. PeroEstados Unidos no figuraba en suprograma de acción, que, tras la guerrapreparatoria contra Francia paracubrirse las espaldas, preveía la granguerra principal, la «guerra por el

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espacio vital» contra Rusia. Una guerrapor la que Hitler se decidió tras algúntitubeo, a pesar de que el papel quereservaba a Inglaterra no era el deenemigo sino el de aliado o espectadorbenévolamente neutral, y a pesar de queRusia, en la ahora pendiente y noprogramada guerra con Inglaterra, era unsuministrador leal e imprescindible devíveres y materias primas, necesariospara romper el bloqueo. Pero Hitlerpensó que una Rusia conquistada seríaun suministrador todavía más fiable queuna Rusia benévolamente neutral; y encuanto a Inglaterra, se convenció de queésta arrojaría la toalla una vez que

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quedaran abortadas sus esperanzaspuestas en Rusia como futuro aliado. Nose percató de que Rusia no nutría en lomás mínimo tales esperanzas británicas,y que Inglaterra, como se veíaclaramente, no contaba en absoluto conRusia sino con Estados Unidos comofuturo aliado.

No hay que tomar demasiado enserio tales intentos racionalizadores deHitler. El ataque a Rusia no se produjopor, sino pese a la persistente guerracon Inglaterra; ni tampoco a causa de losroces habidos con Moscú en la segundamitad de 1940, ya solucionados en elverano de 1941. La agresión se produjo

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porque Rusia siempre había figurado enel mapa mental de Hitler como espaciovital para Alemania y porque, según sucalendario, tras la victoria sobreFrancia había llegado el momento deponer en escena esta obra principal desu repertorio de conquistas. En efecto,ya en julio de 1940 había insinuado asus generales tal propósito para, mástarde, el 18 de diciembre del mismoaño, elevarlo a resolución firme yhacerlo realidad el 22 de junio de 1941.

Que su ataque a Rusia, lanzado sinque mediara provocación, fue un error –y por sí solo un error que había dedecidir la guerra– está hoy a la vista de

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todo el mundo. La pregunta es, en todocaso, si ese error podía advertirsetambién en aquel entonces. En 1941,lafuerza de Rusia era subestimada pormuchos –también los estados mayoresbritánico y norteamericano contaban conuna rápida derrota rusa– y Rusia, con supobre actuación en la guerra contraFinlandia en el invierno de 1940 habíadado motivos suficientes para abonar talcreencia. Los imponentes éxitosiniciales de la campaña de 1941parecían confirmar el escaso valor queHitler daba a la capacidad deresistencia rusa. La cuestión de si conuna estrategia diferente habría podido

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tomar Moscú sigue siendo muy debatidahoy en día. En cualquier caso, no faltómucho para que lo consiguiera.

Sin embargo, con las enormesreservas humanas y territoriales deRusia, ni siquiera la caída de Moscúhabría puesto fin a la guerra, ni en 1941,ni en 1812. ¿Cómo iba a ser posibleponer fin a una guerra contra una Rusiadotada de tales reservas? Hoy sabemosque Hitler, curiosamente,, nunca seplanteó en serio esa pregunta. Lo mismoque en el caso de Francia, no pensó másallá de la victoria militar. Sus planes deguerra sólo preveían, también en elsupuesto de una victoria militar, un

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avance hasta la línea Arcángel-Astracán.Es decir, incluso entonces habría tenidoque defender un inmenso frente orientalal tiempo que continuaba la guerracontra Inglaterra y surgía la amenaza deuna guerra contra Estados Unidos.

Por lo demás, la guerra contraInglaterra y la represión del continente,ocupado pero no pacificado, absorbían,ya entonces, una cuarta parte del ejércitode tierra alemán, una tercera parte de suaviación y toda su flota, además de lascorrespondientes industriasproveedoras. También hay que tener encuenta que esa guerra no concluida en eloeste imponía un plazo estricto a la

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contienda en el este: Inglaterra, que en elmomento de estallar la confrontación,llevaba un atraso de varios años conrespecto a Alemania por lo que a rearmese refiere, se fortalecía cada vez más, yni que decir tiene que Estados Unidoshacía lo mismo. Al cabo de dos o tresaños, ambos tendrían capacidadofensiva en Europa. Todas esas razoneshabrían hecho dudar a cualquierestadista responsable de la convenienciade embarcarse en una guerra rusa,máxime cuando nadie le obligaba ahacerlo. Pero Hitler sólo eraresponsable ante sí mismo, y suintuición, nunca sometida a examen, le

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venía diciendo invariablemente desdehacía quince años –desde que así loformulara en Mi lucha– que «el inmensoImperio en el este» estaba «a punto dederrumbarse». Tan ciegamente se fiabade esa intuición que ni siquiera sepreocupó de dotar al ejército alemán delos pertrechos imprescindibles para elinvierno ruso, seguro como estaba deque la campaña, iniciada el 22 de junio,terminaría muy pronto con el triunfo delos alemanes. Es sabido que la llegadadel invierno acarreó la primera gravederrota de Alemania. El diario de guerradel jefe del estado mayor de laWehrmacht dice al respecto: «Cuando

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sobrevino la catástrofe del invierno de1941-1942, el Führer comprendió…que a partir de ese punto culminante…ya no se podría obtener la victoria». Elapunte es del 6 de diciembre de 1941.El 11 del mismo mes, Hitler declaró laguerra a Estados Unidos.

He aquí el mayor y el último –y porsu estridente obviedad el menosexplicado– de los desaciertos con losque Hitler, en 1941, se cavó su propiatumba. Parece como si, sabiendo quetras el fracaso de su guerra relámpagocontra Rusia ya no podía alcanzar lavictoria, hubiese llegado a la conclusiónde que ahora quería la derrota y que se

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encargaría de rematarla tanclamorosamente como pudiera. Pues nocabe pensar que no previera loinevitable de la derrota cuando se enteróde que a los adversarios invictos queeran Inglaterra y Rusia se les sumaba laya entonces potencia más poderosa de latierra.

No existe hasta el día de hoyexplicación racional alguna de ese acto,que uno está tentado de calificar delocura. Pensemos que la declaración deguerra venía a ser para Estados Unidosuna invitación a hacer, a su vez, laguerra a Alemania. De hecho, Hitler notenía medios para lanzar operaciones

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bélicas contra Estados Unidos; carecíaincluso de bombarderos de largadistancia para clavarle alguna que otrapunzada. Además, con esa invitación ala guerra, Hitler le hacía al presidentenorteamericano Roosevelt el mayorfavor que cupiera imaginar. Por mediode su apoyo creciente a Inglaterra y,últimamente, con sus claras actuacionesbélicas en el Atlántico, Rooseveltllevaba más de un año intentandoprovocar a Hitler a la guerra, una guerraque el presidente norteamericano sinduda alguna quería –era el único detodos los contrincantes de Hitler que ladeseaba– por considerarla necesaria,

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pero que no podía iniciar debido a laoposición existente en su propio país.Hitler, sensatamente, no sólo no se habíadejado provocar durante más de un año,sino que había intentado todo lo posiblepara disuadir a Estados Unidos de unaparticipación en la guerra europea,alentando y potenciando la actitud deamenaza adoptada por Japón. Y eraprecisamente ahora cuando esa políticade distracción acababa de arrojar sumayor éxito: el 7 de diciembre, Japónhabía atacado a la flota norteamericanadel Pacífico en Pearl Harbor, iniciandopor su parte una guerra con EstadosUnidos. Si Alemania hubiera

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permanecido pasiva, ¿cómo habríapodido Roosevelt movilizar el ejércitode Estados Unidos, tan duramentedesafiado por Japón, no contra ese paíssino contra una Alemania que no lehabía dado motivos para ello? ¿Cómopodría explicárselo al puebloamericano? Al declararle la guerra,Hitler le resolvió el problema.

¿Por qué lo hizo? ¿Por fidelidadnibelunga a Japón? Es evidente que no.No había ninguna obligación de queAlemania participara en una guerra queJapón comenzaba por su cuenta, comotampoco la había a la inversa. El triplepacto de septiembre de 1940 entre

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Alemania, Japón e Italia era una alianzameramente defensiva. Por consiguiente,Japón no participaba en la guerra deagresión de Alemania contra Rusia. Alcontrario: cuando en abril de 1941 eldespliegue alemán contra Rusia se fuehaciendo evidente, Japón firmó unacuerdo de neutralidad con Stalin y locumplió escrupulosamente. Fuerontropas siberianas, retiradas de lafrontera militar ruso-nipona enManchuria, las que pararon la ofensivaalemana contra Moscú. Tanto desde elpunto de vista jurídico como desde elmoral, Hitler habría estado en su plenoderecho si hubiera considerado la guerra

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japonesa contra Estados Unidos como labienvenida operación de distracción ydescarga que podría haber sido paraAlemania, y la hubiera contemplado conla misma sonrisa fría con que Japónmiraba la guerra alemana contra Rusia –máxime cuando no podía hacerabsolutamente nada para brindarlessocorro activo a los japoneses–. Ysobra decir que no era hombre paradejarse influir en su política porsensiblerías de apego sentimental,menos aún en el caso de Japón.

Efectivamente, no fue el ataquejaponés a Pearl Harbor lo que movió aHitler a provocar la entrada de Estados

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Unidos en la guerra alemana –entradaque hasta entonces supo conjurar en lamedida de sus posibilidades–, sino laexitosa contraofensiva rusa ante Moscú,que, según consta, le hizo comprenderintuitivamente que «ya no se podríaobtener la victoria». Eso se puedeafirmar con cierta seguridad. Pero noexplica el paso dado por Hitler. Aunconsiderándola un acto desesperado, ladeclaración de guerra a Estados Unidosno acaba de tener sentido.

¿Fue esa declaración de guerra unadisimulada llamada de socorro? El casoes que, en diciembre de 1941, no sólo sedemostró lo que vendría a ser

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confirmado por el desarrollo ulterior dela guerra, a saber, que Rusia, con susdoscientos millones de habitantes, erasencillamente más fuerte que Alemania,que sólo contaba con ochenta, y que esasuperioridad acabaría por imponersecon el tiempo; los acontecimientos dediciembre parecían también augurar algoque, de momento (y no en último términopor la fuerza de voluntad de Hitler), aúnpodía ser evitado: una catástrofeinminente como la de Napoleón, causadapor el doble efecto de la contraofensivay del invierno rusos. Ante esaeventualidad, cabría imaginarse queHitler deseara casi provocar una

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invasión angloamericana en el oeste, conel fin de no perder contra Rusia, sinocontra las potencias occidentales, de lasque Alemania podía esperar un trato másbenigno. Sin embargo, esta hipótesisqueda invalidada por el hecho de que,tres años después, cuando Alemania yasólo tenía la opción de recibir el golpemortal en el oeste o en el este, Hitlerinvirtió ese supuesto orden depreferencia –de esta decisiónvolveremos a tratar bajo el epígrafe«Traición»–. Y también quedainvalidada por el hecho de que Hitlerconocía exactamente el estado delrearme y de la movilización americanos:

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en el invierno de 1941-1942, laspotencias occidentales aún no estaban nide lejos en condiciones de llevar a cabouna invasión, los americanos inclusomenos que los ingleses. ¿O es que Hitleresperaba meter cizaña entre susenemigos al crear una coalición bastanteantinatural de americanos, ingleses yrusos? ¿Creía, en particular, quejustamente Estados Unidos tardaría muypoco en desavenirse con Rusia y queentonces él, aprovechando la coyuntura,podría salvar la cabeza? En unasituación en la que «obtener la victoriaes ya imposible», eso habría sido unpensamiento, si bien especulativo, no

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del todo descabellado. En efecto,Inglaterra y Estados Unidos tuvieron conRusia, en el transcurso ulterior de laguerra, varias disputas deconsideración, como la de los años1942 y 1943, motivada por la creaciónde un «segundo frente en Europa», la de1943 y 1944, suscitada por la cuestiónpolaca, y finalmente en 1945, a causa deAlemania (siendo la Inglaterra deChurchill una litigante mucho máspeleona que la América de Roosevelt).Lo que después habría de convertirse enla «guerra fría» ya estaba gestándosedurante la Segunda Guerra Mundial, y en1941 no hacían falta dotes de visionario

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para pronosticar que las cosasevolucionarían por ahí. Sólo que Hitler,llegado el momento, no hizo nada paraaprovecharse de esa situación. Sedistanciaba cada vez más de laposibilidad de firmar una paz porseparado con Rusia manteniendo elstatu quo, paz que en 1942 e incluso en1943 tal vez aún habría podidoconseguir (por entonces Rusia,sangrando de mil heridas, cargaba concasi todo el peso de la guerra yreclamaba en vano un «segundo frente enEuropa»); y los monstruosos crímenesque cometió justamente durante los añosposteriores a 1941 frustraron la

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posibilidad de una paz con el oeste.Cuando buscamos los motivos de la

inexplicable declaración de guerra aEstados Unidos hemos de conformarnoscon meras hipótesis, ya que Hitler nuncareveló las razones que lo movieron a darese paso. Tal declaración de guerra noes sólo el más incomprensible de loserrores con los que transformó, en losaños 1940 y 1941, una victoria ya casiconsumada en una derrota inevitable; estambién la decisión más solitaria de sussolitarias decisiones. Antes de que lapusiera sobre el tapete en una sesión delReichstag expresamente convocada paraese fin no había hablado con nadie al

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respecto: ni con los generales de suentorno, con quienes pasaba la mayorparte del día desde el inicio de la guerracontra Rusia, ni con el ministro deAsuntos Exteriores, ni menos aún con sugabinete, al que no había vuelto a reunirdesde 1938. Pero ya el 27 denoviembre, cuando la contraofensivarusa aún no había comenzado y laofensiva alemana contra Moscú sóloestaba sufriendo un parón, había hechocomentarios extraños ante dos visitantesextranjeros, los ministros de AsuntosExteriores danés y croata, Scavenius yLorkowitsch, comentarios de los cualesha quedado constancia: «También sobre

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eso pienso con frialdad absoluta», dijo.«Si llegara el día en que el puebloalemán no fuera lo suficientemente fuertey sacrificado como para entregar supropia sangre en aras de su existencia,prefiero que sucumba y sea exterminadopor otra potencia mas fuerte… Yo, pormi parte, no derramaré entonces una solalágrima por el pueblo alemán.»Siniestras palabras. Efectivamente, en1945 dio la orden de volar por los airestodo lo que aún se mantuviera en pie enAlemania, a fin de despojar al puebloalemán de cualquier posibilidad desupervivencia, es decir, para castigarlo,mediante la destrucción, por haberse

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mostrado incapaz de conquistar elmundo. Y es ya en ese momento, tras laprimera derrota, cuando de repentesurge en él la idea de la traición. Ideaque responde a un rasgo ya conocido desu personalidad: su inclinación a sacarlas consecuencias más radicales, «confrialdad absoluta» y «con la velocidaddel rayo». La declaración de guerra aEstados Unidos, ¿no era el primerindicio de que Hitler había cambiado deactitud? No pudiendo entrar en lahistoria como el máximo conquistador ytriunfador, ¿había decidido ya entoncesconvertirse al menos en el arquitecto dela mayor catástrofe?

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Pero no hay duda de que Hitler, conla declaración de guerra a EstadosUnidos, sella la derrota que seanunciaba con la batalla perdida anteMoscú. Y a partir de 1942 ya no hacenada para prevenirla. Deja de teneriniciativas nuevas, sean políticas omilitares. Su innegable ingenio de losaños anteriores desaparece porcompleto. Hace caso omiso de lasoportunidades políticas que todavía sepresentan para salir de algún modoairoso de la guerra perdida, ydesaprovecha incluso las oportunidadesmilitares de dar un giro a la contienda,como las generadas a raíz de las

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sorprendentes victorias de Rommel enÁfrica en el verano de 1942. Es como siel interés de Hitler ya no se centrara enla victoria sino en otra cosa.

También se observa que, en esosaños, Hitler se repliega cada vez más.No se le ve, no se le oye. No tienecontacto con las masas, no visita elfrente, no mira las ciudades asoladaspor los bombardeos aéreos, y apenaspronuncia discursos públicos. Viveenclaustrado en su cuartel militar,donde, eso sí, continúa gobernando conel absolutismo de siempre, sin dejar dedestituir y sustituir a generales ytomando él mismo todas las decisiones.

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Decisiones a menudo extrañas, como lade sacrificar al Sexto Ejército enStalingrado. Sigue durante esos años unaestrategia obstinada y carente de ideas;su única fórmula es «mantener laposición al precio que sea». El preciose paga, pero las posiciones no semantienen. Los territorios conquistadosse pierden uno tras otro, desde finalesde 1942 en el este, desde 1944 tambiénen el oeste. Y Hitler no reacciona: librauna dilatada guerra de resistencia, peroya no por la victoria, evidentemente,sino para ganar tiempo. Es curioso:antes siempre había tenido prisa, ahoralucha por ganar tiempo.

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Continúa luchando, y necesitatiempo. ¿Para qué? Siempre había tenidodos objetivos: la dominación de Europapor parte de Alemania, y la erradicaciónde los judíos. El primero no loconsiguió. Ahora se concentra en elsegundo. Mientras los ejércitosalemanes libran una larga, inútil ydiezmadora lucha de dilación, ruedandía a día trenes con carga humana hacialos campos de exterminio. En enero de1942 se decretó la «solución final de lacuestión judía».

Hasta 1941 habían sido las accionespolíticas y militares de Hitler las quemantuvieron en vilo al mundo entero.

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Eso se había acabado. Ahora eran suscrímenes los que le quitaban el alientoal mundo.

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Crímenes

No cabe duda de que Hitler es una figuradestacada de la política mundial. Perotampoco cabe la menor duda de quetambién le corresponde un lugar en lacrónica del crimen universal. Intentó,aunque sin éxito, crear un imperiomundial mediante guerras de conquista.Tales empresas suelen ir acompañadasde gran derramamiento de sangre. Noobstante, nadie calificará de meroscriminales a los grandes conquistadoresde la historia, desde Alejandro Magnohasta Napoleón. Si Hitler es un criminal,

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no lo es por el hecho de haberlosemulado.

Lo es por un motivo bien distinto.Hitler mandó matar a un sinnúmero depersonas inocentes sin finalidad militaro política, sino únicamente para supropia satisfacción. Por eso no se ledebe equiparar a Alejandro Magno ni aNapoleón, sino a asesinos como elfamoso exterminador de mujeres Kürteno el infanticida Haarmann; con ladiferencia de que sus accionesalcanzaron dimensiones industrialesmientras que los otros se movieron en unnivel artesanal, por lo que el número delas víctimas de Hitler asciende, no a

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docenas o centenares, sino a variosmillones. Fue sencillamente ungenocida.

Empleamos el término en su precisaacepción criminológica y no en elsentido retórico polémico que a vecesadquiere cuando se usa para asaetear aestadistas o generales que enviaron a lamuerte a sus enemigos o a sus propiossoldados. Muchos estadistas (ygenerales), de todas las épocas y detodos los países, han pasado porsituaciones en las que han mandadomatar, sea en guerras con otras nacioneso en contiendas civiles, bien enmomentos de crisis de Estado o bien en

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tiempos de revolución. Ello no losconvierte en criminales. Los pueblossiempre han tenido un buen olfato parasaber si sus soberanos actuabanobligados por la necesidad o parasatisfacer un placer oculto. Lareputación del soberano cruel siemprequeda manchada, por eficiente que éstehaya sido. Es el caso de Stalin, porejemplo. Hitler también fue, entre otrascosas un soberano cruel, y como talrepresenta más bien un fenómenoexcepcional en la historia alemana.Antes de Hitler, hallaremos muchosmenos soberanos crueles en la historiade Alemania que en la de Rusia o

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Francia, por ejemplo. Pero no es a estoa lo que nos referimos. Hitler no sólofue cruel como soberano y comoconquistador. Lo singular en él es queincluso mandaba matar, y tanpródigamente que supera lo imaginable,cuando la razón de Estado no lebrindaba el menor motivo o pretextopara hacerlo. Es más: algunos de susgenocidios iban francamente en contrade sus intereses político-militares. Laguerra contra Rusia, por ejemplo,imposible de ganar en el campo debatalla, como ahora sabemos, tal vezhabría podido ganarla en el terrenopolítico si se hubiese presentado como

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libertador y no como exterminador. Perosu afán asesino era más fuerte que suciertamente no escasa habilidad para elcálculo político.

Sus genocidios fueron cometidos enépoca de guerra, pero no eran accionesbélicas. Antes bien podemos afirmar queutilizó la guerra como pretexto paracometer genocidios que nada tenían quever con la misma pero que, desde elprincipio, constituyeron una necesidadpersonal suya. «Si en el frente caen losmejores, en casa por lo menos se podrámatar a las sabandijas», había escrito yae n Mi lucha. La matanza de sereshumanos, que para Hitler no eran más

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que sabandijas, sólo estaba relacionadacon la guerra en la medida en que éstaservía para desviar la atención en elpropio país. Por lo demás, era un fin ensí mismo, y no un medio para alcanzar lavictoria o para prevenir la derrota. Alcontrario, el genocidio obstaculizó lasoperaciones bélicas, pues absorbió,durante años, a miles de hombres de lasSS aptos para la guerra y numéricamenteequivalentes a varias divisiones y quede ese modo faltaron en el frente. Almismo tiempo los transportes masivosque se realizaban a diario a través detoda Europa hacia los campos deexterminio privaban a la tropa

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combatiente de una parte considerabledel ya escaso material rodante quenecesitaba para el suministro. Además,una vez que la victoria se hizoimposible, las masacres cerraron lasvías a cualquier paz de compromiso,pues, a medida que iban saliendo a laluz, los estadistas, primero los deOccidente, luego también los de Rusia,se iban convenciendo uno tras otro deque la única manera razonable determinar la guerra no era unanegociación diplomática con Hitler, sinoun proceso judicial contra Hitler. Elobjetivo bélico de «castigar a losresponsables de esos crímenes»,

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proclamado por los aliados occidentalesen enero de 1942 y asumido por laUnión Soviética en noviembre de 1943,requería, como segundo objetivo, lacapitulación incondicional de Alemania.

Entre 1942 y 1945 el mundo enterofue consciente de que los genocidios deHitler no eran meros «crímenes deguerra» sino crímenes por antonomasia,crímenes, además, de una envergadurahasta entonces desconocida, unacatástrofe de la civilización que, encierto modo, comenzaba allí dondeterminaban los habituales «crímenes deguerra». Lamentablemente, esaconciencia luego volvió a eclipsarse a

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causa de los «procesos de Nurembergpor crímenes de guerra», unacontecimiento desafortunado que hoyen día a nadie le gusta recordar.

La justicia de los vencedores tuvomuchos fallos: faltaba el principalacusado, puesto que se había sustraído atoda justicia terrenal; la ley según lacual se juzgaba era una ley ad hoc y decarácter retroactivo; pero sobre todo, elcrimen hitleriano propiamente dicho, esdecir, el exterminio masivo de polacos,rusos, judíos, gitanos y enfermos, no erasino uno más de los cargos imputados,agrupado junto con los de trabajosforzados y deportación bajo el título

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«crímenes de lesa humanidad», mientrasque los cargos principales eran «crimencontra la paz» –es decir, la guerra comotal– y «crímenes de guerra», definidoséstos como «violaciones de las leyes ycostumbres de la guerra».

Tales violaciones se habíanproducido, naturalmente, de forma más omenos grave, en todos los bandos, puesla guerra la habían hecho también laspotencias vencedoras. Por esta razónresultaba fácil decir que, en el juicio deNuremberg, unos culpables juzgaban aotros y que, en realidad, los acusadosestaban siendo condenados por haberperdido la guerra (tras el proceso, el

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mariscal británico Montgomery expresópúblicamente ese pensamiento).Nuremberg causó una gran confusión.Entre los alemanes –y justamente entreaquellos alemanes que más motivostenían para hacer examen de concienciay sentir vergüenza– suscitó unamentalidad de contable, una actitud queante cualquier reproche replica con untu quoque («¿Y acaso vosotros no?»).Entre las potencias vencedoras dejó unaespecie de resaca que, sobre todo enInglaterra, hizo brotar las más absurdasjustificaciones del fenómeno Hitler. Hoyen día, para saber cuáles fueron losverdaderos crímenes de Hitler que

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entonces helaron la sangre a todo elmundo, primero hay que tomarse eltrabajo de entresacarlos de la maraña desuciedad que envuelve cualquier guerra.Lo mejor es comenzar por examinaraquellas fechorías que no forman partede esos crímenes, aun a riesgo de queese esfuerzo pueda tomarse como unintento de justificar a Hitler. Esexactamente lo contrario.

Comencemos por el «crimen contrala paz». En el juicio de Nuremberg, sedeclaró –por primera y última vez hastael momento– que la guerra como tal, yen todo caso la guerra de agresiónpremeditada y planeada era constitutiva

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de crimen. Se alzaron entonces vocesque llegaron a calificar este crimencomo el cargó mas importante de laacusación, considerando que englobabaincluso los demás crímenes, voces quepresentaron la criminalización de laguerra como un progreso que inaugurabauna nueva época en la historia de lahumanidad. Esas voces prácticamentehan dejado de oírse en la actualidad. Laguerra y el homicidio, por fácil que seaequipararlos en un plano retórico, sondos cosas distintas. Hitler es,precisamente, un buen ejemplo de ello.

Es cierto que la actitud hacia laguerra, por lo menos entre los pueblos

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de Occidente, ha experimentado unatransformación sustancial en eltranscurso del siglo XX. Antes, la guerraera glorificada. En la primeraconflagración mundial de la centuria, lospueblos implicados –y no sólo elalemán– iban todavía con júbilo yentusiasmo al frente. Eso se acabó. LaSegunda Guerra Mundial ya se percibiópor todos los pueblos –inclusive elalemán– como una desgracia y un azote.Desde entonces el desarrollo de lasarmas de destrucción masiva ha venidofortaleciendo aún más el miedogeneralizado y el rechazo a la guerra.Pero no ha acabado con ella. Aún no se

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ha encontrado un camino paraconseguirlo. Declararla constitutiva decrimen, como sucedió en Nuremberg, noes, al parecer, el camino correcto.

Así lo demuestran las numerosasguerras que ha habido y sigue habiendodesde entonces, y también lo demuestranlas ingentes inversiones y esfuerzos querealizan cada año, para mantenersearmadas, las mismas potencias que enNuremberg calificaron la guerra decrimen. No tienen otra alternativa; sabenque la guerra continúa siendo posible encualquier momento y que puede darse elcaso de que incluso sea inevitable.

Es cierto que, ya antes de la Segunda

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Guerra Mundial, la mayoría de lospaíses que luego participarían en ellafirmaron el Pacto Kellogg-Briand, unasolemne declaración de renuncia a laguerra, como también es cierto que,después de 1945, tales declaracioneshan formado parte integrante de tratadosinternacionales, desde los estatutos de laOrganización de las Naciones Unidas(ONU) hasta el Acta de Helsinki. Perotodos los gobiernos saben que no puedenconfiar seriamente en ellas, por lo quese preparan de forma adecuada para laeventualidad. Nadie calificará por ello atodos estos gobiernos de bandas decriminales. Declarar crimen lo que es

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desagradable pero inevitable no ayuda aencontrar la solución. Si declaramos quela guerra es un crimen, tambiénpodríamos decir lo mismo de ladeyección.

Una mirada a la historia universal,tanto antes como después de Hitler, porfugaz que sea, enseña, en efecto, que, asícomo la deyección no puede eliminarsedel organismo humano, tampoco laguerra puede eliminarse del sistemainternacional. Y basta con una simplereflexión para comprender por qué. Lasguerras se hacen entre Estados; yformarán parte del sistema internacionalmientras los Estados sean, como hoy en

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día siguen siendo, la máxima instanciadel poder en la tierra. Su monopolio delpoder es imprescindible; es la condiciónnecesaria para que los conflictosinternos entre grupos o clases deciudadanos puedan dirimirse sin recurrira la violencia. Pero, a la vez, haceinevitable que los conflictos entre losEstados mismos, en caso de agravarse,sólo puedan dirimirse por la fuerza, esdecir, mediante la guerra. Distinto seríasi, por encima de los Estados, hubieseotra instancia superior: un Estadouniversal único y globócrata quemediara entre los estados como unEstado federal tercia entre los estados

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que lo integran. Un Estado universal deestas características ha sido siempre elideal de los grandes conquistadores y delos imperios que éstos crearon, pero elobjetivo nunca se ha logrado. Mientrasel mundo político esté compuesto pormúltiples Estados soberanos, tienevalidez la afirmación de Schiller:

La guerra es terrible, cual lasplagas del cielo, mas es buena, unafatalidad, igual que ellas.

Criminalizarla, como se pretendió enNuremberg, sólo puede volverla másterrible, puesto que entonces la delperdedor no será ya una lucha por lavictoria o la derrota, sino una lucha por

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la vida o la muerte.Se objetará, tal vez, que en

Nuremberg no se estigmatizaron comocrímenes todas las guerras, sino sólo laguerra ofensiva y de conquista. Y nadienegará que la de Hitler, por lo menos laque sostuvo en el este, merece estadenominación. A diferencia de laPrimera Guerra Mundial, en la Segundano se plantea, prácticamente quién fue elculpable. Hitler planificó, quiso yemprendió esa guerra con el objetivoinmediato de crear un gran imperiodominado por los alemanes con lafinalidad lejana de dominar al mundo.

Sin embargo, tampoco eso puede

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calificarse de crimen sin más, sobretodo cuando se defiende la opinión deque la guerra debe ser abolida porque lahumanidad, con su tecnología actual, yano puede permitirse los enfrentamientosbélicos. Si, por una parte, en un mundode Estados soberanos las guerras se hanhecho inevitables y, por otra, amenazanla supervivencia de la humanidad en laera tecnológica, entonces la necesidadde un war to end war, de una guerrapara acabar con todas las guerras, seexplica por la situación de lahumanidad. Como acabamos de ver, elúnico medio para abolir la guerra comoinstitución sería, en efecto, el Estado

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universal, y para crearlo no existe,probablemente, ningún otro camino queel de una guerra de conquista mundialllevada a cabo con éxito. En cualquiercaso, la experiencia histórica no nosmuestra ninguna alternativa.

Que instituciones como la ginebrinaSociedad de Naciones o la Organizaciónde las Naciones Unidas de Nueva Yorkno acaban con la guerra no admiteninguna duda. Por otra parte, la paz máslarga y más segura de la que se guardamemoria, a saber, la pax romana de loscuatro primeros siglos de nuestra era,vino precedida de toda una serie de biencalibradas guerras de conquista

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romanas, y fueron esas guerras las que lahicieron posible. Imperio romano y paxromana eran sinónimos. Para citar unejemplo menor, pero históricamente máspróximo, señalemos los estadosalemanes, enzarzados durante siglos enconfrontaciones bélicas –algunas tandevastadoras como la de los TreintaAños– hasta que Bismarck los unificó…¡mediante la guerra! ¿Y qué sucedió conla Segunda Guerra Mundial? ¿Acaso noacabó convirtiéndose, de formadeliberada o no, en una guerra deconquista que alumbró imperiosauspiciados por las dos principalespotencias vencedoras, Rusia y Estados

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Unidos? La Organización del Tratadodel Atlántico Norte (OTAN) y el Pactode Varsovia, ¿no fueron, en cierto modo,imperios americanos y rusos,respectivamente? En la guerra fría quesiguió a la Segunda Guerra Mundialhasta que el empate nuclear la frenómomentáneamente, ¿no se aspiraba ya,en secreto, a la dominación del mundo?¿Y no hay que reconocer que tanto losdominios rusos como los americanos,ambos resultado de la Segunda GuerraMundial, eran las únicas áreas delmundo en cuyo interior reinaba una pazsegura? Aunque suene a paradoja, debeafirmarse que los conquistadores y

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fundadores de imperios mundiales –entre los que Hitler quiso figurar– hanhecho más por la paz a lo largo de lahistoria que todas las acartonadasdeclaraciones de renuncia a la guerra. Elcrimen de Hitler no estriba, pues, en suafán de emularlos o, visto de otro modo,en su fracasado intento de hacer lo quedespués, impulsados por él, consumaronexitosamente sus vencedores americanosy rusos.

El crimen específico de Hitlertampoco estriba en la «violación de lasleyes y costumbres de la guerra», esdecir, en aquellos «crímenes de guerra»que dieron nombre al juicio de

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Nuremberg. Hay que señalar al respectoque tal cargo se contradice con el queacabamos de tratar. Si la guerra engeneral es un crimen, entonces sus leyesy sus costumbres forman parte delmismo, y ya no importa si son violadas ono. De hecho, no obstante, las «leyes ycostumbres de la guerra» presuponenque la guerra no es un crimen, sino unainstitución internacional aceptada enprincipio por inevitable. Sirven, segúnla feliz expresión de Cari Schmitt, parael «acotamiento de la guerra»; tratan delimitarla y hacerla más llevadera pormedio de preceptos y conveniosbásicamente destinados a la protección

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de la población civil y de losprisioneros de guerra.

Por otra parte, dichas leyes ycostumbres son todo menos perfectas.Las convenciones de Ginebra, queprotegen la vida e integridad física delos prisioneros de guerra, no han sidoratificadas por todos los países. ElReglamento de La Haya sobre la guerraterrestre, que prohíbe los excesos contrala población civil en zonas de conflictobélico no tiene un equivalente sobre laguerra aérea, por lo que los bombardeosde zonas civiles no constituyen unacontravención a las leyes y costumbresde la guerra reconocida por todos.

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Mayor importancia todavía revisteel hecho de que las violaciones de talesleyes y costumbres, que naturalmente seproducen en todas las guerras y en todoslos bandos, no suelen, por tradición,estar sometidas a ninguna sancióninternacional, y con razón. Son lossuperiores y tribunales de guerra delpropio bando los que, con rigorcambiante, las castigan durante la guerramisma, y a veces severamente, puestoque los saqueos, asesinatos, violaciones,etcétera socavan, de ser tolerados, ladisciplina y la combatividad de lapropia tropa. Acabada la guerra, talescrímenes suelen ser amnistiados

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calladamente en todos los bandos, cosaque sólo pueden lamentar los justicieros.Hay cierta sabiduría en la práctica detratar las, por así llamarlas, habitualesatrocidades de la guerra comofenómenos concomitantes de unainevitable situación excepcional –en laque el buen ciudadano y padre defamilia tiene que acostumbrarse amatar– y de dejar que caigan en elolvido tan pronto como termine lacontienda.

Fue un error de las potenciasvencedoras haber olvidado esasabiduría tras la Segunda GuerraMundial. No sólo porque al perseguir

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únicamente a los vencidos por desmanesque también cometieron los vencedoresse generó, forzosamente, una sensaciónde injusticia, sino sobre todo porque laconciencia del carácter específico delos crímenes hitlerianos se atrofió unavez que se los echó en el mismo sacoque los crímenes de guerra que suelenproducirse en cualquier conflicto. Losgenocidios de Hitler se distinguen,precisamente, por no tratarse decrímenes de guerra. Masacres deprisioneros de guerra cometidas en elfragor de la batalla; fusilamientos derehenes en la guerra de partisanos;bombardeos de zonas exclusivamente

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civiles en la guerra aérea «estratégica»;hundimientos de buques de pasajeros ybarcos neutrales en la guerra desubmarinos: todos ellos son crímenes deguerra horrendos, sin duda, pero que laspartes implicadas tratan de olvidar decomún acuerdo tras la contienda. Elgenocidio, el exterminio planificado degrupos de población enteros, lasmatanzas de personas calificadas desabandijas son cosas totalmentedistintas.

De estos crímenes hemos deocuparnos ahora, pero lo haremos sinentrar en una descripción de susespeluznantes pormenores. Éstos están

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profusamente reseñados en otros libros,como, por ejemplo, en el minucioso yrigurosamente documentado Loscrímenes del nacionalsocialismo, deReinhard Henkys. Baste aquí una breverelación cronológica de los hechos.

1. Del primero de septiembre de1939, día en que comenzó la guerra, datala orden escrita por Hitler de matarmasivamente a los enfermos deAlemania. En virtud de esta orden lasautoridades procedieron, en los dosaños siguientes, a la matanza dealrededor de cien mil alemanes («bocas

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inútiles»): entre setenta mil y ochentamil pacientes de sanatorios y centrosasistenciales, de diez mil a veinte milenfermos e inválidos recluidos encampos de concentración, todos lospacientes judíos internados en clínicasde reposo y cerca de tres mil menores,entre tres y trece años, básicamentealumnos en régimen de educaciónespecial así como pupilos de labeneficencia pública. La acción fuesuspendida en agosto de 1941, en partepor el creciente malestar que provocabaen la población y en las diferentesIglesias, que hicieron públicas susprotestas, y en parte –y sin duda éste fue

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el principal motivo– porque laorganización creada para llevar a caboel exterminio de los enfermos (sunombre en clave era T4) se necesitaba apartir de entonces para la puesta enmarcha, a gran escala, del exterminiojudío. Más tarde ya no hubo ocasión deretomar la erradicación de personasenfermas.

2. También en septiembre de 1939comenzó la operación de exterminio delos gitanos. Fueron apresados en todaspartes y enviados, primero, a campos deconcentración, luego, y en dos tandas

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(1941 y 1943), a campos de exterminio.A partir de 1941, en los paísesocupados del este de Europa lapoblación gitana fue erradicada tansistemáticamente como la judía. Elgenocidio gitano está muy pocoestudiado, tal vez porque sucedió ensilencio y no fue nunca objeto depropaganda ni de debate. No se habló deél cuando ocurrió, y poco más sabemosacerca del mismo, salvo que se llevó acabo. Los documentos escasean. Secalculan hasta quinientas mil personasasesinadas. Lo cierto es que, de loscerca de veinticinco mil gitanos quevivían en Alemania en 1939, en 1945

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sólo cinco mil seguían con vida.

3. Un mes despuésaproximadamente, en octubre de 1939,tras concluir las operaciones de combateen Polonia, comienza el tercer genocidiode Hitler, perpetrado contra laintelectualidad y la clase dirigentepolacas; durará cinco años. En este casono existe orden escrita de Hitler –la deerradicar a los enfermos fue la última deesta índole–, sino sólo una serie deórdenes verbales –de las que, noobstante, también hay testimonios– quefueron ejecutadas con igual rigor.

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Heydrich, por ejemplo, comentando enun informe del 2 de julio de 1940 lasquejas surgidas en el seno de laWehrmacht a causa del régimen deterror alemán impuesto en Polonia,habla de «una orden especial delFührer, de extraordinaria radicalidad(como la orden de liquidar a numerososgrupos dirigentes polacos, cifrados enmiles de personas)», y el gobernadorgeneral de la Polonia ocupada, Frank,cita una amonestación verbal de Hitler,del 30 de mayo de 1940: «Hay queliquidar a todos los elementos fichadoscomo pertenecientes a la clase dirigentede Polonia, y los que vengan a

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relevarlos deben ser registrados yeliminados en un tiempo prudencial».Está comprobado que, por orden deHitler, no sólo los judíos sino tambiénlos polacos no judíos carecieron durantecinco años de derechos en su propiopaís, se vieron expuestos a un régimenarbitrario que se cebaba precisamenteen los miembros de las capas cultas dela población (sacerdotes, maestros,profesores, periodistas, empresarios),convertidos en víctimas de una campañade exterminio planificado. Su fin últimose desprende de la memoria deHimmler, fechada en mayo de 1940(Himmler, mano derecha de Hitler en lo

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que respecta a los crímenes, puede serconsiderado el portavoz del Führer eneste particular):

Para la población no alemanadel Este no debe habereducación que vaya más allá deuna escuela elemental de cuatrocursos. Los objetivos de esaescuela han de limitarse a laimpartición del cálculo básicohasta un máximo de quinientos,de la escritura del nombre, dela obediencia a los alemanescomo precepto divino, de lahonestidad, la laboriosidad y la

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bondad. El aprendizaje de lalectura no lo consideronecesario. Aparte de esaescuela no debe haber en elEste ningún otro tipo deformación escolar… Tras laaplicación consecuente de estasmedidas, la población delgobierno general de Polonianecesariamente quedarácompuesta, durante lospróximos diez años, por el restode una población de valorinferior… Esa población, unpueblo de trabajadores sindirigentes, estará a disposición

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de Alemania, país al quesuministrará cada año mano deobra de emigrantes y efectivospara proyectos especiales(carreteras, canteras,edificaciones).

El proceso «descivilizador» de unpueblo con una larga tradición culturalfue, evidentemente, un crimen en símismo, pero incluía, además, el crimende genocidio contra su clase ilustrada.La cifra exacta de polacos cultosvíctimas de este genocidio sistemáticoes más difícil de establecer que la de losjudíos. Según cifras oficiales polacas, la

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nación perdió en los seis años de guerraun total aproximado de seis millones depersonas, de las cuales unos tresmillones eran judíos. Los polacoscaídos en combate no superaron lostrescientos mil. Si descontamossetecientos mil refugiados y fallecidosde forma natural, quedan dos millonesde personas; de éstos más de la mitad,seguramente, murieron a consecuenciadel exterminio planificado cometidocontra las élites dirigentes. La otra mitadpuede atribuirse a las represalias de laguerra de partisanos, a losdesplazamientos de población llevadosa cabo con la máxima brutalidad y al

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terror intimidador sembrado por lasfuerzas de ocupación.

4. El trato que los alemanesimpusieron a la población rusa en losvastos territorios ocupados en este paísdurante dos o tres años correspondíaexactamente a la política practicada enPolonia: exterminio de las clasesdirigentes, privación de derechos yesclavización del resto de la población.En efecto, Polonia, al negarse a asumirel papel que Hitler le había reservadooriginariamente –el de ser un pueblo desiervos a la manera de Hungría,

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Rumania, Eslovaquia y Bulgaria– seconvirtió en el tubo de ensayo de lapolítica de erradicación y esclavizaciónprevista desde el principio para Rusia.Sin embargo, en Rusia hubo dos factoresdiferenciadores que endurecieron aúnmás esa política.

En primer lugar, las capas altas deRusia eran, real o supuestamente,comunistas (mientras que las polacaseran predominantemente católicas yconservadoras), lo que eliminó losúltimos escrúpulos a la hora deexterminarlas de forma sistemática. Ensegundo lugar, en los crímenescometidos en Rusia participó también la

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Wehrmacht, voluntaria oinvoluntariamente.

En Polonia, Blaskowitz, el primercomandante militar del territorioocupado, todavía se había atrevido amanifestar, durante el primer invierno dela guerra, su indignación por el hecho deque detrás de las líneas alemanas sediera rienda suelta a «instintos bestialesy patológicos» (motivo por el cual luegofue destituido de su puesto); y Heydrich,en su ya citado informe del 2 de julio de1940, había señalado que la orden delFührer, «de extraordinariaradicalidad», naturalmente no podía sertransmitida a todos los mandos del

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ejército, «de manera que las acciones dela policía y la SS fueron consideradascomo brutales arbitrariedades por los noiniciados». Con vistas a la campaña deRusia, Hitler creyó necesario sacar alejército de tal estado de inocencia. Yael 30 de marzo de 1941, es decir, variosmeses antes del comienzo de la guerra,pronunció un discurso ante oficiales dealto rango en el cual expuso claramentesus intenciones: «Debemos abandonar elprincipio de la camaradería entresoldados. El comunista no ha sido uncamarada ni lo será. Se trata de unaguerra de exterminio… No hacemos laguerra para conservar al enemigo… En

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el Este, en el futuro, toda dureza serápoca».

Aún hoy en día, la cuestión de hastaqué punto los generales de laWehrmacht hicieron caso de talesexhortaciones despierta controversias,sobre todo la de la famosa orden deHitler de matar a todos los comisariospolíticos que fuesen capturados. Lo queno suscita controversia es el destino delos prisioneros de guerra rusos en manosalemanas. Según una relación de laOficina General de la Wehrmacht delprimero de mayo de 1944, hasta esafecha habían sido capturados 5,16millones de rusos, la mayoría durante la

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campaña de 1941. De éstos, 1.871.000todavía estaban con vida, mientras que473.000 figuraban como «ejecutados» y67.000 como fugados. Los casi tresmillones restantes habían perecidodurante el cautiverio, la mayor parte porinanición. Es absolutamente cierto que,más tarde, muchos prisioneros de guerraalemanes tampoco sobrevivieron alcautiverio ruso.

Aquí se difumina la línea divisoriaentre los crímenes de guerra, que másvale olvidar, y los genocidios de Hitler.Ciertamente, las dificultades paraalimentar a los millones de prisioneroscapturados en pocos meses explican

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muchas cosas, pero no todas. En unmomento inesperado, Hitler confesóabiertamente que dejar morir de hambrey permitir el canibalismo en las jaulasde prisioneros eran prácticasintencionadas: el 12 de diciembre de1942, en la reunión del estado mayorcelebrada a mediodía, Hitler justificabasu negativa a que el Sexto Ejércitoapostado en Stalingrado rompiera elcerco señalando, entre otras cosas, queen ese caso la artillería tendría que serabandonada, ya que los caballos quetiraban de ella, debilitados por elhambre, no tenían fuerza de tracciónsuficiente. Y prosiguió: «Si fueran rusos

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diría: que se coman unos a otros. Pero loque no puedo hacer es dejar que uncaballo se coma a otro».

El genocidio de civiles rusosmiembros de las capas dirigentes no fueencomendado a la Wehrmacht sino acuatro grupos especiales, denominadosEinsatzgruppen, que, en la retaguardia,llevaron a cabo su tarea asesina desde elprimer día y a toda máquina. Hasta abrilde 1942, esto es, en los diez primerosmeses de una guerra de casi cuatro añosde duración, el Einsatzgruppe A (norte)daba cuenta de 250.000 ejecutados, el B(centro) de 70.000, el C (sur) de150.000, y el D (frente del extremo sur)

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de 90.000. Dado que no se conservancifras posteriores y que los partes sobrelas operaciones no distinguen entrejudíos y «bolcheviques», resulta difícilcalcular con exactitud cuántos civilesrusos no judíos fueron asesinados.Seguramente, su cifra no es inferior a lade los polacos, más bien al contrario.Como ya hemos afirmado antes, Hitler,con este genocidio, no sólo no aumentósus posibilidades de triunfo, sino que lasanuló por completo.

5. El genocidio de mayorenvergadura fue, como es sabido, el

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perpetrado contra los judíos; primero,desde mediados de 1941, contra losjudíos de Polonia y Rusia, luego, desdeprincipios de 1942, contra los judíos deAlemania y del resto de la Europaocupada que con ese objetivo fue«peinada de oeste a este». Lo que Hitlerpretendía –y así lo había anunciadopreviamente, el 30 de enero de 1939–era «el aniquilamiento de la raza judíaen Europa». Pese a extremar losesfuerzos, no logró esa meta final. Así ytodo, el número de judíos asesinadospor orden suya asciende, según loscálculos más bajos, a más de cuatromillones, y según los más altos, a casi

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seis millones. Hasta 1942 el genocidiose realizó mediante fusilamientosmasivos frente a fosas comunes cavadaspreviamente por las mismas víctimas;después en los campos de exterminio deTreblinka, Sobibor, Maidanek (Lublin),Belzec, Chelmno (Kulmhof) yAuschwitz, mediante la inhalación degas en cámaras construidasespecialmente para ese fin y dotadas deenormes crematorios anejos.

En época reciente, el historiadorbritánico David Irving ha negado nadamenos que la responsabilidad de Hitleren el genocidio judío; según él, esegenocidio fue obra de Himmler, que

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habría actuado por cuenta propia y aespaldas de Hitler.

La tesis de Irving es insostenible; nosólo porque carece de todaverosimilitud –bajo las condicionesexistentes en el Tercer Reich eraabsolutamente imposible llevar a cabouna operación de tal amplitud sin elconocimiento de Hitler; además, fueprecisamente Hitler quien anunció el«exterminio de la raza judía» en el casode que estallara la guerra– sino porquetestimonios fehacientes tanto de Hitlercomo de Himmler prueban que era elprimero quien daba las órdenes y elsegundo quien las ejecutaba. En el

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transcurso del año 1942, el primero dela «solución final», Hitler se jactópúblicamente y en no menos de cincoocasiones de haber cumplido loanunciado: el 1 y el 30 de enero, el 24de febrero, el 30 de septiembre y el 8 denoviembre. Citamos a continuación laúltima de esas declaraciones:

Ustedes todavía recordarán lasesión del Reichstag en la quedeclaré que, si el judaísmocreía poder provocar unaguerra mundial internacionalpara erradicar las razaseuropeas, el resultado no sería

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la erradicación de las razaseuropeas sino la erradicaciónde los judíos en Europa. Lagente siempre se ha reído de míllamándome profeta. De los querieron entonces, hoy muchos yano ríen, y los que todavía lohacen tal vez dejarán dehacerlo dentro de un tiempo.

También Himmler se refirió en variasocasiones a su papel en el intento deerradicar a los judíos, pero usa un tonomuy distinto: en lugar de hacer gala deun escarnio jactancioso, seautocompadece. Así, por ejemplo, el 5

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de mayo de 1944 dijo: «Ustedes seharán cargo de lo difícil que ha sidopara mí el cumplimiento de esta ordenmilitar que me fue impartida y que heacatado y ejecutado por obediencia ydesde el más pleno convencimiento». Obien, el 21 de junio del mismo año,cuando se lamenta en estos términos:«Ha sido la tarea y el encargo máshorrible que jamás haya podido recibiruna organización: el encargo deresolver la cuestión judía». Pero nadiesalvo Hitler podía darle un «encargo» ouna «orden militar». Después de esto nohace falta ya el testimonio adicional deGoebbels, que el 27 de marzo de 1942

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se refiere en su diario a «unprocedimiento que no parece demasiadollamativo» (se trata de las primerascámaras de gas instaladas en Lublindesde principios de 1942): «Se aplicaaquí un procedimiento bastantebárbaro y que no hay que detallar; delos judíos queda poca cosa… Tambiénen este punto el Führer es elinfatigable precursor y portavoz de unasolución radical».

La única prueba documental queIrving aporta para sustentar su tesis es laanotación de Himmler del 30 denoviembre de 1941, tras unaconversación telefónica con Hitler:

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«Deportación de judíos desde Berlín, noliquidarlos». En este caso, Hitler alparecer ordenó hacer una excepción,circunstancia que prueba por sí mismaque la liquidación era la regla y que,además, Hitler se encargaba incluso delos pormenores de la operación asesina.Es fácil comprender el por qué de esaorden: la deportación de judíos desdeBerlín había sido una acciónprecipitada, pues a los judíos alemanestodavía no les tocaba el turno. Ennoviembre de 1941, los esfuerzos aún seconcentraban en la liquidación de losjudíos polacos y rusos, y la «soluciónfinal» para Europa entera no se

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planificaría hasta la Conferencia deWannsee, celebrada el 20 de enero de1942. Y había que respetar un orden.Además, las cámaras de gas y los hornosde incineración todavía no estabanlistos. Su paulatina entrada enfuncionamiento no se produjo hasta1942.

Sin embargo, el episodio escogidopor Irving arroja una luz fugaz sobre dosasuntos que merecen un examen másdetenido. El primero se refiere altratamiento dado al genocidio judío enla opinión pública alemana; el segundoal calendario seguido por Hitler paraperpetrar su mayor crimen en cuanto a

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número de víctimas.Como acabamos de ver, fueron cinco

las ocasiones en que Hitler se jactópúblicamente de ese crimen en eltranscurso de 1942, aunque siempre entérminos muy vagos. Si hizo todo loposible por ocultar los detalles ante laopinión pública alemana fue porque,aparentemente, no podía esperaraprobación alguna, sino, al revés, unapreocupación que no deseaba y tal vezincluso una resistencia similar a la queya había entorpecido la «accióneutanasia».

Antes de la guerra, Hitler habíaensayado dos veces cómo reaccionaría

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la masa de los alemanes ante unaviolencia sin disimulo contra los judíos:en el boicot declarado el 1 de abril de1933 por las SA contra los comerciosjudíos de todo el territorio del Reich, yen el gran pogromo del 9 y 10 denoviembre de 1938, conocido hasta hoycon el nombre de Noche de los CristalesRotos, y que también fue ordenadodesde arriba y llevado a cabo en todo elterritorio nacional. En ambos casos, elresultado fue negativo desde el punto devista de Hitler. Las masas alemanas nohabían colaborado, al contrario: enmuchos lugares había habido muestrasde compasión, irritación y vergüenza

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por las agresiones contra los judíos,aunque también es cierto que no seprodujeron protestas abiertas por loocurrido. Y la expresión «Noche de losCristales Rotos», que, no se sabe cómo,estuvo enseguida en boca de todo elmundo, indicaba claramente la sensaciónembarazosa que sentía el alemán medioante aquellas fechorías: por un lado, laburla y el rechazo; por otro, el deseopusilánime de no ver las verdaderasatrocidades y de rebajar la gravedad delo sucedido a la categoría de cristalesrotos.

En lo que respecta a Alemania,Hitler tomó nota del resultado de su

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ensayo. Sin evitar ningún sufrimiento alos judíos, cuidó sin embargo de que lamasa de los alemanes tuviera la opciónde permanecer en la ignorancia oautoconvencerse de que todo era menosgrave de lo que parecía. Las acciones deexterminio se desarrollaron lejos deAlemania, en los lugares más recónditosdel Este europeo, donde Hitler podíacontar con una mayor aprobación de lapoblación local y donde, por otra parte,el asesinato era la consigna imperantedesde el comienzo de la guerra. Para losalemanes, los judíos eran oficialmente«asentados» en otras regiones; Hitlerincluso llegó al extremo de no trasladar

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a los judíos alemanes directamente a loscampos de exterminio, sino de llevarlosprimero al gran gueto de Theresienstadt,situado en Bohemia, desde el cualtodavía podían enviar postales a susconocidos en Alemania antes de serdeportados a Auschwitz.

Está claro que, a pesar de ladistancia, muchas de las cosas que allípasaban trascendían a Alemania. Pero elque quería podía no enterarse o, almenos, no darse por enterado, incluso ensu fuero interno. Y eso fue lo quehicieron la mayoría de los alemanes, ytambién, por cierto, la mayoría deciudadanos de los demás países

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europeos «peinados» en busca dejudíos. Hacer algo contra lo que estabasucediendo podía costarle a uno la vida;además, la guerra asfixiaba y todo elmundo tenía sus propiaspreocupaciones. Lo máximo a lo que unindividuo podía arriesgarse era a ayudara amigos judíos a pasar a laclandestinidad, y también los alemanesse arriesgaron a eso, aunque no con tantafrecuencia como los holandeses odaneses. Para atajar el crimen en sutotalidad hubiera sido necesario unlevantamiento, cosa bastante difícil dadala situación de guerra y dictadura. Así ytodo, el genocidio que Hitler estaba

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cometiendo fue uno de los móviles de laconspiración del 20 de julio,circunstancia que salva el honor de susautores. El conde Yorck vonWartenburg[3], interrogado en el juicioposterior ante el famosoVolksgerichtshof (Tribunal Popular)acerca de las razones que lo movieron aparticipar en el atentado, declaró, antesde que Freisler lo acallara a gritos, queen su mente estaban «los numerososasesinatos».

Ahora bien, la acusación de haberpermitido que ocurriera cuanto ocurrió,acusación que continuará pendiendo pormucho tiempo sobre los alemanes, no es

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el tema que nos ocupa. Estamoshablando de Hitler. Y en este asuntosigue siendo interesante comprobar queno hizo del todo partícipes a suscompatriotas de lo que sería su mayorcrimen, pues no confiaba en ellos. Apesar de la abundante propagandaantisemita de los últimos años, nocontaba con la disponibilidad de losalemanes a aceptar el genocidio de susconciudadanos judíos. No había logradohacer de los alemanes el soñado«pueblo de amos» que ante nada searredra. Y quizá sea éste uno de losmotivos por los que, en los últimosaños, los despreció cada vez más, evitó

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el contacto con ellos y se volvió más ymás insensible ante su suerte para,finalmente, incluso volcar contra ellossu voluntad destructora. De estotrataremos en el próximo capítulo.

Volvamos ahora una vez más sobreel testimonio exculpatorio que Irvingutiliza a favor de Hitler, aquellainstrucción que da por teléfono aHimmler el 30 de noviembre de 1941para que no liquide a un grupo de judíosdeportados de Berlín ese mismo día. Lafecha es interesante. Faltan cinco díaspara que se produzca la contraofensivarusa ante Moscú, que convencería aHitler de que no podía ganar la guerra;

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diez días para que declare la guerra aEstados Unidos, sellando así su derrota;y cincuenta para la Conferencia deWannsee, en la que se planificaría la«Solución final de la cuestión judía», esdecir, la matanza en las fábricas de lamuerte de los judíos de Alemania y detoda Europa. (Hasta entonces la matanzasistemática de judíos se había limitado aPolonia y Rusia, y el aparatoso métodoempleado había consistido en fusilarlosen masa.) La relación que guardan entresí las tres fechas es obvia. MientrasHitler creyó posible lograr en Rusia unavictoria tan rápida como la alcanzada unaño atrás en Francia, tuvo la esperanza

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de que Inglaterra transigiría en cuantohubiese perdido su última «espadacontinental». Así lo manifestó repetidasveces. Y para esa eventualidad tenía quemantener una posición desde la cualpudiera negociar con Londres. No podíapor tanto actuar como genocida enpaíses en los que cualquieracontecimiento trascendía a Inglaterra.Confiaba, tal vez, en que cuanto hicieraen Polonia y Rusia permanecería ocultoen el extranjero, por lo menos mientrasdurara la guerra. En cambio, ungenocidio en Francia, Holanda, Bélgica,Luxemburgo, Dinamarca, Noruega oincluso en la misma Alemania por fuerza

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se sabría inmediatamente en Inglaterra yacabaría por convertir a Hitler en unpersonaje intolerable en ese país, comode hecho sucedió: en enero de 1942,Occidente proclamó, como nuevoobjetivo de la guerra, el «castigo deestos crímenes».

En otras palabras, su largamenteacariciado deseo de exterminar a losjudíos de toda Europa sólo pudo hacerlorealidad en el momento en que dio porperdida cualquier esperanza de alcanzaruna paz de compromiso con Inglaterra(asociada a la esperanza de evitar laentrada en guerra de Estados Unidos). Yno la dio por perdida hasta el 5 de

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diciembre de 1941, día en que lacontraofensiva rusa ante Moscú lo sacóde sus sueños de victoria sobre Rusia.Tuvo que ser para él una sacudidaextraordinaria, pues dos meses antes aúnhabía declarado públicamente que «esteadversario se ha desplomado y nuncamás volverá a levantar cabeza». Bajo elefecto de tal sacudida cambió de rumbo,«con frialdad absoluta» y «con lavelocidad del rayo»: si ya no podíavencer en Rusia, entonces –concluyó–también se agotaban las posibilidadesde paz con Inglaterra. Así pues podíatambién declarar por fin la guerra aEstados Unidos, cosa que, tras haberse

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abstenido durante mucho tiempo deresponder a las provocaciones deRoosevelt, le supuso una satisfacciónevidente. Y entonces podía concedersetambién la satisfacción, todavía mayor,de decretar por fin, para toda Europa, la«Solución final de la cuestión judía»,puesto que no había que calibrar ya losefectos que este crimen tendría enInglaterra y Estados Unidos.

Naturalmente, con todo eso sóloconsiguió que la derrota alemana sehiciera inevitable y que conllevara, porfuerza, el correspondiente castigo. Quetales consecuencias no le perturbarían lohabía manifestado ya el 27 de

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noviembre, en las conversaciones conlos ministros de Asuntos Exterioresdanés y croata –citadas en el capítuloanterior–, en las que vino a decir que, siAlemania era incapaz de vencer, a él nole importaría que se hundiera, y que élno derramaría una sola lágrima por ella.

En resumen, Hitler, en diciembre de1941 y en cuestión de pocos días, sedecidió definitivamente por una de lasdos metas incompatibles que veníapersiguiendo desde el comienzo, asaber, la hegemonía mundial deAlemania y la erradicación de losjudíos: abandonó la primera, porinalcanzable, para concentrarse

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plenamente en la segunda. (El 30 denoviembre aún era una fecha prematurapara tomar esa decisión.) Es más:incluso aceptó la total derrota deAlemania con todas sus consecuenciasposibles para finalmente poder llevar acabo el tan y tanto tiempo anheladoexterminio judío en toda Europa.

Desde esta perspectiva se entiendetambién la declaración de guerra aEstados Unidos, que en el capítuloanterior no hemos podido explicarnosbajo ningún concepto: en diciembre de1941, el Hitler político abdicadefinitivamente en pro del Hitlergenocida.

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Ahora se explica también el por quéde su total inactividad y letargopolíticos en la segunda mitad de laguerra, actitud que hemos tenido ocasiónde constatar con extrañeza en el capítuloanterior y que tan marcadamentecontrasta con su clarividencia y carácterresoluto de antes. La política, en la quehabía demostrado tanto talento, ya no leinteresaba. Para la única meta que ahoraperseguía no la necesitaba. «¿Política?Yo ya no hago política. Me repugna. »Las palabras (pronunciadas en su cuartelgeneral ante Hewel, el enlace deRibbentrop) datan de la primavera de1945, pero podrían haber sido

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pronunciadas perfectamente en 1942.Desde finales de 1941, Hitler dejó dehacer política alemana para entregarseexclusivamente a su demencia asesina.

Lo que continuó centrando, y másque nunca, la atención de Hitler fue elaspecto militar de la guerra. Ésta era lamanera de ganar tiempo para llevar acabo su proyectado genocidio yconservar el territorio donde encontrabaa sus víctimas. En efecto, la estrategiaseguida a partir de 1942 estabaencaminada únicamente a ganar tiempo ya defender el territorio. Desdecomienzos de 1943, si no antes, ya notuvo iniciativas encaminadas a obtener

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éxitos espectaculares en el terrenomilitar y abrir así nuevas oportunidadesde negociar la paz, como hubiera hechocualquier otro dirigente; y cuandoalgunos de sus generales tomaron talesiniciativas (Rommel en África en elverano de 1942; Manstein en Ucrania enla primavera de 1943) no sólo no losapoyó sino que les puso trabas. Talesiniciativas habían dejado de interesarle.

Todo indica que, desde finales de1941 o comienzos de 1942, se habíaresignado, en su fuero interno, a la ideade la derrota final. No es casualidad quesu famosa frase, tan elocuente por suambigüedad, date de noviembre de

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1942: «Por principio suelo acabarcinco minutos después de que suene lacampana». El hecho de que Hitler semostrara a menudo inquebrantablementesatisfecho de sí mismo en lasconversaciones de sobremesa y, enocasiones, hasta reciamentecampechano, a pesar de que el cerco entorno a Alemania no cesaba deestrecharse, sólo se puede explicar porsu convencimiento de que, así como losejércitos aliados se acercaban cada vezmás a una Alemania sitiada ybombardeada, así también él, cada díaque pasaba, se acercaba más y más alúnico objetivo que le quedaba. Durante

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tres años, en toda Europa se sacaba adiario a familias judías de sus hogares oescondites para llevarlas hacia el este,donde entraban desnudas en las fábricasde la muerte y donde los hornos de loscrematorios echaban humo día y noche.Para Hitler se habían acabado los éxitosde los once años anteriores, pero no leresultaba difícil renunciar a ellos, puesse veía compensado por el placer delasesino que ha tirado por la borda susúltimos escrúpulos y hace con suvíctima lo que se le antoja.

Para el Hitler de los últimos tresaños y medio, la guerra se habíaconvertido en una especie de carrera

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contra el tiempo que todavía esperabaganar. ¿Quién llegaría antes a la meta?¿Completaría Hitler el exterminio judíoantes de que los aliados consiguieran elsometimiento militar de Alemania? Losaliados tardaron tres años y medio enllegar a la meta. En ese tiempo, tambiénHitler se acercó horriblemente a la suya.

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Traición

Es un hecho interesante aunquecuriosamente poco comentado el que losmás perjudicados por Hitler no hayansido, ni mucho menos, los puebloscontra los que cometió sus mayorescrímenes.

La Unión Soviética perdió, porculpa de Hitler, al menos doce millonesde personas –veinte según sus propiascifras– pero el enorme esfuerzo que laguerra le exigió acabó convirtiéndola enuna superpotencia. En Polonia, la cifrade personas asesinadas por Hitler

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asciende a seis millones (o a tres, si nocontamos a los judíos polacos). Noobstante, el resultado de la guerra es unaPolonia geográficamente más sana ynacionalmente más compacta que laPolonia de la preguerra. En cuanto a losjudíos, Hitler quiso exterminarlos, y enla zona que él controlaba estuvo a puntode lograrlo. Pero su intento deexterminio, que se cobró la vida de entrecuatro y seis millones de judíos,infundió a los supervivientes la energíadel desesperado, necesaria para lafundación de su Estado. Por primera vezen casi dos mil años, los judíos vuelvena tener un Estado, un Estado orgulloso y

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cubierto de gloria. Sin Hitler, Israel noexistiría.

Un daño objetivamente mucho mayorle causó a Inglaterra, contra la que noquería tener guerra y, sin embargo,siempre la tuvo, a medias y sinconvicción. Inglaterra perdió su Imperioa causa de la guerra contra Hitler y dejóde ser la potencia mundial que era. Unadevaluación de estatus similar sufrieronFrancia y la mayor parte de los países ypueblos de Europa occidental

Ahora bien: mirándolo con todaobjetividad fue a Alemania a la queinfligió el mayor daño, y con creces.También los alemanes pagaron un

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terrible tributo humano, cifrado en sietemillones de víctimas, número superioral de judíos y polacos; sólo los rusossufrieron una sangría aún mayor. Laspérdidas de los demás pueblosimplicados en la guerra no puedencompararse con las de los cuatro quehemos mencionado. Pero mientras que laUnión Soviética y Polonia, tras pagar sutributo de sangre, llegaron a tener unaposición más fuerte que antes de laguerra, e Israel debe su existenciamisma al holocausto judío, el Imperioalemán quedó borrado del mapa.

Por culpa de Hitler, Alemania sufrióla misma devaluación de estatus que las

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demás potencias europeo-occidentalesde antaño. Perdió una cuarta parte de suterritorio nacional (su «espacio vital»);lo que quedó está dividido, y los dosEstados producto de la partición formanparte de dos bloques opuestos, lo quelos sitúa en una relación de hostilidadajena a su naturaleza. El hecho de que elmayor de estos dos Estados, laRepública Federal, sea de nuevo un paísque goza de cierto bienestar, no esmérito de Hitler. La herencia que éstedejó en 1945 fue un país en ruinas, tantofísicas como políticas –aunque éstassuelen olvidarse con facilidad–: no sóloquedaban cadáveres, escombros, ruinas

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y millones de personas sin hogar,errantes y hambrientas, sino también unaadministración estragada y un Estadodestruido. Ambas desgracias –la miseriade la gente y la destrucción del Estado–fueron ocasionadas por él,deliberadamente, en los últimos mesesde guerra. Se había propuesto inclusoalgo peor: su último programa paraAlemania preveía el genocidio de todala población. En su fase postrera, si noantes, Hitler se convirtió conpremeditación en un traidor deAlemania.

Las nuevas generaciones alemanasno son tan conscientes de esa traición

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como lo son las que vivieron aquellostiempos. En sus últimos meses de vida,Hitler creó una leyenda que, si bien noes precisamente halagüeña, lo absuelveen cierto modo de su responsabilidad enla agonía de Alemania de 1945. Segúnesta leyenda, en la última fase de laguerra Hitler, no era sino una sombra desí mismo, un hombre gravementeenfermo, una piltrafa humana privada decapacidad decisoria y espectadorimpotente de la catástrofe que reinaba asu alrededor. La imagen que de él nostransmiten las descripciones de loshechos entre enero y abril de 1945 es lade un hombre que ha perdido

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completamente el control de lasituación, que dirige, desde un bunker,ejércitos que han dejado de existir, quese debate entre desenfrenados ataquesde ira y fases de resignación letárgica,que fantasea, casi hasta el últimomomento, con la victoria final entre losescombros de Berlín. En resumen, se lepresenta como a alguien que está ciegoante la realidad, como una persona que,de alguna manera, ha perdido susfacultades mentales.

Esta imagen escamotea lo principal.Es cierto que, en 1945, el estado desalud de Hitler no era el mejor; tambiénes cierto que había envejecido, que sus

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nervios se habían resentidosensiblemente tras cinco años de guerra(como también sucedió a Churchill yRoosevelt) y que sin duda atemorizaba asu entorno con el crecienteensombrecimiento de su carácter y suscada vez más frecuentes estallidos deira. Pero la tentación de cargar esasescenas de luces y sombras y de pintarun crepúsculo de los dioses de coloresefectistas como fondo hace que, amenudo, se olvide un hecho importante,y es que justamente el Hitler de losúltimos meses recuperó toda sucapacidad decisoria y su voluntad deimponerse. Es más bien en el periodo

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inmediatamente anterior cuando seobservan cierta parálisis de la voluntady un anquilosamiento en la monótonarutina, esto es, en el año 1943, cuando,en su diario, Goebbels constata conpreocupación una «crisis del Führer», eincluso en la primera mitad de 1944.Pero con la derrota a la vista, Hitlerrecupera su antigua vitalidad y parecegalvanizado. Aunque le tiemble la mano,el golpe de esa mano temblorosa siguesiendo –o vuelve a ser– fulminante ymortífero. Son sorprendentes en ciertomodo, incluso admirables la resoluciónferoz y la actividad febril que Hitlerdemuestra entre agosto de 1944 y abril

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de 1945, cuando sé halla en plenadecadencia física. Sólo que esta fuerzaapunta cada vez más claramente, y alfinal de forma inequívoca, hacia unameta insospechada, y que hoy en díaalgunos vuelven a considerarinverosímil: la ruina total de Alemania.

Al principio, este objetivo no seaprecia con claridad, pero al final noadmite duda alguna. La política deHitler tiene, en su última fase, tresetapas nítidamente diferenciadas. En laprimera (agosto-octubre de 1944)consigue frustrar la interrupción de laguerra que está perdiendo y se preparapara la lucha final. En la segunda

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(noviembre de 1944-enero de 1945)emprende un último y sorprendenteataque en el oeste. Y en la tercera(febrero-abril de 1945), se consagra a ladestrucción total de Alemania, y lo hacecon la misma energía que, hasta 1941,empleó en sus conquistas y, entre 1942 y1944, en el exterminio de los judíos.Para ver cómo esta última meta fueplasmándose poco a poco, debemoscontemplar más detenidamente laactuación de Hitler durante los últimosnueve meses de la guerra.

En el aspecto militar, la situaciónbélica de finales de agosto de 1944 separecía bastante a la de los últimos días

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de septiembre de 1918, cuandoLudendorff, entonces al mando delejército alemán, arrojó la toalla. Enambos casos, cualquier análisis racionalde la situación de la guerra indicaba quela derrota era inevitable y el finalprevisible. Sin embargo, el final aún nohabía llegado, y la derrota no había sidoconsumada en ninguno de los dos casos.Todavía no había soldados enemigos ensuelo alemán. Seguramente también en1918 habría sido posible dilatar lacontienda hasta el año siguiente, comoacabaría sucediendo en 1944-1945.

Sabido es que, en esa situación,Ludendorff llegó al convencimiento de

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que «había que terminar la guerra»,según sus propias palabras. Logró unapetición de armisticio y convocó a susadversarios políticos a entrar en elgobierno para otorgar mayorcredibilidad a su petición y dar al paísuna representación menos lastrada por elpasado y más apta para lasnegociaciones de paz. Es cierto que mástarde, al acusar a estos albaceas que élmismo había designado: («Que saquenellos las castañas del fuego») de haberasestado una puñalada por la espalda alejército invicto, hizo que sucomportamiento de septiembre de 1918quedara feamente ensombrecido; pero el

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comportamiento propiamente dicho fueel de un patriota responsable, que enmedio de la derrota se proponeahorrarle a su país el peor trago y salvarlo que puede salvarse.

El 22 de agosto de 1944, Hitler hizoexactamente lo contrario de lo queLudendorff había hecho el 29 deseptiembre de 1918: en la llamada«Acción tormenta» mandó, de golpe,arrestar a unos cinco mil antiguosministros, alcaldes, parlamentarios,cuadros de partidos y funcionariospolíticos de la República de Weimar,entre ellos a Konrad Adenauer y KurtSchumacher, los futuros protagonistas de

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la fase fundacional de la RepúblicaFederal. Era un círculo de personassimilar al que Ludendorff, encircunstancias análogas, habíatransferido la responsabilidad delgobierno y de la liquidación de la guerray que en ese momento constituían, porasí decirlo, la reserva política deAlemania. En vista de lo inevitable de laderrota, Ludendorff les entregó lasriendas del poder; Hitler, en idénticasituación, los quitó de en medio. Talacción, que entonces no trascendió, hapasado extrañamente desapercibida enla historiografía y suele relacionarse conla persecución de los conspiradores del

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20 de julio, con la que no tiene nada quever. Antes bien, constituía el primerindicio de que Hitler quería prevenirtodo amago de repetición de la, segúnél, prematura interrupción de la guerraen 1918; el primer indicio de que, auncuando no se avistara ningunaposibilidad de triunfo, estaba decidido aseguir luchando hasta el amargo final–«hasta cinco minutos después de quesuene la campana», como él mismodijo– y sin permitir que nadie leperturbara en su quehacer.

Sobre esa decisión, tomada en elmomento en que lo hizo, aún puedehaber divergencia de opiniones. En

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efecto, a lo largo de la historia se handado dos modos de pensar y de actuaren situaciones de derrota, quepodríamos llamar el pragmático y elheroico. El primero busca salvar lomáximo posible del patrimonioamenazado; el segundo trata de dejar unaleyenda edificante. Según lascircunstancias, ambos tienen sus pros ysus contras. A favor del segundo hastapuede aducirse que el futuro nunca esdel todo previsible y que, en ocasiones,se logra evitar lo inevitable. En estesentido, la historia alemana ofrece elfamoso ejemplo de Federico el Grande,que, hallándose en 1760 en una situación

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idéntica a la de Ludendorff en 1918 y lade Hitler en 1944, fue salvado por «elmilagro de la casa de Brandenburgo», esdecir, la imprevista sucesión en el tronoruso y el subsiguiente cambio dealianzas. Si hubiese abandonado, el azarsalvador habría llegado tarde. Así ytodo, en la historia los milagros son laexcepción y no la regla, y contar conellos es como jugar a la lotería.

El ejemplo de Federico el Grandefue muy utilizado por la propagandaalemana del último año de la guerra,pero cabe dudar de que realmentetuviera un gran peso entre los móvilesde Hitler. Al fin y al cabo, una guerra

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moderna entre naciones es algo muydiferente de lo que fueron las guerras degabinete del siglo XVIII. Es más lógicopensar que el móvil decisivo para Hitlerfue el ejemplo negativo del noviembrede 1918. Recordemos: los hechos delnoviembre de 1918 habían constituidouna experiencia iniciática para Hitler.La vivencia de una guerra que, según él,se había dado por perdida antes detiempo, provocó en él lágrimas de rabia,el propósito de no permitir nunca más unnoviembre de 1918 y la decisión dehacerse político. Ahora había llegado elmomento, ahora, en cierto modo, Hitlerhabía alcanzado su meta: se avecinaba

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otro noviembre de 1918 y esta vezHitler estaba en condiciones deimpedirlo y resuelto a hacerlo.

Tampoco puede pasarse por alto elresurgir de su odio, ya inmenso en 1918,contra los «criminales de noviembre»,es decir, sus compatriotas alemanes. EnMi lucha había citado, con aprobaciónfuribunda, la presunta afirmación de unperiodista inglés después de 1918: «Unode cada tres alemanes es un traidor».Ahora mandaba ahorcar o decapitar sincontemplaciones a todo alemán quemanifestara la obvia y acertada idea deque la guerra estaba perdida, o dejaraentrever su deseo de sobrevivir a ella.

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Siempre había sido una persona llena deodio, y matar le proporcionaba un íntimoplacer. La fuerza con que odiaba, elinstinto asesino con que, durante años,se había ensañado contra judíos,polacos y rusos, ahora se dirigíaabiertamente también contra losalemanes.

Sea como fuere, a finales del veranoy comienzos del otoño de 1944, Hitlervolvió a desplegar una energía y unapotencia que recuerdan los tiempos desu mayor fortaleza. A finales de agosto,prácticamente no existía ya frente en eloeste, y el este era, según sus propiaspalabras, «una brecha más que un

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frente». A finales de octubre, losalemanes volvían a plantar cara enambos frentes, las ofensivas de losaliados se habían paralizado, y en elinterior del país Hitler organizó elVolkssturm, un ejército de miliciasconstituido por hombres entre losdieciséis y los sesenta años, no alistadosanteriormente, cuyo cometido eradefender a la patria en la retaguardia. ElFührer supo mantener la moral decombate difundiendo insistentemente elrumor de que tenía en reserva un armamilagrosa. Sin embargo, la bombaatómica –la verdadera arma milagrosadel año 1945– no la tenía Alemania sino

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Estados Unidos; y resulta extraño pensarque, de llegar a hacerse realidad la largay sangrienta guerra de defensa total quedeseaba Hitler y para la cual volvió amovilizar al país en el otoño de 1944,habría atraído las primeras bombasatómicas no sobre Japón sino sobreAlemania.

Pero Hitler mismo se encargó de queeso no sucediera, desperdiciando,apenas las hubo aunado, las fuerzas quele quedaban para esa guerra de defensa.En noviembre de 1944 decidió pasaruna vez más a la ofensiva, y lo hizo en eloeste. Así fue como los alemaneslanzaron, el 16 de diciembre, el que

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sería su último ataque, el de lasArdenas.

Esta ofensiva, a diferencia de losdemás episodios militares de la SegundaGuerra Mundial, merece una atenciónmayor. En efecto, fue más que unepisodio. A dicha ofensiva se deben lasfronteras que establecerían las potenciasocupantes en el territorio alemán, y queluego se convertirían en las fronteras dela Alemania dividida. Y constituye elmomento en que Hitler se vuelve contrasu propio país.

La ofensiva de las Ardenas, más quecualquier otra operación de la SegundaGuerra Mundial, fue obra exclusiva de

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Hitler y representó, desde el punto devista militar, una empresa demencial.Con las condiciones tecnológicas deentonces, una ofensiva requería unasuperioridad de al menos tres a uno siquería tener éxito. La relación de fuerzasterrestres en el frente occidental era, endiciembre de 1944, de uno contra menosde uno en el bando alemán, por nohablar ya de la abrumadora superioridadaérea de los aliados. Es decir, el másdébil atacaba al más fuerte. Además,para obtener siquiera una escasasuperioridad momentánea en ese sectordel frente, Hitler tuvo que desguarnecerhasta los huesos el frente defensivo en el

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este, pese a las desesperadasadvertencias de su entonces jefe delestado mayor Guderian de que los rusosestaban concentrando efectivos para unaofensiva de gran envergadura. Hitlerapostaba, pues, dos veces el todo por eltodo: si la ofensiva en el oeste fracasaba–lo que era de esperar en vista de suinferioridad numérica y militar– habríamalgastado las fuerzas necesarias parala posterior defensa del territoriooccidental del Reich; al mismo tiempo,la ofensiva hacía ya nula todaposibilidad de éxito en el este si losrusos atacaban, cosa igualmenteprevisible.

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En ambos casos sucedió lo que erade esperar. La ofensiva de las Ardenasfracasó y los rusos atacaron. A pesar deunas circunstancias climáticasfavorables –la niebla mantenía en tierraa las flotas aéreas aliadas– losresultados de la ofensiva en la semanaprevia a la Navidad fueron insuficientes.Luego, durante los días navideños, conel cielo despejado, los ejércitosacorazados que habían llevado el pesodel ataque alemán fueron aplastadosdesde el aire; en la primera semana deenero, las unidades diezmadas volvierona sus posiciones de salida. Y el 12 deenero los rusos tomaron al asalto los

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restos que quedaban del frente orientalalemán para avanzar, ya sin detenerse,desde el Vístula hasta el Oder. Todo esoera de prever, y Guderian se lo habíaexplicado a Hitler con desesperadainsistencia. Pero éste no quiso escuchar.La ofensiva de las Ardenas fue su ideamás personal, su penúltima ocurrencia(de la última, todavía hablaremos), y seempeñó obstinadamente en que sellevara a cabo.

¿Por qué lo hizo? He aquí un enigmaaún sin resolver. Hay que descartar lasrazones militares. Hitler no era elprofano en asuntos militares por el quehoy en día se le quiere hacer pasar. Por

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los conocimientos que tenía sobre lamateria es imposible que se hicierailusiones acerca de las perspectivas deéxito de la empresa que emprendía. Elhecho de que fingiera tales ilusionesante los oficiales implicados (a los quereunió previamente para infundirlesánimo) no prueba en absoluto que lasalbergara de verdad.

Es más probable que tuviera motivosde política exterior. Una ofensiva en eloeste, aun cuando fracasara y auncuando Hitler la apuntalara debilitandosu frente oriental y propiciando unainvasión rusa en el este de Alemania,podía ser vista como una señal de que el

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Führer consideraba ahora a losestadistas occidentales, y no a Rusia,como su principal enemigo; una señal deque estaba dispuesto a emplear en eloeste todas las fuerzas que le quedaban,aunque Alemania entera se convirtieseen un territorio ocupado por los rusos.Podríamos decir que Hitler queríaenfrentar a las potencias occidentales ala disyuntiva de una Alemanianacionalsocialista o una bolchevique, esdecir, obligarlas a decidir a quiénpreferían en la otra orilla del Rin, aStalin o a él. Y puede que siguierapensando que se inclinarían por él. Siera así, se equivocaba, naturalmente.

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Roosevelt, en 1945, estaba convencidode poder colaborar fructíferamente conStalin, idea que Churchill no compartía,aunque también él, puesto a elegir, sehabría quedado con Stalin. A causa delgenocidio, Hitler se había convertido enun personaje inaceptable paraOccidente. Pero cabe imaginar que no sediera cuenta de este rechazo, comotampoco lo advirtió Himmler, quien, enabril de 1945, todavía presentó a laspotencias occidentales la ingenua ofertade capitular en el oeste para continuarjuntos la guerra en el este. Pero aunqueHitler se diera cuenta, parece haberindicios de que en 1945, ante la

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disyuntiva, prefirió perder en el este,antes que en el oeste –contrariamente alo que preferían sus compatriotasalemanes, que se horrorizaban ante laidea de una embestida rusa y en sumayoría casi empezaban a desear, poresas fechas, una redentora ocupaciónpor ingleses y americanos–. El respetode Hitler por Stalin había ido creciendoa lo largo de la guerra, al tiempo quealimentaba un profundo odio contraChurchill y Roosevelt. Cabría imaginaren Hitler el razonamiento de doblefondo siguiente: su inesperadademostración de estar dispuesto a lucharhasta el final en el oeste, aceptando a la

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vez la derrota que se avecinaba por eleste, puede causar tal espanto a laspotencias occidentales que en el últimomomento se vean forzadas a acceder aun compromiso. Y si no es así, tampocoimporta. Entonces la derrota en el esteserá definitiva, y las potenciasoccidentales verán lo que habrán ganadocon ello. No podemos sino admitir quese trata de un razonamiento bastantetortuoso.

El pensamiento de Hitler resultamucho menos complicado si suponemosque su principal motivo ya no tenía quever con la política exterior, sino con lainterior, y se dirigía, en realidad, contra

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su propio pueblo.En efecto, entre Hitler y la masa de

la población alemana se había abiertouna brecha en el otoño de 1944. Lamayoría de los alemanes ya no quería lalucha final sin perspectivas que Hitlerdeseaba. Querían acabar de una vez,como en el otoño de 1918; querían unfinal lo menos traumático posible, esdecir, un final en el oeste. Mantenerfuera a los rusos y dejar entrar a laspotencias occidentales, era, a finales de1944, la meta secreta y última de lamayoría de los alemanes. Con laofensiva de las Ardenas, Hitler eracapaz aún de frustrar ese objetivo. No

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podía hacer decapitar a todos los quepensaban así, puesto que erandemasiados, y la mayoría se cuidaban demanifestar su opinión. Pero podíadejarlos a merced de la venganza rusa,si no estaban con él a las duras y a lasmaduras. Aún podía frustrar el deseo dela redentora ocupación por ingleses yamericanos, y estaba ferozmentedecidido a hacerlo. Vista así, laofensiva de las Ardenas cobra sentidoporque ya no es un mero acto de locuramilitar ni, en el mejor de los casos, unaespeculación descabellada desde elpunto de vista de la política exterior. Demodo que parece correcto darle esta

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interpretación. Y eso quiere decir queHitler practicaba ya una políticadirigida contra Alemania y losalemanes.

La tesis que acabamos de exponertambién se ve avalada por el hecho deque Hitler, con tal ofensiva, se apartóclaramente de la concepción de defensaestablecida en agosto de 1944. Éstaimplicaba un horror sin fin, a saber, unaresistencia tenaz y dilatada en todos losfrentes y, en las zonas en las que losejércitos tuviesen que retroceder, laguerra total por medio de miliciaspopulares para evitar la pérdida de esosterritorios. La ofensiva de las Ardenas,

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por el contrario, apuntaba más bien a unfin con horror, es decir, a quemar lasúltimas fuerzas militares en unadesesperanzada batalla de ataque. Si nospreguntamos el porqué de ese repentinocambio de decisión, no tenemos ni quebuscar, por obvia, la respuesta: Hitler sedio cuenta de que la guerra popular totalno prosperaría y que la mayoría de lapoblación la rechazaba. Los alemanes yano pensaban ni sentían como él. Puesbien, entonces tenían que ser castigados,y con la muerte: ésta fue la últimadecisión de Hitler.

Se podrá discrepar de que taldecisión estuviera ya implícita en la

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ofensiva de las Ardenas. Cuando síadopta una forma clara y contundente esen las órdenes que dicta el Führer el 18y 19 de marzo de 1945, con las quecondena a Alemania al genocidio.

Por entonces, los rusos habíanllegado al Oder y los americanos habíancruzado el Rin. Ya no se podía pensaren mantener las posiciones; el encuentroentre los aliados occidentales y losorientales en el centro de Alemania eracuestión de semanas. Ahora bien, lapoblación en las zonas de combate yretirada del este se comportaba de formamuy diferente a la del oeste: en el este lagente huía en masa; en el oeste no se

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movía del lugar, colgaba manteles ysábanas en las ventanas como señal derendición, e imploraba a los oficialesalemanes para que dejaran de defendersu pueblo o ciudad y evitaran así sudestrucción en el último momento.

Hitler respondió a esta actitud de lapoblación del oeste con la orden del 18de marzo, en la que mandaba evacuar «atoda la población» de las áreas deinvasión germano-occidentales, «deinmediato y comenzando por detrás de laprincipal zona de combate». En contrade lo habitual, la orden redactada en lareunión del estado mayor de ese díasuscitó objeciones. Albert Speer, el

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antiguo arquitecto de Hitler, a la sazónministro de Armamento y hoy el últimotestigo superviviente de los díaspostreros del Führer, da testimonio delo ocurrido en aquella ocasión:

Uno de los generales presentesintentó convencer a Hitler de que eraimposible evacuar a cientos de miles depersonas. Ya no se disponía de trenes ylas comunicaciones estabancompletamente colapsadas desde hacíatiempo. Hitler no se inmutó. «¡Pues quevayan a pie!», replicó. El general objetóque también esto era inviable, puesharían falta provisiones y la riada degente tendría que ser conducida a través

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de zonas escasamente pobladas. Ademásno tenían el calzado necesario. No pudoterminar. Hitler, impasible, le dio laespalda.

Si la orden de obligar a emprender alos habitantes del oeste alemán unamarcha sin rumbo y sin provisiones, quesólo podía significar una marcha haciala muerte, equivalía ya a un intento dematanza masiva, cometida esta vezcontra los alemanes, la segunda ordend e l Führer, la llamada «orden deNerón» dada el 19 de marzo, evidenciaplenamente la intención de privar a losalemanes, y esta vez a todos, decualquier posibilidad de supervivencia.

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El apartado clave dice:Deben destruirse todas las

instalaciones militares, de transporte,comunicación, industria yabastecimiento, así como cualesquierabienes en el territorio del Reich que elenemigo pueda de alguna maneraaprovechar, inmediatamente o a cortoplazo, para continuar su lucha.

Y, a modo de explicación, Hitlerexpuso a Speer, «con un tono gélido»,según el testimonio de éste, lassiguientes razones:

Si se pierde la guerra, el pueblotambién estará perdido. No

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hace falta respetar las basesque el pueblo alemán necesitapara sobrevivir en un estado delmás absoluto primitivismo. Alcontrario, incluso es mejordestruirlas, pues nuestro puebloha demostrado ser más débil, yel futuro perteneceexclusivamente al más fuerte, alpueblo del Este. Esta lucha sólodejará tras de sí seresinferiores, ya que los buenoshan caído.

Son palabras que evocan laspronunciadas por Hitler el 27 de

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noviembre de 1941, cuando sevislumbró por primera vez laposibilidad del fracaso y que ya hemoscitado en una ocasión. Dijo en aquellafecha: «También sobre eso pienso confrialdad absoluta. Si llegara el día enque el pueblo alemán no fuera losuficientemente fuerte y sacrificadocomo para entregar su propia sangreen aras de su existencia, prefiero quesucumba y sea exterminado por otrapotencia más fuerte… Yo, por mi parte,no derramaré entonces una solalágrima por el pueblo alemán». ParaHitler había llegado el momento depasar a los hechos.

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Las órdenes del 18 y 19 de marzo de1945 no llegaron a ser ejecutadascompletamente. De no haber sido así, laverdad es que no habría quedado muchode los alemanes, como había dichoGoebbels dos años antes refiriéndose alos judíos. Speer hizo todo lo que pudopara sabotear la ejecución de la ordende destrucción. Otros cuadrosnacionalsocialistas tampoco seatrevieron a cumplirla y, a menudo,también los directamente afectados seopusieron, con mayor o menor éxito, a ladestrucción de sus infraestructuras. Y,por último, el rápido avance de losaliados, que sólo en algunos lugares

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toparon con focos de resistencia decierta consideración, hizo que a losalemanes se les evitara el onerosodestino que al final Hitler les teníareservado.

Sin embargo, tampoco hay que creerque las últimas órdenes de Hitler fuerancomo hojas que se lleva el viento y queno tuviesen ningún efecto. A mediadosde marzo de 1945, algunas partes deAlemania seguían sin estar ocupadas porlos aliados. En ellas, una orden deHitler tenía todavía fuerza de leyabsoluta, y entre los cuadros del partidoy la SS había aún fanáticos quepensaban y sentían como su Führer.

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Ahora iban a rivalizar durante seissemanas con la aviación y las artilleríasenemigas en la destrucción definitiva deAlemania, y muchos informes indicanque, en las últimas semanas de la guerra,la población de la mayoría de lasciudades y regiones alemanas seencontraba atrapada entre dos fuegos ycomenzaba a temer más a los propioscomandos de destrucción y a laspatrullas de la SS que al mismoenemigo.

En efecto, el objetivo de Hitler quetales comandos y patrullas cumplían eramás cruel que el del enemigo: losejércitos aliados, por lo menos los

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occidentales, no buscaban la destrucciónde «las bases que el pueblo alemánnecesita para sobrevivir en un estadodel más absoluto primitivismo». Porconsiguiente, la ocupación enemiga queahora avanzaba con toda celeridad fuemayoritariamente saludada como unaredención –al menos en el oeste–, y losamericanos, británicos y franceses, queesperaban encontrar un pueblo denacionalsocialistas, hallaron un puebloharto y desilusionado que ya no queríatener nada que ver con Hitler. Creyeronque se trataba de fingido servilismo;pero en la mayoría de los casos no eraasí. La gente se sentía realmente

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traicionada por su Führer, y con razón.En las últimas semanas de su vida, elmismo Hitler se había ocupado demanera drástica de la «reeducación» delpueblo alemán que planeaban losaliados. Puede imaginarse a losalemanes en ese periodo como la mujerque, al descubrir de repente a su asesinoen la persona de su amante, pide a gritosel auxilio de los vecinos para salvarsedel hombre con quien ha mantenido unarelación hasta entonces.

Puntualicemos: con sus órdenes dedestrucción del 18 y 19 de marzo de1945, Hitler no perseguía ya una heroicalucha final como todavía era el caso en

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el otoño de 1944. Para una supuestalucha de estas características de nadapodía servir enviar a cientos de miles dealemanes en una caravana de la muertehacia el interior del país y ordenar a lavez la destrucción de todo lo que allí leshiciese falta para sobrevivir al menos enel más absoluto primitivismo. Antesbien, la única finalidad de esta últimaacción de asesinato masivo dirigidaahora contra Alemania sólo podía ser lade castigar a los alemanes por no habermostrado la suficiente entrega en unaheroica lucha final, es decir, por habersenegado al final a representar el papelque Hitler les había asignado. A los ojos

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de Hitler esa negativa constituía –ysiempre había constituido– un crimenque merecía la pena de muerte. Unpueblo que no aceptara el papel que élle hubiese impuesto, debía morir. Hitlersiempre había tenido esa visión, por loque su viraje asesino contra Alemania alfinal de la guerra encuentra un curiosoparalelismo con el viraje asesino queefectuó contra Polonia al comienzo de lacontienda.

En efecto, en los planes de Hitler noestaba previsto cometer contra lospolacos las matanzas masivas que seperpetrarían contra judíos y rusos. Leshabía reservado un papel similar al de

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los rumanos: serían aliados subalternosy un pueblo de siervos en la guerra deconquista contra Rusia planeada desdeel principio. Fue porque no aceptaronese papel por lo que Hitler declaró laguerra a los polacos, y no por lacuestión de Danzig, gobernada desdehacía años y con plena aquiescenciapolaca por un senado nacionalsocialistaque cumplía puntualmente los deseos deHitler; Danzig sólo fue un pretexto. Locurioso es que Hitler, después de haberganado militarmente la guerra contraPolonia, no aprovechara la victoria parahacer realidad su objetivo inicial, estoes imponer a los polacos la relación de

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alianza a la que éstos se habían negado –lo que habría sido políticamenteconsecuente y, tal como estaban lascosas, también perfectamente posible–,sino que convirtiera el país en objeto deuna irracional y furibunda orgía decastigo y venganza de cinco años deduración, al calor de la cual desfogaría,por primera vez, su instintoexterminador, prescindiendo porcompleto de su juicio político. Ello sólodemuestra que, en la persona de Hitler,siempre convivieron el político de grantalento y el genocida. Y si parasatisfacer su instinto asesino habíaelegido inicialmente sólo a judíos y

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rusos, lo cierto es que tal instintoasesino podía más que el cálculopolítico cuando alguien se oponía a suvoluntad. Así sucedió en Polonia alcomienzo de la guerra, y así sucedió enAlemania al final de la misma.

Hitler había atribuido a losalemanes, naturalmente, un papel muchomás importante que el que en sumomento pensó para los polacos:primero, el de un pueblo de amos queconquistara el universo; luego, al menosel de un pueblo heroico que opusieraresistencia al mundo entero. Pero alfinal también los alemanes dejaron debailar al son que él les tocaba, y no

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importa si lo hicieron por debilidad opor lo que el dictador considerabarenuencia punible. De modo que lasentencia de muerte de Hitler finalmentetambién recayó sobre ellos: habían de«perecer y ser aniquilados», por citarlouna vez más.

La relación de Hitler con Alemaniapresentaba desde el principio rasgosextraños. Algunos historiadores inglesesintentaron probar durante la guerra queHitler era, por así decirlo, el productopredeterminado por toda la historiaalemana; que desde Lutero hastaBismarck, pasando por Federico elGrande, había una línea recta que

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desembocaba en Hitler. Es justo locontrario. Hitler no se inscribe enninguna tradición alemana, y menostodavía en la prusiano-protestante que,sin excluir a Federico el Grande ni aBismarck, siempre abogó por unservicio sobrio y abnegado en aras delbien del Estado. Y el mérito de unservicio de estas características es loúltimo que se puede conceder a Hitler,ni siquiera al Hitler exitoso de lapreguerra. Desde el comienzo sacrificóla soberanía del Estado alemán –y nosólo en su vertiente de Estado dederecho sino también en lo que respectaal Estado institucional– en beneficio de

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una futura movilización total de lasfuerzas nacionales y, por supuesto, de supropia condición de indestituible einsustituible. De eso ya hemos tratado encapítulos anteriores. Por otro ladosuplantó sistemáticamente la sobriedadpor la ebriedad de la masa; se puededecir que durante seis años administró alos alemanes la droga de su persona,droga que de repente les retiró en plenaguerra. Y en cuanto a abnegación, Hitleres sin duda el ejemplo extremo de unpolítico que coloca su personalconciencia mesiánica por encima detodo y actúa según la pauta de subiografía personal. Huelga volver a

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explayarse sobre ello. Si recordamos sucosmovisión volveremos a constatar queno pensaba en categorías de Estadossino de pueblos y de razas, lo cualexplica, de paso, la bastedad de susoperaciones políticas y, al mismotiempo, su incapacidad de transformarlas victorias militares en éxitospolíticos. No olvidemos que la culturapolítica de Europa –y, por supuesto,también la alemana– se había basado,desde el final de la migración de lospueblos, en circunscribir las guerras ysus consecuencias a los Estados y enabstenerse de tocar a los pueblos y lasrazas.

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Hitler no fue un hombre de Estado,hecho que basta por si solo para que noencaje en la historia alemana. Perotampoco puede llamársele conpropiedad un hombre del pueblo a lamanera de Lutero, con el que sólo tieneen común una cosa: la de no tenerparangón en la historia alemana, la decarecer tanto de precursores como desucesores. Sin embargo, mientras queLutero, en muchos aspectos, encarna porasí decir el carácter nacional alemán, lapersonalidad de Hitler casa tan pococon ese carácter como los edificios quemandó construir para los congresos delPartido casan con la arquitectura de

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Nuremberg. Hay que señalar que losalemanes, incluso en los momentos demayor devoción hitleriana, siempre losintieron así. En su admiración no faltónunca un atisbo de extrañeza, provocadapor el hecho de que justamente a ellosles hubiera tocado algo tan inesperado,tan ajeno como Hitler. Para ellos él eraun milagro, un «enviado de Dios», loque, en términos más prosaicos, tambiénquiere decir “advenedizo”, venido defuera de un modo inexplicable. Y en estecaso «de fuera» no sólo significaprocedente de Austria, sino venido demuy lejos: al comienzo, de las celestesalturas; luego, de las más profundas

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simas del infierno. ¿Amaba a losalemanes? Hitler escogió a Alemania sinconocerla, y nunca llegó a conocerla deverdad. Los alemanes fueron su puebloelegido porque el instinto del poder quellevaba dentro apuntaba a ellos comouna aguja imantada y los señalaba comoel mayor potencial de poder en laEuropa de su tiempo, y, efectivamente,lo eran. En realidad nunca le interesaronmás que como instrumento de poder.Ambicionaba mucho para Alemania, yen ello coincidía con los alemanes de,su generación. Los alemanes de entonceseran un pueblo ambicioso… y a la vezpolíticamente desnortado. Esos dos

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atributos le dieron a Hitler suoportunidad. Pero la ambición alemanay la de Hitler para Alemania nocoincidían –¿quién en Alemaniaaspiraba a asentarse alguna vez enRusia?–, y Hitler carecía de oído paradiferencias sutiles. O, en todo caso, dejóde escuchar una vez que estuvo instaladoen el poder. Su ambición para Alemaniase parecía cada vez más a la ambiciónque siente un criador de caballos decarreras. Y al final actuó como elirascible y decepcionado propietario dela cuadra que manda apalear a muerte asu caballo por no haber sido capaz deganar el derby.

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La aniquilación de Alemania fue laúltima de las metas que se fijó Hitler.No llegó a consumarla del todo, comotampoco lo logró con los demásobjetivos de aniquilación. Lo que síconsiguió fue que Alemania al finalrenegara de él, antes y más radicalmentede lo esperado. Treinta y tres añosdespués de la caída definitiva deNapoleón, un nuevo Napoleón fueelegido presidente de la Repúblicafrancesa. Treinta y tres años después delsuicidio de Hitler, nadie que reclame suherencia o pretenda seguir sus pasostendría la más mínima oportunidad detriunfar en política. Y está bien que sea

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así. Lo que no está tan bien es que lasviejas generaciones de alemanesintenten borrar el recuerdo de Hitler yque la mayoría de los jóvenes lo ignorenabsolutamente todo sobre él. Y peor aúnes que, desde Hitler, muchos alemanesno se atreven ya a ser patriotas. Pues lahistoria alemana no acaba en él. Quiencrea lo contrario y tal vez hasta sealegre de ello, no sabe hasta qué puntoestá cumpliendo la última voluntad deldictador.

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Epilogo

Con la miradasiempre en el

presente. Sobrela vida y obra de

SebastianHaffner, porJürgen Peter

Schmied

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Sebastian Haffner fue uno de losperiodistas políticos alemanes másinsólitos del siglo XX. Desde hace casiun año sus memorias póstumas, Historiade un alemán, figuran en los primerospuestos de las listas de best sellers, yrecientemente han generado unenfervorizado debate sobre su datación.

Haffner fue un autor polifacético yfascinante. Consideraba Alemania comosu patria, pero se sentía a la vezprusiano y estaba orgulloso de supasaporte británico. Si hasta laconstrucción del muro de Berlín había

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destacado como «abanderado de laguerra fría», tras la revuelta estudiantilde 1968 tomó enérgicamente partido porla oposición izquierdista yextraparlamentaria. Tampoco sutrayectoria profesional siguió undesarrollo rectilíneo. El joven Haffnersoñaba con una carrera de escritor, loque no fue óbice para que estudiaraderecho y acabara dedicándose alperiodismo. El espectro de suspublicaciones abarca desde las críticasmusicales hasta los documentaleshistóricos; desde el retrato breve hastael comentario de estrategia militar.

Haffner, cuyo nombre real era

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Raimund Pretzel, nació en 1907, hijo deun director de escuela berlinés y mástarde funcionario del Ministerio deCultura prusiano. Desde muy prontodestacó por sus inclinaciones literarias.Brillaba con sus redacciones en la clasede alemán y dirigía obras dramáticas enel teatro escolar. La publicación en1926 de una novela por entregas en unperiódico de Hamburgo le hizo concebirla esperanza de triunfar como escritor.

No obstante, una vez terminado elbachillerato y obedeciendo a los deseospaternos, cursó los estudios de derechocon la aspiración de convertirse enfuncionario. Seguramente acariciaba la

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idea de compaginar el servicio alEstado con el oficio de escritor. En estadoble vía se mantuvo durante su periodouniversitario, y cuando en 1935 sedoctoró con una tesis titulada Larevalorización de la deuda en divisaextranjera –dirigida por Martin Wolff,un renombrado experto en derechomercantil– ya había escrito una novela yvarios relatos y narraciones cortas, quea pesar del empeño de su agente nollegaron a publicarse.

Más éxito obtuvo con suscolaboraciones literarias, aparecidasprimero en el Vossische Zeitung, yluego, tras el cierre de éste en 1934, en

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otros periódicos de la editorial Ullstein.Su especialidad era la glosa, un géneroque le servía para divagarfilosóficamente sobre toda clase detemas cotidianos. Así, compuso una«Necrológica sobre el piano» y una«Exhortación al ocio», hizo una prolijadefensa del desorden en las habitaciones(«Manga por hombro»), o se explayósobre algunas costumbres peculiarísimasde los británicos («Miniaturasinglesas»).

Tras el ascenso al poder de losnacionalsocialistas abandonó suproyecto de hacer carrera en laadministración pública, pues se negaba

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a ser funcionario del Tercer Reich.Trabajó como abogado auxiliar y dirigiódurante una temporada en KleineZeitung der Modenwelt, revistaespecializada en moda y estilo de vida.Finalmente, en 1938, Raimund Pretzeldecidió emigrar. Según declaró mástarde en reiteradas ocasiones, dosrazones lo incitaron a abandonarAlemania: por un lado, veía venir laguerra y, llegado el momento, no queríaestar del lado de Hitler, ni comosoldado ni como periodista. Por el otro,sabía que la relación que mantenía conuna mujer de origen judío no podía tenerfuturo en el Tercer Reich. La joven

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pareja emigró a Inglaterra, donde Pretzelse convirtió en periodista político. Paraproteger a los familiares que se habíanquedado en Alemania eligió unseudónimo, Sebastian Haffner,inspirándose en la admiración por Bachy en la sinfonía Haffner de Mozart.

Los primeros años en Inglaterrafueron difíciles. En dos ocasiones fueacusado de enemy alien (“extranjeroenemigo”), y detenido, y tuvo que pedirayuda en su medio profesional paraasegurar el sustento de su recién creadafamilia. Por entonces comenzó a escribiren alemán un libro sobre susexperiencias en el Tercer Reich, y se lo

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ofreció a Frederic Warburg, el editor deThomas Mann. Warburg acogió elborrador con entusiasmo, y Haffner sealegró de recibir del editor dos librasesterlinas por semana en concepto deadelanto. En sus memorias, Warburgcuenta que Haffner interrumpió laredacción del manuscrito al estallar laSegunda Guerra Mundial, pues la nuevasituación reclamaba un libro «de índolemenos privada» y más política. Al cabode pocos meses, Haffner le envió unaobra de concepción totalmente nueva,que se publicaría en 1940 con el títuloGermany: Jekyll & Hyde. En cambio, laautobiografía, la ya citada Historia de

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un alemán, quedó inacabada y nosaldría a la luz hasta el año 2000.

También en 1940, consiguió suprimer empleo fijo en Inglaterra comoredactor de Die Zeitung, un periódicoen lengua alemana editado por y paraemigrantes. Al principio Haffnerpersiguió el ambicioso objetivo de uniren una sola organización a los diferentesgrupos de exiliados alemanes, con el finde que tuvieran un comité nacional. Peroel proyecto fracasó. Muchos emigrantesjudíos habían perdido todo interés porAlemania, y los miembros de lospartidos políticos insistían en lasdiferencias que los separaban. La

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decepción por este fracaso le duró poco,pues pronto se le abriría un campo deacción mucho más interesante.

Germany: Jekyll & Hyde yOffensive against Germany (1941)habían atraído la atención tanto deWestminster como de Fleet Street, yHaffner empezó a recibir ofertas de laprensa británica. La más atractiva lellegó de The Observer, semanario quegozaba de un enorme prestigio. Haffnerera amigo de David Astor, hijo delpropietario; además se dio la felizcircunstancia de que James L. Garvin,quien había sido durante muchos años elredactor jefe, perdió el puesto en 1941,

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y el periódico estaba formando un nuevoequipo de redacción. Haffner no tardóen ejercer una influencia dominantesobre el grupo y en marcar, con suscomentarios, la línea política delperiódico. Aparte de columnas yartículos largos escribía retratos breves,reseñas de libros e incluso críticasmusicales. Más tarde calificaría esaépoca como la «más productiva de mivida».

Su aportación más importante a ladiscusión política de esos años fue unpronóstico que el desarrollo de losposteriores acontecimientos históricoshabría de hacer realidad. Desde que, a

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partir de 1943, el avance del ejércitorojo hizo retroceder progresivamente al a Wehrmacht dejando Europa orientalbajo control soviético, Haffner vaticinóel enfrentamiento que las dossuperpotencias tendrían en el centro delcontinente. A David Astor le diría mástarde que uno de los logros mássobresalientes de su carrera periodísticahabía sido haber «coinventado» laOTAN.

Entretanto Haffner se había adaptadoa la vida en Inglaterra. En calidad de«corresponsal diplomático» de TheObserver, tenía una posición influyenteen la sociedad; dominaba a la

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perfección la lengua del país, y solíadefender puntos de vistapronunciadamente británicos. Tres añosdespués de finalizada la Segunda GuerraMundial adoptó la ciudadanía inglesa;por entonces su posición en el periódicocomenzó a deteriorarse. David Astorhabía ascendido a redactor jefe ydirector del rotativo, y Haffner, quiensiempre había trabajado de forma semi-independiente, se veía ahora obligado anegociar sus artículos y columnas con elamigo convertido en superior. Aprincipios de los años cincuenta lasrelaciones entre ambos se enturbiaron.Sus desacuerdos partían de sus

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respectivas visiones de la políticabritánica de descolonización, valoradacon escepticismo por Haffner, y delfuturo de Alemania. Contrariamente asus colegas, Haffner abogaba por lanegociación con la Unión Soviéticasobre la base de una Alemania neutral eunificada.

En 1954 Haffner regresó a Alemaniapara trabajar como corresponsal de TheObserver y alejarse de Londres y de lasdesavenencias en la redacción. Durantelos años siguientes sus opiniones sobrepolítica alemana se movían entre laesperanza y el temor. Por un lado, erapartidario de la reunificación en el

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marco de la política del entendimiento;por otro, le inquietaba la agresividaddel imperialismo soviético. Mientrastanto, su identificación con el país en elque se había criado se intensificaba.«Por entonces empezó a usar de nuevoe l nosotros cuando se refería a losalemanes», recuerda Richard Löwenthal,antiguo compañero de camino, rival yamigo. Poco a poco, Haffner adquiriópopularidad en Alemania, pues comenzóa escribir para periódicos alemanes y aser un invitado habitual en la tertulia det e l e v i s i ó n Der internationaleFrühschoppen moderada por WernerHöfer.

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Finalmente, la tercera crisis deBerlín le indujo a romper con TheObserver. En julio de 1961 renunció ala corresponsalía; no estaba dispuesto atolerar la actitud expectante y propensaal compromiso que mantenían suscolegas con respecto a la políticasoviética. Empezó a colaborar con losperiódicos Die Welt y Christ und Welt,y en The Encounter desarrolló su críticaa la línea de actuación inglesa,comparándola con el Compromiso deMunich de 1938. Según Haffner, laspotencias occidentales habían dejado aAlemania en la estacada, del mismomodo que veintitrés años antes habían

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abandonado a su suerte aChecoslovaquia.

No había transcurrido un año desdesu marcha de The Observer cuandoHaffner protagonizó una sonadaintervención pública. Fue con ocasióndel «asunto Spiegel» ocurrido en elotoño de 1962, cuando el director,Rudolf Augstein, y otros redactores delsemanario alemán fueron detenidos bajola acusación de traición a la patria. Sucomentario publicado en la revista detelevisión Panorama, en el que Haffnerexpresó su indignación por la actuacióndel gobierno, concluía con la sombríaadvertencia de que la democracia y el

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Estado de derecho estaban seriamenteamenazados en Alemania.

El «asunto Spiegel» marcó un puntode inflexión en su carrera periodística.A partir de entonces, Haffner seadentraría profundamente en el terrenopolítico de la izquierda. Abandonó DieWelt y Christ und Welt y firmó uncontrato con el semanario Stern.Además escribió reseñas de libros paraKonkret, revista estudiantil deizquierdas, y trabajó para diversasemisoras de radio. A partir de 1963comenzó a propugnar la reforma delderecho penal, y más tarde protestóenérgicamente contra las leyes de

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emergencia de la gran coalición entresocialdemócratas y democristianos.Como contrapunto a sus críticas de laRepública Federal escribía ahoraobservaciones benévolas sobre laRepública Democrática Alemana, paísque antes había condenado sin ambages.Así, a mediados de los años sesenta,ponderó en Konkret su «sistemaeconómico y social, que en la actualidadresulta en algunos aspectos –plenoempleo, seguridad interior, ordenpúblico– más estable que el sistematradicional y de carácter restaurador dela República Federal». Más drásticoaún fue su cambio de rumbo en política

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exterior. El antiguo «abanderado de laguerra fría» se convirtió en abogado dela política de distensión, teniendo comoprincipal objetivo mejorar lasrelaciones entre los dos Estadosalemanes. Exigió el abandono tajante dela orientación de Alemania hacia eloeste, así como el reconocimiento de laRepública Democrática Alemana y laapertura de negociaciones con elKremlin para la reunificación.

En los años sesenta, Haffnerpolarizaba con encono la sociedadgermano-occidental. El Welt amSonntag lo tildó de «caballo de gala delrégimen de Ulbricht». Haffner, que había

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asumido sin reservas lasreivindicaciones radicales delmovimiento estudiantil, provocó unescándalo cuando, en un comentariosobre los disturbios ocurridos conmotivo de la visita del Sha el 2 de juniode 1967, comparó la carga de la policíaberlinesa contra los manifestantes conlos pogromos nacionalsocialistas. Laredacción del Stern no quiso saber nadadel artículo, y algunos ciudadanosencolerizados presentaron una denunciacontra él. Félix von Eckardt, ex jefe deprensa de Adenauer, escribió en DieWelt que Haffner emitía juicios «alestilo de Freisler», y se preguntaba si

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sería quizá «un caso patológico». Peroél se mantuvo firme en su opinión. Alaño siguiente se sumó a las exigenciasde los estudiantes que, desde la calle,pedían la expropiación del consorciomediático Springer, la legalización delpartido comunista de Alemania (KPD) yla renuncia a las armas nucleares.

Tras su jubilación en 1975, Haffnerse convirtió en un defensor del statuquo. Cuando en 1978 fue galardonadocon el premio Heinrich Heine, calificóla República Federal como «el mejor detodos los Estados alemanes imaginablesen la actualidad». A principios de losaños ochenta se resignó a aceptar la

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división de Alemania, división queprimero había exigido basándose en elmodelo de la Confederación Alemanadel Norte (Norddeutscher Bund) delsiglo XIX, pero que después combatiódenodadamente durante años.Argumentaba que, como el Imperioalemán había provocado dos guerrasmundiales con sus excesivas ambicionesde poder, una Alemania dividida seajustaba mejor al equilibriointernacional. Fue sumamente críticoante la reunificación alemana, y en 1990incluso manifestó el temor de que éstapudiese significar «el final de cuarentaaños de paz».

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A lo largo de su carreraperiodística, Haffner cambió de opiniónen varias ocasiones. Tal vez la mejorforma de hacerle justicia seaconsiderarlo –así lo hace PeterMerseburger– como un abogado queunas veces presenta alegatos a favor deuna causa, otras veces a favor de otra. Ysiempre con argumentos de una claridadmeridiana. La gran reputación quealcanzó en su senectud es fruto, sobretodo, de su labor como historiador. Enefecto, fueron sus libros Anotacionessobre Hitler, Preussen ohne Legende(“Prusia sin leyenda”) y Von Bismarckzu Hitler (“De Bismarck a Hitler”) los

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que le valieron el reconocimientogeneral.

Bien mirado, su carrera comohistoriador no comenzó hasta que sejubiló. Es cierto que a mediados de losaños sesenta ya había publicado libroshistóricos, pero éstos obedecíanprincipalmente a sus intencionespolíticas del momento. Una excepciónfue la excelente biografía de Churchill,en la que retrataba de forma evocadora yconcisa la vida del gran estadistabritánico a tan sólo tres años de sumuerte. Las demás obras de este periodo–Die sieben Todsünden des DeutschenReiches (“Los siete pecados capitales

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del Imperio alemán”), Der Teufelspakt(“El pacto con el diablo”) o DerSelbstmord des Deutschen Reiches (“Elsuicidio del Imperio alemán”)– lesirvieron a menudo para extraer de lahistoria argumentos con los que darmayor peso a su visión crítica de lapolítica exterior alemana.

En su descripción de la Revoluciónalemana de 1918-1919, criticóduramente la actuación del SPD,reprochando sobre todo a sus líderes,Friedrich Ebert y Gustav Noske, que sucolaboración con las reaccionariasFreikorps (“bandas paramilitares”)hubiera abortado una verdadera

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democratización de Alemania. Laaparición en 1969 de Die verrateneRevolution (“La Revolucióntraicionada”) significó, por tanto,también una acusación contra el SPDcontemporáneo, que como socio de lagran coalición había votado a favor delas leyes de emergencia.

Su mayor éxito lo cosechó conAnotaciones sobre Hitler. Publicado en1978, lleva actualmente veintidósediciones de bolsillo. Incluso losexpertos en Hitler tienen dificultadespara superar la calidad de este análisisde apenas doscientas páginas. En sietelúcidos ensayos describe el ascenso y la

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caída del dictador, aportando grancantidad de conclusiones, a menudooriginales pero no siempre sostenibles,pues el autor cede de vez en cuando a latentación de desatender objeciones depeso para salvar una tesis brillante. Éstees el caso, por ejemplo, de supresunción de que la declaración deguerra a Estados Unidos en 1941respondía a la intención de Hitler desellar la derrota total de Alemania. Noobstante, ello no menoscaba el granvalor intelectual de la obra.

El éxito de sus análisis históricos sebasa en dos característicasfundamentales: un estilo claro y una

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argumentación cautivadora. En susdescripciones históricas Haffner sepermite alguna que otra licencia que loshistoriadores consagrados ven conmalos ojos. Buscando siempre laconcisión, la plasticidad de la expresióny la originalidad, no tiene reparos enesbozar con cuatro frases un desarrollohistórico complejo, o en extendersesobre cuestiones puramenteespeculativas. Siente particularpredilección por la comparaciónhistórica, cuanto más atrevida, mejor.Así, por ejemplo, en una de sus obrascomienza un retrato de Leninconfrontando su figura con la de

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Bismarck, o reflexiona en otro ensayosobre los rasgos comunes entre MartínLutero y Friedrich Engels.

El gusto por la provocación era undistintivo de Haffner, que se refleja nosólo en sus libros de historia sino entoda su obra. En Konkret –la mismarevista para la que Ulrike Meinhoffescribía columnas– afirmó que elsocialismo era «austero, serio, pesado,racional y pequeñoburgués». También elHaffner historiador muestra ciertadebilidad por los pensamientos osados einconformistas. Así, por ejemplo, enAnotaciones sobre Hitler arguye que eldictador alemán y el holocausto hicieron

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posible la creación del Estado de Israel.«Sin Hitler, no existiría Israel»,concluye lapidariamente.

Cuando Haffner comentaba loshechos de su época, solía extraer susargumentos de la historia; y comohistoriador tuvo la mirada siemprepuesta en el presente. Su intensadedicación al estudio de las evolucioneshistóricas lo llevó a veces a formularpronósticos, entre los cuales huboprofecías brillantes pero también algúnque otro craso error. En 1940, porejemplo, demostró una especialclarividencia al augurar el suicidio deHitler. Sin embargo, la historia no

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siempre cumplió sus predicciones.

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NOTAS[1] Últimamente se ha afirmado que

en 1917, siendo soldado en Francia,Hitler tuvo un hijo ilegítimo con unafrancesa. Aun cuando esto fuera verdad,lo cierto es que nunca lo conoció. Laexperiencia de la paternidad no existe ensu vida.

[2] Stefan George (1868-1933),célebre poeta hoy apenas leído, apareceen muchas de sus obras tardías (de 1907en adelante) como el profeta del TercerReich. Curiosamente cuando finalmentellegó el Tercer Reich, no le gustó en

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absoluto. A fin de eludir el homenajeoficial que se había previsto paracelebrar su sesenta y cinco cumpleaños,el 12 de julio de 1933, emigró a Suiza,donde falleció poco después. Entre losmiembros del círculo georgiano figuraClaus Graf Stauffenberg, uno de losúltimos discípulos del senecto poeta yautor del atentado contra Hitler el 20 dejulio de 1944 que le costaría la vida. Alprincipio, George saludó con entusiasmoel advenimiento del dictador. En lahistoria alemana de las ideas, queda porescribir un capítulo que se titule«George, Hitler y Stauffenberg».

[3] Se trata de un error: fue el conde

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Schwerin von Schwanenfeld.