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viajes al cabo de todo Relatos por el Cabo de Gata
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Al Cabo de todo

Jul 25, 2015

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Libro de relatos sobre el Cabo de Gata, sobre sus particularidades y personajes... Y realizado por escritores que habitan allí.
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Relatos por el Cabo de Gata

T e x t o sAlba Varela · José Luis de la CámaraCarlos Serrano · Fernando RodríguezArturo Fernández-Maquieira · Rakel

Rodríguez

I l u s t r a c i o n e sAnna Godat · Adela Correa · Manuel

Olivencia

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isbn: 978-84-611-5702-0 · depósito legal: J-385-2007© ediciones RaRo, Almería 2007 · [email protected]

reservados todos los derechosdiseño gráfico Thomas Donner, Los Escullos/Almería

impresión Gráficas La Paz, Torredonjimenoimpreso en España

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Í n d i c e

Alba Varela Lasheraslos paraísos perdidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

José Luís de la Cámara Orteganadie quiere vivir en el paraíso. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

Por Carlos Serranoun paseo por el paraíso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25

Fernando Rodríguezhistorias de la costa nijareña . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41

Arturo Fernández-Maquieiraesos ojos bellos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55

Rakel Rodríguezal cabo de todo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65

Anna Godat . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23, 59Adela Correa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11, 24Manuel Olivencia portada,16/17, 32/33, 43, 48, 62/63, 69

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los paraísos perdidos

Alba Varela Lasheras

De todo paisaje vivido se puede hacer un paraíso per-dido. La nostalgia adorna la instantánea y pone brillos doradosen los detalles del recuerdo.

Como hizo Karen Blixen, podría comenzar a escribirsobre el Cabo con una frase como: Yo tuve una granja enÁfrica, al pie de las colinas de Ngong. Aunque enseguida vieneel recuerdo de la sífilis de la pobre Baronesa, y se me cae laimagen de heroína bañada por el sol de la tarde leyendo enalto rodeada de kikuyus.

Y aunque leo por las tardes en la terraza, me faltan loskikuyus, y aunque el Cabo tenga imágenes y recuerdos a losque la nostalgia pone bordes dorados —zambullidas en elagua, los ojos llenos de colores nuevos después de bucear,un hombro dorado al lado del mío—, ¿cómo hacer un paraí-so con ese viento endemoniado zumbándote en los oídos,este paisaje que parece calcinado la mayor parte del año, esasvallas publicitarias con un tomate —carnoso fornidomofletudo opulento robusto exuberante— colosal que pare-ce que va a caerse encima de ese grupo de sombras, ese grupoque espera —se acuclilla y espera, cambia de personas yespera, es flaco y tiene el color de la tierra y espera—…?

Mi corazón del parque está mar adentro, enfrente deuna playa, donde el azul raso del agua templa los perfiles delas rocas rojas, blancas, negras. Siempre me han parecido losrestos de una batalla entre gigantes: un yelmo enrojecido

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por el óxido para una cabeza del tamaño de una montaña,unos huesos enormes calcinados por infinitos veranos, lasilueta de un cuerpo tendido dibujada en el filo de unas colinas.El cielo nocturno también me hace sentir pequeña, me cuestaimaginar una cúpula estrellada dentro de mí y el olor dulzóndel jazmín de la vecina me marea.

No todos los paraísos perdidos tienen que ser felices,me dirás. Basta con que sean heroicos. Pero, ay, vivo en untiempo en el que los hoteles no dejan ver la playa, yo ya norecuerdo cómo era vivir sin sida y sin pateras. Y me dejo llevarpor la dulcedumbre de la piel quemada por el sol, el cansanciodel ocio, el recuerdo de la salvaje que pude haber sido.

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nadie quiere viviren el paraísoJosé Luís de la Cámara Ortega

A Mercedes Soriano y a Walter Barten, que abandonaron el paraíso antes de lo debido y sin despedirse.

Nadie quiere ya vivir en el paraíso, salvo, quizás, PilarMiró, que en los cielos estará, colgada del brazo de GaryCooper. Malos tiempos estos para la lírica, el dolce far nientey los amores de soslayo; las prisas y las hipotecas rigen losdestinos de las cándidas almas que aún se hacen preguntasy, a estas alturas del partido, con un lustro ya del nuevo siglovencido, el paraíso empieza a mostrar su verdad másmostrenca, su servil pleitesía a don dinero y a sus embajadores.

No es fácil la vida en el paraíso. Para ser admitido enél es obligado acatar sus reglas no escritas y llevar a cabo nopocas renuncias; imprescindible despojarse del hombre viejo ytener siempre a mano para poder recurrir a él en momentosde duda y flojera el libro de los desasimientos, con su manualde instrucciones. Conviene venir ligero de equipaje, con laconciencia maleable y habiendo hecho dejación de princi-pios. Se equivocan quienes pretenden olvidar un mal deamores o renacer a una nueva vida viniendo a vivir al paraí-so; aquí escasean los padrinos y la fuerza necesaria ha devenir de uno mismo y, créanme, esa fuerza ha de ser enorme,porque lo habitual es que en el paraíso el compañero de cadahabitante sea la soledad, no la esperanza. (Uno de los perso-najes de El cuarteto de Alejandría, de Durrell, pregunta aotro “¿Cómo te defiendes de la soledad?” “Me convierto en

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que me hiciese visitante habitual y observador puntilloso decuanto allí sucedía, siendo muy culpable de ello JuanGoytisolo y sus libros La Chanca y Campos de Níjar.

Desde ese primer momento el paraíso ha cambiadotanto que cuesta reconocerlo hoy día, hay unas cuantas señasde identidad que permanecen: la belleza del lugar, la durezadel día a día para quien está acostumbrado a la vida cómodade las ciudades modernas, los silencios, los olores, las vocesde la chicharra, la llamada del viento… alimentos del espíritumás que del cuerpo.

Ruinas de cortijos abandonados siguen resistiendo aduras penas el paso del olvido, ya no impresionan comoentonces, no mantienen el olor de las sábanas, calientes aún,ni las salpicaduras de los guisos de cuchara. Ya no pareceque sus moradores acabasen de huir a la carrera forzados poruna fuerza misteriosa, dejando las alacenas llenas de útilesdomésticos, tazones de porcelana con restos del último desa-yuno sobre la mesa y la foto de la boda de los padres o abuelosjunto a la plancha de estaño repujado representando laÚltima Cena, colgadas de la pared desnuda de la cocina.Hoy esas ruinas, habitadas por lagartos y silencios, sin otropropósito que fundirse lentamente con la tierra y retornar alorigen de los tiempos, son el último testigo de una épocaextinguida del todo, restos de un naufragio material y espiri-tual de una época.

Hace unos pocos años pedí a Mercedes Soriano, quiense había resguardado en Las Presillas Bajas del huracán de lafama madrileña que amenazaba con aniquilarla, y a quienyo había bautizado como portera del paraíso que me escri-biese un texto para una exposición de pintura; la exposiciónllevaba por título los colores del paraíso, y Mercedes, desde suatalaya intelectual y vital, desde su portería, escribió un pre-cioso texto del que rescato de la memoria unas cuantas imá-genes de lo que era el paraíso para ella:

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la soledad misma”, respondió éste.) Primera lección que hay que aprender: a la soledad se

la debe querer mucho y bien si se quiere ser habitante deestas tierras. ¡No es habitual ver alacranes viviendo en grupo!

Naturalmente, el paraíso es una quimera, una aspiración,pero éste, al que nos referimos en estas palabras, es real,como lo demuestra que en la falda del monte El Paraíso,frente a esa maravillosa playa de los Escullos, se hallaba hastahace poco la casa de mis sueños: el cortijo El Paraíso, pruebaviviente de que las quimeras son posibles, asequibles ydomesticables, pero también, y ése es el drama, perecederas.

Cuando Pilar Miró rodó en ese cortijo su película ElPájaro de la felicidad, en un cruce de caminos viniendodesde Las Presillas Bajas, encontré un día dos carteles indi-cando con una flecha dónde se rodaba la película; en uno seleía el paraíso y en el otro el pájaro de la felicidad. Quien hayavisto esa película, habrá podido comprobar que ese pájaroque quería vivir solo, era fuerte y con los pies en el suelo,capacitado para resistir parapetado tras los muros encaladosel habitual discurso del viento que, durante días y días acos-tumbra a golpear la soledad poniendo a prueba, en losinviernos del Parque, la fuerza de los anclajes que nos atan aesta tierra.

Mi primera aparición en el paraíso fue hace ya casiuna treintena de años, y como suele suceder en mí, el des-cubrimiento ocurrió durante una peregrinación a un santua-rio literario: un viaje buscando la casa de Gerald Brenan enYegen, en las Alpujarras Granadinas, la casa del inglés, comola llamaban los lugareños. Recuerdo la llegada, en unCitroën 2 CV, atardeciendo, ya sin apenas sol, por un caminosin asfaltar trazado por corrientes de agua y sin ver un almadurante kilómetros. Era aquel un mundo distinto al actual,aún eran posibles las ilusiones y uno creía que la conquistadel horizonte estaba al alcance. Pasaría algún tiempo hasta

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Abastecimientos y Transportes abasteciendo de bacalao secoy arenques… a poco más se reducía la vida del día a día enla época en que empezaron a llegar otras gentes, con la miradaasombrada por lo singular del paisaje y dispuestas a hacer deeste lugar su Lugar. Así vinieron de Alemania, Holanda,Suiza… pintores, escritores, fotógrafos, gente que no pre-tendía seguir horadando las montañas en busca de oro, sufiebre no tenía que ver tanto con el oro como con el espíritu.Muchos de ellos no resistieron y siguieron camino impulsadospor una incómoda inquietud. Algunos, aprovechándose deque nadie conocía su vida anterior, se reinventaron, crearonun personaje al que pasados los años le son tan fieles que ya esimposible diferenciar uno del otro. Son gente imprescindibleen el paisaje y en el espíritu del Cabo, han contagiado partede su bagaje, han enriquecido la vida de la zona, no sólo hanrestaurado ruinas, se han mostrado inquietos y protestonescuando los nativos, fieles a su condición de españoles perdíanlas fuerzas en las barras de los bares despotricando contratodo y contra todos. Y sobre todo creo que han instaurado unaconciencia ecológica siendo los primeros en poner el gritoen el cielo al darse cuenta de que está a punto de perderseuna zona privilegiada devorada por la especulación.

Entre éstos, uno de los que primero decidió que esteera un buen sitio para esperar la muerte, fue Walter Barten,holandés, periodista y sobre todo pintor que, silencioso yobservador, retrató desde su casa en Las Hortichuelas laactualidad española de los últimos años del franquismo; susretratos de los últimos fusilados y ajusticiados a garrote vilestremecen aún, tantos años después.

Conoció bien la cultura y el carácter español llegandoa hacer una serie de grabados sobre el romancero gitano deLorca, traducido al holandés. Tenía unos ojos azulísimos, elpelo blanco y la conversación lenta y reposada con el tonosuave con el que ronronean los gatos, a los que quería y solíanser su única compañía. Le gustaba la naturaleza; en uno de

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Mariposa blanca que revolotea [entre ramas de enredaderaPerla de luna simétricamente enfrentada a sol ardientePájaro elegante volando tersas piedras para un nidoRacimos de madreselva [desprendiendo perfumes de la infanciaEspumas agitadas besando arenas por el calor fundidasHorizonte ultramar, turquesa, [ceniza, diamante, aguamarinaFlores abiertas ,de azaharY abejas ateridas que despiertanY nubes de nácar componiendo un ocasoY alegría de cantos anunciando el alba Y la brisa de la mañana Y la sal de tus labiosNiños y niñas saltandoY la mujer sobre la playa, perdida la inquietud, abandonada sólo al cielo que la mira.

El escrito terminaba diciendo: A todos nos ha sido dadoel paraíso, sus colores nos envuelvan.

Desgraciadamente ella quedó envuelta prematura-mente y ya para siempre en esos colores, dejando, eso sí suespíritu, con musha calma, a los pies de un limonero en LasPresillas Bajas.

A pesar de la generosa afirmación de Mercedes no esverdad que haya paraíso para todos, éste del que hablamos,el Cabo de Gata, lo es para muy poca gente, por un ladoaún queda gente nacida en él, que no emigró en aquellosaños en que la única ocupación posible era mirar el hori-zonte detrás de unas redes de pesca, o de un mulo trillandoen la era. Tierras, molinos, unos pocos peces, la cal de lasparedes, los chumbos, el esparto movido por el viento, lasmoscas siempre, el baile los días de fiesta, gatos adormilados,aquellos camiones renqueantes de la Comisaría de

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Aún hoy encontramos muchos cortijos que conservan elarco de anilla, donde se colgaba al cerdo cabeza abajo, unavez muerto para poderlo faenar cómodamente.

De entre las gentes venidas de lejos que mejor se hanadaptado y que más me han impresionado están Juan ySophie, extraordinarios artistas y personas entrañables quedeben de llevar más de 30 años en Almería. También ellosaparecieron en un Citroën 2CV. Jóvenes y recién casadosquerían aprender el castellano para posteriormente irse avivir a Suramérica. Atravesaron España de norte a sur hastarecalar en Almería; supongo que también habían leído ellibro de Goitysolo, La Chanca, porque terminaron viviendoen una cueva de ese barrio; para quien no haya conocido esearrabal de Almería, a los pies de la Alcazaba será difícilhacerse una idea de lo que pudo ser la vida de esta parejaaquellos primeros tiempos en España, el recelo y la des-confianza de sus vecinos unido a la dureza de la vida enaquellas condiciones. Hoy, pasadas tres décadas, perfecta-mente integrados en el paisaje han levantado un paraísodentro del Paraíso y junto con el británico Matthew Weir, apunto de desaparecer laboralmente la familia Góngora,mantienen viva una de las formas artísticas más representa-tivas de esta zona: la cerámica de Níjar.

Sería interminable la lista de personas que casi escon-didas de los demás, en cortijos semiocultos a los ojos delturismo mantienen intactas sus ideas respecto a cómo sedebe vivir una vida, sin duda son peculiares, incluso raros,con aspecto de asesinos de película, pero hoy día, cuando laglobalización y los dominicales de los periódicos nos uniformana todos, ellos representan un leve soplo de aire fresco y noimporta que algunas de sus ideas sean cuando menos cues-tionables (mujeres que traen sus hijos a este mundo en casa,como se hacía antaño, y que no les vacunan); pienso enAnna María, Thomas, Paula, Martin, Annika, Romualda ytantos y tantos que hacen que la vida sea más interesante.

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sus cuadros sepultó una rata y en el taller que tuvo enHolanda, dejó crecer un árbol que llegó a tener más de seismetros, obligándole a abrir agujeros en techo y paredes paraque creciese a sus anchas. Sus últimos años fueron silenciosos,contemplativos, sentado frente a un vaso de vino en CasaPaco o en la silla de enea de su taller y los últimos cuadrospintados repetían una y otra vez los mismos protagonistas,un cuerpo de mujer, las montañas de las Negras y el pintorretratándolos. Era un hombre que irradiaba paz, transpa-rente, casi invisible.

Personajes leyenda ha habido multitud por estas tierras,la zona se presta a ello, gigantes que construyeron palacios ylos rodearon de palmeras evocando las mil y una noches;fotógrafas compulsivas disparando su máquina sin cesarconvencidas de que ese mundo que veían sus ojos agonizabasin que nadie levantase acta de su existencia; agoreros del findel mundo aguardando desde un butacón en plena cuneta lavenida de los ovnis; jóvenes abogadas de ciudad reconvertidasen artesanales panaderas, elaborando panes con frutos secos,artistas ocultos a los ojos de los curiosos creando medusasenormes… todos agudizando el ingenio para encontrar unmedio de vida que les permitiese ser parte del lugar. Muchosno resistieron la pelea y después de constantes vaivenes, deilusiones y desilusiones tiraron rendidos la toalla contra elesparto, ese ejemplo claro de cómo sobrevivir impasible encualquier época.

Y mientras estos éxitos o fracasos de adaptación teníanlugar en el parque, un mundo silencioso, autóctono, hacíasu vida habitual, rigiéndose como siempre se ha hecho, porese reloj vital cuyas manijas son manipuladas por la tierra, elsol, la luna y la mar. Así se araba, se sembraba, se rezaba, serecogía y trillaba. Así se salía a la mar y así se metía uno enlas entrañas de la mina. Así se liberaba a los animales o se losencerraba y en noviembre por San Martín, se mataba el cerdoen un ritual litúrgico heredado desde tiempo inmemorial.

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Es el paraíso, el mío, una forma de vida más que otracosa, el final de toda escapada, un lugar lleno de señas deidentidad únicas, el lugar de las segundas oportunidades,tanto para lavadoras y neveras venidas a menos, colchonesacostumbrados a otros cuerpos y somieres viejos, butaconeszurcidos por varias manos que aguardan estoicos en lascunetas a que un alma caritativa y necesitada los insuflenueva vida, como para aquellas personas que buscan sinencontrar su sitio y su labor. Un buen sitio para renacer, sólohay que encontrar quién nos bautizará en esa nueva vida yuna vez allí, tener la precaución de cuando se barrunte vientochuparse el dedo índice, levantarlo a lo alto y si vienePoniente obrar en consecuencia: sujetar las ramas de la palmera,apuntalar el mástil de la pita, encerrarse en casa echando elpestillo a puertas y ventanas y esperar, esperar, esperar, undía, dos, tres, teniendo la precaución de alejar de las ganas labotella y de poner a buen recaudo los malos pensamientos,esperar que amaine o que alguien se atreva a rompernos lasoledad atravesando valiente la furia desatada del viento. Yasí estación tras estación, año tras año, sin solución de con-tinuidad, días de euforia y otros de resaca, hasta que el últimoviaje nos lleve a hombros por ese bulevar de sueños rotoshasta el cementerio del Pozo de los Frailes, donde por finreposar bajo la incesante oración de la chicharra, pared conpared, con otro Yo, con otro Tú.

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un paseo por el paraíso

Por Carlos Serrano

Atrás quedaban Los Escullos, la Isleta del Moro y elMirador de las Amatistas; unos metros más adelante la carre-tera se empinaba hasta el cielo y cuando parecía encontrarsu fin en la línea del horizonte que separa a tierra y cieloaparecía ante los ojos el valle: Rodalquilar.

Era Sábado Santo, la Isleta del Moro estaba abarrotadade coches y de gente de fuera, algunos de los coches teníanmatrícula antigua y eso delataba su procedencia, Murcia yMadrid principalmente. Aún así aparcó donde pudo y sedirigió al pequeño bar de la esquina a tomar una cerveza,pidió una tapa de jibia y salió fuera con la cerveza y la tapa.Se sentó en el suelo, pegado a la pared lateral del bar, y fijósu mirada en el mar. Algunos viajeros habían bajado hasta lamisma orilla del agua, pero la mayoría permanecía en lasinmediaciones del bar o unos metros más allá apoyados enlas barcas o en los remolques de éstas, que yacían frente a lapared como esqueletos metálicos de ficticios monstruosmarinos.

Con la vista perdida en el mar recordaba la primeravez que llegó a la Isleta del Moro, cuando Ramón y Belén,también en una Semana Santa remota en el tiempo pero vivaen la memoria, le llevaron hasta allí a tomar una cerveza. Alprincipio sólo había divisado el grupo de casas blancas, perosegún avanzaban hacia el bar de la esquina el peñón se ibadibujando sobre el cielo y la isleta sobre el agua. Es un topicazo,

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o bien noctámbulo. En la orilla, junto al mar, vio al dueñodel pequeño bar de la esquina. Estaba sentado en la arenacon dos cubos de plástico a su lado, uno de ellos lleno depeces de distintas especies y tamaños. Limpiaba el pescado yarrojaba los despojos al agua. Sobre su cabeza revoloteabanlas gaviotas; voraces y gritonas, descendían a gran velocidadpara zambullir sus picos en el agua y engullir aquellos despojos.El sol arrancaba destellos de los lomos plateados del pescadoy los únicos sonidos audibles eran el murmullo del mar ylos gritos de las gaviotas. Había usurpado el recuerdo deaquella imagen como el del peñón irlandés, como si fueranalgo propio.

Dejó a su espalda la Isleta y tomó la carretera en direccióna Rodalquilar. Los vehículos aparcados a ambas márgenesde la carretera le anunciaban la cercanía del Mirador de lasAmatistas. Decidió pasar de largo y aparcar unos metros másarriba, donde ya no había coches al borde de la carretera. Elmirador es una atalaya privilegiada desde donde se vislumbrael litoral almeriense; las calas donde el mar muerde la tierra,las antiguas torres de vigía… la costa de los piratas.

Como era previsible había demasiada gente. Parejasextasiadas, con los brazos entrelazados, mirando al mar;niños cuyas carreras apenas se detenían al oír la voz enérgicade sus padres; grupos de amigos celebrando la vista con unexceso de euforia y decibelios. Aún así encontró un hueco ybuscó con la mirada las calas y roquedales que conocía.Pensó que la mayoría de los nombres de aquel litoral evocabannarraciones propias de la infancia y la adolescencia: lasNegras, el Arrecife de las Sirenas, el Cerro de los Lobos,Agua Amarga, la playa de los Muertos, la Isleta del Moro,Genoveses… incluso el propio Mirador de las Amatistas.No pudo evitar acordarse de escritores como Julio Verne,Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson, Joseph Conrad,Jack London, James M. Barrie o Daniel Defoe y de los viejostebeos del Capitán Trueno, el Corsario de Hierro o elGuerrero del Antifaz.

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pero era una imagen idílica, propia de una postal y sinembargo, tan real. El peñón, sobrevolado por gaviotas ycoronado por osados viajeros con alma de turista, se elevabasobre el agua cuyos tonos iban cambiando del verde al azuly del azul al verde por los reflejos caprichosos de los rayosdel sol. Hasta el color pardo de la tierra del peñón y de laisleta y el azul del cielo parecían diferentes. La panorámicaembriagaba y no por los efectos de beber varias cervezas,aunque esto también contribuyera.

En su cabeza habitaba un peñón como aquel; erairlandés. En su adolescencia se había hospedado en su cabezay desde entonces se lo había usurpado a la vieja Irlanda. Supeñón irlandés era más grande que éste de Almería, tambiénestaba en la costa y había que bordearlo a través de senderospara llegar a la playa. Era un paso natural de contrabandistasy en las noches de estraperlo o de naufragio estaba tan tran-sitado como la avenida de una gran ciudad. Incluso si seesforzaba un poco podía oír y sentir las olas chocar contralas rocas situadas en su base. Y si se aplicaba más, escuchabael batir del agua contra las maderas del casco de la nave, elcrepitar de las antorchas y los gritos y los pasos apresuradosde los contrabandistas. Hasta alcanzaba a percibir el olor delsalitre, el ron y el tabaco trasladado por el viento. Pensó queun peñón descansando sobre la costa siempre invita a fabularsobre barcos misteriosos, piratas y contrabandistas.

Abandonó momentáneamente la pared lateral del barpara retornar a su interior y pedir otra cerveza, en esta ocasiónacompañada de una tapa de atún con tomate. Salió y volvióa ocupar el mismo lugar en el suelo, caldeado por el resol.

La Isleta del Moro le devolvía una imagen que nisiquiera le pertenecía, pero que era capaz de recordar comosi fuera él quien la hubiera visto. Ramón le había contadoen su primera visita al lugar que hace años en una mañana deprimavera se había acercado a la Isleta desde el camping deLos Escullos. Era primera hora y por allí sólo deambulabanalgún vecino y alguno de aquellos viajeros, bien madrugador

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La costa almeriense se convirtió en la puerta de entraday salida para las incursiones de estos corsarios, ayudados ennumerosas ocasiones por los moriscos de la península. Losataques a los pueblos se sucedían, a la par que se ibafortificando la costa y se reforzaba la guardia en las torres devigilancia que se fueron construyendo en puntos estratégicosdel litoral. Y las incursiones, cada vez más numerosas, losenfrentamientos entre bandoleros, piratas y los guardias dela Corona, los apresamientos, las rendiciones y las nuevasrebeliones contribuyeron a que se fueran forjando esas ley-endas, que para muchos no son más que cuentos de viejas oinvenciones, pero de las que en algunos casos queda con-stancia de que al menos existieron sus protagonistas.

Entre esos personajes y leyendas del bandolerismoalmeriense destaca la figura de Alonso de Aguilar, conocidocomo El Joraique o El Xoraique. Un monfí, esclavo, nacidoprobablemente en Tahal, que primero fue bandolero y mástarde se convirtió en pirata tras una incursión berberisca enTabernas. Durante varios años la galeota de El Joraique cruzó lacosta del norte de África al Cabo de Gata, donde el bandoleroconvertido en pirata sembró el terror en la comarca de Níjar,sin atravesar jamás los límites de la sierra de Filabres o laAlpujarra oriental. Tras años de correrías y una oferta fallida deperdón de la Corona, El Joraique abandonó definitivamenteAndalucía.

El ladrido de un pequeño perro y el consiguiente gritode su amo conminándole a callar le devolvieron al Miradorde las Amatistas. Echó un último vistazo a la costa, sonrióimaginando las galeotas de los piratas, como la legendariagaleota negra, surcando las aguas al atardecer para atracar enalguna cala escondida, y se alejó del Mirador.

Llegó a la altura de la carretera donde había dejadoestacionado el coche, se sentó en el asiento delantero, bajó laventanilla y encendió un cigarrillo. A unos pocos kilómetrosle esperaba Rodalquilar. El valle era una de las visiones máshermosas que había contemplado. Siempre había llegado a

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El paisaje de Almería, tanto el de interior como el delitoral, es una invitación al ensueño: piratas, bandoleros y ellejano, en este caso no tan lejano, oeste. Y eso a fin de cuentasformaba parte de la propia historia de esta tierra, real consus leyendas de bandoleros y piratas y de ficción, con suspelículas de pistoleros y su poblado del far west en Tabernas.

Pensaba en los bandoleros. Cuando uno tira del listadodel bandolerismo patrio acaba irremediablemente mentandoa José María El Tempranillo, a El Tragabuches, a DiegoCorrientes, a Luis Candelas o a El Pernales; pero a él siemprele venía a la cabeza El Parrón, aquel bandolero-miguelete oaquel miguelete-bandolero protagonista del cuento La buena-ventura de Pedro Antonio Alarcón, cuya identidad era des-conocida y al que sólo pudo ver el rostro y por tanto iden-tificarlo aquel gitano que marcó su destino y su perdición.Sin embargo, mucha gente desconocía la existencia de ante-cedentes de esos célebres salteadores de caminos en el reinonazarí de Granada. Este reino extendía sus dominios por laprovincia granadina, por las vecinas Málaga y Almería y porparte de Jaén, de donde era originaria la dinastía nasri onazarí, y de Murcia. Recordaba nombres como los de Arroba,Abenzuda el Cañarí, el Partal de Parila, los hermanos Lopey Gonzalo el Seniz, Marcos el Metiche o El Cacín; todosellos bandoleros moriscos que campaban por tierras andaluzasallá por el siglo XVI, tras la toma de Granada por los ReyesCatólicos y las sucesivas sublevaciones, de 1499 a 1501 y de1568 a 1570, contra el señor cristiano.

Estos bandoleros o salteadores moriscos recibían elnombre de monfíes, del árabe munfí, cuyo significado esdesterrado o exilado, y que en algunos casos obtenían inclusola consideración de hombres santos. Formaban partidas querecorrían sierra, caminos y costa arrasando pueblos enteros,tomando prisioneros para pedir rescate y matando a cristianosviejos. En algunos casos estos bandoleros cruzaban el marhasta Berbería y se unían a los piratas de Argel, Larache,Tetuán y Salé.

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truido en el siglo XVI para almacenar los minerales y alejarlosde manos codiciosas. También resisten los enclaves de lasantiguas minas de Las niñas y Sol y numerosos restos de ele-mentos e instrumentos característicos de la minería esparcidospor la caldera de Rodalquilar y la intracaldera del Cerro dela Molata.

Todos esos vestigios, huellas de un tiempo de prospe-ridad en el valle, contribuyen a dar forma al paisaje deRodalquilar, a la creación de una atmósfera cargada denostalgia más propia de finales del siglo XIX o principiosdel XX que del siglo XXI.

Quedó el poblado a un lado de la carretera, cruzó laRambla y aparcó el coche en las inmediaciones de la antiguaiglesia. En su parte posterior se encuentra uno de los tesorosmejor guardados del Cabo de Gata, El Albardinar, el jardíndel desierto.

El Albardinar es un jardín botánico que toma su nombredel albardín, del árabe albardí, una planta parecida al espartopropia de zonas áridas. Un lugar de esparcimiento construidodesde el respeto a su estado natural y con el añadido de par-terres y nuevos espacios para dar cabida a la flora que alberga.En su interior puede contemplarse esa flora característicaalmeriense, pero también otras especies del sureste españoly de diversos países del mundo, condenadas a adaptarse aun hábitat árido, donde escasea el agua y sobreabunda la sal.

Ya de por sí su mismo nombre, El Albardinar, es her-moso y evocador, una invitación a la relajación y al disfrutede un entorno inesperado. Encendió un nuevo cigarrillo, elquinto o el sexto de aquel día, y volvió a pensar como casitodos los fumadores que uno de estos días debía dejar defumar. Exhaló el humo y lo persiguió con la mirada. Avanzóentre los parterres, fijó la vista en unas pequeñas flores decolores brillantes y grandes hojas verdes y se sintió un tipoafortunado. No sabía cómo era el paraíso, ni siquiera si existióalguna vez un fabuloso jardín con ese nombre, pero estabaconvencido de que Rodalquilar era su particular Edén y

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él por esa misma carretera en la que se encontraba, siemprehabía hecho la parada de rigor en la Isleta del Moro y siemprehabía tenido aquella sensación gozosa al llegar al final de lacuesta y verlo como si lo hiciera en una gigantesca pantallade cine, más bien de autocine. Apuró el cigarrillo, subió laventanilla y arrancó el motor, enfilando la carretera hacia elvalle de las antiguas minas de alumbre y oro.

Como tantas otras veces experimentó aquella sensaciónde deleite al ver el pueblo y sus alrededores, el viejo pobladominero, la torre de la iglesia, el jardín botánico, el castillo dela Ermita, el Cerro de los Lobos y en la lejanía, siguiendo eltrazado de la carretera hacia Las Negras, El Playazo.

Al iniciar el descenso por la carretera a la entrada delvalle en lo primero que se fijaron sus ojos fue en el antiguopoblado minero. El grupo de casas de planta baja abando-nado presentaba la imagen de un pueblo fantasma.Impregnado de la esencia de ese lejano oeste, parecía lahilera de casas a la espalda de la calle principal del pueblo, enla trasera del saloon, donde siempre habitan los mejicanos yel petróleo de las farolas escasea o se acaba antes que en elresto del pueblo.

El poblado debió vivir su tiempo de esplendor hastala década de los sesenta, cuando las minas producían oro.De hecho el primer lingote de oro obtenido en estas minasdata de 1931, cuando las gestionaban los ingleses y cons-truyeron la famosa Planta Dorr, una instalación metalúrgicapara extraer y transformar el ansiado metal, a la que susti-tuyó años después la Planta Denver. Ahora entre el abandonoy el recuerdo perviven los restos de las instalaciones que nohan sido destruidas o modificadas y un par de proyectostutelados por la Administración para crear un museo mineroy una zona de acampada. Y como testigos mudos de eseesplendor se levantan el Cerro del Cinto, que albergaba lasminas, el Tollo de la Felipa, donde se realizaban algunas delas excavaciones para obtener alumbre, y el Castillo deRodalquilar, conocido como el Castillo de la Ermita, cons-

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quen unos cánones, pertenece a la esfera de lo íntimo la pre-dilección por un lugar en detrimento de otros; de igualmanera que las relaciones entre las personas vienen marcadaspor afinidades o por eso que algunos llaman química, o seimponen unos gustos sobre otros sin que a priori haya una

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El Albardinar, su jardín mitológico. Añoró a su Sherezadepersonal, una hurí que paseara junto a él por aquellas sendasy le susurrase mil y un relatos al oído.

No dudaba de que la belleza como todo aquello per-cibido es algo subjetivo y aunque en algunos casos se mar-

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gran cartel anunciando la venta del inmueble y una nomenos grande antena parabólica que corrompe la visión delmuro y de la casa que asoma tras él.

En las proximidades se aprecian los restos de un molinode agua, otro de los elementos del pasado característico delvalle de Rodalquilar. No muy lejos se alza una torre. En unasábana blanca, a modo de pancarta pintada de colores, apa-rece precisamente ese nombre La Torre y junto a ella, variascuerdas con ropas tendidas delatan la existencia de sus mora-dores.

La sequedad del terreno hace levantar al coche espesaspolvaredas a su paso. No conduce a demasiada velocidad,pero eso da igual, aún los movimientos más pausados y pre-venidos levantarían aquel polvo seco y fútil. A lo lejos se vis-lumbra el mar, pero aquella pista de tierra se empeña enenroscarse como una serpiente y alargar el camino como sipretendiera evitar llegar hasta él. Es una extraña obstinaciónde la naturaleza, como si no supiera que hace tiempo perdió esepulso contra la acción del hombre, como si quisiera ignorarla amenaza de hormigón que se cierne sobre el paisaje lunaralmeriense.

Un coche que venía de frente le apartó por unmomento de su ensimismamiento. Había surgido como unaaparición entre la nube de polvo. El jardín vacío, un solocoche en su periplo a la playa… aquello le convenció de quepese a ser Semana Santa, Rodalquilar seguía siendo un sitiode paso, de que muchos visitantes acababan su ruta en elMirador de las Amatistas y de que otros muchos lo atrave-saban, sin detenerse, rumbo a Las Negras. Eso le satisfacía,pero a la vez le causaba una profunda tristeza porque aquellosconvidados esporádicos perdían la oportunidad de conocerel valle y por tanto, de disfrutar de sus secretos, de aquellasjoyas que a él le causaban tanto gozo.

El Playazo es una cala virgen, como tantas otras dellitoral almeriense. Carece de los elementos propios de la

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explicación racional. Este convencimiento le llevaba a serprudente cuando hablaba a otros de Rodalquilar, temía crearexpectativas que luego condujeran a la decepción cuandoesos otros contemplasen con sus ojos y no a través de lossuyos el valle. Pero también había en su conducta un atisbode egoísmo, un rechazo a compartir aquel paisaje privilegiadocon otras personas que no fueran capaces de apreciar la singu-laridad de ese lugar. Al menos la excelencia apreciada por él.Quizás anhelaba preservar aquel espacio o buscarle unaestancia libre en su cabeza para que conviviera con el peñónirlandés y con la imagen del dueño de bar limpiando elpescado a la orilla del mar.

Permaneció una hora más en aquel jardín de ensueño.Al salir, dudó entre retornar al coche y cogerlo para dirigirsea la playa o hacer el camino a pie, dando un paseo. Sin deci-dirse por una cosa u otra cambió de idea sobre la marcha y seplanteó la posibilidad de ir primero a comer, y aquí le surgióuna nueva duda, si comer en el restaurante junto a laRambla, si hacerlo en el hotel, camino de El Playazo, o simantener su idea inicial de dirigirse a la playa y más tardecomer en la propia Isleta del Moro, en Los Escullos o en SanJosé. Optó por dejar la comida para más tarde. A fin decuentas no tenía prisa y podía ir a la playa y luego disfrutarde la buena cocina de la zona en cualquiera de sus estableci-mientos.

El Playazo, aunque es la playa de Rodalquilar, es unacala situada a unos tres kilómetros del pueblo. Se accede aella a través de la carretera que lleva a Las Negras, por unapista de tierra, y pese a que podía haber ido hasta allí dandoun paseo prefirió coger el coche. Entre el pueblo y la playa,como en la mayor parte de la comarca, reina el desierto. Unrecorrido áspero, apenas interrumpido por la cortijada de laErmita, un resto islámico cuyo preámbulo es un hermosohotel y en cuyo entorno se levantan dos mansiones flanqueadaspor altos muros blancos. En uno de esos muros destaca un

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Cuervo, en las inmediaciones de Las Negras. En una ocasiónrecorrió aquel sendero hasta la cala, un pequeño enclavenudista alejado de ojos curiosos, donde la arena se oscurecey contrasta con el color dorado de la arena de El Playazo.Oyó unos gritos y giró su cabeza hacia la izquierda, al llegarno se había percatado de que había una furgoneta y unacaravana aparcadas en el otro extremo de la playa. Siguiócon la mirada a dos chicas que corrían alborozadas junto ados cachorros blancos y negros. Del interior de la furgonetao de la caravana se escapaban los sonidos de un viejo temade los sesenta. Las chicas también le vieron y agitaron losbrazos y las manos al aire a modo de saludo. Él correspondiólevantando la mano derecha y agitando del mismo modo elbrazo. Le hizo gracia la escena. Buscó en su bolsillo el paquetede cigarrillos, extrajo uno, lo encendió y se sentó en lasrocas. Miraba el mar, oía su ronroneo y viajaba con las olashasta verlas morir en la arena para renacer y retomar en sen-tido contrario el camino recorrido.

A menudo le había dado vueltas a la posibilidad dedejarlo todo y establecerse en Rodalquilar. Iniciar una nuevavida en aquel paraíso, aún a sabiendas de que más prontoque tarde la explotación turística reconvertirá aquel paisajede ensueño. Sin embargo también es consciente de que enla vida siempre hay decisiones destinadas a no ser tomadasnunca. Quizás era un juego, un entretenimiento pasajerodestinado a la especulación imaginativa sobre lo que pudohaber sido y lo que fue, lo que debería ser y lo que habíasido. Aún así era capaz de imaginarse instalado en el valle,disfrutando de aquel paisaje y de la tranquilidad previsibleen los meses alejados del verano. Se veía a sí mismo afincado enuna de aquellas casitas de planta baja con un pequeño jardína la entrada, inspeccionando las minas o lo que quedaba deellas con la curiosidad de un adolescente, soñando por lossenderos de El Albardinar o bañándose en alguna cala soli-taria. Tenía esa capacidad para imaginarse allí en un futuro,

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mayoría de las playas; no existen duchas, tumbonas o ven-dedores ambulantes y por supuesto no tiene paseo marítimo.En aquellos días de mediados de abril tampoco disponía debañistas. Ni una sola toalla alteraba la visión de la arena.Nada. Por supuesto aquella escena cambiaba en los mesesde estío y lo que ahora era tranquilidad y soledad se conver-tía en bullicio y aglomeración; los coches se agolpaban juntoa las rocas y la arena apenas se divisaba entre los resquiciospermitidos por las toallas, que extendidas sobre ella la sem-braban de colores.

Aparcó el coche. En realidad, paró el motor y dejó elautomóvil lo más cerca posible de la costa, evitando que lasruedas se hundieran en demasía en la arena. Miró al frente,hacia el mar y respiró profundamente. A un lado estaba elcastillo de San Ramón, construido en el siglo XVIII pororden de Carlos III, y al otro, donde el mar dibujaba unrecodo de la costa, se encontraba la Torre de los Lobos, unade las muchas fortificaciones mandadas construir tambiénpor la Corona para defender la costa de ataques de ultramar,para avistar las naves procedentes de Berbería y dar la voz dealarma y disponer la defensa. Pensó en si alguien se habríatomado la molestia de catalogar y enumerar todas las torreso los restos de torres diseminadas en aquella costa. A él leparecían innumerables y casi estaba seguro de que esa laborestaba condenada inevitablemente al fracaso, porque siemprequedaría sin contar alguna de las torres o se pasaría por altoalguno de los restos de lo que en su día fue una torre y hoyes apenas una agrupación de piedras en medio del desierto.Unas piedras que el frecuente viento que azota la costa deAlmería no podía desplazar, pero si ir erosionando con lapaciencia y la precisión permitidas por el lento devenir deltiempo.

Anduvo unos pocos metros hasta las rocas en las quese asienta el castillo o la batería de San Ramón. Desde allípodía divisar el inicio del sendero que conducía a la cala del

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la misma que para saber que ese futuro no llegaría. Terminó de fumar el cigarrillo y se levantó. Buscó con

la mirada a las chicas y a los cachorros. Las chicas habíandesaparecido, probablemente en el interior de la furgoneta ode la caravana y sólo pudo ver a uno de los cachorros tumbadojunto al morro de la caravana, por lo que supuso que el otrono andaría muy lejos. Se dirigió al coche. Y antes de entrarechó una última mirada a la playa. Sonrió. Por un instantese sintió un espectador privilegiado, la galeota negra surcabael mar en dirección a la costa, en la cubierta los piratas cogíanlas armas y se preparaban para el desembarco, a su espaldasonó un cañonazo a modo de aviso para los pobladores de lacomarca, los guardias de la Corona tomaban posiciones enel interior de la Torre de los Lobos… Volvió a sonreír. Se aco-modó en el coche y arrancó el motor; era hora de comer.

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historias de lacosta nijareña

Fernando Rodríguez

Cuando huí de Mandril para esconderme en la costanijareña de Almería no sabía cómo me iba a ir. Tuve muchasuerte. Me fue demasiado bien. Bien hasta el punto queencontré el primer trabajo en el mejor bar del mundo, el JoBar. Un garito ilegal, al aire libre en medio de la nada, dise-ñado para moteros —podía uno, literalmente, meter lamoto hasta la barra— y con una parroquia de malotes y tíasguapas que echaba para atrás. El derecho de admisión estabareservadísimo y todo aquél que era admitido como clientesentía lícito orgullo por serlo. Además, por el hecho de ser elencargado de este bar, uno pasaba, directamente, a ser con-siderado como una personalidad de la zona, lo que veníamás que bien para moverse por restaurantes u otros garitos dela comarca en los que, en muchas ocasiones, no había ni quepagar y siempre había sitio para uno en las mejores mesas.

Las ventajas de trabajar en un sitio así eran, de verdad,muchas y divertidísimas, pero ahora sólo hablaré de unaparte de las vivencias de esa temporada que pasé tras la huidade Mandril. Como trabajaba en el bar toda la noche, mi vida sereducía a las noches en el bar y a las tardes de desintoxicaciónen la playa —preferentemente solo, por motivos de saludmental—

Uno pensaría que los delirios de los personajes noc-turnos que operan entre alcohol y drogas, encontrarían su

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la historia de nieto · el moterosin moto que sabe encajar.

Nieto es del Atlético de Madrid y está de vacacionesen Almería, en el Cabo de Gata. Deambulando por la zonacon su novieta (de la que ahora os cuento) ha encontrado elJo Bar, un bar de moteros malotes absolutamente ilegal queestá situado en medio del desierto, en el valle de LosEscullos, cerca del mar.

Todos los que trabajamos ahí, usamos un largo pañue-lo para llevarlo entre el casco de la moto y la cabeza, estepañuelo, además de pinturero, sirve para el sudor, el frío, elpolvo, etc. Es largo y su correcta colocación es todo un arte.Pues bien, después de unos primeros días de asentamientoen el nuevo medio, Nieto se coloca un pañuelo de los mocosen la cabeza en la tercera jornada. De esa guisa se acerca esanoche al Bar. Va a demostrar cuánto se ha adaptado ya a esteambiente auténtico que le estaba esperando a él y tambiénhasta qué punto ha captado el mensaje: Vive salvaje

De su brazo viene Mamen, que es del Real Madrid.Ella viste desenfadadamente. casualmente. Eso dice en una

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contrapartida sosegada en la tranquilidad y placidez quedestilarían las personas que van a las playas vírgenes de lazona a última hora de la tarde, pero no y de eso van estashistorias de la costa nijareña, de gentes del bar y de gentesde la playa. Salud a todos.

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—Oye imbécil, que yo me llevo a los sitios solita ¿eh?—¿Y quién conduce, eh lista, quién conduce?

—Nieto encuentra un punto débil y ataca mirando a la par-roquia, tal es su confianza en la pulla.— ¡Ja! ¿Y quién con-duce, eh? ¡Ja, ja!

—Desde luego eres idiota majo…—¡Ja, ja! Sisí Idiota, pero conduzco, ¡negada! ¡Que

eres una negada! ¡Ja!—Gilipollas.—¡Ja, ja! ¿has visto, tío, como es esta piba? —intenta

inmiscuirme Nieto— Me llama gilipollas porque no sabe nihablar y sólo dice ¡TONTERIAS!

(Nieto termina su frase mirándola y ella da un golpeen la barra y se aleja susurrando, desolada…)

—No aguanto más…Esa noche Mamen sobrepasó algún tipo de límite. Se

fueron juntos, porque Nieto apuró su bebida y salió tras elladespués de mirarme a los ojos para conectar conmigo en elpensamiento de “cómo son las pibas”. El resto de su nochequedó entre ellos… y los que les rodeasen en cada momento.

Volvieron al día siguiente, pero separados. Nietovenía con otra piba. Una Morenaza. No estaba nada mal ydesde luego comparándola con Mamen era Miss universocon el cerebro de Mdme. Courie. Me alegró ver la capacidadde reacción de Nieto. Cualitativamente era incuestionablela mejora. Y cuantitativamente, “un día-una piba”, no estánada mal ¿no?

Nieto por su parte estaba viviendo una especie deanticipo del sueño que yo le había imaginado: Una buenapiba, amistad profunda con sus hermanos salvajes y esaembriagadora libertad. Era como una película, no, como unvídeo musical. Hasta notaba cómo el pañuelo pirata le ajustabamejor…

Pero Nieto no tuvo demasiado tiempo para disfrutarde aquél Walhalla anticipado. Apenas diez minutos después

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etiqueta o algo asín. Ella sí que se ha adaptado. Me trata consinceridad de iniciado a iniciado en algo. Yo sí que la puedocomprender… y no ese garrulo de Nieto.

—Sí, sí. Si es que tú eres muy jipi. De siempre —sedefiende Nieto—

—¿Tu qué coño dices? Que no haces más que ver la tele.—Jipi de toda la vida… no te jode —ironiza Nieto

sin mirarla——Lo único que sabes hacer majo, ver la tele…—Jarecrisna, jarecrisnas, jarecrisnacrisnajasres… —le

canta Nieto.—¡Mira!…que me pones, que es que no sé qué hacer —Anda ponme por favor otro de estos… —zanja

Nieto sin mirarla.—

Nieto tiene moto, pero no aquí. Está en el taller enMandril. Pero el verano que viene ya veré ya… ¡la traerá!

Imagino cómo escenificará él ese momento en las fríastardes de invierno en las que la gente de ciudad sueña conlas vacaciones: Su moto refulgiendo bajo una luna llena deanuncio que le enmarca en semicírculo desde el horizontemarino… qué estampa: Esa Yamaha virago 500 rugiendopor el desierto camino del Jobar. Llega y allí le esperamossus verdaderos amigos. Esos amigos que son los únicos queverdaderamente le comprenden, le conocen a fondo… ¡Noson sólo amigos coño! ¡Son hermanos!…Sí, sus hermanos delJobar le esperarán. Y se acordarán perfectamente de él. Delas cosas que hablaron con él durante el anterior verano. Ledarán una cerveza enorme que el apurará de un trago antela exaltación de sus hermanos salvajes y ante la impresionadamirada de una pedazo de piba… Mmmhh.

Sí joder, porque es que a la Mamen ya no la aguanta.Es que mira que es fea la tía. Y tonta del culo.. Y chacha.

—Si es que, hay que joderse… me dejo la moto y metraigo a esta…

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hostias y la morenaza había huido del bar… Normal, nisiquiera la había defendido… ¿Cómo saldría la pobre deaquel desierto por la noche, sin coche?… No habrá faltadoquién la lleve… Joder ¿qué iba a hacer ahora?

Mamen intentaba involucrar a todo el mundo a sufavor, pero no encontró más que miradas que fingían no ver.De vergüenza se fingió también borracha y de alcohol seemborrachó de verdad en su teatrillo. Acabó tirada al fondo.Llorando y gritando de vez en cuando hacia donde ella pensaba,sin acertar, que estaba Nieto. Como esos locutores de la TVque se equivocan de cámara…

Desaparecieron finalmente del bar tras habernosobsequiado con varios bises que se alternaban en violencia.A los dos o tres días volvieron, reconciliados.

—Oye, perdonad por lo del otro día —se excusóNieto elegante.—

—Es que llevábamos un pedo… —aportó Mamen.—Y se volvieron a Mandril. Y de la mano hasta el coche.

Sabiendo que dejaban atrás a sus hermanos salvajes. Que lesesperarían. Que se acordarían de ellos, de lo importante deellos el siguiente verano.

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de su llegada con la morenaza, apareció Mamen.—Eres un hijo de putaCon un swing pugilístico de primera magnitud,

Mamen le propinaba a Nieto una ensalada de hostias digna deun récord guiness. Después, con Nieto ya fuera de combate,se encaró a la morenaza.

—¿Y tú? —la morenaza no comprendía quién era esa loca—

—¿¡Quién es esta puta!? —insiste Mamen girándosehacia Nieto blandiendo su riñonera como arma—

Nieto ni pudo responder. Había recibido una buenapaliza y aún no sabía bien de dónde le había caído. Mamense revolvió de nuevo hacia la morenaza y la atacó con saña.Qué fuerza de la naturaleza. La morenaza encajó y encajóchillando:

—¿Pero quién es esta? ¡Quitádmela de encima!Las separamos. Pero entonces Mamen volvió a por

Nieto, que empezó a ver comprometida su hombría ante sushermanos salvajes.

—¡TeviaencajarunahostiaMamenhostia! —acertó arebuznar en su defensa.—

De nuevo les separamos.—¿Pero no me habías dicho que cada uno por su lao? —Sí hijoputa, pero no esto—¡Cada uno a lo suyo! ¡Cada uno a lo suyo dijistes! Cada cierto tiempo, Mamen volvía a atacar. Ora a la

morenaza, ora a Nieto. En una de ellas pudimos finalmentever a la morenaza pelear en el polvo del desierto. Hubo unacuerdo tácito para dejarlas pelear un rato. No cupieron lasapuestas. Nadie hubiese apostado contra Mamen.

El pañuelo pirata de Nieto había desaparecido de unahostia certera en la primera escaramuza. Su aspecto eraahora el de la derrota. Había ligado una buena piba en unsolo día. Había encontrado su sitio con sus hermanos y veíaya empezar una nueva era. Pero Mamen le había dado de

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más cercano. Eso, desde dentro de la barra, tiene un gravepeligro, que es el de que el cliente se torne en una especie dedemonio castigador en forma de paliza, de chapas, pero no. Elcaso de Mariano e Inés es distinto. Son buena gente, aunquesin mucha chispa la verdad, pero buena gente.

A Mariano le han regalado una estancia de una semanaen un hotel de Rodalquilar. Nunca había estado por aquí,pero la magia del lugar ya le ha fascinado. Le ha fascinadohasta el punto de que no puede dejar de hablar de ella. Todo elrato con la magia por aquí y la magia por allá, que qué sitiomás especial, que si es telúrico, que si nota ciertos magnetismos…

—¿No los notáis, vosotros, eh, los magnetismos?A Mariano también le ha dejado la mujer hace poco.Afortunadamente, a sus 40 y pico años no tenían aún

hijos. Y así Mariano, en pleno proceso de recuperación, havenido a la costa nijareña de Almería con Inés, una chica desu oficina con la que se ha liado.

Yo pienso que a Inés le gusta Mariano menos que aéste Inés. Ella es más joven, tendrá unos 35, y no los llevadel todo mal. Aunque tengo que reconocer que viéndolesjuntos, uno no se ve ante la típica pareja rumbosa. Mariano esrechonchillo y peludete de cuerpo, que no de cabeza, asoladaésta como está por la alopecia. Ella es pequeñita, con el pelolacio y como cara de pena. Más bien parecen salidos dealgún cursillo para parados. Como diría un amigo mío quees muy triunfador, “tienen pinta de fracas”.

Pues ya digo, después de haber intimado con ellos enel bar hace sólo dos noches, tengo ahora la oportunidad deespiarles desde una altura que domina el Playazo.

Hace un frío de cojones, está nublado y ha llovidohace menos de media hora. El poniente me estaba haciendoplantearme seriamente largarme de aquí. Y eso que he venidomás que bien pertrechado con una buena chupa de altassolapas y un buen termo de café con leche español que voyalternando con los preceptivos porros.

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la llamada de lo salvaje (magnetismo telúrico)

Mariano e Inés están de vacaciones en el ParqueNatural. Es invierno y no hay ningún puente o festividad ala vista. El tiempo está desapacible. Hace un poniente decojones y en todas las orillas, justo donde rompen las olas,se forman una especie de infiernos provocados por la mezclaque el viento hace de la arena que arrastra desde el desierto,con las briznas de agua que arranca a mala hostia de las olas.Estamos en el Playazo, cerca de Rodalquilar.Allí, precisamente, es donde Mariano ha arrastrado a Inésen esta tarde del frío mes de febrero.

Pero no precipitemos el curso de la narración: ¿dedónde salen estos dos? No hay mucha información al respecto.Sólo sé que son de Mandril. Les conozco porque hace dosnoches estuvieron en el bar. Aparecieron allí porqueMariano había leído acerca de nuestro bar en El País semanalEP[s] y había tenido la suerte —no común a otros lectoresde la misma publicación— de encontrar el garito.

Durante el invierno, el trato con los clientes es como

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energía o magnetismo, o no… mejor telúrico, algo telúrico…sí… una energía telúrica…

Con esto en la cabeza, Mariano se gira hacía Inés conla intención de transmitirle su hallazgo, de compartirlo conella, pero un primer vistazo le desanima. Inés le sigue dandopequeños e inseguros pasos sin levantar la vista del irregularsuelo que pisa, evitando los charcos que él pisa, completa-mente a propósito, demostrando una actitud de la que ellacarece.

No todos somos iguales… sólo algunos seres vivos percibi-mos estas cosas, es como un instinto animal… yo soy un animal,pero es que vivo en la ciudad y así, pues claro, no puedo ser felizsin los telurismos, sin esta energía que sólo los salvajes podemoscomprender…

—Pues me apetece darme un chapuzón —declamaflipando con la nueva seguridad que ahora disfruta

La verdad es que Inés se lo temía. Si ya sabía ella queeste era un notas. A pesar de ello intenta evitar el mal rato.

—Pero Mariano, kari, que hace muchísimo frío. ymira que olas, que se te llevan pa dentro

—Venga, venga, si son muy pequeñitas. Tú es que nome conoces, pero yo es que soy así, que me dan ganas debañarme y me baño. una vez en la Pedriza con Alfonso…

—¿Y si te pasa algo yo que hago aquí sola? —inter-rumpe Inés desesperada—

—Pero mujer, hay que ver como eres —se molesta elsalvaje Mariano mientras se despoja del jersey— además —dice señalando hacia mí sin reconocerme— mira, allí hayun señor ¿ya está no?

Inés no ha quedado satisfecha, pero Mariano yapugna con los pantalones, en breve estará desnudo y ella,santo cielo, ¡no puede hacer nada!

—Guárdame la ropa anda —dice Mariano con gestode conquistador que parte a las cruzadas.—

Ante la nariz de Inés, encima del resto de la ropa,

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Pues eso, que a pesar de todas mis sabias medidas desupervivencia extrema, el Poniente me está haciendo plante-arme una retirada. Encontrándome yo en estos pensamientos,veo llegar un Renault laguna azul. De él se bajan los dos per-sonajes que reconozco inmediatamente: Son Mariano eInés. Eso me decide a quedarme un rato más. A ver quéhacen estos dos aquí con el frío que pela.

Mariano, según se baja del coche, anda unos pasos yabre los brazos en gesto de gracias a la inmensidad del océano.Inés, claramente incómoda por el frío, se ajusta el abrigorojo y se cala un gorro de lana hasta las cejas. Mariano lamira y le recrimina que no entre en conjunción absoluta conla naturaleza, como hace él. Ella no contesta, permaneceabrigada y no quiere decir palabra alguna que pueda alargaresta absurda estancia en la playa en un día de perros como este.

Mariano, libre, se encamina a la orilla. Inés, que yaperdió la esperanza de volver a embarcarse rápidamente enel coche, se aleja de éste y sigue a Mariano a pocos pasos.

Mariano, salvaje, comenta lo feliz que sería él depoder dejar Mandril y su mierda de trabajo y vivir todos losdías así: libre y salvaje, como él en realidad es.

Ante la sorpresa de Inés, Mariano se despoja de lachupa abandonándola en la arena con despreocupaciónmientras camina en dirección al mar. Ella parece comenzara comprender lo que se le viene encima. Recoge la prendade su pareja del suelo y le sigue sin atreverse a decir nadaque pudiera espolear el salvajismo de Mariano.

Él, que sabe que su pareja anda detrás, decide inte-riormente darle a ella una lección de lo que es la completasintonía con la naturaleza, qué coño con la naturaleza, con elpropio cosmos joder.

Así es como decide que se va a bañar. Ya verás como seva a quedar la tía esta conmigo, lo va a flipar —parece decir-se para sus adentros, y continua mientras se acerca a la oril-la: definitivamente, este lugar tiene algo… no sé… llámalo

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de salir del océano como si estuviese escapando del Titanic,pero cuando consigue encaramarse de mala manera parasalir y logra sacar su cuerpo del agua dejando su cintura aldescubierto descubre algo terrorífico: Su Pene ha desapare-cido. Parece que no tiene polla y sus huevos se han quedadocomo los de una pantera; fríos, pequeños y pegados al culo.

Mariano se siente muy avergonzado, por lo que, brus-camente, se gira de nuevo hacia el océano negando a Inés elprivilegio de la contemplación de su aparato reproductor.De esa guisa, empieza a andar por el agua, como dando undespreocupado paseo, de espaldas a Inés, alejándose de ellae intentando, por medio de algún tipo de auto control,lograr que su pene recobre al menos un aspecto no demasiadoridículo.

Inés no sabe como hacerle ver que da igual. Que eltamaño no importa. Que lo único importante es que se abri-gue rápido para irse de ahí, pero él, hombre salvaje, haemprendido ya un absurdo camino que le lleva a alejarsemás y más de Inés hacia el otro extremo de la playa. En suandar, Mariano finge que juega con la arena, que contemplael bello espectáculo del temporal, así hasta que, ya con des-carados tocamientos de por medio, logra dar a su pene untamaño que él considera decente. Se da la vuelta orgulloso yrepara en que Inés le ha dejado la ropa en la orilla pilladacon una piedra y se ha retirado a esperarle dentro del coche.Mariano no se viene abajo, piensa que la tiene impresionaday ya se ve a sí mismo poseyéndola como lo haría un salvajeen cuanto lleguen al hotel…

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yacen ahora los calcetines y los gallumbos de color carne deMariano. Como hace mucho viento, ella se ve obligada aaplastar el burruño de ropa poniendo la mano en las prendasíntimas de Mariano. Descubre en ese preciso instante, quejamás podrá amarle.

Ajeno a todo esto, Mariano se acerca, desnudo y deci-dido a la orilla. Por supuesto mete barriga y trata de sacarmiembro, pero le salen mal ambas cosas. Su estampa eslamentable

—Ahí voy —anuncia orgulloso.—Su primer pie entra en contacto con el agua. Está

absolutamente helada. Un escalofrío le sube por la espalda yestalla en su cuello. Le da un temblor súbito e incontrolabley su órgano reproductor se encoge visiblemente. Aterrado,se gira tratando de recuperar el control y la sensibilidad desu pie y le da el reloj a ella. Ese gesto le ha permitido retra-sar lo inevitable unos segundos, pero sabe que deberá zam-bullirse en ese mar helado y agresivo que ruge ante él. Deotra manera, toda la admiración que ahora despierta en Inésdesaparecerá.

—Olvidé quitarme el reloj —se excusa fingiendo unasonrisa mientras disimula los temblores.

Inés está pasando uno de los peores ratos de su vida.Este energúmeno, que la ha traído hasta aquí en un díacomo este, que le ha dado sus calzoncillos color carne paraque se los guarde y que encima anoche se quedó como unlirón después de follársela fatal, quiere impresionarla y elmuy capullo se va a ahogar…

Mariano ya tiene los dos pies en el agua. Está com-pletamente aterrado y su rostro lo disimula bastante mal.Está pasando también un verdadero mal rato. Además, nove que hay un claro escalón al lado mismo de la orilla y, per-diendo pie aparatosamente, cae en él sumergiéndose deltodo. Se rehace del susto sin dignidad alguna, chillandocomo una rata, braceando como un niño asustado y tratando

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esos ojos bellosArturo Fernández-Maquieira

A las tres en punto de la tarde se me caía el bolígrafode las manos, salía disparado del banco en el Paseo de laCastellana, cogía mi coche de yuppie y azuzaba a todos susmuchos caballos para llegar en cuatro horas al Mónsul o a laMedialuna, que son las dos playas en las que más cerca de laorilla se puede dejar el coche, y allí me iba quitando la cor-bata, el traje, los zapatos, tirando todo con rabia sobre laarena para llegar desnudo a la orilla y zambullirme en el mar,como si de un rito de limpieza o de purificación se tratara,para desprenderme de toda la podredumbre, frustración ymiserias acumuladas en un trabajo que ni me gustaba ni meimportaba, pero que me tenía enganchado por el orotismode lo material y ahora me doy cuenta, más vale tarde quenunca, de lo absolutamente prescindible que era todo lo queme aportaba.

Es curioso que estuviera de lunes a viernes hasta lastres en punto de la tarde pensando en escaparme a mis playas,a bañarme desnudo en sus limpias y habitualmente cálidasaguas con una necesidad acuciante, casi obsesiva, cuando lasprimeras veces que vine, después de mi infancia, me negabaa acercarme al mar, aunque los motivos de mi rechazo erande otra índole que aquí no viene a cuento. Y os cuento:

Eran los tiempos del Pez Rojo, del Chamán, del deantes, del fetén, del auténtico, cuando te podías bajar a fumarte

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recalcitrantes, a los que en su día acudían al Pez Rojo, enestado de avanzado perjuicio a ver salir a Lorenzo y acostarsea Catalina, a los irreductibles trasnochadores, que iban a porla “última”, antes de ir a la cama. La Haima tiene el inmen-surable valor añadido de estar situada al borde del mar, enuna playa desierta donde poder bañarse o darse un revolcón,con la complicidad de la casi absoluta oscuridad, sólo veladapor las espectaculares lunas llenas de verano, que han sidotestigos de los más galantes, sensuales y románticos amane-ceres en los dulces brazos de amantes ebrias de alcohol ysexo, borrachas como a Henry y a mi nos gustan las mujeres.

El bar de Jo es muchas cosas. El afable, el muy afable,a pesar de la fiereza de su aspecto, amigo Jo, las partidas deBackgammon con los Joses y Fanfanes, los toxiquillos conEstrumel, la magnífica música de Thomas, las conversacio-nes imposibles en madriliano con el mundo británico, misbotellines de agua y todas las chicas lejanas, imposibles,todas las que me gustaron y ya no volverán y las que yanunca serán, pero que allí van y están preciosas e inalcanzablespor la noche.

El caso es que empecé a escribir esto con el propósitode que la narración fuera el hilo conductor que explicaracomo se puede pasar de ser un esclavo del asfalto, urbanitaimpenitente, orgulloso y convencido de serlo, de corbata deFerragamo y Hermés, zapatos de Farrutx y Alden y trajes amedida de paño inglés, a melenudo con una docena decamisetas, un par de pantalones cortos, uno de pana, unvaquero, chanclas de mercadillo y; ¡¡¡sin corbatas, sin calce-tines, sin bañador de Nike!!!. Y es que hay vida después delo que la sociedad nos impone como modelos a seguir, enga-ñándonos con lo que son los valores y pautas calificadoscomo éticamente correctos y lúdicamente deseables. Y cuandopasa el tiempo ves que los tesoros de la existencia no sonmateriales, ni cuestan dinero, ni éste sirve en absoluto paraoptar por ellos. La luz del sol por la mañana, la brisa de la

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un porrito mirando al mar desde el pequeño acantilado dedebajo de la pista de baile al aire libre y, a base de copas yestupefacientes, esperar la hora avanzada de la madrugadaen la que todas las lobas y lobos de la noche del ParqueNatural se reunían, en comunal rito ebrio, a ver la alboradaen la pista de lo de Pepe.

Yo creo que la mayor parte de la gente que conocimosaquellos sitios en aquellos tiempos no podremos olvidar lalarguísimas, las casi eternas noches vividas en ellos. Se bebíahasta la inconsciencia, se bailaba Rock&Roll, sobre todoRock&Roll, hasta la extenuación, se hablaba, o más bien sebalbucía de lo divino y de lo humano; se besaba, se abrazaba,se acariciaba, se follaba en el suelo, o contra las tapias, o enlos coches o sobre ellos; se miraba el cielo cuajado de estrellas,aunque se estuviera para no ver nada, se consumía de todolo ilegal, lo inmoral y lo que engorda, gozándose de todoello sin mesura, sin importar mas allá del Carpe Diem, dis-frutándose de vivir cada segundo como nunca mais, quedirían María Betanha y Vinicius de Morais.

Creo que hoy nos queda, a buena parte de los com-ponentes de aquella generación Pez Rojo, la resaca de lo apre-surada y desmesuradamente vivido y bebido entonces, y unairreprimible añoranza de lo que podría haber sido aquello sihubiera sobrevivido a la voracidad urbanística, aun a riesgode la salud de muchos que, como yo, sufrimos en nuestrascarnes las consecuencias de tanto apresurado exceso.

Aun hoy, transcurridos muchos años, los recuerdosde aquellas noches me asaltan con sensaciones de déjà vuecuando me quedo pensativo estando en la Haima o en lo deJo, que son los actuales templos de los jóvenes lobos y lobastrasnochadores de hoy. De estos sitios, que también son yaañejos, guardo recuerdos muy distintos, ni mejores ni peores.Los he vivido con más moderación, con más conciencia delo hecho, con menos catalizadores de la realidad.

La Haima recogió la tradición de reunir a los más

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de noche larga de abusos de “vayausteasaberqué”. Esa mismamañana, en ese preciso instante, supe que quería tenerloscerca, muy cerca, cada vez más cerca de los míos, tanto comocuando están tan cerca que al acercarse más se agrandan, sesuperponen y sólo se ve un ojo, como de un cíclope sor-prendido que mira a otro. Y supe que quería ser yo el cau-sante de esos surcos de la vida a su alrededor, y el culpablede esos párpados hinchados, y quien provocase ese su enro-jecimiento por falta de sueño y excesos. Supe entonces, en

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tarde, el manso mar acariciándote con su oleaje, la piel des-nuda sobre la cálida arena, no se entregan a quien más paga,sino a quien busca refugio en ellas recibiendo a todos porigual, sin mirar currículos profesionales ni color de la tarjetade crédito.

Mientras estás inmerso en la vorágine de la Hoguerade las Vanidades creyéndote un master del universo porquete pagan mucho, porque conoces a gente importante, porquecomes en restaurantes caros de ambientes refinados, porqueposees muchas cosas de marcas “imprescindibles”, no tequeda tiempo para pensar mas que en la cantidad de dineroque tienes que ganar para mantener ese tren de ¿vida?, y noprescindir de lo que, en realidad no son más que parches,apósitos que cubren el vacío y la podredumbre de tu exis-tencia. Cosas de oropel y brillantes que te deslumbran parano dejarte ver lo breve de una existencia desperdiciadaabsurdamente en la quimera de poseer, poseer cada vez máspara ser el cadáver más rico del cementerio, el de ataúd decaoba hembra cubana y corbata de Gucci de mortaja, el quedeje a sus descendientes lo necesario para que se hagan unoshastiados, permanentes insatisfechos de tener todo dado, ysin ninguna ambición de aventura y riesgo en la vida.

Pero apareció ella; y fue a raíz de conocerla cuando alseguirla a todos lados para conquistarla me hice bohemio,verde, alternativo, paseante de alpargata y amante de lasplayas, de esas playas donde hacíamos el amor y dondeescuchaba embelesado esa voz de niña, sin entender muchode lo que decía, pero escuchándola, y deseándola, y mirandosus ojos oscuros y su esbelta figura de junco correr y saltarentre las olas, revolcándose por la arena, fresca y lozana, ape-tecible e irresistible. Ella fue la que me enseñó el mar.

Tenía los ojos como dos faros en noche de luna nuevapor el camino de Genoveses, como dos tizones oscuros,intensos y profundos. La primera vez que los vi, con sudueña recién levantada, reflejaban una severa resaca después

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Ella me enseñó a disfrutar de todo esto; del sol y de laarena, del viento y del agua salada, a estar desnudo, puro enarmonía con los cuatro elementos, sintiéndome acariciadopor ellos y teniendo esos ojos amados, esos pechos deseadosy esas nalgas que cubría con mis manos, atrayéndola haciamí, cuando bañándonos en la playa hacíamos el amor y ellatemblaba junto a mí como una luna en el agua. Ella, miDiosa del Mar, me atrajo aquí y me atrapó con su canto desirena cuyo irresistible magnetismo no pude ni quise evitar.Desde aquel verano mi vinculación con el Parque fue cre-ciendo; encontré una casa y pocos años después una excusaque aquí me ancló y aquí me tiene feliz, por su culpa, por subendita culpa.

Me ha visitado hace pocos días con su novio de quien(¡qué envidia!), espera su primer hijo. Está tan graciosa, ellatan menuda con su barriguita, y se la ve tan feliz e ilusionada…¡qué envidia!, con la de veces que le dije lo que me gustaríatener de ella una hija como ella, igualita a ella, con sus ojosy su sonrisa levemente nublada de tristeza. Pero me ha hechomucha ilusión verla. Siempre me hace mucha ilusión verla,a ella, mi sirena del Cortijo de la Loma; donde tuve sus ojostan cerca como yo quería, y donde jugando a los cíclopeshundí mis manos en las profundidades de su denso pelo,mientras nos besábamos mordiéndonos con los labios,luchando tibiamente con nuestras bocas, con la sensaciónde tenerlas llenas de fragantes flores de aroma oscuro, y depeces de movimientos vivos, y donde dibujé, aquella lunallena de agosto con mi mano sobre su cara, la boca que mimano eligió libremente entre todas las bocas, una boca siem-pre soñada por mi, y que por una azar, que no busqué nibusco comprender, coincidió exactamente con su boca quesonreía debajo de la que mi mano le dibujaba.Gracias a esos bellos ojos a través de los cuales descubrí otravida y gracias a Julio Cortazar, que se nos fue demasiadopronto, aunque nos dejó musas de inspiración imperecederas.

ese mismo momento, que debía probar el sabor de sus finoslabios que enmarcaban, con rictus siempre algo triste, esaboca grande, infinitamente apetecible que luego tanto placery tanta alegría ha dado a mi vida.

Era menuda, flexible y con un aspecto frágil que lle-vaba a engaño, pues esa grácil estructura corporal conteníauna batería de energía solar inagotable que irradiaba y serecargaba, al mismo tiempo, de la luz de esos tórridos díasdel verano de estos campos cantados por Goytisolo. Era laestación en que su esplendor vital alcanzaba el cenit trasBeltaine, tras las hogueras de Walpurgis; su sonrisa plácida ytriste deslumbraba; su piel suave, maravillosa, bellamentetostada y cubierta con toda la gama de rojos y naranjas delas telas livianas y vaporosas de vestiditos que perfilaban suspequeños y bellísimos pechos siempre desnudos, atrayendoa mis manos traviesas, brillaba lozana y aterciopelada comomelocotón jugoso y fresco; sus redondas y acogedorascaderas, el asidero más real y sólido que he tenido a la alegríade vivir y a lo que es realmente importante en nuestra existencia,colmaban mis manos de mullidas y plácidas sensaciones.

Nos refugiábamos en el recinto de cualquier playa conla cómplice intimidad de la noche del Parque Natural, y allí,en el Paraíso, se ofrecía a mis manos abriendo sus brazoscomo la bella flor de una sola noche, iluminada por la tenueluz de la luna que provocaba su eclosión y era testigo y farode nuestras caricias, de nuestros besos, de nuestros éxtasis ydesmayos, rendidos de excesos. Felices el uno en brazos delotro, desnudos y apretados, juntando la mayor superficie depiel posible, como si quisiéramos fusionarnos en un solocuerpo, en una única alma, en un ser maravilloso e indiso-luble, yin y yang, que siempre pudiera gozar de su propiadualidad, nos sorprendía muchas madrugadas la salida delinmenso sol por el horizonte curvo del mar, y nos recon-fortaba con su calor, alumbrando nuestras primeras cariciasdel día.

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al cabo de todoRakel Rodríguez

Hay viajes que parece que nunca empiezan y de algunaforma, tampoco terminan. La primera vez que llegué alCabo de Gata en el año 1997 fui una más que se quedóprendada del color y la luz de esta zona. Como tantos otros quellegaron mucho antes y otros que siguen y seguirán llegandomucho después. Porque aparecer de pronto en un paisajetan animal sólo puede tener un efecto animal: o lo amas degolpe o te come de un mordisco.

Este lugar está plagado de historias individuales, degentes que llegaron y aquí siguen, entre nosotros y todasesas personas y sus historias han forjado también el carácterdel Cabo de Gata. No es difícil observar que las zonas quemás aisladas han permanecido acaban por parecerse. Susgentes parecen hurañas, esquivas y de gesto adusto. Y más si elsitio en cuestión es un pequeño paraíso para quienes llegande fuera, las playas vírgenes, el paisaje de una belleza aplas-tante, los pueblos habitables y apetecibles, algunos de ellosescondidos, resguardados tras colinas o protegidos por car-reteras estrechas y casi imposibles. Cuando durante genera-ciones se ha estado acostumbrado a la dureza de un lugarpoco dado a los caprichos y comodidades, cuando llega eltiempo de bonanza la gente responde hacia dentro. Hay queentender que la gente aquí está demasiado acostumbrada aque les salven la vida, a que les planteen mil negocios, milmaneras de llevar las cosas. Llega un momento que la cáscarase cierra y aprenden a escuchar como quien escucha la lluvia

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mires. Y punto. Deben estar muy hartos de que les vengangentes de paso a decir cómo tienen que llevar sus negocios oincluso sus vidas y eso francamente puede conseguir queentre quien entre por la puerta haya un desinterés absolutono apto para cardíacos ni egocéntricos.

Y luego están los raros que han venido a parar aquí. Ydesde luego no son pocos, han llegado de Suiza, deAlemania, Holanda, Francia, Madrid, Valencia, Zaragoza,Barcelona, creo que podríamos hacer una ruta geográficapor España y llenarla de acentos. Algunos sintieron la lla-mada de lo salvaje de golpe y llegaron y aquí se quedaron,otros fueron entendiéndolo poco a poco pero con idénticoresultado, aquí continúan. Unos más sociables otros menos,unos artistas y otros artesanos, unos más buscavidas queotros, pero todos han encontrado aquí un punto en comúnque los ha atrapado. Bien porque han llegado escapando deruinas personales que los asfixiaban, bien por desengaños decualquier tipo, sea como sea, eligieron este lugar. Tambiénson dignos de mencionar los que van y vienen continua-mente y a base de años yendo y viniendo han acabado porformar parte de este paisaje humano, aunque sea de maneraintermitente.

Y es que hay sitios que predisponen a cierto tipo depersonas, solitarios, marginados e inadaptados en potencia,que a la vez están dispuestos a disfrutar de las pequeñas y(grandes) cosas que cada día ofrece este Parque Natural yque se apuntan sin dudar ante una propuesta gastronómica,haciéndose una fiesta alrededor de un plato de cocido, unarroz o un puchero de lentejas, de las que suelen prepararMaise y las chicas del molino.

Hay un montón de razones para vivir aquí, tantascomo personas. Pero lo evidente es que no se puede evitarun pellizco al subir por el mirador de la Amatista o al bajarhacia el Valle de Rodalquilar. No se puede evitar mirar conembobamiento el mar en cualquiera de sus playas, desdeEscullos a Genoveses, de Cala Toro al Playazo… y esas

y el viento. Es un gesto comprensible que los que hemos idoquedándonos hemos asumido como propio también.

Porque hay viajes que pueden planificarse, una searma de atlas geográfico, guías diversas y un objetivo enmente y trata de recorrer durante días o semanas un lugarpreciso y deseado. Esos viajes nos cambian y alimentan, nos danuna perspectiva y amplían nuestros horizontes y nuestraslenguas. Pero hay viajes imposibles que parecen iniciarse sinuna fecha previa y por no calculados, transforman nuestrasvidas, por falta de previsión nos trastornan y no podemossino seguir su corriente y dejarnos arrastrar. Llegué al Cabode Gata cargada de mapas y rutas por hacer. Llovió tantodurante aquellos días que apenas pude hacer un par de ellas.Recuerdo que conocí a alguien que me comentó que vivirallí sería un sueño. Recuerdo la lluvia, el paisaje con una luzblanquecina como la de los sueños, recuerdo las ruinas y miimaginación que volaba en ellas, metiéndose en sus rinconesy en su abandono, recuerdo la tranquilidad de aquel noviembre,fuera de temporada, recuerdo alguien a mi lado que tomabami mano, recuerdo que pensé ¿y si…?

Luego regresé y volví a marcharme unas cuantas veces.Seguí unida a otros mapas y otros viajes que me llevaron ytrajeron una y otra vez de vuelta. En esas idas y venidas fuidescifrando el mapa humano de esta zona y a la vez tratabade hilvanar mi propio mapa personal que se desmoronabasin remedio.

En todas partes han existido esa clase de gente, másconocidos como los raros, personas que llaman la atenciónpor su atuendo, por su físico, por su carácter, por su formade vivir, por sus ocurrencias o por su mala leche o por todoello junto… aquí podría decirse que superan la media, conlo cual digamos que se ha normalizado el término. Hay rarosy raras por todas partes, los que son de aquí, porque son deaquí y han forjado a base de generaciones ese deje tan suyode pues si no te gusta no vengas y si no te gusta mi cara no me

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siguen siendo las razones que atraen a miles de personashasta aquí, para bañarse en aguas transparentes, bucear, rela-jarse de la vorágine de la ciudad, caminar por cualquier sen-dero y hacer una buena ruta, pasar unos cuantos días y luegovolver a sus lugares de origen.

Por otro lado todos sabemos que no existen los paraí-sos y que no todo es siempre bonito ni maravilloso. Lasrelaciones aquí tampoco son sencillas, depende de la socia-bilidad de cada uno y de la relación que cada cual mantengaconsigo mismo. Hay días en que uno se levanta con el pietorcido, afuera hace un día espléndido pero por mucho quemires el mar y toda su gama de colores, el ánimo se niega alevantarse. Hay días que uno va hacia Campohermoso, lugaral que todos acudimos para hacer la compra (es mucho másbarato y hay de todo) y ve el otro mundo alejado de la playa,el de los invernaderos, el de las bicis jugándose la vida en lacarretera, el de los magrebíes y subsaharianos que nadie sabeexactamente dónde viven, pero son visibles y a la vez casiparecen transparentes. Ellos no van a las playas, no se les veen las terrazas tomando una caña o un té, parecen siempreyendo en camino de algún sitio, con bolsas de comida,caminando a campo traviesa, sin que se vea un lugar adecua-do donde vivir. Uno hace la compra y regresa a la costa, alotro mundo. Al de la construcción (siguen construyendo) alde decenas de bares por calle, carteles de se alquila, al de oestás en el negocio o trabajas en él. Porque aquí todos nosbuscamos la vida en la hostelería, o bien porque tienes unbarecito o curras en uno, o bien tienes una casita que alquilaso las limpias por horas, o tienes un hotel o casa rural o apar-tamentos o trabajas en ellos. No hay muchas más salidas ymás vale que tengas alguna porque el invierno es largo, muylargo. Y hermoso, muy hermoso si tienes la gente adecuadaa tu lado, el dinero justo en los bolsillos y sobre todo los ojos yla mente y las manos abiertos, bien abiertos para disfrutarlo…

No, no existen los paraísos, pero este no es mal sitiopara vivir…

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Está edición se acabó de imprimir en julio 2007 en los talleres de Gráficas La Paz, Torredonjimeno

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Otras publicaciones de ediciones RaRo:

“Caminos de Jaén”varios autores

“Mirándonos la punta de los pies”varios autores

“Sobre las plantas silvestres de Cástaras”

Carlos Gil Palomo“5 raras”

varias autoras“Cuidado con el perro”

J.P.G“Borrador”

Manuel Lombardo Duro

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