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Augusto Iglesias DE LA ACADEMIA CHILENA DE LA LENOUA CORRESPONDIENTE DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA Y DE LA ACADEMIA DE LA HISTORIA DE VENEZUELA ALESSANDRI, UNA ETAPA DE LA DEMOCRACIA EN AMERICA TIEMPO, VIDA, ACCION t EDITORIAL ANDRES BELLO
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ALESSANDRI, - BCN

Feb 02, 2023

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Khang Minh
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A u g u s t o Ig les ias DE LA ACADEMIA CHILENA DE LA LENOUA CORRESPONDIENTE

DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA

Y DE LA ACADEMIA DE LA HISTORIA DE VENEZUELA

ALESSANDRI, UNA ETAPA DE LA DEMOCRACIA

EN AMERICA

TIEMPO, VIDA, ACCION

t

E D I T O R I A L A N D R E S B E L L O

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A L E S S A N D R I

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D O N ARTURO ALESSANDRI Y EL AUTOR DEL PRESENTE ENSAYO

EN LA SALA DE TRABAJO DEL EX MANDATARIO, EN 1 9 4 8

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Augus to Ig les ias DE LA ACADEMIA CHILENA DE LA LENGUA CORRESPONDIENTE

DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA

Y DE LA ACADEMIA DE LA HISTORIA DE VENEZUELA

ALESSANDRI, UNA ETAPA DE LA DEMOCRACIA

EN AMERICA

TIEMPO, VIDA, ACCION

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E D I T O R I A L

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A N D R E S B E L L O

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A

FERNANDO ALESSANDRI RODRÍGUEZ

QUE DE SU CATEDRA UNIVERSITARIA

Y SU CURUL SENATORIAL HA HECHO

UNA SOLA TRIBUNA, HERMANANDO

A LA LEY CON LA DIGNIDAD

CIUDADANA

A . I .

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A N T E C E D E N T E S

S O B R E L A P U B L I C A C I O N D E E S T A O B R A

Las páginas que componen este volumen, primera parte del Ensayo que con el título de: A L E S S A N D R I , nna etapa de la democracia en América, están destinadas a estudiar la figura y la actuación del ilustre político chileno, que por dos veces, en momentos inolvidables de nuestra historia —en lo que va corrido del siglo— gobernara los destinos de la República, tiene ciertos antecedentes que necesitamos dar a conocer.

Debemos manifestar antes de nada, que de jóvenes —¡en plena juventud veinteañeral— en aquel entonces novel escritor y aprendiz de tribuno en asambleas políticas de barrio, com-batimos con vehemencia al señor Alessandri. De, tal modo fueron vigorosos en su banal in-significancia los ataques aquellos, que un conspicuo ensayista dedicado al análisis de nues-tra idiosincrasia nacional, don Alberto Cabero, recuerda, para hacerle un alcance critico, el dicterio de una de esas inflamadas gacetillas escritas por nosotros en los días anteriores al golpe revolucionario del 5 de septiembre de 1924. "Ingeniosamente —dice el señor Cabero, sin nombrarnos— un literato apodó al señor Alessandri el gran liquidador, olvidando la res-ponsabilidad que en estos resultados cupo a las dictaduras parlamentarias y militar, y que aun los más grandes personajes de la historia que ilusivamente han creído gobernar los sucesos y los pueblos, han estado casi siempre a merced de las ciegas vicisitudes de la vida."1

Pues bien, después del 5 de septiembre del año que acabamos de señalar, comenzamos a ver más claro en la significación revolucionaria del señor Alessandri; comprendimos que Cabero, ese auscultador cordial del ritmo de nuestra historia y, a veces, hasta penetrante psicólogo, tenía razón. El no fue nunca amigo devoto del señor Alessandri, ni en sus años de plenitud ni después, cuando en los dorados atardeceres de su otoño, tras de haber sido brillante diputado por Antofagasta, ocupó la curul senatorial de esa provincia, que era su patria chica, obligado insistentemente a aceptarla por la gente del Desierto. Pero sabía bien, el señor Cabero, el error que significaba cargar las responsabilidades de una suma de dislates consuetudinarios a un solo hombre, por el hecho que ese ciudadano ocupara el timón del Estado.

El señor Alessandri había sido, claro está, el conductor que violentara la máquina para cruzar el débil y bamboleante viaducto extendido entre los acantilados de la época que hizo crisis en la primera Gran Guerra y las orillas del nuevo mundo en ciernes, representado en Ginebra por la Socidad de las Naciones. La flamante corporación —hija del cristiano idea-lismo del Presidente Wilson— pugnaba, en aquel entonces, por alumbrar con claridad de luz mesiánica la marcha rumorosa de protesta, que un haz de pueblos europeos inicia-ba en los dominios de la industria y las faenas campesinas. Sin una luz de esperanza, esos pueblos, coléricamente asqueados de los sistemas económicos que los habían sumergido en la reciente tragedia, caminarían, de seguro, a la rebelión o al caos.

Don Arturo era un hombre de esos tiempos nuevos. Resultaba lógico, entonces, que sobre él cayese tanto el odio de los sorprendidos, como el contragolpe de los amenazados por la cólera de la tempestad bajo cuya tormenta él caminaba. Pero el ex Presidente no podía ser — ¡aun insinuarlo resulta absurdo!— humanamente culpable del ritmo de la Historia. El só-lo marchaba a la cabeza; porque el destino elige siempre, a fin de colocarlo en este lugar, al hombre representativo con más fuerza y aptitudes para resistir el choque. Tiene que ser así, porque los enclenques caen al primer embate y los cobardes, apenas suena el primer dis-paro, huyen de esos puestos de responsabilidad, o los rehuyen, que da lo mismo. Si Ales-sandri pudo tener culpa, para ciertos demagogos, una culpa notoria y eficaz en los resultados,

BABERO, ALBERTO. Chile y los chilenos. Santiago, Nascimento, 1926.

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de la revolución del 24, fue la que le impuso su espíritu de conciliación, pues a causa de él, de ese mandato interno, no quiso ser el justificativo del atropello o el dictador tiránico, que las circunstancias le exigían que fuera, casi de manera apremiante. Y no lo fue porque era un demócrata. Un demócrata de verdad. Un estadista de raigambre filosófica y jurídica embebidas en las doctrinas del convivir social que infunden los sistemas democráticos.

La historia probada de estos hechos es lo que nosotros contamos en este libro.

Para ello, para narrar esa etapa de la Democracia en América, con la documentación del caso y la compulsa del rigor, nos acercamos al señor Alessandri. Desde el tiempo de su vuelta a Chile, en 1925 (para terminar su período constitucional de Presidente de la República), él nos había demostrado —a pesar de nuestra anterior actitud— particular simpatía y afec-to, gracias, tal vez, en mucha parte, a nuestra común e inolvidable amiga, la escritora Inés Echeverría de Larraín (IRIS) .

Su hijo Fernando nos sirvió, en este caso, de abogado, a fin de que don Arturo aceptara la ¡dea de una publicación semejante.

Al principio el señor Alessandri se negó a ese proyecto. Nos dijo, entre otras cosas, que ya tenía bastantes enemigos para que aún deseara echarse encima otros más. "Sabe Ud., Au-gusto, nos expresó, que en nuestro país, hasta que uno no se muera, nadie soporta el triun-fo, el éxito o el aplauso rendidos al prójimo. Nunca yo recibí mayores manifestaciones de aprecio que cuando estuve enfermo. Pero apenas me veían con salud y vida y con señales de que me funcionaba la cabeza, para que me desearan la muerte en coro." Nos reíamos del buen humor del Presidente, y no insistimos de inmediato. Pero cada vez que se nos pre-sentaba la oportunidad de hablar con él insistimos en lo mismo. Hasta que una tarde, des-pués de nuestro acostumbrado paseo por la Alameda de las Delicias, comenzamos a engolfar-nos en ese trabajo . . .

Poseía don Arturo una infinidad de documentos, referidos todos ellos, por cierto, al des-arrollo de su ejemplar y tormentosa vida política. Pero esa montaña de papeles, puesta en archivadores y carpetas con un orden aparente, no guardaba en ningún caso la debida cla-sificación sistemática, mucho menos, la exactitud no sólo necesaria, sino imprescindible a un trabajo de envergadura del que íbamos a realizar. Por esa causa, además de los servicios de su leal y devoto secretario don Vital Guzmán, contrató al dactilógrafo don Carlos Ruiz Zegers, para que nos ayudara en esta labor conjunta de espigar lo útil y probatorio en esa baraúnda de papeles diversos.

Poco tiempo después del fallecimiento del señor Alessandri, que era miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua, nuestro Instituto organizó una velada fúnebre en ho-menaje a su memoria. Tuvimos el honor de que nuestros colegas de la Academia nos en-cargaran el discurso de fondo que se debía pronunciar en esa ceremonia fijada para el 10 de noviembre de 1950, y que cumplimos en esa oportunidad. Al hablar de nuestras relacio-nes con el gran tribuno, referimos, entonces, la manera que empleábamos para trabajar du-rante los años en que él comenzó a organizar los papeles de su Archivo con vistás a la redac-ción de sus Memorias y al suministro de los elementos documentales que necesitábamos para escribir su biografía; propósito que hoy cumplimos en una de sus partes. De ese discurso, publicado en el Boletín de la Academia, se hizo una separata extraordinariamente reducida, por eso vamos a repetir aquí lo que dijimos en aquel momento:

"Como nuestras conversaciones con el señor Alessandri, durante el tiempo que trabajé a su lado ordenando su biografía, interrumpíanse de continuo por sus múltiples ocupacio-nes diarias, don Arturo me propuso que yo fuera haciendo cuestionarios que él me contes-taría lo más pronto posible, aprovechándose de las pocas horas que sus quehaceres políticos le dejaran libres. Así lo hice y así, también, me cumplió él. Para ese trabajo, tomó, además de las personas de su Secretaria, al dactilógrafo ya nombrado, señor Carlos Ruiz Zegers, a quien don Arturo dictó las respuestas por mí solicitadas, en forma de recuerdos llenos de rica y variada información; los más, al tenor de las preguntas que yo le hiciera, pero algu-

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nos otros tocando nuevos puntos que él creía pertinentes a la materia referida. Muerto el señor Ruiz, que fue herido por una cruel enfermedad, este trabajo se paralizó por un tiempo, hasta que vino a continuarlo más tarde el señor Olaf Echáiz, el cual de secretario acompañaría al ilustre patricio hasta el término de su existencia.

"En esta labor, don Arturo, con su dinamismo de costumbre, se entusiasmó poco a poco, y valiéndose de sus numerosos cuadernos de apuntes y compulsas varias, referentes a su ac-tuación, salióse, ahora sí, de los límites mismos de mi cuestionario, dedicándose por su cuenta a una verdadera revisión de su labor política y administrativa durante los once años en que le cupo el honor de regir los destinos de la patria, en dos períodos constitucionales distantes.

"El libro "La Revolución de 1891" es un anticipo de esos trabajos particularísimos del se-ñor Alessandri, como quien dice el prólogo de sus Memorias; relato ameno, anecdótico que, además de leerse con extraordinaria facilidad, lleva en sus períodos esa elocuencia cálida que el señor Alessandri empleaba en sus mejores instantes de orador.

"A más del trabajo recién mencionado, saldrá próximamente, porque ya está en prensa, la exposición en que el señor Alessandri da cuenta de su gestión, como Presidente de la Re-pública, en su ofensiva diplomática sobre la Cancillería de Lima y que dio por resultado el Protocolo de Washington, antecedente principal del arreglo amistoso con la República del Perú, que llevaría a cabo el Canciller don Conrado Ríos Gallardo durante la Presidencia de don Carlos Ibáñez del Campo."*

Lo dicho explica por qué varios conceptos textuales que salen en este volumen coinci-dan, casi a la letra, con los que ya han visto —post mortem— la luz pública con la firma del señor Alessandri; pues tales ideas pertenecen a los originales de que nos servimos durante el proceso de elaboración de este libro, y que el propio señor Alessandri autorizó para nuestro bagaje informativo en una declaración pública hecha en la revista N U E V O ZIG-ZAC, donde aparecieron, no hace muchos años, varios de los capítulos que integran esta primera parte de nuestro trabajo. Completos ahora, y correlacionados, los entregamos al juicio contemporá-neo con la seguridad íntima de que también han de servir, más adelante, cuando las pasiones y la atmósfera actual de muchos intereses en pugna, hayan desaparecido, y se juzgue la vida de este grande hombre con las serenas perspectivas que da la Historia cuando ésta entra en las "líneas largas" del Tiempo, que son las que le dan valencia señera.

Habríamos querido terminar aquí estos antecedentes para la lectura de "Alessandri, una etapa de la democracia en América", pero no podríamos hacerlo sin que se rebelara, tachán-donos de inoperantes, no sólo nuestra conciencia de escritores, sino, también, nuestra calidad de testigos presenciales de la vida política y familiar del estadista cuya sombra deambula en estas páginas. Nos referimos al libro que en calidad de voluminoso panfleto, publicara, por su cuenta y riesgo, en una editorial mexicana, el ex Archivero de la Dirección General de Bibliotecas, Archivos y Museos de la República de Chile, don Ricardo Donoso Novoa.

Hombre de estudio, nuestra vida entera la dedicamos al servicio de las letras y a nuestro propio cultivo de escritor. Desde niños tomamos muy en serio esa noble pasión por las ac-tividades del espíritu que en la América hispana, si bien puede dar algo parecido a las dig-nidades episcopales in partibus infidelium, no da, por costumbre, frutos de comodidad. El ejercicio de las letras no es arboleda que prodigue sombra, ni techo que preste abrigo. El escritor, en nuestra América, puede, a veces, ser un lujo de la naturaleza, pero nunca o casi nunca un potentado.

Por eso, nos anticipamos a decir que es con dolor, con pena íntima, que testificamos en algunas de estas páginas, la caída moral de un hombre que ha hecho trabajos compilatorios de importancia para la historiografía patria y algunas biografías de interés de personajes de la Colonia y la Independencia. ¿Por qué, entonces, su caída en la literatura panfletaria? ¡Error grande coronar con el insulto, la mistificación, la diatriba, los atardeceres de una vida de escritor! Porque nunca debería ser ponzoñosa la tinta que embebe la vida de los intelec-

* Este volumen de las Memorias del señor Alessandri ya salió a luz con el sello de la Editorial Uni-versitaria, S. A., Santiago de Chile.

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tuales. ¡Error y lástima, repetimos! Sin embargo, no importa: no dará frutos esa siembra. En el fallo ajeno la sentencia está dada. El que arroja barro siempre corrió más peligro de ensuciarse que de ensuciar. Ya pasó . . . No en vano los abogados de la antigüedad clásica, cuando se presentaban a invocar la aquiescencia del pueblo para optar a un cargo repre-sentativo, debían hacerlo —¡Roma lo exigía!— vistiendo una túnica alba . . .

#

Los que lean este volumen pronto se darán cuenta que ni el odio ni la venganza animan ninguna de sus páginas. Cuando el tono sube un poco en las vibraciones de las palabras seve-ras, sin dificultad posible podrá verse que es el espíritu de justicia y no el veneno el que palpita en esas letras. Esa ecuación de sentimientos que determinan su tranquilo juicio, se debe a que una parte considerable de la crítica personal de este volumen la escribimos en el extranjero: en México o en Estados Unidos de Norteamérica.

Listos de nuevo para ausentarnos de nuestro querido país, estamos seguros que juntos con alejarnos de las pasiones de nuestro ambiente partidista, pero acercándonos, al mismo tiempo, en el espíritu, más y más a los intereses permanentes de nuestro vivir democrático —ideal colectivo de la inmensa mayoría de todos los chilenos—, podremos escribir y reflexio-nar con la vehemencia del patriotismo exacerbado por la ausencia de nuestros lares, pero dominados, al mismo tiempo, por la serenidad de quienes, por referirse a hijos de una sola familia nacional, no pueden aceptar otros distingos posibles que los que separan a los hombres frente a la ley.

De este modo, seguiremos considerando los fenómenos político-sociales como hechos in-concusos del acaecer histórico, y a los caudillos como los hombres del destino que los en-frenta. Nunca como pleito de minúsculo vecindario, en que el juicio es la diatriba, y la voz de orden, la de los intereses de círculo.

Desde los más remotos tiempos, el habla humana ha buscado símiles para representarse la vida de las figuras máximas de la política.

Siempre nos agradó el que los sitúa con el carácter de nautas, de pilotos, que llevan en sus manos el timón de la nave.

Ahora bien, por muy grandes que estos timoneles sean, nunca serán culpables ni de las tempestades, ni de las bonanzas. Sería éste un juicio simplista con el cual no comulga ni la crítica ni la experiencia de la Historia. Su misión —única valedera para enaltecerlos o incul-parlos— es el de llevar su nave, una vez desatada la tormenta, a puerto seguro, para que ella no zozobre.

*

Y para cerrar estas líneas, damos efusivos agradecimientos a los amigos que nos han ayuda-do en esta tarea de biografiar la vida del señor Alessandri y glosar los hechos determinantes de su gestión política de estadista. Parlamentarios, hombres de armas, investigadores o estudiosos de la Sociología Chilena, algunos de ellos, con prudentes advertencias nos indica-ron caminos importantes o circunstanciales, que luego nos servirían para adentrarnos, con mayor fuerza, en la realidad chilena de los últimos cincuenta años de la historia patria. En otro sentido, estos agradecimientos se hacen particularmente extremos, para nombrar a la señorita Elvira Zolezzi Carniglia, sin cuya cooperación, diligencia e infatigable buena voluntad, esta obra no habría podido publicarse ni ahora ni nunca; y a la señora María Silva Portales, mi ex secretaria particular, por su dedicación para tomar a su cargo la versión de los originales; trabajo fatigoso y no siempre fácil.

A todos ellos, mis reiteradas gracias.

A. I.

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P R I M E R A P A R T Í

L I B R O

E L A N C E S T R O

"Dec ía él, y decía muy bien, que no habían de dar los padres a sus hijos estado contra su voluntad."

'"'Aquí abajo, desde el dia del nacimiento, cada uno tiene señalado su destino."'

D O N Q U I J O T E , I , C a p . 4 0 . PETRARCA, Rimas, cclxix.

La Raíz

Don Giovanni Alessandri, florentino de legítima cepa, pertenece a esa gene-ración de jóvenes que, luego de la invasión de Italia por las huestes de Bona-parte, reciben alborozados al que ellos suponen el libertador de la patria; y el Corso de acero no lo olvida. En 1796, hace, pues, un gesto elocuente a Fer-nando III, minúsculo satélite suyo que lleva con pompa de pavo real el títu-lo del Gran Duque de la Toscana, y éste —necesario alfil del ajedrez eu-ropeo— honra a don Giovanni con el nombramiento de Vicepresidente de la Academia de Bellas Artes, empleo que, a pesar de la conmoción produci-da por el ejército francés en la política de la Península, Alessandri conserva sin obstáculo*.

El hermano mayor de don Giovanni es don Francisco Domingo María Alessandri, unido en matrimonio con doña María Teresa Gertrudis Tarzi1. Es una pareja de honorables aunque modestos florentinos, lejos, por cierto de la situación alcanzada por don Giovanni, pero que desde hace años la-bran la tierra con no despreciable beneficio; y como la familia no es numero-sa, el buen pasar y la educación no faltan a ninguno de sus miembros. Uno de los hijos de don Francisco —Pietro— es el regalón de don Giovanni, quien siente por el niño afecto tiernísimo, lleno de delicadezas que brotan de su espíritu por milagro de las afinidades electivas, pues, al igual que su tío, Pietro tiene aficiones artísticas inclinadas con preferencia a los trabajos escultóricos. Los otros hermanos de Pietro —Margarita y (Vicente— mayores que él, viven domiciliados en Liorna donde han formado hogar.

Es tradición de la familia Alessandri, que don Giovartni defendió al mu-chacho en su pubertad de la obstinación de don Francisco para obligar a su hijo a seguir la carrera sacerdotal. ¡Instante anecdótico que cambia el curso de una vida y cuyas misteriosas resonancias en el futuro tienen un eco que irá a golpear un siglo más tarde, en una de las páginas más tormentosas de la política iberoamericana!

"Don Francisco Domingo María Ales- dis Tarzi, en el Duomo de Pisa, el 8 de sandri casó con doña María Teresa Gertru- septiembre de 1778.

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Ensueño y realidad

Desde aquel día el joven Pietro Alessandri Tarzi pasa envuelto en continuas discusiones, ya con su padre, ya con los otros miembros de la familia que de-sean verlo ingresar a un instituto clerical. Don Francisco, el padre, no quiere transigir y sostiene enérgicamente sus puntos de vista; en cambio, la bonda-dosa María Teresa Tarzi, aunque en secreto, ruega porque se cumplan las aspiraciones de su hijo.

'Para fortalecer su ánimo y dar horas de tregua a sus miembros, Pietro con-curre al taller de algunos escultores, donde estudia con detención dibujo y modelado. A veces también, va en busca de don Giovanni a pedirle a Maese Alessandri consejo y enseñanza. Más de una vez tío y sobrino se dan a la amable tarea de recorrer los Museos de la ciudad y en esas peregrinaciones de arte, el carácter del muchacho adquiere nuevos bríos y se adentra más en su espíritu el propósito de ser fiel a su vocación.

Reconstruyamos sobre las cenizas de los recuerdos familiares lo que la le-yenda no dice y la fantasía imagina. Levantemos un poco el velo con que el tiempo cubre los grandes dramas mínimos que ocurren en el fondo de las vidas modestas y que fueron, sin embargo, piedras angulares de esas arqui-tecturas con que el destino sorprende de tiempo en tiempo, la orgullosa aunque lamentable lógica de los hombres.

La escena ha debido ocurrir en casa de Maese Alessandri. Pietro, el sobri-no, entraría acompañado de su madre al hogar del Vicepresidente de la Academia. . .

Don Giovanni es un hombre de unos 44 años en esta fecha de 1809. Tiene ojos chicos y vivaces, pelo claro, chuletas pobladas, bigote corto. Entre los labios sensuales, mordiéndolo entre los dientes, juega con un puro delgado con cañita central, de los que se conocen en el comercio con el nombre de "toscanos". Al andar, como es cargado de hombros y muy delgado de piernas, balancea ligeramente el cuerpo.

Ahora se dirige al muchacho, que a primera vista acusa unos 15 abriles: —¿Sabes a lo que has venido? —lo interroga. —(Para que me aconseje XJd., —contesta Pietro. —Tus padres se quejan de tí —continúa Maese Giovanni—; dicen que eres

inquieto, muy atrevido y poco dado al estudio. . . No lo creo, porque de ser eso verdad yo no podría ser tu amigo. No tengo tiempo para verte con más frecuencia por mis muchos viajes y quehaceres, pero me interesa tu porve-nir. . . Querría ayudarte, hacer algo por tí. . . Antes, sin embargo, deseo sa-ber que piensas, que te agrada, y en caso de ambicionar un título, cual pro-fesión te gustaría seguir.

Hace una pausa, dándole oportunidad al muchacho para que responda; mas Pietro permanece en silencio.

—Habla —insiste don Giovanni. En voz baja, pero sin timidez, se explaya entonces el niño: — Mi padre, influenciado por un amigo sacerdote, ha convencido a mi ma-

má y hermanos de que yo debo ser clérigo. . . Mamá considera esto lo más natural, a pesar de que yo no he hecho nada para inducirla a creer que ese sería mi propósito. . . Yo no tengo ninguna vocación, ni siquiera interés pa-ra estudiar en un Seminario. Nunca podría ser clérico. . . ¡nunca!

—Porque estás inclinado al mal camino —interrumpe la madre. ¡Ya ni siquiera hablas y opinas de acuerdo con tu edad, sino como un mundano!

Maese Alessandri haría un gesto con la diestra para imponer un "alto" en la discusión que amenaza trabarse. Sus palabras se imponen:

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—No discutamos. Antes que nada —insiste— quiero saber cuales son los de-seos de Pietro.

Protegido por primera vez en sus opiniones, los ojos del muchacho se ilu-minan de esperanza:

—Quisiera ser escultor —afirma ilusionado. —¿Escultor? —Sí; es la única profesión que me interesa y atrae. Maese Alessandri cruza las manos en la espalda y principia a caminar con

la cabeza gacha por el espacio libre de su amplia biblioteca. Debe ser una sala llena de luz, rodeada por anaqueles, repleto de tesoros

bibliográficos, en cuyos tableros superiores lucen pequeñas estatuas, repro-ducciones de grabados en acero y alguno que otro "bibelot" de refinado buen gusto. En un ángulo de la sala, sobre una columna de maderas nobles, imagi-no una copia en mármol de La Venus saliendo del baño, que ilumina con su gracia pagana la frialdad erudita del conjunto.

Frente a la Venus, Maese Alessandri se detendría un instante en muda con-templación, para después volverse hacia su cuñada, y expresarle su manera pensar:

—El amor a la vida, a las bellas formas, es también una fuerza grande y respetable que no ofende a los que sinceramente prefieren el amor a Dios. Yo creo, hermana, que si Pietro quiere ser escultor deben Uds. dejarle que cultive sus aficiones.

Y, dirigiéndose al niño: —Si es esa tu vocación, amigo, trataré de protegerte, como lo deseo, a la me-

dida de mis posibilidades. . . Con ímpetu cordial, irresistible, el muchadho se pone de pie y se abalanza

hacia él, tomándole las manos con fervor: —¡Gracias, gracias, tío Giovanni! El destino ha comenzado a caminar en el rumbo de sus designios. La ma-

dre, con la cara rígida, aunque moviendo nerviosamente las manos sobre sus rodillas juntas, debe pensar que el Diablo acaba de hacer una conquista más,

E)oniendo en el alma de su hijo el amor por los mármoles en las desnudas ormas de la belleza clásica . . .

A rodar tierras

En la segunda mitad del siglo xvm Florencia es una de las cuidades más po-pulosas de Italia. El interés por conocer la hermosa capital de la Toscana se extiende no sólo a los demás pueblos itálicos, sino también al orbe civilizado. Las glorias del Renacimiento, que de manera tan ufana tienen su cuna a ori lias del Arno, atraen con irresistible embrujo a los amadores del espíritu an-tiguo, mientras el prestigio de la ciudad extiéndese de boca en boca con el sobrenombre eufórico de "La Bella".

Dentro de Italia, Florencia es, asimismo, en esta época, el más afortunado de los reinos peninsulares, si este juicio tuviera que traducir el encanto de su vida ciudadana. Junto a las voluptuosidades a que se entregan su aristocra-cia refinada, la alegría de vivir pone en el boato de los nobles un brillo de so-les de decadencia; y en el regocijo astroso de las multitudes un fulgor báqui-co de carnaval.

Los otros pueblos, con envidia, denominan a Florencia "il felicissimo sta-to" y de este celo no se escapa ni Roma; porque, si es verdad que en los días

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de su mayor grandeza Italia fue Roma, no es menos cierto que en la Edad Media, y ahora, en la Edad Moderna, el centro intelectual y artístico de la Península es Florencia.

'Para los ojos ávidos de Pietro, para su curiosidad "in crescendo", Florencia no tiene secreto, y aún los más escondidos rincones de "La Bella" le han re-velado al joven artista el sortilegio que, antaño, hiciera de Florencia la cuna del Renacimiento europeo.

El continuo espectáculo de estos tesoros del genio italiano junto a la peren-ne evocación de arte que ofrece a las almas ilusionadas el paisaje y la atmós-fera de la Toscana, clavan en el joven Pietro Alessandri su garra firme. Tar-des enteras se acomoda cerca de las orillas del Arno, con la vista en la corrien-te fugitiva, que a medida que el estío se acerca, disminuye su caudal. A los lejos, en el claro azul, el Monte Morello recorta su cúpula irregular domi-nando la campiña que otrora viera el desfile de los más altos espíritus con que se haya prestigiado la superior calidad de la raza latina. Por esos campos y por esos contornos de la Cordillera Apenina cruza, en una época la pompa^ semioriental de Lorenzo, el Magnifico; y otros días en el tiempo, por esos ale-daños, junto a esas riberas de aguas rápidas, Dante Alighieri pasea las pe-sadumbres de su alma solitaria; Petrarca, las ternuras infinitas de su corazón; Da Vinci, sus ensueños delicados; Miguel Angel, sus fiebres de cíclope. . .

Pietro, sintiendo sobre su destino el peso de aquellas glorias máximas, pásmase ante la altura gigantesca de tales cimas, y comprende que, a pesar del anhelo profundo que lo impulsa a seguir en pos de esas huellas indele-bles que ahora Florencia desenvuelve ante sus ansias de soñador, siente que sus fuerzas no alcanzarán nunca a poner en su espíritu el brío necesario que exige el vuelo de las aguilas.

En esta pugna entre la fantasía y la realidad, el joven se debate por más de un lustro.

Mientras tanto ha recorrido los principales países de Europa. Les son fami-liares Francia, Bélgica, Austria, España.

Vuelve a la Toscana veintiañero, pero es para abandonarla en seguida de-finitivamente. Ahora quiere correr la aventura grande, atravesar los océanos, trasmontar las enormes cordilleras de que hablan los libros de viajes. En Ña-póles toma un velero para América, rumbo a ¿Buenos Aires.

¿Vas a instalarte en la Argentina? le preguntan sus amigos. Por el momento sí, responde Pietro, pero mi intención es ir un poco más

lejos: a Chile . . . Los menudos florentinos moverían la cabeza con lamentable expresión:

"He aquí un hombre —debieron decirse para su adentros— que ha descubier-to una nueva denominación en la Geografía para señalar el fin del mundo" . . .

—¿Y por qué Chile? —Porque de todos los países de la tierra, me han dicho que es el que tiene

más parecido con el dulce clima de mi tierra i ta l iana. . .

Arraigo en América •

El día 26 de Abril de 1821 arriba a Santiago, después de haber tramontado la Cordillera de los Andes, don Pietro Alessandri Tarzi. Llega asistido de un marinero genovés2 de nombre "Giuseppe" que le pide ayuda en Buenos Aires, y el cual, como criado, acompaña a don Pietro hasta el último día de su existencia.

aVer en las Notas de este Libro I la letra p ) .

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Ricardo 'Donoso en la crónica panfletaria editada en México en 1952 con el título de "Alessandri, agitador y demoledor" altera (con una falta de ética profesional increíble e inaceptable en un historiador que era al mismo tiem-po funcionario con guarda de documentos públicos y obligación de autenti-ficar con su firma las copias que en el Archivo Nacional se otorgan) altera, repito al transcribir la lista de los "entrantes y salientes" habidos en la 'Re-pública entre el 15 de Abril y el 30 de dicho mes inclusive, de 1821, las refe-rencias que sobre el señor Alessandri Tarzi se dan, ese mismo día en otro do-cumentos de Gobierno, de clara, precisa y detallada veracidad.

En la lista que Donoso incluye, en copia facsímil, entre las páginas 12 y 13 del citado panfleto, aparece en una "llave" (que ni siquiera alcanza a tomar el nombre de don Pietro Alessandri Tarzi, como se puede observar a la sim-ple vista) una referencia que comprende los nombres de Félix Tiola, Juan Balento y Pedro Román, con esta indicación escueta: "Italianos, Artistas o Titiriteros".

De esta referencia, fechada el 26 de abril de 1821, Ricardo Donoso saca para su resentimiento en actividad, una alegría que no oculta. Primero, da como un hecho cierto que en los días de la administración de don Bernardo O'Higgins, llega al país don Pietro Alessandri, "joven de más de veinte años de edad, incorporado en calidad de comparsa en una partida de artista de circo o titiriteros" (página 11); y en seguida, orgulloso de su propio extra-ordinario hallazgo, agrega: "Un precioso documento que se ha conservado en nuestros archivos nos permite determinar la fecha y la condición en que el volatinero Alessandri pisó el territorio nacional" (pág. 11).

Pues bien, el "precioso documento" a que se refiere Donoso y que con ma-licia demoledora quiere hacer actuar, sin conseguirlo, en contra de un hom-bre meritísimo, como era el señor Alessandri Tarzi, ES ABSOLUTAMENTE FALSO

desde el punto de vista en que Donoso quiere hacerlo efectivo. •Lo vamos a demostrar. Desde luego, la indicación de "titiritero" que trae la hoja de "entrantes y

salientes" no puede adjudicársele a don Pietro Alessandri por la sencilla ra-zón de que en esos días, entre el 15 y el 30 de abril de 1821,3 según aparece en la anotación que ahora comentamos, inscribióse otra que anularía la citada por Donoso, si implícitamente no sirviera para aclararla, como en realidad lo hace. En efecto, en la página correspondiente a la individualización de cada uno de los pasajeros llegado al país (en el mismo volumen en que ahora se encuentra, en el Archivo Nacional, el documento de marras) aparece la siguiente referencia:

"PEDRO ALESSANDRI, PROCEDENTE DE BUENOS AIRES; PATRIA, ITALIA; EDAD, 2 7

AÑOS; SOLTERO, ESCULTOR, ESTATURA MAS QUE REGULAR; COLOR BLANCO,' OJOS

PARDOS; NARIZ AFILADA; BOCA PEQUEÑA; FRENTUDO; CAIRA ANCHA, PICADO DE

VIRUELA; CABELLOS, BARBA Y CEJAS CASTAÑOS."

Ahora bien, ¿Qué ha hecho Donoso para invalidar esta anotación destruc-tora, desde el ángulo en que él se ha colocado?

H a 'hecho algo que dolerá por siempre a lo que de él se diga como histo-riador: falsificó el documento de marras alterando la fecha realmente apare-cida en esa hoja. Y así pudo transcribir mentirosamente, en la página 12 de

aLa lista que trae en facsímil el libro de Donoso es un conjunto global del nombre de los pasajeros que entraron a Chile entre el 15 y el 30 de abril de 1821. En cambio, la

que, en seguida, transcribo yo y altera en la copia Ricardo Donoso, tiene indicado el día preciso en que Alessandri llegó a Chile, es-to es, el 26 de abril de 1821.

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de su panfleto, las líneas que siguen: "Es posible que el volatinero Alessan-dri viajara con su comparsa, por ese entonces, a Buenos Aires, pues DOS AÑOS MÁS TARDE encontramos una nueva referencia a su persona, esta vez calificándosele de escultor, en la que se hace un retrato físico del aventu-rero."

Estos DOS AÑOS, los agrega Donoso con la simple cooperación de su odio en contra de don Arturo Alessandri Palma, pues el documento, insisto, lleva la misma fecha de la lista de pasajeros en que aparece la "llave" de nuestro co-mento; es decir, abril de 1821, entendiéndose que es entre el 26 y el 30 de abril, pues, textualmente, repetimos, dice así: "el 15 de abril hasta el 30 de dicho inclusive. 1821."

No cabe, pues, aún dentro del razonamiento más apasionado, sino aceptar este dilema: o la llave del documento no comprende en su curva superior el nombre de don Pietro Alessandri, o, comprendiéndolo, se quiso anular ese error con la nota que acabamos de transcribir al pie de la letra y deja en cla-ro que el señor Alessandri era artista escultor.

Hecha la falsificación, Donoso utiliza ese documento para hilvanarlo más adelante trayendo a cuentas unos recuerdos del viajero francés Aragó, sobre su estada en Valparaíso durante u n viaje realizado por éste a Sudamérica. En el Puer to chileno Aragó cultivó muy buena amistad con el señor Ales-sandri Tarzi y su familia. En las remembranzas antedichas el autor refiere que Alessandri se había iniciado en la vida de los negocios con una compañía de marionetas. Este hecho no es exacto, cronológicamente hablando; pero es cierto, en cuanto don Pietro, acometió esa aventura como empresario teatral, entre mudhas otras de diversa índole realizadas por este vigoroso pioneer f lorentino en nuestro país.

Vamos a aclarar el pun to por ser de mucho interés anecdótico y muy distinto, además, del pretendido por Donoso en la adulteración que acabo de comprobar documentalmente".

Es tradición en la familia Alessandri que al arribo de don Pietro a la ciudad de Buenos Aires, hizo éste gestiones inmediatas a fin de trasladarse a Chile, contratado por el Gobierno de la República para fundar y dirigir en la capital una escuela de d ibujo y modelado. De acuerdo con esa tradi-ción, el ¡Director Supremo don Bernardo O'Higgins aceptó gustoso la idea; pero, a causa de las graves incidencias políticas ocurridas en el país en los meses siguientes y que, a la postre tuvieron por efecto la abdicación de don Bernardo, la antedicha propuesta quedó encarpetada para siempre. . De ser esto efectivo, Pietro llega a Chile avanzando con u n pie en el v a c í o . . . Para solucionar los conflictos inevitables de la lucha por la vida, no le queda, pues, sino que dejar de lado su profesión de escultor y dedi-carse a cuanto negocio lícito encuentre en su camino.

Estamos en presencia de u n hombre de acción con u n credo magnífico de esfuerzo individual. Cree en sus posibilidades de organizador. Cree en la eficiencia del t rabajo como actividad selectiva para imponer el tr iunfo de los mejores. Cree que el hombre debe amoldarse a las nuevas circuns-tancias que se le presenten, cuando ellas no van en desmedro de su digni-dad. Cree que la honradez de los procedimientos es un baluarte contra la perfidia ajena. Cree, por último, que nadie debe avergonzarse de las ca-racterísticas accidentales de u n artesanado o de un ejercicio profesional, si él se realiza en una empresa fructífera y de acuerdo con los reclamos lí-citos de una sociedad.

En el juicio envenenado de algunos nietos de encomenderos, más or-gullosos de la crueldad mestizada de sus abuelos, que de sus condiciones

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sentes de ciudadanos, aquella fecunda actividad del itálico de-bíó parecerles a todas luces trop fort...

Asi pasan dos años. Aclimatado ya en el ambiente santiaguino, don P i e t r o , ahora don Pedro, estima que es el momento de establecer su vida sobre sólidas bases hogareñas. Hace algún tiempo frecuenta la casa de la familia Vargas dBaquedano. (Rufino, el jefe de ese hogar, es una persona de r e s p e t a b l e vivir, que goza de muchas consideraciones entre los pudientes. Unido en matrimonio a doña Tránsito Baquedano, alegra su otoño con aleunos vástagos entre los cuales destaca belleza y tono primaveral su hija Carmencita. El idilio de Pedro y Carmen es la consecuencia lógica de la confianza con que se ha recibido al forastero en esa casa chilena.

Es un noviazgo sin obstáculos. Don Rufino comprende con intuición de padre que aquel mocito venido de Italia tiene ante sí las probabilidades de un magnífico porvenir. Doña Tránsito también accede gustosa, suges-tionada por la amable apostura del candidato a yerno.

Pronto se formaliza el matrimonio, y una tarde, el 20 de noviembre de 1823, Carmen y Pedro se dirigen a la Parroquia del Sagrario, que luce en su Alta Mayor las galas de costumbre para esa ceremonia. Junto a los no-vios sirven de testigos don Antonio Fuentecilla y don Juan Tagle, mien-tras realza la solemnidad del acto la verba elocuente del Presbítero don Diego Pérez, quien recuerda a los nuevos cónyuges las obligaciones que impone la Iglesia y los deredhos y deberes que ambos deben respetar0.

En el armonium de la capilla, el profesor mendocino don Fernando Guzmán ejecuta un trozo de -Hayn, que acompaña en violín su hijo Fran-cisco.

La atmósfera se hace tensa para el sentir de los contrayentes y familia-res. ¿No es acaso en esos minutos cuando el alma se mece de modo más tierno y seguro en brazos de la Ilusión? Optimista y entonado por la con-fianza que da un cuerpo sano y un carácter resuelto, en ese instante Pedro debió hundir el vuelo de su fantasía en las perspectivas del futuro, ansian-do para sí esa útil superación de los propios méritos con la cual todos hemos soñado un día, si no para nuestra propia vida individual, para la de nuestros descendientes.

El Presbítero acaba de poner la bendición sobre las manos enlazadas del itálico y de la linda criolla. ¡Bajo el signo que invoca el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, se une el eslabón prodigioso en que, por el vínculo del matrimonio, escriben para el futuro las misteriosas determinantes de las r azas . . .

De esta unión, en el curso de algunos años, nacen doña Aurora, doña Elcira4 y don Pedro Alessandri Vargas.

Doña Aurora, andando el tiempo, casa con el Cónsul de España don Juan Lagarrigue, padres ambos de una familia de varones meritísimos, que han sido lustre y honra de la sociedad chilena.

Doña Elcira contrae matrimonio con don Carlos María de Mendeville, caballero nacido en la República Argentina, pero que se avecinda en Chile para siempre1. El señor Mendeville es hi jo del caballero de este apellido que fue Cónsul de Francia en Buenos Aires, con destacada situación en los primeros años de esa República. Don Carlos es hombre de mucho in-genio y el repertorio de sus anécdotas aún corre en el círculo de las viejas familias de Santiago.

El único varón de la familia Alessandri-Vargas, es don Pedro. Pero no

4Doña Elcira fue la tía "regalona" de rante el tiempo que su familia permaneció don Arturo y su apoderada en Santiago du- en Curicó.

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hemos de adelantarnos a los acontecimientos; ,aún nos resta seguir en sü vehemente trayectoria, la vida de Pietro, el escultor, transformado por los azares de la vida, en hombre de negocios.

*

"Pioneer"

En su nuevo domicilio y raigambre, Alessandri, el soñador impenitente de las riberas del Arno, el muchacho que no quiso ser clérigo porque ama-ba demasiado la pagana floración de los mármoles esculpidos, es ahora don Pedro Alessandri Tarzi, hombre de empresas múltiples con el abdo-men en decidida progresión hacia la obesidad, aunque, como todos los varones de su familia, sostenido por piernas delgaduchas, casi flacas. H a ido perdiendo el pelo, de ahí que la frente parece altada; en esa cima luce un copete de cabellos crespos, que él cuida con cierta coquetería donjua-nesca. Viste muy pulcramente ajustándose a la moda de la época, y sus cuellos son impecables, a diferencia de los que usan los criollos, que se ajan con facilidad y no siempre se distinguen por su l impieza . . .

Alrededor de esta época don 'Pedro explota, por primera vez en Chile, un establecimiento de Baños Públicos.

A pesar del afecto que la familia de su suegro siente por él, don Pedro empieza a sentirse mal en la villa mapochina, y un día cualquiera del año 1825 se traslada a Valparaíso, donde no tarda en embarcarse en un nego-cio que da nuevos rumbos a sus actividades. .

¿Cuál? Antes de dar respuesta a la pregunta que acabamos de escribir, conviene dar una mirada retrospectiva a un cierto sector del ambiente chileno.

Don Domingo Arteaga es edecán de O'Higgins y tiene el grado de Te-niente Coronel, pero debido a la influencia de Camilo Henríquez —que debe considerarse como el precursor del arte teatral en Chile— se entrega a la empresa que, de acuerdo con las modestas circunstancias de la época, le rinde muy pronto los mejores resultados. Esta empresa es la que se da a la tarea de organizar el establecimiento del primer "Coliseo" santiaguino, el cual abre sus puertas en la calle de Las 'Ramadas5 a fines del año 1818.

El éxito obtenido por el edecán Arteaga induce a éste a extender su ne-gocio hasta el vecino puerto de Valparaíso, donde en 1823 inaugura una barraca con aires de teatro, la cual, cronológicamente debe considerarse la primera en la serie de las salas de espectáculos que cuenta la historia de este puerto. Esta barraca poseía "un escenario, lunetas e iluminación de sebo en candelejas de plata". En lo demás era sólo un armazón de madera en que el látigo suplía muchas veces a los pernos y el cáñamo a los torni-llos". Su situación, sin embargo era muy céntrica, pues estaba situada en el lugar que ahora ocupan los Tribunales de Justicia de Valparaíso, donde aparecía a medio levantarse, desde muy antiguo, el Convento de San Agustín, anexo al cual hallábase un galpón pajizo o bodega denominado "Longa" con fines muy ajenos a los del culto.

Es aquí en Valparaíso donde Arteaga introduce el espectáculo de las "marionetas" el cual hace las delicias del público de aquella época y po-pulariza a dos o tres personajes caricaturescos que perduran durante años

"Hoy calle de Esmeralda. El teatro de Arteaga debió abandonar antes de mucho su primera colocación para trasladarse a la calle Bandera esquina de Catedral. De ahí

se cambia en 1820 a la barraca que había en frente del edificio que hoy ocupa "El Mercurio", en el sitio donde, en la actuali-dad, se extiende la Plaza Montt-Varas.

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con sus chistes y nombres extrambóticos, en el lenguaje familiar de los chilenos1.

En 1825 o a fines de 1824, don Domingo Arteaga propone este negocio a don Pedro Alessandri, el cual parece haberse interesado bastante en él, pues arrienda el teatro del edecán para explotarlo comercialmente.

Puede que el éxito no haya sido muy lisonjero, puede asimismo que e x i s t i e s e n algunas discrepancias entre arrendador y arrendatario porque al término del contrato, don Pedro cambia otra vez el giro de sus activida-des y se dedica ahora a organizar el comercio marítimo entre Valparaíso y el Callao. Dando cuenta de estas actividades "El Mercurio" del 15 de sep-tiembre de 1827 trae la siguiente información:

"Don Pedro Alessandri, conociendo la falta y la necesidad que hay de un Paquete de Val-paraíso al Callao y de aquél a éste, ha comprado la velera goleta Terrible con este objeto, bajo el plan siguiente: . . . "

El año antes, don Pedro ya se había interesado en los trabajos de arma-dor y, en sociedad con don Jerónimo Costa compra a la firma Dubern, Rejo y Cía., como apoderados de don Juan de Dios Santa María, el ber-gantín denominado "Levante" en la cantidad de $ 6.000 "al contado en moneda normal y corriente" como lo atestigua la escritura pública de fe-cha 25 de enero del año que se indica, otorgada ante el escribano don José M. de los Alamos8. Meses después y con buena ganancia, este mismo bergantín fue vendido por sus propietarios los señores Alessandri y Acosta a don José Melián en la cantidad de $ 7.500".

Sin embargo, su entusiasmo por las empresas artísticas no decae; y así podemos comprobar que en ese mismo año de 1827, ante una gestión que realizara don Domingo Arteaga para juntar capitales a fin de establecer un nuevo teatro en Santiago, don Pedro Alessandri es el primero en ad-quirir un número suficiente de acciones.

El hombre ha hecho dinero, está en camino de la riqueza y mueve los elementos que le ha entregado su buena fortuna en todas las posibles in-versiones que representen un beneficio directo para la colectividad. Su prestigio crece y su honradez le abre ampliamente las puertas del crédito. Por otra parte, puntilloso y digno, cuida con extrema cautela que nada enturbie la limpia ejecutoria de su vida comercial.

No le faltan, claro está, malos ratos. ¿Quién no los tiene? En 1845, ya cincuentón y habiendo sido demandado ante la justicia por

un "vivo" de aquella época, se queja amargamente de esa dificultad:

"Hace veinticinco años que resido en Chile —dice— consagrado a la profesión del comercio, que es sin duda una de las más sujetas a litigio por lo complicadas que son a veces sus transacciones, por la variedad infinita de circunstancias a que está sujeta, muy especialmen-te entre nosotros, por la notable deficiencia de nuestra legislación mercantil. Envanecido es-taba con el recuerdo de no haber sido nunca demandado ante un Tribunal en tan conside-rable número de años, cuando por la transacción de que menos debía esperarlo, me veo ejecutado y presentado al público como resistiendo pagar lo que debo cuando en manera alguna es así. La publicación de las audiencias del Consulado de este puerto, en que apare-ce que se me han presentado siete pagarés otorgados por mí en Francia y que se me ejecuta por ellos, habrá hecho formar variedad de juicios, como generalmente sucede en tales casos. Suplico, pues, al público y a mis amigos, que suspendan el suyo en este asunto hasta que, llegado el caso, se publique la historia de él, en la cual se verá que mi resistencia a pagarlos en su totalidad no es otra que la justa defensa de mis intereses, que se me han querido arre-batar por un fabricante de mala fe. Entre tanto creo conveniente decir que aquellos pagarés que son a favor del dicho fabricante, son los únicos que están por pagar de la multitud que otorgué en Francia, cuando fui a Europa últimamente, por lo que voy a publicar la lista de éstos por diez días consecutivos, para que llegue a noticias de todos y sirva de garantía de lo dicho, añadiendo que desafío a los tenedores de aquellos documentos, sus amigos o

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herederos a que digan que les he hecho el menor reclamo a rebaja. Esta religiosidad con que he pagado y la ninguna dificultad que ha habido en todas mis otras numerosas transac-ciones de aquella fecha, unidas al conocimiento que de mi probidad se tiene en este país, me hacen esperar que aún antes de que aparezcan la historia y juzgamiento de este negocio, se me hará la justicia de creer que otro de la mejor buena fe."'

Pero en realidad su carácter es tierno, espontáneo, lleno de afecto para todo el mundo. La situación que ha conquistado para él y su familia en el puerto, es de las más destacadas y respetables. Posee una valiosa pro-piedad en la calle de San Juan de Dios, "en el sitio mismo —anota Ro-berto Hernández— de la gran construcción actual de la Caja de Ahorros, calle Condell esquina de Hierbas Buenas. 'La casa limita cón la ribera del mar, por lo mismo que el mar llega con la espuma de sus olas hasta por donde corre ahora la calle de Salvador Donoso. Al fondo, el antiguo pro-pietario dejó una noria de la cual suelen surtirse los buques para llenar sus estanques de agua dulce". El vive en los altos y el piso bajo lo ocupa con los almacenes que proveen a los barcos de su empresa naviera. Su es-posa, Misia Carmen, impone en el seno del hogar las nobles virtudes de la antigua sociedad criolla, inspirada en rígidas tradiciones.

Aquellos días de la balbuciente República se desenvuelven en medio de una atmósfera agitada por las tendencias políticas en pugna. La caída de O'Higgins ha impuesto un ritmo de inquietud permanente en la estruc-tura del Estado, y es en los hogares donde debe librarse la gran batalla moral hecha de ejemplos, de severidad pedagógica, de fórmulas simples y claras, de amor patrio, de civismo.

Desgraciadamente, mientras el espíritu de las familias republicanas se templa en el ejercicio de las virtudes ancestrales, el país camina a la deri-va. Unitarios y federales disputan enardecidos el valor de sus respectivos puntos de vista. José Manuel Infante es el Jefe de los últimos, y su pro-grama representa para los viejos "pelucones" como la inminencia del caos.

Los liberales o "pipiolos"1 consideran que la Presidencia de Infante es un triunfo de ellos; pero los embates del federalismo que encarna el pa-triota pipiolo, lo único que consiguen es darle un nuevo aspecto al dife-réndum ideológico y ahondar de manera alarmante los surcos abiertos por los primeros desacuerdos de la administración criolla. Ahora hay z a n j a s . . .

El señorío terrateniente que desde las primeras asambleas de la Inde-pendencia viene trabajando por obtener cierta autonomía política, se en-galla ante la creencia de una pronta consecución de sus deseos; y hay que confesar que encuentra en la persona de Infante al necesario y magnífico paladín de la causa provinciana.

Bajo esta presión, el 31 de enero de 1826, simultáneamente al Decreto que establece una nueva división territorial de la ¡República, el Federalis-mo cía sus primeros vagidos como realidad po l í t i ca . . .

Buenos auspicios inflan la vela del régimen recién inaugurado. Freire, victorioso en su campaña contra los realistas de Chiloé reasume el mando en marzo del 26, en medio de la patriótica simpatía del pueblo; y a fin de garantizar tales preludios de confianza, no tarda en convocar a elecciones para un Congreso Constituyente. Esta Asamblea que inicia sus trabajos legislativos el 4 de julio de 1826, es de teñida filiación federal y pipióla.

Sin embargo, ni el Congreso ni la Constitución que éste iba a elaborar, podían considerarse como muy seguros; sobre todo, después de los conse-jos de Freire en el mensaje de apertura, donde les insinúa a los cuerpos legislativos que "huyan del peligro en que frecuentemente han caído los legisladores americanos, imprimiendo en estos códigos políticos un carác-

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t e r de inmutabilidad que se opone a la adopción progresiva de las venta-jas que el tiempo y la práctica van señalando como necesarias".

¿Era el baile del Congreso y del país, aconsejado por su líder más des-tacado?

Tras su vademécum admonitorio, Freire, deseoso de que los legisladores lo libren "del grave peso de su autoridad" pide que le nombren sucesor. La ¡Cámara acepta y elige al General don Manuel Blanco Encalada, quien a s u m e con el carácter de Presidente de la República. iLos flamantes con-gresales, en medio de un halo de relativa popularidad, opinan y legislan sin mayores obstáculos. Diríase que las nuevas orientaciones políticas se imponen fácilmente; de ahí que no sorprende a nadie que el 11 de julio se apruebe un proyecto de ley en el cual se declara que, "la República de Chile se constituye por el sistema federal, cuya constitución se presentará a los pueblos para su aceptación".

Mas, a pesar del éxito teórico de los federales y de los esfuerzos gastados en obtener el fin de sus propósitos, no se avanza más allá del proyecto de refor-ma. Un escándalo público que sitúa bien lo que son estas informes democra-cias americanas al comienzo de la décimanona centuria, apresura, en cambio, el trámite de un reglamento provisorio de marcado carácter libe-ral. Haciéndose eco de los murmullos que, provocados por la irregulari-dad en el pago de la tropa, se vienen escudhando en los cuarteles del país —amén de las constantes asonadas y pruebas de la mayor indisciplina!—, el coronel Enrique Campino, en los últimos días de enero del 27, subleva Ja guarnición de Santiago y se dirige a clausurar el Congreso. 'Los diputados, que allí encontrábanse reunidos, se oponen con viva indignación a ese atropello; pero el Coronel acompañado de un piquete de fusileros con las armas bala en boca, los arroja de la sala mientras él mismo se introduce a caballo en el recinto de la Asamblea. Momentos más tarde se declara Dic tador . . .

Pelucones y pipiolos —unidos de inmediato ante el brutal peligro— se dirigen sin tardanza en busca de Freire, pidiéndole, suplicándole que acceda a poner las cosas en su lugar.

Resultado de lo antedicho, es una nueva crisis presidencial que se resuelve con la vuelta de Freire al ejercicio del mando supremo, y el nombramiento del General Francisco Antonio Pinto como Vicepresidente de la República. El 14 de febrero de ese año de 1827 se ordena que se publique, por ley, el Reglamento que determina las atribuciones, deberes y prohibiciones a que están sujetos los poderes públicos; indicándose en el artículo primero, que "las atribuciones del Poder Ejecutivo son provisorias ínterin se sanciona la Constitución".

Todas estas noticias llegan al puerto con el escándalo consiguiente. En la costa del Pacífico, ¡Valparaíso es la ciudad más importante. Es la bodega máxima de la producción de trigo de la zona, y recalamiento obligado de los veleros que cruzan el Estrecho de Magallanes rumbo al istmo de Panamá. Cerca de 4.000 extranjeros laboran en el anfiteatro del puerto, amasando en la lucha cotidiana, los frutos de un trabajo duro.

Estos hombres no pueden mirar con indiferencia los vaivenes y agonías del Estado, y son ellos los que, en las conversaciones diarias en el seno de su familia o en los círculos de los negocios respectivos, hablan de sus experien-cias pasadas, de los ejemplos de la Historia que en Europa prendieron sus jalones de fuego y dolor; de la necesidad urgente de que en Chile se normalicen las instituciones fundamentales para que sea próspero y fructí-fero el esfuerzo mancomunado de la gente de bien. Diríase que ellos tanto o más que la instintividad estadual del conglomerado étnico de mapuches y

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andaluces unidos al maridaje vasco-castellano que predomina, son los que van forjando, en las sombras de un futuro inmediato, la mano ordenadora y firme de don Diego Portales, que aparecerá en la hora fijada por los acon-tecimientos.

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Armador en regla

Fue en tiempos de don José Miguel Carrera, el genio prolífico de la Inde-pendencia de Chile, cuando llega a la ensenada del Valle del Paraíso, el primer barco mercante con bandera extranjera que arriba a la embrionaria nacionalidad. Hasta entonces no han visitado los puertos del Nuevo Extremo —fuera de los barcos que enarbolan las insignias del ¡Imperio español, únicos que tienen autorización para hacerlo—, nada más que piratas y corsarios.

Con la decisión de la Junta Nacional santiaguina, que declara la libertad de comercio en el mar territorial chileno, la ruta queda abierta a todos los veleros del mundo. Conocedora de esta franquicia, Inglaterra se adelanta en aceptarla, enviando a las aguas del Pacífico Sur, al bergantín "Galloway" que llega a Valparaíso procedente de Nueva York, el 21 de noviembre de 1811.

'Las ventajas del nuevo sistema de libertad de los mares se dejan sentir en el acto. A bordo del "Galloway" viene la primera imprenta que va a esta-blecerse en Chile. Consignada a nombre de don Mateo Arnaldo Hoevel —súbdito sueco avencidado en el país y a quien el Congreso Nacional, a pe-tición suya, concediera carta de ciudadanía—, se apresura éste a dar a cono-cer el arribo de la prensa a las nuevas autoridades, las que con fecha 27 del mismo mes le comunican que harán acelerar la conducción de ella a Santia-go. Siguiendo las aguas de la "Galloway" arriba, tiempo más tarde, la fragata inglesa "Fly" que trae "herramientas, artículos de loza y géneros de hilo, lana y algodón".

Por desgracia, esta libertad impuesta por Carrera dura bien poco; pues, luego del desastre patriota de Rancagua, con que se inicia triunfante la reconquista española, vuelven a regir las mismas disposiciones restrictivas del comercio marítimo que habían perdurado desde los días de la Conquista y por espacio de tres siglos. Sin embargo, en el lapso en que Carrera se man-tiene en el Gobierno alcanzan a llegar a Chile, desde los más lejanos puntos del globo, ocho barcos de diversas nacionalidades.

En 1818, vencedoras, nuevamente, las armas patriotas, la Independencia Nacional, ya para siempre recuperada, abre de nuevo los puertos de Chile a todas las banderas amigas. Y en ese mismo año que apuntamos, entran a Val-paraíso, dando realce y movimiento de ciudad principal a la que desde entonces sería la Perla del Pacífico, 523 barcos, de los cuales solamente 84 son de guerra.

Mientras tanto no existe aún la célula de una Marina Mercante propia. "No sé si pudiera llamarse Compañía Chilena —escribe el señor González

Lynch— la razón social que se formó en Chile en 1664, bajo pleno dominio español. Más propiamente: primera firma armadora en Chile.

En esa época, felizmente lejana, el comercio marítimo lo ejercían exclusi-vamente armadores del Perú que mantenían franca competencia con los llamados bodegueros de Valparaíso. El 29 de febrero de 1664, se formó una sociedad entre Gaspar Reyes y Pedro Cassao, ambos bodegueros de ese puer-to, para comprar una nave y dedicarla al tráfico entre Chile, Perú y Panamá.

A este convenio podría llamarse la primera sociedad armadora chilena, aun cuando fue establecido bajo la dominación española".*

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Hemos visto ya cómo en 1826 el señor Alessandri inicia con don Jerónimo Costa labores de armador. Un año más tarde compra la goleta "Terrible"8, a la cual ya nos hemos referido e inicia la primera línea mercante y de pasa-jeros, entre Valparaíso y el Callao, de la Era republicana.

De acuerdo con el aviso que publica "El Mercurio" el 15 de septiembre de 1827, los camarotes de esta velera "serán numerados, para evitar dudas y disputas sobre el lugar que debe ocupar cada pasajero al tiempo de su em-barque". Además, en cada cámara, por separado, "se servirá a las horas de-signadas, el almuerzo y comida, que será siempre abundante, de víveres frescos y buenos, dando a cada pasajero en Ja cámara de popa, una botella de vino Burdeos o de Concepción (a elegir) cada día; y en la proa media botella. En la noche té y otras frioleras, para cuyo efecto habrá un cuadro en cada una de las cámaras, con el reglamento de comida de cada día de la semana".

Este paquete hace seis viajes redondos cada año; es decir, uno cada dos meses y el valor del pasaje de Valparaíso al Callao y viceversa, es de seis onzas oro para los camarotes de primera clase y de tres onzas para los de s e g u n d a , esto es, los de proa1.

La nueva línea tiene1 éxito, como lo prueba la circunstancia de que el 15 de marzo de 1828, don Pedro Alessandri Tarzi en compañía de don Joaquín Avilés, comerciante ecuatoriano radicado en su país de origen, establezcan una sociedad naviera para el transporte de mercaderías entre Valparaíso y Guayaquil, y puertos intermedios.

Pero el hombre más feliz con estos éxitos no es don Pedro, sino "Giusep-pe", su fiel criado genovés, que desde entonces hasta la hora de su muerte, no lo abandonará jamás.

Esta célula de la Marina Mercante de Chile continúa multiplicándose en los años posteriores, y ya en 1835, cuando don Diego Portales hace dictar la primera ley de cabotaje, la importancia de los negocios de armador de don Pedro Alessandri son de tan grande volumen para la época, que debe consi-derársele sin disputa "el precursor —como indica Roberto Hernández— de la línea de vapores inaugurada en 1840".7

El mismo don Diego Portales tuvo en 1829, negocios de importancia con el señor Alessandri, aunque en aquel entonces dudaba seriamente de su éxito. "La fragata "Resolución" —escríbele don Diego a su amigo don Ra-món Errázuriz el 1<? de febrero de ese año— fue vendida felizmente a Ales-sandri, en $ 3.500 a cuatro y ocho meses plazo. Me ha confiado el destino que va a darle y ya le he predicho su total ruina".m

Treinta años más tarde de la fecha en que don Pedro Alessandri inaugura la línea maritima entre Valparaíso y Guayaquil —prolongación, aunque con distintas naves, de la que ya tenía hasta el Callao— la Marina Mercante de Chile cuenta con '260 barcos con un total de registro de 62.210 toneladas.8

"La goleta Terrible cambió más tarde su nombre por el de Paquete-Volador.

7No sólo el empuje sino la iniciativa particular desplegada por don Pedro Ales-sandri, hacen de él un ejemplo para los ex-tranjeros que vienen a radicarse en Chile. Como dato curioso, diremos que, entre las muchas iniciativas privadas del señor Ales-sandri, hay que sumarle la de haber sido el el primero en importar a Chile plantas de alcornoque. "¡Por eso es que ahora abun-

dan!", acostumbraba decir don Arturo, so-carronamente.

"Sin embargo, a excepción del historia-dor, don Roberto Hernández, nadie hasta ahora ha hecho justicia al empuje del señor Alessandri Tarzi, que en los albores de la independencia chilena dedicara dinero y entusiasmo para dotar a su patria de adop-ción de barcos propios que extendieran y propiciaran el comercio de Chile a lo largo de las dilatadas costas del Pacífico sudame-ricano.

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El Coliseo

El Coliseo de don Domingo Arteaga dura más o menos 10 años. En 1834, el Ministro de Hacienda don Manuel Rengifo, a causa del desarrollo del comercio en la parte céntrica del Puerto, determina que los Almacenes de la Aduana se continúen en el sitio inmediato a ella, es decir, en los terre-nos de que ya hemos hablado anteriormente, pertenecientes a los Agustinos. Para esto, Rengifo consigue del Presidente Prieto que se dicte la expropia-ción correspondiente. El Decreto en referencia incluye el teatro edificado por Arteaga.

Antes de separarnos, en este relato, de la persona de don Domingo Artea-ga, recordemos como un homenaje a tan laborioso ciudadano que además de los servicios que prestara a Chile como Edecán del Director Supremo don Bernardo O'Higgins, entrega también a su patria una familia ejemplar de ilustres servidores públicos. Don Domingo fue el padre del General don Justo Arteaga Cuevas, que dio brillo a su carrera militar con importantes cometidos en la causa de la Independencia y en la organización militar de Chile en los días de la Guerra del Pacífico. Son importantes también sus actividades en la pacificación de la Araucanía y en la defensa nacional, cuando ocurre esa página bochornosa de la marina española que culmina con el bombardeo de Valparaíso en 1866.

Nietos de don Domingo e hijos de don Justo, son los hermanos Arteaga Alemparte que llevan, precisamente, uno el nombre de su progenitor, y el otro el del abuelo, y que hicieron célebres las siluetas de los políticos chile-nos que integraron la Asamblea Constituyente de 1870. Esos artículos de Domingo y Justo Arteaga Alemparte, recogidos en un volumen, prestigian hoy la lista de los clásicos chilenos del siglo XHX.

Cumplido este In Memoriam, volvamos al Decreto de Expropiación firma-do por Prieto y Rengifo en 1834. Desde aquel entonces la escena porteña pasa por un período que si no puede considerarse estrictamente, de absti-nencia y ayuno, no hay razones para creer que fue de holgura o bonanza.

Sólo ocho años más tarde, gracias a la iniciativa de don Pedro Alessandri y don Pablo del Río, Valparaíso se apresta para tener una moderna y bien instalada sala de espectáculos. En efecto, el 30 de diciembre de 1842, se deja estampada en el acta municipal de ese día, el siguiente trámite:

"Se leyó la propuesta de don Pedro Alessandri y don Pablo del Río para la construcción de un Teatro, y se acordó nombrar una comisión compuesta de los señores regidores don Ramón Toro y don Fernando A. de la Fuente, para que se vean con los empresarios y den cuenta del resultado de su con-ferencia".

Y en los primeros días de 1843 se pone en conocimiento de la sala el infor-me favorable sobre dicha propuesta, que se lee en el Acta del 13 de enero, en los términos siguientes:

"Constituida la sala en comisión para convenir con los señores don Pedro Alessandri y don Pablo del Río acerca de las bases bajo las cuales se propo-nen construir un teatro permanente en esta ciudad, se oyó una exposición del señor Alessandri demostrando las ventajas de su propuesta, presentada anteriormente, y habiéndose retirado, después de alguna discusión sobre los nuevos términos en que debía concebirse, la sala consideró de nuevo el asun-to y acordó: que previa la competente consulta y aprobación del Supremo Gobierno, debía accederse a la petición de Alessandri y de Del .Río"".

Para construir el nuevo Coliseo se elige un sitio frente a la Plaza de la

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V i c t o r i a . " E l mismo —escribe el historiador Roberto Hernández— que ocupó el moderno teatro de la Victoria construido por la Municipalidad y arrui-nado desde sus cimientos con la catástrofe del 16 de agosto de 1906"°

Los trabajos de edificación se inician en septiembre de 1843 y el 18 de iunio del año siguiente, los empresarios lo entregan en sus partes principales a una comisión de peritos. Se dio un plazo de dos años para la construcción; sin embargo, el empuje de Alessandri y de Del Río se adelanta al cumpli-miento del contrato en má's de un año. Luego de prolijo examen, los peritos i n f o r m a n al Municipio que, "el todo del teatro presenta los caracteres de so l idez que en esos edificios se requiere; que las partes están bien trabadas entre sí y dan toda la seguridad apetecible; que la enmaderación superior es a la par ingeniosa, sólida y capaz de soportar sin riesgo alguno para el públi-co, un techo de la clase que se qu iera . . . "

;De acuerdo con los datos que suministra el investigador ya citado, "la fachada del teatro era de dos pisos con muralla de cal y ladrillo y las mura-llas laterales de adobe, sobre un zócalo también de piedra y ladrillo. El piso s u p e r i o r lo ocupó un tiempo la Sociedad Filarmónica y la casa habitación del administrador y después propietario del teatro, don José Luis Borgoño, que murió de senador dos años antes del incendio del edificio. El interior del teatro —sin duda alguna el mejor de la América española en aquella época— era elegante, sencillamente decorado, y ofrecía comodidad para 1.600 personas. Tenía cuatro órdenes de palcos: el primero con 26; el segundo con igual número; el tercero con 18 palcos y 100 asientos de anfiteatro, y el cuar-to, la galería, con 300 localidades. La platea tenía 431 asientos de los cuales 64 eran sillones".

En junio de 1834 el tema obligado del vecindario porteño, es la inaugu-ración del teatro Victoria. Se opina con justicia que aquel establecimiento es un orgullo para la ciudad y que él dice no sólo del adelanto material de Valparaíso, sino también de una verdadera conquista del espíritu.

Así también lo declara "Giuseppe" —el criado de don Pedro— a voz en cuello.

Hemos dicho que una parte de este edificio se entrega a los peritos muni-cipales en julio de 1844; pero los trabajos continúan todo el resto del año y dan lugar a que la curiosidad pública los observe diariamente, con esa admi-ración ingenua, característica del criollismo semicolonial de aquella época. Un suelto de "El Mercurio" de Valparaíso de fecha 24 de octubre de 1844, nos habla en pocas palabras de lo que ahora la perspectiva del tiempo nos hace imaginar:

"La obra del teatro se acelera —informa—; numerosos obreros y artistas, pintores, carpinteros, decoradores, todos a porfía, trabajan en su conclusión. Por la mañana y a la tarde está aquello lleno de curiosas visitas, que a la verdad salen satisfechas y admiradas de la brillante combinación con que allí se ostenta lo elegante y lo cómodo".

El entusiasmo al cual nos acabamos de referir, no es sólo de los chilenos, no está circunscrito a los términos de la patria chica con que se pavonean los orgullosos regionales. Más de un viajero europeo comenta con sorpresa el hallazgo de este magnífico Coliseo en un puerto tan lejano e ignoto como es Valparaíso, en los albores del siglo XIX. Un hermano del astrónomo Fran-cisco Aragó, Monsieur Jacques Aragó, visita a Chile en 1829, después de haber dado la vuelta al mundo. Aragó era muy aficionado al teatro y escribió piezas que tuvieron algún éxito en la vida clel autor. Escritor humorístico, lleno de picardía gala, sal de ese género, peculiarmente parisiense, que es la

"El primer teatro de "La Victoria" des- de del día 20 de septiembre de 1878. apareció, a causa de un incendio, en la tar-

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causerie, Aragó se ha referido a sus impresiones de Santiago y Valparaíso con palabras que merecen recordarse: "Santiago tiene dos teatros, horribles, fríos, abiertos a todos los vientos por los temblores en que toman posesión con el público (cuando por casualidad hay público) legiones de ratas gordas, grises, bien diferentes por cierto, de aquellas que en nuestro país ocupan las liendidudas de los viejos travesaña^ de la platea. Las ratas de aquí, como las de nuestro país, viven entre bastidores, entre bastidores roen, se agaza-pan, se multiplican; pero huyen de la gente, evitan las miradas, porque no se adornan con seda, ni con terciopelo, ni con encajes.

"Ayer era Domingo —continúa en sus recuerdos de viaje Mr. Aragó—; se daba en el teatro de la Universidad "Los siete escalones del crimen" con el que Víctor Ducange ha obsequiado a nuestros bulevares hace años; un artista de talento, Casacuberta, desempeñaba el papel principal en esta monstruosidad dramática; entra a la escena y exclama: "Esta pieza me ma-tará".

"Algunas horas después daba el último suspiro en medio de sus amigos y de la multitud enternecida y jadeante ante la agonía del cómicocuya pú-blica estimación hacía agitar más los corazones que los mismos "bravos" del dramóte.

"A la mañana siguiente, Sarmiento, repúblico enérgico, publicista distin-guido de quien hablaré en seguida, como también de Fernández Rodella, poeta lleno de gracia y elegancia, pronunciaba unas breves palabras sobre la tumba de Casacuberta; y como yo había sido invitado a esta triste ceremonia, di asimismo mi adiós a aquél que en la víspera aplaudiera con entusiasmo.

"Santiago es la capital de Chile; Valparaíso viene en segundo término, y, sin embargo, aquí solamente se encuentra un teatro digno, amplio, un salón admirablemente compartido; palcos espaciosos, limpieza, corrección y hasta lujo.

"Monsieur Alessandri ha pasado por allí; pero, ¿quién es Monsieur Ales-sandri? Aventurero intrépido, lleno de bondad, como Colón de quien es compatriota; pobre, pero como él, rico de esperanzas, se dejó caer un día sin contar para vivir más que con sus dedos y un surtido completo de marione-tas. Es poco, ¿verdad? Pues bien, ha sido suficiente a Monsieur Alessandri para llegar a hacer en pocos años una magnifica fortuna".

En este último párrafo hay una falsedad. La Compañía de marionetas a que se refiere Aragó la financia el Edecán de O'Higgins don Domingo Artea-ga y se estrena en 1823, en un barracón situado en el lugar en que hoy ocu-pan los Tribunales de Justicia de Valparaíso, todo lo cual ya lo hemos dicho oportunamente. Lo que hace Alessandri dos años después, inducido por Arteaga, es tomar en arriendo esa barraca, la cual explota comercialmente por una temporada. ¿Se vanagloria Alessandri un cuarto de siglo después de los orígenes modestos de su fortuna, haciéndola derivar de ese pequeño nego-cio que en realidad fue planeado con mucha anterioridad por el chileno Arteaga? ¿O es que Monsieur Aragó, como de costumbre, quiso subrayar con una broma el esfuerzo magnífico de su amigo porteño?

El asunto carece de interés, pero como en alguna oportunidad la bazofia lugareña querrá ver en esta frase una mácula para el meritísimo don Pedro, hacemos la salvedad histórica correspondiente.

La admiración de Aragó por don Pedro Alessandri, la encontramos en las palabras cordiales de este viajero, que compara el destino del itálico al suyo propio: "Vejado como yo, corriendo tras el objetivo de una sólida repu-tación, Alessandri llegó a ser, por la sola fuerza del pensamiento, el creador

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de un teatro rival de los más bellos de Europa. En los corazones bien pues-tos un proyecto concebido es un hecho realizado. Pintores, arquitectos, de-c o r a d o r e s , fueron invitados a la fiesta; se les hizo venir de París, de España v de Italia. Alessandri tomó la empresa y bien pronto Valparaíso tuvo un m o n u m e n t o . Yo debo estas lineas al hombre que ha comprendido que las artes son una riqueza nacional; nada puedo decir de su familia, distinguida, e l e g a n t e , instruida, sino que se le ve irradiar dicha y que se l a deja con s e n t i m i e n t o " .

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El Valle del Paraíso

El esfuerzo de don Pedro Alessandri Tarzi debe ser considerado con la justa a d m i r a c i ó n que merece, y con el respeto a que lo hacen acreedor sus 3 5 años de constante colaboración a todo lo que signifique un adelanto en bien de la c o l e c t i v i d a d chilena. Insistimos en este punto porque las características de la Colonia imprimen en el alma nacional, un ritmo pausado, de extrema lentitud, muy poco amigo de innovaciones y modas "gringas". Sin embargo, el grande adelanto y desarrollo que adquiere Valparaíso en el siglo X I X hasta convertirlo, como ya hemos dicho,- en el primer puerto del Pacífico, se debe de manera directa y en porcentaje notable al tesón y espíritu innova-dor de las colonias extranjeras. Ese aire europeo que Valparaíso mantiene hasta hoy, ese ritmo de ciudad atareada con afanes de colmena, que no pier-de minuto —como lo perdieron hace años esos corrillos de la típica holgaza-nería que hizo célebres a los portaleros y paseantes de la calle Huérfanos de Santiago—, débese a la educación comercial que los inmigrantes ingleses, ita-lianos y alemanes les dieron, con el ejemplo, a sus hijos, incorporados éstos, ya en la primera generación, a la ciudadanía chilena y a las directivas inme-diatas de su pueblo natal. Mas, los efectos de esa pedagogía "extranjera", vienen a sentirse en la segunda mitad del siglo XIX. A principios de esa centuria el famoso Valle del Paraíso es una ciudad tétrica. Hasta 1825 mu-chos países europeos ni siquiera reconocen nuestra autonomía nacional. Por ejemplo, cuando los desacuerdos del gobierno español con lEnglaterra en tiempos de Bonaparte, este último país favorece en cierto modo los trabajos de la rebelión ibero-americana; pero a la caída del Corso, encauzada la polí-tica europea con nuevos rumbos, el Foreing Office se muestra vacilante —en el mejor de los casos astuto— para pronunciarse de manera franca en pro de la independencia ibero-americana. O'Higgins, a pesar de su origen británico, no consigue de Londres el reconocimiento de la autono-mía, no obstante que el gobierno chileno mantiene allí con sacrificios para el escuálido erario de la Nación, un representante con el rango de Ministro Plenipotenciario. Sólo en 1831, mediante una maniobra digna y eficaz del gobierno de Prieto, se obtiene el anhelado reconocimiento.

El aspecto de la ciudad porteña —la "Perla del Pacífico" como acostumbra a llamarla el criollismo andaluz— si se descuenta el agradable golpe de vista de su bahía, enmarcada al fondo por un anfiteatro de cerros —a la manera napolitana—, era miserable y triste. Todavía en 1834 parece una aldea gran-de. El industrial don José Santos Tornero, que se refiere a ella en sus "Re-miniscencias de un viejo editor", la pinta con una sencillez abrumadora, más elocuente que un lienzo de Bonnard:

"No había más calle empedrada —dice— que la de La Planchada (hoy calle Serrano); todas las demás estaban en estado rudimentario; en verano el polvo que en ella se levantaba era sofocante, especialmente en los días de viento sur, que eran muy frecuentes y con gran fuer-

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7A; en invierno, por el contrario, formábase un lodo inmenso mediante las continuas y gran-des lluvias, que entonces solían durar una semana entera casi sin interrupción. Tales eran los lodazales que se formaban, que se veían en ocasiones las carretas enterradas hasta los ejes y a duras penas podían sacarlas dos yuntas de bueyes, como yo lo vi nada menos que en-frente de la Intendencia, en que se levantan las estatuas de Cochrane y el monumento de la Marina, que entonces era playa, pues apenas existía uno que otro insignificante edifi-cio aislado al lado del mar, a espaldas de las casas cuyos frentes dan a las calles de La Plan-chada y de La Aduana (Serrano y Prat) .

"El alumbrado público en aquellos tiempos, consistía en un pequeño farol con vela de sebo que los vecinos ponían al anochecer en las puertas de las casas, perezosamente y de malas ganas, y sólo obedeciendo la voz del sereno que iba gritando de casa en casa ¡El faro-lito a la puerta! A las nueve o diez de la noche, o antes, las calles quedaban, cuando no había luna, en completa obscuridad; pues, o bien los microscópicos cabos de vela que se ponían en los faroles se habían consumido, o bien los vecinos habían guardado sus faroles y cerrado su puerta de calle.

"La Plaza de la Victoria", llamada entonces de Orrego, era una continuación de la playa. En ella paraban las carretas que entonces hacían viajes de Santiago (después relegadas al estero de Las Delicias) . Gran parte de los edificios eran techados con totora, y en ellos se albergaban algunas chinganas. Allí se improvisaba algo parecido a teatro, en que funciona-ban las compañías cómicas.

"En cuanto a edificios, sólo en el puerto había algunas casas de alto, todas de balcón corrido, y muy contadas las de esa construcción en El Almendral."

En este medio hostil por escasez de recursos y muchas veces por falta de ellos, es donde la voluntad férrea y el alma ilusionada de don 'Pedro Ales-sandri labora y actúa como verdadero pioneer. Ese admirable cronista y novelador que es Joaquín Edwards Bello, escribió alguna vez que la tragedia del pueblo chileno en su lucha por la existencia, estribaba en su ausencia de fantasía. El araucano cercenó la imaginación arábiga incorporada en la san-gre andaluza de los primeros conquistadores. El chileindiano es discursivo pero no creador. "Al pasar el trópico de Capricornio —afirma Edwards Bello— el ruiseñor europeo se transformó en papagallo". Nos hizo bien, pues, la inmigración de hombres fantásticos, activos, que dieran a las ambi-ciones cardinales de su ingenio un sentido colectivo de superación material; pero nos hacía falta, asimismo, que se inoculara al espíritu un poco de ese aire puro con que las multitudes de Europa reconfortan los sinsabores del diario bregar. Y desde este punto de vista nadie, en su época, hace tanto y tan bueno por el Valle del Paraíso como el señor Alessandri Tarzi; pues no sólo consigue éxito pleno para el interés comercial de sus empresas, sino que, también, con plausible tenacidad modela una nueva conducta en la indisciplinada masa del público porteño.

¿Qué se puede exigir de un conglomerado incipiente, donde las marinerías de las más lejanas latitudes del planeta vienen a buscar en sus playas la satis-facción de poderosos apetitos, irrefrenables aquí después del celibato forzado de las largas travesías? ¿Qué, de un pueblo recién desprendido de las penum-bras de la Colonia, ayuno de ambiciones artísticas e irrespetuoso, por su espontánea socarronería, de todo aquello que sobrepasa el límite de las fuer-zas físicas o la bravura personal? Hasta muy avanzado el siglo XIX la imagi-nación chilena no tiene alas para levantar a un verdadero poe ta . . . Las peleas de gallo, las topeaduras y el pugilato cotidiano y callejero por quíta-me allá estas pajas, hé aquí los espectáculos que satisfacen en forma amplia y preferida el gusto de los buenos criollos de aquel entonces. Monsieur Aragó, a quien acabamos de citar, así también lo observa, y antes de irse del puerto no pierde la oportunidad de manifestarlo al grupo de sus conocidos y de repetir, más tarde, en uno de sus libros de viaje, exactamente lo mismo:

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»«' mis amigos de Valparaíso —les aconseja, ya dueño de las tranquilas perspectivas de la E stancia—, si queréis un teatro que os recuerde perfectamente a Europa, procurad que los

nlausos no se hagan a golpes con los banquillos, que el apuntador no sea enfermo del pe-ho que los franceses y yanquis no vayan allí a celebrar cotidianamente sangrientoe pugila-

f s-'ciue las jóvenes y las nobles señoras no prodiguen tantos ramos a los artistas mediocres: ué se ejecuten más de una vez las piezas maestras; que los regimientos innumerables de

^uleas no ocupen las localidades a guisa de espectadores; y que Margarita no se rodee durante la representación, de un enjambre de enamorados que ahogan la voz misma del

ountador . . . Chilenos: ¡Scribe o la muerte, el vaudeville o la desesperanza! Estáis adver-tíaos. Mi ferviente amistad no desmiente estando lejos. Alessandri os ha dotado con un mag-nífico teatro, secundad la inteligencia de Alessandri si queréis obtener gloria y placeres.""

Las costumbres de esa época aparecerán para muchos hombres de hoy cosas de zulúes o de cualquiera otra raza pintoresca y selvática. 'Los recuerdos que existen testificados por observadores ilustres, se nos ocurren, así y todo, punto menos que increíble. Sin embargo, a este respecto, existen pruebas que nos abruman. Hé aquí, a manera de muestra, dos casos para una novela cos tumbr i s ta , abonados por el crédito de "El Mercurio" de Valparaíso y la pluma de Vicente Pérez iRosales, respectivamente:

"Iva a principiarse el cuarto acto de la sublime trajedia cuya bien desempeñada representa-ción liabia fijado la atención de todos los espectadores que se disponían á compadecer la injusta muerte del virtuoso Juan de Calaz, y la desgraciada situación de su infeliz familia; cuando inopinadamente es sostituida aquella tierna y triste escena, por la escandalosa y horrible que tuvimos el pesar de presenciar.

"Mr. Fallarton, oficial de la marina de S. M. 15., con un tono insolente y amenazador, manda á un ciudadano que se levante del asiento que ocupaba para colocarse él: éste con-testa negándose á obedecerle, como era natural, pero en sus espresiones no se separó de la moderación y decencia debida al lugar: Fallerton le replica a puñadas, sacando y prepa-rando al mismo tiempo una pistola con la cual lo habria asesinado, si felizmente no se hu-bieran interpuesto al acto de dispararla, el comandante de serenos, y el capitan de artillería don Pedro Gazitua.

"El desorden, entretanto, se propagaba con la mayor rapidez: era ya indispensable ocu-rrir á medidas vigorosas para tratar de sofocarlo. Entonces el mayor de la plaza ordena la prisión del delincuente, y dos soldados destinados al efecto, son obligados á retirarse arre-drados por los repetidos gritos de —fuera tropa, fuera tropa—. Se encarga de nuevo la ejecu-ción de la orden al comandante de la guardia, sargento de artillería José Maria Muñoz, quien apenas se aprocsima al criminal para intimársela, cuando este lo asesina de un pisto-letazo. El asesino aumenta mas y mas el desorden: á su favor logra escaparse el asesino, y co-mo nadie lo conocía, ni menos lo liabian visto fugar, se creyó que fuese uno de los cuatro ó seis compañeros suyos que aun permanecían allí despues del hecho; se prende por con-siguiente á estos, cuyo acto restableció una parte del orden.

"En este estado se hallaban las cosas cuando llegó el Sor. Cobernador militar, y en segui-da los SS. Cónsul ingles, y comandante de la fragata Doris, con el objeto de informarse bien de todo lo acaecido; y sabida por el ultimo la prisión de algunos de sus oficiales, reclamo la libertad de ellos lo primero, quien espidió desde luego las ordenes consiguientes.

"Todo parecía concluido ya, y solo se notaba algún descontento en el pueblo, que opina-ba haber terminado este negocio de una manera indecorosa y humillante á la nación. Se hacían algunas observaciones sobre el particular, por varios ciudadanos, al Sor. Goberna-dor, cuando el desembarque de la tropa inglesa, y sus movimientos dirigidos á cortar la nuestra que se retiraba del teatro á su cuartel, despiertan el antiguo y bien acreditado co-raje de los hijos de Arauco; y en el momento un grito general de alarma se oyó sonar de un extremo al otro de la Ciudad. Los señores, comisario de guerra y marina, don Victorino Garrido, don Joaquín Ramírez y otros, vuelan al cuartel de artillería, arman y municionan la tropa y ciudadanos, y en pocos momentos todo estaba del mejor modo preparado para conservar la independencia nacional, y cubrir de terror y vergüenza á los incautos que tu-viesen la temeraria arrogancia de provocar nuestro denuedo.

"Un cuarto de hora despues se reembarca la tropa inglesa, y el Sor. Gobernador comu-nica sus órdenes para que se retire la nuestra, y se recoja el armamento distribuido al pue-blo: todo se ejecutó con puntualidad, y sin embargo de que los ingleses hicieron un nuevo desembarco en aptitud aun mas hostil que el primero, desde las dos de la mañana hasta el dia no hubo la menor novedad."

En Santiago, por supuesto, las cosas no andaban mejor; y para dar pruebas al canto, tenemos el testimonio de don Vicente Pérez Rosales, inserto en las páginas de sus "Recuerdos del Pasado" que asegura que:

SI

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". . . éñ el simulacro de las batallas, los de afuera animaban á los del proscenio; en el bai-le, los de afuera tamboreaban el compás, y si alguno hacía de escondido y otro parecía que le buscaba inútilmente, nunca faltaba quien le ayudase desde la platea diciendo bajo la mesa está...

" . . . En la platea —narra don Vicente— figuraban siempre en calidad de policía tres soldados armados de fusil y bayoneta: uno á la izquierda, otro á la derecha de la orquesta y el tercero en la entrada principal. Principiaba entonces el uso de no fumar en el teatro; pero un gringo que no entendía de prohibiciones, sobre todo en América, sin recordarse que tenía el soldado á su lado, y sobre su cabeza el palco del Director Supremo don Bernardo O'Higgins, sacó un puro y muy tranquilo se lo puso a fumar. El soldado le reconvino, el gringo no hizo caso; pero apenas volvió el soldado á reconvenirlo con ademán amenazador, cuando saltando el gringo como un gato rabioso, empuña el fusil del soldado para quitárse-lo, y se arma entre ambos tan brava pelotera de cimbrones y de barquinazos, que Otelo y Loredano desde el proscenio y los espectadores desde afuera, se olvidaron de la enamorada Edelmira para solo contraerse al nuevo lance. O'Higgins, que no quiso ser menos que los demás, sacando el cuerpo fuera del palco, con voz sonora gritó al soldado: ¡cuidado, mu-chacho, como te quiten el fusil! Envalentonado entonces el soldado, desprendió el fusil de la garra británica, y de un esforzado culetazo tendió al gringo de espaldas en el suelo. ¿Y qué sucedió después? Nada. Se dió por terminado el incidente y Edelmira volvió á reco-brar sus fueros"4".

Naturalmente, estos hechos se agravan de modo extraordinario por los excesos del alcoholismo que en esta época tienen su principal colaborador en las chinganas de la Capital y del (Puerto. Razonando, en consecuencia, los empresarios se presentan a la Municipalidad de Valparaíso,'en 1832, con la más original de las peticiones: solicitan nada menos que el cierre de las chin-ganas los días de función.

Los ediles, convencidos de la lógica circunstancia de esta solicitud, acuer-dan en sesión de 11 de diciembre, acceder a lo pedido. "Se acordó" —dice el Acta— que se prohiba el uso de las chinganas la noche de los Domingos11

y que el Procurador mande a hacer un palco para el Cabi ldo. . ." En esa atmósfera tragicómica, don Pedro Alessandri edifica un teatro que

según la expresión de Aragó, "podría rivalizar con los más bellos de Euro-pa". Los artistas de mayor cartel que arriban a América no titubean desde entonces en venir a visitarnos. Muchos de ellos escriben páginas elogiosas para Chile.

El teatro es una ventana que el Arte abre al mundo de las reflexiones por medio de los embrujos de la emoción estética. Es, por lo tanto, una escuela altísima en la cual se educa al pueblo deleitándolo.

Después de la inauguración del teatro Victoria, en 183.4, la hermosa sala queda catalogada, según palabras del Decano de la prensa porteña, "como una parte de nuestra organización social". Lastarria en sus Recuerdos Litera-rios afirma que todos se preocupaban del mérito de las piezas allí represen-tadas y que había un reclamo general para que en Santiago y Valparaíso "se eligieran edificios adecuados a la importancia de este elemento de civiliza-ción y progreso".

Ocho años más tarde, es decir, en 1842, ya se ven claros estos efectos: así lo reconoce "El Mercurio" en su editorial del 10 de junio, comentando un dra-ma de Bretón de los Herreros: "Estos principios por establecerse en España —indica— y esas preocupaciones atacadas allá, son los mismos principios que proclamamos aquí y las mismas preocupaciones que tenemos que destruir. El teatro español, como el francés, trabajan por destruir toda preocupación de clases, toda tiranía, ya sea pública o doméstica, por elevar en su lugar la libertad individual del uno y del otro sexo y por dar en la sociedad la in-fluencia y el lugar que al mérito real corresponden. Por este y por otros mil

10Pérez Rosales, Vicente. Recuerdos del "El teatro funcionaba sólo los domingos, pasado. Santiago, Imp. Barcelona, 1910.

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buntos de contacto de la literatura dramática de Francia y de la España, que sigue hoy sus pasos en el camino de la regeneración, es que el teatro es una verdadera escuela para nosotros; escuela en que por medio de los sentidos v del corazón llegan a nuestro espíritu ideas que necesitamos para la misma obra de la regeneración de nuestras costumbres".

¡Por este su empuje realizador en pro del refinamiento de nuestro espíritu c o l e c t i v o , don Pedro Alessandri Tarzi, ¿no se presenta con buenos y limpios títulos para el respeto y gratitud de todos los chilenos? La respuesta es obvia.

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Cónsul y Plenipotenciario

La empresa de don Pedro Alessandri obtiene el éxito pecuniario que él imaginara. Su fortuna, ya bastante considerable, se acrecienta. Ha hecho dos o tres viajes a Europa" acompañado de Giuseppe que no le deja ni a sol ni a s o m b r a ; pero los suyos no son viajes de recreo: va al Viejo Mundo con el fin de encontrar nuevos motivos para el giro de sus negocios, y los servicios que en Chile ha prestado a su tierra lejana no tardan en reputarlo como a súb-dito distinguido y de excepcionales cualidades. En 1851 Su Majestad el Rey Víctor Manuel Ilí, Rey de Cerdeña y Jerusalén, lo acredita Cónsul General en Chile, con residencia en la ciudad de Valparaíso, en reemplazo del ti-tular, el Caballero Augusto Piccolet d'Hermillon; y en 1855 lo nombra Plenipotenciario para que celebre un Tratado de Amistad, Comercio y Na-vegación con el Gobierno Chileno.

Debió ser un acontecimiento de extraordinaria satisfacción aquel de su llegada al Palacio de Toesca, a fin de entregar en la sala de los Presidentes de la Democracia del Sur, su carta credencial.

No existe constancia de este acto en el Archivo del Ministerio de Relacio-nes Exteriores de Chile, ni los diarios de la época dan noticia alguna en la crónica del día.

Se explica este silencio, porque en aquella época, en el Ministerio de 'Rela-ciones era costumbre entregar la carta por parte del Plenipotenciario, sin mayor protocolo ni ceremonia; el Presidente de la República se imponía de ella y luego de alguna fórmula cortés, la persona acreditada daba por satisfecha su visita.

En el caso del señor Alessandri, ese ha debido ser el tratamiento que le dio don Manuel Montt, Presidente de la ¡República en aquel entonces, pues el cargo de don Pedro era el de Cónsul y la plenipotencia se refería sólo al hecho específico de un Tratado de Amistad, Comercio y Navegación, como acabamos de señalar.

Existe un dato curioso en esa visita fría y cortés que para Alessandri tuvo, sin duda, un significado simbólico, dadas sus condiciones de luchador cuesta arriba: además de la entrega de su carta credencial, leyó unas líneas expli-catorias. Por el borrador de ese discurso, que ahora tenemos en nuestro ar-chivo, podemos reconstruir el texto. 'Dice así: "Señor Presidente: cultivar las relaciones de amistad y de comercio, estrechar cada vez más las que feliz-mente reinan desde mucho tiempo entre este país y el que represento, ci-mentarlas sobre bases sólidas y estables, son los objetos- que se ha propuesto S. M. el Rey de Cerdeña, al honrarme con el nombramiento de Plenipoten-ciario cerca de la República de Chile que V. E. preside, como lo testifica la carta credencial que debidamente pongo en manos de V. E.

"Con este motivo, debo manifestar que es altamente honroso para mí

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la confianza que me dispensa mi Gobierno, pero que no es menos el hallar-me constituido mensajero de sus más cordiales sentimientos de amistad hacia el Gobierno de un país que por tantos títulos es acreedor a la estima de todas las naciones civilizadas, y un país que siempre ha sido el objeto de mis afecciones particulares, por la liberalidad de sus instituciones, por su cultura y por su engrandecimiento.

"/Por mi parte, trataré de corresponder a esta doble honra hasta donde las fuerzas me lo permitan, fiando lo demás a las benévolas intenciones de S. M. el Rey de Cerdeña y a la confianza que pueden inspirar al Gobierno de V. E. mis 36 años de residencia en esta República".12

¡Treinta y cuatro años de residencia en Chilel ¡Cuántos cambios, cuántas graves transformaciones en su forma estadual ha experimentado en ese espa-cio de tiempo la pequeña y angosta nación del Austro americano! Desde la caída de O'Higgins al Gobierno de don Manuel Montt, el país cuenta las páginas más solemnes de su organización democrática. Don Pedro ha sido testigo de los días oscuros del caudillaje postcolonial, cuando las fuerzas ele-mentales de la Nueva República, sin experiencia política alguna, tantean en el abismo en busca de una forma adecuada para gobernar; testigo ha sido, también, del advenimiento de Portales, de quien fuera socio en una empresa de espectáculos organizada en la villa mapochina por Arteaga; con ojos fantaseadores de meridional el joven itálico sorpréndese de ver a ese hombre de carácter saltar desde sus actividades de comerciante fracasado a la arena de los negocios públicos, para tomar entre sus manos domadoras el timón del Estado incipiente, cuya nave, sin brújula, rueda de tumbo en tumbo. Los flo-rentinos, por tradición, aman la política y se deleitan en el goce del mando sostenido a puros golpes de astucia o de talento. La fuerza de Portales es, sin embargo, la enérgica y simple del buen sentido, encarnado en un hombre de férrea voluntad; dudamos, por esta causa, de que el Ministro de Prieto haya sido para don Pedro santo de su predilección. Pero es un hecho lógico, congruente con ciertas necesidades básicas de los pueblos, que al desorden de los ineptos suceda la dictadura de los capaces. De ahí que la familia porta-liana pueda reinar por muchos años, con el consenso de la mayoría del país. Los dos Presidentes que ocupan el mando supremo desde entonces, no hacen sino continuar la política del Gran Ministro sostenido por los pelucones.

No es la paz la que reina en estas décadas, contradictorias y ambiciosas de bonanza al mismo tiempo, de Bulnes y Montt; no es la paz, precisamente, porque el liberalismo que nace, lucha por un concepto más alto de la digni-dad humana que no puede desarrollarse en lo político sino dentro de los espacios de la libertad civil. Las asonadas estallan en series ininterrumpidas; varones ilustres conocen la amargura de las cárceles o las miserias del ostra-cismo. Cuando a Portales lo fusilan en el Barón, muchos celebran la muerte del Caudillo. Pero su herencia ideológica pasa a buen recaudo. Ya no es un Ministro omnipotente el que encarna la idea de un gobierno fuerte: es el Poder Ejecutivo el que ahora se identifica con el régimen inflexible.

Don Manuel Montt —que ahora recibe al Plenipotenciario italiano, testigo de estos acontecimientos, delineados, escuetamente, en la rapidez de una visión de conjunto—, es, quizás, más enérgico que Portales. Saludado a su

12E1 señor Alessandri cae en un lapsus de olvido al decir en su discurso que tiene 36 años de residencia en Chile, pues, en rea-lidad —según lo testimonia el Libro de Ex-

tranjería, al cual ya hemos hecho mención al comienzo de este Libro I—, llega a Chile en 1821, de manera que en 1855 sólo lleva 34 años en el país, S .E.U.O.

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r r i b o al poder por una cruenta revuelta, que casi divide al país en dos sec to re s antagónicos, Norte contra Sur, ha puesto al liberalismo sobre rieles de acero y parece que va a imprimir por largos años a la vida de la Repú-blica un carácter de excepción entre todos los pueblos de Ibero-América. No es la paz; es el orden policial en su más antipática, pero — ¡desgraciada-mente!— necesaria de sus manifestaciones.

El adelanto administrativo es visible y rápido; las primeras locomotoras de la América española no tardarán en correr prolíficas, derramando alegría

trabajo, por la angosta franja de tierra que don Pedro de Valdivia, un día en el pretérito, llamara "el último rincón del mundo". Y no sólo las c o n d i c i o n e s económicas prosperan ufanas, también las bases jurídicas im-p r e s c i n d i b l e s para el mantenimiento del organismo social se establecen de manera sabia. Por Ley de 14 de septiembre de 1852, el Presidente de la República nombra a un grupo de jurisconsultos asignándoles una renta igual a la que gozan los Ministros de la Corte Suprema, para que preparen algunos proyectos de reforma de los Códigos españoles hasta entonces en vigencia. 'La ley a que nos hemos referido establece que "conducido cada proyecto y revisado por una comisión especial, el Presidente de la República lo someterá a la aprobación del Congreso, proponiendo el premio a que se hubiere hecho acreedor su autor, como también alguna recompensa extra-ordinaria si la mereciera por la naturaleza y desempeño de su trabajo".

Como de costumbre, desde "illo témpore", el trabajo de la Comisión lo hace una sola persona: en este caso, don Andrés Bello. De sus manos y de su redacción personal, saldrá, en 185513, el Código Civil chileno, la obra jurídi-ca más perfecta de su tiempo.

En sus 34 años de residencia en Chile, don Pedro ha contemplado satis-fecho el proceso de nuestra ascensión republicana, y debe sentirse feliz, lo re-petimos, de saberse en modo no reducido ni modesto, un obrero de buena vo-luntad, laborando en ese edificio colectivo que es el país donde ahora reside y ha constituido su familia, y al cual entregará, al término de su jornada, un ejemplo de hombre útil, honesto, digno de ser recordado en el tiempo. Puso toda su fe en el honrado laborar, y esa fe le servirá para siempre de es-cudo donde, como en palabras de San Pablo, se irán a apagar todos los dar-dos encendidos por la malignidad.

*

La nueva estirpe

Una mañana de mediados de diciembre de 1856, Giuseppe —su asistente ge-novés— viejo como su amo, y que lo acompaña con esa lealtad proverbial de los servidores de antaño, le trae un sobre lacrado cubierto de timbres impo-nentes. don Pedro abre el mensaje no sin íntima emoción. A pesar que desde hace mucho tiempo se considera tanto porteño como santiaguino —lo que tal vez, pronto, por sus vinculaciones familiares, clásicamente criollas, determi-náronlo a obtener carta de ciudadanía chilena— es un italiano integral por la doble determinante de su sangre y las características de su espíritu. iLa carta es de Cavour, el gran Ministro forjador de la Unidad Peninsular, que años más tarde llenaría el Mundo con su fama de patriota excelso. Esta car-ta, escrita de la propia mano del Ministro de Víctor Manuel II, dice así:

"La promulgación del Código Civil Chileno tuvo lugar el 14-XII-1855.

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"Turín, 5 de noviembre de 1856. "Ilustrísimo Señor:

"Satisfecho el Real Gobierno de la premura y sagacidad con que S. S. Ilustrísima condu-jo las negociaciones del Tratado de Paz, Amistad y Comercio recientemente celebrado con la República de Chile, me he dado el gusto de proponer a S. M. que le diera un público testimonio de su alto agradecimiento, honrándolo con la insignia de Caballero de la Orden* de San Mauricio y Lázaro.

"Me es grato comunicarle que S. M. acogió favorablemente mi propuesta. Mientras tan-to le adjunto la condecoración y el Decreto Real que se la otorga.r

"Junto con mis felicitaciones, aprovecho la oportunidad para reiterarle el testimonio de mi distinguida consideración.

(Fdo.) C. Cavour. Al señor Caballero Alessandri, Cónsul de S. M. en Chile."

La familia rodea a don ¡Pedro y la santa mujer que es su compañera llora lágrimas de orgullo amoroso. IGiuseppe, al saber de lo que se trata, tampoco puede ocultar su bulliciosa felicidad.

Pronto la casa se llena de amigos y connacionales. [El caballero Alessandri está de fiesta! Acaba de cancelar su cuenta con sus modestos antepasados del valle del Arno. El mismo, por los méritos de su carácter emprendedor y su entusiasmo de artista, ha prendido ahora propios y legítimos galardones a su existencia individual. Usando la fraseología inglesa se le podría deno-minar un self made man. El se llama a sí mismo hijo de sus esfuerzos, título suficiente para que de acuerdo con las exigencias del medio social en que ac-túa, pueda considerarse, con justicia, cabeza y fundador de una nueva es-tirpe.

Quizás piensa que ya la Muerte no sería una intrusa si viniera a epilogar en esos momentos la fiesta de su espíritu. . .

Corren algunas semanas desde aquel entonces y otra vez el éxito viene a mostrarle su cara sonriente: a principios de 1857 el Congreso aprueba el Tra-tado de Amistad, Comercio y Navegación con el Reino de Cerdeña, Tratado cuyas ratificaciones se canjean en Santiago el 6 de marzo de ese año".

La noticia alegra sobremanera a don 'Pedro, el cual a medida que se debi-litan los latidos de su corazón, siente que las ansias de servir a los dos patrias que el destino quiso otorgarle, afinan de manera morbosa su vibrante sensi-bilidad.

Sale menos a las calles del Puerto y no tiene en su charla la locuacidad de antes. Su cabellera que fue tupida, relea ya, y las cenizas del tiempo hacen gris los mechones que dorara en su niñez el sol de Florencia. Como todos los enfermos, reduce, poco a poco, los límites de su universo, pues sabe que a la postre cabrán en los cuatro ángulos de su alcoba. No ha mucho que advirtie-ra a su hijo de cómo le temblaba el pulso al trazar su firma, otrora de letras claras y tendidas. "Se acerca la cita inevitable" —murmura con pálida son-risa de claudicante. El joven le insiste una y otra vez que el asunto no tiene importancia, que se trata de un detalle pasajero . . .

Bajo el peso de una duda tremenda, el padre mueve la cabeza. Su mayor entendimiento es conversar con su familia, en oir las anécdotas

de Giuseppe que oculta sus lágrimas mintiendo. . . Al atardecer, luego de la hora de queda, mientras la esposa amantísima entibia entre las suyas las ma-nos del enfermo, los "niños" lo rodean solícitos para ahuyentar las inquie-tudes de su alma profética, que presiente la inminencia de esa hora solemne, cargada de interrogantes, de la ausencia definitiva. . .

No se equivoca; don 'Pedro ya está, en efecto, en los umbrales del Miste-rio. Los médicos sólo pueden retardar por algunos instantes —semanas, al-gunos meses quizá—, la irremediable partida de este viajero apresurado.

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El 30 de marzo don Pedro Alessandri Tarzi sufre un ataque violento que lo pone en franca agonía®. El 31, muere".

Su más respetable calidad humana la deja en quienes le trataron y fueron sus amigos, en el sentimiento de los suyos y el amor, con raíces de árbol, que supo inspirar en la nueva estirpe que debía enaltecer su nombre.

FIN DEL LIBRO I

*

N O T A S AL

a Pág. 13- En la Biografía Universal de-Michaud, se dice también que Maese Giovanni Alessandri cooperó en las se-siones de 1810 en la redacción del Códi-go Penal, y que las indicaciones de Ales-sandri fueron más severas que las nor-mas que diera a sus Estados el Gran Du-que Leopoldo en 1786. Sin embargo, el proyecto de los diputados de Italia, aus-piciado por Maese Giovanni, quedó sin efecto.

Después de los acontecimientos de 1814 y de la vuelta de Fernando III a Florencia, Alessandri tomó de nuevo, por orden de este Príncipe, la dirección de la Academia de Bellas Artes y fue enviado a París en 1815, con el carácter de Comisario del Gran Duque "para re-clamar los objetos de arte que con las conquistas de los franceses se habían en-riquecido los museos y bibliotecas de esa capital. La manera como cumplió esta comisión le valió elogios y recom-pensas de parte de su soberano". Don Giovanni murió en Florencia el 20 de septiembre de 1828 y, según la bio-grafía antedicha, se conservan aún los discursos que pronunciara en las distri-buciones de premios, los cuales se en-cuentran insertados en las Actas de la Academia de Bellas Artes, de la ciudad de Florencia (Ob. cit., T . I, pág. 394).

b Pág. 18. Cuando descubrí, con la sim-ple lectura del libro de Donoso, la fal-sificación a que aludo en el texto, me trasladé a la Biblioteca Nacional —de la que hacía poco dejara el cargo, que tu-ve, por varios años, de Jefe de ella y de Director General de los Servicios Biblio-tecarios, Archivos y Museos de mi país— y en la Sala del Secretario-Abogado de estos Servicios, don Ernesto Galliano, pedí a éste solicitara del Archivo Nacio-nal el volumen en que se encontraba el documento de los pasajeros del exterior llegados a Chile entre los días 15 y 30 de abril inclusive, del año 1821. Así lo

*E1 Sr. Vital Guzmán fue durante lar-gos años y hasta la hora de la muerte del

L I B R O I

hizo el Secretario General, señor Gallia-no, llamando a su oficina al funcionario de esa repartición, don Gustavo Opazo.

El señor Opazo fue a hablar con el Conservador, señor Ricardo Donoso, y éste se negó a mostrar el volumen co-rrespondiente, alegando las razones más adelante expuestas.

Indignado por este proceder del se-ñor Donoso, envié, entonces, al nuevo Director General de Bibliotecas, Archi-vos y Museos, don EDUARDO BARRIOS, la siguiente carta: "Santiago, 30 de abril de 1953. Señor don Eduardo Barrios. Presente. Estimado señor Director y amigo: Me hago el deber de poner en su conocimiento que hoy tarde, a fin de verificar una fecha de un documento del primer cuarto del siglo pasado, que cita en un libro reciente el Conservador del Archivo Nacional, don Ricardo Do-noso, fue llamado a la Oficina del Secre-tario General, el Jefe de Sección del Archivo, don Gustavo Opazo, a quien el señor Galliano le pidió ese documento para que se compulsara en presencia de ambos la indicada fecha, en recelo para el suscrito. El señor Opazo mostró al principio cierta sorpresa y después qui-so satisfacer mi curiosidad con alguna evasiva; pero entonces el señor Gallia-no, a solicitud mía, le pidió que trasla-dara la petición de consulta directa y personal a su Jefe, el señor Donoso. El señor Opazo salió de la oficina del Se-cretario General para cumplir el pedi-do cjiic recibiera y después de mas de media hora, volvió diciendo que no ha-bía encontrado el legajo. Y agregó: "Don Vital Guzmán sacó, hace algún tiempo, fotografías de esos documentos y el se-ñor Iglesias podría consultarlo a él." A lo que respondí en el acto: "yo no tengo que hacer nada con el señor Guz-mán*; éste es asunto mío, y quiero veri-ficarlo porque necesito un dato que me hace falta. He venido a una oficina pú-

Sr. Alessandri su Secretario particular.

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blica, que tiene la obligación de aten-derme en la misma forma que a cual-quier ciudadano. Por otra parte, el Con-servador del Archivo, señor Donoso, ha hecho uso de ese documento en época reciente y la explicación suya de que no lo encuentra, no me satisface. Me que-jaré de este hecho insólito al Jefe supe-rior de estos Servicios, don Eduardo Barrios". Y como lo prometí lo hago, antes de concurrir a los otros medios que la ley franquea. Esperando su alta resolución, lo saluda afectuosamente su servidor y amigo (firmado) . AUGUSTO

IGLESIAS".

El señor Barrios tomó de inmedia-to las medidas de rigor: llamó a Ricar-do Donoso a la oficina de la Dirección General y le exigió la presentación de ese documento. Donoso quiso seguir ex-cusándose con el absurdo aserto de no saber dónde estaba el volumen corres-pondiente, porque hacía mucho tiempo lo había dejado de mano; pero el señor Barrios, con tono severo, le expresó que esa excusa era inadmisible, y como en la presentación de ese documento iba involucrado el honor del Archivo Na-cional, que era un servicio de su depen-dencia y directiva, le daba un plazo pe-rentorio para efectuar la búsqueda, an-tes de tomar las medidas oficiales de ri-gor, en estos casos.

Pocas horas después, el señor Dono-so arrió bandera; y el volumen en que dicho documento se halla fue puesto en manos del señor Director General, quien me lo facilitó en seguida, para hacer la comprobación, escandalosa y vergonzan-te, a que me refiero en el texto.

c Pdg. 19. En la Parroquia del Sagrario, en el Libro N ' 7 de Matrimonios, en la página 196 v., se encuentra la siguiente partida: "En la ciudad de Santiago de Chile, en 20 de noviembre de 1823; dis-pensadas las proclamas que previene el Decreto con nuestra firma, el R. P. Fray Diego Pérez casó por palabras de pre-sente, según la orden de nuestra Santa Madre Iglesia, a don Pedro Alessandri, natural de Florencia, hijo de don Fran-cisco Alessandri y de doña Teresa Tarzi, con doña Carmen Vargas, natural de esta ciudad, hija legítima de don Rufino Vargas y de doña Tránsito Baquedano. Fueron testigos don Antonio Fuenteci-11a y don Juan Tagle. Velados; y lo fir-mo para que conste, Marcelino Ruiz, rubricado."

d Pdg. 19. En la Parroquia Matriz del Salvador, de Valparaíso, en el libro 8 de Matrimonios, en la página 82 v., se encuentra la siguiente partida: "En la Parroquia del Salvador de Valparaíso, a tres de marzo de 1855, dispensadas las tres proclamas por delegación del Ilus-trísimo y Reverendísimo Sr. Arzobispo,

mi Vice Párroco el Rdo. Bernardo Silve-rio Tignac delegado por mí, casó en la propia habitación a. don Carlos María de Mendeville, soltero, de edad de trein-ta y un años, natural de Buenos Aires y residente naturalmente en esta ciu-dad, hijo legítimo del señor don Wash-ington de Mendeville, Cónsul General y Encargado de Negocios de Francia, y de doña María Sánchez de Velasco, re-sidente en Buenos Aires; con doña El-cira Alessandri, soltera, hija legítima de don Pedro Alessandri y de doña Car-men Vargas, natural y residente en es-ta Parroquia; siendo testigos don Pe-dro Alessandri y doña Carmen Vargas. No se hizo la velación por ser tiempo vedado; de que doy fe. Ant. Obispo de

• Intiopolis. Rubricado."

e Pdg. 20. Todas las citas que se refieren a estas actividades comerciales del señor Alessandri las hemos obtenido de la obra de Roberto Hernández Los prime-ros Teatros de Valparaíso y el desarro-lio general de nuestros espectáculos pú-blicos. (Imp. San Rafael; Valpso., mar-zo 26/1928.

f Pdg. 21. "Don Domingo Arteaga —in-forma Hernández—, padre del General don Justo Arteaga, fue mejorando aquí poco a poco su local primitivo, en el cual funcionaban en un tiempo los ce-lebrados títeres con gran satisfacción de todo el vecindario. Mamá Clara, y Don Cristóbal, tenían un éxito prodigioso cuando se daban de cabezazos, lo mismo que la China respondona y Josecito de-bajo del mate. (Ob. cit., pág. 42) .

g Pdg. 21. La escritura es del tenor si-guiente: "En la ciudad y puerto de Val-paraíso, a 25 días del mes de enero de 1826, ante mí, el Escribano y testigos, pareció el señor Rubén Rejo y Cía. del comercio de esta ciudad, y como apode-rado de don Juan de Dios Santa María, a quien doy fe y conozco y otorgo por el tenor de la presente que vende en venta pública y enajenación perpetua desde ahora y para siempre jamás a fa-vor de los señores don Pedro Alessandri y don Jerónimo Costa, de este comercio y vecindad, el Bergantín nombrado "Le-vante", con todo su aparejo, y útiles y de 210 toneladas y con sus aperos y de-más que constan de la razón que se ha formado y servirá para su entrega, el que con todo eso se lo vende en el pre-cio y cantidad de $ 6.000, dinero de contado y moneda normal y corriente, y como su recibo y entrega no ha sido de presente, renuncian la Ley 9? X ' 1— Partida 9<l a su prueba y termino. Desis-te a su representado del derecho acción y dominio que al dicho bergantín "Le-vante" tenía y le pertenecían todo lo renuncia, cede y traspasa en los com-

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pradores y sus herederos con las accio-nes reales, personales, mixtas, directas v ejecutivas. Declara que su parte no ia tiene vendida, empeñada ni afecta a ninguna responsabilidad de que lo ase-aura y sanea ahora y en todo tiempo. Que sobre su posesión y goce nadie les inquietará ni moverá pleito y si tal su-cediese saldrá el otorgante y su repre-sentado a la vez en defensa y lo seguirá a su propia costa y mención, hasta de-jarlo en quieta y pacífica posesión y si sanear no pudiesen les volverá el impor-te de esta venta con sus intereses y el mayor valor que con el tiempo adquie-ra, todo a justa tasación. Y estando pre-sente don Pedro Alessandri y don Jeró-nimo Costa a quienes doy fe conozco, dijeron: que aceptaban la presente es-critura en su favor: uno y otro otorgan-tes declaran, que en esta venta no hay dolo, lesión ni efecto de nulidad y de consiguiente que renuncian las leyes del caso y a su firmeza evicción y sanea-miento de esta venta, con las segurida-des consiguientes obligan sus bienes ha-bidos y por haber, con las sumisiones y renunciaciones de leyes en derecho ne-cesarias. La otorgaron y firmaron sien-do testigos presentes don Francisco Fe-derico, don Pedro Antonio Menares y don José T. Puelma. Firmado por Juan de Dios Santa María, Rubén Rejo y Cía. Pedro Alessandri. A ruego de Jeró-nimo Costa, Francisco Federico. Ante mí, firmado José M. de los Alamos, Es-cribano Público."

li Pág. 21. La escritura correspondiente dice así: "En la ciudad y puerto de Val-paraíso, a 27 días del mes de junio de 1826; ante mí, el Escribano, y testigos, parecieron don Pedro Alessandri y don Jerónimo Costa, propietarios del ber-gantín nacional "Levante" a quienes doy fe conozco y otorgan por el tenor de la presente que venden en venta pú-blica y enajenan perpetuamente desde ahora y para siempre jamás, el bergan-tín de su particular dominio citado "Le-vante" que compraron por escritura otorgada ante mí el presente Escribano el día 25 de enero del presente año co-rriente, a fs. 33 de mi registro de escri-turas el que con todos sus aparejos úti-les, arboladura, velamen y demás per-

Al señor Bloudin, pagadero en Laperlier y Bouvet, Monpelet,

" Chesnón Ainé, Roux y Cía.

" Pusin, " Miroy Hnos., " Pichet y Cía.,

E. Legrand, Burckhardt Willot e hijos, en Casimir Vasser, Neveusel e hijos,

trechos asi se lo venden a don José Me-lián, en cantidad de $ 7.500 de que se dan por recibidos y entregado a su vo-luntad como no ha sido de presente re-nuncian las leyes de la entrega y demás del caso según y como en ellas se con-tienen. Se desisten, quitan y apartan del derecho de propiedad y señoría que en otro buque tenían y les pertenecía, to-do lo ceden, renuncian y traspasan en el comprador y sus herederos con las acciones reales, personales, mixtas, di-rectas y ejecutivas. Declaran que no lo tienen vendido ni en manera alguna enajenado, de que lo aseguran y sanean ahora y en todo tiempo. Y estando pre-sente don José Melián, vecino de la ca-pital de Santiago y residente en esta ciudad, a quien doy fe y conozco, dijo: que la aceptaba y aceptó según y en los términos dichos. Ambos otorgantes de-claran que el verdadero valor del otro bergantín "Levante" es el de los $ 7.500, que no vale más ni menos, que no hay lesión y en caso de haberla, aunque sea poca o mucha suma, se hacen mutua gracia y donación pura perfecta e irre-vocable que el derecho llama intervivos, para lo cual renuncian la Ley 4» Tít. V , Libro 9 del ordenamiento y los 4 años que prefine para rescindir el contrato que dan por pasados como si efectiva-mente lo estuvieron, renunciando como renuncian las leyes de su favor y las generales que en forma lo prohiben. Y a su firmeza y cumplimiento obligaron sus bienes habidos y por haber con las sumisiones y renunciaciones de leyes necesarias en derecho. En cuyo testimo-nio así la otorgaron y firmaron, siendo testigos presentes don Pedro Antonio Menares y don José Fernández Puelma. Firmado José Melián, Pedro Alessandri, Jerónimo Costa. Ante mí, José M. de los Alamos, Escribano Público."

i Pág. 22. En "El Mercurio", de fecha 8 de noviembre de 1845, junto con el avi-so que damos en el texto, se da la si-guiente "Nota de todos los documentos otorgados en Francia por Pedro Ales-sandri en su viaje por aquel país en 1840 y 1841, los cuales han sido cance-lados a su debido tiempo y en los cua-les no se incluyen los de la actual acla-ración de litis":

20 Enero 1842, 19 Feb.

Marzo Feb. Marzo

15 " 15 30 Ab.

francos 1.411 4.281 2.616 2.593 1.720

11.978 3.702

18.948 50.428 10.257

1.983 3.807

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Al señor Mechande Bounaude y Ca., 30 Ab. 1842, francos 1.655 Huckel Hermanos, " " " 10.087

" J. Corrompt e hijos, 25 Mayo 30 "

4.968 " J. Beuder,

25 Mayo 30 " 11.000

Mechaude Bounauve y Ca., 30 Jun. 2.180 " " Billaz Maumené,

30 Jun. 20.648

" " Casimiro Vasse, „ »> ,, 3.225 " " Balay e hijo joven,

„ „ ,, 12.781 " " Beuder, »» »» „ 12.778 " " Brouguiere Bessiere y Ca., 26 Ag. 11.156 " " Casimiro Vasse,

26 Ag. 5.228

" " Pagano sobrinos, 20 Jun. 18.760 " " Pagano sobrinos, 25 " 9.488

j Pág. 22. Vicuña Mackenna, en su bio-grafía de Diego Portales, Cap. I„ pág. 12, de la edición de 1863 (Valpso., Imp. y Lib. del Mercurio de Santos Tornero) dice que el origen de las denominacio-nes de "pipiolos" y "pelucones" es tan antiguo como la revolución de la Inde-pendencia. El nombre de "pipiolos" dá-base a los concurrentes de segundo y tercer orden que asistían al Café del es-pañol Barrios, situado en la calle de Ahumada. Acostumbraban jugar allí malilla los hombres de alguna conside-ración, y a los mirones y a los que pedían barato, les habían puesto por apodo el nombre de "pipiolos", por relación al grito de pió pió con que los pollos pare-cen solicitar su grano.

El nombre de "pelucones" es ante-rior. Los Carrera comenzaron a llamar "pelucones" a los viejos diputados del Congreso de 1811, que formaban la opo-sición, muchos de los cuales usaban, en-tonces, trenza y peluca empolvada, que estuvieron muy de moda a fines del si-glo XVIII.

k Pág. 24. En una monografía intitulada "Nuestra Marina Mercante", en la pá-gina 4, su autor —don Eduardo Gonzá-lez Lynch— refiérese a la primera com-pañía naviera que hubo en Chile, ilus-trando su trabajo con los siguientes da-tos obtenidos de la información docu-mental pertinente: "Por el año 1664, el 29 de febrero, dos bodegueros de Valpa-raíso, que lo eran don Gaspar de los Re-yes y don Pablo Cassao, el mozo, ambos primos hermanos, celebraron un con-trato de sociedad, a virtud del cual iría el primero a comprar un buen barco al Callao, poniendo ambos una suma de dinero. La cuota de Cassao fué de siete mil pesos en metálico, 2 negros de An-gora (esclavos), 10 quintales de jarcia y un cable. La de Reyes no se especifica."

En la transcripción que hacemos, hay un pequeño cambio de nombre al referirse a los socios Reyes y Cassao; pues en una parte denomina al primero Gaspar Reyes y al segundo Pedro Cassao, y en seguida, como puede comprobarse en esta nota, llama al Gaspar de los Re-yes y al segundo Pablo Cassao.

Es posible que en el primer caso ha-ya suprimido por economía prosódica la partícula de los y en el segundo caso, porque el nombre del señor Cassao era Pedro Pablo y él usa, entonces, indistin-tamente, cualquiera de los dos. Insisto en que esta es una mera suposición nuestra.

La mencionada monografía fue in> presa en la Imprenta Excelsior de Val-paraíso, calle Blanco 655, en el año 1938.

1 Pág. 25. El 15 de septiembre de 1827, apareció en el diario "El Mercurio", de Valparaíso, el siguiente aviso, firmado por el armador don Pedro Alessandri Tarzi: "Aviso al Público.— Don Pedro Alessandri, conociendo la falta y nece-sidad que hay de un Paquete, de Valpa-raíso al Callao y de aquél a éste, ha com-prado Ja velera goleta "Terrible", con este objeto, bajo el plan siguiente: 19 Una cámara a popa construida con mu-cho gusto, capaz de contener diez y seis pasajeros con la mayor comodidad, aseo y decencia. Otra a proa con «as mismas comodidades que la anterior, pero sólo para 12 pasajeros. 29 Los camarotes de ambas cámaras, serán numerados, para evitar dudas y disputas, so/ore el lugar que debe ocupar cada pasa jero al tiem-po de su embarque. 39 En cada cámara por separado y a las horas designadas, se servirá el almuerzo y comida, que se-rá siempre abundante de víveres frescos y buenos; dando a cada pasajero, en la cámara de popa, una botella de vino Burdeos o de Concepción (a su elección) cada día; y en la de proa, media botella. En la noche, té y otras frioleras; para cuyo efecto habrá un cuadro en cada una de las cámaras, con el reglamento de comida de cada día de la semana. 4 ' El Paquete hará seis viajes redondos cada año, esto es, uno cada dos meses, infaliblemente; para cuyo cumplimien-to no podrá demorar en ninguno de los puertos indicados más de doce días, sino en caso extraordinario, como de tempo-ral; y así el último día del término pre-fijado dará la vela precisamente, aunque no tenga a bordo más que un pasajero, o la correspondencia sola. 5? También podrá tocar en los puertos intermedios,

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nara dejar allí los pasajeros que se em-barquen con este destino; pero esto ten-drá lugar sólo en la bajada, mantenién-dose a la vela en frente del puerto sola-mente el tiempo necesario para ponerlos cn la playa. 69 En la cámara de popa, s e pagarán seis onzas de oro, por cada individuo, en el pasaje de Valparaíso al Callao, y nueve en el de aquél a éste. En la de proa, sólo costará el pasaje tres on-zas, por la bajada, y cuatro y media por la subida. 7 ' Cada pasajero tendrá dere-cho para embarcar un equipaje de tres quintales y si excediere, pagará flete por el exceso. S1? Contratado que sea el pasa-je, se entregará al pasajero un boleto que contenga el número del camarote que haya elegido, y el interesado recibirá su valor al contado. 9? Se recibirá flete de cualquier clase, bajo la condición que no pueda retardar el curso del Paquete. Si fuere de oro, o plata sellada, bajo el conocimiento del capitán, pagará por el oro el medio por ciento, y por plata el uno. 10' Al llegar la goleta a cualquiera de los dos puertos, se fijarán carteles anunciando el día de su salida; y cuando se ha de hacer a la vela tirará dos caño-nazos, uno dos horas antes, y el otro al momento de zarpar. II1? Todo pasajero que no hubiese ido a bordo, o se le que-dase alguna cosa en tierra, no podrá re-clamar ni por su pasaje ni por los per-juicios que se le sigan por lo que deja en tierra; pues no es regular que por uno se perjudiquen los demás y la correspon-dencia".

ra Pág- 25. En otra carta a don Ramón Errázuriz, fechada en enero 16 de 1829, Portales se queja de lo difícil que va a resultar deshacerse de la indicada vele-ra. "Hoy ocurre poner en su considera-ción —le dice a su amigo— que es más fácil el que Ud. rece cien rosarios que el vender la fragata "Resolución". Ni en el martillo ni fuera de él ha habido quien haga propuesta alguna. He hecho ver a Alessandri que ha ganado como $ 4.000 en la compra de "La Cometa", y después de haberse negado enteramen-te, me mandó hacer la propuesta de darme $ 5.000 por el buque y pagarlo en tres años; acepté la propuesta, y salió con que la tomaba con condición de que le vendiese con igual plazo y en $ 7.000 un sitio que no lo daría en $ 9.000 dine-ro de contado, y que si es cierto que el Gobierno toma la casa de Cea para Aduana, no lo doy en $ 12.000".

n Pág. 26. Don Roberto Hernández infor-ma en su "Historia de los primeros Tea-tros de Valparaíso", que "con las modi-ficaciones que se introdujeron por De-creto Supremo de 4 de febrero y 23 de marzo (1843) las bases principales, re-ducidas a escritura pública el 12 de ju-nio, disponían en sustancia:

Art. I?. Alessandri y Del Río construi-rán de su cuenta y riesgo en esta ciudad una casa de teatro capaz de contener en su platea, palcos y galería o cazuela, con la comodidad necesaria, dos mil perso-nas a lo menos, y la conservarán perma-nentemente en el ejercicio a que está destinada, de modo que en ninguna épo-ca carezca el público de tan útil dis-tracción. Art. 29. La Municipalidad cede a Ales-sandri y Del Río el terreno que tiene y posee la ciudad en la Plaza de la Victo-ria, situado entre la Cárcel y la Plaza de Abastos, el cual se compone de 35 varas al frente de dicha Plaza, 33 varas hacia el mar, 77 varas hacia el Este y 70 hacia el Oeste.

Art. 39. Alessandri y Del Río disfruta-rán del terreno sin gravamen alguno du-rante 15 años contados desde el día que se extienda y firme esta escritura; trans-curridos los plazos deberán pagar a la Municipalidad .$ 600 anuales, esto es, el interés de un 5% anual sobre el capital de $ 12.000 que se calcula valdrá el te-rreno para aquel tiempo. Art. 49. A niás del pago anual de $ 600 indicado, Alessandri y Del Río se com-prometen a dar cada año desde que el Teatro principie a funcionar, un bene-ficio a favor de la Municipalidad, cuyo producto se destinará a juicio de la men-cionada corporación a aquel de los esta-blecimientos de beneficencia que actual-mente existen o en adelante existieren en esta ciudad y que tuvieren más ur-gente necesidad de la aplicación de di-cho producto. El mencionado beneficio deberá tener lugar en el día que la Mu-nicipalidad lo pida, por la Compañía y pieza de exhibición que ésta señale de entre las que funcionen en el estableci-miento . . . "

o Pág. 2S. José Zapiola en sus "Recuerdos de Treinta Años" nos da los siguientes informes sobre este actor dramático, que debe ser considerado, sin duda alguna, como el primero en el tiempo entre las grandes figuras de la escena iberoameri-cana:

"Juan Casacuberta, si no estamos equivocados, nacido cn la República Oriental; llegó a Chile en 1841, en com-pañía del jeneral Lamadrid, perseguido con otros arjentinos hasta la falda orien-tal de la cordillera de los Andes por una. partida del ejército de Rosas, contra el que había combatido en esa república. Tendría cuarenta i cuatro años. La fa-ma de su mérito era conocida en Chile, i la empresa del Teatro de la Universi-dad se apresuró a contratarlo. Puede de-cirse que él fué el primero que nos hizo conocer el teatro moderno francés, de que apenas teníamos idea por Fedriani i Jimenez.

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"Después de año i medio de trabajos i de aplausos, i próxima a venir la Com-pañía Pantanelli, se dirijió al Perú don-de fué apreciado su talento como mere-cía. Al cabo de algún tiempo volvió a Chile a trabajar en el nuevo Teatro de la República, incendiado mas tarde. Al dar sus primeras funciones, llegó nue-vamente Sívori a Santiago. Anunció un concierto en el otro teatro, en el mismo dia en que Casacuberta daba función en el de la República. A la hora de le-vantarse el telón, observó el teatro vacío i tuvo que pasar por la dolorosa humi-llación de suspender la representación por haber acudido el público a oir el violín de S ívor i . . .

"Concluidos los conciertos de éste, tomó Casacuberta el teatro de la Uni-versidad en arriendo i, después de unas pocas funciones ante una escasa concú-rrencia, anunció su beneficio con el dra-ma Los Seis Escalones del Crimen que, a pesar de su escaso mérito, agradaba al público por la maestría con que el bene-ficiado desempeñaba el papel de prota-gonista.

"Dias antes de este desgraciado be-neficio, se observaba en Casacuberta una tristeza i mutismo, interrumpido solo a veces por algunas palabras iróni-cas, pero inofensivas, que despues todos interpretaron. Había desaparecido por completo esc carácter festivo i decidor.

"En las tardes se dirijía a casa de un amigo, hombre como él, de conducta ejemplar, de mas ilutracion, pero actor mediocre, don Hilarión Maria Moreno, director mas tarde de un Colejio mili acreditado en Santiago.

"Casacuberta, como buen arjentino, era aficionado al mate. En la tarde, vís-pera de su beneficio, llegó a casa de Mo-reno. Este, al verlo, con el cariño de cos-tumbre, ordenó al sirviente traerle ma-te a Juan Casacuberta, al oir la órden, le fijó la vista con cierta espresion es-traña, diciéndole:

—"Mucho te apresuras en darme ma-te. ¿Te imaginas que no he comido?"

—"Como he de imajinarme tal cosa. ¿No sabes que yo también lo tomo?"

"La verdad, sin embargo, era lo que Moreno no sospechaba. Casacuberta, no solo ese dia, sino en muchos de los ante-riores no había tenido mas alimento que el que con distintos pretestos le presen-taba a veces un fiel negro que lo acom-pañaba desde el Perú, i era tal su indi-jencia, que sin las cariñosas industrias de ese criado, no habría tenido ni la luz necesaria para el estudio de sus papeles.

"Aquí creemos oir esclamar a nuestros lectores: ¿Cómo a un hombre de su mé-rito había de faltarle un amigo a quien dirijirse? —¡Justa observación! Pero an-tes es preciso conocer al sujeto de que se trata. Desde nuestra primera juven-tud tuvimos relación con él en Buenos

Aires, i notamos, como todos sus amigos, ciertas escentricidades, sobre todo en punto a delicadeza i honradez, que a ve-ces provocaban la risa de los que se le acercaban. Desde entonces hasta la últi-ma vez que lo visitamos en Santiago, veíamos frente a su mesa de estudio una especie de cartel que en letras grandes decia: —LISTA DE LO QUE DEBO. E n segui -da venían los nombre de los acreedores con la suma respectiva; i a continuación otra lista con estas palabras: —LISTA DE LO QUE ME DEBEN; pero aquí no se veian mas que las cantidades i las iniciales de los deudores.

"Entonces, como ahora, por el cono-cimiento que teníamos de su carácter y por la idea ventajosa, que con razón él tenía de su persona, le hemos atribuido en su desgracia este raciocinio:

"—Un hombre de mis aptitudes i de mi conducta, en un pueblo culto i rico, no puede, sin mengua, vivir a costa de amigos que no son bastante ricos para socorrerle, sin hacer sacrificios superio-res a sus facultades." En cuanto a las personas de alta posicion, se habría aver-gonzado de manifestarle su dolorosa si-tuación. Despues se supo que hasta sus mas insignificantes alhajitas habían ido a parar a una casa de prendas, única-mente para sufragar a lo indispensable, pues era de conducta ejemplar.

"Llegó por fin el dia del esperado beneficio, calculado por él esa noche en $ 500, que debían salvarlo de sus compromisos i proporcionarle lo bas-tante para regresar a su patria.

"En el cuarto acto de aquel drama que se titula El Robo, aparece una es-calera que debq servir para facilitar al jugador la ejecución de su crimen. En esos momentos subimos al proscenio coa otros amigos; encontramos a Casacuber-ta indicando la colocacion que debía dársele. La primera tabla habia queda-do algo separada del suelo. Al observar-lo, dijo al carpintero: "Ponga Ud. aquí otra tabla", señalando el lugar: i vol-viéndose a los que allí estábamos, aña-dió: ¡Yo no me rompo una pierna por quinientos pesos!. .. ¡Cosas del mun-do!— Antes de dos horas, sin embargo, perdería algo de más valor: ¡la vida!

"Ese dia, había recibido algunos re-galos, i esto le permitió comer bien, qui-zás mas de lo necesario. El drama es excesivamente fatigoso, sobre todo en las últimas escenas.

"Antes de finalizar la función nos retiramos. Poco después Villena, em-pleado del teatro, nos anunciaba, aho-gado en llanto, que Casacuberta acaba-ba de morir instantáneamente al llegar a su casa, con la añadidura de costum-bre de no haberse encontrado un médico que lo socorriera a tiempo . . . "

Zapiola se equivoca en el nombre del drama. La pieza de Víctor Ducange en

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]a cual Casacuberta jugaba esa noche el papel principal, se llama —según lo in-dica también Aragó— Les sept degrés da crime.

Pág. 31. Las informaciones de Aragó q u e aparecen en el texto son las que nos da este autor en su libro Deux Océans, publicado en París, con pie de imprenta de la Librairie Theatrale, Boulevard Saint Martin, 12, 1854. Esta obra se compone de dos volúmenes; las indicaciones sobre Chile están conteni-das en el primer volumen, entre las pá-ginas 162 y 361. Jacques Aragó, que al-canzó cierta celebridad como autor tea-tral —sólo se le recuerda, sin embargo, por sus libros de viajes. Aragó visitó casi todos los países de la Tierra y su libro Souvenirs d'an aveugle, que fue tradu-cido al castellano en el siglo pasado, al-canzó un éxito resonante por las obser-vaciones humorísticas que el ingenio de este gabacho socarrón puso en esas pá-ginas, las cuales recolectan sus recuer-dos de trotamundo. La mala suerte de Jacques Aragó, estuvo en ser hermano de Francisco, ilustre sabio y astrónomo, Director del Observatorio de París y Se-cretario perpetuo de la Academia de Ciencias, que apagó con su prestigio y renombre, el brillo propio del escritor viajero.

q Pág. 33. Existe un pasaporte expedido en Londres bajo el número 15, el 21 de mayo de 1839, por el Cónsul General de Toscana, allí radicado, don Santiago Cristiano Clemente Bell, que firma en nombre de S. A. Imperial y Real Leo-poldo II, Príncipe Imperial de Austria, Gran Duque de Toscana, el que dice: "Se dan del interesado que firma Pie-tro Alessandri, las anotaciones siguien-tes: de 45 años; estatura alta; cabellos negros; frente alta; ojos grises; nariz co-mún; barba negra."

En su texto, el pasaporte se expresa así: "Invitamos a todos los Ministros de Guerra y de Justicia encargados de con-servar el orden en los Estados de S. A. Imperial y Real y a todos los oficiales civiles y militares de los Estados Exte-riores en los cuales convenga el infras-crito detenerse o residir, a dejar pasar libremente a Pietro Alessandri, con su empleado Giuseppe (nacido en Géno-va) de condición mercantil, de profe-sión comerciante, natural de Pisa, do-miciliado en Chile, que parte de Lon-dres para llegar a Boulogne, y a pres-tarle ayuda y protección en caso de necesidad. El presente Pasaporte vale por un año. Hecho en Londres el 21 de mayo de 1839. (Firmado) El Cónsul General Giac. C. C. Bell (Hay un tim-bre del Consulado General de Toscana en Londres) ."

Por los timbres que hay marcados en

el anverso y en el reverso del pasaporte, se sabe que don Pedro hizo Un viaje su-jeto al itinerario que en el mismo se consigna.

r Pág. 36. El Decreto Real es del siguiente tenor: "Sua Maestá Vittorio Emanuele II, Re di Sardegna, di Cipro e di Geru-salcmme, Duca di Savoia, di Monferra-to e di Genova, Principe di Piemonte, Generale Gran Mastro dell'Ordine dei Santi Maurizio e Lazzaro, ha firmato il seguente decreto:

"Sulla proposta del nostro Ministro Segretario di Stato per gli Affari Esteri, Presidente del Consiglio dei Ministri, ed in considerazione di particolari be-nemerenze acquistate, abbiamo nomi-nato e nominiamo PIETRO ALESSANDRI,

nostro Consolé Generale a Valparaíso, presso la Repubblica del Cile, a C A V A -

LIERE dell'Ordine dei Santi Maurizio e Lazzaro, con facoltá di fregiarsi delle insigne stabilite dagli Statuti peí grado equestre di cui e insignito.

II nostro Primo Segretario peí Gran Magistero é incaricato deH'esecuzione del presente Decreto che sari registrato al Controllo Generale dell'Ordine Mau-riziano.

Dato in Torino 29, Ottobre. 1856. (Firmato) Vittorio Emanuele — Contro-segnato. C. Cavour — Visto Cibrario — Registrato al Controllo Cencrale Sot-toscritto. Joannini.

II Primo Segretario di S. M. peí Gran Magistero dell'Ordine dei S. S. Maurizio e Lazzaro, dichiará che in esecuzione delle soprascritte venerate Regie dispo-sizioni il Signor PIETRO ALESSANDRI,

Consolé Generale della M. S. a Valpa-raíso, presso la Repubblica del Cile, ven-nc iscritto nel Ruolo dei Cavalieri (Na-zionali) al N? 2597, e nc spedisce il pre-sente documento al Decorato.

Torino, il 31 Ottobre. 1856. II Primo Segretario di S. M. Primo

Presidente, Cibrario.— Per II Capo del Gabinetto e Personale. II Segretario. Ar-ghinenti."

s Pág. 36. "Reunidos en el Ministerio de Relaciones Exteriores de la República de Chile los insfrascritos Pedro Alessan-dri, Caballero de la Orden de San Mau-ricio y San Lázaro, Cónsul General de Cerdeña en Chile y Plenipotenciario ad-hoc de Su Majestad el Rey de aquel Reino, y Francisco Javier Ovalle, Mi-nistro de Relaciones Exteriores de dicha República, y su Plenipotenciario ad-hoc, con el fin de canjear las ratificaciones del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación celebrado entre Su Majes-tad el Rey de Cerdeña y esta República, en 28 de junio del año próximo pasado, y habiendo los insfrascritos leído y exa-minado cuidadosamente las respectivas Ratificaciones del referido Tratado,

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procedieron a su Canje, y lo efectuaron en la forma acostumbrada.

"En testimonio de lo cual firman el presente certificado de Canje por dupli-cado, y lo sellan con sus respectivos se-llos. Fecho en dicho Ministerio, en San-tiago, a 6 días del mes de marzo de 1857.

(Fdo.) Pietro Alessandri.— Feo. Ja-vier Ovalle."

t Pág. 57. En la Parroquia Matriz del Sal-vador de Valparaíso, libro 8 de Falleci-mientos, a fojas 156 v., se encuentra la siguiente partida: "En este curato del Salvador de Valparaíso, a 31 de marzo de 1857, se sepultó con oficio menor el cadáver del finado don Pedro Alessan-dri, natural de Italia, de edad de 65 años, casado con doña Carmen Vargas. Recibió los sacramentos de Penitencia, Eucaristía y Extremaunción y falleció el día de hoy; de que doy fe. Ent° Obis-po de Intropolis (Rubricado) ."

* * *

u Pág. 37. Dieciocho años antes, es decir, en 1839, sintiéndose con su salud que-brantada, don Pedro Alessandri Tarzi había hecho su testamento en la ciudad de Valparaíso. El documento en cues-tión dice así: "Testamento de Don Pe-dro Alessandri".— En la Ciudad y Puer-to de Valparaíso en dos días del mes de enero de mil ochocientos treinta y nue-ve años: ante mí, el Escribano y testigos pareció de presente don Pedro Alessan-dri del comercio de esta plaza y dijo: que hallándose en pie en sana salud y en libre uso de sus sentidos y potencias, pero teniendo que pasar a los Reinos de Europa a varias diligencias particulares y con el fin de evitar cualesquíer tras-torno á sus intereses por si la muerte le tomase en la navegación ó en algún pun-to en el cual no pudiese hacer su dis-posición testamentaria, me ha pedido le otorgue la presente bajo las declara-ciones siguientes.

1?.— Declara ser natural de la Tos-cana en Italia en Europa e hijo lejítimo de lejítimo matrimonio de Don Francis-co Alessandri y de Doña Teresa Tarzi, sus padres ya finados;

2'.— Declara ser Católico Apostólico Romano bajo de cuya fé y creencia ha vivido y protesta vivir y morir.

3?.— Declara que fallecido que fue-se, sus albaceas le harán los sufrajios re-ligiosos de costumbre por su alma sin mayor ostentación y del modo que les tiene comunicado, pagando por consi-guiente los seis pesos de las mandas for-zosas dispuestas por el Supremo Gobier-no de este Estado de Chile;

4?.— Declara ser' casado según el or-den de Nuestra Santa Madre Iglesia, con Doña Carmen Bargas, natural de la Ciudad de Santiago de este dicho Esta-do de Chile é hija lejítima de Don José Bargas y de Doña Tránsito Baquedano, de cuyo matrimonio han tenido y pro-creado por sus hijos lejítimos a Doña Aurora, Doña Elvira (*) y Don Pedro Alessandri y Bargas, declarados por tales sus hijos y del dicho su matrimonio;

•fi— Declara por sus presentes bie-nes habidos y multiplicados durante el matrimonio todo lo que su Esposa sa-be y consta y aparece por los conoci-mientos duplicados y una nota ó razón que al efecto le deja con arreglo á sus libros y cuadernos de caja y demás apuntes y papeles sueltos.

6?.— Declara ser su voluntad que del quinto de sus bienes se le den a sus hermanos Don Vicente y Doña Marga-rita Alessandri, vecinos domiciliados en Liorna, dos mil pesos á cada uno, y en caso de ser finados algunos de los dos, pasarán a sus respectivos hijos lejíti-mos, y no teniendo éstos ó fallecidos que hubieren sido, al tiempo de la muerte del otorgante, queda sin efec-to esta gracia pasando la correspon-diente asignación de dos mil pesos á la masa de sus bienes.

79.— Declara que de sus bienes, des-camadas las asignaciones que se mencio-nan en la cláusula anterior, es su vo-luntad que sus tres lejítimos hijos Do-ña Aurora, Doña Elvira y Don Pedro Alessandri se dividan por iguales par-tes.

8Í1.— Declara ser su voluntad nom-brar, como en efecto nombra a su cita-da esposa Doña Carmen Bargas de su albacea, tenedora de bienes, ejecutora de esta su última voluntad, y tutora y curadora de sus menores hijos; pero en caso de que falleciese ó se volviese á casar, en ese caso el albaceazgo, tenen-cia de bienes y tutela y cúratela pasaría á su segundo albacea Don Félix Fau-ché, y por muerte de este a Don Fran-cisco Bargas, á quien nombra de terce-ro.

93 — Declara que por el presente tes-tamento reboca y anula y dá por nulo y de ningún valor y efecto otro cuales-quier testamento, codicilo, poder ó memoria testamentaria que antes de es-te haya hecho de palabra ó por escrito ó de cualquier otra manera todo lo que quiere que no valgan ni hagan fé en juicio ni fuera de él, salvo el presente que se ha de guardar, cumplir o ejecu-tar como su última, verdadera y final voluntad.

Y yo el presente Escribano doy fé la necesaria que el otorgante, á quien cer-

(*) El testamento dice ' 'Elvira", pero el nombre verdadero es Elcira.

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tifíco conozco, se halla en pié, en sana salud, y en el libre uso de sus sentidos y potencias. Asi lo dijo, otorgó y firmó siendo presentes y por testigos llama-dos y rogados vecinos de esta que lo son Don Juan de Dios Lorie, don Juan Hontaneda y Don Andrés Alvarez de

que doy fé - Pedro Alessandri.- Como testigos: Juan de Dios Lorie . - Juan Hontaneda.— Andrés Alvarez.— Ante mi.— José de Torres.- Escribano Pú-blico y de Hacienda " Conforme con su original.— Santiago 17 cíe septiembre de 1958.

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L I B R O I I

L A C A M P I Ñ A

"Todo es un arma, todo! el combo del minero, la pala del obrero, el pico, el azadón!

"Dios atenderá mi ruego. . . Yo sólo pido alegría, un rancho en la lejanía, allá un buey, acá un borrego. Seré bueno: hecho un labriego, habrá en mi hogar niños, niñas, fecundas serán mis viñas y armoniosas las canciones que hagan llorar los gorriones en medio de mis campiñas."

El rifle en nuestras manos como una antorcha brilla: su pólvora es semilla de audacia y de valor!

Chile plantó ese bosque, Chile sondeó ese puerto, dio pueblos al Desierto el roto vencedor!"

CARLOS PEZOA V É L I Z : "Geórgica".

(Estrofas de la Marcha del Reghniento de Infantería 2? de Atacama, durante la Guerra del Pacífico).

Longavi

Además de las propiedades que poseía en Valparaíso don Pedro Alessandri, Tarzi este adquirió una en Santiago, compuesta de tres casas, situadas en la calle Huérfanos esquina de Ahumada donde estaba hasta hace poco el Anexo "iB" del Hotel Oddó. En 1843 la casa que tenía en el Puerto, calle de San Juan de Dios, y que era un bien particular de su esposa, fue puesta en rifa a fines de ese año, previa autorización del Supremo Gobierno, y debiendo por ello depositar al término de cada semana, en la Comisería del Ejército y Marina, el producto de los boletos que se vendieran.

tA la muerte de don Pedro, la familia Alessandri, compuesta de la viuda doña Carmen Vargas Baquedano, y de sus hijos Aurora, Elcira y Pedro, se trasladan a la capital.

'Pedro, el único hijo varón del señor Alessandri, nace el 14 de marzo de 1838"; sus dos hermanas mayores lo aventajan en varios años, pues Aurora viene al mundo en 1826 y Elcira en 1829.

Cuando fallece el fundador de la familia, Pedro cuenta 19 años y la mitad de su vida la ha pasado en Valparaíso donde llega niño de apenas dos lustros, para ingresar al Colegio de los Padres Franceses. En ese establecimiento con-tinúa hasta el término de sus estudios.

En 1857 don Pedro Alessandri Vargas es un mozo de regular estatura, de cara redonda, frente espaciosa, nariz bien proporcionada, ojos glaucos, cejas y cabellera abundantes. Los retratos de la época lo muestran con el mentón breve que denuncia ya la doble barba excesiva que irá aumentando con los años. . .

El joven Alessandri guarda de su progenitor muchos rasgos característi-cos: apasionado en el sentir y en el hablar, acciona con nerviosidad, gusta de caminar mientras conversa y, como el viejo itálico, es cargado de hombros y delgado de piernas. Hay, sin embargo, entre ambos, distancias psicológicas dignas de señalarse. Don Pedro Alessandri Tarzi, aunque nervioso, era un hombre de paz que prefería el peor de los arreglos al mejor de los pleitos. En cambio, su hijo, es en extremo susceptible y cuando lo ofenden o alteran no titubea en solucionar la dificultad a trompón limpio. Los diferencia, también, sus conceptos de la vida pública: el padre, que viviera de niño los

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V aerios de la Europa revolucionada por Napoleón B'onaparte, tuvo siem-e i n s t i n t i v o horror al teje y maneje partidista; asimismo, el hecho de que

P a Chile muy joven lo desvincula a tiempo del panorama político del Vieio M u n d o , a la par que su calidad de extranjero díctale una suma pru-d e n c i a la que l o induce a vivir alejado de los muchos disturbios internos de Chile su nueva patria. A la inversa, el hijo, que es un criollo ciento por c i en to no puede d e s e n t e n d e r s e de este aspecto de l a vida colectiva y se en-t u s i a s m a y enardece con los problemas políticos de la hora, que él considera v iuzea desde su punto de vista de "montino" a outrance1.

De muchacho tuvo aspiración de seguir la carrera de ingeniero; mas, su prematura orfandad lo pone de súbito frente a la tarea de atender los inte-reses de doña Carmen.

Post mórtem, la fortuna de don Pedro Alessandri Tarzi experimenta se-rios quebrantos, debido a negligencias y desconocimiento de los negocios de la persona que la administra a nombre de la sucesión. Pronto la familia se ve en la necesidad de v e n d e r las propiedades que poseen en Santiago. Días de angustia, que en el luto de los deudos ponen un velo de amarga incerti-dumbre sobre el inmediato porvenir.

En este episodio de su batalla con la Vida, se revela por primera vez el tem-ple del joven. Pedro es menor de edad y esa circunstancia lo protege; inme-diatamente se aprovecha de ella para librar a los suyos de la quiebra total. Al efecto, escudándose en su minoría inicia juicio de nulidad del contrato de compraventa que hiciera el albacea testamentario. Este juicio se refiere a las casas ubicadas en calle de los Huérfanos esquina de Ahumada, que ha-bía sido adquirida por su progenitor, en los días de bonanza.

La sentencia definitiva, que le es favorable, salva para la Sucesión Alessan-dri esos inmuebles, lo que permite a la viuda vivir cómoda y tranquilamen-te, hasta los postreros años de su vida.

De las ventajas obtenidas al término de la litis, conviene señalar que el joven Alessandri no quiso recibir utilidad alguna de carácter personal, de-jando el monto íntegro de esos haberes para el sustento y satisfacciones de su madre. Sólo al morir doña Carmen, toma para sí, conforme a Derecho, una de las tres casas, precisamente la de la esquina de Huérfanos y Ahumada, la cual, años más tarde, v e n d e r á en la módica suma de $ 120.000, al conocido político don José Antonio Gandarillas".

En aquel tiempo don P'edro tenía una pequeña deuda que quiso cancelar porque a esta clase ele obligaciones les tuvo siempre repugnancia "en razón -decía él— de que los intereses trabajan día y noche, aventajándome en doce horas cada mañana, pues yo solamente trabajo de día".

Desde su llegada a Chile don 'Pedro Alessandri Tarzi había frecuentado con mucha confianza la casa del jurisconsulto don José Gabriel Palma; y siendo Pedrito —como él llamara familiarmente a su hijo— un imberbe, cul-t|vó tierno afecto por la señorita Susana Palma Guzmán, afecto que con el tiempo crece y toma hondas raíces en el corazón de ambos jóvenes, hasta convertirse, a la postre, en noviazgo'.

Sin embargo, los vaivenes de la fortuna, a que hemos hecho mención, Ponen en el curso de los años, a dura prueba la sinceridad y firmeza de esos'

T a m ° M Í e n £ ' , 0 o l v i í l a i ' que Alessandri ciarlo del Rey de Cerdeña con el más vivo "ido mn'"1^ 0 , e s c r " ) l a s u segundo ape- interés. En esta atmósfera de simpatía a nuel a? s )• amigo personal de don Ma- don Manuel, respiró, desde niño Pedro ^andaf^""' 1

g U a r d : ,1 ' a ( l c n l á s ' P o r . e s t e Alessandri Vargas y ello debió influir sin S u cora,/' K agradecimiento propio de duda alguna en sus sentimientos, que lo !)ió si f í i e " puesto, pues Montt red- inclinaron, más tarde, hacia el "montt-va-

P r e las sugestiones del Plenipoten- rismo".

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sentimientos. El "flirt" que se iniciara entre tPedro y Susana bajo los mejores auspicios, se ve de pronto obstaculizado por una artera e inesperada visita: la Pobreza.

Sabemos ya que junto con irse el viejo don Pedro, su hijo queda con muy reducidos medios económicos, debido a la renuncia que hace a favor de doña Carmen de su renta particular; y como el corazón humano varía muy poco a través de los tiempos, la familia Palma-Guzmán no quiere ser una excepción en esta oportunidad, y comienza a mirar con malos ojos la visita del pre-sunto novio.

Alessandri Vargas no acobarda ni ceja. Hombre a quien no le arredran las dificultades, pide plazo a la niña para solucionar en forma satisfactoria el problema económico que por el momento les impide realizar sus ideales. Obtenida la promesa de Susana de aguardarlo todo el tiempo que fuera ne-cesario, decide lanzarse a la aventura del campo, afirmando así en la gene-rosidad de la Tierra laborable, los fundamentos de su esperanza. Para ello, y como primera diligencia, obtiene de su hermano político don Juan Laga-rrigue, Cónsul de España en Chile, que le arriende un fundo en el sur, pro-piedad de una dama española de la cual éste es apoderado general. El men-cionado fundo es la Quinta hijuela de un predio de Longaví, que comprende extensos y fértiles terrenos que sólo esperan una recia voluntad de trabajo para devolver al brazo emprendedor el oro de las mejores cosechas.

Por aquella época, Longaví es la 14^ Subdelegación del Departamento de Linares2.

La aldehuela de Longaví, situada a 16 kilómetros al Sur de Linares, con el tiempo se transforma en una importante Estación de Ferrocarril, a la cual converjen, desde numerosos puntos, los productos agrícolas de los ricos pre-dios que se extienden en sus contornos. La poca distancia que la separa de la capital del Departamento, le da también especial categoría, pues Linares -^hermosa ciudad de la Provincia de Maule3, que se levanta en medio del llano central— cuéntase entre los sitios poblados más importantes de aquella zona de la República.

No es tarea fácil, sin embargo, la de hacer producir la tierra con sistemas primitivos y ausencia de buenos medios de comunicación; por lo que muchos de los confidentes y amigos del joven Pedro lo creen enfrentado ante vallas insalvables. Por aquel entonces el ferrocarril al Sur llega nada más que hasta :Rancagua y que desde allí hay que continuar el viaje en incómodas diligen-cias tiradas por caballos, las cuales tienen que vadear el río Cachapoal —has-ta ese momento sin puente que facilite el tráfico— y continuar la misma hazaña con el Tinguiririca, el Teño, el Lontué, el Claro, el Maule —que hay que pasarlo en lancha— y por último, el Achibueno y el Longaví.

Si no suceden los mil imprevistos que siempre ocurren en tales andanzas de la región, el viaje puede hacerse en cuatro o cinco jornadas; pero general-mente dura una semana, pues los peligros que encierra el paso por los famo-sos "Cerrillos de Teño", infestados de maleantes y bandoleros, hacen que las precauciones sean tantas que todo el mundo prefiere la lentitud a trueque de la seguridad. ¡Don Pedro Alessandri Vargas tiene sangre italiana y no pue-de dejar de filosofar, también, como los cazurros de la 'Península paterna: chi va piano, va sano; chi va sano, va lontano.

^Conviene decir que Linares limita al Norte con el río Maule; al Este con los An-des; al Oeste con el cerro Quilipín, calle-jón de Délano y camino público que llega al Pasaje de Duao, en el Maule; y al Sur con el río Longaví, que lo separa del De-

partamento de Parral. 3Hoy día la ciudad de Linares forma

parte de la Provincia de su mismo nombre, como capital de ella y del Departamento en que se encuentra.

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D e s p u é s del viaje, aliñado éste con el temor de los bandidos y las peripe-cias inevitables, se llega al fundo, donde el nuevo patrón no encuentra, por c i e r t o , las comodidades de los hogares santiaguinos, sino un viejo rancho, con tedio de totora, único refugio adecuado para que resida el amo y lo a c o m p a ñ e el mayordomo, el cual vigila con ojos de aguilucho los intereses del emprendedor señorito, recién arrancado por las ilusiones de un grande amor a las somnolencias de la antigua capital del Nuevo Extremo.

A principios del siglo XIX los predios de Longaví constituyen una sola h a c i e n d a , conceptuada entre las mayores del Sur de Chile y cuyos límites a b a r c a n una zona que casi se extiende de mar a cordillera.

Más tarde, esta especie de feudo, es dividido en siete hijuelas. La que a r r i e n d a el joven don Pedro es —ya lo hemos dicho— la quinta. Ahí se aloja en el rancho que hemos mencionado, miserable albergue con techo de paja y tosca apariencia, que él, antes de mucho, dota interiormente de cierto con-fort y arreglo. Además, la ruca está situada en altozano, que ofrece al moce-tón un golpe de vista maravilloso. Es un recodo cuyo ángulo lo forman las líneas ondulantes de dos colinas que se alargan orilladas de zarzamoras y de una procesión de árboles copudos y altísimos. Por su aspecto de jungla, pue-de pensarse, sin esfuerzo, en una guarida de alimañas; y esa era la idea que de aquellos pastos tenían los indios de la región, pues Longaví es una deri-vación del mapuche "loncovilo", que significa "cabeza de culebra".

El carácter emprendedor y tenaz de Alessandri Vargas olvida aquí las co-modidades que tuvo como único hijo varón y extremadamente consentido. A un lado quedan también por muchos anos los atractivos de la sociedad en que vivió con fama de "gentiluomo". No hay sacrificio excesivo para la pasión que le imprime su romántico ideal de contraer matrimonio con Susana.

Así pasan los meses y los años, hasta que un día, con su renovado contrato de arriendo en la cartera y con la promesa de la niña de cumplir su palabra empeñada, el galán se presenta ante su futuro suegro solicitando a Susana en matrimonio.

Inútiles resultan los argumentos de los Palma-Guzmán para disuadir a los enamorados. "Longaví está muy lejos. Son campos ricos pero sin comodidad material alguna. 'Ir por esos caminos desde la capital, o volver a Santiago atravesando tierras plagadas de ladrones, significa el más serio peligro, y nosotros, sabiéndolo como lo sabemos, no podríamos vivir sino "con el Credo en la boca". Así habla el padre, imponiendo idénticos puntos de vista a su familia atemorizada.

Pero los novios no oyen estas advertencias del sentido común. Viven ellos, desde hace años, más allá del bien y del mal, atentos solamente al golpe rítmico de sus corazones que laten al unísono. El amor cubre el entendimien-to de sus protegidos y hace sorda, opaca, la elocuencia más conmovedora, cuando ella se opone a sus designios i lusor ios . . .

Susana y Pedro permanecen impertérritos. A los Palma-Guzmán no les queda otra actitud que acceder.

El matrimonio tiene lugar en la Parroquia del Sagrario, de la Catedral de Santiago, el 1"? de julio de 1863a.

Tras las bendiciones del sacerdote los recién casados no se detienen más en la Villa y Perla del Mapocho . . . y parten rumbo al Sur, zarandeados por una de esas terribles diligencias de la época, mientras por las ventanillas del carromato, que cambian en jornadas sucesivas, la pareja ve desenvolverse ante sus ojos: campos, ríos, lagunas, en perspectivas que tornasola la luz cordillerana y las colinas de grupas verdes que se engastan suavemente en la lejanía.

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Cuando Susana es advertida por su compañero que la diligencia pasa ahora junto a los Cerrillos de Teño, con miedosa instintividad de enamorada se acurruca entre los brazos de su marido, buscando protección en el fornido pecho del mancebo ante la amenaza que ella ve al acecho detrás de ese reba-ño de colinas bajas. La fama de los malhechores, que por aquel entonces se sabía que por ahí merodeaban, infunde un terror supersticioso a todos los viajeros que son capaces de afrontar ese riesgo.

Pero nada ocurre, lo que causa una pequeña desilusión en el esposo, pues lo hace pensar, seguramente, bajo la fanfarroná prestancia de la bravura juvenil: "¡Qué lástima! He perdido una oportunidad de demostrarle a Su-sana cómo sé defender lo que yo quiero". »

A medida que se alejan de la zona de peligro la confianza se adueña de nuevo del corazón de la esposa. iPoco a poco se adormece sobre el hombro de Pedro, y una gran serenidad acentúa el dibujo claro de sus facciones.

El joven hacendado la mira en silencio. Susana ha sido el único amor de su juventud que nunca puso una sombra en sus ilusiones. Educada en ese hogar estricto y lleno con las exigencias de la antigua moral castellana que regía en la casa de los Palma-Guzmán, Susana heredó, en armonioso consor-cio, la rigidez de las virtudes familiares junto a la simpatía de una vibrante y tierna naturaleza de mujer. Fina en sus conceptos, fina en sus delicadezas de novia y enérgica en sus decisiones cuando debió decidir cuál iba a ser el rumbo de su propia vida, Susana había sido para Pedro Alessandri Vargas la razón misma de su existencia en el tremendo bregar que se impuso para vencer a la adversidad. Sin ella, ni su entusiasmo, ni la pasión por el trabajo, habrían despertado las dormidas energías que de pronto, en la hora de la prueba, lo acompañaron en su empresa liberadora. No todas las mujeres sacrificaron el esplendor de su belleza para irse a internar en la quietud y desamparo de los campos chilenos del siglo XIX, cuando el laboreo de la tierra camina, apenas, un poco más allá del período incipiente; ella, sin embargo, con tranquilo razonar decide hacerlo sin otro impulso inicial que el de su libre voluntad. Así elije, sólo escuchando el juicio de su corazón, al que debía ser su dueño.

Ninguno de los dos —el tiempo lo demostraría— se equivocó en la elección. Aquel camino que ahora hacían a los predios de Longaví iba a continuar a través de los años con idéntica actitud alborozada en busca de la mejor co-secha que el mundo puede dar: primero, la de los frutos de la tierra; en seguida, la de una recta educación de los hijos; por fin, al atardecer —con mutuo afán de protegerse y hacer liviana la cruz de la humana naturaleza-la última y más diáfana recolección: la que recojen los padres en el triunfo de sus vástagos; pago éste de todos los sacrificios que se han debido sufrir en una jornada dura y larga.

Una mañana, luego de vadear el último río que los separa de su predio, don Pedro sujeta a su esposa por el acinturado talle y con la diestra exten-dida señala un punto obscuro en la distancia:

—"¿Ves? —le dice— Esas son las casas de Longav í . . . "

*

El Tercer Hijo

Mientras don Pedro dirige las faenas de la tierra, doña Susana colabora al éxito de su esposo con dedición incansable. Al amanecer se levanta a re-partir las raciones de los trabajadores e interviene seguidamente en el cultivo y belleza del huerto. Para que nada pueda traducirse en desmedro de los

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i n t e r e s e s de su marido o de la buena crianza de sus hijos, rehusa venir a San-tiago a pesar de los ruegos de su compañero, y pasan años sin que éste logre torcer su voluntad.

Al acercarse el nacimiento del que va a ser José Pedro, doña Susana acepta ir a la capital, y así el niño nace en casa de su abuela doña Carmen Vargas6; pero cuando dos años más tarde encuéntrase próxima a dar a luz la que será M a r í a del Carmen, se niega a emprender un nuevo viaje. Mas, como los re-c u r s o s en Longaví no abundan, debe trasladarse al fundo "La Esperanza", predio cercano a la ciudad de Linares de propiedad de don Fidel Contardo, amigo íntimo de don Pedro. En la casa de don Fidel, muy cómoda y llena de u n todo, nace la niña, segundo hijo del matrimonio Alessandri-Palma.

Tres años más, y cloña Susana encuéntrase de nuevo encinta. Esta vez don Pedro es inflexible; el alumbramiento —resuelve— debe ocu-

r r i r ' e n Santiago. Se comprende su actitud decidida, no sólo por el mayor c u i d a d o que allí tendrá su esposa, sino, también, por la circunstancia de la muerte de su suegra doña Dolores Guzmán que acaece en la capital sin que S u s a n a tenga el consuelo de asistirla en los últimos momentos. Aquella sería, pues, además de una ventaja para la madre, una oportunidad para acompa-ñar en su desconsuelo al dolorido don José Gabriel.

Estamos al término del año 1868. El sol decembrino caldea como nunca en esa temporada. Por eso la fecha de la partida se fija para el amanecer del día 20, deseosos como están los viajeros de substraerse algunas horas a la sofo-cante resolana.

A las cinco de la madrugada se enganchan los caballos al mejor coche del fundo, instalándose en él marido y mujer. Recorren apenas media legua del camino hacia el Norte, cuando ella comienza a sufrir los primeros dolores del parto. Regresan, pues, apresuradamente a la hijuela de 'Longaví y, en el acto, envían en busca de la inquilina del fundo que ejerce en esos alrededo-res el oficio de "comadrona", única autoridad, para esos menesteres, que existe en la comarca. La tal partera es una especie de «meica", con práctica larga entre las indias y mujeres menesterosas de aquellos pagos a la cual don Pedro, con voz ronca, obliga a que se lave las manos, no sin protestas de la maritornes que asegura una y mil veces que esas son precauciones sin razón de ser, "inventadas por los ricos".

Felizmente, desde que se vino al campo, doña Susana tiene la precaución de mantener un botiquín con remedios y auxilios para casos de urgencia; y esta vez la parturienta se aprovecha salvador amen te de él.

A mediodía, tras de habérsele cortado el cordón umbilical, la criatura da el primer vagido luego de recibir las clásicas palmadas en las nalgas.

Desde mucho antes los padres tienen decidido el nombre para el caso de que el tercer hijo fuera varón. Se llamaría Arturo; y como el niño nace en diciembre, mes en que se celebra la fiesta de San Fortunato4, don Pedro, que es devoto del santo niño-mártir, decide también agregarle este nombre. Su hijo se llamará, pues, Arturo Fortunato Alessandri Palma5.

4La fiesta de San Fortunato o Fortia-ni celébrase en Cataluña el 0 de diciembre.

"Lo curioso es que si bien la Fortuna deidad mitológica, prevalecerá en su homó-nimo chileno —como se verá en el curso de esta obra— cada vez que lo encuentre en di-fícil posición, dentro de las encrucijadas de la vida, nunca, sin embargo, le será pro-picia en abundancia de bienes materiales. Y esto, quizá, porque el tal San Fortunato o Fortiani, cuya fiesta celébrase en Catalu-

ña el 6 de diciembre, y de quien Alessandri Vargas tomara el nombre para añadirlo en la fe de bautismo, es posible que nunca ha-ya existido; pues, de sujetarnos a la tradi-ción religiosa, ese bienaventurado fue uno de los Inocentes caídos bajo la espada de los esbirros de Herodes, que matando a todos los impúberes del Reino, encontra-dos a su paso el día 28 de diciembre, que-rían al hacerlo, ultimar entre uno de ellos al niño Jesús. Ahora, la cuestión reside en

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El niño nace con una delgadez impresionante. El padre tiene serios temo-res de que no vaya a sobrevivir, a pesar de que los ojos de la criatura, de un azul muy claro, denuncian a los pocos días viveza extraordinaria. Celébrase el bautizo en la misma casa del fundo, en enero de 1869. El presbítero Vivan-co, cura-párroco de iLinares, le pone óleo y crisma. En ese momento ocurre un hecho baladí que no está demás recordar, porque la gente supersticiosa de hoy verá en él los misteriosos signos de una predicción . . .

A objeto de que la criatura no se resfríe, la madre coloca la botella de agua bendita traída por el cura, en una jofaina con agua caliente. La deja ahí el tiempo necesario para que se entibie; mas, cuando vuelve en su busca, casi se desmaya de impresión al advertir que el tiesto se ha roto y que apenas queda una pizca del sacro elemento en el fondo de la jofaina. Debe, pues, bautizarse al niño con porciones iguales, de agua bendita y de agua de la n o r i a . . .

Al crecer Arturo, doña Susana, en sus largas charlas con él, recuerda entre sonrisas de ironía lo que ocurrió en la circunstancia a la cual acabamos de referirnos.

"—Hasta para llegar al mundo fuiste apresurado —le dice— y amigo de sal-var obstáculos."

A lo que el mozuelo le contesta: "—La culpa fue suya, madre, que no previno todos los inconvenientes que

ocurrieron. >Para desagraviar al Destino, yo trataré de ser p rev i sor . . . " En el rancho de Longaví, la familia se compone ahora del matrimonio

Alessandri-Palma y de tresjiijos. Las comodidades van aumentando, tam-bién, pero están lejos, de lo que hoy son los edificios que engalanan esos predios.

A principios de 1921, Alessandri, ya Presidente de la 'República, visita el fundo natal. Refiriéndose a ese viaje el Mandatario de aquel entonces ma-nifiesta con franca emoción al periodista don Armando Donoso, lo que sin-tiera después de tantos años con la visión de sus viejos predios.

"A algunas leguas de esa casa modestísima, que está ahora a medio des-truir, y en donde vive un pobre y viejo inquilino del fundo —le expresa don Arturo al curioso cronista—, se destaca un palacete en el cual habitan los actuales propietarios, las señoras Urrutia Ross. El ferrocarril, los adelantos de todo género que aporta la vida civilizada, han hecho de aquella zona un sitio lleno de atractivos y comodidades; mas, la naturaleza se encarga de mostrarnos cuánta desolación pudo haber en aquellos campos, apartados del resto del país, cuando mis padres luchaban firmes a fin de darme la educa-ción y el bienestar de que ahora disfruto."

En este fundo de Longaví discurre la familia Alessandri hasta el año 73. Cuando don Pedro llega a la "quinta" no sabe de la misa la media, nada que se refiera al cultivo de la tierra. Es en el terreno mismo donde "el san-tiaguino" aprende a laborar y sacarle al suelo el provecho óptimo que en realidad le diera con el tiempo.

En varias oportunidades, don Arturo Alessandri Palma hase referido a este espíritu de empuje de su progenitor.

"En un reportaje —nos escribe a este respecto—, conté que mi padre trajo

saber si este episodio es cierto; y, de serlo, ¿cómo se supo de la existencia de San For-tunato o Fortián, cómo dicen los catala-nes? Aún más, de haberse sabido, ¿qué tie-ne que hacer él con el antiquísimo retablo pintado que se venera bajo la advocación de "Fortián" en la Iglesia Parroquial de

Torrelló, en el Obispado de Vich? Preguntas son éstas algo difíciles de re-

solver; pero que tienen el inconveniente de que si se resuelven en contra, Arturo Alessandri Palma aparecería, con claridad meridiana, sin patrono que alegue por él en la Corte Celestial . . .

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de Estados Unidos la primera máquina trilladora que llegó al país para po-ner fin asi a las cosechas primitivas que se hacían con yeguas. Referí también la inmensa dificultad que hubo que gastarse para llevar por tierra la máqui-na trilladora desde Rancagua, término del Ferrocarril, debiendo pasar seis o siete ríos caudalosos antes de llegar a Longaví.

"La máquina era movida por un motor de bueyes, que consistía en un aparato de tres o cuatro metros de largo por dos metros y medio de ancho y como medio metro de altura fuertemente unido formando un cuadrado en el cual había una gran rueda rodeada por un vigoroso engranaje. Esta rueda se hacía girar por un sostén en el centro y era movida por seis yuntas de bueyes que daban vuelta tirando unos seis u ocho pértigos que estaban adhe-ridos a la rueda movible. Esta rueda enganchaba con otras más pequeñas a las que daba movimiento, las cuales, a su vez, movían un piñón de donde arrancaba un largo eje de fierro que llegaba hasta un volante al cual le imprimía un movimiento circulatorio veloz que daba impulso y movimiento a la máquina trilladora mediante una polea.

"Mi padre se sirvió de esta máquina para efectuar muchas cosechas y las de sus vecinos en Longaví. Cuando se vino de allá, después de haberla usado durante muchos años, la vendió en un precio superior al que le había costa-do debido a la buena conservación y cuidado con que la mantuvo.

"En los primeros años de su trabajo en Curicó, adquirió una nueva, del mismo sistema, con igual motor de bueyes, hasta que llegaron al país moto-res a vapor muy simples y eficientes.

"Mi padre fue uno de los primeros en adquirir un "Clayton" de ocho o diez caballos de fuerza. Fue una novedad en la comarca la instalación de este aparato que todos los vecinos y la gente de los alrededores venían a ver tra-bajar con curiosidad.

"Ya mi hermano estaba muy avanzado en sus estudios de ingeniería y, mi padre, siempre coh el propósito de educarnos, de desarrollar las mayores ac-tividades en nosotros y acostumbrarnos al trabajo, le entregó a mi hermano el manejo de la máquina y todo lo relativo al mecanismo y desarrollo de la trilla. A mi se me dio también una tarea, cual era, aceitar el motor y vigilar que el fogón estuviera siempre servido para que no disminuyera la presión y fuera regular el movimiento indispensable fiara la buena marcha de la má-quina.

"Yo estaba encantado con sentirme útil y necesario en una faena de tal importancia. A las seis de la mañana estaba ya en pie acompañando a mi hermano y con mi overol de trabajo me dirigía a la faena. Mi madre protes-taba y sufría con la idea de que me descuidara y que alguna polea me corta-ra una mano o un pie. Yo protestaba de que se me creyera descuidado hasta ese punto y seguía entusiasmado en mi trabajo.

"Nadie gozaba más que yo al sentirse incorporado al trabajo y al desarro-llo y actividad que yo consideraba más importante en aquellos años."

Y en otro párrafo: "Mi padre trabajó durante 10 ó 12 años en el fundo de Longaví, donde vine al mundo. Después del lapso que indico, cuando ya mi padre tuvo una situación holgada con su trabajo perseverante y las econo-mías y privaciones de una vida de sacrificios, quiso él trasladar sus labores agrícolas a un punto más cercano a la capital, porque mi abuelo materno, don José Gabriel Palma, que había jubilado de sus labores de Ministro de la Corte Suprema, encontrábase muy anciano y mi madre quería estar cerca de él o en aptitud de llegar pronto, caso de una enfermedad o accidente que pudiera hacer peligrar su vida. <Con este motivo, por el año 72 ó 73, mi padre decidióse a comprar un fundo denominado "San Pedro del Romeral", a tres

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leguas de la ciudad de Curicó. La razón que tuvo para elegir esa provincia fue porque en aquellos años la ciudad de Curicó era el término del ferroca-rril central que hoy llega hasta Puerto Montt, y facilitábase con ello el deseo de mi madre de poder acudir en cualquier momento al lado de mi abuelo José Gabriel, cuando éste lo necesitara."

Arturo se viene, pues, ele cuatro a cinco años a "San Pedro del Romeral". Como acaba de señalarse, este fundo se encuentra a tres leguas del depar-

tamento y provincia de su nombre. En aquella época Curicó tiene un poco más de 8.000 habitantes. Es una ciudad muy pintoresca, de larga existencia, pues se fundó en la primera mitad del siglo X'VTII por el Presidente de la Rael Audiencia de Chile, Gobernador del Reino, más tarde Virrey del Perú y conde de Superunda don José 'Manso de Velasco y Sánchez de Samaniego.

Siendo Gobernador de Chile en tiempos de don Felipe V, Manso de Velas-co visitó las regiones de la Zona Central y comprendiendo la importancia agrícola de esas tierras y lo que podría significar para la economía del Reino decide en el mismo sitio de sus observaciones, fundar nuevas villas para hon-ra y provecho de su cometido. En el territorio curicano —dice una crónica de nuestros días— conquistado, por el capitán Gómez de Alvarado y sus heroicos compañeros qué extendieron hasta el río Itata los confines del reino de Chile, encontrábanse, en aquel entonces, los dueños de las estancias que habían sucedido a los primeros pobladores que obtuvieron allí repartimen-tos de tierra. Estos propietarios constituían un núcleo social promisor de nuevas empresas. Es así como nace junto a una parroquia y a un convento de Franciscanos la población que un hidalgo campesino, el Capitán don Lorenzo José de Labra y Corbalán de Castilla, ha ido formando en las vecin-dades de una estancia suya denominada Curicóa, en las tierras que hoy lle-van el nombre de Convento Viejo. Dos documentos de la época la llaman sin embargo, POBLACIÓN DE DON LORENZO DE LABRA.

La Corona de España no se verá, pues, obligada a comprar terrenos para establecer una villa junto a la incipiente población, ya que el fundador patriarcal del primitivo cacerío ofrece donar los que sean necesarios al tra-zado de la que recibirá, oportunamente, el nombre de VILLA DE SAN JOSÉ DE

BUENA VISTA DE CURICÓ.

'La estancia "Curicó", comprada por Labra en 1724 se subdivide y puebla poco a poco; mas, cuando llega el momento de que la promesa de donación se cumpla, el generoso caballero ya ha pasado a mejor vida. Sin embargo, su viuda, doña Mónica ¡Donoso y Navarro, tan generosa como él, no vacila en reiterar al Gobernador Manso de Velasco lo que su marido ofreciera. Con ese objeto el 9 de octubre de 1743 doña Mónica firma la escritura de donación a Su Majestad el Rey de España de cinco cuadras de tierra "para la Villa de San José de 'Buena Vista". Contribuyen a la donación el Alférez Solorsa, vecino de esos predios, y actúa como primera autoridad, investido oficial-mente para regir los destinos de la nueva población, don Félix Donoso, hermano de doña Mónica.

Con todo, Curicó situada al principio en un terreno bajo y húmedo a ori-llas del estero Guaico, angustiada por necesidades higiénicas comienza a des-plazarse a terrenos mlá's secos, hasta que la iniciativa de Domingo Ortiz de Rozas, sucesor de Manso en el Gobierno de Chile, fija en 1747 el actual emplazamiento, constituido en terrenos no tan húmedos ni tan bajos como los que tenía la primera planta oficial de la villa. Son muchos, a pesar de lo dicho, los que se resistieron a este cambio, entre ellos los frailes del Convento

°Curicó es una palabra compuesta de agua. De modo que Curicó significa "agua las voces indígenas "Curi", negro, y "Co", negra".

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¿ e N u e s t r a Señora de la Velilla, de los Recoletos Franciscanos, los que sólo a c c e d e n a las insinuaciones del Gobernador Ortiz después de pasado mucho tiempo-

Es, luego de un terremoto que asolo las impropias construcciones de a q u e l l a zona cuando los vecinos del primitivo plano abandonan para siem-pre la antigua villa curicana y ocupan, para no moverse ya en el curso de las g e n e r a c i o n e s , los solares magníficos de la nueva San José de Buena Vista, a orilla del río Pumaitén. (Las nuevas donaciones de la viuda de Labra y del T e n i e n t e Pedro de Barrales y su esposa doña Ana Méndez permiten alzar a los vecinos sus moradas definitivas de acuerdo con los planos que trazara el Oidor Traslaviña, el 10 de octubre de 1747. Tales son a grandes rasgos los o r í g e n e s de la ciudad curicana. Más tarde, el 10 de agosto de 1830, la Repú-blica cambiará a la antigua San José el nombre de "Villa" para darle desde e n t o n c e s el título de "ciudad", ganado a costa de un esfuerzo centenario.

Cuarenta y tres años más tarde, es decir en 1873, Curicó se cuenta entre las ciudades chilenas de mejor aspecto, tanto por su aseo como por su buena edificación. Ya desde fines del siglo xvm se levantan en la ciudad casas mag-níficas con el estilo colonial sobrio y amplio que se impone en esa época en los mejores centros poblados del país. "No le faltan detalles de bella arqui-tectura —escribe un cronista— con líneas correspondientes al greco romano o al renacentista español, y severas fachadas sencillas. 'Las casas eran general-mente de un solo patio rodeado de galerías de columnilla o pilares de made-ra con basamento de piedra, fuertes muros, gran zaguán y chapiteles cons-tituidos por canes recortados en dibujo elegante que sostienen la techumbre de teja de ancha canal. Las portadas con su frontón o mojinete sostenidas en pilastras de piedra o ladrillo, enmarcaban las macizas puertas claveteadas de hierro o cobre. Las ventanas de las habitaciones se hallaban protegidas por rejas ele hierro forjado, sobrias y cuadradas a principios del siglo XVHI, y más adornadas y floridas al término de esa centuria."

Nada tiene que envidiar Curicó, en aquel entonces, a ninguna de las po-blaciones clel país si se descuentan Santiago y Valparaíso. Si es verdad que el pueblo vive miserablemente, la gente de recursos en cambio, goza de todas las ventajas del confort conocido por las clases pudientes de la República a principios de la segunda mitad del siglo pasado. Las casas de los agricultores, si en realidad carecen por lo general de lujo, gozan, desde antiguo, de pres-tancia señorial, lo que se demuestra —como lo asegura nuestro citado cronis-ta— "por las cartas, dotes, testamentos y otras escrituras de la época en que aparecen inventarios que detallan los muebles más en uso y las diversas pie-zas de la ropa de mesa, de cama y de uso personal . . . Hay de esa época —continúa— no sólo armarios tallados, platería abundante, imágenes escul-pidas en madera y marfil, sino asimismo camas de madera tallada y dorada, con sus cortinajes o pabellones y cubrecamas en diversos juegos, de seda, terciopelo u otras telas de precio, todo lo cual se detalla meticulosamente en las escrituras de los archivos de los escribanos públicos a que nos refe-rimos"7.

Ahora bien, a 182 kilómetros de Santiago, por ferrocarril, como se encuen-tra ahora, el porvenir de esta ciudad se muestra a los ojos de don Pedro Alessandri Vargas, entre los más prósperos de la región central de Chile.

La casa de "San Pedro del Romeral" es muy diversa al rancho de totora de la "quinta" de Longaví. Aquí la familia Alessandri vive como en un palacio. Cuando don Pedro y los suyos llegan a posesionarse de ella, los niños

'Datos publicados por don Héctor Ara- "La Prensa" de Curicó el 10 de octubre de vena en una crónica suya aparecida en 1943.

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no caben en sí de contentos. El hacendado ha hecho refaccionar las habita-ciones en forma espléndida, ansioso de dar a su familia un máximum de comodidades para compensarla de las estrecheces a que hubo de allanarse en los primeros años de su experiencia campesina.

Setenta años después de tales hechos, el autor de este libro, invitado por el actual dueño de San Pedro del Romeral, tuvo ocasión de visitar la casa de la hacienda y sus fértiles predios. El Señor Alessandri, que lo acompaña en la visita, le dice conmovido: "¡Todo está como antaño!, el tiempo sólo ha puesto una pátina leve sobre lo que fuera en mi niñez novedad y encanto juveniles".

La casa del fundo dibuja en su plano la forma de una "H", y mantiene exactamente la misma distribución que le diera don Pedro durante su per-manencia en ella, "a excepción —nos informa nuestro ilustres "cicerone"— del dormitorio de mis padres, que ahora veo convertido en sala de recibo".

Las piezas son amplias y bien cuidadas, y el comedor es tan extenso que bien podría darse allí un banquete para cien personas.

Paseándonos por la mansión del antiguo hogar de los AlessandriJPalma, don Arturo nos conversa emocionado de esa etapa de su juventud, y ¡cómo siente el escritor que se remoza y alegra el espíritu del grande hombre, volviendo al techo que lo cobijara durante tanto tiempo en la más ilusoria época de la vida! Esta emoción es mucho más amable gracias al magnífico estado en que se halla, después de tan largo lapso la casa del fundo. A diferencia del poeta colombiano8, al llegar a su antigua casa no habría podido exclamar:

"¡En lo que fue jardín no hay una rosa, ni siquiera una humilde violeta!", "¡todo lo invade el triste jaramago!"

El ex Presidente de la República de hoy se encuentra con la sorpresa —repe-timos— de que el tiempo "apenas ha puesto una pátina leve sobre lo que fuera, en su niñez, novedad y encanto juveniles".

Así es, también, de alegre, hace ya más de medio siglo, ese rincón campe-sino para la familia Alessandri 'Palma. Pero nadie, entre los niños, como Arturo, para demostrar más absoluta felicidad a su llegada a la nueva casa. Pequeñín y todo, logra conocer en forma minuciosa, el jardín, el naranjal del segundo patio y el magnífico huerto de árboles frutales que le sigue. Conoce y distingue por sus peculiaridades, cada una de las plantas y experi-menta un goce extraordinario, un placer que cosquillea en sus petulancias de niño, cuando informa a sus familiares y empleados, de cuál ha sido el producto de sus infantiles observaciones.

En primavera y verano gusta sentarse después de almuerzo en el corredor del edificio, donde se entretiene a diario en admirar los efectos que produce la luz en un potrero, todo verde de alfalfa, que hay frente a la casa, y que limita al fondo con el Guaiquillo, pintoresco estero de aguas cristalinas, bordeado de matorrales bajos.

Más allá del estero vénse unos llanos estériles, de suelo gredoso, pertene-cientes a otro propietario. Todo eso llama la atención del niño, confundién-dose en su cabeza preguntas contradictorias que él no sabe pero quisiera resolver. "¿Por qué las diferencias de las tierras? ¿Por qué el agua que se desliza por ambos predios, fecundiza unas y mantiene improductivas las otras?" Arturo se imagina y quiere suponer que el suelo es igual en todas partes.

8Santiago Iglesias.

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(La m a y o r satisfacción d e l niño en los días despejados es contemplar desde n banco de troncos, sito en el corredor de la casa, frente al camino de la

c o r d i l l e r a , la sabana plácida de un verde potrero que, por refracción d e

]a luz solar, cópiase al igual que en inmenso espejo en el cielo diáfano. C u a n d o allí se instala exáltase su imaginación infantil y lo inundan senti-mientos y aspiraciones que se atrepellan en su espíritu. No pocas veces se s o r p r e n d e hablando solo, como si se encontrara-frente a frente de un inter-locutor invisible.

D e t r á s de los llanos, a poca distancia del Guaiquillo hay unas lomas en d o n d e , durante la noche, la piedad campesina enciende velas de sebo en ho-m e n a j e a San Esteban'.

En las tardes, cuando se extinguen los últimos rayos del Sol, no falta nunca a este observatorio; pero ahora no para ver el fenómeno de espejismo a que hemos aludido, sino para sorprender las luces que la piedad campesina e n c i e n d e al santo de su devoción en montículos de piedras negras, pequeños puntitos luminosos que detrás del potrero, sobre la línea del horizonte, parecen agruparse como una asamblea de luciérnagas.

La gran preocupación de Arturo y un entretenimiento que no hay como suplirla es "pescar" en la obscuridad las primeras luces que aparecen en las faldas de la loma. Se amarga y queda preocupado hasta la hora de dormir, cuando el viento u otras causas no permiten que aquellas mariposas de fuego c o m i e n c e n a brillar en las sombras, allá lejos, en el distante rústico san-tuario.

Sería imposible descubrir en la complejidad de los razonamientos del hombre maduro, las mil conjeturas y castillos en el aire que un hecho, así de simple y primigenio, produce en el cerebro de un niño.

La vida física tiene también importante capítulo en este rincón de la campiña. A poco tiempo de llegar a "San Pedro del Romeral", Arturo consi-gue que su padre le enseñe a montar a caballo; cuando ya el niño lo hace con cierta destreza, don Pedro le regala un mampato tordillo, que bautizan con el nombre de "El Puma". Es una alegría con rastros para siempre, la que experimenta el mozuelo. Aún en sus 79 años, el niño de aquel entonces recuerda este hecho con tierna y melancólica emoción. ¡Qué felicidad in-olvidable esa de ensillar "El P'uma" con una montura chilena en miniatura, sentada en ricos pellones, con unos estribos de madera labrada y lazo autén-tico amarrado atrás, a la usanza de los jinetes campesinos! Nadie más satis-fecho, nadie más contento con su suerte, que aquel proyecto de huaso, a horcajadas en el tordillo minúsculo, recorriendo al lado de su progenitor los trabajos que se efectúan en el fundo o atravesando, al trote, los riachuelos olorosos a romerillo y a tierra mojada. "El perfume del pasto nuevo —nos ha dicho en sus confidencias el señor Alessandri— me produjo siempre indes-criptible placer. Para sentir ese perfume, iba desde la primavera hasta muy entrado el otoño a sentarme bajo los árboles. Horas enteras me quedaba allí respirando con fruición, deleitándome, con un poco de goce selvático, en mirar cómo los animales hostigados por el sol iban, con paso lerdo, entorpe-cidos sus movimientos por el calor y el sueño, a buscar refugio bajo la som-bra de los grandes árboles".

".. .Impossibil sempre fu d'insieme unir Política e Virtu"

Una de las medidas más eficaces realizadas j^or el Ministro Portales para prevenirse contra la intervención del Ejército en la vida de las instituciones

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civiles de la República, fue la creación de los llamados "Guardias Naciona-les" o "Batallones de Cívicos". Esta creación permitió no sólo el desarrollo del orden constitucional sino que, asimismo, garantizó la tranquilidad pública con respecto a las dificultades que pudieran presentarse en materia de relaciones exteriores, porque en realidad los "Guardias Nacionales", o "Cívicos" —como también se les llamaba—, podían convertirse en cualquier momento, en un ejército colaborador del Ejército, es decir de las tropas de línea.

El asesinato de Portales no tiene ningún influjo en el mantenimiento de estos batallones, y las cosas siguen hasta 1878 de la misma manera que las había ideado el gran Ministro de los pelucones, año en que por motivos de buen gobierno y ante la inminencia del conflicto con Perú y Bolivia, la Mo-neda ordena disolverlos.

Don Pedro Alessandri Vargas, con el entusiasmo de todos los "civilistas" de la época, ingresa a este cuerpo de voluntarios y alcanza, antes de mucho, el grado de Capitán de la Primera Compañía del Batallón Cívico N? 1 de Santiago, Comandado por don Manuel Rengifo.

Don Macario Ossa, Teniente en 1862 de ese mismo Batallón, cuenta a propósito de las calidades personales del señor Alessandri Vargas, una anéc-dota que pinta de cuerpo entero su carácter, y que nos servirá en este capí-tulo como antecedente psicológico para comprender mejor las briosas reac-ciones de su temperamento emocional8.

"Un 19 de septiembre —dice el señor Ossa— la tropa que regresó del Parque y a la cual en esos años se declaraba franca después del habitual ejercicio a fogueo, hallábase exaltada a consecuencias del licor bebido en las parrandas inseparables de aquella fiesta; y en circunstancias en que se reinte-graban al Cuartel y cuando el Comandante y muchos oficiales se habían retirado, dio origen a un gran desorden con proporciones de sublevación. Baste decir que algunos soldados cargaron con sus armas contra los pocos oficiales que quedaban en el Cuartel; los que, yo entre ellos —añade simpá-ticamente don Macario— sólo atinaron a .ponerse precipitadamente a salvo en las oficinas, detrás de las puertas, o en algún rincón más cercano.

"Advertido don Pedro Alessandri Vargas de esta incidencia, y distante ya del cuartel como a una cuadra, volvió corriendo, desenvainó su sable y pre-cipitándose en medio de la tropa amotinada, derribó a dos o tres sargentos que pretendieron agredirlo. A los demás se les impuso a gritos, obligándolos a depositar sus armas en la armería. A los más rebeldes se les fue al cuello y a empujones los encerró en el calabozo. Sólo a los que se habían mantenido ajenos al tumulto les permitió retirarse del Cuartel".

Este contacto con los "Cívicos" ahonda en el espíritu de Alessandri Vargas un sentimiento fervoroso por el Gobierno de inspiración portaliana; y aquí en el fundo de Curicó —aun cuando no está afiliado como militante a par-tido político alguno—, es el hombre de mayor influencia electoral.

Ahora estamos en el año 1876, postrimerías de la Administración de don Federico Errázuriz Zañartu. En la directiva de los Partidos hay gran revuelo tanto en Santiago como en provincia, pues se acercan las elecciones de Sena-dores y Diputados.

Intendente de Curicó es don Gabriel Vidal, que como todas las autorida-des de esa época, tiene orden de combatir a sangre y fuego a los candidatos de oposición y asegurar el triunfo de los partidarios del Gobierno. Este abuso tiene ciego de cólera a don Pedro, que para descargar sus nervios apoya al contrario del candidato oficial, un joven conservador que apenas

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, a cumplido la edad para ser Diputado, pero que lleva un apellido ilustre; se ¡lama Angel Custodio Vicuña».

iDon Pedro no es pelucón, ni reconoce como suya ninguna tienda polí-tica; pero la intervención electoral de los liberales lo exaspera, y se lanza c on tenaz esfuerzo a la pelea de las urnas.

En los años que vamos corriendo existen, como títulos para sufragar, las caj¡ficaciones o cédulas de identidad, y quien reúne en su poder un mayor n ú m e r o de ellas dispone del electorado. En pocos días don Pedro cuenta con

r a n parte de las calificaciones existentes en el Departamento. Las adhesio-nes a Vicuña aumentan por la campaña de opinión que se estimula en la p r e n s a , en reuniones y mítines al aire libre, en donde don Pedro revela ser o r a d o r de fuste, no sólo por el timbre de su voz y corrección de su lenguaje, sfno, también, por la solidez de su raciocinio. Cacla vez que sube a la tribuna el pueblo ruge a su alrededor al influjo de su verba vigorosa.

Pocos dudan del éxito si las cosas siguen caminando de ese modo. Pero e n t r e esos pocos, está el señor Intendente . . .

El hombre sonríe, porque de acuerdo con los métodos en uso, cuando la a u t o r i d a d se considera perdida, deja en libre emisión a los sufragantes; mas..., a la hora del escrutinio, la policía, sin recato, impúdicamente, toma las urnas, destruye las cédulas caídas, reemplaza el nombre de los triunfa-dores por los de los candidatos gobiernistas y entrega las cajas receptoras de sufragios a los "vocales", que casi siempre son nombrados ad hoc. Y . . . ¡claro! —terminado el "escrutinio"—, al revés de la frase de Francisco I "tout est gagné, fors l 'honneur".

Don Pedro calcula que el Intendente observará este procedimiento, y se prepara para frustrarlo. Las principales mesas están cerca de la ciudad de Curicó en unos molinos de propiedad de unos jóvenes conservadores de apellido 'Vidal, los cuales, malgré su filiación política, le guardan, sin em-bargo, al representante del Ejecutivo muchas consideraciones, pues los une a él un fuerte vínculo de sangre: son hermanos.

Para contrarrestar el indudable atentado, don Pedro reúne una partida de más o menos 100 jinetes, caballeros en espléndidos y vigorosos animales. Cada jinete está armado de una dura penca o chicote. Una verdadera fuerza expedicionaria, no exenta de peligros.

Después de ruegos y hasta de algunos "pucheros", Arturo consigue que su padre permita que le acompañe. Don Pedro accede, no por debilidad, sino porque en el fondo le gusta que el mudhacho aprenda a "ser hombre" y mire de cerca los peligros para aprender a afrontarlos debidamente.

Gracias a esta accesibilidad paterna el niño puede presenciar un suceso curioso y triste de nuestras antiguas costumbres políticas, espectáculo inolvi-dable para Alessandri y que él recuerda con viveza extraordinaria.

Llegada la hora del escrutinio, se aproximan a las mesas partidas monta-das de policía, en unos jamelgos tan descomidos y flacos que apenas pueden caminar.

Es la hora del señor Intendente, y ahí está su caballería que avanza pri-mero al trote; luego con más fuerza, en una carga, que de haberla visto Rocinante se habría creído, en presencia de sus cuadrúpedos hermanos, un "pura-sangre". Los equinos, ahora se avalanzan anhelantes, tosiendo algu-nos, tropezando otros, bajo el hostigamiento de las espuelas "pacunas"10.

"Don Angel Custodio Vicuña, casado más tarde con doña Bartolina Pérez, fue el padre del conocido y prestigioso escritor y presbítero don Alejandro Vicuña Pérez.

"Pacuno, derivado de paco, que en lenguaje vulgar de Chile, equivale a poli-cial.

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Don Pedro observa todo esto a la distancia, al frente de sus huasos, cuyas cabalgaduras piafan apeixibidas para lo que va a ocurrir; y, sin poderse contener, con grito estentóreo ordena a sus jinetes que lo sigan a defender las urnas.

¡Este sí que es galope! Un solo bárbaro chivateo rueda en el viento. El tropel envuelto en una nube de polvo, tamborea sobre la tierra seca en direc-ción a las urnas.

Los policías al principio quieren oponerse a la cabalgadura campesina; pero no hay caso, aquellos hombres fornidos, con el sólo bordeo de las pencas hacen bambolearse a los "pacos" mal montados y a ración de ham-bre. Verdaderos centauros, los mocetones de don Pedro no tardan en impo-nerse completamente, mientras "guardianes" y jamelgos descuajaringados, caen al suelo, sin sentido, inutilizados caballo y caballero en mayoría de los casos.

"Las mesas —nos informa don Arturo, ordenando esos recuerdos— rodea-das por los jinetes y obligados los "vocales" a trabajar conforme a la volun-tad popular, verificaron los escrutinios que dieron abrumadora e indestructi-ble mayoría a don Angel Custodio Vicuña; y esto, precisamente, en el sitio elegido para consumar su derrota. La comuna de Villa Alegre, evitando así el fraude, dio el triunfo a la oposición y el Intendente perdió su puesto. Este funcionario, según me parece, fue reemplazado por el eminente ciudadano y poeta, don Eusebio Lillo, a quien yo conocí eñ la casa del fundo de mi padre, como Intendente de Curicó".

Este hedió, agregado hoy al anecdotario de la vida de Alessandri, nos demuestra una vez más cómo es de aguda y cierta la frase rimada de Juan Bautista Casti", escritor no por licencioso exento de sabiduría:

" . . .Es de toda inverosimilitud.. . que se enlacen política y virtud".

*

La extraña Sociedad

Durante los años que Arturo permanece en Curicó es siempre un niño muy solitario. Su hermano José Pedro estudia en Santiago; su hermana María del Carmen como mujer, tiene gustos y entretenimientos distintos a los suyos. Susana hace mucho después de la llegáda de su familia a "San (Pedro del Romeral" y de puro peneca río puede ser ni siquiera espectadora en las diversiones y pasatiempos del niño. Los dos hermanos que le siguen —Gilber-to y Julia— nacen poco después, antes de venirse Arturo al colegio de los Padres Franceses.

'De este modo, el "huasito" debe buscar la manera de divertirse por su cuenta, sin corro ni "patota" que le siga. De ahí, que tiene que formar un círculo de amigos con el mundo franciscano de los pacíficos animales de ese predio. Su íntimo, naturalmente, es el "Puma". El mampato tordillo, manso como una oveja, tolera impasible que el muchacho haga con él cuanto se le ocurre. Sin embargo, el "Puma" tiene un hábito detestable, una "ma-ña": no se deja pillar a lazo cuando se halla pastando. Le tiene horror a ese "apero" hasta el punto de que cuando divisa algún jinete con intenciones de lacearlo, arranca desatentado, sin sujetarse ante ningún obstáculo, aun-que éste sea pirca de piedra, alambrado de púa, valla de ramas de espino o zarzamora. La altura del inconveniente que se atraviesa en su camino no le importa y parece no considerar para nada las heridas o desgarramientos que

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gufre en los saltos de su loca carrera. Aunque se sienta cogido, no para, y si la c u e r d a resiste tampoco son inconvenientes para su rebeldía los costalazos y golpes que se da. Alhora, si el lazo se corta aumentará la velocidad de su tuga, y tal es su fuerza que más de un campero ha recibido terrible castigo, al romperse la cuerda y devolverse con el ímpetu del tirón para rebenquear la cara y cuerpo del jinete que lo maneja.

Sabedor de esta "maña" del Puma, José !Pedro, cuando viene al fundo a pasar sus vacaciones, se entretiene en lacear al nervioso animal, al que mu-chas veces debe seguir en su escapada hasta los fundos vecinos. Arturo y Tosé Pedro se quieren entrañablemente, pero éste tiene que renunciar para s i e m p r e a sus correteos del tordillo, pues la indignación de su dueño es tanta y tal su cólera cuando ve al hermano mayor molestándolo, que teme que la fraternal camaradería se trice en forma grave.

Como las salidas a caballo se realizan solamente en las tardes, muchas veces debe suspenderse para recibir las lecciones de primeras letras que le da doña Susana y Martina Bravo, profesora que sus padres, han contratado para el efecto.

A veces, por la mañana, se traslada a la lechería del fundo, sita cerca de su casa habitación y sigue allí, con ojos de curiosidad extrema, la ordeña de las vacas; otras, recorre los sitios y huertos cercanos, encaramándose, s e g ú n la época, hasta la copa de los árboles para robar nidos de pájaros y coleccionar los huevos después de extraerles su contenido por dos orificios contrapuestos. Jun ta así un numeroso muestrario de diversas clases y espe-cies, que él exhibe a los huasos del fundo, los cuales, displicentes y cachazu-dos, le expresan con laconismo una admiración que no sienten.

iDe vuelta de estas visitas, nunca deja de encaramarse a los árboles, placer que lo hace olvidar anteriores matasuelos y no pocas palmadas de la señora Susana, que no puede tolerar que llegue a diario con los pantalones desga-rrados y las canillas llenas de machucones.

Otro de los entretenimientos favoritos de Arturo es criar pájaros exóticos y de difícil domesticidad. Es así como llega a su poder un "águila", un "traro" y un "tiuque". Se los traen de regalo unos inquilinos del fundo, que conocen las inclinaciones del "patronato". Estas aves las recibe cuando eran aún polluelos y estaban desplumadas y por lo tanto sin alas aptas para volar. La tarea del muchacho para enseñarles costumbres nuevas a las de su instintividad, no es fácil; sin embargo, mediante una vigorosa educación, consigue en sus "amigos" modificar esas determinantes ancestrales.

El águila es un ave rapaz que para alimentarse sorprende, mata y des-troza a pájaros indefensos o a pequeños animales; tiene vista prodigiosa, se cierne sobre sus alas a inmensa altura; observa su presa sin ser vista ni senti-da, la ubica cuidadosamente y se lanza sobre ella con la velocidad del rayo. En posesión de su víctima, remóntase en el espacio, abre sus inmensas alas rumbo a las nubes, y perdiéndose en la altura se dirige después a algún alto picacho, donde disfrutará de las delicias de su cacería sin ser molestada ni perturbada por ningún otro ser viviente.

El traro es un pájaro alto, de largo y fuerte pico, con una especie de som-brero de plumas negras en la cabeza; majestuoso, solemne y muy reposado en el andar. Se alimenta por lo general de gusanos que extrae de la tierra o restos de carne que encuentra entre los desperdicios donde otros pájaros o animales tuvieron su festín; pero fuera de los insectos, no ataca a ningún ser vivo.

El tiuque, más chico, menos bonito y en modo alguno tan majestuoso como el traro, es también carnívoro, sin ser tan rapaz como los anteriores. Este pájaro abunda mucho en los campos de Chile. En los potreros donde

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hay animales, se le ve siempre rondando a las vacas y bueyes en reposo. Se acerca cautelosamente a ellos y, poco a poco, consigue que le permitan posarse encima del lomo, mientras duermen o descansan. Ya instalado allí, se dedica a la humanitaria tarea de sacar y comerse los parásitos de toda especie que habitan en el cuero de esos rumiantes. Son muchos los que desempeñan esta policía de aseo, principalmente en los potreros de engorda; aunque no es raro que, en ocasiones, junto con el parásito levante el tiuque un pedazo de pellejo clel cuadrúpedo, quien sólo volverá a permitir esa visita cuando la cicatriz y el tiempo le hayan hecho olvidar al dolor sufrido.

A los tres ejemplares que acabamos de señalar, el pequeño Arturo los convierte —apretado por el círculo de su soledad infantil— en tres miembros de una familia amable, cariñosa, que él integra en calidad de amigo y mentor.

'Los tres pájaros son alojados al fondo del inmenso patio de la casa, en una gran jaula; esta jaula tiene sin embargo un inconveniente; está cerca de la vivienda en que habita "Napoleón", formidable perro mestizo de danés, de pelo negro y un hümor tan revuelto e infernal como el color de su pe-llejo. Este canino pasa todo el día atado por una gruesa cadena: solamente en las noches don Pedro lo suelta para que ronde y cuide la casa, previ-niendo a los moradores de la hora en que se le pone en libertad, a fin de evitar cualquiera desgracia; pues no hay duda que si "Napoleón" encuentra a alguien en su camino que no sea don Pedro, doña Susana o la persona que le da la comida, ese "alguien" no podría volver a su casa a contar el cuento.

Cuando "Napoleón" ve llegar el nuevo "equipo" a tomar posesión de un punto dentro de sus dominios, se pone furioso y ladra como un condenado, dando saltos tremendos, que casi cortan la cadena por la violencia de los sacudones. Es inútil que Arturo con palabras y ademanes procure conven-cerlo de que "deben ser amigos y formar todos juntos una sola familia. Rabio-so el perro, con los ojos empurpurados de sangre, no cede y a cada instante su actitud es de mayor amenaza.

Pasan así los días, y "Napoleón" no pone término a sus airadas protestas, cada vez que el niño acude a visitar a sus "amigos". Entonces Arturo decide poner en práctica un procedimiento a todas luces florentino: con mudha cortesía obtiene que la cocinera, que es muy compinche con "Napoleón", porque es ella la que le lleva la comida, disminuya la ración al bruto, y así lo siga haciendo hasta suprimírsela por completo. £1 día que esto sucede, pasada la hora de la merienda, "Napoleón" se transforma en un verdadero tigre y nunca antes fueron más estentóreos los ladridos como éstos con que ahora pone en alarma a los habitantes de la casa. Es precisamente en ese mi-nuto, cuando aparece el pequeño Arturo: ufano, risueño, portando entre sus brazos pequeñines una repleta y apetitosa fuente de manjares perrunos. Al verlo acercarse, el can deja de ladrar; aún más, ni siquiera gruñe, pues con algo de displicencia, pero indudablemente con espíritu de gratitud, mueve la cola. El experimento se repite varias semanas y antes de dos meses "Napo-león" es un manso cordero para el pequeño Arturo Alessandri Pa lma . . .

Junto con darle la comida a "Napoleón", el niño lleva también, diaria-mente, en tiesto aparte, el alimento para sus amigos los pajarracos. El perro —diríase que con perspicacia— observa la amistad del chico con sus emplu-mados "concomilones". A medida, pues, que corren los días, su recelo por los que él consideraba intrusos vecinos, decae y transige.. .

Cuando Arturo se convence que sus relaciones con "Napoleón" llegan a un punto de franca cordialidad, se da poco a poco a jugar con él, acaricián-dolo y permitiéndose ciertas confianzas de amo con el fornido animal, como por ejemplo, darle cariñosos puntapiés y tirarle de las orejas sin respeto

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j„ u no. A estas alturas, se decide, y pide que sus padres lo autoricen para ello, a sacarle la cadena por las noches.

Con esto, el niño consigue la mitad de su objeto; el perro feroz de otros tiempos lo mira con afecto y lo saluda con vigorosos movimientos de su larga y gruesa cola. A veces también le lame las manos cuando éste le acerca la c o m i d a o lo toma del collar para soltarlo.

F a l t a ahora la otra mitad: que ' 'Napoleón" se haga amigo con los pajarra-cos. Y también lo consigue. Una tarde aprovechándose que "Napoleón" está bien comido y ya dispuesto a dormir su regalada siesta cotidiana, tendiéndose c u a n largo es, Arturo acerca a uno de sus pupilos, al mismo tiempo que pasa sus manos por las plumas del ave para significarle al perro que él lo protege. C o n t r a lo que espera el niño, al danés le parece malísimo ver tan próximo a su hocico a uno de aquellos seres alados y no demora en exteriorizar su d i s g u s t o con un áspero gruñido. Se calma, sin embargo, al oir la orden seca del amito, que luego se adama en instancias y exigencias amigables.

Así, hasta que "Napoleón" acepta formar parte de la extraña sociedad; camaradería perfecta formada por un niño, un perro y tres pájaros de espe-cies casi indomables.

Desde entonces ésta es la familia que preocupa y llena las horas disponi-bles del vivaz muchacho. A veces, cuando el águila tiene frío, se recuesta junto al cuerpo del perro; y el tiuque, se pasa horas de horas despulgando minuciosamente al Sansón vencido. Dalila metamorfoseada, el ave se pasea ahora sacudiendo su plumaje, con displicencia y señorío, a lo largo del cuer-po, de la testa al rabo, del ex ogro. . .

iLos tres pájaros comen juntos, sin disputas ni malquerencias, vigilados • por los ojos complacientes de "Napoleón", que ahora se siente un poco padre.

Por desgracia, no todo es ventura y alegría en los hechos de esta sociedad en la que Arturo Alessandri Palma revela por primera vez sus condiciones de político y dominador de caracteres. Cuando los pájaros ya están crecidos, se les recorta las plumas de las alas para que puedan andar por todas partes sin emprender el vuelo. Sin embargo, el águila, que hace constantemente ejerci-cios de elevarse con las pocas plumas que le han dejado, entra un día volan-do en la cocina y, en un abrir y cerrar de ojos, desaparece de la misma ma-nera con un gran trozo de carne que se tenía listo para asarlo a la parrilla.

En presencia de tamaño desacato, la cocinera eleva el grito al cielo, pues en realidad aquella sustracción significa parte del almuerzo; y con los gritos pone en alarma a la casa, atrayendo a los esposos Alessandri, los que al im-ponerse del robo montan en cólera y decretan la expulsión de los tres paja-rracos.

No poco trabajo le cuesta entonces al pequeño conseguir que revoquen la dura sentencia; pero no debería clurar mucho el triunfo de haberlo conse-guido, pues pronto llega la época de que lo lleven a Santiago a internarse en los Padres Franceses, quedando la pobre Colonia del tiuque, el águila, el perro y el traro, sin su generoso y cordial defensor.

Antes de irse Arturo a la capital ocurre una escena patética: la despedida del extraño consorcio. El niño se imagina, por el amor con que está unido a aquel grupo que éste no sólo le quiere sino, también, lo comprende; y antes de separarse dedica una tarde entera a conversar con sus amigos en el meta-físico lenguaje que el afecto pone en los ojos humanos, para transmitir el misterioso efluvio con que la vida universal se amarra —a despecho de torpes ironías— en secretas, profundas comunicaciones, eslabonadas por la invisible

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cadena del amor franciscano o búdico, que une en panteística fratría de seres y cosas, al gusano y la estrella, al irracional y al hombre . . .

*

La Guerra del Pacífico

El 14 de febrero de 1879, las tropas chilenas ocupan el puerto boliviano de Antofagasta. Con este acto se inicia la Guerra del P'acífico, en la que inter-vienen las Repúblicas de Bolivia y Perú —ambas unidas por un alianza secre-ta—; y la de Chile, que busca, en la decisión de las armas, el respeto a claros derechos, desde hace tiempo reclamados del Gobierno de Sucre. A objeto de comprender este período dramático de la historia iberoamericana, necesario para el entendimiento ordenado de estas páginas, haremos una síntesis su-marísima de sus causas y consecuencias de esta guerra fratricida.

Desde los inicios de la Colonia, Chile ocupa en el Litoral y Desierto de Atacama una faja de tierra extendida hacia el Norte hasta el grado 23. Suelo desértico, que caldea un sol abrasador, donde la vida humana es poco menos que imposible, nadie, durante siglos intentó disputarle a su yermo esa pose-sión.

Esta primacía de hecho cambia, de súbito, en 1841, año en que los grandes depósitos de guano que se descubren al sur del Perú, en las costas desoladas de la provincia de Tarapacá, comienzan a transformarse en fuente de mag-níficos recursos para el erario de aquel país.

Correlativamente a este hallazgo, el Gobierno de Chile abre los ojos e impulsa a un grupo de "pioneers" de la raza a emprender en el litoral de Atacama búsquedas sistemáticas del precioso abono.

El trabajo de estos aventureros de la (Pampa es ímprobo, abocado casi a los límites de un sacrificio estéril y muchas veces a la Muerte. Por eso, a fin de proteger a sus conciudadanos en las mínimas expectativas de triunfo que pueden divisarse, el Gobierno de Chile promulga el 31 de octubre de 1842, una Ley que declara propiedad nacional las guaneras que existan en el Litoral del Desierto de Atacama y en las islas e islotes adyacentes. Al mismo tiempo, reglamenta el negocio de este producto y fija los derechos de expor-tación que deben gravarlo.

Hasta ese momento los países limítrofes no hacen gestión alguna para inte-rrumpir la declaratoria de posesión chilena en que se basa la medida que acabamos de indicar.

Sin embargo, conocida la Ley citada, por los industriales de Bolivia, indu-cen éstos al Gobierno del Altiplano a que acredite en Santiago a un Encar-gado de Negocios para que entable de inmediato una protesta en contra de esa ley del 31 de octubre. El diplomático que se nombra es don Casimiro Olañeta, que apenas llega a la capital de Chile cumple la orden de su Gobierno.

En la nota correspondiente, el señor Olañeta expresa que el Gobierno de 'Bolivia no reconoce la jurisdicción y soberanía de Chile en esos territo-rios. La respuesta chilena no pudo ser otra, naturalmente, que la establecida por los hechos históricos de su posesión ininterrumpida, primero como Go-bernación del Imperio Español; y luego, como República independiente, lo que da una suma de más de tres siglos. Esta posesión, como ya lo hemos dicho, abarca el Litoral y Desierto de Atacama hasta el grado 23 de latitud sur.

Olañeta, sin mayores instrucciones ni antecedentes sobre el asunto debati-do, no insiste y declara que esperará nuevas órdenes de su Gobierno.

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A primera vista parece, sin embargo, que el Gobierno de ÍBolivia no tiene y o r interés en el pleito que ha iniciado; pues 'Olañeta no recibe los ante-

c e d e n t e s que aguarda ni se acentúa más el diferendo hasta pasados algunos

^Vuelve otra vez sobre el mismo tópico en 1859 por conducto de otro Ple-nipotenciario boliviano, don Manuel M. Salinas.

A la representación de Salinas, el Gobierno de Chile responde lo mismo a u e a la de su antecesor, el señor Olañeta, confirmando sus claros títulos o o s e s o r i o s , con pruebas aún más concluyentes. Esa nota chilena tiene fecha 9 de julio de 1859.

Silencio de Bolivia. Pero ese mutismo es roto tres años después con carac-teres novedosos.

Hemos dicho que desde el año 1841 varios exploradores chilenos comien-zan a internarse en el desierto en busca de depósitos de guano y de riquezas m i n e r a l e s . Veinte años más tarde, esta caravana se convierte en numerosa i n m i g r a c i ó n , movida por nobles expectativas. Entre ese puñado de audaces c a m i n a ahora el ciudadano don Matías Torres, que con licencia de la auto-r i d a d chilena explota un depósito de guano al sur de Mejillones. Pues bien, un día, en pleno trabajo de la Pampa, el señor Torres es apresado por orden de las autoridades bolivianas de Cobija que disponen en seguida la reali-z a c i ó n de los bienes de éste en pública subasta.

Protesta del Gobierno de Chile, que la firma el Ministro de Relaciones de aquel entonces don Manuel Antonio Tocornal, en nota de 25 de octu-bre de 1862.

Esta gestión chilena no consigue el éxito apetecido, pues el Gobierno de Bolivia aprueba en todas sus partes el procedimiento de las autoridades de Cobija, y desconoce, por primera vez, no sólo el dominio chileno en el Litoral y 'Desierto atacameño, SINO AQUELLO SOBRE LO CUAL NO HABÍA DISCU-

SIÓN; LA POSESION INMEMORIAL DEL TERRITORIO POR PARTE DE CHILE.

Entretanto, la nota de 5 de julio de 1859 permanece sin respuesta, motivo por el cual el Gobierno de Santiago sólo se limita en su réplica "a llamar la atención del Gobierno de Bolivia —sobre dicha nota— y a dejar constancia una vez más de los ¡hechos en que se funda el dominio chileno en el territorio ya indicado".

Estas razones de Chile le cabe ahora tramitarlas al nuevo Encargado de Negocios de Bolivia en Santiago, don Pascual Sorucco, que recibe el nom-bramiento correspondiente el 3 de marzo de 1863.

Mas, aunque parezca extraño, luego que el señor Sorucco presenta sus credenciales y se fi ja su primera conferencia con el Ministro de Relaciones Exteriores de Chile, manifiéstale en ella a este Secretario de Estado que no puede entrar en ninguna discusión relativa al arreglo de las diferencias de límites de los dos países "porque espera instrucciones de su Gobierno".

Esto ocurre el 13 de abril de 1863. Un mes más tarde, ante la insistencia del Ministro de Relaciones Exteriores de Chile para que se pronuncie al respecto, el señor Sorucco le contesta a la letra lo que sigue:

"El infrascrito tiene el sentimiento de decir al señor 'Ministro, en respues-ta a su muy estimada nota, que aún no ha recibido las instrucciones que espera de su Gobierno, y sin las cuales no le es posible entrar, por ahora, en discusión sobre los puntos indicados. No debe, entretanto, el infrascrito, ocultar a S. E. el señor Ministro, la sincera satisfacción con que observa el interés que el Gabinete de Santiago manifiesta por que las desagradables cuestiones que hoy interrumpen las amigables relaciones entre ambos países sean, cuanto antes, arregladas, y confía en su alta ilustración al esperar que 10 serán de una manera justa y razonable, cual cumple a la dignidad de dos

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Estados limítrofes y hermanos, y a la reconocida probidad y rectitud del Go-bierno de Chile".

No es ésta, sin embargo, la razón verdadera de la extraña actitud del señor Encargado de Negocios. Bajo aquella apariencia finamente diplomática, ha ocurrido ya un hecho gravísimo y de transcendentales consecuencias para las relaciones de ambas Repúblicas limítrofes. El 31 de marzo de aquel mismo año, es decir, ocho días después que el señor Sorucco fuera investido en el carácter de Encargado de Negocios de su país ante el Gobierno de Chile, el Presidente de la (República Boliviana, don José María de Achá, convoca a la Asamblea Nacional de su patria, y luego de los informes que le pre-senta, y de la acción bélica que le insinúa, éste lo autoriza para declarar la guerra a Chile.

En otras palabras, cuando el 13 de mayo de 1863 el señor Sorucco asegura al Ministro de Relaciones Exteriores de Chile "que aún no ha recibido las instrucciones que espera de su Gobierno", hace ya un mes y 13 días que la Asamblea Nacional de 'Bolivia ha tomado gravísimas decisiones al respecto.

Al interrogarse al señor Sorucco sobre el alcance de la medida que se indi-ca, éste se manifiesta tan sorprendido como el mismo Gobierno de Chile "sobre los hechos que se refieren".

Un acto de trascedencia ibero-americana viene a cambiar el curso de los acontecimientos: la ocupación de las islas Chinchas por la escuadra espa-ñola, que pone al Perú en estado'"de beligerancia con la metrópoli ex im-perial. Ese hecho no puede menos que alarmar el espíritu americanista del Gobierno de Chile, y a fin de producir la coordinación y firmeza unánimes de los países sudcontinentales, Chile entra en un acuerdo inmediato con Bolivia, en el cual cede gran parte de sus indiscutibles derechos. El Tratado se firma en Santiago el 10 de agosto de 1866 y lo suscriben: el (Plenipoten-ciario de Bolivia, señor Muñoz Cabrera, y el Ministro de RR. EE. de Chile, don Alvaro Covarrubias.

En ese arreglo se estipula, "que los productos de los depósitos y el de los deredios de Aduana que hubieren de percibirse por la exportación de los mi-nerales que se extrajeran de los territorios comprendidos entre los grados 23 y 25, serían repartidos por mitad entre ambos gobiernos, comprometién-dose también a pagar por mitad una indemnización de $ 80.000 a diversos particulares, casi en su totalidad chilenos, puestos que todas las industrias establecidas entre los grados 23 y 25 eran explotadas por capitales y por ciudadanos chilenos".

Por el mismo Tratado se desciende un grado más al Sur la línea fronteriza entre Chile y Bolivia, la cual queda señalada por el paralelo 24.

En los círculos políticos, este arreglo de Chile se recibe con visible des-agrado. Sin embargo, el ambiente general se amolda en el sentido de que hay que aceptar ese sacrificio de nuestros derechos seculares sobre el Desierto, en beneficio de la paz ibero-americana.

Chile, cumple los compromisos contraídos. Por desgracia, no ocurre lo mismo con Bolivia. Varias de las prescripciones, y entre ellas la de entregar al Gobierno de Chile la mitad de los impuestos percibidos en la zona media-nera, no se respetan.

Nuevo esfuerzo de la Cancillería chilena, y las dificultades señaladas bus-can solución en un convenio, que se firma el 5 de diciembre de 1872, entre el Encargado de Negocios de Chile, don Santiago Lindsay y el Ministro de RR. EE. de Bolivia, don Casimiro Corral. Este convenio es "un modus vivendi aceptable mientras se llega a un acuerdo definitivo".

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L l e v a d o al Congreso de Bolivia el Convenio Lindsay-Corral, en sesión de 19 de mayo de 1873, la Cámara resuelve aplazar su examen hasta el año venidero. . . . ,

No hay piedra de tope y las negociaciones continúan, las que parecen lleear a término con el Tratado de 1874 que suprime —motivo de continuos desacuerdos— la medianería, excepto para los guanos.

C o m o se ve, el Gobierno de Chile cede y cede. . . En esta oportunidad las concesiones de Santiago habían llegado casi a un

máximum, a objeto de contentar al Gobierno de Bolivia; mas, si el pacto de 1874 no desagrada a los hombres del Altiplano; contraría, sin embargo, y suscita una oposición formidable, entre los políticos del Perú.

A pesar de todo, el Tratado se impone. En él —sacrificio efectivo por la naz ¡nteramericana— Chile hace abandono voluntario de todas las ventajas nue le acuerda el pacto del 66. Los únicos beneficios reales para Chile están comprendidos en el artículo 49 del nuevo Tratado, el que dice a la letra:

"Los derechos de exportación que se impongan sobre los minerales explo-tados en la zona de terreno de que hablan los artículos precedentes (paralelo 23 y 24) no excederán la cuota que actualmente se cobra; y las personas, industrias y capitales chilenos no quedarán sujetos a más contribuciones, de c u a l q u i e r a clase que sean, que a las que al presente existan. La estipulación c o n t e n i d a en este artículo durará por el término de 25 años".

Este pacto, de ventajas mínimas para Chile, lo viola una ley boliviana antes de cinco años, a partir de su vigencia. En efecto, el Congreso de ese país aprueba en 1878 una ley por la cual se establece un impuesto de diez centavos, como mínimo, por quintal de salitre exportado, aumentándose con ello al doble el impuesto ya existente.

Nota del Gobierno de Chile. Silencio del Gobierno de Bolivia. Conferencia cinco meses más tarde, del Ministro chileno en Bolivia, don

Pedro N. Videla, con el Gabinete de aquel país. Declaración de los Ministros, que expresan a ese representante que "después de consultar al Presidente de la República, se había decidido en Consejo de Gabinete, cobrar desde luego el impuesto".

Ante ese hecho insólito, Videla, luego de manifestar su extrañeza por una resolución que considera inconciliable con las promesas que el Gobierno de Bolivia ha venido expresándole al de Chile, da lectura a una nota recibida de Santiago, en la cual el Canciller chileno indica a su representante que "la negativa del Gobierno de Bolivia a una exigencia tan justa como demostra-da, colocaría al mío en el caso de declarar nulo el tratado de limites que nos liga con ese país; y las consecuencias de esta declaración dolorosa, pero abso-lutamente justificada y necesaria, serían de la exclusiva responsabilidad de la parte que hubiera dejado de dar cumplimiento a lo pactado".

El tono de Chile es ahora seco y terminante. Los Ministros bolivianos comprenden de inmediato por el conocimiento que tienen de la historia de América, que los vascos del sur —amalgamados con la sangre de Arauco— no amenazan en balde. Solicitan, pues, un compás de espera para hablar con el Presidente de la República. Videla les contesta que tiene la necesidad de una respuesta categórica y rápida, pues quiere aprovecharse de la salida del Correo inmediato para lo cual faltan sólo pocas horas.

La conferencia se levanta en medio de una atmósfera preñada de nubes de tempestad.

Una hora después, el Subsecretario de Relaciones llega hasta la Legación de ¡Chile a comunicar al Ministro Videla que "se ha resuelto suspender toda medida hasta que llegue a sus manos la contestación (atrasada en cinco meses) del Gobierno de Bolivia a su nota de 2 de julio".

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Videla pregunta: —¿Aguardará el Gobierno de Bolivia para poner en ejecución la ley en

referencia, a que el Gobierno de Chile tome conocimiento de la comunica-ción que se acaba de poner en mis manos?

A esta pregunta del representante chileno, se contesta por nota de 18 de diciembre, "QUE LA ORDEN DE CUMPLIR LA LEY SE HABÍA YA EXPEDIDO".

¡La Tragedia marcha rápida. El 6 de enero de 1879 el Ptefecto de Antofagasta se acerca compulsiva-

mente a las oficinas de la Compañía Chilena de Salitre de ese puerto, y le expresa que los impuestos aludidos debe pagarlos a contar desde el 14 de febrero del año anterior, fecha de la resolución de la Asamblea de Bolivia.

El Directorio de la Compañía opone razonamientos basados en el Derecho Internacional Público, y da excusas de no poder cumplir con la orden de la Prefectura.

Ante esa actitud de la Compañía de Salitre, la autoridad boliviana manda trabar embargo sobre sus bienes y conducir a la Cárcel Pública a su gerente, el señor Jorge Hicks.

¿Era la guerra con Bolivia? Todavía n o . . . El Gobierno de Chile, en un postrer esfuerzo en homenaje

a la paz, en la cual sueña y espera, ofrece dos veces acogerse al arbitraje. Estos sentimientos de Chile se interpretan equivocadamente por los inter-

nacionalistas del Altiplano. >No se ve en ellos una demostración de anhelos de convivencia y amistad en bien de la familia americana; se piensa, al con-trario, en un signo de visible flaqueza. "Pueblo de agricultores y mineros —diríanse—, con muy poca práctica revolucionaria, es lógico que no estén preparados para la guerra".

Al acceder al arbitraje para el caso de que no fuera posible un arreglo directo, el Ministro chileno manifiesta que una situación de esa naturaleza "incierta y llena de peligros", no puede prolongarse por más tiempo sin ocasionar perjuicios considerables a ambos países; tal incertidumbre debe desaparecer cuanto antes, y para ello es necesario que el Gobierno de Bolivia haga conocer lo más pronto posible su pensamiento". Y agrega, con el interés angustioso que los acontecimientos van creando en la opinión pública de Chile: "Ruego, pues, a <V. E. que cualquiera que sea la resolución definitiva que en vista de la presente nota adopte su Gobierno, se digne comunicármela antes del 23 del corriente; porque en ese día debo yo transmitirla a mi Go-bierno que con intenso interés espera el desenlace de esta cuestión".

¿No es para creer débil y circunspecto este lenguaje de los dirigentes chilenos?

Con orgullo ultrajante, el Gobierno de Bolivia deja la nota de Videla sin contestación; pero, días más tarde, el 1? de febrero de 1879, dicta un Decreto por el cual se confiscan todos los bienes de la Compañía.

Insistimos en que la idea de la incapacidad bélica de Chile era poco me-nos que dogma de fe entre los dirigentes bolivianos. El mismo Presidente Daza, con motivo del Decreto de confiscación a que acabamos de aludir, le escribía al Prefecto de Antofagasta en los términos que siguen:

"Tengo una buena noticia. H e fregado a los gringos (se refiere a Mr. Hicks) decretando la reivindicación de las salitreras y no podrán quitárnos-las por más que se esfuerce el mundo entero. Espero que Chile no interven-drá en este asunto. . . , pero si nos declara la guerra podemos contar con el apoyo del Perú, a quien exigiremos el cumplimiento del Tratado Secreto. Con este objeto voy a mandar a 'Lima a Reyes Ortiz. Ya ve Ud. como le doy buenas noticias que Ud. me ha de agradecer eternamente y, como le dejo

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dicho, los gringos están completamente fregados y los chilenos tienen que perderse y reclamar nada más".

Cuando se notifica a Videla el Decreto que confisca los bienes de la Com-nañía chilena, éste, de acuerdo con las instrucciones del Gobierno de Chile, envía una nota ultimátum al de Bolivia exigiéndole que en el término de 48 horas responda si acepta o no someter al arbitraje la solución del conflicto, en la forma propuesta por Chile, es decir, suspendiendo entretanto la eje-cución de la Ley.

Esta nota, como ya venía siendo costumbre, no fue contestada. Seguro de la trascendencia del conflicto, Videla pidió sus pasaportes el 12

¿e febrero de 1879. Antes de retirarse, en un oficio severo y digno, el señor Videla expresa al Ministro de RR. EE. de Bolivia, "que esta ruptura es obra exc lus iva del Gobierno de V. S. que, habiendo propuesto dos veces el arbi-traje establecido en el pacto vigente, las mismas dos veces ha olvidado su propues ta , después de haber sido ella aceptada por mi Gobierno, con su reconocida l ea l tad .

"Roto el Tratado de 6 de agosto de 1874, porque Bolivia no ha dado cumplimiento a las obligaciones en él estipuladas, renacen para Chile los derechos que legítimamente hacía valer antes del Tratado de 1876, sobre el territorio a que ese tratado se refiere.

"En consecuencia, el Gobierno de Chile ejercerá todos aquellos actos que estime necesarios para la defensa de sus derechos, y el Exmo. Gobierno de Bolivia no debe ver en ellos sino el resultado lógico del rompimiento que ha provocado, y de su negativa reiterada para buscar una solución justa que habría sido igualmente honrosa para ambos países".

En concordancia con esta nota, tropas chilenas desembarcan en el puerto de Antofagasta el 14 de febrero de 1879, con orden de extender la ocupación a los territorios que poseía Chile antes de celebrar con Bolivia los Tratados que ésta acababa de romper.

En su nota al Cuerpo Diplomático residente en Santiago, el Ministro de RR. EE. de Chile, don Alejandro Fierro, explica con claridad de luz meri-diana la actitud de su país:

"En esta contienda —dice—, que nunca habría surgido si se hubiera guardado siquiera la apariencia del respeto al texto y espíritu de los tratados, lo que la República pretendió desde el principio, con la más franca claridad, fue defender sus derechos nacionales vulne-rados y la propiedad particular atropellada. Antes de 1866, poseíamos efectivamente, has-ta el paralelo 23. Por el tratado de aquel año aceptamos la explotación promiscua hasta el paralelo 25; y más tarde, fijamos los límites de Chile hasta la línea 24, siempre que la Re-pública limítrofe libertase nuestra industria de toda nueva exacción.

"La situación de las dos Repúblicas parecía ser bien clara. Chile renunciaba su dominio efectivo hasta el paralelo 23; Bolivia cedía sus expectativas fantásticas hasta el paralelo 24; y ambos países, respetando el hecho de que Antofagasta, Mejillones, Caracoles y Salinas eran creaciones chilenas, se comprometieron a garantir la libertad de las industrias estableci-das en esas regiones. Esto indudablemente importaba a Chile un inmenso sacrificio, pues-to que cedía a Bolivia no sólo un territorio litigioso, sino mucho de aquello en lo que no habría sido posible disputarle su dominio.

"Los precedentes del Tratado de 1886 y las negociaciones que dieron por resultado el pacto de 1874, son las pruebas más evidentes de que Chile, lejos de desear el acrecenta-miento de sus límites reconocidos bajo el dominio colonial, sólo buscó un arreglo que le permitiera el ejercicio desembarazado del trabajo chileno, sin consideración a que Bolivia se apropiaba del territorio que poseíamos."

Frente a los hechos acabados de señalar, el iPerú (que mantenía desde 1873 una alianza secreta con Bolivia) ofrece su mediación. El Gobierno de Chile la acepta, siempre que ella sea inmediata, a fin de evitar cualquiera violencia de los ánimos exaltados, en el Litoral y puerto de Antofagasta.

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Bolivia, en cambio, pide dilación, porque desea conocer "el resultado de la misión especial en que había ido el Sr. Ministro Dr. Reyes Ortiz" cerca del Gobierno del Perú. También se rechaza la insinuación de que 'Brasil inter-ponga sus buenos oficios conjunta o separadamente con el Perú; dándosu al Ministro de esta República la respuesta, bajo reserva, de que "ni el hono-rable señor Alencar (Ministro del Brasil) ni su Gobierno inspiraban con-fianza a {Bolivia, por tenerse datos casi seguros de'existir un pacto secreto de alianza entre Chile y el Brasil".

Fracaso, pues, de la mediación peruana. Por su parte, el representante brasileño don Lionel Alencar, manifiesta a la Legación del Perú que él "ha dado de mano a este asunto, en vista de las dilaciones con que ha respondido el Gobierno boliviano".

Los acontecimientos adquieren desde aquel entonces ese ritmo que los físicos llaman "uniformemente acelerado". Perú, a fin de dilatar los preám-bulos, envía a Chile, con el carácter de representante extraordinario y con la misión de ofrecer sus buenos oficios, a don José Antonio Lavalle.

Nuevo fracaso, pues el Gobierno de Chile tiene ahora pruebas irrefutables de la existencia de un tratado secreto entre Perú y Bblivia. Al mismo tiempo el Presidente Prado, a quien Godoy, nuestro Ministro en Lima, le pide reite-radamente que declare la neutralidad del Perú, manifiesta que no puede hacerlo debido a sus compromisos con la República del Altiplano.

Puesta en conocimiento del Gobierno de Chile la declaración del Presi-dente Prado, se ordena en el acto al Ministro Godoy que pida sus pasaportes y se le entregan los suyos a Lavalle.

La Guerra del Pacífico inicia en esos momentos su etapa dolorosa, la que, a la postre, en una campaña prolongada, lleva de triunfo en triunfo a las armas chilenas de mar y tierra hasta la propia ciudad de los virreyes'.

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El ruido del cañón:

En 1878 la vida de la familia Alessandri Palma desarróllase con el tranquilo ritmo de los día campesinos, en su fundo de Curicó. El trabajo, el éxito, la tierna algarabía de los hijos que crecen en magníficas condiciones, en medio de una naturaleza de égloga, confirman la paz y la dicha de todos.

En las tardes, don Pedro se transforma invariablemente en el joven san-tiaguino de gustos refinados. Después de asearse quitándose el polvo que recogiera en las faenas agrícolas, se acicala y viste de trajes oscuros. Luego, acompañado de su esposa, va a refugiarse en el salón de la casa, donde en un ángulo relucen las maderas nobles de un piano importado. Allí el artista que hay en él traduce en los albos y negros marfiles los ensueños de su alma. Tiene una agradable voz de barítono, y como misia Susana posee al mismo tiempo condiciones de soprano dramática, incian en las tardes de quietud dúos melancólicos o amorosos en que el afecto mutuo y profundo tiene un motivo más para enlazar las almas de esa pareja ejemplar. Los grandes maes-tros de la ópera italiana del siglo xix entusiasman a ambos; él, particular-mente, vive en ellos —revive quizás— hundiendo su espíritu en una atmósfera que en los misterios de la inconsciencia debe vigorizarlo con las ilusiones de la raza ancestral. Ama, con preferencia, a Verdi. En la fuerza desbridada del músico parmesano reconoce algo de su propio temperamento. La e l o c u e n c i a de aquella mente creadora habla mucho y muy hondo en su sangre italo-chilena.

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Verdi es el compositor que crea para la desnuda aptitud emotiva de nues-tras pasiones elementales. No existen para él los claroscuros, ni las sutilezas recónditas en que el sentimiento se transforma en una serie enigmática de símbolos armónicos sólo comprensibles para los técnicos y sabios del lenguaje musical. La frase operística de Verdi es clara, convincente, con una variedad de efectos dramáticos que conmueve a las masas y recoge en dulces estreme-cjmientos a la individualidad latina. Más que un grande compositor, Verdi es una encarnación moderna del alma italiana: exaltada, mística, que en-turbia y aclara la historia con reacciones tan violentas, que hacen posible, simultáneamente, en la psicología de su pueblo, la admiración que éste sien-te por Maquiavelo, con el respeto que guarda a Francisco de Asís. En el culto que don Pedro Alessandri Vargas siente por Verdi se ven las raíces de mu-chos factores hereditarios que son, también, a no dudarlo, causa de penetran-tes resonancias a través de su prolongación en el futuro.

Clima de trabajo, de música, de nobles aspiraciones fundamentales en el c r e c i m i e n t o de la prole que divaga por la campiña paterna, sólo se perturba c u a n d o llegan las noticias de la agudización del diferendo chileno-boliviano.

Un día, mientras se pasea en el corredor de la casa, don Pedro da muestras de extraordinaria nerviosidad. Camina del brazo de su esposa, pero a cortos intervalos sepárase de ella y habla con movimiento y gesto inusitados.

Los niños contemplan temerosos las actitudes de su progenitor. Arturo, especialmente, con los ojos vivaces, trata de captar lo ocurrido, de com-prender lo que pasa por el alma de su padre . . .

Dos días después, a la hora de la comida, llegan algunos vecinos y propie-tarios de aquellos alrededores. iDon Pedro, en esta reunión, parece aún más preocupado que en días anteriores. Ya, sin embargo, no es un secreto para Arturo y sus hermanos el motivo de aquel insólito cambio de atmósfera que hoy gravita en el fundo. iLas palabras de los comensales y del propio señor Alessandri aclaran la incógnita: la situación internacional de Chile es muy crítica y la suerte de las negociaciones de la Cancillería de Santiago perma-necen aún, para aquel grupo de patriotas, envuelta en nubes de misterio.

Arturo trata de ordenar en su cerebro aquellas palabras que llegan a su entendimiento, cuando no ininteligibles, de manera asaz incompleta para su lógica de niño.

Esta dificultad la subsanan sus hermanos mayores, que comentan, a su modo, lo que oyen y lograr intuir de las conversaciones hogareñas.

Según las palabras de don Pedro y sus amigos, el gobierno de don Aníbal Pinto tiene una gravísima preocupación, pues el estado de las finanzas nacio-nales es a todas luces miserable. La opinión general del país —continúan los opinantes— exige economías; ¡rigurosas economías! El año anterior se había reducido al Ejército a casi nada, temeraria medida que llegó hasta suprimir los regimientos cívicos que existían- en las capitales de provincias desde los tiempos de Portales; y aun llegóse a la atrocidad de cancelar la banda de músicos y algunos otros servicios de los regimientos, dejando sin retreta a los pacíficos laboradores de la t ierra . . . ¿Con qué objeto? ¡Para nada!, si no es para sostener la máquina burocrática monstruosa mantenida por el cen-tralismo santiaguino. . . "Claro —insisten los contertulios— que deben ha-cerse economías, todo chileno en estas circunstancias, las ansia de corazón. Pero ellas deben hacerse suprimiendo las cosas inútiles, las que no interfie-ren la vida normal".

Para los buenos curicanos de aquella época, la banda de músicos guarda una significación extraordinaria; y suprimir la retreta equivale, poco más o menos, a que Dios borre de la órbita terrestre la romántica luz de la luna.

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¿Qué pretexto van a tener los novios para pasearse por las calles céntricas del pueblo?

Arturo también se aflige mucho por esta medida. A él le encantan los músicos y le duele imaginarse que en el futuro no vaya la banda a despertar a su padre en el día de San Pedro con alegres dianas, como lo ha hecho hasta ahora1. Para el niño, ese era un día de gran ansiedad, pues junto con entrete-ner su oído al son de los aires que ésta ejecutaba, mantenía con los músicos largas conversaciones, mientras los buenos artistas criollos, luciendo vivos uniformes, acomodábanse en el patio bajo una ramada campesina, cansados del viaje que habían hecho a pie desde el pueblo, y saboreaban el cordero al palo y las ricas "caldúas", con que don Pedro los festejara para reconfortarlos y corresponderles su atención. ¿

Y, sin la banda, ¿cómo iba a demostrar el representante del Ejecutivo los prestigios de la autoridad constituida, si, a su paso, el pueblo no escu-chaba de tarde en tarde los compases de algún aire marcial? ¿Y el Tedéum? ¿cómo imaginarlo sin los músicos alineados, con bombos, trombones y plati-llos, a la puerta del sacro edificio del templo?

En la tranquila vida de los pueblos sureños, estos mínimos detalles tienen una importancia decisiva. Una mezcla de orgullo y sentido feudopatriarcal, hace que estos pacíficos ciudadanos imaginen que el mundo gira alrededor de sus pequeños respectivos intereses. Y es lógico; el Universo sólo existe en cuanto él es susceptible de provocarnos reacciones directas de amor u odio, de dicha o infelicidad, de quietud o vigilia. Cuando individualmente cerre-mos los ojos para siempre, también se oscurecerá el planeta en que vivimos rompiéndose a la par que nuestra conciencia; todo habrá desaparecido con menos importancia que una burbuja de jabón; de esta manera el Universo "morirá" tantas veces como vidas aisladas se extingan en el T i e m p o . . . ¿Qué nos puede importar, entonces, el fin del mundo si cuando llegue ese "fin" nosotros no existiremos?

Cierta vez, el Gobierno quiso arrebatar a Talca su carácter de capital de provincia, en la antigua división territorial chilena, y dársela a Curicó, que sólo era capital de Departamento. Este hecho, simple para la historia, no lo fue, sin embargo, para los intereses económicos de los talquinos y casi hay una revolución casera en los dominios de la puntillosa reina del Piduco. La tierra de los Opazo y los Silva se convulsionó como nunca hasta entonces. Vecinos prominentes, acompañados del pueblo y la juventud, salen por tal motivo a la Plaza Pública en son de protesta y por todas las calles de la ciu-dad se oye cantar a los pobladores, a voz en cuello:

¿Cómo puede Curicó a Talca querer ganar, siendo Curicó una villa y. Talca una gran ciudad?

Los curicanos, pues, creen de buena fe, por lo que a ellos les sucede, que el país ofrece un espectáculo de desorden, anunciador de próxima catástrofe, y eso los llena de regional indignación. Mas, en medio de aquel excepticis-mo, óyese dominadora la voz de don Pedro: "Amigos, ha cesado la oportu-nidad de que hablemos de esto; ahora sólo puede preocuparnos una cosa: el arreglo de las diferencias de Chile con Bolivia".

Y las discusiones terminaban en el acto, para unificarse en un sentimiento colectivo: consolidar la paz.

No obstante, es cierto que dentro del mecanismo de los procedimientos administrativos, existen en 1878 fallas indudables de extrema gravedad, que

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no se ocultan al espíritu patriótico de don Pedro. Su inquietud radica, prin-cipalmente, en el hecho de que en el plan de economías del año anterior se han descuidado en forma ciega las necesidades más urgentes del Ejército y la Marina. El más grave de estos actos es el que en seguida vamos a referir.

En 1865 Chile estaba en guerra con España, conflicto que se agrava en f o r m a tremenda cuando en marzo del año siguiente los buques de guerra españoles "Villa de Madrid", "Resolución", "Blanca" y "Vencedora", bom-bardean el puerto de Valparaíso.

La situación económica del momento obliga al Gobierno de Chile a decre-tar en aquel mismo año la inconvertibilidad del billete bancario, medida que se mantiene vigente hasta 1878.

D e s p u é s de una era de prosperidad, desencadénase en el país una violenta crisis económica y financiera, cuyo período álgido ocurre en el último año que se indica. El Gobierno carece de dinero para atender sus necesidades más urgentes y tales son las angustias del erario que no se titubea en decidir la venta del "Cochrane", que desde hace algún tiempo hállase en astilleros ingleses, para la reparación de sus máquinas.

El encargado de la venta —el cual recibe instrucciones, en forma especial-m e n t e reservadas, del Presidente de la República don Aníbal Pinto, que a todas luces parece haber guardado absoluto secreto sobre esta materia, pues las mantuvo a espaldas hasta de su propio Ministro de RR. EE.— es don Alberto Blest Gana, que a principios de 1878 informa desde París al Presi-dente don Aníbal Pinto de sus gestiones preliminares. "Mi plan —dice Blest al Presidente de la República— ha sido aprovechar esta ocasión única (la paz europea amenazada por las complicaciones de la cuestión de Oriente), y si recibo una propuesta aceptable, la comunicaré a Ud. por telégrafo, pidién-dole instrucciones por la misma v ía . . . Al efecto, y recomendando a Mr. Reed11 la más absoluta discreción, le encargué que propusiese al Gobierno inglés la compra del Cochrane, y para hacer frente a rebajas y demás gastos fijé el precio en £ 300.000. Mr. Reed me contestó que a ese precio le parecía inútil proponer el negocio al Almirantazgo; pero que consideraba pro-bable que éste admitiese una propuesta por £ 210.000, prometiéndome al-canzar lo más que fuere posible si le fijaba un mínimum aceptable. En consecuencia, le autoricé para ofrecer el buque por £ 220.000, pues sea nave armada y pertrechada no cuesta a Chile más de $ 1.110.000. Mr. Reed me ha contestado que va a hacer la propuesta y me avisará lo que resulte . . . Si la venta no se lleva a efecto ahora, será más difícil hacerla después sin un sacrificio considerable en el precio. . ."

Días después de la fecha de esta carta12, Blest Gana escribe nuevamente al Jefe del Estado chileno:

"Mr. Reed, que vino a París tres días ha, me dijo que el Gobierno inglés tenía ya comprados tres acorazados turcos, que estaban por terminarse, y la fragata "independencia" que desde hace tres años se está construyendo en el Támesis para el Brasi l . . . Con esta contestación me he apresurado a dar al Comandante Simpson la orden de partida y espero que el 18 del que rige, el Cochrane emprenderá su viaje de regreso".

Una vez más "la buena estrella de Chile" interponía su luz providencial, como espada de plata, entre los propósitos de los hombres y los designios del Destino, haciendo fracasar la venta del blindado por falta de comprador. Sin este hecho, casi milagroso, la suerte de las armas chilenas en la guerra contra Perú y Bolivia, habría sido muy distinta.

uSir Edward J. Reed, súbdito británi- para las adquisiciones navales, co, de profesión arquitecto, que hacía el papel de consultor técnico en la Legación, 128 de marzo de 1878.

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Por todas estas causas, que habían trascendido al dominio público, don Pedro denuncia en su actitud intensa preocupación. En las conversaciones con los suyos no encubre su pensamiento de que a la cuestión chileno-boli-viana no le va quedando otro camino que resolverse por el veredicto de las armas, y su amargura es grande cuando constata la inminencia de que el país, a causa de la mala forma en que se realizan las economías, pueda encon-trarse desarmado si ocurre el evento bélico.

En enero de 1879, José 'Pedro, el mayor de los varones Alessandri Palma, que estudia en el internado de los Padres Franceses en Santiago, llega a pasar sus vacaciones a "San Pedro del Romeral". Toda la familia, grande y me-nuda, se dirige a la Estación de Curicó para recibirlo. La llegada de José Pedro en esas circunstancias, tiene un especial interés, porque gracias a él podrán saberse en esa apartada comarca los recientes sucesos de la política exterior de Chile. No terminaban aún los abrazos y manifestaciones de afec-tuosa bienvenida, cuando ya el padre confunde al joven con urgentes y ner-viosas interrogaciones. "¿Qué ocurre en Santiago? ¿Cuál es —según los co-mentarios— la situación de Chile? ¿Es inminente la guerra con Bolivia? ¿Has oído lo que piensan los políticos respecto de nuestra seguridad? ¿En qué situación aparece la marina? ¿Se encuentra preparado el Ejército? ¿Hay fer-vor patriótico en el pueblo? La confianza en los destinos de la patria, ¿es unánime en todos los círculos?

El joven no alcanza a contestar a una pregunta, cuando ya se encuentra abocado a la necesidad de responder a otra.

(Poco a poco, sin embargo, se van ordenando las informaciones y José Pe-dro explica a su padre todo lo que su criterio juvenil y su talento pudieron captar en los diversos círculos santiaguinos.

Don Pedro no queda satisfecho con los informes de su hijo: y, grandemen-te excitado con las, noticias de éste, se dirige un poco más tarde al Club de Curicó, al Telégrafo y a los diarios a inquirir noticias más exactas respecto de la cuestión internacional.

Nunca Arturo había visto a su padre en aquel estado de ánimo. Durante días y semanas enteras, don Pedro no quería conversar de nada ni dedicar su atención a ninguna otro cosa, que no fuesen las perentorias de ese momento crítico de Chile.

En el mes de febrero, aquel estado de verdadera neurosis del hacendado llega al máximum, cuando se sabe en el fundo que tropas chilenas al mando del Coronel Sotomayor han desembarcado en Antofagasta para impedir el remate de las oficinas de la Compañía Chilena de Salitres explotadora de al-gunas pampas del Litoral.

A esta noticia sigue otra, según la cual el Gobierno se encuentra empeñado en restaurar el Ejército, que imprevisor amen te casi había disuelto y ha orde-nado la movilización.

Ya no cabe duda: la guerra con el Altiplano entra a su etapa inicial. Don Pedro es Comandante del Batallón dé Cívicos de Curicó;; cuerpo de

Ejército que fuera desmovilizado por orden del Gobierno, en el curso del año 78. Pero, dadas las actuales circunstancias, Alessandri Vargas se presen-ta a la Intendencia a fin de que se le entregue de nuevo el mando de su Ba-tallón.

Grande es, sin embargo, la sorpresa del hacendado, cuando el representan-te del Ejecutivo la manifiesta que el Gobierno tiene resuelto no confirmarlo en el mando de los Cívicos; pues éste sería entregado a un jefe del Ejército de Línea.

Las razones técnicas son indudables; mas, el patriótico don Pedro siéntese

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herid0 en sus fibras íntimas con esta resolución que lo deja al margen de un efec t ivo ejercicio militar, y durante semanas su melancolía es extrema.

Entre tanto, la superioridad del Ejército nombra Jefe de las fuerzas de Cu-ricó al Teniente Coronel Don Joaquín Cortés Arriagada, hombre de extraor-dinar io carácter y entereza, a quien, por esta mismas condiciones, sus amigos ]o apodan "El Macho Cortés".

En 1870 "El Macho" es ya un hombre cincuentón y posee una hoja de ser-vicios bien nutrida en hechos de bravura: pues don Joaquín ingresa a las fi-las del Ejército como cadete supernumerario de la Escuela Militar en edad m u y temprana, el 7 de julio de 1848. "Montino" en la revolución de 1851, lo hieren gravemente en el combate del /Barón, el 28 de octubre de ese año. Desde entonces su carrera tiene numerosas alternativas, retirándose del Ejér-cito cuando se desvanece el peligro que la llamara a sus filas y reincorporán-dose nuevamente a él cada vez que juzgan que su aporte personal es necesa-rio para la suerte de la 'Patria.

"•El Macho Cortés", apenas llegado a Curicó, se pone en contacto con don Pedro, y le aclara de inmediato, con franqueza y cariño cordial, la situación en que se halla Chile. No se trata, le dice, de inferirle a Ud. ningún agravio al no habérsele confirmado en el mando de los Cívicos de Curicó. Personal-mente y como chileno, yo reconozco sus méritos y su patriotismo. Pero ésta es una guerra, querido amigo, que necesita militares de profesión. Ud. es un buen chilena, del cual estoy seguro que no vacilaría ante ningún sacrificio, por servir a la patria; pero en la guerra, don Pedro, se necesita no sólo de co-raje sino también de conocimientos técnicos en la materia, que 'Ud., desgra-ciadamente, no posee".

Don Pedro, aunque con gran dolor, no tiene más remedio que convencer-se del frío, pero al mismo tiempo justo razonamiento del curtido militar que así le habla. Desde ese instante, quedan amigos para siempre, y mientras don Joaquín permanece en Curicó a la cabeza del Batallón integrado por los hi-jos de esa comarca, conviven casi todo el tiempo.

Poco más tarde, en noviembre de 1879, el Teniente Coronel Cortés actúa bajo las órdenes de Sotomayor, en el asalto y toma de Pisagua; en la marcha a Lima, formando parte de la Segunda División que comanda el heroico Bar-bosa, hace derroche de audacia, a la cabeza del Regimiento Curicó; y, por último, en las horas decisivas de la Batalla de Chorrillos, cae herido por cuar-ta o quinta vez durante su ya larga vida de soldado.

Mientras tanto, han pasado los primeros meses de la guerra, y en el fundo se siguen las batallas y escaramuzas del Desierto con ansiedad infinita.

•Negras nubes empañan, sin embargo, la confianza de los curicanos, debido a las correrías del "Huáscar", cuyo andar es más rápido que el de los blinda-dos que defienden las costas de Chile.

El monitor peruano, llega hasta a apresar al Rímac, uno de los transpor-tes utilizados por Chile, y en el cual movilízase un escuadrón de caballería en el que se cifran grandes esperanzas y que comanda uno de los hijos del General don 'Manuel Bulnes. Esta hazaña del "Huáscar" produce una sensa-ción de disgusto y desaliento en el país; y no tardan en formularse duras acu-saciones en contra del Gobierno por la imprevisión que encierra ese envío de tropas sin segura custodia.

El fracaso antedicho confirma en el Ejecutivo y en el Congreso la opinión unánime del pueblo, que exige como de absoluta necesidad, el apresamiento del "Huáscar".

Durante semanas no es otro el tema de las conversaciones. Una tarde del mes de octubre de 1879, Arturo juega con otros niños en el

patio de la casa, simulando hechos de guerra. Los bandos en lucha tienen ya

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caldeados los ánimos y se nota en la atmósfera el deseo de terminar las incer-tidumbres de la pelea a moquete limpio.

Apercíbense ya para el "boche" en regla, cuando se súbito se oye en lon-tanaza un galope desbridado que la visión de los niños sitúa en una leve pol-vareda que se alza donde la vista logra otear en la lejanía.

L a nube de polvo crece y crece y, por entre ella divísase ya un jinete que corre a mata caballo por el camino que da acceso a "San Pedro del Romeral". El hombre viene con una blanca manta, cuyos bordes agitados por el viento parecen dos grandes alas, lo que da la sensación de un ente mágico que vola-ra. El jinete no tarda en irrumpir en el patio, atrepellando las plantaciones del jardín sin miramiento alguno, hasta detener su cabalgadura en el corre-dor, frente a la puerta del salón de la casa.

Cuando cruza el patio, grita como un poseído: "¡TOMARON EL HUÁSCAR, PATRÓN¡" y al desmontarse, repite, con la respiración anhelante "¡Se toma-ron el Huáscar, se tomaron el Huáscar!". El hombre que hace esta aparición espectacular, casi aniquilado por la intensidad de su alegría, es el tonelero de la hacienda, iDiiego Faus, que, de visita en el pueblo por razón de su oficio, ha recibido allá la estupenda nueva.

Mientras los familiares y amigos, grandes y chicos, se abrazan y congratu-lan en vista de esa nueva perspectiva de gloria para el suelo natal. Arturo observa como su padre tiene el rostro inundado de lágrimas y no puede coordinar palabras porque éstas se le ahogan en la garganta.

Otro hecho casi instantáneo al que acabamos de señalar, cambia muy pronto los motivos de esta primera escena: los ladrillos del corredor reper-cuten con el estrépito de un derrumbe que sacude fuertemente las ventanas del edificio. Todos miran sorprendidos, y no tardan en expresar muestras de conmovidos sentimientos, al comprobar la causa del inusitado remezón: el caballo de Faus, en el cual el tonelero realiza su jornada desde Curicó, aca-ba de desplomarse, muriendo casi en el acto, a causa de la tremenda y soste-nida carrera que tuvo que hacer en cumplimiento de su jubilosa misión.

El pobre animal, a quien llamaban "El Radicano", era uno de los caba-llos regalones de don 'Pedro y su muerte laméntala toda la familia, la cual se reúne en torno a la víctima propiciatoria, que en la rapidez de sus remos trajera a "San Pedro del Romeral" parte del entusiasmo que a esas mismas horas corría de Norte a Sur de la 'República.

El Radicano fue enterrado en un potrero de enfrente a la casa del fundo, y al llevársele al hoyo negro en que debía confudirse con la tierra, mucha gente del laboreo y amigos de Alessandri, acudieron a despedir a ese soldado anónimo ennoblecido por el sacrificio, que todos agradecían e idealizado, al mismo tiempo, por una pena que nadie trataba de ocultar.

Mas, entre los asistentes, hay uno, particularmente, que se muestra incon-solable: Diego Faus. El tonelero, a pesar de su oficio modesto, es individuo de ilustración más que regular, y de una fina sensibilidad criolla. Es padre de tres hijas —Emilia, Clara y 'Luisa— que prestan servicios en la casa del fun-do. La Emilia es tan viva e inteligente que ha pasado a ser amiga y compañe-ra de Misia Susana que se entretiene oyéndole contar anécdotas e historias de la región, en las cuales los mitos de la tierra virgen se entrecruzan con las creencias supersticiosas del conquistador hispano.

'Durante meses y meses, Faus y sus hijas, acompañados de los niños Ales-sandri, acuden hasta el sepulcro del caballo, y —de parecida manera a como en los pueblos de Asia se comporta la fe de los budistas— sobre el hacina-miento de piedra que sirve de túmulo al equino muerto, esparcen manojos de flores campesinas en simbólica ofrenda.

El sacrificio de Dolores, seguido de la ocupación de Tarapacá, que dan a

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Chile el dominio de esa provincia, son hechos sensacionales que también m a n t i e n e n electrizada a la familia Alessandri, entre una mezcla de pena y alegría. De pena porque entre los muertos o heridos graves figuran amigos y oar ientes ; de alegría, porque la victoria incuestionable en el conflicto Incl ínase del lado de las armas de Chile, aunque ella aparece abonada por i n m e n s o número de víctimas.

lEs entonces cuando Arturo oye por primera vez el elogio apasionado y vi-b r a n t e de su padre, en una reunión de comensales realizado en honor de E l e u t e r i o Ramírez, comandante del Tercero de Línea, destrozado en Tarapa-cá al dirigir contra el enemigo una carga de infantería. A Ramírez lo deno-m i n a n , entonces, con el apodo de "El León de Tarapacá". . . Sobrenombre que, más tarde, recibiría el propio niño curicano, que ahora oye, con el alma extas iada , el relato de la hazaña efectuada por aquel héroe.

Conviene decir, sin embargo, que la batalla de Tarapacá, casi se pierde pa-ra las armas de Chile a pesar del empuje que se gasta en ella. Felizmente para la causa de la bandera tricolor, las tropas peruanas, temerosas de que lleguen refuerzos, abandonan sus ventajas, dejando el campo y la provincia toda en poder de los chilenos.

En 1880 vienen, en seguida, el 26 de Mayo y 7 de Junio, respectivamente, la batalla de Tacna y la toma del Morro de Arica, sucesos gloriosos, que en el noticiario que llega al fundo aparecen enlutados con el súbito desapareci-miento del Ministro de Guerra en campaña, don Rafael Sotomayor Baeza. El había sido, en realidad, el alma de las jornadas memorables y aunque su desempeño importa, en cierto modo, desconfianza de parte del Gobierno po-lítico en la capacidad técnica de los jefes chilenos, Sotomayor sólo hace valer con extrema prudencia sus altas prerrogativas; pues hay que recordar que apenas estalla el conflicto del 79 don Rafael, con el simple cargo de Secre-tario del Jefe de la Escuadra, que lo era don Juan Williams Rebolledo, lleva en su cartera un decreto supremo para representar al Presidente de la Re-pública, en cualquier momento y en la forma que lo estime necesario. A pesar de eso, Sotomayor guarda reserva absoluta y nunca utiliza ese manda-to omnímodo para hacer gravitar su autoridad sobre el criterio profesional de los hombres de armas, aunque tampoco nunca su consejo es menospre-ciado por éstos.

En el desembarco de Pisagua, ya en calidad de Ministro en campaña, su la-bor es magnífica; y en la batalla de Tacna, nadie lo sobrepuja en inteligen-cia coordinadora, en previsión, en actividad.

Su salud quebrantada desde hacía algún tiempo, recibe aquí el lanzazo fi-nal; y antes de que viera el fruto de su entusiasmo en ese hecho preclaro del esfuerzo de Chile, muere en su tienda, en 'Yaras, el 20 de mayo de 1880. des-truido físicamente por el trabajo abrumador que se echa sobre sus hombros desde el comienzo de la guerra contra la Alianza Perú-iBoliviana.

Cuando se sabe en el fundo la victoria de Tacna, seguida de ese tan espec-tacular como increíble asalto al Morro de Arica, don Pedro reúne a los pro-pietarios vecinos, a los empleados y trabajadores de su fundo y a toda la gen-te que se pudo encontrar en la aldehuela de Villa Alegre a pocas cuadras de "San Pedro de Romeral", y en el patio de la casa les da una fiesta de pipiri-pavo, con buen vino, cazuela de ave, asado al palo y empanadas al horno; la gente del pueblo y los patrones, abrazados fraternalmente, cantan como locos canciones patrióticas y entonan a voz en cuello el himno nacional. En esa oportunidad, el señor Alessandri Vargas se dirige a los comensales y les explica, en frases cálidas, lo que significan esos triunfos para el porvenir de Chile.

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Arturo oye, temblando de ansias indescriptibles, lo que su padre dice y lamenta con los muchachos que lo acompañan, ser todavía tan niño y no po-der lanzarse en la aventura fascinante de defender con sus vidas los derechos del suelo que lo vio nacer.

NOTAS AL LIBRO II

a Pág. 46. Don Pedro Alessandri Vargas fue bautizado en Santiago, en la Igle-sia del Sagrario, el 17 de marzo de 1838; es decir, tres días después de su nacimiento. Fueron sus padrinos de bautismo, don Francisco León de la Barra y doña María de la Luz Tagle.

b Pág. 47. En 1843, don Pedro Alessan-dri Tarzi ha debido pasar por algún serio quebranto de fortuna, o por exi-gencias comerciales que lo obligan a invertir todo su capital disponible. Es-tas suposiciones se nos vienen a mien-tes, porque a fines del año que se indi-ca, aparece en "El Mercurio" de Val-paraíso el siguiente aviso:

"Gran Rifa de la Casa de don Pedro Alessandri, calle San Juan de Dios N ' IOI14. en Valparaíso. Autorizada por el Supremo Gobierno con la precisa con-dición de depositar semanalmente en la Comisaría del Ejército y Marina el producto de los boletos que se vendan.

"Valuación: $ 55.036.06, según tasa-ción mandada practicar por el Sr. In-tendente de Valparaíso.

"Puesta en rifa: en $ 55.000 o sea, 2.700 boletos de $ 20, cada uno, los cua-les llevarán el sello de la Comisaría de Ejercito y Marina y la firma y sello de Don Juan Lagarrigue a fin de evitar to-da falsificación. Los derechos de alca-bala y de escritura serán pagados por el actual dueño de dicha casa, que lo es la Sra. Doña Carmen Vargas de Ales-sandri. El Señor Intendente de Valpa-raíso, nombrará un Comisionado espe-cial para que inspeccione los actos de esta rifa hasta su conclusión."

Puede haber ocurrido también que la venta se presentara para el señor Alessandri como un buen negocio, es-pecialmente si él pensaba —como lo hizo— radicarse en Santiago por algún tiempo.

c Pág. 47. Don José Gabriel Palma es un connotado patricio. En los días de la lucha por la emancipación había sido prosecretario del Senado, junto a la nerviosa y enjuta figura de Camilo Henríquez; y cuando las primeras cam-pañas de la Patria Vieja, se cuenta en-tre los que no desmayaron y tuvieron invicta fe en los frutos del triunfo aún muy lejano. En aquel ejército el señor Palma ocupa durante algún tiempo el

cargo de Auditor de Guerra; y es de advertir que su celo y severidad en con-tra de los enemigos de la patria reci-ben la inspiración de un gran jefe: ín-timo de Freire, este soldado no cesa nunca de requerirlo para que sus dictá-menes contra los hispanizantes de esa hora de prueba no queden sojuzgados por sentimentalismos familiares o con-sideraciones ajenas al interés supremo de la patria. Más tarde, don José Ga-briel Palma llega a Decano de la Fa-cultad de Leyes, y, según vieja tradi-ción, fue, cuando Portales era niño, profesor de gramática del futuro gran-de hombre, el que, sin embargo, no mantiene por su maestro, andando el tiempo, las consideraciones que le de-bía, y aun dificulta su ascenso en la ca-rrera judicial. Tiempo después de la muerte de don Diego, esta injusticia arriba a término, y don José Gabriel es nombrado Ministro de la Corte Supre-ma, en la que le toca en suerte ser co-lega, entre otros, de don Manuel Montt, el mandatario de bronce dondequiera que se hallase: el sillón presidencial, la curul del Senado o los Tribunales de Justicia.

Ya de Ministro en el más alto Tri-bunal de la República, le toca a don José Gabriel estar en el banco de los acusados cuando la Corte Suprema re-cibe el más violento ataque de los opo-sitores al Gobierno en la persona de su Presidente, don Manuel Montt, a quien se imputa el hecho de haber fabricado un Tribunal a su amaño. Esta acusa-ción fue aceptada por la Cámara, lo que hiere profundamente la sensibili-dad de Palma, que tramita, acto con-tinuo, su jubilación.

El retiro de Palma, y otro Minis-tro, el señor Barriga, tranquiliza a los opositores y facilita, al mismo tiempo, el rechazo de la acusación por el Sena-do de la República, el cual considera que aquellos nombramientos dan tér-mino al poder jupiteriano que, de acuerdo con sus enemigos, ejercía don Manuel Montt en dicho alto Tribunal.

En casa de don José Gabriel, Pedro Alessandri Vargas es recibido, como hemos dicho, con gran confianza; pero, en realidad, se le consideraba casi co-mo a un niño. En la inmensa bibliote-

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del señor Palma —una de las mejo-res de Chile en aquella época- , el jo-, e n Pedro tenía margen para curiosear

! s u s anchas entre viejos infolios o tex-tos de amable literatura. El hecho de

e en esas búsquedas lo acompañara la hija del grave jurisconsulto, siendo C1 muchacho rico y apuesto, no tenía gravedad alguna. Mas un día llega el tiempo de las malas noticias; los vai-venes de la fortuna, en el curso de un corto lapso, ponen en dura prueba las firmezas de esos sentimientos familia-res en que, sin embargo, ya arraigara en secreto un afecto más profundo y diferenciado.

d Pág. 49- Arzobispado de Santiago de Chile. Parroquia del Sagrario. A R C H I V O

P A R R O Q U I A L . Certificado. Certifico que e n la página 32 del Libro N? 12 de "Matrimonios" de este Archivo Parro-quial se encuentra la siguiente parti-da: E n la Parroquia del Sagrario de la Catedral de Santiago de Chile, a pri-mero de julio de mil ochocientos sesen-ta y tres, dispensadas las proclamas por el señor Provisor don Manuel Parre-ño, en auto del veinte y tres de junio último cjue se conserva en este archivo parroquial, con mi licencia el señor Canónigo Chantre Doctor don Pascual Solís de Ovando casó según el orden de Nuestra Santa Madre Iglesia en su propia habitación a don Pedro Ales-sandri, natural de esta ciudad, hijo legítimo de don Pedro Alessandri y de doña Carmen Vargas, con doña Su-sana Palma, natural de esta ciudad, hi-ja legítima de don José Gabriel Palma y de doña Dolores Guzmán, siendo tes-tigos don Waldo Silva y don Ambrosio Rodríguez, de que doy fe. P. José María de Santa María. C. Rector. Rubricado. Al margen. En dieciocho de julio de mil ochocientos sesenta y tres se vela-ron en esta Iglesia parroquial los con-sortes de la partida del centro. Santa María C. R. Rubricador.

Concuerda con el original citado y para constancia sello y firmo en Santiago a 3 de septiembre de 1941.

Fdo. . . . José Forné, Pbro.

l íay un sello Parroquial. C Pág. 51.

Arzobispado de_ Santia- Parroquia del Sagrario, go de Chile. Santiago.

A R C H I V O P A R R O Q U I A L

Certificado

Certifico que en la página 240 del Libro N<? 52 de "Bautizos" de este Ar-chivo Parroquial se encuentra la si-guiente partida: En la parroquia del Sagrario de la Catedral de Santiago de Chile, a siete de mayo de mil ochocien-tos sesenta y cuatro el vice-párraco don

Juan Cordero, bautizó, puso óleo y cris-ma a José Pedro de dos días nacido, hi-jo legítimo de don Pedro Alessandri y de doña Susana Palma, feligreses de es-ta parroquia. Fueron padrinos don Jo-sé Gabriel Palma y doña Carmen Var-gas, de que doy fe. P. José Ma. de San-ta María. C. Rector. Rubricado.

Concuerda con el original citado, y para constancia sello y firmo en San-tiago a 23 de diciembre de 1942.

Fdo. . . . José Forné. Pbro.

Hay un sello Parroquial.

f Pág. 57. ¿San Esteban, el proto mártir judío? ¿San Esteban Papa? ¿San Este-ban, rey de Hungría? ¿San Esteban de Asta? . . . Son numerosos los "Esteban" del Santoral Católico, aunque es ver-dad que el más umversalmente cono-cido es el proto mártir. El señor Ales-sandri, en las informaciones que nos ha dado de su niñez, no logra precisar en forma terminante este punto folklóri-co de sus recuerdos, lo que nos hace, a nuestra vez, dar sitio a una duda: ¿se trataba en realidad de una devoción popular a San Esteban? Sospechamos que no, y tenemos serios motivos para creer que era a San Lorenzo. Este San-to es, en Chile, el dueño de los vien-tos y su milagrosidad es proclamada en todo el Sur del país (Cf. Vicuña Ci-fuentes: M I T O S Y SUPERSTICIONES) .

"Algunos isleños azotan los palos de las embarcaciones, o bien silban in-vocando a San Lorenzo, para llamar viento" (Cavada: Chiloé y los chitó-les) . Entre los mineros existe también la superstición que el 10 de agosto, día de San Lorenzo, "no debe trabajar nin-gún minero, porque el que lo hace es-tá expuesto a graves accidentes" (Vicu-ña Cifuentes: ob. cit.).

Estos datos de la tradición oral chi-lena nos hacen pensar que la devoción de los campesinos de "San Pedro de Romeral" —como siempre en estos ca-sos— ha debido ser interesada; y es lógico deducir que más bien San Lo-renzo —facilitando las lluvias— y no San Esteban, que no es conocido por esta especialidad, haya sido motivo del piadoso culto al cual venimos haciendo referencia. En uno u otro caso cedemos la palabra a los folkloristas nacionales.

g Pág. 58. Narración hecha por don Ma-cario Ossa, en carta al señor Alessandri, cuando era colega de don Arturo Ales-sandri, en el primer período que éste tuvo un asiento en la Cámara de Dipu-tados (1897-1900).

h Pág. 60. Entre los émulos de Boccacio, por la riqueza y perfección de su len-guaje, al mismo tiempo que por su chispa y espíritu licencioso, uno de los que más se le acerca es el abate Gio-

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Vanni Battista Casti, poeta y novelis-ta italiano nacido en 1721 y muerto en 1803.

i Pág. 70. La información "in-extenso" del diferendo internacional tratado en este capítulo, encuéntrase, para los que se interesen desde el punto de vista chileno, por el tema en cuestión en la obra definitiva de don Gonzalo Bulnes "Historia de la Guerra del Pacífico". Se ha hecho también una tirada aparte de este trabajo que comprende los ca-pítulos correspondientes a "Las causas de la Guerra entre Chile y el Perú" (Soc. Imp. y Lit. Barcelona. Santiago, 1918) .

Es muy recomendable, asimismo, la obra de don Luis Barros Borgoño,

"La cuestión del Pacífico y las nuevas Orientaciones de Bolivia".

En lo que se refiere al orden expo-sitivo nosotros hemos utilizado, princi-palmente, en este capítulo, la enjundio-sa y útilísima síntesis de don Adolfo Calderón Cousiño, publicada en 1919 con el título de "Breve Historia Diplo-mática de las Relaciones Chileno-Pe-ruanas. 1819-1879".

¡ Pág. 72. Estas visitas de los músicos de Curicó al señor Alessandri Vargas para la festividad de su santo, hallaban su razón en el hecho de que Alessandri tenía el grado de Capitán (R) de la Primera Compañía del Batallón Cívico N1? 1 de Santiago, durante la Coman-dancia de don Ramón Rengifo.

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L I B R O I I I

S A N T I A G O

¡Oh mis recuerdos santiaguinos! ¡Noches del Sábado de antaño, en los que fueron partiquinos los tontos graves que hay hogaño!

Tiempos de honrados libertinos de mucha bulla y poco daño; nada de humores saturninos, de displicencia ni regaño.

Chicas alegres y. bonitas, tías de pega como' ahora; versos, paseos, rondas, citas. Luego, una gira redentora entre las buenas señoritas para elegir "a la señora".

J U L I O V I C U Ñ A C I F U E N T E S :

Recuerdos santiaguinos.

La Urbe

Cuando Arturo Alessandri Palma cumple seis años se presenta para sus pa-dres el problema de enseñarle a leer y escribir, a más de darle a conocer las primeras nociones de la aritmética. Misia Susana es la que empieza la tarea; y como el niño se muestra bastante reacio en el cumplimiento de sus nuevas disciplinas —prefiere vagar por el campo; o domesticar a sus pájaros predi-lectos; a jugar con los perros del fundo, especialmente con "Napoleón", de los cuales, como ya dijimos, es grande amigo— don Pedro consigue con Marti-na Bravo, Directora de una Escuela Primaria ubicada a pocas cuadras de la casa en que viven, que vaya todos los días, después de sus tareas escolares, a enseñarle hora y media al distraído rapaz. Martina Bravo cumple de manera honrada y perfecta, durante tres años este encargo del hacendado.

Martina es una mujer menuda, bondadosa y llena de condiciones pedagó-gicas. Quiere al niño y gasta una fina atención para moldear su carácter y desarrollarle las buenas cualidades en germen que en él se guardan. A través de toda su vida, Arturo no olvidará nunca a esta buena mujer, y cuando lle-ga a los altos cargos que el destino le tiene deparados, una de sus grandes sa-tisfacciones será proteger y estrechar entre sus brazos a la anciana maestra que guiara intelectualmente sus primeros pasos en la vida.

Doña Susana y Martina Bravo son los únicos profesores de instrucción pri-maria que conoce Arturo.

Con esa preparación, don Pedro decide, luego de cambiar ideas con su es-posa, que el niño vaya de interno al Colegio de los Padres Franceses en la capital.

Es necesario decir que antes de cumplir los diez años Arturo sufre una afección intestinal que lo tiene varias veces a las puertas de la muerte. Esta dolencia le dura por mucho tiempo, lo que demora en gran manera su ida a Santiago; pero como el niño crece a ojos vistas, don Pedro juzga que no se puede demorar más el cambio de régimen escolar, y aunque con el corazón destrozado, doña Susana debe acceder a la exigencia de su esposo. Ha llega-

''Santiago en la América Latina es la ciudad berbia. Si Lima es la gracia, Santiago es la

S° ta EX pueblo chileno es orgulloso y Santiago aristócrata. Quiere aparecer vestida de Demo-

eS ia Per0 en su guardarropa conserva su traje Ceráldico y pomposo. Baila la cueca, pero tam-bién la pavana y el minué.

Santiago paga poco a sus escritores y mucho a sus palafreneros. Toma el té como Londres y ¡a cerveza como Berlín. Es artística, ama las

¡lardas estatuas y los cuadros valiosos. Cincela *con Plaza, con Blanco, y pinta con Lira, con Yaleniuela, con Jarpa. Para sus hombres grandes tiene bronce y mármol. Santiago ha sido heroica

vibrante en tiempos de conmociones. Es ciudad yql¡e nunca será tomada".

RUBÉN DARÍO: "Santiago en 1886".

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do el momento de separarse del niño, en aras de la propia seguridad de su porvenir de hombre.

La mañana en que Arturo abandona Curicó en un día de Marzo de 1880 es para sus padres casi un momento de duelo. Se repite aquí la escena que nos da Núñez de Arce, en las estrofas del "(Idilio"; y así retorna ese momento a las remembranzas del personaje ilustre de hoy:

¡Conservaré el recuerdo mientras viva! Sin pena a dejar iba

por vez primera los paternos lares: mi amante madre preparaba inquieta

la estudiantil maleta y sin querer llorar, lloraba a mares.

Mi madre entonce con abrazo estrecho me atrajo hacia su pecho,

devorándome a besos trastornada. Y mi padre decía, ahogado en llanto:

—/Mujer, no es para tanto! ¡Siempre has de ser así! Lloras por nada ...

El que ahora parte es un chicuelo enfermo, delgaducho, semidescalcifica-do, que confunde sus lágrimas copiosas con las de misia Susana, las cuales hu-medecen su cabellera castaña y el rostro demacrado por los efectos de la en-fermedad que aún le aqueja. Ya otoñal, el niño de aquel entonces, cuando vuelve su recuerdo hacia la infancia lejana, cree sentir todavía en sus meji-llas esas lágrimas llenas de ternura infinita con que su madre le despide en los umbrales de la pubertad.

El viaje a la capital lo realiza Arturo acompañado, además de su padre, de su hermano José Pedro, que va a terminar su Sexto Año de Humanidades a los 'Padres Franceses.

A pesar de la variedad del paisaje contemplado por sus ojos desde la ven-tanilla del vagón, lo que le ayuda a distraer su espíritu, Arturo llega a Santiago muy fatigado por éste su primer viaje en ferrocarril. Sin embargo, cuando se divisan las primeras casas de la villa mapochina, los ojos se le agrandan con la más viva curiosidad.

La mult i tud que se arremolina en la Estación de la Alameda lo sorpren-de y desconcierta. Siente en medio de ella como si estuviese mareado, lo que le hace caminar en forma zigzagueante y de tal manera peligrosa, que su pa-dre le llama la atención. ¡Son tan distintos este vocerío y muchedumbre a los de.Villa Alegre o al de las fiestas de "San Pedro del Romeral"!

Al salir de la Estación, tomado de la mano de don ¡Pedro para que no lo atrepellen, su hermano mayor contrata los servicios de un coche a la america-na, cerrado y con vidrios, tipo de vehículo ahora inexistente y que circula por las calles de Santiago hasta un poco después de 1924.

El coche, ocupado por los tres 'Alessandri, y las maletas y paquetes que traen los viajero, toma por la Alameda y con el cansino trotecito de sus dos jamelgos esqueléticos, de huesos pronunciados y pellejo no exento de mata-duras, comienza a desarrollar a salto de bache la película de nuestra prin-cipal avenida, ante la admiración del niño curicano, asesorado en esos mo-

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mentos por José Pedro que explica y da detalle de lo que él denomina "la opulenta c iudad" . . .

En aquel tiempo el tránsito de coches hácese por el centro del paseo, hasta 1 calle de Padura,1 en lugar de las vías laterales que hoy se utilizan.

y c o m o ni en éstas ni en la otra hay pavimentación, la polvareda que en v e r a n o se levanta al trote de las cabalgaduras, mantiene a esa arteria urbana

n v u e l t a en una nube de polvo, en tanto en invierno se transforma en y n l o d a z a l , que hace competencia a los peores caminos de la República. E s f r e c u e n t e a los coches de posta que p o r allí se aventuran tengan que ser arrancados del barro con postillones.

En 1880, aunque Santiago es una de las más importantes ciudades de la América Hispana, en la realidad de los hechos no es sino una gran aldea, de tipo y sabor colonial con una población de más o menos 150.000 habitantes.

La Alameda de las Delicias, de la cual los santiaguinos se muestran muy orgullosos, y que ya desde los tiempos de Carrera fue preocupación muy sen-tida del Gobierno" forma en otoño verdaderos colchones de hojas secas, que permanecen largo tiempo en la Avenida, sin que la autoridad municipal las haga recoger. Este descuido martiriza a los transeúntes que hacen lo imposi-ble por esquivar las nubes de polvillo levantadas de continuo e introducién-dose en las narices con efecto de rapé. La hermosura de este paseo radica en sus grandes álamos, que desde la llegada de la primavera refrescan la atmósfera de ese sector de la ciudad con aires y aromas campesinos. Mas en verano, cuando el pueblo busca la sombra acogedora de sus ramas que dan una sensación de oasis a los acalorados y sudorosos transeúntes, es bien desagradable detenerse allí mucho tiempo, pues millares de cuncunas se desprenden de todas partes, y hostigan cuello, manos y cara a los que se atre-van a pelear con esas verdaderas "dueñas" de la antigua cañada.

Las casas de la ciudad son chatas, de mal gusto, con techo de tejas y gene-ralmente construidas de adobes. Los más altos edificios de la parte céntrica son de tres pisos, y su decoración, cuando tiende a la elegancia, casi siempre cae en lo dharro.

El desarrollo urbano es muy lento, y aún hasta hace un cuarto de siglo, el que estas líneas escribe pudo confirmar con referencia al aspecto de la ciu-dad, una serie de indicaciones hechas por escritores chilenos a mediado de la centuria anterior.

La iluminación es pésima y aún en el centro, donde se agrupan los grandes almacenes, orgullo de los mapochinos, una penumbra medieval lo envuelve todo.

Sin embargo, dos veces a la semana, los vecinos honestos tienen una alegría recatada y digna de sus pulcros antecedentes: la retreta en la plaza de Armas. Allí, dando vueltas alrededor del verde cuadrilátero, se agrupan los "don-juanes" criollos y las candidatas a novias de la villa. La costumbre, pocas veces alterada, obliga a que los caballeros caminen en un sentido y las damas en el sentido contrario, dando oportunidad, en cada vuelta, para que los "po-lolos" cambien furtivas miradas de lánguidas promesas.

La "pavimentación" de las calles es desigual; las principales están arregla-das con piedra de "huevo", como se denomina en el lenguaje popular, al cas-cajo de los ríos. También las hay con adoquines de madera o piedra, pero en muy cortos trechos.

'Hoy Simón Bolívar.

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A lo largo de las veredas corren las acequias, pletóricas de todas las inmuti. dicias de la ciudad a mas los animales muertos, desde ratones hasta gatos y "quiltros".

A pesar de los inconveniente que acabamos de anotar, Santiago es conside-rado por los extranjeros de visita en aquella época, y por muchas auto, ridades europeas de la segunda mitad del siglo XIX, como la "Villa mejor edificada y confortable de Sudamérica".

El coche ocupado por los viajeros se dirige, al trote lerdo de sus jamelgos a la calle de las Recojidas, hoy Miraflores", donde vive doña Elcira Alessan-dri de Mendeville.

'La casa de la tía Elcira, vetusto edificio de dos pisos, deslinda por el Norte con la casa de don Alejandro Fierro2 político prominente, unido en matri-monio con doña 'Luisa Carrera, nieta del padre de la Patria don José M i g u e l

Carrera Verdugo; y por el lado Sur, con la propiedad de los descendientes de don Pedro Urriola, famoso jefe del movimiento revolucionario del 21 de abril de 1851 en contra de don Manuel Montt. En aquel vecindario han de-bido 'hilvanarse como es de suponerlo muchos curiosos capítulo de la historia secreta de la República a través de dos épocas, perdidos ahora para siempre entre los paredones coloniales de esas residencias.

La casa de tia Elcira tiene un gran portón de arco, encabezado al estilo ro-mano. No hay mampara detrás de la puerta, sino una cancela de firmes hie-rros labrados, que al abrirse mueve una campanilla que llena de vibraciones metálicas el corto zaguán, vibraciones que se oyen hasta muy dentro, donde generalmente cabecea la poltrona actitud de la servidumbre. En medio del patio hay un pino altísimo, que se ve a la distancia desde cualquiera de los ángulos del barrio, y que en aquellos alrededores denominan "el pino de la señora Elcira".

Esta casa había sido adquirida años antes por el esposo de tía Elcira, don Carlos Mendeville y Sánchez, bonaerense que desempeña en Chile funciones de Martiliero Público.

Conviene dar algunas referencias respecto a este caballero, que tiene gran-des vinculaciones en la sociedad de Santiago por su carácter llano e ingenio-so; pero cuyo prestigio personal deriva principalmente de ser hijo de una de la más distinguidas mujeres de la Independencia Iberoamericana, como es doña María Sánchez de Velasco y Trillo, patricia de las más destacadas de la República Argentina*.

Casada en primeras nupcias con el caballero inglés don Juan Thompson, el salón de su casa transformóse a principio del siglo XIX en el centro obli-gado de la intelectualidad y el arte argentino de esa época.

Muerto don Juan, la viuda contrae nupcias, tiempo después, con don Was-hington de Mendeville caballero francés que en tiempos del ¡Dictador Rosas desempeña el cargo de Cónsul de su país en Buenos Aires.

•La situación destacada de su madre, doña María Sánchez, dio en Santiago al señor Mendeville un ambiente de simpatía e, indirectamente, de extrema importancia intelectual, porque los emigrados argentinos que vinieron a Chi-le huyendo de la tiranía de Rosas, fueron sus amigos personales y su casa —en aquel entonces Mendeville era soltero— les sirvió de centro obligado a sus pa-

:Don Alejandro Fierro, Ministro de Re- clara la guerra de Chile contra la alianza laciones Exteriores en 1879, es quien de- secreta de Perú y Bolivia.

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"óticas tertulias y planes para el futuro. Sarmiento, Mitre, Alberdi, Vicen-t n Fidel López y demás ilustres compañeros de exilio —además de la clásica íf cp i ta l idad que leí brindara en su fundo "Lo Aguila" doña Emilia Herrera \ f a r t í n e z de Toro— encontraron en la atmósfera de esa mansión algo del

re reconfortador de sus provincias y campos bienamados, los cuales, aun-3 e cerca en la geografía, aparecían no obstante, para su fervor y esperanzas, quiméricamente lejanos.

D u r a n t e el largo viaje de iCuricó a Santiago, don Pedro le habla a su hijo m e n o r , a grandes rasgos, de todas estas cosas para ambientarlo en el cono-cimiento de su familia y en el respeto que les debe. De manera que éste, an-tes de llegar a la casa de Mendeville donde por muchos años encontrará un segundo hogar, sabe bien a qué atenerse con respecto a sus tíos y primos.

Los viejos descienden del coche y como el portón está a medio abrir, en-t r a n y empujan las rejas de la cancela. El bronce tintinea largo y en el acto s e oyen las voces familiares que avanzan con alados entusiasmos:

—"¡Hermano! . . . ¡José P e d r o ! . . . ¡Arturito! Es tía Elcira y sus tres hijas, que desde temprano se aperciben para este

encuentro gozoso. Hace mucho tiempo que murió tía Aurora —la mayor de las Alessandri

Vargas— y esto hace fortalecer aún más el cariño de los dos hermanos que la sobreviven. Es un afecto entrañable que la separación aumenta y matiza de ternura. Estos pocos años en que Pedro y Elcira no se ven, afinan la sensi-bilidad de ambos; y al estrecharse en fraternal abrazo, lloran sin poderlo evitar.

Arturo y José Pedro muéstranse muy impresionados, y están deseosos por ir a descansar. No tardan en cumplir sus deseos; y una mucama conduce a los viajeros al departamento que se les tiene destinado.

El dicho departamento se compone de dos piezas bajas, muy antiguas. En una se instala a don Pedro y en la otra a los dos niños.

Además de la moledura del viaje, los muchachos muéstranse bastante in-cómodos con la idea del internado, que ahora se hace inminente. Como va advertimos, José Pedro viene a cursar en los Padres Franceses el último año de Humanidades, y Arturo a iniciar sus preparatorias.

Los dos niños duermen pésimamente: el mayor, saboreando la tristeza de las vacaciones que se van; y el "peneca" con un dolor de mueles que lo hace ver candelillas.

Muy de madrugada, don Pedro se informa del percance de Arturo; y como el sufrimiento arrecia, no se encuentra otra solución que la de llevarlo a un odontólogo que tiene su estudio en la Plazuela de la Merced, donde sobre la puerta de entrada de la "clínica", cuelga una inmensa muela —que el viento mueve pendularmente con gran parsimonia— cuya sola vista es capaz de poner las carnes de gallina al más corajudo. En aquel tiempo la dentística es en realidad una profesión de charlatanes, y no sólo en el continente ameri-cano, sino también en Europa. Son famosas las caricaturas de Rowlandsond

sobre la materia y aun, en sentido menos caricaturesco, las de Gustavo Doré, que por cierto no necesitan comentario.

El doctor Alvarez —que así gustaba denominarse el dentista— es un hom-bre alto, ligeramente encorvado, con nariz de pico de loro en cuyo extremo sujétase, a punto de caerse, la montura de unos anteojos de plata, de cristales constantemente empañados con su respiración. Viste siempre de negro y usa una barba caprina que le da aspecto de Mefistófeles. Todo como hecho ad-hoc para que los clientes pierdan los últimos restos de su "self-control"...

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Instalado en la burda silla del consultorio, el pequeño Arturo, con los ojos

dilatados ¿por el terror, se presta al examen. El sacamuelas, arreglándose los

anteojos le examina la dentadura detalladamente y, pronunciando una serie de frases que para el niño resultan cabalísticas y para don Pedro casi otro tanto, le mete el puño dentro de la boca. Resultado: "hay una muela carea-da que debe ser extraída en el acto".

Dicho y hecho; los gatillos y otros aparatos de tortura principian a aban-donar la vitrina del práctico que los ordena a la vista del sentenciado clien-te, en espantosa fila de ataque. Antes de cinco minutos, los alicates y otros adminículos colaboradores funcionan de lo lindo. El niño se resiste, grita, patalea. Mas, el "práctico", inflexible, revuelve los aceros inquisitoriales, apretando como un demonio y haciendo crujir en las fauces de cocodrilo del alicate el molar enfermo. Para colmo, don Pedro, instalado junto al niño, 10

controla con palabras enérgicas, indicándole que ¡los hombres no deben quejarse!

Entre tanto, el bárbaro del sacamuelas suda tinta. Se trata de una muela excepcionalmente dura y hay, por lo mismo, que descarnarla. Para ello, afila un cuchillo algo más reducido que los que son de uso en la cocina para des-tripar aves, y con la punta incisiva inicia la quirúrgica operación. Cuando aplica de nuevo el alicate y da uno, dos t r e s . . . , hasta cuatro terríficos ti-rones, Arturo, junto con desmayarse, sufre la sensación de que, con la mue-la, le han sacado los sesos. Se demora más de diez minutos en volver del sín-cope; y de haber conocido en aquel entonces el clásico soneto de Quevedo, habríale dicho al flebotomiano en sus propias barbas'de chivato:

Quitarnos el dolor, quitando el diente, es quitar el dolor de la cabeza, quitando la cabeza que le siente.

Cerca de una semana le dura al pequeño la hinchazón y el dolor de la cara. Siete días que no hace sino quejarse: pues —y la advertencia parece inútil— los anestésicos no se conocen para esta clase de enfermedades; la co-caína está muy lejos aún de las "clínicas" dentales. Y es mejor que así fuera, pues si los "doctores" de aquella época hubieran conocido esos medicamen-tos, de seguro muchos de los clientes que hasta hoy gozan de envidiable salud, dormirían tiempo ha bajo la fría protección de una losa conme-morativa.

Esta experiencia odontológica es motivo para que en el curso de los años el "paciente" de entonces, después Primer Magistrado de la Nación, se pre-ocupara con especial interés de mejorar los servicios de la Escuela Dental, recordando —como él nos ha dicho— el terrífico instrumental del "doctor" Alvarez . . .

Después de ese período crítico, el niño siente otra vez que la alegría y la curiosidad entran en su espíritu; mas, José Pedro, que observa la favorable reacción, se acerca cauteloso, fraternal y lo aconseja:

—"iMira, Arturo, quéjate todavía una semana más, pues de otra manera nos van a llevar inmediatamente al Colegio y tú no sabes lo antipática que es la prisión del internado."

Arturo no se hace repetir las "sabias" palabras de su hermano . . . y conti-núa con más dolores que nunca, pero sin olvidarse de formular la prudente

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dvertencia de que lo distraigan. No muy convencido, don Pedro acepta la •nsinuación del "enfermo" y ordena que el hermano mayor lo lleve a dar 1 ñas vueltas por el centro y alrededores de la ciudad. Días fugaces que el

iño conserva entre sus mejores recuerdos de infancia, pero que muy luego t i e n e n punto final, cuando su padre lo conduce a la Rectoría de los Padres franceses para matricularlo.

#

Interno

En la entrada del Colegio de los Sagrados Corazones de Jesús y de María les a b r e la puerta un "mocho" pequeñín, desvencijado, de ojos purulentos y que lleva una sotana raída por el uso. Dice su nombre sin que nadie se lo p r e g u n t e , tal vez para adelantarse a la idea de que lo llamen con el sobre-n o m b r e de "El Tachuela", puesto por los escolares. A pesar de su figura bien poco atrayente, el mochito t i e n e modales muy protocolares y exagera cierta finura cordial que, no importa su melocidad, no huele a postiza. Con m u c h a cortesía, conduce a don Pedro y sus dos hijos hasta la Sala de Espera, asegurándoles que el Superior llegará en seguida.

Efectivamente, no tardan en escucharse en el pasadizo los trancos firmes del Padre Rector, cuyos zapatos crujidores —después lo supo Arturo— tenían fama casi con t inen ta l . . .

Los saludos son muy cordiales. El Padre Rector es amigo, desde hace tiem-po, de Alessandri Vargas, a causa, precisamente, del hijo mayor del hacen-dado que ahora viene a terminar su sexto año; y, al verlo, parece muy satis-fecho. Después de estrechar la diestra a José Pedro, se acerca con gesto complacido hasta donde Arturo y le da un palmoteo cariñoso en la cara, con tan mala suerte, que pega, con precisión matemática en el resto de la hincha-zón que emperifolla el maxilar del niño; éste quisiera gritar, pero se contie-ne acordándose de la admonición de su padre respecto de que "los hombres no deben quejarse"; conténtase, pues, con echar una fervorosa maldición mental a los gatillos del "doctor" Alvarez.

Tras esta rápida escena, el Superior de los Padres Franceses habla en tono mesurado para que el nuevo alumno se imponga de los reglamentos, costum-bres y finalidades del católico instituto.

—"Como ya se habrá impuesto por su hermano José Pedro —comienza su discurso el Superior— este es un colegio para niños cristianos, que tiene por objeto, Dios mediante . . . " —y sigue.

Mientras habla, el redondo y abultado abdomen que lo adorna se hunde y ensancha con movimientos blandos de fuelle, bajo la blanca y negra so-tana. Al padre Augusto —así se llama—, el rostro le trasunta bondad. Sus manos son chicas y regordetas, de formas ligeramente femeninas; y su pater-nidad las usa en forma vigorosa o amable, según sean las necesidades del período retórico. A veces las hunde en los bolsillos laterales de la sotana, y entonces diríase que el abdomen se alarga, tomando proporciones inquie-tantes de cono.

Esta emoción caricaturesca prima vista, desvanécese, sin embargo, en el cerebro de Arturo por el concepto que él tiene de aquel sacerdote. En los días de la campiña su hermano José Pedro no ha hecho otra cosa que alabar al Padre Augusto, encomiando su virtud y sabiduría.

En efecto, dentro y fuera del Colegio, el Padre Augusto goza de fama en-

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vidiable, y debe haber sido bien fundamentada la opinión de quienes l e

conocieron en Santiago, pues poco tiempo más tarde el Reverendo fue lleva-do a Francia a desempeñar el Generalato de la Orden, cargo mátximo en la organización conventual y pedagógica de los Colegios de los Sagrados Cora-zones de Jesús y de María.

El Padre Augusto termina su discurso con estas palabras que dirige al nuevo alumno mirándolo fijo en los ojos:

"Supongo, Arturo, que Ud. seguirá las tradiciones de buena conducta y alumno sobresaliente de su hermano José Pedro, que este año terminará sus Humanidades, después de haber obtenido, en los seis años que ha sido inter-no en este colegio, todos los premios de su curso".

Arturo siéntese anonadado, tanto por la responsabilidad que su hermano José Pedro echa sobre sus angostas espaldas, como por el tono de autoridad con que el Padre Rector se dirige a él para exhortarlo. "Me sentí víctima de una inquietud desconocida —nos ha didho en sus conversaciones el señor Alessandri—. Algo misterioso, sutil, que no podría explicar lógicamente, hacíame mirar el futuro con invencible miedo. No supe ni siquiera mover los labios. Mi padre respondió por mí en sentido afirmativo, diciéndole que estaba seguro que yo no tendría que envidiar nada a José Pedro ni en su conducta ni en su aprovechamiento . . . Yo habría querido protestar porque no estaba seguro en modo alguno de que las cosas iban a suceder como mi padre afirmaba. Pero fue inútil porque las palabras no me salían de la gar-ganta. Terminada la entrevista mi padre se levantó para despedirse del sa-cerdote y me abrazó con ternura. No pude dominarme más y rompí en llan-to. Entonces mi padre, con los ojos húmedos, pero haciendo extraordinarios esfuerzos por no imitarme, me amonestó como siempre en estos casos: "Hay que ser hombre, ¿entiendes? Hay que ser hombre . . . " . Y me volvió a abra-zar, mientras las lágrimas pugnaban por saltársele de los ojos".

El Padre Augusto llamó a otro sacerdote y le dijo que condujera al novel interno a su "división". Casi pisándole los talones al Reverendo, el niño, precedido del sacerdote, se endilga por los patios fríos y angostos hasta que al término del segundo llegan a una puerta de reja, que el Padre abre con una llave. Pasada ésta, extiéndese otro patio grande, dividido por un parrón que lo atraviesa de lado a lado. El sector de la derecha corresponde a la "primera división", es decir a los alumnos de los últimos años; el de la iz-quierda, es el de la "segunda división" o de los alumnos de los cursos infe-riores y de menor edad. Después de seguir a lo largo del parrón y cruzarlo, llegan a una nueva puerta de reja que da también a dos patios, pero éstos más chicos que los anteriores,-correspondiendo el de la derecha a la "tercera división" y el de la izquierda, a la "preparatoria" o "elemental", conocida con el nombre de "Sección de los penecas". Ya aquí, el Padre, luego de algunos detalles sin importancia que indica al niño para ilustrarlo sobre la topografía del colegio, sube por una escalera de tablas conducente a un dormitorio colosal. Esta sala es de sólo un cuerpo, con inmensos ventana-les que llenan su ámbito de aire y luz.

Por primera vez, el muchacho vuelve del anonadamiento en que lo dejara su entrevista con el Padre Rector, y los ojos le brillan de curiosidad: 50 ó 60 camas, divididas unas de otras por anchos veladores que sirven a los alum-nos para guardar la ropa y tener encima la taza y jarro de lata o losa, se alinean como en la cuadra de un regimiento. El padre explica que en esa taza debe, al levantarse, hacerse el aseo de la cara y manos. Y como Arturo lleva al hombro, una bolsa con ropa y en la diestra una pequeña maleta, el sacerdote le señala en el acto la cama que le corresponde y le indica cómo debe arreglar sus cosas, operación que el niño realiza con suma rapidez.

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De buena gana Arturo hubiera querido acostarse al instante, pero el Padre, con gesto amable, vuelve a indicarle que lo siga; y otra vez lo endil-ga hacia la escalera, ahora de bajada, para dirigirse a la Sala de "paso-estu-dio", en donde se enfilan, de dos en dos, los pupitres del alumnado. Dichos escritorios tienen cajón para guardar libros y, en calidad de asiento, una banca de palo.

Allí se instala Arturo, en el pequeño armatoste, que le señalan como suyo. No sabe qué hacer y, para distraerse, mira indistintamente al techo, al suelo, a ios condiscípulos que el Destino acaba de depararle, al cura, en fin, que vigila en redondo con ojos de buho reducidos debajo de unos cristales tan gruesos como asiento de botella.

Pasada una hora, suena la campana del Recreo. Los muchachos se inquietan, ansiosos de salir de aquella sala y abandonar

la antipática compañía de los textos de estudio. Mas, con menudo sadismo, el Padre inspector deja correr un medio minuto; se pone de pie, limpia sus anteojos, se los coloca con cierta parsimonia, da una mirada oblicua y, cuan-do se convence de que todos los niños están ahí mirándolo en carne y hueso, da tres palmadas, lo que indica que la "penequería" puede retirarse . . .

Un grito horroroso, de manada en fuga, sigue a la señal del Inspector; y atrepellándose, dándose de codazos y empujones, la párvula gallada abando-na el "paso-estudio" hacia el patio de la "tercera división".

Terminado el "recreo" de diez minutos, la "tercera" vuelve a la Sala, a fin de preparar las clases del día siguiente; pero al término de la hora y cuando suena la campana y el Padre inspector bate de nuevo las manos, los niños no salen en bandada, como la vez anterior, sino que se alinean de a dos en fondo y luego avanzan en dirección a la Capilla, que está cerca de la puerta de calle, por el lado de la Sala donde tuvo lugar la conferencia de don Pedro con el Padre Augusto. En el trayecto, los penecas de la "tercera" se encuentran con la "primera" y "segunda" divisiones, que se dirigen tam-bién, militarmente formadas, al mismo sitio.

La Capilla del colegio hace en Arturo extraordinaria impresión. La arqui-tectura románica del templo, su limpieza, la polícroma hermosura de sus "vitreaux", sumada a la fina perfección de las imágenes, impregnan sus na-ves de una atmósfera de misticismo, difícil de evadir para una imaginación educada en el culto de los símbolos cristianos.

Todo el colegio reza el rosario y oye, en seguida, con grande respeto, una alocución del Padre Augusto. Terminado el acto religioso, los alumnos vuel-ven a sus respectivos patios por breves minutos, para dirigirse luego al comedor, galería extensa —la mayor del edificio— amoblada con mesas lar-gas, de tosca madera, como las que se usan en los cuarteles, y de bancas correspondientes a la longitud de cada una de ellas.

Aquí se acomodan los alumnos conforme a sus respectivas divisiones y manteniendo cierto orden no muy estricto en cuanto al lugar en que yantan, pues les está permitido agruparse de acuerdo con sus amistades o afecciones.

En el comedor se habla mucho y se discute más; y, como en el versículo del Evangelio, lo que aquí se ata, ata.do queda en la vida; y lo que des-atado fuere en estos patios, desatado será, por lo general, cuando los niños, convertidos en hombres, vayan por los caminos del mundo cayendo y alzán-dose, unos empujados por las brisas, otros por las tormentas del Destino.

Las escenas que acabamos de narrar repítense, sistemáticamente, día tras día, durante los ocho años que Arturo permanece interno en el Colegio de los SS. OC. de Jesús y de María, conocido comúnmente con el nombre de "Los Padres Franceses".

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El "último" de la clase

Luego clel cuestionario de rigor —examen más o menos suscinto para apre-ciar, de manera rápida, los conocimiento del alumno— Arturo es matriculado en la Primera (Preparatoria, curso inmediatamente inferior al (Primer Año de Humanidades3.

Para desgracia del niño, entre los profesores de la Primera figura un seglar, ex alumno del colegio, que ejerce en propiedad dos clases muy importantes: la de Geografía Descriptiva y la de Aritmética elemental.

No ha mucho que el pequeño provinciano, descalcificado y enjuto por su reciente enfermedad intestinal, se acomoda, casi en forma invisible, en los bancos traseros de la sala, sintiéndose aplastado por aquella atmósfera.

Una mañana de cualquier día, el profesor frunce las cejas y principia a escudriñar entre las testas infantiles en busca del que, en esa hora, servirá de expositor de lo tratado en clase, durante la última quincena.

El rostro flacuchento de Arturo, casi translúcido por la anemia que le produce su enfermedad, atrae de modo particular la atención del "maes-tro" . . .

—"A ver Ud., joven —dícele—; venga a la pizarra." El "peneca", bamboleante sobre sus piernas de alambre, se pone de pie

con expresión de condenado a muerte; pero no avanza un paso. —¡Qué no le estoy diciendo que venga! . . . —insiste con autoridad el "pe-

dagogo". —"Ya voy, señor", —responde el niño. Pero su voz es tan pitirre y débil,

que las 60 fierecillas acomodadas en los bancos de la sala lanzan al unísono estruendosa carcajada.

Con esas muestras del inconsciente sarcasmo nutrido por la instintividad cómica de los muchachos, la moral de Arturo, ya muy pobre, derrúmbase por completo. Cuando llega frente a la pizarra, tirita.

Con dura sensibilidad indígena y en absoluto ayuno de los más rudimen-tarios conocimientos de psicología infantil, el profesor no se detiene en estas claras expresiones de perturbación nerviosa que ofrece el niño, y le dicta un problema para que lo deba resolver en el acto.

El muchacho toma la tiza, pero al escribir los números se encuentra con un nuevo obstáculo que lo reduce casi a impotencia intelectual: la tiza, al rayar el pizarrón, produce un ruido de agudas y escalofriantes vibraciones, que Arturo no puede soportar. Al seguir anotando lo que el profesor le dic-ta, destiémplansele los dientes y el cuerpo entero se le pone carne de gallina.

Con tal handicap en contra, no es raro entonces que el niño se sienta derrotado desde la partida. Lo que él cree la solución del problema es una serie de disparates, aumentados por la hilaridad de la clase y la fobia del profesor.

¿Cómo'quedaría el crédito de su Magisterio si él aceptara que eran sus explicaciones las malas y no el poco seso del alumno —al que ahora tiene convertido en tembladera—, el que no supo captar la luminosa claridad de sus enseñanzas? Para demostrar esto último en forma objetiva, el ilustre "pedagogo" principia a dar varillazos en las piernas desnudas de Arturo con

Antiguamente se numeraba a las Pre-paratorias de manera inversa a como se hace hoy, de tal modo que la Primera Pre-paratoria era la última; es decir, el curso

inmediatamente anterior del Primer Año de Humanidades. En los Padres Francesa había solamente dos preparatorias.

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u n bastoncillo muy flexible, de bambú, que tiene en una mano, y que los a l u m n o s , c o n la plácida aceptación de él, han bautizado con el simbólico nombre de "machuca".

El dolor del niño es intenso. Inútil que recuerde los consejos de su padre je que "los hombres no deben llorar". Aquellos chinchorrazos secos en las pantorrillas peladas sobrepónense a cualesquiera reflexiones y el llanto acu-de a sus ojos, acompañado de hipos convulsivos.

—¡Cállese! —grítale el profesor, furioso. En vano; el chiquillo herido, también, en su fibra sentimental, sólo atina

a dar rienda suelta al sofoco que lo ahoga. Moquea como un pollo. Mientras tanto, como necesita su pañuelo, que trata de localizar escarbando en vano en los bolsillos del pantalón, en su búsqueda nerviosa, apodérase del paño que el profesor le alarga sarcástico, y se suena ruidosamente, quedando con la cara blanqueada por la tiza.

Reiníciase la batahola de los muchachos. Aquel espectáculo es una fiesta. Los penecas brincan de alegría, dándose de potazos en los bancos y aguar-dando a cada instante nuevas variaciones en el divertidísimo "programa".

El "maestro" comprende que ha llegado el momento de poner punto sus-pensivo al espectáculo, que va en peligro de alterar la disciplina a la clase; por lo que ordena al niño con voz estentórea:

—¡Vaya a sentarse, idiota! ¡El muchacho convertido en un estropajo moral, vuelve, tambaleando, a

doblarse en la dura banca del pupitre. Con fina rapidez mental, el esquelético peneca comprende que en ese ins-

tante ha sido catalogado entre sus compañeros como ente ridículo y caso extraordinario de torpeza mental. 'Las risas de sus compañeros así se lo ad-vierten y también la mirada superiormente despectiva del señor p rofesor . . .

Esta escena se repite durante varios días, provocando en Arturo una ver-dadera enfermedad de miedo, que termina por no dejarlo pensar en nada, absolutamente en nada que no sea la idea fija del "día siguiente", cuando de nuevo esté en presencia del tiránico maestro.

—"Era inútil —nos ha dicho el señor Alessandri— que me interrogaran en las otras clases; ya no sabía responder a ninguna pregunta; y cuando salía-mos a recreo caminaba como sonámbulo, sin atender a las voces y a la ale-gría de los demás muchachos. Fue tal el estado en que me dejó ese badulaque con sus procedimientos, que mi hermano José Pedro, de acuerdo con el Superior del colegio, llamó a mi padre entonces en Curicó, a fin de que tomara cartas en el asunto, pues mi estado era en realidad alarmante. Sólo sabía llorar todo el día y en cualquiera parte donde me encontrara."

Al recibir la comunicación de su hijo mayor, don Pedro se viene en el acto a la capital y en la entrevista con el Superior dáse cuenta de una serie de hechos, que, si hubiesen pasado por más tiempo inadvertidos, habrían resultado de fatales consecuencias, no sólo para la educación del pequeño Arturo, sino para la seguridad de su propia vida.

El padre Rector aconséjale en esa primera entrevista no perder su dinero tratando de hacer cursar Humanidades a "un niño que es absolutamente incapaz de esa clase de estudios".

Sorpréndese mucho don Pedro, de lo que oye, pues su experiencia perso-nal lo ha convencido de que el niño es de vivísima inteligencia y con todas las características mentales para ocupar un puesto de primera fila en cual-quier colegio preparatorio.

Mientras el hacendado ordena en proposiciones lógicas este pensamiento suyo tratando de convencer al Padre Superior de que está equivocado, éste lo observa con ojos entre irónicos y piadosos, comprobando, quizá por milé-

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sima vez, cómo es de abrumador el cariño de los progenitores para cegarse en forma tan dislocada y absoluta.

Durante el diálogo, el Superior manda en busca de Arturo, y al entrar el niño en la sala, se produce una escena patética cuando éste se arroja en bra-zos de su padre sollozando. Mucho le cuesta al peneca dominar la angustia que lo aprieta con sus dogales; pero al fin, más tranquilo, le explica, con palabras húmedas de lágrimas, el dolor físico y moral a que reiteradamente se le ha sometido. Al término de su relato, Arturo pide a su padre que lo libre de ese monstruo y que él le asegura que será el primero de la clase. Don Pedro es hombre de muy rápida comprensión. Además, en este caso es un hijo suyo el que le habla, y las antenas de la intuición paternal son más tensas y captadoras que nunca.

Su primer ímpetu es castigar ahí mismo y en ese mismo instante al sádico maestro. Y lo habría hecho si la prudencia del Padre Superior no se hubiera interpuesto conciliadora y diplomática, asegurándole que él resolvería ese caso en forma justiciera y que desde ese momento, tomaría por obligación la vigilancia intelectual del niño. Se decide, sin embargo, a causa del mal esta-do de la salud del pequeño y el fracaso de las primeras semanas de estudio, que entre a Segunda Preparatoria.

Desde entonces hasta el Sexto Año de Humanidades, Arturo cumple su palabra de ser "el primero de la clase" y jamás deja de obtener, por esta razón, las más altas distinciones de su curso.

"Si mi padre —nos ha dicho el señor Alessandri— no hubiera captado debidamente mi estado psicológico, de seguro que yo me habría perdido entre tantos seres inútiles que ruedan por el mundo sin oficio ni beneficio alguno. Mi caso, gracias a la confianza que mi padre tenía en mis posibilida-des, fue al mismo tiempo, para mi propia experiencia, una lección de peda-gogía práctica que nunca olvidé en la educación de mis hijos y en las opor-tunidades en que tuve el orgullo y la dicha de ser profesor de Historia Mo-derna y Contemporánea o examinador de Humanidades en este mismo ramo."

#

En Familia

En casa de la señora Elcira, cuyo esposo don Carlos Mendeville es el apode-rado de Arturo, el niño acude cada domingo y fiesta de guardar —durante años— a las cariñosas reuniones de los amigos y familiares de sus tíos. En esa atmósfera, junto a las primas graciosas y coquetuelas, debió despertar quizá su espíritu a las primeras manifestaciones del romanticismo juvenil, cuando cada muchacha se nos aparece con los contornos idealizados de "María" de Jorge üsaacs, vagando ésta en un claro de luna de mórbida poes í a . . .

'Los versos de aquel entonces eran los del ramplonismo melódico de los poetas chilenos y españoles de la primera mitad del siglo XIX. Aún no apa-rece la musa liviana, agradable de Guillermo Blest, que habríale dado elocuencia especial a las remembranzas sentimentales del mocito . . .

Ella, como yo, contaba catorce años, me parece, mas mi tía aseguraba que eran solamente trece los que mi prima contaba.

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Dejo a mi tía esa gloria, pues mi prima en mi memoria jamás, jamás, envejece, y siempre está como estaba cuando, según me parece, ya sus catorce contaba. ¡Cuántas horas, cuántas horas de dicha pasé a su lado! ¡Pasamos cuántas auroras los dos corriendo en el prado, ligeros como esas horas! ¿Nos amábamos? Lo ignoro; sólo sé —lo que hoy deploro, lo que jamás he olvidado— que en pláticas seductoras, cuando me hallaba a su lado, se me dormían las horas!

Además de la casa de "tía Elcira", Arturo visita con gran asiduidad la de su abuela, doña Carmen Vargas Baquedano, que vive en el inmueble que ya hemos indicado anteriormente sito en calle del Estado esquina de Huérfa-nos. Misia Carmen habita en los altos, pues el piso bajo lo tienen en arrien-do tres almacenes. Uno de los locatarios es don José Jesús Carvajal, dueño del más grande establecimiento de mercaderías surtidas, en aquella época. Este caballero es casado con la señora Concepción Chacón, hermana de don Jacinto, el conocido literato y jurisconsulto del pasado siglo, autor de un comentario sobre el Código Civil de don Andrés ¡Bello. Vive don José Jesús con una hermana soltera, doña Carmela Carvajal B'riones, que casa después con un primo de su cuñada; Arturo Prat Chacón, más tarde cubierto con los destellos de los héroes máximos de la Historia Universal, en el combate de Iquique del 21 de Mayo de 1879.

La señora Carmela es muy de la intimidad de misia Carmen Vargas Ba-quedano, y antes de casarse con Arturo Prat almuerza y cena con frecuencia en casa de la viuda de Alessandri Tarzi, dándole su amistad juvenil; pues doña Carmen, desde el casamiento de su hijo único, vive sola, dedicada por entero al culto de sus más íntimos recuerdos. Sus dos hijas —Elcira y Auro-ra—, habíanse casado antes que la señora enviudara.

Después del hundimiento de la "Esmeralda", cuando 'Prat se transforma en el ídolo del sentimiento patrio chileno, el niño Arturo Alessandri inquie-re con interés vehemente todo lo que se refiera a la vida del héroe. Entonces se impone por boca de su abuela —que Prat, cuando "flirteaba" con la que luego iba a ser su esposa, era recibido con grande afecto en casa de doña Carmen Vargas, y acostumbraba quedarse acompañando a la anciana largas horas, con su charla sobria, pero llena de enjundia y atinadas reflexiones. Aún más: supo también que el matrimonio de Prat con la señorita Carmela debería haberse realizado en casa de la abuela Vargas, pero circunstancias especiales de los novios determinaron otra cosa, y así el que sería enlace breve de dos existencias predestinadas, llevóse a efecto en el puerto de Val-paraíso.

Esa amistad de la familia Prat con los Alessandri no se quebranta nunca. Cuando Arturo llega de Curicó para ser internado en el Colegio de los Pa-dres Franceses encuentra, casi a diario, a la señora Carmela Carvajal en casa de la "tía" Elcira. Allí la viuda del héroe es recibida como hermana de la señora Mendeville, al igual que sus dos pequeños hijos Arturo y Blanca

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f rat Carvajal, de quienes eÜa no se separa. El niño curicano alégrase gran-demente cuando llegan estos penecas; pues, aunque muchos años menores que él, son entretenidísimos, y dánle grata simpatía.

Tales visitas impregnan a las reuniones de la familia Mendeville-Alessan-dri de un estremecimiento superior en todo aquello que se refiere al curso de la Guerra del Pacífico, que hacia el año 1881 llega a su glorioso término. La presencia de la viuda de Prat y de sus hijos, entona aun más —si puede decirse— el patriotismo del niño Arturo Alessandri, preso de la santa y expli-cable neurosis colectiva que en aquellos días históricos sacude el alma de los chilenos.

#

De Vacaciones

Al termino de cada período escolar en los Padres Franceses, Arturo vuelve a la hacienda de sus padres a pasar los meses de vacaciones; momentos in-olvidables para él en que renueva, con sensibilidad más evolucionada, los días gratos de su niñez que va desapareciendo . . .

El primer año de la vuelta a "San Pedro del Romeral" sufre sin embargo, un dolor inmenso: "Napoleón" ha muerto y los tres pájaros familiares —el tiuque, el águila y el traro— según lo informan los suyos, han emprendido vuelo para siempre, por la imprudencia de la servidumbre que no tuvo el cuidado de recortarles las alas.

Arturo no queda muy satisfecho con esta explicación; presiente que ella no contiene la verdad y, para descubrirla, se acerca a ño Miguel, el viejo hortelano analfabeto que no ha usado jamás zapatos en toda su larga exis-tencia, pues en su reemplazo emplea unas toscas sandalias de cuero, sujetas con correones que le pasan por sobre el empeine del pie. No sin poco traba-jo, Arturo obtiene que aquel hombre le informe lo que realmente ocurrió. Y de labios del hortelano surge entonces, un relato escalofr iante. . . Era cierto que "Napoleón" amaneció inánime una noche glacial, de invierno, y que el águila y el tiuque, emplumados los bastante, habían emprendido el vuelo. Sí; eso era verdad. iPero el traro . . .

Los ojos del niño se agrandan en toda su posible dilatación; el gesto de la angustia creciente, con más elocuencia que sus palabras, parece exigir:

—"¿Qué pasó con el traro?". Ño Miguel, con pausado insensible sonsonete, sigue refiriendo la historia:

"El traro, fue el más fiel de todos y no quiso nunca abandonar la casa; dor-mía siempre en la jaula que la diera su mercé y en la cual encontraba segu-ramente, junto a su comida, un puñado de recuerdos de sus compañeros . . . Esta remembranza y tal vez el hastío de su soledad, le hizo adquirir la mala costumbre de introducirse a la lavandería, y cuando la ropa, puesta a secarse en los cordeles, agitábase al golpe del viento, el traro, de mal genio, dábase el placer de destruirla, picoteando pieza por pieza hasta convertirlas en mil pedazos; y allí quedaba la tendalada de manteles, sevilletas, sábanas y fun-das de cama, revueltas con otras tantas camisas y calzoncillos, inutilizados para siempre. Nada respetaba el traro huérfano, inducido por la revuelta bi-lis a que lo había llevado su incurable aburrimiento".

Aquí, ño Miguel, se detiene en su relato y hace que el niño se hinque jurándole el más absoluto secreto respecto de la confidencia que va a hacer-le. Así lo hace Arturo, y entonces ño Miguel continúa:

—"Su mamá, don Arturito, me comisionó para que matara el pajarraco".

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Arturo siente que eí corazón se le sale dei pecho; peró, reprimiéndose to-do lo que puede, alcanza a preguntarle:

—"¿Y, c ó m o ? —"Con una pala —prosigue el gañán—; primero le di dos golpes secos y,

en lueguitito, con el filo le corté el pescuezo . . . Era de ver, patrón, cómo daba brincos el bruto, y aleteaba como si fuera persona. Aun cuando estaba oara estirarla, me miró con unos ojos que daban miedo.

'Dentro del pecho, el niño siente un sacudimiento de fibras que se rompen. Con violencia incontenida, se planta frente al hortelano y le dice con voz ronca:

_"¡¡Te odio!! Pero había jurado no decir nada. Por eso, a fin de tranquilizarlo, agrega

c on s e g u r i d a d de hombre, aunque lleno de iracundia: —No temas, sin embargo, porque te voy a guardar el secreto. "Adoraba a mi madre con infinita ternura y respeto —nos ha referido don

Arturo a propósito de este recuerdo juvenil—; mas, pasaron muchos años sin que se borrara de mi espíritu el sentimiento que me produjo esta resolución suya; pues, sin considerar la justa causa que la motivó, me había producido un dolor inexplicable con la muerte del traro, a quien yo quería como se quiere a un amigo. ¡El cariño, cualquiera que sea su naturaleza, se arraiga siempre profundamente en nuestro espíritu y es superior a la voluntad y a todo fácil razonamiento. 'Con sobrada justicia se dice que el corazón manda.

"Muchas veces en la vida, repasando aquellas impresiones de la infancia, que son las que perduran en nuestra mente, tal si se grabaran en una plan-cha fotográfica, he recordado la intimidad que existió en esa familia por mí formada con un perro y tres aves de diferentes especies. Aquel grupo fue la resultante de la paciencia que yo tuve para alcanzar un fin determinado: enseñanza que, en muchas oportunidades, me dio firmeza y constancia para vencer inmensas dificultades en bien del país y de mi compatriotas".

Lección de carácter que es también de psicología, del que más tarde de-bería ser por dos veces Presidente de la República de Chile.

Entrada a Santiago del Ejército Vencedor

Corre el mes de marzo de 1881. Arturo acaba de regresar de sus primeras vacaciones pasadas.en Curicó en "San Pedro del Romeral", el fundo de su padre.

Está matriculado en la Primera Preparatoria, después de alcanzar en la Segunda las más altas menciones de la clase.

Ha cumplido once años y el niño se ha propuesto recuperar en sus estu-dios el tiempo que lo obligara a perder su enfermedad intestinal que por largos meses lo tuviera luchando entre la vida y la muerte. Ahora no sola-mente se ha vigorizado, sino que además toma parte activa en el batallón de muchachos que instruye en el colegio, Domingo Amunátegui Rivera.

En la época que ahora enfocamos en este párrafo, el espíritu público se agita ante la noticia de que, destruido el poder militar del Perú en las bata-llas de Chorrillos y Miraflores, es muy probable que el General Baquedano seguido de una parte del ejército vencedor, regrese a Santiago.

'Pronto la esperanza se convierte en realidad, y un día de la primera se-mana de marzo, se sabe la reconfortadora nueva: el 14 de ese mes harán su entrada a la capital los gloriosos tercios de Chile.

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A medida que ia fecha prefijada se acerca, cunde ei entusiasmo de la po-blación, hasta adquirir los caracteres de verdadero delirio. La gente va y viene precipitadamente por las calles; en los paseos públicos, en las reunio-nes de familia, en los centros sociales, en los colegios, en todas partes co-méntase con frenesí el próximo suceso. Para la multitud enloquecida los minutos han comenzado a transcurrir con mucha lentitud. Las 'horas resul-tan eternas para la fiebre colectiva que desea ver cuanto antes a los soldados invictos de la 'Patria.

En todo Santiago se ejecutan los preparativos. La Alameda de las Delicias comienza a verse cubierta de grandes arcos de triunfo, hechos de ramas, y flores, y escudos en que se leen los nombres de las batallas ganadas y de los jefes y oficiales que se distinguieron en la brega. También de los otros, de los que adelantándose a la marcha de los vencedores prefirieron seguir su avance por los caminos del más allá . . .

Las banderolas e inscripciones multicolores que cuelgan en postes diseminados a los largo del trayecto que recorrerá1 el Ejército por las ca-lles del Estado y Ahumada hasta la Plaza de Armas, semejan un inmenso bos-que de oriental policromía.

iDesde la estatua de San Martín4 entre Dieciocho y San Ignacio, por el sur; y San Martin y Manuel Rodríguez5 por el norte, hasta la calle del Estado, se levantan palcos a una y otra vera de la Alameda, para que las autoridades e invitados oficiales presencien el desfile.

El 13, en la tarde, los Padres Franceses dan permiso a los internos para que se retiren a casas de sus apoderados, con un asueto de tres días.

Para los efectos del desfile, la familia 'Mendeville-Alessandri ha tomado un palco, sito en una punta de los del lado norte, frente a la esquina de la calle de San Martin con Alameda de las Delicias. Don Pedro Alessandri ¡Vargas ha venido especialmente del campo para presenciar el acto.

El General Baquedano, su Estado Mayor y los Regimientos que con ellos vuelven a la Patria, llegan a Valparaíso en la mañana del jueves 10 de Marzo. Allí se les tributan grandes homenajes-. El Presidente de la República y todo su Ministerio se trasladan al Puerto para recibir a los vencedores. El sábado 12 se canta un Tedéum en la Iglesia Matriz del Espíritu Santo, por el Go-bernador Eclesiástico don Mariano Casanova. Preside la ceremonia el Jefe del Estado, que tiene a su derecha al General Baquedano y a su izquierda al Almirante Riveros. Los diarios de la época nos revelan la emoción de aquel instante, cuando el Gobernador Eclesiástico lleva al General Baquedano has-ta el Altar Mayor, en donde Manuel se arrodilla y ofrenda al Altísimo su es-pada cien veces vencedora, la que bendice en seguida el señor Casanova. Después del Tedéum las tropas, al mando del General don Emilio Sotoma-yor se dirigen a Playa Ancha, en donde más tarde son revistadas por el Primer Mandatario y en seguida por el General Baquedano, quienes son recibidos en medio de aclamaciones delirantes.

La entrada a Santiago se verifica cuatro días más tarde. Los trenes con los regimientos que regresan, arriban a la Estación Central —única que existe por aquellos años— muy de madrugada. Las tropas desembarcan y se extien-den a lo largo de la Av. Matucana, en donde se les recibe por comisiones es-peciales.

A las dos de la tarde entra en la Estación el convoy en que viene el General Baquedano, su Estado Mayor y el Almirante Riveros con el suyo.

4En el sitio que en aquel entonces ocu-paba la estatua del Libertador argentino, encuéntrase hoy una pila de cemento.

Antiguamente las calles de San Martín

y Manuel Rodríguez denominábanse "de la Ceniza" y "de los Baratillos", respecti-vamente.

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El G e n e r a l es acogido en medio de ¡vivas! y cantos de la inmensa multitud n^regada e n e l andén y alrededores de la Estación.

C La a u t o r i d a d local da la bienvenida a los vencedores, sirviéndose en segui-, un ligero lunch en una de las salas del edificio.

A las tres en punto de la tarde empréndese la marcha triunfal por el medio de la Alameda hacia el centro de la ciudad.

En el otro sector, alejado varias cuadras de la Estación, la impaciencia, mientras tanto, es grande. A las dos horas pasado meridiano y a fin de po-nerse a cubierto de la contigencia de que la muchedumbre le impidiera lle-

r ¿asta el palco, la familia Mendeville pecha por instalarse en él, reci-biendo los consiguientes apretujones del mar humano que los aprisiona. Ya en el palco toman los asientos de preferencias tía Elcira y sus tres hijos; el tío Carlos Mendiville; don 'Pedro y su hijo mayor; don Juan Lagarrigue, viu-do hace muchos años de la tía Aurora, algunos de sus hijos, y varios amigos de éstos. Como todos los bancos están ocupados y siendo Arturo el más niño entre la concurrencia de ese aposento, se le asigna con gran gozo del mucha-cho un puesto al lado de la baranda, donde debe permanecer de pie y afirma-do en ella. Naturalmente a pesar de la incomodidad de no tener donde sen-tarse, se encuentra en la gloria, porque así verá mejor el espectáculo que anhelosos todos aguardan.

Es una emoción indescriptible la experimentada por el niño de aquel entonces al contemplar el oleaje humano que se mueve ante sus ojos, por la a m p l í s i m a extensión de la Alameda, hacia el Oriente y Poniente, sin que la vista alcance a ver el principio ni el fin de aquella masa compacta de h u m a n i d a d agitada y nerviosa. iDiríase que la íntegra población de Santiago i n c r e m e n t a d a , sin duda, con gentes venidas ele distintos puntos de la Repú-blica, las cuales, a torrentes son vaciadas por los trenes que casi sin inte-r r u p c i ó n sucédense unos tras otros, habíanse dado cita allí en aquellos momentos tan solemnes de la vida nacional. La multi tud crece y crece. Es aquel un océano sin orillas.

Pasadas las 4 de la tarde escúchase un vigoroso murmullo agigantado luego como el eco de una tempestad. Creyérase que una corriente eléctrica agitara a aquel mare mágnum, hasta condensarlo en inmensas olas que de-rrúmbame a través del espacio. Y nadie pregunta el motivo, pues la respues-ta encuéntrase ya en todos los corazones: es el vencedor que se aproxima. Minutos después, a poquísima distancia del palco, bajo el arco monumental erigido por la Municipalidad frente a la estatua de San Martin, el General Baquedano y su comitiva se detienen ante la tribuna del Presidente de la República, don Aníbal Pinto, allí situado.

El arco a que nos referimos representa en su coronación un inmenso cón-dor con las alas abiertas, el cual arrastra al carro de la Victoria; todo esto circundado por sendos laureles y estandartes, correspondientes al nombre de cada uno de los batallones victoriosos. En el centro se destacan los retratos de los principales jefes del Ejército y la Marina con alegorías de los combates en que han intervenido. En la base, una alegoría de la Marina chilena, en que aparecen seis proas: las de sus más importantes buques. El arco luce, además, por el costado oriental, una inscripción que dice: "¡Honor y Gloria al Ejército y a la Marina de la República de Chile!"

Arturo contempla cómo el General clava con el freno su caballo, saluda militarmente con la espada, echa pie a tierra y se dirige hacia el Presidente, con quien —repitiéndose la escena de Valparaíso— se mantiene unido por largo y estrecho abrazo. En ese instante las bandas militares rompen con los acordes del Himno Nacional.

Aquellos dos hombres, ligados, desde su juventud, por vínculos de vieja

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y sincera amistad, representan en esos iriomentos ei honor de la Repúbl¡Ca

con su grandeza pasada y su gloria presente. La mult i tud lo comprende así y al verlos, pecho contra pecho, estalla en una ovación clamorosa, formid.i. ble, que se prolonga por varios minutos. Un señor, de nombre Camilo Cobo saluda al General en nombre de la Municipalidad allí reunida en cuerpo junto con el Intendente de Santiago don Zenón Freire. Acompañan también al Presidente todos sus ministros.

Terminada la corta ceremonia, el General y su comitiva siguen su marcha. No tardan en enfrentar el palco donde se encuentra la familia Mendeville. Alessandri. El General Baquedano viene con un traje sencillo de campaña donde la única nota de prepotencia es su quepis con "flamiles"" de oro, que jamás abandona. Monta un caballo blanco, de gran estampa que al son del Himno de Yungay pisa con soberbia esbeltez; parece que el noble bruto tiene conciencia de la gloriosa carga que lleva sobre sus lomos. A la derecha del General, jinete, en un magnífico caballo negro, viene don Patricio Lynch, el valeroso afortunado jefe de la Primera División, en Chorrillos y Miraflores. A la izquierda, sigúele el Capellán Mayor del Ejército, Monseñor Florencio Fontecilla; y a pocos pasos, tras el General, los Coroneles Velás-quez, jefe del Estado Mayor, y el heroico Orozimbo Barbosa, león indomable de las cien campañas del Desierto. Barbosa tiene entonces una figura impo. nente. Su obscura y espesa barba propia de los mejores tipos de la raza, cae bellida sobre el tórax varonil. Mas, ¡oh, ironía del Destino!, cuando, más tarde, los años salpican de nieve aquella madeja endrina del valeroso mili-tar, no son balas enemigas las que ponen término a la preciosa existencia de don Orozimbo, sino los disparos fratricidas de quienes, en momentos de de-mencia pública, olvidan de este modo la gratitud comprometida de la Patria.

Cuando la comitiva enfrenta el palco de Mendeville, don Patricio Lynch, que es viejo amigo y compañero de él, habla al oído de Baquedano, el cual vuelve la cabeza con rapidez y cariñosamente saluda con su diestra al recono-cer en aquellas bancas a personas de su frecuencia e intimidad.

—"Al ver cerca de las personas de mi familia —nos ha dicho don Arturo Alessandri— a esos hombres a quienes la gratitud del pueblo elevaba a tan grande altura por sus sacrificios en bien del país, mi emoción de niño fue indescriptible, pues no habría palabras para señalarla. Lágrimas cálidas, como si arrastraran hacia afuera los sentimientos más puros de que era capaz, humedecieron mis mejillas; una corriente eléctrica me engranujaba la piel. Ta l espectáculo resultaba un cuento de hadas, contagiado por el delirio de la multi tud y por cuanto veían y admiraban mis ojos. La impre-sión de aquella tarde fue tan profunda en mi alma y tan hendida la huella que en él dejó, que a pesar de los muchos años que me separan de aquel acontecimiento, lo veo y revivo en sus más mínimos detalles, como si hubiera ocurrido sólo ayer. La impresión recibida —inigualable a ninguna que hu-biera experimentado antes— aumentaba al poner oído atento a los comenta-rios que hacía mi padre y las demás personas del palco, que recordaban, en el entretanto del desfile, los gigantescos esfuerzos, los actos maravillosos, obra de verdaderos titanes, realizados por aquellos héroes a la sombra augusta de nuestros estandartes."

Cada regimiento o batallón que pasa despierta gritos de júbilo y aclama-ciones sin fin.

De este modo, la alegoría del arco monumental se hace realidad cuando Baquedano y su Estado Mayor —que para la búllante y frenética m u l t i t u d encarna en esos instantes el cóndor del alusivo dibujo— desfila seguido de los victoriosos batallones "Atacama", "Coquimbo", "Navales", "Valparaíso", "Artillería de Marina", "Quillota", Chacabuco", "Melipilla", "Colchagua",

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"Chillan", "Valdivia". Estos batallones, sobresalientes pór su bravura en los c a m p o s de batalla, suman más de 6.000 hombres. En medio de la locura ¿ e l público, marchan en columnas cerradas por el centro de la Alameda, con sus rifles terciados, al ritmo marcial de canciones patrióticas o al de algún "pasodoble" en boga. El uniforme de la tropa se compone de una guerrera de color obscuro y un pantalón rojo bombacho, apretado a la pierna en la parte inferior, hasta donde llega una bota amarilla de cuero. El quepis tam-bién de paño rojo, es achatado y lo circunda una serie de dibujos hechos de cordones negros. En los lados y en la parte superior, lucen, además, visera de cuero u otro material parecido. La guerrera lleva botamanga y cue-llo granate, que resalta en lo obscuro del paño.

Estas tropas, encabezadas, como ya lo hemos dicho, por el General Baque-dano y su Estado Mayor, siguen hasta la calle del Estado, en dirección a la Catedral, en donde a eso de las 6 de la tarde, se canta un Tedéum.

Arturo, descendiendo rápido del palco, quiere seguir a Baquedano en su desfile, pero le es imposible; una muralla humana se ha interpuesto entre él y la gloriosa comitiva.

El trayecto es un verdadero paseo de las musas. Hay, naturalmente, ora-toria y poesía en no poca cantidad. Habla don Ramón Angel Jara —a quien más tarde se denominaría "el iBossuet chileno"— y Justo Arteaga Alempar-te, que pronuncia un discurso sin "ángel" ponderado y mediocre. Don Car-los Walker Martínez y don Pedro Nolasco Préndez, declaman, a manera de colofón, poesías originales.

A todos ellos, el tema épico que los inspira los sobrepasa en altura y gran-deza. Ninguno logra clavar en el tiempo el vuelo de Cóndores, que en ese instante decora una de las páginas más ínclitas de la Historia de Chile. Falta aquí el estro de un Rubén Darío que anticipe, para las letras americanas, la gloria de su Marcha Triunfal.

m

Baquedano madruga

Cuando junto con las últimas luces del crepúsculo los cuerpos de Ejércitos se retiran a los cuarteles que hay preparados para recibirlos, la familia Men-deville-Alessandri abandona, no sin dificultad, su palco de la Alameda para volver a casa. Durante el trayecto don Pedro Alessandri Vargas toma de la mano a su hijo Arturo a fin de ayudarlo a atravesar el compacto gentío que rebalza las calles y veredas con un vocerío de comentarios y aclamaciones patrióticas. "Fue muy acertada la precaución de mi padre —nos ha dicho el señor Alessandri— pues la emoción que me embargaba me dejó como sonámbulo. El, entre tanto, empeñábase en contarme más y más detalles so-bre la guerra y los hechos de las armas chilenas".

En la noche se realiza en el Teatro Municipal una función de gala en honor de Baquedano y del Almirante Riveros, función a la que Arturo no puede ir. No era costumbre en aquellos años que niños de corta edad asis-tiesen a esos espectáculos.

A pesar de estar muy cansado por los sucesos del día y por las horas que hubo de mantenerse de pie, Arturo demora mucho en dormirse. No puede conciliar el sueño; su cerebro movido por la visión de tantas cosas sorpren-dentes, es un hervidero en donde nacen y ruedan mult i tud de ideas. Aun cuando ha oído en Curicó los comentarios y enseñanzas de don Pedro sobre el 21 de Mayo, la toma del Huáscar, la batalla de Tacna, el asalto al Morro de Arica y los triunfos de Chorrillos y Miraflores —por haberse encontrado

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al tiempo de estas hazañas, de vacaciones en San Pedro de Romerale— la vi-sión de los soldados al entrar a Santiago el invicto Ejército, le repite con una elocuencia indescriptible hechos que antes él consideró a medias, con la imperfecta laboración de las ideas infantiles.

"Como a las 10 de la mañana del martes 15 de marzo —continúa infor-mándonos el señor Alessandri— día siguiente de la entrada del Ejército, íu¡ sorprendido por una voz vigorosa y fuerte que resonaba en el patio. Ni mi padre ni mi hermano bajaban aún del segundo piso, donde tenían su de-partamento, porque habían regresado del teatro muy tarde y estaban recupe-rando el sueño perdido. Yo no conocía aquella voz acompañada por fuertes y reiterados golpes a las puertas de los dormitorios. Me asomé, entonces, cu-rioso y oí que el desconocido personaje autor de ese escándalo, decía con una muy típica pronunciación:

—"Fuera, fuera de la c a m a . . . ¡F lo jos . . . Flojos! Mi primera visita para ustedes y pillo a todos durmiendo . . . du rmiendo! . . .

"¡La tía Elcira y mis primas gritaban que ya salían, para evitar que el, para mí, curioso personaje forzara las puertas y las encontrara quizá en una in-dumentaria demasiado íntima para ser vistas por ojos extraños.

"Para mirar con mayor detenimiento lo que estaba ocurriendo, bajé a to-da carrera hasta el patio. Grande fue mi sorpresa al encontrarme de manos a boca, con el mismísimo General Baquedano.

"Por cierto que se me cortó la respiración y tiritando de pies a cabeza, casi caigo al suelo víctima de un desmayo. Me pareció primero, que me suspen-dían en el espacio y luego, al caer, que la tierra se hundía bajo mis pies. Al notar mi presencia, el General interrumpió momentáneamente los golpes y remezones a la puerta de tía Elcira, cuya voz se oía suplicante pidiendo que la esperasen un momento. Mi intrusidad fue para ella una tabla de salva-ción. El General, dirigiéndome la palabra, con rostro en apariencia adusto, me elijo:

"Mocoso, mocoso . . . ¿De dónde sales tú . . . ? "Temblando le respondí: —"Estaba con mi papá y al sentir golpes vine a ver de qué se trataba. "Repitiendo sus palabras en forma característica, y que supe después que

era universalmente remedada por sus amigos, Baquedano me preguntó: —"¿Y quién es tu padre, mocoso . . . mocoso intruso . . . ? "Yo estaba tan terriblemente cortado que sólo pude contestarle: —"Mi papá es mi papá. "Haciendo el ademán afectuoso de tomarme una oreja, el invicto soldado

prosiguió, tartamudeando: "Mocoso t o n t o . . . tonto. Quiero saber el nombre de tu p a d r e . . . tu

p a d r e . . . "Hice acopio de todas mis reservas de entereza infantil y aunque siempre

dominado por la más grande impresión, pude responderle con más lógica: "Usted es un héroe y es la primera vez que yo tengo la dicha de verlo tan

de cerca, habiendo oído hablar siempre de Ud. "Tonto . . . tonto . . . —balbuceó entre dientes el General—. Nada de hé-

roe . . . Buena suerte, disciplina, cumplimiento del deber; nada m á s . . . nada m á s . . .

"A pesar de ser niño, me sorprendió aquel momento de modestia y senci-llez, y hube de continuar:

—"Mi padre y mis tíos me han enseñado que Ud. es un héroe, una persona a quien todos los chilenos debemos respeto y gratitud.

"Enero de 1881.

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"—'Bueno . . . Bueno . . . Pero, todavía no me dices quién es tu padre . . . "—Se llama Pedro Alessandri Vargas, señor —silabeé, cortado.

"Baquedano hizo un movimiento de sorpresa, mientras hablaba como con-sigo mismo:

"—Pedro . . . Pedro . . . pariente mío muy querido. Hombre bueno, traba-j ado r , muy bueno . . . —Y en seguida, dirigiéndose directamente a mí:

"—Sigue su ejemplo y sus consejos. Sigúelos. . . sigúelos . . . "En ese preciso momento mi padre, atraído por el ruido y por la voz que

él conoc ía , apareció en la puerta que daba acceso a los altos; y al verse, am-bos abalanzáronse uno al otro estrechándose fuertemente en un largo abra-zo r e v e l a d o r de la sincera amistad que, además del parentesco, unía a aque-llos dos hombres. Salió también en ese preciso momento la tía Elcira y sus tres hijas, ya en condiciones todas ellas de hacerse visibles. Se produjo una escena realmente conmovedora por la forma tierna con que e se soldado d e ceño tan duro y que aparentaba muy escasa sensibilidad, acariciaba a sus parientes y amigas. Visiblemente impresionado veíase que el General lucha-ba por contener las lágrimas que pugnaban en sus ojos por derramarse en las mejillas que curtiera el sol de la guerra. Al fin dijo:

"Tanto g u s t o . . . tanto gusto abrazarlas después de mucho tiempo. En ustedes tengo parte de mis mejores recuerdos. Carmelita Vargas, tan santa, tan b u e n a . . . madre de Uds. Siempre la tengo presente. Impresión gran-de .. • muy grande, cuando ayer Patricio llamó mi atención para que los viera. Primera visita al pisar tierra chilena, para ustedes, que representan únicos sobrevivientes que restan de mi querida familia . . .

"Siguió después una conversación íntima de recuerdos hogareños y hechos de pasados tiempos, hasta el momento en que el General se despidió para retirarse. Yo no podía articular palabra con la emoción que me embargaba, impresionado por la sencillez de aquel hombre grande que así llegaba, sin formulismo alguno, como un señor cualquiera, atraído sólo por un senti-miento familiar cargado de remembranzas. Olvidando sus glorias, Baqueda-no no había titubeado en ir al hogar de los míos para empinar el cáliz de viejos afectos, cuando aún no se apagaba en las calles de Santiago el eco de los vítores y aplausos ofrendados a su paso. *

"Desde aquel día don Manuel pasó invariablemente tres o cuatro veces por semana a casa de la tía Elcira para saludarla y charlar con ella. Y cuan-do mi padre, vencido por dolorosa enfermedad, tuvo que abandonar sus faenas agrícolas para establecerse en Santiago y comprar la casa que tuvo en Alameda de las Delicias esquina de San Isidro, Baquedano llegaba casi diariamente, después de la hora de almuerzo, a dar los buenos días y a pedir novedades. Entraba taqueando fuerte, saludaba con rapidez e inquiría noti-cias en igual forma. Todo esto de pie, negándose casi siempre a sentarse, pa-ra retirarse en seguida en la misma forma en que había llegado; es decir, taconeando fuerte. Con su original estilo telegráfico, contaba cosas intere-santísimas sobre la compaña, revelando, por encima de su congénita difi-cultad para hablar, que era un hombre de un fino instinto militar para ver las dificultades y acordar con claridad y resolución la manera de vencerlas y triunfar.

"Era esclavo del deber e inflexible ante los mandatos de la ley y la disci-plina. Leyendo más tarde documentos de la guerra del Perú y la historia de ese conflicto escrito por clon Gonzalo Bulnes, me he convencido que los planes de las batallas de Los Angeles, Tacna, Chorrillos y Miraflores, fueron los de Baquedano, contra la opinión del Ministro de Guerra en campaña. Esos planos, conocidos por el Ejecutivo, fueron aprobados por don Aníbal Pinto, que falló por carta las cuestiones divergentes con el Ministro de la

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Guerra a favor de la opinión del General. Fue, pues, de acuerdo con esas lí-neas trazadas por la intuitiva inteligencia de don Manuel, que las tropas de Chile encontraron como premio a sus esfuerzos el camino del éxito y l a

victoria". Las fiestas en honor al ejército, luego de la entrada triunfal, duran tres

días; el 16 de marzo hay Parada Militar seguida de una revista a las tropas por el Presidente de la República. Con este acto, se pone término a los aga-sajos, mantenidos durante ese lapso, en la misma atmósfera de entusiasmo que el primer día.

El 17 de marzo los alumnos de todos los colegios de Santiago vuelven a las aulas, con un bagaje inmenso de enseñanza que para muchos ha de perdurar a lo largo de toda su existencia.

*

Un "apaga-velas" que hace época

Descle el 17 de abril de 1830 —fecha de la batalla de Lircay— los pelucones, dirigidos por la mano férrea de don Diego Portales, consolidan su influencia política en tal forma, que, puede decirse, su autoridad no tiene contrapeso dentro del rodaje administrativo de la Nación. Es lo que denominaremos, de aquí en adelante, "Estado portaliano" cuando a este período queramos referirnos.

Esta influencia, así de fuerte, se mantiene durante cuarenta años; pero en 1871, siendo Presidente don Federico Errázuriz Zañartu, la opinión pública liberal, infiltrada en las esferas del Gobierno, inicia enérgica reacción contra los procederes y sistemas de intervención política del clero secular, propug-nados en ciertos casos y tolerado en otros, por la Directiva del Partido Conservador.

Este último partido no es ahora, en 1871 —como podría creerse— el mismo de los pelucones de 1830. Vamos a referirnos a esta diferencia.

Siendo Presidente don Manuel Montt —que manejó el timón del Estado de manera autoritaria e inflexiblemente sostenida—, ocurre un hecho mi-núsculo, al parecer sin importancia, pero que ha tenido, sin embargo, a través de un siglo entero de la Historia de Chile, la resonancia ele un acon-tecimiento superior.

Un Canónigo de la Catedral expulsa de su tarea modestísima a un "apa-ga-velas", muchacho de quince o dieciséis años, sin consultar para ello al se-ñor Arzobispo. Este —celoso de su autoridad—, reconviene con cierta dureza al dicho prebendado. Indígname los canónigos. Pónese en sus coloradas el señor Arzobispo, que lo es en aquel entonces don Rafael Valentín Valdivieso. Bufa el Cabildo; y Su Ilustrísima, en respuesta, deniega oírlo, luego de es-cupir por el colmillo.

(Para tales casos, la sabiduría administrativa de la Iglesia hace funcionar un tribunal eclesiástico, el que esta vez le da razón a los cabildantes. Pero como don Rafael Valentín no es hombre de dejarse intimidar en un "quíta-me allá estas pajas", se resiste a cumplir el fallo.

También, para estos casos, la sabiduría de Roma prevé, y el Cabildo in-terpone recurso ante la Corte Suprema para obtener el cumplimiento de lo fallado, conforme a lo establecido en las leyes españolas sobre 'Patronato.

La Corte Suprema ampara al Cabildo. Con mayores motivos, el Arzobispo continúa resistiendo. Y aquí se agudiza la tragicomedia, porque si Monseñor es porfiado y tenaz, don Manuel Montt, Presidente de la República, no lo

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es menos. Y vuelve a repetirse en los hechos de la vida real la moraleja de ese c u e n t o hispano que recomienda a los aragoneses, en caso de que alguna vez se les ocurra martillar un clavo con la cabeza, asegurarse bien de que al otro lado de la pared no esté un gallego con la testa afirmada en la direc-ción de la punta del clavo, porque entonces ésta no avanzará1 ni una milési-ma de milímetro. Y en esta competencia de testarudos, Valdivieso vale por un aragonés , y Montt nada tiene que envidiarle a un gallego. Exige, pues, don Manuel que se cumpla el fallo de la Corte Suprema y hasta amenaza con el destierro al Arzobispo rebelde.

C o m o se comprenderá, el asunto pasa de castaño oscuro. La conciencia católica aún no está preparada, en 1856, para medida de esta naturaleza, que de manera tan directa y personal afecta a la autoridad diocesana. Se ve, entonces, el fenómeno de que los pelucones, a pesar de la apretada urdimbre de sus intereses feudo-patriarcales, comienzan a dividirse, apoyando, unos, el celo patronal del Presidente y sosteniendo, otros, la actitud asumida por el Arzobispo . De esta división nacen el Partido Conservador y el Nacional o Montt-Varista, respectivamente. Pero como los católicos son católicos antes que nada (y aquí reside su fuerza), unos y otros se ponen de acuerdo para inducir al Cabildo a que desista de continuar pidiendo que se cumpla el fa-llo de la Suprema. De este modo se redíice el escándalo a proporciones mí-nimas y Monseñor Valdivieso se salva de ser lanzado al destierro.

El incidente del "apaga-velas" no produce, sin embargo, las solas conse-cuencias que acabamos de narrar. En el terreno contrario, es decir en las trincheras donde se agrupan los antiguos pipiolos, ahora convertidos en "li-berales", el escándalo antedicho acrecienta el empuje de las huestes contra-rias a la intervención política del clero. Los partidarios de estas ideas justi-fican, además, su causa, alegando que el país vive en una atmósfera de igno-rancia intolerable, y predican en los centros políticos y literarios, de que disponen para interesar al pueblo en sus propios destinos, exigiendo, para atacar el oscurantismo, una mayor difusión de la Enseñanza fiscal.

En el terreno jurídico, espíritus esclarecidos como el de Lastarria, funda-dor del Partido 'Liberal; Guillermo y Manuel Antonio Matta y los herma-nos Pedro León y Tomás Gallo Goyenechea en el Norte, creadores estos últimos del Partido Radical, levantan bandera en defensa de las libertades públicas en una extensión compatible con el espíritu de los tiempos y a semejanza de las que imperan en los países más adelantados de la civiliza-ción de Occidente. Esta campaña, que cada vez aumenta en fuego y tenaci-dad entre los radicales y en las filas del liberalismo se cristaliza, principal-mente, en la exigencia de reducir las atribuciones y facultades casi omnímo-das del Jefe de la Nación y en el anhelo de reivindicar, de manera efectiva, los derechos del pueblo para elegir, con libre voluntad soberana, a sus re-presentantes en el gobierno de la República.

Alrededor de tal bandera doctrinaria se acomodan los enemigos del "Es-tado portaliano", al iniciarse la administración de don Manuel Montt. Es-tas luchas aminóranse durante el lapso del Gobierno de don José Joaquín Pérez, para agudizarse, de nuevo, en el Gobierno de don Federico Errázuriz Zañartu debido, en gran manera, a las dificultades surgidas entre el señor Errázuriz y el Ministro conservador de Instrucción Pública, don Abdón Cifuentes. A causa de estos motivos partidistas, los conservadores se retiran del Gobierno y Errázuriz vése obligado a pactar con el jefe del radicalismo don Manuel Antonio Matta, el cual, antes de prestarle apoyo, dice que sólo puede darlo a base de las reformas a que aspira su Partido, relativas a la

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disminución de las facultades presidenciales y a garantías de la libertad electoral.

Se efectúan entonces las reformas constitucionales de 1874, y entre ellas l a

que prohibe que el Presidente de la República pueda ser reelegido en el período inmediato al de su gestión. Estas medidas tienden a reducir las fa-cultades presidenciales, y en el papel lo consiguen a maravilla. Mas, como del dicho al hecho hay mucho trecho, la acción e influjo del Ejecutivo per-manecen intactos en cuanto al intervencionismo oficial en materia de elec-ciones. De este modo, las leyes y reformas constitucionales, a pesar de todas las esperanzas que en ellas cifran los Partidos de avanzada, en la práctica resultan impotentes para desarraigar hábitos que el tiempo y la costumbre identificarán con el desarrollo normal de las instituciones republicanas.

Es así como Errázuriz impone a don 'Aníbal Pinto y éste a un amigo suyo, figura relevante del pipiolismo más rojo.

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La Administración Santa María

El 18 de Septiembre de 1881, don Aníbal ¡Pinto transfiere la banda de los Presidentes de Chile a don Domingo Santa María, candidato electo de la Alianza Liberal triunfante en las urnas.

Nadie más indicado que Santa María para una lucha a muerte con los antiguos pelucones. Divididos como estaban los consewadorcs y montt-va-ristas, el ¡Presidente se apoya en estos últimos y los convierte, según la gráfica expresión de Alberto Edwards7 en el "nervio" de su gobierno. Liberal acérri-mo, figura conspicua de la política criolla, no hay en Chile atentado o cona-to revolucionario en contra del "Estado portaliano", en que Santa María no tome parte, motivo por el cual, en diferentes épocas, sufre prisión y destierro.

'Precisamente estas adversidades y los dos exilios que soporta en su fogosa juventud, son los que le abren el camino a la popularidad y a la Presidencia de la 'República, que en estos momentos recibe de su ilustre antecesor y amigo.

Mas, la herencia que el Destino le depara, al enaltecer su nombre trans-fiérele, al mismo tiempo, grandes y penosas responsabilidades. Hasta ahora, Chile fue una Nación pobre, de agricultores laboriosos y sufridos, enérgi-cos mineros. !De pronto, sin embargo, una guerra en que sus ejércitos invic-tos suben, con paso firme, 12 grados geográficos de la costa sudamericana, e incorporan al territorio nacional 230.000 kilómetros cuadrados', convierte a la República austral en un país rico y de las más altas posibilidades indus-triales de la América Hispana8.

Hay que impedir, pues, la "chuña", el plano inclinado de los abusos que llevan a la corruptela administrativa y siempre adscritos a los fenómenos de perturbación moral producidos en la psicología humana por la incorpo-ración al acervo común de una riqueza súbita. El consenso de los mejores, en estos solemnes momentos, preludio de una nueva época de la historia nacional, es que el fruto de la guerra que tantos sacrificios costara, utilice en cimentar sólidamente los pilares de una justa economía social, estimula-dora de la prosperidad de todos los chilenos. Es necesario prevenirse para las sorpresas del futuro, evitando el derroche e inviniendo las nuevas entradas de que dispondrá el Fisco en obras reproductivas y de beneficio

'Edwards Vives, Alberto: La fronda aristocrática en Chile. Santiago, Imp. Nacional, 1928.

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c o m ú n . El viejo decir castellano rumorea como una advertencia, en boca de los previsores: "Los dineros del sacristán, volando se vienen, volando se van" • • •

Para realizar todo esto, debe destruirse el concepto feudo-patriarcal de nue Chile es la propiedad hereditaria de unas cuantas familias, y eso, en un país subordinado a un grupo de "vascos" recelosos, no se consigue si no de dos maneras: con una revolución armada o con una revolución administra-tiva auspiciada desde arriba, es decir, encabezada por el Jefe del poder público.

Con el fin de realizar esto último es que la Alianza Liberal presenta como c a n d i d a t o a la Primera Magistratura a don Domingo Santa María. Su triun-fo implica, pues, el de una verdadera revolución. Don Domingo tiene capa-c i d a d y energía para realizarla. Conoce la Administración Pública de Chile como pocos. Parlamentario en varios períodos, Ministro de Estado en opor-t u n i d a d e s diversas, Ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, sus c o n o c i m i e n t o s de la cosa pública no los puede discutir nadie. E n cuanto a su c a r á c t e r , que lo diga su biografía de rebelde impenitente . . .

¿Qué más puede exigírsele a un caudillo? Cierto. Nadie ¡podría discutir que estas son condiciones relevantes para

que un hombre se imponga y triunfe. Mas, por desgracia, los caudillos na-cionales, cualesquiera sean las condiciones de superioridad económica e intelectual que los haga destacarse en el medio ambiente del cual son el fruto, necesitan de colaboradores. Para imponer su programa y triunfar, de-ben contar con la ayuda ajena, y no circunscrita ni mediocre, sino la mejor, la más amplia.

Esta exigencia de la buena política no es fácil de satisfacer. iLos colabora-dores no se inventan. Ellos son, al contrario, una lógica consecuencia de los fenómenos simultáneos de crecimiento y organización que experimentan las sociedades en su natural ejercicio en busca de nuevas posibilidades de mejorar sus condiciones de vida; proceso éste, por otra parte, que correspon-de a todos los organismos, ya sean colectivos o individuales.

El detenimiento o paralización de este proceso implica en las sociedades o en la existencia de los seres individuales, primero la decadencia; luego, la muerte.

Santa María, atacado desde un principio por los "caciques" más pudien-tes de la política chilena, se ve obligado, para sostenerse en sus propósitos, a echar mano de todos los elementos ciudadanos dispuestos a apoyarlo. No deja de comprender el impetuoso mandatario que su pelea es de "el que cae, cae".

Antes que Santa María suba a la Primera Magistratura, las viejas familias criollas, con habilidad, muy propia, buscan la manera de cruzarle el camino con un "candidato que una, patrióticamente, a la familia chilena.. .". Ese candidato no puede ser otro que don Manuel Baquedano. En el siglo xix el "patriotismo" de los chilenos es cosa indiscutible; y el General Baque-dano reúne las condiciones para imponerse a la psicología colectiva del pue-blo de Arauco. Jefe militar invicto en una guerra de contornos epopéyicos, inmaculado en su vida pública y de hogar, conciliador y amigo de móntes-eos y capuletos, don Manuel —a juicio de la oligarquía— es el hombre indicado por el Destino para realizar el milagro de la "unión sacré" entre esas izquierdas y derechas del siglo xix.

Que el plan es habilidoso, lo demuestra el hecho de ser un buen número de los liberales de la más alta figuración entusiastas por esa candidatura de carácter nacional, que, aunque inspirada por el Partido Conservador, sólo

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recibe la adhesión de esa respetable colectividad cuando el candidato es "lanzado" por los o t ros . . .

Algo funciona mal, sin embargo, en esa máquina inteligentemente orga-nizada; y a pesar del prestigio de Baquedano su candidatura no prospera, debido, precisamente, a que es muy visible la influencia del clero para que triunfe en las urnas el benemérito Capitán.

Santa María, ya Presidente, no olvida esas intenciones del Partido Con-servador y en revancha, afloja la mano a sus colaboradores para que actúen conforme a sus deseos. Y —claro— estos deseos se traducen, en la práctica de los hedios, en una intervención terrorífica, que culmina en las elecciones parlamentarias de 1882, dando razones para que una oleada de desprestigio cubra no sólo a los ejecutores de esos atropellos sino, también, a la persona misma del Jefe del Estado.

Sin embargo, en el balance definitivo de esta Administración hay que reco-nocer que el saldo a favor del Presidente Santa María es, incuestionable-mente, abrumador; pues las reformas que impulsara su gobierno y por las cuales se le hizo blanco de enconadas injurias y ataques, son de aquellas que el tiempo no ha hecho sino ratificar justificándolas. Nadie, hoy por hoy, sería capaz de censurar la ley de Cementerio Laico, ni la que creara el Ma-trimonio Civil, conquistas ambas que no dicen relación con .ninguna de las calumnias de que en la época de Santa María se hiciera víctima a este man-datario; pues no atentan, como entonces se dijo, ni a la familia, ni al orden cristiano, sino que colaboran con ellos en beneficio de la armonía y la paz sociales. La actitud posterior del clero —recomendando respeto y sujeción a las innovaciones legales que se indican— es la prueba más categórica de la justeza de esas reformas.

Los colegiales y la política

En 1884 la atmósfera de odio y censura con que la oposición desprestigia al gobierno de Santa María, llega, también, hasta las aulas de los Padres Franceses. En los patios del colegio, a la hora del recreo, los niños discuten a voz en cuello sobre las leyes de Cementerio Laico, Registro y Matrimonio Civil, que en esos momentos preocupan al Congreso; lo mismo ha debido ocurrir en los demás colegios de la República. Nada de lo que hace el Primer Mandatario encuentran bueno, y ni aun los grandes y atinados esfuerzos que lleva a cabo don Domingo para mejorar las relaciones con el Perú y recoger el fruto de las victorias de Chile, logran impresionarlos. 'La pasión oscu-rece el horizonte en ese reducto tradicional que es el Colegio de los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Por otra parte, aquella actitud semiincons-ciente de los niños, que alegan sobre cosas de las cuales sólo están instruidos en forma elemental y que apenas si comprenden, recibe su mayor fuerza impresiva del revuelo público que produce en la opinión de los católicos la aplicación de las leyes acabadas de indicar. Este revuelo se agrava —dán-dole razón a los opositores— con las medidas de autoridad del Gobierno, a fin de impedir la sepultación de los cadáveres de los observantes católicos en el sagrado de su cementerio confesional, donde sus deudos —por repug-nancia al Cementerio Laico o al que la autoridad eclesiástica competente retirara el carácter de recinto sacro— hacían lo posible por utilizar11.

Se cuentan numerosos casos de difuntos requisados por la autoridad para llevarlos al Cementerio Laico, violando la conciencia y el sentimiento cató-

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lieos. Se cuentan, asimismo, ejemplos de atropellos policiales realizados con v i o l a c i ó n de la propiedad privada, para retirar los cadáveres de casas de los c r e y e n t e s y sepultarlos, sin más trámites, en el sitio indicado por la ley. Los gobiernista afirman que aquellas son manifestaciones de la voluntad in-f l e x i b l e de Santa M a r í a para hacer respetar la legislación vigente en esa mate-ria; pero los romanistas —más inflexibles aún desde su punto de vis ta-r e s p o n d e n coléricos que esos alardes expresan la más torpe de las tiranías.

En esa época muere un tío político de Arturo: don José Bernardo Lira ,\rgomedo8.

Don Bernardo había sido un católico ferviente, un hombre ceñido a sus c reenc i a s , como los monjes al sayal. Tenía una fe dulce y suave de parro-c iu i ano de la época de los Gobernadores españoles, y una firmeza dogmática c o m o la de 'Pedro el carbonero. S u día de labor terminaba a la hora de que-da e iniciábase su mañana de trabajo con el canto del gallo. En suma, un v a r ó n virtuoso, chapado a la moda colonial. Cuando cierra los ojos, la grey c a t ó l i c a se conmueve de verdad y el barrio y la Iglesia de San Isidro, lo lloran. Don Baldomero Grossi, párraco del templo indicado, ordena en favor de su feligrés solemnes honras fúnebres.

>La iglesia está llena de concurrentes, en muda espectación frente al ataúd en que yacen los restos queridos. . . Pero a medida que se acercan los últimos responsos, la nerviosidad pública crece. Todos preven la inminencia de un hecho sensacional: todos, sin decirlo, aguardan la llegada de los agentes de la policía, que deben retirar los despojos de don Bernardo para llevarlos al Cementerio mald i to . . .

Antes de entrar al Templo, ya el beatarío ha hecho sus comentarios particulares. Bajo la sombra del manto gazmoño, gordas y flacas contertulias han masticado el pelambrillo del día. Según lenguas, los "pacos" se apostan en las puertas de los cementerios particulares y parroquiales y cuando sor-prenden que los católicos traen un cadáver, se los arrebatan violentamente y van a sepultarlo en el Cementerio del Estado o de la Municipalidad. Pero eso no es nada, el horror de estos vandálicos procedimientos ha llegado a tal punto que cuando se sabe que algún creyente agoniza, la policía espera el fallecimiento en la puerta del domicilio del enfermo, aguardando, como ave de rapiña, el momento de lanzarse sobre el sepelio, y, cual voraz alimaña sobre la inercia de una presa, arrebatar el cajón y llevárselo sin consideracio-nes a nada ni a nadie.

Esto han dicho a la puerta de la iglesia, y muchas cosas más. Pero es el caso que terminadas las honras, los deudos —que eran su único hijo hombre, Ga-briel Lira Palma, y sus hermanos José Antonio y José María Lira Argome-do—, sin que nadie los moleste, se dirigen a la puerta para despedir el duelo. Uno a uno se retiran todos, y, como en la rima de Bécquer,

Acabó una vieja sus últimos rezos: cruzó la ancha nave. Las puertas gimieron, y el santo recinto quedóse desierto.

En la calle, algunos de los parroquianos siguen creyendo que pronto la policía se apoderará de los restos de aquel eminente ciudadano para impedir su sepultación en el C e m e n t e r i o Católico. Pero vuelven a engañarse; la poli-

sEra casado con doña Victoria Palma Guzmán.

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cía se abstiene de actuar. El Presidente Santa María estima mucho a don Bernardo Lira, a quien encomendara la redacción de un proyecto de C ó d i g o de Procedimiento Civil, que S. E. considera indispensable para reemplazar las leyes procesales españolas que hasta aquel entonces rigen en Chile.

Tal vez, por esta consideración no se da la orden temida por los católicos; Santa María sabe proteger a sus amigos, y, en este caso, respetar sus creencias. Mas, como en la referida circunstancia va a violarse una Ley de la Repúbli-ca, el desacato debe ejecutarse guardando las apariencias de un engaño a la autoridad. Como a las tres de la tarde, en un furgón lleno de sacos de paja, sin ser detenido ni molestado por la policía, el ataúd que encierra los restos de don Bernardo, es llevado al Cementerio Católico, ayuno de la compa-ñía de deudos y amigos, pero en un secreto a voces.

Esta crónica, como otras tantas que encierran igual escándalo y comen-tarios de acritud, nutre el pelambrillo de los alumnos de los Padres Franceses y hace de cada uno de aquellos penecas y mocitos un "enemigo declarado" del Primer Mandatario de la República.

*

Rescoldo juvenil

Una tarde de fines del año 1884, el niño Arturo Alessandri camina por la acera sur de la Alameda de las Delicias en dirección al Colegio de los Pa-dres Franceses. Regresa de casa de la "tía" Elcira y se entretiene, no sin nerviosidad, en matar la verdadera lluvia de cuncunas que caen a su paso de los árboles de la Avenida. Mientras que con una varillita realiza ese menester, imprescindible casi para los transeúntes que se aventuran por la arteria de la antigua Cañada, advierte el niño en la gente que camina a esa hora cierta expectación. En el acto su espíritu observador indaga con los ojos el motivo de ese interés de los peatones. No necesita mucho esfuerzo: a su vera algunas personas comentan: —"¡El Presidente Santa María!... ¡Qué raro que ande solo!..." Se oye en el acto la explicación: —"¡Bah!... Detrás debe venir la nube de polizontes disfrazados de cualquier cosa.. ."

Arturo no tiene interés en ese diálogo; su curiosidad muévese en otro sen-tido: ver, comprobar cómo es la persona física del hombre a quien, por simples referencias, él tanto od ia . . .

En efecto, Santa María viene con paso tranquilo, reposado, en dirección opuesta a la del niño. Diríase un caballero santiaguino cualquiera por su expresión llana y sin afectación. Es de regular estatura, grueso, con la cabeza muy grande, hundida entre los hombros, espeso el arco de las cejas, el bigote fuerte, como dos pinceladas castañas realzando el firme dibuje de la boca. Como las espaldas son anchas en demasía, la testa parece írsele hacia atrás.

Viste de chaqué oscuro, lleva sombrero hongo y se apoya ligeramente en un bastón con cacha de oro.

—"He aquí el monstruo. . ." , piensa el niño, pasando por su imaginación el relato macabro de los cadáveres arrancados a los deudos de los creyentes; ¡y aquel otro cuadro del "tío" Bernardo Lira, metido en un mísero ataúd, entre pajas de establo, zamarreado por los vaivenes del furgón en el cual se transportan los restos queridos, como si aquel hombre ilustre, honra del foro chileno, no hubiese sido digno de una honrosa excepción...!

En tal forma deben brillar las pupilas de Arturo, con rescoldos de odio reconcentrado, que el Presidente Santa María no puede disimular la moles-tia que le producen aquellos ojos infantiles, relampagueantes.

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A p u r a n d o el paso, S. E. acércase ai niño y le pregunta con manifiesto malhumor:

—"¿Por qué me miras de ese modo, muchacho?" £1 esmirriado Arturo, que no ha previsto esa reacción, cree venírsele

el mundo encima, y apenas puede balbucear: "—Por nada, señor . . . Por nada"... Santa María toma un gesto extraño, pliega ligeramente el entrecejo y mo-

v i e n d o los labios, sin formular palabra alguna, tal vez reprimiendo un dicte-rio que se escurre áfono, sigue su camino, ahora con el bastón terciado a la e s p a l d a , como meditando...

jyTás tarde, al estudiar los hechos del Gobierno de Santa María, el joven Alessandri Palma cambia radicalmente su juicio sobre la gestión política de este Mandatario. Su criterio al respecto será el mismo que sustentará don V a l e n t í n Letelier en sus clases de Derecho Administrativo en la Universidad de Chile. Según este sabio maestro, Santa María, gran gobernante, sin em-bargo cometió un gravísimo error: blandir, como bandera política o arma de combate en contra de sus adversarios, leyes de carácter tan fundamental como las del Matrimonio y Registro Civií y de Cementerio Laico. "Las aspiraciones de bien público —expresaba ¡Letelier— no deben ser nunca enseñas de guerra, sino reflexivas y serenas expresiones del pensamiento gubernativo. 'Comportándose de distinta manera, Santa María levantó en contra de estas leyes una resistencia formidable que sólo pudo ser vencida a través de largos años".

Santa María finaliza la Guerra del Pacífico con la firma del Tratado de Ancón y abre camino para las reformas liberales que hacen de Chile, desde entonces, una de las más ciertas Democracias de la América Hispana.

En esta época Arturo tiene quince años cumplidos, y su imaginación es cera blanda, donde los acontecimientos que la presionan graban nuevas orientaciones y curiosas modalidades. . .

A hurtadillas, escribe poemas en prosa y líricas composiciones basadas en algún hecho romántico de la historia. También planea una novela. Tenemos en nuestro archivo los originales de este "imparto" que ocupa 28 páginas escritas por ambos lados, de un cuaderno con tapas de hule, entonces y ahora de uso muy corriente entre los colegiales.

De esta novela intitulada "'El Mártir de la Fortuna", Arturo escribe sólo el primer capítulo, aunque en el cuaderno aparece el encabezamiento del "Capítulo I I " . . .

El argumento de "El Mártir de la Fortuna" no aparece muy claro a través de las 28 páginas logradas, pues no se ve a ningún mártir, aunque ya se adi-vina de qué fortuna se t ra ta . . . Es el caso de una joven, llamada 'Laura Ville-ment, que se enamora perdidamente de una especie de seductor profesional, de nombre Enrique. Hay una romántica descripción de un paseo en que Enrique envuelve con su sortilegio de "homme-a-femme" las virtudes y las resistencias de la niña. Mucha luna; muchas sombras; muchas maravillas nocturnales. 'Laura tiene una prima —Rosa— cuatro años menor que ella (Laura tiene 20), que es su "íntima" y su confidente. A esta amiga le cuenta, con lenguaje florido, el incidente aquel . . . "En tal estado de adormecimien-to, apenas hubo impreso en mi mano sus labios ardientes, cuando mi mirada anhelosa vino a buscar en la suya el alimento de mi felicidad... En el mismo instante en que mi vista se entrecruzaba con la de él, dándole la medida de mi amor, un rayo de luna, porfiando por surcar rápido las tupidas hojas que a sus miradas nos sustraían, vino a manifestarme cuán hermoso era su rostro varonil: y así adornado en su sien por aquella diadema pálida y descolorida, que la reina de las sombras le otorgara, se hizo en un todo comparable a

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aquellos dioses de la antigüedad pagana en quienes las locas fantasías de sus aún más lacos adoradores veían reunidos todos los encantos y perfecciones físicas posibles e imaginables".

Esta confidencia se efectúa dos horas antes de un baile que ofrece el padre de Laura en honor de su hija y para presentarla en sociedad. La protagonista acaba de recibir una carta de Enrique que la precipita en la desilusión, y i a

decide a no concurrir a la fiesta, de la cual ella iba a ser la figura céntrica Afirmándose en su obstinación, finge encontrarse indispuesta y se retira a su alcoba; pero no es para quedarse allí, pues en seguida se disfraza de mucama y así tiene ocasión de observar el comportamiento de Enrique. Este, que se encuentra en el baile con Rosa, le dedica a la bellísima primita de Laura todas sus atenciones. ¡Otra v íc t ima! . . .

Termina el capítulo —único del imparto— con algunas consideraciones sobre la futil idad y mentecatez de las reuniones sociales simbolizadas en la que acaba de realizarse: "Pero de cuantas personas vemos franquear las puer-tas de la suntuosa habitación de Mr. Villement —escribe el quinceañero novelista—, no encontraremos una sola que nos pueda atestiguar los frutos recogidos en aquella reunión, a no ser que como tales se consideren los efec-tos de la mala noche en las señoras, los del vino en los mozos y los de los frivolos pensamientos en las jóvenes. Pues, ¿podrá haberse desarrollado en toda aquella noche, siquiera uno solo de aquellos pensamientos elevados, que desembarazando el espíritu de la torpe materia que le aprisiona le hacen adelantar un escalón hacia su Creador? ¿Habrá germinado en algún pecho una de aquellas ideas grandiosas que trastornan las naciones? ¿Habrá siquie-ra un corazón que desde aquellos momentos palpite a impulsos del fuego abrasador de un amor apacible, de uno de aquellos que tanto nos embele-san? No; no busquéis ideas grandiosas, ni pensamientos elevados allí donde el ruido y alboroto, oprimiendo a la inteligencia, le impiden remontarse a las esferas del saber en busca de grandes concepciones; no busquéis tampoco allí amor, pues no existe en tales sitios el verdadero, y sabido es que su mo-rada está en la soledad y el silencio, únicas partes en donde las facultades del hombre se entregan a sus ejercicios con toda libertad..."

No olvidemos de que estas páginas fueron escritas apenas Arturo salía de la niñez y si algunos pueden sonreírse de las ingenuas lucubraciones del no-velista en ciernes, no son muchos, creemos, entre sus contemporáneos que después tuvieron destacada situación en Chile, los que habrían podido hacerlas no ya a los 15, pero ni siquiera a la cifra de años de esos dos núme-ros invertidos.

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Estudiante universitario

En 1888, el día que Arturo se recibe de bachiller, su padre le regala un mag-nífico reloj de oro macizo, con su correspondiente cadena del mismo metal. Don 'Pedro, orgulloso, congratula de esta manera a su hijo, después que éste ha sido, invariablemente, en el tiempo de su permanencia en el Colegio de los Padres Franceses, el primer alumno en todos los cursos de ese plantel de estudios, desde (Preparatorias a Sexto Año de Humanidades. Con esos an-tecedentes extraordinarios ingresa dos meses después de la prueba final, al curso de Derecho de la Universidad de Chile.

Arturo llega al Alma Mater ansioso de conocimientos y mordido su espí-ritu por las manifestaciones de una profunda crisis religiosa. En los últimos

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años de su internado, el joven Alessandri experimenta serias dudas respecto a las enseñanzas recibidas en su niñez y abonada por la influencia de el medio en que estudió.

Las primeras dudas aparecen en su espíritu en la clase de Fundamentos de la Fe. El sacerdote que tiene a su cargo ese ramo es un pedagogo notable ¿1 mismo tiempo que instruido y sabio razonador. Pero los elementos de convicción puestos en ejercicio para conseguir las finalidades que se propo-ne, no^ra íPfSen^n la inteligencia del adolescente efectos de lógica inflexi-ble; a' contrario: algo falta en aquellas premisas, algo se quiebra en esa arma ón de Argumentos apologéticos expuestos por el clérigo y que al llegar, ende )les, 1 iuicio del alumno, le restan calor a sus convicciones.

í. x muelles temperamentos la religiosidad no es sino una manera de aca-lla* propiai e íntimas inquietudes sin relación alguna con los fenómenos trascendentes del 'Universo. Tales personas no son religiosas por amor a Dios, *iii,ó para defenderse de las voces imperativas de su instinto de con-serva «m y del temor a la muerte. "En el fondo, lo que yo buscaba en la re; lón —dice Augusto Messer en un estudio autobiográfico9— era mi propio bienestar. La religión de mi infancia era principalmente una religión de mi.jdo"'

£n esos caracteres, las influencias y penetración de las ideas ambientales, cuando éstas son negativas al concepto religioso que informó su contacto inicial con los fenómenos de la vida, es muy grande y casi siempre culmina con la pérdida de la fe. Para el hombre adulto de la edad contemporánea, informado en las ciencias positivas, es bien difícil se mantengan en pie los razonamientos con que los apologistas de las grandes religiones particu-lares explican la "verdad" de sus revelaciones y el "por qué" de los enigmas del Universo. Si la prédica no se escucha con oídos de creyente, no es fácil que la razón de esta época experimental de la Historia salga en su auxilio. Adelantándose en el Tiempo, San Pablo enseña, en su Epístola a los He-breos con su claridad de siempre: que "la Fe es la substancia de las cosas que se esperan y argumento de las cosas que no aparecen"10.

A medida que los temperamentos arreligiosos aumentan en años, la atención por la experiencia mística —perdida la fe— disminuye en sentido inverso hasta desaparecer para siempre. Todavía más; esta arreligiosidad congénita puede transformarse mediante la acción ambiental y la lectura tendenciosa de los escritores de cierto partidismo científico, en una actitud francamente antirreligiosa. "Cuando la Trinidad y la Creación, la justifica-ción y la redención, la providencia y el sacrificio —escribe Eduardo Spran-ger— son vocablos muertos que suenan como las ruedas de un molino, nadie ya puede oir en ellos los grandes truenos de la Eternidad. Cuando Dios, como critica Salzmann, es nombrado como el coco o usado a modo de espantajo desciende de su majestad en los corazones".11 En estos individuos el Padre Espiritual sólo puede hallarse como una réplica cuando el dolor los hiere, y claman por la. fortaleza o amparo que no pueden encontrar en el vórtice de la 'Vida o eri las serenas meditaciones de las más alta filosofía.

Es lo que aún no le ocurre al joven Alessandri Palma. Pero al salir de los Padres Franceses él mismo se considera fundamental-

mente incrédulo. En la Universidad de Chile esta actitud íntima se afirma para muchos años de su vida, aunque en la última etapa ese "¿quién sabe?",

9"Fe y Saber", Munich, 1919. 10 Cap. XI, v. I. 11 Spranger, Eduardo: Psicología de la

edad juvenil. Edit. Rev. de Occidente. Ma-drid, 1929. p. 325.

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fruto con qué otoñecen las naturalezas bien templadas, haya ido coleccio-nándose hasta formar en su alma un substractum de filosófica convicción en la idea de un Hacedor Supremo.

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El primero del curso

'Cuando Arturo ingresa al curso de Leyes, en el año 1'88<8, el Primér Año tiene tres clases, con los siguientes catedráticos: de Derecho "Romano, orofe-sor don José Francisco Fabres, hijo del gran civilista don Clemente, retirado ya de la Universidad a causa de su avanzada edad; de Derecho Natuisal o Filosofía del Derecho, profesor don José Antonio Lira Argomedo; y de De-recho Civil (l.er Año), profesor don Paulino Alfonso. Don Paulino está recién egresado de la Universidad, es muy joven y tiene fama de estudioso y hombre de excepcional inteligencia. Como alumno de leyes había sido sobre-saliente.

Las tres horas de clases son por la mañana. A los pocos días de ingresar a la Universidad, los profesores se dan cuenta

de la calidad superior de alumno que tienen en la persona de Arturo Ales-sandri.

No tardan en repetirse, también, los mismos récords de menciones honro-sas y de señalaciones extraordinarias recibidas durante su estada en el Colegio de los Sagrados Corazones de Jesús y de María. En ese nuevo am-biente impregnado de doctrinarismo liberal continúa ocupando el primer puesto entre todos sus compañeros, como sucediera durante su permanencia en el Colegio Congregacionista. Sus éxitos, pues, no son cuestión de privile-gios o simpatías personales, sino de la calidad de una inteligencia bien arquitecturada y predispuesta al ejercicio del estudio continuo. Los profeso-res, muchos de ellos de encontradas ideologías, son unánimes en calificarlo como el primer alumno del Curso de Leyes de esa generación: categoría que guarda, sin perderla jamás, durante el lustro de su estudiantado uni-versitario.

En su ancianidad prolífica, el poeta don Samuel A. Lillo ha escrito los recuerdos de su vida. El Sr. Lillo fue compañero de Alessandri en la época de sus estudios de Derecho; bondadosamente nos ha permitido hojear los originales de esas páginas, aún inéditas, de sus memorias, autorizándonos para arrancarles la visión que mantiene de su compañero de aquel entonces:

"Arturo Alessandri 'Palma —escribe— llevaba en 1889, el segundo año de Leyes, después de haber obtenido las más altas distinciones y recompensas en el 1? Entonces había reparticiones de premios que consistían en grandes medallas doradas y plateadas que se entregaban en un acto solemne en el Salón de Honor de la Universidad.

"Alessandri, de una aplicación sorprendente, de una memoria privilegia-da, de un talento extraordinario y de una viva inteligencia abierta a todos los conocimientos, justificaba plenamente las distinciones obtenidas. El no ha-cía pesar sus éxitos sobre los demás; por el contrario, con su carácter amable y su sonrisa acogedora, sembraba en torno suyo la simpatía que hasta hoy sus propios enemigos le reconocen.

"Y este joven estudiante con su pálido rostro imberbe, que le daba un aspecto de niño, iba a ser más tarde un tribuno arrastrador de multitudes, un sembrador de ideas libertarias y un caudillo incontenible, dominador de hombres y partidos, que tres veces dirigiría los destinos de su patria en una

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de las épocas más tumultuosas de su historia, trazando con las líneas enérgi-cas de sus triunfos y de sus catástrofes la personalidad de contornos más f i r m e s y duraderos que después de la Independencia se haya levantado en la vida política y social de América"12.

A l g u n o s profesores se convierten en verdaderos amigos de Alessandri. Es el caso de don Miguel Varas, hijo de don Antonio, el inseparable Ministro de don Manuel Montt. El señor Varas conserva en esa época, y hasta la hora de su muerte, la tradición de talento y rectitud de su padre. Se le consi-dera como uno de los abogados más distinguidos y respetables del foro chi-leno y siempre que hay una cuestión grave que afecte a los destinos del país, se r e c u r r e a su consejo y superior patriotismo. A Varas no le gusta la política v s o l a m e n t e por excepción acepta una vez ir al Senado de la República, cargo que desempeña con admirable severidad, ilustrando la mayoría de las sesio-nes con criterio de jurista y lógica inflexible.

iLa clase de Derecho Internacional que profesa don Miguel es de las más brillantes y atractivas de la Escuela. Cuando él habla no se siente ni el volar de una mosca, tal es el recogimiento que sus palabras producen en los alumnos.

Las relaciones entre el joven Arturo y el señor Varas son, lo repetimos, cordialísimas. Pero en cierta oportunidad ocurre un hecho que podría ha-berlas enfriado para siempre. Es en la tarde de un 10 de diciembre, época de exámenes y de un calor infernal. La noche anterior, charlando en la t e r t u l i a de su tío político don 'Bernardo Lira, Arturo se recoge muy tarde. Al levantarse, pues, de madrugada, a la mañana siguiente, no tarda en sentir los efectos de la jaqueca. Zúmbale el cerebro embotado por la falta de sueño y se oscurecen las ideas que incrustara en su memoria repasando sus apuntes de clases para el examen. Cuando le toca el turno de enfrentarse con la Comisión, comprende que no está "en forma". Don Miguel, con la seguridad de quien le habla a su mejor alumno, le formula entonces una pregunta relativa al valor extraterritorial de las sentencias judiciales pro-nunciadas en país extranjero. Son cuatro reglas éstas que se consignan en el texto de Derecho Internacional de don Andrés Bello, en la última parte de un capítulo que Arturo tiene la seguridad de conocerse al dedillo. Pero en ese instante cuando don Miguel le hace la pregunta, siente un vacío en sus facultades y que sus conocimientos se precipitan a una sima de tinieblas. Trata, entonces, de ganar tiempo mediante un procedimiento estratégico... En los exámenes, Arturo tiene la costumbre, cuando le preguntan algo en lo cual no se siente muy seguro, de ingeniarse para atraer la atención del exa-minador hacia el punto en el que se encuentra más fuerte; pero en esta oportunidad ese procedimiento le fracasa, pues la precisión mental de don Miguel Varas coincide con una lógica de fierro, y cuando ve el movimiento escapatorio de Arturo, lo clava con una frase seca:

—No hay ninguna relación, señor, entre lo que yo le pregunto y lo que Ud. desea contestarme.

Entretanto, los minutos avanzan y no se ve salida posible. Arturo tiene, pues, que confesar:

—Señor, es inútil que trate de recordar la respuesta conveniente a la mate-ria que Ud. me ha planteado; tengo en este momento una ausencia mental y no puedo recordar nada, absolutamente nada.

1!Esta obra, aún inédita cuando fue re- del pasado, y sello de la Editorial Nasci-dactada la presente biografía, salió a la mentó, luz pública en 1947 con el título Espejo

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Don Miguel, finamente, dando golpecitos en la mesa con un lápiz q u e

hace jugar entre sus dedos, le replica: —Vea, señor Alessandri; esta materia Ud. me la contestó en forma brillan-

te en una de las interrogaciones de fines de año. Tengo aquí en mi lista la nota de distinción que le puse. No le he formulado, pues, esta pregunta para molestarlo, sino al contrario, para que se luzca.

—Es efectivo lo que Ud. dice —le responde Arturo— y yo agradezco su bon-dad para conmigo. Conozco bien la materia sobre la cual Ud. me interroga. La se, pero ¡qué quiere que le diga!: tengo una ausencia invencible. Pregún-teme otra cosa.

Don Miguel mueve la testa, mientras continúa golpeando en la mesa con el lápiz —ruido que a Arturo le molesta mucho y lo pone más nervioso. Des-pués de una pausa lo interroga sobre las restricciones del comercio neutral en caso de guerra.

Esta pregunta, el joven la contesta satisfactoriamente, dándose en seguida por terminado su examen. Mas, Arturo, que acaba de recuperar íntegra-mente su memoria quiere no moverse y le expresa a don Miguel, Presidente de la Comisión:

—Ahora recuerdo cuál es el valor extraterritorial de las sentencias judicia-les pronunciadas en país extranjero, y estoy llano a contestar.

—Es ya tarde —silabea don Miguel, con cierto tono inflexible que no admite insistencia; y como Arturo quiere convencerle —"Que venga Queza-da", ordena en voz alta.

Don Armando Quezada Acharán es el segundo del curso y la pregunta que al principio no supiera contestar el joven Alessandri se la hacen ahora a aquél. Este alumno ha tenido tiempo para ordenar bien sus ideas y se porta "como una navaja", obteniendo ese año el primer premio en Derecho Internacional. A Arturo le adjudican el segundo. Es el único "segundo" premio que tiene en el curso de Leyes en su época de estudiante. Los demás primeros premios los obtiene sin competidor.

En este mismo tiempo se apasiona por los estudios históricos relativos al origen, desarrollo y funcionamiento de las antiguas instituciones de los ro-manos. Un día en que don José Francisco Fabres lo examina en uno de sus repasos, Arturo añade por su cuenta una erudita relación de los conocimien-tos adquiridos en sus búsquedas particulares. El señor Fabres, muy intere-sado, no deja desde entonces en tomarle personalmente la lección y aun en varias ocasiones le encomienda puntos especiales de estudio, que los compa-ñeros de clase de Arturo escuchan con verdadero interés. Por esta razón, la unanimidad de sus compañeros lo designan, a fines de año, como acreedor al primer premio.

En la clase de Derecho Civil, Paulino Alfonso, que además de haberse cultivado en disciplinas humanísticas, enriquece su oratoria con un encanto extraordinario, inculca a sus alumnos su grande admiración por la obra intelectual de don Andrés Bello, y muy en especial, por la gigantesca tarea que el venezolano ilustre realizara en su proyecto de Código Civil. La pasión de Alfonso, su palabra cálida y elocuente, comunican al espíritu de Arturo ese mismo entusiasmo, que desde entonces lo obligan a dedicar horas y horas al estudio de la obra jurídica de Bello.

"Paulino Alfonso —nos ha referido en sus confidencias el señor Alessan-dri— me interrogaba frecuentemente y oía con mucha atención los datos por mí recogidos en mis numerosas y continuas lecturas. Igual cosa le pasaba a don José Francisco Fabres. Tenía, también, mucho interés por la filosofía y por la historia y evolución del Derecho a través de las doctrinas de los jurisconsultos, doctrinas que por aquellos años en Francia e Italia, adquirían

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a u c e s y rumbos inesperados. Pero, sea dicho en honor a la verdad, en la clase de don José Antonio Lira, no hice nunca, a este respecto, mención a tales lecturas. Don José Antonio era clásico y no aceptaba separarse ni en un

unto del texto escrito por don Rafael Fernández Concha, que realmente, como el mismo don Valentín Letelier lo reconoció en alguna ocasión, era u n libro erudito, profundo en la doctrina y en la tesis por él sustentada".

A l e s s a n d r i guarda también extrema deferencia por don Zorobabel Rodrí-guez . Don Zorobabel es uno de los dos profesores de Economía Política; el otro es don Francisco Noguera. Rodríguez tiene reputación de ser un talen-to. E c o n o m i s t a destacado, escritor y parlamentario de nota, su vida pública está llena de hermosos ejemplos de solidez doctrinaria y elocuencia verbal. A l u m n o de Courcelle Seneuil, es el continuador de la escuela ultraindividua-lista del célebre maestro francés. Partidario de la libertad en todas las activi-dades del hombre, no acepta, pues, ni en broma que se hable de un Estado I n t e r v e n t o r . Para Rodríguez —lo mismo que para Courcelle— el Estado no puede salirse de la simple materialidad del orden público. En otras palabras í-de acuerdo con sus doctrinas—, el Estado debía ser algo así como un gen-darme necesario.

A diferencia de la brillante verba y actitudes de don Zorobabel Rodríguez, don Francisco Noguera, siendo un gran estudioso y un sabio, aparece mo-desto, opaco y de una humildad que le debilita hasta la necesaria firmeza que todo maestro debe tener en la exposición de sus ideas. Enfrentando a las doctrinas de don Zorobabel, es un ecléctico que acepta la intervención del Estado en ciertas circunstancias, pero que nunca puede rebasar los límites, para él inviolables, de la libertad individual.

En los comienzos del curso de Economía Política, en 2? año de Leyes, Arturo se encuentra perplejo ante la elección del profesor que le conviene. Atráele la fama de intelectual prominente del señor Rodríguez, pero al mis-mo tiempo, siente una innata resistencia en su contra por haber oído a su abuela la señora Dolores Guzmán y a otros miembros de su familia que don Zorobabel había hecho sufrir mucho a don José Gabriel Palma, su abuelo materno '.

En efecto, en 1869 se acusa a la Corte Suprema, ante la Cáímara, de ser un feudo político administrativo del ex Presidente de la República don Ma-nuel Montt. Entre los Ministros integrantes de ese alto Tr ibunal encuéntra-se don José Gabriel Palma, el cual, débil y temeroso por su porvenir, se acoge inmediatamente a la jubilación a que tiene derecho. La acusación no pros-pera en el Senado, pero el señor Palma, aunque motu proprio, queda fuera de su cargo. Esta actitud de don Gabriel le trae grandes dificultades con su yerno don Waldo Silva, montino apasionado y recalcitrante, que reprocha al viejo magistrado ese apocamiento suyo como una verdadera deserción en presencia del enemigo, acto que, a su entender, importa un abandono de sus deberes de solidaridad para con don Manuel Montt, en sus funciones de Presidente de la Suprema. Este roce provocado por el marido de doña Irene Palma Guzmán, hija, mayor de don Gabriel, da origen a grandes molestias y amarguras en toda la familia, la que desde entonces asocia al recuerdo de ellas el nombre de don Zorobabel, que de palabra y por escrito habíase sumado, en esa oportunidad, a los enemigos del señor Palma.

'La duda producida en el espíritu de Arturo la resuelve éste en forma salomónica: se matricula en las clases de los dos profesores de Economía 'Política; y aunque recarga sus estudios de manera considerable, no se resien-te por ello, ya que a fines de año obtiene, de ambos profesores, el primer premio de la clase.

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Pero en ese lapso de su segundo año universitario su juicio y simpatía hánse inclinado a favor de don Zorobabel. "A los pocos días de empezado el curso —nos ha dicho el señor Alessandri— sentí que las explicaciones del señor Rodríguez ejercían en mi ánimo invencible atracción. Poco a poco este entusiasmo de alumno se convirtió en estimación y respeto, sentimientos que ya no pude disimular. Don Francisco Noguera, con su modestia y excesiva bondad, morigeraba en mi ánimo las intolerancias ultraindividualistas que aprendía en las clases de don Zorobabel. No obstante, este influjo moderador del eclecticismo de don Francisco no hablaba a mis disposiciones más pro-fundas, de ahí que terminé por abrazar con calor la doctrina individualista que propugnaba el señor Rodríguez. Aún más: dentro de ese criterio, cola-boré con verdadero interés en La Revista Económica que editaba don Zo-robabel, a cuya redacción llegué en forma anónima enviando un artículo sin firma, que fue aceptado por su Director y por el cual, una vez descu-bierto mi incógnito, me remuneraron con treinta pesos: los primeros ganados con mi pluma y recibidos con tan grande alegría que en este momento le confieso a Ud. soy incapaz de traducir en palabras".

La atmósfera de atración producida por Rodríguez en aquellos años no es difícil de explicar. Los universitarios de la generación de Alessandri Palma profesaban casi todos el credo individualista. Sus libros predilectos eran los de John Stuart Mili y Herbert Spencer. Leen y releen a estos autores. ¡De Stuart Mili, sus ensayos sobre el Socialismo y sus comentarios a la Revolución de 1848; y de Spencer, "Los primeros principios", "Exceso de Leyes", "El In-dividuo contra el Estado", "Principios de Sociología", y "Educación Intelec-tual, Moral y Física".

También lucubran con entusiasmo alrededor de los conceptos de "Armo-nías Económicas" de Bastiat y sus congéneres de Francia. En otras palabras: abjuran de todo aquello que en esa misma época informa las teorías revolu-cionarias de los sociólogos y economistas europeos que allá aumentan en progresión geométrica el cuadro de los partidos socialistas.

El término "individualismo", palabra nueva en el lenguaje científico de la pasada centuria, se torna indispensable a fines de ese mismo siglo para expresar la actitud de protesta de los partidarios del libre cambio y de los principios de la Francia revolucionaria sobre los Derechos del Hombre, en contra de la permanente y ascensional intromisión del Estado en los negocios y pretensiones de los individuos particulares. En el terreno jurídico, los llamados Derechos subjetivos o congénitos a la persona humana, se miran con desconfianza, al mismo tiempo que aumentan los partidarios del Dere-cho objetivo ', que culmina en sus postulados filosóficos con el célebre afo-rismo de Augusto Comte: "Cada cual tiene deberes para con todos; pero nadie tiene derecho a alguno propiamente dicho. En otros términos, nadie posee más derechos que el de cumplir siempre con su deber"13.

Doctrinariamente, pues, el individualismo se opone al sentido de los con-ceptos doctrinarios del colectivismo y estatismo, escuelas económicas que en 1889 alcanzan, en teoría, auge extraordinario en Alemania, aunque es en Francia donde buscan el campo apropiado para poner en práctica los prin-cipios que propugnan.

Esta formación intelectual de Arturo Alessandri, empapada en las leccio-nes de los filósofos y sociólogos acabados de indicar, va a sufrir, sin embargo, una profunda sacudida bajo la influencia de un hombre extraordinario, que él, a través de los años desde entonces transcurridos, considera como su único y más sabio inspirador: Don Valentín Letelier.

ja"Systéme de Politique Positive". Ed. 1890. Vol. I, p. 361.

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El maestro

Don Valentín, una de las personalidades más vigorosas que ha tenido 1 r a d i c a l i s m o chileno desde sus orígenes hasta el momento en que escribi-

mos esta obra, inicia su curso de Derecho Administrativo en la Universidad de Chile a comienzos de l a ñ o escolar de 1888.

A b o g a d o notable y, para su época, pensador extraordinario, en el horizon-t e i n t e l e c t u a l de la América Latina, el señor Letelier había actuado, hasta e n t o n c e s , como inspirador de la política de avanzada que propagaron los h o m b r e s de la generación de los Matta y los Gallo, tetralogía de jóvenes c o p i a p i n o s que llegan a la capital a principios de la segunda mitad del siglo p a s a d o , como otros tantos girondinos de la República fuedopatriarcal, a pre-parar la Era de la revolución ideológica de Chile. El mismo, siendo un Imberbe, estuvo en la rica provincia de Atacama como profesor en el Liceo de Copiapó y su contacto con los líderes políticos de esa región —que lo eran n a t u r a l m e n t e , los hermanos 'Matta y los hermanos Gallo—, determina el rumbo doctrinario de su vigorosa acción docente.

Cuando en ese año llega a la cátedra universitaria a profesar en el curso de Derecho Administrativo, es ya una figura de señera categoría en el país, y un prestigio con no poco lirismo romántico, pues, veíase en él a un intelec-tual de la nueva cepa, capaz de defender con su pluma los principios doctri-narios que hicieron del Derecho y las libertades públicas, un dogma político y en nombre de los cuales se intentara la trágica experiencia revolucionaria de 1859.

"En la lección inaugural —informa Luis Galdames— explicó a sus alumnos la finalidad, el contenido y el método de la nueva cátedra. Empezaba por rendir homenaje a 'Lastarria, quien, allá por 1847, había propuesto la crea-ción de la asignatura de Derecho Público Administrativo. Su insinuación —dijo— fue atendida, pero sólo parcialmente, seis años más tarde. En el plan de la Escuela de Leyes de 1853 esa cátedra fue incluida en la de Derecho Público, que comprendía también el Constitucional, a cuyas explicaciones se daba preferencia. Con el tiempo y en la práctica el profesor no enseñó nada más que el Derecho Constitucional: de modo que la separación de ambas ramas del Derecho Público, acordada en 1887, equivalía a crear la asignatura de Derecho Administrativo, conforme al antiguo proyecto de Las-tarria"11'.

Según Galdames, esta afirmación de Letelier no es rigurosamente exacta, pues el Derecho Administrativo se había enseñado conjuntamente con el Constitucional desde que, en 1854, se implantó la reforma de los estudios legales resuelta el año anterior.

Bien se podría, en cambio, poner del revés el aserto del Maestro, pues Letelier ho enseñó nunca Derecho Administrativo; su dictado fue más bien de Filosofía del Derecho o, estrictamente hablando, de Sociología jurídica. El "Derecho Administrativo" era solamente el rótulo, y esto es lo que le daba a sus clases esa atrácción y magnificencia que Arturo Alessandri Palma recuerda a través de medio siglo de distancia.

Don Valentín, sólido en sus conocimientos y vigoroso en la exposición de sus principios, hace bambolear desde sus primeras clases las anteriores ideas del joven Alessandri. Poco a poco se borran en el cerebro del alumno

14Valentín Letelier y su obra; Imp. Universitaria, Santiago de Chile, 1937; 134 pp.

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los temas del individualismo exagerado que allí depositara don Zorobabel • Rodríguez al mismo tiempo que nuevas emociones sobre el papel del Estado en la sociedad moderna, colocan cimientos en sus ideas.

Don Valentín convence a sus oyentes de que es un absurdo considerar al poder estadual como un simple gendarme encargado de mantener el orden público. "Su misión es más alta —dice Letelier—, pues a él debe estar sujeta la coordinación de las acciones individuales y es él, también, quien debe dirigirlas al desempeño de las funciones indispensables para la vida de la colectividad, funciones que la iniciativa particular no realiza nunca en la medida extensa en que éste debe hacerse y libre de los egoísmos del simple interés individual".

Estas palabras de Letelier se extienden en la prédica de un prudente socialismo de Estado que no tarda en contar gran número de prosélitos. De este modo, el señor Letelier forma en su cátedra una nueva generación de hombres que luego de abandonar las aulas universitarias llevarán al Con-greso y a las esferas gubernativas ése su criterio de maestro, convertido, para los nuevos hombres de Leyes, en postulados de ciudadanos. Ta l pléyade entusiasta —entre la cual se cuenta Arturo Alessandri Palma— hace sentir sus nuevos rumbos al nacer la centuria que vivimos. Balbuceante apenas la vi-gorosa revolución mental que ha de iniciarse en Chile al término de la pri-mera Gran. Guerra, en esos balbuceos se descubre, sin embargo, que nada puede hacer en los planes de los jóvenes legisladores del novecientos el inflexible individualismo de Courcelle Seneuil; ahora es don Valentín el que habla por boca de sus alumnos, convertidos en Diputados, y Senadores de la República, en profesores universitarios, o en figuras prominentes del foro nacional.

Pero esta crisis ideológica de la juventud tiene, como es de suponerlo, un lado de sombras y sacrificios: los valores que comienzan a ser reemplaza-dos por el empuje violento de las nuevas formulas, se difienden, asimismo, con vigorosa energía. Ser "modernista" en materia social es patente de exilio para gran número de posibles situaciones administrativas. Para la colectivi-dad oligárquica "fin de siglo", tener ideas avanzadas equivale a merecer la excomunión mayor de los círculos pudientes del país. No nos olvidemos que aún en los crepúsculos del siglo xix, cuando ya Europa entera camina al ritmo de la profunda conmoción económica que la industria mecanizada en auge y las doctrinas socialistas imponen a los tiempos nuevos, el seudo-liberalismo —en plena decadencia en ultramar— es todavía un "peligro" para muchos conspicuos timoneles del pensamiento chileno.

Hemos dicho que don Valentín Letelier ingresa a desempeña? su cátedra de'Derecho Administrativo a principios de 1888. Veamos ahora cómo los par-tidarios del Estado Portaliano juzgan al liberalismo de cuya extrema izquier-da nace el Partido Radical en los bancos del Parlamento.

Es la sesión del 21 de mayo de 1887. Habla el 'H. Diputado por Maipo, don Carlos Walker Martínez:

"Los dos polos sobre los cuales rueda el liberalismo son las dos ideas que simboliza su nombre: la omnipotencia del Estado, y por eso es autoritario; y la irreligión constituida en sistema, y por eso se llama liberalismo, en esta época y en esta tierra, sobre todo, donde las palabras lo menos que significan son las cosas que representan. Es perseguidor por que es liberal, y es liberal por que es autoritario, doble contrasentido, que, sin embargo, es un hecho, desgraciadamente. En el programa conservador, por el contrario, figura en primera linea la libertad para dejar ancho campo a la acción individual, con fe en las fuerzas vivas de la sociedad y sin miedo a la lucha de las ideas, que sabemos desde siglos, cómo se agitan y se combaten. ¡Lejos la esclavitud de

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las conciencias, los monopolios de los privilegios y el absolutismo de los go-biernos que es la lepra de los pueblos! A eso aspiramos, estas son nuestras tendencias.

"Hay cuestiones que apenas planteadas, se resuelven, y ésta es una de ellas, tfi puede comprenderse que en un país libre y en este siglo del vapor y de la electricidad se piense de otra manera que conforme a la solución que la cien-cia y el buen sentido han dado ya en favor de los que pedimos libertad. Para tensar lo contrario, para sostener afirmaciones como las del honorable Dipu-tado por Linares15 se necesita volver más de mil quinientos años atrás a res-pirar la atmósfera de la antigua Asiría, donde la personalidad individual se berdía en el Estado y el Estado en el Rey, señor y dueño absoluto de vidas y haciendas. El Rey se convertía en árbitro de la vida y la muerte de sus vasa-llos, y su voluntad era laguna para elevar a unos o hundir a los otros, según la enérgica expresión del profeta Daniel. Allá no se conocía la igualdad ni se tenían noticias de los derechos civiles; y sólo asi se explica al Dios Estado que reinaba con ilimitados poderes. La civilización moderna reaccionó profunda-mente contra ese orden de cosas, y arraigó los fundamentos de su existencia sobre muy distintos principios, rindió fueros a la dignidad humana, permitió al hombre ser libre, le consagró el derecho a tener tierras, a testar, a disponer de lo suyo, o dejar, en fin, de ser esclavo para ser ciudadano; y en estas bases cristianas levantó el edificio de la prosperidad pública en todas las manifesta-ciones de su desarrollo.

"Lo he dicho en otra ocasión: de la escuela Asiría aún quedan los despo-jos. La civilización en su largo camino de siglos no puede escaparse de los pu-ñales que la amenazan, y este es el peor de todos ellos. Como sigue la sombra al cuerpo, por más que el mundo marche, seguirá siempre habiendo instintos de esclavitud donde haya manifestaciones de libertad, y son estos instintos los que aguzan aquellos puñales. El autoritarismo del Estado, la negación de la iniciativa individual, es Xerjes en el poder, poniendo marca de fuego a la mar para probar que la sometía a su obediencia. Anulad al ciudadano y tendréis necesariamente la omnipotencia del Gobierno; y con ella rotos los lazos de la familia, falseados los principios de toda independencia, sometido el pueblo a la abyección más dura y convertido en Dios a un hombre que es igual a muchos e inferior a no pocos. Asi se levantaron las pirámides de Egipto; y si es verdad que en sus sombríos senos duermen el sueño de la muerte los nietos de Irostris u , también es verdad que el polvo del desierto que las rodea es el polvo en que se han convertido los huesos de los pueblos esclavos que las levantaron.

Vienen dándose batalla en nuestro país esas dos tendencias, la del autori-tarismo y la de la libertad; y ellas son las que van midiendo el alcance de nuestros debates en casi todas las cuestiones que se traen a este recinto.

La enseñanza', a cuyo alrededor se han dado grandes batallas, está esclavi-zada; la conciencia pública, en fin, también esclavizada. ¿Qué nos queda? Casi nada; y, sin embargo, aun el liberalismo encuentra que la obra está en sus principios y que hay mucho más que esclavizar... En las enfermedades mo-rales, yo conozco el delirio de la libertad; pero no he podido convencerme de que exista la hidropesía de la esclavitud.

Y sin embargo esa hidropesía existe, y se hace lujo de ella que tanto se van confundiéndo en nuestro pobre Chile la virtud y el vicio, la grandeza y la miseria.

Pero, realmente se puede más, y lógicamente tienen que llegar allá los par-tidarios del autoritarismo. El Estado posee los ferrocarriles y los telégrafos en

"Don Julio Zegers. equivocado; debe haber querido decir: "Este nombre es incuestionablemente Sesostris.

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su mayor parte: ¿por qué, entonces, no poseerlos todos? Las minas se expío, tan sin discreción suficiente puesto que las generaciones actuales no dejan tal vez nada, o muy poco a las generaciones futuras: ¿por qué el Estado, al vig¿. lar por el presente y el futuro, no determina la producción anual y explota para sí mismo las vetas de oro y de plata que cruzan las entrañas de la tierra? Los seguros producen pingües utilidades a los accionistas: ¿por qué no con-vertir todas esas sociedades en una sola y aplicar a la máquina administrativa esta nueva rueda, que le seria facilísimo manejar con toda la inmensa red de sus empleados y con poco mayor gasto de sueldos e inmenso provecho para las arcas nacionales?... Por qué no hacer un solo Banco Nacional y arrancar-lo del agiotismo individual? El señor Lastarria. —Por que no es necesario. El señor Walker Martínez (Carlos). —¡Cómo! El señor Lastarria. —En los países en los cuales la industria lo requiere se han establecidos Bancos nacionales, como se establecerían entre nosotros si la ini-ciativa individual decayera.

En Chile el Estado enseña porque es necesario. El señor Tocornal (Enrique). —¿Dónde existen esos Bancos nacionales? El señor Lastarria. —En Francia, en Inglaterra... El señor Tocornal (Enrique). —En Inglaterra no hay Banco nacional. El señor Lastarria. -*Pero hay Bancos privilegiados, que obtienen sus conce-siones entregando sus capitales en prestamos al Estado. El señor Walker Martínez (Carlos). —Esa interrupción, señor Presidente, del honorable diputado de Rancagua cuya inteligencia respeto, es una compro-bación amplísima de mis ideas; esa palabra "necesario" cuando se quiere aprobar la ingerencia absoluta del autoritarismo, me revela que el discurso del señor Zegers no expresaba idea exclusivamente personales, es una mani-festación de la profimda podredumbre política en que se abisma un partido que tiene ideas como programa (manifestaciones en las galerías)...

Las ideas que hemos transcrito pertenecen al juego político, al campo dis-cursivo de los debates de la Cámara, expresados en esa oportunidad por un hombre ilustre de la oposición. Pero en segiaida, viene el trabajo de trastien-da, el que se libra en los círculos académicos, en las charlas de familia o en las reuniones de carácter privado. Es aquí donde la pugna es más corrosiva y el afecto, por secreto, implacable. Es en un medio como éste donde un inte-lectual de nota aseguró, con textos teológicos a la vista, que el liberalismo es un pecado17 *.

No era éste, sin embargo, pensamiento "de un hombre"; muy al contra-rio: era el sentir de una época que había sido respetada bajo sus limitaciones de clase y que temblaba de indignación ante la idea de ser perturbada en el ciclo histórico en que había vivido.

¡Qué habría dicho ese grupo prepotente de haber sido posible que cono-cieran las teorías de Carlos Marx, aun casi innombrado en las discusiones político-económicas de nuestro hemisferio y de Europa!

"Era tal el apasionamiento con que la juventud de mi tiempo defendía sus principios clásicos —nos ha dicho el señor Alessandri— que con motivo de ha-berme convertido a las doctrinas de don Valentín OLetelier, varios compañe-ros míos én academias, y en el Ateneo de Chile y del Progreso, llegaron hasta cortar relaciones personales conmigo durante largo tiempo. Hasta hoy día viven algunos que me reprochan lo que ellos consideran mi más grande error: haber propugnado primero la discusión y luego el implantamiento de las leyes sociales que hoy rigen en el país".

17Se refiere a Lastarria, representante de esa circunscripción electoral.

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Las enseñanzas de don Valentín Letelier no abandonaron jamás desde los días de los bancos universitarios, las firmes convicciones de Alessandri. iLete-lier es su Maestro en el más alto sentido del vocablo, y como tal, vive en el alma del joven durante sus años mozos.

Ahora, en su recuerdo, comprende que muchos de aquellos aleccionamien-tos resultan de imposible acomodación en el arte de gobernar dentro del or-den de los sistemas democráticos; es muy probable que tales enseñanzas n o pierdan nunca el encanto mesiánico que poseen las teorías y las ideas pro-misoras; pero, también, es muy difícil que ellas puedan ser aplicadas con éxito en la fría realidad de los problemas de Estado. Sin embargo, envuelto en la remembranza de los años idos, Alessandri continúa guardando por el ilustre don Valentín la misma admiración que siente el montañés, tanto por el Sol que ilumina su camino al clarear el alba, como por el Sol a quien debe a b a n d o n a r , antes que éste descienda, al caer la tarde, y su ausencia llene de sombras mortales los flancos de la montaña.

*

El A teneo

El club del Progreso tiene una sección literaria que comienza a funcionar allá por el año 1887 con el nombre de "Ateneo de Santiago"18.

Dos años después, Arturo Alessandri Palma es elegido prosecretario de la institución. "Los estudiantes, escribe Samuel A. Lillo, lo miraban con espe-cial simpatía porque con él sentíanse representados en el Directorio. Era un prosecretario perfecto; las reseñas publicadas en la prensa eran verdaderos trabajos literarios. Pero su especialidad estaba en los resúmenes de las com-posiciones y discursos que confeccionaba con tanta maestría que llegaba has-ta contentar a los propios autores, lo que es mucho decir. Tenía va éxitos de orador. Su fama de estudiante distinguido, su palabra cálida y vibradora, de entonaciones cristalinas y su aspecto extremadamente juvenil, despertaban en el público una sugestiva corriente de atracción. Fue uno de los socios más activos que el Ateneo haya tenido. Sus numerosos y variados trabajos iban desde la composición romántica "Historia de un rayo de luna", que era un esbozo de novela, hasta las conferencias sobre Sociología y Derecho. El inició en el Ateneo los primeros estudios femenistas y las primeras discusiones sobre determinismo"19.

En una de estas discusiones, Alessandri tiene un "pugilato" dialéctico con un muchacho de extraordinaria inteligencia y preparación y en quien sus compañeros cifran por estos sus talentos, esperanzas ilimitadas.

Llámese este joven Alberto Berguecio; es uno de los mejores alumnos de la Escuela de Derecho, y condiscípulo, en este año de 1889, de Alessandri Pal-ma Alberto es, en realidad, un memorión excepcional (Alessandri afirma que tocaba los límites del genio) del que el muchacho abusa en forma la-mentable; porque casi nunca abre los libros y estudia apenas lo necesario para que no lo "partan" en los exámenes. ¡La improvisación era para él, su arma predilecta e improvisando gana fama y prestigio entre los universita-rios. "Moreno, con ojos de avispa —nos escribe Alesandri— mientras el pro-

18Este Ateneo murió en 1891. El nuevo Ateneo fue fundado por don Samuel A. Lillo y Diego Dublé Urrutia, en 1889.

10Del libro "Espejo del Pasado", recien-temente impreso. Él señor Lillo tuvo la

bondad —como ya lo hemos dicho— de po-ner a nuestra disposición la parte de los originales que nos interesaban para esta biografía, dos años antes de que la diera a la imprenta.

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fesor habla, él está examinando las paredes, el techo, los contornos de la pieza, o si no se entretiene en hacerle cosquillas a sus compañeros en la cabe-za o en el pescuezo. Pero cuando éstos quieren sorprender la causa de la molestia, nunca logran atraparla, porque Berguecio ya tiene adoptada una solemne actitud, como si estuviese sumido en profunda atención en las pala-bras que dice el profesor y que él, por su supuesto, jamás escucha".

A pesar de esto, Berguecio responde con una agilidad que pasma y siempre sus respuestas son atinadas, precisas, cuando no extraordinarias y superiores a cualquier otra reflexión juvenil manifestada en clase. "No nos explicamos el fenómeno, continúa Alessandri, pero es el hecho que cuando se le inte-rroga sobre algunas de las materias tratadas, que seguramente Alberto no ha oído o estudiado, da respuestas brillantes, que casi siempre motivan una explosión de aplausos entre nuestros compañeros"20.

Desde que ingresa a la Universidad, 'Berguecio sólo asiste al primer mes de clase, para eclipsarse en seguida y no volver si no en la época de los exáme-nes. A causa de esta inmensidad de faltas anotadas en los libros de sus profe-sores, es que nunca saca una notación superior a la estrictamente necesaria para no salir reprobado.

Así pasan los años. Sus compañeros de la Universidad pierden de vista al genial Alberto. Alguien, por ahí, sin mayor comprobación, afirma que está ejerciendo la abogacía sin título, en Melipilla, pueblo donde acompaña a su señor padre; también se dijo que se ha dado a la bebida y que va, como bola, rodando a un precipicio sin fondo.

Una noche, sin embargo, con gran sorpresa de sus ex condiscípulos, Ber-guecio aparece en la sala del Ateneo de Santiago. En ese momento, por cu-riosa coincidencia, Alessandri da una charla sobre la doctrina de los nuevos penalistas italianos Lombroso, Ferri y Garófalo. Hasta aquel entonces, en la Universidad de Chile enséñase el Derecho P'enal sobre la base clásica de la doctrina de Bentham, que sostiene la teoría de que la pena es un castigo im-puesto por la sociedad al delincuente que la pone en peligro. Los penalis-tas italianos, encabezados por Lombroso, sostienen, a la inversa, que él delin-cuente obedece a instintos y características antropológicas invencibles, y, en consecuencia, que la voluntariedad que suponían los clásicos no era tal. En otras palabras: el delincuente nato no era responsable de sus actos, sino un "enfermo", víctima de un determinismo cruel. Planteado así el problema, la sociedad no podía, pues, retenerlo en prisión, como si ésta fuera un cas-tigo, sino ambientarlo para su modificación ulterior; el castigo social trans-formábase de este modo en defensa y la prisión, en una escuela correccional.

Modificando la doctrina de Lombroso, Ferri sostenía que efectivamente los factores antropológicos y biológicos tienen una influencia decisiva en los delincuentes y en su impulso hacia el delito, pero agregaba que su génesis no se debía exclusivamente a los factores antropológicos, pues concurren, también una serie de factores diversos, como son los sociales, de ambiente, de educación, de condiciones económicas, etc. Mientras Lombroso funda la es-cuela del delincuente nato, incorregible, fruto de los factores antropológicos, Ferri —no anteponiéndose a Lombroso pero sí elevando la importancia de algunos hechos no bien establecidos por el grande precursor— crea la escue-la de la sociología criminal, clasificando el delito en varias categorías, según los móviles que lo produzcan, y afirmando el derecho de la sociedad para de-fenderse del delincuente pero sosteniendo, al mismo tiempo, la obligación que tiene de reeducarlo para convertirlo así en un elemento útil.

20Alessandri: Apuntes para sus Memorias.

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A l e s s a n d r i hacía esa tarde la exposición anterior como un anticipo de los estudios que luego se harían en la Universidad en materia de Derecho Pe-nal. B e r g u e c i o , presente en la sala, y bastante achispado —como el rumor pú-blico dice es ya su costumbre— salta a la tribuna, y con espíritu ágil y m o r d a z ridiculiza, salpica de ingeniosos chistes, las nuevas doctrinas de los penalistas italianos. "Retorciendo picarescamente algunas de las pro-p o s i c i o n e s lombrosianas —anota el poeta iLillo— citando casos curiosos de la-drones ocurrentes y lanzando a cada paso paradojas divertidas sobre la extra-ña s i t u a c i ó n en que pronto iban a quedar los jueces delante de nuestros ro-tos ingeniosos (Berguecio) hizo perder a los estudiantes, en un momento, el r e spe to por aquellas doctrinas médico-legales, que entonces eran una no-vedad, El señor Alessandri replicó y se inició un verdadero torneo de orato-ria. Por un lado, la verba brillante y abundosa, apoyada en lógicos razona-m i e n t o s de cátedra, tocando al corazón de la juventud en favor de los en-f ermos delincuentes; por el otro, la frase improvisada, la observación aguda y oportuna, expresada con ligereza y desenfado"21.

En realidad, Berguecio quiso hacer que Alessandri apareciera como en de-fensa de los delincuentes, a quienes presentaba "como unos pobrecitos des-graciados" a los que no era lícito castigar por obedecer a impulsos irresisti-bles. "Según Alessandri —decía 'Berguecio— lejos de castigar a esos angelitos que asesinan, roban, estafan y cometen mil fechorías, se les debe acariciar, vestir por cuenta de la sociedad y despacharlos a sus casas con una palmadita en las mejillas y con un cartucho de caramelos en los bolsillos".

Los públicos de todo el mundo son simplistas y siempre dispuestos a pres-tar ayuda moral al que los entretiene con chirigotas o frases de buen humor. De modo que las palabras de Berguecio no sólo inclinan de su parte la ba-lanza del juicio unánime, sino además hacen estallar en la sala una sal-va de aplausos seguida de estrepitosas carcajadas; esto exacerba el amor pro-pio de Alessandri. Ardiendo de frenesí intelectual, sube de nuevo a la tribu-na, y lanza a los concurrentes del Ateneo una catilinaria vigorosa, echán-doles en cara su espíritu ligero y su ninguna inclinación al estudio de problemas demasiado profundos y serios para que fueran condimentados con chistes y dicharachos. "Si uds. no aceptan —expresó más o menos— esos puntos de vista de la ciencia penal, deberían, por lo menos, tener el interés primario de saber de qué se trata. ¿Cómo pueden siquiera sonreírse de una cosa que no han estudiado? Ustedes creen que los sabios, que han dedicado una parte considerable de sus investigaciones y trabajo mental a dilucidar estos oscuros aspectos del Delito y la Pena, pueden ser tratados como lo podría ser un payaso o un marioneta bajo la carpa de un circo?"

Y en seguida, siempre en aumento su indignación de estudioso, prueba que nadie cometería la insensatez de afirmar que las doctrinas de Lombroso, Ferri y Garófalo dejaran a los delincuentes en la impunidad o les dieran carta abierta para seguir delinquiendo. "Por el contrario —sostiene—, para la nueva escuela la sociedad humana, como todo organismo, acciona y reacciona, y tiene el derecho de defensa cuando se siente atacada o perju-dicada por el hecho delictuoso". Agrega en seguida que la nueva doctrina es-tudia la génesis del delito para graduar la pena proporcionalmente al daño causado y emplear los medios más eficaces para la reeducación del delin-cuente, con el propósito de buscar, cuando se pudiera, la manera de devol-ver a la sociedad, en vez del miserable hechor que entró a la cárcel, a un hombre útil y servicial a sus semejantes".

21SamueI A. Lillo. Ob. cit.

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'Refiriéndose a este "duelo" de las ideas revolucionarias de Alessandri, y d e

las clásicas de Berguecio, con respecto a las doctrinas del Derecho 'Penal en-tonces en boga, el poeta Lillo termina así sus apuntes de aquella época del Ateneo: "Ambos contendores eran dignos de medirse por sil talento y su preparación, a pesar de las diferencias profundas de carácter y temperamento. Aunque, aparentemente, no hubo vencido ni vencedor, el triunfo corresporidió a don Arturo Alessandri, por haber conseguido despertar en el Ateneo y entre los estudiantes, el entusiasmo por el estudio y la discusión de las nuevas teorías, cuya introducción era considerada en aquel entonces en nuestra sociedad co-rno un extraño atrevimiento"**.

*

Un símbolo: "El puente de Cal y Canto"

Desde su fundación la ciudad de Santiago viene siendo expuesta a las tur-bulentas avenidas del río Mapocho, que al precipitarse ponen en peligro a una gran sección de la ciudad e incomunican completamente la parte situa-da al Norte del río con la otra del lado Sur.

Entre éstas, fue famosa la avenida del año 1763. Lo que después fue la Ala-meda de las Delicias23 se convirtió en un brazo del río. Por el Norte otro bra-zo más pequeño tomó por la calzada de la Calle Real de la Cañadilla, que después se llamaría de la Independencia.

Estas circunstancias y peligros inducen a los gobernantes ele la Colonia a construir, en defensa de la ciudael los primeros tajamares; y como aquello no basta, el Justicia Mayor y Teniente Lugar del Capitán General, elon Luis Manuel de Zañartu al ser nombrado después Corregidor, concibe la idea de construir un puente de piedra, que evite las incomunicaciones del Mapocho en las épocas de sus grandes avenidas; y sirva ele unión estable entre las secciones Norte y Sur de la ciudad, dejando expedito el camino hacia la pro-vincia de Aconcagua y el internacional a la provincia de Cuyo.

A instancias del Corregidor Zañartu se consigue que el 'Rey de España mande al Ingeniero catalán don José Antonio Bidart para que estudie la construcción de esta obra monumental; pero no hallándose quien acepte eje-cutarlo por contrata, el Corregidor se encarga de él por cuenta de la ciudad.

'Luis Manuel de Zañartu Iriarte Palacio y Lizarralde —por apellidos no se quedaba el Corregidor1"—, es quizá el hombre más representativo del espí-ritu de la Colonia en la última mitad del siglo xvm. Enérgico, honrado, cruel como el chicote manejado con su propia mano, por su perfil, este vizcaíno formidable diríase mezcla de negrero y de cjuijote. Un literato —Sady Zañartu— descendiente suyo, ha hecho en una novela la evocación de tan curioso personaje; y ¡bien la merece! porque más personaje de novela que de Historia es este aguilucho feudal alejado, en vuelo largo, de esa Europa adusta de la décimaoctava centuria.

Los trabajos se iniciaron el 5 de julio de 1767 y su duración total fue de do-ce años, con un costo de doscientos mil pesos oro "La rampa Sur del puente —informa el literato aludido, en un estudio especial— vino a enfrentar con el costado Norponiente de la Plaza Mayor, llegando su declive hasta las calles de Zañartu y San Pablo. La calle de Zañartu, que se formó por el caprichoso trajín de la Plaza de Abastos, hizo esquina con el rancherío ribe-

-Samuel A. Lillo. Ob. cit. 23 Hoy "Avenida Bernardo O'Higgins".

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faiio, antes de llegar a San Pablo, y dejó aislada a una casita que ostentaba en el alto un tejadillo de dos aguas.

"Sobre el enroñado portalón un balconete miraba hacia el lecho del rio, dominando el panorama de la cordillera y toda la magnificencia del puente. Había sido construido por el Corregidor Zañartu para el solo destino de mi-rador de la obra. Allí se encaramaba en las tardes, a contemplar con sus cata-lejos los diferentes trabajos, siguiendo con apasionamiento las incidencias de los picadores, herreros y albañiles. Su presencia en el balconete inspiraba terror a los obreros que en su mayoría formaban una siniestra cadena de con-denados a trabajos forzados. El Corregidor, que era de genio sumamente irri-table, daba desde allí a los coladores, con voz de calvatrueno, las órdenes de castigo que llegaban al presidio provisional levantando en la otra ribera. Mu-chas veces bastó vérsele asomar por la baranda de la casuca, para terminar con más de una sublevación de presos, pues éstos temían de que bajase has-ta la obra misma, donde solía dirimir la cuestión por su propia mano, con golpes de látigo y disparos de trabuco.

"El pueblo, para dar fe de la solidez del puente, refería que en la arga-masa con que se unió la piedra y el ladrillo, se echaron nada menos que las claras de quinientos mil huevos".

En aquella época de la Colonia el estado social de las clases monesterosas de la sociedad es lamentable y bárbaro. El mestizaje, puesto al margen de todo bienestar económico, abandonadas las mujeres a sus mancebos, y en-tregadas las familias al simple crecimiento vegetativo, sin otro apoyo moral que la esperanza del catecismo cristiano —semilla casi siempre perdida en un terreno condicionado por la ilegalidad— no puede producir nada superior y que satisfaga las exigencias de los europeos recién incorporados a la vida de la gobernación chilena. La plebe, como se la llama, es, en aquellos años —se-gún el gráfico juicio de Vicuña Mackenna—, "una mezcolanza inmunda de-disolución y ebriedad, y, más que eso, de impávida e incorregible ratería, herencia indestructible del indio y del negro, razón en que el alma y el ro-bo son una sola cosa, una sola vida, y continúan con dramática elocuencia, reafirmando este juicio que duele, más por la amarga realidad que encie-rra que por la vehemencia del juez". "Hay un rasgo terrible pero elocuente que caracteriza la condición de la gente de caudal en presencia de las clases inferiores de la sociedad en esos días. A tal grado de exasperación habían llegado los espíritus con el incesante y osado hábito del robo, especialmente en los campos, que el 9 de diciembre de 1760 el Ayuntamiento había cele-brado acuerdo solicitando de la Real Audiencia una provisión según la cual sería marcado en la espalda con fierro candente todo cuatrero reincidente,, colgándosele de la horca la tercera vez. Esa espantosa solicitud cuya trans-cripción se encuentra en el Archivo del Ministerio del Interior, lleva sin em-bargo, estas firmas, que eran las de la neta aristocracia de Santiago: Mateo Toro, Melchor de la Jara, Diego Portales, Juan Francisco Larraín, Antonio del Aguila, Juan Ignacio Goycolea. Miguel de Olivares nos ha dicho, por otra parte, que, en su cristiano concepto, el número de las gentes que vivían en Qhile públicamente del hurto, pasaba de doce mil"24.

La india mapuche o araucana que vio al blanco robarle sus tierras prime-ro y saltearle en seguida el f ruto de su trabajo, encontraba lógico, dentro de sus tradicionales tribales que su descendencia mestizada siguiera el ejemplo, aunque en menor escala. Y ya que no podían robar tierras pudieran, a lo menos, seguir robando gallinas. No es ésta una paradoja. En el esquemático discurrir de la gente del pueblo, el amo no se diferencia del ratero sino en

"Vicuña Mackenna: Historia de Santiago, Edit. Univ. de Chile, v. 2.

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la proporción distinta de los robos que pueden realizar: "El primero —di-cen— roba en grande; el segundo lo que puede".

El puente ordenado por el Corregidor Zañartu debe hacerse, pues, a chicotazos; porque el chicote es el símbolo de esa Era escalofriante en cuyo trágico crisol se funden, sin embargo, los basamentos de una sociedad que, al través de los años, llegará a ser ejemplo de politización democrática en las avanzadas republicanas de este hemisferio.

Los habitantes de Santiago, hasta muy entrado el siglo XIX, miran con orgullo esta obra monumental. El puente de "Calicanto", lo llaman, porque en realidad está hecho de piedra y de cal; pero en esa palabra compuesta hay también encerrado otro símbolo: mientras, en tal obra trabaja la india-da y el mestizaje, sobre las espaldas de esos muertos-vivos cae, continuo y mo-nótono, con la ferocidad de un hábito infernal, el canto del látigo que nun-ca abandonan los sobrestantes.

Ahora bien, pasado un siglo, durante la Administración de don José Ma-nuel Balmaceda, por ley de abril del año 1888, se autoriza la canalización del río, trabajos que se empiezan con gran actividad. Director de la obra es el ingeniero don Valentín Martínez, competente autoridad en la materia, que ha perfeccionado sus estudios profesionales en Europa.

El señor Martínez, estimulado por el Presidente Balmaceda —que ambi-ciona vincular su nombre al cumplimiento de la ley que acabamos de indi-car—, no demora en sacar el emplantillado de los machones del puente situa-dos al extremo Norte del mismo.

Naturalmente, sin tal defensa, los cimientos quedan, en esa parte, entre-gados a la acción de las aguas, que los carcome y avanza sin mayor dificultad.

Así las cosas, en el mes de agosto del año indicado sucédense una serie de días tormentosos, en los cuales la lluvia es casi siempre permanente y to-rrencial. Esto determina una de las más violetas avenidas del río santiagui-no, entre las que recuerda la historia. El 10 de agosto el alud, convertido en torrente, adquiere tal volumen que se transforma en un espectáculo formi-dable. La población, naturalmente, fue atraída en masa, y a pesar del dilu-vio caído sobre ella, se dirige al río a contemplar la majestad de la catás-trofe que se avecina . . .

Considerando el debilitamiento de los machones en la parte norte del ¡Puente, debido a la extracción del emplantillado, a la cual ya nos referimos, la autoridad había prohibido el día anterior todo tránsito por él, previ-niendo posibles desgracias. (Pero no es tarea fátil para la policía alejar a la gente de esa área; pues, tomada por la emoción del espectáculo y por las re-des sentimentales de la tradición, la multi tud ve en esa última prueba del puente de "Calicanto" algo que le pertenece desde muy adento y a lo cual no quiere renunciar.

Ese día 10 de agosto, a las 4 de la tarde, los alumnos del primer año de leyes, entre los cuales encuéntrase Arturo Alessandri Palma, tienen clase de Derecho Romano con don José Francisco Fabres. Afirmados en la prover-bial bondad de ese maestro, los alumnos le piden permiso para ir a presen-ciar la extraordinaria avenida del Mapocho. El señor Fabres no se opone a la petición de sus discípulos y éstos, apenas si escuchan las últimas palabras del profesor, cuando ya están en la calle corriendo en alegre caravana rum-bo al río. En los años mozos no importa el agua caída a cántaros, ni las Charcas profundas de la calle, ni las acequias donde a cada paso, por un resbalón cualquiera, varj a dar estudiantes y libros; éstos con su rica ciencia, aquéllos con su pobre humanidad.

Son las cuatro y media de la tarde más o menos cuando la entusiasta com-parsa llega a orillas del Mapocho. Y ahí, con los ojos, y algunos, también,'

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con I a b°ca> muy abiertos, miran el espectáculo asaz entretenido que los po-cos sobrevivientes de esa generación no pueden olvidar . . . "El Mapocho

e s c r i b e Alessandri en sus Apuntes— era una sierpe inmensa y turbulenta, f o r m a d a por aguas turbias arrastradas con una velocidad fantástica, que o b l i g a b a a desviar la vista para no caer víctima de un desvanecimiento. Ahí vi como juguetes de la corriente vertiginosa, grandes troncos, innumerables á r b o l e s , útiles de casa de todo género y una multitud incontenible de cosas nue se arremolinaban en la avenida y pasaban ante nosotros en incontenible fuga. Nos llamó, principalmente la atención, un techo de totora que conser-vaba su forma intacta y corría por el río llevando en el mojinete un hermoso gallo acompañado de tres gallinas, encogidas y asustadas éstas. Alarmado a q u é l , sin poderlo expresar de otro modo, lanzaba su inquietud en continuo c a n t o . Con nuestra curiosidad de jóvenes, seguimos con el más vivo interés las peripecias de aquel techo flotante. El gallo no cesaba de cantar; las aguas , que por momento parecían aumentar su velocidad, estremecíanlo furiosas, como lo hubieran hecho con una frágil embarcación. Así, durante algunos minutos; hasta que el mojinete se estrelló con la bóveda superior de uno de los ojos del puente. Formóse en seguida un torbellino, se extin-guió el canto del gallo, y las gallinas, arrancadas en forma brusca por el oleaje, perdiéronse en el vórtice. A pesar de nuestro deseo de reimos, hubo en ese instante un minuto de melancólico silencio."

A las cinco de la tarde el espectáculo cambia por completo. La emoción también varía su rumbo y se adentra en reflexiones más vitales y serias.

"A esa hora —continúa Alessandri— un rumor sordo, seco, profundo, que crecía con el ruido del trueno que se acerca, escuchóse en toda la extensión de la ribera. El punto en donde nos encontrábamos sacudióse como presa de un sismo formidable; el ruido denotaba llegar a su altura máxima le-vantándose al mismo tiempo una densa columna de tierra, que parecía ascen-der de las aguas, las cuales, ahora más que nunca, golpeaban frenéticas los machones del puente para doblegarlo. Tres de éstos, en el lado norte, ha-bían cedido, trabajados como estaban por la corriente y por la falta de de-fensa de las bases, a causa de la extracción del emplantillado."

—¡Se derrumba el puente! ¡Sé derrumba el puente! —grita la multitud. Es un instante simbólico. El puente de "Calicanto" que durante un siglo

ha desafiado, altivo, las más grandes avenidas del Mapocho, cae, al fin, pul-verizado por la mano del hombre. Sin embargo, pudo el sentido municipal proceder de otro modo. No había necesidad, menos urgencia, de tomar esa medida extrema y antihistórica so pretexto de que él impedía la fácil canali-zación del río. Por eso, diríase que otras fueron las razones que movieron el espíritu de los gobernantes de fines del siglo XIX para recomendar esa des-trucción: el puente de "Calicanto" era el recuerdo expresado en piedra de las bajezas y sufrimientos de una época; era el monumento representativo del poderío de la Colonia, en cuyas grietas y argamasa mezclada estaba la sangre de miles de siervos y presidiarios de los días de la dominación es-pañola con el canto del látigo que la mano firme de don Luis Manuel de Zañartu esgrimía sobre las espaldas de los forzados. L a rudeza feudal y la miseria de los' indígenas gravitaban como sombras adversas entre los macho-nes del puente. 'Más tarde el mestizaje, que oyera de labios de sus padres y abuelos la trágica historia, querría a este puente con un sentimiento confuso de piedad y horror, como los romanos gustaban de las piedras del Circo en el cual las fieras devoraron las primeras generaciones de conversos.

Al derrumbarse el puente de "Calicanto", caía, también, con él, una época heroica pero cruel de la historia de Chile. El ruido de su desplome, fue co-mo un atronante grito anunciador de la nueva Epoca pronto a iniciarse.

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Alessandri, estudiante universitario, debe haber sentido el influjo de este signo de los tiempos. Años más tarde, para evitar el peligro de que el río se viniera por la Alameda aun después de haber sido canalizado, le corres-ponde, en 1923, como Presidente de la República y siendo Ministro del Interior don Ismael Tocornal, avanzar la canalización desde el puente ele Pío Nono, hasta donde hoy se encuentra, al final de la avenida Costanera. Este trabajo se hizo por administración y se ocupó en él a los cesantes que dejara la paralización de las salitreras como consecuencia de la falta de con-sumo de nitrato, experimentada después de la Primera Gran Guerra, en 1918. Se acordó cubrir los gastos de este trabajo con los terrenos que fueran quedando desocupados al lado sur del río; pero una vez que la obra estuvo terminada y cubierta con rentas fiscales, Alessandri cambió de opinión deci-diéndose por dotar a la ciudad de otro parque más, al que se le dio luego el nombre de Parque Japonés25.

Este paseo, lo mismo que los trabajos de la canalización del Mapocho a que acabamos de referirnos, los realizaron también los cesantes. Pero, esta vez, libres, dueños de su voluntad de trabajo y su fe en el porvenir, sin saber siquiera que por esos aledaños había vagado siglo y medio antes la sombra del Corregidor.

*

NOTAS AL LIBRO III

a Pdg. 83. El 14 de enero de 1813, la Junta de Gobierno, presidida por don José Miguel Carrera, transcribía al re-gidor don Antonio de Hermida el si-guiente artículo de oficio, redactado por la sala de Gobierno dos días antes, y cuyo tenor es el que sigue:

"La Cañada presenta las mejores proporciones para un lugar de recreo y comodidad pública, pero el descuido la ha reducido a puntos de inmundicia y de asco. Sólo resta que una mano ac-tiva ponga en uso las ventajas que ofre-ce su situación, arreglando las aguas, allanando el terreno, y amenizándolo, para que el arte dé la perfección a que convida la naturaleza. El Gobierno lo desea, y cuenta con que el zelo de Ud. realize sus esperanzas, aceptando este encargo, y proponiendo cuanto crea ne-cesario para que tenga efecto este ape-tecido adorno y decoro de la capital.

Dios Guarde a Ud. muchos años. — Sala del Gobierno y enero 12 de 1813.

' José Miguel de Carrera.— José San-tiago Portales."

b Pdg. 84. El nombre de esta calle deri-vábase de la antigua casona construida en la Plaza de San Saturnino, hoy pla-

B Hoy día el Parque Japonés se llama Parque Gran Bretaña, a pesar que par-te de los árboles que allí existen fueron

zuela de Vicuña Mackenna por orden del Gobernador Marín de Poveda y a insinuación del Obispo Romero, hom-bre celoso de la virtud y recato que am-biciona para su Santiago del Nuevo Ex-tremo. Porque la tal casona de las Re-cogidas no tenía otro objeto que el de enclaustrar entre sus altas paredes a las numerosas mujeres del mestizaje galan-te, que en el siglo XVIII, luego del cre-púsculo, cuando las penumbras noctur-nas comenzaban a extender su manto sobre la ciudad colonial, salían en bus-ca de aventura fácil y rápida realizada en el camastrón de algún tugurio o en la tierra húmeda envuelta por las som-bras propicias de los alrededores del Huelén. Se inaugura la Casa de las Re-cogidas el 2 de noviembre de 1734, sien-do Obispo don Juan Sarracolea y Olea, quien confecciona su reglamento inter-no. "La casona —dice un historiador de las calles de Santiago— quedó solitaria en la manzana, apuntalada por rudas murallas que proyectaban negras y vio-lentas sombras, y daban a las callejue-las vecinas, con sus ventanillas pegadas junto al alero, un tétrico aspecto, que hacía pensar en la cautela de los anti-guos serrallos. La nueva fundación

regalados por el Gaimusho (o Ministerio de Relaciones Exteriores del Japón). ¡Co-sas de la Municipalidad de Santiago!

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..continúa— se constituyó en forma de beaterío y con un personal de seis san-tas hermanas del hábito de Jesús, que desempeñaban los oficios de Rectora, Ministra, Sacristana, Compañera, Porte-ja y Escucha, siéndoles estrictamente o r o h i b i d a , a los hombres, la entrada al Recinto, excepto el barbero, el médico y el capellán."

En 1879, el número de asiladas era j e 80 y "hubo por tal motivo, que esta-blecer rondas continuas en el cerro, pa-ra evitar que los amancebados se comu-nicasen". Para estas vendedoras de ca-ricias el celibato —aunque ni deseado ni elegido— además de obligatorio, les resulta forzado. "La calle donde daba su frente la portería del beaterío —es-cribe Sady Zañartu— corría paralela a la del Convento de las Claras, y respi-raba a su través un aliento febril de pe-nitencia para borrar lascivias y perju-rios". ¡Ilusión del novelista historia-dor!; pues, "por las ventanillas, de tren-zada malla de hierro, ojos de mujeres escudriñaban con tristeza la espectral vereda". De ahí, a causa de esta fre-cuencia de los rostros prisioneros atis-bados por los santiaguinos que transitan por esa rúa, es que muy pronto la calle principia a ser denominada "de las Re-cogidas". Al estallar la revolución de la Independencia, la autoridad destina ese edificio a Cuartel; y el día de la batalla de Maipo convierte sus claustros en Hospital de sangre.

El nombre de las Recogidas se cam-bia por el de Miraflores, en recuerdo de la batalla que se libra el 15 de enero de 1881, entre los ejércitos de Chile y el Perú, y que puso fin a esa contienda con el triunfo de la República del Sur. En 1901 la Municipalidad de Santiago ordena demoler el viejo claustro de las Recogidas, iniciándose de inmediato el trabajo de hermoseamiento de ese sec-tor y del cual surge la actual Plazuela de Vicuña Mackenna.

Los datos que se consignan aquí so-bre la antigua calle de Las Recogidas, los obtuvimos de la obra de Sady Za-ñartu, intitulada: "Santiago: Calles Vie-jas". Santiago de Chile. Nascimento, 1934.

c Pág. 84. Pertenece la señora Sánchez a principalísimas familias de Buenos Aires, y desde muy niña demuestra par-ticulares inclinaciones por la música y las bellas letras. Es una mujer encanta-dora y por su sprit y delicados senti-mientos recibe el homenaje continuo de un grupo de admiradores que no de-ja de rodearla hasta los últimos años de su vida, que fue larga. El General Gui-do la compara en sus cartas a Madame Recamier y el poeta Echeverría "oyén-dola cantar al arpa sus poemas, en mú-

sica de Esnaola, la denomina la Corina del Plata".

En casa de la señora de .Thompson se canta por primera vez el Himno Na-cional argentino, escrito por Vicente López y Planes y música del catalán José Blas Parera.

d Pág. 55. Tomás Rowlandson, famoso dibujante y pintor inglés, nacido en Londres, en 1/56, fue el sucesor artísti-co del ilustre Hogarth. Murió octogena-rio, rodeado de gloria y fama universa-les.

e Pág. 98. La palabra flamil es palabra familiar en el lenguaje de los cuarteles para denominar los adornos y bordados que llevan algunos quepíes. No está ad-mitida por el Diccionario de la Acade-mia. Y aun tenemos serias dudas de que sea palabra aceptada en otros países de lengua española, pues ni el Diccionario de Ciencias y Artes Militares, de Rubió y Bellvé, ni el Diccionario General Mi-litar, de Deogracias Hevia, ambos espa-ñoles, recogen o anotan este vocablo.

f Pág. 104. De esta superficie se devol-vieron 12.500 km.2 al Perú, de acuerdo con el Tratado de Lima, de 3 de junio de 1929, por el cual Chile devolvería al Perú la provincia de Tacna, en disputa hasta ese momento.

g Pág. 104. Desde el paralelo 24° de lati-tud sur, hasta el paralelo 12° de latitud sur, es decir, desde el antiguo departa-mento del Litoral (Antofagasta) hasta la ciudad de Lima. De acuerdo con el Tratado de Ancón, Chile fue indemni-zado por los gastos y perjuicios de la guerra en que fuera envuelto, con los territorios de lo que son hoy las pro-vincias de Antofagasta y Tarapacá, que-dando en disputa para resolverse por medio de un plebiscito la incorporación de las provincias de Tacna y Arica al país que saliera triunfante en la vota-ción de esta consulta. Esta superficie territorial es de 6 grados geográficos, comprendidos entre los paralelos 24° y 18° de latitud sur.

h Pág. 106. La ley de Cementerios Co-munes se votó el 2 de agosto de 1883. Se-gún esta ordenación, todas las nocrópo-lis del Estado o de las Municipalidades debían dar sepultura, sin distinción de credos ni religiones, a todas las perso-nas que murieran en el territorio de la República. La autoridad eclesiástica respondió execrando aquellos cemente-rios y prohibiendo las bendiciones de tumbas y toda clase de servicios religio-sos para los que aceptaran la sacrilega resolución. A su vez el Gobierno, en forma enérgica y draconiana, prohibió

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la sepultación en los cementerios par-ticulares o parroquiales, autorizados por leyes anteriores.

Tal . medida produjo innumerables dificultades entre los creyentes que de-seaban para ellos y sus deudos el reposo en Camposanto, y asistidos con los au-xilios de su religión.

i Pág. 115. Don Zorobabel Rodríguez había tomado parte activa y violenta en la acusación que se hizo a la Corte Su-prema ante la Cámara de Diputados en 1869. En aquel año, la Corte Suprema, presidida por don Manuel Montt, esta-ba integrada por los señores Palma, Ba-rriga y Valenzuela. Los enemigos de don Manuel Montt, enconados todavía contra el Decenio, no se conformaban con la influencia que don Manuel se-guía teniendo en su calidad de Presi-dente de dicho alto tribunal. Para ha-cerlo salir, se inventó entonces la acu-sación, que después de tumultuosos de-bates en la Cámara de Diputados, apro-bóse y pasó para su trámite definitivo al Senado de la República. Aquellos días fueron de mucha angustia para la familia de don Gabriel Palma, que era muy pobre y contaba sólo con el sueldo de éste para vivir.

Don Zorobabel Rodríguez era, en-tonces, uno de los más formidables lu-chadores que tuvo esa campaña, y gra-cias a su pluma y su elocuencia, había obtenido para los partidarios de la acu-sación en la Cámara de Diputados, pleno éxito. Fue tal la angustia del se-ñor Palma, que a fin de ponerse a cu-bierto de las consecuencias funestas que habría tenido para él el fallo condena-torio del Senado, antes que éste se pro-nunciara, resolvió jubilar.

j Pág. 116. A los que se interesen por co-nocer de manera sintética los problemas que involucran estas dos escuelas, me permito remitirlos a mi ensayo de filo-sofía jurídica Algunas consideraciones liminares sobre el Derecho Subjetivo frente al Derecho Objetivo, publicado en las Prensas de la Universidad de Chi-le en 1940.

k Pág. 120. En 1884, el Pbro. español don Félix Sardé y Salvany, publicó un opúsculo de 219 páginas, en que sostie-ne igual punto de vista. El opúsculo en

cuestión lleva por título la tesis qUí, propugna: El liberalismo es pecados

1 Pág. 121. En este mismo año de 187g reuníanse de vez en vez, en casa de Rj' cardo Montaner Bello, un grupo de venes, que discutían hasta tarde de ia noche sobre temas literarios o científi eos. Aquellas charlas fueron interesan do al grupo, más y más, hasta hacer sur gir la idea de continuarlas una vez p0j semana, constituyéndose en una inst¡. tución que tomó el nombre de Circulo de Amigos. Estas charlas semanales du-raron desde el 12 de mayo de 1886 has-ta el mismo mes, en 1891, en que tu-vieron que dispersarse por haber prin. cipiado a despertar sospechas a la p0. licía de Balmaceda.

Formaron parte de aquel Círculo durante los 5 años de existencia, las s¡. guientes personas, entre otras, cuyos nombres no hemos podido conseguir; Arturo Alessandri Palma, Ricardo Montaner Bello, Alejandro Gacitúa Ca-rrasco, Federico Gana, Enrique Matta Vial, Jorge Errázuriz Tagle, Luis Ra. fael Díaz, Baldomero y Samuel A. Lillo Gabriel Lira Pahna, Santiago Carberry| Luis Alberto Navarrete Basterrica, Ni' colás Peña Munizaga, Julio Phillipí, Ernesto Reyes Videla, Tomás Thayer Ojeda, José Santos Valenzuela, D. Gus-tavo Valledor Sánchez, Julio Vicuña Ci-fuentes, Carlos Silva Cotapos, Pedro N. Vergara Silva.

Al final de cada temporada, el Circulo de Amigos cerraba las reunio-nes con una comida en la Quinta Nor-mal. Muchos de sus miembros también tenían la costumbre de reunirse por las tardes en la librería de Carlos Baldrich, en calle Huérfanos, entre Ahumada y Estado; allí cambiaban ideas, registra-ban libros y se imponían de las noveda-des literarias recién llegada de Europa. Estas frecuentes reuniones y las dispu-tas a voz en cuello, sin que nadie llega-ra a entenderse, que formaban en la Librería de Baldrich, hizo que el públi-co apodara a ese grupo de concurrentes con el nombre de "filósofos chinos", denominación que los acompañó du-rante muchos años y que ellos acepta-ban en forma afectiva y sin protesta.

m Pág. 124. Sady Zañartu; su libro en re-ferencia, titúlase: "La Sombra del Co-rregidor". Santiago de Chile, Ed. Nas-cimento, 19.

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SEGUNDA P A R T E

L i b r o IV

L A R E V O L U C I O N D E L 9 1

no no de valor civil, ni de bravura, desciende el magistrado de la altura donde del pueblo le exalté el derecho.

Por fuerza de traición y de cohecho, ¡Oh, ilustre mártir! Si contraria suerte quiso ceder el triunfo a tu adversario, para aprobio de un pueblo audaz y fuerte.

Y abandonado en el turbión deshecho de vil venganza, que su fin augura,

un sublime instante de locura

tú también, ¡oh, suicida temerario! tú también has vencido con tu muerte, como Cristo en la cumbre del Calvario.

con mano firme se desgarra el pecho. (Del poeta colombiano ALEJANDRO P. ECHEVERRÍA, con ocasión del primer aniversario de la muerte de Balmaceda).

"Sí nuestra bandera, encarnación del Gobierno del pueblo verdaderamen-te republicano, ha caído plegada y ensangrentada en los campos de batalla, será levantada de nuevo en tiempos no lejanos, y con defensores numerosos y más afortunados que nosotros, flameará un día.para honra de las institu-ciones chilenas y para dicha de mi Patria, a la cual he amado sobre todas las cosas de la vida."

(De la carta del Excmo. Sr. D. JOSÉ M A N U E L BALMACEDA a los señores Claudio Vicuña y Julio Bañados Espinoza, fechada el 18 de Septiembre de 1891, horas antes de su sacrificio político.)

Durante su estada en el colegio de los Padres Franceses, Arturo adquiere el hábito de trabajar todo el día. Cuando llega a la Universidad se encuentra, pues, con una serie de horas vacantes, que lo sacan de quicio. "Me encon-traba muy desocupado —nos ha dicho— y sentía la necesidad de gastar el tiempo sobrante en alguna cosa útil. Deseaba también ganar algún dinero para vestirme, atender mis pequeñas necesidades y dejar de ser una carga en el presupuesto de mi padre, que ya estaba gravemente enfermo. Es verdad que él nunca estuvo falto de medios y siempre vivió, gracias a su carácter previsor, con toda clase de comodidades; pero yo aspiraba a valerme por mí mismo".

Con ese estado de ánimo, Arturo comunica a don Pedro sus plausibles aspiraciones. Alessandri Vargas lo escucha con agrado y lo estimula, además, para que busque una ocupación adecuada, que no le sirva de tropiezo en sus estudios de leyes iniciados con tanto éxito.

Busca con empeñoso afán el medio de satisfacer sus deseos, sin encontrar la manera de realizarlo. Mas, un buen día, un aviso de diario lo informa de que se ha abierto un concurso en la Biblioteca Nacional. Con gran entusias-

Un Bibliotecario que no sirve

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tiio trasmite a su padre la noticia, y sale en busca de los detalles de la prueba Sus esperanzas son pocas, ya que su padre encuéntrase recluido por su enferl medad y no dispone de los empeños necesarios ante el Gobierno y los políti-cos, para favorecerlo en sus aspiraciones. El joven no se desanima, sin era. bargo; sus deseos de triunfar son muy intensos y así también su optimismo

En la Biblioteca se le hace saber que debe presentar sus antecedentes, l0s trabajos que hubiera hecho, los servicios prestados —si los hubo— en alguna oficina particular o pública; y los estudios realizados, junto con las votacio-nes obtenidas en las pruebas finales. Se le informa asimismo, que los concur-santes serán examinados por una comisión, sobre conceptos generales de bi-bliografía y conocimientos relativos a la forma y modo de manejar una bi-blioteca y preparar y confeccionar un catálogo.

"El conocimiento de las bases del concurso —nos ha dicho el señor Ales-sandri— incrementó mis esperanzas, ya que mis notas de exámenes ante l a s

comisiones universitarias eran sobresalientes, habiendo alcanzado el número máximo de distinciones unánimes de mi curso. Para lo relativo al manejo de una biblioteca y la manera y modo de ordenar un catálogo, entré en conver-saciones amistosas con uno de los empleados más antiguos del establecimien-to, el que me proporcionó libros y manuales donde se explicaban esas materias."

En esto llega el ambicionado día del concurso. Preside la comisión el Di-rector de la Biblioteca Nacional, don Luis Montt y la integran don Abel Rosales, encargado de la Sección de Manuscritos de la Colonia y de los pri-meros años de la República; don Leandro Crozat, jefe de la Sección Lectura a Domicilio; don José Manuel Frontaura, jefe de la Sección Latinoamerica-na, y el Geólogo y Físico polaco Luis Üarapsky.

Instalada esta comisión examinadora y practicado por ella el examen de antecedentes entre cuarenta o cincuenta candidatos, descalifica a la mayoría y somete a examen a unos diez, más o menos.

Los antecedentes de Arturo son considerados óptimos; así lo declara don Luis Montt. Igual nota obtiene en el examen bibliográfico que le hace la comisión.

En la misma tarde del examen, a fines de julio de 1888, se eleva al Minis-terio de Instrucción Pública el oficio en que se propone como empleado de la Biblioteca Nacional a Arturo Alessandri Palma; y pocos días después, don Luis Montt, lo llama a su oficina para entregarle la transcripción del De-creto en que se le nombra Oficial supernumerario, con el sueldo mensual de $ 83,33.

"iPocas veces he tenido en mi vida una satisfacción más grande —nos con-fiesa el señor Alessandri—, Aquel empleo era de mucha importancia para mí. Dejábame tiempo para asistir a mis clases de la Universidad y ponía a mi alcance los libros y elementos necesarios para profundizar mis conocimientos jurídicos e ilustrarme en las más importantes generalidades del humanismo con temporáneo.''

Y nos añade, con cierta tierna melancolía: "La impresión de mi padre al verme triunfar en este primer combate frente a la lucha por la vida fue in-mensa. Sus palabras de felicitación y estímulo las siento todavía resonar en mi espíritu, y las saboreo deliciosamente en mi recuerdo."

El 19 de septiembre del año 1888, el habilitado para cobrar los sueldos de la biblioteca le entrega al joven Alessandri iPalma, por primera vez, los so-ñados $ 83,33.

Apenas los enfunda en un bolsillo de su pantalón, loco de alegría corre, por no decir vuela, a una joyería del centro de la ciudad, a buscar entre las mil alhajas y objetos que ahí se exhiben, un regalo digno de su madre y que

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e e n c u a d r e dentro de su exiguo presupuesto. 'Después de muchas buscas y e b u s c a s , consigue determinar el condicionado "cadeau": una mesita redon-

da de metal, para colocar algún florero o adorno. Éste modesto obsequio que la señora de Alessandri Vargas recibe tierna-

mente emocionada, aún se conserva en familia, en casa de la señora Susana, hermana de don Arturo. "Cuando lo veo —nos sigue refiriendo en sus con-f i d e n c i a s el señor Alessandri—, siento todavía reproducirse en mi espíritu la v i s i ó n cariñosa de mi madre y la complacencia filial que yo experimenté."

Es esta la época de los recuerdos vigorosamente personales, cuando la m o c e d a d que va dando paso a las severas manifestaciones de la hombría de bien, se enfrenta de plano con los embates del diario vivir.

Ese mismo día de su primer sueldo, coincide con el de su santo. Don Pedro aprovecha esta coincidencia para dirigirle al tercero de sus hi-

jos el sentir que en esos instantes reboza de su corazón paterno, y con mano firme traza en una carilla de papel lo que sólo puede dictar el alma de un hombre bueno, que anhela para sus vástagos igual categoría de bondad. Escribe:

Santiago, Septiembre 19 de 1888.

Mi querido Arturo:

Hoy, dia del santo de tu nombre y día, también, que por vez primera re-cibes el pago de tu honroso trabajo, haremos lo que es tan de tu agrado, un poco de filosofía.

Dicen que la felicidad en esta tierra consiste en creerse feliz. Siendo ésta una verdad, yo creo que el hombre de buen criterio y sana moral, para ser feliz lo único que necesita es mantener su conciencia tranquila. Y como esto se consigue obrando según sus dictados, siempre de acuerdo con la razón de todo aquel que posee una cabeza y un corazón sanos, resulta que el secreto para ser feliz sólo consiste o depende del cumplimiento del deber, o sea, la práctica de la virtud en todos los actos de la vida.

La felicidad de sus hijos, noble aspiración de un padre, es la que me mue-ve en este día, memorable para ti, a pedirte que no olvides jamás el consejo cariñoso que en esta esquela de felicitación te envía tu padre.

PEDRO ALESSANDRI."

Estas líneas han acompañado desde entonces a Arturo Alessandri Palma a través de su vida y a través del mundo, como una preciosa inspiración y una fuerza, ahora de ultratumba, que lo reconforta e inspira. "Ha sido para mí un faro —nos dice en una carta— que ha indicado siempre mi rumbo para salvar los escollos del camino, así la brújula que sirve a los navegantes para buscar la senda segura y llegar al puerto ambicionado."

En la época de que estamos hablando —1888—, la Biblioteca Nacional ocu-pa un edificio de dos pisos del tiempo de la Colonia, situado en la calle de Compañía esquina de Bandera, que enfrenta una pequeña plazoleta, en cu-yo centro álzase la estatua en mármol de don Andrés Bello

En este edificio sesionó la Real Audiencia y el Consulado, y años más tarde, en una sala interior se produjo la abdición de O'Higgins, a instancias

JEsa estatua encuéntrase hoy en la Avda. ta principal de la Universidad. Bernardo O'Higgins, de espaldas a la puer-

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de los notables de Santiago y presionado por las urgentes requisitorias de los jefes militares de la guarnición, que ya le eran desafectos.

Hacia la calle Compañía, un inmenso portalón de dos hojas, al que sigue un zaguán no muy largo, da acceso al camino que lleva a la sala del Direc-tor, la que se comunica con aquél por una puerta baja, a la derecha del mismo. Otra puerta, ,a la izquierda, da paso a un pequeño vestíbulo, en don-de una ventanilla chica sirve para atender al público que pide libros para la lectura a domicilio. Al fondo del zaguán, existe una mampara de vidrios empavonados, que da a un vestíbulo muy extenso, con techo de cristales, antiguo patio del edificio, transformado ahora en sala de lectura. Este recin-to está lleno de mesitas con sillas giratorias y, al fondo, mirando hacia la mampara de la entrada, se extiende un largo mesón, en donde el empleado que recibe las solicitaciones de libros coloca los ejemplares de consulta gene-ral y trabaja él mismo en hacer las papeletas correspondientes. Detrás de ese mesón corre, de oriente a poniente, una sala de respetable longitud, la cual divide al edificio en dos partes y en la que, precisamente, tuvo lugar la re-unión de notables que determinó la abdicación de O'Higgins.

Tan pronto como Alessandri Palma se hace cargo de su puesto, su jefe inmediato lo lleva a instalarse en el salón de lectura para que atienda al público.

Todas las tardes después de cerrada la Biblioteca, Arturo se queda den-tro de su sección, registrando las obras existentes en los estantes destinados a las ciencias jurídicas y sociales.

A medida que el joven avanza en sus estudios, esta curiosidad se hace más intensa; y ya no sólo le dedica a sus estudios particulares dos o más horas después de cerrada su oficina, sino que también principia a restarle, en beneficio propio, la atención que debe a los asiduos lectores de la Bibliote-ca. "Se me iba haciendo insoportable —nos dice— interrumpir a cada rato mis interesantes investigaciones, para tener que ir al interior del edificio en busca de los volúmenes que en serie ininterrumpida solicitábanme los asis-tentes a la Sala de Lectura. Eran ellos en su mayoría, estudiantes de las di-versas facultades de la Universidad, o externos de colegios fiscales y particu-lares, que iban allí a matar sus horas libres leyendo, por lo general, novelas insubstanciales. Me producía un desagrado tremendo, una verdadera enfer-medad de los nervios, el ver aquella masa de muchachos que por leer estu-pideces me distraían de importantes estudios. ¡Malhumorado y displicente, dejaba que se amontonaran en mi mesa altos de papeletas de esas en que se solicitan los libros, y sólo me paraba a buscarlos en conjunto, cuando las re-clamaciones o protestas adquirían casi los caracteres de una asamblea.

"En honor a la verdad, debo decir que a los que me increpaban porque no los servía con mayor presteza, les replicaba en forma violeta, vituperándoles su ociosidad y su falta de interés por el cumplimiento de sus deberes, que los debía llevar, de no ser unos holgazanes como en realidad lo eran, al estudio sistemático y serio de los ramos fundamentales de las profesiones que ellos mismos habían elegido. Esta agresividad mía se hizo pública muy luego y me creó entre la generalidad de los lectores un franco ambiente de hostilidad, que yo pagaba en la misma forma. Subió a tal punto esta beligerancia, que un día en que hallábame enfrascado leyendo la "Cité Antique" de Fustel de Coulanges, mi indignación rebasó mi paciencia y le lancé al impertinente una filípica, salpicada de epítetos iracundos absolutamente antiparlamen-tarios. El aludido replicó en el mismo tono; vinieron en su ayuda muchos otros del salón, que no comulgaban con mi procedimiento; la trifulca se hizo general. Los gritos que iban y venían interrumpieron el obligado silencio de la sala de lectura y, a no ser por la rápida intervención de jefes, empleados

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orteros, que acudieron ante el estrépito del tumulto, habría terminado y ^ eiio con golpes recíprocos, con tinteros y libros, que habrían volado del aC*lón de lectura a la mesa en que se entregaban los libros, y de allí a las ca-h zas del público que había en el salón.

" N a t u r a l m e n t e , fui conducido en calidad de reo a la sala del Director, uien oyó con tranquilidad a los acusadores, exigiéndoles a ellos y a mí que íorimiéramos epítetos y que habláramos como gente educada, guardando el

d e b i d o respeto a la autoridad ante quien estábamos. "Los "lectores" acusábanme de mala voluntad y de impertinencia y acri-

tud en el trato, para los que solicitaban obras. Reconocí que aquello era cier to , y di las razones que ya le indiqué. Don Luis Montt, luego que que-damos solos y después de prometerle a los quejosos que todo se arreglaría en b e n e f i c i o de ellos, me manifestó, con la clásica bondad que lo caracterizaba, aue era bien explicable el desagrado que me producía la actitud de los lecto-res de novelas picarescas y de aventuras, pero que mi deber era el de servir al público y darle a éste los libros que pidiera, si éstos estaban en los estan-tes de la Biblioteca.

"Yo le encontré toda la razón al Director, pero como era imposible ajustar mi sistema nervioso a las órdenes que acababa de recibir, le expresé a don Luis que aceptara mi renuncia porque no podía seguir en el desempeño de mis funciones, dentro de los términos que él me había trazado.

"Ante mi actitud, don Luis me expresó que yo era un empleado que podía prestar eficientes servicios a la Biblioteca, y que lejos de aceptar mi renun-cia, tomaría otra medida, más equitativa, cual era la de retirarme de la Sala de Lectura y llevarme a otra Sección, donde no tuviera que intervenir direc-tamente con el público. Después me reconvino en forma afectuosa, pater-nal; me dio sanos consejos y me hizo ver que era indispensable que corrigie-ra mi carácter impulsivo, y para no obstaculizar el camino de satisfacciones que la vida seguramente me iba a deparar."

Es seguro que muchas veces, andando el tiempo, Alessandri Palma ha re-cordado estos sabios y justos consejos de don Luis Montt; pero desgraciada-mente ellos no lograron ni modificar su temperamento, ni ajustar su esfuer-zo y empeño a las sabias directivas del Director de la Biblioteca Nacional.

Al otro día de la escena que el señor Alessandri nos acaba de narrar, se le notifica que ahora actuará bajo las órdenes del Jefe de Sección, don Leandro Crozat, el cual debe darle instrucciones. Se presenta, pues, el joven ante el nuevo jefe, y la impresión que recibe, prima facie, es la peor que podía imaginar. . . Don Leandro es un viejo español, muy cerrado para hablar; alto, delgado, enjuto de carnes, cara estrecha, frente breve surcada por pro-fundas arrugas impresas por el galope de los años; bajo la nariz borbónica, un bigote blanco, corto y pegado al labio, que armoniza con una cabellera alba, tupida y rebelde, como de poeta ácrata. Crozat es espiritista y cuando Arturo entra a su oficina la primera vez, lo encuentra abstraído, con la mi-rada fija en un punto indeterminado y lejano.

Sorprendido en su abstracción, don 'Leandro recibe secamente a su nuevo subalterno.

Se pone de pie, rígido y, hablando nerviosamente, lo lleva a la sala de autores americanos, que aún no estaban catalogados, y allí le da un alto de papeletas de igual tamaño, diciéndole:

—En estas papeletas, debe escribir Ud. libro por libro, con el nombre del autor, el título, el número de volúmenes de que se compone la obra, el lu-gar y la fecha de la impresión y también el nombre del editor o casa edito-rial. Y le agrega: "La papeleta debe dejarse dentro del libro, escrita con le-tra legible, bien hecha".

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Aquí principia el primer choque. —Mi letra no es buena —le manifiesta Arturo— y esa condición que Ud.

me pone no la puedo cumplir. Es, en cambio, bastante legible. Don Leandro insiste: —Pues entonces debe corregir su caligrafía y aprender a escribir, ya que

en el colegio no se la han enseñado. Arturo le lanza una mirada de fuego; y don Leandro, acostumbrado como

está a entrevistarse con espíritus, lo mira como a una ánima cualquiera, y s e

retira, mientras Arturo va a posesionarse de la mesa que le han designado para su trabajo.

"Me sentí feliz —nos ha dicho— en un amplio salón rodeado por miles de libros, sin tener que acudir al llamado de los impertinentes que me hi-cieron odiar la vida durante dos eternos meses. Me dediqué a leer con frui-ción y entusiasmo mis libros favoritos y por consiguiente, las lecciones que daba a don José Francisco Fabres y a don Paulino Alfonso, producían cada vez mayor interés en el ánimo de estos profesores y en el de mis compañeros de clase."

Al cabo de ocho días llega don Leandro hasta la mesa de Arturo para in-terrogarlo sobre la cantidad de papeletas que ha escrito. El joven le signifi-ca que todavía no ha hecho ninguna, porque se está orientando en aquel inmenso océano de libros, para así poderse dar cuenta del mar en que boga y ejecutar su trabajo a plena conciencia.

"Confieso —nos sigue documentando don Arturo— que la excusa no era muy atendible; y de ahí que don Leandro arriscara la nariz con un gesto de protesta, y lanzando un fuerte refunfuñón me anunciara una visita para la semana siguiente. Esto, sin que antes dejara de conminarme de que espe-raba para entonces la recuperación total del tiempo que había perdido en orientarme..."

En realidad, ocho días más tarde vuelve don 'Leandro, ya con las estacas bien afiladas, y como la respuesta de Alessandri es análoga a la anterior, el espiritista se sulfura, da de golpes sobre la mesa en que trabaja el joven y, con voz agraria, le dice, en la más nerviosa catilinaria:

—Es usted un malandrín, un ocioso incorregible, que no obstante el ca-rácter excepcional de las facilidades que se le han dado, usted no ha sabido agradecerlas. Si usted fuera un joven con más caletre, iríase a su casa para gastar allí el saldo formidable de su ociosidad sin límites. 'Vayase usted y abandone el sitio que ocupan inútilmente sus posaderas para que otro más consciente del cumplimiento de su deber lo ocupe como es debido.

Al sentir el peso de tanta hispana injuria, Alessandri se alza violentamen-te de su asiento y se encara con el espiritista:

—"Debe saber usted, señor —le responde, rojo de ira— que yo no soy un pobre diablo que he venido aquí a ganarme unos miserables pesos para proporcionarme con ellos un mendrugo de pan. Sepa usted, señor atrevido, que gracias a Dios mi padre tiene suficientes medios para atender mis necesidades.

El viejo, pálido, se queda mirando al joven con ojos saltones, como los de una persona próxima a volverse loca, y bufa, antes que le replica:

—¿'Por qué, entonces, si usted no tiene necesidad del puesto que ocupa, se lo arrebata a otro que seguramente lo necesita? ¿Y por qué, si cree conve-niente estar aquí no empieza por cumplir con su deber?

La estocada del viejo era mortal; pero Arturo, sin dar su brazo a torcer, insiste aún:

—Señor jefe, no estoy faltando a mis obligaciones, porque debo confesarle que yo no vine aquí con ánimo de hacer papeletas o perder mi tiempo en

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o t r a s minucias, sino para estudiar a fondo mis ramos de Leyes, a fin de f o r m a r m e una conciencia jurídica sólida, que me habilite en el porvenir para servir a mis conciudadanos y a mi Patria en forma eficaz.

Menos satisfecho que nunca con la respuesta, don Leandro gira sobre sus t a l o n e s , con inusitada rapidez y, con pasos menudos, casi volando, se escurre por la puerta que da al gran salón de lectura.

Momentos después viene el portero a decirle a Arturo que lo necesitan en la sala del Director.

Allí estaba don Leandro, todavía pálido y tiritón, sin disimular la agita-ción nerviosa que lo sacude. Don Luis Montt, dirigiéndose a Alessandri le dice que siente mucho tener que reconvenirlo por segunda vez y que no acepta que le haya faltado el respeto a un hombre tan bondadoso y merito-rio como don Leandro Crozat; que espera, asimismo, que esto no se ha de volver a repetir, y que el cumplimiento de su deber está en llenar las papele-tas, guardando al mismo tiempo las atenciones y el respeto debido a su jefe inmediato.

Dicho esto, Montt se pone de pie y, acercándose a Alessandri, le da un tirón de oreja suave, con una palmada en la mejilla, ordenándole se vaya sin Chistar, pues no quiere oir las explicaciones que el joven pretende darle. El sabio bibliógrafo había sido interrumpido, quizá, en un trabajo de s u m a importancia, en el cual actualmente se preocupaba.

"Comprendí la molestia experimentada por don Luis —continúa Alessan-dri— que debió ser muy parecida a las que yo sufría en el salón de lectura, cuando los impertinentes lectores interrumpíanme en el desarrollo de mis ideas, durante mis asiduas anotaciones al margen de lo que iba leyendo. Comprendí también que, por mucho empeño que hiciera don Leandro para lograr mi alejamiento, no lo conseguiría de ese hombre excepcionalmente bueno que era don Luis Montt, inolvidable amigo que llena de ternura mi corazón cada vez que viene a mis recuerdos."

Estima, sin embargo, Arturo, que no debe extremar las cosas y se dedica a escribir papeletas durante una parte del tiempo de las horas destinadas al público, dejándose siempre lo necesario para sus lecturas favoritas.

Pasa casi un mes sin que don Leandro lo visite. Al cabo de este tiempo, llega hasta la mesa de trabajo del joven, con aspecto reservado, silencioso. Sin dirigirle la palabra, limítase a recorrer con la vista los anaqueles, dete-niéndose ante las corridas donde se notan las papeletas que Arturo ha ido colocando de manera que, adrede, sobresalieran por más de una pulgada. Toma algunos de los libros que están con las papeletas y los vuelve a poner en su lugar. Antes de salir rezonga entre dientes, pero con bastante claridad para que se sepa lo que dice:

—No es mucho para el tiempo gastado; pero algo es algo. Y se va, sonambúlico, casi etéreo, deslizándose sin ruido, con sus pasos

menuditos y rápidos. La actitud del pobre viejo conmueve a Arturo de veras, y desde entonces

se decide a aumentar su trabajo, llevándose a la casa los libros que desea leer.

Esta impresión a favor dé su jefe, hácese intensa cuando lo informan que don (Leandro no tiene familia, y vive solo en el mundo sin otra compañía que la de las ánimas que él evoca con el vigor de su profunda e inalterable fe espiritista. Comprende Arturo la tragedia de aquella alma abandonada y no quiere él, por motivos baladíes, ahondar la tristeza de ese drama. La tercera visita que realiza el hispánico para vigilar el trabajo de Alessandri, lo deja evidentemente satisfecho:

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—El trabajo del catálogo marcha mejor. La letra es fea pero clara. Se puede todavía mejorar.

Dice esto sin mirar al joven, como si estuviera hablando consigo mismo. Arturo estima que esta oportunidad es propicia y se acerca a él, en un espontáneo afán de sincerarse:

—Haga el favor de disculparme, don Leandro. Comprendo que no he sido suficientemente respetuoso con usted; pero esto no ha sido por maldad sino a consecuencia de mi carácter nervioso e impulsivo. Desde niño, he reaccio-nado siempre en forma violenta ante todo lo que yo he creído una injuria. Pensé que usted quería molestarme, y he sido, lo confieso, agrio y atrevido. Le ruego que me perdone usted.

El viejo lo mira con evangélica ternura. Una lágrima que primero se es-fuerza por mantenerse en la órbita húmeda, rueda después incontenible por una de las mejillas rugosas.

—Todo lo he olvidado, hijo —le responde don Leandro—; es usted un niño de muy buen corazón y con cualidades únicas de estudioso. Estoy seguro que hará cosas útiles en la vida, para usted y para sus semejantes. Yo lo bendigo, y cuando sea feliz, recuerde a este pobre viejo que sólo espera tran-quilidad en el Más Allá, donde se olvidan todas las penas. Porque las penas, amigo mío, han sido las únicas compañeras inseparables que he tenido en este valle de amarguras.

Desde aquel día, Alessandri y don Leandro Crozat marchan como dos buenos amigos, por lo que el primero nunca quiso aceptar que lo llevaran a otra sección.

Y allí estuvo hasta fines de 1'890, año en que informado de que se había abierto un concurso para proveer el puesto de Bibliotecario del Congreso Nacional, acudió entre los postulantes a ese llamado.

*

"Coup de Foudre"

En 1889, Arturo Alessandri Palma cursa segundo año de Leyes. Tiene ya 21 años de edad y las espinillas de la adolescencia han desaparecido casi por completo de su rostro delgado y pálido.

No es un buenmozo a la manera de los gustos hollywoodenses de hoy; pero es un joven bien plantado; correcto en el vestir, de gran simpatía per-sonal y de- vehemencia y calor humano extraordinarios. Al principio, cuando habla, nadie creería en la fogosidad de ese .temperamento, porque es muy medido y pulcro en su expresión; muchos, en cambio, podrían equi-vocarse hasta juzgarlo tímido ...; pero bajo la amplia frente sobre la cual caen algunos mechones de cabellos castaños y tras los ojos claros, de un azul transparente, no se escapa a la mirada perspicaz el rebaño de tempestades que tras ellos apacienta un carácter y voluntad indomables.

Desde sus días de estudiante en el colegio de los Padres Franceses, Arturo mantiene un amorío sentimental con 'Rosita Aldunate Echeverría, hija de don Luis Aldunate Carrera. Mas,' desde hace algún tiempo, Rosita pasea por Europa con su familia y, Arturo, angustiado por esta ausencia, no pierde día sin acudir a casa de una pariente del objeto de sus desvelos —la señora Rosa Aldunate de Waugh—, para inquirir noticias de la ausente.

La señora de Waugh, que es hermana de don Luis, vive en los altos de una casa ubicada en la calle ¡Diuarte, hoy Lord Cochrane, esquina Alonso Ovalle, edificio propiedad de la señora Antonia Velasco de Rodríguez.

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Una tarde que, como de costumbre, Arturo llega de visita a casa de la "ora Aldunate de Waugh, queda gratamente sorprendido de encontrarla

S £ c o m p a ñ í a de una joven encantadora, de 1 7 años, que su respetable amiga Cpla da a conocer con muy galanas palabras: S —Le presento, Arturo, a la señorita Rosa Ester Rodríguez, hija de la

ropietaria de este edificio y sobrina de nuestro poeta Luis Rodríguez Velasco.

En efecto, la madre de Rosa Ester —doña Antonia Velasco Cotapos— era v i u d a de su primo don José Antonio Rodríguez Velasco, hermano del poeta e hijo del Ministro de Hacienda y hombre de confianza de O'Higgins, don José Antonio Rodríguez Aldea.

El esposo de doña Antonia había muerto años antes, cuando la epidemia del cólera, en un fundo llamado Cumpeo, que arrendaba en el departamen-to de Lontué a unos señores Garcés. Esta catástrofe familiar redujo mucho los medios económicos de doña Antonia, la cual no tardó en verse en estre-cha y angustiosa situación. El único bien mueble que le resta al término de esa tempestad de su vida, es la casa que ahora visita Arturo, ubicada en la calle Duarte.

A l e s s a n d r i no se detiene poco ni mucho en oir los elogios que hacen de la joven, porque él mismo, llevado, como de costumbre, por la vehemencia de su carácter, ya tiene un juicio completo, definitivo, insubstituible, sobre los méritos y prendas de la joven. A tan especial estado de ánimo los franceses denominan "coup de foudre". Y tienen razón.

La charla se inicia cordial y matizada. El estudiante está en su hora mejor; c u e n t a anécdotas, refiere incidencias políticas del día y hace oportunos re-cuerdos históricos de la Patria Vieja y, para agradar a la niña, defiende a R o d r í g u e z Aldea, en su gestión durante el Gobierno de O'Higgins. Conside-ra que ese Ministro fue injustamente maltratado por los historiadores de la época. Rosa Ester lo interrumpe varias veces, admirada de esos conocimien-tos vastos; y la señora Waugh rubrica con una sonrisa la admiración de la joven. . .

Entonces, Arturo, con la petulancia gozosa de los 21 años, hace más cálida su voz y más sugerentes los motivos de los temas diversos que va enredando en la conversación. Cuando mira su reloj, los punteros marcan las 7 de la tarde. Han volado 3 horas en un día de invierno en que hasta el sol, de oro viejo y delgado, se recoge más temprano que nunca, como si él también quisiera huir del frío.

Al bajar las escaleras, oye, o imagina, que ha sonado una frase en elogio suyo. 'Le palpita el corazón, cree que se le sale del pecho. Mas, a pesar de esto, baja corriendo, sin saber por qué.

En la puerta de calle se encuentra con un amigo. Arturo lo toma del brazo y principia a confidenciarse, con voz entrecortada.

—Estoy profundamente enamorado, le dice. Quiero locamente a una per-sona y creo que no podré vivir sin ella si no la hago mía para siempre.

Desde esa tarde, Arturo, ya bastante flacucho, nota, con alarma, que dis-minuye de peso. No come con tranquilidad. Tampoco puede estudiar con la calma de antes. A pesar de su retentiva formidable, necesita leer cuatro o cinco veces lo que antes se aprendía de un solo tirón. También su carácter sufre serias perturbaciones; siéntese ahora irascible sin causa justificada, y sólo busca la amistad de uno que otro compañero de la Escuela de Derecho.

Comprende que está enamorado, pero, inteligente como es, no deja de ver las dificultades que se le presentarían para contraer matrimonio en sus actuales circunstancias, sin tener todavía su título de abogado ni renta su-ficiente para afrontar las respensabilidades de un hogar.

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Estos razonamientos suyos lo angustian, lo amargan. Una mañana —después de una noche tormentosa— en la que Arturo ma-

druga más que de costumbre, se lanza al paseo de la Alameda, para recorrer-lo cuantas veces fuera necesario hasta agotarse. Está en eso, cuando se en-cuentra a boca de jarro con Rosa Ester. La niña anda más lucida que el día en que la conoció. Viste un traje de pañoleón, muy acinturado. Esto la hace ver más esbelta que el día cuando se la presentaron. Al enfrentarse en el paseo, se saludan con gran cordialidad. Arturo la acompaña, y a pesar de no caber en sí de gozo, no halla qué decir. Es ella más bien la que man-tiene el hilo de la conversación. El se dedica a observarla de pies a cabeza.. Anda Rosita con un sombrero de paja fina muy gracioso, mientras el vestido ajustado en el talle, se abre al caer amplio como una corola. Con su diestra levanta Rosa Ester un poco la cola de la pollera, de falda amplia, hasta el suelo; en tanto que en la siniestra, juega suavemente con una sombrilla de seda con blondas.

Apenas caminan una cuadra, y se encuentran con Alfredo Waugh Aldunate, que se acerca a saludarlos. Para la viva imaginación de Arturo, este hecho se le presenta con todos los caracteres de un "flirt"; pues Rosa Ester presta más atención a las palabras del joven Waugh que a las suyas.

Un golpe duro para las ilusiones de Arturo. Hiérvele la sangre de natural despecho y —¿por qué no decirlo?— de amarga melancolía . . . ¡Habíase hecho tantos castillos en el aire!

Este primer contratiempo amoroso lo tiene varias semanas a mal traer. Para consolarse, acude, cada vez que sus nervios se lo obligan, a casa de la señora de Waugh, no tanto para inquirir noticias sobre "la de Europa", sino con la esperanza de encontrar oportunidad de ver a "la de Santiago" . . . En los apuntes de sus Memorias2, aún inéditas, leemos: "¡Qué hacerle! Había llegado un poco tarde y me resigné ante el acontecimiento, sin poderla ol-vidar ni tener fuerzas para alejarme de aquella criatura adorable".

Pero las ruedas misteriosas del destino —que en este libro biográfico pue-den escucharse, desde la primera hasta la última página, en su movimiento isócrono— siguen funcionando en el reloj del Tiempo, listas para marcar, en la hora oportuna, los designios de Dios.

Orden administrativo y crédito externo

Triunfante don José Manuel Balmaceda, candidato liberal a la Presiden-cia de la República, el crédito de Chile alcanza, durante los años de gobier-no de ese malogrado Mandatario, su más alto prestigio económico.

El señor Balmaceda llega al sillón de la primera magistratura en condi-ciones bien halagadoras para su espíritu emprendedor. iLa hacienda pública, con la mayor entrada de las rentas salitreras, le ofrece Jos recursos necesarios para una obra de engrandecimiento. En los centros capitalistas del viejo mundo hay una confianza sólida en el pequeño ordenado país de la América del Sur. Diríase que también simpatía, deseo de cooperación.

Agrégense a lo dicho otros factores económicos no menos importantes —como ser el alto precio del cobre en el mercado minero y el auge de la zona agrícola por la demanda progresiva de sus productos que hacen las provin-

2De las "Memorias" de don Arturo sólo se ha publicado hasta la fecha el tomo refe-rente, en su mayor parte, al Protocolo de Washington, que lleva el título de RECUER-

DOS DE GOBIERNO, impreso en Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1952; y sus

recuerdos sobre la REVOLUCIÓN DE 1891, en cuya parte no personal yo le presté mi co-laboración directa en la compilación histó-rica y en la revisión correspondiente de mi propio material acumulado con referencia a esta época.

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cias del norte— y se tendrá una idea más o menos cierta, del período de flore-c i m i e n t o excepcional que culmina en las postrimerías del año 1888.

D u r a n t e ese lapso el Gobierno de Balmaceda dedícase a mejorar, s i n des-c a n s o , las condiciones generales del p a í s y r e a l i z a un p l a n de adelantos m a t e r i a l e s que aún hoy, p a s a d o el medio siglo, entusiasma y admira.

Mas, la obra nacionalista del Presidente Balmaceda tiene otras orientacio-nes aún. Dentro de su concepto administrativo de prácticas e inmediatas r e a l i d a d e s , estima que las ventas del salitre constituyen sólo una riqueza e v e n t u a l y por eso hay que transformarlas en obras públicas de larga utili-dad, apercibiendo a la República para los días negros, inciertos, que guarda el p o r v e n i r ) humano a individuos y pueblos por leyes ineludibles de la vida; y que en el sueño de Faraón —de acuerdo con la leyenda bíblica de José -simbolizan las siete vacas flacas. . .

Es persiguiendo esta finalidad previsora, por lo que se dispone la canali-z a c i ó n del Mapocho y se ordena la construcción de un dique seco en Talca-huano. A través de la República escúchase un martilleo de renovación. Todo se desenvuelve en ascendente esfuerzo. Todo marcha. Todo fluye hacia el futuro en general prosperidad. . . Es una verdadera fiebre en la cual se amal-gama, junto con la idea del engrandecimiento inmediato, un profundo anhe-lo de ennoblecer la atmósfera en que respira el alma de la raza. Como Mandatario, Balmaceda pudo sintetizar el deseo de su Gobierno en esta frase: "Dignificar a Chile como intelecto y como organismo social".

Ningún valor tendrían estas palabras si la teoría de la política chilena de 1886-1890 no se hubiera plasmado, como acabamos de decir, en hechos con-cretos.

Dijimos que Balmaceda llega al poder en condiciones muy favorables, dada la situación del erario en aquel entonces, situación que, salvo una pe-queña variante, mejora año tras año, hasta el momento mismo en que se interpone el estallido revolucionario.

Pues bien, esta prosperidad, ganada en un quinquenio de holgura, de tra-bajo y de intensa actividad administrativa, se derrumba catastróficamente al choque de muy oscuros intereses en juego, los cuales directa o indirectamen-te terminan por vulnerar al Presidente de la República.

Por mucího tiempo los historiadores chilenos desconocieron el sentido eco-nómico de ese brazo de río de las intrigas cortesanas que desemboca en el caudal del acontecer político; de ahí que cuando se investigó el origen de la rebelión parlamentaria se quiso darle carácter meramente "partidista", aplicándosele a este vocablo la significación equivalente de "principios ideo-lógicos o doctrinarios".

En su afán patriótico, Balmaceda tuvo que oponerse a grandes combina-ciones industriales. Si se consultan los documentos parlamentarios de la épo-ca en que el poder ejecutivo rompe con las Cámaras, se verá que las más crueles ofensas las recibe el Presidente de la República de abogados de fir-mas extranjeras, a quienes no diera vara alta en su gobierno. "Su condena-ción del monopolio ferrocarrilero de Tarapacá —afirma Salas Edwards, para quien don José Manuel no es santo que lo entusiasme— era justificadísima y de acuerdo con los intereses de la industria que anhelaba los bajos fletes de la competencia; y es honroso en alto grado para Balmaceda el haber per-seguido la caducidad de ese monopolio, sin parar mientes en que los que en Chile lo defendían como influyentes y bien rentados abogados, eran algunos de sus amigos políticos".

Por otra parte, hácese cada vez más posible la conversión metálica a corto tiempo; factibilidad que inquieta seriamente a la oligarquía todopoderosa y a los terratenientes endeudados, que ven en la moneda sana el fin de una

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época de cuantiosas granjerias. Hipotecarse con moneda alta y pagar años después, con billetes en varios peniques depreciados, llegó a constituir un negocio fácil. Su temor iracundo resulta, pues incontenible y no demoran en traducirlo en una campaña de desprestigio en contra del Ejecutivo tra-tando, a un tiempo, de inutilizar a la persona misma del 'Presidente para cualquiera influencia posterior.

Balmaceda es orgulloso, autoritario, y rechaza con igual energía influjos y amenazas. Entonces —sin esperanzas de doblegar el amor propio del Jefe del Estado o anular sus prerrogativas constitucionales— el Parlamento se decide por la guerra civil. La oportunidad de producir una trasposición de los hechos que sea fácilmente aceptada por la masa partidista, no tarda en presentarse; es éste un fenómeno muy curioso que los psicólogos de las multi-tudes estudian hoy con científica acuciosidad. Los meneurs de la turba se encargan de hacer el milagro, y de un día para otro el odio de los intereses económicos amenazados o heridos se voltea íntegramente en un concepto: L A DEFENSA DE LA LIBERTAP ELECTORAL AMENAZADA. . .

Sin embargo, frente a los primeros arrestos parlamentarios, el pueblo per-manece frío. Fanor Velasco, Subsecretario en aquel entonces del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, y desde luego testigo presencial de los graves acontecimientos que culminan en agosto de 1891 —escribe en sus Me-morias, el 9 de enero de ese mismo año: "Se han cerrado los Clubes; se ha impedido la publicación de los diarios; se ha aprehendido en Santiago y Val-paraíso a muchas personas importantes; no se ha prestado atención al ampa-ro concedido por la Corte Suprema a don Jovino Novoa; y, sin embargo, nadie protesta de las irregularidades de este procedimiento; no se reunió la multitud para reclamar contra la ejecución de actos semejantes, señal evidente de que el público juzga conveniente para, el pais la conducta obser-vada por el Gobierno".

A pesar de esta indiferencia del pueblo, no tarda en producirse el contagio mental. La suplantación psicológica que oculta sus motivos profundos y afirma que el Parlamento se bate por la libertad de las urnas, salta de aquí acullá; primero, en chispas que parecen de pirotecnia; luego en intranquili-zadoras llamaradas: que no otra cosa son los folletos y periódicos clandesti-nos. Por último, sobre el edificio republicano así en peligro vuelve a soplar el viejo viento de "la fronda aristocrática", de que, años más tarde, hablará Alberto Edwards —y los aislados chisporroteos se convierten a ojos vistas en un incendio abrasador.

*

Bastos, copas y espadas

El 26 de mayo de 1890, un poco antes de mediodía, don Eduardo Mac-Clure aboca en la calle Estado esquina de Huérfanos al Jefe de Crónica de "La Libertad Electoral" y lo invita verbalmente, luego por escrito, al ban-quete de los oficiales del Ejército que conmemoran esa noche en la Quinta Normal el aniversario de la batalla de Tacna. Mac-Clure le advierte en esa invitación que el coronel Estanislao del Canto —en cuya persona simbolizan los militares la gloria de esa fecha— pronunciará "un trascendental discurso político".

El periodista, a pesar del jugoso manjar que le proponen —no deja nunca de serlo cuando hay la perspectiva de un escándalo político— trata de esqui-var el convite, pues sabe que en épocas de efervescencia no es difícil caer, ya en un enredo policial, ya en las consecuencias desagradables de un in promp-

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¿u que termine en pugilato o cosa parecida. Además, el periodista está de n o v i o , y a esas horas de la tarde en que va a celebrarse el banquete, él acos-tumbra a visitar a la niña de sus desvelos, la cual a duras penas iría a perdo-narle una inasistencia en la lista, hasta ese momento inmácula, de sus ama-bles pláticas vespertinas.

Pero Mac-Clure insiste y halaga para ello la vanidad profesional del cJironiqueur. "Ud. tiene una prodigiosa memoria —le dice— y por eso mismo n o hay nadie más capacitado, para reconstruir por escrito lo que se diga allí"-

No puede defenderse más el joven y acepta la invitación. La reunión de pipiripao se lleva a efecto a las 6 de la tarde. Según los

diarios del día siguiente —y en esto el vocabulario periodístico ha cambiado muy poco—, "la sala del banquete estaba regiamente adornada con flores naturales y trofeos nacionales", sin descontar, claro está, el servicio de la mesa que "no dejó nada que desear, como que estaba a cargo del conocido chef don Santiago Melossi".

Los asistentes son 80 más o menos y en su casi totalidad oficiales de los cuerpos destacados en Santiago. Abre la serie de los discursos don Ricardo Castro, Jefe del Batallón S? de Línea en la batalla de Tacna, el cual se levan-ta para brindar por la oficialidad del Ejército chileno y su confraternidad. Apenas se sienta Castro, se pone de pie el Sargento Mayor don José Ignacio ¡López, el que termina haciendo votos "por que nunca el Ejército olvide, al tomar una insignia, que debe morir antes que deshonrarla". Y siguen los dis-cursos que, por cierto, ahorraremos al lector el trabajo de conocer.

El cronista de "La Libertad Electoral" llega atrasado. No quiso amargar a su novia con una primera inasistencia y antes de marchar rumbo a la Quinta Normal, pasa a visitarla. Llega al recinto, pues, de punta en blanco, con leva y sombrero de pelo, y un bastón que si bien no podría considerarse un símil de los bastos tradicionales, no es tampoco un mondadientes. Sabe el joven que los tiempos son difíciles y se precave, por lo tanto, en la mejor forma que puede de lo que bien podría ocurr i r . . .

Al principio el cronista se mantiene oculto tras una cortina; pero, más o menos al término del duodécimo discurso, avanza a tomar el asiento que le corresponde. En ese instante, al verlo tan de etiqueta, uno de los militares asistentes dice en voz alta: "Hasta ahora nos habíamos librado de los futres; pero ya nos fregamos. . ."

El periodista —que no era otro que don Ernesto Bianchi Tupper— se diri-ge a su gratuito ofensor y, con muy correctos modales, le manifiesta que él no es un intruso en esa reunión, pues ha sido verbal y expresamente invitado —y le muestra su tarjeta. "No obstante —añade—, yo quise eludir ese compro-miso, pero mi amigo don Eduardo Mac-Clure insistió en forma terminante, por lo cual fue imposible excusarme".

Al oir las palabras del señor Bianchi, varios señores oficiales intervienen en el asunto y entre ellos el propio Mac-Clure, dándosele al joven represen-tante de la prensa las explicaciones y excusas de rigor.

En ese preciso momento se pone de pie el General don Estanislao del Canto, el que al término de prolongados aplausos, dice más o menos lo que sigue:

"Compañeros y amigos: "Antes de decir una sola palabra, os invito a que bebamos una copa por el

General don Manuel Baquedado, único General en Jefe del Ejército chileno y que fue el vencedor en esa batalla".

Un tremendo ¡hurra! envuelve las palabras del orador, mientras se enaltan las copas llenas de caldos generosos.

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Sigue Del Canto: "Vivamente impresionado por las palabras que se me. han dirigido, recuer-

do con júbilo el honor que me cupo de mandar, en la memorable batalla de Tacna, al heroico 2° de Línea, que en aquella acción recuperó su bandera" (Aplausos).

"Sabéis, señores, que no he tenido otra bandera que la de mi Patria; que no he educado soldados, sino para el servicio de la Patria; que el honor del soldado está ceñido al puño de su espada; sabéis que debe obedecer a sus jefes y respetar los poderes constituidos: el Legislativo, el Ejecutivo y el Ju-dicial" (largos y estrepitosos vítores).

"La Constitución no ha podido ponerse en el caso de un divorcio entre estos poderes. Ahora bien, se dice que el Ejército no pueda deliberar, y esto es indudable, salvo una excepción: cuando se produce un conflicto entre los Poderes del Estado. El Ejército no es sólo servidor de un Poder, sino de los tres Poderes en normal y correcto funcionamiento; pero si uno de estos 'Pode-res ataca a los otros dos, o si se produce un rompimiento de la armonía que debe ligar a los tres, entonces, señores Oficiales, creo que EL EJÉRCITO ESTÁ

EN LA OBLIGACIÓN DE DELIBERAR, para decidir cuál ha de ser su conducta en presencia de este divorcio de Poderes" (gritos y aplausos interminables; víto-res estrepitosos).

"Si ocurre una situación así de difícil como la que acabo de indicar, el Ejército sabrá cumplir con su deber y respetar los mandatos de la Cons-titución".

Todos los oficiales se ponen de pie, volviéndose a repetir las palabras de afecto y de entusiasta devoción por el veterano de tantas gloriosas jornadas.

'Después del discurso del General del Canto, continúa una lluvia de brin-dis que de pronto, como lo vamos a ver, se transforma en granizada.. .

El Sargento Mayor don Caupolicán 'Villouta, Ayudante del Ministerio de la Guerra, después de brindar por el héroe de Tacna, pide que, de pie, se beba por uno de los Jefes más ilustres de nuestro Ejército: el Ministro de la Guerra, General José Velásquez.

En el acto se escuchan murmullos de desaprobación y hasta silbidos. Villouta, ardido en cólera, grita a voz en cuello: —"¡Los que protestan y se esconden, son unos cobardes!" A esta frase responde el Mayor Roberto Silva Renard: —"Yo no me pongo de pie ni bebo por el Ministro". Villouta, que ocupa una silla cercana a la de Silva Renard, la echa atrás

y se lanza en contra del Mayor con ánimo de golpearlo. Al instante, los ánimos, caldeados ya, estallan como barril de pólvora.

Veinte voces se oyen al unísono: "]Las espadas... , las espadas...!" Por felicidad, Del Canto, buen conocedor de las uvas de su majuelo, había

ordenado al maitre del restaurante que guardara las espadas a buen recaudo hasta que él ordenara entregarlas. De manera que cuando los jefes y oficiales corren en¡ busca de sus aceros, se encuentran con una pieza vacía. . .

"A falta de espadas, bastos", dice el proverbio, y en pocos minutos aquellos hombres enardecidos se dan de bofetones, de silletazos y palos con los basto-nes disponibles, en forma que el banquete se convierte antes de mucho en un verdadero campo de Agramante.

Arduo trabajo le cuesta al General Del Canto imponer su autoridad en esa

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b a t a h o l a enfurecida; y cuando al fin logra hacerlo, es para entablar las con-d i c i o n e s de un duelo entre los Mayores Villouta y Silva Renard3.

C0n estos incidentes, el banquete se da por terminado. Pero un hecho t r e m e n d o ha quedado en pie, en forma tristemente reveladora: el Ejército no tiene ya la sólida disciplina de 1879; el ascendiente del Ejecutivo ha vuel-to a perder el prestigio que consiguiera en la Era portaliana; los soldados p i e n s a n otra vez que pueden deliberar. A ú n más, la misma jerarquía del Ejército se ha roto.

C u a n d o Silva Renard conversa con las personas a quienes solicita que i n t e r v e n g a n e n la concertación d e su duelo, como padrinos —el Mayor Urru-t¡a y don Ernesto ¡Bianchi Tupper—, un Subteniente, en completo estado de e b r i e d a d , se acerca a él y le dice:

_ " T ú eres un cobarde; el único valiente de la familia fue tu hermano Carlos"4.

Silva Renard, preocupado de su lance, se contenta con darle un fuerte e m p u j ó n , que arroja al atrevido a tres o cuatro metros de distancia. Pero c u a n d o éste vuelve en sí del aturdimiento que le produce la caída, repite su improperio. Así, dos o tres veces, hasta que se queda roncando, no se sabe si a causa de la borrachera o de la conmoción cerebral . . .

Al salir del "banquete", Bianchi se dirige al Club de Septiembre, situado en Estado esquina de Huérfanos, en un segundo piso, precisamente donde hoy está la tienda Oberpaur5. Allí funciona la directiva de los antibalma-cedistas.

Es presidente de dicha institución, el Senador don José Besa. En el minuto que llega Bianchi está reunido el Directorio, al cual el joven cronista le hace una reseña de los sucesos que acaban de ocurrir. Después de oírlos, Besa tiene un gesto de suprema confianza, y exclama:

—"¡Ya están contados los días de Balmacedal Es absolutamente imposible que pueda disolver el Congreso. Sólo nos faltaba saber a ciencia cierta si había división en el Ejército.

Ya lo sabemos"0.

*

Levantamiento de la Escuadra

En vista del proceso que siguen los acontecimientos —nos informa el señor Alessandri—, la Comisión Conservadora, en donde predominan los coligados, decide reunirse. En el acuerdo se especifica que pueden concurrir con dere-cho a voz todos los Senadores y Diputados en ejercicio. De este modo, ese organismo —representante del Parlamento— se convierte en un Congreso Pleno en donde se agitan los ánimos con amenazadores e injuriosos discursos en contra del Ejecutivo.

3Este lance no se pudo llevar a cabo pues la policía allanó las casas de los duelistas, deteniéndolos y trasladándolos a distintas guarniciones. Posteriormente, ambos con-tendores militaron en una misma tienda, la que enarboló pabellón en contra de Bal-maceda.

'El Comandante don Carlos Silva Re-nard, que murió como un héroe en la ba-talla de Chorrillos. Antes había sido heri-do en la batalla de Tarapacá.

5Esa casa comercial ha desaparecido también.

"Los hechos que se refieren en este capí-tulo nos fueron suministrados verbalmente por el ex Ministro de la Corte de Apelacio-nes de Santiago, D. Ernesto Bianchi Tupper en una entrevista que con este objeto le so-licitamos y que se llevó a efecto en la casa habitación del Sr. Bianchi, el 12 de mayo de 1943.

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Por dos veces, la Comisión Conservadora pide a S. E. la convocatoria del Congreso, petición que Balmaceda no acoge.

Con estos entrechoques, la tormenta crece y crece. Después de cada sesión de las Cámaras, las galerías y tribunas repletas se desbordan por calles y pia. zas, llevando en su espíritu el odio provocado por los representantes del pUe. blo. Hasta altas horas de la noche, se improvisan mítines y ocurren tumultos Todo esto, en medio de agresiones a la policía y a las fuerzas del Ejercito que acuden a resguardar el orden.

Los principales focos de subversión, naturalmente, son los Clubs políticos "Todos nos creíamos obligados a concurrir a ellos como si se tratara del cum-plimiento de un deber" nos sigue informando el señor Alessandri. "Los prin-cipales mítines, sin obtener autorización o permiso de la autoridad, como lo mandaba la ordenanza, verificábanse en la Plaza de Armas. Adquirió cele-bridad en la represión un jefe de caballería, llamado Tristón Stephan, el cual tenía encargo de silenciar a los oradores y que apenas divisaba un gru-po, lanzaba contra él su tropa, sin consideración a nada ni a nadie, atrepe-llando y machucando inhumanamente a quienes encontrara en su camino".

"La tropa, a la zaga de los que iban en busca de refugio para librarse de las patas de los caballos o de los sables de los jinetes, no se detenía ni siquie-ra ante los portales, colándose por ellos, especialmente por el Portal Fernán-dez Concha, volcando los canastos y los pequeños mostradores de las ventas que allí había".

"En cierta oportunidad, acosado por un guardián que me perseguía sable en mano, no encontré mejor recurso que tirarme dentro de un canasto gran-de y bastante hondo de unas pobres floristas. El canasto rodó por el suelo al impulso de los golpes que le daba el caballo con sus patas. Las contusio-nes que recibí no fueron pocas; pero me consideré feliz de no resultar, como muchos otros, con las terribles heridas que ocasiona el filo de los sables".

Estas contiendas, lejos de desanimar a la juventud, la enardecen. Al día siguiente, vuelven con más ímpetu, apercibidos con piedras y aun con armas de fuego, por lo que las víctimas de ambos bandos se suman unas detrás de otras, ya por tiros de revólver, ya por la resbalada de un caballo en el pavi-mento o por alguna pedrada que dio en el blanco con certera puntería.

Sigue Alessandri: "En el mes de diciembre de 1890, Balmaceda se dirige al Sur a inaugurar

el Viaducto del Malleco, obra de gran envergadura que ha sido dirigida por el ingeniero Aurelio Lastarria, y que es un tramo importantísimo del Fe-rrocarril al Sur. El Presidente aprovecha esta oportunidad para pronunciar en Malleco, Victoria, Chillan y otras ciudades enfiladas en el camino que lleva, quizá los mejores discursos de su vida de gobernante. Con palabras húmedas de emoción, recuerda don José Manuel a esos diligentes provin-cianos la obra infatigable de adelanto material que el país le debe; sus sa-crificios y desvelos por servir a la ciudadanía, sus amarguras y decepciones por atender a la República entera, de Norte a Sur, como el hogar de una gran familia, a la cual se debe por completo. Este esfuerzo suyo —expone-ha sido interpretado con malicia y nutrido por el odio más negro; habrían querido sus enemigos que él sirviera sólo ambiciones particulares, de círcu-lo, a un grupo de familias privilegiadas, y que creyese que Santiago era to-da la Nación. Su resistencia a esas imposiciones, habíale sido funesta y hoy día el país estaba al borde de una catástrofe por la perfidia y maldad de un grupo de instigadores, que trabajaban en su contra y al servicio y amparo de los más inconfesados intereses.

"Los provincianos oyen esas palabras con íntima reflexión. Mientras el Presidente habla comparan y pesan la calidad de sus argumentos y afirma-

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Jones. Y el rápido juicio aprobatorio no tarda en pronunciarse con ardoro-so entusiasmo a su favor.

"En ese mismo mes, en los últimos días del año inaugura también la pri-mera piedra del dique seco de Talcahuano y de las fortificaciones de aquel ouerto militar. A pesar de los rumores y amenazas que se oyen sobre la situa-c ión de la Marina, que se dice que aprovecharía el viaje de S. E. para apri-s i o n a r l o , él insiste en efectuar la ceremonia a bordo del blindado "Co-chrane".

En (Valparaíso, al embarcarse, y después en Talcahuano y Concepción, el júbilo de las multitudes lo envuelve.

El Presidente efectúa el regreso por tierra. Arriba a Santiago en una tar-de calurosa. Un cielo de plomo gravita sobre la ciudad mapochina con el peso de la canícula. La oposición ha movilizado a su gente, que anda pro-vista de silbatos y petardos, para hacerle una contramanifestación antes de que el Primer Mandatario llegue a la Moneda. "Como si fuera hoy —nos di-ce el señor Alessandri— recuerdo que a la altura de las calles San Martín y Amunátegui venía el coche presidencial por la calzada Sur de la Alameda, cuando estalló una tempestad de pitazos ensordecedores, seguida de un chi-vateo infernal de insultos e injurias contra el Presidente. Balmaceda pali-deció; no pudo disimular la honda impresión que debió ocasionarle aque-lla actitud tan contraria a la observada en las ciudades de su trayecto. El Coronel Campo, llamado por su estatura y corpulencia "el buitrón Campo", Edecán de Su Excelencia, que venía en uno de los coches de la comitiva, sal-tó precipitadamente, desenvainó el sable y, en forma provocativa blandién-dolo con fuerza, se dirigió contra la multitud, increpándola. Campo era hombre muy fornido; ahora bien a poca distancia del sitio en que yo me encontraba, presenciaban la hostil manifestación, con ojos complacidos Ju-lio Zegers y Ladislao Errázuriz Echaurren. Al ver la actitud del "buitrón", Errázuriz, con asombrosa rapidez, le salió al encuentro y le lanzó una bofe-tada formidable en el mentón, que dio por efecto la caída de Campo, cuan largo era. El quepis voló por el aire, rodando el sable por un lado, mientras el Edecán, en el suelo, sólo daba por señales de vida una respiración anhelo-sa que le hinchaba y deprimía el pecho, con los movimientos de un fuelle.

"La gente que presenció el espectáculo, hizo ademán de irse sobre los co-ches de la comitiva presidencial. La escolta de Cazadores, a la voz de orden del oficial que los mandaba, hizo irrupción violenta sobre la multitud, dis-persándola a caballazos, circunstancias que Ladislao Errázuriz aprovechó para ocultarse en una de las casas del frente, sin que se le viera circular pol-las calles hasta después de la batalla de Placilla.

"Como en el Portal Fernández Concha me libré de los subordinados de Tristán Stephan en un canasto de las floristas, en esta oportunidad, me sir-vió un banco de la Alameda, salvándome debajo de él de los pisotones de los caballos y de los sables.

"Fue este un nuevo incidente que enardeció aún más, si cabe, los espíritus. Recrudecieron las manifestaciones de protesta; y también las cargas de caba-llería o policía montada, en las que cada vez resultaban heridos y contusos los que se transformaban, simbólicamente, en banderas de agitación revolu-cionaria".

El 19 de enero de 1891, Balmaceda se dirige al país dándole a conocer las terribles dificultades a que lo tiene abocado la oposición, y mostrando con diestra acusadora el caos donde desean precipitarlo. Las últimas palabras de ese documento son de una severidad espartana, de una elocuencia im-presionante. Dice:

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"Se ha incitado al Ejército y a la Armada a la desobediencia y a la revuelta. ¡Empeño vano! El Ejército y la Armada tienen glorias imperecederas conquistadas en la guerra y en la n a . Saben que soy su jefe constitucional, que por el artículo 148 de la Constitución, son fuerzas esencialmente obedientes, que no pueden deliberar, y que han sido y continuarán siendo para honra de Chile y reposo de nuestra sociedad, la piedra fundamental sobre la cual des cansa la paz pública.

"En pocos meses más habré dejado el mando de la República. "No hay en el ocaso de la vida política, ni en la hora postrera del Gobierno de un hombre

de bien, las ambiciones, ni las exaltaciones que pueden conducir a la dictadura. "Se puede emprender la dictadura para subir al poder, pero no está en la lógica de la

política, ni en las naturalezas de las cosas, que un hombre que ha vivido un cuarto de sigl0 en las contiendas regulares de la vida pública, emprenda la dictadura para dejar el poder.

"No tengo ya honores que esperar, ni ambiciones que satisfacer. Pero tengo que cumpl¡r compromisos sagrados para con mi patria, y para con el Partido Liberal que me elevó al mando y que hace el gobierno en conformidad a la doctrina liberal, sin alianzas ni abdicacio-nes, sin afectación y sin desfallecimientos.

"La hora es solemne. "En ella cumpliremos nuestro deber."

Durante meses, los enemigos políticos de Su Excelencia realizan, toda clase de maniobras y ponen en práctica las más sutiles argucias para que el Presidente viole la Constitución, sin conseguir que el cercado Mandatario caiga en el lazo. A'hora, conscientemente, Balmaceda se acerca donde sus ad-versarios querían conducirlo. - Se sabe que muchos marinos y militares han hecho profesión de fe en or-den a no considerarse ligados por deberes de obediencia al Presidente de la República, para el evento de que éste se colocara al margen de la Cons-titución. Ahora es el caso, de exigirles el cumplimiento de su palabra. Es-tas gestiones de los coaligados, para producir la revuelta, intensifícanse con éxito a medida que pasan las horas.

Pero —nos informa don Arturo— ocurre entonces un fenómeno curioso: los tumultos y desórdenes que antes se producían en todo momento en las diversas plazas de la ciudad, después del Manifiesto de Balmaceda desapa-recen completamente. Al bullicio casi ininterrumpido sucede una "calma chi-cha", la calma precursora de la tormenta que se aproxima. Muchos creen que Balmaceda ha terminado por imponerse y que de seguro tomará medidas drásticas para mantener el orden. En resumen: que ha ganado la partida.

Así también lo cree el joven universitario Alessandri Palma. "Sobre tal base —continúa informándonos— me dirigí el 6 de enero a Viña del Mar, a buscar un hotel o pensión donde pasar las vacaciones. El Consejo de Ins-trucción Pública habíame nombrado examinador para recibir las pruebas de Historia en los colegios particulares que tuvieran programas de enseñanza secundaria válida ante el Estado. Eran mis compañeros Alejandro Fuenza-lida Grandón y Julio Montebruno López. El nombramiento me lo había obtenido el entonces Rector de la Universidad, don José Joaquín Aguirre, que era médico de mi padre y me distinguía con su especial amistad, por sa-berme estudioso y serio. Nos pagaban $ 3 por hora de examen; remuneración que al fin de cuentas hacía una suma total de $ 600 ó $ 700 los que bastaban para costearse un descanso de fines de año en condiciones modestas. Mi pa-dre era quien más me estimulaba para que tomara ese necesario reposo.

"Encontrándome, como le decía, en Viña del Mar, entré a almorzar al comedor del "Grand Hotel", el mejor que existía en aquel balneario por la época a que me refiero. Noté que en una mesa, a la entrada, almorzaba don Ramón Barros Luco, a quien conocía sólo de vista. El comedor era muy amplio; en el otro extremo almorzaba también mi tío político, don Waldo Silva, marido de mi tía Irene Palma Guzmán, la mayor de las hermanas de

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: madre. Cuando don Waldo me divisó me hizo señas para que me acer-10

m e pidió informes sobre la salud de mi padre y los demás miembros He mi familia, y luego me interrogó por la razón de mi presencia allí. Satis-f cho de lo que yo le dijera, me invitó a almorzar, pero yo me excusé pues

sentía cohibido ante esas personas de mucha mayor edad que la mía, u e s yo era apenas un mozuelo. Oon Waldo encontrábase perfectamente se-

r e n o , por 1° que no pude ni imaginar siquiera que estaba próximo a ser el otagonista u n a t r a gedia inminente.

"P'or el expreso de la noche volví a mi casa, le conté a mi padre el encuen-tro con don Waldo y le transmití los saludos que le había mandado. Mi pa-dre c a m b i ó una mirada de inteligencia con mi hermano José Pedro —que es t aba de novio con la hi ja de don Eulogio Altamirano— y supuse después, a u n c u a n d o no le pregunté, que mi padre debía presumir algo del viaje de don Waldo a Viña, informado tal vez por mi hermano mayor. José Pedro era un hijo ejemplar, un joven modelo. Yo también quería y respetaba a mi padre en forma entrañable; admiraba en él su devoción por el deber, su p e r m a n e n t e interés por nuestra educación y bienestar; además me imponía su v e r d a d e r o talento, sus vastísimas lecturas; pero como yo era muy joven, él g u a r d a b a , naturalmente, mucho más reservas conmigo que con José Pe-dro, c u a n d o se trataba de algo grave que por falta de tino juvenil pudiera divulgarse."

El 7 de enero, a mediodía, se sabe en Santiago que la Escuadra, al. mando de don Jorge Montt, se ha sublevado y que sólo reconoce la autoridad del Congreso. "La flota —coméntase— se ha puesto a las órdenes de don Waldo Silva, Vicepresidente de la Cámara Alta y de don Ramón Barros Luco, Presidente de la de Diputados." Ambos caballeros se embarcaron la misma n o c h e d e l día 6 en que Arturo Alessandri los encontrara almorzando tran-quilos en el comedor del Grand Hotel de Viña del Mar.

"En Santiago se cree que el Ejército seguirá a la 'Armada y que pronto será un hecho la renuncia o deposición de Balmaceda.

Sin embargo, Su Excelencia, no opina de la misma manera. En la tarde del día en que se subleva la Escuadra, empieza un larguísimo desfile de altos jefes del Ejército, por la Sala presidencial. Desde enfrente de la Moneda, Arturo se entretiene en verlos entrar y salir, todos de gran parada, mohinos unos, con cara de satisfechos y contentos los más. De ahí sale el rumor de que Balmaceda ha obtenido bajo juramento la promesa de adhesión de to-dos los militares que hablaron con él en esos momentos azarosos.

Mientras tanto, la Escuadra evoluciona en la bahía de Valparaíso, ha-ciendo despliegue de fuerza en formación cerrada, como si esperara algo - t a l vez el pronunciamiento del Ejército— que no se produce. Para no per-der el tiempo, recoge y embarca a toda la gente que quiere hacerlo.

Después de dos o tres días de permanencia en el puerto, se despachan al-gunos buques al norte y otros al sur, con fines de propaganda y para buscar personal técnico y elementos. Queda vigilando la bahía el "Blanco Enca-lada" . . .

Una mañana uno de los fuertes cercanos le dispara de improviso a este blindado un cañonazo de alto calibre, que entra por la popa, atraviesa el buque de banda a banda y sale por la proa, sin destruirle parte vital alguna. El proyectil pasa por la cámara donde duerme don Waldo y lo derriba al suelo, con grave peligro de su vida.

El disparo no es contestado, pero seguros los de a bordo que ya nada deben esperar, levan anclas con rapidez y hacen rumbo al norte, desde donde resuelven enfrentar las nuevas circunstancias.

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iDe este modo empieza la guerra civil más dura y sangrienta que hasta aquel entonces haya habido en Sudamérica; una guerra que cuesta al pa í s

cien millones de pesos y diez mil vidas de útiles ciudadanos.

En las filas de la Oposición

Al producirse la contienda cívica de 1890, precursora de la Guerra fratricida Arturo Alessandri Palma cursa cuarto año de Leyes. Entre sus profesores además de don Valentín Letelier, figuran don Miguel Luis Amunátegui y don Abraham Kónig, fervorosos partidarios de la causa del Congreso y de la libertad electoral, reclamada sobre la base de ministerios que cuenten con la confianza de aquel organismo. Estos profesores, muy queridos y res-petados,

ejercen, aun sin procurarlo, influencia indiscutible en las ideas de los universitarios. Súmase a esto la campaña violenta, en el mismo sentido de los maestros liberales, que realizan los periódicos de mayor importancia y circulación".

Como la mayoría de sus compañeros, Arturo Alessandri reconoce cuar-tel, enrolándose en las filas de los partidarios del Congreso. Una atracción irresistible lo empuja hacia allá. La juventud fanatizada por los bellos idea-les de la libertad civil en peligro', es envuelta por el vehemente deseo de defenderla. Los periódicos opositores no pierden, pues, oportunidad de soplar en esa hoguera que se les ofrece espontánea, "¡infames, entre muchos otros —decía El Independiente, en algunas de estas incitaciones— son los jóvenes que no se encienden con el santo calor de la ira, en el momento en que unos cuantos mandones despreciables oprimen al país que los vio nacer y marcan su frente con baldón ele aprobio". Estas imprecaciones abrasan la rebelde fantasía de los universitarios. Ningún joven consiente en quedarse rezagado en el Ejército "de los infames y cobardes", a quienes el país dis-tingue por el "oprobio" con que llevan marcada la frente.

La prensa gobiernista en la cual figuran "Los Debates" y "La Tribuna" (reemplazada más tarde por "La Nación" en Santiago, y "El Comercio", en Valparaíso) aun cuando cuenta entre sus colaboradores con las vigorosas plumas de Julio Bañados Espinoza y Anselmo iBlanlot Holley, es impotente para contener la inmensa brecha que hace en la conciencia colectiva la plé-yade de intelectuales defensores de la causa del Parlamento.

Desde hace algún tiempo Arturo Alessandri Palma es, como ya lo dijimos, empleado de la iBiblioteca del Congreso Nacional. El parlamentario encar-gado de la supervigilancia de ella, es don Pedro Montt, vehemente defensor de la causa del Legislativo. Don Pedro acostumbra ir con mucha frecuencia a la oficina de Arturo, a cambiar ideas sobre las ocurrencias del día; muchos son también los parlamentarios que se reúnen allí a charlar con don Pedro y el joven bibliotecario. A lo dicho, agréguese que don Waldo Silva, uno de los jefes de la revolución, es tío político del joven y se comprenderá el deseo de los diputados por "tirarle la lengua" con la esperanza de saber algún secreto importante.

iLa casa de Arturo es, también, un foco revolucionario con grandes afini-dades del mismo cariz. José Pedro, está de novio con la hija de don Eulogio Altamirano; y su progenitor abraza con entusiasmo la doctrina antibalma-cedista. En resumen, toda su familia es contraria al régimen presidencial; habríase considerado un réprobo o una oveja negra, al que hubiera pensado de manera distinta. Es éste, también, el criterio imperante en el círculo de sus relaciones.

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£1 estado de ánimo de la familia Alessandri, a que acabamos de referir-nos, es el de casi todas las familias de la oposición. La fuerza del odio es t a n t a , que se juzga mal a quien se atreva a saludar o estrechar la mano de ¡0s partidarios de Balmaceda. "Viejas amistades se cortan de súbito por esta d i v e r s i d a d de opiniones políticas. Hogares tradicionalmente unidos, inte-r r u m p e n sus relaciones y se separan para siempre. Doña Magdalena Vicuña de Subercaseaux, l inajuda dama, madre del banquero don Francisco; del a r t i s t a , pintor y diplomático, don Ramón, y de don Antonio —yerno que fue del Presidente don José Joaquín Pérez— dirige una carta de pésame a don IVÍacario Ossa, a raíz del asesinato de su hijo Isidro, documento que se con-vie r t e en un anatema de fuego contra los parientes suyos que comulgan con la c a u s a de Balmaceda. Esta respetable señora era nada menos que suegra de don Claudio Vicuña, ¡Ministro del Interior, cuando ocurre la muerte de Isidro Ossa, y candidato oficial a la Presidencia de la República, más tarde. Doña Magdalena, con palabras de vigorosa condenación, alude a la circuns-t a n c i a desgraciada que, sin culpa de su parte, hayan personas que llevan su s a n g r e "y anden mezcladas en tan mala causa". Palabras que nunca le serán p e r d o n a d a s por las personas a quienes las dirige. Doña Lucía Subercaseaux, esposa de don Claudio Vicuña, es hermana de doña Emiliana, casada con don Melchor Concha y Toro, corifeo de la revolución; pues bien, por esta misma causa, la amargura y encono de estas dos familias patricias se mantie-ne también en forma definitiva, hasta más allá de la tumba.

"Así como se rompe la unidad del patriciado oligárquico, se divide tam-bién el país en dos bandos irreconciliables.

"El estallido de la revolución el 7 de enero de 1891, agrava esta situación y hace que el ambienté se torne aun más pesado y desagradable."

Se comprende, entonces, que un joven de la edad de Alessandri Palma no pueda sustraerse al contagio mental de ese ambiente subversivo que por to-das partes lo envuelve; y sucede, por cierto, la que ya aparecía extraordinario que no ocurriera: que el mozuelo abraza la causa de la revolución, con profunda fe, convencido de que se debe librar, cueste lo que cueste, una cruzada santa en pro de la libertad electoral de Chile.

"Durante el segundo semestre 1890 —nos dice Alessandri— después de la caída del Ministerio Prats, yo era uno de los más asiduos asistentes a las gale-rías de la Comisión Conservadora, a los mítines populares, a las asonadas que se verificaban todas las tardes y noches en la Plaza de Armas, para voci-ferar contra el Gobierno y provocar ruidosos incidentes de hecho contra la policía o fuerzas del Ejército.

"A diario asistía a las reuniones políticas en su centro principal, que era el Club de Septiembre, en donde se estimulaba y crecía nuestro entusiasmo por la causa. Fue allí donde nos conjuramos para concurrir a la llamada batalla de los pitos, cuando regresó del Sur el Presidente Balmaceda y ocu-rrió el incidente del Coronel Campo con Ladislao Errázuriz Echaurren.

"Al estallar la revolución, la ciudad cambió de aspecto; no eran ya posibles las reuniones públicas ni se permitía que circularan los diarios de oposición, cuyas imprentas fueron clausuradas junto con los clubes políticos y sociales contrarios al Gobierno. El bullicioso tropel de los días anteriores al 7 de enero, se transformó en un silencio de cementerio, turbado sólo por las pa-trullas que transitaban por las calles en resguardo del orden, y por los pelo-tones de esbirros policiales que entraban y salían de las casas particulares en busca de los prosélitos de la revolución. Las cárceles ya no tenían cabida pa-ra tanta gente.

"El ambiente, tranquilo en apariencia, era como una inmensa caldera de presión, lista para estallar en el momento menos pensado. Cada cual busca-

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ba su puesto en la acción. Muchos encontraron el medio de dirigirse al norte para sentar plaza en el Ejército revolucionario que allá se formaba. Tuve también ese propósito. Di algunos pasos en busca de quienes pudieran ayu. darme; pero 'fui sorprendido en mis intenciones por mi padre, que desde hacía tiempo estaba gravemente enfermo. 'Presa de grande emoción, mi pr0 . genitor me llamó para pedirme que le jurara no ausentarme de su lado y que no le amargara con mi separación los últimos y quizá pocos días de vida que le quedaban.

"Vacilé mucho ante aquel pedido tan contrario a los impulsos que y0

sentía bullir en mi espíritu. El inmenso respeto que me inspiraba mi padre, la afección y cariño profundos que sentía por él, triunfaron al fin, y l 0

tranquilicé formulándole la promesa que me exigía. No tuve valor bastante para sumar un golpe más a su ánimo contrito, agobiado como estaba por un cúmulo de sufrimientos físicos y, sobre todo, por la angustia moral de verse inerme ante las sorpresas del Destino —¡él, que había sido tan activo y enérgico!—, precisamente cuando se jugaba la suerte del país, l a

suya propia y la de toda su familia. "No faltaron quienes me formularan cargos por no haberme enrolado en

el ejército revolucionario, como lo hicieron en aquel entonces muchos otros jóvenes. A. esos les respondí que mi actitud había sido determinada por la pugna entre dos deberes. Triunfaron el respeto y el cariño por el padre ejemplar. Mi conciencia me dice hoy que obré bien.

"Fracasado mi propósito de enrolarme en el ejército opositor, encontré el medio de servir a su causa poniéndome a las órdenes de Arturo Undurraga, que estaba en estrecho contacto con don Carlos Walker Martínez.

"Undurraga-cuya vida se había puesto a precio, era un enérgico y palien-te miembro de la Junta Revolucionaria Secreta que actuaba en Santiago. El me comisionó para que formara, bajo mis órdenes, un grupo de diez hom-bres resueltos, a quienes se les proporcionaría rifles y municiones, destinán-doseles a actuar tan pronto como recibieran instrucciones para hacerlo. Reci-bí de manos de Undurraga 10 rifles con su respectiva dotación de municio-nes. Me los entregó en su casa, ubicada en Alameda esquina de la calle del Carmen; de allí, valiéndome de no pocos subterfugios y precauciones para no caer en manos de la policía, los transporté, uno a uno, a cierta casa de la calle Catedral, en donde se mantuvieron hasta el fin de la revolución. Supe después que el organismo a que yo pertenecía, extendido por todos los ba-rrios de la capital, en forma de decurias, contaba con más de 2.500 hombres listos para actuar. De un momento a otro, creíase que nuestros servicios se-rían solicitados para apoyar movimientos de alguna de las unidades milita-res de la guarnición, que nunca —hay que decirlo—, ocurrieron.

"Como la decuria no me demandaba mucho tiempo y yo quería gastar mis ansias revolucionarias con mayor energía, me convertí en distribuidor de pe-riódicos clandestinos, destinados a mantener la fe en los prosélitos estimulán-dolos con las gratas noticias de los avances que hacían las armas revolucio-narias en el norte del país.

"Esta tarea presentaba grandes peligros. "No pocos sorprendidos en ella, fueron conducidos a la Sección de Inves-

tigaciones para recibir una buena ración de azotes a calzón quitado y en parte poco noble. Al inmenso vejamen acompañábase el dolor físico de que venía acompañado, dolor que, para algunos, fue causa de perturbaciones mentales incurables.

"Un día que repartía "La Revolución" en la Plaza de Armas, resbalé un número de aquel periódico vibrante y lleno de noticias, nada menos que en el bolsillo de un agente de policía el cual llamando en su ayuda a dos más,

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me ató fuertemente las manos con una correa; y por el medio de la calle me llevaron de a pie a San -Pablo, como usaban hacerlo con los rateros de míni-ma cuantía.

"Fui severamente interrogado en el cuarto de guardia por un esbirro muy severo y mal agestado. Con preguntas capciosas y amenazas, quería a toda costa obtener mi confesión relativa a la procedencia de los ejemplares que ine encontraron bajo el chaleco. Yo había recibido el paquete en casa de mi tía Irene; ignoraba la procedencia y, aunque la hubiere sabido, me habría dejado matar antes de revelarla.

"Aburrido el esbirro ante mi negativa, con voz estentórea, gritó: "Al cala-bozo con este bellaco . . . En la noche cantará." Comprendí lo que significaba esa frase, era candidato para una azotaina de las que a diario se propinaban al atardecer. Mi angustia y mi temor fueron grandes. Me encerraron en un ca labozo inmundo, fétido. Al poco rato los insectos que allí abundaban em-p e z a r o n a cosecharme en diversos puntos del cuerpo, sumando a mi congoja moral el malestar físico que aquello me producía. Corrían eternas las horas. Había entrado en el calabozo, sin almorzar, a la una y media del día, y ya entrada la noche sentíame físicamente agotado.

"Como a las nueve, oí pasos y gente que hablaba en voz alta y con energía en la puerta del calabozo. Creí que era llegada mi hora fatal y ansié la muerte como una liberación. Se abrió la puerta del calabozo y, a la luz de una linterna que llevaba un carcelero, me encontré frente a frente del Mi-nistro de Justicia, Julio 'Bañados Espinoza, que, noticiado por mi hermano José Pedro, se presentaba allí para salvarme de lo que se me esperaba. Don Julio me había examinado reiteradas veces en diversos ramos de humanida-des; siempre que me encontraba por la calle, aun durante la tormenta revo-lucionaria, se entretenía conversando conmigo, discutiendo con calor sobre doctrinas y principios. Era muy jovial, y comprensivo. Al saber lo que ocu-rría quiso salvarme de la situación horrorosa que se me esperaba. Luego que entró al calabozo, me tomó de una oreja y me sacó así de la mazmorra, si-mulando en seguida que me daba un puntapié e n . . . salva sea la parte. Después, en su propio coche me llevó hasta la puerta de mi casa, en donde mis padres me esperaban desplomados de angustia y zozobra.

"Don Julio me exhortó para que no volviera a reincidir y que, siendo yo un "mocoso", como él me dijo, no me mezclara en cosa tan grave y seria como era la revolución.

"Esa misma noche, por una causa igual a la mía, fue horriblemente flage-lado Alvaro Lamas, que hasta muchos años más tarde no pudo recuperar el pleno uso de sus facultades mentales debido al martirio de que fue víctima.

"La acción de Julio Bañados para conmigo no ha muerto en mi gratitud y en mi recuerdo. En 1897, cuando fuimos compañeros, en el Congreso, Diputado él por Ovalle y yo por Curicó, le exterioricé mi afecto y reconoci-miento, pagándole su noble acción con mi apoyo decidido cuando fue Mi-nistro en tiempos del Presidente don Federico Errázuriz Echaurren . . .

"¡Veleidades del Destino! ¡Julio Bañados Espinoza, aliado y servidor de confianza de Errázuriz Echaurren! Porque no hay que olvidar que Errázuriz fue Ministro de la Guerra del Gabinete Prats, que es el que preparó con más esfuerzo y eficacia el ambiente propicio al estallido revolucionario contra Balmaceda. ¡Cuántas extrañas lecciones y enseñanzas nos da la vida polí-tica!"

En estas y otras oportunidades se puede ver la influencia amable y frater-nalmente controladora que José Pedro ejerce sobre su hermano menor. En la que acabamos de referir, por boca de su propio protagonista, no hay duda

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que le salva la vida; en otras, lo ayudará con sus consejos a salvar los gran-des obstáculos con que el destino pondrá a prueba la calidad y la consisten-cia de su carácter.

*

"La Justicia"

José Pedro tiene para su hermano Arturo, excepcionales condiciones de deli-cadeza. Es un amigo fidelísimo que nunca da margen a un reproche ni aun en horas trágicas, como éstas que ahora corren y que ya, sin espanto, han visto cómo se liquida la unidad de familias semiseculares y rompen viejas, nobles amistades.

Pues bien, el temple fraternal de José 'Pedro es puesto a prueba una vez más por el hermano impulsivo e incorregible, de cuyo afecto, sin embargo, no quiere ni puede prescindir. Porque, a pesar del temor pasado y no obstan-te la gratitud-nacida en el espíritu de Arturo a favor de don Julio Bañados Espinoza, la fuerza de la pasión revolucionaria y la creencia de que al ser-virla prestaba al país un concurso efectivo, hace pronto que el joven se em-peñe en nuevas actividades, más peligrosas aún que la de repartir periódicos subversivos.

Un día llega en busca de Arturo un hombre modesto que se hace anunciar como portador de un recado urgente. La mucama no sabe darle mayores datos cuando Alessandri la interroga sobre el particular. Intrigado el joven, va en el acto a imponerse de qué se trata.

En una pequeña antesala, aguarda de pie un hombre de regular estatura, rubio, muy blanco, ligeramente rechoncho y de vestuario limpio aunque bastante usado. Cuando entra el joven, avanza hacia él y lo saluda con cari-ño, pues se conoce con Arturo desde hace tiempo, como que es un cercano pariente suyo por parte de madre. Llámase Camilo Guzmán, es de oficio sas-tre y tiene su taller en la calle Serrano.

Después de algunas frases preliminares y de comunicarle el motivo de su visita (un asunto de mínima importancia) Guzmán le alarga a su amigo una hoja impresa en pésimo papel y muy arrugada. Arturo observa esta especie de "volante" con verdadera curiosidad. Lleva por nombre "La Justicia" y está íntegramente dedicado a desprestigiar el Gobierno de Balmaceda.

No es lectura para demorarse mucho en ella, y en breves minutos Ales-sandri se la despacha de un tirón.

Es por esta coincidencia de afectos, que Alessandri sabe de la existencia del pequeño grupo de complotadores que integra Guzmán. En el acto Artu-ro se ofrece para secundarlos. Pero luego, súbitamente, piensa que Camilo no vino a verlo sólo con ese fin . . .

Guzmán no es lerdo y en los ojos de Arturo ve la chispa de duda, que en esos instantes ha debido saltar de una célula a otra en los misterios de la substancia gris.

—Yo vine a verlo —dice el visitante, contestando en voz alta a la pregunta inaudible— confiado en la relación de familia que tengo con Ud., y un con-sejo suyo de antemano lo supuse más desinteresado que cualquier otro.

En efecto, Guzmán era hijo de un tío de doña Susana, del cual, por su independencia y rebeldía, se tuvo siempre pocas noticias.

La voz sincera de Guzmán lo impresiona bien y satisfecho en la c o n s u l t a que le hiciera, no titubea, en seguida, en mantener su oferta de colabora-ción. Desde ese día, Arturo principia a escribir una serie de artículos que son muy bien acogidos por un numeroso público clandestino.

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La tarea que se ha impuesto, le agrada cada vez más y no tarda en nacer en su espíritu el propósito de perfeccionar "'La Justicia" en su forma y f o n d o . Con gran trabajo y pagándolos muy caros, Guzmán y Alessandri b u s c a n nuevos tipos, seleccionan la calidad del papel y adquieren la mejor tinta que pueden. Logran así superar la impresión y agrandar el formato. Esta obra resulta dificilísima pues los materiales hay que pagarlos a precio s u b i d o , sin contar el riesgo que esto significa, pues deben comprarlos a ti-pógrafos y empleados de los diarios gobiernistas, con cuyo secreto y discre-ción no puede contarse.

G u z m á n , afronta sin vacilar esos riesgos y mantiene ocultos en su modesto taller de sastre los elementos necesarios para editar el periódico.

El procedimiento empleado es de lo más primitivo. Arreglada la compo-s ic ión, con una brocha se la entinta de la mejor manera posible, extendién-dose, en seguida, sobre la plancha la correspondiente hoja de papel; pénese-le después un paño felpudo, bastante grueso, al cual el "prensista" golpea e n c i m a con las dos manos. Como esta operación es demorosa y aburrida, los nuevos socios se procuran un pesado rodillo metálico, muy semejante a los usleros que se emplean para amasar; este rodillo lo pasan sobre el paño, c o m p r i m i e n d o así el papel sobre los tipos entintados.

La odisea para conseguirse este rodillo no es para referida; baste con decir que se mandó fundir en un establecimiento fiscal, con gravísimo riesgo y no pocas dificultades. Mas, como el fundidor no podía darse cuenta del objeto que se perseguía con aquel extraño aparato, y las respuestas de Alessandri y Guzmán a sus interrogaciones carecían, naturalmente, de claridad y pre-cisión, todo —gracias a la ignorancia del curioso— sale a pedir de boca.

Con el rodillo, aumenta considerablemente el tiraje de "La Justicia" y mejora, como es el deseo de los "socios", el aspecto del impreso. Ahora se puede leer el panfleto con facilidad y hasta con agrado. Sin embargo, estos adelantos responden a un aumento de eficiencia técnica y ya resulta tarea difícil y actitud imprudente, mantener tal equipo en el taller de Guzmán.

En una caja de herramientas de carpintero, trasladan, pues, la imprenta, con grandes dificultades, a un edificio de propiedad del Ministro de la Corte Suprema, don Máximo Flores, ubicado en la calle del Carmen esquina de Marcoleta; casa que no se halla totalmente edificada y que construye en calidad de arquitecto, Hermenegildo Ceppi, persona muy amiga de Ales-sandri.

Después de algunas semanas, ocurre una nueva mudanza, esta vez a un pe-queño local, situado en la misma calle Marcoleta al llegar a San Isidro, y que da a los pies de la casa habitación del propietario de todo el inmueble, don Pedro Silva, grande y entusiasta partidario de Balmaceda. Al arrendarle ese local a Silva, los "socios" quieren adquirir, con su acto de audacia, una póliza de seguro. ¿Quién podía imaginar que en la propia casa de este ardo-roso partidario de don José Manuel se editara un periódico clandestino de tan violento lenguaje en contra del Gobierno?

"Continuamos nuestra obra —escribe el señor Alessandri— aumentando con mil dificultades y peligros los escasos materiales, con que contábamos, ocultándonos de amigos y enemigos, y luchando con algunas personas que, aprovechándose de las circunstancias, trataban de explotarnos y exigir por todo una doble remuneración.

"Transcurrió algún tiempo en medio de zozobras e inquietudes, en jfiedio de mil aventuras curiosas o ridiculas, que sería largo enumerar, hasta llegar a un momento en que nos fue absolutamente imposible imprimir el periódi-co en su propia imprenta, por encontrarnos perseguidos muy de cerca por los pesquisadores del tirano.

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"Vivamente conmovidos por este fracaso, heridos en nuestros deseos de ir siempre adelante, hubimos de idear medios como burlar a la policia y recu-rrimos entonces donde el señor Carlos Piva, quien en compañía de un señor Visconti, regentaba una imprenta italiana. Fiamos nuestro secreto a su dis-creción confiándolo al honor de aquellos dos caballeros, que nos dieron benévola acogida, prodigándonos atenciones que comprometen nuestra gra-titud y que honran grandemente sus nombres, por tratarse de un asunto pa-ra ellos de suma responsabilidad y lleno de peligros. Más tarde el señor Vis-conti debió sufrir la injusta vejación de ser arrastrado a la cárcel, en donde soportó con noble entereza 27 días de prisión, mientras sufría los perjuicios de la clausura de su imprenta, guardando con valiente y honrosa resignación el secreto de las personas, que involuntariamente comprometieron su tran-quilidad.

La estada en la imprenta italiana, desorientó un tanto a nuestros perse-guidores, que no pudieron sorprender movimiento alguno en el sitio en donde ellos nos buscaban y en donde efectivamente podían habernos encon-trado, circunstancia que nos permitió usar nuevamente nuestra imprenta, trasladándola a otro punto'"1.

La empresa va en aumento. Se contratan los servicios de un cajista italia-no, que trabaja en la imprenta de Piva y Visconti. Llámase el ítalo Juan Castelacci, y su presencia recuerda esas figuras de malandrines de la carreta Thespis, que en la comedia picaresca del siglo XVI entusiasmaban a la mo-vida concurrencia en torno a la farsa de los tablados. Alto, la cabeza romboi-de —caricaturizada aún más por una nariz virgiliana cuya punta se redondea e hincha, al igual de una gota próxima a caer—, enjuto de carnes, pero musculoso y ágil como saltimbanqui, Castelacci no produce, sin embargo, una sensación humorística; todo lo contrario: impone temor, y esto debido a una nube que le cubre el ojo derecho dilatado, glauco, que al moverse y revolverse en la órbita, símil de una bolita de porcelana apenas traslúcida, le da u n aspecto siniestro. Según él mismo cuenta, en su patria ha sido "bravo", revolucionario, garibaldino de fina ley y, por lo mismo, volteriano ciento por ciento, lo que vale decir: anticlerical, antidogmático, anticristiano, an t i todo . . . Enemigo personal de Dios, aborrece, por lógica consecuencia, a su Vicario en la tierra. Cuando le hablan del Papa sufre arcadas, pues su nombre ni siquiera lo soporta en los guisos. Si pide u n biftec a la hora de la cena, lo exige con "patatas" fritas, y cuando por broma se le dice que sólo hay "papas", renuncia a ellas. 'Para contrariar a la iglesia en todos sus pre-ceptos, vive con una muchacha chilena, hi ja de dañado ayuntamiento. La niña es muy bien parecida y bastante más joven que él.

Castelacci ha t rabajado en imprentas del Gobierno y posee muy buenas recomendaciones. El es quien se entiende con don Pedro Silva para arrendar el local de Marcoleta al llegar a San Isidro. Allí se instala a vivir con su compañera, tomando la precaución de guardar los materiales y útiles de "La Justicia" en un entretecho del interior, al que se sube por una escala de mano.

Este cambio de local favorece milagrosamente a los "socios"; pues a los pocos días de retirada la prensa del taller de Camilo Guzmán, llega la policía y tras de hurgar hasta debajo de los tiestos, lo sacan de la cama, donde se encuentra enfermo, y sin consideración a sus años y al mal estado de su sa lud, lo flagelan en forma salvaje, a consecuencia de lo cual muere poco tiempo después.

7Esta información la dio el señor Ales- muerte del Presidente determinó, también, sandri en las columnas de su propio perió- el fin de "La Justicia", dico, a raíi del suicidio de Balmaceda. La

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Lo que desean los esbirros es saber dónde se edita "La Justicia" y quienes son sus virulentos redactores; pero Guzmán prefiere morir, antes que dela-tar. Y lo hace cómo hombre que se sabe un perfecto caballero. Aquel ciuda-dano probo, modesto, soporta con resignación su martirio y da un ejemplo, nara hoy y para siempre, de como debe ser el cumplimiento de los pactos

honor. Comentando los anteriores sucesos, cuyos datos encuéntranse desparrama-

dos en el voluminoso archivo de Alessandri, el ex Presidente de la República nos ha completado estas referencias de sus apuntes, cartas y memorias con la v i v i d a expresión de sus personales recuerdos. Oigámosle:

"Un compañero mío de Universidad, el cojito Villegas, a quien había ayudado muchas veces a preparar sus exámenes, me advirtió un día, con gran sigilo, que tuviera cuidado porque se sospechaba de mis actividades y se me atribuía intervención en la publicidad de un diario clandestino. Tomé naturalmente todas las precauciones del caso, y me abstuve, por si me se-guían, de ir a la calle de Marcoleta, remitiendo los borradores a Castelacci por conducto de su amiga que pasaba como distraídamente por la casa de mis padres, donde yo vivía, Alameda esquina de San Isidro. Aquella mujer-cita delgada, bien parecida y siempre limpia y elegante, no despertaba sospechas.

"Creyendo que el peligro habíase conjurado, por la vida tan al descubierto que me esforcé en llevar, una noche, pasadas ya las once, después de mirar a todos lados para convencerme que nadie me seguía, llegué hasta la casa de Castelacci en calle Marcoleta.

"Hablábamos a media voz en la pieza que daba a la calle, cuando sentimos las pisadas de dos o más caballos que se aproximaban. De un golpe se detu-vieron frente a la casa, y sentimos, con la respiración contenida, cómo se desmontaban los jinetes. Luego golpeaban a la puerta. En menos que canta un gallo el italiano se escurrió en su escondite y tuvo la precaución de subir también la escala de mano para no infundir sospechas ni indicar rumbo.

"Yo me quedé en la pieza con la buenamoza de Castelacci. Entró un oficial de policía, seguido de un sargento; me pidió mi nombre y explica-ciones sobre mi presencia en ese lugar. Le contesté a todo con la mayor genti-leza y desenvoltura, esforzándome por convencerlo que estaba allí con mi querida, y le supliqué no me hiciera víctima de ningún escándalo, pues podría molestar con mi conducta a mi padre gravemente enfermo. Le ofrecí al oficial que me acompañara a mi casa distante apenas dos o tres cuadras para que se convenciera de que le decía la verdad. Mientras tanto, la amiga de Castelacci le hacía toda clase de amabilidades al oficial, acompañán-dolas de mohines y miradas insinuantes, sin descuidar algunas ternuras de hecho para mí, que no me parecían nada mal por aquellos años y que feliz-mente Castelacci no podía ver.

"Entre convencido y dudoso, el oficial, pidió visitar la casa a lo cual se accedió inmediatamente. Se le dijo que la casa era de un gran partidario del Gobierno, antecedente que pareció convencerlo de que allí no podía haber nada malo. Pidiendo excusas por la molestia se retiró el oficial muy sonriente, deseándome feliz noche. Mi compañera lo despidió en la puerta, no sin que sonara el furtivo chasquido de un beso que felizmente Caste-lacci no sintió; pues, de no haber sido así, tal vez se habría concentrado en contra del oficial todo su odio, inclusive el inagotable que experimentaba por Su Santidad el Papa.

"Quedé profundamente preocupado con la escena de aquella noche; y como la prisión del pobre Guzmán continuaba sin que me fuera posible encontrar ninguna forma para comunicarme con él, resolví, nuevamente,

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cambiar el domicilio de "La Justicia". Precaución aconsejada por la pr u . dencia.

"Don Vicente Montero, abuelo de nuestro inteligente y talentoso amigo don Eduardo Moore, tenía una casa muy grande en la calle Arturo ¡Prat esquina del Instituto. A los pies había una casita en donde se instaló Caste-lacci con su amiga, a quien hacía aparecer como su legítima esposa.

"De acuerdo con Arturo y Aníbal Montero Riveros que, como su padre y toda la familia, eran fervorosos revolucionarios, acordamos instalar "La Jus-ticia" y sus dependencias en el techo del salón que, como casa antigua, deja-ba mucho espacio entre el cielo de la pieza y el tejado. Perfectamente se podía allí estar de pie sin topar en el techo. No hubo sino que arreglar el piso para andar sin cuidado y colocar en debida forma los útiles de l a

imprenta. Entre el salón y el comedor había en el costado de la puerta que

los separaba, un hueco que permitía colocar una escalera de cuerda que uti-lizaba Castelacci para subir y bajar de su taller.

"Así, aun cuando hubieran allanado la casa, habría sido muy difícil, casi imposible, descubrir el taller clandestino, cuya puerta de acceso estaba disi-mulada por una comiza que aparentaba ser un simple adorno.

"Felizmente, llegó el fin de la revolución, sin que se les ocurriera sospe-char de aquella casa en donde "La Justicia" llegó nuevamente con grandes precauciones en su caja de carpintero y después de haber recorrido muchos dé los edificios que construía el amigo Hermenegildo Ceppiv.

Si resulta difícil imprimir "La Justicia", no lo es menos distribuirla y hacerla circular. La policía gasta sus mejores energías para concluir con el inmenso daño que hace a la causa balmacedista la propaganda clandestina.

Es, en realidad, un milagro que Alessandri logre escapar siempre con éxito de aquella vigilancia minuciosa.

A un lugar cualquiera, la querida de Castelacci llevábale grandes cantida-des de diarios, en pequeñas porciones, con los cuales Arturo forrábase mate-rialmente el cuerpo. Es de suponer, pues, que en esas sacadas y posturas de chaleco y pantalones en que debe intervenir por fuerza de las circunstancias "Madama" Castelacci, el pobre italiano haya tenido que sufrir serios perjui-cios de carácter sentimental, dada la belleza de la joven y la impetuosidad latina del periodista en ciernes. "El hombre es fuego —dice el proverbio—, la mujer, estopa. Viene el diablo y sopla". . . Todo es posible en el terreno de las tentaciones...

Además de "Madama" Castelacci, los hermanos Montero encárganse tam-bién de llevar por su cuenta seguidas porciones del periódico.

Ya con su gruesa camiseta de papel impreso, Arturo dirígese primeramente a casa de la tía Irene Palma de Silva, quien, con su hija Amelia y tres de las otras tías solteronas, se encargan de entregarlos por parcialidades a gran número de amigas, que en el acto se lanzan a repartirlos por la ciudad entre sus relaciones. En estos casos, los medios de que pueden valerse las mujeres son infinitamente más seguros para ocultar esa clase de mercancía. La tía Irene vive refugiada con su hija Amelia en la vieja y solariega casa de don José Gabriel ¡Palma, abuelo de Arturo, casa ubicada en la Alameda esquina de San Antonio, frente a la puerta lateral de la Iglesia de San Francisco. La casa es muy vieja. Su entrada principal la resguarda un inmenso portón claveteado con grandes y macizos clavos de cobre, y su coronamiento aparece cubierto con un mojinete de tejas. Tras el portón, hay un extenso patio abierto, pisoteado de piedrecillas, que lo hacen muy molesto para caminar.

Durante la revolución del 91 —muerto ya el abuelo— habitan allí tres de de las tías de Alessandri: doña Máxima Palma Guzmán, señora bondadosa y Santa llamada por todos "la Manina"; doña Mercedes, muy inteligente y

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nerspicaz, y Justina, la más refinada en sus gustos y actitudes y también la Jnás silenciosa.

A tía Irene y su hija se les hospeda en una pieza grande, muy grande, al lado del patio húmedo y descubierto, recinto que sirviera antes de bi-b l i o t e c a al abuelo, y revestida aún de largos anaqueles, que contiene a juicio je los entendidos, una de las mejores bibliotecas particulares de Santiago. C r e y ó el abuelo al morir que en su colección de obras magníficas dejaba una f o r t u n a a sus hijos; desgraciadamente, al ocurrir su fallecimiento, se leía muy poco en la capital y apenas, luego de la pública subasta, se alcanzó a sacar el dinero suficiente para cubrir el precio del cartón de las cubiertas.

La ventaja que este asilo tiene para la tía Irene es de encontrarse sólo a dos cuadras de la casa de su hermano político don Pedro Alessandri Vargas, distancia que facilita el traslado y la distribución consiguiente de "La Jus-ticia".

Para esa tarea, Arturo también se reserva algunos ejemplares, que reparte entre una clientela especial y muy escogida, formada por empleados públicos o personas que por necesidades del momento ocultan sus verdaderas ideas.

Cuando en las noches Arturo se retira de casa de sus tías para dirigirse a la suya propia, acostumbra siempre resbalar por debajo de la puerta de un cuartel de tropas ubicado en Alameda esquina de Santa Rosa, un grueso paquete con número del periódico entremezclados con algunos otros papeles revolucionarios. Hace lo mismo en el cuartel situado frente a su casa8.

Cierta vez en que realiza su habitual cometido, Arturo observa que la puerta se mueve suavemente. Está semiabierta y tras ella alcanza a divisar la sombra de dos individuos. De haber procedido a su cuotidiana operación, no habría tenido tiempo, después de aquella aventura, para que medio siglo más tarde nos estuviera contando el cuento. En ésta, al igual que en muchas otras futuras ocasiones, la estrella de su Destino brilla nítida en el momento necesario, alumbrándole el camino salvador. . .

Estamos en el mes de agosto de 1891. La zozobra de los ánimos aumenta y los nubarrones son cada vez más obscuros. Un día de aquel mes, Arturo Undurraga, de quien ya hemos hablado al referirnos a las decurias secretas, llega en busca de Alessandri. Undurraga, no obstante su corazón de león, es de pequeñísima estatura y tiene cara de sietemesino. Muévese y salta con rapidez de pulga blanca, sin hacer ruido, y sin dar tiempo para que se le alcance. Nunca le falta un proyecto grandioso en perspectiva ni feroz "pica-da" que clavar. . . Aquel día informa a su amigo de un encargo de clon Carlos Walker Martínez relativo a una comisión de alta importancia.

Arturo se interesa de súbito: —"De qué se trata; dílo pronto". —"¡Ah! Es un secreto que no lo puedes saber. T ú sólo debes cumplir

órdenes y mantener la reserva hasta su ejecución". El procedimiento es por cierto muy raro; pero con las ansias que Arturo

tiene de realizar algo importante en favor de la Revolución, replica, sin más trámite:

—Conforme; estoy dispuesto a todo, incluso a dejarme matar. —Muy bien —celebra Undurraga, sobándose las manos con visible nervio-

sidad—; eso es de hombre, no esperaba de tí otra cosa. Y ya que te encuentras dispuesto, ve pasado mañana a las ocho en punto ante meridiano, a la cochería número tal de la calle Jofré, en donde encontrarás dos caballos ensillados. Toma uno de ellos y sigue al jinete que monte el otro.

A Arturo halágale sobremanera la prueba de confianza que con ésto le da

8AlIí donde estaba el Cuartel, se encuentra hoy la Plaza Vicuña Mackenna.

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uno de los jefes de la Revolución. Radiante de felicidad, así se lo comunica a su hermano mayor. Mas, José Pedro, en vez de encontrarle razón, le pone cara de "malos amigos". . .

Para el reflexivo joven, aquel encargo lejos de ser un acto de confianza es una profunda manifestación de inseguridad de parte de los mandantes-pues, además de no informar a Arturo de nada, pretenden que su hermanó menor vaya poco menos que con los ojos vendados a cumplir algo que ni siquiera sabe lo que es. Insiste, pues, José Pedro en que Arturo debe pedir mayores explicaciones y exigir que la orden se la dé el propio don Carlos Walker, para evitar así un sacrificio que de ocurrir, nadie se daría por res-ponsabilizado.

Justas y sensatas reflexiones que, sin embargo, Arturo no escucha. Como no tuvo "chance" de enrolarse en el Ejército del Norte, desestima en esta oportunidad las atinadas observaciones, y mantiene la decisión.

Antes de la hora indicada, encuéntrase, pues, en la cochería de la calle Jofré, pero no tarde en imponerse, con gran desconsuelo, que los dos únicos caballos ensillados de que ahí disponen, acaban de llevárselos Jorge y Daniel Zamudio Flores, dos amigos suyos y ex compañeros del Colegio de los Padres Franceses. ¿Lo engañó Undurraga? ¿Se trata de una broma de mal gusto?, o ¿acaso los conjurados han tenido, por circunstancias extraordinarias, que hacer nuevos planes en vista de nuevos hechos?

Para saberlo, sigamos los hilos de la conspiración.

*

Lo Cañas

En un artículo publicado en "La Libertad Electoral" en 1892, don Ernesto Bianchi Tupper, por aquel entonces redactor de ese periódico, garantiza con su firma9 las siguientes palabras reveladoras:

"El 16 de agosto de 1891, en la tarde, nos encontrábamos reunidos en casa de don Francisco Undurraga varios jóvenes, hablando del próximo arribo del ejército constitucional y de los servicios que podíamos prestar desde acá, interrumpiendo las comunicaciones telegráficas de la dictadura y destruyen-do las líneas férreas; servicios que, dicho sea de paso y como lo probaron los hechos, eran tan peligrosos como los que se corrían por el ejército en una batalla campal, pues había que trabajar sin más armas que los revólveres, en el centro de las fuerzas dictatoriales, encontrándose las vías férreas y telegrá-ficas perfectamente custodiadas y los agentes de Balmaceda con la orden terminante de pasar por las armas, no sólo a los que atentaran contra las líneas, sino a los que se' acercaran a ellas.

"Después de un rato de conversación general en que se habló de los jóve-nes que la noche anterior habían partido a Mallarauco, cerca de Melipilla, para quedar en observación y esperando órdenes para proceder, Julio Lazo me invitó para acompañarlo en una comisión que se le había confiado y en la que debían tomar parte unos 15 ó 20 jóvenes.

"Acepté la invitación, pero Arturo Undurraga, el único de nosotros que estaba en relación directa con el comité revolucionario, me dijo que debía acompañarlo en un asunto de mayor importancia; llamándome aparte, me contó que acababa de recibir orden de cortar los dos puentes que hay sobre

"Bianchi Tupper ingresa más tarde a la carrera judicial, donde llega a ocupar el cargo de Ministro de la Corte de Apelacio-

nes en Santiago, cargo que ocupó durante largos años.

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/ Maip°> en Ia noc^e del 19 al 20 de agosto y si era posible, también los cuentes del estero de Paine, agregándome que se le había dicho que peli-

raba todo si eso no se hacia, y que cuantos jóvenes quedaban en Santiago, fin estar comprometidos en otros trabajos, debían tomar parte en éste.

"Le contesté que contase conmigo. Este fue el primer aviso que tuve de la expedición a "Lo Cañas".

"En el camino encontré a Antonio Poupín y a Pío 2P Cabrera, y entonces sUpe por el primero que el punto de reunión había sido cambiado por el fundo de don Carlos Walker Martínez, distante 3 ó 4 leguas de Santiago, en la falda de la cordillera.

"Quedaron ellos de avisar a los que esperaban en el camino y yo seguí a Santiago a casa de Arturo Undurraga. Un hermano de éste me entregó un paquete con dinamita, mecha y fulminantes, después de avisarme que su her-mano se había ido hacía un momento con otros amigos. Antes de volverme aproveché para llegar un momento hasta mi casa; ahí supe por aviso que habían llevado, que se me buscaba para reducirme a prisión, por lo que apresuré mi partida, saliendo por segunda vez de mi casa, con dirección a Lo Cañas, a las tres y media de la tarde. Después he sabido que a esa hora ya preparaban en la Comandancia General de Armas la expedición que debía ir a atacarnos".

La 'Revolución está en el período de las montoneras, que planea y coman-da el Comité Opositor, oculto en Santiago, y del cual es Jefe reconocido don Carlos Walker Martínez.

iLa tensión de los nervios llega al máximo. Hora tras hora se habla de catástrofes, de puentes y líneas férreas destruidas, de choques entre las fuer-zas de gobierno y el "formidable Ejército Revolucionario" de la Zona 'Cen-tral, que nadie sabe dónde está ni de cuántos hombres se compone, pero que, por lo mismo, da margen al vuelo de los más exagerados cálculos. Tres mil hombres, dicen algunos; mientras otros —ni cortos ni pesimistas—, trá-cenlos subir a siete m i l . . . y añaden: "Siete mil nada más que en Santiago, porque en la provincia, ¡ese ya es otro cuento!".

Asegurábase que en uno de los fundos de los alrededores había tropas suficientes como para hacerle pasar muy malos ratos al Gobierno; que el jefe de esos hombres era un oficial retirado del Ejército, el cual los dividió en grupos de 80, contándose por oficiales subalternos a muchos señoritos de la aristocracia; que la mayoría de esos soldados y regulares eran huasos, muy adiestrados en el manejo de armas de fuego, "educación que habían recibido de los frailes dominicos, en Apoquindo, hacienda inmediata a la capital"10.

A pesar de la seguridad en el triunfo que cultivan los opositores, todos viven con el Credo en la Boca. "Una mañana, allá por el 10 ó el 15 de agosto —escribe Emilio Rodríguez Mendoza—, varias casas de Santiago aparecieron marcadas con una enorme cruz roja y la gente bien informada aseguraba que la señal de la San Bartolomé sería dada por la campana de la Catedral, tocada a deshoras por el mismo Walker o su sombra, traviesa y fugitiva"11.

'Un veterano del Ejército balmacedista, asegura que la primera noticia de la montonera de Lo Cañas fue suministrada al Estado Mayor de la Primera División por un oficial del 89 de Línea, quien visitaba a una joven "prote-gida" de Arturo Undurraga y por la cual fue sorprendido en alguno de los secretos de su plan. La misma información habríala tenido Balmaceda horas después por un señor de apellido Borne, padre de uno de los jóvenes indu-

l0Policarpo A. Lavín: Lo Cañas, Madrid, si fuera ayer!... Imp. Universo, Santiago, 1892. 1919.

"RODRÍGUEZ M E N D O Z A , E M I L I O . ¡Como

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cidos a formar parte de ella,12 muchacho inteligentísimo que tuvo la desgra cia de morir en la madrugada del día 19, de un sablazo en la cabeza".

Con estos antecedentes, el Estado Mayor toma las medidas del caso p a r a

sitiar el Cuartel de la montonera. El número de personas que la integran se hace subir a quinientos individuos, cifra exagerada como todas las que en aquellas circunstancias proporciona la nerviosidad pública. Sábese de todas maneras, que la táctica que utilizan es la de destruir, como fin principalisj. mo, las vías de comunicación de que dispone el Gobierno; y, por lo mismo se ordena la vigilancia de todos esos sitios y, de modo particular, los qué ocupa la línea férrea.

Mas, adelantándose a la pesquisa en regla, el 1<8 de agosto, a eso de las 9 de la mañana, llega a Santiago un agente que viene de los andurriales de Ñuñoa, e informa a la autoridad policial haber sorprendido varios grupos

de personas sospechosas caminando en dirección al fundo de "Lo Cañas". Aún más: tres jóvenes muchachos de aspecto decente, pero en absoluto esta-do de ebriedad, al pasar cerca de unos ranchos en donde el agente hallábase oculto, habían gritado a pulmón lleno: "¡Muera Balmaceda!; ¡abajo el tirano 1".

En el momento en que el hombrecito de marras hace la declaración que acabamos de anotar, llega un nuevo agente que trae preso a un campesino, y el que no tarda en "soltar la pepa" respecto al sitio y misión de la monto-nera que se busca.

Esa misma noche, a la media, salen del cuartel del Regimiento Chillán, 89 de Línea, sito en la calle Maestranza, 25 infantes y más o menos 80 jinetes. 'Los infantes ocupan coches del servicio público, y lo hacen con tan poca precaución que la calle —según afirma Lavín— se llena de curiosos, a pesar de lo avanzado de la hora. Jefe de estas reducidas fuerzas es el Teniente Co-ronel don Alejo San Martín, el cual para orientarse en la obscuridad lleva como guías a los agentes de la policía secreta que trajeron los informes, y el campesino a quien habían obligado a confesar. Como Ayudante del Coronel San Martín va el Mayor David Silva Lemus y un oficial del 49 de Línea.

Estas fuerzas debían atacar la montonera a las 4 de la mañana del día 19, "obrando en todo según un plan combinado".

Lo que ocurre, en seguida, es la tragedia misma, con todas sus dolorosas repercusiones, las que no sólo afectan a la sentimentalidad castellana del pueblo de Chile, sino, también, al rumbo y precipitación de los aconteci-mientos que a la postre terminan con el régimen presidencial y con la vida de don José Manuel Balmaceda, Jefe Supremo del Estado. Uno de los tes-tigos presenciales de las incidencias que ocurren alrededor del hecho de sangre a que nos vamos a referir en seguida, es don Alejandro Miniño Casti-llo, Subteniente de Guardias Nacionales Movilizadas, y Agregado que fue a la Comandancia General de Armas de Santiago. El 10 de septiembre de 1891, el señor Miniño hace una exposición pública en el diario "El Porve-nir", en carta dirigida al Director de esa hoja, respecto de ciertas ocurrencias contemporáneas al suceso en cuestión; y aunque las palabras de este caba-llero se ven teñidas de un deseo muy natural y humano de hacerse grato a los vencedores, ellas abundan de un vivo y palpitante interés que no que-remos restar a la imparcialidad documental de nuestro trabajo.

El relato de Miniño adolece de inexactitudes que no hay necesidad de señalar, pues, ellas se desprenden fáciles de su propio relato, pero a objeto

"Este aserto, aunque con base de ver- ta a la realidad de los hechos (véase nota dad parece no corresponder en forma exac- "b" de este Libro IV) .

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¿e no desfigurar el sentido de sus declaraciones, vamos a insertarlas íntegras. Dice:

"El día 18 del mes de agosto próximo pasado, según se dijo en la tarde en el patio de la Comandancia, se había denunciado la existencia de una mon-tonera, mas no supe donde; pero sí vi alistarse al Comandante Alejo San Martín y al Comandante Cortés para salir. Yo me retiré a mi casa a las cinco y media de la tarde, hora de costumbre, sin que hasta ese momento tuviera más datos.

"Al otro día, 19, me fui a la oficina a las 11 A. M., hora de asistencia. Pocos minutos después de las 12i/2 ó 1 P. M., fuimos sorprendidos por la noticia, que trajo un oficial, a quien no conocía, y dijo: "Que en Lo Cañas, fundo de propiedad de don Carlos Walker Martínez, habían sorprendido una gran montonera, y que se había trabado un recio combate, resultando varios heridos y muertos". Como era natural, esta falsa noticia despertó en el ánimo de todos el deseo de llegar luego al supuesto campo de batalla.

"Mucho me costó conseguir permiso de mi jefe, señor don Ricardo Castro, y entre muchos que fuimos, sólo nos llevó la curiosidad, como asimismo por ver si había caído algún deudo, ya de las filas de las supuestas montoneras, o de las fuerzas de Balmaceda. En efecto, nos pusimos en marcha, más o menos, a las tres de la tarde. Fuera de Santiago, por el camino que conduce a Lo Cañas, encontramos al Comandante Alejo San Martin, que regresaba a Santiago a la cabeza de un piquete de caballería, como jefe victorioso. Al ver a San Martín, lo detiene uno de los que iban en el carruaje, y pregunta por lo ocurrido. San Martín, mostrándonos su criminal espada, nos indicó que había tenido necesidad de colocar en la guarnición de ella un pañuelo de seda para poderla sostener; y, en efecto, lo llevaba hasta ese momento; que yo y varios, al verlo, nos estremecimos, sin imaginarnos que algo más horro-roso íbamos a ver cuando llegáramos al famoso campo de batalla.

"San Martín, al mismo tiempo de mostrarnos la espada, nos señala con un dedo de su mano derecha una gran columna de humo, e interrogado por mi sobre su contenido, me dijo con cara risueña que eran hornos de fundi-ción y que allí había tenido lugar la refriega, diciendo, en seguida, que eran las casas del señor Walker Martínez, que las había incendiado él.

"Continuamos nuestra marcha en carruaje; y poco después encontramos varios jóvenes que eran conducidos presos a Santiago.

"Como a las cuatro y media o cinco llegamos al patio del fundo del señor Walker Martínez. No encontramos demostraciones de haber habido tal com-bate y si encontramos varios soldados de Cazadores, a quienes me dirigí, preguntándoles dónde había tenido lugar el ataque. A esta pregunta se miraron unos a los otros y me contestaron como sorprendidos:

—¿Qué ataque, señor? —El que se dice que ha habido. —¡No hay tal cosa, señor! "Ya mi imaginación se preocupaba demasiado, y se me puso que aquello

no había sido sino una verdadera carnicería; nada había sucedido en las casas principales del fundo, sino como a una legua más al interior, a donde no me atreví a ir, por lograr de interrogar a varios soldados que no tenían jefe y que me dirían la verdad de lo ocurrido; en efecto, hice que me rela-taran lo sucedido, que en su mayor parte está conforme con lo que a mi me relataron las ocho últimas victimas del fiscal y vocales que compusieron el corrompido e ilegal Tribunal.

"Lo que me relataron los soldados de Cazadores fue: —Señor, no ha habido combate ninguno. —¿Qué es lo que ha ocurrido?

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—Todas las fuerzas partimos de Santiago a las doce de la noche del dia de ayer, llegando a los cerros como a las dos de la mañana de hoy; se nos hizo avanzar por los cerros como para cortarle la partida al enemigo. Húsa-res de Colchagua debían cortar la retirada al lado sur, y el piquete de infan-tería del 8P de Linea debía avanzar de frente en el momento del ataque.

—¿A qué hora se había convenido atacar? —Se nos dijo que cuando estuviera bien claro, o antes, si rompían los

fuegos. Estaba muy oscuro todavía cuando sentimos una descarga, pero de muy pocos tiros, que creo fue contestada por otra que después se dijo que la había hecho el piquete del 89

—En resumidas cuentas, ¿se trabó el combate'o no? —No, señor, porque la noche estaba muy oscura. —Después de los disparos, ¿qué hicieron ustedes? —Nos hizo seguir el Comandante San Martín sobre aquella casa que está

en la quebrada (señalándome con el dedo la que está cerca de la cordillera) y ahí encontramos varios jóvenes que dormían tranquilos y que sólo fueron sorprendidos por nuestras cabalgaduras: como, asimismo, entró el Coman-dante a la pieza y principió a dar de hachazos.

—¿Viste tú cuántos jóvenes cayeron por la espada del Comandante? —No, señor; pero vi a un joven muerto y con la cabeza partida en dos

partes. ¡Ah, señor!, luego después principio el Comandante a sacar jóvenes de la pieza y conducirlos a distintos lugares, y los hacía fusilar. También hizo fusilar a dos, cerca del corredor, de donde los jóvenes que llevaban pri-sioneros para Santiago los alcanzaban a ver y sentían los tiros.

—¿Y es todo? —Sí, señor, y también el mismo Comandante incendió las casas. —Y los jóvenes, ¿opusieron resistencia? —No, señor. —¿Estaban armados? —Si, señor, algunos tenían revólveres sin tiros. —¿Tenían otras armas? —Sí, señor, como quince o veinte, entre carabinas Remington y rifles; pero

todas estaban sin balas. —¿Entonces, no tenían balas? —Si tenían; pero no estaban ahí, y cuando incendiaron las casas sentimos

varios tiros (efectivamente, sentí yo mismo varias detonaciones de cartuchos). —¿Qué otra cosa tienes que contarme? —Nada más, señor; eso es todo. "Toda la concurrencia siguió hasta el mismo horrible y desgraciado lugar,

y quedamos en las casas principales, el Mayor Manuel Escala, creo también don Antonio Braga y el redactor de "El Recluta", no presenciando ninguno de éstos las preguntas anteriores, porque visitaron el fundo en distintas di-recciones; y yo tampoco habría podido interrogar a los Cazadores estando ellos allí, por creerlo comprometiente para mi.

"Estando ya para ponerse el sol, se subieron a un carruaje Allende y Bra-ga, y partieron para Santiago. Yo me quedé ahí hasta que toda la gente volviera de la quebrada o del lugar de la matanza.

"Estaba ya oscureciendo; y la gente regresaba. Luego después llegan al patio de la casa las ocho victimas del dia 20, o, más bien dicho, los ocho jóvenes que habíamos encontrado poco afuera de Santiago y que iban en calidad de prisioneros. Luego se dijo que los volvían a Lo Cañas por orden del General Barbosa, quien dicen que dijo (textual): que no quería tener prisioneros, y que los volvieran para que se cumpliera lo que de antemano se había ordenado.

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"Una vez que el que se había nombrado presidente del Tribunal, don j0sé Ramón Vidaurre, reconoció a los ocho jóvenes, y observó en ellos la inocencia que era natural, dijo que a él "le parecían que esos jóvenes no de-bían ser fusilados"; hicieron observaciones contrarias los vocales y el fiscal, y a pesar de esto último, el señor Vidaurre hizo o redactó una nota para Balmaceda, en la que le decía que, según su opinión, no debería fusilarse a esos ocho jóvenes; a más, le inserta en la nota los nombres de ellos, diciéndo-le que no han opuesto resistencia alguna. Por otra parte, le indicaba el Coro-nel Vidaurre que ahí los juzgarían y levantarían el proceso, y que en caso de aite el fiscal y vocales optaran por aplicarles la pena de muerte, ésta no debía llevarse a cabo sino después de consultarse. A esto contestó Balmaceda que «en el momento se fusilaran, sin consultarse la resolución, y que no quería saber quiénes eran los jóvenes; que después sabría".

"En la noche del 19, después de volver de Santiago el Mayor Escala, que fue quien llevó la nota al Presidente, principió a funcionar, el que por sar-casmo, llaman Tribunal. Toman declaración a los jóvenes. Sus declaraciones son las más inocentes: sólo tenían el pecado de encontrarse en ese lugar de desgracia para ellos, de ser opositores a la Administración Balmaceda, y tra-tar de prestar sus servicios a la causa constitucional.

"Estos desgraciados, según me lo dijeron, habrían llegado el 18 en el día y tarde a Lo Cañas, y el 19 al amanecer fueron atacados, y asesinados varios compañeros.

"Toda la noche la pasé con ellos; mas, como ya sabían la criminal resolu-ción del fiscal y vocales, les ofrecí papel y lápiz para que, si se encontraban con fuerzas, se despidieran de sus familias. Varios aceptaron, siendo el que suscribe portador de un papel del joven Carlos Flores para su señor padre, don Máximo Flores, el que entregué a unas señoritas sobrinas de este caba-llero, no sin que antes les suplicara me hicieran el servicio de no entregarlo a conocimiento del público, porque el General Barbosa había ordenado no se entregase nada a la familia de esos jóvenes. El día 20 por la mañana, a las 6,45 A. M., fueron fusiladas las últimas ocho victimas de Balmaceda. Al que habla, con el Mayor Escala, no nos permitían nuestras fuerzas presenciar el fusilamiento, y nos retiramos fuera de la propiedad del señor Carlos Wal-ker Martínez, oyendo si la descarga, la que nos hizo estremecer, como habría hecho estremecer al hombre de corazón de fiera y no al criminal o criminales que lo presenciaron.

"Entre los que figuran en las diferentes listas como asesinos, aparecen va-rios que no han tomado parte alguna ni han estado en Lo Cañas, como ser el Teniente Arturo Ramírez, que aseguraría no estuvo, ni tampoco las vícti-mas le entregaron papel. Quizá a este joven lo equivocaron con el Teniente Enrique Baeza, a quien le entregaron papel y no sé que objetos, que me consta no entregó, cumpliendo con la orden del General.

"Los ocho jóvenes comieron y bebieron por mi mano, porque se me orde-nó me hiciera cargo del rancho para tropa y señores oficiales; y a las vic-timas, que debían de ser más tarde, las atendí como era de mi deber, ya que para esos desdichados no había piedad.

"Algo que partió el corazón a muchos fue el hecho de que todos a una voz pidieran un sacerdote para confesarse, y que se retardara una o dos horas su ejecución, a lo que contestó el fiscal y vocales que no tenían para qué, y que murieran "como buenos soldados".

"La fuerza que tomó parte fueron cincuenta y cinco soldados de Cazado-res, treinta y cinco soldados de Húsares de 'Colchagua y cuarenta soldados del Regimiento Chillán, 8C de Línea.

"Creo suficiente lo expuesto para que el público suspenda el mal juicio

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que a mi respecto pudiera haberse formado. Me considero con la conciencia limpia, y en cualquier momento estoy dispuesto a comparecer ante los Tri-bunales de Justicia o militares: jamás rehusaré mi presencia, aunque se me llame particularmente. Hoy mi residencia está señalada en Los Andes, tor lo que pido a la persona o personas que de mi deseen obtener datos sobre Lo Cañas, se dirijan allí, pues estoy dispuesto a servirles".

El ataque a los montoneros se produce sorpresivamente. Varias veces uno de ellos había estado tocando una corneta, de manera que cuando se acercan las tropas del Gobierno y el corneta "oficial" da las señales del caso, los montoneros se imaginan que es el de ellos, así estaban de adormilados y desprevenidos. La resistencia es pobre y breve.. Antes de 20 minutos todos caen prisioneros.

Aún no aclara; una intensa oscuridad envuelve con sus pliegues profundos las laderas cordilleranas del fundo Lo Cañas. El choque ya se había realizado horas antes en Panul, cuando arriba el ayudante de Barbosa, don Enrique Baeza Yávar, que llega desde Santiago a matacaballo. Para poder orientarse en la oscuridad, sírvese de una lámpara a parafina. Con ella principia a reco-nocer el rostro de los prisioneros que se enfilan en el corredor de la casa del Administrador. Uno de ellos, con voz dolorida, le dice:

—Ahora que estoy en desgracia, ¿no me reconoces? Es el joven Carlos Flores Echaurren, hijo de don Máximo Flores. Carlos

es un muchacho distinguido, poeta de vocación y autor de muchas claras, sentidas estrofas, que hablan de un temperamento superior.

Carlos ha sido muy amigo de Baeza en los días anteriores al 91. El Ayudante de Barbosa, impresionado al oir la voz del joven prisionero,

a quien conociera en días de ininterrumpida bonanza, le manifiesta su pesar por encontrarlo ahora en aquella dramática situación. Mas, por el momento debe cumplir órdenés. Durante el tiroteo han caído algunos hombres. Se localizan y se trata de identificarlos. Ellos son:

Isaas Carvacho, de 33 años. Ignacio Fuenzalida, de 24 años. Temístocles Cabrera, de 28 años. Vicente Borne Cotapos, de 21 Daniel Zamudio, de 25 años. años.

Borne Cotapos, el menor en este grupo de cinco víctimas, es el hijo del caballero aquel a quien la maledicencia pública señalaba como delator de la montonera, en su comprensible afán de salvarle la vida a su descendiente; y Daniel Zamudio es nada menos que el apresurado y nervioso joven que se adelantara a ocupar la cabalgadura en que debería trasladarse a Lo Cañas Alessandri Palma, y que por esta ocurrencia, salva por segunda vez la vida de Arturo, en este año de 1891, en forma que a muchos parecería mila-grosa13.

Cuando Alejo San Martín se vuelve con los prisioneros, los ranchos del pequeño poblado forman una hoguera, cuyas llamaradas retuércense en la oscuridad profunda, en homenaje mudo a las víctimas de esa aventura descabellada, fruto sin embargo, de una generosa ilusión.

El choque, lo repetimos, ocurre al amanecer del 19 de agosto en el lugar denominado Panul, sobre la falda cordillerana que enfrenta a las casas del fundo Lo Cañas, y sito como a una legua de distancia de ellas. Pero una vez

"Jorge Zamudio —hermano de Daniel Zamudio— era compañero y amigo intimo de Alessandri, y siempre gustaba conversar con éste sobre las incidencias de la Revolu-ción del 91. Según Jorge, habiéndole referi-do a su hermano la empresa dé Lo Cañas,

Daniel le había suplicado que por favor lo llevara en el caballo que debía ocupar Ales-sandri, petición a la cual accedió. Su her-mano Daniel fue el primero en morir por los disparos de la tropa y Jorge se salvó arrancando por los cerros.

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aue se termina el reconocimiento de los comprometidos en la montonera, jC les traslada a las casas mismas.

En una de éstas, al lado izquierdo del camino que sigue respaldeando hacia la montaña, celébrase el Consejo de Guerra, a las 8y2 de la noche de ese mismo día.

La Sala en que funciona el Tribunal es bastante reducida; mide aproxi-m a d a m e n t e 4 metros de ancho por 5 de largo. Hoy día los moradores tienen allí el comedor. Hácese difícil creer que en este reducido espacio deliberaran d u r a n t e varias horas los jefes y oficiales que integraron el Consejo, y, además __como lo dicen las noticias de la época—, que pudiera haber asistido un público de curiosos de más o menos cuarenta personas.

El decreto por el cual se nombra el Consejo ordena que éste proceda suma-r i a m e n t e y en el término de SEIS horas, para resolver "lo que correspon-diere"".

Terminado el proceso, se hace salir a los acusados y demás personas extra-ñas que ocupan la sala y se procede a la votación. Como resultado de ésta, se c o n d e n a a muerte a 8 de los jóvenes que aparecen como oficiales de la mon-tonera, y a Santiago Bobadilla, el cual aunque no estaba entre éstos, aparece "convicto y confeso del enganchamiento, con engaño, de unos cuantos indi-viduos del pueblos que estaban allí y de haber hecho fuego contra la tropa regular". A igual pena se condena, en ausencia y con calidad de ser oídos, a Arturo Undurraga, Antonio Poupín, Rodrigo Donoso, Eduardo Silva B. y Ernesto Bianchi Tupper. Al resto de los prisioneros, que suman 43, se les con-dena a servir en el Ejército, "por la resistencia que hicieron y por no haber denunciado la existencia de la montonera tan pronto como conocieron el en-gaño de que habían sido víctimas, pues todos aquellos que no eran inquilinos de Walker, fueron contratados por Bobadilla y otros, unos como albañiles, otros como carpinteros, etc., ofreciéndoles estupendo jornal para que traba-jaran en Lo Cañas; una vez allí se les obligó a tomar un rifle".

Terminada las labores del Consejo, se agregó al proceso el CUMPLASE que se había consultado a Santiago, "como asimismo —escribe Lavín— la res-puesta a algunas dudas cuyas aclaraciones también se habían solicitados y para cumplirlas sólo se esperaba contestación a unas cartas dirigidas por el Coronel Vidaurre y Comandante Arís, pidiendo clemencia para los reos14.

Barbosa, militar chapado a la antigua, con un frío e inflexible concepto del deber, deniega esta solicitud. En la psicología del militar profesional, las flaquezas del corazón sólo puede referirse a las tibiezas de la vida familiar, en esa atmósfera amable donde pueden hablar, sin freno ni cortapisas, las más secretas delicadezas del espíritu. Y así ocurre en el caso de este General que había servido a la Patria en los campos de batalla, entre los más heroicos y, al mismo tiempo, leales y caballerosos de sus defensores.

Nos atenemos para decir esto a las palabras de su propio hijo, don Enrique O. Barbosa Baeza, y que figuran en su libro de memorias "Como si fuera hoy"16.

\Enriquito!, me llamó un dia de agosto mi madre. Anda a buscar a tu pa-pá, que hace mucho rato está en el último patio, y procura traerlo.

Corriendo atravesé la casa, llegué al tercer patio y lo encontré en una pieza chica, que le servía como de escritorio privado, en la que solía encerrarse para trabajar o leer sus obras predilectas.

Al penetrar con la imprudencia de los niños a esa habitación, lo sorprendí llorando, afirmaba la cabeza entre ambas manos.

"Ob. cit. fuera hoy . . . Recuerdos de la Revolución ^BARBOSA B A E Z A , E N R I Q U E O . Como si de 1891. Santiago, Imp. Santiago, 1 9 2 9 .

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Levantándose y secándose las lágrimas con el gran pañuelo a cuadros que usaban los aficionados al rapé, me tomó la mano nerviosamente.

¡Qué tiene, papacito? ¿Por qué está llorando?, le pregunté. Y entonces con la sinceridad que ponía en sus palabras, con la emoción

consiguiente a su estado de ánimo del momento, me contestó: ¡Es que van a ser fusilados unos jóvenes, casi unos niños, un poco mayores

que tu! ¡La Ordenanza es implacable!... A las 6.45 de la mañana del día 20 de agosto, perdida la esperanza del in-

dulto —aún no regresaba el mensajero enviado con la correspondencia— se da cumplimiento a la terrible medida.

Don Enrique Baeza Yávar, que llega de noche a Lo Cañas y que cómo Ayu-dante del General en Jefe tiene que enfrentarse con los prisioneros, nos ha referido, en una entrevista larga que con él tuvimos, punto más punto me-nos de lo expresado por él hace años en otras declaraciones dadas a la publi-cidad en la obra que acabamos de citar de su sobrino don Enrique Barbosa Baeza.

Según este Ayudante del General en Jefe, luego que hubo terminado sus quehaceres, se puso a conversar con el joven Carlos Flores Echaurren, a quien no había reconocido en la semioscuridad del corredor, donde caía la luz tenue de una mala lámpara de parafina. Pronto se acercaron otros de los prisioneros, a quienes también hizo compañía obsequiándoles cigarrillos y tratando de infundirles ánimo y esperanza de que la sentencia del Consejo no había de serle tan adversa.

"Ellos —afirma Baeza— aunque arrepentidos de la aventura, no se mostra-ban optimistas; por el contrario, uno —don Carlos Flores Zamudio— me pi-dió le facilitara los medios de escribir a su familia una despedida que creía impostergable. La carta que fue escrita momentos después, decía así:

"Tal vez cuando reciba ésta, estaré, mamacita, en la mansión de los justos. Por no seguir sus consejos, me encuentro en estos trances tan apurados..."

"Y doblando la hoja, sin sobre, pues no los había en el fundo, me la entre-gó y la guardé en el bolsillo interior de mi casaca militar

"Esta misiva la perdí en Valparaíso, cuando después de la derrota de Bal-maceda me vi obligado a esconderme y en seguida a huir de mi patria. Años más tarde, en una reunión hogareña se la repetí verbalmente a uno de los familiares de la víctima'"1.

"El fusilamiento debía realizarse al amanecer. Algunos de los sentenciados a muerte pidieron confesor. En el acto, despache ordenanza en busca de un sacerdote a un convento cercano, pero no alcanzó a llegar.

"Todos agradecieron mi compañía, mis palabras de aliento y las pocas atenciones que podía prodigarles en esas circunstancias, en los umbrales de un severo consejo de Guerra."

En el corredor del frío y desmantelado edificio, alíneanse los ocho prisio-neros:

Wenceslao Aránguiz Fontecilla, de 33 años.

Santiago Bobadilla, de 27 años. Ismael Zamudio Astorga, de 23

años. Manuel Campiño Ríos, de 26 años.

Alberto Salas Olano, de 22 años. Arturo Vial Souper, de 21 años. Luis Zorrilla Milete, de 21 años. Carlos Flores Echaurren, de 21

años.

Baeza ha conseguido un poco de licor y lo proporciona a los prisioneros que lo solicitan. Otros piden cigarrillos. La nerviosidad agónica de ese último

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t r a n c e no sólo envuelve a las futuras víctimas, sino también a los soldados y civiles que presencian el cuadro

Hasta la Naturaleza que el invierno difumina tristemente desnudando los árboles, hace gravitar en los corazones su indecible melancolía. Al fondo ¿el paisaje, el macizo andino destácase umbrío enmarcando las perspectivas del campo.

Es como una enorme ceja irregular desde la cual cae la blancura de las neveras que arruga, en zigzagueantes pliegues, la continua sucesión de las anfractuosidades cordilleranas, transmutadas por la distancia en una multiplicidad de líneas pardas.

Los ocho jóvenes avanzan seguidos de la tropa. Hacia la derecha, las casas de los dueños del fundo; hacia la izquierda, el chato edificio de la adminis-t r a c i ó n . Luego, una pared pintada a la cal, de unos seis metros de alto, que a r r a n c a como una paleta del edificio del patrón, y tiende oblicua hacia un p e q u e ñ o patio de la misma casa, la roja superposición de su techo de tejas.

J u n t o a esa pared se ordena a los ocho mancebos. Baeza Yávar utiliza tres pañuelos para vendarles la vista, y como falta género para esa tarea, rasga su camisa y con trozos de ésta continúa su tétrico cometido. Le tiemblan las manos; él, también, es un muchacho —apenas alcanza a los 18 años— y com-prende la terrible frialdad de aquel holocausto que la Ordenanza Militar juzga necesario.

Cuando venda al último de los prisioneros, sepárase breves pasos y, de in-mediato, suena la descarga de los fusileros.

El cirujano del Ejército, doctor Eduardo Estévez, constata la muerte de las victimas. Todos fallecen instantáneamente. De los ocho, sólo uno da antes de morir un grito desgarrador. . .

Minutos después, lo mismo que en Panul, arden las casas del fundo. La locura y el ensueño se juntan en este drama, encarándose con las dure-

zas de la guerra civil. 'Racimos de una primavera fecunda, la sombra de don Quijote los impulsa a pelear con un Destino superior, y caen como los man-chegos de todas las épocas, a los golpes rudos de las astas de un molino de viento.

Hoy, en la pared contra la cual esos jóvenes fueron fusilados, se destaca una gran cruz de ladrillos, y junto a ella engárzase otra menor, laborada en madera. No hay ninguna leyenda. Pero bien podrían grabarse junto al signo de Redención puesto allí para recordar el martirio político de la monto-nera de Lo Cañas, las dos últimas estrofas de un soneto que Carlos Flores Echaurren escribió cuando apenas tenía catorce años:

Y así se pasa en la cansada vida, siempre sembrando en árido desierto, sin ver jamás nuestra ambición cumplida.

Sólo reposa nuestro paso incierto, cuando el alma, del suelo desprendida, busca en la altura venturoso puertoe.

m

Concón y La Placilla.

El auxilio material que no pudo prestar la montonera de Lo Cañas es gene-rosamente suplido por la ola de rencor y venganza que provoca el sacrificio que acabamos de referir. La indignación contra el Gobierno se transforma en un verdadero delirio, que se transmite al Ejército Revolucionario que desembarca en Concón. Vienen en él parientes y hermanos de las víctimas,

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que al imponerse de los hechos se convierten, como es natural, en fieras hu-manas.

Un oficial —el señor Fuenzalida Castro—, que había perdido un hermano en Panul, es el primero en disparar los cinco tiros de su revólver contra el General Barbosa, cuando éste se retira vencido del campo de Placilla.

Arturo Alessandri que —como lo hemos visto— se salva milagrosamente de la tragedia, escribe en las columnas de "La Justicia" párrafos de fuego anatematizando la conducta del Gobierno. "Traduje e interpreté la indigna-ción pública producida por el suceso —nos ha dicho—. Naturalmente, des-cargaba con máxima energía toda la responsabilidad sobre el Presidente de la República, sin serenidad bastante, en aquellos momentos de incontrolada pasión, para comprender que era injusto atacar a quien, juguete, en aquellas horas, de los acontecimientos, no había podido impedir lo que su corazón sin duda rechazaba. Los militares estaban listos y dispuestos para entregar sus vidas en los campos de batalla, por sostener las doctrinas y la causa del Gobierno. No podían, pues, mirar con ninguna clase de consideraciones a las montoneras que los amenazaban por la espalda. De ahí que la exigencia máxima de que se impusiera a los sublevados un castigo ejemplar, a fin de impedir la repetición de aquellos actos, no podía ser desoída. No le fue posi-ble, estoy seguro, al Presidente Balmaceda negar lo pedido a quienes se dis-ponían a ofrendar su vida en breve plazo, en homenaje a la causa que él encarnaba. Sabía ya el Presidente de la República que estaba cerca la hora suprema de su destino, por la proximidad del Ejército Revolucionario a las playas de Concón, y fue leal —como no podía haber dejado de serlo— con quienes le eran leales".

El mismo día de los sucesos de Lo Cañas —el 20 de agosto—, desembarcó en Concón, en número de diez mil hombres, el Ejército Revolucionario. El Embajador americano, Mr. Egan, informa a Balmaceda del arribo de las fuerzas expedicionarias avistadas por los buques americanos y del cálculo que hicieran sobre el número y la capacidad de los transportes en que vienen.

Aquí, en las lomas bajas de Concón, Balmaceda recibió el primer duro golpe del epílogo de su drama político que ya se está escribiendo en su des-tino. Vencido en esa batalla el Ejército Presidencial, los revolucionarios, en-tre mover sus tropas y esperar a las que se anuncian que vienen del Sur, pierden ocho días. La batalla, así preparada, tiene lugar el 28 de agosto en la Placilla, cerca de Valparaíso. En este lugar los balmacedistas sufren su segun-da gran derrota, que, además, es la definitiva. Con el último tiro de ese encuentro fratricida, la piocha de O'Higgins se había desprendido con vein-tiún día de anticipación del pecho de uno de los más grandes Presidentes que haya ilustrado la Historia de la democracia chilena.

En este encuentro mueren los Generales Barbosa y Alzérreca y el Ejército victorioso se desborda por las calles de Valparaíso, tomando los vencedores posesión de la plaza.

Alzérreca era más joven que Barbosa y no tenía ni el prestigio ni los odios que alcanzó a reunir el Comandante General de Armas de Santiago y después General en Jefe de las Fuerzas Revolucionarias. Alto, delgado, de muy buena facha, casi con arrestos de buenmozo, Alzérreca —nos cuenta el Sr. Alessan-dri— llamó bien poco la atención de las gentes con anterioridad al drama de la revolución; aun cuando fue Intendente de Santiago, no se oían juicios ni adversos ni favorables respecto de su persona.

Por el contrario, el General en Jefe no había ganado sus charreteras en la antesala de los Ministros, sino al lado de sus tropas, bajo el sol del desierto atacameño, en pleno vivac de los campos de batalla. Era un hombre recio,

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r e n o , de luenga barba pluvial, chorreada de hilos de plata, que le caía t o n d o s a hasta el pecho. Por su comportamiento sin rival en la Guerra del Pacífico» tenía títulos más que suficientes para comprometer la gratitud de la Pa t r i a - Su asesinato, pues, es un hecho inmerecido que no agrega laureles

la c o s e c h a de los vencedores. Barbosa expira con la firmeza que tuvo en j0s i n s t a n t e s de su vida: leal a su conciencia, leal a sus deberes, leal a la dis-ciplina y a la causa que sirve. El joven vigoroso y heroico que jamás tuvo miedo a la muerte cuando defendía en la guerra los derechos de Chile, cierra los ojos a la lumbre del Sol sin muestra alguna de debilidad ni sometimien-to Las últimas palabras que pronuncia al sentirse mortalmente herido son ¡as de una exclamación de protesta: —"¡Cómanme, perros; cómanmel"— grita, empalidecido ya por la agonía y por la impotencia de su mano, otrora f u e r t e y victoriosa.

¡Vae Victis!

Como consecuencia de los hechos acabados de narrar, ocurren en San-tiago, movidos por la fuerza incontrolada de las turbas una serie de asaltos y vejámenes incalificables que el historiador no puede silenciar. Queremos, sin embargo, ser objetivos e imparciales, para dar con ello el máximum de r e a l i s m o y verosimilitud a nuestras palabras. Nada, entonces, como el testi-monio del señor Alessandri, enemigo por aquellos días del señor Balmaceda y que personalmente nos ha narrado tales deplorables sucesos, certificándo-los en seguida con los apuntes de su Archivo.

He aquí lo que esos apuntes refieren: "La misma noche de la abdicación de Balmaceda, como a las 2 de la ma-

drugada, sentí golpes en la ventana de mi dormitorio que daba a la Alame-da. Al asomarme, fui sorprendido por la presencia de dos soldados de ejército con sus rifles en la mano. Fue aquella una desagradable sorpresa. En ese momento ignoraba en absoluto la victoria de P'lacilla. Quedé, pues, muy tranquilo, cuando me preguntaron si esa era la casa del General Baquedano, agregándome en seguida que traían una carta para él de la señora Lucía Subercaseaux, esposa del Presidente electo don Claudio Vicuña, en la que esta distinguida dama solicitaba que le reforzaran la guardia de su casa, por temor a desmanes de los revolucionarios.

"Baquedano vivía una cuadra más abajo, al llegar a la calle Santa Rosa, en casa de la señora Mercedes Antonia Correa, distante sólo unos 100 me-tros de la nuestra.

"Pedí a los soldados que me esperaran un momento para vestirme y que los acompañaría a casa del General.

"Me fui corriendo al dormitorio de mi padre para darle la noticia que indicaba ya el triunfo definitivo. ¡Me encargó que llamara a mi hermano José Pedro, a quien mi padre le rogó acompañara a los soldados a donde el General Baquedano y que, a su nombre, le pidiera noticias exactas sobre lo que ocurría.

"Le he dicho en otra oportunidad las estrechas relaciones de amistad y cierto parentesco que unían a mi padre con el General Baquedano, ya que mi abuela, doña Carmen Vargas era hija de una hermana de don Fernando Baquedano, padre de don Manuel.

"Mi hermano se demoró mucho en volver de casa de Baquedano que esta-ba llena de gente. Yo, mientras tanto, hice compañía a mi padre que estaba gravísimo y muy intranquilo.

m .

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"Llegó finalmente José Pedro con la relación de todo lo ocurrido: el desas-tre absoluto de Balmaceda en la batalla de Placilla; la muerte de Barbosa y Alzérreca; la ocupación de Valparaíso por los revolucionarios; la abdicación de Balmaceda y la entrega del mando al General Baquedano.

"Con las esperas y demoras se había pasado la noche: eran las cinco de la mañana; todavía estaba muy obscuro y por consejo de mi padre me vestí y me largué a casa de mis tías, Alameda esquina de San Antonio, para darle a la tía Irene la gran noticia del triunfo y el fin de todas sus penalidades y zo-zobras.

"El viejo y solariego caserón de mi abuelo no tenía campanilla, los dormi-torios estaban lejos de la puerta; nadie oía mis desesperados golpes y después de una espera eterna, cuando ya amanecía francamente, contestó una em-pleada de la casa que desconoció mi voz alterada, tal vez por la espera y la

emoción. No podía convencer a aquella buena mujer que debía abrirme, y pronto, para comunicar la gran noticia a mi tía Irene.

"Indescriptible fue el entusiasmo y la emoción de la tía cuando oía con avidez mi relato. Al oirme, me preguntaba lagrimeando, con voz temblorosa, ¿no te habrás equivocado, niño? ¿Estás seguro de lo que dices? ¿Estaré so-ñando? ¿Estoy realmente despierta o dormida? No fue poco mi esfuerzo para convencer a la tía que cuanto yo decía era la pura verdad. Ante el estruendo de nuestra conversación y el bullicio de mi llegada a la casa, fueron acu-diendo a la pieza, como ánimas en pena, aunque bien mantenidas y rollizas, las otras tres tías, Manina, Mercedes y Justina, que me asesoraron y ayudaron en la tarea de convencer a la tía Irene que cuanto yo decía era la verdad.

"Salí de allí como a las ocho de la mañana. La ciudad dormía todavía tranquila, sin que hubiera trascendido al público nada de los sucesos ocurri-dos. Me sorprendió, sin embargo, ver que se deslizaban veloces uno que otro coche, cargados de gente y de bultos hasta el techo, que corrían Alameda arriba. Eran balmacedistas que huían en busca de refugio.

"En uno de esos coches reconocí a don Guillermo Mackenna, el Intenden-te de Santiago, que dio pretexto a la renuncia fatal del Ministerio Prats y que después fue Ministro de Estado. Crucé ese coche a la altura del Hospital de San Juan de Dios.

"Alguien pasó gritando cerca de mí; ¡vamos a libertar los presos! Seguí tras el que daba tales voces; corriendo y casi sin respiración llegamos a la plazuela del cuartel de San Pablo. Don Carlos Walker nos había ganado la delantera. Sin peinarse, desgreñado y a medio vestir, sacudido por fuerte emoción, con la voz trémula, rodeado ya de numeroso público de presos polí-ticos recién libertados, daba gracias a Dios por la victoria de la buena causa. Todos nos unimos espiritualmente a la fervorosa acción de gracias que daba con elevada elocuencia don Carlos. Rodeado de los presos políticos liber-tados de la cárcel, los del cuartel de policía de San Pablo y de gran número de gente que allí se había ya congregado, nos fuimos tras don Carlos Walker por la calle Teatinos en dirección al centro. En la esquina de Compañía, hacia la calle de Amunátegui, en la mitad de la cuadra de la calle anterior-mente nombrada, notamos un gran tumulto de gente que se movía y agitaba frente a la casa de don Claudio Vicuña, conocida con el nombre de La Alhambra, por su estilo morisco.

"Era un grupo considerable que se entregaba con feroz actividad y energía al saqueo y destrucción de aquella valiosa propiedad. Las sillas finas, los sofaes, los muebles de toda clase y naturaleza, volaban por el aire desarticu-lados en mil pedazos. 'Otro tanto ocurría con el piano, con los coches y arneses. Todo, todo se destruía con ferocidad, se lanzaban por montones los escombros destruidos al patio de la casa o al medio de la calle, para hacer

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d i s f r u t a r a los transeúntes de las delicias de aquel derrumbe. Nunca el de-monio de la destrucción procedió con mayor furor. Se destruía por destruir v sin ánimo ostensible de robar.

"Era inútil intentar siquiera contener aquellas furias humanas en su ini-cua obra devastadora. Intentarlo sólo habría sido motivo bastante para solventar con la vida'.

" B a s t a n t e lastimado moralmente por la escena que había contemplado d u r a n t e algunos minutos, seguí mi ruta por Teatinos rumbo de mi casa, ha-cia la Alameda. Mientras avanzaba, notábase cómo iba en aumento el públi-co en las calles. 'Pronto fue aquello un inmenso gentío que corría, saltaba, b a i l a b a en medio de las avenidas; las gentes, se abrazaban sin conocerse. L a n z a b a n al aire palabras delirantes de júbilo y alegría. La ciudad era un i n m e n s o y desbordante manicomio cuyos locos aparecían como recuperando v i o l e n t a m e n t e aire y oxígeno que les devolvía la respiración después de ha-ber carecido durante mucho tiempo de ellos.

" L l e g u é de nuevo a la Alameda esquina de Serrano, casa de don Adolfo E a s t m a n , cuñado del Ministro de (Balmaceda, don Juan Mackenna. Se repe-tía allí la horrorosa escena que acababa de presenciar en la casa de don C l a u d i o Vicuña. Vi arrastrar al medio de la Alameda un elegante y fino coupé, tras el cual se transportaba en hombros un piano de cola. Ambos objetos fueron empapados en parafina y, rodeados por un chivateo salvaje e i n f e r n a l , la multitud enfurecida disfrutó de las delicias de observar cómo las llamas hacían su obra destructora en la propiedad de uno de los más distin-guidos y respetables amigos de Balmaceda. Se dijo que don Adolfo y su dis-tinguida señora, sin conocimiento de los últimos sucesos, estaban dentro de su casa cuando llegó la turba saqueadora y que, refugiados en el ascensor, asistieron y oyeron el destrozo infernal de cuanto les pertenecía.

"Con el ánimo ya bastante entristecido ante las dolorosas escenas presen-ciadas, indignas de un pueblo culto en la hora del triunfo, aun cuando habían sido grandes, largos y duros sus sufrimientos, me dirigí por la calle de Arturo Prat rumbo a la casa de don Vicente Montero para sacar en "La Jus-ticia" un suplemento destinado a instruir al público en detalle de lo ocu-rrido.

"Tropecé en la esquina de la calle del Instituto con una turba que daba comienzo a la destrucción de una imprenta de propiedad de Lathrop, en donde se editaban periódicos adictos a Balmaceda. Conseguí convencer a aquellas fieras humanas que detuvieran su obra vandálica para aprovechar las instalaciones en confeccionar suplementos y proclamas favorables a nues-tra causa y para dar a conocer en detalle el triunfo. Mis palabras fueron recibidas al principio con desconfianza, con muy poco deseo de obedecerlas y aun con muestras de franca hostilidad. Se oyeron gritos diciendo que era estratagema de algún astuto balmacedista. Comprobado que hube mi identi-dad personal, mi parentesco con don Waldo Silva y mi acción como redactor afortunado de "La Justicia", fui finalmente oído y se me dejó en tranquila posesión de la imprenta.

"Algunos de los operarios que vagaban ocultos entre la multitud, sigilosa-mente se acercaron para agradecerme y se pusieron incondicionalmente a mis órdenes para realizar los trabajos que deseara.

"Dueño de la mesa del Director, en el mismo sitio donde hasta el día ante-rior se escribía a favor de Balmaceda, redacté rápidamente un suplemento con todos los datos que Baquedano suministró la noche antes sobre la derro-ta del Ejército gubiernista y su consiguiente abdicación, seguida de la trans-misión del mando.

"Se compuso e imprimió el suplemento con letras rojas, color que era el

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distintivo de los constitucionales, y fue la primera noticia exacta de los suce. dido que recibió el gran público.

"Cerca de la una del día se puso a la imprenta un gran letrero reconocién. dola como oficial del nuevo gobierno, lo que sirvió para defenderla de l a s

turbas embravecidas, hasta que fue posible reintegrarla sin mayores daños a su propietario.

"Al salir del local tropecé con un grupo numeroso de gente que corría ve-lozmente en persecución de alguien. Entre ellos, un hombre joven, cuyo nom. bre no supe nunca, iba disparando locamente su revólver y gritando: "Ma. tenlo, mátenlo; es Galecio, miembro del Consejo de Guerra que hizo asesinar a mi hermano en Lo Cañas". El señalado como Galecio, saltó por sobre la re-ja de una ventana-balcón y los postigos se cerraron rápidamente tras él, mien-tras sonaban dos detonaciones. El perseguidor y sus acompañantes pugnaban por forzar la puerta de calle y las ventanas para alcanzar su objetivo de matar a Galecio.

"No con poca dificultad, utilizando el prestigio que me había dado en el barrio la ocupación de la imprenta y mi carácter ya público de redactor de "La Justicia", conseguí que me dejaran entrar a mi sólo pajra informar lo que había dentro de la casa y si realmente se había refugiado en ella el persegui-do Galecio que, antes de militar en el ejército de Balmaceda, había sido pro-fesor de matemáticas en el Instituto Nacional.

"Me introduje a la casa por una de las ventanas-balcones que ya habían abierto a viva fuerza.

"No encontraba a nadie ni en los patios ni en las habitaciones, hasta que atraído por un llanto y lamentos desesperados, llegué hasta una piecesita in-terior, seguramente de una empleada, en donde una señora, que me'dijo ser la dueña de la casa, se lamentaba, bañada en sangre, suplicándome que no la matara y asegurándome que había saltado Galecio por la ventana que ella abrió atraída por el ruido de la calle; "pero, le juro, le juro me repetía des-pavorida que se arrancó por la acequia". Seguía implorándome por su vida sin poder convencerla que había entrado para salvarla, que no tuviera nin-gún miedo y que hiciera un esfuerzo para poderla conducir hasta la botica en busca de auxilio para la herida que sangraba tanto.

"Lo que había ocurrido era lo siguiente: al asomarse la señora a la calle, Galecio saltó por la ventana-balcón que ella abrió; el perseguidor disparó haciendo blanco en la señora y felizmente la bala pasó superficialmente por la espalda, hecho que quedó reconocido en una botica vecina, en donde llevé a la herida con gran dificultad y con la ayuda de una empleada que la esta-ba acompañando cuando la encontré.

"El persegidor de Galecio y sus acompañantes entraron en seguida a la ca-sa en pequeños números y, ante las pesquisas infructuosas para encontrarlo en la casa o en la acequia, donde escapó, se retiraron sin ocasionar ningún daño.

"Al día siguiente recibí la visita emocionada de un señor Iglesias, marido de la señora a quien yo había atendido, quien me confirmó que la salud de la enferma mejoraba y que la herida no era de cuidado. No tuve después nin-guna noticia ni información respecto al señor Iglesias o de su familia. Hasta el día de hoy no he sabido quienes serían y cual credo político profesaban.

"Satisfecho de la buena obra realizada, llegué hasta la casa de don Vicente Montero, donde tuvo afortunado hospedaje "La Justicia", en calle Arturo 'Prat esquina de la del Instituto. Don Vicente y todos sus hijos luchaban em-peñosamente contra una turba en defensa de la casa de unos señores Concha, de Talca, cuyo saqueo empezaba. Me asocié de todo corazón a la humanita-

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r¡ a y digna tarea en que estaba empeñado don Vicente y sus hijos. Me subí a una ventana de reja y, afirmado como pude allí, pretendí contener a la mul-tud con un fogoso discurso. ¡Vano intento! Uno de los del grupo, en medio ¿e violentas imprecaciones e insultos, acusándome de balmacedista difrazado, me lanzó una gran pidra con mucha violencia, amenazándome que seguiría el bombardeo hasta que me callara. Felizmente la piedra pasó sobre mi cabe-za, se estrelló contra la reja de la ventana, y rodó sobre mi hombro sin hacer-me mayor mal; pero, fue bastante eficaz la advertencia para convencerme que era inútil continuar exponiéndome. Hubo que resignarse ante la elocuencia ¿el argumento y dejar que aquellas fieras humanas siguieran adelante con su vandálica obra.

"Me dirigí finalmente a mi casa y al llegar, más afortunado que en calle A r t u r o Prat, secundé a mi hermano José Pedro y a otros vecinos que defen-dían del saqueo a un Diputado balmacedista don Eloy Cortínez, que era n u e s t r o vecino. Hasta mi padre se había hecho sacar a la vereda, en su silla de ruedas. La gente obedeció y, aunque muy mal humorada, se retiró sin con-sumar su a t en t ado .

"Abrumado por tantas emociones y para tranquilizar a mi padre que había estado muy inquieto por mi larga ausencia, desde la mañana, pasé el resto del día acompañándolo o en casa de mi tía Irene, a donde llegaban a cada rato noticias de algún nuevo saqueo. Mi padre se manifestaba apenado por ello y sentía que Baquedano hubiera ensombrecido su gloriosa hoja de servicio permitiendo actos tan indignos de un pueblo culto y civilizado, que debió recibir en otra forma la noticia del triunfo de su noble ideal de salvación pública, por el cual tanto había sufrido y luchado. Los saqueos se explican como el desborde de pasiones tanto tiempo dominada y reprimidas; pero, no se justifican.

*

Muerte de Balmaceda

Mientras esto ocurre después de la acción de La Placilla en Valparaíso, un grupo destacado de "balmacedistas" entre los que se cuentan Don Claudio Vicuña. Presidente electo para suceder a Balmaceda; Don Julio Bañados Espi-noza, Ministro en campaña y don Oscar Viel, Intendente de Valparaíso, ape-nas si disponen del tiempo necesario para refugiarse en un buque de guerra extranjero anclado en el Puerto.

Balmaceda, que cuenta todavía con algunas tropas en Santiago y Coquim-bo, considera inútil la resistencia, que de hacerse importaría aumentar el to-rrente de sangre hermana ya derramada. Llama, pues, al General Baquedano y le hace entrega del mando del país y de la plaza. Sale de la Moneda a altas horas de la noche, acompañado por don Manuel Arístides Zañartu y don 'Luis Antonio Vergara, y se dirige a pie a la Embajada Argentina, servida por José Evaristo Uriburu, sita en la calle de Teatino. En la puerta se despide con un fuerte abrazo de sus acompañantes. Después, con helénica serenidad, entra en la casa de la nación transandina, de la cual, en días más, saldrá ca-mino de la Historia.

Antes de morir, ordena sus pensamientos y encara con magnífica lucidez los hechos en los cuales ha sido primer actor durante los cinco años de su Go-bierno. Nunca la visión de un hombre con tan alta responsabilidad pública, fue más justa y desapasionada que la del Presidente Balmaceda, en ese mo-mento supremo en que él mismo se alista para enfrentarse con el misterio.

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Explica así su permanencia en la Patria después del desastre de sus tropas

en la batalla de La Placilla: "Aunque el 28 tuve los medios necesarios para salir al extranjero, creí que

no debía excusar responsabilidad, ni llegar fuera de Chile como mandatario prófugo después de haber cumplido, según mis convicciones y en mi concien-cia, los deberes que una situación extraordinaria impuso a mi energía y pa . triotismo.

"Esta resolución se había fortalecido al contemplar la acción general in¡. ciada contra las personas y los bienes de los miembros del partido que com-partió conmigo las rudas y dolorosas tareas del gobierno, y la más grave y ex-traña de proceder y juzgar por tribunales militares a todos los jefes y oficiales que se han mantenido fieles al jefe constitucional, y que en las horas de ag¡. tación política excusaron deliberar, porque la Carta Fundamental se los pro-hibe."

Y más adelante; refiriedose a la ingratitud de los hombres con relación a su propio destino:

"Entre los más violentos perseguidores del día figuran políticos de diversos partidos, y a los cuales colmé de honores, exalté y serví con entusiasmo. No me sorprende esta inconsecuencia, ni la inconstancia de los hombres.

"¿No se formó en los famosos tiempos de Roma una coalición de partidos y de caudillos en que, para asegurar el Gobierno, el uno sacrificó a su her-mano, el otro a su tío, y el principal de ellos su tutor? ¿No fue degollado Cicerón por orden de Popilio, a quién había arrebatado de los brazos de la muerte, con su elocuencia? Todos los fundadores de la independencia sud-americana murieron en los calabozos, en los cadalsos, o fueron asesinados, o sucumbieron en la proscripción y el destierro.

"Estas han sido las guerras civiles en las antiguas y modernas democracias. "Sólo cuando se ve y se palpa el furor a que se entregan los vencedores

en las guerras civiles se comprende por qué en otros tiempos, los vencidos po-líticos, aun cuando hubieran sido los más insignes servidores del Estado, concluían por precipitarse sobre sus propias espadas.

"Viendo la terrible persecución de que éramos objeto incesante, formé la resolución de presentarme y someterme a la disposición de la Junta de Gobierno, esperando ser juzgado con arreglo a la Constitución y a las leyes y defender, aunque fuera desde el fondo de una prisión, a mis correligiona-rios y amigos. Así lo anuncié al señor Uriburu, a quien expresé la forma de la presentación escrita que haría.

"Pero, se han venido sucediendo nuevos hechos, hasta entregarse mis actos, con abierta infracción constitucional, al juicio ordinario de los jueces de la revolución.

"He debido detenerme. "Hoy no se me respeta y se me somete a jueces especiales, que no son los

que la ley me señala. Mañana se me arrastrará al Senado para ser juzgado por los senadores que me hicieron la revolución, y entregarme en seguida al criterio de los jueces que separé de sus puestos por revolucionarios. Mi sometimiento al Gobierno de la revolución, en estas condiciones, sería un acto de insanidad política.

"Aun podría evadirme saliendo de Chile, pero este camino no se aviene a la dignidad de mis antecedentes, ni a mi altivez de chileno y de caballero.

"Estoy fatalmente entregado a la arbitrariedad o a la benevolencia de mis enemigos, ya que no imperan la Constitución ni las leyes. Pero Uds. saben que soy incapaz de implorar favor ni siquiera benevolencia de hombres a quienes desestimo por sus ambiciones y falta de civismo.

"Tal es la situación del momento en que escribo".

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y ya resuelta para siempre la trágica resolución, de sacrificarse por sus o a r t i d a r i o s y por la tranquilidad de la república, se despide del estandarte en que simbolizara sus aspiraciones de patriota, pero augurando a su enseña mejores tiempos y una mayor serenidad en los espíritus. Antes que un párra-fo político es éste una clara profecía que antes de dos generaciones iba a ser confirmada por los acontecimientos. Oigámosle:

"Mi vida pública ha concluido. "Debo, por lo mismo, a mis amigos y a mis conciudadanos la palabra ínti-

ma de mi experiencia y de mi convencimiento político. "Mientras subsista en Chile el Gobierno parlamentario en el modo y

forma en que se le ha querido practicar, y tal como lo sostiene la revolución triunfante, no habrá libertad electoral, ni organización seria y constante en los partidos, ni paz entre los círculos del Congreso. El triunfo y el someti-miento de los caídos producirán una quietud momentánea; pero antes de mucho renacerán las viejas divisiones, las amarguras y los quebrantos mora-les para el Jefe del Estado.

"Sólo en la organización del Gobierno popular representativo, con pode-res independientes y responsables y medios fáciles y expeditos para hacer efectiva la responsabilidad, habrá partidos con carácter nacional y derivados de la voluntad de los pueblos y armonía y respeto entre los poderes funda-mentales del Estado.

"El régimen parlamentario ha triunfado en los campos de batalla, pero esta victoria no prevalecerá. O el estudio, el convencimiento y el patriotismo abren camino razonable y tranquilo a la reforma y a la organización del Gobierno representativo, o nuevos disturbios y dolorosas perturbaciones habrán de producirse entre los mismos que han hecho la revolución unidos, y que mantienen la unión para el afianzamiento del triunfo, pero que al fin concluirán por dividirse y por chocar. Estas eventualidades están, más que en la índole y en el espíritu de los hombres, en la naturaleza de los princi-pios que hoy triunfan y en la fuerza de las cosas.

"Este es el destino de Chile, y ojalá las crueles experiencias del pasado y los sacrificios del presente, induzcan la adopción de las reformas que hagan fructuosa la organización del nuevo Gobierno, seria y estable la constitución de los partidos políticos, libre e independiente la vida y el funcionamiento de los «Poderes Públicos y sosegada y activa la elaboración común del pro-greso de la República.

"No hay que desesperar de la causa que hemos sostenido ni del porvenir. "Si nuestra bandera, encarnación del Gobierno del pueblo verdaderamen-

te republicano, ha caído plegada y ensangrentada en los campos de batalla, será levantada de nuevo en tiempos no lejanos, y con defensores numerosos y más afortunados que nosotros, flameará un día para honra de las institu-ciones chilenas, y para dicha de mi patria, a la cual he amado sobre todas las cosas de la vida.

"Cuando Uds. y los^amigos me recuerden, crean que mi espíritu, con todos sus más delicados afectos, estará en medio de Uds.".

Firmada esta carta, que se conoce con el nombre de Testamento Político, tendido sobre el lecho de su alcoba, apoya en la sien, con pulso tranquilo, el cañón de su revolver.

Pero cuando hace fuego no es la helada envoltura de la Parca la que en-tumece el cuerpo de Balmaceda: es la ingratitud de quienes le traicionaron la que anticipa en él el frío de la muerte.

Alta, erguida como un símbolo, emerge entonces ante la conciencia de Chile y el respeto de América, la figura del mártir.

Dos años después de la tragedia, muchas heridas de la Guerra Maldita

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sangrarán todavía; pero nadie dudará de la honradez de don José Manuel nadie pondrá en tela de juicio su patriotismo, nadie vejará el pedestal de sú estatua, que el escultor todavía no cincela definitivamente asentada en el corazón de su pueblo*.

Antes de un lustro, partidarios y opositores circundarán, en respetuosa y auténtica guardia, la memoria del héroe. Estos hombres tercos de la tierra chilena, que gustan de la montaña y del mar, tienen, no importa sus grandes equivocaciones, un sentido español de la justicia. Por eso comprenden muy luego las proporciones de su error.

[Es el amigo, el mentor sin segundo, el que yace ahora inmóvil sobre el desolado panorama de la patria!

Con el espíritu contrito, comprueban que el triunfo no significa otra cosa que la inicial dramática de un declive por el que rueda hacia el caos el pres-tigio institucional de la República. Dos generaciones lamentarán desde aquel entonces el abandono en que los ciegos de 1891 dejaran al firme capitán, solitario en medio de la tempestad, aunque se enorgullezcan des-pués de verlo en la arena del tiempo, solitario también, pero aureolado aho-ra por la belleza de su gesto.

*

Meditando

Pasados la exaltación y el bullicio del día 29 de agosto, la ciudad amanece envuelta en silencio, como si nada hubiese ocurrido. El drama o la alegría se concentran ahora en el interior de los hogares, para llorar las primeras lágrimas de la derrota o saborear las promesas de la victoria.

Los regimientos revolucionarios van llegando a la capital por separado, silenciosamente, sin llamar la atención. No se les espera aún, y no hay estré-pito para acompañarlos. Son chilenos los vencedores y chilenos los vencidos. Las puertas de los cuarteles donde se hospedan tropas de regreso, se llenan de gentes que vienen no a festejarlos sino a inquirir noticias de oficiales y soldados que no han regresado o cuya suerte se ignora. A cada rato resuenan llantos y sollozos de desesperación, que difundidos por la ciudad contribu-yen a amortiguar el estallido de júbilo de los primeros momentos.

"En el cuartel esquina de la calle Santa Rosa —continúa refiriéndonos sus impresiones el señor Alessandri— donde hoy funciona una Escuela Vocacio-nal de Mujeres, conversaba yo con mi amigo Ricardo Anguita, que lucía sus galones de capitán revolucionario y que montaba guardia. Le pedía datos y pormenores interesantes sobre las batallas de Concón y Placilla, cuando se nos acercó don Ismael Rengifo, que era un reputadísimo y respetable inge-niero. Ansiosamente, le pidió informaciones al capitán Anguita sobre su yerno, un joven Echegoyen. Anguita, con toda frialdad, propia de quien aca-ba de andar por los umbrales de la muerte y ha visto'morir a su lado cientos de hombres, le dijo: "Lo mataron en Concón, cerca de mí." Entró en segui-da en detalles sobre la forma de muerte y agregó después una larga lista de conocidos muertos. Don Ismael se demudó, temí que experimentara un acci-dente y lo acompañé a su casa, donde se dirigía a trasmitir la dolorosa noti-cia sollozando como un niño herido.

"Escenas como aquellas producían y difundían honda impresión de pesar. Los días transcurrían así ensombrecidos por el sentimiento de tantos. Las zozobras no habían desaparecido, el país no entraba todavía por las vías ordi-

*Esa estatua ya existe. Encuéntrase situada en la entrada del Parque Gran Bretaña.

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n a r i a s de la normalidad. No se aquietan completamente las olas del mar, des-p u é s d e l a t o r m e n t a . 1

"Era frecuente que, por una razón u otra, salieran los regimientos revolu-cionarios por las calles disparando tiros y matando a veces a inocentes e ino-fensivos transeúntes. Se ignoraban las causas de aquellos desmanes, explica-bles en tropas improvisadas, con poca disciplina, que habían sufrido, luchado y triunfado. Cuando aquellos frecuentes desórdenes ocurrían, era impresio-nante ver a don Jorge Montt, a caballo, vestido con su correcto uniforme de marino, estirando lo mas posible sus cortas piernas, el pantalón arremangado hasta la mitad de la pantorrilla y luciendo sus bien lustrados zapatos rebaja-dos, fuertemente afirmados en la estribera metálica de una silla inglesa. Don Jorge, tranquilo, sereno, sin inquietarse por nada y como si estuviera pacífi-camente presenciando una parada se ponía frente a la tropa que estaba dis-parando los llamaba al orden, a la disciplina y a la obediencia, con un voza-rrón que no parecía salir de aquel cuerpo tan chico. (Los disparos cesaban, el regimiento se sentía vencido por la autoridad moral de aquel jefe que sa-bía mandar y que los había conducido a la victoria. Seguía el regimiento mansamente a don Jorge a su cuartel y entregaba allí sus armas y municio-nes.

"Varias veces fui testigo presencial de escenas como la que cuento y que fueron observadas desde la puerta de calle de mi casa, respecto de batallones que estaban albergados en la calle de Maestranza o al lado de la calle de San-ta 'Rosa. Estos eran los que aparecían como los más indisciplinados, pues de continuo salían de sus cuarteles y pretendían derramarse por la ciudad, sin rumbo conocido.

"Así pasaron los días hasta el 19 de septiembre. La ciudad y el país fueron sorprendidos con la trágica noticia de la muerte del Presidente Balmaceda. Muchos lo celebraron; otros entre los cuales me contaba yo sentimos una honda impresión de pesar. El sacrificio heroico del Presidente apareció en-tonce ante mi espíritu como la demostración evidente de que aquel hombre había luchado, no por ambiciones ni por intereses pequeños, sino impulsado por la convicción honrada que había seguido el único camino trazado por su deber, en defensa de los sagrados intereses de la Patria, a la cual, como él lo dijo con tanta verdad y sentimiento, amó por sobre todas las cosas.

"Sentí golpear mi conciencia con la reproducción de los sufrimientos infi-nitos que aquel hombre, abandonado de todos, sin una palabra o rostro ami-go, debió experimentar antes de tomar su resolución suprema en homenaje a la tranquilidad del país y a la de sus partidarios. Pudo salvarse y no lo quiso. Agustín Edwards, que preparaba con datos valiosos una historia justiciera de Balmaceda que habría tenido el inmenso valor de haber sido escrita por el hijos de uno de los principales directores de la Revolución del 91, me refirió que don Enrique Salvador Sanfuentes, sabedor del desastre y antes de la hora en que Balmaceda se asiló en la Embajada Argentina, le ofreció guías experi-mentados, caballos, muías y todos los elementos necesarios para salir del país por el boquete de San José de Maipo. Balmaceda agradeció y rehusó.

"Después del sacrificio medité con tristeza en las bondades y atenciones que aquel hombre me había dispensado en su horas de grandeza y que yo ha-bía olvidado, momentáneamente extraviado y vencido por la pasión del am-biente. Germinó y cada día adquirió en mí mayor fuerza el convencimiento que era indispensable borrar los desgarramientos producidos en la familia chilena por la Revolución del 91. Pensando, estudiando, meditando con tran-quilidad los antecedentes que la produjeron, me convencí que, como ya lo dije y repito, la revolución contra Balmaceda fue injusta y lo hizo víctima de una evolución histórica que hizo crisis. Por esta razón fui uno de los primeros

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en iniciar la reacción reparadora a favor del mártir que ofrendó su vida en holocausto a su grandes ideales de bien público, como el los entendió y com-prendió."

Las palabras actuales de Alessandri, cuando habla de Balmaceda, se llenan de admiración y cariño incontenidos. Se ve que el sedimento de los años, aclarando su espíritu, puso en la balanza de su criterio la verdadera y definitiva sinceridad de un juicio desapasionado. Mas, alguna explicación de-be tener ese su encono juvenil, e infatigable deseo de ataque en contra del 'Presidente Mártir durante los días de 1891.

El asunto no carece de interés y queremos tratarlo. Estudiando los antecedentes que obran en nuestro poder, creemos que la

animadversión de Alessandri Palma en contra de don José 'Manuel fue, en un ochenta por ciento —como el mismo nos ha dicho—, obra del contagio mental provocado por la enconada propaganda antigobiernista de la oposi-ción parlamentaria.

Es verdad que ni don Pedro ni su familia tenían vínculos de amistad con el señor Balmaceda; Arturo sólo lo conocía de vista, cuando, en época de co-legial, salía de asueto a casa de su tía Elcira, que vivía com ya sabemos, en calle Miraflores al llegar a Merced. iPero esa visión no fue nunca para el mozo antipática o desagradable, al contrario: siempre le inspiró si no amor, un res-petuoso impulso no exento de cariño.

Balmaceda, en aquel entonces, era el gran Ministro de Santa María y unos con odio y otros con admiración, distinguíanlos desde lejos. El grande hom-bre pasaba muchas veces de a pie rumbo a la calle de la Merced, en donde tiene su casa habitación, una propiedad muy antigua y espaciosa, que hace es-quina en la calle Santa Lucía, donde hoy se levanta un edificio de departa-mentos de muchos pisos. .'Con la curiosidad de los niños por las personas de fama, Arturo lo seguía a la distancia hasta verlo entrar a su casa y perderse tras las puertas de la mampara. En aquel tiempo el entonces Ministro viste siempre de levita larga, que le llega hasta cerca de la rodilla y que él abotona correctamente, con botones grandes de hueso. No abandona jamás el sombre-ro de pelo* y su andar es tranquilo y solemne, con un pequeño balanceo que, alto y delgado como es su cuerpo, evoca en el espíritu del joven la idea de un árbol mecido por el viento.

Cedamos otra vez la palabra al propio protagonista de estas páginas: "Ese hombre tan combativo por unos y admirado por otros —sigue refi-

riéndonos el Sr. Alessandri— ejercía sobre mí una invencible atracción per-sonal y jamás pude imaginarme entonces que en un día cercano iba yo a militar entre sus más encarnizados impugnadores.

"'Llegado Balmaceda a la Presidencia, en dos o tres ocasiones recibí de sus manos varios premios de los que se otorgaban en aquellos años en el curso de leyes. Fue grata satisfacción para mí obtener calurosas y expresivas felicita-ciones del Presidente cuando vio en una repartición de premios repetido mi nombre hasta por cuatro veces.

"Fue llamado como secretario privado del Presidente, Luis Alberto Nava-rrete Basterrica, que había sido mi compañero en el colegio de los Padres Franceses. Era muy chico, de talle largo y piernas cortísimas que daban a su personalidad un aspecto ridículo. Muy negro, cara y nariz achatadas, feísimo, lo motejábamos con el apodo del macaco Navarrete; pero tenía un talento deslumbrante. Poeta, escritor, erudito en exceso, no había libro nuevo que el "macaco" no conociera o hubiera leído y digerido a fondo. Hablando con él se olvidaban sus deficiencias físicas y parecía hasta buenmozo.

•Sombrero de copa alta. Chistera, en España.

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"Balmaceda había hecho una verdadera adquisición al llevar a su lado a este gran cooperador.

"En una ocasión que me interesé por obtener en el Instituto Nacional una cátedra de historia y que encontré resistencia en el Rector, don Juan Nepo-muceno Espejo —era yo estudiante de los primeros años de deredho—, le pedí a mi gran amigo y compañero Navarrete que me consiguiera el apoyo del ¡presidente.

"Al día siguiente me significó que había cumplido mi encargo, que el Pre-s i d e n t e lo había acogido con benevolencia, lo que deseaba exteriorizarme p e r s o n a l m e n t e , para lo cual debía concurrir a la sala del despacho presiden-cial ese mismo día a las seis de la tarde. No podía creer fuera cierto lo que N a v a r r e t e me decía y hubo de ponerse muy serio para convencerme que decía la verdad. El Presidente de la República se aparecía para mí en aquellos años como un hombre muy superior, que se encontraba a inconmensurable a l t u r a sobre todos los demás, casi un semidiós. No podía concebir tan gran-de honor para un pobre estudiante como yo era en aquel entonces.

"Llegó la hora de la audiencia, el portero, me hizo entrar a la sala del Ede-cán. Estaba de turno Lopetegui. Hombre alto, fornido, muy derecho, ence-rrado en su casaca y cubierto de entorchados por vientre y lomo, semejaba uno de los guardias imperiales de Napoleón ;I. Con suma gravedad me ofreció a s i e n t o , abrió la puerta de la Secretaría y llamó a Navarrete, quien me intro-dujo al despacho del Presidente abriendo un costado de la mampara que co-municaba esta sala con la de Su Excelencia.

"Balmaceda estaba sentado en su escritorio de trabajo. Al vernos entrar se levantó y, afablemente, me tendió su mano y estrechó la mía con palabras delicadas de afecto. Mi emoción no tenía límites. Quise hablar y no pude articular palabra. El Presidente me dijo: "Sé por Navarrete que desea ser profesor en el Instituto. Lo ayudaré con todo gusto; un alumno tan distin-guido como Ud. merece el amparo del Presidente de la República y lo tendrá. Voy a escribirle una carta de recomendación para Espejo."

"Navarrete le ofreció redactarla y el Presidente le contestó que la escribi-ría de su puño y letra. Al efecto, se sentó, y con su letra grande y desparrama-da, me recomendó efusivamente a Espejo, manifestándole elogiosamente que deseaba que un joven tan estudioso fuera atendido en su justa petición de ingresar al profesorado, lo cual sería beneficioso también para el país.

"Es imposible traducir con exactitud y realidad la emoción que aquella escena me produjo. Me retiré balbuceando palabras de agradecimiento mien-tras el Presidente me despedía diciéndome: "Ya conoce, joven, el camino. Si le va mal en el empeño o cualquier cosa que se le ofrezca, dígale a Navarrete que me lo traiga, y a sus órdenes."

"Muchas veces durante mi Presidencia me venía a la mente el recuerdo de esta escena imborrable y sentía remordimiento por mi actitud contra el Pre-sidente Balmaceda que tan inmensamente debió sufrir durante la Revolu-ción del 91.

"La sala en que me recibió, fue la misma en que yo trabajé durante toda mi primera Presidencia y parte de la segunda. Fue Balmaceda quien la acomodó para oficina suya y de los Presidentes que le siguieron en el mando. Santa María vivió en su casa de la calle Santo Domingo. Venía desde allí todos los días a La Moneda, en coche de gobierno y siempre con escolta. Trabajaba en los salones del lado de la calle de Moneda, donde el actual Presidente* ha establecido hoy su despacho y oficina de trabajo.

"Le llevé a mi padre la carta de Balmaceda; le conté en detalle cuanto me

•Don Juan Antonio Ríos Morales.

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había dicho. No podía dominar su inmensa impresión de gusto por la forma como su hijo había sido acogido por el (Presidente y por los conceptos tan benévolos y elogiosos con que lo juzgaba en la carta dirigida a Espejo. Se reía a carcajadas de mi actitud de tanto desplante y aplaudía mi resolución e inciativa, para buscarme la vida. Aproveché naturalmente para darme ante mi padre un poco de facha respecto a mis iniciativas y, por cierto, me cuidé bien de contarle el inmenso susto que tuve al verme frente a frente, cara a cara, con el Presidente de la República que, como de costumbre, usaba su mismo levitón de faldones largos, cruzados, con dos hileras de grandes boto-nes de hueso y los bolsillos atravesados en la cintura, donde generalmente guardaba el Presidente una de sus manos. Era la misma indumentaria con la que yo estaba acostumbrado a verlo pasar por Miraflores, rumbo a su casa.

"En las vacaciones de 1880, yo veraneaba en Viña del Mar, en un hotel frente a la Estación, calle de Alvarez. En el preciso lado poniente había una gran casa, hoy Hotel Francia, de propiedad de doña Encarnación Fernández, madre del Presidente, quien pasaba la temporada allí con su familia. Diaria-mente Su Excelencia se trasladaba a su despacho en Valparaíso y, por las tardes, volvía con su levita y sombrero de pelo, en el tren de las cinco o de las seis. No había otro medio más eficaz entonces para comunicarse con Valparaíso. No existía el camino plano, a cuya apertura contribuí en mi calidad de Ministro de Obras Públicas de don Fe derico Errazuriz, en 1899. En aquel año se echó abajo el túnel llamado de los Magos, que perforaba el cerro, el mayor obstáculo existente entre Viña y Valparaíso. Se corrió tam-bién la línea hacia el mar, para dar espacio al camino.

"Siendo yo Presidente de la República e Intendente de Valparaíso Alberto Phillips, se terminó la pavimentación del camino y se entregó al servicio pú-blico. No fui convidado a la inauguración de esta obra por la cual había lu-chado tanto y que resultó de tan trascendental importancia para la región. ¡Así es la vida! ¡Está ella sembrada de injusticias y olvidos!

"La vecindad a la casa del Presidente y la buena opinión que él siempre exteriorizaba respecto a mí, dieron motivo para que conociera y cultivara amistad con las tres hijas del Presidente: Elisa, Julia y María, que eran muy educadas, excepcionalmente inteligentes y de gran cultura y simpatía. Nos encontrábamos siempre en fiestas sociales y departíamos con amistad y con-fianza. Con mucha frecuencia veía a las niñas en los paseos acompañadas por el Coronel Lopetegui, que era considerado en la casa con la mayor confian-za y como si fuera una persona de la familia.

"Conocí también y traté a la esposa del Presidente, doña Emilia Toro,He-rrera; persona de inmensa distinción, delicadeza y cultura. Me dispensaba mucho afecto porque, según ella decía, yo que era muy parecido en el sem-blante a su malogrado hijo Pedro que había muerto en edad temprana, después de haber arrastrado la fatalidad de ser jorobado a consecuencia de un mal golpe cuando muy niño.

"Aunque no frecuentaba La Moneda, mi amistad con la familia persistía y nos encontrábamos siempre en casas de amigos comunes. ¡Cuántas veces oí a la señora Emilia y a las niñas prodigar los más afectuosos recuerdos y conceptos a las atenciones y actitudes de Lopetegui! Es realmente inexpli-cable la actitud posterior de este hombre.

"!La agitación política del año 1890, las actitudes de personas de mi fami-lia y mis mal disimuladas simpatías por la causa de la oposición que se en-cendía, pusieron insensiblemente término a mi buena amistad con la fami-lia Balmaceda y me alejaron de ella, amistad que felizmente en el curso de la vida se reanudó en forma sincera y afectuosa.

"No está demás advertir que a pesar de la efusiva recomendación que para

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Juan Espejo, Rector del Instituto, me dio el Presidente, no fui atendido. La clase vacante era de Historia Sagrada y yo pretendía hacerla con criterio hu-m a n o , estudiándola como la historia de una de las tantas religiones de los p u e b l o s antiguos. Espejo temió una campaña formidable de desprestigio con-tra su colegio iniciada por los conservadores, en caso de entregar a un laico con ideas revolucionarias una clase que ellos consideraban parte integrante de los estudios religiosos. 'Yo pasé muchos años enfurecido contra Espejo por haber contrariado la voluntad presidencial en mi perjuicio. Más tarde me c o n v e n c í que había tenido la razón y cumplí con el deber de confesárselo pú-blicamente, cuando entregué la educación de mis seis hijos al Instituto Na-c i o n a l , cuyo rectorado mantenía."

*

Como ya lo hemos dicho, la revolución fue originada por una serie de pa-siones contrapuestas, de hombres y de partidos; pero en el fondo de los espí-ritus gravitaba desde hacía tiempo una formidable aspiración de libertad, que es en definitiva la que precipita el curso de los acontecimientos.

En el camino de los derechos individuales el país había alcanzado grandes y efectivos triunfos; pero el derecho soberano de elegir a sus gobernantes, fueran ellos congresales o Presidentes de la República, continuaba siendo una vana ilusión recogida en una ley como letra muerta y desconocida, abso-lutamente, en los hechos.

En la Administración Santa María el desconocimiento a la libre expresión de la voluntad electoral, había dejado en los ánimos tremendos resabios. Preveíase que esa alta aspiración de la cultura democrática tenía que hacer crisis de un momento a otro. El mal había alcanzado mucha profundidad y los hombres, movidos en el fondo por una justa exigencia, querían reivindi-car plenamente el cívico derecho de elegir y ser elegidos. Para conseguirlo, no encuentran sino un medio eficaz: la invención de un parlamentarismo sui géneris, con Ministros que representaran al Congreso y que para subsistir en sus cargos tuvieran que contar con su confianza. Esta doctrina se hizo carne y vida en una porción considerable de los habitantes del país, que lue-go hubo de enfrentarse con la otra —presidencialista— que consideraba equi-vocada la antedicha interpretación constitucional. Uno y otro bando, fuerte-mente convencidos de sus puntos de vista, llegan a los campos de batalla para dirimir la contienda con el generoso sacrificio de sus vidas. ¡Ultima etapa de una evolución arrastrada por largos años de rencillas partidistas que finaliza haciendo víctima de ella a don [osé Manuel Balmaceda, el Man-datario menos acreedor de tan injusto e ingrato destino! Sin embargo, trein-ta y cuatro años más tarde el rumbo histórico del Presidente 'Mártir volverá a ser recuperado con el apoyo irresistible del pueblo y de los sectores más importantes de la vida ciudadana, y esa nueva etapa será impulsada por un hombre el cual se abocará a idénticos problemas (agravados por una situa-ción económica desastrosa) a los que determinaron la ruina de Balmaceda, pero con la suerte providencial de que el nuevo caudillo sabrá solucionarlos. Mas —¡oh, paradojas de la Historia!— quien esto realizara, no ha de salir de las filas de los viejos tercios balmacedistas, sino del grupo de los más encarnizados enemigos de don José Manuel; jóvenes, la mayoría de ellos, como Arturo Alessandri Palma, que cegado por las vehemencias de la juven-tud, lanzan la primera y la última piedra al régimen presidencial derrum-bado en 1891.

*

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N O T A S AL L I B R O IV

a Pág. 150. En la prensa opositora escri-ben por esta época las figuras más des-tacadas del periodismo nacional. Con-viene señalar aquí a los de mayor re-nombre: Máximo R. Lira, redactor de "El Mercurio"; Adolfo Guerrero y Gonzalo Bulnes, de "La Libertad Elec-toral"; Zorobabel Rodríguez, de "La Unión"; Javier Vial Solar, de "El In-dependiente"; Augusto Orrego Luco y Vicente Aguirre Vargas, de "La Epo-ca"; Enrique Valdés Vergara, de "El Heraldo"; Isidoro Errázuriz, de "La Patria"; el Pbro. don Rodolfo Vergara Antúnez, de "El Estandarte Católico", y Manuel Antonio Matta, de "El Ataca-meño". El decano de la prensa en es-tos años era "El Ferrocarril", que tam-bién se cuenta en las filas de la oposi-ción.

b Pág. 162. Tomamos esta información del folleto intitulado: «Lo Cañas, rela-ción verídica de los sucesos que en di-cho lugar se desarrollaron en los días 18 y 19 de agosto de 1891, con motivo del ataque y juzgamiento de una mon-tonera organizada en dicho punto por el revolucionario conservador-jesuita Carlos Walker Martínez, contra el Go-bierno legalmente constituido del Excmo. señor don José Manuel Balma-ceda,» Madrid, Imprenta Tetuán, calle de Hortaleza 321, 1892.

Este folleto en 8? y 36 págs., aparece firmado por don Policarpo A. Lavín, C. de E. Hay sospechas de que se im-primió en Buenos Aires, "teniendo en vista —como dice Aníbal Echeverría y Reyes— una copia del sumario original que se siguió en el mismo lugar del su-ceso".

Comentando la denuncia a que nos hemos referido en el texto, el autor ha-ce la siguiente aclaración: "Debemos confesar que este señor padre no hizo la denuncia por otro interés que por salvar a su hijo de las consecuencias que le esperaban, si era aprehendido después de tomar parte en las deprada-ciones o defensa que efectuara la mon-tonera. Sabíase, pues, que la montonera existía y se le hacía subir a un número de 500 personsa; pero difícil era saber el lugar que había designado para sus depradaciones, y sólo se sospechaba que pronto aparecería por la línea fé-rrea, vía estratégica de importancia pa-ra el Gobierno."

El caballero a quien señalábase co-mo delator era don Vicente Borne, padre de Vicente 2', muerto en Lo Cañas. No faltó quien dijese haberlo visto en vís-peras de la tragedia bajar a escape de

un coche, entrar a la Comandancia Ge-neral de Armas y luego salir acompa-ñado de un oficial superior, para ir a La Moneda y permanecer allí más de tres horas, afirmaciones éstas que han sido terminantemente desmentidas aún por uno de sus deudos (don Jorge Oli-vos Borne. Véase su libro "La matanza de Lo Cañas") . Parece que en realidad el señor Borne estuvo a ver a Balmace-da, creyendo que su hijo estaba prisio-nero, pero esa entrevista habría tenido lugar el día 20 a las $1/2 de la tarde, es decir, cerca de 12 horas después de la catástrofe.

c Pág. 161. El Decreto original dice así: "Santiago, 19 de agosto de 1891. Núm. 365. Nómbrase un Consejo de Guerra que procederá sumariamente, en el término de seis horas, a resolver lo que corresponda sobre el castigo que mere-cen las montoneras y las tropas irregu-lares armadas para maltratar la Cons-titución y el respeto a las autoridades legalmente constituidas, y con arreglo a lo dispuesto en el Art. 4í>, título 13, de la Ordenanza General del Ejército; Arts. 141 y 143 del Título 80 del mis-mo Código; servirá de Presidente del Consejo el coronel don José Ramón Vidaurre y de vocales los capitanes don Juan Agustín Durán, don Manuel A. Quezada, don Arturo Rivas, don Leo-poldo Bravo, don Abelardo Orrego y don Manuel A. Fuenzalida. Servirá de Secretario el capitán don Manuel H. Torres. Anótese y cúmplase (Fdo.) Bar-bosa."

d Pág. 163. Esta carta del joven Carlos Flores Zamudio, de la cual el señor Baeza Yávar sólo pudo dar su referen-cia verbal, se completa extrañamente con una, del mismo signatario, escrita por éste minutos antes de ir al patíbu-lo, y que fue dirigida a su padre, don Máximo Flores. Esas letras, que llevan el temblor de las últimas despedidas, dicen así:

"Mi querido papá, mamá y herma-nas:

"Adiós, por un tiempo que no ha de ser largo. Muero fusilado, con mi conciencia tranquila.

"(Adiós papá, mamacita! ¡Adiós Julia, Leonor, Máximo, Blanquita, Joaquín, Guillermita, adiósl En el cie-lo nos veremos de nuevo. "Reciban un fuerte y último abrazo de su

CARLOS."

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pág. 169. El soneto de Carlos Flores 6 Echaurren, a que nos referimos en el

texto, se titula "Historia de una Vi-da", y dice así:

"El corazón del hombre es una histo-ria

escrita en el papel del sentimiento; desengaño y pesar con su argumento con rasgos tenues de feliz memoria.

Ora el relato de perdida gloria es las más veces lo mejor del cuento, ora el relato de un amor violento que desengaño deja por victoria.

Y asi se pasa en la cansada vida, siempre sembrando en árido desierto, sin ver jamás nuestra ambición cum-

plida.

Sólo reposa nuestro paso incierto, cuando el alma, del suelo desprendida, busca en la altura venturoso puerto."

Este soneto lo escribió Flores cuan-do tenía 14 años y denota, con ello, in-cuestionablemente no sólo sensibilidad poética y fina manera de decir, sino también hondura de conceptos. En ple-na revolución escribió un trabajo que no alcanzó a terminar y que intituló "A Chile en 1891". Por mera curiosi-dad, bibliográfica, vamos a transcribir-lo:

"¡Oh dolor! ¡oh dolor! ya los tira-dlos

escarnio vil y afrente nos arrojan, y como siertia grey las manos atan a los que altivos libertad blasonan.

El noble ardor y el entusiasmo san-[to

hoy más que nunca marchan a la fosa a donde inicuas leyes los conducen, para hacer más terrible la deshonra.

Hoy predominan la abyección, el [crimen

cubiertos con carátula traidora, y dictan leyes de mordaza y agio para cubrir sus pérfidas maniobras.

Aro fue bastante preparar verdugos en lóbrega taberna licenciosa para con ellos combatir del pueblo la libertad, y su altivez heroica."

t Pág. 173. Se dijo, en los meses inmedia-tos a la Revolución del 91, que don Carlos Walker Martínez, personalmen-te, había sido quien dirigía las turbas que asaltaban las casas de los balma-cedistas.

Tal afirmación nos parece calum-niosa; y tanto más, cuanto que el pro-

pio don Carlos había ofrecido su do-micilio para que en ella se refugiara Balmaceda, como lo prueba la carta del Ministro argentino ante el Gobier-no de La Moneda, don José Evaristo Uriburu (más tarde Vicepresidente y Presidente de la República hermana), enviada al chileno don Ramón Ricardo Rosas, en contestación a una consulta de este caballero. El texto de ese docu-mento es del tenor siguiente:

"Buenos Aires, diciembre 31 de 1893. Señor Ramón Ricardo Rozas. Santiago. Muy estimado amigo: Me fe-licito de que me haya dado Ud. opor-tunidad, con las indicaciones conteni-das en su precedente carta, de confir-mar actos reveladores de la hidalguía de carácter de nuestro amigo señor Car-los Walker Martínez, así como de dar testimonio contra imputaciones que le afectan y que siempre he considerado desprovistas de toda verdad.

"El hecho que Ud. señala, relativo al señor Balmaceda, es exacto. En los últimos días del asilo de este señor, me llegaron diversos rumores, que debie-ron con razón alarmarme, porque me demostraban que empezaba a sospe-charse que el ex Presidente se encontra-ba en la Legación Argentina; y si tal sospecha se hubiera afirmado y gene-ralizado, dadas las condiciones de áni-mo y las opiniones alardeadas por una parte del pueblo y por el ejército vic-torioso que ocupaba la capital, era in-minente alguna explosión, cuyas con-secuencias desastrosas nadie quizá hu-biera podido prevenir. Walker conocía el asilo del señor Balmaceda, por confi-dencia mía, hecha de acuerdo con el mismo señor, y con propósito, por mi parte de proporcionarme un colabora-dor, en la delicada tarea de proveer a la seguridad de mi asilado; de manera que ante el peligro que amenazaba a éste, no vacilé en buscar el consejo del único auxiliar con que por entonces podía contar.

"En esta circunstancia fue que Wal-ker no indicó su casa como lugar segu-ro del refugio del señor Balmaceda, si llegase la eventualidad que se temía, ofreciéndome la llave para que en cual-quier momento pudiera yo conducirlo a aquélla. Esto era un recurso de ex-tremo que no tuve ocasión de usar y del que no consideré discreto dar cono-cimiento al señor Balmaceda, por no revelarle lo peligroso de su situación, pero del cual me habría aprovechado si el caso lo hubiera requerido.

"Por lo que toca a la actitud de Walker en presencia de los sucesos a que se entregó la multitud el día 29 de agosto, mis recuerdos, muy vivos aún, me permiten ratificar cuanto Ud. refiere, que es estrictamente verídico. Tengo que agregar, sin ernbargo, que

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el día citado por la tarde vi a Walker en su casa, cuando recién llegaba a ella; toda nuestra conversación se redujo ca-si a deplorar los atentados que habían escandalizado la ciudad, condenando la perpetración de ellos con severidad proporcionada a su magnitud. Por Wal-ker supe entonces muchos detalles acer-ca de lo ocurrido, y que él había pre-senciado en mucha parte, por haberse trasladado a caballo, de algunas de las casas asaltadas a otras, ocurriendo a todas ellas con el propósito de impedir la destrucción de las propiedades, ya que no era posible poner coto a la ra-pacidad de los asaltantes, atendidos el excesivo número de éstos y la simulta-neidad con que en diversos puntos la ejercitaban. Walker tenía la voz casi extinguida y me aseguró que a sus pu-ños, que sentía doloridos, no les había cabido pequeña participación en la jor-nada; para expulsar a las multitudes de lo que habían convertido en teatro

de rapiña, le era menester unir a la increpación del acto de insolencia, c) golpe de látigo o puño.

"A esta actitud enérgica de parte de Walker y algunos más, se debe indu. dablemente que los atentados del 29 de agosto no hubiesen tomado mayores proporciones; negarlo sería apartarse de la verdad notoria y volverle la es-palda a la justicia.

"Pensé escribirle a Ud. con más extensión sobre estos asuntos; pero des-pués he considerado más conveniente aplazar la realización de ese propósito para otra oportunidad. Esta vacilación le explicará a Ud. el retardo con que, a pesar mío, correspondo a su aprecia-ble carta.

"Crea U*i. en los sentimientos de distinguido aprecio con que soy su amigo y muy atento servidor.

JOSÉ E . U R I B U R U . "

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L I B R O V

I D O L A

"La libertad —que fue su última, como había sido la primera inspiración de este carácter— dictó las palabras majestuosas con que se apagó ja voz de Manuel Antonio en el Senado.

O j a l á , para bien de Chile y para ejemplo de los pueblos sus hermanos, ojalá que esas palabras se iroponSan c o m o testamento al partido de la libertad y del progreso en Sudamérica. ¡Ojalá!, que el peor tirano no es aquel contra quien el derecho se a b r o q u e l a en una ley de garantías, sino aquel que, so color de intereses sociales, amotina los intereses personales contra el derecho escrito, y maltrata la civilización al lastimar la libertad".

EUOENIO MARIA DE H O S T O S : O r a c i ó n f ú n e b r e e n e l

sepelio de don Manuel Antonio Matta, el 23 de Junio de 1892.

F O R I

. . Hay, por último, fantasmas que se originan en los dogmas que fluyen de las diversas filosofías y que de ahí vinieron a asentarse en los espíritus. Estos últimos, nosotros los denominamos ídolos del foro; porque todos estos sistemas de filosofía, que sucesivamente se han adoptado e inventado, son como otras tantas piezas de teatro que los diversos filósofos han sacado a luz para representarlas cada una a su turno, piezas que ofrecen a nuestra vista otros tantos mundos imaginarios y verdaderamente hechos para la escena. Aquí, no hablamos sola-mente de las opiniones filosóficas, o de algunas sectas que se impusieron en el pasado, sino, en ge-neral de todas ellas que podrían o aún pueden existir. . . "

FRANCIS BACON: " N o v u m O r g a n u m " . ( C a p . 4 3 ) .

Presidencia de don Jorge Montt y pequeñas conspiraciones

Si es tarea relativamente fácil la de abandonar la norma jurídica haciendo saltar el orden público fuera del riel constitucional, es, sin embargo, trabajo de romanos el proceso inverso; porque nada hay más difícil ni más sujeto a contradicciones, que enrielar de nuevo el carro del Estado y volver por los fueros de la Libertad Civil y la Ley.

Al iniciarse el año político de 1892, el Congreso tiene arrestos de triunfa-dor. El Presidente Balmaceda duerme bajo tierra, sacrificado por su propia mano el día en que cumple su período constitucional y cuando, ante su pen-samiento dolorido, forman un montón de ruinas sus ambiciones de patriota y estadista.

Tras el drama de este hombre representativo, muchos piensan, con el fer-vor de las primeras ilusiones doctrinarias, que los preceptos constitucionales defendidos en los campos de batalla, sabrían darle al país, a manera de premio a tantos sacrificios, la paz y el adelanto material que ahora necesita, dignificado todo esto con la libertad civil, sagrado patrimonio de las pocas y verdaderas Democracias que hay en la Tierra.

Tocóle a don Jorge Montt , Presidente de la Junta Revolucionaria de Go-bierno, inaugurar como Jefe Constitucional del Estado, la época de la admi-nistración parlamentaria.

Por desgracia, el señor 'Montt, hombre virtuoso con inmáculas cualidades de caballero y marino, carece en absoluto de la visión política necesaria para imponerse a las nuevas circunstancias creadas por el triunfo de las armas opositoras. Kónig afirma de él que "era de una incompetencia notoria. No sabía nada —expresa— no aprendió nada tampoco". Es mucho decir; pero no hay injusticia en la frase. Falto, como es, de conocimientos generales, descontados los técnicos concernientes al marino, ni siquiera sabe defen-derse de los audaces que lo rodean. En medio del hervor de pasiones dejados por la revuelta, de los odios ocultos de la víspera, que ahora se desbordan impetuosos; de las rencillas, de las intrigas francas o disimuladas que dejara la contienda en la caldeada atmósfera de los partidos políticos chilenos, don Jorge Montt es la primera víctima del parlamentarismo triunfante. Podría ser un elemento moderador pero le falta la mirada de águila del estadista,

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que divisa a lo lejos, entre las brumas del porvenir, los peligros que inevita-blemente engendran la pugna de los hombres, incapaces de comprender el bien colectivo que significa mantenerse dentro de un programa de bien ge-neral y acción práctica. El verdadero estadista otea estos peligros y los salva El político improvisado, de no ser un genio, no logra verlos jamás.

Ya en el mando supremo, el señor Montt advierte que se alejan, dentro de las posibilidades de su quinquenio, la mayor parte de las promesas que se hicieran al pueblo, principiando por la conversión metálica reclamada con imperio por la mayoría de la opinión nacional.

Junto con las primeras desilusiones públicas, la confianza disminuye y l0 s

partidarios del tutelaje parlamentario principian a meditar seriamente si no se ha hecho mal en destruir un régimen peligroso para reemplazarlo por otro peor . . .

Debe pensarse que el antiparlamentarismo no ha sido en Chile una plan-ta esporádica ni un simple aspecto de la vieja controversia entre el Congreso y la Casa de Gobierno, que desde los días de la Independencia viene soste-niendo el Presidente de la República con las Cámaras de representantes; no el antiparlamentarismo crece en muchas esferas de la sociedad chilena, como fruto doctrinario1.

Esta desconfianza por el 'Parlamento, aumenta en intensidad cuando la tolerancia por los manejos bursátiles de ciertos barajadores de fortunas se hace ostensible en muchos congresales. La depreciación del papel moneda facilita el juego de los especuladores contaminados, chicos y grandes, con la fiebre del lucro deshonesto que obtiene su ganancia a expensas de la seguri-dad del erario.

Sin embargo, por mucho que sea el pesimismo del país respecto a la fecha en que debe efectuarse la conversión metálica prometida por los triunfado-res, nubes cargadas de amenazas divísanse en el horizonte pol í t ico . . . Se abrigan temores de que antiguos partidarios de Balmaceda influyan a miem-bros del Ejército a favor de una reacción en pro del sistema presidencial. La ley de 31 de mayo de 1893 prescribe que: "desde el 31 de diciembre de 1899 el papel moneda sería pagado, a su presentación, por el equivalente al peso de 25 gramos plata y 9/10 de fino con la moneda metálica establecida por la ley de 26 de noviembre de 1892; y desde el 1? de enero de 1897 el papel dejaría de tener curso forzoso".

¡La eterna promesa! Un mes antes de la dictación de esta ley se desarrolla en una de las calles de Santiago una escena por demás sugerente, cuyo eco tiene larga resonancia.

Posteriormente al triunfo de los congresistas, sucédense una serie de inten-tos y conatos revolucionarios, que por suerte fracasan en su origen. Pero ahora háblase de una conspiración militar . . . La vieja guardia balmacedista, momentáneamente derrotada y sin galones, es seguida en cada uno de sus an-tiguos jefes por los sabuesos de la policía de seguridad. A pesar de esto, algo se trama en la sombra; misteriosa organización teje en silencio los hilos de una vasta telaraña que en la hora precisa vibrará a lo largo del territorio, llevando a los conspiradores la señal convenida para iniciar la rebelión. Así, por lo menos, lo afirma el rumor público . . .

Según los informes recogidos más tarde, el movimiento debe estallar el 9 de abril; pero, inusitadamente, se da contraorden a los que están en el secre-to. Uno de los conspiradores, el capitán Briceño, ignora esta contraorden.

'Curioso teorizante del antiparlamenta-rismo en Iberoamérica, es el escritor por-torriqueño José María de Hostos, figura simpática de sabio y jurista, que ya en la

tarde de su vida, en una de sus andanzas por el mundo, vendría a clavar su tienda en la tierra de los Carrera.

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£sa misma tarde, en la puerta del Correo, Briceño siente sobre su hombro la mano de la ley . . .

Suena un disparo. El policía cae herido de muerte. Briceño desaparece, tardan, sin embargo, en detenerlo. Y se inicia el proceso . . .

término de las diligencias judiciales, a pesar de las negativas del capi-tán de haber sido él el asesino, es condenado a muerte. Don Jorge Montt t ra ta de ser inflexible, pero la angustia que provoca en Chile la noticia del n r ó x i m o fusilamiento, como la oportuna solicitud de clemencia de las damas de mayor figuración de la sociedad bonaerense, impresiona hasta el sentir de los más enconados enemigos de Balmaceda.

No tardan, pues, en levantarse numerosas voces de probados revoluciona-rios para obtener el indulto de Briceño, sosteniendo que se trata de un delito político, ya que el asesinato del guardián no ha sido por venganza personal n¡ para robarle, sino como protesta a la autoridad o régimen de gobierno aue aquel modesto funcionario representaba. Alessandri Palma sostiene ca-lurosamente esta doctrina en una sesión especial a que es citado el Club del Progreso.

Arturo es secretario de esta institución científica y literaria, y cuando ex-pone su doctrina desde la mesa directiva, es unánimemente aceptada por sus c o m p a ñ e r o s . El Club del Progreso se adhiere, pues, en masa a los que piden el indulto, mientras Alessandri se da prisa en redactar el acta.

A altas horas de la noche, en vísperas de la ejecución de Briceño, Alessan-dri y un número de "progresistas" se dirigen a La Moneda, y previa la solici-tud de audiencia, pasan a la sala presidencial y entregan en las propias manos de don Jorge Montt la solicitud del indulto. En aquella oportunidad don Jorge parece excepcionalmente preocupado en este asunto, pues, aun-que era ya muy avanzada la noche, encontrábase en pie y sale en el acto a recibir a la delegación. Luego de ver los argumentos de ésta, parece reflexio-nar con el mayor interés en las razones de los jóvenes "progresistas", pero no dice nada substantivo ni promete nada.

El fusilamiento, como hemos dicho, debe verificarse al día siguiente al alba. Agonizan ya todas las esperanzas. Pero minutos antes de la hora fija-da, cuando el reo da los últimos encargos a los deudos que le acompañan, llega el indulto presidencial. Don Jorge Montt, después de oir al Consejo de Estado, al cual cita en seguida de la conferencia con la delegación del Club del Progreso, resuelve, en minutos antes del que pudo ser terrible des-enlace, suspender la ejecución.

"El capitán vuelve a la vida —escribe Emilio Rodríguez Mendoza—; pero al día siguiente, a las siete, se presenta a reclamársela el señor Verdejo, se-cretario de un Juzgado del Crimen: va a 'cumplir la sentencia de cuya sus-pensión no tiene noticia o f i c i a l . . .

"¡Pobre señor VerdejoI Era el tipo del carcelero de novela por en t regas . . . chiquito y seco. Tenía ojos que perforaban con la mirada y estaba provisto de grandes bigotes, que al llegar a los carrillos, se agrandan cómicamente al juntarse con las patillas.

"¡Cómo! ¿No le entregaba de una vez al sentenciado para amarrarlo a un palo negro y encajarle ocho balas, más una —la de "gracia"—. ¡Jamás le ha-bía pasado semejante percance en su larga carrera!

"—¡Hay indulto, señor Verdejo! —le decía entre aflijido y sonriente el Administrador.

"—¿Indulto?... ¿Y la transcripción?. . . Aquí estoy para cumplir la ley y venga el sentenciado.

"Estaba en su elemento y se tiraba los bigotes, hechos a medias con las patillas.

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"El caso era nuevo y grave —vivir para verlo—; otra vez oscilaba Briceño entre la vida y la muerte, y el capellán viejecito pensó en encender de nuevo los cirios temblorosos del 'Cristo de los agonizantes.

"—¡Van a ser las ocho! —repetía el señor Verdejo—. Faltan cinco minutos y no espero m á s . . . Venga el reo . . . 'La ley es la ley.

"Miraba husmeando hacia la celda en la cual hundía los ojos que per. foraban.

"¡Indul tar sin comunicárselo a é l . . . ¡'Dónde se había visto!"2

Cumplida la formalidad que exigía Verdejo, todo transcurre conforme a las órdenes de La Moneda.

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Acercándose al Congreso

Hemos dicho que a fines de 1890 se abre un concurso para proveer el puesto de bibliotecario del Congreso Nacional. Entre los postulantes a este llamado acude de los primeros Arturo Alessandri.

Los candidatos eran quince o dieciséis. Presentados los antecedentes, la Comisión de 'Policía del Senado y de la Cámara, bajo la presidencia de don Vicente Reyes, designa, por Oficio N9 204 de 19 de noviembre de ese año, a don Arturo Alessandri Palma.

La Biblioteca del Congreso encuéntrase en estado incipiente. Habíase fun-dado con sólo algunos años de anterioridad, en 1883, bajo el nombre de Biblioteca de la Cámara de 'Diputados, nombre que se le cambia en 1885, por el de Biblioteca del Congreso. El primer bibliotecario de esta acción cultural había sido don Alfredo Lecaros, a quien, precisamente, debe reem-plazar Arturo Alessandri.

El establecimiento ocupa sólo dos piezas grandes en los altos del severo edificio, en la esquina que queda frente a Bandera y Catedral. Apoderado ad-honórem de esa Sección Cultural, es el Diputado por Petorca, don Pedro Montt, famoso ya por sus amplios conocimientos jurídicos y por su infatiga-ble tesón para el trabajo. Todos los meses, cuando la mala de Europa trae las nuevas revistas a que está suscrita la Biblioteca, el portero Marcelino González —simpático y diligente servidor— tiene encargo de llevar esos im-presos a casa de don Pedro Montt , el cual, con un lápiz rojo, marca en las notas bibliográficas que ellos traen los libros que deben encargarse a los co-rresponsales con quienes la Biblioteca tiene trato en Francia, España, Ingla-terra, Alemania y Estados Unidos.

El señor Mont t hace este t rabajo con suma rapidez; nunca se demora más de un día. Las revelaciones de Arturo con el heredero y jefe de la tradición montt-varista, se hacen luego muy estrechas. En sus quehaceres de bibliote-cario, el joven aprende a estimar las bondades de don Pedro, al mismo tiem-po que sus vastos conocimientos, puestos al servicio de un carácter inflexible.

Nadie podría decir, viéndolos con la deferencia que se tratan, que en las encrucijadas del futuro, uno desde la Presidencia de la República y el otro desde su banca de 'Diputado, iban a medirse con las consecuencias de una enemistad política sin término, a través de un íntegro período legislativo.

Con gran esfuerzo y entusiasmo, Arturo se dedica a secundar la obra de

2"Como si fuera ayer...", pág. 266. El relato del señor Rodríguez Mendoza so-bre la "conspiración" de Briceño ofrece algunas disimilitudes con relación a los in-formes que nos ha dado el señor Alessan-

dri con este mismo respecto; pero ningu-na de las diferencias que hemos podido anotar en lo que cuenta el señor Rodríguez Mendoza, altera en modo alguno el fondo mismo del relato.

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clon Pedro para convertir aquel recinto en lo que debía ser: una de l a s m e j o r e s bibliotecas del país. Se intensifican los canjes con todos los parla-mentos del globo, y se da muy pronto importancia extraordinaria a la adqui-sición de revistas de fama internacional, cuidándose de que éstas lleguen con p u n t u a l i d a d para que los parlamentarios estén al día en el movimiento cien-tífico, literario, político y social del mundo.

Don Pedro 'Montt tiene en su casa particular —que es conocida por "La G r u t a de la Galería San Carlos", sita en la esquina de la calle Merced con plaza de Armas —una nutrida y valiosa biblioteca. Pero como los libros están todos en desorden, encarga a Arturo que los catalogue y distribuya, pero como trabajo extra para el joven, y así lo hace, y tanto en estos ana-queles como en los de la Biblioteca del Congreso, el apasionado estudiante de leyes no desperdicia oportunidad para ampliar sus conocimientos gene-rales.

En ese tiempo, el Consejo de Instrucción Pública, a propuesta del Rector de la Universidad, don José Joaquín Aguirre, lo nombra examinador de a l g u n o s colegios particulares en el ramo de Historia General.

Don Joaquín Aguirre ha tomado un inmenso afecto al padre de Alessan-dri, a quien atiende en su triste enfermedad, pero lo cierto es que Aguirre, más que por un motivo de salud, ha querido favorecer al joven para recom-pensarlo en forma merecida por su extraordinario aprovechamiento en la Escuela de Leyes.

En realidad, en casa de don Joaquín se considera a Arturo como miembro de su familia. Por largos días, por temporadas completas, va el joven Ales-s a n d r i a residir al fundo 'Conchalí, en el cual alterna como el mejor amigo del ilustre rector. Incluso Juana Rosa (más tarde, señora del Presidente Aguirre Cerda), es su camarada juvenil en días inolvidables. "Sólo la pestí-fera política que todo lo ciega —nos ha dicho el señor Alessandri— pudo destruir esos sólidos afectos, que yo habría querido eternos para nuestras almas."

En esta misma época, Alessandri es también examinador de Historia Mo-derna y Contemporánea, en el colegio de Mr. Radford —muy afamado en-tonces— y el cual, debido a la muerte de su fundador, pasa a manos del pedagogo Mr. Cornish.

A propósito de estas clases, el señor Alessandri nos ha dado sus puntos de vista respecto a la manera cómo él entendía la enseñanza de este ramo. "Yo había adquirido el convencimiento —nos escribe— que en el colegio de los 'Padres Franceses sé me había enseñado en forma detestable. General-mente se nos entregaban para nuestros estudios los compendios elementales de Duruy, en donde, ante todo y por sobre todo, insistíase en las guerras y en los movimientos militares, como si la enseñanza debiera circunscribirse a esto sólo, prescindiendo del movimiento general de la civilización y de los adelantos humanos. Este método tenía el inconveniente de llamar demasiado la atención de los niños a los conflictos guerreros y riñas entre los hombres, como si aquel fuera el fin de la vida, apartándolos precisamente de los hori-zontes hacia los cuales debe enfilarse el espíritu, horizontes quiméricos tal vez, pero nutridos de las más nobles aspiraciones en que planean los sueños por un amplio bienestar social y las nobles utopías que buscan la felicidad humana. Y aunque esto fuera imposible, dadas las condiciones de la compe-tencia biológica que rige al universo de las formas vivas, siempre es hermoso pensar que de la armonía y de la cooperación entre los hombres, puede nacer la solidaridad de todos ellos, no sólo dentro de las fronteras de cada país, sino también más allá de aquella materialidad que no puede limitar los vuelos del espíritu, ni sus altas ilusiones.

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"Inspirado por estas ideas y, aun cuando no funcionaba todavía el Institu-to Pedagógico, cuya enseñanza me dio plena razón, imprimí a mi clase un giro nuevo. Me esforcé por hacer resaltar el desenvolvimiento general de la

civilización, estudiando detenidamente los grandes acontecimientos de los pueblos, su origen, sus efectos, su encadenamiento e influencia en el creci-miento y desarrollo progresivo de la humanidad.

"Me sirvieron mucho en el nuevo giro impreso a mi clase de historia, los textos del profesor francés M. Seignobos, que en aquella época eran desco-nocidos entre nosotros y que yo los encontré en las noticias bibliográficas que traían las numerosas revistas que llegaban a la Biblioteca del Congreso

"La enseñanza de la historia así comprendida y practicada fue la que de-terminó mi actitud en un Congreso Internacional en Venecia sobre el rumbo que debiera darse a los cursos de historia. Conté este incidente en una carta dirigida al inolvidable amigo y eminente profesor don Darío E. Salas, de l a

cual no dejé copia y que, por mis recuerdos, extracté su contenido en una comunicación dirigida a la profesora doña Julia Ramírez de Romero, con motivo de datos por ella solicitados para la "Exposición Retrospectiva" a fin de demostrar la evolución de la enseñanza nacional durante sus 400 años de vida".

En sus labores de bibliotecario, Alessandri recibe la ayuda de un sabio, eficaz colaborador que desde aquel entonces ya no abandonaría el recinto del Congreso sino en el momento mismo en que la ancianidad y los requisi-tos más honrosos para una justa jubilación, lo empujan con blandura a un merecido descanso. "Durante el tiempo que yo fui bibliotecario del Congreso —nos dice Alessandri— vino a acompañarme, en el carácter de ad-honórem, y por puro amor a los libros, mi amigo y compañero Adolfo iLabatut, quien dedicaba todo su tiempo a preparar el catálogo de la Biblioteca y a incre-mentar su existencia con libros importantes que él conocía, pues, Labatut, es uno de los hombres de más vasta y completa ilustración con que yo me haya encontrado.-Mi mayor deseo, cuando yo renuncié a la Biblioteca el 10 de ju-nio de 1893, fue que Labatut me reemplazara, y así ocurrió. Años más tarde, cuando tuve la honra da ser Presidente de la República y acudía, de vez en cuando, a esa Sección del Congreso, hacíale presente a mi viejo amigo que él era más feliz que yo conservando todavía un puesto de tantos goces espiritua-les y sin las responsabilidades que sobre mí pasaban en la difícil tarea de gobernar. "He ascendido más ligero que usted, mi querido amigo —le de-cía—; pero usted ha sido más filósofo y más dichoso que yo. Labatut sonreía con su buen humor y su modestia de siempre; seguro de que él nada tenía que ambicionar a nadie, rico como era de todos los dones del espíritu".

Aunque en la Biblioteca del Congreso Arturo cumple sus deberes para con el público en forma más diligente y eficaz a como lo hiciera en la Biblioteca Nacional, no se quiere decir con esto que su agresividad se hubiese transfor-mado en guante de terciopelo por el sólo hecho de cambiar de oficina e irse de una acera a otra. El mismo se encarga dé darnos pruebas de su irritable epidermis en uno de los apuntes que deben servir para sus Memorias, y que tenemos ahora a la vista. Dice: "Nunca he olvidado un hecho curioso que me ocurrió en mi carácter de bibliotecario. Corría el año 1892. La revolu-ción triunfante había elegido un nuevo Congreso, en el que figuraban hom-bres notables por los servicios de gran valor prestados a la oposición en la lucha civil.

'"Un día un caballero de edad, para mí desconocido, llega precipitadamen-te a la Biblioteca, en la que entra a grandes trancos, mirando a uno y otro lado, como si tuviera la cabeza suelta. El sombrero de pelo lo lleva embutido e inclinado hacia el hueso occipital, dejando escapar apenas el pabellón de

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las o r e j a s . Muy bien resurado, puede percibirse con detalles el gesto agrio d e sus labios que parece acusar un permanente mal humor. Yo leía un libro de alto interés, de bruces sobre la mesa escritorio; y confieso que me sentí harto m o l e s t o cuando este caballero llegó hasta donde yo estaba y, con voz dura e i m p e r a t i v a , me dijo: ¡Páseme tal libro (no recuerdo c u ' á l ) ; necesito consul-tarlo rápidamente. En seguida se sentó en el brazo de una silla poltrona que e s t a b a "vis-a-vis" con la mía. Los modales grotescos de este caballero, cuya cara me era desconocida, molestáronme mucho; me paré, pues, de mi asien-to t o m é mi tongo, que estaba por a h í , me lo metí hasta las orejas y luego de s e n t a r m e en el brazo de la poltrona que yo ocupaba, eché la pierna arriba y hube de decirle con igual tono al suyo:

"—¿Qué se le ofrece, señor? "El caballero, mirándome muy sorprendido, me dijo: "—¡No le entiendo, señor; no le entiendo! "_JYo tampoco a Ud. —repliqué. "Entonces, sin inmutarse, el caballero volvió a decirme: "—Déme Ud. tal libro. "Ante la nueva petición, llamé a Marcelino, y sin mudar de actitud, le

s i g n i f i q u é :

"—Atienda Ud. a este señor. "Fijándome la vista muy seriamente, el visitante inquirió entonces: "—¿No es Ud. el bibliotecario? "_Soy el bibliotecario —le respondí— y estoy para atender a la gente

e d u c a d a que me pida las cosas con buenas maneras y que entre a mi oficina en la forma que debe hacerlo toda persona que sabe portarse como se debe.

"Ante esta actitud mía, el anciano se paró, recogiendo el gesto y el ceño como una ostra a la cual se le echa limón; dio media vuelta y, con el sombre-ro de pelo prendido al occipucio, salió de la oficina a tranco largo.

"Al día siguiente vino don Pedro Montt a la oficina y en tono quejumbro-so, me reprochó por haberme portado tan atrevido con don Agustín Ross, Senador por Coquimbo. Me disculpé diciendo que ese caballero era un loco y mal educado y que yo lo único que había hecho era no soportarle sus arrestos. Don Pedro, comprendiéndome, me dijo que de todos modos mi proceder no había sido justo, tratándose, como era el caso de su queja, de un hombre tan lleno de méritos y a quien todo el mundo, por eso mismo, le dispensaba sus excentricidades.

"Don Agustín había dedicado sus más fervorosos cuidados, en la Cámara Alta, para que se pagara el papel moneda, inconvertible hasta esa época, a razón de 24 peniques por peso. Pronunció extensos discursos en el Senado y publicó artículos y folletos eruditos llenos de fervor patriótico para alcanzar eso que él creía un beneficio nacional. Al fin se dictó la ley respectiva; pero antes de ponerse en ejecución fue necesario reducir el tipo de cambio a 18 peniques, y éste mismo se desplomó sin remisión en el curso del año 1898.

"Don Agustín Ross era de por sí muy aprehensible y sus nervios experi-mentaban aguda crisis con el importante problema que lo preocupaba.

"Tal vez don Pedro Montt estuvo, pues, en lo justo para reconvenirme co-mo lo hizo. ¡Qué hacerle! Genio y figura hasta la sepultura. Así nací y así espero morirme, sin tener paciencia para aceptar una injuria o un acto agre-sivo o cualquiera forma de mala educación que importe una afrenta a mi dignidad de hombre. Pero lo más curioso de este caso es que, levantado yo años más tarde como candidato a la Presidencia de la ¿República, don Agus-tín Ross recorría desaforado las calles y las oficinas de Valparaíso tomándose nerviosamente la cabeza diciendo que no podía ser Mandatario de la Nación

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un individuo que no sabía cumplir con sus deberes; y abonaba como prueba de ello el incidente que acabo de referir y que él conservaba vivo en su memoria, a través de 18 largos años."

En homenaje a ambos caballeros, cábenos decir por nuestra parte que si el señor (Ross conservaba vivo ese incidente a través de 18 años, don Arturo Alessandri lo conserva en el mismo estado de viveza, a través de medio siglo ni un año más ni año menos . . A

Durante la rebelión armada de 1891 —7 de enero al 28 de agosto— Arturo Alessandri se aleja de la Biblioteca del Congreso, y por supuesto que en silencio, sin decirle a nadie, pues los tiempos no están para formar inciden-tes. En ese lapso la biblioteca permanece cerrada la mayoría de los días y sólo de tarde en tarde, Marcelino acude para airearla un poco y sacudir el polvo que entra por puertas y ventanas y que inevitablemente cubre de un sayal pardo el lomo y canto de los libros.

'Pasada la Revolución, Arturo vuelve a su puesto como si nada hubiese ocurrido. Pero, deseoso de hacerse rápido camino en la amplia brecha de la vía, renuncia —como ya dijimos— a este pequeño aunque honroso puesto, el 10 de junio de 1893.

Sin contar sus cargos de Ministro y sus once años de Gobernante de Chile, los únicos empleos públicos que don Arturo Alessandri Palma ha desempe-

3A propósito de este recuerdo, el señor Alessandri envió al Director de "Nuevo Zig-Zag", con fecha 11 de julio de 1948, la siguiente aclaración que publicamos in integrum: "Mi querido amigo y director: La anécdota relativa a don Agustín Ross, publicada en el "Nuevo Zig-Zag" último, inserta en los recuerdos de mi vida que publica mi querido amigo y gran escritor, Augusto Iglesias, ha producido algunas molestias entre descendientes de don Agus-tín, molestias justificadas por haberse omitido antecedentes, que ahora debo ampliar.

"Cuando don Agustín Ross se presen-tó a la Biblioteca del Congreso, pidiéndo-me un libro en forma imperiosa, obsesio-nado por la idea de algún problema serio que le martillaba el cerebro, no disculpé la omisión de las pequeñas minucias de cortesía que es posible omita cualquier humano bajo el peso de una gran preocu-pación.

"Yo no había visto nunca a don Agustín Ross, e ignoraba en absoluto que el caba-llero que se me presentaba en forma tan imperativa era un senador de la Repúbli-ca, por Coquimbo, y que en tal carácter ejercitaba un perfectísimo derecho al exi-gir que se le facilitara el libro que desea-ba.

"Pensando más tarde en este curioso in-cidente, me expliqué el efecto psicológico que mi actitud debió producir en el áni-mo del señor Ross. Aquella negativa re-sultaba la inejecución de un deber y, dado el temple de su alma afinada al cumpli-miento estricto y sagrado del deber públi-co y privado, aparecía aquella actitud co-mo síntoma revelador de que el ciudada-no que así procedía, probablemente, si el caso llegaba, no sabría afrontar las res-

ponsabilidades que pesan sobre un Presi-dente de la República.

"Cuando me contaban la resistencia de don Agustín Ross a mi candidatura, resis-tencia basada en un incidente de tan pe-queña importancia, al parecer, yo me ex-plicaba la reacción psicológica dentro del criterio del señor Ross y de su inflexible lí-nea del cumplimiento sagrado del deber que él exigía a todos los hombres en lo grande y en lo pequeño. Desgraciadamen-te, nunca tuve la oportunidad de conocer ni de cambiar palabras con el señor Ross, para haberle explicado la razón que pro-vocó mi actitud, al no saber quién me pe-día el libro, y sin haber tenido ningún an-tecedente previo para conocer las modali-dades de su carácter.

"Muchas veces quise agregar a mis apun-tes relativos a esta anécdota, lo c¡ue ahora digo. Desgraciadamente, me olvidé y en-tregué a Iglesias mis manuscritos tales co-mo él, con ligerísimas modificaciones, los dio a la publicidad.

"Como un acto de estricta justicia, quiero dejar constancia de que don Agustín Ross juzgado por sus obras, vive en mi re-cuerdo como un ciudadano eminente, que siempre rindió culto, como he dicho, al cumplimiento sagrado del deber público y privado. Su línea, al respecto, era inflexi-ble. Jamás se desviaba de aquella ruta. Es-tudiaba con religiosidad los problemas de interés público y se consagraba a ellos con ilimitada abnegación.

"Sus estudios sobre el problema mone-tario son de un inmenso esfuerzo y eru-dición. Defendió con pasión el valor de la moneda, exigiendo que el Estado cumplie-ra con la obligación y el deber de pagar el papel moneda emitido por las necesida-des de la guerra del 79, en la forma y por

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en su vida han sido este de la Biblioteca del Congreso y el otro de la jteca Nacional, al que nos hemos referido en capítulo aparte.

*

Profesor de Historia

En un día del mes de abril de 1898, Arturo Alessandri Palma, modesto em-p l e a d o de la Biblioteca Nacional, cruza presuroso la Alameda de las Deli-cias, a la altura de Nataniel, y entra por esta calle siguiendo por la acera .poniente, hasta mediar la segunda cuadra de la misma. Frente a un viejo edificio, de ancho portalón abierto de par en par, detiene su nervioso paso, consulta su reloj de bolsillo de oro macizo y al constatar que falta un mi-n u t o para las 3, corre, antes que camina, hacia el interior de la casa.

Es éste el colegio de Mr. Cornish, antiguo plantel de estudios, fundado por Mr. Radford, pedagogo inglés bajo cuya tuición se educó gran parte de la s o c i e d a d de Santiago a l comenzar la segunda mitad del siglo X I X .

A la muerte de su primer Director, Cornish, que tenía una cátedra en ese establecimiento, lo adquiere de la Sucesión Radford, y continúa con él dán-dole nuevos bríos.

Y no hay duda que en nada desmerece este cambio de directiva, pues Mr. C o r n i s h , al igual de su antecesor, es un ilustre pedagogo que hace honor a las enseñanzas recibidas de Radford.

Es Cornish el que, personalmente, toma la iniciativa de buscar como pro-fesor de Historia y Geografía al joven Alessandri Palma; en alguna conver-sación privada habíasele informado de la competencia del joven curicano y

el valor prometidos. Le exasperaba que se pagara el billete a un precio interior al prometido al emitirlo, porque veía en aquello una defraudación, un acto de ma-la fe para los que recibieron aquellos tí-tulos fiduciarios, basados en la confianza y en la promesa solemne del Estado emisor. Defendía así, con imperio y energía, a la clase proletaria y a la gente de medianos o escasos recursos. Predecía la hecatombe y el desastre que importaría para el país y para la economía nacional, apartarse del camino de la palabra empeñada por la autoridad emisora.

"Desgraciadamente, fue profeta. Sus sueños de orden y rectitud no se realiza-ron. Sus grandes y nobles anhelos fueron vencidos por los hechos y las circunstan-cias. Don Agustín Ross no alcanzó a ver ni a soportar los efectos de la inmensa y dolorosa catástrofe que previó, anunció y que no pudo evitar ante la desvalorización gradual e inflexible de nuestra moneda. Fue realmente don Agustín Ross un caba-llero del ideal, amante fervoroso de su país, que entregaba su tranquilidad, su esfuerzo constante, su fortuna y su vida, si era necesario, para alcanzar y realizar los ideales que para él eran normas y aspira-ciones de progreso y bienestar social. Den-tro de ese criterio y en esa forma, convenci-do de que servía a su patria, luchó deno-dadamente por mantener el valor de la

moneda como base de salvación y bienestar económico, noble aspiración que se estre-lló contra los hechos y contra mil factores superiores a las más fuertes voluntades humanas.

"Por el temperamento y condiciones in-telectuales y morales de don Agustín Ross, no es raro que fuera el ejecutor, en muchas oportunidades, de la gran obra de piedad que su hermana, doña Juana Ross, dejó en hospitales, habitaciones obreras y en mil obras más destinadas a salvar desgra-cias y a aliviar dolores humanos.

"Sus condiciones de hombre superior fueron indudablemente superiores a sus originalidades de carácter, el que viVe re-cordado en anécdotas inolvidables y son un fenómeno frecuente en hombres de efectiva superioridad intelectual y moral. Ellas se alejan, sobresalen y levantan por encima de la incomprensión de tantos que critican nimiedades y detalles, descono-ciendo las grandes y superiores cualidades y aptitudes que se ocultan tras las origi-nalidades que llaman la atención del pú-blico.

"Le ruego al estimado amigo la publi-cación de estas líneas en el "Nuevo Zig-Zag", para completar lo que debí decir lealmente en mis recuerdos sobre don Agustín Ross. Anticipándole mis sinceros agradecimientos, quedo siempre suyo atto., s. s. y decidido amigo, A R T U R O ALESSANDRI."

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de sus afanes de estudioso, y con estos antecedentes aquel educador de hoin-bres sale en busca de él con la intuición de quien va bien encaminado.

La entrevista resulta breve y fructífera. Cornish es hombre de pocas p a . labras que las utiliza en forma casi telegráfica:

—Le ofrezco una clase de Historia y Geografía. Tengo muy buenos infor-mes suyos. Sé que es persona seria y estudiosa. Es lo que yo necesito. Sueldo-$ 40 mensuales, con una hora de clases todos los días,.a excepción del do. mingo.

lArturo, psicólogo nato, se adapta en el acto al lenguaje y al temperamento del británico y le responde en la misma forma cortante:

—Aceptado. Ahora Alessandri Palma llega a iniciar su primera clase. Esa misma mañana Mr. Cornish se había dirigido a los niños del 49 año

refiriéndose en forma muy elogiosa del nuevo profesor. Hace hincapié, de manera muy particular, en los brillantes estudios que el joven había hecho tanto en la enseñanza secundaria del colegio de los Padres Franceses, como en la Universidad de Chile, donde siempre y sin excepción alguna, obtuvo los primeros puestos de su curso.

Por eso, cuando Cornish, a las tres un minuto de la tarde avanza hacia el pupitre, en compañía de Alessandri, los niños, de pie, reciben con la más grande expectación al improvisado maestro, que llega a esas funciones por la simple, pero alta categoría de sus estudios superiores, que ya comienzan a fundamentar los basamentos de su prestigio personal.

Mr. Cornish hace la presentación de estilo y termina de esta manera: "—Ahora dejo la palabra al señor Alessandri Palma, que desde hoy en

adelante será el profesor de Historia de este 49 año. Yo confío, tanto en los méritos del señor Alessandri, como en la capacidad de Uds., y a todos, maes-tro y alumnos, les auguro un brillante éxito para las pruebas de fines de año".

Alessandri da las gracias y el Director se retira en la forma grave que él acostumbra para estos casos.

En la sala hay un minuto de extremo silencio. El joven profesor se frota las manos a la manera del que trata de entibiarlas —y hay motivos porque el invierno anúnciase crudo—, y en seguida, con voz pausada de tonos firmes, que luego se van intensificando poderosos, comienza a explicar sus puntos de vista, en relación con la materia que va a enseñar.

"Yo tengo una triste experiencia —les dice, más o menos— respecto a las clases de Historia. Cuando yo fui alumno, los profesores que tuve no hicie-ron otra cosa que atiborrarme la cabeza con nombres y fechas inútiles, que luego al andar de poco tiempo se confundían lastimosamente en mi memoria sin provecho alguno para mi ilustración general. Por otra parte, lo único que enseñaban aquellos profesores eran hechos guerreros e interferencias mi-litares en los asuntos de los Estados, como si la vida humana y sus compleji-dades no tuvieran mult i tud de aspectos diversos, y todos ellos del mayor interés para los adelantos materiales de la civilización. Sin embargo, antes que a la Historia, debemos interesarnos en esta clase, a manera de conoci-miento previo, de la geografía de los pueblos que estudiemos. Porque el conocimiento de la geografía debe ser anterior al de la Historia; así como es anterior al conocimiento que tenemos de la pieza, del jardín y de la casa en la cual nos hemos criado, a la investigación que después haremos, en época más avanzada de nuestro crecimiento, de los hechos que allí ocurrie-ron y de cuáles fueron las circunstancias que determinaron la edifica-ción de esa heredad".

Los alumnos, sin perderle sílaba, fijan las pupilas en el rostro del joven

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m a e s t r o , y al oir aquel lenguaje para ellos novedoso pero fácil de captar or una imaginación alerta, hacen de vez en cuando movimientos aproba-

torios que Alessandri no pierde ni descuida. ¡Dueño de sí mismo, afirmado en la confianza que le dan los estudiantes,

la elocuencia del mozo cobra nuevos bríos y mayor énfasis: "Los hombres son frutos del medio en que viven y obedecen a la tierra en

forma mucho más intensa y profunda de lo que nosotros a primera vista i m a g i n a m o s . E l hombre apareció sobre la superficie de la tierra cuando el medio geográfico, arreglada la temperatura del planeta a las posibilidades ¿ e la vida animal, permitió el nacimiento de las especies. Posibilitado el m e d i o y el ambiente para que el hombre pudiera vivir y desarrollarse, se inicia, recién, el curso de las culturas prehistóricas que fijan, por primera vez e n forma transmisible y más o menos regular, ciertos datos. La Historia sólo empieza cuando ya la organización de la sociedad humana adquiere un desarrollo intelectual capaz de hacerle pensar en el futuro y referirse al pasa-do de su propia existencia.

"Ahora bien, ¿qué cosa es la Historia en último término, y en una ex-p r e s i ó n sintética? Es la narración o el recuento de hechos referidos a la adaptación de los hombres sobre diversos puntos de la tierra, hechos aque-llos capaces de solucionarle el problema de su alimentación y de su nor-mal desarrollo colectivo. Este esfuerzo de adaptarse a medios no siempre propicios, crea el intercambio de productos; y así, unos suelos que producen una especial categoría de materias, se vieron obligados a trocar con otros pa-ra, a su vez, recibir productos de que ellos carecían.

"Muchas veces estos intereses fueron contrapuestos y ese fue en el pasado, y ese continúa siendo en el presente, el origen visible o invisible de todas las guerras. De ahí, pues, que el conocimiento del clima, de las distribuciones por zonas de los productos nacionales, del estudio del curso de los ríos que atraviesan un territorio y de las facilidades marítimas que existen en esa misma extensión si se trata de un país con acceso al mar, permitirán al estu-dioso, mejor que ningún otro antecedente, aclarar muchos acontecimientos históricos, factores de la prosperidad o la decadencia de un pueblo dado".

La atención de los estudiantes es en extremo tensa; ninguno de los profe-sores anteriores les enseñó en ese tono convencido y al mismo tiempo extre-madamente claro, con que ahora les habla el nuevo profesor de Historia y Geografía. Agréguese a esto la juventud y la simpatía del mozo, vehemente, correcto, espigado en sus proporciones, de porte más que regular, el gesto gráfico, la sonrisa siempre atenta a la frase de ingenio, para subrayarla en una línea de auténtica alegría escolar.. .

Así continúa hablando durante los cincuenta minutos de la clase, dueño absoluto ya no sólo de la disciplina del 4? año, sino, asimismo, del cariño de los alumnos. Porque en la espontaneidad de los niños existe el mismo fenó-meno que en el amor de las mujeres: por las rutas de la simpatía es por donde reciben, casi siempre, el asalto al corazón.

Les recuerda, ahora, a sus alumnos que el profesor no es nadie, sin la cooperación de sus oyentes; un profesor enseña e inspira, pero es el alumno el que dentro de su carácter individual debe darle categoría permanente a sus enseñanzas, vinculándolas a sus propias observaciones. No se enseña Historia y Geografía para deleitar a los hombres con narraciones más o me-nos novelescas, sino para que ellos, en vista de esos hechos, puedan obtener provechosas deducciones que les sirvan, en el presente, para comportarse de manera más adecuada a como lo hicieron, en iguales circunstancias, otras generaciones. Hace una pausa y sigue:

"En la enseñanza de la Historia el profesor debe atender, pues, al estudio

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de los hechos y características nacionales benéficos al entendimiento cle

los hombres en una colectividad determinada, deteniéndose, en forma muy especial, en la vida de los inventores y los sabios; y desde ahí partir hacia la convivencia internacional, porque es por intermedio de los sabios y de los inventores que los hombres estrechan sus manos a través de las fronteras, y los patriotas después de comprenderse entre sí, son capaces de entender tam-bién los sentimientos, pasiones y defectos de los hombres de otros pueblos y otras latitudes. Al hablar de la guerra, no debe tratarse de exaltar en los hombres el amor a la lucha por la lucha, sino al revés, el odio a la guerra que sólo es santa cuando repele una agresión o defiende un derecho concul-cado. 'Pero aun en este caso, debe señalarse, antes de aconsejar medidas extre-mas, la conveniencia existente en agotar los medios persuasivos para evitarla haciendo hincapié en las muchas posibilidades habidas en el pretérito ele evitar conflictos que fueron desastrosos para los dos bandos contendores.

"La verdadera enseñanza de la Historia debe ir contra todas las supersti-ciones políticas y filosóficas entorpecedoras de la comprensión y las corrien-tes de mutuo amor que debe unir a los hombres todos; pero también debe oponerse a cualquiera idea utópica levantada por la incansable necedad de los indoctos o el oportunismo dañino de los audaces. También hay supersti-ciones idolátricas —decía Francisco Bacon— que se forman en la plaza públi-ca por el contacto y unión de los hombres entre sí; y a esos frutos del fana-tismo los denominaba "Idola Fori", es decir, ídolos del foro, nacidos al amparo de las relaciones y el comercio de los hombres. Hay, pues, que ir contra estos símbolos idolátricos, vestigios de períodos o épocas en que la in-teligencia no era lo suficientemente aguda como para penetrar en esa capa-razón de engañosa realidad con que se presentan. Decir que la guerra es inevitable; afirmar que la miseria es un fenómeno social que no se puede redimir; sostener que las diferencias de clases son un fenómeno biológico que los hombres no pueden borrar, etc., equivale a rendir pleitesía a mons-truosas equivocaciones, ídolos o fetiches de feria (I'dola Fori), que a veces se adueñan del entendimiento humano, que la libre razón y la ciencia poderosa exigen derribar".

Más que a los alumnos, Alessandri parece que estuviera hablando a futu-ros maestros; los niños lo comprenden así y cuando calla el profesor para retirarse, ellos de pie, hondamente emocionados, lo despiden con una salva de aplausos.

*

El Congreso baila

Ya hemos visto cómo el 28 de agosto de 1891, el sistema del Ejecutivo fuerte cae derrotado con una estocada mortal, en la batalla de Placilla. Aun des-pués de Concón, gracias al desorden de las tropas revolucionarias, las fuerzas leales al Gobierno habrían podido afrontar con éxito esta última prueba; pero la anarquía en las filas balmacedistas es aún mayor que entre los opo-sitores; y triunfa, naturalmente, el menos desorganizado.

Sabedor de estos hechos la tarde misma de su derrota militar, Balmaceda toma la determinación varonil de poner fin a sus días y que él sólo aplaza hasta completar el último de su mandato republicano. De acuerdo con la Constitución del 33, el 18 de septiembre, dejaba de ser Presidente de la Re-pública; aguarda, pues, hasta ese minuto y el día 19 decide su suerte ponién-dose en el marfil de la sien la trágica nota de un disparo.

Una semana después los parlamentarios dan un baile monstruo en el pala-

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c¡o de las leyes, en homenaje a las numerosas damas que habían intervenido a y u d a n d o a la propaganda antibalmacedista o dando asilo y escondite en sus h o g a r e s a los perseguidos por el Gobierno. Oportunamente, tras la caída del r é g i m e n presidencial, " L a Nación" había publicado una lista de señoras chi-l e n a s que la dictadura, en su apogeo, "señalaba al odio de las turbas, de su p r e n s a y de sus guardias" y que hoy ese diario declara "coronadas heroínas ¿le la Revolución". Estas heroínas sumaban 27 nombres de la "créme" oligárquica.

El baile, pues, que va a celebrarse en el Palacio del Congreso es —según lo c o n f i r m a también la nueva prensa oficialista— "una deuda de honor". Los reporteros de la época, almibarando las expresiones con los adjetivos más fililís del lenguaje cortesano habían afirmado después de las primeras bo-chornosas embriagueces del triunfo, que no se podía demorar más la apertu-ra de las puertas del templo de las leyes a la mujer chilena, que fue "la animosa aliada, la blanca y hermosa paloma que no vacilaba en abandonar el arca de su hogar, exponiendo su reposo diáfano y puro, para repartir con-suelos y esperanzas; que fue a la vez un apóstol y una Hermana de Caridad, y siempre la lejana estrella que en medio del humo de los combates (lo mis-mo que el plumón de Enrique IV) señalaba a los guerreros el camino del honor y de la gloria y que hoy, alcanzado el triunfo, es la prenda de unión que mantiene la alianza de los partidos" (!¡).

Menos mal que el carácter y encantó de la mujer chilena son capaces, por su solidez, hasta de soportar elogios como el antedicho, sin desmerecer ni ponerse en ridículo. "El Congreso Nacional —dice un extenso comentario de "El Ferrocarril", en la tarde del sábado 26— abre esta noche sus puertas a la sociedad de 'Santiago y a los gloriosos defensores de nuestras institucio-nes. Es una fiesta que promete ser la más espléndida y brillante que se haya celebrado en la capital y que dejará recuerdos imperecederos entre los que tengan la fortuna de asistir a ella. El edificio del Congreso es el más hermoso de Santiago y por primera vez recibirá en sus suntuosos salones a las belda-des de Chile, después de haber sido la cuna de la Revolución y el noble palenque de tantos hechos por la libertad y el engrandecimiento del país.

"Sin cesar, durante clos semanas, se ha trabajado en los arreglos del local, y la impresión que recibirán los convidados superará, seguramente, a la que esperan. Nada se ha omitido, ni aun el más pequeño detalle para el esplen-dor de la fiesta".

Las crónicas de los otros periódicos coinciden en sus adjetivos y elogios para pronosticar una feérica noche de alegría. Sin embargo, la sal de la raza no deja de bautizar a esta fiesta con nombres equívocos. Unos la llaman "el Baile de la Oposición"; otros, "el Festín de Baltasar"; la mayoría, "el Baile de la Constitución", y hasta alguno que otro atrevido, "la Noche del Sá-bado" o el "Baile de San Vito". Lo cierto es que es "el Baile de los Comenta-rios"; porque, a propósito de esta fiesta social que se avecina, Santiago no hace otra cosa que conversar a toda hora.

Por otra parte, el público está preparado para ello. Durante días y días los transeúntes de las calles centrales han podido ver cómo decenas de obre-ros se preocupan en magnificar las salas del Parlamento. Muchos han llegado hasta el gran salón de recepciones, que tiene más de media cuadra de largo, y donde la reunión tendrá su punto céntrico. Se arregla esta sala de manera que en la noche del baile aparezca profusamente alumbrada con gas y luz eléctrica —"dernier cri" de los adelantos santiaguinos—; y el pavimento de mármol se cubre de rica alfombra al mismo tiempo que se decoran las mura-llas, "de por sí bellísimas" —como dicen los reporteros—, con espejos, corti-najes y guirnaldas de flores.

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«Los peritos calculan que en este salón y en los otros que se están arreglan-do para el caso, caben centenares de personas y multi tud de parejas, las que podrán danzar a los acordes de una orquesta de 60 profesores, que se coloca-rá sobre un entarimado hacia el extremo del vasto recinto, en el ángulo que da a ' la calle Compañía.

Comunicadas con el gran salón de recepciones están las salas más pequeñas del Senado y de la Cámara de Diputados, habilitadas también para la próxi-ma concurrencia y ya listas con adornos y soberbios cortinajes. Estas salas no son menos de diez, y la más reducida tiene alrededor de quince metros de longitud. Servirán ellas de comedores o sitios de descanso y conversación. Igualmente, se habilitan y decoran los pasillos y jardines interiores del edificio. En una palabra —como lo aseguran los informadores oficiales—, "el baile va a tener lugar en una media cuadra de terreno, que es el espacio que ocupa el edificio del Congreso, todo transformado y engalanado con una profusión del más exquisito gusto".

Los cálculos menos favorables que se hacen sobre el número de asistentes a esta velada, no bajan en asignarle una concurrencia de tres mil personas.

En la tarde del sábado, los cientos de curiosos ven como se arreglan largos cordones de guirnaldas en que cuelgan ampolletas eléctricas, frutos de Ala-dino para la curiosidad de la mayoría, y cómo se mulplicaron los mecheros de gas.

El dime y direte de los más avisados es que la céna será permanente y en ella se han de servir ricos manjares y vinos y licores de las más preciadas marcas. Algunos, con los diarios vernáculos en la mano, hacen hincapié en que firmas especialistas de Santiago y Valparaíso están encargadas de la mesa "y harán honor a la reputación que tienen adquirida en esta materia".

Como la luz eléctrica es una novedad que tiene muchos "peros" e "incon-venientes", se nombra una Comisión Especial de Técnicos que ha visto su funcionamiento en lejanas tierras; la cual comisión corre a cargo de los seño-res Fernando Tupper , Luis Ladislao Zegers y Eduardo Carvallo.

El departamento de guardarropas de los caballeros estará bajo la depen-dencia de don 'Rafel Blanco; y el de las señoras, será atendido por los jóvenes Covarrubias y Tupper, lo que ha puesto celosos a todos los que pretendían este envidiable privilegio. El orden de los bailes y la música tienen también su Dictador; es éste don Manuel A. Covarrubias.

El día sábado, al mismo tiempo que se informa al público de todos estos detalles, la prensa diaria, con gruesos caracteres, previene a las familias in-vitadas que van a concurrir al baile, "que sus carruajes deberán entrar por la ¡Plaza de Armas a la calle de la Catedral" y que la entrada al Palacio "se efectuará por la puerta de la reja que da frente al pórtico de la calle indica-da". Allí los vehículos, después de recibir su correspondiente número de orden, pasarán a tomar colocación en las calles adyacentes, de acuerdo con lo que se haya dispuesto.

Desde las 9 de la noche en la -Plaza de Armas, en las gradas de la Catedral y en las cuadras que delimitan el jardín del Congreso, agólpase una muche-dumbre inmensa, en paciente contemplación, de la fila interminable de carruajes que conducen a las familias de los invitados. Este desfile interrum-pe por más de media hora el tránsito de tranvías en la calle del Puente. Como el reflejo de las luces llega hasta cerca de la Plaza, es fácil a los curio-sos distinguir entre un mar de copas de encajes y tras las capotas de bailes que llenan el interior de los coches, a las buenamozas de fama y algún perso-naje popular, medio sofocado por los almidones del cuello. Cuando pasa uno de éstos a pie, la concurrencia aplaude con buenísimo humor, tomando así el puesto de "galería" de la fiesta.

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C r u z a n d o la puerta del Palacio, por la calle de la Catedral se penetra al narque o jardín del Congreso, profusamente iluminado con "faroles chinescos p e r d i d o s entre el follaje, como si un milagro de la naturaleza hiciera brotar vegetación desconocida de flores y frutas de luz.

Fuera, tras las verjas y por los alrededores, paséase, con el bullicio de e x t r a ñ o baile de máscaras, la heterogénea comparsa del "medio-mundo" en que las "tapadas" de talles cimbreantes y ojos provocadores, ponen una nota de incitación callejera, al mismo tiempo que de chula picardía al mar-gen de la verbena de los pudientes.

Para muchos, aquella es una evocación de cuentos de hadas, en que la hermosura de las damas tiene escenario hasta entonces nunca visto. Todo i nc i t a a recibir agradables impresiones: el jardín en fiesta, con sus centenares de farolillos, admiración de la gente y primer contacto, para la mayoría, con el nombre de Edison; las grandes luces en que forman ramilletes los mecheros de .gas; la exótica profusión de faroles chinescos, mecidos al viento como otros tantos globos de papel; y luego la visión destacada de algunas blancas estatuas adornando el engalanado paseo y tras las cuales, en los bosquecillos múltiples que se desparraman en el jardín, podría ocultarse furtivamente por minutos, la cálida emoción de algún "flirt".

No sin pena se deja el parque para dirigirse a la sala de baile. Franqueado el intercolumnio, se abandonan, en las piezas dedicadas para este objeto, los abrigos y mantones riquísimos, previas las demoras inevitables de tal opera-ción agrandados por la impaciencia. Todavía se hace un alto en el salón que antecede al principal. Cortinajes, trofeos de armas, baterías completas de artillería, símbolos de la guerr.a a muerte acabada de terminar, adornan aquella antesala.

La velada, en vez de abrirse con una cuadrilla, se inicia a las IO1/2 de la noche con el vals de Fahrbach "Salut a toi", que la orquesta ejecuta con brío y justeza.

A las 12 de la noche el salón central es un "bouquet" de fuego. La sala aparece adornada con escudos y emblemas conmemorativos de las victorias obtenidas en la campaña de la Revolución triunfadora; y en cada uno de ellos, dedicatorias especiales bajo los nombres de Pisagua, Taltal, Iquique, San Francisco, Pozo Almonte, Concón y la Placilla. En el centro, osténtase una declaración con una leyenda en letras de oro, muy siútica: "HONOR AL PATRIOTISMO DE LA MUJER CHILENA".

Trescientas parejas siguen los ritmos de la danza en una atmósfera de ju-ventud que realza la dorada belleza de las más lindas mujeres de América. A pesar de que la elegante mult i tud forma allí el mayor conjunto social que haya reunido jamás la "hight life" santiaguina, no puede decirse, sin embar-go, que aparezca estrecho el recinto, para los ágiles y armoniosos compases de los danzantes, los cuales se mueven a través del Salón de Honor y de los sitios adyacentes, con la holgura para el caso sea necesaria.

Mientras el baile continúa en su desarrollo y en los descansos las orquestas que secundan a la principal "atacan" románticas partituras de música selec-ta, los jóvenes que todavía no han logrado juntarse con su pareja, buscan al objeto de su preocupación con toda la prudencia de que son capaces los vein-te años, la cual nunca es mucha, a través de las diversas estancias.

Uno de éstos es Arturo Alessandri Palma. Arturo, a petición de Santiago Cruz Guzmán, había enviado una invita-

ción de familia a la señora Antonia Velasco de Rodríguez, expresándole al amistoso intermediario que lo hacía con el mayor gusto, pero siempre que pidiera a Rosa Ester la reserva del primer baile.

"Cruz, naturalmente —escribe Alessandri en los apuntes que servirán a sus

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Memorias—, no dio mi recado. Vivía al lado de la casa de 'Rosa Ester y estaba enamorado de ella, como muchos otros, hasta el delirio. No se daba cuenta Santiago que al pedirme la invitación, me había proporcionado un gran gusto, dándome la oportunidad de encontrarme con una niña que tanto me atraía".

Como a la medianoche, después de grandes búsquedas, Alessandri encuen-tra a Rosa Ester en el salón del baile. Verla y dirigirse a ella, no sin dar de vez en cuando algún fuerte codazo a los elegantes que con profusión impe-díanle el libre acceso hasta el sitio en que se divisaba la niña, fue una sola cosa. Al llegar junto a ella, con su más insinuante manera, le cobra el baile mandado a pedir con Cruz Guzmán, y no sin enojo comprueba que su amigo no dio recado alguno y que ya Rosa Ester no tiene número en su "car-net" para el baile que él le solicita. "A mi no me importó nada —escribe Alessandri—; tomé el carnet y escribí mi nombre, sin ninguna consideración sobre el de tres o cuatro señores que habían escrito el suyo".

Desde ese momento, los dos jóvenes inician animada conversación. Estamos en la hora de la alta marea en aquel mar 'humano. Parece casi

imposible distinguir individualmente a nadie. Una dama o un caballero que se aleja, es como persona que se perdiese en la inmensidad. Y lo de alejarse y perderse en el Salón del Congreso, era el percance de cada instan-te. Las preguntas más escuchadas son de las mamás que con caras compun-gidas solicitan a diestra y siniestra de los conocidos que logran hallar en su camino.

—"¿Han visto a mi niña? ¿No andaba Ud. con mi hija?" A veces la pregunta, directa o indirectamente hácenla los maridos: —"Ando buscando a mi señora". Arturo comete la imprudencia de saludar a un conocido suyo inquiriendo

por la salud de su cónyuge: —"Supongo que está buena —le responde el otro, de mal humor—; hace

tres horas que no la veo". El calor es excesivo y parece muy difícil bailar de verdad. Alguien tiene la

buena idea de abrir las ventanas, y eso refresca la atmósfera. Muchos optan por retirarse, otros se encaminan a las salas de sesiones del Senado y de la Cámara de Diputados. Con esto, los hemiciclos de ambas ramas del Congre-so ofrecen el más extraño a la vez que pintoresco conjunto. La tribuna de la Presidencia de los padres conscriptos la ocupa una guirnalda de niñas y jó-venes que rodean a una dama de cabellos entremezclados ya con hilos de plata, destacada por su porte majestuoso: es la señora Victoria Subercaseaux viuda de Vicuña Mackenna, a quien obligan a aceptar la presidencia.

En los asientos de los Senadores las parejas debaten altas cuestiones de política privada, lo que da lugar al buen humor de todos. "Esta Cámara Alta —exclama un político— habla menos que la nuestra, pero resuelve o decide mucho más".

—Y aunque complique ciertas cosas —añade otro—, resultan siempre a la postre, agradables complicaciones.

Mientras eso ocurre, Arturo elige esta oportunidad para llevar a Rosa Ester por las diversas salas del edificio, incluso la oficina de la Biblioteca en que él trabaja, informándola de todo. Luego, condúcela al buffet y la hace atender espléndidamente, no sólo por la gentileza de hacerlo, "sino para que se fuera pasando la noche, sin que muchos de los inscritos en el carnet pudieran reclamarle su derecho a un baile". Claro está, sin embargo, que cuando le llega los números que le corresponden en el orden de las danzas, no es tardo en aprovecharse de ello, especialmente los vals, que Ales-

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s a n d r i eligiera ex profeso, tanto porque Rosa Ester gusta de ellos, como p o r q u e Arturo se precia d e bailarlos como ninguno.

Así, en los remolinos melodiosos de "Je t'aime" y de "Tressor d'amour" de Waldteufel; en las románticas cadencias de algún vals ele Schubert, el galán ilusionado y la niña que ya principia a sentir los embrujos del Amor, ven como el oro artificioso de las luces del baile debilita su resplandor ante los auténticos fulgores de la amanecida.

Rosa Ester manifiesta que es preciso ir en busca de su madre. Unas cien parejas, envueltas en las finas gasas de la madrugada que des-

cuelga su lechosa claridad por los altos ventanales del Palacio, continúan t o d a v í a en el vértigo de la danza, ebrias de juventud, bebiendo las heces de una noche inolvidable y perturbadora. . .

Cuando Arturo y su linda compañera dan con el sitio en que descansa la señora Antonia, se alarman al sorprender que la severísima dama no di-simula su profundo disgusto.

—No te has portado bien, Rosa Ester —dícele con voz severa—; muchas personas comprometidas en tu carnet han venido a reclamar tu falta de cumplimiento. Vamonos.

Arturo, nerviosísimo, no halla qué decir, pero las acompaña hasta el guar-darropa y en seguida —luego que madre e hija se cubren con sus tapados—, hasta la portezuela del coche que las espera en calle de Morandé, al Sur de Catedral. Al despedirse, la señora Antonia extrema su enojo dándole a Artu-ro apenas la punta ele los dedos. Esta dureza de la dama deslíela Rosa Ester con una sonrisa comprensiva, de cariñoso entendimiento, casi de amor . . .

*

Una vida que Se extingue

Desde hace años don Pedro Alessandri Vargas vive en Santiago, semi-inmo-vilizado en una silla de ruedas, la que sólo abandona a la hora de recogerse en su lecho. A principios de 1886, don Pedro ha engordado mucho, pues, excepción hecha del jineteo en el cual pasa la mayor parte del día, no hace ejercicio alguno. En cierta ocasión, su "pingo" —el "Medialuna"—, a causa tal vez de estar mal ensillado se encabritó, párase en dos patas y hace resba-lar por el anca a su dueño, que cae al suelo dándose un feroz golpe cuya mayor intensidad, la recibe en el hueso sacrolumbar. Es tan recia esta caída que hay que recogerlo y llevarlo en brazos a la casa, pues queda sin conoci-miento.

Los médicos de Curicó, traídos al fundo, encuentran muy inflamada la parte contusa. Le aplican emolientes y lo mantienen en reposo absoluto durante varios días.

Poco después de este percance, don Pedro empieza a sentir, además de trastornos respiratorios, muchos dolores en las piernas y dificultad para mo-verlas al andar.

Meses más tarde sufre un ataque con todas las características de una afec-ción cardíaca. Este hecho determina a la señora Susana a trasladarse con su esposo a Santiago. Corren los últimos días del año 1886.

Ahora lo atienden los doctores José Joaquín Aguirre, Manuel Barros Bor-goño y Vicente Izquierdo,4 reputados como los mejores internistas del país.

4E1 D R . AGUIRRE era Decano del Cuerpo Médico y Profesor de Anatomía; más tar-de fue también Rector de la Universidad de Chile. BARROS BORGOÑO era profesor de Clínica Quirúrgica y tiempo después Rec-

tor de esta Alma Máter. D O N VICENTE IZ-

QUIERDO, profesor de Histología. Estos tres facultativos gozaban fama de ser las más altas autoridades en sus ramos respectivos en la Escuela de Medicina.

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Los médicos vacilan mucho en dar su diagnóstico. No saben, frente al caso clínico que observan, si se trata de una hipertrofia al corazón o de una ano-malía hepática. De todas maneras aconsejan que por ninguna circunstancia vuelva don Pedro a las faenas del campo, opinando unánimes que debe radi-carse en Santiago, en atención a los mayores recursos que hay en la capital para el caso probable de un nuevo ataque.

Cuando ésto dice la experiencia de tres hombres ilustres, por muy poco que la medicina sea capaz de predecir, es para meditarlo. Sin embargo. . . n o

se trata de doblar la cabeza y decir "sí", sin más ni más, a lo que sugieren los galenos. Y es lógico que resulte duro acatar su consejo, no sólo porque envuelve una oscura nube de malos presagios lo que ellos creen advertir en el enfermo, sino porque al mismo tiempo vulneran todas las perspectivas de una juventud que hasta hace poco creíase vigorosa. No olvidemos que don Pedro tiene sólo 46 años y que no es para oir con oídos tranquilos que a esa edad, plena aún de cálidos entusiasmos, se declare a un hombre inha-bilitado para el trabajo.

Es grande la lucha que tienen que sustentar doña Susana y todos sus hijos para conseguir que don Pedro acepte este veredicto; pero al fin, su malestar creciente y la circunstancia de que José Pedro —ya con los títulos de Ingeniero Geográfo, Civil y Agrícola— le ofrece atender el fundo San Pedro del Romeral y las tres mil cuadras de rulo que había comprado al pie del resguardo cordillerano llamado "Los Queñes", lo determinan a ceder

iPara instalarse en Santiago arrienda una modesta casa en calle del Car-men, segunda cuadra, N? 21, en la acera poniente5. Aquí es donde Arturo viene a pasar sus días festivos cuando sale del Colegio de los Padres Fran-ceses, y cursa el sexto año de Humanidades.

Don 'Pedro no permanece mucho tiempo en esta propiedad; antes de mu-cho se entusiasma con un viejo y extenso edificio sito en la Alameda de las Delicias esquina de San Isidro. Esta ubicación le seduce, porque la casona queda frente a la calle de Miraflores, en donde a muy pocas cuadras de dis-tancia vive —como hemos dicho— "tía Elcira", señora de Mendeville, herma-na a quien don Pedro ama con delirio. También, a dos cuadras de distancia, está la residencia de sus tres cuñadas solteronas —"Máxima, Mercedes y Justi-na—, que habitan en Alameda esquina de San Antonio, en un viejo caserón colonial heredado de su padre don José Gabriel Palma.

Don Pedro refacciona, con lo que puede restarle de entusiasmo a un en-fermo, el edificio recién adquirido, y de tal manera lo deja arreglado a sus necesidades que en él vive hasta el último día de su existencia, cosa que determina a su viuda a no abandonar tampoco —sino cuando a su vez suena para ella la hora de partir—, la remozada casona en que había vivido con su marido la postrera etapa de su abnegada novela de amor.

En aquella propiedad Arturo hace sus estudios de leyes en una pieza con mucha luz, y que el sol cordillerano inunda por las mañanas con mara-villosa cola de pavo real, cuando la criada descorre las cartinas de las dos grandes ventanas que dan hacia la Alameda.

Más tarde, en el sitio del lado que José Pedro —de novio con la señorita Julia Altamirano— compra a su progenitor, el nuevo propietario edifica una casa unida por una puerta con el escritorio de su padre que está junto a la alcoba estudiantil de Arturo. Forma así la familia Alessandri-Palma una

nEsta numeración, naturalmente, ha sistema de alternados en pares y nones en cambiado mucho desde que se adoptó el vez de la ordenación por centenas.

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c o l o n i a estrechamente vinculada por los lazos de la sangre y por uñ profun-do, insuperable cariño.

Por desgracia, desde que se establece en Santiago, don Pedro decae física-mente, a ojos vistas. Enflaquece por días; su rostro, su cuello y coranvobis corpulentos languidece y en todo su semblante ya se denotan las demarca-c iones del terrible mal que lo consume. Las piernas, débiles al principio del daño, ahora ya ni siquiera responden a su esfuerzo por mantenerse en pie, de modo que hasta para dar un pequeño paseo solicita la compañía de sus hijos; y muchas veces aun ayudado por éstos, se cae en la calle y cuesta mu-cho levantarlo para que continúe su marcha.

Esta circunstancia deprime su ánimo en tal forma que decide encerrarse dentro de su casa y no se consigue convencerlo de salir a dar vueltas por los alrededores ni siquiera en coche. Firme como era su carácter, renuncia definitivamente, a la manera de monje laico, volver al espectáculo de la c i u d a d . Mas, como sus médicos le aconsejan esforzarse por mover las pier-nas, a fin de no aumentar la atrofia por falta de ejercicio, admite se le construya un aparato con cuatro patas y ruedas, de esos denominados "carre-tillas" en los cuales los niños aprenden a andar. Pero aun este adminículo lo usa poco, pues cada día aumenta la inutilidad de sus piernas; y por eso pronto lo abandona y se resigna a vivir en la cama o sentado en una silla de ruedas, que maneja y hace caminar con las manos. En esta silla con singular destreza transita rápidamente dentro de la casa, para vigilarlo todo.

Desgracia grande es ésta para todos sus familiares ver así inválido para la plena actividad a un hombre por cerca de medio siglo diera ejemplo de empuje y resistencia. No obstante, algún consuelo hay en verle transitar así con los restos de su actividad psíquica en diligente movimiento. Pero esta misma pequeña satisfacción, se desvanece de súbito.

Es cerca del amanecer. Arturo duerme en su pieza de estudiante, en medio de un montón de libros recién consultados, abiertos unos, a medio caer los otros, y sobre la mesita de noche los papeles y las libretas de apuntes. De pronto se abre la puerta del dormitorio y aparece en el vano, en angustiada actitud, cubierta con su bata de noche, doña Susana Palma. Está agitadísima y ante el sobresalto de su hijo —recién despierto no sitúa bien en donde está el peligro—, le pide que vaya en busca del doctor Aguirre, porque don Pedro está desfalleciendo por segundos debido a una atroz hemorragia in-testinal. . .

Arturo salta de la cama con rapidez vertiginosa, y en cortos minutos, que a él le parecen siglos, se halla listo para ir en busca del médico.

En la calle no hay ningún coche. A lo lejos se oye apenas el trote de unos jamelgos, pero sin saberse a punto fijo de donde viene el eco. Entonces corre, corre anhelante, angustiado, por la ciudad fría y solitaria, aún envuelta en las últimas sombras de la noche.

El doctor don Joaquín Aguirre tiene ubicada su residencia en la Plaza Bello —en el ángulo formado por la calle Santo Domingo y la actual calle Ismael Valdés iVergara. El doctor Aguirre es un hombre ilustre, cargado de merecimientos y de años, que le dan esa bondad asequible propia de los abuelos. Cuando ve llegar al joven Alessandri, sudoroso, jadeante, con la voz estremecida por las lágrimas que ya no se resisten en sus pupilas, no pone ningún inconveniente para acompañarlo. Es viejo, casi demasiado viejo, el aire de la madrugada puede dañarle los bronquios arañados ya por el tiempo y la nicotina; pero él también es padre y comprende la angustia del mu-chacho como solamente pueden hacerlo los que tienen hijos.

Se viste, pues, y salen ambos en busca de un vehículo; por fortuna

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encuentran; aunque en realidad de verdad los caballejos no corren más de I0

que lo hicieran las ágiles piernas de Arturo cuando vino en busca del galeno ¡La lentitud del "victoria" convierte los minutos en eternidad, pero al f¡n

llegan a Delicias esquina de San Isidro. Cuando el doctor Aguirre entra en la pieza del enfermo no puede disimu-

lar su impresión. De espaldas en la cama, afirmado el dorso y cabeza en grandes almohadones, don Pedro Alessandri tiene el rostro blanco como un papel y apenas con ánimos para moverse lentamente y hablar breves palabras. Ha perdido gran cantidad de sangre, y la anemia ha llegado a

punto extremo de modo que se teme el próximo, definitivo colapso. Sin pérdida de tiempo, el doctor manda en busca de unas inyecciones

coaguladoras de sangre, para detener la hemorragia. Mientras tanto, la cara desencajada y alba de don Pedro junto con el gesto

ensombrecido del doctor, hacen creer a Arturo que su padre está cerca de la hora suprema. "Yo no sólo respetaba sino adoraba también a mi padre —nos escribe el señor Alessandri. Salíaseme el corazón por la boca y las lágri-mas rodábanme a raudales, a pesar de mis esfuerzos por disimular mi pena y no impresionar con ella al enfermo, que seguía con mirada escrutadora la fisonomía y la actitud de mi madre, de José Pedro, de don Joaquín Aguirre y mía, únicas- personas que en aquellos instantes rodeábamos su lecho, tra-tando de fingir optimismo cuando precisamente éramos presa de una angus-tia infinita. Presumíamos inmediato su fin y hacíamos grandes esfuerzos para contener los sollozos que pugnaban por estallar".

Felizmente, junto con las primeras luces del amanecer se va afirmando en el ánimo de todos la vacilante esperanza ya próxima a abandonarlos. Las inyecciones puestas por el doctor contienen la hemorragia, que termina por desaparecer en el curso del día.

Sin embargo, el enfermo queda en un tremendo grado de debilidad y depresión. Sólo sus ojos, con rebrillo inteligente y claro, acusan la reali-dad profunda de un espíritu alerta, bajo la impotencia de su envoltura.

Pasada la crisis, don Pedro sigue arrastrando sus dolencias con gran ente-reza de carácter, mientras su espíritu vigilante se interesa por todo lo que concierne al país y al porvenir ele Chile. Un día, Barros Borgoño; otro, Iz-quierdo; y cotidianamente, el doctor Aguirre, conversan con él horas largas sobre toda clase de problemas.

Poco a poco estos cuatro hombres, ligados desde antes por los lazos de la amistad, estrechan alrededor del caso clínico, el recíproco conocimiento de sus espíritus, haciendo más profunda y fraternal la afinidad que un día los juntara en las circunstancias superfluas de la vida en sociedad.

Esta convivencia del alma entre un grupo de amigos leales y el afecto y ternura de su familia, realizan el milagro de prolongarle la vida y reafirmar las resistencias de su organismo dañado. Es así como después de tres o cuatro meses de la grave crisis que soportara, don Pedro puede abandonar su lecho para continuar en el manejo de su silla de ruedas, con la pequeña alegría de ser él mismo quien la impulsa con sus manos, y la dirige, como niño, por el jardín y por los viejos y queridos corredores de la vetusta casona. La existen-cia mínima de las cosas y los detalles, ocupan su actividad de inválido en una especie de franciscano entretenimiento. Hace reformas en las piezas del edi-ficio; se preocupa de que todo se presente de la mejor manera posible. En las ruedas que lo sostienen se desliza hasta el patio, donde el vocinglerío de una emplumada orquesta llena con barullo de égloga el pedazo de tierra a la cual ahora debe reducir su vigilancia; y juega, con mansedumbre de conva-leciente, con los polluelos recién nacidos o con los canarios "flautas", a quie-

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nes ronda un gato negro y anarquista que tiene por amplia residencia los t e j a d o s de todo ese vecindario.

D e s p u é s de estas excursiones, don Pedro vuelve a su pieza en busca de la compañía de sus libros; pero nunca está solo. A su vera, como la más amante je las novias, doña Susana se apega a él con el mismo cariño con que una m a d r u g a d a de años antes lo hiciera en la diligencia que salió de Santiago, c u a n d o ella, frescos aún los azahares de la reciente boda, emprende con su j o v e n compañero, el camino a los ranchos de Longaví.

Nunca doña Susana permite que su esposo sea atendido por una enferme-ra profesional; su cariño y abnegación sin límites no conciben que en su íntima, emocionada tarea al lado del compañero exangüe, pudiese ser reem-plazada por nadie, estando ella sana y buena. Fuera de sus hijos, sólo admite esta clase de colaboración de Emilia Faus, hija del tonelero de "San Pedro del 'Romeral", aquel huaso entusiasta que años antes llevara a los pobladores del fundo la noticia de la toma del "Huáscar".

Emilia es muy inteligente y educada. En casa de los Alessandri vive desde que tenía dos o tres años; y de algo así como nodriza que fue de Arturo en la primera época de su infancia, pasa a convertirse en persona de la fami-lia, por el cariño que todos le tienen y que ella merece de sobra.

Desde su gran crisis orgánica, don Pedro sufre el continuo proceso de una parálisis general. Sin embargo, a medida que su físico se debilita, diríase que su espíritu se fortalece y vigoriza. Pasa preocupado de sus negocios del campo; pregunta sobre las variaciones del mercado; inquiere sobre los asun-tos que él cree de mayor interés y da instrucciones, cuando piensa se deben solucionarse de una manera especial. En estas cosas su hijo José Pedro es su brazo deretího y confidente.

Mas, cuando se pone al margen de la vida comercial, lee y lee sin descan-so, especialmente a los románticos y naturalistas franceses del siglo X'IX: Víctor Hugo, Gautier, Balzac, Flaubert, Bourget . . . ; y aprovechándose de Arturo por el conocimiento que tiene éste de la Biblioteca Nacional y del Congreso, le pide en préstamo los últimos catálogos remitidos por los corres-ponsales extranjeros, o le señala las obras que debe traerle de la Sección Lectura a Domicilio. "Dominaba a fondo la historia patria —nos ha dicho Alessandri Palma— y sus insistentes conversaciones al respecto suplieron en mí la incomprensible deficiencia de la enseñanza de este ramo que recibí al estudiar Humanidades".

Y más adelante, continuándonos sus confidencias: —"El mayor placer de mi pobre padre, que soportaba su invalidez con una serenidad asombrosa, lo alcanzaba en las tardes, hora en que mi hermano José Pedro y yo volvíamos a la casa, después de terminados nuestros quehaceres. Se complacía en pedir-nos que le contáramos todo lo que habíamos hecho en el día, insistiendo principalmente en los trabajos profesionales realizados por mi hermano y en las cuestiones tratadas en mis estudios. Era muy minucioso en sus encuestas, hasta el punto de que yo debía recapacitar y referirle en detalle las lecciones que había dado. Sobre todas estas cosas él hacía observaciones siempre interesantes y originales, a pesar de ser un profano en derecho, deficiencia que él suplía con su maravillosa perspicacia, abonada en su beneficio por conocimientos generales constantemente incrementados.

"Su máximo placer llegaba cuando mi hermano tenía un triunfo profesio-nal o yo traía votos de distinción en algún examen o le mostraba mis premios de cursos. Para mí era gratísima satisfacción poder aportar alguna luz a la triste existencia de aquel inválido a quien yo adoraba sobre todas las cosas de la vida y que no sólo era mi padre, sino el más íntimo, el más leal, el más querido de mis amigos. No tenía yo para él ningún secreto y su experiencia,

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su permanente custodia basada en nuestra estrecha camaradería fue siemp íe

para mí un luminoso faro que me libró de esos grandes peligros que rodean a la juventud y logró mantenerme siempre en la senda del deber, del trabajo de la dignidad, sin dejarme apartar nunca de las directivas de honradez y rectitud que él se esforzara por inculcarme como rumbo de vida honora-ble y norma invariable de conducta.

"Cuando en nuestras diarias y permanentes conversaciones tropezaba con algo interesante, llamaba a mi madre, su virtuosa y santa compañera, para

celebrar mi actitud y estimularme en común a perseverar en ella. "En ese ambiente de tanto afecto y rectitud se modeló mi espíritu. Jamás

oí una palabra dura, descompuesta, de reproche o disgusto entre mi padre y mi madre. Y hoy, Augusto, se lo digo a usted, con emoción justificada por los sentimiento que la provocan: mi hogar paterno fue un santuario de amor, de ternura, de felicidad, de deber cumplido, de honradez inatacable y pura.

"Mi padre fue siempre sobrio en sus comidas; no fumaba, no jugaba, no ingería vino ni bebida alcohólica alguna. Su gran pasión era el trabajo y la

música. Deliraba por ir al teatro o oir una buena orquesta o a las compañías de ópera contratadas por nuestro primer coliseo; pero nunca pudimos vencer su resistencia para presentarse a la vista del público invalidado por su daño. Y voy a darle un detalle curioso: cuando la radio no era ni siquiera un "pro-blema" por resolver para los físicos, mi padre anhelaba que se descubriera algún aparato que le permitiera oir la música lejana de los teatros. Un apa-rato que se pudiese poner en su escritorio, y él, sentado en su silla de ruedas, o tendido en su cama, oiría como si estuviese en un sillón de orquesta.

"¡Desgraciado caballero! Nunca mi padre iba a disfrutar de estos adelan-tos de la física aplicada. Cuando contemplo todos estos inventos de que ahora gozamos, ¡cómo lo recuerdo a él, que los deseaba y presentía en sus ansias de melómano! Ante ellos me imagino que estoy viendo y oyendo a mi progenitor y que comparto con él su alegría".

Dos años después de la crisis hemorrágica que tuvo don Pedro, la enfer-medad se agudiza. Aparecen síntomas de gangrena en las piernas y para evi-tar que ésta avance, es necesario hacerle guardar cama permanentemente.

Así postrado en el lecho lo encuentra la (Revolución del 91. Sin embargo —insistimos en esto—, su claridad mental no decae. Por el contrario, hace pensar a sus familiares que las energías físicas que pierde se reconcentran en su espíritu, dándole a éste un vigor excepcional.

Por desgracia, a principios del año 92 la gangrena vuelve a su diabólica tarea, a pesar del empeño de los médicos por contenerla.

No se escapa a la inteligencia del enfermo la gravedad de su dramático estado. Con ejemplar sangre fría, presiente acercarse su fin. Hay un solo lamento escapado de sus labios: "Cuan feliz sería —dice— si Dios me hubiese concedido el privilegio de ver a Arturo con su título de Abogado!" Pero, como su corazón le advierte que eso no es posible, no se cansa de reco-mendarle al joven, al irse él a mejor vida, cuide y proteja a misia Susana. Hasta en sus últimos balbuceos le pide prodigue a su madre el más intenso cariño de que sea capaz. Y al decir ésto sus mejillas se van humedeciendo con dos surcos de lágrimas, los cuales no puede ni desea contener. . .

El 9 de julio de 1892, minutos antes de las 9 de la noche, en circunstancias que conversa con doña Susana y sus hijos José Pedro y Arturo, siente don Pedro repentina inquietud y luego un grande ahogo y dificultad para respi-rar. Con voz entrecortada le dice a Arturo que vaya en busca del doctor Aguirre.

Cuando entra el médico a la alcoba del enfermo, don Pedro, aunque

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c o n s e r v a n d o s u habitual serenidad, envuelto e n e s a lucidez d e los moribun-dos, manifiesta:

—"Ahora sí me muero, doctor" . . . Con inmensa sorpresa de todos —y sin que entonces ni nunca, después, se

lo pudieran explicar—, el doctor Aguirre, con gran honradez profesional, aue no justifica sin embargo su exceso de franqueza, le responde conmovido:

—"Desgraciadamente, mi querido don Pedro, tiene usted razón". La moral de la familia, ya muy endeble, con esto tambalea, sin esperanza

en nada de lo que ya se haga. ¿Cuál sería, entonces, la íntima, la invisible r e a c c i ó n del enfermo, cuya claridad mental es fácil de confirmar?

¡Ah! ¡Si los médicos de antaño hubiesen sabido cómo son de poderosas las reservas del espíritu y con cuánto cuidado deben ellos tratar esos ricos pozos eléctricos en que muchas veces la salud encuentra los únicos posibles elemen-tos de recuperar su fuerza!

Emilia Faus, con receta del doctor, va corriendo a la botica, en busca de una droga. Ya con ella en la mano el galeno humedece un pañuelo que aplica a las vías respiratorias del enfermo. Minutos después, bajo la acción de esa droga, se normaliza su respiración y súmese en sueño profundo.

Aguirre, vigilante, le toma el pulso con breves intervalos. iLa testa del médico se mueve apesadumbrada; bajo la yema de sus dedos siente él cómo se extinque la vida de aquel hombre bueno, que por largos años fuera su amigo.

En realidad, la vida de don Pedro ofrece, en esos momentos, el espectáculo u m b r o s o de lámpara que se apaga. Cada vez respira más despacio, hasta no verse ya el movimiento de su pecho.

Sin ninguna contracción muscular, sin actitud brusca alguna, sus labios entreabiertos amorátanse de súbito y la cara tórnase más lívida de lo que ya estaba. El corazón ha dejado de latir.

En ese minuto, uno de sus deudos mira el reloj: son las 11 de la noche*.

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Cimentando un hogar

Para regar en plena cordillera las tres mil cuadras de que era poseedor, al pie del resguardo llamado Los Queñes, don Pedro Alessandri Vargas sacó de las primeras aguas de uno de los afluentes del río Teño, dos canales, a fin de fertilizar tanto la parte baja como la alta de esas tierras de secano. Fue este un trabajo extraordinario para aquellos tiempos y que mereció, junto con el aplauso de sus íntimos, la reticencia de muchos de sus amigos, los cuales dudaban del éxito que imaginara el empeñoso agricultor.

A la muerte de don Pedro esos canales no daban todavía resultado, pues carecían de acequias secundarias, al mismo tiempo que el terreno necesitaba habituarse a las nuevas condiciones de la humedad permanente que le impo-nía el regadío.

Este fundo fue adjudicado conjuntamente a José Pedro y a Arturo, el cual le vendió su cuota al hermano mayor en la módica suma de $ 30.000.

Con la plata en el Banco, Arturo —cuyo "flirteo" con Rosa Ester fuera "in crescendo", desde el baile en el Congreso, y que ya tienen entre ellos arre-glado su plan de matrimonio—, corre a ver a doña Antonia Velasco y con las formalidades del caso, le pide la mano de su hija.

En la familia Rodríguez Velasco, Arturo, a causa de su poca situación económica, es considerado un "pésimo partido". Una niña tan bonita y bien

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educada como Rosa Ester merecía más, mucho más, según el consenso de sus familiares.

¡No es éste, sin embargo, el juicio de doña Antonia que poco a poco ha ido cediendo terreno a su fu turo yerno, llegando, a la postre, a tenerle verda-dera adoración; actitud que lógicamente la lleva a despreciar los ataques que los suyos hacen al joven curicano. No pone, pues, dificultades, y accede en darle al pretendiente su consentimiento maternal para el desposorio.

Arturo no cabe en sí de optimismo. Hace un año que tiene su título de abogado8.

Fue una prueba superior. Cuando llegó el momento de dar su licenciatura don Valentín 'Letelier le aconseja que se aparte de las normas seguidas hasta entonces para optar a grados universitarios; esto es, que no aborde estudios metafísicos sobre puntos de Derecho Civil, (Comercial o Penal, sino algo más de práctica importancia, como por ejemplo un ensayo sobre el fomento y construcción de habitaciones para obreros. Alessandri accede gustoso a la in-dicación de su maestro, y ese es el tema de su Memoria7. Cuando llega a dar su prueba final a la Corte Suprema, va ya rodeado de un prestigio envi-diable.

Ahora —libre para siempre de las preocupaciones universitarias—, se de-dica de lleno al ejercicio de su profesión, para lo cual renuncia a su empleo de bibliotecario del Congreso Nacional y a sus clases de Historia. En el im-petuoso decurso de los acontecimientos toma ese ritmo que los físicos llaman "uniformemente acelerado", y cuando el hombre de pocos nervios anda diez pasos el vehemente ha caminado 512.

Cuanta ya con una clientela númerosa: pues apenas en posesión de su título habíase puesto al habla con los comerciantes itálicos de Santiago, manifestándoles su ascendencia peninsular y pidiéndoles que cuando tuvie-ran algún asunto jurídico lo utilizaran a él como abogado. "En dos días —nos cuenta en sus Apuntes— en uno de los coches devancijados de aquellos años, que corrían por nuestras calles pavimentadas entonces con piedras de río, arrastrados por jamelgos flacos y desganados, recorrí toda la colonia italiana y volví contentísimo de mi gira, al mismo tiempo que listo para incorporarme en la primera campaña que se hiciese a favor de la pavimen-tación urbana, pues los machucones en las nalgas por los baches de las calles me dejaron medio molido. ,

"Poco tiempo después de mi gira —continúa—, conservando aún los ma-chucones de mi recorrido en el coche de posta por los desastrosos empedrados de las rúas de Santiago, la casa de mi madre —donde había abierto proviso-riamente mi estudio de abogado— empezó a llenarse de clientes, que venían en busca de mi asistencia profesional. Uno de los primeros en llegar fue un viejo molinero, don Domenico Costa, hombre sencillo, de poca inteligencia, también de escasa ilustración; pero, sin embargo, pletórico de bondad y hon-radez. Castellanizó su nombre, haciéndose llamar sencillamente "Domingo". Había subido desde muy abajo (hasta formar una cuantiosa fortuna que le permitió adquirir uno de los mejores molinos que movían las aguas del Mapocho. Para atender el caso de este mi primer cliente, tuve que hacer grandes esfuerzos, pues había olvidado el italiano, su lengua nativa, sin alcanzar éxito alguno en el aprendizaje del español. El idioma que hablaba podía considerarse una invención de él, y sólo era posible entenderle por medios intuitivos, y más por simpatías que por razonamientos, pues era un guirigay endemoniado que habría vuelto loco a don Andrés Bello".

"El señor Alessandri se recibió de abo- ciones para obreros. Imp. Cervantes. San-gado el 6 de enero de 1893. tiago, 1893.

'ALESSANDRI P A L M A , A R T U R O . Habita-

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Como dejamos dicho, apenas el novel abogado puede dar abasto para a-t e n d e r los numerosos pleitos que le encomienda la colonia italiana residen-te en la capital.

Ahora está de novio y es esta circunstancia como la coronación de un lap-so de útiles y honrosos esfuerzos.

Con su nerviosidad y diligencia acostumbradas, corre, antes que se enca-mina, a conversar con don Raimundo Larraín Cavarrubias. Sabe por refe-r e n c i a s , que este caballero tiene en arriendo un departamento en altos en ja c a l l e Agustinas esquina de Ahumada (donde está actualmente el Hotel C r i l l ó n ) y antes que le ganen la delantera lo toma en arriendo. Esa situa-ción le conviene mucho, tanto por lo céntrico como porque ahí puede ins-talar, al mismo tiempo que su casa, su escritorio profesional.

Hecho el contrato, principia a invertir en su acomodo lo indispensable para las necesidades inmediatas de su nuevo hogar.

En la tercera semana del mes de julio de 1894, los parientes y relaciones de la familia Alessandri comienzan a recibir el siguiente parte tipografiado con letra cursiva en gruesa cartulina:

Susana Palma de Alessandri partici-pa a usted el enlace de su hijo A R T U R O

con la señorita Rosa Ester Rodríguez Velasco, e invita a usted a la ceremonia religiosa que tendrá lugar en la Capi-lla de los RR. PP. Franceses el Domin-go 29 del presente, a las 12 M.

Santiago, Julio de 1894.

El matrimonio se realiza en la fecha que se indica, sin boato ni mentiro-sas exterioridades. Es una señorita y un joven de limitados recursos los que van a unir sus vidas; y conforme a esta realidad se efectúa la solemne cere-monia.

Ella luce un elegante pero sobrio traje de raso blanco; adornada la cabelle-ra con la clásica corona de azahares y en la mano enguantada un bouquet de azucenas. El, viste chaquet negro, ajustado correctamente a su cuerpo de mo-zuelo que recién acaba de pasar los lindes de la mayor edad.

Pone la bendición el canónigo don Luis Enrique Izquierdo, poco tiempo después Obispo de Concepción. El señor Izquierdo, que fuera muy amigo de don Pedro, había sido íntimo de los Alessandri, cuando era cura párroco de la iglesia de San Isidro. Las palabras de venturosos augurios que dirige a los novios están impregnadas de esos recuerdos familiares.

En el armonio del coro, un ex profesor de Arturo ejecuta el Ave María de Gounod, que acompañan, con voces delicadas, un grupo de amigas de la novia.

Apadrinan a Rosa Ester el poeta don Luis Rodríguez Velasco y su esposa la Sra. Delia Correa; y a Arturo, su hermano José Pedro y su señora madre doña Susana Palma.

Después del matrimonio, los novios y familiares se trasladan a casa de la viuda de Rodríguez Velasco, donde se lleva a efecto la ceremonia civil. En ese acto sirven de testigos, para ambos contrayentes: Don Eulogio Altamira-no; el Ministro de la Corte Suprema, don José 'Gabriel 'Palma, tío de Arturo; el de la de Apelaciones, don Miguel 'Luis Valdés y el General don Manuel Baquedano. °

Todo en esta solemnidad, lo mismo que en la religiosa, ocurre en una at-

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mósfera clara de fruitiva intimidad: una copa de champaña en honor de l0s

novios; agradable y fina charla entretejida de anécdotas; recuerdos oportu-nos sobre viejos y comunes amigos. También, sin quererlo, una nota de tris-teza, pues en ese grupo que se estrecha alrededor de los recién casados dando alas a sus íntimas ilusiones, faltan dos seres queridos, cuya ausencia humede-ce los ojos de la juvenil pareja: don Pedro Alessandri Vargas y don José R0 . dríguez Velasco.

(Los más allegados a la familia de los novios quédanse a almorzar. Después del piscolabis, Arturo trata de salir de la casa sin que lo note su suegra. Con este motivo, lleva a Rosa Ester a su dormitorio a fin de que cambie su traje de novia por el de calle. Así lo hace la desposada, pero con su antigua cos-tumbre de soltera, demórase más de lo conveniente.

Arturo, desde niño tiene la costumbre de jugar con el mechón que él peí. na en forma de onda sobre el lóbulo frontal derecho. Ahora, mientras aguar-da a su esposa, toma una guedeja y principia a enrollarla en el índice, hacien-do y deshaciendo esta operación infinidad de veces.

Ya casi se ha sacado el mechón con los nervios que lo sacuden. Al fin, sin poder contenerse llega hasta el dormitorio que ocupara de soltera la recién desposada y entreabriendo la hoja de la puerta, se asoma por ella pidiéndole cariñosamente que se apure.

El joven supone que esta escena es poco menos que recóndita y que no hay por ahí ojos que lo vigilen o sorprendan. Error profundo. Muy cerca, en acti-tud de cancerbero hay una tía solterona de Rosa Ester, llamada Primitiva Velasco Oruna y que^sin tiempo para juzgar el inocentísimo gesto, considera aquello de inmensa " inmoral idad". . . "No sólo faltó poco para que me insul-tara —escribe el señor Alessandri en sus Apuntes— sino, también, para que me arañara, haciéndome presente que esas malas costumbres de los tiempos que corrían y que no encuadraban con los procedimientos de la familia que me entregaba a Rosa Ester para que fuera mi esposa. Yo me corrí todo y casi llegué a creer que había cometido un acto criminal. Tuve, pues, que pedirle perdón y prometerle que no incurriría más en el pecado que me reprochaba. Debo advertir que esto no me fue difícil hacerlo, pues doña Primitiva era una santa, una virgen provecta, que de no haberlo traspuesto, bordeaba ya los 70 años".

La luna de miel la pasa Arturo en Santiago, en el departamento que recién acaba de amoblar. Con esto, se evita el gasto superfuo de salir al extranjero o ir a otro punto del país; pues el hombre desea ahorrar lo que le resta de los $ 30.000, para una idea que ya tiene fija en la mente y que nadie ha de arrancársela: quiere ser d ipu t ado . . . .

Su nueva vida se reparte entre el ejercicio de su profesión de abogado y las ternuras que le debe a su joven esposa.

Al terminar en las tardes su trabajo cotidiano le gusta oir siempre un poco de música. A esa hora Rosa Ester lo aguarda en el pequeño saloncito de la casa. La joven toca muy bien el piano y canta con mucho acierto can-ciones ligeras. Mientras estuvo de novia había tomado profesor, sabiendo co-mo eran de grandes las aficiones de Arturo por las gracias de Euterpe. . .

Alessandri con justo motivo, se siente ahora un hombre feliz; pero su ale-gría a pesar de ser mucha aumenta con el embarazo de Rosa Ester, lo que, si es posible, da un mayor impulso a las ambiciones del joven.

El primer hijo de su matrimonio —Arturo Alessandri 'Rodríguez— nace el 8-V-1895 justamente 9 días después de cumplirse los 9 meses de casados. El parto es penosísimo, y tiene en gran peligro a la madre, que puede salvarse gracias a la atención extrema que pone en ella don Manuel 'Barros Borgoño, médico eminente, en esos años el de mayor cartel en la provincia de Santiago,

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Arturo vive sin ostentación. De acuerdo con sus planes instala su escritorio p r o f e s i o n a l en la casa. Al lado de él hay un pequeño cuarto para el escribien-te En el otro cuerpo del departamento, separado por un pequeño hall, pre-c i s a m e n t e en la esquina del edificio, un dormitorio, un saloncito y luego otro d o r m i t o r i o . En seguida vienen el comedor, la cocina y las piezas para la ser-v i d u m b r e . E n ese tren de vida modesta no falta nada, ni la joven pareja b u s c a otro entretenimiento que el de su mutuo afecto y comprensión. Rosa Ester tiene muchas amigas, pero ninguna de especial intimidad; sigue ella los conse jos de doña Susana 'Palma, que le inculca la idea de que una mujer no debe tener nunca amigas intimas "porque es peligroso que el marido, tam-bién joven, tenga siempre presente a las amigas, al entrar o salir de la casa".

¡Claro está que fuera de doña Susana, la otra persona vinculada al hogar de los Alessandri-Rodríguez, es la madre de Rosa Ester, que pronto extiende su a f e c t o a su yerno el cual se lo retribuye generosamente hasta el último día de la existencia material de doña Antonia, dándose, en una oportunidad, la s a t i s f a c c i ó n de salvarla de la ruina definitiva, haciéndose cargo él del pago de una hipoteca de la casa de la calle Duarte, inmueble que estaba siendo c o m i d o por la acción d e los dividendos insolutos.

El señor Alessandri —como ya lo hemos dicho— ha sido a través de todas las circunstancias de su vida, un ser extremadamente nervioso, de fácil irrita-bilidad, aunque de reacciones inmediatas hacia el olvido y la ternura. Pero en su relación matrimonial, su carácter tuvo el mínimum de oportunidades para mostrar esas aristas psicológicas; pues 'Rosa Ester, que amaba filialmen-te a su suegra, nunca olvidó las advertencias de doña Susana en orden a que "cuando el marido llega de la calle desagradado o se disgusta por cualquier cosa, la mujer debe callar, segura de que su silencio es un arma poderosa pa-ra vencer". Y eso es tan cierto, que Alessandri, a este propósito, escribe, es-pontáneo, en sus Apuntes: "Cuando yo estaba colérico, rezongando o vocife-rando por cualquiera tontería, mi mujercita siempre triunfaba con su silen-cio, y era yo el que pronto tenía que darle mil excusas, y mis más arrepenti-das caricias, que brotaban a raudales desde el fondo de mi alma".

Y de ese modo, el hombre que debía liquidar el antiguo orden institucio-nal de Chile, a fin de construir sobre sus escombros el edificio de un Estado más de acuerdo con los anhelos e ilusiones del mundo contemporáneo, funda-menta para él, sobre sólidos pilares, un hogar que ha sido ejemplo para la ju-ventud de la República, no sólo por las virtudes de quien fue su compañera, sino también por los frutos obtenidos en la familia educada bajo su égida y que lleva y continúa su nombre.

*

Presidencia Errázuriz Echaurren

"En casa de don Fernando Lazcano —dice el señor Alessandri en sus "Con-versaciones" con Armando Donoso— conocí a don Federico Errázuriz, con quien tuve ocasión de charlar frecuentemente, logrando penetrar poco a po-co en su alma de patriota y gobernante. Admiraba en él su noble tradición familiar, su prestigio, su generosidad, sus convicciones, su amor por el libe-ralismo que había heredado de su padre, creador y mantenedor de la prime-ra gran alianza de los liberales en el país.

"En esas circunstancias llega la campaña Presidencial. Yo tenía un gran respeto por los dos candidatos, reconociendo en don Vicente Reyes sus gran-des merecimientos y su austeridad política, pero me atraían con todas las fuerzas de mis convicciones la juventud, la actividad y la penetrante inteli-

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gencia de don Federico, a más de sus antecedentes liberales, que le sirvieron para llegar al ¡Congreso en brazos de las fuerzas políticas de la Alianza".

En estos tiempos la opinión pública —tal como se entiende hoy en día— n 0

cuenta ni poco ni mucho. Las Asambleas políticas de provincias tienen sólo un papel espectacular, y a lo que ellas puedan pensar siempre se impone el criterio de los estados mayores partidistas. No puede decirse, pues, en estricta verdad, que don Federico Errázuriz es combatido por el grueso del contin-gente electoral de los partidos de avanzada, sino —y esto parece ser lo justo— que su oposición radica principalmente en las directivas de esos conglomera-dos partidistas.

A ellos se suman también los liberales democráticos, bandería que se reor-ganiza exaltando el recuerdo de Balmaceda y de sus postulados. Los liberales democráticos no le perdonan a don Federico su participación en los hechos preliminares que determinaron la derrota política de don José Manuel. Actitud en cierto modo injusta, porque el señor Errázuriz apenas estalla l a

Revolución del 91 arregla sus maletas y se dirige a Europa, precisamente para no tomar parte activa en esa guerra de hermanos contra hermanos. Aún más, cuando terminada la campaña revolucionaria se discute en el Congreso la ampliación de la ley de amnistía8 patrocinada por el Ministerio que pre-side don Manuel José Irarrázaval, él batalla con ahinco por su aprobación.

Don Federico, joven e impetuoso, no desanima y se apercibe para la lucha. Para esto convoca a sus amigos íntimos y les expresa que es menes-ter organizar una Convención de elementos liberales que le sirva de antece-dente o título para emprender su campaña. Es de este modo como a las 3 de la tarde de un día del mes de enero de 1896 se reúne en el cerro Santa Lucía una Conveiítión formada por 300 ó 400 liberales. Parte de éstos son ciudadanos eminentes que han prestado notorios servicios al país; hay nom-bres que se destacan también con vigoroso relieve: Eulogio Altamirano, Julio Zegers, Pedro M o n t t . . . Esta Convención elige 3 secretarios; uno de ellos es Arturo Alessandri 'Palma.

Todos creen que las deliberaciones se prolongarán por muchos días; pero Eduardo Mac Clure, Carlos Palacios —los otros dos secretarios— y el propio Alessandri, que han corrido con las inscripciones, saben que don Federico cuenta con una inmensa mayoría y si no es elegido en la primera votación, lo será en la segunda o tercera.

Así ocurre, en efecto, y en medio de calurosos aplausos don Federico Errázuriz Echaurren resulta elegido como candidato a la Presidencia de la República, en la primera votación.

Los convencionales, ya tomados por las corrientes del entusiasmo, acompa-ñan a don Federico hasta su casa, sita en la Alameda de las Delicias esquina de Gálvez. Amontonada en las afueras del edificio hay una multitud que les espera y exige se de cuenta al pueblo de lo ocurrido en la Magna Asamblea y de las espectativas de triunfo del candidato.

En ese instante, Errázuriz se acerca al joven Alessandri: —Mi amigo —le expresa—, le ruego que sea Ud. quien le explique al pú-

blico los hechos que acaban de suceder; y agradezca a nombre mío la adhe-sión y simpatía que han comenzado a demostrarme.

Ni corto ni excesivo, Arturo acepta el encargo. Es la primera vez que va a pronunciar un discurso político ante una multitud; y se inaugura hacién-

8Esta amplitud presentada por Errázu-riz en la Camara de Diputados el 24 de diciembre de 1891, consigue, después de

ardoroso debate, la victoria de su noble so-licitación.

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¿olo desde los balcones de la casa de un candidato que se cree merecedor a c r u z a r sobre su pecho la banda directorial de O'Higgins. . .

"Exalté la personalidad de don Federico —nos informa el señor Alessan-dri— y, aunque haciendo grandes esfuerzos, entusiasmé a la gente, exhortán-dola a la lucha y asegurándole expectativas de éxito, aunque, dicho sea en v e r d a d , yo no estaba muy convencido de ello vistos los poquísimos elementos con que nosotros contábamos y la impresionante fuerza electoral que seguía, en cambio, a don Vicente Reyes. Sin conocer mucho entonces la psicología de las multitudes, me parecía indudable que las masas siguieran siempre detrás del carro del triunfador o del más fuerte. ¡Error de mis años mozos! Porque si así fuera, no se habría impuesto el cristianismo, inspirado en renuncia-mientos y sacrificios infinitos, que no sólo rechaza, en la primera generación apostólica, todo beneficio material, sino que declara, asimismo, por boca de su Maestro que "su reino no es de este mundo". Tampoco habríase im-p u e s t o la revolución rusa de Lenín, construida por un grupo minoritario, v e i n t e veces derrotado por el zarismo y que la única perspectiva que durante años les dio a sus miembros, fue la del cadalso en su patria o, en el mejor e v e n t o , el exilio paupérrimo en alguna grande capital europea".

El estreno de Arturo como tribuno político es anuncio de lo que más tarde conseguirá frente a las multitudes de su patria.

Días más tarde, Alessandri demuestra que además de tribuno, tiene también, "malgré lui", dotes de psicólogo y observador que mucho han de servirle en el curso de su carrera política. ¿Cómo?

A la Convención del cerro Santa Lucía asisten, entre otros, don Eulogio Altamirano, don Marcial Martínez, don Ramón Barros Luco, don Luis Al-dunate Carrera, don Julio Zegers y don Pedro Montt. Una macedonia de ideologías, en que todos sus componentes son "presidenciales". Como la elec-ción se produce en la primera rueda, resulta que los posibles candidatos, además de defraudados, se sienten ofendidos. A este propósito, dos o tres días después del veredicto de la Convención, Alessandri tiene oportunidad de ir al estudio profesional de don Eulogio Altamirano, que es Defensor de Menores y trabaja muy modestamente en un edificio de la calle Compañía, al laclo de "El Mercurio". El pequeño departamento da entrada directa a una pieza que luce muy escasos muebles, harto gastados por el tiempo, y se destaca una mesa de madera "bien de madera", que sirve a un escribiente. Esta pieza se comunica con una puerta de una sola hoja, que da al estudio del señor Altamirano, cuyo amoblado corre a parejas con el de la sala de espera, tanto en su modestia como en las exteriorizaciones de su larga vejez.

He aquí lo que nos dice el señor Alessandri respecto a esa visita: "El escribiente me manifestó que tenía que esperar si deseaba entrevistar-

me con el señor Altamirano, pues en ese instante estaba ocupado en una conferencia; agregándome que ésta sería muy larga y que más me valdría volviera más tarde. Como en ese instante reconocí la voz de don Pedro Montt, que hablaba muy fuerte y demostrando gran nerviosidad, no acepté la indicación del escribiente, pues tuve vivo interés por oir lo que allí se decía. Con disimulo, me arrellené en uno de los asientos, manifestándole al plumario que como me urgía obtener una vista que don Eulogio teníame en su poder, iba a esperar; resolución que me parece no le agradó mucho al secretario. Mientras tanto, paré la oreja y oí que don Pedro Montt decíale a don Eulogio, con extraordinaria energía, más o menos lo siguiente:

"—Es imposible, señor, que permitamos que llegue a la Presidencia de la República un hombre sin ningún título y preparación, sin antecedentes, méritos, ni condiciones personales, como Federico Errázuriz, y que sobre todo esto, es, además, un hombre ausente de seriedad y ponderación.

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"Don Eulogio, con palabra tranquila, solemne —como era su costumbre— le replicó que habían ido a la Convención sobre la base de un compromiso de honor en orden a aceptar el fallo de esa asamblea, y como hombres serios debían acatar el resultado.

"—¡ Pero es que no se puede aceptar ese resultado'—argüía Montt— cuando es público y notorio que la Convención ha sido adulterada y su veredicto ha sido una cosa que nadie soñó!

"—Altamirano continuaba imperturbable: "—No hay ningún antecedente, Pedro, para comprobar lo que Ud. está

diciendo. "—Aunque así fuera; no puede Ud. desconocer que los intereses del país

están de por medio y no es posible nos entreguemos a un hombre amena-zante para esos intereses y que no habrá ningún medio para contenerlo o enderezarlo en el rumbo que elija, con seguridad de que siempre será el peor. Aunque no aceptemos a los hombres que acompañan a Vicente Reyes, en todo caso éste es una garantía por sus antecedentes, porque nadie le niega seriedad, preparación, n i honradez. Estamos perdiendo tiempo. Creo que hoy día mismo debemos juntarnos los elementos más representativos burla-dos en la Convención y garantirle así el triunfo a Reyes, que nos espera y que estaría llano a darnos todas las garantías estimadas necesarias.

"Hizo una pausa el señor Montt, pero fue para continuar con mayores bríos:

"—¿Por qué se ha elegido al señor Errázuriz y no a Ud? Cargado de méri-tos, antecedentes, inteligencia, sólida preparación, usted habría llevado tran-quilidad y confianza al ánimo público.

"Don Eulogio elevó también esta vez el tono, pero fue para darle mayor solemnidad y énfasis a sus palabras:

"-^Vea, Pedro. A pesar de lo que me dice Ud., no me encuentro en situa-ción de ser Presidente de la República. No lo he deseado ni lo deseo, y si en la circunstancia actual se me ofreciera y se me garantizara el triunfo sin lucha, tampoco lo aceptaría. No olvide Ud. que durante cinco años fui Mi-nistro de lo Interior de don Federico Errázuriz Zañartu y que en ese puesto me hice depositario de toda su confianza y de su más delicada intimidad. Esa circunstancia, Pedro, me coloca en situación de ser el único hombre en Chile que no pueda disputarle el puesto de honor a que ahora aspira el hijo de mi amigo.

"Sin abandonar la partida, a pesar del recio argumento de don Eulogio, don Pedro Montt siguió sosteniendo su tesis y suplicándole a Altamirano, en todos los tonos del diapasón, que lo acompañara en su tarea de ir donde don Vicente Reyes a ofrecerle su ayuda para librar al país del inmenso peli-gro que él creía ver en la candidatura presidencial de Errázuriz Echaurren.

"Durante largo rato don 'Pedro emitió sus argumentos, cada vez con mayor vehemencia, pero estos se iban a estrellar contra la actitud inmutable de don Eulogio, afirmado por el recuerdo del primer Presidente Errázuriz.

"Cansado al fin, don Pedro se despidió en forma muy afectuosa del señor Altamirano, suplicándole que reflexionara, dándose a meditar en la suerte del país, y prometiéndole que volvería con una lista larga de los asistentes a la Convención que estarían dispuestos a retirarle su apoyo a la candidatu-ra de Errázuriz y dárselo a don (Vicente Reyes.

"A pesar de la forma aparentemente amable en que se despidió, don Pe-dro, a quien nadie aventajaba en tenacidad cuando perseguía alguno de sus propósitos políticos, salió muy agitado, a grandes pasos rápidos. Apenas sí saludó al escribiente, sin notar, por cierto, mi presencia. Dio un tropezón

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en el umbral de la puerta que casi lo hizo caer en tierra, y se alejó por el largo pasadizo...

" D e s o c u p a d o Altamirano, entré a su despacho. El patricio me recibió con esa su afabilidad que en Santiago era proverbial. Se inquietó un poco cuan-do le dije que había oído su conversación con don Pedro Montt, y me hizo n r o m e t e r silencio, asegurándome que don Pedro tendría que tranquilizarse, r e s i g n á n d o s e a cumplir como caballero los compromisos contraídos. Supe d e s p u é s que Montt, vencido por los argumentos de don Eulogio y por el r e s p e t o que le imponían sus consejos se había dado por vencido en su inten-to de resistir la candidatura de don Federico Errázuriz.

"(Los motivos psicológicos de don Pedro en contra de don Federico eran, sin embargo, perfectamente explicables. Su padre, don Federico Errázuriz Z a ñ a r t u , fue uno de los grandes revolucionarios que amargaron en el Dece-nio la existencia de don Manuel Montt, el cual, desesperado, no titubeó s i q u i e r a en hacer que lo condenaran a muerte, pena que se le conmutó por la de destierro. Durante toda su vida pública, el señor Errázuriz Zañartu había combatido después a los Montt-varistas y, como Ministro de la Guerra de don José Joaquín Pérez, fue el instigador de la acusación contra la Corte S u p r e m a , que presidía don 'Manuel Montt en el año 1869. Los Ministros que formaban aquella Corte, don ¡Manuel Montt, mi abuelo don José Ga-briel 'Palma, un señor Barriga y un señor Valenzuela, eran todos grandes partidarios y admiradores de Montt, por eso Errázuriz se fue contra ellos para quitarles la influencia de aquél. Esta acusación fue desechada por el Senado, aunque por escasísimos votos.

"Don Pedro Montt no podía ver, pues, con ojos tranquilos al perseguidor de su padre; y Federico Errázuriz Echaurren no podía considerar tampoco en forma sinceramente cordial al descendiente inmediato del Presidente que no había titubeado en su odio, hasta poner a su progenitor en los um-brales del cadalso. La enemistad de los padres había continuado en los hijos. Durante largos años, don Pedro había tropezado en su camino político con los obstáculos que le ponía Federico Errázuriz Echaurren, quien había lle-gado en cierta oportunidad hasta las vías de hecho, como lo hizo el 9 de enero de 1886, durante la Administración Santa María, en que el joven Errázuriz se fue directamente en contra de don Pedro, que presidía la sesión de la Cámara, y arrebatándole la campanilla de las manos, lo denostó a voz en cuello, en pleno hemiciclo. Ese día 9 de enero fue en extremo turbulento, pues como la minoría no dejaba despachar la ley que autorizaba el pago de las contribuciones, y no habían medios 'de vencerlos porque no existía la clausura del debate, la mayoría afecta a la candidatura de don José Manuel Balmaceda, decidió dar un golpe cerrando el debate. Esto no lo autorizaba el reglamento, pues muchos todavía deseaban hacer uso de la palabra. El más agresivo de los diputados de esa minoría fue don Federico Errázuriz Echaurren".

Esta enemistad con Montt no debía, sin embargo, consolidarse para siempre, pues andando el tiempo don Pedro sería "su" candidato, y el hom-bre que más estimara por la eficacia de sus servicios. El tiempo, mutando y transformando la lucha de los intereses económicos y de las ideologías parti-distas, juega con los hombres y con las banderas doctrinarias como si éstos fueran peleles movidos por la fuerza» de una corriente superior. De modo que no es extraño que seres que ayer se aborrecían, se abracen y confundan hoy como hijos de una misma madre; y en cambio se aborrezcan hasta el límite de la muerte misma, personas que ayer daban a la colectividad un ejemplo de amor y comprensión ejemplares.

En el año 1892 los nacionales o montt-varistas, se unen con los "liberales

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sueltos", los "doctrinarios" y los "nacionales" o "mocetones"", que habían constituido el cuadrilátero que combatió a Balmaceda, formando el Partido "¡Liberal Unitario".

Sin fuerzas suficientes para llevar al Congreso mayorías que tuviesen las

mismas orientaciones doctrinarias, los partidos políticos se dan, pues, a reali-zar las más absurdas componendas, llevando al recinto de la Cámara esos extraños maridajes de opinión, que en la historia de las banderías chilenas del siglo xix se conocen con el nombre de "Coaliciones" y "Alianzas".

Esta, que propicia la candidatura de don Federico Errázuriz Echaurren como sucesor de don Jorge Montt en la primera magistratura de la Repú-blica, es una coalición liberal-conservadora; y aunque cuenta, como ya 10

hemos visto, con un preámbulo entusiasta, nadie cree, de buena fe, que esa ola va a seguir prosperando en el camino del éxito. "La aventura de don Federico Errázuriz —expresa el mismo señor Alessandri— aparecía sin pies ni sabeza, siendo causa de fácil hilaridad entre los estados mayores de los tres grandes partidos organizados, y parecía algo absurdo toda posibilidad de lu-cha, porque sólo en el caso de que los conservadores apoyaran a don Federico habría habido alguna expectativa para él; pero, esta posibilidad aparecía con el carácter de algo remoto y fantástico, porque no era creíble que los conservadores llegaran jamás a apoyar a un hombre que, durante toda su vida, había hecho ostentación de tan avanzado liberalismo como don Fede-rico Errázuriz Echaurren y que representaba para ellos una tradición con-denable: arrancar de la Alianza Liberal del año 74. No obstante, obrando por reacciones negativas, se produjo una fuerte corriente en el Partido Conservador, no de simpatía hacia Errázuriz, sino de profundo temor contra don Vicente Reyes por sus avanzadas campañas de liberalismo en el Club de la Reforma, en "El Ferrocarril" y en su actuación parlamentaria; y también era temido de los conservadores por los elementos que lo acompa-ñaban. Esta corriente en el seno del Partido Conservador, tenue y débil al principio, como todas las corrientes, tuvo que contrariar sentimientos tradi-cionales muy arraigados, y fue tomando cuerpo y creciendo.. . Quedó de esta manera planteada la lucha entre las dos corrientes: Alianza Liberal de un lado y Coalición del otro. Mas, a pesar de que los conservadores apoyaban a don Federico, la lucha se presentaba muy desigual: don Vicente Reyes, con su gran prestigio, contaba con tres grandes partidos: Liberal, Radical y Liberal Democrático, mientras que don Federico contaba con escasas fuer-zas, que poco a poco se fueron incrementando para la lucha. Los conserva-dores cerraron sus filas lentamente en torno del candidato y don Federico supo ganarse a todos los elementos dispersos para dar al fin la batalla más formidable que registra nuestra historia política. Es indudable que influyó mucho en el éxito la actividad insospechada que desplegó don Federico, en contraste con la indiferencia proverbial de don Vicente Reyes, que no soli-citó la cooperación de nadie, no escribió a nadie, y prescindiendo de todo aquello que es indispensable en las luchas de nuestras democracias moder-nas, no se molestó por nada".0

La lucha por la Presidencia de la República entre Errázuriz y Reyes se realiza en atmósfera de verdadera tensión pública. El dinero cohechador se reparte a manos llenas. Fue una lucha tenaz entre ambos bandos, ven-ciendo el señor Errázuriz, en el veredicto de los electores de Presidente, por un solo voto de mayoría.

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"ARMANDO D O N O S O . "Conversaciones con don Arturo Alessandri". Santiago de Chile. Edit. Ercilla, 1934, págs. 28-29. Don Artu-

ro alteró, de su puño y letra, la redacción de la última frase, agregando estas cinco palabras: "no se molestó por nada".

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Diputado por Curicó

T r i u n f a n t e Errázuriz, se vale el Primer Mandatario de don Fernando Lazca-n 0 para que, a su vez, aconseje a Alessandri —que aún no ha cumplido 28 años— presente su candidatura a ¡Diputado por Curicó, ya que Arturo ha d e m o s t r a d o ser, en su calidad d e liberal, buen amigo d e l Gobierno.

Aquella candidatura es, en realidad, un presente griego; y aun políticos v i e j o s habríanla rechazado por las muchas dificultades ofrecidas. Pero A l e s s a n d r i , impetuoso como es, ni siquiera lo piensa dos veces, y se lanza a la prueba con vigoroso empeño.

La provincia de Curicó tiene en aquel entonces dos departamentos: Curi-có y Vichuquén. En el mapa electoral de 1897 esta provincia es "pelucona" y está representada en la Cámara por los conservadores don Joaquín Díaz Besoaín y don Francisco Antonio Vidal. El único diputado de las filas del liberalismo que sale elegido es don Pedro Donoso Vergara, que logra el triunfo gracias al apoyo de los Alessandri.

Así, hasta en el aspecto familiar, la lucha, para Arturo, representa serias dificultades, pues su padre que apoyó a Donoso en la elección anterior, cul-tiva con él espléndidas relaciones.

Pero las cartas ya están tiradas sobre la mesa y no hay caso de que él pueda echarse atrás.

Confeccionadas las listas de candidatos, a Arturo le toca el 49 lugar. Es casi un intruso; y los conservadores, poderosos en sus trincheras semisecula-res, vaticinan irónicos la segura derrota del mozalbete. . .

Estas dificultades en vez de abatir, enardecen el ánimo de Arturo. Los caminos interiores de ambos departamentos curicanos ofrecen mil in-

convenientes para viajar en coche. Hay, pues, que salvar ese obstáculo y para ello, con un grupo de buenos amigos, buscan caballos resistentes y suaves, y se dan a recorrer la provincia de un extremo a otro, casa por casa, rancho por rancho; no para arrojar papeles, sino para conversar con los inquilinos, cambiar ideas con los huasos, oir lo que la gente pide o reclama de los pode-res públicos. Un trabajo benedictino, pero que da la cosecha esperada. . .

Conocido el resultado de las urnas, Arturo aparece con la cuota más alta en el Congreso en la campaña de 1897. En Curicó don Pedro Donoso Ver-gara obtiene la segunda mayoría; los conservadores sólo sacan a don Joaquín ÍDíaz iBesoaín y aún a éste con reducida cantidad de votos.

En verdad de verdades, Alessandri con su candidatura les ha "revuelto el gallinero", pues desde entonces esta provincia tradicionalmente conservado-ra, queda transformada en feudo liberal; victoria inesperada y aplastante, con resonancia en el país.

Sin embargo, la primera elección de Arturo como Diputado por Curicó, va unida a uno de los más grandes dolores experimentados en su juventud. El mismo día de su triunfo muere en Santiago "tía Elcira", la señora de Mendeville, la cual tanto influjo tuvo en los sentimientos del joven, y aun en el de clon Pedro Alessandri Vargas.

Por los retratos y recuerdos de familia sabemos que "tía Elcira" era una señora alta, morena, de esbelta figura. Tenía ojos muy vivos, de color pardo, y una cabellera endrina que siempre peinaba hacia atrás, dejando al descu-bierto su frente ancha de admirable dibujo.

Los Alessandri conservan la tradición de que cuando moza, cantaba con voz dulce y bien timbrada, y que en los grandes conciertos de caridad que hubo en esa época tanto en Santiago como en Valparaíso, el número suyo era uno de los aplaudidos.

A comienzos de la segunda mitad del siglo xix, Elcira casa con don Car-

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los Mendeville, a quien conoce por la circunstancia de que este caballero franco-argentino vino recomendado a don Pedro Alessandri Tarzi, en aquel entonces Cónsul de Italia en ¡Valparaíso. En el libro I I I de esta obra nos hemos referido con más detalles al caballero Mendeville. Diremos ahora que

con los años su carácter, antes espiritual y gracioso, va haciéndose susceptible y gruñón, hasta enojarse por cosas insignificantes o montar en cólera por hechos que en realidad no encierran ningún motivo serio. A estas alturas la

felicidad hogareña de "tía Elcira" se cubre de sombras y una amargura silen-ciosa, cubierta por la santa paciencia de esta dama, comienza a minar el an-tiguo optimismo de su alma. Tragando saliva y mascando penas, envejece antes de tiempo.

El gran cariño de Elcira Alessandri se vuelca, entonces, íntegro en el ya

profundo afecto que sintiera por su hermano Pedro. Pocas veces un cariño fraternal se consolida en forma más perfecta y tierna como éste lo fue. Pedro y Elcira no sólo se comprenden, sino que, al mismo tiempo, se estiman y considéranse los seres más felices cuando pueden compartir juntos y volver sus ojos hacia los recuerdos del pasado o soñar un poquito, hinchando velas hacia las esperanzas de un más tranquilo porvenir.

Mientras Alessandri Vargas puede caminar, viene todos los días desde su casa, en Alameda esquina de San Isidro, a la de la señora de Mendeville, que reside en la calle Miraflores. Mas, cuando la parálisis inmoviliza las piernas de don Pedro, es Elcira la que toma la costumbre de llegar, todos los días, sin faltar nunca, a casa del "hermano", como ella le llama. Allí, junto a la silla del enfermo, permanece desde las 3 hasta las 5 de la tarde.

Mientras don Pedro estuvo en el Sur y Arturo y José Pedro en el Colegio de los Padres Franceses, tía Elcira fue la apoderada de sus sobrinos, y como si hubieran sido sus propios hijos, los colmaba de atenciones y delicadezas maternales.

Al poco tiempo de la muerte de don Pedro, la señora de Mendeville sufre una hemiplejía que le deja inmóvil el costado derecho del cuerpo. Desde entonces, Arturo y José Pedro, devolviendo en mínima parte los cariños recibidos, acuden también, como otrora su padre, a visitar cotidianamente a la dolorida dama. Al ver a sus sobrinos, deshácese en lágrimas, pero no por su invalidez, sino recordando las ternuras de su hermano y lamentándose al mismo tiempo de esa irremisible ausencia. "Lo siento a mi lado —decía— y el frío que ha dejado al partir de esta casa para siempre, me ha penetrado hasta los huesos. Este recinto ya no se podrá entibiar nunca".

Así, hasta principios'de 1897, camina arrastrando la mitad de su cuerpo, cuyos músculos sin vida parecen haberse anticipado a la gran quietud. Un mal día sufre otro derrame cerebral y muere.

Por una crueldad del destino, esa fecha coincide con la partida ascensional del mejor de los suyos.. .

*

Ministro de Industria

Estaba, Alessandri, en pleno mandato parlamentario, cuando recibe por primera vez, en 1898, un llamado oficial de la Moneda . . . Acaban de ocurrir hechos importantes y graves en el desarrollo de la gestión presidencial y "so-plan vientos liberales", como diría más tarde don Juan Luis Sanfuentes.

•Después de la tragedia del 91 el partidismo chileno se enfrentaba en dos agrupaciones híbridas y que en el articulado de sus programas, fuera de los puntos relacionados de una parte con la "separación de la Iglesia y del Esta-

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¿o", y de otra con la defensa de la Iglesia Católica, en esa relación nada t e n í a n de nuevo que pudiera darles primacías a éste o a aquél banco. Esas dos agrupaciones obedecían —como ya lo señalamos— a los nombres de coa-lición y alianza. La coalición estaba formada por conservadores y nacionales; v la alianza, por liberales doctrinarios y radicales. Hasta 1894 los liberales d e m o c r á t i c o s , que fueran vencidos en los campos de Concón y L a Placilla, no c o n t a b a n para nada y por lo tanto no figuran en las antedichas combina-c iones . Pero, irritados por la suerte que les deparara la derrota de sus armas, c o m i e n z a n a reunirse gracias a una propaganda verdaderamente admirable por lo tenue y al mismo tiempo eficaz, y sus jefes, a quienes se les persiguiera y desterrara a Copiapó al poco tiempo de sellarse con el suicidio de Balma-ceda el destino de la Revolución, una vez vueltos del desierto ya no complo-t an, pero sí se preparan para dirigir ese año de 1894 la campaña electoral de sus partidarios.

Son esas, en realidad, elecciones libres. Las preside don 'Pedro Montt, te-n i e n d o como colega a don Ventura Blanco. Los partidos de gobierno son derrotados y los balmacedistas entran en el Congreso con gran número de Senadores y Diputados. Los parias de ayer principian a convertirse en los amos del momento. Sin ellos no hay posibilidad de gobierno estable.

Se comprende, pues, que el Presidente Errázuriz no pueda organizar el Gabinete sin el apoyo de los liberales democráticos, porque tienen mayoría en la Cámara Alta.

"En esta situación —dice Alessandri—, la crisis se prolongaba y todo se hacía cada día más dif íci l . . . Muchos creían que las dificultades aumentarían y se hablaba de un probable embotellamiento del Primer Mandatario. Errá-zuriz callaba y sonreía socarronamente".

Pues bien, es ahora cuando la estrella de los destinos de Arturo marca su primer jalón en las sorpresas de transcendencia política que ya, ininterrum-pidamente, continuarán eslabonándose en su vida a través de medio siglo.

"Una tarde del mes de diciembre del año 1898 —continúa el señor Ales-sandri—, poco antes de la comida, me encontraba en el Club de la Unión, cuando llega el Secretario del Presidente de la República, Alberto Vial Infante, y me comunica que Su Excelencia desea hablar conmigo. Transmi-tió igual encargo a ¡Carlos Concha Subercaseaux, Ministro de la Guerra, en reemplazo de Ventura Blanco, a quien —expresó— se pasaría a Relaciones Exteriores, ofreciéndoseme a mí la Cartera de Industrias y Obras Públicas, en reemplazo de Emilio Bello Codesido. Siendo yo muy joven por aquellos años y encontrándome recién incorporado a la Cámara me sorprendió esa resolución del Presidente; y, como era de suyo muy bromista, creí que se trataba de una de sus jugadas habituales. Ante su insistencia y la de los de-más Ministros, me convencí que el ofrecimiento era serio. Me excusé por razones de diverso orden y, finalmente, insistí en que yo no podía entrar al Gabinete sin la consulta y opinión de los demás amigos, aun cuando por aquellos años el Partido Liberal estaba muy mal organizado, no existían los actuales estatutos ni tampoco la consulta a los organismos directivos. Al conversar con el Presidente, me halló razón en este punto y me dijo que consultara especialmente a mi amigo don Fernando Lazcano y a don Ismael Tocornal; pero que me exigía una respuesta antes de las once de la noche. Salí de La Moneda un poco confundido con la inesperada y sorpresiva situa-ción que se me creaba. Me dirigí a casa del señor Lazcano, le conté mi caso y le pedí su opinión. Don Fernando, muy pálido, se reconcentró durante un rato. No me di cuenta en ese instante y no pude imaginarme la razón de su actitud; momentos después, tendiéndome afectuosamente los brazos, me dijo textualmente: "Usted sabe que yo lo aprecio como a un hijo. Ser Ministro

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de Estado a Süs años es uii hdñor que rio puede rehusarse, porque uno es dueño de retirarse del Gobierno cuando quiera, pero no es dueño de entrar a un cargo ministerial cuando lo desea. Vaya, acéptelo; dígale a mi cuñado Federico Errázuriz que le agradezco su comportamiento con Ud. y que Ud. puede contar siempre con el alecto con la ayuda de su amigo Fernando Laz-cano". Emocionado con esa escena, me dirigí a donde don Ismael Tocornal quien, aunque sin consultar a los amigos y sin poder reunirlos, por la pre! mura con que se me exigía la respuesta, me dio también su opinión favora-ble, en el sentido de que debiera entrar al Ministerio. Con esta respuesta y la autorización que la Junta Ejecutiva Conservadora dio a Carlos Concha, nos presentamos a las 11 de la noche a la misma sala del Consejo; se firmaron los decretos respectivos y juramos, quedando parchado el Ministerio Walker Martínez con la entrada de Carlos Concha y la mía, en reemplazo de don Juan José Latorre y de Emilio Bello Codesido"10.

*

Una tragicomedia inolvidable

Siendo ya Ministro, encontrábase Alessandri una tarde después de las 7, en la sala de su despacho. Era un día de gran trabajo y para resolver los asuntos pendientes había dado orden a los ujieres que no le anunciaran a nadie.

Trabajando está cuando el Ministro oye un bullicio infernal en la sala de espera inmediata a la de su despacho. Un hombre grita a voz en cuello, dando alaridos de protesta y estrellándose contra las puertas para resistir la acción de los porteros que tratan de hacerlo salir violentamente. "¡Quiero ver al Ministro, estúpidosl —grita— ¡Si el Ministro supiera que yo estoy aquí me recibiría en el actol ¡Son Uds. unos imbéciles que no saben cumplir con su deber! ¿Para qué les paga el Gobierno? ¡Para que Uds. anuncien a la gente, a fin de que la autoridad oiga al pueblo lo que éste tiene que de-cir. . .! ¡No para que ustedes en vez de atender al público lo despidan como lo están haciendo conmigo, como si fuéramos animales! ¡Son Uds. unos idiotas! ¿Entienden? ¡Unos idiotas!"

Como el alboroto aumente de calibre y los ujieres parecen demostrarse incapaces de dominar al desbarrado, Alessandri se asoma a la sala de espera. Sin poderlo evitar, angustiado por el sorpresivo cuadro que se le presenta, el joven Ministro lanza una exclamación dolorosa:

—"¡Tú, mi querido Alberto!" A boca de jarro, háse encontrado con su amigo y ex compañero universi-

tario, el talentoso Alberto Berguecio, con quien años antes sostuviera un brioso duelo oratorio a propósito de las teorías criminológicas de Lombroso y Ferri.

Berguecio anda ahora con el cuello y la camisa abiertos, en la cual ya no quedan botones. Por la abertura vésele el pecho sucio y velludo. No tiene chaleco; los pantalones andan raídos, y los zapatos llenos de barro y con los cordones sueltos, parece que fueran a quedársele por el camino en cualquier traspiés.

Presa de inmensa emoción, Alessandri acude a él y se lo quita a los porte-ros, ordenándoles que lo dejen en libertad. Luego, lo toma del brazo y lo lleva a la sala de su despacho, tratándolo con todo cariño y deferencia. Solos ya, le ofrece asiento y exige, con ternura fraternal, que cuente lo que le ha pasado, asegurándole que él hará todo lo posible por remediar su suerte, cualesquiera que hayan sido los motivos que le llevaron a su actual estado.

" A R M A N D O D O N O S O : O b . c i t .

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]Vfientras Alessandri, con la emoción latina de todos sus años, desborda su ternura en palabras de afecto y en leales promesas de amistad, Berguecio le mira con ojos burlones, cínicos, enrojecidos por el alcohol y muy inquie-tos en sus órbitas minúsculas.

—"Mira, Arturo —le responde—, yo no necesito de tí ni de nadie. Yo vine a v e r t e solamente para cerciorarme de tu nueva actitud de salvador del país; porque tú eres de los lesos que creen que los países pueden salvarse, y b a s t a n t e idiota como para intentar la ta rea . . . "

—"No es éste el momento más adecuado para explicarte lo que pienso h a c e r —le interrumpe Alessandri—; pero sí estoy seguro de que el puesto que ocupo ahora podría ser desempeñado, con mil mejores motivos, por tí, que siempre fuiste un cerebro extraordinario y una inteligencia de las más lúcidas que jamás haya conocido. Sí, mi querido Berguecio, tú podrías ser fflás útil al país que muchos de los que lo intentan. Lo reconozco y me ade-l a n t o a decírtelo. Entonces, ¿cómo es posible que así malgastes y desperdicies tu vida?

Berguecio sigue mirándolo con ojos burlones, y en lugar de referirse a la p r e g u n t a de su amigo, le pide cinco pesos. E n ese instante abandona su as ien to , como molesto por la quietud que le impone la silla, y enfrentán-dose al Ministro, insiste en insultarlo:

—"Tú eres el estúpido, que pierdes tu vida en tonterías". —"¿Cuál es la tontería que yo hago? —le dice Arturo, ahora algo encole-

rizado. Alberto, viéndolo así, lo que en realidad él pretendía, estalla en una

sonora carcajada. —"Te lo voy a decir. Pero antes dame cinco pesos.. . ¿Qué haces aquí

hasta estas horas, metido entre papeles y firmando paparruchas sin impor-tancia? ¿Te imaginas que estás salvando al país? ¿Crees que esto es de alguna importancia para la velocidad con que da vuelta la tierra sobre su eje? ¿Piensas que con ello vas a influir en el equilibrio de los mundos o vas a desviar el camino del posible y caritativo cometa que ya avanza con su flecha de fuego a despanzurrar a esta bola miserable de mugre, lágrimas y barro, que se llama Tierra? Nada puede un hombre, ni menos tú, en el trágico orden que nos rige desde la Eternidad, y para el cual no hay diferencias entre una mosca, un gusano, un microbio, un César, un Napoleón . . . Mucho me-jor sería que me acompañaras y fuéramos a dar un paseíto, a ver algunas buenamozas, capaces de cumplir la misma misión que tienen las señoras, con la diferencia que nos cuestan más barato. T ú no sabes vivir la vida. ¡Yo sí que la sé vivir!"

Diciendo esto, se pone en medio de la pieza a dar saltos y a dibujar moris-quetas, y como Arturo le pregunta si se ha vuelto loco, el pobre joven, ya tomado por su histerismo, empieza a bailar una especie de tarantela, hacien-do sonar las manos y canturreando desentonadamente:

"No hay nada más rico que el licor ni nada más dulce que las mujeres; ¡emborrachémonos, pues, de amor en la copa sin fondo de los placeres!"

Una vez más pretendía Alessandri atraer a su amigo al razonamiento y a la visión exacta del miserable estado en que ahora se encuentra; y en un instante llega a creer que lo ha herido en los restos de su sensibilidad moral, pues Berguecio se reconcentra unos minutos, como si su espíritu hubiese

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sido, de súbito, herido por una luz . . . Pero es sólo un instante, pues no tarda en volver a la muletilla de que lo único grande que hay en la vida es "el vino y las mujeres"; y para convencer a Arturo ser él el que está en la razón se pone a declamar, con voz prepotente, algunas de las estrofas de "j?j Borracho", de Castellanos:

"Ah, yo también en las contadas horas que en esta vida disfruté de calma, gocé de esa embriaguez que siente el alma cuando se tieyie inspiración y amor; hoy que yo mismo agoto mi existencia en la agonía de un suicidio lento, siento un constante vértigo, me siento

borracho de dolor!

Todo se bambolea en torno mío; todo a mi oído fúnebre retumba; y ebria la humanidad hacia la tumba marcha en carnavalesca procesión; el hombre errante y huérfano en la tierra, la tierra errante y huérfana en el cielo, y en un sollozo universal de duelo refundida la voz de la creación!

El aire está impregnado de sollozos, estériles los campos y sombríos, crecen con sangre y lágrimas los ríos llevando sangre y lágrimas al mar! Como fiera en acecho está el abismo, y en la Naturaleza y en el alma torva domina esa siniestra calma que suele las borrascas presagiar!

¡Todo es noche y dolor! Allá en la tarde ebrio se acuesta el sol en el ocaso y las estrellas con incierto paso ebrias caminan de su disco en pos! ¡La tierra es un sepulcro de que el cielo es la lápida inmensa y triste y muda; ¡Todo es noche y dolor! ... Ebrio sin duda Cuando hizo el universo estaba Dios!"

Al terminar su declamación, vuelve a pedirle a su amigo que le preste cinco pesos.. .

"Vi que era inútil predicarle moral al querido Alberto —anota Alessan-dri en sus Apuntes— y junto con llenarse mi alma de pesimismo, me asaltó también la duda de si no tendría razón aquel ebrio cuando afirmaba que el desbarajuste humano es inmutable y, por consiguiente, que todo sacrificio es inútil, y que a nadie importaría lo que yo juzgaba importante y de utili-dad pública. En ese minuto me di por vencido, no discutí más con él y le largué un billete de diez pesos, sobrepasando la modesta suma que me había exigido permanentemente durante toda nuestra conversación".

Agradecido por esta generosidad, Berguecio abraza a su amigo, no sin decirle antes dos o tres disparates de grueso calibre. Al salir el ebrio del des-

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nacho del Ministro, los porteros no dejan de rascarse la cabeza, sin poder atar cabos en cuáles pudieran ser las relaciones existentes entre ese aprendiz de forajido y Su Señoría, el Secretario de Estado en la Cartera de Industria y O b r a s P ú b l i c a s . La extrañeza de estos empleados se hace mayor cuando Ber-guecio principia a cantarles también a ellos su desabrida y ronca canción:

No hay nada más rico que el licor ni nada más dulce que las mujeres...

Dos o tres meses después, Alessandri es sorprendido con la noticia de que su amigo y ex condiscípulo había sido encontrado muerto en el billar de una c a n t i n a miserable, ubicada en uno de los cuartelones de la calle Sama, en las c e r c a n í a s riberanas del Mapocho.11

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Fracaso de la conversión metálica

El mandato del señor Errázuriz (1896-1901) cubre dos hechos de grande importancia para el bienestar del país y la seguridad de la más extensa de sus fronteras. El primero se refiere al fracaso de la conversión metálica, sín-toma doloroso de la servidumbre económica en que Chile iba a quedar colo-cado frente a naciones voraces o más previsoras; y el segundo, a la solución satisfactoria de nuestra diferencia de límites con la República Argentina, que en los últimos años del siglo XilK estuvo a punto de llevarnos a la gue-rra con esa nación.

Vamos a referirnos sólo al fracaso de la conversión metálica, porque, de los dos hechos aludidos, es el único que incide en nuestro estudio.

En el mes de enero de 1895 el titular del Ministerio de Hacienda, presio-nado por el clamor público que exige el cumplimiento de las promesas del Estado en orden a realizar la convertibilidad del billete, cita a su despacho a un número respetable de parlamentarios, sin distinción de colores políticos procurando, en lo posible, que ellos representaran, con máxima autoridad, las dos corrientes económicas en debate: la de los "papeleros"12 y la de los partidarios más decididos de la conversión.

De este cambio de ideas sale la ¡Ley de Conversión (N9 277), que se pro-mulga el 11 de febrero de 1895, seguida de una prescripción complementa-ria, que lleva fecha 28 de mayo, en la que junto con autorizar la contratación de un empréstito interno, señala que el Estado tomará a su cargo la con-versión de billetes bancarios, quedando los Bancos como deudores del Fisco por la suma que éste hubiere invertido en el rescate de esos billetes. El 19 de julio de 1895, día fijado para iniciar el canje de billetes por monedas metá-licas, comienza esta operación en franca atmósfera de desconfianza, que no sólo propician los especuladores, sino sostiene, también, el manifiesto recelo con que el público y los imponentes juzgan la actitud de los Bancos.

Sin embargo, la Ley se cumple y ya va durando más del tiempo profeti-zado. . . Pero, al iniciarse el año 1898, cuando las operaciones en referencia están completamente terminadas y la conversión metálica se realiza en todo el país, graves alarmas vienen a perturbar el ánimo público; situación que se

uLa calle Sama se llama hoy General rios del régimen de papel moneda; y "con-Mackenna. versionistas", a los que propiciaban la

"Llamábase "papeleros" a los partida- vuelta al régimen metálico.

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hace más y más vidriosa con las perspectivas de la guerra con nuestro her mano transandino.

El Gobierno no cede, y don Darío Zañartu, Ministro de Hacienda, en aquel entonces, asegura en su Memoria de 1? de julio de 1898, que la fi r. meza del circulante monetario, "no expuesto a las fluctuaciones peligrosa^ del papel moneda, contribuirá, sin duda, a dar sólidas garantías al capital extranjero, suministrando una base fija a las transacciones comerciales".

Como desmentido a estas palabras, días después, en la tarde del 6 de julio se desencadena en Santiago el pánico bursátil y comercial. En las pizarras dé los grandes diarios de Santiago y Valparaíso se colocan noticias abrumado-ras que sintetizan las proporciones de la crisis económica. Con esa misma fe-cha, el Presidente de la ¡República firma los siguientes (Decretos:

"N? 1.532.—.. .Vistas las solicitudes que preceden, he acordado y decreto: Las oficinas y su-cúrsales de los Bancos nacionales y extranjeros, de la Caja de Crédito Hipotecario y de las Cajas Nacionales de Ahorros, podrán mantenerse cerradas al público hasta el lunes 11 del presente mes, inclusive.

1 Tómese razón, comuniqúese y publíquese. ERRÁZURIZ. Rafael Sotomayor."

"N9 1.533.—... Habiéndose autorizado por decreto de esta fecha la clausura de las oficinas v sucursales de los Bancos, en muchas de las cuales mantienen depositadas las Tesorerías Fis-cales, las sumas destinadas a la satisfacción de las necesidades públicas, he acordado y decre-to: Las Tesorerías Fiscales de la Casa de Moneda, la Intendencia General del Ejército, las Comisarías de Guerra y Marina y demás oficinas públicas pagadoras, suspenderán toda ope-ración concerniente al servicio público hasta el lunes 11 del presente mes, inclusive.

Tómese razón, comuniqúese y publíquese. ERRÁZURIZ. Rafael Sotomayor."

Como se comprende fácilmente, la situación no puede ser más angustiosa. ¿Qué causas tan profundas han podido precipitar esta verdadera catástrofe? Reputados observadores afirman que el pánico comenzó en Santiago con el rumor de que el Gobierno preparaba la vuelta al curso forzoso. "Este ven-ticello" pasando de oído en oído, acelera la nerviosidad de muchos de los clientes en los Bancos de la capital, que sin más ni más comienzan a retirar los fondos consignados por cuenta corriente para poner a salvo su oro. Ad-vierten algunos economistas chilenos al preocuparse más tarde del problema, que no se trató de canjes de billetes bancarios, pues no los había en circula-ción, sino de mero retiro de depósitos.

El movimiento toma cuerpo y luego adquiere proporciones de un "run" o corrida a los Bancos, que en menos de dos días coloca al borde del abismo a estas instituciones de crédito.

Para resguardar los intereses bancarios en peligro, el Consejo de Estado, el 11 de julio de 1898, sanciona el siguiente Proyecto de Ley:

"Artículo Unico: Por el término de treinta días no podrán iniciarse ni proseguirse acciones ejecutivas, civiles y comerciales, comprendiendo las quiebras, procedentes de obligaciones contraídas antes de la promulgación de la presente ley. Se exceptúan las obligaciones proce-dentes de las contribuciones fiscales o municipales. Respecto a las obligaciones que se ven-zan dentro de los términos de la moratoria, se contará el plazo desde la fecha de su venci-miento. Esta ley regirá desde su publicación en el Diario Oficial."

¡El país caía en moratoria! Rudo golpe a los más elementales principios de buen gobierno y eficaz desprestigio para la propaganda anti-chilena en el exterior; toda vez que un país que suspende el normal funcionamiento de la ley común, atenta contra la libertad de comercio y siembra la desconfian-za en los centros financieros que atiende a su crédito.

Muchos cargos se pueden hacer al Presidente de la República; pero no hay que olvidar que en un régimen parlamentario, el Jefe del Ejecutivo no puede cargar con la responsabilidad de la pobreza mental de las Cámaras.

Veinte días después de la moratoria, se dicta una nueva Ley que autoriza la emisión de 50 millones de pesos en billetes fiscales de curso forzoso, com-

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rendiéndose en esta suma las emisiones de billetes bancarios pagaderos a partir del 1° de enero de 1902 en moneda de oro, a razón de 18 peniques por peso.

,Qon esta medida del Gobierno se viene al suelo la conversión del año 95. j?l pánico provocado ha hecho efecto, las maniobras ocultas de los agiotistas v de los pescadores a río revuelto se convierten en triste realidad legal.

Se afirmaba que la medida indicada era para salvar a los Bancos. Si eso se pretendía, bien se pudo autorizar la emisión de billetes bancarios en vez de elegir la de billetes fiscales, que amagaba aún más el sombrío porve-nir económico del país. De seguirse aquel declive, en poco tiempo más con u n puñado de billetes bien podrían los especuladores extranjeros enajenar la riqueza del suelo nacional con algunas resmas de papel fiduciario sin res-paldo efectivo en las arcas fiscales sujeto a la simple ilusión de un valor teó-rico decreciente.

Pero hay otro aspecto tan grave como el anterior, que hace particularmen-te desgraciada la promulgación de esta ÚLey, y es la inmoralidad que encie-rra su disposición de poderse cobrar en oro, a razón de 18 peniques por peso, todos los derechos de exportación e importación. Mientras el personal de s e r v i d o r e s públicos y el país en general, quedan sujetos a las fluctuaciones del papel moneda, cuya depreciación de un día para otro, es un robo sigi-loso y constante que se hace a los capitales y al trabajo de los miembros más modestos de la colectividad. Acostarse siendo dueño de un billete de tantos peniques y amanecer con ese mismo billete disminuido en su valor adquisi-tivo, sin que su dueño haya obtenido provecho alguno en esa disminución, no es cosa para alegrar a las multitudes, para cuyos integrantes significa muchas veces un déficit considerable.. .

Se explica entonces que la nerviosidad pública al saberse la promulgación de la Ley de Moratoria, ponga al país en un verdadero evento revolucio-nario.

La voz más intensa dejada oir en contra de esta medida del Gobierno, es dada por "La Ley", diario radical. Son palabras cargadas de polvoras, lan-zadas con mano segura a la conciencia ciudadana. Su editorial del día 21 es el estampido de un pistoletazo en atmósfera enardecida. "Una mayo-ría —afirma en uno de sus párrafos— compuesta en sus tres cuartas partes de deudores que necesitan papel depreciado para pagar sus deudas, ha cometi-do un crimen de lesa patria, que hoy sus conciudadanos y mañana la Histo-ria, juzgarán y condenarán severamente".

Aquel mismo día, a la una de la tarde, un grupo de obreros se reúne a los pies de la estatua de San Martín a comentar, en libre tribuna, la situación porque atreviesa la República. Poco a poco la modesta asamblea aumenta en proporciones, hasta alcanzar una cifra cercana a las veinte mil almas. A eso de las dos de la tarde, los manifestantes redactan un acta en la que arriban, entre otras, a las siguientes conclusiones:

19 Pronta solución de la crisis financiera porque atraviesa el país; 29 En caso de volver el papel moneda, no deberá ser por mucho tiempo,

ni menos de 18 peniques su valor legal; 39 Derogación de la Ley de Moratoria, y 49 Exigir a los legisladores que abandonen la política por una vez y se

preocupen del bien general del pueblo".

Las multitudes accionan y reaccionan con simples elementos de ideas, de glutinadas por una sentimentalidad monstruosa, lo que le da a cada una de sus afirmaciones un carácter de vaguedad, de inconsistencia, de quimera cierta y, por lo mismo, de hecho incontrolable. Por eso siempre que las multi-tudes expresan sus deseos, lo hacen —como en el caso del cual nos refe-

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rimos— en lenguaje simplista, cuando no en términos de irrealidad, s¡n

ninguna correspondencia con las palabras usuales buscadas por un claro razonamiento. Pero hay también en esas aglomeraciones humanas un sexto sentido, una intuición extraordinaria, que las hace, aunque muchas veces por caminos tortuosos, dirigirse a combatir el peligro amenazante en su carácter de músculo y sustento del mecanismo productor. Y entonces su lóg¡. ca no está en las palabras, sino en el instinto de conservación.

Esta vez los pedidos del pueblo de Santiago son precisos y terminantes en cuanto al lenguaje; pero como se refiere a hechos complejos sobre los cuales tiene sólo fragmentos de ideas, se le contesta conforme a sus exigencias, por-que nada hay más fácil que decir si cuando se nos pide cosas no para el futuro inmediato sino para el que sigue. . .

En la marcha hacia la Moneda, una Comisión de obreros, al llegar al pa-lacio Presidencial pone en manos de S. E. sus ingenuas peticiones. El señor Errázuriz los recibe con amabilidad de gentilhombre; y con fino tacto, que en él es herencia de sangre, responde, luego de leer las cláusulas presentadas que él ha hecho "lo humanamente posible por mejorar la situación en que se encuentra el país", para la cual ha enviado un mensajero al Congreso "acompañado de un proyecto de ley que tiende a salvar todas las dificul-tades del momento"; que ese proyecto "aún no ha sido despachado por las Cámaras, a causa de los largos debates de carácter meramente políticos pro-vocados en su seno"; y que, en consecuencia, "debería el pueblo dirigirse al Congreso para pedir a sus representantes el pronto despacho de la Ley salvadora".. .

Márchase, pues, el desfile a la Cámara de Diputados que funciona en aque-llos días en el recinto donde está ahora la Casa Universitaria13. Don Pedro Montt, Presidente de ese Cuerpo legislativo, recibe a los representantes obre-ros y luego de imponerse del pliego de peticiones, les responde que él está "muy preocupado en salvar la situación, por la que rechaza enérgicamente, el cargo insinuado por el Supremo Mandatario de que el Parlamento obs-truya la solución buscada, entregándose a debates meramente políticos".

En otras palabras: el juego del Gran Bonetón trasladado a la Plaza Pú-blica.

—"¿Yo señor?" - "S í , señor". —"No, señor". —"¿Pues quién los tiene entónces?" —"La Cámara Alta lo tiene". En vista de lo cual el señor Montt insinúa a los obreros que se dirijan al

Senado. Los comitentes dan cuenta a los asambleístas de lo ocurrido en el despa-

cho de don Pedro; y como en el pueblo chileno hay buena dosis de sangre andaluza, no tardan en echarse a correr una serie de chistes, en medio de grandes aplausos, condimentados de rechiflas. Y . . . ¡adelante con los faroles!

Ahora el desfile se dirige al Senado, pero como hay que pasar por las ca-lles céntricas, donde está sito el gran comercio de la ciudad, el Intendente pide al Comité que sólo vaya una delegación, para evitar así posibles contra-tiempos. Acceden los obreros y parte se traslada a la Alameda, donde estaba antes la estatua de San Martín y lugar en el cual se disuelve esa columna de manifestantes; la otra marcha hasta frente a la ¡Casa Universitaria. Allí ocupando un trecho considerable de la Avenida sienta sus reales.

"Este cambio había tenido que hacerse Congreso, a causa de un incendio de sus por estar en reparaciones el edificio del interiores sufrido tiempo antes.

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A eso de las tres de la tarde y habiendo aumentado considerablemente la n o b l a d a , algunos obreros se dan a perorar en contra de los congresales. Por u l t i m o , sube a la tribuna callejera un operario —que por su lenguaje denun-cia ser un terrorista— y se lanza a elucubrar cosas, en realidad escalofriantes.

pon Alfredo Irarrázaval Zañartu, uno de los Directores del diario "La Tarde", quiere hablar entonces a la multitud. Lo reciben con una silbatina, pero el señor Irarrázaval es orador, tiene pasta de valiente, y logra imponer silencio por algunos segundo. . . No puede seguir por más tiempo; un grupo ¿e obreros se va contra él y lo derriba. El señor Irarrázaval se defiende con c o r a j e ; nada se puede sin embargo contra la fuerza numérica y debe bus-car el amparo de la policía de guardia en los alrededores de la Cámara.

Eso da motivo a una escena lamentable. La caballería policial, al ver el t u m u l t o , carga contra la multitud, y al término de la horrible confusión, en donde hay disparos de revólver y tiros de carabina, se constata la existencia de más de un centenar de heridos, los cuales esa tarde circulan vendados y con voces de protesta por las redacciones de los periódicos contrarios al curso forzoso.

Estas son las consecuencias callejeras traídas consigo por el pánico bursátil y c o m e r c i a l de 1898. Pero es necesario advertir que en medio de la revuelta, del choque de las ambiciones partidistas, de la puja personal formada por el mare mágnum de los acontecimientos que venimos comentando, se alzan t a m b i é n voces de alta censura, juicios equilibrados, sanos, que hablan con i n s p i r a c i ó n del amor patrio y los justos intereses de la colectividad.

"Los parlamentarios, en general —escribe en aquellos días de prueba don Francisco Valdés Vergara— son formados no por hombres instruidos y ca-paces de estudiar, sino por ambiciosos y agitadores políticos, que todo lo su-bordinan al interés del Partido; en ellos hay más pasión que prudencia, más ignorancia que sabiduría; por eso siempre debe temerse que un Congreso, en momentos difíciles, obre irreflexivamente como las multitudes, y acuerde, en sesiones borrascosas, las más torpes leyes".

La actitud de Alessandri en el curso del debate de la moratoria, se incli-na, naturalmente, de parte del curso forzoso. Recién inicia su carrera polí-tica; su experiencia administrativa es nula, y descontando sus poderosas ca-racterísticas de intuitivo, no puede tener otros elementos de juicio respecto al complejo problema de la estabilidad del circulante, que los de una rapidí-sima y sumaria información para mantener agilidad en los diálogos parla-mentarios. Más, al caminar en la vida, enriqueciéndose con las lecciones dadas por la práctica administrativa y el ejercicio del mando, verá claro, en su ascenso, su error de diputado novel, y dispuesto a no volver sobre sus pasos hará un franco mea culpa de esa su equivocación de 1898.

"La Ley de emisión de 1898 —dirá1 entonces— fue dictada por una gran mayoría en la Cámara. Estaba yo recién llegado a ese recinto y concurrí con mi voto. ¡Cuántas veces he pensado si no nos equivocaríamos y que, aunque doloroso, habría sido preferible abandonar a los Bancos a su triste suerte, antes de haber encadenado al país al papel moneda inconvertible y hasta el monto de ciento cincuenta millones de pesos, que tuvo que pagar en benefi-cio de esos mismos bancos, a quienes ni siquiera se les exigió la devolución del oro que quedó en sus cajas, cuando se decretó la moratoria! Se ve claro a través de los años; pero, considerando el ambiente y las ideas imperantes a la época en que estos sucesos ocurrían, habría sido inconsiderada la voz de quien hubiera sustentado tales opiniones14".

"Discurso de incorporación a la Fa- la Universidad de Chile, de 8 de julio de cuitad de Ciencias Jurídicas y Sociales de 1943.

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NOTAS AL LIBRO V

a Pág. 209. Refiriéndose a los últimos instantes de la vida de don Pedro Ales-sandri Vargas, su hijo, don Arturo, nos ha escrito algunas referencias minucio-sas, llenas de honda emoción. Las lí-neas finales no podríamos substraerlas del cuadro que acabamos de esbozar. Dicen:

"Rodeábamos la cama los mismos de siempre: mi madre, José Pedro y yo, el doctor, y Emilia Faus, la abnegada y leal compañera nuestra. Luego llego co-rriendo mi tío José Gabriel Palma; la tía Elcira, mi hermana Susana —que vivía cerca—; Julia, de tierna edad y que murió tiempo después. Mis herma-nos Gilberto y María del Carmen no es-taban en Santiago . "Todavía tiemblo y me estremezco al recordar aquella escena de intenso dolor para nosotros. Me parecía que me estaban desgarrando el corazón, que me destrozaban las entrañas. íbase un ser venerado y respetado por los suyos, y que sólo supo dejar afectos entre to-dos los que lo trataron. Nadie dejó de encontrar en él a una persona de bien, correcta, virtuosa en la más alta acep-ción de la palabra. Abandonó la tierra sin protestas ni amarguras, dejando un tabernáculo en el corazón de los suyos, un templo de gratitud y enseñanzas en las almas que formó con sus consejos y con su ejemplo.

"Quedé enfermo del alma con ]3

muerte de mi padre, con la pérdida del más grande de mis amigos. Me siento nuevamente destrozado, amigo mío, con la relación que le hago de tan triste momentos. s

"Por felicidad, durante toda mi vi da he continuado estrechamente unido en el espíritu a este hombre, cuya me-moria ha sido mi luz y mi guía en laj más graves circunstancias de mi existen-cia. Mi subconsciente permanece ¡m. pregnado de lo que mi padre me ense-ñó. Sin darme cuenta, he visto siempre junto a mí una antorcha que alumbra mi camino, una directiva que me en-señara la senda del honor, de la verdad de la justicia, del deber. Es él; y mj co-razón se lo agradece, como cuando yo era un niño

b Pág. 218. Llamábase "mocetones" al grupo de liberales que iba a la zaga de los inonttvaristas, sirviendo las com-binaciones de este partido y apoyándo-lo en su teje maneje parlamentario. Él nombre "mocetón" derivaba del dado por los españoles a los jóvenes arauca-nos que acompañaban al cacique en sus quehaceres de la guerra. La pala-bra "mocetón" en castellano significa "persona joven alta, corpulenta y mem-bruda".

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T E R C E R A P A R T E

l i b r o VI

L A R E B E L I O N P R O L E T A R I A

El pueblo de tu Patria, Don Arturo Alessandri, te abrió las puertas del Senado de la República.

¡Pasa!

El pueblo de tu Patria, mañana, te ha de abrir las de la Presidencia.

Espera.

Un día estas páginas, como un gran pájaro perdido en medio de la noche, se alzarán desde las rocas del silencio, para seguir el bajel a velas desplegadas de tu nombre.

Y, sé un secreto que nadie aceptará: Que ni el bajel ni el ave temen a la

jacha tempestuosa. ¡En marcha, señor!

CLAUDIO DE ALAS: Arturo Alessandri. S u a c t u a c i ó n

en la vida.

¡Salud al triunfador, en cuyas manos ha puesto el pueblo el porvenir que sueña i en que serán, bajo la luz risueña de un sol de libertad, todos hermanos!

IIoi que a vuestros esfuerzos sobrehumanos un réjimen nefando se despeña, sea, por vos alzada, nuestras enseña terror de sicofantas i tiranos.

Lejos de donde os ríe la victoria, estoi con vos, mas perdonad que os diga, yo que jamás a la verdad rehuyo:

Ya que es el pueblo a quien debéis la gloria responded a la fé que en vos abriga; no matéis su ilusión: ¡Sed siempre suyo!

( E s t e s o n e t o o r i g i n a l d e l p o e t a VICTOR DOMINGO

SILVA, fue leído por su compañero de letras, el escri-tor colombiano Claudio de Alas en el banquete con que la sociedad de Iquique festejó en el Club de la Unión de ese puerto a don Arturo Alessandri cn su carácter de senador electo por la provincia de Tarapacá, la noche del sábado 13 de marzo de 1915. El señor Silva, que hallábase en ese momento en el sur, dio esc encargo al malogrado vate de "Psalmos de muerte y de pecado", que era él mismo también un fervoroso partidario del señor Alessandri).

(De "La Provincia" de Iquique, de ll-XI-1913).

Primeras manifestaciones de la "cuestión social" en Chile

Durante el año 1903 se dejan sentir en el país las primeras manifestaciones del descontento proletario, provocadas por el abandono legislativo en el cual hasta ese momento se tiene, a la clase asalariada, a pesar de sus conti-nuas representaciones para que los poderes públicos resuelvan algunos de sus muchos problemas.

En Antofagasta, Iquique y Valdivia, sendas huelgas, de no poca enverga-dura, han puesto ya en situación de pugna a capitalistas y obreros, y dado, en cierta manera, pauta de rebelión al resto de los trabajadores de Chile. Sin embargó, en ninguno de estos conflictos hubo los caracteres de grave-dad que tiene el movimiento iniciado en Valparaíso por la gente de mar, y que culmina el 12 de mayo del año antedicho.

El epicentro de la huelga —para usar un término sismológico— se produce entre los operarios de la Compañía Inglesa de Vapores de aquel puerto. Des-de hacía un mes éstos se encontraban empeñados en un movimiento de resis-tencia luego extendido a todos los grupos congéneres de los trabajadores

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del mar. Notas van notas vienen, obreros y empresarios tiran la cuerda en ta] forma que el día 11 aquellos notifican a la Intendencia "que acababan de suspender toda comunicación con la Compañía Inglesa de 'Vapores" y desde ese momento "dejan de hacerse responsables de los desmanes que pudieran ocurrir".

A esta amenaza la autoridad aludida contesta a los huelguistas: "a nuestro entender, la verdadera responsabilidad de los dirigentes obreros principiaba con la declaración que ustedes terminan de hacer".

Desde aquí, como en calidoscopio en el que primara el color rojo, van sucediéndose los hechos de sangre y los ataques a la propiedad, iniciados con el asalto, en el Muelle Prat y sus alrededores, a unas cuadrillas que deso-bedeciendo lo dispuesto por la directiva de la huelga, intentaban desembar-car parte de la mercadería rezagada. 'Estos hechos culminan con el incendio y saqueo de la Compañía Sudamericana de Vapores, lo que pone al puerto en verdadero estado de alarma, como no lo estuvo antes desde los días de la Revolución del 91.

Al producirse tales sucesos, el capitán de Corbeta, señor Martin, al man-do de la fuerza de marinería que debe resguardar el orden, encuéntranse embarcado, motivo por el cual estos sucesos adquieren proporciones impo-sibles de controlar sin el respaldo inmediato de las armas.

Después de un intento de asalto al edificio de "El Mercurio" y a la Com-pañía Inglesa de Vapores, los huelguistas, que en estas emergencias desagra-dables habían lamentado algunas bajas, y a quienes la sangre, con su miste-rioso poder de hacer los ánimos delirantes, pone fuera de quicio, saquean el malecón y prenden fuego a lo que no pueden llevarse.

Sólo al atardecer se siente la presión autoritaria de la fuerza pública sobre esta tormenta de hombres; pero Valparaíso, en su inmenso anfiteatro tendi-do a la orilla del mar, continúa viviendo horas de inquietud, que en vano procuran apaciguar los ciudadanos representativos buscando un arreglo en-tre patrones y obreros. Todavía, durante esta trágica velada, cunden los asal-tos y el saqueo en los cerros del puerto, envueltos en propicia obscuridad.

Sólo las tropas enviadas desde Santiago, y que empiezan a llegar desde la medianoche, ponen fin, a la mañana siguiente, a estos lamentables hechos.

*

Los sucesos de Valparaíso a los cuales acabamos de referirnos no son, por cierto, manifestaciones esporádicas de un estado social cualquiera. Termi-nantemente repetimos: ¡no! Forman ellos, al contrario, entre los eslabones de un movimiento social en marcha, cuyas sacudidas revolucionarias se sienten en todo el país y uno de cuyos "sismos" habrá de registrarse —con gravedad superior a la ocurrida en el puerto— en las propias calles de la capital chilena.

En efecto, el sábado 21 de octubre de 1905 aparece en los diarios de la capital la siguiente proclama:

"AL PUEBLO DE SANTIAGO: El domingo 22 del presente, a las 3 P. M. se llevará a efecto por las sociedades obreras de la capital un gran-dioso desfile con el objeto de solicitar respetuosamente del Supremo Go-bierno la abolición del impuesto que grava la internación del ganado, me-dida que traerá inevitablemente el abaratamiento de este artículo, ponién-dose al alcance del pueblo. El mismo día y a la misma hora se verificará una manifestación análoga en toda la República.

"Tenemos la íntima convicción de que el pueblo entero nos acompaña en esta justísima petición y que, sacudiendo ese día su apatía, nos prestará su

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concurso personal formado en la Alameda de las Delicias, donde esté la bandera de su^respectiva comuna, bajo la dirección de la comisión corres-pondiente, para unirse a las sociedades obreras y dar mayor realce a esta ffianifestaciófi. Pedimos al pueblo de Santiago que haga memorable el 22 ¿e octubre, observando el más completo orden y compostura durante el desfile; que no haya gritos e incidentes que denigren nuestra cultura y ci-vilización.

"¡Todos los padres de familia al desfile! ¡Viva la República! ¡Viva el or-den! ¡Todo el pueblo al desfile!

"El Comité Central de la Abolición del Impuesto al Ganado".

Obedeciendo a la invitación de la anterior proclama, el domingo 22, desde el mediodía, enormes masas de gente afluyen al sitio indicado desde todas las comunas urbanas y rurales de Santiago.

A las dos de la tarde, la Alameda de las Delicias es un mar revuelto de banderolas, carteles con caricaturas y letreros alusivos a los fines perseguidos por el mitin; y aunque están prohibidas las arengas populares, numero-sos individuos, encaramados en los árboles de esa vía, dirigen su palabra a la multitud refiriéndose al tema en cuestión y abundando en idénticas consideraciones.

Una vez organizado el desfile, la columna se pone en marcha como a las dos y media de la tarde, sigue por Morandé y entra por Moneda hasta enfrentar el palacio de Gobierno. Aquí se detiene, para continuar por la calle Manuel Rodríguez, pues el Comité Organizador informa a los mani-festantes que el Presidente, don Germán Riesco, se halla en su casa habita-ción. Por Manuel Rodríguez marchan hasta Huérfanos, donde tuercen para proseguir en dirección a la residencia particular del Primer Mandatario.

El señor Riesco, hombre tranquilo y reposado, poco apto para entusias-marse a la vista de la multitud, permanece detrás de los balcones de su casa, sin acceder a los reiterados pedidos de los manifestantes que desean oir su palabra.

La actitud retraída del señor Riesco da motivo a un principio de enojo, que no demora en tomar caracteres de gravedad. Durante ese lapso el Co-mité Directivo pone en manos de Su Excelencia las conclusiones del mitin, respetuoso documento cuyas palabras iniciales son un llamado a la refle-xión. Dice en sus dos primeros acápites:

"Excmo. señor: El que haya una disposición en nuestra Carta Funda-mental que acuerde el derecho de petición a los ciudadanos, demuestra el espíritu previsor que guiaba a los que elaboraron la ley a la cual está vin-culada la grandeza de la Patria.

"En el transcurso de los años podía presentarse algún malestar en el pueblo, cuya intensidad no fuera debidamente conocida por el Supremo Gobierno; de aquí nacía la necesidad de que el pueblo lo pusiera respe-tuosamente en conocimiento de sus gobernantes para que dictasen las me-didas necesarias para evitarlo".

El señor Riesco recibe las conclusiones y promete estudiar los diversos aspectos del problema, a fin de solucionarlos de acuerdo con las necesidades de las clases menesterosas. El Presidente se aprovecha también de esta opor-tunidad para aplaudir el orden y cultura del desfile. . .

Momentos después, una piedra rompe los vidrios de uno de los balcones de su casa, y S. E. se libra por milagro de no ser el primer contuso en la pací-fica manifestación... Esta pedrada es la señal; cien mas siguen la misma di-

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rección. No queda vidrio bueno. Los manifestantes tienen que ser dispersa-dos por la policía. Mientras esto ocurre en la calle Huérfanos, grandes po-bladas se reúnen en la Plaza de Armas, calles de Bandera y San Pablo, en tanto que frente al palacio de La Moneda estalla una verdadera revuelta Entre la multitud corren los más diversos comentarios; así, por ejemplo, uno que asegura que el señor Riesco no quiso recibir al Comité Directivo del mitin, sino a dos de sus representantes, porque Su Excelencia es grande amigo de los agricultores chilenos, a quienes no quiere perjudicar dando su apoyo a una ley que favorezca la importación ganadera argentina. Otro de los comentarios rectifica al primero en cuanto al desaire que se dice ha sufrido el Comité; pero, en cambio, da especial importancia al hecho de que el Presidente de la República haya recibido las conclusiones del mitin en su casa habitación y no en el palacio de La Moneda, como lo indican la impor-tancia y magnitud de la pública asamblea acabada de celebrarse. Entre estos rumores y afirmaciones, la tensión de las masas tórnase cada vez más ame-nazadora.

De pronto se oye una voz de mando:

"¡A la Moneda!"

Este grito produce, al repetirse, una sacudida eléctrica de instantáneo efecto. A su influjo, el grupo de obreros que se quedara frente a La Moneda recibiendo la creciente marejada de los procedentes de la calle Huérfanos, intenta el asalto del palacio de Gobierno. Cumpliendo con su deber, el ofi-cial de guardia lo rechaza violentamente y se pone a la cabeza de su tropa; pero, dándose cuenta de la gravedad de la situación, les indica, en seguida, con tono parco pero amistoso, que Su Excelencia no está en esos momentos en palacio.

La actitud del oficial de guardia paraliza por algunos minutos el ataque, pero el vocerío de los más rebeldes y las instancia de algunos cabecillas para adoptar procedimientos de hecho, deciden a la muchedumbre a jugarse el todo por el todo. Esta vez la policía viene a reforzar la guardia de Palacio; pero el ataque es tan violento y la acción de las piedras y ladrillos lanzados sobre la tropa tan eficaz, que ésta debe replegarse en dirección a la Alameda. Sin embargo, aumentada en número y rehecha en seguida, logran dispersar a los revoltosos en una carga cosaca en la cual caen numerosas víctimas.

(Durante largo rato el ruido del tiroteo de las carabinas y revólveres alarma a la ciudad. Los perseguidos corren hacia la Alameda, engrosando allí las po-bladas acantonadas entre las calles de San Ignacio y Dieciocho.

La ira popular recrudece con la presencia de los heridos. En el centro co-mercial las boticas se encuentran repletas de contusos y hombres sangrantes. Entre ellos se dan nombres de obreros recién ultimados. Verdadera insa-nia terrorista se apodera entonces de la multitud enrabiada. Y como es fenó-meno universal en estos casos, aquí y acullá se desarrollan cuadros de vanda-laje que la capital no ha visto desde los días amargos de la caída de Balma-ceda. Las pandillas principian a destrozar cuanto hallan en su camino; se atacan los domicilios; se desmontan los carruajes; se obliga a los pasajeros que ocupan los servicios de tranvías a desalojar los carros, y, en seguida, dándoles a éstos su fuerza máxima, lánzalos sin control posible para que vayan a chocar unos con otros en las diversas vías de la ciudad.

Al caer la tarde, el tráfico santiaguino está paralizado. Los obreros de la Tracción y de casi todas las fábricas han adherido a la huelga.

La situación es realmente de una gravedad extraordinaria, pues a todos es-tos desmanes no puede oponerse la fuerza del Ejército, que en esos días anda

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en m a n i o b r a s y que para regresar a Santiago demoraría por lo menos veinti-cuatro horas. A fin de soslayar el peligro inmenso, jóvenes afectos al Gobier-n 0 y temerosos de su propia seguridad se premunen de armas en los cuar-te les de policía y recorren la ciudad colaborando con ella para enfrentar el t u m u l t o creciente. También las compañías de bomberos montan guardia y c u m p l e n con gran sacrificio personal la tarea de resguardar el orden. Pero jas c o s a s no terminan ahí. Al día siguiente, a las siete y media de la mañana, s e declaran en huelga los obreros de la Maestranza de los Ferrocarriles del ¡Estado. Es una actitud de hecho que los ferroviarios deciden en la tarde del d o m i n g o al imponerse de visu de cuales han sido las trágicas consecuencias o r i g i n a d a s por el mitin pro-abolición del impuesto al ganado argentino. Ya en la noche de aquel mismo día, varios obreros se apoderan de una máquina r e m o l c a d o r a a la que conducen rápidamente hacia el Sur, arrancando los r i e l e s detrás de ella para impedir así el tráfico de trenes.

Procediendo de este modo, los obreros en huelga —"los tiznados", como se llama entonces a los ferroviarios— tratan de evitar a toda costa que las tropas de la guarnición de Santiago, en maniobra, puedan llegar a la capital con la urgencia con que en ella se las necesita.

Por fortuna, la dirección de los Ferrocarriles y autoridades respectivas envían telegramas para que la policía de Buin se apresure a defender el puente del Maipo, alistando al mismo tiempo un tren auxiliar que reponga los daños y dé alcance a la locomotora de los revoltosos.

Esto, como lo hemos dicho, sucede el domingo en la noche. El lunes en la m a ñ a n a , a las ocho y media, un grupo de huelguistas detiene el tren que par-te a esa hora al Sur y ordena a los viajeros a desocupar los vagones. En se-g u i d a , rompen los vidrios de todos los carros y destruyen las partes vitales de ese material rodante.

Mientras esto ocurre las calles de Santiago son recorridas por turbas colé-ricas que no limitan ante ninguna consideración sus atropellos y desmanes. La ciudad, aún sin reposo después de las dolorosas escenas del domingo, vuelve a ser presa clel pánico ante la creciente exaltación de la furia popu-lar. En pleno centro, en la calle Ahumada esquina de Delicias, violentan las puertas de la Botica "El Indio", repartiéndose entre los asaltantes las provi-siones de la misma. Idéntica suerte corre la "Joyería Yungue". Como en el día anterior, la policía cumple celosamente con sus deberes, y son nume-rosos los guardianes heridos, aunque no es menos el número de revoltosos fuera de combate, sin contar, por cierto los que pierden la vida en la refriega.

Como en el camino de la revuelta es fenómeno mil veces comprobado que el abuso y el crimen se multiplican de manera inversa al descenso de las fa-cultades que la autoridad pone en ejercicio para mantener el orden consti-tuido, y como el principio de autoridad, en el caso que nos ocupa, decrece minuto a minuto, debido, primero, a las bajas sufridas por la policía, y des-pués, por el convencimiento en las turbas de que la guarnición en manió bras tardará mucho en llegar a la capital, se ve el caso extraordinario de que pasado el mediodía una multi tud resuelta quiera asaltar la Tesorería de Santiago. Pero una vez más los guardianes del orden muestran férrea disciplina y decisión en el cumplimiento del deber, pues vigorosamente rechazan el ataque.

Ocurre, sin embargo, un hecho que al carácter de tumulto callejero grave, de los acontecimientos antedichos, viene a darle, casi de improviso, aspecto, infinitamente más delicado, ele lucha de clases. Este nuevo factor prodúcese así:

Hemos referido que al comenzar la tragedia, jóvenes afectos al Gobierno, en colaboración con el Cuerpo de Bomberos, se premunen de armas para coadyuvar a la obra represora de la policía. Pues bien, a esta obra particular

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de algunos jóvenes se suma, de pronto, la de numerosos miembros del Club de la Unión que acuden a ese establecimiento llevando en gran cantidad de rifles, carabinas y el material necesario para hacer del edificio del Club el Cuartel General de los "civiles". Este numeroso grupo se presenta en las

calles de la ciudad con el título de "guardias del orden". Son valientes muchachos dispuestos a rendir sus vidas en el momento que así lo exijan las circunstancias; pero tienen con respecto al pueblo de Santiago, un carácter que en ninguna forma puede hacerlos simpáticos a la cólera reinante: en su mayoría pertenecen ellos a familias acomodadas de Santiago, a quienes los obreros miran con la rabia estéril de su miseria y abandono centenarios.

Este aspecto nuevo de la tragedia cambia de súbito la fisonomía psicoló-gica del tumulto. Desde ese momento la revuelta callejera pierde su carácter de tal para transformarse en verdadera asonada proletaria, con la simpatía y apoyo de las clases modestas del pueblo y de todos aquellos hombres que por su situación económica, encuéntrame distanciados de los círculos adine-rados de la capital.

Para calmar la justa alarma extendida por los ámbitos de Santiago, se declara a la ciudad en estado de sitio.

Al llegar el bando, que así la declara, a la Plaza de la Moneda esquina de Teatinos, unos quinientos manifestantes por esos alrededores insultan a los jóvenes de la guardia del orden que acompañan al Notario; a los insultos responden éstos colocándose en actitud amenazadora; entonces una lluvia de piedras cae sobre ellos y la policía. Para dispersar a los revoltosos se or-dena una carga cosaca.

Encuentros de esta naturaleza se repiten casi todo el día 23. "—¡Recuerdo como si fuera hoy —nos informa el señor Alessandri—, que

ese día (el 23), como a las doce y media, regresaba yo del centro para almor-zar en mi casa de la Alameda1. Al llegar allí fui sorprendido por el espec-táculo de un verdadero mar humano, que rodeaba en todas direcciones la estatua de O'Higgins, extendiéndose como dos cuadras por uno y otro lado. En las graderías de la estatua estaba el prefecto Joaquín Pinto Concha, de pie, inmutable, conversando con absoluta serenidad con su ayudante, un joven de aspecto vigoroso y esbelta figura, que se destacaba desde lejos por su arrogancia. Este joven, que más tarde iba a ser Director General de Poli-cía, durante mi primera Presidencia e Intendente de Santiago en mi segundo período presidencial, era don Julio Bustamante. Rebotaba con un sonido se-co la lluvia de piedras caídas a los pies de la estatua de O'Higgins y que eran dirigidas contra don Joaquín Pinto y su ayudante. Quiso el destino que esa lluvia no le tocara a ninguna de las personas a las cuales iba dirigida; pero como no era posible continuar en esa situación, el señor Pinto dio or-den a la policía de cargar con sus bastones. 'La orden fue resistida; entonces el general ordenó una descarga. Al ruido de los tiros la ola inmensa se alejó Alameda abajo para buscar parapetos, pero más embravecida que nunca. En la ancha vía, desierta ahora de revoltosos, vióse aquí y acullá la impresio-nante visión de los muertos y heridos.

"Al entrar a mi casa —dice Alessandri—, un hombre yacía cerca de las gra-das de la puerta, donde el infeliz quizás fue a buscar refugio. La vereda esta-ba salpicada de sesos y veíanse por doquier grandes manchas de sangre.

'Don Arturo Alessandri, de recién casa- tario, trasladándose a su nueva casa ese do vivió, como ya dijimos en páginas ante- mismo año. Esta propiedad, que conservó riores, en Agustinas esquina de Ahumada, en su poder hasta 1947, estaba situada en hasta el año 1897. De ahí mudóse, el año la Alameda de las Delicias (hoy, Avenida que se indica, a una casa en la calle de Compañía, entre Amunátegui y Teatinos, frente al edificio conocido con el nombre de "La Alhambra". En 1902 se hizo propie-

Bernardo O'Higgins) , entre San Diego y el Ministerio de Defensa, al llegar al actual Barrio Cívico.

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"Mis hijos, en aquel entonces muy pequeños, y mi mujer, estaban aterra-dos con el furor de la multitud. Desde la ventana habían presenciado el es-p e c t á c u l o de la batalla campal, y cuando me vieron llegar, mostraron ner-v i o s a m e n t e su júbilo a l saber que nada me había ocurrido y quisieron sacar-me la promesa de no salir en todo el día de casa y cerrar la puerta de calle, c o m o estaban las otras de la vecindad. N o les prometí nada, pero los calmé; pues estaba resuelto, como lo hice, a instalarme en la puerta de mi hogar to-jj0 el día, como único medio de que respetaran e impedir cualquier inten-to de destrucción. Ya lo habían hecho en otros edificios de los alrededores, principiando por quebrar los vidrios y faroles del alumbrado público, que i l u m i n a n d o las veredas impedían la obra de zapa de los merodeadores.

"Como a las tres de la tarde se celebró un mitin como el que había tenido lugar al pie de la estatua de O'Higgins, siendo esta vez el punto de la re-unión la vía que enfrenta el colegio de los Padres Franceses, al pie de la e s t a t u a de los Cuatro Escritores, monumento que hoy está en el Parque Fo-restal y que por aquellos tiempos era motejado por la multitud con el nom-bre de "La Columna de los Cuatro Evangelistas".

"Un extranjero tomó las gradas por tribuna, le dijo al pueblo que los arsenales estaban sin tropa —cosa que era cierta— y que se dirigieran allá pa-ra armarse y vengar así a sus hermanos muertos. "Esto —le expresó al pue-blo— deben hacerlo inmediatamente, antes de que regrese el Ejército, por-que después ya será tarde". Un comisario que oyó las exhortaciones del ora-dor y se posesionó de la gravedad que éstas significarían si lograban impre-sionar a la masa, dio orden a un policía que ensayara su ojo en la persona del imprudente y temerario agitador. El comisionado fue un sargento, y me acuerdo que colocó su carabina de mampuesto sobre la silla de su cabalga-dura, a una distancia de cien metros. Sonó el disparo y el agitador rodó muerto; posiblemente la bala le pentró medio a medio del corazón.

"Rugió la multitud, y corriendo hacia donde había caído el agitador, se apoderó del cadáver, que fue alzado sobre los hombros de un grupo de au-daces y con irritado aparato se dirigieron Alameda arriba, gritando: "¡A La Moneda!", con el propósito manifiesto de depositar a los pies de la casa Presidencial el fúnebre despojo.

"Ya el disturbio —continúa el señor Alessandri— adquirió los caracteres de una verdadera revolución. La policía era escasa; el Ejército no podía lle-gar hasta la medianoche; la furia del pueblo y sus resoluciones aumentaban por minutos. Fue cuando la juventud de Santiago ofreció sus servicios a la autoridad, que resolvió aceptarlos. Cientos de mocetones se dirigieron a los arsenales, en donde se organizaron en grupos de "guardias blancas", que con el rifle al hombro corrieron a las calles a defender el orden a costa de cual-quier sacrificio. Hubo encuentros violentos entre el pueblo y ese cuerpo de voluntarios que, principalmente, defendió del saqueo a muchos almacenes y negocios de menestras; entre otros, una inmensa casa de comercio de tres italianos, que tenían un negocio establecido en la plazuela de la Estación, y que, al verse agredidos, se atrincheraron en su almacén, se subieron al techo, y defendieron su propiedad durante más de una hora de manos de los asal-tantes, en espera de que llegara esa tan temida milicia llamada también "guardia de los futres". Desgraciadamente, cuando esto ocurrió, los asaltan-tes, para no ser vencidos, le allegaron fuego por distintas partes al edificio y ardió durante varias horas en una inmensa hoguera.

"Espectáculos de esta naturaleza se repitieron por cientos y en numerosas partes de la ciudad. El pueblo arremetía furioso, sin temor a la muerte, y parecía presa de algún demonio oculto que lo impulsaba al asesinato y al

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saqueo. Fueron muchos los muertos y heridos, y sinnúmero los actos de he-roísmo y desprecio por la vida de una y otra parte.

"El cuartel del Cazadores, situado frente a La Moneda, estaba desguarne-cido; quedaba sólo el pelotón de guardia al mando de un joven subtenien-te: don Aliro Parga. El pueblo quiso tomarse el cuartel, y este oficial, con cuatro o cinco hombres, lo defendió bravamente, después de haber hecho pagar con algunas vidas la audacia de los asaltantes.

"La policía, que había estado sobre las armas durante 48 horas, estaba extenuada de capitán a paje, sin comer ni dormir. Habían soldados que no podían descender del caballo y otros incapaces de dar un tranco por tener sus piernas entumecidas o acalambradas. Sin embargo, habían cumplido he-roicamente con su deber, comprometiendo la gratitud de la ciudad, salván-dola de la muerte, del saqueo y la destrucción."

La inquietud viene a disiparse cuando, a las nueve y media de la noche llegan las primeras tropas de línea a los cuarteles de la guarnición santiagui-na. Con su sola presencia afirman éstas la confianza en los angustiados ha-bitantes. En la mañana del martes 24 hay mil quinientos hombres de tropa distribuidos en los diferentes sectores de la ciudad.

La jornada —y así también nos lo confirma el señor Alessandri—, fue te-rrible, y no es cosa de aplaudir el desborde arrollador de las turbas iracun-das. Pero el origen del mal, la desigualdad económica con su cortejo de mi-serias engendradores de ese vórtice, ¿fueron advertidos por la autoridad pública, para subsanar los errores e injusticias que en el proceso de las aspi-raciones sociales, en momentos de crisis, determinan los estados de revuelta? ¿Se vio, siquiera, la existencia del daño?

Baste decir que los guardianes del orden, los propios policías que durante 48 horas defendieron la vida y propiedad privadas de los dirigentes po-líticos del país, ganaban al mes, en aquel entonces, ¡cuarenta y cinco pesos de la época!

"He oído afirmar —decía en la sesión de 26 de octubre el diputado don Alfredo Irarrázaval Zañartu— he oído afirmar que en la Comisión Mixta de Presupuestos se suprimió hace pocos días el ítem con que se pagaba todas las mañanas una taza de café a los pobres guardianes . . . "

Eran los primeros temblores de un orden social que, en el mundo entero, comenzaba a mostrar síntomas de caducidad.

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La Mancomunal de Obreros

Vamos a ordenar, ahora, algunos imprescindibles antecedentes históricos de la rebelión proletaria en Chile, señalada hasta aquí a grandes rasgos.

Durante el año 1903 los dueños de la tierra, los industriales y la banca —representados velada e indirectamente en los asientos del Congreso— co-mienzan a dar muestras de preocupación, transformada luego en verdadera inquietud, por el auge que toma en provincias una federación de trabaja-dores aparecida en la arena pública con el nombre de "Sociedad Manco-munal de Obreros".

•Primitivamente había sido ésta una institución tarapaqueña, con carácter de resistencia, cuyo asiento era Iquique. Mas, por habilísima propaganda de sus fundadores, entre los cuales aparece como el cerebro más destacado el líder obrero del gremio de los gráficos Luis Emilio Recabarren, pronto entra a participar en ella gran porcentaje de los obreros manuales de toda la Repú-blica, abarcando su acción desde la región salitrera hasta Valdivia.

Afirman los estatutos de la (Mancomunal que su programa es de unifica-

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ción, persiguiendo como fin el socorro y ia protección mutuos. Tiené ñor objeto, además, "solucionar las dificultades que los operarios puedan tener con los patrones, fortalecer sus derechos con la unión y solidaridad, y a c u m u l a r fondos para establecer, cuando se pueda, escuelas nocturnas y bi-bliotecas para obreros"".

Esto es en la letra de los estatutos, pero en la realidad se trata de un in-tento proletario de organización sindical, cuyo influjo revolucionario no t a r d a r í a en hacerse sentir en el desenvolvimiento económico y social de Chi-le. En esta época los consejos de Marx y Engels, expresados en el manifiesto ¿el 'Partido Comunista que un año antes de publicarse (1847) había sido so-metido a la aprobación de la "Liga de los Justos", son lectura cotidiana de los proletarios de Chile, los cuales con la complicidad tétrica del espectáculo de sus propias buhardillas, se fortalecen por minutos en la llamada "con-ciencia de clase".

Muchos, sin embargo, de los prohombres del Parlamento chileno son inhá-biles para comprender el nuevo fenómeno. En 1904, por ejemplo, don Enri-que Mac Iver, figura superior entre los políticos de Hispanoamérica, afirma públicamente que '"en Chile es un mito la cuestión social". Y lo dice en la m i s m a época cuando la Mancomunal de Obreros extiende sus redes a través del territorio chileno, y en vista de una de las más trágicas convulsiones de trabajadores habida en América en el primer cuarto del siglo en curso.

Desconocía el señor Mac Iver esa verdad empírica según la cual toda teo-ría económica, para ser manifestada en movimiento, precisa de circunstan-cias visibles que en una cierta situación colectiva pongan de relieve la justi-cia crítica de la doctrina sustentada; mas, producidas esas circunstancias, la agitación ganará terreno en la misma medida en que es inoperante la teoría contraria sustentada por la reacción, la cual actúa perenne en toda organi-zación política estadual. En este fenómeno se produce, como siempre, el triunfo de la esperanza sobre la realidad cuando esta última nada puede ofrecer porque ya no se tiene voz.

Con todo, cuando la inmigración a las pampas salitreras lleva a sus fae-nas al elemento más aventurero y audaz producido en la selección espon-tánea del campesinado —selección que se origina luego de la demanda de brazos para estas nuevas expansiones del trabajo industrial— la protesta obrera aumenta año tras año el tono de la voz y las exigencias con que impone sus reclamos.

En esta grita no todo es "desacato y pretensiones de chusma alzada", como afirman, en esos días, respetables miembros de la política chilena. Mucho de justo 'hay en esas actitudes del proletariado, sin olvidar que en el ademán de todo hombre consciente de su fuerza, hay siempre una amenaza o un gesto de advertencia. La sola gravitación de la fuerza, por el hecho de serlo, induce al abuso a quien la maneja, y, en especial, al que no se educó culturalmente para conducirla. Por eso la fuerza es sólo respetable cuando la regula el derecho y la sustentan hombres con gran sentido moral y cívico.

Y aquí se encuentra una de las grandes fallas de esta época de la evolu-ción social de Chile: el desamparo en que los poderes del Estado mantienen a las clases trabajadoras es efectivo; la injusticia de la situación económica del "roto" es verdadera; el desprecio con que las clases altas consideran los motivos de su aspiración a un destino político mejor, es incuestionable. Pero nada de esto disminuye la gravedad del lamentable equipo con que los organismos, actuantes como revolucionarios se presentan a mejorar el or-den jurídico y social. Roídos por competencia sorda; quebrantado su pres-tigio por una vida torpe, y llenos ellos, al mismo tiempo, de resentimien-tos personales, los vicios ofrecidos en cambio de la inmoralidad existente

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ño son, por cierto, para ilusionar a los mejores. Pero hay un hecho del que no se puede dudar: los obreros han principiado a distanciarse de las tiendas de los partidos llamados históricos, que, por cerca de un sigl0

dominaron la vida política chilena. ' ¿Cómo resolver este divorcio de opiniones entre el proletariado y j0s

partidos de raigambre secular, divorcio cada vez más agudizado y nUe

amenaza de ruina a las viejas banderías nacionales? iLa repuesta acude fácil a la imaginación de los líderes de los partidos

históricos: "—Creando intereses en el movido elemento popular." Como una orden de mando, las colectividades políticas de Chile viran

de palabra y por escrito, hacia las tolderías democráticas, tratando de nutrir con promesas y halagos la imaginación de la clase trabajadora. Esta actitud recibe su impulso inicial en el recinto de las asambleas, y se afirma más tarde por la obra particular realizada por los candidatos.

Naturalmente, la importancia de los partidos adaptados al cambio crece según sea el acuerdo entre la ambición popular y el ambiente qué para ello se forme en esos partidos; así los programas de avanzada tienen mayores perspectivas de éxito que los otros sustentada. como base doctri-naria de principios moderadores.

Por eso el peligro de la Mancomunal de Obreros para los partidos llama-dos históricos; pues si se convierte esta fuerza de los trabajadores unidos en conglomerado político, el desbande de "masas" que sufrirían dichas en-tidades hasta entonces dominadoras, estaría en proporción directa a la can-tidad de perspectivas de mejoramiento social que el nuevo conglomerado po-lítico les diera; pues los líderes obreros predican de día y de noche, que na-die cumpliría mejor este papel redentor que los propios dirigentes proleta-rios, asalariados como ellos, hijos de familias obreras, pueblo legítimo, con los defectos inherentes a toda condición económica inferior, pero nutrido, también, en sus raíces étnicas con extraordinarias virtudes de energía física y perspicacia intelectual.

*

Recabarren

En toda esta organización de los mancomunados hay muchos jóvenes de indudable capacidad directiva y no poca ilustración general; pero la ca-beza visible, la conspicua mentalidad revolucionaria de todo el movimien-to es, como ya lo dijimos, un obrero del Norte: ¡Luis Emilio 'Recabarren.

Desde la cárcel de Tocopilla el líder proletario lanza, en julio de 1904, a sus compañeros de la Mancomunal de Obreros, una clarinada de alzamien-to, verdadero vademécum a combatientes de la trinchera.

"Es indudable —dice— que en las esferas del Gobierno se ha dado la orden de apretar la mano contra las Mancomúnales y su prensa. Se nos procesa, se nos persigue, se nos encarcela, se nos injuria y se nos castiga brutalmente en todos los pueblos del país. La persecución es, pues, manifiesta y constante. Todos juntos: Ministros, diputados, autoridades, jueces, Cortes y su prensa demuestran su odio vivo a las clases trabajadoras, negándoles justicia en todas partes y estorbándole su marcha emancipadora.

"Contra ese mal de la persecución del Gobierno, nosotros no c o n o c e m o s más que un remedio: el que tomemos la ofensiva con el pecho fuera, la cara al frente, y caiga quién caiga.

"Hasta ahora la propaganda Mancomunal casi se ha limitado a defender-se de la persecución que le hace el Gobierno. En adelante debemos atacar

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n lugar de defendernos. Somos tantos ya que no hay poder que pueda c o n t r a el nuestro, si todos damos la cara al frente."

Y agrega párrafos después: "Que se llenen las cárceles de trabajadores y propagandistas de la libertad

v de la Justicia, que se embriaguen las fieras radicales y balmacedistas que g o b i e r n a n con la sangre proletaria.

"Así obran los hombres y así es como triunfan las ideas. "Las libertades que han surgido en el mundo han tenido por cuna sangre

y cadáveres. "Reaccionemos, pues, y levantemos sin temor la bandera revolucionaria

que proclama Justicia y Libertad"2. No es éste un grito aislado. Voces como la suya, salidas de la cárcel y des-

tilantes de amargura, se repiten seguidamente para ir a moldear los senti-mientos de las turbas en la región Norte del país. Es allí donde está la gran zona rebelde, pero la prédica subversiva se hace por igual de un extremo a otro del territorio.

En realidad, el Gobierno se encuentra impotente para detener la propa-ganda revolucionaria. lEs ésta un alud irresistible avanzando sobre los po-deres de la nación, sin que medio legal conocido valga para detenerlo.

En realidad, en Chile, como en muchas otras partes del mundo, se cree que la huelga acabada de estallar el 25 de enero en Rusia contra el domi-nio de los Zares, y que ha tenido trágicas consecuencias para los elementos trabajadores solidarios con ella, es el principio de la revolución proletaria universal, y, entusiasmados con esta creencia, los "mancomunados" la sa-ludan con alborozo amenazador.

En sus Apuntes y en nuestras conversaciones, don Arturo Alessandri Pal-ma nos ha manifestado la profunda inquietud que sentía al observar, con ojos de patriota y con intuición de hombre meridional con ancestro latino, los fermentos revolucionarios de los años que nos preocupan y los cuales ac-túan en las masas trabajadoras de Chile. 'La huelga de Valparaíso, en 1903, y la revuelta de Santiago, en 1905, con motivo de la discusión en la Cámara del impuesto al ganado argentino, hacen tal mella en su ánimo, que, estudio-so como fue siempre, se da a una lectura continua de la más reciente litera-tura sociológica impresa en Italia y Francia.

El número y la violencia de los diarios obreros difundidos a lo largo del país, vehículos del pensamiento escrito en que se alza el reclamo de los pro-letarios contra injusticias y privilegios abusivos, ponen en su ánimo grave interrogación sobre la firmeza, para un futuro inmediato, del orden constitucional chileno que rige desde la época de Portales. No ven; y, sin embargo, al calor de esas protestas, hase levantado la bandera de guerra y solidaridad de las clases trabajadoras informantes del programa de la Mancomunal Obrera y otras instituciones clasistas que, en el hecho, despa-rraman la semilla de la revolución social en un terreno abonado por la miseria.

Diputado durante las administraciones de Errázuriz Echaurren y Germán Riesco, y Ministro del primero de estos Presidentes, don Arturo nos ha dicho en sus confidencias, y nos lo comprueba con sus Apuntes, que en muchas ocasiones, tanto en público como en privado, llamó la atención a sus amigos o adversarios políticos sobre estos fenómenos colectivos, que su sensibilidad interpretaba, al captarlos, con singular acierto de estadista. "Siempre —nos dice— fui desoído. No se daba importancia a esos sacudimientos que, en sín-tesis, nos amenazaban a todos al atacar en sus bases el orden institucional de

"Este manifiesto fue impreso en volan- de 1904, en los periódicos proletarios de tes y apareció publicado en el mes de julio las provincias de Tarapacá y Antofagasta.

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la (República. Veía yo claro la marcha ascendente de una gran catástrofe que había que conjurar para bien de la República; pero los hombres, aun los mejores, cuando llegan a las esferas del poder, son raros los que se libran del círculo interesado que los rodea y oyen y saben sensibilizarse para escu-char el rumor que, como un eco desvaído, sube desde abajo, de entre l0 s

estratos donde laboran y sufren las clases más modestas de una sociedad." En las sucesivas Presidencias de don Pedro Montt, de don Ramón Barros

Luco y de don Juan Luis Sanfuentes, el señor Alessandri, ya como parla-mentario, ya como Ministro de Estado hará sentir su juicio respecto de este nuevo cambio de los tiempos en la marcha del mundo occidental. En su debida oportunidad daremos el cuadro de estos hechos y de la intervención en Chile del señor Alessandri. Por ahora, a fin de mantener el orden crono-lógico de nuestro ensayo, sólo diremos que la realidad social, con su terrible e histórico perfil, se impone, en una hora crítica, a los hombres de nuestro país, dándole la razón a Alessandri. Y fue esa realidad, precisamente, la que precipitando el ritmo revolucionario, le da el timón de la barca a la deriva en el año crucial de 1920, cuando, senador por la provincia de Tarapacá y candidato a la Presidencia de la República, las multitudes ven en su gesto la mediación de un intérprete y de un amigo.

*

Sin brújula

¿Cuál es el juicio del Parlamento al tratar de estudiar los orígenes de los disturbios que acaba de presenciar la capital de la República? En la sesión extraordinaria del 26 de octubre de 1905, don Alfredo Irarrázaval Zañartu, dice, entre otras consideraciones, a sus colegas de la Cámara joven:

"Los acontecimientos del domingo y lunes últimos, han sido algo así como LA REVELACIÓN

TREMENDA Y SÚBITA DE UN PELIGRO SOCIAL Y NACIONAL, CUYA EXISTENCIA NOS HA TOMADO A TODOS

DE IMPROVISO Y ESPECIALMENTE AL G O B I E R N O .

"De entre los árboles tronchados y las estatuas derribadas, se alza un problema nuevo y sumamente grave, que estamos en el deber de medir en toda su extensión y de resolver con patriotismo y firmeza.

"La bestia feroz y ciega, sin ninguna aspiración noble, sin ninguno de esos sentimientos que dignifican al hombre y hacen de él un conjunto superior al bruto, la horda inconsciente y sanguinaria que pasó el domingo como una ráfaga devastadora por las avenidas de Santia-go, la chusma que marcó con su sello de mugre y de sangre los umbrales de nuestras propie-dades, ¡no es, afortunadamente, el pueblo de Santiago!"

Por su parte, defendiendo a las víctimas del tumulto, el diputado don Malaquías Concha se extiende en largas consideraciones:

"Ejemplos recientes —dice entre otras—, que están a la vista de todos nuestros conciudadanos, han dejado quizás en el pueblo este fermento de destrucción y rapiña, de falta de respeto a la sociedad en que se vive. Este recuerdo debe de estar fresco en la memoria de las clases desva-lidas, desde los acontecimientos del 91, de los cuales yo mismo fui víctima. En aquel entonces el pueblo de Santiago se entregó al saqueo de los hogares con casas numeradas y al son de campanillas.

"Es posible que algo de este mal ejemplo quedara aún entre las clases trabajadoras y que esto haya sido parte principal en la falta de respeto que han mostrado recientemente por la sociedad y la vida de las personas."

En resumen, lo que se dijo en la Cámara de Diputados sobre los sucesos del domingo 22 y lunes 23 de octubre, no fueron sino pretextos sobre los incidentes de la tragedia, para convertirlos en arma política y servirse de ellos con fines de índole electoral.

El Senado es aún más indiferente. En la sesión extraordinaria que se lleva a efecto dos días después de la revuelta, se presenta a esa Corporación, a leer

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su programa de trabajo, el señor Ministro de Lo Interior, recientemente n o m b r a d o , don Miguel Cruchaga. Un tanto sorprendido, el Senador radical don Pedro Bannen, expresa, en esa oportunidad, su disgusto:

«fío creía, señor Presidente, que el Senado celebrara sesión hoy; porque, realmente, en medio He la consternación pública que pesa hondamente sobre todos los ánimos, a consecuencia de los luctuosos sucesos de que ha sido víctima la capital de la República, no parecía prudente, n i siquiera posible, mientras los espíritus no se tranquilizaran, el que nos ocupáramos de otros negocios, y mucho menos de negocios políticos, de los que, necesariamente, se vería la C á m a r a en el caso de ocuparse en su primera sesión, por la representación del nuevo Mi-nisterio."

El señor Cruchaga contesta al señor Bannen con las frases que casi son de rigor en estos casos: lamenta lo sucedido, el Gobierno inmediatamente hará tomar las medidas necesarias para que no se vuelvan a repetir escenas de la n a t u r a l e z a antedicha, se estudiarán las causales del daño, y lo otro y l o de más a l lá . . .

Ni una sílaba programática para confrontar la realidad mediante un estu-dio fundamental, serio, de lo que acaba de ocurrir. Sin literatura ni frases r e b u s c a d a s , puede decirse que el Senado de l a República, con mayor inten-s i d a d que la Cámara joven, está sordo y ciego para no ver ni oir los fenó-menos de carácter social que en forma cada vez más trascendente ocurren a lo largo del país.

No cabe decir lo mismo de la prensa. La visión y el oído del diarismo chileno están más atentos a la revolución ideológica que se viene operando en Chile desde 1891, como nunca lo estuvieron las Cámaras y el Ejecutivo.

"El 'Diario Ilustrado", por ejemplo, después de analizar editorialmente las causas de la crisis social chilena, da razones que cuarenta años más tarde se verían con nitidez meridiana.

"Hemos condenado —expresa ese vocero de reconocidas ideas conservadoras—, hemos conde-nado y condenaremos siempre los tumultos y movimientos subversivos, porque son ellos la negación de la vida social y el principio de la barbarie.

"Pero al hacer este examen ligero de la situación del ánimo popular que revelan estos sucesos, queremos llamar la atención de los políticos, del Gobierno y de los representantes populares, hacia el hecho que comprueba la historia del mundo: con la fuerza podemos reprimir una asonada, pero no matar el principio que la informa, si tiene fundamento en la verdad. Hay un malestar causado por la mala administración, por el olvido de las necesidades públicas, con el divorcio que se va estableciendo entre el pueblo y el Gobierno."

"El Mercurio" niega toda justificación al mitin origen de la revuelta, pues afirma que el pueblo no come carne y por lo mismo no puede tener ningún interés efectivo en la supresión del impuesto al ganado argentino; pero en seguida agrega palabras de reposada cautela y advertencia.

Es "La Ley" —el vocero del radicalismo— el que, a nuestro juicio, aun-que en forma rotunda y desbridada, pinta la exacta situación del Gobierno en presencia de la cuestión social que ahonda sus complicadas raíces en los ya numerosos problemas por afrontar de los organismos constitucionales de la República.

"Estamos advertidos —expresa ese diario editorialmente— de que vivimos bajo un Gobierno de irresponsables, de entidades que ni aun saben elegir en quiénes delegar sus facultades y que para la defensa y salvaguardia de la ciudad, en que reside su propio asiento gubernamen-tal, busca el concurso de adolescentes, les entrega temerariamente armas peligrosas y los pervierte moralmente, lanzándolos como un "sport" sangriento al asesinato y matanza indignos."

Un dilema se impone ahora, en el criterio de las masas: someterse a per-der las esperanzas en una verdadera Democracia, o seguir adelante la obra revolucionaria, para darle al pueblo la mejoría urgente exigida por su la-

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mentable condición económica. Y este dilema se expresa acentuando la diie, rencia que separa la Democracia de la Politiquería.

Lentamente se incorpora en la conciencia de las clases modestas, la idea

de que el grupo gobernante santiaguino es su enemigo natural; y aunque puede estar equivocada en los términos de su proposición, el hecho es qUe

las apariencias lamentables de una serie de sucesos desgraciados ocurridos en el Norte, ¡Centro y Sur del país, les da motivos más que suficientes para convertir en dogma ese juicio fácil.

¡Curiosa época! Recordándola ahora, se nos vienen a la mente algunas observaciones de Fustel de Coulanges, sobre la decadencia romana, que pa. recen haber sido escritas para el período de la Historia de Chile y el momen-to social recién referido:

"Esta clase (la aristocracia) —escribe el historiador galo— es rica, y el Gobierno es pobre Esta clase es dueña de la mayor parte del suelo y posee las dignidades de la ciudad y de las funciones administrativas y judiciales. El Gobierno sólo tiene la apariencia del poder y Un Ejército que se va debilitando a ojos vistas. . . "La aristocracia tiene la tierra, la riqueza, las distinciones, la educación; ordinariamente has-ta una mayor moralidad en el vivir; pero no sabe pelear ni menos llevar las responsabilidades de un comando. Sistemáticamente, evita ingresar en el servicio militar; aún más, lo despre-cia; pues una de las características de esta sociedad consiste en colocar en grados muy inte-riores al de los cargos civiles, las funciones del Ejército. Sólo tienen cariño por la profesión forense, la de profesor o la de médico, despreciando la de oficial y la de soldado, que deja para los hombres de condición inferior"3.

Cuando el lunes 23 de octubre los muchachos de la "guardia del orden" aparecen por las calles, concentran sobre sí —ya lo dijimos— todo el rencor popular. Una instintividad primordial pone en los nervios de la multitud enceguecida el rencor de los primeros encuentros entre España y América. Para el pueblo amotinado esos grupos de jóvenes aristócratas simbolizan el "enemigo" que hay que destruir. En la tropa policial y en la del Ejército —puestas momentáneamente en su contra— ven a gente de su clase, o vincu-lada al pueblo, que al ponerse un arma al brazo cumplen un deber constitu-cional; pero en los herederos de la aristocracia chilena, salidos de hogares opulentos y disparando con certeza de cazadores, no quieren adivinar nada que les hable en su favor. ¿Cuántos "rotos" cayeron y cuántos de "la guardia del orden"? Y como la respuesta arroja un saldo abrumador, no hay poder humano capaz de convencerlos del heroísmo con que esos muchachos dicen haber defendido la tranquilidad pública en la capital de Chile.

Y a nuestro entender, unos y otros tienen razón. El pueblo, la tiene al exigir una política económica clara que dé mejoría a su estado de pauperis-mo crónico; la rebaja del impuesto al ganado argentino es un detalle, di-ríamos un pretexto para la expresión de la ira colectiva; lo grave es que debajo de ese hecho incidental existe, en realidad, una razón profunda, producida por el desequilibrio económico que hizo posible la existencia de una masa mendicante, a ración de hambre, y la coexistencia en frente de ella de un grupo escaso pero fuerte, de individuos sujetos a un régimen verdaderamente excepcional con goce de gangas y provechos. Pero esto no excusa la violación del orden policial ni el derrumbe de los derechos individuales; porque ello, además de ser jurídicamente inadmisible, provo-ca, de inmediato, la reacción subjetiva consiguiente, que induce a la parte amenazada a defenderse de cualquier manera, y al margen, también de las normas establecidas. Es el peligro surgente cada vez que se quiebra la regla jurídica: dar paso a la justicia individual, la que, por su naturaleza y consis-tencia, tiene la paradógica característica de ser casi siempre injusta.

'L'Invasion Germanique.

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Ahí radica también la culpabilidad del Gobierno, en haber permitido, por f a l t a de previsión, el arribo de semejante estado de cosas.

Ahora, el aserto de muchos personajes, de que los fusilamientos y críme-nes cometidos en las calles de Santiago no fueron —en cuanto fusila-larnientos— obra de los jóvenes de la "guardia del orden"; ni fueron, tampo-co —en cuanto crímenes— actos del pueblo chileno, sino de una "chusma i r r e s p o n s a b l e " , es erróneo. Equivocáronse también en esto los diarios de S a n t i a g o que recogieron esa afirmación; y tampoco estuvo en lo cierto el di-putado don Alfredo Irarrázaval Zañartu, cuando así lo asegura en la Cámara.

Es que en Chile, en 1905, ya empieza a producirse la lucha de clases en-gendradora de todas estas expresiones del odio colectivo. Veremos en se-guida que los sucesos del domingo 22 y lunes 23 de octubre se repiten con igual gravedad en otras ciudades del territorio, por causas, al parecer dis-tintas pero nutridas en la misma parcela: la falta de política económica de que adolece desde 1891 el Gobierno del país.

*

El antigobiernismo

Pero, si descartáramos lo dicho, ¿podría culparse del giro francamente subversivo tomado por la huelga de Valparaíso en mayo de 1903, y los sangrientos sucesos de la capital de Chile, en octubre de 1905, sólo a la gente de mar y trabajadores mancomunados del puerto y de Santiago, respectivamente? En la obra destructora ejecutada por los huelguistas por-teños y santiaguinos, ¿no hay otras causas fuera del inconformismo y la demagogia, que denuncien un estado de ánimo del cual el saqueo y el incendio mismos sean odioso y trágico corolario?

No siempre en la responsabilidad de errores o desastres, como los que acabamos de señalar, debe inculparse a las clases menos cultas de la sociedad. Muchas veces éstas no hacen sino proceder, en relación de causa a efecto, con la incapacidad gubernativa en las dos funciones que le corresponden frente al orden y disciplina colectivas y mantenimiento de éstas: función previsora, primero; y controladora, después. La firmeza o debilidad de los organismos del Estado, transfórmase, por regla general, en la práctica de los hechos, ya en disciplina colectiva, ya en desórdenes tumultuosos, según se haga presente o falte esa autoridad. De ahí que precisa colocarse en un justo término medio para juzgar con independencia y rectitud aconteci-mientos de tan compleja estructura, y —es el caso de lo resuelto en los instantes de crisis a que nos hemos referido— a veces de tan contradictorias y obscuras finalidades.

Hemos dicho y volveremos a repetir: la irresponsabilidad del Ejecutivo —decretada por las huestes triunfantes después de Concón y Placilla— pre-cipita al país en la disolución de sus fuerzas coherentes y propicia, sin con-trol ninguno efectivo, la indisciplina del pueblo.

La obra anárquica del Parlamento encontraba eco propicio en la natural predisposición analítica del pueblo chileno, característica, por otra parte, de todos los conglomerados indo-americanos. Y esta inconformidad afectiva de los hijos de Arauco entroncado en el "pelambrismo" heredado de España, principia a producir, en el orden político, consecuencias desgraciadas, que no prevee el Ejecutivo y no se resuelve en experiencia para las Cámaras.

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"Es conveniente —escribe el ácrata Enrique Malatesta— emplear lo menos posible el giro abolición del Estado y reemplazarlo por este otro más claro y más concreto: abolición del Gobierno".

Y a esto tendía el Parlamento chileno: a abolir el Gobierno. Es decir, a

quitarle al conjunto de hombres representantes del poder constituido, en sus

diversas ramas, la efectividad de la misión social que encarnan. Porque si en realidad se exigían a la letra de la ley medidas de bien público, en l a

terreno de los hechos esta misma ley era motivo de burla por sus insultantes desigualdades. No se ve en ninguna parte la mano respetable de la autori-dad castigando los atropelladores a la norma jurídica. Dividido el Con-greso por el sectarismo de las conveniencias partidistas, incapacitado el Eje-cutivo para actuar contra los obstáculos tendidos por la Cámara, los vicios políticos triunfan mientras el mando legítimo pierde su democrática eficacia.

Queda, sin embargo, en numerosos sectores del organismo social, una tra-dición de autoridad, raíz profunda de un pretérito de acero. Pero esta misma tradición amengua su fuerza; poco representa en el descrédito de las urnas y herida en sus sentimientos patrios, en vez de luchar, se ausenta de la bre-ga. Fuerza incuestionablemente integrada por altos valores del civismo chile-no, termina por desvincularse de la cosa pública, rompiendo, al producirse esta deserción, su necesaria relación con los tiempos nuevos.

En el momento de producirse esta quiebra, la composición política del Estado chileno queda sujeta sólo a la duración de la inercia colectiva que facilitara por un tiempo, hasta aquí indeterminado, el equilibrio de la inca-pacidad gubernativa.

Nada se hace para evitar que ocurra la revolución demoledora. El ya clá-sico 'Sismondi, mirando ese cuadro, habría vuelto a repetir, con abundancia de pruebas, que el Estado es un Poder conservador que pone de manifiesto, regula y organiza las conquistas del desarrollo social, pero no las inicia (lo que es un error de los tiempos idos). Pues siempre —según él— tienen su origen abajo, en el fondo de la sociedad, en el pensamiento individual, que cuando se divulga se convierté en opinión pública, en fuerza de mayorías. Pero —decimos nosotros—, [con qué peligro latente!

Tras de ocurrir los sangrientos sucesos de los meses de mayo y octubre de 1905, la mayoría de los hombres de gobierno sólo ven, de una parte, el des-borde momentáneo de las iras del pueblo, y de la otra, abuso y encarniza-miento para reprimir esas revueltas. Nadie les concede, a esos días amargos, perspectivas ideológicas; nadie si no es el grupo de soñadores de la revo-lución social que en tal actitud de rebeldía ven el dibujo de una serpentina de fuego lanzada al porvenir.

Desconocen los gobernantes de Chile en 1903 y 1905, que buen número de veces hechos, al parecer dispersos en el tiempo, en un momento cualquie-ra del devenir social se argollan y forman misteriosa e imponente cadena la cual no sólo une voluntades sino que, también, puesta, con los garfios del descontento en marcha, sobre las murallas de la tradición, si saben tirar fuerte los audaces, pueden determinar el derrumbe de grandes y gloriosas etapas de un orden social determinado.

*

El desprestigio del Ejecutivo y la propaganda ideológica

Las razones antedichas, sumadas a la falta de previsión e iniciativa del Poder Legislativo, hacen que la composición política del Estado chileno aparezca

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a los ojos del observador imparcial, sujeta sólo al tiempo que dure la inercia c0¡ectiva para hacerse presente en el veredicto de las urnas.

Mas, a fines de 1903, fuertes corrientes de opinión sostienen que el señor gjesco, por carecer de la confianza pública, debe renunciar.

La medida extrema aconsejada por esa tesis opositora, realizada en mo-mentos de verdadera angustia nacional, bien puede colocar al país en un despeñadero, y ni aún los más optimistas entre los observadores del aconteci-m i e n t o político desde lejos, se atreven a negar las probabilidades de un desastre.

A este propósito, recogiendo los anuncios referidos, "El Mercurio" de S a n t i a g o , en su editorial del 15 de octubre, condena con brío a los sostene-dores del principio de vulneración a la estabilidad presidencial. "Seme-jante idea —dice en uno de sus acápites— no puede ser sino el resultado de la inquieta y peligrosa manía de cambiarlo todo, de renovar el personal gubernativo cacla vez que se pueda. Ya las crisis mensuales del Ministerio no bastan para satisfacer esa inquietud: se piden también crisis de la Presiden-cia. ¿Hasta dónde se quiere llevar el sistema?".

El afán de figuración, el deseo irrefrenable de incorporarse a las Cámaras y desde allí saltar, aunque sea por breves días, al sillón de un Ministerio de Estado, convierte a hombres hasta ayer tranquilos y honestos, en verdaderos "emboscados", listos a colaborar por despecho o interés propio en contra de la paz interna de la Nación.

De un lado una oligarquía en decadencia, del otro una egoísta plutocra-cia, peléanse los honores del Poder. Parodiando a Ganivet, habría sido oportuno decir de los chilenos de ese período, que sólo conocen dos orgullos: el de los apellidos y el político. El día que principiaran a tener el orgullo intelectual, algo extraño, pues, tendría que ocurrir en la República.

Y es así; junto a la rebelión en marcha, proporcionada por los fermentos socialistas o en medio de la indiferencia o negro pesimismo que se apodera de gran parte de la ciudadanía, créase al mismo tiempo, equilibrando las tendencias negativas, una sentimentalidad artística, lozana y altiva, en que el ensueño, como siempre acontece, se anticipa a la acción renovadora. Para los que juzgan la historia con simple criterio político-económico-militar, les resulta incongruente o superficial la tarea de los artistas en ese laboratorio, viejo como el mundo, donde se forjan los acontecimientos humanos. Y, sin embargo, es valiéndose de la obra estética, con preferencia a cualesquiera otras, que los hombres gustan familiarizarse con las promesas del porvenir. Por lo general, los hombres de bien juzgan las cosas a través de un ensueño de perfección y conforme a los dictados de este ensueño. Nadie se sacrificaría por el Futuro, por el Derecho, por las Ciencias, por la Libertad, por el Dog-ma, si no tuviera una fe ideal artísticamente concebida, de esas abstracciones por las cuales la Humanidad ha venido derramando torrentes de sangre. Se muere o se combate por el Dogma, por la Libertad, por la Ciencia, por el De-recho, por el Futuro, porque nos imaginamos que su realización —prestigia-da de antemano por la vida heroica de un panteón de soñadores i lustres-traerá sobre la Tierra dignidad moral, bienestar para todos, salud y defensa físicas, igualdad ante la Ley, e idénticas perspectivas democráticas para hu-mildes y acaudalados. Una comprobación inversa, es decir, la prueba cierta de que tales abstracciones son de absoluta y definitiva irrealidad en cuanto a los fines que prometen, traería consigo el pesimismo y con ello la deca-dencia de una sociedad democráticamente constituida.

La inquietud social a la cual nos referimos más arriba, encuentra a los jóvenes escritores y artistas de esa generación, con ánimo hostil para

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juzgar los errores del Poder constituido y en actitud profética, para señalar los beneficios del futuro.

Ahora bien, el descontento de los intelectuales se eslabona, por sus natu-rales afinidades, con la prédica y propaganda de los estudiantes de la Uni-versidad de Chile; y ésta, con la de los obreros manuales de Santiago, vincu-lados, desde principios del siglo, con filiales de trabajadores, extendidas de Norte a Sur de la 'República.

Mientras tanto, sigue el desorden partidista. Varias veces en el curso de este año el Presidente Riesco, en pugna con un grupo influyente de líderes vese obstaculizado en su deseo de estabilizar el Gabinete. En cierta ocasión' el Parlamento le cierra el paso; y el Jefe del Estado, más por debilidad pará sus amigos que por altivez de Mandatario, no quiere transigir aceptando al-gunos nombres que tratan de imponerle con razones adecuadas. En este ver-dadero pugilato entre el Ejecutivo y el Legislativo, el país ve transcurrir algunos días. Una ola de comentarios desfavorables acrece desautorizando la fama ya proverbial de la cazurrería política chilena. Hombres de todos los partidos, asaeteados por el amor propio o la ambición, caen envueltos en sombras en esta loca carrera a cuyo término aguarda una cartera ministerial o un sillón parlamentario.

La banca del Diputado y la curul del Senador, son motivos, durante años, de dramáticos cuadros de insania.

Un hombre de inteligencia aguda y fértil imaginación —Carlos Toribio Robinet—, da fin a su vida, de propia mano, en el mes de octubre de 1903. Veleidades de la política que lo habían precipitado en su torbellino, lo indu-cen a esa amarga decisión.

1 Hasta los buenos se inficcionan en ese ambiente de bancarrota moral en que se mezclan, opuestos, los valores!

Junto al ataúd de Robinet, al borde del sepulcro, un poeta joven dice la emoción de aquella hora:

"Era leal, generoso, de talento lleno, de virtudes adornado, con un alma alegre de niño para hacer el bien, y decidido como el deber en el minuto irreparable y trágico"4; juicio a que en ese instante solemne, la muerte mis-ma parecía darle carácter de perfección.

Mientras tanto, el desprestigio del Gobierno cunde en el ánimo de las multitudes. Los periódicos que expresan el sentir proletario muéstranse incrédulos y burlones cuando alguien invoca la "inviolabilidad" de. los principios democráticos. Sorna corrosiva apodérase, también, de los espíri-tus que tras la risa cultivan el afán iconoclasta . . .

Un grupo de obreros en conexión con jóvenes de la clase media, estudio-sos, honestos, que pronto crecen en influencia y número, hacen cátedra en algunos barrios de la capital, donde se reúnen en cenáculos improvisados. En estas curiosas asambleas se comentan las "novedades" que llegan a las librerías del país. De este modo, las inquietudes del Viejo Mundo extienden la onda de sus vibraciones ideológicas hasta muy humildes callejuelas de Santiago del Nuevo Extremo. Por esas callejuelas, en busca de actitudes rebeldes que después deben ser interpretadas en expresiones de arte, pasan casi todos los escritores de la generación del novecientos; entusiasta y agria juventud que luego amplía hasta provincias su radio de acción.

Los razonamientos de esos intelectuales puestos en boga en los inicios de este período de la revolución ideológica chilena, son por desgracia, en la ma-yoría de los casos, simple demagogia, cuando no utópicas deducciones de lecturas ídem, abrevados en el abundoso campo bibliográfico de los escrito-

*Antonio Bórquez Solar.

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res revolucionarios de Europa. Esa información fue, no sólo en la mentali-dad de los numerosos autodidactos del periodismo proletario, sino, también, en la de profesionales y jóvenes de mayor cultura, como un sismo doctrinario e c h a n d o por tierra todas las antiguas creencias que los pensadores políti-cos del siglo XiI'X les había impuesto ya en lecciones privadas, ya desde la c á t e d r a universitaria donde obtuvieron enseñanza liberal.

Con todo, debemos precisar una característica de este verdadero libre e x a m e n . Cualquiera que fuese la tendencia ideológica o la interpretación de una doctrina de esos jóvenes, todos llegan a un mismo acuerdo: el orden existente es malo y hay que renovarlo.

Y aquí está el nexo entre la pedantería y falsedad de la literatura libresca con que se baten ciertos caudillos extremistas, y los obreros y su actitud r e b e l d e frente a los poderes públicos: puede no ponerlos de acuerdo la lógica de las ideas, pero los pone en tren de entenderse, la lógica de la realidad, obligándolos, por instintividad gregaria. ¿Acaso el espectáculo que presencia Chile no justifica la posición del individuo contra el Estado, aun a riesgo de destruir cuanto de bueno y provechoso se hubiera conseguido, con la actitud inversa, en el pretérito?

A diario vense casos para encolerizar a la opinión ciudadana hasta en sus grupos más optimistas. Uno de ellos, de especial trascendencia, lo anotamos al comenzar este capítulo: el que señala la crisis política que el Parlamento parece poner de colofón a sus estériles debates durante los últimos días de 1903, colofón que ahuyenta las expectativas de paz que los hombres buenos del mundo colocan, desde antiguo, en el umbral de todo Nuevo Año.

La protesta es unánime. Hasta los diarios gobiernistas invocan la Revo-lución de hecho. "¿No sería posible —se pregunta uno de ellos— comenzar el gran movimiento de opinión que el país necesita para dar estabilidad al Go-bierno, arrancando de raíz las causas de las perturbaciones?".

Y continúa: "(Las causas profundas y esenciales sólo pueden desaparecer con una acción discreta del Presidente de la República que, rodeado de bue-nos auxiliaresquisiere establecer el equilibrio constitucional, devolviendo al Poder Ejecutivo la parte que le corresponde en el mecanismo político del país y del cual se le ha despojado en beneficio de la dictadura irresponsable del Congreso".

#

Bajo el sol de la pampa

En el año 1904, trabajan en las faenas salitreras del Norte de Chile, 24.445 obreros, de los cuales 17.398 son chilenos y el resto de otras nacionalidades, repartidos en esta forma: bolivianos, 3.317; peruanos, 2.795; españoles, yugo-eslavos, ingleses, alemanes, etc., 935.

Hasta ahora la industria salitrera, en continuo florecimiento, había más que triplicado la renta fiscal en 24 años, como se verá en el siguiente cua-dro que muestra, agrupada por quinquenios y con la especificación en quin-tales españoles, más la renta percibida por el Fisco en pesos oro de dieciocho peniques, la exportación del nitrato de sodio (salitre)".

"Las palabras que aparecen subrayadas, no figuran así en el texto; el autor de este ensayo lo hizo por su cuenta, para hacer destacar que la idea de un golpe de Estado

en favor de un Ejecutivo fuerte, ya estaba "connaturalizándose" en la conciencia del país, desde principios del siglo.

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Años Quintales esp. Renta

De 1880 a 1884

De 1885 a 1889

De 1890 a 1894

De 1900 a 1904

48.217,000

71.756,000

103.133,000

152.754,000

$ 74.971,00

111.573,00

160.362,00

237.525,00

A pesar de este florecimiento continuo de la industria, la situación de los obreros de la Pampa es lamentable y sin amparo. 'Los industriales del nitrato poco o nada hacen por mejorar esas condiciones, y si es verdad que hay casos aislados en los cuales el espíritu de adelanto y comprensión de los deberes pa-tronales son ejemplares, la regla es otra: la regla es que el abuso y la injus-ticia metódicos, se entronicen en esos yermos en donde se elabora la mayor riqueza nacional.

Dando oídos a la queja unánime de los trabajadores, el Presidente de la República, don Germán Riesco, dispone que una Comisión Consultiva del Gobierno se dirija al Norte, a fin de informarlo sobre la verdad de cuanto allá ocurre. No puede desentenderse el Jefe del Ejecutivo de que el salitre produce el rubro más suculento en la renta del Erario, y como, descuidando los varios intereses ligados a esa industria, no sería difícil se desvigorizara en la Zona Norte, con grave daño para los intereses generales, la acción guber-nativa.

Con fecha 12 de marzo de 1904, el señor Riesco firma un Decreto Supremo en el que nombra una "Comisión Consultiva del Norte"; presidida por el Ministro del Interior0.

Esta Comisión parte de Valparaíso en la misma fecha de su designación suprema, a bordo del acorazado "'O'Higgins", y permanece en las provincias de Antofagasta e lquique alrededor de 24 días. El 11 de abril, luego de llegar a Santiago, presenta un informe al Presidente de la República dando cuenta de su cometido. Este oficio es rápido y, fuera de ciertas notas de color y algunas consideraciones económico-sentimentales, no tiene mayor importan-cia. La Comisión se escuda diciendo que éste es un documento preliminar y que el estudio a fondo vendrá luego. No conocemos tal estudio "a fondo", por haberse, quizá, traspapelado en los archivos del Gobierno, pues no apa-rece en Santiago en la prensa de la época3.

Un periodista, sin embargo, don Pedro Belisario Gálvez, que en represen-tación del diario "El Chileno", integra la comitiva que viaja en el "O'Hig-gins, publica a este respecto una serie de artículos del más vivo interés, dando a conocer la vida de los obreros en la Pampa y la condición en que ésta se desarrolla. El señor Gálvez, con espíritu observador y gran acopio de antecedentes, nos muestra una serie de cuadro que forman, un bosquejo real de esa existencia, incuestionablemente dura, del páramo salitrero. Aún más, el periodista de "El Chileno" no sólo nos da su juicio movido y lleno de su-gerencias, sino, asimismo, enfrenta su criterio desapasionado y no influen-ciable, con el de la propia Comisión de Gobierno, cuando ésta presenta su primer informe sobre los problemas de esa región.

Al llegar al Norte, la Comisión Consultiva se divide en tres Subcomisio-nes, a objeto de realizar la labor que se les ha encomendado. Apenas pone pie a tierra, una delegación de obreros se acerca a saludar y darle la bien-venida al señor Ministro del Interior. Se aprovecha, también, de la cir-cunstancia para expresar los anhelos de los miles de trabajadores del Desierto: Cierre de los cachuchos, supresión de las fichas y libertad de co-mercio, a fin de evitar el monopolio de las pulperías.

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El s e n t i r de los caballeros integrantes de la comitiva no es, sin embargo, bastante ecuánime. Por ejemplo, no quieren recibir ni oir palabra de los o b r e r o s que no sean actualmente asalariados en alguna de las oficinas sali-t reras; y como en momento opor tuno fueron despedidos todos aquellos de piayor carácter y personalidad, fuesen o no cabezas de los grupos de la Atan-comunal, ocurre el caso, nada extraño, de que la mayoría de cuantos gozan e n la actualidad de trabajo remunerado, no quiere hablar y aun evita que se je interrogue. Los que dan los informes son, por lo general, "mayordo-mos" y "capataces", los cuales, como es sabido desde antiguo, son los más i n t r a n s i g e n t e s fiscalizadores de sus hermanos de clase. " N o hay peor cuña „ u e la del mismo palo", dice la filosofía popular y los antiguos con no m e n o s sabiduría afirmaban:

"•No hay un Jefe más duro y más cruel que el pililo6 que pasa a coronel".

Sin embargo, uno de ellos —mayordomo de la Oficina Alianza— se atreve a decir, sin darse cuenta, una verdad enorme, que de tanto serlo, parece chiste: "Las huelgas y revueltas de la Mancomunal han llegado a poner el sa lar io a un precio tan alto, que los patrones no cuentan con más medios que la Pulpería y otros negocios similares, para defenderse de los crecidos jornales que tienen que pagar"7 .

A este propósito, el periodista Gálvez, cuenta una anécdota que luego se hace popular en todo Chile. Una Oficina presenta a sus accionistas de Lon-dres un balance desastroso en materia de elaboración de caliche. Pero al mismo tiempo el estado del negocio de la Pulpería arroja suculenta ga-nancia con respecto al capital invertido. Impuesto el Directorio londinense de estos números, envía al Administrador de la susodicha Oficina salitrera un telegrama del siguiente lacónico tenor:

"Liquede trabajos pampa y continúe negocio pulpería." En efecto, el salario de los trabajadores del caliche, queda irremediable-

mente en la pulpería de la Oficina; por dos razones: primera, el crédito de que gozan (el chileno es incapaz de resistir a la tentación de usar y abusar del crédito); y, segunda, porque como la mayoría de los trabajadores de la Pampa recibe su salario en fichas, que sólo se cotizan a la par en la pulpería de la Oficina respectiva, nadie quiere tener un montón de caucho en sus bolsillos o, en su defecto, una letra pagadera en los puertos del salitre, a sesenta o noventa días vista y sujeta a la tasa del descuento bancario en caso de quererla reducir inmediatamente a dinero.

Otro abuso incalificable es el de los vales. "En el fondo —escribe Gálvez, informando a sus lectores de Santiago— la ficha es una amarra entre la pul-pería y el trabajador. Esa amarra está hoy floja pero no rota. Es el vale el que representa más exacta y perentoriamente esa sujeción, esa amarra. Te-nemos uno a la vista. Hasta su aspecto es antipático. Las fichas son de gu-tapercha, o de bronce, o de acero niquelado, y por más que se las use, con-servan su aspecto nítido y limpio. El vale es un papel común, con viñetas y cláusulas impresas, y a poco de sobajeado, queda mugriento, roto, repug-nante. Veamos lo que dice el que ahora nos sirve de muestra:

"Chilenismo por desarrapado, andrajo-so. Román le da como etimología la voz araucana pelehn: "hacer ver", "mostrar", "enseñar", y el s. ilon, la carne, convertida la primera e de pelehn en i, por asimila-ción (V. Dicc. de Chilenismos) . Explica-

ción ésta, muy defectuosa y vaga. Podría objetarla con numerosos reparos; pero és-te no es el lugar para hacerlo.

7"E1 Chileno", de Santiago, 3 de abril de 1904.

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"ESTA ORDEN ES INTRANSFERIBLE Y SÓLO PODRÁ USARLA LA PERSONA A CUYO NOMBRE HA SIDO EXTF\ DIDA. N9 001182. Oficina La Palma, febrero 29 de 1904. Señor Pulpero: Sírvase entregar únic mente a don José Letelier, trabajador de esta Oficina, mercaderías por valor de UN PESO Q |

A " cargará en cuenta"8. ' ' c

Siguen las firmas del Administrador y el número 1 en gruesos caracteres. Mediante este vale, el trabajador quedaba imposibilitado de utilizar ese

peso en ninguna otra cosa que no fuera en comprar en la Pulpería de la Ofi. ciña emisora, la suma entera, aunque no necesitara invertirla íntegramente

La explotación de las fichas no es, por cierto, menor, pero tiene más defen-sas para el obrero, pues hay también fichas divisionarias, de modo que si un trabajador posee una del signo de cinco pesos y necesita comprar sólo sesenta centavos, puede cambiarla, como se cambia la moneda del Estado, por todos los signos divisionarios en circulación.

•Pero no es pequeño tampoco el aspecto de inseguridad de las fichas —mo-neda ilegal, sin resguardo, control ni garantía alguna de la autoridad públi-ca— y así ocurren casos como el que compueban, personalmente, los miem-bros de la Comisión Consultativa del Norte en que muchos trabajadores a causa de una falsificación de los discos de gutapercha, realizada por un indi-viduo extraño a la Oficina, tuvieron que "cargar con el muerto", como expre-san en su gráfico modismo regional; pues gran cantidad de esas fichas, que habían sido entregadas por la Oficina, ésta no las quiso cambiar después, al comprobar la falsificación9.

Otro aspecto de la injusticia patronal en estos páramos es el que se refiere a las habitaciones de los obreros. Muchas oficinas mantienen un régimen si no maravilloso u óptimo, bastante aceptable dada las duras condiciones en que debe desarrollarse la vida de las provincias del Norte; pero son también numerosos los ejemplos de absoluto abandono de parte de los dueños de las salitreras para contemplar y dar justa cabida a las aspiraciones de los obreros en relación a las casas que ellos y su familias deben habitar.

La acumulación de estas casas para obreros recibe, en la pampa, el nombre de "Campamento". Gálvez, junto a la Comisión Consultiva, visita muchos de ellos, reconociendo las ventajas y comodidades que ofrecen los buenos, y ano-tando los defectos de los malos.

"Un campamento que nos dio pena —escribe— fue el de la Oficina La Palma. Era una verda-dera barraca, sin más salida al camino que una puerta grande, a fin de que el sereno pudiera hacer mejor la vigilancia de los que entraban y salían, y evitar que se introdujeran mercade-rías de afuera, según dijeron los obreros.

"Dentro de ese radio cerrado había trescientas ochenta familias, respirando un aire viciado, sin espacio para moverse libremente, y obligadas a arrojar las aguas sucias al pasillo común. Las habitaciones eran bajas, estrechas, sucias, tan menguadas que nos hicieron el efecto de celdas de presidio. Confesamos que se nos oprimió el corazón, al ver en una de estas piezas una madre con cuatro niños y próxima a tener otro más. Parece mentira, pero la verdad es que allí existe la lucha por el aire y por el espacio. ¡Allí, en la pampa, en donde sobran el aire y el espacio!

"Por la angosta avenida plululaban los chiquillos jugando, sucios y harapientos. Pregunta-mos por qué no los mandaban a la escuela. No había escuela, ni fiscal ni particular. Y allí perdían su tiempo, malgastando tristemente la edad del estudio y el despertar de la inteli-gencia, no menos de cien rapazuelos"10.

Agréguese a todo esto, la inercia gubernativa y el olvido que hacen en el Congreso de sus obligaciones para con el pueblo los representantes de esa re-gión Norte del país, y tendemos un cuadro cargado de tintes sombríos, en el cual se mueve, amenazadoramente, una masa de hombres listos, por el odio que las injusticias provocan y por la prédica revolucionaria de los agitadores

S"E1 Chileno", Santiago, 5 abril 1904. W"E1 Chileno", Santiago, 7 de abril de e"El Chileno", Santiago, 5 abril 1904. 1904.

Art. de P. B. G.

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profesionales, para subvertir eí orden establecido sin otra significación pará ellos que el de un "gran desorden" acantilado por las fuerzas públicas. En estos artículos de Gálvez que hemos venido glosando, se ve la amargura del e s c r i t o r herido en sus fibras de patriota y ciudadano. Gálvez, a quien tuvimos ja suerte de conocer personalmente, era un varón honrado, lleno de nobles virtudes de escritor y caballero, incapaz de dejarse sobornar por atenciones o finezas interesadas de los directores de intereses económicos tan poderosos como eran aquellos del salitre. Cuando escribe, pues, dice lo que ve, y siente, no encubre ni ampara nada que pueda ir en desmedro de lo que él juzga una ¿olorosa verdad. Pudo dejarse halagar en beneficio de los industriales y en desmedro de los modestos trabajadores, y no lo hizo. Y en ésta su actitud ni s i q u i e r a puede censurársele como hombre de ideas revolucionarias y afin con las demagogias a la moda, pues el redactor de "El Chileno" de aquella época, es en aquel entonces y lo sería hasta la hora de su muerte, miembro fidelísi-mo de las doctrinas y de la organización política del Partido Conservador, considerado en la avanzada ideológica de Chile como "reaccionario" . . .

"De intento —escribía el señor Gálvez el 27 de abril de 1904—, de intento hemos dejado para el final el capítulo de los servicios públicos, o sea, la acción del Estado en aquellas importan-tes regiones. ¡Es de lo último!

"En este particular, no sabríamos decir si tienen más derecho a quejarse los trabajadores o los salitreros. La indolencia del Estado los tiene, a unos y a otros, en igual abandono, y las lamentaciones son iguales por ambos lados."

Y en otro párrafo, refiriéndose a la inmundicia de esos yermos: "Nadie hay que vigile nada sobre las condiciones higiénicas. La salud, que

es la vida, está a la de Dios es grande". ¿Y el Derecho? ¿La capacidad legal de los individuos humanos por el he-

cho de serlo, para reclamar atropellos o faltas de garantía ele la autoridad estadual? En la pampa los jueces no son otra cosa que empleados de los salitreros.

"La justicia de menor cuantía —continúa Gálvez— es otra deficiencia del Estado . . . Como en la región salitrera no se vive comiendo salitre, por mucho ázoe que contenga, los Subdelega-dos de las mismas Oficinas o residentes en ellas, les deben servicios inapreciables, como el agua, la casa, etc. El agradecimiento o la dependencia hacen cojear a la justicia del lado de los patrones."

La propiedad individual de los obreros es un mito. En la oficina no hay nada que sea "privado"; ni siquiera la correspondencia. "El correo no existe por allá sino como un rasgo de benevolencia de las Oficinas. Son éstas las que reciben las cartas y las entregan a sus trabajadores"; y si no convienen, a jui-cio de la jefatura, para los intereses de la Oficina, no se las entregan.

Damos a las palabras del periodista a que nos hemos venido refiriendo un valor de testimonio extraordinariamente sincero. Insistimos en esto, porque cuanto dice en los artículos de "El Chileno" a los cuales hemos hecho men-ción, lo pudimos comprobar también nosotros a través de largos años de estada en el Desierto.

*

Los acontecimientos rusos del 22 de enero y los

Trabajadores chilenos

La influencia moral que los acontecimientos rusos tienen, desde hace años, en la conciencia proletaria, nos obliga a referirnos a sucesos ocurridos en ese país a comienzos del año 1905 y cuyo eco en las clases trabajadoras de

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Chile, al igual que en las del mundo Occidental, no puede pasar inadvertido a quienes se preocupen del desarrollo y marcha de las ideas sociales en la

edad contemporánea. El 1? de enero de 1905, encuentran a Japón y Rusia entrabados en una

guerra formidable, cuyo objetivo económico es, a ojos vistas, el predominio sobre el Norte de China de la nación que resulte vencedora. Ese mismo día después de una resistencia heroica, el General Stoessel, del ejército ruso, en-cargado de la defensa de Port Arthur, plaza blindada del imperio zarista, au-toriza a una Comisión de jefes para dirigirse a parlamentar con el General Nogi, y solicitar de este jefe japonés, la gracia de una capitulación honora-ble. Los soldados del Zar, sin escarnio ni vergüenza desean rendir las armas que un largo asedio ha hecho ineficaces en mano de los cinco mil hombres aún en pie en resguardo de la plaza.

Ante el pedido de su enemigo, no desmiente el General Nogi, la nobleza de sus sentimientos, y Stoessel y los suyos, reciben los honores debidos a su alto rango y a la solemne grandeza de aquel su infortunio patriótico.

Pero si el Japón, primero; y, Europa, en seguida, se descubren ante los de-fensores de Port Arthur, el Gobierno de San Petersburgo pliega el ceño con ira manifiesta. Para la corte de Nicolás II, Stoessel es un traidor. ¿Cómo? ¿Rendirse a los japoneses cuando aún quedan vivos cinco mil rusos? El Autó-crata eslavo, y sus grandes duques de mentalidad legendaria, tiemblan de in-dignación. No se comprende la actitud de Stoessel, que evita el sacrificio inútil de aquel puñado de vidas. Stoessel demuestra ser un hombre de cora-zón. Pero Rusia, a la manera de lo que ocurre en los campos de gesta, quiere un héroe destrozado o mor ibundo . . .

La caída de Port Arthur es el principio del fin de la guerra ruso-japonesa y un paso más hacia la ruina del zarismo.

El 22 de enero de 1905 se declaran en huelga los obreros de San Petersbur-go, reunidos en un punto cercano a la ciudad, en la fábrica de Putiloff, fa-mosa por sus elaboraciones de hierro. El cerebro de este movimiento es el pope Gapón, al parecer un alma de visionario, cuyo nombre circula, en me-dio de juicios contradictorios de injuria y simpatía, por el orbe civilisado. En Chile llega a ser tan familiar, que nuestro pueblo bautiza con el nombre de "pope" —sacerdote de la iglesia rusa— al ex cura católico don Juan José Ju-lio Elízalde, contemporáneo —en su disidencia con sus jefes eclesiásticos-ai "apostolado" del pope Gapón.

De la fabrica de Putiloff, los obreros, en número muy cercano a ochenta mil, emprenden marcha a San Petersburgo, la que atraviesan en sus vías principales, callados, sin gritos de injurias ni gestos provocadores, llevando, eso sí, multitud de estandartes con imágenes de los santos patronos vene-rados por el pueblo. Frente a esta masa, el pope Gapón es un símbolo: el de su patria medularmente sumisa, en solicitación de libertad, con los rituales de una procesión religiosa.

Una vez más el Zar, cuyo trono parece equilibrarse al borde de un precipi-cio, ahonda aún más el abismo que lo separa de su pueblo. Aquel día el Em-perador no está en el Palacio de Invierno; temprano se aleja de él, huyendo de todo contacto con las clases modestas, que sólo sienten la espada de la ley y pocas veces el influjo de la mano justiciera. El pobre y supersticioso Roma-noff va a esconder su incapacidad de gobernante en el castillo imperial de Tsarskoe-Selo. Ya no es nada más que un fantasma regio, aislado del espíritu de su siglo y puesto de espalda a la marcha de la Historia. Junto a él se siente el taconeo del Destino, que un día en el tiempo lo precipitará en la sima con irremisible fiereza.

Cuando la multitud llega cerca del palacio del "padrecito" Zar se le recibe

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a balazos. Los primeros ett caer son los miembros de la diputación de obre-ros que llevan al Zar el sentir de los huelguistas. Luego se dispara sobre la columna de manifestantes. Más tarde, contra los hombres en desbandada . . .

En las calles céntricas de la urbe hay tantos cadáveres, que los cosacos no p u e d e n galopar como quisieran.

D u r a n t e una semana la tragedia domina en la ciudad; pero el drama es ¿e tan horribles proporciones, que no tarda en rebalsar los límites locales p a r a extenderse sobre toda la haz de los países civilizados. En Francia, en A l e m a n i a , en ¡Inglaterra, en España, los obreros y trabajadores de la gran-de industria se reúnen en concentraciones gigantescas para prometerse a la m e d i d a de sus fuerzas, desde ahí en adelante, unirse para favorecer sin fatiga ni descanso, la europeización de Rusia.

¡Los intelectuales de mayor prestigio en el mundo hacen público su odio al 2ar; también la prensa liberal y democrática. Un diario londinense pone en boga la frase de un político inglés del siglo anterior, la cual afirma que "los zares rusos son sustancias eminentemente asesinables".

Algunos días después de la matanza de San iPetersburgo, iniciada el 22 de enero, los periódicos chilenos sostenidos por las clases trabajadoras toman textualmente de la jarensa mejor informada del país, la petición de los huel-guistas rusos, que debió ser puesta en manos del Zar, el cual, sin considerarla siquiera, la estimó improcedente dando lugar a la masacre.

Comentando los hechos ocurridos en la capital de Rusia, y recalcando la cruel y fría actitud de los cortesanos del Zar para aconsejarle una medida tan inúti lmente dramática, "El Traba jo" , publicación de la Mancomunal de Obreros de Iquique, dice entre otras cosas, en su número de 28 de enero de 1905:

"Formemos, sin más demora, el Ejército Mancomunal, que pondrá coto a estos desmanes sanguinarios, de los que no son nada en el progreso industrial y en la vida comercial del pais; y luchando, mano a mano, de hombre a hombre, los veremos correr desalados en busca de un refugio vergonzoso y desde allí ofrecer la paz que por su misma causa se hubiera alterado.

"No esperemos que vengan los días de angustia, que para nuestros hermanos obreros de Rusia están pasando, y asi habremos dado al pais y a nuestro propio hogar, la tranquilidad que ha menester para vivir, si no felices, por lo menos respetados de ambiciones, de coronas y espadas."

Por supuesto que ésta no es voz perdida en el desierto. Ni siquiera puede considerarse una gritería informe. Refiriéndose a ella, el periodista ya citado don Pedro Belisario Gálvez —de ideología absolutamente contra-puesta a la de los redactores de este periódico— escribe en Santiago que "El Trabajo" se distingue por el fondo razonado y doctrinal de sus artícu-los editoriales. Sin negar —añade— que de cuando en cuando inserte co-laboraciones de subido color socialista, en la redacción de fondo se advierte un espíritu de análisis elevado e inteligente. Para atacar alguna medida oficial, discute, no insulta"11 .

Si se revisan las publicaciones de la prensa obrera del país, correspon-dientes a la época de que nos ocupamos, se verá idéntica manera de pensar a la del diario iquiqueño, aunque la propaganda ideológica aparezca más temible en las grandes zonas del t rabajo chileno, especialmente en la del Norte de la República.

"Rusos —invcta, en un violento articulo, "El Proletario", de Tocopilla—, morir por la liber-tad es mil veces preferible a permanecer en la esclavitud.

"Mañana os imitará el mundo entero, que en una conflagración grandiosa hará rodar

U"EI Chileno", de Santiago, abril 17 de 1905.

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iodos tos gobiernos autoritarios y despóticos que se enseñorean sobre nuestro pueblo, busr do la explotación de mil modos, con el mismo dogal de la esclavitud, presentado en dijer tes formas". eM"

Y termina diciendo "Unámonos los trabajadores de todo el mundo, y los albores de l más completa igualdad nos iluminarán bien pronto con sus irradiaciones rojas"1'. "

Muchos diarios publican resúmenes o copias de las grandes novelas rusas contemporáneas. El mismo "Proletario", como para afirmar aún más sus convicciones, inicia en esos días, la publicación en folletín de "La Esclavitud Moderna" de Tolstoy.

Otro diario de copiosa circulación en la pampa salitrera, es "El Pueblo" No son menos terminantes sus declaraciones al comentar la huelga de San Petersburgo:

"El proletariado ruso pide justicia —manifiesta— y ella debe dársele, o si no el mismo pueblo debe conquistarla, aunque tenga que derramar ríos de sangre, como la gran nación francesa Hay libertades que cuestan caras.

"Hijos de la masa popular, de la gleba, de la eterna explotada, hacemos votos porque triunfen los proletarios de Rusia, y por que el sol del derecho y la justicia brille sobre las nieves de Finlandia, Petersburgo, Moscú, Sebastopol, Polonia y Siberia"13.

En realidad, en Chile como en muchas otras partes del mundo, se cree que la huelga estallada el 2 2 de enero en Rusia y que ha tenido tan trágicas consecuencias para los elementos trabajadores solidarios con ella, es el prin-cipio de la revolución proletaria universal, y entusiasmados con esta creen-cia, la saludan con alborozo amenazador.

"La Voz del Obrero" de Taltal, haciéndose eco de este sentir unánime, se alegra de la sangre ya vertida porque —piensan sus redactores— ella ha de ser prolífica en frutos de redención. Suyas son estas palabras:

"La revolución que acaba de estallar en Rusia ha tenido su origen sólo en la clase laboriosa que, por efectos de su condición social, es mirada en ese país como instrumento de las ambicio-nes bastardas de los ricos, como a esclavos, utilizables sólo para la carga y la guerra.

"¿Qué corre mucha sangre? ¡Qué importal ¿Acaso no están muriendo millares en los cam-pos de Mancliuria, por la metralla y las bayonetas japonesas, en una guerra que ningún bcpeficio reporta al proletariado ruso, sino únicamente al Zar y a unos cuantos acaudalados, protegidos suyos, que especulan con la guerra?

"Si han de morir por lo que nada les importa, mejor están allí en su propia patria, lu-chando y muriendo como hombres conscientes por el triunfo de la razón y del Derecho, por la conquista de santas libertades."

Luego, al término del artículo, un grito de entusiasmo: "¡Viva la Revolución Social!" 'Para los políticos chilenos de 1905, aun para los mejores, todo esto es "lite-

ratura", sin valor efectivo de ninguna clase. El "mismo señor Mac Iver ¿no afirmaba, apenas unos pocos meses antes, que en Chile no existía la cuestión social?

Sin embargo, estos son hechos, y hechos que obran subterráneamente en la emoción de la conciencia colectiva. En un país bien organizado estas cosas se habrían estudiado con interés vigilante, con pasión de investigador, ya en su simple aspecto económico, ya en su carácter integral de fenómeno socio-lógico, anunciador de nuevos tiempos. 'Pero Chile estaba sólo en vías de ad-quirir un criterio más o menos informado sobre esos complejos asuntos de la evolución de la Humanidad. Hasta entonces en la República se tiene muy débil fe en las fuerzas espirituales. No se cree, tampoco, que sea necesa-ria una dedicación especial para las clases trabajadoras, y haya neces idad

de tener amor por ellas para bien gobernar.

"Edición del 31 de enero de 1905. "Edición del 26 de enero de 1905.

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Desórdenes en el Norte del pais

El martes 6 de febrero de 1906 se proclama en Antofagasta la huelga gene-r a l ; iniciada por los obreros del Ferrocarril de Antofagasta a Bolivia, para c o n s e g u i r la cesión de una hora y media para almorzar. Solidarizaron con los f e r r o v i a r i o s los trabajadores de los muelles de ILhin y Cía., Barnett y Cía., y los operarios de la Fábrica y Fundición Orchard, junto con los de muchos o t ros talleres.

Hasta las doce del día la situación de la ciudad es perfectamente tranqui-la; P e r o a e s o u n a y m edi a> organizase una columna de huelguistas, que realizan demostraciones hostiles, en tanto otros grupos asaltan en los alrede-dores de las muelles las carretas con mercaderías.

Estos desórdenes producen, naturalmente, la paralización del tránsito, mo-tivo por el cual el intendente de la provincia ordena dispersarse a los revol-tosos, originándose con esta medida una serie de encuentros con la policía, en los que abundan los heridos y contusos.

Ahora bien, mientras en las calles ocurren estos hechos, en el interior de jos patios del ferrocarril, unos trescientos huelguistas tratan de paralizar el movimiento de trenes.

Para evitar que estos desmanes tomen cuerpo, la autoridad provincial, junto con hacer clausurar las cantinas y sitios en que se expenden bebidas alcohólicas, suspende los permisos para cargar armas y prohibe la venta de las mismas; conjuntamente se dispone que patrullas de la marinería del "Blanco Encalada", surto en la bahía, recorran las calles de la ciudad.

A las cinco de la tarde, cuando ya parece restablecida la calma, un gran número de huelguistas se reúne en la plaza Colón, la principal del pueblo, en donde oradores populares refiérense en forma ardorosa a los problemas sociales del momento y califican a los capitalistas y al Gobierno con frases rudamente condenatorias. Momentos después habla también el candidato a diputado demócrata por las agrupaciones de Taltal y Tocopilla, don Luis Emilio Recabarren.

Mientras se celebra el mitin en la plaza Colón, y en vista del tono subver-sivo empleado por algunos oradores, un grupo de socios del Club de la Unión acuerda organizar una "guardia del orden", al igual de la que prestó sus servicios en los disturbios de Santiago, ocurridos en octubre del año an-terior. Firman las listas más de cien personas, pero sólo se presentan al cuar-tel del regimiento "Esmeralda" a solicitar rifles unos 50 jóvenes y caballeros.

A las seis y minutos de la tarde pónese en marcha esta guardia improvisa-da la cual se dirige al Club de la Unión. Cuando entran a la calle Prat, la más importante del puerto, y en una de cuyas esquinas, la que da a la plaza Colón, está el club indicado, grupos de obreros se acercan amenazadoramenT te, prorrumpiendo en grandes voces e insultos. Como en el terrible ejemplo de Santiago, los "guardias del orden" no saben mantener la prudencia nece-saria e, instalados en los altos del club, a consecuencia de una pedrada que rompe los vidrios de la ventana, hacen fuego sobre la multi tud reunida en el centro de la plaza. Hacia el otro lado del cuadrilátero, enfrentando al club, está el edificio de la Intendencia, al cual resguardan en esos momentos fuer-zas de línea y parte de la marinería del "Blanco"*.

Viendo el jefe de las fuerzas, que la multitud avanza hacia ellos, y sintien-do disparos de rifles, cree se trata de un ataque y no de la fuga despavorida de los huelguistas, al sentirse repelidos por la ."guardia del orden". El jefe,

*En la actualidad los edificios del Club e Intendencia antofagastinos, ocupan ubicacio-nes muy distintas.

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engañado, imagina cumplir con su deber y ordena hacer fuego. Tremendo error que cuesta la vida a un centenar de hombres.

Durante dos a tres minutos la seca detonación de los disparos llena de pa

vor, de heridos y muertos al grupo de huelguistas encerrado entre do" fuegos dentro del cuadrilátero de la Plaza de Armas.

Esta tragedia causa, naturalmente, indignación en las clases trabajadoras del desierto.

Sin embargo, tanto los dirigentes de la huelga como buena cantidad de personas previsoras y sensibles al cambio de los tiempos, no cejan en sus afanes a favor de una equitativa concordia social que logre unir a patrones y obreros en los trabajos del yermo antofagastino.

A las 10 horas del día 7, delegados de los gremios en huelga se presentan a la Intendencia a objeto de cambiar ideas sobre el curso de los aconte-cimientos, pero el funcionario investido con la primera autoridad de la

provincia no los recibe. En cambio los delegados conversan largamente con el alcalde, en aquellos días don Ismael Soto Pérez; con el vicario apostólico don Luis Silva Lezaeta, y con el escritor santiaguino don Pedro Pablo F¡. gueroa, a quienes tres, nombran con el carácter de "amigables componedo-res". Los mencionados caballeros se apresuran a cumplir con su cometido yendo a conversar primeramente con el administrador del Ferrocarril dé Antofagasta a Bolivia.

Este alto jefe se niega con fría altivez a acceder a ninguna de las peticio-nes de los huelguistas (la más importante entre ellas es solicitar noventa minutos para la merienda). El administrador termina su negativa con estas palabras: "Creo tener derecho para exigir a las autoridades chilenas mante-ner el orden y respeto debidos a la propiedad de los extranjeros que poseen intereses radicados en el país".

Vuelven los amigables componedores con ánimo compungido donde los dirigentes obreros, y luego pasan a visitar al señor 'Intendente. Este los reci-be, y, para solucionar aquel grave problema social con un centenar de vidas a su haber, manifiesta que está pronto "a repartir por cuenta del Gobierno, al lugar donde lo soliciten, a todos los obreros que no quieran volver a sus trabajos".

Es de suponer, pues, la cólera que, tanto la actitud de la empresa del ferrocarril como la del representante del Ejecutivo provocan en el ánimo de la población trabajadora. De esta tierra de cultivo se aprovechan los agitado-res para lanzar a los más terribles abusos a una masa ya enrabiada, que luego cae en verdadero frenesí al convertirse en turba irresponsable. Es así, por ejemplo, como muere hecho pedazos el joven Ricardp Rogers, de 18 años, al cual se confunde con uno de los miembros de la "guardia del orden", ulti-mándosele bárbaramente, en medio de la calle, por un grupo de obreros. El joven Rogers era empleado del ferrocarril y hacía muy poco tiempo que es-taba en Antofagasta, pues siempre trabajó en el puerto de Tocopilla.

Súmase, también, a este crimen el incendio de la tienda "La Chupalla", que provocan los huelguistas a causa de haber sido su dueño miembro des-tacado de la "guardia del orden".

Este trágico suceso tiene eco profundo en los trabajadores del país, y tanto en el centro y Sur de Chile, como en todo el Norte, ocurren movimientos clasistas, que luego —es el caso de la provincia de Tarapacá— tomarían espe-ciales caracteres de horror.

A medida del avance en nuestro trabajo, resultará fácil comprobar una línea ascendente en la actitud política del pueblo-y una lamentable desidia en cuanto a la previsión legislativa. No se trata —como muchos dije-ron y creyeron— de simples movimientos esporádicos y sin raíces en la opi-

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uión pública, en la que ésta se refiere al estudio de los problemas sociales. Al contrario, lentamente iremos viendo una formación orgánica en la cual se arquitectura, vagamente al principio, y, a medida del transcurso del tiempo, con rasgos más firmes y definidos, el planteamiento de un nuevo orden social.

Es, el antedicho, el principal objeto de este ensayo histórico: señalar los pródomos que determinaron, en el proceso de la evolución democrática de Chile, el movimiento revolucionario, ideológico e institucional que ha de en-c a b e z a r don Arturo Alessandri Palma en 1920-1925 (y al que dará sima en el sexenio -1932-1938— de su segunda Presidencia).

*

El anticlericalismo en acción

En sus comienzos, más que un partido político, el "radicalismo" había sido una actitud filosófica. El libre pensamiento predicado por los discípulos de "La Enciclopedia" e informante, también, de los conceptos doctrinarios del liberalismo inglés de avanzada, se refleja en los procedimientos ulteriores de los radicales chilenos.

El partido radical, como tienda aparte, viene a figurar cuando Manuel Antonio Matta y Pedro León Gallo —repúblicos situados, por el juicio y por la acción, en la "extrema izquierda", como diríamos ahora, de las huestes liberales— quiebran esa rama del vetusto árbol "pipiolo" y tratan de darle vida independiente.

El año de la primera convención del partido —1888— el comité de orden interno presenta un informe en el que somete a juicio de la magna asamblea, un proyecto para "la organización seria, libre e independiente del partido". Ese año, en realidad el punto inicial del radicalismo como bandería organi-zada, la Convención acuerda, entre otras cosas, "la libertad más absoluta del derecho de sufragio, sin el cual no hay verdad en el régimen representa-tivo", "el mejoramiento de las condiciones de proletarios y obreros' , "la re-ducción del número de los empleados públicos a lo estrictamente necesario a los servicios que presten", "el fomento y el estímulo de la industria nacio-nal", la separación de la iglesia del Estado", el establecimiento de ce-menterios comunes", "la enseñanza primaria gratuita, laica y obligatoria", "la creación de establecimientos de instrucción secundaria y especiales", "la adopción de un plan de estudios concéntricos y la planteación de una ense-ñanza general más científica", "la abolición de las vinculaciones, censos y capellanías" y "la disminución de días feriados".

En el orden político, la Convención del ochenta y ocho declara su franca simpatía por el régimen parlamentario. "Es el único —dice— que dada nues-tra organización social, nuestro estado económico, intelectual y moral, nues-tros hábitos y costumbres, puede proporcionarnos gobiernos de opinión, res-petuosos del derecho y con prestigio y poder para cumplir sus fines". Y ter-mina manifestando necesaria esa declaración "que importa una defensa de nuestro régimen constitucional y de nuestras libertades y derechos, y una garantía de buen gobierno y de correcta administración."

Pero la piedra de escándalo de estas aspiraciones del radicalismo es la que lleva en sí la orden de trabajar por la separación de la Iglesia y del Estado.

Este anhelo del partido radical se hace más agudo y adquiere los caracte-res de una campaña pública extensa y bien organizada, cuando comienzan a llegar a Chile los ecos y comentarios de la formidable campaña realizada en esa época por el liberalismo francés, a objeto de establecer, también, en aquella democracia, la conveniente separación de las actividades temporales

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de las espirituales, encarnadas en los representantes del estado político y de

la Iglesia Católica, respectivamente. A fines del febrero de 1904, Emilio Combes, sucesor en la presidencia del

Consejo de Ministros de Francia de M. Waldeck Rousseau, presenta a la

Cámara un proyecto "global y definitivo" en el cual se consulta la supresión de toda enseñanza congregacionista, no importa el género, aunque la her-mandad que la diese tuviere previa autorización del Estado.

Con este proyecto llamado a producir enconados debates, el anticlerical¡s. mo francés entra en su período más crítico.

Pero antes de seguir en nuestro esquema expositivo, precisa puntualizar qué cosa es el anticlericalismo.

La actitud anticlerical, ya de una persona, ya de un grupo de personas existió en todos los tiempos como punto de vista adverso a la institución eclesiástica entrometida directa o indirectamente en la dirección del Estado. Pero el término sólo vino a emplearse, con amplia barra, durante las jorna-das espectaculares de Gambetta, que fue el primero que lo popularizó®.

Conviene no dejar inadvertido que en el vocabulario "gambettiano" el término que nos_ preocupa no tiene significado anticatólico, o más bien di-cho antirreligioso, como ocurre en la América Latina. Al contrario, el valor de novedad de este vocablo, que ingresa al léxico en la más ardorosa y en-conada de las contiendas políticas de la Edad Contemporánea, es su elastici-dad y malicia, desde todo punto de vista maquiavélicas.

Si ponemos a prueba nuestra memoria, no nos será difícil recordar que en otros tiempos la división entre creyentes e incrédulos era sucinta. Se era o nó católico; se confesaba o se negaba rotundamente un credo religioso.

Introducida la nueva palabra en el léxico partidista, este simplismo cam-bia en su base. iCon la invención de Gambetta la actitud espiritual de los hombres de Occidente se presta, desde entonces, a curiosas combinaciones. Así, por ejemplo, un hombre puede sentirse adherido al cuerpo de doctri-nas del catolicismo y ser, al mismo tiempo, anticlerical, pues su negación no trasciende al dogma, a lo que la Iglesia señala como intangible o Santo y guardan los precintos de la fe, sino simplemente refiérese a la actuación política de los clérigos a quienes niega el derecho de intervenir en la gestión de los poderes del Estado, derecho exclusivo de la civilidad; d la civilidad laica, independiente de cualquiera otra ingerencia que no sea el simple interés ciudadano.

De este modo se logra restar fuerzas al catolicismo aun a despecho de las creencias religiosas, base fundamental de sus grupos colegiados, y si hemos de ser francos, sin alterar en nada nuestra imparcialidad, debemos confesar que Gambetta no solamente inventó un vocablo, sino, además, logró hacer con él una verdadera catapulta.

Y volvamos a nuestro asunto. El proyecto de M. Combes se aprueba con modificaciones. Según ellas debe

desaparecer toda congregación dedicada a fines docentes, pero dentro de un plazo de diez años.

A pesar de los arreglos hechos a esta resolución, siempre envuelve ella un grave asunto; por eso durante el debate de la ley no faltan voces resonan-tes que lamentan la medida como una pérdida de las viejas prácticas libe-rales.

El ilustre M. Ribot, aludiendo a ella manifiesta sus escrúpulos en esas circunstancias:

"Me inquieta y entristece comprobar —dice— que en nuestro país hay una tendencia a volver siempre al pasado, a no poder salir de los viejos derroteros, a no poder renovar nues-tras ideas y adaptarlas a las modernas concepciones de la libertad. Vamos, singularmente, re-

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trasados respecto a muchos otros pueblos y no sé si hay dos Parlamentos en Europa donde se nudieran entablar discusiones como las que hemos tenido la oportunidad de presenciar. " "Me inquieta, también, y me entristece que a medida que esas antiguas ideas vuelven y se renuevan esas antiguas prácticas, tan a menudo combatidas por nuestros jefes, declinan las gandes ideas liberales que son la esencia misma de la República francesa, que nada es si no es ¡a libertad organizada. Se empieza a gustar en este país el empleo de la fuerza; incluso, y, sobre todo, cuando va acompañada de un poco de brutalidad; se gusta ahora de los golpes de mayoría. Permitidme deciros que esto es el debilitamiento, el olvido del verdadero espíritu republicano y que bajo pretexto de defender la República, se llega a abolir lo que c o n s t i t u y e nuestro bienestar y es nuestra fuerza: el espíritu de amplia tolerancia, el espíritu de e q u i d a d , el respeto de todos los derechos. En cuanto a nosotros^ liberales, no tenemos que decir lo que somos ni lo que queremos. Siempre y desde el primer momento, hemos defendi-do nuestras ideas en esta tribuna. A ella permanecemos fieles: sabemos —porque hemos es-tudiado su historia, y mirado fuera de nosotros a los países que marchan y progresan, mientras que nosotros nos retrasábamos en luchas, en querellas estériles—, sabemos adónde va el progreso, y tenemos la convicción de hallarnos en buen camino. El presente puede r e s e r v a r n o s algunas tristezas y algunas decepciones, pero el porvenir nos dará la razón."

A su vez, antes de la votación definitiva, Enrique Maret expone su punto de vista contrario a la ley dando los motivos que lo inducen a ello:

"No votaré esta ley por varias razones —declara. La primera, porque es una ley de combate, y todas las leyes de este género concluyen por volverse siempre en contra de sus autores. Después porque habéis hecho una ley un poco jesuítica; una ley contra las personas, puesto que dejáis subsistir la enseñanza, y no la prohibís sino a cierta categoría de personas. En tercer lugar, porque hacéis una ley inútil, ya que la enseñanza congregacionista continuará sin las congregaciones. En fin, porque la ley que habéis votado, atenta contra la libertad de enseñanza, en tal forma, que ya no será más que un señuelo, sobre todo para los pobres."

Pero a causa del giro de los acontecimientos, cualquiera actitud ecuánime tiene perdida su oportunidad. El anticlericalismo, con todos los desbordes de la pasión, cuando adquiere tintes revolucionarios es difícil detenerlo; diríase que obran en él vientos de tempestad como esos que en el mar hin-chan la comba de las olas hasta formar verdaderas montañas líquidas, las cuales al romperse contra el obstáculo que pretende detenerlas amenazan, cuando no destruyen, aun la más firme resistencia. En ese predicamento está el caso de Francia. Una idea al principio inconsistente y floja, toma cada vez mayor entidad en la extrema izquierda del radicalismo: la separación de la Iglesia y del Estado. El propio Combes, tiempo atrás poco separatista, ahora lo es decididamente. A mediados de 1903, él mismo aclara su situación a propósito de pequeñas dificultades con la autoridad pontificia. ¿Cuáles? Dos príncipes de la Iglesia —Monseñor Geay, obispo de Laval y Monseñor Le Nordes, obispo de Dijón— a causa de su conducta privada y tal vez por razo-nes administrativas, se tornan sospechosos para la curia. Informada Roma de la actitud dudosa de ambos obispos, el Vaticano, en virtud de potesta-des que le son propias, les pide que dimitan sus funciones administrativas.

En situación normal el caso no habría tenido mayor resonancia que las muy personalísimas para los obispos en cuestión; mas, la dificultad de la me-dida pontificia estriba en que los dos prelados son afectos al gobierno de Francia y personas muy gratas a él. Se comprende así que tanto Le Nordes como Geay transcriban la carta Vaticana al Ministerio que entiende de estos negocios en la república gala.

Y sucede lo supuesto por todos. Inmediatamente el Quai d'Orsai pro-testa ante la Santa Sede en dos notas formuladas de idéntica manera sobre lo que él estima una atropelladora medida. Alega el Ministerio del Culto que, con arreglo al Concordato, las designaciones de Obispos debe hacerlas París, salvo la institución canónica reservada al Solio Pontificio. Con la mis-ma lógica sostiene que, al igual de los nombramientos, el derecho de revocar-los pertenece al gobierno francés, y, por lo tanto, la Santa Sede se ha extrali-

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mitado en sus derechos al desposeer de funciones a los dos obispos motivos de la protesta republicana.

Junto con ese oficio, el Gobierno ordena a Monseñor Le Nordes y a Mon-señor Geay no abandonar sus cargos.

A las notas anteriores la Secretaría de Estado del Vaticano contesta en forma mesurada. Dice que una cosa es despojar a un prelado, y otra "invitar, le a dimitir por un tiempo sus funciones para ir a explicarse y a justificar su conducta ante la curia romana". Afirmándose, en seguida, en la declara-ción precedente expresa que éste es un derecho de la Santa Sede "que nunca los obispos, canónicamente instituidos por ella, pretendieron desconocer, y ante la cual son siempre responsables."

Como lo advierte con atinado juicio Emile Faguet14 la cuestión con un po-co de diplomacia y 'ánimo contemporizador era evidentemente susceptible de arreglo.

Pero es necesario dar una gran campanada. La agonía de los sistemas político-económicos de Europa y América, en sus últimas tentativas de mime-tismo demagógico, busca, ciega, el que ofrece la piel de tigre de los escánda-los doctrinarios, sin considerar la gravedad que encierra luchar disfrazados de fiera contra fieras de verdad, que para atacar sólo necesitan dar un salto, y no perder el tiempo en la tribuna de la plaza pública.

Sin embargo, los partidos extremos de Francia precisan hablar mucho des-de la tribuna y no perder ninguna oportunidad que los favorezca en las próximas elecciones.

El gobierno de la 'República les da en el gusto. Disciplina sus energías, lla-ma a su embajador en Roma y entrega los pasaportes al Nuncio. 'Mas, en el campo eclesiástico lo que no consigue la diplomacia lo obtiene la guerra. Le Norde y Geay parten furtivamente a Roma, se someten al Pontífice y presentan su dimisión, en lo administrativo, de su calidad de obispos france-ses. Es el minuto de Combes. ¿Acaso no aparece el Vaticano, a los ojos del pueblo, atropellando con mofa los principios del Concordato? No; ya no se trata simplemente de una ruptura de relaciones diplomáticas; es necesario destruir la unión entre el catolicismo y los poderes constituidos de la Repú-blica. Con este pensamiento, el 4 de septiembre, hallándose en AXERRE,

Combes declara en público "que el partido republicano ilustrado plenamen-te, por la experiencia de los últimos años, aceptaría sin repugnancia el pen-samiento del divorcio entre la Iglesia y el Estado."

Por supuesto no es el deseo anterior de esos que pueden repugnar a la conciencia liberal, ni subrayarse como sintomático de irreligiosidad. Estados Unidos de N. A. es uno de los pueblos más religiosos del mundo y para sus habitantes no es ningún problema la separación de los dos poderes: el espi-ritual y el político. Aún más; en una encuesta abierta hace algunos años por una importantísima revista de la Unión16 sobre materias de política y fe de-ducidas de la Encíclica Pascendi, los dos más caracterizados personajes —un pastor protestante y un cura católico, ambos de la más alta jerarquía inte-lectual— que aparecen allí expresando sus opiniones, se manifiestan en el primer punto, es decir en materias de fe, con criterio diametralmente opues-to; pero en el segundo punto, es decir en el político, llegan a la misma con-clusión: esto es, que el Estado y la Iglesia, libres de todo vinculo artificial, deben desarrollarse independientes el uno del otro.

Mas, en el caso de Francia, la separación toma un cariz especial. Ribot —cuya altura de miras aparece insospechable— lo dice en forma clara y pre-cisa: "La separación podrá hacerse el día que el estado de los espíritus lo

uL'anticléricalisme, Paris, 1906. wCurrent History.

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p e r m i t a ; se hará como medida de pacificación. ¡Pero si se realiza en plena g u e r r a con la ¡Iglesia, tomará otro carácter, y hará que aun los más atrevidos je esta tCámara retrocedan" . . .

Porque, en realidad, rotas las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, aprobada la ley contra la enseñanza congregacionista, el nuevo intento, más que una medida de noble sentido ciudadano, parece un movimiento de bajos partidarismos, lleno de odio, de intransigencia, de represalias, de venganzas; precisamente de todo aquello que hizo indeseable la preeminencia eclesiás-tica de otras épocas de la historia.

Ahora bien, en lo restante de esa campaña de opinión ¿triunfa el buen s e n t i d o liberal o se impone el fanatismo de los extremistas? El 9 de febrero de 1905, el gobierno francés entrega a la Cámara joven, un proyecto de ley de separación de las Iglesias del Estado, el que envía inmediatamente a la c o m i s i ó n que de antemano nombra esa rama legislativa para estudiar otras proposiciones referentes al mismo asunto y a las denuncias de no cumpli-miento del Concordato. La discusión del proyecto mismo se inicia el 21 de marzo y termina el 3 de julio después de 48 acaloradas sesiones seguidas con el más vivo interés colectivo dentro y fuera del país.

En la última sesión M. Raibert a fin de alargar el trámite propone no dársele el carácter de urgencia con que está informado el proyecto de ley. ]Vf. Briand, ponente del proyecto, tacha esta moción dando lugar a un e n c o n a d o debate en el cual, lo mismo que en muchas ocasiones de su vida pública, une a la elocuencia cálida del tribuno, la sagacidad del político profesional.

"Nuestros colegas de la derecha —expresa Briand en esa oportunidad—, nos han dicho en repetidas ocasiones: Nosotros no tenemos confianza en Uds.; son Uds. una asamblea de jacobinos, sectaria apasionada (interrupcio-nes de la derecha "¡Sí!, ¡sil"): jamás podríamos esperar justicia de vosotros; os hace falta el espíritu liberal, único que podría ser admitido para abordar problemas de tanta delicadeza."

"Y nosotros —continúa Briand— os hemos respondido: —Nbs conocéis mal; os lo probaremos con nuestra sangre fría, con la razón y el espíritu de justicia que pondremos al servicio de esta reforma. Y bien, yo os pregunto: ¿Qué podéis reprocharnos ahora?" (Aplausos frenéticos en la extrema izquierda y en la izquierda. Interrupciones y exclamaciones en la derecha)'.

La pasión política domina, desde hace tiempo, en el ambiente de la Cáma-ra y no es extraño ver cómo, inducidos por la defensa de sus respectivos idea-les, los honorables diputados sin dominio alguno de sus nervios ni de su vocabulario rompen, seguidamente, todas las formas del decoro.

En cierto período de la discusión uno de los diputados increpa a M. Briand acusándolo de falsía. "No se puede defender a la Iglesia como Ud. dice —le grita—, si Ud. le substrae los medios económicos de subsistir".

En el acto, con una agudeza y una oportunidad propia de los grandes dia-lécticos de la tribuna, el ponente de la Cámara de Diputados le contesta: "Si la vida de la Iglesia depende de la subsistencia que le otorga el Concordato, si ella está indisolublemente ligada al concurso del Estado, es que su vida es ficticia, artificial, lo que quiere decir entonces que la Iglesia Católica está muerta de antemano"5.

En el Senado, a pesar de que dos bandos en lucha mantiénense dura-mente enconados, el debate, sin embargo, es más modoso y de bajo diapasón. Cámara de hombres maduros, los padres concriptos para no restar el presti-gio de autoridad serena que ellos, por principio, tratan de mantener, se de-dican más bien al debate legal y erudito.

Eso no quiere decir que de vez en vez no abandonen toda solemnidad y se

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lancen al terreno de la más franca ironía. Así, por ejemplo, cuando el p0 . nente del proyecto de separación en esa Cámara, M. Máxime Lecomte —que en su juventud había recibido educación en un colegio congregacionista v donde, en cierta oportunidad, compuso unos versos en honor de la Virgen

María— hace declaraciones afirmando que muchos católicos y órganos de prensa de esa colectividad, aplauden la ley de separación, miembros de la

derecha del Senado le piden que nombre alguno. M. Lecomte responde que

en ese instante sólo se le viene a la memoria un nombre: la Revue Catholi. que des Eglises.

"—¿Qué cosa? —lo interrumpe M. de la Marzelle. El ponente le contesta en el acto: —"¿No conocéis acaso la Revue Catholique des Eglises?_ —¿Es una revista católica? —pregunta el almirante iCouverbille. Entonces M. Dominique de la Haye, dirigiéndose a M. Lecomte le recon-

viene con fingida seriedad: • —Ud. que le ha hecho una oda a la Virgen debe saber, señor que nosotros

decimos l'église y no les églises. Naturalmente esta interrupción es recibida entre risas y aplausos de la

derecha. En resumen, la discusión general en el Senado ocupa siete sesiones, desde

el 9 al 18 de noviembre de 1905. El día 9 del mes siguiente el proyecto de ley de separación se promulga

como ley de la República. 'Los sueños de Combes y de la gran masa anticleri-cal de separar las Iglesias del Estado, concrétanse así en una evidente reali-dad. Pero el triunfo efectivo pertenece a M. Aristide Briand. A tal punto es claro esto para el mundo espectador del memorable debate, que aquel torneo se reconoce en la historia política de Francia con el nombre de ley Briand.

*

La resonancia de estos hechos ocurridos en la vieja Europa producen en nuestro país efectos diversos. De un lado el radicalismo se aprovecha de ellos para hacer sonar una vez más la campaña de lo que se da en llamar "el peligro clerical"; y del otro, afirmándose en esas mismas noticias llegadas de Francia, se pone el grito en el cielo para acusar a la enseñanza del Estado (en la que los radicales tienen casi omnímoda influencia) de precipitar al país en la desmoralización y la intolerancia funcional, sembrando cizaña y elementos de odio cuyos frutos no podrán ser otros que la división cada vez más profunda de la familia chilena.

Los ánimos se enconan en tal forma, que un hecho de mínima importan-cia, el cual en otra época cualquiera apenas se habría tomado en cuenta, ahora, en medio de la exaltación de los espíritus, provoca verdadero es-cándalo nacional: nos referimos a la excomunión mayor impuesta por el Obispo de La Serena, don Florencio Fontecilla, contra el canónigo de esa diócesis, Monseñor Juan José Julio Elizalde. Oportunamente ¡Monseñor Eli-zalde —o el Pope Julio, como se le denomina desde entonces16— había sido amonestado con severidad y requerido a la obediencia por sus superiores ecle-siásticos en algunos asuntos de su ministerio, que este presbítero interpretaba a su real saber y entender".

Espíritu combativo y vehemente, Elizalde en vez de recibir con la discipli-na del caso la amonestación de su Pastor, se lanza a la arena de la polémica

"El sobrenombre de "Pope Julio", se lo aplican al señor Elizalde, asimilándolo al del "Pope Gapón", célebre agitador ruso,

al cual ya nos hemos referido en páginas anteriores.

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V la propaganda anticlerical, provocando con ello el más vivo entusiasmo e n t r e el liberalismo de avanzada y la masa popular, siempre, esta última, in-c l i n a d a a aplaudir tal clase de situaciones.

Después de una serie de conferencias dadas en teatros y plazas públicas de S a n t i a g o y provincias, el señor Elizalde inicia una gira, sin éxito, por otros países del Continente.

En Chile mismo nunca hombre alguno, de su categoría recibió, hasta el momento que enfocamos este escándalo, mayores vilipendios. Tampoco ma-yores aplausos. Piedras, silbidos, entremezclados con pequeñas apoteosis, le s a l e n al encuentro a cada instante'. Para la mayoría de los radicales y del proletariado en plena rebelión, el "¿Pope" es "el buen sacerdote e inspirado poeta que al fin, asqueado de tantas irregularidades en el seno de su familia ec le s i á s t i ca , abandona la curia para dedicarse a la noble tarea evangélica de abrirle los ojos al pueblo"; para el conservantismo y los espíritus creyentes es, al contrario, "el sucio apóstata, literatuelo de tercer orden y miserable r e n e g a d o que, al igual que Judas, trae vergüenza y dolor a quienes fueron sus hermanos en Cristo"17.

Pues bien, así como son los ataques así también es la defensa y viceversa. Naturalmente no hay que ver en esta exaltación colectiva a favor o en contra del ex cura de la diócesis de iLa Serena nada que se refiera a un valor real extraordinario o una caída moral despreciable. En modo alguno. Imparcial-mente cabe decir que Monseñor Juan José Julio Elizalde, llevando traje sa-c e r d o t a l o sin él, no fue ni más meritorio ni menos culto que cualquier otro clérigo de su categoría. Poeta y escritor, no fue, por cierto, de los que dejan hondas huellas en su tiempo ni recuerdo perdurable para el arte del porve-nir; pero tampoco estuvo a nivel inferior de los congéneres de su tiempo. La única superioridad manifiesta respecto a sus hermanos en doctrina, dáse-le su agradable facilidad oratoria que cautivaba en el primer momento; pero pasado cierto tiempo, producía invencible tedio, pues, literalmente, expre-sábase en versos alejadrinos1.

Ni esta condición ni sus calidades de escritor son las que le dan el presti-gio popular de que goza en los años a los cuales nos estamos refiriendo. La aureola con que entonces se le envuelve débese al anticlericalismo ya ex-tendido por todo el país, en remedo o reflejo de las campañas de ese mismo género ocurridas con anterioridad, por esa misma época, en la Francia republicana.

De ahí que si el hecho mismo de la apostasía del señor Elizalde no tiene, en verdad, ninguna importancia histórica, la circunstancia, sin embargo, de ocurrir en el momento psicológico en que las masas están predispuestas a estallar al menor pretexto de esta categoría arrojado a las llamas de la pasión partidista, le da una significación política que el investigador acu-cioso no puede ni clebe desconocer si trata de hacer fundamentado estudio de la evolución ideológica chilena en los últimos cincuenta años de la vida nacional.

*

Administración Riesco y candidatura Presidencial de Montt

Hemos dicho que don Germán 'Riesco, candidato de la combinación de partidos afines, llamada Alianza Liberal, triunfa por inmensa mayoría sobre

17Los párrafos aparecidos entre comillas han sido tomados de los diarios de la épo-ca que sostenían en sus columnas la pugna

ideológica desencadenada por Monseñor Elizalde.

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don Pedro Montt, candidato de los conservadores, de los nacionales o mon-tinos y de un reducido número de liberales sueltos.

Riesco asume el mando el 18 de septiembre de 1901, acompañado de un Ministerio "aliancista". Esta combinación le sigue en el Gobierno hasta abril de 1893, fecha en que don Juan Luis Sanfuentes, elegido jefe de los liberales-democráticos, por haberse retirado de aquel cargo don Claudio Vicuña, rompe con los radicales y se coaliga con los conservadores. A causa de una enfermedad del Presidente Riesco —sus enemigos la califican de "pretexto"—, don.Ramón ¡Barros Luco asume en esa oportunidad la Vice-presidencia de la República, formándose el primer gabinete de coalición de este quinquenio. Cuando don Germán reasume sus funciones, el 5 de junio de 1903, lo hace, también, con un ministerio de coalición'.

En abril de 1904, por nuevas combinaciones de Sanfuentes, los conserva-dores son reemplazados por dos montinos. En octubre del mismo año, se restablece la alianza liberal, de radicales con liberales democráticos o balma-cedistas. Un año después, vuelve la coalición liberal-balmacedista-conserva-dora. Esta combinación de Gobierno dura hasta el final del Gobierno de Riesco, y preside las elecciones parlamentarías de marzo de 1906 y la presi-dencial de 25 de junio del mismo año. La inestabilidad política y el distan-ciamiento en que aparece el Presidente Riesco de los hombres que lo llevan al Gobierno, producen en su contra una atmósfera densa, sin considerar que el Presidente no puede evitar las combinaciones de partidos, ajenas a su voluntad, las cuales imprimen, dentro del régimen parlamentario imperante, el rumbo que debe seguir el Gobierno.

Por esas ironías del destino, tan frecuentes en la vida política, los peores enemigos de la campaña anterior contra don ¡Pedro Montt, empiezan a diri-gir sus miradas hacia él, considerándolo como el único hombre capaz de sal-var al país y enmendar los desaciertos atribuidos con franca injusticia al

• Presidente Riesco. Las elecciones de parlamentarios de 1906 dan inmensa mayoría en el

Senado y en la Cámara de Diputados a la coalición "balmacedista-conserva-dora-liberal-independiente", mayoría que hace aparecer como incontenible la candidatura presidencial de don Fernando Lazcano para suceder a don Germán Riesco. Ante este peligro, los radicales dirigen sus esfuerzos a le-vantar la candidatura del señor Montt, y, sobre la base de un pacto de tregua doctrinario, consiguen el apoyo de auspicioso número de conservadores, a quienes el grupo mayoritario denominaba "montanas"18, y que represen-tan "malgré tout", la acción verdaderamente eficaz del Partido Conservador.

En tales condiciones, la dudosa candidatura Lazcano, ahora resulta casi imposible mantenerla en pie. Esta bancarrota se manifiesta en la primera sesión celebrada en la Cámara de Diputados, el 9 de junio de 1906, donde la mesa y los consejeros de Estado elegidos resultan adictos a don Pedro Montt, lo cual da extraordinario impulso a esa candidatura en la opinión pública y la mayoría del electorado.

"Yo había trabajado, como le dije a usted en otra oportunidad —nos in-forma el señor Alessandri—, bajo las órdenes de don Pedro «Montt en la " Biblioteca del Congreso y llegué a sentir por él verdadera estimación " por su indiscutible honorabilidad, su sincero patriotismo, su elevada cul-" tura, acompañada de un corazón sensible y bondadoso, a pesar de su as-

"En aquel tiempo estaban muy de mo-da entre cierta clase de enjoyadas personas unas imitaciones de brillantes, conocidas en el comercio con el nombre de "Monta-na", que era el del fabricante. De tal ma-

nera que al apodarse "montanas" a los conservadores partidarios de don Pedro, eufemísticamente se les quería llamar "fal-sificados".

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" pecto frío y poco expresivo. Hacía de la amistad un culto, hasta el punto " de no aceptar que se atribuyeran faltas o irregularidades a algunos de sus " a m i g o s - Vivía don Pedro en un departamento en altos, en la calle de la " M e r c e d esquina de la Plaza de Armas. Tenía ese departamento su entrada " por una inmensa galería de vidrios, llamada Portal San Carlos, en el pun-" to donde hoy está la calle Central*. Se subía al departamento de don Pe-" dro por una escalera incrustada dentro de una gruta, la cual el vulgo mo-" tejaba como "la cueva de don Pedro". Aquella casa era un centro social y " político permanente. Tenía allí una valiosa biblioteca, sin duda alguna la " de mayor importancia en Chile, por lo que respecta a obras de autores " americanos.

"Don Pedro me encomendó que, en mis horas libres, le catalogara su bi-" blioteca, aprovechando mis conocimientos especiales al respecto, y quedó " muy satisfecho con mi obra. Yo era uno de los más asiduos visitantes a su " casa , y habría apoyado con entusiasmo su candidatura de no haber sido su " contendor don Fernando Lazcano, a quien, como le he dicho también en "ocasiones anteriores, me ligaban relaciones estrechas de sentimiento, de " afecto, a pesar de encontrarme ideológicamente distanciado de él. Había " sido el señor Lazcano el más constante y buen amigo de mi padre, debido " a que durante muchos años vivieron como vecinos en sus propiedades de " Curicó.

"En una ocasión le manifesté a don Pedro con toda franqueza que, como " se veía venir su candidatura, yo la apoyaría con entusiasmo, siempre que " la fatalidad no colocara frente a él, como su rival, a don Fernando Laz-" cano.

"Quiso la fatalidad que así ocurriera, y el destino imprimió el rumbo " que hube de seguir, a pesar de mis deseos.

"La campaña se hizo ruda, desesperada para nosotros, por falta de ele-" mentos de todas clases, por la agresividad y violencia que nuestros conten-" dores le imprimieron y por la circunstancia del fraccionamiento del Parti-" do Conservador a favor de Montt . La lucha, como el movimiento, se inten-"sifica a medida que avanza, y fueron infinitos los incidentes enojosos que " agriaron recíprocamente nuestros ánimos. En cierta oportunidad que un " desfile de lazcanistas pasaba por la Alameda frente a una casa ubicada en " la esquina de la calle de Lord Cochrane donde lo presenciaba nuestro " candidato, un grupo de partidarios de Montt procuró interrumpirlo, con " toda clase de vociferaciones y denuestos contra don Fernando iLazcano y " sus partidarios. Alfredo Irarrázaval, Francisco Rivas y yo, acompañados de " algunos amigos, procuramos impedir la contramanifestación, y fuimos " agredidos de hecho. Alfredo Irarrázaval fue gravemente lesionado de un "golpe recio a un costado, que lo derribó por tierra. Uno de los agresores " resultó herido con un estoque o arma blanca, por la espalda. Con ese mo-" tivo, "El Diario Ilustrado" tuvo pretexto para derramar contra nosotros " injurias y calumnias envenedadas. Se nos imputaba haber herido por la "espalda al agresor, no obstante que él mismo declaraba habernos visto " siempre al frente mientras duró la reyerta.

"La injusta acusación motivada por este incidente, en que nosotros fuimos " agredidos y no agresores, produjo un violento altercado en la sesión ordi-n a r i a de la Cámara, de 15 de junio de 1906, que dio ocasión a Alfredo " Irarrázaval para pronunciar uno de sus más hermosos discursos, atacando "a Joaquín Echenique, que era director de "El 'Diario Ilustrado" y que se "encontraba presente en su sillón de diputado.

*Esta calle lleva el nombre de Phillips.

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"Frecuentemente ocurrían incidentes como éste, en los que éramos víct" mas de las injurias de la numerosa prensa que a través de todo el servía a la candidatura de don Pedro Montt. Además, entre los amigos de Montt pululaban pasionales enceguecidos, que, incomprensivos de la s¡ tuación que habían creado los hechos, exaltaban al candidato y a su gente en contra mía, por haber abandonado sus filas, no obstante mi antigua

amistad con don Pedro. No quisieron juzgar con claridad mi situación, y Se

ensañaban principalmente en mi contra, creando así un clima de encono y resentimiento que, a pesar mío, me envolvió durante toda la administra ción de don Pedro Montt. La pasión política subyuga y toma los espíritus en forma superior a la voluntad. "El triunfo de este candidato fue pregonado con estrépito y ruidoso júbilo

augurándole al país que empezaba para él una nueva era de redención v de restauración en todos los órdenes de la actividad nacional. "¡Después del triunfo y de las inmensas molestias producidas durante la

campaña, continuaron injuriándonos a los lazcanistas. Tuve que sostener en la Cámara violentos debates para defender nuestra posición y hacernos respetar ante la poca generosidad de los triunfadores. Mantuve, con este motivo, un ruidoso debate con Luis Izquierdo, a propósito de las elecciones verificadas en Curicó, en la comuna de Teño, y que él había presenciado como delegado de la Cámara. La violencia de la campaña, su tremenda agresividad, los procederes gastados en nuestra contra, y las injurias y de-nuestos que se nos lanzaban tras la derrota, exaltaron, naturalmente, mi pasión, unida al sentimiento ocasionado por la derrota de don Fernando Lazcano, y me encontré desde el primer momento ubicado en el plano de una formidable oposición contra don Pedro, que mantuve, como ya le he dicho, durante todo su gobierno."

La democracia socialista en el Congreso

En las elecciones del mes de marzo de 1906, las agrupaciones demócratas eligen diputado por esos departamentos a don Luis E. Recabarren —dirigen-te obrero a quien ya hemos mencionado en otra oportunidad— que además de ser incansable batallador, era hombre de superior cultura con rela-ción a la mayoría de los dirigentes políticos del pueblo en la Zona Norte del país. El señor Recabarren había vencido en las urnas a don Daniel Espejo, candidato del Partido Radical. La elección es una sorpresa para casi todos los observadores políticos de la región, y, en especial, para los líderes santiaguinos, acostumbrados desde antiguo a imponer sus recomen-dados a las asambleas de provincia.

Fallan con el triunfo del señor Recabarren algunas importantes predic-ciones centralistas, y se preparan ya las reclamaciones correspondientes, con vistas a eliminar al diputado electo de su acceso a la tribuna parlamentaria. Pero es el propio señor Recabarren el que facilita la tarea a sus enemigos.. .

¿Cómo? Encasillándose en una intransigencia ideológica que hace fuego a la

solemnidad involucrada en el acto de incorporación de los diputados electos a la Cámara. Era exigencia de los cuerpos legislativos, de acuerdo con la reglamentación de la época, que al incorporarse un diputado o senador al Parlamento, jurase por Dios sobre los santos evangelios, "guardar la Consti-tución del Estado, desempeñar fiel y legalmente el cargo que le ha conferido la nación y consultar en el ejercicio de sus funciones los verdaderos intereses

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¿el país, a más de guardar el sigilo correspondiente acerca de lo que se tra-tare en las sesiones secretas."

Ahora bien, cuando don Rafael Orrego, presidente de la Cámara, en ses ión de 5 de junio de 1906, le pregunta al señor Recabarren, utilizando la fórmula mencionada, si jura por Dios y los Santos Evangelios comportarse de acuerdo con la promesa antedicha, el señor Recabarren responde con voz entera y clara: "Sí, juro, señor presidente; pero dejando constancia ¿ e que en la sesión anterior se nos impidió manifestar nuestras ideas /se refiere, al hablar en plural, a su correligionario, el diputado electo don Bonifacio Veas), y se pretendió que rodáramos hasta aquí como sim-ples máquinas a jurar sin explicación alguna.

"El señor Puga Borne, don Julio. Esto es intolerable, señor Presidente. Yo me opongo a que continúe hablando el señor Recabarren.

"El señor Orrego (Presidente). Si así no lo hiciéreis, que (Dios testigo de vuestras promesas, os lo demande".

El diputado Veas pide la palabra para explicar su punto de vista. "Nosotros —declara, refiriéndose a Recabarren y a él—, estimábamos que

no debíamos jurar en las condiciones exigidas, porque el juramento es una cuestión de conciencia que la Cámara no puede imponer a cada uno de sus miembros. Nosotros no creíamos necesario jurar en nombre de creencias o mitos que no aceptamos. Hemos prestado el juramento porque el reglamen-to nos lo impone y porque oímos en los pasillos que si no lo hacíamos se nos negaría nuestra incorporación a la Cámara; pero no porque pensemos que hay lógica entre nuestras ideas y la fórmula adoptada.

"Esta manera de pensar que manifestamos está demostrando, por lo de-más, la necesidad que hay de modificar el reglamento en este punto.

"Este caso puede repetirse, y hay necesidad de preveerlo. Dejo constancia de mi manera de pensar a este respecto".

El debate que sigue es violento e incisivo. "Lo que acabamos de presenciar —exclama el señor Barros Errázuriz— no

ocurriría en un país de salvajes, porque hasta los salvajes creen en Dios. El juramento, señor Presidente, es, en primer lugar, un homenaje rendido a Dios, y, en seguida, es garantía de que cumpliremos lo que prometemos. Los señores Veas y Recabarren han declarado que no creen en Dios ni en los Evangelios que son la esencia y la base del juramento. Luego, los señores diputados no han jurado, y no tiene valor alguno el acto que se ha verifica-do. Por consiguiente, hago indicación para que la Cámara declare que es nulo el juramento prestado por los señores Veas y Recabarren".

Opina el señor Barros Errázuriz, de acuerdo con el léxico oficial, que el juramento es la invocación del nombre de Dios; en consecuencia, quien no cree en Dios, no puede jurar.

"Entonces —deduce el orador—, la idea del juramento es incompatible con la idea del desprecio a Dios y de la fórmula del juramento mismo. Por lo tanto, no puede jurar la persona que desprecia las fórmulas en las cuales jura. Hay, además, otra razón: la idea del juramento establecida en nuestro reglamento lleva envuelta en sí la garantía de que los diputados habrán de observar la Constitución y las Leyes y guardar sigilo acerca de lo que se deba-te en sesiones secretas. ¿Y cómo habrán de respetar la Constitución y las Le-yes y guardar sigilo de lo que se digere en sesiones secretas, aquellos dipu-tados que comienzan por declarar que les merece absoluto desprecio aquél a quien se pone por testigo de su juramento? Me parece que la unanimidad de la Cámara habrá de rechazar semejante juramento. Hay que jurar en nombre de Dios para que el juramento sea válido; de otra manera es inacep-table; no lo aceptan la Constitución y las Leyes, y nuestro Código Penal

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castiga al perjurio en algunas de sus disposiciones. Quien no jura en form-debida, no jura. Por estas consideraciones, insisto en mi indicación".

A esta altura del debate interviene el diputado liberal don Francisco Antonio Encina, y arguye que: "¡Los honorables diputados por Valparaíso v Antofagasta, han prestado el juramento que la Constitución del Estado y r e . glamento les exige, y después de realizado el acto y de pronunciadas por ei Presidente las palabras de estilo, han añadido algo que, más que protesta califico yo de idea de reforma contra el orden de cosas existentes. Han expresado sus señorías el deseo de que se reemplace la actual fórmula de juramento por otra más adecuada a una Cámará. a la cual tienen derecho a ingresar hombres de las más opuestas confesiones y aun aquellos que no profesan confesión religiosa alguna. El juramento ya prestado es inamovi-ble y la indicación del honorable diputado no surtirá otro efecto que provo-car discusiones que por prestigio de la Cámara debiéramos evitar. No es la primera vez que dentro de esta Cámara se suscita el extraño debate en que estamos envueltos y ninguno de los honorables diputados ignora la exalta-ción con que han chocado las ideas religiosas en esas ocasiones. No diviso ventaja alguna en continuar un debate que no dará resultado práctico y que encierra el peligro de degenerar en escenas de violencia, análogas a las que hemos presenciado hace sólo días. Yo apelo a la cordura y prudencia del honorable diputado por Bulnes para que no insista en una discusión meramente doctrinaria, llamada a perturbar la seriedad y corrección de los debates sin resultado positivo para la situación política de las corrientes en que estamos divididos".

Recabarren expresa que él se ha sometido a la fórmula reglamentaria, pero que tiene derecho para manifestar su opinión al respecto.

—¡Es decir —lo interrumpe don Francisco Izquierdo—, que Sus Señorías han hecho una simple farsa.

El señor Veas. Mediante nuestros propios esfuerzos, tenemos algunos co-nocimientos, y si no hemos adquirido más ilustración y más cultura, ha sido por culpa de los hombres que han gobernado este país. Si nosotros hemos venido ahora a esta iCámara, ha sido por trabajar por la cultura del pueblo. Por esto, yo rechazo el cargo de falta de cultura que nos hacen los mismos culpables de que el pueblo carezca de ella.

El señor Izquierdo (don Francisco). La primera de las culturas es creer en Dios. De esa no carecen ni los salvajes...

El señor Barros Errázuriz. Los señores Veas y Recabarren no representan aquí al partido del pueblo (el Demócrata).

El señor Veas. ¿Es Su Señoría el que lo representa? El señor Barros Errázuriz. Sí, señor diputado, nosotros sí que representa-

mos al pueblo. El señor Veas. Al Arzobispo querrá decir Su Señoría. El señor Barros Errázuriz. También lo representamos. El señor Rivera (don Guillermo). Creo, señor Presidente, que ya es tiem-

po de dar por terminado este incidente. El señor Recabarren. Pido la palabra. Yo no quiero quedar bajo el peso

de las expresiones vertidas por el señor Barros Errázuriz. El señor Orrego (Presidente). A fin de mantener la tranquilidad y la ar-

monía entre los honorables diputados, lo mejor será dar por terminado este incidente.

Pero la pugna no termina en eso. El diálogo persigue aquí una f ina l idad: demostrar que Veas y Recabarren han atropellado el Reglamento de la Cámara.

Para defenderse, Recabarren declara que no le parece necesario jurar

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para proceder en conformidad a la Constitución y a las Leyes. "Yo he venido a este recinto —dice—, en virtud de la voluntad popular y no tengo por qué i n v o c a r el nombre de una divinidad en la cual no creo, para que esa divi-nidad sea testigo de mis promesas. ¿Y acaso no hemos visto en diversas o c a s i o n e s que algunos señores diputados han faltado a ese juramento? Ahora, si la Cámara nos hubiera oído antes de prestar nuestro juramento, se habría evitado este bochornoso incidente. No hemos venido a presentarnos a este recinto para luchar torpemente, sino para cumplir un mandato ema-nado de la voluntad y la majestad del pueblo, a fin de hacer presente aquí sus necesidades".

Pero la mayoría del Parlamento está en contra del diputado demócrata. Al día siguiente, es decir, el 6 de junio de 1906, ocurre lo que ya se vislum-braba: se vota la aceptación de Espejo, a quien se le da el triunfo. De esta m a n e r a Recabarren queda fuera del hemiciclo de la Cámara perdiendo en f o r m a definitiva su sillón parlamentario1.

Esta actitud de los partidos mayoritarios no fue plausible; al contrario, c r e e m o s atenernos a muy firmes principios de justicia al sostener que fue un error tremendo.

Es verdad, sin embargo, que Recabarren dio un motivo incidental, para que se le negara su acceso a la Cámara. No podía el diputado demócrata de a q u e l entonces19 intentar una medida de excepción para él y pasar por sobre el Reglamento de la Cámara; mas, para la mayoría parlamentaria ese fue un pretexto, la realización de un deseo "impotentia" que Recabarren lo satisfi-zo a pedir de boca con torpe apresuramiento. Fue tan extraña su actitud que gran parte de la opinión pública aseguró en esos días —sin ninguna base de verdad— que el diputado contrario lo había sobornado a fin de tener libre el paso. Era esa una calumnia; pero Recabarren, por desgracia, en vista de su insólito comportamiento, dio pie para que ella cundiera.

Al arrojarlo de la Cámara quitándole la tribuna parlamentaria, los hom-bres del Congreso de 1906 le erigieron, a ese líder obrero, una tribuna ambu-lante en todas las plazas públicas del territorio, la que Luis E. Recabarren aprovecharía durante años y años para realizar, sin fatiga, la más intensa labor de agitación obrera.

Hemos dicho antes que un descontento de tipo gremial crece en el país y se manifiesta en diversas formas a lo largo del territorio de la República. Eso es lo que no quieren ver los partidos en los hechos recién comentados. Frente al desgobierno del país, desde los trágicos días de Concón y La Placilla, nuevos conceptos del Estado prodigan su siembra en el descontento de las masas.

Expresión de ese novedoso cambio ideológico es la lucha reciente que da el triunfo de las urnas a las agrupaciones demócratas de Taltal y Toco-pilla en la persona del diputado electo Luis E. Recabarren.

Recabarren iba a llevar a la tribuna parlamentaria la voz de una parte de los trabajadores de Chile, que ahora desea legislar con personeros de su pro-pia clase social. Pero, además, cabe sostener sin hipérbole que él es un precursor de la rebelión» obrera en marcha, un Espartaco criollo que viene incendiando con la tea de su palabra los diversos sectores del proletariado chileno de Norte a Sur de la "dulce patria", lista esta última para precipi-tarse en una estéril demagogia inspirada en la lucha de clases.

*

"Recabarren, siempre girando hacia la go, junto con Elias Lafertte, fundador del izquierda, fue, en seguida, socialista y lúe- Partido Comunista en Chile.

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Proletarización de los partidos históricos

La rebelión proletaria chilena, que comienza con el siglo y sigue en ascenso hasta 1906, produce, a pesar de la inercia de muchos, un franco remezón en el edificio de las banderías históricas. Es así, como los partidos Liberal Conservador y Radical —urgidos por sus necesidades electorales— tienden a

proletarizarse. El primero en hacerlo en grande escala es la banda Radical. Años antes, el

crecimiento de este Partido, en cuyo seno la clase media iniciara la defensa de sus derechos, sufre la segregación de los elementos populares incorpora-dos en él, por no tener hasta entonces tienda propia. Esta "Izquierda" del radicalismo es la que en seguida da las bases para la fundación del Partido Demócrata.

Entretanto, la acción política de los radicales —cuyo trabajo consistió principalmente, en apoderarse de los Comandos de la Instrucción Pú-blica— al lanzar, año tras año, al ejercicio de sus funciones ciudadanas a multi tud de adeptos impregnados en la ideología parlamentaria y avanza-damente democrática de Pedro León Gallo y Manuel Antonio Matta, faci-lita el consorcio entre la clase media y los obreros.

No tardan en verse los frutos de esta evolución. Gran número de obreros vuelve a plegarse a las filas del radicalismo; particularmente entre los más cultos y capaces, porque el Partido Demócrata, socavado por el cohecho, sobre todo en provincias, marca en esa época un visible desnivel moral en la ya desmedrada moralidad de los otros (Partidos.

Agréguese a esto que la Clase Media, en parte considerable, educada en las Escuelas del Estado, pasa a guarecerse, al término de sus estudios, en la tien-da radical.

El crecimiento del radicalismo se desarrolla, pues, casi sin términos de comparación si se trata de precisar una medida común que sirva para rela-cionarlo con las otras colectividades políticas de la República.

El otro conglomerado poderoso es el de la tienda Conservadora, el cual, además del número de sus componentes, engrosa sus filas con los hombres más ricos del país. Alero doctrinario donde se guarecen familias connotadas de la oligarquía, los dirigentes de esa vieja colectividad, sin contrapeso en la Era Portaliana de los gobiernos "fuertes", no puede mirar con simpatía las nuevas corrientes económico-sociales que, como vientos de tempestad, cruzan los horizontes del mundo.

Algunos dirigentes del Conservantismo se dan cuenta a tiempo del divor-cio extremo a que esta actitud del Partido los puede llevar con el pueblo de Chile, pero son los menos y su influjo pronto se ahoga en el seno de la más alta directiva de esa colectividad.

Un grupo joven de entre ellos, se impone, sin embargo, al margen del or-ganismo oficial, y con la cooperación de algunos entusiastas sacerdotes, tra-bajan en este sentido de acercamiento fraterno a las clases populares. En Santiago y en provincias prosperan con este objeto, círculos de obreros católicos y centros democráticos de base confesional. Mas, aunque mantiene sus fuerzas, el Partido Conservador no aumenta sus bancos en el Congreso.

El Partido Liberal, el otro gran Partido chileno, lleno de nombres respe-tables y de fortunas más respetables todavía, se presenta quebrado y en deca-dencia. Por una parte los liberales-democráticos, o "balmacedistas", y por la otra, los liberales doctrinarios, se hacen fuego entre ellos. Además, el pueblo deserta en masa de las antiguas Asambleas que en tiempos prósperos dieron a esa tienda política preponderante situación en el manejo de la cosa pú-blica. Ahora es un Partido que marcha en descenso y cuyo electorado no

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a C u d e ni con disciplina ni mucho menos interés, al veredicto de las urnas. Si hasta ahora no aparece agónico da, sin embargo, el aspecto de un viejo p r e m a t u r o .

Al crecer la influencia de las clases populares, premunidas de las ventajas nue para ellas encierra el sufragio universal, los Partidos Liberal y Conser-v a d o r quedan, en cierto modo, condenados de antemano a perder su influjo en esa masa proletaria.

Bandos de capitalistas y agricultores, ambas colectividades aparecen, a los 0 ;os de la multitud indigente, como enemigos de sus intereses de clase:

La psicología del proletario chileno es curiosa en sus manifestaciones crí-ticas. Ta l vez no desmenuza con prolijidad, pero los cuatro o cinco rasgos que logra separar en sus observaciones, le bastan para determinar honda-mente sus juicios.

Como todo conglomerado humano, el pueblo chileno es impresionable, pero lo es, especialmente, en lo que afecta a sus sentimientos congénitos. Así, por ejemplo, siempre será característica sobresaliente del "roto" su gran sim-patía por los tipos de aventura y burladores de la Ley, mucho más si ésto u n e n el acto ilícito al gracejo andaluz. Como los italianos, el pueblo chileno c o n f u n d e en su cariño a los héroes con los aventureros o bandidos; y la chis-pa ingeniosa, con la burla soez de la raza.

En este sentido, lo repetimos, es de una fidelidad extrema con sus senti-mientos congénitos. El cariño que sintió el pueblo chileno por hombres al margen de la ley, como Joaquín Murieta" y Pancho Falcato, se mezcla, en la subconsciencia de sus afectos, con la admiración a la fuerza o pericia física de un atleta o a los hechos extraordinarios.

Mientras las clases pudientes de la República mantienen sólo el culto sub-jetivo de los tipos populares o de las grandes figuras de la historia chilena, las clases trabajadoras con sencillez llena de respeto, pegan en las paredes de sus ranchos o buhardillas las litografías de los varones ilustres, que dejaron raíces en su corazón: O' Higgins, abdicando del poder ante los notables de Santiago; Carrera, con la conocida estampa reconstruida por Desmadryl y pu-blicada más tarde en colores por la "Lira Chilena" 20, Arturo Prat, saltando, espada en mano, sobre la cubierta del "Huáscar"; Balmaceda, arrebatado en cuerpo y alma por el Angel de la Gloria, después de su trágico disparo. . .

Ninguno de estos hombres representa para ellos el orden social simboliza-do en la figura de Portales. Los héroes del pueblo chileno —los que él ad-mira—, excepto los de la Guerra del Pacífico, representan actitudes de rebel-día o situaciones de sacrificio precisamente en contra del orden constituido que defienden o persiguen, como finalidad propia, las agrupaciones de rai-gambre histórica.

Si es verdad que el chileno es creyente, porque en su mayoría pertenece al cuerpo de la Iglesia Católica, no es en modo alguno, con la exterioridad y vehemencia de otros pueblos de Ibero-América, un pueblo religioso. De ahí, que la intervención del clero, en el desenvolvimiento de sus ideales republi-canos, fuese recibida, desde antiguo, con franca desconfianza democrática.

Esto explicaría, también, el por qué la fuerza política del Partido Conser-vador, estuvo en las clases altas.

Además, cuando el conservantismo vira francamente hacia una especie de proletarización, aparece a los ojos del pueblo como de una clase social que no es la suya y prefiere a los otros Partidos, y en particular al radicalismo.

®Esta revista ilustrada aparece, por pri- más popular que se haya impreso en Chile mera vez, en febrero de 1898 y deja de edi- durante todo el siglo XIX y comienzos de tarse en diciembre de 1903. Sin gran valor la centuria en que vivimos, iterario, fue, sin embargo, la publicación

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Ahora bien, concretando los hechos, ¿logró esta última entidad política así como el Partido Demócrata, con su rumbo decididamente populista im*. puesto por las Asambleas regionales, afirmarse en esta proletarización de sus filas, evitando así el divorcio con las corrientes ideológicas de puro origen

obrero ansiosos de concretar sus aspiraciones en el Parlamento? Esta respuesta la daremos en páginas adelante.

*

Gobierno de don Pedro Montt

Conforme a las prácticas establecidas el 18 de septiembre de 1906, el Presi-dente don Germán Riesco, entrega el Mando Supremo a don Pedro Montt vencedor en las urnas para el período 1906-1911, sobre el candidato don Fernando Lazcano.

En grandes sectores de la opinión pública el señor Riesco había sido ata-cado con dureza ininterrumpida, y, hablando en términos globales, puede decirse que en su presidencia no gozó en ningún momento de la opinión de lo que hoy se llama "el hombre de la calle". De ahí que, para muchos, sobre todo en los núcleos populares, la candidatura del señor Montt se considere una esperanza de solución del estado de abandono y miseria en que se en-cuentran las clases trabajadoras. También ofrece esta candidatura una espec-tativa a los partidarios del "big stick" portaliano, que sueñan aún con la vuelta de un gobierno "fuerte", dentro de moldes constitucionales, pero sin impedimentos válidos capaces de obstaculizar el ejercicio del Mando Supre-mo en el orden administrativo, como lo hace el "parlamentarismo".

Don Pedro Montt aparece, pues, ante la ciudadanía rodeado de una at-mósfera de notables augurios. Durante años, en medio de una tormenta parlamentaria tremenda, su vida pública ha sido blanco de los más encona-dos disparos de parte de sus enemigos políticos; sin embargo, siempre la figura respetable del jefe del monttvarismo salió incólume de la acción de tan duros y numerosos adversarios.

En tal período inquietante es cuando culmina el rasgo más tranquilo y característico de su carrera de representante nacional, aquel que de continuo iba a darle una clara visión del porvenir, permitiéndole —en su más crítica circunstancias de estadista— aconsejar el pacifismo y la fraternidad en el rumbo de nuestras relaciones exteriores.

En esos momentos en que la psicología de la guerra imponíase aún a las conciencias más equilibradas, don Pedro Montt, por sirvir a su país no teme hacerse blanco de una brutal impopularidad.

En el puerto de Valparaíso, la Escuadra, con sus fuegos encendidos, está apercibida para la orden suprema que deberá enviarla al combate. En los cuarteles una nerviosidad de días heroicos agita el ánimo, de por sí turbu-lento, de la mejor juventud chilena, lista para el sacrificio voluntario. Un aire marcial arregla el paso de los ciudadanos en los desfiles callejeros, mien-tras la historia aguarda con la angustia de sus días cruciales que dos Repú-blicas, nacidas del brazo a la vida de la Independencia y la cooperación universal, se lancen a destruir sus energías en los campos de batallas, como si hubiesen sido seculares enemigas.

En una de aquellas tardes electrizadas de presagios, el Excmo. Señor Pi-ñeiro, Ministro Plenipotenciario de la Argentina en Chile, es llamado con urgencia a La Moneda. El diplomático argentino debió meditar, en esos minutos, que su visita al Palacio de Gobierno sería recordada por generacio-nes de generaciones. Acude, pues, en e l acto, pero con el alma en suspenso .

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£ s recibido con las formas estrictas del protocolo, pero dentro de una atmós-fera de frialdad. Una vez en la sala del Ministro de Relaciones, éste, después de algunas frases de cortesía y preguntas sin importancia o de ningún valor real, le entrega un pliego, que Piñeiro lee ávidamente; en realidad, importa u n verdadero ultimátum.

£ l Ministro 'Piñeiro comprende en el acto que en tal situación, un hombre deseoso de servir a su patria, debe jugar, aunque sea desesperadamente, hasta la última carta. Tras de abandonar al Ministro de Relaciones Exteriores, se traslada rápido a casa de don Pedro Montt.

£ n aquel entonces, el señor Montt era presidente de la Cámara de Dipu-tados. Escucha con la mayor atención las razones de alto interés americanis-ta de pacifismo continental que expone en esa visita el plenipotenciario argentino, y, tranquilizándolo, le promete hacer como parlamentario cuanto esté de su parte para resolver en forma amistosa la inminencia del conflicto. En efecto, momentos después, se dirige a conferenciar con el Presidente Errázuriz, a quien le pide meditar en forma más serena sobre las consecuen-cias que traería para el porvenir de ambos pueblos un conflicto armado. La voz del señor Montt no se pierde en el vacío; Errázuriz tenía ese don, muy raro entre los hombres de Gobierno, de saber o i r . . . Y gracias a ésto, es decir, a su prudencia, se conjura el peligro de una guerra, afianzándose la paz con el Protocolo de 1898; protocolo que luego de "el abrazo del estrecho", se afirma aún más con los Pactos de Mayo. Estos merecimientos del señor Montt, agregados a su actitud de crítica frente al Gobierno de don Germán Riesco (a quien acusaba de grande injusticia, para considerar el clamor de los obreros y de inercia para afrontar las complejidades de los problemas sociales y que ya se habían planteado en aquella época), más su cariño por la conversión metálica —postergada el año anterior por cinco años más—, lo rodean de justa popularidad, dándole el triunfo de las urnas electorales y abriendo, para la mayoría de los habitantes de Chile, una era de fe en el porvenir.

Esta ilusión no se mantiene mucho tiempo en pareja atmósfera de con-fianza.

El señor Montt se hace cargo de la primera magistratura de la República en condiciones harto desfavorables y que aparecen, por su trascendencia en el Erario, como un obstáculo duro para una buena gestión administrativa. Nos referimos al sismo del 16 de agosto de 1916, que reduce a escombros un extenso radio de la parte urbana del puerto de Valparaíso, cuya reconstruc-ción se presenta a los Poderes Públicos como exigencia nacional urgentísi-ma. Con sacrificios económicos —casi insoportables para la época— Don Pe-dro cumple, sin embargo, en los mejores términos con esa "exigencia".

Enemigo político, en los días de la Revolución del 91, del Presidente Balmaceda, don Pedro mantiene en su espíritu (a pesar de su antiguo desco-nocimiento de los méritos del último Presidente efectivo que tuviera Chile en 23 años de anarquía parlamentaria) los mismos ideales de beneficio co-mún y previsión para el futuro, que cultivó ese malogrado estadista, y es así como el señor Montt se transforma en el paladín del viejo ensueño del gran vencido: unir a Chile de Norte a Sur por un ferrocarril longitudinal.

Pero estas "ideas realizadas" que ofrece su Gobierno, tienen su contra-partida, pues al lado de espléndidos aciertos, se cometen gravísimos errores.

Es el momento elegido por los enemigos políticos del Presidente para rom-per fuego con su artillería pesada. Por desgracia, el ataque se inicia apenas el Primer Mandatario cruza su pecho con la banda de O'Higgins, pletórico de deseos de ser útil a su patria.

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Las "cachimbas" y los llamados fraudes salitreros

En las sesiones extraordinarias del Parlamento, de enero del año 1906, y e n

"El Diario Ilustrado", de aquella misma época, el diputado por Santiago don Joaquín Echenique, hace recrudecer una campaña vigorosa contra 10¡ abusos cometidos para constituir la propiedad salitrera.

Como la legislación antigua concedía pedimentos para explotar salitre pero no fijaba la forma de los polígonos que constituirían cada pertenencia' la inventiva interesada de los particulares discurre la manera de hacer tod-' clase de figuras en el terreno, siguiendo sus sinuosidades y accidentes, hasta llegar a partes donde hubiera caliche de buena calidad.

Es así como nacen a la vida las famosas "cachimbas", que sirven para arrebatar al Fisco cuantiosas riquezas.

Las falsificaciones de títulos son también numerosas. Como el debate sobre este particular se hace muy agrio, dando origen a

incidentes violentos y personales en el hemiciclo, a objeto de ponerle punto final, el señor Alessandri, en sesión de 18 de enero de 1906, sostiene que los cargos contra los particulares, funcionarios y tribunales provienen principal-mente de la aplicación de leyes dictadas hace mucho tiempo y con un pro-pósito diverso al criterio ahora sustentado . "Las leyes antiguas —dice el señor Alessandri— obedecieron al pensamiento y propósito de dar a los particulares las mayores y máximas facilidades para posesionarse de terrenos que real-mente fueran útiles y facilitaran su explotación. El tiempo ha convertido aquellas pampas desiertas en una inmensa riqueza fiscal.

"Es evidente, entonces, que el Fisco, al mismo tiempo que se beneficia por el concepto de los derechos de Aduana, obtenga también crecidas sumas de dinero por el valor de los terrenos que cede a los particulares".

Dentro de este criterio, el diputado Alessandri, propone y sostiene con energía se dicte una ley con las siguientes normas: "Un plazo máximo de cuatro meses para pedir nueva mensura todos los que se crean con derecho a ello; que la mensura se practique dentro de los seis meses después de la sentencia; que en ella intervenga un funcionario de la delegación fiscal de salitreras; y, por último, que esta mesura se apruebe por los jueces de Santia-go y que siempre se consulte al tribunal superior, el cual deberá evidenciar si realmente ha sido practicada dentro de los límites señalados en el pedi-mento".

Con anterioridad, Alessandri había estudiado a fondo el problema relativo a la propiedad salitrera y por esta razón le es fácil apoyar al Gobierno del Presidente Riesco, en la búsqueda de una solución en evento de tan grande importancia para la riqueza fiscal y que puede transformarse en foco de agi-taciones y disturbios de gravedad para la paz interna.

Desde el año 1904, siendo Ministro de Hacienda don Maximiliano Ibáñez, buscábase la manera de solucionar este gravísimo problema relativo a la constitución definitiva de la propiedad salitrera, pues la opinión pública exigía poner coto a los abusos a que pudieran dar margen estas operaciones. Con este motivo, el señor Ibáñez propuso una ley que Alessandri combatió enérgicamente, porque, según su juicio, atentaba contra los derechos par-ticulares adquiridos legítimamente al amparo de las leyes peruanas y bolivia-nas, "cuyo respeto —afirmaba el diputado Alessandri— se imponía a Chile, no sólo por su carácter de país vencedor, sino también, por los tratados vi-gentes". Al mismo tiempo de combatir a Ibáñez, el señor Alessandri patro-cina otra ley que corrige los abusos de los cuales se habla y respeta, por otra parte , los derechos individuales.

Ahora bien, un año después de este asunto, don José Tomás Matus, Juez

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j e l Crimen de 'Talca —donde se distinguió por el esclarecimiento de un b r i l l a n t e y difícil proceso—, es ascendido al Juzgado del Crimen de Santiago e n recompensa a su eficiencia en el desempeño de sus labores.

En este cargo abandona la judicatura para ocupar un sillón en el Congre-so, en el carácter de diputado radical, Partido al cual sirve con vehemencia.

jyfatus —de acuerdo con los Apuntes del señor Alessandri— es un hombre h o n o r a b l e , con poco vuelo, pero apasionado y sostenido en sus opiniones. Ha logrado captar la amistad y estimación del Presidente Montt, y tiene bastante ascendiente sobre sus juicios!

"El desempeño de sus funciones judiciales en la persecución de delitos .-nos escribe don Arturo—, lo predispone a verlos aparecer en todas partes, y, m o v i d o por este sentimiento y recogiendo rumores callejeros, se le ocurre haber descubierto que las oficinas salitreras plantificadas en Antofagasta y e n Taltal, con pampas reconocidas y entregadas a particulares por reite-r a d a s sentencias de los Tribunales de Justicia, han sido constituidas median-tes procedimientos dolosos.

"Matus convence al Presidente que es menester rescatar para el Fisco las pampas mal habidas, sin consideración a nada, ni a nadie. Para preparar la acción judicial, se llama a La Moneda a don Miguel Luis Valdés, que es Fiscal de la Corte Suprema, y jurista de inmensa reputación.

"ILa consulta se hace al Fiscal de la Corte Suprema sobre la base de dar por establecidos los hechos de una adquisición dolosa o fraudulenta de las pampas salitreras. En esa virtud, don Miguel Luis Valdés opina que la acción que procede es la reivindicatoría. Y, sin más trámite, el Gobierno pide el nombramiento de un Ministro en visita, para que se traslade a Taltal, a fin de instaurar y tramitar los procesos consiguientes. Nombra también y manda al terreno, a un abogado especial; suspende de sus funciones al Juez del Departamento, al Gobernador y al Prefecto y envía de estación al puerto de Taltal un buque de guerra.

"Tras todo este aparato, que infunde, como es natural, verdadero terror en ese departamento y en la provincia de Antofagasta, se presenta ante el Ministro en visita, un escrito firmado por el Director del Tesoro, en el cual se pide la reivindicación de una cantidad inmensa de pampas salitreras, acompañada de medidas precautorias gravísimas, sobre los propietarios in-cuestionables que las han obtenido por sentencias judiciales y que las benefi-cian en ejercicio de su derecho.

"Se decretan, también, numerosas órdenes de prisión. Y al mismo tiempo que se procede con tanto estrépito, persiguiendo delitos imaginarios, se echa a correr por calles y plazas, en forma sigilosa, el rumor de que hay muchos diputados comprometidos en los fraudes de Taltal, y que pronto se obtendrá del Gobierno el correspondiente desafuero para entregarlos a la sanción de la justicia.

"Una tarde del mes de enero —continúa el señor Alessandri— me paseaba en los andenes de la Estación Central de los Ferrocarriles, para tomar el tren que partiría en pocos momentos, a fin de dirigirme a Constitución, en busca de descanso, con mi esposa y mis hijos, que ya en su asientos, esperaban la partida del tren. Llegó hasta allí mi amigo y compañero Julio Puga Borne, diciéndome que en los pasillos de la Cámara, en los clubes, y en las charlas callejeras, se hablaba con insistencia de ciertas noticias llegadas de Taltal, en las cuales se afirmaba que iba a solicitarse el desafuero de algunos dipu-tados comprometidos en los fraudes salitreros, y que entre esos nombres figu-raba también el mío. Mi indignación por tan monstruosa calumnia, fue inmensa. Quise, naturalmente, volverme al centro con Puga, para aclarar y reventar la calumnia, medida a la cual hube de renunciar debido a las súpli-

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cas de mi santa mujer, que me imploraba no la dejara hacer un viaje sola acompañada de niños ch^íos, de noche y cuando era necesario alojar er¡ Talca.

"Presa de la mayor desesperación, accedí a los deseos de mi esposa, p e r o

como Ud. comprenderá, no pude conciliar el sueño en todo el trayecto, n{ durante mi alojamiento en Talca.

"¡Miraba con una piedad infinita el rostro tranquilo y sonriente de mi$ hijos pequeños, y comprendía la inmensa responsabilidad que me afectaba para evitar que cayeran manchas injustificadas sobre la frente de aquellos niños, de cuyo porvenir y educación me preocupaba sobre todas las cosas para convertirlos más tarde en ciudadanos útiles para el servicio de su país.'

"Regresé al día siguiente, una vez dejada mi familia en Constitución, y sin poder tampoco conciliar el sueño durante toda esa segunda noche de des! esperación me di a la tarea de inquirir con gente allegada a La Moneda si era efectiva la noticia que me había dado Julio Puga y si realmente exis-tían antecedentes en poder del Gobierno, en el sentido de que alguien hubiera hecho cargos en mi contra. Mis informaciones daban un resultado negativo sobre las acusaciones que pudieran mediar en este sentido; pero era evidente la satisfacción y la voluptuosidad con que los amigos del Gobierno de la Regeneración, saboreaban el es trépido producido alrededor de los imaginarios fraudes de Taltal .

" Ya un poco más tranquilo con mis averiguaciones previas, y convencido de que, por mucha que fuera la audacia, no llegarían hasta inventar hechos imposibles, me dirigí a la Cámara y en la sesión de 14 de enero de 1907, pronuncié un largo discurso en el cual empecé increpando duramente al Go-bierno por el completo abandono en que se mantenían los servicios públicos en las provincias del Norte, no obstante ser ellas las que contribuían con la más elevada cuota a formar el caudal de las rentas públicas.

"Manifesté cómo los puertos de embarque y desembarque carecían en ab-soluto de elementos necesarios para facilitar las operaciones a que estaban destinados, y que más que puertos, parecían sitios destinados a guardar y recoger los desperdicios. Critiqué la falta de servicios de policía en la pampa, que permitían el bandolerismo y el robo. Manifesté que no existían tampoco servicios civiles organizados, hasta el punto que las inscripciones de naci-mientos no se hacían y los matrimonios no se celebraban por falta de Ofi-ciales; no se extendían, tampoco, las partidas de defunciones, y se había hecho un hábito, enterrar a los muertos en cualquier parte y en los sitios más desamparados de la pampa.

" El pensamiento —dije— del gran Presidente Balmaceda, en orden a chi-lenizar la industria del salitre, se ha estado realizando desde que los Tribu-nales de Justicia otorgaron y reconocieron a los particulares el derecho de mensurar las pampas salitrales sujetas a títulos otorgados con arreglos a la Ley, y ahora que los chilenos empiezan a disfrutar de aquellos servicios, si pretende en defensa y amparo de los afortunados extranjeros beneficiario de las riquezas de Tarapacá, arrebatar a los chilenos su legítima propiedad y que disfruten de su trabajo, de sus acertados y gigantescos esfuerzos am-parados por la Ley y por las sentencias judiciales".

Manifesté bien claro que no amparaba ni podía amparar las incorreccio-nes y fraudes, si los hubiera; pero que nada explicaba el estrépido y el terror difundidos por algo que estaba muy lejos de justificar los temores y las medi-das del Gobierno. Agregué: "Porque en las 63 pertenencias, donde se han podido cometer incorrecciones, bien se pudieron corregir y evitar sus efectos, con un escrito sencillo, pidiendo la nulidad de todo lo obrado, por haberse omitido alguna formalidad legal de importancia. Es decir, con un pliego

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¿ e papel de veinte centavos, se habría podido arreglar todo. Se habrían ele-vado los autos a la Corte de Apelaciones, y todo habría quedado concluido, y sin embargo, ¡cuán inmensa es la magnitud del desastre que ha experi-mentado nuestro crédito en los mercados extranjeros!

D e s p u é s de todas estas consideraciones generales sobre la actitud injus-tificada del Gobierno y relativas a los inmensos perjuicios irrogados a la in-dustria y al país, con su actitud atolondrada e incomprensible, entré al te-r r e n o de mi defensa personal, que era objeto principal de mi discurso, para l e v a n t a r la calumnia que rodaba sigilosamente y que buscaba manchar in-justamente mi reputación. Comprobé que yo no tenía ninguna clase de de-r e c h o s salitreros en Taltal, y que, ni directa ni indirectamente había inter-v e n i d o en ninguna forma, por lo que se refería a títulos ubicados en aquel departamento. Mis únicos derechos en la industria estaban radicados en la O f i c i n a María Teresa, de Aguas Blancas, propiedad que compré con dinero p r e s t a d o por el Banco Mobilario a la Sociedad Anónima que se formó, y cuya escritura pública fue firmada por el propio señor Ministro, don Ra-fael Sotomayor, en su calidad de representante y apoderado de don Matías Granja y de la firma Granja y Cía. Las propiedades adquiridas y vendidas como apoderado representante de los dueños, por el señor Ministro Sotoma-yor, estaban mensuradas y entregadas a sus propietarios, desde hacía más de veinte años. Leí en seguida una carta personal, dirigida por mí, al señor Ministro de visita en Taltal, don José Astorquiza, que decía así:

"Santiago, 14 de enero de 1907. Señor don José Astorquiza, Presente. Estimado señor y amigo:

Tenga la bondad de decirme cómo es efectivo que, en la prolija investigación practicada por usted, en Taltal, no encontró mi nombre afectado en manera alguna, en los desgraciados asuntos de aquella ciudad, y en las incorrecciones que usted creyó encontrar. Anticipándole mis agradecimientos, soy de usted atto. y afmo. amigo (Fdo). Arturo Alessandri",

El Ministro me contestó:

"Señor Arturo Alessandri. Presente, Estimado amigo:

Tengo el agrado de decirle que es enteramente exacto cuanto usted afirma en su carta precedente. Soy su afmo. S.S. (Fdo.). José Astorquiza."

" Este documento era contundente, y quedaba mi reputación a salvo, aplas-tados la calumnia y el rumor ponzoñoso, echados a circular a la sombra, entre bastidores, sobre la tierra de los pisos mal aseados, para anonadarme e imponerme silencio, en tareas fiscalizadoras. En seguida manifesté que se protestaba contra la Compañía Salitrera "Progreso", alegando que había mensurado 21 descubridoras juntas y algunas al Norte del paralelo 23°, y, sin embargo, nada se decía de la compañía ele Salitres de Antofagasta, que había mensurado hasta 24 descubridoras juntas, y muchas al Norte del para-lelo 23°. Manifesté que aquel acto yo lo encontraba correcto y así debía ser, cuando el abogado de la Compañía de Salitres de Antofagasta era don Má-ximo del Campo, cuñado del Presidente de la República, quien, también, había sido beneficiado con esta operación, en su carácter de accionista de la citada compañía, circunstancia que bastaba para afianzar la corrección del acto, que, en otra forma, no habría sido aceptado en mi beneficio por el ac-tual Presidente de la República".

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A esta altura del debate, el señor Sotomayor expresó: " Si han procedido mal, se persiguirá también su responsabilidad; y el se.

ñor Alessandri, ¿afianzaría la afirmación que hace? "El señor Alessandri. Sí, señor Ministro; no crea Su Señoría que voy a ha-

cer planchas como las que el Gobierno y Su Señoría han venido haciendo en el último tiempo.

" Concretándome en seguida al objeto principal que yo perseguía, cuál era dejar bien esclarecido que ni remotamente me afectaban los sucesos de Taltal, y que na cabía la posibilidad de instaurarse ninguna acción en mi contra y menos la relativa a un posible desafuero, sostuve con Sotomayor el diálogo siguiente:

El señor Alessandri: —Declare Su Señoría ante la Cámara si el Gobierno tiene algúnos antecedentes relativos a la participación de diputados en los fraudes de Taltal. No le pido al señor Ministro una contestación inmediata.

" El señor Sotomayor: (Ministro de Hacienda) — Inmediatamente puedo contestar a Su Señoría. Se habría evitado tal vez este incidente, si Su Señoría me hubiera hecho esta pregunta al principio. El Gobierno no tiene ningún dato, absolutamente ninguno en este sentido. A las dos de la tarde he llama-do el señor Director del Tesoro, quien me ha manifestado que no había nin-gún dato, ni un solo rumor siquiera, de esta clase.

"El señor Alessandri: —¿El Gobierno no tiene entonces ninguna informa-ción en este sentido?

" El señor Sotomayor: —No hay antecedente ninguno, no se ha recibido co-municación alguna, y, si se hubiera recibido, puede estar seguro el H. di-putado por Curicó, que no habría tenido inconveniente para exponerlo en la Cámara, a pedido de Su Señoría; pues, sin ese pedido, no lo habría dado a conocer ni a la Cámara ni a nadie, sino que habría dejado el campo libre a la acción de los Tribunales, porque es a éstos a quienes corresponde esta-blecer la culpabilidad de los miembros del Congreso, y, una vez estableci-da la culpabilidad, pedir el desafuero a la Cámara respectiva.

"El señor Alessandri: —Se equivoca el señor Ministro; Su Señoría está re-bajando el debate y yo no lo quiero ni lo acepto. Se trata aquí de cosas gra-ves. Aquí se quiere dejar a unos hombres como bribones y a otros como hon-rados.

" El señor Sotomayor: —No he recibido comunicación alguna; se lo repito a Su Señoría.

"El señor Alessandri: -^Yo he pedido a Su Señoría que no me conteste si tiene o no datos, sino que me diga si es o no efectivo lo que se afirma que algunos diputados están comprometidos en fraudes. Eso es lo que le exijo que me diga hoy; los datos y comunicaciones que tenga podrá traerlos Su Señoría mañana u otro día; yo quiero que me diga el señor Ministro en qué consisten los cargos hechos a los diputados.

" El señor Sotomayor: —Si no se ha hecho cargo alguno, honorable dipu-tado.

"El señor Alessandri: —Pero sí se ha dicho que han hecho publicaciones en Taltal en contra mía.

" El señor Sotomayor: —Cuando lleguen las comunicaciones del caso las trasmitiré a la Cámara.

"El señor Alessandri: —Tiene Su Señoría la obligación de averiguar y de-cir a la Cámara, si son fundados los cargos que se hacen.

" El señor Sotomayor: —No, honorable diputado. El Ministro no tiene la obligación de estarle revelando y lanzando al público lo que pueda perjudi-car el desarrollo de una investigación judicial. Sin embargo, en ese caso, por consideración especial, estaría dispuesto a traer a la Cámara los cargos que

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s e formularan contra miembros de ella; pero, en este caso, no tengo nada que traer, pues, estoy seguro que no se me ha comunicado nada que afecte el h o n o r de Su Señoría o de algún otro honorable diputado.

" El señor Alessandri :—No crea el señor Ministro que he dirigido mi pre-gunta a Su Señoría porque crea que necesito de su absolución. Es otra cosa lo q u e pido. Yo quiero que se justifiquen los que han pretendido envolver en sus acusaciones a miembros del Congreso.

" El señor Sotomayor: —Esos son dichos que no hay para qué traer a la Cámara.

"El señor Alessandri: —¡Sí que hay esa obligación, cuando la maledicen-cia quiere comprometer a los diputados!

" El señor Sotomayor: —Mientras no haya un documento judicial, o un su-m a r i o formal, esa obligación no existe.

"El señor A'lessandri: —1Y0 le ruego a Su Señoría que tome más a lo serio este negocio, porque es impropio de Su Señoría querer disminuir su impor-t a n c i a . En cuanto a mí, cueste lo que costare, no consentiré que nadie mal-trate mi reputación.

Se derivó después el debate alrededor de que el Ministro no había tenido derecho legal para acreditar en Taltal, sin ley, un abogado ad-hoc, a quien se pretendía por nosotros que se le llamara a Santiago, para que diera las explicaciones del caso, en orden a los rumores que se habían dejado rodar tendenciosamente contra algunos diputados.

"Terminé mi discurso en los términos siguientes: "El señor Alessandri: —La Honorable Cámara comprende que lo que se

desea es inferir vejamen a una persona y darse el gusto de publicar que se ha presentado un escrito de acusación contra ella. Si la Cámara quiere ser vejada en mi modesta persona, sea enhorabuena; pero debo manifestar que, por elevado que se encuentre el autor de esos vejámenes, lo buscaré para darle el castigo que merece. No será la primera vez que en la historia de un pueblo se registre el caso de un hombre de honor y digno, que ha sabido ha-cerse respetar. Su Señoría, el señor Ministro, ha debido averiguar qué hay sobre estas imputaciones. Su Señoría no lo ha hecho, y todavía se ha manifes-tado en forma que puede calificarse de disimulada, para dejar el peso de la duda, en el ánimo de los señores diputados.

" El señor Sotomayor: —Yo he manifestado que no hay cargo ni antece-dente alguno contra Su Señoría, y temo mucho que Su Señoría se haya de-jado impresionar por noticias callejeras. . .

" El señor Alessandri: —Se trata, en este caso, de un diputado que no es afecto al Gobierno, y, por eso, tal vez, no se da importancia a los vejámenes de que le hace objeto un agente menudo fiscal. Ta l vez si me encontrara del lado del Ministerio, amparando a éste en su puesto, habría interés en res-guardar mi buen nombre".

"Terminó así la sesión, y, el Gobierno, convencido con la violencia del debate instaurado y con los antecedentes que se exhibieron, de la injusticia y error cometidos con los procesos de Taltal y Antofagasta, suspendió aquel procedimiento y quedaron en libertad los numerosos encarcelados. El Go-bierno cometió un gravísimo error, que tuvo consecuencias desastrosas para la economía general del país, al hacer fracasar negociaciones pendientes, que habrían servido para entonar el cambio, que se derrumbaba, y para dar vi-gor y movimiento a la situación económica y comercial del país.

En ocasión posterior, en circunstancias que se le reprochaba a Sotomayor, el monstruoso error cometido con respecto a los llamados fraudes de Taltal, muy orondo y satisfecho, contestó que "la medida había durado apenas 8 ó 10 días, y que el Gobierno había corregido su propio error."

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"Fue a mí a quien me dio esta contestación, y, antes que yo lo rebatiera Alfredo Irarrázaval, con aquel ingenio rápido y de relámpago que le carac-terizaba, le dijo: "Mucho menos, señor Ministro, duró el terremoto de agosto".

"Cualquiera creería que con las respuestas que me daba el señor Ministro reiteradamente, diciendo que el Gobierno no tenía ningún antecedente para juzgar que hubiera cargos en contra mía o de algún diputado, yo hu-biera debido darme por satisfecho; pero, conociendo como yo conocía a So-tomayor, y apreciando debidamente sus palabras, encontraba en ellas el propósito de dejar siempre la duda, ya que se limitaba a expresar que no tenía antecedentes y, en cambio, yo sabía, por uno de los ministros, que ha-bía recibido un cable del abogado ad-hoc en Taltal —Ernesto Bianchi Tup-per—, en el cual le afirmaba categóricamente que no había absolutamente ningún cargo en mi contra ni de ningún diputado, que sus nombres no ha-bían figurado en forma directa ni indirecta en el proceso, y que, en conse-cuencia, era falso de absoluta falsedad.

"En el colmo de la exasperación por la actitud poco franca y malintencio-nada del Ministro Sotomayor, hice llegar a sus oídos, que yo tenía conoci-miento de que, mientras me decía carecer de documentos, conservaba en su bolsillo, un telegrama categórico de Ernesto Bianchi Tupper , estableciendo la falta absoluta de fundamento de los rumores encaminados a hacer apa-recer comprometidos en los fraudes de Taltal a algunos diputados y también a mí. En el estado de exasperación en que me encontraba, en vista de tan infame actitud que en mi contra adoptaba por razones políticas y para pro-curar silenciarme, hice llegar hasta el Ministro, mi resolución inquebranta-ble de hacer luz completa sobre la falsedad de los rumores e imputaciones, a cualquier precio y a cualquier costo.

"Fue tal vez por eso que al día siguiente, en la sesión de 15 de enero, Sotomayor leyó el telegrama de Bianchi Tupper, en que éste desmentía categóricamente que hubiera cargos o pedido el desafuero de ningún di-putado.

"Con lo cual se terminó este incidente tan enojoso y el Gobierno tuvo que convencerse de que no había medios de silenciar a los diputados oposi-tores, con amenazas ni con calumnias."

*

La burla de la Ley de Conversión

Grave son los errores cometidos por el Gobierno del señor Montt, pero debe decirse, también, que gran parte de la labor del Presidente queda impedida en su desarrollo por la obstrucción legislativa21; y que una vez más demos-trará cómo es de justificado el descrédito en el cual va cayendo el Parlamen-to.

Veamos primero cómo proceden los representantes de la voluntad nacio-nal en los altos problemas de interés colectivo que debe resolver la Presiden-cia de la cual venimos ocupándonos.

'Por motivo de la reconstrucción del 'Puerto de Valparaíso, es indudable habrá de originarse una abundante importación de varios millones de pesos consistentes en materias primas, enseres y materiales destinados a ese objeto;

21E1 señor Alessandri fue el primero en declarar paladinamente su error juvenil al ayudar con la vehemencia de su palabra

al juego de descrédito de la autoridad pre-sidencial en que había caído el Congreso desde los días del sacrificio de Balmaceda.

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extraordinaria situación que traerá mayor demanda de letras sobre Europa y Estados Unidos, lo que, a su vez, deberá traducirse en un nuevo descenso ¿el cambio. "Sin embargo —escribe el doctor Valdés Cange— a pesar de la desconfianza que siembran constantemente los papeleros, el valor del billete se mantiene: sólo en octubre y noviembre el cambio baja de 14 d., pero en diciembre llegó a 141/4".

Mientras tanto, tenaz campaña de prensa mantenida por los intereses creado , y otra en igual forma persistente, desarrollada dentro del recinto de ¡as Cámaras, pretende convencer al país de la necesidad de una nueva emi-sión fiscal de billetes.

Pero esta vez, a pesar de los esfuerzos del grupo privilegiado (clase media enriquecida, extranjeros con fortunas, salitreros de último hora, conocidos señorones), la opinión pública no responde al viejo engaño ya con mala fa-ma secular; y de Norte a Sur de la 'República, una ola de indignación estre-mece los ánimos, expresando por vez primera, en forma visible, que una nue-va conciencia se ha creado en las jóvenes generaciones de la patria.

Luego nos referiremos a este acontecimiento, necesario de subrayar por lo que tiene de lección para los dedicados al estudio de la psicología colec-tiva.

Antes, consideraremos, brevemente, cuál es la situación moral de la Cá-mara en tiempos del segundo Presidente Montt y cuál es en realidad, su in-fluencia en los destinos de la República.

A fin de comprobar en forma respetable las afirmaciones recién hechas y las que luego habremos de hacer, copiaremos textualmente un artículo de crítica general al Congreso de 1907, aparecido en las columnas editoriales del diario "El Ferrocarril", el 27 de enero de ese año. Refiérese el articulista a las sesiones noctunas celebradas en la Cámara de Diputados del 24 al 26 del mes antedicho. Dice, después de algunas consideraciones intercaladas con algunos jocosos diálogos mantenidos durante los debates:

"Algunos diputados duermen, dando ruidosos ronquidos; otros llaman sin cesar a los oficiales de la sala, pidiéndoles whisky con soda, jerez con Apollinares, coñac con Panimávida.

"Las interrupciones se cambian a cada instante entre los que se conservan despiertos. Al-gunos se rien a carcajadas por cualquier motivo. De repente llegan tres diputados a la sala, haciendo curvas y equis con lamentable dificultad.

"Uno es reconvenido por otro colega, en forma cortés, lo que exaspera a un joven diputa-do monttino, quien medio se incorpora y con voz indecisa exclama:

"Vaya a cantarle a su abuela". "Otros apuran sus vasos, y sin miramiento de ningún género para la Cámara, se injurian

con incomprensible crudeza, pero reconociéndose dispuestos a no molestarse. "Varios repiten a cada momento: "No hay que enojarse compadre". "Un diputado de la minoría repite su turno, mirando con ojos bastante distraídos al ora-

dor: "¡Qué divertido! ¡Siga tostando!. "En fin, el espectáculo que ofrece la Cámara en estas sombrías horas de la madrugada

(seis de la mañana) es sencillamente grotesco, vulgar, incalificable. "Nadie oye a nadie. A intervalos salen unos en dirección del comedor, y en la sala de se-

siones se sienten los estampidos de los corchos de las botellas de champaña. Parece, por mo-mentos, que hubiera un fuego graneado.

"Las salas, llenas de humo que despiden los cigarros puros. El ambiente, impregnado de vapores alcohólicos. Los diputados en orden disperso. Aquél tiene los pies sobre una mesa. Ese otro ronca estrepitosamente. Este, con el chaleco abierto y sin corbata, parece sumido en sueño mortal, como si lo acabaran de fusilar. Es un cuadro que mortifica, que ofende el de-coro parlamentario.

"Más que sesión permanente, parece una merienda de negros. "Uno de los oradores se saca el cuello de la camisa y los puños, para hablar con más como-

didad, y los colegas de la Cámara, celebran la operación."

A diferencia de todos los pueblos de firme fundamento democrático, el chileno no poseía, en grado de misticismo, el amor por la tradición incorpo-rado en la sangre y espíritu de otras masas. Así, por ejemplo, la norma de las leyes imperativas sólo tenían para ella, la masa, sentido de obligación forza-

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da. Se cumple la ley porque hay una fuerza constituida que obliga a cum-plirla en caso de resistencia. Se dirá que este es el movimiento instintivo de cualquiera colectividad. De acuerdo. Pero —nos adelantamos a rebatir— n o se trata de exigir perfecciones absolutas inexistentes en pueblo alguno-lo que se reclama es mayor efectividad en los fines del orden administrativo' que con defectos y todo, ha logrado conseguirse en los países de buen stan-dard social. Y en este caso nos afirmamos en el aserto de que los chilenos con respeto a los países tradicionalistas, no tienen ningún misticismo por las leyes imperativas, y cuando lo aparentan, es sólo por un sentimiento de obligación impuesta.

Ahora bien, ¿cómo habría sido posible en presencia de esa desorganiza-ción del Poder Legislativo, que el sentimiento individualista de los chilenos crítico por excelencia y murmurador por oficio, no reaccionara profunda-mente indignado? ¿Cómo, al mismo tiempo, ante la propaganda cada vez mayor de un cúmulo de ideas económico-sociales de carácter revolucionario flotantes en el ambiente, habría podido sostenerse en pie la que fuera respetable institución, pero ahora ya con su prestigio moral en descenso? ¿Con qué fuerzas habría podido sostenerse?

La respuesta se halla en el desarrollo de los acontecimientos expuestos en esta obra, acontecimientos caracterizados por la grita amenazadora de las multitudes y por el desprecio y abandono con que se rodea al Congreso en su sorda labor gubernativa.

Vanos intentos quieren afirmar la vida del parlamentarismo, pero la co-rrupción del medio político se apodera ya de los órganos generadores del Parlamento, que no ceden a ningún impulso desinteresado. La Ley se impo-ne en un proceso de civismo jurídico, de derechos conscientemente ejercidos; y ésta no puede alardear de tal, si se afirma en errores y vicios constitutivos. Las equivocaciones corregidas indican talento y previsión, mucho más cuando el bien público lo exige. Y en este caso es miope el legislador que imagina inexistentes las fuerzas del espíritu por la simple .razón de no verlas en expresiones cotidianas, visibles al ojo de los policías.

No puede mantenerse en pie —sería inaudito poder hacerlo—, un sistema de Gobierno que trata de resolver la cuestión social a tiros, y por cada justo reclamo hecho por los obreros en las ciudades industriales del país, quedan las calles urbanas cubiertas de cadáveres y los hospitales atendiendo a cen-tenares de heridos.

*

La nueva alquimia: el oro convertido en papel

En la primera quincena de julio de 1907, la Cámara de Diputados aprueba la idea de una nueva emisión de curso forzoso, fijada en la suma de $ 30.000.000.

Colocándonos en el punto de vista de los que consideraban una necesidad la emisión papelera, se puede excusar la primera emisión debido a las exi-gencias motivadas en su tiempo por la escasez de circulante; también puede atenuarse la gravedad de la siguiente emisión, de haberse creído la promesa pública hecha entonces de que aquélla sería la última; pues, en las admi-nistraciones por venir, nuevas emisiones iban a ser del todo imposible (sic). Pero la presente no tiene disculpa ni excusa, pues con ella lo único que va a conseguirse es convertir en sistema, dándole empleo de resorte guberna-tivo a un procedimiento de emergencia que se presta, al mismo tiempo, a torcidos manejos e inmoralidades.

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¡La emisión de 1904 se hace con cambios fluctuantes entre 16i/£ y 17 d„ lo q u e permite creer que su efecto en la desvalorización del circulante (pa-saba de 50 a 80 millones) no sea mucho.

La emisión que sigue se decide con cambios entre 14 y 15 d.; subía de 80 a 120 millones. Ahora no se titubea en aprobar la otra que viene a preci-pitar la desvalorización de la moneda. Con ella se llega a los 150 millones, con un cambio de 1214 d.; y habiéndose tenido cambios inferiores a 12.

El 27 de agosto de 1907, el proyecto de emisión de $ 30.000.000 en billetes f i sca les es ley de la República; hemos dicho que con esta nueva emisión la c a n t i d a d de circulante en billetes alcanza a $ 150.000.000.

Esta medida legislativa viene a irritar aún más el ánimo público ya de por sí sobreexcitado con la campaña de la prensa y los organismos de opinión, ánimo crítico formado, desde hace algún tiempo, al margen de los intereses partidistas. Para calmar este malestar profundo, la ley antedicha autoriza el procedimiento inflacionista, siempre que la Oficina de Emisión los canjee en una correspondencia de 18 d. por peso. Este canje se hará para los que hubiesen depositado oro sellado en esa Oficina, "en conformidad a los ar-tículos 10 y 20 de la Ley N<? 277, de 11 de febrero de 1895, o de certificados que acrediten que ese oro se ha depositado en Londres a la orden y satis-facción del Gobierno de Chile."

Tales depósitos ganarán intereses, y sólo podrán retirarse después de 30 días de aviso, quedando exclusivamente destinados al canje de billetes en conformidad al artículo 3?; el cual artículo dice a la letra: "Los depositantes recibirán un certificado nominativo para retirar el oro depositado en San-tiago o en Londres mediante la restitución de la cantidad correspondiente en billetes fiscales".

"Los certificados serán endosables para el efecto de rescatar el oro de-positado".

Como se ve, no es muy claro el sistema por el cual se trata de convencer al país que si una persona deposita en la Caja de Emisión 18 d. por peso, recibirá en canje un billete, que, según el cambio internacional, sólo se coti-za en 12 d., por peso.

Por otra parte, la propia emisión aparece como sospechosa a los ojos de la ciudadanía y de los economistas, tanto nacionales como extranjeros. Precisa recordar que según el artículo 14 de la ley que comentamos, esta emisión de 30 millones en billetes de curso legal se invertiría "en adquirir, por propues-tas públicas, bonos de la Caja de Crédito Hipotecario, cuyo precio no exceda de la par, a razón de $ 6.000.000 el primer mes, y de $ 3.000.000 cada uno de los meses siguientes."

Se desprende, pues, de la misma ley, que la nueva emisión no es impuesta por necesidad premiosa de las arcas Fiscales, ya que se acaba de comprobar que el total de los 30 millones se destina a invertirla en cédulas de la Caja Hipotecaria: es decir, se emite papel para comprar otro papel.

En un interesante estudio, don Agustín Ross22 advierte como son general-mente los propietarios agrícolas los que hipotecan sus fundos, obteniendo, mediante esas operaciones, bonos de la Caja Hipotecaria, movidos del vivo interés de venderlos al mejor precio posible. Advierte, además, que éste es el mismo círculo dominante en el Congreso y que dicta las leyes.

Sin embargo, lo dicho no es todo; a la inmoralidad de los procedimientos anteriores, debe añadirse el ningún sentido económico de los "papeleros" o partidarios de nuevas emisiones de billetes de curso forzoso. Aclarando este aspecto del problema, algunos años más tarde, en 1912, el diputado al Con-

^"Chile (1851-1910): 60 años de Cues- mas boticarios, ¡iones monetarias financieras y de proble-

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greso Nacional don Guillermo Subercaseaux, dirá, entre otras cosas, en la Cámara haciendo una síntesis de lo sucedido desde 1904:

"Hay dos capítulos de elasticidad en el sistema monetario metálico: 19, el metal que entra y sale del pais, aumentando asi o disminuyendo el stock monetario, y 2c, los billetes <¡e Banco convertibles a la vista, que se emiten según las necesidades del mercado." "En nuestro régimen de billetes del Estado no ha habido elasticidad alguna. En 1904 la circulación total se componía de 50 millones de pesos en billetes fiscales: ni un billete más ni uno menos. Presentada la crisis de circulante ¿qué hacer con ella? Si no se buscaba la elasticidad entrando al régimen metálico acompañado del billete bancario, ni tampoco al sistema de Caja de Conversión, no quedaba más camino que el de aumentar las emisiones de billetes del Estado. Pero ¿en qué cantidad era necesario aumentar la circulación del billete? No había norma, ni base alguna objetiva, sólo podía recurrirse a las apreciaciones del Go-bierno y del Congreso. Se emitieron 30 millones más, únicamente porque asi se les antojó. Con las mismas razones pudo haberse emitido 20 ó 40 millones. Cuando un Banco bien dirigido emite sus billetes, lo hace teniendo en cuenta las necesidades corrientes del mercado de los préstamos o descuentos; y de esta manera puede regularse una emisión a las exigencias del mercado. En nuestro régimen del billete de Estado aumentable a voluntad del Congreso y nunca disminuible, no ha podido sino procederse arbitrariamente.

"Emitidos los 30 millones de 1904, los precios suben, la especulación sigue, y todo parece muy bien, cuando en 1906 se vuelve a presentar el mismo apuro monetario y los Bancos vuelven a clamar por falta de billetes. Los efectos vivificadores de la inyección de 1904 ha-bían pasado y la situación de la crisis monetaria se repetía nuevamente. Ahora no era posible pensar en conversión ni en Caja de Conversión, porque el cambio estaba ya depreciado. Se acudió nuevamente a la terapéutica de los incrementos de las emisiones, y se autorizó un aumento de la circulación de 40 millones de pesos. Esta cifra de 40 millones era, por lo demás, tan arbitraria como lo había sido la anterior, de 30 millones. Aplicada esta nueva inyección', el enfermo se siente restablecido nuevamente, y continúa su vida de jolgorio y de especula-ción. El cambio sigue bajando y los precios en general siguen subiendo; o lo que es lo mismo, la moneda sigue desvalorizándose.

"Poco duró la felicidad. Viene el terremoto y en 1907 se vuelve a presentar igual situación, con igual clamoreo de falta de moneda; y, a pesar de las protestas del Ejecutivo, se acude nue-vamente a la terapéutica obligada del aumento de la emisión. Salen entonces los últimos 30 millones de billetes."

A la inmoralidad únese pues, como natural aliada, la más perjudicial ig-norancia. Considerando estos hechos es como llega a justificarse el lenguaje agrio que en folletos, tribunas y artículos de prensa se emplea para condenar los desaciertos del Gobierno.

En el Norte del país el descontento obrero adquiere proyecciones amena-zadoras, mientras los periódicos proletar.ios en artículos llenos de virulencia y rencor en contra de los capitalistas, azuzan los ánimos.

La bomba puede estallar de un momento a otro. El Gobierno asiste a su lenta "descalcificación" y nada hace para evitar las posibles negras conse-cuencias.

Los dolorosos acontecimientos que pronto habrá de lamentarse no serán otra cosa, entonces, que los efectos lógicos de tales causas de imprevisión gubernativa.

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Crisis económica de Tarapacá

A principios de diciembre de 1907 se inicia en el puerto de Iquique en los talleres de maestranza, herrería y calderería del Ferrocarril Salitrero, un movimiento huelguista que tiene por objeto solicitar aumento de jornales, consecuencia inmediata de la nueva emisión de treinta millones en billetes de curso forzoso.

Aquí debieran haber terminado las cosas, si los fenómenos sociales no tu-vieran raíces más profundas que las imaginadas por el común de las gentes. La Empresa Ferrocarrilera —asequible— se compromete a pagar en adelante

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| o S jornales y sueldos tomando como base el cambio de 16 peniques, y abo-n a n d o la diferencia cuando éste se mantenga a menos de dicho tipo.

Pero en la mañana del jueves 5 de diciembre, los cocheros y los conducto-res del Ferrocarril Urbano, solicitan aumento de un peso diario sobre el s u e l d o percibido hasta entonces.

•Los "urbanos" son menos felices que sus compañeros del Ferrocarril Sa-litrero. La Empresa recientemente había aumentado los sueldos; y contesta a los huelguistas que no lo volverá a hacer ni en un solo centavo, prefiriendo paralizar el tránsito si los obreros insisten.

Esta actitud de la Empresa origina gran descontento en los huelguistas, los cuales tratan de impedir que algunos de sus compañeros transigentes acudan al desempeño de sus trabajos. Naturalmente, esa cohesión obliga a la Empresa del Ferrocarril Urbano a solicitar el amparo de sus derechos, y para protegerla acude tropa de policía. Esto permite normalizar el servi-cio, a tal punto que casi el público no alcanza a notar la tentativa de huelga.

pero a esa misma hora los trabajadores marítimos presentan, también, una solicitud pidiendo aumento de salario.

La situación, pues, se complica. El día 10 de diciembre la gente de mar del puerto de Iquique, nerviosa

por la espera, envía un verdadero ultimátum, a quienes corresponde, a fin de que se les dé el ajuste de los jornales a razón de un cambio fijo de 16 pe-niques.

Este documento, escrito en lenguaje oscuro e incorrecto, dice:

"Los suscritos por sí, y en representación de nuestros compañeros, de quienes estamos autorizados, venimos a decir que, después de imponernos de la escala de pago que nos dan los dueños de lanchas y embarcadores, a quien prestamos nuestros servicios, y que se dice a nuestra petición, de que nuestros jornales se nos paguen en el 80 por ciento de recargo sobre el actual depreciado billete; la aceptamos sólo para los ajustes de la presente semana que tendrá el día de mañana sábado, tanto porque la forma como dicha escala está compuesta, no consulta el monto que pedimos, como porque hoy tiene el billete el 125y2 por ciento de recargo en vez del 114 por ciento que tenía ayer; y estando de acuerdo por estimar equitativo el pago de salario al tipo de 16 peniques con que ya han remunerado los operarios de mu-chas instituciones del Estado y particulares, pedimos de una vez por todas que desde el lunes 9 del presente nuestros servicios sean abonados al tipo de 16 peniques, ateniéndonos a la mis-ma forma como convino el día de ayer para sus operarios el Ferrocarril Salitrero de esta pro-vincia, para saber si el día indicado podemos trabajar a los señores embarcadores conforme al pago que solicitamos, esperando contesta mañana al efectuarse nuestro ajuste.— Diciem-bre 10 de 1 9 0 7 - (Firmado) . - R. Villalobos.- P. Villalobos."

Hasta este momento las casas de comercio debían pagar sus jornales a los trabajadores de la ribera al tipo fijo de 15 peniques, según la tarifa gradual aprobada de mutuo acuerdo. Ahora bien: el continuo descenso del cambio que ha llevado el valor de la moneda hasta el tipo de 8 peniques, desconoci-do antes en la historia económica del país, determina un alza del 75% en el monto de los jornales con respecto al percibido por los trabajadores en marzo del mismo año; lo que significa 12 pesos diarios como término medio para cada hombre.

Pero los trabajadores alegan que nunca se les abonaron los salarios a un tipo de cambio fijo y que tampoco éstos se aumentaron en forma equitativa y teniendo como base la pronunciada desvalorización de la moneda.

"Si hemos solicitado el pago de nuestros salarios al tipo fijo de cambio de 16 peniques —di-cen— es porque tenemos conciencia de lo justo de nuestra solicitud. Desde luego, las Casas Salitreras no se perjudican en lo más mínimo con pagar nuestros jornales en oro, por cuanto el salitre se vende al extranjero en libras esterlinas y no en desvalorizados billetes de 8 peni-ques y fracción, por peso. Tampoco la Industria Salitrera peligra; y nos fundamos para ase-gurar esto en que el precio del salitre se mantiene siempre firme y todas las ventas de estas sustancias se pagan en pesos oro o en libras es ter l inas . . ."

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Después de las antedichas consideraciones, siguen argumentando en forma:

"El menor valor de la moneda chilena beneficia en alto grado a los industriales salitreros-pues si antes se nos pagaba con moneda de 16 peniques, hoy se nos paga con moneda de 8 peniques y fracción. Y si tomamos en cuenta que antes nuestros jornales se pagaban con bi lletes de 16 peniques y hoy se pagan con billetes de 8 peniques, tenemos que las Casas Salí treras se benefician con la baja del cambio. La razón es sencillísima, por cuanto con la suma de oro invertida ayer en el pago de un solo trabajador alcanza hoy para pagar a dos opera rios. Mientras esto sucede, tenemos que los artículos de consumo suben hasta lo inconcebible y nosotros tenemos que comprarlos por el precio fijado en plaza, el cual se ajusta, más o me-nos, al cambio de 16 peniques. Si con moneda de este tipo nosotros debemos pagar los artícu-los de consumo de mas indispensable necesidad para la vida diaria, justo es que, para obtener esos artículos, se nos paguen nuestros jornales al mismo tipo de cambio a que se ajustan los precios de las mercaderías en el comercio. Y ese tipo de cambio no baja de 16 peniques."

Esta argumentación de los obreros estaba sostenida por la resolución adop-tada por la Empresa del Ferrocarril Salitrero y por algunas fábricas que acceden a lo solicitado por los operarios con respecto a la fijación de los jornales, tomando como punto de relación para el pago de las diferencias que ocasiona el cambio internacional, el tipo de 16 peniques por peso.

Sin embargo, a pesar de que varias empresas convienen en aceptar el pedi-do de los trabajadores, otras se niegan terminantemente a hacerlo; y así el movimiento huelguista iniciado en la primera semana de diciembre toma cuerpo lentamente pasando de uno a otro establecimiento y de una fábrica a otra, para encontrar en todas partes la cohesión de los obreros y en muchas la buena voluntad de los patrones frente a las exigencias de mejoramiento de sueldo. Es así como llega el sábado 14, en que la huelga toma un nuevo cariz de gravedad. Ese día los trabajadores de la Pampa Salitrera se adhieren al movimiento. Más o menos 2.500 trabajadores de las oficinas del Alto San Antonio abandonan sus faenas a las 7 de la mañana del sábado y emprenden viaje a Iquique pernoctando en el Desierto y llegando a la capital tarapa-queña a las siete y media de la mañana del domingo.

Ese mismo día en la tarde, se verifica en Zapiga otro meeting huelguista, al que asisten alrededor de dos mil personas. El meeting celebrado con todo orden y compostura, queda sintetizado en las siguientes conclusiones:

"A S. E. el Presidente de la República: El pueblo de Zapiga, reunido en asamblea pública con el concurso de la mayor parte de los trabajadores de establecimientos salitreros de la pampa tarapaqueña, acordó unánimemente pedir a S. E. despliegue todas las energías pro-pias del Primer Magistrado de Chile, dentro de la Constitución y de las Leyes y el resguardo y beneficio del pueblo oprimido, estando S. E. seguro de que el pueblo lo acompañará con su sanción en toda ocasión en que S. E. cumpla su programa de regeneración de Chile.

"F. A. Aldal, presidente — José S. Morales, vicepresidente — R. Pérez C., prosecretario."

El lunes siguiente, como prueba de simpatía a los huelguistas pampinos, gran parte de los trabajadores de la ciudad suspenden sus respectivas faenas, lo que da lugar a que patrullas armadas recorran las calles en previsión de posibles disturbios.

Mientras tanto, la primera autoridad de la Provincia reunida con presti-giosos vecinos del puerto, trata de solucionar el conflicto en marcha que amenaza convertirse en una verdadera movilización proletaria, cuyo lógico punto de concentración no puede ser otro que el puerto de Iquique.

'Después de largas deliberaciones, el comité huelguista acuerda enviar un memorial exponiendo las condiciones pedidas por los obreros a las compa-ñías salitreras, dándoles a éstas una tregua de 8 días para estudiar detenida-mente los diversos tópicos presentados y llegar a soluciones que consulten los intereses de ambos; los obreros regresarían inmediatamente a las oficinas

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a r e a n u d a r el trabajo en la forma acostumbrada, quedando, se subentiende, en libertad para continuar la huelga en caso de fracasar el arreglo.

pués bien, a objeto de cumplir el compromiso de reanudación de sus f a e n a s habituales se dirijen los obreros a la Estación de los Ferrocarriles Sa-l i t r e ros , donde Jos esperaban tres convoyes compuestos de carros planos, uti-l i zados para'la carga diaria, en vez de coches de pasajeros.

_ " N o somos animales —expresan los trabajadores—; somos gentes, tan cristianos como los gringos. Queremos coches de pasajeros".

C o m o no se accede a esta petición, los obreros resuelven no embarcarse, y r e g r e s a n a la plaza Prat, donde se celebra un meeting; en seguida el Comité se dirige a la Intendencia dando a conocer al representante del Ejecutivo el p r o p ó s i t o de los huelguistas de no regresar a las oficinas hasta no conocer una resolución definitiva de sus patrones.

y otra vez más, arriba de dos mil obreros pernoctan en las salas de la E s c u e l a Santa María, donde desde la tarde del domingo se les prepara aloja-miento. Esta casa iba a transformarse, muy pronto, en un símbolo del desamparo proletario: la casa de la tragedia, donde la inepcia de los pode-rosos, la anarquía de los humildes y la iniquidad ambiente en que respiran todos, dejaría la prueba inapelable de la crisis moral porque atraviesa la República.

*

La tragedia de la Escuela Santa María

Los obreros de la pampa tarapaqueña presentan, a las 15 horas del lunes 16 de diciembre de 1907, un memorial, que en sus partes principales, refiérese a las siguientes peticiones de interés inmediato:

"Suprimir el sistema de fichas y vales, que son en gran parte la causa del movimiento huelguista en cuyo nombre hablan."

"Obtener el pago de los jornales al tipo de cambio de 18 d." "Permitir el libre comercio en todas las oficinas salitreras." "Ordenar que los "cachuchos" sean cubiertos con rejas de fierro para im-

pedir las continuas desgracias que sufren los operarios." "Ordenar que en todas las pulperías se tenga balanza y vara para confron-

tar las mercaderías que en ellas se venden." "Ordenar que se hagan las habitaciones de locales necesarios para fundar

escuelas en los establecimientos salitreros." "Declarar que en los casos de paralización de una oficina se dé a cada

trabajador de diez a quince días de desahucio." Los anteriores acuerdos se reducirían a escritura pública, firmándola los

jefes de casas salitreras y los representantes de los obreros. El martes 17, más o menos a las 18 horas, una manifestación que sube de

6.000 almas, se dirige a la Intendencia a fin de hablar con el representante del Ejecutivo.

Este funcionario les manifiesta una vez más los buenos propósitos que le animan y los esfuerzos que'hace para solucionar cuanto antes el conflicto producido entre los trabajadores de la provincia y los dueños de oficinas sa-litreras.

Agrega, también, el representante del Ejecutivo, que S. E. el Presidente de la República ha nombrado una comisión, compuesta del general Silva Re-nard, el coronel Ledesma y don Carlos Eastman para que solucionen el pro-blema en referencia.

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El pueblo aplaude al señor Intendente y se retira en perfecto orden al local de la Escuela Santa María.

En la noche, a eso de las 6, llegan 1.600 trabajadores más de las oficina del Norte, Centro y Sur Lagunas. Y a las 3 de la mañana del día siguienteS

unos 1.500, que provienen de las oficinas comprendidas en el Cantón dé 'Pozo el Monte; a saber: Peña Chica, Keryma, San 'Donato, La Palma y s a n

José. T o d a esta gente, como la anterior, busca alojamiento en la Escuela Santa María, ya definitivamente estrecha para seguir recibiendo ese verdade ro alud humano.

•Ahora bien, al margen de la peligrosa situación del momento, el ánim0

público se pliega cada vez más hacia los puntos de vista en que están coloca-do los trabajadores; especialmente al referido a la fijación en oro de la moneda nacional.

Días antes, el comercio de Iqu ique había hecho una presentación a S. E. el Presidente de la República, pidiendo su poderosa ayuda en este sentido; v el Primer Mandatario, con fecha 18 de diciembre, había contestado telegrá-ficamente lo que sigue:

iPienso, como ustedes, que la estabilidad en el valor de la moneda es una condición necesaria para la marcha regular de las industrias y el comercio, y que la estabilidad no puede tenerse sino en la moneda de oro. Las continuas y enormes fluctuaciones del papel moneda impiden o hacen casi imposible la fijación equitativa de los sueldos de todas las clases y en general la justa remuneración del trabajo. Uno de mis principales deberes es dar cumpli-miento a la ley que ordena el retiro del papel moneda y su reemplazo por moneda de oro, para lo cual debe mantenerse intacto el fondo de la conver-sión. Todos mis esfuerzos van encaminados a este propósito, que es de inte-rés público primordial. El Congreso autorizó, por ley de agosto último, la contratación de un empréstito para completar el fondo de conversión. La voluntad de los poderes públicos está, pues, solamente manifestada en el sentido de que la mala moneda de papel debe sustituirse por la buena moneda de oro. Falta sólo ejecutar esa voluntad y ese es mi deber.—Pedro Montt.

A las 3 de la tarde del día 20, fondea en la bahía de Iquique, a proa del "Blanco", el crucero "Ministro Zenteno", en el cual vienen el Intendente ti tular de la provincia, don Carlos Eastman, el general don Roberto Silva Renard y el coronel don Sinforoso Ledesma.

Una compacta muchedumbre, no inferior a 2.000 almas, acude a recibir al representante del Ejecutivo, que goza de mucha popularidad en los círculos de la opinión tarapaqueña.

El señor Eastman hace el trayecto hasta las oficinas de su cargo, en medio de una verdadera ovación; ya en la Intendencia se dirige al pueblo en los siguientes términos:

"Pueblo de Tarapacá. Os saludo. "Me había retirado con el ánimo de no volver; pero vosotros me habéis

llamado. "Vengo de la capital y traigo la palabra y los deseos del Excmo. Presi-

dente de la República, que son los de solucionar estas dificultades en la forma más favorable para vosotros, consultando con equidad los intereses de los industriales salitreros.

"Mi viaje obedece a este propósito: de volveros a ver de nuevo en vues-tras faenas, contentos y tranquilos.

"Estudiaré las desavenencias entre obreros y patrones, y para ello espero me secundaréis en todo sentido, hasta conseguir el éxito que espero."

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Mientras tanto, continúa el éxodo de trabajadores de la pampa con rumbo al puerto de Iquique.

El viernes en la tarde, un hecho inusitado viene a caldear los ánimos j e los huelguistas pampinos que aún no han emprendido la marcha al puerto. En efecto, en la mañana de ese mismo día —el 20— un gran nú-mero de trabajadores, 600 más o menos, tratan de oponerse en la estación Buenaventura, a las fuerzas de línea, y aun de desmoralizar a la tropa in-s inúandole se rebele en contra de sus superiores. El jefe de ella, al mando de 10 hombres del batallón Carampangue, llama al orden a los huelguistas, advirtiéndoles que si no modifican su actitud se verá en la imperiosa nece-sidad de proceder conforme a sus deberes de soldado.

Naturalmente, no lo oyen. En este caso —como en todas las decisiones de la multitud— la prudencia no deja escuchar su voz. Insisten los huel-guistas en sus procedimientos, y el oficial, agotados los recursos de la pa-labra, ordena hacer fuego. Algunos muertos y numerosos heridos son las víctimas de esta primera colisión entre la indisciplina que ya principia a fermentar en esa inmensa muchedumbre del desierto, sedienta de justi-cia (aunque para hallarla use de cualquier medio) y las fuerzas armadas mantenedoras del orden y de las leyes fundamentales.

En el mismo día de los sucesos de /Buenaventura, al entrar la noche, llega a Iquique un tren con 1.500 huelguistas, con algunos heridos del intento de rebelión.

El tren es recibido por un destacamento de fuerza de línea, cuyo jefe impone a los huelguistas la orden de marchar directamente a su alojamiento en la Escuela Santa María. Los heridos son llevados al hospital.

Al día siguiente, a las 8 de la mañana, el Intendente recibe en la sala de su despacho a los miembros de la Combinación Salitrera que deben pro-nunciarse sobre el memorial ya presentado y sobre las modificaciones in-sinuadas, después, por el comité huelguista.

Esta vez, como en otras anteriores, los representantes salitreros mani-fiestan tener buena voluntad para estudiar las proposiciones y reclamos hechos por los trabajadores; pero, sin adelantar más, advierten al mismo tiempo al señor Intendente no creer que son esos los momentos adecuados para resolver cuestiones de tanto alto interés; pues, si bien es cierto que desean satisfacer a los trabajadores, no pueden descuidar tampoco, por preci-pitación désmedida, los justos intereses de los capitales que ellos están en-cargados de salvaguardar.

"Estamos —dicen— bajo la presión inmediata de diez a quince mil huel-guistas reunidos en la ciudad; de modo que no tendríamos libertad para llegar a un arreglo equitativo, pues la atmósfera existente tiende a obli-garnos a aceptar sus puntos de vista y no, como debe ser, a discutir un acuerdo."

En esta situación de ánimo, y a f in de conciliar la actitud declaradamente intransigente de patrones y obreros, el señor Eastman propone someter a arbitraje las dificultades, nombrándose uno o dos árbitros por cada parte y un tercero o un quinto en discordia, elegido de común acuerdo por los dos o los cuatro árbitros.

Los miembros de la Combinación Salitrera no tienen dificultad en aceptar estas ideas del señor 'Intendente, pero a condición de que los huel-guistas vuelvan inmediatamente a las oficinas de la pampa, para evitar -d icen ellos— el pésimo efecto moral que importaría resolver bajo la imposición de la masa trabajadora aglomerada en la ciudad.

Eastman comunica esta resolución de los salitreros al comité huelguista

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y lo invita a concurrir a la Intendencia, a fin de ver modo de adoptar un temperamento definitivo.

Como se esperaba, la nueva actitud de los salitreros se considera, por ]0 s

pampinos, como un lazo burdo tendido a fin de inutilizar los efectos del pa . ro, quebrar la huelga, y una vez conseguidos esos fines, resolver sólo toman, do en cuenta sus particulares intereses, burlando una vez más la justicia a que ellos, los trabajadores de la pampa, creen tener derecho. No acceden pues; y en respuesta al l lamado de la autoridad contesta el "Comité Huel' guista" en nota número 397 y un sello que dice: "Comité Central Unido Asamblea de Salvación Obrera. Pampa e Iquique".

En esa información se comunica que el directorio central de los traba-jadores ha recibido verbalmente un llamado al local de la Intendencia pero el comité ha creído más conveniente no asistir, pues cree mucho más práctico que el Intendente nombre una comisión para entenderse con él. Su ausencia del centro de la huelga puede producir desórdenes capaces de ama-gar la situación; pues parece que en pago de las atenciones de los operarios hacia el Intendente, ahora se les provoca para desviarlos de la senda que se han trazado. Por último, que el comité insinúa el camino práctico de entenderse por medio de notas o comisiones, teniéndose la seguridad que para ese efecto los huelguistas darán las más amplias facilidades.

Este documento es, sin duda alguna, de una manifiesta gravedad. Fren-te a la autoridad constituida trata de erigirse un poder extraño con la idea de resolver cuestiones ya no sólo de interés particular, sino de tras-cendencia pública ciudadana, como de potencia a potencia.

iPara tratar de este hecho en todas sus consecuencias, debemos conside-rarlo en conjunto y con la más alta imparcialidad. Lo haremos más ade-lante, pero mientras, y a f in de no interrumpir el desarrollo expositivo señalaremos el procedimiento a todas luces maquiavélico que vienen em-pleando los miembros de la Combinación Salitrera, como es el de colocar en fránco y definitivo antagonismo al representante del Ejecutivo con los obreros. Hasta el dia anterior —20 de diciembre—, la huelga de Iquique era una protesta, una formidable protesta en contra de precisos y determi-nados hechos ejercitados o permitidos por los patrones del salitre y que los trabajadores de la pampa consideraban abusivos. Ahora es otra cosa: preci-pitados los acontecimientos hacia un peligroso terreno de invasión de facul-tades, la actitud de los obreros para con la primera autoridad de la provincia toma un cariz revolucionario que ningún régimen de gobierno, por muy débil que fuera, podría permitir.

Para imponerlos de la inconstitucionalidad de los derechos que desean atribuirse los huelguistas, el señor Eastman manda llamar al presidente de la Sociedad Mancomunal de Obreros; pero comete u n error: les exige aceptar los medios conciliatorios ofrecido por los salitreros, uno de los cuales pide el inmediato regreso de los trabajadores a sus faenas del desierto.

Con esto, el señor Eastman, tal vez sin quererlo, se coloca de lleno junto a una de las partes, pierde su condición de mediador y se hace sospechoso de parcialidad frente a la masa obrera.

El presidente de la Mancomunal regresa a la Intendencia después de mediodía y manifiesta al representante del Ejecutivo, ser portador de la respuesta de los huelguistas en orden a que éstos no aceptan el regreso a la pampa, agregando, al mismo tiempo, que de no acceder a cuanto ellos solicitan de sus patrones, están dispuestos a regresar a las tierras del Sur, de donde fueron traídos a las calicheras por un falso espejismo de prosperidad.

A todo esto, la alarma del vecindario hácese cada vez más intensa; la presencia de aquellos quince mil hombres, aglomerados desde el domingo

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15 en la Escuela Santa María y en la Plaza Manuel Montt, llena de pavor el ánimo de numerosas familias, temerosas del estallido de una revuelta popular, por lo cual buen número de ellas, creyendo factible un aconteci-miento de esta naturaleza, abandona sus hogares y busca refugio en los buques surtos en la rada del puerto.

La alegría habitual de la ciudad de Iquique se pierde entre nubes de pre-sag ios . Sus calles antes bulliciosas, dan ahora espectáculo de abandono. Todos los negocios y establecimientos están clausurados desde días atrás. No hay tránsito, y los escasos vehículos circulantes, deben llevar el pase o permiso de su cgmité; porque si en verdad en el hecho legal el orden no se ha subvertido, lo cierto es que los trabajadores han coordinado sus aspira-ciones obedeciendo a la autoridad central impuesta por los huelguistas. Aún más: muchos obreros no simpatizantes con el movimiento, se pliegan a él por miedo a las represalias de sus compañeros.

De este modo la tensión de los espíritus, hácese cada minuto más sombría. Pequeños grupos de huelguistas visitan a los comerciantes particulares, reco-giendo erogaciones para sostenerse. Nadie se niega a ello; pues creen que dé hacerlo corren grave peligro, caso de no ser sofocada la rebelión. Por otra parte, los miembros de la colecta, bien percatados del ánimo en el puerto se aprovechan, psicológicamente, de este "complejo de inferioridad". Guan-do en alguna casa se niegan a dar un óbolo, sacan con prosopopeya una libreta, apuntan la calle y el número, y al lado de la dirección hacen una cruz. . .

Es la amenaza para mañana, la espada de Damocles oscilando a ojos vistas sobre la cabeza de la "burguesía". ¡Aquella muchedumbre rampante ha logrado imponerse a la Capital del Salitre con la sola presencia de su miseria hirsuta!

Se dice que los huelguistas van a incendiar la ciudad; y las compañías de bomberos están permanentemente acuarteladas y listas para cualquier even-tualidad. Se dice, asimismo, que pronto se va a iniciar el saqueo del puerto, y tropas de la Marina y del Ejército recorren las calles con el rifle al hombro y el ojo avizor.

Pero ninguna de estas medidas es capaz de calmar la tremenda inquietud pública; pues se duda de la eficacia de las Compañías de Bomberos en pre-sencia de aquella enorme masa de quince mil huelguistas; y no merece mu-cha fe la fuerza de línea, sabiéndose, como se sabe, que los huelguistas han estado pregonando a la tropa de no hacer fuego contra ellos, pues son sus camaradas de ayer en la guardia nacional, y hermanos además, hijos de esa madre común, allá en tierras del Sur, que es la sufriente miseria de la gleba.

En esta situación de intensidad nerviosa, la Intendencia, poco después del mediodía del 21, hace dar curso al siguiente decreto:

"Intendencia de Tarapacá. "Iquique, 21 de Diciembre de 1907—En bien del orden y la salubridad públicos, he acor-

dado y decreto: "Los huelguistas concentrados en la Escuela Santa María se trasladarán al local del Club

de Sport. "Comuniqúese al jefe militar de la plaza para su inmediato cumplimiento.— Eastman.—

Julio Guzmán Carda."

El general don Roberto Silva Renard, Jefe de la División, recibe ese decre-to como a la 1 d e l día. Para obedecerlo ordena la inmediata formación de as tropas, y poniéndose al frente de ellas, marcha con sus hombres, a fin

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de rodear el local de la 'Plaza Manuel Montt y la Escuela Santa María, edil). ció este último donde se guarecen los huelguistas.

*

La masacre

La presencia de las tropas provoca en los huelguistas situados en la azotea de la escuela gran vocerío, a la vez que se agitan banderas rojas y se pide a las tropas no cumplir las órdenes de hacer desalojar el edificio de la

escuela. A objeto de calmar a los huelguistas, se dirigen a ellos el Gobernador

Marítimo de Iquique, capitán de navio señor Aguirre, y en seguida el 'Co-mandante del crucero "Zenteno", señor Wilson. Ninguno de los dos consigue los fines perseguidos.

Para el individuo en muchedumbre —anota la experiencia de la historía-la noción de imposibilidad desaparece. El individuo aislado se da cuenta de que, solo, no puede ejecutar ciertos actos. Formando parte de una muche-dumbre, tiene conciencia del poder del número, y éste basta para sugerirle ideas injustificadas de violencia. Todo obstáculo será deshecho con rabia. "Si el organismo humano permitiera la perpetuidad del furor —escribe un psicólogo—, puede conceptuarse que el estado normal de la muchedumbre contagiada sería el furor".

Las autoridades de Iquique están en presencia del aumento de la cólera popular y la amenaza del relaje en la disciplina de las fuerzas armadas. La incertidumbre y falta de perspicacia de las autoridades locales plantea, a Silva Renard, un equivocado y tremendo dilema: o corre el riesgo de perder toda su autoridad —y con ello entrega a Iquique a los horrores del vanda-lismo—, o hace cumplir las órdenes que ha dado, con el imperio de la fuerza, aun a trueque de una tragedia. Se consideró —repito— un dilema, cuando existían, además, otras posibilidades viables.

Llega el momento definitivo. Tras larga espera en busca de un acuer-do salvador entre sitiados y sitiadores, y, "viendo que eran inútiles todos mis esfuerzos pacíficos y persuasivos —dice el General en el parte que envía al Intendente de la Provincia el día 22—, me retiré, haciéndoles saber que iba a emplear la fuerza.

"Reuní a todos los jefes que me acompañaban y estudié con ellos la posi-bilidad de obtener la sumisión con las armas blancas. Se comprobó que esta operación no daría resultado por lo apretada y compacta que se mantenía la muchedumbre en el interior.

"El capitán de navio señor Aguirre, volvió a dirigirse a los huelguistas y lo mismo hizo el comandante señor Almarza, advirtiéndoles se iba a hacer fuego y la gente pacífica debía retirarse hacia la calle Barros Arana, y yo volví nuevamente a decírselo logrando que unos doscientos se apartasen y colocasen en la calle indicada, no sin ser insultados por la muchedumbre rebelde que momento a momento se iba exaltando más, con la inacción de la tropa durante hora y media, ocupada en parlamentar con los huelguistas.

"Ordené, a las 3 3/4, una descarga por el piquete del "O'Higgins" hacia la azotea ya mencionada, y por el piquete de la marinería, situado en la calle 'Latorre, hacia la puerta de la escuela, donde estaban los huelguistas más rebeldes y exaltados. A esta descarga se respondió con tiros de revólver y aun de rifles, que hirieron a tres soldados y dos marineros, matando dos caballos de Granaderos.

"Entonces ordené dos descargas más y fuego a las ametralladoras con pun-

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tería fija hacia la azotea donde vociferaba el comité entre banderas que se agitaban y toques de cornetas. Hechas las descargas y este fuego de ametra-lladoras, que no duraría sino treinta segundos, la muchedumbre se rindió. Hice evacuar la escuela y todos los huelguistas, en número de seis mil o siete mil. rodeados por las tropas, fueron conducidos por la calle Barros Arana al Club Hípico".

Hic finis band i . . . Aquí termina el discurso. Y también la tragedia. Varios cientos de cadáveres —el parte oficial afirma que sólo fueron 149— quedan ahí tumbados, como triste símbolo de una rebeldía inútil y de una vieja fatiga resuelta en tempestad.

Cae la tarde. El dolor de las pérdidas irremediables entra junto con el agravamiento de la miseria económica, en muchos hogares modestos de la provincia de Tarapacá. Oscar Sepúlveda, poeta santiaguino avecindado en el Desierto, escribe entonces, en versos destilantes de amargura, el sentir de muchos ante aquel cuadro de pavor:

Una tristeza grande se clava en el corazón; una bandera negra distiende su emoción; sobre un montón de cadáveres solloza la nación. ¡Oh, Dios, cómo es difícil otorgar el perdón!

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Se deslindan responsabilidades

Hasta aquí sólo hemos expuesto el desarrollo del movimiento huelguista iniciado en Tarapacá, en diciembre de 1907 y epilogado en el puerto de Iquique el día 21 del mismo mes, con los trágicos sucesos de la Escuela Santa María. Precisa ahora estudiar estos hechos y deslindar, con honrado juicio las responsabilidades históricas que de ellos se deriven. Para este objeto, vamos a utilizar primero el parte oficial del señor Eatsman, Intendente de Tarapacá, enviado al Ministerio de interior con fecha 26 de diciembre de 1907. Citaremos a la letra los párrafos de este documento a los que en seguida tendremos que referirnos:

"Señor Ministro: Tengo el honor de dar cuenta U.S. de los acontecimientos que se desarro-llaron en esta provincia, desde mi llegada a la ciudad en la media tarde del día 19 del actual.

"En la misma tarde recibí en la sala de mi despacho a los miembros del Comité General de los huelguistas, y después de prolongada conferencia en la que les escuché detenidamente hasta penetrarme bien de sus peticiones, les ofrecí llevarlas a los representantes de los sali-treros, para considerarlas inmediatamente.

"Momentos después, recibí al presidente y los directores de la Combinación Salitrera y conferencié largamente con ellos, en busca del deseado acuerdo que pusiera término inme-diato a las dificultades entre trabajadores y patrones, las que mantenían en alarma constante a la ciudad y a toda la provincia.

"Los salitreros me manifestaron su buena voluntad en orden a estudiar y resolver atina-damente sobre las peticiones de los trabajadores; pero también me manifestaron que no les era posible discutir bajo la presión de la considerable masa de huelguistas concentrada en la ciudad, porque, si en estas condiciones accedieran a todo o parte de lo pedido por los traba-jadores, perderían el prestigio moral, el sentimiento de respeto, que es la tínica fuerza del patrón respecto del obrero.

"El día viernes, en la tarde, recibí nuevamente al Comité de los huelguistas y le mani-festé que los salitreros no desoían sus peticiones, pues estaban dispuestos a considerarlas y resolverlas en las mejores condiciones posibles de conveniencia y equidad para unos y otros; pero pedían que los trabajadores volvieran a la Pampa dejando en la ciudad para que los representara un Comité más o menos numeroso y de la absoluta confianza de los huelguistas.

"El Comité me expuso que sobre esa base sería muy difícil, quizás imposible, conseguir la vuelta de los trabajadores a las oficinas; y que, para obtener este objeto, proponía la jcJea

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de que se aumentaran los jornales en 60% durante un mes, tiempo que estimaban suficiem para que el Comité general de los trabajadores estudiara y resolviera con los salitreros i 6

resolución definitiva sobre las diversas peticiones anotadas en el memorial, que en original acompaño bajo el número 16.

"A las 8 de la mañana del sábado recibí por segunda vez a los directores de la Combina ción Salitrera, y les manifesté las proposiciones del Comité Huelguista. Les agregué qUp S. E. el Presidente de la República, defiriendo a las insinuaciones, me había autorizado ca-blegráficamente para decir a los patrones que el Supremo Gobierno concurría con la mitad del aumento de los salarios que se acordara durante el mes que se calculaba duraría el estudio de la resolución definitiva de las dificultades.

"Los salitreros me replicaron que no hacían cuestión de dinero, pues tenían el propósito de resolver sobre las peticiones de los trabajadores en forma equitativa y correcta, y nje

reiteraron su propósito de no resolver bajo la presión de la masa, porque esto significaría una imposición manifiesta de los huelguistas y les anularía por completo el prestigio moral q u e

siempre debe tener el patrón sobre el trabajador, para el mantenimiento del orden y la co-rrección en las faenas delicadas de las oficinas salitreras."

De la lectura de los párrafos anteriores, del parte oficial del Intendente de Tarapacá al señor Ministro de lo Interior, salta a la vista del menos perspicaz un hecho curioso que nosotros subrayamos en capítulo anterior. Ya los miembros de la Combinación Salitrera no tratan de buscar arreglo, sino lisa y llanamente liquidar la huelga con el sometimiento incondicional de los obreros, los cuales deberían regresar inmediatamente a la Pampa a continuar sus labores de costumbre.

Aún más, no aceptan otro arreglo que éste, ni aun en el caso en que el Gobierno quiera intervenir con su ayuda pecuniaria.

"No hacemos cuestión de dinero", replican al señor Eastman cuando éste les dice tener autorización cablegráfica de S. E. el Presidente de la República para concurrir con la mitad del aumento de salarios que se acuerde. Gua-recidos tras de una dignidad mal entendida, creen ellos que "ceder en todo o en parte a lo pedido por los trabajadores, sería perder el prestigio moral, el sentimiento de respeto, única fuerza del patrón respecto del obrero". Aquellos miles de hombres reunidos en Iquique manteniendo el paro de las faenas de la Pampa, eran una amenaza; y el capital no puede discutir en una atmósfera viciada por el peligro de una multitud que grita y exige...

Estos argumentos dichos en forma culta, mesurada, hacen impresión en el ánimo de la primera autoridad de la provincia. Sin embargo, como se colige fácilmente de la exposición documental, no son los salitreros quienes ceden, sino el propio Gobierno, dispuesto a facilitar, durante un mes, la mitad de los fondos para el aumento de salarios solicitado y dar término así a los peligros que encierra la paralización de la industria del Desierto cuan-do motivos tan justos han inducido a los trabajadores a la suspensión gene-ral de las faenas. Pero este desaire, esta falta de deferencia para con el Supremo Gobierno, no es comprendido en toda su gravedad. Sin embargo, es fácil imaginarse sus consecuencias: Si no se aceptan las insinuaciones ofrecidas por el Presidente de la República, menos se irán a aceptar las peticiones de los huelguistas. Desde ese instante las gestiones de los pampinos están condenadas al fracaso. Deben ceder o disolverse; pero cuando hay quince mil hombres reunidos y la cólera ha hecho presa en el ánimo de la multitud, es muy difícil que cualquiera de estas dos situaciones se realice de modo pacífico y normal; en casos como éstos seguramente no existen dos ejemplos donde no haya existido la intervención del Ejército, es decir, de la fuerza pública. Desde este punto de vista las medidas ulteriores del Inten-dente significan un triunfo de la política de los patrones: han conseguido su objeto.

Ahora bien, descontada la petición de aumento de salario —los salitreros, como ya lo hemos indicado, "no hacen cuestión de dinero"—, los otros pun-tos solicitados por los obreros refiérense a inveterados abusos y abandono de

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algunas obligaciones patronales, lo que ya ha dado lugar, en épocas ante-riores, a numerosas protestas de los pampinos y a un continuo malestar en el desempeño de sus labores. Como se recordará, estas peticiones, de a c u e r d o con su importancia, pueden quedar reducidas a cuatro: 1? Pago j e salario en oro de 18 d.; 2? Medidas de seguridad para los "cachuchos"23; 39 Indemnización por los accidentes del trabajo, especialmente con los ocu-rridos en los mismos "cachuchos", y 49 Libertad de comercio en el interior de la 'Pampa.

Cualquiera que sea el criterio de las personas impuestas de estos antece-dentes, estamos seguros de su acuerdo con estas peticiones de los obreros de suyo razonables; aún más, que era de inmediata urgencia —por la jus-ticia de sus móviles— que ellas fueran satisfechas. Defiéndense los salitreros, como ya lo hemos expuesto; no harán concesiones —dicen— presionados por la fuerza numérica de una multi tud declarada en huelga; ellos están conformes en hacer justicia, pero necesitan tranquilidad y paz para delibe-rar con autoridad moral suficiente y en completo dominio de sus derechos.

Lo anterior sería creíble y encontraría disculpas a través del tiempo, a pesar de los errores que la tragedia originó el 21 de diciembre, si el pro-ceder de los capitalistas salitreros hubiese concordado con sus reiteradas declaraciones a favor del bienestar social de los trabajadores pampinos, por desgracia, los hechos y la conducta posterior de los dueños del salitre frente a los problemas por resolver, no guardan relación con sus palabras. Es preciso el transcurso de un largo período para que estas humanas peti-ciones de los obreros del Norte puedan realizarse en parte principal. Se necesitó —parece— la llegada de los norteamericanos con nuevos puntos de vista respecto al standard de vida que debe darse a los obreros para que aquellos capitalistas comprendieran cómo se actúa en una democracia cuan-do existe en ella un ponderado sentido de lo que deben ser las relaciones entre el Capital y el Trabajo.

Si hubo faltas a la autoridad, cientos de obreros pagaron con sus vidas el intento de rebelión. Pero, también, es necesario decirlo acusadoramente: el peso de la justicia gravitaba de parte de los trabajadores.

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Protesta de Alessandri sobre los acontecimientos de Iquique

Frente a los hechos acabados de exponer, don Arturo Alessandri Palma, por cuarta vez elegido diputado por el departamento de Curicó, se alza en su sillón parlamentario para protestar con vehemencia, por la imprevisión gu-bernativa que acaba de dar margen a hechos tan cruentos.

"En sesión de 27 de diciembre de 1907 —nos dice—, el diputado obrero por Valparaíso, Bonifacio (Veas, se refirió a "la inhumana masacre de Iquique, cuando los obreros formulaban peticiones justas en orden al me-joramiento de sus condiciones materiales". Me adherí a aquella protesta y responsabilicé de tales actos luctuosos al Ministro del Interior, que segu-ramente había impartido las órdenes respectivas. Sostuve que actos de esta naturaleza iban encaminado a sondear la opinión a fin de ver si era po-

^Fondos de fierro, de gran dimensión, atendidos por obreros expertos —que tra-bajaban desnudos dentro de estas gigantes-cas "pailas"—, donde se efectúa el cocimien-to del caliche ya previamente molido. Este cocimiento se hace a una' temperatura de

más o menos 120 grados centígrados. Las desgracias ocurridas, años ha, en

los "cachuchos", eran casi diarias. Es de fi-gurarse cómo saldría un operario después de caer a un baño de esta naturaleza . . .

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sible la clausura del Senado, para asumir la plenitud del poder, pues se corría con insistencia que tales consejos se daban casi a diario al Presidente de la República. "Felizmente —dije—, el país no permitiría semejante lo-cura". iDel propio parte oficial del señor Silva Renard queda establecido que

los obreros no cometieron desórdenes ni actos de violencia, limitándose a gritar y a mover banderolas, sin ejecutar ninguna clase de hechos o actos públicos.

"El señor Ministro debía saber —agregué—, que los movimientos sociales no se han corregido ni evitado jamás por actos de atropello y violencia. El único medio eficaz consiste en remover las causas e injusticias que los pro-vocan. Entre el capital y el obrero existen relaciones jurídicas recíprocas-

tienen derechos y deberes discutibles en una huelga; la facultad del Estado se limita a procurar un arreglo, mantener el orden y a garantir el derecho al trabajo de los que quieran concurrir a él.

"Planteé así mi doctrina social en aquella oportunidad y fui consecuente con aquellos ideales cuando yo mismo llegué al timón del gobierno.

"Acusé de imprevisión a los Poderes del Estado, ya que, como lo había dicho en muchas anteriores oportunidades, se sentía malestar y síntomas de que podrían agudizarse los problemas sociales, y no fui oído. Máxime cuan-do, durante el gobierno de Riesco, se nombró una Comisión presidida por don Rafael Errázuriz Urmeneta, que se trasladó por vía de estudio al Norte, y señaló muchas necesidades y reclamaciones justas de los obreros, que debie-ron atenderse sin dilación.

"Extendí, también, mi protesta, a la circunstancia que el Gobierno hubie-ra clausurado o impedido la circulación de diarios en Iquique y en Santiago, por el hecho de haber defendido a los obreros.

"En la sesión de 30 de diciembre del mismo año 1907, Malaquías Concha pronunció un larguísimo y fundado discurso, apoyando la protesta de Veas y mía por la horrorosa e injustificada matanza de obreros en la Escuela Santa María. 'Probó la injusticia del acto, la inhumanidad y la violación de las leyes que ella representaba. Sotomayor atacó rudamente en su réplica a los obreros y sus peticiones. Defendió la actitud de la autoridad, basándose en la peregrina doctrina que si existía una Constitución escrita, existían también exigencias naturales, que obligaban a los gobiernos, ante todo y so-bre todo, a mantener el orden público y evitar que se repitieran los luctuosos sucesos ocurridos en Valparaíso, con motivo de la huelga de 1903, y en San-tiago en 1905.

"En sesión de 2 de enero de 1908, continué atacando severamente al Go-bierno por los sucesos de Iquique y por los atropellos cometidos contra imprentas en Santiago y ese puerto, porque unían sus protestas a la mía.

"Seguí criticando la incomprensión del Gobierno por haber desatendido y retardado la solución del problema social hacia el cual tantas veces se le había llamado la atención.

"Defendí al obrero chileno contra los injustos ataques que se le hacían, y sostuve que fue impulsado a la huelga por sus necesidades y por la situa-ción que se le creaba por la injustificia de los capitalistas y por la situación económica angustiada del país. Dije, entonces:

"Si el Gobierno no cambia de política, si no sabe prevenir los aconteci-mientos, si no afronta resueltamente remediar la situación económica, no puede esperar horas tranquilas. Es deber del Gobierno, deber elemental, ineludible, resolverse a conjurar por todos los medios a su alcance, la crisis económica en que está la raíz del mal; cuando los países están enfermos no se puede acudir a la política del "laisser faire". Si hay gangrena en un país, si sufre de una enfermedad crónica y aguda, deber del Gobierno es preocuparse

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vivamente, de arbitrar medidas que sanen, o que, a lo menos, alivien al en-fermo. De lo contrario, señor Presidente, el pais puede ser arrastrado al bor-de de un abismo y, los primeros en caer pueden ser los hombres de Go-bierno. .."

"Me detuve atacando, en seguida, vigorosamente, al Ministro, por actua-c i o n e s suyas en pasados gobiernos, e insistí en que la actual administración n 0 había correspondido en sus actos a sus promesas ni a las esperanzas que la o p i n i ó n pública en ella fundaba.

"Nuestras reclamaciones y este debate fueron prolongados en las sesiones extraordinarias de 1907/8 hasta febrero de este último año. No pudimos obtener un pronunciamiento sobre los votos de censura que propusimos hasta que, en la sesión ordinaria de 6 de junio de 1908, sin obtenerlo tampo-co, consentimos, sin embargo, en dar por terminado el incidente. Cuando finalizó la legislatura extraordinaria a que me refiero, en el mes de febrero de 1908, me dirigí a Iquique para estudiar personalmente lá situación y apreciar de cerca la magnitud del crimen cometido. Me impuse de que los hospitales estaban pletóricos de hombres, mujeres y niños, sin piernas, sin brazos, sin ojos, que había mutilados por todas partes. Presencié un cuadro dantesco de horror y miseria. Todos los datos recogidos corroboraron nues-tras afirmaciones y protestas en la Cámara en orden a que la masacre fue absolutamente injustificada, debida a la imprevisión y a la falta de tranqui-lidad de las autoridades. Mi situación económica en aquellos momentos era dura, angustiosa. Carecía del dinero necesario para atender las necesidades más premiosas de la vida. La quiebra del Banco Mobiliario, que era el ha-bilitador e impulsador de la mayoría de las salitreras chilenas de Antofagasta y Taltal, paralizó todas las faenas que representaban mi activo, desaparecido por completo, frente a un pasivo superior a un millón de pesos, que habría sido sobradamente cubierto con mis derechos en las oficinas salitreras que habían apagado sus fuegos. Sólo al Banco Mobiliario quedé debiéndole 300 mil pesos, valor de un préstamo para comprar 40 mil acciones de la salitrera "María Teresa", cuyo éxito habría sido efectivo a no mediar la suspensión de sus trabajos, debido a la quiebra de la institución referida.

"Don Francisco Subercaseaux, director y principal accionista del Banco, me pidió que le garantizara el pago de mi deuda con la hipoteca de mi casa ubicada en la Alameda de Santiago y me otorgó un plazo de un año con derecho a recuperar mi propiedad si efectuaba la cancelación dentro del pla-zo. Los demás valores mobiliarios, incluso diez mil acciones de la Compañía Estañífera de iLlallaguas, las di en garantía al Banco de Chile, que me otorgó también plazo especial para cubrir mi deuda. Felizmente fui nombrado uno de los abogados partidores de los cuantiosos bienes quedados al fallecimien-to de don Federico Varela, y tuve la milagrosa fortuna de contar con el dinero necesario antes de vencer el plazo concedido para recuperar mi casa. Fue aquélla para mí una de las más grandes satisfacciones de mi vida. Mi esposa, que era una verdadera santa, que me consolaba y estimulaba en mis angustias económicas, ofreciéndome los más heroicos sacrificios para ayudar-me, quería mucho su casa, que yo había comprado por ella y para ella. Verla salir de ahí habría sido para mí un dolor inmenso, un verdadero desgarra-miento.

"Emprendí mi viaje a Iquique con el ánimo aplastado por el infortunio y con pocas esperanzas de rehacerme, dada la persecución tenaz de un Go-bierno voluntarioso y prepotente, que perseguía y castigaba con el peso de su influencia-a los adversarios políticos, en cuyas avanzadas me contaba yo. Me acompañaba en el camarote del vapor en que hacía mi viaje, don Francisco Rojas Huneeus, director o administrador entonces de la Quinta Normal de

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Agricultura. Había tomado yo la litera de arriba en el camarote, y, después de una noche de insomnio, aplastado por negros y tristes pensamientos sobre el porvenir, leía, muy de mañana, el libro "Grandeza y decadencia de R0. ma", obra de Guillermo Ferrero. Me detuve en las páginas dedicadas a Julio César, en donde el historiador pinta las inmensas miserias y angustias econó-micas sufridas por el joven político antes de que vislumbrara siquiera, lo qU e

más tarde fue. Esta lectura infundió en mi espíritu un aliento de optimismo y de esperanza, como si hubiera recibido una inyección extraordinaria de energías.

"Fue para mí una saludable enseñanza contemplar en esas páginas inspi-radas a un hombre que luchaba contra la vida y sus obstáculos, hasta llegar al éxito por la constancia de sus propósitos y su tenaz voluntad por alcan-zarlos.

"¿Desperté precipitadamente a mi compañero y amigo Rojas Huneeus, que dormía plácidamente, y volví a leer en voz alta los párrafos que tanto me ha-bían impresionado. Esa lección me enseñó a poner proa al temporal, hasta vencerlo; y así fue. Cumplí en Iquique mi deseo de mirar con mis propios ojos lo que debía fiscalizar como diputado. Y en cuanto a mi espíritu, se libró él de todo pesimismo, me entregué de nuevo con gran empeño al ejer-cicio de la profesión libre, con más. éxito que nunca y volví a ser lo que había sido: un hombre que dispuso en todo momento de los medios necesa-rios para vivir sin amarguras, no importa si modestamente. Ello estaba com-pensado por el afecto y cariño con que siempre me rodearon los míos".

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La cuestión con el Perú y el asunto de la corona

La guerra del año 1879, por lo que respecta al Perú, terminó con el Tratado de Ancón, suscrito el 20 de octubre de 1883 y canjeado el 28 de marzo de 1884.

La cláusula tercera del T ra t ado dice:

"El territorio de las provincias de Tacna y Arica, que limita por el Norte con el río Sama, desde su nacimiento en las cordilleras limítrofes con Bolivia, hasta su desembocadura en el mar; por el Sur con la quebrada y río de Camarones; por el Oriente con la República de Bo-livia y por el Poniente con el mar Pacífico, continuará poseído por Chile y sujeto a la legis-lación y autoridades chilenas durante el término de diez años, contados desde que se ratifique el presente Tratado de Paz. Expirado este plazo, un plebiscito decidirá, en votación popular, si el territorio de las provincias referidas queda definitivamente del dominio y soberanía de Chile ,o si continúa siendo parte del territorio peruano. Aquel de los dos países a cuyo favor queden anexadas las provincias de Tacna y Arica, pagará al otro diez millones de pesos, mo-neda chilena de plata, o soles peruanos de igual ley y peso que aquélla.

"Un protocolo especial, que se considerará como parte integrante del presente protocolo, establecerá la forma en que el plebiscito debe tener lugar y los términos y plazos en que hayan de pagarse los diez millones por el país que quede dueño de las provincias de Tacna y Arica."

(La circunstancia de no haberse suscrito el protocolo que f i jaría las condi-ciones plebiscitarias, da margen a una disputa entre Chile y Perú, pro-longada por largos años, discusión que, en algunas oportunidades, alcanza caracteres violentos, los cuales casi llevan a los dos países a una nueva guerra.

Cuando se aproxima la fecha de los diez años marcados para la celebración del plebiscito y sin convenirse sobre el protocolo establecido en el Tratado para celebrarlo, el Gobierno peruano empieza a preocuparse de la materia. Así, en el año 1892, el Ministro Jiménez manifiesta al Plenipotenciario de Chile en el Perú, don Javier Vial Solar, que ha llegado el momento de devol-

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verse la soberanía de los territorios ocupados al Perú, ya que pasado el plazo de diez años resultaba indebida la posesión de Chile.

La pretensión peruana es enérgicamente rechazada por Vial Solar, el cual sostiene que la posesión y soberanía de Chile en el territorio de Tacna y Arica, no puede terminar sino por un plebiscito, de acuerdo con lo ya estipulado.

Estas negociaciones resultan infructuosas. Mas tarde el Ministro Pleni-ponteciario del Perú en Chile, señor Riveyro, propone al Ministro de Relaciones Exteriores de Chile, don Ventura Blanco Viel, f i jar las condi-ciones del plebiscito sobre la base de que voten los peruanos mayores de 21 años y los chilenos con más de dos años de residencia. Esta negociación tampoco prospera. Don Javier Vial Solar es reemplazado como Ministro plenipotenciario en Lima, por don Máximo R. Lira, quien en 1895 nego-ciara con Candamo, Jefe de una J u n t a Militar Revolucionaria, y en seguida con el Ministro don Melitón Porras y el señor Ortiz de Zeballos. El Perú, ya en aquella época, habla de la "ocupación indebida" de Chile.

Lira, sin entrar a discutir las bases plebiscitarias, se limita a f i jar las con-diciones y garantías de la indemnización que debe pagar el país t r iunfante en el plebiscito; y, en marzo de 1897, f irma una Convención sobre la base de establecer un Tr ibuna l Arbitral, para f i jar las indemnizaciones debidas a los chilenos por los perjuicios irrogados con la guerra y en conformidad a la cláusula 12 del Tratado. Esta Convención es ratificada por Chile, mas el Perú se abstiene de hacerlo; por lo que, respecto a la fijación de las condiciones plebiscitarias, no se llega a ningún resultado. Lira pone término, pues, a su misión y es reemplazado por don Vicente Santa Cruz, que invita el 7 de agosto de 1897 al Ministro Riva-Agüero a continuar la negociación sobre la base del ajuste del protocolo plebiscitario.

Esta negociación tampoco llega a término. En febrero de 1898, el Perú nombra Ministro Plenipotenciario y Enviado Especial en Santiago, al Vice-presidente don Guillermo Billinghurst. Después de una prolija y detenida negociación, en la cual representa a Chile el Ministro de Relaciones Exterio-res, don 'Raimundo Silva Cruz, fíjanse las bases plebiscitarias y se nombra a la Reina Regente de España para fallar cualesquiera dificultades surgidas respecto al cumplimiento y desarrollo del plebiscito, en orden a quienes tienen derecho a voto y a los trámites a que éstos deben ajustarse.

Antes de suscribirse el protocolo, don Raimundo Silva es reemplazado por el Almirante don Juan José Latorre. Este protocolo es despachado favora-blemente en el Senado de la República; pero encuentra tropiezos muy serios en la Cámara de Diputados, en donde los partidarios de él —entre ellos el señor Alessandri— deben montar guardia durante largas y prolongadas sesiones; hasta que, el 14 de enero de 1901, la Cámara niega su acuerdo al protocolo, y recomienda al Gobierno seguir las negociaciones sobre otras bases.

En esta negociación, Perú ya no habla de la "posesión indebida" después de los diez años, por parte de Chile, reconociendo así nuestra tesis en orden a que no era fatal el plazo para la celebración del plebiscito y por lo tanto no había razón legal para que cesara la posesión y soberanía chilena sobre los territorios disputados.

Mientras Billinghurst negocia en Santiago, desempeña las funciones de Ministro Plenipotenciario de Chile ante el Perú, Domingo Amunátegui Rivera, que no puede obtener la ratificación de la Convención f i rmada por Máximo Lira, en relación al establecimiento de un Tr ibuna l Arbitral, fija-do en la cláusula 12 del Tratado, para indemnizar los perjuicios sufridos por los chilenos.

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Él 12 de enero de 19Ú0, es acreditado como Ministro Plenipotenciario en Lima don Angel Custodio 'Vicuña. Llega a Chile, en igual carácter, represen-tando al Perú, don Cesáreo Chacaltana, que da a las negociaciones un gir0

agresivo y duro, inadecuado para alcanzar la solución favorable de l a

cuestión en litigio. Empieza reclamando y exigiendo el despacho favorable del protocolo Billinghurst-La torre, despacho que la Cámara niega, pues el Gobierno no dispone de ningún medio eficaz para obligarla. Insiste con dureza, en la "ocupación indebida de Chile" después de los diez años. R e . clama de ciertas medidas tomadas por las autoridades chilenas en Tacna y Arica, contra profesores -que falseaban la enseñanza de la historia y la geo-grafía. Niega derecho a Chile para fijar límites entre Arica y Pisagua, desco-nociendo también la facultad de otorgar concesiones mineras o de terrenos Niega, asimismo, el derecho de Chile para otorgar una concesión sobre el ferrocarril entre Tacna y Arica. No quiere aceptar ni reconocer el patronato del Gobierno de Chile sobre las autoridades eclesiásticas. Protesta de nuestra soberana facultad para establecer en Tacna la Corte de Apela-ciones y declara ese territorio, zona militar. Por último, desconoce nuestro derecho y conveniencia de proteger industrias encaminadas al desarrollo y adelanto material de las provincias disputadas.

El Ministro de Relaciones Exteriores, don Emilio Bello Codesido, en varias brillantes notas de principios del año 1901, rebate enérgicamente las protestas de este plenipotenciario, y afirma los derechos de Chile basados en la soberanía que le otorga el Tratado, hasta que un plebiscito popular no resuelva en contrario.

La actitud de Chacaltana es seguida por circulares de la Cancillería del Perú llevadas a la Prensa, y en folletos de sus agentes desparramados por América y el mundo, en contra de Chile. Entretanto, aquella Cancillería trata de obtener a su favor el apoyo de los Estados Unidos de Norteamérica, y, fracasado aquel intento con la declaración del Secretario de Estado de ese país hecha a nuestro Ministro Plenipotenciario, señor Moría Vicuña, en orden a que la Casa Blanca no intervendría en ninguna forma, directa ni indirecta, salvo si sus buenos oficios fueran solicitados por los dos países, Chacaltana, como obedeciendo instrucciones de su Gobierno, declara rotas sus relaciones con Chile el 9 de marzo de 1901.

Nuestro Ministro 'Plenipotenciario don Angel Custodio Vicuña, se retira también de Lima. En seguida, Chile niégase a aceptar una misión confiden-cial de Prado Ugarteche, a todas luces destinada a poner obstáculos a la celebración del Tratado de Paz con Bolivia. Nuestro Gobierno manifiesta que no es oportuno negociar con el Perú, hasta terminar los arreglos pen-dientes con ¡Bolivia.

En su calidad de Ministro de Relaciones Exteriores del Perú, Prado Ugarteche, protesta enérgicamente por el Tratado que se firma con Bolivia, e insiste en el argumento de la "ocupación indebida" de Chile, después de los diez años. A pesar de ésto, en 1905, termina invitando a la Canci-llería chilena para negociar sobre el protocolo destinado a verificar el plebiscito.

El Ministro don Luis Antonio Vergara defiende en forma elocuente la doctrina y derechos de Chile y, por conducto del Secretario de la Legación que se queda en Lima, acepta la invitación de 'Prado Ugarteche. En vista de estos antecedentes, es acreditado ante nuestro Gobierno como Ministro Plenipotenciario, don Manuel Alvarez Calderón, diplomático caballeroso, inteligente, fino en su trato y lleno de buenos propósitos para arribar a una solución del problema. Llega acompañado de una familia que atraía por su educación y elegancia. En octubre de 1905 son afectuosamente reci-

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bidos por la sociedad y por don Federico Puga 'Borne, que desempeña el ¡Ministerio de Relaciones Exteriores".

Con el señor Alvarez Calderón se arreglan algunas cuestiones secundarias, tales como el restablecimiento del Cónsul Forero, a quien se le había cance-lado el exequátur, y se acuerda también el envío a 'Lima de don Rafael .Balmaceda en calidad de Ministro Plenipotenciario.

Don Federico Puga es reemplazado, poco tiempo después, por don Anto-nio Huneeus. Son las postrimerías del gobierno de Riesco, quien, sin llegar a n ingún resultado positivo, mant iene una larguísima negociación con don Manuel Alvarez. El diplomático peruano rechaza* la entrega del territorio disputado a Chile, propuesta por Huneeus sobre la base de una fuerte in-demnización. No se ponen tampoco de acuerdo sobre quiénes podrían votar válidamente en el plebiscito. Por su parte, Chile rechaza el arbitraje ofrecido por el peruano, para resolver ese punto .

Así quedan las negociaciones pendientes cuando asume el mando don Pe-dro Montt , el 18 de septiembre de 1906.

Su primer Ministro de 'Relaciones Exteriores, don Santiago Aldunate Bascuñan, dura escaso tiempo en el Ministerio y no prosigue negociaciones con Alvarez Calderón.

El sucesor de Aldunate, Ricardo Salas Edwards, solicita de Alvarez Calde-rón le indique el mínimum de sus exigencias. Este declara no aceptar cesión por dinero; exige la solución dentro del Tratado; en el plebiscito deben votar sólo chilenos y peruanos con cierta residencia; rechaza en abso-luto el voto de los extranjeros y pide que las mesas receptoras sean formadas por un chileno, un peruano y u n neutral . Insinúa, también, la idea de buscar un neutral como amigable componedor, para resolver las cuestiones pen-dientes. Esta proposición es rechazada por Chile. Como Alvarez Calderón no puede llegar a soluciones definitivas, regresa a Lima y renuncia en septiem-bre de 1907.

El Ministro chileno Rafael Balmaceda, no puede, tampoco, hacer nada práctico fuera de crear una atmósfera de mayor armonía, tarea que le facilita el viaje de amistad que en aquel año realiza por el Perú el brillante obispo y orador chileno, Ramón Angel Jara, el cual despierta gran simpatía y deja allí un recuerdo imperecedero de su elocuencia, talento y atracción personal.

En Septiembre de 1907, llega a Santiago a reemplazar a don Manuel Alva-rez Calderón, don Guillermo A. Seoane. Don Federico Puga Borne ha vuelto al gobierno, en calidad de Ministro de Relaciones Exteriores del Presidente don Pedro Montt, e inicia negociaciones con el nuevo representante del Perú, el cual luego de llegar exige el despacho del protocolo Billinghurst-Latorre. Habla nuevamente de la "ocupación indebida"; quiere reconocer el derecho a voto sólo a los peruanos o a los hijos de aquellos; nunca a los extranjeros. •Las conferencias son agrias, desagradables. No pueden, tampoco, avenirse so-bre la cuestión religiosa en el sentido de que un vicario extranjero otorgue garantías recíprocas a los ciudadanos de ambos países, permitiéndoles el ejer-cicio apolítico a sacerdotes de su nacionalidad.

Finalmente, por nota de 25 de marzo de 1908, don Federico Puga Borne propone a Seoane una solución de conjunto sobre base de acuerdos aduane-ros, subvención a compañía de vapores, ferrocarril de Lima a Santiago y ajus-te de un protocolo plebiscitario. Propone que puedan votar los peruanos, los chilenos y extranjeros con residencia; el plebiscito sería presidido por auto-ridades chilenas, en virtud de estar el territorio sometido a su sobera-nía y a sus leyes; y aumenta la indemnización del país vencedor a dos o tres millones de libras esterlinas.

Seoane contesta el 8 de mayo de 1908, rechazando, "por ahora", las propo-

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sicíones de conjunto que se le formulan y expresando ser atendibles, pero que no deben mezclarse con el plebiscito exigido para cumplir el Tratado.

No pudiendo ponerse de acuerdo en soluciones concretas, Seoane, que ha venido a reanudar las relaciones diplomáticas interrumpidas, se va en junio de 1908.

En agosto del mismo año es acogido en Lima por el Presidente José Pardo el cual finaliza su período, el nuevo Ministro Plenipotenciario don José Mi-guel Echenique. En aquella oportunidad el Sr. Echenique recibe, a su vez, la visita por tres veces consecutivas) del Presidente Electo don Augusto Leguía que le exterioriza sentimientos de mucha amistad. La actitud afectuosa del Excelentísimo Sr. Pardo y la del Presidente electo señor Leguía, inducen al señor Echenique a ofrecer una corona para ser depositada en el Mausoleo de los caídos en la Guerra del 79, en defensa de los derechos de su Patria. El Presidente Pardo y su Ministro Solón Polo por nota escrita, aceptan gus-tosos el ofrecimiento, iguales manifestaciones hace el Presidente electo al señor Echenique.

Mientras tanto llega el momento en que el Sr. Pardo deja la Presidencia de la República para entregársela a don Augusto B. Leguía, quien debe suceder-le constitucionalmente.

Con el nuevo Gobierno cambia, también, la política de la Cancillería pe-ruana en sus relaciones con Chile. A la Cartera de Relaciones Exteriores su-be el señor Melitón F. Porras que ha sido Ministro del Perú en Chile y asis-tió como tal a la gestión del protocolo Billinghurst-Latorre. El Sr. Porras, desde el primer momento manifiesta cierta terquedad para tratar al Pleni-potenciario chileno, que se va exteriorizando cada vez mas con el hecho de no querer fijar día preciso para la entrega de la corona ofrecida por Echeni-que en nombre del Gobierno de Chile. Como el asunto va tomando ca-racteres de escándalo, el Plenipotenciario chileno visita directamente al Pre-sidente de la República, aprovechándose de una conjuntura favorable que hace menos embarazosa su delicada situación. ¡Después de referirse a otro punto, Echenique aborda la cuestión de la Corona. Tras de oirlo quieta-mente, Leguía se manifiesta sorprendido de esa dificultad, a la cual no da importancia alguna; y pide a Echenique hable al doctor Porras con toda franqueza. El Plenipotenciario chileno le contesta en el acto que eso no le será posible; no era decoroso fuese él a preguntar al Ministro "si el desaire duraría tres o quince días más". Agregó que nada ganaría el señor Porras con un cambio de Ministro en Lima; que él pediría licencia o renunciaría si el asunto no se arreglaba amistosamente; y, por último, si el Gobierno aun después de lo ocurrido, enviaba a otro Ministro, éste vendría a Lima con nuevas instrucciones modificadas con otro rumbo a los de la misión de "Cordialidad" de que él estaba encargado.

Después de estas reflexiones, el Sr. Leguía manifiesta comprender que el negocio puede tomar un aspecto más grave del aparente al comienzo de la conversación, y promete interponer su influencia con el Ministro. 'Pre-gunta, además, en qué forma desea se haga la recepción. "En la más sen-cilla" contesta el Sr. Echenique "porque después de lo ocurrido no cabe nin-guna ceremonia". El Presidente encuentra muy justificada esta determina-ción y satifactoria la actitud en que el Ministro se coloca.

Pero el 20 de diciembre de 1908, un semanario de Lima —sin duda alguna a instigación del propio doctor Porras— da la noticia del conflicto de la Coro-na, y una bomba de trascendentales consecuencias estalla con este motivo en el ambiente revuelto de las relaciones diplomáticas chileno-peruano24.

Echenique envía entonces larga nota telegráfica en la que hace refe-24La noticia fue publicada en el sema- tionablemente con fondos reservados de la

nario "El Porvenir", subvencionado incues- Cancillería peruana.

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r e n d a a su encargo y deseo de buen entendimiento, e informando entre otras cosas... "hoy, sin embargo, he sido sorprendido con la publicación del a r t í c u l o que acompaño sobre el ofrecimiento de la Corona y la causa de su a c e p t a c i ó n , en la hoja semanal "El Porvenir" en l a cual se trata de la c u e s t i ó n en términos que concuerdan con las afirmaciones que yo había re-c i b i d o , demostrando con ello que su autor ha recibido instrucciones de fuen-tes seguras.

" En vista de la gravedad que revisten estos hechos y a fin de no precipitar una resolución, me propongo pasar un Oficio, en el curso de la semana, al s e ñ o r Ministro de Relaciones Exteriores para preguntarle si, de acuerdo con los términos de la nota del día 17 de septiembre, ha designado la fecha para llevar a efecto el encargo que tengo del Supremo Gobierno. La respuesta del s e ñ o r Ministro de Relaciones Exteriores servirá de base para las instruccio-nes queiV. S. crea del caso transmitir".

Esta nota tiene fecha de 21 de diciembre de 1908. Pues bien, el 12 de enero del nuevo año aparece en "El Diario", órgano del Gobierno, la siguiente pa-rrafada editorial: "Estamos autorizados por el Ministro de Relaciones Exte-riores para hacer las siguientes declaraciones con motivo de un incidente di-plomático entre la Cancillería y la legación de Chile, a que se ha referido un diario de la mañana. Con fecha 16 de septiembre del año anterior, el Minis-tro Plenipotenciario de Chile ofreció al Gobierno del Perú, una corona de bronce, pidiéndole indicara día y hora para depositarla, en nombre del Gobierno chileno, en la cripta en que reposan los restos de nuestros com-patriotas.

"El Ministro contestó esa nota agradeciendo el ofrecimiento y difiriendo para más tarde todo lo concerniente al homenaje que Chile deseaba tributar a las victimas de la guerra. Los términos de la nota de la Cancillería, si no eran suficientemente explícitos, permitían suponer la intención de aplazar la ceremonia propuesta".

Manera antojadiza de interpretar un acuerdo entre caballeros; pero sirve —como apunta el secretario de Echenique don Julio Pérez Canto— para decir que la aceptación había sido condicional y sujeta al cambio de la situación de las llamadas "cautivas": Tacna y Arica.

"Esto es todo lo ocurrido", concluye con cierto tono de candorosa, inocen-cia el editorial de "El Diario"; y da por terminado el incidente.

El Sr. Echenique regresó a Santiago, siendo ovacionado a lo largo de todo su trayecto, en las ciudades costeras en que hubo de detenerse el barco que lo reincorporaba a su patria. En Valparaíso y Santiago esas manifestacio-nes tuvieron el carácter de grito de guerra.

De acuerdo con las instrucciones de la Cancillería Chilena, se hace car-go de la Legación de Lima, en el carácter de Encargado de Negocios, el primer Secretario, don Julio Pérez Canto0.

Mientras tanto, Oyanguren, cónsul peruano en Valparaíso, queda de Encargado de Negocios cuando se va Seoane y, en tal carácter, presenta una nota altamente inconveniente, reclamando sobre una ley de colonización dictada por Chile y de diversas medidas de progreso puestas en práctica en Tacna. Agustín Edwards —entonces Ministro de Relaciones Exteriores— intruye al Encargado de Negocios en el Perú, para exigir el retiro del cónsul Oyanguren que de tan insólita manera había correspondido a las atencio-nes, cariño y hospitalidad por él recibidas en el país del Sur25.

'"Cabe agregar, además, que_ Oyanguren sustrajo documentos del Ministerio de Re-laciones Exteriores, los que fueron publica-

dos, en 1910, con gran escándalo, por "El Comercio", de Lima.

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Como obedecía a instrucciones de Porras, cuando Oyanguren regresa al Perú se le favorece con puestos de mayor confianza y utilidad.

El 27 de enero de 1909, desaparece el escudo de Chile en el Consulado del Callao, servido por Paul Vergara. Porras aprovecha aquella circunstan-cia para difundir por la prensa del mundo la falsa y torpe información de ser el propio Cónsul chileno el autor del robo para agitar la opinión americana.

Viene en seguida el Mensaje Presidencial leído por el Presidente Leguía el 28 de julio de 1909, mensaje con apreciaciones inconvenientes y duras para juzgar los derechos de Chile y su actuación frente a las negociaciones con el Perú, provocando el consiguiente reclamo de La Moneda. Como respuesta, Porras formula diversos cargos contra la actitud de Chile, repi-tiendo las acusaciones de siempre, contestados vigorosa y elocuentemente por Agustín Edwards, en nota de marzo de 1910.

La cuestión más delicada se presenta en torno al ejercicio del culto de los sacerdotes peruanos en los territorios ocupados. Dependían ellos de la ju-risdicción del Obispo de Arequipa, quien actuando como si desconociera en absoluto a las autoridades chilenas, propugnando una campaña violenta y procaz contra ellas. Esta propaganda hacíase en privado, por la prensa, en el púlpito y donde quiera hubiese una oportunidad para desprestigiar-nos. El Ministro Edwards, por intermedio de un caballero peruano de ape-llido Guerrero, hizo diversas gestiones ante el Obispo de Arequipa, todas rechazadas; entre otras, la relativa a que, manteniendo a los curas peruanos, se permitiera también a sacerdotes chilenos desempeñar allí su ministerio. Buscó solución por intermedio del Nuncio Apostólico en el Perú, señor Dolci, que no se atrevió a proceder por temor a ser expulsado. De ahí que al Ministro de RR. EE. de Chile no le quedara otro camino que clausurar las Iglesias y expulsar del territorio a los curas peruanos.

La Santa Sede, al considerar que Tacna y Arica estaba sin servicios re-ligiosos, resígnase a aceptar la propuesta de Chile nombrando Vicario Cas-trense del territorio ocupado al Obispo don Rafael Edwards. Así quedó re-suelta la cuestión religiosa en Tacna y Arica y sometidas las autoridades eclesiásticas al Patronato nacional.

Mientras ocurren estos sucesos, surgen graves dificultades al Gobierno del Perú por motivo del laudo arbitral expedido por el Presidente de la República Argentina para dilimitar el territorio con Bolivia. Iguales difi-cultades ocurren por los límites con el Brasil, situación que produce una fuerte reacción contra el Canciller Porras, quien es censurado gravemente por su actitud política. En esta emergencia, nuestro Encargado de Negocios, Julio Pérez Canto propone ciertas bases plebiscitarias; a la respuesta pe-ruana, el Ministro Agustín Edwards formula contraproposiciones concretas sobre quienes debían votar, la forma de recibir la votación, plazo para el plebiscito, procedimientos electorales, etc. No obstante, y sin que estas negociaciones hubieran sido canceladas, el 19 de marzo de 1910, el Encar-gado de Negocios don Arturo García Salazar, anuncia violentamente su retiro, cortando, por tiempo indefinido, las relaciones diplomáticas y co-merciales con Chile.

Los años 1910 y 1911 destácanse en el horizonte internacional de Amé-rica por una propaganda injuriosa en contra de la política internacional de La Moneda. El Gobierno peruano se vale de todos los medios imaginables, para certificar su buena fe frente a la deslealtad y perfidia araucanas...

Por una ironía del destino, don Pedro Montt, que ama la paz y quiere mantenerla a cualquier costo con todos los países del orbe y en particular con los limítrofes, sufre los mayores fracasos en esta noble aspiración de su

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vida de gobernante y deja las relaciones cortadas e interrumpidas con el perú.

En 1910, don Paulino Alfonso, estimulado por el Vicepresidente don Emi-liano Figueroa, va motu proprio a las provincias disputadas, recorre con grande esfuerzo el territorio y propone una línea que deja a Tacna para el Perú y a Arica para Chile. En Lima propone su fórmula a Leguía y en Chile golpea las puertas del Gobierno, del Congreso y de la opinión, pre-dicando aquella fórmula, sin que sus patrióticos anhelos sean oídos en esa oportunidad.

¡Aún no llegan los días serenos en que otros hombres más preparados para el entendimiento de una política de buena vecindad establecida sobre bases justas de cooperación y ayuda interamericanas, se pongan de pie al-rededor de los líderes del pacifismo! El espíritu que forma el sentimiento público en los albores del siglo xx aún está muy cerca del ruido de las cu-reñas de 1879. Necesitábase de otra generación post-veterana, menos parti-cularista, más hemisférica en sus sentimientos de solidaridad continental, capaz de amar con hondo frenesí el terruño patrio, pero sin olvidarse, ni por un momento, que el más alto amor humano debe situarse en la aspira-ción de unidad de la América hispanoparlante. Una América como la soñara Bolívar: confederada y fuerte. Para ello, precisaba, también, gran dosis de generosidad, acendrado espíritu de sacrificio, y que estos actuaran simultá-neos, cuando esos jóvenes, en sus Clubes y Centros de extensión universita-ria, en calles y plazas, fueran vejados, perseguidos o golpeados por la agre-sión y chauvinismo primigenios de los últimos incomprensivos.

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Primer Congreso americano de estudiantes

El año 1908, después de una discusión que ocupa gran parte de las sesiones del Directorio, la Federación de Estudiantes de iChile presidida por don Oscar Fontecilla aprueba el primer cuerpo de estatutos confeccionado por el estudiante de leyes don Pablo Ramírez Rodríguez.

Esta carta orgánica hace de la Federación de Estudiantes una sociedad cuyos horizontes son los de Chile, sin dejar por eso de reconocer, como prin-cipal objeto, el apoyo a los intereses particulares del gremio estudiantil.

Las actividades desarrolladas por los diferentes centros estriba, antes que nada, en la organización de conferencias culturales.

El Centro de Medicina deja muy adelantada en 1908 la fundación de una Escuela Nocturna, que ha de funcionar a partir del año siguiente en el ba-rrio de Independencia. También se apuran los trabajos para la construcción de un Club de Estudiantes, decidido en las postrimerías del año anterior. Es en esta época, cuando el Centro de Derecho organiza series de confe-rencias dictadas por sus profesores y da comienzo a una campaña sobre ser-vicio militar para universitarios que más tarde hará suya la Federación; y otra con el fin de obtener del Supremo Gobierno los fondos necesarios para dar un local decente a la Escuela de Derecho.

Sin embargo, en todas las obras emprendidas por los Centros Federados, la de mayor trascendencia es, sin duda, llevada a realización por el Pri-mer Congreso Americano de Estudiante, celebrado en Montevideo y gra-cias al entusiasmo e inteligencia del estudiante uruguayo Héctor Miranda.

La delegación de los estudiantes chilenos a ese Congreso queda compuesta por los señores José Ducci, Pablo Ramírez, José M. Venegas, Oscar Fonteci-lla y Leonardo Lira. Más tarde esta delegación sufre cambios en su personal

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quedando definitivamente nombrados los señores Manuel Gaete Fagalde, José María Venegas y Oscar Fontecilla. • El 8 de enero de 1908 llegan a Santiago los delegados peruanos al Congre-so, los que son recibidos en forma cariñosa, fraterna, por un grupo compacto de estudiantes, mientras la Federación nombra un cuerpo de delegados de su seno para que los atienda durante su estada en la capital.

La delegación peruana compuesta por los señores Víctor Andrés Belaun-de, Manuel Prado Ugarteche, Oscar Miró Quezada y Oreste Botto, es objeto de múltiples atenciones por parte de sus compañeros de Santiago y aun de las autoridades.

La prensa coadyuva a difundir ese espíritu. "El Mercurio", con fecha 10 de enero, sintetiza, un poco floridamente, este pensar de muchos. "Los es-tudiantes —dice— la savia joven y vigorosa de la patria, no son capaces de egoísmos que enfrían, ni de preocupaciones que matan los esfuerzos. Es pre-ciso que se conozcan y que se estimen, para volver luego a su suelo con el alma más abierta a las grandes ideas de la confraternidad basada en los cora-zones y las inteligencias".

No es raro, pues, que en ambiente así germinen, proficuamente, los ideales de solidaridad americana que andando el tiempo deberán ser la inspi-ración más firme de la nueva política internacional de nuestro hemisferio.

Con la ayuda eficaz del Secretario de la Legación Uruguaya señor Ramos Montero, siguen gestionándose los medios prácticos para verificar el viaje de la Delegación Chilena. Salvados los obstáculos de una fácil y barata mo-vilización, los delegados estudiantiles emprenden el viaje transandino, lle-gando a Montevideo el 26 de enero, día preciso de la apertura del Congre-so. Los chilenos se encuentran allá con cuarenta delegados de Argentina, veinte de Brasil, cuatro del Perú, tres del Paraguay, uno de Guatemala y uAo de Bolivia.

Diríase un Congreso de la Paz. Y es curioso: en la región inaugural, al hacer uso de la palabra el estudiante Oscar Fontecilla, se expresa en térmi-nos que parecen proveer dificultades venideras, y pide para no desmayar en la acción el establecimiento, sobre base firme, de un compromiso de confra-ternidad americana. "Inclinemos entre tanto nuestras frentes —invita a los congresales— sobre el libro de bronces de nuestras comunes tradiciones y juremos, señores, luchar toda la vida por la paz del continente". Y agrega con invencible lirismo, propio a su juventud y al entusiasmo apostólico que lo domina: "Dejemos que nuestras almas vayan en piadosa romería hasta los umbrales de la imortalidad y se pierda nuestra voz en los espacios infi-nitos en que vaga la sombra de los Libertadores de América".

No era la de Fontecilla, por supuesto, una voz aislada; en las diversas ocasiones presentadas a la Delegación Chilena, no pierde ésta la ocasión de fortificar sus principios de confraternidad americana. Así Venegas, en el banquete de los Uruguayos ofrecido a las demás delegaciones, finaliza sus discursos con ideas y palabras concordantes a las de su colega antes nombrado. "A ti, juventud americana —dijo— está reservada la primor-dial misión de unión y de concordia. Hijos de la ciencia: llevad en vuestras frentes el brillo purísimo de este noble principio. Hijos de la América: es-tremeced con el mismo fuego de los volcanes vuestro ser entero bajo el sa-cudimiento de este gigantesco ideal".

"En mi mente vagabundea una fantástica visión: es la aurora de un cerca-no día; en nuestras inmensas llanuras, sin orillas, una muchedumbre se agru-pa y se ordena: es el día; la colosal columna humana se pone en marcha de cara al sol".

Ahora bien, en la recepción que la Universidad del 'Uruguay da a los de-

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legados del ¡Congreso, vuelve Fontecilla a hacer uso de la palabra para afir-mar más aún estos conceptos y señalar la ninguna esperanza de que esta ju-ventud secunde la acción anquilosada de los Gobiernos, colocando en cam-bio su esperanza en la labor e inspiración democráticas a las que rinde, de antemano, su homenaje.

Hé aquí sus frases:

" . . . y por sobre todo ese conjunto de plácida concordia, la paz batiendo eternamente sus diosas alas. Es ese el ideal.

"Hacia allá queremos ir; hacia allá iremos. "Pero, ¿quiénes serán, señores, los iluminados, los elegidos de los venturosos hombres

que realicen esta profecía? ¿Serán los diplomáticos con sus frías y egoístas operaciones? ¿Quiénes son, señores, los que llevan en sus ocultas interioridades la realización del ideal? Podemos estar ciertos de que no son ni los gobiernos con sus estadísticas, sus Presidentes, sus Legisladores y sus Ministros, ni la Diplomacia con su ejército de ineficaces armonizadores.

"Ninguno de éstos cuenta, señores, con que de ellos saldrá el esperado Mesías. Porque el Mesías ya lia llegado. El Mesías ya ha nacido, y crece, se fortalece y agiganta día a día, hora por hora, momento por momento, día y noche, sin cesar, eternamente. El santo cumplidor de la bella profecía está, como Dios, en todas partes; podemos verlo en México, en el Perú, en Colombia y en Chile, en toda la América: es el pueblo americano, es la muchedumbre, es el inmenso rebaño."

Este es el tono ideológico predominante en el Congreso. En Chile se niega antes de conocerse; pero la verdad es que la mayor parte de las acti-vidades dg la Asamblea de Montevideo son dedicadas a objetos altruistas, sin descuidar también los positivos, como el acuerdo tomado tendiente a impetrar de los Gobiernos ayuda en beneficio del intercambio estudiantil; y otro, de mayor trascendencia, para obtener en todos los países de Sudamé-rica la representación de los estudiantes dentro de los consejos directivos de la enseñanza pública.

Señalaremos, también, como una de las más interesantes conclusiones del Congreso, la que decide celebrar, anualmente, el 21 de septiembre, junto con la entrada de la primavera, una nueva edición del Carnaval europeo con algo de la "chaya" indígena, y a la cual se daría en llamar Fiesta de los Estudiantes.

Pero hay algo aún de mayor importancia en el Congreso Estudiantil de Montevideo: a la época de celebrarse esta asamblea, era costumbre repetir, con todo énfasis y con ceguera imperdonable, ya fuese en la prensa ya en las Cámaras o esferas gubernativas, que en Chile no existe "la cuestión social". Cuando alguien con mirada justa menciona los sucesos de Santiago, Antofagasta o Iquique como indicios de una inquietud proletaria que día a día hácese más profunda, inmediatamente se levantan voces compactas para afirmar que eso es solamente el resultado de la prédica "de unos cuantos agitadores extranjeros y de otros tantos medradores profesionales". Esta peregrina e increíble manera de hacer la historia y juzgar los fenóme-nos sociales, no ha contaminado, sin embargo, a todos los hombres de la República, ni menos a la juventud que se da el trabajo de pensar.

Es verdad que esta última, en los sectores de avanzada, mira la cuestión social sólo desde un punto de vista pedagógico. "Resuelto en forma cum-plida el problema de la enseñanza —dice Fontecilla en su discurso de la Uni-versidad Uruguaya— creemos resueltos también todos los problemas sociales; porque creemos que a su alrededor gravitan el problema económico, el pro-blema político, el problema social; todos los problemas". Si lo dicho es un reconocimiento de la existencia del problema social, no es aún su compre-sión en la forma integral que éste lo requiere. Adolece este juicio de una explicable limitación, debido a que es el producto de una observación cir-cunscrita a un solo punto de vista. En igual error caen los estudiantes cató-

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lieos cuando afirman que el problema social es todo él un problema religio-so moral.

Sin embargo, muy pronto la juventud abandona esta creencia, para llegar a pensar como lo hace en la actualidad, que el problema social es tan comple-jo como la vida humana misma, y no permite posponer soluciones con desmedro de otras, y si debe aceptar escalafones es por lo que éstos tengan de relación con el tiempo y no con el fondo el mismo problema.

Bien se ve ahora que es inevitable, antes de conseguir el levantamiento moral y cultural de una sociedad, proporcionarle un ambiente de vida ca-paz de cumplir con las leyes fundamentales de la vida; un ambiente que les permita satisfacer las condiciones de alimentación y de higiene sin las cua-les la especie degenera y muere.

•Es lógico, sin embargo, que los estudiantes se ocupen antes de nada del problema educacional, porque descuidarlo en favor de cualquiera otro sig-nificaría, si la solución de todos éstos fuera posible, redimir a la sociedad de sus inconvenientes físicos para que no pudiera gozar si no de la felicidad a la cual suponemos, paradógicamente, deben aspirar los brutos.

La delegación chilena despedida fraternalmente en Montevideo se detie-ne unos momentos en Buenos Aires, en donde el Ministro de Relaciones Exteriores de la República Argentina, señor Zeballos, les ofrece un banque-te en unión con las demás delegaciones.

El 18 de febrero a mediodía, llegan de vuelta a Santiago los estudiantes Fontecilla y Venegas. A su arribo a la estación, los pocos universitarios que en esa época de vacaciones permanecen en Santiago, les tributan una cari-ñosa bienvenida.

"Italia fará da sé" —cantaba la euforia peninsular en los días de la guerra por la unidad patria. Igual dicen los optimismos primaverales de hoy, de ayer y de siempre:— [La juventud no necesita de nadie! . . .

Una exageración. Pero sí, es verdad, necesita de muy poco. . .

Figueroa Alcorta clausura el Congreso de su Patria

A fines de enero de 1908 un caso de sumo interés en la política interna su-damericana viene a repercutir en la conciencia nacional de Chile, sugirien-do en todas partes los más encontrados comentarios.

k El servicio telegráfico de los grandes diarios ha dado a conocer al país que el señor Figueroa Alcorta, Presidente de la República' Argentina, en vista de la oposición pertinaz y enconada que le presenta el Congreso de su pa-tria, luego de retirar de él los asuntos sometidos a su consideración, ha pues-to en vigencia el Presupuesto del año anterior.

Esta situación, por la asombrosa correspondencia con las propias difi-cultades del Ejecutivo chileno, extrema el interés público en este lado de los Andes.

La nerviosidad culmina, naturalmente, cuando Figueroa- Alcorta decide de hecho tomar la suma del Poder público. En efecto, el 25 de enero, el Pre-sidente de la República Argentina, con el acuerdo de todos sus Ministros, expide el siguiente decreto en la ciudad de Buenos Aires:

"Considerando: Que el Poder Ejecutivo, usando de las facultades que le acuerda la Constitu-ción Nacional, convocó al Congreso a sesiones extraordinarias el 15 de noviembre del año pasado, para tratar asuntos de grave interés y progreso;

"Que durante el tiempo transcurrido hasta hoy, no consideró ninguna de las Cámaras ni puso a la orden del día uno solo de los asuntos incluidos en la convocatoria;

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"Que entre ellos se encuentra el proyecto de presupuesto, presentado en julio del año anterior, el cual según la Constitución está obligado el Congreso a sancionar anualmente y cuya falta perturba la marcha regular de la nación, pues sin él carece el Gobierno de los re-cursos necesarios para sostener las instituciones del Ejército, el Correo, los Ferrocarriles, la Marina, la Policía, así como el orden público, sin cuya garantía desaparecería el Gobierno, como también el servicio de la deuda pública, que si fuera suspendida produciría la ruina del crédito nacional;

"Que el Senado no se reúne ni para dar entrada a los pliegos del Ejecutivo pidiendo acuer-do para Intendente Municipal y Presidente del Consejo de Educación, cuya provisión es de absoluta y urgente necesidad;

"Que la prolongación de las sesiones del Congreso es contraria a la letra y al espíritu de ]a Constitución que prescribe que sólo debe sesionar durante cinco meses y faculta al Eje-cutivo para convocar a sesiones extraordinarias con el único objeto de tratar asuntos urgentes;

"Que tal proceder amengua la autoridad moral del Ejecutivo y puede ser un germen de anarquía y guerra civil, y finalmente, que el Presidente de la República, según los términos de la Constitución, es Jefe Supremo de la Nación, tiene a su cargo la administración general del país y está en el deber de velar por la paz y tranquilidad públicas, manteniendo la marcha administrativa del Estado.

"Decreto: "Artículo l1?: Declárase vigente para el año actual el presupuesto general de gastos de la

administración, sancionado para el año 1907. "Artículo 2?: Declárase clausuradas las sesiones extraordinarias del Congreso y retirados

todos los asuntos sometidos a su deliberación. "Artículo 3<?: Dése cuenta del presente decreto al Congreso en el próximo período de sesio-

nes extraordinarias.— Figueroa Alcorta.— M. A. Avellaneda — M. M. de Iriondo — O. Betbe-der.— E. Ramos Mejias.— E. S. Zeballos.— R. Aguirre.— P. Escurra.

Con este decreto el Presidente argentino se coloca en situación muy parecida a la asumida por el Presidente Balmaceda en 1891. En argentina, como en Chile, domina en aquel entonces el sistema mixto representativo según la letra de la Constitución, y parlamentario según el espíritu incu-bado por la intervención de las asambleas que dominan la voluntad elec-toral. Sin embargo, el Gobierno de la República Argentina es siempre más explícitamente representativo o presidencial que el de Chile hasta el año de la revolución parlamentaria.

Y dicho lo anterior, conviene ahora una pregunta: ¿cómo recibe el pueblo argentino la extrema resolución que adopta el jefe del Ejecutivo? De ate-nérnosla los testimonios consultados en los periódicos de la República transandina la mayoría se muestra conforme en que el señor Figueroa Alcorta procediera de acuerdo con las violentas circunstancias a que lo arras-trara el Congreso oponiéndose a darle presupuesto para atender los gastos impostergables de los servicios públicos y las fuerzas armadas, paralizando de este modo la vida administrativa del país y descuidando su defensa.

Naturalmente, en medio de los intereses colectivos agitábase, también, la pasión partidista, y el señor Figueroa Alcorta debe recibir, a diario, la enco-nada invectiva de los opositores a su Gobierno. Sin embargo, no está en la índole de nuestro trabajo afiliarnos a una determinada tendencia en la reso-lución de los problemas políticos que hayan debido resolver otros países de América, y sólo tendremos que referirnos a ellos en lo que éstos presenten analogías con los afrontados por el Gobierno de Chile en el período de la revolución ideológica que venimos estudiando. En el ejemplo argentino la opinión de dos grandes diarios bonaerenses nos servirá para situar el justo paralelo. "El Diario" de Buenos Aires, junto con afirmar que el pueblo no acepta la dictadura, dice:

"Contrasta, sin embargo, con la pretendida normalidad de la situación y con la menos an• tojadiza constitucionalidad del decreto, la ocupación militar del Congreso que es un doble atropello, legal y civil, pues ese edificio no pertenece al Ejecutivo; la violación de las inmu-nidades parlamentarias y hasta el derecho común, pues se ha impedido a los legisladores el libre tránsito; la vigilancia ejercida sobre los mismos y sobre sus domicilios, convirtiendo a los representantes del pais en sospechosos policiales; el atropello al domicilio con la notifi-cación a los hoteles donde paran algunos legisladores, de que no deben dejarlos reunirse,

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"Por una subvención bien natural en todas estas generaciones que empiezan violando presupuestos y estableciendo la libertad a culatazos, resulta que son precisamente los legis. ¡adores, es decir, los amparados por el fuero constitucional, los únicos ciudadanos que no gozan de las garantios comunes.

"La magnitud de este atropello nos previene de lo que puede venir."

Al reverso del juicio anterior, "La Prensa" con fecha 26 de enero, usa palabras de la más grave justificación para los procedimientos adoptados por el Presidente de la República:

"¿Por qué ha procedido asi el Ejecutivo? —se pregunta en su columna editorial—. El lo dice en los considerandos del decreto de referencia: porque el Jefe de la Administración P ú b l i c a

de la Nación está obligado a atender el sostenimiento de todos los ramos del Gobierno y a velar por la integridad y conservación del crédito del Estado, cumpliendo sus compromisos financieros, y porque, además, el Congreso no quería reunirse para atender estas urgentes necesidades de la República, improrrogables para los sagrados intereses de su reputación.

"¿Y por qué ha procedido asi el Congreso?; porque deseaba someter al Ejecutivo al iin. perio de su voluntad partidista, posponiendo o subordinando las altas conveniencias de ¡a nación a las estrechas y menguadas conveniencias de círculo."

Y sigue más adelante:

"¿Pero cuál es, de ambos, en esta grave emergencia la conducta que se encuentra menos lejos del sentimiento nacional? Esto es: ¿cuál de ellos aproxima su acción a la defensa de los inte-reses del pais?

"Esto es lo que conviene estudiar. Desde luego, la anormalidad constitucional creada por el derecho del Ejecutivo, es una consecuencia natural de una anormalidad mayor, a saber: la conducta del Congreso, y de otra mayor todavía: la nattiraleza misma de su composición.

"Esos congresales no representan a los pueblos ni a los Estados de la República: están en sus puestos por la designación de los presidentes y de los gobernadores y por la elección de los policías. Ocupan un cargo que no les pertenece; están en posesión de una propiedad adqui-rida por el fraude y la opresión, contra la voluntad ele sus dueños.

"Este solo hecho que las leyes castigan como alta traición a las instituciones de la Repú-blica, los aleja enormemente del sentimiento nacional, que los niega en justicia como sus intérpretes, y que los signa como alzados contra la constitución de la patria.

"Más ha de alejarlos, por supuesto, la conducta de poner al servicio de intereses mengua-dos de camarillas, las posiciones mal adquiridas, comprometiendo con sus procedimientos y acechanzas politiqueras, la paz de la nación y su nombre ante los países civilizados.

"Nuestro Congreso —lo llamaremos asi— padece de aquel origen y de estas actuaciones. No merece del pueblo argentino consideración de especie alguna, porque está acusado de haber dado entrada a sus miembros por las ventanas del Parlamento, de no haber lavado con obras estimables su pecado original, de estar percibiendo inmensos caudales en pago de su desidia y de haber convertido en comité político oligárquico la casa que los argentinos tienen edificada para sancionar su voluntad.

"¿Quién puede, entonces, sorprenderse de la tranquilidad reinante, de la indiferencia con que la opinión pública mira la resolución del Poder Ejecutivo, que pone de lado al Congreso como un estorbo para la marcha regular del Gobierno?

"El pueblo lo tiene desconocido desde un cuarto de siglo. Ese Congreso no ha vivido para él. Si sus sanciones han merecido acatamiento, ello se debe en absoluto al rigor de la fuerza, que ha estado ahogando al derecho y la razón.

"El Ejecutivo, al prescindir de ese cuerpo legislativo, no ha hecho más que copiar el cri-terio público, poner en vigor el convencimiento de la nulidad de los actos parlamentarios ante ta justicia popular."

Ahora bien, todos estos antecedentes y detalles no tardan en ser conocidos por la opinión pública chilena, la que puede darse cuenta de la similitud de circunstancias que colocan al problema político de este país en idéntica co-rrespondencia al provocado en su patria por el Parlamento de la República transandina. Con tales puntos de igualdad, es fácil explicarse que pronto derive a la conciencia nacional —preparada de antemano a favor de un Gobierno fuerte— la idea de que el Excmo. Sr. Don Pedro Montt imitara el procedimiento antiparlamentario realizado en la República hermana por el presidente Figueroa Alcorta. Y, al efecto, una continua campaña de opinión

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insinúa en todas las formas imaginables que ha llegado el momento de que el señor Montt, siguiendo en el ejemplo de su colega argentino, se imponga al Congreso, y, si es necesario, lo clausure. "Sobre la letra de la Constitución —dicen los partidarios del Ejecutivo fuerte— están el bienestar y el progreso de la República".

*

Repercusiones en Chile de la crisis transandina

En un orden de ideas semejantes a las expuestas en el capítulo anterior, las revistas ilustradas de la época, traen a este respecto curiosas caricaturas, en algunas de las cuales aparece Figueroa Alcorta aconsejando a don Pedro Montt que no demore en proceder de igual manera a la suya. Mientras tan-to, los diarios de Santiago, por medio de sus redactores oficiosos, se trenzan eneruditas discusiones sobre la inconveniencia o ventaja que la actitud revo-lucionaria del Presidente argentino traerá para el desarrollo general y la ética gubernativas de su país. En el campo político, los comentarios son aún más apasionados. Muchos parlamentarios se defienden del consenso unáni-me, diciendo que en este lado de los Andes no se sabe casi nada de lo que pasa en las riberas del Plata; y que en Buenos Aires, Figueroa Alcorta lu-cha contra la más grande impopularidad.

'Más curioso que otros, y para salir de dudas, el joven diputado don Artu-ro Alessandri Palma se dirige al parlamentario argentino señor Vedia, pi-diéndole información, aunque sea a grandes rasgos, de lo que, en realidad, ocurre en su patria.

El señor Vedia le contesta al diputado Alessandri, telegráficamente: "Congreso sin Escuadra y Ejecutivo sin Balmaceda".

Telegrama irónico, pero que encierra una gran verdad: ni la opinión pú-blica ni el Ejército y la Armada reaccionaban en contra del golpe de estado. La República permanecía en calma y el Presidente Figueroa Alcorta, que antes, por transigir demasiado con antiguos amigos políticos y con las clá-sicas componendas de partidos, no era popular, ahora recibía aplausos y fe-licitaciones de grupos considerables de sus conciudadanos.

La razón, vista a través del tiempo y la distancia, aparece clara. Balmace-da tuvo que luchar contra una oposición entronizada en todos los servicios de la Administración Pública. El prestigio político y los grandes errores del sistema, no trascendían al pueblo en forma que lo indujera a reflexionar, porque el pueblo en su mayoría era analfabeto, y, en un gran porcentaje, campesino, lo que vale decir, sujeto a la férula y voluntad del terrate-niente.

El divorcio entre la aristocracia feudopatriarcal de Chile y el Poder cons-tituido tenía que producirse, pues, en su primera etapa, por un movimien-to ajeno al pueblo. Por eso la revolución chilena que derrocó a Balmaceda, encierra una máxima importancia.

La Escuadra se sublevó porque antaño la Marina de Chile admitía el pre-juicio aristocrático. Los niños "bien" del período anterior al 91, entraban a la escuela Naval, los niños de la clase media al Ejército. Esa era la verdad "clasista". . . Por eso, entre varias otras razones, es que el Ejército demo-crático del 91, fue leal, en términos generales, con el primer Presidente de Chile que miraba con positivo cariño al pueblo.

De ahí que la palabra "'Revolución" aplicada a la revuelta armada del 91, nos parece inadmisible si le buscamos un valor razonado a este vocablo, en cuanto se aplica a fenómenos sociales de suplantaciones doctrinarias. Un movimiento popular, para que merezca el calificativo de revolucionario, de-

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be tener como finalidad un gran ideal humano de mejoramiento colectivo-porque, en síntasis, es una creencia redentora la que impulsa a esos hombres a la revuelta.

'Los cronistas de hoy no podemos dejar de sonreimos cuando vemos des-filar entre los "jefes revolucionarios" del 91 a don Waldo Silva, a don Jorge Montt, a don Ramón Barros Luco. Excelentes ciudadanos, irreprochables caballeros todos ellos sin lugar a duda, pero al mismo tiempo, los espíritus más pachorros y menos revolucionarios del mundo. . . Ninguno de esos ca-balleros habría desentonado en la Cámara de los Lores, en la Inglaterra de la época victoriana. Don Enrique Mac-Iver fue, asimismo, enemigo de Bal-maceda; nadie duda que el señor Mac-Iver era el más perfecto de losY'gen-tlemen" y un gran tribuno; sin embargo, ¿cómo puso a prueba su ojo Visio-nario —mirada ésta que junto con el afán apostolico es la característica de-finitiva de los espíritus transidos por los ideales de justicia socialv- ese cono-cido leader del radicalismo? Bástenos como respuesta lo dicho sobre él, en capítulos anteriores: cuando a principios del siglo comienzan a manifestarse en el país las profundas fermentaciones del descontento popular frente al Gobierno de la República, el señor Mac-Iver sostuvo, enfáticamente, en la tribuna parlamentaria que en Chile no existía la cuestión social. . . 1 1

Ahora bien, si hubo jefes revolucionarios el 91, ese jefe, el único, fue el Presidente Balmaceda. Toda revolución, insistimos en ello, lleva una finali-dad redentora, va contra un orden perjudicial o que muestra síntomas de caducidad. En el caso del cual tratamos, Balmaceda oponíase a las rami-ficaciones, casi seculares, de la vieja oligarquía chilena para dar paso a las nacientes aspiraciones de genuino interés democrático germinadas en la clase media y que, desde hacía años, repartían por el mundo los grandes pen-sadores de Europa.

Dijimos que Balmaceda iba en contra de un orden perjudicial, y aquí va-mos a precisar los términos. Cuando se dice que el orden, idea matriz y fun-damental, "no debe ser alterado", que el orden "no sigue las vicisitudes de la vida que se desenvuelve sin cesar", se ha hecho una confusión en las ideas, un cambio, lamentable de causas y efectos.

Lo que no varía es la palabra en sí: "ORDEN": colocación de las cosas en el lugar que les corresponde. 'Pero cuando nos referimos a ella, su propia sig-nificación nos induce a pensar en que el vocablo debe irse moldeando en el inquieto rodar de las sociedades. Alguien afirmó categórico: "No puede el orden buscar el desquiciamiento", y otro aseguró con ironía: "El orden es el despotismo de tres contra un millón". No es en palabras, sin embargo, donde debemos apoyar nuestras reflexiones. La verdad relativa, debe buscarse en la vida que pasa junto a nosotros, sin ausentarnos del círculo familiar de las observaciones cotidianas. Y entonces nos sería fácil comprobar la certe-za de esta aparente paradoja: Hay dos defensores del orden: los que defien-den el orden en el cual se cometen los más incalificables desórdenes; y los que defienden el cambio de ese "orden", para que venga un orden mejor. . .

Ahora hagamos paralelos. En el caso de Balmaceda, la opinión pública vi-no a despertar cuando el Presidente dormía largo tiempo bajo tierra. En Ar-gentina, no; el pueblo argentino en 1908, ya estaba cansado del Congreso. Balmaceda era un precursor; tomó esa actitud decidida por sus firmes convic-ciones de que el Ejecutivo debía ser un Poder fuerte; murió y no dejó suce-sores doctrinarios; el partido político que se cubrió con su nombre resultó la mentira convencional más caricaturesca que haya caído sobre la memoria de un grande hombre. Si en realidad el Partido Liberal Democrático hubiera sido el heredero político de las doctrinas de Balmaceda, al producirse la cri-sis parlamentaria de 1924, ese partido, respaldado por el país, debería haber sido el dueño del Gobierno. Pero en aquel instante en que se jugaba el des-

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tino de la patria ese partido era una pobre cosa, formado por un grupo de ca-balleros que no sabían que hacer. Porque la herencia Balmacedista quedó' en el pueblo, en la gran masa de opinión circulante al margen de los parti-dos. En Argentina ocurría algo parecido; la nación despreciaba al Parlamen-to y al verlo clausurado aplaudió, porque veía satisfecho sus deseos. Pero la voluntad directora que encauzara el movimiento, estaba ausente, puesto que el propio Jefe de la República necesitó ser presionado por el país para asu-mir una franca actitud de mando frente a la indisciplina del Poder Le-

ivo. «

La Comitiva Presidencial Chilena durante las fiestas del Centenario

Argentino

Los últimos días de 1909 los ocupó la legislatura en estudiar de preferencia las medidas del caso para el viaje que debía hacer el Presidente de la Repú-blica a la celebración del Centenario argentino, y a preparar, asimismo, las medidas conducentes a la celebración del propio Centenario de Chile, a po-cos meses de cumplirse.

¡Dada la autorización del Congreso para que el señor Montt se ausentara del país, acompañado del Canciller y del Ministro de la Guerra, se autoriza también a la Escuela Militar para salir de Chile, con armas y bagajes, llevan-do la representación del Ejército a las festividades con que la capital bonae-rense recordaría la gloria de sus próceres, el 25 de mayo de 1910.

Con el mismo objeto la Cámara nombra una comisión de su seno, com-puesta de los diputados señores Luis Izquierdo, Cornelio Saavedra, Carlos Balmaceda, Ricardo Cox Méndez, Malaquías Concha, Fidel Muñoz Rodrí-guez y Arturo Alessandri. El Senado nombra también otra, con los señores Arturo del iRío, Guillermo Rivera y Carlos Aldunate Solar. Por último ade-más de los generales, coroneles, almirantes, capitanes de navio y "attaches" que intengran la comitiva, la Corte Suprema designa a don Manuel Foster Recabarren y a don José iBernales como representantes de la magistratura judicial. Y para que la solemnidad de esta cariñosa demostración de Chile para su hermana transandina no fuera inferior a la de ningún otro país, se ordena también el traslado de dos buques de nuestra escuadra a las aguas del estuario del Plata.

Interrogado por nosotros, el señor Alessandri se refiere con nutridos deta-lles a ese viaje:

—El 21 de mayo de 1910 —comienza cliciéndonos—, el Presidente de la Re-pública delegó el mando en el carácter de Vicepresidente, en la persona del Ministro don Ismael Tocornal, y emprendió viaje por el transandino, desde Los Andes, acompañado de los ministros, senadores, diputados, ministros de la Corte Suprema, generales y marinos que formaban su comitiva.

"Cuando llegamos a la cumbre, descendimos del tren para asistir a la ben-dición del túnel, efectuada por el Obispo don Ramón Angel Jara, que apa-reció revestido de sus más lujosos paramentos, y con esa majestad que era pro-pia de su persona. Esta bendición entiendo que estaba demás, pues ya se ha-bía verificado una, cuando la inauguración del túnel, el 5 de abril, en una ceremonia que presidió el Ministro del Interior, don Ismael Tocornal, y en la que me cupo el honor de hacer uso de la palabra, en mi calidad de diputa-do, a petición reiterada de la concurrencia.

"Terminada la ceremonia de la bendición, seguimos viaje, acompañados por un espléndido día de sol. Llegamos en la noche a Mendoza y nos trasla-damos a un suntuoso tren especial, preparado con el máximo de comodidades por el Gobierno Argentino.

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"El alojamiento que se me dispensó, seguramente, no era de los más cómo dos, ya que, formando yo en la filas ardorosas de la oposición, los empleados subalternos, encargados de las atenciones a las comitivas, se preocupaban p0 . co de mí, hasta experimentaban un secreto placer en mortificarme. Motivo este que me obligó a cambiar algunas palabras bastante duras con el secre-tario privado de Su Excelencia, mi amigo Hermán Echeverría, que al ver que no era fácil entenderse conmigo pasándome la mano contra el pel0 cambió su actitud y no fue necesario recurrir, en adelante, a desagradables entredichos.

"Los componentes de la comitiva iban con espíritu alegre, charlando o contando cuentos, y cuando era posible, hincando el diente en alguna repu. tación. Las horas del viaje, a través de la pampa, rodaban rápidas y fugaces

"Conservo, sin embargo, de esa travesía un recuerdo desagradable, que ha sido casi un remordimiento: don Pedro Montt, que no olvidaba nunca las re-glas de la más exquisita educación convidó a comer a su departamento del ferrocarril a la comitiva de diputados. S\ipe entonces que se me había queri-do eliminar de entre los asistentes, pero que él, con serena firmeza, impidió que se cometiera aquel agravio. Irritado por esto, cometí en el curso de la comida el acto de incultura de traer la conversación a un terreno que, natu-ralmente, tuvo que producir amargura y desagrado en el Presidente, desa grado que no pudo ocultar, por la actitud de severidad y silencio en que se mantuvo hasta el fin de la comida. Fue aquélla una gran descortesía de mi parte; un error que siempre he lamentado, y me quedé con el sentimiento de no haber tenido alguna vez la oportunidad de haberle presentado mis excusas al señor Montt.

"El arribo a Buenos Aires fue una verdadera apoteósis para el Presidente de la República y para los chilenos. Multitudes inmensas, que formaban un mar humano, saludaban y aclamaban al Presidente de Chile y al país. Estas ruidosas manifestaciones de entusiasmo produjeron en mi espíritu honda emoción al sentirme como chileno rodeado de tanto fervor de amistad, por un pueblo amigo. Eran numerosas las delegaciones de los países del mundo, venidos al Centenario y, sin embargo, la actitud del pueblo argentino hacía sentir la sensación de como si la ceremonia fuera de Chile y para Chile.

"El programa de festejos comenzó a desarrollarse con regularidad. El Pre-sidente de la República y señora se alojaron en el palacio del millonario Mihanovic, que era dueño de la inmensa flota de buques mercantes, que na-vegaban por el "Río de la Plata, desde Montevideo hasta Asunción. A los

Sarlamentarios del Senado y de la Cámara de Diputados se nos hospedó en el otel "Majestic", inmenso y lujoso edificio de cinco pisos, que se abría por

primera vez, y ubicado en la Avenida de Mayo. "Se había formado el programa de los actos en que hablarían cada uno de

los diputados y, como era natural, mi nombre estaba eliminado en aquellas listas. A mí no me importaba no contar con el favor oficial, pues había via-jado por la República Argentina hacía poco, fomentando el consumo del salitre y buscando mercado para aquel fertilizante.

"Con este motivo había dejado amigos y muchas relaciones en Buenos Aires; entre ellos, contaba con la calurosa amistad de don Benito Villanueva, presidente entonces del Senado y Vicepresidente de la República. Había es-trechado también amistad muy íntima con el Ministro de Relaciones Exte-riores, don Estanislao Zeballos; Adrián Escobar, secretario del Presidente de la República, y numerosos senadores, diputados y altos representantes del comercio y de los centros sociales. Esta circunstancia me colocó en pie de tener en el ambiente que nos rodeaba una verdadera situación de privilegio y era el consultor obligado por los argentinos para todos los actos que se celebraban con motivo de las fiestas centenarias.

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' 'Entre los puntos del programa, figuraban una sesión de honor en la Cá-m a r a de Diputados, cuyo salón inmenso tenía capacidad para 10.000 ó 15.000 a l m a s . Ofreció el acto un diputado argentino, que pronunció un discurso de

s a l u d o , de homenaje y fraternidad entre los dos pueblos, que fue recibido con s a l v a s nutridas y reiterados aplausos. Contestó a nombre de la Cámara chile-na, dentro de lo convenido, el diputado por Lebu, don Luis Izquierdo, quien p r o n u n c i ó un discurso académico, clásico por la elegancia refinada de la f o r m a y por la profundidad de las ideas y conceptos. Fue también calurosa-m e n t e aplaudido; pero como desgraciadamente la sala era inmensa y la voz de Izquierdo débil, no fue oído y apreciado, como al día siguiente, al ser leído en los diarios. Ahora bien, el discurso de Izquierdo ponía fin a la ce-r e m o n i a ; mas con inmensa sorpresa mía, oigo que el presidente de la Cáma-ra, que era el doctor Cantón, dice: "Tiene la palabra el diputado chileno don Arturo Alessandri". Como me pareciera que había oído mal, interrogué a mi colega y amigo, que estaba a mi lado, Ricardo Cox Méndez, preguntán-dole qué decía. Ricardo Cox me contestó: "Dice que usted tiene la palabra".

"Continué creyendo que aquello era una equivocación, ya que no estaba s e ñ a l a d o en el programa esta participación mía en la ceremonia. Segura-mente algunos de mis muchos amigos dentro y fuera de la Cámara habría inducido al doctor Cantón a que procediera en esa forma, sin considerar que se me creaba una situación muy difícil. No era posible ni prudente im-provisar en aquella oportunidad.

"Antes de reponerme de la sorpresa que me causó la respuesta de Ricardo Cox, el doctor Cantón insistió nuevamente en ofrecerme la palabra, ofreci-miento que fue seguido de un aplauso vigoroso en las galerías, y no tuve más que resignarme a obedecer la orden. Me puse de pie. Fui saludado con una nutrida salva de aplausos en las galerías y en la Cámara, y, conmovido por el ambiente, por la atmósfera de patriotismo y altos ideales que se res-piraba, empecé a recorrer la sala con la vista, principiando por el escudo argentino, con sus manos estrechamente unidas, contemplando aquella ban-dera y la nuestra, hasta llegar al palco donde estaba la Infanta Isabel, tía del Rey don Alfonso XIII y representante real de la Madre Patria: Tomé argu-mento en ello, para asirme y convertirlo en madera de salvación, para salir lo menos mal posible de la situación difícil en que se me había colocado. Fe-lizmente, mi voz fue bastante poderosa para dominar el ambiente, y el entu-siasmo general hizo lo demás. Fui saludado con reiteradas y estrepitosas sal-vas de aplausos. !La Infanta Isabel, que estaba sentada en un palco, al lado de los Presidentes de Chile y de Argentina, me llamó, me estrechó fuertemen-te entre sus brazos, mientras gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Me colmó de felicitaciones y cumplidos, con toda aquella verba propia del alma generosa y abierta de los hijos de España.

"El Presidente argentino, me felicitó también con mucha cordialidad, y don Pedro Montt, que estaba al lado, presa de honda emoción, me dijo:

"Don Arturo, lo han felicitado mucho, lo han aplaudido con justicia; yo también lo felicito y lo aplaudo en nombre de Chile y en el mío propio".

"Me extendió los brazos y me abrazó fraternalmente, estrechándome con-tra su corazón.

"Nunca he sentido un remordimiento más grande que en aquel momento por la incultura cometida en el viaje. Desgraciadamente, no tuve oportuni-dad de exteriorizárselo.

"Abandoné el sitio del Congreso argentino, en medio de reiteradas y nu-tridas mañifestaciones de aplauso. Cuando llegué al Hotel Majestic, acompa-ñado de Cornelio Saavedra y de Carlos Balmaceda, en un telégrafo que ha-bían puesto a nuestra disposición, en la parte baja del edificio, despachaba un telegrama el joven Armanet, segundo secretario de don Pedro Montt, y

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al pasar, me exteriorizó sus calurosas felicitaciones por el éxito alcanzado en el Congreso y por la forma tan espléndida, según me dijo, como había representado a Chile. En ese momento se borraban las fronteras de las dis-cusiones internas, y sólo nos acordábamos que éramos chilenos, unidos p 0 r el mismo amor, envueltos y estrechados en los pliegues de la misma bandera

"Nos dirigimos, Saavedra, Balmaceda y yo a otro ascensor, que estaba con la puerta abierta y, no obstante comprimir varias veces el botón eléctri-co para que subiera, no tuvimos resultado, inconveniente que yo atribuí al peso fenomenal que en aquel tiempo tenía el querido amigo Cornelio Saave-dra, pletórico entonces de juventud, alegría y robustez. Dejamos el ascen-sor y vinimos a darnos cuenta que un inmenso letrero denunciaba encon-trarse descompuesto.

"Salimos en busca del ascensor del otro lado y ascendimos, sin inconve-niente, al quinto piso, en donde estaban nuestras habitaciones.

"Empezábamos a vestirnos de etiqueta para asistir a una fiesta de gala, que daría en honor del Presidente de Chile la Compañía María Guerrero-Fer-nando Díaz de Mendoza, cuando fuimos turbados con un inmenso griterío que nos indujo a salir de nuestros aposentos a medio vestir, para indagar el origen de las expresiones de susto que se escuchaban. Todos corrían de un lado a otro, señoras y hombres, anunciando algo terrible ocurrido en el ho-tel, sin precisar qué cosa. En medio de aquella confusión, corro yo hacia el as-censor, porque una señora decía que se había asesinado allí a un caballero. Y ¡oh sorpresa escalofriante!, ante mí veo al joven Armanet, secretario de S. E. el Presidente de la República, comprimido por el techo del ascensor, contra el suelo del quinto piso, con una cara de angustia, y haciendo esfuersos inau-ditos por desprenderse de la vigorosa trampa que momento a momento lo a-pretaba con mayor fuerza. Lancé un grito desgarrador, diciéndoles a los com-pañeros que era Armanet la víctima del accidente denunciado por tantos, sin expresarlo. Al oirme, Armanet, con una cara de desesperación y angustia, que no he podido olvidar nunca, me hizo una inclinación de cabeza, dándome a entender que sí, que él era Armanet. En pocos segundos rodeó el lugar del su-ceso numerosa cantidad de gente, de todos los pasajeros de diversas naciona-lidades, que estaban en el hotel, y pedí a gritos, un hacha para destrozar la parte de arriba del ascensor y poder extraer de allí a Armanet, que empezaba ya a cerrar los ojos y no hacía manifestaciones de vida.

"No se pudo obtener ningún resultado con el hacha, porque el techo del ascensor era muy sólido y cada golpe de hacha, seguía un profundo quejido de la pobre víctima, cogida en aquella trampa horrorosa.

"Se le ocurrió a alguien, entonces, creo que fue al señor Obispo don Rafael Edwards, desarmar algunos catres y, con los largueros de fierro, hicimos pa-lanca, levantamos un poco el techo del ascensor, que comprimía a Armanet contra el piso y logré, acompañado de otros, arrastrarlo hacia afuera. Lle-gó pronto la Asistencia Pública, le suministraron los más acuciosos cui-dados. Se reunieron a su alrededor una cantidad de médicos chilenos, en-tre otros, Octavio Maira, y no recuerdo quienes más, que estaban dedicados a un Congreso de Medicina.

"Todo fue inútil; Armanet falleció antes de diez minutos. Su primo her-mano, el Pbro. don Juan Francisco Fresno, que era el capellán del Presiden-te Montt, recibió de mis manos, las colleras, el reloj y la cartera del fallecido, para que los llevara y entregara a su familia. Se comprenderá cómo queda-mos de estropeados y conmovidos ante aquella inmensa desgracia, que según se nos informó, produjo una gran impresión en el ánimo del Presidente de la República. Se le organizó una capilla ardiente en la pieza que le había servido de dormitorio, y acompañamos durante toda la noche sus despojos,

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sín tener, naturalmente, fuerzas ni ánimo para ir a la representación de Má-r ja Guerrero.

"Pero aun, en medio de las mayores desgracias, la vida se complace en po-ner siempre una nota festiva. Gomo a las 5 de la mañana, rendido por el sueño, por el cansancio y por las emociones sufridas, me fui a mi dor-mitorio a descansar un poco. Antes de retirarme, recordé que Jorge Cuevas Bartolin, actualmente casado con una nieta de Rockefeller, y que vive en ,Nueva York disfrutando de un título nobiliario, debía recogerse también al hotel, en donde dormía en la pieza con Armanet. Jorge Cuevas formaba parte de los empleados de secretaría del Presidente, y yo lo estimaba mucho. Calculando que habría pasado una noche alegre, quise evitarle la dolorosa sorpresa que le produciría encontrarse de súbito con la capilla ardiente en homenaje a los restos de uno de sus compañeros. Para evitarle aquella impre-sión, le recomendé a uno de los empleados del hotel, que hacían el turno de noche, que cuando llegara el señor Cuevas, le advirtiera que pasara primero a mi dormitorio. Eran más de las 7 de la mañana cuando se apareció Cuevas, como pidén mojado vacilante sobre sus piernas, pálido, demacrado, la corba-ta blanca del frac localizándose en todas parte, menos en su sitio. Se cono-cía que la noche había sido de juerga y de entusiasmo. Me interrogó bastante airado sobre las razones que tenía para hacerlo presentarse en mi dormitorio, como si quisiera formularle un reproche, imaginándose que pretendía yo ejercer alguna vigilancia sobre su conducta. Cuando le signi-fiqué que lo había llamado para evitarle la dolorosa sorpresa de encontrar-se con una pieza, al lado de su dormitorio, convertida en capilla ardiente, debido a la inmensa desgracia que había ocurrido la noche antes, se enfadó imaginándose que yo quería burlarme de él. Todos mis argumentos en con-trario fueron inútiles. Se dirigió resueltamente en busca de su dormitorio, cuya cama le hacía bastante falta, al parecer, para reponerse de los esfuerzos y desgaste de energía de la noche anterior, pasada que sé yo donde. No qui-se insistir, pero quedé alerta y, como la capilla ardiente estaba muy cerca de mi dormitorio, escuché un alarido desgarrador, que me obligó a levan-tarme, con el consiguiente sobresalto. Al salir, me encuentro con mi buen amigo Jorge Cuevas tendido, largo a largo en el suelo, presa de un ataque y sin conocimiento.

"Vuelto en sí, al cabo de algún rato, se deshizo en un llanto nervioso, convulsivo. 'La "mona" se le había espantado; lloró mucho, inconsolable y no acababa nunca de pedirme perdón por su incredulidad y de darme ex-presivas gracias por la bondad mía, de haberle querido evitar esa trágica sorpresa.

"Mientras tanto se discutía mucho en el círculo del Presidente de la Re-pública sobre si se suspendían o no las actuaciones nuestras en las fiestas centenarias junto con el programa acordado, por motivo del duelo que re-presentaba la muerte de Armanet. Al fin se resolvió seguir adelante, aun-que, como se comprenderá, reinaba en todos los espíritus un sentimiento de angustia y melancolía.

"Pocos días antes de este doloroso suceso fue cuando habló don Ramón Angel Jara, al ponerse la primera piedra del monumento a O'Higgins, fren-te a la estatua de San Martín.

"Ya cuando estaban para finalizar las fiestas centenarias, dio el Presiden-te Montt un gran banquete de despedida al Presidente argentino, Figueroa Alcorta, a bordo del acorazado O'Higgins cuya cubierta estaba adornada con banderas y escudos de los dos países. Ofreció don Pedro la manifesta-ción, con un discurso sereno, definido, conceptuoso. Fue pronunciado con voz solemne e impresionante. Cuando hubo terminado el banquete, presa de la impresión que me había producido el discurso, y, principalmente

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cuando aludió a que se encontraba en territorio chileno y cubierto por ¡ a

bandera de su patria, para recibir y rendirle tributo y homenaje al Presi-dente de la República hermana, no pude resistir el impulso de acercarme a don Pedro para decirle que un diputado de oposición quería felicitar y es-trechar entre sus brazos al Presidente de la República de Chile. Don Peuro nuevamente impresionado como el día de mi discurso, cuando hablé en nom'-bre de la Cámara de Diputados, echándome los brazos me dijo: "Para mí no hay diputados de Gobierno ni de oposición; sólo reconozco a los chilenos y me siento igualmente cerca de todos ellos". Espontáneamente le agregué-"Seré simplemente un chileno, y me abstendré en el porvenir de atacar al Presidente de Chile y a su Gobierno".

"No sé si fuera una ilusión o un error, forjado por el patriotismo; pero al observar a don Pedro Montt, y su actitud, comparándolo con los demás hombres de Estado, que lo rodeaban, me producía una sensación de supe-rioridad intelectual y moral, que me enorgullecía como chileno y hacía bo-rrar de mi espíritu los resquemores de las luchas pasadas.

"Notábase, sin embargo, en el Presidente, mucho cansancio; estaba muy pálido, y, en ocasiones decaído, com un hombre presa de fatiga. Poco an-tes de dirigirse a las fiestas del Centenario argentino, había efectuado un viaje al Norte y se supo que había tenido un ataque, en el cual se le despren-dió una retina, y conservaba sólo la vista de un ojo, hasta el punto que, con mucho sentimiento, nos contó alguien, que después de un banquete en la ca-sa de Mihanovic, al querer pasar de una pieza a otra, se había estrellado con un espejo de gran tamaño, tomándolo por puerta y ocasionándose una contu-sión, aunque leve, muy desagradable.

"Fijado el día de la partida, se repitieron las manifestaciones estruendo-sas de la llegada y los homenajes a Chile, al Presidente, a los senadores, di-putados, y principalmente a la Escuela Militar, que se había exhibido como un alto exponente de disciplina, corrección y gallarda apostura.

"El cansancio del Presidente se hacía todavía más notable a su regreso y era evidente que los banquetes, las recepciones, las festividades de todo gé-nero que se sucedían, habían influido desfavorablemente en su estado físico".

*

La vuelta a Chile del Presidente de la República y su comitiva se efectúa como acaba de decirse, rodeada de negros presagios. Su Excelencia ha hecho un esfuerzo máximo de voluntad, para sobreponerse a su decaimiento, pero el mal que lo aqueja no cede; y es incuestionable, no sólo para el grupo de sus más íntimos partidarios y amigos, sino, también, para el de sus fami-liares, que el Presidente debe alejarse por algún tiempo del Mando Supremo, a fin de atender, como el caso requiere, al restablecimiento de su salud que-brantada. Con este motivo hubo cambio de Ministerio.

"El 29 de junio, día del santo del Presidente —continúa informándonos el señor Alessandri—, se dio una comida en Palacio, a los nuevos ministros y a las personas de mayor intimidad de Su Excelencia. Se supo que el Pre-sidente había tenido en aquella comida un mal rato de bastante considera-ción, el que habría sido la causa del violentísimo ataque que tuvo horas más tarde, y que casi termina con su vida aquella misma noche. Al día si-guiente, se comentaba por todas partes que el Presidente había t e n i d o un colapso grave, de mucha gravedad, y que los médicos que lo asistían conside-raban indispensable que se separara por algún tiempo de las tareas guber-nativas y se dirigiera a Europa en un viaje de salud.

"Empezaron entonces las dificultades, por lo que respecta a quién iría a reemplazarlo, en su calidad de Vicepresidente. La -Constitución Política del

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Estado asignaba ese puesto al 'Ministro del Interior, don Agustín Édwards, y era también el claro deseo manifestado por el Presidente de la Repúbli-ca, en razón de tratarse de quien lo había servido con lealtad, hasta firmar el veto de la ley económica, cuando no había quien se atreviera a ello.

"Agustín Edwards era también hijo del más grande amigo que había teni-do Pedro Montt, y cuya familia había contribuido en forma eficaz a su e l e c c i ó n . La mayoría de los amigos del Presidente defendían la candidatura de Edwards como Vicepresidente, y protestaban airados contra el desaire que significaría tener que sacarlo del Ministerio, para que no se cumplieran, en esta oportunidad, los dictados de la Constitución P'olítica, que asignaban al Ministro del Interior el cargo de ¡Vicepresidente para el caso de que faltase el Primer Mandatario.

"Hubo, sin embargo, otro grupo de partidarios del Gobierno, que resistie-ron con violencia el nombramiento de Edwards; y el Presidente, decaído y e n f e r m o , tuvo que ceder ante la oposición que se le hacía, y designó a su vie-jo amigo y compañero de toda la vida, don Elias Fernández Albano, que era un hombre respetable por muchos títulos y encanecido en reiterados servicios a la nación.

"En la sesión del 11 de julio se pidió el permiso constitucional a la Cáma-ra para que el Presidente de la República abandonara el país y se dirigiera a Europa.

"Se trataba de que hiciera el viaje a bordo de un buque de guerra, acom-pañado de su Edecán, de un secretario, de un capellán y del médico que lo conocía y atendía.

"Se hicieron algunas observaciones a ese respecto, pero yo trabajé privada-mente, hasta obtener que todas las resistencias desaparecieran, y se otorgó la autorización en la forma solicitada y a la que, con anterioridad, me he referi-do.

"El diputado don Alfredo Irarrázaval dijo en aquella oportunidad:

"No desearía que en un momento tan doloroso, de tan dura prueba para S. E. el Presidente de la República, pudiera alguien imaginarse que yo, que he sido el adversario más decidido de su administración, viniera a aprovechar estos instantes para hacer una oposición que está muy lejos de mi carácter y de mi temperamento. Más que eso, yo me siento muy vivamente atraído hacia S. E. el Presidente de la República, a quien veo en este momento enfermo, y me siento atraído hacia él, porque he tenido ocasión de ver y oir, y de saber el abandono en que se encuentra. Han desaparecido el brillo y el esplendor del poder, y han venido los días tristes, porque los cortesanos son como las golondrinas, que colocan su nido en el alero de las casas donde da el sol, y cambian de casa en los días fríos y nebulosos del i n v i e r n o . . . "

Después de estas palabras de Irarrázaval, como he dicho, el permiso para ausentarse del país fue acordado por unanimidad, y yo, profundamente con-movido, recordando las palabras afectuosas que don Pedro Montt había cam-biado conmigo durante las festividades del Centenario en Buenos Aires, re-visé ahora con serenidad, mi propia actitud para con él. 'Comprendí que lo había atacado con razón, en muchos de los errores cometidos, durante su Gobierno; pero examinando mi conciencia y midiendo aquellos ataques, en frío, no pude dejar de reconocer que había gastado en ellos un exceso de pa-sión. Hoy, a la distancia, comprendo también, que los opositores estuvimos extremadamente exaltados, y abusamos del régimen parlamentario, sancio-nado por las batallas de Concón y Placilla, en forma deplorable y como jamás se había abusado de semejante régimen en los anales republicanos de nues-tro país."

*

El 16 de agosto de 1910, Su Excelencia el Presidente de la República, don Pedro Montt, fallece en Alemania, en el puerto de Bremen, en medio de la

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consternación de las pocas personas que lo rodeaban. "Lejos de la patria —nos dice el señor Alessandri— sin hijos, sin amigos, el ilustre Mandatario se desplomó al fin, bajo el peso de un trabajo abrumador, y, quizás, más di-rectamente, por las decepciones y amarguras propias del cargo de d i r i g i r y conciliar las miras de la insatisfacción humana desde el calvario del Mando Supremo."

Los últimos momentos del señor Montt han sido relatados por don Manuel Valdivia Latorre que fuera Mayordomo de Palacio durante la Administra-ción del ilustre Mandatario.

A las 2 P. M. del martes 16 de agosto el "Kaiser Wilheem der Grosse", tra-satlántico en que Su Excelencia viaja desde Nueva York con rumbo a Bre-menhaven, sitúa los primeros faros que hay a la entrada del puerto de Bremen.

".. .y al mismo tiempo —dice Valdivia— avistamos un vaporcito que venia elegantemente empavesado trayendo a su bordo a la colonia chilena resi-dente en Alemania, compuesta del jeneral don Emilio Korner i su ayudan-te, teniente primero don Guillermo Novoa; secretario de la Legación de Chile en Berlín, don Osvaldo Ramírez Sanz; Cónsul de Chile en Bremen señor Mundt, Cónsul de Chile en Hamburgo, don Adolfo Ortúzar i señora Figueroa Larrain de Ortúzar i algunos otros chilenos. Una vez cambiado los saludos por medio de señales con nuestros compatriotas, el vaporcito escoltó al vapor hasta su fondeadero.

"Inmediatamente de haber atracado el vapor a su muelle subieron a salu-dar al Presidente los miembros de la colonia chilena, comisión del Senado de Bremen, directores del Lloyd de Navegación Alemana i directores de la Compañía Kosmos.

"La comisión del Senado de Bremen invitó al señor Montt a desembarcar y a esperar en los salones de la Compañía del "Kaiser Wilhelm", la llegada del tren que debia conducirlo hasta la Ciudad Libre de Bremen".

"Después de algunos minutos de espera, tomamos colocación en el convoi toda la comitiva, colonia chilena i comision del Senado de Bremen, para di-rijirnos a la ciudad ántes nombrada i a donde llegamos a las 81 ¡2 P.M.

"Una vez llegado a la estación de Bremen, el señor Montt fué recibido por las autoridades en el salón de honor de la estación i en el cual reciben al Kaiser cuando sale en viajes.

"Desde la estación nos dirijimos al Hotel Hillmann, donde se nos tenia preparado nuestro alojamiento.

Una vez terminada la comida, el Presidente salió a dar un paseo en com-pañía de la señora Sara, señora Figueroa> Larrain de Ortúzar, i la señora Mercedes H. de Montt, del jeneral Korner, del señor capellán don Daniel Fuenzalida, del señor coronel don José M. Bari, del señor don Adolfo Ortú-zar, del señor don Osvaldo Ramírez Sanz i demás miembros de la comitiva.

A las 101 ¡2 de la noche regresó el Presidente al Hotel, subiendo del brazo del jeneral Korner hasta el hall principal, donde se sentaron algunos instan-tes a conversar; juntamente con el Presidente regresaron al Hotel las perso-nas ya citadas ménos el doctor Munich, señor Echeverría i el cónsul de Bremen señor Mundt. A las 11 el Presidente se retiró a su dormitorio, siendo acompañado hasta ahí por el señor jeneral'Korner, señoras Sara; Fi-gueroa Larrain de Ortúzar i Mercedes, coronel señor Bari, capellán señor Fuenzalida i demás acompañantes; una vez llegado a la puerta de su dor-mitorio, se despidió de cada uno de sus acompañantes i al jeneral Korner le manifestó sus deseos de que al dia siguiente fuera a verlo para ir ambos a co-nocer la cuidad detenidamente i arreglar la forma en que haria el viaje para Berlín; a lo que el jeneral le espresó que sería para él un honor acompa-ñarle, entrando inmediatamente el señor Montt a su dormitorio. Instantes

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mas tarde se retiraban las señoras Sara i Mercedes a sus respectivos"alojamien-tos, quedando desde ese momento el señor Montt i el que suscribe solos en el dormitorio.

Aunque habia notado que la salud del Presidente decaía por momentos; que un cansancio penoso le hacia difícil hasta los menores movimientos, no pude figurarme que instantes despues iba a ser testigo de una de las escenas mas tristes i dolorosas que he presenciado en mi vida.

Acababa de pasar el Presidente a la salita de toilette, siendo las 11.48 P.M. Transcurrieron tan solo dos minutos, por mi reloj, cuando le sobrevino el ataque. Encontrándome frente al señor Montt, alcancé a tomarle entre mis brazos. ¡Cuánta no sería mi desesperación al ver que el Presidente estaba rijido i sin vida! A mis llamados acudieron su esposa i la señora Mercedes que casualmente aun no se habían recogido; la desesperación de la señora Sara no es para describirla.

A los gritos de ella i de algunos empleados del Hotel que se habían impues-to de la dolorosa desgracia, acudió el coronel señor Bari i el capellan señor Fuenzalida, quien le dio la absolución i le administró la Santa Estrema-Un-cion. En compañía de ellos colocamos al señor Montt sobre un sofá, i como no nos podíamos convencer de que nuestro Presidente hubiera muerto, le pusimos paños de agua Colonia; pero sin resultado. La muerte habia sido instantánea.

Momentos despues colocamos su cadáver sobre el lecho, llegando en esos precisos instantes el jeneral Kórner, quien también nos acompañó en nues-tra desesperación. Sus lágrimas hacían mas triste el cuadro que presenciába-mos. Justamente con el señor jeneral llegaron el secretario de nuestra lega-ción en Berlín señor Osvaldo Ramírez Sanz; el cónsul señor Adolfo Ortúzar i la señora de Ortúzar.

Una vez repuesto un tanto el señor Kórner de su impresión por la pérdida irreparable de la persona a quien tanto cariño i amistad lo ligaban, hizo avi-sar al administrador del Hotel el fallecimiento del mandatario chileno, i al mismo tiempo ordenó mandar en busca del mejor doctor de Bremen, ya que no se encontraba el señor Munich.

Instantes despues llegó un facultativo de la ciudad, a quien solo le cupo constatar la muerte de nuestro Presidente i manifestarnos que la causa preci-sa del fallecimiento habia sido un violento ataque al corazon.

Al mismo tiempo, el jeneral señor Kórner ordenaba a su ayudante, tenien-te primero señor Novoa, salir en busca del señor Echeverría i del doctor Munich i comunicarle la desgracia, quienes regresaron minutos mas tarde al Hotel.

Cuando éstos llegaron ya teníamos el cadáver cubierto sobre su lecho i ya se habían rezado las primeras preces de difunto, en compañía del jeneral señor Kórner, quien permaneció hincado a los piés del cadaver durante to-das las preces.

Instantes despues de llegar el señor Echeverría se redactaba el siguiente cablegrama para enviarlo a Chile, anunciando el fallecimiento de nuestro mandatario:

"Presidente de Chile. Santiago, — A las 11.50 P .M. falleció Presidente Montt ataque repentino al corazón en Hotel Hillmann. (Fdo.) Echeverría -j-Bari".

Una vez enviado este cablegrama a Chile nos quedamos velando el cadáver, el coronel señor Bari, el señor Echeverría i el que esto escribe. La señora Sa-ra, a las muchas instancias del coronel señor Bari, se retiró a su dormitorio,

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pues a cada instante le sobrevenían fuertes ataques que hacían peligrar su vida"26.

El miércoles 17, por orden de la señora Sara del Campo de Montt, viuda de S. E. antes de llevar el cadáver a la capilla ardiente provisoriamente le-vantada en el Hotel Hillmann, se procede a sacar una mascarilla del extin-to. Luego, a las diez de la mañana.celébrase una misa de réquiem en los de-partamentos reservados de Misia Sara. Más tarde numerosas monjas católicas llegan a elevar sus preces ante el catafalco.

A las cuatro de la tarde de ese mismo día los restos son llevado a la clínica en donde debe realizarse la autopsia. "Me cupo la honra —informa Valdivia-de ser el único (sic) que acompañó el cadáver de nuestro Presidente hasta la clínica",

El 20 de Agosto es embarcado en la Estación de Bremen, en un tren espe-cial con destino a Berlín, el ataúd en que descansa el cuerpo del señor Montt. Acompañan los restos del primer Mandatario "el coronel señor José María Bari; el secretario de la Legación en Berlín, señor Ramírez Sanz; don Her-mán Echeverría Cazotte; el Cónsul de'Chile en Hamburgo, señor don Adolfo Ortúzar; señora Figueroa Larrain de Ortúzar; Cónsul de Chile en Bremen, señor Mundt; el jeneral señor Korner i su ayudante señor Novoa. El convoi fúnebre arribó a Berlín —continúa informando Valdivia— minutos después de las 8 de la noche. En la Estación esperaban a los restos, representantes del Emperador Guillermo II i distinguidas personalidades.. ."2T.

Por último, el 25 de Agosto a las 11 de la mañana, celébrase en la Iglesia de Santa Eduvijis unas solemnes honras fúnebres por el descanso del alma del malogrado Presidente de Chile. En representación del Kaiser actúa el General de Infantería !Von Kessel, Ayudante de S.M. el Emperador y Gober-nador de Berlín, y además, realzando su cometido, los oficiales de mayor graduación que hay en la capital del Imperio en esos momentos. Tras ellos todo el Cuerpo Diplomático acreditado en Berlín y los adictos militares in-tegrantes de esas misiones. Entre esos ilustres dignatarios encontrábase, tam-bién, el Presidente electo del iBrasil Mariscal Hermes da Fonseca.

Dignamente representada, la colonia chilena preside el duelo".

NOTAS AL LIBRO VI

a Pdg. 2i9. Por vía de curiosidad copia-mos la síntesis de la clase realizada en una escuela "Mancomunal" de Iquique, y publicada, tal cual la copiamos aho-ra, en el periódico E L T R A B A J O de ese puerto, con fecha 3 de diciembre de 1904:

"En las clases de la noche del jueves, a uno de los alumnos de la escuela se le ocurrió hacer cómputos de los operarios muertos y heridos por los diversos acci-dentes ocurridos en la elaboración del salitre, a contar desde el año 1880 hasta la fecha.

Hizo el cálculo de que hubiera ha-bido un muerto y tres inválidos por día, dándole por resultado 8.760 muertos y 26.280 inválidos, o sea, un total, entre inválidos y muertos de 35.040 hombres.

(Ni en la guerra del 79!, dijo una voz.

^Manuel J. Valdivia Latorre: Ultimos días del Presidente don PEDRO M O N T T . San-tiago de Chile, 1911, págs. 53-59 .

Uno de los alumnos pidió se hiciera otra operación para averiguar cuanto habría costado a los salitreros si a cada hombre se le hubiera indemnizado si-quiera en cinco mil pesos.

Otros, observaron que con esos pa-gos por indemnizaciones, al haberse he-cho, habrían quebrado muchas empre-sas.

Acto continuo se le ocurrió averiguar sin con ese pago podrían quebrar, ha-ciéndose ese cómputo:

Cada oficina, dicen, carga diariamen-te veinte carros de salitre con 150 quin-tales cada uno (no: con 300, dijo una voz): que sean 150 dijo el otro, para ma-yor desventaja a nuestras apreciaciones.

Bien, las oficinas salitreras son 60 (más de 80, dijo una voz): no; que sean sólo 60 y que cada saco de salitre dé al industrial solamente tres pesos libres,

"VALDIVIA LATORRE, M A N U E L J . : O b . c i t .

pág. 65.

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¿cuánto les habrá dado el salitre en los cuatro años de explotación? y sacan es-ta cifra: 5.944 millones de pesos.

Deduciendo lo que debían pagar por indemnizaciones, les queda todavía una utilidad líquida de 5.769 millones de pesos."

b Pág. 249. Los datos numéricos que aparecen en el texto fueron obtenidos del libro "El Salitre. Resumen históri-co desde su descubrimiento y explota-ción", por Roberto Hernández C., Val-paraíso, Ed. Fisher Hnos., 1930.

c Pág. 250. Con fecha 12 de marzo de 1904, el señor Riesco firma un Decreto Supremo, en el que nombra una C O M I -

SIÓN CONSULTIVA DEL N O R T E , compuesta por las siguientes personas: Ministro del Interior, Rafael Errázuriz Urmene-ta, que preside la Comisión; la integran los señores Paulino Alfonso, Ramón Bascuñán, Máximo del Campo, Fran-cisco de Borja Echeverría, Ernesto Híib-ner, Antonio Huneeus, Federico Pinto Izarra, Enrique Rodríguez, Manuel Sa-las Lavaqui, Darío Urzúa, Luis Anto-nio Vergara y Enrique Villegas.

d Pág. 250. Para mayor comprensión del espíritu que animaba a los políticos que fueron al Norte, copiamos la parte final de sus conclusiones "prelimina-res" consignadas en su informe de 11 de abril de 1904:

" . . . En la vida del desierto no se deja sentir con eficacia la intervención moderadora de los agentes naturales de toda cultura; a saber, la mujer, la fa-milia, la propiedad distribuida entre muchos, la diversidad de las transaccio-nes y de los negocios, y en suma, las satisfacciones de diverso orden que un nivel común de educación y morali-dad traen consigo. La entidad social que es el grande intermediario de las prestaciones humanas, se encuentra apartada del obrero de la Pampa y de su patrón, y éstos viven casi siempre en profundo aislamiento el uno del otro.

"De aquí proviene para los obreros una situación diversa de aquella que ocupan los demás trabajadores del país, sea en la industria, en la agricul-tura o en el trabajo de las ciudades. Es fácil observar una marcada relajación de la solidaridad que debiera unir a los varios elementos llamados a coadyuvar a la explotación de la riqueza del suelo y al bienestar de las clases trabajadoras.

"Sabe V. E. que los dueños y jefes de oficinas salitreras son casi en su to-talidad extranjeros, y chilenos, en cam-bio, la gran mayoría de los operarios. Esta diferencia de nacionalidades, que sólo queremos apuntar de paso para la mejor exposición de la materia, con-tribuye indispensablemente a que exis-ta un vinculo de menos entre los dos factores humanos que concurren en el

trabajo del salitre, esto es, los patro-nes, gerentes y empleados superiores por una parte, y por otra, el vasto con-junto de operarios que lo extraen y lo elaboran.

"Conocidos estos antecedentes, bien se comprende que la población obrera de la pampa sea fácilmente excitable y acepte con docilidad sugestiones de to-da índole.

"No ha llegado todavía la oportu-nidad de que la Comisión se pronuncie sobre el fondo mismo de las cuestiones que deberán producirse como resulta-do final de sus estudios. En esta pri-mera comunicación a V. E. se limita a exponer rápida y sucintamente así el itinerario de su viaje como la impre-sión general recogida por ellos en el transcurso del mismo.

"No estará demás, sin embargo, an-ticipar que, aparte de la penosidad inherente a la vida del desierto, a jui-cio de la Comisión, la condición econó-mica del trabajador en las salitreras no debe reputarse desfavorable en ab-soluto, ni mucho menos cuando se la compara con la de los demás trabajado-res del país. Su salario es crecido y aunque, en verdad, los gastos de la vi-da son crecidos en proporción, casi siempre le queda margen para ahorrar sumas no despreciables. La Comisión ha podido comprobar muchos casos de ahorro que autorizan esta aseveración.

"El alimento del obrero es, por lo general, abundante y de buena calidad, y la provisión de las pulperías o tien-das extraordinariamente surtidas, lo cual prueba que aquél no acostumbra sujetarse a las habituales estrecheces de nuestro pueblo.

"Hay trabajo para todos los obreros aptos que lo busquen, salvo en los me-ses de febrero y marzo, en que con mo-tivo de la limitación de la producción de salitre, impuesta por la Combina-ción, con grave perjuicio de los dueños que desearían producir cantidades ma-yores, tienen que parar las máquinas de elaboración. El régimen de trabajo, por otra parte, no parece ni más peli-groso ni más excesivo que el de muchas otras faenas en la República.

"Pero la Comisión, sin embargo, en su rápida inspección a las oficinas, ha podido observar notoriamente que existe un malestar más o menos serio y un principio de perturbación que, con razón o sin ella, tiende a desarro-llarse.

"Muchos obreros se quejan con in-sistencia de que su condición material es poco holgada, a pesar de los elevados salarios que reciben. Se quejan del mo-nopolio del comercio, ejercitado ex-clusivamente por los propietarios, cu-yos artículos son malos, caros o altera-dos en pesos y medida; de la emisión

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de fichas o vales que sólo les habilitan para adquirir sus consumos en dichas pulperías a precios demasiado altos. Se quejan también de las hostilidades de que son víctimas por el hecho de com-prar a comerciantes extraños; de mala o deficiente justicia, que no alcanza a corregir las injusticias que sufren ni a reparar sus agravios; de la insalubridad de las habitaciones y, en fin, de algunos otros abusos que parecería inoficioso enumerar.

"No ha llegado tampoco el momen-to de que la Comisión se pronuncie so-bre estos tópicos que se prepara para dilucidar más tarde; pero observaré, sí, desde luego, que la condición mo-ral de los obreros de la Pampa, es a todas luces deficiente e influye, sin du-da alguna, en el fondo de su malestar. El operario vive deprimido por el abandono moral en que se le olvida. Ni la autoridad pública, ni los patrones mismos, han cuidado hasta ahora lo bastante de llenar los vacíos de la vida ruda del obrero con la asistencia que le es debida en forma de enseñanza práctica, de religión, de dispensarios y hospitales, de estimulo al ahorro, de distracciones y de represión alcohólica.

"Los patrones, por su parte, se que-jan de un verdadero malestar social que, a juicio de ellos, va cundiendo rá-pidamente y que amenaza traer consi-go las más graves consecuencias en to-do el país. Ellos no se cansan de repe-tir que los operarios viven tranquilos en su trabajo y que no se habría pro-ducido dificultad alguna de carácter odioso, a no ser por las incitaciones constantes y tenaces, por la prensa o de palabra, de un grupo de individuos aje-nos a las faenas mismas, que fundan su interés, su lucro y hasta su propia existencia en el descontento de la clase trabajadora de los puertos y de la Pam-pa.

"Por lo expuesto, verá V. E. que la comisión ha procurado fijar su crite-rio sobre la naturaleza de las dificulta-des surgidas entre capitalistas y obreros; sobre el alcance de dichas dificultades, sobre las causas que las originan y las medidas conducentes para evitarlas o aminorarlas. Verá, asimismo, que en las provincias de Tarapacá y Antofa-gasta, no se divisa fundamento para una cuestión social u obrera en el sen-tido económico de la palabra. Pero, entre tanto, no debe pasarle inadverti-do que nos encontramos en frente de un malestar efectivo, que se refleja de manera ostensible en las relaciones de los empresarios y de los asalariados y que ese malestar ha de proyectar con-secuencias sociales y políticas de carác-ter peligrosos si no se adoptan medidas eficaces e inmediatas.

"Solamente desde ahora entrará la

Comisión a deliberar en concreto sobre los asuntos de su dictamen, pues, du-rante los días del viaje el tiempo fue completamente absorbido por la reco-lección de antecedentes y por la obser-vación de los hechos.

"El presente Informe, limítase, por consiguiente, a describir la situación

, social de la industria salitrera, enun-ciando sólo la impresión general de los infrascritos a su respecto.

"En su oportunidad, someteremos a V. E. el desarrollo de nuestras opinio-nes y el programa de las medidas con-ducentes, a nuestro entender, a reparar los males aquí señalados.

"(Edo.) R. Errázuriz Urmeneta Paulino Alfonso. R. Bascuñán. Francis-co de B. Echeverría. Antonio Huneeus Enrique A. Rodríguez. D. Urzúa. Luis A. Vergara."

Después del Informe preliminar de esta Comisión, el Ministro don Manuel Salas Lavaqui ordenó la compilación de los trabajos y antecedentes presenta-dos al Gobierno por la Comisión ante-dicha. Este volumen se imprimió en la Imprenta Cervantes de Santiago, calle Bandera 52, en el año 1908.

e Pág. 260. La palabra "clericalismo" pa-rece que fue usada por primera vez por Alfonso Peyrat, escritor político que fundara en 1865 el periódico "L'avenir National". Peyrat es autor de numero-sas obras sobre cuestiones religiosas. Elegido senador por el Sena, murió en los primeros días de 1891.

Para formular la suposición antedi-cha nos fundamos en las propias pala-bras de Gambetta, que se pueden leer en la transcripción del debate del 4 de mayo de 1877. De los "Discursos y ora-ciones escogidas" de este político, pu-blicadas por José Reinach, Paris, G. Charpentier & Cié., Ed„ 1866, traduci-mos el diálogo correspondiente, en que basamos este aserto:

"M. Gambetta: Ah, yo comprendo que M. de Balfons, en la sinceridad de sus apreciaciones no hace sino que tradu-cir vuestros deseos (los de la derecha) cuando dice: ¡Oh! no es el interés del estado el que os agita, es el deseo de influir en las elecciones. Vosotros sen-tís, sin embargo, y debéis confesarlo, que hay una cosa que, al igual que en el antiguo régimen, repugna en este país, repugna en Francia a los hombres de trabajo . . . (bulliciosas interrupcio-nes de la derecha).

M. le Barón Difour: ¡No hable de los hombres de trabajo!

M. le Comte de Colbert-Chavannais: ¡ No debéis ser tan osado como para in-vocar el nombre del pueblo!

M. Gambetta: ".. .esa cosa es la domi-nación del clericalismo" (vivas y aplau-sos en la izquierda y en el centro). Vosotros tenéis razón, y es por eso que

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yo lo digo desde lo alto de esta tribu-na, porque ello se transformará, pre-cisamente en vuestra condenación en frente del sufragio universall . . . (ru-mores en la derecha). Y yo no hago otra cosa que traducir los sentimientos ínti-mos del pueblo de Francia al expresar que el clericalismo es lo que un día de-cíame mi amigo Peyrat: "¿El clericalis-mo? He ahí al enemigo!" (aclamaciones y aplausos prolongados en la izquierda y en el centro. El orador, al descender de la tribuna, recibe las felicitaciones entusiastas de un número considerable de sus colegas y partidarios).

El anticlericalismo debió nacer, pues, en oposición inmediata a la señaliza-ción que acababa de hacerse a la dere-cha de favorecer las miras clericales. Lo clerical y lo anticlerical fueron así términos correspondientes implicados a la lucha a que acabamos de referirnos por los antagonismos partidistas del momento. No se sabe, sin embargo, si Gambetta fuera el primero en usar el vocablo "anticlerical", ni siquiera el que lo haya usado en sus discursos, aunque se cita una frase suya que no aparece en parte alguna en compilacio-nes oratorias que de él tenemos. La fra-se a que aludimos es una que habría dicho Gambetta a propósito de los cré-ditos afectados en los establecimientos religiosos de Levante; en la oportuni-dad de esas discusiones, Gambetta ha-bría dicho: "El anticlericalismo no es artículo de exportación."

f Pág. 263. A estas palabras de Briand siguió un debate muy acalorado que vamos a copiar en seguida para ilustrar el tema respecto a la atmósfera que prevalecía en la Cámara Francesa en los días de la discusión final de la ley sobre separación de la Iglesia del Esta-do.

M. de L'Estourbeillon: ¡Consultad al país! El os responderá.

M. Ferdinand Bougeré: Ya os hemos dicho que toméis en cuenta los millo-nes de firmas que traen las peticiones en contrario.

M. le Marquis de Rosambó: Tam-bién os hemos dicho que esa ley es con-traria al derecho.

M. A. Briand: En el curso de los úl-timos años habéis salido —y yo, seño-res, no lo reprocho, sino en determina-da medida, pues sé que ciertas pasiones políticas no siempre permiten que las polémicas electorales se encuadren en los dictados de la justicia y la razón—, habéis salido, digo, a través del país, inquietando la conciencia de los católi-cos a quienes habéis dicho: "Estad aler-tas; se está preparando una legislación que lleva por fin el cierre de las igle-sias y la persecución sacerdotal junto a la proscripción de vuestras creencias."

M. Savary de Beauregard: ¡Ya lo veremos dentro de algunos años!

M. le Comte de Pomereud: Sabemos bien cómo ejecutáis vuestras leyes; ya hemos visto la realidad sobre congrega-ciones religiosas.

M. A. Briand: ¡Y quél Hemos llega-do al fin de la obra y nosotros os deci-mos "encontrad en esta ley una sola disposición que justifique vuestros cla-mores . . . " (interrupciones indescripti-bles en la derecha).

M. le Comte de Lanjuinais: ¡Son tantas!

M. A. Briand: . . . mostradme un solo artículo que permita decir mañana a vuestros electores, ¿veis?, nosotros te-níamos razón de poneros en guardia. Ya no hay más libertad de conciencia; ya se terminó para siempre el libre ejerci-cio del culto en este país." No: eso no lo podríais decir, porque de hacerlo, faltaríais a la verdad (vivos aplausos en la izquierda y en la extrema izquier-da).

M. Ferdinand Bougeré: Por la dis-cusión hemos aprendido que esto no es sino el comienzo.

M. A. Briand: Después de la ley que os hemos hecho, que ha ocupado cerca de cincuenta sesiones consagradas a una discusión todo lo amplia, todo lo cortés, todo lo comprensiva posible, estáis obligado a reconocer que, a la postre, ella es en conjunto una Ley Li-beral (protestas de la derecha. En la extrema izquierda e izquierda muchas voces que gritan: ¡Muy bien! ¡Muy bien!).

M. Louis de Maille, Duc de Plai-sance: Ese liberalismo es la manifesta-ción del miedo electoral de vuestros amigos y del poder de los sentimientos religiosos del país.

M. le Comte de Lanjuinais: Será siempre una ley de excepción.

M. Suchetet: La ley de hipocresía (se produce gran alboroto en la Sala).

M. Saint Martin: Sí, es una ley hi-pócrita.

M. Briand: El mismo M. Lerolle ha tenido que reconocer que muchas dis-posiciones de esta ley eran liberales; antes que él, M. Gayraud y M. Ribot, lo habían reconocido también. Sí; te-nemos derecho de proclamarlo; es es-ta una ley de libertad . . . (protestas de la derecha; aplausos de la izquierda y de la extrema izquierda).

M. de L'Estourbeillon: ¡Es una ley dé tiranía!

M. de Gailhard-Rancel: ¡Es una ley de expoliación!

M. Briand: ... que hará honor a la República y que debe inclinar a todos mis amigos de este lado de la Cámara (la izquierda), a aprobarla jubilosa-mente. Ellos no temerán al hacerlo, in-

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curtir en el desagrado de la opinión re-publicana.

g Pág. 263. Vamos a reproducir otra par-te del debate sobre la separación de la Iglesia del Estado, precisamente, en el diálogo que siguió a las palabras que se indican en el texto:

Ai. de Gailhard-Bancel: ¡Está más viva que Ud.!

M. Briand: ¡Mejor para ella! Ai. Gayraud: La Iglesia no tiene ne-

cesidad del Estado. Lo único que ne-cesita ella es su libertad.

Ai. Briand: Pues bien, señor Gay-raud, no comprendo entonces las inte-rrupciones de sus amigos, como tampo-co logro explicarme el por qué de vues-tras palabras, cuando al iniciarse esta discusión dijisteis: "Deseáis darle liber-tad a la Iglesia y le habéis suprimido el presupuesto del culto". Si la Iglesia no puede pasar sin los subsidios del Es-tado, es que, lo repito, la Iglesia está muerta de antemano.

Ai. Gayraud: Yo jamás he dicho es-to, señor Briand.

Ai. Briand: Si no es ésa vuestra opinión, podéis entonces daros por sa-tisfecho de la ley que hemos elaborado. En todo caso, no tendríais, mañana, el derecho de ir a decir a los campesinos y católicos de Francia que la mayoría republicana de la Cámara se mostró, con respecto a vosotros, tiránica o per-seguidora, ya que ella os ha generosa-mente acordado todo lo que, de acuer-do con la razón, podían reclamar vues-tras conciencias; esto es justicia y liber-tad (grandes y repetidos aplausos en la izquierda y extrema izquierda; protes-tas en la derecha).

h Pág. 264. Don Juan José Julio Elizalde nace en Copiapó el año 1866 en el seno de un hogar de vieja y honorable rai-gambre, en la provincia de Atacama. Muy joven se traslada a la provincia de Antofagasta, en donde ocupa un pues-to en la Aduana; luego, en uno de los muelles particulares de ese puerto. En contacto con el que fuera en aquel en-tonces Vicario Apostólico de Antofagas-ta, don Luis Silva Lezaeta, el señor Ju-lio Elizalde siente el deseo de tomar el estado sacerdotal. Con la ayuda del se-ñor Silva Lezaeta hace, poco después, un viaje al Sur y tras de completar los estudios correspondientes en el Semi-nario Conciliar de La Serena, canta mi-sa el 21 de julio de 1889. Siendo diáco-no, es destinado a la vicaría de Anto-fagasta, en la cual recibiera los prime-ros llamados de su vocación. T iempo más tarde y siempre con el apoyo de Monseñor Silva Lezaeta, lo cambian a la Diócesis de La Serena, a cargo del Obispo don Florencio Fontecilla Sán-chez. Mientras tanto, su capacidad de trabajo e inteligencia hanlo capacitado para recibir de Roma, a ruego de su

pastor, tratamiento de "Monseñor", Ca-lificativo que se da a los sacerdotes q U e

alcanzan dignidad de prelado; en s u

lata significación —los que han recibido encargo de dirigir almas y aun de ejer-cer alguna administración honorífica Los "prelados" se distinguen entre ma-yores y menores. El señor Julio Elizalde alcanza sólo la dignidad inferior, pues su calidad de prelado asistente (Mon-signore) es solamente honorífica. El ex clérigo —que dicho sea de paso, durante largos años no quiso colgar la sotana— por una curiosa paradoja propia dé la ingratitud u olvido de los hombres hizo blanco de sus más envenenadas sa-tiras, precisamente a los dos sacerdotes que fueran, durante su ministerio, sus mejores amigos y protectores: don Luis Silva Lezaeta y don Florencio Fonteci-lla Sánchez,

i Pág. 265. Cuando el señor Julio Eli-zalde fue por primera vez a Quillota los elementos conservadores quisieron hacerle una asonada e impedir que se celebrara la conferencia que había si-do anunciada con gran bombo. Para contrarrestar estos propósitos, el día y hora en que debía llegar el "Pope" a ese pueblo, acude a la estación una gran muchedumbre con luces de ben-gala, banderas y estandartes alusivos a la intromisión del clero en la política. El mismo día, el periódico radical "La Asamblea" había anunciado la llegada del "Pope" en unos versos escandalosa-mente malos. Para ejemplo de lo que es la tontería humana cuando quiere revestirse de elegancias que no tiene, los copiamos a continuación:

"Monseñor Julio Elizalde vendrá a Quillota el domingo, y a las cuatro de la tarde dirá su palabra al pueblo.

Al llegar a Quillota la noticia de la venida de este sabio cura a predicar desde la excelsa altura del libre pensamiento la propicia doctrina, al puro verbo con que inicia valientemente la campaña dura contra el fraile rapaz y contra el cura, ha temblado en sus antros la avaricia. En cambio, el pueblo, el explotado

[ilota roto ha los lazos que ataron su con-

[ciencia y asi pongan al clero en la picota. A la palabra de Julio y su elocuencia cual frágil torre per el viento rota, caerá la católica creencia . . .

j Pág. 265. Como un ejemplo del estilo poético y del estro que le era propio, copiamos en seguida una de las mejo-res composiciones del señor Julio Elizal-de, intitulada "En el silencio", que fue escrita tiempo antes de su apostasía, ocurrida, como ya se expresó en el tex-

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to, cuando prestaba sus servicios sacer-dotales en la ciudad de La Serena, en el año de 1904. El poemita en cuestión dice así:

Cuando en las sombras de la no-[che envuelta

yace Natura al parecer dormida, cual vasto cementerio que el olvido ha convertido en solitarias ruinas; cuando contemplo la azulada esfera, donde la estrella del silencio brilla y a mi adormido corazón embriagan perfumes de ventura y de armonía; cuando llega el crepúsculo sombrío que dulcemente a descansar convida, y en pos de las plegarias de la noche el sueño pone fin a las fatigas; cuando al rumor de música lejana con ternura el espíritu suspira, y entre murmurios de cantares vagos sílfides cruzan las nocturnas brisas; dulces recuerdos de otra edad enton-

ces pueblan unidos la memoria mía: ¡pero mi frente marchitada y triste ante el imperio del dolor se inclina! ¡Es que el pasado para mi alma en-

cierra rosada historia en letras de oro escri-

ba! ¡Es que siempre esperaba tras la no-

[che albas y flores, glorias y sonrisas! Mas, hoy que he visto con pesar pro-

fundo deshojadas las flores de mi vida, no ya en las horas del silencio aguar-

Ido tras de las sombras un risueño día. Y en el triste abandono que me abru-

[ma sin ilusiones, sin hogar, sin dichas, sólo espero morir, y que la tumba aurora sea de la eterna vida! En estas estrofas puede adivinarse

ya, la terrible crisis en que luego cae-rá su alma,

k Paz. 266. Este primer Ministerio de Coalición se organiza en la siguiente forma: Ministro de Relaciones Exte-riores, don Rafael Sotomavor (nacio-nal) ; de Justicia e Instrucción Pública, don Aníbal Sanfuentes (liberal demo-crático) : de Hacienda, don Manuel Sa-linas (liberal democrático); de Guerra y Marina, don Ricardo Matte Pérez (conservador); de Industrias y Obras Públicas, don Francisco Rivas Vicuña (conservador) .

1 Pág. 271. Hemos dicho que la opinión de la prensa considerada más o menos imparcial en esos momentos fue adver-sa al fallo de la Cámara sobre la elec-ción de Antofagasta. Vamos a probar-lo:

"Las consecuencias del gravísimo precedente que ha establecido la Cá-mara de Diputados —decía "El Mercu-

rio" editorialmente, comentando estos hechos— al excluir de su seno al Dipu-tado por Antofagasta don Luis E. RE-CABARREN, irá apreciándose mejor a me-dida que la opinión pública se dé cuen-ta de todo lo que este acto de ciego par-tidarísmo político significa para la co-rrecta constitución del Congreso y pa-ra el respeto de las instituciones fun-damentales de la República.

"Ya hemos hecho notar que con es-to la Cámara retrocede en el camino de la reforma de los malos hábitos par-lamentarios, reforma iniciada con la ley que estableció el Tribunal Revisor de Poderes, con el objeto de evitar, pre-cisamente, que a un hombre elegido por el pueblo le sea arrebatada su in-vestidura parlamentaria por intereses partidaristas que logran formar una mayoría inescrupulosa. Ese Tribunal examinó los poderes del diputado por Antofagasta, los declaró correctos, y su fallo no puede parangonarse con el de la mayoría ocasional de la Cámara, que lo ha dado sólo en virtud de odios sec-tarios, provocados por el juramento de ese diputado y por intereses políticos de actualidad.

"Pero esta cuestión tiene todavía as-pecto que se impone a la consideración de todo hombre honrado, libre de pre-ocupaciones sectarias o de vinculacio-nes de bandería.

"Ese diputado por Antofagasta es uno de los pocos hombres en Chile que ha llegado hasta el Congreso exclusiva-mente, en virtud del voto popular, por la simple, libre y espontánea voluntad del pueblo elector, sin intervención de fuerza alguna que perturbara el crite-rio de los que lo eligieron."

Y seguía más adelante: "Es, además, un hombre pobre, un

obrero legítimo, no un supuesto obre-ro como no faltan entre nosotros. Care-ce no sólo de medios de fortuna, sino que, además, está alejado, por la mis-ma actitud que ha asumido en estos úl-timos años, de toda esperanza, de que ningún hombre de fortuna lo ayude.

"Y así, contra las autoridades, contra el dinero, sin gastar un centavo, sin emplear otros medios que los que le daba el ascendiente que había ido ga-nando sobre los electores, Recabarren ha llegado a la Cámara. Nosotros pre-guntamos a cualquier hombre honra-do, sin pasiones partidaristas: ¿Puede haber en el Congreso de Chile un di-putado más legítimamente elegido?".

Por su parte, el diario El Ferrocarril, en un ponderado artículo, defendía también al diputado electo por Taltal y Tocopilla, y terminaba diciendo:

"No aceptamos las doctrinas religio-sas sostenidas por el señor Recabarren en el curso del debate provocado por la fórmula reglamentaria del jura-

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mentó. Pero sin entrar a opinar acer-ca del mérito legal de estas cuestiones, y sin admitir el credo filosófico del re-presentante demócrata, cumplimos un deber ineludible de justicia imparcial, condenando con energía la actitud de la mayoría ocasional de la Cámara en contra del señor Recabarren, sin oirlo V sin guardar ni un rasgo de cortesía."

Este rasgo de cortesía a que se refie-re El Ferrocarril es el que no tuvo la Cámara ante una comisión dirigida al Presidente de ella por el señor Reca-barren, en la que éste comunicaba ha-llarse impedido por grave enfermedad para acudir a sostener su defensa. Acompañaba su comunicación con cer-tificado expedido por los doctores Fran-cisco Landa y Daniel García Guerrero, los que declaraban la imposibilidad del paciente de levantarse del lecho antes de algunos días. "Espero de la justicia de la H. Cámara —escribía Recaba-rren— que suspenda hasta el día indi-cado (21 de junio), la discusión y vo-tación de las elecciones de Antofagas-ta, a fin de que el infrascrito pueda concurrir a la defensa de sus títulos de representante del pueblo. No seria lí-cito privarme del más sagrado de los derechos, como es el que me asiste al pedir que se me oiga antes de pronun-ciarse la H. Cámara sobre los poderes que me acreditan en calidad de legíti-mo representante de la agrupación de Antofagasta".

La Cámara, sosteniéndose en pres-cripciones reglamentarias que no con-sultaban casos como el anterior, no de-firió su pronunciamiento por el plazo solicitado.

Y seguimos con los testimonios más independientes de la época:

"Para los radicales —afirma el dia-rio La Ley— era, sin duda alguna, muy doloroso no prestar amparo a un co-rreligionario, por muchos títulos, acreedor de él; pero, en presencia de la situación clara del diputado demócra-ta y de las especiales condiciones en que se hallaba colocado, no cabía vaci-lación."

Como lo dejamos establecido ante-riormente, hemos hecho la reproduc-ción de estas opiniones, a fin de acen-tuar la imparcialidad del punto de vis-ta en que nos hemos colocado,

m Pág. 273. El caso de Murieta es un ejemplo típico de la migración de las leyendas. Joaquín Murieta es un vago personaje, acaso inexistente, que actúa en California durante la época de la fiebre del oro, en la primera mitad del siglo XIX. Su país de origen es tan in-cierto como la autenticidad de sus ha-zañas. La mayoría de los novelistas (hasta ahora no se ha encontrado con un verdadero investigador) que han es-crito sobre él, le atribuyen nacionali-

dad mexicana; pero un viejo testimonio del año 1897 lo declara chileno: es un suelto aparecido en el periódico "For-ward", de Sacramento, en el mes de oc-tubre del año que sé indica (t. 1, p¿g 270). En ese suelto se da cuena de la defunción del millonario chileno don Juan Evangelista Reyes, y se recoge el rumor de que este caballero "había for-mado parte de la terrible banda de Joa-quín Murieta, el famoso bandido, com-patriota suyo, que ha dejado tradicio-nal renombre en California . . .".

Esta cita importante la hemos to-mado del libro del erudito escritor don Roberto Hernández C„ intitulado "Los chilenos en San Francisco de Califor-nia", v. 21?, pág. 375.

Ahora bien, casi con anterioridad de un cuarto de siglo, don Carlos Mor-ía Vicuña tradujo, según muy buenas inducciones, la novela policial del fran-cés Roberto Hyenne, "Un bandit Cali-fornien, Joaquín Murieta", alterando la afirmación original de que Joaquín Murieta era mexicano y poniéndolo co-mo chileno. La traducción de Moría fue publicada por primera vez en 1879 en la Imprenta de la República, en una edición en formato 16' de 270 páginas, que lleva por título "El bandido chile-no Joaquín Murieta en California", por Roberto Hyenne, traducido deí francés por C. M. ¿No sería, pues, ló-gico imaginar que el periodista que pu-blicó el suelto en el "Forward" de Sa-cramento, recogió un rumor esparcido desde Chile por el diplomático chileno accidentalmente convertido en traduc-tor de folletines?

n Pág. 303. El Ministerio que juró el 21 de octubre de 1905 estaba compuesto de la siguiente manera: Interior, Miguel Cruchaga Tocornal (conservador); Re-laciones Exteriores, Federico Puga Borne (liberal independiente); Justi-cia e Instrucción Pública, Guillermo Pinto (balmacedista); Hacienda, Bel-for Fernández (balmacedista); Gue-rra y Marina, Manuel Foster Recaba-rren (conservador) e Industrias y Obras Públicas, Ramón Gutiérrez (con-servador) .

o Pág. 305. Los datos y referencias sobre "el incidente de la corona", los hemos tomado del libro de Julio Pérez Can-to, El conflicto después de la Victoria. La última discusión del problema de Tacna y Arica. 1918. En los días de ese desagradable entredicho diplomático, Pérez Canto era Secretario de la Lega-ción de Chile en Lima.

p Pág. 324. La colonia chilena se encon-traba representada por los Ministros de Chile ante el Gobierno de Berlín, señor Augusto Matte; Ministro en In-glaterra, don Domingo Gana; Ministro en Francia, don Federico Puga Borne; Ministro en Italia, don Santiago Aldu-

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nate Bascuñán; Ministro acreditado an-te la República de Colombia, don Víc-tor M. Prieto; Jeneral de División, don Emilio Korner; Jeneral, don Ro-berto Silva Renard; Coronel, don Jor-ge Barceló Lira i otros distinguidos je-fes del Ejército i Marina; cónsules de

Chile en Bremen, Hamburgo i New Castle, señores Mundt, Ortúzar i Juan Larraín Alcalde, algunos chilenos que entonces hallábanse en Alemania (de la obra de Manuel J. Valdivia Latorre, Los últimos días del Presidente don Pedro Montt. 1911).

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L I B R O V I I

D E L S E N A D O A L A

R E P U

Levantados de su charca de sangre fresca i de barro fueron tirados al carro los veinte que hirió la Parca, en el carro donde embarca boca arriba i a destajo a los muertos del trabajo esta justicia del hombre, tan inicua i tan sin nombre cuando se implora de abajo.

I allí van los veinte muertos cuyas sangrientas heridas para clamar por sus vidas llevan sus labios abiertos; i aunque estén ya todos yertos., en la pupila que brilla kai un fulgor de cuckilla i kai amenazas de huelga en cada brazo que cuelga fuera de la barandilla.

R E S I D E N C I A D E L A

> L I C A

No es la Fuerza brutal la gran conciencia de un pueblo varonil, de un pueblo bravo. Ella es la gran demencia de un pueblo sin honor, de un pueblo esclavo Es el Derecho su conciencia augusta. Es el derecho su fecundo verbo. El hace soberana, él hace justa la cólera del siervol

¡Chile inmortal! ¡No temas! ¡Adelante! Harás polvo el obstáculo a tu paso bajo el hacha gigante de tu robusto, formidable brazo. A un tiempo dogma y voz, doctrina y hecho tú vencerás en el combate rudo! ¡A un tiempo dogma y voz, doctrina y hecho Tú vencerás porque será el Derecho tu muralla, tu lábaro y escudo.

(A Los Huelguistas muertos en Valparaíso en la jornada del 12 de mayo de 1903). PEDRO ANTOKIO GONZÁLEZ: Derecho y Fuerza

A N T O N I O B Ó R Q U E Z S O L A R .

La campaña Senatorial de Tarapacá

Un día del mes de diciembre de 1914, mientras Alessandri esperaba que se verificara por séptima vez su reelección como diputado por Curicó, encuen-tra en su oficina un telegrama de don Julio Guzmán García, presidente del Partido Liberal de Iquique, en que éste, su amigo personal, le comunica que los partidos radical, liberal y demócrata —es decir, la Alianza Liberal-ofrecíanle sin compromiso alguno para él y asegurándole el triunfo, la can-didatura a senador para las próximas elecciones, en la provincia de Tarapa-cá.

E l señor Alessandri agradece esta manifestación de confianza, pero declina el honor de aceptarla. "Deseaba sinceramente continuar en la Cámara, —dice el señor Alessandri—, y quería ahorrarme la molestia infinita que importaba ir a una provincia en donde yo sabía que el caudillaje de don Arturo del Río era incontrastable; pues las autoridades administrativas, judiciales, municipales e inclusive la policía obedecíanle ciegamente".

Tiempo antes de los hechos que vamos a referir estuvo de visita en el Norte una comisión parlamentaria presidida por don Enrique Oyarzún, y en el informe presentado por ella a la Cámara se dio cuenta del estado de-plorable de todos los servicios públicos de Tarapacá, asegurándose, al mis-mo tiempo, que la iniciativa particular allí era nula en sus actuales condi-ciones, pues en toda la provincia no había más voluntad que la omnímoda de don Arturo del Río, su senador al parecer vitalicio.

Acercábase el fin del gobierno del señor Barros Luco. El 7 de marzo de 1915 el electorado iba a señalar al ciudadano llamado a suceder a éste. El

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Ministerio presidido por don Manuel Rivas ¡Vicuña, y del cual Alessandri formaba parte, es reemplazado el 10 de noviembre de 1913, por el Minis-terio Rafael Orrego-Enrique Villegas, el que, a su vez, es substituido el 6 de septiembre de 1914 por el Ministerio Eduardo Charme-Enrique Villegas, y éste por uno que preside don Guillermo Barros Jara.

La rotativa ministerial gira con rapidez vertiginosa que aumenta en igual grado la desorientación del país. El malestar se agudiza cuando el 15 de diciembre de 1914 don Juan Luis Sanfuentes, deseoso de afianzar su candi-datura, no se detiene ante esta situación, y propicia la crisis del Gabinete im-poniendo el siguiente Ministerio: Interior, 'Pedro Nolasco Montenegro; Re-laciones, Alejandro Lira; Justicia e Instrucción Pública, Absalón Valencia; Hacienda, Alberto Edwards; Guerra y Marina, Ricardo Cox; Industrias y Obras Públicas, Cornelio Saavedra Montt.

Como la totalidad de los Ministros eran decididos partidarios del señor Sanfuentes, de antemano veíase claro que en el futuro Congreso, gracias a la presión ministerial, habría una fuerte mayoría a favor de este candidato.

"Sanfuentes —escribe Alessandri—, la mayor influencia política en el Go-bierno del señor Barros Luco, formaba ministerios a su antojo, unas veces de Coalición y otras de Alianza Liberal, siguiendo así el ritmo de su volun-tad o de sus conveniencias partidistas. El Partido Liberal Democrático daba entonces la mayoría necesaria hacia el lado a que se inclinaba y siempre tornaba posible la combinación ambicionada por el señor Sanfuentes. . ."

Aceptar, pues, la candidatura senatorial por Tarapacá importaba iniciar un verdadero movimiento de rebelión electoral, y por lo tanto, de peligros y obstáculos, a primera vista invencibles. Por otra parte, surgen otros inte-resados a la curul del Norte, entre ellos el diputado liberal, don Maximi-liano Ibáñez y el presidente del Partido Radical, don Juan Castellón.

Los dirigentes nortinos comprenden que la campaña será violentísima, y por ese motivo el candidato no sólo debe tener méritos doctrinarios y hom-bría de bien, sino además especiales características de arrastre colectivo y de coraje, es decir, de caudillo, por lo cual estiman que el único capaz de afrontar con probabilidades de éxito esa verdadera batalla cívica es el di-putado por Curicó, don Arturo Alessandri, cuya actuación parlamentaria autoriza a los electores del desierto, para creer que no se detendría ante obstáculos ni amenazas, los cuales salvaría con resolución inquebrantable de conseguir el triunfo.

"Esta actitud de los tarapaqueños —anota el señor Alessandri—, empezó naturalmente a conmoverme. Me molestó mucho, también, comprobar la re-sistencia que encontraba mi nombre en las directivas radical y liberal, que no carecía de justificación; pues, aunque viejo liberal, siempre había mili-tado en sus filas con relativa independencia y muy poca disciplina par-tidista".

Una tarde de fines de diciembre del año 1914, el señor Alessandri se encuentra con el señor Del Río en los jardines de la Cámara, y la conver-sación deriva hacia las próximas elecciones. Ante la actitud del señor Del Río, las palabras fueron subiendo de tono, y, por último, éste le dice al diputado Alessandri:

"Finalmente, si usted comete el disparate de aceptar la candidatura que se le ofrece y si quiere dejarse robar su dinero, no logrará sus propósitos, porque si usted llega por allá lo haré fondear".

Esta provocación es recogida de inmediato; cualquiera duda que hubiera tenido, Alessandri desaparece ahí mismo, y, por toda respuesta, despacha un telegrama al Norte, aceptando la candidatura a senador por Tarapacá.

Después de su proclamación, el 11 de enero de 1915, se producen en Iqui-que un premeditado asalto a una manifestación de los radicales de esa ciu-

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dad. La policía interviene en estos desórdenes, cargando a sablazos contra el público, hecho del cual se culpa directamente al Gobierno, por haber trasladado al Sur al prefecto de policía don Luis iVargas.

El candidato señor Alessandri interpela en la Cámara de Diputados al Mi-nistro del Interior, don Pedro Nolasco Montenegro, por esta medida respecto a un jefe que era una garantía de orden y respeto a la ley, para colocar en su reemplazo a don Rogelio Delgado, subprefecto de Antofagasta, "hombre —según anota el señor Alessandri— de carácter audaz, atropellador y recono-cido por sus intervenciones inescrupulosas en las partes donde le había correspondido actuar en actos electorales".

Firme en la resolución de aceptar la lucha, Alessandri obtiene que dos políticos de renombre lo acompañen en la próxima brega; estos caballeros son el diputado radical don Ramón Briones Luco y el candidato a diputado demócrata don Luis 'Malaquías Concha. Briones enferma, de modo que lle-gado el día de embarcarse en el vapor peruano "Huallaga", que era el prime-ro en zarpar a Iquique, sólo acompaña a don Arturo su amigo don Luis Malaquías Concha.

Llegan a Iquique el domingo 24 de enero de 1915. El vapor amanece en la rada del laborioso puerto nortino, escenario inolvidable de hazañas y oscuras páginas de dolor. Desde el puente de la nave se ve la uniforme mancha de la ciudad como acuarela en gris, doblándose en forma de anfiteatro sobre las faldas de la Cordillera de la Costa.

"Poco antes de que yo llegara —nos informa el señor Alessandri—, había sido vilmente asesinado en el puerto, don Ernesto Montt M., ex militar, joven distinguido, hijo del Ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, don Anacleto Montt Pérez. . ." En la cubierta de la nave, Concha hace la observación de que en la playa hay masas compactas reunidas en diversos puntos. Alessandri contesta:

"Debe ser la gente que Arturo del Río tiene preparada a fin de que nos fondeen".

A medida que el barco se acerca al muelle, lo más que puede dentro de las características inadecuadas del puerto1, los viajeros observan que la aglome-ración y el tumulto son mucho mayores que cuanto ellos creyeran al prin-cipio.

Luego ven una cantidad de embarcaciones con banderas chilenas que a medida que se acercan al "Huallaga", aparecen llenas de gente, que aclama con fervoroso entusiasmo al candidato. Cumplidos los requisitos que debe la nave a la capitanía del puerto, cientos de personas suben emocionadas y saludan al señor Alessandri, expresándole que para ellos él es una bandera de redención, que viene a salvarlos de la tiranía y a poner fin a muchos años de sufrimientos vividos en una atmósfera de asfixia por falta de liber-tad. Dicen esto, y al mismo tiempo le piden que aguarde algunos minutos antes de descender, pues grupos de "alessandristas" están ocupados en despe-jar el muelle de adversarios, pues el señor Del Río, en el deseo de realizar su amenaza, ordenó desde temprano que numerosos de sus partidarios ocuparan el muelle, a fin de impedir el arribo del actual diputado por Curicó.

No demora mucho la espera, porque los amigos de Alessandri, al conocer su presencia en el barco, desbordaron su frenético entusiasmo y en pocos minutos a palos, puntapiés y moquete limpio barren a los "riístas"; y así, despejado el camino, Alessandri desciende del barco y sube al muelle vito-reado por una multitud en verdad enloquecida de fervor, la cual entre ju-bilosos gritos, acompaña al candidato hasta el "Chalet Suisse", donde deberá

1En 1914 no existían aún en Iquique traordinariamente el comercio marítimo las obras del puerto, que hoy facilitan ex- de la ciudad.

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alojarse, sito en los confínes de lo que es el puerto propiamente dicho, pues se encuentra camino del agradable paseo a Cavancha.

Alessandri, feliz en esa atmósfera de combate que es la suya, encabeza el desfile. La única molestia que experimenta es el barro adherido a sus zapa-tos, porque don Arturo del Río ordenó la noche anterior se regaran las calles, que aún no estaban pavimentadas, hasta convertirlas en verdaderas charcas.

Desde los altos del "Chalet Suisse", Alessandri se dirige al pueblo notifi-cándolo de que su campaña es de liberación y dado el fervor de los habi-tantes de aquella provincia, que así muestran sus anhelos de libertad, pue-den estar seguros del éxito. "Yo no vengo a luchar —les dijo—, sino a triunfar".

En los Apuntes del señor Alessandri están sus impresiones de aquel día. Son anotaciones curiosas, en que el psicólogo se confunde con el dominador de multitudes. "La gente de aquella provincia —escribe don Arturo— es vibrante, nerviosa, apasionada. Tiene una psicología y una naturaleza espe-ciales, determinadas por el clima cálido y cargado de electricidad, por la alimentación fuerte y el hábito de ingerir bebidas alcohólicas. Se suma a ello que esas fueron las tierras donde se prepararon y emprendieron muchas re-voluciones durante la dominación peruana, y fue allí el teatro de las más resonantes batallas y combates en la Guerra del 79, y en la 'Revolución del 91. Todo eso ha determinado en Tarapacá la existencia de una raza expre-siva, llena de valor, capaz de los mayores sacrificios y esfuerzos".

Mientras él habla, el auditorio se incrementa con la gente que don Arturo del Río ha mantenido hasta ese momento en un banquete continuo, a fin de que no vayan a la recepción de Alessandri ni oigan su discurso.

La respuesta de la multitud es la de un grande entusiasmo. En la noche hubo una comida con numerosos adherentes, y allí compren-

de el candidato lo duro de la jornada que debe recorrer y los riesgos y gravísimos peligros a que puede ser arrastrado.

Al día siguiente de su arribo a Iquique, comienzan los grandes desórdenes, cuyo punto de irradiación es la Plaza de Armas. Los agentes provocadores del señor Del Río atacan a las huestes alessandristas con toda clase de armas y, como la policía ampara a los agresores, cada hora se da el anuncio de tal o cual persona herida o muerta por los atacantes.

El asesinato del joven don Ernesto Montt, "asesinato efectuado de la ma-nera más cobarde, por la espalda y a mansalva, me llenó de indignación —recuerda el señor Alessandri—. Montt era un muchacho hercúleo, lleno de vitalidad, que defendía con pasión juvenil los ideales liberadores sostenidos en contra de la política de don Arturo del Río por la mayoría de los tara-paqueños".

Después de algunos días de permanencia en Iquique y ya con un concepto claro sobre la situación a que se encuentra abocado, el señor Alessandri re-gresa a la capital resuelto a encontrar las garantías indispensables para su propia vida y para la de sus partidarios, que son asaltados a balazos y cuchi-lladas, ante la impasibilidad de las personas con encargo de mantener el or-den. El 12 de febrero Alessandri se incorpora sorpresivamente en mitad de una sesión de la Cámara y vuelve a interpelar al Ministro del Interior.

"Noche a noche —dice el señor Alessandri— se cometen los mayores des-órdenes y atropellos, de los cuales yo he sido testigo presencial, y de resultas de los cuales hay ya varios muertos e infinidad de heridos".

Entre esos atropellos y desórdenes provocados por la policía, da especial relieve el interpelante al asalto contra la persona y la casa del abogado don Alejandro Cuadra y al asesinato alevoso del joven Ernesto Montt.

En realidad, los hechos vergonzosos ocurridos en Iquique y en toda la

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provincia de Tarapacá no son por cierto de esos que el Gobierno pueda desestimar y considerarlos con mirada risueña. Más que un hecho electoral esa contienda del Norte se mira como un símbolo de dos regímenes que sé enfrentan: el de la libertad de sufragio por un lado, el de la intervención sistemática por el otro. Poco a poco esa arquitectura de favoritismo, privile-gios subterráneos y corrupción administrativa que tiene en Iquique una ciudadela almenada en la cual se defiende el feudo del señor Del Río, pasa a tener para el pueblo todo de la República el significado de una Bastilla.

Al gobernador de Pisagua, que reclama de la fuerza policial, se le deja, luego de desautorizarlo, en el más abandonado de los ridículos. Para colmo y mayor insulto a la opinión pública, se ordena el retiro de Tarapacá de don Eugenio Sánchez, intendente de esa provincia, persona honorabilísima, del Partido Balmacedista, pero que es una garantía para los dos bandos en lu-cha. . .

También se niega el Gobierno a mandar un jefe de Ejército, que la direc-tiva de la Alianza Liberal pide con urgencia, a fin de que se mantenga el orden público. "Yo no reclamo —dijo en esa oportunidad el señor Alessan-dri— los votos de los funcionarios públicos, policiales y municipales que deseen apoyar al señor 'Del Río; yo sólo exijo que se respete el orden y se defienda la vida de los ciudadanos; pues, de nuevo auguro, que si las cosas continúan en el pie en que ahora están, la vida del señor Ministro del In-terior no será suficientemente larga para arrepentirse de los hechos luctuosos que podrían ocurrir en Tarapacá".

£1 Ministro señor Montenegro responde con violencia a las frases del señor Alessandri. . . La contrarrespuesta sonó como un pistoletazo. Fue un diálogo terrible. El Boletín de la Cámara no recogió —¡por suerte!— con la fuerza ni el vigor injurioso que ellas tuvieron en la realidad, esas palabras de fuego.

(Después de eso, naturalmente, no queda otro sitio para seguir la pugna, que el llamado campo del honor. Se concierta el duelo con suma rapidez y el 13 de febrero, muy de mañana, se realiza en la propiedad de don Luis Bar-celó Lira, ubicada en la Avenida Pedro de Valdivia. Irónicamente recibe a los duelistas un arco en letras ocres que ostenta en su puerta enrejada este nombre balsámico: "Villa Tranquila"; así se llama el p r e d i o . . . Los duelistas cambiaron un tiro de revólver a 25 pasos, sin ningún resultado y sin reconcilación.

Este encuentro personal y la campaña violentísima que los diarios de la oposición inician en contra del intervencionismo, inducen al Presidente de la República a mandar a Iquique, con plenos poderes, al general don Sofa-nor Parra, reputado jefe del Ejército y hombre de la más acrisolada honra-dez, quien embarca de inmediato con su ayudante, el mayor de Ejército, don Bernardo Gómez Solar.

El candidato a senador viaja en el mismo barco y durante la travesía conversa con el general Parra sólo en una ocasión.

El 26 de febrero, mientras el "Huasco" navega al Norte, es asesinado a tiros el teniente de policía de Iquique don Manuel J. Maira, quien no se había unido a los incondicionales del prefecto Delgado, por cuyo motivo se le sometiera a injusto proceso, alejándosele de las filas.

El señor Alessandri recuerda con mucha precisión: "A los dos o tres días de nuestra llegada a Iquique me presenté a la Co-

mandancia denunciando algunos abusos y expresándole al general que me parecía haber llegado el momento de acuartelar la policía, pues ésta en lugar de ser prenda de tranquilidad para todos, era una amenaza para el orden y la vida de los ciudadanos.

"No encontró, sin embargo, el general que ese era el momento de proce-der; y por un espejismo de su propio carácter, creyó que bastaba su presencia

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para imponer respeto y corrección en el acto que iba a celebrarse. Traté de disuadirlo, pero era terco y no cejó. iLos acontecimientos probaron que esta-ba equivocado y que yo estaba en la razón".

En dos ocasiones ya se había atentado contra la vida del señor Alessandri. La Corte de Iquique nombra un Ministro en visita para investigar los

hechos delictuosos, especialmente el asesinato de Maira. Este Ministro des-pacha mandamiento de prisión contra el prefecto Delgado. La orden no se cumple, ni por la autoridad administrativa ni por el intendente ad hoc, que el Gobierno designa en reemplazo del señor Sánchez.

Las elecciones deben tener lugar el domingo 7 de marzo. Dos días antes ocurre una escena que va a tener trágica resonancia en el país y cuyo hecho iba a producir en la conciencia ciudadana uno de los mas grandes sacudi-mientos en esa época de rumbos inciertos y de revolución de las ideas, en cuanto ellas se referían a la dignidad civil y al porvenir de la democracia en América.

El viernes 5 el señor Alessandri fue advertido en tres oportunidades de que una gran amenaza cerníase sobre su vida. El primer informe viene de un policía raso que fuera en otro tiempo empleado en casa de la señora madre de Alessandri; y los otros se los proporcionan en la noche, mientras dirige la palabra a los jóvenes radicales, dos amigos: don Carlos Villarroel y don Ho-racio Mujica, que le advierten de unos sospechosos movimientos del prefecto Delgado, a quien acompañan fuerzas montadas de policía.

El candidato a senador, seguro más de lo necesario y creyendo que éstas son alarmas sin fundamento, se niega a regresar a su casa sorteando calles. Seguido, pues, de los simpatizantes que escuchan noche a noche los discursos pronunciados desde el balcón de la casa de don Manuel Antonio Godoy, sita en la calle San Martín, se dirige a ella como de costumbre. En el camino nota que la ciudad está muy obscura y que en las bocacalles hay pelotones de policía montada.

En sus "Apuntes" el señor Alessandri anota lo siguiente, con respecto a estos graves hechos:

"La casa de Godoy estaba frente a frente del Telégrafo del Estado; y al llegar a ese sitio tropecé con un piquete de policía montada que cubría la acera de un lado a otro.

"En la puerta del Telégrafo, abierta sólo en su mitad, estaba de a caballo el comisario de Iquique, un señor Francisco Silva Feliú.

"Preocupado por todo lo que estaba viendo, decidí entonces entrar al Te-légrafo para noticiar a Manuel Rivas Vicuña del nuevo cariz que tomaban las cosas.

"Como la cabeza del caballo que montaba Silva Feliú cubría el vano de la puerta, le pregunté a este oficial si no se podía entrar al Telégrafo. Me con-testó el comisario que sí, pero siempre que entrara con poca gente.

"Yo mismo tomé las riendas del caballo, lo hice retroceder y acompañado de Isidoro Huneeus, Osvaldo Labarca Fuentes y Adolfo Holley, entré en el recinto de la oficina. De atrás nos siguió Manuel Lemus, militar en retiro; los jóvenes Pagueri y Javier Barahona Pérez, cuñado este último del abogado y político tarapaqueño, don Antonio Vieragallo; y un muchacho de apellido Velásquez, que siempre" nos acompañaba.

"En el mesón del Telégrafo tomé la pluma y me dispuse a mandar a San-tiago mis impresiones del momento. Apenas había escrito el nombre de Manuel 'Rivas, a quien iba a dirigirme, cuando sonaron fuera disparos de carabina. Segundos después, en la calle y sitios adyacentes, se oyó el estam-pido y vióse el relampagueo de numerosas descargas cerradas hechas por el piquete de policía estacionado en frente del Telégrafo. La conmocion fue

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grande. El cruce de balas extendíase desde la puerta de la oficina del Telé, grafo hasta la casa de Manuel Godoy.

"Dentro de la oficina donde estábamos —continúa en sus "Apuntes" el señor Alessandri— nadie se daba cuenta de lo sucedido. De pronto el mu_ chacho Velásquez que estaba junto a mí, cayó al suelo y me arrastró en su caída. Una bala que seguramente fue dirigida para liquidarme, la desvió el de:tino y fue a destrozar el cerebro del pobre niño que murió allí mismo

"En ese instante recrudece fuera un nutrido tiroteo, ahora entre disparos de carabina y revólver. Era el pueblo que se defendía de la agresión policial Manuel 'Lemus corre entonces a cerrar la puerta para ponerme a cubierto de los disparos de carabina que se hacen desde fuera y que ya habían hecho una víctima en Velásquez; pero al cerrar la puerta, Lemus cae herido en una rodilla.

"Como perdiera una gran cantidad de sángrenlos que estábamos dentro lo auxiliamos pasándole una barra, a fin de que con ella clausurara definiti-vamente la puerta. Luego nos ocupamos en recogerlo y llevarlo a un lugar más seguro, porque los impactos de los disparos daban en las hojas de ma-dera y temíamos que pudieran traspasarla.

"Al lado de la pieza donde se despachaba al público había, separada por una mampara de madera liviana, una pequeña sala que servía de oficina al jefe del Telégrafo. Empujé la puerta para llevar allí a Lemus y hacerle algu-na curación; y como la hoja resistiera le di un fuerte empellón. Se abrió bruscamente y me encontré de súbito, cara a cara, con el prefecto Delgado, que, de gran uniforme, como me lo había anunciado Carlos Villarroel, esta-ba de pie tras un escritorio empuñando en su diestra un revólver.

"Tan pronto como me vio aparecer disparó sobre mí a una distancia no superior a tres metros; de nuevo el destino en un lapso de poco minutos desvió por segunda vez la posibilidad de que yo fuera ultimado por una bala; pero esta vez sin herir a nadie, como en el caso del pobre muchacho Velásquez, que yacía muerto en la otra pieza.

"Al ver que Delgado me disparaba, Isidoro Huneeus saltó con gran velo-cidad sobre él, produciéndose entre ambos un reñido pugilato. Durante va-rios segundos los vi rodar por el suelo; en esa circunstancia, Delgado disparó por segunda vez, pero ahora la bala salió sin dirección. Huneeus siguió lu-chando para quitarle el revólver al prefecto. Ambos demostraban fuerzas extraordinarias (entretanto —y esto no lo dice don Arturo—, se apagó la luz dentro del recinto del Telégrafo).

"El tiroteo de la calle, entre los disparos de carabina de la policía y los de revólver de la gente que había llegado conmigo y que de bruces en el suelo utilizaban sus armas para defenderse, continuaba recio, sin interrupción.

"Habían pasado sólo algunos minutos desde que Delgado me hiciera el disparo de su revólver y se trabara en lucha con Isidoro Huneeus, cuando sentimos un feroz golpe en la puerta que daba a la calle. Era el pueblo, que sabiendo que yo estaba adentro quería derribar la puerta. Y así lo hizo, in-troduciéndose dentro de la oficina en un número cercano a doscientos.

"En ese momento se produjo dentro de la oficina una de disparos que nadie podía saber de dónde salían y adonde iban dirigidos. Delgado alcanzó a levantarse y, al hacerlo, recibió en la cabeza un fuerte golpe con una de las barras de fierro de la puerta. Herido de este modo, se tambaleó breves segun-dos y cayó para no levantarse más.

"Al hacerse la autopsia, esta reveló que, además de una fractura del crá-neo, tenía la aorta perforada por una bala de pistola Browning.

"El tiroteo en la calle y dentro de las oficinas del Telégrafo continuó todavía por algunos minutos más. Delgado evidentemente se había instalado

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en esa oficina para mandar por una ventana de rejas que allí existía a la tropa que estaba en la calle.

"iGuando cesó el fuego y la gente empezó a dispersarse, sólo quedaron dentro del recinto en que había ocurrido la tragedia el grupo de personas que desde un comienzo me había acompañado; esto es, los señores Huneeus, Osvaldo Labarca, Javier Barahona, P'agueri y Holley. Había necesidad de hacer algo para impedir que Lemus, herido en la pierna, se desangrara. Y allí se quedaron, pues la hemorragia de este joven era tremenda.

"El jefe del Telégrafo, que durante la trifulca, estuvo varias veces a punto de ser liquidado, se acercó al grupo para decirle que al fondo de la oficina encontrarían una escalera de palo que llevaba al entretecho, hacia una pieza con cama en donde dormía el telegrafista de guardia. "Allí —le dijo a los compungidos amigos de Lemus— pueden ustedes atender al herido".

"Siguió el grupo la indicación del jefe; y encaramándose por la escalera trasladaron a pulso a (Lemus hacia el entretecho, y tendiéndolo en la cama que se les había indicado le vendaron fuertemente la pierna con pañuelos y con pedazos de la misma sábana de la cama. Con esto se consiguió disminuir-le la hemorragia.

"Apenas realizado este primer auxilio, cuando desde los bajos de la oficina llega un ruido confuso de voces de mando, gritos y sonajeras de armas que acusan la existencia de refuerzos de hombres de tropa. Hecha con prudencia la indagación del caso, comprueba el que hace de vigía que es una parte de los guardianes que el general Parra no había querido acuartelar, tomando bajo su responsabilidad el mando de la plaza, como estaba autorizado por el Gobierno, y como Alessandri se lo insinuara en las oportunidades en que tuvo que conversar con este jefe del Ejército.

"Temimos —continúa Alessandri en sus recuerdos de estos sucesos— que aquellos forajidos nos ultimaran a todos. Lemus lo comprendió así y me exhortó a que me trasladara inmediatamente al hotel donde albergaba el General Parra para pedirle que mandara fuerzas de línea en nuestro ampa-ro. Lemus que era un valiente a toda prueba, me manifestó que podía demo-rarme unos veinte o treinta minutos, porque disponía de bastantes municio-nes para su revólver y que, como la puerta era angosta, podía defenderse durante aquel tiempo sin que nadie pudiera penetrar a su pieza.

"Ante el temor de que se cumplieran estas sospechas, los que me acompa-ñaron subieron por una escala de madera hacia el techo y se pusieron así a cubierto de cualquier peligro. Solamente quedó a mi lado Carlos Becerra, que por recomendación de sus padres trabajaba como secretario en mi bufete de Santiago. Comprendí yo que para un candidato a senador no era situa-ción muy honrosa la de salir escapado por el techo; de ocurrir algo parecido ello caería como una ducha de agua fría entre los electores que pocas horas después deberían votar por mí, y que en un clima tan cargado de electricidad y de energías varoniles como es el del Norte, esa reacción —de darse motivo para que ocurriera— seguramente sería catastrófica, sentimentalmente ha-blando.

"Me resolví, pues, a bajar por la misma escala de madera recta p o r donde había subido hasta la pieza del entretecho. Mas, al aparecer con Becerra en la parte alta, un guardián que estaba en el primer piso y que nos apuntaba con su carbina, nos gritó con voz estentórea:

"¡Manos Arriba! Si se mueven hago fuego. "Con el máximum de voz de que pude disponer le increpé al soldado la

imbecilidad de la orden que nos transmitía y le hice presente que no era necesario tanto rigor, ya que veía que estábamos sin armas. Con el mismo todo de voz seguí expresándole las consecuencias que traería para él y sus

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Compañeros cualquier atentado en mi contra y terminé diciéndole que, si era capaz, hiciera fuego.

"Acto seguido, descendí lentamente; mientras, Becerra, deseando resguar-darme de cualquier atentado, se puso delante para cubrirme con su cuerpo y bajó, paso a paso, las escaleras hasta llegar junto al soldado a quien le mos-tramos nuestras manos para demostrarle que íbamos sin armas".

El policía no cumplió sus amenazas; pero el joven (Barahona, que había quedado en la parte baja durante todo el tiempo en que el guardián estuvo apuntándole al señor Alessandri, daba gritos estentóreos pidiendo que se le respetara a éste su calidad de diputado por Curicó. Puede que aquellos gritos hayan influido también en el ánimo del guardián para no disparar, pero lo cierto es que sirvieron, asimismo, para reunir alrededor del señor Alessandri a unos siete u ocho soldados más que lo seguían con un círculo de carabinas abocadas a él.

"Declaro francamente —confiesa Alessandri en sus Apuntes— que sentí la sensación de la muerte y me parecía imposible que aquellos bandoleros se abstuvieran de ejecutar los designios que seguramente llevaban en mi contra. Pero me imagino que la muerte del Prefecto —que ellos ya conocían— debió atemorizarlos.

"'Lo más luego que pude tomé un pasadizo que quedaba al lado derecho de la pieza baja del Telégrafo y que conducía a la calle. Me acompañó Be-cerra. Pero antes de salir afuera, más o menos en la mitad del pasadizo, sentí dos disparos de carabina cuyos impactos quedaron en la pared. Por tercera vez en las pocas horas de ese día el destino desviaba las balas con que se me quería ultimar.

"Al llegar por el camino indicado a la puerta del Telégrafo, me encontré con el comisario que había hallado poco antes cuando fui a despachar el telegrama para Manuel Rivas. El comisario me manifestó que el prefecto Delgado estaba muerto, que dentro de poco llegaría el juez del crimen, para

ue instruyera el sumario y que mientras éste no llegara nadie podría salir el recinto. "Naturalmente, no me di por entendido de que la noticia que él me comu-

nicaba como una novedad ya la sabía, y sólo insistí en mi fuero de diputado

Eara decirle que no podía impedirme la salida, máxime cuando yo iba en usca del general Parra para imponerlo de los hechos que acababan de ocu-

rir y para solicitarle el envío de fuerzas en resguardo efe la vida de la gente que aún se encontraba en ese recinto.

"Después de mucho discutir y al ver mi resolución de no aceptar ser dete-nido, el comisario transigió, resignándose a acompañarme hasta el Hotel Fénix, en donde se hospedaba el general Parra. Este edificio estaba muy cerca del Telégrafo.

"Al llegar a la puerta del hotel vi que por la escalera que daba acceso al segundo piso bajaba precipitadamente el mayor don Bernardo Gómez Solar, ayudante del general. Este mayor venía abrochándose la espada al cinto, con la intención, según nos dijo en seguida, de dirigirse al cuartel más inmediato para llamar tropas en cumplimiento de órdenes ya dadas por el general Parra. Le dije al ayudante lo que acaba de ocurrir y antes de separarme de él le expresé que la calumnia inevitable y la pasión política de seguro que trabajarían luego por responsabilizarme de la muerte del prefecto ©elgaao; y adelantándome por eso a cualquier sospecha le mostré mi revólver Smith 8c Wesson que estaban con su carga intacta; y le exigí que oliera detenida-mente la nuez y el cañón para evidenciar que no se había hecho ningún disparo.

"Tomé igual actitud con el comisario Silva Feliú que miraba hasta ese momento con sorpresa el cuadro que acabo de indicar".

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Pasados algunos momentos de los hechos relatados por el señor Alessan-dri, llega tropa del Ejército. Es una compañía montada al mando del capitán Salvador Lazo, más tarde edecán del señor Alessandri, cuando éste llega por primera vez a la Presidencia de la República.

El capitán antedicho destaca un pelotón de su compañía al mando del teniente Alejandro Lazo, quien ordena una carga sobre los guardianes que se han apostado en las puertas del Telégrafo con intenciones inconfesables. A todo galope, al frente de su caballería, Lazo despeja en pocos minutos la cuadra de que se apoderaran los policías. Acto seguido, la fuerza de línea toma posesión del edificio del Telégrafo, despide a los guardianes que se encuentran en los diversos aposentos de ese edificio fiscal, y se pone a las órdenes del juez del crimen don Ismael Poblete, que empieza a instruir el sumario en el mismo lugar del suceso.

El general envía al Gobierno el siguiente telegrama: "La policía ha hecho fuego sin derecho ni provocación sobre el pueblo. El

pueblo se defendió y salieron heridos y muertos tanto de policía como del pueblo. Doy cuenta de que el Ejército ha restablecido el orden sin derra-mamiento de sangre y sin hacer uso de sus armas".

Mientras ocurren estos hechos en el interior del Telégrafo, la policía dis-para sobre la multitud y la persigue con sus sables, dejando tres muertos y numerosos heridos.

El sumario no logra establecer quién disparó a Delgado. Después de los sucesos del Telégrafo, el general Parra toma el mando

completo de la plaza, acuartela la policía y consigue restablecer el orden. En la elección, Alessandri triunfa por los dos tercios de los sufragios emi-

tidos. Don Arturo del Río, hidalgamente, es el primero en reconocer su derrota.

Al volver a la capital, Alessandri es recibido por el pueblo como un triun-fador. En la estación, la "victoria" del servicio público en que se traslada a su casa, es desprendida de los caballos y arrastrada por una multitud bulliciosa que en medio de gritos de júbilo lo conduce hasta su hogar en la Alameda ele las Delicias.

*

La convención presidencial del año 20

Antes de su elección a Senador por la provincia de Tarapacá, el señor Ales-sandri nunca pensó en que pudiera llegar a ser Presidente de la República. Esta campaña, sin embargo, sirvió para concertar en la opinión una serie de rasgos dispersos del vigoroso parlamentario; de este modo vino a mientes del vivac "aliancista" el recuerdo de otras campañas de Alessandri; sus filí-picas encendidas al Gobierno de don Pedro Montt, en especial la que se refirió al préstamo de quinientas mil libras esterlinas de dineros fiscales a la Casa de Granja y Cía., sus arrestos de planfletario romántico en la Revolu-ción del 91; su actuación inteligente y sagaz, pocos años más tarde, cuando fue nombrado Ministro de Industria y Obras Públicas durante la Adminis-tración de don Federico Errázuriz Echaurren . . .

Este juicio que lo pone en el camino de los presidenciables, hácese patente antes que en otra parte en la provincia de Tarapacá; y así lo expresan algu-nos entusiastas electores que lucharon por él en la reciente campaña senato-rial, en un folleto impreso en Iquique y dirigido a las Asambleas Radicales del país, donde se solicita el concurso de esas entidades para convertir al nuevo Senador del Desierto en el futuro candidato a la primera magistratura de la Nación.

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Estas circunstancias determinan el hecho, en la Convención Presidencial del año 1915, de que Alessandri obtenga numerosos votos para el alto cargo que dejará vacante, al término de su período constitucional, el Excelentísimo Señor don Ramón Barros Luco; y como las opiniones de esta Asamblea an-dan muy dispersas, se elige, a fin de evitar el fracaso que parece inminente a don Javier Angel Figueroa, a modo de transacción. La gira que el señor Alessandri hace por el .país acompañando al candidato afianza su carácter de "presidenciable", al recibir el aplauso y calurosas, espontáneas, demostracio-nes de la simpatía popular, en cada uno de los discursos pronunciados durante ella.

Es entonces, insistimos, cuando el señor Alessandri piensa por primera vez, en forma grave, en la posibilidad de afrontar con éxito una campaña seme-jante.

A fines del año 1919, el P'artido Liberal celebra una Convención en San-tiago, notándose, como nunca en otra oportunidad similar, que los repre-sentantes de provincias vienen fuertemente inclinados a favorecer el triunfo de "su" candidato (el señor Alessandri), hecho que causa desasosiego entre las figuras más espectaculares del liberalismo, las cuales empiezan a negar con vehemencia los títulos y condiciones del joven caudillo para que éste pueda soñar siquiera en terciarse sobre su pecho la banda de O'Higgins. "Yo encontraba —anota el señor Alessandri— que no les faltaba razón, pues entre mis antepasados no figuraban personas con desempeño de puestos destacados en la política. No pertenecía tampoco al grupo o círculo de donde ordinariamente salen los Presidentes de la República. No tenía a mis espaldas ningún partido reconocido que me acompañara o siguiera, ya que durante los 18 o más años que actué como parlamentario había sido indisciplinado y sin sujeción rigurosa a ningún partido político; pues, casi siempre, obré con absoluta independencia, si bien es cierto que en ocasiones, solamente en ocasiones, me reincorporaba a las filas del Partido Liberal; circunstancias estas —termina—, que hacían indeseable mi candidatura para los elementos tradicionales del Partido Liberal".

Ahora bien, como durante los debates de la Convención las simpatías de los partidarios de la candidatura de Alessandri se exteriorizan cada día que pasa2 en forma más y mas enérgica, para matar toda posibilidad que lo bene-ficie, no titubean los enemigos del Senador por Tarapacá en provocar la división del Partido, declarando urbi et orbi que no aceptan las decisiones de la extrema izquierda de esa colectividad y por lo tanto ya no comulgan con la Alianza Liberal, que empezara su triunfo en las elecciones parlamen-tarias de marzo del año 18.

J>e este modo se rompe la mayoría que esta combinación mantiene en el Congreso desde el año indicado, y dos nuevas situaciones de grupos surgen dentro de las viejas tiendas históricas que fundaran los pipiolos y los pelucones, fragmentados ahora en numerosas banderías: la verdadera Alian-za Liberal, que integran radicales, liberales de avanzada y democráticos; y la Unión Nacional, formada por conservadores, liberales, democráticos y na-cionales, nombre este último, dado a los antiguos montt-varistas.

Producido el primer desacuerdo entre los convencionales del año 19, se forma en el acto un Directorio General del Partido, donde tiene una gran mayoría la corriente aliancista, en la que el señor Alessandri impone ya su caudillaje. El mismo nos cuenta cómo luchó en la Convención, para obtener un directorio compuesto en la forma referida, ya que era a ese organismo a quien le correspondía echar las bases de la Convención para fijar sus pro-cedimientos y elegir al futuro candidato a la Presidencia de la República.

'La Convención duró 5 días.

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Pues bien, los liberales derrotados en aquel torneo, son los que se separan de la Alianza e ingresan a las filas de la Unión Nacional.

"El error de los adversarios de mi candidatura al separarse de la Alianza Liberal — escribe el señor Alessandri—, fue muy grave por las consecuencias que para ellos tuvo, pues aparecieron como abandonando doctrinas para combatir a un hombre, doctrinas que yo había explayado y desarrollado co-mo Ministro de Sanfuentes, en el debate parlamentario originado por la interpelación del diputado señor De Castro, a propósito de la actuación de unos sacerdotes en una ciudad sureña".

Conviene señalar que en las sesiones ordinarias de la Cámara durante el año legislativo de 1918, los opositores a la candidatura del señor Alessandri no pierden oportunidad de hostilizar la labor de éste, cuando el Presidente de la República, señor Sanfuentes, lo lleva al Ministerio del Interior, tra-tando de esterilizar su acción en esa Cartera. Ni lerdo ni amedrentado, Ales-sandri no echa pie atrás, y, al contrario, aprovecha esa coyuntura para iniciar un debate doctrinario sobre el programa, obra y actuación histórica del Partido Liberal, de inmensa simpatía para los elementos mayoritarios del país; hecho que se demostrará claramente en las elecciones parlamentarias del año 18.

Una vez que el Partido /Liberal Aliancista elige Directorio, empieza dentro de él una encarnizada lucha para organizar la Convención que deberá elegir el futuro candidato a la Presidencia de la República.

Este Directorio se divide en dos bandos apenas inicia sus reuniones: uno sostiene que debe irse a una Convención universal en la que tengan sitio todos los partidos; el otro —el del señor Alessandri—, que la Convención no puede abandonar la bandera "aliancista", o sea, que sólo deben concurrir a ella los radicales, los democráticos y los liberales afectos a la Alianza Liberal, que habían sido los triunfantes en la última Convención del Partido.

Después de muchas discusiones, triunfa esta última idea, y se fija el núme-ro de cónvencionales que debe llevar cada partido. El acto inaugural celé-brase el 25 de abril de 1920 en el Salón de Honor del Congreso Nacional.

La Comisión Receptora anota más de mil cuatrocientos nombres. El día de la inauguración el Congreso es una verdadera colmena de abejas,

electrizada por las diversas corrientes en que se entablará la pugna de la ideología "aliancista" para elegir al hombre que deberá encarnar sus comu-nes aspiraciones.

En el ambiente del Salón de Honor existe la certeza de que la lucha se finalizará entre dos candidatos: don Eliodoro Yáñez y don Arturo Alessan-dri.

Las apuestas se cruzan. Las más gruesas sumas están de parte del señor Yáñez; don Eliodoro goza de un prestigio merecido; hombre de vastos co-nocimientos jurídicos, de instrucción general sólida, amplia, tiene, además, a su haber el hecho no menos significativo de ser propietario de "La Nación" de Santiago, diario que goza de un arraigo inigualado en los grandes secto-res de la clase media y del pueblo y cuya influencia en la revolución ideoló-gica de Chile se inicia junto con aparecer sus primeros números en la arena periodística del país.

"Poco antes de celebrarse la Convención —escribe el señor Alessandri—, don Eliodoro Yáñez había hecho una gira por las provincias y dictado en ellas una serie de conferencias admirables por la belleza de su lenguaje y por la importancia de los temas tratados. Esta gira le dio gran prestigio al señor Yáñez y presentaba como seguro su triunfo. Algunos amigos míos quisieron que las provincias conocieran también mis ideas y tendencias. Don Juan Antonio Ríos presidía en esa época el Centro Radical "Juan Castellón", en

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la ciudad de Concepción, y me invitó a nombre de la institución que presi-día, para que fuera a dar una conferencia en aquella ciudad, a lo cual accedí gustoso. El señor 'Ríos me presentó con palabras afectuosas, manifestando que ya que mi nombre figuraba entre uno de los posibles candidatos y Con-cepción había conocido al señor Yáñez, había estimado el Centro como acto de verdadera Democracia, que después me oyeran a mí. Una vez que se me hubo concedido la palabra, desarrollé mis ideas frente a todos los problemas nacionales y doctrinarios de la hora que vivía el país. Mis palabras fueron acogidas con inmenso entusiasmo. Los radicales tradicionalistas, los de la vieja guardia del Partido, que me temían porque mis doctrinas sociales se hacían aparecer como subversivas, una vez que me escucharon, comprendie-ron que precisamente yo trataba de defender el orden público mediante la evolución requerida por los momentos históricos, que vivía la humanidad y se manifestaron los más entusiastas partidarios de mi candidatura, decla-rando que sus prejuicios habían sido borrados y que desaparecían. Seguí mi gira, entonces, por todas las provincias del Sur y, sin desconocer la impor-tancia y altura de las conferencias del señor Yáñez, encontraron más fuego y emoción en mis palabras, lo que incrementó considerablemente el número de mis adeptos. Pero mientras se hacían las inscripciones de los convenciona-les en Santiago, yo ignoraba en absoluto lo que pasaba en la capital y si tenía mayoría o minoría de inscritos. Llegué sólo unos días antes de la Con-vención. En la fecha fijada para la apertura de ésta, se éligió presidente a don Armando Quezada, quien era entonces el presidente del Partido Ra-dical".3

La votación se encuadra dentro del marco aconsejado por la práctica de otras convenciones. Hay tres votaciones libres; y dos más que deben circuns-cribirse a los tres ciudadanos que obtengan la mayoría en las votaciones anteriores.

Como un saludo a la bandera, los partidos acuerdan que sus miembros voten en la primera y segunda rueda por sus respectivos jefes. Y así ocurre: los radicales votan por Armando Quezada; los liberales, por don José María Valderrama; los democráticos por don Guillermo Bañados.

Hecho el escrutinio de la primera votación, Alessandri resulta con cerca de cuatrocientos votos entre el total de mil doscientos de la sala. Quezada, Valderrama y Bañados obtienen una cuota inferior.

La sorpresa es grande. ¿Cómo se explica este hecho? —se preguntan los unos a los otros.

Sin embargo, el asunto no es difícil de explicar: los votos obtenidos por el señor Alessandri corresponden a los independientes que hay dentro de la Asamblea, y a los de algunos políticos rebeldes desobedientes'a las direc-tivas de sus propios partidos.

El jefe radical anuncia, entonces, que no habiéndose producido el quórum de sesenta por ciento de los votantes, necesario para triunfar, se acuerda proceder a la segunda votación.

El señor Alessandri dice que, después de haber emitido su voto, entre una multi tud de público que hacía estrecho el salón, avanzó para tomar la puerta de salida y dirigirse a su casa, en espera del resultado de la segunda votación que se iniciaba. "En el trayecto del salón hasta la puerta de salida —nos informa—, alcancé a don Eliodoro Yáñez, a Fidel Muñoz Rodríguez y a Ma-laquías Concha, que seguían el mismo camino que yo y que continuaron hablando sin notar mi presencia. Fidel Muñoz, gran partidario de la candi-datura de Yáñez, en el momento preciso en que yo estaba cerca de él expre-sábase de este modo: "—Alessandri ha dado ya el máximum de sus fuerzas.

"Apuntes para sus memorias.

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Le pediré a Armando Quezada que suspenda hasta mañana la votación después de conocido el resultado actual; y entonces empezaremos a negociar para ponernos de acuerdo en el candidato".

"Ante esta declaración, que yo no estaba lejos de aceptar como verdadera, resolví dirigirme a mi casa particular para tomar té y descansar un poco del bullicio de las conversaciones y discusiones mantenidas durante todo el día".

Y así lo hace, en efecto, pero no bien se pone a descansar en el seno de su familia, se oyen, en el momento en que traen el té, insistentes campanillazos en la puerta de calle seguidos de grandes golpes y un ruido infernal.

Alarmado don Arturo sale a ver el origen de esa bulla y se encuentra con un tumulto frenético, formado por sus partidarios, los cuales venían a anunciarle se estaba practicando el escrutinio y que desde la galería, uno que llevaba la cuenta de las actas que se iban leyendo, había gritado a pulmón lleno: "¡Ya tenemos el sesenta pór ciento de los votos!", que era el quórum exigido.

El instante de ser electo por una Convención a candidato a la Presidencia de la República, señala en la vida de los ciudadanos que merecieron ese honor un hecho inolvidable tanto por la solemne responsabilidad que repre-senta ese honor como por la alta jerarquía envuelta en la posibilidad de llegar a ocupar la primera magistratura de la Nación. No se libra el señor Alessandri de esa onda afectiva, y, nervioso, sensible como es, se apresura a extender a todos, en gesto amplio, sus brazos abiertos, agradecido por la in-signe confianza que en él se quiere depositar. Vuelve, pues, integrándose en la multi tud que lo aguarda, a tomar de nuevo el camino del Congreso rumbo al Salón de Honor donde se celebra la magna asamblea del liberalis-mo chileno.

Cuando entra a la sala, los convencionales, en medio de un entusiasmo desbordante, lo reciben con atronadores aplausos. En vilo lo llevan hasta la mesa de la presidencia, en donde don Armando Quezada Acharán lo estrecha entre sus brazos y pide en seguida un minuto de silencio para decir algunas palabras. Conseguido su objeto, declara que don Arturo Alessandri Palma ha superado con mucho el sesenta por ciento exigido por el reglamento de la Convención para ser proclamado candidato;4 y en virtud de este triunfo pone, desde luego, en las manos del señor Alessandri el estandarte de la Alianza Liberal, seguro de que él lo sabrá llevar por el camino del éxito y la victoria.

Apenas termina de hablar el señor Quezada, cientos de voces se elevan para exigir al candidato que desarrolle un discurso programa. "Fueron inú-tiles mis súplicas —nos dice el señor Alessandri— para que me dejaran hasta el día siguiente, a fin de meditar y escribir algunas ideas de tan grave tras-cendencia y responsabilidad para mí.

"Mis pedidos fueron inútiles; me subieron a la mesa de la presidencia, convertida ahora en tribuna; y desde aquel piso improvisado tuve que des-arrollar mis ideas tal como se presentaban en mi cerebro en la inspiración del momento, ayunas de cualquier gala del lenguaje, pero coincidentes en todo con los propósitos de bien público que tantas veces había ambicionado realizar para mi país".

Esas palabras, aun a despecho de la improvisación que suele muchas veces traicionar al pensamiento, constituyen una de las piezas oratorias de mayor médula doctrinaria pronunciadas en Chile hasta esa época por un candidato

4En sus Apuntes el señor Alessandri anota que en la segunda votación obtuvo más de ochocientos votos en un total de mil doscientos. "Mis más íntimos amigos, radicales, liberales, incluso mis hijos —afir-

ma—, cumpliendo las órdenes de los par-tidos, no habían alcanzado a votar por mi. Nadie se imaginó que hubiera podido re-sultar elegido en la segunda votación,"

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a la Presidencia de la República. Años más tarde, un compilador de viejos papeles, aunque mal observador de la realidad, quejóse de que el señor Ales-sandri no hubiese tenido al llegar a la Primera Magistratura, un "programa" político. Tal vez no tuvo ese historiógrafo, en el momento oportuno, la ver-sión taquigráfica del discurso del 25 de abril; porque de haberlo leído, no habría podido escribir tan flagrante error.. .5

Pero el discurso a que nos venimos refiriendo, no es sólo un "programa"-es, además, un llamado excepcionalmente vigoroso a la conciencia liberaí del país, y tiene como en ninguna otra anterioridad de la Historia de Chile una repercusión inusitada de un extremo a otro del territorio nacional.

"Señores convencionales —se dirige el señor Alessandri con firme vozarrón a la ya electrizada asamblea—: Me habéis discernido el más alto honor que pueda alcanzar un ciudadano en una República democrática, honor que es todavía más excelso ante los escasos méritos que justifican la extraordinaria benevolencia que para conmigo habéis gastado en esta solemne ocasión". Más adelante dice: "Quiero detenerme, aunque sea con brevedad, en algu-nos puntos esenciales y fundamentales del programa que ha servido de pla-taforma a esta magna asamblea".

Habla en seguida de la reforma de nuestro régimen político sobre la base de dar facultades nítidas y claras al Gobierno Central. "Los pueblos sin gobierno efectivo —expresa—, son hordas desorganizadas que marchan faltas de rumbos sin dirección. Jamás podrán alcanzar en tales condiciones su bienestar y progreso efectivos". Ofrece, en seguida, respeto a las libertades públicas dentro del orden, indicando la necesidad de afianzar definitiva-mente la paz de las conciencias, procurando para ello la separación de la Iglesia del Estado, que era la última de las conquistas requeridas en el plan de laicización de las instituciones, realizado por gobiernos anteriores. Como el abandono de las clases trabajadoras ha sido por más de un siglo el mayor escollo de nuestro desenvolvimiento económico y cultura colec-tiva, ofrece trabajar de modo urgente e impostergable por establecer una legislación social eficiente buscando en la armonía entre el capital y el tra-bajo la solución de tan gravísimos problemas.

Todos los puntos tratados en este discurso de la Convención Liberal de Santiago serían cumplidos más tarde por el candidato de 1920, en su gestión tormentosa de Presidente de la República. Y los puntos que no alcanzó a cumplir en su primer mandato por el vaivén revolucionario que tomó la bar-ca del Estado, ha de cumplirlos años después, en el sexenio de 1932-1938.

A manera de ayuda-memoria y adelantándonos un poco a los aconteci-mientos, vamos a recordar algunos de esos puntos, entre los de positiva tras-cendencia:

1? Mayor autoridad responsable para el Presidente de la República. Levantando la bandera doctrinaria por la cual sostuvo cruenta lucha el Presidente Balmaceda (y que, según las propias palabras del gran estadista mártir, cayera ensangrentada en los campos de batalla para que otras manos más venturosas que las suyas, la recogiera en el próximo futuro, haciéndola flamear en la Casa de los Presidentes de Chile), Alessandri cumple la gran profesía de don José Manuel al imponer en la Carta de 1925 la norma jurí-dica que establece en Chile el régimen presidencial de Gobierno.

2*? Legislación Social. Instruyendo al señor Moisés Poblete Troncoso, le encomienda la redacción del Código del Trabajo, el que serviría de basa-mento a toda la actual legislación sobre las relaciones entre patrones y obreros.

"Ricardo Donoso, en la Historia de ne. Alessandri se defendió en su libro Rec-América, dirigida por el argentino Leve- tijicaciones.

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39 Defensa de la Raza. Higieniza la mayoría de las ciudades del país. Crea el Ministerio de Salubridad. Propugna la Ley de Habitaciones para Obreros y dictamina sobre ella; autoriza la creación del Servicio de Medicina Preven-tiva y dándole la razón a los idólatras de la educación física, hace construir el Estadio Nacional; el más grande en su género, dentro de la época en que fue edificado, en la comunidad Iberoamericana.

49 Problemas económico-sociales. Crea el Ministerio del Trabajo y de Pre-visión Social.

59 Educación del Estado. Lucha por ella durante toda su vida parlamen-taria, y siendo Presidente de la República, con la colaboración técnica de su grande amigo el pedagogo don Darío E. Salas, impone la Ley de Instruc-ción Primaria Obligatoria, a la cual le faltaba el último trámite constitucio-nal, dándole así vida, forma y movimiento.

6? Estabilización de la moneda. Contrata los trabajos de una misión ex-tranjera que encabeza el profesor Mr. Kemmerer, crea el Banco Central y la Contraloría General de la República y estabiliza la moneda chilena con un valor fijo de seis peniques.

79 Impuesto directo a la renta. 'Modifica el régimen tributario. 89 Nivelación de la condición legal de la mujer. Impulsa para ello la re-

forma del Código Civil en muchas de las disposiciones que mantenían a la mujer chilena en una injustificada situación de inferioridad frente al hom-bre; y establece, además, el voto femenino en las elecciones municipales, como un primer paso para la igualdad civil de la mujer, que después, en 1948, al atardecer de su vida defiende desde un banco del Senado.

99 Diferendo con el Perú. Afronta resueltamente la solución de las dife-rencias entre Perú y Bolivia sobre la base del cumplimiento del Tratado de Ancón, y después de una magnífica exposición jurídica de los antecedentes del conflicto, obtiene del juez americano que intervino en este asunto, el fallo en derecho favorable para la defensa ele Chile.

Los tópicos que se indican y muchos otros anotados en la versión ta-quigráfica que luego se imprime y circula por todo el país, son abordados por el señor Alessandri con la plena conciencia de un hombre que no está haciendo promesas, sino que señala de antemano el camino trazado y por el cual marchará hasta el final de su mandato con firme ademán y "pese a quien pese".

Las palabras últimas no dejan dudas respecto a la recia personalidad del candidato de las fuerzas liberales, que miles de personas repetirán pronto de memoria en Asambleas, mítines y reuniones públicas.

"Señores: "Yo quiero, antes de terminar, haceros una declaración: "Ha sido costumbre oir a los que han tenido la satisfacción de alcanzar

el honor que ahora vosotros me discernís, que "No son una amenaza para nadie". Mi lema es otro:

"Quiero ser amenaza para los espíritus reaccionarios, para los que resisten toda reforma justa y necesaria; ésos son los propagandistas del desconcierto y del trastorno.

"Yo quiero ser amenaza para los que se alzan contra los principios de jus-ticia y de derecho; quiero ser amenaza para todos aquellos que permanecen ciegos, sordos y mudos ante las evoluciones del momento histórico presente, sin apreciar las exigencias actuales para la grandeza de este país; quiero ser una amenaza para los que no saben amarlo y no son capaces de hacer nin-gún sacrificio para servirlo.

"Seré, finalmente, una amenaza para todos aquellos que no comprenden el verdadero amor patrio y que, en vez de predicar soluciones de armonía y de paz, van provocando divisiones y sembrando odios, olvidándose de que

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el odio es estéril y que sólo el amor es fuente de vida, simiente fecunda qn e

hace la prosperidad de los pueblos y la grandeza de las naciones." Un trueno de aplausos cierra las palabras del discurso-programa que el

candidato acaba de exponer en feliz improvisación. Ya tiene el abanderado de las fuerzas liberales una pauta para encuadrar su trabajo político caso de llegar al solio de los Presidentes de Chile por el veredicto de las urnas.»

Ahora hay que aguardar el cumplimiento de esas palabras o el desbande de las últimas ilusiones del pueblo chileno —normativas desde el punto de vista jurídico y ejemplares desde u n punto de vista moral— por los postula-dos de la Democracia en América.

*

El Candidato de la Unión Nacional

Proclamada la candidatura del señor Alessandri, surge en el bando contra-rio, l lamado de la Unión Nacional, el problema de proclamar cuanto antes el Candidato a la 'Presidencia de la antedicha combinación de partidos.

Tres son las banderías que integran las fuerzas de ese bloque: El partido Liberal 'Democrático, el Conservador y el Nacional o "mont t -var i s tasEs tas huestes se reúnen a su vez en el mes de mayo en una amplia Convención Nacional presidida por don Miguel Varas, hijo de don Antonio, el presti-gioso político hermanado en la historia y el bronce con don Manuel Montt.

¡Durante tres días los convencionales debaten en el Salón de Honor del Congreso, el mismo donde se llevara a efecto la magna asamblea de los "aliancistas", el asunto de su fu tu ro personero en la pugna por la Presiden-cia de la República.

El nombre que se impone en u n principio es el de Enrique Zañartu Prie-to, el cual después de sucesivas votaciones casi obtiene la cuota necesaria para ser proclamado; mas, como no lo alcanza, éntrase en seguida a buscar otro candidato con mayor ambiente.

No tarda en advertirse que los liberales contrarios a la candidatura del señor Alessandri se inclinan a favor de don Ismael Tocornal, recién llegado de Europa y a quien, por muchos títulos, se le reconoce una vasta experien-cia en la cosa pública. Don Ismael ha sido, a más de Vicepresidente de la República (en tiempo de don 'Pedro Montt, cuando el ilustre mandatario fue a representar a Chile a las fiestas centenarias de Argentina) , hombre de continuas vinculaciones con el Congreso y el Gobierno. El señor Tocornal tenía un sólido y bien ganado prestigio por sus grandes servicios públicos y por su honradez y respetabilidad ciudadanas.

Sin embargo, el nombre del señor Tocornal tampoco prospera, como lo habían imaginado los liberales enemigos de Alessandri, y no por falta de "chance" sino —según lo af i rman los comentarios de entre bastidores de esa magna asamblea— porque don Pedro Nolasco Montenegro, 'Ministro del Interior, guarda un indeleble resentimiento en contra de don Ismael, que

®No podemos comprender cómo una persona de la fina percepción crítica de Alberto Edwards haya podido sostener más tarde ("La Fronda Aristocrática", pág. 231), refiriéndose a este discurso del señor Alessandri, que "es difícil definir exacta-mente sus rumbos y clasificarlos dentro de una doctrina lógica; era un programa de rebelión y protesta más bien que recons-tructivo". La simple lectura del discurso pronunciado por el candidato liberal a la Presidencia de la República, el 25 de abril de 1920, basta para comprender el des-

concertante error en que cae Edwards. El señor Alessandri, anotando ese lapsus del malogrado ensayista, escribe con razón en los Apuntes para sus "Memorias": Basta-ría comparar lo que dije entonces con la obra gubernativa que realicé después, para que el señor Edwards li&biera ahorrado en su libro el error profundo en que incurre cuando afirma que mí programa no era ló-gico, que carecía de propósitos constructi-vos y de orientaciones concretas y d e f i n i -das."

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en 1918 se le había cruzado a su candidatura a senador por la provincia de Bío-Bío. ¡Montenegro, lo repetimos, que atribuía la pérdida de ese banco del Senado al señor Tocornal, no deseaba perder la oportunidad de devol-verle ahora la mano obstruyendo con el grupo de sus amigos, la posible can-didatura de don Ismael a la Presidencia de la República. Puede agregarse aún que el Jefe del Estado, Excelentísimo señor don Juan Luis Sanfuentes, ligado por lazos de la más estrecha amistad y afecto político al "Premier", desea por éstas y otras razones que a las posibilidades electorales del señor Tocornal se imponga la candidatura de don Luis Barros Borgoño, historia-dor e internacionalista de vasto y merecido renombre.

Estos hechos, y algunos otros largos de detallar, facilitan el triunfo del señor BarrosjBorgoño como candidato de la Unión Nacional, designa-ción que los opositores de Alessandri aplauden jubilosos, y nadie celebra más que el propio don Arturo, pues para el ojo agudamente intuitivo del señor Alessandri, su proclamado contendor —a pesar de los méritos que lo prestigian—, es mucho menos candidato, considerado desde el punto de vista de la conveniencia electoral, que don Ismael. Y en esto Alessandri no se equivoca, pues la fama del ex ¡Vicepresidente ha sido siempre la de un político; en cambio, Barros Borgoño nunca actuó, hasta el momento de su candidatura, sino como intelectual al margen de las actividades partidistas; y para la masa electora —simple como es ella en sus razonamientos— está mucho más capacitado el señor Tocornal que el erudito y gran señor que desde la presidencia de la Caja Hipotecaria se ha traído, sin mayores preli-minares, al palenque de una batalla eleccionaria que se anuncia intensa dramática, como que en ella la juventud y el pueblo de Chile ve los signos de un cambio de época.

"Yo tenía afecto personal por el señor Barros Borgoño —dice en sus papeles el señor Alessandri. Cuando murió mi padre, él fue el curador ad-lítem que me representó en aquella partición y mantuvimos siempre sinceros vínculos de amistad y recíproco afecto. Desgraciadamente, ninguna de estas, circunstancias sirvió para aminorar las amarguras y vigor de la lucha en que nos encontramos comprometidos, aun cuando yo respeté siempre en mis discursos y arengas la persona de mi contendor."

En realidad, la contienda política de la que debía salir elegido el nuevo Presidente de la República para el período de 1920-1925 es de una extrema violencia. Los dos bandos se. apoderan de la calle y cubren paredes y paseos con rótulos y frases provocativas. Motes y rimas de toda especie circulan también de boca en boca; "Ya tenemos quien le pise la cola al gato de Tara-pacá". .. "¡Arturo, Arturo... ya no te hallas muy seguro!"... "Aunque el León sea muy ducho, se lo va a comer don Lucho"... "¿Quién«.baja~del Leén-eL-moño?... ¡Barros Borgoño!

ILOS partidarios de Alessandri contestan a esta campaña folklórica con el mismo ingenio y la misma mala intención; pero el mayor éxito entre las huestes de la Alianza Liberal, lo tiene la canción mexicana, de moda en aquel entonces, titulada "Cielito Lindo", a la cual, algunos de los admira-dores de don Arturo le cambian los versos originales por unos alusivos a la contienda electoral llevada a cabo en esos momentos. Los versos adoptados a la música agradable y pegajosa al oído de esta canción fueron numerosos y de muy diversa calidad o picardía; pero el estribillo fue el mismo para casi todo Chile:

!Ay, ay, ay, ay! Barros Borgoño: Apróntate que Alessandri, cielito lindo, te baje el moño.

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Con eí candidato contrario ya al frente del estandarte de la Unión Na-cional —repetimos— la lucha partidista del año 20 toma un carácter de vio-lencia e irritación públicas como nunca antes se viera en Chile. Los dirigen-tes de la campaña de Alessandri estiman que el abanderado del liberalismo debe dedicarse a efectuar giras a través de todo el país, a fin de explicar personalmente, los puntos básicos del que iba a ser su programa de gobier-no, en el cual, de cumplir el señor Alessandri su palabra, importaría una verdadera revolución en las directivas políticas del país.

Así lo hace el candidato aliancista; y recorriendo las provincias de Chile de Norte a Sur, desparrama, al mismo tiempo que la vigorosa prestancia de su palabra, un agitado reguero de esperanzas en una época mejor.

U n soplo mesiánico parece conmover la conciencia del pueblo chileno, despertada de súbito con rugidos amenazadores.

•En esta gira Alessandri insiste, con un leit motiv tremendo, sobre la nece-sidad de suprimir cuanto antes las injusticias del régimen económico exis-tente. Establecida en la letra de la ley la igualdad civil de ricos y pobres ella hacíase caricaturesca ante la realidad económica, que permitía que un grupo relativamente pequeño de hombres satisfechos disfrutase de la mayor opulencia, mientras la gran masa ciudadana era víctima de un pau-perismo atroz. "Protestaba enérgicamente —escribe Alessandri en sus Apun-tes— de las pésimas condiciones de vida que yo había observado en los tra-bajadores de la industria salitrera, de la región minera de Lota, de las in-dustrias fabriles y de esa multi tud de verdaderos ilotas que formaban los trabajadores e inquilinos de los fundos de Chile. Pedía para ellos que se transformara cuanto antes su condición social dándoles en nuestra legisla-ción positiva los derechos de que carecían.

"Pero al mismo tiempo que agitaba esta bandera revolucionaria de las reivindicaciones del pueblo, iba derramando en mis palabras un verdadero evangelio de solidaridad humana, un llamado y un alerta para que los grandes dueños de la fortuna nacional depusiesen una parte de sus ganan-cias en beneficio del bienestar de todos".

Esta gira transfórmase, por los elementos doctrinarios involucrados en las palabras del nuevo caudillo, en una agitación formidable que sacude con estremecimientos de protesta y amenaza la conciencia cívica de un extremo a otro del país. De pronto —con sorpresa para muchos y confirmación para unos pocos visionarios— surge en el escenario político de Chile, con podero-sa y hasta ahora nunca vista proporción, la imagen de un pueblo vigorosa-mente constituido que no pide, a la manera del siglo XIX, en famélicas procesiones, un poco menos de egoísmo, sino que, implíciatmente, con gri-tos guturales, exige la confirmación de derechos fundamentales que aún no le han reconocido.

Santiago y provincias, de acuerdo con la nerviosa información registrada en las oficinas informativas de los diarios, son una caldera sujeta a prisión máxima. Aun los más optimistas piensan que el estallido puede producirse de un momento a otro.

Así corren los días tormentosos hasta el mes de mayo. En clima tenso, cru-zado el aire con el estandarte de la contienda y las voces roncas de las mul-titudes, se presiente, junto a las ideas del triunfo, el peligro de una catástrofe. En las manos crispadas de los trabajadores se adivina un pulso de fiebre. Para bien o para mal siempre los pueblos simplificaron, primero en una protesta y luego en un holocausto de víctimas los anhelos en que cifraron un bien colectivo y alguien osó contrariarlos.

La ley fija el 25 de julio de 1920 como fecha para que se verifique la elec-ción, la que, de acuerdo con la Carta Fundamental del 33, es por votación indirecta.

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Llegado el día de la prueba, Alessandri obtiene 179 electores y don Luis Barros Borgoño 174.

El señor Alessandri nos dice que este resultado se debió a un error de cálculo de la directiva de la campaña, "que, deslumbrada por el brillo, el nú-mero y efervescencia de las manifestaciones populares, creyó que se podían s a c a r en Santiago '26 de los 39 electores por elegir. Este error —continúa el se-ñor Alessandri— y la mala distribución de los votos, dio 19 electores para mí y 20 para don Luis Barros Borgoño, siendo que se habría podido obte-ner, descansada y perfectamente, 24 electores en Santiago; así mi triunfo habría sobrepasado los 180 electores reduciendo los del señor Barros a 169. Con esta diferencia habríase hecho imposible toda discusión".

Sin embargo, como las cosas ocurrieron de otro modo, la pequeña dife-rencia suscita grandes esperanzas de parte de la Unión Nacional.

La alta banca, el comercio, la industria y todas las fuerzas capitalistas del país están en contra del señor Alessandri. Pero eso no es todo. Afirman-do el deseo de no abrirle paso al caudillo de la Alianza, súmase al contu-bernio de estas fuerzas poderosas el telón de fondo ofrecido por el Congreso Nacional, en donde los dos tercios del número que lo compone están en contra de Alessandri. Y es el Congreso por ministerio de la ley, debe cali-ficar esta elección.

El mecanismo con que actúan las Cámaras es el siguiente: Realizada la elección indirecta por medio de electores de Presidente, para

los efectos de determinar quien debe ser el Jefe del Estado, el Congreso tie-ne la facultad de fallar y resolver las reclamaciones y vicios de la elección. Pero cuando un elector está mal elegido y se anula su elección, este elector es eliminado sin adjudicárselo al otro candidato. Tal procedimiento facili-ta a ojos vista la declaración de nulidad de tantos electores cuantos fueran necesarios para que los dos candidatos queden sin mayoría.

El señor Alessandri avizora este peligro apenas sabe el cómputo de las urnas.

Por otra parte, el pueblo advertido de antemano, sigue anheloso las pe-ripecias del trance difícil en que están colocando a su caudillo.

La dramaticidad de estas noticias pone a la República en el plano incli-nado de la revuelta en armas. Una ola de indignación agita las enmarañadas cabezas de la turba desbordada por calles y plazas con un frenesí que hace meditar aún a los menos cuerdos. Frente a la casa de Alessandri, ubica-da en la Alameda de las Delicias, el pueblo se reúne al atardecer, con el ánimo tenso y la actitud resuelta, que allí se transforma en fervorosa adora-ción al capitán en trance de naufragar.

Es tal el misticismo de las masas que de los balcones y muros del edificio en que habita el "León" (como lo denominan cariñosamente sus partida-rios) , mujeres, niños, jóvenes, viejos, sacan pedazos del estuco para conver-tirlo, en la intimidad del hogar, en salvadora tisana. . .

"El día que se hizo el escrutinio en la Municipalidad, de los electores de la provincia de Santiago —nos informa el señor Alessandri—, hubo una agrupación inmensa que me acompañó desde la sala del municipio, hasta mi casa. Reunidos allí dispararon una cantidad enorme de tiros de revól-ver para exteriorizar así el propósito de defenderme y rendir la vida si fuera necesario a fin de impedir que se me arrebatara el triunfo en el que ellos cifraban tantas esperanzas".

Al margen de estos hechos pero en relación directa con ellos ocurren, tam-bién, otros incidentes que vienen a echar leña a la hoguera, la cual ha cre-cido tanto y arrecia con llamas tan altas que todo el hemisferio americano las mira con alarma.

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Uno de estos hechos irreflexivos y que pudo tener mayores consecuen-cias—, vamos a recordarlo en seguida.

*

Asalto a la Federación de Estudiantes

El Club de Estudiantes, local en que se reunían las escuelas federales de la Universidad de Chile, estaba ubicado en la calle Ahumada N9 73, a dos cuadras de La Moneda.

Pues bien, durante varios días, este edificio sufre en el mes de julio de 1920 vergonzosas y criminales manifestaciones de un odio anónimo. Desde la piedra lanzada contra los vidrios, hasta las más bajas muestras de la gro-sería canallesca, hácense presente en la puerta y murallas del edificio. . .

¿Cuál es el motivo? En realidad no puede responderse en singular, pues las causales que in-

ducen a los enemigos de los estudiantes de "la federación" a comportarse de este modo son varias. Desde luego, acusan a los universitarios de haberse plegado en forma loca al movimiento de rebelión de los trabajadores. Afir-man, también, de buena o mala fe, que los dirigentes del movimiento estu-diantil "reciben oro del Perú", a fin de subvenir a la campaña pro arreglo del diferendo con ese país, que los estudiantes propugnan, de palabra y por escrito, en nobilísimo afán de estabilizar la paz en esta parte del hemisferio americano. Por último, sostienen que los estudiantes, por su psicología de tales, no pueden tener amor ni arraigo por la cosa pública, motu proprio, y que si demuestran ese interés, como lo vienen haciendo desde los días ini-ciales en que aparecen reunidos en un club, es porque alguien solventa esa inusitada intervención.

Blandiendo esos argumentos, grupos de emboscados efectúan pequeños asaltos (si así pudiéramos llamarlos) contra el Club antedicho, durante los días 19 y 20 del mes de julio; pero el 21, a la una y media del día, estas manifestaciones cambian de cariz, tranformándose, de súbito en un sa-queo a mano armada, que llena de indignación a los "aliancistas" y de jú-bilo a quienes indirecta o subrepticamente lo habían azuzado.

Los hechos ocurren de esta manera: Pasado el mediodía, y a propósito de la creencia afincada en algunos sec-

tores de la opinión, de que el Ejército peruano está en vísperas de invadir el territorio de Tacna y Arica, las provincias en disputa, amenazando con esto mortalmente la producción de las calicheras del Desierto de Atacama —fuente económica, la principal, del Erario chileno—, una manifestación patriótica, que viene desde la estación Mapocho, se dirige al Club de Estu-diantes, en medio de atronadores gritos de: "¡Mueran los espías!", "¡A Li-ma los traidores!", "¡En Chile, no hay sitio para los vendepatrias!"

Instalada una parte de esta muchedumbre frente al .Club, empieza a lan-zar piedras y trozos de ladrillo contra los balcones del edificio, que perma-necen cerrados. Se sacan también pedazos de estuco, y, además, la plancha que indica el nombre del Club es destrozada a martillazos. Entretanto, los gritos de los asaltantes, son cada vez más roncos y amenazadores.

"¡Qué salgan los vendidos!" "¡Aquí queremos ver si son tan hombres co-mo han dicho!"

Sin embargo, los estudiantes que hay dentro del club no llegan a cinco. El director de la revista "JUVENTUD", estudiante y poeta don Rober-

to 'Meza Fuentes, que andaba por allí a esa hora, anotó con franco v e r i s m o lo que sus ojos presenciaron —y su espíritu de artista debió lamentar:

"Antes y durante el ataque —escribe, en aquel entonces, el joven vate—,

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avisé por teléfono, en repetidas ocasiones, a la Primera Comisería, la situa-ción en que se encontraban las personas que habían dentro del club; pero aunque había policía en número suficiente para evitar el asalto, y a pesar de los refuerzos que llegaron, ésta no intentó en ningún momento de de-fender la propiedad asaltada. Ante la presencia de un grupo de treinta o cuarenta guardianes a caballo, que llegó algún momento después de ini-ciado el asalto, se verificó, pues, durante más de una hora y media, el saqueo y la destrucción de los muebles, de los comedores, del hall, de la sala de bi-llares y de otras secciones del club, entre ellas la biblioteca de la revista "JUVENTUD", entre cuyos papeles se encontraban originales de libros y artículos inéditos".

Estas palabras de (Roberto Meza, fueron recogidas en el manifiesto de la Federación de Estudiantes de Chile, que apareció por primera vez en su tex-to íntegro, el 5 de agosto de 1920, en el "Sur" de Concepción.

Ahora bien, con motivo de ese hecho vergonzoso para la cultura política de Chile —en el cual los estudiantes aparecen castigados como en la ley de Linch, por la sola voluntad de la ira popular—, a fin de que las cosas no que-den en un terreno tan resbaladizo e impropio de pueblo civilizado, se ins-taura un proceso que se da en llamar "de los subversivos", en donde no hay tropelía sin registrarse. Basta decir que entre los procesados se encuentra el poeta Domingo Gómez Rojas, que, de los sufrimientos padecidos en su pri-sión no alcanza a terminar sus días en la Cárcel, pues enloquece, y luego cae para siempre, en medio de la tristeza del pueblo y de la frenética irrita-ción de la juventud universitaria y los hombres libres de Chile. Muere Gó-mez Rojas, precisamente, cuando el liberalismo lucha, en la formidable lid cívica que venimos detallando, por una sociedad justa y más llena de con-tenido democrático.

Naturalmente, los enemigos de la candidatura Alessandri no pierden aquí la oportunidad de mezclar al candidato de la Alianza con los súcesos aca-bados de señalar. "La pasión de mis enemigos —escribe don Arturo— llega hasta el punto de sostener que en el proceso de los "subversivos" se establecía que el Perú había contribuido con una gruesa cuota de dinero para mi elec-ción. Delirante de indignación me apersoné al Ministro en Visita, a fin de que me certificara por secretaría cómo era efectivo que mi nombre no figura-ba para nada en el tal proceso, y que era infame y calumnioso afirmar que hubiera allí algún antecedente que permitiera inducir o sospechar algo seme-jante".

El señor Alessandri no consigue esta declaración; el Ministro se niega a satisfacerlo en sus deseos, sosteniendo que el proceso está en sumario y no puede darse a la luz pública ningún antecedente que allí conste. . . ¡Cosa, ésta última, no pedida por el candidato!

Reclama el señor Alessandri, ante la Corte Suprema, seguro de que el más alto tribunal lo ha de escuchar: "mas —continúa don Arturo— como la pa-sión política había llegado hasta allí, aquel tribunal aprobó la conducta irregular e incomprensible del Ministro que sustanciaba el proceso con el objeto evidente de dejarme envuelto en la acusación calumniosa que se ha-cía en público".

A treinta y tres años de distancia de esa actitud de la Corte Suprema, juz-gado su proceder en frío, no puede aceptarse lo que respondió entonces, co-mo un buen pronunciamiento para sentar 'jurisprudencia, pues certificar un hecho negativo no involucra la violación del secreto del sumario; y si el secreto no está en peligro, los tribunales judiciales no deben, no pue-den escudarse en él, cuando lo que van a certificar es la no existencia de un cargo dentro del proceso. Y no debe confundirse esta situación con el sim-ple hecho negativo, que, visto desde el ángulo de la lógica procesal, no cabe

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probarse si no importa, subsecuentemente y por oposición, la afirmativa de otro hecho.

¡Pero la atmósfera de los intereses en pugna entenebrece con nieblas de pa-sión la vida política en Chile. Aquellos momentos, que bien pueden llamar-se "cruciales", (la palabra está de moda) en el destino nuestro, no dejan si-tio para que asiente la serenidad. Tampoco para la previsión. Sacúdese la Civilización sobre los pilares de un sistema económico que en un mundo no bien industrializado dio óptimos frutos; pero que ahora en la inelu-dible etapa impuesta por las adaptaciones a nuevos métodos de trabajo hace crisis. Por esta causa una formidable ola de ambiciones, sustentada' sin embargo, en claros e innegables principios de justicia, viene desde las viejas sociedades de Oriente y Occidente, como amenaza y esperanza —ame-naza para los hartos; esperanza para los que nada tienen—, a reventar sobre las playas de la antigua colonia del Nuevo Ex t r emo . . . .

Muy pocos, no obstante, ven el fenómeno correlativo entre lo que allá sucede y lo que aquí está sucediendo. Entre esos pocos, cuéntase el represen-tante por Antofagasta, Antonio Pinto Durán, que desde su banco de la Cá-mara de Diputados, advierte con elocuencia arrebatadora el cambio de los tiempos: "¡Parece —preveníales a los padres concriptos, el parlamentario nor-tino— parece que los honorables senadores no oyen los cañones maximalis-tas, que están tronando en las cercanías de Varsovia, parece que no sienten que en Italia, en Alemania, en Francia, en Inglaterra, en los Estados Unidos, en el Japón, en Argentina, están fermentando, están hirviendo los gérmenes de una revolución social I

"Yo digo que se necesita ser sordo y ciego para no comprender que estamos viviendo una de esas horas apocalípticas, que marcan el crepúsculo de una civilización que se hunde ¡y estos estremecimientos, estas convulsiones, estos delirios que se están notando en el mundo, son el primer anuncio, son los primeros síntomas del parto laborioso de una nueva civilización!"

El Ejército se moviliza

En tanto ocurren los hechos que acabamos de narrar, las suspicacias en con-tra del Gobierno de Lima se hacen cada vez más ardientes, extendiéndose a diversos sectores de la civilidad y el ejército.

Impresionado por los informes venidos del Norte, con la autorizada pa-labra del Jefe de la Guarnición de Tacna y Arica, los ministros del despa-cho acuerdan movilizar una división de 10.000 hombres y mandarla a Tacna adelantándose a cualquier desagradable suceso que pudiera poner en peligro la frontera chilena, en esa parte del territorio.

Lo inusitado de la medida y el secreto que mantiene el Gobierno para no precisar la exacta calidad de los hechos denunciados, como la gravedad inmediata para la soberanía nacional, incrementan, como es de suponer, la agitación de los espíritus en pro y contra de esta medida, afirmando unos que no se debe perder tiempo, tratándose de la salud de la .Patria, y soste-niendo otros que eso no tiene otro valor que el de una maniobra política a fin de arrebatarle al candidato de la Alianza el legítimo triunfo alcanza-do en las urnas.

"Yo también era uno de los que así pensaban —apunta en sus papeles el señor Alessandri— pero más tarde, cuando estuve en el Mando Supremo, revisando los antecedentes que habían determinado esa movilización, ad-quirí el convencimiento, la certeza, de que el Ministro de la Guerra, señor Ladislao Errázuriz, procedió de absoluta buena fe, y no hizo otra cosa que

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prevenir un peligro que él, con toda sinceridad, consideraba inminente, de acuerdo con los informes que habían recibido.

"Sin embargo, yo no creía, en aquel entonces, en la veracidad de los in-formes, motivos de la movilización; mas, como esto producía malestar en las filas de mis partidarios y extendíase el sentir de que no podíamos mante-nernos reacios a participar en las exterioridades de público patriotismo; a fin de cumplir con este deseo casi unánime, organizamos una rome-ría a la tumba de los Padres de la Patria, y, al efecto, para rendirles nues-tro homenaje, nos reunimos en una manifestación inmensa, en la plazuela del Cementerio".

Hubo, sin embargo, a la sombra de estos estallidos del alma popular un tejemaneje que bien pudo costarle la presidencia al señor Alessandri, si la instintividad política, que todos le reconocen, y su buena estrella infaltable, no hubieran salido, como de costumbre, para favorecerlo en su camino.

"En esos mismos días —nos cuenta don Arturo— supe de una manera fe-haciente que en el Acta relativa al fucionamiento del Colegio Electoral en Ancud se habían sustraído del Correo los papeles respectivos, falsificando los votos y el Acta. De esta manera, se atribuían a don (Luis Barros Borgoño 7 electores y 2 a mí. El resultado efectivo era muy diferente, pues don iLuis Barros Borgoño tenía 5 votos y 4 yo. En esa proporción, las sumas totales de los votos de ambas candidaturas se descomponían de esta manera: a mí, 179 votos, y al señor Barros Borgoño, 174.

"Si yo no hubiera conocido a tiempo aquella falsificación, me habría presentado al Congreso, el día del escrutinio, sin antecedentes o elemento alguno para destruir allí mismo la superchería. Pero una vez que conocí la falsificación, pedí a la Mesa del Senado, que me dejara ver la forma exter-na del sobre, cosa que se me negó. Me dirigí entonces, acompañado de mi amigo Cornelio Saavedra, en busca del Presidente de esa Alta Cámara, para reclamar de tamaña injusticia, y, por una de esas casualidades que el desti-no sabe deparar, yendo detrás del edecán del Senado, llegué hasta una pie-za reservada de don Fernando Lazcano, en donde este caballero, acompa-ñado del Presidente de la Unión Nacional, don Luis Claro Solar, de don Manuel Cruzat Vicuña, del prosecretario y del secretario del Senado guarda-ban unos papeles. Al saludar a don Fernando, éste me dijo, mostrándo-me un sobre cerrado y lacrado: "Estos documentos le interesan mucho Ar-turo". "Se refería, por supuesto, a los papeles de la elección de Ancud en cuya busca yo andaba, y cuya inspección, como ya dije, se me había negado.

"En ese instante, el señor Lazcano, a quien yo había querido en forma en-trañable, que me sentía ligado a él por una amistad que habría durado mi vida entera, y que hoy mismo recuerdo con sincera emoción, se me presen-tó en una actitud que para mí era incomprensible, por la desembozada an-tipatía que me demostraba, habiendo sido yo, desde antiguo, su vehemente partidario.

"Fue un momento duro para mi alma. Yo siempre supe ser amigo de mis amigos; leal con los leales; desinteresado con los desinteresados. Pero tengo una epidermis sensible, demasiado sensible, quizás, para recibir las ofensas, sobre todo cuanto éstas son gratuitas y no responden a la medida de afecto que yo he dado. Y, colérico, le respondí al señor Lazcano con dureza, con terrible dureza, que defendería en el Congreso Pleno mi elección, con él o contra él, con mi derecho de defensa o a mano armada, y que si aún era necesario que me jugara la vida, la vida me la iba a jugar.

"Desgraciadamente, don Fernando, que sufría una grave enfermedad al corazón tuvo —a consecuencia del diálogo de fuego que mantuvimos algunos minutos— un colapso que lo hizo derrumbarse en un sofá, y no fue poco el esfuerzos que hubimos de hacer para que reaccionara en seguida".

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Estos hechos, comentados por el público, y la nerviosidad creciente de los diversos sectores partidistas intervinientes en el fallo de las urnas, hacen pensar a los más experimentados en una fórmula para salvar al país de los estragos de la guerra civil. Muy pocos se atreven a poner en duda de que esta avanza amenazadora, y muchos creen va estallar de un momento a otro. Como un medio de conjurar ese peligro, generalízase la idea —el señor Ales-sandri es el primero en aceptarla— de que el diferendo de los candidatos sea fallado por un Tribunal de Honor. No obstante, queda todavía un grave escollo: ¿quiénes compondrán el Tribunal? Porque tales hombres deben ofre-cer, a la vez que la necesaria imparcialidad propia de los honestos, la sabidu-ría y ponderación del buen juez.

El Tribunal de Honor

La idea de un Tribunal de Honor, en presencia de la tempestad que se anuncia abre rápidamente camino en la opinión pública, pero los factores internos que determinan la constitución de éste son otros. Hay que citar a los diputados llamados "electrolíticos", los cuales se niegan a dar quórum en el Congreso Pleno destinado a proclamar Presidente Electo de la República al candidato vencedor en las urnas. En un acta que firman Marcelo Soma-rriva, Francisco Garcés Gana, Luis B1. Porto Seguro, Antonio Arellano, César Ferrera, Hernán Correa Roberts y Manuel Rivas Vicuña, estos dipu-tados se comprometen al absentismo si los partidos políticos y sus candida-tos a la Presidencia "no se allanan a constituir un Tribunal de Honor que informe sobre las reclamaciones electorales e indique cuál ha sido el candi-dato elegido por el pueblo o quién habría sido favorecido por el fallo popular si no hubiesen mediado los fraudes que se comprueban".

Esta acta se firma el 5 de agosto de 1920. ¡Debo decir, para aclarar la si-tuación anterior, que los diputados acabados de nombrar no tomaron parte activa en la contienda electoral; pero no es menos cierto que sus ac-titudes y simpatías se habían inclinado más a la candidatura de don Luis Barros Borgoño que a la del señor Alessandri. La nota de éstos, pues, esta-lla en el campo contrario al candidato de la Alianza como una bomba.

Conjuntamente 32 diputados radicales, 7 demócratas, 2 liberales y 5 li-berales-democráticos —que sumados a los 7 electrolíticos forman la mayoría absoluta de la Cámara— suscriben también un acta con igual finalidad que la anterior, pero llena de consideraciones de orden político.

De esta manera, el funcionamiento del Congreso Pleno se presenta como una leña más que se va a echar a la hoguera de la agitación popular, pues de antemano se sabe que no podría alcanzarse el quórum indicado por la ley.

"Hasta los más recalcitrantes —escribe el señor Alessandri— tuvieron que resignarse a entregar el fallo a un Tr ibunal de Honor para salvar así el man-tenimiento del orden público".

Ahora bien, ¿quiénes van a componer este alto jurado? ¿Qué cartabón se tiene en cuenta para aplicarlo en su valor individual, exacto, con referencia al juicio de los más honestos? El señor Alessandri nos da detalles del más vivo interés para la historia de esos entretelones. ¡Pocas veces llega al conoci-miento de la gente lo que un político piensa cuando debe jugar con el destino. Por lo general, tras del escenario los personajes guardan una especie de pacto para no traspasar al recuerdo del papel los minutos de la crónica oculta, del "gabinet secret de l'histoire" en que ellos vivieron; y, a la postre, esa realidad psicológica se pierde para siempre. Aquí nos encontramos con una excepción a la regla.

"Me acerqué —nos cuenta don Arturo— donde ¡Manuel Rivas, que era un

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enérgico abogado de la idea de un Tribunal de Honor, y como fórmula pa-ra que él la tramitara le propuse la siguiente: don Fernando Lazcano, en su calidad de 'Presidente del Senado; don Ramón Briones Luco, en su ca-rácter de Presidente de la Cámara de Diputados; y dos ex Vicepresidentes de la República, en este caso, don Ismael Tocornal y don Emiliano Figueroa. Los cuatro Caballeros que se indican nombrarían, para integrar el Tribunal , a don Armando Quezada, a don Guillermo Subercaseaux y al ex Ministro de la Corte Suprema don Luis Barriga Errázuriz.

"Cuando mis correligionarios se impusieron de los nombres que corrían como posibles integrantes del Tribunal , y sin tener noticia (porque man-tuve el secreto) de que era yo quien los proponía, pusieron el grito en el cielo diciendo que de los 7 miembros que se daban como papabih, 5 habían sido partidarios declarados de don Luis Barros Borgoño, y, por lo tanto, sólo podía contar con dos "alessandritas": Ramón Briones Luco y Armando Quezada. . .

"Yo, repito, guardaba silencio, pero mi punto de vista, aunque no lo decía, era otro con respecto a las suspicacias de mis amigos.

"La Unión Nacional —decíame para mis adentros— aceptará sólo los nom-bres que le inspiren garantía, y, precisamente, los que van en la lista de Manuel Rivas la inspiran, tanto por la calidad ele las personas como por la resistencia que, de antemano, saben ellas que van a encontrar esos caballeros en las filas de la Alianza Liberal.

"A mi vez —continúa el señor Alessandri—, tenía yo el convencimiento profundo de que dada la reconocida honorabilidad de don Ismael Tocornal, su rectitud de gentleman, su espíritu de justicia, tendría que reconocer, y declarar en seguida, que el candidato electo era yo. Además, en realidad de verdad, don Ismael no había manifestado nunca un apasionado entusias-mo por la candidatura del señor Barros Borgoño; y eso era muy humano, porque el que debió ser candidato de la Unión era don Ismael y lo habría sido si no le cruzan el paso los partidarios del señor Barros, despojándolo de un puesto que le correspondía con mayores títulos.

"También tenía fe en el justo espíritu de Guillermo Subercaseaux, hom-bre de estudio, independiente y del cual habíanme informado que hacía públicas declaraciones en el sentido de que no era posible llevar al país al caos y al desorden si lograba evidenciarse, como él creía verlo, que yo ha-bía ganado la elección.

"Mayor fe me inspiraba aún el ex Ministro de la Corte Suprema, señor Barriga Errázuriz, a quien antes había tratado mucho en los Tribunales de Justicia cuando yo ejercía mi profesión de abogado y él era relator.

"¡Los hechos me dieron la razón, pues mis predicciones se cumplieron al pie de la letra: los señores Tocornal, Subercaseaux y Barriga, constituido el Tribunal, reconocieron mi triunfo en la elección, enfrentándose al juicio de don Abraham 'Ovalle, que había reemplazado a don Fernando Lazcano, que murió en esos precisos días, y a don Emiliano Figueroa Larraín".

,E1 Tribunal se impone minuciosamente de todas las reclamaciones, oye los alegatos y se sobrepone a cualquiera consideración oportunista de los ban-dos en pugna. Cumplida la primera etapa de estudio, entra a la considera-ción misma del fallo, que dicta el 20 de septiembre de 1920, y el cual, a la letra, dice así:

"Teniendo presente: 1? Que en conformidad a la cláusula quinta del pacto constitutivo de este Tribunal, deben tomarse en cuenta los votos de los electores que por cualquier circunstancia no hubieren sufragado el 25 de julio, y que, para el estudio de las reclamaciones debe tomarse como base que sufragaron por el señor Alessandri 179 electores y 174 por el señor Ba-rros Borgoño, y que el elector don Pastor Infante habría sufragado por el

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señor Barros Borgoño; 2? Que de los fallos expedidos en las distintas recla-maciones consideradas por el Tr ibunal y consignadas en las actas respecti-vas, aparece: a) que se han restado al señor Alessandri un elector en el departamento de Pisagua, dos en Antofagasta, uno en Taltal y uno en Cas-tro, y se han agregado dos electores en Melipilla y uno en Curicó, y b) que, igualmente, se han restado al señor Barros Borgoño dos electores en el de-partamento de Melipilla, uno en Cachapoal y uno en Curicó, y se le han agregado un elector en Pisagua, dos en Antofagasta, uno en Taltal y uno en Castro, y 3? Que resultan así 177 electores para el señor Alessandri y 17g para el señor Barros Borgoño, sin que ninguno haya obtenido, por tanto, mayoría absoluta de electores, y se ha producido en consecuencia el caso previsto en la cláusula octava del pacto de 21 de agosto último.

"El Tribunal de Arbitros resuelve que, habiendo obtenido mayoría el si ñor Alessandri, después de falladas todas las reclamaciones, resulta con me-jor derecho para considerarlo como el que habría sido elegido".

Este fallo, como ya dijimos, recibe el voto en contra de los señores Ovalle y Figueroa; ya que, naturalmente, Briones Luco y Quezada Adiarán no pueden menos que aceptarlo con la salvedad de que la mayoría del señor Alessandri era superior.

La elección presidencial del año 20, en la que el señor Alessandri postula por primera vez al Mando Supremo de la República, queda terminada así con el dictamen que acabamos de citar. Aquí debería concluir este capítulo, pero todavía vamos a consignar un hecho sobre el cual más arriba pasamos sin detenernos. Fue un episodio triste que merece recordarse en su parte objetiva, porque él se refiere a un hombre ilustre: queremos hablar de la muerte de don Fernando Lazcano. . .

Cuenta el señor Alessandri que él había ordenado a su hijo Arturo la defensa de sus derechos ante el Tr ibunal de Honor, y que, encontrándose el joven Alessandri Rodríguez en trance de cumplir esta tarea, aparece en la puerta del Tribunal don Fernando Lazcano acompañado de don Guillermo Subercaseaux, ambos en camino de ir a desempeñar sus funciones de ár-bitros.

"Mi hijo Arturo —dice el señor Alessandri— se paró para saludar al señor Lazcano y, al tenderle a éste su diestra, don Fernando se desplomó, cayendo de bruces, víctima de un ataque que le produjo una muerte instantánea. A pocos pasos, venia mi hijo Fernando, que deseaba oir los alegatos de su her-mano y había oído cómo el señor Lazcano le citaba a Guillermo Suberca-seaux el caso del conde de Trastamara, cuando dijo: "No quito ni pongo rey, pero defiendo a mi señor"7.

"Seguramente, don Fernando quería significarle con eso que, cualesquiera que fueran sus ideas, debía Subercaseaux votar y amparar en este caso a don Luis Barros, ya que lo había reconocido como abanderado de la Unión Nacional, ayudando a su candidatura con los votos de sus propiedades y los de la familia Subercaseaux.

"En ese preciso momento don Fernando llega a la puerta de la Sala del Tr ibunal en compañía de su antedicho amigo, y ocurre la tragedia que acabo de referir.

"A pesar de que don Fernando observó en aquella elección una actitud que, como le dije, nunca me he podido explicar, habida consideración de nuestra amistad cariñosa y estrechísima de tantos años, al tener noticia de su muerte recibí una impresión sincera y profunda. Ta l vez fui uno de los pri-meros en llegar al sitio del suceso, donde se encontraba don Fernando tendi-do en una mesa en la sala en que debía funcionar el Tribunal. No pude

'El Conde de Trastamara, hijo bastar- Castilla, con el nombre de Enrique II de do de Alfonso XI y que pasó a ser Rey de Castilla.

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ocultar allí mí dolor, mi tristeza infinita. La pérdida de don Fernando era en esos momentos, casi con absoluta seguridad, una ventaja para mí. Cono-cía su carácter, su tenacidad, su espíritu de lucha, y me parece seguro que con el ánimo de combatirme en que ya estaba, habría buscado el medio efi-ciente para impedir que el Tribunal de Honor me diese su fallo favorable. Sin embargo, el afecto que le tuve de muchacho, el cariño vehemente que en toda oportunidad, mientras estuve a su lado, le demostré sin equívocos ni restas de ninguna clase, fueron superiores en ese momento en que me encontraba frente a su cadáver y no tuve el natural egoísmo que podría haber tenido en similares circunstancias en presencia de otro adversario".

El 6 de octubre de 1920, el Congreso Pleno ratifica el fallo dictado por el Tribunal de Honor y proclama a don Arturo Alessandri Palma, Presidente Electo de la República de Chile, por el período constitucional que empieza el 23 de diciembre de ese año y que debe terminar en igual fecha en 1925*.

"Por obra de los acontecimientos —nos dice don Arturo—, resulté elegido por una inmensa mayoría en un Congreso que respetaba así la voluntad popular y en el cual, sin embargo, dos tercios de su número eran adversos a mi candidatura.

"El mismo día que se me comunicó oficialmente la determinación del Congreso, y esa misma tarde, también, S. E. el Presidente de la República me hizo la visita oficial de estilo, acompañado por sus Ministros.

"Como faltaban casi dos meses para la fecha en que yo debía asumir el mando y como mis deseos de descansar eran muchos, hice un viaje al Norte del país en un vapor que el Gobierno puso a mis órdenes. El entusiasmo con que se me acogió en todas las provincias del Desierto fue sin límites, como lo fueron las manifestaciones que recibí en Santiago y las que se hicieron en las provincias del Sur del país cuando se supo mi proclamación".

De vuelta de su viaje por la región salitrera, el señor Alessandri se apresta para asumir su alto cargo. Esto debía ocurrir, como ya dijimos, el 23 de diciembre de 1920.

Esa fecha, a las 3 de la tarde, en el Salón de Honor del Congreso Nacional, don Juan Luis Sanfuentes recibe del señor Alessandri su juramento de cum-plir la Constitución y las leyes. En seguida, le hace traspaso de la insignia suprema del mando, en medio de los aplausos delirantes de una mult i tud que llena en forma absoluta, en tribunas, galerías y pasillos, la totalidad del recinto.

En ese minuto ocurre un hecho curioso, que el señor Alessandri burla burlando de una parte, y, por otra, tal vez bajo la influencia de las caracte-rísticas extremadamente latinas (es decir, visionarias) de su temperamento meridional, no deja de comentarnos. Es el caso que durante la ceremonia de la Transmisión del Mando, en el estado de nerviosidad en que se encuen-tra, muy propio de ese minuto solemne, ejecuta un cierto movimiento con el cuerpo que hace coincidir el brazo del sillón en que él está sentado con la estrella de O'Higgins, pendiente de la banda presidencial. Con esto la es-trella queda sujeta del mueble, y al completarse el movimiento a que nos hemos referido, corta el cordón que la sostiene, tras de lo cual, natural-mente, la histórica joya cae al suelo.

"Don Luis Claro Solar, Presidente del Senado, que acababa de ponerme aquella insignia —nos informa don Arturo—, la recogió gentilmente y como

udo la sujetó otra vez en su sitio para que yo pudiera salir luciéndola en la anda. "Aun cuando don Luis había sido uno de mis más encarnizados adversa-

rios durante la campaña electoral, me conmovió con su actitud, la que agra-decí con palabras de cariño y, no sin preocupación, le dije, comentando lo ocurrido:

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• "—Mal agüero me acompaña, don Luis; la insignia del mando se me quiere escapar.

"—No importa, Arturo —me replicó—, porque las cosas han quedado otra vez en su lugar; se cayó la estrella, pero yo se la puse de nuevo . . . "

Sin embargo, algo ocurrirá, en un tiempo más, para que los supersticiosos piensen que estas coincidencias de los augurios con las realidades a veces dan bases para reflexionar. Por algo la filosofía del pueblo; socarronamente, dice:

El chuncho canta, el indio muere. No será cierto, pero sucede...

Terminada la ceremonia, el señor Alessandri, extendió los decretos nom-brando a los Secretarios de Estado que debían acompañarlo en su primer Ministerio, y en la misma sala les recibió el juramento respectivo. Los Mi-nistros nombrados fueron: Pedro Aguirre Cerda, Interior; Jorge M'atte Gormaz, Relaciones Exteriores y Culto; Armando Jaramillo, Justicia e Instrucción Pública; Carlos Silva Cruz, Guerra y Marina; ¡Daniel Martner, Hacienda, y Zenón Torrealba, Obras Públicas.

Cumplida esta parte del ritual, quedaba la otra, la que debía satisfacer con la Iglesia Católica, unida constitucionalmente al Estado desde los albo-res de la República: el Tedéum en la Iglesia Catedral.

No obstante, muchos de los partidarios de don Arturo, y posiblemente gran parte de los que no lo son, opinan que el nuevo Mandatario no debe aceptar aquella ceremonia ofrecida por el Jefe de la Iglesia de Chile. Los "opositores" se basan en que aquel acto no está incluido entre los estricta-mente protocolares. No es posible, sin embargo, que el señor Alessandri desaire al prelado. El arzobispo, don Crescente Errázuriz, a más de ser su amigo personal, es uno de los hombres más ilustres de la República y del hemisferio americano, y si él, en busca de la pacificación de los espíritus, se adelanta al ofrecimiento del Tedéum, el señor Alessandri no puede hacer menos que aceptarlo.

Acompañado siempre por don Luis Claro, el señor Alessandri logra salir con gran dificultad a causa de la multitud que, por saludarlo, le impide el paso, desde el pasillo del centro del Salón del Congreso hasta la puerta de la calle de la Catedral; y con igual dificultad, asimismo, no obstante los esfuer-zos de la policía para permitirle avanzar, logra trasladarse a pie hasta el Templo Metropolitano.

Mas, luego de este acto de gracias en que, como ya lo dijimos, se busca por los caminos de la fe la pacificación de los espíritus, ocurre un hecho completamente contrario a esa finalidad, y que el señor Alessandri relata con vivo colorido:

"Terminado el Tedéum —nos escribe—, me dirigí en los coches de Gobier-no a la Moneda. Había sido imposible seguir a pie, dada la masa compacta que repletaba las calles de nuestro trayecto. Revisté la tropa desde los balcones de La Moneda y, pocos momentos después, salí precipitadamente al balcón atraído por un inmenso y sordo rumor como el del mar agitado que se estrella contra las rocas de la costa. Era el pueblo estacionado en la Plazuela de 'La 'Moneda y que, a indicación de algún exaltado, se lanzaba furiosa e incontenible contra la imprenta de "El Diario Ilustrado", cuyas oficinas estaban entonces en el edificio que hoy ocupa la Intendencia.

"El Diario Ilustrado" me había combatido con artillería gruesa, y aquella mult i tud embravecida iba ciega para destruirlo todo y agredir seguramente

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a su personal. Las fuerzas que estaban allí de guardia, imaginando que tal vez eso me agradaría, no hicieron nada por contener aquella marea embra-vecida que sacudía ya fuertemente la puerta de rejas de la imprenta. Con todas las fuerzas de mis pulmones, y con la máxima energía, ordené a esa gente que suspendiera su intento vandálico, que se retiraran, y exigí a la fuerza pública que cumpliera con estrictez mi resolución. Desde mi balcón pude ver que el personal del diario, en el segundo piso del edificio, contem-plaba el suceso con tranquilidad. Entre ellos estaba Rafael Luis Gumucio, que era mi amigo personal, con su cara cubierta de sangre, que manaba de una herida producida por una certera pedrada. Aquello me impresionó grandemente. Renové mis energías para ordenar el retiro de la turba y pude saborear en seguida la satisfacción de haber impedido un acto criminal bo-chornoso, que se habría ejecutado a vista y paciencia de quien acababa de jurar respeto a la Constitución y a la Ley, y que había declarado que termi-nada la lucha, cumpliría con el deber de ser Presidente de todos los chilenos, a quienes ampararía por igual, en la plenitud de sus derechos."

*

PRIMERA PRESIDENCIA DE ALESSANDRI

Dos épocas frente a frente

"T,os datos históricos y científicos de los cuales depende la solución de un problema político difícil —escribe James Bryce—, son realmente tan poco conocidos del rico como del pobre. Por lo común, la educación, aun la clase de educación representada por grado universitario, no habilita a un hombre para abordar estos problemas, aunque algunas veces los satisface con un vano concepto de su propia conciencia que cierra su mente a la discusión y al testimonio irrefutable de los hechos. Está fuera de duda que la educación pedagógica debe ilustrar al hombre; pero, hablando en términos generales, las clases educadas, para el caso de estas soluciones, son las clases proletarias; pues el dominio de la propiedad torna medroso al hombre con mucho más intensidad y eficacia que el influjo con que una educación pedagógica lo pudiera dotar de buenas cualidades."

Esta observación general cabe aplicarla a Chile en forma casi estricta. En el curso de los hechos eslabonados en el proceso electoral de 1920, se puede comprobar que las clases económicamente superiores permanecen desvincu-ladas de la realidad histórica que en aquel entonces transforma las viejas concepciones políticas que dominaron el mundo durante la pasada centu-ria. Se creía —y por mucho tiempo se siguió diciendo entre ellos— que era el señor Alessandri el creador de esas circunstancias; que él era el culpable directo de esa rebelión de las masas. Por otra parte, puede certificarse, con igual claridad, la sentimental ignorancia de las multitudes en los nuevos postulados que en ella infunden los líderes de la juventud y los obreros más cultos que comienzan a representar sus intereses de clase. Ella —la multitud— sólo ve el hundimiento político de la antigua élite gobernante, suplantada, sin más trámite, después del proceso electoral último, por los triunfadores; es decir, lo que en lenguaje criollo se llama "dar vuelta la tortilla". ¡Estos y aquéllos ignoran, todos juntos, que sólo actúan como ór-ganos del proceso vegetativo de un fenómeno económico trascendente!

De ahí el rencor inextinguible que fermenta debajo de las antiguas agru-paciones en lucha en la memorable jornada presidencial del año 20.

Los que patrocinaron la candidatura del señor Barros Borgoño, trabajan ahora por su propia tranquilidad, esto es, porque continúe el sistema de

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arreglos familiares que tan beneficioso les había sido; entretanto, una can-tidad considerable de los partidarios del señor Alessandri suponen, a la inversa, que el triunfo de su abanderado significa un reino de nuevos privi-legios arreglados para ellos del revés. . .

Pocos —en realidad, muy pocos— anteponen a sus apetitos el programa que el Presidente de la República debe cumplir, y al que está obligado por l a misma intensidad que tomaron los acontecimientos durante el período preelectoral y por la vehemencia de las palabras con que, en su carácter de candidato de la Alianza, se ha comprometido ante la fe pública. No escu-chan, aquellos insensibles, el palpitar de un anhelo nacional inmenso: el de poner término a la vieja explotación de los obreros y la clase media, en secular abandono.

Por otra parte, esta situación de los factores que intervienen en el movi-miento renovador se agrava por la calidad misma del terreno psicológico en que se escribe este capítulo de nuestra historia.

La democracia en Chile no ha tenido en realidad, en su crónica ciudada-na, el tiempo suficiente para evolucionar en anchura y profundidad; de modo que la transición producida en este año augural a que nos esta-mos refiriendo, se efectúa con un exceso de brusquedad. Son muchas las causas que la determinan, por supuesto, pero la principal actúa más bien por el debilitamiento moral de las clases hasta ahora dirigentes que por la preparación y superioridad éticas de los elementos del pueblo y la clase media, que van a reemplazarlas en la complicada tarea de administrar el Estado. La nueva Era iniciase, pues, con peligrosos defectos en su base. El Parlamento, compuesto en su mayoría de individuos sin relieve ni persona-lidad, no tiene ascendiente, desde hace años, en la conciencia del país; pero el nuevo Congreso, el que debe reemplazarlo a base de las últimas corrientes ideológicas, amenaza ser peor, a más de su calidad intelectual y privada más endeble. El cacique político que influía ante el representante de la Cámara que él mismo hab ía ungido, ahora es reemplazado por la Asamblea, y, lo que es peor, muy pronto la Asamblea es reemplazada por el "choclón. . ."

Aun los más optimistas mueven la cabeza haciendo reflexiones tristes. Un escritor agudo de aquellas horas, comentando el espectáculo que se ve en esta, superficie, traía a su memoria un cuento oriental de clara sugerencia. En cierta ocasión uno de esos místicos de la India, buscadores inefables de la quietud, de las serenas anticipaciones del Nirvana, yacía en un camino pol-voriento bajo el sol y frente a la vida, sentado en el suelo con la hierática actitud de una esfinge. Aquel hombre, sin embargo, estaba cubierto por mi-llares de mosquitos que llegaban a formar una especie de túnica obscura sobre su enflaquecido cuerpo desnudo. Viéndole en tal horrible situación, un caminante que pasó junto a él, se detuvo solícito y con ramas verdes trató de espantar esa alada muchedumbre de bichos que de seguro lo estaban mar-tirizando. Pero aquel santón extático, moviendo los labios, le dijo. "Aparta, caminante, las ramas con que tratas de hacer volar a estos mosquitos que consumen mi sangre. Sé bien que te mueve un impulso generoso; mas, piensa un instante: si logras espantar a éstos, que ya están llenos, vendrán otros que, por hambrientos, serán más voraces y por lo mismo me harán sufrir mucho más".

Al igual de lo ocurrido al místico del cuento oriental, el santón de ese cuerpo asaeteado que era el pueblo de Chile, estaba en camino de poder expresar al joven Presidente, adalid y propagador de las nuevas enseñanzas democráticas no le espantara los zancudos que consumían desde largo tiem-po su esquelética contextura, porque los que estaban listos para reempla-zarlos zumbaban ya, con terrible amenaza. . .

No es, sin embargo, el señor Alessandri de la familia de aquellos jefes que

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se intimidan ante la lucha, ni aun cuando ésta deba ocurrir en el campo de los propios partidarios que influyeron para llevarlo al poder.

Antes de nada él es el Presidente de todos los chilenos y lo que más le urge es enfrentarse a los problemas de la nación, de acuerdo con lo que ha dicho en sus promesas de candidato. Dejar que éstas queden supeditadas por cualquier otro interés sería traicionar una causa por la que muchos ideólo-gos, desde largos años, vienen combatiendo: la causa de la Democracia, la verdadera, la que desborda más allá del programa de un partido, los discur-sos de cátedra o la letra muerta de las leyes que no se cumplen; la causa de la Democracia, en fin, que se realiza en los hechos de la vida ciudadana defendiendo la libertad civil, propiciando una equitativa repartición de las riquezas y dándole al Estado directora pero no despótica intervención en el juego de los intereses individuales.

Así debía ser; pero desde las primeras medidas de gobierno —el nombra-miento de los nuevos intendentes, gobernadores y diplomáticos—, comienza Su Excelencia la agotadora tarea de defenderse del grupo tremendo de los intereses creados.. .

"Los jefes de partido, los senadores y diputados —escribe el señor Alessan-dri en los papeles que le sirven de ayuda memoria para los recuerdos de su Administración—, presentaban grandes y contrapuestas exigencias respecto de cada nombramiento, aduciendo consideraciones que me desesperaban. La Constitución Política establecía que todos aquellos funcionarios eran mis representantes, actuaban bajo mi responsabilidad jurídica ante la opinión. Sin embargo, tenía yo que ceder para no echarme encima el odio y la resis-tencia de los parlamentarios, a fin de poder gobernar y arrancar al Congreso las leyes que me eran necesarias.

"Por desgracia, al buscar los representantes del Ejecutivo, ninguno de los peticionarios se preocupaba de la eficiencia y honestidad de los candidatos. Se atendía sólo a las condiciones políticas de los favorecidos, entre los que predominaban los mejores agentes electorales, porque se desatendía en abso-luto toda consideración relativa al buen servicio, cuya responsabilidad tenía el Presidente de la República. Eran males inherentes a la prepotencia de un parlamentarismo vicioso que de hecho habíase entronizado en la vida políti-ca del país".

*

Déficit y cesantía

Hemos dicho que al asumir el mando el señor Alessandri, la situación finan-ciera de la Nación era sencillamente desastrosa, y, además, el presupuesto para 1921 ya se había despachado. A este respecto, el señor Alessandri anota en sus papeles: "Faltaban los fondos para pagar mensualmente a los em-pleados públicos y los indispensables para las necesidades más vitales y pre-miosas. Mensualmente, yo era víctima de la más profunda angustia al consi-derar que la Caja Fiscal estaba exhausta, mientras en los hogares de los servidores del Estado la falta de recursos los tenía sometidos a ración de hambre. Para hacer frente a este drama de todos los meses, el Ejecutivo veíase obligado a contratar empréstitos en los bancos particulares, con la garantía de la fianza personal del Presidente de la República. Por estos anti-cipos los bancos cobraban intereses que la Caja Fiscal tenía que descontar a los empleados y reembolsarlos. Era aquélla una exacción impuesta por las premiosas circunstancias que acabo de indicar".

Como herencia, entre las muchas que dejó la crisis de fines de la guerra, el señor Alessandri recibe del Gobierno anterior un déficit de 99.17'8.466

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pesos billetes, y 15.178.547 oro de 18 peniques, los cuales, considerando el recargo del oro, que era de 88,70%, y un cuantioso déficit de los Ferrocarri-les del Estado, que además necesitaban 224.000.000 para renovación y mejo-ramiento del servicio, nos pueden dar una idea de la firmeza cerebral qu e era necesaria para imponerse de estos guarismos y ciarse a la tarea de norma-lizarlos presupuestariamente en medio del temporal deshecho que sacude en esos momentos a toda la economía nacional.

Pero eso no es todo: disminuida, al término de la guerra, la exportación de salitre y, a la inversa de esta disminución, aumentada a la suma de $ 1.038.874.000 las necesidades financieras de la nueva Administración, debí-do a fuerza mayor y a circunstancias absolutamente ajenas a la voluntad del nuevo Gobierno, el cambio internacional que llegara al máximo durante el quinquenio del señor Sanfuentes —por las continuas y cada vez mayores de-mandas de nitrato que entonces exigía el conflicto europeo—, se precipita después del armisticio en una caída vertical.

Los factores indicados ya parecen suficientes para producir un sacu-dimiento profundo en la organización política de cualquier país, pero aquí en ¡Chile aún debe agudizarse más la crisis para que la sólida consistencia del edificio jurídico ceda desde su base. Un país como el nuestro, con una his-toria política pocas veces aventajada en el desarrollo democrático del mundo occidental, necesitaba de extremos verdaderamente ruinosos para sentir la necesidad de romper los moldes de la ley, y a esta ruina que se anuncia ad portas, junto a todo el desastre económico que acabamos de señalar, viene a sumarse un capítulo tremendo: la paralización de las oficinas salitreras de Tarapacá y Antofagasta, precisamente a los comienzos del año 21 de nuestra actual referencia.

*

Tragedia de San Gregorio

Con la crisis económica abocada al desierto calichera, la tensión del espíritu, colectivo en la masa trabajadora de la pampa se torna de una violencia extraordinaria. Frente a ellos, cuando se ordena por los industriales del cali-che desalojar algunas oficinas del Desierto, los' obreros ven una situación muy parecida a la que ocurriera en los primeros días después de iniciada la Guerra del 14, año en el cual, además de los daños de la miseria, sufrieron la desconfianza unánime que provocaba en las ciudades del Norte y Sur su condición de cesantes.

Se explica, entonces, que cualquiera prédica a favor de la resistencia sea recibida, en el ánimo de esta gente, como un justificativo a cuanto ella mis-ma piensa y siente sin saber darle forma de decisión orgánica.

Es en esta atmósfera caldeada, lista para estallar en contra de cualquier medida que colme la nerviosidad ambiente, donde va a ocurrir uno de los hechos sangrientos de mayor categoría en la crónica del proletariado chileno del siglo XX.

El 2 de febrero de 1921, a las doce de la noche, llega a la Oficina Salitrera "San Gregorio", con 11 hombres de tropa de línea, el teniente del Regi-miento "Esmeralda", de guarnición en Antofagasta, don Buenaventura Ar-gandoña Iglesias.

Luego de instalar a su gente, Argandoña comunica a los obreros, todavía a esa hora en pie, que a la madrugada saldría tren para el puerto de Anto-fagasta, y aquellos que desearan alejarse de la Oficina podrían hacerlo bajo la protección de la tropa.

A las 5 de la madrugada del jueves se toca diana, disponiéndose en segui-

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da ei conveniente embarco de los obreros que lo desearan, l ina hora y media después el tren está listo y numerosos obreros con sus familias acuden a él, con el objeto de abandonar la Oficina. En esas circunstancias, Luis Alberto Ramos, militante del Partido Comunista y miembro del Consejo Directivo de los obreros federados, se acerca al teniente Argandoña y le expresa que gran parte de los trabajadores se niegan a abandonar la Pampa y que, de exigírseles, sería por la fuerza, cosa que él se imagina no sucederá, pues se les ha dicho que el abandono de la Oficina queda a la voluntad de ellos, siempre que el orden no sea perturbado.

Argandoña no niega este hecho, pero manifiesta su voluntad de que todos aquellos que ya están en los carros bajen al puerto sin más demora, confor-me a lo decidido anteriormente.

Sin embargo, cuando los obreros notan la presencia de Ramos y se les informa por algunos jefes del movimiento de resistencia, de lo que se trata, los ocupantes del tren proceden a evacuarlo con sus familias y equipaje.

En ese momento el teniente Argandoña ligeramente nervioso, pregunta: —¿Quién los manda a ustedes? — ¡Aquí mandamos todos! —responden algunas voces en el grupo numero-

so que acrece momento a momento, y diríase tiene intenciones de rodearlo. ¿En los carros del tren sólo quedan algunas familias que, por anteriores

experiencias adquiridas en las huelgas, están temerosas de lo que pueda ocurrir.

Mientras tanto, entre los obreros de vuelta al campamento, nótase grande agitación. Los grupos engruesan y poco a poco se acercan a los sol-dados manifestándoles, con palabras calurosas, que contra ellos nada tienen pues los consideran sus hermanos; no así a sus jefes, a quienes les aconsejan desobedecer.

Comprendiendo el peligro que estas prédicas entrañan para la disciplina de su gente, Argandoña ordena el cese de los discursos e intima a los obre-ros la orden de retirarse. Estos lo hacen alejándose sin resistir, pero insultan-do al teniente que hasta ahora ha tenido con ellos absoluta y plausible deferencia, sin olvidar, por su supuesto, su autoridad de mando.

A objeto de guarecerla en caso de ataque, Argandoña hace detenerse a la tropa como a veinte pasos de la Administración. El sargento Reyes, verdade-ro héroe en este drama del Desierto, hizo más tarde unas declaraciones, que corren en autos del sumario militar, con vivo interés de narrador: "Los obreros —dice— empezaron a formar grupos, notándose mucha efervescencia entre ellos. Mi teniente Argandoña recorrió el campamento, avisando que protegería a los que desearan salir, recomendándoles, al mismo tiempo, que procedieran libremente, pues nadie podría molestarlos, aunque hubiesen firmado cualquier papel. Al regreso al campamento, recibió mi teniente una tarjeta del Soviet (¡!), en que se le pedía fuera conmigo a imponerse de unos acuerdos que deseaban comunicarle.

"Mi teniente Argandoña estaba decidido a ir; pero yo me atreví a insi-nuarle que no lo hiciéramos.

"—Acuérdese, mi teniente —le dije—, que suprimiéndonos a usted y a mi, la tropa es de ellos.

"Mi teniente, partiendo la tarjeta, respondió: "—Tiene razón; si quieren hablar conmigo, que vengan acá". No es equivocado el juicio del sargento Reyes, y ello se comprueba mo-

mentos después, cuando los obreros, viendo frustrados sus deseos, principian a retirarse a las casas del campamento hasta no quedar sino uno que otro grupo.

En esta situación, Argandoña manda a sus soldados a descansar después de la tarea recién realizada.

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Muy pronto, sin embargo, Argandoña es advertido de que numerosos grupos de obreros de otras oficinas vienen en dirección a San Gregorio. Con esto, el teniente comprende que su situación militar se hace extremadamente crítica, pues la tropa necesita descanso y, no obstante, debido a los hechos que ya se preveen, su criterio de soldado le indica que éste debe ser mí-nimo. . .

A la hora de almuerzo, pues, el teniente hace levantar a la tropa y en seguida llama al sargento Reyes para manifestarle la gravedad de los minu-tos que están corriendo. Se toman, mientras tanto, las precauciones del caso y se habla con el jefe de los carabineros, que debe cooperar con él en la defensa de la Oficina.

"—Elija usted 12 hombres —le expresa Argandoña al sargento Reyes—, y coloqúese en el terraplén de la linea férrea. Procure hacerlo sin llamar la atención y espere allí los acontecimientos. Si llega el caso de proceder, tenga mucha calma; haga descargas al aire y apunte sólo en caso extremo, procu-rando hacer el menor número de bajas, porque tengo orden estricta de no ocasionarlas, empleando las armas sólo en caso desesperado. Yo quedaré en el corredor de la Administración con el cabo Faúndez y 5 soldados".

Reyes cumple en el acto las órdenes de su teniente, mientras en el edificio de la Administración, queda el teniente de Carabineros, señor Lisandro Gaínza, el sargento Carlos Ríos, de la misma arma y 4 carabineros.

En la tarde empiezan a llegar a San Gregorio columnas de obreros, proce-dentes de varias oficinas del contorno. Vienen formados, enarbolando ban-deras rojas y precedidos de mujeres y niños, cantando himnos proletarios.

Estas columnas que integran cien, doscientos y hasta trescientos indivi-duos, se agrupan frente al campamento. "Como a las 3 de la tarde —informa el sargento Reyes—, la muchedumbre entró a la plaza de la Oficina en columnas por escuadras. Cantando y haciendo ondear la bandera revolucio-naria8, dieron vuelta en imponente desfile, y luego se agruparon a oir discursos, efectuándose un ordenado comicio que se amenizó con cantos y coros femeninos. Terminadas las peroraciones, la concurrencia se retiró; ha-bía llegado en orden y cantando. Iba bien la cosa. Mi teniente Argandoña y los suyos convencíanse de que esa gente no quería batalla; pero seguían apercibidos."

A las 614 de la tarde los obreros vuelven a reunirse en comicio, mientras algunos miembros de su Comité se dirigen a la Oficina en actitud muy distinta a la tenida hasta ese momento.

En el acto, Argandoña se da cuenta del peligro e irguiéndose con su alta figura (Argandoña medía más de 1.85 metros), se planta en el corredor de la Administración donde estaba descansando y grita a pulmón lleno:

—¡Alto! Nadie pase la línea. Si quieren hablar, hablen desde ahí. Los obreros le contestan que necesitan al administrador de la Oficina, con

el cual desean cambiar ideas. El señor Jones, administrador de la Oficina, hasta los últimos días de

trabajo en "San Gregorio" ha sido generalmente estimado por los obreros; no titubea un instante y se dirige a hablar con el grupo que demanda su presencia. El sargento Reyes, desde el emplazamiento del terraplén en que se encuentra, ve llegar hasta frente a la pulpería a los obreros encargados de entregarle a Jones el pliego con lo resuelto por el Comité, al mismo tiempo observa cómo éste acciona al hablar con algunos de ellos; luego el Ad-ministrador vuelve la cabeza y llama al joven Argandoña. Los obreros hacen coro a Jones y repiten el llamado. "Entonces —cuenta el sargento Reyes—, el

8La bandera roja del Partido Comunista.

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fornido teniente del "Esmeralda" atraviesa sin gorra y sin espada la distancia que lo separa de los trabajadores".

Cuando Argandoña llega al grupo, alguien le pasa un papel escrito que él toma y se pone en actitud de quien va a leer . . . En el mismo instante varios revólveres le apuntan al cuerpo y segundos después suenan dos disparos.

"El teniente —continúa el sargento en su relato— levantó los brazos, vol-viéndose hacia donde estaba su tropa, y gritó: ¡Fuego, fuego! En seguida corrió hacia la Administración; pero la muchedumbre se había precipitado y le cerró el paso; gritó entonces y continuó a escape hacia el gabinete de química, seguramente con la intención, como había estudiado ya el campo, de ir por el exterior a juntarse con su tropa. Alcanzada la pieza cerró tras de sí la puerta; pero ésta cayó derribada y se precipitó hacia ella una avalan-cha de victimarios".

Mientras tanto, el sargento Reyes, al ver el ataque de que era víctima su teniente, hace una descarga al aire, sin conseguir amedrentar a la multi tud; la descarga es repetida sin que tampoco esta vez se obtengan los resultados que se persiguen:

Ya está desencadenada la tragedia. Cumpliendo con su deber, Reyes co-mienza entonces, a producir bajas.

Mientras tanto, el cabo Luis Faúndez, a cargo de la tropa que tiene el teniente Argandoña, dispara también sobre los revoltosos.

Sin embargo, el teniente Argandoña no puede ser defendido por sus hom-bres, porque tiene delante de sí a una parte de la multitud.

Faúndez y los demás soldados empiezan a salir a la puerta que da al patio de la Administración, buscando manera de batirse en retirada. Por desgracia, Luis Faúndez no logra pasar; una bala lo derriba mortalmente.

El mismo camino sigue el teniente Gaínza, de Carabineros y los suyos. Mientras Gaínza pica espuelas al pueblo de Yungay "a buscar refuerzos",

—según dijo después—, el sargento Reyes toma el mando de la tropa. En ese intervalo el teniente Argandoña ha sido sacrificado con inútil crueldad. En un instante Reyes y sus hombres lo ven aparecer con los brazos abiertos, llevado por un grupo de individuos que, al enfrentar la pulpería, lo derriban violentamente. El joven oficial tiene los brazos desarticulados y no puede por tanto defenderse.

Al ver a su jefe en esa situación, Reyes y su tropa intentan una descarga; pero comprenden a tiempo que aquello sería un sacrificio inútil, pues al volver a la plazoleta de la Oficina serían muertos irremediablemente. En-tonces, Reyes aprovecha los accidentes del terreno y se retira ejecutando conversiones de medias vueltas para repeler a los numerosos grupos que tra-tan de envolverlos.

Esta persecución encarnizada dura más o menos hasta las 10 de la noche. Al otro día en la tarde, cuando los heridos y los sobrevivientes de la tropa

del Regimiento Esmeralda, destacada en "San Gregorio" con su jefe acci-dental, el heroico y modesto sargento 'Reyes, llegan a Antofagasta, una in-mensa multi tud, delirante de admiración por la valentía de esos mocetones y de horror por los acontecimientos que hemos venido narrando, va a reci-birlos a la estación del ferrocarril. El cuerpo del teniente Argandoña, muti-lado, hecho una miseria a causa de los barretazos con que lo ultimara la enfurecida turba, es conducido a una de las salas de la Morgue; junto a él, en idéntico espectáculo de lo que puede el salvajismo de una masa desbordada, yace el cabo Faúndez.

Sus cuerpos habían sido rescatados horas antes por refuerzos de tropa del

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Regimiento Esmeralda y de Carabineros, que subieron aquella misma noche a la Pampa en un tren expreso.9

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La actitud del Gobierno

Los hechos que acabamos de narrar, conmueven intensamente a la opinión pública; hasta los más negados a creer en una crisis social profunda ven ahora, en toda su dramática objetividad, la marcha bamboleante del país al borde de una revolución proletaria.

Mientras tanto, de una y de otra parte —del lado de los extremistas y de los ultrarreaccionarios— comiénzase a tejer la leyenda negra. Para los extre-mistas, "San Gregorio" es la inicua matanza de un puñado de obreros, hecha

/bajo la impasible mirada de los militares y del poder civil; y para los ultra-reaccionarios, lo ocurrido en esa Oficina de la Pampa, es sólo una muestra de lo que puede dar la indisciplina colectiva cuando el poder público se pone al lado, de las masas en sus exigencias indiscriminadas.

Ninguno de estos razonamientos puede ser considerado como válido en una serena reflexión de lo sucedido en "San Gregorio".

El señor Alessandri, en más de una vez, se ha referido a estos sucesos; y años más tarde, en el propio Senado, explicó, esgrimiendo la documentación del caso en sus manos, lo que hizo como Presidente de la República en esa oportunidad.

Vamos a sintetizar lo ya dicho a este respecto, conservando en el texto sus propias palabras:

"Era el 4 de febrero de 1921. Hacía apenas un mes y pocos días que yo había ^sumido el Gobierno de la República. Fui invitado por un almirante norteamericano que mandaba una flota de siete grandes acorazados para que revistara en Valparaíso aquella división naval. Me trasladé a ese puerto, acompañado del Ministro del Interior, don Pedro Aguirre Cerda, y, a bordo del "Almirante Latorre", pasamos revista y tuvimos la satisfacción de re-cibir de aquellos formidables guardianes del mar el saludo respetuoso que hacían a su paso a la bandera de Chile.

"Apenas bajamos a tierra, llegó a nosotros la información de un serio inci-dente producido en San Gregorio. Se hablaba de un combate entre fuerzas armadas y trabajadores, en el que habían resultado muertos y heridos de ambas partes.

"Alarmados, el Presidente de la República y el Ministro del Interior, nos fuimos en el acto al Telégrafo; llamamos al Intendente de Antofagasta, que era don Luciano Hiriart, y mantuvimos con él una conversación telegráfica amplia por la que me impuse de lo que acababa de ocurrir.

"Se había producido una paralización en los embarques del salitre; las Oficinas Salitreras estaban con sus fuegos apagados, porque en aquella épo-fca, después de la guerra, el mundo no consumía salitre, y, entonces, los jefes de oficina tuvieron que darles el correspondiente desahucio a los obreros. Les dieron su desahucio de 15 días a los de San Gregorio.

"¿Qué pasó? Empezaron a concentrarse en San Gregorio obreros de todos los cantones. Se concentraron hasta dos mil y pidieron hablar con el señor

Cambiando el sitio del suceso, en su simple ubicación geográfica, pero mante-niendo estrictamente la historicidad de es-tos hechos de la vida del desierto en esa etapa de la política chilena, a la cual ahora me estoy refiriendo, el que estas líneas es-cribe recogió en su novela "El Oasis" (Edi-

torial Nuevo Extremo, Santiago, 1952), gran parte del íntimo desarrollo de la tra-gedia paftpina entre el Capital y el Tra-bajo, que tuvo por escenario, durante años, las caldeadas arenas de esa región del yer-mo atacameño.

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Jones, jefe de la Oficina Salitrera, y con el teniente Argandoña Iglesias, que mandaba un pequeño piquete de 11 soldados del "Esmeralda".

"Según dice el mayor iLeiva (jefe de Carabineros de Antofagasta), los obreros se presentaron con los brazos cruzados, tranquilamente, y cuando estaban a 4 ó 5 pasos de distancia hicieron fuego sobre el señor Jones, a quien derribaron mortalmente, y sobre el teniente Argandoña. Entonces la tropa, que estaba a espaldas del teniente, al ver que su jefe caía, disparó por el instinto de la propia conservación. Aquí no hubo orden emanada del Pre-sidente de la República, que no podía saber lo que ocurría a tantos miles de kilómetros de distancia, y mientras presenciaba la revista naval en Val-paraíso. Desgraciadamente, la descarga de la tropa motivada por lo que acabamos de decir, produjo numerosas víctimas entre los obreros atacantes.

"Cuando el Gobierno tuvo conocimiento de lo acaecido, mandó más fuer-zas, porque los obreros se habían apoderado de la Oficina de "San Grego-rio", que quedó en poder de ellos. Felizmente, la Oficina fue recuperada por las tropas de línea y de carabineros, y sin necesidad de usar de nuevo las armas.

"Ahora pregunto yo: ¿es lícito culpar de estos hechos al Presidente de la República, que tuvo conocimiento de ellos después que habían ocurrido, y que eran naturales, porque fueron el f ruto de una reacción lógica de las tropas que hicieran fuego contra una poblada que mataba al jefe de la Ofi-cina, que estaba indefenso, y, al mismo tiempo, a un jefe de tropa? ¿Qué se habría dicho si el Presidente de la República no hubiera tomado ninguna medida de seguridad y hubiera entregado la provincia y la ciudad de Anto-fagasta al libre arbitrio de las turbas y a los ataques de gente armada que se rebelaba contra la propiedad y contra las vidas humanas?

"iDeclaro que uno de los momentos más amargos de mi vida fue aquél. Yo había predicado con toda sinceridad un evangelio de solidaridad humana y justicia social de un extremo a otro de la República. Había predicado aquel evangelio no como una bandera electoral, sino porque así lo sentía en el fondo de mi alma, porque me sentía impulsado por un sentimiento de piedad humana y de rebelión contra injusticias notorias, que en aquellos años pesaban sobre las clases trabajadoras.

"Ayer como hoy, yo consideraba que la Presidencia de la República no es nunca un fin, sino un medio para realizar ideales de bien público y de salva-ción nacional. El suceso ocurría en los precisos momentos en que, con em-peñoso afán, buscaba la forma y modo de cristalizar en leyes positivas las aspiraciones mías de solidaridad y de justicia social. Era para mí gran amar-gura ver que, obreros incomprensivos, formaban desórdenes de esta especie, que obligaban al Presidente de la República, en cumplimiento de sus debe-res y con el alma desgarrada, a tomar las medidas necesarias en la forma más piadosa y más humanitaria que fuera posible, para defender la propiedad y las vidas amenazadas.

"De manera que en aquellos precisos momentos en que el Presidente de la República estudiaba la forma de dictar las leyes sociales, y, especialmente, el Código del Trabajo, que fue presentado al Congreso Nacional pocos me-ses después, se producía este levantamiento.

"Pues bien, después que esto pasó, en el Congreso Nacional se hicieron críticas al Presidente de la República, atacándolo de lenidad. El Gobierno tenía minoría en el Senado y yo había elegido, precisamente, al señor Pedro Aguirre Cerda para el cargo de Ministro del ¡Interior, porque inspiraba más confianza que el Primer Mandatario a los elementos moderados y a la oposi-ción del Senado, que consideraba al Presidente de la República más exalta-do, más exagerado en su amor al pueblo que el señor Aguirre Cerda. El Ministerio se mantenía, no obstante la minoría con que contaba en el Sena-

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do, precisamente porque era don Pedro Aguirre Cerda el Jefe del Gabinete. Constan en el Diario de Sesiones las alabanzas que a él se prodigaban, frente a las críticas que, en cambio, se dirigían al Presidente de la República.

"Pues bien, el señor Aguirre Cerda fue al Norte; averiguó lo que había ocurrido, y los datos que trajo correspondieron absolutamente con lo que había dicho el Intendente-de Antofagasta. Aún más, en el diario "El Mercu-rio", de 5 de febrero, apareció una nota de la Federación de Obreros, en l a cual se criticaba la actitud de los obreros de "San Gregorio" y se compartía la opinión del Presidente de la República. El señor Luis Emilio Recabarren —máximo dirigente obrero— quedó, por su parte, en perfecta armonía con el Primer Mandatario. Al respecto, copiaré los telegramas cambiados entre el señor Recabarren y el Presidente de la República, que conservo en mi archivo.

" 13 de Abril: PRESIDENTE R E P Ú B L I C A , M O N E D A — L a s víctimas San Gregorio, continúan en-" carceladas, sin juez que entienda su proceso, pues Ministro en Visita fuése Iquique, y " Corte no ordena continuar visita, lo cual imposibilita excarcelaciones fianza. Rogamos " interpongáis vuestra influencia para proceder justicia, pues víctimas sólo tienen por acu-s a d o r e s elementos interesados destrozar federaciones. Hay 21 víctimas encarceladas y hace " cerca de un mes que no tienen juez que siga tramitación proceso.—Luis E. R E C A B A R R E N . "

"Amante de la justicia, consideré perfectamente atendible que reclamaran aquellas personas que estaban procesadas, por buenas o malas razones, por el hecho de que sus procesos no adelantaban en su tramitación, y porque no se hacía justicia respecto a ellas. Me dirigí, entonces, a la Corte efe Iqui-que, y reclamé el nombramiento de un Ministro en Visita, y en seguida comuniqué al señor Recabarren que ya tenía juez esta gente. El señor Reca-barren me contestó en la siguiente forma:

" PRESIDENTE R E P Ú B L I C A , MONEDA.—Agradecemos su intervención ante Corte Iquique. Acom-" pañámosle entusiastamente en su patriótica actitud para-defender intereses nacionales, y " contando con nuestro apoyo confiamos destruirá obstáculos de la felicidad social. Le ayu-" damos a vencer la crisis, pero quisiéramos verlo combatir más enérgicamente a los es-" peculadores que hambrean al pueblo y ahondan deliberadamente la crisis que afecta al " Gobierno y al pueblo.—Luis E. R E C A B A R R E N . "

"De manera que ni la Federación Obrera, ni el jefe del comunismo, señor Recabarren, tuvieron cargo ni reclamo alguno que hacer en contra del Pre-sidente de la República, ni en contra de su Ministro del Interior, don Pedro Aguirre Cerda".

A lo que acaba de expresar el señor Alessandri, puede añadirse que, a fin de satisfacer ciertas críticas subterráneas las cuales en aquel entonces se hicieran en contra del jefe de los Carabineros, mayor Leiva Chadwick, críti-cas en que se acusaba a este jefe y subordinados de exceso de rigor o cruel-dad para con los rebeldes de "San Gregorio", el Gobierno dispuso el traslado de 'Leiva a una ciudad del Sur. En respuesta a esta actitud gubernativa, don Luis E. Recabarren, jefe indiscutido —como ya se ha dicho— de los proleta-rios del Norte y líder, el primero, de los comunistas de Chile, se dirigió al señor Alessandri, telegráficamente, desde la estación Baquedano (en la pro-vincia de Antofagasta), en la siguiente forma textual: '.'Baquedano, 29 de marzo 1921. Presidente República. Moneda. Estimaríamos dejase sin efecto decreto que traslada Mayor Carabineros Leiva, cuya actuación c o n s i d e r a m o s

correcta. Confidencial. Luis E. RECABARREN.

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Negociaciones con el Perú

Puesto ya en plena tarea de gobernante, Alessandri principia a considerar la idea de afrontar de una vez por todas la solución del viejo diferendo de nuestro país con el 'Perú, sobre la base del cumplimiento del Tratado de Ancón.

Hojeando papeles de la Cancillería, Su Excelencia advierte que Chile estaba en mora con respecto a una visita de confraternidad hecha varios años antes por el Ministro de Relaciones Exteriores del iBrasil, señor Müller, y que Cnile aún no había correspondido. En el acto el señor Alessandri co-mienza a madurar la idea de aprovechar esa circunstancia para mandar al país hermano una Misión que, junto con pagar la visita de Müller, llevara el encargo de conversar con los hombres de gobierno del ¡Brasil, y de paso con los del Uruguay y la República Argentina, expresándoles los deseos del Gobierno de La Moneda de solucionar con el Perú todo lo relativo a la sobe-ranía de las provincias en litigio, de Tacna y Arica, que por cerca de 40 años aparecía como una permanente amenaza para la paz de Iberoamérica.

Y lo pensado hecho. Porque era una característica especialísima de este hombre lleno de nerviosidad —diríamos más bien ansias—, porque las razones bien pensadas tuviesen inmediata realización, una vez que ellas hubiesen sido prudentemente aquilatadas.

Jefe de esta Misión se nombra a don Jorge Matte Gormaz, a quien acom-paña el Subsecretario del Ministerio de Relaciones, don Ernesto Barros Jar-pa. Matte va como Canciller en ejercicio, y, de acuerdo con los papeles del señor Alessandri, su encargo es cumplido a entera satisfacción suya.

"Los gobiernos consultados —escribe don Arturo— estuvieron de acuerdo en que el Pacto de Ancón estaba vigente y que debía resolverse la única cuestión litigiosa que allí había: la relativa al cumplimiento de la cláusula

Al regreso de Matte nos entregamos con dedicación e interés a preparar un plan que presentaríamos al Perú".

Mientras tanto, la oposición a la política interna del señor Alessandri arreciaba como en temporal abierto. El, cuyo ánimo al llegar a la Presiden-cia había sido el de formalizar en una medida de eficaz decencia la estabi-lidad ministerial, se da cuenta, con desesperación, que no puede hacerlo, y que las Cámaras, presentando cierta dramática inconsciencia, continúan fomentando las "rotativas ministeriales" en una verdadera dictadura del Po-der Legislativo, pero sin pies ni cabeza. A fin de normalizar en lo posible esta situación, el señor Alessandri determina no consultar al Senado para organizar nuevo Ministerio.

"Lo hice deliberadamente —apunta en sus Memorias—, para que de hecho fuera perdiendo las facultades políticas que convenía arrebatarle para esta-bilizar el régimen. El Senado debía ser, según mi criterio, una fuerza mode-radora y ecuánime. Bastaba para las necesidades del debate parlamentario la existencia de una sola Cámara política".

Con eso se entabla una lucha encarnizada entre el Presidente de la Repú-blica y el Senado; éste, dispuesto a impedir todos los proyectos que consti-tuían un objetivo principal de parte del Gobierno; y aquél —es decir, el Presidente de la República—, dispuesto a no cejar en un ápice en sus deseos de bien público.

A pesar de los pesares, con gruesa marea y viento en contra, Alessandri defiende su proyecto de electrificar la Primera Zona de los Ferrocarriles, y consigue que se acepte la propuesta presentada por la firma inglesa West-inghouse, que ejecuta aquella importantísima obra; y así el Presidente tiene

10La que se refería al Plebiscito.

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la inmensa satisfacción de inaugurar esa línea, moviendo la palanca de la primera locomotora electrificada que corre en Chile.

Continuando la tradición de su abuelo, el viejo florentino don Pedro Alessandri Tarzi, pone también sus ojos en la navegación de nuestras costas menguada y sujeta a cierto régimen de tutelaje hasta esos días. La tarea no' era fácil, porque la Marina Mercante Nacional tenía desde largo tiempo un formidable competidor en los vapores ingleses que hacían su comercio en las costas del Pacífico. Y por cierto que no falta la correspondiente protesta del "Foreign Office".

Cierto día, el Ministro Plenipotenciario de Gran Bretaña pide audiencia al Presidente de la República para hablar sobre estas cosas.

El Ministro de Su Majestad Británica le expresa al señor Alessandri que Londres mira como un acto inamistoso el hecho de que se pretenda reservar para la Marina Mercante de Chile el cabotaje de sus costas, cuando por más de cien años se había permitido aquí la libre competencia en esta rama del transporte comercial.

Primero, con palabras llenas de cortesía; y, luego, más y más acalorada-mente, a medida que el inglés se aferra a su punto de vista, el señor Alessan-dri le expresa al Ministro que no cederá en la resolución tomada; y, en seguida, con igual vehemencia le recuerda "que Inglaterra no nos consul-taba ni nos tomaba en cuenta, ni a nosotros ni a nadie, para dictar todas las leyes que fueran necesarias al interés de sus islas, y que en igualdad de circunstancias, dentro del libre ejercicio de nuestra soberanía, no era tampoco procedente que pretendiera inmiscuirse en los asuntos de Chile y en la forma cómo el Gobierno de este país entendía ejercer sus derechos. Ante la fuerza del argumento —anota Alessandri—, el Ministro no tuvo razones para rebatirme y se dio por terminado el incidente".

Sin embargo, no son estos los problemas internacionales que más preocu-pan la mente del nuevo Jefe del Estado. La idea del arreglo con el Perú, co-mo ya lo hemos dicho, lo atenacea de día y de noche. Pero como éste su pro-pósito se hace público. Bolivia muestra al instante su interés de tomar par-te en las conversaciones preliminares sobre la base de una revisión del Tra-tado de Paz y Amistad de 1904. Para ese objeto el Gobierno de la Paz envía a Santiago a don Macario Pinilla.

Esta idea, inaceptable para el Gobierno de Chile, de la Cancillería del Al-tiplano, pone al señor Alessandri de muy torcido humor. Se explicará, en-tonces, lo que en seguida él nos cuenta en sus libretas de apuntes:

"El mismo día que recibí al nuevo Ministro de Bolivia —escribe—, y aún con el convencimiento de que iba a contrariar un poco las disposiciones pro-tocolares, le dije al señor iPinilla:

"—Señor Ministro, tengo el mayor agrado en recibirlo en su carácter de representante diplomático del país hermano de Bolivia y como amigo perso-nal del Presidente de la República que le habla. Por eso, también, con sin-cera y franca amistad quiero anticiparle —lo que Ud. íál vez vendría prepa-rado a sacarme en el curso de varias conversaciones—,f ñii pensamiento con respecto a nuestras relaciones con su país. Voy a ahorrarle, Ministro y amigo, tiempo y circunloquios. Si Ud. viene a pedir la revisión del Tratado de 1904, le advierto, señor Ministro, que perderá su tiempo y me hará perder el mío; porque yo, como Jefe del Estado de Chile, no aceptaré jamás la revisión del Tratado. Le aseguro, no obstante, que estoy dispuesto a entrar en una nue-va negociación sobre las aspiraciones portuarias de Bolivia, a base de hono-rables compensaciones. Los chilenos, señor Ministro, consideramos comple-tamente liquidada nuestra situación con Uds.; no les debemos nada; pero no nos negamos, le repito, a conversar sobre nuevas bases o proposiciones de

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arreglo, siempre que éstas no tengan relación alguna con el Tratado existen-te.

"El señor Pinilla, respetando mi franqueza, me manifestó que respecto a las aspiraciones portuarias de su país no formularía ninguna petición, y que sólo se dedicaría a mantener, simplemente, las buenas relaciones entre Chile y Bolivia."

Pero éste es año de ajetreos diplomáticos. Ahora estamos en el mes de agosto de 1921. En la sala de trabajo del Presidente de la República se reú-nen, a puertas cerradas, Ernesto Barros Jarpa, ascendido a Canciller, y Car-los Castro Ruiz, que fuera Subsecretario de Relaciones Exteriores, por largo tiempo, durante el Gobierno de don Pedro Montt. En esta reunión, los fun-cionarios antes nombrados, se ponen de acuerdo con su Excelencia en que hay que oponerse a la tesis sostenida últimamente por el Perú de que ya no procede el Plebiscito por haber transcurrido el plazo de 10 años fijado para celebrarlo. Con esta nueva actitud el Perú se aparta de su política tradicio-nal y, si es preciso, para hacerlo volver sobre sus pasos, hay que llegar hasta el arbitraje del Presidente de los Estados Unidos, sometiéndole a su consi-deración este solo punto, a fin de resguardar la posición internacional de Chile, la que, con motivo de las discusiones que pueden ocurrir en la Liga de Naciones, de reciente data, está en peligro de tornarse precaria.

Tiempo antes, siendo Jefe del Estado don Juan Luis Sanfuentes y Minis-tro de Relaciones don Luis Barros Borgoño, éste había recibido un telegra-ma de Woodrow Wilson, Presidente de los Estados Unidos, que en ese mo-mento iba embarcado en un buque de guerra camino de Versalles. En la co-municación a que aludimos, Wilson le recomendaba al señor Barros Borgo-ño que procurara terminar el litigio con el Perú, recurriendo, en último caso, al arbitraje si no hubiera posibilidad de arreglo. "Don Luis —anota el señor Alessandrj—, con las mejores palabras replicó al mandatario norte-americano diciéndole que el problema de Tacna y Arica contenía una cues-tión de soberanía, y que era contrario a la dignidad nacional someter a ex-traño arbitrio una cuestión de esta naturaleza y de tan trascendental im-portancia para el país."

Y cuenta después don Arturo: "aquella era la política invariablemente se-guida por Chile. ILa defendieron varias generaciones, y sabemos como son los países de puntillosos para resguardar su soberanía y dignidad. Sin embargo, por este camino era imposible alcanzar solución alguna, ya que el Perú, cam-biando de táctica, sostenía ahora la improcedencia del Plesbiscito. ¿Cómo arreglarse si se negaba el acuerdo por esta vía? El otro camino era la fuerza, pero habría sido insensato intentarlo. Lo más razonable, pues, era darle una puerta al arbitraje combatido y rechazado por Chile durante varios años."

Teme el señor Alessandri, y con justa razón, que los títulos de Chile se des-valoricen a causa de los nuevos rumbos que va tomando el Derecho Inter-nacional, presionado por los cambios ideológicos que originan la Gran Guerra N9 1. Desde luego, nuestros hermanos del Norte, durante el conflic-to, se ganaron la simpatía de los pueblos que lucharon en contra de los Imperios Centrales, rompiendo relaciones con estos últimos, lo que era un handicap a favor del reclamo peruano, desde la partida.

"El Perú —escribe don Arturo— había sido aliado, había firmado el Tra-tado de Versalles, por cuya razón, era natural que inspirara simpatía a los vencedores. Nosotros fuimos neutrales, y si retardábamos más tiempo la solu-ción del problema, podían presentarnos ante la opinión internacional, co-mo detentadores de territorios pertenecientes a otro país, después del plazo vencido de los 10 años, y, al mismo tiempo, resistiendo el noble principio del arbitraje que, después de la Primera Gran Guerra, se abría ancho campo logrando prestigio y aceptación en el mundo civilizado."

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La situación de Chile, en lo que se refería a la vigencia del Tratado de Ancón, era jurídicamente perfecta; incluso desde el punto de vista peruano anterior a la gestión del señor Leguía, Presidente de ese país, que cambió de táctica, pues la Cancillería del Rímac había aceptado, en el Hecho, que los 10 años fijados por ese documento para la realización del Plebiscito no era un plazo fatal dentro del que, forzosamente, debía celebrarse. Y esto era muy fácil de probar, ya que, mucho después de cumplido el lapso indicado, el Perú inicia negociaciones sobre la base de lo estipulado en el Pacto de Ancón.

Existe, sin embargo, un grave inconveniente: desde 1910 Chile y Perú están con sus relaciones diplomáticas cortadas. 'Reflexionando sobre este punto, el señor Alessandri y sus colaboradores llegan a la conclusión de emprender la ofensiva por medio de los buenos oficios de un país amigo.

Habíase celebrado én Santiago la V Conferencia Panamericana; un con-glomerado de hombres ilustres, representando a la mayoría de los pueblos ae este hemisferio, visitaron con ese objeto, primero por las razones del pro-tocolo y después por amistad, a S. E. el Presidente de la República. Entre estos hombres de relieve internacional, se cuenta el Canciller del Uruguay, don Antonio Buero, cuñado del Presidente de aquel país, don ¡Baltasar Brum. El Canciller Buero manifiesta, desde un principio, sincera y espontánea simpatía por el señor Alessandri, y éste, sobre la base psicológica de esa re-lación oficial, le manifiesta confidencialmente sus propósitos, sin precisarlos ni darle una inmediata urgencia, pues el señor Alessandri quería, antes de proceder en una forma más concreta respecto de sus miras, conocer las in-formaciones del Embajador de 'Chile en los Estados Unidos, don Beltrán Mathieu, quien sí debía precisar hasta donde le fuera posible, el pensamien-to del Gobierno de los Estados Unidos respecto del punto de vista que inte-resaba a Chile.

Con fecha 27 de agosto de 1921, el señor Alessandri se dirige en este senti-do a nuestro Embajador en Washington, enviándole un largo mensaje verbal con el Consejero de esa Embajada, señor Castro Ruiz, en el que le pide al señor Mathieu estudie ciertos documentos a fin de que el Embajador se oriente bien y al mismo tiempo le explique detenidamente a don Bel-trán el pensamiento íntimo del Presidente sobre la forma y procedimiento que debe seguirse hasta alcanzar la paz definitiva con el Perú, cumpliendo, una vez por todas, el Tratado de Ancón.

Además de estas instrucciones, Castro Ruiz lleva una nota reservada, que firma el Canciller Barros Jarpa. Ese documento decía a la letra:

"'Santiago, 27 de agosto de 1921 .— CONFIDENCIAL.

S. E. el Presidente de la República me encarga impartir a V. S. las siguientes instrucciones, relacionadas con nuestro problema del Norte:

Como lo expresaba en su Mensaje de apertura del Congreso Nacional, el 19 de junio último, S. E. el Presidente de la República considera que los intereses nacionales exigen la solución definitiva de esta vieja cuestión que tantas perturbaciones ha originado en nuestra acción internacional.

Las circulares confidenciales números 1, 2, 3 y 4 de fecha 5 de abril y de 20 de junio, respectivamente, enviadas a V. S. por mi honorable antecesor, señor Matte, transmitieron el pensamiento del Gobierno sobre esta materia, f i jando orientaciones definitivas a nuestra representación en el exterior, y especialmente a nuestros delegados en la Liga de Naciones.

El gobierno estima que ha llegado el momento de realizar una acción di-plomática enérgica que lleve el convencimiento a las Cancillerías extranjeras de que Chile está dispuesto a hacer cumplir el Tratado de Ancón, renun-ciando a la situación privilegiada que todo aplazamiento tiende, natural-mente, a robustecerle.

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A fin de llevar a efecto estos propósitos, nuestro Gobierno invitará al Go-bierno del ¡Perú a celebrar en un breve plazo el Plebiscito contemplado en aquel Tratado, tomando como bases las propuestas por el Ministro de Rela-ciones Exteriores, señor Varela, el año 1913, sin perjuicio de considerar las modificaciones que el Gobierno del Perú juzgara oportuno sugerir, que encuadren en el principio del reconocimiento de los derechos del soberano actual del territorio, establecido en los Plebiscitos contemplados en el Tra-tado de "Versalles. Es posible que el Perú, que desea mantener, con propósitos de política interna, abierta esta cuestión, rehuya el cumplimiento del Tra-tado de Ancón; y es para esta emergencia que es necesario que V. S. practi-que, cerca del Gobierno de los Estados Unidos, una gestión de carácter enteramente extraoficial, que tienda a obtener de ese Gobierno que, en obsequio a la armonía continental, sugiera espontáneamente a Chile y al Perú la realización del Plebiscito sobre bases tanto o más generosas que las del protocolo Huneeus-Varela, bases que acordaríamos previamente con él, en la misma forma extraoficial.

El Consejero de esa 'Embajada señor Castro Ruiz, dará verbalmente a V. S. todos los antecedentes que han determinado las anteriores instrucciones. Confía el infrascrito que este funcionario prestará a V. S. útil cooperación en la delicada labor que el Gobierno recomienda al reconocido celo y pa-triotismo de V. S. Dios guarde a V. S.—(Fdo.)—Ernesto Barros Jarpa. Al señor Embajador de Chile en los Estados Unidos."

En esta nota —como apunta el señor Alessandri en su Memorias— está cristalizado el pensamiento con que el Jefe Supremo de la Nación llevará el rumbo de las negociaciones durante la movida y nerviosa contienda diplo-mática que seguirá de aquí en adelante en busca del arreglo definitivo con el Perú.

En octubre el plan se pone en marcha en el tablero diplomático, con las piezas mayores en movimiento; éstas no pueden ser otras, claro está, que los representantes diplomáticos de Chile ante los países de Iberoamérica y, en especial, el de nuestro Embajador en Washington, don Beltrán Mathieu. Ha llegado, también, la oportunidad de utilizar los buenos oficios de Juan Antonio Buero. Pero el político uruguayo, que no titubea en acudir al lla-mado del Presidente de Chile, de pronto, en plena ofensiva, ofrece todas las apariencias del hombre que abandona un trabajo inmovilizado por una fuer-za mayor. "Fue mi huésped durante varios días —nos dice don Arturo—, y lo impuse del problema hasta en su más mínimos detalles. Disfruté por aquel entonces del agrado de la compañía de este hombre inteligente, ilustrado y de gran simpatía humana. Sin embargo, a los pocos días de estar aquí, y en forma casi sorpresiva, me anunció visita para despedirse. Lo hizo con mu-cho cariño y hasta con cierta sentimental afectuosidad. Antes de separarnos me prometió que llegando a Montevideo me avisaría el momento en que iba o proceder.

"Con gran extrañeza de mi parte —continúa don Arturo—, cuando arribó a su patria, recibí un telegrama de él en el cual me manifestaba que, para actuar conforme a lo que habíamos conversado, estimaba conveniente que contáramos, también, con la cooperación de los Estados Unidos . . .

"El asunto tenía cierto sabor irónico; porque una vez que contáramos con la cooperación de los Estados Unidos, ya el asunto estaba resuelto de hecho.

"¿Qué había pasado? "Se me ocurre que Leguía, valiéndose de su amistad con el señor (Batlle

y Ordóñez, que tenía gran influencia en el Uruguay, consiguió que Buero no hiciera la gestión que nosotros procurábamos, a la cual Leguía le habría dado un carácter inamistoso para el Perú.

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Es incuestionable —termina informándonos el señor Alessandri— que en ¡Lima no se deseaba el arreglo sobre Tacna y Arica, pues para el interés poli, tico del grupo gobernante era necesario mantener viva aquella cuestión Además, Leguía estaba amarrado a sus propias palabras, ya que en el Libro Blanco hecho imprimir con anterioridad por la Cancillería del Rímac había sostenido la entrega al Perú de aquellos territorios, sin más trámite. Nada de esto era posible, pero el Presidente peruano veía más ventajas en man-tener en su país la esperanza en una acción reivindicatoría que en el arreglo amistoso que yo iba a proponerle".

El retiro del Uruguay obstaculiza, por cierto, los planes primitivos del señor Alessandri; pero, producido el obstáculo, no cabe otro camino que vencerlos. No es fácil, sin embargo, encontrar un medio de comunicación con el Perú, que sirva para invitarlo a negociar. El mejor —y el señor Ales-sandri lo vio desde el principio— era como ya lo hemos dicho, el Uruguay. Así lo abonaba la situación geográfica que ocupa, la cultura política de su pueblo y el hecho de ser, además, entre los países de América, el que menos recelo presenta a las suspicacias internacionales. No es posible solicitar este servicio de la Casa Rosada, porque ello despertaría inevitablemente las sus-ceptibilidades del Brasil; tampoco resulta posible lo contrario, es decir, va-lerse del Palacio de Itamaraty, porque la Argentina reaccionaría de inmedia-to en sentido adverso o recibiendo las noticias de la gestión con protocolar frialdad. Por otra parte los otros gobiernos limítrofes con el Perú no es-tán en situación de jugarse una carta que puede, inclusive, tener resonancias políticas internas de suma gravedad dentro del territorio peruano. No debe olvidarse, para comprender mejor este peligro que desde 1910 (año en que fueron expulsados los curas peruanos de Tacna por su continua propaganda en contra de Chile y se ordenó cerrar las escuelas servidas por los profesores de la misma nacionalidad, a causa, también, de la razón antedicha) el Gobierno del Perú vivió siempre presionado por el chauvinismo de ciertos grupos directores que no aceptaban por motivo alguno entrar en arreglo con Chile. Por contrariar a estos grupos había caído el Presidente don Guiller-mo Billinghurst, que había patrocinado el arreglo Huneeus-Varela, el cual debió (si no pone fin al mandato ele Billinghurst el golpe militar de Bena-vides) finiquitar el diferendo sobre las provincias en litigio, que ellos deno-minaban las "cautivas".

Reemplazado el gobierno provisional del general Benavides por el del señor Pardo, elegido constitucionalmente en libres elecciones democráticas, no tarda éste, también, en seguir idéntico destino al que sufriera su antece-sor constitucional, debiendo subrayarse que una de las acusaciones más gra-ves hechos a Pardo por el grupo de sus detractores era la de un supuesto deseo de arreglarse con Chile. Era indudable, pues, que en el Perú no se quería poner fin al clima de recelos permanentes con su vecino del Sur.

Leguía captó este ambiente y, enérgico como era, le dio un relieve per-sonalísimo a esta enemistad que hasta entonces se mantuvo dispersa en una serie de frases de simple valor pirotécnico. En el Libro Blanco, al cual ya nos referimos, impreso con el título de "Exposición documentada sobre el estado actual del Problema del Pacífico", y repartido con profusión en el extranjero durante todo el año 1921, Leguía formula un sistema de doctri-na, cuyos aforismos salientes el señor Alessandri subraya en sus Apuntes de su puño y letra, haciendo las acotaciones morales y jurídicas del caso.

Para ilustrar a los lectores, vamos a copiar algunos de estos asertos del señor Leguía:

"No puede hablarse de cumplir el Tratado de Ancón que Chile ha desga-rrado como un simple pedazo de papel, y que sería ya de imposible aplica-ción, debiendo, por lo tanto, ser revisado."

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Aludiendo a la reindicación de Alsacia y Lorena por Francia escribe: "En nombre de aquellos principios exige hoy el Perú la reconsideración del Tratado de Ancón y la devolución de las provincias peruanas de Tarapacá, Tacna y Arica."

'De éstas y otra reflexiones, el Libro Blanco, a que aludimos, llega a la si-guiente rotunda y categórica declaración de principios, a la cual debe suje-tarse el rumbo de su política internacional:

"l"? Que el Tratado de Paz suscrito entre Perú y Chile el 20 de octubre de 1883 debe ser revisado y devuelta al Perú, inmediatamente, la provincia de Tarapacá, y

2° Igualmente, deben ser devueltas al Perú las provincias de Tacna y Arica, sin plebiscito y sin ningún género de indemnización o pago por parte del Perú."

El protocolo de Washington

Hemos visto que el clima dentro de los círculos de la política limeña no es sólo negativo a cualquier entendimiento con este país, sino que, además, hay fundamentales intereses partidistas, catalizados por el personalismo de don Augusto Leguía, que no hacen factible una conversación, ni siquiera por interpósita persona, si esta conversación se va a referir al diferendo chileno-peruano.

A pesar de eso el señor Alessandri persiste en sus deseos de intentar un arreglo directo. En la larga vida pública del señor Alessandri aparece con muy especiales relieves, el afán suyo de embestir, en forma aparentemente incontrolada, donde se presentan los mayores obstáculos por vencer. Para el juicio negativo y, especialmente, para los enemigos de Alessandri —el "León", como se le llama en Chile—, fue siempre un juguete de su pro-pia impulsividad, un pasional sin freno que nunca supo poner riendas a sus reacciones súbitas, maculadas todas de primitiva violencia. Quien estas líneas escribe lo creyó, también, durante la primera etapa multitudinaria del señor Alessandri, entre 1915 y 1932. Sin embargo, si se revisaran —co-mo hemos tenido la suerte de hacerlo nosotros—, los apuntes íntimos, las notas, glosas marginales, correspondencia y papeles del archivo personal de esta mentalidad desconcertante, vería, quien siguiera las huellas de su pensamiento directo, que todo eso que en Alessandri aparece como simple impulsividad estuvo sujeto, en cualquier momento, a una disciplina formal, a una lógica minuciosa y severa, antes de transformarse en embestida o con-minación.

El 10 de Diciembre de 1921, Su Excelencia cita a Consejo de Ministros. La reunión se efectúa guardando la reserva del caso y en medio, natural-mente, de una atmósfera confidencial. Apenas los Ministros ocupan sus bu-tacas, el Primer Mandatario les expresa que ha llegado el momento de em-prender una vigorosa ofensiva diplomática sobre la Cancillería del Rímac para invitar al Perú a la celebración del Plebiscito estipulado en el pacto de 1883, dando así realidad a la parte incumplida del dicho documento.

"Era más necesario que nunca proceder sin dilación ni pérdidas de tiempo —nos expresa el señor Alessandri—, porque el Perú había cortado un canal que abastecía de agua a Tarata; y acababa de prohibir la exportación de pepitas de algodón, causando con ello un grave perjuicio a las refinerías chilenas de esta clase de aceite que hasta entonces comprobaban la materia prima en esa República. Ultimamente se había llegado al extremo de pro-hibir la entrada de nuestros connacionales al territorio del Perú, lo que no

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sólo interrumpía el libre comercio de ambos pueblos, sino que, también, caldeaba, con peligro para toda América, la sangre de los dos bandos en pugna, y todos sabemos en qué paran las susceptibilidades internacionales cuando los gobiernos fomentan los motivos de coraje. A lo dicho, agréguese, además, que los diplomáticos peruanos repartían profusamente por el mundo su Libro ¡Blanco que terminaba —como ya nosotros lo comenta-mos— pidiendo la devolución de Tarapacá, Tacna y Arica".

En el Consejo el señor Alessandri continúa informando a sus Ministros de los sondeos y conversaciones extraoficiales o de carácter confidencial, que ha mantenido con los gobiernos de todo el Continente, y, muy en par-ticular, con los de Brasil y la República Argentina, los que en sendos ges-tos de amistosa comprensión no sólo habían aprobado, sino aplaudido tam-bién, el deseo de Chile de solucionar sus diferencias fronterizas con el Perú.

Con este propósito, el señor Alessandri hace dar lectura a una serie de notas y documentos que hasta entonces solo conocían las personas que in-tervinieron directamente en el asunto y por el Jefe de Clave del 'Ministerio de Relaciones Exteriores.

Entre estos documentos, los más importantes son, sin duda, los que re-cogen las conversaciones de don Beltrán Mathieu con el Secretario de Esta-do Mr. Hughes y con Mr. Fletcher11, y los telegramas cambiados entre nues-tro Embajador en Washington y el Ministro de Relaciones señor Barros

J a r p a " , . , , Una síntesis de Mathieu sobre las conversaciones a que acabamos de re-

ferirnos, enviada a la Cancillería en telegrama F. dice así: "Resumiendo mis conversaciones con el Secretario de Estado y con el Sub-

secretario y sintetizando la impresión sobre el criterio con que este Gobierno, asociado de Brasil y Argentina, fijaría bases para el Plebiscito en el caso de que le fuera sometida esta cuestión, llego a las siguientes conclusiones: Con-cretar mediación a la única divergencia que consideramos tener con el Perú, el Plebiscito y encuadrar esa mediación: a) En texto, antecedentes y negocia-ciones derivadas del Tratado de Paz con el Perú de 1833; b) En los preceden-tes del Tratado de Versalles cuya importancia este Gobierno considera primordial, estimándolos ya como principios de Derecho hiternacional apli-cables a todos los casos de nacionalidad de territorios que aún no la tienen definitiva, y c) En opinión ya conocida de los Gobiernos de Brasil y Argen-tina sobre las bases Huneeus-Varela; este Gobierno contribuirá deter-minación bases sean restringidas ante los tres factores mencionados, coincidiendo en los principios generales sostenidos por nuestra Cancillería. A fin de dar sello de absoluta imparcialidad al acto del Plebiscito, se senti-rían inclinados a recomendar que ni el Perú ni Chile presidieran al tribunal llamado a dirigir el Plebiscito. Este juicio inductivo garantizado por in-fluencia decisiva nuestro favor que ejercitaría en todo momento el Subse-cretario de Estado, bajo cuya dirección corren los asuntos sudamericanos, y cuyo convencimiento en la justicia de nuestra causa es indiscutible, no podría ser ratificado directa ni indirectamente por el Departamento de Es-tado que consideraría incompatible con el papel de juez que se atribuiría a mediación, cualquiera declaración que importara un prejuzgamiento. Co-mo el Perú podría usar el resorte de contestar nuestra invitación, ofreciendo entregar a la decisión de los Estados Unidos la validez del Tratado mismo o la determinación de la soberanía de los territorios, lo que no podríamos aceptar por ningún motivo, tal vez convendría no perder nosotros iniciativa

"Mr. Fletcher ocupaba el puesto que corresponde en Chile al Subsecretario. Conviene agregar también que el señor Fletcher fue Embajador de los Estados

Unidos en nuestro país, y había gozado du-rante su misión de la más amplia simpa-tía en todos los círculos de la sociedad san-tiaguina.

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y vernos obligados a restringir materia ofrecida por el Perú a mediación y ampliar Argentina y Brasil número de mediadores, dando así a entender en cierto modo, mediador único ofrecido, no nos inspiraba plena garantía. Reflexionando sobre este evento, creo que si el pensamiento de US. invita-ción. .. mediación tripartita, ya que ciertamente el Perú no llegará a con-venir. .. nada con nosotros, convendría sugerir en la misma invitación nombre tres mediadores, para el caso no se llegara ese convenio... puntua-lizar objeto mediación letras a) y b)".

Con referencia a este telegrama el Ministro de Relaciones Exteriores de Chile, don Ernesto Barros Jarpa, contesta a nuestro Embajador en Washing-ton con fecha 27 de octubre, el que dice a la letra:

"Me interesan vivamente las indicaciones del telegrama F. de Usía. Quiero si insistir: i ? En que trataremos directamente con el Perú; 2? En que no pediremos mediación; En que sólo aceptaríamos sugestiones extraña si ellas se hicieran en acuerdo previo y confidencial con nosotros, y 49 Que nos preparamos, sin embargo, para asegurar el éxito del Plebiscito en cualquie-ra de las emergencia a que el telegrama de US. se refiere. Insinuación sobre entrega a otro país de la Presidencia del acto, afecta punto para nosotros esencial y contraría nuestros propósitos invariablemente sobre esta materia y hasta precedentes que en este punto nos favorecen. No conviene por esto precipitar la acción en Washington, ni adelantar otras gestiones, sino des-pués de lo que hagamos aquí que será puesto con toda oportunidad en co-nocimiento de US."

'Diecinueve días más tarde el señor Mathieu le da a la Cancillería en te-legrama C, entre otros informes, su propia convicción: ...."La manifiesta voluntad de no hacer nada que no nos sea agradable evidenciada por indefinido aplazamiento del memorándum presentado en junio por el Embajador peruano y ratificada en las conclusiones mi telegra-ma F, dan a US. completa seguridad de la decidida cooperación que US. puede encontrar en el Departamento de Estado dentro de su actitud de imparcialidad en que desea aparecer procediendo."

Dijimos que estos antecedentes fueron leídos en la primera reunión de la serie en que se va a plantear la ofensiva diplomática sobre la Cancillería del Rímac para solucionar el viejo litigio de las "cautivas". Dos días des-pués, el 12 de diciembre, a las 11£ de la mañana y después de haber sido consultados casi todos los gobiernos del Continente y sondearse, con minu-ciosa cautela, la opinión partidista de las agrupaciones políticas de nuestro país, el señor Alessandri reúne en la sala de su despacho a los Ministros de su Consejo y a todos los presidentes de las diversas banderías a que acaba-mos de referirnos. Es la opinión pública, democráticamente representada por los líderes de las diversas corrientes en que ella se divide en Chile la que va a determinar la importancia y oportunidad del acontecimiento in-ternacional que el Jefe de Estado planea desde hace tiempo.

A más de los ministros, los caballeros allí reunidos son los que vamos a indicar: don Luis Claro Solar, por los liberales unionistas; don Tomás Ra-mírez Frías, por los liberales doctrinarios o gobiernistas; don Carlos Aldu-nate Solar, por los conservadores; don Armando Quezada Acharán, por los radicales; don Enrique Zañartu Prieto, por los liberales democráticos; don Felipe Herrera, por los nacionales y don Róbinson Paredes, por los de-mócratas.

"Expuse en aquella reunión —nos dice el señor Alessandri—, los procedi-mientos que el Perú estaba empleando en nuestra contra y las razones que teníamos para considerar necesario dirigirnos a su Gobierno invitándolo a negociar la solución definitiva de la soberanía de Tacna y Arica, dentro de lo dispuesto en el Tratado de 1883.

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"Al término de mis palabras, don Carlos Aldunate quiso que lo ilustrara sobre la finalidad que se perseguía al hacer esta invitación. Le contesté en el acto que nuestro propósito era pedirle a nuestro vecino del Norte que continuáramos la negociación de 1912 conocida bajo el nombre de Pacto Huneeus-Varela, y en ella acordar las bases del Plebiscito que estableciera el Tratado de Ancón. Le agregué, de seguida, que si el Perú rechazaba nuestra sugerencia, según reiteradas comunicaciones de nuestro Embajador en Washington, podríamos obtener del Gobierno de los Estados Unidos que nos ayudara, proponiendo él las bases plebiscitarias, previamente cono-cidas y aceptadas por nosotros; lo cual no era difícil, pues, la circunstancia de que existía pendiente ante aquel gobierno una solicitud de mediación del Perú para procurar un arreglo que lo favoreciera hacía a todas luces factible mi propósito.

"Todavía quise agregarle al señor Aldunate la idea, muy madurada por mí, de que si el Perú rechazaba nuestra petición, yo era de parecer que deberíamos llegar hasta someter a arbitraje el punto concreto de si procedía o no el Plebiscito.

"Acto continuo don Luis Claro y don Enrique Zañartu me preguntaron, casi simultáneamente, cuáles eran las expectativas del Gobierno si llegara el caso de realizarse el Plebiscito. En mi respuesta les di, como es natural, todos los antecedentes que yo poseía para contar con la evidencia del triun-fo chileno. Después de este cambio de opiniones, la unanimidad de los asis-tentes, que representaban la opinión de los diversos partidos políticos, aprobaron en toda su amplitud el plan del Gobierno. De este modo se abrió para mí el camino por donde debería llevar hacia adelante la ofensiva di-plomática, o sea, la invitación al Perú para continuar la negociación rela-tiva a celebrar el plebiscito sobre la base del pacto HuneeusJVarela."

Ese mismo día, con la firma del Ministro de Relaciones Exteriores don Ernesto (Barros Jarpa, se manda al Canciller peruano un telegrama en el que se invita al Gobierno del Perú a llevar a la práctica, sin pérdida de tiempo, los acuerdos celebrados entre don Antonio Huneeus y don Wences-lao Varela en noviembre de 1912. Ese documento telegráfico dice a la letra en su parte final:

"Al formular esta invitación que responde a un alto espíritu de armonía internacional, puedo asegurar a V. E. que mi Gobierno aceptará gustoso to-da insinuación de V. E. que tienda a dar a este acto la mayor solemnidad, garantizando en la forma más absoluta el libre ejercicio de la voluntad de los que están llamados a decidir de la suerte de sus conciudadanos."

Como ya se' esperaba, en el Rímac, el telegrama causa un desagrado profundo.

Con fecha 17 de diciembre, el Ministro de Relaciones, don Alberto Salo-món, responde a La Moneda en forma de protesta, sosteniendo que el pro-cedimiento de nuestra Cancillería, al dirigirse directamente a su Gobierno, estando Perú y Chile con sus relaciones diplomáticas cortadas, era inacep-table. De paso hace, también, otras consideraciones de carácter inamistoso; pero, en realidad, el punto álgido de su respuesta se circunscribe a sostener que, en las condiciones actuales y a causa "de que Chile había violado la mayor parte de los artículos del Tratado de Paz y Amistad de 20 de octubre de 1883", su opinión es que el Plebiscito no puede realizarse. Era un obs-táculo serio. Algunos de los amigos íntimos del señor Alessandri opinan, en ese momento, que el Presidente ha encontrado una piedra de tope y que de ahí no podrá pasar. El único camino con posibilidades de tránsito, pero no sin serios inconvenientes para descontar como imposible un serio percance en contra de los intereses chilenos, es el arbitraje. Pero lo grave aquí está en el hecho de que, tradicionalmente, Chile estuvo siempre en contra de

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esta fórmula de arreglo, y eso durante su ya larga y afortunada política internacional. ¿Iba el señor Alessandri a olvidar, víctima de su impulsividad francamente juvenil, la historia, por muchos conceptos fructuosa del rumbo de Chile?

Ese es, sin embargo, el pensamiento del Jefe del Estado. "A mi juicio —nos dice el señor Alessandri—, Chile debía aceptar el arbi-

traje por lo que respecta al cumplimiento de la cláusula 3?- del Tratado de Ancón. Sin embargo, vista la gravedad del punto, creí conveniente llamar a los Ministros a Consejo. Participaron unánimemente de mi opinión, pe-ro, como medida de prudencia y para evitar susceptibilidades, don Ismael Tocornal aconsejó que citáramos a los miembros de las comisiones de Re-laciones Exteriores del Senado y de la Cámara de Diputados y, también, a los presidentes de los partidos."

Celebróse esta importante reunión en la sala del despacho del Presidente el 17 de diciembre de 1921, con asistencia de los miembros de las comisiones nombradas que eran: del Senado, don Eliodoro Yáñez, don Gonzalo tBul-nes, don Guillermo Rivera, don Alberto González Errázuriz y don Silvestre Ochagavía; de la Cámara de Diputados, don Pedro Rivas Vicuña, don Gustavo Silva Campo, don Ti to Lisoni, don Ismael Pereira, don Guillermo Pereira, don Miguel Luis Irarrázaval y don Artemio Gutiérrez.

Inmediatamente se plantea el debate de si Chile debería o no, en el actual predicamento, aceptar el arbitraje.

Don Carlos Aldunate manifiesta con franqueza su opinión: debe acep-tarse, pero sólo en lo que respecta al problema de determinar quiénes son los que tendrían derecho a voto en el acto plebiscitario. En el mismo senti-do se expresa don Gonzalo Bulnes, el cual agrega, con mucho pesimismo, que prefiere ver al Gobierno en una situación menos peligrosa, para ter-minar diciendo que "si S. E. se encasilla en la idea de someter al arbitraje lo relativo a la cláusula 3?, es muy posible que en lo porvenir nos veamos obligados a mayores concesiones."

Don Eliodoro Yáñez, don Guillermo Rivera y don Ismael Pereira expre-san que Chile debe continuar las negociaciones "sobre la base de que no rehuya el arbitraje respecto de la forma y modo relativo al cumplimiento de la cláusula 3^ del Tratado de Ancón."

Esa misma noche reúnese el Consejo de Ministros para conocer la nota respuesta que había redactado el Canciller Barros Jarpa y que, una vez leída y aprobada, se despacha telegráficamente, a la una de la mañana. En esa nota, entre otras reflexiones, 'Barros Jarpa le dice a Salomón, con fina y elegante agudeza, que él no ha considerado en ningún momento el hecho de las relaciones diplomáticas chileno-peruanas interrumpidas, ya que "dada la importancia enorme de las materias que se iban a tratar, no era lícito detenerse ante consideraciones secundarias del protocolo."

Desde ese instante un verdadero bombardeo de telegramas secretos se establece entre Chile y Perú y las diversas Cancillerías del continente, mien-tras en torno a las comunicaciones cifradas va produciéndose en Latinoamé-rica una atmósfera de tensa curiosidad por saber en qué irán a parar estas mi sa s . . .

Sin embargo, por primera vez en la historia diplomática de nuestro he-misferio el concenso unánime de los pueblos se unifica en un sentido ame-ricano; es decir, no se ve, como antaño, que la opinión toma rumbos par-tidistas, inclinándose éstos a una tesis y aquéllos a la otra, sino que, en un block sin hendiduras, la totalidad de los pueblos del Nuevo Mundo inclí-nase al arreglo definitivo de acuerdo con los puntos sostenidos por Chile, que no son, por cierto de carácter nacionalista sino de justicia internacional basada en el cumplimiento de los tratados.

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La respuesta de Salomón, aí telegrama de Sarros jarpa, llega el 24 de di-ciembre. En ella insiste en sus reproches y culpa a Chile de cuanto malo pudo ocurrir desde 1883 hasta ahora, para decirle, en resumen, que "el Perú no está de acuerdo con Chile en que el único asunto por debatirse en-tre ambos gobiernos sea la ejecución de la cláusula 3? de nuestro Tratado; es, precisamente, por ese desacuerdo —subraya—, de que se hace indispensa-ble el arbitraje para zanjar todos los diferendos y propongo a este efecto un arbitraje imparcial americano, bajo los auspicios del Gobierno de los Esta-dos Unidos, el cual nos traería como inmediata y apreciable ventaja la de ahorrarnos enojosas y contraproducentes conversaciones directas sobre esas diferencias."

La respuesta cablegráfica de Chile vuela a -Lima cuarenta y ocho horas después. Barros Jarpa insiste en cierta sugerencia anterior: una en la que

.le proponía constituir plenipotenciarios en Washington para fijar las bases del arbitraje en cuyo principio coinciden ambas partes. Pero Salomón se mantiene con terquedad en su punto de vista; insiste en que no deben con-tinuarse las negociaciones directas entre los dos países; y en lo que a los plenipotenciarios se refiere, opina que si van a Washington sólo lo hagan para fi jar las bases del arbitraje en los puntos que le queden sometidos y solicitar, en seguida, del Presidente de los Estados Unidos acepte ser el árbitro por voluntad de las partes en litigio.

Pero el arbitraje amplio no está en la mente del Gobierno de Chile, porque eso involucra la idea de poner de lado, en su integridad, el Pacto de 1883. Por eso el Ministro Barros Jarpa, viendo donde va Salomón, pun-tualiza los derechos de Chile en telegrama cifrado de 29 de diciembre: "Vuestra Excelencia pretende —decíale en uno de sus párrafos—, que 38 años después de la Guerra del Pacífico sometamos al arbitraje las resolu-ciones de su desenlace; que entreguemos las consecuencias que ella tuvo a la revisión ajena y que forcemos violentamente el curso de los aconteci-mientos históricos, poniendo en tela de juicio los derechos que ellos esta-blecieron con el vigor de situaciones definitivas."

Comprende, sin duda, el Canciller peruano que éste será el último tele-grama de su colega de Chile, y termina enviándole el 31 de diciembre, a la medianoche y entre el júbilo de las campanas que anuncian la llegada del Nuevo Año, una comunicación más llena que otras veces de cargos y recri-minaciones en contra de Chile, a quien culpa de la guerra de 1879 y de una serie de desastrosas consecuencias, las cuales más se refieren a la política interna del Perú que a los efectos en la moral pública de ese pueblo de los resultados de una campaña para él infausta, pero que Chile no provocó.

A ese telegrama de Salomón no da respuesta la Cancillería chilena. Sin embargo, el señor Alessandri, empeñado ya en su propósito de esta-

bilizar el prestigio internacional de la patria y el limite definitivo de su frontera Norte, se dirige de nuevo a su Embajador en Washington para que gestione, con Mr. Fletcher*, ante el Secretario de Estado, un proyecto de invitación, que antes debería someterse a su conocimiento, a fin de ajusfarlo a la doctrina chilena ya expuesta por nosotros en líneas anteriores. Mathieu contesta dando a conocer la buena voluntad de Mr. Fletcher pero, agregan-do, que para dar efectividad a los deseos de Su Excelencia "era menester —según la respuesta de Fletcher—, aguardar la terminación de la Conferen-cia Internacional del Desarme que en la actualidad se celebra en Washing-ton y que reclama la atención del Secretario de Estado."

A pesar de su trabajo intenso, Fletcher cumple su palabra y consigue el interés de su Gobierno para intervenir en el sentido que le expresara Ma-

*Ex Embajador de los Estados de la Unión ante la Moneda.

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thieu. En efecto, el 16 de enero de 1922, el Embajador norteamericano ert Chile, Mr. William Collier, visita al señor Alessandri —sin saber que éste ya tenía informes amplios sobre la materia—, y, en forma llena de personal delicadeza y tacto, sondea al Presidente para inquirir su juicio sobre una posible mediación del Departamento de Estado. S. E. le pide tiempo para consultar a su Consejo de Ministros y a los jefes de partidos (en realidad así lo hizo), y en un tiempo brevísimo autoriza al Canciller Barros Jarpa para que le dé al señor Collier su respuesta afirmativa.

Conocido el pensamiento oficial, Mr. Collier envía al señor Alessandri una conceptuosa nota en cuyo párrafo final sintetiza el objeto que persi-gue, en este caso, la Casa Blanca. Deseoso —le dice—, en interés de la paz y concordia americanas, de contribuir en forma grata para los dos Gobiernos interesados en encontrar el medio de poner fin a este largo conflicto, el Presidente de los Estados Unidos se complacería en dar la bienvenida en Washington a los representantes que los Gobiernos de Chile y el Perú crean conveniente designar para que dichos representantes allanen, si por fortuna lo consiguen, las dificultades pendientes o dispongan su solución por medio del arbitraje."

(Barros Jarpa contesta al día siguiente, agradeciendo la proposición de buenos oficios del Departamento de Estado e informando al Embajador norteamericano que el Gobierno de Chile se hará representar en Washing-ton, a la brevedad posible, enviando un plenipotenciario ad-hoc.

Muy diversa, en esta oportunidad, es la actitud de la Cancillería limeña. Como reacción inmediata, posterga por más de un mes la respuesta defi-nitiva que debe coincidir con la del Gobierno de La Moneda, y, en este lapso, pone en juego todos sus recursos diplomáticos para desviar a la Casa Blanca de los términos fijados para la 'Conferencia, los cuales se ajustan, con los que Chile había insinuado primero y aceptado después.

Sólo el 19 de febrero de 1922 el Ministro de Relaciones del Perú da su respuesta favorable. Al instante, conocida la nueva actitud del Presidente

Eeruano, el señor Alessandri procede a nombrar su plenipotenciario, o más ien dicho, sus plenipotenciarios ad-hoc; pues —como en el caso de Los

Tres Mosqueteros, que no eran tres sino cuatro—, aquí no era uno sino dos: don Carlos Aldunate Solar y don Luis Izquierdo.

El señor Alessandri los elige con gran tacto, pues, "además de ser ambos —como él mismo nos dice— figuras de excepcional competencia dentro de la política chilena, eran también militantes en las filas de la oposición a mi Gobierno, circunstancia que, como le he dicho anteriormente, contemplé para que no me ocurriera lo que al gran Presidente Wilson, que tuvo di-ficultades, hasta producir el fracaso del Tratado de Versalles, por haberse hecho acompañar simplemente por demócratas, dejando de lado, con im-prudencia incalificable, a todos los internacionalistas republicanos, los cuales, desligados de intervención y responsabilidad en el acto aquel, lo atacaron y plantearon su rechazo." Los delegados que nombra el Perú van presididos por don Melitón Porras, el hombre que años atrás, en tiempos de la misión chilena encomendada a don José Miguel Echenique, había provocado el desagradable asunto llamado de "la corona"12.

Los debates e incidentes habidos entre los plenipotenciarios de Chile y los del Perú y las negociaciones que allí se iniciarán, hasta firmarse el Protocolo aceptado por ambos Gobiernos contendientes en el litigio, son del más grande interés para la historia de la América española y muy en particular, por cierto, para lo que se refiere a las relaciones de Chile y el Perú.

"Véase en la pág. 304 los motivos que provocaron este incidente.

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El arbitraje del Presidente de los Estados Unidos se hizo conforme al punto de vista chileno; esto es, que el pronunciamiento sólo debía consi-derar si el Plebiscito estipulado en el Tratado de Ancón, procedía o nó; y si la decisión era afirmativa, en qué forma tenía este plebiscito que cele-brarse en las circunstancias actuales y pasados los diez años fijade para celebrarlo. El fallo del Presidente norteamericano fue ampliamente íavora-ble a la tesis chilena en todos sus puntos.

Ahora bien, siendo, como es, importantísimo y de la más variada y com-pleja calidad, desde el punto de vista jurídico y social, lo que ocurre des-pués en el terreno de los hechos, no podría tratarse en estas páginas sin entrar con ello en múltiples detalles, los cuales por su índole documental, no caben dentro de los límites que nos fijamos desde un principio al hacer esta obra. Por eso queremos remitir a los lectores deseosos de una completa luz sobre el giro posterior de este acontecimiento, que se informen en el libro del señor Alessandri "Recuerdos de Gobierno", publicado después de su muerte, por la Editorial Universitaria en 1952. En esos "Recuerdos", el ex Mandatario relata con acopio de toda clase de información oficial, el origen, ajuste, defensa de Chile, sentencia arbitral y ejecución de ella en nuestro diferendo con el Perú.

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LA REVOLUCION DE 1924

Ultima etapa de la Constitución del 33 El Ejército contra el Parlamento

En el Mensaje Presidencial leído ante las Cámaras en pleno, el 1? de ju-nio de 1923, don Arturo Alessandri solicita, entre un acopio de leyes rela-tivas al progreso material de la nación, algunas medidas de urgente necesi-dad para la buena marcha del Estado; insiste el señor Alessandri en reformar la Constitución de 1833, para quitar al Senado las facultades políticas y autorizar, en ciertos casos, la disolución del Congreso a fin de resolver los conflictos con impasse entre éste y el Ejecutivo. En ese discurso el señor Alessandri se muestra partidario'de la elección directa del Presidente de la República, y en el orden ideológico propugna la libertad de cultos sobre la base de la absoluta separación de la Iglesia y del Estado.

Dos años antes, el 26 de septiembre de 1921, en un vigoroso reportaje publicado en "El Mercurio" de Santiago, el señor Alessandri había conde-nado la desidia del Parlamento para despachar las leyes que el país recla-maba. En particular se refirió entonces al Código clel Trabajo, reforma cariñosamente anhelada por el Primer Mandatario. Hasta entonces la pro-mulgación de ese estatuto él lo había visto alejarse entorpecido por la oposición parlamentaria, la cual, gracias a un reglamento paradójico dábale a las minorías un control casi dictatorial sobre las iniciativas del Primer Mandatario; control, sin embargo, que sólo debió haber fiscalizado, pero no entorpecido la acción del Gobierno, como en doctrina le correspondería actuar a un parlamento democrático. Denunciaba el Presidente a la faz del país la resistencia de los miembros de las comisiones al demorar en el Congreso el despacho de aquella importante ley, y advertía el peligro que tales procedimientos involucraban cuando la paciencia colectiva de los chi-lenos llegaba a los últimos límites de su proverbial indiferencia.

En eso llega el mes de septiembre de 1924. El día 1<?, que es el del santo de Su Excelencia, amigos y jefes de la Administración Pública y del Ejército pasan a saludar al Primer Mandatario. En esa oportunidad, los generales y

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comandantes de las unidades de la guarnición demuestran al Supremo Mandatario no sólo respeto de subordinados ante el Generalísimo de los Ejércitos de Mar, Tierra y Aire, que es el Presidente de la República, sino también cariño y afecto individuales.

Es un buen síntoma, pues el atraso en el pago de los sueldos a las Fuerzas Armadas y la pésima situación económica de éstas, tiene vivamente nervioso al señor Alessandri. En aquellos días su preocupación mayor ha sido la de obtener el inmediato despacho del proyecto de subsidio por 110 millones de pesos que ya ha salido de la Cámara de Diputados y espera, de un mo-mento a otro, la aprobación del Senado. Con este subsidio, Su Excelencia quedará en situación de restaurar la Hacienda Pública evitando con ello el peligro que importaría retardar mes a mes el pago de cuentas fiscales apremiantes, muy en especial la de los empleados de instrucción primaria, que acaban de exteriorizar su disgusto en forma airada e inconveniente.

"Dominado por tan fuerte preocupación —anota el señor Alessandri—, el domingo 31 de agosto y el lunes 19 de septiembre, reiteré mis esfuerzos para evitar una mayor tardanza en este asunto de interés público. Hablé con gran número de senadores, para convencerlos y pedirles que, dejando de mano opiniones, doctrinas y consideraciones de amor propio, o lo que fuera, tomaran la resolución patriótica de dar inmediatamente la Ley de Subsidios en la forma despachada por la Cámara. No era posible ni pru-dente esperar más. Eliodoro Yáñez, que había combatido el proyecto, me prometió, y se lo agradecí mucho, que aunque votara en contra facilitaría su despacho como Presidente del Senado; eso me bastó. Guillermo Suber-caseaux, que combatía la ley en la forma despachada por la Cámara, en vista de la suprema necesidad, apareció, también, presentando menos resis-tencia. Los demás amigos estaban dispuestos a votar favorablemente, a fin de terminar así con tan angustiosa y grave situación. El 2 de septiembre por la mañana, noticié, pues, al Ministro de Hacienda, don Enrique Za-ñartu, sobre este buen ambiente para dictar la ley que todos, absoluta-mente todos, considerábamos de salvación nacional".

Pero en esos días el Senado acuerda, asimismo, sesiones especiales para despachar una ley interpretativa de la Constitución, por la cual asegurábase a los diputados y senadores una suma de dos mil pesos mensuales a título de gastos de representación. La ley antedicha había sido presentada por el Ejecutivo en los primeros días de febrero de ese año, durante el Ministerio presidido por don José Maza, y tuvo el consenso de los Ministros'que re-presentaban en ese Gabinete a la Unión Nacional: don Samuel Claro Lasta-rria y don Roberto Sánchez García de la Huerta. Hubo, además, aquiescen-cia de los jefes de partido para adoptar esta medida democrática universal-mente aceptada en todos los países con gobierno de representación popular.

Este proyecto había sido favorablemente despachado por la Cámara de Diputados, cuyo período legislativo venciera el 19 de junio de 1924, y, en segundo trámite, tuvo que ir al Senado recién elegido en marzo de ese mis-mo año. No había discrepancia, pues, en la dieta misma, que todos estima-ban justa. La hubo, sí, en lo referente a la constitucionalidad de la interpre-tación que daba la nueva ley, y, muy en particular, al hecho de que ese gasto aparecía inoportuno, dada la aflictiva situación del Erario.

En torno a la crítica acabada de señalar es donde los opositores hacen girar sus voces de escándalo. Principia a decirse que algunos parlamentarios presionan al Gabinete en el sentido del despacho de la dieta como asunto previo para que ellos voten a favor la ley de los subsidios más arriba seña-lada. El contagio mental toma desde ese momento un cariz peligrosísimo... "La resistencia opuesta al proyecto de la dieta —escribe el señor Alessan-dri—, hácese por este motivo más vigorosa que nunca. La atmósfera caldeada

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iba abriendo camino a los extremos más censurables; y es aprovechándose de este ambiente que en la sesión nocturna celebrada por el Senado el 2 de septiembre, cincuenta o más oficiales, en su mayoría tenientes y capitanes concurren a la galería del Senado. . ."

Diariamente veníanse efectuando en el Club Militar reuniones en que numerosos tenientes y capitanes de la Guarnición, expresaban frases reñidas con el respeto que las Fuerzas Armadas deben a la autoridad pública. Al-gunos miembros del Gabinete, entre ellos don Enrique Zañartu Prieto, manifiestan, por eso, su firme propósito de que esas reuniones políticas llenas de entreveros —en las cuales se había atacado con dureza al Parla-mento—, tuviesen punto final, aplicándose las medidas disciplinarias del caso a los oficiales culpables de desacato o de estar deliberando, ya que ambas cosas estaban reñidas con el Código Militar, y sancionadas por él.

Esta noticia aumenta la efervescencia entre los oficiales jóvenes de la Guarnición, y con motivo de ella, el día 2 en la tarde, reúnense nuevamente en el Club Militar. Opinan los deliberantes que debe buscarse la manera de obligar al Gobierno a que vete la Ley sobre Dieta Parlamentaria y despache, en cambio, de inmediato, la que mejora la situación de los ascensos y grados en el Ejército. Todo esto, naturalmente, de acuerdo con las nuevas condiciones económicas en que se encuentra el país a causa de la desvalo-rización del poder adquisitivo de la moneda, provocada por la crisis mun-dial de las postguerra. A fin de hacer inequívoca esta actitud decidida que ahora unifica el sentir de la oficialidad joven, acuerdan los allí presentes concurrir de uniforme a la sesión del Senado que debía celebrarse esa misma noche.

Al vespertino "Los Tiempos", del día 2, llega con acelerada oportunidad un informe secreto de lo que iba a ocurrir, y los reporteros de ese rotativo, proveyéndose de algunos emparedados, a fin de no quedarse con el estóma-go vacío, pues ya era hora de comida, se lanzan como un bólido a ocupar, en las tribunas y pasillos del Senado, el lugar que les corresponde13. La noticia de lo que entonces ocurriera aparece en letras de molde al día siguiente, y a pesar del comentario público extendido como el aceite en un mantel, la información de "Los Tiempos" causa tremenda sensación en to-dos los círculos de la ciudadanía. Según ese vespertino, diversos grupos de oficiales habían subido a las galerías, porque, careciendo de "tarjetas" para entrar a las tribunas, allí no se Ies permitió la entrada.

Luego de abrirse la sesión, el senador por Chiloé, señor Real, hizo algunas observaciones para comentar la actitud asumida por los oficiales, estimando que ésta no encuadraba en la rigidez de la disciplina. En el acto, varias voces, seguidas de ruidos de sables, hacen un curioso coro a las palabras del orador; y como el ruido continúa, otro senador, el señor Celis Maturana, protesta airado expresando que los militares, con esa actitud, entorpecen la libre deliberación de los padres conscriptos, en cuyo recinto no puede tolerarse en modo alguno la presión de la fuerza, visible en los uniformes de corte prusiano que allí, en las galerías, parece colocada en son de ame-naza. Celis tiene la misma suerte de Real; sus palabras son interrumpidas por ruido de sables, debido a la gran aglomeración de oficiales en el estrecho recinto de las galerías.. . El proceder de los militares hácese, pues, intolera-ble, y por esta causa el Vicepresidente del Senado, don Héctor Arancibia Laso, da orden de despejar las galerías, hasta donde sube el Edecán de Servicio, señor Pamplona, para hacerla cumplir. Por su parte, el Ministro de la Guerra, don Gaspar Mora Sotomayor —que asistía a la reunión— sube

"El que estas líneas escribe era en aque- Tiempos" y del diario "La Nación", ani-lla época redactor del vespertino "Los bos de propiedad de don Eliodoro Yáñez.

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también detrás, y por intermedio del capitán Pinochet, el oficial más an-tiguo entre los presentes, les pide a sus ex compañeros de armas (el señor Mora había pertenecido a las filas del Ejército antes de dedicarse a la política) que abandonen el recinto. Así lo hacen los oficiales, pero no sin dejar de pronunciar algunas voces de firme y amenazadora protesta. . .

Antes de seguir en nuestro relato, debemos subrayar el hecho de que el discurso del senador por Santiago, señor Celis, tal como lo dio. a conocer "Los Tiempos" el día 3 y "La Nación" el día 4 de septiembre, fue por demás conceptuoso. De acuerdo con esa versión —que causa en el ánimo público, como ya hemos dicho, el efecto de una bomba—, el proceder de los oficiales concurrentes a las galerías del Senado debíase a un error lamen-table y a un desconocimiento de la trascendencia que pudiera tener esa actitud. "Durante siete años de mi vida —dijo— me he dedicado a la ense-ñanza dentro del Ejército como profesor de la Escuela Militar, razón que me liga con lazos de íntimo afecto a esa institución. Probablemente entre los oficiales que allí están (y miraba a las galerías) se encuentren muchos de mis alumnos de ayer; pero no puedo sustraerme a manifestar mi enérgica protesta al ver que pretenden amedrentar al Senado de la República con el ruido de sus sables y a presionar por este medio el sentir de los senadores. No creo en ningún momento —agrega—, que la presencia de los oficiales a que me refiero, pueda hacer variar en lo más mínimo la idea y el convenci-miento con que se acostumbra tratar en este recinto los asuntos que se debaten".

Don Enrique Zañartu, Ministro de Hacienda, tuvo frases más enérgicas, muy de acuerdo con la vehemencia de su carácter. Luego que éste termina de hablar, don Ladislao Errázuriz, sin justificar la intromisión de los mili-tares en los debates políticos, pregunta a la Mesa cuáles fueron los motivos de peso que la movieron a ordenar que se despejaran las galerías.

A esta última pregunta del señor Errázuriz, el Vicepresidente contesta "que habían algunos oficiales que conservaban puesta su gorra y se mante-nían de pie; además, hablaban en voz alta y perturbaban con el sonido de sus sables las observaciones que seguidamente formularon dos H. sena-dores"*.

Del recinto del Senado, los tenientes y capitanes se trasladan al Club Militar, donde se inicia una discusión que, por supuesto, no tiene nada que ver con las tranquilas charlas de los días normales. Desde ese instante, los jóvenes oficiales deliberan en forma desembozada, y cada vez más airada-mente. El Ministro de la Guerra pasa a conversar con ellos, en su doble carácter de ex oficial y actual Secretario de Estado, cuyas simpatías por sus antiguos compañeros de armas nadie puede poner en duda. Sin embargo, los ánimos ya muy tensos, embárcanse ahora en un incidente personal y de hecho con el Ministro, cuyo efecto se traduce en una lamentable ruptura de la sensatez criolla, de la que el señor Mora pensaba sacar provecho for-mal para la tranquilidad del país.

Estas noticias alarman sobremanera a Su Excelencia, y al instante utiliza los medios de su alto cargo para imponerse de manera fidedigna de cuanto ha ocurrido. Desgraciadamente, los informes, en casos como éste, son siem-pre. contradictorios, y los amigos que en tales circunstancias rodean a los hombres de gobierno, no siempre son todo lo sutiles y perspicaces para sondear lo ocurrido en los círculos concéntricos de mayor anchura que se forman y expanden en la opinión pública, después de producidas esta clase de peligrosas conmociones.

El que estas líneas escribe estuvo demasiado cerca de los acontecimientos referidos; vivió en uno de sus focos, y cotejando lo visto y publicado en-tonces con lo que él presenció y oyó de viva voz a muchos de los actores

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de este drama, no ha podido menos, en algunas oportunidades, que son-reírse con un poco de amable i ronía . . . cuando oye a los jóvenes de hoy hablar sobre las causas motoras de tales hechos.

Alguien, sin embargo, informa a Su Excelencia con absoluta exactitud; este alguien es el comandante Ewing, Jefe del Cuerpo de Carabineros. El señor Alessandri nos da pábulo para pensar así. "Aun cuando —escribe en sus Apuntes— continuaba estimando que esos hechos eran la repetición de las frecuentes agitaciones y murmuraciones producidas entre militares siempre que solicitaban aumento de sueldo o facilidades para ascender con rapidez, juzgué prudente que los Ministros se impusieran de lo ocurrido y que, al efecto, oyeran, personalmente, las informaciones transmitidas por el Ministro de la Guerra y por el Inspector General del Ejército. Antes que llegaran todos los Ministros, mi hijo Jorge me advirtió que el comandante Ewing, Jefe del Cuerpo de Carabineros, deseaba conversar brevemente conmigo. Ewing me manifestó que antes del Consejo y para que yo proce-diera sobre una base verdadera, creía de su deber hacerme presente que volvía del Club Militar, donde había hablado y creído penetrar el pensa-miento de la oficialidad subalterna, la cual estaba en estado de alarmante exaltación, resuelta a todo. "Entre otros acuerdos —me dijo—, existe ya el de firmar un acta de protesta o mandar retar a duelo a Zañartu, Salas y Celis".

"Ewing terminó sus. palabras expresándome que cualquiera medida disci-plinaria sería contraproducente e ineficaz, y que no habría medios materia-les como cumplirla por la armonía y solidaridad ya producida en todo el Ejército, a la cual se asociaba también el personal bajo sus órdenes".

No obstante, muchas de las personas que rodean a Su Excelencia opinan que se deben tomar, sin más trámites, las más drásticas y rápidas medidas. La revolución estaba en puerta y en esos minutos, como nos lo enseña el testimonio milenario de la Historia Universal, las épocas en pugna —la atacada en sus principios y la que se defiende—, llega un momento que no ven otro camino para solucionar el conflicto o diálogo de las generaciones, que el de la violencia primero; y el de la forma dictatorial, después. Defen-derse en este caso con un golpe súbito es signo de previsión.

El señor Alessandri, a pesar de lo dicho, cree en un posible arreglo; tiene esperanzas de que con cierto tacto y prudencia él podría hacer volver al cauce jurídico a las fuerzas que en ese instante amenazan desbordarse fuera de los acantilados de la Carta Fundamental.

¡Pero la revolución ya está rodeando al propio ¡Presidente. Al Consejo de Ministros, citado por el señor Alessandri el día 4 de septiembre, asiste el Ins-pector General del Ejército. Allí se comprueba que el termómetro político registra temperatura de f iebre . . . "El general Altamirano —comenta el señor Alessandri—, gastando un tono bastante resuelto y nervioso, ajeno a su carácter, dijo que precisamente era el Ejército quien más protestaba de la intromisión de la política en sus filas, por cuya razón se había impe-dido el Comando Unico, como lo tenía la Marina, y que, debido a la políti-ca, no era posible disponer del personal ni distribuirlo conforme a las necesidades del servicio, porque siempre algún senador o diputado aparecía apadrinando generalmente a los malos elementos militares para evitar cual-quiera medida de orden. Terminó manifestando que si se tomaban medidas disciplinarias contra los oficiales que asistieron al Senado, temía que se produjeran perturbaciones de gravedad..."".

Las palabras del Inspector General del Ejército no tienen otro efecto que el de exaltar los ánimos de Enrique Zañartu y Guillermo Bañados. Pero Su Excelencia que ya conoce la opinión del comandante Ewing, aún espera que un razonamiento ponderado sobre los sucesos en referencia pueda llevar las cosas por mejor camino.

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Fuera, sin embargo, en la opinión del hombre de la calle, instruido por las noticias de los diarios y el rumor intencionado de los intereses polí-ticos ya puestos a organizar su juego, el turbión no puede detenerse . . .

Los incidentes comentados pónense, además, de parte de este juicio instintivo. En esa misma fecha los militares acuerdan en su Club sortear entre los capitanes de la Guarnición a tres de ellos para que desafíen a duelo a Enrique Zañartu, Víctor Celis Maturana y Luis Salas Romo. He-cho el sorteo, se nombran los padrinos, y sale una comisión en busca de los presuntos ofensores, a fin de concertar el encuentro. Como la ofensa no había existido, Luis Salas Romo no acepta el reto, y los sublevados, en respuesta, levantan un acta, y descalifican a este caballero por haber rehusado una reparación por las armas, sin considerar la procedencia incalificable que significaba el desafío a un senador por opiniones vertidas desde la banca de partido y en carácter de congresal. Luego de firmar este documento, lo envían a los diarios para su publicación.

Celis y Zañartu explican el alcance de sus palabras, y con esto la colec-tividad militar se da por satisfecha.

•Pero entre todo este mare mágnum la persona del Presidente de la Repú-blica continúa en una atmósfera de consideración y respeto. El propio Edecán de Su Excelencia, don Pedro Alvarez Salamanca, y muchos otros, lo informan de que "la oficialidad está furiosa contra el Congreso, pero se mantiene adicta a su persona".

El señor Alessandri no puede menos de considerar como estadista el pro-blema que tiene ante sus ojos. El había advertido mucho tiempo antes el plano inclinado en que un parlamentarismo en crisis estaba colocando a la nación, y con oportunidad profética lo dijo en todos los tonos y en todas las formas posibles.

La sociedad humana tiene ciertas leyes que los hombres no han logrado precisar matemáticamente, aunque en términos generales, se conocen en cuanto a su regularidad y providencia. iDe estas leyes, insistimos, no se cono-ce con exactitud su mecanismo formal, porque nunca quizás el encadena-miento de los factores causales que determinan una arritmia social se repi-ten en el tiempo, con una misma idéntica relación de causa y efecto; de ahí,

ue cualesquiera diferencias entre los elementos que se suman a las causas e los hechos colectivos, registra, también, en sus efectos esa particular disi-

militud. No hay dos gotas de agua que se parezcan de manera absoluta, ni dos rostros que sean iguales ciento por ciento; pero dos gotas de agua de un mismo vaso tienen una similitud inmensa, así como todas las ovejas, en un rebaño, nos parecen iguales. El señor Alessandri, buen conocedor de la Historia, está más preparado que la mayoría de los políticos que ahora lo defienden o atacan para comprender el peligro en que el país se encuen-tra. ¡El así lo dice al grupo de sus familiares y amigos, y escribe en la prensa y predica en sus discursos.

Nadie le oye. Una hostilidad creciente de la oposición lo trata de pre-sentar como un demagogo. Pero él no ceja en sus propósitos, porque la gran responsabilidad del mando, ante las nubes que ve cernirse sobre los destinos de la patria, lo obligan a ello.

Con motivo de la fecha en que se despide a los jóvenes oficiales, alumnos de la Escuela de Caballería, el Comandante don Carlos Ibáñez del Campo, invita a Su Excelencia a un almuerzo en el Casino de la Escuela y le solicita dirigir la palabra a los allí presentes. Su Excelencia no se excusa de hacerlo y les habla con el sentimiento de quien cumple un deber de conciencia.

Esto ocurre a fines del año 1923, nueve meses antes de los acontecimien-tos históricos que hemos venido refiriendo en este capítulo. Dijo entonces el señor Alessandri, entre otros conceptos de no menor clarividencia: "Den-

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tro de las democracias no son los hombres solos los llamados a gobernar necesitan el concurso de aquellas colectividades, de esos organismos podero-sos y fuertes que se llaman partidos políticos y que son como tentáculos de los pueblos para caminar y avanzar en la senda del progreso.

"Es menester, en seguida, reformar nuestro régimen parlamentario, esta-bleciendo la clausura de los debates, limitando el derecho de interpelar; en otras palabras, corregir un sistema que, a causa del abuso que de él se ha hecho, resulta absurdo.

"Pero no se crea que yo pretendo suprimir el Parlamento. Lo que quiero es reajustarlo, componer sus máquinas, apretar las ruedas sueltas para que ande bien, para que haga buenas leyes y fiscalice con espíritu levantado los actos del Gobierno sin desorganizar la Administración Pública, como ocurre actualmente.

"Estas reformas las impone la hora actual; hay que ir resueltamente a ellas si no se quiere que la nave del Estado zozobre. El país se ha dado cuenta de esta situación y exige dichas reformas, porque quiere paz, orden, Gobierno. Es una ley histórica, sin variantes ni excepción, que cuando se retarda la evolución, forzosamente ha de venir el trastorno. 'Por eso, como gobernar es prevenir, los que tenemos la responsabilidad de la hora pre-sente, debemos mirar al horizonte, como el vigía que en el palo más alto de la nave va mirando el camino, para anunciar al jefe del barco los escollos que se presentan, a fin de que pueda evitarlos.

"Ese papel es el que está haciendo vuestro ¡Presidente. El 'Presidente de Chile está gastando toda la energía de que es capaz, llevado por el amor sincero que siente por su patria, para enseñar a los que tienen la responsa-bilidad de este momento histórico la ruta que deben seguir, para pedir, para implorarles o para imponerles la acción salvadora que evite los escollos adonde va a estrellarse la nave del Estado".

No puede entonces, el señor Alessandri, desentenderse de sus propios anuncios. El hecho de que el Ejército delibere y amenace en seguida con destruir la norma constitucional, es de una gravedad inmensa; pero no lo es menos que el parlamentarismo y los jefes de los partidos no hayan visto los escollos "sobre los que va a precipitarse la nave del Estado", ni que obser-ven con mirada sin intuición las nubes de tormenta cernidas sobre los horizontes de la República.

Ahora la tormenta ya está encima y los diques de la ley, opuestos a la gruesa marejada, son los de una Carta Política útil y ejemplar en el mo-mento histórico en que se dictó, pero que un lapso, cercano al siglo, de embates e interpretaciones acomodaticias de su texto, la han hecho periclitar en el espíritu y en la letra que le sirviera, en 1833, de poderosa sustentación.

El desconcierto de los políticos es grande. Algunos de ellos le proponen a Su Excelencia los temperamentos más absurdos. Se dice, por ejemplo, que la policía y los carabineros pueden arrestar a los oficiales que en ese mo-mento están en su club vociferando y pronunciando discursos en contra del parlamentarismo. Otros proponen el acuartelamiento inmediato de los cuer-pos de la Guarnición0.

Todo eso linda en lo absurdo, porque los generales Altamirano y Dartnell —los dos jefes de mayor categoría y graduación del Ejército— han manifes-tado, perentoriamente, que si se toma cualquiera medida disciplinaria contra los oficiales, ambos solidarizarían con sus compañeros de armas. Aún más: han dicho, también, que en el caso de ser eliminados, nadie podría responder de nada, pues el espíritu de cuerpo que coordina en ese mo-mento la acción de los militares augura que los haría llegar a cualquier ext remo. . .

Son los primeros sacudones de la rebelión en armas.

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Queda, sin embargo, por consultar a la ¡Marina. Los jefes navales no se han pronunciado todavía en esta inversión de los valores que está facili-tando la revuelta. Es necesario, entonces, consultar su pensamiento. Así lo hace el señor Alessandri, jugando la última posibilidad que ve para sortear la inminencia de la guerra civil o presenciar el derrumbe de las institucio-nes democráticas.

"Se llamó al Director General de la Armada, almirante Neff —anota el Primer Mandatario en sus Apuntes—. Pedro Aguirre había quedado de ha-blar con él por teléfono; por desgracia, esto fue absolutamente imposible, porque el teléfono estaba malo.

"El Ministro de la Guerra y el del Interior encontraron conveniente entregar el mando de la Escuadra de Evoluciones que se encontraba en Talcahuano, al Almirante Acevedo, de cuya lealtad se creía poder confiar.

"El Almirante Soffia, aunque muy distinguido marino, era de filiación netamente conservadora, fanático católico, y sabía yo que unionistas carac-terizados lo habían estimulado mucho para que se alzara en mi contra.

"En consecuencia, la medida propuesta por Aguirre y Mora era prudente y acomodada a las circunstancias.

"Pero como el Almirante Neff tenía mucha confianza en Soffia (me lo había manifestado así repetidamente), y para no molestarlo, acordé que solicitaran previamente su opinión para efectuar el cambio de comando. Con este motivo, Mora escribió una carta a Neff proponiéndole entregar el mando a Acevedo y llamar la Escuadra a Valparaíso.

"Se mandó un hombre de absoluta confianza (Luis Espinoza), para que, en una máquina, fuera a Valparaíso y en la misma noche volviera con la respuesta de Neff.

"Fue la única medida adoptada esa noche. Pedro Aguirre llamó también a los jefes de cuerpos, conferenció con ellos, y, como a la una de la mañana, me dijo: "Presidente, duerma tranquilo. He conferenciado con los Jefes de Unidades; responden del orden público y de la obediencia y disciplina de sus subordinados. Volverán mañana a las once. Duerma tranquilo".

"Yo respondí: "Son muy halagadoras sus palabras, Ministro, pero des-graciadamente no dormiré tranquilo, porque creo que los Jefes de Cuerpo no van a poder cumplir lo prometido".

"Pedro Aguirre se despidió de mí y se retiró para concurrir a una reunión de parlamentarios de todos los partidos, que había sido convocada por el Vicepresidente del Senado y acordar lo que procediera.

"Los parlamentarios quedaron reunidos en el Congreso; yo me fui a dor-mir. Así, terminó este agitado día 4 de septiembre".

Pero antes ha ocurrido un hecho, que el mismo señor Alessandri anota en sus Apuntes, y es como el preámbulo de los acontecimientos que van a culminar al día siguiente, dándole a la revolución subterránea en marcha su carácter estallido extralegal:

El Inspector General del Ejército había sido invitado a una reunión que celebraban en el Club los oficiales jóvenes de la Guarnición. "Encontré allí —le informó el general Altamirano a Su Excelencia— a una mult i tud de muchachos excitados, turbulentos, amenazadores. Quise tranquilizarlos y no tuve éxito. Lo único que me dijeron, dentro de lo estatuido y reglamen-tario, era que me acompañarían en todo momento".

Extendíanse ya los rojos albores del 5 de septiembre.. .

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Hacia el golpe de Estado

En los acontecimientos que acabamos de narrar, señalamos el hecho de que el Ministro de la Guerra, don Gaspar Mora Sotomayor, ex oficial de Ejér-cito en el grado de capitán, que había abandonado las filas para ingresar a la política militante, pierde —apenas iniciado el movimiento de rebelión— el ascendiente que hasta aquel entonces tuviera entre sus antiguos compa-ñeros de armas. Prodúcese este divorcio, por el deseo que el señor Mora tuvo, en su carácter de Secretario de Estado, de sofocar el estallido revolu-cionario en el momento en que éste se hace ostensible a la faz del país. Porque, aunque muchas veces se ha negado la premeditación en la ocu-rrencia de estos sucesos, no hay duda que ellos tuvieron antecedente o enlace en una cadena secreta, que desde algún tiempo venía eslabonando voluntades entre los militares jóvenes.

Aún más, don Arturo Alessandri, meses antes, el 21 de mayo, al asistir a la inauguración de "La Mutual de la Armada", ubicada en el edificio de propiedad de esta Institución, en la calle La Bolsa esquina de Nueva York, fue solicitado por el Almirante Neff 'para conversar solos, desligándose de los grupos que les hacían rueda. En esa circunstancia, Neff le dijo al señor Alessandri, sin ningún preámbulo ni titubeo: "Excelencia, he querido advertirle privadamente que es menester que esté alerta, pues le están ar-mando un movimiento revolucionario. Puede estar seguro que, en lo que a la Marina se refiere, no hay peligro alguno; pero, Presidente, el Ejército sí que está maleado". Y como el señor Alessandri hiciera algún gesto de incredulidad, el Almirante prosiguió diciéndole: "No estoy hablando por simples rumores, Excelencia. A mí mismo me buscaron, tentándome, inclu-so, con la Presidencia de la 'República. Yo contesté que era un hombre viejo, amante de mi país, y, por consideración alguna, me atrevería a causarle a la patria ese gran daño. Además, les manifesté no tener ambi-ciones de ninguna especie. No creo, sin embargo, que todos los genera-les piensen del mismo modo".

Resultará curioso para muchos, que a pesar de la gran sensibilidad polí-tica del señor Alessandri, estas palabras no produjeron impresión en su espíritu. El mismo, escribe en sus Apuntes para sus Memorias, no les atribuyó ninguna importancia, "porque —expresa— no cabía en mi mente que los militares de Chile fueran capaces de cometer tal barbaridad en los precisos momentos en que, pendiente el litigio de Washington, necesitába-mos acentuar nuestro prestigio de nación sena y ordenada, amante de nues-tras instituciones, respetuosa de los principios democráticos, lo que hacía contraste con el Perú de aquellos momentos, sofocado bajo la voluntad omnímoda de un solo hombre". Sin embargo, la indiferencia del señor Ales-sandri, a que acabamos de referirnos, tiene su justificativo: en la época de su conversación con Neff había ocurrido un hecho que el Presidente Ales-sandri relacionó después con las palabras del Almirante, determinando en su espíritu que restara a lo expresado por éste su efectivo valor. Vamos a relatar esta ocurrencia con las propias palabras del señor Alessandri, sacadas de sus Apuntes, inéditos, que tenemos a la vista:

"En aquellos días —escribe don Arturo—, el diputado 'Manuel O'Ryan había cometido la insensatez de formar un escándalo, acusando al adicto argentino Costa 'Palma de espionaje, en complicidad con Reyes del Río, secretario de la Dirección General de la Armada.

"Neff, sin ninguna razón, no quedó contento de la defensa esforzada y brillante que hizo, como Ministro de la Guerra, el general Brieba. En reali-dad, estaba muy sentido con Brieba, porque no retiraba de la Marina al Almirante Fontaine, enemigo de Reyes del Río. Asimismo, Brieba, para

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complacer a Gómez Carreño, deseaba que se relevara a Reyes del Río de su puesto de Secretario de la Dirección General. Yo —añade don Arturo—, atribuí las palabras de Neff a esos injustificados resentimientos en contra de Brieba y estimé que procuraba impresionarme para que lo amparara. No pensé más en el asunto, hasta el día 4 de septiembre, en que Neff así se lo recordó a Lucho Espinoza, el emisario que mandamos a Valparaíso".

Al día siguiente, es decir, el 5 de septiembre, muy temprano, ¡Mora So-tomayor se hace anunciar al Presidente de la República. Su Excelencia está en el dormitorio todavía, pero lo recibe en el acto. "Venía muy nervioso —nos informa el señor Alessandri—, estaba profundamente emocionado. Me dijo que había gente que, con malos propósitos, lo estaba intrigando con sus ex compañeros de armas, haciéndoles aparecer como preparando medidas disciplinarias en contra de los que encabezaban el movimiento que ya estaba en marcha. Le habían atribuido también un reportaje en el cual, sin razón ni justicia, aparecía él como el causante y promotor de la insubordinación de los mismos oficiales que ahora le retiraban el afecto y cariño que ayer le dispensaran".

Don Arturo escuchaba con mucha atención al señor Mora y trata de tran-quilizarlo en sus sentimientos heridos. En eso está, cuando llega el Ministro del Interior, don Pedro Aguirre Cerda. El señor Aguirre viene a referirle lo que había pasado en una reunión de parlamentarios, efectuada a petición del Vicepresidente de la Cámara Alta don Héctor Arancibia Laso. El Mi-nistro le expresa a don Arturo que entre los presentes hubo muchos "unio-nistas", o, lo que es lo mismo, personas del grupo más encarnizado de sus opositores, y, como era de esperarlo, no desplegaron los labios "Contempla-ban los acontecimientos —glosa el propio señor Alessandri— con la displicen-cia de quién mira desde el balcón y esto, además, con la halagadora esperan-za de satisfacer en alguna forma su mala voluntad contra mi persona y actos de gobernante. Me agregó Aguirre —continúa— que la mayoría de las opinio-nes del grupo "aliancista" se manifestaron en el sentido de que el Ministe-rio renunciara, para facilitar la organización de otro Gabinete, con perso-nalidades de otros partidos. Pedro Aguirre venía, pues a dejarme en liber-tad, para proceder como lo estimara conveniente, si yo acogía aquella opi-nión. Aunque no quise manifestárselo, deploré la conferencia de Aguirre con los parlamentarios de la oposición. Resultaba una ingenuidad confiar-les un trance difícil del Gobierno a aquellos mismos que lo habían hostili-zado, y seguían haciéndolo con tenacidad y pasión."

Y agrega, filosóficamente, recordando sus impresiones de aquel entonces: "En lo que Pedro Aguirre me refirió creí descubrir la eterna enfermedad de los parlamentarios, su constante anhelo por derribar gabinetes tomándose de cualquier pretexto o circunstancia para conseguirlo. En esta oportunidad, como siempre, no habían encontrado otro remedio que el de producir la cri-sis ministerial, la que, en mi opinión, nunca se me había aparecido más contraindicada.

"Agradecí a Pedro Aguirre su desprendimiento, más, con energía, le con-testé que debíamos seguir juntos hasta el fin. O nos quedamos todos, o sali-mos todos —le expresé en forma terminante—, pero la crisis, a petición de los parlamentarios, es inaceptable."

El señor Alessandri tiene sobrados motivos para tomar ese extremo tempe-ramento; pues el Ministro del Interior, con exceso de prudencia, impuesta tal vez por el deseo de no causar una molestia íntima al Presidente, no le di-ce que la proposición de crisis del Gabinete, para dar pase a un Ministerio universal, con personalidades de todos los partidos, va adscrita a una suge-rencia capital: la renuncia del señor Alessandri. Este es el precio que los "unionistas" le exigen a la Alianza, para formar el Frente único, con que

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pretenden oponerse a la dictadura militar ad portas, que hasta los más mio-pes, por las actitudes de los oficiales jóvenes en estos últimos dias, ven ya claramente acercarse.

En realidad, aquí hay dos posiciones ideológicas contrapuestas. Cuando el señor Alessandri llegó al poder, trajo consigo su larga experiencia parla-mentaria, la que, en el ejércicio del mando, le hace comprender la terrible tragedia del gobernante al que, la irresponsabilidad de la anarquía parti-dista entronizada en el Parlamento, no lo deja realizar su obra. Es en el sillón presidencial, donde él comprende en profundidad y realismo el cal-vario que debió sufrir el Presidente Balmaceda, al cual, en sus años mozos, cuando era estudiante de leyes, atacaba con toda la inexperiencia de la juventud y el ímpetu de su temperamento batallador. Pero han transcu-rrido '33 años y ahora, en el otoño de su vida, en la madurez de su intelecto, comprende que el régimen presidencial, propiciado por el Presidente mártir es el único que puede dar fruto de estabilidad política, en un país de tan ambicioso individualismo como es el nuestro. El régimen parlamentario nace en Inglaterra, pueblo de gran disciplina, con símbolos férreos inmo-vilizados por una tradición varias veces secular; gente individualista, es cierto, pero con un sentido jerárquico que los pueblos latinos desconocen y que Chile, ni en los días de la Colonia, aceptó nunca entre las espontáneas manifestaciones de su ordenación colectiva. En Chile se admira al individuo que rompe la valla, al que traspasa la norma de la división de castas, como fruto de la selección político-económica de su ponderada historia social; al que, en fin, se impone por su talento, su patriotismo, su fortuna, su audacia. Toda la sociología chilena, desde la Conquista hasta los días en que vivimos, se caracteriza por este juego libre de ascensiones y descensos en la escala de sus valores individuales. Es un proceso natural que se realiza sin grandes sacudidas, dándonos una fisonomía asaz extraña a la del resto de los países de Iberoamérica.

Frente al señor Alessandri, el 'Ministro del Interior, don Pedro Aguirre Cerda, pertenece a un partido que ocupa la avanzada doctrinaria en el cam-po de las luchas teológicas y las aspiraciones sociales de las clases económi-camente inferiores; en especial, las de la clase media. Pero en cuanto al mecanismo jurídico, que debe adaptarse a las necesidades de la nación y a su normal desarrollo, está en el punto opuesto al del señor Alessandri; re-presenta, precisamente, la reacción que el presidencialismo, al convertirse en inmediata posibilidad, provoca entre los partidarios del sistema parla-mentario, sistema ya con amenaza de perecer.

Para el señor Alessandri lo principal, en esos momentos, es mantener el principio de autoridad, evitar que el país derive al caos, y se conserven los basamentos del edificio jurídico que, el abandono hecho de la Carta Fun-damental, ponen en peligro de hundirse. Otros son los deseos del Minis-tro del Interior; el señor Aguirre Cerda ambiciona, salvar el "parlamenta-rismo", quitarle a la vorágine la posibilidad de precipitarse sobre el más grande escollo de la evolución institucional de la República y con el golpe de su embate lo pulverice.

Pero es el caso que la conciencia mayoritaria del país está de hecho con-tra el parlamentarismo, casi desde la víspera del suicidio de Balmaceda. Se había comenzado por saquear las casas de la ciudad de Santiago, y por seis lustros se continuo saqueando el crédito nacional.

Hemos dicho en el capítulo anterior que el Ministro de la Guerra escri-bió una carta al Almirante Neff, proponiéndole entregar el mando de la Armada al Contraalmirante Acevedo y llamar luego la Escuadra a Valparaí-so. A este propósito se afirmó en ciertos grupos, que el Almirante Acevedo, —el 4 de septiembre enfermo en su casa—, había aceptado esa comisión, y

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que para ello escribió al Contraalmirante Soffia, suplicándole que bajara a tierra, porque tenía algo urgente que hablar con él. No obstante, este mari-no, ya en conocimiento más o menos claro del rumbo que seguían las co-sas en la capital, se habría negado a la petición de su compañero y amigo, a causa del anuncio de alguien de que, una vez en tierra, el Contraalmirante Acevedo lo haría tomar prisionero, apoderándose en seguida del "Latorre" y de toda la escuadra, para bloquear Valparaíso y mandar al Norte buques de guerra, que le impondrían condiciones a los militares sublevados; y, en caso de que estas medidas no produjeran el fin perseguido, provocar la guerra civil.

Estas fábulas fueron dadas a conocer por la prensa y velando por su hom-bría de bien, el señor Acevedo las desmintió públicamente en "El Mercu-rio" del 22 de septiembre del año que nos preocupa.

Además —descontando lo acabado de mencionar—, todo el Ejército y Marina, en su plana mayor y menor, era enemiga del régimen parlamen-tario, y aunque Mora y Aguirre Cerda hubiesen deseado una cosa así, no habrían contado con ninguna figura de importancia en las fuerzas armadas, que coadyuvara a sus propósitos.

"Ignoro —escribe el Contraalmirante Acevedo, refiriéndose al señor Agui-rre Cerda y a don Gaspar Mora Sotomayor—, ignoro qué responsabilidad puede caberme a mí por tal gestión o gestiones de dichos Ministros (en el caso que éstas hubieran ocurrido), pues ni siquiera se me consultó en nin-gún momento, y que habrían fracasado en su origen, por la negativa del Almirante Neff, para dar su conformidad al cambio proyectado.

"Es también prematuro —agrega— hacer prejuicios sobre lo que yo ha-bría hecho al tomar el mando de la Escuadra, y sobre todo, lo que el Pre-sidente Alessandri hubiese resuelto en tan críticas circunstancias; pero me atrevo a asegurar que, en ningún caso, alguno de los dos llegara a pensar en lanzar al país a una sangrienta lucha civil, sobre todo, en las proximida-des de la dictación del fallo arbitral en nuestro litigio de límites con el Perú. Creo conocer en este sentido al Excelentísimo ex 'Presidente, con cuya amistad fui honrado y de quien oí amargas reflexiones sobre el caos políti-co, que impedía el progreso de la República, y que siempre mantenía en su espíritu la idea de retirarse del Gobierno."

Antes de almuerzo, el día 5 de septiembre, Su Excelencia llama a los Ministros a Consejo".

"Comentábamos los hechos que se iban desarrollando —anota don Artu-ro—, cuando se me anunció por el oficial de guardia, que una comisión de militares solicitaba audiencia. Ordené que pasaran al Salón de Honor, por-que eran muchos, y, no obstante la insistencia de los Ministros, por asistir conmigo a esa entrevista, les rogué que me dejaran solo, para poder penetrar hasta el fondo y con toda libertad, el pensamiento y propósito de los mi-litares. Lo más difícil para un gobernante es pulsear con justeza las situa-ciones que lo rodean, máxime en momentos de nerviosidad, porque todo llega hasta él, a través del matiz o punto de vista en que cada informante se encuentra. Era para mí, pues, de mucha importancia hablar con los amoti-nados, conocer sus intenciones, penetrar sus propósitos, para formarme concepto personal de lo que sucedía.

"Además, por diversos conductos, llegaba hasta mí la afirmación insis-tente en orden a que los militares exteriorizaban en toda forma su inmenso encono contra el Congreso y los políticos, expresando al mismo tiempo, in-condicional adhesión hacia la persona del 'Presidente de la República. Ne-cesitaba descubrir la verdad y el momento era propicio y tal vez único."

Los oficiales que acababan de. pedir audiencia al Presidente son, ni más ni menos, que los miembros del Comité o Junta Militar recién designados

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en una reunión efectuada a las 10 de la mañana en su Club social y la misión ante S. E. el Presidente de la República es la de presentarle un pliego en el que se consignan las aspiraciones de la oficialidad joven del Ejército y Marina, cuya representación invisten.

El que entra a hablar con S. E. está compuesto de los siguientes señores oficiales:

De la Escuela Militar: coronel Arturo Ahumada y teniente Mario Bravo; De Carabineros: capitán Oscar Fenner; De la Escuela de Caballería: teniente Alejandro Lazo; De la Academia de Guerra: teniente Enrique Calvo; Del Regimiento Buin: mayor Roberto Canales; Del Regimiento Pudeto: teniente coronel Arturo Mujica y capitán Só-

crates Aguirre; Del Regimiento Valdivia: mayor 'Matías Díaz; Del Regimiento Telégrafos: comandante Emilio Salinas; Del Regimiento Cazadores: comandante Bartolomé Blanche y capitán

Luis Cabrera; Del Regimiento Tacna: mayor Arturo Puga; Del Grupo a Caballo: mayor Ambrosio Viaux; capitán Armando Vásquez

y teniente Silvestre Urizar; Del Grupo Montaña: mayor Carlos Grasset; Del Batallón Andino: mayor Guillermo del Pozo, y Secretario del comité: capitán Angel ¡Moreno. Es posible que no todas las personas de este comité hayan entrado al

Salón de Honor, cuando el señor Alessandri los recibe en audiencia; pues éste, en sus Apuntes, no cita a muchos, a pesar de que termina la enumera-ción de ellos, con esta frase que puede involucrarlos: " . . . y varios otros ofi-ciales subalternos que no conocía o cuyos nombres no recuerdo"*.

Oigamos al propio don Arturo en la visión de conjunto que nos da en el movido relato de cuanto allí pasara:

"Ahumada —escribe— se sentó a mi derecha, invocando su título de más antiguo; tomó la palabra y muy respetuosamente, me dijo:

"Excelencia: existe un gran malestar en el Ejército, por la poca atención que se le presta y por la forma y modo como se atienden por los poderes públicos los intereses generales del país. Conviene —añadió— que nuestro Generalísimo conozca este sentir unánime del Ejército y para este efecto, el teniente Alejandro Lazo, si Su Excelencia así lo desea, entrará en mayores detalles."

Cuando un coronel reconoce en un teniente la representación del sentir unánime del Ejército, hay que convenir que el país ha llegado a un punto crítico de su existencia institucional; y así lo comprende el Primer Man-datario. "En ese momento —continúa Alessandri— me acordé de algo que acababa de informarme Mora Sotomayor. En efecto, éste me había dicho que los oficiales subalternos no dejarían presentarse solos, ante la autori-dad constituida, a ninguno de sus jefes. Aquello delineaba, caracterizándola, toda la psicología del movimiento. Eran los oficiales subalternos quienes mandaban; pues los jefes sólo se defendían para evitar que el movimiento los atrepellara, arrasando con ellos"'.

Lazo se pone de pie y manifiesta que el Ejército ha sido abandonado por los poderes públicos y que no se le oye ni atiende. Agrega que ellos no se conforman con que el Congreso pierda lastimosamente el tiempo en lar-gas y estériles discusiones, mientras existen numerosos problemas de interés nacional que están sin solucionarse en los archivos de ambas Cámaras. Se queja mucho de la politiquería y de las intrigas y culpa de estos procedi-mientos de mal gobierno al parlamentarismo, que él califica de esteril y en

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pleno desorden. ÁÍ terminar sus palabras, cristaliza ei pensamiento de sui¡ compañeros de armas en las siguientes peticiones:

19 Reforma de la Constitución del Estado, incluyendo en esta reforma la Dieta Parla-mentaria;

29 Veto inmediato a la actual Ley de Dieta Parlamentaria, que se tramitaba atropellan-do la Constitución;

39 Despacho inmediato de la Ley de Presupuestos, que, como se habia hecho costumbre, llegaba el mes de Septiembre, debiendo haberse despachado el 12 de Enero;

49 Retiro de los Ministros, señores Salas Romo, Enrique Zañartu y Gaspar Alora; 59 Despacho inmediato del Código del Trabajo y demás leyes de carácter social; 69 Modificación del Impuesto a la Renta; 79 Estabilización de la moneda; 89 Aprobación de la Ley de Empleados Particulares. 99 Vigencia de la Ley de Recompensa a los Sobrevivientes de la Guerra del Pacifico;

109 Reforma de las Leyes Orgánicas del Ejército, que no impongan gastos al Fisco; 119 Pago de haberes insolutos del profesorado primario y demás empleados públicos; 129 Aumento de sueldo a las tropas de Carabineros, Policía, Marina y Ejército; 139 Declaración del siguiente principio: Exclusión absoluta y permanente de los miem-

bros del Ejército y Marina de las luchas electorales y de cualquier acto de índole po-lítica.

Lo que Su Excelencia reflexiona en aquellos segundos en que la revolu-ción en marcha dibuja claramente la perspectiva de un dictador a corto plazo (aunque la silueta de quien detentaría el Poder aún no es visible), nos lo comunica en sus Apuntes, inéditos, que aquí toman, a más de su interés permanente, una vivacidad extraordinaria. IJice:

"La actitud de los militares que se presentaban en cuerpo, con peticiones relativas a asuntos que no eran de su servicio ni de su incumbencia, era francamente revolucionaria. Les hacía, por ello, merecedores de los castigos contemplados para el caso en la ordenanza militar. ¡Procedía arrestarlos en el acto y mandar instruir el correspondiente sumario; pero ¿con quién? ¿con qué fuerzas se podían ejecutar aquellas resoluciones? ¿Con la Guardia de La Moneda? Pero, ¿obedecería? Seguramente, no. Ewing me había dicho: el Ejército está totalmente solidarizado. Y Ewing era comandante de Carabi-neros, y, precisamente, Carabineros eran los que montaban la guardia en La Moneda.

"Estas y mil otras consideraciones pasaron por mi cerebro con la rapidez de un rayo, ante el espectáculo desmoralizador y triste, al cual asistía como espectador y actor.

"Con la esperanza de salvar el peligro, me dicidí a hacer una última ten-tativa dentro del marco de absoluta impotencia, en que los hechos y las circunstancias me colocaban, ya que no había ningún jefe, a pesar del respe-to y obediencia que me debían, con quien pudiera contar. Haciendo un in-menso esfuerzo para dominar mi justa cólera, con fría tranquilidad les ma-nifesté que no estaban en lo cierto, al decir que no se habían atendido los intereses ele ellos, pues, con objeto de servirlos, es que nombré, sucesiva-mente, tres militares en el Ministerio de la Guerra: Altamirano, Ewing y Brieba. Yo no era técnico en estas materias, pero sabía que el Ejército recla-maba con razón reformas básicas en su organismo total, y ascensos y mejo-ramientos de sueldos.

"Para atender a esa necesidad busqué los hombres que estimé más capa-citados. Creía encontrar así las herramientas más eficaces para servir al Ejército. Ningún Presidente de Chile tuvo tantos ministros militares y, en consecuencia, ninguno de mis antecesores me aventajó en el deseo de servir-los. Como los militares no lograran obtener del Congreso las leyes de mejo-ramiento que necesitaban, llevé al Ministerio de la Guerra a Gaspar Mora Sotomayor, que entró a la Cámara cuando recién abandonaba las filas. Pensé que aquél sería un acto simpático para la oficialidad, en atención a

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que éra público y notorio que esa misma oficialidad había obsequiado a Mora con una manifestación unánime, en la cual se le prodigaron grandes alabanzas y elogios.

"Les recordé que siempre quise solemnizar como Supremo Mandatario las diversas fiestas a que ellos me habían invitado, lo que tampoco hicieron mis antecesores. Cuando hubo algún problema de Gobierno de interés na-cional trascendente, busqué el medio de explicárselos de viva voz, signifi-cándoles así mi estimación y aprecio, todo lo cual revelaba que el cargo de despreocupación, por lo que al Ejército se refería no era justo, con respecto a mi actitud de Jefe del Ejecutivo.

"Les agregué en seguida que la 'Dieta Parlamentaria, que tanto les mo-lestaba, no tenía el menor inconveniente en vetarla, no por injusta o anti-democrática, sino por inoportuna8.

"En cuanto a las demás peticiones formuladas, ellas ni me sorprendían ni estaban contra mi espíritu; tales puntos constituyeron núcleos fundamenta-les de mi programa; estaban cristalizados en proyectos de ley, presentados al Congreso. Para mí, entonces, no podía ser sino profundamente satisfac-torio apoyarlas e insistir en la promulgación de esos proyectos que eran míos, y por los cuales combatí desde apenas llegué al Mando Supremo de la República.

"Había, sin embargo, en la solicitud que tenía en mis manos, un punto escabroso: la petición o exigencia para que renunciaran los Ministros.

"Le hice ver al comité la inconveniencia de tal petición y la indisciplina que ella importaba. Pero comprendiendo en mi fuero interno la imposibili-dad material de poder resistir a la fuerza, por falta de elementos capaces de contenerlas dentro del molde de las ordenanzas y siempre con la esperan-za de agotar hasta el último recurso para salvar el civilismo de mi país, ma-nifesté que era de opinión que llamáramos al Ministro del Interior, para que oyera lo que el decía sobre ese punto. Yo estimaba procedente que él lo supiera, pues no era justo ni honorable que la renuncia de los Ministros se precipitara en esa forma, sobre todo cuando yo había rechazado el día an-terior esa misma insinuación, formulada, entonces, por los políticos.

"En efecto, para realizar en el hecho lo que estaba pensando, llamé a Pedro Aguirre, el cual, con los demás Secretarios de Estado, me esperaba en mi escritorio particular. Cuando se anunció, le rogué que entrara al Salón de Honor, advirtiéndole privadamente que los militares se mostraban en un estado de exaltación alarmante contra el Congreso y los políticos, y que traían una serie de peticiones que yo había considerado conveniente aceptar.

"El teniente Lazo, a indicación, nuevamente, del coronel Ahumada, re-pitió a Pedro Aguirre todo lo que ya me había dicho, e insistió en la exi-gencia de que renunciaran los tres Ministros, por quienes ellos se conside-raban ofendidos.

"Desde que Aguirre Cerda entró a la Sala, la actitud de Lazo se hizo más agresiva, y cuando él, en su carácter de Ministro del Interior, expresó que tenía opinión formada sobre los sucesos y sobre la actitud que debiera ob-servar en vista de lo ocurrido, hubo un murmullo sordo. Continuó Aguirre, que como él pertenecía a un Gabinete político, necesitaba consultar a sus colegas para contestar.

"Alguno de los oficiales del grupo dijo, en alta voz, que era mejor que se entendiera con el Presidente, pues ellos no venían a pedir una respuesta al Ministro del Interior (es decir, a don Pedro Aguirre), sino a formular peti-ciones de bien público a su Generalísimo; y que sólo con éste se entenderían.

"En ese momento, el teniente !Lazo, rectificándolo, expresó: "—Mejor dicho, hemos venido a exigir". "Muy solemne y grave era el momento —anota el señor Alessándri—, pero

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ante semejantes palabras no nie pucte dominar ni contener más. Tampoco quise considerar las consecuencias ni los resultados de mi actitud. Me puse de pie y con resolución y firmeza, acercándome al asiento donde estaba el joven Lazo, puse en sus oídos lo que desde hacía rato necesitaba expresar. Mis palabras fueron más o menos éstas:

"Mi puesto y mi vida, joven oficial, son dos cosas que poco me importan en estos momentos; están en manos de sus compañeros de armas que tienen ahora la fuerza. 'Dueños son si lo quieren de arrebatarme y pisotear el trico-lor nacional que mis conciudadanos me entregaron como insignia del man-do. Pero hay algo que para mí vale mucho más que la vida y el puesto de Mandatario que hoy ocupo: mi dignidad personal. Esa la defiendo yo; es mía. Ustedes ni nadie me la pueden arrebatar. Vale más que la vida, le repito; y es ahora la "dignidad", precisamente, la que me impide continuar hablando sobre un asunto tan ingrato. ¡Hemos terminado!".

Las palabras del Presidente que fueron escuchadas, a más de los oficiales allí presentes, por el Ministro del Interior, el Ministro de la Guerra, que acababa de entrar, las captaron, también, las numerosas personas agrupa-das en la Secretaría y en la galería contigua al Salón de Honor, las que salieron rápidas a la calle, estremeciendo el ánimo público, en lo que al ci-vilismo correspondíale en esa jornada de prueba. Pero los militares allí presentes se pusieron de pie y expresaron, de seguida, a grandes voces, frases de adhesión y respeto a la persona de Su Excelencia. Le aseguraron que Lazo había sido traicionado en su pensamiento, diciendo algo que no estaba en su ánimo afirmar; y un mayor dijo, con gran firmeza, que ellos habían ido no a exigir, sino a rodear al Jefe del Estado, para ofrecerle su concurso moral y efectivo a fin de que realizara su programa, derribando la muralla china de los intereses creados que detenían su acción como tantas veces lo manifestara el propio Supremo Mandatario.

"Insistió mucho —escribe el señor Alessandri— en asegurarme que ellos me reconocían y me respetaban como Jefe, que me daban y mantenían toda su adhesión, obedeciéndome y siguiendo mis inspiraciones de gobernante. Blanche, muy resuelto, abundó en iguales conceptos; otro tanto hizo Ahu-mada; Puga, que siempre había sido excepcionalmente amable y cariñoso conmigo, también; Canales, del Buin; Salinas, Viaux, todos hablaron en igual sentido, y la adhesión que cada uno me ofrecía individualmente era ratificada con el asentimiento y voluntad de todos.

"Ante tan espontáneas y sinceras declaraciones, se me abrió todo un ho-rizonte de esperanzas. Creí haber salvado, a la República, y haber afianzado definitivamente la democracia bamboleante, dominando el movimiento de subversión y desorden erguido hasta ese minuto, con tan alarmantes ca-racteres".

Afuera, en la calle, el instinto público adivina, sin embargo, que el ré-gimen constitucional está vulnerado en el corazón y que el parlamentarismo triunfante en Concón y Placilla, ha caído para no levantarse más. Pero ¡en qué batalla! Por una paradoja del destino, ahora sería sacrificado (aunque por breve tiempo) el hombre que recogiera la bandera de un Ejecutivo res-petable y eficaz que Balmaceda no logró mantener victorioso, pero que an-tes de soltar de su mano, ya rígida por la muerte, un 19 de septiembre de 1891, profetizó, también, su epifánico retorno a La Moneda.

*

Ministerio Altamirano-Bello Codesido

Después de la reunión con el Comité Militar en uno de los salones de La Moneda, y conocida la actitud de éstos, era indudable que al Presidente de

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la República se le estrechaba en forma dramática su control del mando. Frente a tales circunstancias, su retiro del Gobierno era uno de los puntos del dilema ya escuetamente planteado; el otro era la posibilidad de que se somet ie ra . . .

Sin embargo, el señor Alessandri cree que aún puede impedir el desborde caótico, y corre el albur de equivocarse; él mismo nos cuenta sus cavila-ciones:

"En este evento —nos refiere— me quedaban sólo dos caminos: renunciar o ir tras el medio de encauzar el movimiento y contenerlo en sus efectos. Entre esas dos soluciones debía decidirme por aquélla que, a juicio mío, dañara menos los intereses generales del país, ya bastante lesionados por lo ocurrido hasta ese momento. Era preciso restarle, en lo posible, resonancia internacional a ese golpe de fuerza. Nuestro prestigio en el extranjero y, muy en particular, el litigio que Chile tenía pendiente en Washington, me lo exigían.

"Por otra parte, la actitud de los militares, que me ofrecieron ese mismo día su leal adhesión y la promesa formal de dar por terminada la incidencia una vez que el Congreso despachase las leyes que en esa oportunidad enu-meraron, me hizo abrigar la esperanza de que accediendo a ello sería posi-ble evitar mayores males para mi país. No quería el Presidente de Chile in-ferirle al Ejército de su patria la ofensa de creerlo capaz, después de una pro-mesa formulada de modo tan solemne, de que tres días después iban a olvidarla. Esa manera de proceder ofrecía, además, la oportunidad de que se despacharan una serie de leyes de positivo beneficio público y por las cuales mi administración luchara con extraordinario empeño desde hacía largo tiempo.

"Era claro, a pesar de lo dicho, que el precedente que se sentaba era fu-nesto; pero así y todo, a mi entender, aparecía mucho mejor que el de pre-sentar mi renuncia, pues en ese instante los jefes del Ejército no tenían la di-rección del movimiento; los verdaderos jefes eran los tenientes y capitanes, lo que ponía a las Fuerzas Armadas de la República en un plano inclinado por la más gravísima perspectiva, pues en el minuto en que la indisciplina hubiera cundido más abajo, nada ni nadie habría sido capaz de detener una catástrofe sin paralelo en la historia de América.

"Sobre este particular, los hechos se encargaron de probarme con cuánta justeza aprecié la situación, pues más tarde, cuando abandoné el poder, ya el movimiento estaba encauzado, tenía jefes responsables y cierta organización; si hubiese entregado mi renuncia el 5 de septiembre, en que nada de esto existía, estoy seguro de que habría arrojado el país al caos."

En esta trágica encrucijada el señor Alessandri, procede a sondear los ánimos para organizar a la brevedad posible, un Gabinete que tenga la fi-sonomía de esta hora de crisis, pero que detenga, al mismo tiempo, la des-composición de un régimen que ya agoniza. Y como los militares han expresado su confianza por el General Altamirano, y deseando, a su vez, el señor Alessandri inspirarles confianza a ellos, llama a este jefe y le encarga la organización del nuevo Ministerio.

"Altamirano aceptó sin vacilar —nos dice el señor Alessandri—, y entran-do a discutir nombres, me propuso a Emiliano Figueroa para Relaciones Exteriores; se lo acepté con el mayor gusto. En seguida me habló de Grego-rio Amunátegui para Justicia e Instrucción Pública; también lo a c e p t é , agregándole que había pensado en él. Me propuso después a Neff para el Ministerio de Hacienda, porque me manifestó que era muy entendido en negocios y materias financieras. Reconocí la competencia de Neff y le expre-sé que era justo darle representación a la Marina en la persona de su Di-rector, ya que él (Altamirano) representaba al Ejército. Me insinuó acto

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continuo el nombre de don Ismael Valdés Valdés para Industrias; le re» pondí que si lograba esa adquisición me daría una satisfacción grande. Se refirió acto continuo a Luis Gómez Carreño, para el Ministerio de Guerra. Aquí, por primera vez, le hice una objeción . . .

'En mi diálogo con Altamirano yo procedía sobre la base aceptada por él de que el Gabinete que estábamos planeando tendría que encargarse de sacar las leyes solicitadas al Congreso. Pues bien, la entrada de Gómez Ca-rreño al Ministerio presentábase como un obstáculo para esta finalidad, pues los radicales le habrían opuesto gran resistencia y mucho más los demócratas, que desde los días del terremoto de 1906 se habían declarado sus enemigos. En vista de la gravedad de la situación, yo le hablé todo esto a Altamirano con ruda franqueza. Pero como él insistió en el nombre de Gó-mez Carreño, yo me afirmé en la negativa.

"Para sortear la dificultad, propuse a Altamirano el nombramiento de Acevedo. No hizo reparo a su calidad integérrima de marino, pero me sosla-yó que Acevedo era masón y que alrededor de esta connivencia de algunos militares y marinos con las logias se había hecho mucho reparo, en los últi-mos tiempos, entre los militares jóvenes que deseaban resistir esa influencia.

"Urgido por la necesidad y por el tiempo, le ofrecí entonces a Ewing. También me lo rechazó diciénüome que no tenía prestigio entre la oficia-l idad Le dije, finalmente, que eligiera entre el General Bennett, el Coronel Ahumada, el Coronel Fernández Pradel o el Mayor Sáenz, profesor de la Academia de Guerra. Con estos nombres en la cartera y sobre las bases de lo que ya habíamos hablado, Altamirano salió a buscar su personal, reser-vando el Ministerio de la Guerra para cualquiera de los cuatro últimos nombres que le había indicado."

El señor Alessandri ocupa el resto de ese día como de costumbre, es decir, en el despacho de los asuntos de Gobierno y en conversaciones con los jefes políticos de los partidos de la Alianza. Hace, también, su paseo por la Ala-meda después de almuerzo, en compañía de algunos amigos, entre los cuales camina Carlos Briones Luco.

"La ciudad —escribe don Arturo en sus Apuntes— estaba absolutamente tranquila, inalterable dentro de su ritmo normal. Carlos Briones me refi-rió con lujo de detalles lo que había conversado en la mañana con militares de diversos grados:

"—Todos coinciden —me dijo— en afirmar que sus protestas van en con-tra del Congreso, que no lo deja a usted gobernar ni realizar su programa. Se han expresado de usted con mucho afecto, manifestándome que puede estar seguro de su total adhesión."

Con palabras similares a las de Briones Luco se expresan el diputado Eduardo iDeves, opositor, y Jorge Andrés Guerra, también de la oposición y que antes había sido Ministro de la Guerra y conservaba muchas relaciones en el Ejército.

A las cuatro de la tarde el señor Alessandri es informado por don Eliodo-ro Yáñez, Pedro Aguirre Cerda, Pedro Fajardo y Agustín Correa Bravo, de que los partidos de la Alianza acababan de reunirse y les habían dado el encargo de comunicarle que puede contar ampliamente con la cooperación de ellos para cualquier Gabinete que piense organizar.

Cuando don Arturo les informa de la gestión encomendada al General Altamirano, los representantes aliancistas se expresan con muestras de viva satisfacción; menos don Eliodoro Yáñez, quien le observa al Presidente, con su cautela acostumbrada, el peligro que ello encierra. El señor Yáñez se expresa más o menos en estos términos:

"Tal vez convendría, Excelencia, que el Jefe del Gabinete no fuera un militar. Pienso que aparte de su poca ductibilidad, la cultura de los hom-

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bres de armas está en pugna, en iñomentos como éstos, con la cultura ju-rídica, que es esencialmente respetuosa de la forma, precisamente porque to-da su fuerza emana de un pacto moral. El manejo de la fuerza por la fuerza es siempre peligroso. Por eso yo creo que sería más prudente buscar cuatro personalidades civiles muy prestigiosas, entregando la Cartera de Guerra a un militar, a Altamirano, por ejemplo, y otra a un marino, digamos al Al-mirante Neff; y nada más."

Esta sugerencia del señor Yáñez, además de lógica, es recomendable desde muchos puntos de vista. Así también lo comprende el señor Alessandri; "pe-ro el deseo de proceder ligero, de inspirar confianza y de ser leal con lo pro-metido a los militares en la reunión de la mañana" —como él mismo lo ex-presa en sus Apuntes de ese día— le impide volver atrás en las determinacio-nes ya tomadas.

El General Altamirano llega muy tarde, como a las ocho y media de la noche, en compañía del General Bennett. Tiene aspecto muy tranquilo y parece no participar en nada de los rumores circulantes, cuyo foco está en el Club de la Unión, donde los opositores al Gobierno aseguran urbi et orbi que Alessandri no podrá organizar Gabinete, pues los unionistas no le faci-litarán jamás esta puerta de escape y en consecuencia se verá obligado a renunciar a la 'Presidencia.de la República, como M. Millerand en Francia, p o r la imposibilidad de formar Ministerio.

iDespués de- un último cambio de ideas, el Gabinete queda organizado en la siguiente forma: Interior, General Altamirano; Relaciones, don Emi-liano Figuerroa Larrain; Guerra, General Juan Pablo 'Bennett; Hacienda, Vicealmirante Francisco Neff; Justicia e Instrucción Pública, don Gregorio Amunátegui Solar; Industrias, don Angel Guarello.

A las diez y media de la noche se extienden los nombramientos de los seis Ministros, pero sólo juran Altamirano, Bennett y Amunátegui, allí presentes. El juramento de los tres que faltan queda diferido para el otro día.

Ahora bien, cuando los Ministros que están en la sala del Presidente ter-minan de jurar sus cargos, un grupo de muchachos unionistas, estimulados por la prensa de oposición, avanza hasta las cercanías de La Moneda profi-riendo dicterios en contra del señor Alessandri y su familia.

Lo grave de esto es que, a más de los mozuelos que así descargan su rencor partidista, van entre ellos algunos oficiales de Ejército.

Avisado el Presidente de ese hecho, no puede contener su cólera y da órdenes a la policía y a los carabineros de hacer despejar, pero luego Su Excelencia sorprende un espectáculo que lo hace medir en todo su alcance lo que puede en el ser humano el incentivo del aura popularis aun a true-que de tremenda injusticia: uno de los Ministros recién nombrados, de pie en la puerta de La Moneda, sonríe ante los aplausos y vítores recibidos de los manifestantes, sin pensar que con su pasividad ante las ofensas que por primera vez se proferían contra el Presidente de la República en la misma puerta del palacio de Gobierno, el vejado no era allí el hombre físico que terciaba sobre su pecho la banda de O'Higgins, sino el principio de autori-dad que no puede faltar en ningún país bien constituido, so pena de su propia ruina y desmedro.

Cae la noche del 5 de septiembre y, poco a poco, entre sus sombras, piér-dense los últimos ecos de las voces de algunos manifestantes aislados y noc-tivagos que gritan a favor o en contra de la Revolución Militar, enfrentada por el nuevo Gabinete que, a la mañana siguiente, para muchos aparecería como de salvación nacional.

El día 6, don Emiliano Figueroa, que desde un principio ha puesto serios motivos para aceptar la Cartera de 'Relaciones Exteriores, se niega definiti-

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vamente a ello, dando razones de salud. El General Altamirano propone eii su reemplazo a don Guillermo Soublette Garín, Almirante en retiro.

El nombre del señor Soublette recibe la oposición de don Gregorio Amu-nátegui, quien advierte que no es aconsejable llenar el Gabinete de milita-res y marinos, porque la opinión pública chilena es militarista sólo cuando el ejército se mantiene en la órbita de sus servicios profesionales, pero se torna en contra de los uniformes cuando éstos principian a intervenir en política.

A las palabras de Amunátegui, responde el Almirante Neff diciendo que tal peligro no existe en este caso, pues el señor Soublette es marino en reti-ro. Pero el señor Amunátegui no se da por convencido y advierte que "el uniforme imprime carácter". Esta vez sus palabras son apoyadas resuelta-mente por el señor Guarello. El diálogo en sí no es ni agrio ni acalorado pero sensibiliza extraordinariamente al señor Alessandri, que conoce mucho al señor Amunátegui, y, como buen psicólogo, percibe que don Gregorio busca un pretexto para retirarse, tal vez aconsejado en su fuero interno por una reacción súbita, pues momentos antes pasó un grupo de estudiantes universitarios gritando: "¡Rector o Ministro. Uno de los dos debe renun-ciar!"14.

La policía despejó a los muchachos, pero Amunátegui no pudo disimular la impresión profunda que aquellos gritos le produjeron. Don Arturo pesta-ñeaba sin perderle gesto y ve al instante el peligro de la renuncia de un Ministro civil de lujo, como es el Rector de la Universidad, con su prestigio de gran profesor y ciudadano integérrimo.

"Preocupado —sigue informándonos el señor Alessandri— por salvar la nueva dificultad que se me presentaba y para evitar a toda costa el fracaso de la organización ministerial —con lo cual se habría realizado el deseo de los implacables enemigos de mi administración—, me apresuré a declarar que habría aceptado gustoso a Soublette, pero en vista de las observaciones hechas por Amunátegui y Guarello, hacía indicación para que se aceptara en su lugar a Emilio Bello Codecido.

"Tuve la suerte y la alegría de que Bello fuese aprobado por unanimidad, después de haber luchado en forma intensa para convencerlo de que debía entrar al Ministerio". De este modo Emilio Bello reemplaza al señor Fi-gueroa Larraín, jurando pocos momentos después en compañía de Neff y Guarello.

(Don Emilio Bello, en sus Recuerdos Políticos, afirma que él "fue llamado a última hora a la Cartera de Relaciones Exteriores, y al aceptar ese cargo dejó constancia del concepto que tenía sobre la situación. Expresó que no creía que el Gobierno se hallaba ante una simple sublevación militar y bajo la presión de la fuerza. Estimaba, sí, que se hallaba frente a un movimiento de opinión pública de protesta contra la anarquía política y parlamentaria ante la crisis del régimen. En consecuencia, no consideraba aceptable ni prudente la idea insinuada de proceder, desde luego, a la disolución de la Junta Militar y que, por el contrario, debía el Gobierno entenderse con dicha Junta, a fin de que le diera a conocer las finalidades del movimiento, así fue acordado".

Entretanto, la Junta Militar había designado un Comité, compuesto por el Comandante don Bartolomé Blanche y los Mayores Carlos Ibáñ'ez y Ar-turo Puga, para entenderse con el Gobierno. "Este Comité, acompañado, además, de los tenientes Alejandro Lazo, Mario Bravo y Silvestre Urízar, se reúne en el Ministerio del Interior con los miembros del Gabinete. El Mi-nistro de Relaciones, encargado de hablar a nombre del Gobierno, hace

"Don Gregorio Amunátegui Solar era esos momentos, el Rector de la Universidad de Chile en

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presente a los delegados de la Junta la necesidad de que dieran a conocer las finalidades inmediatas del movimiento.

"Los delegados expusieron —continúa don Emilio— que, aunque debían consultar previamente a la Junta, podían adelantar desde luego que la disolución del Congreso y el alejamiento del Presidente Alessandri, consti-tuían las imperiosas exigencias del momento. En la segunda reunión se reiteró por los delegados de la Junta lo que habían expresado en la reunión anterior. El Ministro de Relaciones les observó que no creía necesario que-brantar la situación constitucional más allá de lo indispensable con la diso-lución de un Congreso que ya había perdido su autoridad moral y que en el hecho había dejado de existir. Proponía, en cambio, que éste fuera citado para el solo objeto de convocar a una Asamblea Constituyente y, en seguida, declararse disuelto por acto propio, consultando así el objetivo de la refor-ma exigida por la opinión del país.

"En cuanto al alejamiento del Presidente en la forma propuesta —como medida aconsejada por las circunstancias y que facilitaría la obra patriótica del cambio de régimen con independencia de los intereses y luchas partidis-tas—, no veía ningún inconveniente para ello ni encontraría, seguramente, resistencia de parte del Primer Mandatario que tan penetrado debía hallar-se de los propósitos perseguidos por el movimiento encabezado por las fuerzas armadas.

"Esclarecida así la situación en estas entrevistas celebradas en el Minis-terio del Interior, pudo el Presidente Alessandri conocer y apreciar los propósitos que dominaban en la Junta Militar en esos momentos. Y, en consecuencia, adoptar la resolución que, a su juicio, le señalaban las cir-cunstancias, la dignidad de su cargo y sus patrióticos sentimientos"15.

Después de aclaradas las circunstancias de la organización de ese Minis-terio de emergencia, y que hemos abonado con las claras palabras del señor Bello Codecido, continuamos nuestro relato.

A las tres y media de la tarde, el nuevo Gabinete se reúne en la Sala del despacho presidencial a conocer lo pedido por los militares y buscar solu-ciones de acuerdo con los nuevos sucesos de esa revolución en marcha".

El señor Alessandri hace una relación detallada de lo ocurrido y luego se refiere a los proyectos de fondo enviados por él a la Cámara y cuyo despacho necesita, en especial el proyecto de subsidio, que, como ya lo hemos dicho en capítulo anterior, asciende a 110 millones de pesos; ilustra en seguida al señor Neff sobre algunos asuntos de carácter económico, co-mo el arrendamiento a la Sociedad de Tierra del Fuego de un millón de hectáreas por un plazo de 21 años, por los cuales esta sociedad pagaría anticipadamente la suma de un millón doscientas cincuenta mil libras es-terlinas (proyecto que tuvo la aceptación inmediata del nuevo Ministro de Hacienda, señor Neff) y, por último, manifiesta a sus Ministros que para satisfacer las exigencias formuladas por los militares en la entrevista que tuviera con ellos el día anterior, le parece indispensable obtener del Congreso una Ley de un solo artículo, en el cual se le autorice sancionar los proyectos referidos, que el Ejecutivo ha presentado ya al Congreso.

Todos están de acuerdo en este sentir, menos don Gregorio Amunátegui, que desde la noche anterior viene insistiendo en la necesidad de exigir la disolución del Comité Militar, cuya permanencia, dice, es inaceptable den-tro del orden jurídico de la Carta que él todavía cree en pie. El señor Alessandri le encuentra razón al señor Amunátegui; pero, aun después de lo

" B E L L O CODECIDO , lyvriLio. Recuerdos políticos. La Junta de Gobierno de 1925. Su origen y relación con la Reforma del Régi-

men Constitucional. Santiago, Chile, Nasci-mento, 1954.

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que manifiestan los dos jefes militares allí presentes en orden a que el Co-mité se disolvería cuanto antes, él está seguro de que eso no va a ocurrir.

En efecto, es opinión unánime que el susodicho Comité no dará por termi-nada su misión sino una vez que se hayan despachado las leyes en tapete.

Si el Ministerio, pues, no anda con cuidado, las cosas volverán a su punto inicial; precisamente, lo que el señor Alessandri desea evitar a toda costa. . .

"Insinué la conveniencia de no provocar tal conflicto —escribe— y dejar que obraran los acontecimientos. La palabra que se me había dado de que el Comité en su totalidad se reintegraría a sus labores profesionales una vez que las Cámaras cumplieran con el despacho de las leyes que se les soli-citaban, dábame una gran confianza en el porvenir. Yo aceptaba como leal y sincero el propósito, lo que me habían afirmado sobre el honor de sus espadas".

Amunátegui y Guarello acataron el temperamento propuesto por el señor Alessandri, y, dentro de este predicamento, se retiran para volver más tarde. En el despacho presidencial sólo quedan Su Excelencia y el Almiran-te Neff.

Conversaba aquél con el Ministro de Hacienda, cuando llega a la sala Cornelio Saavedra Montt, uno de los más adictos, leales y decididos amigos con que cuenta en esa hora crítica el señor Alessandri.

Saavedra avanza muy agitado, con la exuberencia de su temperamento nervioso que no sabe controlar la expresión de sus emociones; y, evitando preámbulos, le cuenta que Héctor Arancibia Laso y Santiago Labarca, sin consultar a los senadores de la mayoría, les han ofrecido a los unionistas formar un Frente Unico Nacional con un Ministerio que lo representará, para resistir así al militarismo, que de simple amenaza comienza a tomar, por minutos, la estructura de una triste realidad. Naturalmente, el pago a los unionistas por su entrada a este "frente" sería la renuncia in limine de Alessandri a su mandato constitucional de Presidente de la República. . .

En el acto don Arturo manda buscar al General Altamirano, y apenas éste se incorpora a la reunión le pregunta qué es lo que sabe sobre ese rumor. El general responde que nadie había conversado con él sobre tal punto concreto; y como el señor Alessandri manifestara que si su renuncia servía para normalizar la situación, está llano a dimitir, Neff se levanta de su asiento y, con firme vozarrón, le dice al Presidente:

"—Excelencia, no repita esa palabra. No tiene usted derecho a complicar la situación abriendo más el apetito a sus enemigos. El comandante de un barco es el último en abandonarlo en caso de naufragio y usted debe sucum-bir en su puesto. Por otra parte, Excelencia, sabe que la Armada lo acom-paña y está a su espalda".

Refiriéndose a estas palabras, el señor Alessandri escribe en sus Apuntes: "Las declaraciones de Neff eran decisivas y seguras. Manifestó en seguida

el. deseo de saludar a mi señora y, en forma afectuosa y delicada, reiteró delante de todos mis hijos lo que acababan de oirle Cornelio, Altamirano y yo. Momentos después llegó Armando Jaramillo y al saber lo ocurrido, me agregó un comentario:

"—He conversado largamente con Neff y después de oirle estoy comple-tamente tranquilo. En el Club los unionistas están enconadísimos con él porque dicen que está entregado a usted en cuerpo y alma".

Antes de comida, y después de una segunda reunión con los Ministros, que reciben muy complacidos las declaraciones de los presidentes de ambas Cámaras de colaborar con amplitud para despachar los proyectos de ley ya indicados por el señor Alessandri, éste recibe al Mayor Viaux, Jefe de un Grupo de Artillería, que ha pedido audiencia por intermedio del Edecán don Pedro Alvarez Salamanca.

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Como los otros oficiales que conversaron en la mañana con el señor Alessandri, este militar le da al Presidente las seguridades más cálidas. En las notas de sus Apuntes, don Arturo escribe que ¡Viaux le dijo ese día:

"—No crea, Excelencia, los chismes que puedan traerle respecto del Ejér-cito. Hay mucha gente interesada en perturbarlo e indisponerlo con nos-otros. El Ejército está como una tabla con Su Excelencia. Yo se lo respondo con mi vida".

"Agradecí estas declaraciones —añade don Arturo—, que fueron hechas con voz y gesto emocionados; y di término a la conferencia".

Aun después de comida, tiene visitas de esta naturaleza. A esa hora recibe al Coronel Fernández Pradel, con quien, a petición de su amigo Alejandro Murillo, quiere conversar de visu, por haber sido ese jefe un entusiasta enemigo suyo.

Dice en sus Apuntes: "Empezó por manifestarme su adhesión y por ponerse incondicionalmente

a mis órdenes. Se lo agradecí y le manifesté que todo el día había estado trabajando para obtener el lunes el despacho de los fondos que debieran cubrir todas las obligaciones pendientes del Estado y las leyes cuya urgencia me habían pedido los militares.

"Con extrañeza mía, Fernández me respondió entonces: "—Pero eso no basta, Excelencia. No se equivoque usted. El Ejército no se

contenta con sólo el despacho de esas leyes, pues si así se procede y una vez que todo pase, los políticos, que son tan diablos, las derogarán pretextando que están viciadas por presión y fuerza. Es necesario disolver el Congreso. El Ejército no se conformará sino después de haber conseguido esta finali-dad y espera que Su Excelencia lo acompañe".

El señor Alessandri trata de convencer al ¡Coronel de que su temor no tiene base.

"—En las mismas leyes que se van a dictar —le rebate— pueden estable-cerse garantías que hagan imposible su derogación. Además, para derogar esas leyes necesítase de mi concurso, que no se lo prestaría jamás, ya que ello importaría una burla. Yo les daré seguridades, Coronel, para que que-den tranquilos, incluso la de ser fusilado al pie de la estatua de Portales si falto a mi convenio".

Fernández no ceja y continúa repitiendo que los políticos son muy dia-blos, y los militares dudan de ellos; el mayor cargo que le hacen al señor Alessandri es el de pasar por encima de los defectos de tales hombres.

"—Quiere decir —lo interrumpe entonces don Arturo— que Uds. no tienen confianza en mí.

"—No, Excelencia —replica Fernández Pradel—, tenemos confianza en Ud., pero no en los políticos. Por eso la única garantía que podemos aceptar para nuestras miras de bien público es la disolución del Congreso".

El señor Alessandri medita un instante y con voz pausada, serenamente, le dice:

"—La finalidad que Uds. persiguen es hacer algunas reformas requeridas por el interés nacional. Yo me comprometo a obtener esas finalidades con el actual Congreso, y a hacerlo en definitiva, pero sin violencias, sin pro-ducir ante el mundo el escándalo de atropellar la Constitución y las Leyes, a imagen y semejanza de otros países que hemos criticado y que tanto han sufrido en su prestigio. Nuestro diferendo en Washington, al cual está unida su suerte como la mía, sufriría un recio golpe con un procedimiento como el que Uds. aconsejan. ¿Pueden los militares de Chile obcecarse hasta el punto de dañar y poner en peligro un asunto de tan grande interés nacional?".

A pesar de estas razones, el Coronel Fernández parece francamente fana-

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tizado con la idea de disolver el Congreso. Entonces el señor Alessandri, antes de terminar su diálogo, le arguye como punto final:

"—Nadie, Coronel, ha censurado con mayor severidad que yo los males del régimen parlamentario, en la forma establecida entre nosotros. Creo, por lo tanto, tener la prioridad en el deseo de sanear a Chile, radicalmente,, de este daño que sufre. En lo que yo nunca podré estar de acuerdo con lo que ustedes opinan es en el modus operandi para hacerlo. Los medios vio-lentos, desquiciadores, revolucionarios que Uds. quieren emplear, le darían a esta obra un carácter antipático ante la opinion de la gran masa ciuda-dana. ¿Quieren echarse encima, a la corta o a la larga, el odio de todo Chile? ¿Para qué, con qué objeto, si lo que Uds. persiguen pueden conquis-tarlo en forma brillante, dando un ejemplo de cordura y buen juicio ante la faz del país y de América?".

Calla Alessandri aguardando la respuesta. Pero el Coronel Fernández continúa inmutable en lo que ya ha dicho.

Ahora, eso sí, añade a su opinión adversa a los políticos, algunos juicios en tono agresivo, duro y de extremada gravedad, en contra de don Enrique Zañartu Prieto, ex Ministro de Hacienda del último Gabinete constitucio-nal del señor Alessandri.

Al oir ésto, don Arturo se pone de pie y con verdadera indignación lo rectifica:

"—No puedo intervenir en sus ideas en todo aquello que se refiere a los conceptos que a Ud. le merezca la capacidad intelectual del señor Zañartu, pero cualesquiera que sean los defectos de este caballero, su honradez, su probidad están fuera de toda sospecha y son inmaculadas".

Al despedirse en la puerta, toca la casualidad que viene entrando al des-pacho presidencial el señor Zañartu Prieto, el que, sin saber lo que acaba de ocurrir, saluda al Coronel con toda atención; éste le responde dg idén-tica manera.

*

Leyes a destajo

Los acontecimientos principian a tomar un ritmo acelerado. El lunes 8 de septiembre, ambas ramas del Congreso se aprestan para recibir al Gabinete que preside como Ministro del Interior y como plenipotenciario de la Jun-ta Militar el General don Luis Altamirano. El Ministerio va a presentarse para dar a conocer su programa de Gobierno, pero llevará, en esa circuns-tancia, a diferencia de las anteriores combinaciones políticas con represen-tación en las Secretarías de Estado, un carácter de inconstitucionalidad particular, que le da, por eso mismo, una fisonomía distinta a las que hasta esa fecha, y a través de más de un siglo, el país habíase acostumbrado a contemplar.

Este carácter es el de la exigencia previa que llevará el Ministerio a los congresales: la inmediata aprobación de los proyectos de leyes consignados en el Memorial que elevaron los militares jóvenes al Presidente de la Re-pública.

Entretanto, en el Senado, y a fin de tratar sobre la presentación del Gabinete, se juntan a deliberar don Eliodoro Yáñez, Presidente de la Cáma-ra de Senadores; don Gustavo Silva Campo, Presidente de la Cámara de Diputados, y el Vicepresidente de la Cámara Alta, don Héctor Arancibia Laso.

Arancibia, bastante puntilloso y, en ese instante, de seguro, con el carác-

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ter atravesado por el cariz que ve tomar a los acontecimientos, le pregunta a Yáñez y a Silva Campo con inusitada brusquedad:

—¿Están seguros Uds. que al ser despachadas las leyes que solicita la Junta Militar se va a restablecer la normalidad constitucional?

—Yo creo que sí —responde don Eliodoro, aunque con voz un tanto insegura.

—También creo lo mismo, añade Silva Campo sin mejorar el tono. Ambos están de acuerdo; eso fue lo que entendieron al Jefe del Gabinete

y demás Ministros en la conversación tenida con ellos. "Salimos juntos por la calle de Morandé —cuenta Arancibia Laso— y al

llegar a la esquina de Compañía divisamos al General Altamirano que, acompañado de los demás Ministros y de un grupo de gente entusiasta, venían en Dirección al Congreso por la acera poniente".

Tuvimos oportunidad de oir a Arancibia Laso, años más tarde, en su propio hogar, después de los agrados de una magnífica cena. Sitio, un rincón de su living acogedor. Hemos encendido un habano y el aromoso humo es propicio a las confidencias. Con intención particular llevamos la conversación a este punto de interés. El señor Alessandri, conocedor de tales hechos por su amistad con Arancibia, nos había adelantado su deseo de que nosotros oyésemos a éste, directamente, es decir, de viva voz. El tiempo ha corrido bastante desde la fecha de los sucesos que narramos. Arancibia lleva también algunos lustros más y la serenidad del otoño lima ahora la vehe-mencia de los tiempos mozos. Habla pausadamente. Ya no lo mueve la pasión asambleística ni los rencores de bandería. Ahora es un hombre que desde la altura de la cuesta que desciende, mira sin ambiciones, sin melan-colía también, el esplendor de otras estrellas de primera magnitud que surgen en el cambiante cielo de la política. Al acercarse el atardecer de la etapa tormentosa de la Historia patria que a él le tocara vivir, es, en reali-dad, otro hombre. Exprésase, pues, con el tono de un ciudadano de una generación que fue.

"Cuando Yáñez y Silva —nos dice— vieron que los 'Ministros avanzaban en dirección al Congreso, se volvieron hacia mí, que estaba un poco de-trás de ellos, y luego Silva Campo me invitó a que los acompañara a atrave-sar la calle, para adelantarnos de ese modo al saludo inevitable y protocolar.

"Al oir tal insinuación, sentí como si me hubieran chicoteado. Confieso que no pude contenerme. A pesar de que yo siempre mantuve con mis colegas del Congreso, por regla general, muy buenas formalidades en el trato, y especialmente con don Eliodoro, que era el Presidente del Senado, y hombre merecedor de las más altas consideraciones, le respondí a Silva con voz alterada:

—Me pide algo que no puedo hacer por motivo alguno. Yo no olvido que Uds. son los Presidentes de ambas Cámaras. Encuentro, perdónenme Uds. que les diga, que es un acto depresivo que el Congreso, en la persona de Uds. se exceda en la cortesía. ¡Qué va a decir el país cuando sepa que las mesas de los Senadores y Diputados salen a recibir al medio de la calle a un Ministerio que se presenta haciendo sonar el sable; y que seamos nosotros los que los introduzcamos por las puertas del Congreso!

"Ni Silva Campo ni don Eliodoro —continúa Arancibia— me respondie-ron nada convincente, que yo recuerde. Lo único que puedo decirle es que me dejaron solo. Yo, mientras tanto, me fui a la oficina de la Presidencia del Senado, aprestándome a ser mudo testigo de la entrevista que allí debería llevarse a cabo con el nuevo Ministerio. Pero cuando llegó el Gabi-nete, don Eliodoro, con esa finura que le era característica, se vengó de lo que no hacía mucho acababa de oirme, y me dijo con una cortés sonrisa que no podré olvidar:

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"—Héctor, le ruego decirle a los Senadores que esta entrevista es sólo para los Presidentes de ambas Cámaras y para los Ministros.

"Don Eliodoro —termina Arancibia— tenía una inteligencia a lo Talley-rand, y no necesitaba decir impertinencias para hacerse entender. Le cono-cía bien y comprendí en el acto. Hice, pues, una venía y me retiré de la Sala"16.

La reunión en el Senado termina alrededor de las cuatro de la tarde. Después de ella el Presidente de la Corporación, señor Yáñez, le reitera a los senadores aliancistas su fe en que el orden institucional se restablecería completamente una vez despachadas las leyes solicitadas por el Minis-terio. Significaba eso, de acuerdo con la perentoria interrogación que Arancibia Laso dice que él le hiciera al señor Yáñez, ¿significaba eso, pre-guntamos, que el Presidente de la República no renunciaría, ni el Congreso sería disuelto? Es el hecho, al cual nos referiremos con más detalles en el próximo capítulo sobre "las últimas cuarenta y ocho horas" del gobierno del señor Alessandri, que S. E. esa misma tarde, luego de sancionarse por el Consejo de Estado las leyes acabadas de dictarse, quiso conferenciar con los miembros del Comité Militar; y para convenir esa entrevista les envía un recado con su amigo don Julio Bustamante. El señor Bustamante, como lo veremos en seguida, es tomado preso antes de cumplir su encargo y esto decide al Presidente a presentar la renuncia de su elevada investidura.

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48 horas de incertidumbre

Los domingos en Santiago, hace un cuarto de siglo, eran días de tranqui-lidad poblana. La pequeña burguesía se quedaba en casa para leer los diarios, con ediciones de 30 páginas, cultivar las amistades de la familia pagando o recibiendo visitas, o abonar un pedazo de tierra vegetal no me-nor del que ocupan ahora los flamantes departamentos que a cierta gente de buena voluntad se les ha ocurrido llamar casas...

El pueblo trabajador era el único que salía a los alrededores con canastas de cocaví y algunas damajuanas de buen vino de la región. Los demás, grandes y chicos, no incluidos en esta lista, perdían el tiempo lamentable-mente jugando brisca o poker, o se aburrían sin hacer nada . . .

El 7 de septiembre de 1924 es día domingo; vale decir, entonces, de quie-tud, de siesta para muchos. En La Moneda, el cotidiano ajetreo también tiene un compás de espera. El séptimo, Jehová descansó, informa el Génesis; y éste es séptimo por dos motivos: por la fecha y por ser domingo. . .

El Comandante de Carabineros, Ewing, viene a ver a Su Excelencia muy temprano. Según él, hay tranquilidad absoluta y la agitación de los espíritus entre los militares tiende a normalizarse.

"Me manifestó —escribe el señor Alessandri en sus Apuntes— que había hablado con muchos oficiales. Todos ellos, según Ewing, se manifestaban partidarios míos y aparecían conformes en la necesidad de que yo fuera mantenido en la Presidencia de la República".

"Esta referencia del señor Arancibia La-so la he transcrito casi taquigráficamente; pues, luego de la comida en que tuvo la gentileza de invitarnos a mi esposa y a mi, de vuelta a casa me encerré en mi escrito-rio y la reproduje con fidelidad de hom-bre avezado en estos menesteres. A pesar de lo dicho por el Sr. Arancibia Laso, don Eliodoro, mantuvo desde entonces, en La Nación, diario de su propiedad, una acti-tud indefectible para que la revolución

iniciada por los militares no tuviera —co-mo ha ocurrido en otros países de Amé-rica— un cariz caudillesco, de carácter profesional. Fue tan constante la crítica de ese diario, que el nuevo Gobierno Mi-litar, iniciado en la República, aprovechó la primera oportunidad para despojar a don Eliodoro de la propiedad de ese rota-tivo, con gravísima lesión, no sólo de su libertad de opinar sino también de sus intereses materiales.

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A la hora de almuerzo llega el Almirante Neff con una hija suya. Se ponen dos cubiertos más y el prestigioso marino comparte el pan, el agua y la sal, con la familia del Presidente. "Estuvo tan afectuoso como el día anterior —continúa informándonos don Arturo—, y reiteró sus declaraciones tranquilizadoras y sus palabras de adhesión que ya le habíamos oído"17. En la tarde esta calma virgiliana se altera un poco y las preocupaciones del dueño de casa toman un ritmo acelerado. Es que llegan don Eliodoro Yáñez y Gustavo Silva Campo, Presidentes del Senado y de la Cámara de Diputa-dos, respectivamente, llamados por Su Excelencia para estudiar la forma-ción de una tabla que comprenda las leyes sociales y otros proyectos de interés público, procurando su despacho rápido en la primera sesión parla-mentaria. El Presidente insistió en obtener el inmediato despacho de las leyes sociales que figuraban en diversos títulos considerados en el proyecto de Código del Trabajo presentado por él al Congreso el 2 de junio de 1921, cuando leyó su Primer Mensaje ante aquella Corporación. Insistió el Presi-dente en el proyecto "que otorgaba personalidad jurídica a la Fábrica de Cartuchos, para emplear en la paz y en bien de la industria y el comercio las maquinarias y obreros que pudieran ser necesarios en caso de guerra. A pedido de Amunátegui —añade—, y también con gran contentamiento mío, se incluye el proyecto que establece los seguros sobre enfermedad e invali-dez. Se aprovecha ese día para realizar todo un programa de bien público, que, en épocas normales, habría tardado muchos años".

Apenas desocupado el Presidente de estos quehaceres, se anuncia a don Emilio Bello Coaesido, que viene con el Embajador norteamericano, Mr. William Collier. El señor Collier anda con un pie en el estribo, listo para partir a los Estados Unidos; mas, por prudencia, quiere saber el pensamien-to de don Arturo sobre si era o no conveniente que él atrasara su viaje algunos días más . . .

Con los datos que tiene el señor Alessandri, los mismos del Ministro de Relaciones, señor 'Bello, no se ve la necesidad de entorpecer el itinerario del Embajador. ¿Para qué? Todos los jefes militares estaban de acuerdo —como hemos insistido en establecerlo— en que la situación tiende a nor-malizarse, y como al día siguiente se van a despachar por el Congreso las leyes sociales y otras a que se refirió el Comité de los militares que confe-renciaron con S. E. el 5 de septiembre, no hay motivo de peso para desani-mar a Mr. Collier, a fin de que retrase sus vacaciones diplomáticas. Tales escrúpulos, pues, deben desconsiderarse. iLa anormalidad es un asunto, ter-minado.

El magnífico yanqui queda muy satisfecho y se retira para ir a preparar sus maletas.

Sin embargo. . . Sin embargo, a la hora de comida suena el teléfono privado del señor

Alessandri. Es una comunicación en que se le pide su anuencia para cele-brar esa misma noche Consejo de Ministros. iDon Arturo acepta, natural-mente.

"Llegaron un poco alarmados —nos cuenta—, y, después de los saludos, Altamirano me dijo que los "hermanos" habían celebrado una reunión en la casa particular de don Adeodato García, máxima figura en la masonería chi-lena, y que había mucha alrma entre los oficiales porque Pedro Aguirre, con-

17"En el número anterior, Iglesias me interpretó mal al afirmar que Altamirano y Neff aceptaron rápidamente y gustosos su llamado al Ministerio. No fue así: ambos se excusaron con energía y sólo aceptaron cuando invoqué la obligación que ellos te-nían de acatar una orden que les daba en

mi carácter de Generalísimo.—ARTURO ALESSANDRI." [Rectificación del señor Ales-sandri, cuando este capitulillo apareció en las páginas de "Nuevo Zig-Zag". La publi-cación antedicha se inició a partir de mar-zo de 1948].

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cúrrente a ese piscolabis del Serenísimo Gran Maestre, había partido en se-guida a Concepción, sin conocerse el objeto de aquel inesperado viaje; y esa noticia, como era natural, producía inquietud.

"Me eché a reír —comenta don Arturo—, y le dije a Altamirano que Pedro Aguirre había comido en mi casa y que ahora estaba en la propia. Para desvanecerle cualquiera duda, me paré para llamarlo por teléfono. Los Ministros se dieron por satisfechos de que los hubiese sacado de este error, mostrándose al mismo tiempo complacidos con mi actitud". Cuando se des-piden, en la mayoría de los rostros brilla un halo de felicidad.. . Eran horas de inquietud para todos. Los militares jóvenes temían una contra-rrevolución18.

Sólo el señor Alessandri se mantiene un poco enigmático. Pestañea como de costumbre y anda a pasos lentos, con los pulgares metidos en los bolsi-llos del pantalón, manera suya muy característica siempre que discurre en la intimidad o escucha de pie algo que le interesa oir.

Es ya tarde, quizás las doce de la noche, cuando su mayordomo le dice que Eduardo Cienfuegos, jefe de crónica de "El Mercurio", desea hablar con él.

Cienfuegos es muy leal amigo del señor Alessandri, y por eso quiere informarlo, adelantándose a los acontecimientos, de algo que acaba de ocurrir en Valparaíso y va a tener pronto repercusiones en toda América.

Según este periodista, los marinos del puerto han acordado adherir al movimiento del Ejército y exigir a la vez, junto con los militares, la disolu-ción del Congreso, la renuncia del Presidente de la República y su salida del territorio nacional. Agrega Cienfuegos que ya habían nombrado una Comisión para que se trasladara de un momento a otro a Santiago y co-municar a Neff el sentir de la Armada en presencia de los hechos ocurridos.

"No le dí gran importancia a esta noticia —nos informa don Arturo—, porque la Escuadra de Evoluciones estaba en el Sur: había recibido adhe-siones del Apostadero de Talcahuano, que cuenta con un numeroso perso-nal, y, en consecuencia, los marinos de las oficinas de Valparaíso no repre-sentaban, a mi juicio, ni podían representar, el sentir de la Armada".

Ahora bien, el día sábado se había traslado al vecino puerto, en el tren de la tarde, don Francisco Huneeus, y había cierta sospecha en los círcu-los de Gobierno de que ese viaje tuviera relación con los sucesos de nuestro comento. Sabíase que lo acompañaba "un joven alto, delgado, muy correc-tamente vestido"; y nada más; pero todo eso rodeado de un sigilo no común en esta clase de viajes. Para asegurarse de los pasos de este caballero, en lo que pudiera relacionarse con la rebelión militar, Su Excelencia habla tele-fónicamente al Intendente del puerto, que era don Ramiro Pinto Concha, ordenándole que vigilase y siguiera los pasos del señor Huneeus.

Esa orden se cumple y no tarda en comunicársele que don Francisco se halla fen casa de don Guillermo Rivera, reunido con algunos caballeros porteños, con el Almirante en funciones don Luis Gómez Carreño y el Almirante en retiro don Guillermo Soublette.

En las primeras horas de la madrugada del domingo se perfecciona el in-forme, precisándose la hora en que termina la conferencia: dos y cuarto de la mañana. Habían asistido, como dijimos, a más del dueño de casa y el señor Huneeus, los Almirantes Gómez Carreño y Soublette. El joven que se viera en la estación acompañando a don Francisco, era el hijo de Gómez Carreño.

lsLos opositores hacían tenaz campaña entre los oficiales jóvenes para convencer-los de que el Presidente los engañaría para dejar pasar la tormenta y castigarlos en seguida. La actividad del Presidente y los

llamados a parlamentarios para obtener el despacho rápido de las leyes lo presentaban como preparativos de una contrarrevolu-ción.

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'Don Arturo también tiene informes de que el Comité Ejecutivo M i l i t a r sesionará al día siguiente muy temprano, en el propio cuarto de guardia de La Moneda o en la Comandancia de Armas. Hasta ese momento los mili-tares han asegurado a voces que ellos no cultivan ninguna vinculación con los políticos, a quienes culpan de todas las desgracias habidas y por haber de la Historia de Chile. El Presidente, en vista de los datos que posee, quiere certificar si esto es efectivo o no, y para ello le da orden a Julio Bustamante que visite a Ewing de madrugada, pidiéndole al Comité qu e venga a hablar con él o le indique el punto de reunión para incorporarse en dicha asamblea. Porque no hay que olvidar que don Francisco Huneeus, a quien señalan como en conversaciones con marinos y militares del puerto, es uno de los más activos senadores de la oposición.

Esta medida política de don Arturo no alcanza a realizarse. El leal y caba-lleroso Bustamante fue tomado preso antes de verse con Ewing y llevado a la Comandancia de Armas con centinela de vista1.

Antes de mediodía del lunes 8 de septiembre, el Presidente, nervioso e intranquilo por la demora de su amigo, se impone con asombro de la noticia que acabamos de dar. "En el acto" —nos dice—, llamé al general iDartnell para que me explicara su conducta. "¿Con qué título —lo increpé—, con qué derecho o facultad procede en esa forma?

" Excelencia, yo no tengo arte ni parte en este asunto —me respondió Dartnell—; el que dio esa orden es el comandante Blanche. " ¡Pues, vaya donde Blanche a decirle que necesito hablar con éll le ordené, entonces.

"Así me lo prometió, pero no volví a ver a ninguno de los dos". La indisciplina era intolerable, y ni aun por consideraciones de salud pú-

blica podía el Jefe del Estado seguir amparándola con su presencia. El día 8 todas las leyes para las cuales se había solicitado suma urgencia,

y que figuraban en la tabla formada por el Presidente y los presidentes de ambas ramas del Congreso, fueron despachadas como resultante de las acti-vísimas gestiones personales practicadas por Su Excelencia ante los parla-mentarios de la Alianza Liberal. Los congresales que formaban la Unión Nacional se abstuvieron de asistir a la sesión; las razones la dieron con una nota que se registra en el Boletín de Sesiones del 8 ele septiembre de 1924.

A las cinco de la tarde, don Emilio Bello Codesido y el Almirante Neff informan a don Arturo de lo que ha ocurrido en el Congreso. El Almirante se refiere, además, a una conversación sostenida con un destacado político, en la que éste había querido inducirlo a que se opusiera al despacho de las leyes acabados de aprobarse. Según Neff, ese político le habría argumen-tado diciendo que la Armada se. oponía a ese despacho, y, al efecto, le mostró una carta de Gómez Carreño, en donde este jefe naval explayábase en el mismo sentido. Neff continúa diciendo que él se indignó ante tamaña barbaridad que habría aumentado el desorden y la insubordinación ya exis-tentes.

Poco después el Almirante se retira y su Excelencia queda solo con el Mi-nistro de 'Relaciones Exteriores.

Bello, que hasta entonce se había limitado a hablar de la aprobación en globo de las leyes solicitadas, informa ahora el Presidente de que en las pizarras de los diarios hay un aviso del Comité Militar en el cual éste expresa que no se disolverá, pues continuará en funciones hasta terminar con "el saneamiento político y administrativo del país".

Con el edecán de servicio y con su secretario Vital Guzmán, don Arturo manda a Averiguar lo que haya de verdad al respecto. Mientras tanto, el leal y caballeroso don Emilio prosigue su charla con el Presidente, con el mismo

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afecto y consideración que le mantuvo —y mantendrá— durante todo esté vía crucis, después de él, y siempre.

Confirmada con detalles las palabras del Ministro de Relaciones, don Arturo con gran nerviosidad, pero dándole a cada una de sus frases el va-lor que en tales circunstancias críticas debían tener, le dice textualmente, de acuerdo con los Apuntes del mandatario de aquel entonces, que hoy te-nemos a la vista:

"Ministro y amigo: ¡esto se acabó! Los militares me formularon peti-ciones que yo acepté porque representaban exigencias de interés público, formaban parte de mi programa y eran, en concreto, mis propios deseos reiterados en proyectos que presenté al Congreso y los mensajes presiden-ciales que yo leí al abrirse cada nueva legislatura. El 5 de septiembre los militares no hicieron otra cosa que tomar mi programa y concordarlo con las exigencias y peticiones al Congreso a que acabo de referirme. Pues bien, al impulsar esos proyectos en esta última oportunidad, creí que salvaba al país y a la República. Exigí para eso a las Cámaras un inmenso sacri-ficio. Me volví a engañar; como, también, involuntariamente, hice caer en error a los parlamentarios que accedieron a mis peticiones. Esta gran-de equivocación mía tiene una sola sanción: la renuncia indeclinable de mi cargo. He sido engañado, le repito; los militares han faltado a su pala-bra que comprometieron sobre el honor de sus espadas el 5 de septiembre. Ya no me obedecen, desconfían de mí. Dignamente no puedo permanecer un minuto más en este puesto. Citaré al Consejo de Estado para esta no-che, a fin de promulgar con mi firma las leyes que acaban de despacharse. Inmediatamente después pondré en manos del Ministerio que me acom-paña mi renuncia indeclinable'". También conviene decir, como se com-probó, que el Comité revolucionario pediría la disolución del Congreso, sabedor como era que el Presidente jamás aceptaría.

Alessandri después de las palabras acabadas de citar, termina pidiéndole a Bello Codesido, con quien conversaba, y para no perder tiempo, dé las órdenes del caso para que se reúna el Consejo de Estado esa misma noche, a fin de dar pase a las leyes de que se habla, y llame en seguida a los Mi-nistros para entregarles la renuncia, la cual redactaría en minutos más.

Don Emilio, yerno del Presidente Balmaceda, y que tiene, por lo tanto, cerca de sus más íntimos recuerdos familiares la visión de unas horas muy similares, portadora de duelo y sangre para la patria, le pide o don Artu-ro, con palabras emocionadas, no insistir en un acto semejante. "El país —le dice— caerá poco a poco en la dictadura militar. Las leyes fundamen-tales serán menospreciadas o se hará burla de ellas por medio de interpre-taciones casuísticas. La ciudadanía va a encontrarse de pronto abocada al problema que sufren ya gran parte de las naciones americanas, y, por mucho tiempo, Chile no será ya una excepción en ese espectáculo triste que juegan las sedicentes democracias de los países que nunca la conocieron o después de conocerla tuvieron la desgracia de caer en la trágica mascarada de caricaturizarla".

Don Arturo se mantiene inflexible. "Lo he pensado mucho —le respon-de—, y no volveré atrás".

A las once de la noche llegan los Ministros del Gabinete. Apenas reu-nidos en la sala del Presidente, don Arturo les entrega su renuncia escrita.

Altamirano saca de la manga de su capote un papel redactado y firmado por el comandante Blanche, en su carácter de presidente del Comité Mi-litar. Dice en él que, interpretando el sentir de la oficialidad, le ruega no insistirán su renuncia; en cambio, le insinúa pedir licencia para ausentarse del país, lo que haría con rango, honores y prerrogativas de Presidente

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de la República. A esto agrega que los militares, bajo su palabra de honor, garantizan su seguridad personal y la de su familia.

El señor Alessandri contesta los mismo que le dijera al Ministro de Re-laciones, esto es, que su decisión es irrevocable.

A las palabras de Altamirano se unen las de todos los Ministros, los cuales aconsejan al Presidente aceptar el temperamento propuesto, e invocan para ello elevadas y superiores consideraciones de patriotismo. Neff todavía agrega que la obstinación del Presidente podría interpretarse hasta como un acto de despecho, impropio de sus actitudes observadas hasta ese momento.

Todo es en vano, y como la hora avanza, se pone fin a esa reunión, pero no sin que antes don Arturo le pida al Ministro del Interior el papel fir-mado por Blanche, que conserva en su poder y se ha publicado muchas veces en la prensa.

"Mis subordinados, los militares —escribe el señor Alessandri— se ha-bían lanzado en mi contra, me desobedecían, no acataban mis órdenes. Su perturbación llevábales hasta pedirme que me expatriara con honores y prerrogativas. En el hecho, ante tal actitud, ya no era Presidente de Chile, pues ellos habían dejado destrozada en mis manos la fuerza moral de la autoridad. ¿Quién iba a mandar, entonces? ¿El subordinado o el su-perior jerárquico a quien la Constitución le daba el Poder Supremo de Generalísimo de las Fuerzas de Mar y Tierra? En esas condiciones un sentimiento de justa dignidad me imponía el deber de no continuar un instante más bajo el techo de La Moneda. El símbolo presidencial sólo podía interesarles como una ficción que les convenía, pero no a mí, que derivaba mi autoridad de la fuerza insobornable de la ley. Necesitaba, pa-ra dejar en claro lo que ocurría, ejecutar un acto público, ostensible, que noticiara primero a mi patria, y después a los países amigos, de que por el hecho del alzamiento de las Fuerzas Armadas, el Poder Ejecutivo Consti-tucional de Chile había terminado, y que su Jefe, en consecuencia, aban-donaba el sitio que la República reserva para sus Mandatarios".

Conocida la resolución del señor Alessandri de renunciar a su alto car-go, los miembros de ambas Cámaras entran a ocuparse de la acogida que darían a la renuncia. "Sostuve —dice el Vicepresidente del Senado de aquel entonces, don Héctor Arancibia Laso— que deberíamos aceptarla co-mo condición previa para formar un frente de civiles que habría sido la única manera de intentar un último esfuerzo para el mantenimiento del régimen parlamentario".

Según Arancibia Laso —y ésta es la verdad—, la Unión Nacional exigía, para reunir a los elementos civiles, que el señor Alessandri abandonara definitivamente el país.

Lo extraño, sin embargo, es que este criterio de la Unión Nacional pri-maba también en algunos miembros de la Alianza. El propio Generalísi-mo de la campaña presidencial del señor Alessandri, el año 20, señor Aran-cibia Laso, y en esos momentos Vicepresidente del Senado, fue también partidario de que el señor Alessandri dimitiera, y lo dijo, de viva voz. Felizmente, esa opinión del Vicepresidente del Senado no tuvo el eco que él deseaba en ese momento histórico de crisis para la República y el Par-lamento de Chile. Los diputados radicales, con muy pocas excepciones, es-tuvieron todos en contra de la renuncia, y consideraron siempre al señor Alessandri, dentro y fuera del país, hasta su vuelta, en enero de 1925, co-mo el 'Presidente en exilio de la República de Chile1.

Aún más, algunos prominentes radicales, como Ramón (Briones Luco y don Pedro Aguirre Cerda combatieron desembozadamente la posición ecléctica que tomara en esas circunstancias el Vicepresidente del Senado1.

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El Congreso, después de un dramático debate rechazó la renuncia pre-sentada por el señor Alessandri.

Resuelto ya en su ánimo el camino por seguir, el Presidente anuncia a su familia y a los leales amigos que le acompañan su propósito de pedir asilo en la Embajada norteamericana. Y así lo hace. Los acontecimientos vuelan desde ese momento . . .

A las 2,53 de la madrugada, aparece, en la estrecha puerta de Morandé 80, el primero, bajando las escaleras de la casa presidencial, el senador don Cornelio Saavedra Montt; siguen tras de él el senador don Armando Ja-ramillo y dos de los hijos del Presidente: don Jorge y don Fernando Ales-sandri Rodríguez. El último en salir fue S. E. el Presidente de la República. El Primer Mandatario vestía de negro y defendía su cuello con una bufanda de seda blanca. Ni en los gestos ni en el tono de su voz demostraba S. E. alteración alguna. Por el contrario, en esos minutos dramáticos, lo impre-sionante, en realidad, era precisamente el sereno dominio de sí mismo pre-sentado por don Arturo, de suyo inquieto y pasional.

En la puerta de La Moneda esperaba el automóvil con patente N? 3015, que había de conducirle a la Embajada americana.

Ocupado el vehículo por las personas ya nombradas, partió retroce-diendo, hasta llegar a desembocar en la Avenida de las ¡Delicias; llegado allí siguió hasta Teatinos, en donde tomó la calzada Sur de la Alameda, hasta el cerro Santa Lucía. Continuó, en seguida, por Merced y por la mis-ma calle hasta el N? 230, que corresponde a la Embajada norteamericana cuyo frente da al Porque Forestal, hermoso edificio que en otros tiempos fuera propiedad del millonario salitrero don Augusto Bruna.

En la sede de esta Representación, en el pórtico, esperaba ya a Su Ex-celencia todo el personal estadounidense de ese servicio diplomático. El señor Alessandri fue recibido por el Embajador señor Collier. Poco des-pués cerráronse, tras el ilustre exilado y su comitiva, las rejas de fierro de la señorial mansión.

Eran las tres de la madrugada. Pero todavía el Caudillo no quería re-posar . . .

Dentro del edificio, el señor Alessandri pasa al escritorio que le tenían dispuesto y escribe de su puño y letra, y luego hace que la transcriban a máquina, una carta al Ministro del Interior; documento publicado al día siguiente por todos los diarios de la capital. En esa carta expone su deci-sión indeclinable de abandonar su cargo, "no obstante —dice— los buenos propósitos que Usía y sus colegas me han manifestado"m.

Debemos advertir que antes, tan pronto se supo la decisión de don Ar-turo de renunciar, los embajadores de Norteamérica, de la República Ar-gentina y el Ministro de México habían llegado presurosos a La Moneda a ofrecerle a Su Excelencia amistoso asilo, en sus respectivas casas, si él así lo estimaba conveniente. El señor Alessandri rehusó aceptar esa gentileza de ninguno de ellos. Mas, luego de la conferencia con los Ministros y de la proposición del Comité Militar firmada por el Comandante Blanche, cambia de pensamiento y toma la resolución acabada de señalar, aceptan-do de entre esa generosa muestra de consideración la hospitalidad ofreci-da por el Excmo. señor William Miller Collier.

La actitud adoptada entonces por el señor Altamirano, que asume legal-mente la 'Vicepresidencia, ha sido puesta en tela de juicio por algunos escri-tores de este capítulo de nuestra historia política. Sin embargo, el propio señor Alessandri que, en el natural sacudimiento de esas horas de prueba, pudo, ofuscado por la vehemencia de su temperamento, haber juzgado sin la debida serenidad el respeto que el ¡General le debía como subordinado y amigo, modifica más tarde, en forma absoluta, su opinión sobre la con-

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cíucta del Inspector General del Ejército, y que a éste le cupo ponerla a prueba en su carácter de tal y como Jefe del primer Gabinete revolucio-nario que juró el 5 de septiembre.

Ese juicio rectificador que don Arturo hizo público desde la propia Presidencia del Senado que ocupara años más tarde, basta para dejar en claro la caballerosidad y rectitud a que ajustó sus actos el pundonoroso general Altamirano en ese difícil período de nuestra historia. Dijo el señor Alessandri: "Durante mucho tiempo creí que el Ministro del Interior, se-ñor Altamirano, no había guardado la debida lealtad al ¡Presidente de la República. Después, estudiando los antecedentes y alejado de esos aconte-cimientos, me he convencido de lo contrario, y, por eso, hoy cumplo un deber de honestidad y justicia al declarar que mientras el señor Altamirano estuvo desempeñando sus funciones de Ministro constitucional, fue pro-fundamente leal con su doctrina y con el Presidente de la República, con sus compañeros y con las personas a las cuales había venido a represen-tar"19. El señor Alessandri afirma que influyó de modo muy particular en este juicio la lectura de una publicación que el General hizo poco tiempo antes de su muerte, en la cual explica y recuerda hechos efectivos y muchos ignorados por Alessandri, cuyo conocimiento modificó en forma substan-cial su equivocada apreciación de los primeros momentos.

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El manifiesto del 12 de septiembre

Mientras tanto, en todo el país y especialmente en Santiago, centro ner-vioso de la vida política de la nación, sucedíanse unas a las otras las ideas y las noticias más contradictorias.

Era indudable que en la mayor parte de la ciudadanía habíase engen-drado un sentimiento de repudio contra los partidos políticos tradicio-nales y un gran desdén por las promesas de diputados y senadores hechas cada cierto tiempo a la masa electora que los ungiera representantes del pueblo. Pero también era cierto, que desde las raíces de la historia de Chile arrancaba un bosque de firmes convicciones en la superioridad del orden democrático y las libertades públicas, sobre cualquier otra teoría política o sistema de convivencia estadual.

A excepción de un grupo reducido de mendaces caudillos de unas lla-madas fuerzas «apolíticas», que no se podía precisar cuáles fueran, nadie en la República toda, habría preferido en ese ni en cualquier otro momento la dictadura a la libertad; la espada a la ley.

Ausente de la mesa de la Cámara de Senadores don Eliodoro Yáñez, Presidente en ejercicio de esa Corporación, el Vicepresidente don Héctor Arancibia Laso, cita al Senado para una reunión el día 11 de septiembre. El objeto de este llamado a los padres conscriptos es para ponerse de acuer-do a fin de nombrarlos miembros de la Comisión conservadora, que co-rrespondía hacer de acuerdo con las disposiciones constitucionales de la Carta del 33; Carta hasta ese momento, si no en la plenitud de su ejer-cicio, por lo menos respetada en la apariencia.

Los rumores sobre la inminente disolución del Congreso corren con el viento; todo el mundo guarda la convicción de que ella llegará de un momento a otro. Basándose en ella, el Comité radical envía oportunamen-te una circular a sus senadores y a los integrantes de la Alianza liberal,

"Discurso pronunciado en la sesión del proyecto sobre defensa de la democracia. 23 de noviembre de 1948, en el debate del

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citándolos para el día 11 de septiembre, reunión que deberá llevarse a efecto en la mañana.

La Junta Militar constituida el día anterior —es decir, el miércoles 10 de septiembre— y formada por los señores generales Luis Altamirano y Juan Pablo Bennett y el Vicealmirante señor Francisco Neff, había redactado ya, con veinticuatro horas de anticipación a la reunión propiciada por el Co-mité radical, el decreto de disolución del Congreso. Pero, como este docu-mento sólo apareció publicado en los diarios de la capital en la mañana del jueves 11 de septiembre, muchos creen que la Junta ha querido copar con un acto de violencia moral (correspondiente al otro, físico o manu militari, que vendría después), los últimos restos del parlamentarismo tan débilmente despuntados en la circular del Comité de los ahora vencidos discípulos de Matta y Gal lo . . .

Ese día 11, ocurre, sin embargo, un hecho que da la medida del momen-to histórico que vive el país, o más bien dicho las instituciones democrá-ticas. El Vicepresidente del Senado, señor Arancibia Laso, que a su vez, citara al Senado a sesión para ese día 11, a fin de cumplir los requisitos que ya hemos señalado de nombrar los miembros de la Comisión Conser-vadora, llega a la Cámara Alta muy seguro de estar cumpliendo con su deber y seguro también (aunque no mucho, nos parece) de la inviolabi-lidad de su fuero. Hasta la puerta nada extraño le ocurre al Honorable senador. Nadie, tampoco, le impide la entrada a la Sala de Sesiones. Aque-lla paz da el "pálpito" de que ya Chile había anclado en una taza de leche.

Pero el hemiciclo está vacío. Los padres conscriptos brillan por su au-sencia, los curules, en la sala, ofrecen una soledad de nichos, tal como quedarán, es de suponer, en el juicio final, después de la polvareda de la resurrección de la carne . . .

El Vicepresidente es un poco terco, y espera. Espera quince, veinte mi-nutos, una h o r a . . . A las cuatro y media se ve llegar la figura, un poco gruesa, de don Wenceslao Sierra; después, la más delgada de don Juan Serrano; luego la deforme, pero respetabilísima de don Artemio Gutié-rrez; por último, la bien puesta de don Luis Enrique Concha.

No se puede sesionar. No hay quorum. Una conversación de tan poca gente prestaríase para el escarnio y el comentario jocoso. Pero aquellos tiempos y aquellas horas no son para pedir más.

No obstante . . . Antes de dar un espectáculo, así de caricaturesco, frente al juicio nacio-

nal, deseoso y ambicioso de gallardías cívicas, el Vicepresidente del Senado pasa a la Cámara Joven a conversar con los representantes del pueblo. Entre ellos, lamenta la ausencia de los senadores aliancistas. Terminado este breve cometido se retira por la puerta de la calle Morandé.

El propio Arancibia nos da de su puño y letra sus impresiones de aquel momento:

"Nuestro deber era permanecer en el recinto del Senado en el ejercicio del mandato que se nos había conferido por voluntad del pueblo hasta que nos fuera físicamente posible.

"La dignidad del Parlamento exigía de sus representantes que procu-rasen mantener con altivez el ejercicio de una función con que nos había honrado el veredicto popular.

"Mi intento era que, desentendiéndonos de aquel decreto, celebráramos sesión, que jefes del Ejército u oficiales de la policía fueran a hacernos salir.

"Tuve que convencerme de nuestra falta de entereza moral y encontré justo que se consumara el atropello desde el momento en que, sin necesi-

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dad de hacer uso de la fuerza armada, habría bastado con fuerzas muy escasas de la policía de aseo para amedrentar a muchos".

Al día siguiente de la escena que acabamos de referir, el viernes 12 de septiembre de 1924, la Jun ta Militar, recientemente constituida, lanza el siguiente manifiesto, que transcribimos íntegro:

MANIFIESTO DE LA JUNTA MILITAR AL PAIS

Antes de exponer al país en forma definida nuestros propósitos, hemos querido que a nuestras palabras se anticiparon los hechos: repugna a nuestra honradez el viejo y despres-tigiado sistema de prometer sin garantizar el cumplimiento.

La corrupción de la vida política de la República llevaba a nuestras instituciones a un abismo hacia el cual la propia Carta Fundamental empezaba a resbalar, empujada por inte, reses meramente personales.

Los elementos sanos se habían alejado de la acción pública por un tiempo tan dilata-do, que sentían ya pesar como una culpa su abstención.

La miseria del pueblo, la especulación, la mala fe de los poderosos, la inestabilidad eco-nómica y la falta de esperanza en una regeneración dentro del régimen existente, había producido un fenómeno que irritaba las entrañas de las clases cuya lucha por la vida es más difícil.

Y de todo esto se alzaba la inminencia de una contienda civil.

Este movimiento ha sido fruto espontáneo de las circunstancias. Su fin es abolir la política gangrenada; y su procedimiento, enérgico, pero pacifico, es

obra de cirugía y no de venganza o castigo. Se trata de un movimiento sin bandera de sectas o partidos, dirigido igualmente contra

todas las tiendas políticas que deprimieron la contienda pública y causaron nuestra corrup-ción orgánica. Ninguno de los bandos podrá arrogarse la inspiración de nuestros actos, ni deberá esperar para sí la cosecha de nuestro esfuerzo.

No hemos asumido el poder para conservarlo. N o hemos alzado ni alzaremos un caudillo, porque nuestra obra debe ser de todos y

para todos.

Mantendremos las libertades públicas, porque de su ejercicio racional nace toda crea-ción, y porque bien sabemos que de ellas arranca su existencia la más augusta de las con-quistas: el reconocimiento de la soberanía popular.

De creación y no de reacción es el momento. Nuestra finalidad es convocar a una libre Asamblea Constituyente, de la cual surja una

Carta Fundamental que corresponda a las aspiraciones nacionales. Creada la nueva Constitución, ha de procederse a la elección de Poderes Públicos, sobre

Registros hechos por inscripción amplia y libre. Constituido estos poderes, habrá terminado nuestra misión. Entre tanto, deseamos que se observe nuestra acción con mirada serena y afinada en una

nueva visión política, y pedimos que a la obra patriótica e incansable que habrá de engen-drar la nueva conciencia nacional, se agregue la cooperación robusta de las fuerzas vivas, no contaminadas de la República.

Antes de adoptar una actitud hostil frente a este movimiento, téngase presente que lo más honrado y lógico es tratar de comprender su significación y alcance.

Tengamos fe en la causa que defendemos, alejemos las suspicacias que disgregan, y, uni-dos por el sano propósito de salvar a la República, trabajemos por devolver a nuestra Patria el libre juego de sus instituciones fundamentales nuevas y sanas.

L A J U N T A MILITAR.

'Los acontecimientos desarrollados en seguida, y que han de trastrocar en el 'hecho la vida civil de la 'República y las bases de substanciación

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democrática en que ella viviera por más de un siglo, son el tema de un trabajo próximo aún en preparación. Si las promesas que la Jun ta hicie-ra se cumplieron o no, y cuál fue la medida, si no exacta cercana a la verdad, en que estas promesas fueron realizadas, son cosas todavía discutibles por falta de perspectiva histórica.

Hacia el exilio

El señor Alessandri permanece en la Embajada norteamericana hasta el día 10 de septiembre. Durante las 48 horas que en su propio país recibe el asilo de un hogar ajeno, cruza de un extremo a otro del territorio hondo estremecimiento de indignación. El señor Alessandri, por su mismo espíritu combativo de luchador social, había concertado en su contra, en los días de su gobierno, muchas y muy firmes animosidades. Mas, por el mismo carácter mesiánico de su prédica durante la campaña de 1920, y por el entusiasmo y energía puestos en la consecución de su programa presiden-cial, gana a la vez una popularidad sin paralelo en la historia patria y has-ta entonces inigualada en los otros países de Iberoamérica.

El cariño, las fuerzas anímicas que supo despertar en las multitudes de Chile, salían ahora a defenderlo en la forma de una amenaza para la dictadura en marcha; salían como un peligro invisible, si se quiere, para la rebelión momentáneamente triunfadora, pero no por invisible menos cier-to y eficaz. Por dos veces se lleva su renuncia al Congreso Nacional, y por dos veces éste la rechaza, hasta obligarlo a que acepte sólo un permiso para ausentarse del país.

Una romería humana, de todas las clases y condiciones sociales lo visita de día y de noche. Gremios de obreros le ofrecen paralizar las fábricas, boicotear la industria, hacer imposible la interdependencia económica del comercio interno entre nuestras diversas zonas de producción. El señor Alessandri agradece las muestras de amistad que se le hacen, pero rechaza con formal protesta las finalidades anárquicas que se pretenden llevar a cabo. Del mismo modo se opone al deseo de algunos amigos suyos de es-tablecer el gobierno constitucional en el Norte de Chile y declarar fuera de la ley a los militares sublevados. Sostiene, en forma inflexible que debe dejarse libre curso a las fuerzas espirituales que impondrán finalmente el orden y la salvación de la República.

Para el señor Alessandri es un verdadero alivio el instante en que debe abandonar la Embajada norteamericana, pues ya la ola antirrevoluciona-ria toma contornos de visible gravedad, y no es difícil que de un momen-to a otro pueda estallar la guerra civil, con todas sus trágicas consecuencias.

El que estas líneas escribe estuvo en esos minutos patéticos en constante visita al gran refugiado; pero la escena misma de la partida hacia el ex-tranjero no la presenció por un error en la noticia de la hora. Sin embargo, una amiga suya, Elvira Santa Cruz Ossa, ampliamente conocida con el pseudónimo de Roxane, y que permaneció allí en esos precisos instantes, ha referido con dramática y sencilla elocuencia lo que entonces sucede:

"iLa vertiginosa partida a la Estación Mapocho, en medio de filas de soldados y cordones de policía, desarróllase envuelta por el rumor de la multitud que sigue al coche del Presidente y que, en la estación, pugna por romper los obstáculos, invade el andén, y luego canta solemne y conmo-vidamente la Canción Nacional. Mientras la máquina suelta con lentitud los frenos, las voces se elevan y es cada vez más intensa la claridad sober-bia de los versos, tan varoniles y amados, de nuestro himno patrio:

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Que o la tumba será de los libres o el asilo contra la opresión.

"Yo iba en el tren. Pasamos una fría y larga noche en Los Andes, para seguir después el trayecto hacia la cordillera. La tempestad de nieve hace dificultoso el jadear de la locomotora. Los náufragos de la tormenta revo-lucionaria, que acompañamos al Jefe de Estado chileno, somos doce. Ni uno más ni uno menos, pues no tuvimos ni siquiera la resta necesaria de Judas".

"La despedida fue de una dolorosa repercusión en nuestras almas: llorá-bamos como niños. Sin embargo, yo veía con orgullo ese destino, porque de un hombre del talento, empuje y visión altísima de Alessandri no habría-mos podido esperar que se sentara a dormir la siesta en los viejos sillones de La Moneda, mientras otros empujaban el país al desastre.

"Todos regresamos silenciosos pero llenos de esperanza en el próximo futuro. Muy avanzada la noche regresó el convoy de los "náufragos" a la Estación Mapocho. La lluvia caía con fuerza sobre la bóveda de los an-denes . . . Realmente podíamos haber creído que estábamos en una playa hostil.

"La tortuosa y silente calleja donde yo vivo estaba aquella noche muy obscura y llena de lodo. Al penetrar por el ancho portón de mi casa, escu-ché al aullido lastimero de dos perros . . . " .

Esos dos perros eran Tony y León, fieles amigos del Presidente. Uno de ellos —Tony— lo habían popularizado los caricaturistas después del año crucial de 1920, cuando el dibujante Coke fijara para siempre con su lápiz genial la minúscula figura del popular fox-terrier adscrita a la silueta del L e ó n . . .20.

Todo el mundo, durante una generación completa, seguiría viendo, a causa del ingenio de aquella pluma de dibujante, la silueta de don Arturo

"Chile ha tenido muy pocos "caricatu-ristas" en el sentido trascendente de este vocablo. La crítica superficial no ha sabi-do ver en la caricatura sino simples y vo-landeros rasgos de buen humor. La cari-catura es, en realidad, ingenio, esprit o sarcasmo; puede ser, también, elogio fácil o superior. Pero a más de todo esto, la ca-ricatura tiene una función social, de ca-rácter sui géneris, que, por desgracia, muy pocas veces los ensayistas y filósofos de la Historia del Arte se han detenido a exa-minar. En un trabajo nuestro, que pensa-mos terminar en breve y que llevara el tí-tulo "Del Símbolo a la Caricatura", in-tentamos realizar este esfuerzo interpreta-tivo.

Coke ha sido, tal vez, o sin "tal vez", el más grande caricaturista que ha produci-do, en este hemisferio, el arte iberoameri-cano. Pertenece él a las categorías de lo genial. Don Arturo tuvo en Coke a un in-térprete minucioso de la atmósfera que rodeó al gran Mandatario durante buena parte de su extensa vida política. En la apariencia, Jorge Délano (Coke) era ene-migo de don Arturo; como en la aparien-cia, también, don Arturo sentía disgusto por Coke. En el fondo no era así; dentro de sus fibras de ciudadano que al mismo tiempo es un artista, Coke admiraba en-

trañablemente a don Arturo. Sin ese ob-jetivo tan alto y tan polifacético que le presentaba el León, Coke habría sido un caricaturista bueno, muy bueno, pero na-da más. También el señor Alessandri, sin este crítico de la silueta mental, no habría tenido, me parece, esa popularidad risueña y sonora, al margen ae los acontecimien-tos, que se refería al corazón de su pueblo, y le dieron las revistas ilustradas donde Coke colaboró o donde él tuvo ingerencia. Ambos vivían, a mi juicio, dentro de una misma onda emotiva. Como si el frontón y el que tira la pelota pudieran ser consi-derados seres con alma y pasiones diver-sas, pero que en el juego se encuentran y completan.

Para probar la verdad encerrada en las palabras de esta nota breve, quiero recor-dar, solamente, que el último retrato —y el mejor de cualquiera época que se le ha-ya hecho al León— lo hizo Coke. Ese re-trato es el que adorna en la actualidad la testera de la mesa en la Sala de los Presi-dentes del Senado de la República. Cabe añadir, por fin, que uno de los discursos fúnebres de mayor cariño pronunciados a la muerte del insigne Estadista, lo hizo también Coke, pero esta vez con la voz ve-lada por las lágrimas.

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caminando por la Alameda. Aún lo sigue viendo el que estas líneas escri-be: terciado el bastón a la espalda, deteniéndose ante la estatua de nues-tros héroes, forjadores del honor y de la grandeza de la República; con-versando con los niños y los menesterosos; saludando con cariño paternal a todos sus conciudadanos que le abrían paso para v e r l o . . . ¡símbolo vivo de una etapa de la democracia en Amér ica . . . !

NOTAS AL LIBRO VII

a Pág. 387. En un folleto publicado el 22 de septiembre de 1924, en una edición muy restricta (150 ejemplares), con el título de: Los ÚLTIMOS ACONTECIMIEN-

TOS, y el subtítulo de: Actuación en ellos del Vicepresidente del Senado, don Héc-tor Arancibia Laso, senador por Anto-fagasta, este parlamentario sintetiza un poco la respuesta al senador don Ladis-lao Errázuriz, que damos en el texto; y la deja así:

"La obligación de la Mesa es hacer respetar el derecho que los señores se-nadores tienen para manifestar sus opi-niones.

"He ordenado despejar las galerías porque no guardaban la compostura de-bida, y no veo por qué este hecho, que sucede con frecuencia, puede alarmar a los señores senadores."

b Pág. 388. En presencia de la gravedad de la situación que se veía venir, el Vi-cepresidente del Senado, señor Aranci-bia Laso, creyó de su deber tomar algu-na iniciativa e hizo citar por teléfono a una reunión de parlamentarios para la noche de ese mismo día 4, que era jue-ves.

La reunión se llevó a efecto, pero en la madrugada del 5 de septiembre. Ese día, a la una y media A. M. se reúne en la Sala de Sesiones de la Cámara de Se-nadores un grupo de parlamentarios aliancistas, con la concurrencia, entre otros representantes unionistas, de don Ladislao Errázuriz, don Romualdo Sil-va Cortés, don Francisco Huneeus, don Pedro Opazo, don Arturo Lyon Peña, don Oscar Urzúa, don Manuel Cruzat y don Emilio Tizzoni; además del Mi-nistro del Interior, don Pedro Aguirre Cerda.

"Expliqué —dice Arancibia Laso— el objeto de la reunión, haciendo notar mi alarma, porque me parecía ver venir el derrumbe de las instituciones civiles y el propósito que me había movido a pedir al Jefe del Gabinete para que asis-tiera, con el fin de darnos algunos dalos.

"Este funcionario manifestó que las incidencias ocurridas no tenían gran trascendencia, pues creía que sólo se trataba de efervescencias momentáneas. Dio, en seguida, a conocer las medidas adoptadas por el Gobierno para evitar la alarma pública y la repercusión que

en caso remoto pudieran tener los he-chos conocidos.

"Los parlamentarios unionistas guardaron el silencio más absoluto."

c Pág. 390. Durante estos acontecimien-tos, el Vicepresidente del Senado, don Héctor Arancibia Laso, conversó de in-mediato con el señor Aguirre Cerda; y en una reunión del 5 de septiembre, luego de darse por terminada, a las dos y media de la mañana, Arancibia le ex-presó al Ministro del Interior que le pa-recía una medida acertada que el Mi-nisterio renunciara esa misma noche y que se organizara, en el acto, otro en que estuvieran representadas la Alianza y la Unión, por intermedio de sus hom-bres más representativos, en el sentido de la acción; "porque, me parecía —es-cribe Arancibia— que la única manera de detener el movimiento militar era formando el Frente Unico de todos los civiles, y que esa resolución debía adop-tarse inmediatamente, porque, en cir-cunstancias tan graves los minutos eran siglos.

"El señor Aguirre Cerda —continúa Arancibia— me dijo, y se lo expresó también al diputado Santiago Labarca que le habló en el mismo sentido, que le parecía precipitado adoptar en el ac-to esa resolución y que esperaría la re-unión de los Jefes de Cuerpos que se verificaría a las 10 del día, en ese Minis-terio.

"Me quedó la impresión —termina diciendo el senador por Antofagasta— que el señor Aguirre Cerda, a la inver-sa de lo que pensábamos Santiago La-barca y yo, tenía todavía confianza en que podría mantenerse la fidelidad del Ejército, respecto del Gobierno".

d Pág. 395. La situación en extremo de-licada, había inducido, una vez más, al Vicepresidente del Senado a trabajar en el sentido de la "unión sacré" de todos los partidos políticos para enfrentarse a la marcha de los acontecimientos que a todas luces iban directamente al estable-cimiento de una dictadura militar. El 5 de septiembre Arancibia Laso le diri-ge a todos los parlamentarios la si-guiente invitación:

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"El Vicepresidente del Senado se permite suplicar a Ud. se digne con-currir a una reunión de parlamen-tarios, que se verificará hoy viernes 5 del presente, a las 3,30 de la tarde en el recinto del Congreso.

La delicadísima situación porque atravesamos, que amenaza terminar con el régimen parlamentario, obliga a proceder con excesiva rapidez y excusa la premura de esta citación.

Santiago, 5 de septiembre de 1924."

Entretanto, los comandantes de la guarnición, de acuerdo con don Pedro Aguirre Cerda el día. antes, habían que-dado comprometidos de ir a conversar con él al Ministerio del Interior a las 10 de la mañana. Se retrasan una hora y media, y además llegan asesorados por un teniente y un capitán de cada cuer-po. En esa conversación le manifiestan al señor Aguirre Cerda que el Ministe-rio ya no tiene la confianza de la oficia-lidad joven y, por lo tanto, las tropas no están obligadas a obedecer al Gabi-nete en ejercicio.

e Pág. 396. Como la lista que da el señor Alessandri, transcrita en nuestra obra (pág. 396), difiere de la publicada por el general Juan Pablo Bennet Argan-doña, en su obra "La revolución del 5 de septiembre de 1924" (ed. Balcells & Co., s.a.), hemos creído conveniente transcribirla de nuevo, a objeto de que se observe las disimilitudes de ambas. Héla aquí:

Comandante General de Armas de San-tiago, don Pedro P. Dartnell;

Representante de la Marina: Coman-dantes Dittborn y Acevedo;

Del Estado Mayor: Comandante Urcu-Uu;

De la Escuela Militar: Coronel Ahuma-da y Teniente Bravo;

De Carabineros: Comandante Ewing y Capitán Fenner;

De la Escuela de Caballería: Mayor Ibáñez y Teniente Lazo;

De la Academia de Guerra: Teniente Calvo;

Del Regimiento Buin: Mayor Canales; Del Regimiento Pudeto: Mayor Mujica

y Capitán Aguirre; Del Regimiento Valdivia: Mayor Díaz; Del Regimiento Telégrafos: Comandan-

te Salinas; Del Regimiento Cazadores: Comandan-

te Blanche y Capitán Cabrera; Del Regimiento Tacna: Mayor Puga; Del Grupo a Caballo: Mayor Viaux, Ca-

pitán Vásquez y Teniente Urízar; Del Grupo de Montaña: Mayor Gras-

set;

Del Batallón Andino: Mayor Del Pozo; Secretario del Comité: Capitán Moreno.

TOTAL: 25 jefes y oficiales.

A su vez, la lista del General Ben-net difiere también de la que aparece expedida por la Junta Militar y publi-cada en los diarios de Santiago, el 11 de septiembre de 1924: Coronel Francisco Díaz, Coronel Arturo Fernández Pradel, Coronel Arturo Ahumada, Comandante Alfredo Ewing, Comandante Bartolomé Blanche, Comandante Pedro Charpin, Comandante Matías Díaz, Mayor Arturo Mujica, Mayor Roberto Canales, Mayor Arturo Puga, Mayor Ambrosio Viaux, Mayor Carlos Grasset, Mayor Carlos Ibáñez, Mayor Carlos Sáez, Mayor Guillermo del Pozo, Mayor Carlos Vergara, Capitán David Bari, Capitán Angel Moreno, Capitán Oscar Fenner, Capitán Sócrates Aguirre, Capitán Armando Vásquez, Capitán Luís Cabrera, Capitán Guillermo Villouta, Capitán Carlos Millán, Teniente Silvestre Urízar, Teniente Mario Bravo, Teniente Alejandro Lazo, Teniente Enrique Calvo, Teniente Enrique Zúñiga, Prefecto señor Dinator.

f Pág. 396. El día 4 de septiembre, des-

Íiués que el señor Alessandri habló con os capitanes señores Heraclio Valenzue-

la y Ricardo Contreras, interrogándo-los para adentrarse en la inquietud que los movía, expresaron que su único de-seo era obtener el veto de la ley de dieta parlamentaria; el Ministro del Interior, que sabía que S. E. estaba de acuerdo con la idea del veto a la ley antedicha, hizo reunir en su despacho a los comandante de las diversas repar-ticiones. "Éstos —comenta Arancibia Laso en su carácter de Vicepresidente del Senado en aquella época—, renova-ron al Ministro señor Aguirre Cerda las seguridades de que la disciplina no se-ría alterada, agregando que los oficiales celebrarían al día siguiente una nueva asamblea para comisionar a alguno de sus miembros, a efecto de que concre-taran ante el Presidente de la Repúbli-ca, en forma exacta y precisa, cuáles eran los propósitos que perseguían.

"El Ministro del Interior —conti-núa— expresó que le parecía raro que fueran los oficiales subalternos los que tomaran a su cargo esa misión, pero que los esperaría al día siguiente en el Mi-

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nisterio, con el bien entendido que, si les parecía necesario, podrían dirigirse desde allí a conferenciar con el Presi-dente de la República."

g Pág. 398. El Vicepresidente del Senado, señor Arancibia Laso, hace notar en el opúsculo, al cual ya nos hemos referido varias veces en estas notas, que él no vo-tó en favor del proyecto remuneratorio de las funciones parlamentarias, porque estimó "que no era oportuno despachar-lo en momentos en que había crisis fi-nanciera y estaban impagos los emplea-dos públicos, porque la indemnización era muy crecida, porque se concedía con efecto retroactivo y, finalmente, porque no creyó discreto fijarse un suel-do para sí mismo, mientras como Pre-sidente de la Comisión Mixta estaba procurando impedir todo aumento de sueldo para equilibrar los presupues-tos".

"Creía el senador por Antofagasta —termina diciendo—, y lo cree todavía, que hay que predicar con el ejemplo an-tes que con la palabra."

h Pág. 404. "El día 6 de septiembre —es-cribe el Vicepresidente del Senado—, se efectuó una reunión previa de parla-mentarios aliancistas, para acordar la actitud que nos correspondería asumir en presencia del nuevo Gabinete.

"Fui de opinión que no deberíamos concurrir a la sesión a que se presenta-ran los señores ministros, atendida la circunstancia de que habían sido im-

Í>uestos en contra de las prácticas usua-es.

"En subsidio, pedí que se acordara declarar que estábamos dispuestos a despachar las leyes de urgencia en for-ma prescrita por el Reglamento, no en la forma atropelladora e intempestiva que se pretendía.

"Hice notar que esas leyes iban a importar un gasto de 50 a 60 millones de pesos al año y que era necesario de-jar bien en claro que las responsabili-dades de la dictación de ellas no iban a recaer sólo sobre los militares que las pedían sino también sobre quienes las despachábamos sin discusión.

"Sabía yo que el Presidente de la República era de mi misma opinión.

"Con un espíritu francamente opti-mista creía que aún era posible volver a la normalidad de la situación, hacien-do un gran sacrificio.

"Estimaba que despachadas las leyes en la forma pedida por los militares, po-día salvarse, aunque fuera en parte, el régimen constitucional, y evitarse ma-yores males.

"El mismo concepto tenía el nuevo jefe del Gabinete, señor Altamirano, y el resto del Ministerio, según se sirvie-ron manifestarlo a los presidentes del

Senado y de la Cámara de Diputados, que fueron intermediarios entre ellos y el resto de los parlamentarios.

"Yo, en cambio, convencido que era ya imposible salvar el edificio de nues-tras instituciones fundamentales, que-ría a lo menos salvar la dignidad del Parlamento y nuestra dignidad de hom-bres, aunque ese signo póstumo de ente-reza moral nos costara la vida."

i Pág. 412. Arancibia Laso comete un pequeño error en el opúsculo que refie-re "los últimos acontecimientos" del golpe de Estado del año 1924. Dice que "el Presidente de la República quiso conferenciar con los miembros del Co-mité Militar", lo que es efectivo. Pero en seguida agrega: "el señor Alessandri recibió el desaire de una negativa".

En realidad, el hecho no fue exacta-mente igual como lo narra el Vicepresi-dente del Senado de aquel entonces; pues, don Julio Bustamante, a quien S. E. le pidió entrevistarse con el Comité Militar para que éste se pusiera al ha-bla con él, no podía darle el recado, ya que fue preso por los amotinados en el momento en que iba a cumplir su mi-sión.

j Pág. 413. El Vicepresidente del Sena-do —dice en el opusculo en referencia— que tuvo la oportunidad de conversar con el señor Alessandri en el mismo ins-tante en que el Presidente se había de-cidido a dimitir. "Le pedí —anota— que no renunciara, aunque no se me ocul-taba que su negativa a hacerlo podía envolver un peligro para su vida."

k Pág. 414. "Concedido esto (el abando-no del país del señor Alessandri), aque-lla combinación política (la Unión Na-cional) estaba dispuesta a aceptar que se le dieran al señor Alessandri los pues-tos y los honores que la Alianza Liberal pidiera."

Con estas palabras se expresa el se-ñor Arancibia Laso, refiriéndose a las conversaciones de los parlamentarios cuando entraron a ocuparse de la re-nuncia del señor Alessandri; y agrega en seguida: "Un hombre nada significa por más que sea el señor Alessandri o que tenga méritos cien veces superiores a los de él, ante la conveniencia del país."

Eso demuestra la cosa turbia y tre-menda que es la atmósfera en la cual se debaten las pasiones humanas, cual-quiera que sea el motivo que las mue-ve. Pues, Arancibia Laso, hombre co-rrecto, vigoroso y tenaz defensor de sus ideales, no veía claro, sin embargo, que la caída de Alessandri no era la caída de un hombre, en ese momento, sino de un sistema jurídico, y el peor de los sistemas jurídicos es siempre mejor que

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la arbitrariedad y el densenfreno gu-bernativos. La Revolución Francesa de-terminó la epopeya napoleónica y el advenimiento de la República, pero en el hecho, como fenómeno histórico, ese período es una muestra de las más bajas y negativas pasiones de carácter político y de mayor incertidumbre y desbarajus-te que nos presenta la historia de Euro-pa en los dos últimos siglos anteriores al nuestro. Se puede defender la Repú-blica, porque es la norma que imprime orden al caos, pero no se puede hacer la defensa del caos sino desde el momento en que deja de serlo. La vida misma del planeta principia con un "fiat lux".

Pág. 414. "Los señores Oyarzún (don Enrique), Labarca (don Santiago), Fi-gueroa Anguita (don Hernán) , Latrille (don Luis) , fueron los únicos parlamen-tarios radicales que compartieron mi modo de pensar y, en cambio, mi opi-nión fue vivamente combatida por los señores Pedro Aguirre, Armando Jara-millo, Cornelio Saavedra, Juan Serrano y Ramón Briones Luco."

Pág. 415. El texto de la renuncia del se-ñor Alessandri puesto en manos del Mi-nistro del Interior, estaba concebido en los siguientes términos:

"Santiago, 8 de septiembre de 1924'. Acaban de ser aprobados en el Consejo de Estado y promulgados como leyes de la República los proyectos de ley que formaban parte capital del programa democrático que me elevó a la Suprema Magistratura del país y que fueron in-cluidos hace días en el memorial que me fue presentado por los jefes y ofi-ciales del Ejército.

"Cumplida, así, la solemne promesa que formulé a los representantes del Ejército en orden a que impulsaría con leal sinceridad el despacho de aquellos proyectos, cuya benéfica influencia en el progreso y bienestar de Chile, se ha-rá sentir antes de mucho tiempo, con-sidero terminada mi vida pública, y re-nuncio al cargo de Jefe Supremo de la Nación, rogando a US. y dignos colegas del Gabinete dar a esta renuncia inde-clinable que formulo, la tramitación se-ñalada en la Constitución Política del Estado.

"En el anhelo de evitar que mi per-manencia en el país pudiese crear difi-cultades de cualquier orden a la obra gubernativa, ruego también a US. re-querir la autorización correspondiente, a efecto de abandonar el territorio de la República.

"En el instante del retiro de mis fun-ciones, sin rencores ni resentimientos para ninguno de mis conciudadanos, de-seando, desde el fondo de mi alma, que la ventura de la patria compense los

esfuerzos de quienes hoy asumen la res-ponsabilidad del Poder Público, dejo testimonio de mi gratitud para US. y demás miembros del Ministerio, que m e han acompañado hasta este momento.

(Firmado). A R T U R O ALESSANDRI."

Esa misma noche, el Presidente de la República había recibido, por inter-medio del señor Ministro del Interior, el texto de los acuerdos adoptados por la Junta Militar, con relación a la re-nuncia transcrita. Esos acuerdos, que se refieren a cuatro puntos concretos, di-cen así:

"I ' La Junta Militar comunica al Ministerio que vería con agrado, inter-pretando el sentir general de la oficiali-dad, que S. E. el Presidente de la Repú-blica no insistiera en su renuncia y que en cambio solicitara un permiso para ausentarse del país.

"2' La Junta garantiza la seguridad de la persona de S. E. el Presidente de la República y de todos los miembros de su familia.

"3? El Presidente de la República saldrá del país con todos los honores de su rango.

"49 Estos acuerdos fueron tomados en reunión general de la Junta, por una-nimidad de los 43 miembros que la com-ponen.

Santiago, 8 de septiembre de 1924. (Firmado). B A R T O L O M É B L A N C H E . "

El señor Alessandri no respondió esa noche al pedido que se le hacía. Encon-trábase fatigado, y dijo reservaba su opinión para más tarde.

n Pág. 420. Las personas que acompaña-ron hasta el último tramo del ferroca-rril al Presidente en exilio, fueron do-ce, pero los que iban en el carro presi-dencial hasta la ciudad de Los Andes, eran numerosísimos. De acuerdo con la lista dada el día jueves 11 de septiem-bre por los grandes rotativos de la ma-ñana, hé aquí los nombres, entre otros muchos: "su esposa, sus hijos Arturo, Hernán, Fernando, Eduardo, Mario, Marta y Ester; las señoras Olga Lyon de Alessandri, el Dr. don Arturo Scroggie, don Arturo Matte, el Embajador de los Estados Unidos y el Adicto Militar de ese país; el Embajador de la República Argentina y el Adicto Militar; el Em-bajador del Brasil; los senadores, seño-res Cornelio Saavedra, Armando Jara-millo y Pedro Fajardo; los diputados se-ñores Carlos Briones Luco, Pedro Rivas Vicuña, Fernando Jaramillo, Jorge Ur-zúa, Vicente Adrián, Julio Velasco, Fran-cisco Meilivilu, el Consejero de Estado, señor Claudio Vicuña Subercaseaux; los

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señores Galvarino Gallardo Nieto, Ma-nuel A. Maira; el Director de los Ferro-carriles, don Manuel Trucco; el Admi-nistrador de la Primera Zona, don Is-maervargas Salcedo; don Julio Lorca,

don Jorge Walton; los Edecanes del Presidente mayor Laso y Capitanes Var-gas Salcedo y Alvarez; el Secretario del Presidente señor Vital Guzmán, la se-ñorita Elvira Santa Cruz Ossa, etc.

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I N D I C E O N O M A S T I C O

A

Acevedo, Arturo, 391, 394, 395, 401, 422.

Achá, José María de, 66. Adrián, Vicente, 424. Aguila, Antonio del, 125. Aguirre, José Joaquín, 148, 191,

203, 205, 206, 209. Aguirre, R. , 311. Aguirre, Sócrates, 396, 422. Aguirre Cerda, Pedro, 360, 368,

369, 370, 391, 393, 394, 395, 398, 401, 410, 411, 414, 421, 422, 424.

Aguirre de Aguirre Cerda, Juana Rosa, 161.

Aguirre Gómez, Miguel, 294. Aguirre Vargas, Vicente, 184. Ahumada, Arturo, 396, 398, 399,

401, 422. Alamos, José M. de los, 21, 39. Alas, Claudio de, 231. Alberdi, Juan Bautista, 85. Aldal, F. A., 288. Aldunate Bascuñán, Santiago,

303, 330. Aldunate Carrera, Luis, 138,

215. Aldunate de Waugh, Rosa, 138,

139, 140. Aldunate Eclieverría, Rosita,

138. Aldunate Solar, Carlos, 315, 379,

380, 381, 383. Alencar, Lionel, 70. Alessandri, Francisco Domingo

María, 13, 38, 44. Alessandri, Giovanni, 13, 14, 37, Alessandri Palma, familia, 51,

52, 55, 56, 70, 76, 151, 204. Alessandri Palma, Gilberto, 60,

230. Alessandri Palma, José Pedro,

51, 61, 74, 82, 83 , 85, 86, 88, 91, 149, 150, 153, 154, 160, 171, 172, 175 , 204, 206, 207, 209, 211, 220, 230.

Alessandri Palma, Julia, 60, 230. Alessandri Palma, María del

Carmen, 51, 60, 230. Alessandri Palma, Susana, 230. Alessandri Rodríguez, Arturo,

212, 358, 424. Alessandri Rodríguez, Eduardo,

424.

Alessandri Rodríguez, Ester, 424. Alessandri Rodríguez, familia,

213.

Alessandri Rodríguez, Fernando, 7, 358, 415, 424.

Alessandri Rodríguez, Hernán, 424.

Alessandri Rodríguez, Jorge, 388, 415, 424.

Alessandri Rodríguez, Mario, 424.

Alessandri Rodríguez, Marta, 424.

Alessandri Tarzi, Margarita, 13, 44.

Alessandri Tarzi Pedro, 14, 16, 17, 18, 20, 21, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 32, 33, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 43, 44, 45, 46, 47, 78, 79, 220, 372.

Alessandri Tarzi, Vicente, 13. 44.

Alessandri Tarzi, Pietro. véase:

Alessandri. Tarzi, Pedro. Alessandri Vargas, Aurora, 19,

44, 46, 85, 93, 97. Alessandri Vargas de Mendevi-

lle, Elcira, 19, 38, 44, 46, 84, 92, 93, 97, 101, 108, 204, 219, 220, 230.

Alessandri Vargas, Sucesión, 47. Alessandri y Acosta, 21. Arellano, Antonio, 356. Alfonso, Paulino, 112, 114, 136,

307, 325, 326. Alfonso XI, rey de España, 358. Alfonso XIII , rey de España, 317. Alighieri, Dante, véase: Dante

Alighieri. Allende, Juan Rafael, 164. Almarza, Comandante, 394. Altamirano, Eulogio, 149, 150,

211, 214, 215, 216, 217. Altamirano, Julia, 204. Altamirano, Luis, 388, 390, 391,

397, 399, 400, 401, 402, 403, 405, 407, 408, 410, 411, 414, 415, 416, 417.

Alvarez, Capitán, 425. Alvarado, Gómez de, 54. Alvarez, Andrés, 45. Alvarez, Doctor, 85, 86, 87. Alvarez Calderón, Manuel, 302,

303. Alvarez Salamanca, Pedro, 405. Alzérreca, José Miguel, 170, 172. Amunátegui, Miguel Luis, 150. Amunátegui Solar, Gregorio, 400,

402, 403, 404, 410. Amunátegui Rivera, Domingo,

95, 301.

Anguita, Ricardo, 178. Aragó, Francisco, 27, 43. Aragó, Jacques, 27, 28, 30, 43. Arancibia Laso, Héctor, 386, 393,

405, 407, 408, 409, 414, 416, 417, 421, 422, 423.

Aránguiz Fontecilla, Wenceslao, 168.

Aravena, Héctor, 55. Argandoña Iglesias, Buenaventu-

ra, 364, 365, 366, 367, 369. Arghinenti, 43. Arís, Manuel Emilio, 167. Armanet Fresno, Adolfo, 318, 319. Arteaga, Domingo, 20, 21, 26,

28, 34, 38. Arteaga, Justo, 26, 38. Arteaga Alemparte, Domingo, 26. Arteaga Alemparte, Justo, 26, 99. Arteaga Cuevas, Justo, 26. Astorquiza, José, 279. Augusto, padre, 87, 88, 89. Avellaneda, M. A., 311. Avilés, Joaquín, 25.

B

Bacon, Francis, 187, 198. Baeza Yávar, Enrique, 165, 166,

168, 169, 185.

Baldrich, Carlos, 130. Balento, Juan, 17. Balfons, Mss. de, 326. Balmaceda, Carlos, 315, 317, 318. Balmaceda, Elisa, 182. Balmaceda, José Manuel, pres. de

Chile, 126, 130, 131, 140, 141, 142, 146, 147, 148, 149, 151, 153, 154, 155, 156, 161, 162, 163, 165, 170, 171, 172, 173, 175, 177, 179, 180, 181, 182, 183, 184, 185, 186, 187, 188, 198, 214, 217, 218, 273, 275, 278, 232, 311, 313, 314, 346, 394, 413.

Balmaceda, Julia, 182. Balmaceda, María, 182. Balmaceda, Rafael, 303. Balmaceda Herrera, Pedro, 182. Balzac, Honoré de, 207. Bannen, Pedro, 243. Bañados, Guillermo, 344, 388. Bañados Espinosa, Julio, 131, 150,

153, 154, 175. Baquedano, Fernando, 171. Baquedano, Manuel, 96, 97, 98,

99, 100, 101, 105, 143, 171, 172, 173, 175, 211.

427'

Page 424: ALESSANDRI, - BCN

Baquedano, Tránsito, 19, 38, 44. Barahona Pérez, Javier, 337, 339,

340. "Barbosa, Orozimbo, 98, 164, 165,

166, 167, 170, 172. Barbosa Baeza, Enrique O., 167,

168. Barceló Lira, Jorge, 330. Barccló Lira, Luis, 336. Bargas, Carmen, véase: Vargas

Baquedano, Carmen. Bargas, Francisco, véase: Vargas,

Francisco. Bargas, José, véase: Vargas, José. Bari, David, 422. Bari, José María, 322, 323, 324. Barnett y Cía., 257. Barra, Francisco León de la, 78. Barrales, Pedro de, 55. Barriga, José Miguel, 78, 130,

217.

Barriga Errázuriz, Luis, 357. Barrios, Eduardo, 37, 38. Barros Borgoño, Luis, 80, 349,

351, 355, 356, 357, 358, 361, 373.

Barros Borgoño, Manuel, 203, 206, 212.

Barros Errázuriz, Alfredo, 269, 270.

Barros Jara, Guillermo, 333. Barros Jarpa, Ernesto, 371, 373,

374, 375 , 378, 379, 380, 381, 382, 383.

Barros Luco, pres. de Chile, 148, 149, 213, 242, 266, 314, 332, 333, 342.

Bascuñán, Ramón, 325, 326. Bastiat, Claudio Federico, 116. Battle y Ordóñez, José, 375. Becerra, Carlos, 339, 340. Bécquer, Gustavo Adolfo, 107. Bclaúnde, Víctor Andrés, 308. Bell, Giacomo Cristiano Clemen-

te, 43.

Bello, Andrés, 35, 93, 113, 114, 133.

Bello Codecido, Emilio, 221, 222, 302 , 403, 404, 410, 412.

Benavides, Oscar R., 376. Bennet Argandoña, Juan Pablo,

401, 402, 417, 422. Bentham, Jeremías, 122. Berguecio, Alberto, 121, 122, 123,

124, 222, 223, 224, 225. Bernales, José, 315. Besa, José, 145. Betbeder, Onofre, 311. Bianchi Tupper, Ernesto, 143,

145, 160, 167, 282. Bidart, José Antonio, 124. Billinghurst, Guillermo Eduardo,

301, 376. Billinghurst-Latorre, Protocolo,

302, 303, 304. Blanche, Bartolomé, 396, 403,

411, 414, 415, 422, 424. Blanco, Rafael, 200. Blanco Encalada, Manuel, 23.

Blanco Viel, Ventura, 221, 301. Blanlot Holley, Anselmo, 150. Blest Gana, Alberto, 73. Blest Gana, Guillermo, 92. Bobadilla, Santiago, 167, 168. Boccaccio Giovanni, 79. Bolívar, Simón, 307. Bonaparte, Napoleón, véase: Na-

poleón I, emperador de los fran-ceses.

Bonnard, Pierre, 29. Borgoño, José Luis, 27. Borne, Vicente, 161, 184. Borne Cotapos, Vicente 21?, 166,

184.

Bórquez Solar, Antonio, 248. Bossuet, Jacques Bénigne, obispo

de Meaux, 99. Botto, Orestes, 308. Bougeré, Ferdinand, 327. Bourget, Paul, 207. Braga, Antonio, 164. Bravo, Mario, 396, 403, 422. Bravo, Martina, 61, 81. Bravo, Leopoldo, 185. Bretón de los Herreros, Manuel,

32.

Briand, Arístides, 263, 264, 327, 328.

Briceño, Capitán, 188, 189, 190. Brieba Arán, Luis Felipe, 392,

393, 397. Briones Luco, Ramón, 334, 357,

358, 401, 414, 424. Brum, Baltasar, 374. Bruna, Augusto, 415. Bryce, James, 361. Buero, Juan Antonio, 374, 375. Bulnes, Gonzalo, 80, 101, 184,

381. Bulnes, Manuel, 34, 75. Buonarotti, Michelangelo, 16. Bustamante, Julio, 236, 409, 412,

423.

C

Cabero, Alberto, 9. Cabrera, Luis, 396, 422. Cabrera, Pío 2», 161. Cabrera, Temístocles, 166. Calvo, Enrique, 396, 422. Calderón Cousiño, Adolfo, 80. Campino, Enrique, 23. Campiño Ríos, Manuel, 168. Campo, Coronel, 147, 151. Campo Yávar de Montt, Sara del,

322, 323, 324. Campo Yávar, Máximo del, 279,

325. Canales, Roberto, 396, 399, 422. Candamo, Manuel, pres. del Pe-

rú, 301. Canto, Estanislao del, 142, 143,

144. Cantón, Elíseo, 317. Carvallo, Eduardo, 200. Castro, Ricardo, 143, 163. Carberry, Santiago, 130.

Carrera, José Miguel, 24, 83, 84 128, 273.

Carrera, Luisa, 84. Carvacho, Isaías, 166. Carvajal, José Jesús, 93. Carvajal Briones, Carmela, 93

94. Casacuberta, Juan, 28, 41, 42, 43. Casanova, Mariano, arzobispo de

Santiago, 96. Cassao, Pedro, 24, 40. Castelacci, Juan, 156, 157, 158. Castellanos, Joaquín, 224. Castellón, Juan, 333. Casti, Giovanni Battista, 60, 80. Castro Ortiz, Carlos de, 343. Castro Ruiz, Carlos, 373, 374, 375. Cavada, Francisco J., 79. Cavour, Camilo Benso, conde de

35, 36.

Celis Maturana, Víctor, 386, 387 388, 389.

Ceppi, Hermenegildo, 155, 158. César, Cayo Julio, 223, 300. Cibrario, Juan Antonio Luis, 43. Cicerón, Marco Tulio : 176. Cienfuegos, Eduardo, 411. Cifuentes, Abdón, 103. Claro Lastarria, Samuel, 385. Claro Solar, Luis, 355, 359, 360,

379, 380. Cobo, Camilo, 98. Cochrane," Lord Thomas, 30. Cokc, seud., véase: Délano Fre-

derick, Jorge. Colbert-Chavannais, conde de,

326. Collier, William Miller, 383, 410,

415. Colón, Cristóbal, 28. Combes, Emilio, 260, 261, 262,

264. Comte, Augusto, 116. Concha, señores, 174. Concha, Luis Enrique, 417. Concha, Luis Malaquías, 242,

298 , 315 , 334, 344. Concha Subercaseaux, Carlos,

221, 222. Concha y Toro, Melchor, 151. Contardo, Fidel, 51. Contreras, Ricardo, 422. Cordero, Juan, 79. Cornish, Anthony C., 191, 195,

196.

Corral, Casimiro, 66. Correa, Mercedes Antonia, 171. Correa Bravo, Agustín, 401. Correa de Rodríguez Velasco,

Delia, 211. Correa Roberts, Hernán, 356. Cortés Arriagada, Joaquín, 75. Cortínez, Eloy, 175. Costa, Domenico, 210. Costa, Jerónimo, 21, 25, 38, 39. Costa Palma, Gerónimo, 392. Couberbille, Almirante, 264. Courcelle-Seneuil, Juan Gustavo,

115.

428'

Page 425: ALESSANDRI, - BCN

Covarrubias, Alvaro, 66. Covarrubias, Manuel A., 200. Cox Méndez, Ricardo, 315, 317,

333. Crozat, Manuel, 132, 135, 136,

137, 138. Cruchaga Tocornal, Miguel, 243,

330. Cruz Guzmán, Santiago, 201, 202. Cruzatj Manuel, 421. Cruzat Vicuña, Manuel, 421. Cuadra, Alejandro, 335. Cuevas Bartolín, Jorge, 319. Cuevas, Marqués de, véase: Cue-

vas Bartolín, Jorge.

C H

Chacaltana, Cesáreo, 302. Chacón, Concepción, 93. Chacón, Jacinto, 93. Charme, Eduardo, 333. Charpín, Pedro, 422.

D

Damocles, 293. Daniel, profeta, 119. Dante Alighieri, 1G. Darapsky, Luis, 132. Darío, Rubén, 81, 99. Dartnell, Pedro N., 390, 412, 422. Daza, Hilarión Grosolé, pres. de

Bolivia, 68. Délano Frederíck, Jorge, 420. Delgado, Rogelio, 334, 336, 337,

338, 340, 341. Desmadryl, Narcisse Edmond Jo-

seph, 273. Deves, Eduardo, 401. Díaz, Francisco, 422. Díaz, Matías, 396, 422. Díaz Besoaín, Joaquín, 219. Díaz de Mendoza, Fernando, 318,

319.

Díaz Lira, Luis Rafael, 130. Difour, Barón, 326. Dínator, Carlos R., 422. Dittborn, Julio, 422. Dolci, Monseñor, 306. Donoso, Félix, 54. Donoso, Rodrigo, 167. Donoso Novoa, Armando, 213,

218, 222. Donoso Novoa, Ricardo, 11, 17,

18, 37, 38, 346. Donoso Vergara, Pedro, 219. Donoso y Navarro, Mónica, 54. Doré, Gustavo, 85.

i Dubern, Rejo y Cía., 21. Dublé Urrutia, Diego, 121. Ducange, Víctor, 28, 42. Durán, Juan Agustín, 185. Ducci Kallens, José, 307. Duruy, Víctor, 191.

E

Eastman, Adolfo, 173. Eastman, Carlos, 289, 290, 291,

292, 293, 295, 296. Echáiz, Olaf, 8. Echegoyen, 178. Echenique, Joaquín, 267, 276. Echenique, José Miguel, 304, 305,

383. Echeverría, Alejandro F., 131. Echeverría, Francisco de Borja,

325, 326. Echeverría, Esteban, 129. Echeverría Cazotte, Hermán, 316,

322, 323, 324. Echeverría de Larraín, Inés, 10. Echeverría y Reyes, Aníbal, 184. Edison, Tomás Alva, 201. Edwards, Agustín, 179, 305, 306,

321. Edwards, Rafael, 306, 318. Edwards Bello, Joaquín, 30. Edwards Vives, Alberto, 104, 14'¿,

333, 348. Egan, Patrick, 170.

Elizalde, Juan José Julio, véase: Julio Elizalde, Juan José, Mon-señor.

Encina, Francisco Antonio, 270. Engels, Federico, 239. Enrique I I de Castilla, véase:

Trastamara, conde de. Enrique IV, rey de Francia, 199. Errázuriz, Crescente, 360. Errázuriz, Isidoro, 184. Errázuriz, Ramón, 25, 41. Errázuriz Echaurren, Federico,

pres. de Chile, 153, 182, 213, 214, 215, 216, 217, 218, 219, 221, 222, 225, 228, 241-, 275, 341.

Errázuriz Echaurren, Ladislao, 147, 151, 354.

Errázuriz Lazcano, Ladislao, 387, 421.

Errázuriz Tagle, Jorge, 130. Errázuriz Urmeneta, Rafael, 298,

325, 326. Errázuriz Zañartu, Federico,

pres. de Chile, 58, 102, 103, 104.

Escala, Manuel, 164, 165. Escobar, Adrián, 316. Escurra, P., 311. Esnaola, Secundino, 129. Espejo, Daniel, 268, 271. Espejo, Juan Nepomuceno, 181,

183. Espinoza, Luis, 391, 393. Estévez, Eduardo, 169. Estourbeillon, M . de L \ , 327. Euterpe, 212. Ewing, Alfredo, 388, 397, 401,

409, 412, 422.

F

Fabres, Clemente, 112. Fabres, José Francisco, 112, 126,

136. Faguet, Emile, 262. Fahrbach, Joseph, 201. Fajardo, Pedro, 401, 424. Falcato, Pancho, 273. Fallarton, John, 31. Fauché, Félix, 44. Faúndes, Luis, 366, 367. Faus, Clara, 76. Faus, Diego, 76. Faus, Emilia, 76, 209, 230. Faus, Luisa, 76. Federico, Francisco, 39. Fedriani y Jiménez, 41. Felipe V, rey de España, 54. Fenner, Oscar, 396, 422. Fernández Belfor, 330. Fernández, Encarnación, 182. Fernández Albano, Elias, 321. Fernández Concha, Rafael, 115. Fernández Pradel, Arturo, 401,

406, 407, 422. Fernández Puelma, José, 39. Fernández Rodella, Francisco, 28. Fernando III, José Juan Bautista,

duque de Toscana, 37. Ferrera, César, 356. Ferrero, Guillermo, 300. Ferri, Enrique, 122, 123, 222. Fierro, Alejandro, 69, 84. Figueroa, Pedro Pablo, 258. Figueroa Alcorta, José, 310, 311,

312, 313, 319. Figueroa Anguita, Hernán, 424. Figueroa Larraín de Ortúzar,

322, 323, 324. Figueroa Larraín, Emiliano, pres.

de Chile, 307, 357, 358, 400, 402, 403.

Figueroa Larraín, Javier Angel, 342.

Flaubert, Gustave, 207. Fletcher, Henry P., 378, 382. Flores Máximo, 155, 165, 166. Flores Echaurren, Carlos, 165,

166, 168, 169, 185. Flores Zamudio, Carlos, 168, 185. Fonseca, Hermes da, 324. Fontaine, Agustín, 392. Fontecilla, Oscar, 264, 307, 308,

309, 310. Fontecilla Sánchez, Florencio, 98,

328.

Forero, Cónsul peruano, 303. Forné, José, 79. Foster Recabarren, Manuel, 315,

330. Francisco de Asís, 71. Francisco I, rey de Francia, 59. Freire, Ramón, 22, 23, 78. Freire, Zenón, 98. Fresno, Juan Francisco, 318. Frontaura, José Manuel, 132. Fuente, Fernando A. de la, 26.

429'

Page 426: ALESSANDRI, - BCN

Fuentecíiia, Ántónio, Í9, 3§. Fuenzalida, Daniel, 322, 323. i''ueií¿ai¡da, Ignacio, I6ü. Fuenzalida, Manuel A., 185. Fuenzalida Castro, 170. Fuenzalida Grandón, Alejandro,

i4a.

Fuste! de Coulanges, Numa De-nis, 134, 244.

G

Gacitúa Carrasco, Alejandro, 130. Gaete Fagaide, Manuel, 308. Gailhard-Bancel, Mss. de., 327,

328. Gaínza, Lisandro, 366, 367. Galdames, Luis, 117. Galecio, 174. Gallardo Nieto, Galvaríno, 425. Galliano, Ernesto, 37. Gallo Goyenechea, Pedro León,

103, 259, 272. Gallo Goyenechea, Tomás," 103. Gálvez, Pedro Belisarío, 250, 251,

252, 253, 255. Gambetta, León, 260, 326, 327. Gana, Domingo, 330. Gana, Federico, 130. Gandarillas, José Antonio, 47. Ganivet, Angel, 247. Gapón, pope, 254. Garcés, señores, 139. Garcés Gana, Francisco, 356. García, Adeodato, 410. García Guerrero, Daniel, 330. García Salazar, Arturo, 306. Garofalo, Raffaele, 122, 123. Garrido, Victorino, 31. Gautier, Theophile, 207. Gayraud, M., 327, 328. Gazitúa, Pedro, 31. Geay, obispo de Laval, 261, 262. "Giuscppe", criado de don Pie-

tío Alessandri, 16, 25, 27, 33, 35, 36, 43.

Godoy, Joaquín, 70. Godoy, Manuel, 338. Godoy, Manuel Antonio, 337,

338.

Gómez Carreño, Luis, 393, 401, 411, 412.

Gómez Rojas, Domingo, 353. Gómez Solar, Bernardo, 336, 340. Gómez Nicholls, Alfredo, 411. González, Marcelino, 190, 193,

194.

Gorizáiez, Pedro Antonioi 332. González Errázuriz, Alberto, 381. González Lynch, Eduardo, 24, 40. Gounod, Charles, 211. Goycolea, Juan Ignacio, 125. Granja, Matías, 279. Granja y Cía., 279, 341. Grasset, Carlos, 396, 422. Grossi, Baldomero, 107. , Guarello, Angel, 402, 403. 1

Guerra, Jorge Andrés, 401. fr

Guerrero, 3Ó6. Guerrero, Adolfo, 184. Guerrero, María, 318, 319. Guido, Tomás, 129. Guillermo II , Emperador de Ale-

mania, 322. Gumucio, Rafael Luís, 361. Gutiérrez, Artemio, 381, 417. Gutiérrez, Ramón, 330. Guzmán, Camilo, 154, 155, 156,

157.

Guzmán, Dolores, 51, 79, 115. Guzmán, Fernando, 19. Guzmán, Francisco, 19. Guzmán, Vital, 10, 37, 412, 425, Guzmán García, Julio, 293, 332.

H

II. de Montt, Mercedes, 322, 323. llaydn, Franz Joseph, 19. Haye, Dominique de la, 264. llenríquez, Camilo, 20, 78. Herinida, Antonio de, 128. Hernández C., Roberto, 22, 25,

26, 38, 41, 325, 330. Herrera Aguirre, Felipe, 379. Herrera Martínez de Toro, Emi-

lia, 85. Hevia, Desgracias, 129. Hicks, Jorge, 68. Hiriart, Luciano, 368. Hoevel, Mateo Arnaldo, 24. Hogarth, Guillermo, 129, Hollcy, Adolfo, 337, 339. Hontaneda, Juan, 45, Ilostos, Eugenio María, 188. Hübner, Ernesto, 325. Hughes, Charles Evans, 378. Huneeus, Antonio, 303, 325, 326,

380.

Huneeus, Francisco, 411, 412, 421.

Huneeus, Isidoro, 337, 338, 339. Hunceus-Varela, Protocolo, 375,

376, 378, 380. Hugo, Víctor, 207. Hyenne, Roberto, 330.

I

Ibáñez, Maxiliano, 276, 336. Ibáñez del Campo, Carlos, 11,

389, 403, 422. Iglesias, Augusto, 37, 38, 194,

410. Iglesias, Santiago, 56. Iglesias, señor, 174. Infante, José Manuel, 22. Infante, Pastor, 357. Irarrázaval, Manuel José, 214. Irarrázaval, Miguel Luis, 381. Irarrázaval Zañartu, Alfredo, 229,

238, 242, 245, 267, 282, 321. Iriondo, M. M, | de, 311. Iris, seud., véase: Echeverría de

Larraín, Inés. Isaacs, Jorge, 92.

Isabel, íníanta, 3l7. izquierdo, Francisco, 270. Izquierdo, Luis, 268, 315, 316,

383. Izquierdo, Luis Enrique, 211. Izquierdo, Vicente, 203, 206.

J

Jara, Melchor de la, 123. Jara, Ramón Angel, 99, 303, 315,

319. Jaramillo, Armando, 360, 405,

415, 424. Jaramillo, Fernando, 424. Jehová, 409. Jerjcs, rey de Persia, 119. Jiménez, Ministro del Perú, 300. Joannini, 43. Jones, Mr., 366, 369. Judas, 2G5. Julio César, véase: César, Cayo

Julio. Julio Elizalde, Juan José, Mon-

señor, llamado "el pope Julio" 234, 264, 265, 328.

K

Kcmmer-er, Edwin Walter, 347. Kessel, General von, 324. Koníg, Abraham, 150, 187. Kórner, Emilio, 322, 323, 324,

330.

L

Labarca, Santiago, 405 , 424. Labarca Fuentes, Osvaldo, 337,

339. Labatut, Adolfo, 192. Labra, vda. de, 55. Labra y Corbalán de Castilla,

Lorenzo José de, 54. Lafertte, Elias, 271. Lagarrigue, Juan, 19, 48, 78, 97. La Madrid, Gregorio Araos de,

41. Lamas, Alvaro, 153. Landa, Francisco, 330. Lanjuinais, Pablo Enrique, con-

de de, 327. Larraín, Juan Francisco, 125. Larraín Alcalde, Juan, 330. Larraín Covarrubias, Raimundo,

211. Laso, Augusto, 425. Lastarria, Aurelio, 146. Lastarria, Victorino, 32, 103,

117, 120. Lathrop, Federico, 173. Latorre, Juan José, 222, 301. Latrille, Luis, 424. Lavalle, José Antonio, 70. Lavín, Policarpo A., 161, 162,

167, 184. Lazcano, Fernando, 213, 219,

221, 222, 266, 267 , 268, 274,

430'

Page 427: ALESSANDRI, - BCN

355, 357, 358, 353. Lazo, Alejandro, 341, 396, 398,

399, 403, 422. Lazo, Julio, 160. Lazo Baeza, Salvador, 341. Lecomte, Máxime, 264. Lecaros, Alfredo, 190. Ledesma, Sinforoso, 289, 290. Leguía, Augusto B., 304, 306,

374, 375, 376, 377. Leiva Chadwick, Jorge, 369,

370. Lemus, Manuel, 337, 339. Lenin, Vladimir Ilic, 215. Le Nordes, obispo de Dijon,

261, 262. Leonardo da Vinci, 16. Leopoldo II de Austria, 43. Lerolle, Mss., 327. Letelier, José, 252. Letelier, Valentín, 115, 116,

117, 118, 120, 121, 150, 210. Levene, Ricardo, 346. Lhin y Cía., 257. Lillo, Eusebio, 60. Lillo, Baldomcro, 30. Lillo, Samuel A., 112, 121, 123,

124, 130. Lindsay, Santiago, 66. Lindsay-Corral, Convenio, 67. Lira, Alejandro, 333. Lira, Leonardo, 307. Lira Argomedo, José Antonio,

107, 112, 115. Lira Argomedo, José Bernardo,

107, 108, 113. Lira Argomedo, José María,

107. Lira Palma, Gabriel, 107, 130. Lira, Máximo R., 184, 301. Lisoni, Tito, 381. Lombroso, Cesare, 122, 123, 222. Lopetegui, Fernando, 181, 182. López, José Ignacio, 143. López, Vicente Fidel, 85. López y Planes, Vicente, 85, 129. Lorca, Julio, 425. Lorenzo, F.1 Magnífico, 16. Lorie, Juan de Dios, 45. Lynch, Patricio, 98. Lyon de Alessandri, Olga, 424. Lyon Peña, Arturo, 421.

M

Mac-Clure, Eduardo, 142, 143, 214.

Macho Cortés, véase: Cortés Arriagada, Joaquín.

Mac-Iver, Enrique, 239, 314. Mackenna, Guillermo, 172. Mackcnna, Juan, 173. Maille, Louis de la, duc de

Plaisance, 327. Maira, Manuel A., 425. Maira, Manuel J . , 336, 337. Maira, Octavio, 318.

Malatesta, Enrique, 246. Manso de Velasco, José Anto-

nio, 54. Maquiavelo, Nicolás, 71. Maret, Enrique, 261. Marín de Poveda, Tomás, 128. Martín Martínez, Javier, 232. Martínez, Marcial, 215. Martínez, Valentín, 126. Martner, Daniel, 360. Marx, Carlos, 120, 239. Mathieu, Beltrán, 374, 375, 378,

379, 383. Matta, Guillermo, 103. Matta, Manuel Antonio, 103,

184, 187, 259, 272. Matta Vial, Enrique, 130. Matta y Gallo, los, 117, 417. Matte, Augusto, 330. Matte Gormaz, Jorge, 360, 371,

374. Matte Larraín, Arturo, 424. Matte Pérez, Ricardo, 329. Matus, José Tomás, 276, 277. Maza, José, 385. Mazzelle, M. de la, 264. Meilivilu, Francisco, 424. Melián, José, 21, 39. Melossi, Santiago, 143. Menares, Pedro Antonio, 39. Mendeville, Wáshington de, 38,

84. Mendeville-Alessandri, familia,

94, 96, 97, 98, 99. Mendeville y Sánchez, Carlos

María de, 19, 38, 84, 92, 97, 220.

Méndez de Barrales, Ana, 55. Messer, Augusto, 111. Meza Fuentes, Roberto, 352,

353. Michaud, Luis Gabriel, 37. Miguel Angel, véase: Buonarro-

ti, Miguel Angel.

Miguel, Ño, véase: Ño Miguel. Mihanovic, millonario argenti-

no, 316, 320.

Mili, John Stuart, 116. Millán, Carlos, 422. Millerand, Alexandre, 402. Miniño Castillo, Alejandro, 162. Miranda, Héctor, 307. Miró Quezada, Oscar, 308. Mitre, Bartolomé, Presidente de

Argentina, 85. Montaner Bello, Ricardo, 130. "Montana" , Conservadores, 266. Montebruno López, Julio, 148. Montenegro, Pedro Nolasco, 333,

334, 336, 348, 349.

Montero Riveros, Aníbal, 158. Montero Riveros, Arturo, 158. Montero, Vicente, 158, 173, 174,

175. Montt, Jorge, Presidente de Chi-

le, 149, 179, 187, 188, 189, 218, 314.

Montt , Manuel, Presidente de Chile, 33, 34, 47, 78, 84, 102, 103, 113, 115, 130, 135, 348.

Montt , Luis, 132, 137. Montt, Pedro, Presidente de Chi-

le, 150, 190, 191, 193, 214, 215, 216, 217, 221, 228, 242, 265, 266, 267, 268, 274, 275, 277, 282, 283, 303, 306, 312, 313, 316, 317, 318, 319, 320, 321, 322, 323,324, 331, 341, 348, 373.

Montt M., Ernesto, 334, 335. •Montt Pérez, Anacleto, 334. Moore, Eduardo, 158. Mora Sotomayor, Gaspar, 386,

387, 391, 392, 393, 394, 395, 396, 397.

Morales, José S., 288. Moreno, Angel, 396, 422. Moreno, Hilarión María, 42. Moría Vicuña, Carlos, 302, 330. Mujica, Arturo, 396, 422. Mujica, Horacio, 337. Müller, Lauro, 371. Mundt Aragón, Santiago, 322,

324, 330. Munich, Guillermo, 322, 323. Muñoz, José María, 31. Muñoz Cablera, Ramón, 66. Muñoz, Rodríguez, Fidel, 315,

v 344. Murieta, Joaquín, 273, 330. Murillo, Alejandro, 406.

N

Napoleón I, Emperador de los Franceses, 47, 181, 223.

Navarrete Basterrica, Luis Alber-to, 130, 180.

Neff, Francisco, 391, 392, 393, 394, 395, 400, 402, 403, 404, 405, 409, 410, 411, 412, 414, 417.

Nicolás II, Emperador de Rusia, 254.

Nirvana, 362. Nogi, Kiten, Conde de, 254." Noguera, Francisco, 115, 116. Novoa, Jovino, 142. Novoa, Guillermo, 322, 323, 324. Núñez de Arce Gaspar, 82.

Ñ

Ño Miguel, 94.

O

Ochagavía, Silvestre, 381. O'Higgins, Bernardo, 17, 18, 20,

22, 26, 28, 32, 34, 133, 134, 139, 170, 215, 273, 275, 319, 342, 359, 402.

Olañeta, Casimiro, 64, 65. Olivares, Miguel de, 125. Olivos Borne, Jorge, 184. Opazo, Gustavo, 37. Opazo Letelier, Pedro, 421.

431'

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Órchard, Fábrica y Fundición, 257.

Orrego, Abelardo, 185. Orrego, Rafael, 269, 270, 333. Orrego Luco, Augusto, 184. Ortiz de Rozas, Domingo, 54, 55. Ortiz de Zeballos, Ignacio, 301. Ortúzar, Adolfo, 322, 323, 324,

330.

O'Ryan, Manuel, 392. Ossa, Isidro, 151. Ossa, Macario, 58, 79, 151. O valle, Abraham, 357, 358. Ovalle, Francisco Javier, 43, 44. Oyanguren, 305, 306. Oyarzún, Enrique, 332, 424.

1'

Pablo, San, 35, 111. Pagueri, 337, 339. Palacios, Carlos, 214. Palma, José Gabriel, 47, 51, 53,

78, 79, 115, 130, 158, 204, 211, 217, 230.

Palma Guzmán, Justina, 159, 172. Palma Guzmán, Máxima, 158,

172. Palma Guzmán, Mercedes, 158,

172. Palma Guzmán, Victoria, 107. Palma Guzmán de Alessandri,

Susana, 47, 48, 49, 51, 52, 70, 76, 79, 81, 203, 204, 205, 207, 211, 213.

Palma Guzmán de Silva, Irene, 115, 148, 158, 159, 172.

Palma-Guzmán, familia, 48, 49, 50, 63.

Pamplona, Romilio, 386. Pantanelli, Clorinda, 42. Pardo Barreda, José, Presidente

del Perú, 304, 376. Paredes, Robinson, 379. Parera, José Blas, 129. Parreño, Manuel, 79. Parga, Aliro, 238. Parra, Sofanor, 336, 339, 340, 341. Peña Munizaga, Nicolás, 130. Pereira, Guillermo, 381. Pereira, Ismael, 381. Pérez, Bartolina, 59. Pérez, Diego, Fray, 19, 38. Pérez, José Joaquín, Presidente

de Chile, 103, 151, 217. Pérez C „ R. , 288. Pérez Canto, Julio, 305, 306, 330. Pérez Rosales, Vicente, 31, 32. Pezoa Véliz, Carlos, 46. Petrarca, Giovanni, 16. Peyrat, Alfonso, 326, 327. Phillipí, Julio, 130. Phillips, Alberto, 182. Piccolet d'Hermillon, Augusto,

33. Pinilla, Macario, 372, 373. Pinochet, Víctor, 387.

Pinto, Aníbal, Presidente cíe Chi-le, 71, 73, 97, 101, 103, 104.

Pinto, Francisco Antonio, 23. Pinto, Guillermo, 330. Pinto Concha, Joaquín, 236. Pinto Concha, Ramiro, 411. Pinto Duran, Antonio, 354. Pinto Izarra, Federico, 325. Piñeiro, Norberto, 274, 275. Piva, Carlos, 156. Poblete, Ismael, 341. Poblete Troncoso, Moisés, 346. Polo, Solón, 304. Pomereud, Conde de, 327. Popilio Lena, 176. Porras, Melitón F., 301, 304, 306,

383.

Portales, Diego, 25, 34, 40, 41, 58, 71, 78, 102, 125, 273.

Portales, José Santiago, 128. Porto Seguro, Luis B., 356. Poupin, Antonio, 161, 167. Pozo, Guillermo del, 396, 422. Prado, Mariano Ignacio, Presi-

dente del Perú, 70, Prado Ugarteche, Manuel, 302,

308.

Prado Ugarteche, Misión, 302. Prat Carvajal, Arturo, 94. Prat Carvajal, Blanca, 94. Prat Chacón, Arturo, 93. Prats, Ministerio, 151, 153. Préndez, Pedro Nolasco, 99. Prieto, Joaquín, Presidente de

Chile, 26, 34. Prieto, Víctor M., 330. Prieto y Renjifo, 26. Puelma, José T . , 39. Puga, Arturo, 396, 399, 403, 422. Puga Borne, Federico, 303. Puga Borne, Julio, 269, 278, 330.

Q

Quezada, Manuel A., 185. Quezada Acharán, Armando, 114,

344, 345, 357, 358, 379.

R

Radford, Mr., 191, 195. Raiberti, Flaminio, 263. Ramírez, Arturo, 165. Ramírez, Eleuterio, 77. Ramírez, Joaquín, 31. Ramírez de Romero, Julia, 192. Ramírez Frías, Tomás, 379. Ramírez Rodríguez Pablo, 307. Ramírez Sanz, Osvaldo, 322, 323,

324.

Ramos, Luis Alberto, 365. Ramos Mejías, E., 311. Ramos Montero, Dionisio, 308. Real, Pedro, 386. Recabarren, Luis Emilio, 238,

240, 268, 269, 270, 271, 329, 330, 370.

ftccamíer, J. F. Bernard, Mada-me, 129.

Reed, Sir Edward J . , 73. Reinach, Joseph, 326. Rejo y Cía., Rubén, 38, 39. Renjifo, Ismael, 178. Renjifo, Manuel, 26. Renjifo, Ramón, 80. Reyes, Gaspar de los, 24, 40. Reyes, Juan Evangelista, 330. Reyes, Sargento, 365, 366, 367. Reyes, Vicente, 190, 213, 215, 216,

218.

Reyes del Río, Olegario, 392, 393. Reyes Ortiz, Serapío, 68, 70. Reyes Videla, Ernesto, 130. Ribeyro, Ramón, 301. Ríbot, Alexandre Félix Joseph,

260, 262, 327. Riesco, Germán, Presidente de

Chile, 233, 241, 247, 248, 250, 265, 266, 274, 275, 276, 298, 303, 325.

Río, Arturo del, 315, 332, 333, 334, 335, 336, 341.

Río, Pablo del, 26, 27, 41. Ríos, Carlos, 366. Ríos Gallardo, Conrado, 11. Ríos Morales, Juan Antonio, Pre-

sidente de Chile, 181, 343, 344. Rivas, Arturo, 185. Riva-Agüero, Enrique de la, 301. Rivas Vicuña, Francisco, 267,

329. Rivas Vicuña, Manuel, 333, 337,

340, 356, 357. Rivas Vicuña, Pedro, 381, 424. Rivera, Guillermo, 270, 315, 381,

411. Riveros, Galvarino, 96, 99. Robinet, Carlos Toribio, 248. Rockefeller, John, 319. Rodríguez, Ambrosio, 79. Rodríguez, Enrique A., 325, 326. Rodríguez, Zorobabel, 115, 116,

118, 130, 184.

Rodríguez Aldea, José Antonio, 139.

Rodríguez Mendoza, Emilio, 161, 189.

Rodríguez Velasco, Antonia vda. de, véase: Velasco Cotapos vda. de Rodríguez Velasco, Antonia.

Rodríguez Velasco, familia, 209. Rodríguez Velasco, José Antonio,

139, 212. Rodríguez Velasco, Luis, 139, 211. Rodríguez Velasco, Rosa Ester,

139, 140, 201, 202, 203, 210, 211, 212, 213.

Rogers, Ricardo, 258. Rojas Huneeus, Francisco, 299,

300.

Román, Pedro, 17. Romero, Luis Francisco, Obispo,

128. Rosales, Abel, 132. Rosambó, Marqués de, 327.

432'

Page 429: ALESSANDRI, - BCN

Rosas, Juan Manuel de, 84. Rosas, Ramón Ricardo, 185. Ross, Agustín, 193, 194, 195, 285. Ross, Juana, 195. Rowlandson, Tomás, 85, 129. Roxane, seud., véase: Santa Cruz

Ossa, Elvira. Rubio y Bellvé, Mariano, 129. Ruiz, Marcelino, 38. Ruiz Zegers, Carlos, 10, 11.

S

Saavedra Montt, Cornelio, 315, 317, 318, 355 , 405, 415., 424.

Sáez, Carlos, 401, 422. Saint Martin, M. , 327. Salas, Darío E., 192, 347. Salas Edwards, Ricardo, 141, 303. Salas Lavaqui, Manuel, 325, 326. Salas Olano, Alberto, 168. Salas Romo, Luis, 388, 389. Salinas, Emilio, 396, 399, 422. Salinas, Manuel M., 65, 329. Salomón, Alberto, 380, 381, 382. Salzmann, Cristián Dotthilf, 111. Sánchez, Eugenio, 336, 337. Sánchez de Velasco y Trillo, Ma-

ría, 38, 84, 129. Sánchez García de la Huerta, Ro-

berto, 385. Sanfuentes, Aníbal, 329. Sanfuentes, Enrique Salvador,

179.

Sanfuentes, Juan Luis, Presidente de Chile, 220, 242, 266, 333, 343, 349, 364, 373.

San Martín, Alejo, 162, 163, 164, 166.

Santa Cruz, Vicente, 301. Santa Cruz Ossa, Elvira, 419, 425. Santa María, Domingo, Presiden-

te de Chile, 104, 105, 106, 107, 108, 109, 181, 183, 217.

Santa María, José María de, 79. Santa María, Juan de Dios, 21,

38, 39.

Sardá y Salvany, Félix, 130. Sarmiento, Domingo Faustino,

28, P5. Sarracolea y Olea, Juan, obispo,

128. Savary de Beauregard, Mss., 327. Schubert, Franz Peter, 203. Scribe, Augustin Eugéne, 31. Scroggie, Arturo, 424. Seignobos, Charles, 192. Seoane, Guillermo A., 303 , 304,

305.

Sepúlveda, Oscar, 295. Serrano, Juan, 417, 424. Sesostris, 119. Sierra, Wenceslao, 417. Silva, Pedro, 155. Silva, Víctor Domingo, 231. Silva, Waldo, 79, 115, 148, 149,

150, 173, 314. Silva B., Eduardo, 167.

Silva Campo, Gustavo, 381, 407. 408, 410.

Silva Cortés, Romualdo, 421. Silva Cotapos, Carlos, 130. Silva Cruz, Carlos, 360. Silva Cruz, Raimundo, 301. Silva Feliú, Francisco, 337, 340. Silva Lemus, David, 162. Silva Lezaeta, Luis, 258, 328. Silva Palma, Amelia, 158. Silva Portales, María, 12. . Silva Renard, Carlos, 145. Silva Renard, Roberto, 144, 145,

289, 290, 293, 294, 298, 330. Sismondi, Sismonde de, 246. Sivori, 42.

Soffia, Luis Guillermo, 391, 395. Solís de Ovando, Pascual, 79. Solorza, Alférez, 54. Sornarriva, Marcelo, 356. Sorucco, Pascual, 65, 66'. Soto Pérez, Ismael, 258. Sotomayor, Emilio, 74, 75, 96. Sotomayor Baeza, Rafael, 77, 226,

279, 280, 281, 298, 329. Soublette Garín, Guillermo, 403,

411. Spencer, Herbert, 116. Spranger, Eduardo, 111. Stephan, Tristán, 146, 147. Stoessel, Anatolio Mikhailovich,

254.

Subercaseaux, Francisco, 299. Subercaseaux, Guillermo, 286,

357, 358, 385. Subercaseaux de Concha y Toro,

Emiliana, 151. Subercaseaux de Vicuña, Lucía,

151, 171. Subercaseaux de Vicuña Macken-

na, Victoria, 202. Subercaseaux Vicuña, Antonio,

151. Subercaseaux Vicuña, Francisco,

151, 299. Subercaseaux Vicuña, Ramón,

151.

Suchetet, Lucas Andrés, 327.

1' Tagle, Juan, 19, 38. Tagle, María de la Luz, 78. Talleyrand, Charles Maurice de,

409. Tarzi, María Teresa Gertrudis,

13, 14, 38, 44. Thayer Ojeda, Tomás, 130. Thompson, Juan, 84. Thompson, señora de, 129. Tignac, Bernardo Silverio, 38. Tiola, Félix, 17. Tizzoni, Emilio, 421. Tocornal, Enrique, 120. Tocornal, Ismael, 128, 221, 315,

348, 349, 357. Tocornal, Manuel Antonio, 65. Tolstoy, León, 256.

Tornero, José Santos, 20. Toro Herrera, Emilia, 182. Toro, Mateo, 125. Toro, Ramón, 26. Torrealba, Zenón, 360. Torres, José de, 45. Torres, Manuel, H., 185. Torres, Matías, 65. Traslaviña, José Clemente de, 55. Trastamara, Conde de, 358. Trucco Franzani, Manuel, 425. Tupper, Fernando, 200.

U

Undurraga, Arturo, 152, 159, 160, 161, 167.

Undurraga, Francisco, 160. Urcullu, Félix, 422. Uriburu, José Evaristo, 175, 176,

185, 186. Urízar, Silvestre, 396, 403, 422. Urriola, Pedro, 84. Urrutia Ross, señoras, 52. Urrutia Venegas, Fidel, 145. Urzúa, Darío, 325, 326. Urzúa, Jorge, 424. Urzúa, Oscar, 421.

V

Valderrama, José María, 344. Valdés, Miguel Luis, 211, 277. Valdés Cangc, J. seud., 283. Valdés Valdés, Ismael, 401. Valdés Vergara, Enrique, 184,

205. Valdés Vergara, Francisco, 229. Valdivia, Pedro de, 35. Valdivia Latorre, Manuel, 322,

324, 331. Valdivieso, Rafael Valentín, Ar-

zobispo de Santiago, 102, 103. Valencia, Absalón, 333. Valenzuela, Heraclio, 422. Valenzuela Castillo, Manuel, 130. Valenzuela D., José Santos, 130,

217. Valledor Sánchez, Gustavo, 130. Varas, Antonio, 113. Varas, Miguel, 113, 114, 348. Varela, Federico, 299. Varela, Wenceslao, 375, 380. Vargas, Francisco, 44. Vargas, José, 44, Vargas, Luis, 334. Vargas, Rufino, 19, 38. Vargas Baquedano, familia, 12. Vargas Baquedano de Alessan-

dri, Carmen, 19, 38, 44, 46, 47, 48, 51, 78, 79, 93, 101, 133, 171.

Vargas Salcedo, Ismael, 425. Vargas, Salcedo, Roberto, 425. Vásquez, Armando, 396, 422. Veas, Bonifacio, 269, 270, 297. Vedia, Diputado Argentino, 313. Velasco, Fanor, 142.

433'

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Velasco, Julio, 424. Velasco Cotapos vda. de Rodrí-

guez Velasco, Antonia, 138, 139, 201, 210, 211, 213.

Velasco Oruna, Primitiva, 212. Velásquez, 338. Vergara, Carlos, 422. Velásquez, José, 98, 144. Venegas, Alejandro, véase: Val-

dés Cange, J . seud. Venegas, José M., 307, 308. Verdejo, 189, 190. Verdi, Giuseppe, 70, 71. Vergara, Paul, 306. Vergara, Luis Antonio, 175, 302,

325, 326. Vergara Antúnez, Rodolfo, 184. Vergara Silva, Pedro N., 130. Vial Infante, Alberto, 221. Vial Solar, Javier, 184, 300, 301. Vial Souper, Arturo, 168. Viaux, Ambrosio, 396, 399, 405,

406, 422. Víctor Manuel I I , Rey de Cerde-

ña, 33, 35, 43. Vicuña, Angel Custodio, 59, 60,

302. Vicuña, Claudio, 131, 151, 171,

172, 173, 175, 266. Vicuña Cifuentes, Julio, 79, 81,

130. Vicuña de Subercaseaux, Magda-

lena, 151. Vicuña Mackenna, Benjamín, 40,

125, 128. Vicuña Pérez, Alejandro, 59.

Vicuña Subercaseaux, ólaudio, 424.

Vidal, Francisco Antonio, 219. Vidal, Gabriel, 58. Vidaurre, José Ramón, 165, 167,

185. Videla, Pedro N., 67, 68, 69. Viel, Oscar, 175. Vieragallo, Antonio, 337. Villalobos, P., 287. Villalobos, R., 287. Villanueva, Benito, 316. Villarroel, Carlos, 337. Villegas, Eduardo, 157. Villegas, Enrique, 325, 333. Villena, 42.

Villouta, Caupolicán, 144, 145. Villouta, Guillermo, 422. Vinci, Leonardo da, véase: Leo-

nardo da Vinci. Visconti, Señor, 156. Vivanco, Presbítero, 52.

W

Waldeck-Rousseau, Pierre Marie Ernest, 260.

Waldteufel, Emile, 203. Walker Martínez, Carlos, 99, 118,

120, 152, 159, 160, 161, 163, 165, 167, 172, 184, 185, 186, 222.

Walton, Jorge, 425. Waugh Aldunate, Alfredo, 140. Williams Rebolledo, Juan, 77. Wilson, Arturo, 294.

Wilson, Woodrow, Presidente de EE. UU. , 9, 373.

X

Xerjes, véase: Jerjes, Rey de Persia.

Y

Yáñez, Eliodoro, 343, 344, 381, 385, 386, 401, 402, 407, 408, 409, 410, 416.

Z

Zamudio, Daniel, 166. Zamudio Astorga, Ismael, 168. Zamudio Flores, Daniel, 160, 166, Zamudio Flores, Jorge, 160, 166. Zañartu, Dario, 226. Zañartu, Luis Manuel de, 124,

125, 126, 127. Zañartu, Manuel Arístides, 175. Zañartu, Sady, 124, 129, 130. Zañartu Prieto, Enrique, 348, 379,

380, 385, 386, 387, 388, 389, 407.

Zapiola, José, 41, 42. Zeballos, Estanislao S., 310, 311,

316. Zegers, Julio, 119, 120, 147, 214,

215. Zegers, Luis Ladislao, 200. Zolezzi, Carniglia, Elvira, 12. Zorrilla Milete, Luis, 168. Zúñiga, Enrique, 422.

434'

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I N D I C E

Antecedentes sobre la publicación de la obra,

piR.9

P R I M E R A P A R T E

Libro I. E L A N C E S T R O

La Raíz 13 Ensueño y realidad 14 A rodar tierras 15 Arraigo en América 16 "Pioneer" 20 Armador en regla 24

El Coliseo 26 El Valle del Paraíso 29 Cónsul y Plenipotenciario . . . . 33 La nueva estirpe 35 Notas al Libro I 37

Libro II. L A C A M P I Ñ A

Longaví 46 El tercer hijo 50 "Impossibil sempre fu d'insieme unir

Política e Virtu" 57

La extraña Sociedad 60 La guerra del Pacífico 64 El ruido del cañón 70 Notas al Libro II 78

Libro III. S A N T I A G O

La urbe 81 Los colegiales y la política . . . 106

Interno 87 Rescoldo juvenil 108 El "último" de la clase . . . . . 90 Estudiante universitario 110 En familia 92 El primero del curso 112 De Vacaciones 94 El maestro 117 Entrada a Santiago del Ejército Ven- El Ateneo 121

cedor 95 Un símbolo: "El puente de Cal y Baquedano madruga . . . . . . 99 Canto" 124 Un "apaga-velas" que hace época . 102 Notas al Libro III 128 La Administración Santa María . . 104

S E G U N D A P A R T E

Libro IV. L A R E V O L U C I O N D E L 9 1

Un bibliotecario que no sirve . . 131 "La Justicia" 154 "Coup de Eoudre" 138 Lo Cañas 160 Orden administrativo y crédito ex- Concón y La Placilla 169

terno . . . ! 140 ¡Vae Victis! 171 Bastos, copas y espadas 142 Muerte de Balmaceda 175 Levantamiento de la éscuadra . . 145 Meditando 178 En las filas de la oposición . . . 150 Notas al Libro IV 184

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Libro V. I D O L A F O R l

Presidencia de don Jorge Montt y pequeñas conspiraciones . . . . 187

Acercándose al Congreso 190 Profesor de Historia 195 El Congreso baila 198 Una vida que se extingue . . . . 203 Cimentando un hogar 209

Presidencia Errázuriz-Echaurren . . 213 Diputado por Curicó 219 Ministro de Industria 220 Una tragicomedia inolvidable . . . 222 Fracaso de la conversión metálica . 225 Notas al Libro V 230

T E R C E R A P A R T E

Libro VI. L A R E B E L I O N P R O L E T A R I A

Primeras manifestaciones de la "cues- La nueva alquimia: el oro converti-tión social" en Chile 231 do en papel 284

La Mancomunal de Obreros . . . 238 Crisis económica en Tarapacá . . 286 Recabarren 240 La tragedia en la Escuela Santa Ma-Sin brújula 242 ría 289 El antigobiernismo 245 La masacre 294 El desprestigio del Ejecutivo y la Se deslindan responsabilidades . , 295

propaganda ideológica' 246 Protesta de Alessandri sobre los acon-Bajo el sol de la pampa . . . . 249 tecimientos de Iquique . . . . 297 Los acontecimientos rusos del 22 de La cuestión con el Perú y el asunto

enero y los trabajadores chilenos . 253 de la corona 300 Desórdenes en el Norte del país . . 257 Primer Congreso Americano de Es-El anticlericalismo en acción . . . 259 tudiantes 307 Administración Riesco y candidatura Figueroa Alcorta clausura el Congre-

Presidencial de Montt . . . . 265 so de su patria 310 La democracia socialista en el Con- Repercusiones en Chile de la crisis

greso 268 transandina '. 313 Proletarización de los partidos histó- La Comitiva Presidencial chilena du-

ricos 272 rante las fiestas del Centenario ar-Gobierno de don Pedro Montt . . 274 gentino 315 La burla de la Ley de Conversión . 282 Notas al Libro VI 324

Libro VII. D E L S E N A D O A L A P R E S I D E N C I A .

D E L A R E P U B L I C A

La campaña Senatorial de Tarapacá 332 La convención presidencial del año 20 . 341 El candidato de la Unión Nacional . 348 Asalto a la Federación de Estudian-

tes 352 El Ejército se moviliza 354 El Tribunal de Honor 356 Primera Presidencia de Alessandri:

dos épocas frente a frente . . . 361 Déficit y cesantía 363 Tragedia de San Gregorio . . . . 364 La actitud del Gobierno . . . . 368 Negociaciones con el Periv. . . . 371

El protocolo de Washington . . . 377 La revolución de 1924: Ultima eta-

pa de la Constitución del 33. El

Ejército contra el Parlamento . 384 Hacia el golpe de Estado . . . . 392 Ministerio Altamirano-Bello Codeci-

do 399

Leyes a destajo 407

48 horas de incertidumbre . . . . 409

El manifiesto del 12 de septiembre . 416

Hacia el exilio 419

Notas al Libro Vil . 421

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